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Hace unos jueves, como digo, se trató sobre algo que ahora se utiliza mucho
para expresar tormento; o más que tormento, tortura psicológica por
insistencia: la acción de alguien que machaca hasta la extenuación, figurada o
casi real, de sus semejantes. Gota malaya, suele decirse. Lo que, traducido en
hechos, equivaldría a un lento goteo de agua sobre la cabeza o la frente de una
víctima inmovilizada, hasta volverla más o menos majara. Con tal sentido se
usa habitualmente y cada vez más; sin embargo, la expresión es incorrecta. La
gota malaya sencillamente no existe. Los malayos no gotean, que yo sepa. Lo
que sí existe es la bota malaya. Y también la gota china.
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son las palabras que utilizamos y con qué significado exacto lo hacemos,
aunque éste cambie a través del tiempo.
De todas formas, ni siquiera la RAE puede averiguar siempre cuándo y por qué
se produce una transformación o un error cuyo uso se extiende luego. En este
caso sí es posible, y el responsable tiene nombre y apellidos, e incluso fecha.
En 1982, el entonces presidente Felipe González se lió entre bota y gota
cuando dijo que el político Pasqual Maragall, entonces alcalde de Barcelona
que no paraba de pedir dinero para los Juegos Olímpicos, era una gota malaya:
un pelmazo hasta el martirio. El lapsus presidencial hizo fortuna, nadie lo
corrigió públicamente, periodistas que no tenían ni idea de gotas y botas lo
repitieron hasta la saciedad, y de ahí pasó al uso general, hasta el punto de
que incluso escritores presuntamente cultos lo utilizan hoy con naturalidad. Eso
ya no hay quien lo pare, y no será este artículo el que lo consiga. Porque
además, y para que vean ustedes la singular dinámica en la evolución de una
lengua – y eso ocurre con todas las del mundo –, se da la paradoja de que, en
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la actualidad, a quienes utilizan bota malaya en su expresión correcta hay
quien les llama la atención y afea el término. Gota, hombre, les dicen en Twitter
o Facebook. Se dice gota malaya, inculto. Y es que así se escribe la historia. Y
los diccionarios