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Trastornos de conducta en la infancia y la adolescencia

F. Ortuño Sánchez-Pedreño, P. Lorens Rodríguez, J.J. Plumed Domingo, G. Selva Vera y R. Tabares
Seisdedos. Coordinador: A. Agüero y M.A. Catalá, Valencia.

Sociedad Española de Psiquiatría

CONDUCTA NORMAL Y ANORMAL


Al evaluar la conducta en el niño, cualquier juicio que establezcamos dependerá de los
criterios que utilicemos para diferenciar la normalidad de la anormalidad. Así, tenemos:
- Normalidad como media. Esto supone el considerar como normales aquellas conductas
que se dan con mayor frecuencia en la infancia. Es importante, además, valorar el momento
evolutivo en que se produce el hecho. Así, no será lo mismo una conducta de excesiva
dependencia hacia la madre en un niño de 1 año, que en uno de 5. En este último caso, se
trataría de un retraso evolutivo.
Como problemático, tenemos que señalar el que muchos rasgos de carácter no pueden
considerarse desde ningún punto de vista patológicos. Así, un niño extremadamente
inteligente sería considerado, ciñéndonos a lo dicho, tan anormal como uno con un retraso
mental.
- Normalidad como ideal. Esta idea tiene su origen en las teorías psicodinámicas, de
acuerdo con las cuales la normalidad completa se trataría de algo utópico. El desarrollo
psíquico seguiría una escala evolutiva, cuyo escalón final sería un equilibrio intrapsíquico
completo. Evidentemente, la dificultad de este concepto reside en admitir la existencia de
patología en prácticamente todas las personas.
- Normalidad como ajuste. Esto supone una aproximación más flexible al concepto de
normalidad. Supondría la capacidad de adaptación del individuo al medio, de forma que
todos aquellos síntomas que produjesen dificultades al nivel de las relaciones
interpersonales, laborales o en los rendimientos escolares, desde un punto de vista subjetivo
o de acuerdo con un juicio externo, supondrían una patología.
Otra forma de evaluar la conducta sería siguiendo un criterio cuantitativo o cualitativo.
Cuantitativo se refiere a que las conductas normales o anormales se diferencian en el grado
o intensidad en que aparecen. Por ejemplo, una inquietud o actividad excesivas o, por
contrario, una gran pasividad, son sugestivas de conducta anormal. Lo cualitativo habla de
una diferencia en la calidad y tipo de las conductas normales y patológicas. El caso más
típico serían los síntomas psicóticos, que presentan una diferencia cualitativa clara con
respecto a lo normal.
A la hora de establecer los criterios diagnósticos para determinados cuadros, se han descrito
como entidades categoriales (aproximación cualitativa), aunque no dejan de ser
desviaciones estadísticas de la conducta normal. Entre estos dos conceptos hay una
superposición continua, y el decantarse hacia un extremo u otro depende del punto de vista
con que se juzgue. Un ejemplo de esto sería el retraso mental, ya que la diferencia entre dos
niños que presentan una gran variación de coeficiente intelectual puede valorarse
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ateniéndose a una diferencia numérica de CI, o a las manifestaciones en el comportamiento,


que reflejan una forma radicalmente distinta de juzgar los hechos e interpretar el mundo en
el que viven.
Otras patologías suponen tan sólo una desviación cuantitativa, como por ejemplo en la
enuresis, que se valora en función de la intensidad, frecuencia y momento evolutivo en que
se produce la conducta. Lo contrario sucede con enfermedades como el autismo, en que los
síntomas que lo definen suponen siempre una desviación cualitativa respecto al
comportamiento del niño normal.
Ya hemos comentado el valor clave que tiene el momento de aparición de un síntoma en el
desarrollo evolutivo del niño, puesto que nos orientará sobre su condición de normal o
anormal. Junto a esto, debemos considerar las futuras implicaciones en la conducta de
adulto. Así, algo menos de la mitad de los niños que cumplen criterios para un trastorno de
conducta presentarán un trastorno antisocial de personalidad de adultos. Sin embargo, los
síntomas de ansiedad o depresivos leves tienden a ser poco estables. Esto es importante
para juzgar la severidad de los síntomas.
Vamos a revisar brevemente la evolución del comportamiento del niño. No comentaremos
los dos primeros años de vida, dada la escasa relevancia de estos problemas en los primeros
años de vida, y nos centraremos en tres etapas:

- Años preescolares (2-5 años).


- Años escolares (6-11 años).
- Adolescencia.
Etapa preescolar. En esta etapa se mantiene un rápido incremento de la capacidad
intelectual, especialmente en la adquisición del lenguaje (al final de este período, el niño
mantiene un buen nivel de comunicación verbal).
Comienza a sentir la ansiedad ante la separación de los vínculos más significativos de la
infancia, especialmente de la madre. En los primeros años presenta un humor bastante
variable, y pueden estar presentes en su conducta actitudes de negativismo y pasividad. En
los juegos infantiles, el comportamiento del niño oscila entre la ternura y la agresividad.
Más adelante, aumenta la tolerancia del niño a la frustración. Aumenta la complejidad en
las relaciones del niño, y establece relaciones triangulares (envidias y rivalidades). Se
desarrolla la capacidad de relación con gente ajena al entorno familiar (compañeros de su
misma edad, profesores). Tanto la conducta oposicionista como las rabietas van
desapareciendo a lo largo de esta etapa.
Etapa escolar (6-11 años). En este período, el niño toma conciencia de su identidad como
persona, y las relaciones que mantiene son mucho más ricas y variadas. Ha adquirido
empatía, y tiende a limitar sus necesidades y deseos ante los de los otros. Existe un patrón
más organizado en la relación con los demás y un mejor manejo de los afectos, que sufren
menores variaciones. Hacia los 7-8 años se desarrolla un sentimiento de culpa más maduro,
en relación con los esquemas de valores aprendidos previamente.
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Los trastornos de conducta que presentan los niños en esta etapa aparecen indicados en los
criterios diagnósticos de las clasificaciones internacionales. De forma genérica, podríamos
hablar de dos grupos:
- Impulsivos. Estos niños presentan defensas psicológicas más primitivas (negación,
escisión, proyección). Carecen de empatía, y de capacidad para vivir la culpa. Suelen
presentar significativas dificultades de socialización.
- Neuróticos. Presentan defensas más maduras (desplazamiento, disociación,
racionalización). Son capaces de mantener relaciones de afecto, y de sentir un
remordimiento adecuado.
Adolescencia. Esta etapa evolutiva está marcada por los cambios biológicos, y por la
aparición de la madurez sexual. Es una etapa en la que se incrementa la conciencia de
identidad personal, y de las características y objetivos individuales. Se desarrolla la
capacidad para el pensamiento abstracto y para hacer planes de futuro. Aparecen intereses
heterosexuales, y comienzan a mantenerse relaciones con personas de sexo contrario.
El aumento de tensión psíquica que generan todos estos cambios adaptativos se ha pensado
que conducía a graves trastornos emocionales. Sin embargo, no son habituales en una
adolescencia normal más que síntomas ansiosos y depresivos leves. Los trastornos de
conducta en esta etapa pueden consistir en: explosiones agresivas severas, actividad
vandálica, consumo de sustancias psicoactivas y actividad sexual promiscua.

PREVALENCIA
Las tasas de prevalencia del trastorno de conducta varían en función de los criterios
diagnósticos empleados, la fuente de información (padres, profesores, psiquiatras,
adolescentes, datos oficiales delictivos...) y la edad. Los patrones de conducta referidos,
varían considerablemente entre niños, padres y profesores. Por ejemplo, los adolescentes
refieren más síntomas que sus padres, y esto es especialmente cierto en los que implican un
componente afectivo importante, como las emociones que acompañan a las conductas
violentas, temor a herir a alguien y crueldad con los animales.
Teniendo en cuenta varios estudios realizados en los últimos años que especifican la fuente
de información, el número de sujetos que componen la muestra y la edad (Anderson et al,
1987; Bird et al, 1989; Vélez et al, 1989; Costello et al, 1989; Offord et al, 1987 y Kashani
et al, 1987, entre los más importantes) (7), se observa una tasa de prevalencia del trastorno
de conducta que varía entre un 1.5% y 8.7%. Cuando se analizan en estos estudios los
factores de riesgo para padecer un trastorno de conducta, se da un acuerdo general para los
siguientes datos:
- El trastorno de conducta es más frecuente en varones.
- Para algunos autores las tasas de prevalencia son inversamente proporcionales al nivel
socioeconómico, aunque en este punto existen controversias, pues otros autores no
encuentran una relación tan estrecha.

- El trastorno de conducta aumenta con la edad (Costello, 1990) (7).


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- La conflictividad en el medio familiar y el bajo rendimiento escolar, son otros dos factores
de riesgo (Anderson et al 1989; Moffitt, 1990) (7).
En un estudio sobre la prevalencia de trastornos mentales en niños, realizado en la ciudad
de Valencia (Gómez-Beneyto et al, 1994) (6), se empleó una muestra de niños de tres
edades: 8, 11 y 15 años. Las tasa de trastorno de conducta resultó ser de 1.7%, 4.1% y 6.9%
respectivamente, observándose que esta tasa tiende a aumentar con la edad.
Otro aspecto de gran importancia es el estudio de la relación entre conducta antisocial y
psicopatología. La pregunta de qué factores convierten a un niño con trastorno de conducta
en delincuente está aún por contestar de forma definitiva. De hecho, menos del 50% de los
niños con trastorno de conducta, son catalogados de sociópatas en la vida adulta (Rutter y
Giller, 1983) (7). La presencia de factores de vulnerabilidad neurobiológica, la violencia y
el maltrato en el medio familiar, se asocian a conductas violentas en la vida adulta (Lewis
et al, 1989b) (7).
Desde la perspectiva de la epidemiología del desarrollo, la personalidad delictiva responde
a las siguientes características (Loeber 1988; Loeber y Dishion, 1983) (7): las conductas
antisociales se manifiestan antes que en otros niños, son más frecuentes que en los niños de
la misma edad, se tornan más graves de forma precoz y adquieren un carácter permanente a
lo largo del tiempo.
Olweus (1980) (14) define las cuatro variables más importantes en determinar la conducta
delictiva en adolescentes como: 1) Permisividad de la madre ante la agresividad, 2)
Negativismo de la madre hacia el niño, 3) Temperamento del niño (irritable, genio corto,
negativo) y 4) Uso por los padres de métodos de poder asertivos que contribuyen a la
agresividad (amenazas, castigos físicos...).
La relación entre datos de delincuencia recogidos en cuestionarios, delincuencia oficial
(datos oficiales) y un diagnóstico clínico de trastorno de conducta, no sigue una secuencia
lineal, como ha mostrado el estudio de Cambridge (Farrington 1983; West, 1982) (14).
Por último, referir que los niños con trastorno de conducta sufren con frecuencia otros
trastornos psiquiátricos, como por ejemplo psicosis, que en muchos casos no se
diagnostican (Robins, 1966) (4). De forma complementaria se aprecia que sujetos
diagnosticados de adultos de esquizofrenia, tienen el antecedente de haber cometido un
importante número de actos antisociales. De todos modos, este tema se comentará en
apartados posteriores.

ETIOLOGÍA Y PATOGENIA
En este apartado se proponen tres niveles de análisis:
- Factores individuales, en el que se incluyen las influencias genéticas, fisiológicas,
neuroquímicas, neuroendocrinas y neuroanatómicas, así como otras condiciones
individuales de riesgo.

- Factores familiares.
- Factores sociales.
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FACTORES INDIVIDUALES
Genéticos
En el momento actual puede decirse que la función de los factores genéticos en el trastorno
de conducta en el niño y adolescente está por determinar, ya que tanto los estudios en
sujetos adoptados como en gemelos, no ofrecen resultados concluyentes. No obstante,
existen hallazgos que apoyan la existencia de una cierta vulnerabilidad genética.
Es probable que exista algún tipo de predisposición genética para las conductas violentas,
pero se ignora qué es exactamente lo que se hereda y qué factores son necesarios para que
se manifieste en la conducta del sujeto, es decir, el fenotipo. Parece que una determinada
predisposición genética, o algún tipo de vulnerabilidad heredada, requiere la participación
de otros factores de tipo familiar y social, para traducirse en un trastorno de conducta o en
otro trastorno psiquiátrico, según los casos.
Anomalías cromosómicas. Se han descrito algunos cambios en la conducta del niño con
síndrome de Klinefelter (47/XXY) y en varones con cariotipo 47/XYY, pero hasta el
momento han habido pocos trabajos realizados en niños con anomalías genéticas.
Estudios fisiológicos
Algunos autores han planteado la hipótesis de que los sujetos con conductas antisociales
tienen una innata reactividad disminuida del sistema nervioso autónomo (SNA) a los
estímulos aversivos (Mednick, 1981; Hare, 1970), siendo valorada principalmente por el
ritmo cardiaco y la conductancia de la piel (7).
Mednick and Volavka (1980) (14) discuten esta lenta recuperación en relación con una
teoría del aprendizaje de socialización. Postulan que una combinación de baja reactividad
del SNA, respuesta anticipatoria disminuida y lenta recuperación ante una situación de
temor, hará que el niño esté menos capacitado que otros a aprender de la experiencia,
particularmente en relación con conductas socialmente inaceptables, como la agresividad.
Estudios neuroquímicos
La relación entre mecanismos de neurotransmisión y conductas agresivas ha suscitado un
enorme interés en los últimos años. La dopamina, la noradrenalina y la serotonina
probablemente participan en la fisiopatología de la conducta violenta; sin embargo, los
resultados que se conocen hasta el momento son de carácter preliminar y no pueden sacarse
conclusiones definitivas.
Puede decirse que la investigación actual sobre los mecanismos de neurotransmisión en el
trastorno de conducta, indica la existencia de un descenso de la función noradrenérgica y de
la función serotoninérgica, sin que se haya demostrado una disminución de la función
dopaminérgica.
Estudios neuroendocrinos
Se ha comprobado que los niveles de andrógenos durante el desarrollo fetal y neonatal son
determinantes para el desarrollo de ciertas estructuras cerebrales que están implicadas en
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los comportamientos agresivos (Gay y McEwen, 1980; Floody y Pfaff, 1972) (7), de tal
forma que los andrógenos ejercen una función de sensibilización de aquellas áreas del
cerebro fetal que participan en las conductas agresivas.
Los estudios en humanos, que pretenden relacionar los niveles plasmáticos de testosterona
con las conductas agresivas, no son en absoluto concluyentes. En un trabajo de Olweus et al
(1980) (7), se observa una correlación positiva entre los niveles de testosterona y la
tendencia de los jóvenes a responder con agresiones físicas y verbales frente a las amenazas
y provocaciones. No obstante, se precisan estudios más amplios que permitan sacar
conclusiones definitivas.
Estudios neuroanatómicos
El hipotálamo, la amígdala y la corteza orbitaria prefrontal son tres estructuras cerebrales
implicadas en las conductas agresivas (McLean, 1985; Weiger y Bear, 1988) (7).
Es muy difícil atribuir una conducta concreta a una estructura cerebral determinada,
máxime cuando el cerebro no funciona en compartimientos estancos, sino en estrecha
relación de unas estructuras con otras. De todas formas, desde los trabajos de Canon (1929)
y Papez (1937), el hipotálamo, la hipófisis, el hipocampo, la amígdala y la corteza frontal
aparecen como estructuras estrechamente vinculadas al comportamiento agresivo (7).
Factores neuropsicológicos
Existe amplia evidencia de que los niños y adolescentes con problemas de conducta tienden
a obtener puntuaciones más bajas en los tests de inteligencia que sus respectivos controles
(Hirische y Hindelang, 1977) (5).
Sin embargo, cualquiera que sea la causa, la limitación de inteligencia por sí sola no
conduce a problemas conductuales. Más aún, la mayoría de los niños limitados
intelectualmente no son antisociales. Así pues, el grado de limitación intelectual en niños y
adolescentes con trastorno de conducta es generalmente mínimo y con frecuencia uno de
los diferentes tipos de vulnerabilidades que hacen la adaptación social más difícil.
Las dificultades en el aprendizaje, sin embargo, son muy prevalentes en jóvenes con
trastornos de conducta, y el grado de dificultad, particularmente en habilidades verbales, a
menudo corresponde con el grado de desadaptación de los chicos.
Existe una tendencia entre los clínicos a minimizar la importancia de los déficits
intelectuales o dificultades de aprendizaje en una minoría de chicos conductualmente
desajustados, o minimizar los pobres resultados en los tests que evidencian un nivel cultural
deficiente. Estas actitudes a menudo privan a tales jóvenes de los diferentes tipos de
servicios especiales de educación que podrían mejorar su funcionamiento académico y
social.

FACTORES FAMILIARES
La desorganización del medio familiar, las agresiones físicas entre los padres, la discordia,
las agresiones y los déficits emocionales del niño son frecuentes en la historia personal de
7

jóvenes delincuentes, y un aspecto de enorme interés es conocer qué factores asociados


determinan que un niño maltratado evolucione o no hacia conductas delictivas.
Existen estudios que han apoyado tipos específicos de conductas antisociales que se
suceden a través de las generaciones (Huesmann et al, 1984) (5). Sin embargo, la evidencia
hasta la fecha sugiere que no se puede demostrar un modelo genético que explique el modo
de transmisión de la agresión. Se pueden considerar otros factores:
- Es reconocido que los niños imitan las conductas de las que son testigos, es lo que
denominaríamos modelaje.
- El abuso físico a menudo conduce a la lesión cerebral, la cual a su vez es a menudo
asociada con impulsividad y fluctuaciones en el afecto y temperamento.
- Finalmente, desde un punto de vista psicodinámico, el abuso físico de un niño fomenta
rabia que a menudo es desplazada hacia otros en el entorno del niño.
Por otra parte, no se ha demostrado una relación causal directa entre psicopatología de los
padres (sociopatía, alcoholismo, psicosis...) y maltrato de los hijos (Wolfe, 1985) (7), ni se
ha demostrado que el padre maltratador responde a un tipo concreto de personalidad.
Concluyendo, las experiencias negativas que el niño tiene durante la infancia, condicionan
el momento de aparición de los comportamientos agresivos, las circunstancias en que se
dan y la frecuencia con que se presentan. Sin embargo, es bastante probable que
determinados factores individuales del niño, cognitivos y emocionales, estén también
implicados en el tipo de interacción que se establece entre los padres y los hijos y, en
último término, en la génesis de la violencia en el medio familiar.

FACTORES SOCIALES
Es verdad que las tasas más altas de delincuencia se dan en los extrarradios de las grandes
ciudades, en áreas con bajos recursos económicos, desempleo, y donde la gente se siente
desarraigada. Son zonas donde la mortalidad infantil es más alta y hay una mayor
incidencia de trastornos psiquiátricos (Hirschi y Hidelang, 1977) (7), y, por tanto, vivir en
estos sitios es un factor de riesgo. Pero también es verdad que muchos jóvenes en estas
condiciones de vida no son ni acaban siendo delincuentes. Es más, las conductas
antisociales preceden muchas veces al hecho de pasar a formar parte de una banda de
individuos antisociales (Wilson y Herrnstein, 1985) (7).
Existen, sin embargo, ciertos correlatos de clase social que son probablemente más
importantes que el estatus socioeconómico per se en la etiología de la conducta antisocial.
Por ejemplo, tamaño familiar, pobre supervisión, y una elevada prevalencia de enfermedad
mental y física, están asociadas a un bajo nivel socioeconómico. Estos tipos de factores,
más que la pobreza por sí sola, serían importantes. La ausencia de acceso a servicios
médicos, psiquiátricos y sociales debe ser también considerada.
El rol de la TV en modelar la conducta agresiva ha sido revisado por Eysenk y Nivas
(1978) (3), quienes encontraron que un pequeño grupo de chicos socialmente aislados,
menos inteligentes y habituales televidentes, están más predispuestos a la violencia y al
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incremento de su conducta agresiva como resultado de exponerse a programas de TV


violentos. Las chicas son marcadamente menos proclives a imitar programas violentos,
probablemente porque los modelos de rol violento en películas y TV son varones (Wolf,
1985) (3).
Concluimos diciendo que el rol que la sociedad ejerce en la etiología de la conducta
antisocial es complejo. Para el clínico, sin embargo, es esencial no concluir que robos
reincidentes, mentiras, llevar armas peligrosas o asaltos son conductas normales adaptativas
en minorías de jóvenes que permanecen en condiciones de pobreza. La mayoría de los
niños socioeconómicamente desaventajados no entran en conflicto con la ley, y no son
necesariamente los más agresivos de forma reincidente.

CLÍNICA
La última clasificación de los trastornos mentales y del comportamiento de la OMS (CIE-
10) describe una categoría principal de trastornos del comportamiento de comienzo habitual
en la infancia y adolescencia en la que destacan los trastornos hipercinéticos y los
trastornos disociales (Tabla 1).
Tabla 1. Clasificación de los trastornos conductuales y trastornos por déficit de atención con
hiperactividad
CIE-10 (1993)
F90-F99: Trastornos del comportamiento y de las emociones de comienzo en la infancia y adolescencia

F90 Trastorno hipercinético


F90.1 Trastorno hipercinético disocial

F91 Trastorno disocial


F91.0 Trastorno disocial limitado al ámbito familiar
F91.1 Trastorno disocial en un niño no socializado
F91.2 Trastorno disocial en niños socializados
F91.3 Trasorno disocial desafiante y oposicionista

Respecto a los trastornos disociales (o de la conducta) la mayoría de los autores coinciden


en su naturaleza heterogénea por lo que es razonable plantear diferentes tipos en función de
alguna característica específica, por ejemplo, la subdivisión en trastornos socializados y no
socializados cuando se da en niños que tienen o no tienen amistades estables y relaciones
normales con compañeros. La CIE-10 también ha creado una categoría de trastorno disocial
para aquellos casos circunscritos al ambiente familiar (Tabla 2).
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Tabla 2. Clínica del trastorno de conducta


TRASTORNO DISOCIAL
CIE-10 (1993)
Algunos de los siguientes síntomas durante 6 meses o más, según la subcategoría
1) Rabietas constantes
2) Discusiones con adultos
3) Provocadores y desafiantes
4) Molestias deliberadas a personas
5) Culpa a otros de sus faltas
6) Quisquilloso e irritable
7) Enfadado o resentido
8) Carácter rencoroso y vengativo
9) Mentiroso e incumplidor
10) Peleas físicas que él provoca
11) Alguna vez ha usado un arma
12) Suele ausentarse de casa por la noche
13) Crueldad física con otras personas
14) Crueldad física con los animales
15) Destrucción deliberada de la propiedad ajena (por medios distintos al incendio)
16) Incendios deliberados
17) Robos de objetos valiosos sin violencia hacia las víctimas
18) "Novillos" en el colegio
19) Abandono del hogar al menos en dos ocasiones o en una ocasión más de una noche
20) Delitos violentos con enfrentamientos con sus víctimas
21) Fuerza a la persona a tener actividad sexual con él
22) Intimida a la gente
23) Violación de propiedad privada (casa, edificios, coche...)
F91.0 Trastorno disocial limitado al ámbito familiar
Al menos 3 de los síntomas de 9 a 23
Sólo en el ambiente familiar
F91.1 Trastorno disocial en niños no socializados
Al menos 3 de los síntomas de 9 a 23
Afectación también del ambiente extrafamiliar
Sin amigos íntimos
F91.2 Trastorno disocial en niños socializados
Al menos 3 de los síntomas de 9 a 23
Afectación del ámbito extrafamiliar
Con amigos y relaciones normales con compañeros
F91.9 Trastorno disocial no especificado

El DSM-III-R especifica tres tipos de trastornos de conducta: agresivo solitario, grupal e


indiferenciado que coincidirían parcialmente con la subdivisión definida en el CIE-10. Sin
embargo, la cuarta edición del DSM solamente clasifica los trastornos de conducta en
función de la edad de comienzo del trastorno, al entender sus redactores que el momento
biográfico de aparición de los síntomas tiene un valor pronóstico, de manera que los
trastornos de conducta de inicio más temprano (<10 años) presentan un peor pronóstico.
Independientemente de la clasificación o de los síntomas específicos, la característica
clínica fundamental de los trastornos de conducta es la presencia en el niño de un patrón de
conducta anormal mantenido en el tiempo, en el que destaca la transgresión, una y otra vez,
de los derechos básicos de las personas y/o de las reglas sociales más elementales para su
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edad. Este comportamiento anormal, que puede manifestarse de manera muy diversa
("desde las amenazas o riñas callejeras hasta la violencia sexual u homicida") y en lugares
diferentes (en la escuela, la familia, en la calle...), es capaz de originar más molestias a los
familiares y a las personas próximas al niño que al propio paciente, lo que suele generar
situaciones muy tensas y reclamaciones de ayuda.
Como puede apreciarse en la Tabla 3, la clínica del trastorno de la conducta puede
agruparse en cuatro áreas sintomáticas. En primer lugar, los síntomas relacionados con las
actuaciones violentas o agresivas hacia las personas y animales sin que exista, al menos
aparentemente, una afectación emocional. En segundo lugar, las acciones para la
destrucción de propiedades, generalmente ajenas, como casas, coches, tiendas..., mediante
incendios o no, pero siempre con la intención de causar importantes desperfectos o daños
muy cuantiosos.
Tabla 3. Clínica del oposicionismo desafiante
TRASTORNO DISOCIAL DESAFIANTE Y OPOSICIONISTA
CIE-10 (1993)
Al menos cuatro de los síntomas del Trastorno disocial, sin exceder dos síntomas de 9 a 23
Por tanto, especialmente:
1) Rabietas constantes
2) Discusiones con adultos
3) Provocadores y desafiantes
4) Molestias deliberadas a personas
5) Culpa a otros de sus faltas
6) Quisquilloso e irritable
7) Enfadado o resentido
8) Carácter rencoroso y vengativo
9) Mentiroso e incumplidor

En tercer lugar, los niños disociales pueden ser mentirosos, irresponsables y tramposos con
el único objetivo de conseguir sus propósitos. También pueden ser capaces de robar
cualquier objeto valioso sin recurrir a la violencia o de entrar sin autorización en una casa,
usar un coche o una bicicleta de otro dueño.
Por último, destacar la violación de las normas mediante el incumplimiento reiterado de
cualquier regla familiar o escolar. Así, no respeta los horarios nocturnos de vuelta a casa,
hace "novillos" en el colegio...
El conjunto de síntomas descritos en el DSM-IV coincide con los referidos en la CIE-10 y
amplía la lista del DSM-III-R de 13 a 15 síntomas potenciales. Los dos nuevos síntomas
que aparecen en el DSM-IV y en la CIE-10 son: "a menudo se burla, amenaza o intimida a
otras personas" y "abandono del hogar por la noche al menos en dos ocasiones mientras
vive con sus padres o una vez si tarda tiempo en volver" (DSM-IV).
Los trastornos de conducta presentan algunas diferencias en cuanto al sexo, de manera que
en los varones es más frecuente encontrar conductas agresivas y violentas, mientras que en
las niñas son típicos los incumplimientos normativos, así como el inicio más tardío, en la
adolescencia, de la clínica.
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El aspecto clínico más llamativo de estos niños, y que suele ser el que provoca la demanda
de asistencia especializada, es la agresividad, la violencia que puede manifestarse de
diversas formas y dirigirse contra los familiares, conocidos, los animales o cualquier objeto
próximo. Es frecuente que ridiculicen y se burlen de los demás, insulten o amenacen
incluso con armas o que estén siempre forcejeando y peleándose con otros chicos.
En los casos más graves predominan las muestras de crueldad hacia la gente y los animales,
las conductas destructivas rompiendo o incendiando coches, viviendas o cualquier otra
propiedad ajena y, también, mantienen una actividad sexual promiscua y cargada de
violencia.
Es habitual que estos niños produzcan un gran sufrimiento a sus familiares y a las personas
de su entorno, quienes suelen responder castigándoles severamente. Por desgracia, los
castigos sólo consiguen reforzar las conductas maladaptativas del niño al sentirse más
abandonado o aislado socialmente.
Aunque aparentemente se muestran con una actitud provocadora y un carácter arrogante o
egocentrista, en ocasiones es fácil encontrar detrás de esta barrera una baja autoestima e
intolerancia a la frustración. También podemos observar síntomas de ansiedad, depresión y
abuso de alcohol o de otras drogas. Más raramente se asocian síntomas psicóticos o retraso
mental.
La relación entre el trastorno de conducta y el trastorno oposicionista-desafiante no está
suficientemente clasificada. Clásicamente, se aceptaba que el trastorno oposicionista
predecía y desembocaba en un trastorno de conducta, probando la íntima relación entre uno
y otro trastorno. En esta línea, la CIE-10 clasifica al trastorno oposicionista como un
subtipo dentro del trastorno disocial o de conducta. Sin embargo, algunas evidencias
indicarían que se trata de dos trastornos independientes de manera que en el trastorno
oposicionista predominaría la actitud provocadora y hostil sobre las conductas destructivas
o sobre la violación de los derechos fundamentales de los demás. Con esta segunda
interpretación se alinean las últimas ediciones del DSM de los trastornos mentales.
Por último, ha sido ampliamente constatada la asociación del trastorno de conducta y el
trastorno hipercinético. A este respecto, cuando se produce la comorbilidad, los síntomas
hipercinéticos son anteriores en un número elevado de casos al diagnóstico del trastorno de
conducta.
En resumen, la clínica del trastorno de conducta aunque rica no es excesivamente compleja.
Sin embargo, la poca o nula colaboración del paciente durante la consulta, las demandas
poco realistas de curación por parte de los familiares y la comorbilidad habitual con otros
procesos psiquiátricos dificultan el diagnóstico de estos trastornos.

DIAGNÓSTICO DIFERENCIAL
Teniendo en cuenta la especial dificultad en el tratamiento y el pronóstico cuanto menos
incierto de este trastorno, se revela de especial importancia una valoración cuidadosa y
multidisciplinar del niño y de sus allegados. No se descuidará el recabar información de la
familia, de los educadores y profesores, tomando en consideración que el punto de vista de
cada uno de ellos no es raro que difiera sobremanera. Siempre seremos conscientes de que
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una parte importante de estos niños o adolescentes, provienen de familias profundamente


defectuosas en lo concerniente a las relaciones entre los distintos miembros, no siendo
infrecuentes los abusos, la excesiva rigidez y el autoritarismo.
Una premisa importante a la hora de valorar estos pacientes es la de que una gran
diversidad, por no decir casi todas las patologías psiquiátricas del niño pueden manifestarse
como conductas antisociales: psicosis, depresión, trastornos del aprendizaje. Otro dato a
señalar es el gran solapamiento de esta entidad con otras, especialmente el trastorno de
hiperactividad con déficit de atención (TDAH). Esto ha llevado a que diversos autores
engloben a ambos dentro de una misma entidad nosológica.
Desgraciadamente, en muchas ocasiones, otros trastornos concomitantes pasarán
desapercibidos dado el rechazo que con frecuencia estos pacientes provocan en el personal
sanitario; a menudo se les tilda de "niños malos" y se obvian una serie de exploraciones
casi siempre necesarias. Es de destacar que cuando más graves sean los síntomas del
trastorno de conducta, más probabilidad habrá de evidenciar factores orgánicos o
psiquiátricos imbricados en la etiología del cuadro.
Tomando en cuenta estas premisas, nuestros pasos se encaminarán a descartar otro tipo de
procesos potencialmente tratables que, o bien se encuentran claramente en la base de todo
el problema, o bien actúan como factores de vulnerabilidad.

Enfermedades psiquiátricas
Trastornos psiquiátricos como la esquizofrenia, trastornos afectivos, trastornos delirantes,
trastorno límite de la personalidad, quedan a veces enmascarados por el carácter
profundamente perturbador de los síntomas del trastorno de conducta.
En lo referente a los síntomas psicóticos, no es raro que conductas agresivas escondan una
sintomatología delirante o alucinatoria. Hay niños que al sentirse amenazados o insultados
por "voces", responden de forma agresiva pegando o insultando a otros niños que se
encuentren en su proximidad. De hecho, uno de los mayores problemas a la hora de valorar
estos síntomas es la tendencia de estos niños a esconder supuestas alteraciones
sensoperceptivas. Estos pacientes, con frecuencia, prefieren pasar por malos antes que por
locos, por lo que al indagar estos aspectos lo haremos de una forma más o menos
encubierta y teniendo en cuenta la edad del niño. Por ejemplo, preguntas como: ¿te ha
ocurrido algo extraño en los oídos?, ¿te han jugado tus ojos alguna broma pesada?, etc.,
tendrán más probabilidades de ser respondidas afirmativamente.
Trastornos afectivos son a menudo diagnosticados en niños con conductas antisociales o
hiperactividad. Problemas emocionales coexisten con el trastorno de conducta en un
limitado grupo de niños bastante alterados. Así, estudios como el de Kovacs et al (1984)
(18) en niños deprimidos ponen de manifiesto esta asociación tanto en el TC como en el
TDAH. Un estudio longitudinal de Anderson et al (1987) (18) sugiere que los trastornos
emocionales en este grupo serían secundarios al trastorno de conducta, en contraste con un
estudio retrospectivo de Puig Antich (1982) (18), quien encontró que la depresión precede
temporalmente a los problemas conductuales.
13

Enfermedades de tipo neurológico


Paralelamente a una exploración neurológica básica, preguntaremos al niño y a sus
familiares sobre la presencia en el pasado de traumatismos que pudieran haber dejado algún
tipo de secuela. Se le preguntará sobre eventuales caídas en bicicleta, golpes en el
transcurso de juegos u otras actividades..., nos fijaremos en la presencia de cicatrices en
cara y miembros, descartándose en la medida de lo posible los antecedentes de abusos en la
infancia.
Cuando un niño o joven haya cometido un acto aislado especialmente violento, se indagará
acerca de la presencia de síntomas que puedan apuntar a la presencia de crisis
psicomotoras, se le preguntará sobre si se ha sentido confuso, aturdido o somnoliento tras el
acto.
Existe, sin embargo, bastante controversia en lo referente a la relación entre conducta
antisocial y alteraciones neurológicas. De existir una vulnerabilidad de este tipo,
normalmente no es detectada de forma inmediata, y, de hecho, es extraño encontrar un
joven antisocial reincidente con una lesión cerebral evidente o con historia de frecuentes
episodios convulsivos no controlados. No obstante, en pacientes con conductas seriamente
deterioradas, tras una cuidadosa historia y examen, se evidenciarán signos no específicos y
síntomas indicativos de disfunción cerebral de algún tipo.
Relevantes al estudio de la relación de la lesión cerebral con los trastornos de conducta son
los estudios de conducta efectuados en niños que se sabe que sufren de lesión cerebral. No
hay pruebas claras de que los epilépticos tengan una personalidad característica y aunque la
frecuencia de psicopatología puede ser mayor en ellos, especialmente en los que sufren
epilepsia del lóbulo temporal, faltan datos definitivos de cambios específicos en la
personalidad y la conducta.

Trastornos del aprendizaje y retraso mental


Son dos entidades a descartar especialmente, pero teniendo en cuenta que la mayoría de los
niños y jóvenes con estos trastornos no muestran conductas de tipo antisocial. Dos
entidades independientes al trastorno de conducta muestran con él un importante grado de
solapamiento:

Negativismo desafiante (ND)


Aunque la mayoría de los niños diagnosticados de ND en la infancia no cumplirán en el
futuro criterios de TC, diversos autores consideran a esta entidad como predecesora.
La diferencia más importante se basa en que en el negativismo desafiante, estos niños
respetan los derechos personales de los demás. Según el DSM-IV esta entidad pretende
englobar a niños y jóvenes con comportamiento destructivo, pero que no cumplen criterios
de TC, psicosis o trastorno afectivo; de hecho cualquiera de estos trastornos excluye al ND.
Así, aunque comparten ciertos síntomas como las peleas y la intimidación, parece ser que
difieren en cuanto al grado de afectación del niño, etiología y pronóstico. Anderson et al
(1987) (18) encontraron que el desbordamiento familiar era mayor en los pacientes
14

diagnosticados de TC que en los niños desafiantes, postulando que el ND sería el extremo


más leve del espectro del trastorno de conducta.
Trastorno por déficit de atención e hiperactividad (TDAH)
Si bien es cierto que el TC conlleva las características necesarias para etiquetarlo como una
entidad independiente, como es la claridad y fiabilidad de los síntomas, la asociación
replicable de éstos, la distribución coherente de los casos, y la validez discriminatoria y
predictiva, el concepto de TC posee cierta debilidad que lo hace difícil de manejar (Rutter,
1987) (11). Es un grupo heterogéneo, no bien subdividido, y de hecho varios autores
desconfían de la separación entre TDAH y TC. Esto podría explicar la diferencia
diagnóstica de estos dos trastornos entre los EEUU, donde el diagnóstico de hiperquinesis
es formulado mucho más frecuentemente que el de trastorno de conducta, ocurriendo lo
contrario en Reino Unido. En este último país a la hora de catalogar a un niño como
hiperquinético hay una mayor tendencia a centrar el diagnóstico en la superactividad severa
y las alteraciones de conducta, no excluyen a los pacientes con marcados deterioros
neurológicos y aparece un alto porcentaje de los diagnósticos en retrasados mentales. En
EEUU el síndrome hiperquinético es separado de los trastornos de conducta, se refiere a
niños con inteligencia normal o ligeramente retrasados, y centran más el diagnóstico en el
déficit de atención (Thorley, 1984) (19).
En un trabajo de Sadberg, Wisselberg y Schaffer (1980) (11), se valoró la existencia de
hiperactividad y trastornos de conducta sobre una muestra de 385 niños con conductas
alteradas, encontrando que el 29.9% de los casos eran mixtos (hiperactivos más TC), 15.3%
mostraban hiperactividad pura y un 6% un TC puro, siendo el resto de difícil clasificación.
Thorley (1984) (19) en un intento de diferenciar un poco más claramente ambos trastornos,
mostró que los niños hiperquinéticos son distinguibles de controles validados de TC.
Comparó a 73 niños diagnosticados de hiperquinéticos con otros tantos de trastorno de
conducta en Inglaterra. Encontró diferencias entre ambos grupos, sobre todo en lo referente
a los síntomas que eran más frecuentes entre los niños hiperquinéticos, como era una más
pobre respuesta emocional durante el examen, una mayor desinhibición social, junto a
alteraciones en la articulación y en algunos ítems que describen la falta de atención y la
hiperactividad. Entre el grupo de los diagnosticados de trastorno de conducta eran más
frecuentes las peleas, agresiones y robos con intimidación.
Parece claro, por lo tanto, que el solapamiento entre ambos trastornos es marcado; por
encima del 60% de niños de una muestra clínica con uno de los trastornos, tienen el otro
(Stewart et al, 1984) (11). Taylor et al (1986) (11) halló que una muestra clínicamente
referida como hiperactiva, podría ser distinguida de niños agresivos-desafiantes porque los
niños hiperactivos son más pequeños, tienen un desarrollo cognitivo más pobre y mayores
anomalías de desarrollo neurológico, mientras que los niños desafiantes tienen mayor
deterioro de las relaciones familiares y entornos sociales más adversos.
En un estudio epidemiológico llevado a cabo por McGee et al (1984) (11) se compararon
niños hiperactivos, niños con TC y niños con ambos diagnósticos, no encontrándose
diferencias en factores de base como el estatus socioeconómico, historia perinatal y
relaciones familiares.
15

Algunos autores como Ferguson y Rapoport (1987) han hecho un acercamiento a la


validación biológica de ambas entidades. Algún posible marcador biológico tal como
anomalías congénitas mínimas, signos neurológicos leves, y riesgo pre y perinatal podrían
estar asociados estrechamente tanto al TC como a la hiperactividad.

CURSO Y PRONÓSTICO
A la hora de establecer un pronóstico, no podremos olvidar que cada niño o adolescente con
trastorno de conducta es un mundo aparte, con un conjunto de vulnerabilidades que
moldearán el cuadro sintomático. Parece claro, sin embargo, que las familias de nivel
socioeconómico más bajo y con relaciones en las que predomina la discordia, se
beneficiarán en menor medida de las estrategias de tratamiento que otras familias más
estables.
Esta heterogeneidad hace difícil que un solo programa de tratamiento se muestre útil en
todos los casos. Así, programas de modificación de conducta, psicofármacos y abordajes
psicodinámicos, tienen a veces el inconveniente de asumir que los niños con trastornos de
conducta son un grupo homogéneo. No será el mismo abordaje de un niño con trastornos
del aprendizaje sobreañadidos, de otro con falsas percepciones de índole paranoide, o de un
tercero con eventuales déficits cognitivos o trastornos neurológicos.
Uno de los aspectos que frecuentemente ensombrece el pronóstico es la limitación en el
tiempo de los recursos disponibles (residencias, planes para la educación de los padres),
mientras que por lo general, los factores de mantenimiento actúan de forma crónica.
A pesar de ello, es esperable un buen pronóstico en los trastornos de conducta leves, en los
que no hay psicopatología coexistente, y con un funcionamiento intelectual normal. Serán
los niños con conductas antisociales de inicio temprano los que suelen mostrar un número
mayor de síntomas y en los que es predecible un peor pronóstico, dada la mayor frecuencia
de aparición de otras alteraciones en el futuro.
El trastorno de conducta recorrerá un curso prolongado a lo largo de la niñez. Ningún
tratamiento en concreto se ha mostrado especialmente eficaz en lo referente a la mejora del
pronóstico a largo plazo. No obstante, este pesimismo no deberá llevar a una disminución
de la atención al paciente, y se intentará en lo posible mejorar los factores familiares y
sociales adversos.
Uno de los mayores riesgos que pueden ensombrecer el pronóstico es la aparición de un
trastorno de personalidad en la edad adulta. Un porcentaje alto de estos niños desarrollará
en el futuro comportamientos antisociales, abuso de alcohol y una elevada tasa de admisión
en hospitales psiquiátricos. Robbins (1960) (21) demostró la alta incidencia de novillos,
robos y fugas de casa en los hijos de estos pacientes, y sólo el apoyo familiar, períodos
cortos en prisión y el matrimonio con un cónyuge estable demostraron ser beneficiosos.
Muchas son las complicaciones de este trastorno, una de las más frecuentes es el abuso de
sustancias. Robins y Price (1991) (21) señalaron que los pacientes con trastorno de
conducta y que subsiguientemente desarrollaron un trastorno por ansiedad eran más
proclives al abuso de sustancias. Otras complicaciones serían el fracaso escolar,
prostitución e incluso suicidio y homicidio. El número y variedad de los síntomas, su
16

persistencia en el tiempo y el tipo de situaciones en las que el individuo se ve enfrentado


con la ley, influirán en la aparición en el adulto de un trastorno antisocial de la
personalidad.
En un estudio retrospectivo en 78 pacientes tras 20 años de haber sido diagnosticados,
Storm, Mathisen y Vaglum (1994) (21) encontraron que el 47% no padecían ningún
trastorno del eje I tras este tiempo, 25% padecían un trastorno por ansiedad y 25% abuso de
sustancias; 33% cumplían criterios de trastorno antisocial de la personalidad.
De estos estudios puede deducirse que de un grupo de pacientes diagnosticados en la
infancia de TC, un subgrupo de ellos continuará su actividad antisocial en la edad adulta,
mientras que otros padecerán trastornos psiquiátricos más o menos severos. No obstante,
muchos de estos niños son capaces de conseguir una buena adaptación en la vida adulta, no
quedando clara a la postre la influencia del tratamiento a largo plazo.

TRATAMIENTO
Debido al carácter heterogéneo de la etiología y la clínica del trastorno de conducta, no
existe un tratamiento exclusivo del mismo.
Para una elección terapéutica adecuada es fundamental considerar el cuadro como un
proceso crónico en la infancia y tener en cuenta las características individuales, familiares y
sociales del paciente. El tratamiento puede estar orientado hacia el niño, los padres, la
familia completa o ir encaminado a la inclusión del paciente en programas educativos y
recreativos comunitarios. La terapia individualizada del niño suele ser insuficiente, ya que
deben considerarse otros factores como son la dinámica familiar, las relaciones con otros
niños, el rendimiento escolar, la situación socioeconómica familiar y el entorno social.
Este complejo sistema exige la colaboración de profesores, psicólogos y trabajadores
sociales con el clínico.
Existen diferentes modelos de intervención terapéutica: tratamiento ambulatorio,
hospitalización o ingreso en residencias. Así pues, el tratamiento debe tener un carácter
multidisciplinario (Grizenko et al, 1993) (7) y encaminarse a disminuir la impulsividad e
irritabilidad, reforzar los sentimientos de seguridad y una imagen personal adecuada del
niño, favorecer la expresión verbal de los conflictos, mejorar los déficits específicos del
aprendizaje y mostrar al adolescente el sufrimiento que generan en los demás sus conductas
desajustadas.
Los tratamientos más frecuentes son terapias comunitarias, entrenamiento de los padres,
terapia familiar, entrenamiento en habilidades sociales y resolución de problemas, y
tratamiento farmacológico.
TERAPIA COMUNITARIA
El objetivo de este modelo terapéutico es evitar la estigmatización de los pacientes e
integrarlos en los grupos de niños sanos (Fleischman y Szykula, 1981). Entre las
actividades que se promueven destacan los juegos, deportes, música y talleres
ocupacionales. Estos programas benefician al niño proporcionando incentivos para la
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conducta social adecuada y ofreciendo escapes apropiados para sus energías y ambiciones.
Tienen la ventaja de que permiten el tratamiento de un gran número de pacientes, aunque
deben ser adaptados a las necesidades de cada niño en particular, ya que sólo resultan
eficaces si el paciente se muestra interesado por la actividad.
Existen varios estudios que evalúan los resultados de esta intervención terapéutica como
positivos, tanto tras la finalización de la terapia como en un seguimiento de un año tras la
misma (Feldman et al, 1983) o en un seguimiento de tres años (Offord y Jones, 1983; Jones
y Offord, 1989) (4).
El éxito del tratamiento está en función de dos factores claves: 1) la experiencia previa y
capacidad del personal, que debe ser seleccionado cuidadosamente y 2) la presencia de
compañeros no patológicos en los grupos.
ENTRENAMIENTO DE LOS PADRES
Es uno de los recursos más utilizados, apoyado por numerosos estudios (Baum y Forehand,
1981; Patterson et al, 1982; Kazdin, 1985, 1987) (4). El terapeuta comienza por obtener la
confianza de los padres, informarles sobre la naturaleza de la mala conducta de su hijo,
disipar los sentimientos de culpabilidad y averiguar las fuentes de ansiedad paternas
tratando de eliminarlas.
Las actitudes educativas de los padres y el tipo de interacción que establecen con el hijo
contribuyen en muchos casos a la instauración y afianzamiento de los trastornos de
conducta. Los padres tienden a abusar del castigo y al mismo tiempo carecen de una actitud
firme y coherente frente al comportamiento del hijo. Critican su conducta, formulan juicios
negativos, caen en explosiones de violencia y ponen castigos desmesurados que luego no
cumplen.
Es fundamental que los padres entiendan que la autoridad, la firmeza y la coherencia son
actitudes educativas imprescindibles para ayudar al niño (Rutter, 1979) (7). Se entrena a los
padres en el manejo de situaciones graves, como conductas destructivas o estallidos de
cólera y situaciones más leves como la desobediencia, peleas y actitudes burlescas. El
método instruye a los padres en el uso del refuerzo positivo para conductas ajustadas y del
castigo leve, no violento (pérdida de privilegios, disminución del tiempo de recreo...) en el
caso de infracciones.
Este método es eficaz, sobre todo, para padres de preadolescentes y cuando el programa
tiene una duración de cincuenta horas como mínimo. Los dos factores claves para el éxito
del tratamiento son: 1) la motivación paterna para la complementación del tratamiento y
para traspasar lo aprendido en las sesiones de terapia a las situaciones en las que sus hijos
muestran conductas agresivas y desajustadas (Lochman et al, 1984), y 2) la adecuación de
las expectativas paternas a las posibilidades reales del hijo, con tolerancia a las situaciones
en las que el grado de desafío del niño sea muy elevado y la capacidad para percibir
oportunidades que sean susceptibles de un refuerzo positivo.
18

TERAPIA DE FAMILIA
Aunque se han desarrollado una gran variedad de técnicas de intervención familiar no están
avaladas por estudios rigurosos. En líneas generales, esta intervención tiene como objetivo
la modificación de los patrones desadaptativos de interacción y comunicación entre los
miembros de la familia. Entre estos patrones se incluyen la falta de apoyo, culpabilización y
aislamiento de algún miembro concreto. La colaboración de la familia no es siempre una
tarea fácil, ya que en muchos casos se trata de padres con nivel económico, social y cultural
deficientes, que padecen a su vez trastornos psiquiátricos y en ocasiones ni siquiera existe
familia.
ENTRENAMIENTO EN HABILIDADES SOCIALES Y RESOLUCION DE
PROBLEMAS
Es un método en auge durante la última década, fundamentado en la capacidad del niño
para reconocer y resolver las situaciones conflictivas (Kendall y Braswell, 1985) (18).
Mediante esta intervención se potencian las habilidades sociales y la sensibilidad
interpersonal de los pacientes con trastornos conductuales. Es un proceso activo en el que el
terapeuta ayuda al paciente a resolver conflictos reales o simulados, analizando los
problemas con el objetivo de desarrollar una variedad de soluciones alternativas. A través
de técnicas de role-playing, lectura o reportajes reales, los niños progresivamente
incrementan su repertorio de respuestas socialmente adecuadas. Obviamente para un
resultado beneficioso es necesario una actitud colaboradora por parte del paciente. Esta
modalidad está especialmente indicada en adolescentes mayores con trastornos
conductuales severos (Guerra y Slaby, 1990) (4).
Tanto el entrenamiento paterno como los grupos de habilidades sociales y de resolución de
problemas, son técnicas complementarias y la combinación de las mismas en el tratamiento
de estos trastornos ha demostrado ser muy eficaz (Olweus, 1991; Trembay et al, 1990;
Robins y Earls, 1986) (18).
TRATAMIENTO FARMACOLOGICO
El uso de medicación está indicado cuando en el contexto del trastorno de conducta existan
síntomas susceptibles de mejoría con fármacos psicoactivos.
Neurolépticos
Los antipsicóticos son eficaces en el control de algunos síntomas del trastorno de conducta,
como la agresividad y violencia. Entre el gran número de neurolépticos que pueden ser
utilizados, el haloperidol es el más estudiado en niños y adolescentes.
La dosis aconsejada es de 4-16 mg/día. Presenta un número importante de efectos
secundarios como sedación leve, afectación cognitiva, síntomas extrapiramidales y
discinesias tardías. Debe prestarse atención a la posible aparición de acatisia, que puede ser
confundida con hiperactividad, ansiedad e irritabilidad, y a los efectos acinéticos del
neuroléptico, que pueden ser considerados como una respuesta clínica positiva. Debido a
19

estos efectos adversos es aconsejable usarlos cuando exista una indicación clara y hayan
fracasado otros fármacos y se retirarán cuando sea clínicamente posible.
Litio
Este tratamiento debe ser valorado en niños con alteraciones del comportamiento sobre un
trastorno bipolar de base y en aquellos con trastornos conductuales "per sé" que presenten
conductas destructivas, estallidos de violencia, irritabilidad y agresividad marcada. El litio
tiene una efectividad similar a la de los neurolépticos en la mejoría de la agresividad e
interfiere menos en el funcionamiento diario del paciente, siendo más seguro en cuanto a la
aparición de efectos extrapiramidales. No obstante, presenta efectos secundarios a nivel
endocrinológico, renal, neuromuscular y hematológico.
Otros fármacos
Los anticonvulsivantes están claramente indicados en el tratamiento de los niños con
problemas conductuales en los que se detecta disfunción del lóbulo temporal u otras formas
de epilepsia. También han demostrado ser eficaces en algunos pacientes sin anomalías
electroencefalográficas. El fármaco más utilizado de este grupo es la carbamacepina.
Los antidepresivos son beneficiosos en los casos en los que existe sintomatología afectiva
junto a los trastornos conductuales.
Por último, el propanalol también ha sido utilizado con éxito en el control de la
impulsividad y conductas explosivas.

CONCLUSIÓN
La utilización de un sólo enfoque en el tratamiento de estos trastornos reduce la posibilidad
de resultados positivos, por lo que es conveniente organizar una intervención reglada.
La decisión de qué método es el idóneo depende del grado de severidad o peligrosidad de la
sintomatología y del modo de funcionamiento, y grado de apoyo de la familia y comunidad.
Aunque la mayoría de los niños con trastornos de conducta pueden ser tratados en régimen
ambulatorio, es uno de los diagnósticos más frecuentes en las unidades hospitalarias de
psiquiatría infantil y en residencias (Kashani y Cantwell, 1983) (16).
La admisión hospitalaria está indicada en los siguientes casos: para realizar un diagnóstico
diferencial, establecer la presencia de otros trastornos psiquiátricos, controlar de modo
inmediato las conductas agresivas y en caso de mala evolución ambulatoria. El ingreso
ofrece la posibilidad de una observación extensa del niño y permite iniciar una intervención
multidisciplinaria con mayor control que en el paciente ambulatorio. El tratamiento en
residencias está reservado para niños y adolescentes con trastornos severos que requieran
manejo intensivo y a largo plazo.

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