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POSTMODERNA
Artículo en dos partes por
Alejandro Romero*
«... no sólo nadie se reiría viendo quemar gatos como era normal en
el siglo XVI por las fiestas de San Juan, sino que ni siquiera los niños
encuentran divertido martirizar a los animales, como hacían en todas
las civilizaciones anteriores.»
LIPOVETSKY
La era del vacío
Si acudimos a un sociólogo para que nos cuente algo sobre el humor, nos hablará,
muy probablemente, de la burla y el ridículo como mecanismos de control social. Poco (o
nada) más. No se ha escrito gran cosa, y lo que se ha hecho acaba a menudo limitándose a
una nueva disección (autopsia o vivisección, según el parecer de cada quien) de los clásicos:
Bergson, claro, y Freud, y a veces Baudelaire. Queda Peter Berger y su Risa redentora como
notabilísima excepción aunque el libro, en lugar de un trabajo sociológico, sea otro de esos
deliciosos ensayos multidisciplinares de inspiración filosófica cristiana con los que el
pensador alemán salpimenta su producción habitualmente (véanse también Pirámides de
sacrificio o Un rumor de ángeles).
En cuanto a los autores postmodernos, diríase que la mayoría ha preferido
practicar el humor en lugar de analizarlo. Y un humor, por cierto, a veces bordeando la
broma pesada, como en el caso de Baudrillard y aquella Guerra del Golfo inexistente.
Aunque Baudrillard, precisamente, sí trata con cierta atención el fenómeno humorístico y su
relación con las especiales circunstancias de la cultura postmoderna, al referirse a las que él
llama estrategias irónicas. La risa, como ya sabemos, era una de las respuestas que
proponía el Zaratustra nietzscheano ante el nihilismo y el eterno retorno de lo idéntico.
Por nuestra parte, nos vamos a centrar en otro pensador, Gilles Lipovetsky, y en
particular en uno de los capítulos de su libro La era del vacío, donde se permite un estudio
algo más pormenorizado del humor y su lugar en la sociedad contemporánea, sea esta
tardío-moderna, postmoderna o postpostmoderna.
¿Qué utilidad tiene ese estudio? ¿Qué interés, para el lector casual o habitual de
Tebeosfera? Cualquiera que haya leído a uno o dos autores postmodernos estará ya más
que advertido del espíritu caprichoso y saltarín, orgullosamente antiacadémico, con el que
acometen la labor filosófica. Ya lo decía Foucault (puede que en las primeras páginas de La
arqueología del saber): que no nos pidan una postura coherente, una continuidad de
argumento que se mantenga de libro en libro. Que nos dejen en paz a la hora de escribir.
No acudimos a los postmodernos buscando rigor académico sino ideas salvajes, intuiciones
brillantes, teorías imaginativas (lo cual no quiere decir que tales ideas, intuiciones y teorías
no sean compatibles con el rigor académico). Así pues, lo que sigue es un comentario de la
visión de Lipovetsky sobre la sociedad humorística: una visión especulativa, juguetona y
contradictoria. Un manojo de hipótesis a menudo extravagantes, basadas en una
interpretación muy subjetiva de la realidad sociocultural. Quizá haya algo de verdad en
ellas. Y quizá haya quien se atreva a investigarlo.
Antes de nada... ¿qué es la postmodernidad?
En uno de sus múltiples trabajos de síntesis, Postmodern Social Theory, George
Ritzer afirma que «hay muchas formas de caracterizar la diferencia entre los mundos
moderno y postmoderno, pero, como ejemplo, una de las mejores es la diferencia en puntos
de vista sobre si es posible encontrar soluciones racionales (...) a los problemas de la
sociedad» (1997: 6). En otras palabras, la época postmoderna, la postmodernidad,
desespera de la razón, pierde la fe en la razón.
¿Qué rasgos caracterizan la cultura postmoderna (la cultura de un mundo,
recordemos, que ha dejado de fiarse de la razón)? A juicio de Ritzer (1997: 8 – 9):
1) La crítica de la sociedad moderna y su fracaso en cumplir las
promesas que teóricamente legitimaban el orden de las cosas. De nuevo, el
fracaso de la razón, en tanto la razón ha sido el gran instrumento (o se
supone que lo ha sido) con el que la sociedad moderna pretendía cumplir
esas promesas.
2) Rechazo de las grandes explicaciones unitarias y coherentes,
llámense cosmovisiones, metarrelatos, grandes relatos, totalizaciones... La
época moderna ha querido explicar el mundo con grandes teorías de
ambición universal que diesen cuenta, partiendo de unas pocas premisas
clave, de la inabarcable diversidad del mundo empírico. Esas mismas
teorías, de discutible validez explicativa, además de ofuscar una visión más
realista de las cosas, han llegado a tiranizar a quienes las sostenían, en el
momento en que, por inevitables deficiencias, han cambiado la ambición
explicativa por la pretensión normativa. Ritzer apunta que semejante
rechazo, por parte de los postmodernos, hacia los grandes relatos, no ha
obstado para que ellos mismos propusieran grandes relatos de su cosecha;
tal vez la empresa de explicación del mundo gravita, por naturaleza, hacia la
construcción de grandes relatos que expliquen la mayor cantidad de
fenómenos con la menor cantidad de elementos de partida (véase, a ese
respecto, la interpretación de la historia de la filosofía que plantea Matthew
Stewart, 2002; humorista, autor de un único libro y partícipe de muchos de
los planteamientos postmodernos aunque critique a más de un padre
fundador postmoderno por defender sus propios grandes relatos).
3) Énfasis en fenómenos premodernos: emoción, sentimientos,
intuición, especulación, metafísica, hábitos y costumbres, experiencia
personal, tradición, cosmología, magia, mito... En última instancia, se trata
de una labor de rescate de elementos de la experiencia humana que la
sociedad moderna había desestimado por cuanto entraban en contradicción
con las bases sobre las que se asentaba su proyecto.
4) Desafío a los límites modernos. En otras palabras, crítica del
sistema de categorías que ordenaba la sociedad moderna. Se rechazan
definiciones, barreras entre disciplinas (académicas y no académicas), se
pone en tela de juicio la diferencia entre realidad y ficción. No es
simplemente un ataque al vocabulario moderno; es un ataque a una forma
de ordenar el mundo.
5) Atención a la periferia de la sociedad, no a su centro, considerando el
centro como aquellas instancias más eminentes y visibles que
hipotéticamente tienen mayor importancia en una sociedad. Es decir,
observar y estudiar, por ejemplo, las prácticas cotidianas de un grupo
marginal en lugar del gobierno de una nación.
Este puede ser, pues, el universo cultural en el que se inscribiría el peculiar género
de humor que quiere caracterizar Lipovetsky.
La sociedad humorística
Cómo la muerte de Dios se convierte en comedia negra
Desde el principio, Lipovetsky afirma, con ese entusiasmo monocromo que
embarga a todos los que alguna vez han creído encontrar una clave esencial
para comprender el mundo, que la sociedad contemporánea puede ser
definida como fundamentalmente humorística, que el humor es un
componente de máxima importancia en dicha sociedad:
«... el fenómeno no puede circunscribirse ya a la producción
expresa de los signos humorísticos, aunque sea al nivel de
una producción de masa; el fenómeno designa
simultáneamente el devenir ineluctable de todos nuestros
significados y valores, desde el sexo al prójimo, desde la
cultura hasta lo político, queramos o no. La ausencia de fe
posmoderna, el neo-nihilismo que se va configurando no es
atea (sic) ni mortífera, se ha vuelto humorística»
(Lipovetsky, 1986: 136-137).
Por de pronto encontramos ecos de Nietzsche y su Zaratustra; volvemos a
escuchar el derrumbarse de la razón como último gran objeto de fe, en tanto la fe religiosa
está sencillamente fuera de consideración (“la ausencia de fe postmoderna no es atea”). La
incredulidad de nuestros tiempos, ese estar de vuelta de todo que supone desesperar de la
capacidad humana para influir en la solución de los problemas de la especie (ya sea rezando
y obedeciendo los mandamientos del Creador, ya sea valiéndose de las armas de la razón,
analizando situaciones, diagnosticando errores y planificando vías de acción), y que lo
impregna todo hasta el punto de ser característica sustantiva de la cultura contemporánea,
favorece antes una expresión humorística que el despliegue de dramatismo desesperado.
El humor ha existido siempre, naturalmente, bajo una forma u otra, pero es
únicamente en la sociedad occidental contemporánea que toma constante posición de
primera fila. En el pasado, lo humorístico hacía acto de presencia en momentos aislados,
ocupaba su nicho específico, mayor o menor según los particulares empíricos de cada caso,
en el espacio y el tiempo. Ahora, de la misma forma que el proceso de des-diferenciación
cuya importancia privilegia Lash (1990) supone la omnipresencia de la cultura, el humor
impregna muchos ámbitos de lo social que antes le estaban vedados:
«... si cada cultura desarrolla de manera preponderante un esquema
cómico, únicamente la sociedad posmoderna puede ser llamada humorística,
pues sólo ella se ha instituido globalmente bajo la égida de un proceso que
tiende a disolver la oposición, hasta entonces estricta, de lo serio y lo no
serio; como las otras grandes divisiones, la de lo cómico y lo ceremonial se
difumina, en beneficio de un clima ampliamente humorístico. Mientras que a
partir de las sociedades estatales, el cómico se opone a las normas serias, al
Estado, representando para ello otro mundo, un mundo carnavalesco
popular en la Edad Media, mundo de la libertad satírica del espíritu objetivo
desde la edad clásica, en la actualidad esa dualidad tiende a difuminarse
bajo el empuje invasor del fenómeno humorístico que incorpora todas las
esferas de la vida social, mal que nos pese» (Lipovetsky, 1986: 137).
Como se ha señalado, esto no siempre ha sido así; es un desarrollo característico
de nuestro tiempo y por eso puede emplearse para definirlo y distinguirlo de épocas
pasadas, llamando a la nuestra “sociedad humorística”. Lipovetsky identifica una serie de
etapas en el devenir que conduce al actual orden de cosas. Perpetuando la muy extendida
costumbre de articular la historia en trípticos, marca tres fases:
1) Edad Media: aquí «la cultura cómica popular está
profundamente ligada a las fiestas, a las celebraciones de tipo carnavalesco
que, dicho sea de paso, llegaban a ocupar tres meses al año. En ese
contexto, lo cómico está unificado por la categoría de ‘realismo grotesco’
basado en el principio del rebajamiento de lo sublime, del poder, de lo
sagrado, por medio de imágenes hipertrofiadas de la vida material y
corporal» (Op. Cit: 138).
La comicidad medieval confirma la estructura social haciendo mofa episódica
de sus posiciones más altas. Es un humor en el que prima la escatología, en
su sentido más físico:
«Toda la comicidad medieval se vuelve imaginación grotesca que no debe
confundirse con la parodia moderna, de alguna manera desocializada, formal
o ‘estetizada’. La transformación cómica por el rebajamiento es una
simbología por la que la muerte es condición de un nuevo nacimiento. Al
invertir lo de arriba y lo de abajo, al precipitar todo lo que es sublime y
digno en los abismos de la materialidad se prepara la resurrección, un nuevo
comienzo desde la muerte. Lo cómico medieval es ‘ambivalente’, siempre se
trata de dar muerte (rebajar, ridiculizar, injuriar, blasfemar) para insuflar
una nueva juventud, para iniciar la renovación» (Op. Cit.: 138-139).
Semejante festival escatológico se pone en marcha, en realidad, para hacer
material lo inmaterial. Las ideas platónicas se encarnan por un día en la
corrupción del mundo fluido de Heráclito, se marchitan y mueren en un
festival de carcajadas, para renacer tan poderosas como siempre al día
siguiente. La comicidad medieval es, en última instancia, confirmación de la
metafísica, confirmación de la fe. Recordando al Juan de Mairena
machadiano, sólo está viva la fe de un pueblo que blasfema; los demás no
se toman la molestia de rebajar una divinidad en la que no creen realmente.
2) En la Edad Clásica el humor comienza a especializarse, pues «el proceso
de descomposición de la risa de la fiesta popular está ya engranado
mientras se forman los nuevos géneros de la literatura cómica, satírica y
divertida alejándose cada vez más de la tradición grotesca. La risa,
desprovista de sus elementos alegres, de sus groserías y excesos bufos, de
su base obscena y escatológica, tiende a reducirse a la agudeza, a la ironía
pura ejerciéndose a costa de las costumbres e individualidades típicas. Lo
cómico ya no es simbólico, es crítico, ya sea en la comedia clásica, la sátira,
la fábula, la caricatura, la revista o el vodevil» (Op. Cit.: 139).
El humor ya no es patrimonio popular, generalizado, impersonal como lo era
antes. Una invención de la modernidad entra en escena para apropiarse del
humor y ponerlo a su servicio: el individuo. A partir de ahora, el humor
servirá tanto para satisfacer las necesidades nuevas de esta criatura inédita
como para reafirmar su realidad:
«...lo cómico entra en su fase de desocialización, se privatiza y se vuelve
‘civilizado’ y aleatorio. Con el proceso de empobrecimiento del mundo
carnavalesco, lo cómico pierde su carácter público y colectivo, se
metamorfosea en placer subjetivo ante tal o cual hecho cómico aislado, y el
individuo permanece fuera del objeto de sarcasmo, en las antípodas de la
fiesta popular que ignoraba cualquier distinción entre actores y
espectadores, que implicaba al conjunto del pueblo mientras duraban los
festejos» (Op. Cit.: 139).
El humor, en realidad, está al servicio de una nueva fe, la fe ilustrada, la fe
en la razón; el humor es herramienta para atacar los residuos del pasado
que amenazan con poner freno al reluciente vehículo del progreso (lo cómico
ya no es simbólico, es crítico). La luz de la ilustración alcanza también el
humor, lo limpia, lo despoja de vulgaridades, le saca brillo, lo ordena y lo
empaqueta en su correspondiente clasificación etiquetada:
«Simultáneamente a esa privatización, la risa se disciplina: debe
comprenderse el desarrollo de esas formas modernas de la risa que son el
humor, la ironía, el sarcasmo, como un tipo de control tenue e infinitesimal
ejercido sobre las manifestaciones del cuerpo, análogo al adiestramiento
disciplinario que analizó Foucault (...). En las sociedades disciplinarias, la
risa, con sus excesos y exuberancias, está ineluctablemente desvalorizada,
precisamente la risa, que no exige ningún aprendizaje: en el siglo XVIII, la
risa alegre se convierte en un acto despreciable y vil y hasta el siglo XIX es
considerada baja e indecorosa, tan peligrosa como tonta, es acusada de
superficialidad e incluso de obscenidad» (Op. Cit.: 139-140).
3) Y, naturalmente, una última etapa de postmodernidad, donde
desaparece la comicidad instrumental a favor de un humor hedonista e
irresponsable que tiene al placer por todo principio de utilidad.
«Nos encontramos ahora más allá de la era satírica y de su comicidad
irrespetuosa. A través de la publicidad, de la moda, de los gadgets, de los
programas de animación, de los comics, ¿quién no ve que la tonalidad
dominante e inédita de lo cómico no es sarcástica sino lúdica? El humor
actual evacúa lo negativo característico de la fase satírica o caricaturesca. La
denuncia burlona correlativa de una sociedad basada en valores reconocidos
es sustituida por un humor positivo y desenvuelto, un cómico teen-ager a
base de absurdidad gratuita y sin pretensión» (Op. Cit.: 140).
El paradigma de cómico profesional de la etapa postmoderna muy bien puede ser
Steve Martin (para muestra de su producción literaria, notablemente postmoderna, véase
Martin, 1997, 1998 y 2001): el humorista que representa el absurdo de la era de la
abundancia, que caricaturiza sin saña (¿para qué?) al americano blanco y su obsesión con el
sexo y el dinero. Es digno de destacar que cuando Lash (1990), en las primeras páginas de
su estudio sobre sociología del postmodernismo, quiere distanciarse de las proclamas más
apocalípticas del pensamiento que está analizando, se describe a sí mismo como un
americano normal al que le gusta reírse con Steve Martin. Curiosamente, para Lipovetsky es
característico de la sociedad postmoderna ese humor en absoluto atormentado, que es puro
gozo superficial: «El humor de masa no se fundamenta en la amargura o la melancolía:
lejos de enmascarar un pesimismo y ser la ‘cortesía de la desesperación’, el humor
contemporáneo se muestra insustancial y describe un universo radiante» (Op. Cit.: 140).
Un humor, para más detalles, extravagante, hiperbólico, que no finge indiferencia y
desapego. Y un humor omnipresente, que se convierte en valor de cambio: «El humor,
desde ahora, es lo que seduce y acerca a los individuos: Woody Allen está clasificado en el
hit parade de los seductores de Play Boy» (Op. Cit.: 141). Probablemente Lipovetsky,
víctima satisfecha de esa enfermedad tan común que es la megalomanía filosófica, exagera
para mayor claridad expositiva: todo es humorístico porque su teoría es esa. De cualquier
forma, el proceso de des-diferenciación hace del humor un recurso al alcance de cualquier
fortuna, un lenguaje universal, válido allí donde haya llegado la ola de la postmodernidad:
«El humor dominante ya no se acomoda a la inteligencia de las cosas y del lenguaje, a esa
superioridad intelectual, es necesario (sic) una comicidad discount y pop desprovista de
cualquier supereminencia o distancia jerárquica» (Op. Cit.: 141).
El humor postmoderno banaliza cuanto toca, lo desubstancializa, y en última
instancia, si acaso consigue algún dominio sobre el mundo (como era la pretensión del
humor en la época clásica), es ante todo para ponerlo al servicio (lúdico) de las personas.
En la ficción no se admira el pathos del héroe, sino su ironía: «El ‘nuevo’ héroe no se toma
en serio, desdramatiza lo real y se caracteriza por una actitud maliciosamente relajada
frente a los acontecimientos» (Op. Cit.: 142).
Aparece además, a entender de Lipovetsky, una exigencia de variedad, de
creatividad, de novedad constante. Pasó el tiempo en el que la gente se reía
invariablemente de las mismas bromas, el humor en la época postmoderna exige
espontaneidad y naturalidad. Esto (como el grueso de su teoría, para qué nos vamos a
engañar) es refutable, o de lo contrario, fenómenos como el de Chiquito de la Calzada y
tantos otros cómicos cuyo éxito popular radica en la repetición mecánica de consignas
recurrentes tendrían que catalogarse, desde el punto de vista de Lipovetsky, como
supervivencias residuales del humor medieval. Podríamos, de hecho, entender el “humor
postmoderno” cual lo define Lipovetsky como un tipo ideal weberiano, pero tampoco parece
necesario entrar en precisiones academicistas que ni el mismo autor, en su frenesí teórico,
se toma la molestia de apuntar.
El proceso de des-diferenciación postmoderno que desintegra la diferenciación
moderna no supone una vuelta atrás al humor premoderno, a una comicidad semejante a la
medieval, sino la aparición de una nueva forma característica de la sociedad postmoderna:
«La actitud posmoderna está menos ávida de emancipación seria que de
animación desenvuelta y personalización fantasista. Ese es el secreto de
este retorno relajado a lo carnavalesco: no es una recuperación de la
tradición, sino un efecto típicamente narcisista, hiper-individualizado,
espectacular, que da lugar a una sobrepuja de máscaras, de oropeles, de
disfraces y atavíos heteróclitos. La ‘fiesta’ posmoderna: medio lúdico de una
sobrediferenciación individualista y que con todo no deja de ser
ansiosamente serio por la búsqueda aplicada y sofisticada que comporta»
(Op. Cit.: 143).
El humor moderno, el azote de mediocres, pierde poder corrosivo por carecer
toda crítica de una alternativa sólida que ofrecer; ya no puede emplearse religión o razón
para arremeter contra los vicios ajenos, y en semejante clima de relativismo, todo lo que
cabe es una comicidad festiva, tan comunitaria como puede serlo partiendo de un principio
personal hedonista.
Y al tiempo que se abandona al Otro como blanco de los dardos humorísticos,
aparece el Uno Mismo como materia prima para la comedia, el humor auto-reflexivo;
cuando ya no hay certezas absolutas, ni líneas de comportamiento correcto refrendadas por
un criterio último cual la supuestamente difunta razón, todo lo que puede hacerse con el
propio periplo vital es un comentario irónico.
«Correlativamente, el Yo se convierte en blanco privilegiado del humor,
objeto de burla y de auto-depreciación, como explicitan las películas de
Woody Allen. El personaje cómico ya no recurre a lo burlesco (...), su
comicidad no proviene ni de la inadaptación ni de la subversión de las
lógicas, proviene de la propia reflexión, de la hiper-conciencia narcisista,
libidinal y corporal» (Op. Cit.: 144-145).
Esta nueva comicidad autorreflexiva es incesantemente consciente; en lugar traspié
y la cáscara de plátano, el humor postmoderno apuesta por presentar en su protagonista
una exposición de elementos risibles que, si bien no son del todo voluntarios, sí son
voluntarios en su exposición.
«El personaje burlesco es inconsciente de la imagen que ofrece al otro, hace
reír a pesar suyo, sin observarse, sin verse actuar, lo cómico son las
situaciones absurdas que engendra, los gags que desencadena según un
mecanismo irremediable. Por el contrario, con el humor narcisista, Woody
Allen hace reír, sin cesar en ningún momento de analizarse, disecando su
propio ridículo, presentando a sí mismo y al espectador el espejo de su Yo
devaluado. El Ego, la conciencia de uno mismo, es lo que se ha convertido
en objeto de humor y ya no los vicios ajenos o las acciones descabelladas»
(Op. Cit.: 145).
El humor postmoderno, en resumen, es omnipresente, festivo, hedonista,
inofensivo, individualista, autorreflexivo y autoconsciente. La omnipresencia de lo cómico,
sin embargo, no hace de la sociedad una orgía continua de carcajadas. Muy al contrario, la
proliferación del humor, nos dice Lipovetsky, conduce progresivamente a la liquidación de la
risa, disminuye la propensión a reír:
«Concentrado en sí mismo, el hombre posmoderno siente progresivamente
la dificultad de ‘echarse’ a reír, de salir de sí mismo, de sentir entusiasmo,
de abandonarse al buen humor. La facultad de reír mengua, ‘una cierta
sonrisa’ sustituye a la risa incontenible: la ‘belle époque’ acaba de empezar,
la civilización prosigue su obra instalando una humanidad narcisista sin
exuberancia, sin risa, pero sobresaturada de signos humorísticos» (Op. Cit.:
146-147).
Tal es la tensión entre lo
festivo / hedonista y lo autorreflexivo y
autoconsciente; Lipovetsky subraya la
dificultad para el entusiasmo, para el
abandono. El humor postmoderno,
provocado por la constatación de la
inefectividad de los arreos del pasado
para dominar el mundo (religión y
razón), es, en realidad, una última
herramienta, si no de dominio, de
control. Una forma de mantener a raya
el abismo nihilista.
PARTE 2
LIPOVETSKY: UNA TEORÍA
HUMORÍSTICA DE LA SOCIEDAD
POSTMODERNA (y 2)
Artículo por Alejandro Romero*
[ parte 2. Leer parte 1 < ]
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