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LIPOVETSKY: UNA TEORÍA HUMORÍSTICA DE LA SOCIEDAD

POSTMODERNA
Artículo en dos partes por
Alejandro Romero*

[Las imágenes que ilustran este ensayo son todas ellas


© José Luis López Rubiño. En el texto de la que se
halla a la derecha reza: «Que dicen en la cocina que de
qué queréis el aceite hirviendo ¿de oliva o de girasol?»

«... no sólo nadie se reiría viendo quemar gatos como era normal en
el siglo XVI por las fiestas de San Juan, sino que ni siquiera los niños
encuentran divertido martirizar a los animales, como hacían en todas
las civilizaciones anteriores.»
LIPOVETSKY
La era del vacío
Si acudimos a un sociólogo para que nos cuente algo sobre el humor, nos hablará,
muy probablemente, de la burla y el ridículo como mecanismos de control social. Poco (o
nada) más. No se ha escrito gran cosa, y lo que se ha hecho acaba a menudo limitándose a
una nueva disección (autopsia o vivisección, según el parecer de cada quien) de los clásicos:
Bergson, claro, y Freud, y a veces Baudelaire. Queda Peter Berger y su Risa redentora como
notabilísima excepción aunque el libro, en lugar de un trabajo sociológico, sea otro de esos
deliciosos ensayos multidisciplinares de inspiración filosófica cristiana con los que el
pensador alemán salpimenta su producción habitualmente (véanse también Pirámides de
sacrificio o Un rumor de ángeles).
En cuanto a los autores postmodernos, diríase que la mayoría ha preferido
practicar el humor en lugar de analizarlo. Y un humor, por cierto, a veces bordeando la
broma pesada, como en el caso de Baudrillard y aquella Guerra del Golfo inexistente.
Aunque Baudrillard, precisamente, sí trata con cierta atención el fenómeno humorístico y su
relación con las especiales circunstancias de la cultura postmoderna, al referirse a las que él
llama estrategias irónicas. La risa, como ya sabemos, era una de las respuestas que
proponía el Zaratustra nietzscheano ante el nihilismo y el eterno retorno de lo idéntico.
Por nuestra parte, nos vamos a centrar en otro pensador, Gilles Lipovetsky, y en
particular en uno de los capítulos de su libro La era del vacío, donde se permite un estudio
algo más pormenorizado del humor y su lugar en la sociedad contemporánea, sea esta
tardío-moderna, postmoderna o postpostmoderna.
¿Qué utilidad tiene ese estudio? ¿Qué interés, para el lector casual o habitual de
Tebeosfera? Cualquiera que haya leído a uno o dos autores postmodernos estará ya más
que advertido del espíritu caprichoso y saltarín, orgullosamente antiacadémico, con el que
acometen la labor filosófica. Ya lo decía Foucault (puede que en las primeras páginas de La
arqueología del saber): que no nos pidan una postura coherente, una continuidad de
argumento que se mantenga de libro en libro. Que nos dejen en paz a la hora de escribir.
No acudimos a los postmodernos buscando rigor académico sino ideas salvajes, intuiciones
brillantes, teorías imaginativas (lo cual no quiere decir que tales ideas, intuiciones y teorías
no sean compatibles con el rigor académico). Así pues, lo que sigue es un comentario de la
visión de Lipovetsky sobre la sociedad humorística: una visión especulativa, juguetona y
contradictoria. Un manojo de hipótesis a menudo extravagantes, basadas en una
interpretación muy subjetiva de la realidad sociocultural. Quizá haya algo de verdad en
ellas. Y quizá haya quien se atreva a investigarlo.
Antes de nada... ¿qué es la postmodernidad?
En uno de sus múltiples trabajos de síntesis, Postmodern Social Theory, George
Ritzer afirma que «hay muchas formas de caracterizar la diferencia entre los mundos
moderno y postmoderno, pero, como ejemplo, una de las mejores es la diferencia en puntos
de vista sobre si es posible encontrar soluciones racionales (...) a los problemas de la
sociedad» (1997: 6). En otras palabras, la época postmoderna, la postmodernidad,
desespera de la razón, pierde la fe en la razón.
¿Qué rasgos caracterizan la cultura postmoderna (la cultura de un mundo,
recordemos, que ha dejado de fiarse de la razón)? A juicio de Ritzer (1997: 8 – 9):
1) La crítica de la sociedad moderna y su fracaso en cumplir las
promesas que teóricamente legitimaban el orden de las cosas. De nuevo, el
fracaso de la razón, en tanto la razón ha sido el gran instrumento (o se
supone que lo ha sido) con el que la sociedad moderna pretendía cumplir
esas promesas.
2) Rechazo de las grandes explicaciones unitarias y coherentes,
llámense cosmovisiones, metarrelatos, grandes relatos, totalizaciones... La
época moderna ha querido explicar el mundo con grandes teorías de
ambición universal que diesen cuenta, partiendo de unas pocas premisas
clave, de la inabarcable diversidad del mundo empírico. Esas mismas
teorías, de discutible validez explicativa, además de ofuscar una visión más
realista de las cosas, han llegado a tiranizar a quienes las sostenían, en el
momento en que, por inevitables deficiencias, han cambiado la ambición
explicativa por la pretensión normativa. Ritzer apunta que semejante
rechazo, por parte de los postmodernos, hacia los grandes relatos, no ha
obstado para que ellos mismos propusieran grandes relatos de su cosecha;
tal vez la empresa de explicación del mundo gravita, por naturaleza, hacia la
construcción de grandes relatos que expliquen la mayor cantidad de
fenómenos con la menor cantidad de elementos de partida (véase, a ese
respecto, la interpretación de la historia de la filosofía que plantea Matthew
Stewart, 2002; humorista, autor de un único libro y partícipe de muchos de
los planteamientos postmodernos aunque critique a más de un padre
fundador postmoderno por defender sus propios grandes relatos).
3) Énfasis en fenómenos premodernos: emoción, sentimientos,
intuición, especulación, metafísica, hábitos y costumbres, experiencia
personal, tradición, cosmología, magia, mito... En última instancia, se trata
de una labor de rescate de elementos de la experiencia humana que la
sociedad moderna había desestimado por cuanto entraban en contradicción
con las bases sobre las que se asentaba su proyecto.
4) Desafío a los límites modernos. En otras palabras, crítica del
sistema de categorías que ordenaba la sociedad moderna. Se rechazan
definiciones, barreras entre disciplinas (académicas y no académicas), se
pone en tela de juicio la diferencia entre realidad y ficción. No es
simplemente un ataque al vocabulario moderno; es un ataque a una forma
de ordenar el mundo.
5) Atención a la periferia de la sociedad, no a su centro, considerando el
centro como aquellas instancias más eminentes y visibles que
hipotéticamente tienen mayor importancia en una sociedad. Es decir,
observar y estudiar, por ejemplo, las prácticas cotidianas de un grupo
marginal en lugar del gobierno de una nación.
Este puede ser, pues, el universo cultural en el que se inscribiría el peculiar género
de humor que quiere caracterizar Lipovetsky.
La sociedad humorística
Cómo la muerte de Dios se convierte en comedia negra
Desde el principio, Lipovetsky afirma, con ese entusiasmo monocromo que
embarga a todos los que alguna vez han creído encontrar una clave esencial
para comprender el mundo, que la sociedad contemporánea puede ser
definida como fundamentalmente humorística, que el humor es un
componente de máxima importancia en dicha sociedad:
«... el fenómeno no puede circunscribirse ya a la producción
expresa de los signos humorísticos, aunque sea al nivel de
una producción de masa; el fenómeno designa
simultáneamente el devenir ineluctable de todos nuestros
significados y valores, desde el sexo al prójimo, desde la
cultura hasta lo político, queramos o no. La ausencia de fe
posmoderna, el neo-nihilismo que se va configurando no es
atea (sic) ni mortífera, se ha vuelto humorística»
(Lipovetsky, 1986: 136-137).
Por de pronto encontramos ecos de Nietzsche y su Zaratustra; volvemos a
escuchar el derrumbarse de la razón como último gran objeto de fe, en tanto la fe religiosa
está sencillamente fuera de consideración (“la ausencia de fe postmoderna no es atea”). La
incredulidad de nuestros tiempos, ese estar de vuelta de todo que supone desesperar de la
capacidad humana para influir en la solución de los problemas de la especie (ya sea rezando
y obedeciendo los mandamientos del Creador, ya sea valiéndose de las armas de la razón,
analizando situaciones, diagnosticando errores y planificando vías de acción), y que lo
impregna todo hasta el punto de ser característica sustantiva de la cultura contemporánea,
favorece antes una expresión humorística que el despliegue de dramatismo desesperado.
El humor ha existido siempre, naturalmente, bajo una forma u otra, pero es
únicamente en la sociedad occidental contemporánea que toma constante posición de
primera fila. En el pasado, lo humorístico hacía acto de presencia en momentos aislados,
ocupaba su nicho específico, mayor o menor según los particulares empíricos de cada caso,
en el espacio y el tiempo. Ahora, de la misma forma que el proceso de des-diferenciación
cuya importancia privilegia Lash (1990) supone la omnipresencia de la cultura, el humor
impregna muchos ámbitos de lo social que antes le estaban vedados:
«... si cada cultura desarrolla de manera preponderante un esquema
cómico, únicamente la sociedad posmoderna puede ser llamada humorística,
pues sólo ella se ha instituido globalmente bajo la égida de un proceso que
tiende a disolver la oposición, hasta entonces estricta, de lo serio y lo no
serio; como las otras grandes divisiones, la de lo cómico y lo ceremonial se
difumina, en beneficio de un clima ampliamente humorístico. Mientras que a
partir de las sociedades estatales, el cómico se opone a las normas serias, al
Estado, representando para ello otro mundo, un mundo carnavalesco
popular en la Edad Media, mundo de la libertad satírica del espíritu objetivo
desde la edad clásica, en la actualidad esa dualidad tiende a difuminarse
bajo el empuje invasor del fenómeno humorístico que incorpora todas las
esferas de la vida social, mal que nos pese» (Lipovetsky, 1986: 137).
Como se ha señalado, esto no siempre ha sido así; es un desarrollo característico
de nuestro tiempo y por eso puede emplearse para definirlo y distinguirlo de épocas
pasadas, llamando a la nuestra “sociedad humorística”. Lipovetsky identifica una serie de
etapas en el devenir que conduce al actual orden de cosas. Perpetuando la muy extendida
costumbre de articular la historia en trípticos, marca tres fases:
1) Edad Media: aquí «la cultura cómica popular está
profundamente ligada a las fiestas, a las celebraciones de tipo carnavalesco
que, dicho sea de paso, llegaban a ocupar tres meses al año. En ese
contexto, lo cómico está unificado por la categoría de ‘realismo grotesco’
basado en el principio del rebajamiento de lo sublime, del poder, de lo
sagrado, por medio de imágenes hipertrofiadas de la vida material y
corporal» (Op. Cit: 138).
La comicidad medieval confirma la estructura social haciendo mofa episódica
de sus posiciones más altas. Es un humor en el que prima la escatología, en
su sentido más físico:
«Toda la comicidad medieval se vuelve imaginación grotesca que no debe
confundirse con la parodia moderna, de alguna manera desocializada, formal
o ‘estetizada’. La transformación cómica por el rebajamiento es una
simbología por la que la muerte es condición de un nuevo nacimiento. Al
invertir lo de arriba y lo de abajo, al precipitar todo lo que es sublime y
digno en los abismos de la materialidad se prepara la resurrección, un nuevo
comienzo desde la muerte. Lo cómico medieval es ‘ambivalente’, siempre se
trata de dar muerte (rebajar, ridiculizar, injuriar, blasfemar) para insuflar
una nueva juventud, para iniciar la renovación» (Op. Cit.: 138-139).
Semejante festival escatológico se pone en marcha, en realidad, para hacer
material lo inmaterial. Las ideas platónicas se encarnan por un día en la
corrupción del mundo fluido de Heráclito, se marchitan y mueren en un
festival de carcajadas, para renacer tan poderosas como siempre al día
siguiente. La comicidad medieval es, en última instancia, confirmación de la
metafísica, confirmación de la fe. Recordando al Juan de Mairena
machadiano, sólo está viva la fe de un pueblo que blasfema; los demás no
se toman la molestia de rebajar una divinidad en la que no creen realmente.
2) En la Edad Clásica el humor comienza a especializarse, pues «el proceso
de descomposición de la risa de la fiesta popular está ya engranado
mientras se forman los nuevos géneros de la literatura cómica, satírica y
divertida alejándose cada vez más de la tradición grotesca. La risa,
desprovista de sus elementos alegres, de sus groserías y excesos bufos, de
su base obscena y escatológica, tiende a reducirse a la agudeza, a la ironía
pura ejerciéndose a costa de las costumbres e individualidades típicas. Lo
cómico ya no es simbólico, es crítico, ya sea en la comedia clásica, la sátira,
la fábula, la caricatura, la revista o el vodevil» (Op. Cit.: 139).
El humor ya no es patrimonio popular, generalizado, impersonal como lo era
antes. Una invención de la modernidad entra en escena para apropiarse del
humor y ponerlo a su servicio: el individuo. A partir de ahora, el humor
servirá tanto para satisfacer las necesidades nuevas de esta criatura inédita
como para reafirmar su realidad:
«...lo cómico entra en su fase de desocialización, se privatiza y se vuelve
‘civilizado’ y aleatorio. Con el proceso de empobrecimiento del mundo
carnavalesco, lo cómico pierde su carácter público y colectivo, se
metamorfosea en placer subjetivo ante tal o cual hecho cómico aislado, y el
individuo permanece fuera del objeto de sarcasmo, en las antípodas de la
fiesta popular que ignoraba cualquier distinción entre actores y
espectadores, que implicaba al conjunto del pueblo mientras duraban los
festejos» (Op. Cit.: 139).
El humor, en realidad, está al servicio de una nueva fe, la fe ilustrada, la fe
en la razón; el humor es herramienta para atacar los residuos del pasado
que amenazan con poner freno al reluciente vehículo del progreso (lo cómico
ya no es simbólico, es crítico). La luz de la ilustración alcanza también el
humor, lo limpia, lo despoja de vulgaridades, le saca brillo, lo ordena y lo
empaqueta en su correspondiente clasificación etiquetada:
«Simultáneamente a esa privatización, la risa se disciplina: debe
comprenderse el desarrollo de esas formas modernas de la risa que son el
humor, la ironía, el sarcasmo, como un tipo de control tenue e infinitesimal
ejercido sobre las manifestaciones del cuerpo, análogo al adiestramiento
disciplinario que analizó Foucault (...). En las sociedades disciplinarias, la
risa, con sus excesos y exuberancias, está ineluctablemente desvalorizada,
precisamente la risa, que no exige ningún aprendizaje: en el siglo XVIII, la
risa alegre se convierte en un acto despreciable y vil y hasta el siglo XIX es
considerada baja e indecorosa, tan peligrosa como tonta, es acusada de
superficialidad e incluso de obscenidad» (Op. Cit.: 139-140).
3) Y, naturalmente, una última etapa de postmodernidad, donde
desaparece la comicidad instrumental a favor de un humor hedonista e
irresponsable que tiene al placer por todo principio de utilidad.
«Nos encontramos ahora más allá de la era satírica y de su comicidad
irrespetuosa. A través de la publicidad, de la moda, de los gadgets, de los
programas de animación, de los comics, ¿quién no ve que la tonalidad
dominante e inédita de lo cómico no es sarcástica sino lúdica? El humor
actual evacúa lo negativo característico de la fase satírica o caricaturesca. La
denuncia burlona correlativa de una sociedad basada en valores reconocidos
es sustituida por un humor positivo y desenvuelto, un cómico teen-ager a
base de absurdidad gratuita y sin pretensión» (Op. Cit.: 140).
El paradigma de cómico profesional de la etapa postmoderna muy bien puede ser
Steve Martin (para muestra de su producción literaria, notablemente postmoderna, véase
Martin, 1997, 1998 y 2001): el humorista que representa el absurdo de la era de la
abundancia, que caricaturiza sin saña (¿para qué?) al americano blanco y su obsesión con el
sexo y el dinero. Es digno de destacar que cuando Lash (1990), en las primeras páginas de
su estudio sobre sociología del postmodernismo, quiere distanciarse de las proclamas más
apocalípticas del pensamiento que está analizando, se describe a sí mismo como un
americano normal al que le gusta reírse con Steve Martin. Curiosamente, para Lipovetsky es
característico de la sociedad postmoderna ese humor en absoluto atormentado, que es puro
gozo superficial: «El humor de masa no se fundamenta en la amargura o la melancolía:
lejos de enmascarar un pesimismo y ser la ‘cortesía de la desesperación’, el humor
contemporáneo se muestra insustancial y describe un universo radiante» (Op. Cit.: 140).
Un humor, para más detalles, extravagante, hiperbólico, que no finge indiferencia y
desapego. Y un humor omnipresente, que se convierte en valor de cambio: «El humor,
desde ahora, es lo que seduce y acerca a los individuos: Woody Allen está clasificado en el
hit parade de los seductores de Play Boy» (Op. Cit.: 141). Probablemente Lipovetsky,
víctima satisfecha de esa enfermedad tan común que es la megalomanía filosófica, exagera
para mayor claridad expositiva: todo es humorístico porque su teoría es esa. De cualquier
forma, el proceso de des-diferenciación hace del humor un recurso al alcance de cualquier
fortuna, un lenguaje universal, válido allí donde haya llegado la ola de la postmodernidad:
«El humor dominante ya no se acomoda a la inteligencia de las cosas y del lenguaje, a esa
superioridad intelectual, es necesario (sic) una comicidad discount y pop desprovista de
cualquier supereminencia o distancia jerárquica» (Op. Cit.: 141).
El humor postmoderno banaliza cuanto toca, lo desubstancializa, y en última
instancia, si acaso consigue algún dominio sobre el mundo (como era la pretensión del
humor en la época clásica), es ante todo para ponerlo al servicio (lúdico) de las personas.
En la ficción no se admira el pathos del héroe, sino su ironía: «El ‘nuevo’ héroe no se toma
en serio, desdramatiza lo real y se caracteriza por una actitud maliciosamente relajada
frente a los acontecimientos» (Op. Cit.: 142).
Aparece además, a entender de Lipovetsky, una exigencia de variedad, de
creatividad, de novedad constante. Pasó el tiempo en el que la gente se reía
invariablemente de las mismas bromas, el humor en la época postmoderna exige
espontaneidad y naturalidad. Esto (como el grueso de su teoría, para qué nos vamos a
engañar) es refutable, o de lo contrario, fenómenos como el de Chiquito de la Calzada y
tantos otros cómicos cuyo éxito popular radica en la repetición mecánica de consignas
recurrentes tendrían que catalogarse, desde el punto de vista de Lipovetsky, como
supervivencias residuales del humor medieval. Podríamos, de hecho, entender el “humor
postmoderno” cual lo define Lipovetsky como un tipo ideal weberiano, pero tampoco parece
necesario entrar en precisiones academicistas que ni el mismo autor, en su frenesí teórico,
se toma la molestia de apuntar.
El proceso de des-diferenciación postmoderno que desintegra la diferenciación
moderna no supone una vuelta atrás al humor premoderno, a una comicidad semejante a la
medieval, sino la aparición de una nueva forma característica de la sociedad postmoderna:
«La actitud posmoderna está menos ávida de emancipación seria que de
animación desenvuelta y personalización fantasista. Ese es el secreto de
este retorno relajado a lo carnavalesco: no es una recuperación de la
tradición, sino un efecto típicamente narcisista, hiper-individualizado,
espectacular, que da lugar a una sobrepuja de máscaras, de oropeles, de
disfraces y atavíos heteróclitos. La ‘fiesta’ posmoderna: medio lúdico de una
sobrediferenciación individualista y que con todo no deja de ser
ansiosamente serio por la búsqueda aplicada y sofisticada que comporta»
(Op. Cit.: 143).
El humor moderno, el azote de mediocres, pierde poder corrosivo por carecer
toda crítica de una alternativa sólida que ofrecer; ya no puede emplearse religión o razón
para arremeter contra los vicios ajenos, y en semejante clima de relativismo, todo lo que
cabe es una comicidad festiva, tan comunitaria como puede serlo partiendo de un principio
personal hedonista.
Y al tiempo que se abandona al Otro como blanco de los dardos humorísticos,
aparece el Uno Mismo como materia prima para la comedia, el humor auto-reflexivo;
cuando ya no hay certezas absolutas, ni líneas de comportamiento correcto refrendadas por
un criterio último cual la supuestamente difunta razón, todo lo que puede hacerse con el
propio periplo vital es un comentario irónico.
«Correlativamente, el Yo se convierte en blanco privilegiado del humor,
objeto de burla y de auto-depreciación, como explicitan las películas de
Woody Allen. El personaje cómico ya no recurre a lo burlesco (...), su
comicidad no proviene ni de la inadaptación ni de la subversión de las
lógicas, proviene de la propia reflexión, de la hiper-conciencia narcisista,
libidinal y corporal» (Op. Cit.: 144-145).
Esta nueva comicidad autorreflexiva es incesantemente consciente; en lugar traspié
y la cáscara de plátano, el humor postmoderno apuesta por presentar en su protagonista
una exposición de elementos risibles que, si bien no son del todo voluntarios, sí son
voluntarios en su exposición.
«El personaje burlesco es inconsciente de la imagen que ofrece al otro, hace
reír a pesar suyo, sin observarse, sin verse actuar, lo cómico son las
situaciones absurdas que engendra, los gags que desencadena según un
mecanismo irremediable. Por el contrario, con el humor narcisista, Woody
Allen hace reír, sin cesar en ningún momento de analizarse, disecando su
propio ridículo, presentando a sí mismo y al espectador el espejo de su Yo
devaluado. El Ego, la conciencia de uno mismo, es lo que se ha convertido
en objeto de humor y ya no los vicios ajenos o las acciones descabelladas»
(Op. Cit.: 145).
El humor postmoderno, en resumen, es omnipresente, festivo, hedonista,
inofensivo, individualista, autorreflexivo y autoconsciente. La omnipresencia de lo cómico,
sin embargo, no hace de la sociedad una orgía continua de carcajadas. Muy al contrario, la
proliferación del humor, nos dice Lipovetsky, conduce progresivamente a la liquidación de la
risa, disminuye la propensión a reír:
«Concentrado en sí mismo, el hombre posmoderno siente progresivamente
la dificultad de ‘echarse’ a reír, de salir de sí mismo, de sentir entusiasmo,
de abandonarse al buen humor. La facultad de reír mengua, ‘una cierta
sonrisa’ sustituye a la risa incontenible: la ‘belle époque’ acaba de empezar,
la civilización prosigue su obra instalando una humanidad narcisista sin
exuberancia, sin risa, pero sobresaturada de signos humorísticos» (Op. Cit.:
146-147).
Tal es la tensión entre lo
festivo / hedonista y lo autorreflexivo y
autoconsciente; Lipovetsky subraya la
dificultad para el entusiasmo, para el
abandono. El humor postmoderno,
provocado por la constatación de la
inefectividad de los arreos del pasado
para dominar el mundo (religión y
razón), es, en realidad, una última
herramienta, si no de dominio, de
control. Una forma de mantener a raya
el abismo nihilista.

PARTE 2
LIPOVETSKY: UNA TEORÍA
HUMORÍSTICA DE LA SOCIEDAD
POSTMODERNA (y 2)
Artículo por Alejandro Romero*
[ parte 2. Leer parte 1 < ]
[ Las imágenes que ilustran este ensayo son todas ellas © José Luis López Rubiño. Haga clic para
ampliar la que se halla a la derecha de este texto ]

De cómo el tren del progreso avanza a golpe de carcajada


¿Es el humor un instrumento de coerción social? Ya dijimos que cuando se trata del
humor o la risa en una obra sociológica, el fenómeno al que se suele atender (casi
exclusivamente) es al control social por medio del ridículo. Se restringe, pues, el estudio al
humor aristotélico, a la risa de superioridad, a la carcajada que señala una situación de
desigualdad. Hay, sin embargo, otras formas de humor que pueden limar los bordes más
afilados de las estructuras sociales y hacerlas tolerables a quienes tienen que vivir dentro de
ellas:
«Por el relajamiento o distensión de los mensajes que engendra, el código
humorístico forma parte del amplio dispositivo polimorfo que, en todas las
esferas, tiende a personalizar las estructuras rígidas y las obligaciones. En
vez de las conminaciones coercitivas, de la distancia jerárquica y de la
austeridad ideológica, se da
lenguaje de una sociedad flexib
Algo más arriba, veíamos q
postmodernas ausente de pathos. ¿Qu
para la angustia? En absoluto:
«Hay tantas más representac
es lo real; la
cotidiana. En realidad el códi
signos y a despojarlos de c
verdadero vector de democ
desubstancialización y neutrali
A fin de cuentas, no parece plausible el nihilismo sin un mínimo de desesperación; la
sociedad postmoderna padece males característicos y le aplica remedios característicos,
pues «el sense of humor consiste en subrayar el aspecto cómico de las cosas sobre todo en
los momentos difíciles de la vida» (Op. Cit.: 158). Tal vez por eso, en una sociedad
particularmente caída en desgracia de los dioses y sus certezas, «el humor se convierte en
una cualidad exigida al otro» (Op. Cit.: 160), y esa omnipresencia de lo festivo no indique
felicidad, sino una implacable ocultación de su antítesis.
La pérdida de la fe salpica, como hemos señalado antes, también a las ideologías. La
política de una sociedad humorística tiene, por obligación, que adoptar formas nuevas,
desconocidas hasta la fecha:
«Después de la fase de afirmación gloriosa y heroica de las democracias en
que los signos ideológicos han rivalizado en énfasis (la nación, la igualdad, el
socialismo, el arte por el arte) con los discursos jerárquicos destronados,
entramos en la era democrática posmoderna que se identifica con la
desubstancialización humorística de los principales criterios sociales» (Op.
Cit.: 162).
La política se convierte casi explícitamente en circo de entretenimiento. Lipovetsky
cita el caso del cómico francés Coluche, que llegó a ser candidato presidencial en su país
después de una flamante carrera artística construida las más de las veces a base de
patochadas y sal gruesa. Lipovetsky, cuyo texto es contemporáneo del suceso, afirma
que «todo el mundo está contento de que un payaso profesional ocupe la escena política,
puesto que ésta se ha convertido ya en un espectáculo burlesco» (Op. Cit.: 163).
Una vez alcanzada la mayoría de grandes reivindicaciones sociales del pasado, las
banderas comunes que podían convocar tras de sí considerables movimientos colectivos, las
aspiraciones políticas del presente se acercan gradualmente a lo esperpéntico, al
particularismo exacerbado propio de una sociedad hedonista donde todos exigen carta de
naturaleza para sus rasgos personales y construyen comunidades minúsculas partiendo de
criterios que bordean el capricho:
«Más directamente aún, con el desmembramiento de los particularismos y la
sobrepuja minoritaria de las redes y asociaciones (padres solteros, lesbianas
toxicómanas, asociaciones de agorafobos o de claustrofobos, de obesos,
calvos, feos y feas, lo que Roszak llama la ‘red situacional’), el propio
espacio de la reivindicación social toma una coloración humorística.
Comicidad debida a la desmultiplicación, a la miniaturización interminable
del derecho a las diferencias; a la manera de la broma de las cajitas que
esconden otras cajitas cada vez más pequeñas, el derecho a la diferencia no
cesa de desengastar los grupos, de afirmar microsolidaridades, de
emancipar nuevas singularidades en la frontera de lo infinitesimal. La
representación humorística viene con el exceso pletórico de las
ramificaciones y subdivisiones capilares de lo social» (Op. Cit.: 164).
Naturalmente, esa primacía de lo particular impregna también nuestra forma de
percibir a los demás y, por tanto, la interacción social en su escala más básica. La muerte de
la razón como instancia legitimadora de las acciones individuales da paso al hedonismo, al
principio de placer, a la primacía de las preferencias personales. Por necesidad, esa sucesión
de funciones tiene que hacerse patente en todo el cuerpo social:
«Así como la dispersión polimorfa de los grupos humoriza la diferenciación
social, también el hiperindividualismo de nuestro tiempo tiende a suscitar
una aprehensión del prójimo con tonalidades cómicas. A fuerza de
personalización, cada uno se convierte para sus semejantes en un animal
curioso vagamente extraño y no obstante desprovisto de misterio
inquietante: el otro como teatro absurdo» (Op. Cit.: 165).
Y a partir de los niveles más simples de interacción podemos ascender a estadios
más complejos, en los que se define la concepción misma de la ciudadanía y la comunidad
sociopolítica, pues: «...el modo de aprehensión del otro no es ni la igualdad ni la
desigualdad, es la curiosidad divertida, de manera que cada uno de nosotros se ve
condenado a parecer a corto o largo plazo extraño, excéntrico ante los otros» (Op. Cit.:
166).
De esta forma, la convivencia acaba por fundamentarse en la disimilitud y en la
extravagancia del prójimo. Una extravagancia que es en sus manifestaciones diferente a la
nuestra, pero en su
principio, idéntica,
pues se basa en la
presunción a priori de
respetabilidad para
todo comportamiento
que produzca placer y
bienestar a su
agente. Insiste
Lipovetsky:
«... la

sociedad que estaba abocada gracias a la igualdad a armonizarse sin


heterogeneidad ni desemejanza, está en vías de transformar al otro en
extranjero, en un verdadero y estrambótico mutante; la sociedad basada en
el principio del valor absoluto de cada persona es la misma en que los seres
tienden a volverse zombis inconsistentes o cómicos» (Op. Cit.: 167).
¿Es esa la sombra del ciudadano postmoderno? Perdidos los lenguajes comunes del
pasado (mitos, religión, razón), ¿está condenado el individuo a no poder comunicar el
contenido de sus actos, a ser eternamente incomprendido salvo por aquellas otras escasas
almas perdidas que comparten su placer? ¿Está condenado a no comprender a sus
semejantes? La respuesta de Lipovetsky no puede estar más alejada de la de, pongamos,
un McIntyre: la base común es ese vago ideario hedonista-democrático, para el cual toda
ocupación placentera es legítima en tanto no interfiera en la libre elección ajena; a partir de
ahí, los lenguajes se dispersan y se hacen tanto más incompatibles cuanto más lejos se lleva
el principio de partida.
¿Qué lenguaje común reconcilia todas esas diferencias? ¿Qué lenguaje común evita
la dispersión absoluta, la desintegración de lo social en un hervidero de “nacionalidades”
extravagantes? Principalmente, el comentario humorístico autorreflexivo que, por su propia
naturaleza lúdica, recuerda el principio personal hedonista común a toda la variedad:
«A mayor reconocimiento igualitario, mayor diferenciación minoritaria y más
el encuentro interhumano se hace extrañamente chusco. Estamos
destinados a afirmar cada vez más una igualdad ‘ideológica’ y
simultáneamente a sentir unos (sic) heterogeneidades psicológicas
crecientes. Después de la fase heroica y universalista de la igualdad, aunque
estuviera evidentemente limitada por grandes diferencias de clase, llega la
fase humorística y particularista de las democracias en las que la igualdad se
burla de la igualdad» (Op. Cit.: 167).
¿Hay un humor postmoderno?
La teoría de Lipovetsky sería significativa y más que digna de atención para todo
estudioso del humor aunque sólo fuera por la seguridad con la que postula dos
afirmaciones:
Que la sociedad postmoderna es específicamente humorística. Esto es, hay una serie
de rasgos variados que caracterizan lo que se conoce como sociedad postmoderna, y uno de
ellos, y no uno de los menos importantes, es su carácter humorístico.
Que hay un humor específico de la sociedad postmoderna. Esto es, que el humor
propio de la sociedad postmoderna y que, tal como se afirma en el punto anterior, define en
cierta medida dicha sociedad, es esencialmente diferente a las formas de humor que pueden
encontrarse en otras sociedades, en otros espacios, en otros tiempos.
He aquí, resumidos y ordenados, los rasgos característicos del humor postmoderno,
tal como él lo define:
1) Omnipresencia. El humor postmodern
terrenos hasta ahora vedados para el disc
anteriores, el humor era una explosión ep
o una herramienta identificada y claramen
recursos de la razón (tal que el humor ilus
de los productos de consumo cultural, obs
géneros que dejan de tomarse del todo en
aceptados por el público cuando hacen un
de comentarios autorreflexivos (como ejem
1991, 1994, 1997, 2002, Shaffer, 1972, 1
1998; o en el cine, la serie
2) Hedonismo. El humor, aunque, como y
diversos, sólo se justifica explícitamente p
sí mismo. No se considera un humor instr
excusas; toda la razón de ser que necesita
que proporciona.
3) Ausencia superficial de angustia
principio hedonista expuesto en el punto a
mostrar en primer plano los aspectos oscu
realidad. Le interesa lo lúdico, lo brillante,
estrafalario, lo llamativo.
4) Habilidad social. El humor, en la socie
lenguaje universal y, por tanto, en una ha
dominar para desenvolverse exitosamente
componente necesario en la comunicación
seducción, quizá no suficiente por sí sola p
pero sí necesaria.
5) Igualitarismo. Aristóteles afirmó que,
espectáculo de las desgracias que acontec
espectador (y que, por ello, tiene un efect
espectáculo de las desgracias que acontec
espectador (y, por ello, tiene un efecto hil
existiese un componente de desigualdad,
Lipovetsky, dicho componente está reduci
espectáculo de la diversidad, y aunque la
comedia (pues, como dice Lipovetsky, la i
última instancia hay, por necesidad, un re
Cabe suponer, no obstante, que el humor
cuando toma por objeto comportamientos
y que, por tanto, sí son susceptibles de ob
superior.
6) Presencia soterrada de angustia
de todo, el humor de una época que ha pe
hemos dicho, en su superficie todo es colo
persiste un fondo de nihilismo angustiado.
presumir del abandono dionisíaco de la fie
postmoderno es necesariamente tenso, pu
por su propia proliferación (por esa omnip
primer punto), el efecto cómico se diluye,
7) Variedad y novedad
postmoderno implica, además, la necesida
diversidad, de cambio, de novedad interm
monótona de un mismo recurso humorísti
postmoderno tiene que ser, cuando meno
8) Individualismo. El hedonismo postmod
basado en el placer individual, que deriva
deseo personales. El humor postmoderno
lenguaje común para comunicar todas esa
inmersa cada una en su propia empresa d
para el diálogo es el reconocimiento respe
diferencias.
9) Autorreferencia. El humor postmoderno tiene por objeto privilegiado al
propio humorista, sea profesional o no. Incluso cuando comenta el
comportamiento de un individuo distinto del comentarista, el fondo de la
cuestión es la relación con la propia opción personal de quien habla. Uno de
los grandes problemas con que se encuentra una sociedad que ha
desechado los grandes relatos, repetimos, es el vacío que genera en la
legitimación de acciones, en las herramientas de valoración y los criterios
para la toma de decisiones sobre la propia existencia. Comentando el
absurdo de las decisiones ajenas (que son absurdas en cuanto carecen de
una razón última que las justifique), comentamos el absurdo de las
nuestras.
10) Utilidad. Ya hemos señalado que el humor es, en la sociedad
postmoderna, una habilidad social y una herramienta de seducción. Esto
quiere decir que, en última instancia, es un instrumento que puede ser
utilizado para obtener fines diversos (partiendo de que, aunque se produzca
un vacío en el sistema de ideas a la hora de justificar los fines, dichos fines
siguen existiendo). Lipovetsky propone el ejemplo bastante obvio de la
publicidad: el humor sirve para vender productos, haciendo mofa de la
propia noción de la promoción y venta de productos. Sabemos que dicha
actividad no tiene un sentido último, como tampoco lo tiene la existencia (o
que no somos capaces de ponernos de acuerdo respecto a un sentido
último; a efectos sociológicos, eso es lo que cuenta); la publicidad persiste
en esa actividad carente de sentido último, pero indica que es consciente de
que carece de sentido último.
11) ¿Función? El punto anterior señala una posibilidad de alcance un tanto
superior. En la medida en que el humor es útil, o, cuando menos,
utilizable... ¿es posible que cumpla una función social (o varias)
reconocible(s)? Nuestra hipótesis: sí, aunque no exclusivamente. El humor
oficia de sistema ideológico de legitimación subsidiario (¿y transitorio?) y
ayuda a mantener la cohesión social en una época en la que el vínculo
comunitario, en su sentido espiritual, se presenta especialmente débil. En
otras palabras, el humor viene a suavizar y a hacer aceptable el vacío que
han dejado los grandes relatos al desmoronarse (recordemos a Lyotard). No
es, evidentemente, el único elemento que cumple dicha función; para
empezar, cabe la duda de que los grandes relatos hayan desaparecido por
completo. Pese a todo, hay esa percepción de vacío, de debilidad, de
nihilismo y el humor contribuye a hacerla tolerable. Las construcciones
ideológicas que sustentaban la práctica cotidiana de las sociedades
occidentales se han demostrado insuficientes; el humor colabora para que,
pese a todo, tal práctica cotidiana se mantenga, comentando su absurdo
esencial y convirtiéndolo en placer cómico.
Estas son, pues, las intuiciones nada metódicas de Lipovetsky, expuestas hace cerca
de veinte años. ¿Se atreverá algún científico riguroso a poner a prueba estas hipótesis o
quedarán olvidadas como tantos otros caprichos intelectuales del ensayismo postmoderno?
Por arbitrarias que sean sus clasificaciones, por desmesurada que sea la ambición
explicativa de sus páginas, en ellas encontramos herramientas de cierta utilidad analítica. En
su propuesta de desarrollo histórico del humor en tres estadios (medieval, ilustrado y
postmoderno) nos ofrece tres
tipos ideales válidos para el
estudio de la realidad
contemporánea. Véase, a tal
efecto, lo escrito por Chumy
Chúmez (1998) como epitafio
para La Codorniz (y, de camino,
para su propia Hermano Lobo) en
un reciente volumen
recopilatorio: el viejo semanario
humorístico murió comido por las
polillas cuando los lectores
empezaron a encontrar
insuficiente la crítica tibia de La
Cárcel de Papel de Acevedo y otros atrevimientos menores de Álvaro de Laiglesia. La partida
la ganó Hermano Lobo, pero sólo para reinar durante un tiempo y morir más adelante,
establecida la democracia y, por así decirlo, logrado el objetivo ansiado por la mayoría.
Bastantes años atrás, Miguel Mihura (fundador de La Codorniz, genio con todas las de la ley
y partidario de un humor que se podría catalogar perfectamente como postmoderno
ateniéndonos a los criterios de Lipovetsky) discutía agriamente con el nuevo director de su
revista, De Laiglesia, porque encontraba desagradable e innecesaria la timidísima atención a
la realidad social que empezaba a prestar la revista. El humor “moderno” o “ilustrado”
necesita un blanco contra el que cargar, y sólo es comercial cuando hay una proporción
suficiente del público que está de acuerdo con la pertinencia de dicho blanco. Cuanto mayor
es el desencanto político, cuanta menos fe tenemos en nuestra capacidad de cambiar las
cosas (para mejor, claro) haciendo uso de la razón... más se parece nuestro humor a lo que
describe Lipovetsky.
Ahora, habría que mirar el quiosco, la televisión, el cine... y preguntarnos qué
humor es el que más vende. Y por qué...

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HUMOR SAPIENS

HUMOR GRÁFICO DE André François Nacido en


Temesvár, Hungría, 1915 – Fallecido en Francia,
2005.
FONTANARROSA
HUMOR SAPIENS (S. F.) consultado el 09-09-16 en
http://humorsapiens.com/clasicos-del-humor/fontanarrosa

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