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LEIBNIZ Y LA MAQUETA ABSOLUTA

ALFONSO IOMMI
Pontificia Universidad Católica de Valparaíso

Resumen
En 1677 G. W. Leibniz escribió un texto breve titulado Quid sit idea. En este artí-
culo esa pieza es examinada teniendo en mente su carácter inaugural respecto a
las disquisiciones posteriores de Leibniz acerca de la expresión. En segundo lu-
gar, se revisan los otros intentos de Leibniz por definir la noción de expresión.
Por último se afronta la posición de Leibniz con relación al conflicto entre expre-
sión y representación y se insinúa una posible interpretación.
Palabras clave: idea, expresión, representación, mundo, Leibniz

Abstract
In 1677 G. W. Leibniz wrote a short piece entitled Quid sit idea. This paper con-
siders that text keeping in mind its inaugural character in relation to Leibniz’s
later inquiries concerning expression. Secondly, Leibniz’s other attempts at defin-
ing the notion of expression are revised. Finally, Leibniz’s position concerning
the conflict between expression and representation is discussed and a possible in-
terpretation is suggested.
Keywords: idea, expression, representation, world, Leibniz

En una época los filósofos sabían, más que nada, escribir cartas. Durante casi
doscientos años –de Descartes a Diderot, por fijar extremos– consiguieron dar
con un tono gentil y despejado que pobló los correos europeos de realidades
eminentes, percepciones confusas, asociaciones de ideas y mundos posibles.
Pudo deberse a los hábitos cortesanos o a las incipientes e inestables revistas
científicas, pero esa suave manifestación del saber parece más bien haber des-
cansado, en esos años, sobre una tímida incertidumbre. Nadie tenía la energía o,
sobre todo, la confianza para llevar hasta las últimas consecuencias la más in-
ofensiva de sus premisas, ni tampoco para proponerse agotar los contenidos de
los precarios conceptos, cada vez más estriados por la bullente observación de
la naturaleza. De ahí el florecimiento de formas que no forzaran los límites de
las nociones, sino las contuviesen dócilmente entre problemas domésticos y en-
cargos ocasionales.
Muy pocos lograron conservar ese tono en sus obras más planificadas y, a
menudo, en cambio, persistieron en sus ideas más allá de lo aconsejable. Tal vez
algunas páginas de Descartes o las más distraídas anotaciones de Locke resistan
el examen, pero hay poco más. La norma es que todo lo aprendido a la hora de
escribir cartas se dilapidaba en las marañas conceptuosas de los tratados bien
proyectados. El mismo Leibniz varias veces sucumbió ante sus propias cons-
trucciones y no dejó pasar, como debía, la oportunidad de revisar y dar más
vueltas a sus proposiciones. En algunas de sus piezas más célebres, sin embar-
go, como el Discurso de Metafísica, Leibniz consiguió delinear buena parte de
sus ideas sin sobrecargarlas de argumentaciones vacías y precisiones sofocantes,
afinando así un tratado que ilumina todo su pensamiento, denso y fácil. Tanteó
y ponderó con justeza sus propias ideas, pero sobre todo, supo dejarlas flotar
sin severidad. ¿Qué era, a fin de cuentas, lo que Leibniz mejor sabía escribir?
Ante todo, cartas. Pero además, y con cierta dificultad, entre muchos intentos
tediosos y torpes, logró sacar agradables divagaciones de la forma antipática del
tratado.
Esto es, también, lo que sus contemporáneos conocieron de él. Unos pocos
amigos de la corte y la academia leyeron sus cartas y algunas notas especulativas
que a veces adjuntaba a ellas. Otros lectores, anónimos, pudieron seguir el hilo
de su pensamiento en revistas eruditas como las Acta Eruditorum y el Journal
de Savants. Hoy, por supuesto, la situación es distinta. Indiscriminadamente
pueblan su opera diálogos imaginarios, tramas políticas, derivas teológicas y en-
soñaciones de todo tipo. Entre las miles y miles de páginas que en el curso de
los años han aparecido, hay una especie de escritos especialmente atractiva que
los editores suelen llamar “elaboraciones privadas.” Aunque gran parte del ma-
terial publicado haya sido en su origen privado –por lo pronto, todas las misivas
a sus adoradas princesas– y la etiqueta parezca imprecisa, el grupo de textos que
reúne es digno de la más cuidadosa atención. Son pequeñas piezas breves que
Leibniz escribía sin revelar sus intenciones, o al menos, sin que nosotros logre-
mos discernirlas con claridad. A primera vista da la impresión que quisiera ela-
borar un tratado breve. Comienza, como el género exige, descartando hipótesis
obvias o proponiendo banales puntos de partida, como “imaginar es percibir
imágenes” o cuestiones de ese tipo. En verdad, pensamos luego, no son proyec-
tos de tratados, se asemejan, más bien, a los cálculos de un negociante que trata
de poner en orden las cuentas del día, de ajustar a un formato los flujos y reflu-
jos de la jornada. A poco andar, sin embargo, el punto de partida se abandona y
el trazado que comenzábamos a vislumbrar se pierde. En medio de la confusión
aparece, para nuestra fortuna, una voz totalmente distinta, un timbre tan alejado
del coloquio urbano como de la declamación académica: parco, errático y apre-
surado. No es raro que, a veces, el autor luzca incluso sorprendido, pues la pá-
gina de pronto comienza a plagarse de relaciones y decisiones injustificadas; de
puntos de llegada, en fin, alcanzados sin mediación ni argumento. Rellanos pri-
vados, justamente.
Una de estas elucubraciones ha concitado un sostenido interés por más de
cien años. Se trata de un manuscrito breve que un Leibniz treintañero escribió,
con mucha probabilidad, cuando recién se había instalado en Hannover des-
pués de una agitada y fructífera estadía de cuatro años en París. Lleva por título
Quid sit idea y permaneció en el archivo de la Biblioteca de Hannover hasta
1890, cuando Christian J. Gerhardt lo publicó por primera vez. Desde enton-
ces, ha sido traducido y analizado al revés y al derecho en los más diversos luga-
res e idiomas. Curiosamente, mientras las conclusiones a las que los comentaris-
tas han llegado suelen ser más o menos las mismas, la fascinación del texto no
ha menguado y, aún hoy, parece razonable emprender una nueva lectura.
El tema del texto está anunciado sin equívocos en el título: se trata de una
breve indagación acerca de la naturaleza de las ideas. De cierta forma, la prome-
sa se cumple. En el Quid sit idea se concentran muchas de las preocupaciones de
Leibniz respecto al lenguaje y la representación, y constituye, ciertamente, un
punto crucial en sus originales –“idiosincrásicas,” según algún lector que veía en
ello un defecto– meditaciones acerca de las ideas. Muchas de las cosas que
Leibniz dice sobre ellas en este par de hojas las dice por primera vez, pero ade-
más, muchas las dice también por última vez o, quizás, en su forma más certera.
Esta presentación, sin embargo, no deja de ser engañosa. Más de la mitad de
la pieza, de hecho, está dedicada al concepto de expresión sin remitirse explíci-
tamente al problema de las ideas. Es un texto de algún modo partido en dos.
Esta doble pista ha aumentado la incerteza acerca de qué motivó a Leibniz a es-
cribirlo. En más de un siglo de erudición, no se ha logrado precisar si alguna
lectura labró este escrito ni, si así fue, cuál. Se ha propuesto que algunas líneas
de Spinoza pudieron haberle sugerido ciertos desvíos. Se trataría, sin embargo,
de una lectura no documentada, secreta, pues oficialmente tuvo acceso a una
copia de la Ethica sólo un año después, en 1678. Las escaramuzas acerca de las
ideas entre Foucher y Malebranche, de las que sin dudas tuvo noticia en sus
años parisinos, bien podrían haber impulsado la intención inicial del texto; no
así sus conclusiones finales, totalmente alejadas de dichas controversias. En
suma, todas estas soluciones truncas sólo acrecientan la rara independencia de
unas pocas líneas botadas en papel y nos aconsejan evitar abordajes demasiado
elaborados.
En concreto, el Quid sit idea consiste en dos folios cuyos sellos de agua per-
miten fechar en 1677. El primero de ellos está completamente escrito, mientras
el segundo está mal cortado en la parte superior derecha y sólo está ocupado en
sus tres cuartas partes. La más reciente edición consigna, además, varios borro-
nes y arrepentimientos salpicados sobre las hojas. Pero ninguno de esos cami-
nos esbozados y luego abandonados logra poner en juego la corriente principal
del texto. Conviene seguir, entonces, la hebra más obvia.
El argumento avanza más o menos así. Se comienza con un paso sencillo:
“las ideas no son marcas en el cerebro.” Esta simple frase inicial tiene, sin em-
bargo, una caída más ambigua: “sino que están en la mente.” Antes de entrar en
materia, de golpe, en la primera frase, Leibniz se alista contra Malebranche y
quienes tomaban las ideas por entidades abstractas y autónomas que llevan
tranquilas existencias lejos de los hombres y con las que, según la ocasión, la
mente humana entraba en providenciales contactos. Pero, ¿qué significa que al-
go esté en la mente? ¿Cómo es algo que está en la mente? A estas preguntas,
planteadas por muchos de sus contemporáneos, Leibniz responderá de manera
taxativa, clavando una pequeña astilla en las convicciones de las que él mismo,
en el fondo, participaba: “algo puede estar en la mente como un pensamiento,
pero eso no significa que tengamos una idea de ello.” Existen, luego, dos mane-
ras de estar en la mente. Si para que haya un pensamiento basta que un acto in-
telectual consciente capture un objeto –habitualmente un concepto– por vago e
inacabado que sea, para las ideas se reserva una presencia más espectral y elusi-
va. Ellas están en la mente como virtualidades, son pequeños puntos a partir de
los cuales podemos, si los eventos ayudan, llegar a tener pensamientos, a tender
caminos que nos conduzcan a los conceptos de las cosas. Por ahora, no dispo-
nemos de más detalles sobre qué son las ideas, sólo sabemos que “no son pen-
samientos acerca de las cosas, sino que nos conducen a ellas.” Disconforme
con esta solución, Leibniz se objeta a sí mismo: “pero para llegar a algo sólo te-
nemos que enumerar los miembros de su clase. Por ejemplo, no estamos pen-
sando en un cuadrado, pero empezamos a enumerar las figuras geométricas y
muy pronto llegamos al cuadrado, eso no quiere decir que tengamos la idea del
cuadrado.”
Leibniz abre su texto con estas sutiles disquisiciones, pero en su presentación
notamos un inevitable colorido artificial. Nos invade la incómoda sospecha de
que los argumentos se están sobrevolando desde muy alto o sin genuino interés,
de que la pièce de résistance se está reservando más de la cuenta. Vistas de le-
jos, las cosas son ligeramente distintas. En un par de movidas, Leibniz ha dis-
puesto su campo de acción y ha tomado partido por una vertiente de la discu-
sión sin dejar de insinuar, además, sus posibles insuficiencias. Todo esto con
una displicencia casi inexplicable. Por lo general, las observaciones demasiado
evidentes se esconden en un correcto “etcétera” que ahorra el fatigoso desplie-
gue del mundo, ilimitado, de las cosas sin interés. Al contrario, aquí Leibniz re-
flexiona a partir de los tópicos del debate acerca de las ideas, comienza con el
enorme “etcétera” de su siglo, en vez de terminar en él. Prefiere un punto de
arranque flojo, si se quiere. Pero prepara un gran descubrimiento que será, a
renglón siguiente, presentado como si fuera parte de los lugares comunes sobre
el tema: “las ideas no deben conducirnos a las cosas, sino expresarlas.” Es difícil
calibrar el peso de esta declaración y la rapidez con que se propagó por todo el
pensamiento de Leibniz. Como sea, este par de páginas certifica oficialmente el
nacimiento de uno de los conceptos cardinales en el pensamiento del filósofo
cortesano. Él mismo, con su gusto irrenunciable por las afirmaciones monu-
mentales, declararía años más tarde: “toda mi filosofía no es más que una varia-
ción sobre el concepto de expresión.”
Saber qué entendía Leibniz por expresión está todavía pendiente. Sus entu-
siastas afirmaciones no iban acompañadas de una exhaustiva consideración de
la noción. De hecho, las pocas veces que intentó explicitar su contenido el re-
sultado fue bastante árido, dejando tras de sí cierta perplejidad, pero también
manifestando una inusual reticencia filosófica. En estas condiciones varios pro-
fesores, sobre todo en el último cuarto del siglo pasado, abordaron la tarea de
desentrañar el sentido final de esta noción, sirviéndose de distintas armas, desde
la lógica matemática a la filología. Sus meritorios esfuerzos no han terminado
de convencer no sólo a los lectores, sino, más que a nadie, a ellos mismos y el
debate, en consecuencia, sigue abierto. Así las cosas, es preferible, como punto
de partida, atenerse a lo dicho por el propio Leibniz.
La primera discusión en orden cronológico aparece en el Quid sit idea, espe-
cíficamente, en la frase que sigue a aquélla donde, más arriba, interrumpimos su
lectura. “Se dice que una cosa expresa otra cuando tiene relaciones [habitudi-
nes] que corresponden a las relaciones de la cosa expresada.” Esta es la más
temprana definición que Leibniz dio de la noción que acababa de descubrir. Se
trata de una caracterización bastante general que, si terminase ahí, oscurecería
aún más el sentido buscado. Pero Leibniz no se detiene y abandona las formu-
laciones abstractas para dar paso a una serie de ejemplos que, en principio, indi-
carían lo que tiene en mente. “Por ejemplo, el modelo de una máquina expresa
la máquina misma, la delineación en perspectiva de un cuerpo expresa el sólido,
las frases expresan los pensamientos y las verdades, los caracteres expresan los
números, las fórmulas algebraicas expresan al círculo y las otras figuras.” No
creo que el fin de esta serie de casos sea sólo dilucidar un pensamiento inasible.
Una dosis de triunfalismo se filtra en esta enumeración –como en casi todas las
enumeraciones, por lo demás. Leibniz pone a prueba su descubrimiento y os-
tenta sus capacidades; la expresión asoma así como una estaca donde se pueden
ir ensartando uno a uno todos los acertijos metafísicos que lo acosan. Acto se-
guido, vuelve a un plano más general y hace notar que no todas estas relaciones
son del mismo tipo. En algunos casos lo expresado se asemeja a su expresión.
El dibujo sobre un plano, por ejemplo, es una especie de retrato del cuerpo só-
lido, toma ciertos aspectos de él y los introduce, modificados, en un nuevo me-
dio. En otros casos, en cambio, no hay ninguna semejanza, la descripción de
una fórmula no coincide en ningún punto con la descripción del círculo que re-
presenta. No hay ningún requisito estricto para que la relación de expresión
acontezca, puede surgir de la semejanza natural, como entre un mapa y el terri-
torio, o de la mera convención, como entre las frases y los pensamientos. Sólo
debe existir una cierta analogía entre los dos extremos para que seamos capaces
de movernos de una cosa a su expresión sin perdernos en el camino y que “de
la sola contemplación de las propiedades de la expresión, lleguemos a las pro-
piedades de lo expresado.” Hasta aquí Leibniz ha bosquejado una noción de
contornos indefinidos. Una relación general que puede darse entre casi cual-
quier par de cosas, siempre y cuando sea posible establecer una analogía entre
las partes, propiedades o relaciones que las componen. En vez de ahondar en
explicaciones, Leibniz completa la fisonomía aumentando la apuesta. “Así,” di-
ce, “un efecto entero representa su causa plena […] los hechos representan al
alma y el mundo mismo, en cierto modo, representa a Dios.” (Sin darse cuenta,
Leibniz sustituyó la palabra expresar por representar; ya volveremos sobre eso).
En estas últimas anotaciones se avista el rol principal de la noción de expresión.
No se trata solamente de un recurso para conocer más fácilmente zonas oscuras
de la realidad, aunque Leibniz insista en esta virtud: “analizando un círculo po-
dremos conocer una elipse, porque se expresan recíprocamente, mirando el
mapa conoceremos el territorio, etc.” Es, además, una especie de garantía de la
cohesión de lo existente. Si Dios se expresa, de algún modo, a través del mun-
do, si los eventos del mundo expresan sus causas, si nuestro pensamiento ex-
presa al mundo, los avatares de la existencia, nuestra o de cualquier otra cosa,
acontecen en un universo ordenado y armónico. La noción de expresión surge,
entonces, para garantizar que un mundo así, óptimo si se quiere, tiene lugar. Al
decir que las ideas expresan las cosas, Leibniz afirma que la idea es el signo de la
armonía entre los individuos del mundo. Al tener una idea lo que tenemos es
un punto de vista singular sobre los demás hechos y cosas del mundo. Estas
conclusiones, sin embargo están, como casi todo en ese texto, sólo avistadas en
el breve Quid sit idea, y su desarrollo tomaría bastante más tiempo.
Desde ese otoño Leibniz no volvió a hablar de expresión hasta casi diez años
después y en un contexto muy distinto. En 1686, acababa de completar su pri-
mera obra filosófica importante, el Discurso de Metafísica, y decidió enviarle, a
través del Elector de Hannover, un breve resumen de sus principales tesis al sa-
cerdote jansenista Antoine Arnauld. El paso del tiempo había robustecido el
concepto y las aplicaciones entrevistas tiempo atrás conformaban ahora su cen-
tro de gravedad. Asimismo, Leibniz presenta ahora sus reflexiones revestidas
del más puro léxico metafísico. Los objetos del mundo, dice, están relacionados
entre sí de modo tal que cada uno, cada sustancia, expresa a todas las demás
desde un singular punto de vista. Para entender esto es necesario moverse un
par de casillas hacia atrás. Dios, intentando crear un mundo óptimo y feliz, es-
cogió la serie de individuos y eventos que permitiese la mayor cantidad de exis-
tencia. Esta decisión se llevó a cabo en base a los conceptos completos de cada
sustancia, una forma extraordinaria de concepto inventada por Leibniz que in-
cluía no sólo los rasgos esenciales de un individuo, sino además todos los even-
tos y relaciones presentes, pasadas y futuras que llegaría a establecer con los
demás habitantes de éste o cualquier otro mundo posible. Tomando en cuenta
estos conceptos, Dios pudo cotejar la compatibilidad entre los individuos, entre
las series de eventos que cada uno de ellos suponía y elegir el mejor de todos
los mundos posibles. La noción que nutría esta metafísica –aquí presentada por
sus slogans; pro domo digamos que no muy distintos a los recibidos por Ar-
nauld- era la expresión, descubierta años antes. Sólo a través de aquella noción
era posible establecer relaciones entre individuos que no se asemejaban en nada,
explicar el comportamiento de las personas y mantener en un mismo esquema
cosas tan diversas como una nevasca de montaña, la picada de una abeja y los
pecados veniales. Aunque cada individuo expresa a todos los demás, no siem-
pre lo hace con el mismo grado de perfección. Una mente expresa mejor su
propio cuerpo que el de otro lejano individuo; el otro individuo expresa más
perfectamente su cuerpo y confusamente el de los otros. En fin, un mecanismo
coherentemente calibrado.
Pese a su elocuente rol protagónico, el sacerdote francés no se interesó por la
idea de expresión. Le intrigaron, en cambio, las posibles consecuencias teológi-
cas y éticas de un mundo así ordenado y de los conceptos completos que Leib-
niz proponía. Las primeras discusiones versaron entonces, naturalmente, sobre
esos temas. Sólo porque Leibniz insistió en sus defensas y explicaciones en dar
relieve a la idea de expresión, Arnauld terminó por inquirirle acerca de ella. Sin
embargo, la primera respuesta de Leibniz no fue satisfactoria y Arnauld replicó:
“No tengo para nada una idea clara de lo que entiende con la palabra ‘expresa’
cuando dice que nuestra alma expresa de una manera más distinta ceteris pari-
bus lo relativo a su cuerpo porque expresa en cierto modo todo el universo.”
Así Arnauld señaló precisamente cuál idea de Leibniz lo dejaba perplejo. Inten-
tó luego razonar y fundamentar su intriga: “Pues si por expresión entiende un
pensamiento o conocimiento, no puedo estar de acuerdo en que mi alma tiene
más pensamiento o conocimiento del movimiento de las linfas en las venas lin-
fáticas que del movimiento de saturno. Si lo que usted llama expresión no es ni
pensamiento ni conocimiento, no sé lo que es.” Ante esto, Leibniz propuso una
definición que no difería demasiado de aquella elaborada en el pasado: “una co-
sa expresa otra (en mi lenguaje) cuando existe una relación constante y regulada
entre lo que se puede decir de una y lo que se puede decir de otra.” Sin ser una
diferencia significativa, en esta definición la expresión acontece entre lo que se
puede decir de algo y no entre sus relaciones, entre los predicados y no entre las
propiedades. Los dos adjetivos, por su parte, vuelven explícitas ciertas conside-
raciones de 1677. Una relación es ordenada si nos permite recorrer el camino
desde una cosa hasta otra y es constante si subsiste mientras dure el análisis. No
se requieren relaciones eternas, basta que puedan ser fijadas transitoriamente
para entender mejor los vínculos entre las distintas sustancias. Idealmente,
nuestros mecanismos de descripción del mundo debieran perfeccionarse y así
comprenderíamos, cada vez más, cómo está organizada la realidad y cómo Dios
puso en acto su plan. Por supuesto, puede que todo esto nunca ocurra. De este
modo, la ligereza de un mundo concebido ad interim se estrella permanente-
mente con el orden firme y constante que lo rige.
Tuvieron que pasar veintiséis años para que Leibniz volviese sobre estos te-
mas. En 1712, cuatro años antes de morir, redactó unos breves párrafos reuni-
dos bajo el título Consecuencias del principio de razón suficiente. Este texto,
desconocido hasta que Louis Couturat lo rescatase en 1903, no tiene una moti-
vación evidente como tampoco el gesto de Leibniz de desempolvar un viejo
concepto. En el largo tiempo transcurrido desde su despliegue, la “expresión”
había perdido interés para él y su atención se había desplazado hacia tópicos
como el espacio u otros problemas, podríamos decir, de física. Es posible que la
redacción de sus Principios de la filosofía o Monadología, elaborados en Viena
en 1714 como resumen de su pensamiento para su amigo Nicolas Remond,
consejero del Duque de Orleáns y futuro regente después de la muerte de Luís
XIV, lo haya obligado a echar mano de antiguas invenciones. Con todo, su vi-
sión no había cambiado mucho, no sólo desde 1686, sino incluso desde 1677.
En este texto Leibniz explica que si para entender con precisión cómo funciona
el mundo debemos dar una razón suficiente para que así sea, estamos obligados
a suponer que todo en el mundo está conectado y que cada individuo represen-
ta a todo el resto de algún modo. No es claro en qué consiste dicha representa-
ción, así que Leibniz intenta caracterizarla diciendo que los individuos son en
cierta forma espejos en los que se refleja, según su singular punto de vista, el re-
sto del universo. “No debe pensarse,” sin embargo, “que cuando digo espejo
entiendo que todo el mundo exterior debe estar pintado en el ojo o en el alma.”
Por representación no entiende un retrato, sino una imagen menos comprome-
tedora. En este momento, Leibniz traza el perfil de la relación que tiene en
mente: “Es suficiente para la expresión de una cosa en otra que haya una ley re-
lacional constante, mediante la cual los detalles de una pueden ser referidos a
los detalles correspondientes en la otra.” La relación se basa en la correspon-
dencia que podemos establecer entre determinados aspectos de dos cosas, o de
sus descripciones y no en las semejanzas obvias que quepan entre ellas. Una vez
más impera una cierta analogía, una correspondencia que resulta de la convi-
vencia ocasional de dos cosas, de las descripciones transitorias que hacemos de
ellas, de una serie de fragmentos que dispuestos de cierto modo revelan una re-
lación insospechada, de los escorzos parciales, en fin, con que se construye el
mundo.
A estas alturas probablemente esté clara la función central que desempeña en
la metafísica de Leibniz la noción de expresión. Es curioso, sin embargo, que
dicha noción haya nacido en un texto que apuntaba hacia otra parte. El Quid sit
idea, como vimos, comenzaba planteando cuestiones de orden, digamos, epis-
temológico. Discutiendo acerca de las ideas, Leibniz halló un concepto central
de su metafísica, al que iba a recurrir en un futuro cada vez que obligaciones in-
telectuales o incluso sociales se lo exigiesen. En otro momento, tal vez, se debe-
rían evidenciar los efectos de la noción de expresión en la teoría del conoci-
miento de Leibniz, los pasos que la llevan de vuelta al terreno donde surgió.
Baste decir, por ahora, que quienquiera que lea los parágrafos 24-29 del Discur-
so de Metafísica encontrará las respuestas por sí mismo.
Antes de abandonar la lectura de este pequeño texto, quisiera traer a colación
una frase suelta que Leibniz escribió en el verano de 1688: “La expresión es el
conjunto de caracteres que expresa la cosa representada.” En la notoria tosque-
dad de esta afirmación se dan cita todos los conflictos que circundan la noción
de expresión. Por un lado no se sabe bien si llamar expresión al conjunto de ca-
racteres, a los signos mismos o a la relación que establecen con su significado.
En todos los pasajes comentados hasta ahora hemos hecho hincapié en la ex-
presión como una suerte de relación de significación, analógica y todo, pero
significación al fin y al cabo. Ahora, llevando la expresión hasta el dominio del
signo entramos en el problema que atraviesa vitalmente la idea misma de expre-
sión tal como la metafísica de Leibniz la concibe. No en vano, desde un co-
mienzo Leibniz confundió “expresión” y “representación” y, peor aun, las dos
metafísicas que dichas palabras traen consigo. Detrás de la idea de representa-
ción asoma un paraje lejano e inaccesible reconstruido imperfectamente una y
otra vez con los instrumentos desiguales de la mente, le percepción, la imagina-
ción y la razón: una realidad desarmada y tentativamente recompuesta mediante
un procedimiento racional y técnico. A través de la expresión concebimos una
realidad unificada mediante un núcleo de relaciones que se manifiesta even-
tualmente en imágenes mentales, decisiones y acciones: un mundo autónomo y
cohesionado del que los individuos participan incidiendo apenas en él y sin ja-
más controlarlo. Al sobreponer en el uso las palabras “expresión” y “represen-
tación,” Leibniz se instalaba en medio del dilema entre estas dos concepciones.
Se ha querido ver en Leibniz, muchas veces, el pensador de la crisis de un
mundo que poco a poco pierde su unidad y se transforma en un conjunto des-
ordenado de impresiones, representaciones mentales e imperfectos modelos ra-
cionales. En un cierto sentido Leibniz, se nos dice, cantó la “elegía de un mun-
do que se estaba haciendo pedazos.” Los textos revisados aquí se ubican tran-
quilamente en apoyo a dichos argumentos. Sin embargo, una duda permanece
¿cómo una noción tan liberal como la expresión podría rescatar un mundo
agónico? ¿Conseguimos mantener juntas dos o más cosas a través de una no-
ción que impone tan pocos requisitos? A partir de esta frase extraviada de 1688
y de muchas otras en que Leibniz equivocó los lindes de las palabras y de sus
imágenes del mundo, deberíamos, quizás, pensar en la dirección contraria. El
mundo entendido como conjunto de representaciones había ya inundado el
pensamiento del mismo Leibniz, al punto que ni él mismo lograba distinguir
entre expresión y representación ni discriminar entre las dos metafísicas latentes
detrás. Cabe preguntarse si la insondable maqueta del mundo que Leibniz cons-
truyó a través de su idea de expresión y llenó generosamente de manifestacio-
nes botánicas, civiles y divinas, acaso no pretendía salvar la antigua unidad de
un universo que se hacía pedazos, sino sólo ofrecer un edificio amplio y pródi-
go, absoluto, donde ese mundo pudiera desintegrarse en paz.

NOTA BIBLIOGRÁFICA
Las obras de Leibniz citadas se encuentran en G.W. Leibniz, Sämtliche Schriften und
Briefe, Akademie Verlag, Berlin, VI A-B. El Quid sit idea ocupa las páginas 1369 y 1370
de dicha edición. El último texto, en cambio, la página 191. Se puede consultar on-line
en www.uni-muenster/Leibniz. Otras miniaturas leibnizianas figuran en G. W. Leibniz,
Opuscules et fragments inédits, editado por L. Couturat (Paris, 1903). Quien inauguró el de-
bate contemporáneo acerca de la noción de expresión fue Massimo Mugnai en Astra-
zione e Realtà, (Milano, 1976). Entre los comentarios posteriores son relevantes los estu-
dios de Mark Kulstad, “Leibniz’s conception of expression” (Studia Leibnitiana, 1977) y
de Chris Swoyer, “Leibnizian expression” (Journal for the History of Philosophy, 1997). Des-
de una perspectiva más histórica que analítica, vale la pena revisar el trabajo de Miche-
langelo Ghio “Leibniz e l’espressione” (Filosofia, 1979). Quien más insistió en interpre-
tar a Leibniz como pensador de una crisis fue Gilles Deleuze en Spinoza et le problème de
l’expression (Minuit, 1968) y Le pli: Leibniz et le baroque (Minuit, 1988). Por otra parte, las
indagaciones de Giorgio Colli en Filosofia dell’espressione (Milano, 1968), son las que más
ahondan en la tensión entre expresión y representación. Aún cuando no congenien en
absoluto con Leibniz, prolongan inconfundiblemente sus dilemas.

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