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Por Alejandro Cattaruzza……“Hacia 1922 nadie presentía el revisionismo “Jorge Luis Borges

formulaba esta observación en una nota referida a su poema “Rosas”, incluido en Fervor de
Buenos Aires. El comentario, realizado en la segunda mitad de los años sesenta, no puede
naturalmente ser tomado por bueno sin más; sin embargo, permite volver a poner en discusión
algunos argumentos acerca del revisionismo histórico.
Este término, es sabido, ha sido utilizado para definir realidades muy diversas. Para Halpering
Donghi se trató de una "empresa a la vez historiográfica y política", cuyos primeros momentos
pueden ubicarse en la década abierta en 1930 y que hacia 1984 todavía demostraba un “vigor al
parecer inagotable”. Diana Quattrocchi parece preferir una perspectiva que lo vincula a la
instalación del debate sobre Rosas en la sociedad argentina, que fecha en los tiempos de la llegada
del radicalismo al gobierno; ya en los años treinta, el revisionismo terminaría constituyendo una
contrahistoria. De acuerdo con los planteos de Carlos Rama, en cambio, se trató de un fenómeno
latinoamericano, cuya característica central fue haber sido el resultado de la aplicación de un
enfoque nacionalista al estudio del pasado. Hacia 1974, a su vez, Ángel Rama lo concebía como
una de las “expresiones de las subculturas dominadas”, mientras que ese mismo año, Leonardo
Paso, historiador oficial del Partido Comunista argentino, sostenía que el revisionismo rosista era
una “gran expresión de nuestra oligarquía ganadera y latifundista”.
Al problema de los varios sentidos que se han otorgado al término, se añade la pregunta acerca de
qué es aquello que distingue una versión revisionista del pasado argentino de una que no lo es. La
exaltación de los gobiernos de Rosas no basta, dado que a lo largo de los años sesenta los
hombres de la llamada "izquierda nacional", que se autoproclamaban miembros del revisionismo
socialista y a quienes Halpering Donghi ubica entro los neorrevisionistas, tendían a preferir a los
caudillos del interior, llegando a proclamar que el "rosismo" y el "mitrismo" eran "dos alas del
mismo partido”. Por otra parte, tampoco los revisionistas más clásicos imaginaban de manera
homogénea las características de los gobiernos de Rosas: para Ibarguren, se trataba de un
“dictador” que había dominado para bien al gauchaje, garantizando el orden social en beneficio de
las clases propietarias, mientras que José María Rosa, a principios de los años cuarenta, lo
proponía como el ejecutor de una benéfica reforma agraria en favor de quienes trabajaban la
tierra.
Sin aspiración de cerrar estas cuestiones y mucho menos de esbozar una “definición” del
revisionismo, debemos señalar que el criterio que aquí empleamos, es el de considerarlo un grupo
de intelectuales que procuró intervenir en la amplia zona de encuentro entre el mundo cultural,
incluyendo en él a las instituciones historiográficas, y la política. En ese intento, el revisionismo se
dio unas herramientas muy similares a las construidas, ya desde el Centenario y con mayor
claridad desde los primeros años de posguerra, por otros grupos culturales y asociaciones
historiográficas: creó una institución reconocible y una revista, contó con editoriales vinculadas,
celebró reuniones y conferencias, tomó posición ante decisiones de las autoridades. Plantear una
perspectiva que se centre en el revisionismo como grupo intelectual significa asumir la opción por
examinar, las acciones que llevó adelante para instalarse como un nuevo actor entre las
instituciones dedicadas a la historia, a la actividad cultural en general, y por trazar lazos con el
estado estas actividades eran desarrolladas en función de esa otra gran tarea que se asignaba el
revisionismo: cambiar la que, sostenían, era la versión dominante del pasado argentino por otra,
convirtiéndose en una nueva historia oficial.
Sobre esos argumentos, José Carlos Chiaramonte ha insistido en que dos de los más conocidos
habían sido propuestos con anterioridad a los años treinta, destacando tanto la existencia de
reclamos de revisión de una historia que se entendía “de familia”, a cargo de varios estudiosos del
pasado en los años del Centenario, como el inicio de la reconsideración del papel del federalismo
en el proceso de organización nacional por parte de miembros de la “nueva escuela” Histórica, en
particular, por Emilio Ravignani. Efectivamente, uno de los reclamos de los historiadores de
comienzos del siglo XX al enfrentarse con la tradición historiográfica heredada fue el de la
necesidad de su revisión. En lo que hace a la reconsideración favorable del federalismo y de la
acción de Rosas, Emilio Ravignani sostenía hacia 1927, en su balance sobre “Los estudios históricos
en la República Argentina”, que la política unitaria había sido “un mal contra la democracia”, y que
“el ejercicio de los principios federales produjo la organización”. Era la política rosista, sostenía
Ravignani, la que había puesto los cimientos de la organización nacional.
Pocos años más tarde, Irazusta sostuvo que a principios de siglo “Ingenieros, Rojas y Lugones
dieron nuevo impulso al movimiento revisionista”, aunque luego volvía a diferenciar ese
movimiento del “nacimiento de una escuela específicamente llamada 'revisionista". A la hora de
inventarse una genealogía, los revisionistas solían filiarse con Quesada y aún con Saldías, con cuya
obra J. M. Rosa, por ejemplo, insistía en hacer comenzar la historia del grupo.
Desde otras perspectivas, Diana Quattrocchi ha planteado que al momento de la inauguración de
la república radical tuvo lugar un “movimiento de contramemoria” en el que aparecieron,
dispersos, elementos que se articularán para constituir una “contrahistoria” orgánica luego de
1934. La asociación que la autora realiza entre yrigoyenismo y rosismo parece poco verosímil, si
se atiende al complejo problema del pensamiento radical: entre los escasos motivos ideológicos
compartidos por el radicalismo que llegaba al poder en 1916, no se contaba la exaltación de Rosas.
Hubo dirigentes, no todos yrigoyenistas, que se inclinaban a echar una mirada favorable al
régimen caído en Caseros, y algunos formarían más adelante en el revisionismo. Ellos debían
convivir, sin embargo, con muchos más que se inscribían en la tradición opuesta. Hacia fines de los
años veinte, y durante buena parte de los treinta, los gobiernos rosistas constituyeron un efectivo
punto de referencia, utilizado mucho más a menudo por la oposición para el cotejo denigratorio
con las presidencias de Irigoyen que por el propio radicalismo, que en palabras del viejo
militante Alfredo Acosta, trazaba de este modo las líneas histórica que, creía, se
enfrentaban: “Brilla en la UCR la límpida mirada de Moreno. ilumina [a la oligarquía] el felino
fulgor de las pupilas de Facundo. El espíritu renovador de Rivadavia está en aquella. El espíritu
colonial de Rosas impulsa a la otra”. E. Tradatti reclama la filiación con un panteón similar,
sosteniendo que la esencia del radicalismo “arranca de los orígenes mismos de nuestra
nacionalidad. entroncando con la corriente que encabezan Moreno y Monteagudo y continúan
Echeverría y Rivadavia “
Tampoco en franjas del partido más claramente alineadas con Yrigoyen el rosismo parecía abrirse
paso con facilidad. En 1933, el Ateneo Radical Bernardino Rivadavia celebraba un acto para
reivindicar el “radicalismo americanista de Yrigoyen”; uno de los militantes evocaba en su
discurso las rebeliones radicales de esos años, destacando que una de ellas se había producido en
Entre Ríos, “cuna y madre de la gloria libertadora de 1852”, que había terminado con el gobierno
de Rosas. Arturo Jauretche instalaba su poema gauchesco El Paso de los Libres, que se refería a
una de las insurrecciones en la que había participado, en una línea claramente antirrosista desde
el título mismo. De esta manera, si bien que puede admitirse que ya desde los años veinte, y
quizás antes, el “tema” de Rosas estaba incorporado a la cultura argentina, es menos sencillo de
probar que ello fuera fruto o haya devenido en una contramemoria, que tal contramemoria
encontrara un correlato preciso en la producción de los intelectuales yrigoyenistas, y que ella haya
significado el “nacimiento” del revisionismo.
Retornando, podemos preguntarnos qué revisionismo era el que Borges sostenía no haber podido
presentir en 1922. Parece evidente que no se trata del que Carbia reclamaba en 1918, ni de la
visión favorable a Rosas que Ravignani, en 1927, ofrecía en una revista en la que compartía el
Consejo Directivo con Ibarguren y con Borges mismo. El revisionismo que en 1969 Borges decía no
haber previsto era el que, en la segunda mitad de la década de 1930, salió a buscar su lugar como
grupo en el mundo cultural argentino.
Primer etapa “Pero ¿qué éramos nosotros en realidad?”(Los años treinta). Hacia 1930, Carlos
Ibarguren publicaba y vendía con notable éxito su Juan Manuel de Rosas Su vida, su drama, su
tiempo; cuatro años más tarde, Julio y Rodolfo Irazusta presentaban Argentina y el imperialismo
británico, un estudio en el que el tramo dedicado a la historia era breve, pero que ofrecía algunas
de los enfoques que los revisionistas harían suyos.
En 1936, a su vez, Julio Irazusta publicaba, con el sello de la editorial Tor, su Ensayo sobre
Rosas; las instituciones revisionistas que serían las más duraderas se fundaron dos años después:
el Instituto Juan Manuel de Rosas de Investigaciones Históricas fue creado así en 1938, subsu-
miendo a un grupo santafecino similar. Poco después lanzaba su Revista. Una vez fundado el
Instituto, resultó sencillo identificar a sus miembros más notorios: Manuel Gálvez, Ramón Doll, los
hermanos Irazusta, Ernesto Palacio, Ricardo Font Escurra, entre otros. Menos simple es, en
cambio, detectar los rasgos comunes que presentaban sus interpretaciones: la reivindicación de los
gobiernos de Rosas era compartida, aunque como señalamos eran varias las imágenes de Rosas
que se proponían.
Y si bien los planteos que hacían del gobernador de Buenos Aires un defensor de la soberanía y
un forjador de la unidad nacional estaban muy extendidas, el propio Instituto, en el primer
número de su Revista, reconocía en un artículo de Ramón Doll la existencia de lo que llamaba una
“derecha rosista” y una “izquierda rosista”, e intentaba tomar distancia de ambas:
“Nadie puede asegurar que Rosas corporice tal o cual sistema político. La derecha rosista puede
decir que Rosas es el argumento para la instalación de un gobierno fuerte; sin embargo podría
contestársele que el argumento extraído de las mismas afirmaciones interesadas de los enemigos
de Rosas puede tener su misma inconsistencia y además su misma falta de probanzas. La izquierda
rosista puede afirmar que Rosas es una encarnación del sistema democrático, jefe de las masas
federales y taumaturgo demagógico de la negrada y el gauchaje; ¿qué valdría todo esto, si
efectivamente es cierto, para informar un credo político con el ejemplo de aquel César?”. En una
línea argumental similar, Manuel Gálvez sostenía en 1940, en el prólogo de la Vida de Don Juan
Manuel de Rosas: “considero gravemente equivocada la actitud del antirrosismo que, con el fin de
perjudicar a Rosas, pretende vincularlo con las actuales dictaduras europeas. Ambas citas
remiten a la dificultad del intento revisionista: sin abandonar el afán de instalarse en el terreno de
los historiadores, los revisionistas registraban la posibilidad de utilización más plenamente política
de sus planteos, y si en ocasiones la asumían y la alentaban, en otras tantas se inclinaban a
imponer una suerte de distancia académica con ella. Los revisionistas mantenían una posición
inestable entre aquellos dos polos, el de la producción historiográfica y el de la política. (Estos
historiadores reconocían la posibilidad de una utilización política plena de sus planteos
historiográficos' y si bien compartían con los demás historiadores como debía construirse el
conocimiento del pasado' hacían hincapié en la función social de la historia que era la afirmación
de la nacionalidad de esta forma el
enlace entre las dimensiones científicas y políticas del historiador eran consideradas naturales).
Mientras planteaba sus frentes de polémica, que como hemos indicado en el capítulo anterior,
fueron asumidos inicialmente por el resto de las instituciones historiográficas sin demasiado
escándalo, el revisionismo diseñaba un adversario. El ejemplo de la Historia de la Nación
Argentina dirigida por Levene, cuyos primeros tomos aparecieron en 1936 y que fue convertida
por el revisionismo en el monumento de la que llamaba la historia oficial, es evidente. Mientras
construía un adversario homogéneo, el revisionismo se daba unidad a sí mismo; así, la invención
y difusión de la imagen que planteaba la existencia de una lucha entre la “historia oficial”, un
bloque sin fisuras, y sus impugnadores, otro conjunto que se pretendía uniforme, fue quizás
el triunfo más importante del primer revisionismo.
Ernesto Palacio y Julio Irazusta escribieron en Sur, la revista de Victoria Ocampo, luego
transformada por el nacionalismo en el paradigma de los sectores intelectuales sometidos al
imperialismo. La trayectoria de Victoria Ocampo, que en 1934 viajaba a Italia invitada por las
instituciones culturales fascistas, también puede tomarse como ejemplo de lo confuso del
panorama. Irazusta participó, junto a Palacio y a Ramón Doll, del “Primer debate de Sur”,
celebrado en 1936, y publicó en la revista hasta 1938, avanzada ya la Guerra de España; su libro
Actores y espectadores fue publicado en 1937 por la editorial. Palacio traducía, por esas fechas,
los libros de André Gide que editaba Sur. Manuel Gálvez, por su parte, continuaba obteniendo
grandes éxitos de ventas, y era tratado con deferencia por hombres como Roberto Giusti. Carlos
Ibarguren, que no formó en el Instituto Rosas, era presiente de la Academia Argentina de Letras, e
integró la delegación argentina a la reunión de los Pen Clubs celebrada en Buenos Aires en 1936,
junto al propio Gálvez; su libro sobre Rosas había recibido el Premio Nacional de Literatura en
1930.
Poco antes de la fundación del Instituto Rosas, entonces, los futuros miembros del revisionismo
disponían de múltiples instrumentos de legitimación en el campo intelectual: participación previa,
reconocimiento de las instituciones, premios otorgados y recibidos, apellidos prestigiosos,
relaciones con el poder, éxitos de venta. Esos mecanismos funcionaron, al menos,
hasta el comienzo de la Segunda Guerra Mundial, sin que las críticas, que existieron, los
afectaran.
Si se atiende a estas circunstancias, queda fuertemente cuestionada la interpretación que hacía
del revisionismo un movimiento intelectual disruptivo y nacido en los márgenes de la cultura
argentina, o un frente de jóvenes rebeldes; alguno de ellos había sido sí parte del grupo
de jóvenes vanguardistas, pero a comienzos de los años veinte. Quince años más tarde, muchos
de ellos ocupaban lugares relativamente cómodos en el universo de los intelectuales. El
revisionismo, por el contrario, se organizó en torno de uno de los núcleos de la cultura admitida,
que desde hacía tiempo exhibía una muy clara vocación conservadora.
El revisionismo, por otra parte, sostenía relaciones con el mundo de la política, tanto con el estado
como con los partidos. En 1938, en ocasión del centenario de la defensa de la isla Martín García, el
Instituto Rosas organizó una ceremonia a la que concurrieron representaciones de los Ministerios
de Marina y de Ejército, de la Presidencia y de la Gobernación de Buenos Aires, así como
delegaciones del Círculo Militar y del Centro Naval. Un año más tarde, la Revista convertía en un
“verdadero acontecimiento pedagógico” la aprobación, por parte de las autoridades educativas
de la Provincia de Buenos Aires, de una guía didáctica que indicaba que Rosas había impuesto
orden interno, defendido la soberanía y consumado, de hecho, la unidad nacional. En el nivel
nacional, en esos mismos años, hombres del nacionalismo cercanos a los revisionistas ocupaban
también algunos cargos importantes: Octavio S. Pico, miembro del grupo de La Nueva
República, y luego de la católica Criterio, ministro de Uriburu, fue designado Presidente del
Consejo Nacional de Educación por Justo. A comienzos de los años cuarenta, el Secretario de
ese Consejo era Alfonso de La ferrere, también antiguo integrante de La Nueva República y jefe
de la Liga Republicana, hacia 1929. De todas maneras, el nacionalismo se fue apropiando de la
figura de Rosas sólo lentamente; en los primeros años de la década, gustaban en cambio hablar de
tres etapas libertadoras: Mayo, Caseros y Setiembre. Haciendo evidentes las cercanías con una
tradición que era también “liberal”, veían en su adversario Irigoyen a Rosas, y convertían a Uriburu
en el Lavalle de la hora, cuando no en San Martín.
El análisis de la empresa revisionista permite, de este modo, proponer algunas consideraciones
más amplias. Los varios frentes en que el revisionismo se lanzó a actuar –el de las instituciones de
historiográficas, el de la cultura, el de la política- no eran, en la segunda mitad de los años treinta,
mundos ordenados en los que prolijos adversarios chocaban alrededor de un enfrentamiento
central. Hemos señalado ya que no era éste el modo en que la historiografía funcionaba; tampoco
lo hacían así los demás escenarios en los que el revisionismo intervino. Las tradiciones ideológicas
y los bloques políticos no estaban tan claramente definidos como se ha supuesto con frecuencia;
abundaban en él las zonas grises, los cambios veloces de posición, las incertidumbres. La imagen
heredada planteaba un ajustad alineamiento entre tradiciones, visiones del pasado y formaciones
políticas: al liberalismo, conservador o democrático, le correspondería la “historia oficial”, al
nacionalismo, de elite o populista, el revisionismo. Radicales alvearistas, conservadores
progresistas, la izquierda en conjunto, formarían en el primer bando, mientras que forjistas y
nacionalistas en el segundo. Este esquema resulta insuficiente y no logra dar cuenta de
demasiadas circunstancias: el llamado liberalismo toleraba a los rosistas, la izquierda comunista
entendía en 1934 que Rosas, San Martín y Alberdi eran merecedores de la misma condena, los
futuros forjistas se filiaban con Urquiza

2da parte “Era en Octubre, y parecía Mayo!”(1945-1955)


La irrupción del peronismo provocó un reordenamiento de gran profundidad en los ambientes
político-culturales argentinos. Los partidos sufrieron casi en su totalidad, entre 1945 y 1947, y aún
después, un proceso de quiebre alrededor de la cuestión del apoyo o la resistencia al nuevo
fenómeno: es un dato conocido el de los dirigentes conservadores, socialistas, comunistas,
radicales, nacionalistas que adhirieron al peronismo, así como el de aquellos que se constituyeron
en opositores firmas.
Instalado en el cruce de la historiografía, la política y la cultura, el revisionismo no escapó al
impacto de la nueva situación. El Instituto Rosas se vio sacudido, hacia 1950, por un conflicto
interno que acabó con el alejamiento de Julio Irazusta, quien mucho tiempo después explicará el
disenso en términos de hombres afectos al gobierno enfrenados con los opositores. Si se trata de
saber si existieron revisionistas que apoyaron al peronismo de mediados de los años cuarenta, o
peronistas que adoptaran la lectura revisionista sobre el pasado nacional, está fuera de toda duda
que la respuesta es afirmativa. Entre otras circunstancias, Quattrocchi ha destacado el caso de un
grupo de diputados encabezados por John W Cooke, que era de todas maneras era minoritario.
Ernesto Palacio, a su vez, fue diputado oficialista, al igual que Joaquín Díaz de Vivar, revisionista si
bien proveniente del radicalismo oficial. Vicente Sierra también se sumó también al peronismo.
Pero existieron, simultáneamente, revisionistas que se instalaron en la oposición, como Julio
Irazusta, y debe además tenerse en cuenta que otros historiadores, como José Torre Revelo –
miembro de la “nueva escuela” desde los primeros tiempos-, Ricardo Piccirilli –académico desde
1945-, o Leoncio Gianello –académico desde 1949- se aproximaron al nuevo movimiento y fueron
funcionarios en distintas áreas. Gianello expresaría opiniones elogiosas hacia la política educativa
del gobierno peronista en su estudio sobre la enseñanza de la disciplina en el país, y Torre Revello,
en 1951, fue nombrado presidente de la Comisión Nacional de Museos y Monumentos Históricos.
El propio Ricardo Levene, se ha sugerido, tuvo una relación apacible con el peronismo, al menos
hasta 1952, cuando se sancionaron los decretos que reglamentaron la ley de reorganización de las
Academias. Un caso difícil de encuadrar si se utilizan los modelos tradicionales es el de Diego Luis
Molinari: hombre principal de la “nueva escuela”, que miraba con simpatía al federalismo,
yrigoyenista y luego peronista. La universidad fue escenario de muchas cesantías y renuncias pero
no dio un desembarco del revisionismo sino que puede verse una cierta continuidad con otras
tradiciones historiográficas. El nombre puesto en los ferrocarriles nacionalizados muestra que
muchos dirigentes no elegían el revisionismo y la reivindicación de rosas sino la figura de Belgrano
de la tradición liberal. En los manuales escolares tampoco se detectan indicios de la figura de rosas
de manera reivindicatoria sino que se prefiere la imagen sanmartiniana por ende el peronismo era
más proclive a vertiente más clásicas y en todo caso resignifican figuras atribuyéndoles proyectos
o valores que el peronismo considera virtuosos. En la perspectiva instrumental de Perón la imagen
de sanmartín' un general a caballo' homena1eado por otro' era más redituable que la imagen de
rosas. El peronismo además se orienta a mucho más a consagrar a sus dos líderes que a cualquier
personaje del pasado.
3er etapa “Ya todo el mundo (casi todo) era rosista [...]” (1955-1973)
En 1957, tenía lugar la “conversión” pública del propio Perón al revisionismo, en el texto
titulado Los vende patria; allí, el ex presidente asumía toda la dimensión de la batalla cultural que
estaba en marcha, concediendo que la filiación que los golpistas de 1955 planteaban con la “línea
Mayo-Caseros” era efectivamente cierta, e inscribiendo al peronismo en otra tradición, que
encontraba en Rosas uno de sus centros. Así, la adscripción a esa imagen del pasado era funcional
al objetivo de Perón: distinguirse aún más de sus enemigos, dotando de un sentido histórico al
combate presente. Hacia noviembre de 1963, el “Comando Rosario” del Movimiento de la
Juventud Peronista publicó un breve folleto titulado Nosotros y Sarmiento, en el que se explicaba
la voladura de varios bustos de Sarmiento apelando a citas de autores revisionistas y hasta del
propio Juan Bautista Alberdi. Aquellos militantes enlazaban sus luchas del día con la
reconsideración de la historia argentina, recurriendo a los razonamientos que, mucho antes,
habían hecho circular los revisionistas. Estos acontecimientos, de rango tan diferente, pueden ser
el sostén de una versión sumaria de los procesos más relevantes para la historia del revisionismo
entre 1955 y 1975. Aquella lectura del pasado que un grupo reducido de intelectuales había
propuesto a fines de los años treinta se transformaba en la interpretación “oficial” que de la
historia nacional realizaba un movimiento de masas, y en ese tránsito lograba, en general por
fuera del aparato estatal, alcanzar una difusión imprevista, aunque anhelada desde hacía tiempo.
Algunos historiadores revisionistas, desde ya, continuaron una producción monográfica con
aspiraciones de erudición. Varios de los fragmentos del repertorio revisionista - la recusación de la
tradición política "liberal"; la denuncia de un complot contra los destinos nacionales, que se
atribuía al imperialismo aunque se hubiera iniciado a comienzos del siglo XIX; más adelante la
impugnación a aquello que se llamó cada vez más frecuentemente en los círculos universitarios
modelo agroexportador -, se integraron a la mirada que sobre el mundo lanzaba el peronismo, que
a su vez reencontraba sus impulsos más populares y jacobinos en el paso al llano y a la
proscripción. El peronismo ensayaba así segunda versión de una operación que a pesar de ser
imaginaria tenía efectos muy reales, y que ya había intentado desde el poder. Ella consistía en
entramar su propio pasado con la historia de la nación desde el momento fundacional, pero esta
vez proponiendo una genealogía que lo emparentaba con los que veía como los perseguidos, los
derrotados. En esta visión, ellos se alzaban una y otra vez para proseguir un combate más que
secular, que era el de la nación entera, contra las minorías del privilegio que usurpaban el
gobierno aliadas a alguna potencia extranjera.
Las diferencias entre una estrategia que se quería académica y una de divulgación no dejaban de
ser advertidas por los revisionistas, y ellas se traducían en tipos de publicaciones diferentes. A
mediados de 1958, se lanzaba el número 17 de la Revista, con un formato clásico: investigaciones,
comentarios bibliográficos, reproducción de documentos. La estructura se repitió hasta fines de
1962, cuando aparecía el número 23. Entre 1968 y 1971, a su vez, se entregaron 10 números
del Boletín; el último de la serie anterior había entrado en circulación en julio de 1955. En la “Re
presentación” que abría la primera entrega delBoletín se sostenía que “la victoria de la revisión
histórica es un hecho por demás evidente: resta sólo la ´escalada´ final [...] que
instaure oficialmente lo que es una convicción argentina. Y nosotros venimos a cumplir la
misión [...]”. El editorial continuaba con esta aclaración: “De allí el nuevo ritmo que tendrá esta
segunda época: diríamos –guardando los debidos respetos- que hemos perdido un poco,
historiográficamente hablando, el empaque y la seriedad de los tiempos apostólicos”. El
revisionismo nuevamente se daba una “misión” y un instrumento, que sabía tan alejado de las
publicaciones historiográficas clásicas: “no tendrán cabida aquí ensayos de nivel rigurosamente
científico –tarea que acampará en la Revista semestral del Instituto [...]- pues estas páginas serán
Historia a través de trazos breves, rudos, definidos, actualísimos [...]. Debe reconocerse que desde
el punto de vista de las características materiales del Boletín, el objetivo fue cumplido. En cuanto a
las disidencias de índole política, José María Rosa explicaba hacia 1978 los sucesivos conflictos
en el Instituto Rosas y su cierre momentáneo en función de los debates en torno al peronismo:
“Era la década del sesenta [...]. Me resultaba difícil armonizar a los peronistas y antiperonistas que
militaban [en el Instituto]. A cada momento se recibían renuncias de viejos socios porque algún
entusiasta había vivado a Perón en un acto público. El rosismo se había hecha popular, y se
inclinaba naturalmente al peronismo, y eso no gustaba a los nacionalistas de viejo cuño firmes en
su antiperonismo, sobre todo después que cayó Perón [...]. Los rosistas antiperonistas no acudían
a las conferencias para no encontrarse con los peronistas. Y éstos no tenían interés en oír a
oradores que no les hablaran de Perón además de Rosas. Acabé por cerrarlo, prácticamente [...]”
Como desde el momento de su creación, las instituciones revisionistas no se resignaban a
abandonar sus empeños en construir lazos con el estado; tal como se decía en el Boletín, el
revisionismo anhelaba ser la otra “historia oficial”. Varias de las obras de los revisionistas, tanto
de los "históricos" como de los recienvenidos, alcanzaron importantes cifras de ventas. La Historia
Argentina de J. M. Rosa. En 1963, ¿Qué es el ser nacional?, publicado por Hernández Arregui tres
años después del también difundido trabajo La formación de la conciencia nacional, era incluido
por la revista Primera Plana en su lista de "best-sellers", tal como señala Terán. Estos éxitos del
revisionismo formaban parte de un mucho más general proceso de ampliación -y probable
modificación- de los públicos lectores interesados en los temas históricos y políticos. En torno a
este punto ha sostenido el propio Terán que estos fenómenos "no involucraban solamente a la
elite intelectual, sino que se dilataban hasta legitimar el aserto de que entonces se constituye un
nuevo público, y que en ese proceso iban a oficiar un papel central aparatos culturales tales como
las nuevas editoriales, y especialmente EUDEBA”. La mención de los éxitos de ventas no explica,
sin embargo, la apropiación de las visiones revisionistas por parte de los públicos; en esa
apropiación, la clave se halló en el peronismo. Allí no solo se verificaba la evocada conversión del
propio Perón al revisionismo. sino que el aparato sindical y partidario incrementaba una adhesión
que se tornaba estridente. En el nivel de los rituales, la conmemoración del combate de la Vuelta
de Obligado, que los revisionistas iniciales habían realizado ya desde los años treinta invitando a
representantes del gobierno, se transformaba en actos claramente políticos con la participación
activa de grupos peronistas. En ese clima cultural, el revisionismo en sus varias versiones
encontraba nuevos interlocutores, nuevos adversarios con quienes debatir, e incluso nuevos -y en
ocasiones incómodos- compañeros de ruta. Entre ellos se contaban los llamados revisionistas
socialistas, que como hemos indicado tenían con el revisionismo tradicional una relación
ambivalente: si por una parte decían valorar su crítica de la historia “oficial”, por otra indicaban
que se trataba de una versión también centrada en los intereses porteños. Jorge Abelardo Ramos
fue quizás la figura más notoria entre quienes, desde la “izquierda nacional”, se dedicaron al
estudio de la historia argentina, pero el conjunto incluía a Blas Alberti y a Alfredo Terzaga entre
otros; ya luego de 1973, Norberto Galasso presentaba su biografía de Manuel Ugarte, publicada
por EUDEBA; Ugarte había sido convertido en uno de los “próceres” en estos ambientes: socialista,
latinoamericanista, y embajador del peronismo. Estas líneas, bosquejada por la izquierda
trosquista que había apoyado críticamente a los primeros gobiernos peronistas, conocieron en los
años sesenta una amplia acogida entre militantes y activistas, y no sólo en los dedicados por
completo al combate político: Ernesto Laclau era dirigente de las agrupaciones de la izquierda
nacional en los años sesenta, mientras se dedicaba las tareas académicas en la universidad. La
vuelta del peronismo al gobierno en 1973, en el contexto de una movilización social muy intensa y
con actores políticos cuya radicalización era una nota importante, encontró a muchos de los
revisionistas con inserción en aquel movimiento, y a su visión del pasado nacional transformada
en una interpretación muy extendida. Acerca de los destinos del revisionismo luego de aquellas
fechas, sólo es posible realizar observaciones muy provisorias. Algunos integrantes de la corriente
llegaron a la universidad; en la Facultad de Filosofía y Letras de Buenos Aires se registran los casos
de Fermín Chávez y Rodolfo Ortega Peña, ambos miembros del Instituto Rosas hacia 1970, cuyas
trayectorias quedaron, como otras, sujetas a los avatares de la lucha interna del peronismo.
Ortega Peña sería asesinado en 1974 en el marco de esa disputa. Durante los años de la dictadura
militar, los revisionistas que habían elegido una tarea más académica lograron alguna presencia en
la estructura de investigación, y también ocuparon ciertas cátedras universitarias. Hacia 1989, el
gobierno de Menem cumplía una de las más viejas reivindicaciones revisionistas, al repatriar los
restos de Rosas; un Instituto Rosas reorganizado, a su vez, era convertido en una dependencia
estatal, en el ámbito de la Secretaría de Cultura, en 1997. En 2000, durante la presidencia de De la
Rúa, ese decreto de nacionalización era derogado, y el trámite se encuentra en sede
judicial. Desde la recuperación democrática de 1983, con continuidad cambiante, el Instituto
publicaba su Revista..

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