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Filosofía realista. El amor

1) La clave para la comprensión de este mundo es que ha sido creado libremente por
Dios. Éste es el fundamento de que los seres finitos sean contingentes pero también
consistentes. El infinito no asecha a los seres particulares para destruirlos, sino que ha impuesto
a todos una tendencia a su plenitud.
2) La tendencia más profunda de todo ser, incluido el hombre, se dirige hacia su
plenitud y perfección. El ordo naturae no coincide con el ordo operationis. La posterioridad en
el desarrollo de nivel operativo de un ser no significa secundariedad ontológica de las
determinaciones adquiridas. El acto, por tanto, tiene primacía sobre la potencia y la antecede
absolutamente.
3) Como lo múltiple proviene de lo uno, las cosas particulares tiene un cierta unidad
(unitas) entre sí, que las lleva, según sus jerarquías, a una unión (unio) a nivel operativo.
Constitutivamente, por tanto, los seres finitos se plenifican en esta relación.
4) En la escala de los seres el más perfecto –no sólo con una diferencia de grado sino
con una perfección que constituye un cierto absoluto- es la persona. Esta posee un ser espiritual,
metafísicamente irreductible a todo otro ente, absolutamente único en cada caso (Dios quiere a
los seres no personales en y por el conjunto de la creación, mientras que a las personas las
quiere por sí mismas). La persona humana debe desarrollar (en el ordo operationis, mediante
hábitos) esa identidad, llegando a actualizar una verdadera intimidad, la cual, más que un
hábito, es “la unidad vivida de todos los hábitos, unidad vista desde dentro, en propio y
apropiadamente, presidida por el yo en el modo de conciencia concomitante, y no ya de la
objetivamente reflexiva y discursiva” (Cruz, 1999, p. 75).
5) Este desarrollo de lo propio es en parte una apropiación porque –en parte también- es
realizado libremente. Efectivamente, el obrar libre, en el cual el hombre autodetermina sus actos
–y se autodetermina por ellos-, es un obrar del hombre por sí mismo, es la consecuencia
operativa de un ser que vale por sí mismo y es querido por Dios como único.
6) Esta intimidad no se identifica con la conciencia, con un Cogito. Es
fundamentalmente inconciente, en el sentido de que los hábitos constituyen un inconciente
sobreactual, que supone las disposiciones y tendencias innatas, que serían inconciente
subactual, y que permite el despliegue operativo de la persona mediante sus actos libres. 1
7) La persona humana es una unitas multiplex2. Posee distintas dimensiones en las que
se despliega operativamente. Su centro más profundo es espiritual, aunque la metáfora no debe
hacer pensar en una tópica o en una división de instancias enfrentadas. “En el alma humana lo
íntimo es lo supremo”, afirmaba San Buenaventura. 3 Debe tenerse en cuenta que esta
anterioridad de lo espiritual según un ordo naturae et emanationis, implica un ordo operationis
(generationis et temporis), que no debe confundirse con el anterior.
8) Si los seres particulares poseen, naturalmente, una cierta hermandad y tendencia a la
unión por provenir de una única causa, esta relacionalidad será máxima en los seres que se
encuentran en la cima de la jerarquía, es decir, los seres personales. La relación más profunda
posible, de conocimiento y amor espirituales, puede darse entre seres personales.
Metafísicamente, así como las personas tienen un ser que vale por sí mismo y,
consecuentemente, por ejemplo, pueden tener un obrar libre en el que obran por sí, así también
pueden relacionarse con otras personas por lo que éstas son en sí mismas. Esta relación
profunda se da de intimidad a intimidad; se trata de una unión sin confusión que se basa en una
identidad (originalidad y mismidad) desarrollada en cada persona y que, fruto de esa relación, se
desarrolla más aún. En otras palabras, toda intimidad implica éxtasis y, éste, mayor intimidad.
Esta relación mutua es absolutamente indispensable para el desarrollo personal.
9) No se encuentra en esta tradición, como pudiera pensarse, una “difamación del
<<Eros>> a favor del <<Ágape>>”. 4 En su famosa tesis, que recoge una perspectiva que se
había ido gestando en la modernidad occidental, Anders Nygren alaba al ágape como amor
absolutamente desinteresado y lo contrapone al Eros que, en verdad, sería un egoísmo opuesto
al verdadero amor. El fondo metafísico de esta postura puede vislumbrarse en el hecho de que
para Nygren, como todo amor debe ser “soberano” porque toda dependencia de otro significa
interés egoísta, el único que ama es Dios. Se trata aquí de una especie de monismo amoroso que
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niega la realidad del amor de una persona finita. Muy probablemente, algo de esta difamación
del Eros haya influido en Freud, quien ha aceptado la dialéctica de oposición Eros- Ágape al
intentar desmitificar el Ágape así entendido y reducirlo a Eros.
Santo Tomás de Aquino, por ejemplo, si bien utiliza la distinción entre amor de amistad
o benevolencia y amor de concupiscencia, prefiere la de amor perfecto y amor imperfecto,
términos que no implican una “valoración moral” sino una “significación descriptiva” (Pieper,
1980, p. 480). El amor imperfecto es itinerante, porque por él “se ama algo no según eso
mismo, sino como aquel bien para sí que provenga de lo amado”. Por el amor perfecto, en
cambio, se ama a alguien por sí mismo (S. Th. II, 17, 8).
Ahora bien, amor perfecto y amor imperfecto no se excluyen, no se repelen. Por un
lado, la realidad metafísica de los seres creados, como está dicho, les otorga una inercia natural
(appetitus o inclinatio naturales) hacia su plenitud. Un hombre no puede no querer su felicidad. 5
Por eso, tampoco deja de querer su felicidad al amar a otra persona. Se trata de “una exigencia
que no puede quitarse de la circulación ni suspenderse en sus efectos, y que domina y penetra
toda tendencia natural y cualquier decisión consciente, y más que nada, nuestra inclinación
amorosa hacia el mundo o hacia una persona” (Pieper, 1980, p. 504). Pero, por ser personas, esa
felicidad se da en el amor del otro en tanto que otro; altruista, no egoísta. Esta aparente
paradoja, esta “dificultad sería insoluble si mi bien fuese una cosa y el bien que es objeto del
amor desinteresado fuese otra cosa distinta. Estaríamos entonces entre dos bienes absolutos y
dos actos de amor absolutos, imposibles de subordinar sin pervertir su naturaleza. En realidad
nuestra perfección no es una cosa sino un acto. Nuestro bien no es un tesoro que se anhela con
amor itinerante, sino un objeto que ha de amarse por un acto que es el amor del bien según la
verdad, es decir, un amor desinteresado y absoluto que se encuentra en presencia de un bien
absoluto. Un solo y mismo acto es, pues, objetivamente hablando, como acto inmanente, de un
lado el cumplimiento de nuestra perfección y, de otro lado, el amor desinteresado del bien. No
puede darse una dimensión sin la otra. O están ligadas indisolublemente o no se dan” (Geiger,
1952, pp. 106-108)6.
En otras palabras, las personas se realizan –desarrollan su identidad- en la unión con
otras -y, fundamentalmente, con Dios-, amando y siendo amadas. Amor perfecto y amor
imperfecto se encuentran unidos en el hombre por su realidad ontológica. En palabras de San
Bernardo de Claraval: “Todo amor verdadero carece de cálculo y, sin embargo, tiene un pago;
incluso, únicamente puede recibir ese pago si no lo ha incluido en sus cálculos… Quien como
pago del amor sólo piensa en la alegría del amor, recibe la alegría del amor. Pero el que en el
amor busca otra cosa que el amor mismo, pierde el amor y también su alegría” (Pieper, 1980, p.
514). Comenta Pieper (1980):
“La aparente paradoja que aquí se describe con magistral simplicidad se repite en todo
comportamiento existencial fundamental de cualquier hombre. Así son esos bienes
irrenunciables de la vida cuando precisamente vamos tras ellos… Queda pues como
inconmovible verdad, que el amor, cuando es verdadero, no busca <<su propio bien>>.
Pero, asimismo que el amante, supuesto ese desprendimiento que no sabe calcular,
recibe en todo caso <<su propio bien>>, recibe realmente el pago del amor” (pp. 514-
515).

10) El mal amor se da, entonces, cuando una persona ama a otra sólo con amor
itinerante o imperfecto. Implicaría una cosificación del otro, no produciría verdadero encuentro
y, en esa medida, tampoco se desarrollaría el sujeto que sólo ama de esta forma.
11) Esta exigencia natural e indeleble de plenitud que se encuentra en todo hombre
puede llamarse “amor propio”. Es que “en el núcleo originario del espíritu creado, y en la más
elemental iniciación de lo que puede llamarse verificación de la propia vida, tuvo lugar y sigue
estando en acción algo que es acto personal con toda propiedad acaecido en el espíritu, pero que
a la vez es acontecimiento por creación y, por lo mismo, un fenómeno de la naturaleza”. Esta
tendencia “no puede quitarse de la circulación ni suspenderse en sus efectos” y domina y
penetra toda tendencia natural y cualquier decisión consciente, y más que nada nuestra
inclinación amorosa hacia el mundo o hacia una persona” (Pieper, 1980, p. 504). El buen amor
propio es “la forma de todo amor, la que todo lo fundamenta y hace posible y, al propio tiempo,
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la que nos es más familiar y querida”; es, también, “la medida de todo amor” (Pieper, 1980, p.
506). Afirma Sto. Tomás de Aquino que “uno se ama a sí mismo más que a los demás” (S. Th.,
I-II, 27, 3), y que el amor a los demás “procede del amor que siente uno por la propia persona”
(III, 28, 1, 6). El amor a sí mismo es el más radical, el modelo de amor perfecto o quiescente.
Esto es así porque con nosotros mismos no sólo hay unión afectiva o psicológica, sino unidad
metafísica, “de donde, así como la unidad es principio de la unión, así también el amor con que
uno se ama a sí mismo es forma y raíz de la amistad” (II-II, 25,4).
12) Según está dicho, esta perspectiva no implica que el amor a los otros sea
inversamente proporcional al amor propio sino, por el contrario, que es más profundo si hunde
sus raíces en el ser mismo de la criatura. Es que “mi bien, es decir, la actividad conforme a la
esencia de la facultad que me ha dado la naturaleza, consiste justamente en amar el bien y en
amarlo en verdad según los diferentes valores que implica” (Geiger, 1952, p. 103 7). Por este
motivo, afirma Juan Cruz Cruz hiperbólicamente, “la incapacidad de entregarnos al bien es una
verdadera enfermedad ontológica del alma” (1999, p. 88).
En síntesis, “cuando el amor perfecto de amistad está motivado formalmente por la
afirmación del otro en su ser personal, no sólo no cesa el amor de posesión itinerante respecto
de ese mismo bien, sino que se perfecciona y es informado por el amor de donación quiescente,
siendo, respecto de él, como una redundancia y como una cierta propiedad suya. En eso consiste
el verdadero amor de sí mismo, por el cual uno quiere los bienes verdaderos, los espirituales y
eternos, para procurar un ámbito más profundo y elevado de relación amorosa; tal amor no se
opone al amor quiescente y perfecto, sino que es más bien exigido por él y a él corresponde”
(Cruz, 1999, p. 126). Este amor propio (perfecto) es implicado, entonces, en un amor perfecto a
los demás e implica, también, un amor imperfecto, itinerante (el Eros), sin que haya
contradicción.
13) El hecho mismo de amar es bueno, porque no es una emoción sino que implica una
relación real con alguien también real, relación íntima que es para los hombres una exigencia
natural. Por eso es que, tanto para Dostoyevski como para Bernanos o Sartre, el “infierno”
consiste en la incapacidad de amar. Si bien es cierto que quien ama se expone a sufrir y, por eso,
que quien no puede amar tampoco puede sufrir –en cierto sentido-, también lo es que “hasta el
amante desgraciado es más feliz que el que no puede amar”. Es que “puede darse amor sin dolor
y sin amargura”, pero “no puede darse amor sin alegría” (Pieper, 1980, p. 499).
14) El amor, por ser realista, por tener el fundamento metafísico apuntado, implica la
anterioridad de un conocimiento y, por tanto, de una elección. El amor más profundo, está
dicho, es de persona a persona. Solamente quien tiene este amor puede tener realmente un amor
universal pues, para esta perspectiva, lo universal no se opone a lo individual. Desde un punto
de vista monista, en cambio, el amor genérico (a una idea, abstracto) puede identificarse con su
contracara: la indiferencia o el odio para con personas individuales. Es por eso que, en el
creacionismo, el amor no es nunca ciego simpliciter. Al contrario, como el amor supone haber
visto mucho –la intimidad de otra persona, lo más profundo del amado-, puede ser ciego sólo
relativamente, es decir, parecer ciego a quienes no pueden captar –por no amar- el atractivo del
amado que capta el amante.
15) Si el amor a sí mismo es derivado de la creación por Dios, el verdadero amor a sí
mismo será inseparable del amor a Dios. El mal amor a sí mismo que, en el fondo, como se
verá, es un odio a sí mismo disgregador, querrá afirmarse en contra de Dios. Sto. Tomás expresa
estos principios afirmando que el amor a Dios cohesiona al propio ser (es “congregativus”),
mientras que el mal amor de sí es “fragmentador” o disgregador (“disgregativus”) (I-II, q. 73, I
ad 3).
16) El odio es motivado por un mal. Éste, por ser privación, tiene secundariedad
ontológica con respecto al bien. El odio, por lo tanto, la tiene también, a nivel operativo, con
respecto al amor. “El odio es causado por el amor”, afirma Sto. Tomás (I-II, 29, 2), porque se
odia aquello que es contrario a lo que se ama. En resumen, el mal que se odia es algo privativo y
contrario al bien, por lo que tiene un “doble carácter relacional”, carácter que muestra su
debilidad entitativa con respecto al bien.8
17) Podría, por tanto, y en términos absolutos, no existir el odio, pero no podría no
existir el amor. Es claro, entonces, el carácter reactivo del odio. No puede existir un odio
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originario, ni hacia sí mismo ni hacia los otros. Con respecto al primero, “se ha de recordar que,
como el odio es contrario al amor, nadie puede odiarse a sí mismo con un odio innato o natural,
porque por naturaleza no pueden existir dos contrarios simultáneamente, cuyo proceder sea
idéntico y referido a lo mismo. La naturaleza ha dotado a todos los seres de un amor innato o
natural” (Cruz, 1999, 229).
18) Sí podría existir un odio a sí mismo relativo o accidental como cuando, buscando un
bien aparente, se elige algo que en verdad es malo, o cuando uno ama una falsa imagen de sí
(sea un aspecto de sí mismo separado del todo o una absolutización de sí mismo) y,
consecuentemente, desprecia a su verdadero ser. En otras palabras, el falso amor propio siempre
implica este odio relativo a sí mismo.

CRUZ, Juan Cruz (1999). El éxtasis de la intimidad. Ontología del amor humano en Tomás de
Aquino. Madrid: Rialp.
GEIGER, Louis-B. (1952) Le probleme de l´amour chez Saint Thomas d´Aquin. Paris.
NYGREN, Anders (1930). Eros und Ágape. Gestaltwandlungen der christlichen Liebe.
Gütersloh.
PIEPER, Josef.(1980) Las virtudes fundamentales. Madrid: Rialp.
VELASCO SUÁREZ, Carlos A. (2003b). Psiquiatría y persona. Buenos Aires: Educa.
1
Cfr. Cruz (1999), pp. 69ss.
2
Cfr. Velasco Suárez (2003b), pp. 79-92,
3
“In anima humana idem est intimum et supremum”. ll Sent, dist. 8, t. ll, 226, b. Citado por Cruz (1999, p. 19).
4
La expresión es de Josef Pieper (1980, pp. 477-488) quien comenta la obra de Anders Nygren Eros y Ágape (1930).
5
“El hombre quiere la felicidad por naturaleza y necesariamente”. (S. Th. I, 94, 1). “El querer ser feliz no es objeto de libre
decisión.” (I, 19, 10).
6
Citado en Cruz, 1999. p. 217.
7
Citado en Cruz, 1999, p. 88.
8
Cfr. Cruz, 1999, p. 229.

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