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Obras de teatro
Una razón francamente exterior permite abordar con cierta facilidad la obra de Ibsen:
su producción se circunscribe al teatro y, además, no es muy abundante. Dejando de
lado algún artículo juvenil, su nutrido epistolario y las poesías, hay que considerar
veinticinco obras de teatro, escritas a lo largo de sesenta años de intensa labor. Aunque
mereció comentarios críticos favorables y fue reunida en volumen(por primera vez en
1871), su poesía es prescindible. Tres vertientes se evidencian en ella: los poemas
cívicos de intenciones admonitorias (“A los poetas de noruega”, “El asesinato de
Abraham Lincoln”, etc.), los poemas reflexivos de contenido simbólico (“El petrel”, “El
minero”,etc.), y los de mayor énfasis lírico (“A la única”, “Versos de álbum”, “Solo”,
etc.), con rasgos similares a los anteriores. Pero Ibsen no cala hondo en ninguna de estas
vertientes.
Una consideración rápida del teatro de Ibsen habría de distinguir los dramas
románticos de los realistas, con un corte que estaría dado aproximadamente por las
obras escritas antes o después de 1870, marcando así La coalición de los jóvenes el
inicio de la etapa realista y Emperador y Galileo, aunque de redacción posterior, el
término de su período romántico (en éste predomina el verso o la prosa con “estilo de
saga”, mientras que en el otro lisa y llanamente la prosa). La distinción puede resultar
válida, siempre y cuando se le introduzca una serie de aclaraciones complementarias. En
el primer grupo, La tumba del guerrero, Dama Inger de Ostraat, Fiesta de Solhaug,
Olaf Liliekran, Los guerreros de Helgoland y Madera de reyes representan típicos
dramas históricos inspirados en la tradición escandinava, con neto predominio de
influencias románticas —el primero, por ejemplo, es un calco de Oehlenschläger—,
pero con rastros tanto de Shakespeare como de Scribe. En lugar aparte cabría colocar a
Catilina (1850) y Emperador y Galileo (1873), comienzo y cierre del ciclo
respectivamente, dramas históricos también, pero cuyas acciones transcurren en
escenarios romanos. A un costado queda La noche de San Juan, comedia feérica muy
endeble, a imitación de otra del danés Heiberg; y, casi excluida del grupo, La comedia
del amor, sátira de costumbres modernas, que prefigura sus obras realistas, aunque
también pueda relacionársela con sus dos grandes poemas dramáticos: Brand y Peer
Gynt; el primero una obra rebelde y desafiante, el segundo —que alcanzó una enorme
difusión con música de Grieg— un drama épico-folklórico, con ciertos elementos de la
picaresca, festivos y burlescos que no encontraremos en sus restantes obras. Ambos
poemas son eminentemente escandinavos, pero no en el sentido un tanto exclusivista de
Jorge Brandes.
En el segundo grupo se incluiría La coalición de los jóvenes, atisbo de la originalidad
que despliega inequívocamente en sus obras siguientes: Las columnas de la sociedad
(1877), Casa de muñecas (1879), Espectros (1881) y Un enemigo del pueblo (1882). En
estas cuatro piezas el realismo de Ibsen alcanza su formulación más clara. Una sola cita
bastará para medir el impacto de estas obras entre sus contemporáneos más lúcidos;
refiriéndose a Las columnas de la sociedad —de los cuatro dramas mencionados el
menos satisfactorio— Otto Brahm manifestó: “Ahí hemos visto la primera idea de un
mundo poético nuevo; por primera vez nos hemos sentido en presencia de personas de
nuestra época en quienes podíamos creer y ante una crítica que abarca toda la sociedad
de nuestro tiempo; hemos contemplado surgir triunfalmente todos los ideales de libertad
y de verdad como puntales de la misma. Desde entonces pertenecemos a este reciente
arte realista, y nuestra vida estética tiene un contenido”. Ibsen denuncia aquí, en efecto,
la hipocresía y la falta de honestidad, en el muy concreto medio burgués de su Noruega
natal y a través del desenmascaramiento del cónsul Bernick frente a Lona. Con una
técnica muy depurada —que no obstante sigue observando mucho de los mecanismos
de la “pieza bien hecha”—, en Casa de muñecas trata asimismo un problema candente,
siendo también portavoz de la actitud positiva un personaje femenino, Nora —como en
Espectros será, más complejamente, Elena Alving—.
Para la consideración de estas cuatro obras se han tentado varios encuadres; el más
inmediato y que despertó las polémicas más encendidas en su momento es el de los
problemas explícitos: la mentira, la inseguridad y la corrupción escondiéndose tras las
apariencias y los convencionalismos sociales, tanto en un plano público como en el seno
del núcleo familiar, y taponando el debate de las cuestiones a la orden del día, como los
fueros de la religión, el peso de la herencia, la autorrealización femenina —piedra de
toque del presunto feminismo de Ibsen, en cuyas piezas las protagonistas son efectiva y
preferentemente mujeres rebeldes, enérgicas e impulsivas, que sostienen tesis
“avanzadas”—, etc. El contenido de estas tesis, el elemento ideológico latente en los
diálogos, no pocas veces suele hacerse manifiesto y es “declarado” en forma explícita,
abierta; así, en Un enemigo del pueblo, por ejemplo, el doctor Stockmann en lucha
“contra las enfermedades morales que devoran al pueblo”, se convierte en un manantial
de sentencias condenatorias y/o edificantes. Más adelante, se hará hincapié en el hecho
de que toda la concepción ideológica de Ibsen apuntaba, en última instancia, a esta sola
idea: “el deber del individuo para consigo mismo, la tarea de autorrealización, la
imposición de la propia naturaleza contra los convencionalismos mezquinos, estúpidos
y pasados de moda de la sociedad burguesa” —según define Hauser—. Otro encuadre
resulta de la consideración de los aportes más bien técnicos: a este respecto, Ibsen
abjura de las intrigas complicadas, basta de equívocos—pareciera decir—, no más
apartes de los personajes al público, ni relatos descolgados en medio del diálogo para
dar a conocer los antecedentes; “el pensamiento y el estado de ánimo detrás de las
palabras” revalorizan el lenguaje como vehículo fundamental de la tensión dramática y
acaban con las largas exposiciones de hechos, que son sustituidas por el desarrollo
actual de las personalidades en conflicto. Si bien éstos son los aspectos en torno a los
cuales ha girado la mayor parle de las valoraciones, es preciso señalar que un examen
crítico actualizado debería asimilar ambos encuadres en una sola estructura de niveles
múltiples y considerar simultáneamente la ideología manifiesta en los diálogos dentro
de la totalidad del contexto dramático, donde la perspectiva histórica se impone.
La obra siguiente de Ibsen, El pato salvaje (1884), según la opinión del propio autor,
ocupa un lugar singular en su producción. Antes que detenerse en la mostración de un
problema social, este drama cala en los conflictos interiores de sus personajes y no
oculta una intención simbólica de carácter general. “¿Ha1laré un epíteto bastante
espléndido para El pato salvaje?” se preguntaba Bernard Shaw. Y era asimismo Bernard
Shaw el que conceptuaba a Rosmersholm (1886) como el más cautivador de los dramas
ibsenianos (Bertrand Russell asegura no haber encontrado tragedia más realmente
trágica que Rosmersholm, y J. B. Priestley considera a esta obra y a El pato salvaje
como las piezas maestras de Ibsen). A partir de estas dos obras y de La dama del mar
(con la cual Ibsen, al representársela en París, “se puso a la cabeza del movimiento
simbolista”, según el testimonio de Lugné-Poë) el dramaturgo noruego se interna por
nuevos caminos, salvo tal vez en Hedda Gabler, donde retorna a la senda realista.
Pero, por cierto, Ibsen nunca hizo total abandono de esta modalidad escénica. Resulta
entonces apropiado observar que, aun manteniendo las pautas realistas, las últimas obras
de Ibsen —además de las ya citadas, El maestro Solness, El pequeño Eyolf, Juan
Gabriel Borkman y Cuando despertamos los muertos— muestran un progresivo
enrarecimiento del clima dramático, una carga cada vez más pronunciada de elementos
simbólicos. De donde muchos críticos suelen distinguir una etapa naturalista,
representada esencialmente por los cuatro dramas que van de 1877 a 1882, y otra, la de
sus últimos dramas, que se definiría como simbolista.
Sin cuestionar la legitimidad de estos agrupamientos y de otros más sutiles que
pudieran realizarse, debe recordarse que hay dos extremos analíticos entre los cuales se
mueve este tipo de afán clasificatorio: por un lado, cada obra se presenta como una
unidad en sí misma, por el otro, la unidad se encuentra en la producción global de un
autor. Y cabe entonces recordar que al releer Catilina, un cuarto de siglo después de su
primera publicación, Ibsen escribe: “Muchos temas que aparecen en mis obras
posteriores —la oposición entre la aptitud y el deseo, entre la voluntad y la posibilidad,
la tragicomedia del individuo y la humanidad— están ya allí”.
Ibsen y Björnson
En el Instituto del profesor Hetberg, al que concurre en 1850 para preparar su
frustrado ingreso a la Universidad, Henrik Ibsen conoce a Björnstjerne Björnson, cuatro
años menor que él y que, curiosamente, le sobrevivirá también cuatro años. A partir de
ese momento y a lo largo de más de medio siglo, estos dos escritores mantienen una
relación muy peculiar, pues a la vez que una sólida amistad pareciera unirlos una
rivalidad intensa en planos inmediatos.
En cuanto a la amistad, ella se traduce en múltiples vínculos, que podría
simbolizarse casi en el hecho de que Björnson fuese padrino de Sigurd Ibsen y de que
éste desposara a Bergliot Björnson, hija de su padrino. Sin duda, la amistad también se
hizo presente en las prolongadas tertulias de Cristianía, en los múltiples encuentros
europeos, aún en las ácidas discusiones que sostuvieron, en la misma ruptura de más de
diez años y, por cierto, en la reconciliación que luego sobrevino.
“Pero así como Ibsen fue duro, misántropo e intransigente —nos dirá D’Amico—,
así se nos aparece su amigo sereno, conciliador, comunicativo y persuasivo.” Y si
ambos, en cierto modo, conciben el arte como medio de propaganda moral, las
direcciones a que un apunta el sentido de sus obras difieren bastante. Una sincera
bondad puritana mezclada su exaltado democraticismo hicieron de Björnson un hombre
amado por su pueblo: mientras que, respetándolo, y aún cuando lo reverenciaran, los
noruegos nunca aceptaron de igual manera a Ibsen, individualista desdeñoso de la
“plebe”. Otro aspecto complementario de la relación entre ambos escritores surge de la
nutrida correspondencia que intercambian. Desde luego, ella tiene importancia para
precisar la concepción teatral de uno y de otro. Léanse si no estos párrafos de una carta
de Ibsen, fechada en Roma de 9 de diciembre de 1867, a raíz de una crítica adversa de
Clemens Petersen: “A pesar de todo, me felicito de la injusticia que se me ha hecho. Veo
en ella un efecto de la intervención divina. La indignación aumenta mis fuerzas. Si
quieren guerra, la tendrán. Nada perderé con ello si realmente soy poeta. Mi propósito
es hacerme fotógrafo. Haré desfilar ante mi objetivo a los contemporáneos en el seno de
su madre, ni un pensamiento, ni una intención fugitiva oculta detrás de la palabra cada
vez que me halle en presencia de un alma que merezca la reproducción ”. (Clemencia
Jacquinet, Ibsen y su obra, págs.. 71-72).
Síntesis de la renovación