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Versión española de

E m ig d io M a r t ín e z A d a m e
VTA U R l L E D O D D-

ECONOMIA POLITICA
Y CAPITALISMO

FONDO DE CULTURA ECONOMICA


M ÉX ICO ---- BUENOS AIRES
Prim era edición en inglés, 1 9 3 7
Segunda edición en inglés, 1 9 4 0
Prim era edición en español, 1 9 4 5
Segunda edición en español, agosto de 1961

L a edición original de esta obra fue registrada por


G eorge R outledge & Sons L td ., de Lond res, con
el título P oíitica1 E c o n o m y and C apitaíism . Soine
Essays ia E c o n o m ic T radition.

D erechos reservados co nform e a la ley


© 1 9 4 5 , F o n d o d e C u ltu ra E co n ó m ica

Av. de la U niversidad, 9 7 5 — M éxico 1 2 , D . F .

Im preso y hecho en M éxico


P rin ted and m a d e ia M éxico
PREFACIO

Un intento de exploración por todo el territorio de la economía con


un vehículo tan frágil como, son ocho breves ensayos, podría ser
prueba suficiente de una dispersión condenada a la superficialidad.
Sí estos ensayos tuvieran pretensión semejante, no habría modo de
eludir ese cargo. Pero aunque su recorrido aparente es amplio, no
aspiran sino a explorar ciertos aspectos del terreno, ignorando deli­
beradamente grandes sectores qúe muchos considerarían más dignos
de estudio. La selección de los temas no ha sido, sin embargo, arbi­
traria. Se ha inspirado en el criterio de que la Economía Política
y las controversias de que es objeto tienen significado como respues­
tas a ciertos problemas de carácter esencialmente práctico, como, por
ejemplo, el de la naturaleza y conducta del sistema económico que
conocemos con el nombre de capitalismo. E n la selección ha inter­
venido también la creencia de que esta clase de problemas es fun­
damental, tanto para la plena comprensión del desarrollo del pensa­
miento económico como para las relaciones entre ese pensamiento
y la práctica. E n las últimas fases del desarrollo de una teoría se
tiende, por lo general, a ignorar y olvidar los problemas originales;
de ahí que se pierda y oscurezca su significado esencial.. Lo que da
la unidad a que estos ensayos aspiran, y lo que explica su gran preocu­
pación por la interpretación y la crítica, es la creencia de que si se
quiere que el pensamiento económico tenga un significado realista,
debe ser liberado de muchas nociones que hoy día entorpecen su
desarrollo.
E l libro, en lo principal, está necesariamente destinado a los que
tienen cierto conocimiento de la literatura y de las discusiones eco­
nómicas. Se tuvo mucho cuidado de evitar, al mismo tiempo y hasta
donde el tema lo ha permitido, las preocupaciones técnicas de los
economistas profesionales, para hacer accesible el estudio a un círculo
más amplio que el de aquellos que tienen un vivo sentido de la
íntima relación que existe entre el pensamiento económico y la prác­
tica del mundo contemporáneo y que disponen de poco tiempo para
lo que es meramente oropelesco, sin ser constructivo. Lo que he es­
crito aquí puede dar a veces la impresión, no de una idea acabada,
sino de un mero pensar en voz alta; téngase presente, sin embargo,
que la idea en ningún caso es esporádica, sino que ha ido madurando
con los años.
Durante la presente investigación he contraído una deuda con
Dennis Robertson y con Piero Sraffa, que leyeron algunos de estos
ensayos, y con W . E . Armstrong, con el profesor Erich Roll y con
H. D . Dickinson, que leyeron todo, o la mayor parte, en diversas
etapas de su desarrollo, y cuyas críticas desvanecieron buen número
de puntos confusos que de otra manera habrían aparecido en el texto.
Clemens Dutt, A. G . D . W atson y George Barnard también me die-
7
8 PREFA C IO

ron valiosos consejos y gracias a ellos pude corregir algunos puntos


especiales. Pero a ninguno de ellos pueden imputarse, ni los errores
cometidos, ni las opiniones que aquí se expresan.
M . H. D .
Cambridge,
ju lio , 1 9 3 7 .

A D V ER T E N C IA A LA SEG U N D A E D IC IÓ N

E n la edición revisada introduje algunas alteraciones sustanciales a la


segunda mitad del capítulo iv, con objeto de desarrollar un poco
más algunos aspectos de la teoría marxista de las crisis que en la pri­
mera edición fueron descuidados. Las últimas doce páginas del ca­
pítulo vi también fueron objeto de algunas alteraciones, producto
de un pensamiento más maduro. E n el resto, aunque demasiado cons­
ciente de sus errores y deficiencias, me limité a hacer algunos cam­
bios de poca importancia.
M . H. D .
inüsgljisfTO rBFT^
Hay quienes adoptan una actitud hacia la Economía Política clásica
que puede resumirse en la declaración de que nada se gana exami­
nando los errores elementales de los economistas de hace un siglo.
Expresada en forma tan extrema esta actitud, probablemente sea
rara. Pero existe, aunque menos impaciente, una opinión, similar muy
extendida en los círculos académicos, según la cual los economistas
clásicos son los burdos, aunque brillantes, “primitivos” de su arte, y
de quienes poco tiene que aprender nuestra compleja edad contem­
poránea. Si la Economía Política clásica — se dice— pudo plantear
. correctamente diversos problemas acercándose con brillantez: a la
verdad, su técnica analítica era inadecuada para dar soluciones lógica­
mente satisfactorias, aparte de que la precisión del pensamiento y
la solución de problemas más importantes se dificultaba por algunas
confusiones elementales. E l genio de Ricardo quedó empobrecido
por su adhesión a la estrecha e imperfecta teoría del valor-trabajo,
y por su “desconocimiento del conciso lenguaje del cálculo diferen­
cial” . ¿Acaso no se ha dicho de Marx que con unas cuantas lecturas
superficiales y mal digeridas de Ricardo como todo bagaje intelectual
se vio conducido por sus loables, aunque desequilibradas “simpatías
por los que sufren”, a posiciones que una reflexión más madura debe
rechazar inevitablemente? La moderna teoría del valor, producto prin­
cipalmente de las últimas décadas del siglo xix, separa tan profunda­
mente a la economía de hoy de la de hace cien años, como los prin­
cipios de Newton dividieron los trabajos de sus sucesores de los físicos
pre-newtonianos. Ricardo y Smith podrían ser los Pitágoras y los
Aristóteles de la ciencia económica; pero fueron poco más que eso.
Dicha actitud ha llegado a ser una parte tan esencial de la contex-
tura del pensamiento económico, que discutirla es hacerse sospechoso
de ignorancia o aparecer como víctima de perversas obsesiones para
las que no hay lugar en la ciencia.
E n la actualidad existe cierta tendencia a sostener que los primeros
economistas no sólo carecían de madurez, sino que se extraviaron en
sus investigaciones. E l mismo concepto de utilidad, que original­
mente fue proclamado como un concepto que no sólo procuraba una
solución más adecuada de los problemas que se plantearon los clási­
cos, sino que abarcaba una mayor generalidad de casos, se descarta
frecuentemente como insostenible u ocioso. Hoy día está de moda
decir, con Cassel, que es innecesaria una teoría del valor, y que to­
das las proposiciones necesarias pueden enunciarse sencillamente en
téjminos de una teoría empírica de los precios. Se nos dice que una
teoría que representa las relaciones de cambio como funciones de
ciertas preferencias humanas expresadas en la conducta del hombre,
es todo lo que una verdadera ciencia económica debiera tener o, por
lo menos, todo lo que necesita tener. Semejante teoría — se agrega—
constituye, ¿pso facto, la única teoría del valor que puede existir cuan­
10 REQUISITOS DE UNA TEORIA D EL VALOR

do el valor se define con propiedad. Para la economía, dice Mises, el


estudio de los propósitos o de los fines es tan indiferente como lo es
el estudio de los costos reales, y la única teoría del valor necesaria
para -el estudio económico es un sistema de ecuaciones que genera­
lice las relaciones que deben prevalecer entre medios escasos y deter­
minados fines en cualquier situación.1 E l profesor Myrdal ha de­
clarado recientemente que la búsqueda de una teoría del valor de
parte de los viejos economistas, apoyada en los conceptos de costo
real o utilidad, representa una obsesión por los problemas éticos y
políticos; y que sólo el abandono de esa búsqueda ilusoria ha permi­
tido establecer la economía sobre una base científica.2 Un escritor
norteamericano ha dicho, dirigiéndose en especial a los socialistas, que
Marx no había entendido los requisitos de una teoría del valor, y
que la doctrina moderna, debido a su objetividad superior y a su mayor
generalidad, es una teoría económica más apropiada a una economía
socialista que la teoría del valor de Ricardo y Marx.3
Es evidente que cualquier decisión sobre este problema, y hasta
la simple comprensión de lo que implica, requiere una respuesta a
esta pregunta: ¿qué condiciones debe satisfacer una correcta teoría
del valor? Pero antes es necesario dar respuesta a esta otra: ¿cuál es
la importancia de una teoría del valor para la estructura de las proposi­
ciones que constituyen la Economía Política?
Croce ha dicho que “un sistema de economía en el que se omi­
tiera el valor, sería como una lógica sin concepto, una ética sin deber,
una estética sin expresión”.4 Pero esta analogía no es convincente
si no se definen con más precisión los propósitos de la investigación
económica. Es claro que puede formularse un número de proposicio­
nes respecto a ciertos hechos económicos sin la previa postulación
de un principio de valor y aun sin el establecimiento de las “condi­
ciones adecuadas” para una teoría del valor. Todavía más, es posible
hacer algunas afirmaciones acerca del comportamiento de los precios
sin atender a consideraciones a priori respecto de la adecuación for­
mal. Si ese conjunto de postulados es verdadero y consistente ¿no
podría constituir nuestra teoría del valor? Si una teoría del valor se
concibe como algo más que esto ¿no se correrá el riesgo de convertirla
en algo metafísico e indiferente para los problemas positivos que tie­
nen frente a sí los economistas? ¿Por qué no discutir simplemente
los principios empíricos que deben establecerse por ser fiel reflejo
de los hechos y no acerca de la adecuación formal?
Cuando se habla de la adecuación formal de una teoría en este
sentido, se alude a las condiciones que debe satisfacer si se quiere
1 D ía G em eiaw irtschaít, traducido al inglés co n el nom bre d e Socialisra,
pp . 1 1 1 ss.
2 G . M yrdal, D a s P olitische E ie m e n t m d er N afiona/olconom iscíiea D oktiin-
Bildung ( 1 9 3 2 ) , caps. 3 y 4 .
3 p . M . Sweezy en el E co n o m ic F o r u m , correspondiente a la prim avera de 1 9 3 5 .
4 B en ed etto C ro ce, H istórica! M aterialista and th e E con om ics o í K a il M a rx ,
p. 138.
REQ U ISITO S DE UNA TEORÍA DEL VALOR 11
que sea capaz de sustentar corolarios de un cierto grado de genera­
lidad. Se quiere aludir, también, a„las relaciones entre las proposi­
ciones y las predicciones que pueden hacerse con apoyo en aqué­
llas. Es una cuestión del nivel de conocimiento constituido por un
conjunto de postulados, esto es, de hasta dónde puede llegar ese cono­
cimiento. Es muy conocido el hecho de que la investigación dentro
de cualquier rama del conocimiento científico comienza con la des­
cripción y clasificación de los fenómenos que tienen lugar en un
campo un tanto vago e indeterminado. Con apoyo en esa clasifica­
ción, el análisis puede formular, en una etapa posterior, ciertas gene­
ralizaciones limitadas. Pero puede ser que esas generalizaciones sólo
sean aplicables, por largo tiempo, a una situación particular o a un
sector limitado del terreno, e incapaces, por tanto, de sustentar pre­
dicciones de carácter más general que se refieran simultáneamente a
fenómenos más importantes y que permitan, a la vez, determinar la
configuración del sistema en su conjunto. Para lograr lo último se
requiere que las generalizaciones alcancen cierto grado, no sólo de
comprensión o amplitud, sino de refinamiento. Y también cierto nivel
de abstracción. Semejantes conquistas se han logrado, por ejemplo,
en la Química con el concepto del peso atómico de los elementos
químicos, y en la Física, con la ley newtoniana de la gravitación.
E n Economía Política puede decirse que con anterioridad a la publi­
cación de la Riqueza de las Naciones, el estudio de los problemas
económicos no había superado su etapa descriptiva y clasificatoria:
la etapa de la generalización primitiva y de la investigación concreta.
Sólo la obra de Adam Smith y la sistematización más rigurosa que
de ella hizo Ricardo, pudo crear ese principio cuantitativo unifica-
dor de la Economía ¡Política que le permitió formular postulados
en términos del equilibrio general del sistema económico, esto es,
'principios deterministas acerca de las relaciones generales existentes
entre los elementos principales del sistema. Este principio unificador
o sistema de principios generales presentados en forma cuantitativa
constituyen, en Economía Política, una teoría del valor.
E l problema de la adecuación de una teoría del valor, por consi­
guiente, no es otro que el de las condiciones que debe satisfacer
ese conjunto de principios si éstos han de ser capaces de determinar
el equilibrio o movimiento de todo el sistema. La respuesta pura­
mente formal a esta cuestión es bastante conocida. E l conjunto de
principios debe tener la forma ( 9, por lo menos, poder ser expresado
en la forma) de un sistema de ecuaciones en el que el número de
éstas, es decir, el de las condiciones conocidas, sea igual, ni más ni
menos, al número de variables desconocidas dentro del sistema. Éste
es, sin embargo, el requisito puramente formal. Para que la teoría
pueda ser una base de predicciones relacionadas con el mundo real,
no sólo debe tener forma, sino también contenido. Además de ser
elegante, debe tener “sustancia” . Y lo que se requiere más concreta­
mente, cuando esas condiciones se expresan en términos realistas,
12 REQU ISITOS DE UNA TEO RÍA D EL VALOR

es menos familiar, y hasta puede decirse que es más frecuente igno­


rarlo que conocerlo.
Un sistema de ecuaciones quiere decir que se hallan definidas cier­
tas relaciones que gobiernan, o conectan, a todas las variables dentro
del sistema. Éstas son las generalizaciones de que se compone la
teoría. Una condición formal para que este sistema de ecuaciones
sea susceptible de solución, esto es, para que se puedan “despejar”
las “incógnitas” , o para asignarles valores concretos cuando se cuente
con suficientes datos de la situación, es la de que se disponga, dentro
del sistema, de ciertas cantidades de carácter “constante” . E l sistema
en su conjunto se determina, por supuesto, tanto por las relaciones
que definen esas ecuaciones, como por aquellas “constantes” . Pero
las' “constantes” son, en un sentido muy importante, la clave que da
valores numéricos al conjunto. Son los datos que, conocidos en un
caso particular, nos permiten calcular, por medio de las ecuaciones,
la posición de todo el resto. La importancia de una “constante” no
reside en el hecho de su necesaria inalterabilidad,5 sino en que es
una cantidad que, en un caso particular, puede ser conocida indepen­
dientemente de cualquiera de las otras variables del sistema. La
“constante” tiene que ser algo que pueda postularse independiente­
mente del resto. Es una cantidad, como si dijéramos, traída de fuera
del sistema de hechos a que se refieren las ecuaciones; y, en un sen­
tido importante, de ese factor externo es del que se hace depender
toda la situación. Cuando se le conoce, puede calcularse plenamente
la “forma” y “posición” de la situación, en virtud de que todas las
incógnitas se expresen, en último análisis, en términos de su relación
con ella, aunque, a su vez, no pueda ser expresada en función de
cualesquiera de esas incógnitas. La cantidad representada como cons­
tante es, por tanto, determinante y no determinada, por lo que se
refiere a este conjunto particular de circunstancias. Por ejemplo, la
“constante de gravitación” que figura en la física newtoniana expresa
la aceleración de un cuerpo como (en parte) una función de la masa,
y en la medida en que la masa puede considerarse como algo inde­
pendiente de la velocidad, aquélla es válida. No obstante, si (como
parecen indicar las más recientes concepciones) la masa de un cuerpo
varía, a su vez, con su velocidad, esta constante resulta inadecuada,
en esa medida, como base para calcular los cambios de velocidad.
Tomar un pedazo del mundo real y analizarlo en esta forma equi­
vale a declarar que ese pedazo es un “sistema aislado”, en el sentido
que sólo se halla conectado con el resto de los acontecimientos mun­
diales a través de ciertos eslabones definibles, de manera que si cono­
cemos lo que acontece en cualquier instante a esos eslabones, pode­

5 E l profesor R agn ar Frisch ha dicho que cuando la teoría económ ica se expresa
en una form a dinám ica, y no estática, esto es, cuando se refiere al m ovim iento lo
m ism o que al equilibrio, algunos de estos “ coeficientes que ejercen influencia” tienen
un carácter de "fu n cion es dadas de tiem po” (R eview o f E c o n o m ic S tu d ies, vol. I I I ,
n 1? 2 , p. 1 0 0 .)
r e q u is ito s d e u n a te o r ía d e l v a lo r 13
mos calcular lo que acontecerá al resto del “sistema aislado” . Como
ha dicho el profesor Whitehead, ello quiere decir “que existen ver­
dades respecto a este sistema que sólo deben referirse al resto de
las cosas por medio de un plan sistemático y uniforme de relaciones.
De ese modo, la concepción de un sistema aislado no es la concepción
de una independencia sustancial respecto del resto de las cosas, sino de
la ausencia de una dependencia casual y contingente de otras cir­
cunstancias dentro del resto del universo” .6
Es posible, por supuesto, crear abstractamente una infinidad de
“sistemas aislados”. Se pueden construir sistemas coherentes y salu­
dables de ecuaciones observando únicamente las reglas formales e
inventando las constantes necesarias que se requieren para determi­
nar el conjunto, esto es, suponiendo como independientes ciertas
cosas, lo sean o no en realidad. E n esta forma puede idearse un buen
número de teorías del valor, sin que haya modo de elegir entre ellas
a no ser por su elegancia formal. Éste es un juego fácil, demasiado
fácil. Pero hay que reconocer que en el mundo de la realidad no
existen “sistemas completamente aislados” . Es de esperarse, por con­
siguiente, que una ley del valor, aunque debe estar sujeta a una crí­
tica realista y no meramente formal, sea algo más que una aproxima­
ción a la realidad, capaz de servir de base a cierta clase de predicciones
— no a todas— y de lograr el más alto grado de generalidad compa­
tible con la complejidad de los fenómenos que se investigan. E l cri­
terio último debe ser las exigencias de la práctica: la clase de pro­
blema concreto que trate de resolverse, el propósito que se tenga
en la investigación.
Cuanto menor es el grado de generalidad que requiere el proble­
ma, más fácil es, frecuentemente, encontrar un principio adecuado al
caso. Cuanto más particular y menos general es el problema, mayor
será el número de condiciones circundantes que justificadamente
pueden suponerse constantes. D e ese modo el problema de deter­
minar el resultado es relativamente sencillo, a condición de que pue­
da conocerse bastante de las circunstancias del caso. (Es verdad
que, en caso de extrema particularidad, en la práctica se conocen ge­
neralmente muy pocas de las condiciones necesarias para predecir el
resultado, de manera que puede ganarse en aparente simplicidad más
de lo que se pierde de conocimiento insuficiente.) Por ejemplo, si se
quiere determinar el preció a que se venderá el pescado en cierto
mercado y en cierto día, sólo podremos saberlo si conocemos la
oferta de pescado en el lugar, los pasajeros deseos de las amas de
casa y la cantidad de dinero que éstas están dispuestas a gastar en ese
día. Todos estos elementos pueden ser tratados razonablemente como
independientes entre sí, y del precio a que se vende el pescado. Si,
por otra parte, tomando un ejemplo de plazo más largo, se tratara
de una mercancía particular aislada del resto, se podría considerar
el nivel de salarios, el de ganancias y el de la renta como factores
6 S c ien ce and th e M odern W o r ld , pp. 58-59.
14 REQUISITOS DE UNA TEO RÍA D EL VALOR

independientes, como parte de los datos conocidos del problema


y,- en ese caso, bastaría una simple explicación basada en el “costo de
producción” (dada una condición de “rendimientos constantes” ) para
determinar el resultado. Pero cuando se trata de la mayor parte de
las mercancías o, por lo menos, de grandes grupos, o cuando se con­
sidera no un corto periodo de tiempo, sino uno largo, estos supuestos
simples se vienen abajo, ya que no es posible seguir considerando
como factores independientes aquellos que consideramos como tales
en el caso particular. E n el nuevo ya no habría justificación para
usar el nivel de salarios, el de ganancias y la renta como constantes
determinantes, por la razón de que el valor de las mercancías ejer­
cerá influencia sobre esos niveles al mismo tiempo que éstos influirán
sobre aquel valor. De esto se desprende, por consiguiente, que una
condición esencial de la teoría del valor es que ha de resolver el
problema de la distribución (que determine, esto es, el precio de la
fuerza de trabajo, del capital y de la tierra), así como el problema
del valor de las mercancías. Esto tiene que ser así, no sólo porque lo
primero es una parte importante y hasta esencialísima de la investiga­
ción práctica de que se ocupa la Economía Política, sino porque lo
uno no puede determinarse sin lo otro. E n otras palabras, ni la dis­
tribución, ni el intercambio de mercancías, pueden ser estudiados co­
rrectamente como “sistemas aislados” . Para expresarlo en términos
más generales, un principio del valor que sólo exprese éste en tér­
minos de cualquier otro valor particular es inadecuado: las cons­
tantes determinantes deben expresar una relación con una cantidad
que no sea ella misma un valor. Ésta fue la razón por la que Ricardo
rechazó las simples explicaciones en términos de “oferta y demanda”,
y por la que Marx desdeñaba la teoría del “costo de producción” de
j . S. M ili. Esas teorías buscaban una explicación del valor en tér­
minos de cantidades que sólo podían ser consideradas como indepen­
dientes en circunstancias que quitaban al principio toda su genera­
lidad. E n el caso de M ili, en términos de cierto nivel de salarios
y de cierto tipo de ganancia para los cuales no aducía ningún princi­
pio independiente de determinación.7 Ésta es la razón, también, de
por qué Ricardo se empeñaba tanto en demostrar lo inapropiado del
intento de Malthus para representar el valor de las mercancías en
términos del valor de la fuerza de trabajo,8 y de por qué Marx hizo
a un lado tan bruscamente el relativismo de Bailey.9

7 V e r infra, pp. 1 8 -1 9 , 9 7 .
8 V e r infra, pp. 63 ss.
9 C om entan do favorablem ente a Bailey, un escritor se ha referido reciente­
m en te a las “ disquisiciones irracionales que dependen de una concepción cualitativa
o m onista de la naturaleza del valor de cam bio” y se lam enta de que la teoría del
valor “no baya sido más influida por la proposición de que elvalor objetivo
de cam bio de una m ercancía h a d e hallarse en las otras m ercancías p o r las que
puede cam biarse (y no en una cualidad inh eren te diversa)” . (K arl B o d e, en
E co n ó m ica, agosto de 1 9 3 5 .) Parece que este com entario ignora la cuestión esencial
en la crítica d'e Baile}-. E l valor de cam bio podría defin irse m uy correctam en te com o
REQ U ISITO S DE UNA TEORÍA DEL VALOR 15

Existe, además, un requisito que merece una mención explícita,


aunque sólo sea porque se olvida muy frecuentemente. Parece induda-
. ble que, dada la naturaleza de su objeto y la clase de afirmaciones
que necesita postular, una teoría económica debe ser cuantitativa por
su forma. Si ello es así, es necesario que la relación o relaciones deter­
minantes que figuran en el sistema de ecuaciones sean susceptibles
de expresarse en términos de entidades cuantitativas del mundo de
la realidad. Dichas relaciones tienen que poder expresarse en dimen­
siones reales que permitan conocerlas y tocarlas materialmente. Esto
es elemental, aunque no siempre se observa por aquellos que formu­
lan principios sobre líneas puramente formales. Esto no quiere de­
cir, forzosamente, que una teoría del valor necesite poner en relación
el valor de cambio de las mercancías con alguna dimensión particular
o con alguna entidad real, aunque en la práctica funcione como si
esto tuviera que hacerse. Pero para formular cualquier postulado cuan­
titativo completo, esas entidades o dimensiones reguladoras a que se
hallan conectadas las variables de precios deben estar a su vez rela­
cionadas en tal forma que sea posible reducirlas a un factor común.
Por ejemplo, si las ecuaciones tuvieran que expresar el precio de una
mercancía como una función particular de dos cantidades, U y V , se
necesitaría saber qué relación existe entre U y V para que el princi­
pio tuviera algún significado preciso. (Si sabemos que la mercancía
A, por ejemplo, es igual a 51/ y a IV , en tanto que la mercancía B
es igual a 1U y 5V, sería imposible, sin un mayor conocimiento de
las relaciones entre U y V , afirolar que A es mayor que B , o que B
es mayor que A.) Esto quiere decir, simplemente, que U y V deben
ser susceptibles de expresión numérica. Por esta razón no sería sufi­
ciente para una teoría-costo del valor expresar éste como una función,
digamos, del trabajo y la abstinencia, o de la cantidad de fuerza
humana y de la cantidad de elementos naturales usados en la pro­
ducción, a menos que la teoría fuera capaz de abarcar otra condición
o dato que nos proporcionara un factor común para los dos ele­
mentos del costo. Y con este propósito no sería legítimo asimilar el
trabajo y la abstinencia o la energía humana y los elementos naturales
en términos de sus valores de mercado, puesto que esto equivaldría
a hacer depender las constantes determinantes, o los datos cono­
cidos del problema, de las incógnitas por despejar. Del mismo modo,
un principio que hace del valor una función del “deseo” y de los
“obstáculos”, necesita incluir otra condición como el postulado de
que, en equilibrio, los coeficientes diferentes del “deseo” y de los
“obstáculos” (subjejtivamente estimados) son iguales. Éste es, eviden­
temente, el significado del énfasis que pone Marx en el tan mal
construido primer capítulo de E l Capital, respecto a la necesidad de
encontrar una cantidad uniforme, que no sea ella misma un valor,

“las otras m ercancías por las que (un a cosa determ inada) puede ser cam biada” ;
y de ese m odo lo definieron R icardo y M arx. Pero de esto no se desprende que
una teoría determ inada del valor pueda formularse puram ente en esos térm inos.
16 REQUISITOS DE UNA TEO RÍA D EL VALOR

en téiminos de la cual pudiera ser expresado el valor de cambio de


las mercancías. Y esto explica también una afirmación de Marx en una
carta a Engels acerca de que, en su opinión, la aportación más im­
portante de su primer volumen consistía en la diferenciación de fuer­
za de trabajo y trabajo,10 la primera como una mercancía representada
por su valor y el último como una representación objetiva de la acti­
vidad humana y como una entidad susceptible de expresión cuanti­
tativa independiente. Esto parece dar la explicación de por qué las
dos teorías del valor más importantes que se han disputado el campo
económico han procurado cimentar su estructura sobre una cantidad
ajena al sistema de las variables de precios, e independiente de ellas:
en un caso un elemento objetivo en actividad productiva; en otro, un
factor subjetivo subyacente en el consumo y en la demanda.
La Economía Política clásica encontró esta “constante-valor” fun­
damental en una relación de costo. E l valor de cambio de una mer­
cancía se definió en el sentido puramente relativo de la cantidad de
otras mercancías por las que se acostumbraba cambiar. Pero la solu­
ción de este sistema de relaciones de cambio se buscó en el principio
de que esas relaciones se hallaban regidas, en último análisis, por la
cantidad de trabajo requerida (en determinadas condiciones de la so­
ciedad y de la técnica) para producir las mercancías en cuestión.
Ésta fue la solución que constituyó la famosa teoría del valor-trabajo.
Antes de Ricardo, este principio no había sido enunciado en una
forma completa y clara. Con mucha frecuencia se formulaba oscura y
hasta ambiguamente. Adam Smith se había referido tanto a la can­
tidad como al valor del trabajo usado en la producción.11 La con­
cepción del trabajo de Ricardo y Marx era de carácter objetivo; se le
concebía como el gasto de una determinada cantidad de energía hu­
mana, por más que, corriendo el tiempo, esa concepción fue tradu­
cida a términos subjetivos como el “sacrificio” mental o la “pena”
psíquica que implica el trabajo. Examinada objetivamente en esta
forma, la relación determinante no es una relación de valor, sino
de carácter técnico. E n cualquier situación técnica determinada existe

10 M arx-Engels C orrespondence, pp. 2 2 6 y 2 3 2 .


11 P o r ejem plo: el valor "es igual a la cantidad de trabajo que pueda adquirirse
o de que pueda d isp on er” ; y “ el precio real de cualquier cosa, lo que realm ente
le cuesta al hom bre que quiere adquirirla, son las penas y las fatigas que su adquisi­
ción supone” (investigación sobre la naturaleza y causas de la riqueza de las na­
cio n es, F .C .E ., M éxico , 1 9S 8, p. 3 1 ) . R icardo al're fe rirse a esto, decía que A dam
Sm ith habla algunas veces “no [de] la cantidad de trabajo em pleada en la pro­
ducción de cualquier objeto, sino la cantidad que puede ejercer su capacidad adqui­
sitiva en el m ercad o : com o si am bas fueran expresiones equivalentes y com o si,
debido a que el trabajo d e un hom bre se ha hecho doblem ente eficiente y él
pudiera producir en consecuencia doble cantidad de un bien, tuviese que recibir,
a cam bio d e. éste, el doble de la cantidad que antes recibía” (Principios de eco n o ­
m ía política y tributación, F .C .E ., M éxico , 1 9 5 9 , p. 1 1 ) . E n sus L e tte rs to M a lthu s
(e d . B onar, p. 2 3 3 ) , R icardo escribe: “D ice usted que una m ercancía es cara porque
puede disponer de una gran cantidad de trabajo; yo digo que sólo es cara cuando
se ha consum ido una gran cantidad de éste en su producción.”
R EQ U ISITO S DE UNA TEORÍA D EL VALOR 17

un factor conocido, sinónimo del grado de productividad del tra­


bajo, e independientemente del valor de la fuerza de trabajo (es decir,
el nivel de salarios). Por otra parte, es una relación susceptible de ser
expresada en términos de “más grande” o de “menos grande” . Y
si se suponen condiciones de “rendimientos constantes”, aquella
relación es, también, independiente de la demanda: la productividad
del trabajo en términos de las mercancías A o B no se afecta por
más demanda que haya de A y poca de B, o mucha de B y poca de A.
Este principio de la identidad de las relaciones de valor con las
relaciones de trabajo descansa en las condiciones que definen la na­
turaleza de las tendencias dominantes en una sociedad en que im­
pera el cambio. E n una sociedad como ésta, caracterizada por la
división del trabajo, por la competencia y por la movilidad de los
recursos, la competencia se encarga de la distribución del trabajo
entre las diversas ramas de la producción, de tal manera que esas
relaciones sean iguales. Dependía, por consiguiente, de una concep­
ción particular del equilibrio de semejante sociedad, dependía de la
concepción de un nivel de salarios uniforme para el trabajo de calidad
uniforme, aunque no de que ese nivel fuera constante. Sin embargo,
el principio quedó sujeto a dos salvedades importantes. Primero, res­
pecto a la tierra, sólo era verdadero en condiciones marginales de
producción o respecto de la producción en las condiciones naturales
imperantes menos favorables. Esto tenía que ser así, ciertamente, por
lo que se refiere a cualquier forma de la teoría-costo. Segundo, impli­
caba el importante supuesto simplificador de que la relación entre el
trabajo y el capital empleado en las diferentes ramas de la producción
era igual en todas partes: lo que Marx llamó igualdad de la “com­
posición orgánica del capital”, o lo que economistas posteriores ha­
brían de bautizar con el nombre de la uniformidad de los “coeficien­
tes técnicos” . Este supuesto quería decir que el valor sólo era una
aproximación abstracta a los valores de cambio concretos. Se ha
sostenido, en general, que esto tenía que ser fatal para la teoría. Fue
éste, además, el cargo que Bohm-Bawerk hizo a Marx. Y, sin em­
bargo, todas las abstracciones continúan siendo simples aproxima­
ciones a la realidad (ésa es su naturaleza esencial), y no es una crítica
de la teoría del valor decir sólo que son eso. La cuestión de si seme­
jantes supuestos están o no autorizados, depende del carácter o natu­
raleza del problema a que el principio pretende aplicarse. La crítica
sólo es válida si demuestra que los supuestos implícitos no permiten
que la generalización sirva de base a aquellos corolarios que debe
sustentar. Frecuentemente se dice que Ricardo no apreció, por lo
menos en la primera edición de sus Principios, la importancia de los
supuestos implícitos en ellos. Se ha llegado hasta a sugerir que Marx
no se dio cuenta de la salvedad fundamental, y que, para eludir una
dificultad que no había observado previamente, escribió su tercer
volumen, cuyo resultado fue la sustitución de la teoría anterior por
una nueva que era imposible distinguir de la teoría del “costo de
18 REQU ISITOS DE UNA T EO R ÍA D E L VALOR

producción” de M ili.12 Pero éstas son presunciones infundadas y


hasta temerarias. Es mucho más razonable suponer que Ricardo sólo
mencionó de paso la hipótesis calificativa en su primera edición, no
porque la desconociera, sino porque la consideró poco importante
para el propósito que se había señalado. Hoy día muy rara vez se
recuerda que la Economía Política clásica se ocupaba de lo que
podemos llamar los problemas “macroscópicos” de la sociedad eco­
nómica, y sólo muy secundariamente de los “microscópicos” en
forma de movimiento de precios de mercancías particulares. Y Ricardo
nunca pretendió que su principio fuera adecuado para determinar los
últimos. Pero, más que otros, Ricardo se ocupaba ante todo de
los problemas de distribución (del movimiento de los más grandes
ingresos de la sociedad: renta, ganancia y salarios) y de los valores
de las mercancías en relación con ésta.13 Por consiguiente, no se
ocupaba de los valores de mercancías particulares, sino de grupos
muy amplios de mercancías como las comprendidas en la producción
agrícola o en la manufactura, o de las mercancías de un lado y del
dinero por otro. Consideraba que su aproximación era adecuada para
esta clase de problemas y que tenía el grado de generalidad que ellos
requerían. Así sucedió con Marx respecto al alcance del problema
tal como lo formuló en su primer volumen. Cuando estudió el pro­
blema de los precios de mercancías particulares en su volumen III
por medio de una aproximación posterior en la forma de su teoría
del “precio de producción”, había esta diferencia esencial respecto
de la teoría del costo de producción de M ili. Marx ha criticado esta
última porque dejaba sin explicar el propio “costo de producción” .
M ili había definido el costo de producción como los salarios pagados
por el trabajo más un tipo medio de ganancia, sin dar ninguna ex­
plicación de la determinación del tipo de ganancia mismo.14 E n la
teoría del “precio de producción” de Marx, la ganancia figura como
una cantidad determinada por medio de la ley de la primera aproxi­
mación, tal como quedó formulada en el volumen I. La ganancia
dependía del excedente o diferencia entre el valor de la fuerza de
trabajo y el valor de las mercancías terminadas. En este punto fun-

12 Q ue este punto de vista es incorrecto, queda suficientem ente dem ostrado por
el hecho de que en su M iseria de ¡a filosofía, publicado varios años antes del pri­
m er volum en del C apital, M arx sostuvo que una elevación d e salarios ten d ría efectos
diferentes sobre diferentes industrias, dando lugar a una elevación de precios de los
artículos en algunas y reduciéndolos en otras, debido al hecho de que “ la relación
entre el trabajo m anual y el capital fijo no es la m ism a en las diferentes industrias’'.
V e r in fia, pp. 55-56.
13 R icardo escribía a M alth u s: "u sted cree que la E co n o m ía P o lítica es una
investigación sobre la naturaleza y causas de la riqueza; yo, por m i parte, considero
que m ás bien podría llamarse una investigación de las leyes que determ inan la
división de los productos de la industria entre las clases que concurren a su for­
m ació n ” . (L etters to M a lthu s, p. 1 7 5 .) E n el prólogo de sus Principios, escribe:
" L a determ inación de las leyes que rigen esta distribución es el problem a prim ordial
de la E co n o m ía P o lítica” (Principios, ed. cit., p. 5 .)
i-t V e r infra, p. 9 7 .
REQ U ISITO S DE UNA TEORÍA D EL VALOR 19

clamen tal, la segunda aproximación dependía de la primera (como


dependen, por ejemplo, en física las sucesivas aproximaciones de la
ley de proyectiles), sin que hubiera contradicción en sus aspectos
esenciales. Se consideraba que la solución del problema “microscó­
pico” dependía de la solución del problema “macroscópico”, es decir,
que el fenómeno microscópico era gobernado (con las modificaciones
apropiadas) por la ley macroscópica. La teoría de la gravitación no
es ni absurda ni inútil sólo porque requiere una modificación sustan­
cial para explicar por qué las aeronaves pueden sostenerse en el aire.
La importancia esencial de este principio del valor-trabajo con­
sistía en que podía ser empleado para determinar el valor de la
misma fuerza de trabajo (dentro de ciertas condiciones dadas). La
cuestión fundamental, al modo de ver de Ricardo y Marx, era ésta:
¿qué determina la diferencia entre la fuerza de trabajo y el valor de
las mercancías en general? Por ejemplo ¿si los salarios se elevan, se
reducirá la diferencia o subirán parí passu los precios de las mercan­
cías? La ganancia, y a la vez el tipo de ganancia, dependían de esa
diferencia. Si ésta podía ser determinada, entonces no sólo se encon­
traba la clave del problema de la distribución, esto es, del problema
de las variaciones de los ingresos de las clases sociales, sino que los
elementos constitutivos del “costo de producción” de M ili y los del
“precio de producción” de Marx, quedaban también determinados.
Puede decirse, sin embargo, que éste seguía siendo todavía un
modo formal de estudiar el problema. A un nivel suficiente de abs­
tracción, cualquier principio puede llegar a tener una consistencia
formal, sin que ello quiera decir que tenga valor real. ¿Por qué la
teoría-costo del valor basada en el trabajo, que es reconocidamen­
te uno solo de los factores de producción de la riqueza, habría de tener
una categoría superior a cualquiera otra teoría-costo que pueda ima­
ginarse, por ejemplo, la que toma el capital o la tierra como la
cantidad determinante? Considerar solamente el trabajo es, induda­
blemente, un dogmatismo arbitrario. ¿No es dejar implícitas las con­
secuencias en este supuesto inicial sin aportar un fundamento inde­
pendiente para comprobar que esas consecuencias son verdaderas? En
último análisis, ésta es, ciertamente, una cuestión práctica y no for­
mal. La exactitud de un principio económico consiste en que, no
obstante hacerse abstracción de ciertos aspectos del problema, se hace
para centrar la atención en las características fundamentales de esa
parte del mundo real a la cual pretende aplicarse la teoría.
E n el caso de la tierra y del capital había evidentemente muy
serias objeciones prácticas para tomarlos como base, las cuales ha­
brían sido superiores a cualquiera de las que se presentaban a la teoría
del valor-trabajo. La Economía Política clásica había llamado ya la
atención sobre el carácter heterogéneo. de la tierra, y las diferentes
calidades de ésta, junto con su escasez, servían precisamente de base
a la teoría clásica de la renta. Entre una hectárea y otra hay más
diferencias que entre las horas-hombre de trabajo. E n el caso del
20 REQ U ISITO S DE TINA T EO R ÍA D EL VALOR

capital había una objeción todavía de mayor peso: la de que, en sí


mismo, es un valor que depende de otros valores, particularmente de
las ganancias por obtenerse; ¿cómo, pues, podía usarse como base
esta cantidad para dar una explicación clara y precisa de la ganancia?
Si, por otra parte, había que usar el término para designar no un
valor, sino las cosas concretas — máquinas, estructuras, etc.— que los
valores-capitales representan, entonces sólo podrían tener, en este
sentido, una significación cuantitativa como “trabajo acumulado” .
E n cuanto a la combinación de estos factores para constituir un
principio compuesto del costo se presentaba, además, la objeción de
la falta de un término común mediante el cual establecer una rela­
ción entre estas diversas cantidades. Semejante principio había que­
dado viciado por un dualismo esencial. Aun atribuyendo a la tierra
un carácter homogéneo ¿cómo compaginar, por ejemplo, las horas-
hombre, las hectáreas y las unidades de capital?
Existe, sin embargo, una razón práctica todavía más decisiva. Que
el trabajo constituye un costo en un sentido único es, naturalmente,
un supuesto; pelo un supuesto nacido de un punto de vista particular
acerca de lo que es la esencia del problema económico. Como tal no
es una definición arbitraria, sino un intento de poner al descu­
bierto la forma esencial de los acontecimientos reales. Para juzgarla
hay que tener en cuenta, en último análisis, su eficacia para conse­
guir su propósito. Toda teoría del valor constituye necesariamente
una definición implícita de la forma general y del carácter del te­
rreno que se ha decidido llamar “económico” . Lo esencial del pro­
blema económico, de acuerdo con esta teoría y con la opinión
tradicional, consiste en la lucha del hombre con la naturaleza para
arrancarle el sustento según las diferentes formas de producción a
través de las diferentes etapas de la historia. Como lo dijo Petty,
el trabajo es el padre y la naturaleza la madre de la riqueza. E l con­
traste entre la actividad humana (dotada de gran significación como
la iniciadora y generadora del cambio y del incremento) y el pro­
ceso de la naturaleza es fundamental para esta relación. Si cuando
hablamos del problema económico nos referimos no a su carácter
formal, sino a su contenido real, e intentamos señalar un elemento
común a las diversas formas que ha adoptado la lucha económica
en las diferentes etapas de la historia, es difícil encontrar un principio
que no incluya como elemento fundamental esta relación siempre
cambiante entre el trabajo y la naturaleza, y el contraste fundamental
entre estos dos factores. Y si tratamos de dar una expresión cuan­
titativa a esta relación — el dominio de la naturaleza por el hombre—
es difícil hallar otra noción simple que no sea el gasto de energías
humanas (en un determinado estado de la sociedad) como requisito
para producir cierto resultado. Una de las primeras distinciones de la
Economía Política fue la de “riqueza” y “valor”, cuya importancia
residía en señalar que mientras la actividad humana y la naturaleza
producían riqueza, el valor, siendo una relación social, es atributo
REQ U ISITO S DE UNA TEORÍA D EL VALOR 21

de la actividad humana y no de la naturaleza. La esencia del valor,


en otras palabras, por contraste con la riqueza, se concibió como cos­
to, en tanto que el trabajo, por contraste con la naturaleza, como
la esencia del costo. E l trabajo concebido objetivamente como el pro­
ducto de la energía humana, era la medida y la esencia de la “difi­
cultad o facilidad de la producción” de que hablaba Ricardo. E ste
contraste entre trabajo y naturaleza, concebido paralelamente al con­
traste entre valor y riqueza, era, francamente, una noción primaria,
respecto de la cual la consideración de que el hombre es un animal
que emplea herramientas y que construye instrumentos para aumen­
tar su poderío sobre las fuerzas naturales (de donde se deriva la
distinción entre trabajo dedicado a la creación de instrumentos y
trabajo dedicado al uso de éstos) era secundaria. Todo esto es de­
masiado elemental. Pero al mismo tiempo es suficientemente fun­
damental para cualquier concepto de valor que desconozca que estas
nociones simples tienen un alcance muy limitado para sustentar afir­
maciones respecto del proceso esencial del mundo real.
Por consiguiente, la decisión de si el trabajo es un costo en un
sentido único, es una cuestión práctica, no lógica. Cierto, la acti­
vidad humana es, por una parte, el trabajo que se incorpora en las
herramientas e instrumentos y, por otra, el trabajo que se destina al
uso de estos instrumentos para la producción directa y ordinaria de
mercancías. Pero si la obtención de los instrumentos y su posterior
mantenimiento y reparación, representa un costo en este sentido
fundamental, no existe un costo comparable en el mero uso (dis­
tinto de su desgaste) de estos-instrumentos, o en el mero aplaza­
miento de su uso en el tiempo.15 Como el mismo Bohm-Bawerk-ha
dicho (criticando la teoría-uso del interés), “por la transformación
de la energía disponible en trabajo es como el hombre puede ‘usar’
los bienes”; no existe ningún otro sentido del “uso” que el de
“emplear fuerzas físicas” o energía; y “para cualquier uso de los bie­
nes distinto del de los servicios naturales materiales que pueden
prestar no hay sitio ni en el mundo de las ideas lógicas ni en el de la
realidad” .16 Por consiguiente, apoyándose en esta simple pero fun­
damental caracterización de la actividad económica, el principio del
trabajo no nos proporciona meramente un concepto formal; formula
una importante declaración cualitativa acerca de la naturaleza del
problema económico (declaración cualitativa que a menudo se con­
funde con una de carácter ético), impartiendo las implicaciones de
esta declaración a sus corolarios. Lo mismo puede decirse, ciertamente,
de la teoría basada en la utilidad, aunque el principio cualitativo
que formuló era de un orden completamente diverso, ya que se
refería no a relaciones de producción, sino a la relación de las mer­

15 L a cuestión del "co sto real” considerada subjetivam ente com o algo psico­
lógico y, por consiguiente, de la llam ada "abstinencia” , es un problem a distinto
que exam inam os separadam ente m ás adelante.
18 C apital e Interés, F .C .E ., 1 9 4 8 , libro I I I , cap. n.
22 REQU ISITOS DE UNA TEO R ÍA D EL VALOR

cancías con la psicología de los consumidores. Al expresar el valor


como una función de la utilidad, caracterizaba el equilibrio — al de­
finirlo como equilibrio de una clase específica— relacionándolo, en
cierto modo, con un “máximo” de utilidad (principio que tiene un
significado completamente independiente de todo postulado ético o
m oral). E l principio implícito en la teoría del valor-trabajo es el
de que los valores de cambio tienen cierta relación con la producción
y el gasto de energía humana, procurándonos de ese modo un término
que dio algún significado a la distinción entre producto bruto y pro­
ducto neto, lo mismo que al concepto del excedente. Nos procuraba,
también, un criterio para diferenciar una clase de ingresos de otra.
De ese modo es posible distinguir, en esos términos, las relaciones de
cambio que representan una transferencia de valores equivalentes
de aquellas que no tienen ese carácter, como sucede, por ejemplo,
en la venta de la fuerza de trabajo que supone el cambio de un
ingreso por las energías humanas consumidas en la producción, en
contraste con la venta de los derechos de propiedad sobre el uso de
recursos escasos, en la que no hay transferencias de equivalentes y
que no constituye un ingreso “necesario” en el sentido fundamental
en que es necesario un ingreso para la subsistencia de los trabajadores
o para reintegrar a la máquina un valor igual al de su desgaste (en un
sentido físico). Y si existe una distinción tan radical como ésta, ¿no es
muy importante determinar el comportamiento de los diferentes in ­
gresos de las clases sociales y la reacción de los cambios económicos
sobre ellos? Sin un concepto de valor como éste, la teoría económica
no puede establecer las distinciones fundamentales de esta clase. Con
otro principio de valor distinto desaparecen; y, como veremos más
adelante, en la moderna teoría subjetiva del valor, el mismo con­
cepto del excedente, en contraste con el costo, pierde todo signi­
ficado esencial, lo que nos priva de un criterio para establecer cualquier
distinción fundamental entre los ingresos de las clases sociales.
Ricardo sólo percibió vagamente los requisitos que debe satisfacer
una teoría del valor. Por lo menos, no hay prueba de que apoyara
ésta en ninguna metodología desarrollada. Pero a pesar de todo es
evidente que, en lo esencial, el instinto de su mente, robustamente
analítica, era certero. Es indudable, sin embargo, que Marx fue mucho
más sensible al problema metodológico que sus contemporáneos y
todavía más que la mayor parte de sus sucesores. Su análisis de la
sociedad capitalista arrancaba de una filosofía general de la historia
en la que, puede decirse, quedaron combinados el énfasis descriptivo
y clasificatorio de la escuela histórica, y el énfasis analítico y cuanti­
tativo de la Economía Política abstracta. Más destacadamente que
en Ricardo, su preocupación era el curso que seguían las principales
fuentes de ingreso de las clases sociales, que consideraba como la
clave de “las leyes del movimiento de la sociedad capitalista” y cuyo
análisis se había propuesto revelar antes que nada. Para este propó­
sito consideró que su principio del valor era tan completamente adé-
REQ U ISITO S DE UNA TEORÍA D EL VALOR 23

cuado como necesario. Que tanto él, Marx, como Engels, se daban
plena cuenta de las limitaciones y de los requisitos de las abstrac­
ciones que usaban, lo revelan los siguientes pasajes en los que su
teoría común de las funciones de la abstracción en el pensamiento y
en la práctica se pone de manifiesto. “ . . .Pretender formarse una ima­
gen ideal exacta del sistema del mundo en que vivimos, es una
quimera, y lo mismo que lo es para nosotros lo será para los tiempos
venideros. . . Los hombres se ven, pues, colocados ante esta contra­
dicción: de una parte, acuciados a investigar el sistema del mundo,
apartando todos sus nexos y concatenaciones y, de otro lado, en el
trance en que les sitúa su propia naturaleza y la naturaleza misma del
sistema del mundo, de no poder resolver jamás por completo ese pro­
blema. . . E l hecho es que toda imagen conceptual del sistema del
mundo es y seguirá siendo siempre objetivamente, por imperio de la
situación histórica, y subjetivamente, por quererlo así la contextura
física y espiritual de su autor, una imagen lim itada.. . Las matemáticas
puras versan sobre las formas en el espacio y las relaciones cuantitativas
del mundo exterior, y, por tanto, sobre una materia muy real. E l
hecho de que esta materia se nos presente bajo una forma sumamente
abstracta, sólo superficialmente puede hacemos creer que no tiene'
su origen en el mundo exterior. Lo que ocurre es que para poder
investigar esas formas y relaciones en toda su pureza, es necesario
desligarlas completamente de su contenido, dejando éste a un lado
como indiferente” .17 E n una carta a Conrad Schmidt, discutiendo
específicamente la teoría del valor de Marx, Engels escribía: “La
concepción de una cosa y su realidad corren lado a lado como dos
asíntotas, acercándose siempre, pero sin tocarse jamás. Esta diferencia
es la que impide que el concepto llegue a ser directa e inmediata­
mente realidad y que la realidad llegue a ser inmediatamente su
propio concepto. Sin em bargo.. . [el concepto] es algo más que una
ficción, a menos que quiera usted declarar ficciones todos los resul­
tados del pensamiento” .18
Pero no muchos años después de la publicación de E l Capital,
apareció una teoría del valor rival que había de conquistar el campo
con muy poca resistencia. Era la teoría de la utilidad que parece
haber germinado simultáneamente en muchos cerebros, y la cual
fue enunciada por Jevons en Inglaterra y por Menger, Wieser y Bohm-
Bawerk, de la escuela austríaca. La nueva teoría tenía el atractivo de
la ingeniosidad y de la elegancia, combinadas con el de la novedad
(aunque, como muchas ideas, ya se había vislumbrado). Su descu­
brimiento se debió, en parte, al uso de los conceptos del cálculo
diferencial, con su énfasis sobre los incrementos de una cantidad
y sobre el ritmo de ese incremento. Parece claro que, por lo menos
Bohm-Bawerk, se dio cuenta del problema que la teoría clásica in­
17 En gels, Antí-D iihríng, pp. 2 6 -2 8 . T rad . española, E d . C én it, S. A. M a­
drid, 1 9 3 2 .
18 M arx-Enge/s C orrespondence, p. 52 7 .
24 REQU ISITOS DE UNA TEO R ÍA D EL VALOR

tentaba resolver. Muy parco, y hasta mezquino, para rendir tributo


a Marx, siquiera por haber formulado el problema con exactitud,,
todo indica que su teoría fue construida para dar directamente una
respuesta distinta a las cuestiones que Marx había planteado. Por lo
menos, es un hecho muy curioso que dentro de los diez años que
siguieron a la aparición del primer volumen de El Capital, no sólo
se enunciara independientemente por varios escritores, sino que el
nuevo principio encontrara una tan extraordinaria receptividad que
sólo muy pocas ideas de novedad semejante han encontrado. La
influencia de Marx sobre la teoría económica del siglo xix, aunque
sólo sea por la oposición que suscitó, parece ser mucho más profunda
de lo que es elegante admitir.
La utilidad, como algo individual y subjetivo, era la cantidad en
que esta nueva teoría empotraba el valor. Éste se expresaba como una
función, no de la utilidad considerada como un agregado, sino del
incremento de utilidad en el margen de consumo. E n lugar de una
relación objetiva de costos, que existe detrás de la producción, se
señaló una relación subjetiva entre las mercancías y los estados in­
dividuales de conciencia como la constante determinante del sis­
tema de ecuaciones. Como lo ha dicho el profesor Pigou, las “cons­
tantes económicas” se conciben como “dependiendo de la conciencia
humana” .19 D e este modo, se decía, se logra un mayor grado de
generalidad del que era posible para la Economía Política clásica.
La nueva teoría era aplicable independientemente de cualesquiera que
pudieran ser las combinaciones técnicas de los factores de producción,
sin que, por tanto, se viera restringida por supuestos como el de
“la composición orgánica del capital” . Por esta razón, era suficiente
para determinar simultánea y completamente tanto la configuración
“macroscópica” como la “microscópica” de la sociedad económica.
Muchos se apresuraron a sostener que puesto que los instintos fun­
damentales de la conciencia humana seguían siendo los mismos, el
principio era válido para cualquier clase de sociedad económica. Para
los economistas académicos llegó a ser, como ha dicho Wicksell, algo
así como una revelación. Pero al mismo tiempo establecía ciertos
supuestos limitativos propios de carácter y significación muy diferente
a los del principio clásico. Entre esas limitaciones una se destaca
particularmente. Puesto que los estados de conciencia, se decía, sólo
pueden encontrar expresión en términos de valor, usualmente en
términos de dinero, tiene que hacerse abstracción de las diferentes
posiciones resultantes de los ingresos de los diferentes individuos.
Los consumidores tenían que ser considerados abstracción hecha de
su carácter de productores, y viceversa. E l problema del valor había
que tratarlo como si pudiera ser resuelto independientemente de los
efectos de la distribución de los ingresos sobre la demanda. De no
hacerlo así, la c u r a de la demanda no podía ser considerada solamente

19 E con om ics of W e lfa re , p . 9 .


REQ U ISITO S D E UNA TEORÍA D EL VALOR 25

como una función de la utilidad y como independiente del valor


de las meicancías y de los agentes de la producción. Esto había de
conducir a muchos escritores a sostener que el principio sólo podía
ser íntegramente aplicable a una sociedad de ingresos iguales, es decir,
a una sociedad en la que no fuera menester explicar el problema
de la distribución. W ieser se vio orillado a definir el “valor natural”
como la relación de cambio que regiría en una sociedad comunista.
Es más, tomando como fundamento un hecho de la conciencia in­
dividual, el principio no sólo separa los atributos de una persona
considerada como consumidor de los que tenía como productor y
receptor de ingresos, sino que hacía abstracción de todas las influen­
cias sociales sobre el carácter del individuo, es decir, de todas las
reacciones de la sociedad de que forma parte y de las relaciones eco­
nómicas en que interviene de acuerdo con sus deseos y aversiones,
sus placeres y sus esfuerzos. La importancia de esta abstracción será
estudiada después con más amplitud; pero era completamente ine­
vitable que los corolarios de semejante principio habían de tener un
sesgo individualista, puesto que los supuestos que le servían de so­
porte encerraban una descripción individualista de la sociedad hu­
mana. Que esta descripción sea o no justificada, no es una cuestión
formal o lógica, sino una cuestión de hecho.
Se ha discutido si la utilidad así definida puede ser considerada
propiamente como una cantidad. Nosotros no necesitamos inter­
venir en la discusión por la escasa importancia que tiene para el
propósito que nos proponemos. Quizá lo más acertado sea definirla,
independientemente de su carácter de hecho mental, en cierta forma
que nos permita atribuirle lo que Kant llamaba “magnitud inten­
siva” y concebirla, así, en términos de “mayor o menor” .20 Si una
vez definida de ese modo nos preguntamos si es algo que existe,
tenemos que respondernos que eso es otra cuestión. Por el momento,
el problema de su existencia como una entidad no debe preocupar­
nos. Si existe, sólo puede tener importancia económica cuando se la
exprese objetivamente a través de la conducta de un individuo en el
mercado, en un acto concreto de compra o venta. La actividad mental
inmediata que tiene lugar detrás de un acto semejante de compra se
considera algunas veces como un “deseo” (los behavioristas, posi­
blemente, la llamarían una reacción de la conducta) para distinguirla
del hecho más fundamental de la conciencia al que se aplica el
término satisfacción o utilidad. E n Inglaterra la teoría subjetiva del
valor ha descansado por mucho tiempo en una base tan endeble que
Marshall la escondía en una nota al pie de una página. Pero el hecho,
para sorpresa nuestra, ha pasado inadvertido para muchos. Su premisa
consiste en la identificación del “deseo” con la “satisfacción”. Como

20 Consúltese un artículo de O . Lan ge, publicado en R eview o f E co n o m ic


Studies, de junio de 1 9 4 3 . T am b ién una réplica a ese artículo en la m ism a revista,
correspondiente a octub re de 1 9 3 4 , así com o un artículo de W . E . A rm strong, en
T h e E c o n o m ic Journal, de septiem bre de 1 9 3 9 .
26 REQU ISITOS D E UNA TEO R ÍA D EL VALOR

ha dicho Marshall: “tenemos que volver a la medida que suministra


la economía, o sea la del móvil o de la fuerza que mueve a la acción,
y podemos hacerla servir, con todos sus defectos, tanto para los
deseos que engendran actividades, como para las satisfacciones que
de ellos resultan” .21 E l profesor Pigou ha defendido esta identifi­
cación como una aproximación suficiente, verdadera, por lo demás,
respecto a la “mayor parte de las mercancías, especialmente aquellas
de amplio consumo que son necesarias^ para la alimentación y el ves­
tido” .22 Sin este simple supuesto no hay fundamento para expresar
la demanda como una función de la utilidad ni para conectar, por
consiguiente, el fenómeno del valor con esa cantidad. Hasta qué
grado es posible considerarlos conectados aún con una menor aproxi­
mación, será objeto de nuestra crítica en otro capítulo.
Como se ha dicho, cada día va estando más a la moda descartar
la utilidad por considerarla una entidad imprecisa o superflua. La
“satisfacción” y otros estados mentales más profundos se abandonan
a la psicología o la ética y se busca un fundamento material en la
trama más resistente de los deseos, de las escalas empíricas de prefe­
rencia y de las reacciones de la conducta. Los precios son la resul­
tante de ciertas curvas de precios de demanda, de ciertas ofertas del
mercado empíricamente observadas, en tanto que la economía, o cien­
cia “cataléctica”,* se presenta como la última palabra de la pureza
anormal y de la objetividad científica. Pero ¿es legítima esta vál­
vula de escape? ¿Es compatible con los requisitos que debe satisfacer
una teoría del valor? En un plano puramente formal, por supuesto,
se puede hacer que las ecuaciones sean completamente adecuadas:
las “constantes” necesarias pueden definirse como “constantes”, y
ésa es la conclusión lógica del asunto. Pero otra cuestión muy di­
ferente es la de que esas ecuaciones, cuando se les da una interpre­
tación realista, puedan resultar congruentes con los corolarios que
es necesario establecer. ¿Qué otra cantidad nos queda, independiente­
mente de los movimientos del valor, sobre la cual podamos hacer
descansar nuestro sistema? ¿Cómo determinar la demanda si ésta deja
de ser una función de la utilidad? ¡Mediante las escalas de preferen­
cia empíricamente observadas que tienen una sospechosa apariencia
de ser la misma entidad con un nombre diverso! Estas escalas de
preferencia no descansan necesariamente en el instinto ni en una
racionalidad básica. ¿Qué garantía tenemos de que sean las creadoras
más bien que las criaturas del precio de mercado? ¿No serían apli­
cables a este caso la mayor parte de las objeciones que se hacen a
las explicaciones del tipo “oferta y demanda”? ¿No es esto peligro-

21 P rincipios, vol. I , p. 1 4 0 . T raducción española, B iblioteca de C ultura E c o ­


n ó m ica, B arcelona.
22 E con om ics of W e lfa re , prim era edición, p. 2 5 .
* E l filósofo y econom ista inglés R ichard W h a te ly hace observar que el nom bre
“ m ás descriptivo, y en conjunto m enos expuesto a objeciones” , para la econom ía
p o lítica , es el de "cataléctica” o ciencia del cam bio. [T .j
REQ U ISITO S D E UNA TEORÍA D EL VALOR 27

sámente parecido al intento de formular la “constante de la gravi­


tación” sin el concepto de masa, sustituyéndolo, digamos, por otro
como el de la “propensión a la atracción” de un objeto? Si esta
crítica es válida, lo que nos queda, entonces, es una técnica formal
que puede emplearse para explorar las implicaciones de ciertas defi­
niciones y para hacer una descripción y una clasificación de ciertas
clases de relaciones de valor que permitan fijar tendencias realistas
y hacer pronósticos apoyados en los datos proporcionados por la
realidad en el caso de ciertos problemas particulares examinados se­
parada y aisladamente, pero que es impotente para emitir un juicio
respecto a los fenómenos “macroscópicos” de la sociedad económica.
Una ley económica no es meramente una sentencia condicional que
declara que si una situación se define de este o de aquel modo, debe
tener necesariamente este o aquel atributo. Eso no sería más que una
tautología. Como ha dicho Cannan al estudiar la “ley de los rendi­
mientos decrecientes”,28 una ley o tendencia económica debe ex­
presar la probabilidad de que los acontecimientos tomen determinado
camino. Y para hacer afirmaciones de esta clase, es para lo que debe
ser adecuada una ley del valor. De lo contrario, cualquiera que sea su
elegancia formal, no es acreedora a ese nombre.
Ya hemos mencionado que existe un aspecto fundamental en el
que cualquier clase de teoría-demanda, bien o mal fundada, parece
ser necesariamente inferior a un principio basado en el costo como
base de interpretación de los hechos económicos. Y es que el con­
cepto de excedente sólo puede llegar a tener significado en términos
de este último. Sin ese principio (o algo semejante a él) no puede
existir un criterio de diferenciación entre los ingresos de las clases
sociales. La razón de ello es que el principio del costo hace funda­
mentalmente una declaración respecto a la naturaleza de las acti­
vidades productivas (respecto a la relación entre los hombres y la
actividad productiva), en tanto que una teoría-demanda es una gene­
ralización acerca del consumo y del cambio, acerca de la relación
entre los hombres como consumidores y las' mercancías resultantes
de la producción. Cualquier problema que incluya el concepto de
excedente es un problema acerca de la conexión entre un ingreso
dado y la actividad productiva. Lleva implícito, por consiguiente,
un concepto de costo. Costo y excedente figuran aquí como términos
correlativos. Un principio que interpreta el valor puramente en tér­
minos de demanda sólo puede definir la “contribución” productiva
de una persona o de una clase de acuerdo con el valor de lo que
resulta; no puede definirla de acuerdo con la actividad o proceso en
que la contribución se origina, puesto que no incluye ninguna decla­
ración acerca de una relación productiva de esta clase. Por consi­
guiente, cualquier participante en la producción que logra un precio,

23 H istoria de las teorías de la producción y distribución, 2 $ e d ., F .C .E ., M éxico ,


1 9 4 8 , pp. 1 8 5 ss.
28 REQ U ISITO S DE UNA T EO R ÍA D EL VALOR

cualquier agente que figura en el mercado, tiene que haber hecho


necesariamente una “contribución”, considerando ésta como sinó­
nimo del valor que los consumidores han atribuido a su servicio
directa o indirectamente. E l valor que contribuye al proceso de la
producción, no sólo está representado por el trabajo de los tejedores,
por la lana que alimenta los telares y por la depreciación de la ma­
quinaria, sino también por el uso de los recursos escasos. Aun cosas
como la reputación o buen nombre, el tiempo y los riesgos, pueden
representar contribuciones de valor, puesto que éstas consisten en
la suma total de condiciones que, además de ser esenciales para la
producción, son escasas. Si una cosa logra un precio, es que necesa­
riamente presta un servicio. La suma total de valores con que se ha
contribuido (por lo menos en condiciones de competencia) debe ser
igual al valor del resultado, y toda la investigación concerniente
a la “plusvalía” pierde, por ello, todo significado.
Pero la investigación pierde su significado por la forma en que
se plantea el problema y no porque deje de referirse a algo del mundo
real. Ciertamente, los conceptos de costo y de excedente no son
meras categorías abstractas, producto de cierto modo de pensar, sino
que son de los más importantes y de los primeros que fueron ob­
jeto de la investigación económica. Existían ya cuando la Economía
Política se hallaba todavía en su etapa puramente descriptiva. M ien­
tras que el costo y el producto bruto pudieron ser representados en
términos de la misma cosa, el concepto pudo expresarse fácilmente
sin la intervención de una teoría del valor. E n una granja se con­
sume cada año cierta cantidad de granos para el sostenimiento de
hombres y animales. Anualmente se siembra también determinada
cantidad de semilla. Al terminar la estación, la cosecha resulta su­
perior a lo que se ha consumido para producirla. La diferencia cons­
tituye el excedente, o producto neto, en el que tanto énfasis pu­
sieron los fisiócratas considerándolo como el nervio de la sociedad
y el determinante del nivel de civilización que puede alcanzar una
sociedad. Pero cuando se trata de la lana que alimenta los telares,
de la harina que consumen los tejedores y de la tela que se obtiene
como resultado, la diferencia entre la primera cantidad y la última
sólo puede ser expresada en términos de valor. E l problema que se
plantea inmediatamente es el de averiguar por qué existe esa dife­
rencia de valor y, en caso de persistir, qué es lo que la origina. ¿Por
qué la competencia no eleva los valores originales de los elementos
constitutivos hasta igualar los valores finales, o reduce éstos hasta
igualar aquéllos?24 Este problema de la creación y de la disposi­

24 Bohm -Baw erk, por ejem plo, planteaba la cuestión en esta form a al discutir
las razones para la existencia de una "plusvalia” del capital: “ ¿P o r qué la presión
ejercida por la com petencia sobre la participación del capitalista no puede llegar a
ser nunca tan fuerte, que reduzca el valor de esta participación del objeto m is­
m o . . . ? C o n lo cual desaparecería la plusvalía y se elim inaría con ella el interés ”
(O p . c i t , p . 1 9 1 .)
REQ U ISITO S DE UNA TEORÍA D EL VALOR 29

ción de la plusvalía fue esencial en la Economía Política clásica,


como tiene que serlo, ciertamente, para cualquier teoría de la distri­
bución. E l principio del valor-trabajo, y en eso residió su importancia,
dio un contenido cuantitativo a la aportación original de valor que
se hacía al proceso productivo en un sentido que permitía establecer
una diferencia entre esa aportación y el valor final del producto.
Como un principio del costo, valoraba una contribución productiva
en términos del desgaste material de algo que tenía que ser reempla­
zado por actividad humana. Si el trabajo o la actividad requeridos
para reemplazar lo que le había sido desgastado era menor que el
trabajo incorporado en el producto total, aparecía un remanente.
La cuestión fundamental consiste, pues, en determinar si este exce­
dente se distribuye en proporción al esfuerzo productivo de los par­
ticipantes en la producción (en proporción a la parte de cada uno
en el costo), o si, por el contrario, existe una clase cuya contribución
productiva para incrementarlo es nula o muy pequeña, y, en caso
afirmativo, cómo y por qué. Ésta no es una investigación ética
ajena al campo de la rigurosa definición científica, no obstante lo
cual la economía moderna ha conseguido eliminarla. Una parte de
los razonamientos de capítulos subsecuentes consistirá en demostrar
que esta cuestión ha sido eliminada, no por accidente, sino por una
razón fundamental: la de que la economía subjetiva, obsesionada
por la demanda y el cambio, se preocupa poco o nada de la acti­
vidad productiva, con excepción de la existencia de ciertos agentes
de la producción que son necesarios y escasos.
II. LA ECONOMÍA POLÍTICA CLÁSICA

No es extraño que la Economía Política clásica haya conmovido a


su época y ejercido una influencia revolucionaria sobre las nociones
y la práctica tradicionales. En la historia del pensamiento en las
ciencias sociales, su aparición marca una etapa porque formuló el
concepto de sociedad económica como un sistema determinista, es
decir, como un sistema regido por leyes propias, de acuerdo con las
cuales podían hacerse cálculos y predicciones de los acontecimientos.
Se demostró por primera vez que en las cuestiones humanas existía
un determinismo de ley, comparable al determinismo de las leyes
naturales. Subrayando así la unidad esencial de los hechos económicos,
la Economía Política recalcaba al mismo tiempo la interdependencia
de los diferentes elementos de que se compone el sistema. Intro­
ducir una alteración en cualquier punto era poner en movimiento
una cadena de cambios interconectados en el resto del sistema. Esos
movimientos adoptaban cierta forma y también cierto orden de am­
plitud en relación con la magnitud del impulso inicial. La forma y
magnitud de esos cambios interconectados se expresaban en una serie
de relaciones funcionales mediante ecuaciones que, como ya hemos
visto, constituían la teoría clásica del valor. Así, pues, la teoría del
valor era un rasgo esencial, y no puramente accidental, de la E co­
nomía Política clásica.
Sosteniendo no sólo que esa interdependencia existía sino que,
además, adoptaba cierta forma, la teoría hacía algunas inferencias
que eran de importancia fundamental para la práctica. Negativamente
implicaban que cierta clase de explicaciones eran inapropiadas para
interpretar una situación y que cierta clase de actos gubernamentales
eran impotentes para lograr sus fines. Positivamente implicaban que
la verdadera explicación de los fenómenos estaba restringida a ciertas
causas específicas, las únicas a que podían atribuirse directamente
esos fenómenos.
Hoy día, después de ciento cincuenta años, existe una tendencia,
no poco común, a desconocer tanto el sorprendente efecto de esta
concepción de un determinismo económico sobre el pensamiento de
su época, como la privilegiada posición que ocupó en el desarrollo
de la doctrina económica. Existe cierta propensión a olvidar las ver­
dades fundamentales incorporadas en la estructura clásica y su sig­
nificación no sólo como base de simples corolarios que hoy han
llegado a ser tradicionales, sino quizás de todo pensamiento y 'pre­
dicción deterministas en el campo económico. Los últimos años han
sido testigos de una reanudación de las críticas a la Economía Política
tradicional y hasta de una impaciencia iconoclasta por arrasar las
estructuras clásicas. E n esa reacción contra nociones que se habían
endurecido hasta el dogmatismo y que habían llegado a ser los pun­
tales de un sistema apologético de pensamiento, hay mucho de vi-
30
31

goroso y saludable. Sin crítica, el pensamiento se estanca y las ideas


se marchitan hasta el escolasticismo, y es innegable que en la herencia
del pensamiento, económico hay mucho que debe ser arrancado de
cuajo. En algunas de estas críticas modernas, sin embargo, la impa­
ciencia parece haber acabado con la discriminación. Al rechazar
todas las nociones clásicas considerándolas como el xesultado de un
supuesto de la fantasía, parece que hay el peligro de no someter a
un examen riguroso las verdades económicas que pueden ser fun­
damentales, no meramente para un conjunto de conclusiones, sino
para toda predicción dentro del terreno económico. Existe el peligro,
particularmente, de confundir muy fácilmente ciertas verdades per­
manentes que fueron la contribución esencial de la Economía Po­
lítica clásica, así llamada con toda propiedad, con las formas que
subsecuentemente dieron a estas nociones manos más escolásticas o
apologéticas. Cuando estas piedras angulares clásicas no se sustituyen
por otras de igual calibre, y cuando — como sucede con demasiada
frecuencia— el mismo hueco que dejan pasa inadvertido, hay razón
para temer que el campo esté siendo despejado para dar lugar a
una especie de misticismo económico que habrá de dominar en un
mundo abandonado al azar en el que puede ocurrir cualquier milagro
a condición de que haga su aparición un hechicero. Esto no quiere
decir, por supuesto, que haya que lamentar toda crítica a la doctrina
clásica por su tendencia a sustituir la certidumbre dogmática por
la duda. Éste debe ser el primer efecto de toda crítica. Lo único
que se quiere decir es que se deben distinguir dos especies de crí­
tica que con frecuencia se confunden. La primera es la crítica de la
Economía Política que hace retener algunos de los rasgos esenciales
de la estructura clásica como elementos muy importantes de la ver-
!ad, al mismo tiempo que subraya relaciones adicionales que tienen
el efecto de remodelar la estructura y revolucionar la significación
práctica tanto del conjunto como de las partes. De esta clase es,
como veremos, la crítica de la Economía Política clásica que formuló
Marx, quien no titubeó en recurrir a ella para refutar los sofismas
de Proudhon. La segunda es la crítica que rechaza la totalidad de la
estructura clásica y cierra los ojos a la necesidad de crear nuevos
principios estructurales adecuados para llenar el hueco que dejan
aquellos que se rechazan. Semejante crítica tiene una tendencia esen­
cialmente nihilista. •
E L reino de la ley formulada por la Economía Política era acep­
tado con dificultad por sus contemporáneos. Lo que podía creerse
de los cuerpos inanimados era más difícil de aceptar en el terreno
social, donde los acontecimientos son el resultado de la actividad
humana y de la voluntad sin trabas del hombre. Sostener que un
sistema de cambio y de producción de mercancías podía funcionar,
por sí mismo, sin regulación colectiva o sin designio particular, pa­
recía increíble al principio. Afirmar que un sistema de visible anar­
32 LA ECONOMÍA P O L ÍT IC A CLÁSICA

quía económica estaba regulado por una ley, parecía un milagro muy
extraño. ¿Cómo podía surgir el orden de un conflicto entre millones
de voluntades independientes y autónomas? La respuesta que dieron
los economistas se hizo depender del hecho de la competencia. Cuan­
do se trataba de un solo vendedor, entre muchos que intervenían
en el mercado, sus propias acciones no podían ejercer sino una in­
fluencia insignificante sobre la situación general de dicho mercado.
Por ello se veía forzado a tomar como dados los valores del mercado
y a conformar sus actos a esos valores. Cada uno, separadamente
considerado, estaba sujeto a los valores del mercado y no éstos a
los vendedores. De ahí que si su deseo los conducía a aumentar sus
ganancias correspondientes a la situación en que cada uno se ha­
llaba, todo tendía a responder de un modo uniforme al movimiento
de valores. Lo que a la postre sucedía en el mercado era, por su­
puesto, el resultado de la totalidad de las acciones separadas en las
que, sin embargo, la voluntad de cada uno era indiferente, tanto
porque su aislamiento resultaba impotente, como porque desconocía
la situación en su conjunto. Ésta es la explicación de por qué el
mercado parecía estar gobernado por una “mano invisible” que obli­
gaba a cada uno a servir un propósito y a lograr un resultado com­
pletamente diferente del que había concebido e intentado obtener
la voluntad individual. Ésta era la alquimia que permitía mezclar los
vicios particulares y obtener beneficios para la comunidad.
Pero la teoría implicaba algo más. No sólo suponía que eran
muy numerosos los individuos que en cada mercado competían entre
sí, sino también que los individuos y los recursos eran móviles y los
precios flexibles (por lo menos dentro de las fronteras de un país,
y considerando un periodo de tiempo suficiente). Podía decirse, en
consecuencia, que los propios valores de cambio se conducían de
cierto modo: observaban ciertas uniformidades y se ajustaban a ciertas
relaciones esenciales.1 Estas relaciones controladoras no eran sino re­

I P u ede decirse, ciertam ente, que todos los elem entos de la situación “ pueden
determ inarse m u tuam ente” entre sí (co m o M arshall lo , subrayó al criticar a B 6h m -
B aw erk ). Pero eso se puede decir de todas las cosas del universo en un m om en to
dado. E llo no quiere decir, sin em bargo, que deje de ser cierto (co m o se dijo en
el capítulo anterior) que, en lo concern iente a nuestro conocim iento de la situación
y de la p ráctica, existen ciertos factores que son la “ clave” de todas las otras
variables y que, por consiguiente, deben destacarse com o factores esenciales y de­
term inantes. D e otro m odo todo principio causal sería imposible. E s interesante
señalar que Engels observaba que ‘l a causa y el efecto son representaciones que
sólo rigen com o tales en su aplicación al caso co n creto , pero que, situado el caso
co n creto en sus perspectivas generales, articulado con la im agen total del universo,
se diluyen en la idea de una tram a universal de acciones recíprocas en que las
causas y lo s efectos cam bian constantem en te de sitio y en que lo que ahora o aquí
es efecto, cobra luego o allí carácter de causa, y viceversa.” (A nti-D ühring. p. 9 ,
ed. C é n it, M adrid, 1 9 3 2 .) E sto no le im pedía referirse a la “ prim acía” (p o r ejem ­
p lo ) del factor económ ico en la historia com o base de interpretación y predicción
en un caso histórico particular. E l reconocim iento de la interacción no im plica la
im posibilidad de un principio causal, sino el reconocim iento d e qu e cualquier prin-
LA ECONOMÍA P O LÍT IC A CLÁSICA 33

laciones entre hombres en su carácter de productores. E l hecho de


que los hombres y los recursos productivos que manejaban habían
de distribuirse entre las diferentes ramas de la producción en bus­
ca de las máximas ventajas, aseguraba que no sólo los salarios y
las ganancias tendían a uniformarse en todas las industrias, sino tam­
bién que la proporción en que se cambiaban las mercancías en el
mercado tendía a corresponder a la proporción existente entre sus
costos reales. Estos últimos representaban el valor “normal” o “na­
tural” de las mercancías. Las relaciones de cambio reflejaban, por
consiguiente, relaciones de producción y se hallaban controladas
por esos valores. La Economía Política llegó a ser, fundamentalmente,
una teoría de la producción. Como Marx había de expresarlo más
tarde: “en principio no existe intercambio de productos, sino inter­
cambio de trabajos que compiten en la producción. E l modo de cam­
bio de los productos depende del modo de cambio de las fuerzas
productivas” .2
Varios principios fundamentales que han ocupado sitio muy im­
portante en la discusión clásica y que han sido especial blanco de la
crítica reciente, se hallaban implícitos en este punto de vista. De
acuerdo con el primero, la cantidad de dinero, considerado éste
como patrón de valores y como medio de cambio, era indiferente
para la determinación de cualesquiera de estas relaciones esenciales.
Puesto que el dinero representaba meramente una técnica conve­
niente de cambio, ya para el cálculo, ya como intermediario, era in­
diferente para las relaciones productivas esenciales y, por tanto, no
podía afectar (en último análisis) el sistema de las proporciones
de cambio. Un aumento o disminución de la cantidad de dinero
no podía afectar la relación existente entre los precios, puesto que
tendía a afectarlos a todos por igual: se operaba, simplemente, una
elevación o disminución uniforme del precio de todas las cosas (in­
cluyendo la tierra, la fuerza de trabajo y los bienes de producción);
pero su proporción de cambio seguía siendo la misma. Este prin­
cipio fue usado particularmente por Ricardo para atacar la vieja
noción (nuevamente puesta en circulación hoy día) de que el tipo
de interés dependía de la abundancia o escasez de dinero; como
fue usado, además, por Say para atacar la opinión de que el “capital
se multiplica por las operaciones de crédito”, fundándose en que el
“capital consiste de valores positivos invertidos en cosas materiales
y no en productos inmateriales, que son completamente incapaces
de ser acumulados” .3 Al formular las proposiciones centrales de la
Economía Política podía hacerse abstracción del dinero y de la me-
cipio sem ejante aísla necesariam ente ciertas influencias determ inantes com o las m ás
im portantes en un caso dado.
2 M isére de la P hilosophie (ed . 1 8 4 7 ) , p. 61.
3 Say, T reatise on Political E co n o m y ( 1 8 2 1 ) , vol. I I , p. 1 4 5 . Y a en la prim era
edición ( 1 8 0 3 ) de su T raite hab ía criticado a Locke por haber dicho que el tipo
de interés dependía de la oferta de dinero.
34 LA ECONOMÍA P O L ÍT IC A CLASICA

dición de la demanda en téiminos monetarios. Es más, si esto no


hubiera sido posible, los economistas clásicos no habrían podido
postular una cosa como el equilibrio de las relaciones de cambio sin,
por lo menos, introducir como dato alguna condición adicional y
suficiente respecto al comportamiento del dinero.4
E l segundo principio se hallaba incorporado en la famosa ley
de los mercados de Say. Aunque la historia le ha dado el nombre de
Say, la enunciación del principio quizá debe tanto, y aún más, a
James Mili. Apadrinado por Ricardo, lo encontramos en todos los
escritos de la escuela ricardiana.5 Puesto que según ese principio el
cambio — proceso bilateral— debe ser considerado, en último aná­
lisis, como una serie de operaciones entre dos grupos de productores,
en las que cada uno de ellos cambia sus productos con el otro, nunca
puede plantearse el problema de un exceso general de productos.
Puede haber, es cierto, un exceso de ciertas clases de artículos a cuya
producción se ha destinado relativamente una gran parte de la fuerza
de trabajo de la sociedad. Esto se traducirá en una caída del precio de
estas mercancías particulares por abajo de sus “valores normales”,
y en la emigración de productores hacia otras industrias. Pero si el
aumento de la producción fuera general en todas las industrias, no
podría haber exceso (a condición de que el aumento tuviera las
proporciones “convenientes” ) , ya que ambas partes de todas las ope­

4 L a oposición d e Keynes a esta doctrina, en su T e o ría general de ía ocupación,


eí interés y e l d inero (cap . 1 3 ) , se aplica, p o r supuesto, a una situación en la que
hay recursos desocupados y en la que, por consiguiente, existe la posibilidad de un
cam bio de la producción si aum enta la dem anda. E n su apéndice al capítulo 1 4
declara (p . 1 8 6 ) , que eso se aplicaría a un equilibrio a largo plazo, dado que los
“salarios m onetarios son flexibles” . D ebe señalarse que en su proposición (p . 1 6 5 )
de que M = L ( r ) (en la que M representa la “ cantidad total de dinero” , L la
preferencia de liquidez, y r el tipo de in te ré s), M se define com o dinero m edido
en unidades de salarios (es decir, con relación al precio de la fuerza de tra b a jo ),
de m anera que la ecuación com prende el caso en que los salarios y los precios se
elevan proporcionalm ente a M . L o que la ecuación se propone subrayar es que
cuando los factores de la producción son susceptibles de una o ferta elástica, un
aum ento de M es capaz de alterar la producción y no los precios, influyendo en
las inversiones a través de r. L a escuela ricardiana estaba justificada, sin em bargo,
en su ignorancia de esta posibilidad, pues p erten ece a una época en que la industria
fabril estaba en su infancia y no existía un a reserva crónica de equipo en la escala
en que existe hoy día.
o E n la prim era edición ( 1 8 0 3 ) del T ra ite d ’É c o n o m ie P o litiq a e, de Say, el
capítulo “ Des D ébouchés” (cap . 2 2 del to m o I ) , no tenía m ás de tres páginas,
y sólo se ocupaba de refutar la opinión m ercantilista de que los m ercados consisten
en la abundancia de dinero y que el increm ento de la riqueza depende del aum ento
de las exportaciones. E l germ en de la futura doctrina se halla contenido en estas
palabras: "N o es la abundancia de dinero lo que facilita las ventas, sino la abun­
dancia de otros productos en general” (p . 1 5 3 ) . L a segunda edición, cuando volvió
a escribir el capítulo am pliándolo a 1 6 páginas (cap . 15 del t. I ) , no apareció sino
hasta 1 8 1 4 . E n tretan to el C om m erce D e fe n d e d , de M ili, había aparecido en dos
ediciones en 1 8 0 8 . Allí se elaboraba la doctrina y se subrayaba su im portancia res­
p ecto del problem a de la sobreproducción. R icard o , sin em bargo, siem pre atribuyó
la doctrina a Say.
LA ECONOMÍA PO LIT IC A CLÁSICA 35

raciones bilaterales entre productores (y en ello consiste el cam bio),


aumentarían paralelamente, de manera que el mayor deseo de cada
parte de cambiar sus productos estaría equilibrado por el mayor deseo
de la otra. James M ili formulaba la cuestión muy clara y dogmáti­
camente: “La producción de mercancías es la causa universal y única
que crea un mercado para las mercancías producidas. . . E l poder de
compra de una nación se mide exactamente por su producción anual.
Cuanto más se aumenta la producción anual, más se amplía, por ese
mismo hecho, el mercado n acional.. . La demanda de una nación
siempre es igual a la producción de esa nación” .6 J. B . Say afirmaba
que “la producción es la que crea la demanda de los productos. . .
Decir que las ventas son flojas debido a la escasez de dinero, es tomar
el efecto por la causa. . . No puede decirse que las ventas son flojas
porque el dinero está escaso, sino porque otros productos lo están. . .
Tan pronto como se produce un artículo, se abre un mercado para
otros con una amplitud igual al propio valor de aquél. D e ese
modo la mera circunstancia de la producción de un artículo abre
inmediatamente una salida para otros productos” .7
A primera vista semejante razonamiento parece ser de un dog­
matismo completamente arbitrario y casi sin relación alguna con la
realidad. ¡La oferta y la demanda nunca pueden ser desiguales por­
que se las define de tal modo que siempre son iguales! No obs­
tante, el principio era algo más que una tautología en la medida que
implicaba una descripción de la sociedad económica caracterizada por
esta clase particular de interrelación. Y como tal, era carne de
la carne del sistema ricardiano. Del mismo modo que el dinero podía
dejarse de tomar en cuenta para la determinación de los valores
de cambio, lo mismo podía hacerse, y por la misma razón, con el
“volumen de la demanda” (considerado como una cifra absoluta)
en su carácter de factor determinante del proceso de la producción
y del cambio. E l “mercado”, como un factor independiente del pro­
blema, desaparecía tan pronto se consideraba el proceso económico
como un todo unificado. La demanda se convertía entonces en una
variable dependiente, no independiente. En cada operación, separa­
damente considerada, había siempre, por supuesto, dos términos:
oferta y demanda, bienes y dinero, productor y mercado. Pero inferir
de esto que los dos mismos términos debían aparecer como factores
independientes en la situación considerada en su conjunto, habría
sido incurrir en la falacia de composición, es decir, habría sido ig­
norar el hecho de que esa transacción concreta no era sino la

6 C om m erce D e f e n d e d ( 1 S 0 S ) , pp. SI y 83.


V Say, T rea tise o n Política1 E co n o m y , trad. Prinsep, 1 8 2 1 , vol. I , pp. 1 6 5 y 1 6 7 .
Say llegó aún a decir (lo que era una cuestión del todo diferente) que “ una ram a
de ia producción raras veces dejaría atrás a las dem ás abaratándose sus productos de
m odo desproporcionado si se dejara la producción por entero a su suerte” , en tan to
que su traductor agregó que “ n o es posible que la producción sobrepase al consu­
m o, m ientras éste sea libre” . (Ib id ., pp. 1 6 9 y 1 7 8 .)
36 LA ECONOMÍA P O L ÍT IC A CLÁSICA

mitad de un par de transacciones, en la que la “demanda” o “el


mercado”, expresados en dinero, aparecían como un término común.
Como Marx había de expresarlo después:8 el cambio es, fundamen­
talmente, una serie de operaciones del tipo M — D — M , en las que
el dinero es un simple intermediario entre operaciones que esencial­
mente son una.
E l tercer principio consistía en la afirmación de J. S. M ili acerca
de que la “demanda de mercancías no equivale a demanda de brazos” ,
cuya “completa comprensión”, al decir de Leslie Stephen, es, “quizá,
la mejor prueba a que puede someterse a un economista”, y que el
mismo Mili describía como “una paradoja [que], y hasta entre los
economistas políticos de reputación, escasamente puedo indicar al­
guno, salvo Ricardo y Say, que no lo haya perdido nunca de vista” .
“Aquélla determina en qué rama particular de la producción se em ­
pleará el trabajo y el capital, determina la dirección del trabajo, pero
no el más o el menos del trabajo en sí, o del mantenimiento y el
pago del trabajo. Éstos dependen de la cantidad de capital u Otros
fondos directamente dedicados a sostener y remunerar el trabajo” .9
Por “demanda de trabajo” M ili entiende, por supuesto, no una de­
manda en términos de dinero, sino en términos de mercancías. E n
otras palabras, pensaba en la determinación de los salarios reales,
no de los nominales. Haber dicho que la “demanda de mercancías”,
concebida como una suma total del gasto monetario de los consu­
midores, no podía influir permanentemente la relación de los valores
de cambio (incluyendo el valor de cambio de la fuerza de trabajo),
habría sido repetir, con una particular referencia, el primero de los
dos principios que acaban de ser descritos. Es claro que M ili procu­
raba darle a su proposición un contenido adicional, y cuando hablaba
de la “demanda de mercancías” le daba un sentido puramente rela­
tivo: el único significado distinto que podría haber tenido en este
contexto. Usándola en este sentido relativo, evidentemente intentaba
referirse tanto a que la demanda de alguna mercancía particular en
comparación con otra no ejercía influencia apreciable sobre el nivel

8 M arx sostenía que esto era cierto respecto a una "sociedad simple de cam bio”
(es decir, constituida por pequeños productores ind ependien tes). C o m o verem os m ás
adelante, tam bién sostenía que se había introducido una m odificación fundam ental
en una econom ía capitalista, esto es, en u n a econom ía caracterizada por la existen­
cia de una clase cuya sola función consiste en la inversión del capital en una serie
de operaciones del tipo D — M — D ’ (en donde D ’ es > D en una cantidad igual
al tipo de g an an cia). E s to introducía una oposición en la aparente unidad del
proceso de cam bio, y creaba la posibilidad de una ruptura y división del proceso
en sus dos partes.
9 P rincipios, F .C .E ., M éxico , 1 9 5 1 , pp. 9 2 -9 3 . Jevons, que atacó esta doctrina
(P rincipies o f E con om ics, pp. 1 2 6 - 3 3 ) , sostenía que su origen se hallaba en R icardo,
en la tercera edición de sus Principios. Pero lo que aquí sostuvo R icardo era que
la dem anda de m ano de obra depende del m o d o de gastar d e los consum idores
(debido a las diferentes relaciones del trabajo y del capital en las diferentes ocup a­
cio n e s), lo que era m atizar el principio d e M ili m ás b ien que anticiparse a él.
(R icard o , Principios.)
LA ECONOMÍA PO LÍT IC A CLÁSICA 37

de salarios, com o a que un aumento de la cantidad que generalmente


gastan los consumidores en mercancías en relación a lo que invierten,
no aumenta la parte del producto que corresponde al trabajo, sino
más bien al contrario. La primera de estas dos proposiciones era una
repetición de la conocida doctrina clásica acerca de que la confi­
guración de la demanda es indiferente para la distribución del pro­
ducto entre ganancias y salarios (excepto en la medida en que pueda
acelerar la tendencia de los rendimientos decrecientes de la tierra,
elevando, por consiguiente, el costo de la subsistencia). Como tantos
razonamientos ricardianos, descansaba en un supuesto particular: que
la proporción entre capital y trabajo era igual en todas las indus­
trias. Sin este supuesto, el razonamiento no habría sido válido.
Sin embargo, puede sostenerse para expresar esta importante ver­
dad: que a menos que el desplazamiento de la demanda registre
un profundo sesgo en dirección de las industrias que usan más o
menos mano de obra (es decir, hacia industrias cuya “composición
de capital”, como decía Marx, sea más alta o más baja) el cambio
puede ser considerado como indiferente para la determinación del
valor de cambio de la fuerza de trabajo.
La segunda proposición (relativa a la proporción del ingreso
gastado comparada con la del ingreso ahorrado) dependía, sin em­
bargo, de un punto de vista particular acerca de la naturaleza del
capital y de la relación entre capital y trabajo en el proceso de pro­
ducción. Esto plantea problemas que discutiremos separadamente en
un capítulo posterior. Pero como los economistas clásicos estaban
acostumbrados a considerar que el capital consistía esencialmente en
“anticipos al trabajo”, la proposición tenía un significado sencillo
y (dentro de ciertos límites) importante: que el nivel de salarios
dependía del volumen de capital, considerado como un fondo de
salarios, proporcionalmente a la oferta de brazos. Puesto que un
aumento de la proporción del ingreso gastado implica una menor
acumulación de capital, se concluía que la demanda de mano de
obra, correctamente examinada, tendería a bajar más bien que a
aumentar.10
Por último, tenemos el principio considerado por Ricardo como
el corolario principal de su teoría del valor. Dicho principio se halla
sintetizado en la afirmación que, analizada por separado, ha sido tan
frecuentemente ridiculizada como una simple tautología: “cuando los
salarios suben, las ganancias bajan” . La verdad que encierra esta
afirmación tiene una formulación más completa en otra hecha por

10 E xistía, por supuesto, la posibilidad de que el cam bio del gasto pudiera tra­
ducirse en un cam bio equivalente y contrario del “atesoram iento” de dinero. E n
este caso no se produciría ningún cam bio de la acum ulación de capital. Pero al
parecer, los econom istas clásicos consideraban el atesoramiento (m uy rara vez lo
m encionaban) com o un sim ple retiro de dinero de la circulación, con su efecto
equivalente a cualquier cam bio en la cantidad de dinero, a saber, una igual reper­
cusión sobre todos los precios.
38 LA ECONOMÍA P O L ÍT IC A CLÁSICA

Ricardo: “las ganancias dependen de que los salarios sean altos o


bajos, y de nada más” .11 E n otras palabra,s, las ganancias se determi­
nan únicamente por la relación entre el valor de la fuerza de trabajo
y el valor de las mercancías en general, en la inteligencia de que
estas "dos cantidades pueden moverse independientemente una de otra.
Esta relación es aproximada y no exactamente (debido al fenómeno
de la renta) equivalente a la proporción de la fuerza de trabajo de
la sociedad que es necesario dedicar a la producción de las sub­
sistencias de los trabajadores.12 Esta proposición era evidentemente
fundamental no sólo para las conclusiones prácticas que Ricardo
derivó de su doctrina económica, sino también para ciertas proposi­
ciones subsidiarias que hoy día son consideradas como virtualmente
axiomáticas, y sin las cuales el economista se hallaría en un mundo
semejante al de Alicia en el país de las maravillas. D e acuerdo con
esa proposición, el tipo de ganancia (considerado como “una rela­
ción de valores” ) no podía aumentar ni con un incremento de la
cantidad de dinero (a no ser temporalmente) ni con un aumento
del consumo, como sostenía Malthus. Ricardo la utilizaba para de­
mostrar que, contra la afirmación de Adam Smith, la expansión del
comercio exterior sólo podía elevar el tipo de ganancia en la medida
en que, abaratando el costo de la subsistencia de los trabajadores,
permitía reducir los salarios.13 Por su parte Marx la usaba para refutar
la afirmación de Proudhon acerca de que una elevación de salarios
se traducía en una elevación equivalente del precio de las mercan­
cías, de donde se derivaba que el sindicalismo no hacía sino andar
a la caza de su propia cola. La importancia medular de esa afirmación
para el razonamiento económico puede ser juzgada por el hecho de
que, si no fuera verdadera, no habría razón para concluir que una
elevación del nivel de salarios tiende a fomentar el uso de la ma­
quinaria, en tanto que una baja tiene el efecto contrario.14 Si el
precio de la mano de obra pudiera elevarse sin provocar una caída
del tipo de ganancia (considerado como el rendimiento del capital)
el costo de las máquinas subiría (a causa del mayor precio de la

11 R icardo em pleaba la expresión “salarios altos” com o sinónimo de una elevada


"p roporción del valor de la producción to tal n ecesaria para m antener al trabajador” .
(N otas a los principios de econom ía política d e M a lthu s, F .C .E ., M é x ico , 1 9 5 8 ,
p. 1 7 8 .) Jam es M ili sostenía que si la ganancia se em pleara "p a ra den otar la rela­
ción de valores (es decir, el tipo de g an an cia), podría dem ostrarse que, en este
sentido, las ganancias dependen com p letam en te de los salarios” . (Political E c o n o m y ,
pp. 5 8 -9 .) F u e esta últim a afirm ación, com o verem os m ás adelante, referente al tipo
de ganancia (cosa m uy distinta a la ganancia t o t a l ) , la que M arx enm end ó con su
co n cep to de la "com posición orgánica del capital” .
12 C uando el profesor Pigou, en su T h e o r y o f U n em p /oym en t, considera la
cantidad de trabajo en lo que él llam a industrias que producen bienes que consum e
preferentem ente la d ase trabajadora (w age-goods industry) y en las que producen
otra clase de bienes (nonwage-goods industry) co m o un a relación fundam ental y
determ inante, utiliza, p o r supuesto, un a concepción m uy sem ejante a la de R icard o .
13 V e r ínfra, pp . 1 5 4 -1 5 5 .
1 4 C onsúltese W ick sell, L ectu res, vol. I , pp. 1 0 0 , 16 7 .
LA ECONOMÍA PO LÍTIC A CLÁSICA 39

fuerza de trabajo necesaria para su fabricación) proporcionalmente


al costo del alquiler del trabajo. E l costo del proceso mecanizado
aumentaría, también, al parejo del costo del proceso que depende
únicamente del trabajo directo. Pero semejante resultado supondría
que todos los precios y salarios aumentan simultáneamente. La doc­
trina clásica, sin embargo, suponía la posibilidad de una elevación
de salarios sin una equivalente elevación de precios, con el resul­
tado de una baja de las ganancias. Es más, suponía que algunos pre­
cios caían realmente como resultado de una elevación de salarios,
aunque otros, sin embargo, subían. Los precios de las mercancías
que requerían poco trabajo directo y relativamente un gran capital
para financiarlas, mostraban una tendencia más acentuada a caer, y
puesto que ésta es la característica esencial de la maquinaria que
ahorra trabajo, su adquisición y uso tenía que aumentar considera­
blemente.15
Pero estos principios eran sobre todo incidentales. E l principio
medular de la Economía Política era el gran precepto del laissez fairé.
Con éste la importante unidad de la Economía Política como sistema
teórico, se convertía en un congruente sistema de la doctrina prác­
tica. Los principios abstractos quedaban dotados de una acción viva
para la política real, y la interpretación esquemática del mundo ex­
terno se fundió con el precepto y la acción. La Economía Política
había creado el concepto de la sociedad económica como un sistema
autónomo, regido por leyes propias. Haciendo funcionar estas leyes,
el sistema “caminaba por sí mismo”, independientemente del cui­
dado del gobierno y del capricho del soberano y del estadista. Llegó
a sostenerse que la regulación por el Estado, previamente considerada
como esencial para suprimir el caos y establecer el orden, era innece­
saria. Se creía que esa regulación era positivamente perjudicial porque
entorpecía el funcionamiento de las fuerzas económicas, provocaba
el desequilibrio donde podía reinar la armonía y porque no había
ningún indicio de que pudiera lograr resultados más efectivos para

15 K eynes h a dicho (T eo ría genera] de Ja ocupación, el in terés y e l d in ero ,


p. 1 8 6 ) , que m uchas de estas proposiciones clásicas descansan en el supuesto de
una “ ocupación plena” com o una condición necesaria, y que, p o r consiguiente, no
pueden ser aplicadas a condiciones de producción cam biante o a desviaciones del
equilibrio. E s indudable, e im portan te, que algunas de esas proposiciones requieren
una m odificación sustancial para poder ser aplicadas a una situación en la que
existen recursos n o utilizados. P o r ejem plo: un cam bio de la dem anda de dinero
puede alterar la producción to tal en vez de agotar su influencia en una alteración
de precios. Pero n o parece inferirse que estas proposiciones clásicas no tengan
aplicación al m und o real, a m enos que se suponga que en el m undo real todos
los recursos son de una oferta perm anente e infinitam ente elástica. L o que parece
claro es que lo que los econom istas clásicos se inclinaban a suponer era la existencia
d e tendencias hacia una posición de plena ocupación. D e ahí que consideraran que
sus proposiciones establecían los factores que lim itan al desarrollo económ ico durante
un periodo largo. Algunas de estas proposiciones clásicas tam bién dependían de otros
supuestos (qu e afectaban la estabilidad del sistem a) y a los que nos referirem os
en el capítulo vr.
40 LA ECONOMÍA P O LÍT IC A CLÁSICA

el interés general, sino al contrario. La descripción de cómo funcio­


naba el sistema llegó a ser, ipso facto, una presunción de cómo ha­
bría que dejarlo funcionar. Es cierto que la Economía Política clásica
no demostraba concluyentemente que el Jaissez faire producía el re­
sultado óptimo para el bienestar humano. Esto habría de hacerlo
(muy falazmente) cincuenta años después, en términos hedonísticos,
el principio de la utilidad.'Los economistas quedaban satisfechos con
afirmar que el laissez faire era la condición suprema para la producción
y para el aumento de la riqueza: una afirmación que les preocupaba
mucho demostrar en contraste con la situación de los monopolios
apoyados por el Estado, o con las restricciones oficiales impuestas al
comercio exterior. Existía una predisposición a creer que un sistema
que lograba el equilibrio como resultado de la coherencia interna de
sus elementos, funcionaba mejor, abandonado a sí mismo, que cuan­
do se interfería estúpidamente en su marcha. Por lo menos, ésa era
la creencia generalizada en la época en que todo lo que anunciaba
el reinado de la “ley natural” era considerado implícitamente como
semidivino.
Intimamente relacionada con esta doctrina práctica existía una
violenta crítica que la Economía Política hacía valer contra las polí­
ticas de su tiempo. Como teoría esencialmente de la producción,
llevaba aparejado el supuesto implícito de que una clase consumidora
sin relación activa con la producción de artículos materiales — que
succionaba un ingreso, pero que no aportaba ninguna contribución
productiva en el sentido de incurrir en algún “costo real” como
equivalente— no desempeñaba ningún papel positivo en la socie­
dad económica. Su existencia significaba una disipación de riqueza
más bien que una creación de ella, y como sus intereses dominaban
las instituciones estatales constituía un obstáculo y un grillete. Éste
fue el ángulo desde el cual la Economía Política, por lo menos
en su tradición ricardiana, enfocaba los intereses de los terratenien­
tes que dominaban el Parlamento aún no reformado, que restrin­
gían la movilidad de la mano de obra por medio de limitaciones
regionales y del sistema Speenhamland, y manteniendo la ley de
granos para la protección del precio del trigo y de las rentas de las
tierras. Además del trabajo, el único elemento activo de la pro­
ducción era el capital, que financiaba el progreso de la técnica y de
la división del trabajo.18 E n tanto que los salarios eran la fuente
de vida de los trabajadores, y de su reproducción, las ganancias eran
la fuente y el incentivo de la acumulación del capital en manos de
una clase activa, íntimamente relacionada con la industria y que
encontraba en ésta la satisfacción de sus intereses y ambiciones. La
16 Jam es M ili, en sus E le m e n to s o í Política1 E c o n o m v ( 3 ? e d .) habla de “ dos
instrum entos de producción: uno prim ario, otro secundario”, es decir, trabajo y capi­
ta l (p . 8 4 ) . N o obstante, la ren ta era “algo com p letam en te extraño a lo que puede
ser considerado com o el rendim iento de las operaciones productivas del capital v
del trabajo” (p . 6 8 ).
-LA ECONOMÍA PO LÍTIC A CLÁSICA 41

renta, por contraste, era el precio del derecho de propiedad de los


recursos naturales escasos: era la extracción de una parte de los fru­
tos de la producción para mantener una clase pasiva e improductiva.
La “renta — decía Ricardo— es siempre una parte de las ganancias
previamente obtenidas de la tierra. Jamás es una nueva creación de
recursos, sino una parte de los ya creados con anterioridad”.17 E n
la medida en que los rentistas ahorraban y acumulaban sus rentas
transformándolas en capital para la industria, el pago de las mismas,
aunque podía ser ocioso, no representaba un perjuicio: se reinte­
graban a la producción en calidad de capital nuevo para financiar
un nuevo ciclo productivo. Pero los rentistas, por naturaleza y tra­
dición, se hallaban menos inclinados a hacerlo que la burguesía in­
dustrial. Si invertían, sentían más inclinación por los valores oficiales
o por las compañías comerciales monopolistas que por la industria.
(¿Acaso un escritor como Lord Lauderdale no había defendido la
existencia de la deuda nacional aduciendo que sema de sólida inver­
sión para esos fondos?) Y en la medida en que las rentas se gasta­
ban en la conservación de edificios y en el sostenimiento de la
servidumbre doméstica, para que esa clase continuara viviendo en
la ociosidad, representaban un gravamen sobre el sistema productivo
en aras del consumo improductivo.
Rara vez se aprecia cuán hondamente preocupaban a los eco­
nomistas clásicos, aun en sus análisis más abstractos, interpretaciones
prácticas como éstas. W illiam Spence (en contra de -quienes James
M ili escribió su C om m eice D efended) había fundado su principal
defensa de los intereses de los terratenientes diciendo que el consumo
era una condición previa de la producción y que, por consiguiente,
el gasto conducía hacia la riqueza nacional. En 1808 había escrito:
“Es claro, entonces, que el gasto y no la parsimonia, es la obligación
de esta clase terrateniente, y que la producción de la riqueza na­
cional depende del fiel cumplimiento de ese deber. . . E l aumento
constante de la prosperidad de la comunidad requiere por fuerza
que esta clase aumente progresivamente sus gastos.” 18 Malthus se
inclinaba hacia ese punto de vista; y su doctrina de la “demanda
efectiva” estaba claramente dirigida a la conclusión de que los te­
rratenientes no debían ser condenados como una clase de consu­
midores improductivos sino que, al contrario, debían ser aclamados
como un elemento de necesario equilibrio dentro de una sociedad
sana: un equilibrio entre los instintos acumuladores del industrial
y el mercado para sus productos que ofrecía una clase consumidora.
Contra este punto de vista, el principio de que la demanda era
indiferente para la determinación de valores (y, por consiguiente,
para la de las ganancias), de que el proceso productivo creaba su

17 Essay on th e I n ílu e n c e o í a L o w P rice o í C o ra o n t h e P io íits o í S tock


(1 8 1 5 ), p. 15.
18 Brítain In d e p e n d e n t o í C om m erce, pp. 36-7.
42 LA ECONOMÍA P O L ÍT IC A CLÁSICA

propia demanda, y de que la parsimonia — no el consumo— era un


acto creador, proporcionó un arma polémica directa. Y a lo largo
de todo el siglo x ix la herejía clásica, cuya refutación estaba en la
mente de todo profesor de economía, fue la de que los gastos de los
ricos beneficiaban la industria. Otros muchos puntos de controversia
entre Ricardo y Malthus fueron, asimismo, relacionados directamente
con este problema central. Malthus escribió su Investigación sobre la
naturaleza y progreso de la renta (1815) fundamentalmente para
criticar la opinión de “algunos escritores modernos” que “consideran
la renta y las leyes que la gobiernan, como muy semejante al exce­
dente del precio por arriba del costo de producción, que es la carac­
terística del monopolio” y para demostrar que las rentas elevadas
(o las circunstancias que las engendran) representan una ayuda para
el mejoramiento de la tierra.19 E n la discusión acerca de los efectos
de las mejoras de la agricultura sobre la renta de la tierra, Ricardo,
por una parte, sostenía que originaban la baja de las rentas (por lo
que resultaban contrarias al interés de los terratenientes como clase),
en tanto que Malthus sostenía que aquéllas originaban su elevación.20
Como una crítica enderezada simultáneamente contra el autorita­
rismo de un Estado autocrático y contra los privilegios e influencia
de la aristocracia terrateniente, la Economía Política, en sus co­
mienzos, desempeñó un papel revolucionario. Como sistematizadora
del pensamiento en una esfera vacía — por entonces— • de prin­
cipios coherentes, fue como una revelación, en tanto que como de­
fensora de la libertad en el campo económico, su influencia sobre
las revoluciones burguesas del siglo xix difícilmente fue superada por
aquellas filosofías de los derechos políticos que encendieron la antor­
cha del liberalismo en el Continente europeo. Sólo más tarde, en su
fase posricardiana, pasó del ataque al privilegio, y la restricción
a la apología de la propiedad. Entre sus conceptos fundamentales
se hallaba la noción de la determinación de las relaciones de valor
por las relaciones entre los hombres como productores, y la distin­
ción entre lo que era necesario para la producción y lo que era
innecesario para las actividades humanas concretas. Estas relaciones
de producción reguladoras eran las formas concretas que adoptaba
la división social del trabajo en ciertas condiciones de la demanda
y de la técnica. Que estas relaciones hayan sido consideradas correcta­
mente como fundamentales es, por supuesto, una cuestión práctica.
Pero el hecho de que la teoría económica de la naciente burguesía
industrial haya tenido este énfasis encuentra su evidente explica­
ción histórica como una expresión del papel que esa clase desempe­
ñaba en la sociedad: la perspectiva desde la cual contempló esta clase

19 P p . 2 y 2 7 -3 0 . M arx llam ó a este ensayo "u n alegato en favor de los terra­


tenientes y en contra del capital industrial” . (Historia crítica de Ja teoría de Ja
plusvalía, Fon d o de C u ltu ra E co n ó m ica, M éxico 1 9 4 5 , vol. I I I , p . 5 3 .)
20 C onsúltese L e tt e is o f R icard o to M a lth u s, ed. B o n ar, pp. 9 4 ss., y M alth u s,
Principios de econom ía p olítica, F .C .E ., M éxico , pp . 1 6 0 ss.
LA ECONOMÍA PO LÍTIC A CLÁSICA 43

el proceso del cambio social que le permitió alcanzar aquella concep­


ción realista y esencial. Pero esta razón histórica implicaba, al mismo
tiempo, una limitación. E n las relaciones de producción entre los
hombres se halla incluida la relación de clase entre capitalistas y tra­
bajadores. La Economía Política daba esto por sentado, pero no pro­
fundizó el estudio de esas relaciones; se conformó con describirlas y
con incluirlas entre sus condiciones, pero sin analizarlas. Consideraba
la división en clases, bien como parte del orden de la naturaleza, o
simplemente como una forma que adoptaba espontáneamente la di­
visión del trabajo en una sociedad libre, y no como un producto
histórico de tipo especial. Como los economistas no llegaron a cono­
cer la esencia de esa relación, no pensaron que las características de
esta relación única podrían afectar el funcionamiento de sus leyes
económicas, y transformar radicalmente las interpretaciones y pre­
dicciones apoyadas en esas leyes. Sus sucesores, como veremos des­
pués, se desviaron sin hacer ese reconocimiento impulsados por su
cada vez más acentuada tendencia a hacer desaparecer del panorama
estas relaciones entre los hombres considerados como productores o, en
el mejor de los casos, conservándolas como meros espectros de su
antiguo ser.
III. LA ECONOMÍA POLITICA CLÁSICA Y MARX

E l análisis de los economistas clásicos sólo descubrió, según Marx,


la mitad del problema. Como dice Engels en un pasaje muy impor­
tante de su Anti-Düfiríng, sólo mostraron el lado positivo del capi­
talismo, en contraste con los sistemas anteriores. Al demostrar las
leyes del laissez-fairé, lo que habían hecho era una crítica de los órde­
nes sociales anteriores; pero no una crítica histórica del capitalis­
mo mismo. Esto quedaba por hacerse, a no ser que el capitalismo
fuera considerado como un orden estable y permanente de la na­
turaleza o como el inalterable punto final del desarrollo social. Seme­
jante tarea quedaba por realizar con. objeto de situar al capitalismo
en el lugar que le correspondía en la evolución histórica, así como
para dar una clave para predecir su futuro. Ahora, decía Engels, la
ciencia económica “arranca de la crítica de los restos de las formas
feudales de producción y de intercambio, pone de relieve la necesi­
dad de cancelar esos restos sustituyéndolos por formas capitalistas,
desarrolla las leyes del régimen capitalista de producción, con sus
formas congruentes de intercambio, en el aspecto positivo, es decir,
en el aspecto en que contribuyen a fomentar los fines generales de
la sociedad”. Igualmente necesaria era la integración dialéctica de la
Economía Política con una “crítica socialista del régimen de pro­
ducción del capitalismo o, lo que tanto vale, con la exposición de las
leyes que lo presiden en su aspecto negativo, con la demostración de
que este régimen de producción se acerca por la fuerza de su propio
desarrollo a un punto en que su existencia se hace imposible”.1
Lo esencial era un interpretación precisa de la ganancia como
una categoría del ingreso. Los economistas habían precisado las con­
diciones que regulaban los valores de cambio de las mercancías. Éstos
quedaron explicados en términos de una teoría del costo; pero tam­
bién se había formulado lo que era virtualmente una teoría-costo del
valor de la fuerza de trabajo misma. La ganancia fue considerada,
por consiguiente, como una cantidad residual cuya magnitud se de­
terminaba por estos otros factores conocidos: el valor del producto
y el valor de la fuerza de trabajo. Hasta aquí la explicación podría
haber parecido bastante satisfactoria. Pero tal como se había formu­
lado, era muy incompleta, ya que la ganancia quedaba como un ele­
mento residual que no había sido explicado. La naturaleza de la ga­
nancia, el motivo y causa de su existencia como una categoría de
ingreso, seguía siendo un secreto, y hasta que este secreto fue reve­
lado no sólo quedaron sin respuesta problemas prácticos importantes,
sino que no podía haber seguridad de que los términos de la relación
que se decía determinaba la ganancia (es decir, los salarios y el valor
del producto) podían ser considerados con propiedad como inde­
pendientes. En la teoría de la renta, la oferta limitada de tierra y la

1 A nti-Diihring, p. 1 5 7 , ed. C én it, S. A ., M ad rid , 1 9 3 2 .


44
LA ECONOMÍA PO LÍT IC A CLÁSICA Y MARX 45

consecuente escasez de la disponible, se aducía como la causa de su


aparición y de su adquisición por el propietario. La teoría clásica no
había aducido ninguna razón paralela para explicar la aparición de la
ganancia y su adquisición por el capitalista. Simplemente se había
supuesto su necesidad. Pero el problema subsistía: aun cuando pueda
existir una diferencia entre los gastos de producción y el valor del
producto, ¿por qué había de corresponder al capitalista y a sus socios
más bien que a cualquier otro? ¿Por qué razón dentro de un régimen
de libertad económica y de libre competencia no tendía ese exce­
dente a disolverse en renta o en salarios? Si su persistencia tenía
que ser explicada en términos de una teoría basada en el costo, ¿cómo
podía ser congruente con la teoría del valor-trabajo? ¿O había que
hacer una interpretación en términos análogos a los de la teoría de la
renta? Que esto no era una investigación superflua puede verse por
la importancia de la cuestión práctica que dependía de ella: ¿cuál
habría sido, por ejemplo, el efecto de un gravamen sobre las ganan­
cias o el de un aumento de salarios que las redujera o el de un tipo
decreciente de las mismas? ¿O constituía el sostenimiento de una
clase capitalista estimular una carga improductiva para la industria
como aseguraban los ricardianos que lo era la existencia de una clase
terrateniente? ¿Llegaría el interés que tenía esa clase en la protec­
ción de la ganancia a convertirse en un grillete de las fuerzas pro­
ductivas como lo era el que tenían los terratenientes por proteger
sus rentas?
Al darse cuenta de esta laguna de su estructura, los economistas,
particularmente los sucesores de Ricardo, intentaron dar una explica­
ción de la ganancia de dos modos diversos. En primer lugar, inven­
tando una nueva categoría: la del “costo real”, de acuerdo con la
cual, la ganancia era el equivalente que se recibía a cambio de aquél.
Por otro lado, en términos de una pretendida “productividad” especial
del capital (y de ahí, por imputación, de su creador el capitalista).
Éstas fueron las oscuras e incongruentes teorías que proporcionaron
la prueba principal de la decadencia de la Economía Política después
de Ricardo que tantos comentaristas se han negado a reconocer y que
sugirieron a Marx el nombre de “economía vulgar”. Contra estos con­
ceptos dirigió Marx sus más acerbas críticas, que Bohm-Bawerk cali­
fic ó 2 de “potentes ataques” contra la teoría de la productividad del
capital. Para Marx, la explicación de la ganancia no se halla en nin­
guna propiedad inherente del capital, ni en el costo real, ni en la
actividad productiva del capitalista (del mismo modo que la renta
de la tierra no podía explicarse en términos de las propiedades de
la naturaleza ni de la actividad de los propietarios), sino en la estruc­
tura de clases de la sociedad existente, es decir, en la división de
clases entre propietarios y desposeídos que se oculta tras la aparien­
cia de igualdad, libre contratación y “valores naturales” en términos

2 C apital and In terest, p . 1 7 3 .


46 LA ECONOMÍA PO LÍT IC A CLÁSICA Y M ARX

de los cuales habían sido formuladas las leyes de la Economía Polí­


tica. D e acueido con el punto de vista que de la historia tenía Marx,
el progreso había sido un desfile de diversos, sistemas clasistas, cada
uno de los cuales creó sus condiciones técnicas particulares y sus
consecuentes modos de producción, las cuales, a su vez, condicionan
el sistema. Los antagonismos de clase, resultado de las relaciones de
los diferentes sectores de la sociedad y los métodos dominantes de pro­
ducción, habían sido los motores fundamentales del proceso, de la
transición de un sistema a otro. E l capitalismo, como llegó a demos­
trarse después de un examen de sus orígenes, es también un sistema
de clases, y aunque diferente de los anteriores en aspectos muy im­
portantes, seguía cimentando en una dicotomía entre amos que tienen
todo y servidores que nada poseen. Era natural, pues, que Marx bus­
cara las peculiaridades de esta relación de clases para encontrar la
clave del ritmo esencial de la sociedad capitalista, para descubrir, esto
es, su desequilibrio, sus tendencias al movimiento, no sólo sobie la
base de esa sociedad, sino en su base, detrás del velo de las armonías
económicas que parecía descubrir un análisis que sólo se fijara en las
relaciones de cambio en un mercado abierto. En contraste con la
igualdad jurídica, se puso al descubierto la desigualdad económica, y
en contraste con la libertad de contratación, la dependencia econó­
mica y la compulsión.
La esencia de esta relación entre capitalista y trabajador, sobre la
que gira la aparición de la ganancia, mantenía una analogía más es­
trecha con las relaciones existentes entre propietario y trabajador en
las primitivas formas de la sociedad dividida en clases, por ejemplo,
entre amo y esclavo o entre señor y siervo. E n esas formas primitivas
de la sociedad no había duda acerca del carácter de la relación, ni
acerca de la naturaleza del origen de los ingresos de la clase poseedora.
La relación era de fuerza y de explotación, y por virtud de la ley
o de la costumbre, la clase poseedora se apropiaba el producto exce­
dente, por encima- de la subsistencia de sus trabajadores. La relación
se presentaba abiertamente tal como era; pero en la sociedad capita­
lista no acontece así. Las relaciones adoptan exclusivamente una forma
de valor. No existe un producto excedente, sino sólo una plusvalía,
que al parecer está controlada por la ley del valor que funciona en
un mercado de competencia donde el cambio normal es una trans­
ferencia de equivalentes. ¿Cómo explicar, pues, la aparición de una
plusvalía en semejantes circunstancias? ¿Cómo hacerla compatible con
la teoría del valor que es, en sí misma, una expresión abstracta del
funcionamiento de un mercado abierto y competitivo? La fórmula
del cambio en un mercado libre es M — D — M . Nadie, al parecer, pue­
de adquirir un ingreso monetario sin ofrecer previamente en cambio
M , es decir, un equivalente de valor expresado en mercancías. La posi­
bilidad de los compradores y vendedores de moverse libremente de un
extremo a otro del mercado y hasta de ir a otros, aseguraba que en
ninguna de esas dos mitades del ciclo de cambio ni en M — D ni
LA ECONOMÍA PO LÍT IC A CLÁSICA Y M ARX 47
D — M , pudiera aparecer la plusvalía. ¿Cómo, pues, podía empezar una
clase, con D , una cantidad de capital en dinero, y al introducirla
luego en el ciclo de cambio sacar un valor mayor del que había intro­
ducido originalmente: D — M — D ’? “Para explicar la naturaleza ge­
neral de la ganancia — decía Marx— debe partirse del teorema de
que, en promedio, las mercancías se venden a sus valores reales,
y que las ganancias se obtienen al venderlas a sus valores reales. Si la
ganancia no puede explicarse partiendo de este supuesto, no puede
explicarse de ninguna manera.” 3 Ni los monopolios de la época de
los Tudor ni los derechos feudales sobre el trabajo de otros.podían ya
servir para explicar cómo una clase obtenía ingresos sin contribuir
con alguna actividad productiva. La suerte o la habilidad individual no
podían ejercer una influencia permanente en un régimen de “valores
normales” . Dentro de un orden de libre contratación ya no era po­
sible que los no productores siguiesen engañando persistentemente
a los que sí producían. E l engaño, cuando más, podía explicar las
ventajas y pérdidas individuales de los miembros de la clase capi­
talista: lo que uno ganaba lo perdía otro, pero sin que ello explicara
el ingreso de toda la clase. Por consiguiente, explicar la ganancia como
la explicaba tan simplemente Sismondi como una “expoliación del
trabajador”, agregando que el empresario la obtenía “no porque la
empresa produce más de lo que le cuesta producir, sino porque no
paga todo lo que cuesta, es decir, porque no da al trabajador una
compensación suficiente por su trabajo”,4 o explicarla como Bray
diciendo que era producto de “un sistema de cambios desiguales”,5
no era explicarla suficientemente, ya que al no dar respuesta a la difi­
cultad fundamental, dejaba en pie la contradicción.
James M ili había llamado la atención sobre la analogía entre el
sistema de salarios y el de esclavitud. “¿Cuál es la diferencia — pre­
guntaba—■entre un hombre que trabaja con obreros que reciben un
salario (en lugar de poseer esclavos)?.. . Lo mismo que el manufac­
turero que ocupa esclavos él es propietario del trabajo. La única dife­
rencia reside en la forma de comprarlo. E l propietario de esclavos
compra de golpe todo el trabajo que el hombre puede ejecutar en el
resto de su vida; el que paga salarios sólo compra el trabajo que un
hombre puede ejecutar en un día, o en cualquier otro periodo de tiem­
po estipulado. Siendo tan propietario del trabajo así comprado como
el propietario de esclavos lo es del trabajo de éstos, el producto obte­
nido de ese trabajo, combinado con su capital, es igualmente suyo.” 6

3 E n V alu é, P rice and Profif. T am b ién decía, respecto a la com paración entre
el sistem a de salarios y el de la esclavitud: “D entro del sistem a de salarios,
aun el trabajo no pagado p arece ser pagado. E n el sistema de la esclavitud, por el
contrario, aun la parte del trabajo que se paga, parece no ser pagada.” E n el prim er
caso, “la naturaleza de toda la operación se halla com pletam ente desfigurada por
la presencia de un contrato y por el pago recibido al fin de la sem ana” .
4 N o u v ea u x Principes, vol. I , p. 92.
5 L a b o u t’s W ro n g s and Lab ou r’s R em ed y, p. 50.
6 E le m e n ts o í Poíitical E co n o m y , pp. 2 1 -2 2 . C onsúltese tam bién a R ichard
48 LA ECONOMÍA P O LÍT IC A CLÁSICA Y M ARX

E n tanto que M ili abandonaba aquí la cuestión, paia Marx ahí co­
menzaba lo importante. La solución que dio a este problema funda­
mental se traducía en la distinción, que él consideraba tan impor­
tante, entre trabajo y fuerza de trabajo. La raigambre histórica de la
producción capitalista residía precisamente en la transformación de
la misma actividad productiva del hombre en una mercancía. La fuer­
za de trabajo llegó a alinearse entre las cosas que podían ser vendi­
das y compradas; y llegó a tener, por sí misma, un valor. Desposeído
de la tierra y de los instrumentos de producción, el proletario no
tenía otra alternativa para ganarse el sustento. Y aunque la obligación
legal de trabajar sometido a otro había desaparecido, subsistía la pre­
sión de las circunstancias en que se hallaba la clase. Como el traba­
jador individual (por lo menos cuando no formaba parte de una orga­
nización o asociación] no contaba ni con otra alternativa ni con un
“precio de reserva”, la mercancía que vendía, como las demás, adqui­
ría un valor igual al trabajo que costaba crearla, esto es, el trabajo
requerido para producir lo necesario para la subsistencia del traba­
jador. De ahí que la aparición de la ganancia tuviera que ser atribuida,
no a ninguna cualidad creadora del capital per se, sino al hecho his­
tóricamente condicionado de que el trabajo en acción era capaz de
lograr un producto de mayor valor (lo que dependía de la cantidad
de trabajo) que el poseído por la fuerza de trabajo como mercancía.
Por tanto, la transacción entre trabajador y capitalista era y no era,
al mismo tiempo, un cambio de equivalentes. Dadas las bases sociales
que hacían de la fuerza de trabajo una mercancía, lo que tenía lugar
era un cambio de equivalentes que satisfacía los requisitos de la ley
del valor: el capitalista anticipaba la subsistencia al trabajador y ad­
quiría, a su vez, fuerza de trabajo por un valor equivalente. E l capi­
talista adquiría la fuerza de trabajo del obrero; éste obtenía, en cam­
bio, lo suficiente para reemplazar, en su propia persona, el desgaste
físico que supone el trabajo. La justicia económica quedaba satisfecha.
Pero de no ser por la circunstancia histórica de que la clase trabaja­
dora disponía como único medio de vida del producto de la venta
de su fuerza de trabajo, considerada como mercancía para poder con­
certar con el capitalista esa transacción remuneradora, el capitalista
no habría estado en posición de apropiarse la plusvalía.
Las interpretaciones opuestas de Lauderdale y de Malthus, formu­
ladas en función de la productividad del capital, suponían una recaída
en el misticismo o en las superficialidades de las explicaciones del
tipo “oferta y demanda”, que Marx, juntamente con Ricardo, habían

Jones, Introductory L e c t u ie s o n Po lítica! E co n o m y ( 1 8 3 3 ) , pp. 5 8 -5 9 . E s ta “ única


diferencia” , sin em bargo, puede hacer la posición del asalariado económ icam ente
inferior a la del esclavo, o hacerla m ejor, ya que si el trabajador no es propiedad
del am o, éste no tendría un interés perm anente en la conservación de aquél (e l des­
gaste del trabajo y su depreciación no es un costo para el patrón, com o lo es el
desgaste de su m aq u in aria). P o r consiguiente, el interés del patrón pu ede consistir
en tratar a un trabajador libre m enos bien de lo que trata a un caballo o a un
esclavo.
LA ECONOMÍA PO LÍT IC A CLÁSICA Y M ARX 49

condenado.7 Marx nunca pretendió negar que el capital o, más bien,


los instrumentos concretos en los que el trabajo acumulado se incor-
porí, fueran creadores de riqueza: haberlo negado habría sido franca­
mente absurdo. E n realidad, afirma explícitamente que “es falso de­
cir, hablando del tr a b a jo ..., que es la única fuente de riqueza”.8
Ricardo, por su parte, tampoco negó que las tierras, aun las no culti­
vadas, pudieran prestar algún servicio. Pero eso no era decir que la
tierra o el capital fueran creadores de valor. E n realidad, cuanto más
pródiga en frutos fuera la naturaleza, menor valor tendrían, quizá,
estos últimos, y menores serían las probabilidades de que la tierra
produjera una renta. E l valor, subrayaba Marx, no es un misterioso
atributo intrínseco de las cosas: es, meramente, la expresión de una
relación social entre los hombres. Es un atributo de que los objetos
están dotados por virtud de la forma en que se ha utilizado el tra­
bajo humano en las diversas ramas de la producción a través del pro­
ceso de la división del trabajo en toda la sociedad. Esta utilización
de la fuerza de trabajo social no es arbitraria, sino que está sujeta
a una definida ley del costo gracias a la “mano invisible” de las fuer­
zas competidoras a que se refería Adam Smith. Por consiguiente, ex­
plicar la plusvalía en términos de las propiedades de un objeto (capi­
tal), era volver a caer en lo que Marx había llamado el fetichismo de
las mercancías, una especie de animismo en el que la “economía vul­
gar” posricardiana se vio cada día más enredada, que consistía en
atribuir a las cosas en abstracto la causa de las relaciones de cambio
cuando, en realidad, no eran sino el mero resultado de las relaciones
sociales entre los hombres. Ello equivalía a explicar una representa­
ción de marionetas exclusivamente en términos de las cualidades y
de la conducta de las marionetas. “Lo que aquí reviste, a los ojos de
los hombres, la forma fantasmagórica de una relación entre objetos
materiales no es más que una relación social concreta establecida en­
tre los mismos hombres.” 9 “La existencia de la renta, tal y como se
presenta en la superficie de las cosas, aparece desglosada de las rela­
ciones en que descansa y de todos los. eslabones intermedios. D e este
modo la tierra se presenta como la fuente de la renta del suelo, el
capital como la fuente de la ganancia y el trabajo como la fuente del
salario.” 10 Una Economía Política que se expresaba en estos térmi­
nos, que usaba como constantes las propiedades de los objetos, con
abstracción de los individuos y de las circunstancias de clase de esos
individuos, sólo podía ocuparse de cosas superficiales, sólo podía pro^
porcionar un análisis parcial del fenómeno y, por consiguiente, postu­
lar leyes y tendencias que no sólo eran incompletas, sino hasta contra­
dictorias y falsas. Ante semejante nivel de abstracción no podía haber

"t V e r supra, p. 14.


8 C rítica de Ja econom ía p olítica, p. 3 1 . E d . española, F . G ranada y C ía .
9 M arx, E l C apital, 2 ? ed ., tom o I , F .C .E ., M éxico, 1 9 5 9 , p. 38.
10 M arx, Historia crítica de la teoría de la plusvalía, Fon do de C ultura E c o ­
nóm ica, M éxico , 1 9 4 5 , vol. I I I , p. 3 7 5 .
50 LA ECONOMÍA P O L ÍT IC A CLÁSICA Y M A R X

diferencia porque ninguna de las cualidades esenciales díferenciadoras


estaban incluidas en los supuestos. Los factores de la producción sólo
eran considerados en su aspecto técnico como indispensables para el
conjunto y, por consiguiente, indispensables entre sí: otra abstracción
de la que resultaba una demostración ex hypothesi de una armonía
esencial entre ellos. No era sorprendente, pues, que en este plano
de razonamiento no figurara ni el concepto de la renta ni el de exce­
dente. Por ello los equivalentes debían cambiarse siempre por equi­
valentes, ya que la situación estaba definida de tal modo que había
de ser así.
Quizá pueda citarse un ejemplo más reciente de la falta de signifi­
cado atribuido a ciertos conceptos fundamentales cuando las relaciones
de cambio son consideradas independientemente de los hombres como
productores y de su relación con un txasfondo de instituciones socia­
les. Pareto ha señalado la importante distinción entre las “actividades
de los hombres enderezadas a la producción o transformación de los
bienes económicos” y las enderezadas' a “la apropiación de los bienes
producidos por otros” . Es claro que, si se considera el problema eco­
nómico simplemente como una pauta de relaciones de cambio, aparte
de las relaciones sociales de los individuos de que se trata, es decir,
considerando a las personas que intervienen en el cambio simplemente
como tantas más cuantas X e Y, realizando ciertos “servicios”, pero
haciendo abstracción de sus relaciones concretas con los medios de pro­
ducción (trátese de propietarios o de no propietarios, de rentistas pasi­
vos o de trabajadores activos), entonces la distinción de Pareto puede
carecer de significado en un mercado de libre competencia. “La apro­
piación de los bienes 'producidos por otros” sólo puede ser resultado de
la acción monopolista, del fraude o de la fuerza extra-económicos. Está
excluida del régimen de valores de cambio “normales”, por la misma
definición de lo que es un mercado libre. Ésta es, en efecto, la res­
puesta que ha dado el profesor Pigou. Después de citar la distinción
de Pareto, afirma que los “actos de mera apropiación” pueden ser
excluidos por el supuesto de que “cuando un hombre obtiene bienes
de otro, se tiene la idea de que los obtiene mediante un proceso no de
violencia, sino de cambio en un mercado abierto, donde los intere­
sados son razonablemente competentes y razonablemente conocedores
de las condiciones” .11 Puede decirse que esta conclusión es perfecta­
mente congruente con el alcance de la investigación. Pero ¿acaso
la misma respuesta que ese alcance exige no nos está revelando la
irrealidad de semejantes límites y la esterilidad de un análisis tan es­
trecho, por lo menos en cuestiones fundamentales para los problemas
de la Economía Política? No obstante, toda la tendencia de la ciencia
económica desde los días posricardianos ha consistido en reducir de
este modo el alcance de la investigación económica. Pero, al mismo
tiempo, se persistía en hacer afirmaciones sobre problemas funda­
mentales similares a los que preocuparon a los economistas clásicos.
U E con om ics o f W eJfare, p. 1 3 0 .
LA ECONOMÍA PO LÍTIC A CLÁSICA Y M ARX 51

Supongamos que el peaje fuera una institución generalizada y


arraigada por la costumbre o por el derecho. ¿Podría negarse razona­
blemente que existe un sentido importante en el que los ingresos de
la clase exactoxa representan “una apropiación de bienes producidos
por otros” y de ningún modo el pago por una “actividad enderezada
a la producción o transformación de bienes económicos?” Es más, los
peajes tendrían que ser fijados en competencia con rutas alternativas
y, por tanto, quizá representen precios fijados “en un mercado abier­
to, en el que los interesados son razonablemente competentes y cono­
cedores de las condiciones”. ¿No llegaría a ser .la creación y supresión
de peajes un factor esencial de la producción, de acuerdo con las defi­
niciones más ordinarias de lo que es un factor de la producción, con
tanta razón, por .lo menos, como se consideran hoy día muchas de
las funciones del empresario capitalista? Podría decirse, entonces, que
este factor, como otros, está dotado de una “productividad marginal”,
y considerar su precio como la medida y equivalente del servicio que
presta. Pero de cualquier modo ¿en qué lugar se podría trazar una
división lógica entre los peajes y los derechos de propiedad sobre los
recursos escasos en general? Quizá se diga que la distinción depende
de si el que establece el peaje construyó el camino. Si así fuera, ello
sería entrar precisamente al cerco restringido de las relaciones de
cambio abstractas tratando de encontrar una definición en términos
de la actividad productiva de la persona en cuestión, separadamente,
y como algo más fundamental, de la creación y supresión de peajes.
Pero las naciones que se confinan al círculo de las puras relaciones
de cambio no son capaces de superar la sabiduría de un crítico con­
temporáneo de Ricardo, que al atacar a Quesnay y a Smith declaró,
redondamente, que como nadie puede cobrar un precio sin prestar
en cambio un servicio, todas las clases que obtienen un ingreso deben
ser, ipso íacto, “productivas”, y su ingreso la medida de su valor para
la sociedad.12 Ouizá se diga que semejantes distinciones no son del
dominio de la economía, pero si nos sometiéramos a esta limitación,
la economía se vería privada de la mayor parte de sus resultados prác­
ticos y se convertiría en algo radicalmente diferente de lo que sus
fundadores se propusieron e intentaron.
No debe pensarse que al criticar estas abstracciones, Marx atacaba
todas las abstracciones desde un punto de vista de crudo empirismo.
Criticaba un método particular de abstracción con fundamento en
que éste desconocía lo esencial, tomando la imagen por la sustancia
y la apariencia por la realidad. Cualquier generalización, por su pro­
pia naturaleza, debe hacer abstracción, por supuesto, de ciertos ele­
mentos y, vistas desde este ángulo, la “teoría” y la “realidad” deben
ser necesariamente diferentes. Es más, el método de Marx era, como

12 G eorge Purves, A ll Classes P ro d active o f N ational W e a lth ( 1 8 1 7 ) . E s te


caballero había com enzado p o r declarar que “la cuestión fundam ental de la que
toda la ciencia de la estadística depende m ás o m enos”, es la de “si todas las clases
producen riqueza o si algunas son im productivas” .
52 LA ECONOMÍA P O LÍT IC A CLASICA Y M ARX

hemos visto, un método tan abstracto como lo fue el de los economis­


tas clásicos. La teoría del valor que Marx tomó de la Economía Po­
lítica clásica, y que desarrolló en aspectos muy importantes, era una
abstracción que descansaba no sólo en ciertas características generales
de toda economía de cambio, sino sobre rasgos esenciales del capita­
lismo considerado como un sistema de producción de mercancías.
Cuando se critica a Marx porque no da en E l ¿Capital una “prueba”
adecuada de su teoría del valor, se olvida generalmente que no se
proponía formular una doctrina nueva y poco conocida, sino adoptar
un principio que era parte de la tradición de la Economía Política
clásica y sin el cual consideraba imposible toda afirmación definida.
Es evidente que en estas circunstancias no tenía intención de co­
menzar su análisis de la producción capitalista más que con una defi­
nición y contraste de ciertos conceptos básicos como los de valor, valor
de cambio y valor de uso. Estos y otros conceptos semejantes son
reconocidas' abstracciones que sólo tienen una representación más
o menos imperfecta en el. mundo de la realidad. Pero en esto, su mé­
todo no era ni más ni menos abstracto que el de sus predecesores.
La competencia misma era una abstracción, y lo era, también, el “mer­
cado perfecto” en el que surgían “valores normales” . Los “valores
normales”, como los puntos y las líneas rectas euclidianas, sólo se
encontraban en el mundo de la realidad como “casos límites” .
Las dos abstracciones que han alcanzado más revuelo entre los
críticos de Marx — el concepto de “trabajo simple”, homogéneo, y el
supuesto del volumen I de E l Capital acerca de la igualdad de la
“composición orgánica del capital” en todas las ramas de la pro­
ducción— ■eran también comunes en los economistas anteriores y en
los contemporáneos, siendo, además, el fundamento de muchos de
sus más destacados corolarios. E l último supuesto, como hemos visto,
figuraba prominentemente en Ricardo. En la teoría del comercio
internacional, por ejemplo, era la base de la proposición de que un
alto o bajo nivel de salarios en un país no afecta a la relación de
intercambio, sino que sólo da origen a un cambio contrario y equiva­
lente del nivel de ganancias.13 Como también hemos visto, se halla
implícito en el dictum de John Stuart M ili acerca de que “la demanda
de mercancías no significa demanda de mano de obra”. E l supuesto de
la homogeneidad de las unidades de un factor de la producción
sigue siendo común al método económico hasta hoy. Sin él no tiene
significado la concepción de un rendimiento “normal”; tácita o ex­
plícita, es parte de cualquier estudio del “nivel general de salarios”
o de una teoría de la “ganancia normal” . Al admitir Marx en el

13 Puesto que si la "com posición del capital” es igual en todas las industrias,
un cam bio de salarios no afectará la proporción de costos com parativos. P ero si este
supuesto no es exacto, un cam bio de salarios afectará m ás a aquellas industrias con
una alta proporción de trabajo en relación a la m aquinaria que a aquellas que te n ­
gan una proporción m enor, alterándose, p o r consiguiente, las proporciones com pa­
rativas del costo.
LA ECONOMÍA PO LÍT IC A CLÁSICA Y M ARX 53

volumen III de E l Capital que el supuesto de una igual “composición


del capital”, la base de su principio del valor en el volumen I, era
sólo una aproximación, dio pie al gran alboroto que hizo Bohm-
Bawerk respecto a la “gran contradicción” entre la primera aproxima­
ción del volumen I y la última del volumen III. Esta gran contra­
dicción — declaraba triunfalmente— ■hace que todo el sistema marxista
se desplome. Últimamente ha dicho un escritor que “no existe en
letra de imprenta un milagro de confusión semejante” al del sistema
marxista.14 Y, sin embargo, todo razonamiento deductivo se desen­
vuelve a través de un proceso de aproximaciones. “Contradicciones”
semejantes pueden hallarse en todos los casos de aproximaciones suce­
sivas, o entre cualquier aproximación y los hechos. Es una cuestión
de los usos a que se destina una aproximación. Lo importante es si
los corolarios deducidos de la aproximación quedan o no invalidados
por las salvedades que requiere una aproximación más cercana, esto
es, si las alteraciones introducidas en el volumen II I implican una
diferencia sustancial respecto de las conclusiones derivadas de los
supuestos de que se parte en el volumen I.
D el mismo modo que Ricardo, Marx concedía mucha importan­
cia al análisis del movimiento de los ingresos de las clases sociales.
Tanto interés, en verdad, puso Ricardo en la distribución de la
riqueza, que no dejó de suscitar la cólera de un escritor como Carey,
que llegó a decir que “el sistema de Ricardo es un sistema de discor­
dia. . . Tiende a sembrar la hostilidad entre las clases y las nacio­
nes . . . Su libro es el verdadero manual de los demagogos que aspiran a
conquistar el poder mediante la confiscación de la tierra [agrarianism],
mediante la guerra y el saqueo” .15 Últimamente, ha dicho un escritor
que Marx, al tejer “un canevá de sofismas económicos” sobre “una
nota de profética y justa indignación”, se propuso “demostrar que el
odio de clases es justificado”,16 Tan candentes veredictos pueden so­
nar muy extraños; pero lo que subrayan a este respecto es exacto: que
Marx concentró su atención en las relaciones de clase, expresadas en
los ingresos de cada una de ellas, como la relación que define el ritmo
normal de la sociedad capitalista y que es fundamental para cualquier
predicción del futuro. Pero sería equivocado decir que su interés se
redujo a la esfera de la distribución, lo mismo que considerar su aná­
lisis esencialmente como una teoría de la distribución. Aunque la
producción, el cambio y la distribución pueden ser diversas facetas,
no es posible considerarlas como categoríás separadas de las relaciones
económicas. Y, como Marx insiste en su Critica de la economía polí­
tica, están ligadas por una unidad esencial.
La ley del valor es un principio de relaciones de cambio entre
mercancías, incluyendo la fuerza de trabajo. Es, simultáneamente, una

14 A . G ray, D evelop m en t o í E co n o m ic D o ctrin e, p. 301.


15 C arey, P ast, Presen t and T h e F u tu re ( 1 8 4 8 ) , p. 7 4 , citado en Historia
crítica de la teoría de ia plusvalía, vol. I I , ed. cit., p . 11.
16 E . H allet C arr, K arl M a rx, p. 2 7 7 .
54 LA ECONOMÍA PO LÍT IC A CLÁSICA Y M ARX

«^¿terminante del modo en que se distribuye el trabajo entre las dife­


rentes industrias por medio de la división general del trabajo social
y de la distribución del producto entre las clases. Decir que las mer­
cancías tienen cierto valor de cambio equivale a decir, en otras pala­
bras, que la fuerza de trabajo de la sociedad se divide entre las ocu­
paciones en cierta forma, y que (incluido en la última afirmación) el
producto social se distribuye en ciertas proporciones entre subsistencia
de los trabajadores e ingreso de los capitalistas. (Por ejemplo, una
afirmación respecto de los valores del trigo y la seda es, al mismo tiem­
po, una afirmación acerca de las proporciones en que se divide el
trabajo entre la producción del trigo y de la seda. Si el trigo y la
seda fueran las dos únicas mercancías producidas, la primera consu­
mida por los trabajadores y la última por los capitalistas, la afirma­
ción de que el trabajo se divide entre la manufactura de la seda
y el cultivo del trigo en ciertas proporciones, equivaldría a decir que
el ingreso social se distribuye entre trabajadores y capitalistas de un
modo correspondiente.) E n el volumen I, Marx adoptó, como lo
hicieron los economistas clásicos, el supuesto simplificador de una
economía capitalista “pura” : de una economía de “competencia pura”
y de un modo de producción basado en una relación simple entre
capitalistas y obreros, en la que los últimos ejecutan todas las activi­
dades productivas esenciales y los primeros figuran simplemente como
capitalistas, como poseedores de derechos de propiedad y como com­
pradores de fuerza de trabajo.17 Esto daba una idea de la forma gene­
ralizada de todas las sociedades capitalistas existentes (para las que
indiscutiblemente el concepto de un capitalismo “puro” sólo era una
aproximación), del mismo modo que los puntos, círculos, cubos y
líneas euclidianos podían representar las características esenciales de
las relaciones tridimensionales espaciales. E l motivo inspirador de ese
volumen fue analizar la relación entre los ingresos de esas dos clases
y explicar el origen y naturaleza de la ganancia capitalista.
En el volumen III, Marx señaló que cuando se tomaba en cuenta
el hecho de que la proporción entre trabajo y maquinaria (o, con más
precisión, entre capital variable y capital constante) era diferente
en diversas industrias, el cambio de mercancías se realizaba, no de
acuerdo con el principio tal como se había formulado en el volu­
men I, sino de acuerdo con lo que él llamaba su precio de producción
(salarios más la ganancia “normal” o media). Sin embargo, sostenía
que el principio expuesto en el volumen I seguía siendo el determi­
nante de lo que el valor de las mercancías era en el agregado y, por

17 E n una carta a En gels ( 1 8 5 8 ) , M arx recapituló de la siguiente m anera los


supuestos que hizo para los propósitos del vol. I : se “supone que los salarios que
corresponden al trabajo son constantem en te iguales a su nivel m ás b a jo . . . P o r
otra parte, la propiedad de la tierra se considera — 0 . . . É s te es el único m edio
de no tener que tratar con todas las cosas en cada relación particular” . D e acuerdo
co n estos supuestos, el valor es “una abstracción " que figura en “ esta form a abs­
tracta n o desarrollada” por oposición a sus “determ inaciones económ icas m ás con­
cretas” (M a rx-E ngels C o iresp o n d en ce , p . 1 0 6 ) .
LA ECONOMÍA PO LÍTIC A CLASICA Y MARX 55

consiguiente, el determinante del tipo de ganancia y, a la vez, de los


precios de producción mismos. Al hacer esta afirmación no cometía
la estupidez de asentar que un total es igual a otro total, cargo que
le hizo Bohm-Bawerk.18 Lo que indudablemente tenía en la cabeza
era la relación entre el valor de las mercancías terminadas, considera­
das como un agregado, y el valor de la fuerza de trabajo, relación
fundamental de la que, junto con Ricardo, hacía depender la ganan­
cia. Sostenía que seguía siendo cierto que la distribución del producto
total entre obreros y capitalistas (y, por consiguiente, el volumen
v tipo de ganancia) dependía de la relación entre estas dos cantida­
des; y que (a condición de que se pudiera suponer que la “composi­
ción dei capital” en el grupo de industrias productoras de artículos
pira la subsistencia no fuera muy diferente de la composición media
de la industria toda) podía seguirse considerando que esta relación
fundamental se determinaba en la sencilla forma descrita en el volu­
men I. Si esto era así, el análisis de la plusvalía y de las influencias
que la determinaban, no quedaba invalidado por las consideracio­
nes que se hacen en el volumen III. Los ingresos de la clase capita­
lista y sus fluctuaciones seguían siendo regulados por las mismas
causas, a pesar de que su distribución entre las diversas industrias se
realizara de distinto modo al que se había señalado en la “primera
aproximación” .19 Supongamos, para usar una analogía, que preten­
diéramos enunciar la teoría de la renta partiendo del hecho de que
codas las tierras son de calidad homogénea, y de que las rentas fueran
iguales a la diferencia entre el costo de producción y el precio de
venta del trigo (este último determinado por el costo de producción
en el margen intensivo). La introducción de una nueva circunstancia
— la heterogeneidad de las tierras— (y, por tanto, la existencia de
diferentes costos de producción en cada granja y en cada hectárea)
18 íCar! M arx and the C ióse o f his System , pp. 6 8 -7 5 .
19 E s del todo evidente que M arx conocía muy bien la naturaleza y significa­
ción de las consideraciones que se hacen en el volumen III y en qué m edida afecta­
ban los corolarios que habían de deducirse de los supuestos del volum en I. En gels,
en su Prefacio a la edición de 1891 de Salarios, trabajo y capital, d ice: “ Si hoy día,
por consiguiente, decim os con los econom istas com o R icardo, que el valor de una
m ercancía se determ ina por el trabajo necesario para su producción, hacem os siem ­
pre, aunque im plícitam ente, las reservas y las restricciones que hizo M aní.” C o n
m ucha anterioridad M arx había tom ado por su cuenta a Proudhon por haber sos­
tenido que una elevación de salarios conduciría a un alza general de precios. "S i
todas las industrias em plean el m ism o núm ero de trabajadores proporcionalm ente
al capital fijo o a los instrum entos que utilizan, una elevación general de salarios
provocará una reducción general de ganancias sin que los precios ordinarios sufran
alteración alguna.” “ Pero co m o la relación entre el trabajo m anual y el capital fijo
no es la m ism a en todas las industrias, las que em plean una cantidad relativam ente
más grande de capital fijo y m enos trabajadores, se verán obligadas, tarde o tem ­
prano, a reducir el precio de sus artículos” y, a la inversa, en las industrias que
em plean “una cantidad relativam ente m ás pequeña de capital fijo y m ás trabaja­
dores . . . P o r consiguiente, una elevación del nivel de salarios conducirá, n o co m o
Proudhon afirm a, a un aum ento general de precios, sino a la efectiva reducción de
algunos de ellos, especialm ente los de los bienes cuya producción requiere un am plio
neo de la m aquinaria” . M isé re d e la Pbilosophie (ed. 1 8 4 7 ) , pp. 1 6 7 -6 8 .
56 LA ECONOMÍA P O L ÍT IC A CLÁSICA Y M A RX

como una aproximación posterior, no daría lugar a diferencias esen­


ciales respecto de los corolarios apoyados en el supuesto más simple,
a condición de que el costo de producción del trigo, en promedio,
siguiera siendo el mismo y guardara la misma relación respecto de
su precio. Por otra parte, los corolarios de la primera aproximación
encamarían ciertas verdades esenciales acerca de la naturaleza y de­
terminación de la renta (las conectadas con lo que podría llamarse
el aspecto de escasez de la renta, por oposición a su aspecto diferen­
cial) que ninguna formulación de la teoría de la renta podría im­
plicar sin hacer alguna referencia a esta relación entre el costo medio
y el precio medio de venta.20
Eran muchos los corolarios cuya validez no se alteraba con la in­
troducción de estas últimas consideraciones y entre ellos se hallaban
los más importantes para el propósito principal ¿pie Marx se había
propuesto: descubrir “la ley del movimiento de la sociedad capita­
lista”. La doctrina de Ricardo acerca, de que “si los salarios suben,
las ganancias caen”, y con ella la conclusión de que una elevación de
salarios estimula a los capitalistas para sustituir el trabajo humano
por maquinaria, no se alteraba. Lo mismo puede decirse de las in­
fluencias que alteran el tipo de ganancia, incluyendo la explicación
de Marx acerca de la “tendencia decreciente del tipo de ganancia”,
que después examinaremos, y a la cual es evidente que Marx atribuía
una significación considerable al precisar la tendencia a largo plazo
de la sociedad capitalista. Pero también existe un corolario menos
conocido que hoy día tiene más importancia que cuando fue formu­
lado: el que se refiere a los efectos del monopolio. Marx había dicho
que el monopolio no puede aumentar el tipo de ganancia en general
(aunque reconoce que sí puede elevarlo en algunos sectores y redu­
cirlo en otros), excepto en aquellos casos en que su efecto es reducir
los salarios. A menos que el monopolio afecte la relación entre el
valor de la fuerza de trabajo y el valor de las mercancías (es decir, si
altera el “grado de explotación” ), es impotente para elevar el tipo
de ganancia en términos generales. Aparte de esos efectos del mono­
polio que comprimen los salarios reales por abajo de su nivel normal,
el desarrollo del monopolio “no haría sino transferir a las mercancías
gravadas con el precio de monopolio una parte de la ganancia de los
otros productores de mercancías. Se produciría indirectamente una per­
turbación local en la distribución de la plusvalía entre las distintas
ramas de producción, pero el límite de esta plusvalía quedaría intac­
to” .21 E n un capítulo posterior veremos que esta conclusión tiene
una importancia particular para ciertos problemas del imperialismo.

20 E s bastante curioso que Bohm -Baw erk, al construir su propia teoría del
capita], use com o una prim era aproxim ación algo que equivale al m ism o supuesto
que condena en M a rx : el de que "prevalecerá sim ultáneam ente sobre todas las
ocupaciones un periodo de producción igualm ente prolongado” . (Positive T h eo rv
o í Capital, pp. 3 8 2 y 4 0 5 .)
21 E l Capital, vol. I II , ed. cit., pp. 7 9 5 -6 .
LA ECONOMÍA PO LÍTIC A CLÁSICA Y MARX 57

La diferencia esencial entre Marx y la Economía Política clásica


reside, por consiguiente, en la teoría de la plusvalía. Si su signifi­
cación no es de carácter ético ¿en qué consiste, entonces, su impor­
tancia práctica? Su importancia como base para una crítica del capi­
talismo era análoga en muchos aspectos a la que tuvo la teoría de
la renta para una crítica de los intereses de los terratenientes en manos
de la escuela ricardiana. La teoría de la renta había sido el punto de
apoyo para sostener que la política que tendiera a reducir el tipo
de ganancia y a retardar consecuentemente la acumulación del capital
y el progreso industrial, aumentaría al mismo tiempo el ingreso de la
clase terrateniente, inflando la carga del consumo improductivo sobre
la riqueza nacional.22 Como de acuerdo con la teoría de la plus­
valía los dos ingresos de clase, ganancias y salarios, eran tan diversos
en cuanto a su carácter esencial y a la forma de su determinación,
la relación entre ellos tenía que ser, necesariamente, una relación de
antagonismo en un sentido que la hacía cualitativamente distinta
de la relación entre los compradores y vendedores ordinarios que
intervienen en un mercado abierto. La clase capitalista se hallaba tan
vivamente interesada en perpetuar y extender las instituciones de una
sociedad dividida en clases que mantuviesen al proletariado en una si­
tuación de sometimiento y creasen la plusvalía como una catego­
ría de ingreso, como lo estuvieron anteriormente los terratenien­
tes en mantener la ley de granos. Por su parte, el proletariado tenía
un interés paralelo en el debilitamiento y destrucción de estos
derechos de propiedad fundamentales. Cualquier alteración de la
ganancia, considerada como el ingreso de una clase de cuyas decisio­
nes y expectativas depende el funcionamiento de la industria, habría
de tener un efecto sobre el sistema económico completamente dife­
rente del que podrían tener las alteraciones de cualquier otro in­
greso — una diferencia que, como veremos, tiene una particular im­
portancia para la teoría de las crisis de M arx— . Por- otra parte, el
capital podría estar interesado en retardar el desenvolvimiento de las
fuerzas productivas y promover una política perjudicial para la pro­
ducción de la riqueza, siempre que esa política tendiera a multiplicar
las oportunidades de explotación y a aumentar sus ingresos. Esta
posibilidad se transformó en probabilidad debido a la propia natura­
leza de las bases técnicas sobre las que fue edificado el capitalismo
industrial. E l proceso de acumulación progresiva del capital, que
descansaba en la organización maquinista y en la técnica de pro­
ducción en gran escala, tendía constantemente a ampliar esa base.
Estimulando la concentración progresiva y la centralización del capi­
22 E l razonam iento ricardiano consistía en que los rendim ientos decrecientes
de la tierra provocarían, con el transcurso del progreso, una elevación de las rentas
y, al aum entar el costo de la subsistencia de los trabajadores, provocaría una re­
ducción de las ganancias. E l único m edio de conjurar esto y de m antener, por
consiguiente, las posibilidades de acum ulación del capital y de expansión indus­
trial, consistía en abrir de par en par las puertas al com ercio exterior y en tolerar
la com petencia de artículos im portados.
58 LA ECONOMÍA P O LÍT IC A CLÁSICA Y M ARX

tal, aquel proceso preparaba sólidamente la base de sustentación del


monopolio. E l cuadro que trazó Marx de este desenvolvimiento es
muy conocido. Con el desarrollo de los monopolios, el antagonismo
de clase no se mitigó, sino que se tomó más agudo. E l ingreso de
la clase propietaria llegó a ser más y más abiertamente el fruto casi
exclusivo de la política monopolista. Pero el mismo proceso que esta­
bleció el creciente “carácter social” del proceso productivo mismo,
forjó el instrumento que había de romper los grilletes de la “apro­
piación individual” . “Las fuerzas productivas que se desenvuelven
dentro del marco de la sociedad burguesa crean, al mismo tiempo,
las condiciones materiales para la liquidación de ese antagonismo.”
Creaban también la homogeneidad, la disciplina y la organización
del proletariado industrial como una clase, hasta que ésta, en un
antagonismo cada vez más agudo con un sistema de relaciones de
propiedad que había llegado a constituir un obstáculo tan visible para
la producción, se decida a exigir e imponer su emancipación me­
diante la expropiación de sus explotadores. Puesto que un régimen
de producción en gran escala y de complejas relaciones de pro­
ducción no podría regresar a la pequeña propiedad y a la producción
en escala reducida, el acto negativo de la expropiación debe tomar
necesariamente la forma positiva de la socialización, en el sentido
de la transformación de la propiedad individual de la tierra y del
capital en propiedad colectiva de un Estado de trabajadores. Este
acto revolucionario de los obreros organizados que establezca la pro­
piedad colectiva sería de hecho la Carta Magna de la igualdad y de
los derechos individuales en los que tanto había soñado el libera­
lismo del siglo xix, pero que había sido incapaz de alcanzar. Sería
la única Carta real de los derechos individuales precisamente porque
(en las palabras del Manifiesto Comunista) “en la sociedad burguesa
el capital es independiente y tiene una individualidad, en tanto que
los seres humanos viven en un estado de sometidos y carecen de
ella”, y porque sólo suprimiendo el poder de una clase para explotar
otra mediante la supresión de la propiedad privada de la tierra y
del capital, que crea ese poder, podrá alcanzarse la libertad sustancial
para todo el pueblo.
IV . LAS CRISIS ECONÓM ICAS

Para Marx, la aplicación más importante que puede hacerse de su


teoría es, sin duda alguna, el análisis de la naturaleza de las crisis
económicas. E n su tiempo, el estudio de este fenómeno se hallaba
todavía en su infancia. Sismondi había hecho algunas fecundas obser­
vaciones, aunque asistemáticas, en relación con los efectos pertur­
badores de la competencia y la producción para un vasto merca­
do. Malthus y Ricardo ya habían tenido, por entonces, su clásica
discusión acerca de si la plétora y la depresión podían atribuirse a una
deficiencia del consumo y, en Alemania, Rodbertus había formulado
su teoría del infraconsumo para explicar el fenómeno de lajL crisis.
Pero por lo que se refiere a la escuela ricardiana y a sus herederos,
puede decirse que las crisis no ocuparon virtualmente lugar alguno
dentro de su sistema: las depresiones debían atribuirse a interfe­
rencias del exterior que impedían el libre juego de las fuerzas econó­
micas o el proceso de la acumulación de capital, más bien que a los
efectos de un mal crónico interno de la sociedad capitalista. Los
sucesores de esta escuela estaban lo suficientemente obsesionados con
esta idea para buscar otra explicación fundada en causas naturales
(como las fluctuaciones de las cosechas) o en “el velo monetario” .
Pero para Marx era evidente que las crisis estaban asociadas a las
características esenciales de la economía capitalista en sí misma. Esas
dos características fundamentales eran lo que él llamaba “la anarquía
de la producción”, esto es, la multiplicidad de productores que deci­
dían autónomamente lo que debía producirse, y el hecho de ser
un sistema de producción no con propósitos sociales conscientemente
determinados, sino de lucro. Debido a la primera característica, tu­
vieron validez las leyes clásicas del mercado y, por ello, también
adoptaron la forma particular que asumieron.1 A esta característica,
según Marx, debía atribuirse la existencia, no sólo de las tendencias
pertubadoras del equilibrio, sino también las tendencias hacia su res­
tablecimiento, únicas a las que dieron importancia los economistas
clásicos. Fue por la segunda característica de la sociedad capitalista
por lo que la obtención de la plusvalía, y los factores que favorecían
su incremento, adquirieron una importancia tan grande que se con­
sideraba que una alteración de la ganancia — el ingreso de la clase
dominante— estaba destinado a ejercer una influencia sobre los acon­
tecimientos como no la podía ejercer ningún cambio en cualquier
1 Q uizá sea necesario aclarar que M arx, al decir que la producción individual
era “ anárquica” , no tuvo inten ción de usar el térm ino com o sinónimo de caótica.
E n ten d ía el térm ino en su sentido literal, subrayando que si bien era responsable
de las influencias perturbadoras, era tam bién el m edio de que se valía la “ m ano
invisible” para gobernar el m ercado. E n una reciente discusión entre G . B . Shaw
y H . G . W e lls, el prim ero sostenía que W e lls sólo veía en el capitalismo una
ausencia de sistem a y de allí su prurito por sistem atizarlo, cuando en realidad es
un sistema gobernado por leyes propias. C reo que M arx habría suscrito este punto
de vista. (V éase T h e N ew Statesm an, de 3 de noviem bre de 1 9 3 4 .)
59
60 LAS CRISIS ECONÓMICAS

otra clase de ingreso. Por otra parte, era evidente que Marx consi­
deraba las crisis, no como desviaciones incidentales de un equilibrio
predeterminado, ni como el abandono veleidoso de un sendero esta­
blecido al que se debía retomar sumisamente, sino más bien como
una forma dominante de movimiento que forjaba y modelaba el des­
arrollo de la sociedad capitalista. Estudiar las crisis significaba, por
eso mismo, estudiar la dinámica del sistema; pero este estudio sólo
podía emprenderse correctamente como una parte del examen de la
evolución de las relaciones entre las clases sociales (lucha de clases)
y de sus ingresos, que eran la expresión de aquellas relaciones en el
mercado.
Un aspecto del problema agitó particularmente a los economistas
por algún tiempo, suscitando un buen número de explicaciones ri­
vales. Ese aspecto fue la tendencia decreciente del tipo de ganancia
del capital. E l cambio de circunstancias modificó la actitud frente
a esta cuestión. E n el siglo xvm esa tendencia decreciente era re­
cibida, en general, como un síntoma saludable, acaso porque los eco­
nomistas habían examinado la cuestión fundamentalmente desde el
punto de vista del prestatario de capital. Pero en el siglo xix, con
el florecimiento de la Economía Política burguesa por excelencia, la
admiración tornóse en aprensión. Tan famosa llegó a ser la discu­
sión, que Marx pudo decir que “el misterio en torno a cuya solu­
ción viene girando toda la economía política desde Adam Smith y
que, desde este autor, la diferencia existente entre las diversas es­
cuelas consiste precisamente en los distintos intentos hechos para
resolverlo” .2
Hume (que hablaba tanto del tipo de interés tratándose de un
préstamo en dinero como del término más ampliamente genérico
de ganancia) decía que “mientras exista dentro del Estado una clase
media agrícola y campesina, los prestatarios serán numerosos y alto
el interés”, a causa del desenfreno y “la ociosidad de los terratenien­
tes”. En tales condiciones la industria se estanca y se progresa poco.
Por el contrario, los comerciantes constituyen “una de las castas
más útiles para estimular la industria y para "llevarla a todos los con­
fines del E sta d o .. . E l comercio, haciendo producir en grandes canti­
dades, reduce el interés y la ganancia, y a la disminución de uno
siempre contribuye el hundimiento proporcional de la otra. Podría
agregar que como la reducción de ganancias se debe al crecimiento
del comercio y de la industria, a su vez, sirven de estímulo para su
aumento, al abaratar las mercancías, al fomentar el consumo y al im­
pulsar la industria” .3 Para Adam Smith, como para Hume, un alto
nivel de ganancias era un signo de retraso de la acumulación de

2 E l Capital, vol. I II , p. 2 1 5 , ed. cit. E n una carta dirigida a E n gels, en 1 3 6 8 ,


M a rx se lefería al problem a de la “ tendencia de la cuota de ganancia a d ecrecer
a m edida que progresa la sociedad” com o al “pons asini de toda la E co n o m ía
an terio r". (Ib id ., p. 8 3 6 ) .
3 H um e, E s h y s (ed . 1 8 0 9 ) , vol. I , 2^ parte, cap. rv, pp. 3 1 6 , 3 1 8 y 3 2 0 .
LAS CRISIS ECONÓMICAS 61
capital, en tanto que una reducción del tipo de ganancia general­
mente era considerada como resultado del progreso de esa acumu­
lación. La explicación que daba, en términos de oferta y demanda,
fue acaloradamente discutida por la escuela ricardiana, y quizá eso
contribuyó no poco a alimentar su apasionado desdén por las simples
explicaciones en términos de “oferta y demanda” . “E l aumento de
capital — escribía Adam Smith— , que hace subir los salarios, pro­
pende a disminuir el beneficio. Cuando los capitales de muchos
comerciantes ricos se invierten en el mismo negocio, la natural com­
petencia que se hacen entre ellos tiende a reducir su beneficio; y
cuando tiene lugar un aumento del capital en las diferentes activida­
des que se desempeñan en la respectiva sociedad, la misma compe­
tencia producirá efectos similares en todas ellas.” 4
Pero como la revolución industrial, en pleno apogeo, modificó
las perspectivas, la cuestión comenzó a verse de modo distinto. E l
conflicto con los intereses de los terratenientes alcanzaba su fase
más aguda en la controversia sobre la ley de granos. La ganancia,
ingreso de la clase capitalista y, por consiguiente, fuente de la acumu­
lación del capital e incentivo del progreso y de la invención, llegó
a adquirir una importancia que no había tenido antes. Con Ricardo
y su escuela la ganancia ocupó el centro de la escena. E l problema
se presentaba, naturalmente, así: ¿cómo puede ser favorable al pro­
greso una reducción de aquel ingreso? Si el sistema, por su propio
desarrollo, genera una tendencia decreciente de la ganancia ¿no hay
en él algo de extrañamente contradictorio? Al generar la semilla de
su propio retraso y decadencia ¿no resulta, de ese modo, un sis­
tema transitorio?5 Semejantes cuestiones, implícitas más bien que
explícitas, parecen haber sido el origen de la severa crítica a que dio
lugar la interpretación de Adam Smith. Esa crítica no negaba la
tendencia, trataba simplemente de explicarla, no por una caracterís­
tica interna del sistema o del' proceso de acumulación del capital,
sino por un factor externo. Esa explicación se encontró en la famosa
“ley de los rendimientos decrecientes” .
Este límite externo del progreso lo entrevio Sir James Steuart diez
años antes de la aparición de la Riqueza de las naciones, quien había
sostenido que el “aumento del valor de las subsistencias debe nece-
4 Investigación sobre la naturaleza y causas de la riqueza de ¡as naciones, F .C .E .,
M éxico , 1 9 5 8 , p. 85.
5 V e r M a rx : "L o s econom istas que, com o R icardo, consideran el régim en capi­
talista de producción com o régim en absoluto, advierten al llegar aquí que este
régim en de producción se pone una traba a sí m ism o y no atribuyen ésta traba a
la producción m ism a, sino a la naturaleza (en la teoría de la ren ta) ( E l Capital,
vol. I II, p. 2 4 0 , ed. c i t .) . E n otra parte M arx d ice: “E l hecho de que la sim ple
posibilidad pa caída progresiva del tipo d e ganancia] de ello inquiete a R icardo es
precisam ente lo que dem uestra su profunda com prensión de las condiciones e n que
se desenvuelve la producción cap italista. . . L o que a R icardo le inquieta es el obser­
var que la cu ota de ganancia, el acicate de la producción capitalista, condición y
m oto r de la acum ulación, corre peligro por el desarrollo mismo de la p ro d u cció n ."
(Ibid., p. 2 5 6 ) .
62 LAS CR ISIS ECONÓMICAS

sanamente elevar el precio de toda clase de tra b a jo ... tan pronto


como el progreso de la agricultura requiera un gasto adicional que
no sea recompensado por el rendimiento natural a los precios ya in­
dicados de las subsistencias” .6 E n 1815, W est usó estas ideas para
criticar la teoría formulada por Adam Smith, tanto para explicar el
hecho del poder productivo más limitado de la agricultura compa­
rado con el de la industria (que Adam Smith habia atribuido a las
menores potencialidades de la división del trabajo en la agricultura),
como la tendencia decreciente de la ganancia. Calificó de sofística
la teoría de Adam Smith que atribuía la reducción del tipo de ga­
nancia, no sólo en una industria, sino en todas, a la competencia del
capital. Tampoco creía posible “explicar satisfactoriamente la dis­
minución progresiva de las ganancias del capital por un aumento
de los salarios” . La reducción no debía atribuirse principalmente a
una elevación de salarios debida al progreso, sino a una reducida
productividad del capital destinado a la agricultura. “E l principio
consiste simplemente en que debido al perfeccionamiento de los mé­
todos de cultivo, la cosecha de los productos va siendo progresiva­
mente más costosa; o, en otras palabras, que la proporción entre el
producto neto de la tierra y el producto bruto disminuye continua­
mente. . . La proposición consiste en que a cada cantidad adicional
de capital invertido corresponde un rendimiento menos que propor­
cional y, consecuentemente, a mayor capital invertido corresponde
una menor proporción de ganancia.” 7
Ricardo fue aún más explícito. Desarrolló de tal modo su razo­
namiento, que se convirtió en el punto de apoyo de su crítica de los
intereses de los terratenientes. Como ya hemos visto, entre los prin­
cipios básicos de su sistema se hallaba el de que el valor no depen­
día ni de la demanda ni de la abundancia de mercancías (a lo que
llamaba “riqueza” por contraste con “valor” ), sino de la “difi­
cultad o facilidad de producción” . D e esto infería que la ganancia,
o valor del producto neto, no dependía ni de la magnitud del
“producto bruto” ni de la productividad del capital, sino de la pro­
porción del trabajo social requerido para procurar la subsistencia de
los trabajadores, es decir, de la diferencia entre salarios y valor del
producto.8 Por consiguiente, la afirmación de que “cuando los sala­
rios suben, las ganancias bajan”,9 que a primera vista parecía una

8 A n Inquiry in to íh e P rincipies o í Political E co n o m y , 1 7 6 7 , p- 2 2 6 . T u rg o t,


el fisiócrata, aproxim adam ente el m ism o a ñ o, tam bién hab ía llam ado la atención
sobre este hecho. C on súltese C annan , H istoria de las teorías d e la producción y
d istribución, 2® ed. (F o n d o de C u ltu r a 'E c o n ó m ic a , M éxico , 1 9 5 8 , pp. 1 6 3 -4 )
7 Essav on th e A pplication o í Capital to L a n d , por un m iem bro del University
C ollege, 1 8 1 5 , pp. 2 , 3, 19-20.
8 E l cargo que R icardo hizo a Say se debió a que éste confundía "riqueza” y
"v alo r” . U n a crítica d e m en o r im portancia a Sm ith se debió a que “ exagera cons­
tan tem en te las ventajas que u n país deriva de un fu erte ingTeso b ru to , m ás que la
d e un fuerte ingreso n eto ” . P rincipios, ed. c it., cap. x v m , p. 2 5 9 .
s Véase supra, p. 37.
LAS CRISIS ECONÓMICAS 63

simple tautología, en todas sus implicaciones respecto de que la ga­


nancia se determina por esas dos cantidades (el costo de producción
de las subsistencias y el costo de producción de los productos en
general), era mucho más que una tautología. Como, por otra parte,
el capital era concebido fundamentalmente como “anticipos de sa­
larios” a los trabajadores, la afirmación fue todavía interpretada en
el sentido de que el tipo de ganancia (es decir, el volumen de ganan­
cia en relación a la inversión original) debía depender únicamente
de las mismas dos cantidades. Toda causa que influyera sobre el tipo de
ganancia sólo podía hacerlo alterando la proporción entre salarios
y el valor del producto bruto. “Ninguna acumulación de capital re­
ducirá permanentemente esas utilidades, a menos que haya alguna
causa permanente para la elevación de los salarios.” 10
Al adoptar la ley de la población de Malthus, Ricardo no podía
considerar una deficiente oferta de mano de obra como una causa
bastante para elevar el precio de la fuerza de trabajo, al menos como
un factor permanente a la larga. La población trabajadora sólo está
en espera de nuevas oportunidades de ocupación derivadas de cual­
quier incremento de capital. Le parecía, por consiguiente, que dentro
de las relaciones de capital y trabajo no había razón para que las
cantidades adicionales de capital, invertidas en ofertas adicionales de
trabajo productivo y en ciclos de producción cada vez más amplios,
dejaran de seguir extrayendo, por lo menos, el mismo tipo de ga­
nancia que antes. Por tanto, la única causa eficiente de una caída del
tipo de ganancia, mientras continúa el proceso de acumulación
del capital, sólo puede consistir en la intervención de un factor
con tendencia a elevar el precio de la fuerza de trabajo y, con ello,
el valor de la subsistencia de los trabajadores. Ese factor, para él,
era la ley de los rendimientos decrecientes de la tierra. E n sus
Principios escribía: “Si los artículos necesarios para el trabajador
pudieran ser incrementados constantemente con la misma facilidad,
no podría haber una alteración permanente en la tasa de utilidades
o salarios, cualquiera que fuese la cuantía del capital acumulado. . .
Adam Smith, al parecer no advierte que, al mismo tiempo que el
capital aumenta, el trabajo a realizar por el capital aumenta en
la misma proporción.. . Que estas producciones incrementadas, y la
consiguiente demanda que ellas ocasionan, disminuyan o no las uti­
lidades, depende únicamente de la elevación de los salarios; a su vez,
esta elevación, excepto por un periodo limitado, depende de la faci­
lidad de producir alimentos y artículos indispensables para el tra­
bajador. Digo que excepto por un periodo limitado, porque ningún
punto está mejor establecido que ése de que la oferta de trabaja­
dores se hallará siempre, en último término, en proporción a los
medios de sostenerlos.” 11
10 R icardo, Principios, cap. x x i , p. 2 1 6 , ed. cit.
11 P rincipios ed. cit., pp. 2 1 6 , 2 1 8 . V e r tam bién lo relativo a 'la s utilidades
tienden naturalm ente siem pre a decrecer” (p . 9 2 ) .
64 LAS CR ISIS ECONÓMICAS

En una carta a Malthus, Ricardo le decía: “Sostengo que no


existen causas que, durante cualquier periodo de tiempo, hagan dis­
minuir la demanda de capital, por más abundante que éste pueda
llegar a ser, excepto un precio comparativamente elevado de los ali­
mentos y de la mano de obra. E n otras palabras, que las ganancias
no se reducen necesariamente debido a un aumento del volumen
de capital, ya que la demanda de éste es infinita y se gobierna por la
misma ley de la población. Ambas hallan un freno en la elevación de
los precios de los alimentos y en la consecuente elevación del valor
de la mano de obra. Si dicha elevación no existiera ¿qué podría im­
pedir el aumento ilimitado de la población y del capital?12 De esto
deducía la conclusión sobre la que descansaba la prueba de su ataque
a los intereses terratenientes: “creo que puede comprobarse satisfacto­
riamente que en toda sociedad que aumenta su riqueza y su pobla­
ción . . . , las ganancias, en general, deben caer, a menos que progrese la
agricultura o que el trigo pueda ser importado a un precio más reduci­
do” .13 Como ambas condiciones son contrarias a los propietarios de la
tierra, “se concluye que el interés del terrateniente siempre es contrario
a los intereses de cada una de las otras clases sociales. Su situación nun­
ca es tan próspera como cuando los artículos alimenticios son escasos
y caros, no obstante que todo el resto de la población se beneficia
considerablemente con la baratura de los artículos alimenticios” .14
Fueron estas discusiones sobre los intereses de los terratenientes
lo que suscitó la crítica de su amigo Malthus, y la cuestión de la ten­
dencia decreciente del tipo de ganancia lo que constituyó el centro
principal de su desacuerdo.15 Malthus sostenía que la ganancia podía
caer no a consecuencia de una elevación de salarios, sino de una
reducción del precio de las mercancías como resultado de una de­
manda deficiente, y que esto tendría que ocurrir probablemente si
la acumulación de capital era demasiado rápida,- sobre todo si tenía
lugar a expensas de una reducción del consumo. En contraste con la
ley de los mercados de Say, Malthus sostenía que era posible que
la producción dejara atrás al consumo, en el sentido de provocar una
reducción de precios y ganancias y una consecuente “plétora” y
depresión económica, sí el equipo de producción se aumentaba a

12 L e tte rs of R icardo to M a lthu s, 1 8 1 0 -2 3 , ed. B onar, p. 1 0 1 . C uand o M althus


d ecía que la rápida acum ulación de capital debe conducir a la sobreproducción,
R icardo com entaba que en las circunstancias específicas descritas por M althus
(dism inución de ganancias y dem anda in su ficien te), ‘l a falta específica sería la de
dem anda de población” (N o tas a M a lthu s, F on d o de C u ltu ra E co n ó m ica , 1 9 5 8 ,
p. 2 2 6 ) .
13 Essay on th e In ílu e n c e o í a L o w P n c e o í C o m o n th e P toíits o í S t o c í,
1 8 1 5 , p. 2 2 . E s to es lo que M arx describía co m o un aum ento de la "‘plusvalía
relativa” (un a reducción del valor de la fuerza de trabajo relativam ente al valor
del p ro d u c to ).
14 I b id ., p. 2 0 .
15 V éase M althus, Principios, pp . 1 6 3 -1 7 3 , y L e tters o í R icardo to M althus,
1 8 1 0 -2 3 , e d . B onar, pp. 1 8 6 -1 9 1 .
LAS CRISIS ECONÓMICAS 65

expensas del consumo. “La frugalidad, o conversión de ingresos en


capital, puede darse sin ninguna disminución del consumo si el in­
greso aumenta prim ero.. . {sin gmbargo], ninguna nación puede
enriquecerse por una acumulación de capital que provenga de una
disminución permanente del consumo; porque, al acumularse más de
lo que se necesita para satisfacer la demanda efectiva de productos,
una parte perderá en seguida su utilidad y su valor y dejará de poseer
el carácter de riqueza.’' 16 E n contraste con Say y Ricardo, soste­
nía que la reducción de valor, en relación al trabajo, era una
tendencia natural de todas las mercancías, supuesta una creciente
acumulación, por más que no está muy claro cómo reconciliaba este
punto de vista con su propia doctrina acerca de que la población
tendía constantemente a aumentar hasta los límites de subsistencia.
“Algunos escritores muy inteligentes han pensado que si bien no es
difícil que se produzca un abarrotamiento de ciertas mercancías, no
es posible que éste sea g eneral.. . Sin embargo, me parece que si se
aplica esta doctrina con caracteres de generalidad, no tiene ningún
fundamento. . . E n realidad, no es cierto que las mercancías se cam­
bien siempre por mercancías. Muchísimos productos se cambian di­
rectamente por trabajo productivo o por servicios personales; y no
cabe duda que esa masa de mercancías, comparada con el trabajo por
que ha de cambiarse, puede bajar de valor como consecuencia de un
abarrotamiento, igual que una sola mercancía baja de valor debido a
un exceso de la oferta en comparación con el trabajo o el dinero.” 17
Esto, junto con los escritos de Sismondi, que habían anticipado
una crítica semejante,18 estaba destinado a ser el venero de donde
habían de manar las diversas doctrinas del infraconsumo que hoy
día son nuevamente el motivo central de las controversias. Con el
triunfo de la tradición ricardiana en la Inglaterra victoriana, esta
doctrina de Malthus se hundió por mucho tiempo en la oscuridad,
y sólo se la recordaba como ejemplo del destacado sofisma de que

16 Principios, pp . 2 7 4 -2 7 5 .
17 Principios, p. 2 6 6 . E l desacuerdo entre M althus y R icardo respecto
a la teoría del valor estaba íntim am ente conectado con este problem a. M althus
pretendía definir el valor en térm in os de ‘l a cantidad de trabajo de que una m er­
can cía puede disponer” , en tanto que R icardo insistía en su propia definición que
h acía consistir el valor en la can tid ad de trabajo requerida para producir la m er­
can cía en cuestión. E n térm inos de la definición de M althu s, cualquier reducción
de la ganancia se trad u cía en un a caída del valor de las m ercancías; pero de
acuerdo co n la d e R icard o , el valor de las m ercancías sólo caía si las m ejoras
perm itían producirlas c o a m enos trabajo que antes; y esa caída sólo podía tra­
ducirse en un tipo de ganancia m ás reducido si la fuerza de trabajo era la única
entre todas las m ercancías cuyo valor no se reducía. (V e r L e tteis to M a lthu s, p. 2 3 3 .)
1S H . G rossm an, en su S ism o n d e d e Sismondi et ses T h éo ríes Économ iques,
p retende qu e Sismondi no considera el infraconsum o com o una causa de las crisis,
sino co m o su resultado (p . 5 5 ) . Pero es difícil acep tar que ésa se a la interpretación
que se desprenda de pasajes co m o los de los N ouveaux Príncipes, vol. I , pp. 1 2 0 -3 2 9 ;
y co m o los de los S tu d es, vol. I , pp. 6 0 ss.; vol. I I , p. 2 3 3 . V e r tam bién los
com entarios de M . T u an , Sism ondi as an E con om ist, pp . 6 8 ss.
66 LAS CR ISIS ECONÓMICAS

el lujo crea oportunidades de ocupación y de que era mejor gastar


que ahorrar. Unos treinta años después, en Alemania, Rodbertus
le dio una nueva forma, y a través de él y de su influencia sobre
Lassalle, Diihring y la naciente escuela del socialismo alemán llegó a
implantarse fírme y francamente en el pensamiento socialista. Por
una ironía del tiempo, la doctrina aderezada originalmente para jus­
tificar a los terratenientes y a los tenedores de bonos en su calidad
de “consumidores improductivos” se transformó en un arma en ma­
nos del proletariado que le servía para criticar un sistema que im­
ponía la pobreza y restringía el consumo de la gran masa de produc­
tores. E n los últimos años ha sido resucitada, y aun puede decirse
que hoy día está en boga. Esto debe atribuirse, en gran parte, a la
defensa que de ella ha hecho durante un buen número de años
J. A. Hobson, exponiéndola en una forma novedosa, a pesar de que
muchos de los aspectos son esencialmente tradicionales. Todavía más
recientemente, G. D . H. C o lé 19 ha salido a su defensa, en tanto
que J. M . Keynes nos asegura que el “principio de la demanda efec­
tiva” de Malthus es una contribución fundamental para el entendi­
miento de las cuestiones económicas que ha sido menospreciada.20
Repudiada por Marx y Engels,21 por lo menos en su forma rodber-
tiana, llegó a tener una considerable popularidad en círculos marxistas.
Rosa Luxemburgo le dio una variante “marxista” especial y criticó
a Marx por menospreciar indebidamente este aspecto.22
Es difícil que para el-simple sentido común, libre de ilustradas
complicaciones, pueda haber duda acerca de cuál de las doctrinas,
la ricardiana o la del infraconsumo, se halla más cerca de la verdad.
E l propósito de la producción, hay que suponerlo, es el consumo. La
19 V e r P rincipies o f E c o n o m ic P la nn in g, pp. 5 0-51.
20 V e r E co n o m ic Jou rn al, de junio de 1 9 3 5 .
21 V er En gels, A n ti-D ü h rín g, pp. 3 1 2 ss. (E d . C é n it, S. A ., M adrid, 1 9 3 2 .)
M arx escribía lo siguiente: “ E s una pura tautología el decir que las crisis se pro­
ducen por falta de capacidad d e pago del co n su m o . . . E l que las m ercancías no
puedan venderse, no significa o tra cosa sino que n o se encuentran com pradores
que puedan pagarlas (a no ser que las m ercancías en últim o térm in o se com pren
para el consum o productivo o ind ivid ual). P ero si se quiere dar a esta tautología
un sentido m ás hondo diciendo que la clase obrera percibe una parte m uy pequeña
de su propio producto y que el m al se rem edia tan pronto com o perciba una
parte m ayor, es decir, que su salario aum ente, habrá que objetar a esto tan sólo
que las crisis se preparan cada vez por un periodo en que el salario sube en
general y la d ase obrera realiter recibe una m ayor participación en la parte del
producto anual destinado al consum o.” U n a nota a este pasaje agrega: “A d notam
de ciertos secuaces de la teo ría de las crisis de R odbertus. F . E . ” E l C apital. 2^ ed.,
vol. I I , p. 3 6 6 ( F .C .E ., M éxico , 1 9 5 9 .)
22 L a acum ulación del capital. L a m ism a R osa Luxem burgo criticaba alguna de
las form ulaciones tradicionales de la teoría del infraconsum o, pero sostenía que
M arx había puesto m uy poco énfasis en lo que ella llam aba la “ realización de la
plusvalía” a través de la venta en el m ercado y, por consiguiente, en el poder
de consum o de la sociedad. E s to la condujo a su fam osa teoría de las “ terceras
personas”, esto es, que el capitalism o requiere siem pre, o una clase "m ed ia” , o
colonias paTa po d er disponer del exced ente de m ercancías. V e r J . Z. Salz, D as
W e s e n des ImperiaKsm us, pp . 4 0 -4 4 .
LAS CRISIS ECONÓMICAS 67

realización de la ganancia del productor depende de la existencia


de mercados donde poder vender. Si el desarrollo desproporcionado de
unas industrias respecto de otras fuera posible, es decir, si la expan­
sión de la capacidad productiva en ciertas direcciones resultara exce­
siva respecto de la demanda, parecería muy razonable sostener, como
lo hizo Malthus, la posibilidad de una desproporción general entre
todos los artículos de consumo en relación con la “demanda efectiva” .
La doctrina, a la que ya nos hemos referido,23 de que la producción
y el cambio, considerados como un todo, debiera ser correctamente
tratada como un proceso continuo de trueque de bienes contra bienes
y de que, por consiguiente, la demanda total tiene que aumentar al
parejo de la oferta total porque son idénticas, parecía ser una evasión
abstracta del problema real. E l ingreso total podría ser suficiente
para cubrir el costo total de todos los bienes de consumo producidos,
si aquel ingreso fuera gastado realmente en artículos de consumo.
Pero si se ahorra una parte, ésta tendría que invertirse, no en la
compra de artículos de consumo, sino en la de bienes de produc­
ción, lo que contribuiría a aumentar aún más la corriente de bienes
de consumo en el futuro. Si el ahorro continuara ¿dónde se podría
hallar mercado para este flujo adicional de productos, si los precios
no declinaran hasta un punto en que las ganancias no sólo comen­
zaran a caer, sino hasta desaparecer? ¿Acaso los bienes no se produ­
cen, en último análisis, para ser consumidos, por más “largo” y
“prolongado” que sea el proceso de producción? ¿Acaso la ganancia
del capital y los salarios del trabajo no se “derivan”, reconocida­
mente, del valor de los bienes de consumo? ¿Acaso la demanda final
de los consumidores no se “deriva” del valor de esos mismos bienes de
consumo? Sólo la fantasía de un economista puede considerar po­
sible la existencia de un mundo (en la infortunada frase de J. B.
Clark)24 “en el que se construyan fábricas que sólo servirán para
hacer más y más fábricas indefinidamente”, sin que llegue a haber
plétora.
E l punto de vista tradicional tenía para esto dos respuestas. La
primera fue la de Ricardo, enderezada contra Malthus. E n sus Notas
a Malthus, comentando los párrafos que hemos citado, escribe:
“Niego que las necesidades de los consumidores disminuyan por lo
general con la frugalidad; son transferidas, con la capacidad de con­
sumir, a otro sector de consumidores. . . Por acumulación de capital
procedente del ingreso se entiende el aumento del consumo por
trabajadores productivos en vez de por trabajadores improductivos.”25
En un famoso pasaje, Adam Smith había dicho que “lo que cada
año se ahorra se consume regularmente, de la misma manera que lo

23 V e r supra, pp. 3 4 ss.


24 E n su prefacio a la traducción# inglesa de O rer-production and Críses, de
Rodbertus.
25 N otas a M a lthu s, ed cit., pp. 2 1 9 y 2 3 1 . V e r tam bién Jam es M ili, C om -
m erce D efended , p. 7 8 .
68 LAS CR ISIS ECONÓMICAS

que se gasta en el mismo período, y casi al mismo tiempo también,


pero por una clase distinta de gente” .26 La fuerza de esta respuesta
dependía claramente de la simplificada concepción del capital como
“anticipos a los trabajadores” . Si un capitalista o un terrateniente
“ahorraban”, ello podía concebirse como una entrega — en forma
de salarios— de parte de su ingreso con el propósito de ampliar el
proceso de producción: pero el consumo a que renunciaban lo rea­
lizaban, en su lugar, trabajadores adicionales. Por consiguiente, el
ahorro no implicaba en absoluto una reducción de la demanda de
los consumidores. Si una parte de la inversión tomaba la forma, no
de “capital circulante”, sino de “capital fijo”, es decir, si no se utili­
zaba directamente en el pago de trabajadores, sino en la compra e
instalación de maquinaria, el resultado indicado no se percibía ni
tan clara ni tan directamente. Pero un análisis más cuidadoso per­
mite aclarar que a este respecto no hay diferencia fundamental entre
los dos casos: que la compra de una máquina es una transferencia
de poder de compra — en este caso a los obreros que hacen la má­
quina y a los capitalistas que les dan ocupación— , como lo es una
inversión de capital que toma la forma de ocupación directa de mano
de obra (aunque las circunstancias no son indiferentes, como vere­
mos, para los efectos de la inversión sobre la demanda de mano de
obra y sobre la ganancia).
La segunda respuesta estaba dirigida a la otra mitad del laberinto
del infraconsumo: ¿qué sucedía con los bienes adicionales producidos
pot los nuevos trabajadores o por la nueva maquinaria? La contesta­
ción era que, o bien el ingreso de la sociedad aumentaba con la
ampliación del mecanismo de la producción al contar con más tra­
bajadores que antes (y, por consiguiente, aumentaba el ingreso dis­
tribuido en forma de salarios y de ganancias), o bien, si la inversión
tomaba la forma de una transferencia de obreros para hacer má­
quinas, el aumento resultante de la producción de artículos, siendo
el fruto de una mayor productividad del trabajo, venía acompañado
de una reducción de costos de producción, de modo que, aunque
más abundantes, los bienes podían venderse sin pérdida, a precios más
reducidos.2,7
Lo que quizá pueda llamarse la forma rudimentaria de la teoría
del infraconsumo (esto es, que la inversión, por sí misma, origine una
plétora), tal como se halla formulada en los escritos de Sismondi
y de Rodbertus, parece haber sido considerada por Marx como de­

26 R iqueza d e las naciones, ed. c i t , p. 306.


27 V e r E . F . M . D urbin, Purchasing Pow er and T rad e Depression, p p . 7 5 -7 6 ,
donde se destaca este razonam iento. E s ta argum entación nos procura una respuesta,
por ejem plo, a la pretensión de M althu s de que la “ parsimonia” aum enta de tal
m odo la producción de m ercancías que éstas no pueden encon trar com pradores
“ sin una reducción del precio que haga q sizá bajar su valor a m enos de lo que
representan los gastos” . (Principios, ed. cit., p. 2 6 6 .) D urbin hace n otar que su
costo de producción se reduce tam bién co m o un resultado de la inversión de
capital. E l hecho de que se reduzca proporcionalm ente es otra cuestión.
LAS CRISIS ECONÓMICAS 69

masiado superficial para dar una respuesta adecuada a la clásica ley


de los mercados. Considerando la demanda como si fuera un factor
aislado, descuidaron la relación que mantiene con la producción: el
hecho de que la sociedad como consumidora, con una determinada
cantidad de poder de compra, es simplemente una faceta de la so­
ciedad como productora. Refiriéndose a Sismondi, Marx decía que,
“aunque enjuicia magníficamente las contradicciones de la pro­
ducción capitalista, no comprende sus causas y, no comprendién­
dolas, no puede comprender tampoco el camino para resolverlas”;
pero lo que en particular ignora es el hecho de que “las condicio­
nes de producción vigentes no son sino un aspecto distinto de las
condiciones de producción imperantes”.28 Indicaba, además, la nece­
sidad de un análisis mucho más riguroso del que se había hecho hasta
entonces del proceso de la acumulación del capital. Desgraciadamente
su propio análisis no quedó terminado, aunque su trazo esencial
fue suficiente para marcar una época, adelantándose a los trabajos
de economistas posteriores sobre el mismo problema, y supliéndolos
a tal grado que el desprecio con que lo tratan los académicos
resulta realmente asombroso.
Puede decirse que el punto de partida del examen que hizo Marx
del problema descansa en dos nociones fundamentales olvidadas. La
primera, una enmienda, y la segunda, una ampliación de la doctrina
ricardiana. Aquélla consistía en la división del capital en “constante”
y en “variable”, y la segunda en su concepción de un “aumento de
la plusvalía relativa” . La primera era una importante calificativa de la
noción de capital considerado como simples “anticipos a los traba­
jadores” . E l uso que de esa noción hacían los primeros economistas,
estaba lejos de ser preciso. Es cierto que tenían una noción tolera­
blemente clara de la diferencia entre capital fijo y capital circulante
(correspondiendo, como lo advirtió Marx, a los avances primitives
y a los avances armuelles de los fisiócratas), así como del hecho de
que en las diferentes ramas de la producción estos dos elementos
se hallaban combinados de modo diverso. Ricardo se había dado cuen­
ta de la importancia de la durabilidad en el caso del capital fijo, ha­
biendo observado que, “en la medida que el capital fijo es menos
duradero, se aproxima a la naturaleza del capital circulante”, ya que
“será consumido en un tiempo más corto” . Pero cuando los econo­
mistas pasaban de una industria aislada a la economía en su con­
junto, daban la impresión, en general, de haber retornado a la noción
de que todo el capital, en último análisis, se reducía a los “anticipos de
salarios” a los trabajadores. Parece que el significado de este punto
de vista no fue claramente definido. Es de presumirse que con ello
no querían decir que todo el capital podía reducirse a esa forma en un
ciclo dado de la producción. Sin embargo, condujo a Ricardo a iden­
tificar el tipo de ganancia (la relación entre capital total y ganancia)
con la relación entre ganancia y salario, y a J. S. M ili a sostener que
28 H istoria crítica d e la teoría d e la plusvalía, ed. cit., vol. I I I , p. 4 9 .
70 LAS CRISIS ECONÓMICAS

el tipo de ganancia dependía únicamente de la proporción de lo


producido que correspondía al trabajo. (MeCulloch, sin embargo, no
había visto tan claramente como Longford que dependía de la pro­
porción entre la ganancia y el capital total). Marx hizo ver que la
distinción entre capital fijo y circulante giraba propiamente, no sobre
el tiempo que requería el capital para circular, sino sobre la dife­
rencia entre el papel concreto que desempeñan en la producción los
instrumentos y los objetos del trabajo, los primeros circulando poco
a poco durante el proceso de depreciación de las máquinas y los se­
gundos incorporándose como un todo y en un solo acto al producto.
( “E l ganado considerado como ganado de labor, es capital fijo; con­
siderado como ganado de matanza es materia prima, destinado en
último resultado a entrar en la circulación y actúa, por tanto, no
como capital fijo, sino como capital circulante” ) 29 Consideraba, sin
embargo, que esta distinción era menos fundamental que la que
existe entre trabajo “acumulado” o “muerto” de ambos tipos y tra­
bajo activo o “viviente”,,y a que esta última distinción para la eco­
nomía en su conjunto corresponde a la que existe entre el poder
productivo heredado del pasado y la producción corriente de valor
neto o añadido. E l capital invertido en equipo o en materias primas
era, para Marx, el capital constante, y el destinado a la compra de
fuerza de trabajo, considerado como un fondo corriente de salarios,
capital variable. Esto lo condujo a sostener que el tipo de ganancia
(relación entre la ganancia y el capital total, en un período dado) no
dependía exclusivamente de lo que él, por contraste, llamaba “tipo de
plusvalía” (la relación entre ganancia y salarios o entre la plusvalía
y el capital variable).30 Si ocurría un cambio de la proporción en que
el capital existente se hallaba dividido entre esas dos formas (lo que él
llamaba la “composición orgánica del capital” ), el tipo de ganancia
podía cambiar aunque el tipo de plusvalía permaneciera constante.
La influencia del progreso técnico tendía a alterar esta proporción
general, aunque no invariablemente, en dirección de una elevación
29 E l Capital, ed. cit., vol. I I , p. 1 4 4 . V e r tam bién vol. II, p . 1 4 0 : “ E l valor
así adherido va disminuyendo co n stan tem en te hasta que el m edio de trabajo queda
fuera de uso y su valor se distribuye, p o r consiguiente, durante un periodo de
tiem po m ás o m enos largo, entre una m asa de productos qu e brotan d e una
serie de procesos de trabajo co n stan tem en te repetidos.” E n el curso de su discusión
acerca del capital fijo, M arx se detien e a considerar el problem a del m antenim iento,
citando a Lardner en el caso de los ferrocarriles para dem ostrar que ‘l a línea
divisoria entre las verdaderas reparaciones y las reposiciones entre los gastos de
conservación y los gastos de renovación, es un a línea m ás o m enos in cierta.”
(Ib id ., p. 1 5 8 ) .
30 M arx tuvo m ucho cuidado en dem ostrar que lo im portante para la deter­
m inación del tipo anual de ganancia no era la relación entre ganancia y salarios
en cada rotación del capital, sino el “ tipo anual de plusvalía” ; hallándose este
últim o en relación^ con el tipo sim ple del ciclo de rotación del capital variable.
E l ciclo de rotación del capital variable llegó a ser, p o r consiguiente, un fa cto r
separado para la^ determ inación del tipo de ganancia. (E l Capital, vol. I I , pp. 2 6 2 -
2 8 5 . V er tam bién el capítulo sobre "C ó m o influye la rotación sobre la cu ota de
beneficio”, E l Capital, vol. I I I , pp. 8 4 - 9 0 ) .
LAS CRISIS ECONÓMICAS 71

de la proporción del capital constante respecto al variable. Por consi­


guiente, la tendencia del progreso industrial se apuntaba en el sen­
tido de-reducir el tipo de ganancia, aun cuando el tipo de la plus­
valía no declinara. Ésta fue su respuesta a la afirmación de Ricardo
de que sólo el mecanismo de los rendimientos decrecientes de la
tierra era capaz de explicar la tendencia decreciente del tipo de
ganancia.
Pero Marx se apresuró a señalar la existencia de “tendencias
opuestas” cuya influencia era en dirección contraria. Entre éstas se
destacaba el “aumento de la plusvalía relativa”, al que ya nos hemos
referido. Esto ocurre cuando un aumento de la productividad del tra­
bajo, habiéndose extendido a la producción de las subsistencias, se
traduce en una reducción del valor de la fuerza de trabajo y del valor
de las mercancías en general. E l resultado es un aumento del tipo de
la plusvalía, debido al hecho de que se requiere una proporción más
pequeña de la fuerza de trabajo social para producir las subsistencias
del trabajador, de manera que “el producto neto” aumenta por parejo
en valor y en cantidad. O como lo expresó Marx más directamente;
debido al hecho de que se requiere una porción más pequeña de la
jomada de trabajo de cada obrero para reemplazar el valor de su
propia fuerza de trabajo, quedando una parte mayor de la jomada
para producir la plusvlaía del capitalista. Ricardo había apuntado esta
posibilidad, aunque no la analizó en detalle. Su obsesión por la
amenaza de los rendimientos decrecientes de la-tierra lo había con­
ducido a menospreciar la importancia de aquella posibilidad, aunque
se la daba tratándose de la apertura de mercados extranjeros y de la
importación de trigo más barato. Pero este aumento de la produc­
tividad del trabajo era, en sí mismo, uno de los efectos del progreso
técnico, y la posibilidad de su extensión a la agricultura, lo mismo
que a la industria, era otra razón para que Marx negara que los ren­
dimientos decrecientes fueran un factor importante con influencia
sobre el tipo de ganancia y sobre las crisis económicas. Más adelante
volveremos a examinar esta influencia y su relación con la “tendencia
decreciente del tipo de ganancia” .
La noción de la “composición orgánica del capital”, expresando
como expresaba una relación entre trabajo “acumulado” o pasado
y trabajo “viviente” o presente, puede ser considerada como la pre­
cursora de las ulteriores nociones austríacas del “periodo de produc­
ción” o de la “intensidad del capital” .31 No obstante, Marx ha sido
criticado frecuentemente por no haber tenido una concepción del

31 N o obstante que el orden cronológico tiene su im portancia, creo que n o ha


sido destacado por los historiadores del pensam iento económ ico. E l vol. II de
E l C apital apareció en 1 S 8 5 , y la Positive T heorie, d e Bohm-Baweríc, en 1 8 8 9 . L a
diferencia fundam ental reside en que M arx n o opera con una conexión entre los
diferentes periodos de la rotación y la productividad del trabajo, que era la prin­
cipal preocupación de Bohm -Bawerlc y uno de sus intentos de “ justificación” de la
plusvalía. Para M arx sólo el valor del capital constante y la rotación del variable
afectaban directam ente el tipo de ganancia.
72. LAS CR ISIS ECONÓMICAS

papel del tiempo en la producción y por confundir el ritmo del flujo de


capital con su volumen, como si la segunda parte del volumen II
de E l Capital, que se refiere a estas cuestiones, nunca hubiera sido
escrita. Marx aclaró que “el ciclo de rotación del capital invertido”
dependía de la amplitud del tiempo ocupado por el “proceso de
trabajo” — el tiempo durante el cual el trabajo se aplica directamente
a la fabricación de un producto— y también del tiempo durante el
cual “los bienes en proceso” están madurando por razones técnicas.
Cita como ejemplos los “granos de invierno [que] necesitan alre­
dedor de nueve meses para madurar” y la explotación de maderas
ya que en algunos casos “la semilla puede necesitar cien años para
transformarse en un producto acabado, periodo durante el cual re­
quiere muy pequeñas contribuciones de trabajo” . Por otra parte, no
limita el concepto al “capital de trabajo” wickselliano, sino que tam­
bién lo aplica explícitamente a los instrumentos de trabajo, indi­
cando que como el capital fijo imparte su valor al producto “poco a
poco”, generalmente tiene un ciclo más prolongado de rotación que
el capital de operación, aunque no sucede así invariablemente, como
lo demuestra el ejemplo de la explotación de maderas.32 E l punto de
•divergencia con ulteriores economistas reside en el decidido apego
al énfasis que puso en el volumen I para sostener que, no obstante la
influencia del ciclo de rotación del capital sobre el tipo de ganancia,
el agregado de plusvalía seguía determinándose únicamente por la
relación entre el valor de la fuerza de trabajo y el valor del producto,
la relación de explotación fundamental, que era la base de su estructura.
Pero éstos no eran más que los prolegómenos de la parte tercera
del volumen II que consagró al análisis de los efectos de la acumu­
lación del capital sobre la división de las fuerzas productivas entre
las industrias de medios de producción y las de bienes de consumo.
La demanda de las primeras dependía del ritmo ordinario de reno­
vación del capital constante (“trabajo acumulado” ) y del ritmo de
aumento de su volumen existente, de manera que cualquier cambio
súbito del ritmo de acumulación de capital o de las proporciones
entre capital constante y variable tenía que traducirse, probablemente,
en una desproporción entre esas dos ramas industriales. Marx atri­
buía una importancia fundamental al proceso de cambio entre los dos
departamentos y el análisis que de él hizo representa otra notable
contribución al pensamiento económico. Es indudable que lo que el
Tableau Économique, de Quesnay, había sido para la agricultura y
para el artesanado del siglo x v i i i , lo fue el esquema departamental
de Marx para el proceso económico más complejo introducido por la
revolución industrial. Ambos eran un intento para dibujar un mapa

32 I b id ., p . 8 0 2 : “ se h a desprendido, en general, que según la distinta m ag­


nitud de los periodos de rotación habrá que anticipar capitales-dinero de m uy dis­
tinta m agnitud para po n er en m ovim iento la m ism a m asa de capital productivo
circulante y la m ism a m asa [de fuerza] de trabajo, con un grado igual d e explo­
tació n del trabajo” .
LAS CRISIS ECONÓMICAS 73

del proceso real como base de un análisis y una generalización más


desarrollados. Es indudable que para la formulación de su propio es­
quema Marx se inspiró, y mucho, en el Tableau Economique. Es
interesante hacer notar a este respecto que en una carta dirigida a
Engels en 1863 ya exhibía los lincamientos esenciales de este esquema
como su propio Tableau Économique, aplicándolo primero a lo que
él llamaba “la reproducción simple”, o las condiciones estáticas de la
reposición del capital sin una nueva acumulación del mismo, con
objeto de descubrir cuál sería el equilibrio necesario entre ambos de­
partamentos y los diversos ingresos en cada uno, si el intercambio
entre ellos debía tener lugar sin interrupción.33 En los últimos años
de la década del setenta, cuando ya su salud declinaba, Marx des­
arrolló el tema; pero a su muerte sólo dejó algo más que notas y
citas: “una presentación preliminar del tema”, como decía Engels,
“fragmentaria” e “incompleta en diversos lugares”. Fue este manus­
crito inconcluso el que Engels puso en orden en 1885, después de la
muerte de Marx, el que había de constituir la tercera sección de
E l Capital, volumen II. Los manuscritos que fueron publicados más
tarde en el volumen II I y que se refieren a la tendencia decreciente
del tipo de ganancia, fueron escritos antes, a mediados de la dé­
cada del sesenta, aunque también no eran sino “un primer intento”
y “muy incompleto” .
E l propósito principal de estos esquemas era doble. E n primer
lugar mostraban claramente la diferencia entre el producto bruto y
el neto, entre la suma total de transacciones con mercancías y el
ingreso de los individuos. Desprendiéndose, como se desprendían,
de la discusión de una proposición de Adam Smith acerca de que
“el valor de cam bio. . . de todas las mercancías que constituyen el
producto anual del trabajo en cada país se resuelve e n . . . tres partes
que se dividen entre los diferentes habitantes del país, ya sea como
salarios por su trabajo, como ganancias por su capital o como renta
por su tierra”, Marx los ideó, en parte, para demostrar cómo podía
ser verdad, al mismo tiempo, que el valor de cada mercancía era
igual al valor de la fuerza de trabajo necesaria para su producción
más la plusvalía más el valor del capital constante consumido, y que
el valor neto producido por el sistema económ ico era igual, sim­
plemente, a los salarios más la plusvalía.34 En segundo lugar postu-
33 V e r M arx-Engels C orrespond ence, pp. 153 ss. L a condición requerida p a ta
el equilibrio en el caso de la “reproducción simple” es la de que el capital cons­
tan te usado durante un periodo de tiem po dado en el departam ento 2 (el que
produce bienes de consum o) ¡ debe ser igual en valor al capital variable m ás
la plusvalía durante el m ism o periodo en el departam ento 1. É s te era un simple
corolario del principio de qu e el producto to tal del departam ento 1 , expresado
e n valor, debía ser igual al cap ital constante consum ido en amfeos departam entos.
Las condiciones de equilibrio para ‘l a reproducción ampliada” son similares, aun­
que m ás com plejas (v er E l Capital, vol. I I , p. 3 5 2 ss.)
34 E i C apital, vol. I I , pp . 3 3 0 ss. F an H un g, en T h e Reviesv of E co n o m ic
S tu d ies, de octubre de 1 9 3 9 , traza un paralelo en tre el análisis d e M arx y la dis­
tinción que hace Keynes en tre costo d e uso y costo de factores.
74 LAS CR ISIS ECONÓMICAS

laban las relaciones que debían mantenerse entre las industrias de


bienes de producción y las de bienes de consumo por una parte y,
por otra, entre la demanda de las industrias para la sustitución de
equipos y de materias primas y la división del ingreso de los trabaja­
dores y de los capitalistas entre el consumo y la inversión.35 Esto
daba, implícitamente, una respuesta a la rudimentaria teoría del
infraconsumo, demostrando que la acumulación del capital podía
continuar sin provocar ningún problema dentro de la esfera del cam­
bio, a condición de que esas relaciones fueran observadas.
Marx se apresuró a agregar, sin embargo, que bajo la producción
individualista destinada al mercado, estas relaciones necesarias sólo
podían mantenerse por “accidente”, aclarando que en una situación
móvil el proceso de cambio quedaba sujeto continuamente al peligro
de una interrupción debido a la ausencia de un mecanismo adecuado
dentro de la economía capitalista que permitiera mantener las pro­
porciones requeridas. Cualquier cambio de alguna importancia en el
sistema económico y, en particular, un cambio de la técnica o del
ritmo de la acumulación, tendería normalmente, y no por mero acci­
dente, a una ruptura del equilibrio. Que esto es asi, se desprende
del hecho de que la producción (interdependiente en sus diversas
ramas) está sujeta a un control atomístico de un buen número de
decisiones autónomas sin relación entre sí, cada una de las cuales
se adopta con desconocimiento de las que simultáneamente se toman
en otras partes.36 E l mercado es impotente para coordinar estas deci­
siones antes de que el equilibrio se rompa y sólo puede coordinarlas
después de que se ha roto, es decir, sólo puede hacerlo a través, pre­
cisamente, de la presión del cambio de precios que provoca la ruptura
inicial del equilibrio. Una crisis opera como una catarsis y como un
justo castigo, como el único mecanismo mediante el cual, dentro
de esa economía, puede restablecerse el equilibrio una vez que ha
sido roto.
Es evidente que las proporciones entre esos dos grandes departa­
mentos de la industria se rompen de dos modos en el curso de una
rápida acumulación de capital, y hay razón para pensar que Marx
tenía en la cabeza esas dos formas cuando se refería a la “despropor­
ción” del desarrollo de las dos ramas. Un aumento de la acumulación,
si es un aumento discontinuo, supone un periodo de transición du­
rante el cual la demanda de bienes de consumo (como una propor­
ción del poder de compra ordinario) disminuye, en tanto que la
mano de obra y otros recursos se desplazan hacia la fabricación de
medios de producción. Esto tendrá que ser así a íoitiorí si la acumu­
lación está acompañada por un cambio notable de la composición

35 E l D r. K aleck i h a h ec h o n o ta r q u e M arx sosten ía v irtu alm en te e n es te caso


lo m ism o que ciertas proposiciones re cie n tes acerca de la identidad d el “ah orro”
y la “inversión” ex p ost. (Essays ia t h e T h e o r y o í E c o n o m ic F luctu a tion s, p . 4 5 .)
38 E s te problem a y su relación con la generación de fluctuaciones económ icas
se desarrolla m ás am pliam ente después (cap . v i y pp. 1 8 5 ss.).
LAS CRISIS ECONÓMICAS 75
orgánica del capital. Como expresión de este hecho, las ganancias
tenderán a disminuir en las industrias de bienes de consumo, apa­
reciendo la desocupación. A primera vista podría parecer que ésta
no es una razón para provocar una crisis general, y que la reducción
de ganancias y del volumen de ocupación en uno de los departa­
mentos se compensará por el aumento de las ganancias y de la ocu­
pación en el otro, en el de bienes de producción. Puede preguntarse
por qué un cambio de esta naturaleza habría de tener algo más que
efectos transitorios y parciales, algo más que cambios de la demanda
de los consumidores que continuamente ocurren trasladando el
“peso” de las diferentes industrias dentro del grupo de las que pro­
ducen bienes de consumo, cambios que implican un abandono del
algodón por la seda artificial, de los ladrillos por el cemento, del gas
por la electricidad. Sin embargo, una disminución de la actividad
generalizada en las industrias de artículos de consumo tiene conse­
cuencias especiales por la razón de que las industrias que fabrican
instrumentos de producción dependen de las que producen artículos
de consumo, y la demanda de aquéllas es, en cierto sentido, “deri­
vada” de la de éstas. Esto constituye una importante calificativa
de la afirmación de que la “demanda de mercancías no es una de­
manda de mano de obra”; e implica que, como lo ha subrayado re­
cientemente Durbin,37 un cambio de la demanda de bienes de con­
sumo comparativamente a la de medios de producción, tiene una
significación más destacada que cualquier cambio de la demanda
dentro de las industrias mismas de bienes de consumo. Cuando en
.éstas se registra una declinación de las ganancias, ello, probable­
mente, revela una disminución de la demanda de instrumentos de
producción que puede llegar a traducirse en una crisis general. Tal
es la parte de verdad que ha descubierto la teoría del infraconsumo.
Este caso es un importante ejemplo de desarrollo desproporcionado
que surge del hecho de que en cualquier situación concreta, en cual­
quier momento dado, el capital se halla cristalizado en formas más
o menos durables, y adaptadas a usos particulares y sólo a esos usos.
E l cuadro pintado por J. B . Clark, respecto a la construcción “de
fábricas que sólo servirán para hacer más y más fábricas indefinida­
mente”, nunca puede tener realidad, porque las fábricas se hallan
siempre especializadas para satisfacer una corriente particular de de­
manda conectada con el consumo en un futuro inmediato y no una
demanda que se proyecta hacia un futuro indefinido y remoto. Por
consiguiente, cuando el consumo cambia, sus efectos repercuten hacia
atrás a lo largo de la corriente de la demanda hasta llegar a todos
los procesos intermedios conectados y adaptados a ella.38

3 ' E . F . M . D urbin , Pu rchasing Pow er and T rade D epressio n, p. 83.


3S E s cierto que lo q u e aqu í se ha dicho sólo se apüca a ¡a ganancia sobre el
capital existente. E s to no quiere decir que el nuevo capital, invertido en los
nuevos y m ás baratos m edios de producción (fom entados por la ampliación de
industrias que fabrican m edios de p ro d u cció n ), no puedan ganar el tipo anterior
76 LAS CR ISIS ECONÓMICAS

Pero si bien esta forma de desproporción puede ser la causa que


dé origen a una crisis general, no puede decirse que ésa sea la causa
necesaria. La raptara del equilibrio puede venir de un sector opuesto,
mostrándose primeramente en una declinación de la ganancia y de la
actividad en las industrias de bienes de producción. Existe, cierta­
mente, un buen número de pruebas de que ésta es la forma más
frecuente en que se presenta una crisis. E l profesor J. M . Clark,
revisando los datos norteamericanos de que se dispone, nos dice que
“hasta donde lo demuestran las observaciones, éstas nos conducen
a la conclusión de que la demanda general de los consumidores no
dirige, sino que obedece los movimientos de la producción de bienes
de consumo, la cual se mueve hacia arriba o hacia abajo debido,
principalmente, a que los cambios del ritmo de producción aumentan
o disminuyen el poder de compra ordinario de los trabajadores. . .
E l movimiento inicial tiene lugar en un punto colocado más allá
de donde está situado el consumidor, es decir, dentro de la etapa de
la producción y no en la de la venta al menudeo” .39 Las “nóminas”
o “listas de raya” parecen aumentar más rápidamente en las últimas
fases del auge que en las primeras, en tanto que la producción in­
dustrial, y particularmente la producción de bienes de producción,
muestran un ritmo de aumento más flojo a medida que continúa la
expansión.40
Pero volviendo al esquema de la “reproducción ampliada” de
Marx, es instructivo destacar los supuestos implícitos en su ma­
nejo, puesto que un examen de ellos conduce inmediatamente a otros
dos elementos de su teoría de las crisis económicas que, en cierto,
modo, son más importantes. E n primer lugar parece que Marx su­
ponía que las nuevas inversiones no introducen ningún cambio en la
composición orgánica del capital, es decir, que aquéllas se destinaban
exclusivamente a lo que Hawtrey ha llamado recientemente “am­
pliación”, por oposición a “profundización”, de la estructura del
capital.41 Tal era el caso (en el que esta condición no se cumplía)
que ocupó su atención en la parte inicial del volumen III. E n se­
gundo lugar, comienza por suponer que la “reproducción ampliada”
(o inversión neta) se efectúa a un ritmo constante. Tan pronto

de ganancia (a m enos que haya causas que tiendan a dism inuir el tipo general de
g an an cia). P ero en el m om en to que tiene lugar la caída de la dem anda d e bienes
de consum o, estos nuevos m étodos de producción todavía n o están d isp on ibles; y
la depresión en las industrias de bienes de consum o intervendrá para fren ar lá
dem anda y la expansión de las industrias de bienes de producción, im pidiendo,
de ese m od o, la inversión en esos nuevos m étodos de producción.
39 Strategíc F acto rs in B u sin ess C y cles, pp . 4 8 y 5 3 .
40 Ib id ., p p . 5 0 -5 3 .
41 D ebo reconocer m i deuda con el D r. Kalecki p o r haberm e llam ado la
atención sobre este p u nto. E s te supuesto n o se halla necesariam ente im plícito en los
cuadros de M arx, puesto que la relación entre capital constante y variable, e n esos
ejem plos, se refiere al cap ital co n stan te consum ido y n o a su existencia to tal. P ero
cuando da ejem plos num éricos acerca de có m o se distribuye el capital nuevam ente
invertido entre esos dos tipos de capital, es claro qu e M a rx h a c e ese supuesto.
LAS CRISIS ECONÓMICAS 77

como se abandona este supuesto, escogiéndose un ejemplo ya sea de


reproducción a un ritmo creciente o de ahorro en escala general sin
ningún acto concurrente de inversión,42 surge el llamado problema
de la “realización” de la plusvalía, que fue el principal tema de Rosa
Luxemburgo. Marx plantea la cuestión en esta forma: si los capi­
talistas deciden acumular (o ahorrar) parte de la plusvalía que antes
gastaban en la adquisición de bienes de consumo, entonces los ven­
dedores de estos bienes de consumo se quedan con artículos no vendi­
dos. ¿De dónde adquieren, por consiguiente, estos vendedores de
bienes de consumo el dinero para invertir? Si mediante la venta
de estos bienes no se puede “sustraer dinero de la circulación para
atesorar o para constituir un nuevo capital-dinero virtual”, no habrá
demanda de nuevos bienes de producción y el proceso de acumulación
quedará interrumpido. E n las palabras de algunos economistas mo­
dernos, “el impulso de ahorrar habrá abortado” . Éste es “un nuevo
problema cuya mera existencia tiene que resultar asombrosa para
quienes comparten el punto de vista corriente de que se cambia
[¿siempre?] mercancías de una clase por mercancías de otra clase” .43
Marx se reservó la solución de este laberinto hasta el último párrafo
del volumen II. Dicha solución consistía en que las industrias de
bienes de consumo podían encontrar mercado para sus artículos en los
productores de oro, al realizar con ellos una transacción unilateral
de bienes contra dinero. La “reproducción ampliada” con un ritmo
creciente podía tener lugar suavemente en la medida, pero sólo en
la medida, en que se introdujera nuevo dinero al sistema económico.
Si bien esta respuesta puede tener un parecido superficial con la de
Rosa Luxemburgo (quien sostenía que la acumulación requiere un
mercado extemo que permita “realizar” por un acto de venta la plus­
valía acumulada por los capitalistas) difiere en dos puntos fundamen­
tales. La dificultad sólo se refiere, como ya hemos dicho, al caso en
que el ritmo de ahorros aumenta; y Marx habla de una venta de
bienes contra oro como una solución del problema, en tanto que
Rosa Luxemburgo se refiere a una exportación de bienes contra bie­
nes, que no resuelve necesariamente el problema del excedente no
vendido de bienes de consumo.44

42 L o que él llam aba una "v en ta unilateral de sus m ercancías no acom pa­
ñada de com pra” que im plica ‘la s reservas de dinero deben acum ularse, es decir,
sustraerse a la circulación, en m uchos puntos, en parte para hacer posible la
form ación de nuevo capital-dinero” . (E l C apital, vol. I I , p. 4 4 2 , y tam bién
pp. 4 4 7 -4 8 , ed. F .C .E ., M éxico , 1 9 5 9 .)
43 I b id ., p . 4 5 1 . V e r tam bién Sartre, Esquisse d’une Théon'e M arxiste d es C lises.
44 E s de observarse que un a exportación de capital (co n una consecuente ex­
portación exced ente de bienes) proporcionaría una solución sem ejante a la que
M arx se refiere; un acto de cam bio en el m ism o sentido, en este caso, contra
valores en vez de oro. M arx n o form uló explícitam ente las condiciones en que
tendría lugar una suave “ reproducción ampliada” con un ritm o constante, aunque de
sus cuadros se desprende con claridad que esas condiciones eran que la parte
gasta de V -f- P en el dep artam ento 1 debería ser igual a C la parte ahorrada
de S en el departam ento 2 .
78 LAS CRISIS ECONÓMICAS

Sin embargo, el supuesto de que la acumulación podía seguir por


largo tiempo sin ningún cambio en la “composición orgánica del
capital”, era muy abstracto. Desde luego implicaba un ejército de
reserva industrial inagotable, si el capital variable tenía que aumentar
con el mismo ritmo con que se hacía la inversión total; y, en cir­
cunstancias normales, antes de que esta “ampliación” del capital
fuera muy lejos, el agotamiento de la reserva de mano de obra crearía
una acentuada tendencia ascendente de los salarios que acabaría por
precipitar la caída del tipo de ganancia.45 Por consiguiente, la con­
secuencia habitual de la acumulación del capital es una elevación
de su composición orgánica; y este cambio, a menos que sea neu­
tralizado por un aumento del “tipo anual de la plusvalía”, precipitará
una caída del tipo de ganancia. Parece claro que Marx consideraba
esta tendencia decreciente del tipo de ganancia como una importante
causa subyacente de las crisis periódicas y como un factor que con­
figura la tendencia a largo plazo: como una razón fundamental de
por qué el proceso de acumulación y expansión es, por sus efectos,
destructor de sí mismo, teniendo que padecer, por consiguiente, una
recaída inevitable.
Pero ¿qué decir de las tendencias en sentido contrario a que
aludía el mismo Marx? Se ha dicho que el análisis de Marx no pro­
porciona ninguna base lógica para decidir cuál de las dos tendencias
acaba por prevalecer, que Marx no hizo sino enumerar las “ten­
dencias en sentido contrario” colocándolas al lado de su análisis
anterior como razones de por qué, en la realidad, “esta baja [del tipo
de ganancia] no es mayor o más rápida” .46 No hay duda, pues, de
que Marx tenía la seguridad de que el tipo de ganancia tendría que
seguir cayendo en tanto que la acumulación del capital y los cambios
técnicos tuvieran lugar. Pero el hecho de que no diera una prueba
a priori acerca de cuál grupo de influencias tendría necesariamente
que sobreponerse al otro, fue una omisión que, a mi modo de ver,

4 “ Algunos escritores m odernos sostienen el punto de vista de que un alza de


los salarios nom inales a m edida que la reserva de m ano de obra se agota, da origen
a un trastorno de la situación, n o en esta form a, sino lanzando al sistem a hacia
un estado de violenta inestabilidad y precipitando una “liiperinflación” . (V e r Joan
R obinson, Essays in tb e T h eo ry o í E m p lo y m e n t.) N o obstante, parece claro que
M arx suscribía el pu nto de vista ricardiano de que un alza en ¡os salarios nom inales
conduce generalm ente a una elevación de los salarios reales y a una caída de la
ganancia. E n un pasaje critica a quienes sostienen que un alza de los salarios
nom inales engendra un alza equivalente de los precios, argum entando que la m ayor
dem anda de artículos ordinarios de consum o da lugar a una em igración de los
recursos destinados a la producción d e artículos de lujo y, por consiguiente, a una
m ayor oferta de los prim eros y a un a declinación de la de los últim os.
46 E l Capital, vol. I I I , p. 2 3 2 , ed. cit. A dem ás de un aum ento de la plusvalía
relativa, a que nos referim os arriba, M arx incluía entre las tendencias en sentido
contrario lo que él llam aba un “ abaratam iento de los elem entos del capital cons­
tan te” , debido a u n aum ento de la productividad del trabajo. T am b ién se refería
a la creación de “ una sobrepoblación relativa” , que podía ten er un efecto depri­
m en te sobre el nivel de salarios y, por últim o, el com ercio exterior (q u e exam i­
narem os en un capítulo p o sterio r).
LAS CRISIS ECONÓMICAS 79

se cometió deliberadamente y no porque el volumen III de E l Capital


haya quedado sin terminar. Decimos deliberadamente porque habría
sido contrario a todo su método histórico sugerir que podía darse
una solución en forma abstracta o que alguna conclusión de apli­
cación universal podía deducirse mecánicamente de los datos rela­
tivos a los cambios técnicos examinados in vacuo. Sin duda, Marx
concibió una situación en la cual los cambios de valores que tenían
lugar eran el resultado de la interacción de cambios técnicos y de la
particular configuración de las relaciones de clase que prevalecían
en un momento y fase determinados. Todo el énfasis de su análisis
lo ponía en la influencia dominante de estas relaciones al dar forma
a la “ley que mueve a la sociedad económica”. (Entre los factores
destacados de estas relaciones de clase determinantes se hallaban las
condiciones de la oferta de fuerza de trabajo, independientemente
de que los obreros se hallaran organizados o no en sindicatos, etcé­
tera) . Esta ley motora no podía recibir una interpretación puramente
tecnológica, es decir, no podía ser considerada como un simple coro­
lario de una generalización relacionada con la naturaleza de los cam­
bios de la técnica de producción. E l resultado real de esta interacción
de elementos en conflicto podía ser, en una situación concreta, dife­
rente del que era en otra diversa. Con mucha frecuencia se tiende
(y no creo que el último libro de John Strachey sobre el problema
escape a la observación)47 a considerar el punto de vista de Marx
sobre esta cuestión como demasiado mecánico, describiéndolo como
si descansara en la predicción de que la ganancia decreciera en forma
de una curva continuamente hacia abajo hasta alcanzar un punto en
el que el sistema tendría que pararse bruscamente, como una má­
quina a la que faltara vapor. La verdadera interpretación parece ser
que Marx consideró la tendencia y las fuerzas en sentido contrario
como elementos en conflicto de los cuales surgía la dirección general
del sistema. E l conflicto de fuerzas acababa por hallar un equilibrio
y, por tanto, un movimiento uniforme sólo que “por accidente”, y
el cual daba lugar a esas bruscas sacudidas del equilibrio acompa­
ñadas de fluctuaciones que en las circunstancias concretas de la eco­
nomía capitalista toman la forma de crisis. Quizá las condiciones
técnicas sean el esqueleto, los canales por los que discurren los acon­
tecimientos, exactamente como los huesos son el esqueleto del cuerpo
humano, pero sin ser todo el cuerpo.
¿Puede decirse algo más preciso acerca de las condiciones en que
la tendencia acabará probablemente por imponerse a las fuerzas en
sentido contrario?
Supongamos un estado de cosas en el que exista una gran “sobre-

47 L a naturaleza de las crisis capitalistas (F o n d o de C ultura E con óm ica, M éxico,


1 9 3 9 .) P o r otra parte, ciertos escritores han descrito la teoría de M arx com o si
fuera solam ente una teoría de desproporciones, ignorando la tendencia decreciente
de la ganancia. V e r especialm ente la n o ta sobre las crisis de J . B orchardt, en
T h e P eo p le’s M arx.
80 LAS CR ISIS ECONÓMICAS

población relativa”, es decir, una considerable abundancia de mano


de obra que resulte excesiva por comparación a la que puede em­
plearse.48 Esto puede ser atribuible al hecho de que el ritmo natural
de incremento de la población haya sido superior al ritmo de la
acumulación de capital, o a que la mano de obra haya sido desplazada
por la maquinaria más rápidamente de lo que la inversión en nuevas
industrias permite absorberla o porque ciertos sectores de la economía
se hallen todavía en la etapa de lo que Marx llama la “acumulación
primitiva”, bajo la cual el campesinado o los pequeños productores
están siendo desposeídos y proletarizados. Esta situación sería la
misma que describe Ricardo como el dorado camino del capitalismo;
cada nueva ola de capital acumulado podía ser invertida repitiendo
y ampliando los procesos productivos precedentes extrayendo estratos
adicionales de fuerza de trabajo a un precio no mayor que los ante­
riores y sujetando estos nuevos estratos a una explotación del mismo
tipo de plusvalía que antes. E n otras palabras, el campo de explo­
tación podría ampliarse al parejo de la acumulación de capital.49
E n consecuencia, no se necesita que el tipo de ganancia caiga y, por
la misma razón, no hay motivo, ceteiis paiíbus, para ninguna alte­
ración de la composición orgánica del capital.50 Cada ciclo de pro­
ducción sería mayor que el anterior; pero la proporción en que el
capital se halle dividido en capital constante y capital variable seguirá
siendo la misma. Por otra parte, no habría problema de “venta” de
los productos siempre que la proporción entre la industria de bienes
de producción y la de bienes de consumo siguiera correspondiendo a
la proporción en que el ingreso monetario de la sociedad se destinara
a la inversión (incluyendo reparaciones y reposiciones) y al gasto en
bienes de consumo.
Si la situación llegara a complicarse más debido al invento de un
nuevo procedimiento técnico, gracias al cual la maquinaria se tomara
más eficiente o se le descubriera un nuevo uso, entonces sí habría
un motivo de cambio de la composición orgánica del capital: se
invertiría más proporcionalmente como capital constante y menos
como capital variable, para sustituir al hombre por las máquinas, es
decir, el “trabajo viviente” por el “trabajo acumulado”. Pero en esta
situación el cambio no tendrá que traducirse necesariamente en una
48 E s to es lo que los econom istas de hoy día considerarían com o una con­
dición de la oferta de m ano de obra infinitam ente elástica para la industria en
general. Suponem os tam bién que las m aterias prim as y los alim entos son de una
oferta perfectam ente elástica.
49 V e r M a rx : “L a creación de plusvalía n o tropieza [d e s co n ta d a .. . la sufi­
ciente acum ulación del capital] co n m ás lím ite que la población obrera, siem pre
y cuando que se parta com o un facto r dado de la cu ota de la plusvalía, es decir,
del grado de explotación del trabajo.” ( E ¡ C apital, t. I I I , p. 2 4 2 .)
50 E s to quizá se explica porque los em presarios capitalistas han distribuido
previam ente su capital para com prar fuerza de trabajo, m áquinas, m aterias prim as,
etcétera, en las proporciones que, a su m odo de ver, son las m ás provechosas. A m enos
que el precio de alguna de estas cosas cam bie, no habrá m otivo para que el
capital se distribuya en proporciones diferentes.
LAS CRISIS ECONÓMICAS 81
caída del tipo de ganancia. Si suponemos que el nuevo procedimiento
es susceptible de aplicación a todas las industrias, incluyendo las
agrícolas y las que producen medios de producción, es posible que el
tipo de ganancia no sólo no caiga, sino que suba. Porque, a condición
de que no exista una influencia que tienda a elevar los salarios reales
(condición que se tiene ex hypothesi por el excedente de mano de
obra) el valor de la fuerza de trabajo tendrá que caer paralelamente
a la reducción del valor de la subsistencia, aumentando de ese modo
“la intensidad de la explotación o el tipo de plusvalía”,51 en tanto
que el aumento de la productividad reducirá en mayor o menor grado
el valor de las máquinas y de las materias primas. En otras palabras,
las fuerzas en sentido contrario que tienden a aumentar la “plusvalía
relativa” y hacia un “abaratamiento de los elementos del capital cons­
tante” pueden reprimir la tendencia decreciente del tipo de ganancia
latente en el cambio inicial de la proporción del capital constante
respecto del variable. Por otra parte, la tendencia a aumentar la
“sobrepoblación relativa” de los inventos que ahorran trabajo puede
tener, además, el efecto de hacer bajar los salarios a un nivel inferior
al que tenían previamente.52
Supongamos ahora, en cambio, una distinta situación del mercado
de mano de obra. A saber: que la “sobrepoblación relativa” sea
pequeña y se halle en vías de agotarse debido a la expansión de la
industria, que el proceso de proletarización de los estratos sociales
intermedios sea lento o se halle detenido o que, por último, los tra­
bajadores se hallen organizados tan vigorosamente que puedan resistir
cualquier acción tendiente a reducir sus salarios monetarios y aun
puedan aumentarlos en todos aquellos casos en que la competencia
de los patronos por la mano de obra lo permita. En esta situación, a
medida que aumenta la acumulación del capital y el excedente de
51 E l argum ento de Tugan-Baranovski (TJieorie und G esch ich te der H andelkrisen
in En glan d , pp. 2 1 2 - 1 5 ) , que cita el profesor K. Shibata en K yoto University
E c o n o m ic R ev iew , de julio de 1 9 3 4 , para dem ostrar que una elevación de la com ­
posición orgánica debe traducirse en una elevación del tipo de ganancia, descansa
en un supuesto especial: el de que el tipo de la plusvalía (en el ejem plo citado) se
duplica co m o resultado del cam bio. E s te resultado se consigue reduciendo a la
m itad de lo que era antes la cu enta total de salarios reales (co n la m ism a pro­
ducción t o ta l) , un supuesto especial en el que, naturalm ente, la conclusión se
halla im plícita. E l supuesto es paralelo al que hicim os arriba en el prim ero de ios
dos casos que citam os; pero es incom patible con el segundo de esos casos, en el
que el precio de la fuerza de trabajo perm anece constante, el precio de los p ro ­
ductos acabados cae páralelam ente al aum ento d e la productividad y el tipo de
plusvalía no se altera. E n un a n o ta m atem ática no publicada sobre este problem a,
que he tenido el privilegio de leer, H . D . Didcinson da una prueba para dem os­
trar que aun en el prim er caso el tipo de ganancia puede caer. E l asunto gira
sobre la relación en tre la m ayor productividad del trabajo y la im portancia de los
cam bios de la com posición orgánica.
52 Si este efecto adicional es considerable, puede revertir, parcial o to tal­
m en te, la tendencia inicial a elevar la proporción entre capital constante y va­
riable. E n otras palabras, desplazará una de las condiciones del equilibrio (el precio
de la fuerza de trab ajo ), y hará costeable una reversión, com o lo decía M arx, a
m étodos técnicos m ás prim itivos, a pesar de los nuevos inventos.
82 LAS CRISIS ECONÓMICAS

fuerza de trabajo disponible en el mercado comienza a agotarse (lo


que se necesita es una aproximación al límite de agotamiento, aunque
no se alcance), la competencia del capital para obtener fuerza de
trabajo dará origen a una tendencia ascendente de su precio, si no
necesariamente universal, sí, por lo menos, dentro de ciertos tipos de
trabajo y dentro de ciertas industrias. Esta situación es bastante fre­
cuente cuando se acerca el “pico” de un auge industrial. E n otras
palabras, la acumulación del capital, en este caso, tiende a dejar atrás
cualquier posible extensión del campo de explotación, y a falta de
medios para intensificar la explotación del campo existente, el tipo
de ganancia por unidad de capital tiene que caer. E l nuevo capital,
tropezando con reservas limitadas de mano de obra barata, tiende
cada vez más a colocarse en forma de capital constante, fluye, es
decir, hacia nuevos procesos técnicos que se traducen en una ele­
vación de la composición orgánica del capital. E n este caso, la alte­
ración de la relación entre capital constante y variable está asociada
a una caída del tipo de ganancia, puesto que el mismo cambio se
expedita por un estado de escasez relativa en el mercado de trabajo
que impide una “compensación” inmediata o, por lo menos, equi­
valente a esta caída, en la forma de un aumento de la “plusvalía
relativa”.53
La importancia que Marx atribuía a esta tendencia decreciente
del tipo de ganancia puede ser apreciada por el énfasis que ponía en
sus críticas a Say y Ricardo por no haber tomado en cuenta el hecho

53 L a distinción que se hace aquí corresponde a la distinción entre inventos


“autónom os” e inventos “ derivados” (in d u ced j, de J . R . H icks (T h e o iy o í W a g es,
p. 1 2 5 ) . L os prim eros constituyen una nueva adquisición del conocim iento, los
últim os un m étod o técn ico, previam ente conocid o, pero n o costeable con an te­
rioridad, debido a la relativa baratura de la m ano de obra. D eb e notarse que la otra
clase de “co m pensación", el abaratam iento del cap ital constante, n o puede sel
suficiente para neutralizar la tendencia decrecien te de la ganancia en este caso,
porque si este abaratam iento fuera equivalente al cam bio de la relación entre la
m aquinaria, e tc ., y el trabajo, entonces la relación entre cap ital constante y capital
variable no cam biaría en térm inos de valor, la invención n o sería estrictam ente
d a las que “ ahorran trabajo” , la cu ál, de h ab er sido conocida, hab ría sido costeable
adoptarla previam ente. E l razonam iento de D urbin (o p cit.) de que el tipo de
ganancia anterior seguirá siendo el m ism o debido a que el au m ento de la p ro ­
ductividad será proporcional al aum ento de las inversiones, parece depender
de un supuesto especial en el que se halla im plícito este resultado: vm “ ritm o de
nuevas inversiones” proporcional al “ ritm o de ahorros” . D e ahí que la caída pro­
porcional de los costos a que llega sea u n resultado inseparable d e los ahorros m ás
los nuevos inventos. ¿Se aplicará, igualm ente, lo que dice en el capítulo siguiente
acerca de los resultados d e un ritm o crecien te de ahorros al ritm o constante de
ahorro y a las condiciones estáticas de la técn ica? N i los supuestos de D urbin,
ni aquellos del prim ero de m is dos casos señalados arriba, son com patibles, n atu­
ralm en te, con lo que se llam a “ equilibrio com pleto” ( M I eq u ilib iiu m ). P o r o tra
parte, si las condiciones de la oferta en los m ercados de trabajo fueran de tal
naturaleza que m antuvieran constantes los salarios reales (o ferta elástica) y si las
condiciones fueran tam b ién de tal carácter que perm itieran abaratar las subsis­
tencias proporcionalm ente a las otras m ercancías, no habría ningún incentivo para
los "inventos derivados” .
LAS CRISIS ECONÓMICAS 83
de que el sistema capitalista es un sistema no de “producción social”
(motivada por fines sociales), sino de lucro. D e ahí que la conside­
ración importante no fueran los límites abstractos para el cambio,
sino los límites para invertir y producir a cierto tipo de ganancia.
Reprochaba a la ley clásica de los mercados el hecho de conceder una
importancia tan exclusiva a la. interdependencia de la producción y
el consumo, de la oferta y la demanda, hasta llegar a considerarlos
como idénticos virtualmente y omitir, por consiguiente, las verda­
deras causas capaces de producir el desequilibrio entre estos elementos.
Describiendo el cambio simplemente como un proceso de M — D —M
(mercancía-dinero-mercancía), aquellos autores menospreciaban el
hecho de que la producción capitalista se hallaba caracterizada por
la relación de D — M — D ’ (capital-dinero: la mercancía, fuerza de
trabajo: capital-dinero más ganancia), y que si las condiciones para
obtener la ganancia esperada de esta transacción cerrada se inte­
rrumpían, tendría que suspenderse, rompiéndose, además, un amplio
círculo de otras transacciones de cambio dependientes. “Ricardo — es­
cribía Marx—■concibe la producción capitalista como una forma ab­
soluta de producción cuyas condiciones particulares nunca se oponen
ni estorban al propósito de la producción en general: la abundancia.. .
Cuando hablamos de valor y de riqueza debemos concebir la sociedad
como un todo; pero cuando hablamos del capital y del trabajo, es
claro que el ingreso bruto sólo tiene significado con objeto de esta­
blecer un ingreso neto.” “Para negar las crisis [los economistas
ricardianos] hablan de unidad donde hay contraste y oposición. . .
Todas las objeciones hechas por Ricardo, etc., a la sobreproducción,
tienen la misma base: consideran la producción burguesa como un
modo de producción en el que no hay diferencia entre compra o venta
(cambio directo), o consideran que la producción tiene un carácter
social, en la cual la sociedad divide sus medios de producción y sus
recursos productivos de acuerdo con un plan: en las proporciones que
son necesarias para la satisfacción de diferentes necesidades.” Pero
precisamente porque la producción capitalista es una producción para
el lucro, “la sobreproducción de capital” llega a ser posible en el
sentido de un volumen de capital acumulado que es incompatible
con el mantenimiento del nivel primitivo de ganancia.54 “Lo que sí
ocurre es que se producen periódicamente demasiados medios de tra­
bajo y demasiados medios de subsistencia para poder emplearlos como
medio de explotación de los obreros a base de una determinada cuota
de ganancia.. . No es que se produzca demasiada riqueza. Lo que
ocurre es que se produce periódicamente demasiada riqueza bajo
sus formas capitalistas, antagónicas... [El sistema capitalista] por
eso, tropieza con límites al llegar a un grado de expansión de la pro­
ducción, que en otras condiciones sería, por el contrario, absoluta­
mente suficiente. Se paraliza, no donde lo exige la satisfacción de las

54 M arx, H istoria crítica de la teoría d e ¡a plusvalía, ed. cit., vol. I I I , p. 4 8 ;


vol. I I , pp. 5 1 7 -1 9 ; tam bién vol. I I , p. 4 8 S.
84 LAS CR ISIS ECONÓMICAS

necesidades, sino allí donde lo im pone la producción y realización


de la ganancia.”55
La tendencia decreciente del tipo de ganancia a medida que au­
menta el equipo de capital (capital-equipment) desempeña un papel
prominente en ciertas teorías recientes del ciclo económico (como
la de Keynes y la del Dr. Kalecki); pero consideramos que su re­
lación con las causas de las crisis no requiere aquí una mayor elabo­
ración. Algunas veces se ha pensado, sin embargo, que la teoría de
Marx es incompleta porque a falta de pruebas de que el tipo de in ­
terés subiría al mismo tiempo (o, por lo menos, de que perma­
necería rígido) en lugar de caer, no explica por qué una caída del
tipo de ganancia habría de provocar una disminución de las inver­
siones. Algunos han llegado hasta sugerir que las crisis deben atri­
buirse a que el tipo de interés no baja más bien que al hecho
de la caída de la ganancia. Pero me inclino a creer que aquí se halla
implícito el deseo de afirmar que las perturbaciones no son atribui-
bles al capitalismo per se, sino que, por el contrario, pueden ser elimi­
nadas mediante una política monetaria apropiada que haga caer parí
passu el tipo de interés mientras continúa el proceso de inversión.
Cierto, Marx no se refiere explícitamente en ninguna parte a la
relación entre ganancia, tipo de interés y volumen ordinario de inver­
siones; no obstante, distingue con toda claridad la influencia separada
de los dos, distinción que, como el profesor Hayek lo ha hecho ob­
servar,56 ha sido abandonada erróneamente por economistas poste­
riores. Y en un capítulo subsecuente sobre el tipo de interés, Marx
aduce razones de por qué en el momento preciso en que una crisis
está germinando, el tipo de interés tiende a subir. Sobre la cuestión
de si el énfasis de Marx fue correcto, baste decir aquí que hay cierta
razón para pensar que los cambios del tipo de interés para frenar un
auge desempeñan un papel mucho más modesto de lo que algunos
escritores habían creído anteriormente57 y que existe un vigoroso
fundamento que nos hace dudar de la capacidad de una política mo­
netaria para influir en el grado necesario y a largo plazo sobre el tipo
de interés.58
Si la teoría de Marx difiere en importantes aspectos de la mayor
parte de las versiones de la teoría del infraconsumo, ¿cuál es la reía­

is E l Capital, vol. I I I , pp. 2 5 5 -5 6 , ed. cit. (L a s cursivas son m ías.) M a rx


adm itía que sem ejante sobreproducción podía calificarse propiam ente de relativa,
m ás bien que de absoluta: relativa para ciertas condiciones de clase y para u n cierto
nivel de ganancia.
56 P io íit, ín te re s t and In v estm en t, p. 5. M ane consideraba el tip o d e in terés
com o gobernado parcialm en te ( a la larga) p o r el tip o de ganancia, pero gobernad o
tam bién en cu alquier m o m e n to por la o fe rta y dem anda d e capital-d inero, o fon d os
destinados a ser prestados. ( V e r F a n H u n g , lo e. cit., y S . A lexan der, ib id ., feb rero
d e 1 9 3 9 .) M arx negaba q u e existiera u n “ tip o natural d e in terés” , d eterm in ado por
“facto res reales”, esto es, p o r los facto res d e la produ cción .
57 V e r D r. Kaleclci, o p . cit.
58 V e r H arrod, T ra d e C y cle, pp. 1 6 8 -7 0 , e tc.
LA.S CRISIS ECONÓMICAS 8?
ción precisa entre ambas? ¿Existe alguna razón para interpretar su
teoría como se interpreta con tanta frecuencia, como una teoría de
infraconsumo? Creo que no puede resolverse fácilmente esta cuestión,
puesto que su solución requeriría un análisis y una clasificación más
rigurosos de los que se han hecho hasta ahora de las diversas variantes
de la teoría del infraconsumo. La verdad es que su teoría no es una
teoría de infraconsumo ni en el sentido de que la inversión provoca
necesariamente la sobreproducción si no se abre una nueva fuente de
consumo, ni en el sentido de que un aumento de salarios basta para
prevenir la crisis y para aliviar 3a depresión, ni en el sentido de que
una deficiencia del consumo es siempre la causa que precipita la
crisis, con lo que se quiere decir que ésta comienza en las industrias
de bienes de consumo. Es evidente, asimismo, que estaba lejos de
atribuir al nivel de consumo una influencia insignificante como un
factor límite de 3a realización de la ganancia. Ya nos hemos referido
a un caso en el que Marx considera que la crisis»se origina no “dentro
de la esfera de la producción”, sino en un elemento de desequi­
librio dentro de la esfera de la circulación o cambio. Ese caso era el
de un aumento del ritmo de ahorros que da lugar a una plétora en
las industrias de bienes de consumo, aunque hay pasajes que dan la
impresión de que Marx consideraba la demanda de bienes de con­
sumo como un factor límite en un sentido más fundamental que
éste. Los dos pasajes que se citan con más frecuencia por aquellos
que interpretan su teoría como una teoría de infraconsumo, son
los siguientes; “La razón última de toda verdadera crisis es siempre
3a pobreza y la capacidad restringida de consumo de las masas, con
las que contrasta la tendencia de la producción capitalista a desarro­
llar las fuerzas productivas como si no tuviesen más límite que la
capacidad absoluta de consumo de la sociedad.” 39 Este párrafo se en­
cuentra en el desarrollo de una crítica que hace Marx al punto de vista
de que las crisis se deben a la escasez de capital. Su contexto inmediato
es oscuro y no nos ayuda a determinar su significado. Aisladamente
ese pasaje quedaría expuesto, sin duda alguna, a ser considerado
como una simple variante de la teoría del infraconsumo semejante
a la de Malthus y de Rodbertus. Pero teniendo en consideración
todo lo que Marx dice en otros lugares, particularmente en vista de la
explícita repudiación de la opinión de Rodbertus acerca de que las
“crisis se producen por falta de capacidad de pago del consumo” y
que “el mal se remedia [cuando] su salario aumente”,6“ es indu­
dable que no podemos darle esa interpretación. E l segundo pasaje
es éste: “Las condiciones de la explotación directa y las de su reali­
zación no son idénticas. N o sólo difieren en cuanto al tiempo y al
lugar, sino también en cuanto al concepto. Unas se hallan limitadas
solamente por la capacidad productiva de la sociedad, otras por la
59 E l Capital, t. I I I , p. 4 5 5 .
60 C itad o supra, pp . 6 6 ss. P o r o tia p aite, este últim o pasaje del vol. II
fue escrito en fecha posterior a la del pasaje del vol. I I I . (V e r supra pp . 7 3 ss.)
86 LAS CRISIS ECONÓMICAS

proporcionalidad entre las distintas ramas de producción y por la ca­


pacidad de consumo de la sociedad, Pero ésta no se halla determinada
ni por la capacidad productiva absoluta ni por la capacidad absoluta
de consumo, sino por la capacidad de consumo a base de las con­
diciones antagónicas de distribución que reducen el consumo de
la gran masa de la sociedad a un mínimo susceptible sólo de varia­
ción dentro de límites muy estrechos.” 61 Lo que parece razonable
suponer es que al escribir esos pasajes Marx tenía en la mente la
siguiente proposición, la cual creo que recibiría una franca y amplia
aceptación hoy día. E l volumen de ganancia que puede^ obtener el
capital existente siempre depende no sólo de la perfección con que
este capital se halle distribuido entre las industrias de bienes de
producción y las de bienes de consumo en relación con la inversión
y consumo dominantes, sino también del volumen total de consumo
más el de la inversión en ese momento. Aumentar el consumo sería
la forma más duradera de incrementar la ganancia, porque además
de su efecto momentáneo, aumentaría la demanda de futuros bie­
nes de producción (al dar lugar para una “ampliación” de capital)
y ejercería, de ese modo, una influencia dilatoria sobre la tendencia
de las nuevas inversiones (agotando las oportunidades de inversión)
a provocar la caída del tipo de ganancia.62 Sin embargo, cualquier
aumento del consumo de la masa, de la población como resultado de
una elevación de salarios, sólo haría desaparecer en sus oscilaciones
las ventajas obtenidas indirectamente: elevaría los costos tanto como la
demanda. Por consiguiente, dentro del capitalismo hay pocas pers­
pectivas de aumentar el consumo proporcionalmente al incremento
de la productividad. Por otra parte, el incremento de las inversiones,
aunque podría tener temporalmente un ejemplo similar aumentando
la demanda, precipitaría el problema de la cambiante composición
del capital y, por consiguiente, la caída del tipo de ganancia en el
futuro inmediato. E n este sentido el consumo es un incidente, aun­
que importante, en el planteamiento total, y el conflicto entre la
productividad y el consumo sólo una faceta de la crisis y un elemento
de la contradicción que encuentra su expresión en un colapso perió­
dico del sistema. Parece evidente, además, que para Marx la contra­
dicción dentro de la esfera de la producción — la contradicción entre
la creciente capacidad productiva, consecuencia de la acumulación,
y la lucratividad decreciente del capital, entre las fuerzas produc­
tivas y las relaciones de producción de la sociedad capitalista— es la
parte esencial del problema.63
61 M arx, E l Capital, ed. c i t , vol. I I I , p. 2 4 3 .
62 Pu esto que el nivel de consum o lim ita la m agnitud de las industrias de
consum o y , p o r consiguiente, la cantidad de equipo existente en esas industrias,
un volum en dado de inversiones p ro n to se traducirá necesariam ente en una pro-
fundización de la estructura del capital — en una elevación de la com posición
orgánica— a m edida que el consum o sea m en o r. E n el lenguaje d e u n capítulo
posterior, la “ saturación de cap ital” se alcanza m ás pronto con un ritm o dado de
inversión cuanto m enor es el nivel de consum o.
63 E . Varga, por ejemplo, en su G ie a t Crisis and its P olitical Consequences,
LAS CRISIS ECONÓMICAS 87
Pero si el consumo puede ser un factor que limita la “realización”
de la plusvalía, es evidente que la oferta de mano de obra es un
factor fundamental que limita su creación en primera instancia, y
como tal lo consideró Marx. Para él una crisis no era simplemente
una dislocación transitoria, sino algo que jugaba un papel positivo
en la configuración de las tendencias a largo plazo del sistema, algo
que reaccionaba sobre el nuevo equilibrio hacia el que, después de
la crisis, tendía a estabilizarse. Su opinión se explica, en gran parte,
por la influencia que las crisis ejercen sobre lo que él llamaba “sobre-
población relativa” o “ejército industrial de reserva” . “Las crisis son
siempre soluciones violentas puramente momentáneas de las con­
tradicciones existentes, erupciones violentas que restablecen pasajera­
mente el equilibrio r o to ."6í Un efecto principal de la crisis es el
de volver a crear, o aumentar, este “ejército industrial de reserva”
que, a su vez, reducirá el precio de la fuerza de trabajo. E l vigor
y la rapidez con que opere ese efecto dependerá de los diversos fac­
tores que determinan la fuerza de resistencia de los trabajadores
para oponerse a la reducción de salarios. Es cierto que el efecto in­
mediato de semejantes reducciones de salarios puede ser la agudi­
zación de la crisis, debido a las consecuencias deflacionistas de esa
reducción sobre la demanda y sobre el precio de los bienes de con­
sumo. Pero en la medida que representa una disminución del precio
real de la fuerza de trabajo, crea la condición necesaria para un au­
mento del tipo de plusvalía, preparando, de ese modo, la base para
reanudar el proceso de inversión. Este abaratamiento de la fuerza de
trabajo reaccionará también, en cierto modo, sobre la tendencia an­
terior a elevar la composición orgánica del capital: servirá para
retardar el proceso de cambios técnicos, haciendo costeables nueva­
mente los métodos técnicos primitivos.
Este reclutamiento periódico del “ejército industrial de reserva”
aparece, por consiguiente, como el punto de apoyo de que se vale
el sistema para resistir cualquier intrusión grave sobre el valor del
capital y compensar, además, la tendencia de la acumulación de ca­
pital a reducir el tipo de ganancia. Esto es lo que Marx llamaba
“la propia ley de la población del capitalismo”, la cual explica la
desocupación y la pobreza tal como existe, no porque la capacidad
productiva del hombre fuera insuficiente para arrancar a la natu­
raleza su propia subsistencia, sino debido a los límites impuestos a
la ocupación y a los salarios por las condiciones de la extracción
de la plusvalía; no porque la población sea redundante en un sen-

sostiene que M arx define las crisis com o el conflicto entre la "capacidad productiva”
y ‘l a capacidad de co n su m o ", interpretándolo, por tanto, en un sentido aparen­
tem en te luxem burguiano co m o un problem a de los m ercados y de la venta de las
m ercancías, aunque adm ite, sin em bargo, que esto es expresar el problem a en una
“ form a considerablem ente sim plificada e in com p leta". U n a tendencia similar puede
percibirse en el libro de Lew is C orey, T h e D ecline o í Am erican Capitalism , espe­
cialm ente en sus pp . 6 6 y 7 1 .
64 E l C apital, ed . t i t , vol. I I I , p . 2 4 7 .
LAS CR ISIS ECONÓMICAS
88
tido absoluto, sino porque el capital es excesivo con relación a las
posibilidades de obtención del tipo de ganancia que se espera. La
crisis como la reacción uniforme del capital frente a perspectivas
de lucro no realizadas, opera, por consiguiente, como si la clase capi­
talista actuara al unísono, como un solo monopolio vis-a-vis de la
clase trabajadora. Tenemos este cuadro: tan pronto como se alcanza
una condición cercana a la plena ocupación, tan pronto como la
inversión comienza a utilizar los métodos técnicos existentes más
allá de cierto margen, tan pronto como la masa de productores
se halla, de ese modo, en el umbral de cualquier mejoramiento con­
siderable de su participación en los beneficios del progreso, se le arreba­
tan de la mano los frutos, y la ley inexorable del mercado de trabajo
lo hude una vez más en la humillación.
Hemos hecho una distinción entre desarrollo extensivo e intensivo
del campo de inversión. La distinción es, según creo, de importancia
fundamental, no sólo por la luz que arroja sobre la historia de las
crisis, sobre las circunstancias que las motivan y sobre las nuevas
condiciones que crean, sino también en relación con la teoría de los
salarios de Marx y, por consiguiente, con la forma cambiante que
adopta la lucha proletaria en diferentes etapas de su desarrollo. E n
la edad de oro del capitalismo competitivo, el reclutamiento perió­
dico del “ejército industrial de reserva” bastaba para mantener inten­
sivamente el campo de explotación para una acumulación creciente
de capital. Ese reclutamiento quizá pueda ser considerado como el
método clásico del capitalismo para preservar el tipo de ganancia.
Pero ya para el último cuarto del siglo pasado, con la fuerza creciente
de la organización del trabajo y con la “rigidez” consecuente del
mercado de mano de obra, este método clásico comenzó a perder
parte de sus efectos; y las ventajas de los precios decrecientes de los
artículos alimenticios importados durante las décadas del 70 y del 80
parecen haberse traducido para el trabajador en una elevación de los
salarios reales y en una disminución del precio nominal de la fuerza
de trabajo para el capitalista. Se supone con mucha frecuencia que
Marx apoyó su teoría de los salarios, como lo hizo Ricardo, en la ley
malthusiana de la población.65 Sin embargo, Marx lo negaba explíci­
tamente. Es evidente, por otra parte, que para Marx el supuesto de
que los salarios se mantenían al nivel de subsistencia, sólo era una
“primera aproximación” y de ningún modo una “ley del bronce”
universal, válida para cualquier situación del mercado de trabajo. Es
más, en su discusión66 sobre los sindicatos con un tal W eston en
una sesión de la Primera Internacional, repudió explícitamente seme­
jante interpretación. Por tanto, si a diferencia de la de Ricardo, su
teoría no descansaba en esa ley de la población, puede parecer que
no explica por qué el precio de la fuerza de trabajo no se eleva hasta

65 Bertran d Russell, por ejem plo, h ace esta afirm ación en F re e d o m a n d O r-


ganizaíioii, pp. 2 3 1 -3 2 .
66 Publicada en un panfleto con el nom bre de V afor, precio y beneficio.
LAS CRISIS ECONÓMICAS 89

igualar el valor del producto. ¿Qué podía impedir que la acumulación


del capital, con la creciente demanda de mano de obra a que daba
origen, elevara el nivel de salarios hasta una altura en que la plusvalía
desapareciera de modo que el capitalismo, por su propio impulso,
acabara por extinguir la desigualdad de clases de que se alimentaba?
Esta cuestión, como hemos visto — la razón de la persistencia de la
plusvalía— - ha ocupado un lugar central a través de la historia de
la Economía Política y ha dado lugar a tan numerosas como super­
ficiales soluciones apologéticas. E l factor fundamental que operaba
aquí, de acuerdo con la teoría de Marx acerca del mecanismo defen­
sivo de que se valía el sistema para evitar su propia destrucción, con­
sistía en la doble reacción mediante la cual se reclutaba periódica­
mente el ejército industrial de reserva: la tendencia de la economía
capitalista hacia cambios que “ahorran trabajo” 67 y la tendencia
que retarda la acumulación y retrae las inversiones cuando aparece
cualquier síntoma de una apreciable reducción del tipo de ganancia.
Por una parte, este reclutamiento intensivo de la reserva de trabajo
— un factor que operaba, por así decirlo, del lado de la demanda en
el mercado de trabajo— y, por otra, el reclutamiento extensivo de las
nuevas ofertas de mano de obra derivadas del aumento de la po­
blación, de la proletarización de las capas sociales intermedias y de la
penetración de las inversiones en los territorios coloniales vírgenes, eran
los factores que operaban continuamente para deprimir el precio de la
fuerza de trabajo a un nivel que permitía obtener la plusvalía. La ope­
ración de uno o de ambos factores era la condición indispensable
para la continuación de la producción capitalista. Por consiguiente,
desde el punto de vista del capital, el progreso se detiene y las crisis
ocurren debido a que los salarios son “demasiado altos”, y ésta es la
forma en que el problema se ha expresado tradicionalmente en la lite­
ratura económica. Pero semejante afirmación es, por supuesto, estric­
tamente relativa al supuesto de que es “necesario” cierto rendimiento
mínimo del capital, y sólo tiene algún significado en este contexto.
Sería más exacto decir que las crisis ocurren debido a que la ganancia
y el interés son demasiado elevados, ya que semejante afirmación
enfoca la atención sobre el hecho fundamental de que, por com­
paración con un sistema de “las condiciones sociales de producción”,
el ‘Verdadero lím ite de la producción capitalista es el mismo capital”.6*
E n las primeras etapas del desarrollo capitalista era más fácil
reclutar “el ejército industrial de reserva”, ya que no había que hacer
mucha presión sobre el mercado de trabajo del lado de la demanda.
E l campo de explotación se ampliaba continuamente mediante el
proceso de la “acumulación primitiva”, es decir, mediante el despojo
de los pequeños productores, de los campesinos y de los artesanos.
Por consiguiente, las crisis de esos primeros periodos, si bien podían
ser agudas y violentas, eran de corta duración y susceptibles de fácil
67 V e r J . R . Hicfcs, T h eo ry o í W a g e s , pp. 1 2 3 -2 ?.
68 E l Capital, ed. cit., vol. I I I , p. 2 4 8 .
90 LAS CRISIS ECONÓM ICAS

curación. Pero a medida que el capitalismo se desarrollaba, la fácil con­


dición de su infancia desaparecía. La oferta de mano de obra ya no
podía inflarse, por lo menos en la misma escala de antes, mediante
la expropiación de la pequeña burguesía. Con el desarrollo de la or­
ganización del trabajo y con la agudización del conflicto de clases,
la explotación intensiva tropieza con crecientes obstáculos. Y la
diferencia entre la facilidad y la dificultad de estas formas básicas de
compensación del tipo decreciente de ganancia es lo que parece
constituir la distinción fundamental entre las crisis de los primeros
tiempos y las de las etapas posteriores de la economía capitalista.
Había que ensayar nuevos métodos de ampliación de los campos de
explotación, extendiéndolos más allá de sus primitivas fronteras hacia
nuevos e inviolados sectores. Pero cuando estos campos también co­
menzaron a agotarse, fue necesario descubrir todavía nuevos métodos
— coercitivos— para intensificar el desarrollo de los campos domés­
ticos, tales como esos que la historia contemporánea nos revela con
una lógica tan brutal. Hoy día el capital hinca sus dientes de dragón
lo mismo en su propia tierra que en las colonias. Y el pueblo re­
coge la cosecha.
V. LA TENDENCIA DE LA ECONOMÍA
MODERNA

Una vez resuelta la cuestión formal de la congruencia interna, la


aceptación o repudiación de una teoría depende del concepto que se
tenga de la justeza de la abstracción particular sobre la que se halla
sustentada. La cuestión es necesariamente práctica y depende de las
características del terreno, de la naturaleza del problema y de la ac­
tividad con quqr se pretenda relacionar la teoría. Con frecuencia se
afirma que una teoría tiene mayor grado de generalidad que otra;
y, frente a ella, ese dictado nos parece bastante convincente. Pero lo
mejor en estos casos es una actitud un tanto escéptica respecto a ese
dictado, por lo menos hasta convencerse de la que la mayor genera­
lidad no ha sido obtenida con grave detrimento de la realidad. Para
hacer abstracción de ciertos elementos en una situación concreta hay,
en general, dos posibles caminos. E n primer lugar, se puede hacer
una abstracción excluyendo ciertos elementos de una situación real,
ya porque sean los más variables o porque cuantitativamente sean de
menor importancia para determinar el curso de los acontecimientos.
Dejarlos de tomar en consideración convierte el resultado en una im­
perfecta aproximación a la realidad; pero con todo, resulta una
guía mucho más segura de lo que sería si los factores más impor­
tantes hubiesen sido omitidos y sólo se hubiesen tomado en consi­
deración los menos destacados. Ésa sería la situación creada por la
abstracción de un proyectil que se mueve en el vacío — cosa com­
pletamente ajena a la realidad— , con el fin de estimar cuáles serían
los factores dominantes que determinan la trayectoria de un objeto
lanzado a través de un medio resistente. La corrección o incorrección
de los supuestos particulares escogidos sólo puede ser determinada
por la experiencia: por el conocimiento de cómo se comportan las
situaciones reales y por el de las verdaderas diferencias derivadas de
la presencia o ausencia de varios factores. Este método, considerado
en su conjunto, proporciona resultados válidos (a condición de que
los supuestos estén seleccionados correctamente), siempre que la
presencia de factores secundarios que se introduzcan en las subse­
cuentes aproximaciones sólo tengan el efecto de agregar ciertos pará­
metros adicionales a las ecuaciones originales y no el de alterar la
estructura de las mismas ecuaciones.1
E n segundo lugar, se puede apoyar la abstracción no en una
prueba de hecho respecto a las características que son esenciales y
a las que no lo son en una situación, sino simplemente en el pro­
cedimiento formal para combinar las propiedades comunes a una
variedad heterogénea de situaciones y construir la abstracción por

1 É s te es, según creo , el caso que J . S. M ili señaló com o uno de aquellos
en que se aplica el principio d e la com posición de causas. V e r , para un a refe­
rencia m ás am plia, pp. 1 3 1 . s.
91
92 LA TENDENCIA DE LA ECONOMÍA MODERNA

analogía. Esto es parecido a lo que un antiguo escritor describía


como “una definición general de las cosas mismas de conformidad
con su naturaleza universal.. . [descansando] en términos generales
que no [tienen] un gran fundamento en el conocimiento”, y utili­
zada para “tejer tramas más sutiles” con “datos reunidos sin una
información suficiente de las cosas mismas”.2 Dentro de ciertos lí­
mites, por supuesto, ese método no sólo es perfectamente válido,
sino que es un elemento esencial para cualquier generalización: una
generalización no es sino una hipótesis imaginaria a menos que lo que
generalice sea algo común a los fenómenos a que se refiere. E l peligro
del método consiste en llevarlo demasiado lejos, más allá del punto
en que los factores que abarca dejan de ser los factores principales
que determinen la naturaleza del problema de que se trata. Lo que la
abstracción gana en amplitud, lo pierde con exceso, por así decirlo,
en piofudidad, por lo que se refiere a su significación para las situa­
ciones particulares que son el centro mismo del interés. Y el peligro
es tanto mayor en la medida en que se va más allá de ese punto sin
advertirlo. Frecuentemente este método de progresivo refinamiento
de la analogía ha conducido a sofismas que no por poco importantes
son menos culpables de confusión. E n un dominio en el que la
generalización puede tomar una forma cuantitativa, el método puede
parecer más razonable y, sin duda, menos propicio a que se abuse
de él. Y es posible que, aun en sus formas más abstractas, el método
pueda alcanzar un elemento de verdad, puesto que en la medida en
que las abstracciones que emplea retengan cualesquiera elementos que
sean comunes a las situaciones reales, las relaciones que se postulan
deben representar algún aspecto de la verdad en cada problema particu­
lar. Podría citarse, quizá, la teoría de las probabilidades aplicada a las
características que son comunes a todos los juegos de azar; o como un
ejemplo probablemente más estéril, los intentos que se han hecho
para formular reglas generales de filología válidas para todos los idio­
mas. Otro ejemplo todavía más estéril que podría citarse es el in­
tento del economista Barone para construir una serie de ecuaciones
para demostrar que las mismas leyes que rigen el mundo del Jaissez
faire deben subsistir en una economía colectivista. Pero en todos esos
sistemas abstractos, existe el serio peligro de atribuir existencia real
a los conceptos de uno mismo; de considerar las relaciones postuladas
como las determinantes en cualquier situación real y no como contin­
gentes y determinadas por otros factores y, por ende, suponer, con
demasiada ligereza, su aplicabilidad a situaciones nuevas e imperfec­
tamente conocidas, con el resultado de un dogmatismo abstracto. Hay
el peligro de introducir, sin advertirlo, supuestos puramente imagi­
narios y hasta contradictorios y, en general, de ignorar qué significado
limitado deben tener los corolarios derivados de estas proposiciones
abstractas, y de desconocer las calificativas que puede introducir la

2 Sprat, citado por el profesor L . H ogb en en S c ie n c e and Society. (Nueva


Y o rk , vol. I , a 1? 2 .)
LA TENDENCIA B E LA ECONOMÍA MODERNA 93

presencia de otros factores concretos (que pueden ser las principales


influencias en esta o en aquella situación particular). Con demasiada
frecuencia las proposiciones derivadas de este modo de abstracción
tienen, cuando más, un escaso significado formal y, en el mejor de
los casos, revelan que una expresión de tal o cual relación debe
encontrar lugar en cualesquiera de nuestros sistemas de ecuaciones.3
Pero aquellos que usan esas proposiciones deduciendo de ellas algu­
nos corolarios, rara vez perciben esta limitación y al aplicarlas como
“leyes” del mundo real, invariablemente deducen de ellas más con­
secuencias de las que su falta de contenido real permite deducir.
No parece ser una mala regla en materia tan llena de problemas
prácticos y complejos como la Economía Política, mantener los pies
firmemente plantados en la tierra, aun a costa de cierta elegancia
lógica de definición y de precisión en la formulación algebraica, tan
impresionante, aunque responsable frecuentemente de errores. E n
general las abstracciones empleadas por los economistas clásicos y por
Marx fueron del primero de los dos tipos que hemos mencionado.
La concepción del mercado perfecto, del trabajo homogéneo, de la
igual composición del capital, tenía por objeto generalizar cuáles eran,
en realidad, los factores más esenciales que determinaban los valores
de cambio. Patten ha hecho notar que Ricardo era fundamental­
mente un pensador de lo concreto,4 y que Marx tenía un especial
deseo de hacer que su teoría abarcara los rasgos característicos de la
sociedad capitalista más bien que los de cualquiera otra. Si se admitía
abiertamente que una influencia perturbadora, y hasta una influencia
refleja, era ejercida por otros factores no considerados en la situación,
se le atribuía una importancia secundaria en la determinación de la
tendencia general de los acontecimientos. E l interés se enfocó en los
aspectos peculiares de un sistema determinado de relaciones econó­
micas, aun a costa de generalizaciones más amplias, aunque quizá
no tan fecundas. Creo, sin embargo, que no es incorrecto decir que,
a partir de entonces, los esfuerzos del análisis económico se encami­
naron principalmente por el segundo camino. Al abstraer los fenó­
menos de cambio de las relaciones productivas, y de la propiedad
y las instituciones de clase, que no son sino la expresión de aquéllas,
se ha intentado llegar a generalizaciones válidas para cualquier tipo de
economía de cambio. Marshall hace notar que }. S. M ili parecía atri­
buir a las leyes de cambio “algo muy semejante a la universalidad
de las matemáticas”, aun cuando admitía que la distribución se ha­
llaba en relación con instituciones transitorias.5 D e las relaciones ge­
nerales de un mercado abstracto pasamos a abstracciones aún más
perfectas, y hoy día se hacen respecto a relaciones que necesariamente
3 Tales em peños se defienden frecuentem ente alegando que son "herram ientas”
para análisis subsecuentes. T a l vez sea cierto que éste es su uso principal; pero
aun las “herram ientas” son m ejores cuando su m anufactura se halla com pleta­
m ente subordinada a los usos a que se destinan.
4 Q uarterfy Journal o í E c o n o m ics, 1 8 9 3 .
5 J . S. M ili, Principios, 2 ? ed . F .C .E ., M éxico , 1 9 5 1 , p. 705.
94 LA. TENDENCIA D E LA ECONOMÍA MODERNA

tendrán que prevalecer en cualesquiera situaciones en que haya “me­


dios escasos susceptibles de usos alternativos para satisfacer fines de­
terminados”. En esta sutil definición queda todavía algo del mundo
real, aunque no lo bastante para hacemos creer que las proposiciones
resultantes puedan tener un carácter imperativo respecto a los pro­
blemas de aquel mundo. Si una ley económica es una declaración
de lo que tiende a suceder realmente y no un mero enunciado de
relaciones entre ciertas variables implícitamente definidas, entonces
esas proposiciones pueden ser valiosas guías para determinar la “ley
que mueve la sociedad capitalista”, o aun para cualesquiera otras cues­
tiones sobre las que se pretenda hacer un juicio económico.
Un elemento importante de la teoría de Marx era el de que en
una sociedad dividida en clases, las ideas abstractas, modeladas sobre
la base de una sociedad dada, tienden a tomar un carácter fantástico
o fetichista, en el sentido de que al considerarlas como representa­
ciones de la realidad, nos describen la sociedad invirtiéndola y adul­
terándola. Por ello no sólo ocultan a los ojos de la humanidad la
naturaleza real de la sociedad, sino que la falsean. Los ejemplos ci­
tados por Marx fueron tomados, principalmente, de los conceptos de
la religión y de la filosofía idealista. Algunas ideas y conceptos
que en sus respectivas épocas pudieron haber sido un factor impor­
tante para el progreso como instrumentos de crítica, se volvieron
contra el sistema de ideas e instituciones de la época anterior, y se
convirtieron, más tarde, en ideas y conceptos reaccionarios y oscu­
rantistas, precisamente porque se les consideró como elementos cons­
titutivos de la esencia real de la sociedad contemporánea y no sólo
como su reflejo abstracto y parcial. Con ello la realidad quedaba
cubierta con un velo. E n el campo del pensamiento económico (don­
de menos pudiera sospecharse a primera vista) no es difícil descubrir
una tendencia paralela. Podría pensarse que sin grave daño se puede
hacer abstracción de ciertos aspectos de las relaciones de cambio con
objeto de analizarlas aisladamente de las relaciones sociales de pro­
ducción.
Pero lo que de hecho ocurre es que, una vez hecha la abs­
tracción, se le da una existencia independiente como si representase
la esencia misma de la realidad y no una simple faceta contingente
de ella. Se atribuye realidad a los conceptos y la abstracción adquiere,
para usar la frase de Marx, un carácter fetichista. Aquí parece estar el
peligro fundamental de este método y el secreto de las confusiones
en que se ha enredado el pensamiento económico moderno. Hoy
día, no sólo consideramos las leyes de las relaciones de cambio ha­
ciendo abstracción de las relaciones sociales de producción que sin
duda son más fundamentales; no sólo las describimos haciendo apa­
recer que las primeras dominan a las segundas, sino que llegamos
a tratar las relaciones de cambio en su aspecto meramente subjetivo
— en términos de los reflejos mentales sobre el campo de los deseos
y las elecciones individuales— y a describir enrevesadamente las leyes
LA TENDENCIA DE LA ECONOMÍA MODERNA 95
que rigen la sociedad económica real, haciéndolas consistir en rela­
ciones abstractas aplicables a este mundo de fantasía.
La línea divisoria en la historia del pensamiento económico del
siglo x ix se traza, ^generalmente, en la -década del setenta, con la
aparición de las nuevas teorías de la utilidad de Jevons y de la es­
cuela austríaca. Pero si fijamos nuestra atención menos en el cambio
de forma y más en la tendencia hacia nociones subjetivas y hacia el
estudio de las relaciones de cambio independientemente de sus raíces
sociales, veremos que los cambios esenciales en el pensamiento tuvie­
ron lugar en el primer tercio del siglo o que, por lo menos, prin­
cipiaron a apuntarse tendencias que después adoptaron una forma
más definida. E n efecto, Marx menciona 1830 como el año en que
se puso término a la última década de la “economía clásica” y abrió
las puertas a la “economía vulgar”,6 y al ocaso de las glorias de la
escuela ricardiana. Ésa fue la época en que el nuevo capitalismo in­
dustrial, tanto económica como políticamente, comenzaba a conso­
lidarse, y cuando, al mismo tiempo (como los sucesos de la década
de los treintas lo atestiguan) el proletariado y su crítica de la sociedad
capitalista adquirió, por primera vez, una fuerza social coherente.
A partir de entonces ningún postulado respecto a la naturaleza del
sistema económico podía permanecer “neutral” .7 Los economistas
6 P o r supuesto, M arx no usaba este térm ino en su sentido sim plem ente des­
pectivo, com o se supone con h arta frecuencia, sino en un sentido descriptivo, m uy
conocido en la filosofía del C o n tin en te europeo usado por oposición a lo "clásico ” .
"E n tien d o por E co n o m ía P o lítica clásica -—dice M arx— toda la E co n o m ía que,
desde W . P etty , investiga la concatenación interna del régim en burgués de pro­
ducción, a diferencia de la E co n o m ía vulgar, que no sabe más que hu rgar en las
concatenaciones ap aren tes. . . y que por lo dem ás se conten ta con sistem atizar,
pedantizar y proclam ar com o verdades eternas las ideas banales, y engreídas que los
agentes del régim en burgués de producción se form an acerca de su m und o.”
(E l Capital, ed. cit., vol. I , p. 4 5 .) M arx pensaba, a lo que parece, en M cC u llo ch ,
Sénior, B astiat y , si no en Say, por lo m enos en los “intérpretes” de Say y sus
discípulos. E l profesor G ray se equivoca com pletam ente al dejar suponer que
A dam Sm ith y R icardo estaban incluidos en el rubro de “econom ía vulgar” .
7 E s to era especialm ente cierto respecto de la teoría de la ganancia. E s in te­
resante h acer notar aquí que Bolim-Ba'.verk se refiere a la posición de A dam Sm ith
respecto al interés com o una posición de “perfecta neutralidad” , agregando que
“ en la época en que vivió A dam Sm ith todavía las condiciones de la teoría
y de la p ráctica consentían esta posición de neutralidad. Pronto sus continuado­
res se verían en la im posibilidad de seguir abrazándola” . (C apital e interés, p. 9 9 .)
Sin em bargo, la afirm ación de C annan de que “James M i l i . . . m ostraba deseo
de fortalecer la posición del capitalista co n tra el obrero, m ediante la justificación de
la existencia de ganancias” (H istoria d e las teorías d e la p ro d u cció n y distribu­
ció n , p. 2 2 5 , F .C .E ., M éxico , 1 9 5 8 ) , parece m ás discutible. Jam es M ili tuvo la capa­
cidad para hacer ciertas caracterizaciones excesivam ente francas de la naturaleza de
la producción capitalista, las cuales es difícil imaginarse que pudieran haberse h ech o
veinticinco años m ás tarde. U n o de los m ejores ejemplos del cam bio fue la actitud
subsecuente hacia el "e rro r” com etido p o r R icardo en su tercera edición. R icardo
fue lo suficientem ente fran co para agregarle un capítulo sobre “ m aquinaria” para
exponer su conversión al pu nto de vista de que la introducción de la m aquinaria
podía perjudicar los intereses del trabajo. E sto ch ocó a M cC u llo ch , y sus discí­
pulos se apresuraron (y lo consiguieron casi por todo el siglo) a ech ar un velo
sobre esta falta de buen gusto.
96 LA TENDENCIA D E LA ECONOM ÍA MODERNA

cada vez más obsesionados con la apologética del sistema, tendían


más y más abiertamente a omitir todo examen de las relaciones so­
ciales básicas y a estudiar solamente el aspecto superficial del fenó­
meno del mercado, a circunscribir su pensamiento, es decir, dentro
de los límites del “fetichismo de las mercancías”, y a generalizaciones
sobre las leyes de una “economía de cambio”, llegando a sostener,
por último, que éstas no eran determinadas, sino que, por el contrario,
determinaban el sistema de producción y las relaciones productivas.
E n su Prefacio a la segunda edición (18 73 ) del volumen I de El
Capital, Marx se refiere a la Economía Política inglesa, situándola
dentro de “un periodo en que aún no se ha desarrollado la lucha [pro­
letaria] de clases” . Del periodo de 1820 a 1830, dice que “se carac­
teriza en Inglaterra por una gran efervescencia científica en el campo
de la Economía Política. Es el periodo en que se vulgariza y difunde
la teoría ricardiana y al mismo tiempo, el'periodo en que lucha con la
vieja escuela. Se celebran brillantes torneos. . . Las condiciones de
la época explican el carácter imparcial de estas polémicas” . Pero esto,
aunque era una reminiscencia del vigor intelectual anterior al 1789
en Francia, no fue “al modo como el veranillo de San Martín re­
cuerda a la primavera” . Después de 1830 “la lucha de clases co­
mienza a revestir, práctica y teóricamente, formas cada vez más acu­
sadas y más amenazadoras. Había sonado la campana funeral de la
ciencia económica burguesa. . . los estudios científicos impartíales de­
jaron el puesto a la conciencia turbia y a las perversas intenciones de la
apologética”. Aun investigadores honestos se vieron restringidos por el
ambiente general de compromiso y de intentos eclécticos “en armo­
nizar la Economía Política del capital con las aspiraciones del prole­
tariado, que ya no era posible seguir ignorando por más tiempo.
Sobrevino así un vacuo sincretismo, cuyo mejor exponente es John
Stuart M ili”. La nueva desviación del pensamiento económico que
se operó durante el último cuarto del siglo, no despertó gran interés
en Marx y Engels, pues apenas la mencionan de pasada.8 Es probable
que al hacerlo así la hayan considerado, contra la opinión corriente,
más como una continuación de las tendencias ya latentes en los
“economistas vulgares” que como una novedad revolucionaria dentro
del pensamiento económico. Después de todo, como siempre lo dijo
Marshall, la nueva desviación consistía más en un cambio de forma
que de sustancia. E l hecho mismo de que tantos de los economistas
del último cuarto del siglo pregonaran su mercancía como una no­

8 En gels, en su prefacio al vol. I II de E l Capital, escrito en 1 S 9 4 , se le fie ie


incid entalm ente a la nueva teo ría de Jevons y de M enger co m o la "p ied ra” sobre
la cual G eorge B em ard Shaw edificaba una nueva especie de socialism o y la
"iglesia fábiana del porvenir” (p . 1 4 , ed. c it.) P e ro fuera de esto parece que n o
hicieron otra m ención de ella. E s to parecerá extraño e n vista de la im portan cia
que tenía para el nuevo socialism o fabiano, h ech o del que, com o lo dem uestra
esta única referencia, E n gels estaba p erfectam en te enterado. L o s Principies, de
Jevons, aparecieron en 1 8 7 4 ; M arx m urió en 1 8 8 3 ; L o s ensayos íabianos aparecieron
en 1 8 8 8 ; Engels vivió hasta 1 8 9 5 .
£A TENDENCIA DE LA ECONOMÍA MODERNA 97

vedad que haría época y que hayan arremetido tan amenazadoramente


contra sus antecesores, parece tener una explicación tan obvia como
poco lisonjera: la del uso peligroso que Marx había hecho reciente­
mente de las ideas de Ricardo. Creo que es muy revelador del estado
de ánimo de los economistas, el hecho de que Foxwell hubiera de­
clinado en una ocasión pronunciar el discurso presidencial sobre
Ricardo ante la Real Sociedad Económica, dando como explicación
que su acusación contra el autor de la herejía del conflicto de inte­
reses entre el capital y el trabajo habría tenido que ser demasiado
violenta.9 Era muy revelador, también, que el deseo de refutar a los
socialistas haya sido mayor entre los líderes de la escuela austríaca
que en Inglaterra.
E l problema esencial para Marx, como hemos visto, era la ex­
plicación de la plusvalía; y como los sucesores de Ricardo eludían
completamente este problema o le daban soluciones muy inadecuadas
suscitaron el desprecio y la condenación de Marx. Consideraba que
la teoría del “costo de producción” de J. S. Mili, era una evasiva
superficial del problema. Considerar el valor como determinado por
el precio del trabajo (salarios) más un tipo medio de ganancia, no
constituía un refinamiento de la teoría de Ricardo, y como no incluía
explicación alguna de la ganancia, representaba un abandono del pro­
blema fundamental que el sistema de Ricardo había planteado sin
haberlo resuelto. La teoría del valor fundada en el “costo de produc­
ción” nada resolvía, pues dejaba sin explicación la determinación del
“costo de producción” .10 Pero hubo otros, menos ingenuos que J. S.
M ili para reconocer la dificultad fundamental, que intentaron dar
una explicación de la ganancia, por más superficial e insostenible que
fuera. Estos intentos pueden clasificarse, en términos generales, dentro
de dos tipos. Por una parte, aquellos que trataron de explicar la ga­
nancia en función de alguna propiedad creadora inherente al capital,
es decir, en términos de su productividad; por otra, aquellos que in­
tentaron explicarla en términos de una especie de “costo real”, análogo
al trabajo, con el que contribuían los capitalistas, debido al cual la
ganancia no era una plusvalía, sino un equivalente.
E l intento de explicar la ganancia en función del “servicio” pres­

9 V e r J . M . Keynes, E co n o m ic Journal de diciem bre de 1 9 3 6 , p. 5 9 2 .


10 C o n respecto a la actitu d de J. S. M ili, C annan ha dicho que “ Sénior
m erece la alabanza de haber visto que las ganancias no habían sido explicadas
s a tis fa c to ria m e n te ... P o r o tro lado, parece que J. S. M ili no se dio cu enta para
nada de que faltara algo.” (H istoria de las teorías de h producción y distribución,
2 ? ed., p. 2 3 3 , F o n d o de C ultura E co n ó m ica, M éxico , 1 9 4 8 .) Bohm -Baw erk clasificó
a J . S. M ili (jun to con Jevons y R osch er) entre los eclácticos, por lo que se refiere
a su teoría del interés, que no hizo más que añadir uno o dos elem entos a la
teoría nada satisfactoria de Sénior. (C apital and In terest, pp. 2 8 6 , 4 9 8 , e tc .) E n su
haber hay que decir que M ili lech azó la teoría-productividad de la ganancia, soste­
niendo que “la única fuerza productiva es la del trabajo". (Essays on som e tm settled
questions, p. 9 0 .) E n sus Principies (libro II, cap. x v ) parece adoptar la teoría de la
abstinencia de Sénior sin exam inarla o sin som eter el problem a a un análisis m ás
cuidadoso.
98 LA TENDENCIA DE LA ECONOMÍA MODERNA

tado por el capital a la producción ya se había hecho por algunos


contemporáneos de Ricardo, particularmente por Lauderdale y M al­
thus, y también por Say, “aquel maestro de las frases pulidas y re­
dondas”, como lo llamó Bóhm-Bawerk. E l trabajo ayudado por la
maquinaria, decía Lauderdale, puede producir en una hora una suma
mayor de valores de la que produciría sin esa ayuda. “E n el momento
en que alguien invierte una parte de su capital en la adquisición
de un azadón, queda capacitado evidentemente para preparar, en el
curso de un día, una extensión de tiena para la siembra semejante a
la que podrían preparar cincuenta hombres con sus uñas.11 La dife­
rencia representaba la “productividad” del capital. La objeción fun­
damental a esto, como a cualquier otra forma de la teoría de la pro­
ductividad es que, como Marx lo hizo notar, establece un vínculo
ilegítimo al atribuir al propietario la “productividad” de las cosas
que posee. “Una relación social entre los hombres adopta la fantás­
tica forma de una relación entre las cosas”, y el modo ae conducirse
de las cosas no sólo se personifica en virtud de una propiedad innata
a dichas cosas, sino que se atribuye a la influencia de aquellos indi­
viduos que ejercen derechos de propiedad sobre ellas. E n estas con­
diciones no podía existir diferencia entre la “productividad” de un
capitalista y la de un terrateniente, para negar lo cual, por lo menos
en parte, se había formulado la teoría. Pero tampoco podía estable­
cerse ninguna diferencia entre el ingreso del patrono de un trabaja­
dor “libre” y el de un propietario de esclavos. La “productividad”
del último, presumiblemente, era la mayor de las dos, puesto que
se deriva de la productividad de sus posesiones animadas lo mismo
que de las inanimadas. Otra dificultad ha sido expuesta por Cannan
de la siguiente manera: “Si en ausencia de capital el ingreso de
Inglaterra fuese uno en vez de cien, de aquí no se sigue que sean
ganancias el total de 99/100. E l punto débil de la explicación de
Lauderdale y Malthus de las ganancias es que, si bien ponen de ma­
nifiesto con bastante claridad que la existencia y uso de capital
son ventajosos para la producción. . . no señalan por qué se ha de
pagar por esa ventaja, por qué los ‘servicios’ del capital no son gra­
tuitos, como los del sol.” 12 Bohm-Bawerk, con toda precisión, resume
así las teorías-productividad del interés: “Todo lo que la fuerza
productiva puede hacer es crear mucho producto e, indirectamente,
también mucho valor, pero nunca más valor, plusvalía. E l interés
del capital es un remanente, un resto, lo que queda después de
deducir del minuendo ‘producto del capital’ el sustraendo ‘valor del
11 Lauderdale, Inquiiy in to t h e N a tu re o í P u b lic W e a ít h , p. 1 6 3 . Lauderdale
adm itía, sin em bargo, que “ en algunos casos [puede] decirse con m ás propiedad
[que la ganancia] ha sido adquirida m ás bien que producida” (p . 1 6 1 ) . Say, p o r
otra p arte, d ecía: “E l capitalista que presta, vende el servicio, el trabajo de su
instrum ento.” (L etters to M r. M alth u s, E d . R ich ter, 1 8 2 1 , p. 1 9 ) . ¡E n su T reatise
on Political E co n o m y {vol. I , E d . Prinsep, p. 6 0 ) habla del “ trabajo o servicio
productivo de la naturaleza” y del "trabajo o servicio productivo del capital” !
12 C annan, op. cit., pp . 2 2 3 -2 4 .
LA TENDENCIA DE LA ECONOMIA MODERNA 99

capital mismo consumido’. Por tanto, la fuerza productiva del capi­


tal puede tener como resultado el acrecentar el minuendo. Pero, por
lo que de ella y solamente de ella depende, no puede hacerlo sin
acrecentar al mismo tiempo y en idéntica proporción el sustraendo. . .
Si hundimos un tablón flotante en un curso de agua, el nivel del
río debajo del tablón será, indudablemente, más bajo que encima
de él. Ahora bien, ¿cuál es la causa de que el agua, por la parte de
arriba, se halle a un nivel más alto que por la parte de abajo del
tablón? ¿Es, tal vez, la cantidad de agua que lleva el río?. . . Pues
bien, lo que es la cantidad de agua con respecto a la diferencia de
nivel de ésta lo es la productividad del capital con respecto a la
plusvalía.” 13 La verdad es que si para producir un resultado deter­
minado se requiere necesariamente la presencia de diversos factores
al mismo tiempo, tiene tan escasa importancia comparar el grado de
“necesidad” de estos factores para la creación de la riqueza, como
la de tratar de averiguar si el macho, o la hembra, es más necesario
para la creación de un hijo. Aun si fuera posible dar significación
a tal “productividad” separada, ello no tendría necesariamente rela­
ción con la aparición del valor. Para esto último tendrían que
buscarse inevitablemente las características que afectan la oferta, y
cualquier diferencia entre los ingresos tiene necesariamnte que bus­
carse no en términos de “servicio”, sino en términos de costo.
E l intento para encontrar una explicación de la ganancia como
algo análogo a los salarios considerados como un costo necesario de
la producción y que al mismo tiempo la pusiera en contraste con la
renta de la tierra, se halla representado por la famosa teoría de
la “abstinencia” de Sénior. La teoría constituye un importante jalón
en el pensamiento económico porque introdujo una especie de “costo
real” puramente subjetivo. Con ello quedó desplazado el fondo de la
discusión más radicalmente de lo que se creyó en la época o de lo
que se ha creído desde entonces. La “abstinencia” es susceptible
de ser definida objetivamente, es cierto, en términos de las cosas de
que uno se abstiene; pero tal abstención puede no tener significado
alguno como costo — del mismo modo que ningún otro acto de
libre cambio—•a menos que se suponga que en la abstención de esas
cosas se halla implicada cierta “pena” especial para su propietario.
Y si la “abstinencia”, como el equivalente subjetivo de la ganancia,
había que concebirla en un sentido psicológico, lo mismo había que
hacer, presumiblemente, con el trabajo: el trabajo como un costo
por el cual se pagan salarios debía ser considerado no como una acti­
vidad humana que supone un gasto determinado de energía física,
sino como la fuerza de la repulsión psicológica para trabajar. Había
que hacer abstracción de la actividad humana, de sus características
y de sus relaciones, y sólo tomar como dato para la interpretación
económica sus reflejos sobre la mente.
Entre algunos escritores anteriores ya había síntomas de una in-
13 C apital e interés, p. 2 1 1 .
100 LA TENDENCIA DE LA ECONOM ÍA MODERNA

clinación, aunque sólo la mostraban ambiguamente, a concebir la


noción del “costo real” como algo subjetivo más bien que como algo
objetivo. Adam Smith había usado la frase “trabajo y pena” (toil and
trouble), mientras que M cCulloch se refería al hecho de que las cosas
que cuesta adquirirlas el mismo “trabajo y pena” implican “el mismo
sacrificio” . De ello concluía que deben ser tenidas en igual “estima”
y ser “precisamente del mismo valor real” .14 Con la introducción
de la “abstinencia” de Sénior, ya no podía haber duda de que el
cambio de dirección había ocurrido. D e ese modo la pregunta y
la respuesta se habían transformado sutilmente. Pero como una ex­
plicación de la ganancia, aun dentro de su esfera restringida, la teoría
tropezó con una dificultad esencial. Marx se apresuró a decir que no
había conexión alguna entre “la abstinencia” del capitalista y la ga­
nancia que obtenía y que, si acaso existía, la relación era completa­
mente inversa. No había más que comparar la ganancia y la “absti­
nencia” de un Rothschild para percibir que la llamada “explicación”
no requería mayor refutación.
Este defecto no era sino un aspecto del dilema fundamental con
que tropieza cualquier intento de formular una teoría del costo en
términos subjetivos, pero a esto volveremos más adelante. ¿Dónde
fijar el límite de esa “abstinencia” sí no se incluían en ella la venta
o el alquiler de toda clase de cosas, atribuyendo de ese modo un
“costo real” a cualquier medio que permita adquirir un ingreso en
un régimen económico de cambio? Si admitimos la “abstinencia”
del capitalista que posee una fábrica heredada, o que es dueño de
un canal o de un puente, ¿cómo no admitirla también tratándose del
dueño de una tierra que la da en arrendamiento por una renta? Sénior
se dio cuenta de la dificultad, puesto que afirmaba que si el ingreso
del dueño de un puente o canal se considera como la “recompensa
por la abstinencia de su propietario al no venderlo y gastar su precio
en cosas de disfrute personal”, la misma observación podría aplicarse
a cualquier especie de propiedad transferible, por lo que “la mayor
parte de lo que todo economista ha considerado como renta debe
llamarse ganancia” .15 Por ello decidió excluir de su definición todo
capital heredado. Sin embargo, esto equivale a caer en el otro cuerno
del dilema, es decir, que, en este caso, la “abstinencia” no puede
ser considerada de ningún modo como una explicación de la ganancia.
O como lo decía Cannan, la teoría de Sénior terminó por “considerar
como renta ‘la mayor parte de lo que todo economista ha denomi­
nado’ ganancia” .16
La réplica de Marx a Sénior quedó victoriosa hasta que en las
postrimerías del siglo se introdujo el concepto, tomado del cálculo
diferencial, de los incrementos marginales, como un intento para dar
mayor precisión a las nociones económicas. La “desutilidad” de Je-

14 Principies o f Política1 E co n o m y ( 1 S 2 5 ) , pp. 2 1 6 -1 7 .


15 Sénior, Po lítica! E c o n o m y (ed . 1 8 6 3 ) , p. 1 2 9 .
16 C annan, op. cit., p. 2 1 6 .
LA TENDENCIA DE LA ECONOMIA MODERNA 101
vons, y el “esfuerzo y sacrificio” de Marshall, sólo eran el “costo
real” subjetivo de M cCulloch o de Sénior presentados en una forma
mejor acabada. Es cierto que Marshall tuvo buen cuidado de des­
prenderse del desacreditado término de “abstinencia” sustituyéndolo
por el más neutral de “espera”; aunque como designación del con­
cepto subjetivo de costo real retiene las características esenciales de su
antecesor.17 Sin embargo, con la introducción del concepto de los
incrementos marginales, el nuevo tratamiento tiene esta diferencia:
la relación entre “esfuerzos y sacrificios” y su precio sólo existía
en el margen y si se consideraba que el interés pagado y el sacrificio
tendían hacia la identidad en la unidad marginal de capital propor­
cionado, no había necesariamente relación entre el ingreso total re­
cibido por el capitalista y su “sacrificio” total ya se tratara de un
individuo o de toda una clase. E l rico que hereda una fortuna y
que, teniendo más de lo que convenientemente puede gastar, la ahorra,
puede obtener un ingreso completamente desproporcionado a cualquier
“sacrificio” que haga. Pero, sin embargo, tendería a prevalecer una
igualdad entre el precio del capital y la desutilidad que implica
el ahorro de la libra esterlina marginal invertida y agregada a la-can­
tidad existente de capital, ya que si el primero fuese mayor que la
segunda, aumentaría la acumulación de capital. En el caso contrario
principiaría la reducción del capital hasta que la igualdad quedara res­
tablecida. D e ahí, pues, que el interés fuera considerado como el
precio necesario para mantener la oferta requerida de capital. E l
trabajo y los salarios recibían un tratamiento semejante. Los salarios
tendían a ser iguales a la desutilidad implícita en la unidad más
17 D ándose cu enta M arsball (Principios, to m o I , p. 3 2 4 . E d . B ib lio teca C ultura
E co n ó m ica) de la objeción que M arx h acia al concepto de abstinencia, definió el
térm ino "espera” com o aplicable, no a la “abstención” , sino al sim ple hecho de
que “ una persona se abstiene de consum ir algo que está en su poder consum ir,
con objeto de aum entar sus recursos para el futuro” . E s to deja suponer que el
concepto n o quedaba lim itado por la salvedad de Sénior al excluir la propiedad
heredada y que podía aplicarse con igual corrección a la tierra: al hecho de que
un terraten iente arriende su tierra para que sea cultivada, en lugar de usarla para
su propio disfrute personal o de sujetarla él m ism o a u n cultivo "exhaustivo” .
E n este caso, com o categoría del “ costo real” era tan general que perdía todo
significado distintivo. Si n o ten ía por objeto im plicar la existencia de una “p en a”
psicológica, asociada al acto del aplazam iento (co m o parece sugerirlo el com entario
acerca de la “ abstención” ) , entonces resulta ser un a simple descripción del acto
de invertir, lo cual enriquece poco nuestro conocim iento de la naturaleza y causa de
la ganancia. E n o tra parte, sin em bargo, M arshall d ice: “el aplazam iento de satis­
facciones supone, en general, un sacrificio por parte del que las aplaza, lo propio
que u n esfuerzo adicional por p arte del que trabaja” ; tal sacrificio es lo que justifica
el “interés com o una recom pensa” . (I b id ., to m o II, pp. 3 5 3 -5 4 .) U n escritor que
publicó recien tem en te un artículo en el Q u a iteñ y Jou rn al o f E c o n o m ics, sostiene
que M arshall identificó “ dos cosas totalm en te diferentes, bajo el rubro de costo
real” ; aunque considera que n o ten ía la inten ción de hacer figurar prom in entem ente
en su co n cep to de trabajo y de espera el elem ento hedonístico, la “pena” positiva.
(T a lco tt Parsons, volum en X L V I , pp. 1 2 1 -2 3 .) Si tuvo la inten ción de hacerlo
figurar p rom in en tem en te o n o , parece haber sido, de acuerdo co n diversos pasajes,
una p aite im portante de los fundam entos de las teorías del valor y de la distri­
bución d e M arshall.
LA TENDENCIA DE LA ECONOM ÍA MODERNA
102
pesada o gravosa de una determinada cantidad de esfuerzo, aun cuan­
do el trabajador tuviera predilección por su trabajo y repulsión por el
descanso y fuese lo suficientemente afortunado para recibir el salario
íiormal correspondiente a su tarea, no obstante la pequeña pena psí­
quica que pudiera padecer.18 E l terrateniente, sin embargo, se hallaba
en una categoría distinta, puesto que la oferta de la tierra no impli­
caba, ni siquiera en el margen, desutilidad alguna, ya que, por hipó­
tesis, la tierra — don gratuito de la naturaleza— no depende de nin­
guna voluntad o acción humanas. Sin embargo, aun las cualidades
naturales del suelo pueden agotarse con un cultivo exhaustivo, y hasta
puede “robarse” tierra al mar; mientras que, por otra parte, tratán­
dose de la oferta de capital hay lugar para un elemento sustancial
que Marshall llama el “excedente del capitalista” (savers’ surpíus).
Por consiguiente, la diferencia entre la remuneración del capital y
el rendimiento de la tierra es sólo de grado. “La renta de la tierra” ,
en una famosa frase de Marshall, “se considera no como una cosa en
sí misma, sino como la especie principal de un gran género.”
La influencia de esta teoría durante más de la mitad de un siglo,
ha sido utilizada, sin duda, para desacreditar la teoría marxista de la
plusvalía, y para sugerir que el interés es una categoría tan “necesaria”
del ingreso como lo son los salarios y muy semejante en su origen.
Sin embargo, un escritor como J. A. Hobson, trató de dar un nuevo
giro a la teoría, convirtiéndola en la base de un elaborado concepto
de “costos sociales” y de “excedentes”, que ha sido aclamada en algu­
nos sectores, como un intento de vestir la “plusvalía” marxista con
un nuevo ropaje. Pero el dilema con que tropezó la teoría de Sénior
no se resuelve con este concepto más general de la desutilidad, y
sólo la vaguedad de su enunciación es lo que ha impedido descubrir

18 V e t M arshall, Princip ios, to m o I I , p . 2 5 (E d . B ib lio teca de C u ltu ra E c o ­


n ó m ica) : "L o s esfuerzos de todas las distintas clases de personas que tienen parte
d irecta o indirecta en su producción jun to con las ‘abstinencias’ o , m ejor dicho,
“las esperas’ requeridas para ahorrar el capital utilizado en ella, todos esos esfuerzos
y sacrificios juntos se denom inarán el costo real de producción de la m ercancía.
L as sumas de dinero que tiene que pagarse a esos esfuerzos y sacrificios se den o­
m inarán su costo de producción en dinero o , para abreviar, los gastos de pro­
d u cció n ; son las sumas que han de pagarse para obtener una cantidad adecuada
de los esfuerzos y esperas requeridos para producir la m ercancía; en otras palabras,
son su costo de producción.” E l dualismo esencial de esta teoría del costo real
fue adm itido por M arshall cuando, en un artículo escrito en 1 8 7 6 , se refirió al
hecho de que sólo era posible m edir "u n esfuerzo y una a b s tin e n cia .. . en términos
de una unidad com ún” , m ediante algún “m od o artificial de m edirlos” , esto es,
a través de sus valores de m ercado. (F o rtn igh tly R ev iew , 1 8 7 6 , pp. 5 9 6 -9 7 .) C o n ­
sideraba que esta dificultad se presentaba igualm ente en la m edición de “ dos es­
fuerzos diversos” . A unque la dificultad en este últim o caso es m ucho, m enor que
cuando se trata de dos cosas com pletam ente distintas, com o son el "esfuerzo” y
la “abstinencia”, ^ el problem a subsiste en form a m ás aguda cuando el esfuerzo
se concibe en térm inos subjetivos que cuando se concibe objetivam ente, en tér­
m inos de la producción física de energía. L a relación en tre diferentes tipos d e costo
real subjetivo sólo podía considerarse co m o equivalente a la relación d e sus m edi­
ciones en dinero, a condición de que las mism as personas ofrecieran am bos tipos.
LA TENDENCIA DE LA ECONOMÍA MODERNA 103

desde hace mucho y con más amplitud de lo que se ha hecho, su


carácter completamente impropio. O el concepto es demasiado
estrecho — definido estrictamente— para poder dar una explicación
completa; o demasiado amplio — definido más generalmente— para
dar una gran significación al “costo real” subjetivo. Si se quiere que
el “sacrificio” que implica la “espera” tenga algún significado, por lo
menos un significado análogo al costo subjetivo que implica el tra­
bajo, entonces sólo debe aplicarse a actos de consumo pospuesto a los
cuales se halla asociada una pérdida psicológica o pena, además de la
pérdida temporal de los bienes a cuyo consumo se renuncia. Podría
decirse muy bien que esa pérdida adicional se supone en un hombre
que come poco para poder educar a sus hijos, o en cualquier otro caso
en que se sacrifica la utilidad mayor presente por una futura menor.
Es difícil, sin embargo, decir que aquella pérdida se halla implícita en
los actos más ordinarios de ahorro e inversión que suponen general­
mente un acto de cambio de utilidades presentes por una cantidad
igual, por lo menos, de utilidades futuras. Ello sería afirmar que hay
una pérdida única inherente a la posposición, que sólo acompaña a
la elección hecha en el tiempo y no a ninguna otra. Pero, ¿es que la
experiencia nos enseña que la simple espera de nuestros frutos nos
llega a ocasionar siempre una positiva incomodidad, a menos que
se tenga la incertidumbre de obtenerlos o de que durante el intervalo
sienta uno la angustia del hambre?19 A menos que la “espera” sig­
nifique realmente “abstención”, es difícil describir lo que verdadera­
mente significa. Por otra parte, si la simple posposición es todo lo
que el “sacrificio” representa (como las afirmaciones de Marshall
lo sugieren en algunos lugares), entonces es difícil determinar dónde
debe trazarse el límite preciso de todos y cada uno de los actos de
elección que impliquen alternativas, una de las cuales tiene que “sa­
crificarse”, cualquiera que sea la elección que se haga. Como Marx
replicaba a Sénior y a M ili, “todo acto humano puede concebirse
como ‘abstención’ del acto contrario” .20 D e cualquier manera, si la
posposición del consumo ocurre en un acto de nuevo ahorro, debe
sostenerse que ocurre también cuando se pospone el consumo del ca­
pital existente y del heredado; y si así es en el caso de la propiedad
heredada de la historia, ¿por qué no también en el de la propie­
dad que se hereda, al mismo tiempo, de la naturaleza y de la historia,
como el caso de la tierra? (E l terrateniente que vende su tierra y vive
del fruto de la venta reduce tanto el capital total de la sociedad
como un capitalista que vive de su capital, aun cuando la oferta de la
tierra no se afecta.) E n realidad, parece que Marshall adoptó aquí
la solución empírica de tomar todos los casos de posposición por los
que los individuos exigen una recompensa, como idénticos a aque-

19 L a respuesta a esta pregunta n o es necesariam ente la misma que a esta o tra :


si pudiéramos escoger librem ente ¿optaríam os por ten er el fruto en este m om en to
o esperarlo?
20 E ! C a p ita !,-e d . c it., I , p. 5 0 3 .
LA TENDENCIA DE LA ECONOMIA. MODERNA
104

Uos que implican un “sacrificio”, es decir, tomando en su valor nominal


las actitudes individuales respecto al ahorro, y aceptando el hecho
empírico de la resistencia que inspira el acto de posposición como una
prueba de la existencia de un “sacrificio” real inherente al acto, y
el cual era una causa fundamental.21 Esta distinción puede ser conve­
niente y recomendable. Sin embargo, deja en pie el dilema funda­
mental. Si se sostuviera que “algo más” queda detrás del mero hecho
empírico de la resistencia que inspira la posposición, no sólo sería
muy difícil atribuirle un significado preciso, sino que hasta podría
dudarse de su existencia. Si, por otra parte, lo único que se soste­
nía era el hecho empírico de la resistencia, entonces esa solución qui­
taba todo contenido a la noción de “costo real” e impedía distinguirlo
de lo que más tarde había de llamarse “costo de oportunidad” (oppor-
tunity cost), es decir, el costo de las alternativas sacrificadas (esa
“perogrullada aritmética”, como la calificó D urbin).22 Esa cantidad,
por sí misma, no da explicación alguna, porque no es independiente,
sino un tanto dependiente de la situación total; y lo que ha hecho esa
definición es retrotraer la investigación al examen de la naturaleza
de la situación total, de la que la ganancia y este llamado “costo” son
las resultantes simultáneas. E l hecho de que una persona exija un
pago por determinado acto (el hecho, es decir, de que.-tenga un “pre­
cio de oferta” ) depende de si puede exigir el pago; y esto, a su vez,
depende de la situación total de la que es parte. Adoptar este
criterio, es hacer que la existencia o no existencia del “sacrificio” de­
penda no de la naturaleza del acto, sino de la naturaleza de las cir­
cunstancias que rodean al individuo o a la clase de que se trata.
Sólo puede incurrirse en un “sacrificio” cuando es posible darse el
lujo de renunciar a una o varias alternativas. ¡Sin oportunidades, no
hay sacrificios! Solamente Lázaro no tiene nada que sacrificar; mien­
tras que Dives,* con el mundo y la abundancia a sus pies, puede
sacrificar todos los días lo suficiente para lavar los pecados de la hu­
manidad. Concebido subjetivamente, cualquier concepto del costo
tiene que perder su identidad en un mundo de alternativas y de
posibilidades, en el que cada faceta de las alternativas es una utilidad
y la otra un “sacrificio” o “costo de oportunidad”, en tanto q re la

21 M arshall adm itía, sin em bargo, que n o había m otivo para suponer que
la relación del costo real en dos casos fuese idén tica a la relación de sus m edi­
ciones en dinero, ni siquiera para suponer (co m o y a nosotros lo hicim os n o tar)
que debería atribuirse algún significado a una cantidad de “ costo real” . (F o itn ish tlv
R eview , 1 8 7 6 , pp. 5 9 6 -9 7 .)
22 F orm alm ente puede distinguirse de la do ctrina del “ costo de oportu nidad ",
en los térm inos de su form ulación ordinaria, en la m edida en que éste representa
norm alm ente la oferta de factores de producción com o cantidades determ inadas
m ientras que la teoría del costo real sostiene que la oferta de ellos es (e n p a rte )
una función de sus precios (y de ahí que tengan ‘‘un precio de oferta” ) . P ero
en ninguno de los dos casos se sigue postulando una causa m ás fundam ental de su
oferta o de su no o ferta (en la form a de un costo real que "inevitablem ente”
requiere una retrib u ció n ).
* N om bre con el cual se designa en Inglaterra al hom bre rico . [T .]
LA TENDENCIA DE LA ECONOMÍA MODERNA 105

desutilidad no tiene significado a no ser el de una utilidad que se


renuncia.
Supongamos, sin embargo, una pérdida subjetiva o una pena apa­
rejada al simple acto de la posposición. Aun así, no parece haber
ninguna razón convincente para identificar el costo real con la ob­
tención del interés, para suponer (excepto en un sentido tan su­
perficial que le quita todo significado) que la incidencia del costo
tiene lugar sobre la clase social cuyos ingresos están constituidos por
los intereses. La razón que habitualmente se da para defender esta
identificación es la de que los que reciben los intereses son los que to­
man la decisión inmediata de la que depende el acto de “ahorro” . No
obstante, hoy día ya es un lugar común el de que la habilidad para
ahorrar (en la forma de un ingreso de cierta magnitud) es el factor
más importante para determinar el volumen del ahorro, si bien con
harta frecuencia aquellos que sostienen que es el rico quien soporta
la carga de la abstinencia, son los que con más vigor afirman que si
los ingresos fueran distribuidos menos desigualmente y se aumentara
el consumo del pobre, la acumulación del capital declinaría. Si esto
último fuera cierto, habría que concluir que la incidencia final del
costo del ahorro la soporta no el rico, sino el consumo restringido
del pobre, que es lo único que permite la obtención de altos ingresos
de los cuales proviene la mayor aportación para la inversión. Si tratá­
ramos de determinar el resultado de la inversión en una economía
socialista igualitaria, no tendríamos dudas respecto a la respuesta: di­
ríamos que uno de sus resultados sería la restricción relativa del con­
sumo presente, cuya incidencia sería uniforme sobre la comunidad
en general. No obstante, en la sociedad dividida en clases de hoy día
los propagandistas de las teorías de la abstinencia, nos quieren hacer
creer que la restricción del consumo presente, consecuencia de la
inversión, recae sobre los ricos y no sobre los pobres, de cuyo con­
sumo restringido depende la enorme habilidad de ahorrar de los pri­
meros. Si acaso pudiera sostenerse que la abstinencia constituye un
“costo real” habría que concluir que quien la practica es el prole­
tariado que no recibe recompensa por sus penas, más bien que el
capitalista que obtiene un interés como precio de la restricción del
consumo de otros. Afirmar lo contrario es aceptar la culpa de argu­
mentar con un círculo vicioso, al suponer que el ingreso del capi­
talista es, en cierto sentido, “natural” o “inevitable” para demostrar
que la parte que invierte de su ingreso es el resultado único de su
abstinencia individual al privarse de hacer lo que más le agrada.
Además de estas dificultades fundamentales de la noción subjetiva
del costo real, hay otra razón por la que cualquier teoría-costo de este
tipo es incapaz de explicar el interés como un fenómeno concreto del
mundo exterior. La acumulación de capital en el mundo de la rea­
lidad es un proceso continuo y en él la producción no se realiza con
un volumen constante de capital cuya remuneración o interés se
halle en “equilibrio” con un cierto “precio de oferta de la espera” .
106 LA TENDENCIA DE LA ECONOM ÍA MODERNA

Sí realmente existiera tal equilibrio, entonces no podría haber nuevas


acumulaciones de capital. D e ahí que el elemento “excedente” del
interés, aun en el sentido restringido en el cual se emplea el término
“excedente del capitalista”, es, en realidad, mucho mayor de lo que
la teoría de Marshall lo representa: para cualquier volumen de ca­
pital ni siquiera existe una igualdad entre la remuneración de ese
capital y el “precio de oferta de la espera” en el margen.23
E n la teoría del interés de Bohm-Bawerk no existen ni estas am­
bigüedades ni estas dificultades especiales. Explícitamente abandonó
todo intento de explicar al valor en términos de costo. Para Bohm-
Bawerk el costo fue siempre un elemento determinado, no determi­
nante, que representa simplemente un costo de oportunidad o una al­
ternativa desplazada, y que depende de la fuerza de las demandas
concurrentes. De ese modo el costo se retrotraía, en última instancia,
a la demanda y a la utilidad. Bohm-Bawerk, por consiguiente, no se
ocupaba de lo que él consideraba, en esa forma, la cuestión sin sen­
tido de si en la oferta de capital había implícito un costo real sub­
jetivo. De lo que se ocupó solamente fue, por una parte, de la cues­
tión de si el acto de posponer el consumo (es decir, de la elección
a través del tiempo), tenía alguna peculiaridad que hiciera que una
cantidad dada de utilidad presente fuera considerada generalmente
como equivalente de una cantidad mayor de utilidad futura; y, por
otra parte, de si el factor tiempo tenía algún significado para la pro­
ductividad del trabajo. Concluía que las elecciones a través del tiem­
po, teniendo la peculiaridad de ser un resultado de la indecisión de
la voluntad, característica psicológica general de los seres humanos,
hacía que los objetos y los sucesos distantes en el tiempo siempre
fueran descontados cuando se equilibran subjetivamente con objetos
y acontecimientos equivalentes que se encuentran más a mano. Con­
cluía, además, que el tiempo tiene un significado para la producción
en el sentido de que el trabajo aplicado a procesos productivos que
requieren tiempo (métodos de producción prolongados, largos o in­
directos) por lo general es más productivo que el trabajo directamente
aplicado a la producción inmediata. Estas dos influencias son las que

23 V e t F . P . R atnsey: si el tipo de interés es superior al tipo d e 'd e scu e n to del


futuro, “no habrá equilibrio, sino ahorro, y puesto que no pueden ahorrarse grandes
cantidades en corto tiem po, pasarán siglos antes d e alcanzarlo y h asta es posible
que nunca llegue a alcanzarse, sino que sólo nos aproxim em os a él asin tó ticam en te. . .
V em o s, pues, que el tipo de interés está regido, principalm ente, p o r e l precio de
dem anda y puede exced er considerablem ente la recom pensa necesaria para incitar
la abstinencia” . ( “A M athem atical T heory o f Saving” , en T h e E c o n o m ic Journal,
de diciem bre de 1 9 2 8 , p. 5 5 6 .) V e r tam bién Pigou, E e o n o m ies o f Stationary States,
pp . 2 5 9 -6 0 . N aturalm ente, hay un equilibrio en el m argen; pero sólo se aplica a las
nuevas inversiones, ya que el ingreso corriente lo absorbe "e l ahorro” hasta que
se logra el equilibrio (en el m argen) entre los gastos presentes restringidos y el
ingreso futuro anticipado (d esco n tad o ). E sto es lo que el profesor Pigou llam a
“ un equilibrio subordinado” . P ero nunca hay una igualdad en tre el interés que
ordinariam ente se recibe y el “ precio m arginal de la oferta” del volum en existente
de capital; si la hubiera no habría nuevas inversiones.
LA TENDENCIA DE LA ECONOMÍA MODERNA 107

principalmente dan origen al hecho de que un mercado competitivo


siempre otorgue una prima a los bienes presentes sobre los futuros,
tanto porque los primeros son m ás. estimados y, por consiguiente,
de más valor, como porque la posesión de bienes en el presente (por
ejemplo, la subsistencia de los trabajadores) permite emplear la mano
de obra en procesos indirectos de producción de los que se obtiene
una producción mayor de la que se obtiene del trabajo empleado en
períodos cortos para la producción inmediata y corriente. Uno de los
factores opera del lado de la oferta y el otro del lado de la demanda,
para establecer un descuento permanente, ceterís paribus, del precio
“futuro” de cualquier cosa sobre su precio “presente” (spot price)
Esta prima o agio sobre los bienes presentes es el fenómeno del
interés que dio origen al problema de la “plusvalía”. No ha sido la
“previsión humana”, como dice Marshall, sino la fragilidad de la pre­
visión ordinaria del hombre — o lo que el profesor Pigou ha des­
crito tan atinadamente como una deficiencia de la facultad telescó­
pica—• es la que explica el misterio que ha tenido perplejos a los
economistas durante medio siglo.
Difícilmente puede negarse que esta ingeniosa teoría contiene
elementos positivos que aclaran, descriptiva y analíticamente, ciertos
aspectos del proceso de acumulación del capital. Aun cuando el tiem­
po o la duración (roundaboutness) no es la única, ni siquiera la con­
dición más importante de la productividad de los procesos técnicos,
es, evidentemente, un elemento importante; y puesto que el tiempo es
irrevertible, la duración o dimensión de los diferentes procesos pro­
ductivos adquieren una importancia particular para determinar el or­
den en que se adoptan sucesivamente esos procesos. Por otra parte,
el concepto de “trabajo acumulado”, representado por un periodo de
tiempo adicional (el lapso durante el cual se acumula), era un obje­
tivo independiente de la teoría subjetiva del valor, en el cual se había
encuadrado el resto de la teoría. Pero vista en su conjunto, como
explicación de la plusvalía, la teoría dependía para su validez de la
teoría subjetiva del valor de la cual era simplemente una parte y una
aplicación particular. Aceptada la validez de esta más amplia teoría,
su propia validez parecía hallarse implícita, puesto que demostraba
que el interés es simplemente el producto de una estimación sub­
jetiva general como lo es cualquier otro valor, en este caso, una esti­
mación subjetiva de las cosas separadas por el tiempo. Si la primera
era válida como una explicación general del valor, también lo era la
última como una explicación de un valor particular; si, por el con­
trario, la primera no era válida, tampoco lo era la última.24
24 C ierto , Bdhm -Baw erk sostenía que cada uno de los factores exam inados por
él era suficiente, p o r sí m ism o, para explicar el fenóm eno del interés. P o r esta
razón podría sostenerse que su teo ría no dependía de la teoría subjetiva del valor,
puesto que la subestim ación subjetiva del futuro es sólo una de las razones de la
existencia del interés. Sin la influencia de este factor subjetivo, sin em bargo,
la sim ple “superioridad técn ica de los m étodos indirectos” sería visiblem ente inca­
paz; de explicar el interés co m o u n fenóm eno perm anente y, por tan to , com o una
108 LA TENDENCIA DE LA ECONOM ÍA yO D ERN A

Sin embargo, después de esta crítica tan impresionante de las


teorías anteriores del interés, es extraño que la debilidad de la suya
y su incapacidad para resolver cuestiones esenciales, haya pasado des­
apercibida para su autor. Pero lo particularmente extraño es que haya
creído haber encontrado una solución adecuada al problema tal como
lo planteó Marx, y con ello, una refutación a la solución que éste le
dio. ¿Cómo explica esta teoría el fenómeno del interés? Desde luego
en un sentido que difícilmente permite asimilarlo al salario, ya sea
por su origen o por la forma de su determinación o por su “necesidad”
universal como una categoría del ingreso. Equivale a una 'explicación
en términos de escasez relativa, o de aplicación limitada, del traba­
jo desarrollado en usos particulares; esto es, en la forma de trabajo
acumulado incorporado en procesos técnicos que implican un largo
“período de producción” : una escasez que persiste debido a la miopía
de los seres humanos. Como resultado de este desarrollo a medias de
los recursos productivos, la propiedad del capital-dinero que en la
sociedad existente es el único medio para emprender procesos produc­
tivos prolongados, lleva aparejado el poder de obtener una renta por
esa escasez. Así como el terrateniente puede extraer el precio de una
escasez impuesta por la naturalza “objetiva”, así también el capi­
talista puede extraer el precio de una escasez impuesta por la natu­
raleza “subjetiva” del hombre. Si tenía algún significado establecer
esas analogías dentro de los limites de esta teoría, ¿no lo tenía,
acaso, establecerla entre el interés y la renta más bien que entre el
interés y los salarios? Como Ricardo y Marx, Bohm-Bawerk condenó
la insuficiencia de las explicaciones formuladas en términos de “oferta
y demanda”.25 ¿Pero acaso su teoría, confinada en lo esencial en el
limitado círculo de las relaciones de cambio entre factores de produc­
ción, independientemente de las relaciones sociales más importantes,
resultaba más apropiada para explicar los fenómenos? Es cierto que
introdujo en su teoría un supuesto muy importante acerca de la pro­
ducción: un hecho técnico, asociado a la dimensión del tiempo. Pero,
¿por qué escogió este hecho técnico aisladamente del resto y por qué
no tomó en cuenta las relaciones sociales que determinan el lugar
del hombre en la producción y su asociación a la técnica? E l factor
decisivo de la oferta de capital, de acuerdo con su teoría, es la
consecuencia necesaria de elem entos constantes del problem a económ ico. P o r sí
m ism a, su categoría n o es m ás elevada que la de cualquier o tra d e ¡as explicaciones
basadas en la productividad qu e el m ism o Bohm -B aw erk condenaba. L a m ayor pro­
ductividad de los “m étodos indirectos” no es suficiente para explicar por qu é el
trabajo aplicado a un uso particular produce una plusvalía, sin o tra razón adiciona]
que explique por qué la aplicación del trabajo a ese uso se halla restringida y, por
tanto, relativam ente escasa. P o d ría haber sido suficiente para explicar la plusvalía
com o un fenóm eno tem poral y transitorio atribuible al tiem po requerido para la
construcción de estos “m étodos indirectos” m ás productivos; pero no com o un
fenóm eno com patible co n u n com pleto equilibrio.
25 “Si cuando se pregunta a una persona qué es lo que determ ina un precio,
nos contesta que la oferta y la dem anda, 1o que nos ofrece es la cáscara, n o la
nuez.” (C apital e Interés, ob. c it.)
LA TENDENCIA DE LA ECONOMÍA MODERNA 109

subestimación subjetiva del futuro. No solamente es éste un factor


que no existe necesariamente fuera de una sociedad individualista y
cuya existencia, aun dentro de esa sociedad, ha sido negada por algu­
nos, sino que el grado de la subestimación subjetiva es, en sí mismo,
dependiente de la distribución del ingreso y, por lo tanto, de las
relaciones de clase de la sociedad. E l interés depende, por consiguien­
te, de estas últimas en un doble sentido: la magnitud de los ingresos
de la clase capitalista, en relación a sus niveles acostumbrados de con­
sumo, determina su actitud respecto al ahorro y a la inversión, en
tanto que la pobreza de las masas determina el precio a que se
hallan dispuestas a vender su fuerza-trabajo a cambio de un ingreso
inmediato. En consecuencia, el interés depende para su determinación
precisamente de la clase de relaciones e instituciones sociales histórica
y no universalmente determinadas. Fue de ellas de las que Marx se
ocupó. Como veremos en un capítulo posterior, en una sociedad
socialista no habría razón ni para la subestimación del futuro que da
origen al interés como fenómeno persistente, ni para la existencia del
interés como categoría de ingreso. Como solución al problema del in­
terés en un sentido pertinente para estas cuestiones, esta teoría es
ilusoria y vacía. Por otra parte, es imposible suponer que su autor
no tuvo la intención de sostener que su teoría, en este sentido, era
una solución más fundamental y que simplemente pretendía reunir
descriptivamente algunas de las variables importantes que cualquiera
explicación tendría que tomar en cuenta. En su Positive Theory o í
Capital, presenta explícitamente estos corolarios importantes de su
teoría: “la esencia del interés no es la explotación”, sino que, por
el contrario, es “un fenómeno enteramente normal, y, en realidad,
una necesidad económica”; es, además, “no una categoría accidental
‘histórico-legal’, que sólo existe en nuestra sociedad individualista y
capitalista”, sino que “no desaparecerá ni en un Estado socialista”.26
Pero en esta misma aplicación de la noción de utilidad surge una
extraña contradicción que nos coloca inmediatamente en la médula
del problema de la teoría subjetiva del valor. Para que la utilidad
pueda ser un soporte suficientemente sólido de una teoría del valor,
aun formalmente considerada, es necesario concebirla como la expre­
sión de un aspecto bastante permanente de la psicología humana. Esto
no implica la necesidad de suponer que las preferencias humanas son
inalterables; basta que no sean tan contingentes y tan veleidosas
que llegue a ser muy discutible su independencia de otras variables
dentro del sistema que se proponen determinar.27 En la medida en
que la utilidad puede recibir un tratamiento hedonístico como una
26 p p . 361 y 3 7 1 .
2 7 E l profesor J. M . C lark expone su creencia diciendo que “ esta clase de
teorías adquiere significado en la m edida en que se vincula con una prem isa res­
pecto a cóm o se elige en la realidad''. (Essays in H onour of J. B . Ciarle, pp . 54 ss.)
Sin em bargo, para este propósito n o es suficiente precisar cóm o se hace la elec­
ción: es necesario establecer que el m od o de hacer la elección (o algunos elem entos
en ella im plícitos) es independiente del m ovim iento de los precios del m ercado.
110 LA TENDENCIA DE LA ECONOM IA MODERNA

“satisfacción” fundamental, puede sostenerse razonablemente, como


hemos visto, que llena esta condición. Podría sostenerse entonces
que un proceso de selección racional entre los objetos sujetos a elección
haría que la elección económica se ajustara a ciertos rasgos fundamen­
tales de la psicología humana. Aun cuando la traducción de esas elec­
ciones a la acción económica depende de la distribución del ingreso, las
elecciones reales mismas podrían ser consideradas como independientes
de los precios del'mercado. Pero si no se puede seguir vinculando “el
deseo” (la volición inmediata o el acto de elegir) con “la satis­
facción” (el hecho psicológico más fundamental), entonces la validez
del supuesto de independencia se torna muy discutible. ¿Por qué
no considerar tales “reacciones de la conducta” como permanente­
mente determinadas y modificadas por las condiciones del mercado
con que se enfrentan? Bohm-Bavverlc no pretende sostener que la
preferencia por bienes presentes, que es la base de su teoría del in­
terés, representa una “satisfacción” superior inherente a los bienes
presentes: unas vacaciones el año próximo nos darán tanta felicidad
como unas vacaciones dentro de un mes, sólo que las primeras apare­
cen más difusas en nuestra imaginación. Si preferimos el presente al
futuro, es sólo por una cuestión de imaginación, de racionalidad
defectuosa y de efímero deseo. E l profesor Pigou, por cierto, ha sin­
gularizado este caso de sobrestimación subjetiva de los bienes pre­
sentes como el ejemplo más importante en que “el deseo” y “la sa­
tisfacción” difieren en detrimento del bienestar económico. E n un
sentido muy directo, esta actitud subjetiva hacia el presente y el
futuro, depende — y no puede dejar de depender— de la estructura
de los precios del mercado, es decir, que varía claramente al parejo del
ingreso del individuo o de la clase de que se trata, puesto que esa
estructura condicionará el grado de urgencia de las necesidades pre­
sentes y la fuerza con que exciten y obsesionen la imaginación. Un
ejemplo de esto lo hallamos en el hecho de que un grupo o una
comunidad puede llegar a ser más y más pobre, debido a que, te­
niendo una mayor preferencia por el presente, llega a ser progre­
sivamente menos capaz de aprovisionarse para el futuro. Por tanto, en
términos de sus actitudes subjetivas, nada determinado puede pos­
tularse o predecirse. Por otra parte, esta actitud puede variar de
tantos modos y debido a tan numerosas influencias, que casi sus­
cita tantas dudas respecto de su universalidad como de su constancia.
Puede variar con la clase de mercancías ofrecidas en el mercado, y
con los métodos de venta. Puede variar, también, según que la per­
sona sea joven y fácilmente impresionable o de mayor experiencia.
Puede variar según que la persona haga su elección como individuo
aislado o iii loco parentis famiüae, o como persona colectiva en su
calidad de miembro de un colegio, de un club o de una compañía
comercial. Y ello no obstante, tratando de dar una solución al pro­
blema fundamental de la plusvalía, Bóhm-Bawerlc aplicó las nociones
subjetivas a un caso en que su debilidad y poca consistencia eran
LA TENDENCIA D E LA ECONOMÍA MODERNA . 111
más evidentes. Pero la poca consistencia que aquí se manifiesta es­
pecialmente sirve para atraer nuestra atención sobre un defecto ge­
neral a toda la estructura.
Cuando Bailey decía que el valor implicaba “una sensación o un
estado de la mente que se manifiesta en la determinación de la vo­
luntad”, expresaba una noción que para fines del siglo ya había de
figurar entretejida en todo un sistema. La teoría de la utilidad ex­
plicaba el valor de una mercancía y, por derivación, el de todos los
factores necesarios para producirla, en términos del servicio prestado
al satisfacer los deseos de los consumidores. Pero la relación no era
directa entre el valor y el agregado de servicios (o utilidad to ta l):
éstos se hallaban frecuentemente en relación inversa, como lo habían
observado los primeros economistas. La relación directa era entre
el valor y la utilidad en el margen, en tanto que el factor funda­
mental lo era el incremento de la satisfacción que se proporcionaba
a los consumidores por el incremento final o marginal de una oferta
dada. Una ama de casa cuyo propósito es la máxima satisfacción, lo
consigue distribuyendo su dinero en tal forma que la satisfacción
proporcionada por el último centavo gastado en cada dirección sea
igual, porque de no lograrse esta igualdad, habría ganado bastante
menos en una dirección y más en otra. Éste es un ejemplo de lo
que Jevons llamó el principio de la indiferencia. Pero de este principio
se desprende otro: el de que los precios de diversas mercancías en un
mercado deben estar en relación con sus utilidades marginales, es
decir, con las satisfacciones proporcionadas a los consumidores por
la unidad marginal o final de cada una de ellas. Si los precios no se
hallan en esa relación, los consumidores se aprovecharán pidiendo
más de algunas mercancías (de aquellas en las que la relación de la
utilidad marginal respecto al precio sea relativamente alta) y menos
de otras (de aquellas en las que esa relación sea relativamente baja),
hasta que se logre el equilibrio.
Pero esto deja en pie una cuestión: ¿qué es lo que fija la posición
misma del margen? La respuesta es que ésta es fija por la oferta dis­
ponible, lo que, a su vez, da lugar a otro nuevo problema: ¿qué es
lo que determina el límite de la oferta? Si la oferta de todas las cosas
fuera ilimitada, no habría deseos insatisfechos, ni utilidad marginal,
ni precios. Por consiguiente, el precio sólo puede existir a causa de
las limitaciones impuestas a la oferta de las mercancías por la limi­
tación de los factores de producción necesarios para producirlas, una
limitación que se expresa en forma de costos.
Existen dos variantes de la teoría subjetiva del valor que corres­
ponden a la idea que se tiene acerca de cómo se determinan esas
limitaciones. Por una parte, la escuela austríaca daba por sentado
que dentro de un conjunto dado de condiciones, la oferta de esos
factores productivos es fija.28 Estando limitados por una escasez inal­
28 E stricta m en te h ablan do, ios austríacos no daban, n i necesitaban d ar p o r
sentado, qu e la o ferta de lo s factores básico s de la producción fuera in alterable,
la t e n d e n c ia de la e c o n o m ía m o d ern a
112
terable (en el momento), estos factores, como cualquier mercancía,
adquieren un precio igual al servicio marginal que prestan a la pro­
ducción. Dichos precios no son sino los elementos constitutivos del
costo. Por otra parte, Jevons y Marshall sostenían que (con excepción
de los recursos naturales) la oferta de estos factores fundamentales de
la producción puede variar; pero que su variación se halla condicio­
nada por la desutilídad o el “esfuerzo y sacrificio”, que cuesta su
creación. De ahí que, en equilibrio, tengan que recibir un precio
equivalente a la desutilidad (en el margen) que supone su oferta.
Como decía Jevons: “el costo de producción determina la oferta;
la oferta determina el grado final de utilidad (o ‘utilidad marginal’ );
el grado final de utilidad determina el valor”; a lo que agregaba: “el
trabajo determina el valor, pero sólo de una manera indirecta al
variar la utilidad de una mercancía debido a un aumento o limitación
de la oferta”.29 Pareto ha sintetizado esta noción diciendo que el valor
es la resultante de un conflicto entre los deseos y los obstáculos
que impiden su plena satisfacción. Pero las últimas determinantes
de ambos grupos de fuerzas — ambas hojas de las tijeras, en la frase de
Marshall— , son consideradas como de naturaleza subjetiva, producto
de estados mentales.
Esta estructura parece descansar en un supuesto fundamental: el
de que la voluntad individual es autónoma e independiente en el sen­
tido de que no está sujeta a la influencia de las relaciones del mercado
en que interviene el individuo, ni de las relaciones sociales de que es
parte. Naturalmente, nadie puede negar, por lo menos, alguna in­
fluencia de esta clase. Si es insignificante y se reduce a unos cuantos
casos especiales, puede aceptarse sin dificultad y sin negar la legi­
timidad de considerar la voluntad humana y sus características como
determinantes de las relaciones económicas: pero si la influencia de
la interacción social es considerable, la validez del supuesto se tam­
balea, y este tratamiento atomístico necesariamente se derrumba. No
sólo es probable que al tratar de pasar de lo individual al conjunto
se caiga en falacia de composición, sino que los estados de la volun­
tad o de la mente no podrán ser considerados como “variables inde­
pendientes” en la determinación de los hechos.
Sin duda, ese supuesto parecía completamente natural en un siglo
de individualismo, y puede parecerlo así, hoy día, al burgués aislada­
mente considerado, orgulloso y ufano de su independencia exenta
de influencias y ligas sociales. Pero un análisis menos superficial de
la estructura de la sociedad mostrará el sinnúmero de modos en que la
voluntad individual, lejos de ser autónoma e independiente, se halla
modelada continuamente por las complejas relaciones sociales y eco­
nómicas en que interviene. E n primer lugar, la naturaleza real de las
preferencias del individuo, lo mismo que la forma en que las traduce

sino únicam ente que la cantidad de ellos se hallaba determ inada por condiciones
ajenas al m ercado y que, p o r tan to , podían ser consideradas co m o independientes.
29 T h e o iy o f P o lítica/ E co n o m y , p. 16 5 .
LA TENDENCIA DE LA ECONOMÍA MODERNA 113

en dinero, quedan sujetas a la influencia de su posición dentro de


la sociedad y a la del ingreso que recibe. Por ejemplo: su prefe­
rencia por el presente en oposición al futuro, como lo hemos visto,
o su preferencia por el descanso en oposición a las mercancías y,
por consiguiente, el “sacrificio” en que incurre al tener que trabajar
o ahorrar, dependerá de su ingreso, con el resultado circular de que
la naturaleza de los costos fundamentales que afectan el valor de las
mercancías y la remuneración de los factores de la producción estarán
determinadas, a su vez, por la distribución del ingreso. Un hombre
desprovisto de tierras estimará el “sacrificio” o “desutilidad” que
supone alquilar su trabajo en mucho menos de lo que lo estima un
campesino dueño de una parcela y de instrumentos de producción,
puesto que la pobreza del primero le hace atribuir una valoración
subjetiva menor a su trabajo en términos de los artículos necesarios
para la vida. Lo mismo acontecerá cuando se trate de trabajadores
organizados en sindicato en contraste con los trabajadores desorga­
nizados y con un nivel de vida tradicionalmente bajo. Por consi­
guiente, la postulación de cualesquiera valores normales, requiere la
postulación previa de una cierta distribución de los ingresos y, por
tanto, de una cierta estructura de clases. Dar una forma precisa a
las relaciones de cambio de una sociedad determinada requiere, no
simplemente la disposición mental de un individuo abstracto, sino
también el complejo de instituciones y de relaciones sociales de las
cuales el individuo concreto es una parte. Tras la búsqueda de una
generalidad espuria, esos factores “se consideran dados” en la teoría
moderna del valor; en un sentido formal se está en libertad de su­
poner lo que se quiera acerca de ellos. En el mejor de los casos,
esto equivale a formular las leyes de la física y de la astronomía sin
la “constante de la gravitación” . Pero en la práctica, se comete un
error más positivo cuando se considera que en los términos que se
halla formulado el supuesto, es una descripción de la sociedad eco­
nómica real. Como una descripción positiva es falsa por su misma
parcialidad, ya que implica que los fenómenos económicos se hallan
regidos por una serie de relaciones contractuales libremente contraídas
por una comunidad compuesta de individuos independientes, cada
uno de los cuales sabe bien lo que desea y tiene acceso a, y cono­
cimiento de, todas las alternativas posibles. Y como en la premisa,
por arte de magia, se ha puesto armonía, armonía se encuentra tam­
bién en la conclusión.
Puede sostenerse, sin embargo, como ya hemos dicho, que los
elementos esenciales que intervienen en las elecciones humanas son
susceptibles de ser postulados independientemente de la distribución
del ingreso y de la posición social del individuo. Las células de las
preferencias — las “curvas de indiferencia” fundamentales de Pareto—
no se hallan afectadas por la situación del individuo, ya esté ham­
briento o satisfecho, ya sea rico o pobre. Por consiguiente, las acti­
tudes subjetivas, por lo menos en este sentido, pueden ser postuladas
114 LA TENDENCIA DE LA ECONOM ÍA MODERNA

como bases independientes para una determinación del problema del


valor. Pero ante todo debe hacerse notar que, aun cuando esto sea
así, esos factores no bastan, por sí mismos, para determinar el pro­
blema, y que se requiere postular algo más respecto a la posición
del individuo si hemos de saber en qué forma tendrán que tradu­
cirse estas actitudes básicas en elecciones y demandas reales, es decir,
qué clase de curvas de la demanda se construyen con apoyo en un
conjunto dado de curvas de indiferencia.30 E n segundo lugar debe
decirse que estas actitudes mentales básicas son precisamente las
que parece imposible postular cuando se carece de una definición
hedonística de la utilidad o de un supuesto semejante. D e otra ma­
nera ¿qué significado podría darse a estas cédulas de preferencias que
definen la actitud del individuo frente a cualquier grupo concebible
de alternativas, ya sea que haya experimentado estas alternativas o no?
¿Nos dirían esas cédulas de preferencias, escritas quizá en algún
lugar de la mente, si pudiéramos descubrirlas por introspección, cómo
valorizaría el millonario el descanso y el ingreso si llegara a conver­
tirse en un mendigo, o cómo se conduciría uno de esos que reciben
el socorro oficial si súbitamente adquiriese una fortuna? Si, como
suponían las primitivas nociones de la utilidad, los “deseos” que
provocan actos inmediatos de elección coinciden con una “satisfac­
ción” algo más fundamental proporcionada por el objeto elegido,
es probable, entonces, que pudiera .darse un significado al supuesto
de un conjunto constante de actitudes mentales de esta clase. Pero si
los “deseos” difieren de las “satisfacciones”, éstas, aun cuando exis­
tan, no regirán la conducta y su importancia para el problema eco­
nómico será escasa. Ahora bien, si se consideran los “deseos” aisla­
damente, separados de las raíces más profundas que puedan o no
tener, no es posible sostener que ostentan semejante constancia o
independencia.
Ésto nos conduce de la mano a una segunda razón contra el su­
puesto de que la voluntad individual es independiente: la influencia
de lo convencional y de la propaganda. Ambos factores, a juzgar
por la poderosa influencia que tan evidentemente ejercen sobre los
actos de elección, parecen ser los responsables de una divergencia
considerablemente mayor entre “deseo” y “satisfacción” de la que
tradicionalmente han admitido los economistas. Dentro del primero
deben incluirse todas aquellas complejas influencias que ejercen en
el individuo los deseos y los gustos de otros, incluyendo la que
ejerce el nivel de clase y la emulación social sobre los cuales llamó
30 É ste es, sim plem ente, un ejem plo del h ech o , expresado en el fam oso caso
de trueque de M arshall, de que, dado un sistem a d e curvas de indiferencia, es
necesario postular la posición del plano desde el cual cada individuo com ienza
a realizar transacciones d e cam bio, antes de que se puedan construir las curvas
reales de la dem anda (o las de la o ferta) que habrán de configurar el curso
de la operación. M arshall define esta posición en térm inos de las existencias de
cada m ercancía; pero el principio tien e una m ás am plia aplicación que la restringida
a este simple caso.
LA TENDENCIA DE LA ECONOMÍA MODERNA 115

tan vigorosamente la atención Thorstein Veblen. Dentro del segundo


deben incluirse todos aquellos medios de publicidad y de sugestión
para la venta, que han llegado a constituir una característica tan des­
tacada de nuestra época. Su éxito depende de su capacidad para
moldear y despertar el deseo; y en la medida en que tienen éxito,
la elección de los consumidores se convierte en una variable depen­
diente de la acción de los productores. Además, los deseos de los
consumidores se hallan expuestos, evidentemente, a la influencia de
las sugestiones en las formas más variadas. La mera existencia de una
oferta, convenientemente presentada a la mirada del público, puede
despertar un deseo que no existía antes; el volumen y la sagacidad
de la propaganda de los vendedores pueden ser decisivos para de­
terminar si por Navidad hay que regalar libros, o guantes, o pañuelos,
o sombrillas; si la dieta debe componerse principalmente de plátanos,
de pescado o de leche; si debe preferirse para veranear “la región
más seca de Inglaterra” o Comish Riviera. Cuando la propaganda lo­
gra influir sobre los convencionalismos de grupos sociales, el maridaje
de estas influencias puede ejercer un redoblado poder sobre las eleccio­
nes que hacen los individuos, como lo demuestra ampliamente la
esclavitud de la moda, en donde menos que en cualquier otro caso
puede decirse que el individuo sea dueño de su voluntad. En la es­
fera del comercio internacional, puede advertirse hoy día la influencia
creciente, directa e indirecta, de la propaganda sobre la demanda. Las
campañas de “compre productos ingleses”, “compre productos del
Imperio”, “compre productos alemanes”, determinan las preferencias
de los consumidores que quizá habrían sido otras de no existir esas
campañas. Una poderosa influencia económica, aunque menosprecia­
da, es la divulgación de las culturas nacionales más allá de sus fron­
teras, para cultivar el gusto por aquellas cosas que figuran prominente­
mente en los hábitos de consumo de la nación debido a la especial
facilidad de que gozan para producirlas. Cuando se toma en cuenta
toda la amplitud de estas influencias en el mundo de hoy día,
difícilmente puede dudarse de que son un factor importante para
la determinación de la demanda en el caso de casi todas las mercan­
cías, excepto la de los artículos que satisfacen las necesidades de
alimentación y abrigo.
La influencia de lo convencional tampoco puede considerarse
como de importancia secundaria. E l gusto humano, más allá del ni­
vel más primitivo, se ha desarrollado evidentemente a través de un
proceso de educación en el cual la costumbre y lo convencional han
jugado un papel principal, junto con otros factores del medio ambien­
te social. Lo que puede considerarse, cuando más, como innato al
estado “natural” del individuo, son ciertos deseos primarios, o ten­
dencias, de una categoría no muy diferenciada. E n la historia de cada
individuo, la configuración precisa de esa compleja escala de prefe­
rencias (aun suponiendo que exista semejante entidad) con la que
se supone que entra a la vida adulta, es un resultado evidente de la
116 LA TENDENCIA DE LA ECONOM ÍA MODERNA

influencia de la sociedad que lo rodea, la cual queda sujeta poste­


riormente a continuas modificaciones atribuibles a esa influencia.
Cuando la seda artificial llega a ser barata, toda obrera encuentra que
las medias de seda son un elemento necesario de su vida porque
otras las usan. E l vestido hecho “a la medida” se convierte en una
necesidad del caballero, a tal grado que sin él se sentiría privado
de una gran satisfacción debido a que una época de la vida se
halla convencionalmente sellada por un estilo determinado de trajes.
La mayor parte de los gastos en decoración interior, en muebles y
en diversiones, están evidentemente controlados por las imposiciones
de ciertas normas sociales. La gente toma té o cocktails por la tarde
y se sentiría privada de satisfacción si, individualmente, tuvieran que
abstenerse de ello. Los hombres disfrutan de la austera incomodidad
de una camisa dura o de un cuello almidonado, porque la imitación
lo impone. Sus mujeres coleccionan objetos de plata para la vitrina
y, hace algunos años, cortinas de muselina, palmas o aspidistras para
el salón como símbolos de respetabilidad burguesa. Con frecuencia
se desea un automóvil, tanto por la posición social que revela, como
por el servicio que presta. Hace algunos años se discutió en las pági­
nas de Economica si podía atribuirse algún significado a “la utili­
dad total” de los zapatos, medida en términos de lo que un gen fie­
man pagaría si se viere obligado a ello — quizás 10, 20 o 30 libras
esterlinas— , antes que ir descalzo a su oficina o a su club. Se llegó
a la conclusión de que el problema no tenía sentido puesto que, si el
par de zapatos tuviera un precio universal de 10 libras esterlinas o
más, nadie, a excepción de los muy ricos, podrían usarlos, en tanto
que el término medio de las personas no verían mal usar sandalias y
hasta ir descalzas siempre que todos sus vecinos e iguales acostum­
braran hacer lo mismo.
Que había la intención de tomar este supuesto de la voluntad
individual autónoma, independiente de las relaciones sociales, como
una descripción de la sociedad económica, queda evidenciado por un
significativo corolario implícito en la teoría de la utilidad. Y el celo
manifiesto con que se subrayaba este corolario nos revela qué lejos
se hallaba de ser una inocente obsesión apologética la elección de
supuestos que hacían los economistas. Este corolario, que consistía en
demostrar que un régimen de libre cambio logra el máximo de uti­
lidad pata todas las partes, fue proclamado como un refuerzo decisivo
del laissez íaiie. E l argumento era bueno, dados sus velados supues­
tos, y aun hoy día, cuando se ha demostrado frecuentemente parte
de su falacia, parece que se resiste a morir y continuamente reaparece
con un nuevo disfraz. La forma más clara de demostrar su justifica­
ción es recurrir al caso simplificado de cambio entre dos vendedores
de dos mercancías, A y B , que se desprende como una versión alter­
nativa del principio al que ya nos referimos arriba, según el cual el
cambio entre ellos continuará hasta llegar a un tipo de cambio en
el que la utilidad de ambas mercancías (la cantidad de mercancía
LA TENDENCIA DE LA ECONOMÍA MODERNA 117

de que uno se desprende y la cantidad de mercancía que se adquiere)


sea igual para cada una de las dos partes. Hasta este momento cada
parte obtiene una utilidad mayor de la que se desprende al continuar
el cambio de A por B. Más allá, cualquier cambio privará a una o a
las dos partes de una utilidad mayor de la que adquiere y, conse­
c u e n t e m e n t e , no puede haber tipo de cambio que satisfaga a las dos.
E l punto de equilibrio del trueque — el tipo de cambio que se esta­
blecería en un mercado abierto— estará, por consiguiente, en el
punto (como dice Jevons) en que “ambas partes queden satisfechas”
y en el que “cada una de las partes haya obtenido todo el beneficio
que es posible” . Si ese precio es el que proporciona mayor beneficio a
cada una de las partes, debe ser, en consecuencia, el que proporcio­
na mayor beneficio a todos: los precios establecidos dentro de las
condiciones de un mercado abierto aumentan la utilidad a su máxi­
mo para todas las partes que intervienen. Este corolario más bien
implícita que explícitamente enunciado en la presentación de la teoría
de Jevons, k> subrayan más vigorosamente Walras y Pareto, Auspitz
y Lieben, en su R echeiche sur la T héoiie du Prix.31
Alguna duda debe de haberse suscitado respecto al significado de
ese máximo cuando la discusión subsiguiente dilucidó el hecho
de que había, no uno, sino varios tipos de cambio en que esta condi­
ción (la igual utilidad de ambas mercancías para cada una de las
partes) quedaba satisfecha. E n las simples condiciones del trueque
citado por Jevons, el equilibrio podía establecerse en cualesquiera de
estos puntos, de acuerdo con lo cual las partes obtenían la ventaja
en las fases preliminares de la operación; en la inteligencia de que
cualesquiera de estos puntos podía igualmente ser la posición de “satis­
facción” . Pero cualesquiera de estas posiciones de “satisfacción” evi­
dentemente son relativas respecto a la situación del individuo en el
momento en que se realiza la operación. En cualquier situación dada,
los recursos y la elección de alternativas que se ofrecen al individuo
son restringidos, y en una sociedad capitalista, aún más restrin­
gidos por las condiciones de la clase a la cual pertenece el indivi­
duo. E n esta situación dada en que se encuentra el individuo, pue­
de haber un camino compatible con su mayor ventaja, y ése será
el que le convenga seguir. Ahora bien, ese camino está determinado
por circunstancias externas; pero habría seguido uno distinto de
haber sido otra la situación. Un máximo relativo de esta clase sólo
puede aproximarse a un máximum maximoium, dotado de un sig­
nificado absoluto, en el supuesto de que cada individuo tuviera
a su disposición una amplia esfera de oportunidades, y de poder
tomar el camino después de haber pesado y estimado el resto de las
alternativas existentes. Y esto es lo que no puede decirse de la so­

31 E l interés de W alras p o r la teoría económ ica parece haber sido estim ulado,
en realidad, por un a discusión con un sansimoniano y por el deseo de proporcionar
una prueba simple de que el libre cam bio en un m ercado concurrente proporciona
el resultado óptim o. (V e r W ick sell, Lectures, vol. I , pp. 7 5 -7 4 .)
118 LA TENDENCIA DE LA ECONOM ÍA MODERNA

ciedad capitalista; y es la falta de este postulado, más aún, la exis­


tencia de otro totalmente contrario, el de la división de clases, lo
que constituye el punto de partida necesario para comprender el
carácter específico de la sociedad capitalista. Y , sin embargo, ése
fue precisamente el postulado que introdujeron ilícitamente los pro­
genitores de la escuela de la utilidad. Que el postulado está destinado
todavía a pasar inadvertido lo revela el hecho de que hasta hoy
es el que apoya tácitamente la mayor parte de las comparaciones de
los efectos de un régimen de libre concurrencia y los de un régimen
de monopolio, los de un régimen capitalista y los de un régimen so­
cialista, que se hacen en los tratados de economía.32
Conscientes de las dificultades de la concepción de la utilidad,
los economistas se han ido inclinando más y más en los últimos
años, o bien a abandonar ese concepto, o bien a definirlo nuevamen­
te en un sentido puramente empírico. Se postula el hecho empírico
de que los deseos individuales se manifiestan en elecciones que pue­
den ser observadas en un mercado, y tomando como datos esas elec­
ciones, se construyen ecuaciones para determinar los acontecimientos
económicos, independientemente de las raíces de esas elecciones, sean
psicológicas o sociales. Dentro de esta tendencia, Pareto, que princi­
pió usando el concepto de utilidad, más tarde lo abandonó por el
de ofeíímidad,33 y Cassel, que gustaba de hacer desfilar viejas ideas con
nuevos uniformes, abandonó la palabra para siempre. E l profesor
Robbins niega la posibilidad de comparar la utilidad que derivan dos
individuos (aunque visiblemente usa la negación para refutar ciertas
implicaciones de la ley de la utilidad marginal decreciente, por lo
que se refiere al perjuicio que ocasiona al bienestar económico el re­
parto desigual de la riqueza) y afirma que todo lo que la economía,
como “ciencia positiva”, puede suponer, es que cada individuo arre­
gla los objetos de su elección de acuerdo con una cierta escala de
preferencias.34 La economía se convierte en una especie de teoría
“cataléctica” en la cual “no existe una penumbra de aprobación. E l
equilibrio es el equilibrio” .33
Podría creerse que de lo que se trata es de eludir el problema
esencial, retirándose hacia un puro formalismo, y que la teoría, defi­
nida de este modo y, por ello, vacía de contenido real, ha alcanzado
32 E l profesor Pigou sostiene que "to d as las com paraciones en tre diferentes
im puestos y diferentes m onopolios qu e em piezan con un análisis d e sus efectos
sobre' el excedente de los consum idores, suponen tácitam en te que el precio-dem anda
es tam bién la m edida m onetaria d e la satisfacción” . (E c o n o m ics o f W e ífa re , p . 2 4 .)
V e r tam bién CoIIechVist E c o n o m ic P la nn in g, editado p o r H ayek.
33 V e r M a n u e l d ’É c o n o m ie P o litiqu e (ed . 1 9 0 9 ) , p. 1 5 7 .
34 Ensayo sobre ia naturaZeza y significación de la ciencia econ ó m ica , 2 * ed .,
M éxico , F .C .E ., pp . 1 8 5 ss., 1 9 5 1 . E l profesor R obbins re d a m a para la m oderna
teoría económ ica la superioridad sobre el sistem a ricardiano de que la prim era ‘ ‘se
detuvo en las estim aciones del m ercado sin llegar a las del i n d i v i d u o ...” (Ib id .,
página 4 4 .) ¿P ero no sería m ejor lam en tam os de que n o liaya avanzado m á s a llí
d e las estim aciones del individuo?
33 Ib id ., pp. 1 9 0 -1 9 1 .
LA TENDENCIA DE LA ECONOMÍA MODERNA 119

un nivel tal de abstracción que no le permite formular ningún juicio


importante sobre los asuntos de carácter práctico o, por lo menos,
sobre los problemas peculiares a un sistema particular de sociedad
económica. Si todo lo que se postula es simplemente que los hom­
bres eligen sin decir cómo eligen o qué es lo que determina su elec­
ción, la Economía no podría proporcionamos más que una especie
de álgebra de las elecciones humanas, nos indicaría ciertas formas
más o menos evidentes de las relaciones entre las elecciones; pero nos
diría muy poco respecto al modo como se desarrolla una situación
real. Por otra parte, si como ya hemos visto, la “cédula de la de­
manda” de los individuos no se concibe apoyada en algo más fun­
damental, no puede servir como soporte sólido para un sistema de
equilibrio del mercado. Si la demanda puede cambiar al soplo de cual­
quier viento sobre el mercado, como puede acontecer si no postula­
mos más que deseos empíricos ¿qué nos autoriza a suponer que tales
deseos no son íntegramente creaturas de los movimientos de los pre­
cios? Es más, si para esta teoría “el equilibrio sólo es equilibrio”, lo
único que nos procura es una mera definición generalizada del equi­
librio. Semejante esclarecimiento de definiciones quizá sea una tarea
extraordinariamente útil y hasta esencial, Pero ¿podrá damos algo
más que la cáscara vacía de una teoría de la Economía Política, con­
siderada como el estudio de los problemas de una sociedad económica
real y de la clase de problema que suscita? E n la primera edición de
su Ensayo, el profesor Robbins declaraba que los corolarios de la
teoría económica no dependen de la experiencia o de la historia, sino
que se hallan “implícitos en nuestra definición del objeto de la Cien­
cia Económica en su conjunto” : 36 declaración que parece caracteri­
zar suficientemente la teoría como un sistema de tautologías. En su
segunda edición, abandona esta confesión reveladora; y en su lugar
sostiene que la teoría económica no es “puramente formal” , que
descansa en postulados que son, ciertamente, generalizaciones ele­
mentales de todas y cada una de las actividades económicas y que
sus corolarios representan “conexiones necesarias” que, lejos de ser
de naturaleza “histórico-relativo”, son válidas para todos y cada uno de
los tipos de sociedad económica.37 Pero para muchos debe ser difícil
tranquilizarse con esta reformulación cuando se enteren de que el
débil substratum del hecho que sirve de soporte a estas leyes de apli­
cación universal reside simplemente en el postulado de las elecciones
individuales. La elección, por supuesto, no está confinada a 3a clase
de actividades que tradicionalmente se conocen como “económicas” .
Aquélla deja traslucir que se nos está dando una abstracción tan
30 Prim era edición en inglés de Ensayo sobre la naturaleza y significación d e
Ja ciencia econ ó m ica , p . 7 5 .
3T Ib id ., segunda edición, pp. 7 4 , 9 4 , 1 1 7 , M . D . H enderson tam bién ha
sostenido que la teoría económ ica postula leyes cuya validez es la m ism a, a pesar
del ir y venir de “ com erciantes aventureros, com pañías, trust, grem ios, gobiernos
y soviets” y que funcionan “bajo todos ellos” . (L as leyes d e la oferta y la de­
m anda, 2 ? ed ., p. 1 5 , M éxico , F o n d o de C ultura E con óm ica, 1 9 5 3 .)
la t e n d e n c ia de la e c o n o m ía m o d ern a
120

general, que abarca rasgos característicos comunes a cualquier clase


de actividad, humana. Esto lo admite francamente el profesor Rob-
bins. “Todo acto que requiere tiempo y medios escasos para lograr
un fin, supone la renuncia a usarlos para alcanzar otro fin. Por tanto,
ese acto tiene un aspecto económico.” 38 E l profesor von Mises es
aún más preciso: “Es ilegítimo considerar lo ‘económico’ como una
esfera definida de actividad humana que -puede delimitarse con toda
precisión de otras esferas de acción. La actividad económica es una
actividad racional. . . La esfera de la actividad económica es colin­
dante de la esfera de la acción racional.” 39 Los principios aquí enun­
ciados y sus “implicaciones inevitables” se refieren consecuentemente,
y sólo se refieren, a un aspecto de todas las clases de actividad humana:
a cocinar y dirigir la casa, al juego y a la diversión, a proyectar unas
vacaciones, al escoger entre ser filósofo o matemático, así como a lo
que generalmente se conoce como problemas específicos de la pro­
ducción y del cambio. Pero si esto es así — si los principios económicos
son reconocidamente una abstracción tan sutil de un aspecto, entre
todos, de las actividades humanas— , hay suficiente justificación para
dudar de si el carácter imperativo de los corolarios que es posible
derivar de esa teoría pueden ser de un elevado orden de importancia
para los problemas específicos a que dan origen las características
peculiares de este o aquel tipo de sociedad económica.
La búsqueda de definiciones lógicamente concisas del objeto de
un estudio, tan popular hoy día, generalmente es estéril, y llevada
al extremo, se traduce en vaciar las ideas de todo su contenido real
y en un dogmatismo árido y escolástico. Esta tendencia parece ser
el resultado, no simplemente de una moda pasajera, sino de un de­
fecto más fundamental. Lo que muchos evidentemente ignoran hoy
día es la lección que Marshall tuvo especial empeño en enseñar en el
principio hegeliano de la continuidad que reiteró en el clásico pre­
facio a la primera edición de sus Principios (en comparación con el
cual muchos trabajos económicos modernos parecen superficiales y
simplistas): 40 el de que en el mundo real no existen líneas divisorias

3S Ensayo so bre Ja naturaleza y significación de la ciencia económ ica, 2 ? ed.,


página 3 6 , 1 9 5 1 .
39 D ie G cm em w irtsch aít, tiad. inglesa, p. 1 2 4 .
40 "S i la obra tiene algún carácter especial particular, éste puede decirse que
consiste más bien en la im portancia que concede a esta aplicación del principio
de contin uidad. . . Siem pre se han sentido tentados los autores a clasificar los
bienes económ icos en grupos claram ente definidos, acerca de los cuales pudieran
sentarse cierto nú m ero de proposiciones breves y concisas, para satisfacer el deseo
de precisión lógica que alim enta el que estudia y la afición popular a los dogmas
que tienen aire de profundidad, sin dejar por ello de poder ser m anejados fácil­
m en te. Pero el caer en esa ten tació n , estableciendo líneas generales artificiales
allí donde la naturaleza no las ha puesto, parece haber causado m uch o daño. C u an to
m ás sencilla y absoluta sea una doctrina eco n ó m ica, tan to m ayor será la co n fu sión . . .
si las líneas divisorias a que se refiere no pueden encontrarse en la vida real.”
(Principios, to m o I , pp. 6 , 8 y 9 . E d . B ib lio teca de C u ita ra E c o n ó m ica .)
LA TENDENCIA DE LA ECONOMÍA MODERNA 121

precisas, como las hay en el pensamiento, y que la discontinuidad y la


continuidad inevitablemente se entrelazan. Es cierto, sin duda, que
en la obra de Marshall algunos aspectos de la continuidad recibieron
un énfasis exagerado y unilateral, y que en su lema: natura non facit
saltan , ese énfasis era conservador. Sin embargo, en comparación
con la mayor parte de los escritos modernos, su manera de abordar
los problemas intelectuales, por lo menos, tiene el sello de un rea­
lismo saludable: una virtud a la que, a mi modo de ver, puede
atribuirse mucho de lo que a sus críticos les ha parecido eclecticismo
y oscuridad, y la cual debe su origen a la circunstancia de que Marshall
disponía de un suficiente bagaje filosófico para apreciar el carácter
complejo de la relación entre las ideas abstractas y la realidad, y para
mantener sus pies bien puestos en la tierra. Sólo sacrificando seria­
mente la realidad pueden lograrse las definiciones precisas del tipo
de las que hoy están de moda. Es claro que cualquier definición rea­
lista de un estudio como el de la ciencia económica debe formularse
fundamentalmente en términos de los problemas concretos que cons­
tituyen su objeto (como en cualquier otra ciencia): la definición
debe hacerse por tipos más bien que por delimitación. La defini­
ción de la economía nos la debe dar la parte del mundo real de que se
ocupa, y las generalizaciones que crea, para ser adecuadas, deben
presentar las características esenciales de su esfera de acción real. Que
tenga éxito o no para lograr esta atinada mezcla de generalidad y rea­
lismo, es una cuestión de hecho: el culto por el epigrama para abs­
traer sólo ciertos aspectos de los hechos y guardarlos después como
reliquias, aislados del resto, puede lograr una apariencia de espléndida
generalización, sólo que a expensas de la realidad. La precisión quizá
sea el ingrediente más precioso del pensamiento y hasta el más esen­
cial, como lo es el filo para el cuchillo. Pero cuando el filo del
cuchillo y la exactitud de sus resultados se confunden, cuando la pre­
cisión se halla santificada como el fin del pensamiento y se convierte
en la piedra de toque de la verdad, entonces el pensamiento se achata
y se toma estéril, y las ideas, ya vacías, pierden toda sustancia vital.
Pero aun el más abstracto de los economistas, no sólo pretende
decimos que los seres humanos “escogen”, sino otras muchas cosas
más acerca del mundo real. Como dice el profesor Robbins, existen
“postulados subsidiarios” que, según él mismo lo admite (un tanto
a regañadientes), se “derivan de un examen de lo que con frecuencia
puede designarse legítimamente como material histórico-relativo” . La
.verdad parece ser que la Economía Política propiamente comienza
con estos “postulados subsidiarios” . De cualquier modo, de esos pos­
tulados dependen los corolarios realistas derivados por los economis­
tas. Menos que a nadie se podría reprochar al profesor Robbins por
un desprecio de las implicaciones prácticas de la teoría económica,
por más abstracta que sea su definición de esta última. Pero es pre­
cisamente con estos “postulados subsidiarios” con los que se intro­
ducen implícitamente esos supuestos acerca de la sociedad económica
122 LA TENDENCIA DE LA ECONOM ÍA MODERNA

que son tan sustancialmente parecidos a los de los primeros econo­


mistas: los de la autonomía e independencia de' la voluntad indivi­
dual. En efecto, la misma forma en que se expresan los postulados
abstractos acerca de las elecciones de los individuos, los convierte en
una descripción adulterada de las verdaderas fuerzas que controlan el
fenómeno económico en la sociedad capitalista, a menos que queden
radicalmente condicionados en cuanto se refiere a las relaciones so­
ciales que regulan las elecciones de los individuos y gracias a los cua­
les pueden diferenciarse las elecciones de las ciases en la sociedad
capitalista. La mera ausencia de ese condicionamiento quiere decir
que la afirmación de que los individuos escogen, tan pronto como
se concreta en la forma en que los individuos escogen en una forma
especial, se convierte en la afirmación falsa de que los individuos
escogen libiem ente, y que los hechos que son el resultado de estas
acciones individuales no están afectados por esas relaciones de produc­
ción fundamentales — relaciones de clase conectadas con la propiedad
económica—■que son las características distintivas de la sociedad capi­
talista. Los supuestos ocultos o velados son testarudos, y a pesar de
la esperanza de Wicksteed, de que la exposición matemática pudiera
servir como reactivo para “precipitar los supuestos contenidos en la
solución de la verbosidad de nuestras disquisiciones ordinarias”, la eco­
nomía cada vez más matemática de nuestra época todavía reposa
esencialmente sobre las mismas premisas fundamentales. La diferen­
cia, por lo que se refiere a su influencia apologética, estriba en que
la habilidad del prestigiador ha mejorado hoy día de tal manera,
que los corolarios a que llega después de mucha palabrería acerca
de la “neutralidad ética”, y con una gran elegancia técnica, dan la
impresión a su auditorio de haber sido creados a priori de principios
científicos de validez universal. Y , sin embargo, los supuestos secretos
están ahí todo el tiempo, implícitos en la propia formulación de la
cuestión. Y aunque la “utilidad”, ya pasada de moda, puede ser
proscrita del escenario, los deseos de un hombre que actúa libremente
siguen considerándose como los reguladores del mercado, en tanto
que esta “soberanía” (como recientemente la ha llamado un escri­
tor) 41 del consumidor autónomo sigue siendo la base de todas las
leyes que se postulan y de todas las predicciones que se hacen. Así
como los economistas habrán de seguir comparando la autonomía
del consumidor bajo el capitalismo, con el “autoritarismo económico”
de una economía socialista.42 La verdad es, por supuesto, que las

41 E l profesor W . H . H u tt, en S o u th A írican Journal o í E co n o m ics, m arzo


d e 1 9 3 4 , donde sostiene que el principio es fundam ental para la ciencia econó­
m ica. V e r tam bién su E c o n o m ists and t h e P u b lic, pp . 2 5 7 ss.
42 U n ejem plo particularm ente ingenuo d e esto ocurre en el siguiente pasaje:
"q u e el consum o del rico se asiente m ás pesadam ente en la balanza que el con­
sum o del p o b re. . . es, en sí m ism o, un resultado de la elección, puesto que en
un a sociedad capitalista la riqueza solam ente pu ede adquirirse y conservarse m edian­
te una actitud que corresponda a las exigencias d e los consum idores. A s! la riqueza
de prósperos negociantes siem pre es el resultado d e un plebiscito d e los consu-
LA TENDENCIA DE LA ECONOMÍA MODERNA 123

valoraciones del mercado bajo el capitalismo representan un alto


grado de autoritarismo. E ste supuesto que gobierna la economía sub­
jetiva de hoy día (y que la gobierna no simplemente en calidad de
un “supuesto adicional” incidental, sino en virtud de la propia for­
ma en que se plantea necesariamente todo el problema), es paralelo
a un supuesto semejante en que se sustenta la teoría tradicional de
la política y del Estado: la de que el Estado es la expresión de una
especie de voluntad general construida con la multitud de voluntades
autónomas de individuos libres e iguales. E n la esfera económica,
como en la política, los hechos de una sociedad dividida en clases
desmienten este cuadro idílico. Lo que es el poderío de la prensa
capitalista en un caso, lo es el del anunciante en el otro. Lo que es
la influencia de clase en uno, lo es el convencionalismo de clase en
el otro. En ambas esferas, las diferencias de posición, y la dependencia
económica del desposeído frente al poseedor, son los factores domi­
nantes. Por otra parte, en el terreno económico, la “pluralidad de
votos” (derecho que otorga más de un voto a determinadas personas)
es la regla, y no la excepción; y es una pluralidad que equivale a mil
o diez mil votos de una parte contra uno de la otra. Sin embargo, la
mayoría de los escritos económicos hablan del imperio del consumi­
dor como resultado de la existencia de un mercado, con una inge­
nuidad igual a la que se necesitaría para creer a Hitler cuando nos
habla de su Estado totalitario como producto de la voluntad popu­
lar, nada más porque hizo un plebiscito.
Como era de esperarse, es en la llamada teoría de la distribución
donde se encuentra la prueba más directa de conceptos abstractos
formulados con fines apologéticos. Difícilmente se exagera al decir
que la economía moderna no tiene una teoría de la distribución
acreedora de ese nombre, sin que con ello se quiera negar la exis­
tencia de algunas pretenciosas teorías que aspiran a ocupar ese ran­
go. La principal, entre todas, ha sido la teoría de la productividad
marginal. Lo que es instructivo en esta teoría, que ostenta más des­
tacadamente el sello del método matemático, es que ha prestado un
gran servicio práctico para responder a los críticos del sistema capita­
lista; y si bien hoy día se admite generalmente que la importancia
de la teoría, cuando se formula correctamente, es de carácter pura­
mente formal, ha sido usada y sigue usándose como una solución al
problema para el cual Marx formuló su teoría de la plusvalía y, por

m idores y , una vez adquirida, la riqueza sólo puede conservarse si se em plea en la


form a que los consum idores consideran la m ás benéfica para ellos" (M ises, op. c i t ,
p . 2 1 ) . Si en una com unidad en que la pluralidad de votos o el voto p o r dele­
gación estuvieran autorizados, un grupo de ambiciosos lograra reunir valiéndose
de todos los m edios, buenos y m alos, un a m ayoría, y en elecciones sucesivas
procediera a votar la conservación de la pluralidad de votos, es d e suponerse que
el profesor M ises consideraría este sistem a com o una sólida dem ocracia, puesto
que todo el proceso sería u n resultado de la elección y tendría que aprobar los
actos de los gobiernos autodesignados alegando que reflejaban las decisiones de un
plebiscito respecto a lo que es provechoso para la m ayoría.
124 LA t e n d e n c i a d e l a e c o n o m í a m o d e r n a

consiguiente, como una refutación o, por lo menos, como un buen


sustituto de esta última. La teoría de la productividad marginal es
un descendiente directo de las más viejas teorías de la productividad
del capital; aunque ya sin las imperfecciones más ostensibles de aqué­
llas, gracias a la aplicación del concepto de los incrementos diferen­
ciales a la “productividad” de los diferentes factores. Y , sin embargo,
fue este mismo refinamiento el que, de hecho, acabó por quitarle
hasta la más débil aspiración a resolver el problema práctico de la
plusvalía que había tenido la rudimentaria teoría de la productividad.
Al afirmar la teoría que el precio de un factor de la producción (ya
se trate de la tierra, del trabajo o del capital) en un mercado de
líbre concurrencia tiende a igualar la diferencia que resulta en el
producto total (medido en valor) por la adición de una unidad mar­
ginal de ese factor (como el precio de una mercancía es igual a la
utilidad de una unidad marginal), no hacía sino damos una formu­
lación más precisa de las explicaciones tradicionales formuladas en
términos de oferta y de demanda. Y como Marshall se apresuró a
señalarlo, no podía constituir “una teoría completa de la distribu­
ción”, porque dejaba sin resolver el problema relativo a la naturaleza
y determinación de la oferta de los diversos factores de la produc­
ción. Virtualmente representaba un paso más en el camino de con­
siderar no sólo las mercancías, sino también los instrumentos ani­
mados e inanimados de la producción, simplemente como objetos que
se cambian en el mercado, con abstracción completa hasta de las
actividades concretas de la producción, para no mencionar las rela­
ciones sociales fundamentales de las que eran una parte. Sin embar­
go, la teoría fue proclamada inmediatamente como una solución in­
tegral del problema clásico de la ganancia, con lo que Ricardo y Marx
se relegaron al olvido. J. B. Clark la proclamó como una “ley de la
naturaleza” recién descubierta, y aunque hoy día son pocos los eco­
nomistas que convienen con él en afirmación tan arrebatada, un
número importante de ellos, a mi modo de ver, suscribirían el punto
de vista de que hay un cierto sentido en el que puede decirse que
la teoría demuestra que el régimen de la competencia “otorga a cada
factor de la producción el equivalente de lo que crea” . D e todos
modos, cualesquiera que sean las creencias particulares de los econo­
mistas profesionales, no parece exagerado decir que el 9 9 % de su
auditorio se da cuenta de que una conclusión semejante se halla
implícita.
La labor de los críticos de la nueva doctrina, en lugar de aclarar
las cosas, introdujo al principio una mayor confusión debido a su
atención sobre lo que se reveló ser un problema puramente formal:
el llamado “problema de la suma” (adding-up problem ). La pregun­
ta que formularon fue la de saber si cuando cada uno de los factores
tiene un precio de acuerdo con su “productividad marginal”, tal
como se definía ésta, el precio de todos ellos sumados sería igual, ni
más ni menos, a la producción total. Al continuar tan escolástica
LA TENDENCIA DE LA ECONOMÍA MODERNA 125

investigación, sostenían que si esta condición podía satisfacerse, la


teoría podría tener importancia como una teoría de la distribución.
Tal fue la crítica que formuló J. A. Hobson al sostener que un fac­
tor de la producción no podía ser remunerado con un valor equiva­
lente a su productividad marginal, sino que tenía que serlo de acuerdo
con su productividad media. A menos que fuese cierto esto último,
la suma de los ingresos obtenidos por cada uno de los factores de la
producción no podía ser igual a la producción total. La respuesta a
esta crítica fue simplemente definir la situación en términos más
precisos y abstractos, y demostrar que cuando la competencia se de­
fine como “equilibrio normal”, se supone que los costos marginales
de cada empresa son iguales a los costos medios (en un punto en el
que los costos medios son un mínimo), de manera que la condición
fundamental quedaba satisfecha con la misma definición de los pre­
cios de competencia.
No carece de significado, a mi modo de ver, que Wicksteed, a
quien se debe gran parte del refinamiento matemático de esta teoría,
la haya usado principalmente para atacar la teoría de la renta de
Ricardo y para demostrar que cualquier concepto de plusvalía es
insostenible. Lo que olvidó subrayar o que aparentemente dejó de
ver, fue que la misma forma de la afirmación que privaba, en térmi­
nos de esta teoría, de todo significado al concepto de plusvalía, se lo
arrebataba también a todos aquellos corolarios prácticos que justifi­
caban su pretensión de ser una teoría realista de la distribución, los
cuales, según el mismo, se hallaban implícitos en la teoría. Wicksteed
sostuvo que la explicación que Ricardo daba de la renta, formalmente
considerada, era una “teoría residual” . Formulada en términos mate­
máticos, pretende que “siendo el producto total F (x), y siendo F ’
(x) la tasa de remuneración por unidad que satisface al capital más
el trabajo, la cantidad total que obtendrá el capital más el trabajo
será x. F ’ (x), y el remanente F (x) — x.F’ (x) será la renta. Ahora
bien, ésta es simplemente una afirmación de que cuando todos los
otros factores de la producción han sido pagados, el “excedente” o
residuo puede ser reclamado por el terrateniente.43 Sí S = x + y + z
y si, por otra parte, x + y son conocidas, debe concluirse necesaria­
mente que z se determina como igual a S — (x + y). Semejante
tautología matemática, decía Wicksteed, podría aplicarse igualmente
a x, a y, a z. Dentro del mismo razonamiento, el precio del capital
o del trabajo podían ser considerados como “excedentes residuales” :
todo dependía de saber cuál factor era el que se tomaba como “cono­
cido” y cuál como la variable residual por determinar. Pero Wicksteed
(como sus actuales discípulos) no se dio cuenta de que lo que hace
de la teoría de la renta una tautología matemática, es el modo pura­
mente formal de formularla que él adoptó; y que este modo formal
de establecerla también hace de toda la teoría, como una teoría de

43 P . H . W ick steed , Co-ordínation o í th e Laivs o í Produciion and D istríbution,


pp. 17-18.
126 L A TEN DEN CIA DE L A E CO N O M ÍA MODERNA

la distribución, una tautología, después de que el concepto de com­


petencia ha sido definido.44 Naturalmente, no puede existir diferencia
entre los factores de producción en el plano puramente formal: x, y, z
son símbolos que no difieren sino por el modo de representarlos. La
renta y la ganancia no se distinguen de los salarios por las reglas
del álgebra. Si hay que distinguirlos, tiene que ser por sus propias
características, que se hallan asociadas a las actividades reales que se
desarrollan detrás de estos fenómenos de los precios. Wicksteéd sos­
tiene, en efecto, que la teoría tal como él la expone, trata de descu­
brir las leyes de la distribución “no en la naturaleza especial de los
servicios que prestan los diferentes factores, sino en el hecho común
del servicio prestado”,45 lo que evidentemente equivale a admitir, por
hipótesis, que las principales cualidades diferenciales de los factores
de la producción han sido excluidas y que la teoría ha sido fincada
simplemente sobre la premisa de que los factores en cuestión son
esenciales a la producción y que, por consiguiente, tienen demanda.
Sobre esta base, sostener que existe una armonía esencial de intereses
entre las clases sociales, negar la existencia de la “plusvalía” y de “la
explotación”, etc., etc., es simplemente un caso de petición de prin­
cipio.46 Investigar si un factor de la producción está siendo pagado
por arriba o por abajo de su “productividad marginal”, tiene sustan­
cialmente el mismo significado (y no más) que preguntar si en el
mercado prevalecen o no condiciones de competencia. Por otra par­
te, mediante una apropiada re-definición el concepto podría llegar
a ser aplicable a la fijación de precios de los factores de la producción
en condiciones de monopolio.47

44 E s evidente que W ick steed pensaba de o tra m anera. C re ía que la teoría


podía ofrecer “sugestiones respecto a la línea de ataque que debe seguirse al tratar
de los m onopolios y de la verdadera socialización de la producción” , las cuales
eran “de m agníficas promesas” . (Ib id ., p. 3 8 .) E n o tro lugar considera com o m uy
significativa la crítica del m onopolio que sostiene que los m onopolistas reciben
“m ás de su porción distributiva en el p ro d u cto, m edida en térm inos de su eficien­
cia marginal industrial” . E n realidad de acuerdo con la definición de la “ eficiencia
m arginal industrial” que h ace esta teo ría, la afirm ación n o tie n e m ás alcan ce que
el de sostener que los m onopolistas reciben m ás de lo que recibirían en un régim en
de com petencia.
45 Ib id ., p. 7.
46 H asta qué pu nto h a llegado a ser p u ram en te form al la diferencia en tre los
factores de la producción, queda bien dem ostrado por el h ech o de que W ick ste e d ,
adem ás de sugerir que los arados, los abonos, los caballos, e tc ., deben ser consi­
derados com o factores separados de la p roducción, tam bién sugiere la inclusión
(para propósitos de integridad form al) de la “ clientela y sus deseos” , y aun el
“ em puje com ercial”, el "b uen n om bre” y la “notoriedad” , com o factores de la
producción, cada uno con un precio apropiado a su productividad m arginal (o p . c it.,
pp. 3 3 - 3 5 ) . L a señora R obinson h a definido un facto r separado, com o todo aquello
que se diferencia técn icam en te de cualquier o tro requisito de la producción, esto es,
co m o algo que no tiene un sustituto p erfecto , definición que h a m erecido el
aplauso del profesor R obbins por su elegancia form al y su concisión. (V e r E c o -
nom ies o í I m p e rie c t Competifa'on, pp. 1 0 8 -1 0 9 .) Sem ejantes definiciones son, cier­
tam en te, elegantes; pero tam bién bastante vagas.
47 V e r Joan R obinson, T h e E c o n o m ic Journal, septiem bre de 1 9 3 4 .
L A TE N D EN CIA DE L A ECO N O M IA MODERNA 127

Lo que se ha dicho aquí en un sentido crítico, no pretende ne­


gar que la economía matemática puede haber contribuido considera­
blemente al refinamiento de las implicaciones y a la clarificación
de los supuestos. Tampoco se pretende negar que las actitudes subje­
tivas de los individuos jueguen el papel de eslabones de la cadena de
hechos económicos y, por consiguiente, que tengan un lugar en cual­
quier análisis completo de los fenómenos económicos. Lo que se
quiere decir es que, en tanto que la técnica matemática esté al ser­
vicio de un modo particular de pensamiento, los conceptos que
formule estarán calculados para ocultar, más que para descubrií, la
realidad. E l modo de pensar que se oculta en la teoría subjetiva del
valor, primero crea un reino en el que la libre imaginación se halla
en comunión con objetos etéreos de elección y, después, inconsciente
de la distancia entre este mundo abstracto y la realidad, intenta
representar las relaciones que encuentran en este reino como regu­
ladoras de las relaciones prevalecientes en la sociedad económica
real y como controlando la forma que los acontecimientos deben te­
ner bajo todos y cada uno de los sistemas sociales. Esto es confundir
el pensamiento y adulterar la realidad. Es poner de cabeza todas las
cosas. Emancipar el pensamiento económico de esta herencia es una
tarea que está pendiente desde hace mucho tiempo.
VI. FRICCIONES Y EXPECTATIVAS: ALGUNAS
TENDENCIAS RECIENTES DE LA TEORIA
ECONÓMICA

Uno de los rasgos más destacados del pensamiento económico de los


últimos años, y particularmente de la última década, ha sido la decli­
nación del viejo dogmatismo, un escepticismo más profundo y un
mayor encono de las controversias. Lo que hace unos cuantos años
se consideraba como una doctrina bien establecida que requería,
cuando más, cierto refinamiento de sus inferencias y su aplicación
a problemas especiales, hoy día se discute y se pone en tela de juicio
la veracidad de los supuestos básicos en que descansa. Los sistemas
del'pensamiento cuya forma era considerada perfecta a excepción de
unas cuantas cuestiones insignificantes, han sido sometidos nueva­
mente al crisol de un análisis más riguroso. No es difícil ver refle­
jados en esta evolución del pensamiento los sorprendentes aconteci­
mientos del mundo en las dos últimas décadas. Desde el punto de
vista práctico este escepticismo más hondo ha consistido en la vir­
tual conclusión del laissez faire como un cuerpo doctrinal, y hasta
podría decirse que en esto ha consistido esencialmente la transfor­
mación de la doctrina, cambio que ha seguido — no precedido— al
ocaso deL laissez faire en el mundo. Hoy día esta doctrina, por lo
menos en su forma tradicional, sólo tiene unos cuantos partidarios,
aunque destacados. Pero puede decirse que ahí donde la vieja fe y
la certidumbre han sido suplantadas, reina mucha confusión y eclec­
ticismo.
Estos cambios recientes de perspectiva, a mi modo de ver, se re­
ducen principalmente a dos modificaciones importantes de los supues­
tos tradicionales. Ambas parecen hallarse conectadas, una directa,
otra indirectamente, con las características de una nueva era de mo­
nopolio. La primera consiste en una crítica o, por lo menos, en una
reconsideración del concepto tradicional de la competencia y en un
intento de reformulación de las condiciones del equilibrio en función
del monopolio o de la presencia de elementos monopolistas. La se­
gunda consiste en el énfasis sobre las calificativas que es necesario
introducir al análisis tradicional del equilibrio — a la formulación
de leyes y tendencias económicas— en situaciones en las que las
expectativas de los individuos pueden ejercer una influencia impor­
tante sobre los acontecimientos. La doctrina tradicional del laissez
faire se basaba, como hemos visto, en el efecto armonioso y auto-
regulador de la competencia, ya expresada en términos de la ley
clásica del costo o de acuerdo con la teoría subjetiva del valor en
términos de la igualdad de la utilidad marginal y el costo. Si en rea­
lidad no es éste sino otro equilibrio diferente el que existe, los resul­
tados del laissez faire tienen que ser diferentes de aquellos que ha­
bían sido imaginados. Es más, de acuerdo con la teoría clásica, lo
128
FR ICCIO N ES Y EXPECTATIVAS 129
que ocurre en última instancia es independiente de los deseos sub­
jetivos o expectativas de los empresarios individuales. Si esto no es de
este modo y las expectativas son un factor determinante independien­
te, se frustra, en esa medida, el libre juego de la “mano invisible” . De
ahí que los resultados del laissez faire tengan que ser distintos de los
que, con anterioridad, se habían inferido.
Ambas innovaciones se referían a la importancia de los factores
que ordinariamente se conocen con el nombre de “fricciones” . Se ha
admitido tradicionalmente que donde la competencia ha sido susti­
tuida por una situación de monopolio absoluto o algo muy próximo
a él, el precio se determina (dentro de ciertos límites) por la vo­
luntad del monopolista, sin que pueda aplicarse el principio del costo
a lo que es una situación de escasez creada deliberadamente. Pero
en todas las situaciones intermedias en que los vendedores (y com­
pradores) son numerosos, los elementos que hacen “imperfecto” el
mercado y lo desvían del ideal abstracto de la competencia son con­
siderados simplemente coma fricciones que, o bien aplazan la conse­
cución del equilibrio, sin alterar la naturaleza de la posición que
habrá de alcanzarse finalmente, o bien introducen diferencias espa­
ciales en el precio, que son, en sí mismas, una función simple y di­
recta del elemento de fricción. Se considera, por ejemplo, que el
desconocimiento del mercado o la inercia de los productores aplaza
el juego de las fuerzas de la competencia y permite que el precio se
desvíe de la normal por largo tiempo, a pesar de lo cual, y trans­
currido el tiempo necesario para realizar los ajustes, el equilibrio
vuelve nuevamente a establecerse, aunque más tardíamente de lo que
en otras circunstancias habría sido el caso. Por otra parte, el costo
de los movimientos entre distintos lugares de un mercado, separados
por el tiempo o por el espacio, introducen diferencias perceptibles
de precio a medida que se aleja la fuente de la oferta, las cuales
varían su relación precisa respecto al costo de los movimientos tradu­
cidos a términos de precio. De acuerdo con teorías más recientes
— y en esto consiste su novedad— , los efectos de algunos de estos
factores, tales como la ignorancia, la inercia o el costo de los movi­
mientos, no tienen el carácter de una mera fricción, sino que alteran
la naturaleza de las fuerzas equilibradoras y el equilibrio finalmente lo­
grado. ¿Cuál es, pues, el criterio para determinar cuándo una fric­
ción no es una fricción o, mejor dicho, cuándo es algo más que
una fricción? ¿Cómo determinar que ciertas “influencias perturba­
doras” desajustan simplemente la idoneidad de una aproximación
en forma insignificante y calculable o que, por el contrario, su pre­
sencia transforma la situación en un sentido cualitativo? Podría pare­
cer a primera vista que esto es una cuestión de matiz, de grado o de
magnitud de la fricción perturbadora comparada con la fuerza de los
otros factores que intervienen. Pero también hay implícita una dife­
rencia de esencia, que afecta la naturaleza de la fricción en relación
con la situación en que se introduce.
130 FR ICCIO N ES Y EXPECTATIV AS

La introducción de un nuevo elemento puede alterar la situación


de modos diversos. E n primer lugar, si bien puede tener el efecto de
debilitar o retardar la acción de algunas de las influencias determi­
nantes, retardando de ese modo la acción de las fuerzas equilibra-
doras después de que ha ocurrido un desplazamiento inicial, puede
sostenerse que es indiferente para el equilibrio final que se alcanza
porque no afecta la naturaleza de las fuerzas determinantes. D e este
tipo es la influencia de la ignorancia y de la inercia de acuerdo con
la vieja teoría. E n este caso el nuevo elemento es de tal naturaleza
que puede considerarse que no altera ninguna de las variables de
las ecuaciones que definen el equilibrio. Así, por ejemplo, un estre­
chamiento del conducto que conecta dos cisternas no podrá alterar
el hecho de que el agua se ponga al mismo nivel en las dos, por
más que se retarde el proceso mediante el cual se consigue la igual­
dad de niveles.
E n segundo lugar, el nuevo elemento puede ocasionar un cam­
bio de la situación en una simple y determinada cantidad. La fric­
ción, en este caso, no aplaza simplemente sino que modifica el equi­
librio que se logra; aunque su efecto es simple y adicionador. E l nuevo
factor de la situación se considera como si fuera una constante adi­
cional, que altera en una cantidad dada el valor de una o más de las
variables de las ecuaciones determinantes, del mismo modo que, de
acuerdo con el viejo punto de vista, el efecto de los costos de movi­
miento sobre el precio se consideraba, virtualmente, como una adición
al precio de oferta o como una sustracción al precio de demanda.
Su influencia es, pues, del mismo tipo que la de cualquier otro de
los elementos. Si su importancia cuantitativa es pequeña en relación
a la de otros factores que la teoría abarcaba en su primera aproxima­
ción, entonces puede ser considerado con toda propiedad como un
simple factor perturbador que disminuye la precisión, pero que no
perjudica la exactitud esencial de la generalización anterior. Sea como
fuere, si bien su presencia o ausencia puede alterar, los valores que
arrojan las ecuaciones, su presencia o ausencia no altera la forma
esencial de las mismas.
E n tercer lugar, la introducción del nuevo elemento puede trans­
formar la situación de un modo mucho más radical, en el sentido de
alterar el carácter de las relaciones reales que existen entre diversas
cantidades. Su influencia ya no puede ser considerada correctamen­
te como una fricción que retarda o desplaza la situación, sino más bien
como la de un nuevo elemento químico cuya presencia altera el carác­
ter y la acción de otros elementos, transformando de ese modo toda
la composición. Su efecto ya no tiene un carácter simple y adicio­
nador, y su presencia sólo puede recibir un tratamiento correcto si
se considera que cambia realmente una o varias de las ecuaciones
(que expresan condiciones dadas o que postulan relaciones entre can­
tidades). Pero la nueva situación, como la vieja, es susceptible de
ser determinada a condición de que el número de ecuaciones (o el
FR ICCIO N ES Y EXPECTATIVAS 131

de las relaciones separadas que se conocen acerca de ella) pueda lle­


gar a ser igual al número de las variables dependientes. Ésta es la
clase de influencia que algunos factores como la inercia o los costos
de movimiento, tienen en algunas recientes teorías de la “competen­
cia imprfecta” .1
Podrá parecer que la diferencia entre los primeros tipos es, par­
cialmente, una diferencia de grado. E l que un determinado elemento
de fricción pueda considerarse como uno de aquellos que simple­
mente retardan o como uno de los que desplazan la situación es,
con frecuencia, una cuestión del punto de referencia en cuanto al
tiempo, esto es, de tener a la vista acontecimientos próximos o leja­
nos, o el equilibrio de un periodo breve o prolongado. Por otra parte,
si nuestras afirmaciones son de carácter dinámico y se refieren a la
trayectoria de un movimiento y no meramente a una posición está­
tica de reposo (es decir, si alguna de nuestras ecuaciones expresa va­
riables en función del tiempo), cualquier fricción que debilite o re­
tarde la acción de algunas fuerzas modificará, ipso facto, la subsecuente
trayectoria de los acontecimientos.
"La diferencia esencial para nuestro presente propósito es la que
existe entre los casos del primero y segundo tipos, por una parte, y el
tercero, por otra. E l ejemplo más simple de una transición de los
primeros al último es aquel en que la influencia de la fricción que
retarda o desplaza es suficientemente vigorosa para eliminar por com­
pleto la influencia de uno o más de los principales factores deter­
minantes, del mismo modo que una obturación parcial del conducto
entre dos cisternas, puede retardar meramente la corriente entre ellas,
pero que si llega a ser suficiente para impedir totalmente la corrien­
te, el nivel del agua en una cisterna puede llegar a ser independiente
del nivel de la otra. Lo que es de importancia fundamental en las
críticas recientes del viejo concepto de competencia, es que la pre­
sencia, aun en pequeña escala, de fricciones en el mercado, tales
como la ignorancia, la inercia o el costo de movimiento, se conside­
ra como responsable de un cambio del tercer tipo. Su presencia no sólo
puede dar origen a que los precios en las diferentes partes del mercado
difieran de la “normal” en una cantidad equivalente a la magnitud
de la fricción, sino que puede dar lugar a que el nivel del “precio
normal” en todo el mercado sea completamente diferente de lo que

1 Ejem plos de este tercer tipo parecen ser aquellos a los que dejaría de apli­
carse el principio de la “com posición de causas”, de J . S. M ili. Son casos tam ­
bién a los que se refiere el profesor J . M . Clark com o aquellos en que la intro­
ducción de cam bios produce diferencias de “ carácter cualitativo o quím ico” por
oposición a las puram ente “ cuantitativas” . (E con om ic Essays in H onour of J. B .
Clark, pp. 4 6 -4 7 .) Sin em bargo, no entiendo lo que quiere decir cuando afirm a
que en el análisis económ ico las “ fuerzas adaptables” (adaptive forces) necesitan
confinarse “ a aquellas que se autolim itan y que no son de carácter acum ulativo”
(p . 4 8 ) . ¿Q u errá decir que las que “se autoüm itan” o que son "acum ulativas”
sólo pueden aplicarse a la naturaleza de la situación total y no a los factores
individuales que intervienen en ésta?
132 FRICCIO N ES Y EXPECTATIVAS

habría sido en otras condiciones. E l efecto de la fricción sobre el


precio será doble: uno directo que da lugar a las diferencias espaciales,
otro indirecto que altera el nivel del equilibrio mismo. E l enunciado
tradicional del “precio normal” en un mercado perfecto, descansaba
en el supuesto de que la acción individual, siendo una entre muchas,
sólo puede ejercer una influencia despreciable sobre el precio del
mercado. E l individuo tiene que tomar este precio tal como lo en­
cuentra y considerarlo como independiente de cualquier acción propia
consistente en ampliar o reducir las ventas o las compras. Por consi­
guiente, como vendedor nunca puede obtener un ingreso total o un
ingreso neto mayores mediante una restricción de la producción
(siempre y cuando el precio sea superior al costo marginal), pero se
beneficiará siempre ampliándola hasta el extremo en que el precio
de venta (y, por consiguiente, sus ingresos adicionales derivados de
sus mayores ventas) sea igual a su costo marginal. Podrían hacerse
análogas consideraciones si fuera un empresario que compra facto­
res de producción en un mercado perfecto. Esto equivale a decir que
la demanda de lo que el individuo vende y la oferta de lo que el
individuo compra, es infinitamente elástica. Sin embargo, si estu­
vieran presentes ciertos tipos de fricción, este supuesto dejaría de ser
válido, puesto que la presencia de la fricción tendría, precisamente,
el efecto de hacer que la demanda de lo que vende y la oferta de lo
que compra fueron inelásticas en cierto grado. Por ejemplo, el costo
de comprar a un vendedor situado a medio kilómetro, o la inercia,
o la ignorancia de las facilidades que ofrece, daría origen a una pre­
ferencia a surtirse del tendero más cercano y conocido a pesar de que
sus precios fueran más elevados. Lo mismo acontece con los traba­
jadores que aceptan salarios más reducidos antes que trasladarse y
buscar ocupación en otra región o ciudad. Si esta inelasticidad fuera
apreciable ciaría nacimiento a una zona dentro de la cual el vendedor
individual tendría la posibilidad de aumentar sus ingresos netos res­
tringiendo sus ventas, aun cuando el precio se mantuviera a un nivel
supeñoi a su costo marginal, y análogamente, por lo que se refiere
a un comprador individual que restringe sus compras. D e ahí que el
principio de la libre competencia de que el precio tiende a ser igual
a su costo marginal haya sido reemplazado por el principio que la
señora Robinson ha llamado2 la igualdad del ingreso y el costo mar­
ginales. En otras palabras, cada individuo habrá de sujetar sus actos
al principio monopolista de reducir su producción hasta un punto
en que su ganancia llegue al máximo. Como un principio subsidiario
puede derivarse el de que las unidades productoras, representadas por
la escala de operaciones de un empresario individual, tenderán a ser
más pequeñas que la unidad de magnitud más eficiente, y no iguales
a ella (estimadas en términos de los valores corrientes del mercado),
como la teoría tradicional de la libre competencia lo suponía. Por
consiguiente, de acuerdo con este punto de vista, el principio de la
2 En T h e E con om ics o í Im p erfect C o m p etitio n .
FR ICCIO N ES Y EXPECTATIVAS 133
libre competencia sólo tendrá aplicación en un mercado libre de
toda fricción. En otras palabras, sólo se aplicará en el más raro, y en
cierto sentido, en el más “artificial” de los casos del mundo real (por
ejemplo, en los mercados organizados de productos). Si existen fric­
ciones de cierta magnitud, no sólo pueden diferir los precios entre
las diferentes partes del mercado, sino que el nivel de equilibrio
mismo se determinará de modo diverso: de acuerdo con el principio
del monopolio.3
E l pensamiento parece haber tomado esta trayectoria por lo que
se refiere a Inglaterra, con un artículo de Sraffa en T h e Econom ic
Journal de 1926* que cambió la ruta, aunque por algún tiempo la
importancia de su contenido parece no haber sido debidamente apre­
ciada.4 Este artículo sostenía que como la mayor parte de los merca­
dos de productos industriales se hallan divididos en “mercados pri­
vados” más o menos separados para cada firma o empresa, la situación
debía ser considerada propiamente en términos de la teoría del
monopolio más bien que de acuerdo con la teoría clásica de la libre
competencia. Se sostenía, además, que este predominio de la restric­
ción monopolista, considerada como una característica general y no
puramente excepcional de la industria capitalista, aun en aquellos
casos en que existe aparentemente la competencia, es un factor que
explica la incapacidad de la industria para aprovecharse de todas las
ventajas de la producción en gran escala o de los “rendimientos
crecientes”, así como el aprovechamiento crónicamente insuficiente
de los recursos productivos. Este punto de vista ha sido desarrollado
en trabajos posteriores, en particular por la señora Robinson y por
el profesor Chamberlin, quienes formularon independientemente una
teoría de lo que la primera llamó “competencia imperfecta” y el se­
gundo “competencia monopolista” para sustituir el análisis tradicio­
nal del equilibrio, resultado de la libre competencia.
3 U n b u en ejem p lo del cam b io d e tratam ien to podría hallarse en la im por­
tancia atribuida a la “ m ovilidad m arginal” de M arsh all. Ú ltim a m en te se h a sos­
tenid o que los obstácu los al m o v im iento no obstruyen la fin a l co n secu ción del
eq uilibrio resultado d e la lib re co m p eten cia siem pre qu e exista cie rta m ovilidad en
el m argen (p o r e jem p lo , unas cuantas amas d e casa perspicaces en el m ercado
y unos cuantos trabajadores alertas y m ó v ile s). E l nuevo pu n to d e vista parece
im plicar q u e esta m ovilidad m arginal sería im p o ten te para im ped ir la fija ció n de
un precio de m on op olio a través de to d o el m ercado si la m ovilidad d el resto
de los com pradores o vendedores fu era n ula o m uy pequeña.
* E l artículo fue publicado en el 3 4 de E l T rim estre E co n ó m ico , M éxico ,
Fon d o de C ultura E co n ó m ica, con el nom bre de “Las leyes de los rendim ientos
en condiciones de com petencia” . [T .] '
E n el año de 1 9 2 5 el autor del presente libro citaba el m anuscrito de un
artículo anterior de Sraffa para un periódico italiano en el que se hacía referencia al
“ m ercado privado” de cada p ro d u ctor y en el que señalaba su im portancia para el
papel que desempeñaba el prestigio com ercial en la teoría de la ganancia. (C api-
talism E n terp rise, p. 8 8 .) P ero después he descubierto que Sraffa estaba m uy
lejos de apreciar, y todavía m ás, de subrayar, todo su significado. M arshall, es
cierto, se refería a una consideración similar com o un factor lím ite de la re­
ducción de precios en un m ercado que declina; aunque el alcance que le conce­
día no iba m ás allá de la im portan cia que podía ten er durante un corto periodo.
134 FRICCIO N ES Y EXPECTATIVAS

Las implicaciones prácticas de esta nueva generalización son,


evidentemente, de gran importancia. Se considera que la ganancia
contiene siempre un elemento apreciable de beneficios provenientes
directamente de una situación de monopolio (esto es, ganancias
.adquiridas por medio de la restricción). E n efecto, el importante
elemento del prestigio o fama comerciales en todos los negocios es
considerado amplia, si no enteramente, como la representación de la
capitalización de esos elementos de monopolio. Al confrontar el
Jaissez faire con el mundo de la realidad y no con el de la libre com­
petencia abstracta, se descubría que estaba destinado a justificar una
situación en la que los recursos productivos podían permanecer eco­
nómicamente semiutilizados, ignorados los recursos disponibles, y las
unidades de producción obligadas a adoptar una magnitud insufi­
ciente aun de acuerdo con su restringida definición de economía y
eficiencia.5 Pero una vez alcanzada esta posición, se abrieron inmedia­
tamente mayores perspectivas todavía más intranquilizadoras para las
nociones aceptadas. Si la presencia en el mercado de estos elementos
de “fricción” creaba oportunidades para una ganancia proveniente
del monopolio, y podían ser capitalizados como “reputación” en los
negocios, quedaba por averiguar si podían ser creados por los em­
presarios. E n el extraño universo, parecido al país de las maravillas
de Alicia que se abría a la mirada de los economistas, las “fricciones”
casi llegaban a ser una especie de mercancías que podían tener un
costo de producción, dar una ganancia y, por consiguiente, ostentar
un precio. Que pudieran ser consideradas como cosas útiles, aun bajo
su disfraz de mercancías, ya era muy dudoso, pues desde el punto
de vista de la sociedad y no del individuo, lo indicado era conside­
rarlas más bien como elementos de despilfarro que de riqueza, como
Luciferes de la restricción, más que como Gabrieles de la creación.
No obstante, parecían superar esta contradicción mediante la pose­
sión del suficiente dominio para obligar a la otra parte a efectuar
la transacción, ya fuera como consumidor o como trabajador, y pagar
el precio de su existencia en la forma de un precio de monopolio (ya
en dinero, ya en fuerza de trabajo) de las cosas útiles.
E l profesor Chamberlin concedió particular atención a este aspec­
to del problema en su análisis de la importancia de la propaganda
y de los costos de venta, así como a sus efectos sobre el precio. E l
“anuncio” o propaganda y los procedimientos de venta son, general­
mente, los métodos que pueden usarse para influir en los factores
del mercado tales como la ignorancia, la inercia o la miopía, en el
espacio o en el tiempo, y para suscitar entre los consumidores espec­
taculares preferencias por los productos de una firma o empresa de-
5 E l análisis del profesor Pigou y otros han abierto ya una brecha en la
discusión tradicional del laissez {a ire, estableciendo que aun en el supuesto de una
“ com petencia pura” , la producción está restringida por abajo del o ptim um , en
ciertos casos de “ rendim ientos crecientes” en que prevalecen “ econom ías exter­
nas” . Pero la teoría de la “ com petencia im perfecta” ha venido a agregar una
“ excepción” m ás, sólo que la “excep ción” se convierte, virtualm ente, en la regla.
FR ICCIO N ES Y EXPECTATIVAS 135
terminada.6 E l moderno procedimiento de la “marca registrada” y
el de los “artículos patentados” son un caso especial de esto, si
bien el papel cada vez más importante que juega en el mundo mo­
derno el aparato y los costos distributivos son su resultado inevitable.
En otras palabras, “las fuerzas de la competencia”, que en la teoría
clásica desempeñaban una función social y positiva como instru­
mentos por medio de los cuales los intereses individuales quedaban
supeditados al interés social, abaratando los productos y fomentando
las innovaciones, hoy día no son, fundamentalmente, sino un aparato
costoso para hacer frente a la “mano invisible” del interés social
y para establecer derechos restrictivos de monopolio.
La importancia de todos estos artificios de la competencia mo­
nopolista consiste en que están destinados a aumentar y a hacer me­
nos elástica la demanda de los individuos particulares y hasta de todo
un mercado por medio de una mezcla de coerción, adulación y
sugestión propagandista.7 E n la medida en que consiguen esos propó­
sitos y crean, de ese modo, un mercado privilegiado para un ven­
dedor particular, o para un grupo de vendedores (o de comprado­
res), semejantes métodos son “ventajosos” . Aquí nos hallamos, al
parecer, con una nueva y sorprendente especie de aparato de “oferta
y demanda” por medio del cual la oferta puede crear la demanda, y
ésta incitar aquélla. Evidentemente éste es un nuevo tipo de gastos
que tan pronto como se generaliza llega a ser “necesario”, y el cual
no se puede distinguir de ningún otro renglón del costo de produc­
ción pero que, ello no obstante, es completamente relativo a la com­
petencia monopolista que lo genera y a la política particular que

6 Paralelam ente a esto, en el m ercado de trabajo encontram os diversos arti­


ficios y procedim ientos para atar m ás firm em ente al obrero con su em presa, los
cuales van desde los “ servicios” o “prestaciones” adicionales, e tc., ideados para re­
ducir “la rotación del trabajo” (iabour tu m o v ei) hasta la organización de "sindi­
catos blancos” . Su im portancia radica en que son los medios para com batir la
influencia de la organización sindical y de la contratación colectiva sobre los sala­
rios, o para aum entar, en la frase de M arx, el “ tipo de p lu sv a lía .. . al reducir
ios salarios por abajo del valor de la fuerza de trabajo” .
7 F recu en tem en te se dice en defensa de esta propaganda que puede desem ­
peñar una función constructiva al inform ar al consum idor de las alternativas
de que no está enterado. (A dem ás de que puede estim ular la expansión en casos de
“ rendim ientos crecientes” y así incitar la producción, aunque no hay razón alguna
para suponer que, en general, estim ulará aquellas industrias en las que los rendi­
m ientos crecientes son m ás acentuados, ya que puede fom entar a sus expensas
otras industrias.) E s indudable que con frecuencia se obtiene algún resultado de
esa “inform ación” . P ero la “inform ación” (es decir, la que hace que un m ercado
sea m ás y no m enos "p e rf e c to ") acreedora de ese nom bre tiene que ser general
e incluir todo (co m o las listas de hoteles y los precios de las habitaciones que
publican ciertas agendas extranjeras de tu rism o ). Pero la propaganda n o incluye
todo, sino que, por el contrario, es "exclusiva” : pregona una m ercancía particular
con el propósito de distraer la atención de las otras. T al es su característica
esencial. E n tre los instrum entos coercitivos que tienen propósitos y efectos sem e­
jantes hay que enum erar los "co n trato s que obligan a com prar a una empresa
determ inada” (tying-contract), el b o ico t y la influencia política de todas clases.
136 FRICCIONES Y EXPECTATIVAS

deciden adoptar los competidores en esta materia.8 Como ha dicho


el profesor Chamberlin: “Al incurrir en los costos de venta — y en
cierta medida se incurre en ellos en casi todos los bienes— el resolver
el problema del precio en función de una demanda ‘competitiva’ y
de las curvas de costos no es sólo inexacto, sino imposible. . . En
condiciones de competencia pura no existirían gastos de v e n ta .. . La
posición de la curva de demanda varía con cada variación del total
de los gastos de venta. E n resumen, la curva ‘competitiva’ de costos
que incluye costos de venta es incompatible consigo misma, es erró­
nea y carece de utilidad o significación.” 9
Al perder aquí otro sólido amarre tenemos la sensación de que
ante una multiplicidad tan desconcertante de variables dependientes
nada concluyente puede resultar. La teoría clásica de la competencia
parece zozobrar ante esta contradicción básica: cuando la compe­
tencia se define concretamente funcionando en medio de la diver­
sidad de fricciones que el mundo real encierra, el “equilibrio deri­
vado de la competencia” no puede definir la situación ni siquiera
por aproximaciones. ¿Nos hallamos realmente en una situación, como
parece ser el caso, en la que podría ingeniarse una ilimitada eleva­
ción de precios si los gastos de venta aumentasen suficientemente
y si el sistema capitalista pudiera subsistir de modo indefinido gra­
cias a sus propias fuerzas? Es posible crear, ciertamente, un orden
en medio del caos aparente a condición de que puedan establecerse
ciertas relaciones entre los gastos en que se incurre con motivo de
los métodos de venta y los resultados concretos que producen des­
plazando las curvas de la demanda y abriendo oportunidades para
mayores ganancias,10 siempre y cuando pudiera formularse una es­
pecie de teoría generadora de fricciones, cuyos ingredientes fueran
el costo de producción y la productividad. Pero semejantes construc­
ciones, si bien elegantes e ingeniosas, parecen tener una validez
limitada cuando se las aplica a la realidad, y sólo son apropiadas para
problemas aislados de dimensiones muy limitadas para resolver difi­
cultades más o menos serías. Sin duda pueden procuramos un mé­
todo válido y útil para analizar mercados particulares de una clase
especial de productos sobre supuestos bastante rígidos, ceteris paribus,
con relación a otras industrias, otros precios y otros gastos de venta.
Pero para hacer afirmaciones en términos del equilibrio general del
sistema en su conjunto — para los problemas macroscópicos de la
sociedad económica— su validez parece ser muy dudosa. Es dema­
siado fácil dar por supuesto el conocimiento de ciertas relaciones; lo
más difícil es ver traducido ese supuesto en algo más tangible. Las
mismas relaciones importantes parecen depender de tantas variables
8 V e r profesor F . Z euthen, P m b le m s o í M o n o p o ly and E c o n o m ic W e lfa ie ,
p. 6 0 : “Las posibilidades reales de una ganancia proveniente de un m onopolio
llegarán, de ese m odo, a ser parte de los costos de otras em presas.”
9 C ham berlin, T eoría de /a com petencia m o nopólica, 2 ? ed., F .C .E ., M é x i­
co, 1 9 5 6 , pp. 1 7 9 -8 1 .
10 I b id ., pp. 9 2 ss.
FR ICCIO N ES Y EXPECTATIVAS 137
en la situación que es muy dudoso poder generalizar con toda ampli­
tud sobre esa base sin incurrir en contradicciones. Por ejemplo, la
mayor parte de los efectos de los métodos de propaganda dependen
de su carácter diferencial, es decir, de la ausencia de métodos rivales.
Si esos métodos se han generalizado en una industria, y a íoitioii
en toda la industria, es de presumirse que una parte indefinida de
ellos tendrá el efecto (como el de un empujón en una multitud)
de neutralizar simplemente la influencia de los procedimientos em­
pleados por otros. Si bien estos gastos de venta son necesarios para
que cada vendedor pueda retener su presente porción de mercado,
no necesariamente le producirán una ganancia adicional distinta de
la que obtendría en statu quo. La influencia de un determinado
gasto de venta sobre la demanda, en cualquier caso particular, será,
pues, una función compleja de la cantidad y de la forma de los gastos
de venta en que se incurra en todas las otras mercancías, así como de
los cambios de la utilidad marginal del ingreso de los consumidores
como resultado de los cambios de precio consecuencia de los costos
de venta, y de la sugestión que puedan ejercer sobre los consumidores
los artificios de venta de que se trata. La cuestión fundamental
sigue siendo la de precisar quién es el que paga los costos adicionales
de venta una vez que se han generalizado y que, por consiguiente,
han llegado a ser “necesarios” . E n otras palabras, el problema con­
siste en determinar la incidencia de esos costos. ¿Se pagan con cargo
a las ganancias de monopolio como una parte del costo que repre­
senta mantener el prestigio y el buen nombre comerciales? Si así es,
los empresarios procurarán evidentemente reducir su producción o sus
gastos de venta, o ambos, a menos que cada uno d e . ellos espere
adquirir una nueva ventaja diferencial aumentando más aún sus gas­
tos de venta, con la esperanza de que sus rivales no sigan su ejemplo.
Porque de seguirlo principiará un nuevo ciclo de la guerra de ventas.
Si la inflación general de los gastos de venta se traduce en una re­
ducción de la producción, la carga representará una restricción del
consumo de la comunidad. Lo que habrá ocurrido entonces será una
de estas dos cosas, o ambas. Es posible que las ganancias no sean
mayores y hasta puede que sean menores que antes, pero también
lo es que una parte de la mano de obra y de otros recursos hayan
sido trasladados de las actividades productivas normales hacia las
improductivas de los mercados de competencia para procurar el dis­
fraz indispensable para el “atraco” (lacketeeting) económico. Lo que
alternativamente puede haber ocurrido es que los empresarios, como
clase, hayan acentuado la explotación de los otros factores de la pro­
ducción obligándolos a aceptar una remuneración real más reducida.
E n otras palabras, la ganancia, en general, habrá aumentado gracias a
una reducción de los precios a que los trabajadores están dispuestos
a ofrecer su fuerza de trabajo, o de algún otro modo, gracias a una
presión semejante sobre un sector intermedio de la sociedad. Que éste
sea el resultado final, y en ese caso, de qué magnitud o "alcance,
138 FRICCIO N ES Y EXPECTATIVAS

depende de las relaciones sociales que determinan hasta qué punto


pude ser intensificada esta clase de explotación.
E n consecuencia, cualquier intento para generalizar esta situación
tomada en su conjunto, nos hace volver a la clase de relación funda­
mental de que se ocupaba la Economía Política clásica. ¡Y ello en un
dominio en el que según todas las apariencias los métodos modernos
de análisis han obtenido las más grandes conquistas! Tal parece que
se nos hace volver a estas formulaciones originales más simples preci­
samente porque tan pronto como se admite la posibilidad de que las
elecciones de los consumidores sean determinadas por la acción de
los vendedores, se aclara completamente que la teoría subjetiva del
valor es incapaz de damos un punto de apoyo estable que permita
establecer principios bien determinados acerca del sistema en su con­
junto. “Los deseos de los consumidores” son el punto de partida de
una teoría del valor y, al mismo tiempo, las “variables dependientes” ,
determinables mediante la escala y naturaleza de los gastos de venta
en que incurren los productores. Volver a hablar en términos de una
relación más simple, como el “tipo de plusvalía” de Marx, no es, por
supuesto, revelar una fórmula mágica de la que se pueden deducir
algunos hechos acerca de los efectos de la competencia monopolista
que de otro modo no conoceríamos. Semejante conocimiento no se
obtiene a priorí, sino por experiencia. Pero a menos que vaciemos
nuestro análisis en términos de ciertas relaciones fundamentales de
esta clase y que las relacionemos a consideraciones más complejas, es
muy poco probable que se llegue a obtener un cuadro completo de
la situación. Los árboles impedirán que veamos el bosque.
La importancia que recientemente se ha concedido a los efectos
de las expectativas sobre la formación de los precios, si pudiera, fi­
jarse su genealogía, debe atribuirse a dos motivos fundamentales. Por
una parte es una consecuencia, a lo que parece, del estudio de los
problemas concernientes al “corto plazo” con especial referencia a
los efectos de los grandes costos indirectos; y, por otra, es el resultado
de un análisis más cuidadoso de las causas de los movimientos del
nivel general de precios, por oposición al problema de los precios
relativos de mercancías particulares. Como ya hemos visto, la Econo­
mía Política clásica se inclinaba a considerar los movimientos del
nivel general de precios como un problema monetario distinto, sin re­
lación con la determinación de los valores de cambio relativos ni con
los problemas de la producción. Los grandes movimientos de precios
del último cuarto del siglo xix y los que tuvieron lugar durante la
guerra y la posguerra, atrajeron nuevamente la atención sobre el
problema. Lo que dio un nuevo interés y una nueva dirección a este
estudio fue el desarrollado de la opinión acerca de que, por una parte,
los cambios del nivel general de precios no podían ocurrir excepto en
la forma (por lo menos temporalmente) de un cambio de los precios
relativos (y, por consiguiente, con efectos sobre la producción y la
distribución) y de que, por otra, las expectativas son una causa sufi-
FRICCIO N ES Y EXPECTATIVAS 139
cíente para provocar un cambio permanente del nivel de precios. La
publicación del libro del profesor J. M . Clark, The Economics oí
Oveihe ad Costs, estimuló considerablemente el estudio del primer pro­
blema. Su examen no sólo ha sido un estímulo que ha contribuido
al interés por un nuevo análisis de la libre competencia y del mono­
polio, sino que ha suscitado dudas acerca de la validez y de la perti­
nencia de la teoría tradicional del equilibrio a largo plazo. Esa teoría
dependía, de un modo u otro, de los costos considerados como un
factor determinante. Pero en los casos en que una gran proporción
de los costos estaban representados por “cargos indirectos” de los esta­
blecimientos y equipos de carácter permanente o duradero, en esta
medida, eran indiferentes para la fijación del precio durante considera­
bles periodos de tiempo.11 E n cualquier momento dado y en cualquier
“corto plazo” determinado, el precio puede diferir mucho de la “nor­
mal”. Se consideraba que el precio que rige durante un “corto plazo”
dependía parcialmente de las expectativas de dos modos diversos: de
las expectativas respecto al futuro que habían impulsado las inversio­
nes originales en forma de establecimientos fijos, determinando de ese
modo su volumen actual, y de las expectativas presentes de los em­
presarios respecto a los movimientos de precios del inmediato futuro
que determinaban la intensidad con que debía utilizarse el equipo
existente para la producción corriente. ¿Cómo podía uno estar se­
guro de que estas divergencias a corto plazo de los precios tenderían
a regresar, finalmente, a la “normal” de los plazos largos? ¿Qué se­
guridad podía haber de que esas fuerzas a largo plazo de que ha­
blaba Marshall, operando en un segundo plano para hacer volver
las cosas a un equilibrio predeterminado, habrían de funcionar sin
flexionarse para nada a consecuencia de una influencia recíproca de la
situación a corto plazo? ¿No es posible, acaso, que los fenómenos
de la situación a corto plazo contribuyan a configurar los propios
factores de que depende el equilibrio final? Si así fuera, el mundo
exterior no sólo sería una sucesión de plazos cortos que nunca alcanza
el “plazo largo”, sino que aun las tendencias a largo plazo que no
dejan de actuar constantemente acabarían por ser modeladas por los
acontecimientos de la situación a plazo corto y resultar, así, supedi­
tadas, no determinantes. Esto seria como un juego de “sillas musica­
les” en el que no sólo nunca se logra el equilibrio (sentarse) mien­
tras suena la música, sino que se permitiera a los jugadores cambiar
las sillas de lugar. Si las expectativas pudieran afectar lo que ocurre
durante un plazo corto, también podrían influir sobre la forma per­
manente de los acontecimientos.
Para que la competencia pueda funcionar parece necesaria la in-

11 L o s costos indirectos "in tro d u cen ambigüedad y duda en los servicios de


costos económ icos m ás esenciales” , de m anera que el econom ista “ se ve privado
de uno de sus m etros más expeditos de exactitud económ ica” . D e ahí que no pueda
confiarse com pletam ente en las “ empresas privadas y en su contabilidad” . (J . M .
Clark, en E co n o m ic Essays in H onour o f J . B . Ciarle, p . 6 4 .)
140 FRICCIO N ES Y EXPECTATIVAS

tervención de un elemento retardatario de rozamiento. Como lo ha


hecho notar el profesor Maurice Clark, parece que en la “competencia
perfecta”, como concepto, existe una contradicción hegeliana, puesto
que sí la competencia funcionara a la perfección, sin rozamiento
alguno, el vendedor nunca tendría interés en reducir sus precios,
puesto que todos sus competidores seguirían inmediatamente su ejem­
plo privándolo de la ganancia que habría podido obtener con la re­
ducción.12 Pero en la realidad, por supuesto, la competencia nunca
opera instantáneamente. Lo esencial del asunto es que la existencia
de un lapso introduce la incertidumbre del individuo respecto al
futuro curso de los precios, debido a la ignorancia en que se halla
respecto a la conducta de sus rivales. En todo caso, si sólo es uno
entre muchos, es natural que suponga que los actos de éstos y, por
consiguiente, el precio futuro, no se afecte por su propia conducta.
En. consecuencia, tomará sus decisiones respecto a la producción y a
las ventas teniendo en consideración los precios existentes en el mo­
mento, modificados por una presunción más o menos fundada res­
pecto a su futuro curso. Cualquier línea de acción que adopte sólo
podrá tener una influencia despreciable sobre la situación general
del mercado, de ahí que las expectativas de un solo individuo sean
indiferentes para el resultado final. Pero, ¿qué decir de los efectos
de las expectativas combinadas de un grupo de individuos, suponien­
do que se hallen bajo la influencia de expectativas semejantes? ¿Te­
nían razón los economistas clásicos al suponer que también esto es
indiferente para la determinación del precio?
Es claro que una expectativa común a todo un mercado o a un
grupo muy numeroso de compradores o vendedores puede influir
en los precios actuales o del futuro inmediato. Cada fluctuación que
se registra en el mercado atestigua este hecho. Por otra parte, en los
casos en que se requiere bastante tiempo para que las decisiones pro­
duzcan sus resultados (como en los ciclos prolongados de produc­
ción), o se hallen incorporadas en objetos muy durables, como ocurre
especialmente con las que se refieren a la acumulación del capital
y a la inversión, las expectativas pueden ejercer una influencia sobre
la situación que no sólo se extiende al inmediato futuro, sino que se
prolonga por años y aun por décadas. Pero esto no quiere decir que
su influencia deje de ser puramente temporal, por más que la dura­
ción transitoria sea bastante prolongada; tampoco quiere decir que
puedan alterar necesariamente la naturaleza de la “normal” a largo

12 J . M . Clark, E c o n om ics o í O v erh ea d C osts, pp. 4 1 7 y 4 6 0 . E l profesor C h am -


berlin agrega: “L a com petencia p erfecta, al parecer, da lugar al m ism o precio que
el m onopolio p erfecto .” (O p . cit., p. 4 .) E s to es co rrecto si se supone que el equi­
librio se alcanza partiendo de un precio m á s elevado que el precio de m onopolio.
P o r consiguiente, es exacto que la situación descrita p o r el profesor C ham berlin
(e n la que nadie espera una ganancia p o r iniciar una reducción de precios) im ­
pide la reducción de precios. P ero en dicha situación no puede haber ninguna
tendencia a elevar el precio partiendo de un nivel previo inferior, excep to en caso
de acuerdo.
FR ICCIO N ES Y EXPECTATIVAS 141
plazo, a la cual tienden a conformarse finalmente los valores de
cambio.
La razón por la que la teoría clásica consideraba que las expecta­
tivas, aun tratándose de las que tienen un carácter general, son indi­
ferentes a la determinación del equilibrio a largo plazo, radica en la
naturaleza objetiva de su teoría del valor. Los factores que determinan
el “valor normal” son de tal naturaleza que no están sujetos a la
influencia de expectativas ni a la de ningún otro de los efectos de
las fluctuaciones de precio a corto plazo. Así, pues, no hay posibili­
dad de que las expectativas den origen a un desplazamiento acumu­
lativo. Los “valores normales” representan el arreglo y la distribución
del trabajo y de otros recursos que. dentro de las condiciones exis­
tentes de la demanda y de la oferta de mano de obra y de otros
recursos, constituyen la posición más provechosa para el empresario
individual. Si un individuo aisladamente se desvía de esa posición,
incurre en pérdidas (o, por lo menos, deja de obtener la cantidad de
ganancia que habría obtenido de otro modo). Si la desviación es
resultado de un abandono general de la posición, ya en el sentido
de una reducción, ya en el de una expansión, las pérdidas serán gene­
rales, o anormales las ganancias o, por último, unas empresas ganarán
mucho y otras perderán, con el resultado de que las fuerzas tendrán
que ponerse en movimiento para invertir las tendencias a la contrac­
ción o a la expansión, y volver una vez más a la posición “normal”.
Suponiendo que las condiciones fundamentales del costo y de la de­
manda permanecieran inalterables, las expectativas no ajustadas a la
situación objetiva tendrían que ser automáticamente rectificadas por
los cambios de precios provocados por los actos consecuentes a esas
expectativas.13 Si bien las expectativas, alimentadas por el descono­
cimiento de la situación general, no son indiferentes a la creación de
fluctuaciones económicas, lo son respecto al curso final de cada una
de ellas, lo mismo que respecto a las tendencias hacia el equilibrio
que gobiernan el desarrollo a largo plazo de los acontecimientos.
Es evidente, sin embargo, que este punto de vista debe quedar
sujeto a modificación en dos aspectos esenciales.

13 N aturalm ente que cuando los com pradores tam bién obran de acuerdo con las
expectativas de los precios futuros (p o r ejem plo, en un m ercado puram ente especu­
la tiv o ), puesto que sólo com pran con la intención de volver a vender, existe una
posibilidad indefinida de m ovim ientos de precios en cualquier dirección impulsados
por una expectativa inicial de un lado o de otro . Pero los prim eros teóricos de la
utilidad, por lo m enos, descartaron im plícitam ente esta posibilidad del m ercado de
consum idores al suponer que la dem anda de éstos estaba relacionada con un cálculo
de la utilidad que no podía ser influido por los cambios de precios esperados.
Aun así, p o r supuesto los consum idores pueden posponer tem poralm ente su consum o
con la esperanza de una reducción de precios, acentuándola de ese m od o; pero
probablem ente con el solo propósito de com prar m ás, proporcionalm ente, en una
fecha posterior. Las teorías tradicionales de la especulación han ignorado el h ech o
de que cuanto m ayor es el elem ento de los cam bios especulativos en el sistema,
m ayor es la inestabilidad de precios, pues su atención la concentraron principal­
m ente en el aspecto apologético de las transacciones especulativas.
142 FRICCIO N ES Y EXPECTATIVAS

E n primer lugar, tiene que ser modificado en la medida en que


cualquiera de las condiciones reguladoras contengan un elemento
convencional susceptible de ser influido por cambios del in­
greso de una clase determinada o dependan, de cualquier otro modo,
del ingreso de un grupo o de una clase. Es claro que ninguna de las
determinantes del valor, en los términos de la teoría del valor-tra­
bajo, son susceptibles de ser influidas de ese modo, aunque sí
podían serlo algunas de las determinantes de los precios de produc­
ción de Marx. Así, por ejemplo, en la medida en que el valor de la
fuerza de trabajo se determina parcialmente por lo que puede lla­
marse el elemento convencional o social incorporado en la concep­
ción de un nivel necesario de vida, un cambio de salarios debido a
circunstancias transitorias puede alterar el precio de oferta de la
fuerza de trabajo o su “valor normal” para el futuro.14 E n un caso,
el cambio puede atribuirse a la acción sindical en momentos de una
creciente demanda de mano de obra, o en el otro, a la reducción de
salarios como consecuencia de la desocupación. Semejante cambio
de las condiciones de la oferta de fuerza de trabajo podría reaccionar
sobre la posición de equilibrio hacia la cual tratarán de regresar las
cosas más tarde: alteraría el volumen y el tipo de ganancia (y, asi­
mismo, las rentas), estableciéndose, de ese modo, una nueva serie
de relaciones de cambio normales. E n la teoría de Ricardo esta con­
sideración recibió poca atención, probablemente porque creía que
la ley de la población era bastante poderosa para lograr que los sala­
rios se ajustaran a un nivel de subsistencia después de un suficiente
periodo de tiempo. Pero en la teoría de Marx tiene mucho mayor
importancia. Precisamente porque una alteración de salarios puede
modificar el equilibrio futuro sobre cuya base habría de continuai
la producción y la expansión capitalista es por lo que Marx atribuía
tanta importancia a la crisis y al “ejército industrial de reserva” como
factores que configuran el desarrollo futuro del capitalismo. Para él
la ley que mueve a la sociedad capitalista no es una ley de la natu­
raleza que puede ser deducida mecánicamente de unos cuantos sim­
ples datos y proyectada luego hacia el futuro por cien años: por el
contrario, es una ley configurada por las relaciones de clase entre
el capital y el trabajo, y por los cambios de esta relación.
Consideraciones semejantes pueden hacerse respecto a la oferta
de capital. E l volumen de la acumulación de capital depende clara­
mente en forma muy directa de los ingresos de la clase capitalista.
Por consiguiente, cualquier cambio a corto plazo que afecte el ingreso
de esta clase, repercutirá sobre el volumen de la acumulación de
capital durante éste y el periodo inmediatamente siguiente: por ejem­
plo, una expectativa de los empresarios que los haga seguir una línea

W E s te elem ento convencional es al que se referían R icardo y M arx; aquél,


considerándolo com o un facto r de “ háb ito” ; éste, com o el elem ento “social” que
determ ina el “costo de producción de la fuerza de trabajo” .
FR ICCIO N ES Y EXPECTATIVAS 143
de conducta que se traduzca realmente en una pérdida.15 Esto tiene
gran importancia en el caso del capital porque la acumulación del
mismo y las innovaciones que la acompañan son un proceso esencial
y constante de la producción capitalista. De ella depende, no transi­
toria, sino permanentemente, el volumen de producción de bienes
capitales y el equilibrio entre las diferentes ramas de la actividad
productiva.16 Como veremos más adelante, los cambios monetarios
pueden también afectar la oferta de capital dejando de ese modo, que
las condiciones técnicas de la industria, el equilibrio entre las indus­
trias y la configuración de los precios relativos, sean permanentemente
diferentes de lo que eran con anterioridad.17
E n segundo lugar, es muy posible que las expectativas afecten el
nivel general de precios, si pueden influir en cualesquiera de los dos
factores monetarios que (dadas las transacciones efectuadas con las
mercancías) determinan este nivel: la cantidad de dinero y la veloci­
dad de su circulación. Hasta qué punto pueden afectar la cantidad
de dinero en circulación depende, en parte, de la política bancaria.
Pero la velocidad de la circulación del dinero existente puede ser
afectada por esas expectativas en forma directa o inmediata en la
medida en que su primer efecto sea el de usar los saldos monetarios
existentes, en un caso, haciendo una succión de ellos para financiar
las expectativas optimistas y, en otro, para dar lugar a que los pro­
ductos de la venta de mercancías aumenten los saldos ociosos resul­
tado de expectativas pesimistas. Si la expectativa es general, tenderá

15 Podría parecer que las expectativas acerca del futuro de los precios relativos
tam bién ejercen una influencia directa e inm ediata sobre el volumen del capital
invertido, y que esta influencia ha de ser clasificada dentro del rubro señalado
arriba. P ero la im portancia en este caso es diferente: es el tipo de acción que,
ceteris paríbus, quedará sujeta a revisión porque la realidad no corresponde a la
expectativa; no así el cam bio de inversión que es el resultado del cam bio de los
ingresos y, por consiguiente, del cam bio del “precio de oferta” del capital.
16 Si consideramos que lo que los austríacos llam an ‘1a estructura-tiem po de
la producción” se alarga contin uam ente con el tiem po, entonces cualquier cambio
a plazo corto que altere el ritm o de las inversiones debe alterar la velocidad de este
proceso de alargam iento y dar lugar a que esta “ estm ctaia-tiem po” sea diferente en
cualquier m om ento del futuro de lo que habría sido en otras condiciones. E l hecho
de considerar la acum ulación del capital com o un proceso continuo siempre ha cons­
tituido una de las dificultades con que ha tropezado la opinión que considera el
capital com o un factor últim o de la producción. E l capital participa de una doble
característica: es un fondo (stock) y al mismo tiem po una corriente (cu rrent ílow )
que alim enta ese fon do; el “precio de oferta” de estas dos cosas es diferente, sólo
de una de ellas puede decirse que es igual al rendim iento corriente; y m uy le­
jos de ser independiente de la últim a, este precio de oferta cam bia continuam ente
con ella. V e r A rm strong, Saving and Investm ent, pp. 2 4 7 -4 8 , y supra pp. 1 0 5 -1 0 6 .
17 É ste es visiblem ente el fenóm eno al que los economistas suecos se refieren
cuando hacen notar, enm endando a W ick sell, que un cam bio de precios (originado
por una divergencia entre el tipo “natural” del interés y su tipo m on etario) puede
dar lugar a una desviación del propio "tip o natural” . V e r Lindahl y M yrdal, citado
por Brinlev Thom as, M onetary P olicy and P n ces , pp. 7 8 -7 9 y 8 5 ; y M yrdal, M o-
netary Equilibrium .
144 FRICCIO N ES Y EXPECTATIV AS

a producir el mismo cambio de precios que se esperaba o que se


temía.18 .
Esto no quiere decir, sin embargo, que el cambio de precios
sea necesariamente permanente y, mucho menos, continuo. Todo de­
pende de si la expansión (o contracción) de los gastos se traduce en
cambios que confirmen o frustren la expectativa inicial. Si el resul­
tado se traduce en pérdidas para los empresarios (o, en el caso con­
trario, en ganancias anormales) entonces el movimiento habrá sido
contraproducente y la no coincidencia entre las ganancias esperadas
y las realizadas será el correctivo que hará volver a la posición original.
Si en la nueva posición las ganancias que se consideraban normales
en la antigua se realizan todavía (aunque no aquellas ganancias o
pérdidas anormales cuya expectativa dio impulso al movimiento origi­
n al), entonces no habrá necesariamente ninguna tendencia a regresar
a la vieja posición, sino una simple tendencia para permanecer allí,
una vez alcanzado el nuevo nivel. Pero si el resultado del movimiento
original no es otro que el de lograr las mismas ganancias (o pérdidas)
que se esperaban — la coincidencia de la ganancia esperada con la
realizada— entonces el movimiento, una vez iniciado, continuará.
E n el primero de estos tres casos la posición original es de equili­
brio estable; en el segundo, tanto la vieja como la nueva son posicio­
nes de equilibrio indiferente, mientras que en el tercero, la posición
original es de equilibrio inestable.
Una situación en la que el movimiento inicial probablemente
tenga efectos contraproducentes es aquella en que los individuos de­
sean y tratan de mantener sus saldos monetarios al mismo nivel de
antes (medidos en términos de valores reales). E n este caso una ele­
vación (o caída) inicial de precios no sólo está destinada a ser con­
tenida, sino contrarrestada (por ejemplo, a través de una elevación
de los tipos de interés). Si, no obstante, el hecho de que el cam­
bio de precios dé origen por sí mismo a la expectativa de un ritmo
constante de cambio en la misma dirección — el proceso de lo que
Wicksell llama una elevación de precios “que crea su propia fuerza
generadora”— ejerce una influencia permanente sobre la velocidad
de la circulación, es probable entonces que el cambio no sólo per­
sista, sino que continúe.
E n los últimos años los economistas han atribuido una impor­
tancia creciente a la posibilidad de que un cambio del nivel de pre­
cios, iniciado en esta forma, llegue a ser acumulativo, debido a que
la misma elevación de precios alimenta la expectativa de un alza
posterior y a que la expectativa tiende cada vez a producir la eleva­
ción esperada. D e ahí que haya comenzado a describirse el sistema
económico como un sistema extraordinariamente inestable. E l pro­
fesor Hicks ha hecho notar recientemente que esta inestabilidad es
resultado del hecho de que, en condiciones dinámicas, no se puede
atribuir validez al supuesto fundamental de que “la escala de prefe-
18 V e r W ick sell, In terest and P rices, p. 9 7 .
FR ICCIO N ES Y EXPECTATIVAS 145
rendas del individuo es independiente de los precios que se fijan
en el mercado”,19 supuesto tácito de todas las versiones de la teoría
subjetiva del valor que hemos tenido ocasión de discutir en capítu­
los anteriores de este libro. Tan pronto como se reconocen los efectos
de los cambios de precios que han tenido lugar en el pasado inmediato
sobre lo que los individuos esperan que ocurra en el futuro y, por
consiguiente, sobre sus preferencias a través del tiempo, este supuesto
de independencia desaparece: el movimiento acumulativo en direc­
ción de una inflación o de una deflación continuas de todos los pre­
cios llega a ser posible. E n realidad, nos hallamos frente a una situa­
ción completamente opuesta a la que tradicionalmente ha sido objeto
de la ciencia económica. E n lugar del tradicional cuadro de un sis­
tema económico dotado de un grado de estabilidad tan alto que hasta
es difícil explicar el fenómeno del ciclo económico si no se recurre
a una influencia especial desequilibradora externa al sistema, tenemos
el cuadro de un sistema económico mucho más inestable de lo que
realmente es el sistema capitalista y de cuyos pasos más importantes
poco puede decirse por medio de una predicción determinista.
Una razón de por qué en el pasado se ha negado esta inestabilidad
ha sido, a lo que parece, la creencia de que un cambio del nivel ge­
neral de precios de la clase a que nos venimos refiriendo, no puede
ocurrir sin que haya también un cambio de los precios relativos, pero
de tal naturaleza que defraude la expectativa original cuya consecuen­
cia habría sido el movimiento de precios. Por consiguiente, la pér­
dida del equilibrio tiende a sex “auto-conectiva” porque se traduce
en cambios de precios que obligan a revisar la acción original. La
forma principal en que las expectativas influyen en una situación
dentro de la economía capitalista, es a través de las expectativas y de
la conducta de los empresarios. En consecuencia, esta influencia ope­
rará a través de los cambios de inversión, y puesto que el acto que los
origina toma esta forma, se traducirá, de parte de los empresarios,
en un cambio de la demanda de una clase particular de bienes.
La demanda adicional representará una demanda de fuerza de tra­
bajo, de materias primas y de instrumentos de producción, y no una
demanda, en primera instancia, de bienes de consumo. E l resultado
(si existe una situación de completa o casi completa ocupación) será
que los precios de estos últimos bienes tenderán a subir. La eleva­
ción inicial de precio, por consiguiente, toma la forma de una ele­
vación de los precios de las cosas que representan un costo para el
empresario, y en la medida que esta serie de precios suba relativa
m ente al precio de sus artículos acabados, se estrechará el margen
existente entre ellos, frustrándose, eeteris paribus, no sólo sus “anor­
males” y recientes expectativas de ganancia, sino también las “nor­
males”. Puede suceder, es cierto, que los precios de los artículos aca­
bados aumenten subsecuentemente20 tan pronto como los asalariados
19 J. R . Hieles, V alo r y capital, 2 ? e d , p. 2 6 7 , M éxico , F .C .E ., 1 9 5 4 .
20 D eb e tenerse en cu enta que nuestro razonam iento es independiente de si
146 FRICCION ES Y EXPECTATIVAS

y otros sectores de la población principien a gastar su mayor poder


de compra. Pero aun en el caso de que estos precios suban en la
misma cantidad absoluta en que han aumentado los costos, el margen
entre ellos será menor proporcionalmente al nivel más alto de los
precios de venta, de manera que la elevación de los últimos no será
una compensación suficiente para el empresario que observa que sus
gastos totales (en términos de dinero) han aumentado.
Para ilustrar esta argumentación imaginemos, por ejemplo, una
comunidad en la que sólo se producen y en la que (forzando
la imaginación) sólo se compran zapatos. Supongamos, además, que la
esperanza de una mayor ganancia se traduce en la decisión de los
empresarios de invertir sus saldos monetarios en la compra de más
pieles y equipo para aumentar su producción. E l resultado será que
la nueva demanda de recursos (materiales, pieles, fuerza de trabajo,
etcétera, etcétera) viene a competir con la demanda existente ele­
vando el precio de esos recursos.21 Con el tiempo, el precio de los
zapatos aumentará en una cantidad equivalente (a medida que los sa­
larios, etc., comiencen a gastarse). E n otras palabras, los ingresos
provenientes de la venta de zapatos aumentarán en la misma canti­
dad en que hayan aumentado los costos; pero aumentarán en pro­
porción más pequeña. Entretanto el desembolso de capital será mayor
que antes, puesto que ha aumentado en una cantidad equivalente a
la elevación de los costos, de manera que las ganancias que puedan
obtenerse sólo bastarán para cubrir un tipo menor de ganancia sobre
las inversiones y frustrar, por consiguiente, la expectativa con que
se hizo la inversión original.22 Sin embargo, la misma elevación de

este retraso es largo o corto, y hasta de que exista o no ese retraso. Si existe, el
razonam iento del texto se vigoriza todavía m ás.
21 Si existen reservas de estas cosas, entonces la elevación de precios será p e ­
queña, y hasta nula, si se trata de una oferta infinitam ente elástica de esos recur­
sos. E n este caso el aum ento de la producción total de zapatos será proporcional
al aum ento de los gastos m onetarios, y por ello no se elevará el precio de venta.
E s cierto que el tipo de ganancia no se reducirá com o resultado de la esperada
am pliación de la producción. P ero si existe alguna inelasticidad de la oferta de
recursos, los costos aum entarán en cierto grado con relación al precio de venta de los
artículos acabados (dados los supuestos a que nos hem os referido arrib a ).
22 L a cuestión puede expresarse en esta form a. Las inversiones industriales
aum entan en x. Para m ayor sim plicidad hagam os a un lado el hecho de que parte
de la inversión adoptará la form a de establecim ientos perm anentes, y supongamos
que todo se invierte en pieles. D e ese m odo el aum ento de la inversión será equi­
valente a un aum ento de los costos ordinarios de los zapatos. Ahora bien, si origi­
nalm ente los costos de las pieles y del trabajo eran X , los ingresos provenientes de
las ventas de zapatos Y , y la ganancia resultante Y — X = y, el tipo de ganancia
y
sería — . Ahora bien, tanto X com o Y aum entan en x, por tanto, la diferencia entre
X
y
ellas sigue siendo = y. Pero el tipo de ganancia será ahora — ----------------
X + x
E l resultado sería sem ejante si, en una com unidad que practica el trueque, un
agricultor, esperando una m ejor cosecha, decidiera dar m ás trigo a cam bio de tra-
FR IC C IO N ES Y EXPECTATIVAS 147
costos será una causa para que, en gran medida, el propósito de crear
nuevos establecimientos y adquirir más fuerza de trabajo y materia­
les, no se realice. Pero es esta misma frustración la que impide
ese aumento de producción que habría permitido realizar los pro­
pósitos de lucro de la inversión.
Puede ser, no obstante, que el efecto de una expectativa que da
origen a un movimiento hacia la expansión o hacia la contracción
sea modificado por la rigidez de ciertos elementos de la situación.
Esta rigidez puede afectar a los salarios nominales que no logren
subir frente a un aumento de la demanda de mano de obra, o a ciertos
contratos a largo plazo en los que se estipula una cantidad fija de
dinero como, por ejemplo, los contratos de préstamo en los que el
efecto del movimiento inicial de precios puede consistir meramente
en “exprimir” (o, por el contrario, conceder una prima o subven­
ción) a los rentistas. Hasta donde éste sea el caso, podría parecer,
a primera vista, que las ganancias obtenidas en la fase ascendente
son mayores de lo que habrían sido en otras condiciones, y a la in­
versa, en la fase descendente. (Podría parecer, ciertamente, que por
haber construido sobre la base de una conclusión como ésta fue por lo
que el punto de vista tradicional optaba, frente a los cambios del
nivel general de precios, por un tipo plástico de salarios más bien
que por uno de carácter rígido). Pero esta conclusión no se obtiene
por fuerza si los gastos de estos grupos dotados de ingresos fijos es
correspondientemente menor de lo que habría sido en otras condicio­
nes. Esta consideración nos revela, por tanto, que ninguna solución
a esta clase de problemas puede ser suficiente a menos que se co­
nozca algo de la reacción de los consumidores frente a la elevación
de precios. Y a esto no hemos prestado atención todavía.
En esta etapa de nuestro estudio debiera ya parecemos evidente
que por debajo de todo el razonamiento acerca del movimiento de
los precios relativos se halla el supuesto de que las expectativas de los
empresarios son las que juegan el papel activo, mientras que la con­
ducta de los consumidores no se afecta, o se afecta poco, por las
bajo o prom etiera a los peones una parte m ayor de los productos de la cosecha.
É sta dejaría de ser m ejor, por eso m ism o, que la del año anterior, con el resultado
de que el agricultor se hallaría en peores circunstancias debido a sus com prom isos
optim istas, si bien los peones habrían consum ido ese año una m ayor proporción de
la producción ordinaria.
E l resultado (para volver a nuestro ejem plo de los zapatos) n o sería sustan­
cialm ente diferente si una parte de las inversiones ya increm entadas se destinara
a establecim ientos adicionales o nuevos. E n estas condiciones tend ría que suceder
una de dos cosas: o el precio de la maquinaria y del equipo aum entaría (co n un
efecto sem ejante por lo que se refiere a la elevación de precio de las pieles y del
trabajo en nuestro caso m ás sim ple) o, si el trabajo em igra hacia las industrias de
bienes de producción en tal cantidad que se m odifique la técnica de la industria
en dirección de una m ayor proporción de capital respecto al trabajo (la “ com posición
orgánica del capital” m ás elevada de M arx o los “procedim ientos de producción m ás
indirectos” de los au stríaco s), se reduce el tipo de ganancia por esta razón. E l resul­
tado práctico podría ser una m ezcla de estos dos fenóm enos: la existencia del pri­
m ero prom overía la del segundo.
148 FR ICCIO N ES Y EXPECTATIV AS

expectativas de los precios. Y es evidente que las descripciones tra­


dicionales de un sistema estable dependen de semejante supuesto.
Porque, en este caso, tan pronto como los precios comienzan a subir,
aquellas personas cuyos ingresos monetarios no han aumentado to­
davía (por ejemplo, las no asalariadas), tendrán que reducir sus
compras, con la idea de posponer su consumo. Pero si éste no es el
caso — si una elevación de precios hace que los consumidores, a seme­
janza de los empresarios, lleguen a creer en la posibilidad de que
continúe el tipo de cambio o, por lo menos, que el nuevo y más alto
nivel será permanente28— entonces los consumidores ampliarán sus
gastos monetarios, en un intento de comprar, por lo menos, tantas
mercancías como antes. E l resultado será que los precios de los bienes
de consumo aumentarán, por lo menos, en la misma proporción en
que han aumentado los costos; no habrá alteraciones de los precios
relativos, ni reducción del margen de ganancia ni, por consiguiente,
una frustración necesaria de las expectativas de los empresarios. Tanto
los consumidores como los empresarios, aumentando sus gastos, ha­
brán dado origen al cambio de precios que esperaban, y sus ingresos
monetarios habrán aumentado al parejo de los precios en general
y al parejo de sus propios gastos. E l movimiento habrá sido justifi­
cado, no contraproducente.
Si, no obstante, tomamos en cuenta el hecho de que la situación
normal del sistema es de desocupación y de capacidad no usada, te­
nemos un nuevo factor que introduce un alto grado de inestabilidad
en el ritmo de las inversiones y, por consiguiente, en la actividad
del sistema económico y en el volumen de ocupación. Lo importante
de esta consideración es que si en el sistema existe una reserva de
fuerza de trabajo y de otros recursos, tenemos que ocupamos de las
fluctuaciones no sólo del monto de las inversiones de los empresarios
en términos de dinero (que en condiciones de plena ocupación sólo
podrían traducirse en fluctuaciones de precio), sino también de la
actividad real de las inversiones (por ejemplo, la producción de artícu­
los de producción). Semejantes fluctuaciones de la actividad real
introducen un factor acumulativo que refuerza lo que ya dijimos
arriba. La influencia acumulativa consiste en el hecho de que las
ganancias que obtiene el capital existente dependerán del nivel de la
demanda y, por consiguiente, de la actividad: en consecuencia de­

23 E l profesor H icks describe esto co m o un caso en el que la “ elasticidad de


las expectativas” es igual o m ayor que la unidad (O b . cit., p. 2 2 3 .) É s te es tam bién
el caso (en el que ‘l a dem anda de los consum idores no asalariados es com pleta­
m ente inelástica” ) que considero m uy im probable, en una larguísima n o ta d e las
páginas 11 2 -1 3 (el lecto r puede hallar la traducción de dicha n o ta en el A pén­
dice I , pp. 2 2 8 -2 9 [ T .] ) , de la edición original de estos ensayos al discutir las opinio­
nes de Keynes, de H arrod y de L e m e r. A h ora m e hallo convencido de que este caso
no es tan rem oto com o pensaba y que, de h ech o , puede corresponder estrecham ente
a la realidad en fases im portan tes del ciclo económ ico. Pero al m ism o tiem po sigo
creyendo que no puede ser considerado necesariam ente com o apegado, en lo genera1,
a la realidad, com o algunos escritores lo suponen sin m ayor reflexión.
FR ICCIO N ES Y EXPECTATIVAS 149
penderá, ínter alia, del propio ritmo de las inversiones. Un aumento
de este ritmo (o mutatis mutandis, una caída de él) aumentará los
deseos de inversión, estimulando con ello un nuevo aumento del rit­
mo de inversiones. Que esto será así, depende del supuesto, en
primer lugar, de que el precio de venta mantenga una relación defi­
nida con el costo marginal y, en segundo, de que a medida que el
equipo existente se utilice más intensivamente, la productividad del
trabajo que usa ese equipo disminuirá, en tanto que los costos mar­
ginales aumentarán. Esta elevación de precios (consecuencia del
aumento de los costos marginales24 motivará una reducción de los
salarios reales25 y un aumento de las ganancias. Sin embargo, no es
probable que esta tendencia acumulativa sea de duración permanente
debido a que, mientras prosiguen las inversiones, conduce a un aumento
del volumen real de capital invertido en equipo (sin ningún aumen­
to equivalente del “capital variable” de Marx) y, por tanto, a una
reducción final del tipo de ganancia producido por una masa deter­
minada de esta ganancia.26 E n consecuencia, es probable que, en un
momento dado, la tendencia decreciente del tipo de ganancia neu­
tralice la tendencia ascendente de la ganancia total, de manera que
el aliciente para aumentar las inversiones, primero comienza a detener
su paso y en seguida a actuar en sentido inverso. (Sucederá lo con­
trario a medida que las inversiones disminuyan acumulativamente
durante una depresión). Lo que probablemente origine este factor
será, por consiguiente, un movimiento oscilatorio de considerable
amplitud, con desviaciones hacia arriba y hacia abajo, que al principio
“crea su propia fuerza generadora” a paso veloz, pero en el curso
de ese desarrollo germina una influencia contraria que finalmente
supera a su predecesor e invierte la dirección del movimiento.
24 D ebe hacerse n otar que esta elevación es independiente de (y adicional a )
cualquier aum ento del costo que pueda ocurrir debido a la elevación de los precios
de los factores de la producción atribuible a un aum ento de la dem anda de los
em presarios, a lo cual ya nos hem os referido antes.
25 Si fren te a esta situación los asalariados reclam an una elevación com pensa­
dora de sus salarios nom inales, la posibilidad de que, pesar de ello, aum enten las
ganancias, dependerá de que esta elevación de los salarios nominales se traduzca o no
en una elevación proporcional d e los precios de venta, y esto dependerá de las
condiciones discutidas en el párrafo anterior. E sta cuestión la he discutido con m ás
am plitud en su aplicación especial a una econom ía socialista, com o si ésta tuviera
que operar con un sistem a de form ación de precios sem ejante al del capitalismo,
en T h e E co n o m ic Jou rn al, diciem bre de 1 9 3 9 . (E s te articulo se traduce en el
Apéndice I I I , pp . 2 3 8 ss. de este libro [T .].)
26 E l profesor Hayek h a destacado otra influencia que a su m odo de ver fun­
cionará de un m odo sem ejante para dar contram archa a la expansión antes de m ucho,
quizá antes de que se haya logrado un a “ com pleta ocupación” . E sa influencia es la
reducción de salarios reales y el aum ento de la ganancia, que desalientan las inversio­
nes en los m étodos que ahorran trabajo y fom entan una tendencia hacia las form as
de producción que requieren m ás m ano de obra (un “acortam iento” del periodo de
producción, de acuerdo con su term in ología: una reducción de la com posición del ca­
pital, en la term inología de M a r x ) . P o r consiguiente, la inversión declinará final­
m en te a causa de los m enores alicientes para “ congelar” capital en equipos costosos
y muy duraderos. (V e r P io íit, In te ie s t and In v estm en t.)
150 FRICCIO N ES Y EXPECTATIV AS

E l resultado de este análisis parece ser el de que las expectativas,


por lo menos las expectativas de negocios de los empresarios, juegan
un papel preponderante en la causación de las fluctuaciones, tanto
de los precios como de la actividad industrial, que les permite ejer­
cer una influencia importante, aunque estrictamente circunscrita, so­
bre la determinación del equilibrio a largo plazo. Esto representa una
modificación importante de la teoría clásica y del enunciado de sus
leyes económicas, pues apenas si deja en pie algunas de las “armonías
económicas” del Iaissez fairé. De particular importancia es el énfasis
que pone en las tendencias que se alejan del equilibrio y que son
inherentes a una economía individualista, tal como fueron desta­
cadas por Marx, en contraste con las tendencias hacia el equilibrio
señaladas por la escuela ricardiana, así como sobre la circunstancia
de que esas mismas rupturas de equilibrio desempeñan un papel activo
y no meramente pasivo respecto al futuro. Se nos proporciona una
descripción de un sistema particularmente inestable muy diferente
al sistema tan bien equilibrado del que nos han hablado tradicional­
mente los economistas. Nos hallamos, en realidad, muy lejos de la
noción clásica del movimiento económico como un simple resultado
de ciertas fuerzas motrices mecánicas (como el aumento del capital
y el crecimiento de la población), y mucho más cerca de una con­
cepción de ese movimiento en función de conflictos, y de acciones
y reacciones recíprocas.
Hasta aquí el derrumbe parcial del determinismo mecánico de la
doctrina clásica tiene para nosotros un valor positivo: aclara nuestra
visión de la realidad. Pero eso no es todo. La ciencia económica
subjetiva que intenta hacer una interpretación de los hechos econó­
micos en términos de la conducta psicológica de los individuos, se
halla frente a un caos de indeterminación en el que todo, o casi
todo, es posible. Habiendo colocado las expectativas en un trono, se
encuentra gobernada por ellas y allí donde las expectativas mandan,
cada una de sus manifestaciones es ley. Esa ciencia nos ha colocado
en un mundo de fluctuaciones acumulativas y de equilibrio inesta­
ble en el que la predicción a largo plazo es imposible, y en el que
una escandalosa campaña económica puede ejercer no sólo una in­
fluencia definida, sino ilimitada.
Es evidente, pues, que en ningún caso podemos estar satisfechos
con esta situación, ya que el punto de vista nihilista en que nos
coloca, si fuera exacto, haría que el sistema económico se tornara
más inestable de lo que realmente es. Los economistas parecen ha­
llarse en peligro hoy día de imponer mentalmente a la realidad una
indeterminación del mismo modo que antes le imponían sus pro­
pias concepciones del equilibrio mecánico. Es evidente que no pode­
mos estar conformes en suplantar la orgullosa estructura de la E co­
nomía Política clásica por un sujetivismo que anda a tientas y que,
como ha dicho tan cautelosamente el profesor J. R . Hicks, si bien
puede ser “admirable para analizar el impacto del efecto de las causas
FR IC C IO N ES Y EXPECTATIVAS 151
perturbadoras, es menos seguro para analizar efectos más distantes y
lejanos”, además de que nos deja expuestos al “peligro, cuando se le
aplica a largos periodos, de echar a perder todo el método” .27 La
naturaleza y la extensión precisas de la inestabilidad a que evidente­
mente se halla sujeto el sistema capitalista es, por supuesto, una
cuestión práctica que debe decidirse por medio del estudio de las
situaciones reales y del estudio comparativo de esas mismas situaciones
a medida que cambian. E l razonamiento basado en el conocimiento
de las características generales del sistema nunca pueden darnos
más que una solución provisional que, aunque de gran importancia
práctica, y a falta de estudios inductivos más completos, puede lle­
gar a ser el razonamiento con el que debemos conformarnos. Para
generalizar con más confianza en esta materia, y para descubrir una
guía en medio de este caos de indeterminación al que amenaza con­
ducirnos la economía subjetiva, necesitamos evidentemente salir del
estrecho círculo de las relaciones de cambio — del círculo que hoy día
ha llegado a definirse estrechamente como las factores “económi­
cos”— dentro del que se plantea usualmente hoy día el problema de
que se ocupan los economistas. Nosotros tenemos la impresión de que
sería mejor que los economistas estudiaran las conexiones existentes
entre las condiciones económicas y sociales en que se hallan colo­
cados los individuos (condiciones institucionales y de clase, y rela­
ciones concretas de los grupos sociales con el proceso de producción)
y los motivos y acciones a que dan origen estas condiciones, en lu­
gar de complicar más aún el álgebra de los impactos del sistema de
expectativas sobre la constelación de los precios.
Una cosa, por lo menos, aparece con toda claridad, la cual es,
además, de fundamental importancia. Lo que da a las expectativas
la influencia que hemos venido discutiendo y que alimenta las vio­
lentas fluctuaciones del sistema, es el tipo particular de incertidum-
bre que caracteriza un régimen de producción individual (por opo­
sición a uno de producción social). La difusión atomística de las
decisiones económicas dentro de un sistema individual de producción
para un mercado, es l a que da poderío a las expectativas. Conectada
con esto hay una distinción que parece ser fundamental para la meto­
dología de la ciencia económica: la distinción entre la clase de ley
que es posible postular en un mundo en que se puede prever a ía
perfección y la ley que se establece, y el grado de deterninismo, en
un mundo en que prevalecen los más diversos tipos de incertidumbre.
Naturalmente, los sistemas económicos sólo difieren en el grado de
previsión de que son capaces aquellos que toman las decisiones,
aunque a este respecto (como se sugiere en un capítulo posterior) la
diferencia entre una economía capitalista y una economía socialista
planeada es suficientemente grande para considerarla como una dife­
rencia de esencia.
Lo que importa aquí, por lo que hace a la causa de las fluctua-
27 T h e E co n o m ic Journal, ¡unió de 1 9 3 6 , p. 2 4 1 .
152 FRICCIO N ES Y EXPECTATIV AS

dones, es el desconocimiento que tiene el empresario individual


— que toma las decisiones respecto a la producción y a la inver­
sión— del curso de los acontecimientos en el futuro inmediato y
de la medida en que lo afectan a él mismo. Una cuestión completa­
mente diferente es la de saber si una situación es de tal naturaleza
que el hombre de ciencia o el economista, colocado, por así decirlo,
fuera del sistema y que lo observa en su conjunto, pueden prever el
futuro. Aun en el caso de que estos observadores puedan predecir
el resultado, conocidos los datos necesarios, ello no quiere decir
que el empresario pueda hacerlo, puesto que en una economía indi­
vidualista, por definición, se halla en una situación en la que necesa­
riamente ignora los actos de sus rivales. E n la medida en que se halla
a ciegas, sus expectativas y las de sus rivales ejercerán una influencia
que se traducirá en fluctuaciones tanto más amplias y de efectos más
duraderos, cuanto más permanente sea la forma en que se corpori-
zan, por así decirlo, las decisiones. E l nacimiento de estas fluctua­
ciones es, por consiguiente, parte de la naturaleza esencial de una
economía individualista y no un simple accidente derivado. Nos
hallamos ante esta paradoja. Si el empresario pudiera prever los actos
de sus rivales, dejarían de ser válidas las leyes de la economía política
en su forma tradicional, y no obraría del modo que la teoría de la
concurrencia supone que obra. Sin embargo, es la-existencia de esta
ceguera esencial la que da margen a la influencia de las expectati­
vas con las desviaciones del equilibrio que esta influencia engendra
y con el elemento de indeterminación que introduce. Sólo en virtud
de la incertidumbre en que se halla cada uno respecto de los actos de
los demás, tienen validez las leyes tradicionales del mercado; sólo
por la apariencia de libertad prevalece la necesidad económica y el
automatismo; la facultad de predecir toda una situación de que se
halla dotado el economista, se debe exclusivamente a la ignorancia
esencial de cada empresario. Como dijo en una ocasión Engels, la
“ley natural” de los economistas “descansa en la inconciencia de
las partes interesadas” . E l régimen de la “ley natural”, basada en la
“inconciencia” es, como se aventuró a descubrir la Economía Política
clásica, un régimen de la ley que se santifica como la música de una
armonía inmanente. Lo que la Economía Política no había visto
antes era que esta propia ignorancia atomística de cada uno respecto
a las intenciones de los otros, a través de la influencia que da a las
expectativas, lleva aparejada, al mismo tiempo, la inevitabilidad de
las fluctuaciones _económicas, que a su vez generan una importante
influencia modificadora, además de una poderosa fuerza motriz, que
configura el futuro del sistema económico.
VII. IMPERIALISMO

La Economía clásica y, muy particularmente, su teoría del comercio


exterior, inflamó la pasión de sus contemporáneos y conquistó su
lugar en la historia, ante todo, como una crítica del mercantilismo.
Atacar el mercantilismo como sistema y refutar el razonamiento falaz
de sus apologistas, fue la pasión que dominó los escritos de Adam
Smith, de James M ili y de Ricardo. Si se tiene en cuenta la seme­
janza entre el mercantilismo y el imperialismo moderno resulta muy
sorprendente que los economistas de nuestros días se ocupen tan poco
del segundo y hasta lleguen a considerarlo como ajeno al objeto de
sus estudios. Esta semejanza entre el colonialismo del siglo xvm y el
de hoy, por lo menos en sus aspectos superficiales, ha sido destacada
a veces (entre los primeros, según creo, por Thorold Rogers en la
década de los ochentas). La semejanza reside no sólo en el hecho de
que ambos se ocupan de un sistema colonial, sino en el empleo
de ciertas prácticas monopolistas paralelas, y en una antítesis simi­
lar de que participan sus ideologías respecto a las doctrinas de la
Economía Política clásica.
Los primeros economistas se forjaron pocas ilusiones sobre el
mercantilismo, y sus análisis revelaron con toda claridad las relaciones
esenciales en que descansa su complicada superestructura de regla­
mentación económica y los razonamientos para su explicación y
defensa. Se dieron cuenta de que el carácter esencial del mercantilis­
mo era una forma especial de la política monopolista y de que las
ganancias que de él se obtenían eran también de carácter mono­
polista y, sobre todo, destinadas a una clase limitada. James M ili,
que había descrito las colonias como “un vasto sistema de enrique­
cimiento extramuros para beneficio de las clases altas”, escribía que
“la madre patria, al obligar a la colonia a venderle mercancías a me­
nor precio delque podría obtener en otros países, no hace más que
imponerle un tributo; no directo, en verdad, pero no por su disfraz,
menos real”;1 en tanto que Say, al describir el sistema como “edifi­
cado sobre la compulsión, la restricción y el monopolio”, declara­
ba que: “la metrópoli puede obligar a la colonia a comprarle todo lo
que necesite; gracias a este monopolio, o privilegio exclusivo, los pro­
ductores de la madre patria obligan a las colonias a pagar por las
mercancías más de lo que valen” .2 Adam Smith, autor de la discusión
clásica de esta materia, denunció el sistema en estos términos: “E l
monopolio del comercio colonial deprime, del mismo modo que los
demás arbitrios mezquinos y nocivos del sistema mercantil, la acti-
1 E le m e n ts o í P o litícal E c o n o m y , tercera edición, p. 2 1 3 .
2 T reatise on Poiiticaí E co n o m y ( 1 8 2 1 ) , vol. I , p. 3 2 2 , y C a tech ism o í P o ­
li t i c é E co n o m y , pp. 1 2 9 -3 0 . V e r tam bién T o rren s, P roduction o í W e a lth ( 1 S 2 1 ) ,
pp. 2 2 8 ss. T o rren s no vacila en referirse en términos alentadoram ente vigorosos a la
"poderosa junta de propietarias de buques y m ercaderes, cuyos intereses privados
se oponen a los del público” co m o la responsable de las reglam entaciones colo­
niales (p . 2 4 8 ) .
153
154 IM PER IA LISM O

vidad de todos los demás países, y principalmente la de las colonias,


sin aumentar en lo más mínimo. . . , disminuyendo la de la nación
en cuyo favor se cree establecido. . . Ciertamente, el monopolio eleva
el tipo de las ganancias mercantiles y, por consiguiente, aumenta algo
las utilidades de nuestros comerciantes. . . Al fomentar el interés de
cierta clase de personas, perjudica los intereses de todos los demás
habitantes del país y de todos los ciudadanos de otras naciones.. .
De este modo los salarios del trabajo, que son una de las grandes
fuentes originarias de ingreso, quedan disminuidos con el monopolio, o
resultan menos abundantes de lo que serían en otras circunstancias” .3
Tanto Smith como Ricardo examinaron los efectos del comercio
exterior sobre el tipo de ganancia. Ambos estuvieron de acuerdo en
que podía elevar este tipo en la madre patria, aunque por razones
opuestas. Adam Smith sostenía que el comercio colonial podía lo­
grar ese aumento desviando el capital hacia las ramas de la industria
sometidas a un monopolio parcial, y en las que, en consecuencia, se
podían obtener ganancias más elevadas. Pero esta desviación del capi­
tal tenía que elevar también el tipo de ganancia en todas las otras
ramas (debido a que en éstas la competencia del capital tenía que
ser menos aguda), así como el precio de las mercancías de la me­
trópoli. Adam Smith se sirvió de este argumento para demostrar que
el sistema mercantil lesionaba tanto a la madre patria como a la co­
lonia.4 Ricardo, sin embargo, lo negaba, al sostener que era posible
“que el comercio con una colonia puede ser regulado de tal manera
que sea, al mismo tiempo, menos beneficioso para la colonia y más
ventajoso para la metrópoli que si existiera un libre comercio perfec­
to” . De todos modos, “se verá que un cambio de un comercio
exterior a otro, o del comercio interior al exterior, no puede, en mi
opinión, afectar la tasa de utilidades. . . Habrá una peor distribución
del capital general y de la industria y, por lo tanto, se producirá me­
nos . . . [Pero] que aun cuando se produjo el efecto de elevar las uti­
lidades, no sobrevendrá la menor alteración en los precios, que no son
regulados ni por los salarios, ni por las utilidades” .5 La única forma
en que el comercio exterior podía elevar las ganancias, era a través
de los efectos que una abundante importación de artículos alimenti­
cios baratos tendría sobre el precio de la mano de obra; pero esto se
podía conseguir más fácilmente mediante la libertad de comercio y
por la mayor amplitud del mercado.
Marx enumera el comercio exterior entre las influencias que con­
trarrestan la tendencia decreciente del tipo de ganancia y hace refe­
rencia a la discusión entre Smith y Ricardo. En esta cuestión parece
3 L a riqueza d e las n aciones, ed . c it., pp. 5 4 3 -4 5 . V e r tam bién las observacio­
nes de Sismondi sobre el sistem a colonial bajo el cual ‘l a m etrópoli se reserva para
sí todas las ganancias derivadas del m onopolio, sólo que de un m ercado m uy res­
tringido” , y tan to , que a la larga, el com ercio libre hab ría sido preferible para
la m etrópoli y para la colonia. (N o u v ea u x P ríncipes, 1 8 1 9 , I , p. 3 9 3 .)
4 R iqueza de las n aciones, ed. cit., pp. 5 3 9 ss.
5 P rincipios, F .C .E ., pp. 2 5 5 -5 7 .
IM PERIA LISM O 155
haber hecho causa común con Smith en contra de Ricardo (lo que
en él era excepcional). E l comercio exterior no sólo podía elevar
el tipo de ganancia abaratando las subsistencias, sino también “aba­
ratando los elementos del capital constante”* Además de esto, el
capital invertido en el comercio exterior y a íoitioii, en el comercio
colonial reglamentado, podía obtener un tipo más alto de ganancias;
“no es posible comprender por qué las elevadas cuotas de ganancia
que obtienen así y retiran a sus metrópolis los capitales invertidos
en ciertas ramas de producción no entran. . . en el mecanismo de
nivelación de la cuota general de la ganancia, contribuyendo, por
tanto, a elevar proporcionalmente esta cuota. E l país favorecido obtie­
ne en el intercambio una cantidad mayor de trabajo que la que en­
trega, aunque la diferencia, el superávit, se lo embolse una determi­
nada clase, como ocurre con el intercambio entre capital y trabajo en
general. Por tanto, cuando la cuota de ganancia sea más alta por
serlo siempre en los países coloniales, esta cuota más alta puede per­
fectamente coincidir, si en los países coloniales se dan las condiciones
naturales propicias para ello, con precios bajos de las mercancías. Se
opera una nivelación, pero no a base del nivel antiguo, como Ricardo
entiende” . Esta ganancia extra que por la competencia de los capitales
tiende finalmente a entrar al tipo general de ganancia en la metró­
poli, es lo que Marx llama superganancia, haciendo notar que se tra­
taba de algo análogo a las ganancias del “fabricante que pone en ex­
plotación un nuevo invento antes de que se generalice” .6
No se ha puesto en claro si la intención de Marx fue la de apli­
car esto a los casos de simple intercambio, reglamentado o no, entre
dos unidades económicas nacionales, y a los casos en que la relación
entre ellas comprende la inversión de capital que una hace en la otra.
Evidentemente, éstos son dos casos distintos; y, con respecto al pri­
mero, parece que Ricardo tenía toda la razón, esto es, que la ventaja
del intercambio obtenida por el país con una productividad más alta
de trabajo no se manifiesta, necesariamente, en una elevación del
tipo de ganancia, que es una relación de valores, ya que la resultante
atracción de oro que ejerce el sistema monetario de este país podría
tener el efecto de elevar todos los precios por igual, quedando in­
tactos los precios relativos. Las ganancias del comercio tenían que
aumentar el tipo de ganancia sólo en el caso de que se tradujeran en
un abaratamiento de las subsistencias o de las materias primas e ins­
trumentos de producción.7 Pero en lo que sin duda pensaba Marx
era en las relaciones entre la madre patria y la colonia, que incluían
el hecho de una inversión de la primera en la última. Aquí la opi­
nión de Adam Smith parecía estar justificada: el tipo de ganancia

6 E ! Capital, ed. cit., vol. I II , pp. 2 3 7 -3 8 .


7 Podría tener tam bién un efecto sobre las ganancias — el cual no fue m encio­
nado— si de él resulta la especialización de ese país en ramas de producción con
diferentes condiciones técnicas y, por consiguiente, con una “com posición orgánica
del capital” distinta de la que, p o r térm ino m ed io , existe anteriorm ente.
156 IM PER IA LISM O

en la metrópoli tenía que elevarse sin duda alguna en este caso de­
bido a que el campo de inversión de su capital se había ampliado.
No es posible, por supuesto, trazar una línea rígida entre estos dos
casos; deben considerarse, más bien, como dos tipos de relaciones
entre países, cuyos efectos se confunden en la zona de su conjunción.
No es probable que las relaciones comerciales entre dos países dejen
de tener algunos efectos sobre el abaratamiento de los artículos ali­
menticios y sobre las materias primas en el país más desarrollado,
especialmente en el caso del comercio entre una región industrial y
otra agrícola; por eso puede decirse que, en esa medida, el campo de
inversión del capital del primer país se ha dilatado. Por otra parte,
si realmente se ha invertido capital fuera del primer país, es proba­
ble que el tipo de ganancia se eleve, independientemente de sus
efectos incidentales sobre los precios relativos. Se ve, pues, que no es
fácil definir con precisión la relación económica que caracteriza al
colonialismo. E n esta materia no son de esperarse definiciones que
aíslen los fenómenos con la rigidez de una separación lógica. La super-
ganancía, en el sentido marxista, puede surgir, según parece, tanto
del intercambio libre y no reglamentado entre países de productividad
distinta, como del intercambio reglamentado o d e ja s inversiones ex­
tranjeras. De ahí que, en cierto modo, sea un resultado de casi todo
comercio internacional. Si hemos de dar una definición característica
de esta relación económica, debe formularse en términos de algo más
estrecho que esto; y la definición económica más conveniente y sa­
tisfactoria de colonia y colonialismo parece consistir en una relación
entre dos países o regiones que implica la creación de super-ganancias
en beneficio de uno de ellos, ya sea por medio de un comercio regla­
mentado en términos monopolistas, o por la inversión de capital de
uno de los países en el otro, con un tipo de ganancia superior al
que prevalece en el país inversionista. Cada uno de estos tipos de
relaciones representa una forma de explotación de una región por
otra (a través del comercio o de la inversión) que en aspectos impor­
tantes es distinta de las relaciones comerciales entre dos regiones
sobre la base de un comercio líbre y no reglamentado.8
Lo que caracterizaba al mercantilismo era una relación de co­
mercio reglamentado entre la colonia y la metrópoli, ordenado en
forma tal que sus términos siempre eran a favor de la última y
en contra de la primera.9 E n este sistema las inversiones en la colo­

8 L a concepción del com ercio exterior libre de todo elem ento m onopolista es,
por supuesto, tan abstracta com o la concepción de la 'lib r e com petencia” en el
com ercio interior, y tan raro uno com o otra. A l usarla aquí es con fines fundam en­
talm ente analíticos.
9 E sta situación ten ía sus precedentes en la relación que persistió e n tre e l capi­
tal com ercial y el cam pesinado y el artesanado durante los últim os años de la
E d a d M edia y en el periodo d e la “acum ulación prim itiva” . Las diversas estipula­
ciones monopolistas de los grem ios m ercantilistas, reforzadas frecuentem ente p o r la
política de los gobiernos m unicipales, que equivalían a un a especie d e “ colonialis­
m o ” respecto a las regiones rurales circunvecinas, dieron origen a un a relación
IM P E R IALISMO 157
nia, si bien se realizaban, parecen haber desempeñado un papel se­
cundario. E l imperialismo de nuestros días repite esta característica
de la explotación por medio del comercio; y si bien en sus primeras
etapas puede haber sido menos marcada de lo que fue en el sistema
colonial de los siglos xvn y xvnr, en etapas posteriores adquiere una
gran importancia creciente bajo la forma de la política neo-mercanti-
lista de la “autarquía” de los países imperialistas. Pero entre el mer­
cantilismo y el imperialismo hay, por supuesto, toda la diferencia que
existe entre una fase primitiva del desarrollo del capitalismo y la
etapa más avanzada de la técnica industrial de producción en gran
escala, de integración de las finanzas con la industria y de organiza­
ción y política monopolistas. En consecuencia, en la última etapa
la exportación de capital desempeña un papel dominante, y con ella la
exportación de bienes de producción y la hipertrofia de las industrias
que producen estos últimos.10 E n efecto, entre las diferencias que
distinguen al antiguo del nuevo sistema colonial, la principal parece
ser el hecho de la inversión de capital en las regiones coloniales. Como
esta inversión adopta las formas más variadas, pretender represen­
tarla como una inversión exclusiva o predominantemente de capital
industrial para la explotación directa de un proletariado colonial, es
dar un cuadro exageradamente simplificado y erróneo del proceso
real. Las inversiones en la colonia toman frecuentemente la forma de
préstamos de dinero en gran escala o de explotación de formas
primitivas de la producción, como sucedió con el capital mercantil en
la Europa occidental en los días del sistema Veríag.11 Por otra par-
de explotación de esta especie que parece haber constituido una form a im portante de
acum ulación prim itiva. E n el sistem a V eríag (trabajo a do m icilio ), alcanzó una etapa
m ás elevada, logrando finalm ente su m adurez y su form a “ pura” en la explota­
ción de un proletariado por el capital industrial y en la creación de la plusvalía
industrial (ver Capitalist E n terp rise, de M aurice D obb, caps, xrv-xvr, x v m -
x r x ) . E s interesante observar que este tipo de relación constituyó en 1 9 2 5 la base
de la discusión en la U .R .S .S . acerca de las relaciones entre la industria y la eco­
nom ía cam pesina y de la teoría de la “acum ulación socialista prim itiva” de Preo-
brajensky. (V e r Russ/an E c o n o m ic D e v e lo p m en t, de D obb, pp. 1 6 0 ss.)
10 E l valor total de la exportación de capital británico, en 1 9 1 3 , se h a esti­
m ado en 4 0 0 0 0 0 0 0 0 0 de libras esterlinas, de las cuales la m itad se invirtió en el
Im perio británico, la quinta parte en los Estados Unidos de N orteam érica, otra quinta
parte en C en tro y Suram érica y sólo la vigésima parte en E u ropa. L os siguientes
porcentajes de distribución de las exportaciones combinadas de Alem ania, G ran
Bretaña y los Estados U nidos son ilustrativos:
B ienes d e B ien es d e
producción consum o
1 8 0 0 ..................................... 26% 74%
1 9 0 0 ..................................... 39% 61%
1 9 1 3 ..................................... 46% 54%
(International C h am b er o f C o m m erce, Internationa! E c o n o m ic R eco n stru ctio a,
pp. 3 0 -3 2 .)
11 Ejem plos de ello los hallam os en la N iger C om pany y en el Sudan Flan-
tation Syndicate o en la m ayor parte del Á frica Ecuatorial francesa, donde el capi­
tal extranjero explota la econom ía prim itiva por m edio del com ercio o del prés­
tam o en dinero, sin que haya la m enor tendencia de industrialización de esa zona.
158 IM PER IA LISM O

te, la característica fundamental de las inversiones coloniales ha sido,


desde sus comienzos, la inversión privilegiada: es decir, las que llevan
implícita alguna ventaja diferencial, preferencia o monopolio de he­
cho, en forma de concesiones o de garantías jurídicas privilegiadas.
Gran parte del atractivo de las inversiones coloniales parece haber
consistido siempre en derechos monopolistas y en prácticas restric­
tivas, no muy diferentes a los que se hallaban en vigor en la Ingla­
terra de los Estuardos, los cuales, también, han sido algunos de los
ingredientes esenciales del imperialismo como sistema de extracción
de ganancias de zonas muy extensas.
Como el proceso de inversión en regiones coloniales representa
una transferencia de capital a lugares donde es fácil obtener privile­
gios semi-monopolistas, donde el trabajo es más abundante y barato
y donde la “composición orgánica del capital” es más baja, cons­
tituye un factor importante que opera en sentido contrario a la ten­
dencia decreciente del tipo de ganancia en la madre patria.12 Más
aún, ejerce esta influencia por una doble razón. No sólo significa
que el capital exportado a las regiones coloniales se invierte a un
tipo de interés superior al que se habría obtenido en la metrópoli,
sino que también da origen a una situación dentro de la cual el tipo
de interés (en el país imperialista) tiende a ser más alto de lo que
habría sido en otras condiciones. Esto último ocurre porque la plétora
de capital que busca inversión en la metrópoli se reduce por razón
del lucrativo desahogo colonial al disminuir la presión sobre el mer­
cado de traba jo y porque el capitalista puede comprar, en su propia
patria, fuerza de trabajo a menor precio. La exportación de capital,
en otras palabras, es un medio de volver a crear el ejército industrial
de reserva en la metrópoli gracias a la apertura de nuevos campos de
explotación fuera de ella. Por consiguiente, el capital obtiene una
doble ventaja: un tipo de ganancia más alto en el extranjero y un
“tipo de plusvalía” más elevado que puede imponer en la metrópoli.
Esta doble ventaja es la razón por la que, fundamentalmente, los
intereses del capital y del trabajo se hallan en pugna a este respecto
y por la que la economía capitalista tiene necesidad (que no tiene
la economía socialista) de una política imperialista.13 Su significación

P o r ejem plo, J. S. M ili, q u e escribió desde m ediados del siglo x d c , hace esta
sorprendente declaración sobre la exportación de cap ital: “ C reo que ésta h a sido
desde hace m uchos años una de las principales causas que han detenido la baja
de las ganancias en Inglaterra.” (Principios, ed. cit., p. 6 3 3 .)
C o n respecto a la “com pensación” resultante del desarrollo colonial en form a
de im portación de artículos alim enticios m ás baratos, sobre la que frecuentem ente
se llam a la atención, un autor bien inform ado h a form ulado recien tem en te la si­
guiente conclusión: “ U n a divergencia laten te de intereses entre los trabajadores y
los capitalistas se hacía cada vez m ás aguda. A pesar de que los capitalistas no
habían sido los únicos que se aprovechaban de las ventajas de la exportación de
capital, la clase trabajadora había participado m ás por accidente que por designio.
F u e sólo por una rara coincidencia de intereses por la que los riesgos m ás lucra­
tivos fructificaron en artículos alim enticios y m aterias prim as cada vez m ás bara­
tos.” A dvierte, adem ás, que la edificación de palacios para sultanes, la apertura
IM PERIA LISM O 159
puede apreciarse si el proceso se lleva al extremo: si se supone que
en las colonias existe una población proletaria ilimitada que explotar
(y recursos naturales inagotables), y si se supone también que han
sido suprimidos todos los obstáculos a la exportación de capital. La
terminación lógica del proceso (si se tiene cuidado de llevar hasta
el fin una hipótesis puramente abstracta) sería la de reducir las
tarifas de salarios (por lo menos las de los “salarios eficiencia” ) en
los países capitalistas más antiguos al nivel reinante en las regiones
coloniales, y siempre que existan nuevas regiones que abrir a la ex­
plotación para mantener la masa de población de todo el mundo
sobre ese nivel de vida. Por diversas razones concretas, el proceso no
llega, ni se aproxima siquiera, a este límite abstracto (que implicaría
la “descolonización” de la colonia y la desindustrialización parcial
de las metrópolis imperiales). Pero la tendencia sigue siendo una ten­
dencia restringida, a pesar de que otros factores operen en sentido
contrario.14
Con frecuencia se destaca este contraste entre el sistema mercan-
tilista y el colonialismo moderno (esto es, el hecho de invertir capi­
tal en las colonias), hasta el grado de negar que el tipo especial de
explotación característico del primero existe en la actualidad. Por ello
se hace hincapié en el efecto industrializador del imperialismo en
los países retrasados por oposición al efecto restrictivo que el mer­
cantilismo ejercía sobre el desarrollo económico de las colonias. Se

de m inas de diam antes, la construcción de ferrocarriles estratégicos, la com pra de


buques de guerra, no representan esa “ com pensación” . M ás aún, "cu a n to m ayor
era el núm ero de países nuevos, más aparente se hacía el conflicto de clases. Las
probabilidades de que las inversiones extranjeras redujeran el costo de las im por­
taciones británicas eran m ucho m enos abrum adoras, en tanto que el tem or de
que fueran fom entadas las industrias com petidoras de las nuestras se hizo m ás
i n t e n s o ... E ra visible que las inversiones en el extranjero podian reducir el nivel
de vida en lugar de elevarlo” . (A . K . C aim cross, en Review o í E co n o m ic Studies,
vol. I II, n ? 1 .)
14 E s to , por supuesto, no es todo. L a clase trabajadora de la m etrópoli puede
obtener ventajas incidentales, ya sea para algunos sectores de ella o aun para toda
la clase durante un periodo. P o r ejem plo, puede obtener beneficios de la im porta­
ción de artículos alim enticios m ás baratos com o resultado de la apertura de re­
giones no desarrolladas. P u ed e ser tam bién que un grupo particular de trabajadores
logre algunas ventajas por la am pliación del m ercado para los productos de la
industria en que trabaja. P u ede ser, adem ás, que obreros bien organizados parti­
cipen del fru to de ciertas prácticas monopolistas, propias del im perialismo, que serán
descritas m ás adelante. Y es que existe siem pre un sentido estrictam ente relativo
en el que un esclavo puede beneficiarse con la prosperidad de su am o: en el sen­
tido no de com parar su condición de esclavo y de hom bre libre, sino en el de
set un esclavo de un am o m ás o m enos próspero. (Eviden tem en te, este “beneficio”
debe quedar subordinado a la pérdida m ucho m ás im portante que sufre p o r su
condición de esclavo.) Así, pues, si el capitalismo encuentra una escapatoria parcial
en el colonialism o, puede evitar form as de opresión de la clase trabajadora de la
m etrópoli a las que habría tenido que recurrir en condiciones diferentes. C om pa­
rativam ente con esta últim a alternativa, puede decirse que el proletariado m etro­
politano se beneficia con el im perialism o. E s to es particularm ente im p ortan te res­
pecto de un aspecto del fascism o que se m encionará m ás adelante.
160 IM PER IA LISM O

pinta, además, un cuadro en el que aparece reproducido en las re­


giones coloniales el capitalismo industrial maduro de tipo normal, el
cual conduce a una progresiva “descolonización” de los países atra­
sados. Esta perspectiva es hija del desconocimiento de los rasgos
comunes entre el imperialismo y el viejo sistema colonial a que nos
hemos referido, así como de las características del desarrollo colonial
asociadas a una era de organización y política monopolistas. Es cier­
to que el imperialismo ejerce un efecto revolucionario más acentuado
que el que ejercía el mercantilismo en las regiones coloniales (que se
limitaba, en lo fundamental, a las relaciones comerciales y al fomento
de las plantaciones agrícolas) .15 Puesto que el capital ha de invertirse
como capital industrial, debe crearse un proletariado allá donde toda­
vía no exista, lo que implica la desintegración de las antiguas formas
económicas, tribales o semifeudales, mediante un proceso de “acumu­
lación primitiva” . E l imperialismo requiere, como condición para
ampliar el campo de inversión, una revolución parcial de los medios
de transporte, el control de los recursos naturales y, en algunos casos,
aunque no invariablemente, cierto grado de unificación política y
económica del país. Sin embargo, esto queda sujeto a importantes
calificativas, y el papel positivo que el sistema desempeña en las re­
giones coloniales, aun en sus primeras etapas, parece estar más con­
siderablemente limitado, en relación con las posibilidades actuales,
que el papel desempeñado por el capitalismo nativo en los primeros
países industriales. Con frecuencia, por razones políticas, el impe­
rialismo apoya y no suplanta, las formas sociales y políticas reaccio­
narias (por ejemplo, los estados nativos en la India; la perpetuación
de la desintegración política de C hina), especialmente cuando ne­
cesita aliados contra algunos rivales, dentro o fuera de la colonia.
Del mismo modo que en algunas de las primeras etapas de la his­
toria del capitalismo, el capital mercantil se entendía con los inte­
reses feudales o semifeudales, o con la corte, aliándose contra una
burguesía industrial advenediza (como en la Inglaterra del siglo x v n ),
los intereses imperialistas se alian a menudo con las supervivencias
de las viejas clases gobernantes del país colonial en contra de los
designios de una burguesía nativa cuyos intereses radican en una
intensiva industrialización. Como ya hemos dicho, la inversión de
capital en las colonias es, en gran medida, una inversión privilegiada,
protegida por derechos semimonopolistas y por algunas restricciones,
si bien en muchos casos toma la forma "de explotación y, por con­
siguiente, de perpetuación, de los métodos de producción relativa­
mente primitivos. Esta tendencia, además, será fomentada por la
pobreza misma de la colonia y por la baratura de su mano de obra.
15 D ebe hacerse n otar que, al hablar aquí d e colonias, nos referim os a las que
lo son propiam ente en la época im perialista. Las partes del Im p erio b ritánico que
constituyen los llam ados D om inios no son, propiam ente, colonias en este sentido
— son las antiguas colonias del periodo m ercantilista, que de entonces acá han
logrado una considerable independencia. (Suráfrica, con su enorm e población na­
tiva explotada, se encuentra, a su vez, en una situación especial.)
im p e r ia l is m o 161

Sin embargo, el fomento de las inversiones en ciertas clases de pro­


ducción colonial que compita con la ventaja exclusivá de que ésta
disfruta previamente en la madre patria, puede ser contrario a los
intereses de la clase capitalista del país imperial. Pronto se presenta
en escena, por consiguiente, un elemento monopolista que desalien­
ta las formas del desarrollo colonial que pueden rivalizar con otros
intereses imperialistas. A ello se debe que el desarrollo industrial
de la colonia se limite frecuentemente a la producción complemen­
taria, no rival, de la de la metrópoli.16 Puesto que una industria
naciente requiere, por lo general, cierto estímulo de carácter diferen­
cial para encauzarla, la mera falta de fomento especial a la industria
colonial puede ser suficiente para mantener la industrialización den­
tro de límites estrechos.
Es probable que el imperialismo recurra muy pronto a prácticas
muy semejantes a las del mercantilismo debido a una característica
peculiar del sistema. Si bien la mera exportación de capital no depen­
de de una reglamentación complicada del comercio entre la colonia
y la metrópoli, como acontecía en el mercantilismo, ya que hasta
puede medrar con la llamada polítíca de “puerta abierta”, sí necesita,
contrariamente al sistema colonial primitivo, ejercer un gran control
político sobre las relaciones internas y sobre la estructura de la eco­
nomía colonial. Esto es necesario, no sólo para “proteger la propie­
dad” y garantizar que los productos de la inversión queden a salvo
de cualquier riesgo político, sino para crear las condiciones esencia­
les de la inversión lucrativa del capital. Entre estas condiciones se
halla la existencia de un proletariado suficiente para suministrar una
mano de obra abundante y barata, de manera que donde no existe
es necesario modificar convenientemente las formas sociales pre­
existentes. Ejemplos de ello son la reducción de las “reservas” de
tierra de las tribus y la introducción de impuestos diferenciales
sobre losnativos que viven en las reservas tribales del África Orien­
tal y del Sur.17 La base de esta lógica política imperialista, como
lo revela su historia, parece radicar, pues, en el control más estrecho
que ejerce la metrópoli sobre la política interna de la colonia, y que
va de la “penetración económica” a las “esferas de influencia”, de
las “esferas de influencia” a los protectorados (o control directo)
y de los protectorados ocupados militarmente a la anexión. Tan
pronto como aparece el control político como auxiliar de la inversión,
se presenta la oportunidad para las prácticas monopolistas y prefe­

16 Para expresarlo en térm inos abstractos, el interés de la clase capitalista


de la m etrópoli en su conjunto consistiría en adoptar la línea de conducta que
seguiría un m onopolista que lim ita sus inversiones en la colonia con objeto de
sostener en ella un tipo m ás elevado de ganancia, evitando la com petencia con la
producción de la m etrópoli.
17 “ E n todas las posesiones tropicales africanas ban sido exigidas por los co lo ­
nizadores y capitalistas blancos, la expropiación, la explotación y la esclavitud virtual
de la población nativa, y con excepción del Africa O ccidental británica, esto ba
sido realizado en todas partes.” (L eo n ard W o o lf, E con om ic Im períalism , p. 6 8 .)
162 IM PER IA LISM O

rentes; y si ese control se utiliza, será probablemente para promover


los intereses particulares que representa. E l proceso de inversión y
el desarrollo económico de la colonia no tendrán lugar, ciertamente,
en un ambiente idílico de laissez faire.
Estos aspectos restrictivos y monopolistas del imperialismo llegan
a tener una particular importancia en posteriores etapas de su des­
arrollo y a constituir un elemento esencial de las relaciones entre
la metrópoli y la colonia. Al principio, cuando el campo de inver­
sión es virgen y fácil la caza de concesiones, la atención se dirige
principalmente, a aprovechar las oportunidades que se hallan a la
mano y a roturar nuevos campos. Ésta es la etapa de los precursores,
cuando todavía hay lugar para todos. La lucha por apoderarse de
Africa en la década de los ochentas, con todo un Continente que
repartir, no suscitó por entonces agudas rivalidades. Es cierto que muy
pronto, antes de terminar el reparto, tuvo lugar — presagio de tor­
mentas futuras— el incidente Fashoda. Pero quedaba aún campo
suficiente para aplicar el principio de “compensaciones” entre los
rivales, como se hizo, por ejemplo, para suavizar la rivalidad franco-
británica en el África del Norte. La codicia de los bandidos por
el “reparto del mundo” adjudicándose “territorios” exclusivos, encon­
tró todavía tierras vírgenes de que nutrirse. E l incidente marroquí
de 1911 fue un presagio más grave; y tan pronto como se desarrolla­
ron las regiones del interior del Africa Oriental británica y del
África Oriental alemana, la rivalidad latente en el Africa Central
se tornó más aguda. A pesar de todo, fue probablemente en el Cer­
cano Oriente, a lo largo de la ruta de Bagdad, Teherán y la India,
más bien que en Africa, donde se desarrollaron los más peligrosos
acontecimientos que culminaron en agosto de 1914.
Pero aun en esta primera etapa nada hay que se parezca a la
libre competencia de la doctrina clásica en la lucha para obtener
oportunidades de inversión y concesiones. En el juego figuran, en
primer término, preferencias de las más diversas clases y la influencia
política desempeña un papel principalísimo en el establecimiento y
mantenimiento de esas preferencias. La historia de este desarrollo
ofrece numerosos ejemplos en los que la influencia política ha sido
decisiva para determinar a cuál de los grupos nacionales en com­
petencia ha de otorgarse una concesión determinada. Tales son los
casos de China, de Suramérica, del Cercano Oriente, de Egipto,
de Trípoli, de Marruecos.18 Una vez logrados, los derechos especia­
les de que disfrutan corporaciones como la South Africa Company,
la British and Germán East Africa Companies, la Niger Company, la
Sudan Plantation Syndicate, la Bagdad Railway Co. de la pre-guerra
(para citar sólo los ejemplos más notables), constituyeron mono-

l s C onsúltense obras com o las de L . W o o lf , E m p ire and C o m m e t c e in A frica;


E arle, TurJcey, th e G rea t Pow ers a nd t h e Bagdad Railway; Brailsford, W a r o í S teel
and G o ld ; N earing y F reem an , L a diplom acia del dólar; T . W . O v eilacK Foreign
F inancial C o n tro l in C h in a.
IM PERIA LISM O 163
polios virtuales sobre zonas muy extensas. Lo que es cierto de los
empréstitos, de los contratos para construcciones y de las concesiones
mineras, es cierto también, aunque en menor grado, del comercio de
mercancías y quizá tiende a ser más característico del comercio
colonial a medida que se desarrolla la colonia. Como ha dicho el
profesor Pigou: “Hay oportunidades para invertir muy lucrativa­
mente en empréstitos a favor de gobiernos débiles (cuyos funciona­
rios pueden ser corrompidos o adulados con lisonjas), los cuales se
destinan a la construcción, en condiciones favorables, de ferrocarriles,
para desarrollar los recursos naturales de los campos petroleros, o para
establecer plantaciones de hule en tierras tomadas a los africanos y
trabajadas por africanos forzados o ‘estimulados’ con salarios verda­
deramente bajos. Cuando el gobierno de algún país civilizado se ha
anexado una región atrasada, o la está protegiendo, o ha establecido
en ella una esfera de influencia, estas valiosas concesiones van a
parar, aunque no les estén formalmente reservadas, a manos de ricos
y poderosos financieros del país protector, los cuales tienen a su
servicio la prensa y los medios de influir en la opinión pública y de
ejercer presión sobre los gobernantes.” 19
La teoría clásica del comercio exterior sostiene que los países
tienden a especializarse en aquellas mercancías para cuya producción
gozan de alguna ventaja comparativa, y que las ventajas del comercio se
dividen de acuerdo con la elasticidad de las demandas nacionales
correspondientes (expresadas en función de las mercancías que cada
uno exporta para adquirir las mercancías que necesita importar).
No sería incorrecto del todo decir que hoy día ocurre precisamente
lo contrario: que cada país trata de crear para sí la demanda de
aquellas cosas para las que tiene facilidad de producir, y la hege­
monía económica estriba en el éxito que se tenga para lograr dicho
propósito. ¿Cuál es la significación económica de la difusión de la
cultura, de los hábitos y de las costumbres de una nación determinada
en las “regiones atrasadas”, sino el propósito de despertar el gusto
por las cosas que aquélla produce y que por ello, históricamente,
ha llegado a apreciar y desear? Este proceso está sujeto, naturalmen­
te, a salvedades importantes. Una nación que no cuenta con carbón,
difícilmente podría difundir a sus colonias gustos que excluyeran por
completo su uso. Sería muy difícil, también, que un país que no
produce textiles logre conseguir que los pobladores de sus colonias
anden desnudos y, que en vez de comprar ropas, compren, por ejem­
plo, joyas. Sin embargo, una colonia bajo la influencia o dominio
de la Gran Bretaña probablemente prefiera, por diversas razones, per­
sonal e ingenieros británicos para su industria, y es probable que
empresas con personal británico tengan preferencia por las patentes
e inventos ingleses y porque los contratos de construcción se suscriban
con firmas británicas. También es probable que la moda en una
colonia inglesa (salvo que haya poderosas razones en contrario) tienda
19 Po lítica! E co n o m y o í W a r , pp. 21 -2 2 .
164 IM PER IA LISM O

a adoptar las telas y los estilos británicos, cosa que no sucederá en


una colonia alemana, francesa o japonesa, donde se adoptarán las
modas de sus correspondientes metrópolis. E l efecto de tal influencia
será, por supuesto, el de que los financieros, concesionarios, contra­
tistas, compañías comerciales, etc., disfruten de precios de venta más
altos y de precios de compra más bajos de los que existirían sin estas
preferencias y si sus transacciones hubieran tenido lugar en un mer­
cado de competencia más perfecta. E n otras palabras, las “condiciones
del comercio” entre la metrópoli y la colonia se tornan en favor de
la primera. E l aforismo de que “el comercio sigue a la bandera”
cristaliza la verdad esencial de que un aspecto muy importante del
papel que desempeñan las colonias en la economía internacional es
el de constituir en gran parte “mercados privados” de los intereses
del grupo nacional que las controla, aun en donde prevalece la polí­
tica de la “puerta abierta” . E l número y la amplitud de los privi­
legios de que puede disfrutar un capitalismo nacional determinarán
en muy buena medida el tipo de ganancia que puede lograr y el
lugar que pueda ocupar en la economía mundial. E n este sentido
la “búsqueda de mercados”, a que se refieren los partidarios de la
teoría del “infra-consumo”, tendrá un significado independiente: el
de la búsqueda de mayores oportunidades para obtener ganancias
monopolistas mediante "la explotación comercial por oposición a la
extracción de una plusvalía “normal” .
Pero en la actualidad, el mismo mantenimiento nominal de la
política de “puerta abierta” va siendo cada vez más raro. Los pactos
que determinan esferas de influencia coexisten con los pactos terri­
toriales que celebran los cárteles internacionales para dividirse el
mercado en regiones muy bien determinadas. La fuerza política se
utiliza directamente para influir en la demanda, y así vemos que los
trusts se sirven de los prejuicios políticos para eliminar productos
rivales (como, por ejemplo, en la escandalosa campaña contra el pe­
tróleo ruso de hace unos cuantos años). La política y la economía
se hallan tan íntimamente entrelazadas, que la simple perspectiva
de una concesión petrolera ha bastado para sembrar la confusión,
por lo menos, en una conferencia internacional de potencias. La
política actual de “autarquía” y nacionalismo económico, con su
elevación de barreras aduanales en torno a los países o a los imperios,
y la multitud de convenios estableciendo “cuotas”, persiguen simple­
mente el ideal de un mercado restringido y de una reserva monopo­
lista de forma más perfecta; en tanto que los acuerdos sobre saldos
comerciales, ahora tan en boga, y el resucitado evangelio de los exce­
dentes de exportación, son un reconocimiento explícito de ese neo-
mercantilismo que siempre ha estado latente en el imperialismo mo­
derno. Las perturbaciones monetarias, sobre las que principalmente
se ha fijado la atención de los economistas, parecen intervenir en este
proceso más bien como efecto que como causa, por ejemplo, la baja
del tipo de cambio como uno de los instrumentos de rivalidad en
IM PERIA LISM O 165
materia de exportación; y la oposición de sistemas monetarios rivales,
tales como el bloque-oro y el bloque-esterlina y el bloque-dólar, como
un aspecto de las maniobras para consolidar posiciones mediante la
creación de zonas económicas protegidas y aisladas. Cuando un Hitler
o un Mussolini pregonan la necesidad de territorios coloniales, no es
plenitud sino restricción, no es abundancia para el pueblo, sino re­
giones monopolizadas para la gran industria, lo que realmente desean.
La cuestión fundamental sigue siendo la de averiguar por qué
este nuevo colonialismo apareció precisamente en la etapa de la his­
toria en que apareció. Lenin sostuvo que el imperialismo era la
•característica del capitalismo en su etapa monopolista, particular­
mente en la etapa en que tiene lugar la integración de las finanzas
con la industria, dentro de la cual las iniciativas o decisiones indus­
triales quedan subordinadas a la estrategia financiera y que Hilferding
ha llamado, la etapa del “capital financiero” .20 Por consiguiente, el
imperialismo implica no sólo una exportación de capital hacia nuevas
regiones en las que, rejuvenecido, intenta rehacer su historia, sino
también una expansión del capitalismo a nuevas zonas en condicio­
nes específicas, con la consiguiente aparición de elementos completa­
mente nuevos en la situación. Por otra parte, como han demostrado
los últimos acontecimientos (en España, por ejemplo), esta codicia
por nuevos territorios no se contrae a los países “atrasados” de Asia
o Africa, sino a regiones vecinas sobre las que el control económico
puede procurar ventajas monopolistas,21 y de esta asociación del
imperialismo con el tránsito del capitalismo metropolitano a una
etapa monopolista, no sólo hay abundantes pruebas prácticas, sino
la presunción del razonamiento abstracto.
La simultaneidad de la aparición del imperialismo moderno en
los países de la Europa occidental es un hecho notable que ha sido
mencionado con frecuencia. Durante la década del setenta y los
primeros años de la del ochenta del siglo pasado, las naciones capita­
listas más avanzadas, la Gran Bretaña, Alemania y Francia (con la
primera a la cabeza y un tanto más afortunada que las otras), mos­
traron, con la más sorprendente coincidencia, un renovado interés
por las colonias. Las manos ansiosas se extendieron para repartirse
todo el Continente africano, que en poco más de una década quedó
fragmentado y repartido entre unas cuantas grandes potencias.22 Re-
20 L en in , E i im perialism o; R . Hilferding, Capital financiero.
21 E s te deseo de obtener los frutos del control m onopolista d e zonas ya des­
arrolladas ha alcanzado tal preponderancia que bien podría ocurrir que la exporta­
ción de capital en el futuro desem peñe un papel m ucho m enos im portante que en
la época de la pre-guerra. T éngase presente la observación del profesor B . O h lin .
“Las condiciones son tan distintas de lo que fueron en el siglo x r s que los movi­
m ientos del capital internacional desem peñarán un papel m ucho m enos im portante
del que han desem peñado.” ( E n International E co n o m ic R econstruction, p . 7 5 .)
22 “ E n los diez años com prendidos entre 1S 80 y 1 8 9 0 , cinco m illones de millas
cuadradas de territorio africano, con una población de m ás de sesenta m illones,
fueron subyugadas por los estados europeos. E n Asia, durante la m ism a época, la
G ran B retaña se anexionó Birm ania y som etió a su dom inio la Península de
166 IM PER IA LISM O

sucitó el interés por China y por el Lejano Oriente, y la rivalidad por


las “esferas de influencia”, allí y en el Cercano Oriente, no tardó
en reproducir los acontecimientos de África. Esta mudanza a nuevos
métodos fue tan repentina como simultánea. Al parecer no se había
preparado con un abandono gradual de la política anterior, repre­
sentada por el ideal cobdenita del libre comercio internacional. D u­
rante treinta años la corriente política británica se habr-¡ caracteri­
zado por su propósito de aflojar los lazos entre la Gran Ere "aña y sus
viejas colonias del periodo mercantil. E l reparto de África tuvo lugar
inmediatamente después de los triunfos más señalados de Gladstone
al proclamar el libre cambio, y a continuación, también, de la Gran
Exposición y de una serie de tratados comerciales que fueron saluda­
dos como la aurora de un mundo de libre cambio. Para explicar esta
repentina desviación, parece necesario algo más que la elocuencia de
un Disraeli. Pocos años después comenzó a hacer su reaparición un
lenguaje proteccionista bajo el lema de “comercio razonable y justo,
no comercio libre” (fair trade not free trade); Joseph Chamberlain,
poco después, había de dar el grito de rebelión contra el partido
liberal, en tanto que en Francia y en Alemania, como en la Gran
Bretaña, el valor de las colonias para la madre patria fue redescu­
bierto en la teoría y en la práctica. Italia, a donde la Revolución Indus­
trial no llegó hasta fines del siglo, mostró un tardío interés por África
del Norte, y los Estados Unidos, por razones especiales de su propio
desarrollo, no tomaron el camino colonial sino hasta los últimos años
del siglo xix.23 E l Japón fue el último de los países que se presentó en
escena; pero su transformación, hacia fines del siglo, en un país
capitalista moderno, fue realizada con tan extraordinaria rapidez que
ahora imita y mejora k política seguida de hace veinticinco a cin­
cuenta años por las potencias europeas y por los Estados Unidos. La
historia revela que el imperialismo se halla asociado a la madurez del
capitalismo en un país hasta cierta etapa de su desarrollo y que flo­
rece rápidamente cuando llega a ella, y no antes.
Los dos rasgos del desarrollo capitalista con los cuales parece
más razonable asociar esta nueva tendencia expansionista, son los si­
guientes: por una parte, el agotamiento o una situación muy cercana
al agotamiento de las potencialidades de lo que llamamos en el ca-

M alaca y Beluchistán; en tan to que F ran cia dio los prim eros pasos para som eter
o despedazar a C hina apoderándose de A nnam y de T onkín. A l m ism o tiem po,
tuvo lugar el reparto de las islas del P acífico entre las tres G randes P otencias.”
(L . W o o lf, E c o n o m ic Im peria lism , pp. 3 3 -3 4 .)
23 E n tanto que la industrialización del litoral del A tlán tico de los Estados
U nidos com enzó casi a principios del siglo pasado, el capitalismo industrial m aduro
y bien desarrollado no llegó al oeste y al sur sino relativam ente tarde. A m i m odo
de ver, hay indicios de que en casi todo el siglo x t x el capitalism o norteam ericano
adoptó una form a de “ colonialism o interno” , en el que sus propias regiones agrí­
colas desem peñaron el papel de zonas coloniales para el gran capital atrincherado en
el este. H ay que hacer n o tar, p o r lo m enos, que los Estados U nidos no dejaron de
ser, en térm inos generales, im portadores de artículos m anufacturados hasta fines
del siglo.
IM PERIALISM O 167
pítulo anterior el reclutamiento “extensivo” del “ejército industrial de
reserva” dentro de las viejas fronteras nacionales y, por otra, la ele­
vación del nivel técnico, o composición orgánica del capital, que
fue estimulada por aquel agotamiento hasta un punto en que se
requiere un desarrollo considerable de las industrias pesadas. Estos
desarrollos paralelos están asociados, probablemente, a una tendencia
decreciente muy acentuada de los rendimientos del capital; en tanto
que el desarrollo técnico de los medios de producción había de sumi­
nistrar una base para esa concentración del capital de la que tienden
a surgir las grandes agrupaciones monopolistas. E l capitalismo, en la
frase de Lenin, ha “madurado” excesivamente en el sentido de que
“no dispone de un terreno apropiado suficientemente vasto” para “co­
locar” el capital.24 D e ser cierto que estos desarrollos se caracterizan
por una disminución acentuada de los rendimientos del capital, este
hecho tiene que ser un estímulo, a la vez, para la adopción de una
política monopolista en la industria nacional y para la búsqueda
de nuevas inversiones en el extranjero, en tanto que el desarrollo de
grandes agrupaciones monopolistas, especialmente si están asociadas
a las finanzas, suministrará el único tipo de organización capaz de
acometer las conquistas económicas en gran escala en el extranjero.
Hay, además, otra razón por la que el monopolio y el colonialismo
se hallan lógicamente unidos. Si bien el monopolio de una industria
o grupo particular de industrias puede lograr que aumente el tipo
de ganancias, es impotente, tan pronto como se generaliza, para elevar
ese tipo de ganancia en todos los negocios, a menos que pueda re­
ducir el precio de la fuerza de trabajo o exprimir alguna clase eco­
nómica intermedia nacional.25 Buscando un escape satisfactorio, por
consiguiente, está obligado inexorablemente a proyectar su esfera
de explotación sobre el extranjero.
Como ya dijimos más arriba, Marx estaba muy lejos de sostener
que su análisis de la sociedad capitalista suministrara unos cuantos
principios simples de los que pudiera deducirse mecánicamente el
futuro de la sociedad. Lo esencial de su concepción consistía en que
el movimiento proviene del conflicto de elementos opuestos en esa
sociedad, y en que de esta interacción y movimiento surgían nuevos
elementos y nuevas relaciones. Las leyes de la etapa superior del
desarrollo orgánico no pueden ser necesariamente deducidas, cuando
menos en su totalidad, de las correspondientes a la etapa inferior,
a pesar de que las primeras tienen una relación definible con las últi­
mas. Lo que da gran parte de su importancia al análisis de Lenin so­
bre esta nueva etapa del desarrollo, es haber precisado claramente los
puntos en que esta nueva etapa modifica o transforma ciertas relacio­
nes características de la fase inicial pre-imperialista, modificaciones
que se aducen frecuentemente como opuestas a la predicción marxis-
ta. Pero si bien el imperialismo introdujo, indudablemente, situa-
24 E l im perialism o, p. 8 5 . (E d . B iblioteca M arxista.)
25 V e r supra, p. 56.
168 IM PER IA LISM O

dones que no fueron y no podían haber sido previstas o anticipadas


a mediados del siglo xix, estas situaciones tienen caracteres que, en
último análisis, parecen reforzar, más que invalidar, la parte medular
de la predicción hecha por Marx.
E l primero de estos importantes resultados del nuevo imperialis­
mo, fue su efecto sobre las relaciones de clase en la metrópoli. Las
superganancias y la nueva prosperidad que la nación afortunada podía
adquirir crearon la posibilidad de que la clase trabajadora de la me­
trópoli o, cuando menos, sectores privilegiados de ella, participaran,
en cierto grado, de las ganancias de esta explotación, aun cuando
sólo en forma de una relajación de la presión sobre los salarios a la
que probablemente hubiera tenido que recurrir el capitalismo de no
tener otra salida. Donde la organización del trabajo era vigorosa,
podía lograr concesiones con más facilidad y asegurarse una posición
privilegiada. Esto explica, en gran parte, la existencia de lo que ha
dado en llamarse una “aristocracia del trabajo”, es decir, una clase
laborante en una posición preferente con respecto al proletariado
del resto del mundo, en la Gran Bretaña y en los Estados Unidos y,
en menor grado, en Francia y Alemania. Se trata de los “esclavos
palaciegos” de la metrópoli, que, en contraste con los “esclavos de
las plantaciones” de la periferia del Imperio, sienten una identidad
parcial de intereses con sus amos y cierta renuencia a alterar el statu
quo: hecho, al parecer, reflejado en toda una época (la época de la
Segunda Internacional y de la Social-Democracia) del movimiento
laborista de aquellos países. En el prefacio a la segunda edición
(1892) de La situación de la clase trabajadora en Inglaterra, Engels
hizo su bien conocida declaración sobre el movimiento laborista bri­
tánico: “Durante el periodo del monopolio industrial en Inglaterra,
la clase trabajadora inglesa ha participado, hasta cierto punto, de
los beneficios del monopolio. Estos beneficios, sin embargo, estuvie­
ron muy desigualmente repartidos; la minoría privilegiada se embolsó
la mayor parte, pero, no obstante ello, la gran masa tuvo, por lo
menos, una participación temporal, y ésta es la razón por la que
desde que se inició la declinación del owenismo no ha habido socia­
lismo en Inglaterra. Con la terminación de ese monopolio la clase
trabajadora inglesa perderá su posición privilegiada y se hallará, en
lo general, al mismo nivel que sus compañeros de trabajo en el ex­
tranjero. Y ésta es la razón por la que volverá a haber socialismo
en Inglaterra.” Ante los acontecimientos de 1914, Lenin se refirió
con mordacidad a la “tendencia del imperialismo (en Inglaterra)
a dividir a los trabajadores, a reforzar entre ellos el oportunismo, a
inocular en el movimiento laborista una gangrena temporal” tal
como “se manifiesta a fines del siglo x ix ” . D e paso, calificaba a los
líderes de la Social-Democracia de ese tiempo, a los tribunos de
los “esclavos palaciegos” metropolitanos más mimados, de “escuderos
del capital incrustados en las filas del trabajo” . Al mismo tiempo, en
los países imperialistas comenzó a desarrollarse una llamada “clase
IM PERIALISM O 169

media” muy numerosa cuya subsistencia dependía, directa o indirecta­


mente, de la conexión imperialista, y que comprendía desde los em­
pleados de oficinas en las ciudades, hasta administradores coloniales,
y un elemento rentista que medraba con las inversiones en el ex­
tranjero.
E n segundo lugar, el papel histórico del imperialismo ha sido
el de crear en las regiones coloniales una estructura de clases seme­
jante a la de los viejos países capitalistas. Como una condición pre­
via de las inversiones industriales se requería un proletariado rural
y más tarde una proletariado urbano; y a medida que progresaba
la industrialización, comenzó a aparecer también una burguesía colo­
nial, con una gama de compradores,26 intermediarios, usureros, es­
peculadores en tierras, organizadores de la industria doméstica y
campesinos acomodados que habían de convertirse en empresas in­
dustriales. Parecía tan inevitable que esta clase, al resentir los privi­
legios monopolistas del capital extranjero y la influencia de los
intereses ausentistas, se convirtiera en rival de los intereses impe­
rialistas, como lo parecía la campaña antimonopolista que tuvo que
emprender el capital industrial advenedizo en la Inglatera del si­
glo xvii y que culminó en una guerra civil. Aquí se halla, en el deseo
de despojar al capital extranjero de sus privilegios y de establecer
un sistema de protección estatal al desarrollo de la industria nativa,
el germen del movimiento colonial nacionalista, que habrá de repro­
ducir, con un marco histórico distinto, los caracteres de los movi­
mientos burgueses democráticos de la Europa de 1789, 1830 y 1848.
Del mismo modo que el mercantilismo condujo a la rebelión de
las colonias americanas, el imperialismo conduce a la rebelión colo­
nial, hoy en Asia, mañana, quizá, en África. E l imperialismo, como
se ha dicho, representa no una relación simple, sino compleja, entre
la metrópoli y la colonia. No representa una reproducción en la colo­
nia del tipo “puro” de capitalismo industrial, con una relación sim­
ple entre el proletariado colonial y el capital industrial, ya sea
nativo o extranjero. (Si así fuera no habría ninguna razón económica
para el nacionalismo colonial, a no ser como un movimiento pura­
mente proletario y socialista.) E l imperialismo encierra también una
relación de explotación monopolista por medio del comercio con la
economía colonial en su conjunto. De ahí que amplios sectores de
la grande y pequeña burguesía coloniales tengan raíces económicas
que las asocien al movimiento nacionalista; y de ahí, también, que
el nacionalismo colonial represente el vigoroso movimiento de una
clase mixta. E l siglo xx, por tanto, está destinado a presenciar un
nuevo fenómeno histórico en la forma de una rebelión nacional-
democrática en las provincias del Imperio, junto a la rebelión prole­
taria en la metrópoli de la que había hablado Marx, para echar abajo
los pilares del régimen capitalista. Y no es difícil que en la nueva
época el mismo centro de gravedad llegara a desplazarse, de manera
26 E n español, en la edición inglesa.
170 IM PER IA LISM O

que la primera, más bien que la última, sea la que imponga el ritmo
de los acontecimientos.
Una tercera consecuencia del imperialismo sobre el curso de los
acontecimientos económicos mundiales fue la de acentuar la des­
igualdad del desarrollo de los distintos países y regiones. En el si­
glo xix parecía que la marcha de la industrialización ejercía un cíccto
“nivelador” sobre las distintas partes del mundo. E l crecimiento de
los mercados mundiales, tanto de mercancías como de capital, fue
considerado como un factor que tendía a disminuir las diferencias
nacionales y a nivelar cada vez más el desarrollo técnico de los di­
versos países, así como sus patrones de vida. Es cierto, sin embar­
go, que siempre hubo que hacer salvedades a esta manera de ver las
cosas. Pero con la aparición del nuevo sistema colonial surgieron
nuevos motivos de desigualdad que resultaron muy importantes por
•su influencia, tanto sobre la estructura interna de clases como sobre
la estabilidad interior de varios grupos nacionales. Superficialmente
considerado, podría creerse que el monopolio representa la unificación,
la coordinación y un grado superior de planeación. Esto puede ser
parcialmente cierto dentro de la esfera de un control monopolista
particular. Pero el monopolio significa, esencialmente, privilegio, y
el privilegio económico significa restricción y exclusión. Significa ne­
cesariamente preferencia sobre alguien, exclusión de alguien, y en ello
se encuentra, desde luego, la semilla de la desigualdad y de la riva­
lidad. Aquellas potencias que tienen más éxito en su política colonial
pueden asegurarse una nueva prosperidad (por lo menos temporal­
mente) y una mayor estabilidad interna. Cuando la rivalidad se torna
en abierto conflicto y éste en guerra, la expansión territorial para
un grupo sólo puede obtenerse a expensas de otro. Así acontece en
las guerras de conquista, en las que el “territorio” se amplía primero
mediante la anexión de zonas vírgenes, aunque después sólo puede
lograrse arrebatándolo a un grupo rival. E l Tratado de Versalles, con
sus traspasos al por mayor de las colonias de los vencidos a los ven­
cedores, parece revelar que esta etapa se había alcanzado ya en 1914.
Lenin deriva dos conclusiones de estas nuevas desigualdades y riva­
lidades de la época imperialista. La primera consiste en la imposibi­
lidad de lo que había dado en llamarse “super-imperialismo” (un
internacionalismo de las potencias imperialistas para explotar el globo
conjunta y pacíficamente), y la segunda, en la posibilidad objetiva
de que la rebelión proletaria contra el capitalismo y el triunfo del
socialismo, surgieran primero, no en los más viejos países capitalistas,
que por haber sido los primeros y más afortunados en la carrera co­
lonial se habían asegurado un nuevo respiro de prosperidad, sino en
los países que por estar menos desarrollados industrialmente, consti­
tuían los “eslabones más débiles” al estallar una crisis severa, como
la Guerra Mundial, que minara toda la estructura. E n esta última
conclusión encontró no sólo una justificación para su propia política
en Rusia, sino una respuesta para la que había sido calificada insis-
IM PERIALISM O 171
tentempnte “la gran paradoja del marxismo”, acerca de que la revo­
lución profetizada por Marx setenta años antes se hubiera realizado
primero en Rusia y no en los países del Occidente.
Esta concepción del imperialismo, con su latente rivalidad y su
lógica interna de expansión, ofrece un interesante paralelo respecto
al análisis de una economía esclavista hecho por Caimes en su Slave
Power. Caimes subraya el hecho de que en los estados del sur de los
Estados Unidos la única forma de hacer nuevas inversiones y ga­
nancias consistía en la adquisición de más plantaciones y más es­
clavos. De ahí que la agitada economía de los estados del sur se
haya movido continuamente por la urgencia de expansión para adqui­
rir más esclavos y ampliar hacia el Oeste el sistema de plantaciones.
La inevitabilidad de un choque con los estados del norte radicaba
en las limitaciones que finalmente acabaría por tener ese proceso.
Una codicia expansionista semejante se encuentra evidentemente en
la esencia misma de la economía capitalista, la cual no puede saciarse
indefinidamente. La misma contracorriente que genera en forma de
nacionalismo colonial da lugar al establecimiento de barreras cada
vez más altas a toda intensificación de su política monopolista, y
hasta sirve para aflojar la cohesión del Imperio. E l capitalismo, con­
siderado como un todo, sólo puede hallar en el colonialismo un
respiro transitorio.
Si se aduce la crisis económica de la posguerra y se opone a este
planteamiento, surge una interpretación distinta y a la vez más lu­
minosa de la que se hace habitualmente. Un planteamiento seme­
jante, en verdad, parece esencial si quiere descubrirse un sentido a la
pesadilla de los acontecimientos recientes, es decir, si se quiere des­
cubrir la verdadera y última causa, los causae causantes, y si no nos
conformamos con la descripción superficial suministrada por un sim­
ple análisis de las “causas inmediatas” . Contemplado en esta pers­
pectiva más amplia, el mal de nuestro mundo de la posguerra tiene
evidentemente raíces mucho más hondas que las simples “dislocacio­
nes de la producción de tiempo de guerra”, “las restricciones guberna­
mentales al comercio y a la iniciativa”, “las perturbaciones moneta­
rias” y otras cosas semejantes que han figurado tan prominentemente
en las discusiones tradicionales de la cuestión, y que para muchos
economistas parecen ser el límite de su campo de investigación. Así
empieza a destacarse, con más claridad, una “crisis general”, mucho
más profunda que el movimiento cíclico. Fue Marshall quien dijo
que “en economía, ni aquellos efectos de causas conocidas, ni aque­
llas causas de efectos conocidos que son más patentes, son general­
mente las más importantes” . A menudo es más útil estudiar “lo que
no se ve”, que “lo que se ve” . “Esto ocurre especialmente cuando
se trata de una cuestión de interés meramente local o temporal,
pero que ha de servir de guía en la construcción de una línea de
conducta previsora para el bien público.” 27
27 Principios, p. 6 0 5 . E d . B iblioteca de C ultura Econ óm ica.
172 IM PER IA LISM O

Refiriéndose a los acontecimientos de 1929-30, el profesor Rob-


bins ha dicho (en 1 9 3 4 ): “Vivimos no en el cuarto, sino en el décimo-
noveno año de la crisis m undial.. . Junto a la depresión [de 1929]
todos los movimientos anteriores de naturaleza semejante palidecen
tanto en magnitud como en intensidad. . . La Oficina Internacional
del Trabajo calculaba que en 1933 había en todo el mundo, aproxi­
madamente, treinta millones de personas sin trabajo. La historia eco­
nómica moderna ha presenciado muchas depresiones, pero se puede
asegurar que ninguna puede compararse a la actual.” 28 Ya en 1927
el profesor Cassel había hecho la advertencia de que “el peligro de
que la desocupación llegue a ser una característica permanente
de nuestra sociedad es mucho más inminente de lo que suele admi­
tirse” .29 Varios años después de que habían desaparecido del campo
económico por lo menos los más terribles efectos de la guerra, sur­
gió la nueva crisis de 1929 como un perdido eco, para burlarse de
los economistas que habían asegurado que las crisis tendían a dismi­
nuir de intensidad. Y el hecho de que esta depresión haya dado
lugar a tantos paralelos con las crisis del periodo del imperialismo
naciente es algo más que una simple coincidencia. Si algo de lo que
se ha dicho arriba es cierto, una interpretación de estos aconteci­
mientos que aspire a dejar de ser superficial, debe arrancar, eviden­
temente, de un hecho fundamental como lo es el de que las posi­
bilidades de inversión lucrativa del capital son mucho menores de lo
que fueron hasta los históricos años de 1914-18. E l campo de in­
versión es más reducido, no tanto porque se hayan alcanzado los
límites absolutos de la explotación colonial, como por los límites
impuestos por la misma tensión creada por el imperialismo. Durante
la guerra y aun después de ella, el nacionalismo colonial llegó a ser
una poderosa fuerza y la cohesión con el Imperio se aflojó en mu­
chos aspectos o, por lo menos, llegó a un grado de tensión desconocido
hasta entonces. La notable expansión de las fuerzas productivas
en Asia y América fue una característica sobresaliente del gigantes­
co auge inversionista mundial del quinquenio 1925-29. E n los Esta­
dos Unidos la producción de bienes de producción entre 1922-29 se
elevó en un 7 0 % , en tanto que la de artículos de consumo sólo en
un 2 3 % ; la producción por trabajador en la industria manufacturera
aumentó en un 43% en la década anterior a 1929, en tanto que
el aumento de la ocupación no fue paralelo al crecimiento de la po­
blación, y el porciento de la renta nacional destinado al pago de
salarios acusó una declinación.30 E n Asia, al hacer su aparición las
industrias coloniales nativas estimuladas por un sistema proteccio-
28 T h e G reat D epression, pp. 1 , 10 y 1 1 .
29 “ R e ce n t M onopolistic T en d en cies” , R evista d e 'la Liga d e las N a cio n es d e
1927.
30 V e t H ugh-Jones y R ad ice, A n A m erica n E x p e rim e n t, pp. 4 3 a 5 1 , y C o u rse
and Phases ot the W o rld E c o n o m ic D epressíon, de la L ig a de las N aciones, p á­
ginas 1 2 0 -2 5 , donde se afirm a q u e: “E l auge fue m ás bien típicam ente inversionista
que de consum o.”
IM PERIA LISM O 173
nista, comenzaron a minar la supremacía de la metrópoli y a arreba­
tarse sus mercados coloniales. A la propia India, por ejemplo, ha te­
nido que concederse cierto grado de autonomía en materia de tarifas.
Además de que la riqueza mineral de Siberia ha sido sustraída a la
órbita de la inversión capitalista, China se ha ido cerrando cada vez
más a los viejos imperios por una “Doctrina Monroe” japonesa; y el
equilibrio del Cercano Oriente ha sido afectado drásticamente por la
aparición de una Turquía y de una Persia nacionalistas, dispuestas a
buscar una alianza con la Unión Soviética, así como por la consi­
guiente inestabilidad de los diversos reinos de Arabia. En el caso de
la Gran Bretaña, el intento de levantar una muralla aduanal en tomo
al Imperio se ha frustrado tanto por conflictos económicos internos
de la unidad imperial como por el hecho de su imperfecta composi­
ción para integrar una ventajosa unidad económica. E n particular,
la fuerza de las colonias semi-emancipadas del periodo mercantilista
fue suficiente para asegurar que dentro del sistema de la “preferencia
imperial’' fueron ellas más bien que el capitalismo británico las que
consiguieron una ventaja económica.
Relacionado con esta restricción de los límites de la superganan-
cia colonial, hay otro hecho más: el aumento mismo de las restriccio­
nes y barreras monopolistas ha tenido el efecto de estrechar el campo
para ulteriores inversiones. La ganancia derivada de la restricción en
la primera etapa, se adquiere mediante la exclusión de capitales que
de otra suerte hubieran tratado de invadir el campo; así, pues, el
efecto acumulativo de tales restricciones es el de amontonar esos
capitales en otros campos con la consiguiente reducción de los ren-
dimentos que cosechan en otros lugares, de haber sido otras las cir­
cunstancias.31 En consecuencia, como una “solución” para la difi­
cultad fundamental en un sentido tiene el resultado de empeorarla
en otro, pues se traduce en una política de “pídale a mi vecino” .
En parte, por supuesto, la carga más pesada la han tenido que sopor­
tar los “pequeños” y no los “grandes negocios”, es decir, el “peque­
ño capital” que radica en los territorios no monopolizados o menos
restringidos. Es probable que, al mismo tiempo, no hayan dejado
de tener efectos sobre las grandes organizaciones del capital finan­
ciero. Más aún, precisamente esta limitación del campo de inversión
dentro de las zonas monopolizadas, recrudece el deseo de exportar
capital a otras regiones, puesto que esa exportación es, a la vez, la
única salida del capital excedente y la condición necesaria para man­
tener el régimen monopolista.
E n estas circunstancias apenas puede causar extrañeza, haciendo
a un lado la crisis agrícola (que parece haber tenido, en parte, causas
propias), que el gran auge de inversiones de 1925-29 se haya estre­
llado contra las agudas aristas de factores tan importantes como estos
que minaron el nivel de las ganancias tras de las cuales se había
fincado todo el auge. Lo que Marx había llamado “sobreproducción
31 V e r Robbins, op. cit.
174 IM PER IA LISM O

de capital” se manifestó inevitablemente, en una forma aguda. La


cesación repentina de las inversiones, tanto internacionales como do­
mésticas, fue el principio de la parálisis progresiva de 1930 y 1931.
Y una vez iniciada la depresión, las taxativas monopolistas, al pare­
cer, acentuaron y prolongaron el resultado. Pero de lo que parecen
haber sido responsables, particularmente, es del enorme aumento del
despilfarro puramente material de esta depresión y de haber arrojado
sobre los trabajadores y con una brutalidad sin precedente, todo el
peso de aquélla en forma de desocupación y de trabajo a jomada
reducida. Este sabotaje restrictivo tuvo lugar no sólo en forma de
taxativas al comercio exterior, que redujeron tan drásticamente la
exportación y que continúan asfixiando la recuperación limitada de
los últimos cuatro años, sino también en la de un control de precios
impuestos por cárteles y trusts,32 organizados con el propósito de
sostener el tipo de ganancia del capital. Para sostener los precios
se necesitaba restringir la producción, y ello fue la causa de una tan
honda transformación de la crisis en otra de exceso de capacidad y
de desocupación, con su tremendo despilfarro de fuerza humana
y de capacidad industrial.
Si la ampliación del campo de inversiones a través de la explo­
tación colonial queda bloqueada y, sobre todo, de manera inespe­
rada, en la metrópoli vuelve a surgir en forma aguda el problema
del “ejército industrial de reserva” . E l capital destinado anterior­
mente a inversiones extranjeras se hace redundante y permanece
ocioso, o bien se invierte en campos parcialmente ocupados. Más
arriba hemos dicho que el capital monopolista sólo dispone de dos
medios para elevar el tipo general de ganancia por medio de la
acción monopolista pér se: abaratando la fuerza de trabajo y explo­
tando alguna clase económica intermedia en la metrópoli, o amplian­
do o profundizando el campo de explotación de que dispone en el
extranjero. Si se obtura este último camino, no le queda más alterna­
tiva que volver al primero. Privado de sus fáciles oportunidades en
el extranjero, no le queda más camino que intensificar una política
monopolista en la propia metrópoli que le permita sostener las ga­
nancias a expensas de los pequeños productores, de los pequeños
rentistas y de elementos de la “clase media” que puedan ser fácil­
mente “exprimidos” en su calidad de receptores de ingresos o de
consumidores. Puede, también, abaratar la fuerza de trabajo o, como
ha dicho recientemente un escritor, “derribar ese último baluarte de

32 P o r ejem plo, en Alem ania (ún ico país del que se tienen d a to s), la baja de
los precios de las m ercancías “cartelizadas” (q u e com prenden, aproxim adam ente,
la m itad de las m aterias primas industriales y de los artículos sem im ar.ufacturados)
entre enero de 1 9 2 9 y enero de 1 9 3 2 , fue sólo de 1 9 % , en tanto que la de las
m ercancías no cartelizadas llegó a ser hasta de 50 % . U n o de los efectos de este
fenóm eno parece haber sido la característica de esta crisis: el precio de los bienes
de producción bajó m enos rápidam ente que el de los artículos de consum o. (W o rld
E co n o m ic Survey, de la Liga de las N aciones, 1 9 3 1 -1 9 3 2 , pp. 1 2 7 -3 3 .)
IM PERIA LISM O 175
rigidez que son las tarifas de salarios".33 Podría parecer que esto últi­
mo no constituye un serio problema en vista del enorme ejército de
desocupados que existe en todos los países industriales. Pero la sola
existencia del “ejército de reserva” no basta; es necesario, además,
que pueda hacerse efectivo para los propósitos a que está destinado.
Y aquí nos hallamos frente a una diferencia importante entre la posi­
ción de hoy y la de la época clásica de principios y mediados del
siglo xix: en la medida en que la clase trabajadora dispone de fuertes
organizaciones defensivas capaces de ofrecer resistencia, la antigua ley
clásica del “ejército industrial de reserva”, abandonada a sí misma,
deja de funcionar. Ésta es, en verdad, la esencia de la queja que se
halla prendida en los labios de la mayoría de los economistas desde
1920, cuando hablan de la necesidad de restablecer la “flexibilidad”
y la “plasticidad” de los diversos aspectos del sistema económico y,
en particular, del mercado de trabajo. Apelar en nuestros días a este
recurso exige medidas extraordinarias para romper esta resistencia
en la que difícilmente pudo haber soñado el liberalismo del siglo xix.
A falta de un inesperado invento “autónomo” para ahorrar trabajo
y a falta de nuevas perspectivas coloniales, ésta es la alternativa a la
que se ve arrastrado el capitalismo en un número cada vez más
grande de países.
Se dice que cuando los primeros discípulos de Adam Smith em­
pezaron a enseñar Economía Política en la Universidad, su referencia
a cosas vulgares como “trigo” o “rebajas de impuestos” era consi­
derada como una “profanación” de la tradición académica, en tanto
que el mero título de Economía Política se hacía sospechoso de
“proposiciones peligrosas” .34 En nuestros días la reacción tiende a ser
muy semejante cuando un economista se refiere explícitamente a los
acontecimientos políticos actuales. Y , sin embargo, hoy día la econo­
mía y la política se hallan entrelazadas más íntimamente que en los
días de Smith y de Ricardo: los acontecimientos políticos tienen
causas económicas manifiestas y la prognosis económica gira en la
órbita de los movimientos políticos. Para comprender bien a fondo
lo que es posible hacer y lo que está aconteciendo, ni el economista
puede excluir las conexiones políticas de los acontecimientos econó­
micos ni el político puede pasar por alto las conexiones económicas.
La conexión entre ciertos movimientos políticos de los últimos años
y las características de la crisis económica, tal como las hemos des­
crito, parece ser particularmente íntima. Nos hallamos aquí en un
campo donde gran parte de las pruebas no han sido depuradas, y
en donde la generalización descansa en interpretaciones particulares de
33 Fraser, G reat Britairt and the G o ld Standard, p. 1 1 5 . L a conexión entre un
colonialismo “obturado” y ia intensificada “ m onopolización interna” ha sido seña­
lada por P . Braun en Fascism M a te o r B rea!: cuando dice: “Para com pensarse de
la falta de m onopolios coloniales, el capital financiero trata de establecer m onopo­
lios industriales en su propia ‘m ailie patria’ . . . , exigiendo m ás monopolios o super-
ganancias en la m etrópoli” (pp. 9 - 3 0 ) .
34 Introducción a Steivarps B io g n p h ic s , ed. H am ilton, pp. t.i-ld .
176 IM PER IA LISM O

los acontecimientos políticos, en tanto que aquéllas, a su vez, des­


cansan en el punto de vista personal sobre los sucesos contemporá­
neos. Por el momento esto debe ser una cuestión de criterio, pues
enumerar aquí los fundamentos de éste sería muy tedioso, y ello
debe reservarse, además, para otro lugar.
Los dos acontecimientos de los últimos años que arrancan más
claramente de las perturbaciones del capitalismo de la posguerra,
son el fascismo y la desintegración de amplios sectores de la llamada
“clase media” . Entre el fascismo como ideología del nacionalismo
político y económico, y el imperialismo como sistema característico
de una época, existe una conexión indiscutible. Sin embargo, y a
pesar de que el carácter preciso de esta conexión es bastante nítido
en su esencia y de que lo es cada vez más a medida que se desarro­
llan los acontecimientos, no siempre se reconoce así, ni siquiera
ahora. Los sucesos de los últimos años son pruebas bastantes para
demostrar que el papel histórico del fascismo es doble. E n primer
lugar, el de disolver y desbandar las organizaciones independientes
de la clase trabajadora, y ello no en interés de la “clase media” o del
“hombre medio”, sino, en último análisis, en interés de los grandes
negociantes. E n segundo, el de organizar a la nación espiritualmente,
mediante la propaganda intensiva y, prácticamente, mediante los pre­
parativos militares y la centralización autoritaria para una ambiciosa
campaña de expansión territorial. Es cierto que emplea para estos
propósitos, y especialmente para el primero, una demagogia única de
“radicalismo”, complementada con una maquinaria de propaganda
altamente modernizada, procurando establecer una base social para
sí mismo en las organizaciones de la masa creadas en tomo a esta de­
magogia. Esto, en realidad, constituye una característica distintiva
del fascismo como fenómeno histórico. Pero la “revolución”, cuando
llega, es a lo más una “revolución' palaciega” , y una vez que el
“Estado fascista” queda establecido, son las masas, y no el capital,
las que quedan sometidas; es el programa radical, no la plusvalía,
la que se arroja por la borda. Si el Estado corporativo tiene otra signi­
ficación económica distinta de la de ser un medio para controlar los
conflictos de trabajo, es la de constituir una maquinaria para dar la
sanción y el apoyo del Estado a una organización monopolista más
completa y rígida de la industria.35
Pero la conexión entre el fascismo y el colonialismo no se reduce
simplemente a que el último aparece como un producto incidental
del primero. La conexión es más íntima y no sólo tiene que ver con
los resultados, sino con el origen y con las raíces sociales de este
movimiento. E l fascismo ha sido llamado hijo de la crisis. E n cierto
sentido, lo es; pero el aforismo resulta demasiado simple. Es hijo

3» V er los hechos citados por R . Pascal en N azi D icfatorship; H . F in e r, en


M ussolini’s Italy; E rn s t H enry, en H itler over E u ro p e; R . Palm D u tt, en F ascism ;
G . Salvemini, en Bajo e¡ hacha d el fascism o (d e esta últim a obra existe traducción
española).
IM PER IA LISM O 177
de una clase especial de crisis, y un producto complejo de caracte­
rísticas especiales de esa crisis: la del capitalismo monopolista que
deriva su especial gravedad del hecho de que el sistema encuentra
bloqueado el camino tanto para un desarrollo extensivo como inten­
sivo del campo de explotación.36 Para franquear los obstáculos que
se interponen, es necesario poner en ejecución nuevas y excepcionales
medidas de dictadura política que caracterizan el panorama de hoy
día. Si se desea resumir brevemente los requisitos históricos del
fascismo, deben señalarse, a mi modo de ver, tres factores fundamen­
tales: la desesperación del capital por encontrar una solución normal
a la dificultad creada por la limitación del campo de inversión; una
numerosa y oprimida “clase media” constituida por elementos
déclassé, que a falta de otro punto de apoyo, se halla madura para ser
incorporada al credo fascista y, finalmente, una clase trabajadora lo
suficientemente privilegiada y fuerte para resistir una presión normal
sobre su nivel de vida, pero bastante desunida y carente de conciencia
de clase (por lo menos en su dirección política) y por ello débil
políticamente para hacer valer sus derechos o para resistir el ataque.
E l primero de estos factores es, quizá, más característico de un país
imperialista privado de los frutos coloniales de que antes disfrutaba.
Respecto a los otros dos, puede decirse que las capas sociales me­
dias, nutridas antes directa o indirectamente por las conexiones
imperiales, son las que habrán de sentir con mayor intensidad el
aguijón de las nuevas condiciones; y es más probable que aquellas na­
ciones cuyas economías han descansado antes en el colonialismo,
sean las que den nacimiento a una “aristocracia del trabajo”, con una
ideología y un movimiento político correspondiente. No es, evidente­
mente, una mera coincidencia el hecho de que el fascismo se halle
alojado en dos países cuyas ambiciones coloniales se encuentran tan
lejos de haber sido satisfechas por los resultados de la Gran Guerra.
Es posible, también, que sea en la Gran Bretaña donde aparezcan
tendencias semejantes, no obstante haber sido la cuna de la demo­
cracia parlamentaria y del sindicalismo, acompañadas de la primera
aparición grave de “desocupación de los elementos de la clase me­
dia”,37 y de los primeros signos alarmantes de la decadencia de su
posición como centro financiero y exportador. Esta presunción se
robustece por la asociación real de los elementos de la política de
los estados fascistas a que nos hemos referido. E n tanto que el primer
paso de la política fascista ha sido la disolución de los sindicatos,
el segundo ha consistido en la resurrección de las conquistas mili­
tares y en la adquisición de colonias. E l nacionalismo político y eco­
nómico que constituye la médula de la ideología fascista, es un
nacionalismo de unidades imperiales y de hegemonía racial, el sueño

30 V e r su p ra, pp. 8 9 -90 .


37 V e r, por ejem plo, el R e p o rí o í t h e University G ia n ts C o m m ittee, de 1 9 2 9 -
1 9 3 0 a 1 9 3 4 -1 9 3 5 , pp. 2 9 -3 0 .
178 IM PER IA LISM O

de un imperialismo reconstruido, no liquidado, como algunos han


afirmado.
Ciertamente, la política económica de los estados fascistas repre­
senta la esencia del imperialismo en su forma más madura, tal y como
hemos tratado de describirlo. E n la economía interna, al mismo
tiempo que la clase trabajadora se halla sujeta a una reglamentación
y a una explotación más intensa, la organización monopolista de la
industria alcanza un grado más alto, recibe la sanción del Estado
y hasta se impone y sostiene coercitivamente. E l comercio exterior
se realiza de acuerdo con rígidas líneas mercantilistas, de manera que
sus condiciones resulten favorables al país, y en tanto que las tari­
fas y la restricción de cuotas elevan el nivel de precios en la metró­
poli, la exportación se subvenciona frecuentemente, en forma abierta
o disimulada. Al mismo tiempo, en el Estado fascista se despierta una
codicia de expansión territorial, no sólo hacia los países atrasados,
como antes, sino también hacia territorios vecinos, cuyo control
puede procurar ventajas monopolistas a la gran industria de la me­
trópoli. Más aún, dentro del marco de estas ambiciones coloniales,
la voracidad por fáciles ventajas monopolistas toma a orgullo apode­
rarse de lugares privilegiados y hasta exclusivos. Así, Italia se apodera
de África, Japón de Manchuria y Mongolia, y Alemania de los re­
cursos minerales de Marruecos y España, al mismo tiempo que vuel­
ve sus ojos a Ucrania, a los estados Bálticos, a Austria y a los Balka-
nes. Tras la ambición territorial viene, muy de cerca, el rearme, y con
éste la organización de la economía nacional sobre una base guerrera
virtual, el establecimiento de un control y de un ínflacíonismo finan­
ciero de tiempos de guerra.38 E l escenario queda así mejor preparado
que nunca, y hasta se ha levantado ya el telón para una guerra de
pillaje por el reparto del globo.
Pero hay características de estos acontecimientos recientes que
están ejerciendo ya una influencia tan honda sobre la estructura social
de las metrópolis que constituyen, un aspecto político de importancia.
SS H ace un año el E con om ist citaba, tom ándolos del F ran k fu rter Z eitu n g, los
siguientes cambios en los índices económ icos de Alem ania entre 1 9 3 2 y fines de
1 9 3 5 : un aum ento de la producción de bienes de producción (principalm ente debido
al estím ulo del rearm e) de 1 1 3 % , contra sólo un 1 4 % de aum ento en la pro­
ducción de artículos de consum o; una reducción de 5 % en el prom edio de sala­
rios por hora para trabajadores hom bres, y un aum ento de la cuenta total de salarios
y sueldos de 2 1 % , contra un aum ento de la producción (en valores) de 5 3 %
(E co n o m ist, abril 38 de 1 9 3 6 ) . E n tanto que los salarios nom inales han m ostrado
una tendencia a la baja, el costo de la vida parece haber aum entado entre 1 9 3 3
y 1 9 3 6 de un 15 a un 2 0 % . (V e r D ep artm en t of Overseas T rad e R e p o rt on G er-
m any, 1 9 3 6 , páginas 2 2 9 -3 1 , y tam bién E co n o m ist, enero 2 6 y julio 13 de 1 9 3 5 .)
L a intensa actividad de arm am entos representa, aproxim adam ente, las dos terceras
partes de la producción de bienes de producción (com parativam ente a 1 9 2 8 , en
que representaba una quinta p arte) que, al parecer, sólo ha sido posible establecien­
do raciones para el uso de los m etales y m ediante la prohibición de nuevas inver­
siones y construcciones en toda una serie de industrias, com o la textil, la de papel,
la de tubos de acero, la del plom o, la de celulosa y la de radios. (D . O . T . R ep o rt,
pp. 8 3 , 8 4 , 1 2 1 ) .
IM PERIA LISM O 179

M e refiero al efecto disolvente de los últimos acontecimientos polí­


ticos. sobre los diversos estratos medios de la economía metropolitana.
La posición económica de estas capas sociales tiene muchas ligas, di­
rectas e indirectas, con el sistema colonial; de modo que cualquier
reducción de la superganancia colonial pone en peligro esa posición,
antes tan privilegiada. Pero, a la vez, estas capas sociales son adversa­
mente afectadas en gran medida, por la nueva etapa del desarrollo
monopolista intensificado de la metrópoli y, en particular, por el cre­
ciente énfasis del aspecto puramente restrictivo de ese desarrollo, como
el nacionalismo económico y la parálisis del comercio exterior, el
control de precios mediante cárteles y los planes restriccionistas, que
tienden a repercutir con especial gravedad sobre los pequeños pro­
ductores, lo mismo que sobre el consumidor. Un hecho revelador
que se halla conectado con una modificación fundamental de la po­
sición económica de la llamada “clase media” en la sociedad contem­
poránea y al cual se ha prestado muy poca atención, es la creciente
radicalización de grandes sectores de esa clase que presenciamos hoy
día, así como su buena disposición para alinearse (por primera vez
desde 1848) con el proletariado en un “frente popular” organizado
de “la izquierda”. Esta tendencia de los sectores sociales, antes privi­
legiados, a adoptar una posición de verdadero antagonismo respecto
al sistema capitalista que constituye la base de una nueva y más
extensa unidad popular opuesta al monopolio, se robustece por el
hecho de que, hoy por hoy, el mecanismo de la sociedad capitalista
se muestra cada vez más tal como es. Tan pronto como se abandona
el guante blanco de la política, la realidad económica se deja ver a
través del velo del ilusionista. Y éste es un mal que no es fácil re­
mediar. Todo esto se debe a que el sistema funciona de tal modo
que su verdadero propósito ya no puede seguir oculto. Los remedios
mismos a que puede recurrir traicionan cada vez más su carácter,
al denunciarlo como un sistema “edificado sobre la compulsión, la
restricción y el monopolio” que impone un tributo sobre los pueblos
del mundo, como un sistema “vil y perverso” que arroja por la borda
el progreso industrial y social para beneficio de “los mezquinos inte­
reses de una reducida clase de hombres”.
Apenas puede causar extrañeza descubrir que, contra las aplastan­
tes pruebas de la verdadera naturaleza del imperialismo, su ideología
trate de representar la realidad en forma tan desfigurada. En el pa­
sado, el fundamento económico del sistema se ocultaba tras un idea­
lismo político que ha representado los propósitos del colonialismo
exclusivamente en términos de un ardor por la hegemonía política
o racial. Pero en los últimos años se ha venido señalando con más
insistencia otro de sus aspectos. Una nación necesita colonias, se ha
dicho, a causa de la sobrepoblación en la metrópoli; sólo así, se
agrega, puede asegurar a su pueblo el acceso a la tierra y a los recursos
naturales de que carece. Es el interés del pueblo todo el que se pre­
senta como la razón de ser del deseo de conquistas, es aquel interés
180 IM PER IALISM O

el que se ha esgrimido para explicar las ambiciones coloniales de las


principales naciones expansionistas de nuestros días: el Japón, Italia y
Alemania, no los privilegios monopolistas y las esferas privilegiadas
de inversión, ni “los pequeños intereses de una reducida clase de
hombres” . A juzgar por su fácil aceptación, la explicación parece
resultar correcta; aunque, sin embargo, es incapaz de resistir el aná­
lisis más superficial de los hechos. E l argumento de que una nación
necesita colonias que le den acceso a los recursos naturales sería más
convincente si fuese cierto que los países (fuera de los tiempos de
guerra) se niegan a vender a otros los productos de sus colonias,
o aun a hacer una marcada discriminación de los precios a que los
venden. De esta actitud existen pocas o ningunas pruebas. No son
derechos de exportación, sino de importación, lo que los países impe­
rialistas suelen imponer. Son los mercados, las concesiones y las opor­
tunidades de inversión, lo que un país imperialista trata de reservar
para sí, no el derecho de venderse a sí mismo sus productos colonia­
les. Si fuera cierto que el deseo de poseer colonias se explica por la
presión de la población metropolitana, debería esperarse que las únicas
zonas disputadas por los imperios serían aquellas cuyo suelo y clima
fueran propicios para el establecimiento de los habitantes de la me­
trópoli. Pero, muy por el contrario, las regiones coloniales más codi­
ciadas suelen ser las menos propicias para la colonización desde ese
punto de vista;39 y las concesiones mineras, que habrán de ser tra­
bajadas por los nativos, son las que preocupan más frecuentemente
al promotor imperialista y no los hogares y los bienes de los que
carecen de trabajo en la metrópoli. Semejante explicación es comple­
tamente alrevesada ya que pone las cosas de cabeza. La fuerza oculta
tras la expansión colonial no es el excedente del trabajo con respecto
al capital, sino el excedente de capital con respecto a la fuerza de
trabajo.
39 Allí está, por ejem plo, el caso de A frica, del cual ha dicho W o o lf lo si­
gu ien te: “Argelia y Suráfrica han estado en m anos de los estados europeos
du ran te un siglo o m ás; son fund am en talm en te “países de hom bres blancos” y, sin
em bargo, en am bos lugares los europeos constituyen sólo una pequeña m inoría de
la población. E l com pleto fracaso de los europeos para colonizar el A frica se ve
más claram ente en el caso de las posesiones tropicales africanas de los estados
europeos. E n 1 9 1 4 las cu atro colonias africanas de A lem ania tenían un área de
9 3 0 0 0 0 millas cuadradas y una población de cerca de 1 2 0 0 0 0 0 0 ; el total de la
población blanca era sólo de 20 0 0 0 . Si tom am os las cuatro posesiones británicas,
Á frica O riental, Nyasalandia, N igeria y la C osta de O ro, encontram os que el área
es, aproxim adam ente, de 7 0 0 0 0 0 millas cuadradas, y la población total de cerca
de 22 0 0 0 0 0 0 ; la población europea es de 11 0 0 0 ” . (L . W o o lf , E co n o m ic Im -
p en a lism , p p . 5 4 - 5 5 ) . Sir N orm an Angelí h a señalado que las colonias japonesas
escasam ente pobladas de C o rea y F orm osa han absorbido durante cuarenta años
“ un total m ucho m enor al aum ento de la población japonesa du ran te un año” ;
que en 1 9 1 4 había “m ás alem anes ganándose la vida en la ciudad de París, que
en todas las colonias alemanas juntas en el m undo entero” ; en tan to que en la
E ritrea italiana, “después de cin cuenta años de dom inación, había en las 2 0 0 0
millas cuadradas del territorio m ás adecuado para residencia de europeos con que
cuenta E ritre a , y de acuerdo con el últim o censo, tan sólo 4 0 0 italianos” . T h is
H ave and H ave-not Business, pp . 1 1 5 -1 1 7 .)
IM PERIALISM O 181

Existe otra interpretación del imperialismo a la que deberíamos,


quizá, hacer referencia para concluir, tanto porque ha conquistado
cierta popularidad entre los críticos del imperialismo, como porque
tiene cierta semejanza con la que hemos bosquejado arriba: la inter­
pretación de las tendencias expansionistas del capitalismo en términos
del infraconsumo en el mercado doméstico. J. A. Hobson, el princi­
pal exponente de esta opinión, atribuye el deseo de expansión colo­
nial al hecho de que “los intereses comerciales de la nación en su
conjunto están subordinados a los intereses de ciertos sectores que
usurpan el control de los recursos naturales y los utilizan para su
propio provecho” . Pero lo fundamental de su teoría radica en de­
mostrar que este “propio provecho” consiste en el acceso a los mer­
cados del extranjero, pues en el interior carece de ellos, debido al
limitado consumo de la masa de población metropolitana. “Todo
lo que se produce en Inglaterra — dice— puede ser consumido en
Inglaterra a condición de que los ingresos o la capacidad de demanda
de artículos se hallen correctamente distribuidos. Una comunidad
progresista inteligente. . . puede encontrar empleo para una canti­
dad ilimitada de capital y trabajo dentro de los límites del país que
ocupa.” 40 De esta opinión puede concluirse que una solución alter­
nativa podría consistir en la prosecución de una política de reforma
social y de altos salarios en la metrópoli que eliminaría la necesidad
expansionista de abrir nuevos mercados en el extranjero. Más reciente­
mente, G. D . H. Colé ha sostenido un punto de vista algo seme­
jante, y al aplicarlo a una interpretación del fascismo como movi­
miento fundamentalmente de la clase media, cuyo propósito esencial
es mejorar los intereses de esta clase y reconciliar el capital con el
trabajo, escribe: “ ¿Será capaz la autocracia capitalista de superar su
oposición instintiva hacia las peticiones de la clase obrera hasta el
grado de seguir entregando a los trabajadores derrotados (es decir,
en un Estado fascista) los salarios cada vez más altos que se requieren
para proporcionar una salida conveniente a la creciente producción de
la industria? D e no serlo, la vieja contradicción capitalista volverá a
presentarse.” Es de presumirse que lo que este pasaje implica es que
si el capitalismo siguiera los consejos de Colé, suprimiría, por un lado,
las causas de las crisis económicas y, por otro, la necesidad de aven­
turas coloniales.
Semejante interpretación depende, a todas luces, del análisis
de las crisis económicas en términos de las teorías del infraconsumo
que se han discutido en un capítulo anterior. Si se impugna su vali­
dez como explicación de las crisis, mal podría recomendarse su apli­
cación en este caso particular. Pero aparte de su coherencia lógica
como una teoría, la prueba decisiva debe consistir en comprobar su
aptitud para generalizar hechos esenciales; y entre las pruebas de los
hechos que tienen alguna importancia para comprobar su validez son
pocas las que apoyan una presunción en favor de esta hipótesis y
40 Im perialism , pp . 7 6 -7 8 ss.
182 IM PER IA LISM O

de sus corolarios y muchas las que apoyan una presunción contraria.


La historia reciente de los estados corporativos o totalitarios difícil­
mente puede damos la más ligera prueba a favor de la interpretación
de G. D . H. Colé (que tal vez corregiría hoy), y sí muchas que la
invalidan. No hay indicio de que los países donde se pagan salarios
más bajos sea donde la codicia por las colonias sea más grande o
haya aparecido primero. Tampoco parece haber ningún caso conocido
de un sector importante de la clase capitalista (distinto de los que
manufacturan artículos para el consumo de la clase trabajadora) o de
un Estado capitalista que trate seriamente de seguir una política
de elevación de salarios en la metrópoli como alternativa para las
delicias del Imperio. Muy al contrario, con una creciente y asombrosa
unanimidad, la clase propietaria de todos los países, por muy diversas
que sean sus actitudes en otros asuntos, parece unificarse espontánea­
mente, como movida por un instinto animal, para suprimir toda ame­
naza seria para su dominio colonial, así como para resistir cualquier
movimiento revelador de un robustecimiento sustancial de la posi­
ción política y económica de sus trabajadores. Puede decirse que esto
se debe a que el instinto de propiedad es persistentemente ciego para
ver su propio interés, aun cuando le ha sido señalado repetidas
veces por los partidarios de la teoría del infraconsumo. Pero se nece­
sitarían pruebas mucho más abundantes de las que se han ofrecido
para convencernos de que puede ser cierta una contradicción tan
universal y persistente entre la conducta y el interés. La verdad pa­
rece ser, más bien, que si un capitalista determinado puede bene­
ficiarse si otros pagan a los clientes de aquél un bonito salario, es
difícil que pueda sacar provecho si es él quien da a la gente dinero
con que comprar sus propias mercancías. Si bien el principio de lord
Brassey de “la economía de los altos salarios” puede aplicarse dentro
de ciertos límites, y si también es cierto que ni siquiera al más ambi­
cioso de los monopolios conviene agotar la fuente de que se nutre,
la verdad esencial sigue siendo que la regla de la ganancia monopo­
lista es dar lo menos posible para adquirir lo más. E n una economía
socialista invertir y producir para elevar el nivel de vida del país
sería, ciertamente, una alternativa de la expansión colonial. Para
una economía con propósitos sociales, la inversión en el extranjero
resultaría más bien un estorbo que una ayuda, puesto que al distraer
capitales podrían utilizarse en la resolución de problemas urgentes
para el país. Pero esta analogía con una economía capitalista cuya
razón de ser no es el beneficio social, sino el enriquecimiento de un
sector muy limitado de la sociedad, sólo puede acarrear confusión.
“Mientras el capitalismo es capitalismo, el exceso de capital no se
consagra a la elevación del nivel de existencia de las masas, pues
esto significaría la disminución de los beneficios de los capitalistas,
sino al acrecentamiento de esos beneficios mediante la exportación
de capital al extranjero, a los países atrasados.” 41
41 Len in, E ¡ im perialism o, p. 84. (E d . Biblioteca M arxista.)
VIII. EL PROBLEMA DE LA LEY ECONÓMICA
EN UNA ECONOMÍA SOCIALISTA

E l concepto de una economía socialista ha sido empleado de tiempo


en tiempo por los economistas como un término abstracto de compa­
ración mediante el que se ponen de relieve los caracteres específicos
de una economía individualista, o bien (como ocurre más frecuente­
mente) para ilustrar la pretendida universalidad de las leyes econó­
micas. Tales comparaciones, en la época de la preguerra, fueron
invariablemente de tipo abstracto, basadas en una definición del
socialismo y del capitalismo en términos de uno solo de sus aspectos
distintivos, con exclusión de los demás. Hoy día, sin embargo, no
hay excusa para un tratamiento semejante. E l desarrollo de la econo­
mía soviética en los últimos años, su capacidad, por otra parte, para
sostener una expansión con ritmo constante de “auge” por más de
una década, los enormes éxitos constructivos que ha alcanzado y la
sustitución de un estado de exceso por otro de escasez de mano de
obra, no sólo han avivado el interés, el estudio y la controversia, sino
que han procurado una base concreta de comparación de que ante­
riormente se carecía. Cualquier examen de una economía socialista,
si ha de ser concreto, debe partir, sin duda, de este hecho esen­
cial: que la característica fundamental del socialismo consiste en la
abolición de las relaciones de clase que constituyen la base de la pro­
ducción capitalista, mediante la expropiación de la clase propietaria y
la socialización de la tierra y el capital. De esta transformación de la
base de la propiedad se deriva su carácter específicamente social como
una forma de producción en la cual la coordinación de las partes
constitutivas del sistema se logra por métodos más directos que la
influencia del mercado. Una sociedad fundada en lo que Engels
llamaba la “apropiación individual de los medios de producción”, pue­
de tratar de imitar aquella coordinación, pero sin lograrla jamás
debido a los derechos de propiedad atomizados en que descansa el
sistema. Como ha dicho el profesor Robbins: “La planeación implica
un control centralizado y éste excluye el derecho de apropiación
individual.” 1 E n cuanto a lo que puede llamarse la mecánica de cada
sistema (materia principal de este capítulo), el contraste esencial'se
encuentra entre una economía en la cual cada una de las decisiones
múltiples que regulan la producción se toman independientemente
y una economía en la que esas decisiones son coordinadas y uni­
ficadas.
Frente a la agitación revolucionaria que amenazó el orden capi­
talista durante los años de la posguerra, cierto sector influyente
lanzó un contraataque teórico al socialismo que tuvo alguna reper­
cusión en el Continente europeo y que últimamente ha ejercido una

1 T h e G rea t D ep iessio n , p. 1 4 6 . V e r tam bién Barbara W o o tto n , Pían o r no


Plan, pp. 3 1 8 -2 1 .
183
184 LA L E Y ECONÓMICA E N UNA ECONOMÍA SOCIALISTA

influencia limitada en Inglaterra, dando lugar a grandes discusiones.


E l ataque fue bastante duro. E l profesor Von Mises, de Viena, re­
uniendo críticas anteriores, hizo la declaración de que se podía demos­
trar, como un corolario directo de la teoría económica, la imposibilidad
a priori del socialismo, con fundamento en que, faltando las valua­
ciones del mercado individualista, el cálculo económico y el reinado
de la racionalidad económica tienen que desaparecer. Con toda su
apariencia de racionalidad superior, el socialismo está condenado a
desembocar en el caos y en el imperio del capricho burocrático. “E n
lugar de una economía de la producción ‘anárquica’ habría que re­
currir a la insensata producción dirigida por un aparato absurdo.
Las ruedas girarían, pero sin resultado alg u no .. . Sería como caminar
a tientas y en la oscuridad.” 2 Conceptos semejantes, aunque más
cautelosos, se expresaron simultáneamente por Brutzlcus en Petro-
grado, en 1920. En una forma menos dogmática la doctrina ha sido
reproducida en Inglaterra por los profesores Hayek y Robbins.3
Se ha discutido mucho si puede sostenerse que la teoría económica
tradicional lleva implícito semejante corolario, y no parece haber
ninguna razón sólida para suponer que la teoría subjetiva del valor,
aun en su forma más inflexible, pueda sostener tal conclusión. Pero
existe una implicación más sutil de la teoría económica tradicional
que ha conquistado mayor aceptación y que ha sido prohijada apa­
rentemente sin discusión por la mayoría de los que se han sumado
al reto lanzado por el profesor Mises. E s aquélla según la cual, tanto
en una economía socialista como en una capitalista, rigen, en lo esen­
cial, las mismas leyes económicas de manera que el problema debe
tener la misma forma general y resolverse por mecanismos similares
en los dos sistemas. Se ha dicho que una diferente distribución del
ingreso tan sólo representa un cambio de datos que tiene precisa­
mente la misma significación que cualquier cambio en los gustos o
en la demanda. Desde este punto de vista, la diferencia entre el so­
cialismo y el capitalismo no es una diferencia de esencia, sino sólo
de grado, la cual no es más que un resultado de los cambios en la
distribución de los ingresos que ocurren todos los días. Semejante
cambio de datos no altera ni las ecuaciones mismas, ni la naturaleza
de las condiciones determinantes. Por lo que hace a los efectos des­
equilibradores de la incertidumbre, la esencia de éstos será la misma
en tanto que los casos fortuitos y la incalculable incidencia de los
descubrimientos técnicos estén de nuestro lado y la caprichosa elec­
ción de los consumidores no se halle sujeta a reglamentación. En

2 Mises en C ollectivist E c o n o m ic P la nn in g, edición H ayek, pp. 1 0 6 y 1 1 0 .


S L . M ises, D ie G em ein w iitscha ft, traducido al inglés con e! nom bre de
Socialism ; Collectivist .E c o n o m ic P la nn in g, edición H ayek; B . Brutzkus, E c o n o m ic
Planning in Soviet R usia; L . R obbins, T h e G reat D ep iessio n , pp. 1 4 5 ss. Para la
subsecuente discusión, ver H . D . D ickinson, en E c o n o m ic Journal da junio de
1 9 3 5 ; A . P . L e m e r, en R ev iew o í E c o n o m ic S tu d ies, de octub re de 1 9 3 4 ; O . Lange,
ibid., octubre de 1 9 3 6 ; E . F . M . D urbin en E c o n o m ic Journal, de diciem bre de
1 9 3 6 ; etcétera.
LA L E Y ECONÓM ICA E l i UNA ECONOMÍA SOCIALISTA 185

esta forma el “problema de la producción” queda abstractamente


separado del “problema de la distribución”, declarándose (como
J. S. M ili lo declaró originalmente) que el socialismo se preocupa
predominantemente de esta última. Como un sistema de producción
y de cambio, una economía socialista no debe tratar de conducirse
de una manera muy diferente a una economía capitalista, aun cuan­
do, en la primera las formas de organización y de propiedad, y con
ellas las de distribución de los productos y los fines sociales a que
sirve la producción, sean radicalmente transformadas. D e conformi­
dad con este punto de vista, la mayor parte de los críticos socialistas
del profesor Mises han sostenido de un modo u otro que una econo­
mía socialista .puede eludir la irracionalidad que se le atribuye si con­
sigue (y sólo así) imitar cuidadosamente el mecanismo del mercado
de competencia y consiente regirse por los valores de este mercado.
Lo que este punto de vista parece no tomar en cuenta es el signi­
ficado pleno de la diferencia entre socialismo y capitalismo y, espe­
cialmente, la significación decisiva de una economía planeada que
consiste en la unificación de todas las decisiones fundamentales
que rigen la inversión y la producción, por oposición a otra caracte­
rizada por la atomización de sus decisiones. La diferencia consiste
en que en una se pueden calcular los acontecimientos y en otra no,
independientemente de la diferencia que existe en la forma que
tienden a adoptar esos acontecimientos.
Un mundo cambiante en el cual existe una certidumbre per­
fecta respecto al futuro es, por supuesto, una creación de la imagina­
ción, aun cuando sea una norma ideal que la racionalidad trata siem­
pre de alcanzar. Los acontecimientos que no pueden ser previstos
ni por los más expertos y perspicaces, siempre darán lugar a des­
viaciones e introducirán desequilibrios temporales hasta que pueda
hacerse un reajuste. Formalmente considerados, esos cambios impre­
visibles corresponden a lo que podría llamarse la teoría de los des­
plazamientos, los cuales no introducen ningún elemento nuevo en el
enunciado de las leyes económicas. Si esos desplazamientos concurren
a un ritmo más veloz del que se necesita para hacer los reajustes, en­
tonces el sistema puede, a medida que pasa el tiempo, alejarse pro­
gresivamente, de su ruta “normal”, del mismo modo que la auto­
biografía de Tristram Shandy* se alejaba de su conclusión a medida
que avanzaba su vida. Pero aun en este caso, si los desplazamientos
muestran alguna regularidad en su incidencia, es probable que habrá
de tomárseles en cuenta para el futuro, y pasar así de lo desconocido
e imprevisible a lo probable y a lo parcialmente anticipado. Pero si
bien esos desplazamientos imprevisibles de los datos dan lugar a
desajustes cuando ocurren, no por fuerza dan origen a una oscilación
o fluctuación.

* Fam osa novela del hum orista inglés Lorenzo S tem e. Su prim er volumen
apareció en 1 7 5 9 y no fue sino hasta 1 7 6 7 , un año antes de la m u erte del autor,
cuando vio la luz el noveno y últim o. [T .]
186 LA L E Y ECONÓMICA EN UNA ECONOMÍA SOCIALISTA

Siempre que haya un elemento imprevisible, las conjeturas acerca


de lo que probablemente ocurra serán, por supuesto, un factor que
configure lo que acontece antes del desplazamiento y que contribuye
a dar forma a lo que sucede después. Sin embargo, como se sugirió
al final del capítulo vi, es en una economía individualista donde lo
que podría llamarse la teoría de las ganancias esperadas adquiere su
especial importancia, debido al tipo peculiar de incertidumbre, que
es una parte tan esencial del mecanismo de esa economía, del mismo
modo que la teoría de las fricciones adopta la forma especial discutida
en aquel capítulo debido a las características del sistema individua­
lista. E l “ajuste automático” y “el imperio de racionalidad” que se
considera como la virtud especial de un mercado de competencia,
sólo puede operar a través de la influencia de los cambios de precio
después del suceso. Cada conjunto de hechos ocurre como un resul­
tado de decisiones tomadas a ciegas de otras decisiones y, por con­
siguiente, sobre la base de conjeturas acerca de cuál será su resultado
total. Solamente después de que estas decisiones se hayan trans­
formado en actos, los movimientos de precio resultantes pondrán al
descubierto los caracteres de toda la situación, ofreciendo así un
correctivo automático.4 Pero cuando las decisiones tienen que tomarse
con cierta anticipación a los sucesos del mercado en los cuales llegan
por así decirlo a cristalizar, como es particularmente cierto, y quizá
cada vez más cierto, de todos los actos de inversión, este correctivo
de los movimientos de precio resultantes puede no ocurrir por algún
tiempo y tal vez por muchos años. Como mientras tanto las conje­
turas tienen que sustituir al conocimiento, se seguirán tomando de­
cisiones equivocadas que habrán de transformarse en hechos. Como,
por otra parte, una vez tomada una decisión, y una vez que se ha
traducido en un acto durable de inversión, no puede hacerse una
revisión precipitada de ella, el error puede persistir con el consi­
guiente desajuste por años y aun por décadas, como se demuestra en
los casos de construcción de ferrocarriles, perforación de minas, pla­
nificación de ciudades. Esa falla o retraso dará lugar a que los resul­
tados de la conjetura original sean exagerados, así como a extensas y
devastadoras fluctuaciones. La competencia necesariamente implica
no sólo la difusión, sino también la autonomía de decisiones separa­
das; y es la autonomía de las decisiones individuales la que da lugar
a esos resultados. Si fuera posible, como algunos lo desean, imitar
en una economía socialista esa competencia con sus ajustes “auto­
máticos”, el sistema tendría necesariamente que heredar también
las tendencias al desequilibrio y a la fluctuación que son el resultado
de la anarquía económica; del mismo modo que, a la inversa, un
4 V e r E . F . M . D urbin, en E c o n o m ic Journal, de diciem bre de 1 9 3 5 . E n un
régim en de libre com petencia el em presario “ desconoce la reacción de la oferta
de sus com petidores sobre el cam bio de precio que es com ún a aquél y a éstos,
así com o el efecto de los cam bios de su producción que provocan am bos sobre el
precio de m ercado. E n estas condiciones las industrias se hallan en la imposibi­
lidad de hacer los ajustes convenientes para un periodo largo” (p . 7 0 4 ) .
LA L E Y ECONÓM ICA EN UNA ECONOMÍA SOCIALISTA 187
intento para injertar algunos elementos de la planeación en un siste­
ma capitalista no pueden suprimir la anarquía fundamental que es
la esencia misma del sistema, precisamente porque esa “planeación”
tiene que respetar la autonomía de los derechos de propiedad indi­
viduales y hasta convertirse en sirviente de los intereses monopolistas
existentes, como parece demostrarlo la-experiencia ordinaria. Una de
dos: o la planeación significa la supeditación de la autonomía de las
decisiones aisladas, o no significa absolutamente nada. Aquellos que
sueñan en el maridaje del colectivismo y la anarquía económica, no
deben aspirar, de ningún modo, a que la progenie de esta extraña
asociación herede solamente las virtudes de sus disímiles progeni­
tores.
Hemos dicho que por ley económica debe entenderse una des­
cripción generalizada de cómo se desarrollan los fenómenos en el
mundo real. Si tal es nuestra idea, entonces se aclara inmediatamente
que la pretendida identidad de las leyes económicas que rigen la
economía capitalista y la economía socialista se apoya en una ana­
logía abstracta que arranca del supuesto de un mundo laissez faire
en que impera una certidumbre perfecta (excepción hecha de ciertos
“desplazamientos” objetivos) y dentro del cual no pueden ejercer
ninguna influencia apreciable ni las fricciones ni las expectativas.
Esta afirmación se parece mucho a decir que un sistema ferroviario
sin horarios y en el que cada maquinista fuera autónomo, funcionaría
muy semejante al sistema ferroviario reglamentado que conoce­
mos. Es verdad que en el primero acabaría por establecerse espon­
táneamente un cierto equilibrio en el tránsito. Pero esto se lograría
solamente después de algunos accidentes y demoras debidas a la
congestión del tránsito y después de que los diversos cambios y mo­
dificaciones incidentales realizados hubieran surtido todos sus efectos.
Es posible que después de una serie de accidentes y congestiones en
los momentos de mayor intensidad de movimiento y a las horas de
mayor competencia, como las del mediodía, se hicieran algunas mo­
dificaciones, dando lugar a que durante algún tiempo los maquinis­
tas decidieran precipitadamente hacer viajes a medianoche y en se­
guida hacerlos a mediodía, impulsados por la creencia alternativa
de que uno u otro momentos eran los de tránsito menos intenso, etc.
Para que la analogía sea más estrecha, se necesita suponer que el
maquinista no puede alterar ni su tiempo ni su ruta, en un momento
dado; sino que, así como lo hacen los autobuses en las carreteras, tie­
nen que anunciar sus horarios para uno y a veces para varios años.
Es cierto que, finalmente, acabaría por establecerse cierta distribu­
ción del tránsito, algo así como un horario espontáneo forjado por la
experiencia y materializado por la costumbre y por tácitos acuerdos.
Sin embargo, cualquier equilibrio semejante al así logrado sería esen­
cialmente inestable, ya que cualquier cambio de la demanda, o la
apertura de nuevas rutas y la clausura de otras, o un cambio de
188 L A L E Y E CO N Ó M ICA E N U N A ECO N O M ÍA SO CIALISTA

la potencia y velocidad de las locomotoras introduciría nuevamente la


incertidumbre y el efecto móvil de las conjeturas.5
Cada decisión tomada por un empresario con relación a la pro­
ducción constituye, en cierto sentido de la palabra, un acto de in­
versión. Pero cuando se habla de actos de inversión atribuyéndoles
una importancia predominante en la determinación, por un lado, de
la naturaleza y amplitud de las fluctuaciones y, por otro, de la tra­
yectoria del desarrollo a largo plazo, se alude a la inversión en capital
fijo, es decir, a la construcción de establecimientos y equipos más o
menos permanentes. Dentro de la teoría de las expectativas de ga­
nancia (pioíit-expectations), esto es de suma importancia, tanto por
el “periodo de gestación” más prolongado de tales actos (para usar
la frase de D . H. Robertson), como por la durabilidad del resultado.
Además de factores como la demanda y el curso futuro de las inven­
ciones técnicas, semejantes decisiones dependerán para su “correc­
ción” de cuatro tipos principales de hechos, en relación con cada
uno de los cuales, dentro de una economía individualista, los que
toman la decisión de invertir desconocen parcial o totalmente, en
primer lugar, los actos de inversión paralelos rivales que se realizan
simultáneamente, o que se efectuarán en breve, en la misma rama
de producción o en otra rama competidora. E n segundo, los actos de
inversión que se realizan o se realizarán en procesos complemen­
tarios (verbigracia, en las industrias subsidiarias o de aprovechamiento
de los subproductos, en las de transporte o de energía eléctrica, e tc.).
E n tercero, el volumen de ahorros e inversiones que ordinariamente
se hacen en todo el sistema económico y, en cuarto, el curso futuro
de la acumulación del capital (y, por consiguiente, del tipo de inte­
rés) durante el periodo de vida económica del capital fijo de que
se trata.
E l resultado de la ignorancia del primer grupo de hechos es bas­
tante conocido en la forma de una tendencia competidora hacia la
sobreinversión en ciertas industrias durante el optimismo del auge.
A menudo se insiste en que, tratándose de una demanda fluctuante,
las inversiones tienden a responder a la demanda máxima, de donde
resulta que la industria se sobrecarga de establecimientos y equipos
que permanecen parcialmente ociosos la mayor parte del tiempo.
Algunos ejemplos de ello son la duplicación caótica de las rutas ferro­

5 Se afirma frecuentem ente que el conjunto de “ equivocaciones” en un m undo


individualista tiende a ser pequeño debido a que las expectativas individuales, dis­
persas sin orden n i co n cierto , tiend en a contrarrestar en tre sí sus efectos. P e ro es
un hecho conocido que en la realidad, p o r un a diversidad de razones, las expec­
tativas equivocadas de una m asa de individuos no sólo tienden a ejercer su influen­
cia en tal o cual dirección en un m om en to dado, sino que tam bién tienden,
hasta cierto p u nto, a reforzarse en tre sí. A dem ás de esto, ahí donde prevalece
la incertidum bre, si bien la expectativa m edia tiene m ás probabilidades de llegar
a la posición “ co rrecta” que a cualquiera o tra d e las n posiciones posibles, habrá
m uchas m enos probabilidades de que llegue a esta posición que a alguna d e las n
posiciones posibles, y si n o se co m eten errores será p o r una m era coincidencia.
LA L E Y ECONÓM ICA EN UNA ECONOMÍA SOCIALISTA 189
viarias, la frecuente duplicación de los servicios públicos, el aumen­
to pasajero de las compras y de los centros de diversión en los nuevos
distritos urbanos donde (cuando menos con respecto a las tiendas)
el ritmo de desaparición de los negocios parece ser extraordinariamente
alto. Pero otro aspecto de esto — los efectos que conducen a una
sub-inversión— ■que también es un efecto del segundo tipo de igno­
rancia, parece haber recibido menos atención, quizá porque su im­
portancia ha sido subestimada. E l temor de que intervengan com­
petidores y se apoderen del fruto de una inversión, puede ejercer un
efecto desalentador importante, particularmente cuando se requieren
grandes inversiones en costosos establecimientos de carácter más o
menos permanente. E n el caso de nuevos inventos, el peligro de esta
influencia desalentadora se neutraliza con la concesión de un mono­
polio temporal mediante leyes de patentes. Pero el mismo peligro
puede existir en el caso de cualquier inversión en grande escala; y
los ejemplos de ello son, sin duda, más importantes de lo que gene­
ralmente se cree, ya que no se presentan a nuestra vista tan ostensi­
blemente como los resultados de la sobreinversión, que atraen nues­
tra atención. Las industrias de transportes y de energía también nos
procuran aquí los ejemplos más evidentes. Un caso particular lo cons­
tituye la poca disposición de las compañías ferroviarias para elec­
trificar los transportes suburbanos de Londres alegando el riesgo de
que la inversión pierda parte de su valor debido a la construcción
de nuevas vías, por ejemplo, para tranvías subterráneos.6 Un ejemplo de
los efectos en los casos del segundo tipo, se encuentra probable­
mente en el desarrollo primitivo que tuvieron en Inglaterra los com­
plicados procedimientos para aprovechar el carbón, muchos de los
cuales dependían estrechamente de otros desarrollos complementarios;
o, también, la imposibilidad de una industria para encontrar una
nueva y más económica localización, debido a que cada empresa se
resiste a cambiarse y perder las ventajas de la proximidad de indus­
trias o procesos subsidiarios, en tanto que éstos últimos, a su vez,
vacilan en correr el riesgo de cambiarse hasta que toda la industria
se traslada previamente. E n espera de que alguna se cambie pri­
mero, resulta que ninguna se cambia.
Pero la ignorancia de los hechos más generales comprendidos en
el tercero y cuarto tipos es la que tiene mayor importancia, no obs­
tante lo cual se aprecia menos su significación. La diferencia entre
estos dos casos consiste tan sólo en el tiempo a que se refieren, y
aquí los hemos separado simplemente porque si bien ambos son
importantes para la distribución de las inversiones presentes, el se­
gundo se relaciona especialmente con el género de inversiones a tra­
vés del tiempo. E n ambos casos, el conocimiento de toda la situación
es de vital importancia para la decisión individual, porque el nivel
de costos y el de la apropiada demanda para cada caso individual,
depende de la totalidad de decisiones de inversiones presentes y futu­
6 V e r G . J . Ponsonby, L o n d o n Passenger T ran sp oit Probfem , pp. 4 7 -4 8 .
190 L A L E Y E CO N Ó M ICA E N UN A ECO N O M ÍA SOCIALISTA

ras, y de la naturaleza de estas decisiones. Para ilustrar esta conexión


supongamos, que ciertas decisiones para invertir en una industria se
han tomado sobre la base de la expectativa de que el volumen
total de nuevas inversiones y su aproximada distribución sería la mis­
ma, durante el presente año y los años siguientes, que la observada
en el periodo anterior. Supongamos que su volumen total aumenta
efectivamente en los años siguientes, tanto porque el ingreso nacio­
nal total es mayor como porque existe una tendencia general a con­
sumir una proporción menor del ingreso. A consecuencia de ello
ocurrirán cuatro cambios principales de los datos en que se basaron
las decisiones originales para invertir en la industria de que se trate,
decisiones que ahora, en lo general, son irrevocables. E n primer lu­
gar, uno derivado de la modificación del nivel de consumo, que pro­
bablemente hará que la demanda de sus productos sea menor de lo
que se esperaba; en segundo, otro debido al aumento de las inver­
siones y al aumento y abaratamiento de la producción de mercan­
cías en otras industrias, lo que dará lugar a un nuevo cambio de la
demanda (tal vez aumentándola, tal vez disminuyéndola) de sus
productos; un tercero, debido al efecto del aumento de las inver­
siones y de las construcciones sobre el nivel de costos en general que
probablemente hará que los costos de producción en esta industria
particular sean más altos de lo que se había esperado. Por último, es
probable que haya algún cambio de la demanda de los productos de
esta y otras industrias debido a una distinta distribución del ingreso
como un resultado neto de estos cambios. En efecto, si la cuestión
se examina desde este ángulo, quedaría de manifiesto que una parte
muy considerable de las fluctuaciones de la demanda que figuran en
tantas discusiones como el acompañamiento inevitable de la libertad
de elección de los consumidores son, realmente, el resultado de la
distinta distribución de ingresos producida ya por fluctuaciones o
por cambios de este género que son inciertos en un sistema indivi­
dualista.
Un ejemplo particular de gran significación es la demanda de
todos los productos de las industrias de bienes de producción, la cual
depende directamente del volumen total de inversiones. Es una de­
manda peculiarmente fluctuante, ya que el ritmo de esta fluctua­
ción se deriva en una forma exagerada del ritmo de la actividad de
la industria en general. La incertidumbre respecto a esta demanda,
combinada con sus fluctuaciones, impone un pesado costo sobre estas
industrias en vista de la imposibilidad de adaptar los equipos de pro­
ducción a la demanda, la cual se manifiesta en forma de un exceso
recurrente de capacidad.7 Recientemente se ha sugerido que ésta es
V e t J . M . C lark, Strategíc F acto rs ín Business C ycles, p. 4 2 : “ U n cam bio
de 3 a 6 % en la producción de la m ercan cía puede dar lugar a un aum ento de
4 0 a 5 0 % en la cifra m enor que representa los requisitos para la producción
de bienes de producción (capitaJ-equipm ent). E l profesor R agn ar F risch ha seña­
lado que una expansión de la dem anda de bienes de producción no se traduce
forzosam ente en una sobreproducción en las industrias d e aquellos bienes. (Journal
LA L E Y E C O N Ó M IC A EN UN A ECONOM ÍA SOCIALISTA 191

una poderosa razón que hace mucho más pequeño el “optimum fi­
nanciero” (cuando se tiene en cuenta la incertidumbre) que el “opti­
mum técnico” en la industria del acero, lo cual impide que los
establecimientos que lo producen se construyan sobre la escala más
eficiente.8 Un programa de inversiones constante y conocido de ante­
mano, podría suprimir no sólo las fluctuaciones de la demanda, sino
la incertidumbre.
Podría parecer a primera vista que los hechos del cuarto tipo
— cambios que ocurren en el futuro— no tienen nada que ver, desde
un punto de vista social, es decir, desde el punto de vista de la “pro­
ducción social” o el interés general, con la corrección o incorrección
de una inversión anterior, sino únicamente con las ganancias que el
capitalista pueda obtener en conclusión. Pero no es así. Y precisamen­
te porque no es así es por lo que el problema de las inversiones en
una economía socialista tendrá que ajustarse a un principio distinto
del que rige en una economía capitalista. Una economía socialista
tiene que regularse por el propósito de aumentar su capitalización
con un paso más o menos rápido hasta alcanzar el “punto de satura­
ción” de capital-equipo, es decir, hasta que ya no sea posible aumen­
tar la productividad derivada de la transformación de mano de obra
en “trabajo acumulado” . Llegado este momento todo se reduciría a
conservar, usar y sustituir el equipo existente, de donde se sigue que
toda la producción neta ordinaria del trabajo correspondería a los
trabajadores para su consumo corriente.9 Si fuera posible una previ­
sión perfecta, el interés del Estado socialista consistiría en planear su
programa de inversiones de tal modo que el progreso de la construc­
ción y el de las innovaciones técnicas siguiera una trayectoria de
ordenado desarrollo en el futuro hasta alcanzar esta meta ideal de la
saturación de capital. E n realidad la previsión perfecta no existe ni
podría existir, de modo que cualquier programa de construcción que
se diseñara para el futuro quedaría sujeto a diversas modificaciones
a medida que se presentaran circunstancias imprevistas. Pero en la
medida en que ese Estado pudiera proyectar un programa de inver­
siones para varios años, en esa medida, también, tendría que modi-

o í Political E co n o m y , 1 9 3 1 , p. 6 4 6 . V e r tam bién Fow ler, D epreciafion o í Capital,


pp. 5 0 -5 2 .) Pero esta salvedad sólo es válida si el ritm o de aum ento de las inver­
siones se controla de tal suerte que sólo sea m enor en el grado en que la de­
m anda de reem plazam iento del equipo aum ente a causa de las nuevas construc­
ciones, un equilibrio que, si no im posible, es por lo menos im probable.
S V e r B ritain w ithout Capitalists, pp. 382 y 39 0 . C o n un program a de inver­
siones planeado resulta económ ico construir plantas de la m agnitud de las de
M agnitogorsk y Kusnetskstroi.
9 P o r supuesto que si los descubrim ientos técnicos continuaran, quizá nunca
se alcanzaría este estado de cosas; aunque seria una m eta a la que nos iriamos
acercando continuam ente. L a cuestión podría definirse con m ás exactitud diciendo
que el punto en el que el producto adicional resultante de una aplicación adicional
de trabajo en form a de “ trabajo acum ulado” es igual al que resulta de una apli­
cación adicional de trabajo en form a de "trabajo corrien te” . V e r la n o ta sobre
este capítulo en el Apéndice II.
192 LA L E Y E CO N Ó M ICA E N UN A ECO N O M ÍA SO CIALISTA

ficarlo más sustancialmente cada año, en comparación con las modi­


ficaciones que habría que hacer en una sociedad capitalista en la que
no es posible tal grado de certidumbre respecto al futuro.
Para precisar esta diferencia de programas de inversión, debe te­
nerse presente que desde el punto de vista de una economía socialista,
lo que para una economía capitalista es un problema de ahorro y de
inversión, en aquélla constituye, directa y conscientemente, un pro­
blema de distribución del trabajo entre varios tipos de producción,
cada uno de los cuales se halla en relación con diferentes momentos.
Con esta relación quiere expresarse el momento en el que el trabajo
de que se trata da su fruto final en forma de mercancías manufactura­
das para el consumo. Hablando en términos generales, esto significa
el modo en que el trabajo se distribuye entre lo que Marx llamó
industrias que producen bienes de consumo e industrias que produ­
cen medios de producción. Pero dentro de estas últimas existirán
grados de acuerdo con el tiempo fijado a los medios de producción
que se están construyendo, ya sean nuevos telares automáticos que
pueden terminarse y quedar instalados el año entrante, ya sea la cons­
trucción de altos hornos para producir materiales de construcción
para una nueva planta de energía eléctrica que no estará completa­
mente terminada y en uso sino dentro de diez años.
Como las industrias tienen distintos “niveles” técnicos ( “com­
posición orgánica de capital” diferente), ello implica, al mismo tiem­
po, cierta distribución de trabajo entre distintas industrias en cual­
quier momento dado y entre industrias que hacen maquinaria y
equipo para las primeras. La decisión íntegra es de carácter com­
plejo, y necesariamente tiene que ser una decisión unificada si los
distintos elementos que la constituyen han de ser coherentes entre
sí, unificada, es decir, en el sentido de hacerse simultáneamente y
(en su forma final) por una sola autoridad, ya que sólo de esta
manera pueden tomarse las diferentes decisiones con pleno conoci­
miento de todas las otras que se toman al mismo tiempo. Si esas
decisiones particulares se toman independientemente, por fuerza se
toman con desconocimiento parcial de las demás. De ahí que en
cualquier momento (salvo en casos muy raros de coincidencia), re­
sultarán incompatibles entre sí. Esa incompatibilidad sólo podrá ser
corregida, después, a tirones, que, por añadidura, quizá den origen
a fluctuaciones. E n otras palabras, la proporción del ingreso nacional
que se ahorra, las proporciones en que se producen bienes de consu­
mo y bienes de producción,10 el equilibrio entre industrias de distintos
niveles técnicos, y la distribución de trabajos de construcción entre
proyectos de distintos tipos con respecto a su relación con el futuro,

10 Estas proporciones del ingreso nacional gastado y ahorrado no son, p o r


supuesto, idénticas, a m enos que las inversiones (y los ahorros) se usen para ex­
presar la inversión bruta, incluyendo reparaciones y reposiciones. E n realidad, aquí
n o se supone esa identidad, sino únicam ente que los dos grupos de decisiones
dependen entre sí en un grado m ayor.
L A L E Y E CO N Ó M ICA EN UNA ECONOM ÍA SOCIALISTA 193

todos están íntimamente ligados entre sí, pues desde el punto de vista
lógico no son sino aspectos distintos de una sola decisión concer­
niente a la distribución del trabajo para la producción. E l volumen
actual de producción de artículos de consumo y, por consiguiente,
el nivel de los salarios reales, no puede fijarse independientemente
del conocimiento que se tenga de la productividad del “trabajo acu­
mulado” adicional dedicado a aumentar la producción dentro de los
dos, tres, cuatro o cinco años siguientes, como tampoco puede deci­
dirse correctamente el comenzar a establecer plantas destinadas a
producir artículos de consumo dentro de un periodo de tres, cinco
o diez, sin conocer cuál será la producción total de artículos de
consumo en esos años y cuántos proyectos habrán de madurar en
ese periodo, los cuales se pondrán en ejecución durante el próximo
año, durante el siguiente, y así sucesivamente. Estas cosas no pueden
decidirse separada e independientemente, de la misma manera que
una ama de casa, al ir al mercado, no puede decidir qué cantidad de
su dinero debe gastar hoy, qué cantidad ha de gastar mañana o la
semana entrante, sino hasta que conozca los precios que rigen en
el mercado y cuáles son las alternativas que se le ofrecen.11
Podría parecer que en una economía capitalista existe una ten­
dencia a subestimar el efecto de la acumulación de capital en el futuro
sobre la reducción del tipo de interés. En la medida que esto sea
así, habrá una tendencia constante a sobreinvertir en los proyectos
que produzcan el tipo de interés dominante y que, por consiguiente,
sean apropiados a la situación del momento inmediato, pero que
serán impropios en el futuro próximo y hasta parcialmente anticua­
dos, debido al hecho de que en el futuro, siendo más rico en capital,
se estará en posición de utilizar un equipo de un tipo más “avanza­

11 E s fundam entalm ente por esta razón por lo que la esencia de la producción
socialista no puede alcanzarse, m ientras los dos aspectos: el del “ ahorro” (decisiones
que gobiernan el nivel de consum o) y el de la “inversión” (decisiones relativas a
la producción de bienes de producción) se hallen separados y establecidos autó­
n om am en te; es decir, conectados por un tipo de interés sobre préstam os, com o po­
dría seguir siendo el caso, de acuerdo con lo sugerido por algunos, en el socialismo.
C iertam en te, si ese interés sobre préstam os fuera continuam ente ajustado, podría
finalm ente producir cierto equilibrio transitorio entre los dos grupos de decisiones,
aunque tardíam ente y com o correcciones post facto de los errores y fluctuaciones.
P o r ejem plo, si se dejara a cada uno de los directores de las diferentes empresas
en libertad de com petir por la cantidad de capital que estimasen poder em plear
productivam ente a un tipo de interés dado, podrían em barcarse en proyectos de
producción con desconocim iento de lo que acontece en otros sectores, y solam ente
más tarde, después de que sus actos y, los de los otros hubieran reaccionado sobre
el tipo de interés, estarían en posibilidad de descubrir su error. P o r otra parte,
si una econom ía socialista adoptara el sistema de precios y la descentralización de
las decisiones que caracterizan al capitalism o, no habría razón para que no que­
dara sujeta a la m ism a clase de inestabilidad que discutim os al final del capítulo v i:
inestabilidad debida especialm ente al hecho de que las ganancias (y, por consi­
guiente, la dem anda de capital) dependerán cada vez m ás del ritm o de inversión
m ism o. Las razones para pensar así se discuten m ás am pliam ente por el autor en
un artículo publicado en el E co n o m íc Journal, de diciem bre de 1 9 3 9 . (V e r A pén­
dice I II [ T .] ) .
194 L A L E Y E CO N Ó M ICA EN UNA ECON OM ÍA SOCIALISTA

do” .12 Esta tendencia quizá se fortalece porque el deseo es padre del
pensamiento: el deseo de que el rendimiento del capital no dismi­
nuya rehusándose a admitir esa baja hasta el grado de no hacer inver­
siones en proyectos que, de acuerdo con los indicios de que se dis­
pone, prometen un tipo más elevado de ganancia. Por otra parte,
aquí interviene la misma razón que mueve a un industrial durante
un auge a ensanchar su producción a sabiendas de que el mercado
está saturándose de mercancías y que los precios tenderán finalmente
a bajar: esa razón es la incertidumbre respecto al momento preciso de
la baja, que da lugar a la posibilidad de que el industrial sea el primero
en entrar al mercado, combinada con el conocimiento de que sus
propios actos ejercerán una mínima influencia en la determinación
de lo que pueda ocurrir.
E l resultado de esto será la tendencia a seguir haciendo inver­
siones de un tipo particular por un periodo demasiado largo y más
allá del punto en que la situación real (particularmente el volumen
del capital que madura o que está en proceso de inauguración y el
movimiento futuro del ingreso real), requiere que se hagan otra clase
de inversiones, así sean menos remuneradoras. A medida que la acu­
mulación de capital sigue su curso trazando una trayectoria a través
de distintas clases de inversión, existirá una tendencia constante a la
sobreinversión en cada una de aquellas clases debido al desconoci­
miento de la situación total y de los futuros cambios de los ingresos
reales y de los tipos de interés. E l resultado será un envejecimiento
más rápido y un mayor despilfarro de los equipos del que habría
en otras condiciones, principalmente en aquellos periodos de tiempo
de transición técnica de un tipo de inversión a otro, que dan lugar
a “tirones”, los cuales, a su vez, provocan fluctuaciones exageradas
debido a la relativa sobreinversión en los tipos más anticuados, des­
tinados a producir en cierto momento del futuro, y a la correspon­
diente sobreinversión en los nuevos tipos que producen un interés más
bajo, particularmente en aquellos cuya producción es esperada para
un momento más distante del futuro.*3 E n consecuencia, el ritmo del
12 O lo que los austríacos llam an m étodos de producción “ más largos” , o
“ más indirectos” . M e refiero aquí solam ente al efecto de la creciente acum ulación
de capital dentro de una situación constante de los conocim ientos técnicos, y a la
ineficacia de los viejos m étodos debido a esto. L a ineficacia resultante de nuevos
descubrim ientos técnicos es otra cuestión. (Inciden talm en te, los nuevos inventos
tenderán al principio a volver a m étodos “m ás cortos” , m ás bien que a m éto ­
dos "m ás largos” . V e r A rm strong, Saving and ínvestm ent, pp. 1 6 4 -6 6 .) P ero aun
en el caso de nuevos descubrim ientos técnicos, una económ ía socialista, con una
investigación industrial planeada, sin descubrim ientos y procesos m antenidos en
secreto, es indudable que estaría en m ejor posición para prever los descubrim ientos
y, por lo m ism o, para contar de antem ano con sus efectos, aun en el caso de
que tales descubrim ientos sean un facto r en desarrollo m uy difícilm ente previsible.
13 Podría parecer a prim era vista que m ientras esto puede dar origen a un
retardo continuo de la transición a nuevos tipos, no m odifica el ritm o de enveje­
cim iento del antiguo equipo que tiene que seguir en uso hasta que haya sufi­
ciente equipo nuevo con el cual reem plazarlo. Pero ello no es así, puesto que la
inversión en el equipo viejo se hizo sobre la base de una sobrestim ación del pre-
L A L E Y E CO N Ó M ICA EN UNA ECONOM ÍA SOCIALISTA 195
desarrollo siempre andará con retraso a través del tiempo. Pero aun
en el caso de que no sea cierto que una economía capitalista tiende
persistentemente a subestimar la futura declinación de los tipos de in­
terés (y es cierto que aunque tenga tal tendencia, este hecho puede
ser parcialmente compensado por el efecto de la subestimación de los
nuevos descubrimientos técnicos), seguirá siendo cierto que semejante
economía, desconociendo en gran parte los movimientos futuros de
las inversiones y de los ahorros, cometerá errores constantemente al
decidir sobre la dirección de las inversiones, errores que forzosamente
darán origen a alteraciones y oscilaciones. De cualquier' modo, es
evidente que una economía socialista, en la medida en que ex natura
puede tener una visión más amplia, distribuirá sus inversiones entre
distintos tipos de nuevas construcciones de acuerdo con un diferente
modelo a través del tiempo. Esto no quiere decir necesariamente que
hará inversiones en una gran variedad de clases de construcción den­
tro de una misma línea de producción técnicamente homogénea (una
“clase” se define por su referencia a un punto determinado de tiem­
po en el futuro y, por tanto, por su productividad en relación con el
tiempo que dura en convertirse en un producto final); pero sí quiere
decir que podrá siempre mantener en uso, y a fortiori en uso y en
construcción, una considerable variedad de clases aun dentro de una
línea homogénea de producción, y que pasará más pronta y suave­
mente de la construcción y del uso de una clase a la siguiente.14
La cuestión importante que surge aquí es la de si sería racional
que una economía socialista invirtiera simultáneamente en proyectos
de una gran variedad de clases, o si, por el contrario, lo sería invertir
en cualquier momento dado en una clase particular de proyectos
apropiados a las condiciones dominantes en esc momento y pasar
después, gradual y sucesivamente, a proyectos más nuevos y compli­
cados. ¿Sería correcto dispersar las inversiones en proyectos apropiados
a la situación del futuro inmediato y de la situación (que sería dis­
tinta tanto porque la productividad.y el ingreso serían mayores) que
existiría dentro de los cinco, diez, veinte o aun cincuenta años si­
guientes? 15 Así, por ejemplo, “durante el primer Plan Quinquenal
cío de los productos term inados en el futuro. C uando subsecuentem ente el inespe­
rado volum en de inversiones se m anifiesta en la form a de un nivel m ás alto de
salarios y (o ) en precios de los productos más bajos de lo que se esperaba, buena
parte de las viejas fábricas dejará de tener un uso rem unerador.
14 L ern er ha liecho n otar que si una econom ía individualista tuviese el m ism o
grado de presciencia, se podría lograr la m ism a distribución de inversiones m ediante
las manipulaciones apropiadas de los tipos de interés aplicables a cortos y largos
plazos. (R cv icw o í E c o n o m ic S tudics, vol. II, n1? 1 .) E sto es, naturalm ente, exacto
siempre que las diferencias de los tipos de interés fuesen graduadas suficientem ente
de acuerdo con el periodo de las inversiones. Pero sem ejante hipótesis im plica una
contradicción, pues en la naturaleza m ism a de una econom ía individualista está el
que no pueda tener este grado de presciencia. L ern er postula una situación en
la que las expectativas no tuvieran ninguna influencia y en la que no hubiera
fluctuaciones, para explicar el efecto de las expectativas y las causas de las fluc­
tuaciones.
15 E n un artículo publicado en T h e E co n o m ic Journal, de diciem bre de 1 9 3 3 ,
196 LA L E Y E CO N Ó M ICA EN U N A ECO N O M ÍA SOCIALISTA

(en la U R SS) el tipo principal de locomotora para trenes de carga


llegó a ser el tipo “E ” cuyo poder de tracción es 7 5 % mayor que el
de la locomotora más usada en la Rusia anterior a la Guerra Mundial.
Dentro del segundo Plan Quinquenal la producción de locomotoras
del tipo “E ” . . . se está suplementando con la manufactura de loco­
motoras de tipo “F .D .” cuyo poder de tracción excede al del tipo
“E ” en un 3 0 % .16 ¿Existe un principio general para determinar el
ritmo que resultaría económico para reemplazar el tipo de locomo­
tora anterior a la guerra por el “E ” y éste por el “F .D .”, así pomo
para determinar si “E ” ha de ser el tipo en que se hagan las inver­
siones hasta que haya reemplazado al tipo de preguerra y sólo hasta
entonces comenzar a construir el tipo “F .D .” , o si, por el contrario,
las locomotoras “F .D .” deben construirse desde el principio y al
mismo tiempo que las de tipo “E ” y aun cuando todavía se sigan
fabricando algunas del tipo de preguerra? Parece que no es posible
dar una respuesta general a esta pregunta, ya que habrá de depender
no sólo de la política que se siga con respecto a los ingresos del
futuro inmediato y del futuro más distante, sino de la situación
técnica con que se enfrenta la economía. Si la pérdida que supone
la restricción del consumo durante el futuro inmediato resulta más
que compensada por lo que se gana en productividad en años poste­
riores, entonces una política destinada a revolucionar la técnica para
lograr la productividad máxima en el tiempo más corto posible, sería
la política apropiada; y en ciertas condiciones técnicas este propósito
quedará satisfecho (por razones que se discuten en una nota a este
capítulo que aparece en el Apéndice II) por medio de inver­
siones simultáneas en proyectos de una gran variedad de tipos, aun
en una sola industria homogénea. Pero donde se requiera un progreso
más gradual de la productividad, la política de inversiones tiene que
seguir el curso más conocido del orden cronológico para elegir la
clase de inversión, pasando sucesivamente de una a otra a medida
que se desarrolla la situación en su conjunto. La gráfica de inversiones
en estos diferentes tipos trazada a través del tiempo, tendría que ser
sustancialmente distinta de la correspondiente a una economía capi­
talista. La naturaleza de esa gráfica sólo puede ser brevemente defi­
nida, creo yo, diciendo que permite que la transición a nuevos m é­
todos se verifique gradual y continuamente sustituyendo el equipo
viejo por uno más nuevo, a medida que aquél llega al fin de
su vida natural, y no por “olas” de envejecimiento que afectan al
equipo antiguo que aún se halla en buenas condiciones físicas, enve-

sostuve que el principio conform e al cual un a econom ía socialista distribuiría sus


inversiones, sería el de la co nstru cción o producción sim ultánea de equipos y esta­
blecim ientos productivos de distintos tipos de interés (en co ntraste con el prin­
cipio de interés uniform e en cualquier periodo de tie m p o ). A h ora estoy conven­
cido de que esto n o necesariam ente tend ría que ser así. Sin em bargo, creo que
lo que sostuve entonces seguiría siendo exacto en ciertas situaciones que de ningún
m odo son imposibles o de escasa im portancia.
18 T h e Second F iv e -Y e a r Plan, ed. G osplan, x x x v n .
LA L E Y E C O N Ó M IC A EN UNA ECONOM ÍA SOCIALISTA 197

jeciniiento que debe atribuirse al hecho de que esa clase de equipo


fue construida con exceso. Es de hacerse notar que, en la medida en
que la depresión del equipo viejo en este último caso se deba a la
demora de la transición hacia nuevos tipos de inversión y no a una
transición demasiado rápida, debe ser asociada a un retraso general
del desarrollo técnico y no a la aceleración del mismo.
Para usar una sencilla analogía, supongamos que un hombre ha de
heredar una fortuna dentro de cinco años. Si desconoce el hecho, es
posible que comience hoy a construirse una casa, la cual, tan pronto
como reciba la herencia, le resultaría superflua, porque entonces será
lo suficientemente rico para poder vivir en una mansión. Pero si de
antemano estuviera enterado de su herencia, entonces, claro está, no
emprendería la construcción de la casa: en su lugar, probablemente,
emplearía el dinero para construirse una habitación más barata, y si
pudiera decirse, transitoria, que le sirviera para cinco años, y al mis­
mo tiempo empezar a echar los cimientos de la mansión con el objeto
de cambiarse a ella lo más pronto posible después de recibir la he­
rencia.17
E n otro lugar he usado la analogía de la llamada curva de la perse­
cución para ilustrar la diferencia que existe entre las dos sendas del
desarrollo apropiado a los dos tipos de economía. Se la puede usar
también como una ilustración general de la adaptación a una situa­
ción cambiante por medio de reacciones automáticas a cada instante
por contraste con la adaptación a la misma situación como resultado
de la previsión y del cálculo racional. Un perro se encuentra colocado
a cierta distancia del sendero que recorre su amo a caballo. E l perro
corre hacia su amo, pero como resultado de las reacciones automáticas,
siempre corre hacia el punto en el cual ve a su amo, por el momento.
E l camino hacia su amo, por lo tanto, es una cu ra , cuya forma pre­
cisa es una función de su propia velocidad y de la de su amo, así
como del ángulo y distancia que media entre el sendero y el lugar
desde el cual inicia su carrera. Sin embargo, si el perro pudiese obrar
con previsión y cálculo, conociendo tanto su propia velocidad como
la de su amo, seguiría una línea recta hacia el punto del sendero a que
su amo subsecuentemente llega. De esta manera lo alcanzaría más
pronto con una economía de esfuerzo. Esta analogía, por supuesto, no
debe tomarse de una manera demasiado literal. En ciertas circuns-

17 E s casi seguro que term inará la construcción de la casa m ás m odesta antes


de com enzar a echar los cim ientos de la m ansión. E s probable, adem ás, que en
la construcción com binada de ambas gaste, en los cinco años, m enos de lo que
habría gastado en la casa que prim eram ente había pensado construir. L os cam bios
resultantes de las inversiones son una doble consecuencia de las expectativas de un
m ayor ingreso en el fu tu ro : del conocim iento de que gozará de m ayores com odida­
des al fin de los cinco años y de que, por lo tan to , tend rá una necesidad m enos
urgente de dinero de la que ahora tiene, y del conocim iento de que, p o r esta
razón, le será practicable construir una m ansión. D e ahí que prefiera la casa
m ás m odesta y m enos cóm oda para el futuro inm ediato, pero sin im ponerse tantas
privaciones com o lo habría h ech o en otras condiciones.
198 L A L E Y E CO N Ó M ICA EN UNA ECON OM ÍA SOCIALISTA

tandas, como hemos dicho, la finalidad de una economía socialista


podría ser la de llegar al punto de la saturación de capital en el
menor tiempo posible, desentendiéndose de la restricción del nivel
del consumo que se produjera en los años intermedios; y en ciertos
periodos de transición técnica o social ésta podría ser la política
apropiada para un periodo determinado de tiempo. Sin embargo,
como una política a largo plazo, es posible, y aun probable, que una
economía socialista se fijara como objeto lograr año con año un incre­
mento más lento, pero continuado, de la producción de artículos de
consumo con el ritmo más alto que sea dable, pero compatible con
el equilibrio entre las necesidades presentes y futuras. Si tratára­
mos de reflejar en una gráfica la acumulación real de capital mi­
diendo el tiempo a lo largo de un eje y el agregado de capital en
términos de su productividad, o alguna cantidad semejante, a lo
largo del otro eje, entonces la trayectoria apropiada del desarrollo
para una economía socialista todavía sería una curva, aunque conti­
nua, en contraste con la curva discontinua sujeta a los movimientos
ondulatorios de la economía capitalista. Es obvio, naturalmente, que
ninguna economía socialista podrá llegar a estar representada por esta
curva continua ideal, debido, en parte, a la imperfecta planificación
y, en parte, a los desplazamientos resultantes de eventos imprevisi­
bles. Sí tendrá, sin embargo, la tendencia de que carece la economía
individualista, a aproximarse a esa curva. Es posible que un motor no
pueda alcanzar la velocidad que podría tener de acuerdo con cierta
“norma” ideal de eficacia y hasta puede ser que, bajo ciertas circuns­
tancias, resulte más lento que un triciclo por más que no sea posible
poner en duda su diferente potencialidad como instrumentos de mo­
vimiento.
Lo que hasta aquí se ha dicho es independiente del ritmo de la
acumulación del capital. E n otras palabras, no se ha hecho ningún
supuesto acerca del principio que lo determina en una economía
socialista, y el cual puede ser mayor, menor o igual al que podría
prevalecer en una economía capitalista. Es claro que esto es de fun­
damental importancia, ya que, si es distinto, el equilibrio entre dife­
rentes industrias y la distribución del trabajo entre ellas, así como
la inclinación de la curva del desarrollo constructivo hacia el punto
de saturación del capital, habrá de sujetarse a otras modificaciones.
Una vez más, el intento indiscriminado de aplicar las categorías eco­
nómicas de una economía capitalista a una de carácter socialista, parece
haber conducido a una confusión del pensamiento. Frecuentemente
se ha sostenido que como en una economía socialista no se contaría
con un mercado libre de préstamos, tampoco habría modo de “des­
cubrir” el “tipo natural de interés”, ni se podría tener, por tanto, un
criterio para fijar la proporción adecuada del ingreso nacional que
debería invertirse en bienes de producción. No habría medio, final­
mente, para lograr que la política de inversiones corresponda a los
“ahorros reales” de la comunidad.
L A L E Y E CO N Ó M ICA EN UNA ECONOM ÍA SOCIALISTA 199
En una economía capitalista el ritmo de la acumulación del capi­
tal se determina por dos factores principales: por la distribución del
ingreso, que determina la magnitud del ingreso de la clase inversio­
nista, y por los niveles de consumo acostumbrados por dicha clase.
De estos factores depende principalmente lo que se ha llamado la
“preferencia-tiempo”, o el tipo a que se descuenta el futuro por opo­
sición al presente. Todo incremento del ingreso de los capitalistas
tiende a reducir esta preferencia-tiempo, o descuento del futuro y, de
ese modo, a aumentar el ritmo de acumulación del capital; mientras
que, al contrario, todo aumento de sus niveles de consumo acostum­
brados (intensificando los deseos por los frutos inmediatos del ingre­
so) tiende a aumentar esta preferencia-tiempo. Por consiguiente, aquí,
más directamente que en otras esferas, el “veredicto espontáneo” del
mercado refleja la influencia de factores históricos e institucionales
“arbitrarios” . Si bien es cierto que la acumulación de capital, mien­
tras sigue su curso, al aumentar la masa de plusvalía tiende a generar
un aumento continuo de nuevas inversiones, no lo es menos que esa
tendencia se halla constantemente frenada por los crecientes niveles
de gasto de los ricos que parecen seguir muy de cerca el aumento de
ingresos. De ahí que la propiedad privada y la acumulación privada
de capital, que en los primeros tiempos parecía ser un instrumento de
acumulación rápida, subsecuentemente llegarán a convertirse en un
freno del ritmo del desarrollo del capital. Además, como ya lo he­
mos visto en conexión con las crisis y con el imperialismo, el sistema
capitalista naturalmente da origen a diversas resistencias que se opo­
nen a toda baja brusca del tipo de ganancia, ya sea que estas resis­
tencias tomen la forma de una presión directa sobre los salarios, o la
de una política monopolista o de expansión colonial. De cualquier
manera, existen influencias muy precisas que operan contra toda
tendencia hacia lo que hemos llamado el punto de la saturación de
capital. Todo paso hacia ese punto (que implicaría una baja de los
tipos de interés hacia cero) equivaldría a una visible reductio ad
absuidum de la sociedad capitalista.
Si, por el contraste, se quiere precisar el principio que regiría
el ritmo de la acumulación de capital en una economía socialista,
parece evidente que aquél tiene que consistir en una actitud de iguaí
estimación del presente y del futuro, c eteris paríbus, lo que, en otras
palabras, equivale a la ausencia de la preferencia-tiempo que es ca­
racterística de la economía capitalista. Éste es, al menos, el único
principio que no implicaría incongruencia o contradicción. Supondría
un ritmo más intenso de acumulación de capital del que prevalece
en una economía capitalista y (particularmente en las etapas más
avanzadas de desarrollo) una trayectoria con tendencia a aproximarse
con mayor rapidez hacia el punto de la saturación de capital. Pero,
como ya lo hemos dicho, esto no implicaría necesariamente un ritmo
de inversiones de capital que se propusiera alcanzar este punto en el
menor tiempo posible, ya que, de aplicarse lógicamente, implicaría
200 LA L E Y E CO N Ó M ICA EN UN A ECO N O M ÍA SOCIALISTA

el absurdo de invertir el 100% del ingreso nacional, esto es, de dedi­


car toda, la fuerza de trabajo de la sociedad a la inmediata construc­
ción de los equipos más modernos y a poner en práctica los métodos
técnicos más adelantados (en el sentido de ser absolutamente los
más productivos) en un momento dado. Hacer esto (o algo muy
parecido) equivaldría realmente a dar mayor importancia al futuro
que al presente, significaría descontar el presente, en favor de la meta
futura. Pero sí puede suponer muy bien la consecución de la máxima
productividad en el menor tiempo que fuera dable y compatible con
ía provisión 'de cierto nivel mínimo de ingresos en los años interme­
dios. Por lo menos implica claramente una mayor estimación del fu­
turo y un progreso más rápido que el conocido en las sociedades indi­
vidualistas.18
Es indudable que puede haber circunstancias que introduzcan algu­
nas excepciones a este principio. Por un lado, es posible que un
desarrollo más lento fuera impuesto por la necesidad de elevar (so­
bre todo si se tiene en cuenta el descuido de las necesidades humanas
peculiar de una sociedad dividida en clases) el nivel de vida de una
manera más rápida en el futuro inmediato en lugar de invertir en
equipos, aun a costa de un ritmo de aumento menos rápido en el
futuro más distante. Por otro, las circunstancias podrían exigir una
transacción entre este principio y el de lograr un desarrollo superior
de las fuerzas productivas en el menor tiempo posible. Éste podría
ser el caso, por ejemplo, de un periodo de transición en una econo­
mía escasamente industrializada, ya que cierto nivel de industriali­
zación es una condición previa del funcionamiento eficaz de una
economía socialista y de la liquidación de las empresas particulares
y de los capitalistas individuales (como sucedió en la U .R.S.S. du­
rante el primer Plan Quinquenal), o de la duración de una transición
industrial compleja y en gran escala. E n este caso la trayectoria del
desarrollo sería más directa y más rápida, y las inversiones ordinarias
se “extenderían” hacia una gran variedad de tipos de construcción.
La analogía de la línea recta que habría de seguir un perro dotado de
racionalidad para llegar a la futura posición de su amo, sería enton­
ces muy exacta.
La distribución de los recursos apropiada para este desarrollo no
debe ser algo que tenga que calcularse sobre la base de un tipo de
interés que a su vez haya de ser determinado con los datos del mer­
cado. La decisión acerca de la cantidad de fuerza de trabajo social
que debe invertirse en bienes de producción de un tipo particular, el
equilibrio entre las diversas líneas de producción, y el nivel de los
salarios reales tendrán que ser aspectos de una sola decisión que por
sí misma constituya la actitud de la economía socialista respecto a los
ingresos presentes y futuros, tendrán que ser, esto es, distintos aspec­
tos de la distribución del trabajo entre la producción para el presente
18 V e r A rm strong, op. cit., pp . 21 ss. V e r tam bién F . P . R am sey, en E c o n o m ic
Journal, de diciem bre de 1 9 2 8 , y la n o ta a este capitulo en el A péndice II.
L A L E Y E C O N Ó M IC A EN UNA ECONOM ÍA SOCIALISTA 201
y la producción para el futuro. Habrá necesidad de que exista, por
supuesto, una consistencia interna entre los distintos aspectos de esta
decisión. Pero los datos requeridos para dar forma concreta a tal de­
cisión, habrán de consistir, principalmente, en una escala cuantitativa
de necesidades y de su plena satisfacción, en la productividad de las
distintas clases de equipos, en el costo y tiempo necesarios para su
construcción, y en los recursos disponibles. Pero para ninguno de
estos datos es necesario que recurramos a los valores registrados por
“un mercado de capitales” .19
Como ya hemos visto, el profesor Mises y su escuela pretenden
que una economía socialista, careciendo de los valores registrados en
un mercado de competencia, estaría incapacitada para hacer cual­
quier cálculo o, cuando mucho, lo estaría para hacerlos de modo com­
pletamente arbitrario, que le sirvieran de base para la distribución de
los recursos productivos entre sus distintos usos. Careciendo de un
registro de valores, también carecería de un metro para medir los cos­
tos. La jactanciosa “medición y cálculo” de los esposos W ebb, y la
estricta “contabilidad económica” exigida por Lenin, no tendrían
base cuantitativa. De ahí la imposibilidad de determinar cuál de los
métodos rivales de producción es el más económico, ya que toda
comparación entre costos y su productividad de valores sería impo­
sible. E n vista de la extrema arbitrariedad que acompaña a los valo­
res de un mercado abierto de laissez faire, aquella pretensión, si
fuera cierta, tendría poca fuerza para condenar una economía socia­
lista como menos racional que una economía capitalista. La preten­
sión de dicha escuela sólo podría prosperar debido a una falsa inteli­
gencia. Es cierto, por supuesto, que para hacer cualquier comparación
de cantidades económicas, las diferencias entre bienes cualitativa­
mente distintos deben ser reducidas a términos cuantitativos. En otras
palabras, para comparar zapatos y pan, o telas de seda con saxófonos,
es necesario asignarles una magnitud y expresar su importancia rela­
tiva en términos cuantitativos. Pero, en primer lugar, para lograr

19 P o r ejem plo, L . E . H ubbard, refiriéndose a la U .R .S .S . durante el prim er


Plan Quinquenal, afirm a que “el gobierno no estaba capacitado para decir con exac­
titud científica si era m ás ventajoso consum ir en el interior una tonelada de t r i g o .. .
que venderla en el exterior para la adquisición de m ercancías extranjeras” . (Soviet
M oney and F in alice, p. 2 8 9 .) Sin em bargo, ningún m ercado abierto habría podido
dar una respuesta "cien tífica” a esta pregunta. E l Estad o exportaba trigo para
com prar, digamos, tractores para producir m ás trigo el año próxim o. N ecesitaba
saber, evidentem ente, si la cantidad de trigo que habría de producirse en el futuro
con el tracto r sería superior al precio del tracto r expresado en térm inos de trigo.
P ero la cuestión de si la transacción era ventajosa o n o , dependía enteram ente de
la valuación h ech a por el propio Estad o con respecto a la pérdida actual fren te a la
ganancia futura. L a decisión de llevar adelante la transacción (a m enos de que
fuera com pletam ente irracional) era, presum iblem ente, la expresión de aquella va­
luación. E s verdad que si la elección tuviera que hacerse entre exportaciones de trigo
e im portaciones de té, los precios relativos del m ercado de trigo y de té (bastarían
los precios internos) habrían sido un índice de su im portancia relativa; pero d e nin­
guna m anera un criterio definitivo o “ científico” .
202 LA L E Y E CO N Ó M ICA EN UNA ECONOM ÍA SOCIALISTA

esto, cualquier escala de prioridades, no importa cómo sea determi­


nada, sería suficiente. Suficiente, claro está, para hacer posible el
cálculo cuantitativo. Semejante escala de prioridades podría cons­
truirse de distintos modos, muchos de los cuales darían resultados
menos arbitrarios que la formación “espontánea” de una escala de
valores del mercado en un mundo de Iaissez faire. Podría construirse
de una manera autoritaria, del mismo modo que un doctor prescribe
una dieta para su paciente, o sobre la base de escudriñar la opinión
pública por medio de cuestionarios20 o por medio de informes sumi­
nistrados por sociedades cooperativas, o mediante una combinación
de estos métodos. Esto podría arreglarse de tal manera que la prefe­
rencia popular tuviera oportunidad de manifestarse ampliamente en
forma verbal, aunque es cierto que existe el serio peligro de deter­
minarla de un modo demasiado burocrático, si se confía en estos
métodos exclusivamente, y es cierto, también, que el método de cues­
tionarios probablemente no daría resultados con un alto grado de
precisión o finura. Pero, en segundo lugar, no hay razón para supo­
ner que no existiría en una economía socialista un mercado libre
que registrara las preferencias de los consumidores, salvo en periodos
excepcionales de transición o de acentuada escasez. Es cierto que
Marx se refería a una “etapa superior de socialismo”, o comunismo,
en que los ingresos serían distribuidos “a cada uno de acuerdo con
sus necesidades” sin la intervención de un sistema de precios. Pero
tuvo mucho cuidado en agregar que esa etapa no habría de llegar con
una invocación al cielo, sino mediante “el dominio de las fuerzas pro­
ductivas” que permita superar el problema de la escasez. “La justicia
no puede elevarse jamás por arriba de las condiciones económicas de
la sociedad y del desarrollo cultural condicionado por ellas.” Pero, en
lo que él llamó “la primera etapa o etapa inferior del socialismo”,
tendrán que pagarse distintos salarios nominales en proporción a las
distintas cualidades y cantidades de trabajo ejecutado, y como un
corolario lógico de esto, existirá naturalmente un mercado abierto en
el que los consumidores habrán de gastar tales ingresos.21
Se afirma, sin embargo, que un mercado en el que se fijaran los
precios de los bienes de consumo no bastaría por sísolo. Sin un mer­
cado para productos intermedios y para factores de la producción, los
últimos no podrían ser valuados, de modo que no habría base para
representar los costos.22 Pero una vez más esta argumentación parece
descansar sobre un desconocimiento de la naturaleza del problema en
una economía socialista. En el caso de una economía individualista
la ley del mercado obliga a cada empresario autónomo a someterse a
20 U n m étodo em pleado por las grandes unidades de las industrias del vestido
y del mobiliario en la U .R .S .S ., particularm ente con respecto a nuevos diseños,
consiste en hacer exposiciones de distintos m odelos y pedir al público que las visita
su o pinión respecto al orden de su preferencia por los diversos m odelos.
21 V e r M arx, C rítica del Program a de G ofha.
2 2 V e r P ro f. G . H alm , Collectivist E c o n o m ic P lanning, pp. 1 5 0 -5 1 ; M ises,
op. cit., p. 119.
L A L E Y E C O N Ó M IC A EN UNA ECONOM ÍA SOCIALISTA 203
las condiciones de la situación total por medio de la presión de los
movimientos de precios, incluyendo los movimientos de los precios
de los factores de la producción y los de los productos intermedios
que compra. Si éstos no estuvieran sometidos al proceso de la fijación
competitiva de precios, no habría manera de obligar al empresario a
“mantenerse en la línea” ni de hacer prevalecer el “principio del cos­
to”. Pero el movimiento de costos no es más que un instrumento apro­
piado a una situación en que las decisiones con respecto a la pro­
ducción se toman de manera atomística. Es el vehículo mediante el
cual el problema más fundamental de la distribución de los recursos
se resuelve. Para el empresario en una economía individualista, figu­
ra necesariamente como un problema de costo. Para quien examina la
situación en su conjunto, se presenta como un problema de distri­
bución y, por lo tanto, como un problema de la productividad rela­
tiva en diversos usos. Y en una economía planeada el problema se
convierte esencialmente en esto. Para resolver el problema, dada la
cantidad de recursos disponibles y el valor relativo de los productos
terminados, lo que se necesita conocer es la productividad real de
estos recursos aplicados a diversos usos; y esto es un caso de infor­
mación concreta de carácter técnico, para describir o reflejar la cual
no se requiere la intervención de un mercado. No se trata, pues, de
tener que descubrir primero lo que son los costos, y después median­
te su comparación con las produtividades relativas resolver el problema
de la distribución. Sólo sobre la base de estos datos que se refieren a
las productividades relativas pueden determinarse correctamente “los
costos” : y cuando estos datos son conocidos, el problema de la dis­
tribución queda resuelto ipso facto. Es verdad que en una economía
individualista el mercado para el capital, por ejemplo, sirve para gene­
ralizar estos datos en la forma de un precio, y es a través de este
precio como distribuye “automáticamente” los recursos entre los
empresarios; pero éste es el único instrumento que existe dentro de
esa economía para manejar el problema. Pensar que en una econo­
mía socialista los directores de establecimientos, tras de haber des­
cubierto los datos necesarios acerca de las productividades, tendrían
que usarlos para enzarzarse después en el complicado juego de pujar
en el mercado y obtener capital, en lugar de trasmitir los informes
a la autoridad planificadora, es una idea bien excéntrica difícil de
tomarse en serio. Tiene, además, la positiva desventaja de que al
hacer ese juego los directores de empresas socialistas se hallarían en
una ignorancia tan completa respecto a las decisiones concurrentes
que se toman en otras partes, como lo están los empresarios priva­
dos de hoy; lo cual los deja expuestos a un grado semejante de incer-
tidumbre respecto a la competencia.
La decisión de la autoridad planificadora con respecto a esa dis­
tribución no necesita ser tan anormalmente compleja, en tanto que
se puedan generalizar los datos acerca de las productividades rela­
tivas y mientras pueda descentralizarse la aplicación detallada de
204 L A L E Y E CO N Ó M ICA E N UN A ECONOM ÍA SOCIALISTA

cualquier decisión general. Por ejemplo, los datos se presentarían a


la autoridad planificadora más o menos en la forma siguiente: una
asignación de capital adicional de X pesos a la industria textil la
capacitaría para incrementar su programa de producción en Y metros
de tela, mientras que una asignación de X capital a la industria del
calzado la capacitaría para incrementar su programa de producción
en la cantidad de Z pares de calzado, etcétera. Quizá los datos re­
queridos para una decisión final tendrían que ser algo más comple­
jos. La cuestión podría presentarse así: una asignación de X pesos a
la industria textil podría producir Y metros de tela, si, al mismo tiem­
po, fuera capaz de procurar una cantidad Z de mano de obra adicional,
en la inteligencia de que produciría Y —N metros de tela si la mano de
obra adicional no pudiera obtenerse. E l problema también podría
consistir en elegir entre diversos tipos alternativos de construcción
de la industria; uno implicando la asignación de X ± toneladas de ma­
terial A, otro de X 2 toneladas de material B y otro X 3 toneladas de
material C. Pero si las productividades relativas de los métodos rivales
de construcción pueden estimarse, no sería una tarea impracticable
para la autoridad planificadora comparar estas estimaciones con los
datos relativos a los usos alternativos de los materiales A, B y C , y de
esta manera hacer una selección de ellos con la idea de asignar prefe­
rentemente cada material al uso en el cual su productividad neta sea
la mayor. Es de presumirse que la industria textil debe contar con
una detallada información respecto a cada una de las fábricas que
integran esa industria, que le permita distribuir de la mejor manera
posible los recursos que se le han asignado entre sus diferentes esta­
blecimientos y secciones. Es de suponerse también que la generaliza­
ción original acerca de la productividad del capital en la industria des­
cansa en aquellas informaciones detalladas; pero no es necesario que
estos detalles distraigan o perturben la autoridad superior planifica­
dora. E n otras palabras, las autoridades centrales sólo deben intervenir
en las asignaciones que tengan alguna importancia; la distribución
detallada de las grandes asignaciones habrá de quedar descentralizada
en manos de autoridades subordinadas que disponen de informes y
datos más minuciosos. Debe hacerse notar que la autoridad plani­
ficadora superior no necesita tener ante sí los datos de las produc­
tividades relativas en cada combinación imaginable de todas las si­
tuaciones posibles: “el millón de ecuaciones” del que los profesores
Hayek y Robbins hablan con tanto desdén. E n la práctica la cuestión
se presenta siempre en un momento dado como un movimiento que
arranca de una situación preexistente. Ahora bien, la productividad
relativa de los cambios en las proximidades de esta situación inicial
es todo lo que sería necesario y, quizá, todo lo que en cualquier sis­
tema puede conocerse. Las autoridades planificadoras no tendrían una
mayor necesidad de conocer la productividad de cada una de las com­
binaciones imaginables de recursos de la que tienen los empresarios
L A L E Y E C O N Ó M IC A EN UNA ECONOM ÍA SOCIALISTA 205

particulares de conocerlas hoy día para decidir el uso que habrán de


dar a sus recursos.
E n una economía en la que todos los detalles de la distribución
de los recursos, inclusive la fuerza de trabajo, obedecieran a un plan,
la forma de calcular los costos para los propósitos de contabilidad
no tendría, a lo que parece, ninguna importancia. Para resolver si los
recursos podrían ser mejor empleados en un lugar distinto del que se
encuentran, sería necesario conocer las productividades relativas de
esos recursos en ese sitio y en-otros distintos. Para comparar una
administración eficaz con otra que no lo fuera se necesitaría simple­
mente conocer el volumen de la producción y la cantidad de los re­
cursos asignados y comparar el resultado con el de otra fábrica se­
mejante, o si se quiere, comparar la producción con los resultados
de la experiencia anterior o con los que se habían calculado. Para
facilitar tales comparaciones habría que expresar las relaciones en tér­
minos de dinero; pero a condición de que el método de expresar las
cosas en términos de dinero fuera uniforme, cualquier medio de
expresión, a lo que parece, sería suficiente para comparar cosas seme­
jantes. E n realidad, resultaría estorboso e innecesario fijar o estimar
cada detalle referente a los recursos de acuerdo con un plan uni­
forme. Lo esencial para una economía socialista sería, indudablemen­
te, la distribución de equipos, materias primas fundamentales y fuer­
za motriz en esa forma. Las decisiones relativas a la compra y al uso
de factores de menor importancia, podrían dejarse a la discreción de
los directores de fábricas. Quizá el empleo de la mano de obra (con
ciertas limitaciones) quedaría comprendido en esta última catego­
ría. E n la medida en que estas cosas se obtuvieran por las empresas
de una manera descentralizada, “fuera de plan” (es decir, en los casos
en que una fábrica contrata directamente con una granja o con otra
fábrica por iniciativa propia), el problema de “la fijación de precios”
de estos bienes se presentaría nuevamente como un factor decisivo
que determina su utilización e, igualmente, como una base para
calcular subsecuentemente la eficacia o ineficacia de tales operacio­
nes. Pero en aquellos en que se generalizara esa práctica, tendría
que existir ipso raeto cierta forma de mercado competitivo para tales
bienes.
En la práctica, por consiguiente, el cálculo del costo monetario
de los bienes sobre la base de los salarios pagados durante el pro­
ceso de su producción (incluyendo el costo de reparación y amor­
tización del equipo) sería un factor muy importante de la conta­
bilidad socialista. Se supone frecuentemente que dicho cálculo sería
muy incompleto si no incluyera un renglón correspondiente a la renta
o interés teniendo en cuenta la escasez o durabilidad de los factores
de la producción. Pero de acuerdo con un principio económico bien
conocido, una vez que esos instrumentos durables (edificios o equi­
pos) han sido asignados e instalados — tal como hemos supuesto que
deben serlo a través de un plan ordenado de decisiones basadas en una
206 L A L E Y E CO N Ó M ICA EN UN A ECONOM ÍA SOCIALISTA

estimación de las productividades comparativas, y no a través del


“imperio del tipo de interés”— el cálculo de los “costos indirectos”
provocados por ellos no tiene importancia alguna para su uso co­
rriente. La productividad máxima, por otra parte, sólo queda satis­
fecha si la producción se eleva hasta un punto en que el precio de
lo producido es igual a su costo marginal. Aun tratándose de recur­
sos productivos móviles, como las materias primas, cuya asignación o
distribución haya sido determinada por una forma de relaciones de
mercado y no por medio de un plan, la productividad máxima queda­
ría suficientemente satisfecha si a dichos recursos se les fijara un
precio equivalente al costo marginal expresado en términos de tra­
bajo en todas las etapas de su producción. E n efecto, intentar hacer
un presupuesto de un renglón como el de “costos indirectos” frecuen­
temente impedirá el uso más económico de los establecimientos y
equipos al limitar su utilización intensiva: una forma de restricción
antieconómica que sin duda ocurre hoy día en una escala nada des­
preciable.23

23 V e r mi libro Russian E co n o m ic D eveíop m en t, pp. 1 7 6 -8 0 . Para una des­


cripción muy lum inosa del sistem a de “costos planificados” y “ precios contables”
en la econom ía soviética, ver la obra de W . B . R eddaway, Russian F in an cial System .
L a expresión “ costos indirectos” , necesariam ente se lia em pleado aquí de una m a­
nera un tanto im precisa. E l principio a que se refiere exigiría que en cualquier
situación a corto plazo no fueran tom ados en cuenta m uchos otros renglones, ade­
más del m ero interés y la renta co m o, por ejem plo, en el caso de tom ar pasajeros
adicionales en un tren sem i-vacío, cuando ni siquiera los salarios del m aquinista y
del fogonero quedarían incluidos en la cu ota cobrada; o en el caso de un hotel
con cuartos desocupados, en el que a los huéspedes que llegan ya m uy avanzado
el día sólo se les cobrara el costo del lavado de la ropa de cam a. L a aplicación
plena y lógica del principio, por consiguiente, difícilm ente resulta congruente con
un sistema de precios, por lo m enos con cualquier sistema de precios uniform es
y estables. E n el ejem plo citado, sin em bargo, no debe concluirse que el tren debe
co ntin uar haciendo su recorrido durante todo el año si solam ente fuera posible con­
seguir pasajeros m ediante cuotas de pasaje tan bajas que no cubrieran ni los salarios
del m aquinista y del fogonero. E n una fábrica, un caso análogo sería el de los
sueldos del personal de oficinas y el de los trabajadores auxiliares: para cualquier
clase particular de producción, éstos figurarían com o un “costo ind irecto” . P o r lo
tanto, toda línea divisoria que se trace, tien e, por fuerza, que ser arbitraria. Y si se
form ula una regla general, la transacción m ás satisfactoria parece ser la sugerida
más arriba, que incluye los sueldos y salarios dentro de la estim ación de costo,
pero no la renta ni el interés.
D urbin ha planteado el problem a de las reparaciones y m antenim iento de las
fábricas y su equipo. (E co n o m ic Journal, diciem bre de 1 9 3 6 .) E s cierto que el pro­
blem a lleva aparejadas dificultades especiales de contabilidad; pero no estov con­
vencido, contra lo que él opina, de que constituyan un problem a m edular. E l
problem a, tal com o él lo plantea, consiste en que el m antenim iento no puede sepa­
rarse de los costos primarios de la producción corriente. Si no puede ser separado,
entonces lo correcto sería incluir una estim ación de él, junto con otros costos indi­
rectos a medias, com o los salarios de trabajadores auxiliares, al h acer la estim ación
de los costos m arginales, separando la depreciación de los cargos por concepto de
interés. Si la producción se estuviera vendiendo a un precio que cubriera estos
costos de m antenim iento, eso sería entonces una presunción de la costeabilidad
de conservar el equipo de que se trata. N o tienen , a m i m odo de ver, considerable
im portancia los casos en que esto pudiera estorbar el cam bio a una instalación m ás
L A L E Y E C O N Ó M IC A E N UNA ECONOM ÍA SOCIALISTA 207
E l hecho de que la existencia de un mercado permita a los con­
sumidores elegir libremente y procure el instrumento por medio del
cual la elección pueda influir sobre la producción, no quiere decir
que una economía socialista reconozca necesariamente su soberanía
ilimitada. Si bien un mercado daría quizá la base más importante para
valorizar los bienes entre sí al establecer una escala de su importancia
social relativa para satisfacer necesidades, ello no quiere decir que no
podría ser modificada, y hasta superada por otros criterios.24 E n el
caso de nuevas necesidades y del desarrollo de nuevas clases y calida­
des de bienes, el mercado no puede darnos ninguna guía directa, sino
después de su aparición. Aquí el autoritarismo necesariamente tiene
que imperar. La elección de los consumidores expresada a través del
mercado, por fuerza resulta limitada a la elección dentro del margen
de las alternativas de que se dispone. La iniciativa vendrá forzosa­
mente, y en primer lugar, del productor, a menos que llegue a con­
tarse con medios especiales — que hoy día no existen virtualmente—
fuera del actual sistema que constituye el mercado y que permitan al
consumidor expresar alguna iniciativa.25 E l criterio subsecuente del
mercado tampoco es un factor decisivo en esta materia y el hecho de
que no lo sea da lugar a un problema todavía más amplio: eLproble-

pequeña y m enos costosa, de donde resultaría una producción dem asiado pequeña
para una planta demasiado grande, ya que cualquier reconstrucción en grande
y m ás o m enos duradera de los equipos debe distinguirse de los costos primarios
corrientes, y ya que las decisiones acerca de esas reconstrucciones deben tom arse
en la misma form a en q u e se tom an las decisiones respecto a las nuevas inversio­
nes. D e todos m odos, ese despilfarro incidental probablem ente será m uclio m ás
pequeño que el despilfarro que hoy día se deriva de la restricción que im pone
un m ercado im perfecto a las em presas que tratan de obtener los m áxim os rendi­
mientos de su capital. C reo que D urbin está com pletam ente conform e con esto;
sin em bargo, podría probarse tam bién que aquel despilfarro es m enor al que resulta
de una restricción indebida de la utilización motivada por el intento de fijar un
precio que incluya las “ganancias norm ales” de que habla D urbin.
E s de hacerse n otar que este problem a de calcular tan sólo los costos m argi­
nales al decidir sobre la intensidad del uso de los establecimientos y equipos, se
aplica no sólo a los casos de producción de una sola línea de establecim ientos (co m o
parece sugerir R . L . H all, en T h e E co n o m ic System in a Socialist S ta te ), sino a
cualquier caso en que la oferta de ese equipo no está “perfectam ente” ajustada a la
dem anda ordinaria, que es lo que tie n d e , a constituir la regla, y n o la excepción
en un m undo en el que la dem anda cam bia y fluctúa.
24 E l profesor Hayek m e ha interpretado atribuyéndom e el deseo de h acer des­
aparecer por com pleto la elección de los consum idores y de sustituirla por un con­
sumo rígidam ente reglam entado. (C oi/ectivisí E con om ic Píanning, p. 2 1 5 .) Y ello
sólo porque sostengo: a) que la elección de los consum idores no es libre dentro
del régim en capitalista, b) que el dictado de la dem anda individual expresada en
dinero, com o es el caso de un m ercado al m enudeo, no es invariablem ente la m ejor
guía y no necesita ser la guía exclusiva de la producción en un régim en socialista.
L a interpretación del profesor Hayelc difícilm ente puede parecer razonable, y en
ningún caso correcta.
25 V e r R . G . Haw trev, en T h e E co n o m ic Probíem , p. 2 0 3 : “ L a elección (de
los consum idores), por regla general, resulta absolutam ente lim itada a los artículos
que están a la venta, y entre éstos a aquellos de los cuales se pueden obtener infor­
mes en el m ercado.”
208 LA L E Y E CO N Ó M ICA EN UN A ECON OM ÍA SO CIALISTA

ma de las alternativas no disponibles. E l hecho de que un artículo


lanzado al mercado se compre por los consumidores y pueda, de ese
modo, cubrir sus costos de producción, no es una prueba de que
ése es, precisamente, el artículo que los consumidores hubieran prefe­
rido que se produjera con los recursos productivos de la comunidad.
Puede ser que lo compren, del mismo modo que el público compra
leche de mala calidad o alimentos mal condimentados o casas mal
construidas, sencillamente por faíta de algo mejor. De tres artículos
distintos, A, B y C , que pudieran haber sido lanzados al mercado,
es probable que los consumidores, si fueran sometidos a una prueba,
hubieran preferido ostensiblemente el artículo C. Pero como los pro­
ductores, en quienes descansa la iniciativa, solamente ofrecen el artícu­
lo A, los consumidores gastan su dinero adquiriéndolo. D e allí que
el artículo A logre anotarse un éxito comercial, sencillamente porque
aquéllos no tienen medios de expresar su preferencia por C. Es po­
sible que la mayoría de las elecciones registradas en el mercado sean,
en realidad, preferencias de un orden secundario comparadas con las
preferencias que los consumidores hubieran expresado si hubieran te­
nido otras alternativas a su disposición.
Pero, además del problema de las nuevas necesidades, existen dos
importantes aspectos en los cuales la elección de los consumidores
expresada individualmente en el mercado no puede ser considerada
como un criterio adecuado para determinar la utilidad social. E n pri­
mer lugar, la elección individual padece de una miopía inevitable, de­
bido, precisamente, a la limitada perspectiva de espacio y de tiempo
desde la cual el individuo aislado se ve forzado a contemplar el cam­
po de las alternativas disponibles. Esta limitación con respecto al
tiempo es bastante conocida, y ha sido bautizada como la deficiencia
de la “facultad telescópica” del individuo con respecto al futuro, de­
ficiencia que el individuo idealmente racional no tendría.26 Pero esta
deficiencia de visión parece aplicarse por igual a las oportunidades
que se hallan distantes en el espacio y a las que se hallan distantes
en el tiempo; y como el consumidor individual jamás tiene a la vista,
excitando sus sentidos (o, por lo menos, dándole la certidumbre de
su presencia de que carecen casi siempre las imágenes de las alterna­
tivas distantes), sino un margen restringido de alternativas sobre
las que ejercer su facultad de elección, la preferencia individual
se hallará casi siempre viciada por un cierto grado de miopía e
irracionalidad. Ésta es, en verdad, la circunstancia de que se apro­
vechan tan hábilmente los vendedores al crear preferencias por los
objetos que someten a la .vista del consumidor. Es éste, también, el
hecho que permite que las compras colectivas o las que dirige un
experto, hagan una elección que el individuo acabará por admitir
como superior a la que él mismo habría podido hacer. T al es la razón,
por ejemplo, de que el menú de un club o de un hotel dé más satis­

26 V e r Pigou, E c o n om ics o í W e í/a r e , pp. 2 4 -6 7 .


L A L E Y ECO N Ó M ICA E N UNA ECO N O M ÍA SOCIALISTA 209
facción que los alimentos que el individuo medio hubiera elegido al
impulso de su propia iniciativa. En esta medida la elección colectiva
puede modificar, en alguna forma, la expresión individual de gustos
o preferencias de parte de los consumidores.
E n segundo lugar, existe toda una clase de cosas con respecto a
las cuales el interés individual por adquirirlas, tal como se registra
atomísticamente en el mercado, si no se encuentra en conflicto, por
lo menos difiere del interés social o colectivo de los consumidores
en general. Este caso incluye todos aquellos en los que no puede con­
ferirse un beneficio a un individuo sin beneficiar27 simultáneamente
a otros, de tal suerte que el beneficio no puede ser otorgado separada­
mente a cada individuo. Los ejemplos más comunes de este tipo de
cosas son los servicios continuos, más bien que los bienes separados,
muchos de los cuales corresponden, y así se reconoce generalmente
aun dentro de una economía individualista, al campo de la oferta
colectiva basada en principios distintos de los que rigen en el mer­
cado. Ejemplo de ellos son la salud, la educación, la investigación
científica, la conservación y el alumbrado de las calles, la protección
contra incendios y contra el crimen. Pero esta categoría no se limita
a tales servicios, pues quizá incluye muchos artículos que general­
mente son objeto de ventas en el mercado, en tanto que su oferta
queda sujeta a la demanda individualista, por ejemplo, los extingui-
dores de fuego que compra un propietario para apagar incendios
en su propia casa, no obstante lo cual evita al mismo tiempo que los
edificios próximos se incendien; los silenciadores de los escapes de
los automóviles; las casas cuyo aspecto puede contribuir a embellecer
o a echar a perder una parte de la ciudad. Por otro lado, lo que se
aplica a la salud y a los servicios de educación, bien puede aplicarse
a la oferta de artículos de primera necesidad para la masa del pue­
blo, o de artículos de lujo que tienen una influencia educativa, o
al contrario. Otros ejemplos incluidos dentro de esta categoría son
aquellas cosas cuya oferta está sujeta a un costo decreciente a medida
que aquélla aumenta, debido a la existencia de grandes unidades
indivisibles de equipo no utilizadas en toda su capacidad o debido
a la economía derivada de la especialización consecuente a la produc­
ción en gran escala.28 En estos casos, que son comunes y numerosos,
un individuo, al aumentar sus compras, está confiriendo un beneficio
incidental a los demás el contribuir a que la oferta se abarate (por
ejemplo, en el uso de los transportes, o de luz eléctrica o fuerza mo­

27 E s te b e n e ficio pued e ser, n atu ralm en te, negativo o positivo.


28 E strictam en te hablando, este argum ento no se aplica por fuerza a todos
estos casos, sino sólo a aquellos que están m is sujetos a un costo decreciente a
m edida que aum enta la producción. Si todas las líneas de producción estuvieran
sujetas a un costo decrecien te en un grado igual y continuo, la expansión de cuales­
quiera de esas líneas n o representaría una ventaja social, ya que ello no sería sino
la transferencia de m ano de obra y recursos de una a otra línea de producción,
de m odo que el aum ento de costo en una, sería proporcional a su disminución
en otra.
210 X A L E Y ECO N Ó M ICA E N UN A E CO N O M ÍA SOCIALISTA

triz; o, inversamente, en el uso de carreteras, o de los sanatorios en


los que cada usuario adicional, al congestionar los servicios, representa
un costo adicional para los otros).
Cuando consideramos tales casos en detalle, junto con todos
aquellos casos paralelos en que el deseo individual de obtener una
cosa es, en gran parte, convencional y depende del hecho de que otros
la desean y la poseen, descubrimos que son mucho más numerosos
de lo que generalmente se cree, y hasta que es posible que compren­
dan la mayor parte de los gastos de los consumidores. Pero hay dos
ejemplos especiales de este caso general que son de mucha importan­
cia, y que ameritan una mención detallada, así sea porque se les
olvida con tanta frecuencia. Esos dos ejemplos consisten en el deseo
de variedad y de variación, en cada uno de los cuales el interés indi­
vidual separadamente considerado en el mercado puede estar en con­
flicto con el interés colectivo de los consumidores. E n el caso de una
demanda variable, la variación tenderá a incluir un costo adicional
para los productores, debido a la incertidumbre con respecto al nivel
de demanda con que se podrá contar y a la consiguiente incapacidad
para ajustar la oferta y el equipo productivo en la forma más eco­
nómica. Del mismo modo, el gusto por la variedad de parte de los
consumidores (que exige una gran diversidad de clases y tipos) pue­
de ser un motivo de que los artículos sean producidos a costo más
elevado del que tendrían si su producción fuera más estandarizada.
Cada consumidor, al expresar su demanda por algún tipo nuevo, estará
sujeto simplemente a la influencia de la consideración de si su pre­
ferencia por un tipo frente a otro es igual a la diferencia de precio
entre el tipo nuevo y el viejo y no se guiará por el hecho de que su
conducta, al impedir que la producción llegue a ser tan estandarizada
como podría serlo, pueda elevar el costo general de la producción de
este y de otros tipos tanto para él mismo como para los demás con­
sumidores. D e cuando en cuando, igualmente, cubrirá su demanda
de un tipo a otro (en el supuesto de que los precios de las varie­
dades sean los mismos) si esta variación le otorga alguna ventaja
sin preocuparse de equilibrar esta ventaja con el costo extra que su
versatilidad pueda representar para la industria en su conjunto que,
en última instancia, le afectará tanto a él como a los demás consumi­
dores. Esta razón induce a creer que en el mercado individualista
existe una tendencia hacia una mayor variación y hacia una más
amplia variedad de la que requiere el interés colectivo. Esto no quiere
decir, por supuesto, que la interferencia colectiva deba o tenga que
acabar con la variación o variedad, sino simplemente que por encima
del veredicto del mercado sería necesario dar cierta preferencia al
interés colectivo si aquéllas han de limitarse a lo que el verdadero in­
terés de los consumidores demanda.
No cabe duda que la teoría de la utilidad ha desviado mucho el
examen que los economistas han hecho de todo este problema, creando
la presunción, como la han creado, de que la demanda tiene sus
L A L E Y ECO N Ó M ICA EN UNA ECO N O M ÍA SOCIALISTA 211
raíces en la satisfacción final, y que los valores en un mercado abierto
interpretan estas satisfacciones en su forma “óptima”. E l resultado
ha sido el de conceder a este problema del “ajuste a la demanda”
una importancia mayor de la que probablemente merece. En reali­
dad el ajuste de la oferta a las virtudes generadoras de bienestar que
tienen distintos artículos de consumo es, en el mejor de los casos,
una aproximación tan burda en cualquier sistema de mercado, que
es de creerse que se ganaría más sacrificando las nimiedades del ajus­
te a un incremento genera 1 más rápido que impidiéndolo por medios
enderezados a obtener un ajuste finísimo entre lo que se produce y
la demanda tal como se manifiesta en el mercado. Esto no significa
que la demanda no tenga cierta importancia, y en casos extremos,
una muy considerable: lo único que se quiere decir es que su impor­
tancia cuantitativa quizá ha sido exagerada. Claro que es importante
que la gente disponga de una variedad para escoger, y que los indivi­
duos puedan escoger de acuerdo con su gusto. Existen, además, cier­
tas clases muy amplias de artículos que los consumidores deben tener
(lo que es muy importante) en proporciones bastante bien defi­
nidas: por ejemplo, la carne, en comparación con las legumbres y
los cereales; habitaciones y muebles, y diversiones y alimentos. Si estas
proporciones se alteran seriamente, el público puede sufrir de modo
considerable. Pero de esto no se puede concluir que si los distintos
artículos o variedades, dentro de estos grandes grupos, y muchos de
los cuales se sustituyen entre sí, no son provistos precisamente en
cantidades que correspondan a las preferencias iniciales, los consumi­
dores sufrirán un daño de orden mayor. Y, sin embargo, cuando los
economistas hablan acerca de las complejidades del problema de
los ajustes frente a la demanda, generalmente se refieren a estos finísi­
mos ajustes dentro de los grupos principales de artículos de consumo.
Si bien yo podría quejarme de que la carne llegara a escasear, o porque
me viera obligado a comer carne de puerco todos los días, me parece
que ni siquiera vale la pena hablar de ello si mi cocinera me sirve
carne de puerco muy a menudo, y came de res y de ternera con
menor frecuencia de lo que hubiera preferido si yo mismo ordenara
mi propio menú. Puede ser que yo llegara a respetar su elección eco­
nómica por encima de la mía; pero de ninguna manera podría yo
llegar a afirmar que mi bienestar se lesiona apreciablemente por la
divergencia entre su distribución y mi elección ideal. E n otras pala­
bras, si una demanda de carácter inelástico no queda satisfecha en
las proporciones deseadas, ello constituye una falla importante. Pero
ésta, en realidad, es la demanda de artículos de consumo indispen­
sable de un tipo más amplio cuyo grado de necesidad es más fácil­
mente calculable y que, por lo general, es de una uniformidad tan
constante como inelástica, de manera que la oferta puede ser ajustada
rápidamente sobre la base de la experiencia. Por otra parte, los artícu­
los de lujo y la multitud de variedades de cada uno de los grandes
tipos de consumo, en los que la estimación de la demanda y sus
212 L A L E Y ECO N Ó M ICA E N UN A E CO N O M ÍA SOCIALISTA

cambios constituyen, sin duda, problemas más complicados son, pre­


cisamente, las cosas caracterizadas por una demanda elástica, de ma­
nera que la pérdida en que se incurre por un ajuste de la oferta
que da a los consumidores demasiado de una cosa y muy poco de
otra, resulta pequeña en términos relativos. En los casos en que el
ajuste de la oferta a las preferencias es importante, es al mismo
tiempo, relativamente fácil, y en aquellos en que es difícil, su impor­
tancia es menor también relativamente.
Nuestra conclusión, por lo tanto, parece ser que las leyes de una
economía socialista serán distintas, en lo esencial, de las de una eco­
nomía capitalista, por la razón de que los factores que, por hipótesis,
son desconocidos e incognoscibles para quienes toman las decisiones
determinantes en esta última, son conocidos dentro de la primera,
así como porque algunas de las que se consideran como variables
dependientes en la economía capitalista y, por tanto, como acciones
y hechos determinados por los datos conocidos, en la economía so­
cialista llegan a estar controladas y sujetas a decisiones conscientes;
de ahí que sean susceptibles de clasificarse dentro de los datos mis­
mos del problema. ¿Quiere decir esto, entonces, que no se puede
postular ninguna ley económica de un sistema socialista, que los he­
chos dentro de ese sistema tendrán que ser arbitrarios y que todo lo
imaginable puede ocurrir? ¿Quiere esto decir que la simple espera
de la tempestad bastará para desatarla? Es evidente que no. Cuando
Engels se refiere a la transición histórica del capitalismo al socialismo
como a una transición “del reino de la necesidad al reino de la li­
bertad”, es claro que no aludía al reinado absoluto de la libre e
ilimitada elección. Es de creerse que se refería a que en la economía
capitalista la voluntad individual es ciega y los seres humanos in­
conscientes agentes de las leyes objetivas del mercado; mientras que
en la economía socialista el hombre, poseyendo colectivamente los
instrumentos de su destino, se halla consciente de las leyes que lo
limitan. Por ello, también, conscientemente ajustará su conducta a
sus propósitos.
¿Cuáles serán, entonces, esas leyes que limitarán los hechos eco­
nómicos y cuyo conocimiento permitirá, a la vez, un control más
perfecto de esos hechos? Es claro que esta pregunta no puede con­
testarse a pliori, excepto en términos de analogías tan generales y
abstractas que su uso resulte muy limitado. Lo que serán tales leyes
en su plena concreción sólo podrá averiguarse teniendo a la vista los
problemas reales de una economía planeada, así como la clasificación
y análisis de la experiencia que aquéllos ofrezcan. Sin embargo, algo
puede decirse con respecto a la forma general que tendrán dichas
leyes. Con apoyo en nuestro conocimiento de los elementos esen­
ciales de una economía socialista, es posible, además, definir algunas
de las relaciones que necesariamente quedarán incluidas. E n una so­
ciedad individualista las leyes económicas postulan que, dadas ciertas
condiciones de la naturaleza y de la técnica, y ciertas preferencias
L A L E Y ECO N Ó M ICA EN UN A ECO N O M ÍA SOCIALISTA 213
de los consumidores, los seres humanos, en su calidad de productores,
se conducirán de cierto modo y que su conducta se expresará en cier­
tas relaciones de valor. E n una economía socialista, por el contrario,
postulan que, dado cierto propósito, una determinada dirección de la
conducta habrá de lograrlo en vista de la naturaleza de las relaciones
que existen entre los objetos materiales, y entre estos objetos y la
organización humana. Mientras que la Economía Política que nos­
otros conocemos se preocupa de precisar la forma de la conducta
de los seres humanos (conocidos ciertos datos respecto a la situación),
es de presumirse que las leyes económicas del socialismo habrán de
preocuparse del modo de conducirse de los materiales que maneja el
hombre, ya que ellos serán los que determinen las fuerzas de éste, y
también (dados los propósitos) sus acciones. Es en este sentido, a
mi modo de ver, en el que se puede decir que las relaciones deter­
minantes que gobernarán la actividad económica serán predominan­
temente de carácter técnico.
Podría parecer, a primera vista, que esta diferencia, tal como se
acaba de expresar, es una diferencia de forma y no de sustancia;
v que si primero se postula el propósito y después se descubre la si­
tuación material que engendra, es una simple reversión del proceso
de estudiar las situaciones para luego deducir los resultados a que
darán origen a diversos tipos de situaciones materiales. En un sentido
restringido esto es cierto; pero es muy importante recordar que, cuan­
do aquí hablamos de “propósito”, éste no puede concebirse como algo
arbitrariamente postulado, sino que el “propósito” mismo estará con­
dicionado y seleccionado por la situación de la cual forma parte. Pero
no ir más lejos sería negar que la acción humana y las formas que
adopta son parte integrante de la situación; sería negarles toda influen­
cia independiente sobre los hechos. En realidad, el orden de las dos
afirmaciones de la ley al que nos hemos referido no es una cuestión
puramente formal; y sostener que los dos son idénticos es desconocer
el hecho de que la diferencia en el orden de sus afirmaciones implica
una diferencia real: la de que en una economía socialista surgirán
ciertas nuevas relaciones y, por tanto, nuevas posibilidades en la for­
ma de un nuevo tipo de organización social. E l hecho mismo de que
se comience con el propósito y en seguida se proceda a postular la
conducta apropiada a la situación, implica que existe una nueva
relación entre los hombres que otorga al propósito colectivo un nue­
vo significado. E l contraste puede asimilarse, tal vez, al problema de
calcular la ruta de un barco abandonado al azar y la de otro
gobernado por su capitán y su tripulación. E n el primer caso, el
derrotero se determinará gracias a los datos necesarios relativos a
los vientos y corrientes. Cualquier concepto de voluntad o de pro­
pósito es indiferente, aun si a bordo del barco hay uno que otro
náufrago. En el segundo caso, los datos relativos a los vientos y co­
rrientes siguen teniendo importancia; pero los propósitos y los ins­
trumentos de que disponen ya no son indiferentes. No quiere ello
214 L A L E Y ECO N Ó M ICA EN U N A E CO N O M ÍA SOCIALISTA

decir que sean omnipotentes: muchos propósitos según los datos


serán imposibles, en tanto que otros habrá que rechazarlos por su
escasa posibilidad de realización.29 Pero el hecho mismo de que el
propósito figure como un factor importante, depende de la existen­
cia de nuevas relaciones entre el hombre y los elementos y de la po­
sibilidad de que ocurran nuevos tipos de hechos (por ejemplo, la
posibilidad de navegar en contra del viento); y dado el propósito ele­
gido, por una parte, y la naturaleza del viento y del mar, por la otra,
y dado también el tipo de nave y de sus velas, es posible determinar
una línea de acción que realice el propósito del modo más efectivo.
Existirá, entonces, una ciencia de la navegación, que será algo más
que las leyes de los vientos y de las mareas. Cuando se plantea la
pregunta: ¿un plan económico es un programa de lo que se intenta
o es, simplemente, una previsión científica?, la respuesta sólo puede
ser que es ambas cosas. Lo que se olvida frecuentemente es que el
género de previsión sobre el cual se basa un plan tiene que incluir
entre sus datos la consideración de que el plan mismo es una de las
influencias que determinan la constelación de hechos.
Probablemente se diga que las leyes de este género no corres­
ponden propiamente a la esfera de la economía, sino al campo de
la tecnología, aunque parece no existir ninguna razón válida que jus­
tifique este punto de vista. Por supuesto, que habrá un género de
problemas que no es idéntico al de los problemas de la tecnología
tal como se acostumbra considerarlos: una clase de problemas cuyo
nombre más adecuado podría ser, quizá, el de estadísticas económi­
cas. Hoy día ya existen estudios que parecen ser un prototipo de lo
que será esa ciencia más amplia. M e refiero a las investigaciones sobre
la alimentación, el presupuesto familiar, la población, así como a los
estudios sobre la capacidad productiva que van adquiriendo una im­
portancia creciente, y que van pasando del estado preliminar de la
descripción pura al de la construcción de generalizaciones elementales
capaces de constituir el germen de una ciencia futura. Es de presu­
mirse que una economía socialista requiera y fomente un gran des­
arrollo de tales estudios con el propósito de recopilar y generalizar
los datos para el trabajo de planificación, de establecer las relaciones
entre los distintos elementos de una situación dada, y de formular
principios para determinar lo que, en dicha situación podría y no
podría hacerse, y qué actos serían capaces de producir un resultado
determinado. Las leyes económicas, consideradas como generaliza­
ciones del comportamiento de situaciones particulares, habrán de ser
el resultado de estudios concretos de las situaciones particulares mis­
mas. E l conocimiento de cómo planificar habrá de adquirirse por
medio de la experiencia sistematizada de la planificación real y efec-

29 P o r supuesto que si los propósitos se definen con bastante precisión, por


ejem plo, llegar a un puerto determ inado en una hora y día dados, ni antes ni
después, lo m ás que se podrá lograr será uno de ellos en cualquier situación par­
ticular, y dada la situación, tanto la acción co m o el propósito serán determ inados.
L A L E Y ECO N Ó M ICA EN UNA ECO N O M ÍA SOCIALISTA 215

tíva, no de otra manera. Querer adivinar lo que tales leyes serían y,


aun más, intentar formularlas dogmáticamente sobre la base de falsas
analogías con las situaciones totalmente distintas del mundo capi­
talista, no puede dar ningún buen resultado y sí puede dar lugar a
erróneas interpretaciones.
Si se preguntara qué función desempeñaría la Economía Política
considerada como una teoría del valor, me atrevería a responder que
su papel sería muy pequeño y hasta nulo; pero en todo caso, rápida­
mente decreciente. Una vez más, toda posición dogmática negativa
sería tan inconveniente como cualquier posición afirmativa. Sin em­
bargo, en algunas partes de este libro se ha sostenido que la teoría
tradicional del valor fue un intento de describir el funcionamiento de
la economía individualista en una forma determinista, para demos­
trar lo cual descansaba en la postulación de ciertos datos peculiares
de un sistema individualista. La teoría describía las relaciones “nece­
sarias” que en una situación dada surgen “automáticamente” como
resultado del juego recíproco de numerosas fuerzas independientes
.que actúan en el mercado, y sin proponerse ese resultado consciente­
mente. La teoría del valor apareció como una teoría de la libre com­
petencia, y aunque se han introducido modificaciones subsecuentes
para dar cabida a los elementos de monopolio, las afirmaciones de­
terministas que hace descansan todavía, para su validez, en la exis­
tencia de grandes áreas abiertas a la competencia (en el sentido de
decisiones independientes y difusas) dentro del sistema económico.30
Pero lo esencial de una economía socialista consiste en que las prin­
cipales decisiones que gobiernan la inversión y la producción están
coordinadas y unificadas y no se encuentran dispersas entre numerosos
individuos autónomos. Es cierto que pueden quedar algunos sectores
de competencia dentro de una economía socialista. Por una parte,
los consumidores que hacen sus compras en un mercado libre que
vende al detalle y, por otra, la influencia que ejercen sobre los tra­
bajadores, al elegir ocupación, las diferencias de salario. Pero el con­
traste fundamental reside en que éstos sectores de competencia son
externos al mecanismo mediante el cual se toman las decisiones prin­
cipales, que implican los problemas más vitales del sistema econó­
mico: las decisiones que en una sociedad capitalista figuran como
decisiones de los empresarios, en tanto que en una economía socia­
lista constituyen el plan económico. A menudo olvidamos que los
postulados más importantes de la ley del valor se refieren a la con­
ducta de los empresarios, esto es, al modo en que su conducta se ve
afectada por ciertos cambios, como los impuestos, o la alteración
de los costos y de la demanda. Sus actos, como reguladores de la

30 A un en el hipotético “ m undo de los monopolios” de la señora R obinson


existe una com petencia entre los m onopolizadores de las diversas industrias. (E c o -
n o m ics o í I m p e ríe c t C o m p etítio n , p. 3 0 9 .) Ed gew orth sostenía que, aun en este
caso, 1os datos no bastarían para producir un resultado determ inado si los m on o­
polios com petidores fueran unos cuantos. (V e r C oilected Papers, vol. I , pp. 1 3 6 -3 8 .)
216 L A L E Y ECO N Ó M ICA E N UN A E CO N O M ÍA SOCIALISTA

producción y, a la vez, su efecto sobre la participación de los dis­


tintos factores de la producción, han constituido el foco de interés.
Es precisamente acerca de esta esfera de la que nada importante
podría decirnos ninguna teoría del valor en una economía socialista,
aun si algo le quedara por decir acerca del medio ambiente dentro
del cual funciona el mecanismo planificador. Supongamos que en la
economía capitalista se fusionaran todas las decisiones de los em­
presarios, y que toda la producción estuviera controlada por un enorme
monopolio (a íoitiorí si se supone que también es el dueño de todo
el capital y de todos los recursos naturales): ¿quedaría algo de ver­
dadera importancia que pudiera agregar la teoría económica tal como
existe hoy, excepto que este monstruo trataría de extraer de nos­
otros todo el provecho posible a cambio de la menor retribución,
y que esto podría lograrlo más fácilmente tratando por separado con
cada uno de nosotros de acuerdo con las variaciones de nuestros
gustos y aversiones, de nuestros ingresos y de nuestro estado físico?31
No hablo aqui de una teoría del valor como una simple álgebra
de las elecciones humanas o como una pauta de toda acción racional.
Lo que ésta tiene que decir parece hallarse bastante atenuado, cual­
quiera que sea la forma de sociedad; y cualquier facultad de pre­
dicción que pueda poseer será probablemente tan pequeña, y no
más, en una economía socialista, que la que tiene actualmente. Esto
no equivale a negar que ciertas piezas del aparato que usan los eco­
nomistas, (por ejemplo, elasticidades y funciones de producción) se
emplearían como parte del esqueleto de generalización. Ese aparato,
de carácter formal, fue tomado de las matemáticas y no es, en modo
alguno, la creación peculiar de los hechos económicos; pero tampoco
es el esqueleto de la estructura, sino el contenido real, lo que cons­
tituye la ley y determina la diferencia entre una ley y otra. Tampoco
ha de negarse, por fuerza, que pueden postularse por simple deduc­
ción y analogía cualesquiera relaciones con respecto a una economía
socialista. Creo que es posible describir desde luego ciertas relacio­
nes. M e atrevería a decir, simplemente, que tales postulados son ele­
mentales, y que apenas pueden considerarse como los prolegómenos
de estudios futuros. No pueden hacer más que definir las condicio­
nes de congruencia entre las distintas categorías en cuyos términos
definimos el problema. No bastan para predecir cómo habrá de
comportarse todo el sistema en su conjunto. Aceptarlos equivale, sim­
plemente, a decir que las partes integrantes del sistema serán inter-
dependientes, y que esta interdependencia tendrá características par­
ticulares. Aun así, las afirmaciones de esta clase deben considerarse
como provisionales, ya que un conocimiento más profundo podrá

31 L a señora R obinson concluye que si en su "m u n d o de los m onopolios”


los diversos m onopolizadores hicieran causa co m ú n , “ el poderío de los m onopolios
sería entonces tan grande que su ejercicio sólo podría ser restringido por el tem or
de provocar una revolución, sin que podam os hacer un análisis preciso de lo que
podría ocurrir. (O p. cit., p. 3 2 6 .)
L A L E Y ECO N Ó M ICA EN UNA ECO N O M ÍA SOCIALISTA 217
descubrir que las categorías por medio de las cuales hemos definido
la situación son falsas o incompletas.
E l primero de esos postulados es el axioma simple de que el valor
total en dinero de los artículos para el consumo, debe ser igual al
ingreso-salario total durante un periodo determinado (suponiendo
que los salarios son la única forma de ingreso monetario personal
y que ninguna fracción de este ingreso se atesora voluntariamente). Si
esta igualdad no se mantiene, entonces el mercado de consumo, en
un caso, tendrá que acumular existencias de artículos no vendidos,
o en otro, tendrá que limitarse medíante alguna forma de raciona­
miento que imponga una acumulación del margen de ingreso no gas­
tado. Esto puede expresarse en la fórmula:

x = I - G.

en la que G representa el valor de los bienes de consumo, I el ingreso-


salario total, en tanto que x, si es positivo, representará el margen de
ingreso acumulado no gastado, y si es negativo, la acumulación
de existencias de artículos no vendidos. D e esto se desprende que si,
cuando I = G, los individuos deciden voluntariamente atesorar una
y
proporción de su ingreso representada por — (por ejemplo, aumen­

tado los depósitos en bancos de ahorro), sucederá una de dos cosas:


o se- acumulará una porción de G como existencias de artículos no
vendidos, o los precios de los artículos se reducirán por fuerza en
una cantidad media igual a:

Continuando dentro del supuesto de que los salarios pagados


durante el proceso de la producción (incluyendo transporte, adminis­
tración, distribución) constituyen la única forma de ingreso mone­
tario personal, se comprenderá que I será una simple función del
volumen total de la fuerza de trabajo (T ) , del nivel de salarios (s)
(ya sea sobre la base de trabajo a destajo o trabajo por tiempo) y la
cantidad de trabajo ejecutado por unidad de tiempo por el traba­
jador medio (que indicaremos con la letra Je). Si una proporción de
la fuerza de trabajo se emplea en nuevas construcciones o en aumen­
tar las existencias de mercancías semi-acabadas en proceso de pro­
ducción, habrá que concluir entonces que la industria en general
obtendrá una ganancia igual a G , después de tomar como costos los
salarios pagados en la producción ordinaria y los costos-salario de la
reparación y mantenimiento ordinarios del equipo. E n otras pala­
bras, la relación entre costos y entradas respecto a todas las mer­
cancías producidas en el periodo, dependerá de la proporción de la
218 LA L E Y ECO N Ó M ICA EN UNA E CO N O M ÍA SOCIALISTA

fuerza de trabajo que se transfiere a las nuevas construcciones o que


se destina a aumentar la corriente de mercancías en proceso de pro­
ducción que no han alcanzado todavía su última forma.32 E n los casos
en que <£ es cero (es decir, cuando la acumulación de capital no
tiene lugar) la industria no puede producir ningún excedente de en­
tradas sobre los costos; y las entradas de la industria tienen que ser
exactamente iguales al costo-salario de los artículos vendidos durante
el periodo más la depreciación del equipo estimada también en tér­
minos del costo-salario de las reparaciones y mantenimiento. Esta
igualdad de entradas y costos sólo podrá mantenerse, sin embargo,
únicamente para la industria en su conjunto, es decir, sólo podrá ser
uniforme en cada industria separada si la técnica de producción de
cada mercancía es suficientemente uniforme para permitir una igual­
dad de la composición orgánica del capital (es decir, capital: trabajo,
o trabajo acumulado: trabajo corriente). E n la medida en que esta
constante de carácter técnico sea distinta en diferentes industrias, las
industrias que tienen una composición orgánica por arriba del tér­
mino medio arrojarán, en esa medida, un excedente de las entradas
sobre los costos, mientras que aquellas industrias cuya composición
orgánica sea inferior al término medio arrojarán un déficit.33
Esta última conclusión depende de un segundo postulado, según
el cual una distribución de recursos (ya sea maquinaria, equipo o
materias primas) que permita alcanzar la productividad máxima (me­
dida en valor) de su uso, dará origen a una elevación de los precios
de'las mercancías producidas bajo condiciones de alta composición
orgánica del capital, en relación a las que se producen en condicio­
nes de una baja composición orgánica; en la inteligencia de que este
efecto sobre los precios relativos es proporcional a la distancia a que
se halla la economía del punto que he llamado “saturación capital” .

32 L as entradas serán = G = I . L o s costos en qu e se incurra en la p rodu cción


de todas las m ercan cías term inadas serán - s k T — c¡> s k T = í — cji /, si Je
y s son uniform es en toda la industria. E n trad as — costos — <J> I.
33 É s te es, por tan to , el ele m en to d e verdad qu e encierra la afirm ació n
d e qu ien es, com o C assel, sostien en qu e el in terés, considerado com o una especie d e
ren ta del cap ital, existirá co m o una categoría del co sto en un estado socialista. C o m o
ele m en to d iferencial en tre industrias con “co eficie n tes técn icos” divergentes existirá,
sin duda; pero no com o aum en to n e to al precio y, por tan to , com o una sustrac­
ció n a los salarios. L o que figurará com o un a sustracción a los salarios será, sim ­
p le m e n te, el m on to d e la acu m u lación d e cap ital, qu e no tend rá nin gu n a relación
directa con la “ren ta capital” com o una can tid ad d iferen cial en tre las industrias.
U n escritor ha d ich o re cie n tem en te qu e si d en tro de una econ o m ía p lan ificad a “los
com pradores de artícu los qu e represen tan m u ch o capital han de soportar una par­
ticip ación apropiada del costo d e la acu m u lación d el capital, es necesario in clu ir
en los costos y precios u n cargo por co n cep to de in te ré s". (R ay m on d Burrow s,
P ioblem s and P ra ctice o í E c o n o m ic P ian n in g , p . 5 1 .) P ero el tip o d e interés
nun ca es una m edida “ apropiada” del “ costo de la acu m u lación ” del capital sobre
el cual se carga (in d e p en d ie n tem e n te de lo qu e lo últim o quiera s ig n ific a r); y
agregar al precio d e todos los artícu los una cantidad algo m ayor d e lo necesario
para fin an ciar la nueva acu m ulación d e cap ital se traduciría sim p lem en te en m er­
cancías no vendidas.
L A L E Y ECO N Ó M ICA EN UN A ECO N O M ÍA SOCIALISTA 219
La “distancia” se mide, en este caso, por la amplitud en que la pro­
ductividad física del trabajo adicional dedicado a los proyectos que
tiene el capital, considerado como trabajo acumulado, excede a la
productividad física del trabajo adicional empleado como trabajo co­
rriente para los fines de la producción inmediata. Cuando se ha alcan­
zado la posición de “saturación del capital” (de la cual solamente
puede hablarse como de una posición de “equilibrio” en una economía
socialista), las diferentes condiciones técnicas en las distintas indus­
trias y sus consecuentes diferencias de “composición orgánica”, deja­
rán de ejercer influencia sobre los precios relativos. E n otras pala­
bras, un plan económico que distribuye los recursos de capital en la
forma más productiva, dará origen necesariamente, a causa del limi­
tado desarrollo de las fuerzas productivas en un momento dado, a un
sistema de precios análogos a los “precios de producción” de Marx.
Pero ésta no será una posición de equilibrio. En lasmedida en que la
acumulación de capital prosigue y aumenta el equipo productivo de
la sociedad, tenderá a desaparecer este distanciamiento entre los pre­
cios y los valores-trabajo. E n esta posición final, los precios se ajus­
tarán a los valores-trabajo y todas las industrias alcanzarán el punto
de equilibrio cuando sus entradas cubran los costos-salarios corrien­
tes (tal como los definimos arriba).34
La razón de esto puede expresarse diciendo que, en la medida
en que el trabajo es sub-aplicado en algunos de sus usos, particu­
larmente en aquellos casos en que se emplea como trabajo acumulado,
la escasez resultante (relativamente hablando) de los productos de
esas industrias hará subir su precio; de donde se sigue que aquellos
productos que representan proporcionalmente mayor cantidad de tra­
bajo acumulado que otros, tendrán una tendencia más marcada a
aumentar de precio. Pero existe una prueba más directa del postu­
lado, que puede expresarse en la forma siguiente: distribuir los re­
cursos de cualquier género en la forma más productiva, significa que
el producto (medido en valor) que arroja un aumento de esos re­
cursos destinados a cualquier uso siempre es igual. Esto es, simple­
mente un modo de definir lo que se entiende por “la forma más
productiva” : si la aplicación de recursos adicionales a cierto uso
produce más que en otro (por ejemplo, si una hora extra sobre el
tiempo empleado por un hombre en el cultivo de patatas produjera
más que una hora extra destinada al cultivo de coles), entonces ha­
bría un aumento de la productividad derivado de la transferencia de
recursos de un uso a otro (en el ejemplo citado, la transferencia
de tiempo de trabajo del cultivo de coles al de patatas) sin haber
logrado todavía la distribución más productiva de los recursos. E x

34 L a aparición d e nuevos inventos técn icos, que dan lugar a nuevas form as
de “ trabajo acum ulado” alejará, n atu ralm en te, la econ o m ía de esta posición fin al, de
tal suerte qu e jam ás lleg ará a alcanzarse o m antenerse por largo tiem p o. T o d o
lo qu e aq u í se d ice es qu e la ten d en cia h acia esta posición co n tin u ará en ausencia
de invenciones técn icas o en lo s intervalos en tre épocas técnicas.
220 L A L E Y ECO N Ó M ICA EN U N A E CO N O M ÍA SOCIALISTA

hypothesi, esta cantidad (el producto logrado con recursos adiciona­


les) siempre es mayor en el caso de trabajo acumulado que en el de
trabajo presente: una diferencia que será uniforme en todas las in­
dustrias, ya que las dos cantidades mismas son uniformes en todos
los casos. Por tanto, aquellas industrias que usan una elevada propor­
ción de trabajo acumulado en relación al trabajo presente manifesta­
rán una proporción equivalente más alta de productos con relación
al trabajo (tanto acumulado como presente) que implica su produc­
ción cuando estos productos son valorizados a sus precios corrientes
de mercado.35 Sin embargo, a medida que el trabajo acumulado se
va haciendo más y más abundante en relación al trabajo presente, esta
diferencia entre lo producido por el trabajo acumulado adicional y el
trabajo presente adicional, tenderá a hacerse más pequeña. Cuando .la
diferencia ha desaparecido, cualquiera divergencia de las proporciones
en que el trabajo acumulado y presente se combinan entre las indus­
trias (a condición de que cada uno se distribuya en la forma más
productiva), será indiferente en cuanto a este contexto; y los produc­
tos de diversas industrias, valorizados a los precios corrientes del mer­
cado, serán proporcionales al trabajo (tanto acumulado como pre­
sente) que implica su producción.
U n tercer grupo de postulados se refiere al necesario “equilibrio”
entre la actividad en distintas etapas de la producción. Las etapas se
definen como partes del proceso de producción de una mercancía
acabada que se extiende por un periodo de tiempo. Cuando esas eta­
pas quedan comprendidas dentro de una misma planta industrial o

35 E s to se desprende de un supuesto m uy conocido. Si el increm ento de la


d P
producción derivado del trabajo acum ulado se representa por --------, y el derivado
d x
d p
del trabajo presente p o r --------, y la cantidad d e trabajo acum ulado y presente usado
d y
respectivam ente la representam os p o r x y p o r y ; entonces, de acuerdo con el su­
puesto (hecho por el teorem a de E u ler si hacem os abstracción de otros factores de
d p d p
la producción) de que el producto to tal = x . -------- y . ---------------, se sigue que cuanto
d x d y
m ayor sea la relación entre x : y, m ayor será la cantidad

x d P
a x d y d p d p
>
x + y d x d y
d p d p
C uando ------- , la relación entre x : y en cualquier industria no afectará la
d y
d p d p
X. ------ + y . -------
d x d y
m agnitud de y esto será igual para todas las industrias.
* + 7
L A L E Y ECO N Ó M ICA EN UN A ECO N O M ÍA SOCIALISTA 221
dentro de un grupo de plantas asociadas (como altos hornos, fundi­
ciones y plantas metalúrgicas), entonces el problema consiste sim­
plemente en el conocido problema técnico de lograr un “proceso
equilibrado” que permita mantener una corriente continua de pro­
ducción sin ningún despilfarro provocado porque en alguna de las
etapas no pueda usarse toda la capacidad. Sin embargo, cuando distin­
tas plantas o aun diferentes industrias son eslabones de una cadena
de todo un proceso de producción (como sucede con plantas side­
rúrgicas, industrias mecánicas que hacen maquinaria para fábricas de
hilados y tejidos), el problema pasa a ser el de distribuir correcta­
mente el trabajo y los recursos entre estas plantas e industrias en
proporciones que permitan mantener un equilibrio entre ellas. E n una
economía en la que los procesos de producción son largos y en la que
existe acumulación de capital, es necesario observar ciertas relaciones
complejas y conceder importancia particular al factor tiempo en co­
nexión con ese equilibrio en una situación cambiante. Los principios
que gobiernan esas relaciones suponen la clase de consideraciones que
discutimos al principio de este capítulo. Suponiendo una política eco­
nómica determinada con relación a las inversiones y construcciones,
se concluye entonces que, de acuerdo con los datos relativos a los
recursos y condiciones técnicas existentes, hay un orden definido se­
gún el cual el desarrollo tiene que pasar de un tipo de proyectos de
construcción a otro, en tanto que la mano de obra tiene que pasar
de los viejos métodos técnicos a la construcción de otros nuevos. De
acuerdo con los datos, debe concluirse que habrá relaciones definidas
entre las etapas de producción, y un orden cronológico, también de­
finido, de acuerdo con el cual seguirá su curso el desarrollo de las
construcciones y se iniciarán nuevos procesos si se quiere evitar, por
un lado, movimientos bruscos o fluctuaciones de la corriente de pro­
ducción y, por otro, despilfarros provocados por exceso de capacidad
en ciertas etapas o por un desplazamiento demasiado rápido de los
procedimientos técnicos antiguos. E n otras palabras, cuando el trabajo
se acumula en cualquiera forma concreta, por fuerza tiene relación
con algún momento dado del futuro en el que habrá de dar su fruto
en forma de artículos acabados. A la inversa, la oferta presente de
artículos acabados depende del equipo disponible para usarlo en la
producción corriente y éste, a su vez, depende de las decisiones hechas
en el pasado respecto a la construcción original de ese equipo. Para
lograr una corriente sostenida (o una corriente constantemente cre­
ciente) de mercancías, es necesario que estas decisiones preliminares
de inversión se ajusten a cierta pauta respecto al tiempo; de otra
manera, puede existir demasiado equipo de la clase requerida, diga­
mos el año entrante, así como un exceso consecuente de producción,
seguido de un faltante de la clase de equipo requerido, digamos, den­
tro de dos o cinco años, y una reducción consiguiente de la pro­
ducción en ese periodo.
Algunas de estas relaciones se examinan con más detalle en una
222 L A L E Y ECO N Ó M ICA EN U N A E C O N O M ÍA SOCIALISTA

nota (Apéndice II ) a este capítulo. Pero el carácter general de una


semejante teoría de equilibrios quizá pueda mostrarse mediante un
sencillo ejemplo. Una comunidad de escasos recursos puede conside­
rar que lo más indicado para el mejoramiento constante de su nivel
de vida es comenzar, inmediata y rápidamente, a construir casas de
madera de duración limitada (como se hizo en la etapa inicial de la
colonización del Medio Oeste de los Estados Unidos y como se hace
actualmente en algunas nuevas ciudades de Siberia), para sustituirlas
después por casas de ladrillo y, todavía más tarde, cuando la capaci­
dad productiva de la comunidad se halle más desarrollada y cuente
con más abundantes recursos, por más complicados y cómodos edifi­
cios de acero y concreto. Dados los recursos de esta comunidad y el
ritmo de su incremento, y dadas también las otras necesidades de la
comunidad (alimento, ropa, e tc .), es indudable que habrá un “mejor”
momento para cada etapa del periodo de transición, así como un “me­
jor” volumen y ritmo de construcción en cualquier momento dado.
Construir casas de madera muy grandes y muy numerosas y seguir
construyéndolas por mucho tiempo, sería antieconómico, ya que ha­
bría que abandonar muchas de ellas aun antes de que concluyera su
vida física para sustituirlas por otras, más cómodas, de ladrillo, que
se construyen rápidamente y en abundancia. Por otra parte, y a me­
dida que el programa de construcciones se desarrolla y cambia de
forma, tienen que hacerse las transferencias convenientes de mano
de obra y de recursos. Es probable, aunque no necesariamente,36 que
una proporción mayor de la fuerza de trabajo social tendría que dedi­
carse al trabajo de construcciones. Para poder realizar esto sin dis­
minuir la producción ordinaria de artículos de consumo, habría que
hacer coincidir esas transferencias con la mayor productividad del
trabajo de construcciones, como resultado de la introducción del nue­
vo equipo técnico. Además, en un momento anterior a la transición
de un procedimiento de construcción a otro, sería necesario un tras­
lado ordenado semejante en las industrias de materiales de construc­
ción. Tan pronto como se iniciara la construcción de casas de ladrillo,
la demanda de madera cedería su lugar a la demanda de ladrillos
y, más tarde, la demanda de ladrillos dejaría su puesto a la de hierro y
cemento. A menos que con anterioridad a esta transición hubieran
quedado concluidas las inversiones en equipo de la industria maderera
y, todavía antes, las inversiones en la industria de maquinaria que
producen ese equipo se hubieran desviado hacia la construcción de
equipos para hacer ladrillos, al sobrevenir la transición habrá, inevita­
blemente, por un lado, una redundancia de fábricas y un exceso de
capacidad en la industria maderera y en aquellas que la alimentan

36 Si el invento de u n nuevo m étod o para co n stru ir red u jera a la m itad , diga­


m os, el tiem p o necesario para una co n stru cción , en to n ce s, por supuesto, convendría
ad optarlo in m ed iatam en te co n e l resultado d e qu e una proporción m á s pequeña
d e la fuerza de trabajo social, ceteris pa ribas, seria utilizada en la co n strucción
(a m en os que la dem anda d e casas fu era m u y e lá s tic a ).
LA. L E Y ECONÓMICA. EN UN A ECO N O M ÍA SO CIALISTA 223
y, por otro, un retraso de la construcción de edificios de ladrillo,
debido a la limitada capacidad productiva de la industria ladrillera.
Hay que observar que ninguna de estas decisiones depende de la
previa suposición de una relación llamada “tipo de interés” . Depen­
den del conocimiento de ciertos datos que también tienen que de­
terminarse antes de que pueda calcularse cualquier tipo de interés.
E n efecto, si este tipo se define simplemente como una relación entre
el ingreso actual y el futuro, entonces no puede ser más que una
expresión abstracta del conjunto de esas decisiones: depende de que
esas decisiones se ha gan, y no viceversa. De ahí que sea una consecuen­
cia lógica de las decisiones, no su antecedente.
E l análisis se ha reducido aquí principalmente a lo que puede
llamarse la mecánica de la diferencia entre una economía socialista
y una capitalista, que depende de uno de los aspectos de la diferencia
entre ellas: el contraste entre un sistema de planificación colectiva de
la producción y el de la regulación de ésta por medio del sistema
atomístico del mercado. Del otro aspecto, la diferencia de relaciones
de clase, poco se ha dicho explícitamente. Y, sin embargo, esta dife­
rencia, en realidad, es la más fundamental, pues determina las rela­
ciones sociales entre los hombres y, por tanto, los intereses y los
incentivos, los conflictos y las diversas políticas que de ellas surgen.
E n realidad, no pueden separarse propiamente los dos aspectos; y
mucho de lo que ya se ha dicho descansa, implícitamente, en este
factor más fundamental. Los datos esenciales que configuran la me­
cánica de uno u otro sistema dependen de las relaciones sociales que
prevalecen entre los hombres considerados como productores. Por
ejemplo, el carácter de clase de la economía capitalista es lo que de­
termina que su leit m otií sea la ganancia o el lucro, es decir, el
aumento de la plusvalía. D e esto se sigue necesariamente que la polí­
tica o las tendencias al servicio de ese fin están asociadas a la pros­
peridad del sistema y tienden a sobrevenir, mientras que aquellas que
operan en contra de tal finalidad, encuentran una resistencia por su
carácter incompatible y antieconómico, y dan origen a conflictos den­
tro del sistema. Por esta razón, como hemos visto, las inversiones
extranjeras, una elevación de salarios, el “ejército industrial de re­
serva”, la existencia de ciertos rozamientos o fricciones en el mer­
cado, tienen un único significado en la economía capitalista y están
asociados a resultados también únicos. Se ha dicho en distintas par­
tes de este capítulo y de otros anteriores, que la acumulación de
capital y el desarrollo que de ella depende, están sujetos, en una
sociedad de clases, a limitaciones especiales que los retardan muy
considerablemente. E l límite más importante parece ser la resistencia
que semejante sistema opone a todo lo que tiende hacia una con­
dición de plena ocupación en el mercado de trabajo que trae apare­
jada una elevación de salarios cuya consecuencia es una drástica re­
ducción de la plusvalía, y un cambio consiguiente del valor del capital
existente y de las nuevas inversiones. Semejante situación parece tan
224 L A L E Y ECO N Ó M ICA E N UN A E CO N O M ÍA SOCIALISTA

indeseable y antinatural que obliga a tomar medidas excepcionales


para “cortar las alas” al trabajo — llegando, como en el caso de los
"certificados de separación” del tiempo de guerra, hasta entorpecer
el funcionamiento normal de las fuerzas de competencia— siempre
que la escasez de mano de obra da señales de convertirse en una
condición permanente del mercado de trabajo. Existe una opinión
cada vez más extendida según la cual, tras de suprimir esos límites,
no se necesitaría mucho tiempo de acumulación de capital en países
industriales avanzados y de población estacionaria, para saturar tan
permanentemente los usos conocidos a que puede aplicarse el capital
que se consiga reducir el tipo de interés a una cifra muy baja y próxi­
ma a cero. La transformación de la mitad de un Continente bajo los
planes quinquenales soviéticos, indica cómo puede transformarse tan
radicalmente la fisonomía económica de un país durante una década
de intensa actividad constructiva. E l mismo John Stuart Mili, a me­
diados del siglo pasado, declaraba que, en ausencia de inversiones
extranjeras, de préstamos gubernamentales para gastos improductivos
y de usos dispendiosos del capital: “Pues bien, yo digo que la sola
continuación del actual aumento anual del capital sería suficiente,
si no ocurriera nada que contrarrestara sus efectos, para reducir en
muy pocos años el tipo de ganancia neta al uno por ciento”.37 Sin
embargo^ ¿es posible imaginar fundadamente que llegue a tolerarse tal
cosa, con lo que implica una fuerte elevación de salarios y el empo­
brecimiento consiguiente de la clase propietaria en nuestra sociedad
de clases tal como la conocemos? ¿No es más fácil imaginar una
campaña enderezada a reprimir y exterminar el creciente poderío
de los sindicatos, o la iniciación de una nueva aventura colonial con
objeto de encontrar una canalización provechosa del capital exceden­
te? Semejante expediente parece no sólo posible, sino extraordinaria­
mente probable, ya que en un sistema de propiedad ésta constituye
no sólo el interés creado más importante, sino que confiere las cartas
necesarias para ganar en el juego. Esta resistencia se halla reforzada
por la constante tendencia del sistema actual (motivada principal­
mente por el deseo de mantener las ganancias del capital) a restringir
el uso de instalaciones, equipos y mano de obra, siempre que tal res­
tricción se traduzca en la obtención de mayores ganancias. Y puesto
que semejante restricción puede tener lugar siempre que la política
de producción se halla influida por consideraciones de “costos
indirectos”, esto es, siempre que el uso más intensivo del equipo no
pueda realizarse porque el precio está llamado a cubrir el costo medio
y no el marginal, la subutilización crónica de la fuerza productiva que

37 Principios, F .C .E ., p. 6 2 7 . V e r las observaciones de W ick sell sobre el h ech o


de que “ una sociedad colectivista daría una garantía m ucho m ayor para la rápida
acum ulación de capital de la que otorga la presente sociedad individualista” ; y de
que los “ capitalistas, com o clase, recibirían gustosos todas las medidas destructoras
del capital”, en tan to que “el E stad o colectivista n o se afectará para nada con una
reducción del tipo de interés com o tal” . (L e cto re s, vol. I , p. 2 1 2 .)
L A L E Y ECO N Ó M ICA EN UNA ECO N O M ÍA SOCIALISTA 225

resulta de esta sola causa quizá es mucho mayor de lo que general­


mente se cree. E n semejante sociedad parecen existir todas las razones
para que el interés triunfe sobre las ideas, y aun sobre “la penetración
gradual de las ideas” . De ello existen pruebas abundantes.
E n una economía socialista, por el contrario, la ganancia, como
una categoría del ingreso, pierde todo significado como un incentivo
económico o como un interés que configura y limita la política, ya
qüe deja de existir como ingreso personal. Como los salarios, además,
son de un modo u otro la única forma de ingreso, los incentivos
sociales estarán asociados exclusivamente al trabajo, de donde es de
presumir que la única finalidad de la política económica será la
de aumentar los salarios en la forma más rápida posible. Contra una
opinión muy extendida, parece que no existe fundamento válido para
dudar que la fuerza del incentivo para producir sería, comparativa­
mente, mucho mayor después de la transformación. Los ingresos deri­
vados de privilegios y de la propiedad, que hoy día equivalen a casi
la mitad del ingreso nacional, son cada vez más el fruto y, por tanto,
el motor de las prácticas restrictivas; mientras que los ingresos del
trabajo, que son proporcionados al esfuerzo productivo, pierden mu­
cha de su fuerza como incentivo debido al poco prestigio social que
se concede al trabajo en comparación al que lleva aparejado la pro­
piedad, a la frustración de ambiciones, al efecto embotador del ren­
cor y de la envidia y a la sensación de injusticia que engendra la
desigualdad de oportunidades. Una economía socialista, libre de esos
factores negativos, está, por el contrario, en una posición de descu­
brir fuentes desconocidas de estímulo colectivo que una sociedad
enraizada en el individualismo y en la sujeción del siervo al amo,
apenas puede soñar. Si en semejante sociedad el aumento rápido de
los salarios es la finalidad dominante, debe concluirse que la actitud
hacia todos los problemas de la acumulación e inversión de capital
será, necesariamente, muy distinta. Reconociendo esto como el prin­
cipio dominante, el único límite al aumento de salarios sería aquel
que establecieran la fuerza productiva y las consideraciones relativas
al equipo productivo futuro. Con la desaparición del incentivo para
mantener reservas de recursos no usados, con una más amplia utiliza­
ción del capital a través del tiempo, y con una actitud distinta respecto
al ingreso presente y futuro, existen todas las razones para suponer
que el ritmo de aumento del poder productivo y de los salarios sería
de una magnitud muy distinta a la que nos tiene acostumbrados la
economía capitalista. Las palabras que una vez pronunció J. B . Say
al referirse a una economía de esclavos en parangón con una economía
libre, apenas necesitan ser modificadas ahora: “E l trabajo nunca pue­
de ser honorable, ni siquiera respetable, cuando es ejecutado por una
casta inferior. La forzada superioridad antinatural del amo frente
al esclavo se manifiesta por la inclinación a la indolencia e inactivi­
dad del señor; las facultades de la mente se degradan por igual; el
sitial de la inteligencia es usurpado por la violencia y la brutalidad.
226 LA L E Y ECO N Ó M ICA EN UNA E CO N O M ÍA SOCIALISTA

E l esclavo y el amo son seres humanos degradados. . . Una de las


clases productivas se aprovecha de la humillación de los demás; y eso
sería todo si no fuera que el defectuoso sistema de producción re­
sultante de este desbarajuste se opone a la introducción de un mejor
plan de la industria.”38
Con frecuencia se dice que en una economía socialista seguirán
existiendo intereses creados de una clase u otra que se opondrán al
interés social desafiando los dictados de la razón. Pero aun admitiendo
que así fuera, el poderío de los intereses quedaría reducido, al me­
nos, por la supresión del más poderoso de los intereses en la sociedad
actual, el mayor enemigo del bienestar humano, el más predatorio:
el interés creado de la propiedad. Este contraste entre una economía
capitalista y una socialista es, en verdad, tan fundamental como sim­
ple. E n aquélla es el interés de la propiedad el que domina, en tanto
que el interés de los seres humanos tiene menos o ninguna impor­
tancia; en la segunda, por el contrario, el valor de la vida humana
sería predominante er tanto que el de la propiedad no contaría para
nada. “E l incalificable despilfarro de la fuerza de trabajo humana
en aras del más despreciable de los propósitos” (debido a su baratura),
a que se refería Marx,39 constituye tan sólo un aspecto de esta sub­
ordinación de los seres humanos en una sociedad capitalista. Dos
consecuencias de esta diferencia son bastante elocuentes, aunque muy
raras veces se aprecia toda su significación. Una economía socialista,
en la que ya no hay lugar para el lucro como incentivo para la pro­
ducción y la inversión, no tendría interés en reducir los salarios
como una solución al problema de la desocupación universal y del
exceso general de capacidad, que constituye una paradoja tan conocida
del capitalismo: en esas circunstancias, por el contrario, siempre ha­
bría interés en elevarlos. Debe concluirse también que en la conta­
bilidad económica del socialismo los “costos indirectos” del capital
habría que descartarlos continuamente porque no tendrían ninguna
significación (cuando menos, una vez que exista el establecimiento
o unidad industrial). Lo mismo habría que hacer a íoitiorí, con los
“costos indirectos” del “prestigio” o “buen nombre” y con los dere­
chos monopolistas. Por el contrario, el mantenimiento de los seres
humanos, la inversión más descuidada hasta ahora, se transformaría
en el costo principal. E n el mundo de hoy día no faltan pruebas
— pruebas pavorosas— de que el mantenimiento de los seres humanos
y la consagración de su seguridad son dos cosas que no tienen sitio
en la contabilidad económica; es el resguardo del valor del capital lo
que constituye la preocupación dominante: tan predominante que,
de acuerdo con el testimonio de los hechos contemporáneos, se le
resguarda y protege aun a costa de posponer la aplicación de los nuevos
inventos y de malgastar los recursos productivos, “balkanizando” Euro­

38 Treatise on Po lítica! E co n o m v ( 1 8 2 1 ) , yol. I , pp. 3 1 9 -2 0 .


39 E i C apital, cd . cit., vol. I , cap. vn.
L A L E Y ECO N Ó M ICA EN UNA ECO N O M ÍA SOCIALISTA 227
pa, tomando inspiración en la Edad Media, conservando los actuales
campos de explotación y conquistando otros nuevos a punta de ba­
yoneta.
La lucha presente de la humanidad es, más bien, una lucha
para exterminar ciertos intereses poderosos con el objeto de hacer
desaparecer el “perverso y maligno” sistema que aquellos intereses de­
fienden, como lo fue en aquellos días en que la Economía Política
clásica lanzaba sus enconados ataques, hijos de un partidarismo desen­
frenado, sobre el sistema monopolístico de su tiempo. Cuando el
interés nubla la razón, predicarla es tarea vana, a menos que se pre­
dique destronar el interés. La lucha fue, pues, una lucha del naciente
capital industrial contra los intereses de los terratenientes y de los
mercaderes monopolistas. Hoy día el mundo se desgarra por la lucha
que las masas desposeídas sostienen contra las fuerzas atrincheradas
del capital monopolista. Si la verdad ha de buscarse en la práctica
y si ésta ha de inspirarla, el economista no puede permanecer indi­
ferente a semejantes problemas ni como economista ni como ciuda­
dano del mundo. Para que el soplo de la vida aliente en la estructura
de las naciones abstractas, el economista, al parecer, no sólo debe des­
cender de su claustro y recorrer los mercados, sino que debe partici­
par en sus batallas, pues sólo así puede, a la vez, existir y parti­
cipar de la realidad. Ello no significa renegar de su posición: signi­
fica conducirse de acuerdo con la mejor tradición de la Economía
Política. De no hacerlo, el mundo, y junto con él su claustro, pronto
empezarán a derrumbarse estrepitosamente.
A P É N D IC E I

(T R A D U C C I Ó N D E L A N O T A O U E A P A R E C E E N L A S P Á G IN A S
112 Y 113 D E L A P R IM E R A E D IC IÓ N IN G L E S A )

E s ta cuestión, cie rta m e n te , h a sido ob jeto de controversias recientes que di­


fícilm en te pueden ser exam inadas aquí en detalle. C re o , sin em bargo, que
p u ede dem ostrarse que el argu m en to del profesor P igou sobre esta cuestión,
en su Theoty of Unemployment, es un a prueb a co n tra la crítica que sobre
ella h ace R . F . H arro d en el Economic Jou rn al, de m arzo de 1 9 3 4 . E l argu­
m en to de H arro d parece descansar en el supuesto un tan to extrañ o de que
la dem anda de los consum idores n o asalariados es co m p letam en te inelástica
y que, p o r consiguien te, n o se registra ningú n a u m en to de su consu m o
c o m o resultado de una caída de precios (p p . 2 3 - 2 4 ) . E l argu m en to presentado
por L e m e r (In tern ation al L a b o u r R eview , de o ctu b re de 1 9 3 6 , p p . 5 - 8 ) , m e
parece igualm ente inadecuado para esta cu estió n . A ese resultado sólo puede
llegarse si se supone que los salarios son n o solam ente el ú n ico co sto , sino
tam b ién la única fuente de la dem and a de bienes de consu m o (suponiendo
que la clase com p u esta p o r los em presarios n o gasta n a d a ), o bien que los
em presarios siem pre cam b ian su prop io gasto prop orcional y sim ultáneam ente
a cualquier cam b io de salarios. (A lgo m u y p arecid o a esto supone Keynes en
su Treatise, vo l: I, p . 2 1 1 , cu an d o d eclara: “ U n a red u cción general del costo
de p rod u cción no estim ula a nadie a in cre m e n ta r su p rod u cción , siem pre que
la sum a total de los ingresos de los consumidores, que son simplemente la
suma total de los costos de producción bajo otro nombre. . . , se reduzcan
tam b ién e x a ctam en te co n la misma amplitud.”) P e ro si el em presario es, al
m ism o tiem p o, un consu m id or, y si su gasto (e n d in ero) dism inuye en m en o r
p rop orción que los salarios (es decir, si su dem and a tiene alguna elasticidad
fren te a la caída de los p r e c io s ), e n ton ces los precios de ven ta deben bajar
en m en o r prop orción que sus costos (s a la rio s ). Si bien es cierto que los
ingresos de los em presarios se reducirán en la m ism a cantidad en que se h a
reducid o la nóm ina de salarios y qu e la diferencia en tre ellos no se h a alterad o,
esa diferencia será m ayor p rop orcion alm en te a sus gastos (m ás red u cid os) en
salarios, prop orcionan do de ese m o d o u n estim ulo para su desarrollo.
L a refu tación de Keynes (T e o ría general, pp . 2 5 0 - 5 1 ) y de L e rn e r (loe.
cit.), consiste en sostener que esta expansión de la ocup ación n o puede m an ­
tenerse porque ya los asalariados, ya los em presarios, hab rán de au m en tar su
con su m o en una can tid ad m e n o r que su in greso extraordinario. E s cierto que
una situación en la que existe un a ten d en cia para seguir ahorrand o p arte del
ingreso in crem en tad o, es m u y posible; y en la m edid a en qu e esto es así,
este m ayor atesoram iento de los saldos m onetarios ten derá a desinflar los
precios y las ganancias y , p o r end e, a d eten er la expansión, a m enos que
los costos se reduzcan todavía m ás. P o r o tra p arte, la posibilidad de esa
co n sta n te ten d en cia deflacionista pu ede ser m u y ú til para explicar el retard o
c o n que se dom ina un a crisis, y el énfasis qu e se ponga en ello puede ser
m uy im p o rtan te para d em ostrar la futilidad del rem edio de que depende la
vida del capitalism o. P e ro de esto n o se desprende que la situación siem pre
(o gen eralm en te) sea de este tip o una vez que la fase aguda de la crisis ha
pasado. C u an d o se llega a co m p ren d er que el ahorro del ingreso ordinario equi­
vale a agregar algo a u n atesoram ien to existente de dinero, parece m u y p o co
prob able que esto ocu rra persistente o gen eralm en te. E s m ás probable que
los asalariados, que acaban de pad ecer un a red u cción de salarios, qu iten algo
228
APÉNDICES 229
de sus saldos monetarios y no que lo agreguen, por lo menos, hasta que la
ocupación haya aumentado proporcionalmente a la reducción inicial de sala­
rios. Ahora bien ¿por qué los empresarios, que como consumidores se sienten
atraídos a gastar más a causa de la reducción de precios y como patronos a
invertir mayores cantidades y a ocupar más mano de obra debido a favora­
bles expectativas de ganancia, habrían de agregar algo a sus saldos monetarios
existentes, más bien que aumentar sus inversiones o sus gastos? En otras
palabras, parece haber una vigorosa probabilidad de que la “eficiencia mar­
ginal del capital” habrá de aumentar como un efecto directo de la reducción
de salarios.
A P É N D IC E II

N O TA A L C A P ÍT U L O V I II . T R A B A JO A C U M U L A D O
E IN V E R S IÓ N A T R A V É S D E L T IE M P O

L a significación del tiem p o h a sido estim ada de distintos m odos p o r los


econom istas, y las discusiones sobre el sitio qu e le corresponde en la causa­
ció n econ ó m ica no h an con trib u id o sino a con fu n d ir los con cep tos por m edio
de su m ixtificación . L a n o ción del tiem p o h a llegado a adquirir lo que M arx
llam ó un ca rá cte r fetichista. Y h asta se h an h e ch o in ten tos para considerarlo
virtu alm en te co m o un te rce r fa cto r decisivo de la p rod u cción ^(ju n to con
el trabajo y la n atu raleza) y c o m o un m edio para explicar el fenóm eno de la
plusvalía en térm inos de su prod uctividad . C o m o tal, esta n o ció n no es sino
una varian te m ás refinada del viejo p u n to de vista qu e consideraba el capital
co m o un a entidad única que ten ía una p rod uctividad específica y un valor en
lugar de considerarlo co m o un a form a p articu lar adoptada p o r el trabajo
e n la división social de este fa cto r m ism o . Q u e esto sea así n o im pide,
sin em bargo, que deje de ser c ie rto que el tiem p o , co rrectam en te conside­
rado, tien e que desem peñar p o r fuerza un im p o rtan te papel en la estru ctu ra­
ción de u n buen n ú m ero de problem as e con ó m ico s, particu larm en te en la
d e aquellos que se refieren a la acu m u lació n y a la inversión. N o es p ro ­
pósito de esta n o t a e n trar a un a discusión am plia de esta cu estió n . L o que
se in ten ta aquí es, sen cillam en te, analizar las consideraciones de las que hab rá
de dep end er el orden de las inversiones en distintos tipos d e proyectos de
c o n stru cció n en una econ o m ía socialista. Precisado esto, la presente n o t a
n o p reten d e enunciar ningún prin cipio final (q u e requeriría un m é to d o m u ch o
m enos a b s tr a c to ), sino sim p lem en te definir el significado del problem a en
térm inos m ás explícitos.
Si consideram os los in stru m en tos del cap ital co m o “ trabajo acu m u lad o”
(es decir, co m o p arte de la fuerza de trabajo social incorporada en cierta
form a o u s o ), esta no ción necesariam en te lleva im plícita una dim ensión de
tie m p o : el periodo d u ran te el cual se acu m u la el trabajo, o el periodo que
separa el gasto original de trabajo (p o r ejem plo, en la con stru cción de una
plan ta de fuerza m o triz o de un a m áq u in a) y la aparición del p rod u cto aca­
b ad o. Si todo el trabajo acum ulad o fuera del tipo sim ple que se representa
e n la siem bra de la sem illa para un a co se ch a o en la plan tació n de árboles,
la n o ció n tendría una sim ple significación cu an tita tiv a: el periodo de tiem po
qu e transcurre e n tre el trabajo de sem b rar y el de cosech ar, o en tre la
p lan tació n de los árboles y la reco lección de sus frutos. E s te tiem p o podría
representarse co m o una can tid ad definida, y considerarlo no solam ente com o
m ás largo o más c o rto , sino co m o m ás largo en cierta can tid ad dada. Pero
en el caso m ás com plejo de los in stru m en tos durables de la p rod u cción , es
indudable que existen dificultades para dar a esta n oción una significación
cu an titativa precisa, adem ás de qu e existen problem as especiales conectad os
co n la depreciación y conservación de instalaciones y equipos. Sin em bargo,
consideram os que n o es necesario en trar aquí a la discusión de estas cuestio­
n es.1 A u nqu e es indispensable un a solución satisfactoria de estos problem as,
si h a de darse un a lto grado de precisión a la solución de m u ch as cuestiones,

1 Algunos de estos problem as, especialm ente los que se refieren a la conser­
vación, reciben un tratam ien to por m edio de una definición original del “periodo de
producción” en la obra de A rm strong, Saving and Inv estm ent.
230
APÉNDICES 231
es suficiente para n u estro p rop ósito que los distintos tipos de trabajo acu m u ­
lado sean susceptibles de una am plia com paración con respecto a sus d im en­
siones de tiem p o de m o d o qu e puedan ser colocados en cierto orden, y
representados co m o m ás grandes o m ás pequeños. D e to d cs m odos parece
que es posible h a ce r ciertas clasificaciones amplias de los procesos p ro d u cti­
vos de acuerdo c o n los distintos tipos que pueden distinguirse co m o “ m ás
largos” o “ m ás co rto s” ; es justificable tam bién, y hasta esencial, usar una
clasificación sem ejante que p e rm ita llegar a conclusiones generales co n res­
p e c to a los cambios de uso de distintos procesos de prod u cción .
E l prob lem a fu n d am en tal es éste : sí existe un a serie de n tipos posibles
de trabajo acum ulad o de distintas “ longitudes” ¿qu é consideraciones deter­
m inan el orden en qu e son adoptados? P ero p articu larm en te, ¿qu é es lo que
determ in ará si el trabajo ha de dedicarse sim ultáneam ente a todas las n
clases de trabajo acu m u lad o, y crear varios de cada una de esas clases en p ro ­
porciones variables? O por el con trario, ¿habrá que dedicarlo prim era y exclu ­
sivam ente a la co n stru cció n del p rim er tipo de la serie (el “ m ás c o rto ” o el
que m adure m ás rá p id a m e n te ), y luego, en los años futuros, pasar sucesiva­
m en te a lo largo de la serie, a m edid a que se van creando tipos m ás largos
y m ás com plejos de trabajo acum ulad o para to m ar el lugar de los m ás prim i­
tivos cuan do estos últim os caigan en desuso?
E stas distintas clases de trabajo acum ulad o pueden m an ten er en tre sí una
relación d iferente p o r lo que se refiere a la productividad. P u eden hacerse
más productivos (e n térm inos absolutos) a m ed id a, que van siendo “m ás
largos” , y su prod uctividad pu ede hallarse en m ayor o m en o r prop orción res­
p ecto al a u m en to de su “ lo n gitu d ” . P o r el con trario, algunos m étod os m ás
largos pueden ser m enos prod uctivos que otros m ás cortos. E s de suponerse,
sin em bargo, que se preferirá la aplicación m ás prod uctiva del trabajo; y co m o
el ún ico obstáculo co n que tropieza la inversión inm ediata en la form a más
prod uctiva con o cid a de trabajo acum ulad o será la “ longitud” de tiem p o que
tendrá que transcurrir antes de que aparezca el p rod u cto, lo único im p o r­
ta n te será el a u m e n to de prod uctividad que resulta de la “ lo n gitu d ” .
¿P o r qué, e n to n ces, n o se cre a in m ed iatam en te la form a de trabajo
acum ulad o m ás p rod u ctiv a que se con o ce? ¿ Y p o r qu é no se crea en can ­
tidad suficiente para alcanzar el m áxim o de la fuerza prod uctiva del tra­
bajo social? L a respuesta es ésta: co m o el trabajo acum ulado requiere tiem p o
para construir o dar su p ro d u cto , el ingreso de la com unidad ten d ría que
ser drásticam ente reducid o du ran te los años que dure el proceso. P ara satis­
facer las necesidades de los prim eros años, se requieren form as “m ás breves”
de trabajo acu m u lad o. P e ro se d irá: aceptan do que deben hacerse algunas
inversiones “ más breves” para im pedir que la com unidad padezca ham bre en
el ínterin, ¿por qué n o dedicar in m ed iatam ente cuando m enos una parte del
trabajo a la co n stru cció n de m étod os m ás prolongados y m ás productivos
co n la vista puesta en el ingreso de un futu ro m ás distante? E n otras pala­
bras, supongam os qu e el trabajo acum ulado to m a la form a de árboles fru­
tales que requieren un gasto inicial de trabajo para plantarlos, y que después
de cierto tiem p o p rod u cen su fru to en un añ o determ inado y luego m ueren;
su p o n g am o s,' adem ás, que el periodo com prendido en tre la p lantación y la
cosech a varía según las distintas clases de árboles, entend ido que los árboles
que tardan m ás para dar su fru to , son los que prod ucen m ayor cantidad .
P o r consiguiente, dos m étod os de plantación serían posibles: A) P odría de­
term inarse que este año el trabajo se distribuyera en tre la p lantación de
algunos árboles de un añ o , y otros de dos, tres, cu a tro , cin co años, y así
232 APÉNDICES

sucesivam ente, de m o d o qu e d u ran te cad a u n o de los próxim os años se


cosech ara algo de fru ta de los árboles plantad os este añ o . H e c h a ya la
c o rre cta provisión para el fu tu ro p róxim o c o n la p lan tació n de árboles que
p rod u cen en p o co tiem p o , ya n o se dedicaría trabajo a la p lantación de
esta clase de árboles, sino d irectam en te a la de aquellos m ás prod uctivos.
B) E l trabajo podría dedicarse al p rin cip io ú n icam en te a p lan tar árboles
de u n a ñ o , para reco ger su fru to al siguiente y h acer de ese m o d o que el
ingreso de dich o a ñ o fuera con sid erab lem en te m ayor de lo que podría haber
sido, ceteiis paríbus, en A; o p o r lo m e n o s lim itarse a p lan tar árboles de
u n o y dos años. E n to n c e s d u ran te el a ñ o siguiente o el in m ed iatam en te pos­
terio r, podría abandonarse la p lan tació n de árboles de un añ o , y dedicarse
a la de los árboles de dos años que son m ás p rod uctivos; y así sucesivam ente.
D e b e hacerse n o ta r qu e en el caso B el fru to de los árboles de los años
inm ediatos anteriores tiende a ser m ayor qu e e n el caso A ; p ero, a m edida
que la productividad m áxim a se alcanza gradu alm ente, el fru to de los árboles
de los años posteriores tien d e a ser m e n o r e n el caso B que en el A .
¿D e qué consideraciones dep end erá, en to n ces, la elección e n tre los dos
m étod os?
L a m édula del prob lem a parece ser que el fu tu ro m ás lejano siem pre tiene
m ayores probabilidades de co n ta r co n un a provisión abu nd ante debido a que
existe la op ción de usar en su b en eficio un a p a rte de todas las inversiones
de los años in term ed ios; m ien tras qu e el fu tu ro próxim o ún icam en te puede
ser enriquecido co n el trabajo de h o y y del futu ro in m ed iato , y resultará
ben eficiado si este trabajo de h o y y del fu tu ro in m ed iato queda in corp orado
en procesos prod uctivos relativ am en te co rto s. E n otras palabras, la c o n ce n ­
tra ció n del trabajo en m étod os m ás co rto s, siem pre ben eficiará el futu ro
cerca n o a expensas del m ás distan te. E n ciertas circu nstan cias beneficiará al
fu tu ro cercan o m ás de lo que daña al distan te; y esto es lo que puede deter­
m in ar la preferencia p o r el m é to d o B . C o m o A rm stron g h a d ich o : “ Sólo
p odem os prod ucir para el fu tu ro ; n o p odem os prod ucir en el futu ro para
el p r e s e n t e ... N o podem os recu p erar en el fu tu ro p o r m ed io de una p ro ­
d u cció n retrosp ectiva lo que se debe a un a falta de ingreso p resente; cu an to
m ás distante sea el fu tu ro , m ás am plia será la variedad de m edios co n los
qu e podrem os p rop orcion ar ingresos a ese fu tu ro gracias a una p rod u cción
anticipad a. D eb ido a esta característica d el tiem p o que sólo corre en un
ú n ico sentido, los principios qu e gobiernan la distribución de recursos a
través del tiem p o son distintos de los que regulan la distribución de recursos
a través del espacio.2
C la ro está qu e las diferencias esenciales e n tre los dos m étod os consisten
en qu e B , al co n ce d e r m ay o r aten ció n al ingreso de los años in m ed iatos,
tiende a alcanzar la m ayor prod u ctiv id ad de los m étod os m ás avanzados de
p ro d u cció n co n m ás lentitud qu e A . E s t e ú ltim o, p o r o tra p arte, al h acer
prim ero sus inversiones en procesos de p ro d u cció n de un tip o m ás avanzado
alcanzará un determ in ado nivel superior de prod uctividad m u ch o m ás p ron ­
to , a costa de dejar u n ingreso m ás red u cid o para los prim eros añ o s. E l m é ­
to d o m ás gradual B , en otras palabras, represen ta la senda a través de la cual
pu ede alcanzarse un determ in ad o nivel superior de productividad co n el
m en o r sacrificio to ta l. ( E l m é to d o del m e n o r sacrificio sería, p o r supuesto,
el qu e elevara el ingreso ta n grad u alm en te que alcanzara la productividad
m áxim a en el in fin ito ). P e ro de esto n o pu ede concluirse de ningún m od o

2 O p. cit., p. 21.
APÉNDICES 233
que el m é to d o qu e im plica el m en o r sacrificio to ta l es el m ás e co n ó m ico :
bien pu ede ser ventajoso para la com unidad incurrir en sacrificios adicionales
para asegurarse el b en eficio de llegar al nivel superior de prod uctividad m ás
p ro n to y disfrutar ese nivel m ás alto de ingresos p o r un nú m ero m ayor
de años.
E l m é to d o qu e alcan ce m ás rápid am en te la productividad m áxim a (o un
determ in ad o nivel m ás a lto de prod u ctiv id ad ) sería, sin duda, el que habría
que ad o p tar siem pre que u n au m en to dado a un ingreso pequeño n o fuera
de m ayor im p o rtan cia qu e un a u m en to sem ejante a un ingreso m ayor; ya
que en este caso la pérdida de ingreso en los prim eros años invariablem ente
quedarla m ás que recom p ensada al llegar m ás p ro n to la p rod uctividad m áxi­
m a , así c o m o p o r los m ayores ingresos de los años subsecuentes. E l h ech o
de qu e esta co n d ició n no se cum pla (e l de que dar a una fam ilia un cu arto
para vivir es, gen eralm en te, m ás im p o rtan te que darle un segundo cu arto , así
co m o un par de zapatos es m ás im p o rtan te que poseer un par de re p u e s to ), es
lo que puede d eterm in ar que el m é to d o m ás gradual sea la línea de co n d u cta
m ás apropiada. L o que es evid en tem en te decisivo es d eterm in ar si el ritm o
de a u m en to de la p rod uctividad a m edid a que aum enta el tiem p o d u ran te
el cual se acu m u la el trabajo, es o n o m ayor que el ritm o co n el cu al la
m agn itu d de los in crem en to s del ingreso declina a m edida que el nivel de
ingreso se eleva. Si el p rim ero es m ás len to que el ú ltim o, será preferible
un m é to d o que p e rm ita alcanzar tardíam en te un nivel m ás alto de p ro d u c­
tividad, pero qu e im p lica u n sacrificio m en or de ingreso en los prim eros
años. Si el prim ero es m ás rápido que el segundo, será preferible el m éto d o
que alcan ce el nivel m ás a lto de productividad del m od o m ás rápido posi­
b le, pu esto que el gran a u m en to absoluto del ingreso de años distantes
superará la pérdida (m e n o r) d e ingreso de los prim eros años. Se ha soste­
n id o qu e la im p o rtan cia de los in crem en to s del ingreso declina en m ayor
prop orción que el a u m en to del ingreso: una afirm ación que, sin duda, parece
ser exacta resp ecto a aum entos del ingreso cercano al nivel de ham b re y
tam b ién resp ecto a au m en tos del ingreso cuan do éste tiene un alto nivel.
P e ro n o es del to d o irracional suponer que aun si esto fuera cierto resp ecto
a niveles in term ed ios de ingreso per capita, la im portancia de los in crem entos
del ingreso n o declina m u ch o m ás rápidam ente que el au m en to de ingreso
d en tro del rango de los niveles de ingreso per capita apropiados para los
países industriales avanzados. E n este caso existe la presunción de que el
m éto d o A será el m ás e co n ó m ico en situaciones técnicas tales que la p ro ­
du ctividad de las distintas form as de trabajo acum ulado au m en ta en un a
prop orción consid erab lem ente m ás grande que el tiem p o d u ran te el cu al
el trabajo se acu m u la. E n general, podem os decir que los periodos que son
épocas técn icas, en el sentido de qu e existen m uy grandes posibilidades de
una m ayor p rod uctividad del trabajo, debido a la adopción de nuevos (y
“m ás largos” ) procesos de trabajo acum ulad o, serán periodos en los que el
m éto d o A tiene m ayores probabilidades de ser adoptad o. P a rte del trabajo
destinado a los bienes capitales de esos años necesita estar dirigido a form as
relativam en te prim itivas, p ero que m aduran m ás p ron to, esto es, a bienes
capitales qu e sirvan para ab astecer las necesidades del fu tu ro in m ed iato.
P e ro al m ism o tiem p o p arte del trabajo estará destinado a com en zar la cons­
tru cció n inm ed iata de procesos m ás avanzados, pero es de m adurez m ás len ta,
p u esto que la con secu ció n m ás tem p ran a de un a m ayor productividad que
resulta de estos ú ltim os superará la pérdida resultante de una m en o r inver­
234 APÉNDICES

sión e n los prim eros (c o n los consiguientes niveles m ás bajos de prod ucción
en los prim eros a ñ o s ).
D eb e hacerse n o tar que la diferencia e n tre am bos m étod os en una dife­
ren cia de grado. E l m é to d o B , si su transición a través de los distintos tipos
es acelerada suficientem en te, se aproxim ará al m éto d o A y no podrá distin­
guirse de él; particu larm en te, si este ú ltim o se in terpreta en el sentido de
requerir cierto ingreso m ín im o (y , a fortiori, si el m ínim o au m en ta gradual­
m e n te ) qu e h ab rá de asegurarse para los prim eros años. C u an d o am bos
m étod os están sujetos a una serie de salvedades que los aproxim an en tre sí
de este m od o , existe o tra característica del m é to d o B que le dará una superio­
ridad sobre el m éto d o A . E n otras palabras, si la única con d ición que se
fija para am bos m étod os es la de que cierto ingreso m ínim o ha de asegurarse
para los prim eros años, el m é to d o B será, efectivam en te, el m ás rápido para
alcanzar la productividad m áxim a. L a razón de esto es que el m éto d o B da
una prioridad a la satisfacción de las necesidades de los prim eros años.
E l paradójico resultado de que la prod uctividad m áxim a se alcanza m ás pron to
por un m éto d o que se abstiene de con stru ir in m ed iatam en te los m edios más
avanzados, depende del h e ch o de que, p u esto que las necesidades de los
prim eros años sólo pueden satisfacerse m ed ian te los procesos m enos prod uc­
tivos y m ás cortos, cu a n to m ás trabajo pueda con cen trarse al principio para
aten d er las necesidades de estos prim eros años, m ayor será la velocidad con
que el trabajo puede quedar disponible para ser in vertido en los m étod os
m ás p rod u ctiv os.3 E s to pu ede com pararse a un grupo de alpinistas escalando
una m o n ta ñ a : la cim a puede alcanzarse m ás p ro n to si el guía qu e encabeza
el grupo dedica una m ayor p arte de sus energías en ayudar a los alpinistas
m ás lentos del grupo que en acelerar su prop ia y personal ascensión. P o r
consiguien te, cu an d o las otras consideraciones son iguales, este h ech o operará
a favor del m étod o B . P e ro sigue siendo c ie rto que (p u esto que el m étod o
A es, esencialm ente, el m éto d o m ed ian te el cual, p o r regla general, se res­
trin ge el ingreso de los prim eros años para alcanzar m ás rápid am en te ni­
veles m ás altos de p ro d u ctiv id a d ), es, quizá, el sendero apropiado para el
desarrollo en situaciones en las qu e hab rán de ser anticipados relativam en te
grandes aum entos de prod u ctiv id ad m ed ian te la prolongación del tiem p o
du ran te el cual se acum ula el trabajo, o en épocas en las que razones de
ca rá cte r político y social p u edan dar un a im p o rtan cia desusada a la veloci­
dad del desarrollo.
P e ro la adopción de este m é to d o A sólo será posible en una econom ía con
una suficiente facu ltad de previsión que le p erm ita, co n cierta exactitu d ,
calcu lar los m ovim ien tos de la inversión y de la productividad en años
futuros. S em ejan te grado de previsión evid en tem en te es im posible en un a
econ o m ía individualista; de m o d o que un m éto d o aproxim ado al m éto d o A
raras veces se ad o p ta, y cu an d o se ad o p ta es tan sólo p o r un periodo de
tiem p o relativam en te c o rto . P a ra este tipo de econom ía el m éto d o B es el
ún ico de que p rá cticam en te se dispone: la transición gradual h acia nuevos
m étod os se verifica bajo el im pulso de los cam b ios de los tipos de interés

3 P o r supuesto que un cierto increm ento prelim inar de la productividad tiene


que aparecer más pronto bajo A , ya que la construcción de m étodos m ás productivos
se com ienza m ás tem prano. Pero en las últimas etapas el increm ento de la p ro ­
ductividad será m ayor, ceteris paribus, bajo B , puesto que el trabajo previam ente
dedicado a satisfacer las necesidades m ínim as de los prim eros años quedará dispo­
nible m ás rápidam ente.
APÉNDICES 235

a m edid a qu e cam b ian la inversión y el ingreso. C ualquier o tro m éto d o


requeriría la graduación de los tipos de interés para inversiones de distintos
periodos de m ad u rez, lo qu e m u y difícilm ente se con cib e en una econom ía
que es presa de la in certid u m b re y de las vaguedades de las expectativas
com erciales y que, p o r ello, carece de un a sólida base objetiva. E s de hacerse
n o tar, p o r otra p arte, que esta transición hacia el nuevo m éto d o tendría
qu e ocu rrir con anticipación al año en que el ingreso hubiera realm en te
au m en tad o, h asta el p u n to de que un au m en to a ese ingreso sería m enos
im p o rta n te que un a u m e n to de la fuerza prod uctiva para el futu ro m ás dis­
ta n te ; esto es, en el año en que efectivam ente se hace la inversión para
ben eficio de ese año futu ro m ás rico. P u esto que en una econom ía individua­
lista sem ejante transición tien d e a verificarse sólo cuando ese cam b io de
ingreso ya se ha hecho aparente, esto es, en el año futuro m ism o, se co n ­
cluye que un sistem a individualista ten drá una razón adicional para seguir
un desarrollo m ás len to de sus fuerzas productivas del que seguiría una
econ o m ía socialista, ya que tiene una ten den cia recu rren te a la sobre-inver­
sión en procesos m ás co rto s y anticuad os y a inflar ciegam ente el ingreso
del futuro inmediato a expensas del insuficiente desarrollo de la fu e rz a 'p ro ­
du ctiva del fu tu ro m ás d istante. E s te retard o ten derá, por un lad o, a m an ­
te n er los tipos de interés y, p o r o tro, a provocar fluctu aciones: y esto co m ­
p letam en te aparte de cualesquiera influencias m onetarias. A m edida que los
procesos prod uctivos van siendo m ás prolongados, es probable que los re­
sultados de esta ten d en cia retardataria vayan siendo progresivam ente m ayores.
E l trabajo, sin em bargo, será necesario tan to para h acer funcionar las
m áquinas, com o para producirlas. Las proporciones (susceptibles de una li­
m itad a variación ) en que es necesario dividir la fuerza trabajo de la socie­
dad e n tre este trabajo co rrie n te y el trabajo acum ulado, determ in arán por
lo que se h a llam ad o los “ coeficientes técn ico s” de la industria, que serán
relativos al estado de la té cn ica en diversas industrias en cualquier m o m en to
dado y a las m agnitudes relativas de las diferentes industrias de diferentes
coeficientes técn ico s. E s claro que la fuerza de trabajo social sólo se em pleará
en la form a m ás prod uctiva posible si la transferencia de trabajo dedicado
a usos corrien tes a trabajo acum ulad o no reporta ninguna ventaja para la
prod uctividad . E s to im plica que el p rod u cto (valorizado en térm inos de
ingreso p resen te) que resulta de un a aplicación adicional de trabajo en form a
de trabajo corrien te (q u e h ace funcionar las m áquinas existen tes) es igual
al p ro d u cto resu ltan te de una aplicación adicional en form a de trabajo acu m u ­
lado (valorizado en térm inos de ingreso futu ro an ticip ad o) A Supongam os que
existe una progresión gradual a través de varias clases de procesos de p rod u c­
ción de acuerdo co n el m é to d o B considerado co m o la trayectoria usual del
desarrollo (in terru m p id o por flu ctu acion es) en una econom ía individualista.
E n ta n to se hagan nuevas inversiones, el ingreso de años futuros con tin u ará
ascendiendo; y a m edid a qu e se dedique m ás fuerza de trabajo social al
trabajo acu m u lad o, el p ro d u cto (valorizado en térm inos de ingreso fu tu ro )
resu ltan te de cada a u m e n to e n esta dirección será m en or en tan to que el
trabajo disponible en form a de trabajo presente para h acer funcionar las
m áquinas existen tes se to m a rá relativam en te m ás escaso e indispensable.

d Pi d P-
4 E s decir, ------------Je = --------------, donde k representa una relación entre ingreso
d Li d L:
futuro e ingreso presente.
236 APÉN DICES

Sí sólo se co n o cie ra y pu diera disponer de u n a clase de trabajo acum ulad o,


esta transferencia de trabajo a trabajo acu m u lad o con tin u aría h asta que el
p ro d u cto resultante de aplicaciones adicionales de trabajo en cada una de las
dos direcciones fuera igual. E s to es lo qu e pu ede llam arse el p u n to de satu­
ra ció n de capital, en el cu al ¡a prod u ctiv id ad media de la fuerza de trabajo
social alcanza su m áxim o .5 P e ro este m á x im o represen tará un elevado o red u ­
cid o nivel de prod uctividad , según que esta única form a con o cid a de trabajo
acu m u lad o sea de un tipo té cn ica m e n te p rim itivo o avanzado. Si se co n o cie­
ran otros tipos m ás avanzados, su existen cia im pediría alcanzar este p u n to .
A n tes de que el p ro d u cto resu ltan te de la aplicación de trabajo adicional
ded icado al tip o existen te de trabajo acumulado se redujera m ás allá de
cie rto p u n to , sería costeable aplicar este trabajo a tipos de trabajo acu m u ­
lad o m ás prod uctivos y "m á s largos” . E s ta s transferencias o cam bios sucesivos
a m étod os m ás productivos persistirían hasta que n o existiera ya un tipo
c o n o cid o de trabajo acum ulad o m ás p rod u ctiv o; y el p u n to de equilibrio
se alcanzaría cu an d o se hu biera ded icado suficiente trabajo a este tipo de
trabajo acum ulad o h asta h a ce r que cualquier ventaja de nuevos cam bios
d P
o transferencias fuera igual a ce ro (es d ecir, cu an d o -------- fuera lo m ism o
d L
en am bas d ire c c io n e s). E l trabajo acu m u lad o existen te con tin u aría siendo
reem plazado cada añ o a m edid a qu e se desgastara, pero sin que recibiera
nuevos au m en tos, de m an era que, ceteris paríbus, se m an tu vieran las p ro ­
p o rcio n es existentes e n tre trabajo acu m u lad o y trabajo co rrien te. Y una vez
m ás la prod uctividad m ed ia de la fuerza de trabajo social habría alcan­
zado su m áxim o . P e ro éste sería (c o n relación al co n o cim ien to existen te)
u n m áxim u m m axim o ru m .
L as clasificaciones tradicionales de los inventos técnicos co m o inventos
que “ahorran trabajo” o qu e “ ahorran cap ital” , gen eralm en te giran alrededor
del e fe cto de estos cam bios sobre los precios relativos de la fuerza d e tra­
bajo y del capital. P a ra los propósitos de analizar el desarrollo del capital
a través del tiem p o, p arece qu e un a clasificación en térm inos del efecto del
cam b io té cn ico sobre la relación en que es necesario com b in ar el trabajo
acu m u lad o co n el trabajo co rrie n te , esto es, en térm inos de unidades de tra ­
bajo y n o de p recios, es m ás ú til y m en os am biguo.6 L o s cam bios técnicos
qu e tien en el e fecto de a u m e n ta r la p rop orción del trabajo corrien te res­
p e c to al trabajo acum ulad o ten d erán a retard ar (cu a n d o m en os tem poral­
m e n te ) el desarrollo hacia la p rod uctividad m áxim a al dejar disponible una
m e n o r can tid ad de la fuerza del trabajo social para los bienes de p rod u cción ;

5 E s te punto p arece ser el equivalente de lo que M ead e h a llam ado 'l a oferta
ó ptim a de trabajo con relación al capital” . (In tro d u ctio n to E c o n o m ic Analysis and
Policy, pp . 2 5 9 ss.j Sin em bargo, este pu nto n o es necesariam ente el m ism o, por las
razones que se aducen m ás abajo, y que M ead e llam a “la oferta óptim a de capital” .
6 E stas relaciones, p o r supuesto, no serán necesariam ente rígidas, sino que
ten d rán la form a d e un a determ inada “función de p ro ducción" que define los cam ­
bios de productividad com o las proporciones en que se com binan el trabajo acu m u­
lado y el trabajo corriente. P o r sim plificar hem os hablado anteriorm ente tan sólo de
la proporción entre el trabajo corrien te y el trabajo acum ulado en la etapa final
de la producción. C orrespondiendo a ella, en todas las etapas iniciales e interm e­
dias de la producción, existirán proporciones (posiblem ente distintas) en las cuales
tien e que usarse nuevo trabajo para am asar o servirse del trabajo acum ulado, pro­
du cto de una etapa todavía m ás prim itiva.
APÉNDICES 237
y, a la inversa, los cam b ios técn ico s que reducen la prop orción en tre el tra­
bajo co rrie n te y el trabajo acum ulad o ten derán a acelerar ese desarrollo. Sin
em bargo, esos cam b ios técn ico s n o afectarán el p u n to m ism o de la saturación
de capital en el sentido de que éste consistirá en el tipo m ás p rod u c­
tivo que se co n o ce de trabajo acum ulad o. L o s cam bios técnicos sólo des­
plazarán este p u n to siem pre que den origen a un nuevo tip o de prod uc­
ción que sea ab solu tam en te m ás p rod uctivo que cualquiera o tro de que se
disponga y co n o zca p reviam en te; esto es, siem pre que descubran una nueva
cim a m ás alta que las anteriores.
D eb e hacerse n o ta r qu e, a m edid a que se aproxim a este p u n to de
saturación del cap ital, la utilización intensiva que de las plantas y m aqui­
narias existentes h ace el trabajo corrien te, irá siendo m en o r hasta que al
llegar a ese p u n to deje de ser costeable m an ten er la utilización intensiva de
las plantas existen tes m ás allá del m o m e n to en que los rendim ientos d ecre­
cientes de esa utilización h agan su aparición. Los tipos de trabajo acu m u ­
lado en uso serán ta n prod uctivos que resultará costeable em plear la m ayor
p arte de la fuerza del trabajo social en m an ten er o en reem plazar la gran
cantidad de m áquinas y de equipos de la sociedad, y sólo una p arte relativa­
m e n te pequeña de dicha fuerza de trabajo en la operación y utilización de
las m áquinas. E l trabajo, en otras palabras, hab rá llegado a ser predom inan­
te m en te un p roceso de c o n tro l de m áquinas, en el cual las operaciones m a­
nuales queden reducidas al m ín im o. L o que M ead e ha definido 7 co m o los
puntos de “ oferta óp tim a del trabajo co n relación al capital” y de “ oferta
óp tim a de capital co n relación al trabajo” , habrán llegado a ser id énticos en
este p u n to — pero solam ente en este p u nto— indep endientem ente de las
posibles ventajas n o agotadas de la división del trabajo en las industrias
finales.

7 O p. cit., pp. 2 5 9 ss. y pp. 2 7 3 ss. Si se habla en térm inos de una “función
de producción” flexible, ello quiere decir que en cualquier curva de indiferencia que
exprese esa función se escogerá el punto que represente la m ayor econom ía de
trabajo (tan to en el uso com o en la producción de m áquinas) para producir un
volumen determ inado. E sto representaría solam ente el m enor uso posible del tra­
bajo para la operación de las m áquinas siem pre que los bienes de producción, una
vez fabricados, no necesiten reparación ni sustitución. Sólo entonces se daría el
caso de que tales bienes se convirtieran en “bienes libres” antes de que se alcan­
zara el pu nto de "satu ración de capital” .
A P É N D IC E II I

N O T A S O B R E E L A H O R R O Y L A IN V E R S IÓ N E N U N A
E C O N O M I A S O C IA L IS T A

I
E l propósito de esta n o ta es p u ntualizar ciertas consideraciones relacionadas
c o n el equilibrio del sistem a en su co n ju n to que parecen n o hab er sido to ­
m adas en cuen ta en las recientes discusiones sobre el fu n cio n am ien to de una
econ o m ía socialista. M e p rop ongo, en particu lar, h acer ver que un tipo de
interés n o pu ede, p o r sí m ism o, p rocu rar el m ecan ism o estabilizador de una
econ o m ía y que el principio de igualar el p recio co n el co sto m arginal (ta l
co m o ha sido enunciado p o r diversos escrito res) bien pu ede ser un facto r
adverso al m an ten im ien to de una plena ocu p ación y, en ciertas circu nstan­
cias, de im posible aplicación.
H asta ahora la discusión de una econ o m ía socialista se ha ocupado del
p rob lem a de la distribución de una can tid ad dada de recursos en tre varios
usos; en cam b io, poca o ninguna ha sido la aten ción que se ha con ced id o a
los problem as con ectad os c o n el ritm o de las inversiones y su relación con
el nivel de salarios y co n el de los precios de los bienes de con su m o, o
c o n las condiciones adecuadas para asegurar la plena ocu p ación de los re­
cursos. P ara resolver el p rob lem a de la distribución ideal, varios escritores
— m e refiero particu larm en te al D r. O . L a n g e , a A . P . L e rn e r y a R . H .
H all— ■ han convenid o en que las decisiones relativas a la p rod u cción e in ­
versión en una econom ía socialista deben ser reguladas por los siguientes
prin cipios. P rim e ro : todos los p recios, ya sea de bienes de consu m o o de
factores de la p rod u cción (e n algunos casos éstos no son m ás que, co m o lo
sugiere el D r. L a n g e , “p recios de con tab ilid ad ” ) , habrán de fijarse m ed ían te
un proceso de prueba y error h asta qu e se en cu en tre un “ precio de equili­
b rio ” a la altura del cual la oferta co rrie n te sea igual a la dem anda. Si la
m ercan cía o factor de qu e se tra ta m anifiesta una oferta exced en te (es
decir, si se están acum ulan do existencias n o v e n d id as), el p recio será redu­
cid o ; si, por el co n trario , existe una oferta deficitaria, el precio será elevado.
Segundo.- cada industria decidirá acerca de la prod u cción e inversión sobre
la base de utilizar los recursos hasta el grado en que los costos m arginales
sean iguales a los precios, presum iéndose qu e la p rod u cción de cada estable­
c im ien to se am pliará h asta el p u n to en qu e el co sto a c o rto plazo (o p rim o )
de la p rod u cción adicional sea igual al valor de esa p rod u cción y se hagan
nuevas inversiones en la industria siem pre que la p rod u cción adicional re­
sultado de la inversión, valorizada a los precios corrien tes, sea igual o m ayor
que su costo a largo plazo, in cluyen do el cargo de intereses corrien tes sobre
el capital que supone la co n stru cció n del nuevo equípo.2 L a ven taja de

1 N o ta publicada en T h e E co n o m ie Journal, de diciem bre de 1 9 3 9 , pp. 7 1 3 -2 8 .


2 E l D r. L an ge sostiene que todos los jefes de industria y de establecim iento
deben quedar obligados-, prim ero, a escoger ‘l a com binación de factores que re ­
duzca al m ínim o el costo m edio de producción” , y segundo, “ a producir la cantidad
d e cada servicio o m ercancía que logre igualar el costo m arginal y el precio del
p roducto” . E n relación con el capital, sostiene que “ el organismo planificador cen­
tra! tiene que fijar un precio con el designio de que estos recursos puedan desti­
narse únicam ente a industrias que sean capaces de ‘pagar’ o , m ás bien, que ‘justifi-
238
APÉNDICES 239
este m ecan ism o que sus p atrocinadores parecen te n e r a la vista, es la de
facilitar un a considerable descentralización de las decisiones de inversión y
p rod u cción . L a autoridad cen tral planificadora sólo necesita decidir la can ­
tidad t o t a l 3 qu e hab rá de invertirse en un periodo d a d o : la decisión acerca
de la dirección y form a de la inversión y, a fortiori, la p ro d u cció n de los
establecim ientos existen tes, pu ede dejarse a la adm inistración de las diversas
industrias de acu erd o con la segunda regla m encion ada arriba. T o d o lo que
la autoridad cen tral planificadora necesita hacer, tras de decidir la inversión
to ta l del sistem a en su co n ju n to , es ajustar la dem anda to ta l de capital a
esa oferta p o r m edio de un m ovim ien to apropiado del tipo de interés.
U n exam en m ás cuid adoso revela el peligro de que un sistem a c o n ­
trolad o en esta form a pu eda h eredar dos de los principales vicios del capi­
talism o. F u n cio n a n d o un m ecan ism o de precios de esta clase, el ún ico m od o
de evitar una desocu pación cró n ica en gran escala puede ser el de m an ten er
el ritm o de las inversiones a la altura de un nivel dado “ arbitrario” , que
puede ser m uy d iferente del que habría sido necesario m an ten er p o r otras
consideraciones. P o r o tra p arte, no es difícil dem ostrar que, a menos que
se in trodu zca un m ecan ism o estabilizador, adem ás de este m ecan ism o de
precios, o co m o sustitu to de él, una econom ía socialista puede h eredar la
inestabilidad del capitalism o en form a todavía m ás acen tu ad a. Q uizá el h á­
b ito rutinario de pensar en la “ dem anda de cap ital” en térm inos de la
prod uctividad m arginal de un volum en dado de capital es el responsable de
la aparente propensión a con ceb ir el tipo de interés co m o un sim ple m eca­
nism o para co n tro la r el ritm o de las inversiones o, lo que es lo m ism o, supo­
n er que la “ dem anda de cap ital” es una cantidad lo suficientem en te estable
que p erm ite igualar con facilidad la oferta y la dem anda de capital p o r m edio
de adaptaciones apropiadas de un tipo de interés. Sin em bargo, tan p ron to

quen’ ese precio” . (E co n o m ic T heory of Socíaüsm , pp. 7 5 -7 6 , 7 8 , 7 9 .) L ern er


ha sugerido que deben darse instrucciones para “que el uso de cada facto r se ex­
tienda hasta un punto en que el producto físico marginal m ultiplicado por
su precio sea igual a! precio del f a c t o r .. . E ste valor, que tiene que ser igualado al
precio del producto, lo llam arem os el costo m a r g in a l... E l principio director que
buscamos no es o tro que la ecuación del precio con el costo m arginal” . (E co n o m ic
Journal, vol. X L V I I , n ? 1 8 6 , p. 2 5 7 .) R . L . H all h a escrito: “ Si el tipo de interés
ha sido escogido co rrectam en te, las expansiones totales equilibrarán las contraccio­
nes to ta le s. . . si existe una tendencia general a la expansión, el tipo debe ser
elevado con objeto de transform ar algunas de las ganancias aparentes en pérdidas,
y viceversa.” “E l propósito del M inisterio [de la Producción] es igualar los p re­
cios con los costos m arginales, lo que se hace variando las cantidades de los dife­
rentes b i e n e s .. . C ada unidad, si se m aneja con propiedad, am pliará sus operacio­
nes hasta el pu nto en el que el costo m arginal sea igual al precio que se recibe.”
(T h e E co n o m ic System in a SociaKst State, pp. 9 2 , 11 9 , 1 2 9 .) E l profesor Pigou
supone que puede llegarse a un precio contable del capital (lo m ism o que para
otros factores) que “despeje exactam ente el m ercado, sin que provoque escasez o
deje un rem anente de aquella parte del ingreso m onetario que se ofrece para inver­
sión neta” , aunque cada industria tiene instrucciones de ajustar su producción de
m anera que ‘l o s costos totales sean iguales al producto de las ventas totales” , y
“ su costo contable m edio sea el m ínim o” . (Socialism and CapitaJism , p p . 1 1 2 ,
1 1 5 , 1 2 9 .)
3 N o recuerdo que se haya d ich o en ninguna parte cóm o debe ser valorizado
este total. C o m o se verá después, es una cuestión de m ucha im portancia la de
si este total se expresa en térm inos de unidades-salario o del valor final de la pro­
ducción.
240, APÉNDICES

co m o se com p ren d e que la “ dem and a de ca p ita l” n o sólo es u n a fun ció n ,


ín ter alia, del ritmo de inversiones co rrie n te , sino qu e (p o r razones que se
darán m ás ad elan te) esta dem and a variará d irecta, y no in versam ente, al
ritm o de inversiones, ceteris paribus, llega a ser aparente la existen cia de un a
poderosa influencia des-estabilizadora in h e re n te a esta relación . E n otras
palabras, la eficiencia m arginal del cap ital no es in dep endiente del ritm o de
inversiones. Si este ritm o au m en ta (o d ism in u y e ), el in cen tivo para in vertir
tam b ién será m ayor (o m e n o r ); y la situ ación será de un equilibrio inesta­
b le , en la cual la ten d en cia a un m o v im ie n to acu m u lativo wickselliano, co n
una inversión crecien te “ generadora de su prop io im pulso” , difícilm ente
pu ede ser bien con tro lad a m ed ian te un proceso de prueba y .error en busca
de un p recio de equilibrio del capital. Si, p o r o tra p a rte, se in ten ta seguir
la regla de igualar p recio y co sto m arginal, el vo lu m en de la p rod u cción de
los establecim ientos existentes y , p o r ta n to , el de la ocu p ación , será deter­
m in ad o p o r la relación en tre el nivel de precios de los artículos acabados y de
los salarios nom inales; y esta relación será tam b ién (y por la m ism a razó n )
una función del ritm o de las inversiones. Si, p o r consiguiente, el ritm o de
las inversiones que ha decidido em p ren d er el E s ta d o es relativam en te bajo,
no se podrá im pedir la desocu pación , ya qu e intensificar la utilización de
los establecim ientos existentes em plean do m ás brazos p o r unidad de equipo
dará lugar a que el co sto p rim o sea superior al p recio.4 P o r otra p arte, si ya
se ha logrado una situación de plena ocu p ación , será imposibie, p o r un lad o,
a u m en tar el ritm o de inversión y, p o r o tro , m a n te n e r una igualdad en tre
p recio y costo, y aun e n tre p recio y co sto m arginal a co rto p lazo.5

II
P ara dilucidar el fu n d am en to de estas afirm acion es, exam inem os co n m ayor
detalle el funcionam iento del m ecan ism o , ta l c o m o lo p rop on en el D r . L an -
ge, o L e m e r y H all, en una situación sim plificada. P ara facilitar el análisis,
p artam os de los siguientes supuestos: a ) Supongam os que la ún ica form a
del ingreso personal es el salario,6 y que los asalariados gastan to d o su in ­
greso, en un periodo dado, en bienes de con su m o, es decir, que su ahorro
es igual a cero , b) Supongam os que los costos prim os de la p rod u cción
corrien te consisten exclusivam ente en salarios (e sto es adm isible si im agi­
nam os que cada industria se halla v e rtica lm e n te in tegrada y que la p ro ­
d u cció n en cada establecim iento com p ren d e todos los procesos, desde la
extracción del suelo h asta la term in ación de un p r o d u c to ). P o d em os suponer,
adem ás, que cada industria se co m p ro m e te a reparar y conservar su propio
establecim iento em plean do p e rm a n e n te m e n te obreros encargados de la repa­
ración ju nto a los encargados de p rod u cir, y qu e los salarios de aquéllos se
co m p u ta n en sus costos prim os o de p ro d u cció n , c) Supongam os que la
tierra es un bien libre — sin precio— , de m an era que el ú n ico elem en to en
el co sto to ta l, adem ás de los salarios, consiste del precio de contabilidad

i E s to , naturalm ente, es suponer que la producción se halla al nivel en el que


los costos a corto plazo están su bien d o .
5 V éase m ira, p. 2 4 3 , n 8.
6 E sto supone que no existe un subsidio al consum o en la form a de una dádiva
en dinero a favor de los individuos, es decir, que no existe un “ dividendo social" en
dinero. Se supone, tam bién, por el m om en to , que el Estad o no grava con ningún
im puesto, ya directa ya ind irectam ente, a los asalariados.
APÉNDICES 241
del cap ital, tal co m o h a sido d eterm in ado p o r el B a n co de E s ta d o o p o r la
Ju n ta de Inversiones o por el C on sejo C e n tra l Planificador, d) Supongam os
que existe una h o m ogeneidad té cn ica e n tre diversas industrias de tal n atu ­
raleza que la relación e n tre cap ital y trabajo sea aproxim ad am en te uniform e
en todas ellas, e ) Supongam os que el volum en de la reserva de capacidad
prod uctiva que existe, al p rin cipio, en las industrias que p rod ucen bienes de
con su m o, es pequeño (es decir, que ios costos a co rto plazo tienen una
ten den cia a s c e n d e n te ).
E s obvio que de los supuestos aj y b) se desprende el corolario que puede
ser expresado diciendo q u e:

C = S y G = i> S

en donde C represen ta el valor de la prod ucción de bienes de consu m o,


S el to ta l de la nóm in a de salarios del país, G las ganancias totales de la
industria y $ la prop orción de la nóm ina de salarios to ta l que paga el E sta d o
por los nuevos bienes capitales (es d ecir: $ S representa el ritm o de las
in v ersio n es).
E s convenien te distinguir cu atro clases de decisiones que hab rán de
adoptar los responsables de la dirección de ¡a industria.
1) D ad o un estab lecim ien to de tipo y tam año particulares ¿qué can ti­
dad de trabajo debe em plearse y qu é volum en de prod ucción debe obtenerse
de ese establecim iento? A esto lo llam arem os la “intensidad de utiliza­
ció n ” de un establecim iento p o r el trabajo. Si se observa la segunda regla
de las m encionadas arriba (co n tro la r la prod ucción de tal m od o que se p ro ­
cure igualar el p re cio co n el costo m a rg in a l), esto dependerá del precio de

la p rod u cción , el nivel de salarios y la am plitud co n que el co sto m arginal


de operación (C . M . O.) suba a m edid a que au m en te la intensidad de u ti­
lización de] establecim iento. L a diferencia en tre el precio de p rod u cción
y el co sto m edio de op eración (c . m . o.) m ultiplicado p o r la p rod u cción , será
la ganancia de ese establecim iento, co m o se representa en la gráfica 1.
242 APÉNDICES

2) ¿C u ál debe ser el tam añ o de cada establecim iento? (É s t a es, p o r su­


pu esto, un a decisión qu e se to m a rá sólo a m edid a que se desgasten los esta­
blecim ientos existentes o cu an d o se exam in e la convenien cia de construir
otros nu evos.) E s to será d eterm in ado p o r el co sto total m edio ( C . T . M .)
de prod u cción en establecim ientos de diferentes tam años (incluyend o el
co sto de con stru cción de 'los establecim ientos m ás el precio de contabilidad
del cap ital que su p on en ) de acu erd o co n la regla de qu e, dond e el nú m ero
de establecim ientos en la industria es crecid o , el tam añ o de ellos debe ser
aquel que haga de C . T . M . un m ín im o .7 E s to pu ede ser expresado por
m ed io de la c u r a U envolvente (envelope U-curve) de L e rn e r, en la que
la curva m ás larga representa el C . T . M. en establecim ientos de diferentes
tam añ o s, y las curvas superpuestas, m ás pequeñas, representan el co sto m e­
dio de operación (c . m. o.) al prod ucir diferentes volúm enes de p rod u c­
ción en los establecim ientos de un ta m a ñ o dado (c o m o en el diagrama
a n t e r io r ).

G rá fic a 2 . P ro d u cció n

3) ¿C u ál debe ser el n ú m ero de establecim ientos en una industria? E s to


dependerá, gen eralm en te, de la ganancia que ob tien e cada establecim iento
tal co m o la definim os en el inciso I . Si el tip o de ganancia (es decir, la rela­
ción e n tre la ganancia y el valor del estab lecim ien to estim ado en su costo
de reco n stru cció n ) que ob tien e un establecim iento típ ico de una industria
es m ayor que el precio de contabilidad del capital, es de presum irse que
au m en te el nú m ero de dichos establecim ientos, y viceversa. (P e ro puede
hab er excepciones a esta regla cuan do sea ventajoso au m en tar el tam añ o de
toda la industria o, a la inversa, desventajoso; y estas ventajas o desventajas
pu eden h acer deseable la expansión o la co n tra cció n aun cu an d o el tip o de
ganancia sea igual al precio de contabilidad del ca p ita l.)

V L a contradicción que existe entre esto y el principio de L ern er acerca de que


el tam año del establecim iento debe ser elegido de tal m odo que C . T . M . sea igual
al precio de demanda (E co n o m ic Journal de junio de 1 9 3 7 ) es sólo aparente. E l
principio de L em er entra en juego cuando los establecim ientos en una industria
son suficientem ente escasos para hacer imposible un ajuste tan exacto de su núm ero
que les perm ita ser a todos de un tam año óptim o y, al m ism o tiem po, ser opera­
dos a una capacidad “norm al” . M i curva envolvente no es del todo igual a la
suya: en tanto que la m ía no por fuerza es la curva del costo de la industria,
la de él lo es en apariencia.
APÉNDICES 243
4) E n tr e diversos tipos técn ico s de establecim ientos (in d ep end ientem en te
de su ta m a ñ o ) ¿cu ál hab rá de escogerse? E sto s tipos serán diferentes, n o sólo
porque los costos en cada tipo de establecim iento serán diferentes, sino
tam bién sus costos de co n stru cció n y m an ten im ien to. T o m an d o en cuen ta
estos factores, la elección se hará de acuerdo con una regla sem ejante a la
de los casos de la clase 3. D e esto se desprende que si el p recio de c o n ta­
bilidad del capital es bajo, los tipos de establecim ientos que ten gan un costo
de con stru cción relativam en te alto, en com paración a las ventajas de los
costos de op eración que p ro m eten , serán preferidos en p rim er térm ino
cuando el precio de contabilidad es a lto . C am bios de esta clase representan
el “proceso de profun dización” de H aw trey, por oposición a su “ proceso de
am pliación” .
Supongam os que el E s ta d o , co n objeto de estim ular un au m en to de las
inversiones, red u ce el precio de contabilidad del capital. E n este caso habrá
una ten den cia a realizar cam bios en los tipos 3 y 4 . L a m ayor actividad
en el sector de bienes de p rod u cción im plicará una de dos cosas: o el traslado
del trabajo dedicado a los bienes de consu m o hacia los bienes de p rod u c­
ción (e n cuyo caso n ecesariam en te im plicará una reducción de la intensidad
de la utilización de los establecim ientos que prod ucen artículos de consu­
m o ) , o la absorción, por las industrias de bienes de prod ucción , de la m an o
de obra a n teriorm en te desocupada. E l e fecto n eto será una elevación del
precio de los bienes de con su m o (m ed id a ya sea en dinero o en unidades-
s a la r io ):8 puesto que, co m o ya hem os visto arriba, G , que es = C — (S —
— <£> S ), varía con el ritm o de las inversiones. E n otras palabras, si la dem anda,
que depende de la nóm ina to ta l de salarios, aum enta relativam en te a la
oferta de bienes de con su m o, que será la consecuencia del au m en to de las
inversiones, el nivel de precios del consu m o debe subir relativam ente al nivel
de salarios. E n un a etap a posterior, es cierto, a m edida que nuevos esta­
blecim ientos van siendo construidos, la prod ucción de bienes de consu m o
aum entará y su p recio ten derá a caer n u evam ente. P ero, p o r el m o m en to ,
m ientras se hacen las inversiones, el nivel de precios de la prod u cción final
subirá in evitablem ente, y co n él las ganancias de la industria. E s ta elevación
m edirá, en e fecto , el “ a h o rro ” de la com unidad que corresponde a (y es

8 Si hay una ocupación plena existirá la dificultad de que la elevación de


precio fom entará un aum ento de la producción de las industrias de bienes de co n -'
sumo al mismo tiem po que existe una m ayor dem anda de m ano de obra para los
bienes de producción. E n este caso d e b e existir algún m ecanism o, p o r ejem plo un
im puesto sobre la producción de bienes de consum o, para cubrir la diferencia
entre C . O . ¿Vi. y el precio, al im pedir de ese m odo una expansión de la producción
o aun reducirla con objeto de que haya m ano de obra disponible para las industrias
de bienes de producción. Sin em bargo, si existe una reserva de trabajadores desocu­
pados, esta dificultad n o se presentará, y el aum ento de las inversiones puede tener
lugar al parejo de un aum ento de la producción y de la ocupación en las industrias
de bienes de consum o (C . O . M . y el precio más elevado llegan a ser iguales gracias
a una expansión de la producción, siem pre que los costos a corto plazo suban
debido a aum entos de la p ro d u cció n ).
E s de hacerse n otar que aun si el efecto de la m ayor dem anda de m ano de
obra fuera el de elevar los salarios, esto no alteraría el hecho de que las ganancias
subirían proporcionalm ente al aum ento de las inversiones. Si los salarios suben,
el precio de los bienes de consum o se elevaría proporcionalm ente m ás. D el mismo
m odo, si el aum ento de inversiones se tradujera no en una transferencia de la
m ano de obra, sino en la ocupación de una nueva reserva de ella, el precio de
los bienes de consum o se elevará debido al gasto de una m ayor suma de salarios.
244 APÉNDICES

creada p o r) las inversiones corrien tes. L as ganancias de la industria corres­


pond erán e x a ctam en te al ritm o de las inversiones, de m anera q u e, desde un
p u n to de vista presupuestal, el program a de inversiones del E s ta d o se finan­
ciará a si m ism o, crean do la can tid ad de ganancias ex actam en te necesaria
para financiar las inversiones.9
P e to esta m ism a elevación del p recio, al a u m en tar las ganancias, habrá
au m en tad o la “ dem anda de cap ital” y, p o r ello m ism o, hab rá elevado el p re­
cio de equilibrio del capital p o r arriba del nivel a que se hallaba originalm ente.
Si el E s ta d o retard a o pospone la elevación de su precio de contabilidad (d es­
pués de su reducción in ic ia l), el in cen tiv o para am pliar la p rod u cción de
bienes capitales n o sólo persistirá, sino que au m en tará acu m u lativam en te. Si,
p o r o tro lado, después de dism inuir in icialm en te su ritm o para estim ular las
inversiones, se apresura febrilm ente a elevarlo sólo co m o un freno de
la ten d en cia inflacionista, pu ede hallarse en el futu ro en una posición en la
qu e su capacidad de influir en las inversiones p o r m edio de un cam b io de
su p recio de contabilidad se halle seriam en te afectad a, puesto que los d irecto­
res de la industria n u n ca esperarán que sem ejante cam b io de precio perdure
p o r m ás de un breve* intervalo y lo to m arán co m o el herald o de un cam bio
en sentido contrarío para el futu ro in m ed iato . E n otras palabras, la dificultad
que hoy día existe para ejercer influencia sobre las inversiones a largo plazo
a través de cam bios del ritm o a c o rto plazo to rn ará a reaparecer, sólo que
en un a form a m ás acen tu ad a.1*)

9 L a cantidad en que el “m ultiplicador de ocupación” excede a la unidad,


dependerá aquí sim plem ente del grado de inclinación de las curvas (ascendentes)
del costo a corto plazo (p rim er diagram a) en los establecim ientos existentes, puesto
que esta inclinación determ ina el “ m ovim iento hacia la ganancia" (shíít to profít)
a m edida que aum enta la dem anda. P ero cualquiera que sea esta inclinación, el
equilibrio dentro de los supuestos que se h acen arriba requiere que la producción
en es^os establecim ientos sea increm entada hasta el punto en que el costo m arginal
haya subido suficientem ente (co n relación al costo m edio) para producir una
cantidad de ganancias que sea igual al volum en de inversiones.
10 D ebe concluirse que el “verdadero” precio contable del capital se hallará
en su pu nto más bajo cuando, por cualquier razón, el ritm o de las inversiones netas
sea igual a cero. Las ganancias en este caso serán iguales a cero, puesto que con un
ritm o de inversiones igual a cero el equilibrio sólo puede lograrse cuando el nivel
de precios de la producción — c. m . o. de la producción, situación en la cual los
salarios son, por definición, la única fuente de la dem anda de la producción final
y los costos sólo tienen por ingredientes los salarios. D e esto parecería concluirse
que, puesto que las ganancias son iguales a cero , el "verdadero” precio contable
debe ser tam bién cero. P ero n o sucede así, puesto que un precio contable del capital
igual a cero podría estim ular los cam bios del tipo 4 (cam bios del tipo técn ico de
los establecim ientos) debido a la econom ía de los costos de operación que podría
obtenerse del nuevo tipo de establecim ientos; ahora bien , para m an ten er un ritm o
de inversiones netas igual a cero, el precio contable tendría que ser demasiado
elevado para com pensar la ventaja de un cam bio sem ejante. (E s evidente que esto
corresponde a la productividad del volum en existente del capital en la teoría tradi­
cional de la teoría del capital. “ Sólo será cero cuando cam bios de la clase 4 han
ido lo suficientem ente lejos para llegar a lo que h a dado en llam arse el pu nto
de la ‘saturación’ de capital” . V éase m i E co n o m ía política y capitalism o, 2^ ed.,
F .C .E ., 1 9 6 1 , así com o un artículo de Lange en R ev iew o f E c o n o m ic Studíes, de ju­
nio de 1 9 3 6 .) P o r otra parte, si la regla aplicable al caso 3 fuera aplicada rígidam ente
en el sentido de reducir el nú m ero de establecim ientos en una industria si el tipo
de ganancia fuera m enor que el precio del capital, cualquier precio contable positivo
del capital dará lugar a cam bios de esta clase en el curso del tiem po, y la posición
APÉNDICES 245
E sto s resultados n o parecerán extraños a aquellos que se hallan fam ilia­
rizados co n los supuestos d e la proposición de que el “ahorro es igual a la
inversión” . D o n d e el E sta d o es el inversionista, sus decisiones de inversión
determ in arán y crearán el “a h o rro ” de la com unidad que sea necesario
para financiarlas, c o m o si se tratara de las inversiones que h acen los em ­
presarios privados. P e ro cu an d o todos (o casi to d o s) los ingresos personales
se gastan, este ahorro p articipará de las características del llam ado “ ahorro
forzad o” : el efecto im p o rtan te de las inversiones será, no el de au m en tar
los ingresos m onetarios de los individuos, sino los del E stad o en form a de
ganancias industriales. L a idea de que el E sta d o “ crea” sus propias ganancias
por m edio de sus propias inversiones es, por supuesto, la m ism a de K alecki
en un recien te a rticu lo ,1! según la cual, de acuerdo con supuestos sem e­
jantes, los gastos de los capitalistas “ cre a n ” las ganancias de éstos. Si, p o r
consiguien te, se deja que los cambios d e precios de la p rod u cción y de las
ganancias a que dan lugar, influyan sobre las decisiones de inversión de la
industria, en to d a aceleración o dism inución de las inversiones du ran te el
co rto periodo hab rá una ten d en cia acum ulativa (es decir, hasta qu e el nú m ero
o la clase de establecim ientos haya ten ido tiem p o de m odificarse y, p o r
ta n to , de influir suficien tem en te sobre el tipo de ganancia en una dirección
opuesta a la dirección en que la ganancia to tal se ha m o v id o ).
E s ta característica de la situación es m ás acentu ada en una econom ía
socialista (a l m enos sus inversiones son planeadas por un a autoridad c e n tra l)
debido a que, en la m edid a en qu e los salarios son la única form a de ingreso
persona] y se “a h o rre ” p o co o nada de esos salarios, la dem anda de prod u ctos
term inados se identifica co n el co sto a co rto plazo de la p rod u cción , a n o ser
que el E sta d o haga gastos. E n una sociedad capitalista existen, adem ás de los
salarios, otros ingresos, y en la m edid a en que lo que se gasta de estos ingre­
sos (m edidos en térm inos reales) tienda a alterarse inversam ente al precio
de los prod uctos term inad os, se in trodu ce un elem en to estabilizador. E n un
supuesto sem ejante a éste es en el que los escritores tradicionales parecen
haberse apoyado cuan do dicen que eP sistem a tiende hacia un equilibrio
estable y cu an d o, en p articu lar, consideran las variaciones de los salarios m o ­
netarios co m o una influencia equilibradora. P ero es evidente qu e las consi­
deraciones que se h acen arriba n o dejan de aplicarse tam bién a una sociedad

sería necesariam ente inestable a cualquiera que fuese el nivel de este precio
contable. D ebe existir, sin em bargo, un nivel de este precio contable al cual, presu­
m iblem ente, el ritm o al que ocurren los cambios de la clase 4 equilibra exactam ente
el ritm o a que se suceden los cam bios opuestos de la clase 3, y en este sentido lo
que podría definirse com o inversión n eta igual a cero para la econom ía en su
conjunto, podría prevalecer, aun cuando ocurran cambios dentro del capital-equipo
total existente. D ebe hacerse notar, adem ás, que si la regla de igualar C . M . O . al
p recio ha de observarse, la utilización intensiva de los establecim ientos existentes
tiene que ser restringida hasta un punto en que c. m . o. = C . M . O ., es decir,
hasta un pu nto m ás abajo de aquel en que los costos de operación com ienzan a
subir a m edida que la producción de los establecim ientos aum enta (e l punto X de la
gráfica 1 ) . Pero esta condición sólo puede ser satisfecha, ya sea a expensas de
cierta desocupación de la m ano de obra existente, ya si el núm ero (o tam año)
de los establecim ientos en cada industria ha aum entado hasta un punto que co ­
rresponda a (y , por consiguiente, suponga la existencia previa d e ) un precio con­
table del capital igual a cero.
11 Review o í E c o n o m ic Studies, febrero de 1 9 3 7 ; tam bién en Essays in t b e
T heory o f E co n o m ic Flu ctu atio n s. V éase, asimismo, A S im p le T h eo ry o í Capital,
W a g es, P ro fit o r L o ss, del D r. E . C . van D orp.
246 APÉNDICES

capitalista, co m o ya lo lian h e ch o n o ta r escritores co m o Keynes, Kalecki y


la señora R ob inson , los cuales han subrayado la ten d en cia de las ganancias
y las inversiones a a u m en tar acu m u lativam en te a m edid a que la ocup ación
plena se aproxim a, en ta n to qu e “ el auge se alim en ta a sí m ism o ” , hasta
que se llega a un p u n to en que cualquier nuevo au m en to de las inversiones
o de los salarios nom inales pone en m ovim ien to un proceso de hiperinfla-
ció n acum ulativa. T a l será el caso si la dem and a de los n o asalariados es
c om p letam en te inelástica (p o r el m o m e n to ), de m anera que casi siem pre
cam b ian su gasto en dinero prop orcional y d ire cta m e n te a cualq uier cam b io
de los precios. Si en el análisis de arriba aban donam os el supuesto de q u e j a
tierra n o tiene precio y de que los costos sólo consisten en salarios, entonces
la ten d en cia ascen den te de los precios de los recursos naturales escasos a m e ­
dida que la inversión au m en ta (elevand o, de ese m o d o , los costos indepen­
d ien tem en te de cualquier cam b io de los salarios) puede obrar, hasta cierto
p u n to , co m o un fa cto r estabilizador de la situ ación. N o es probable que
éste sea el caso, sin em bargo, sí aban donam os el supuesto de que los asala­
riados no ahorran, pu esto que cu an d o los precios suben y el poder adquisi­
tivo de su salario baja, lo probable es que n o ah o rren m ás sino m enos que
an tes, y a la inversa. A b andonar este supuesto es, p o r consiguiente, in trod u cir
una influencia pertu rb adora adicional, n o estabilizadora.
P o r o tra parte, se conclu ye que en esta situ ación, si se apega uno a las
reglas sugeridas p o r el D r. L an ge y otros, el volum en de ocup ación será
determ in ado p o r el ritm o de las inversiones, dado el volum en y tip o de los
establecim ientos existen tes, p u esto que el ritm o de inversiones, determ in ando
co m o determ ina la relación e n tre el nivel de precios de los bienes de consu m o
y los salarios nom inales, d eterm in a el nivel de p rod u cción y, p o r ta n to , la
capacidad de ocup ación de los establecim ientos existen tes en las actividades
de con su m o. Si, p o r consiguien te, se desea m a n te n er una plena ocup ación ,
el ritm o de las inversiones n o pu ede ser fijado a volun tad de la autoridad
planificadora, a n o ser aban donand o la regla de igualar el precio c o n C . M. O.
E s co m p le ta m e n te irracional que, en una situación determ in ada, el E sta d o
se halle obligado a sostener un ritm o dado de inversión, in dep endientem ente
de otras consideraciones co m o la ún ica altern ativa, p o r un lado, fren te a
la desocupación o , p o r o tro , fren te a la aguda escasez de m an o de o b ra .12

12 Sólo hasta que la “saturación de cap ital” se ha logrado es cuando la plena


ocupación es com patible con un ritm o de inversiones igual a cero, de acuerdo con
los supuestos de arriba. A m edida que aum enta la cantidad de establecim ientos, así
com o su productividad, por m edio de aum entos sucesivos al volum en de equipo de
capital, el tipo de ganancia que obtiene cada establecim iento (y la intensidad
de utilización de los establecim ientos requerida para producir esta ganancia) gracias
a un ritm o dado de las inversiones, caerá. Y a sea que la cantidad total de trabajo
requerida para hacer funcionar la totalidad de los establecim ientos existentes tienda
a aum entar o disminuir, dependerá de si los cam bios del tipo 3 se realizan m ás rá­
pidam ente que los cam bios del tipo 4 en dirección de una econom ía de trabajo,
es decir, del ritm o relativo de los cam bios del proceso de “profundización” y
de los cam bios del proceso de “ am pliación” . Si no se hiciera ninguna inversión,
la capacidad de la industria para absorber trabajo sería dada únicam ente por la can­
tidad de establecim ientos existentes y de su productividad, es decir, por la capa­
cidad de dar trabajo de esos establecim ientos (dad a la regla de igualar C . M . O . con
el p re cio ).
APÉNDICES 247
III

E sto s resultados n o se prod ucirán, naturalm ente, si abandonam os nu estro


supuesto de que los salarios son la única form a de ingreso personal e im agi­
nam os que cada individuo, p o r arriba de su salario, recibe un “ dividendo so­
cial” con ced id o d irectam en te p o r el E s ta d o .13 P ero no es sólo la presencia
de este ingreso adicional, sino sus m odificaciones apropiadas, lo que ejer­
cerá una influencia estabilizadora. Si, por consiguiente, deben contrarrestarse
las tendencias acum ulativas laten tes de esta situación, es necesario h acer va­
riar este dividendo social en relación inversa al ritm o de las inversiones, en
ta n to que su can tid ad absoluta debe ser fijada de tal m od o qu e, junto co n el
ritm o de las inversiones, sea capaz de asegurar la ocup ación plena. C o m o un
m ecan ism o estabilizador podría em plearse, adem ás, un im puesto sobre el
volum en de negocios que varíe en relación directa co n ese ritm o de las
inversiones. E n este caso, el costo m arginal más el impuesto tendrían que
ser igualados, p resum iblem en te, co n el precio; 14 y cuando el ritm o de las
inversiones au m en tara en un a cond ición de plena ocup ación , la inevitable
diferencia en tre C . M. O . y precio sería cub ierta p o r el im puesto; las ganan­
cias n o au m entarían en las industrias de bienes de consu m o; la p rod u cción
de éstas quedaría restringida y la m an o de obra libre para trasladarse a las
industrias de bienes de p ro d u cció n .15 A llí donde el ritm o de las inversiones
fuera relativam en te elevado, un im puesto será el m ecanism o indicado; allí
donde fuera in ferior a cierto nivel crítico, un dividendo social. E l sistem a de
precios sugerido p o r el D r. L an ge no sería im practicable a con d ición de que
sem ejante m ecan ism o , ce n tralm en te controlado, estuviera funcionando.
P ero para algunos la necesidad de crear el artificio especializado de los
dividendos sociales variables o el de im puestos para “ neu tralizar” suficiente­
m en te el dinero para que pueda operar un sistem a de precios contables, p o­
dría p arecer un ta n to e x cé n trico ; y hasta podría uno estar ten tad o de pensar
que tiene p o co de recom en dable, salvo com o un m edio ingenioso para re­
prod ucir en una econom ía socialista el “ capitalism o ideal” im aginado p o r los

1-3 C o m o el m ism o D r. L an ge sugiere cuando se refiere a los casos en que


una parte del salario se paga en esta form a. H . D . Dickinson tam bién h a insinuado
algo parecido. Pero estos escritores consideran esto aparentem ente com o un arreglo
opcional, no necesario, y la cantidad de ese ingreso com o “arbitrario” . E l D r. Lan ge,
en efecto, se refiere a este dividendo com o “determ inado por e l rendim iento total
del capital y de los recursos naturales” m enos la inversión (op. c i t , p. 7 5 ) . Pero
esto equivale a poner la carreta delante del caballo, puesto que es la m agnitud
de este dividendo m ás lainversión lo que determ inará tanto las ganancias de la in­
dustria de Estado (es decir, a lo que parece, “el rendim iento to tal” del capital)
com o el nivel de ocupación, y a m enos que se haga bajar el dividendo a m edida
que la inversión sube (o viceversa) las ganancias totales subirán (o b aja rá n ).
14 E l costo m arginal, aunque ya no igual, seguirá siendo proporcional al precio,
y esto, com o K ahn lo ha señalado (E co n o m ic Journal, vol. X L V , n ? 1 7 7 ) , es todo
lo que se requiere para lograr la distribución "ideal” de los recursos.
15 P arece evidente que ésta es la función prim aria que desempeñan los muy
elevados im puestos sobre el volum en de negocios (tu m o v ei tax) bajo los tam bién
m uy altos ritm os de inversión de los planes de cinco anos de la U nión Soviética.
Sin ellos los síntom as de escasez de m ano de obra se agudizarían m ás y las
“ colas” y la escasez de artículos de los años que siguieron a 1 9 3 0 volverían a apare­
cer. Al m ism o tiem po, estos im puestos sobre el volum en de negocios se usan para
establecer una diferencia entre las distintas clases de bienes de consum o, por
ejem plo entre artículos de lujo y artículos de prim era necesidad.
248 APÉNDICES

econom istas. Si el nivel absoluto de precios (y a sea de artículos listos para


el consu m o o in term ed ios) es in diferente, y si lo que im p o rta es la considera­
ción de la prod uctividad com p arativa de los recursos eco n ó m ico s, no se ve
p o r qué las decisiones econ ó m icas n o podrían ser tom adas m ás pru d en te y
sim plem ente m ed ian te una in sp ección d ire cta de esas productividades c o m ­
parativas, más bien que p o r un in te n to elaborado de igualar dos grupos de
precios, el de los prod u ctos y el de todos los recursos usados. E l p rim er
m éto d o requeriría que todas las decisiones de inversión (p o r lo m enos en
sus lineam ientos generales) estuvieran centralizadas en m anos de las au tori­
dades planificadoras centrales, y que sólo los salarios (y n o el precio del
ca p ita l) se incluyeran en el cálcu lo de los costos. E s to querrá decir qu e el
co n tro l sobre las cuestiones de las clases 2 , 3 y 4 m encion adas arriba necesi­
taría estar cen tralizad o: al decidir qué ca n tid ad de los recursos de la co m u ­
nidad habría que invertir, la autoridad p lanificadora ten dría que decidir si­
m u ltán eam en te (c o n apoyo en los datos y consejos que diera cada in du stria)
c ó m o y cuándo deberían hacerse las inversiones. P o r lo que se refiere a este
m étod o, habría que decir m u ch o m ás de lo que gen eralm en te se dice. A l t o ­
m ar esas decisiones la autoridad p lanificadora, ten dría que aplicar la regla
del m áxim o d irectam en te, y no a través de un precio con tab le del capital.
E n otras palabras, ten dría que destinar cada clase de recursos al uso en que
su productividad (e n el m a rg e n ), valorizada en térm inos de p rod u cción final,
fuera considerada co m o la m áxim a. P u e sto que la decisión tendría que
exam inar d irectam en te las productividades com parativas de los diferentes
usos (y n o la diferencia e n tre el valor de la p rod u cción y un precio c o n ta­
b l e ), los cam bios del nivel absoluto de precios de la p ro d u cció n final serían
indiferentes para la decisión, de m an era que las dificultades que hem os
m encion ado en relación co n los cam b ios en este nivel n o se presentarían.
L as autoridades planificadoras ten drían qu e co n o ce r, sim p lem en te, la di­
rección ascendente de la p rod uctividad y m over los recursos siem pre en esa
d irección hasta que ya no pu dieran subir m ás. Se ha dich o que la centraliza­
ción de las decisiones de inversión puede ser m u y in conven ien te para adop­
tarlas co n buen sentido. P ero ¿n o sería posible que cada uno de los respon­
sables del m anejo de una unidad industrial pudiera presentar su plan parcial
sobre la base, p recisam en te, de los m ism os datos de que disponen en el
esquem a del D r. L a n g e (planes form ulados, quizá, sobre la base de un precio
co n tab le o sim plem ente co n datos provisionales acerca de la can tid ad de re­
cursos disponibles para esa in d u s tria ),is y dejar que la autoridad cen tral
se lim ite a la revisión e in tegración de los planes seccionales así form ulados?
L a diferencia consistiría en que el proceso de prueb a y error, y de ajustes y
reajustes, tendría lugar a n tes, y no después, de que cualquier plan fuera
finalm en te aprobado e in corp orado en acto s con cretos de inversión.
¿O peraría, no ob stan te ( “ sobre el p a p e l" ) , la autoridad planificadora con
relaciones análogas al c o n ce p to trad icion al de un tipo de in terés, aun cuan do
n o cargara ningu no, ni siquiera co n prop ósitos contables? A l to m a r una de­

16 E s muy posible que la proposición del D r. L an ge pueda ser útil com o parte
de la técnica de planeación, aun cuando dejara de desem peñar el papel de un regu­
lador autom ático de las decisiones tom adas finalm ente. E n otras palabras, un precio
contable prelim inar podría usarse por las unidades industriales com o una base
para construir el prim er bosquejo de los planes y ese precio podría ser usado sim­
plem ente com o un “d etecto r” durante el proceso de elaboración de los planes,
pero sin que después juegue necesariam ente ningún papel decisivo.
APÉNDICES 249
cisión de cualesquiera de los tipos 2 , 3 y 4 m encionados arriba, aquella au tori­
dad se hallaría, p resum iblem en te, fren te a datos que podrían ser expresados
en térm inos de una relación e n tre la productividad n eta (después de to m ar en
cu en ta el co sto de dep reciación o de m an ten im ien to, así co m o los del fu n ­
cion am ien to ord in ario) y el co sto de con stru cción . Si todos los p royectos
fueran expresados en térm in os de esa relación, se podría form ular una lista
de proyectos de acuerdo c o n su jerarquía o im portan cia. L a distribución de
recursos se podría decidir, en ton ces, m edian te un simple m ovim ien to h acia
abajo de esa lista de prioridades. E s claro que aquí la consideración d o m i­
n an te ten dría que ser la m agn itu d relativa, no la absoluta, de estas relaciones.
L o im p o rtan te sería que una inversión determ inada que m ostrara una m ayor
relación de p rod uctividad neta siem pre tendría que ser atendida antes
que o tra co n una relación de productividad neta inferior. P o r ta n to , h a­
bría que adoptar las decisiones del tipo 2 , dando prioridad a la con stru cción
de un establecim iento del tam añ o que produjera la m ás elevada productividad
neta en relación co n el co sto de co n stru cció n . P o r lo que se refiere a la elec­
ción e n tre cam b ios de los tipos 3 y 4 , es probable que algunos m étod os té cn i­
cos co n un peq ueñ o co sto de con stru cción figuraran en un lu gar m ás elevado
de la lista, aun cuan do sus costos corrientes de operación y conservación fueran
relativam en te altos; en con secu en cia, su con stru cción ten dría, p o r lo p ro n to ,
que ser preferida. Sin em bargo, a m edida que el nú m ero de establecim ientos
de esta clase a u m en tara, el precio de sus prod uctos tendería a caer, dism i­
nuyendo su relación de prod uctividad en m ayor proporción 17 que la de los
m étod os técn ico s c o n m enores costos de operación y conservación, aunque
in icialm ente co n m ás elevados costos de con stru cción . A m edid a que esto
ocurriera, los últim os ascenderían en la lista de prioridades. L a inversión
en nuevos m étod os principiaría. C u an d o los nuevos m étod os en traran en
uso, sería costeable trasladar la m an o de obra previam ente ocupada en la
reparación y conservación de los viejos establecim ientos h acia los trabajos
de conservación de los nuevos, pu esto que la productividad n eta del tra ­
bajo de conservación de los últim os sería, ahora, m ayor. D e esta m anera
los nuevos establecim ientos com enzarían a reem plazar gradu alm ente a los
viejos; y el proceso de transición sucesiva a proyectos más com plicad os c o n ­
tinuaría h asta que se hubieran agotado las posibilidades de red u cir los costos
de op eración y conservación p o r m edio de cam bios del tip o 4 . 18

17 E sto por la razón de que si x es el producto, y el costo del producto, X — y


a
la ganancia, y — la relación entre el nuevo y el viejo nivel de precios, enton-
b
a
----------x y
b
ces ---------------------------- será m ayor m ientras m enor sea y.
X — y
18 E n otro lugar he dicho que puede haber situaciones en las que sea desea­
ble invertir inm ediatam ente en los m étodos más productivos, aun cuando éstos
fueran relativam ente de rendim iento lento y supusieran un gran costo de cons­
trucción inicial. E l ejem plo de arriba pretende dem ostrar cóm o el cálculo de las
relaciones de productividad com parativas puede tener lugar cuando es apropiado el
tránsito m ás gradual de los m étodos técnicos simples a los complejos.
250 APÉNDICES

IV

P e ro existe una consideración que para m í es con clu yen te en e¡ sentido de que
la planeación centralizada de las inversiones es superior a un sistem a descen­
tralizado que funciona bajo el co n tro l de un precio con tab le o un tipo de
in terés., C o m o ya lo he dich o en o tro lu gar,:19 las inversiones podrían planearse
de m o d o m ás coh eren te a través del tie m p o p o r m edio del p rim er m éto d o ,
p u esto que las decisiones de inversión podrían ser adoptadas a la luz de un
m ejor con o cim ien to de los datos de que depende la “ co rre cció n ” o el “ error”
de esas decisiones. E s te elem en to podría p arecer tan fund am en tal para la
superioridad de una econ o m ía socialista sobre una capitalista que llegaría
a ser la clave esencial de un sistem a planificado. Si p o r otra p arte, los p ro ­
blem as de co n stru cció n de establecim ientos tuvieran que resolverse de m od o
descentralizado, de acuerdo co n la regla em pírica correspondiente al precio
co n tab le , los responsables de las decisiones se hallarían a ciegas p o r lo que
se refiere a los desarrollos que tienen lugar en otras partes y que seguirán
ten iend o en el futu ro y de los cuales tiene que depender lo qu e hagan. P o r
la propia situación en que se hallan no p u eden ten er a su disposición todos
los datos im portan tes; y ésta es la dificu ltad fu n d am en tal.20 E s una sim ­
plificación excesiva im aginar que todo lo que es necesario co n o cer, ya sea en
una econ o m ía capitalista, ya en una socialista, es el p recio-préstam o presente
(loan-príce) y el p recio presente de los p rod u ctos. P u e sto que la inversión
representa un “ co n fin am ien to ” de recursos a través del tiem p o , el precio
fu tu ro del capital y de los prod u ctos será m u y im p o rtan te para cualesquiera
de las decisiones de los tipos 2 , 3 y 4 a que nos referim os arriba. E l em pre­
sario capitalista to m a su decisión sobre la base de las expectativas que se
ten gan a ce rca de la ten d en cia futu ra de esos factores; y a causa de que estas
expectativas son, p o r fuerza, m eras adivinaciones, se co m e ten errores que dan
lugar a esos “ tirones” del desarrollo y de las fluctu aciones. ¿ E n qué se apoya
la decisión de un d irecto r industrial den tro de una econom ía socialista? Si en
adivinaciones sem ejantes, se co m eterán e n to n ces errores sem ejantes que da­
rán lugar a tirones y posibles fluctu aciones (si n o se corrigen rá p id a m e n te ).
C o n ob jeto de estim ular la futu ra ten d en cia de los tipos de interés y los
precios de los artículos que prod u zca, tiene que adivinar no sólo cuál será
la p olítica oficial co n relación a las invasiones (a cerca de la cual, co m o
dice el D r. Lan ge, pu ede ten er una idea b astan te e x a c ta ), sino tam bién cuál
será la reacció n ordinaria de los distintos jefes de industria fren te al tipo de
interés corrien te, es decir, qué volum en de con stru ccion es se aco m eterá en la
econ o m ía en su co n ju n to y cuáles serán sus resultados. E n otras palabras,
la m ism a ten den cia fu tu ra se a fectará p o r sus propias decisiones y p o r las
de los otros industriales, y su decisión h ab rá de depender, en p arte, de
lo que, según calcule, será la reacció n de los dem ás jefes de industria, cálculo
que debe incluir o tro a ce rca de lo que ellos calculen que h ab rá de ser la
decisión de él. P arece, pues, in concebible que este juego adivinatorio pueda
ser reducido a un pequeño grupo de reglas sencillas. Y esto n o es una cosa

19 O p. cit., pp. 2 9 2 -6 , 3 4 9 .
20 N o siempre se entiende que este es un problem a de la situación objetiva
y n o de los factores subjetivos (la eficiencia de los directores, y su facultad de p re­
visión, e t c .) . Por ejem plo, Pigou y T . W . H utcliinson, Basic Postulates o í E c o n o m ic
T heory, pp. 1 8 6 -8 7 , en los que se aduce este argum ento com o si dependiera de
las cualidades personales de los adm initradores que tom an las decisiones y n o
de su situación.
APÉNDICES 251
que pu eda rem ediarse p o r m ed io de una graduación del precio con tab le
del cap ital en relación co n el periodo de inversión; puesto que el organism o
planificador ce n tral sólo p u ed e fijar, a su vez, un tipo a largo plazo sobre
la base de una con jetu ra a ce rca de cuál habrá de ser la reacció n de los jefes
de industria, ta n to fren te a ese tipo co m o frente a los tipos corrien tes a co rto
plazo, y esta reacció n , adem ás, dependerá parcialm ente de las conjeturas acerca
de có m o ese tipo a largo plazo ha de cam b iar. E n e fecto , es difícil ver có m o
el p recio co n tab le del cap ital, del D r. L an ge, si ha de ser un tip o a largo
plazo, puede ser un tipo de “ prueb a” y “ error” en cualquier sentido del tér­
m in o , pu esto que ese proceso de prueba y error que ha de ajustarlo y som e­
terlo a prueba descansa necesariam en te en el futu ro y se halla, p o r otra
p arte, som etid o a la influencia de los hechos ordinarios que, bajo un régi­
m en de decisiones de inversiones descentralizadas, están fuera del co n tro l
in m ed iato de la autoridad planificadora. E s to podría darnos la im presión de
que el ú n ico p recio co n ta b le del cap ital del que puede decirse qu e se halla
sujeto al proceso de prueba y error (y que, por ello m ism o, tiende a llegar
a ser un "v e rd a d e ro ” ti p o ) , es el tipo a co rto plazo.
C u an d o las decisiones n o pueden ser revisadas rápid am en te, co m o sucede
en el caso de las inversiones a largo plazo, es lógico que aquella serie de
decisiones, cada una de las cuales influye en las otras, quede coordinada en
una decisión única en vez de hallarse pulverizada en varias de carácter au tó­
n o m o . P e ro aun si todos los problem as de inversión fueran resueltos (o tu ­
vieran qu e ser aprobados fin a lm e n te ) por un a autoridad cen tral, las cues­
tiones de la clase 1 (e l volum en de p rod u cción de un establecim iento deter­
m inad o] podrían todavía ser resueltas de acuerdo co n la regla del D r. L an ge
y de L e m e r, es decir, igualando C . M . O . con el precio. E s to significaría
que las cuestiones a “ co rto p lazo” , es decir, las decisiones diarias acerca de la
intensidad de la utilización de los establecim ientos y el posible grado de
adap tación para enfrentarse a circunstancias im previstas den tro de un c o n ­
junto dado de decisiones de inversión recien tem en te tom ad as, podrían ser
descentralizadas. P e ro algunas de las dificultades discutidas en la prim era
m itad de este artícu lo volverán a presentarse aquí, y aun la conveniencia de
tolerar este m argen de au ton o m ía descentralizado será discutible. A h í donde
hubiera un m argen de m an o de obra desocupada sería preferible, co m o hem os
visto, am pliar la p rod u cción y la ocup ación hasta un p u n to en el que el
precio fuera igual al co sto prim o m arginal .21 P o r otra p arte, en una situa­
ción de ocu p ación plena se presentaría el problem a de una aguda escasez de
m an o de obra si el ritm o de las inversiones tuviera que ser au m en tad o; para
h acerle fren te, hab ría que reintegrar a la autoridad planificadora cen tral el
co n tro l sobre los program as de prod u cción de los establecim ientos p articu­
lares, o bien, im p o n er a cada establecim iento un gravam en sobre la p ro ­
d u cción y poder lim itar ésta. L a dificultad, sin em bargo, podría ser supe­
rada p arcialm en te m ed ian te una previsión suficiente; la cual es una prueba
de la im p o rtan cia de to m a r las decisiones de inversión a la luz del conoci-

21 E n una situación en la que prevalece la desocupación, el principio del


costo m arginal es generalm ente inapropiado, puesto que aum entar la producción
no im plica el traslado de trabajadores ya ocupados, sino la absorción de los des­
ocupados. P o r consiguiente, su ocupación no im plica m ás costo social que el de la
transferencia del ingreso real de aquellos que ya se hallan ocupados debido a
la baja de los salarios reales que el aum ento de la ocupación en estas circunstancias
(si los costos están subiendo) supone.
252 APÉNDICES

m ie n to de las tendencias de las futuras inversiones. L a situación descrita


sup one la existencia de m u ch os establecim ientos en cada in du stria. Si en
el pasado las inversiones han to m ad o la form a de cam bios apropiados de la
clase 4 , en vez de cam bios de la clase 3 , es d ecir, que si ha hab id o una m ás
rápida extensión del “proceso de p rofu n d izació n ” qu e del “proceso de am ­
pliación” , esta_ situación n o se habría presentad o. P ara lograr que nu nca se
p resente semejante^ situ ación, es necesario, p o r supuesto, una am plitud de
visión que está m ás allá de to d a esperanza razonable. P ero c o n un grado
de m oderada planificación del fu tu ro , las posibilidades de qu e se presente
serán m u ch o m enores.
IIN DIUtL

P r e f a c io .......................................................................................... 7

Advertencia a la segunda e d i c i ó n ................................... S

I. Requisitos de una teoría del v a l o r .................................. 9

II. La economía política c l á s i c a ............................................... 30

III. La economía política clásica y M a r x ..................................44

IV . Las crisis e c o n ó m ic a s ............................................................. 59

V . La tendencia de la economía m o d e r n a ...........................91

V I. Fricciones y expectativas: algunas tendencias recientes


de la teoría e c o n ó m ic a ........................................................ 128

V IL I m p e r ia lis m o ............................................................................153

'/III. E l problema de la ley económica en una economía so­


cialista ........................................................................................... 183

Apéndice I. (Traducción de lanotaque aparece en las


páginas 112 y 113 de la primeraedición inglesa) . . 228

Apéndice II. Nota al capítulo viii. Trabajo acumulado


e inversión a través del t i e m p o .......................................... 230

Apéndice III. Nota sobre el ahorro y la inversión en


una economía s o c i a l i s t a ........................................................ 238

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