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Las preguntas de Gauguin

E l pintor y escritor francés Paul Gauguin —un loco, un


malvado y persona de trato peligroso, según muchos tes-
timonios— padecía un agudo vértigo cosmológico inducido
por las obras de Darwin y otros científicos de la era victoriana.
Allá por la década de 1890, Gauguin abandonó París, la
familia y su profesión de agente de Bolsa para dedicarse a pin-
tar las jóvenes nativas de los trópicos (y encamarse con ellas).
Al igual que otros muchos espíritus atormentados, no tardó en
descubrir que huir de uno mismo era lo más difícil, pese al gran
esfuerzo realizado con la ayuda del alcohol y el opio. En el fon-
do, lo que impulsaba su inquietud era el anhelo de descubrir lo
que llamaba «el salvaje», el hombre (y la mujer) primigenio, la
Humanidad en su estado natural, la secreta esencia de nuestra
especie. Fue esa búsqueda lo que finalmente le llevó a Tahití y
otras islas de los Mares del Sur, donde se intuían, por debajo de
la cruz y la tricolore, las trazas de un mundo anterior al contac-
to. Anterior a la caída, al modo de ver de Paul.
En 1897, el vapor del correo que atracó en Tahití traía no-
ticias terribles para él. Aline, su hija predilecta, había muerto re-
pentinamente de una neumonía. Tras largos meses de enferme-
dad, miseria y desesperación suicida, el artista hizo acopio de
todo su talento para producir una pintura inmensa —concep-

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tualmente más mural que cuadro de caballete—1 en la que, lo


mismo que la propia era victoriana, reclamaba nuevas respues-
tas al enigma de la existencia. Escribió el título en un atrevido
letrero sobre la misma imagen. Tres preguntas de infantil senci-
llez, pero profundas: D’où venons nous? / Que sommes nous? /
Où allons nous? «¿De dónde venimos? ¿Qué somos? ¿Adónde
vamos?»
La obra en sí es un desordenado panorama de figuras enig-
máticas colocadas en lo que podrían ser las selvas de la Tahití
pagana, o un caótico jardín del Edén. Hay adoradores o dioses;
gatos, pájaros, un macho cabrío que reposa; un gran ídolo de se-
rena expresión que levanta las manos y parece apuntar al más
allá; una figura central que coge unos frutos; y una Eva, la ma-
dre del género humano, pero no en figura de voluptuosa ino-
cente como otras mujeres de los cuadros de Gauguin, sino vista
como una bruja arrugada que le taladra a uno con su único ojo,
inspirada en una momia peruana. Y otro personaje se vuelve con
aire sorprendido hacia una joven pareja humana que, como es-
cribió el artista, «ha osado interrogarse sobre su destino».2
La tercera pregunta de Gauguin, «¿Adónde vamos?», es la
que voy a plantearme en este libro. Algunos dirán que no tiene
respuesta. ¿Quién puede prever la carrera de la humanidad a
través del tiempo? Pero yo creo que sí podemos contestar a ella,
en líneas generales, siempre y cuando hayamos contestado an-
tes a las otras dos. Si llegamos a ver con claridad lo que somos y
lo que hemos hecho, reconoceremos los comportamientos hu-
manos que persisten a través de las épocas y de las culturas. Y sa-
biendo esto, nos dirá lo que probablemente haremos, adónde
nos dirigiremos probablemente a partir de aquí.
Nuestra civilización, en la que se subsumen la mayoría de
sus predecesoras, es como un gran navío que navega a toda má-
quina hacia el futuro. Va más deprisa, más lejos y más cargada
que cualquiera de las anteriores. Es posible que no seamos ca-

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paces de prever todos los arrecifes y todos los peligros, pero si


leemos el rumbo en la brújula y conocemos su andadura, si en-
tendemos su construcción, sus reacciones ante las emergencias,
y las destrezas de la tripulación, imagino que no debe ser impo-
sible trazar una derrota prudente por entre los estrechos y los
bajíos que nos esperan.
Además, creo que debemos hacerlo sin pérdida de tiempo.
Son demasiados los naufragios que dejamos a nuestras espal-
das. La nave en la que vamos ahora no sólo es la más grande de
todos los tiempos, es también la única que nos queda. El futu-
ro de todo cuanto hemos conseguido desde que evolucionó la
inteligencia dependerá de la prudencia de nuestras acciones
dentro de los próximos (no muchos) años. Como todas las cria-
turas, hasta el presente los humanos se han abierto paso por el
método empírico del error y nuevo ensayo. Pero, a diferencia
de otras criaturas, tenemos ahora una presencia tan colosal que
el error ha pasado a ser un lujo que ya no podemos permitirnos.
El mundo se ha vuelto demasiado pequeño para perdonarnos
grandes errores.

Pese a determinados acontecimientos del siglo XX, la mayoría


de los que viven dentro de la tradición cultural occidental sigue
creyendo en el ideal victoriano de progreso. Es la fe sucinta-
mente descrita por el historiador Sidney Pollard en 1968 como
«la creencia de que existe un patrón de cambio en la historia de
la humanidad [...] constituida por cambios irreversibles orien-
tados siempre en un mismo sentido, y que dicho sentido se en-
camina a mejor».3 La misma aparición en la Tierra de unos se-
res capaces de concebir tal idea viene a sugerir que el progreso
es una ley de la naturaleza: el mamífero es más ágil que el rep-
til, el mono es más listo que el buey, y el humano es el más in-
teligente de todos. Como estamos en una cultura tecnológica,

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medimos el progreso humano por la técnica: el palo es mejor


que el puño, la flecha es mejor que el palo, y la bala mejor que
la flecha. Hemos llegado a esa creencia por razones empíricas:
en vista de los resultados.
Pollard observa cómo la idea de progreso material es muy
reciente —«significativa en un pasado que sólo abarca los úl-
timos trescientos años, poco más o menos»—,4 en estrecha
correlación con el auge de la ciencia y la industria, y con la co-
rrespondiente decadencia de las creencias tradicionales.5 Ya no
dedicamos mucha atención al progreso moral, que fue una de
las grandes preocupaciones de siglos pasados, excepto para dar
por supuesto que debe andar en paralelo con el progreso ma-
terial. Tendemos a pensar que las personas civilizadas no sólo
huelen mejor, sino que también se comportan mejor que los
bárbaros o salvajes. Pero esta noción tiene difícil defensa ante
el tribunal de la Historia. Volveremos sobre el asunto en el ca-
pítulo siguiente, cuando consideremos qué es lo que se entien-
de por «civilización».
Nuestra fe práctica en el progreso ha extendido sus rami-
ficaciones y se ha condensado en una ideología, en una religión
secular que, al igual que las religiones a las que el progreso vino
a desplazar, tiene un punto ciego en cuanto a las deficiencias de
sus propias credenciales. Sucede que el progreso se ha conver-
tido en un «mito», en el sentido antropológico de la palabra.
Con esto no quiero decir que las creencias sean débiles o pal-
mariamente falsas. Los mitos triunfadores son poderosos, y a
menudo sólo en parte verdaderos. Como he escrito en otro lu-
gar, «el mito es una ordenación del pasado, real o imaginario,
en patrones que refuerzan los valores y aspiraciones más pro-
fundos de una cultura. [...] De ahí que los mitos vayan tan car-
gados de sentido, que somos capaces de vivir y morir por ellos.
Son como las cartas de navegación de las culturas a través del
tiempo».6

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El mito del progreso nos ha prestado buenos servicios


(a quienes nos hallamos sentados a las mesas mejor surtidas,
en todo caso), y es posible que continúe siendo así. Pero,
como trataré de demostrar en este libro, también se ha conver-
tido en peligroso. El progreso tiene una lógica interna que
puede arrastrarnos más allá de la razón, hacia la catástrofe. Un
camino seductor lleno de éxitos puede acabar en una trampa.
Veamos, por ejemplo, el caso de las armas. Desde que los
chinos inventaron la pólvora, se ha progresado mucho en el
arte de obtener explosiones: desde el petardo hasta el cañón,
desde el cartucho hasta la granada cargada de alto explosivo. Y
precisamente cuando los altos explosivos estaban rozando la
perfección, el progreso descubrió otra explosión infinitamente
más grande, la del átomo. Pero ahora que somos capaces de
producir un «bang» (una explosión) que haga volar todo el
planeta, cabe sospechar que quizás hemos tenido un progreso
excesivo.
Varios de los científicos que crearon la bomba atómica se
dieron cuenta de ello allá por la década de 1940, e hicieron lla-
mamientos a los políticos y otras autoridades instando a la des-
trucción de las nuevas armas. «El poder desatado del átomo lo
ha cambiado todo, excepto nuestras maneras de pensar —escri-
bió Albert Einstein—. De esta manera nos encaminamos hacia
catástrofes sin precedentes.» Y pocos años más tarde, el presi-
dente Kennedy dijo: «Si la humanidad no acaba con la guerra,
la guerra acabará con la humanidad».
En la década de 1950, cuando yo era un niño, la sombra
del progreso excesivo en materia de armamento había caído ya
sobre el mundo: sobre Hiroshima, Nagasaki, y varias islas del
Pacífico desintegradas. Hace ya como sesenta años que ensom-
brece nuestras vidas, y se ha hablado tanto del tema que no de-
seo añadir nada más.7 Bastará dejar sentado que la tecnología
armamentista ha sido el primer aspecto del progreso humano

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que llega a un callejón sin salida, al amenazar con la destruc-


ción del propio planeta en que se ha desarrollado.
En esa época, esta trampa del progreso pareció a muchos
una anomalía. En todos los demás terrenos, incluyendo los de la
energía nuclear y los pesticidas químicos, la fe genérica en el pro-
greso ha seguido inconmovible durante mucho tiempo. En la
publicidad de la década de 1950 veíamos a una sonriente «seño-
ra 1970», complacida porque estaba disfrutando anticipada-
mente del futuro al haber acertado con la marca correcta de una
aspiradora para el polvo. Cada año los automóviles parecían di-
ferentes de los del año anterior (sobre todo cuando no lo eran).
«¡Más grande! ¡Más largo! ¡Más ancho!», cantaban las coristas
de una musiquilla publicitaria: entonces como ahora, los cons-
tructores de automóviles siempre han sabido vendernos que más
grande quiere decir mejor. Y los agricultores se libraron de los
parásitos gracias a generosas aspersiones de DDT. Sobre todo,
en lo que hemos dado en llamar el Tercer Mundo, ese caleidos-
copio de culturas no occidentales que contemplamos como reli-
quias del «atraso», y desgarradas entre las superpotencias. En sus
dos versiones, la capitalista y la comunista, la gran promesa de la
modernidad era el progreso sin límites y sin fin.
El colapso de la Unión Soviética hizo que muchos sacaran
la conclusión de que, en realidad, sólo existía un camino de pro-
greso. En 1992 Francis Fukuyama, un ex funcionario del De-
partamento de Estado, anunció que el capitalismo y la democra-
cia eran «el fin» de la Historia, no sólo su destino sino su meta.8
Los escépticos señalaron que el capitalismo y la democracia no
van necesariamente juntos, citando los ejemplos de la Alemania
nazi, la China moderna y el gulag mundial de las tiranías apoya-
das en una mano de obra semiesclava. Sin embargo, el ingenuo
triunfalismo de Fukuyama venía a corroborar una creencia resi-
dente sobre todo en la derecha política. Según ésta, quienes no
eligiesen por iniciativa propia el buen camino deberían ser obli-

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gados a hacerlo por su propio bien... mediante la fuerza, en caso


necesario. En este aspecto, y en el de los intereses egoístas que el
mismo oculta, esa ideología actual del progreso se parece mucho
a los proyectos misioneros de pasados imperios, digamos por
ejemplo el Islam del siglo VII, los conquistadores españoles del
XVI, o los imperialistas británicos del XIX.

Desde que terminó la Guerra Fría, hemos tenido a raya el ge-


nio nuclear, pero no hemos logrado confinarlo de nuevo en su
botella. Al mismo tiempo, andamos ocupados en desatar nue-
vas fuerzas —la cibernética, la biotecnología, la nanotecnolo-
gía— confiando en que servirán de herramientas útiles, pero
sin que sea posible prever sus consecuencias.
El peligro más inmediato, sin embargo, puede ser una cosa
tan poco prestigiosa como son nuestros propios desperdicios.
Como sucede con la mayoría de las dificultades técnicas, la con-
taminación es un problema de escala. La biosfera tal vez habría
sido capaz de tolerar a nuestros viejos y sucios amigos, el carbón
y el petróleo, si los hubiéramos quemado a un ritmo razonable.
Pero ¿cuánto tiempo soportará todavía este consumo actual,
tan frenético que la cara nocturna del planeta reluce en la oscu-
ridad del espacio como unas ascuas reavivadas por un fuelle?
Con cierto esnobismo, Alexander Pope decía que un poco
de instrucción es peligroso. A lo que respondía algún tiempo
después Thomas Huxley: «¿Dónde está el hombre que tenga
tanta, que pueda considerarse fuera de peligro?»9 La tecnología
es adictiva. El progreso material crea problemas que sólo pue-
den resolverse, o lo parece, con más progreso. Una vez más, el
demonio se esconde en la escala de magnitud: un buen «bang»
quizá sea útil, un «bang» mejor quizá sea el fin del mundo.
Hasta aquí me he referido a estos problemas como si fue-
sen exclusivos de la era moderna, y resultantes de las tecno-

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logías industriales. Es verdad que un progreso tan fuerte que


pueda destruir el mundo es una creación moderna, pero el de-
monio de la escala que convierte las ventajas en trampas viene
asediándonos desde la Edad de Piedra. Ese demonio vive den-
tro de nosotros, y se escapa cada vez que le sacamos delantera
a la naturaleza, cada vez que desequilibramos la balanza entre
habilidad y temeridad, entre necesidad y codicia.
Los cazadores paleolíticos que aprendieron cómo matar
dos mamuts en vez de uno realizaron un progreso. Los que
aprendieron cómo matar doscientos —por ejemplo, acosando
a la manada para empujarla hacia un barranco— progresaron
demasiado. Vivieron muy bien durante una temporada, pero
luego murieron de hambre.
Muchas de las grandes ruinas que hoy adornan los desier-
tos y las selvas de la Tierra son monumentos a la trampa del
progreso, recuerdos de civilizaciones que desaparecieron vícti-
mas de sus propios éxitos. El sino de esas sociedades, que an-
taño fueron poderosas, complejas y brillantes, plantea ense-
ñanzas muy instructivas para nosotros. Sus ruinas son como
restos de los naufragios que marcan las costas del progreso. O
para usar una metáfora más moderna, son como aviones de lí-
nea accidentados cuyas cajas negras nos pueden revelar lo que
salió mal. En este libro voy a leer algunas de esas cajas negras,
con la esperanza de que nos ayuden a evitar pasados errores en
cuanto a plan de vuelo, elección de las tripulaciones y diseño
de los aparatos. Por supuesto, nuestra civilización tiene otras
particularidades, comparada con las anteriores. Pero las dife-
rencias no son tantas como nos agrada pensar. Todas las cultu-
ras pasadas y presentes han sido y son dinámicas. Por lento que
fuese su progreso, en esencia todas fueron «obra en curso».
Aunque los datos de cada caso difieran, las pautas a lo largo del
tiempo son muy parecidas. Lo que es alarmante, porque pode-
mos predecir la posibilidad de nuestros errores; pero también

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es reconfortante, porque ese hecho puede ayudarnos a com-


prender lo que viene hacia nosotros hoy.
A menudo nos gusta creer, como Gauguin, que el pasado
lejano fue una era de inocencia y naturalidad, de vida pletórica,
sencilla y fácil, antes de una supuesta caída. Las palabras «Edén»
y «Paraíso» suelen aparecer con frecuencia en los títulos de li-
bros de divulgación sobre antropología e historia. Para algunos,
el Edén fue el mundo anterior al descubrimiento de la agricul-
tura, la era de los cazadores-recolectores. Para otros, era el mun-
do precolombino, el de las Américas antes de la llegada del hom-
bre blanco. Muchos lo sitúan en el mundo preindustrial, en el
largo silencio anterior a la irrupción de la máquina. Ciertamen-
te, siempre han existido épocas buenas y malas para vivir. Pero la
realidad es que los humanos se expulsaron a sí mismos del Edén,
y han vuelto a hacerlo una y otra vez ensuciando sus propios ni-
dos. Si deseamos vivir en un paraíso terrenal, tendremos que
darle forma, compartirlo y conservarlo.

Al considerar su primera pregunta, ¿de dónde venimos?, Gau-


guin tal vez habría estado de acuerdo con G. K. Chesterton,
quien observó: «Con independencia de lo que sea además, el
hombre es una excepción. [...] Si no es verdad que fue una cria-
tura divina la que cayó, sólo cabe decir que uno de los animales
perdió por completo la cabeza».10 Ahora sabemos mucho más
acerca del mono que perdió la cabeza en un proceso de 5 mi-
llones de años, de modo que nos resulta difícil entender la con-
moción que recorrió el mundo la primera vez que aparecieron
con claridad las implicaciones de la teoría evolucionista.
Shakespeare, que escribió hacia el 1600, pone en boca de
Hamlet esta exclamación: «¡Qué obra maestra es el hombre!
¡Cuán noble por su razón! ¡Cuán infinito en facultades! [...]
En sus acciones, ¡qué parecido a un ángel! En su inteligencia,

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¡qué semejante a un dios!»11 Su público sin duda compartió los


sentimientos de Hamlet ante la naturaleza humana: mezcla de
asombro, desprecio e ironía. Pero pocos de ellos dudarían
de haber sido creados tal como cuenta la Biblia: «Y dijo Dios:
hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza».
Estaban dispuestos a pasar por alto ciertas dificultades
teológicas planteadas por el sexo, la raza y el color. ¿Dios era
moreno o rubio? ¿Tenía ombligo? ¿Y qué decir de otros aspec-
tos de su dotación física? Vale más no contemplar demasiado
de cerca esas cosas. En cuanto a ese parentesco nuestro con los
monos, que nos parece tan evidente ahora, era totalmente in-
sospechado. A los monos se los veía (cuando se los veía, que no
era tan corriente en la Europa de la época) como unas parodias
del hombre, nunca como unos primos o unos posibles antepa-
sados.
Si alguna vez se les ocurría reflexionar sobre ello, casi toda
la gente del 1600 pensaría que lo que ahora llamamos el mé-
todo científico acabaría por abrir e iluminar la gran maquinaria
de relojería construida por la Providencia, en la medida en que
Dios quisiera permitir que los humanos crecieran en la admira-
ción hacia su obra maestra. Las inquietantes ideas de Galileo
sobre la estructura de los espacios celestes, no demostradas ni
asimiladas todavía, eran como una bomba que aún no había es-
tallado. (Hamlet todavía suscribe el universo precopernicano
con su «valiente cúpula del firmamento».) Apenas se intuía la
inevitable colisión entre la fe bíblica y las pruebas empíricas.
Muchas de las sorpresas realmente grandes —la antigüedad de
la Tierra, el origen de los animales y del hombre, la forma y las
dimensiones del universo— estaban todavía en el tintero. A la
mayoría de la gente del 1600 les daban mucho más miedo los
curas y los brujos que los filósofos naturales, aunque las dife-
rencias entre éstos y aquéllos muchas veces distaban de estar
claras.

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Partiendo de la definición bíblica del hombre, y del prin-


cipio de sentido común de que se necesita serlo para conocer-
lo, Hamlet cree saber lo que es un ser humano, y durante otros
doscientos años muchos occidentales siguieron creyendo que
sabían lo que ellos eran. El cambio profundo sobrevino con la
duda racional en cuanto a nuestros orígenes que comienza en
el siglo XIX, cuando los geólogos observan que la cronología
bíblica no puede explicar la antigüedad que ellos van leyendo
en las rocas, los fósiles y los sedimentos. Algunas civilizaciones,
especialmente la maya y la hindú, llegaron a suponer que el
tiempo es muy vasto, o infinito. En cambio, nosotros siempre
tuvimos una noción muy modesta de esa escala. «Este mísero
mundo tiene cerca de seis mil años de edad», suspira Rosalin-
da en Como gustéis,12 y es una estimación típica deducida de las
longevidades de los patriarcas, de «Fulano engendró a Menga-
no» y otras pistas del Antiguo Testamento. Medio siglo des-
pués de la exclamación de Rosalinda, el arzobispo Ussher de
Armagh y su contemporáneo John Lightfoot se atrevieron a
precisar el instante exacto de la Creación: «El hombre fue crea-
do por la Trinidad —declaró Lightfoot— el 23 de octubre de
4004 a.C., a las nueve en punto de la mañana».13
Aunque esta precisión era una novedad, la idea de la ju-
ventud de la Tierra siempre fue inherente a la visión teleológi-
ca del tiempo judeocristiana como una especie de breve paseo
de sentido único, desde la Creación hasta el Juicio, desde Adán
hasta los Últimos Días. Fueron Newton y otros pensadores los
primeros que, por razones teóricas, expresaron dudas al res-
pecto. Pero carecían de pruebas reales así como de medios para
corroborar sus ideas. Luego, hacia la década de 1830 y mien-
tras Charles Darwin estaba dando la vuelta al mundo con el ve-
lero Beagle, Charles Lyell publicó sus Principles of Geology, en
donde afirmaba que la Tierra se había transformado a sí misma
poco a poco, mediante unos procesos que todavía eran activos,

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y por consiguiente era posible que fuese tan vieja como había
propuesto Newton, es decir, unas diez veces más de lo que
consentía la Biblia.14
Bajo la reina Victoria, la Tierra envejeció rápidamente, es
decir, muchos millones de años en cuestión de decenios, a fin
de dar margen al mecanismo evolutivo de Darwin y a la colec-
ción cada vez más nutrida de grandes lagartos y humanos fósi-
les de gruesos arcos superciliares que se iban excavando en to-
das las partes del mundo y se exhibían en South Kensington y
en el Crystal Palace.15
En 1863 Lyell publicó un libro titulado Geological Evi-
dences of the Antiquity of Man, y en 1871 Darwin (doce años
después de su El origen de las especies) hizo lo propio con El ori-
gen del hombre. Sus ideas fueron difundidas por entusiastas di-
vulgadores, el principal de ellos Thomas Huxley, famoso por
haber replicado al obispo Wilberforce, en un debate sobre la
evolución, que prefería reconocer por abuelo a un mono que a
un clérigo escasamente respetuoso con la verdad.16 Así la ex-
clamación de Hamlet se convertía en una interrogación: ¿Qué
es un hombre, exactamente? Como los niños cuando llegan a
la edad de no seguir contentándose con la explicación de que
los ha puesto en el mundo la cigüeña, así también los nuevos
públicos cultos empezaron a dudar de la antigua mitología.
Hacia la época en que Gauguin pintaba su obra maestra, es
decir, a finales de siglo XIX, sus primeras dos preguntas estaban
empezando a recibir respuestas concretas. Su compatriota ma-
dame Curie y otros investigadores de la radiactividad descu-
brían elementos que servían de relojes naturales, elementos de
la roca que se descomponían a un ritmo que podía medirse. En
1907, los físicos Boltwood y Rutherford pudieron demostrar
que la edad de la Tierra no debía estimarse en millones, sino
en miles de millones de años.17 La arqueología demostró que
el género Homo era una aparición tardía, incluso dentro de los

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mamíferos, y que tomó forma cuando hacía ya mucho tiempo


que los primeros cerdos, felinos y elefantes andaban por la Tie-
rra (o dejaban de andar y preferían nadar, como en el caso de las
ballenas). «El hombre es un neófito», escribió H. G. Wells.18
Lo más extraordinario del desarrollo humano, el gran ras-
go que nos distingue de otras criaturas, es que pudimos «echar
una mano» a la evolución natural mediante el desarrollo de
culturas transmisibles de generación en generación gracias al
habla. «La palabra humana es el poder que ordena nuestro
caos», ha escrito Northrop Frye en un contexto diferente del
que aquí nos ocupa.19 Los efectos de este poder no conocen
precedentes y hacen posible las herramientas perfeccionadas,
las armas, y las conductas complejas y premeditadas. Incluso las
tecnologías más sencillas han dado lugar a consecuencias enor-
mes. Las artes del vestido y de la construcción, por ejemplo,
han hecho accesibles todos los climas desde los trópicos hasta
la tundra. Nos salimos de los entornos que nos crearon, y em-
pezamos a crearnos a nosotros mismos.
De esta manera nos hicimos criaturas experimentales por
propia iniciativa, pero importa tener en cuenta que no tenía-
mos ni la menor idea de este proceso, ni mucho menos de sus
consecuencias, hasta las seis o siete generaciones últimas de las
100.000 que ha conocido la especie. Todo lo hicimos como
unos sonámbulos. La Naturaleza permitió que entrasen en el
laboratorio de la evolución unos cuantos monos, encendió la
luz, y nos dejó allí para que jugáramos con la provisión cada
vez mayor de ingredientes y procesos. Los efectos sobre noso-
tros y sobre el mundo vienen acumulándose desde entonces.
He aquí una relación de algunas de las etapas entre los prime-
ros tiempos y los actuales: las piedras afiladas, las pieles de ani-
males, los pedazos útiles de hueso y madera, los fuegos espon-
táneos, las fogatas controladas, las semillas comestibles, las
semillas para cultivar, las casas, los poblados, la alfarería, las ciu-

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dades, los metales, la rueda, los explosivos. Lo que más llama


hoy la atención es la aceleración, la progresión cada vez más rá-
pida del cambio... o dicho de otra manera, la compresión del
tiempo. Desde la primera piedra tallada hasta el primer hierro
colado se necesitaron casi 3 millones de años; desde el primer
hierro hasta la bomba de hidrógeno, sólo 3.000.

La primera Edad de Piedra, o Paleolítico, abarcó desde la apa-


rición de homínidos fabricantes de útiles, hace casi 3 millones
de años, hasta que se fundieron los hielos de la última glacia-
ción, hará unos 12.000 años. Este período representa más del
99,5 por ciento de la existencia de la especie. Durante la mayor
parte de ese tiempo, el ritmo del cambio fue tan lento que las
tradiciones culturales (reveladas principalmente gracias a sus
conjuntos de útiles de piedra) se repitieron por entero y casi
idénticas, generación tras generación, durante lapsos de tiem-
po inconcebiblemente largos. Pueden pasar más de 100.000
años antes de que aparezca un nuevo estilo o técnica de traba-
jo. Luego, a medida que una cultura empieza a ramificarse y se
realimenta de sí misma, sólo 10.000, y por último, meros mi-
lenios y siglos. El cambio cultural engendra el cambio material,
y viceversa, formando un bucle de feedback [los resultados con-
trolan o modifican un proceso].
Hoy hemos llegado a una situación en que las destrezas
y las costumbres que aprendimos de niño están periclitadas
cuando llegamos a los treinta, y muchas personas después de
los cincuenta años apenas pueden mantenerse al día en cuanto
a las maneras de hablar, las actitudes, los gustos y las tecnolo-
gías de su cultura, ni aunque lo intenten. Pero me estoy ade-
lantando a mi narración. De los que vivieron en el Paleolítico,
muchos no observaron cambio cultural alguno de ningún tipo.
El mundo humano en que entraban los individuos al nacer se-

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ría idéntico al que dejaban cuando fallecían. Existía la alter-


nancia de los acontecimientos, naturalmente, los banquetes,
las hambrunas, las victorias locales y los desastres, pero las pau-
tas debían parecer inmutables en el seno de cada sociedad.
Existía una sola manera de hacer las cosas, una mitología, un
vocabulario, un conjunto de narraciones. Las cosas se hacían
como se habían hecho siempre.
Cabe imaginar excepciones a lo que acabo de afirmar. La
generación que contempló la primera utilización del fuego,
por ejemplo, tal vez se daría cuenta de que algo había cambia-
do en su mundo. Pero no podemos estar seguros de que ni si-
quiera ese descubrimiento prometeico causara una sensación
duradera. Lo más probable es que el fuego estuviera siendo
usado, aprovechando los incendios naturales y los volcanes,
mucho antes de que supieran guardarlo. Y luego pasaron mu-
cho tiempo guardándolo antes de descubrir la manera de ha-
cerlo. Algunos lectores recordarán tal vez Quest for Fire [La
búsqueda del fuego], la película de 1981 en que el ágil persona-
je de Rae Dawn Chong corretea sobre lo que no es más que
una capa delgada de barro y cenizas. Esta película se basó en
una novela publicada en 1911 por el autor belga J. H. Rosny.20
El título original de Rosny era La guerre du feu [La guerra del
fuego en su edición en castellano]. Más que la película, el libro
explora las mortales rivalidades entre diversos grupos humanos
que tratan de monopolizar el fuego, más o menos como las na-
ciones modernas intentan monopolizar el armamento nuclear.
Durante los cientos de siglos en que nuestros antepasados su-
pieron guardar el fuego, pero no hacerlo, quien consiguiera
extinguir los fuegos de campamento de sus enemigos durante
el invierno de la glaciación habría perpetrado una extermina-
ción masiva.
Es difícil establecer la fecha en que se llegó a dominar el
fuego. Todo lo que sabemos es que aquellas gentes venían

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BREVE HISTORIA DEL PROGRESO

usándolo desde hacía medio millón de años por lo menos, o tal


vez el doble de esa estimación.21 Éstos fueron los tiempos del
Homo erectus, el «hombre que camina erguido», que era muy
parecido a nosotros desde el cuello hacia abajo, pero cuya caja
craneana tenía una capacidad de más o menos dos tercios de la
que tenemos los modernos. Los antropólogos todavía discuten
acerca de cuándo apareció el Homo erectus y cuándo fue reem-
plazado, lo cual depende en gran medida de la definición que
adoptemos para esa etapa evolutiva. Y aún es más grande el de-
sacuerdo entre los estudiosos acerca de si el erectus era capaz de
pensar y hablar.
Los monos contemporáneos, cuyos cerebros son mucho
más pequeños que los del erectus, utilizan herramientas sencillas,
tienen amplios conocimientos sobre plantas medicinales, y se re-
conocen a sí mismos en un espejo. Los estudios sobre lenguajes
no verbales (símbolos de ordenador, lenguaje de señas, etc.) de-
muestran que los monos pueden utilizar un vocabulario de varios
cientos de «palabras», aunque los especialistas no están seguros
de si estas habilidades reflejan la comunicación de los monos
cuando se mueven en su ambiente natural. También se ha visto
que grupos diferentes de la misma especie —por ejemplo, los
chimpancés oriundos de diferentes regiones de África— tienen
distintos hábitos y tradiciones, que se transmiten a los jóvenes tal
como ocurre en los grupos humanos. En resumen, que los mo-
nos tienen los rudimentos de una cultura. Lo mismo sucede en-
tre otras criaturas inteligentes, como los cetáceos, los elefantes y
ciertas aves. Pero ninguna de estas especies llega al punto en que
la cultura se convierte en motor principal de una trayectoria evo-
lutiva, superando limitaciones medioambientales y físicas.
La separación entre la genealogía del hombre y la del
mono tuvo lugar hará unos 5 millones de años, y como se ha
mencionado antes, unos 2 millones de años más tarde apare-
cieron los primeros homínidos fabricantes de toscos útiles de

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Las preguntas de Gauguin

piedra. Sería erróneo, por tanto, subestimar la capacidad del


Homo erectus, el cual, hacia la época en que se calentaba los ca-
llosos pies al fuego de su hoguera hace medio millón de años,
había recorrido ya las nueve décimas partes del trayecto entre
el ancestro simiesco y nosotros. Con la domesticación del fue-
go quedó marcado un primer punto máximo en la gráfica de
las realizaciones humanas. Con el fuego, la vida resultaría bas-
tante más fácil en muchos entornos. El fuego daba calor en las
cavernas y espantaba a los grandes predadores. La cocción y el
ahumado permitieron guardar reservas de alimentos para una
subsistencia más estable. La quema de los matorrales extendía
los herbazales y aseguraba la presencia de caza. Se ha reconoci-
do últimamente que muchos territorios supuestamente natura-
les, habitados todavía en época histórica por cazadores-reco-
lectores —las praderas de América del Norte y el interior de
Australia, por ejemplo—, fueron creados mediante incendios
deliberados.22 «El hombre —dice el gran escritor y antropólo-
go Loren Eiseley— en sí mismo es una llama. A fuego se ha
abierto paso en el mundo animal y se ha apropiado en benefi-
cio propio de sus inmensas reservas de proteínas.»23
Casi el único punto importante en que están de acuerdo los
expertos es que el Homo erectus tuvo su origen en África, la cuna
de todos los primitivos homínidos, y que hace un millón de años
ocupaba diversas zonas templadas y tropicales del «Mundo An-
tiguo», es decir, la masa continental eurasiática contigua. Con
esto no queremos significar que el Hombre Erecto llegase a
tener una densidad de población considerable, ni siquiera des-
pués de haber dominado el fuego. A lo mejor fueron menos de
100.000 individuos, repartidos en bandas familiares, los que
marcaron la decisión entre el fracaso evolutivo y los 6.000 mi-
llones que somos hoy.24
Después del Homo Erectus, la senda de la evolución se
convierte en un barrizal pisoteado por demasiadas tribus riva-

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les de antropólogos. Una de las fracciones, la de la hipótesis


«multirregional», considera que el Homo erectus evolucionó a
saltos e intervalos hacia la humanidad moderna, por donde-
quiera que pasó, mediante la difusión génica, o lo que se llama
corrientemente aparearse con gentes de otros orígenes. Esta
opinión cuadra bien con muchos de los descubrimientos de fó-
siles, pero no tanto con algunas interpretaciones del ADN.
Otro partido, el de la escuela Out of Africa, considera que el
cambio evolutivo debió producirse en dicho continente, para
extenderse luego hacia el resto del mundo.25 En esta segunda
teoría, las sucesivas oleadas de nuevos humanos mejorados eli-
minaron por liquidación física o ventaja competitiva a sus pre-
decesores dondequiera que los encontraron, hasta la extinción
de todos los individuos de cerebros pequeños. Esa teoría im-
plica que cada oleada de africanos fuese una especie diferente,
incapaz de aparearse con los descendientes de la anterior. Lo
que puede ser plausible si se supone que los distintos tipos evo-
lucionaron durante largos períodos sin tener ninguna clase de
contacto, pero parece menos probable si tomamos unos már-
genes de tiempo menores.26

El debate sobre la trayectoria del progreso humano alcanza su


máximo acaloramiento cuando nos referimos a nuestros con-
trovertidos primos los neandertales. Éstos vivieron sobre todo
en Europa y el noroeste de Asia en época bastante reciente,
dentro de la última vigésima parte del recorrido de la aventura
humana. Un Gauguin neandertal que despertase hoy al derre-
tirse uno de los glaciares actuales quizá preguntaría una vez des-
helado: «¿Quiénes éramos? ¿De dónde veníamos? ¿Adónde fui-
mos?» Todas las respuestas dependerían del interlocutor. Los
expertos ni siquiera se ponen de acuerdo en cuanto a su nom-
bre científico.

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