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EL IMPERIALISMO

En las últimas décadas del siglo XIX, en el marco de un capitalismo cada vez más global, se desató una
intensa competencia por la apropiación de nuevos espacios y la subordinación de las poblaciones que los
habitaban.

La expansión de un pequeño número de Estados desembocó en el reparto de África y del Pacífico y en la


consolidación del control sobre Asia, aunque la región oriental de este continente quedó al margen de la
dominación occidental.

El escenario latinoamericano no fue incluido en el reparto colonial, pero se acentuó su dependencia de la


colocación de los bienes primarios en el mercado mundial. El crecimiento económico de los países de esta
región dependió del grado de integración en la economía global del último cuarto del siglo XIX. En el Caribe, a
la prolongada dominación europea de gran parte de las islas y de algunos territorios de América Central y del
Sur se sumó la creciente gravitación de Estados Unidos, especialmente a partir de su intervención en la
guerra de liberación de Cuba contra España en 1898.

Entre 1876 y 1914 una cuarta parte del planeta fue distribuida en forma de colonias entre media docena de
Estados europeos: Gran Bretaña, Francia, Alemania, Italia,Países Bajos, Bélgica. Los imperios del período
preindustrial, España y Portugal, tuvieron una participación secundaria. Los países de reciente
industrialización extraeuropeos, Estados Unidos y Japón, interesados en el zona del Pacífico, fueron los
últimos en presentarse en escena. En el caso de Gran Bretaña, la expansión de fines del siglo XIX presenta
líneas de continuidad con las anexiones previas; fue el único país que, en la primera mitad del siglo XIX ya
tenía un imperio colonial.

La conquista y el reparto colonial lanzados en los años ochenta fueron un proceso novedoso por su amplitud,
por su velocidad y porque estuvo asociado con la nueva fase del capitalismo, la de una economía que
entrelazaba las distintas partes del mundo. Los principales estadistas de la época –Joseph Chamberlain, Jules
Ferry, por ejemplo– repitieron una y otra vez que era preciso abrir nuevos mercados y nuevos campos de
inversión para evitar el estancamiento de la economía nacional.

Además, según su discurso, las culturas superiores tenían la misión de civilizar a las razas inferiores. En el
marco de la gran depresión (1873-1895), gran parte de los dirigentes liberales giraron hacia el imperialismo
para sostener una política expansionista apoyada por el Estado y basada en un fuerte potencial militar que
garantizaría la superioridad de la propia nación.

La expansión colonial no disgustaba a todos los socialistas. Algunos dirigentes de la II Internacional


también adjudicaron a la expansión europea un significado civilizador. El debate fue especialmente álgido en
el congreso de Stuttgart (Alemania), en 1907.

Las nuevas industrias y los mercados de masas de los países industrializados absorbieron materias primas y
alimentos de casi todo el mundo. El trigo y las carnes desde las tierras templadas de la Argentina, Uruguay,
Canadá, Australia y Nueva Zelanda; el arroz de Birmania, Indochina y Tailandia; el aceite de palma de Nigeria,
el cacao de costa de Oro, el café de Brasil y Colombia, el té de Ceilán, el azúcar de Cuba y Brasil, el caucho
del Congo, la Amazonia y Malasia, la plata de México, el cobre de Chile y México, el oro de Sudáfrica.

Las colonias, sin embargo, no fueron decisivas para asegurar el crecimiento de las economías metropolitanas.
El grueso de las exportaciones e importaciones europeas en el siglo xix se realizaron con otros países
desarrollados. Los lazos económicos que Gran Bretaña forjó con determinadas colonias –Egipto, Sudáfrica y
muy especialmente la India– tuvieron una importancia central para conservar su predominio. La India fue una
pieza clave de la estrategia británica global: era la puerta de acceso para las exportaciones de algodón al
Lejano Oriente y consumía del 40 al 45 % de esas exportaciones; además, la balanza de pagos del Reino
Unido dependía para su equilibrio de los pagos de la India. Pero los éxitos económicos británicos dependieron
en gran medida de las importaciones y de las inversiones en los dominios blancos, Sudamérica y Estados
Unidos.

En principio, tanto las colonias formales como las informales se incorporaron al mercado mundial como
economías dependientes, pero esta subordinación tuvo impactos sociales y económicos disímiles en cada una
de las periferias mencionadas. En primer lugar porque el rumbo de las colonias quedó atado a los objetivos
metropolitanos. En cambio, en los países semisoberanos, sus grupos dominantes pudieron instrumentar
medidas teniendo en cuenta sus intereses y los de otras fuerzas internas con capacidad de presión. Pero
además, tanto en la esfera colonial como en la de las colonias informales coexistieron desarrollos económicos
desiguales en virtud de los distintos tipos de organizaciones productivas. Los enclaves cerrados, los casos de
las grandes plantaciones agrícolas tropicales como las de caña de azúcar, el tabaco y el algodón, junto con
las explotaciones mineras, dieron paso a sociedades fracturadas. Por un lado, un reducido número de
grandes propietarios muy ricos; por otro, una masa de trabajadores con bajísimos salarios y en muchos casos
sujetos a condiciones serviles. En las regiones en que predominaron estas actividades productivas hubo poco
margen para que el boom exportador alentase el crecimiento económico en forma extendida. Tanto en
Latinoamérica como en las Indias Orientales Holandesas, el cultivo del azúcar, por ejemplo, estuvo asociado a
la presencia de oligarquías reaccionarias y masas empobrecidas. En cambio, los cultivos basados en la labor
de pequeños y medianos agricultores y en los que el trabajo forzado era improductivo –los casos del trigo, el
café, el arroz, el cacao– ofrecieron un marco propicio para la constitución de sociedades más equilibradas y
con un crecimiento económico de base más amplia.

Gran parte de las áreas dependientes no se beneficiaron del crecimiento de la economía global. En la mayoría
de las colonias se acentuó la pobreza y sus poblaciones fueron víctimas de prácticas depredatorias. Portugal
en África, Holanda en Asia y el rey Leopoldo II en el Congo fueron los más decididos explotadores.

En aquellas colonias donde una minoría de europeos impuso su dominación sobre grandes poblaciones
autóctonas –los casos de Kenia, Argelia, Rhodesia, África del Sur– los colonos acapararon la mayor parte de
las tierras productivas, impusieron condiciones de trabajo forzado y marginaron a los nativos sobre la base de
la discriminación racial.

Las experiencias en las que la incorporación al mercado mundial dio lugar a una importante renovación y
modernización de la economía estuvieron localizadas en las áreas de colonización reciente que contaban con
la ventaja de climas templados y tierras fértiles para la agricultura y la ganadería. En Canadá, Uruguay, la
Argentina, Australia, Nueva Zelanda, Chile, el sur de Brasil las lucrativas exportaciones de granos, carnes y
café alentaron la afluencia de inmigrantes y la expansión de grandes ciudades que estimularon la producción
de bienes de consumo para la población local. Aquí hubo incentivos para promover una incipiente
industrialización.

Para organizar sus nuevas posesiones, los europeos recurrieron a dos tipos de relación reconocidos
oficialmente: el protectorado y la colonia propiamente dicha. En el primer caso las naciones “protectoras”
ejercían teóricamente un mero control sobre autoridades tradicionales; en el segundo, la presencia imperial se
hacía sentir directamente. Sin embargo, en lo que respecta al aspecto político hubo algunas diferencias entre
los sistemas aplicados por cada nación dominante. Inglaterra puso en práctica el gobierno indirecto, que
consistía en dejar en manos de los jefes autóctonos ciertas atribuciones inferiores, reservando para el
gobernante nombrado por Londres y unos pocos funcionarios blancos el control de estas actividades y la
puesta en marcha de la colonia. Cualquiera que fuese el sistema político imperante, todas las metrópolis
compartían el mismo criterio respecto de la función económica de las colonias: la colonización no se había
hecho para desarrollar económica y socialmente a las regiones dominadas sino para explotar las riquezas
latentes en ellas en beneficio del capitalismo

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