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Breve historia de los guantes

14 julio, 2017
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Nuestras manos no son cualquier cosa, hay que cuidarlas. Gracias a ellas podemos manipular
objetos y, pensándolo un poco, hasta hemos transformado el mundo. El dedo gordo o pulgar,
por ejemplo, es todo menos insignificante, ayuda a que las manos funcionen como una pinza.
Hay quien piensa que sin el concurso de este dedo rechoncho y gordito el mundo que
conocemos sería distinto. Como es el responsable de los movimientos finos de la mano, sin el
careceríamos de objetos depurados, precisos y exquisitos. Pues bien, para cuidar de nuestras
manos, para protegerlas de las inclemencias climáticas el hombre se ha provisto desde hace
años de un accesorio, en algunos casos, imprescindible: estamos hablando de los guantes

El guante ha dejado huella en el lenguaje: mano de hierro en guante de seda, tirar el


guante, guante blanco, calzarse el guante, echar el guante y hasta guantazo. Todas ellas ofrecen,
un testimonio de la convivencia que hemos mantenido con este objeto a lo largo de la historia.
Se les ha llamado quiroteca, calzado de las manos, almacén de dedos, vaina, cubre
manos… Abstracción hecha de licencias literarias, su uso vendría impuesto por los rigores
climáticos y la protección de las manos en el ejercicio de determinados oficios. Algunos
especialistas han aventurado que ya el hombre de las cavernas utilizaba guantes y que estos,
debido al frío extremo, debían de llegar hasta el codo.
Los primeros indicios escritos sobre los guantes, aunque no carentes de polémica, los
encontramos en La Biblia. En efecto, nos referimos al Libro de Ruth, en El Antiguo
Testamento y en el que se refiere a la forma de cerrar un trato entre iguales mediante la
entrega, como garantía de pago, de un guante o un zapato, siendo quizás este, aunque
discutido, el primer testimonio escrito que hace referencia a este accesorio. Es probable que
los judíos utilizaran guantes en ámbitos ceremoniales. La mitología griega también los
menciona pues encontramos a la enamorada Venus persiguiendo a Adonis durante la noche
por lo que se lastima las manos, por ello pide a las Gracias que le faciliten una suerte de funda
para sus manos.
Tal parece que el uso de guantes entre los griegos eran corriente, incluso en trabajos de tipo
manual, queda fuera de dudas su uso por los agricultores con el fin de recoger la
cosecha. Virgilio el ubicuo autor latino, mentaba a los troyanos y hablaba del uso entre ellos
de una especie de guantes de la muerte que, suponemos, eran utilizados en combates en los
que una piel de toro escondía planchas de plomo.
Frente a los rudos y prácticos griegos, Jenofonte alude a la existencia entre los persas de
manguitos con uno solo propósito: el estético, lo que a su juicio ponía en evidencia la
decadente civilización de Ciro y justificaba de paso la conquista de su Imperio. Plinio ya
menciona que los ciudadanos romanos utilizaban guantes para protegerse del frío, aunque
este uso fuera criticado como decadente en ciudadanos perfectamente saludables. El uso de
guantes en la antigua Roma se extendía incluso hasta la mesa; permitía a los glotones tomar
los trozos de comida caliente sin quemarse los dedos. Varrón (Marco Terencio Varrón -Rieti,
116-27 a. C. – Rerum rusticarum) , en un tratado sobre artes agrícolas, ya se refiere a la
recogida de aceitunas con guantes para señalar a continuación que un producto recolectado
de esta manera pierde parte de su sabor
Los primeros padres de la iglesia mantuvieron cierto rechazo a estos estuches para la mano, su
uso quedó vinculado con el tiempo a colectivos de moral laxa: llegaron a utilizarse para
prácticas de alto propósito erótico. Mas, poco a poco, este rechazo fue derivando hacia una
asimilación de la prenda como elemento de dignidad y jerarquía dentro de La Iglesia, e incluso
de pureza, en el caso de los de color blanco fabricados también de lino con el fin de reforzar
ese mensaje. Sólo los sacerdotes y sólo ellos podían permanecer enguantados dentro de los
recintos sagrados de la iglesia, mientras que los laicos debían de abstenerse de llevarlos
puestos en el recinto. El Papa Bonifacio VIII fue enterrado con ellos.
Los monjes cistercienses, desde su capítulo general del 1157, tenían prohibido el uso de
guantes de lienzo o piel, pero se hace la salvedad para aquellos que se dediquen a la forja o
talleres. En el siglo XIV los campesinos ingleses trabajan con guantes, y también fueron
usados en España como atestigua una ilustración de las “cantigas” en las que se observa a un
maestro de la piedra usándolos.
En La Península Ibérica, y hasta el siglo catorce, se denominaban luvas. En España
empezaron a denominarse guantes hacia el siglo XIV. Las luvas se hacían de cuero, paño, lino
y seda. Se utilizaban también en la caza con halcón, en este caso eran de cuero.
La autoridad de los reyes en la Edad Media empezó a quedar significada, entre otros, por la
entrega de un par de guantes. El Rey de Inglaterra, antes de recibir el cetro, debía ajustarse
un guante en la mano derecha y una vez coronado, uno de los nobles allí presentes que
ejercía como paladín del rey, lanzaba un guante al suelo con el fin de retar a duelo a
cualquiera que mantuviera la más mínima duda sobre la legitimidad de aquel monarca. Los
Reyes de Francia, poco antes de morir, entregaban a su hijo y sucesor un guante como señal
de que iban a ser investidos. Un caso especial es el de Conrado II de Sicilia que perdió el
trono y fue decapitado por intentar recuperarlo, y al que la leyenda pinta lanzando su
guantelete a la multitud tras gritar “Para el Rey de Aragón”. El guante fue aceptado por el
susodicho y, como consecuencia, el Reino de Sicilia, pasó el rey Pedro III de Aragón. Los
reyes se enterraban con sus guantes; Ricardo I de Inglaterra, conocido como Ricardo Corazón
de León lo hizo. El Príncipe Negro también, sus guantes colgaban por encima del
ataúd. Alfonso X de Castilla de sobrenombre “el sabio” acompañado invariablemente con
sendos guantes de piel.
Desde La Edad Media empieza a apuntar una industria con la que España se significó en
Europa, la de la piel y particularmente la de los guantes perfumados. Pieles suaves, delgadas y
delicadas, una piel dentro de otra piel. Piezas tan sutiles que se pensaba que la misma
cáscara de una nuez era capaz de contener un guante. Macerados (adobados, se decía) en
perfume. Un aroma amable para sofocar tiempos crueles, y sucios. El Gran Capitán, Gonzalo
Fernández de Córdoba, giró un presupuesto desproporcionado a La Corona Española solo
para ofrecer a cada uno de sus hombres un par de guantes perfumados con los que aliviarles
de los hediondos campos de batalla de Italia, cubiertos de cadáveres en
descomposición. Antonio Pérez, el que fuera secretario de Felipe II, se convirtió en un hábil
guantero: regalaba guantes perfumados con el propósito de predisponer positivamente a las
damas a las que galanteaba
Los guantes perfumados de España eran tan famosos que Furetière, un autor francés, señala
que era el regalo más deseado de todos aquellos que viajaban por La Península. Y un marino
inglés, Stephen Burough, que había viajado a Sevilla recordaba entre sus más apreciadas
posesiones un par de guantes perfumados con el que había sido obsequiado.

Catalina de Médicis utilizó guantes perfumados para deshacerse de la madre de su gran rival
el hugonote Enrique IV de Francia; Juana de Navarra. Isabel I de Inglaterra utilizaría los
guantes perfumados con otro objeto más amable y lisonjero, utilizó el de la mano izquierda
para obsequiar al Conde de Cumberland. El conde siempre lo llevaba prendido de su
sombrero en los días de etiqueta con el fin de mostrar así el alto concepto que la soberana
tenía de él.
En Francia la piel más usada era la de cabra o camello o ante, las clases más humildes
utilizaban la de perro. Por estas fechas, los más apreciados eran los guantes de España. De
hecho, entre las clases aristocráticas se consideraba el regalo más deseado. Llegó a ser tal su
éxito que alguna gente dormía con camisón y guantes. Eran famosos los guantes perfumados
de Sevilla y Ocaña. Los guantes de Ocaña eran famosos desde La Edad Media hasta el punto
de que se entregaban como trofeo en las justas realizadas en Castilla. En Francia existió una
confusión fonética curiosa: se asociaba los guantes fabricados en Ocaña con guantes
elaborados con de piel de oca.
Los guantes perfumados más estimados, y más duraderos, eran los de ámbar gris, un
producto cuando menos paradójico. El origen del ámbar gris es casi inverosímil, de hecho, no
es más que una papilla pestilente que fermenta en el estómago de los cachalotes y que flota
libremente en el océano. Es realmente el vomito indigerido de un cachalote que, por la acción
del agua, el sol y el viento acaba por desprender al cabo del tiempo un aroma de tan
formidable intensidad que los productos impregnados con el adquirían un extraordinario valor,
pues el ámbar gris es capaz de fijar el aroma de cualquier perfume aparte de potenciarlo. Esta
capacidad para potenciar el aroma que posee el ámbar hizo que Carlos II de Inglaterra lo
tomara como especie; al parecer tiene un ligero sabor a chocolate.
Ana de Austria, hermana de Felipe IV de España y que tenía unas manos preciosas, gustaba
lucir guantes de piel de ratón. Mandaba traer piezas perfumadas de España y a su parecer los
mejores guantes eran aquellos cuya piel había sido tratada en España, cortada en Francia y
terminada en Inglaterra. Su hijo, el Rey Sol, fue el responsable de los estatutos del gremio de
guanteros-perfumeros de París, allá por el 1656 y que acabarían por hacerse con el renombre
para sus piezas en detrimento de los de España. No obstante, María Teresa de Austria, que
sería su mujer, se presentó en Francia con dos baúles llenos de guantes españoles. Claro
que, si se tiene en cuenta que la futura reina consorte iba seguida de una comitiva que
ocupaba seis leguas, esta parte del equipaje parece bastante modesta.
Fernando VI, en las representaciones teatrales del Buen Retiro solía repartir guantes
perfumados entre los presentes, siguiendo con ello la tradición establecida por Felipe V que
importó de Francia el gusto por ofrecer a sus invitados guantes perfumados, en una época ya
en la que el prestigio del guante perfumado español había decaído
Un texto del 1733, precisamente durante el reinado de Felipe V, describe la forma de perfumar
guantes: el guante debe permanecer sumergido en agua rosada, para añadir después almizcle
disuelto en agua de azahar y una gota de vinagre, esto tiene el propósito de embeber la piel
de olor. Posteriormente, deben permanecer colgados durante un día entero con el fin de que
se sequen y entonces se procederá a mezclar una medida de ámbar gris con una onza de
aceite de almendras, imprimiendo con esta solución los guantes. El olor permanecerá durante
largo tiempo pues ya sabemos que el ámbar posee las propiedades de intensificar y conservar
el olor. Existe otro texto, esta vez en francés, sobre las técnicas para perfumar guantes en el
manual del parfumeur francaise
Los guantes en piel se reservaban para montar a caballo mientras que los de satén o
terciopelo se usaban en las fiestas y reuniones sociales. Llevar un guante exigía cierta técnica
y retirárselo otro tanto. Para ponerlo el dedo pulgar debía de entrar en último lugar y para
retirárselos se jalaba del puño quedando el guante del revés, al parecer de esta forma el
guante podía secarse del sudor corporal evitándose efectos no deseados en la piel del guante.
Una vez seco se procedía a darle la vuelta ayudándose para ello de un accesorio
denominado tijeras.
Un tipo particular de guante, el mitón , llegó a ser utilizado con mayor frecuencia, incluso más
que los propios guantes y casi exclusivamente por el sexo femenino. Los mitones, al dejar los
dedos libres, permitían mayor facilidad de movimientos y eran igual de respetuosos con las
pautas de elegancia.

El siglo XIX impone la presencia de guantes hasta el codo, blancos o de color pastel.
Aparecen las mallas, lo que permite mostrar bajo ellas los anillos, hasta entonces estos
accesorios se colocaban sobre los guantes. Una variedad de guante largo con mucho éxito fue
el utilizado por la actriz Sara Bernhardt en el escenario, se presentó con unas piezas de color
negro hasta el codo pero debido a su extremada delgadez los llevaba arrugados. Este tipo de
guante fruncido se mantuvo en los salones de la alta sociedad hasta la II Guerra Mundial
El conde D’Orsay fue conocido por usar seis pares al día. Guantes de reno para la mañana,
los de gamuza para la caza. Cuando viajaba a la ciudad, los de castor. Los trenzados en seda
para ir de compras y los de piel de perro para la cena. Y por fin, la piel de cordero mezclada
con seda para la noche. Brummell, un caballero inglés del siglo XIX, prototipo de la elegancia
y dictador del buen gusto en Londres, utilizaba unos guantes elaborados por no menos de
cuatro artesanos. Uno de ellos se había especializado en elaborar únicamente la parte del
guante que cubre el dedo pulgar. Al parecer era tan finos que permitían adivinar la forma de
las uñas bajo su factura.
Hasta los años cuarenta y cincuenta del pasado silgo XX una mujer no iba correctamente
vestida si no disponía de guantes, Las revistas de estilo aconsejaban su uso en el campo, en
el teatro, en una cena de gala. Las mujeres debían de utilizar ambos, mientras que los
caballeros utilizaban solo uno, sujetando el otro con la mano enguantada. En el baile era
imprescindible su uso al saludar a la anfitriona o a sus propios invitados. En realidad este
gesto de respeto tiene un origen más calculador del que se le supone, pues el uso de un
guante entre determinadas clases sociales, suponía en su momento una salvaguarda de la
salud al evitar un contacto directo con personas de inferior condición y a las que se les
suponía una higiene limitada, tal y como apunta un escritor del siglo XIX

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