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André Louf
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Escuela de
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contemplación
Vivir según el sentir de Cristo
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ÍNDICE
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La experiencia espiritual ................................... 13
El lugar subjetivo del Espíritu. Los lugares obje-
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tivos del Espíritu. Las actividades del Espíritu.
La vida contemplativa ........................................
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Vida en común, escuela de caridad............... 31
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La dulzura de estar juntos. El trabajo de la
humildad. Un corazón compasivo. Terapia
comunitaria. Amor y observancia. Voluntad
común. Unidad plural. Amistad espiritual. Un
solo corazón y una sola alma. El paso a la
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contemplación.
Una comunidad fraterna ................................... 49
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Ecumenismo .......................................................... 99
Ambivalencia de la vida monástica. De los pri-
meros monjes a San Benito. Fermento de uni-
dad entre las Iglesias. Los hermanos cristianos
de Oriente y Occidente. La intercomunión del
corazón.
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orar. El silencio de la alabanza.
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PRÓLOGO
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André Louf, monje trapense de la abadía de Mont-
des-Cats (Bélgica) de 1963 a 1997, es una de esas per-
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sonalidades cuya influencia ha sobrepasado con creces
el lugar donde se ha desarrollado su vocación. Sus
libros han nutrido la vida espiritual de muchos cristia-
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nos, y no sólo en los monasterios. Hay en ellos, sin
duda, algo del misterio de la acción del Espíritu que los
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Padres del desierto ya habían identificado desde hace
tiempo. Algo que el propio André Louf ha expresado en
muchas ocasiones cuando se le ha preguntado por la
fecundidad especial de la vida monástica.
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se refieren sobre todo a la vida comunitaria y la obe-
diencia y encontrar en ellos alimento para la propia
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reflexión.
Veremos que el desierto sobre el que André Louf
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tiene páginas sobrecogedoras, si se considera atenta-
mente, rebasa el ámbito del monasterio y atraviesa la
experiencia religiosa e incluso humana para abrirlo al
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mundo.
Es natural que se aborde el tema del ecumenismo y
sobre todo el vínculo con la tradición monástica tal y
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JEAN-FRANÇOIS BOUTHORS
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Affectus compassionis
Un corazón compasivo
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San Bernardo señala que, en el evangelio, la bienaven-
turanza de los misericordiosos precede a la de los lim-
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pios de corazón que verán a Dios. Porque el corazón
necesita purificarse por la misericordia antes de poder
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contemplar. Pero para tener un corazón misericordioso
con la miseria de los demás, antes hay que reconocer la
propia miseria, en palabras de San Bernardo.
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De este modo, el dulce compartir de la vida comuni-
taria se revela sobre todo como el compartir la miseria
común: Conscientes de nuestra debilidad común,
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Terapia comunitaria
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dable dulzura que le hace ser compasivo para compa-
decer a los pecadores y no ser duro para indignarse
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contra ellos. El cura de Ars utiliza esta misma imagen
cuando habla del corazón líquido de los santos. San
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Benito recomienda al abad que siempre prevalezca la
misericordia sobre la justicia, para un día ser tratado de
igual manera. Para San Bernardo, la misericordia ha
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de ser tal que si, por un imposible, fuese un pecado
practicarla, no podría dejar de cometerlo. El tono inol-
vidable con el que comentó a menudo la misericordia,
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fraterna fueron a refugiarse allí desde el extranjero y
desde las regiones más alejadas7.
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Las palabras teniendo necesidad de misericordia
fraterna, recuerdan a las que pronunciamos prosterna-
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dos ante la comunidad antes de ser admitidos en ella:
¿Qué pides? La misericordia de Dios y la de la Orden.
Doble misericordia que necesitamos para reconciliarnos
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con nosotros mismos y encontrar detrás del rostro de la
misericordia fraterna, el rostro del verdadero Dios.
Éste es el verdadero ministerio del abad, pero sería
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proceso terapéutico y sólo interviene cuando los otros medios se han ago-
tado. Pero sobre todo, la finalidad es la curación del hermano para que su
espíritu se salve en el día del juicio. Basta con referirse al rito de la recon-
ciliación, ampliamente detallado en la regla del Maestro y sólo supuesta en
San Benito, para convencerse de que el sufrimiento de la excomunión se
completa con la alegría de la vuelta al redil. Cf. Regla 24-28.
6 Cf. G. Raciti: La opción preferencial por los pobres en el modelo elre-
1950.
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los suyos. Su humilde amor construye la Iglesia.
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Amor y observancia
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La misericordia comunitaria engendra una manera
evangélica de vivir las observancias, fundamentales en la
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vida monástica porque proporcionan un rostro especial
al carisma del grupo y constituyen el armazón de la vida
comunitaria, y porque determinan sobre todo el campo
concreto en el que cada uno ejercerá su gracia particular.
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a no salir de la común miseria a fin de permanecer en la
misericordia. Pues quien oculta su miseria, ahuyenta la
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misericordia.
Esta manera de vivir las observancias supone un deli-
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cado equilibrio entre la propuesta del superior y la
manera misericordiosa de gestionarlas en la vida con-
creta, es decir: entre la Regla y lo que San Bernardo lla-
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maba la dispensatio, la manera de aplicarla concreta-
mente, según escribió en De praecepto et dispensatione.
Este equilibrio supone un continuo discernimiento en
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El misterio de Jesús muerto y resucitado sólo es visi-
ble a los ojos del que ama. En el Calvario, Jesús estuvo
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rodeado por quienes le amaban: Juan, el discípulo
amado, María, su Madre, y María Magdalena. Vivieron
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la noche, conocieron la angustia causada por el prendi-
miento de Jesús en el huerto, las sospechas obstinadas
de la criada causante de la caída de Pedro, las brutali-
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dades de la soldadesca, el largo desfile de los condena-
dos, para terminar allí, en el Calvario, de pie junto a la
cruz de Jesús. Si pasaron por todo esto no fue para
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Por último, Juan, ese misterioso discípulo tan amado
que se tomó la libertad de recostarse en el seno de
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Jesús, como dice el autor del cuarto evangelio, toman-
do las mismas palabras con las que en el prólogo, des-
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cribe al Verbo recostado también en el seno de su
Padre; simbolismo conmovedor para Jesús del amor
que desde toda la eternidad recibe del Padre y a la vez
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del amor que otorga a sus amigos aquí abajo.
Sólo el amor de estos tres personajes es lo que le
acompaña en su última hora, rodeando de infinita deli-
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rrido del amor hasta el final, el amor que Jesús ha dado
y el que ha recibido. Ya puede inclinar la cabeza y
entregar su espíritu al Padre. En un último suspiro, que
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también es un beso, el primer beso y ahora el eterno
beso del amor del más allá, del Verbo en el abrazo del
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Padre. A partir de la muerte de Jesús, que fue la prime-
ra muerte por amor, todas las muertes son semejantes:
una Pascua, es decir, el paso de un amor a otro, de los
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signos a la realidad. Es como Jesús, dejarse acunar por
tanto amor y dormirse en la muerte o en el amor es lo
mismo en el seno del Padre.
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para ponerlo en otras manos. Sus primeros testigos no
fueron ni siquiera los apóstoles, los que más tarde serán
los testigos titulares de Jesús resucitado. ¿Hubieran
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reconocido a Jesús o hubieran imaginado ver un fan-
tasma como el día de la tempestad en el lago? De todas
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formas, las primicias de la resurrección fueron privilegio
de quienes veían con el corazón y, como consecuencia,
a quienes veían lo que los demás eran incapaces de ver.
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Primero las santas mujeres, y de ellas, María Magda-
lena fueron las que no dudaron un solo instante. Un
apóstol ante la tumba vacía hubiera examinado el lugar
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cido que estaba a la orilla asando pescado después de
una noche sin haber cogido nada cuando Juan se ade-
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lanta a los otros. Ha adivinado todo por instinto: Es el
Señor.
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El amor fue el primero en reconocer a Jesús resuci-
tado. El amor prometió a los otros y a todos nosotros,
que le veremos un día: Id y anunciad a mis hermanos
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que vayan a Galilea (es decir, que vuelvan a sus casas
y a su trabajo); allí es donde me verán. Confiamos ple-
namente en el amor de María Magdalena y en el de
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