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EL VIAJE DE FLY

Fly vivía en una galaxia muy lejana, a millones de kilómetros de la Tierra. De hecho, solo había visto el planeta donde habitaban
los humanos en fotos. Era tan curioso y aplicado que pronto se convirtió en el primero de su clase. Porque, si en la Tierra los niños
aprendían cosas sobre otros planetas como Júpiter y Saturno, en el planeta de Fly estudiaban los planetas vecinos como la Tierra.
Cuando pasó a secundaria, ganó un concurso escolar para viajar hasta aquel planeta lejano e investigar sus costumbres. Fly tenía la
idea de que era un lugar lleno de colores, sonrisas y gente buena. Sin embargo, las cosas fueron algo diferentes cuando aterrizó.
Al llegar, Fly no entendía muy bien cómo funcionaban las cosas en la Tierra y se sorprendía cada poco por algunos
comportamientos. Por ejemplo, vio como en el patio del colegio unos niños le quitaban la merienda a otro o como en el autobús
nadie le cedía el asiento a una señora anciana.
Fly el extraterrestre se preguntaba todo el tiempo el porqué de aquellos comportamientos que nunca se había imaginado cuando
estudiaba la Tierra en los libros. Tras tres meses de estancia, volvió algo desilusionado a su casa. Le costó mucho escribir el trabajo
que tenía que entregar sobre tu estancia, pero al final encontró cosas buenas. Las encontró porque, en vista de lo desilusionado que
estaba, la escuela le permitió volver en un segundo viaje.
En esta nueva estancia, Fly pudo conocer a gente maravillosa. Pudo desterrar la idea de que todo el mundo en la Tierra era egoísta y
presuntuoso. Encontró grupos de vecinos que se intercambiaban favores, jóvenes que hacían compañía a ancianos solitarios o
personas que siempre estaban dispuestas a ayudar a otras sin pedir nada a cambio. Porque, como aprendió gracias a esa gratificante
experiencia, no se puede generalizar y lo importante es conocer las cosas por uno mismo.

EL GIGANTE GENEROSO
Había una vez un gigante que vivía oculto en una casa construida dentro de una cueva en una gran montaña. Con mucho esmero, el
gigante había puesto un suelo de madera para igualar el piso y había construido una fachada con ventanas y una gran puerta para
aislarse del frío en invierno y evitar que nadie invadiera su hogar.
Durante el invierno, el gigante no podía salir de su casa debido a la nieve. Por eso, durante la primavera y el verano el gigante se
dedicaba a recoger granos, frutos y hierbas y las almacenaba para pasar el invierno. También recogía leña para calentarse y
compraba leche para hacer queso.
Una día de primavera, cuando el gigante llegó a casa, descubrió unos pequeños agujeros en el suelo de madera. El gigante observó
y vio que una familia de ratones se había instalado bajo su suelo. El gigante no le dio importancia, y siguió a lo suyo, como
siempre.
Al día siguiente, al llegar a casa, observó que el saco que usaba tenía un pequeño agujero por el que se iban cayendo algunos frutos
y granos. El gigante no le dio mucha importancia. Vació el saco, lo cosió y volvió a bajar a por más.
Pero al día siguiente, cuando regresaba, descubrió que el agujero estaba ahí de nuevo. Lo volvió a coser, pero al día siguiente
volvió a pasar lo mismo.
Así estuvo varios días hasta que descubrió que los ratones hacían el agujero cuando él dejaba el saco en el suelo para abrir la puerta
y así coger los frutos que se caían al suelo.
-¡Ay, picarones! -dijo el gigante-. Si no me volvéis a romper el saco os dejaré un puñado de frutos para vosotros cada vez que traiga
uno.
Cuando al día siguiente el gigante comprobó que su saco no estaba roto cumplió su palabra y dejó un gran puñado de frutos en el
suelo. En cuanto el gigante se escondió, los ratones cogieron lo que les había dado y se escondieron de nuevo.
En otra ocasión, el gigante observó que las migas de pan y restos del queso que caían al suelo desaparecían en cuanto se levantaba
de la mesa para ir a buscar algo con que limpiarlos. El gigante no le dio importancia y siguió como siempre.
Pero un día vio que los muchos de los quesos que almacenaba estaban mordisqueados. Y era una lástima, porque así los quesos se
estropearían antes. El pan también estaba mordido y había muchos agujeros.
-¡Ay, picarones! -dijo el gigante-. Si no volvéis a mordisquear mis quesos y mi pan os cortaré unos trocitos para vosotros todos los
días.
En cuanto los ratones vieron que el gigante dejar trozos de pan y de queso junto a las migas de su almuerzo no volvieron a
mordisquear la comida del gigante.
Finalmente llegó el invierno. El gigante seguía dejando los restos de comida a los ratones y le ponía un poco más para que no
pasaran hambre. Pero ese año fue mucho más largo de lo habitual, y el gigante empezó a quedarse sin comida.
Los ratones, al darse cuenta de que el gigante les dejaba menos comida, salieron a ver qué pasaba. Entonces descubrieron que la
despensa estaba casi vacía.
Los ratones, preocupados por su amigo el gigante, decidieron ayudarle para que no muriera de hambre. Y así, todas las noches, los
ratones salían de su escondite y subían a la mesa del gigante frutos, granos y trocitos de queso y de pan que habían almacenado
gracias a la generosidad del gigante.
El gigante se sintió muy afortunado de tener tan bueno compañeros. Y así siguieron conviviendo por muchos años.
EL HOMBRE ESTATUA

Había una vez un hombre que se ganaba la vida haciendo de estatua por la calle. Así, el hombre estatua iba de ciudad en ciudad y de pueblo en
pueblo haciendo su número a cambio de unas monedas.
El hombre estatua se vestía y maquillaba como si fuera de piedra y se quedaba quieto. Cuando alguien dejaba una moneda en el sombrero que
dejaba a sus pies, el hombre estatua se movía como si fuera un robot y le daba las gracias.
Se decía que el hombre estatua traía buena suerte, por lo que muchos le daban monedas, pensando que así la suerte les sonreiría. Llevase o no la
buena suerte, el caso es que su llegada era motivo de alegría allá por dónde pasaba, y tras él quedaba una estela de felicidad que duraba semanas.
Pero un día el hombre estatua llegó a un pueblo habitado por unos vecinos a los que no le gustaban nada los artistas ambulantes, ni mucho
menos las fábulas sobre la buena suerte.
Uno de los vecinos decidió que quería ver cómo reaccionaba el hombre estatua si alguien se metía con él.
-Vamos a tentar a esa buena suerte de la que habla todo el mundo -pensó, burlón.
Y empezó a lanzarle bolitas de papel, primero pequeñas, luego más grandes. Esto divirtió mucho a los que lo vieron, que decidieron hacer lo
mismo.
El hombre estatua no se movió de su lugar. En cambio, una lágrima le caía cada vez que una bola de papel o cualquier otra cosa impactaba
contra él. Y así se quedó hasta que todo el mundo se marchó y él pudo bajar de su pedestal para salir, a pie, de aquel pueblo. Sus lágrimas, que
habían quedado en sus ropas, fueron cayendo al suelo a lo largo del camino.
Cuentan que, al día siguiente, las zonas donde habían caído las lágrimas del hombre estatua habían aparecido abrasadas, inertes o quebradas. Así
pudieron seguir el rastro del hombre estatua hasta un pueblo cercano, donde le recibieron con gran júbilo.
Muy apesadumbrados, semanas después, los vecinos del pueblo que vio llorar al hombre estatua formaron una patrulla para buscar para invitarlo
a su pueblo, porque el daño que habían causado sus lágrimas se había extendido y solo había lodo, piedras y maleza donde antes había hermosos
jardines, prósperos huertos y cuidadas calles adoquinadas. Pero, ¿cómo saber dónde había ido el hombre estatua?
-Sigan ustedes las flores amarillas -les dijo un anciano que paseaba por los caminos que se percató de lo que buscaba aquel grupo de hombres.
-¿Cómo dice usted? -preguntaron.
-Por cada moneda que recibe el hombre estatua crece una docena de florecillas amarillas en el camino -dijo el anciano.
Aunque incrédulos, los hombres decidieron seguir el consejo del anciano. Y así dieron con el hombre estatua. Pero durante horas no
consiguieron hablar con él, pues este no se movía hasta que estaba completamente solo.
Entonces, uno de ellos decidió echarle una moneda. El hombre estatua se movió y le dedicó una sonrisa y una reverencia. Uno a uno, todos los
demás hombres le fueron echando monedas en el sombrero. Para su sorpresa, varias flores amarillas brotaron a su alrededor, entre las grietas de
los adoquines.
Así fue como los hombres comprendieron que no necesitaban que el hombre estatua regresara a su pueblo. Con energía renovada y una alegría y
una paz que no habían experimentado, la patrulla regresó al pueblo para contar la historia. Admirados, todos sintieron gran pena y
arrepentimiento por lo que habían hecho.
A la mañana siguiente, todo amaneció como antes de la llegada del hombre estatua. Años después volvió a pasar por allí el hombre estatua, al
que recibieron con gran alegría y festejo. Y cuando se fue dejó una estela de flores amarillas como nunca antes, y una alegría y una paz que
nunca más desapareció del pueblo.

EL ROBOT DESPROGRAMADO
Ricky vivía en una preciosa casa del futuro con todo lo que quería. Aunque no ayudaba mucho en casa, se puso contentísimo cuando sus papás
compraron un robot mayordomo último modelo. Desde ese momento, iba a encargarse de hacerlo todo: cocinar, limpiar, planchar, y sobre
todo, recoger la ropa y su cuarto, que era lo que menos le gustaba a Ricky. Así que aquel primer día Ricky dejó su habitación hecha un
desastre, sólo para levantarse al día siguiente y comprobar que todo estaba perfectamente limpio.
De hecho, estaba "demasiado" limpio, porque no era capaz de encontrar su camiseta favorita, ni su mejor juguete. Por mucho que los buscó,
no volvieron a aparecer, y lo mismo fue ocurriendo con muchas otras cosas que desaparecían. Así que empezó a sospechar de su brillante
robot mayordomo. Preparó todo un plan de espionaje, y siguió al robot por todas partes, hasta que le pilló con las manos en la masa, cogiendo
uno de sus juguetes del suelo y guardándoselo.
El niño fue corriendo a contar a sus padres que el robot estaba roto y mal programado, y les pidió que lo cambiaran. Pero sus padres dijeron que
de ninguna manera, que eso era imposible y que estaban encantados con el mayordomo. que además cocinaba divinamente. Así que Ricky
tuvo que empezar a conseguir pruebas y tomar fotos a escondidas. Continuamente insistía a sus padres sobre el "chorizo" que se escondía bajo
aquel amable y simpático robot, por mucho que cocinara mejor que la abuela.
Un día, el robot oyó sus protestas, y se acercó a él para devolverle uno de sus juguetes y algo de ropa.
- Toma, niño. No sabía que esto te molestaba- dijo con su metálica voz.
- ¡Cómo no va a molestarme, chorizo!. ¡ Llevas semanas robándome cosas! - respondió furioso el niño.
- Sólo creía que no te gustaban, y que por eso las tratabas tan mal y las tenías por el suelo. Yo estoy programado para recoger todo lo que
pueda servir, y por las noches lo envío a lugares donde a otra gente pueda darles buen uso. Soy un robot de efeciencia máxima, ¿no lo sabías? -
dijo con cierto aire orgulloso.
Entonces Ricky comenzó a sentirse avergonzado. Llevaba toda la vida tratando las cosas como si no sirvieran para nada, sin cuidado ninguno,
cuando era verdad que mucha otra gente estaría encantada de tratarlas con todo el cuidado del mundo. Y comprendió que su robot no estaba roto
ni desprogramado, sino que estaba ¡verdaderamente bien programado!
Desde entonces, decidió convertirse él mismo en un "niño de eficiencia máxima" y puso verdadero cuidado en tratar bien sus cosas, tenerlas
ordenadas y no tener más de las necesarias. Y a menudo compraba cosas nuevas para acompañar a su buen amigo el robot a visitar y ayudar a
aquellas otras personas.
'Hace frío'

El invierno es un viejito que tiene una barba blanca, llena de escarcha que le cuelga hasta el suelo. Dónde camina deja un rastro de hielo que
va tapando todo.
A veces trae más frío que de costumbre, como cuando sucedió esta historia: Hacía tanto, pero tanto frío, que los árboles parecían arbolitos
de Navidad adornados con algodón. En uno de esos árboles vivían los Ardilla con sus cinco hijitos.
Papá y mamá habían juntado muchas ramitas suaves, plumas y hojas para armar un nido calientito para sus bebés, que nacerían en invierno.
Además, habían guardado tanta comida que podían pasar la temporada de frío como a ellos les gustaba: durmiendo abrazaditos hasta que
llegara la primavera.
Un día, la nieve caía en suaves copos que parecían maripositas blancas danzando a la vez que se amontonaban sobre las ramas de los árboles
y sobre el piso, y todo el bosque parecía un gran cucurucho de helado de crema en medio del silencio y la paz. ¡Brrrmmm!
Y entonces, un horrible ruido despertó a los que hibernaban: ¡una máquina inmensa avanzaba destrozando las plantas, volteando los
árboles y dejando sin casa y sin abrigo a los animalitos que despertaban aterrados y corrían hacia cualquier lado, tratando de salvar a sus
hijitos!
Papá Ardilla abrió la puerta de su nido y vio el terror de sus vecinos. No quería que sus hijitos se asustaran, así que volvió a cerrar y se puso
a roncar.
Sus ronquidos eran más fuertes que el tronar de la máquina y sus bebés no despertaron. Mamá Ardilla le preguntó, preocupada:
-¿Qué pasa afuera?
- No te preocupes y sigue durmiendo, que nuestro árbol es el más grande y fuerte del bosque y no nos va a pasar nada- le contestó.
Pero Mamá Ardilla no podía quedarse tranquila sabiendo que sus vecinos tenían dificultades. Insistió:
- Debemos ayudar a nuestros amigos: tenemos espacio y comida para compartir con los que más lo necesiten. ¿Para qué vamos a guardar
tanto, mientras ellos pierden a sus familias por no tener nada?
Papá Ardilla dejó de roncar; miró a sus hijitos durmiendo calientitos y a Mamá Ardilla. Se paró en su cama de hojas y le dio un beso grande
en la nariz a la dulce Mamá Ardilla y ¡corrió a ayudar a sus vecinos!.
En un ratito, el inmenso roble del bosque estaba lleno de animalitos que se refugiaron felices en él. El calor de todos hizo que
se derritiera la nieve acumulada sobre las ramas y se llenara de flores. ¡Parecía que había llegado la primavera en medio del invierno!.
Los pajaritos cantaron felices: ahora tenían dónde guardar a sus pichoncitos, protegidos de la nieve y del frío. Así, gracias a la ayuda de los
Ardilla se salvaron todas las familias de sus vecinos y vivieron contentos.
Durmieron todos abrazaditos hasta que llegara en serio la primavera, el aire estuviera calientito, y hubiera comida y agua en abundancia.

LA MELENA DE NURIA

Nuria era una niña de 12 años que tenía una larga melena pelirroja que siempre llevaba recogida, pues sentía que le
molestaba. A pesar de su incomodidad con respecto al pelo, tampoco podía cortárselo; su madre todos los días le
recomendaba que no lo hiciera.
Un buen día de verano, cansada por el calor que le producía la melena en su cara, decidió cortarse el cabello. Para que sus
padres no la descubrieran, escondió los restos de pelo en su armario. Al día siguiente, se levantó muy temprano para buscar
la melena y echarla a la basura; no obstante, por arte de magia, esta había desaparecido. Mientras hacía su búsqueda, se le
apareció una figura mágica que le dijo que algunas personas, cuando están enfermas, pueden llegar a su perder su pelo. Con el
cabello que Nuria iba a desechar, se puede crear una hermosa peluca, que de seguro llenará de alegría a otra niña. Era su
posibilidad la de ayudar a estas pequeñas.
Nuria, al escuchar que en sus manos estaba la posibilidad de ser solidaria en las luchas y tristezas de otros, tomó como reto el
dejarse crecer todos los años su larga melena y entregársela a la figura mágica.

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