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Acorde a Muchembled a partir del siglo XV empieza a surgir la “demonología” como una nueva

ciencia del demonio. Van perdiendo peso poco a poco las creencias supersticiosas que tenían hasta
ese momento las masas para explicar el mundo, para ser reemplazadas por la obsesión monástica
sobre el diablo, parte también del afán católico por conquistar aquellas poblaciones ordinarias
europeas. Paulatinamente el mal estará encarnado en la figura de los cuerpos femeninos, en general
asociados a la animalidad y los sentidos más bajos, y específicamente a las brujas, quienes tenían
contacto directo con ritos satánicos. De esta manera, la lucha entre el bien y el mal toma lugar en
la tierra, permitiendo que quienes llevan la bandera del bien, quienes luchan contra las brujas y
demás discípulos de satán, puedan controlar las poblaciones mediante la infusión del miedo y su
propia cura: desde el exterminio hasta la moral cristiana internalizada. A propósito de la secta de
las brujas encontramos cuatro elementos que forman al discurso demonológico: el aquelarre (la
reunión, el rito nocturno, nocturno del grupo organizado de una seca), el alejamiento del resto de
los hombres, la relación directa con el demonio, y la noche.

Se hacía un fuerte hincapié en la responsabilidad de las mujeres del fenómeno del mal, sobretodo
de las brujas. Las imágenes de las mismas se multiplican cuando aparece el Malleus Maleficarum,
un tratado que otorgaba numerosas razones por las que la mujer era la criatura más cercana al
diablo. La figura de éste deja de ser entonces una cuestión solo de carácter religioso y pasa a ser
también un asunto político y económico, el bien (tanto la moral católica como la protestante, los
hombres –varones- religiosos, la formación de los nuevos estados encabezada por la burguesía) y el
mal (la materia, los sentidos bajos, las mujeres, el uso de su cuerpos y conocimientos por ellas
mismas) disputándose el dominio del mundo (sobre todo en el imperio sacro germánico, Italia del
norte y Alemania), acentuándose en el siglo XVI y relajando esa obsesión bajo el siglo XVII, para darle
el paso ya a otra perspectiva. Los procesos de brujería fueron una escena teatral para el aprendizaje
de nuevas normas: el mal puede encontrarse en el mismo cuerpo del hombre, específicamente en
el de la mujer, en lo relativo a los sentimientos misóginos de culpabilidad y rechazo de la propia
sexualidad y uso del cuerpo. Lo que hacía que diversos actos sexuales que antes no se relevaban en
el orden público, ahora sean objetos de penas capitales (desde el incesto con padre, padre o entre
hermanos, hasta el sexo por fuera del matrimonio), actos que sólo eran válidos una vez habilitados
por la mano política del orden de la moral sagrada. Si bien había discrepancias entre los teóricos de
las creencias demonológicas, se presentaba como un todo coherente y sistemático que,
independientemente de las especificidades de cada lugar y cada bruja/o, era detectable cuando
ocurría alguno de los tres elementos en los que todos coincidían: la pertenencia a un aquelarre
(inventado por la demonología a las reuniones nocturnas), la práctica de maleficios (la traducción
de creencias y saberes populares sobre la curación y los poderes en ciertos seres humanos) y el
pacto con satanás (producción de la imaginación erudita). Este último elemento es el que impregna
todo el imaginario de la sociedad occidental, se pensaba que las brujas al igual que el mito de Fausto
(quien hace un pacto con el diablo a cambio de todos los conocimientos de este mundo) pactaban
con el diablo de forma decidida para poseer todos los saberes sobre el mundo, condenándose así
deliberadamente a la condena eterna. Es en los siglos XVI y XVII donde un elemento comienza tener
otra participación para la culpabilidad del uso del propio cuerpo: la marca del diablo sobre el cuerpo
de las brujas luego de éstas haber estado (sexualmente) con él, lo que reflejaba el cierre del pacto.
Esta “comprobación” se efectuaba sobre el cuerpo desnudo y afeitado de la mujer bajo el control
de un cirujano, se pinchaban los lugares sospechosos con una aguja y sino había rastro de dolor o
no se derramaba sangre era signo de la marca del diablo. Así surgen los “pinchadores” que se
dedicaban a esa tarea luego de la denuncia de vecinos frente a sospechosas brujas. Cabe mencionar
las auto entregas de mismas mujeres que sospechaban que llevaban una marca, o las acusaciones
a centenares de sospechosas por tener distintas marcas anómalas o distintas en los cuerpos (esto
también como una forma de estigma corporal que se utilizaba de manera general a los ladrones y
otras personas marginales de la sociedad, que se diferenciaban del resto por ejemplo en el primer
caso, por tener la oreja cortada). Así como también los mismos relatos que contaban algunas
mujeres, parte era sobre el imaginario discursivo que recorría esas comunidades (el frío, lo brutal
del acto), pero gran parte también eran cuestiones que bien podían ser adjudicadas a un hombre –
varón- de carne y hueso. Así queda perfilándose la sexualidad en conjunto con la muerte, la
culpabilidad por el uso propio del cuerpo y del sexo por parte de las mujeres, la delimitación entre
los saberes populares (compartidos por ellas) y los legítimos comienzos del monopolio del
conocimiento erudito, monástico y estatal.

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