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José León Pagano, “El nacionalismo en el arte”, conferencia pronunciada en

Amigos del Arte, agosto de 1926. Reeditado en José León Pagano, Nuevos
motivos de estética, Buenos Aires, Editora y Distribuidora del Plata, 1948, pp.
241-277.

¿QUÉ VEN EN NUESTRO ARTE LOS EUROPEOS?

Toda vez que llega a nuestro país algún personaje procedente de Europa –un
historiador, un filósofo, un literato, un filólogo– observa que el arte argentino carece
precisamente de argentinismo. En la pintura y la escultura y en la arquitectura
advertimos –dice– algo italiano, algo francés, algo español, pero no vemos asomar
un carácter propio, reflejo a su vez, de una constitución mental inconfundible.
Exacto. Por otra parte hablamos aquí de arte incipiente y lo reiteramos con ejemplar
inconsecuencia. Ahora nos lo repiten en Europa, en tono amistoso, unas veces, con
intención despectiva, otras, según sea pintor o crítico profesional quien se toma la
molestia de comentarnos. Y como era de esperarse, no se deben a los críticos las
censuras malévolas y punzantes, sino a los artistas. Anotemos esta circunstancia como
una prueba evidente de la fraternidad que une a los colegas. Y sírvanos de consuelo a
los críticos, en quienes ellos, cuando son lógicos, sólo ven ejemplares de una fauna
imposible. Las apreciaciones mencionadas nos llegan de Madrid, de París y de Roma.
Las origina el Salón Universitario de La Plata, organizado por el Dr. Benito A. Nazar
Anchorena. Esta iniciativa le hace acreedor al más vivo reconocimiento porque,
merced a ella, tres grandes centros de cultura tradicional tuvieron una idea muy
aproximada del arte argentino. No es poco. En el conjunto faltaban –es verdad–
algunos nombres representativos. Las ausencias no fueron debidas a omisiones de
solicitud, según es notorio. También urge advertir que la incorporación de esos
nombres no hubiera modificado el criterio estimativo respecto a las derivaciones de
nuestro arte plástico.

¿Qué ven y cómo ven la pintura y la escultura de estas zonas los europeos? Lograr
una respuesta equivale a definir el grado efectivo de nuestra cultura estética. Pues sin
vacilar se nos dice que, en este orden, ni podernos, ni debemos forjarnos ilusiones.
Bueno. Somos un pueblo-niño, nos falta crecer. Acatemos esta admonición con dulce
melancolía y pongamos la mejor voluntad para llegar a ser adultos.
Pero es el caso que mi espíritu errabundo no se aquieta, y sin yo quererlo, va, viene,
observa esto y aquello, y así con dulzura inefable evoca los amplios lienzos
entrerrianos de Quirós, los paisajes cordobeses de Fader, los tipos norteños de
Bermúdez, los retratos escultóricos de Fioravanti, las sutiles cabezas de Riganelli,
para detenerse por fin, ante el monumento a Dorrego, del magnífico Yrurtia y declaro,
con profunda humildad, que todas estas obras, consideradas como picardías de niños
traviesos, a mí me parecen excesivas... y deseables.

En Madrid no escaseó ni el comentario sereno –favorable o contrario– ni el estudio


comprensivo, ni la conferencia documentada, ni la crónica informativa. Una vez más,
evidenció España la cordialidad de su generosa hidalguía. También fue amistoso el
comentario de París, Roma se mostró más esquiva, aun cuando tampoco faltaron allí
voces amigas.

Los más discretos, los mejores inspirados, nos ven sumisos a un arte de hegemonía, a
la espera del momento feliz que nos permita articular nuestro propio verbo. Es ésta –
afirman– una posición provinciana. Dicho en otros términos, presentamos un arte
mestizo, amalgama de dos elementos contrarios, inferior uno –el autóctono–, superior
otro –el europeo–. Luego ha de verse cómo se resume en este criterio un doble
equívoco esencial. Sin embargo, no se oyeron todavía las palabras graves. Cuando en
Roma se pronuncien, el crítico de Il Messaggero nos defenderá observando que las
obras expuestas se resienten de la influencia de varias escuelas sin ser plagios. A
nadie escapará el alcance de esta advertencia, no porque se haya hecho, sino por haber
necesitado acudir a ella.

LA DECADENCIA DEL ARTE

Yo afirmo, en cambio, que nuestro arte, siendo nuestro, es una continuación del arte
europeo. Si no lo fuese, si nos considerásemos un núcleo aparte desligado de una
cultura muchas veces milenaria, entonces sería algo peor: sería una imitación de
imitaciones. Por lo demás, todo es imitación en la vida. Y, según algunos autores, el
arte moderno ni siquiera es eso. Apenas merece considerarse cual una repetición
vacua y estéril. Spengler cuenta entre los que alcanzaron mayor resonancia. Sus
negaciones semejan cuentos fúnebres. Tienen el acento y el arrebato de un profeta
bíblico. He dicho –advierte– que la pintura al óleo se extinguió a fines del siglo XVII,
cuando los grandes maestros murieron en poco tiempo, uno tras otro. La plástica se
extingue con Miguel Ángel en Roma, justo cuando la planimetría, que hasta entonces
había predominado en las matemáticas, empieza a ser el capítulo menos importante
de ellas.

Por último hacia 1800, muere a su vez la arquitectura.1 Refiriéndose luego al


impresionismo dice: No nos engañemos tampoco acerca del carácter de ese episodio
pictórico moderno, que transponiendo 1800, año límite entre la cultura y la
civilización, pudo reavivar la efímera ilusión de una gran cultura pictórica. Estas
ideas sorprenden porque ahora las difunde una obra considerada por Ortega y Gasset
como la peripecia intelectual más estruendosa de los últimos años. Pero no todas
presentan nuevo perfil. Ya andaban por el ancho cauce del pensar moderno. Según
Leconte de Lisle, después de Grecia, la decadencia y la barbarie han invadido el
espíritu humano. La escultura se detiene en Fidias y en Lisipo. Miguel Ángel no ha
fecundado nada. El arte moderno es puro arcaísmo de la víspera, nada más. Un arte de
segunda mano, híbrido e incoherente. También creyó Renan en la extinción de las
artes. La escultura, dice, termina cuando el traje comienza a cubrir la desnudez de las
formas.

Si buscáramos una explicación sociológica precedente a los argumentos filosóficos de


Oswald Spengler, la hallaríamos en estas líneas de Gabriel Tarde:2 A medida que una
sociedad se extiende, aumenta, perfecciona y complica sus instituciones, lengua,
religión, derecho, gobierno, oficios, arte, pierde su ímpetu civilizador y progresista,
porque lo ha empleado en realizar esto. Vemos aquí un principio del germinar,
florecer y morir de las culturas, según el concepto spengleriano. El arte occidental ha
terminado, pues, irrevocablemente.

NUESTRA POSICIÓN EN EL ARTE

Para que un arte exista y subsista debe hallar problemas necesarios que resolver.
Realizando todas sus posibilidades, la cultura de Occidente no ha dejado nada tras de
sí. No existe ya un arte de interna necesidad. La crisis del siglo XIX ha sido el
estremecimiento de la muerte. Retengamos esta fecha. En ella realizamos un acto de
                                                                                                                         
1
Oswald Spengler, La decadencia de Occidente, tomo II, páginas 102,103 y 107.
2
Gabriel Tarde, Les lois de l´imitation, página 160, septième édition, París, Félix Alcan.  
trascendente nacionalismo: el de nuestra emancipación política. Es decir: nacemos
cuando se desvanece una cultura. ¿Cuál es, frente a ella, nuestra acción efectiva?
¿Cuál ha sido hasta hoy? He aquí cómo debe encararse el problema de nuestro
nacionalismo. ¿Qué hemos hecho en todos los órdenes de nuestra actividad cultural?
La respuesta es fácil. Adoptar con amplitud libérrima cuanto convenía incorporar a
nuestra cambiante actividad nacional. Nada menos, nada más. Preguntemos ahora:
¿Cómo nos define esta adopción omnímoda y qué significamos merced a ella vistos
por los herederos de las viejas culturas, difundidas en el Viejo Mundo? ¿Somos los
continuadores de esas culturas, o nos limitamos a remendar sus formas exteriores, sin
penetrar su esencia y sin comprender ni su alteza ni su nobleza? En el primer caso nos
ajustamos a una de las leyes fundamentales de la sociedad y el arte: al principio de la
imitación. En el segundo nos disgregamos repitiendo fórmulas muertas. La vida
psíquica oscila fatalmente entre dos términos. Indico un fenómeno minuciosamente
analizado al repetir que el principio de imitación es una de las leyes fundamentales de
la vida. Es uno de los problemas de la psicología y de la sociología contemporáneas
mejor estudiados. No nos sorprenda, pues, si alguien resume en este principio todo el
curso de la historia. La historia que es para Herder una educación del género humanó,
para Kant una evolución del concepto de libertad y un desenvolvimiento del espíritu
universal para Hegel, es para Gabriel Tarde un conjunto de imitaciones felices.
Escuchad sus palabras: la historia, según los eruditos, será la colección de las cosas
más célebres. Nosotros diríamos mejor: de las cosas más acertadas, esto es, de las
iniciativas más imitadas.3

LAS LEYES DE IMITACIÓN

El individuo es un resultante, sea cual fuere la sociedad en que desarrolla sus


facultades. En él influye el pasado y el presente, lo que fue y lo que va siendo. Es un
hereditario y es un contagiado. Creyendo vivir una existencia que con él se inicia y
con él perece, continúa una multitud de existencias eslabonadas en el tiempo y en el
espacio, que luego transmitirá a su vez, con la adición de una nueva unidad. Cree
hacer lo que le place, lo que imagina, pero obra casi siempre, si no siempre, bajo la
influencia de factores sugeridos por quienes les transmitieron sus gustos, sus hábitos,

                                                                                                                         
3
Obra citada, página 151.
sus pasiones. Las conciencias se penetran, los pensamientos se propagan. La
pretendida individualidad es un entrecruzamiento de fenómenos sociales.4 ¿Pero esta
filiación genética se sigue en desmedro de la personalidad, la niega, aminora siquiera
su valor representativo en la cultura social? No. Dicho de otro modo, la ley de
imitación no excluye la personalidad. Imitación y personalidad son aquí términos
contradictorios en apariencia. Citaré un caso concreto para suplir disquisiciones
incompatibles con la índole de este trabajo. Recordemos a Iván Mestrovic. Los
nombres podrían multiplicarse. Mestrovic imita la escultura asiria. Ello es notorio. De
los asirios deriva motivos de inspiración para modelar las esculturas destinadas al
templo de Kossovo. Imita el estilo, las formas constructivas, y ajustándose a ella
adopta la grandeza de sus formas arcaicas, fuertes, simples, tumultuosas. Con estos
medios remotos evoca al héroe nacional de Servia, ciñéndose en la epopeya popular y
anónima de los guzlares. Es Marko Craljevic. Está a caballo. Viéndole nos
preguntarnos: ¿a qué raza pertenece? Es extrahumano. ¿Y su corcel? ¿De qué especie
es? Caballo y caballero nos trasladan, en brusca transición, a las zonas del espíritu
donde gravitan las personificaciones legendarias. No nos extrañe si el poeta anónimo
en quien se inspira Mestrovic ofrece la analogía de un rasgo homérico. No nos
sorprenda, digo, al comprobar que el corcel de Marko Craljevic derrama lágrimas al
presentir la muerte del héroe, así como lloran en Homero los caballo de Patroclo.

Con elementos desentrañados de un arte muy lejano ha logrado Mestrovic


materializar un símbolo de pura unidad nacional. En esa cultura vemos normas
libremente adoptadas. Pero por sobre esto nos atrae el contenido, el fondo esencial de
la obra, su intención y su emoción. Hay en ella intelecto, pero también alma. Es el
artista afirmándose en la tradición de las formas y es el hombre dilatándose en su obra
al interpretar la religión civil de todo un pueblo. Arte derivado y personalidad
definida, pues. Intelecto y alma. Intelecto, lo que llega a nosotros por la inteligencia;
alma, lo que de nosotros fluye transformado por nuestro íntimo sentir.

He aquí lo que se nos pide, he aquí lo que se nos niega. Se nos exige un arte nuestro,
un arte nacional argentino, pero se nos veda apoyarlo en la experiencia de Europa.

                                                                                                                         
4
Gabriel Séailles, Les affirmations de la conscience moderne, página 176, París, Armand Colin, 1903.
Nos encaramos de nuevo con el problema nacionalista; pero esta vez será para
enfrentarlo en todas sus consecuencias.

EL TIPO ÉTNICO

En el prólogo de Conflictos y armonías de las razas en América pregunta Sarmiento:


¿Somos argentinos? ¿Desde cuándo y hasta dónde? Es fácil contestar desde cuándo
políticamente. Existe en el mapamundi un territorio dilatado y rico en el cual se
contiene un pueblo de genio flexible y alerta, a cuya capacidad de ideales es
aventurado fijar límites previsibles. ¿Tiene ese pueblo una constitución mental que le
sea propia, una cultura tradicional, caracteres étnicos derivados de los primitivos
pobladores del suelo que habita? Cuando empleamos aquí la palabra raza lo
afirmamos y lo confirmamos invocando la tradición de nuestro nacionalismo. Ambos
términos son, no obstante, confusos. Pero es el caso que dentro y fuera del país se
preconiza una argentinidad, y a ella acuden para exigirnos modos estéticos que la
expliquen y la ilustren. He aquí las causas de este equívoco. Existe en la Argentina un
tipo étnico definido. Es el producto de una amalgama conclusa. La población indígena
sería el plasma. A ella se mezcla primero el español, dando por resultado el mestizaje,
que luego se transforma debido a las copiosas inmigraciones europeas, para formar así
el tipo de pura argentinidad. Este sería hoy el poblador de nuestro territorio. Si no
propiamente raza, somos un grupo étnico diferenciado y poseemos una cohesión
espiritual tan definida como para dar formas propias a un arte; es decir, a toda una
cultura. Esta es la creencia de unos y las aspiración de otros, el supuesto de Europa y
el anhelo de nuestra mente. Pero vosotros sabéis que la realidad es otra. Vosotros
sabéis que no existe un tipo étnico predominante. Ahora bien, en este concebirnos
como raza autóctona finca el equívoco, para mí esencial. Cuando el extranjero
observa nuestro arte no ve realmente lo que hay en él: percibe una disonancia al
hallarse en presencia de algo conocido, de algo que, empero, debiera armonizar con
su ser y sentir íntimos. Creyó hallar el exotismo de una expresión semicivilizada...
todo ello en estrecha cohesión con normas mentales propias de un pueblo naciente.
¡Dichosa juventud de América! ¿No fue Carlyle quien dijo que la juventud de
América era la madurez de Europa?

ARTE NACIONAL
Entonces es cuando nos piden un arte propio, es cuando nos piden que hagamos
penetrar en la trama de nuestra sensibilidad indígena-americana la luz de nuestro
cielo, así como el gusano que, iluminado por la luz azul, imita el azul en la tela que
teje. Es cuando nos exigen un arte nacional; es decir, cuando nos exigen a nosotros lo
que ya no existe en ninguna parte. Y como esta afirmación acaso parezca demasiado
categórica, permitiéndome refrendarla con la autoridad de quien estudió el problema
ajustándose a disciplinas científicas: Hoy ya no existe ningún pueblo que tenga un
arte nacional –dice Gustave Le Bon– y todos, ya sea en arquitectura, ya en escultura,
viven de copias más o menos felices de épocas desaparecidas.5 En ninguna época de
la historia alcanzó la civilización mayor altura que en la nuestra, y en ninguna quizá
hubo un arte menos personal. Volvemos aquí al concepto spengleriano... Y repitiendo
a Emite Hennequin, que hace extensiva su observación a todas las artes, dice Guyau a
su vez: La historia y la novela modernas hacen ver que las sociedades, por un efecto
gradual de la heterogeneidad, tienden a descomponerse en un número cada vez más
creciente de medios independientes, así como estos últimos en individuos cada vez
menos semejantes. Por el desarrollo gradual de esta independencia de los espíritus es
por lo que se explica en el dominio del arte la persistencia cada vez menos larga de
las escuelas y su multiplicación, el carácter cada vez menos nacional de las artes a
medida que la civilización a que pertenecen se desarrolla y aumenta. Hablando con
propiedad, ya no existe literatura francesa, y la literatura inglesa misma comienza a
diversificarse.6

En las épocas antiguas, cuando eran más reducidos los centros intelectuales, menos
frecuentes las comunicaciones, todavía eran posibles las escuelas en arte. Era más
fácil crear un estado de espíritu común a toda una región, conforme lo observamos en
los distintos centros renacentistas. Y aun así no siempre se pueden indicar aires de
familia en los pintores y escultores de zonas determinadas. Hoy es ya del todo
imposible. Hablar, pues, del arte nacional es acudir a términos abusivos. Los
japoneses mismos, que poseyeron hasta ayer un arte inconfundiblemente propio,
tienden hoy a desnacionalizarse, a hacer de su arte autóctono un arte europeo, es
decir, cosmopolita. Pero, ciñéndonos a Occidente, y de un modo más concreto a los
países que mejor conoce nuestro público, podemos citar ejemplos muy ilustrativos.
                                                                                                                         
5
Lois psichologiques de l´évolution des peuples, página 58, onzième édition, Félix Alcan, París, 1913.
6
L´art au point de vue sociologique, página 137, quatorzième édition, Félix Alcan, París, 1926.
Citemos tres nombres cuya obra es, desde luego, bien notoria: Zuloaga, Darío de
Regoyos, Anglada. ¿Hay en ellos un rasgo que les sea común? ¿Es perceptible en
ellos el ya mentado aire de familia? Si a ello nos atenemos ¿dónde está el
nacionalismo de su pintura? Citemos ahora en Francia a René Ménard, a Claude
Monet y a Puvis de Chavannes. ¿En qué se parecen? ¿Qué signo los une en la idea
nacionalista? Evoquemos en Bélgica a Emile Claus y Eugenio Laermans, dos pintores
coetáneos, que ni parecen de la misma época siquiera, tanto los diversifica su arte.
Acudamos ahora a tres pintores alemanes, y esta vez me limito a los pintores de paleta
luminosa: Max Liebermann, Leo Putz y Max Klinger. Y no invoco el nombre del
clasicista Franz Lenbach, porque entonces advertiríamos que entre éste y Leo Putz
parece interrumpirse todo nexo de modernidad. Otro ejemplo todavía, referido a
Italia. Tres nombres luminosos: Segantini, Previati y Morbelli, tres divisionistas, tres
pintores que adoptan el mismo procedimiento, que pintan del mismo modo. Y bien,
¿en quién de ellos se cifra la italianidad del arte, siendo, como son, tan diversos
espiritualmente? En escultura no es menos visible la divergencia. Aproximemos en
España los nombres de Benlliure y Julio Antonio, en Francia los de Rodin y Falguier
o Fremiet, en Alemania los de Eberlein y Hugo Lederer, en Bélgica los de Meunier y
Van der Stap, en Italia los de Bistolfi y Canónica –dos piamonteses– y no incluyamos
a Medardo Rosso para no facilitar demasiado una demostración harto fácil de suyo.

Limitemos aún más el área de nuestra experiencia y detengámonos en el más estricto


regionalismo. Limitémonos al arte vasco. Tres pintores nos salen al paso. Guiard,
Zuloaga, Darío de Regoyos. ¿Quién de los tres personifica el medio social vascuence,
quién le asimila mejor, si es que alguno lo hace visible en su obra? Quien pueda
pronunciarse, que lo haga, pero no olvide la existencia de otros modos diversos
contenidos en el arte vasco y tenga presente a un Arteta, a un Echavarría, a un
Maeztu, a un Arrúe, y luego, sí, díganos éste es el vasco y afírmelo con exclusión de
los que van incluidos en la nómina precitada. Apoyándose en Hennequin, observa
Guyau:7 Se ha preguntado con razón quién, de Corneille a Flaubert, es el normando y
qué relación existe entre los dos; y quién entre Chateaubriand y Renan es el bretón.
Esto quiere significar que si el carácter de raza persiste en los individuos, es con
frecuencia imperceptible.

                                                                                                                         
7
Obra citada, página 34.
LA DIVERSIDAD COMO SIGNO DE MAYOR CULTURA

La diversificación es, por lo tanto, un signo de modernidad, un signo de nuestro


tiempo, y nada caracteriza mejor al arte argentino que sus múltiples y cambiantes
facetas. Si, como suponen, fuésemos un núcleo en vías de formación, nuestro
horizonte mental sería harto restringido. En general, los pueblos nacientes, como los
niños de corta edad, miran con indiferencia, son insensibles a todo lo que se refiera al
hombre, a la especie de hombre que se le parece, el hombre de su raza y de su tribu
(Tarde).

En la aptitud de multiplicar los puntos de vista, ha colaborado la acuidad de muchas


centurias. El individualismo, opuesto al nacionalismo, es, según pudo verse, una
forma evolutiva, una consecuencia necesaria, un hecho ineludible. Tarde8 aun observa
que los pueblos se imitan más fácil y más rápidamente conforme se civilizan, y Le
Dantec anota: ... la mezcla de razas es lo que ha preparado las más grandes
variaciones de estética individual.9 Por lo que hace a nosotros, la observación de Le
Dantec está documentada con rotunda plenitud. Para comprobarlo basta con recordar
nuestras exposiciones colectivas, basta con evocar los valores representativos de
nuestra pintura y de nuestra escultura, basta con oponer nombres y obras, es decir,
tendencia a tendencia, que si unas veces son desemejantes y otras contrarias, también
suelen ser excluyentes por su decidido carácter antagónico. Y si no, recordemos un
paisaje de Fader y uno de Butler, una figura de Bermúdez y otra de Guido, una
composición de Quirós y otra de Collivadino, un paisaje de Botti y uno de Panozzi, y
dentro de la inquietud renovadora agrupemos a Horacio Butler, a Tapia, a Basaldúa, y
coloquemos junto a un lienzo de Sívori uno de Pettoruti, y repitamos el extremo en
escultura, oponiendo a una obra de Yrurtia otra de Curatella Manes.

Confluyen allí los estilos y las técnicas más diversificados. Y los conceptos más
contradictorios. Y también las aspiraciones más bifurcadas. Como en Europa, como
en los centros más avanzados de Europa. Junto a quien modela y construye
adaptándose a la tradición clásica, vemos al impresionista, y en oposición a uno y otro
proclama su modernidad el innovador más extremado. En éstos y en aquéllos vienen a

                                                                                                                         

8  Obra  citada,  página  89.  


9  Les  influences  ancestrales,  nota  de  la  página  228,  Ernest  Flammarion,  editor,  París,  1919.  
resumirse todas las etapas del arte. Convergen allí muchos afanes, muchas angustias,
tantas como se evidencia en la obra no llegada a término prefijado por el artista, y
tanto o más en las obras que parecen revelarnos una conformidad consigo mismas.
Late en todas una fibra que despierta en nosotros sutiles resonancias. Son ellas de
aprobación, de simpatía cordial, porque vemos en ellas cristalizado mucho de nuestra
necesidad de belleza. Dan forma más sensible a nuestras imágenes interiores, nos
revelan lo mejor de nuestro mundo interior, de nuestra vida espiritual. Entre ellos y
nosotros hay compenetración mutua. Nos sentimos los unos en los otros. ¿Qué
significado tiene este repercutir en ellos y ser de ellos repercusión? La respuesta que
aguardo es de trascendencia definitiva. Quiere decir que si existen aquí artistas,
también existe un público de ellos y para ellos. Quiere decir que existe afinidad
colectiva, y que unos porque producen belleza y otros porque están capacitados para
vivirla y sentirla, revelan que se ha producido en nosotros una afortunada y bella y
pura conjunción de aspiraciones también afortunadas, también bellas, también puras.
Esta cohesión de los espíritus vale tanto como nuestro arte, porque es nuestro arte.
Brota de ella y de ella se nutre.

ARTE DE PLENITUD

Ahora bien: si nosotros no somos un derivado –como no lo somos, en efecto– de una


remota paternidad indígena, y excluirnos del foco europeo los grados de nuestra
mentalidad, presentamos al mundo un caso en verdad inexplicable.

Concebido así, nuestro arte, la cultura toda de nuestro espíritu, sería efecto de un
exabrupto sin precedentes en la historia de la humanidad. Ciñéndonos a la escultura,
ofreceríamos un fenómeno asombroso. De Cafferata a Yrurtia, a Lagos, a Riganelli, a
Fioravanti, se establece un nexo. En cambio, ¿quién intentaría relacionar a Cafferata y
a Correa Morales con la escultura indígena, y señalar en el Falucho y en el Esclavo
formas derivadas del primitivo arte quechua, por ejemplo? El arte de ambos nos
enlaza con la tradición europea: es arte de Europa realizado aquí por quienes tenían
una mentalidad europea. Lucio Correa Morales descendía de españoles, así como
Francisco Cafferata era de ascendencia italiana. Europa los trajo cuando la vocación –
herencia psicológica al fin– los llevó a buscar una educación estética superior que este
medio no podía ofrecerles entonces. No se advierte en ellos –como no es posible
advertirlo en ningún artista argentino– la transformación de formas estéticas derivadas
de los primitivos pobladores de este suelo.

Hay allí una semejanza mental, que se eslabona a otros modos de cohesión. A ello se
arriba por grados, lentamente, como en geología, de capa en capa, distribuidas por el
factor tiempo, regidas por él y por él unidas en el espacio.

La técnica está hecha. Ha sido elaborada poco a poco, en el transcurso de muchos


años. Es un medio logrado, dominado, dócil al designio del artista. En la variedad de
sus aplicaciones hallamos la evolución histórica de las artes plásticas. A cada estilo, a
cada escuela, a cada época ha correspondido una técnica inconfundible. Es como un
idioma hecho, trabajado y diversificado, con todas las sutilezas del espíritu. Obra
espontánea y erudita a la vez. En todo caso, obra de madurez. La imagen del canto
rodado, pulido por el tiempo, llevado y traído por fuerzas que no tienen nada de
misterioso, es aquí elocuente, si relacionamos ese desprendimiento con la montaña
enhiesta, abrupta y áspera de que formaba parte. Alejémonos ahora del símil.

LEY OBSERVADA EN LA EVOLUCIÓN DE LAS ARTES

En todo lenguaje culto identificamos una tradición más o menos remota. Pero en él
sólo vemos un medio comunicativo, independiente de todo contenido esencial. En
pintura y en escultura –como en todo arte– es la técnica, el oficio, lo manual. Esto se
transmite y se adquiere. Nada tienen que ver con ella los dones naturales, las
facultades innatas. Pero este medio comunicativo es un resultado, y –ya lo hemos
visto– supone una elaboración lenta, producto a su vez de otros estadios y de otras
elaboraciones con las cuales se unen y de las cuales procede. Repitamos esta palabra:
proceso. Tiene la virtud de evocar el pasado en el presente y de hacernos adivinar
toda una serie de etapas superadas. No obstante, no es y no puede considerarse como
algo ajeno o reflejo. Yo no sé si es o no exacta la afirmación de Leibnitz cuando
asegura que en una brizna de hierba colabora todo el universo. Pero sí creo –y lo cree
mi razón emancipada de todo determinismo materialista– que entre el remoto arte
cavernario y un lienzo de Rembrandt o una escultura de Miguel Ángel se anima y
fulgura el mismo rayo de luz que, pasando luego por neoclásicos y románticos, viene
a fulgurar en la iridiscente policromía de la paleta impresionista y que al calor de esa
luz muchas veces milenaria se ha ido tejiendo la trama complicada de nuestra
sensibilidad. ¿Importa esto excluir a nuestro suelo de una elaboración necesaria? De
ningún modo. Que el medio modifica al individuo es un hecho comprobado por la
historia natural y observado en todas las especies. América modifica
antropológicamente al europeo, sin duda. Pero ello no se logra en una generación ni
en dos. Tampoco sabemos en qué proporciones le transforma y qué modalidad resulta
al ser modificado por la acción del doble ambiente físico-social. De todos modos no
se forma un arte en pocos lustros, ni éste produce obras de madurez al pasar de una
generación a otra. Las células cerebrales no realizan el prodigio de asimilar en un día
lo que fue creado por lentas elaboraciones hereditarias. Grecia –la creadora
omnímoda– necesitó aproximadamente setecientos años para desprenderse de Egipto
y Asiria y culminar en la necesidad plástica del Partenón. La distancia que media
entre el goticismo ya romanizado de Nicolás de Pisa y Miguel Ángel se mide por
centurias. Análogamente se interponen varios siglos entre los mosaístas que en Italia
precursan a los pintores de la Toscana y de la Umbría. Y así en Alemania, en Francia,
en España, en Bélgica, en Holanda.

Si queremos apreciar cómo evolucionan –y con qué lentitud– los modos


interpretativos, aun limitándonos a géneros especiales, examinemos el que dice
relación con el retrato. Se considera una conquista moderna –en lo moderno incluyo
al Renacimiento–, se considera una conquista moderna, digo, el estudio del carácter,
la penetración íntima del individuo cuya psicología muéstranos el artista acentuando
los rasgos significativos, los que mejor le definen, omitiendo o simplificando las
partes de escaso valor representativo. Pues este modo visual ya se practicaba en el
siglo I de nuestra era y Plutarco nos da de ello la más clara definición estética en Las
vidas paralelas. Al comenzar la vida de Alejandro, previene al lector que no abundará
en evocaciones contrarias a sus propósitos de resumir caracterizando. Y dice: Por
tanto, así como los pintores toman para retratar las semejanzas del rostro, y aquellas
facciones en las que más se manifiesta la índole y el carácter, cuidándose poco de
todo lo demás; de la misma manera debe concedérsenos a nosotros que atendamos
más a los indicios del ánimo y que por ellos dibujemos la vida de cada uno.10
Obsérvese que Plutarco refiere su comentario a los pintores y aun cuando sus obras no

                                                                                                                         
10
Cuando esta fórmula llegue a nosotros será para extremarse en el concepto de Ingres: Il faut
caractériser jusqu’à la caricature.
llegaron a nosotros,11 puede inferirse la fineza de análisis alcanzada en ellas con sólo
relacionarlas a la serie de bustos de mármol cuyo valor psicológico las eleva a la
categoría de verdaderos documentos humanos.

En todos los pueblos ha evolucionado el arte siguiendo el mismo proceso. Allí donde
floreció un arte de plenitud, ésta no se alcanzó sin antes sin pasar por una fase de puro
arcaísmo, transición ineludible entre lo primitivo rudimentario y el desarrollo
plenamente logrado. No existe ningún ejemplo contrario a esta ley. ¿Dónde están los
ejemplares de nuestro arte arcaico, las obras producidas en este suelo que pueden
señalarse como precedentes de una evolución característica y definidamente
argentina? ¿Dónde se halla dentro de esa evolución argentina el punto inicial de la
línea que se prolonga hasta hallar los otros puntos sucesivos denominados Correa
Morales, Cafferata, Dresco, Yrurtia? ¿Dónde está el vínculo espiritual y racial
referido a lo indígena primitivo? No existe, ni puede existir ninguna obra indígena
que explique nuestra cultura actual, porque de existir, esas obras integrarían a su vez
una civilización muy avanzada, civilización que no llegó a producirse.

LA EMOCIÓN DEL ARTE

Cuando no se puede indicar en la obra ningún signo visible del argentinismo,


entonces oímos decir que esa obra es argentina por la emoción. Nada es menos
concluyente ni más vago. La emoción estética –el modo de sentir el arte–, ya lo
hemos visto, se diversifica demasiado para que permita formar leyes aplicables a
grupos tan heterogéneos como los que integran la nacionalidad argentina. Entre
nosotros existen aleaciones que pueden comunicarle una matiz, difícil de precisar, por
otra parte, pero no está probado que ese matiz prepondere sobre los tonos más
definidos de nuestra psicología. Ya aludía Rivera Indarte en 1830 a este fenómeno de
transfusión: Setecientos años de dominación morisca –dice– han mezclado en las
venas de nuestros progenitores, los españoles,12 copia no pequeña de sangre
africana. Trescientos años de tratas de negros, trescientos años en que nuestras
poblaciones han sido constantemente compuestas de una tercera parte, cuando
menos, de mulatos y negros, deben haber contribuido para que la sangre africana
                                                                                                                         
11
No deseo confirmar esta observación aludiendo a las miniaturas romanas de Egipto y a la miniatura
romana conservada en el Museo de Nápoles, muy bellas por lo demás.    
12
Citado en Carlos Antonio Bunge. Véase Nuestra América, página 168.
permanezca aún hoy mezclada con la nuestra. Fenómeno evidente, por otra parte.
Ahora quizás resulten inesperadas las conclusiones. ¿Consiste la argentinidad de
nuestros artistas en las posibles gotas de sangre africana o indígena mezclada con la
sangre europea que circula en sus venas? Si esto es así, nos vemos precisados a
repudiar nuestro arte, por lo menos en los artistas que lo representan, con más altura y
con mayor nobleza. ¿Por qué? Porque Fader era hijo de padre alemán y madre
francesa; porque Yrurtia es de ascendencia vasca; porque los padres de Riganelli son
romanos y romañolos son los de Fioravanti; porque son italianos los de Rovatti,
Bigatti; porque Alfredo Guido es hijo de padre genovés y madre nacida en Marsella
de padres piamonteses; porque era francesa la madre de Bermúdez y el padre peruano
de ascendencia española; porque son italianos los padres de Collivadino; porque es
español el padre Quirós, y entrerriana de ascendencia portuguesa, la madre. Puedo
multiplicar los ejemplos recordando la prosapia genovesa de Schiaffino, de Della
Valle, de Ballerini, de Sívori, sin omitir a Giudici –no Giudice– que era, por lo demás,
italiano hijo de italiano. Y ahora también recuerdo que es genovesa la madre de fray
Guillermo Butler e irlandés el padre. ¿Necesitaré incluir a tres arquitectos jóvenes
para señalar la prosapia vascuence en Martín Noel, inglesa en Carlos F. Arcell y
holandesa en Arturo Prins? Según podemos advertir, la imaginación no nos ha traído
solamente la fecunda iniciativa del buen arado etrusco o los costosos ejemplares
ganaderos que constituyen el orgullo de nuestras exposiciones rurales.

Aspiremos a definirnos en este inmenso crisol donde bullen tantas y tan poderosas
confluencias en vías de transformación. Pero procedamos con cautela cuando
teoricemos acerca de ello, y nos mueva el propósito de construir teorías de alcance
estético-sociológico. Bien está el criollismo campero de Hernández, bien está el
urbanismo criollo de Carriego, pero no pongamos en ese criollismo ninguna intención
excluyente. Aplicada a las artes plásticas, esa intención sería desastrosa: provocaría
un éxodo tras el cual sólo quedaría una inmensa llanura desierta sin esperanza ya de
verla florecer con igual magnificencia.

Digo que la nacionalidad del tema ni determina la emoción, ni la intensifica, ni la


individualiza. Lo prueba la historia del arte, a lo largo de zonas diversas. Y en cuanto
desarrolla motivos de índole religiosa, lo certifican veinte siglos, desde las pinturas
catacumbarias a Puvis Chavannes. Se podrán indicar modos y estilos diversos, formas
y técnicas desemejantes, pero nadie distinguirá grados de emoción nacionalizándose
en el tema desarrollado.

Nos queda todavía otro ejemplo, extensivo asimismo a distintas épocas, incluso a la
nuestra; aludo al arte del retrato. La distinta nacionalidad de los modelos trae y lleva a
los pintores y los obliga a pintar, no pocas veces, fuera de su comarca, imágenes que
nada tienen de común con la nacionalidad del artista. Así Van Dick pinta en Génova y
en Londres, y si hay o no pareja fuerza emotiva relacionando estas obras con las que
pinta Amberes, dígalo la maravillosa multiplicidad de sus evocaciones iconográficas.
Citemos, por fin, dos momentos de prodigiosa culminación en el arte y comprobemos
que al pintar Ticiano en Augsburgo el retrato ecuestre de Carlos V y Velázquez en
Roma el retrato cedente de Inocencio X, glorifican al césar y al pontífice en una
nueva inmortalidad, porque hacen de ellos dos impresionantes arquetipos humanos.

En esto reside precisamente el don del artista: en la simpatía universal que le hace
penetrar todas las cosas, en la facultad de sentirlas vibrar en lo más íntimo de su alma
e identificarse con ella y ser de ellas viva irradiación.

ARTE INCIPIENTE Y VALOR EFECTIVO DE NUESTRO ARTE

Las consecuencias de este doble equívoco se resumen en otro: el que denomina


incipiente nuestro arte. ¡Incipiente! Este adjetivo sólo tiene una acepción etimológica:
incipere: comenzar, empezar. Por tanto, nuestro valor efectivo es –en lo plástico– de
pura iniciación. Somos principiantes, incipientes. Sea cual fuere la aplicación y la
extensión del calificativo, éste nos reduce a un estado definido con perfecta claridad.
Según este modo estimativo, nuestro arte aún no es, está por ser, va siendo.

Este comenzar de nuevo, este proceso nuevamente incoado, sólo puede tener una
interpretación: la que nos induce a considerarle como el producto de una mentalidad
transformada o en vías de transformarse por nuestro ambiente. No cabe otra. Todas
las argucias, todos los sofismas no lograrían acudir a otra. Si este fenómeno
presentara casos atendibles, –que no los presenta– entonces podría afirmarse que el
arte comienza a localizarse en zonas determinadas. Pero ni siquiera apoyados en esta
hipótesis podríamos hablar de arte incipiente. El arte no es aquí un comenzar de
nuevo, no ha vuelto a empezar aquí ninguno de sus largos procesos evolutivos.
Cuando nuestros artistas se afirman es su ejercicio, adoptan un arte que nos llega
formado y concluso. De ahí la irreverencia inexplicable del calificativo. ¿Incipiente?
¿En qué y por qué? La pintura y la escultura no se diferencian de las que produce
Europa. Contienen todas las sutilezas de un arte afinado por largas y lentas
transformaciones. Es un arte sapiente, un arte de plenitud. No coincide con el de los
centros más avanzados de Ultramar: es una integración de ellos. Lo es por su ciencia
y por su esencia. Luego... Pero no. Dejadme suspender mis conclusiones para hacer
una pregunta a la que no estamos acostumbrados. ¿Es lícito hablar entre nosotros de
una ciencia incipiente? Hace algunos días, muy pocos, le dirigí esta pregunta a un
médico distinguido, hombre, además, de fina educación estética.

–¿Es incipiente la medicina en nuestro país?

–No.

–¿Por qué?

–Porque la ciencia ya está hecha. Y así la tomamos y así la aplicamos.

Hecho incontrovertible y, para nuestro tema, de trascendente validez. Luego, la


ciencia es universal. Es una para todos. El arte, no. Admitamos esto. Pero en el grado
de cultura suficiente, es universal la ley que hace posible su coexistencia. También es
un hecho incontrovertible. Es la misma capacidad mental desarrollándose en distintas
direcciones. La misma. Y cuando le oímos decir al doctor Herman Roschmann que la
Argentina no tiene que envidiar nada a ningún país del mundo;13 cuando podemos
decir, con muy justificada complacencia: en la actualidad, la enseñanza de la
Medicina argentina está a la altura de los tiempos y puede sostener cualquier
parangón con las mejores escuelas del mundo,14 inmediatamente nos es dable añadir:
nuestro Museo Nacional de Bellas Artes –en lo moderno– puede figurar entre los
mejores del mundo. Observemos el aspecto de nuestra ciudad, recordemos cómo se
compilaron nuestras leyes, cómo se formaron nuestros códigos, cómo se formaron
nuestras instituciones, cómo se organiza nuestra ciencia; observemos, por fin, cómo
se integra nuestra nacionalidad, y no advertiremos ninguna disonancia, no
                                                                                                                         
13
Juan Túmburus, Síntesis histórica de la Medicina Argentina, página 120.
14
Ibíd., página 121.  
señalaremos ninguna disparidad; veremos que todo se entrecruza en una misma trama
sensible, porque todo está regido por el mismo ritmo ordenador y dentro de la misma
alteza mental. Entonces comprenderemos que una estatua de Yrurtia o un cuadro de
Fader son tan incipientes como puede serlo la prosa de Enrique Larreta y el verso de
Leopoldo Lugones.

¡Envidiable incipiencia la de nuestros artistas, toda vez que al dar éstos los primeros
pasos, van dejando entre pinino y pinino, una serie de obras maestras!

Si ahora se me preguntara: ¿por qué es argentino nuestro arte?, yo contestaría lo único


atendible: porque son argentinos los hombres que lo producen. Basta con esta causa
motiva. Y añado: si nuestro arte es polimorfo, ello se debe a que es un arte vivo y
cálido, facetado y cambiante. Merced a esa multiplicidad se eslabona al arte más
representativo y mejor inspirado de los grandes centros de Europa. Así el artista de
esta tierra mía, dúctil y ágil, al atisbo de todos los problemas y de todos los medios
comunicativos, sin exclusiones y sin limitaciones, en contacto con todas las fluencias
innovadoras, fuerte y animoso, y probo hasta ignorar toda claudicación de lucro. Así
la quiero porque así es esta tierra mía consciente de su destino, afortunada conjunción
de energías fecundas, abierta a los cuatro vientos del espíritu. Así la quiero porque así
como es, realiza en la historia una misión de cultura que, siendo muy argentina, es
también universal.

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