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Textos PSU proceso Admisión 2018


TEXTO 1
Un poema parecía ser el broche de oro para la tormenta política que, hace algunas semanas, ocasionó el ex
ministro de Justicia italiano, Clemente Mastella, al momento de su dimisión del cargo. Mastella utilizó el poema
"Muere lentamente", que atribuyó a Pablo Neruda, para exponer las razones que lo decidieron a quitarle su
apoyo al gobierno de Romano Prodi. "Muere lentamente quien no voltea la mesa cuando está infeliz en su
trabajo, quien no arriesga lo cierto por lo incierto para ir detrás de un sueño, quien no se permite por lo menos
una vez en la vida huir de los consejos sabios", dice un fragmento de la obra, que se acomodaba perfectamente
al discurso del italiano.

Sin embargo, grande fue su bochorno cuando, días más tarde, la casa editorial Passigli Editore confirmó que el
poema no pertenecía al vate chileno, sino a la brasileña Martha Madeiros. La editorial aseguró, incluso, que "a
Pablo Neruda, que creyó en grandes ideales políticos, no le hubiera gustado haber sido citado en esa ocasión con
un poema suyo".

No son pocos los portales de internet que le atribuyen estos versos al chileno. Fernando Sáez, director ejecutivo
de la Fundación Pablo Neruda, señala que todos los días reciben dos o tres consultas sobre la autoría de algún
poema del Nobel: "Muere lentamente" es el que más se repite. Afortunadamente, la Fundación nunca ha debido
refutar equivocaciones de este tipo en alguna publicación oficial, pues siempre han correspondido a usuarios de
internet que publican poemas en diferentes páginas. En este caso, el procedimiento seguido por la Fundación es
enviar un correo a los encargados de tales sitios web para aclarar las cosas.

En un momento en que la producción de contenidos a través de este soporte es francamente incontrolable,


confusiones como ésta no son infrecuentes. Además, la difusión de los poemas apócrifos aumenta
considerablemente debido a su carácter "edificante": las lecciones de vida son un ítem bien cotizado por los
lectores.
Jennifer Abate: Grandes mentiras de la poesía universal

TEXTO 2:
Facetas de un mito Desde la Antigüedad hasta hoy
Espartaco: entre la historia y la leyenda
El gladiador dirigió la mayor revuelta de esclavos en la Antigüedad. Desafió a la poderosa Roma y logró vencer a
sus ejércitos. Su aventura ha alimentado novelas, cine, televisión, y recuentos históricos. Varios de los más
destacados estudiosos de la época aclaran aspectos de su figura, al parecer bastante menos esbelta que la que
el cine muestra.
Patricio Tapia En abril de 1865, la hija mayor de Karl Marx, Jenny, le hizo a su padre un liviano cuestionario sobre
sus gustos y disgustos. ¿Su comida favorita?: pescado. ¿Color favorito?: rojo, como era de esperar. Consultado
sobre su mayor héroe, Marx respondió: "Espartaco y Kepler".

Esa elección -dice Brent D. Shaw en su indispensable edición de los documentos de la revuelta- demuestra que
la historia del gladiador era conocida entonces. Lo curioso -agrega- es que un siglo antes era ignorada por la
mayoría de la gente, incluso por la bien educada. Por esa época, en todo caso, había comenzado una
recuperación basada en los ideales ilustrados de la libertad, pasando por Marx, obras teatrales y óperas
nacionalistas, los socialistas alemanes de comienzos del siglo XX, y, a mediados del mismo, por novelistas como
Howard Fast o Arthur Koestler, y a partir de éstos, nuestra mayor familiaridad proviene de su apropiación por la
"fábrica de los sueños" (a veces, sólo de sueño) del cine, fundamentalmente por la película de Stanley Kubrick
protagonizada por Kirk Douglas en 1960, basada en la novela de Fast de 1951.

Pero en la Antigüedad su historia fue célebre. Siglos después, desde Plutarco a San Agustín, se mencionaba a
Espartaco. Nació libre en Tracia (parte de Grecia, Bulgaria y Turquía actuales). Se dice que fue un desertor de las
tropas auxiliares romanas, que fue capturado, convertido en esclavo y condenado a ser un gladiador, uno de los
castigos más duros. El año 73 a. de C., Espartaco encabezó un revuelta de los gladiadores. Lo acompañaba su
mujer tracia -Howard Fast inventó el nombre de Varinia-: una profetisa que probablemente propagó la fama de
Espartaco. Los rebeldes se refugiaron en el Vesubio, y empezaron a unírseles miles de fugitivos de las granjas
que rodeaban el volcán, pastores, mercenarios y desertores. Pronto se extendió el terror de sus incursiones. Por
dos años, hasta 71 a. de C., Espartaco subyugó a la Italia del Sur y mantuvo a raya al mayor poder militar de la
Antigüedad. Consiguió nueve derrotas de los ejércitos romanos y venció a dos cónsules.

Su revuelta sobrevivió a las divisiones -en la primavera de 72 a. de C., los rebeldes se separaron en dos grupos- y
a los intentos fallidos de escapar (por los Alpes o por Sicilia). En el otoño de 72 a. de C., el implacable general
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Craso asumió el mando de las legiones y reunió un gran ejército que se enfrentó a Espartaco. Éste sabía que la
suya era una lucha entre David y Goliat. En este caso, como la lógica indicaba, venció Goliat.

A diferencia de la película de Kubrick, nadie gritó "¡Espartaco, soy yo!", para protegerlo, ni él fue crucificado:
Espartaco murió luchando. Seis mil de sus seguidores sí fueron crucificados y expuestos en la vía de Roma a
Capua, en una de las mayores crucifixiones masivas de la Antigüedad.
Espartaco: entre la historia y la leyenda
Patricio Tapia, Artes y Letras.

TEXTO 3:
Primero hay que vivir, decía Claudia, y era difícil no estar de acuerdo: antes de escribir había que vivir las historias,
las aventuras. A mí no me interesaba, por entonces, contar historias. A ella sí, es decir no, no todavía; quería vivir
las historias que años o décadas después, en un incierto y sosegado futuro, contaría. Claudia era cortazariana a
más no poder, aunque su primera aproximación a Cortázar había sido, en realidad, un desengaño: al llegar al
capítulo 7 de Rayuela reconoció, con pavor, el texto que su novio solía recitarle como propio, por lo que rompió
con su novio y comenzó, con Cortázar, un romance que tal vez aún perdura. Mi amiga no se llamaba, no se llama
Claudia: protejo, por si acaso, su identidad, y la del novio, que entonces era ayudante de cátedra y ahora de
seguro da clases sobre Cortázar o sobre intertextualidad en alguna universidad norteamericana.

A esas alturas de 1993 ó 1994 Claudia ya era, sin duda, la protagonista de una novela larga, bella y compleja,
digna de Cortázar o de Kerouac o de cualquiera que se atreviera a seguir su vida rápida. La vida de los demás, la
vida de nosotros, en cambio, cabía de sobra en una página (y a doble espacio). A los dieciocho años Claudia ya
había ido y regresado varias veces: de una ciudad a otra, de un país a otro, de un continente a otro, y también,
sobre todo, del dolor a la alegría y de la alegría, de nuevo, al dolor. Llenaba sus croqueras con lo que yo suponía
que eran cuentos o esbozos de cuentos o quizás un diario. Pero la única vez que aceptó leerme algunos
fragmentos descubrí, con asombro, que Claudia escribía poemas. Ella no los llamaba poemas, en todo caso, sino
anotaciones. La única diferencia real entre esas anotaciones y los textos que en ese tiempo yo escribía era el
nivel de impostura: transcribíamos las mismas frases, describíamos las mismas escenas, pero ella las olvidaba o
al menos decía olvidarlas, mientras que yo las pasaba en limpio y perdía las horas ensayando títulos y estructuras.

Deberías escribir cuentos o una novela, le dije a Claudia esa tarde de viento helado y cerveza fría. Has vivido
mucho, agregué, torpemente. No, respondió, tajante: tú has vivido más, tú has vivido mucho más que yo, y
enseguida empezó a relatar mi vida como si leyera, en mi mano, el pasado y el presente y tal vez también el
futuro. Exageraba, como todos los narradores y como todos los poetas: cualquier anécdota de la niñez se volvía
esencial, cada hecho significaba una pérdida o un progreso irreparables. Me reconocí a medias en el protagonista
y en los decisivos personajes secundarios (ella misma era, en esa historia, un personaje secundario que de a poco
iba cobrando relevancia). De inmediato quise corresponder a esa novela improvisando la vida de Claudia: hablé
de viajes, del difícil retorno a Chile, de la separación de sus padres, y hubiera seguido pero de pronto Claudia me
dijo cállate y fue al baño y tardó diez o veinte largos minutos. Regresó a paso lento, encubriendo, apenas, un
miedo o una vergüenza que no le conocía. Perdona, me dijo, no sé si me gustaría que alguien escribiera mi vida.
Me gustaría contarla yo misma o tal vez no contarla. Nos echamos en el pasto a intercambiar disculpas como si
compitiéramos, ahora, en un concurso de buenas maneras. Pero hablábamos, en realidad, un lenguaje privado
que ninguno de los dos quería o podía ceder.

Fue entonces cuando me contó lo del capítulo 7 de Rayuela. Yo conocía al ayudante y sabía que había sido novio
de Claudia, por lo que la historia me pareció aún más cómica, pues me lo imaginaba convertido en el cíclope del
que hablaba Cortázar (“y entonces jugamos al cíclope, nos miramos cada vez más de cerca y los ojos se agrandan,
se acercan entre sí, se superponen…”). Aguanté la risa hasta que Claudia comenzó una carcajada y me dijo es
mentira, y los dos reímos pues sabíamos que no, que era verdad. A mí Cortázar no me gusta tanto, lancé de
repente, a pito de nada. ¿Por qué? No sé, no me gusta tanto, repetí, y volvimos a reír, esta vez sin motivo, ya
liberados del fantasma de la seriedad.

Sería fácil, ahora, rebatir o confirmar esos lugares comunes: si has vivido mucho escribes novelas, si has vivido
poco escribes poemas. Pero no era esa exactamente nuestra discusión, que tampoco era una discusión, al menos
no una en que alguien pierde y el otro gana. Queríamos, tal vez, empatar, seguir hablando hasta que el guardia
soltara a los perros y tuviéramos que huir, borrachos, saltando la reja celeste. Pero aún no estábamos borrachos
y al portero no le importaba si nos íbamos o seguíamos conversando toda la noche.
EL CÍCLOPE
ALEJANDRO ZAMBRA
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TEXTO 4:
Los índices de audiencia ejercen un efecto muy particular sobre la televisión: se traducen en una mayor presión
de la urgencia. La competencia entre los periódicos, entre los periódicos y la televisión, entre las cadenas de
televisión, adquiere la forma de una rivalidad temporal por la primicia informativa, por ser el primero. Por
ejemplo, en un libro donde presenta una serie de entrevistas con periodistas, Alain Accardo muestra hasta qué
punto los que trabajan en televisión se ven constreñidos, porque tal cadena competidora ha «cubierto» una
inundación, a «cubrirla» a su vez y, además, tratando de mostrar algo que a la otra cadena le haya pasado
inadvertido. Es decir, hay temas que son impuestos a los telespectadores porque antes lo fueron a los
productores, precisamente por la competencia con otros productores. Esta especie de presión simultánea que
los periodistas ejercen unos sobre otros tiene una serie de consecuencias que, a su vez, se traducen en
elecciones, ausencias y presencias.
Decía al empezar que la televisión no resulta muy favorable para la expresión del pensamiento. Establecía un
vínculo, negativo, entre la urgencia y el pensamiento. Es un tópico antiguo del discurso filosófico. Y uno de los
mayores problemas que plantea la televisión es el de las relaciones entre el pensamiento y la velocidad. ¿Se
puede pensar atenazado por la velocidad? ¿Acaso la televisión, al conceder la palabra a pensadores
supuestamente capaces de pensar a toda velocidad, no se está condenando a no contar más que con fast
thinkers, con pensadores que piensan más rápido que su sombra…?
Hay que preguntarse, en efecto, cómo son capaces de responder a estas condiciones absolutamente particulares,
cómo consiguen pensar en unas condiciones en las que nadie es capaz de hacerlo. La respuesta, me parece, es
que piensan mediante «ideas preconcebidas», es decir, mediante «tópicos». Las «ideas preconcebidas» de que
habla Flaubert son ideas que todo el mundo ha recibido, porque flotan en el ambiente, banales, convencionales,
comentes; por eso, el problema de la recepción no se plantea: no pueden recibirse porque ya han sido recibidas.
Ahora bien, trátese de un discurso, de un libro o de un mensaje televisivo, el problema principal de la
comunicación consiste en saber si se han cumplido las condiciones de recepción: ¿Tiene quien escucha el código
para descodificar lo que estoy diciendo? Cuando se emite una «idea preconcebida», es como si eso ya se hubiera
hecho; el problema está resuelto. La comunicación es instantánea porque, en un sentido, no existe. O es sólo
aparente. El intercambio de «ideas preconcebidas» es una comunicación sin más contenido que el propio hecho
de la comunicación. Las «ideas preconcebidas», que desempeñan un papel fundamental en la conversación
cotidiana, tienen la virtud de que todo el mundo puede recibirlas, y además instantáneamente: por su banalidad,
son comunes al emisor y al receptor. Y, por el contrario, el pensamiento es, por definición, subversivo: para
empezar ha de desbaratar las «ideas preconcebidas» y luego tiene que demostrar las propias. Cuando Descartes
habla de demostración, se refiere a dilatadas concatenaciones de razonamientos. Lo cual lleva su tiempo, pues
hay que desarrollar una serie de proposiciones enlazadas mediante términos como «por lo tanto»,
«consecuentemente», «dicho lo cual», «bien entendido que»… Ahora bien, este despliegue del pensamiento
pensante está intrínsecamente vinculado al tiempo.
LA URGENCIA Y EL FAST THINKING
PIERRE BOURDIE

TEXTO 5:
Albert Einstein consideraba que el concepto de agujero negro –una estrella colapsada tan densa que ni siquiera
la luz puede escapar de su atracción– era demasiado absurdo para ser real.
El Sol es de dimensiones medianas para ser una estrella, y cuando dentro de unos 5.000 millones de años haya
consumido todo el hidrógeno que le sirve de combustible, se desprenderá de las ca¬¬pas exteriores y su núcleo
se volverá cada vez más compacto hasta convertirse en una enana blanca: un ascua del cosmos del tamaño de
la Tierra.
Para una estrella diez veces mayor que el Sol, la muerte es bastante más espectacular. Sus capas externas salen
despedidas al espacio en una explosión de supernova, que durante un par de semanas es uno de los objetos más
brillantes del universo, mientras que el núcleo se comprime por efecto de la gravedad hasta formar una estrella
de neutrones: una esfera giratoria de unos 20 kilómetros de diámetro. El fragmento de una estrella de neutrones
del tamaño de un terrón de azúcar pesaría 1.000 millones de toneladas en la Tierra. La atracción gravitatoria de
una de esas estrellas es tan intensa que si dejáramos caer sobre ella una bola de algodón, el impacto generaría
tanta energía como una bomba atómica.
Pero eso no es nada en comparación con la agonía final de una estrella 20 veces más masiva que nuestro Sol. Si
detonáramos una bomba como la de Hiroshima cada milisegundo de todo el tiempo de vida del universo, no
llegaríamos a igualar la energía liberada en los momentos finales del colapso de una estrella gigante. El núcleo
de la estrella implosiona. Las temperaturas alcanzan los 55.000 millones de grados. Nada puede contrarrestar la
aplastante fuerza de la gravedad. Trozos de hierro más grandes que el Everest quedan compactados casi al
instante en simples granos de arena. Los átomos se disgre¬gan en electrones, protones y neutrones, partículas
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diminutas que también son trituradas en quarks, leptones y gluones. Y así sucesivamente, adquiriendo un
volumen cada vez más pequeño y más denso, hasta…
Hasta no se sabe qué. En los intentos de explicar tan crucial fenómeno, las dos grandes teorías que describen el
funcionamiento del universo –la relatividad general y la mecánica cuántica– parecen volverse locas.
La estrella se ha convertido en agujero negro.
Lo que hace de un agujero negro el abismo más oscuro del universo es la velocidad que se necesita para escapar
de su campo gravitatorio. Para huir de la gravedad de la Tierra hay que acelerar hasta lograr una velocidad de
unos 11 kilómetros por segundo. Es mucho (unas seis veces más rápido que una bala), pero desde 1959 existen
cohetes capaces de hacerlo. El límite universal de la velocidad es 299.792 kilómetros por segundo: la velocidad
de la luz. Pero ni siquiera esa velocidad es suficiente para escapar de la atracción de un agujero negro. Por lo
tanto, nada que esté dentro de un agujero negro puede salir, ni siquiera un rayo de luz. Y a causa de ciertos
efectos de la gravedad extrema, ni siquiera es posible asomarse y mirar. Un agujero negro es un lugar aislado del
resto del universo. La línea divisoria entre el interior y el exterior se denomina horizonte de sucesos. Cualquier
cosa que atraviese ese horizonte –una estrella, un planeta, una persona– se pierde para siempre.
Albert Einstein, uno de los pensadores más imaginativos de la historia de la física, nunca creyó que los agujeros
negros fuesen reales. Sus fórmulas permitían su existencia, pero su intuición le decía que la naturaleza no podía
albergar semejantes objetos. Desde su punto de vista, lo más contra natura era que la gravedad fuese ca¬paz de
derrotar a las otras fuerzas supuestamente más poderosas –la electromagnética y la nuclear–, hasta el punto de
borrar del universo el núcleo de una estrella enorme.
Einstein no era el único escéptico. En la primera mitad del siglo XX la mayoría de los físicos rechazaba la idea de
que un objeto pudiera alcanzar una densidad tal que no dejara escapar la luz.
Aun así, ya en el siglo XVIII algunos científicos se planteaban esa posibilidad. El filósofo inglés John Michell
mencionó la idea en un informe a la Royal Society de Londres en 1783, y el matemático francés Pierre-Simon
Laplace predijo su existencia en un libro publicado en 1796. Nadie llamaba agujeros negros a esas curiosidades
superdensas, sino estrellas congeladas, estrellas oscuras, estrellas colapsadas o singularidades de Schwarzschild.
El nombre de «agujero negro» se usó por primera vez en 1967, durante una conferencia impartida por el físico
estadounidense John Wheeler en la Universidad de Columbia.
MICHEL FINKEL ,AGUJEROS NEGROS

TEXTO 6:

En los diez años que había vivido enjaulado detrás de la ventanilla, al fondo de la vasta oficina de correo, el
empleado no había recibido una sola queja.

Recibía, canjeaba, entregaba, anotaba, estampillaba, sellaba, firmaba, contaba y devolvía. Todo lo hacía con una
calma perfecta, sin el menor nerviosismo y siempre afable, cortés, sonriendo sin pausa a vecinos, a clientes, a
vigilantes, al mundo entero, a todas las cosas, a él mismo… A su día de trabajo. Ante todo, su trabajo, que el
empleado juzgaba una tarea muy fastidiosa, pero soportaba gracias a una pequeña obsesión estrictamente
personal.

Porque el empleado, en efecto, hace diez años que comete cada noche, antes de irse, lo que se llama un delito
cotidiano: un gesto que se ha vuelto obligatorio, una razón de vivir.

Todas las noches introduce en su valija un fajo de cartas escogidas al azar. Se las lleva, vuelve cuanto antes a su
hogar, arroja las cartas sobre la mesa, las abre con ansiedad y cada noche, desde las nueve hasta el amanecer,
las responde, una por una, sin olvidarse de una sola, sin escribir una palabra a la ligera.
El empleado de correo
[Minicuento - Texto completo.]
Jacques Sternberg

TEXTO 7:
Un profesor de robótica de Singapur inventó “Kissenger”, contracción de “kiss” (beso) y “messenger”
(mensajero), un aparato equipado con “labios” que permite besar vía Internet.
El “Kissenger” se presenta bajo la forma de una pequeña cabeza de plástico con labios de gran tamaño que basta
besar para que al otro lado de Internet se sienta una vibración en la boca del aparato equivalente, que la pareja
también estará besando.
Los labios artificiales, hechos en silicona con detectores de movimiento, garantizan “las mejores sensaciones”,
asegura su creador Hooman Samani, profesor de robótica en la Universidad National de Singapur (NUS).
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“Pueden ser utilizados como un medio para mejorar las comunicaciones entre los seres humanos”, explicó
Samani.
Sin embargo, “cuestiones éticas” retardan su comercialización, explica el creador.
“Kissenger” es un aparato equipado con “labios” que permite besar a distancia, por medio de Internet, creado
en Singapur. Para conversar sobre este nuevo invento y sobre el peligro que corren las relaciones personales,
hablamos con Jorge Sanhueza, decano de la Escuela de Psicología de la Universidad Adolfo Ibáñez.
“Estas cosas nos deberían hacer pensar y reflexionar sobre lo que está pasando con las relaciones humanas, en
las que cada vez más nos dejamos llevar por el estrés, trabajo y consumismo, olvidándonos del otro”, expresó el
profesional.
En este sentido, el experto habló de la situación de Chile con respecto al contacto humano. “Nosotros los latinos
somos más de piel, por lo que creo que este producto no tendría mucho éxito entre los chilenos”, dijo.
Aparte de conversar sobre “Kissenger”, el docente analizó lo que ocurre con las redes sociales y los chats. “Estas
conversaciones, en las que no tenemos en frente a la persona nos hacen demostrar sólo nuestros pensamientos,
ya que no interrumpe nuestro interlocutor”, indicó.
El psicólogo finalizó señalando que no cree que este tipo de inventos reemplacen a los seres humanos. “Con
todas las nuevas tecnologías y aparatos no creo que el ser humano remplace las relaciones humanas, ya que son
éstas las que nos hacen crecer”, puntualizó.
RADIO BÍO BÍO

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