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Historia de la Literatura Mundial. Tomo Naturalismo y Simbolismo.

Bs.As.:CEAL , 1971 pp. 651-662.

IBSEN YSTRINBERG: NACIMIENTO DEL TEATRO MODERNO.


1. Las raíces de la literatura escandinava
“De las literaturas germánicas medievales la más compleja y rica es incomparablemente
la escandinava. Lo que al principio se escribió en Inglaterra o en Alemania vale, porque,
en buena parte, prefigura, o porque imaginamos que prefigura, lo que se escribiría
después; en las elegías anglosajonas presentimos el movimiento romántico y en El
Cantar de los Nibelungos los dramas musicales de Wagner. En cambio, la literatura
nórdica vale por cuenta propia; quienes la estudian pueden prescindir de la evocación de
Ibsen o de Strindberg”. Demostrar que esta sagaz observación de Jorge Luis Borges
tiene un final feliz, pero incierto, tal vez sea uno de los caminos menos equivocados
para acceder a la obra de esos dos escritores enormes, al parecer extrañamente
solitarios. Otro camino atendible —y aunque algo engañoso harto más transitado—
suele arrancar del análisis de la evolución del teatro europeo durante el siglo pasado,
particularmente en sus últimas décadas. Sin desdeñar este posible punto de partida, aquí
se le dará preferencia al primero.
De los orígenes a la modernidad
La primitiva literatura escandinava se produjo —o al menos se recogió-
principalmente en Islandia. A comienzos del siglo XII, Ari Thorgilsson compuso el
Islendiga-bók, o Libro de los islandeses. Esta crónica de los orígenes de ese país, con
abundantes referencias a materias legales y eclesiásticas, inaugura el período escrito de
la literatura escandinava. Ari dejó otros libros —otras historias— en prosa vernácula;
preparó. también el advenimiento del mayor hombre de letras de aquellos tiempos y
esos lugares: Snorri Sturluson (1178-1241), cuya vida fue —al decir de Gilchrist
Brodeur— “una compleja crónica de traiciones”, pero en cuyos escritos, venturosa,
claramente supo no traicionarse. A Snorri se le deben la Edda prosaica o Edda menor,
una suerte de manual de arte poética, organizado en torno a los mitos paganos e
ilustrado con estrofas y versos antiguos, y la Heimskringla o Historia de los Reyes del
Norte, un relato que, basado en las sagas antiguas, reconstruye el pasado histórico y
legendario de su pueblo.
Snorri Sturluson no es por cierto el único, aunque sí el más grande de los escritores
primitivos de Escandinavia; algunos otros podrían mencionarse, pero tal vez sólo sea
injusto no recordar aquí a Saxo Gramático (1140- 1216), que recoge en la Gesta
Danorum o Historia Dánica —traduciéndolas al latín— las tradiciones de su patria,
Dinamarca. Esta obra, como las de Snorri, como la Edda poética o Edda mayor —una
formidable colección de 35 poemas hallada en un códice del siglo XIII—, como así
también la mayor parte de las obras de entonces nos remiten a una etapa histórica
anterior, cuando la palabra hablada era el único vehículo de la literatura. En ella se
distinguen tres grandes conjuntos o grupos de expresión: los poemas de las eddas,
compuestos a partir del 650, aunque integrando elementos aún más antiguos; los
poemas de los escaldos, algunos de los cuales pueden remontarse hasta el siglo IX,
época de la gran expansión escandinava, y las sagas, obras en prosa, relatadas a partir
del siglo X. Los primeros nos restituyen la más completa mitología de los pueblos de
origen germánico; los segundos —debidos a los poetas profesionales que sustituyeran a
los recitadores anónimos— representan una de las formas más elaboradas y complejas
de la poesía medieval; las sagas, por último, prefiguran la novela realista: epopeyas en
prosa donde se narran objetiva y directamente hechos históricos y donde los personajes
actúan mostrando sus dobleces, sin los rigores de una moral maniquea.
El cristianismo acelera, culmina y ahoga el proceso cultural iniciado.
Cuando en el siglo VIII los primeros misioneros irlandeses se aventuran hacia el norte,
los pueblos escandinavos —daneses, noruegos y suecos— rompen su aislamiento:
colonizan las islas cercanas e Islandia, llegan a Groenlandia y, sin duda, a América;
desde 793 y durante más de un siglo los vikingos incursionan por todo el continente
europeo. Más tarde, los daneses desplazan a los noruegos, que habían encabezado el
movimiento anterior, e incluso conquistan Noruega e Islandia; en 1397, constituyen con
Suecia la Unión de Kalmar, realizando así- el sueño panescandinavo. (Sin embargo, en
1520 Suecia se retira de la Unión; Noruega queda ligada a Dinamarca hasta 1814,
cuando pasa a depender de Suecia, hasta su independencia en 1905; mientras que
Islandia sólo se separa definitivamente de Dinamarca en 1944).
Ahora bien, la extraordinaria expansión del siglo IX pone en contacto a los pueblos
escandinavos con la cultura occidental; su posterior conversión al cristianismo termina
por someterlos. Sin entrar en detalles sobre este complejo proceso, indiquemos algunos
de sus “efectos” en el plano de la literatura: la rica tradición noruego-islandesa, aunque
de raíces más antiguas, crece y toma cuerpo durante el movimiento expansivo; el
contacto con el latín ha de haber estimulado la escritura de las lenguas vernáculas y, por
ende, contribuido a fijar aquella tradición; pero, al erigir al latín en lengua culta, se
adopta también su contexto cultural: se secan entonces las raíces nacionales, o siguen
corriendo por canales subterráneos.
Por cierto, hay también una literatura escandinava escrita en latín: comienza con
himnos litúrgicos, vidas de santos y poemas didácticos, sustenta luego trabajos jurídicos
e históricos, acaba por sobrevivir un tiempo como vehículo de expresión para obras
científicas: en un claro latín escribe el padre de la botánica y la zoología modernas, el
sueco Lineo o Carolus Linnaeus (1707- 1778). Pero la unanimidad con que, en poco
menos de veinte años, la Escandinavia entera abraza la Reforma, que Gustavo Vasa
impone en Suecia en 1520, deja entrever que la liturgia romana no ha aplacado
totalmente la sangre germánica. La recuperación de la propia lengua, primero, y,
consecuentemente, la conquista de un lenguaje nacional van labrándose a través de los
siglos XVII y XVIII. A comienzos del XIX, en forma abierta y expresa, el
Romanticismo da cumplimiento a esos objetivos. Y el pasado de los vikingos es
entonces mucho más que un mero recuerdo: es el punto de partida insoslayable para
cualquier construcción del presente. Sólo falta dar al proceso su última vuelta de tuerca,
realizar su definitivo ajuste. Brandes y Jacobsen en Dinamarca, Ibsen y Björnson en
Noruega, Strindberg en Suecia son los encargados de cumplir esta tarea. Pero sólo dos
de ellos logran trascender plenamente los marcos nacionales y hacer de sus respectivas
producciones obras literarias universalmente válidas.
¿Quiere esto decir que Strindberg deja de ser un escritor sueco e Ibsen noruego para
fundirse en una categoría única? Tal afirmación no puede aceptarse porque justamente
en el hecho de ser síntesis superadora de ambos polos dialécticos reside la grandeza de
estos dos escritores (y desde luego de cualquier otro). Sin duda, esta breve conclusión es
demasiado abstracta y mal permite apreciar las relaciones concretas que definen a Ibsen
y a Strindberg con respecto al desarrollo general del teatro europeo y a la evolución
particular de las literaturas escandinavas. Sólo en el tratamiento específico de uno y otro
autor podrá desentrañarse este problema. Por el momento, vale la pena señalar que, más
allá de sus notorias divergencias y superando ciertas búsquedas manifiestas —en cuanto
a rastrear el pasado histórico de sus pueblos, en cuanto al problema del idioma, etc.—,
existen características comunes profundas en las obras de ambos escritores —un
individualismo exasperado, un tratamiento directo pero nada maniqueo de los
personajes, un realismo que no se queda en la superficie de las cosas— que remiten de
alguna manera al pasado de las sagas y los antiguos poemas escandinavos. Quizá
puedan leerse éstos —como quiere Borges— sin la evocación de Ibsen o de Strindberg,
pero muy difícilmente pueda accederse a Ibsen o a Strindberg prescindiendo de aquel
inmenso trasfondo vivo y renaciente.

IBSEN Un duro aprendizaje


Hijo de un próspero y alegre comerciante en maderas y de una adusta y sufrida
luterana —María Cornelia Altenburg, de padres alemanes—, nace Henrik Johan Ibsen el
20 de marzo de 1828 en Skien, población ribereña de tres mil habitantes al sur de
Noruega. Ocho años después, al quebrar la empresa del señor Knut Ibsen —cuyo
carácter se torna áspero y sombrío—, la familia debe retirarse a una modesta granja en
las cercanías del pueblo. De ojos azules, cabellos negros y baja estatura, Henrik se
muestra retraído y meditabundo, cuando no hosco. Poco afecto a los juegos, el
primogénito sólo tiene amistad con su hermana Hedwig; en la escuela es un alumno
correcto, no muy brillante, con una singular habilidad para el dibujo, especialmente para
trazar caricaturas.
Ante la decisión de seguir estudios de medicina y la falta de recursos de la familia, a
los dieciséis años abandona su pueblo natal para trabajar como ayudante en una
farmacia de Grimstad, pequeño puerto de mar. Allí permanece seis años atendiendo a
los clientes de la botica, escribiendo sus primeras poesías y preparando sus exámenes.
Allí también traba alguna amistad duradera, aspira a los amores de una muchacha y
seduce a una criada, con la que tiene un hijo, que reconoce. En los momentos robados al
trabajo, estudia; en los hurtados al estudio, “hace un poco de literatura”. Los románticos
escandinavos, en particular el poeta danés Oehlenschläger—que había revalorizado el
pasado legendario de su patria—, se encuentran entre sus lecturas menos ortodoxas;
entre las necesarias para sus estudios, las de Salustio y Cicerón le inspiran su primer
drama: Catilina, que publica a los veintidós años, cuando se traslada a Cristanía (hoy
Oslo, antiguo nombre que la ciudad retorna en 1925). En la capital de Noruega, que
entonces contaba con treinta y cinco mil habitantes, concurre a un instituto preparatorio
durante cuatro o cinco meses, al cabo de los cuales se examina, aprobándosele sólo en
forma condicional, sin que pasara luego por los exámenes complementarios. En el
instituto ha conocido a Aasmund Olafson Vinje, Björnsterne Björnson y Jonas Lie; con
los dos primeros y Botten-Hansen edita un semanario de literatura: Manden (El
hombre), que luego se llamará Andhrimner. Por entonces también lee a Shakespeare,
Goethe y Schiller, a Kierkegaard y algo a Kant, y toma contacto directo con las ideas
socialistas que comienzan a difundirse en su país. El 26 de septiembre de 1850, bajo el
seudónimo de Brynjolf Bjarme, estrena el drama poético en un acto La tumba del
guerrero, en el Teatro de Cristianía.
Por esos días, mientras proyecta una edición de sus poemas y decide definitivamente
no ingresar a la Universidad, recibe el ofrecimiento de Ole Bull para trabajar como
asesor literario—luego será director de escena— en el Teatro Noruego de Bergen. Tres
factores se conjugan para que acepte: aunque el sueldo del nuevo empleo sea modesto le
ha de permitir llevar decorosa y terminar con una situación que no pocas veces fue
hambre; Bergen es la cuna y el foco yo del movimiento nacionalista, lo que como
correlato cultural supone reivindicar las tradiciones literarias del país; y, por último, el
nuevo trabajo le va a permitir un contacto con los textos (los de Scribe a la cabeza )y,
sobre todo, con la práctica teatral. Hasta 1857, Ibsen estrena en Bergen cinco obras,
cuatro originales y una refundición de La tumba del guerrero. En 1852, comisionado
por el Teatro, viaja un par de meses a Copenhague y algunas ciudades alemanas
(durante el viaje reencuentra a Rikke Holst, inspiradora de muchos de sus poemas, e
intenta sin éxito su pedido de mano).
A principios de 1856 concurre a la casa del pastor Thoresen, centro cultural de
Bergen ; allí conoce a Susana, hija del pastor, con quien se casa a mediados del año
siguiente. Para entonces ya había vuelto a instalarse en Cristianía, donde dirige el Teatro
Noruego de esa ciudad y donde estrena Los guerreros de Helgoland. Durante los
posteriores cinco años, Ibsen escribe dos obras más, aunque sólo una de ellas se
estrena. Estos años transcurren entre sus obras, el hogar —ha nacido su hijo
Sigurd—, las frecuentes tertulias sus antiguos amigos, el trabajo, un viaje de dos meses
en 1862 para recorrer la región montañosa de Noruega y el arrebato nacionalista, o
mejor panescandinavista —que se manifiesta en exaltada condena cuando, frente al
conflicto de Dinamarca con Prusia, Noruega y Suecia guardan silencio—. Pero, también
a lo largo de esos años, su situación económica se ha ido deteriorando gravemente y,
además, siente crecer una opresión —que se torna angustia, y que él intenta apagar
bebiendo— ante la falta de perspectivas y alicientes culturales que lo rodean. Tras una
serie de pedidos, el Parlamento noruego le concede un subsidio, y puede así partir hacia
el extranjero la mañana del 5 de abril de 1864.

Los años de madurez


De Copenhague, atravesando Alemania, llega a Venecia, y de ésta se traslada a
Roma, donde permanece cuatro años, durante los cuales sólo se aleja de la
ciudad para veranear en diversos puntos de la misma Italia. Aquí lleva una vida retirada,
apenas interrumpida por sus incursiones a la Asociación Escandinava y al Café de
Greco, donde solía reunirse un pequeño grupo de compatriotas. Vuelve a trabajar
metódicamente y, poco a poco, logra estabilizar su situación económica, en parte con el
producto del trabajo, en parte por intervenciones del azar (dos veces gana la lotería).
Además, Björnson, con quien se ha reencontrado en Roma, interviene para que su
gobierno le asigne una “pensión de poeta” y para que el editor Hegel, de Copenhague,
publique sus obras. La primera que corre esta suerte es Brand, que obtiene cuatro
ediciones consecutivas en 1866; y a ella le sigue su otro gran drama poético, Peer Gynt.
La calidad de estas obras, el hecho de ser lanzadas en el mercado danés —dentro de los
escandinavos el de mayor contacto con el resto de Europa— y la valoración que ha
comenzado a hacer, de ellas el crítico Jorge Brandes —en el campo cultural la
personalidad más influyente de Dinamarca en la segunda mitad del siglo pasado—
contribuyen poderosamente a difundir el nombre de Henrik Ibsen.
En 1868 parte de Italia, y desde entonces y a lo largo de veintitrés años deambula con
su mujer e hijo por Europa, salvo una breve visita oficial a Egipto para asistir a la
inauguración del Canal de Suez. Reside principalmente en Dresde y en Munich —
atendiendo de modo especial a la educación de su hijo Sigurd— pero Copenhague,
Estocolmo, Cristianía (en 1874 y en 1886), Viena, brevemente París y por cierto Roma
cuentan también con su presencia durante esos años. Todo este período es el de su
consagración definitiva y, desde luego, el de sus producciones más importantes;
aquellas que contribuyen poderosamente a cambiar la faz del teatro europeo moderno,
en particular, las que suelen considerarse sus obras “realistas”. Que su giro hacía la
práctica de la nueva modalidad escénica constituye un paso plenamente consciente lo
prueba —entre pautas más sólidas— la carta que dirige a Björnson en 1867 (y de la cual
se reproduce un párrafo aparte). “Ya en sus obras anteriores —comenta Anderson
Imbert— Ibsen había mostrado una originalidad de visión y una densidad de
pensamiento que no tenían ciertamente los dramaturgos de moda en París. Ahora
comienza a superarlos aun en la técnica de la escena. Ibsen, en La coalición de los
jóvenes (1869), anuncia, si bien pálidamente, la gran renovación que completará más
adelante”. Esta renovación es visible en Las columnas de la sociedad (1877), que
obtiene en Alemania un éxito detonante, y queda asegurada, más allá del escándalo que
promueve en toda Europa, con Casa de muñecas (1879). Se ha afirmado que cuando
Nora, la protagonista de esta obra, dice: “Siéntate, Torvaldo; tenemos que hablar”,
comienza un nuevo período en la historia del teatro. Sí, sólo dos sillas y dos personas;
nada más. Pero en ese instante el drama sufre un abrupto corte cualitativo: de la simple
exterioridad salta al conflicto interior.
Espectros, Un enemigo del pueblo, El pato salvaje, Rosmersholm, y las siguientes
obras de Ibsen no hacen sino consolidar su fama. Ya no sólo las representaciones en las
principales ciudades escandinavas, ni la prédica de Brandes o del inglés Edmond Gosse
(Studies in Northen Literature, Londres, 1879); en las dos últimas décadas del siglo
pasado —aparte de ser condecorado por reyes y ministros— Ibsen es traducido al
alemán por Julius Elias, al inglés por William Archer, al francés por Moritz Prozor;
escriben libros sobre él Vasenius, Jäeger, Passarge y Bernard Shaw; Zola aconseja a
Antoine traducir Espectros, y su representación, el 20 de mayo de 1890, semeja “un
relámpago sobre la vida del teatro en Francia”, según la imagen de Lugné-Poë;
Suzanne Després y Ludmila Pitoëff en Francia, como la danesa Betty Hennings, la
alemana Niemann Raabe, la española Catalina Bárcena, las francesas Gabrielle Réjane y
Sarah Bernhardt y, quizá mejor que ninguna otra, la italiana Eleonora Duse encarnan los
principales personajes femeninos de Ibsen, hasta convertirlos en verdaderos símbolos
del teatro moderno.
El 17 de noviembre de 1891 vuelve a Cristianía para establecerse allí
definitivamente; tiene sesenta y tres años. Rico, agasajado, aplaudido, es ya una gloria
nacional, un monumento vivo. Sin embargo, algunos escritores de la nueva generación
se atreven a discutirlo; en tal sentido es célebre un ataque de Knut Hamsun, que lo
califica desdeñosamente de “filósofo”. El septuagésimo aniversario de su nacimiento
constituye una verdadera apoteosis: saludos y delegaciones de países de todo el orbe,
funciones de gala, condecoraciones, obsequios suntuosos... Pero aunque gratificado,
Ibsen no deja de sentirse un poco extranjero en su propia tierra. Hasta 1899 escribe sus
cuatro últimos dramas. Luego, en 1900, cae víctima de una erisipela que le afecta las
piernas; al año siguiente, un ataque de apoplejía no le permite ya restablecerse. Ahora le
cuesta trazas las letras sobre el papel, y apenas puede caminar; durante cinco años un
enfermero estará constantemente a su lado. Primero se lo recluye en la casa; y pronto ha
de permanecer en el lecho, sin ya poder levantarse. Henrik Ibsen muere en Cristianía el
23 de mayo de 1906.

Obras de teatro
Una razón francamente exterior permite abordar con cierta facilidad la obra de Ibsen:
su producción se circunscribe al teatro y, además, no es muy abundante. Dejando de
lado algún artículo juvenil, su nutrido epistolario y las poesías, hay que considerar
veinticinco obras de teatro, escritas a lo largo de sesenta años de intensa labor. Aunque
mereció comentarios críticos favorables y fue reunida en volumen(por primera vez en
1871), su poesía es prescindible. Tres vertientes se evidencian en ella: los poemas
cívicos de intenciones admonitorias (“A los poetas de noruega”, “El asesinato de
Abraham Lincoln”, etc.), los poemas reflexivos de contenido simbólico (“El petrel”, “El
minero”,etc.), y los de mayor énfasis lírico (“A la única”, “Versos de álbum”, “Solo”,
etc.), con rasgos similares a los anteriores. Pero Ibsen no cala hondo en ninguna de estas
vertientes.
Una consideración rápida del teatro de Ibsen habría de distinguir los dramas
románticos de los realistas, con un corte que estaría dado aproximadamente por las
obras escritas antes o después de 1870, marcando así La coalición de los jóvenes el
inicio de la etapa realista y Emperador y Galileo, aunque de redacción posterior, el
término de su período romántico (en éste predomina el verso o la prosa con “estilo de
saga”, mientras que en el otro lisa y llanamente la prosa). La distinción puede resultar
válida, siempre y cuando se le introduzca una serie de aclaraciones complementarias. En
el primer grupo, La tumba del guerrero, Dama Inger de Ostraat, Fiesta de Solhaug,
Olaf Liliekran, Los guerreros de Helgoland y Madera de reyes representan típicos
dramas históricos inspirados en la tradición escandinava, con neto predominio de
influencias románticas —el primero, por ejemplo, es un calco de Oehlenschläger—,
pero con rastros tanto de Shakespeare como de Scribe. En lugar aparte cabría colocar a
Catilina (1850) y Emperador y Galileo (1873), comienzo y cierre del ciclo
respectivamente, dramas históricos también, pero cuyas acciones transcurren en
escenarios romanos. A un costado queda La noche de San Juan, comedia feérica muy
endeble, a imitación de otra del danés Heiberg; y, casi excluida del grupo, La comedia
del amor, sátira de costumbres modernas, que prefigura sus obras realistas, aunque
también pueda relacionársela con sus dos grandes poemas dramáticos: Brand y Peer
Gynt; el primero una obra rebelde y desafiante, el segundo —que alcanzó una enorme
difusión con música de Grieg— un drama épico-folklórico, con ciertos elementos de la
picaresca, festivos y burlescos que no encontraremos en sus restantes obras. Ambos
poemas son eminentemente escandinavos, pero no en el sentido un tanto exclusivista de
Jorge Brandes.
En el segundo grupo se incluiría La coalición de los jóvenes, atisbo de la originalidad
que despliega inequívocamente en sus obras siguientes: Las columnas de la sociedad
(1877), Casa de muñecas (1879), Espectros (1881) y Un enemigo del pueblo (1882). En
estas cuatro piezas el realismo de Ibsen alcanza su formulación más clara. Una sola cita
bastará para medir el impacto de estas obras entre sus contemporáneos más lúcidos;
refiriéndose a Las columnas de la sociedad —de los cuatro dramas mencionados el
menos satisfactorio— Otto Brahm manifestó: “Ahí hemos visto la primera idea de un
mundo poético nuevo; por primera vez nos hemos sentido en presencia de personas de
nuestra época en quienes podíamos creer y ante una crítica que abarca toda la sociedad
de nuestro tiempo; hemos contemplado surgir triunfalmente todos los ideales de libertad
y de verdad como puntales de la misma. Desde entonces pertenecemos a este reciente
arte realista, y nuestra vida estética tiene un contenido”. Ibsen denuncia aquí, en efecto,
la hipocresía y la falta de honestidad, en el muy concreto medio burgués de su Noruega
natal y a través del desenmascaramiento del cónsul Bernick frente a Lona. Con una
técnica muy depurada —que no obstante sigue observando mucho de los mecanismos
de la “pieza bien hecha”—, en Casa de muñecas trata asimismo un problema candente,
siendo también portavoz de la actitud positiva un personaje femenino, Nora —como en
Espectros será, más complejamente, Elena Alving—.
Para la consideración de estas cuatro obras se han tentado varios encuadres; el más
inmediato y que despertó las polémicas más encendidas en su momento es el de los
problemas explícitos: la mentira, la inseguridad y la corrupción escondiéndose tras las
apariencias y los convencionalismos sociales, tanto en un plano público como en el seno
del núcleo familiar, y taponando el debate de las cuestiones a la orden del día, como los
fueros de la religión, el peso de la herencia, la autorrealización femenina —piedra de
toque del presunto feminismo de Ibsen, en cuyas piezas las protagonistas son efectiva y
preferentemente mujeres rebeldes, enérgicas e impulsivas, que sostienen tesis
“avanzadas”—, etc. El contenido de estas tesis, el elemento ideológico latente en los
diálogos, no pocas veces suele hacerse manifiesto y es “declarado” en forma explícita,
abierta; así, en Un enemigo del pueblo, por ejemplo, el doctor Stockmann en lucha
“contra las enfermedades morales que devoran al pueblo”, se convierte en un manantial
de sentencias condenatorias y/o edificantes. Más adelante, se hará hincapié en el hecho
de que toda la concepción ideológica de Ibsen apuntaba, en última instancia, a esta sola
idea: “el deber del individuo para consigo mismo, la tarea de autorrealización, la
imposición de la propia naturaleza contra los convencionalismos mezquinos, estúpidos
y pasados de moda de la sociedad burguesa” —según define Hauser—. Otro encuadre
resulta de la consideración de los aportes más bien técnicos: a este respecto, Ibsen
abjura de las intrigas complicadas, basta de equívocos—pareciera decir—, no más
apartes de los personajes al público, ni relatos descolgados en medio del diálogo para
dar a conocer los antecedentes; “el pensamiento y el estado de ánimo detrás de las
palabras” revalorizan el lenguaje como vehículo fundamental de la tensión dramática y
acaban con las largas exposiciones de hechos, que son sustituidas por el desarrollo
actual de las personalidades en conflicto. Si bien éstos son los aspectos en torno a los
cuales ha girado la mayor parle de las valoraciones, es preciso señalar que un examen
crítico actualizado debería asimilar ambos encuadres en una sola estructura de niveles
múltiples y considerar simultáneamente la ideología manifiesta en los diálogos dentro
de la totalidad del contexto dramático, donde la perspectiva histórica se impone.
La obra siguiente de Ibsen, El pato salvaje (1884), según la opinión del propio autor,
ocupa un lugar singular en su producción. Antes que detenerse en la mostración de un
problema social, este drama cala en los conflictos interiores de sus personajes y no
oculta una intención simbólica de carácter general. “¿Ha1laré un epíteto bastante
espléndido para El pato salvaje?” se preguntaba Bernard Shaw. Y era asimismo Bernard
Shaw el que conceptuaba a Rosmersholm (1886) como el más cautivador de los dramas
ibsenianos (Bertrand Russell asegura no haber encontrado tragedia más realmente
trágica que Rosmersholm, y J. B. Priestley considera a esta obra y a El pato salvaje
como las piezas maestras de Ibsen). A partir de estas dos obras y de La dama del mar
(con la cual Ibsen, al representársela en París, “se puso a la cabeza del movimiento
simbolista”, según el testimonio de Lugné-Poë) el dramaturgo noruego se interna por
nuevos caminos, salvo tal vez en Hedda Gabler, donde retorna a la senda realista.
Pero, por cierto, Ibsen nunca hizo total abandono de esta modalidad escénica. Resulta
entonces apropiado observar que, aun manteniendo las pautas realistas, las últimas obras
de Ibsen —además de las ya citadas, El maestro Solness, El pequeño Eyolf, Juan
Gabriel Borkman y Cuando despertamos los muertos— muestran un progresivo
enrarecimiento del clima dramático, una carga cada vez más pronunciada de elementos
simbólicos. De donde muchos críticos suelen distinguir una etapa naturalista,
representada esencialmente por los cuatro dramas que van de 1877 a 1882, y otra, la de
sus últimos dramas, que se definiría como simbolista.
Sin cuestionar la legitimidad de estos agrupamientos y de otros más sutiles que
pudieran realizarse, debe recordarse que hay dos extremos analíticos entre los cuales se
mueve este tipo de afán clasificatorio: por un lado, cada obra se presenta como una
unidad en sí misma, por el otro, la unidad se encuentra en la producción global de un
autor. Y cabe entonces recordar que al releer Catilina, un cuarto de siglo después de su
primera publicación, Ibsen escribe: “Muchos temas que aparecen en mis obras
posteriores —la oposición entre la aptitud y el deseo, entre la voluntad y la posibilidad,
la tragicomedia del individuo y la humanidad— están ya allí”.

Breve ojeada al teatro europeo


Durante la segunda mitad del siglo XIX, y con mayor énfasis hacia sus últimos
decenios, el realismo cambia por entero la situación del teatro europeo. Observemos
muy rápidamente el panorama: no será Inglaterra —donde Oscar Wilde, hasta el
advenimiento tardío de Bernard Shaw, constituye la única figura mencionable—, y
tampoco será España —con Dicenta, Guimerá, el sobrio Pérez Galdós y el hueco
Echegaray—, ni por cierto Italia —con sus burgueses anticlericales que escriben dramas
exaltados e insufribles—, los países que marquen los rumbos del futuro teatral.
Un poco al azar puede elegirse un año: 1897. Es el año en que Stanislavski y
Nemiróvich-Dánchenko fundan el Teatro de Arte de Moscú, que pronto contará con un
autor insigne: Antón Chéjov. Es el comienzo de un proceso: el que da nacimiento al
teatro contemporáneo; pero es también la culminación de otro: el que unos veinte años
atrás iniciara en Alemania el teatro del Ducado de Meiningen al oponerse a los
convencionalismos escénicos y adoptar un arte simple, conciso, preocupado por su
fidelidad a “lo verdadero”. Proceso éste último que tuvo su más alta formulación en el
Teatro Libre, fundado por André Antoine en 1887. Este empeñoso discípulo de Zola
intenta, con rigor y amplitud hasta entonces desconocidos, renovar el arte dramático
tomando como punto de partida el trabajo escénico. (Señalemos que, sin embargo, el
teatro francés no se reduce por entonces al repertorio, si variado, predominantemente
naturalista del Teatro Libre. Aparte de las representaciones de Henri Becque, hacia fines
del siglo XIX se estrena Cyrano de Bergerac de Rostand, la “pieza bien hecha” de
Sardou —como antes la de Scribe_. goza de enorme popuIaridd, el teatro boulevardier
despunta con fuerza y, para desconcierto de sus contemporáneos, Lugné-Poë monta
Ubu rey de Alfred Jarry.)
En Berlin, otros siguen los pasos de Antoine al fundar bajo la dirección de Otto
Brahm un nuevo Teatro Libre (Freie Bühne), en cuyo manifiesto se lee que “el arte
moderno está basado en el naturalismo”. Gerhadt Hauptmann es aquí la gran, tal vez
exagerada, revelación. Otro autor que en ese momento goza de fama apenas menor es el
prusiano Hermann Sudermann, aunque su obra sea inferior a la de Frank Wedekind, un
naturalista que—junto con Strindberg- abrió las puertas al expresionismo.
Resumiendo, durante las tres últimas décadas del siglo XIX, el teatro europeo ha
pasado de la reacción contra el cartón y el amaneramiento, a través del intento de
reproducir la realidad “tal como es”, al teatro de atmósfera de Stanislavski, enemigo
acérrimo de la “teatralidad”, del convencionalismo y el oropel, preocupado por la
veracidad ya no meramente externa, atento al personaje por sobre el intérprete, forjador
de una verdadera síntesis escénica.
Dos dramaturgos están en la raíz de todo este proceso; uno quizá sea su figura
hegemónica, aquella que representa el cambio en sus aspectos más amplios y visibles,
otro es un puntal incandescente del proceso, el que lo profundiza y hace del cambio una
revolución. Dos dramaturgos: Ibsen y Strindberg.

Cómo trabajaba Ibsen


Ibsen trabajaba en forma ordenada, con fiera paciencia y voluntad férrea. Sus horarios
de trabajo eran rigurosos, sus métodos de composición nítidos. Veamos en este aspecto
su propio testimonio: “En general establezco para cada una de mis piezas tres planes
que difieren mucho por los detalles, si no por la trama. Después del primer esquema me
parece conocer a los personajes como si yo hubiera viajado con ellos en un tren. En el
borrador siguiente todo se me aparece con más nitidez y yo los conozco como si juntos
hubiéramos pasado un mes en un lugar de veraneo: ya distingo en ellos los rasgos
fundamentales y las pequeñas particularidades de su carácter. Con todo, todavía sería
posible un error de mi parte en algún aspecto esencial. En fin, con el tercer borrador,
llego a los límites de mi conocimiento: ya no ignoro nada de esas gentes que he
frecuentado durante tanto tiempo y tan de cerca. Son mis amigos íntimos. No me han de
decepcionar, y tal como entonces los veo, los veré siempre”.

Ibsen y Björnson
En el Instituto del profesor Hetberg, al que concurre en 1850 para preparar su
frustrado ingreso a la Universidad, Henrik Ibsen conoce a Björnstjerne Björnson, cuatro
años menor que él y que, curiosamente, le sobrevivirá también cuatro años. A partir de
ese momento y a lo largo de más de medio siglo, estos dos escritores mantienen una
relación muy peculiar, pues a la vez que una sólida amistad pareciera unirlos una
rivalidad intensa en planos inmediatos.
En cuanto a la amistad, ella se traduce en múltiples vínculos, que podría
simbolizarse casi en el hecho de que Björnson fuese padrino de Sigurd Ibsen y de que
éste desposara a Bergliot Björnson, hija de su padrino. Sin duda, la amistad también se
hizo presente en las prolongadas tertulias de Cristianía, en los múltiples encuentros
europeos, aún en las ácidas discusiones que sostuvieron, en la misma ruptura de más de
diez años y, por cierto, en la reconciliación que luego sobrevino.
“Pero así como Ibsen fue duro, misántropo e intransigente —nos dirá D’Amico—,
así se nos aparece su amigo sereno, conciliador, comunicativo y persuasivo.” Y si
ambos, en cierto modo, conciben el arte como medio de propaganda moral, las
direcciones a que un apunta el sentido de sus obras difieren bastante. Una sincera
bondad puritana mezclada su exaltado democraticismo hicieron de Björnson un hombre
amado por su pueblo: mientras que, respetándolo, y aún cuando lo reverenciaran, los
noruegos nunca aceptaron de igual manera a Ibsen, individualista desdeñoso de la
“plebe”. Otro aspecto complementario de la relación entre ambos escritores surge de la
nutrida correspondencia que intercambian. Desde luego, ella tiene importancia para
precisar la concepción teatral de uno y de otro. Léanse si no estos párrafos de una carta
de Ibsen, fechada en Roma de 9 de diciembre de 1867, a raíz de una crítica adversa de
Clemens Petersen: “A pesar de todo, me felicito de la injusticia que se me ha hecho. Veo
en ella un efecto de la intervención divina. La indignación aumenta mis fuerzas. Si
quieren guerra, la tendrán. Nada perderé con ello si realmente soy poeta. Mi propósito
es hacerme fotógrafo. Haré desfilar ante mi objetivo a los contemporáneos en el seno de
su madre, ni un pensamiento, ni una intención fugitiva oculta detrás de la palabra cada
vez que me halle en presencia de un alma que merezca la reproducción ”. (Clemencia
Jacquinet, Ibsen y su obra, págs.. 71-72).

Síntesis de la renovación

Sin entrar a juzgar el valor global de la dramaturgia de Ibsen —Pirandello no


vacilaba en nombrarlo junto a Shakespeare; Alfredo de la Guardia lo parangona a éste y
a Esquilo, y no es el único en hacerlo; del lado opuesto las críticas suelen también no ser
moderadas-—, es indudable que el autor de Espectros cumplió un papel decisivo en la
renovación teatral europea del siglo pasado, esa que abre las compuertas del teatro
contemporáneo. Varios son, por supuesto, los intentos de definir ese papel.
Transcribamos aquí el realizado por Enrique Anderson Imbert: “1) Cuando se inició
Ibsen la técnica teatral de toda Europa consistía en tejer tramas; él, por el contrario,
buscará las situaciones más familiares, las más corrientes, las de todos los días, y pondrá
el acento en los problemas íntimos de la conducta. 2) Los personajes discuten esos
problemas; y la discusión va interpretando los núcleos objetivos del drama hasta que
acaba por asimilárselos. El drama se convierte, pues, en una discusión. 3) Pero como en
esa discusión los temas son los comunes de la vida ordinaria y las situaciones en que se
ven envueltos los personajes son las mismas que los espectadores padecen en carne
propia, hay una identificación emocional entre escenario y público, una comunión viva.
El interés emana de los problemas que se debaten en escena; ya no se necesitan trucos
estrepitosos que despierten artificialmente el interés dormido de las gentes. 4)
Desaparecen así las convenciones tradicionales: apartes, soliloquios, truculencias,
psicologías estereotipadas, desenlace feliz, etc 5) El interés en la discusión seria y la
prescindencia de los efectos escénicos dan a Ibsen una mayor concentración dramática.
Cuando se alza el telón la acción ya está cerca de la crisis. El crescendo es mucho más
vivo, intenso, dinámico, puesto que al comenzar el drama ya hay todo un pasado del que
nos vamos enterando precisamente en la inminencia de la crisis. Pasado y presente se
revelan simultáneamente; y esta revelación es el drama. 6) Vidas enteras, historias de
años, presentadas en una mínima unidad de tiempo y lugar. (. . .) Por mostrarnos la
culminación de un drama previo que no ocurre en escena Ibsen da una textura clásica a
su teatro. Piezas hay en las que se cumplen rigurosamente las unidades aristotélicas. 7)
Cada personaje hace valer su punto de mira, la íntima dirección que toma su alma
cuando ataca un tema. Todas las hablas son distintas, todos los argumentos son
legítimos. El diálogo, pues, es drama puro, no ventriloquía.” (Ibsen y su tiempo, págs.
55-56).

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