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Darío Rojas: ¿Cómo hablamos los chilenos?

Una mirada histórica

Capítulo 1
La historia del español antes de su llegada a América

Por qué los chilenos hablamos como lo hacemos tiene ciertas causas históricas que
conviene revisar. El primer gran momento de esta historia corresponde al que va desde los
más remotos orígenes hasta el fin de la Edad Media y parte de los años siguientes. En
particular, veremos, de manera muy sucinta, que la lengua española es una continuación del
latín hablado que los romanos llevaron a Hispania a fines del siglo III a. C., y que en un
comienzo no fue más que una variedad dialectal confinada a una pequeña franja de
territorio del norte de España: el dialecto castellano, que terminó imponiéndose por el
prestigio político y social de sus hablantes. Así, el dialecto castellano se convirtió en la base
de lo que más tarde se llamaría español, y este idioma amplió su alcance geográfico y social
hasta convertirse en la lengua de un poderoso imperio.

Los orígenes latinos e indoeuropeos del español

El español, junto con el francés, el italiano, el rumano, el portugués, el sardo, el dálmata


(hoy extinto), el provenzal, el catalán y el retorromance (o ladino), provienen del latín
hablado a lo largo de las amplias zonas conquistadas por Roma en las fechas cercanas al
inicio de la era cristiana. Como descendientes del latín, constituyen la familia románica o
romance. El latín, a su vez, forma parte del grupo lingüístico itálico (junto con el osco, el
umbro, el falisco, etc.), el cual finalmente forma parte de la gran familia lingüística
indoeuropea (llamada también, antiguamente, indoaria o indogermánica), de la cual
forman parte el inglés, el alemán, el ruso, el polaco, el griego, el sánscrito, el persa y varias
otras.
Muchas de estas lenguas han estado por largo tiempo en contacto entre sí, sea por
vecindad geográfica o por colonizaciones y exploraciones. Así, a modo de ejemplo, en
español podemos encontrar préstamos de lenguas románicas como el portugués (cachupín,
mermelada), el catalán (aguaitar, pincel), el provenzal (alojar, estampida), el francés
(chalet, croissant), el italiano (canjear, fragata) y el rumano (hospodar); palabras de origen

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celta, como brío o tranca; préstamos de lenguas germánicas, como el gótico (guardián,
sacar), el neerlandés (dique, escaparate), el alemán (brindis, kuchen), el danés (narval), el
sueco (alca, varenga), el noruego (fiordo, troll) y el islandés (géiser), además de los
numerosos anglicismos del español (en Chile, palabras tan cotidianas como guaipe, del
inglés wiper). También tenemos vocabulario de origen baltoeslavo, como el polaco
mazurca o, del ruso, zar y balalaika; entre los préstamos helénicos, los griegos zampoña y
púrpura; entre las palabras indoiranias, bazar y chador, del persa, ario, esvástica y yoga,
del sánscrito, y parchís (nuestro ludo) y yogui, del indio. Y así podría enumerarse una
larguísima lista.
La lengua de los indoeuropeos es, en términos estrictos, una ficción. Más bien, es
una reconstrucción: no disponemos de textos escritos en esa lengua, de manera que solo
podemos hacer suposiciones fundadas (comparando las características de sus
descendientes) acerca de cómo se pronunciaba, cómo era su gramática y cuál era su
vocabulario. Aun más: ni siquiera podemos estar seguros de que se trataba de una única
lengua. Muy probablemente se trataba de múltiples dialectos emparentados entre sí,
hablados por una multitud de grupos humanos que emigraron hasta la actual Europa desde
las estepas del sur de Rusia, en varias oleadas, entre el 4.500 y el 2.500 a. C.,
aproximadamente.
La reconstrucción de cómo pudo haber sido el indoeuropeo se hace comparando las
formas que conservan sus descendientes y luego deduciendo cómo debió haber sido la
forma original. Así, por ejemplo, podemos preguntarnos por cómo se expresa el concepto
‘padre’ en distintas lenguas de la familia romance: padre en italiano, padre en español, père
en francés, pai en portugués, pare en catalán, etc. El segundo paso consiste en identificar
las regularidades de sonidos. Por ejemplo, todos estos cognados empiezan con una p, por lo
que podemos pensar que la forma original tenía también una p. En fin: si aplicamos este
método, llegamos a una forma reconstruida patre, que habría sido la común en el llamado
latín vulgar, del cual provienen el español, portugués, italiano, francés, etc. Por suerte,
podemos corroborar esta reconstrucción gracias al testimonio del latín clásico, del cual
disponemos muchos documentos escritos. Si queremos ir más atrás aún en el tiempo,
podemos tomar el pater latino-clásico, el patēr del griego clásico, el piter sánscrito, el
fadar gótico y el athir del antiguo irlandés, entre otros, y reconstruir la forma indoeuropea

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*pətēr, la cual pongo precedida de un asterisco porque es una forma hipotética, de la cual
no disponemos testimonio escrito alguno1.
La naturaleza sumamente especulativa de esta reconstrucción no impidió que el
alemán August Schleicher, uno de los principales estudiosos de esta lengua en el siglo XIX,
se propusiera traducir al indoeuropeo la siguiente fábula:

Una oveja esquilada vio a unos caballos, Avis, jasmin varna na a-st, dadarka akvams
uno de los cuales tiraba de un carro pesado, tam, vagham garum vaghantam
otro llevaba una gran carga tam, bharam magham
y otro transportaba a un hombre. tam, manum aku bharantam.
La oveja le dijo a los caballos: Avis akvabhjams a vavakat:
se me aflige el corazón kard aghnutai mai
al ver cómo trata el hombre a los caballos vidanti manum akvams agantam.
[…] […]

Al final de la primera línea del texto puede reconocerse la palabra akvams ‘caballos’, que
deriva de la raíz indoeuropea *EKWO-, de idéntico significado (véase el diccionario de
Roberts y Pastor, de 1996). De esta raíz proviene el latín equus, que fue reemplazado más
tarde en Hispania por el préstamo celta cauallus, pero que sobrevive en las formas cultas
equino, ecuestre o equitación. El femenino de equus: equa, sin embargo, se transformó en
su pronunciación hasta dar con la forma que conocemos hoy en español: yegua. Por otra
parte, la misma raíz *EKWO-, con otros cambios de pronunciación, originó el griego
hippos ‘caballo’, de donde proviene nuestra hípica y, curiosamente, hipopótamo: para los
griegos este animal era un caballo (hippos) de río (potamos). Dejamos a la inteligencia del
lector descubrir las demás raíces y parentescos que trasluce el breve texto de Schleicher.
Hoy en día, sin embargo, nadie cree que pueda reconstruirse un texto coherente en
indoeuropeo2.

La península ibérica antes de los romanos

1
Tomo el ejemplo del libro de David Crystal de 1987.
2
El aire de antigüedad que se asocia a esta lengua ha llegado hasta la cultura popular, y así el androide David,
en la película Prometheus de Ridley Scott (2012), practica indoeuropeo con la fábula de Schleicher,
suponiendo que, en la búsqueda de los creadores alienígenas del hombre, una lengua terrestre antiquísima,
como el indoeuropeo, podrá servir para comunicarse con ellos. En una escena cercana al final, de hecho, el
androide se dirige a un alienígena a través de dicha lengua

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El escenario geográfico en que se desarrolla la historia medieval del español es la península


ibérica, hoy ocupada por los estados de Portugal y España. En la península ibérica, antes de
la llegada de los romanos (quienes la llamaron Hispania), existían tanto pueblos
indoeuropeos como de otras procedencias, que habían llegado en oleadas sucesivas desde
hace alrededor de un millón de años, provenientes de África y de la zona mediterránea. Los
romanos, al llegar a esta zona, no encontraron un territorio vacío, sino diversas culturas que
llevaban mucho tiempo en ese lugar y que ya habían experimentado diversas invasiones,
migraciones y otros procesos.
Los fenómenos de contacto cultural, como el que se dio en los dos últimos siglos del
primer milenio antes de Cristo entre los romanos y los habitantes de la península ibérica,
suelen llevar aparejados fenómenos de contacto lingüístico. En estos, lo común es que se
originen influencias estructurales, fonéticas, gramaticales o léxicas, entre las lenguas de los
grupos que se encuentran. Generalmente, los pueblos conquistados tienen que aprender la
lengua de los conquistadores, debido a la necesidad de comunicación y al prestigio
asociado al grupo dominante. En este periodo de bilingüismo (pues los dominados no
olvidan de inmediato su propia modalidad lingüística), algunas características de las
lenguas habladas por los nativos de la península fueron transformando el latín hablado en
Hispania, contribuyendo a darle una fisonomía particular respecto a otras modalidades de
latín hablado a lo largo del Imperio romano, aunque no fueron el único factor de
diferenciación. Es decir, las lenguas peninsulares prerromanas actuaron como lenguas de
sustrato respecto del latín. Al hablar de sustrato usamos una metáfora de origen geológico:
una capa geológica que se encuentra debajo de otra e influencia sus características es un
sustrato. Al hablar de idiomas, se entiende que la lengua de sustrato está “debajo” de otra
por su subordinación social: el grupo que la habla es políticamente dominado. El pueblo
que aprende la lengua de sus conquistadores la habla con características propias de su
lengua materna. Piénsese, por ejemplo, cuando un hablante de español está aprendiendo
inglés: cuando aprende a decir two, en un comienzo probablemente pronuncie la t como lo
hace en español, y no como se hace en inglés. Pues bien, en este ejemplo, hay un efecto de
sustrato del español en el inglés. Veremos más ejemplos cuando lleguemos a la extensión
del español por territorio americano y su contacto con lenguas indígenas de este continente.

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Volviendo a la situación prerromana, entre los pueblos y las lenguas con que entró
en contacto el latín en Hispania se encuentran los celtas, específicamente los celtíberos, de
origen indoeuropeo, que nos legaron palabras como conejo o álamo; los iberos, de origen
no indoeuropeo y asentados en la costa mediterránea, de quienes el latín tomó palabras
como barranco o páramo; y los tartesios, del sur de la península, de cuya lengua casi nada
se traspasó al latín.
Por último, en el norte de la península, en estrecha cercanía con cántabros y astures,
vivían los vascos, pueblo de origen aún discutido, hablantes de la única lengua hispánica
prerromana que sobrevive hasta la actualidad (también conocida como euskera). A
diferencia de los demás pueblos prerromanos, su influencia en la lengua española no se
restringe al léxico. Entre sus influencias se cuentan algunos rasgos característicos del
romance castellano, como la aspiración y posterior pérdida de f- inicial latina (farīna
>harina, ferīre>herir), la pérdida de la distinción entre /b/ y /v/, préstamos léxicos como
ascua, pizarra, becerro, aquelarre, bizarro, y topónimos compuestos principalmente con
los elementos etxe ‘casa’, gorri ‘rojo’ y berri ‘nuevo’ (como Echeverri, que sería algo así
como ‘casa nueva’).
En suma, en la época prerromana, la península ibérica era un mosaico de culturas y
lenguas de orígenes diversos. La mayoría de estas lenguas, sobre todo el celta, el ibero y el
vasco, tuvieron importancia para la historia del español, en cuanto actuaron como
elementos de sustrato lingüístico respecto del latín de los colonizadores romanos que
llegaron a Hispania, aportando, en distinto grado, rasgos fonéticos, morfológicos y léxicos
que contribuyeron a perfilar la individualidad de las lenguas románicas hispánicas.

Los romanos y la implantación del latín

Los romanos, originalmente confinados a una pequeña zona de la península itálica, llegaron
a dominar la mayor parte de lo que hoy es Europa, así como parte del norte de África y del
Asia colindante con el mar Mediterráneo. De este modo, la cultura latina se extendió por un
vasto territorio que recibió el nombre de Romania.
En la mayor parte de la Romania, la lengua latina desplazó a las lenguas habladas
por los nativos, aunque estas últimas dejaron huellas al actuar como lenguas de sustrato. En

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el caso de la conquista de Grecia, no sucedió lo mismo, debido a la superioridad cultural


que reconocían los romanos en la cultura helénica, la que trataban de imitar en varios
aspectos. Al seguir hablándose el griego en una parte del dominio romano, la lengua latina
tomó muchos préstamos de dicha lengua, que fueron luego traspasados al español, en
ámbitos como el de la cocina (oliua, óleum ‘óleo’, asparagus ‘espárrago’, ficatum
‘hígado’), la música (lyra ‘lira’, chorda ‘cuerda’, musica), la ingeniería (catapulta, ballista
‘ballesta’), la educación (schola ‘escuela’, abacus, papyrus ‘papel’, bibliotheca), la
medicina (rheuma, paralysis, dosis) y el cuerpo humano (gamba ‘pierna’, entre los chilenos
‘pie’, stomachus ‘estómago’, mustaceus ‘mostacho’).
En un principio, el latín no se impuso en todos estos territorios debido a una política
lingüística. Es decir, la administración romana no tomaba medidas oficiales para promover
el uso del latín y desmedrar el de las lenguas de los pueblos que subyugaba. El latín se
terminó imponiendo más bien por el prestigio y los beneficios sociales que estaban
asociados a su manejo. Una frase del Brutus de Cicerón3 refleja muy bien esta condición:
«Non enim tam praeclarum est scire latine quam turpe nescire», es decir, «No es tan
beneficioso saber latín como perjudicial no saberlo». La implantación del latín supuso un
acelerado proceso de mortandad lingüística o desaparición de lenguas: entre el 100 a. C. y
el 400 d. C. la cantidad de lenguas habladas en territorio romano pasó de aproximadamente
60 a 12. En Europa, se redujo de 30 a solo cinco: latín, galo, galés, vasco y albanés.
La península ibérica fue uno de los primeros dominios conquistados fuera de Italia,
y su ocupación fue el resultado de un conflicto político-militar (las Guerras Púnicas) con
uno de los pueblos que ocupaban parte de la península, los cartaginenses. Los romanos
comenzaron su dominio de Hispania en el 218 a. C. La conquista, no obstante, no fue
instantánea ni homogénea. En las últimas décadas del siglo I a. C. aún había
confrontaciones entre romanos y nativos del norte de Hispania (cántabros y astures). La
completa latinización, cultural y lingüística, todavía no estaba consumada a la llegada de
los germanos, en el siglo V d. C.
Entre los dominios conquistados por Roma, Hispania era muy importante, tanto por
la riqueza de su territorio como por su importancia cultural y social concomitante al factor
económico: muchos miembros de las clases altas de Roma se instalaban en la península

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Citada por Nicholas Ostler en su libro de 2007.

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ibérica, trayendo consigo sus escuelas e instituciones similares relativas al saber científico y
técnico.
En la latinización lingüística de Hispania, Francisco Beltrán Lloris (en su trabajo de
2005) distingue un proceso gradual de sustitución idiomática. Entre los siglos III y I a. C.,
la nota característica era la diversidad lingüística. Hispania se caracterizaba por una
variedad lingüística y cultural mayor que la que había, por ejemplo, en las Galias o la costa
norteafricana. La presencia romana no era muy importante aún; de hecho, en las ciudades el
latín convivía con otras lenguas (púnico, griego). El conocimiento del latín, sin embargo, se
difundió durante los siglos II y I a. C., pues era además el idioma de la administración y el
ejército, de manera que tenía prestigio social incluso entre los indígenas. Por otro lado, los
mercaderes itálicos de los puertos controlaban el comercio de larga distancia, por lo cual el
latín fue usado como lengua vehicular. Pero la lengua romana seguía confinada a las
ciudades. A partir del siglo I a. C. la situación empieza a cambiar. La pacificación de
Hispania, la explotación minera en Cartagena y agrícola en el Guadalquivir y el Ebro, las
convulsiones políticas en Roma y la presencia de grandes concentraciones de soldados,
hicieron que la población civil latinohablante aumentara en forma notable.
Tras los gobiernos de César y de Augusto, Hispania es definitivamente pacificada y
se asientan miles de romanos en las colonias. Además, se asienta la cultura romana
imperial, de mayor afán homogeneizante. El vehículo lingüístico de estas transformaciones
fue el latín, que ahora era idioma materno de miles de romanos civiles, miles de soldados
en el norte y de los cientos de miles de indígenas convertidos en ciudadanos, y que jugó un
papel importante en el reforzamiento de la administración, la instrucción escolar y el
florecimiento literario. Los primeros años del milenio, por otra parte, contemplan el
decaimiento del uso de las lenguas nativas (al menos por escrito), sobre todo en la zona sur
y costa mediterránea, donde cuesta documentarlas después del siglo I. En el centro, norte y
noroeste, en cambio, hay testimonios de la pervivencia de las lenguas nativas hasta el II o
III, aunque en una situación diglósica con el latín (es decir, con funciones y ámbitos de uso
diferentes según el prestigio social de cada lengua). En suma, ya a fines del siglo II el latín
era la lengua hispánica indiscutida, como lengua materna en el sur y el oriente, y como
lengua culta en el resto del territorio.

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El proceso de latinización de la península se vio interrumpido por la llegada de los


germanos, hacia el siglo V d. C. Sin embargo, el período de dominio romano, debido a su
extensión temporal (alrededor de siete siglos) y a su profundidad (en la mayor parte del
territorio), dejó una honda huella en Hispania. El aspecto lingüístico de su influencia, que
es el que nos interesa en esta ocasión, es de la mayor importancia: la lengua española es
continuadora directa del latín hablado en Hispania, con ciertas particularidades debidas
tanto a la influencia de lenguas de sustrato (ibérico, celta, etc.) como a las diferencias que
presentaba el propio latín (origen geográfico y condición social de los colonos, fluidez de
comunicación con la metrópoli, fecha de la colonización).
Debe tenerse muy en cuenta, en todo caso, que el latín del cual es continuador el
español es el latín hablado o latín vulgar (también llamado protorromance) sometido a
constante evolución e innovaciones, en fin, una lengua viva, y no el latín literario o latín
clásico, codificado en gramáticas y utilizado solo como una lengua literaria o entre sujetos
muy cultos.
El latín clásico y el latín vulgar4 tenían algunas diferencias importantes. En cuanto a
la pronunciación, a modo de ejemplo, las consonantes /p/, /t/ y /k/ del latín clásico se
pronunciaban entre vocales como /b/, /d/ y /g/, respectivamente, en latín vulgar (así, de
apotheka, palabra que el latín tomó del griego y que tiene esas tres consonantes entre
vocales, llegamos al español bodega). Las /b/, /d/ y /g/ del latín clásico, por su parte, se
perdían entre vocales (de este modo se llega del legalem latino al leal español). La /k/,
cuando iba seguida de vocal /e/ o /i/, se pronunció en latín vulgar, aproximadamente, como
el sonido moderno de la ch; así, una palabra como centum, en latín clásico pronunciada
/kéntum/, en latín vulgar se pronunciaba como hoy pronunciaríamos chentum. Por último,
la /m/ y la /t/ en posición final se perdía en la pronunciación del latín vulgar (rosam > rosa;

4
Entre nuestras fuentes de conocimiento del latín vulgar (inscripciones, obras literarias, las “tablas
execratorias”), ocupa un lugar muy importante el llamado “Appendix Probi”, una lista de correcciones
lingüísticas añadidas al “Instituta Artium· del gramático romano Marco Valerio Probo. Al señalar una serie de
formas consideradas “incorrectas” en latín, el autor del “Appendix” revela cómo hablaba realmente la gente
en dominios romanos. La dinámica expositiva de este texto es muy similar a la del “¡Usted no lo diga!” (nada
nuevo bajo el sol, entonces; veremos más adelante cómo este recurso fue usado también en el Chile del siglo
XIX). En una larga lista, se mencionaba primero la forma correcta y luego la forma incorrecta, es decir, la
usual. Por ejemplo: «auris non oricla». Oricla viene de auricula, la forma común en el latín vulgar, como
vimos antes. También se señala: «nunquam non nunqua». Nunqua, con pérdida de la m final (y también de la
u) es lo que da nuestro moderno nunca. Y así pueden nombrarse múltiples ejemplos.

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videt > vide), así como sucedía con la /s/ final en las zonas correspondientes a la Romania
oriental (italiano y rumano).
También hay características gramaticales que diferencian al latín clásico del latín
vulgar. Este último mostraba una tendencia analítica (o perifrástica), es decir, dicho de
forma muy simple, tendía a la expresión de una serie de conceptos usando más de una
palabra, frente a la tendencia sintética del latín clásico, es decir, tendencia a expresar en una
sola palabra la misma serie de conceptos. Compárese por ejemplo, la expresión de la idea
‘de la rosa’ (‘rosa’ + pertenencia u origen), en latín vulgar de illa rosa y en latín clásico
rosae. Otros ejemplos se dan en casos como el de los comparativos: ‘más grande’, en latín
vulgar magis grande o plus grande, en latín clásico grandior; en el caso del tiempo futuro
de los verbos, en latín vulgar cantare habeo o cantare volo5, en latín clásico cantabo.
Para finalizar, el latín vulgar también presenta diferencias léxicas respecto del latín
clásico. Mientras en latín clásico se decía equus, frater y os, en latín vulgar se decía cauallu
‘caballo’, germanu ‘hermano’ y rostru ‘rostro’. Otra faceta de la diferenciación léxica es
que el latín vulgar muestra una marcada preferencia por formas de mayor carga expresiva y
afectiva, como el abundante uso de diminutivos (aurĭcula, diminutivo de auris, literalmente
‘orejita’ y luego ‘oreja’) y de usos metafóricos de intención festiva (uso de testa, ‘vasija,
olla’, para designar a la cabeza, en lugar del latín clásico caput).
Se puede comprobar fácilmente que el español proviene del latín vulgar y no del
latín clásico porque comparte muchos rasgos con el primero. Por ejemplo, el español
muestra sonorizaciones de consonantes entre vocales (latu>lado), no tiene casos en el
sustantivo, y usa la palabra rostro ‘rostro’, al igual que el latín vulgar.

La caída del Imperio y la llegada de los visigodos

Los pueblos germánicos llegaron a ocupar, en la época de expansión del Imperio romano,
una gran zona al noreste de la Romania. Como vecinos inmediatos, tuvieron contacto
militar, político y cultural desde los primeros siglos de expansión del Imperio, de manera
que muchos líderes germanos se romanizaron, en distinto grado, subordinándose y
poniéndose al servicio de Roma. Con la crisis del Imperio romano, los germanos tuvieron y

5
Literalmente, ‘tengo que cantar’ y ‘quiero cantar’.

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aprovecharon la oportunidad para expandirse. Los ostrogodos, los visigodos y los gépidos
fueron algunos de los pueblos que ocuparon la antigua Romania.
En cuanto a la historia de la lengua española, los germanos no dejaron importantes
huellas en su sistema, a excepción de numerosos préstamos en el léxico. Los visigodos, que
fueron quienes tuvieron mayor presencia en Hispania, eran un pueblo bastante romanizado,
familiarizado con la cultura y lengua latina. Su lengua nativa fue desplazada por el latín.
Por otra parte, eran una élite minoritaria en un contexto en que la mayoría era
latinohablante. Su importancia, más bien, radica en el hecho de que contribuyeron a darle a
la península ibérica una conciencia de unidad, de la cual carecía hasta entonces.
En cuanto a la pronunciación, ningún rasgo del español puede atribuirse a influencia
de los germanos de esa época. En el plano morfosintáctico, tan solo pueden mencionarse
como probables el sufijo –engo (gótico –ing), que se encuentra en palabras como abolengo,
realengo, etc., y los sufijos –iz, -ez (de probable origen ligur, pero propagado y consolidado
por la marca de genitivo del gótico –rici) usado en apellidos (como Rodríguez). En el
léxico, no obstante, el aporte germánico es un poco más notorio. En numerosos ámbitos,
especialmente en lo relativo a la guerra, pero también en lo referente a herramientas y
objetos cotidianos, varios germanismos léxicos entraron al latín vulgar desde los primeros
contactos de la lengua de Roma con las germánicas.
Sin embargo, una cantidad importante de germanismos léxicos no fueron tomados
directamente por los hablantes de latín hispánico, sino que constituyen parte del latín vulgar
general. Estas palabras de origen germánico se encuentran en prácticamente todos los
romances (italiano bianco, francés blanc, español blanco, portugués branco, etc.). En
algunas ocasiones, los germanismos llegan al latín o al romance hispánico a través del
contacto con otras variedades románicas, como es el caso de los germanismos tomados del
francés durante la Edad Media (barón o dardo), o los debidos a la presencia visigoda en
Tolosa, actual Francia (buñuelo o estaca). Estos germanismos son “préstamos indirectos”.
Son “préstamos directos”, en cambio, los que ingresan directamente al latín o al romance
hablado en Hispania (brote, de la lengua de los visigodos, o ascua, de la de los suevos), y
su cuantía es mucho menor que la de los indirectos.

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La invasión musulmana

El dominio visigodo en Hispania fue interrumpido por la llegada de los musulmanes a la


península ibérica, en el año 711 d. C. El dominio musulmán se consolidó pronto en toda la
mitad sur de la península, forzando a los habitantes de los reinos visigóticos a huir hacia los
territorios montañosos del norte. La capital de los musulmanes en Hispania (que ellos
llamaron Al-Ándalus) fue Córdoba, sede del califato. El dominio musulmán fue
retrocediendo paulatinamente ante el avance de los reinos cristianos del norte6 iniciado ya
con paso firme en el siglo X, hasta que, a finales del XIII, solo quedó en pie el reino de
Granada, en el extremo sur, que cayó finalmente en 1492, año en que los Reyes Católicos
decretaron la expulsión de los moros (y los judíos) de sus dominios.
Los musulmanes fueron particularmente tolerantes en lo cultural y en lo lingüístico
con los hispanorromanos que permanecieron en las tierras de su dominio. No forzaron a los
hispanorromanos a abandonar la religión cristiana ni su lengua materna, aunque estos,
inmersos en un mundo árabe, de todas maneras adoptaron algunas costumbres musulmanas.
Estos hispanorromanos del sur que vivieron en territorio musulmán son los llamados
mozárabes, hablantes de una variedad lingüística del mismo nombre posteriormente diluida
en el avance del dialecto castellano a través de la península ibérica7.
Con la llegada de los musulmanes, los centros políticos y culturales de los
hispanorromanos fueron desplazados hacia el norte, desde Toledo o Córdoba hacia lugares
como Burgos o Pamplona. De esta manera, las lenguas hispanorrománicas que sobreviven
hasta la actualidad se gestaron en su totalidad en el norte de la península ibérica, con todas
las consecuencias que esto implica en cuanto a su evolución y a la consolidación de
determinados rasgos lingüísticos.
En Al-Ándalus, tanto los hispanorromanos como los musulmanes que compartían
territorio se vieron en la necesidad de conocer en alguna medida la lengua del otro grupo, lo

6
Podría decirse que el primer gran paso de la Reconquista fue dado en el triunfo de Covadonga (722 d.C.),
que permitió la independencia del reino de Asturias. Después de continuos avances y retrocesos, el impulso
final de la Reconquista fue el triunfo de las Navas de Tolosa (1212)
7
La lengua mozárabe se conoce principalmente a través de las jarchas contenidas en las muwashajas árabes.
El mozárabe, en su conjunto, ha sido caracterizado como una variedad lingüística arcaizante, es decir, que
muestra tendencias conservadoras respecto de la evolución de otros dialectos hispánicos, como el castellano.
En cuanto a su desaparición, además del avance del dialecto de Castilla, debe considerarse que, en el habla
familiar (que era su principal hábitat), el mozárabe se vio desplazado paulatinamente por el árabe vulgar
andalusí.

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que provocó una situación de bilingüismo, que finalmente condujo a interferencias entre
ambas lenguas. La influencia del árabe en el español, que se dio gracias al dialecto de los
mozárabes (los hablantes de romance que permanecieron en Al-Ándalus y no se fueron al
norte), se manifestó principalmente en el componente del sistema lingüístico más
permeable al contacto cultural: el léxico. El español cuenta con alrededor de cuatro mil
vocablos de origen árabe. De entre las lenguas romances, las hispanorrománicas (español,
catalán, portugués) destacan, precisamente, por la importancia cuantitativa de los arabismos
en su vocabulario.
En general, puede apreciarse que los arabismos del español se concentran en ciertos
ámbitos técnicos en que los musulmanes superaban con creces a los europeos. Así sucede
con la agricultura (acequia, aljibe, alcachofa, espinaca, alfalfa, algodón, berenjena,
azúcar), las ciencias (algoritmo, guarismo, cifra, álgebra, alquimia, azufre, cenit), ciertas
profesiones (albañil, alfarero, alguacil, alcalde, almojarife), el comercio (arancel, tarifa,
aduana, alquiler, almacén) o la vida militar (alférez, atalaya, azote, alfange,
zaga).También, por supuesto, hay palabras que aluden a la vida doméstica (alcoba, taza,
jarra, cántaro, ajuar, alfombra, alfiler, arrope, jarabe, marfil), adjetivos valorativos
(mezquino, zalamero, baladí) e interjecciones y fórmulas (ojalá, fulano y mengano). Dentro
de la fraseología, se cuentan si Dios quiere, Dios mediante, que Dios guarde, que Dios te
ampare, las que traducen frases comunes del árabe (donde a Dios correspondía Allah,
claro). Otro ejemplo curioso es el de los calcos semánticos: como en árabe walad
significaba tanto ‘niño’ como ‘hijo del rey’, la palabra española infante, que significaba en
un comienzo solo ‘niño’, hizo una copia (un calco) de la polisemia de la palabra árabe, de
modo que infante pasó a significar también ‘hijo del rey’.
En los otros niveles de la lengua española, la influencia del árabe es escasa. En la
pronunciación, no se le atribuye ningún fenómeno. En lo gramatical, la existencia del sufijo
formador de adjetivos y gentilicios –í se atribuye a influjo de esta lengua (marroquí ‘de
Marruecos’, iraquí ‘de Irak’, sefardí ‘de Sefarad [nombre hebreo de España]’, etc.).
También tiene origen árabe la preposición hasta.

La Reconquista y los dialectos hispanorromances

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La llegada de los musulmanes a la península ibérica motivó la huida de los


hispanorromanos, hablantes de variedades descendientes del latín, que se consideraban
continuadores de la monarquía visigótica hacia el extremo norte de dicho territorio. Las
modalidades lingüísticas dialectales que se gestaron en el norte de España son (de occidente
a oriente) el gallego-portugués, el astur-leonés, el castellano, el navarro-aragonés y el
catalán. El gallego-portugués originó las lenguas que actualmente se conocen como gallego
y portugués. El catalán se desarrolló más ligado al mundo galo que al hispano, pues los
condados de Cataluña fueron reconquistados por los carolingios y dependían políticamente
de Francia, lo cual condicionó un desarrollo lingüístico muy cercano a los romances galos
(provenzal y francés)8. El gallego-portugués, por otro lado, desde muy antiguo siguió
tendencias lingüísticas diferentes a las de los demás dialectos que se caracterizaban en
conjunto por su arcaísmo. Nos concentraremos, no obstante, en el astur-leonés, el navarro-
aragonés y, puesto a propósito al final, el castellano, puesto que los reinos que encabezaron
el proceso de recuperación de territorios caídos en manos de musulmanes, motivado
política y religiosamente, conocido como la Reconquista9, fueron los ubicados más bien al
centro de la franja norteña: Asturias, León, Castilla, Navarra y Aragón.
El reino de Asturias fue el precursor en los avances reconquistadores. Ya en la
primera mitad del siglo VIII, Pelayo se enfrentó y derrotó a los musulmanes en la batalla de
Covadonga. Más tarde Asturias aportó el contingente humano que recuperó León y la
capital del reino terminó trasladándose a la ciudad del mismo nombre. El reino astur-leonés
fue el más apegado a la idea de retorno a la época visigótica. Su carácter culturalmente
conservador se reflejó en su conservadurismo lingüístico. El reino navarro-aragonés, por su
parte, tuvo a Navarra como centro. Al igual que el astur-leonés, el navarro-aragonés refleja
el romance desarrollado en época visigótica (conservador), pero lo diferencia de él la
presencia de un importante influjo vasco y gascón.

8
De hecho, es muy difícil decir con certeza si el catalán es una lengua hispanorromance o galorromance.
9
En la denominación Reconquista puede apreciarse el carácter que le daban sus ejecutores a esta tarea: era una
recuperación de territorios, es decir, una conquista apoyada en el deseo de reflotar el esplendor de la
monarquía visigótica. Como dijimos en otra parte, esta conciencia de unidad, que posibilitó la Reconquista, se
gestó durante el dominio germánico de la península ibérica. El otro gran factor que la impulsó fue el religioso,
proporcionado tanto por el marco de las cruzadas europeas como por la intolerancia religiosa de los
almohades, nuevos señores de los territorios musulmanes hispánicos. La Reconquista, de este modo, adquirió
el carácter de “guerra santa” orientada a la difusión del cristianismo.

13
Darío Rojas: ¿Cómo hablamos los chilenos? Una mirada histórica

En un comienzo, Castilla no era más que un reducto de la frontera oriental del reino
astur-leonés, donde los militares habían levantado una serie de fortificaciones defensivas.
Esta zona, además de estar escasamente romanizada, estuvo muy vinculada a núcleos
cántabros y vascos. Estas circunstancias constituyen la principal explicación de lo que el
filólogo español Ramón Menéndez Pidal llamó “el carácter originario de Castilla”. Este
autor señala que “la vida de un pueblo […] se integra de fuerzas conservadoras y
progresivas, cuyo antagonismo y compensación determina la trayectoria histórica”
(Menéndez Pidal 1944: 11). En la España cristiana medieval, Castilla habría representado la
tendencia más innovadora, progresiva, frente al conservadurismo de los reinos vecinos
(sobre todo el astur-leonés).
Según Menéndez Pidal, este carácter innovador se manifestó en diversos ámbitos de
la vida cultural: lo político, lo militar, lo jurídico y lo literario. En lo lingüístico, la lengua
hablada por los castellanos se apartó de las demás modalidades hispánicas desde los
comienzos. El castellano se habría caracterizado por ser un dialecto esencialmente
innovador, en contraposición al carácter conservador de sus vecinos. La escasa presencia de
un modelo de lengua (como era para otros dialectos el latín) llevó a sus hablantes a
desarrollar innovaciones propias y también a acoger sin mayor problema rasgos de otras
variedades dialectales hispánicas.
Entre las innovaciones propias, la más característica es la aspiración y pérdida de /f/
inicial latina (farina> /harina/ > /arina/, pronunciado sin ninguna consonante al comienzo a
pesar de que escribamos una hache). Esa consonante se conservó en todos los demás
romances hispánicos: el castellano es único, en este sentido. Otras pérdidas, como la de /g/
inicial latina antes de las vocales /e/ o /i/ (germanu> /ermano/), o de /j/ inicial (januariu>
/enero/), también son características del castellano. A estas innovaciones se sumaban
estados muy avanzados de otras evoluciones consonánticas también presentes en otros
dialectos (como la que lleva del oculu latino al ojo moderno del español, o la que lleva de
multu a mucho o de nocte a noche). Sin embargo, además de tener sus particularidades,
también el castellano compartía rasgos con otros dialectos hispanorromances. Por ejemplo,
con los romances orientales (navarro-aragonés y catalán), comparte la transformación del
grupo /mb/ en /m/: lumbu>lomo.

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Darío Rojas: ¿Cómo hablamos los chilenos? Una mirada histórica

El dialecto castellano se propagó por la península ibérica de la mano de la expansión


política y militar de Castilla, a lo cual se debe la impronta dialectal castellana que tiene la
lengua española general en la actualidad. Castilla, un pequeño reducto oriental leonés en
sus orígenes, en el siglo XI se independizó, hasta que pronto llegó a ser el reino más
poderoso de los que emprendieron la Reconquista: absorbió a León, frenó el avance de
Navarra, se introdujo fuertemente en Aragón, barrió con el mozárabe, actuando como una
verdadera cuña en el mapa de la península. Además de ser la punta de lanza que se
introdujo en territorio musulmán, dejó su impronta en todas las demás zonas hispánicas. De
hecho, la actual situación dialectal de España se debe en gran medida al avance de Castilla
en aquella época. De la mano de esta expansión política y cultural, el dialecto castellano
propagó sus rasgos, pero, como ya dijimos, sin excluir los aportes de los otros dialectos, de
manera que la lengua que actualmente conocemos como español es más bien resultado de
sucesivos procesos de mezcla y nivelación. El componente principal de esta mezcla fue el
dialecto castellano, en tanto se transformó, ya en el siglo XIII, en lengua de cultura más allá
de su reducto originario y fue de conocimiento obligado para la mayor parte de los
habitantes de la península, sin importar cuál fuera su dialecto nativo. Es decir, gracias a su
papel protagónico en los sucesos históricos acaecidos entre los siglos X y XV, el habla de
los habitantes de Castilla dejó de ser considerado un dialecto para pasar a ser considerado
una lengua, que por servir de medio de comunicación a toda España, tomó el nombre de
español.
Debe tenerse muy en cuenta, sin embargo, que la interpretación de Menéndez Pidal,
que hemos reseñado, ha sido criticada por asumir una especie de providencialismo y
mistificación de Castilla y de su dialecto. Es de justicia reconocer que, en el fondo, lo que
hizo que el dialecto castellano se expandiera no fue alguna característica lingüística
inherente o algún “espíritu” que lo hiciera mejor o más apto como medio de comunicación,
sino que dicho proceso se debió simplemente a las circunstancias políticas, económicas,
culturales, etc., que favorecieron el que sus hablantes llegaran a ocupar un lugar
privilegiado en la sociedad medieval de la península ibérica.

La transformación del castellano en lengua nacional de España y los inicios de su


estandarización

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Darío Rojas: ¿Cómo hablamos los chilenos? Una mirada histórica

Mientras ocurría el proceso de expansión del dialecto castellano por los reinos de la
península ibérica, se iba desarrollando una conciencia acerca de esta lengua que terminaría
llevando a su estandarización. De acuerdo con el filólogo inglés Roger Wright (y como
explica en su libro de 1982), cuando se habla del “nacimiento” de una lengua como el
español hay que pensar más bien en el momento en que los propios hablantes toman
conciencia de que están hablando una lengua distinta a otra, tal como, en nuestro caso, el
latín. De hecho, es muy probable que los hablantes altomedievales de dialectos como el
castellano o el leonés pensaran que hablaban una forma de latín, llamada “romance”, pero
sin ulteriores especificaciones. Según Wright, gracias al Renacimiento carolingio ocurrió
un proceso de reflexión a través del cual los hablantes pudieron distinguir conscientemente
el latín, la lengua que se empezó a usar en el rito carolingio y otras circunstancias con
ciertas normas de pronunciación para los textos escritos, de la propia forma de hablar, que
ahora aparecía como evidentemente diferente de ese latín.
Se puede probar que hoy el español es una “lengua estándar” porque cumple con las
características que el sociolingüista William Stewart (en su trabajo de 1974) atribuye a este
tipo de variedades lingüísticas: historicidad (tiene uso continuado como lengua materna a lo
largo de varias generaciones, por lo menos durante diez siglos), vitalidad (es hablado, como
lengua materna o segunda lengua, por una gran cantidad de personas en el mundo, más de
400 millones, según el Ethnologue), autonomía (en la mayoría de los países en que se habla
es la lengua oficial, lo cual implica que no está subordinada socialmente a otras lenguas en
esos lugares) y normativización. La normativización corresponde a la construcción social
de una norma o estándar que sirve como modelo de conducta lingüística deseable para los
hablantes, y que se transforma en depositaria del prestigio y de otros valores positivos.
Dicha norma queda usualmente fijada en una serie de códigos: una ortografía (y ortología),
una gramática y un diccionario. Cabe destacar la raíz más bien sociocultural y no
propiamente lingüística de este proceso: obviamente afecta a la pronunciación, la gramática
y el vocabulario, pero tiene origen en la vinculación de la lengua con el poder político, en
última instancia.
El español no siempre fue una lengua estándar. Por eso es que podemos decir que ha
sufrido un proceso histórico a través del cual ha adquirido este carácter, es decir, un

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Darío Rojas: ¿Cómo hablamos los chilenos? Una mirada histórica

proceso de estandarización. Historicidad y vitalidad casi nunca le han faltado a la lengua


española, pero durante gran parte de la Edad Media carecía de autonomía y de
normativización. El rey castellano Alfonso X el Sabio, en el siglo XIII d. C., dio impulso al
cambio de esta situación. Como ha destacado Inés Fernández-Ordóñez (2005), Alfonso X
actuó sobre varias de las dimensiones de la estandarización, sobre la base de lo que ya
había adelantado su padre Fernando III.
En primer lugar, seleccionó el dialecto castellano, hablado o conocido por la
mayoría de sus súbditos, como el vehículo de comunicación oficial dentro de su reino. En
segundo lugar, amplió los contextos de uso del castellano. Por ejemplo, mientras antes el
derecho, la ciencia o la historia solo se escribían en latín, en la Castilla de Alfonso X estos
géneros pasaron a escribirse en romance castellano. De esta manera, dotó de mayor
autonomía a este dialecto. Por último, aunque de manera no tan explícita como se haría
siglos más tarde, también introdujo algo de uniformidad en la ortografía de la lengua
castellana. Los numerosos textos de la antigüedad que Alfonso encargó traducir al romance
usaron la llamada “ortografía alfonsí”, en la que por primera vez, por ejemplo, se intentó
dar una representación gráfica estable a sonidos que no existían en latín y que habían
aparecido en los romances, tales como aquellos que se llegaría a representar con la letra ñ o
el dígrafo ch.
La normativización se incrementaría durante los siglos XV y XVI, cuando comienza
la Edad Moderna en lo que ya venía configurándose como España, especialmente tras la
acción unificadora de los Reyes Católicos, y especialmente cuando España se convierte en
una potencia europea. El surgimiento nacional de España trajo aparejado un intento de
legitimación de la lengua castellana, con el fin de legitimar al Estado español, gracias a lo
cual se empezaron a escribir numerosas gramáticas, diccionarios y ortografías de esta
lengua romance. De acuerdo con Luis Fernando Lara (1997), ya desde Dante Alighieri se
entendía, teniendo como modelo la Antigüedad, que para que una lengua romance, como el
castellano, estuviera al nivel del latín o del griego, debía tener gramáticas, diccionarios y
ortografías que fijaran su uso. La idea era que si el castellano estaba al nivel del latín,
entonces España estaba al nivel de Roma.
La primera gramática de la lengua española es la “Gramática de la lengua
castellana” del humanista Elio Antonio de Nebrija, publicada en 1492. En el prólogo de

17
Darío Rojas: ¿Cómo hablamos los chilenos? Una mirada histórica

esta obra, Nebrija expone algunas ideas reveladoras de cómo se pensaba la relación entre
lengua y política en ese momento histórico. Este humanista hace un paralelo entre España,
por un lado, y los antiguos hebreos, Roma y Grecia, por el otro: se comprueba, según sus
famosas palabras, que “siempre fue la lengua compañera del Imperio”. Con esto quiere
decir que la lengua y estas potencias crecen, alcanzan su punto culminante, decaen y
desaparecen de manera paralela. Ya que España estaba en la cima de su poder, Nebrija
estima que su “Gramática…” contribuiría a fijar la lengua para evitar que pierda su
esplendor (ante una eventual caída del Imperio español), y para que los hechos notables de
la historia española pudieran quedar preservados a través del lenguaje y pudieran conocerse
por los siglos venideros.
Años más tarde, en 1611, Sebastián de Covarrubias publica el primer diccionario
monolingüe del español, el “Tesoro de la lengua castellana o española”. Pero el hito
definitivo de la codificación del español no llegaría sino en el siglo XVIII. En 1713 se
funda en Madrid la Real Academia Española (RAE), institución respaldada oficialmente
por la monarquía, a la cual se encomendó la responsabilidad de velar por el cultivo de la
lengua principal de España. La Academia nació con una finalidad muy específica, la de
fijar la lengua que, según sus miembros, había llegado ya a su última perfección en el siglo
XVII, perfección que quedaba materializada en la literatura de los Siglos de Oro. El
emblema de la RAE contiene una alegoría visual y un lema que ilustran nítidamente su
propósito. El lema reza “Limpia, fija y da esplendor”. Con “limpiar”, en este contexto, la
Academia se refería específicamente a extirpar de la lengua española el elemento
extranjero, en particular el francés, que se consideraba, con una actitud purista, como un
detrimento. Se quería además “fijar” la lengua, pues se suponía que en los dos siglos
anteriores ya había alcanzado su punto culminante de crecimiento (en esto seguía también
la Academia las ideas de Nebrija). La misión pendiente para el futuro, por último,
consistiría en “dar esplendor” a la lengua en su adaptación a los nuevos tiempos,
procurando mantener su calidad. La imagen del emblema, por otra parte, muestra un crisol
rodeado de llamas que tiene una sustancia ardiendo en su interior. La alegoría es la
siguiente: la sustancia al interior del crisol es la lengua, el fuego bajo el crisol es la
Academia. La acción de la Academia, entonces, purifica y limpia el caudal léxico de la
lengua española, el que queda fijado una vez que se retira el crisol del fuego.

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Darío Rojas: ¿Cómo hablamos los chilenos? Una mirada histórica

Para cumplir con su misión, la Academia publicó entre 1726 y 1739 los varios
tomos de su “Diccionario de la lengua castellana”, en 1741 su “Orthographía española” y
en 1771 una “Gramática de la lengua castellana”. Todas estas obras tendrían varias nuevas
ediciones. En el caso del diccionario, conocido como “Diccionario de autoridades” por la
inclusión de citas literarias tomadas de autores clásicos, en 1780 fue purgada de dichas citas
con el fin de darle un tamaño más manejable. La edición de 1780 puede considerarse la
primera versión del diccionario de la RAE que conocemos actualmente, que ya cuenta con
23 ediciones (la última publicada en octubre de 2014).

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Darío Rojas: ¿Cómo hablamos los chilenos? Una mirada histórica

Capítulo 2
La lengua española en América

En este capítulo continuaremos nuestro viaje a través de la historia del español haciendo un
cambio brusco de escenario. Nuestra atención se desplazará hacia el continente americano,
donde, tras la llegada de los conquistadores españoles, se empieza a desarrollar la parte de
la historia que nos ayudará a comprender las características del español de Chile.
Con la conquista de América, se produce una migración masiva y continua de
colonizadores (especialmente del sur de España: andaluces y canarios) que contribuyen a
dar al español hablado en este continente peculiaridades notables, algunas de las cuales
tienen extensión panamericana mientras otras tienen extensión más bien local. Los
colonizadores, por supuesto, no encontraron un continente deshabitado: las lenguas de los
indígenas americanos constituyen otro gran factor que contribuye a dar forma al español de
América. Por último, hay numerosas innovaciones propias de los hablantes de español
americano, que no se deben a ninguna de las fuentes anteriores. El español de Chile, como
una de las variedades del español americano, se enmarca en esta dinámica de migraciones y
contactos interculturales ocurridos durante la época colonial.
Para comprender adecuadamente la historia del español en América, sin embargo,
creo que es necesario antes conocer cómo es el español americano en la actualidad.

El español de América hoy

Al hablar de “el español de América” da la impresión de que se trata de una forma de


hablar homogénea, pero esto no es cierto, en absoluto. Bajo dicha etiqueta queda
comprendida una multitud de formas distintas de hablar repartidas por el enorme territorio
americano hispanohablante, que comprende a su vez decenas de países y, dentro de cada
uno de éstos, distintas regiones con sus propias personalidades culturales que se reflejan,
con frecuencia, en distintas formas de hablar español. Estas diferencias se reflejan en la
pronunciación, el vocabulario, la entonación y muchos otros fenómenos lingüísticos. Sin
embargo, existen algunas similitudes fundamentales entre todas estas formas de hablar, que

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Darío Rojas: ¿Cómo hablamos los chilenos? Una mirada histórica

hacen que se las pueda considerar parte de una gran zona dialectal y que permiten distinguir
a un hispanoamericano de un español de, digamos, Madrid o Valladolid.
Los estudiosos de los dialectos de la lengua española han distinguido dos grandes
zonas: el “español castellano”, que comprende los territorios del centro y norte de España, y
el “español atlántico”, que abarca el sur de España, las Islas Canarias y América. Algunos,
como Francisco Moreno Fernández (en su libro del 2009), prefieren distinguir las “áreas
conservadoras”, que se encuentran tanto en España (centro y norte) como en América
(meseta central de México y la zona altiplánica), de las “áreas innovadoras”, que también
tienen distribución intercontinental (sur de España, el Caribe, el Río de la Plata y Chile).
Las principales características que permiten establecer estas biparticiones tienen que
ver con la pronunciación, especialmente la de ciertas consonantes. Mientras que el español
castellano y las áreas conservadoras tienden, por ejemplo, a mantener ciertas distinciones y
pronunciaciones tradicionales, en el español atlántico y las áreas innovadoras estas
pronunciaciones tienen una fisonomía distinta. Las diferencias conciernen principalmente a
las consonantes que están al final de las palabras o de las sílabas.
A continuación veremos cuáles son los más destacables de entre estos rasgos de
pronunciación, junto con algunos de tipo gramatical.

1.- El seseo

En el español del centro y norte de España, casa suena /kasa/, mientras que caza suena
/ka a/, con la “zeta española” que a veces nos sirve a los americanos para imitar
jocosamente a los españoles. Por cierto, la ese de /kasa/ tampoco es igual a la de los
americanos: suena un poco más “silbada” que la nuestra. En fin, mientras en el español
castellano se distingue entre ambos sonidos, en el español americano y el del sur de España
no: las palabras caza y casa suenan igual, /kasa/, con el sonido de la ese que nos es
particular. Esto es lo que se conoce como seseo.
Al contrario de lo que pudiera pensarse, el seseo no es una deformación americana
de la pronunciación castellana. La pronunciación castellana y la atlántica corresponden a
resultados distintos de la pronunciación medieval. Durante la Edad Media, el castellano
tenía una consonante /ts/, que se escribía con z, c o ç (la ce con cedilla): fazer (‘hacer’),

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Darío Rojas: ¿Cómo hablamos los chilenos? Una mirada histórica

cieno raça (‘raza’). En la transformación del castellano medieval en español moderno, este
sonido tuvo resultados distintos en las mitades norte y sur de España. En el norte se
transformó en la “zeta española” / /, mientras que en el sur se transformó en una /s/ como
la nuestra americana.
El seseo es un hábito completamente generalizado en el español americano y
ampliamente difundido también en la España meridional. En los países de América, nunca
tiene connotación de vulgaridad o descuido, se usa en todos los registros y entre todos los
grupos socioculturales. No sucede lo mismo con el llamado ceceo, que es prácticamente lo
mismo que el seseo, solo que en lugar de pronunciar siempre una /s/, se pronuncia siempre
una / /: casa y caza suenan /ka a/. Este fenómeno es percibido socialmente como rústico, y
se da especialmente en el sur de España, aunque también se oye en partes de América.

2. El yeísmo

Este es un fenómeno similar al anterior: mientras en el español castellano se distingue la


pronunciación de la ye y la elle en pares de palabras como callado y cayado (una palatal
lateral / /, en el primer caso, y una palatal central /y/, en el segundo), en América y en la
España meridional esto no sucede. Así, para nosotros, callado y cayado suenan igual, con
una /y/, así como rallar y rayar y muchos otros pares.
Sin embargo, a diferencia del seseo, no es un fenómeno que ocurra en
absolutamente todas las variedades americanas del español. Hay dialectos, tales como el
español andino, en que la pronunciación / / (similar al de la gli en el italiano figlio, la lh en
el portugués filho, o, sin ir más lejos, la ll en el mapudungún nguillatun) aún se conserva.
Algunos han pensado que esto se debe al contacto del español con las lenguas indígenas
locales, el aimara y el quechua, que también tienen dicha consonante. En el caso de Chile,
Claudio Wagner y Claudia Rosas (en su artículo de 2003) muestran que aún hay unos pocos
lugares (enclaves del norte y el sur de Chile) en que persiste la / /, pero es muy minoritaria
(se pronuncia en un 0,7 % de todos los contextos en que podía haber ocurrido).
Por otra parte, desde hace algunas décadas el yeísmo ha penetrado con fuerza en el
español castellano, especialmente en zonas urbanas (por ejemplo, en el habla de Madrid),

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Darío Rojas: ¿Cómo hablamos los chilenos? Una mirada histórica

por lo que se piensa que quizá en varias décadas más el yeísmo se convierta en un
fenómeno general de la lengua española.
Ahora, la /y/ resultante de este cambio puede tener distintas pronunciaciones
específicas. Así se explica, por ejemplo, la ye argentina que, por una mayor tensión en la
articulación (un “rehilamiento”), llegó a pronunciarse parecido al sonido inicial del francés
je, o bien al del inglés show.

3. El debilitamiento de la /s/ final

Uno de los hábitos de pronunciación que más suele llamar la atención de los chilenos es el
“comerse las eses”, que corresponde precisamente al debilitamiento de esta consonante en
posición final de sílaba. Puede manifestarse como una aspiración /h/, como en [lah pahtah]
(las pastas) o bien como una desaparición total de la consonante, como sucede al final de la
frase [tuh amigo] (tus amigos).
La aspiración puede alterar la pronunciación de otras consonantes contiguas a la ese.
En Chile, tenemos ejemplos como la refalosa, nombre de un baile de salón que data de la
Colonia. Este nombre, como puede ser obvio, viene de resbalosa, a partir de cuya
pronunciación con ese final aspirada, [rehbalosa], resulta una transformación
(ensordecimiento) de la /b/ en el sonido /f/. Lo mismo sucede en palabras como difariar,
que viene de desvariar, o refalín, de resbalín, en las que ha ocurrido una lexicalización de
la pronunciación con aspiración, es decir, esta se ha incorporado ya a la forma básica en
que aprendemos la palabra.
El debilitamiento de /s/ final se da con mucha frecuencia y es casi generalizado en
amplias zonas de América, como el Caribe o Chile, así como en el sur de España. No
ocurre, sin embargo, en variedades andinas, como el español de las zonas altas de Perú,
Ecuador o Colombia, así como en Bolivia. Tampoco se oye en la meseta central de México
y algunas zonas de Centroamérica. En todos estos lugares la ese se pronuncia plenamente.
Esta diferencia tiene una explicación histórica que revelaremos más adelante. En los
lugares en que ocurre el debilitamiento, de cualquier modo, es un fenómeno difundido entre
distintas clases sociales y registros, nunca sentido como vulgar.

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Darío Rojas: ¿Cómo hablamos los chilenos? Una mirada histórica

4. El debilitamiento de /r/ y /l/

La /l/ y la /r/ tienen una naturaleza fonética similar, y son conocidas en conjunto por los
lingüistas como consonantes “líquidas”. Ambas, especialmente cuando ocupan la posición
final de una palabra o una sílaba, sufren diversas transformaciones.
La más común de estas transformaciones es el trueque de un sonido por el otro. Se
habla de rotacismo cuando en lugar de una /l/ se pronuncia una /r/: /kardo/ caldo, /er sarto/
el salto, etc., y de lambdacismo cuando el cambio ocurre en dirección contraria: /bajal/
bajar, /pelcha/ percha, etc. También es bastante común que las líquidas se asimilen a la
consonante siguiente y sean “absorbidas” por ellas: /kanne/ carne, /aggo/ algo. Otra
posibilidad es que estas consonantes se pierdan: /echá sá/ echar sal, como se oye en el sur
de España, o se transformen en vocales: /kweipo/ cuerpo, como se oye en partes de las
Antillas. Finalmente (y sin afán de dar cuenta cabal de las posibilidades), en muchas partes,
como en Chile, la /r/ final se puede oír asibilada, como cuando Salir suena más o menos
como /salish/ (lo cual, creo, explica el ¡mish! que festivamente usamos para representar la
expresión de sorpresa ¡mira (tú)!, con pérdida de la vocal final además).
Estas variantes tienen distintas reparticiones geográficas y sociales dentro de las
zonas del español atlántico, especialmente las zonas innovadoras. La mayoría de estas
transformaciones, no obstante, comparten el estar marcadas e incluso estigmatizadas
socialmente, es decir, el ser sentidas como coloquiales, vulgares, rústicas, etc.

5. El debilitamiento de la /d/ entre vocales y en posición final

Otra consonante que se debilita con frecuencia es la /d/, y esto ocurre principalmente en dos
contextos: cuando va entre dos vocales, especialmente en la terminación –ado, y cuando va
al final de una palabra. Piénsese en un ejemplo como universidad que, en el habla chilena,
por ejemplo, se pronuncia coloquialmente [universiá], donde las dos /d/ desaparecen por
completo.
Hay variedades en que se manifiesta con más frecuencia este fenómeno, como la
chilena, las caribeñas o las del sur de España. También podemos encontrar acá
lexicalizaciones: peo, en el habla chilena, es una lexicalización de la pronunciación

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Darío Rojas: ¿Cómo hablamos los chilenos? Una mirada histórica

coloquial de pedo. En Andalucía, asimismo, palabras que refieren a conceptos propios del
flamenco, por ejemplo, muestran esta lexicalización: cantaor y bailaor, por mencionar
algunas.
En el habla chilena, la intensidad con que se da está condicionada por el registro:
aparece mucho en el habla coloquial, pero en el habla formal solemos pronunciar más
cuidadamente la /d/. Hay otras variedades americanas donde no se da el debilitamiento,
tales como las variedades andinas o el habla de la meseta central mexicana. Tampoco
ocurre en el Río de la Plata con la fuerza o generalidad que tiene en Chile.

6. La aspiración de la /x/

Este fenómeno puede ser poco familiar para los hablantes del español de Chile, pero
probablemente lo hayan escuchado a través de teleseries o canciones caribeñas. Se trata de
cuando, en vez de nuestra jota habitual, se escucha una pronunciación más relajada, similar
a una aspiración: [huan hosé], [muher], etc. Esta pronunciación se oye no solo en el Caribe,
sino que también en el sur de España.

7. Conservación de aspiración procedente de /f/ inicial latina

En algunas partes de América, especialmente en zonas rurales, y también en el sur de


España, se pueden escuchar pronunciaciones como [hediondo] o [huir], mientras que buena
parte de nosotros pronunciamos [ediondo] y [uir], a pesar de que escribamos con esa hache
inicial que no suena. Esto ocurre con varias palabras cuyo étimo latino tiene /f/ inicial. Los
ejemplos que comentamos antes provienen, respectivamente, de foetibundus y fugire. Una
característica muy particular del dialecto castellano medieval era que transformaba esa /f/
inicial en una /h/. Dicha pronunciación fue desplazada, en la constitución del castellano
moderno, por la desaparición de la consonante inicial. De este modo, tenemos, por ejemplo,
para la palabra latina /farina/, en el castellano medieval /harina/ y en el castellano moderno
/arina/.
Pues bien, la forma del castellano moderno no se difundió por zonas del sur de
España, donde se conservó la aspiración /h/, y así llegó hasta el continente americano. El

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Darío Rojas: ¿Cómo hablamos los chilenos? Una mirada histórica

ejemplo de la palabra jamelgo también es interesante: su origen está en el latín famelicus,


de modo que hay que pensar que esa jota inicial representa la aspiración procedente de la /f/
latina, esta vez, eso sí, lexicalizada, es decir, incorporada a la forma normal de la palabra.

8. Ustedes/vosotros

Una de las maneras más fáciles de identificar a un hablante del dialecto castellano es por el
uso del pronombre vosotros (formado por vos y otros) en lugar de ustedes. Ustedes, que es
la única forma que se usa en toda América y en casi toda la España meridional, en un
comienzo era solo el plural de usted y, por tanto, era una forma respetuosa de dirigirse a un
grupo de personas. Hoy, entre nosotros, sin embargo, no tiene connotación de respeto: es
simplemente el pronombre que se usa para dirigirse a un grupo de personas.
En los verbos, las terminaciones correspondientes a vosotros y a ustedes tienen
idéntica distribución geográfica. En América y el sur de España, ustedes concuerda con
formas de tercera persona plural: ustedes cantan, tienen, salen (y en imperativo, salgan),
mientras que en el español castellano vosotros concuerda con las formas que desde el latín
le correspondían a la segunda persona plural: vosotros cantáis, tenéis, salís (más salid en
imperativo).
Curiosamente, en medios como el chileno, la forma vosotros y sus terminaciones
verbales correspondientes se usan a veces en discursos públicos o en la escritura, en lugar
del habitual ustedes, para conseguir un aire de solemnidad (aunque a veces el resultado es
más bien afectado o pedante). Esto puede deberse a que estas formas castellanas tienen,
para muchos americanos, un aire de antigüedad o de alta cultura, lo cual también se
relaciona con el prestigio que históricamente ha tenido la variedad castellana en América.
Todavía más curioso es que de hecho en Chile y otras partes de América tenemos
formas pronominales y verbales emparentadas con vosotros, como veremos en el siguiente
párrafo.

9. Voseo

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Darío Rojas: ¿Cómo hablamos los chilenos? Una mirada histórica

El voseo es un fenómeno que solo se da en partes de América, y tiene dos facetas: una
pronominal, que consiste en usar el pronombre vos (y no tú) para la segunda persona
singular; y otra verbal, que consiste en usar terminaciones verbales correspondientes a las
de la segunda persona plural latina, aunque transformadas de distintas maneras.
En cuanto al pronombre, hay lugares en que se usa siempre vos, como en el Río de
la Plata (especialmente en Argentina: en Uruguay es más prestigioso decir tú) o un sector
bastante extenso de Centroamérica (Guatemala, El Salvador, Honduras, Nicaragua y Costa
Rica). Hay otros lugares donde, en cambio, tanto vos como tú son usados pero en distintos
registros, con distintas connotaciones o por distintos grupos sociales. Este es el caso de
Chile, donde tú puede considerarse estilísticamente neutro, mientras que vos está asociado a
la familiaridad o bien puede conllevar una actitud irrespetuosa. Vos, por otra parte, a veces
predomina entre sectores del ámbito rural o popular. También alternan vos y tú en Bolivia,
el norte y el sur del Perú y buena parte de Colombia, entre otros lugares.
En el ámbito verbal, las terminaciones voseantes derivan de la segunda persona
plural latina: amatis (de amare ‘amar’) se transforma en castellano medieval en amades,
luego, amaes, amáis, y de ahí las formas voseantes amás, usada por ejemplo en el Río de la
Plata, y amái, con pérdida de la /s/ final (usada en Chile). Las terminaciones también tienen
distinta distribución geográfica. Por ejemplo, mientras en el Río de la Plata y
Centroamérica se usan terminaciones como cantás, tenés y salís, en Chile se usan formas
que retienen el diptongo medieval: cantái, tenís y salís, estas dos últimas con aspiración de
la /s/: [teníh] y [salíh]. En el imperativo, el Río de la Plata y Centroamérica tienen
terminaciones voseantes: cantá, tené y salí, pero en Chile estas han sido desplazadas en
favor de las estándares canta, ten y sal.
El voseo pronominal y el verbal pueden ocurrir juntos, como en el Río de la Plata o
en el habla popular chilena, o bien de manera independiente. Por ejemplo, en el norte del
Perú predomina el voseo pronominal con tuteo verbal: vos cantas. En Chile, hoy al parecer
predomina, en la clase media y especialmente entre los jóvenes, el voseo verbal
acompañado de tuteo pronominal: tú cantái, tú tenís, tú salís.

10. Leísmo

27
Darío Rojas: ¿Cómo hablamos los chilenos? Una mirada histórica

Hay una diferencia entre el español castellano y el español atlántico que puede pasar
fácilmente inadvertida por nosotros los americanos, porque en este caso es el dialecto
castellano el que tiene una forma que representa una innovación. Se trata del llamado
leísmo, y corresponde al uso de la forma le en lugar de lo y la para los complementos
directos de los verbos: por ejemplo, en le odio (a él o a ella), contexto en que los
americanos diríamos lo o la odio.
Dado que la norma de prestigio española, asentada durante el Renacimiento, tuvo
como eje fundamental el habla de Castilla, en la lengua estándar actual se toleran algunos
usos leístas, específicamente el llamado leísmo de cortesía. Este ocurre cuando al
interlocutor se lo trata de usted: “le saluda atentamente…”. También es aceptado en la
norma actual el leísmo, en general, si el pronombre se refiere a un hombre: “¿Mi hermano?
Le vi ayer”. Este último uso, sin embargo, se oye solo muy raramente en América.
Debe considerarse como un caso aparte el leísmo motivado por contacto con
lenguas indígenas americanas, como el que se da hoy en Paraguay o en la zona andina, que
presenta características peculiares.

11. Vocabulario diferencial

Cada país hispanohablante tiene palabras que le son peculiares. Aunque para muchos
chilenos la propia habla se caracteriza por su abundancia de modismos, hay que tomar con
mucho cuidado lugares comunes que atribuyen a uno u otro país una mayor cantidad de
modismos en comparación con otros dialectos.
El 2010 la Academia Chilena de la Lengua publicó su “Diccionario de uso del
español de Chile” que recogía vocabulario diferencial del habla chilena, es decir, que no se
usa en el español de España o se usa con un sentido distinto. La mayor parte de estos
vocablos pertenecen al habla coloquial: cachiporrearse ‘alardear’, encañarse ‘sufrir los
efectos de una borrachera’, fregado ‘difícil de tratar’, palo ‘millón de pesos’, o nuestros
vocablos emblemáticos huevón ‘tonto’ y cachar ‘conocer, entender, saber, etc.
(frecuentemente usado en forma interpelativa: ¿cachái?). No faltan, sin embargo, palabras
de registro neutro o incluso de nivel formal: ampolleta, lavaloza(s) ‘detergente para lavar

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Darío Rojas: ¿Cómo hablamos los chilenos? Una mirada histórica

loza’, abismarse ‘sorprenderse mucho, en sentido negativo’ o abocarse ‘dedicarse de lleno


a un asunto’ son algunos ejemplos.
Inventarios similares al chileno se pueden hacer en todos los países
hispanohablantes. La complejidad del vocabulario americano es alta y no permite hacer
generalizaciones de gran alcance. Partiendo por el nivel local, son muy pocos los ejemplos
de chilenismos en sentido estricto, es decir, palabras que se usen exclusivamente en Chile,
como ampolleta con el sentido que usamos acá, o guatero como ‘bolsa de material flexible
llena de agua caliente que se usa para dar temperatura a una cama’.
Americanismos generales, es decir, compartidos por una gran parte de los países
americanos, hay relativamente pocos: algunos ejemplos son pararse con el significado de
‘ponerse de pie’ (en el español castellano, significa ‘detenerse’), apurarse (en España dicen
apresurarse), aeromoza (en España prefieren azafata, aunque también conocemos acá esta
palabra), alcancía como ‘caja en que se dejan las limosnas en las iglesias’ (en España,
hucha) o coima usado en el mismo sentido que soborno. El “Diccionario de
americanismos” de la Asociación de Academias de la Lengua Española, publicado el 2009,
sirve para hacerse una idea aproximada de los elementos diferenciales que oponen al
español de América con el español de España. La situación, claro, se complica cuando nos
enteramos de que muchos americanismos en realidad resultan ser en realidad propios del
español atlántico, pues, además de usarse generalizadamente en América, también tienen
vigencia en la España meridional. El pararse antes mencionado vale como ejemplo, pues,
según el DRAE, también se usa en la región española de Murcia. Otros ejemplos de
vocablos compartidos por América y Andalucía, también según el DRAE, son locería
‘fábrica de loza’, zafacoca ‘riña, pendencia’ o plomero ‘fontanero’ (aunque en Chile se
prefiere el anglicismo gásfiter).
Los vocablos diferenciales americanos, y los chilenos, peruanos, etc., en particular,
fueron objeto de actitudes muy negativas por parte de sus propios usuarios en la época
colonial tardía y particularmente durante la Independencia y las décadas posteriores.
Incluso llegó a establecerse un tipo específico de texto, el “diccionario de chilenismos”
(tema sobre el que volveremos en el capítulo siguiente), destinado a identificar los vocablos
diferenciales y juzgarlos normativamente: la mayoría de las palabras resultaban censuradas,
por supuesto, pues se temía que afectaran a la unidad del idioma. En los diccionarios

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Darío Rojas: ¿Cómo hablamos los chilenos? Una mirada histórica

diferenciales modernos, esta mirada negativa ya no se encuentra. Por ejemplo, en el


diccionario mencionado de la Academia Chilena simplemente se describen y exhiben las
peculiaridades léxicas chilenas, sobre todo, para dar a conocer una parte importante de la
cultura inmaterial del país. En este sentido, este tipo de diccionario se ha convertido en un
vehículo para rescatar el patrimonio verbal, en lugar de un instrumento de condena y
censura. Un chilenismo o un americanismo, en conclusión, no necesariamente
corresponden a errores idiomáticos.

El andalucismo en la historia del español de América

Ya vistas algunas de las características fundamentales de las variedades americanas del


español, la pregunta que surge inmediatamente es: ¿y cómo llegó a ser así el español
americano? Y junto con ella: ¿por qué están tan generalizados en América el seseo, el
debilitamiento de consonantes finales, etc.? Es decir, ¿por qué hablamos así en América? El
estado actual de la lengua española en América no es fortuito, sino que tiene origen en una
serie de procesos sociohistóricos, en los que el dialecto andaluz juega un papel central. La
respuesta a las preguntas anteriores, por tanto, no puede ser sino de tipo histórico. Solo
desde la historia de la lengua española es posible explicar lo que hay de común en el
español atlántico, así como las convergencias y divergencias existentes entre las distintas
variedades del español diseminadas por América. Asimismo, solo desde la historia de la
lengua es posible darle un sentido a estas peculiaridades lingüísticas, sin caer en el lugar
común de considerarlas meras deformaciones de un supuesto estado anterior de perfección
idiomática. En resumen, en esta sección mostraremos que las similitudes entre el español de
la región sur de España (Andalucía, principalmente) y el español americano se pueden
explicar por la relación genética que existe entre ambas: a esto nos referimos con
“andalucismo”.
Las características lingüísticas descritas en la sección anterior ya habían llamado la
atención de los propios hablantes de español, desde tiempos coloniales y con más fuerza en
la época de las independencias. En el siglo XIX, la conciencia de la diferencia se
transformó en preocupación por que el proceso de dialectalización experimentado por el
latín en la Romania Antiqua se reprodujera en América, de modo que surgiera un dialecto

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Darío Rojas: ¿Cómo hablamos los chilenos? Una mirada histórica

chileno, otro paraguayo, otro mexicano, etc., lo cual, según muchos intelectuales
influyentes de la época, tales como Andrés Bello, sería muy perjudicial para la vida cultural
y política de las nacientes repúblicas hispanoamericanas.
Desde entonces, han surgido tres grandes posiciones teóricas en lo que respecta a los
orígenes y desarrollo de las particularidades del español americano. La primera, que
podemos denominar sustratista, explica las particularidades del español americano como
influencia de las lenguas indígenas nativas de América, que habrían actuado como lenguas
de sustrato. El representante más conocido de esta opinión es Rodolfo Lenz, lingüista
alemán radicado en Chile, quien afirmó en algunos de sus estudios sobre el español de
Chile (1893 y 1894) que este era un español hablado con sonidos mapuches. Años más
tarde fue refutado por el español Amado Alonso. La propuesta de zonificación del español
americano de Pedro Henríquez Ureña (1921), por su parte, se basaba, entre otros criterios,
en las lenguas indígenas habladas en cada una de las zonas10. Así, distingue una zona nahua
(México), una zona caribe-arahuaca (Antillas y costas caribeñas del continente), una zona
quechua (Perú, Bolivia, Ecuador, norte de Chile y parte de Colombia y Venezuela), una
zona araucana (centro y sur de Chile) y una zona guaraní (Paraguay, Uruguay y Argentina).
Pese a las dificultades que conlleva sostener una hipótesis de tipo sustratista para
explicar lo particular del español de América, de ninguna manera puede negarse la
contribución de las lenguas indígenas a la conformación del español del Nuevo Mundo.
Esta influencia está más acentuada en el español hablado en zonas bilingües, donde aún se
habla la lengua originaria junto con el español (por ejemplo, Paraguay, país en que el
guaraní tiene una importante presencia). Su más notorio aporte está en el plano léxico, en el
que numerosas palabras de origen indígena particularizan al español americano o a alguna
zona específica dentro del continente. Volveremos sobre este problema al final de este
capítulo, y también cuando veamos el caso particular del español de Chile en el capítulo
siguiente.
Las otras dos posiciones teóricas que intentan explicar las características comunes
del español americano se oponen por sustentar dos posturas antagónicas respecto del origen
de dichas características. La postura andalucista sostiene que dichos rasgos se explican

10
José Pedro Rona, en 1964, criticó este criterio señalando que no debe tomarse como equivalentes por
necesidad mezcla etnológica o sociológica y mezcla lingüística.

31
Darío Rojas: ¿Cómo hablamos los chilenos? Una mirada histórica

porque la mayor parte de los colonizadores que llegaron a América eran de Andalucía o del
sur de España, es decir, el español de América debería su peculiaridad a los rasgos del
español del sur de la península ibérica, principalmente del andaluz. Esto explicaría la
unidad del español atlántico. La postura antiandalucista, en cambio, sostiene que los rasgos
comunes entre el español americano y el español andaluz no se deben a una relación
genética entre ambas modalidades, sino a evoluciones independientes y paralelas a un lado
y otro del océano. El principal argumento de los antiandalucistas era que los rasgos en
cuestión (como el seseo) no estaban documentados en España antes del siglo XVI. De
hecho, se documentaban primero en América que en España, lo cual hacía poco razonable
suponer un trasplante desde Europa al Nuevo Mundo. Además, señalaban que el
contingente andaluz (y meridional en general) no fue nunca decisivamente predominante
sobre el proveniente del norte y centro de la península ibérica.
No obstante, desde la década de 1950, el estadounidense Peter Boyd-Bowman
realizó importantes estudios demográficos que demostraron fehacientemente el predominio
del contingente andaluz y meridional en la colonización de América, al menos en sus
primeras etapas. Boyd-Bowman llegó a analizar los datos demográficos de cerca de 55.000
inmigrantes del periodo 1492-1600. Dividió este tramo en cinco periodos, cada uno de los
cuales comprendía aproximadamente veinte años, y consideró el primero, el “periodo
antillano” (1493-1519), como el más importante por ser el momento en que se habría
gestado la primera nivelación americana (ver más adelante). Los datos de Boyd-Bowman
mostraron que Andalucía había contribuido con cerca de un 40 % del total de los
conquistadores durante el primer siglo de la Colonia, siempre duplicando a la región que la
seguía inmediatamente. Si se tiene en cuenta el factor de género, la importancia cuantitativa
andaluza aumenta, pues casi el 70 % de las mujeres que llegaron a América en ese siglo era
de Andalucía; más todavía, la mitad de ellas provenía de una sola ciudad: Sevilla.
Por otro lado, el español Rafael Lapesa, en 1964, aportó evidencia documental que
mostraba que fenómenos como el seseo ya estaban consolidados a fines del s. XV en el sur
de España, de manera que era completamente razonable pensar en una procedencia
española para el seseo americano. También, aunque con dudas, puede decirse lo mismo del
yeísmo, de la aspiración de /s/ final y de la aspiración de jota.

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Darío Rojas: ¿Cómo hablamos los chilenos? Una mirada histórica

Ante esta situación de cambio del panorama documental, la tesis antiandalucista ha


perdido fuerza y el andalucismo del español americano es una cuestión en torno al cual
existe, hoy, un amplio consenso. El carácter genético de la relación, sin embargo, no debe
ser interpretado de manera estricta: no es que el español americano sea “hijo” del dialecto
andaluz o corresponda a una mera variedad de este. El panorama social y lingüístico de la
época fue mucho más complejo.

La mezcla de dialectos en la historia del español en América

La conquista y colonización de América se llevó a cabo principalmente a través de un eje


que unía dos puntos geográficos: Sevilla y las islas antillanas (las actuales Cuba y
República Dominicana), con un punto intermedio en las Canarias. Sevilla era el mayor
puerto de Andalucía y era desde donde partían los barcos hacia el Nuevo Mundo. Es
razonable, de este modo, suponer que la mayor parte de los marineros, si no todos, eran
originarios del sur de España, así como los conquistadores que partieron a explorar y a
buscar riquezas en las primeras décadas. Así lo demostró Peter Boyd Bowman, como ya
hemos visto. A través de las Antillas, los conquistadores emprendieron las primeras
exploraciones del territorio americano. Las Antillas se convirtieron en el punto de entrada y
hogar temporal obligatorio para todos los colonizadores, lo cual propició una serie de
procesos tendientes a la integración social entre los distintos grupos (de los cuales el
andaluz era el más numeroso) que tuvieron importantes consecuencias en el aspecto
lingüístico.
Además de los andaluces, también vinieron a América españoles castellanos (tanto
de Castilla la Vieja como de Castilla la Nueva), extremeños, navarros, leoneses, etc. Entre
estos grupos operaron procesos de acomodación social orientados a conseguir una
homogeneidad en las prácticas culturales que fortaleciera la unidad del grupo. En el ámbito
de las prácticas idiomáticas, esta tendencia se conoce como “acomodación lingüística”,
según el término acuñado por Howard Giles en 1973. En el contexto colonial americano,
las prácticas idiomáticas adoptadas fueron, como suele suceder, las de la mayoría o la de
los grupos más prestigiosos. En este caso, el peso mayor lo tuvo el grupo de los andaluces.
En lo lingüístico, rasgos propios de las hablas andaluzas como el seseo, el yeísmo, la

33
Darío Rojas: ¿Cómo hablamos los chilenos? Una mirada histórica

aspiración de /s/ final de sílaba, la confusión entre /l/ y /r/ y la conservación de la aspiración
de /f/ inicial latina fueron adoptados por la comunidad, tras dos o tres generaciones, como
norma generalizada del hablar. Por otro lado, estos rasgos caracterizaban al español andaluz
como una modalidad más simplificadora que las otras de la península ibérica, de lo que
podríamos deducir que, en realidad, más que la mayoría demográfica de sus hablantes, fue
el carácter lingüísticamente más simplificador del andaluz el que determinó su
preponderancia. Esta idea recibe apoyo del hecho de que rasgos que no eran andaluces,
pero sí más simplificadores, como la tendencia antihiática (por ejemplo, león pronunciado
lión), propia del habla de Castilla, de todas maneras perduraron como rasgos propios del
español americano, tal como destaca Germán de Granda (1994).
Es decir, el español americano de los orígenes de la conquista de América es una
modalidad nivelada y simplificadora, basada principalmente en el español andaluz, pero
que también contiene rasgos de otras modalidades regionales españolas y también rasgos
debidos a las lenguas indígenas e innovaciones propias generales y de cada zona. Por lo
tanto, no puede decirse que el español americano es un mero “descendiente” o una variedad
del español andaluz, pues constituye una modalidad lingüística diferenciada por procesos
sociohistóricos y lingüísticos particulares, lo cual explica por qué actualmente puede
considerarse al español americano como una unidad diferenciada (aunque no internamente
homogénea) dentro del español atlántico.
Lo anteriormente expuesto ha sido estudiado de manera más detallada por lingüistas
como María Beatriz Fontanella de Weinberg (1992) y Germán de Granda (1994), quienes
han enmarcado la génesis y desarrollo del español americano en procesos generales
comprobados en otras lenguas y otras épocas. Fontanella de Weinberg señala que el español
americano es resultado de dos grandes procesos lingüísticos: la “koineización” y la
“estandarización”.
La koineización es un proceso de convergencia y nivelación entre variedades o
dialectos de una misma lengua, que tiene como resultado estable una nueva variedad que se
llama koiné. Dicha mezcla tiene como base fundamental uno de los dialectos, que es, en el
caso de la koiné americana, el andaluz. Se caracteriza por la presencia de rasgos más
simplificadores con respecto a los rasgos del conjunto de los dialectos involucrados (los
rasgos andaluces ya mencionados), su uso como lengua común (eso significa “koiné” en

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Darío Rojas: ¿Cómo hablamos los chilenos? Una mirada histórica

griego), y su transformación en lengua nativa, lo cual se dio muy tempranamente, de


manera que ya la primera generación de nacidos en América usaba el español koiné como
lengua materna.
La estandarización es el proceso por el cual una variedad de lengua se transforma en
lengua estándar, es decir, en la forma habitualmente codificada en diccionarios y
gramáticas que sirve como modelo de habla para una comunidad lingüística. La
estandarización de una lengua es correlativa al grado de urbanización de la zona en que
vivan sus hablantes, lo que se comprueba claramente en el caso de América. Como ha
destacado Germán de Granda, las zonas temprana y fuertemente urbanizadas, como
México, tuvieron mayor acceso al estándar prestigioso metropolitano, de modo que su
influencia hizo retroceder tempranamente fenómenos simplificadores de la koiné como la
aspiración de /s/ final de sílaba, la confusión entre /r/ y /l/, la pérdida de /d/ intervocálica y
la conservación de la aspiración de /f/ latina, además de otros fenómenos del español
general como la vacilación de vocales átonas11 y la simplificación de grupos consonánticos
cultos12. De esta manera, en el habla actual de esas zonas no se registran tales fenómenos,
excepto en zonas rurales. En zonas de urbanización tardía, como Buenos Aires 13, la
estandarización sólo logró erradicar fenómenos como la confusión de /l/ y /r/, la
conservación de la aspiración de /f/ inicial latina, la vacilación de vocales átonas y la
simplificación de grupos consonánticos cultos, pero no el voseo ni la aspiración de /s/ final
de sílaba. Por último, en zonas marginales como Paraguay, que hasta el siglo XIX tenía
escaso desarrollo económico y cultural, se conservan casi todos los fenómenos
simplificadores de la koiné americana, más algunos otros propios de la libre entrada para
innovaciones propias que conllevan la ausencia de una norma estándar y la fuerte situación
de bilingüismo14.
En suma, de acuerdo con la perspectiva sociolingüística, las características del
español americano pueden explicarse por la acción histórica de dos procesos lingüísticos: la

11
Por ejemplo, virtiente por vertiente, añedir por añadir, sepoltura por sepultura, etc.
12
Por ejemplo, pimeo por pigmeo, dotor por doctor, ación por acción, etc.
13
La zona del Río de la Plata, que inicialmente era una zona semimarginal de América, cobró importancia
política cuando a mediados del siglo XVIII una reforma impulsada por la corona española permitió el libre
comercio entre las provincias americanas y la metrópoli, sin mediación de las zonas centrales (Perú y
México). Buenos Aires, por su calidad de zona portuaria, se vio muy favorecida con esta situación, que le
permitió un ascendente desarrollo cultural y económico, que a su vez propició la aparición de una variedad
estándar de lengua.
14
En Paraguay el 50 % de la población habla guaraní, la lengua indígena de la zona.

35
Darío Rojas: ¿Cómo hablamos los chilenos? Una mirada histórica

koineización, que determina que el español de América tenga una unidad basada en una
serie de rasgos simplificadores aportados por su base andaluza (seseo, yeísmo, aspiración
de /s/ final de sílaba, confusión de /l/ y /r/, conservación de la aspiración de /f/ inicial latina,
y voseo), y la estandarización, que determina las diferencias que se dan dentro de América,
correlativas al distinto estatus económico, político y cultural que tuvieron las zonas a lo
largo de los siglos de la colonia. Sin embargo, no debe perderse de vista que el proceso de
koineización no sólo explica la unidad del español americano, sino también algunas de sus
diferencias, pues no fue un proceso homogéneo y simultáneo en todas las zonas de
América. Además de la koiné producida en las Antillas, posteriormente se produjeron
nuevas nivelaciones dialectales en la medida en que nuevos contingentes españoles, de
distintas procedencias, llegaban a los territorios recién descubiertos de América.
Los autores que aplican el concepto de koineización a la historia del español
americano, en general, concuerdan en el predominio del habla española meridional
(principalmente andaluza) en este proceso. Debe tenerse en cuenta, sin embargo, que con
este nuevo marco el problema del andalucismo adquiere otros matices, pues en realidad se
cuentan varios factores que propician el predominio de las hablas meridionales en la
formación de la koiné americana. Primero, si en la formación de las koinés triunfan los
rasgos más simples, el habla peninsular meridional tenía un carácter más simplificador en
comparación con las hablas norteñas de España. Por ejemplo, para un criollo que está
adquiriendo la forma de hablar propia de su comunidad, entre aprender a distinguir dos
sonidos, /s/ y / /, y aprender solo uno, /s/, lo último habría sido más simple. Lo mismo pasa
si se compara la distinción castellana entre /y/ y / / y la simplificación meridional que
resulta en un único sonido /y/. Adicionalmente, / / y / / parecen ser más difíciles de
pronunciar que /s/ y /y/. Donald Tuten, de hecho, en su libro del 2003, postula que las
hablas españolas meridionales son a su vez el resultado de koineizaciones ocurridas durante
la Edad Media en la península ibérica, motivadas por las repoblaciones asociadas a la
Reconquista.
En segundo lugar, es importante la mayoría demográfica: el niño criollo que
aprende a hablar, al oír a los adultos de su comunidad, recibe un abundante input lingüístico
meridional, de manera que termina generalizando esos rasgos en su propia lengua
vernácula. En tercer lugar, y esto es algo que destacó Peter Boyd Bowman, no debe

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Darío Rojas: ¿Cómo hablamos los chilenos? Una mirada histórica

perderse de vista el importante rol de las mujeres en la transmisión de la lengua: en


América, una inmensa mayoría de las mujeres del periodo inicial de la Colonia era de
procedencia andaluza, de manera que, aunque los padres de los criollos fueran, por
ejemplo, castellanos, probablemente aprendían a hablar con su madre. En cuarto lugar,
hubo varios filtros, previos al asentamiento definitivo en el continente americano, que
podían servir para que el conquistador español, aunque fuera castellano, se adaptara al
habla meridional andaluzada: algún periodo, más o menos prolongado, de estadía en Sevilla
(previo a su paso definitivo a América); luego, el largo viaje en barco a América, de meses
de duración, en un medio dominado por marineros andaluces y polizontes canarios; por
último, y sobre todo en las primeras décadas, el paso obligatoria por las Antillas, donde
probablemente ocurría la aclimatación lingüística definitiva.

Los rasgos del español atlántico testimoniados en documentos americanos coloniales

Todo lo que hemos dicho hasta ahora sería mera teoría si no logramos encontrar ejemplos
de los fenómenos lingüísticos pertinentes en la documentación colonial americana. Hay
ciertos tipos de documentos que son fuentes ideales para llegar a saber cómo se hablaba
realmente en esa época; los textos escritos son, por esencia, mentirosos respecto de la
lengua hablada. Por lo tanto, hay que fijarse sobre todo en aquellos tipos de textos que
propician la aparición de escritura oralizada: cartas privadas de un autor semiletrado, por
ejemplo. En este apartado revisaremos algunos documentos que dan cuenta de lo que
concluyó Juan Antonio Frago en su libro de 2010: las características fundamentales del
español de América se documentan profusamente durante la Colonia y se encuentran
asentadas al comenzar la época de la Independencia. Por ahora, revisaremos documentos de
distintas partes de América, pero ninguno chileno, pues reservaremos estos para el capítulo
siguiente.
Peter Boyd Bowman, además de los datos demográficos reseñados en la sección
anterior, contribuyó a la historia del español americano dando a conocer algunos
documentos coloniales americanos de fecha temprana y de gran valor como testimonios de
la oralidad de la época. Un grupo de ellos, que comentaremos a continuación, es
especialmente rico en fenómenos de pronunciación reflejados en la escritura.

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Darío Rojas: ¿Cómo hablamos los chilenos? Una mirada histórica

Se trata de algunas cartas escritas en 1568 y 1569 en Veracruz (México), firmadas


por Antonio de Aguilar, fugitivo de la justicia, y dirigidas a su hermana y a su esposa. Su
hermana, Ana, era sevillana, por lo cual podemos pensar que también él lo era, pero lo
importante es que ya llevaba un tiempo en América y por tanto su habla pudo haberse
acomodado a la modalidad criolla. Este testimonio corresponde al tipo ideal de fuentes para
la historia de la lengua: cartas privadas (dirigidas a familiares) y de autor semiculto (aunque
el autor sabe escribir, no tiene el grado de dominio de la escritura que podría tener un
escribano profesional, como mostraremos). Debe tenerse en cuenta, sin embargo, que,
según el propio Boyd-Bowman, “dos [de las cartas] parecen haber sido dictadas por Aguilar
a su compañero Jerónimo Rodríguez o a otro íntimo amigo suyo, Pedro Belmonte, ambos
sevillanos emigrados en 1566. La tercera fue garrapateada en la cárcel por él mismo y luego
corregida por un compañero” (1988: 78).
En primer lugar, en estas cartas hay varios errores ortográficos que en realidad no
tienen ninguna relevancia para conocer la forma en que hablaban Antonio y sus
compañeros. Al inicio de una de ellas, dice querida ermana, lo cual puede llamar la
atención de un lector moderno por no tener la h inicial de hermana, pero debe tenerse en
cuenta que la pronunciación de esa palabra nunca ha tenido una consonante inicial:
proviene de germanus (derivado de germen), que en el paso al romance medieval perdió su
g- inicial. El que Antonio escriba ermana, entonces, solo nos revela que él manejaba
convenciones ortográficas distintas a las actuales; piénsese que las reglas modernas de uso
de la letra h no fueron establecidas sino hasta el siglo XVIII por la RAE. Será común,
entonces, que encontremos muchos ejemplos de este tipo, durante toda la Colonia. En esta
carta, por ejemplo, Antonio escribe aueys en lugar de habéis, vistto por visto, tiera por
tierra, etc., pero estos casos solo revelan hábitos ortográficos distintos a los nuestros y a los
de contemporáneos suyos de mayor nivel cultural. Lo mismo sucede con las tildes y la
puntuación que no seguían los mismos patrones del uso moderno.
Otros pasajes de las cartas, en cambio, revelan errores ortográficos que sí podemos
poner en relación con la pronunciación atlántica de Antonio de Aguilar. Primero, hay
abundantes casos que revelan seseo: rason (razón), grasias (gracias), codisia (codicia),
desian (decían), franseses (franceses), sinco (cinco), siudad (ciudad), siert onegosio (cierto
negocio), entre muchos otros. Recuérdese que el razonamiento que propongo seguir es este:

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Darío Rojas: ¿Cómo hablamos los chilenos? Una mirada histórica

si un hablante no distingue en la pronunciación entre /s/ y / /, representados


respectivamente en la escritura por s y c, ç o z, entonces es posible que use de manera
indistinta cualquiera de estos símbolos gráficos, pues para él todos suenan igual, como una
/s/. Si Antonio hubiera sido de Castilla, por ejemplo, y hubiera distinguido, por tanto, en la
pronunciación entre /s/ y / /, es difícil que hubiera caído en este tipo de error ortográfico,
pues para él las letras s y c hubieran sonado distinto.
También hay algunos ejemplos que muestran el debilitamiento de la /s/ final en el
habla de Antonio de Aguilar: el autor escribe grande mercedes (grandes mercedes),
decanso (descanso), decisey (dieciséis), bito (visto), o protera (postrera). En estos
ejemplos, a pesar de que sabemos que la /s/ se debilita, en realidad no podemos determinar
con exactitud si el hablante aspiraba o suprimía completamente la consonante final:
estamos en un punto ciego. Lo habitual es que el debilitamiento se manifieste
ortográficamente como la supresión de la letra, pero, recuérdese, no sabemos si la
pronunciación subyacente es una aspiración o una elisión. Distinto es el caso de Sofonifa
por Sophonisba, documentado a fines del siglo XV en una traducción sevillana de una obra
de Plutarco, en que se manifiesta gráficamente, de manera evidente, que la pronunciación
es una aspiración, alterando incluso la pronunciación de la consonante siguiente
(ensordeciéndola).
Otro fenómeno propio del español atlántico que se observa en las cartas de Antonio
de Aguilar es el debilitamiento de /l/ y /r/. Una palabra como flota aparece escrita de las
siguientes maneras: foltra, folta, frota, que muestran distintas manifestaciones concretas del
debilitamiento: cambios de posición (de la /l/, en folta), apariciones intrusivas (de una /r/,
en foltra) y trueques entre una y otra consonante (/r/ por /l/, es decir, rotacismo, en frota).
También se ve rotacismo en gorgaria (holgaria; luego veremos por qué está escrito con g) y
puebro (pueblo); lambdacismo en selebro (cerebro) y Escobal (Escobar); cambios de
posición en felte (flete) y bulra (burla); desapariciones en gasias (gracias), quexame
(quejarme), e inserciones en dersirme (decirme) o compraadre (compadre).
El habla de Antonio de Aguilar también muestra pronunciación aspirada de la jota y
conservación de la consonante aspirada /h/ procedente de /f/ latina. Las pistas para deducir
esta pronunciación a partir de las cartas son relativamente menos transparentes. Ya cuando
vimos el ejemplo gorgaria por holgaria pudo haber llamado la atención del lector el que

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Darío Rojas: ¿Cómo hablamos los chilenos? Una mirada histórica

Aguilar escribiera con g inicial; sépase por ahora que holgar viene del latín follicare, de
modo que es razonable suponer una pronunciación [horgaria]. Casos similares encontramos
en gerera (Herrera, del latín ferraria) y gaser (hacer, del latín facere), que Aguilar
probablemente pronunciaba [herrera] y [haser]. Si cruzamos este dato con el de que
Antonio también escribía con la misma letra g palabras como megico (México), degare
(dejaré) o enogo (enojo), cabe pensar que la pronunciación de estas palabras tenía el mismo
sonido que en los ejemplos anteriores: [mehico], [huanico], [enoho], con esa jota aspirada
que hoy nos suena tan típica del Caribe.
Otros rasgos se documentan con menos frecuencia. En general, es difícil rastrear
ejemplos de yeísmo en documentos americanos de la Colonia temprana, lo cual hace pensar
a Alfredo Matus, Soledad Dargham y José Luis Samaniego (1992) que se trataba de un
fenómeno estigmatizado socialmente, interpretación que comparte Raïssa Kordic (2008),
para el caso de la Colonia chilena. Boyd-Bowman, sin embargo, encuentra un ejemplo
aislado en las cartas de Antonio de Aguilar: reylles (reyes), importante, por lo demás,
debido a lo temprano de su fecha. Lo mismo sucede con el debilitamiento de /d/, que se
encuentra en Aguilar solo en perdio (perdido) y que (quede).
En conclusión, el habla de este sevillano y sus amigos, emigrados a América en el
siglo XVI, muestra una clara impronta atlántica en su pronunciación.
Y no se trata de un ejemplo aislado. Podemos complementar estos testimonios con
los procedentes de los textos coloniales recogidos en la colección “Documentos para la
historia lingüística de Hispanoamérica” (coordinada primero por Beatriz Fontanella de
Weinberg en 1993 y luego por Elena Rojas Mayer en 2000 y 2008), los que también
muestran diversos fenómenos lingüísticos reveladores de la impronta atlántica del español
colonial americano. Aunque la mayoría de estos textos corresponden a documentos
oficiales, encontramos preciosas muestras de oralidad.
Veamos algunos ejemplos. En un texto mexicano de 1741 en que Juan Bruno
Eusebio de Palma denuncia a un solicitante, es decir, acusa a un presbítero de abuso sexual,
encontramos, en primer lugar, varios ejemplos de seseo: besino (vecino), iglecia (iglesia),
beses (veces), sitó (citó), ensima (encima), etc., así como un ejemplo de debilitamiento de
/r/, específicamente de rotacismo (el cambio de /l/ final de sílaba por una /r/): parpo
(palpó). Igualmente, en un pasquín que circuló en Caracas, de 1790, las confusiones

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Darío Rojas: ¿Cómo hablamos los chilenos? Una mirada histórica

ortográficas que revelan seseo resaltan por su abundancia en un texto tan breve (poco más
de 60 palabras de extensión): desgrasias (desgracias), ce ace (se hace), ce publique (se
publique), fuersa (fuerza), cin (sin). En otra carta caraqueña, esta vez de 1792, leemos farta
(falta), con rotacismo nuevamente. El seseo (la pronunciación idéntica de eses y ces o
zetas) vuelve a aparecer en carta de un cacique datada en 1732, en Quito: prinsipal
(principal), casique (cacique), mersed (merced), asotar (azotar), mestiso (mestizo), etc. El
panorama documental de la Colonia chilena, que revisaremos detalladamente en el capítulo
siguiente, muestra rasgos lingüísticos similares.
Juan Antonio Frago, el mayor historiador del español de América, ha mostrado,
especialmente en su libro de 1999, que el panorama documental anteriormente descrito se
repite a lo largo de todo el continente americano y durante todo el periodo colonial.
Debemos concluir, entonces, que las características que hoy tienen las distintas
variedades del español americano no son producto de una “corrupción” lingüística
moderna, ni son culpa de la “deformación” del lenguaje por parte de los jóvenes de hoy, ni
tampoco reflejo de alguna esencia sicológica o moral viciada de los hispanoamericanos,
como a veces se oye decir sin escrúpulos. Son fenómenos con una tradición histórica y
parte fundamental de la identidad cultural latinoamericana.

Las lenguas indígenas y el español en América: influencias por contacto

Aunque dijimos antes que las explicaciones sustratistas respecto de las particularidades del
español de América no han sido las preferidas en tiempos recientes, el hecho de que hay
influencia de las lenguas indígenas en el español americano es innegable, y se manifiesta
con mayor nitidez en unos lugares de América que en otros.
Detengámonos un momento, antes de seguir, en esta imagen del “sustrato“. La
teoría del sustrato parte del hecho de que cuando dos comunidades entran en contacto, uno
de los principales frentes de encuentro es el lingüístico. La lengua de la comunidad que
ostenta el dominio sociopolítico usualmente prevalece sobre la de la comunidad absorbida,
pero esta última lengua, antes de ser abandonada, logra dejar algunas huellas en la lengua
que la desplaza. De este modo, los cambios que experimente la lengua de los dominadores
en el período siguiente probablemente se deberían a la perduración de los hábitos

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Darío Rojas: ¿Cómo hablamos los chilenos? Una mirada histórica

lingüísticos maternos de la población nativa que adquiere la nueva lengua, tras un periodo
más o menos extenso de bilingüismo.
Para el caso del español de América, el intento quizá más famoso de aplicación del
concepto de sustrato indígena, por lo estrepitosa que fue su refutación, es el de la tesis
planteada por Rodolfo Lenz para el español de Chile. Lenz atribuía fenómenos como la
aspiración o pérdida de /s/ final de sílaba y la pronunciación asibilada del grupo /tr/ (como
cuando tráeme el azúcar suena a algo como cháeme el azúcar) a la influencia de la lengua
nativa del centro sur de Chile. Amado Alonso, en el año 1939, señaló que estos fenómenos
también existían en otras zonas de Hispanoamérica e incluso de España, donde el mapuche
no puede haber actuado como lengua de sustrato, lo cual demostraba lo errado de la
hipótesis de Lenz. Según Alonso, el error de Lenz radicaba en la carencia de conocimiento
de la propia diversidad interna del español. La presencia de dichos rasgos en el español de
Chile, efectivamente, puede explicarse por las tendencias evolutivas internas de la lengua
española, sin necesidad de acudir a explicaciones por factores externos relativos a contactos
con otras culturas y sus lenguas.
En cuanto al vocabulario, que es donde con mayor facilidad se puede reconocer el
sustrato indígena en el español de América, también se ha puesto en duda qué tan
importante es dicha influencia. Una buena parte de nosotros puede nombrar a ojo de buen
cubero varias palabras de origen indígena, es decir, indigenismos léxicos. De estos, algunos
gozan de difusión panhispánica, como chocolate y canoa (de la lengua náhuatl y de la
taína, respectivamente), pues provienen de lenguas generales (como el quechua, el náhuatl
o el guaraní), habladas en tiempos precolombinos a lo largo de vastos imperios indígenas o
utilizadas profusamente, ya en la Colonia, por los evangelizadores españoles. El caso del
taíno es especial porque, aunque no fue una lengua general, fue la primera con que entró en
contacto el español acá en América: además de canoa, que es el primer indigenismo
americano que conocemos (aparece recogido ya en un diccionario de 1492 escrito por el
español Antonio de Nebrija), son de origen taíno cacique, maíz, carey, enaguas, sabana,
tabaco y tiburón, entre otros. De origen náhuatl, lengua de los aztecas, además de
chocolate, son camote, cacao, chicle, tiza y tomate. De origen guaraní, por último, son
palabras como gaucho, jaguar o maraca.

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Darío Rojas: ¿Cómo hablamos los chilenos? Una mirada histórica

No obstante, la mayor parte de los indigenismos son particulares de las zonas donde
se hablaban originalmente esas lenguas nativas, como sucede con los mapuchismos guata o
piñén en Chile (en mapuche, ‘estómago’ y ‘suciedad’, respectivamente). Gilberto Sánchez
(2005) ha destacado que, a pesar de que los mapuchismos del español de Chile se
concentran en ciertos ámbitos denominativos (flora y fauna, realidades materiales o
instituciones propias de la cultura mapuche, topónimos, por ejemplo), en realidad también
se hallan en otras esferas y tienen considerable vitalidad. Mapuchismos de flora y fauna
son, por ejemplo, colihue, cuncuna, laucha, loco (el molusco), luma, pololo (el insecto) o
quiltro. Relativos a la cultura mapuche, cultrún, ruca, rehue y machi, entre otros. Y para
topónimos (nombres de lugares) tenemos Temuco, Talca, Teno, Rancagua y muchos otros,
pero no es ni siquiera necesario salir de Santiago: Quilicura, Manquehue, Peñalolén,
Ñuñoa, Pudahuel, Vitacura y Maipú, entre otros lugares, tienen nombre mapuche. Pero
Sánchez destaca que los mapuchismos también se refieren a otras varias esferas de la vida
cotidiana: cahuín (y sus derivados cahuinear y cahuinero), pichintún, pichiruche,
trapicarse (‘atorarse, atragantarse’), apercancarse (‘amohosarse’), o a bien a partes del
cuerpo o cuestiones relacionadas con él: guata, poto, tuto (o trutro), piñén, curiche, etc.
Sin embargo, curiosamente, parece que en el léxico chileno moderno hay más
vocabulario tomado del quechua que del mapudungún15. Esto no tiene nada de raro si se
piensa que los conquistadores de Chile pasaron primero por el Perú, así como que el
quechua fue una lengua general en Sudamérica, y también si se considera que la zona de
influencia quechua llegaba, en tiempos precoloniales, hasta la zona central del actual Chile.
Ejemplos de vocabulario quechua usado en el español de Chile son cancha, carpa,
chupalla, combo, cóndor, guagua, lúcuma, mate, palta, papa, poroto, puma, taita, yapa y
zapallo. Para el lector interesado en este asunto, aún es muy iluminadora la lectura del
“Diccionario etimológico de las voces chilenas derivadas de lenguas indígenas
americanas”, publicado entre 1905 y 1910 por Rodolfo Lenz y reeditado en 1978.
El rumano Marius Sala (1987) y su equipo, en un estudio de gran escala (aunque
cuestionable por usar diccionarios de americanismos como fuente de información, es decir,
fuentes indirectas), hacen ver, en primer lugar, que los aportes de las lenguas indígenas
americanas y extranjeras a la estructura del español del Nuevo Mundo son más bien escasos

15
Como concluye, por ejemplo, el sociolingüista chileno Luis Prieto en un trabajo de 1979.

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Darío Rojas: ¿Cómo hablamos los chilenos? Una mirada histórica

en los niveles lingüísticos más “profundos” (fonología y gramática), y no tienen alta


frecuencia de uso. En el léxico, en cambio, la influencia externa parece ser relativamente
más considerable, a primera vista, sin embargo, para Sala, la influencia del elemento
indígena en el léxico del español americano (compuesto por decenas de miles de unidades)
no es tan importante como parecía a primera vista. La mayor parte de las voces, incluso,
suelen tener un equivalente español que los supera en vitalidad y frecuencia de uso. Por otra
parte, en el aspecto sociolingüístico de los préstamos indígenas y extranjeros
hispanoamericanos, la mayor parte de los fenómenos señalados pertenecen a variedades
regionales y no estándar, y normalmente se manifiestan en zonas bilingües (especialmente
cuando el español es lengua secundaria). Es decir, el valor sociolingüístico de estos hechos
también es considerado periférico por Salas.
Sin embargo, como decíamos, sí hay otros rasgos de variedades del español de
América que indudablemente responden a una influencia marcada del español americano,
pero suelen concentrarse en zonas con alta concentración de población indígena y,
efectivamente, como apunta Sala, si llegan a entrar a la lengua de los no indígenas, no
suelen ser variantes prestigiosas.
En el ámbito de la pronunciación, se cuentan ejemplos como el de pronunciar oveja
como uvija, o usted como ostí, que se dan en el habla española de bilingües de la zona
andina, y que resultan de la indistinción entre /i/ y /e/, por un lado, y entre /o/ y /u/, por
otro. Estos sujetos bilingües hablan como lengua materna quechua o aimara, lenguas
indígenas en que la /i/ y la /e/ no son más que formas levemente distintas de pronunciar una
única vocal /i/, al igual que /o/ y /u/ son meras variantes de /u/.
En la gramática, debe tenerse en cuenta que en varias lenguas indígenas de América
es habitual que se distinga, mediante recursos gramaticales (como distintas terminaciones o
partículas), si la información que se está dando fue presenciada directamente por el
hablante o si se la contaron (es decir, si es de primera o de segunda mano). Hablantes de
lenguas como el quechua o el aimara, que conocen esta distinción, cuando hablan español
la expresan recurriendo a distintos tiempos pasados si la información es de primera mano,
usan el perfecto simple (él llegó, dando a entender que el propio hablante lo vio llegar), y si
es de segunda mano, el perfecto compuesto (él ha llegado, es decir, al hablante le contaron
que él llegó). Asimismo, ciertos hablantes de español de Paraguay, influenciados por el

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Darío Rojas: ¿Cómo hablamos los chilenos? Una mirada histórica

sustrato guaraní, utilizan partículas de origen indígena como –kuera para indicar pluralidad
(losamigokuera ‘los amigos’) o pa como partícula interrogativa. Nuevamente entre
bilingües quechuas, cuando hablan español pueden añadir, a palabras españolas,
terminaciones indígenas de valor afectivo como –i o –la, así como pueden intercalar en su
discurso interjecciones ponderativas como achachay o achalay.
Y así pueden nombrarse muchos ejemplos más. Este tema dista de estar
suficientemente estudiado, por supuesto. La entonación de los dialectos hispanoamericanos
ha sido reconocida como uno de los ámbitos donde con mayor probabilidad podría haber
alguna influencia indígena, hipótesis que, hasta donde sabemos, no ha sido evaluada de
forma concluyente. Por otra parte, estudios recientes han vuelto a buscar influencia
indígena en lugares donde tradicionalmente no se había mirado. Quizá un sesgo ideológico
haya justificado muchas veces el descartar de antemano la influencia indígena en el español
de América. Cada vez son más los ejemplos que hacen pensar más bien en una falta de
investigación profunda sobre el tema. Por ejemplo, para el caso del español de Chile,
Sadowsky y Aninao (en un trabajo de 2013) han llamado la atención sobre el hecho de que
entre mapuches de la VIII Región chilena que solo hablan español, y cuyos padres, en su
gran mayoría, también hablaban solo español, se puede encontrar un rasgo atribuible a
influencia del mapudungún, como es la falta de concordancia de número. Este rasgo es
sistemático, no es un mero “error” o falta de incompetencia en español. Incluso, dicen
Sadowsky y Aninao, aparece también entre personas que no son mapuches, porque en el
fondo es una forma de hablar que sirve como seña de identidad cultural. El mismo
Sadowsky (2013) también ha propuesto que las vocales del español chileno pueden estar
influidas por el vocalismo del mapudungún. Valdrá mucho la pena seguir indagando en esta
dirección en el futuro.

Las lenguas indígenas y el español en América: relaciones políticas

La situación lingüística que describimos en la sección anterior, por supuesto, también es


efecto de procesos sociopolíticos más generales. A la llegada de los españoles a América se
hablaba una gran variedad de lenguas indoamericanas, de las cuales una cantidad mucho
menor sobrevive hoy, de manera que ocurrió algo similar a lo acaecido con la expansión de

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Darío Rojas: ¿Cómo hablamos los chilenos? Una mirada histórica

los romanos por Europa: una acelerada mortandad lingüística o desaparición de lenguas. En
América, las lenguas indígenas más vitales hoy son el quechua (hablado en Perú, Ecuador,
el noroeste de Argentina y varios otros puntos de la zona andina), el guaraní (en Paraguay),
el náhuatl (en México), el aimara (en Bolivia y parte del extremo norte de Chile) y otras
pocas. Buena parte de las lenguas indígenas que sobreviven hoy lo hacen en condición de
lenguas minorizadas, es decir, subordinadas socialmente a una lengua dominante, el
español. En Chile, la lengua de mayor vitalidad numérica es el mapudungún. Estas lenguas
han experimentado diversas circunstancias históricas, lo cual explica el distinto grado de
influencia que han ejercido en los varios dialectos americanos del español.
Como ya dijimos, la desaparición o minorización de las lenguas indígenas
americanas es resultado de un proceso en que operaron factores políticos y sociales.
Téngase presente que, hasta bien entrada la Colonia, la proporción de hablantes de lenguas
indígenas era bastante mayor a la de hablantes de español. Por lo tanto, la situación
lingüística actual de Hispanoamérica, donde la mayoría es hispanohablante, se explica
como resultado de un proceso de hispanización. Bárbara Cifuentes (2007) señala dos
factores importantes que propiciaron la hispanización de América: la sociedad hispánica y
la legislación colonial. A partir de mediados del siglo XVI, la Corona española se propuso
conscientemente asemejar el Nuevo Mundo a la metrópoli, en los diversos ámbitos de la
vida social: la organización administrativa, la economía, la religión, la cultura y, por
supuesto, la lengua. De esta manera, a través de la fundación de nuevos poblados, la
Corona trató de imponer entre los indígenas y mestizos prácticas sociales hispánicas que, de
ser adoptadas por estos grupos, les significaban beneficios. La identidad de muchos de los
indígenas o mestizos, de esta manera, se fue hispanizando mediante coerción.
En cuanto a la legislación colonial, Francisco Solano ha recogido en su libro de
1991 una amplia selección de los documentos legislativos que muestran la intervención
política explícita de la Corona española en favor o en detrimento del uso de las lenguas
indígenas en América. Durante un primer momento, se puede ver que las leyes propician el
aprendizaje de las lenguas indígenas por parte de los evangelizadores, pues la misión
principal era cristianizar a los habitantes del Nuevo Mundo. Paradójicamente, es gracias a
este afán evangelizador que varias lenguas sobrevivieron o llegaron a ser conocidas hasta

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Darío Rojas: ¿Cómo hablamos los chilenos? Una mirada histórica

hoy, pues los religiosos escribieron numerosas gramáticas y diccionarios de lenguas


indígenas americanas y se ocuparon de propiciar su enseñanza.
Representativo de este primer momento es un documento de 1603, en que la Corona
española expresa:

Ordenamos que ningún religioso pueda tener doctrina, ni servir en ella, sin saber la lengua de los
naturales que hubieren de ser doctrinados, de forma que por su persona los pueda confesar; y los
religiosos que se llevaren a las Indias para este ministerio la aprendan con mucho cuidado; y los
arzobispos y obispos le tengan muy particular de que así se guarde, cumpla y ejecute.

Pero desde muy temprano también la enseñanza de la lengua española a los indígenas y su
alfabetización estuvo entre las prioridades. Por otra parte, la idea de evangelizar en lengua
indígena se topó con dificultades que a la Corona le parecieron insalvables: no había
suficientes religiosos como para abarcar la inmensa variedad lingüística americana, y a
veces la propia semántica de las lenguas indígenas obstaculizaba la explicación de los
conceptos religiosos que los españoles querían enseñar. La posición oficial de hispanizar
lingüísticamente al indígena puede verse, por ejemplo, en una real cédula dirigida el
gobernador de Chile, fechada en 1692, en la cual además se observa nítidamente la relación
entre cristianización, “civilización” e hispanización lingüística:

… vuestro antecesor […] se aplicó a instruir algunos hijos de caciques en los de la guerra,
pidiéndolos a sus padres para doctrinarlos en nuestra santa fe y enseñarles la lengua española
dándoles escuelas y estudios […]. Será muy de mi Real agrado que así vos […] continuéis las
mismas diligencias practicadas por vuestro antecesor, a fin de que esos naturales sean instruidos en
los misterios de nuestra santa fe católica, consolándolos y reduciéndolos a vida cristiana y política y
aprehender la lengua castellana como está prevenido y mandado…

A medida que nos acercamos a finales de la Colonia, y especialmente con la llegada de los
Borbones al trono español, la actitud castellanizante de la Corona se vuelve más agresiva.
En otra real cédula, esta vez de 1770, perteneciente al ámbito mexicano, se ordena
abiertamente que “se pongan los medios para erradicar los idiomas aborígenes y solamente
se hable el español, superándose así muchos inconvenientes”.

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Darío Rojas: ¿Cómo hablamos los chilenos? Una mirada histórica

Podrá entenderse, entonces, que la hispanización lingüística de América durante la


Colonia no fue un proceso “natural”, y que los indígenas americanos no adoptaron la
lengua de los colonizadores por mera voluntad propia.

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Darío Rojas: ¿Cómo hablamos los chilenos? Una mirada histórica

Capítulo 3
El español en Chile

En este capítulo, continuando con la línea del anterior, nos concentraremos en la historia de
la lengua española en Chile, para lo cual revisaremos algunos estudios hechos acerca de
este tema y, sobre todo, comentaremos los datos que ofrecen las cartas, crónicas,
documentos, y otros tipos de textos que, aunque de manera imperfecta (como advertimos en
el capítulo introductorio), nos permiten conocer más o menos cómo se hablaba en Chile
durante la Colonia y en la época de la Independencia. Finalizaremos el capítulo
refiriéndonos a un tema que, aunque parezca no directamente relacionado, servirá mucho
para entender la dinámica actual de la lengua: las creencias y actitudes que acerca del
lenguaje chileno se han conformado desde el siglo XIX y que siguen vigentes, en gran
medida, hasta la actualidad.
En síntesis, veremos que el escenario que hemos descrito para la formación del
español americano se cumple también en el caso del español chileno, grosso modo. Pero
antes, tal como hicimos en el capítulo anterior, veremos cómo es el español de Chile en la
época actual para luego trazar el recorrido histórico que desemboca en la situación
lingüística moderna.

Situación actual del español en Chile

El español es hoy la lengua mayoritaria en el país, además de la social y políticamente


dominante. Es de suponer que esta situación ya se había configurado durante la Colonia, si
no en la condición mayoritaria de la lengua española, al menos en su carácter social y
políticamente dominante, pues la minoría criolla y española que ostentaba el poder era
hispanohablante. Ya nos referimos al desplazamiento de las lenguas indígenas americanas,
por política oficial de la Corona española, en el último apartado del capítulo anterior,
situación que también se dio en el caso chileno. Durante la Independencia, a pesar de que la

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Darío Rojas: ¿Cómo hablamos los chilenos? Una mirada histórica

figura del mapuche llegó a ser utilizada como símbolo, por ejemplo, en el primer escudo de
Chile, no hubo una valoración de las lenguas indígenas.
Las lenguas indígenas del país en realidad fueron un “no problema” para la élite
chilena hispanohablante. Pudo haber estado en duda cuál variedad específica del español
sería la lengua de los nuevos Estados nacionales americanos, pero nunca hubo duda
respecto de que esta lengua debía ser española y no indígena. Las lenguas indígenas, la
mayoría de las veces, ni siquiera formaban parte del debate. En esta configuración
ideológica pudo influir la racionalidad progresista y evolucionista de los intelectuales de la
élite de la época, de acuerdo con la cual, probablemente, una lengua indígena era
considerada muy “primitiva” o “bárbara” como para ser instrumento del progreso. Incluso
en un autor como Nicolás Palacios, cuya ideología etnonacionalista y racista incorpora el
elemento indígena en la conformación de la nacionalidad chilena (una supuesta “raza
chilena”, que le da nombre a su libro de 1904), las lenguas indígenas quedan ocultas y
negadas, lo que constituye un precedente claro de la situación moderna.
Como lengua hoy mayoritaria e históricamente dominante en su territorio
geopolítico, entonces, el español en Chile ha llegado a configurarse como una variedad
lingüística claramente distinguible de otras variedades americanas. Tiene, por supuesto,
varias características en común con el resto de América o con las variedades que hemos
llamado “atlánticas”, que hemos revisado en el capítulo anterior:
seseo, yeísmo, debilitamiento de /s/ final, debilitamiento de /r/ y /l/ finales y
debilitamiento de /d/ entre vocales o final.
A diferencia de otros dialectos atlánticos, no se oye la aspiración de la /x/,
sino que esta se pronuncia como una velar, a veces adelantada, sobre todo
cuando después va una vocal /e/ o /i/, al punto que a muchos extranjeros les
parece que metemos una /i/ entre la consonante y la vocal siguiente, algo así
como [mujier] (mujer).
En lo gramatical, el español chileno emplea ustedes como pronombre de
segunda persona plural, igual que el resto de América
Distingue entre lo, la para complemento directo y le para complemento
indirecto.

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Darío Rojas: ¿Cómo hablamos los chilenos? Una mirada histórica

El voseo chileno tiene diferencias respecto del de otras partes de América.


Como ya dijimos, el pronombre vos alterna con tú y cada uno tiene
connotaciones distintas en cuanto a familiaridad y respeto. Las
terminaciones verbales voseantes más comunes hoy en Chile son las
representadas por amái, para la primera conjugación, y por tenís y salís para
la segunda y tercera, respectivamente. La combinación más habitual hoy en
la urbe chilena es la del tipo tú amái, es decir, combinación del pronombre tú
con verbo voseante.

En Chile, como señala Francisco Moreno Fernández (2009), no hay diferencias regionales
tan marcadas como las hay en otros países americanos: al parecer es más notoria la
diferencia entre grupos socioculturales o entre lo urbano y lo rural, en comparación con las
diferencias que separan zonas geográficas. Los ejemplos de estas últimas son casi siempre
pertenecientes al vocabulario. Uno muy ilustrativo es el que ofrece Claudio Wagner (2006).
En sus estudios ha podido comprobar que la idea de llevar algo ‘en las espaldas’ se expresa
con la frase a tota desde en el norte del país; con al apa en la zona centro-sur; y con en
acha hacia el sur. Igualmente, hay palabras que se oyen en el sur y no en el resto del país,
como el verbo acholloncarse ‘ponerse en cuclillas’, de origen mapuche según el
“Diccionario de uso del español de Chile”; o bien se oyen en parte del norte pero no en
otros lugares, como calato ‘desnudo, sin ropa’, de origen aimara según ese mismo
diccionario. Pero, como decíamos, los ejemplos se confinan al vocabulario, y dentro de este
universo, aunque sean decenas de ejemplos, no puede decirse que sean abundantes.
Entonces, el español de Chile hoy tiene un carácter relativamente homogéneo, lo
cual habrá que explicar en el futuro con investigaciones más profundas: ¿se debe a su
historia de continuas migraciones internas por la economía agrícola y más tarde minera, lo
cual podría haber conllevado nivelaciones lingüísticas? ¿Es, quizá, algo más reciente,
debido a la urbanización y centralización del país, a lo cual pudieron haber coadyuvado los
medios de comunicación?
El perfil lingüístico que para Chile presenta Moreno Fernández (2009) coincide con
las características que hemos señalado al comienzo de este apartado. Habría que añadir la
tendencia a la “pronunciación poco tensa de che”, con lo cual se refiere a la pronunciación

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Darío Rojas: ¿Cómo hablamos los chilenos? Una mirada histórica

relajada de la ch, como en shansho, que hoy en las urbes chilenas es socialmente
estigmatizada y que incluso ha llevado a la creación de una locución para describirla (con
una actitud negativa subyacente): le patina o se le cae la ce hache. Hiram Vivanco (1998-
1999) ha mostrado que, especialmente entre jóvenes urbanos de estrato medio-alto y alto,
surge, como reacción a la estigmatización de la anterior, una variante aún más tensa que la
che “normal”, que es la que a veces se oye casi como una /ts/. Mauricio Figueroa (2011)
atribuye esto a que, en general, en el español de Chile las consonantes pronunciadas más
tensas son asociadas por los hablantes al estrato alto, mientras que las pronunciadas con
más relajo son asociadas al estrato bajo. Las dinámicas de prestigio y adscripción social,
entonces, podrían explicar la conducta lingüística en cuanto a las pronunciaciones de esta
consonante en particular. El relajamiento de la che, en todo caso, también se da en
Andalucía y en Cuba, por ejemplo, pero sin esta misma dinámica sociolingüística.
Moreno Fernández también añade la “entonación de tono medio elevado” y
“cadencia con frecuencias más altas” como características del español chileno. En el ámbito
gramatical, destaca el predominio del diminutivo –ito (y no de –ico o –illo, que predomina
en otros lugares), así como el uso de queísmo y dequeísmo. Estos últimos tampoco son
privativos de Chile, aunque al parecer son mayormente usados en algunos países de
América. El queísmo es la desaparición de la preposición de antes de que en casos en que
debe ir, según la norma culta escrita codificada por las Academias (Está seguro que no
vendrá por Está seguro de que no vendrá), mientras el dequeísmo corresponde a la
inserción de de antes de que (Dijo de que vendría por Dijo que vendría).
Hay muchos otros fenómenos lingüísticos característicos (no siempre exclusivos)
del español de Chile, por supuesto. Solo en el vocabulario hay una gran cantidad de léxico
propio de la cultura chilena, o que compartimos con uno o más países de Latinoamérica
(véase el “Diccionario de uso del español de Chile” de la Academia Chilena de la Lengua).
Una buena descripción del estado del dialecto chileno a mediados del siglo XX se puede
encontrar en el libro de Rodolfo Oroz, “La lengua castellana en Chile” (de 1966). Para
perfiles más recientes, recomendamos el trabajo de Ambrosio Rabanales (1992), que
corresponde aproximadamente al tercer cuarto del siglo XX, y el de Marcela Oyanedel y
José Luis Samaniego (1998-1999), que se acerca más al fin del siglo. Del trabajo de estos
últimos autores podemos concluir algo importante: los cambios lingüísticos de época

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Darío Rojas: ¿Cómo hablamos los chilenos? Una mirada histórica

reciente (digamos, transcurridos durante el siglo XX) consisten no tanto en la aparición o


desaparición de variantes, sino más bien en la generalización o, por el contrario, la
restricción de las variantes lingüísticas disponibles en el repertorio de la comunidad
hispanohablante. Por ejemplo, Oyanedel y Samaniego señalan que se encuentra “en proceso
de generalización en la norma culta” un fenómeno como la pluralización de haber
impersonal (Habían treinta personas, Hubieron muchos asistentes). Dicho fenómeno se
puede documentar en América desde la Colonia, pero el cambio ha consistido en que en
época moderna ha ido ganando cada vez más aceptación social. Oyanedel y Samaniego
también apuntan que el voseo (uso del pronombre vos y/o de terminaciones verbales como
cantái) empieza a penetrar en la norma culta, lo cual muestra un cambio en el mismo
sentido: no es que se introduzcan variantes nuevas (el voseo estaba en el habla chilena
desde fines de la Colonia, con seguridad), sino que las variantes existentes van ganando o
perdiendo espacios comunicativos. En el caso del voseo, de ser un fenómeno
probablemente estigmatizado socialmente en el siglo XIX, pasó a hacerse más habitual y
aceptado hacia fines del XX, aunque todavía se restringe al habla coloquial.

La época colonial

Desde un comienzo, en el Chile colonial se produjo un contacto entre los distintos dialectos
del español peninsular que traían los conquistadores. Alfredo Matus, en su estudio de 1998-
1999, analiza la pronunciación que puede colegirse a partir de 11 documentos escritos en
Chile entre 1551 y 1575. Estos documentos corresponden a cartas privadas de un conjunto
de autores, cinco hombres (Cristóbal Pérez Bravo, Sebastián Carrera, Juan de Zamora, Juan
de Cereceda y Juan Bautista de Chávari) y dos mujeres (Isabel y María Mondragón), que
representan las regiones que aportaron más colonizadores: Andalucía, Castilla la Nueva,
Castilla la Vieja y Extremadura. Entre los rasgos que Matus encuentra están la vacilación
en la pronunciación de vocales (obidiente por obediente, soplicar por suplicar, preposito
por propósito, etc.) y la simplificación de grupos de consonantes (efeto por efecto, sinado
por signado, etc.). De los fenómenos propios del español atlántico, que hemos reseñado en
el capítulo anterior, se atestiguan en estas cartas el seseo, de manera abundante, (zuceso por
suceso, nececidad en lugar de necesidad, desir por decir, conose por conoce, sierto por

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Darío Rojas: ¿Cómo hablamos los chilenos? Una mirada histórica

cierto, etc.), el debilitamiento de la /s/ final (prima por primas, todos lo demas por todos los
demás, o la ultracorrección los mas breve en lugar de lo más breve) y, con poca frecuencia,
el debilitamiento de /l/ y /r/ (naturar por natural, der sur por del sur). No hay, en cambio,
ejemplos de yeísmo: Matus atribuye esta ausencia a que, posiblemente, de existir dicho
fenómeno en la época, estaba estigmatizado y se usaba solo entre las personas de escaso
nivel sociocultural (los autores de las cartas analizadas eran de nivel más bien alto). En
cuanto a la consonante aspirada proveniente de /f/ inicial latina (recuérdese que en ese
momento todavía había quienes aspiraban la hache inicial de harina, por ejemplo), la
mayor parte de los documentos revelan confusiones gráficas que dan cuenta de la pérdida
de dicha consonante: alternan, por ejemplo, are y hare o asta y hasta, aunque también hay
otros casos que Matus interpreta como signo de que algunos colonizadores pronunciaban la
aspirada inicial en palabras como hijo o haga. Matus concluye que el primer siglo de la
Colonia chilena se caracteriza, lingüísticamente hablando, por el multidialectalismo y el
desarrollo incipiente de una mezcla de dialectos a partir de las hablas de los conquistadores,
con un importante predominio del dialecto andaluz.
Es notable, para conocer la dinámica lingüística del primer siglo de la Colonia
chilena, el caso de los textos notariales redactados por Ginés y Manuel de Toro Mazote. El
primero, madrileño, llegado a Chile en 1565 y casado con una criolla local, era un soldado
que tras pelear en Arauco se dedicó a la escribanía. Manuel, nacido en 1587, fue uno de los
hijos criollos de Ginés, que también ejerció el oficio de escribano. Pues bien, en los textos
escritos por ambos pueden verse confusiones gráficas que revelan seseo (precencia por
presencia, desir por decir, sera por cera, en Ginés; serrado por cerrado, piesa por pieza, en
Manuel), pero en el padre las confusiones son mucho menos frecuentes que en el hijo.
Raïssa Kordic, quien editó y estudió estos documentos en su trabajo de 2000-2001,
concluye que Ginés, proveniente de una zona de España que no tenía seseo, seguramente se
adaptó al habla local seseante durante los primeros veinte años de su permanencia en
América. Manuel, en cambio, debió haber aprendido a hablar ya con seseo, lo cual explica
que lo manifieste con mayor frecuencia en sus escritos.
El mismo Alfredo Matus, junto con Soledad Dargham y José Luis Samaniego, es
autor de otros de los estudios importantes respecto del español de Chile de la época
colonial, publicado en 1992. Estos autores encuentran, en un extenso corpus de documentos

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Darío Rojas: ¿Cómo hablamos los chilenos? Una mirada histórica

chilenos no literarios, de entre los siglos XVI y XVIII, un uso de la lengua española muy
similar al que describimos en el párrafo anterior. Añaden, en esta ocasión, algunos
fenómenos gramaticales, tales como el uso de haber en construcciones temporales en lugar
de hacer (tantos años ha), o el uso de algunas variantes arcaizantes como agora (por
ahora), ansi (por así) o muncho (por mucho). También aparecen en estos documentos cerca
de 50 indigenismos léxicos, la mayoría de los cuales son nombres de lugar (Arauco,
Chillán, Angol, etc.) o de persona y tienen origen mapuche o quechua.
Proponen estos autores que pueden distinguirse tres periodos en la historia colonial
del español chileno:

a) Periodo de formación (1541 – c. 1650), en que hubo coexistencia de distintos


dialectos y normas, aportados por colonizadores de distintas procedencias
peninsulares (andaluces, extremeños, castellanos, etc.).
b) Periodo de cristalización de la variedad regional (ci. 1650 – ci. 1750), en que
emerge una variedad propia de Chile, resultado de la mezcla y nivelación entre los
dialectos y normas referidos antes, adoptada por los criollos. Esta variedad ya habría
tenido, por ejemplo, el seseo que hoy es característico del español chileno, y habría
sido utilizada por todos los grupos sociales, excepto quizá por los españoles
distinguidores llegados hace poco.
c) Periodo de transición (ci. 1750 – ci. 1842), en que se empieza a estabilizar la lengua
escrita como correlato de un proceso de estandarización en ciernes.

Los escritos de religiosas chilenas de la Colonia son muy buenas fuentes para el
conocimiento del habla de la época, pues propician la aparición de un tipo de lenguaje que
no es común en la escritura, un lenguaje más cercano a la oralidad. La clarisa Úrsula Suárez
(1666-1749) nos legó el manuscrito de su autobiografía, escrita entre 1700 y 1730 y editada
modernamente por Mario Ferreccio con el título de “Relación autobiográfica”. La escritura
de Úrsula ofrece múltiples ejemplos de un seseo generalizado: alcanses, rason, corason,
fuersa, entre muchos otros. Mientras que en los textos que hemos comentado antes no había
casos de yeísmo (el no distinguir entre ye y elle al pronunciar), sí lo manifiesta la monja,
cuando escribe halla por haya. También aporta testimonios de la pérdida de /d/: merse (por

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Darío Rojas: ¿Cómo hablamos los chilenos? Una mirada histórica

merced), aonde, fielidad, y de confusión de /r/ y /l/: albol por árbol, vorver por volver, o
parabra por palabra. Especialmente llamativa es la aparición del voseo en la autobiografía
de Suárez, por lo cual Ferreccio concluye que este uso ya está vigente en Chile alrededor de
1670.
Otra religiosa que nos ha revelado mucho acerca del habla de la Colonia es sor
Josefa de los Dolores Peña y Lillo, cuyas cartas confesionales, escritas entre 1763 y 1769,
fueron editadas y estudiadas por Raïssa Kordic en el 2008. Al igual que en Suárez, en Peña
y Lillo el seseo es abundantísimo, y sistemáticamente escribe con s en lugar de c o z:
naturalesa, satisfaser, providensia, etc. Igualmente, es frecuente el debilitamiento de /s/
final de sílaba: hata (por hasta), nuestro corazones (por nuestros corazones), etc., el cual
también se manifiesta a través de ultracorrecciones: algusnos por algunos o destesto por
detesto. También ofrece un ejemplo de yeísmo: culas, forma que, según justifica Kordic,
puede entenderse como cullas, escrito así en lugar de cuyas. La confusión de /r/ y /l/, por
último, es otro rasgo de impronta atlántica que aparece en sus cartas, aunque escasamente:
selebro (por cerebro) y compatibre (compatible). La aspiración proveniente de /f/ inicial,
en cambio, no ocurre: Peña y Lillo suele omitir las haches donde deberían aparecer (arto
por harto) y ponerlas donde no deberían estar (huna por una). En resumen, los documentos
escritos por ambas monjas chilenas durante el siglo XVIII dejan traslucir una pronunciación
típica del español atlántico, lo cual muestra el arraigo histórico de la koiné local surgida
durante los primeros siglos de la Colonia.
Un último documento que creemos vale la pena espigar es una carta escrita en 1766
por Joseph de Luzio y publicada en los “Documentos para la historia lingüística de
Hispanoamérica” (analizada anteriormente por Juan Antonio Frago en su libro de 2001).
Nuevamente encontramos acá los rasgos del español atlántico que marcan el periodo de
formación del español americano y que perviven hasta hoy en nuestro medio: seseo (resibo
por recibo, ce por se, precico por preciso, cecretos por secretos), yeísmo (llo por yo, sulla
por suya), debilitamiento de /s/ final (muchas memoria, o, por ultracorrección, lo mesmos
en lugar de lo mesmo [mesmo es variante antigua de mismo]), confusión de /r/ y /l (me
alegrale por me alegraré, fuele por fuere, Bardibia por Valdivia, buerba por vuelva, mir
por mil, ynbialme por enviarme, esperimental por experimentar, sardra por saldrá,
particural por particular) y debilitamiento de /d/ (carida por caridad). Frago también llama

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Darío Rojas: ¿Cómo hablamos los chilenos? Una mirada histórica

la atención sobre algunas cuestiones gramaticales, como el uso del artículo ante nombres
propios femeninos, hasta hoy vigente en Chile (en la carta de 1766: la Panchita, la
Agustina, la Antonia). Esto es común hoy en el habla popular de gran parte del mundo
hispanohablante, pero, como indica el “Diccionario panhispánico de dudas”, en Chile tiene
la particularidad de que también se usa entre las personas cultas, lo cual quizá podría
interpretarse como efecto de su tenacidad histórica en el dialecto chileno. Por último, en
este documento aparecen americanismos léxicos como afrecho y plagiar (en la carta,
pragiar), junto con el quechuismo charqui.
En lo relativo a la pronunciación del periodo colonial, Manuel Contreras Seitz, en su
bien documentado estudio de 2004, concluye que es innegable la impronta andaluza en la
conformación del dialecto chileno de la lengua española, lo cual demuestra el predominio
que desde muy temprano tuvo el seseo, por ejemplo, entre otros rasgos, tales como el
yeísmo, el debilitamiento de /s/ final o la confusión de /r/ y /l/ también finales. En palabras
de este autor:

Es posible afirmar, a la luz de los antecedentes expuestos, que los rasgos básicos del español en Chile
—seseo y aspiración de /-s/ implosiva— están presentes de manera relativamente generalizada en la
lengua de los primeros criollos, haciéndose más común su utilización en todos los niveles en el siglo
XVII […]. En tanto, rasgos como el yeísmo se empiezan a atestiguar sólo a fines del XVII […]. Sin
embargo, éste es un rasgo que progresa conforme llega el XVIII y, con este siglo, el mayor
alejamiento de las tradicionales convenciones ortográficas, tal vez mucho más patente en
documentos chilenos del siglo XIX. (Contreras Seitz 2004: 206)

De esta manera, solo cabría reiterar las conclusiones que Frago ofreció el 2010 respecto de
la historia del español americano: también en Chile, las características fundamentales del
dialecto local se encuentran asentadas al comenzar la época de la Independencia.

La época independiente

A partir del siglo XIX, disponemos de una muy abundante cantidad de textos escritos para
estudiar la historia de la lengua española en Chile. Estos textos no son solo manuscritos,
sino que también a partir de este momento contamos con impresos. Curiosamente, a veces

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Darío Rojas: ¿Cómo hablamos los chilenos? Una mirada histórica

los textos valiosos para la historia del español de Chile se encuentran ocultos dentro de
otros que a primera vista no lo son. Un buen ejemplo es el de las memorias del coronel
francés Jorge Beauchef (1787-1840), escritas tras su retiro de 1828. El texto está escrito en
un español estándar impecable, pero hay un segmento en que nos ofrece una transcripción
literal de un mensaje que le había sido enviado por José Antonio Pincheira en 1827, como
respuesta al ultimátum de rendición manifestado por el coronel. Lo importante es que
Beauchef indica que el texto de Pincheira aparece “copiado a la letra”. Este mensaje, a
diferencia del texto de Beauchef, revela un carácter vernáculo evidenciado por rasgos de
lengua que muestran la impronta atlántica del español de Chile, manifestada en fenómenos
de origen andaluz como el seseo (ací por así) o algunos que hasta hoy son considerados
subestándar, como el uso de los por nos (los previene en vez de nos previene). Mediante la
transcripción literal del mensaje de Pincheira, por otra parte, probablemente Beauchef
también quiso evidenciar la diferencia entre su propia forma de escribir y la de su enemigo.
Sin embargo, las fuentes más ricas para conocer el español de Chile de la primera
mitad del siglo XIX son indirectas, es decir, son textos que nos cuentan cómo se hablaba en
la época: censuras idiomáticas, gramáticas y diccionarios, entre otros tipos de textos. Como
veremos en la sección siguiente, el siglo XIX fue el momento de formación, difusión y
afianzamiento de cierta manera de concebir y valorar el lenguaje en Chile. Los usos
dialectales, generalmente los populares, se transformaron en objeto de comentario negativo
por parte de intelectuales chilenos a los que preocupaba una posible fragmentación de la
unidad de la lengua española. Gracias a que estos rasgos fueron objeto de censura,
paradójicamente, es que podemos hoy saber que en ese tiempo se usaron. Muchos de esos
rasgos además, siguen muy vigentes hasta hoy: las censuras y prescripciones lingüísticas
del tipo “¡Usted no lo diga!” han demostrado ser, sostenidamente a través de la historia,
muy inefectivas.
Uno de los primeros en llamar la atención sobre las supuestas incorrecciones del
habla chilena fue el gramático, jurista y político venezolano-chileno Andrés Bello (1781-
1865). Su preocupación por el lenguaje tenía que ver con cuestiones más generales: en su
ideario, la enseñanza del “buen” lenguaje se enlazaba con la formación de ciudadanos
capacitados para participar de manera óptima en el proceso de formación política y cívica
del naciente Estado chileno (volveremos sobre las ideas de Bello en la sección siguiente).

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Darío Rojas: ¿Cómo hablamos los chilenos? Una mirada histórica

Entre 1833 y 1834, Bello publica, en una serie de artículos en el periódico santiaguino El
Araucano, sus “Advertencias sobre el uso de la lengua castellana, dirigidas a los padres de
familia, profesores de los colegios y maestros de escuela”. En ellas se propone advertir
“impropiedades”, “defectos” y “vicios” del lenguaje de los chilenos para “extirpar estos
hábitos viciosos en la primera edad, mediante el cuidado de los padres de familia y
preceptores”. Muchos de los hábitos lingüísticos que Bello consideraba vicios tenían ya una
larga tradición en el habla chilena, como vimos en la sección anterior: el seseo (“… si
aspiran a una pronunciación más esmerada, distinguirán también la s de la z o la c”), el
yeísmo (“… confundiendo haya, tiempo de haber, con halla, tiempo de hallar”), la
confusión de /r/ y /l/ (“Los que se cuidan de evitar todo resabio de vulgarismo en su
pronunciación procuran no equivocar la r con la l”), la supresión de la /d/ (usté, abogao) o
el voseo (“se debe decir usted o tú”, indica Bello, al tiempo que condena las conjugaciones
voseantes del tipo comís).
Junto con estos rasgos atlánticos, de ascendencia andaluza, Bello indirectamente
deja constancia de la vigencia que, a comienzos del siglo XIX, tenían en el habla chilena
muchos fenómenos que viven hasta hoy, a veces solo en variedades populares o rurales:
haiga, naide o naiden, fuistes (por fuiste), cabimos (por cabemos), mesmo (por mismo) o
pónemelo (en vez de pónmelo). Son muy interesantes las observaciones que Bello hace
sobre el uso que se hacía en el habla chilena del voseo en imperativo tomá, andá, vení, que
a los chilenos modernos les suena más bien propio del Río de la Plata, pero que incluso
hasta hoy puede escucharse en zonas rurales de Chile.
Otros fenómenos censurados por Bello pueden llamar la atención del lector
moderno porque hoy son completamente comunes y nadie se espantaría por su empleo:
fierro (por hierro), recién (como en recién había llegado), agarrar con el sentido de
‘tomar, coger algo’, molestoso, cargoso, pararse con el significado de ‘ponerse de pie’,
conjugaciones como hubiese en lugar de hubiera, o fui donde Pedro (Bello dice que lo
correcto es “Fui a donde estaba Pedro” o “a la casa de Pedro”) entre otros. A propósito de
este último fenómeno, Bello también critica la construcción fui a lo de Pedro, por la cual se
explican nombres actuales de lugares como Lo Prado, Lo Ovalle o Lo Barnechea, que
originalmente debieron haber sido llamados “lo de [la persona de apellido] Prado”, “lo de
Ovalle”, “lo de Barnechea”: en este último ejemplo, se hace referencia a Francisco de Paula

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Darío Rojas: ¿Cómo hablamos los chilenos? Una mirada histórica

Barrenechea (apellido transformado luego en Barnechea, con una pérdida de vocal que
también es común en el español popular), quien a mediados del siglo XIX fue dueño de una
hacienda importante de ese sector de la capital chilena.
Pocos años después de las “Advertencias” de Bello, nos encontramos con un
catálogo de autor anónimo (un tal J. N. M.), datado en 1843 y publicado modernamente por
Mario Ferreccio (en 1979). El catálogo anónimo es una censura de usos lingüísticos que
seguro eran habituales a comienzos del siglo XIX chileno. A continuación copiamos
algunos pocos de los casi 500 ejemplos que entrega el autor:

Se dice Dígase
almofroita hermafrodita
arpiste alpiste
creito crédito
decí di
gayeta galleta
gediondo hediondo
malaso malísimo
meis maíz

Tan solo el primero de estos ejemplos muestra cuatro fenómenos comunes en la


pronunciación coloquial o popular chilena:
1. vacilación en el timbre de las vocales (/a/ por /e/ y /o/ por /a/);
2. confusión de /r/ y /l/, en su variante lambdacista (/l/ por /r/);
3. pérdida de la /d/ entre vocales;
4. cambio de la acentuación (almofroita lleva el acento tónico en la segunda o). Este último
hábito es el que también se ve en el cambio de maíz a meis, una vez que la /a/ se transforma
en /e/: de hecho, es la pronunciación meis la que está detrás del famoso motemei (= mote de
maíz), con pérdida de la /s/ final, por supuesto.

Los rasgos lingüísticos atlánticos ya identificados en la documentación colonial y


censurados por Bello vuelven a aparecer con frecuencia en el catálogo: seseo (en el propio

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Darío Rojas: ¿Cómo hablamos los chilenos? Una mirada histórica

testimonio del autor: malaso por malazo, o entuciasmo por entusiasmo), yeísmo (gayeta),
confusión de /r/ y /l/ (arpiste por alpiste, cárculo por cálculo), debilitamiento de /d/ (creito
por crédito), voseo (decí, en el imperativo). El ejemplo de gediondo por hediondo es un
testimonio valioso de que aún pervivía entonces la aspiración inicial procedente de /f/ latina
(el origen de esta palabra es foetibundus). El malazo también nos muestra que ya era común
la formación de derivados con –azo pospuesto a adjetivos y adverbios, con el significado de
‘muy’ (buenazo ‘muy bueno, lejazo ‘muy lejos’), cosa peculiar (aunque quizá no exclusiva)
del dialecto chileno y que conlleva hoy cierto aire de ruralidad.
Algunos años después, en 1860, Valentín Gormaz publicó sus “Correcciones
lexigráficas sobre la lengua castellana en Chile”. Con un ánimo similar al de Andrés Bello
y al del anónimo de 1843, Gormaz da cuenta, al censurarlos, de prácticamente los mismos
fenómenos lingüísticos que sus predecesores. Más interesante todavía es el libro “Voces
usadas en Chile”, publicado en el 1900 por el abogado y político Aníbal Echeverría y
Reyes, aficionado también al estudio del lenguaje. Echeverría escribe en un momento en
que ya habían llegado a Chile los profesores alemanes Rodolfo Lenz y Federico Hanssen
para fundar la aproximación científica y descriptiva del lenguaje en el país. De hecho,
Echeverría era admirador de los estudios de Lenz (revisaremos estos más adelante) y le
pidió revisar el manuscrito de su obra. Echeverría, probablemente por influjo de Lenz,
asume como uno de sus objetivos “dar una idea de las particularidades del lenguaje del
pueblo y del castellano de Chile en general”.
La sección acerca de la pronunciación chilena apunta varios rasgos conocidos:
1. Yeísmo: “Un cambio muy generalizado en todas las clases sociales, es la
pronunciación de la ll como y”, “Igual cosa sucede con la s, c y z, […] que se
pronuncian con un mismo sonido”.
2. Debilitamiento de /s/ final: “Más vulgar […] es la supresión de la s antes de
consonante o al fin de palabra, o su sustitución por una leve aspiración”, y “no
pronunciar la s entre vocales o al principio de palabra solo es propio de la gente
más atrasada”.
3. Debilitamiento de la /d/: “… entre vocales y al fin de palabra desaparece por
completo o solo se pronuncia con un susurro suave”.

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Darío Rojas: ¿Cómo hablamos los chilenos? Una mirada histórica

4. Confusión de /r/ y /l/: “Es falta considerada vulgar, y muy común en el pueblo,
pronunciar r en lugar de l […] y l en lugar r”.
5. Aspiración proveniente de /f/ inicial latina: “pronunciación que en unos pocos
casos ha conservado el pueblo”, juir por huir, jembra por hembra o jedor por
hedor.

Aparecen también descritos algunos fenómenos que no habían sido advertidos antes por
Bello, el anónimo de 1843 o Gormaz: “no es raro, sobre todo en el Sur, pronunciar la
combinación tr como una especie de ch”; “es común oír los por nos. Ejemplos: vámolos por
vámonos; losotros por nosotros”. Asimismo, se detiene con lujo de detalle en el voseo
chileno, gracias a lo cual sabemos que lo habitual era el pronombre vos, y que “tú […] solo
lo emplea el instruido”, así como que las terminaciones verbales correspondientes eran
amáis, comís y subís (como hoy) en indicativo, colocá, poné y decí en imperativo, etc.
Finalmente, Echeverría fue muy criticado entre sus contemporáneos por incluir, en
la sección de vocabulario de su obra, una serie de palabras consideradas vulgares entonces
(y la mayoría hasta hoy), pero que tienen uso vigente en la actualidad y que cualquiera de
nosotros podría pensar que no eran tan antiguas (porque normalmente no quedan recogidas
en la documentación escrita): huevón, huevada, culear, chucha, pico o pichula, entre otras.
Pero fue el profesor alemán Rodolfo Lenz (1863-1938) el primero que se propuso
hacer una verdadera descripción (sin juicios normativos) acerca del español chileno. Lenz
llegó a Chile en 1890, contratado por el gobierno de José M. Balmaceda, junto con otros
profesores alemanes, para reforzar el cuerpo académico del Instituto Pedagógico de la
Universidad de Chile. Lenz vino a hacerse cargo de la enseñanza de lenguas extranjeras
(francés, inglés e italiano), aunque pronto manifestó un gran interés por lenguas y culturas
indígenas (por los mapuches, específicamente) y por el lenguaje popular de los chilenos
hispanohablantes. Sus “Estudios chilenos” fueron primero publicados en alemán en 1892 y
1893. Estos “Estudios…” constituyen la primera descripción verdaderamente científica de
la pronunciación chilena. Además, Lenz incluyó como apéndice la transcripción fonética de
varios textos (narraciones, por ejemplo), que es lo más parecido que podemos tener a una
grabación del habla de las personas de esa época.

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Darío Rojas: ¿Cómo hablamos los chilenos? Una mirada histórica

Todos los rasgos del español atlántico discutidos antes vuelven a aparecer en la
descripción del lingüista alemán: seseo, yeísmo, debilitamiento de /s/ final, de /d/ entre
vocales o en posición final, confusión de /l/ y /r/ finales, junto con la asibilación de la ere en
el grupo /tr/ (lo que Echeverría describía como una pronunciación similar a la de ch) y
también de la erre, el adelantamiento de la pronunciación de la jota o gue antes de /e/ o /i/
(caso que ya hemos explicado como algo similar a [mujier] o [guierra]), o la aparición de
una /e/ añadida al final en verbos como ver: [bére]. El voseo chileno (específicamente el
santiaguino) también fue magistralmente descrito por Lenz en un trabajo de 1891
(publicado en Alemania), que da cuenta de características muy similares a las que tenemos
hoy en el habla chilena, pero con sus particularidades históricas. Dice, por ejemplo, que la
forma “genuinamente popular” es vos, pronunciada [boh], y que tú era oído solo “en boca
de las personas cultas”, de modo que para el pueblo tú incluso podía sonar “molesto e
imperativo”. En cuanto a la conjugación, Lenz ofrece un completo cuadro del uso voseante.
Por ejemplo, en presente de indicativo, el verbo matar se conjugaba “yo máto, boh matái’,
él (u’té) máta, losotro matámo’, eyo’ (u’tée) mátan”, y el verbo querer “yo kéro, boh kerí,
él (u’té) kére, losotro kerímo, eyo’ (u’tée) kéren” (Lenz intenta reflejar la pronunciación
mediante la escritura).
Vale la pena dar ahora una breve mirada a algunos textos que muestran
directamente cómo era el español de Chile hacia fines del XIX y comienzos del XX. Muy
ilustradoras al respecto son las cartas de chilenos que trabajaron en la pampa salitrera del
Norte Grande de Chile entre 1883 y 1937, cuyos rasgos lingüísticos fueron estudiados por
Tania Avilés en 2014. El habla de los obreros del salitre, manifestada en cartas privadas
escritas de su propio puño y letra, muestra claros meridionalismos (andalucismos)
fonéticos, además de arcaísmos y rasgos subestándares. Entre los meridionalismos, que
marcan la impronta atlántica del habla de los pampinos, se encuentran el seseo (plaser por
placer, dise por dice, grasias por gracias, aser por hacer, etc.), el yeísmo (llo por yo, tulla
por tuya, alludado por ayudado, etc.), el debilitamiento de /s/ final (esos punto, podremo,
bierne por viernes, etc.), el debilitamiento de /d/ (uste, enfermeda, salu, o salia por salida)
y la confusión o pérdida de /l/ y /r/ (guerbo por vuelvo, farta por falta, dentral por dentrar,
abisa por avisar). La aspiración proveniente de /f/ inicial latina no se encuentra, como
prueban las confusiones escritas de haora (por ahora) o asta (por hasta).

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Darío Rojas: ¿Cómo hablamos los chilenos? Una mirada histórica

Otros rasgos dignos de mencionar son la adición de una vocal /e/ tras una
consonante final (desire por decir) y la pronunciación palatalizada de consonantes velares
(que revelan los obreros cuando escriben, sigente, quero, o al revés, quierido). También
aparece una serie de rasgos gramaticales que el lector moderno podrá reconocer como
vigentes hasta hoy, la mayoría de las veces en el habla coloquial o popular: tenimos por
tenemos, habemos o habimos por hemos (como en los avimos alegrado, es decir, ‘nos
hemos alegrado’), haiga por haya, los y losotros por nos y nosotros. El voseo, por
supuesto, también aparece, pero solo en su vertiente verbal: devis aser[te] onbre, no me
escribi. Curiosamente, se documenta en una de estas cartas la forma debei, que representa
un estado de evolución anterior a debís, es decir, más cercano a la forma debéis, de donde
proviene. Al igual que esta última, hay otros rasgos gramaticales que se escuchan rara vez
en la actualidad, tales como el uso de hay o hey en lugar de he: yo le ai dicho, no crea que
lo hay hechado al orvido, yo ai mandado dos carta, etc.
Otro documento valiosísimo para conocer el estado de la lengua en esa época es la
crónica que Marco Ibarra escribió para dejar registro de su experiencia en la Guerra del
Pacífico. Esta crónica fue editada por Mario Ferreccio en 1983 y, por suerte, además de la
transcripción del editor, se publicó un facsímil del manuscrito original de Ibarra. A
propósito de esto último, Ferreccio hace notar que Ibarra emplea la llamada “ortografía
chilena”, que tuvo vigencia oficial en este país entre 1844 y 1927. Esta ortografía, que se
basaba en la propuesta de reforma que Andrés Bello y Juan García del Río habían
planteado en 182316, se diferenciaba de la ortografía de la Real Academia Española, por
ejemplo, en que usaba solo la letra i para escribir la vocal /i/, y nunca la letra y (hoi, sal i
pimienta) y reservaba la j para el sonido velar jota (jitano, injenio, etc.). Ibarra escribe:
“jeneral i coroneles”.
Entre los rasgos lingüísticos que asoman en la escritura de Ibarra, por un lado están
los mismos rasgos de ascendencia andaluza que hemos venido encontrando durante toda la
Colonia y la Independencia: seseo (prinsipal, establesidos, iso por hizo, bluza por blusa,
divicion, etc.), yeísmo (es decir, pronuncia igual la ye y la elle, por lo cual escribe lla por
ya, llo por yo, ulleron por huyeron, cabayo por caballo, ensiyara por ensillara),
debilitamiento de /s/ (entonse, lejo, dos dia, sus mismo paisanos, etc.), debilitamiento de /d/

16
Véase el libro de Lidia Contreras (1993) para la historia de la ortografía en Chile.

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Darío Rojas: ¿Cómo hablamos los chilenos? Una mirada histórica

(salias por salidas, via por vida) y confusión de /r/ y /l/ (carsonsillo por calzoncillo,
purmon por pulmón, nolmal por normal, coldel por cordel). Por otra parte, también
aparecen el uso de los por nos y el voseo (estai, por ejemplo).

Creencias lingüísticas y actitudes hacia el habla chilena

El panorama lingüístico-histórico del español en Chile no puede entenderse cabalmente si


no se tiene en cuenta que los seres humanos no solo hablamos, sino que también hablamos
acerca de cómo hablamos. Esta propiedad que tiene el lenguaje de poder referirse a sí
mismo, que los lingüistas llaman “reflexividad” (siguiendo a Charles Hockett), implica la
existencia de discursos metalingüísticos, tanto de autoría de especialistas (la lingüística es
un gran y complejo texto metalingüístico) como de no especialistas, en los que se
inmiscuyen ideologías de diverso tipo, correspondientes a distintas circunstancias
socioculturales. Es imposible, creo, intentar responder a la pregunta de “¿Cómo hablamos
los chilenos?” sin hacer alusión a cómo los propios chilenos hemos creído y creemos que
hablamos.
El siglo XIX es el momento en que el lenguaje emerge como tema de interés
público en el naciente Estado chileno. La mayor parte de la reflexión acerca del lenguaje
durante ese siglo no tuvo una mirada meramente contemplativa, científico-descriptiva, esto
es, no se interesaba principalmente por cómo era el habla chilena, sino que se preocupaba
más bien por el problema de cómo debería ser el habla chilena. Era una reflexión de
inclinación normativa y habitualmente censuradora de lo que particularizaba al lenguaje
chileno. Es habitual escuchar entre lingüistas modernos que los discursos normativos rara
vez tienen efecto en la realidad del uso del lenguaje. Sin embargo, en Chile, al parecer estos
discursos lograron afectar, al menos en algún aspecto, el habla de los chilenos, así como su
autoestima lingüística.
El mismo Rodolfo Lenz, por ejemplo, apuntaba en sus “Estudios chilenos” de 1893:
“Todavía hacia 1840, según es voz pública en Chile, el santiaguino culto se diferenciaba
poco, en su pronunciación, del hombre de clase inferior […]. Desde entonces, la afición a
ocuparse de la lengua materna ‘castellana’, -despertada por hombres como Andrés Bello-, y
la instrucción escolar […] han modificado las condiciones lingüísticas de Chile en

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Darío Rojas: ¿Cómo hablamos los chilenos? Una mirada histórica

beneficio del español” (Lenz [1893] 1940: 88-89). También se ha atribuido frecuentemente
un efecto transformador a la campaña que Andrés Bello emprendió para desterrar el voseo e
introducir el tú, pronombre, este último, que fue ganando cada vez más espacios a medida
que la escuela iba ampliando su alcance, hasta desembocar en la situación de hibridismo
(coexistencia de tú y vos) que caracteriza al español de Chile actual.
Asimismo, en las cartas de los obreros del salitre y la crónica de Marcos Ibarra que
revisamos en el apartado anterior, aparecen varias ultracorrecciones que dan cuenta de que
los hablantes de esa época, incluso los medianamente o poco educados, tenían alguna idea
de cuáles pronunciaciones eran mal miradas o no concordaban con el modelo de lengua que
promovía la élite culta. Solo así se entiende, por ejemplo, que uno de los obreros pampinos
escriba desedo: probablemente él practicaba el debilitamiento de /d/ y también sabía que
eso no correspondía con el modelo que se enseñaba como “correcto”, y por eso lo corregía
(equivocadamente, en este caso) en su escritura. Lo mismo puede pensarse cuando Marco
Ibarra, probablemente sabiendo que aspiraba o perdía la /s/ final, la restituye
equívocamente en comos (el adverbio como) o en el últimos.
Como ya hemos señalado, durante el siglo XIX chileno tuvo lugar un proceso de
formación y difusión de ideas acerca del lenguaje. Estas ideas normalmente relacionaban al
lenguaje con otros órdenes de la vida social: la política, la moral, la religión, etc., de modo
que, para comprenderlas adecuadamente, hace falta que salgamos del terreno de la
lingüística y también adoptemos una mirada sociosicológica y antropológica más amplia.
Los conceptos de “creencia” y “actitud” son especialmente útiles para entender el proceso
referido. Una actitud es una disposición a evaluar de manera positiva o negativa una
determinada cosa o persona. Estas actitudes muchas veces se basan en ciertas concepciones
o creencias acerca de dicha cosa o persona, creencias que pueden o no corresponder con la
realidad. Las creencias, al relacionarse entre sí, pueden conformar “ideologías”. Lo
importante es que estas creencias y las actitudes asociadas son aprendidas y reproducidas
culturalmente a través de la familia, la escuela, los medios de comunicación y otras vías, y
que normalmente responden a los intereses específicos de un grupo, la mayoría de las veces
el social y políticamente dominante.
Podemos decir, entonces, que en el siglo XIX chileno se formaron actitudes hacia
distintas variantes del lenguaje, actitudes basadas en distintas maneras de concebir la

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Darío Rojas: ¿Cómo hablamos los chilenos? Una mirada histórica

lengua. En realidad, entre los intelectuales chilenos de la época hubo una relativa
homogeneidad respecto de su manera de concebir la lengua española, es decir, predominó
una ideología lingüística determinada, forjada a partir de ideales racionalistas y
republicanos durante los primeros años de la Independencia. El personaje más importante
en la conformación de esta manera de pensar fue Andrés Bello, por lo cual vale la pena
detenernos un poco en sus ideas lingüísticas.
A modo de contextualización, hay que señalar que, en el clima intelectual de los
movimientos independentistas hispanoamericanos, el idioma español se convirtió en un
objetos de reflexión muy importante para las élites, pues presentaba de modo simultáneo la
condición de tradición heredada de los antiguos dominadores y el potencial de vehículo
idóneo para la participación de los ciudadanos en la vida cívica y para la difusión de las
ideas entre los miembros de las nuevas naciones. En consecuencia, durante el siglo XIX

hispanoamericano surgieron diversas actitudes hacia la lengua española y sus variedades.


Algunos renegaron de todo lo que oliera a España, mientras otros consideraron la lengua
española como símbolo de identidad y de unión internacional, e insistieron en su cultivo
institucional a nivel suprarregional. Entre las opiniones sobre el futuro del español en los
territorios recién independizados, en Chile (y otras partes de América) se terminó haciendo
hegemónica una ideología de tinte culturalmente conservador que Miguel Ángel Quesada
Pacheco (2002) llama “unionista”, la cual tenía como contraparte a las ideas de los
“separatistas”.
Grosso modo, los unionistas sostenían ideas racionalistas y los separatistas, ideas
románticas. El propósito de los unionistas era mantener el español como el idioma de las
nuevas naciones independientes y conservarlo relativamente uniforme a lo largo de todos
los territorios hispanohablantes. Los separatistas, mientras tanto, planteaban una escisión
lingüístico-ideológica respecto de España, lo que conllevaba valorizar la diferencia
idiomática con la metrópoli y de esta manera reforzar la identidad autónoma de las nuevas
naciones, es decir, deseaban que la autoridad idiomática estuviera circunscrita al país.
Fueron los unionistas, como en otras naciones americanas, quienes triunfaron en esta pugna
ideológica, gracias a su influencia política y cultural. Por esta razón, les fue posible aplicar
sus ideas mediante una política lingüística de tipo prescriptivo apoyada de manera oficial
por el Gobierno chileno y materializada en numerosas obras (gramáticas y diccionarios)

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Darío Rojas: ¿Cómo hablamos los chilenos? Una mirada histórica

destinadas a la corrección de los hábitos idiomáticos que iban en detrimento de la unidad y


casticidad de la lengua española en América.
Como decíamos, el más conocido e influyente de los unionistas fue el político
nacido en Venezuela, abogado, escritor, filólogo y gramático Andrés Bello, quien llegó a
Chile en 1829 y desempeñó un papel fundamental en la formación de la República
chilena17, contexto en el cual ocupó su pluma en la escritura de diversos textos
fundamentales, tales como el código civil chileno y una “Gramática de la lengua castellana
destinada al uso de los americanos”, publicada en 1847. En una declaración muy citada del
prólogo de su “Gramática…”, Bello expresó que la unidad de la lengua española permitiría
instrumentalizarla “como un medio providencial de comunicación y un vínculo de
fraternidad entre las varias naciones de origen español derramadas sobre los dos
continentes” (1847: x-xi).
La unidad de la lengua era importante para los unionistas porque evitaría una
situación considerada indeseable: la fragmentación dialectal de la lengua española en
Hispanoamérica, de modo análogo a lo que había sucedido con el latín tras la caída del
Imperio romano. Este suceso histórico era estimado negativamente por su “oscuridad”
cultural, que los americanos no querían ver reiterada en sus nuevas naciones. La variación y
diversidad lingüística, condición hoy aceptada como natural del lenguaje, también era vista
por Bello como un obstáculo importante para la constitución de las nuevas naciones: la
convivencia de distintas variedades, en su opción, ofrecía “estorbos a la difusión de las
luces, a la ejecución de las leyes, a la administración del Estado, a la unidad nacional”
(Bello 1847: xi).
El modelo ideal de español unificado, el “español correcto”, de los unionistas
chilenos, sin embargo, se parecía sospechosamente al modelo emanado desde la metrópoli
española. Belford Moré, en un trabajo de 2004, ha mostrado que, a pesar de que Bello
defendía de palabra las particularidades lingüísticas americanas (“Chile y Venezuela tienen
tanto derecho como Aragón y Andalucía para que toleren sus accidentales divergencias”;
Bello 1847: xii), pensaba, paradójicamente, que los chilenos (y americanos) debían
aprender a distinguir en la pronunciación entre “eses” y “zetas”, como los madrileños o

17
Véase la biografía de Iván Jaksic (2010).

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Darío Rojas: ¿Cómo hablamos los chilenos? Una mirada histórica

castellanos en general (“… los que se cuidan de evitar todo resabio de vulgarismo en su
pronunciación [...] distinguirán también la s de la z o c”; Bello [1833-1834]1940: 66).
Sus ya citadas “Advertencias sobre el uso de la lengua castellana” son quizá el
ejemplo más revelador de su actitud negativa hacia el uso que se hacía en Chile de la
lengua española. Bello principia este texto diciendo: “Son muchos los vicios que bajo todos
estos aspectos se han introducido en el lenguaje de los chilenos y de los demás americanos
y aun de las provincias de la Península […]. Sobre todo, conviene extirpar estos hábitos
viciosos en la primera edad, mediante el cuidado de los padres de familia y preceptores”
(1940 [1833-1834]: 51). Recuérdese que entre estos “vicios” se encontraba el seseo, que ya
en ese momento tenía una tradición de siglos en la comunidad local hispanohablante y que
muy probablemente se encontraba completamente generalizado entre todos los hablantes
chilenos de español.
Por otra parte, el pensamiento lingüístico de Bello, como el de otros intelectuales de
su época, tenía un importante elemento elitista, en un sentido cultural, pues, para los
unionistas, el modelo lingüístico era el habla de las personas educadas. Esta era percibida
como la menos marcada por rasgos dialectales, al contrario que el habla de los incultos, y,
por lo tanto, la más favorecedora de la unidad del idioma. El mismo Bello declaró
considerar “la costumbre uniforme i auténtica de la gente educada” (Bello 1847: xii) como
el parámetro para considerar un uso apropiado en el marco de la norma local chilena que
emergía en esos momentos. Años más tarde, el abogado y político Aníbal Echeverría y
Reyes señalaba con más fuerza en su “Voces usadas en Chile” que “el vulgo jamás podrá
dar el tono de un idioma” (1900: xv).
Las ideas lingüísticas de Bello corresponden grosso modo a lo que James Milroy
(2001) llama la “ideología de la lengua estándar”: según esta ideología, solo existe una
manera correcta de hablar, aquella a la que se asigna la condición de norma (por razones de
diverso orden: político, por ejemplo), y lo que se aparta de ella es error, desviación,
incompetencia. En el caso de los hispanohablantes, la ideología de la lengua estándar ha
hecho que las variedades del español de América Latina ocupen una posición periférica y
hayan estado, durante mucho tiempo, socialmente subordinadas al español de Castilla,
variedad reificada en los códigos léxicos y gramaticales de la Real Academia Española.
Esta jerarquización puede explicarse como resultado de la subordinación política que Chile

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Darío Rojas: ¿Cómo hablamos los chilenos? Una mirada histórica

y otros países hispanoamericanos tuvieron respecto de España al menos hasta el final del
período colonial. En resumen, el español de Chile y otras variedades que divergen
estructuralmente del modelo peninsular metropolitano han sido consideradas
tradicionalmente como formas deslegitimadas y periféricas en relación con la norma
ejemplar peninsular y han sido asociadas, por tanto, a la incorrección idiomática.
La ideología lingüística de Bello tuvo una fuerte influencia sobre la percepción
social de la lengua en Chile. Su influencia se explica principalmente por su prestigio como
figura intelectual y por su participación directa en la creación del sistema educativo chileno.
La mayor parte del discurso metalingüístico chileno de fines del siglo XIX siguió las ideas
unionistas, con pocas variaciones. En consecuencia, una opinión negativa sobre las
características del español de Chile, en particular las comunes en el habla popular, se
extendió entre muchos gramáticos y lexicógrafos del siglo XIX.
Un muy buen ejemplo de lo anterior es el “Diccionario de chilenismos” de
Zorobabel Rodríguez, publicado en 1875 en Valparaíso. Rodríguez, nacido en Quillota en
1839 y fallecido en Valparaíso en 1901, novelista, poeta, parlamentario, abogado, profesor
y periodista, fue uno de los representantes más notables de la intelectualidad conservadora
de la segunda mitad del s. XIX. Fue el primer autor de un diccionario de usos chilenos, pero
no el primero en América. Esteban Pichardo, en 1836 en Cuba, publicó el primer
diccionario americano de provincialismos, inaugurando una larga y prolífera tradición. Casi
todos estos diccionarios son normativos, en el sentido de que no se ocupan solamente de
describir los regionalismos, sino de condenarlos, y además comparten una actitud negativa
hacia los vocablos dialectales.
La frase con que Rodríguez comienza el prólogo de su diccionario refleja de manera
evidente una actitud lingüística negativa hacia el uso chileno de la lengua española: “La
incorrección con que en Chile se habla y escribe la lengua española es un mal tan
generalmente reconocido como justamente deplorado” (Rodríguez 1875: vii). Las palabras
de Rodríguez sugieren que al momento de escribir su diccionario existía una conciencia
metalingüística negativa respecto del habla chilena, pues dice que es un mal “generalmente
reconocido” y “justamente deplorado”. Nótese además que con el adverbio evaluativo
“justamente” Rodríguez refuerza su adhesión a dicha opinión.

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Darío Rojas: ¿Cómo hablamos los chilenos? Una mirada histórica

En el párrafo que reproducimos a continuación el autor elabora y refuerza esta idea,


poniendo explícitamente a Chile cerca del polo inferior (más adelante se refiere
explícitamente a la “inferioridad” del habla chilena) de una jerarquía entre países que hacen
“buen” uso del idioma español:

Si en lo tocante al punto en que nos estamos ocupando la República de Chile no es ya la


última de las naciones en que se habla español, aún tiene delante de los ojos el bochornoso
espectáculo de otras que con menos tranquilidad, riqueza y elementos que ella la igualan y
la vencen. No hemos tenido un Baralt como Venezuela, ni un Pardo como el Perú, ni un
Cuervo como Colombia; y basta abrir los periódicos de Méjico, de Caracas, de Bogotá y de
Lima para persuadirse de que por aquellos mundos se tiene mucho más respeto a las reglas
de la Gramática y se conocen mucho mejor que entre nosotros los modismos de la lengua, y
la propia y castiza significación de sus vocablos. (Rodríguez 1875: vii)

Y en otro apartado, más adelante, cuando explica el propósito de su diccionario, señala su


intención de “contribuir al perfeccionamiento y depuración de nuestra habla” (Rodríguez
1875: xi), lo cual implica que el ideal es un habla perfecta y pura, y que el habla chilena se
aleja de ese ideal por su imperfección e impureza.
Similares líneas lingüístico-ideológicas se pueden encontrar si se analizan otras
obras de la época, tales como el “Diccionario manual de locuciones viciosas y de
correcciones del lenguaje” del sacerdote Camilo Ortúzar (1893), “Voces usadas en Chile”
de Aníbal Echeverría y Reyes (1900) o el “Diccionario de chilenismos y de otras voces y
locuciones viciosas” del también sacerdote Manuel Antonio Román (1901-1918).
Es muy interesante constatar que muchas de las ideas lingüísticas que hemos
descrito para el siglo XIX chileno persisten hasta la actualidad. A pesar de que han pasado
más de dos siglos desde la Independencia de Chile, las actitudes y creencias lingüísticas de
los chilenos todavía muestran huellas de un orden social colonial. Entre 2009 y 2012 quien
escribe participó en una investigación en que se hicieron encuestas sobre actitudes
lingüísticas a 400 santiaguinos. Se les preguntó acerca de diversas cuestiones relacionadas
con la lengua española: qué era para ellos hablar correctamente, si era importante para ellos
hablar correctamente, dónde pensaban que se hablaba más o menos correctamente, si había

71
Darío Rojas: ¿Cómo hablamos los chilenos? Una mirada histórica

alguna forma de hablar que les agradara o desagradara en particular, qué pensaban el
español en los medios de comunicación, entre varias otras preguntas.
La conclusión más importante de este estudio (algunos detalles pueden encontrarse
en mi artículo del año 2012) fue que los chilenos tienen una baja autoestima lingüística:
piensan que son los que peor hablan español en todo el mundo. Por el contrario, piensan
que en España o en países americanos como Perú y Colombia, hablan muchos mejor que
ellos. A los chilenos no les gusta su forma de hablar, por ejemplo, porque sienten que se
“comen las eses”, porque dicen “cardo”, o porque dicen “cachái” y “poh”. Incluso algunos
encuestados llegaron a afirmar, como Zorobabel Rodríguez, que hablamos mal porque no
pronunciamos la z distinto de la s.
A través de esas encuestas pude conocer con cierto detalle el modelo ideal de lengua
que tienen los chilenos. La idea de español correcto que servía de modelo a los encuestados
corresponde a un español pronunciado con fonética castellana o conservadora, con
realización plena de consonantes, ajustado a la escritura, de ritmo pausado, volumen
considerable de la voz y acento neutro. Este español correcto, asimismo, se caracterizaría
por un vocabulario amplio, respetuoso de los límites impuestos por el Diccionario
académico y libre de voces marcadas (coloquialismos, regionalismos, voces jergales, etc.),
así como de groserías y muletillas. El empleo correcto de su vocabulario, además, se
caracteriza por la precisión desde el punto de vista del significado. Su utilización se ajusta
perfectamente a “reglas gramaticales”, excluyendo las construcciones o variantes
morfológicas consideradas subestándares o coloquiales. Por otro lado, el buen hablante de
español, según los encuestados, debería tener en cuenta las normas académicas (de la
RAE), así como expresarse de manera clara y adecuada a contexto. La valoración positiva o
negativa que hicieron los encuestados del español de los países hispanohablantes dependía
en gran medida de la correspondencia del perfil lingüístico de cada variedad con el de este
español correcto ideal. Así, por ejemplo, las variedades de Perú y de España fueron
consideradas las más correctas, mientras que las variedades que se distancian de dicho
perfil, como la de Chile, se encontraban más propensas a ser consideradas incorrectas.
Otro punto que merece comentario es que, cuando preguntamos a los entrevistados
qué pensaban sobre el habla local, muchos coincidieron en hallar un enemigo común al cual
echarle la culpa por la “degeneración” del habla chilena: el flaite, que, estereotípicamente,

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Darío Rojas: ¿Cómo hablamos los chilenos? Una mirada histórica

sirve como símbolo y encarnación del estrato social bajo y de la barbarie, bajo una lógica
clasista y elitista. Según muchos de los encuestados, sería la gente sin educación la que
hace que el habla chilena sea tan deplorable. De hecho, varios dijeron que el habla de
regiones (es decir, lo no metropolitano o urbano) es peor que el habla capitalina
precisamente porque en esos lugares había menos educación.
No es difícil, creo, encontrar los paralelos entre las creencias recién descritas y las
ideas de los unionistas chilenos del siglo XIX. No sería descabellado, de hecho, pensar que
la persistencia de ese imaginario se debe a la reproducción y afianzamiento de los discursos
afines al de Bello, Gormaz, Rodríguez y otros, instaurados y naturalizados como
representación hegemónica en el medio nacional a través de diversas instituciones: la
escuela, la prensa, la academia, en todas las cuales el pensamiento de inspiración unionista
ha tenido importantes representantes desde esa época hasta la fecha moderna.

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