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André Louf

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Escuela de
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contemplación
Vivir según el “sentir” de Cristo
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NARCEA, S.A. DE EDICIONES


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ÍNDICE

Prólogo de Jean-François Bouthors ....................... 9

ta
La experiencia espiritual ................................... 13
El lugar subjetivo del Espíritu. Los lugares obje-

ui
tivos del Espíritu. Las actividades del Espíritu.
La vida contemplativa ........................................
at 25
Vida en común, escuela de caridad............... 31
gr
La dulzura de estar juntos. El trabajo de la
humildad. Un corazón compasivo. Terapia
comunitaria. Amor y observancia. Voluntad
común. Unidad plural. Amistad espiritual. Un
solo corazón y una sola alma. El “paso” a la
ra

contemplación.
Una comunidad fraterna ................................... 49
st

Dios y el hermano. La comunidad cristiana es


un acontecimiento de Iglesia. Características de
la comunidad cristiana. La auténtica libertad
ue

surge en el amor comunitario.


Dimensión apostólica y contemplativa............ 71
M

¿Distinguir entre contemplativos y activos? Una


iglesia que se constituye en el desierto. Un lugar
de pobreza. Un lugar donde renacer. Un lugar
que atrae a las masas. Un lugar en el corazón de
la Iglesia. Un lugar para el discernimiento.
Solidarios ............................................................... 91
El combate del corazón. En soledad. En comu-
nidad. Monjes y ministerio presbiteral. Una
peculiaridad escatológica.

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Ecumenismo .......................................................... 99
Ambivalencia de la vida monástica. De los pri-
meros monjes a San Benito. Fermento de uni-
dad entre las Iglesias. Los hermanos cristianos
de Oriente y Occidente. La intercomunión del
corazón.

La escuela de los salmos .................................. 119


El nacimiento de un salmo. Una poesía orante.
Jesús salmista. La oración cristiana. Aprender a

ta
orar. El silencio de la alabanza.

Para ver, lo importanre es amar ..................... 135

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PRÓLOGO

ta
André Louf, monje trapense de la abadía de Mont-
des-Cats (Bélgica) de 1963 a 1997, es una de esas per-

ui
sonalidades cuya influencia ha sobrepasado con creces
el lugar donde se ha desarrollado su vocación. Sus
libros han nutrido la vida espiritual de muchos cristia-
at
nos, y no sólo en los monasterios. Hay en ellos, sin
duda, algo del misterio de la acción del Espíritu que los
gr
Padres del desierto ya habían identificado desde hace
tiempo. Algo que el propio André Louf ha expresado en
muchas ocasiones cuando se le ha preguntado por la
fecundidad especial de la vida monástica.
ra

La joven comunidad monástica italiana de Bose fun-


dada por Enzo Bianchi, con la que André Louf mantiene
st

profundas relaciones fraternas desde hace años, tuvo la


excelente idea de reunir en 2001, en un libro publicado
ue

por la editorial Qiqajon, una serie de textos publicados en


diversas revistas (Collectanea Cisterciensia, Cistercian Stu-
dies, Christus, Vie Consacrée, Les Amis des Monastères).
M

Muchos de estos textos recogen distintas intervenciones de


André Louf en diferentes asambleas monásticas –lo que
explica el estilo oral que han conservado, incluso algunas
repeticiones, útiles para clarificar el tema abordado– son
algo más que la descripción de un vasto panorama de los
diferentes aspectos de la vida monástica: iluminan el pro-
fundo caminar del monje y a la vez el de todos cuantos
buscan a Dios con autenticidad.

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André Louf habla de “connivencias” entre la vida


contemplativa y algunas llamadas dirigidas a la Iglesia
de hoy. Por su singularidad, la experiencia monástica
concentra en sí misma las mociones profundas de la
vida del Espíritu que se dan en la persona que se abre
a su acción. Su intensidad hace que, a través de ella, se
pueda comprender mejor lo que acontece en el encuen-
tro del hombre con el Padre y el Hijo. En este sentido,
se pueden leer los primeros capítulos de este libro, que

ta
se refieren sobre todo a la vida comunitaria y la obe-
diencia y encontrar en ellos alimento para la propia

ui
reflexión.
Veremos que el “desierto” sobre el que André Louf
at
tiene páginas sobrecogedoras, si se considera atenta-
mente, rebasa el ámbito del monasterio y atraviesa la
experiencia religiosa e incluso humana para abrirlo al
gr
mundo.
Es natural que se aborde el tema del ecumenismo y
sobre todo el vínculo con la tradición monástica tal y
ra

como lo entiende la ortodoxia. Precisamente profundi-


zando en el misterio puede darse el diálogo con todo lo
que comporta de sutileza, atención, caridad y humil-
st

dad. Sobre esto es elocuente la relación que hace André


Louf de una “peregrinación” a Athos.
ue

Finalmente, el libro termina con una especie de


vuelta, por medio de la liturgia, al centro de la expe-
riencia monástica. Se podrá leer y releer la bella medi-
M

tación sobre los salmos, verdadera introducción a la


alabanza, invitación a entrar en el halo poético –crea-
dor– por el cual el Espíritu desarrolla todas las virtuali-
dades de la palabra humana. Al volver a la tradición,
André Louf introduce al lector en el meollo de la litur-
gia pero que a la vez la transciende: la obra de la Pala-
bra de Dios.

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Este libro sólo se manifiesta a quien lo acoge con


mirada de amor. Por eso se termina el libro de André
Louf, con una breve contemplación del misterio de la
muerte y resurrección de Jesús. Y encontramos al final
del recorrido lo que sustentaba los textos de la vida
comunitaria: la palabra del Padre, la que el Hijo nos ha
revelado dando su vida, don enteramente misericordio-
so, es decir, amor que brota de lo más profundo de sus
entrañas.

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JEAN-FRANÇOIS BOUTHORS

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Affectus compassionis
Un corazón compasivo

Cuando uno se ama a sí mismo con misericordia, con


la misericordia de Dios que se ha experimentado en lo
más profundo de la crisis, es cuando empieza a amar a
los hermanos. Podemos compadecer a los que sufren
basándonos en lo que uno mismo ha sufrido. A partir de
esa compasión, se abre la puerta de la contemplación.

ta
San Bernardo señala que, en el evangelio, la bienaven-
turanza de los misericordiosos precede a la de los lim-

ui
pios de corazón que verán a Dios. Porque el corazón
necesita purificarse por la misericordia antes de poder
at
contemplar. Pero “para tener un corazón misericordioso
con la miseria de los demás, antes hay que reconocer la
propia” miseria, en palabras de San Bernardo.
gr
De este modo, el dulce compartir de la vida comuni-
taria se revela sobre todo como el compartir la miseria
común: “Conscientes de nuestra debilidad común,
ra

tenemos que humillarnos los unos ante los otros y com-


padecernos mutuamente, con el temor de que el orgu-
llo de algunos no divida a quienes iguala una misma
st

condición de debilidad”, escribió Balduino de Ford en


el célebre tratado De vita communi. Así, el clima de la
ue

vida comunitaria cisterciense está impregnado de gra-


cias evangélicas, y son según este mismo autor:
“Paciencia mutua, humildad mutua, caridad mutua”.
M

Porque ver y aceptar la miseria común lleva a la exigen-


cia de una común misericordia.

Terapia comunitaria

En este ambiente, la vida fraterna puede tener un


poder de curación psicológica y espiritual que transfor-

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ma la vida en común en un verdadero proceso terapéu-


tico. Para San Bernardo el “bálsamo de la misericordia”
es “curativo”. En su segundo sermón de Pascua descri-
be las etapas y las condiciones. Todavía hoy, afirma, la
misericordia, junto con la “paciencia en humilde afec-
to”, pueden resucitar a un hermano que yace espiritual-
mente muerto en su tumba. El hermano misericordioso
recobra así una cualidad natural al hombre cuando el
pecado no lo ha ofuscado: “Una fluidez de gran y agra-

ta
dable dulzura que le hace ser compasivo para compa-
decer a los pecadores y no ser duro para indignarse

ui
contra ellos”. El cura de Ars utiliza esta misma imagen
cuando habla del “corazón líquido de los santos”. San
at
Benito recomienda al abad que siempre “prevalezca la
misericordia sobre la justicia, para un día ser tratado de
igual manera”. Para San Bernardo, la misericordia ha
gr
de ser tal que si, por un imposible, fuese un pecado
practicarla, no podría dejar de cometerlo. El tono inol-
vidable con el que comentó a menudo la misericordia,
ra

se condensó en una fuerte afirmación: Si Judas hubie-


se sido monje en Claraval, hubiese encontrado miseri-
cordia (Exordium Magnum Cisterciense 2,5).
st

Si el pecado y el perdón forman parte del itinerario


monástico, es normal que los débiles y los pecadores
ue

encuentren un lugar en la comunidad. Se les espera en


ella. Una comunidad que excluyera a los pecadores deja-
ría de ser cristiana porque donde se rechaza el pecado
M

hasta tal punto o más bien se disimula tan hábilmente,


no cabe la gracia y se priva a Dios de su mayor gozo, el
de acoger a un pecador que se convierte. Estaríamos en
otro mundo, el de esos “justos” que, según el evangelio,
no necesitan convertirse (Lc 15,7), el de los fariseos5.

5 La aparente severidad de San Benito que en algunos casos no duda

en “excomulgar” a un hermano, no debe engañarnos. Forma parte de un

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Por el contrario, a través de la misericordia, el más


débil como el más fuerte pueden respirar el ambiente
de Dios, pues nadie se parece más a Dios que quien es
misericordioso con sus hermanos. En el caso de Elredo
de Rielvaux, por ejemplo, se ha podido hablar de una
verdadera “opción preferencial por los debiles” dentro
de su abadía6. Su biógrafo no duda en llamar “madre
de misericordia” al monasterio de Rielvaux por el gran
número de los que “teniendo necesidad de misericordia

ta
fraterna fueron a refugiarse allí desde el extranjero y
desde las regiones más alejadas”7.

ui
Las palabras “teniendo necesidad de misericordia
fraterna”, recuerdan a las que pronunciamos prosterna-
at
dos ante la comunidad antes de ser admitidos en ella:
“¿Qué pides? La misericordia de Dios y la de la Orden”.
Doble misericordia que necesitamos para reconciliarnos
gr
con nosotros mismos y encontrar detrás del rostro de la
“misericordia fraterna”, el rostro del verdadero Dios.
Éste es el verdadero ministerio del abad, pero sería
ra

poco eficaz si los hermanos no se uniesen a él de una u


otra forma. San Bernardo convivió con hermanos “ser-
viciales, afectuosos, agradables, dóciles, humildes...
st

que no sólo soportaban con paciencia las enfermeda-


des de los cuerpos y de las almas, sino que ayudaban a
ue

sus hermanos con su servicio, los confortaban con la


palabra, los instruían con sus consejos y si la regla del
M

proceso terapéutico y sólo interviene cuando los otros medios se han ago-
tado. Pero sobre todo, la finalidad es la curación del hermano “para que su
espíritu se salve en el día del juicio”. Basta con referirse al rito de la recon-
ciliación, ampliamente detallado en la regla del Maestro y sólo supuesta en
San Benito, para convencerse de que el sufrimiento de la excomunión se
completa con la alegría de la vuelta al redil. Cf. Regla 24-28.
6 Cf. G. Raciti: “La opción preferencial por los pobres en el modelo elre-

diano”. Collectanea Cisterciensia, n.º 55, 1993.


7 Cf. W. Daniel, Vie d’Aelred 29, Oxford, Ediciones Walter Daniel,

1950.

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silencio no lo permitía, al menos consolaban al herma-


no débil con constantes oraciones... Un hermano así en
la comunidad es como bálsamo en la boca. Todo el
mundo lo señala con el dedo y dice de él: «He aquí el
que ama a sus hermanos y al pueblo de Israel y ora
intensamente por el pueblo y por toda la ciudad santa»”.
Estos monjes y monjas viven en las comunidades cister-
cienses y son su tesoro oculto. Son los terapeutas de sus
hermanos, iconos vivos de Cristo servidor en medio de

ta
los suyos. Su “humilde amor” construye la Iglesia.

ui
Amor y observancia
at
La misericordia comunitaria engendra una manera
evangélica de vivir las observancias, fundamentales en la
gr
vida monástica porque proporcionan un rostro especial
al carisma del grupo y constituyen el armazón de la vida
comunitaria, y porque determinan sobre todo el campo
concreto en el que cada uno ejercerá su gracia particular.
ra

En este sentido deben ser invitación para los más fuertes


y a la vez protección de los más débiles que, gracias a
st

ellas, no deben descorazonarse nunca como dice la


Regla de San Bernardo: “A fin de que los fuertes deseen
ue

hacer más y de que los débiles no huyan”(64). Sin


embargo, la manera de vivirlas puede variar considera-
blemente de una época a otra, de una cultura a otra e,
M

individualmente, de una edad a otra. Un rigorismo


impuesto al conjunto de los hermanos, el ideal ambiguo
e ilusorio de una regularidad perfecta, pueden cerrar las
puertas al amor. Elredo tiene palabras duras para fustigar
el celo amargo de algunos monjes observantes “que se
enorgullecen de una falsa justicia, desprecian a los demás
y rechazan colocarse al nivel de los hermanos haciendo
uso de cualquier tipo de compasión (...). En semejantes

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personas la fortaleza no es virtud sino vicio; desprecian a


los demás porque son capaces de velar, ayunar y orar
más que ellos”. La finalidad de la ascesis no consiste en
este encerrarse orgullosamente sobre sí mismo. Dicha
ascesis está, por el contrario y precisamente, en la toma
de conciencia dolorosa de su miseria, llamada “quebran-
tamiento del corazón”, compartida fraternalmente con
los demás, a fin de experimentar la misma dulce miseri-
cordia. San Bernardo también nos exhorta en este punto

ta
a no salir de la común miseria a fin de permanecer en la
misericordia. Pues quien “oculta su miseria, ahuyenta la

ui
misericordia”.
Esta manera de vivir las observancias supone un deli-
at
cado equilibrio entre la propuesta del superior y la
manera “misericordiosa” de gestionarlas en la vida con-
creta, es decir: entre la Regla y lo que San Bernardo lla-
gr
maba la dispensatio, la manera de aplicarla concreta-
mente, según escribió en De praecepto et dispensatione.
Este equilibrio supone un continuo discernimiento en
ra

los responsables y padres espirituales, a fin de que la tra-


dicional pedagogía de las observancias y la necesaria
corrección fraterna que la acompaña sean siempre la
st

pedagogía de la libertad espiritual y del amor8. El “celo


por la justicia”, del que un superior nunca debe desistir,
ue

debe siempre ir a la par con el “bálsamo de la misericor-


dia”, el único que tiene poder de curar. Sólo a este pre-
cio una comunidad monástica, aunque se llame de
M

“estricta observancia”, irradiará el verdadero espíritu del


evangelio.

8 En este sentido, el eslogan que circuló en la Orden benedictina por los

años 70-80: “Pasar de una espiritualidad de observancias a una espiritua-


lidad de la caridad”, exige una explicación. Se trata más bien de transfor-
mar la manera de vivir las observancias en una verdadera pedagogía de la
libertad espiritual y del amor.

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PARA VER, LO IMPORTANTE


ES AMAR

ta
El misterio de Jesús muerto y resucitado sólo es visi-
ble a los ojos del que ama. En el Calvario, Jesús estuvo

ui
rodeado por quienes le amaban: Juan, el discípulo
amado, María, su Madre, y María Magdalena. Vivieron
at
la noche, conocieron la angustia causada por el prendi-
miento de Jesús en el huerto, las sospechas obstinadas
de la criada causante de la caída de Pedro, las brutali-
gr
dades de la soldadesca, el largo desfile de los condena-
dos, para terminar allí, en el Calvario, de pie junto a la
cruz de Jesús. Si pasaron por todo esto no fue para
ra

ganarse el amor de Jesús, sino por el contrario, para


transmitirle el suyo, para que su agonía y muerte estu-
vieran rodeadas de todo el cariño humano posible.
st

La primera, María, su madre, la mujer que en otro


tiempo lo había arropado con su amor cuando aún era
ue

pequeño, cuya alegría consistió en mecerlo y enterrarlo


después con la mayor ternura materna. La que en
aquellos momentos lo recibió de nuevo en su regazo
M

para acunarlo por última vez, ese mismo cuerpo, carne


de su carne, meciéndolo ahora con sus lágrimas y sus
cantos de dolor hasta llegar al sueño de la muerte.
A continuación María Magdalena, la pecadora arre-
pentida, la que tanto amó a Jesús que un buen día sus
pecados le fueron perdonados. Nuestra liturgia latina la
confunde –felizmente diría yo– con la otra María, la de

135
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Betania, y de la que Juan nos recuerda hasta qué punto


la amaba Jesús. Las dos recibieron un día la gracia de
lavar los pies a Jesús como su Madre lo había hecho
anteriormente; las dos se atrevieron a enjugárselos con
sus magníficas cabelleras y a ungirlos con un perfume
precioso. Jesús había querido confiar antes el cuidado
de su sepulcro al amor de estas dos mujeres ya que con
vistas a su sepultura, había precisado, procedieron a esa
suntuosa unción.

ta
Por último, Juan, ese misterioso discípulo tan amado
que se tomó la libertad de recostarse “en el seno de

ui
Jesús”, como dice el autor del cuarto evangelio, toman-
do las mismas palabras con las que en el prólogo, des-
at
cribe al Verbo recostado también “en el seno de su
Padre”; simbolismo conmovedor para Jesús del amor
que desde toda la eternidad recibe del Padre y a la vez
gr
del amor que otorga a sus amigos aquí abajo.
Sólo el amor de estos tres personajes es lo que le
acompaña en su última hora, rodeando de infinita deli-
ra

cadeza ese momento en el que Jesús entra en el sueño


para pasar de un amor a otro, de los signos frágiles de
st

aquí abajo a la realidad deslumbrante del más allá, pero


siempre el mismo y único amor. Sin embargo, antes de
ue

entregarse, Jesús esboza un último gesto de amor, el


único del que todavía es capaz clavado en la cruz.
Jesús, viendo a su Madre y a su lado al discípulo que
M

amaba, dijo a su Madre: “Mujer, ahí tienes a tu hijo”.


Después dijo al discípulo: “Ahí tienes a tu Madre”. A
partir de ese momento, llega el final de Jesús. El amor
le ha agotado y Él ha agotado todo amor. Ha llegado el
momento en que puede prescindir de esa humana ter-
nura que le ha acompañado obstinadamente hasta el
extremo: el infinito cariño de una madre, la pasión
ardiente de la pecadora curada por el amor y el tierno

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vínculo del hermano predilecto. Antes de desaparecer y


de dormirse en el otro amor, en el del más allá, no le
queda más que desprenderlos suavemente de sí, para
dárselos el uno al otro en señal de adiós y de eterno
recuerdo. Su Madre recibe a un hijo nuevo que fue hijo
de Jesús y el predilecto. El discípulo recibe una nueva
madre que fué la Madre de Jesús y la única.
Todo se ha consumado: las Escrituras y el largo reco-

ta
rrido del amor hasta el final, el amor que Jesús ha dado
y el que ha recibido. Ya puede inclinar la cabeza y
entregar su espíritu al Padre. En un último suspiro, que

ui
también es un beso, el primer beso y ahora el eterno
beso del amor del más allá, del Verbo en el abrazo del
at
Padre. A partir de la muerte de Jesús, que fue la prime-
ra muerte por amor, todas las muertes son semejantes:
una Pascua, es decir, el paso de un amor a otro, de los
gr
signos a la realidad. Es como Jesús, dejarse acunar por
tanto amor y dormirse en la muerte o en el amor –es lo
mismo– en el seno del Padre.
ra

En el amanecer de la Pascua, nos encontramos de


nuevo con corazones que aman; sólo ellos podrán
st

entender el inesperado mensaje: “Ha resucitado de


entre los muertos”, la muerte ya no tiene ningún domi-
nio. La muerte de Jesús fue la victoria sobre ella de
ue

una vez para siempre. Desde entonces Jesús vive para


siempre.
M

¿Por qué la victoria sobre la muerte y cómo? Senci-


llamente porque fue una muerte por amor. “Por su
amor de Hijo”, señala el autor de la carta a los He-
breos, fueron escuchados los grandes gritos y lágrimas
de Jesús durante su Pasión. Al ver a su Hijo crucificado
por amor, se conmovieron las entrañas del Padre. Dios
no lo pudo resistir. Como había profetizado el salmista,
“Dios no podía abandonarle a la muerte ni dejar que su

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Hijo amado conociera la corrupción”. El amor rompió


las puertas de la muerte y resucitó al que yacía en una
tumba.
La muerte fue la obra maestra del amor; por eso la
Pascua sólo es visible a los ojos del amor. El mensaje
del Resucitado fue confiado en primer lugar a los ami-
gos de Jesús, a los que Él había amado o que habían
sido amados por Él, como si fuera demasiado frágil

ta
para ponerlo en otras manos. Sus primeros testigos no
fueron ni siquiera los apóstoles, los que más tarde serán
“los” testigos titulares de Jesús resucitado. ¿Hubieran

ui
reconocido a Jesús o hubieran imaginado ver un fan-
tasma como el día de la tempestad en el lago? De todas
at
formas, las primicias de la resurrección fueron privilegio
de quienes veían con el corazón y, como consecuencia,
a quienes veían lo que los demás eran incapaces de ver.
gr
Primero las santas mujeres, y de ellas, María Magda-
lena fueron las que no dudaron un solo instante. Un
apóstol ante la tumba vacía hubiera examinado el lugar
ra

y las circunstancias, hubiera exigido pruebas. Ellas, por


el contrario, dan crédito a las palabras del ángel y
st

corren a transmitir el mensaje contentas y temblando de


emoción, a los apóstoles quienes las reciben fríamente
ue

con sus “desatinos mujeriles”, como dice San Lucas. A


María Magdalena le espera aún una gran sorpresa. En
el momento en que el desconocido pronuncia su nom-
M

bre en el jardín, “María”, ella reconoce a Jesús. ¿En


qué? Sólo en el acento del amor y en su propio deseo
realizado repentinamente. ¿Existe mayor connivencia
entre dos seres que se aman que sus propios nombres
pronunciados de manera única e inimitable? ¿Qué
prueba más patente de su resurrección podía esperar la
que le amaba? Su nombre, pronunciado con toda la
ternura del amor valía por todas las pruebas.

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Entre los apóstoles, sólo hay una excepción; alguien


que ha comprendido mientras los demás todavía
dudan, lo reconoce donde los otros no ven nada. Es
Juan, el discípulo amado de Jesús. Para reconocer a
Jesús, el amor ha de tomar la delantera. Pedro había
entrado antes que Juan en el sepulcro vacío; se llenó de
extrañeza, el espectáculo le perturbó, pero nada más.
Juan entró detrás de él y al instante “vio y creyó”, dice
el Evangelio. Lo mismo había pasado ante el descono-

ta
cido que estaba a la orilla asando pescado después de
una noche sin haber cogido nada cuando Juan se ade-

ui
lanta a los otros. Ha adivinado todo por instinto: “Es el
Señor”.
at
El amor fue el primero en reconocer a Jesús resuci-
tado. El amor prometió a los otros y a todos nosotros,
que le veremos un día: “Id y anunciad a mis hermanos
gr
que vayan a Galilea (es decir, que vuelvan a sus casas
y a su trabajo); allí es donde me verán”. Confiamos ple-
namente en el amor de María Magdalena y en el de
ra

Juan, porque sólo el amor es digno de fe. Su amor y el


nuestro aunque este último puede verse amenazado.
¡Qué importa! Está ahí, sencillamente, humildemente.
st

Y para el amor, poco es ya mucho. El dulce nombre de


Jesús resucitado en nuestro corazón y en nuestros
ue

labios, y nuestro nombre, susurrado por Él al oído de


nuestro corazón, bien merecen la pena.
M

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