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En este primer tomo de sus Memorias Baroja habla de política y políticos,

de escritores, críticos y sablistas, de filosofía y arte, de vasquismo y amor al


paisaje natal, de las condiciones sociales y económicas del escritor en España, de
amigos, viajes, libros y bibliófilos, de amigas y lances galantes —suficientes
para cuestionar su misoginia—, de teatro, de historia y de música y músicos.

Si los lectores más fieles tomaron buena nota de la persistente costumbre


barojiana de autoexplicarse, no menos lo hicieron algunos de sus enemigos,
convencidos de que esa aparente transparencia de Baroja con respecto a sí
mismo era indicio claro de la simplicidad de su carácter y de la banalidad de
sus ideas. Sin embargo, Baroja demuestra en las Memorias una psicología
compleja, tan compleja como variados y contradictorios son no pocos de los
análisis que se han elaborado de él, de su personalidad y de su obra. En esos
trabajos no falta el que peca de arbitrario y apriorístico, sin más base que la
moda o el enfurruñamiento, cuando no el desquite, por no se sabe qué
decepción o sentimiento contrariado.
Pío Baroja

El escritor según él y según


los críticos
Desde la última vuelta del camino, 1
Pío Baroja, 1942

Imagen de cubierta: Joaquín Sorolla, Don Pío Baroja (1914)


PRÓLOGO

BAROJA POR BAROJA


«Me levantaba antes de las seis de la mañana, al sonar el Ángelus, y,
después de arreglarme un poco, estaba para esa hora dedicado a mi tarea. El
tiempo era para mí delicioso, tibio, húmedo y de poco sol. En estas primeras
horas del día, la niebla gris dominaba el valle e iba después deshaciéndose y
desapareciendo hasta dejar el cielo claro con un azul suave con nubes blancas
sobre las alturas de los montes.» Pío Baroja (San Sebastián, 1872-Madrid, 1956)
cuenta así cómo empezó la redacción de sus Memorias, Desde la última vuelta
del camino, en Itzea, la casa que compró junto a la frontera con Francia, en Vera
de Bidasoa, Bera en la toponimia navarra hoy oficial. Corría el verano de 1941.
El escritor contaba 68 años. Resulta fácil imaginarlo en la biblioteca cuyos
anaqueles cubren las paredes de la segunda planta, sentado al amplio escritorio,
junto a la ventana abierta a poniente y al rumor incansable del Xantelerreka.

El melancólico título de la obra evoca una descripción alegórica que hizo


de sí mismo años antes: «Yo soy un hombre que ha salido de su casa por el
camino, sin objeto, con la chaqueta al hombro, al amanecer, cuando los gallos
lanzan al aire su cacareo estridente como un grito de guerra y las alondras
levantan su vuelo sobre los sembrados. (…) Para entretener mi soledad, he ido
cantando, silbando, tarareando canciones alegres y tristes, según el humor y el
reflejo del ambiente en mi espíritu. A veces, al pasar por delante de una casa del
camino, cantaba más alto, gritaba, quizás con jactancia, queriendo ser
escuchado. Alguna ventana se abrirá —pensaba— y aparecerá un rostro
simpático y jovial». La respuesta era torva y hostil.

Hasta que el caminante captaba el sentido de su vagabundeo:

«Ahora me sucede como al viajero que ha creído marchar a la casualidad por el fondo de los
barrancos, y al llegar a una altura, al ver el camino recorrido, comprende que, a pesar de sus
desviaciones y de sus curvas, llevaba instintivamente un plan. Ahora (…) veo mi existencia como una
cosa que ha sido y que ha llegado a su devenir (…). Y así sigo, con la chaqueta al hombro, por este
camino que no he elegido, cantando, silbando, tarareando».

Es el prólogo de La ruta del aventurero (1921), reciclado aquí como


preámbulo a la segunda parte de Familia, infancia y juventud, segundo libro de
estas Memorias.

«Hay que reconocer», resumió Julio Caro Baroja, «que las últimas vueltas del camino habían
sido peligrosas para el escritor, aislado en Madrid, dentro de un medio político hostil.»

Las Memorias respondían a la sugerencia de «un editor de Barcelona». Se


trataba de Manuel Ponsa, de Juventud, como precisa Juan Carlos Ara Torralba,
que ha establecido minuciosamente la historia de esta serie en el primer tomo
de las Obras Completas de Pío Baroja, edición dirigida por José-Carlos Mainer
(Círculo de Lectores, Barcelona, 1997-1999). Pero no fue la editorial barcelonesa
la que publicó el texto, sino Semana, revista que dirigía Manuel Aznar
Zubigaray (1894-1975), bidasotarra de Etxalar, villa aledaña de Bera. Aznar,
conocido del escritor y personaje destacado por su cambiante trayectoria y
creciente significación a partir de la segunda década del siglo en el periodismo
y la política, había fundado Semana en 1939 con Manuel Halcón. El navarro
estuvo al frente de la revista hasta 1945, fecha de su nombramiento como
embajador en Washington.

La primera entrega de las Memorias vio la luz en el número 136 de


Semana, correspondiente al 29 de septiembre de 1942. La firma de Baroja en el
semanario llegó hasta el número 194, de 9 de septiembre de 1943, con dos
interrupciones, una de diez semanas, del número 145 al 155, y otra de cuatro,
del 169 y el 172. Sumó cuarenta y cinco entregas semanales, que luego formaron
el primer tomo de las Memorias, El escritor según él y según los críticos, y casi
la mitad del segundo, Familia, infancia y juventud.

Los últimos textos en Semana, «Primer día de clase de química» y


«Madrid, pueblo romántico» —capítulo segundo de la quinta parte, «El
estudiante de Medicina», en Familia, infancia y juventud—, llevaban al pie el
acostumbrado: «Continuará en el número próximo». No hubo tal. Para
entonces, como sugiere Ara Torralba, Baroja pensaba confiar la serie a la
editorial de Ruiz Castillo.

Biblioteca Nueva publicó los dos primeros libros memorialísticos en


1944, el tercero en 1945, el cuarto dos años después, en 1948 salieron los dos
siguientes y en 1949 el último. Los siete volúmenes, en octavo, sumaban un total
de 2637 páginas. El primer tomo se vendió a 10 pesetas; el segundo y el tercero,
a 12; los cuatro últimos, a 20. Como referencia, cuando salió el séptimo título, el
periódico costaba 50 céntimos. La obra se subdividía en 58 partes, más cuatro
prólogos y un epílogo, con un total de 971 capítulos, siempre señalados con
números romanos.

Los siete títulos cubrieron dos tercios de las 1364 páginas a doble
columna del tomo séptimo de las Obras Completas preparadas por Biblioteca
Nueva en 1955. El mismo año salieron a la calle los siete libros en un solo
cuerpo, editado por Minotauro. La cuarta edición, en volúmenes sueltos, corrió
a cargo del sello familiar, Caro Raggio, que utilizó para las portadas, en
diversas tintas, el perfil de don Pío, su ex libris, aguafuerte y punta seca
primerizos firmados por su hermano Ricardo. Es la llamada «Edición del
centenario», porque, recuperados judicialmente los derechos de su tío, Julio y
Pío Caro Baroja relanzaron el sello editorial paterno en 1972, un siglo después
de que don Pío viera la luz en San Sebastián el día de los Inocentes. En realidad,
los siete libros salieron de imprenta en 1982-1983. La quinta edición fue la citada
de Círculo de Lectores.

Desde la última vuelta del camino consta, no obstante, de ocho libros, que
quedan recogidos por primera vez en esta edición que el lector tiene en sus
manos. Los siete primeros se publicaron, como va dicho, en vida del autor,
entre 1944 y 1949. En el epílogo del séptimo tomo Baroja se había despedido de
los lectores. A la pregunta de si pensaba continuar las Memorias, respondía:
«No. Este volumen será el último». Y remachaba: «Algunos amigos me han
recomendado que siga y otros que termine definitivamente. Creo que éstos
tienen razón. Lo que podía decir como escritor, bueno o malo, ya lo he dicho y
he exhibido mis pequeñas vacilaciones y veleidades, mis simpatías y antipatías.
Así, pues, pongo fin con este libro frívolo a la serie titulada Desde la última
vuelta del camino y a las Bagatelas de otoño».

Pese a tal despedida, don Pío no dejó de escribir sus Memorias. Preparó
un título posterior, La guerra civil en la frontera, octavo de la serie, inédito hasta
junio de 2005. Inédito y desconocido para muchos, incluidos barojianos
conspicuos, aunque el original mecanografiado figuró en la exposición montada
en la Biblioteca Nacional entre diciembre de 1972 y enero siguiente y aparece
reseñado en la «Guía de Pío Baroja» (1987), que reproduce la nota descriptiva
de Julio Caro Baroja.

El original de ese octavo libro no tiene fecha, pero podemos datarlo hacia
1952 o 1953, como señalé en el posfacio de la citada edición, de Caro Raggio. El
prólogo se refiere al adiós de 1949: «Creía que no tendría ganas de continuarlas
(las Memorias), porque lo que podía contar de mi vida, de época posterior, me
parecía bastante mediocre y triste. Pero aun así he sentido ganas de seguirlas y
he enjaretado estas cuartillas que se refieren a hechos del periodo que va desde
el principio de la guerra civil española del 1936 hasta ahora».

El germen de las Memorias está en un libro escrito veinticinco años atrás,


Juventud, egolatría, fechado en Itzea, en septiembre de 1917. Como recuerda el
autor, ese texto nació de la autobiografía solicitada por Calleja para presentar
las Páginas escogidas publicadas al año siguiente. El editor no aceptó aquel texto
y Baroja lo dio a la imprenta muy ampliado, como título independiente y,
podemos opinar, que imprescindible para conocerle.

Sobre Baroja y su obra literaria ruedan muchas afirmaciones


consolidadas como verdades inexpugnables. Algunas deberían sufrir una criba
tupida, para conocer mejor al novelista y valorar sin anteojeras sus creaciones.
Una de las tesis más comunes pondera el elevado porcentaje de carga
autobiográfica contenido en las novelas, porque muchos de los personajes de
ficción creados por don Pío son en mayor o menor medida contrafiguras de él
mismo, desde Silvestre Paradox (1901) al señorito con fortuna sumido en la
satisfacción de caprichos que presenta El cantor vagabundo (1950) o el
protagonista de recuerdos y comentarios que modera Las veladas del chalet gris
(1951). Aunque sea cierto que don Pío transfiere sus rasgos a muchos de los
protagonistas, a veces de forma dominante —confiesa que el Luis Murguía de
La sensualidad pervertida (1920) es su trasunto—, puede resultar increíble que una
sola persona ofrezca a lo largo de su existencia tantos diedros vitales, no
siempre compatibles. Sin embargo, el último párrafo del prólogo de Juventud,
egolatría advierte: «En un trabajo así corto, el autor puede jugar con la máscara y
con la expresión. En toda la obra entera, que cuando vale algo es una
autobiografía larga, el disimulo es imposible, porque allí donde menos lo ha
querido el hombre que escribe, se ha revelado».

Quizás aquí convenga recordar a Carlos Castilla del Pino, imprescindible


si queremos adentrarnos en la literatura de la memoria. En su obra El delirio
afirma que «la tesis de que el autor es ante todo un fantaseador no se sostiene.
El autor, como el ilusionista en sentido estricto, debe hacer de manera que su
actuación pase como verdadera. Frente al lector o espectador, el autor y el
ilusionista no están en absoluto “ilusionados”, quiero decir que no son presa de
su mismo engaño. No se creen lo que hacen. (…) Por el contrario, el lector —
como el espectador en el cine o en el teatro— sí en un fantaseador, en tanto en
cuanto suspende su incredulidad y se dispone a vivir como real lo que, sin
engaño alguno por parte del autor, se le ofrece como fantasía».

Dejemos a un lado las novelas. Si nos limitamos a los ensayos, Baroja


habla de sí mismo en Juventud, egolatría (1917), Páginas escogidas (1918), Las horas
solitarias (1918), Divagaciones apasionadas (1924), Intermedios (1931), Vitrina
pintoresca (1935), Rapsodias (1935) y Pequeños ensayos (1943).

Aun así, don Pío puede decir sin faltar a la verdad, que, cuando ha
emprendido algo que pudiera ser una autobiografía, es porque se lo han
pedido. Respondía a un encargo. Y ala vez es evidente que en los dos casos
rebasó la intención original, siquiera fuera por el acarreo de materiales ajenos a
lo que se entiende por Memorias, aunque, como en el octavo título, no lo
enviase, que sepamos, al editor. No obstante, intentara o no hacer llegar a los
lectores esas páginas sobre los dos primeros meses de la guerra civil, el séptimo
tomo de las Memorias no debió de ser el último original remitido a Ruiz
Castillo. Hubo otro intento posterior, en febrero de 1955, si bien el editor no
debió de considerar publicable aquel menguado haz de textos dispersos.
Una nota de Julio Caro Baroja, adjunta al manuscrito titulado
«Autobiografía», avisa que esas hojas se aprovecharon para las Memorias.
Podemos observar, no obstante, que tal Autobiografía, más bien un breve
esbozo, muestra escasa relación con Juventud, egolatría, salvo las coincidencias,
inevitables especialmente en algunos capítulos del libro, a partir del séptimo.
Entre esas cuartillas manuscritas hay una no incorporada a ningún volumen. En
ella don Pío confiesa una ignorancia gramatical y aritmética inverosímil, porque
dice no saber sumar ni qué es un participio. En estas Memorias, sin embargo,
repele la «vulgaridad» de un «escritor que ha creído que yo no conocía las
cuatro o cinco reglas que sabe cualquiera y los cuatro o cinco tópicos que son de
uso corriente».

El libro de 1917, seguido un año después por Las horas solitarias, época del
mayor vigor intelectual de don Pío, presenta sobre todo un ajuste de cuentas
consigo mismo y con las ideas dominantes en el país durante la guerra mundial.
Ajuste más personal e individualista que egolátrico. «Yo no digo que no tenga
egotismo; no creo que más que los otros escritores, pero creo que mi egotismo
es más orgánico que social (…) Pero ¿en qué se va a creer, si no se cree en las
ideas propias?», dice en el primer libro de las Memorias.

Egotismo con ideas personales, de las que aquí interesa destacar dos,
expresadas sin ambages. «Yo estoy convencido de que la vida no es buena ni
mala, es como la Naturaleza: necesaria. La misma sociedad no es tampoco
buena, ni mala. Es mala para el hombre que tiene una sensibilidad excesiva para
su tiempo; es buena para el que se encuentra en armonía con el ambiente».
Debemos pensar que ese hombre demasiado sensible para la época que le ha
tocado es él mismo, convicción que no le impide trascender el presente, al
contrario, le obliga a confiar en el futuro inmediato. «Yo tengo una esperanza,
quizá una esperanza cómica y quimérica, la de que el lector español de dentro
de treinta o cuarenta años que tenga una sensibilidad menos amanerada que el
de hoy y que lea mis libros, me apreciará más y me desdeñará menos.»

Tal previsión le provoca dudas, «¿Llegaré alguna vez a esa madurez


espiritual en que perdura la intensidad de las sensaciones y se puede
perfeccionar la expresión? Creo que no. Probablemente, cuando llegue a querer
alambicar la expresión, no tendré nada que decir y callaré.»

Si algo parece indudable es que Baroja no alquitaró el estilo, fue siempre


él mismo, y ha sido observación común que mostró una consecuente
indiferencia a todos los ismos y aun a la crítica, por no hablar del desaliño de su
prosa, despreocupación de la que demuestra plena conciencia. Si a los cuarenta
y cinco años sabía la gramática que sabía y no mostraba «afectación, ni
peluquería, ni guante blanco» y sí ligereza de adjetivo, como escribió Josep Pía,
nadie sostendrá que sus textos posteriores permitan mejorar tal opinión. Una
página de Baroja se parece a otra de don Pío, aunque entre ellas medien
décadas.

Treinta años después de Juventud, egolatría, en el quinto libro de estas


Memorias, La intuición y el estilo, más que de egotismo, habla de egoísmo y duda
mucho de que ése «sea un vicio especial, porque habría que creer que los
hombres en globo tienen ese vicio de origen. ¿Puede haber un vicio tan
universal que lo tengan todos? (…) El egoísmo es la fuerza de la vida. Sin
egoísmo no se podría vivir. Lo que se llama egoísmo es un sentimiento de todo
ser vivo y de todo ser humano. Considerarlo como algo especial de unos pocos
es una candidez. El egoísmo es un común denominador de la Humanidad o,
más exactamente, de todo ser vivo».

No son lo mismo, podemos decir diccionario en mano, egoísmo y


egotismo, el excesivo e interesado amor por uno mismo y el afán de hablar de sí
mismo y de afirmar la propia personalidad. Dejemos a un lado si existe un
egoísta purgado de egolatría. Aquí interesa señalar que Baroja en las Memorias
no ha alambicado la expresión y conserva el aire personal de la prosa, con la
misma sencillez de léxico y horror al adorno. «Lo más que se puede pedir a un
escritor así viejo es que se imite con alguna gracia. No va un hombre a formarse
una manera de ser y de escribir para abandonarla cuando ya es lo único que le
queda, aunque sea poca cosa. (…) Es evidente que no está justificado el que yo
hable tanto de mí mismo y el que haya escrito tantas cuartillas con tiquismiquis
literarios; pero como he escrito demasiado, tengo que hacer también
demasiadas advertencias». Aunque la edad le impone limitaciones obvias que
no oculta. «Ahora no podría escribir, como hace años, las Memorias de un hombre
de acción, buscar datos, tomar notas, adaptar unos y otros a una narración larga.
Sería para mí imposible.»

Baroja no se atuvo en la redacción de las Memorias a un guión cerrado.


No hay hilo cronológico, ni esquema previsto y desarrollado entrega a entrega.
En el prólogo del primer tomo adelanta que «para escribir estos libros, que no
sé cuántos serán aún, me valgo de algunas obras mías y de artículos de otros.
También utilizo la biografía que escribió Miguel Pérez Ferrero en París, titulada
Pío Baroja en su rincón, y que me asombra por la cantidad de datos que tiene.
Ello indica que en la conversación salen a flote recuerdos que en la soledad no
brotan, o quizá suceda que en la conversación aparezcan los de una clase, y en
la soledad los de otra».
Según dice, escribió las entregas a Semana «con cierta prisa», «las voy a
hacer rápidamente», y sin previsión exacta del resultado final. «Hasta que no lo
vea publicado en libro no me formaré una idea clara de si vale algo o no vale
nada. A algunos esta inseguridad de criterio les parece un fallo. Hay que ver los
libros con cierta perspectiva. Siempre se puede uno equivocar y acertar. Es
evidente.»

Podríamos pensar que las Memorias responden al autorretrato de 1921 y


a la confesión que encontramos en la tercera parte de La intuición y el estilo: «Yo
escribo mis libros sin plan; si hiciera un plan, no llegaría al fin (…) Yo necesito
escribir entreteniéndome en el detalle, como el que va por el camino distraído,
mirando este árbol, aquel arroyo. Y sin pensar demasiado a dónde va».

Debemos aceptar esas declaraciones, como las citadas antes y otras


muchas a lo largo de la obra, en su justa medida. Todo libro tiene un plan
mínimo, cómo no va a tenerlo, aunque luego los personajes parezcan ir, venir,
presentarse y desaparecer a su aire, la acumulación de los recuerdos dé la
impresión de no responder a un esquema ordenado y el lector advierta
digresiones, cortes y saltos en el tiempo desconcertantes a primera y aun a
segunda vista, incluso en libros pertenecientes a series de fondo histórico y
sometidos, por tanto, al rigor objetivo del calendario y de los hechos, las
Memorias de un hombre de acción, por ejemplo, estructuradas sobre la
biografía de Eugenio de Aviraneta. Dos libros de esta serie, El aprendiz de
conspirador y El escuadrón del brigante se mueven en un zigzag retrospectivo de
cuarenta años, y otros dos, Los recursos de la astucia y Humano enigma, amplían el
salto a diez lustros.

Tal «desorden aparente», del que habló Azorín hace tres cuartos de siglo
y estudió Jaime Pérez Montaner, aquí se impone, diría un lector poco atento,
incluso en la numeración de los tomos dentro de la serie. Si parece lógico que
una autobiografía comience donde se abre la vida de quien la cuenta, Baroja
debería empezar por hablarnos de su nacimiento y familia y seguir por la
primera edad, estudios y juventud, pero dejó esas referencias vitales para el
segundo tomo, preparado en buena parte antes de iniciar la publicación de la
obra, como podemos leer en el prólogo del primero. «Al hacer este libro me
encuentro yo que la parte en que hablo de la infancia y de la niñez me interesa a
mí mismo, y en cambio la parte en que habla de gentes conocidas y cierta fama,
no me interesa nada. Es extraño.»

Sin embargo, como analiza Gonzalo Sobejano, tal anomalía no es casual.


Hay una estructura y un orden, y además vienen a ser parecidos en Juventud,
egolatría y en las Memorias, más coherentes en éstas. Baroja dedica aquí dos
volúmenes, el primero y el quinto, a su casa de Itzea y su retrato físico, psíquico
y literario, expresado éste mediante las críticas, las réplicas y la concepción de la
novela y aun de la escritura. En 1917 ocupó ocho capítulos con los trazos de la
familia, infancia, adolescencia, estudios, la práctica médica en Cestona, la
panadería madrileña, los viajes a París y las primeras enemistades literarias.
Aquí llenan los libros segundo y tercero, correspondientes a los periodos 1872-
1899, 1899-1911. El quinto título, La intuición y el estilo, se puede ver esbozado en
los breves capítulos primero, segundo y tercero de Juventud, egolatría más
«Acotaciones y disquisiciones», cuarta parte de La caverna del humorismo (1919),
en la que dos capítulos muy sintéticos van titulados «Inspiración y estilo» e
«Intuición y método». Y no debemos olvidar «La cuestión del estilo», texto
periodístico publicado en Ahora (17 de marzo de 1935) y recogido en Pequeños
ensayos (Buenos Aires, 1943), cuando don Pío ya tenía sobre la mesa unos mazos
de cuartillas autobiográficas. Aquí también hay mucho de disquisición y de
acotación, lo avisa en el prólogo, cuando decide «abandonar mis relatos
provisionalmente y exponer teorías», pero el autor vuelve a hablar de sí mismo.

La base del cuarto título, Galería de tipos de la época, en realidad repaso de


admiraciones, rechazos e incompatibilidades, de filósofos e historiadores,
podemos verla esbozada en los capítulos cuarto, quinto y sexto de Juventud,
egolatría. Sin embargo, incluso en un texto aparentemente pegado al hueso
biográfico, en la primera parte de ese cuarto libro encontramos otro ejemplo del
desorden deliberado. Decide «interrumpir el aire cronológico» y dar idea del
ambiente social en que se movía un escritor incipiente, él. «Luego, si me queda
cuerda para seguir, volveré a tomar el carácter cronológico de mis narraciones
(…). No tengo los recuerdos bien colocados en el tiempo. Los he escrito un poco
desordenadamente, a la diabla, como dicen los franceses.»

No retomó el hilo, aunque escribió otros tantos volúmenes de las


Memorias. Los dos últimos publicados en vida del escritor son prolongaciones
editoriales que aprovecharon el éxito de la serie. En palabras de Sobejano,
«periodismo incorporado y como “cajón de sastre” traído a remolque». Esos dos
libros dan a la obra un carácter abierto, como se encargó de demostrar el propio
Baroja cuando preparó la octava salida, que venía a cubrir un vacío que no
pudo escapar a ningún lector, la huida a Francia en julio de 1936 y los años en
París. Pero ese silencio, largo, importante y significativo, no es el único. Si para
conocer la vida de don Pío nos hubiéramos de atener a lo que cuenta aquí,
apenas sabríamos nada de lo que hizo y le ocurrió en la segunda mitad de su
vida. No es menos cierto que las condiciones políticas en que publicó las
Memorias le impusieron groseras limitaciones. «No sé si podré sortear la
censura. Es cosa difícil decir cosas y hacer como si se dicen, pero en fin yo lo
intento», escribía en 1949 a su amigo Juan Gamecho.
Hay algo más. Las Memorias le sirvieron para volver a dirigirse a sus
lectores de siempre y recuperar el diálogo con ellos en el «teclado con una serie
de yos» (sic) en el que tocamos todos, según decía el prólogo de Juventud,
egolatría. También para presentarse a una generación nueva, que no siempre
tenía acceso fácil, con frecuencia ni siquiera acceso, a los libros anteriores a la
guerra. Y, en la medida de lo posible, el escritor no celaba sus ideas, proscritas
por el régimen. Habían desaparecido muchos de los grandes nombres, pero
Baroja seguía fiel a su estilo carente de estilo, según los estilistas, tan medido en
la divagación como en la extensión de los capítulos, extremado en los juicios,
intransigente con los que juzgaba injustos, ameno y apegado al desaliño
coloquial. Y, en medio de la soledad desdeñosa hacia su obra, creó, como
observa Gonzalo Sobejano, un género nuevo, lo que podríamos llamar
metaautobiografía, porque la relación interactiva con los lectores se impuso en
el desarrollo de las Memorias.

Junto a esa libertad en el orden de los libros que forman Desde la última
vuelta del camino y aun de las partes en que éstos van divididos, llama la
atención la desconfianza explícita que Baroja siente hacia el género. «En otro
tiempo he intentado leer las memorias más célebres, y no he podido con ellas.
Las únicas que he leído con atención han sido las políticas y militares de
principios del siglo XIX, no por entretenimiento, sino por sacar datos de ellas».
Aunque desde niño leyó sin descanso, él se declaró mal lector, inconstante y fiel
a criterios nada convencionales, pero en su corta afición memorialística, que
ejemplifica con autores no sólo españoles, se considera uno más, como si le
consolase que «los libros de Recuerdos y de Memorias entre nosotros tienen
muy pocos lectores, empezando o concluyendo por mí. (…) Sin embargo, yo
estoy escribiendo uno».

La desconfianza aparece recidiva:

«Me he puesto a escribirlas [las Memorias] y he llenado un par de cientos de cuartillas, y me


he entretenido bastante. De pronto, me ha venido a la cabeza una reflexión. Estoy escribiendo algo
que es de un género que me aburre. Si no me gustan las Memorias de los demás, ¿cómo puedo creer
que las mías van a gustar a los otros? (…) Si el género no me entusiasma, ¿para qué lo intento? ¿Es
que soy bastante petulante y jactancioso para pensar que, no interesándome a mí la vida de los
demás, va a interesar la mía a los otros? La idea me ha hecho reflexionar y detenerme».

No sólo no hay en esta obra un plan férreo, sino que de vez en cuando
encontramos como una ciaboga, un cambio de sentido y de tono, incluso un
amago de desistimiento, porque el autor se ha cansado, teme aburrir al lector o
le hiere una reacción:
«Ahora, después de haber escrito bastantes cuartillas, unas mías y otras copiadas de
distintos trabajos propios y ajenos, me viene la idea de no seguir publicándolas. Se me reprocha por
algunos no decir la verdad, por otros haberme dejado arrastrar por la antipatía. Yo creo que todo lo
que he dicho es verdad; yo al menos lo tengo por tal; que me deje llevar por la simpatía o la antipatía
no lo niego, pero creo que a todo el mundo le pasa lo mismo».

La verdad. Verdad, mentira, exactitud, falsedad, franqueza, impostura


son la obsesión presente a lo largo de todas las Memorias. Nos sale al encuentro
en el primer párrafo del tomo inicial:

«Yo no tengo la costumbre de mentir. Si alguna vez he mentido, cosa que no recuerdo, habrá
sido por salir de un mal paso. No por pura decoración. Los hechos de la vida están tan conectados el
uno con el otro, que el mentir para darse tono me parece una estupidez sin objeto (…) Yo pienso que
puedo hablar de mí mismo sin sentir ningún entusiasmo egotista físico o intelectual. Me figuro que
puedo desdoblarme en un actor y en un espectador; en un actor a quien puedo juzgar, naturalmente
con cierta benevolencia, de padre a hijo. Respecto a la verdad de los hechos que yo cuento, yo la
tengo por exacta, pero no me chocaría nada que muchos pequeños detalles estuvieran transformados
por el recuerdo».

Un cuarto de siglo antes no pensaba así, porque escribió: «Cuando el


hombre se mira mucho a sí mismo, llega a no saber cuál es su cara y cuál es su
careta».

La preocupación por la verdad, veracidad y exactitud de los recuerdos, la


nitidez o filtro de los recuerdos, la naturalidad del olvido y de la desmemoria,
la conveniencia vital o la contraindicación de la sinceridad y de la franqueza, la
utilidad y aun la excitación de la mentira se exponen en frases contundentes.
«Yo, como muchos, he tenido el entusiasmo y hasta el fanatismo por la
veracidad», afirmación cuyo alcance real podemos medir mediante otra
declaración: «En mí la veracidad no es sólo un convencimiento, sino una
técnica. Con ocasión de estos tres volúmenes de Memorias que he publicado me
han escrito por carta insultos, me han dedicado algunas ironías de mogollón;
pero nadie me ha dicho: Esto que cuenta usted es falso por estoy por esto». Y en
el discurso de ingreso en la Academia Española, en mayo de 1935, declaró: «Yo
hubiera aceptado como lema: la verdad siempre, el sueño a veces. La verdad
como base de la vida y de la ciencia; la fantasía y el sueño en su esfera».

No escasean, sin embargo, líneas más matizadas y sugerentes. «En estas


Memorias no se me ha ocurrido ni tergiversar ni mentir. ¿Para qué? Algunos
han dicho: “Hay cosas que no cuenta”. A toda persona que se le ocurre narrar
hechos que le parecen característicos y de algún interés prescinde de lo que
considera vulgar y destaca lo raro. Esto es natural. ¿Va uno a destacar lo tonto,
lo cotidiano, lo pedestre?»

Pero a Baroja le constaba que los bastidores del recuerdo no son tan
simples. De modo que podía sostener: «Lo que yo busco siempre es la verdad,
es decir, lo que yo creo que es verdad», y a la vez, sin sentirse incómodo,
anunciar como norma de estas páginas: «No pienso inventar nada, sino contar
lo que recuerde, más o menos transformado por la memoria». A fin de cuentas,
«¿quién tiene la seguridad de que lo que recuerda es absolutamente cierto?». Y
más, si se sustenta la tesis previa, enunciada en Las horas solitarias, de que «Una
de las condiciones de la vida es el olvido», de innegable raíz nietzscheana, por
no decir transcripción directa, si se coteja con algunos pensamientos del escritor
alemán, como éste de La genealogía de la moral: «Es posible vivir sin recuerdos y
vivir feliz, como lo demuestra el animal, pero es imposible vivir sin olvido».
Porque el recuerdo es una elaboración especulativa.

Claro que no es lo mismo no mentir que ajustarse a la verdad con


sinceridad y franqueza. Dejemos a un lado la intencionalidad esencial de la
mentira, que es el disimulo, el fingimiento o la inducción al error. «A mí no me
gusta la mentira, y hago siempre lo posible para no mentir», afirma, y llega a
sostener que en las artes y en la literatura «nunca la mentira es divertida». Sin
embargo, resulta fácil encontrar textos barojianos en sentido contrario. «La
mentira es mucho más excitante que la verdad, casi siempre más tónica y hasta
más sana. Yo lo he comprendido tarde. Por utilitarismo, por practicismo,
deberíamos buscar la mentira, la arbitrariedad, la limitación. Y, sin embargo, no
las buscamos. ¿Tendremos, sin saber, algo de héroes?», se puede leer en
Juventud, egolatría.

En otras páginas, igualmente anteriores a las Memorias, cabe espigar


pensamientos más comprensivos con la costumbre social de no atenernos a la
pura verdad. «La mentira es una de las almohadas más blandas del instinto
vital», leemos en La caverna del humorismo (1920), a tal punto que resulta
inevitable la consecuencia: «Ir en contra de la mentira vital, como diría un
bergsoniano, es ir a la ruina», tesis estampada en Divagaciones apasionadas,
fechadas tres años más tarde.

Tales contradicciones van más allá de la verdad como práctica social. «Yo
la falsedad no la puedo soportar. La noto enseguida y me produce una gran
repulsión. Prefiero con mucho el mal humor y la rudeza que la falsedad. Esta es
una cosa que me irrita», escribe en la primera parte de La intuición y el estilo,
pero poco después observa: «La sinceridad, como quien dice absoluta, ¿quién la
puede tener? Yo creo que nadie. No hay hombre sincero del todo, ni aun el que
se propone serlo de una manera heroica. Se es sincero a medias. No se pasa de
ahí. Una sinceridad completa parecería una grosería. Una media sinceridad
puede pasar, pero una completa sería intolerable. La sinceridad, la veracidad, la
franqueza pugnan muchas veces con el trato social, y el hombre que quiera
entregarse a ellas tiene que hacerse un solitario».
Y, al hilo de la franqueza, volvemos al principio. Podemos encontrar una
explicación en un artículo dialogado, «El disimulo y la hipocresía», inserto en
Vitrina pintoresca (1935):

«Una persona franca no podría vivir, no sabría defenderse. Todo hombre que ambiciona
algo tiene que disimular (…) ¿Qué puede ser la franqueza? La sinceridad, la sencillez; en el fondo, la
verdad. Dele usted, si quiere, a esta verdad un aire generoso y jovial, pero siempre la base de la
franqueza será la verdad (…). El alcaloide de la franqueza es la veracidad. Ahora, yo pienso que con
la veracidad no se puede vivir, a no ser que quiera uno meterse en un tonel a imitar a Diógenes. La
veracidad lleva al cinismo (…). Es que la verdad, si existe, no se puede exagerar. En la verdad no
puede haber matices; en la semiverdad o en la mentira, muchísimos. (…) Yo digo: franqueza, virtud
basada en la veracidad, en la verdad; veracidad, condición inútil y hasta funesta para la vida social.
(…) En la ciencia, la verdad es indispensable para seguir construyéndola; en la filosofía se busca la
verdad, aunque no se la encuentre. En la historia, la verdad es insegura y aleatoria, y en la política y
en la vida social no existe. (…) Porque la verdad en la vida social derivaría a la barbarie, al cinismo, a
la falta de cortesía. Después de todo, ¿qué es la educación y las formas sociales sino algo basado en la
mentira? Una impertinencia no es más que una verdad inoportuna».

Madeja sin cuenda, difícil de devanar. Baroja afirma una y otra vez que
dice la verdad, lo que entiende que es verdad, y pregona su amor al dato exacto,
del que guarda recuerdo. A la vez, reconoce no saber «si los que escriben
recuerdos mienten a sabiendas o inconscientemente; pero que lo hacen, me
parece indudable». Certeza que matiza una pregunta: «¿Quién tiene la
seguridad de que lo que recuerda es absolutamente cierto?».

Y añade una circunstancia que no ayuda a despejar las contradicciones:


«A mí se me ha ocurrido escribir unas Memorias ahora que ya no tengo
memoria». También en Miserias de la guerra, novela presentada a censura en
1951 e inédita hasta 2006, Baroja aduce que «como no he hecho un diario muy
documentado y tengo poca memoria, puede que haya en mis notas fechas
equivocadas, porque no tengo la precisión del recuerdo de épocas anteriores, de
cuando era joven».

Pero tal debilidad no era aje senil. Un cuarto de siglo antes, en Las horas
solitarias, había escrito:

«Yo recuerdo bien la cosas vistas; en cambio, las palabras y lo escrito no lo recuerdo bien.
Las mismas impresiones visuales no las conservo con fidelidad y las transformo, sin querer, a mi
modo. Si yo recordara tan bien como lo que he visto lo que he leído, quizá no pudiera escribir; pero
no me pasa esto, sino todo lo contrario: se me confunden las ideas y llega un momento en que no sé
la génesis de mis pensamientos, que me parecen completamente originales».

Acaso tantas contradicciones aparentes las deslió Rousseau cuando en


sus Confesiones, «escritas totalmente de memoria, sin documentos ni materiales
que me la puedan asegurar», advierte de los pequeños errores posibles, «pero
en lo que respecta al verdadero asunto, estoy seguro de ser exacto y fiel». No es
lo mismo. Exactitud es cualidad de historiador, provisto de pruebas. El
autobiógrafo debe demostrar además fidelidad. El mismo Rousseau suministra
ejemplos notorios, incluso cuando cuenta lo que finge creer, porque también el
disimulo revela el «yo».

Aquí nos enteramos de que un día, en la imprenta de Caro Raggio, se


puso a leer unos pliegos que le parecieron bien, incluso que podía haberlos
escrito alguien que le imitaba; preguntó y le aclararon que se trataba de su
Camino de perfección (1902). No los recordaba. En Blancos y rojos va más allá. En
París, durante la guerra civil, ni siquiera es capaz de citar los títulos de algunas
obras suyas y, curiosamente, el que más se le resiste es Rapsodias, publicada en
1936.

Hay un cierto deje irónico y defensivo cuando aduce la memoria


deficiente al ponerse a preparar las Memorias. Los ocho tomos demuestran que
don Pío conservaba fresco el recuerdo de nombres, situaciones y palabras. En
algunos puntos, sabemos que el recuerdo era obsesivo. Puedo decir que cuando
habla de sus vivencias en Pamplona, un periodo decisivo para él, la precisión
resulta admirable. Había corrido más de medio siglo desde que abandonó la
ciudad escenario de su infancia y primera adolescencia, pero no falla en la
evocación de personas, lugares y circunstancias. Si en alguna ocasión cambia el
apellido verdadero de alguien, aunque parezca raro, podemos considerarlo un
desliz benevolente.

Salvo excepciones contadas —George Moore o el Michel Leiris de Edad


de hombre—, librar recuerdos, memorias y autobiografías ha sido ocupación de
edad final, aunque la distancia no facilite la visión de hechos y personas,
muchas de las cuales han cruzado ya al otro lado. Si a Caro Baroja le molestaba
«ver que el mundo en que uno nació se queda despoblado a la mitad de la
vida», según escribía a Brenan en 1954, el panorama se oscurece cuando a la
vida apenas le queda apenas un pabilo corto e incierto. «Está uno en el final, y
hay que aceptarlo con serenidad, si es posible, aunque muchas veces esta
serenidad no viene del espíritu o de lo que se llama así, sino de los nervios»,
dice una carta de don Pío a Luis S. Granjel en 1953.

Con frecuencia, esos frutos de la memoria han tenido como objetivo


principal varear, sin miedo a réplicas personales, observaciones erróneas,
malevolencias e informaciones inexactas o hacerse una mascarilla literaria.
Baroja, que también se labró una máscara, como analizó Mikel Azurmendi,
conoce ese sentido último de la memoria final en muchos autores y rechaza que
a él le mueva el deseo de imponer su versión, su verdad, a la de los demás. «Al
escribir esto no quiero hacer una defensa, sino más bien dar una explicación.
Claro que para muchos, la explicación es más bien una defensa». Las apostillas
a las críticas en este primer tomo suenan con frecuencia, efectivamente, a
defensa.

Acaso la síntesis de todas estas contradicciones resulte una obviedad.


Baroja demuestra en las Memorias una psicología compleja, tan compleja como
variados y contradictorios son no pocos de los análisis que se han elaborado de
él, de su personalidad y de su obra. En esos trabajos no falta el que peca de
arbitrario y apriorístico, sin más base que la moda o el enfurruñamiento,
cuando no el desquite, por no se sabe qué decepción o sentimiento contrariado.
Ha habido amigo fraternal y mistificador que presumía de conocer a don Pío
mejor que la propia familia, y que de pronto, por razones disonantes, se
transformó en detractor minucioso y aun paródico. Será que la línea entre amor
y odio la traza el interés. Si Baroja viviera, podría pensar que el tiempo no había
anulado, al contrario, la validez de una conclusión suya: «Cuando hay que
hablar mal de un tipo, me sacan a mí, y cuando hay que repartir los elogios, me
dejan a mí a un lado. Es un lugar común».

El testimonio de don Pío sobre personas y acontecimientos merece


atención y estudio, pero no menos sus silencios, omisiones y lagunas, a veces
sorprendentes. Quizá las sombras más espesas de las Memorias son las que
afectan a él mismo y su propia familia. Baste observar que el sobrino mayor,
Julio Caro Baroja (1914-1995), aparece más citado, y en términos de admiración
—por las aportaciones a la biblioteca de Itzea, ya entonces cuantiosas y de
calidad—, que Ricardo, el hermano pintor, grabador notorio y escritor
premiado por la Real Academia Española, al margen de que ganara plaza en el
Cuerpo de Archiveros y Bibliotecarios, en el que cuesta imaginarle integrado,
por no decir que parece inverosímil que hiciera las oposiciones. El sobrino
incluso colabora en las Memorias, porque se encarga de traducir y resumir
críticas inglesas y norteamericanas. Lo mismo podemos decir de Carmen,
madre de Julio, de la que cuenta el nacimiento, con imprecisión en la fecha, y no
mucho más.

El mutismo de Baroja sobre trances importantes de su vida, revelados en


otros textos suyos, puede parecer paradójico. Fue indudable, por ejemplo, la
influencia decisiva del susto que le dio el canónigo Tirso Larequi en la catedral
de Pamplona. Lo cuenta en Juventud, egolatría. Aquí, no. Ni palabra. En aquel
incidente se ha visto la raíz vital y psicológica del anticlericalismo barojiano,
que en estas páginas asoma tan poco como cualquier atisbo religioso. Sopeña,
que repasó las numerosas referencias a la música en las Memorias, observó la
ausencia de Dios, es decir de cualquier preocupación religiosa. Cabe añadir que
no de textos y conceptos judeocristianos.

Resultaría fácil explicar algunos de esos silencios biográficos —familia


aparte— por la resistencia de Baroja a volver a contar lo que ya había dicho,
pero tal razón sería inexacta e insuficiente. En las Memorias encontramos
repetidos y ampliados algunos episodios de infancia y juventud recordados en
otros textos. De modo que unos hechos volvió a narrarlos, y otros, no. Acaso en
este punto debamos invocar la obviedad de que la censura franquista y
eclesiástica imperante en la posguerra impedía publicar lo que un cuarto de
siglo antes no encontró inconveniente legal.

Tampoco habla don Pío de la peligrosa operación de próstata a la que se


sometió, pasados los cuarenta y ocho años de edad, en una clínica donostiarra,
y de su consecuencia, la impotencia. Sin embargo, sabemos a ciencia cierta que
no fue para él una cuestión menor, sin huella en su vida. La estancia en la
clínica da pie a una de sus observaciones más crueles, cuando recuerda cómo
Salaverría se acercó a la habitación para verle desde la puerta, como la gente
que va a ver de cerca al ajusticiado.

Esos silencios, tengo para mí, prueban algo que escuché más de una vez
a Julio Caro Baroja, incluida la conferencia que cerró un ciclo dedicado a Baroja,
en San Sebastián: «Mi tío Pío era refractario a confidencias y ni siquiera a mí me
las hizo. La confidencia le parecía algo que podía considerarse un tanto
impúdico». Una idea difícil de conciliar con otra que encontramos aquí: «Yo no
comprendo cómo un libro de Memorias sin intimidad puede ser ameno».

La desconfianza que Baroja mantiene respecto a la memoria, sus dudas


sobre la fidelidad del recuerdo y la convicción que manifiesta respecto a la
conveniencia social de la mentira explican sus contundentes ideas sobre la
historia, que «no es una ciencia ni podrá serlo nunca. No tiene exactitud ni
garantías», ni cristaliza en nada definitivo.

Tal certeza le hace rechazar que «la historia se está convirtiendo en


ciencia de un momento a otro. La afirmación, en esta época probablemente
como en todas, es absurda, porque vemos que un hecho histórico
contemporáneo tiene testimonios contrarios y diez versiones distintas. Por
mucho que se quiera, la historia es una rama de la literatura, que está sometida
a la inseguridad de los datos, al desconocimiento de las causas de los hechos y
las tendencias políticas y filosóficas que corren por el mundo». Hay más. Don
Pío hace derivar al terreno personal la condición acientífica y esencialmente
subjetiva de la historiografía. «La serenidad de la historia no existe. No hay
historiadores que no tengan su tendencia y su partidismo. En general, desde las
primeras páginas se ve por dónde va el autor. La misma documentación no
tiene garantía, porque el que hace investigaciones lleva una tendencia anterior y
elige sus datos». O dicho de otra manera, «la serenidad de los historiadores no
existe. En general, son más apasionados que los poetas y que los dramaturgos.
(…) Hay que desconfiar más de la veracidad de un libro de historia antiguo que
de un tomo de poesías o de una comedia del tiempo». «La historia tiene mucha
menos realidad que la misma novela. No hay obra histórica que dé la impresión
del estado social de España en tiempo de Felipe II como Don Quijote».

Esas ideas las había expuesto en un artículo, «La historia y sus


enseñanzas», publicado en La Nación de Buenos Aires el 12 de febrero de 1938:

«La discusión acerca de si es ciencia o no es ciencia la historia, parece una tarea baldía e
inútil. Su solución depende de la idea anterior que se tenga de la ciencia. Si se cree que ésta necesita,
para serlo, poseer una certidumbre matemática, la historia no es ciencia, aunque puede y debe estar
basado en ella. Lo mismo ocurre a la medicina; tiene una base científica, pero no es una ciencia pura.
(…) Me parece indudable que cualquier persona que lea, por ejemplo, la Historia de la conquista de
Méjico, por don Antonio Solís, y la de Bernal Díaz del Castillo, llegará a aficionarse más al libro de
este último, porque la historia de Bernal Díaz, con sus dificultades y fracasos, da una impresión más
humana que la reducción pomposa de Solís».

Baroja nace, crece y madura en una época caracterizada por la filosofía


crítica de la historia, el historicismo, que, frente al positivismo, sostiene la
insuperable subjetividad personal del historiador como base del conocimiento
objetivo del pasado. Baroja sabe de Marx, Carlyle, Gobineau, Taine y Barres,
pero no muestra tener noticia de Dilthey, Rickerty Simmel, zapadores del
cientificismo de la historia. Cuesta creer que le interesara, si llegó a leerlo, La
Historia como sistema, de Ortega y Gasset (1941), y le trae sin cuidado que fueran
precisamente seguidores de la teoría historicista los que, para superar la
imposibilidad científica, renovaran la tradición narrativa y fáctica consolidada
por los historiadores positivistas. Palabras todas estas que nadie considerará
barojianas. El asunto nuclear, que don Pío no roza siquiera, es que la Historia
analiza y trata de explicar el pasado, pero sería una reducción inconsistente
afirmar que el pasado es por sí solo Historia, inexactitud comparable a la de
considerar equivalentes territorio y geografía, aunque podamos encontrar tal
sinonimia en diccionarios de uso.

Baroja expone con claridad las dos tendencias del pensamiento moderno
que Bernard Williams analiza en su obra Verdad y veracidad[1]: por un lado, la
exigencia de veracidad o al menos la prevención refleja contra el engaño, la
voluntad de sofaldar las apariencias para llegar a estructuras y motivos reales, y
por otro, la desconfianza esencial frente a la idea misma de verdad. Dos
tendencias relacionadas entre sí, porque el anhelo de veracidad zapa la
convicción de que exista verdad segura y totalmente expresable. Aunque, como
dice Williams, «si de verdad no se cree en la existencia de la verdad, ¿cuál sería
entonces el objeto de la pasión por la veracidad? O, por decirlo de otro modo, al
aspirar a la veracidad, ¿respecto a qué se supone que se está siendo veraz?».

Fuera o no la Historia para él una rueda sin fin ni objeto, resulta


sorprendente la contundencia de don Pío en esas frases sobre la nulidad
científica de aquélla, pero sobre todo que no distinguiera el doble sentido de la
Historia como reconstrucción del pasado y como interpretación actual. Porque
el escritor tenía al lado a un doctor en esa especialidad académica, su sobrino
Julio, por otra parte lector precoz de Simmel en ediciones francesas —de Félix
Alean, según recordaba— y españolas, de Revista de Occidente. Pero no extraña
menos el pensamiento del novelista sobre la imposibilidad de conocer el
pasado, si se tiene en cuenta que sus Memorias de un hombre de acción forman
una serie de veintidós novelas históricas. Con todas las características
personales que se quiera, pero novelas históricas. Aunque el autor insistiera en
que no quería trabajarlas como tales, «sino más bien una especie de reportaje
fantástico». Declaración que va pocas líneas después de otra algo diferente. «A
mí lo que me ocurrió es que me encontré con un personaje, pariente mío, que
me intrigó y me produjo el deseo de escribir su vida de una manera novelesca.
Yo no quise hacer novelas de aire heroico, sino recoger datos de una vida y
romancearla». Divagaciones apasionadas (1924) incluye la conferencia que
había pronunciado en la Sorbona ante los alumnos de Aurelio Viñas,
«Divagaciones de autocrítica», texto en que, a propósito de Zalacaín el
aventurero, precisó que el personaje era inventado, las circunstancias, reales e
históricas. En el caso de Aviraneta, el personaje existió y las novelas que
despliegan sus andanzas y acciones están cabalmente documentadas, basadas
en concienzudas lecturas y rebuscas en archivos públicos y privados. Baroja
podría haber añadido la bibliografía y las fuentes utilizadas, como hace
Marguerite Yourcenar en sus Memorias de Adriano en trece densas páginas en la
edición de la Pléiade (1982). Baroja no oculta su subjetivismo, juzga, aprueba o
condena libremente y sin ambages, pero verifica la autenticidad, exactitud e
importancia de los hechos, y practica la intuición, entendida ésta en el sentido
que el novelista definió como «un juicio rápido acompañado por el éxito», «un
juicio rápido que no tiene base suficiente y que se funda sobre un indicio». Y
comprobó pronto que sus juicios provocaban reacciones desproporcionadas,
según había escrito años antes en Juventud, egolatría: «A mí me ha sucedido
muchas veces dar una opinión sobre algo y ver después con sorpresa que, en
réplica de lo que yo decía, me insultaban con acritud».

Para don Pío habría sido paradoja regocijante escuchar a Jesús Pabón,
director de la Real Academia de la Historia, que disertó en Beray en la
Academia sobre los modos barojianos de escribir «Historia a secas, Historia
exactamente entendida» probadas en textos diversos, en los que nuestro autor
«conserva la libertad de expresión. Pero el propósito y el procedimiento son
rigurosamente históricos». Y aún le habría divertido más leer esas palabras en el
boletín de aquella institución (1972). Pabón resumió en tres rasgos las
reacciones que suscitan en el escritor donostiarra las realidades históricas: «una
gran piedad ante las miserias humanas, la hostilidad hacia lo que juzga
estúpido y cruel, la resistencia al humor, que le parece impuro», e incluyó estas
memorias, Desde la última vuelta del camino, entre las maneras indudables de
escribir Historia.

Pese a tan ilustres opiniones, queda por dilucidar si los ocho libros de
Desde la última vuelta del camino son autobiografía, memorias, recuerdos,
confesiones, autoficción o cualquier otro género que pueda incluirse en la
literatura de la memoria, y qué libros de los incluidos bajo ese título general
cabe clasificarlos en un apartado y cuáles en otro o en ninguno. A don Pío
quizás, y sin quizás, esas disquisiciones le pareciesen abstractas, intrincadas y
vacías, pero la actual boga de esos términos, los análisis académicos y también
una cierta facundia sobre las claves de la escritura íntima, destinada a la
imprenta y no a la gaveta, explican que unos congresistas se reúnan para bruñir
«los espejos de la autobiografía, de la picaresca a las memorias», epígrafe que
cubre desde los textos de soldados, aventureros, misioneros, Lope y Estebanillo
González a los de Felipe Lluch y Caballero Bonald.

Baroja habla de memorias y de autobiografía, como sinónimos. No


opondría reparos al «pacto autobiográfico», si por tal entendemos que el autor
anuncia su intención de contar una historia verdadera, que conoce bien por ser
la suya, y el lector ya sabe qué tiene en las manos. Don Pío diría que tal pacto es
una redundancia, si en la portada constan el nombre del autor y el título
explícito. Es su caso. Sin embargo, no son tan simples el pacto, el compromiso y
el empeño. Se funden en una tres identidades: el autor es también la voz que
narra el texto y el personaje central. Ocurre, sin embargo, que no pocas
confesiones suenan a ficción o, lo que viene a ser lo mismo, muchas novelas se
definen como autobiográficas, porque los personajes centrales encarnan las
experiencias, esperanzas y fracasos de sus creadores. El Henry Brulard de
Stendhal es el mismo Stendhal, Henri Beyle en la vida civil, de modo que la
médula autobiográfica de La vida de Henry Brulard no hay quien la ponga en
duda, pero tampoco habrá quien sustente un «pacto autobiográfico» de
Stendhal con el lector.

Baroja habría preferido la definición que encontramos en la Encyclopédie,


en el artículo «Mémoires»:
«Término hoy usado para señalar las historias escritas por personas que han participado en
los asuntos o pueden dar de ellos testimonio por haberlos presenciado. Esta clase de obras, además
de la copia de sucesos públicos y generales, contienen elementos particulares de la vida o de las
principales acciones de sus autores (…) Todos los escritos de esta clase concitan una prevención
general, difícil de arrancar del ánimo de los lectores: que los autores de tales memorias, obligados a
hablar de ellos mismos casi en cada página, hayan conseguido despojarse del amor propio y otros
intereses personales para no alterar nunca la verdad; porque ocurre que en las memorias
contemporáneas encontramos hechos y sentimientos absolutamente contradictorios».

Él sostuvo más o menos lo mismo.

Si la autobiografía se ciñe al autor visto por él mismo, y las memorias


repasan la historia observada por el autor, son autobiográficos Familia, infancia y
juventud y Final del siglo XIX y principios del XX, más algunas páginas de los
demás libros, como «Intermedio sentimental», parte sexta de Galería de tipos de
época, que aporta la historia de Ana en París el año 1913, o «Conversaciones en
París el año 39» en Bagatelas de otoño, único testimonio de esa época que
encontramos en las Memorias.

Las Memorias de Baroja son las más amplias, vivaces y desahogadas de


la literatura en castellano. También, sin asomo de duda, las más importantes,
pese a las circunstancias sociales y políticas en que vieron la luz. Un texto-río,
ha dicho bien Anna Caballé, caudaloso, sorprendente, teñido de pesimismo
realista y denso de ideas a contrapelo, en el que uno puede zambullirse al azar.
Un texto fiel reflejo del autor. Sería inexacto hablar de ideología y ciego ignorar
su visión del mundo, sus ideas. He aquí tres muestras mínimas.

Habla de política y políticos, de escritores, críticos y sablistas, de filosofía


y arte, de vasquismo y amor al paisaje natal y de residencia —sólo con esos
textos, hubieran sido muy otras las conclusiones de Helmut Demuth en Pío
Baroja. Das Weltbild in seinen Werken, Hagen, 1937, en especial los seis apartados
del capítulo sexto, «Die Rasse», de las condiciones sociales y económicas del
escritor en España, de amigos, viajes, libros y bibliófilos, de amigas y lances
galantes —suficientes para cuestionar su misoginia—, muy poco de judíos —
materia analizada a fondo por J.P. Thérèse de Bruyne, en Antisemitisme bij Pío
Baroja, Groningen, V.R.B Kleine, 1967— y mucho de música y músicos, con más
atención e interés por las canciones callejeras, reflejo indudable de cada época y
aun de cada edad, que por las grandes creaciones, de las que no muestra un
conocimiento mínimo. Para él, después de Haydn, Mozart, Beethoven y
Schumann apenas hay alguna novedad en Wagner, pero donde esté la chispa de
Chueca —y el entusiasmo de Nietzsche por el zarzuelista— que se callen
Chopin o Debussy, los compositores españoles del siglo, que le suenan
folklorizantes, y todos cuantos queramos citar, salvo Stravinsky, del que no
parece haber oído nada, aunque le cayó en gracia por una pregunta que le
escuchó en Barcelona. En ese aspecto, no demuestra ni mejor información ni
criterio más formado que Ortega, cuya comparación de Beethoven con Debussy
aduce como «uno de los motivos de disidencia» que enfriaron la amistad entre
ambos. Ni Baroja ni Ortega estaban al día en la música de su tiempo. La sordera
resultaba entonces y resulta todavía carencia natural entre intelectuales
españoles, que sin embargo desprecian como incultura vergonzosa ignorar
otras artes contemporáneas.

Ortega y Gasset personifica otro de los grandes silencios de Baroja. Le


consideraba «naturalmente, como un hombre de gran talento y de un estilo
relevante», el mejor interlocutor «con tanto ingenio y tanta perspicacia» y le
tenía por mejor escritor que filósofo, como a Bergson, pero apenas desvela la
honda amistad que les unió, tanta que juntos recorrieron caminos y visitaron
ciudades y regiones —salidas aprovechadas en Memorias de un hombre de acción
— y, entre 1920 y 1929, casi todos los domingos comieron juntos y mantuvieron
largas sobremesas en casa de Ortega. En abril de 1907 coincidieron en el viaje a
París y Ortega le escribió a su novia, Rosa Spottorno: «Un pobre hombre
carcomido de vanidad literaria, de alma sencilla, pero sencillamente mala (…)
¡lástima, porque tiene una finísima sensibilidad artística! Por lo demás es
hombre que me enoja y cuyo trato huiré siempre». Propósitos de juventud
inanes. Días después de morir Ortega, Caro Baroja le contó a Brenan que el
distanciamiento entre el filósofo y el novelista se produjo «cuando la fiebre
republicana», porque don Pío «no quiso colaborar en lo de “Al servicio de la
República”». Y quizás algo más. El enfrentamiento paulatino entre ambos a
cuenta de sus teorías literarias. El pensador expuso las suyas en La
deshumanización del arte e Ideas sobre la novela (1925), que don Pío contestó con el
extenso «Prólogo casi doctrinal sobre la novela (que el lector sencillo puede
saltar impunemente)» de La nave de los locos, firmado el mismo año y verdadero
fondo teórico de su escritura novelística, al que volvió veintitrés años más tarde
en La intuición y el estilo. Quien siga el estudio de José-Carlos Mainer en La Edad
de Plata (1975) puede deducir que Baroja apenas existía frente al grupo
auspiciado por la Revista de Occidente.

En ese quinto libro de las Memorias, don Pío, que canoniza a Dickens,
Tolstói y Dostoyevski, no entiende a Proust y Joyce, desconoce la literatura
alemana del siglo XX, salvo Kafka, muestra aprecio por Gide, Colette, Celine,
Green, Renard, Kipling, Huxley, Somerset Maugham, Hemingway y Dos Passos
—los cuatro últimos «se parecen a mí en los asuntos y en la manera»— y afirma
que «La novela se acortará, se alargará, se hará filosófica, sentimental,
puramente episódica, folletinesca. No creo que desaparezca. Es un saco donde
cabe todo. Claro que hay un tipo de novela que pasa y lo sustituye por otro;
pero el género no desaparece, no creo que nada pueda desaparecer». Y eso
quizá porque «una novela es posible sin argumento, sin arquitectura y sin
composición. Esto no quiere decir que no haya novelas que se puedan llamar
parnasianas; las hay. A mí no me interesan gran cosa».

El lector encontrará aquí disquisiciones prolijas y rotundas sobre la


Generación del 98y sus miembros. Baroja niega la influencia socio-política de la
literatura, repite incansable que nunca ha creído en tal grupo y aporta una
razón curiosa, y más en la primera década franquista, para explicar el éxito de
tal ridícula entelequia, fantástica y sin base: «no cabe duda de que, si los
Gobiernos coartan la libertad de pensar a la gente nueva e impiden que escriba
con independencia y la someten durante largo tiempo a una norma de censura,
esa generación del 98 (…) se consolidará como tal».

«Toda la obra de un escritor es un reflejo desvaído de su “yo”. En el caso


de Baroja, el reflejo es exactísimo, idéntico. Y sus Memorias son la quintaesencia
de todo ese deambular por un centenar de libros», resume la solapa de Bagatelas
de otoño, firmada por García Pavón en la edición de Caro Raggio. El tiempo no
las ha erosionado. Medio siglo después de su muerte, don Pío puede ser el
autor más vivo de la Generación del 98 e indudablemente el que no ha dejado
de suscitar las reacciones más enconadas, tal vez porque desbarata cualquier
intento de apropiación indebida quien escribió: «Para arrastrar a una multitud,
lo que se necesita son palabras sonoras, gritos, una canción, una bandera, un
tambor. Ideas, ¿para qué?».

En estos tiempos de corrección política y de relativismo bisojo, Baroja


aporta la claridad de sus contradicciones y el ejemplo de su soledad creadora.
Era vasco y aun cantor etnicista de un pasado mitológico, pero no carlista o
bizkaitarra, agnóstico, escéptico y anticlerical que admiraba el genio de Ignacio
de Loyola, individualista —«prefiero tener la moral de perro vagabundo que de
perro en jauría»— más que ácrata o liberal, en absoluto demócrata y más atento
a las personas que a las organizaciones de cualquier calaña, sordo a la
palabrería y a los picos de oro, romántico y creyente en el progreso de la ciencia,
aunque no la entendiera, que no en el moral, y pesimista cerrado ante la que
juzgaba decadencia general de las artes. En estas Memorias resulta vana la
búsqueda de un futuro. No existe.

«No niego que sea pesimista, pero no soy un pesimista triste y lacrimoso,
sino más bien un pesimista estoico y, a veces, jovial. No me he lamentado nunca
de vivir con pobreza ni de llevar los pantalones rotos.» Confesión que no le
impide otra. «A veces yo me pregunto: “¿Seré yo un verdadero literato o no?”.
»Y me inclino a pensar que no. “¿Pues qué es usted?”, me preguntará el
lector. Soy un hombre curioso y que se aburre desde la más tierna infancia. Si
hubiera sido un hombre rico y hubiera podido pasar la vida alegremente, creo
que no hubiera escrito.»

En esta edición seguimos el texto de la preparada e introducida por Juan


Carlos Ara Torralba para Círculo de Lectores. El primer tomo, que ahora
presentamos a nuestros lectores, incluye los libros El escritor según él y según los
críticos, Familia, infancia y juventud y Final del siglo XIX y principios del XX. En el
primero de estos libros hemos introducido las correcciones y un breve párrafo
que don Pío añadió de su mano en el ejemplar de la primera edición conservado
en la biblioteca de Itzea. Son las únicas que muestran los siete volúmenes de la
serie.

Para el octavo libro, La guerra civil en la frontera, no inserto en la edición


citada, seguimos la publicada en 2005 por Caro Raggio, con algunas
correcciones, también en el posfacio.

El segundo tomo contendrá un inédito, Ilusión o realidad, y el tercero, otro


texto hasta ahora nunca publicado y apenas visto, Blancos y rojos. Ambos
aportan recuerdos parisinos del escritor y rellenan vacíos sensibles. El segundo
no es, como se ha dicho, obra de ficción y parte de una trilogía, sino la memoria
de la estancia en la capital francesa durante la guerra civil española, época en la
que Baroja visitó Suiza y estuvo a punto de embarcar para América. Blancos y
rojos comienza donde termina La guerra civil en la frontera y concluye con el
regreso de Baroja a Itzea.

Fernando Pérez Ollo, marzo de 2006


PALABRAS LIMINARES

Julio Caro Baroja


Estas Memorias, que se comenzaron a publicar en 1944, no fueron
recibidas por la crítica de una manera unánimemente favorable, ni mucho
menos. Una vez más su autor fue acusado, aquí y allá, por su falta de respeto a
hombres famosos y su poca benevolencia al juzgar instituciones de cierta
popularidad. Se dijo —o se volvió a decir— que era egocentrista, soberbio,
etcétera.

A pesar de todo, los volúmenes que las constituyen se leyeron con


fruición por aquellas personas que se sentían y aún se sienten libres de
compromisos, por los hombres y mujeres que viven fuera de la sociedad, un
tanto estrecha, dentro de la que, en casi todos los países, se desenvuelven hoy
las actividades intelectuales; esa sociedad en la que es de importancia
primordial saber lo que se debe decir en cada momento, en materia de arte,
literatura, filosofía, etcétera, y ya ha llegado la ocasión de volver a editarlas. Ello
indica, en primer lugar, que todavía existen muchos amantes de la
independencia absoluta, individual, sean las consecuencias que sean las que
trae tal independencia. Es triste pensar que ésta acarrea males. Pero los defectos
de tal conocimiento los compensa saber que el beneficio que reporta el vivir con
arreglo a unas normas, sometido a planes, consignas y asociaciones, es decir, la
mayoría de los bienes existentes, son causa de mayores sinsabores individuales
y de hondas y reprimidas amarguras. Muchos de sus lectores y amigos
españoles tienen la certeza de que el autor de estas Memorias es hombre que no
ve la vida con ojos optimistas, que no es blando ciertamente en sus juicios. Pero
están seguros también de que estos juicios son absolutamente desinteresados,
de que nunca ha vivido dentro de ese clásico juego en el que los enemigos
oficiales pueden ser amigos privados y los amigos o aliados públicos se tienen
un odio mortal, de suerte que la apariencia y la realidad andan trastocadas.

Su opinión más violenta ha terminado a veces con una risa humorística,


es decir, no la risa de un hombre que se toma muy en serio a sí mismo y
considera a los demás menos seriamente (éste es el hombre irónico), sino la del
que ve el lado grotesco de los actos humanos junto al trágico.

Tratándose de un autor de novelas, es lógico que la parte más atractiva


de estas Memorias sea aquella en que se describen las propias experiencias
vitales, los recuerdos de la infancia, adolescencia y juventud, en que se retratan
personas humildes y de carácter acusado sin embargo.

Y queda siempre como de interés más secundario y menos dramático lo


que son puras exposiciones analíticas de datos y hechos que ilustran la vida
familiar o literaria. Ante estas partes se ha adoptado un criterio de selección,
cosa fácil dada la estructura de las Memorias tal como aparecieron.
Se han suprimido —por ejemplo— todo un largo capítulo de
antecedentes familiares, una sección anecdótica que tiene coherencia de por sí,
pero que no es fruto de experiencias propias, alguna parte que se puede
considerar como reportaje aislado, etcétera.

Lo esencial era dar un texto que resultara lo más coherente y armónico


posible, dejando lo que es más vital y útil para la comprensión del mundo
barojiano. Se ha hecho un esfuerzo para ilustrar esta edición de modo
adecuado, cosa no fácil, dado que muchos de los recuerdos y documentos
familiares desaparecieron con la destrucción de la casa de la calle de
Mendizábal en 1936, y se ha esbozado un índice analítico que pueda servir de
guía y orientación al lector. También se han corregido algunas erratas de la
edición primera.

Con todo, una obra como ésta es susceptible de nuevas revisiones y


acomodos, dada su complejidad. Pero ni los editores, ni quien escribe estas
líneas, se hallan en situación de poderla contemplar con los ojos del crítico
literario en funciones; menos aún con las del profesor o filólogo que maneja
textos de personas que murieron hace tiempo o que, simplemente, no conoció.
¡Y qué extraña en sus resultados es la obra de los que trabajan de esta suerte
para el que ha vivido y ha pensado al lado de su Autor!

J. C. B. 1945
PRÓLOGO
I

Yo no tengo la costumbre de mentir. Si alguna vez he mentido, cosa que


no recuerdo, habrá sido por salir de un mal paso. No por pura decoración. Los
hechos de la vida están casi siempre tan conectados el uno con el otro, que el
mentir para darse tono me parece una estupidez sin objeto.

El que inventa y miente por darse importancia, al poco tiempo tiene que
deshacer el valor de un gran número de sus mentiras, porque no le conviene
que ellas queden en pie. El hombre embrollón, como los niños embusteros,
necesita cambiar constantemente de público para ir difundiendo sus mentiras
con cierto éxito, y aun así, al poco tiempo tendrá el sentimiento de ver que
nadie cree en lo que dice.

Yo pienso que puedo hablar de mí mismo sin sentir ningún entusiasmo


egotista, físico o intelectual. Me figuro que puedo desdoblarme en un actor y en
un espectador; en un actor a quien puedo juzgar, naturalmente, con cierta
benevolencia, de padre a hijo.

Respecto a la verdad de los hechos que yo cuento, yo la tengo por exacta;


pero no me chocaría nada que muchos pequeños detalles estuvieran
transformados por el recuerdo.

A mí se me ha ocurrido escribir unas Memorias ahora que ya no tengo


memoria. Me he metido en esta tarea por la fuerza de la inercia. Leer, he leído
mucho, quizá demasiado; hacer, ¿qué voy a hacer? No me voy a poner a
estudiar matemáticas ni a plantear negocios. No tiene uno la cabeza bastante
fuerte para esto. Dormir, me gustaría dormir muchas horas, pero duermo poco
y mal. Hace años le pedía algo para dormir al médico Aureliano Gallano
cuando estaba en Vera, y éste me decía: «La cabeza de usted es como un
puchero que hierve, y mientras siga así, dormirá usted mal, con sueños y
pesadillas». Evidentemente, no tiene uno remedio.
II

No es que yo me quiera considerar víctima. Víctima, ¿de qué? ¿Quién


tiene la culpa de que el público de mi tiempo empezara a ser incomprensivo, de
que no hubiera crítica inteligente y de que el mundo fuera mediocre? Nadie. La
literatura evolucionaba hacia el oficio, y el público se iba haciendo indiferente y
de ideas colectivistas.

La altura intelectual no creo que produzca el que unas Memorias sean


interesantes para el público. La vida de Shakespeare, la vida de Cervantes, la de
Dickens o la de Tolstói son poca cosa al lado de su obra. En cambio, de
escritores sin importancia, la obra puede valer poco quizá; pero, en cambio, la
vida puede tener interés si está contada con ilusión y sencillez.

Ahora escribir con sencillez es muy difícil y exige mucho tiempo; más de
lo que la gente se figura. Yo comprendo que un libro así como éste, un buen
escritor debe hacerlo, y, sin embargo, de algunos escritores, más bien malos que
buenos, quizá fuera el único libro suyo que yo leyera. De un gran escritor
probablemente no leería un libro de esta clase, porque me desilusionaría; pero
de un escritor oscuro puede que sí. En un autor ilustre su obra es más
interesante siempre que su vida. En Dickens, Balzac y Tolstói, más bien
desilusiona su vida que otra cosa; pero en un autor desconocido la vida puede
ser más interesante que la obra.

Yo no tengo afición a falsificar. Que alguna cosa que he contado alguien


podría demostrarme que no fue tal como yo la cuento, que me equivoqué en el
día o en la hora, o en las intenciones de los unos o de los otros, es posible; pero
¿quién tiene la seguridad de que lo que recuerda es absolutamente cierto? Yo
creo, como digo, que casi nunca miento. Los optimistas son los que mienten de
una manera más o menos inconsciente, y los pillos los que mienten de una
manera deliberada. Yo no soy ni una cosa ni otra: ni optimista ni pillo.

Este verano de 1941 lo he pasado en Itzea, en mi casa de Vera, leyendo y


escribiendo. Me levantaba antes de las seis de la mañana, al sonar el Ángelus, y,
después de arreglarme un poco, estaba para esa hora dedicado a mi tarea.

El tiempo era para mí delicioso, tibio, húmedo y de poco sol. En estas


primeras horas del día, la niebla gris dominaba el valle e iba después
deshaciéndose y desapareciendo hasta dejar el cielo claro con un azul suave con
nubes blancas sobre las alturas de los montes.

Ya en los tres años y medio que pasé en París me había ido


acostumbrando a levantarme temprano, y con frecuencia en plena noche.
Entonces encendía la luz y me ponía a leer o a escribir a las cuatro de la mañana
o a las cinco. Ya eso se me había olvidado, y tengo actualmente en la
imaginación esta casa de Vera, en donde paso el verano, y la biblioteca, en la
cual me encuentro solo en estos amaneceres pálidos, en un ambiente también
gris, en el que casi me siento un fantasma.

Como he pasado ya bastante tiempo fuera de aquí con otras


preocupaciones y otras costumbres, ahora la casa me sorprende. Es como una
novela que hubiera escrito hace años y me hubiera olvidado de ella y que ahora
la leyera de golpe y la abarcara en su conjunto y en su detalle.

Es curioso que un hombre como yo, que no ha llegado nunca a tener


medios de fortuna, que ha vivido con muy poco dinero, haya podido llegar a
tener una casa propia como ésta, ancha, grande, bien amueblada y hasta lujosa
y artística.

He visto una explicación de los motivos de adquirir esta casa en un libro


de Salaverría titulado Retratos; pero es una explicación inventada, y, por tanto,
no es exacta.

«Diversas veces», dice ese autor, «le oí a Pío Baroja expresar el deseo de
poseer una casa en algún rincón provinciano. Era una especie de obsesión de su
vida cortesana y peripatética. Pero no encontraba el lugar definitivo, no
tropezaba con el árbol del que poder colgarse. Su imaginación voltaria y
naturalmente impresionable le hacía concebir proyectos que iban al fracaso.»

Y dice después:

«Pero, traspuestos los cuarenta años, y el anuncio de los primeros achaques, Pío Baroja
obedece a la ley natural y vuelve, hijo pródigo, hacia la tierra de los antepasados. La casualidad, sin
embargo, dispuso que se quedase en Vera. En efecto: don Serafín Baroja, en una de sus correrías
estivales, enfermó en Vera de Navarra, y allí se murió. La piedad de la familia hizo el resto. Por estar
más cerca del que los había abandonado, la familia compró una agrietada casona, la recompuso con
arte y allí se quedó».

Esta explicación es un poco a lo Pérez Escrich. Ello prueba que Salaverría


no me conocía bien. Yo no he tenido nunca el culto de los cuerpos de los
muertos, y prefería siempre la cremación a la inhumación.

Yo no comprendo para qué hacer una suposición acerca de un hecho,


cuando es tan fácil saber la realidad interrogando al interesado.

Ni con pretensiones de humor me parecen graciosas esas versiones,


como las varias maneras que Valle-Inclán tenía, según él, de contar la pérdida
de su brazo. Valle-Inclán no hablaba nunca de eso. Le molestaba. No tienen esas
suposiciones nada aproximado a la realidad, y por eso, a mí al menos, no me
divierten. Tampoco tiene verdad la suposición de Salaverría.

Mi padre fue con mi familia a Vera a ver la casa que yo había comprado.

No sé por qué en todas las cosas que han contado mías no hay exactitud
ninguna. A mí me gusta, para hablar de algo, enterarme primero. Se puede uno
enterar bien y mal. Si no puedo averiguar algo, diré: «Se dice tal o cual cosa»;
pero no afirmaré nunca nada; en tal caso, si afirmo, será en el comentario, pero
nunca en el dato.

Mi padre fue con mi familia a Vera a ver la casa que yo había comprado,
y murió poco después en el pueblo.

Yo había estado en Vera con mi padre cuando era estudiante de primer


año de medicina, allá hacia el año 1888 u 89. Mi padre tenía que hablar con un
ingeniero de la fábrica y con unos mineros del pueblo próximo, Lesaca.

Dormimos en Lesaca, en donde dos tipos de allá tocaron la guitarra y la


flauta, entre otras cosas, el miserere de El trovador. En La casa de Aizgorri se habla
algo de esto. Vera me pareció muy simpático; me quedó una vaga idea de él.
Habíamos comido en una fonda de las Ventas de Yanci; después habíamos
marchado en un carricoche por la carretera del Bidasoa a entrar en Hendaya. Yo
había bebido un poco de más, a lo que no estaba acostumbrado; iba
excesivamente alegre, y al llegar al territorio francés, al bajar del tílburi, me caí
sobre un montón de arena, haciendo el Cristo, como decíamos los chicos de
Pamplona cuando nos echábamos sobre la nieve blanda con los brazos en cruz.
Fue mi primer saludo a Francia.

El año 1909 estuve yo una temporada en la costa vasca, y entre Lequeitio,


Ondárroa, Motrico y Deva. Estaba escribiendo Las inquietudes de Shanti Andía, y
al volver a San Sebastián me telegrafió mi amigo el escritor suizo Paul Schmitz
(Dominik Müller) que se casaba con una rusa en la iglesia ortodoxa de Biarritz,
preguntándome si podía ser su padrino. Contesté que sí, e inmediatamente
marché a Biarritz, como cuento en mi novela El mundo es ansí.

Se celebró la ceremonia, pasamos dos o tres días en Biarritz, y de allí


fuimos a Bidart, que entonces no llegaba apenas a pueblo y después se ha
convertido en una aldea coquetona, con una plaza bonita y con varias calles y
hoteles. De Bidart fuimos a Ascain en coche, de Ascain a Vera, bordeando el
monte Larrun.

Recuerdo que pasamos al lado del arroyo de las Lamias y que, al


anochecer, la Peña de Aya se dibujaba, con sus crestas de piedra, sobre un cielo
de nubes rojas muy decorativo. El pueblo de Vera me pareció muy bien, con
casas hermosas y de aire cómodo y respetable.

Hacia 1912 yo estaba cansado de vivir constantemente en Madrid, y le


decía a mi padre que debíamos salir a pasar los veranos al campo o a las orillas
del mar. Puesta esta cuestión sobre el tapete, la discutimos varias veces. El ir a
una pensión o a un hotel barato, a mí me parecía una cosa desagradable;
alquilar un hotelito me parecía incómodo y caro; yo creía que lo mejor sería
comprar un caserón derruido y arreglarlo durante ocho o diez años.

Con este objeto empezamos a leer mi madre y yo los anuncios de los


periódicos del País Vasco, y, naturalmente, no encontrábamos nada que nos
pareciera conveniente; las contestaciones que nos daban los anunciantes no eran
casi nunca agradables.
III

Por fin apareció un anuncio en El Pueblo Vasco, de San Sebastián, en que


hablaba de un caserón de Vera, bueno para fábrica o para convento, que estaba
al lado de un riachuelo, y que lo vendían barato. Entonces yo me decidí a
desplazarme y a marchar a Vera.

Vi el caserón, que verdaderamente era una ruina sucia, llena de rincones


polvorientos, con cuartos con el suelo apolillado y el techo roto, en donde
mendigos y paragüeros habían hecho pequeñas cocinas en los huecos de las
ventanas. Manuel Aznar me dice que lo vio de chico, cuando estudiaba latín en
los Escolapios de Vera, y que entre los chicos lo llamaban «la casa de las brujas».
A pesar del aspecto ruinoso del caserón y de que no tenía huerta, me decidí a
comprarlo. Pensaba que en diez o doce años llegaría a arreglarlo y hacerlo
habitable.

En este caserón viejo había un escudo que yo pude identificar, que era el
escudo de la familia de Alzate, a la cual pertenecía mi madre. En Vera, el primer
día de llegar allí conocí al médico Rafael Larrumbe, que se hizo amigo mío
desde el primer momento, y éste me llevó a ver a su familia, que vivía en la
plaza, cerca de la iglesia.

Cuando volví a Madrid, le dije a mi madre que probablemente cuando


fueran a Vera les parecería la compra mía un disparate; pero que yo creía que, a
la larga, dominaríamos la casa y la arreglaríamos.

Cuando mi familia fue a Vera, la opinión general fue que la compra mía
era un absurdo y que aquello no se podía arreglar.

Sin embargo, yo tenía la esperanza de arreglar la casa y de encontrar en


ella una tradición familiar de los Alzates.

La casa tenía veinticinco metros de larga por catorce o quince de ancha;


bordeando el lado izquierdo, corría un arroyo llamado Shantel-erreca o
Elzaurdico-erreca, o sea el arroyo de Shantel, o el arroyo de Elzaurdi, y la casa
tenía un portalón, y a los lados dos rejas. En el primer piso había tres balcones a
la fachada y otros tres en el segundo.

Por el lado que daba a la carretera, en el piso principal, había balcón y


tres ventanas, y en el segundo, cuatro ventanas; en la pared lateral, a la huerta,
en el piso primero y en el segundo, todas eran ventanas. En el lado de atrás, que
mira hacia los montes de Francia, en el primer piso, balcón y tres ventanas, y en
el segundo, un balcón corrido con los mismos huecos.
El alero era de doble saliente; pero en su mayor parte se hallaba
carcomido.

«Vera», dice Salaverría en el libro citado, «es un apacible pueblo, rodeado


de frondosas montañas, en medio de un valle bucólico. A la salida del pueblo,
en la boca de una cañada que da acceso al camino de Francia, álzase el caserón
de Itzea, de recias paredes, ancho portal y noble escudo de armas sobre la clave
del arco. Originariamente, perteneció la casa a una familia hidalga del país;
luego fue arruinándose, y en los últimos tiempos quedó desfondada e
inhabitable. Carabineros, gitanos y vagabundos buscaban abrigo en ella.»

Aquí también hay un pequeño error, porque la casa no tiene arco en la


entrada.

«Las maderas han sido renovadas, pintadas las paredes, aliñadas las
tejas. Apenas llega al zaguán, el visitante queda admirado de tan inteligente y
adecuado trabajo de reconstrucción.»

En un artículo de J.M. de Podestá titulado «La casa de Pío Baroja», y


publicado en La Mañana, dice:

«En el viejo pueblecillo de Vera, próximo al territorio francés, entre jardines y con un lejano
panorama de montañas que cierra el dulce valle del Bidasoa en el extremo norte de Navarra, tiene
Baroja su vasta casona de verano. Amplio vestíbulo, escalera, pequeñas habitaciones y saloncillos
íntimos, gran biblioteca y gran salón; todo es claro, iluminado por anchas ventanas que miran al
campo; todo tiene un prestigio de distinción antañona y amable, de elegancia exenta de
rebuscamiento y ostentaciones, práctica como conviene a gente que trabaja, y noble como la estirpe
espiritual de quienes la imprimieron a la casa y a sus cosas. Fuera la viña virgen enciende las paredes
con sus rojizas hojas.

»La clara biblioteca se abre cordial, con sus largas estanterías junto a los muros. Allí trabaja
el autor de Camino de perfección, este vasco recio y sutil, perceptivo como nadie del fluir multiforme
de la vida.

»Esta modalidad de Baroja, que siempre me había seducido en sus obras, se patentiza
luminosa con sólo entrar en su vasta sala de trabajo. Allí está viva, en la imagen, toda la obra del
novelista. ¡Allí están los documentos de una realidad que ignorábamos y que creíamos nacidos sólo
de la imaginación!

»Las paredes están cubiertas de láminas, grabados, aguafuertes, viejas litografías que el
escritor ha ido coleccionando a lo largo del hilo de sus días y que narran en su conjunto casi toda la
historia del siglo XIX».

Por su parte, Salaverría dice:

«En su casa de Vera muestra con orgullo al visitante un salón extenso, todo lleno de
estampas, retratos añejos, medallones y monedas. Después enseña, con igual orgullo, la gran
biblioteca, colmada de infolios, rancios volúmenes y una rica colección de diccionarios en diversos
idiomas.

»Cuenta que su afición por la historia se reveló con la necesidad de novelar la vida y
hazañas de su héroe favorito, el conspirador Aviraneta. Por seguir el rastro de su héroe, Baroja cayó
en la bibliomanía, en la estampería, en el historicismo. Ha vagado largamente por los muelles del
Sena buscando estampas, libros y diccionarios; conoce al dedillo los tenderuchos de los libreros de la
Rue de la Seine y de la Rue Napoleón, así como los puestos de junto al Jardín Botánico de Madrid».

Aquí también hay una confusión que demuestra el poco rigor del
escritor. En París no hay Rue de la Seine, sino Rue de Seine, y no hay calle de
Napoleón; a lo que quería referirse Salaverría era a la Rue Bonaparte.

Pero eso de que la calle se llame de Seine o de la Seine, de Napoleón o de


Bonaparte, ¿qué importancia tiene?, me dirán. Ninguna. Como tampoco tiene
ninguna la existencia de Salaverría ni la mía; pero yo creo que hay que hablar
de todo, a poder ser, con exactitud, porque lo que no tiene importancia, si no
tiene tampoco exactitud, entonces no vale la pena ni de señalarlo.

Uno puede encontrar un libraco que se titule, por ejemplo, Noticias de la


vida de Juan Pérez de Zamarramala, y pensar en comprarlo y en leerlo. Pero si al ir
con esta intención le dicen a uno: «Le advierto a usted que esa relación no tiene
exactitud ninguna», entonces, yo al menos, no compro el libro.

¿Para qué?

J.M. de Podestá concluye su artículo diciendo:

«En el pequeño salón, isabelino auténtico, de doradas sederías, hallo, una vez más, el gusto
por las cosas que animaron el pasado siglo y que rodearon de verdad a esos seres que viven hoy en
las estampas de las paredes, en los objetos coleccionados en la casa y que se mueven aún y alientan
en las páginas de las novelas de Pío.

»Fuera, el sol de otoño enciende las moras y dora las hojas de los castaños. El cauce del
Bidasoa se esconde tras una perspectiva de colinas frescas».

Uno de los cuartos bonitos de la casa es un gabinete de papel amarillo, en


el que hay algunos cuadros antiguos y un retrato de mi tía Juana Nessi, pintado
por Gisbert, y varias miniaturas de otros Nessi italianos. Sobre la chimenea
están dos chinos de porcelana, metidos en fanales de cristal, de los que hablo en
la novela Las inquietudes de Shanti Andía.

Para transformar el caserón sucio y derruido en una casa grande, cómoda


y limpia, con jardín, huerta y campo contiguo, todo ello con poco dinero,
tuvimos que trabajar toda la familia con entusiasmo. A mí me parecía que el
escudo de Alzate me invitaba a seguir la obra.
Yo tenía una abuela, doña Concepción Zornoza, que vendió unas cuantas
casas pequeñas del pueblo viejo de San Sebastián para hacer una grande y
hermosa en el pueblo nuevo; con esto se arruinó. Yo quería también tener una
casa grande.

—Pero ¿para qué quiere usted una casa grande? —me decía Ortega y
Gasset—. ¿Para pasearse en un salón de un lado a otro?

—¿Y le parece a usted poco? —le decía yo.

De la biblioteca, de la cual hablo en mi libro Las horas solitarias, que


entonces tendría, supongo yo, unos tres mil ejemplares, ahora debe pasar del
doble.

Me dediqué durante largo tiempo a comprar libros y estampas, y hoy


creo que es una colección curiosa.

Mi sobrino Julio ha contribuido a ampliarla, y hubiera aumentado más si


hubiésemos podido llevar los libros que teníamos en la calle de Mendizábal, en
Madrid, y que desaparecieron durante la guerra. Había cartas y papeles que no
recuerdo y unos cuadernos de Aviraneta, escritos por él mismo, con su letra, los
únicos que tenía, y varios mapas antiguos y retratos, que se perdieron. Tenía
también algunas cartas y postales, claro que sin interés, con alguna frase
laudatoria, un poco de compromiso, de Edmundo de Amicis, de Verga, de
Mauricio Barres, de Haeckel, de Barrie, de Coppée, de Sudermann,
Cuninghame Graham, Max Nordau, Galdós, Sorolla, Unamuno, Zuloaga,
Regoyos, Ortega y Gasset, Azorín, etcétera.

Poco tiempo después de llegar al pueblo estuvo en mi casa José María de


Huarte de Pamplona, y me dijo que había un censo o apeo de Vera en el archivo
de Navarra, y que lo vería para averiguar quiénes vivían en Itzea a principios
del siglo XVII. Poco más tarde me dijo que, efectivamente, a principios de este
siglo vivía en la casa un Alzate.
IV

Mientras escribo en la biblioteca de Itzea [2], pienso en el tiempo que he


pasado en esa casa que nos ha servido de asilo durante tiempos duros y en
donde murió mi madre en una época de calma y de reposo.

Al avanzar el día, desde la ventana oigo el rumor del arroyo que se


desliza a los pies de la casa, y contemplo el pueblo, que se extiende formando
una curva.

Ahí enfrente se levanta la iglesia con su torre de piedra cuadrada; las


palomas blancas revolotean en derredor; el cielo queda azul, y la Peña de Aya
traza en el horizonte la línea de su cresta pedregosa como un muro de almenas.
Todo el valle de Vera y sus montes próximos tienen durante la época estival un
verdor profundo, mayor ahora; ha llovido mucho; tras las lluvias comenzaron a
secarse campos y praderas, y el cielo, de azul pálido, tiene al atardecer alguna
nube lánguida y blanca.

Por la parte del Mediodía y de Poniente se ven los altos de Baldrun,


Pompollegui, Escolamendi, Gatzarrieta y Santa Bárbara.

Luego, por la tarde, salgo a la carretera a pasear con mi sobrino Julio. No


nos apartamos gran cosa de Itzea.

Al ver enfrente el pueblo con su iglesia, en la beatitud tranquila de la


tarde, al oír el rumor del arroyo que corre a pocos pasos y los humos de las
hogueras, que desaparecen arrastrados por el viento, pienso en la vida estática
de los pueblos.

Para mí la impresión es idéntica a la que sentía en París, al anochecer, en


la plaza del Arco de la Estrella o en el Parque de Montsouris. Ya para mí es
igual la calle animada de la gran ciudad que el sendero del monte. Ni de la una
ni del otro espero nada. Soy un hombre de pocas necesidades. El invierno, tener
un sillón viejo, mirar un fuego que arde; el verano, contemplar algo verde desde
la ventana, me basta y me sobra.
V

Al lector amigo le tengo que advertir que recogeré aquí todos los detalles
que encuentre sobre mí, por muy vulgares, pesados y prolijos que parezcan.
Creo que en un libro como éste, de recuerdos, sólo el detalle tiene algún interés.
Lo demás, en mi opinión al menos, no lo tiene. Hasta tal punto creo así, que un
libro de recuerdos de una cocinera o de un mozo de café con detalles
minuciosos me parece que puede ser interesante, y una autobiografía, en
cambio, de un general o de un príncipe, con frases retóricas y rimbombantes,
me parece algo aburrido e indigesto. Una vida vulgar contada con detalles y
con sencillez puede ser para mí amena y entretenida; en cambio, una vida llena
de accidentes, explicada con una retórica pretenciosa, me parece aburrida e
insoportable.

Otra cosa que tengo que advertir es que pienso copiarme a veces a mí
mismo y utilizar párrafos de otros libros, porque algo dicho con claridad y con
sinceridad una vez, yo creo que no se debe cambiar ni se puede mejorar
fácilmente.

Voy a coger de mis novelas todo lo que tenga aire autobiográfico y darlo
junto en el mismo libro. No sé si de esta manera la obra resultará amena o no.

Esto de la amenidad, que a mí tanto me preocupa, no se sabe de qué


proviene. A veces parece que es el fondo lo que la trae; a veces se piensa que es
sólo el tono y el estilo.

Al hacer este libro me encuentro yo que la parte en que hablo de la


infancia y de la niñez me interesa a mí mismo, y, en cambio, la parte en que
hablo de gentes conocidas y de cierta fama no me interesa nada. Es extraño. Así
pienso yo, como digo antes, que las Memorias de un albañil o de un mozo de
café o de una camarera puedan ser más interesantes que las de un político, un
ministro o una dama.

En un recorte de un periódico que me mandan de Madrid se dice,


hablando de una novela mía, titulada Susana, que me imito a mí mismo. Pero
¿quién no se imita a sí mismo en las proximidades de los setenta años y
habiendo escrito más libros que años? Lo más que se puede pedir a un escritor
así viejo es que se imite con alguna gracia. No va un hombre a formarse una
manera de ser y de escribir para abandonarla cuando ya es lo único que le
queda, aunque sea poca cosa.

Así, pues, para escribir estos libros, que no sé cuántos serán aún, me
valgo de algunas obras mías y de artículos de otros. También utilizo la biografía
que escribió Pérez Ferrero en París, titulada Pío Baroja en su rincón, y que me
asombra por la cantidad de datos que tiene. Ello indica que en la conversación
salen a flote recuerdos que en la soledad no brotan, o quizá suceda que en la
conversación aparezcan los de una clase, y en la soledad los de otra.

También aprovecho la memoria Pío Baroja, que escribió, como tesis de


doctorado en Bonn, el escritor alemán Helmut Demuth.

Es evidente que no está justificado el que yo hable tanto de mí mismo y


el que haya escrito tantas cuartillas con tiquismiquis literarios; pero como he
escrito demasiado, tengo que hacer también demasiadas advertencias.

Aunque no de una manera maliciosa y deliberada, me ocurre como al


tipo de la anécdota que va al café y le dice al mozo:

—Echeme usted mucho café; ya le diré a usted luego para qué es. Muy
bien. Ahora écheme usted mucha leche.

—¿Y para qué es? —pregunta el mozo.

—Para que me ponga usted ahora mucho azúcar.

Hace unos treinta años, al venir a vivir a Itzea, traje unos paquetes de
periódicos con artículos que hablaban de mí y de mis libros desde el año 1900 a
1912.

Se me ocurrió que no debía preocuparme de ellos y que los debía quemar


para zafarme de darles importancia.

«Es una estupidez», dije yo a mi madre, «guardar estas cosas. Uno se cree
importante, y no es nadie, porque la gente ni le conoce a uno ni sabe quién es.
Voy a quemar todos estos papeles.»

Así lo hice. Salí al campo, formé un gran montón y los quemé.

En la quema de los papeles quizá obró lo subconsciente, porque había


seguramente muchos artículos desagradables para mí.

Al cabo de un año tenía otra vez guardados periódicos y recortes, y le


dije a mi madre:

—No sé si guardar o quemar estos periódicos que hablan de mí. Por otra
parte, me parece una tontería el quemarlos, porque siempre es algo que
produce cierta ilusión y que, después de todo, no hace daño a nadie. Me parece
que voy a empezar otra vez a guardar los artículos que hablen de mis novelas.

—Lo que puedes hacer es echarlos a un arca de esas que hay en la


escalera y que están vacías, y luego, dentro de algunos años, los miras, y si hay
algo que te sirva, lo utilizas.

Así lo hice.

Alguno de los periódicos viejos anteriores a 1912 se salvaron de la


quema, y he encontrado varios números de El Globo, otro de la revista Arte
Joven, donde se publicó un retrato mío, al carbón, de Picasso, cuyo original se
me extravió, y un número de un periódico titulado Alma Española, del 27 de
diciembre de 1903, con un artículo de Azorín sobre la Nochebuena pasada y
una fotografía en donde estamos en una taberna, creo que de la cuesta de San
Vicente, Azorín, con una blusa blanca y gorra, Manuel Carretero y yo.

Veo también en los papeles del arcón un retrato de la condesa


Tarnowska, célebre vampiresa de Venecia. Me recuerda una señora de San
Sebastián. Es buen tipo, cara fina, con el óvalo alargado, poco aire eslavo,
sombrero con flores en la cabeza, cuello alto de encaje y una piel en los
hombros. No sé si tendría alguna idea literaria sobre esta dama. Rompo el
retrato y sigo adelante.

Tengo demasiados papeles, no sé cómo catalogarlos ni sé hacer


papeletas, y este montón de periódicos me desconcierta. Además, en la mayoría
de ellos no hay más que tonterías y falsedades. Se ve que todo lo exterior es lo
que interesa. Entre esta gran cantidad de periódicos que se refieren a lo que yo
he escrito en cerca de treinta años, casi la mitad se ocupan de cosas adjetivas: de
si he dicho o no he dicho, de si me ha mordido un perro o he entrado en la
Academia.

Ahora no podría escribir, como hace años, las Memorias de un hombre de


acción, buscar datos, tomar notas, adaptar uno y otros a una narración larga.
Sería para mí imposible.

Al registrar este arcón viejo encuentro montones de periódicos, algunos


repetidos, otros roídos por los ratones, y veinte o treinta libros que, sin duda,
hablan de mí y que yo los había olvidado por completo. Falta algo que, al
recordar, me parece que debía de ser curioso, y que quizá no lo sea, y sobran
artículos insípidos, anuncios de casas editoriales, que no tienen interés. Estaba
convencido también de que no habría más que veinte o treinta cartas; pero he
encontrado un gran montón, que he tenido que quemar en la huerta para no
leerlas todas.
Al escribir esto no quiero hacer una defensa, sino más bien dar una
explicación. Claro que para muchos, la explicación es más bien una defensa.

Me encuentro que, sin querer, voy a escribir unas Memorias. La idea no


es completamente mía; me la ha indicado un editor.

Es lo cierto que la iniciación en mí de esta clase de literatura, que puede


llamarse egolátrica, me ha venido de fuera más que de dentro. Al escribir hace
años unas Páginas escogidas para la Casa Calleja, me encargaron una
autobiografía, que el editor no la quiso, y yo la publiqué por separado con el
título de Juventud, egolatría. Ahora, también la idea de escribir estos recuerdos,
como digo, ha partido de un editor, y los voy a hacer rápidamente, y salga lo
que salga. Supongo que haré algo extenso, porque creo que de una vida muy
intensa se puede escribir algo relativamente corto; en cambio, de una vida de
poco dramatismo, el interés tiene que estar en los detalles.

En un artículo de Blanco-Fombona, titulado «Ley de congregaciones y


libro de confidencias», leo lo siguiente:

«La más amena de las obras de Pío Baroja, Juventud, egolatría, tiene mucho de libro de
Memorias, aunque le falta intimidad. Quizá, de todos los autores vivos españoles, es Baroja el que
pudiera escribir uno de los más interesantes libros de este orden, porque es uno de los más sinceros
en cuanto escritor.

»Lo malo es que a Baroja no le ha pasado nada o casi nada. Pero no hay que fiarse. Hasta una
ostra encerrada en sus valvas puede haber vivido una vida intensa y tempestuosa».

Yo no comprendo cómo un libro de Memorias sin intimidad pueda ser


ameno.

Este escritor americano dice que no me ha pasado nada. ¡Qué sé yo! Si


uno no es un escritor importante, no creo que la causa de ello sea porque uno
no haya visto acontecimientos trascendentales.

El acontecimiento importante no hace al escritor ilustre, ni mucho menos.

Blanco-Fombona decía que yo le imitaba, y quitando algunos artículos


suyos, yo no le había leído. Pero, en fin, a juzgar por los títulos de los libros, no
parecía esto. Yo publiqué un libro titulado Camino de perfección; naturalmente,
no es un hallazgo, es un título místico, frecuente en el siglo XVII; él publicó
Camino de imperfección; yo hice un libro, Los caminos del mundo; él hizo poco
después Por los caminos del mundo. Como digo, no me parecen originalidades las
mías que valgan la pena de señalarse; pero que no le acusen a uno de imitar
cosas de dominio común. También me dijo un joven que había tomado el título
Tragedias grotescas, de Arniches. Yo le dije: «Supongo que tampoco esto es
ninguna novedad; pero yo empleé este título antes que lo empleara Arniches».

También me acusaron en un periódico de provincias de tomar la frase


«¡Viva la bagatela!» de Valle-Inclán cuando yo fui el primero en exhumar ese
grito del abate Switf[3].
VI

Como no es cuestión de señalar sólo lo malo que hayan podido decir de


uno, copiaré estas palabras que me dedica Ortega y Gasset en su artículo de El
espectador, y que no sé, naturalmente, si hoy las suscribirá o no.

«Hay seguramente unas cuantas docenas de jóvenes españoles que, hundidos en el oscuro
fondo de la existencia provinciana, viven en perpetua y tácita irritación contra la atmósfera
circundante. Me parece verlos en el rincón de un casino. Silenciosos, agria la mirada, hostil el gesto,
recogidos sobre sí mismos, como pequeños tigres que aguardan el momento para el magnífico salto
predatorio y vengativo. Aquel rincón y aquel diván, de peluche raído, son como un peñasco de
soledad, donde esperan mejores tiempos estos náufragos de la monotonía, el achabacanamiento, la
abyección y la oquedad de la vida española. No lejos juegan su tresillo, hacen su menuda política,
tejen sus mínimos negocios las fuerzas vivas de la localidad, los hombres contribuyentes de este
ominoso instante nacional.

»A estos muchachos, díscolos e independientes, resueltos a no evaporarse en el ambiente de


impureza, dedico este ensayo, donde se habla de un hombre libre y puro que no quiere servir a nadie
ni pedir a nadie nada.»
VII

Yo no he podido nunca pensar en el presente ni en el porvenir de una


manera segura y tranquila. Siempre he vivido preocupado por alguna cuestión
de salud o de dinero, de mi familia o mía; así, naturalmente, no soy un
optimista.

No hay en lo que he escrito ni serenidad ni confianza; tampoco he


conocido gente cuya amistad me haya inspirado esos sentimientos o me haya
animado a hacer algo. Cada uno en la vida se reúne instintivamente con el que
se parece a él, aunque no lo quiera.

He vivido en tono menor, y casi todo lo que he escrito está en este tono.
He sido como el que va por un sendero resbaladizo, lleno de piedras y de
baches. Nadie tiene la vocación decidida de tomar por gusto el camino de revés,
áspero y pedregoso, y no la carretera grande; pero seguramente no fue en mí un
capricho, sino una imposición del Destino.
VIII

Hace unos meses un editor de Barcelona me dijo:

—Debía usted escribir algo como una autobiografía o como unas


Memorias.

—¿Cree usted?

—Sí; supongo que serán interesantes.

Me he puesto a escribirlas y he llenado un par de cientos de cuartillas, y


me he entretenido bastante. De pronto, me ha venido a la cabeza una reflexión.

Estoy escribiendo algo que es de un género que me aburre. Si no me


gustan las Memorias de los demás, ¿cómo puedo creer que las mías van a
gustar a los otros?

La objeción tiene su valor. Yo creo en las novelas. Creo que las novelas
pueden ser amenas y divertidas. Hay, desde el principio de la literatura,
cuarenta o cincuenta libros novelescos que he leído y releído con entusiasmo, y
que recuerdo con precisión; en cambio, no ya cuarenta o cincuenta, no hay unas
Memorias que las recuerde con gusto.

Si el género no me entusiasma, ¿para qué lo intento? ¿Es que soy bastante


petulante y jactancioso para pensar que, no interesándome a mí la vida de los
demás, va a interesar la mía a los otros?

En otro tiempo he intentado leer las Memorias más célebres, y no he


podido con ellas. Las únicas que he leído con atención han sido las políticas y
militares de principios del siglo XIX, no por entretenimiento, sino por sacar
datos de ellas.

De las Memorias modernas, creo que las más célebres son las de
Benvenuto Cellini, las de Casanova, las de Beaumarchais, las de Goethe, las de
Chateaubriand y las Confesiones, de Juan Jacobo Rousseau.

Ninguna me ha entretenido.

A las Memorias de Cellini yo no les encuentro ninguna gracia: es una


cosa aparatosa y superficial, de matamoros de teatro. Es para esos tipos de
artistas a lo Teófilo Gautier y demás, que creen que conocen el fondo de la vida,
y a mí se me figuran muy hueros.
Las Memorias de Casanova me parece que están a la altura de las de
Cellini. Son para los snobs. Ese conquistador de cocineras es muy pesado, con
su eterna nota erótica, y probablemente muy embustero. Sólo la evasión de la
cárcel de los Plomos, de Venecia, es amena; pero debe de estar muy amañada.

Beaumarchais parece un granujilla de poca monta, que quiere justificarse


de sus trampas.

La autobiografía de Goethe, Poesía y realidad, está bien, pero los


acontecimientos que cuenta son perfectamente vulgares. Lo único que llama la
atención en ella es el espíritu del autor, que lucha por escaparse de la
mediocridad del ambiente.

Las Confesiones, de Juan Jacobo Rousseau, son curiosas por la solemnidad


con que comienzan. Al principio llaman la atención, cuando dice que va a
escribir un libro del cual no hay ejemplo, y que no tendrá imitadores.

Lo mismo pasa con las Memorias de ultratumba, de Chateaubriand. Todo


es aquí pompa, aparato, falsa modestia, brillo para sí mismo y descrédito para
los demás.

Un caso extraño es el de María Bashkirtseff. El diario de esta rusa,


ambiciosa de gloria, neurasténica, de una ansiedad patológica, y al último tísica,
es curioso, por su anhelo, por su angustia; pero sus apreciaciones son falsas.
Esta niña rusa, excitada por la imaginación, cree que vive en un mundo de oro y
vive entre bambalinas de teatro pintadas de purpurina. Artistas franceses
medianos: Robert-Fleury, Boulanger y otros le parecen genios. También se lo
parecen Géricault, Bastien-Lepage y hasta Carlos Durand.

A una mujer así, de conocerla, darían ganas de decirle: «No se ocupe


usted de cosas sin importancia. Vaya usted a un sanatorio de Suiza, cúrese
usted, y dentro de tres o cuatro años, todo eso que le inquieta y le parece a
usted una gloria, no le parecerá a usted nada, y pensará que tener un poco de
hambre y comer un pedazo de pan es más importante que esas entelequias
estéticas».

Entre las Memorias españolas modernas del siglo XIX, las más destacadas
son las de Mesonero Romanos, las de León García de Pizarro, las del poeta
Zorrilla y las de don Antonio Alcalá Galiano, una de cuyas obras se titula
Recuerdos de un anciano.

Mesonero Romanos me empalaga. Es un escritor vulgar y pedestre. Las


Escenas matritenses, para mi gusto, son insoportables. Las Memorias de un
setentón son más interesantes: tienen datos que no se encuentran en otros libros.
La obra de León García de Pizarro es curiosa por el orgullo y el egotismo
que revela. García de Pizarro se alaba cándidamente, y desprecia a todo el
mundo con una altivez cómica de gran señor de opereta.

Los Recuerdos, de Zorrilla, están bien; son un poco superficiales, y el


autor del Tenorio se muestra siempre lamentando su falta de dinero y su mala
situación.

Respeto a don Antonio Alcalá Galiano, gran orador de la época, reputado


por su elocuencia y por su fealdad, es un tipo muy atravesado, con un fondo
cínico y misantrópico. Tiene simpatías raras. Cuenta cosas muy interesantes y
hace confesiones verdaderamente estrambóticas. Entre ellas, dice que le engaña
la mujer, y que tiene una afición irrefrenable a emborracharse.

Esta afición es la que dio lugar a que don Sebastián de Miñano, el autor
de las Cartas del pobrecito holgazán, con su malicia de abate del siglo XVIII, hiciera
en un periódico un artículo dedicado al orador con el título de «Apología de la
borrachera y de los borrachos». Los dos libros autobiógrafos, los Recuerdos de un
anciano y las Memorias, tienen páginas muy sugestivas. En cualquier otra parte
hubieran hecho ediciones modernas comentadas y explicadas. Aquí han pasado
inadvertidas.

Ello demuestra que los libros de recuerdos y de memorias entre nosotros


tienen muy pocos lectores, empezando o concluyendo por mí… Sin embargo,
yo estoy escribiendo uno.
IX

En la vida todo es recuerdo, recuerdo no sólo individual, sino colectivo,


recuerdo que se puede decir que es consciente o inconsciente, porque en él van
no sólo los datos de nuestra existencia, sino los de la existencia de nuestros
antepasados. Somos el resultado de una raza, de un ambiente y, por lo tanto, de
un clima material y espiritual.

La forma de nuestra cabeza, de nuestra nariz, la manera de andar y de


hablar, todo se ha ido creando en siglos, y no hacemos más que repetir gestos
antiguos. ¿A cuál de nuestros ascendientes nos parecemos? No lo sabemos,
quizá el hombre no lo sepa nunca, por mucha atención que ponga en estudiar la
genealogía y la herencia.

La cuestión de la herencia, en el hombre, no se puede estudiar a fondo.


Un investigador conocerá, si es viejo, hasta tres o cuatro generaciones; pero no
pasará de ahí. Además, los datos personales siempre serían muy precarios, muy
expuestos a la falsificación por interés social.

Solamente en los animales pequeños, como en los roedores domésticos,


que se multiplican con rapidez: conejos, cobayas, ratones, hay la posibilidad de
estudiar el mecanismo de la transmisión hereditaria peculiar en ellos en cientos
de generaciones. Todavía hay un campo de experimentación más extenso en los
insectos y en las plantas.

Morgan estudió las transformaciones y mutaciones de la mosca del


vinagre: Drosophila melanogaster. Parece que esta Drosophila ha servido de base
para la observación de la herencia en los insectos. Morgan hizo sus experiencias
sobre cientos y miles de generaciones sucesivas de estas moscas y sobre sus
cambios.

En la Drosophila se producen mutaciones bruscas por la acción de los


rayos X, cambios que se repiten y se heredan, y por la influencia del radio.
También se han obtenido mutaciones bruscas en algunos himenópteros, como
los Habrobracon.

Las leyes de la herencia en los animales inferiores y en las plantas


quedan aún muy oscuras. Los principios no están todavía bien definidos.

La teoría clásica de los naturalistas del siglo XIX con relación a la herencia
fue la iniciada por Lamarck de la evolución de las especies con adaptación al
medio ambiente, desarrollada y ampliada por Darwin. A cambio de medio
correspondía, naturalmente, cambio de caracteres.
Esta teoría fue durante mucho tiempo considerada como la mejor; pero,
como todo lo que no se halla comprobado por la experiencia, tuvo sus
contradictores.

Los evolucionistas aceptaban la herencia de los caracteres adquiridos,


idea que no está demostrada.

¿Cómo se ha podido formar el conjunto de características de una especie


animal o de una planta? Lógicamente han de ser heredadas de unos a otros las
modificaciones que les ha impuesto el medio en cientos o en miles de años.

Esta transmisión, Weismann la negó en su famosa teoría sobre la


herencia. Según él, había en el organismo una parte somática sujeta a cambios,
formada por el conjunto de tejidos y de órganos del cuerpo, y un germen o
plasma germinativo adonde no llegaban las influencias del ambiente.

La primera parte, somática o corporal, era modificada por los factores del
medio; la segunda, el germen, quedaba inalterable, sin que existieran en ella, en
potencia, los caracteres adquiridos.

Con tal idea, no se podría aceptar la transmisión de las enfermedades por


la herencia. Tampoco se podrían comprender los cambios, y las especies y las
variedades serían siempre inmutables. Si no hay herencia de caracteres
adquiridos en años, en siglos o en cientos de siglos, si no hay transformaciones
y evoluciones, habría que creer que todo se repite, que todo es igual en este
mundo sublunar, desde el principio de la vida del planeta hasta ahora, desde
los elefantes prehistóricos hasta los ratones actuales, desde el Pterodáctilo hasta
la mosca.

Esto parece poco conforme con el pensamiento del hombre moderno, que
es un discípulo, sin saberlo, de Heráclito, y que cree que todo fluye y que todo
se va haciendo nuevo a medida que pasa el tiempo.

Hace setenta años próximamente, Mendel, fraile agustino de Silesia y


profesor de botánica, estudiando en su jardín las plantas y, sobre todo, los
guisantes de olor, encontró que lo híbrido es algo muy aleatorio y de poca
fijeza, como una mezcla defectuosa más que como una combinación.

Esta mezcla, según él, al reproducirse, no lo hace proporcionalmente a


sus elementos constitutivos o cromosomas, sino que deja elementos aislados
para que se pierdan, y a otros para que se destaquen independientes.

La herencia se rige, según Mendel, por un sistema cromosómico


caprichoso, al menos en los vegetales. Parece, al mismo tiempo, que en los
vegetales, y también en los animales, la influencia de los cromosomas tiende a
huir de los productos mixtos y acercarse a los tipos puros.

A principio de nuestro siglo, el botánico holandés Hugo de Vries


demostró que se podían dar cambios esporádicos, artificiales, fuera de la obra
lenta de la evolución y de la adaptación al medio ambiente, que se estabilizaban
y que tomaban caracteres específicos de casta.

Tanto las teorías de Mendel como las experiencias de Vries han tenido
continuadores y contradictores.

En el animal y en la planta hay dos factores esenciales: herencia y


ambiente. En el hombre, tres: herencia, ambiente y cultura. Si influye la
herencia, como influye en los caracteres anatómicos, fisiológicos y patológicos
del hombre, ha de influir igualmente en los caracteres intelectuales.

Galton, hablando del proceso de la herencia humana, dice que este


proceso se complica porque todos los caracteres hereditarios son muy
heterogéneos, y al mismo tiempo están fundidos unos con otros.

De todas maneras, de la herencia hemos salido, y orgánica e


intelectualmente, no somos, cada uno de nosotros, más que un producto de ella.
X

Yo no cuento lo que he visto y los sucesos en que he tomado alguna


parte, como si valieran la pena de ser fijados para el porvenir en la historia, no;
sabe uno muy bien que no es uno nada, y que su época no valía nada. Mi objeto,
por lo tanto, no es enseñar al lector ninguna verdad trascendental; no guardo ni
una partícula de verdad absoluta en la mano, pero tengo una filosofía de poca
importancia, filosofía relativista, que puede tener el valor de una canción de
café-concierto que divierta un rato. Esto ya me parece mucho.

Voy a escribir esta especie de Memorias con la ilusión de que puedan ser
interesantes. Yo espero que a alguno le entretendrán. Quizá me engañe. No
pienso inventar nada, sino contar lo que recuerde, más o menos transformado
por la memoria.

Al pensar en esto, tanto como en mí pienso en otros muchos que vivieron


en mi época, que la mayoría no llegaron a salir a la superficie y que tuvieron su
carácter. Esto de fijar en el tiempo un momento de la vida universal es una
aspiración de los escritores, que no se comprende bien su objeto, pero que se
siente como una aspiración de realización difícil.
XI

El hablar y razonar acerca de mi vida y de mis libros a mí me divierte,


pero a gran parte del público es muy posible que no le pase lo mismo. No creo
que nadie pueda considerarse engañado porque el título indica que el libro es
una autobiografía; en parte, unas Memorias, y en ellas no se puede hablar más
que de sí mismo. Es un entretenimiento de viejo, un trabajo dedicado a los
amigos y a los que están de acuerdo con las tendencias mías.

También supongo, más o menos piadosamente, que algunos de mis


libros, si no tienen valor de obras de arte, tienen valor de documentos, porque
están escritos sin la preocupación general de la época, sin ninguna tendencia al
artificio. Puede que esto sea una ilusión. ¿Quién lo puede comprobar? De todas
maneras, es una tarea muy difícil para mí esta a la que me ha lanzado un editor.
Me agito y me revuelvo entre estos montones de papeles viejos, y no sé por
dónde salir y qué camino tomar.

Hay dos maneras de escribir principales: una es la clásica, la académica,


que consiste en componer los libros y escribirlos a base de la lectura de los
antiguos siguiendo ciertas reglas; la otra es la anárquica, la romántica, que
estriba en imitar la naturaleza y la vida sin preocupación de regla fija alguna,
pensando que la naturaleza tiene en sí sus leyes y que no hay más que seguirlas.

Es difícil hacer una autobiografía que no sea, en el fondo, apologética,


porque, aunque se escoja, en la opinión de los demás, un insulto o una necedad,
se los escoge para señalar su injusticia o su estupidez, y para destacarlos por
este carácter.

Hay muy pocas vidas interesantes y novelescas. Las vidas más curiosas
son, quizá, aquellas a las cuales la casualidad pone veladuras y oscuridades. La
vida de Lord Byron seguramente para él fue una vida mediocre y aburrida.

El ambiente, más que el acontecimiento, hace mucho en la vida, y


convierte a los hombres en símbolos. Francia, desde el siglo XVIII hasta el final
del siglo XIX, hizo esta vida, naturalmente sin proponérselo. Voltaire y
Rousseau, los hombres de la Revolución francesa, y después Napoleón con sus
generales, y luego los escritores y oradores de Luis Felipe y de la tercera
República, fueron simbólicos. Esa fuerza de creación de tipos para la historia
pasó ya, y vamos entrando en el reino de las masas y de lo anónimo.

Este escritor, y autor de biografías ahora muy en boga, llamado Zweig,


en el prólogo del libro sobre Fouché, quiere dar a entender que la figura de este
ministro de Policía la ha descubierto.
El tipo de Fouché es cosa conocida, y yo mismo he escrito de él en las
Memorias de un hombre de acción, pintándole como un gran político.

Algunos que no leen más que los libros de su época piensan también que
mirar hacia atrás, ir à la recherche du temps perdu, es algo que ha inventado
Proust; pero esta tendencia es un lugar común literario de todos los tiempos.
Nuestro Jorge Manrique no hace más que eso en su melancólica elegía a su
padre, cuando dice:

Los infantes de Aragón,

¿qué se ficieron?

Lo mismo se puede decir de la no menos célebre poesía del poeta francés


Villon, «La balada de las damas del tiempo pasado», en que cada estrofa
termina con la frase:

Mais où sont les neiges d’antan?

La investigación del tiempo perdido es un lugar común de todas las


épocas.
PRIMERA PARTE

ADVERTENCIAS
I

Voy a hacer un autorretrato en el papel, físico, intelectual y moral.

Yo soy un hombre ni alto ni bajo, ni gordo ni flaco, ni muy rubio ni muy


moreno. A mí no me gusta nada llamar la atención de la gente que no me
interesa. ¿Para qué? ¿Va uno a pretender la admiración de todos los hombres y
de todas las mujeres, aunque sean tontos y vulgares? Creo que no vale la pena.

En Vera, un joven alto y de mucha prestancia me decía hace años,


convencido:

—Yo me cambiaría por el hombre más pequeño del pueblo.

—¿De veras?

—Sí. Por ese Dámaso —y me señalaba un tipo de enano —. Al menos, ése


no llama la atención.

En cambio, Valle-Inclán pensaba que hubiera debido tener una pulgada


de más, y no le gustaba andar con un hombre más alto que él.

Yo casi estaría en esa cuestión más cerca del joven de mi pueblo que de
Valle-Inclán. A mí, de volver a nacer, me gustaría tener la estatura general.
Destacarme por ser muy alto o muy bajo me parecería poco agradable. Yo no he
tenido nada de particular como tipo, pero la gente quiere pintar al que le parece
raro como un hombre extraño, desagradable o monstruoso.

A la gente le parece que un escritor con algún nombre debe tener


siempre algo estrafalario o algo ridículo, y ya que se ocupan de él, él debe
corresponder haciendo una bufonada altisonante o cínica, intercalada con
alguna locura o con un rasgo de heroísmo. Cuando no pasa eso, el público se
siente defraudado. Lo más clásico, lo más típico de eso es el hombre de genio
con una lacra grande; el borracho, como Poe, o como Verlaine, el poeta loco,
invertido o satánico.

El hombre que no pretende ser genio, ni sádico, ni invertido, ni borracho,


ni estafador, defrauda al buen burgués, que supone que el literato que puede
vivir ordenadamente y tener más talento que él y saborear mejor la vida es un
hombre que abusa de sus condiciones.

Voy a recoger en estos viejos periódicos algunos retratos míos hechos con
palabras. En un artículo encuentro una descripción escrita por Cansinos-Asséns.
Dice de mí: «Es el más rebelde de todos los rebeldes jóvenes, no obstante su
nombre clemente, su aire tímido, sus claros ojos de pescado y su gesto
resignado de las manos a la espalda».

No estoy muy de acuerdo con el retrato, y cojo, para negar su exactitud,


otros que veo.

Hay un retrato mío hecho por Azorín en su novela La voluntad, escritor


que me conoce mucho más que Cansinos-Asséns, con el cual es posible que no
haya hablado yo nunca.

«Este Enrique Oláiz», me llama así en el libro, «está ahora paseando por su despacho en
cortos pasos, porque el despacho es corto. Oláiz es calvo —siendo joven—, su barba es rubia y
puntiaguda. Y como su mirada es inteligente, escrutadora, y su fisonomía toda tiene cierto vislumbre
de misteriosa, de hermética, esta calva y esta barba le dan cierto aspecto inquietante de hombre
cauteloso y profundo, algo así como uno de esos mercaderes que se ven en los cuadros de Marinus, o
como un orfebre de la Edad Media, o como un judío que practica el cerrado arte de la crisopeya, allá
metido en el fondo de una casucha toledana.»

Un amigo joven, farmacéutico, que estaba en París en la ciudad


universitaria, acompañaba a una estudiante griega que vivía en Suez y que se
ocupaba de análisis químico.

El amigo le hablaba de mí, y le preguntó una vez si quería conocerme.

—No —dijo la griega—; no quiero.

—¿Por qué?

—Porque tiene unos ojos que le brillan mucho y debe de ser un hombre
que averigua los secretos de los demás.

En ese tiempo yo era viejo.

También en el Colegio de España, en París, vivía un joven francés


bastante rico que solía volver a casa a las altas horas de la noche, y al llegar al
colegio veía luz en mi ventana, que estaba en un cuarto de una de las torres. El
estudiante le dijo a un camarero en broma: «El señor Baroja debe de dedicarse a
la magia en las altas horas de la noche. Tiene tipo de ello».

Seguiré acusando esta divergencia de opinión.

Juan Cassou, en su libro que se titula Panorama de la literatura española,


dice: «Pío Baroja, su pesado rostro, que acaba en la malicia de una corta perilla;
sus ojos hundidos, bajo un cráneo redondo, su aspecto de oso un poco
gruñón»[4].
«Lourd», en el sentido de pesado, de tosco, es un adjetivo difícil de
comprobar. Ahora, cráneo redondo, que eso se puede comprobar, no es cierto,
porque yo tengo el cráneo alargado.

En cambio, de Valle-Inclán dice: «Su nobleza caballeresca, su extraña cara


barbuda, sus gestos soberbios»[5].

Este escritor francés, un tanto judaico, va, como todos, al lugar común.

Nobleza caballeresca de Valle-Inclán, no sé por qué, ni gestos soberbios,


tampoco.

Yo no creo que se le podía tomar a Valle-Inclán por un Apolo ni por un


Bayardo.

Ni a la mayoría de los escritores del tiempo; ni siquiera a Gómez de la


Serna, que es o era, al menos, gordo, rechoncho y cabezón. Cuando hay que
hablar mal de un tipo me sacan a mí, y cuando hay que repartir los elogios me
dejan a mí a un lado. Es, como digo, el lugar común.

En un libro de artículos de Luis Bonafoux, titulado Casi críticas, dice de


mí:

«Luego, con curiosidad, el colombiano me preguntó:

»—¿Conoce usted al señor Pío Baroja?

»—Sí.

»—¿Cómo es?

»—Como un español escapado de un cuadro de Velázquez si Pío Baroja tuviese el valor de


gastar gola y justillo de terciopelo negro […]

»—Otra pregunta y no canso más —díjome el colombiano—: ¿Baroja es joven?

»—Sí y no; esto es: no sé decir a usted.

»—¿Pues no me dijo usted que le conocía personalmente?

»—Sí que le conozco; pero el caso es que Baroja parece joven unas veces, y parece anciano
otros días. Su barba, según se le mira, a ratos es juvenil y a ratos apostólica. Su espaciosa frente suele
estar serena, pero a veces parece plaza enarenada para facilitar cargas de caballería… Baroja tiene los
más de los días cara de santo viejo y triste. Andando los años y las arrugas se ha de parecer a Tolstói.
A quien nunca se parecerá es a Voltaire».
Esto lo decía por Max Nordau, que dijo que yo tenía rasgos espirituales
de Voltaire.

Yo no he pretendido nunca tener un aire físico destacado. El que sí tenía


un tipo velazqueño era mi padre. Se parecía a la figura de Spínola que aparece
en el cuadro de Las lanzas.

En un periódico de Barcelona, Regina Opisso, refiriéndose a un libro de


Francisco Pina, dice:

«Es hora de decir que Baroja no es, en modo alguno, ese ogro gruñidor y hosco que algunas
gentes han pretendido ver en él. Podrá ser un temperamento reconcentrado y taciturno, hasta huraño
en ciertas ocasiones; pero de eso a ser una especie de coco media un abismo. Baroja —afirma el autor
del volumen que comentamos es un hombre tolerante y comprensivo, un hombre bueno.

»El autor de La ciudad de la niebla es, pues, un hombre limpio, sencillo y cordial; así derrumba
Francisco Pina la leyenda que se había tejido en torno de Baroja, al cual muchos de sus lectores creían
un monstruo o poco menos.»

«Y Pío Baroja, con todos sus méritos, pero con su incapacidad de orden, el carácter primario
de su cultura (razón fuerte, anota brevemente Madariaga, de su antipatía por Francia), con su
anticlericalismo de baja estofa, con su fondo de sentimiento antipático, con esta falta de amor, tanto
humano como divino, que deseca en él el manantial virgen de la poesía, nos aparece como una figura
bastante desagradable[6].»

No es cierto que yo tenga antipatía por Francia; tengo antipatía por unas
cosas de Francia: por la actitud petulante, por la incomprensión de los franceses
y por muchas otras cosas. También dice el señor Legendre, quizá como razón de
antipatía, que en el libro de Madariaga hay un retrato mío (debe de ser de
Echevarría) que recuerda el de Zola.

La verdad es que ninguno de los retratos que me han hecho se parece a


mí; en unos soy muy gordo, como inflado; en otros, muy flaco.

Yo no he tenido el pelo ni la barba rojos, sino más bien rubio amarillento;


los ojos oscuros, mirados de cerca castaños, con algunas estrías verdosas; pero
los que me han conocido han supuesto que tenía los ojos negros.

También me han dicho que tenía la barba rala.

No hay tal cosa; si no la cortara, me llegaría a la cintura.

Algunos absolutistas le dicen a uno: «Usted se debía afeitar o dejarse la


barba larga». ¿Y por qué? Yo no soy partidario de ello; yo no llevo barba porque
la considere una belleza, sino porque me parece más cómodo que afeitarme
todos los días. Si se pudiera uno afeitar una vez al mes o al año, lo haría con
mucho gusto; pero eso de andarse rapando todos los días, agarrándose con los
dedos la nariz, me parece bastante aburrido.

Valle-Inclán hablaba de la barba como si tener barba fuera algún


beneficio permitido a pocas personas.

«La noble barba patricia», solía decir.

Yo no encuentro ninguna nobleza en las barbas. Lo mismo la puede tener


un jayán que un príncipe, Sancho Panza, como el duque de Guisa.

También Schmitz habla de mí como si yo tuviera la barba roja y fuera un


tête de carotte. No. Lo que me ha pasado es que a un hombre como yo, que no es
ni muy alto ni muy bajo, ni grueso ni flaco, un poco encorvado y mal vestido,
nadie se fija en él. Se supone una cosa, y basta. A mí, cuando tenía veintitrés o
veinticuatro años, me decían:

—Usted ya tendrá cuarenta años.

—Sí, cerca —decía yo.

Y cuando tenía cuarenta, los que me conocían creían que tenía sesenta.

Es cosa que no me ha importado mucho.

El llevar la barba larga tampoco me gusta. No me agrada ser un tipo raro


y que me miren en la calle. ¿Para qué? La gente de la calle no me interesa nada.
Esa aura callejera no me ha hecho nunca gracia. Me gusta pasar inadvertido, y
de tener alguna vez un poco de éxito, tenerlo en una casa entre pocas personas
conocidas, pero no ante un público grande y desconocido.

Soy un hombre que ha escapado a las clasificaciones. «Está en los


huesos», dijo de mí Castrovido. «Tiene el esqueleto retorcido de un
tuberculoso», dijo Alejandro Sawa. «Es de una obesidad monstruosa», indicó un
tipo que se ha destacado como delator en Madrid en el período revolucionario.
No digo su nombre, porque no vale la pena.

Un delator me parece un tipo despreciable.

Muchas veces, en invierno, cuando iba cargado de ropa y un gabán


grueso, me decían: «Está usted engordando mucho». «Es todo gabán y ropa»,
pensaba yo. En verano, otro observador, igualmente inteligente y con el mismo
sentido de observación, me indicaba: «Está usted enflaqueciendo».
Un día de enero, hace doce o catorce años, me alarmé. El día estaba muy
frío, era domingo y había ido a la feria de libros de Atocha, cerca del Jardín
Botánico. A la vuelta soplaba un viento helado, y me metí, contra mi costumbre,
en el metropolitano. Pasaron dos o tres trenes llenos de gente, en los que no
quise entrar, y esperé. Había en el andén una báscula automática, y se me
ocurrió pesarme, cosa que no hago nunca. Pesaba ochenta kilos.

«Esto es algo anómalo, algo patológico», me dije, y añadí:


«Efectivamente, soy de una obesidad monstruosa».

Al llegar a casa recordé que no había dejado los libros, y menos el gabán,
al subir a la máquina de pesar de la estación del metro, y se me ocurrió ir a la
cocina, donde había una báscula, y pesar separadamente lo que llevaba sobre
mi cuerpo, porque no podía hacerlo todo junto.

El gabán pesaba cinco kilos; los libros, tres; las dos botas, más de uno; los
chalecos y la chaqueta, tres; las monedas que llevaba en el bolsillo, cerca de uno;
en fin, que, quitando todos los adminículos, no llegaba a pesar setenta kilos.

Creo que, en treinta años, he pasado de sesenta o sesenta y dos kilos a


pesar, próximamente, setenta, y después he vuelto a bajar en la vejez,
probablemente, cinco o seis. Es decir, que en el peso he tenido la evolución de
todo el mundo, a pesar de ser considerado unas veces como un hombre
monstruoso de flaco, y otras veces monstruoso de gordo.

Nada de esto me ofende ni me importa. Aunque hubiera sido un


Quasimodo, me burlaría de ello. No lo señalo más que para demostrar la
incomprensión del ambiente literario.

También me han dicho que tenía aire de ruso, lo cual no creo que sea
cierto.

En Basilea, con mi amigo Paul Schmitz, fui a ver a un profesor


antropólogo aficionado a la fisiognomía.

Mi amigo Schmitz preguntó al profesor:

—¿Qué cree usted que es mi acompañante?

El profesor dijo:

—Si no viniera con usted, que sé que ha estado en España, diría que este
señor es un italiano del norte, piamontés o lombardo; pero como sé que usted
ha estado en España, que tiene amigos allí, supongo que este amigo de usted es
un español de alguna región de las provincias del Atlántico.

En un banquete en un círculo internacional de París, donde me invitaron,


estuvo enfrente de mí el entonces crítico literario del periódico Le Temps, Paul
Souday, y éste me dijo:

—Tenía idea, por lo que me habían dicho, de que era usted un hombre
huraño y salvaje, y no encuentro nada de eso; me parece usted un oficial de la
Marina francesa.

Lo oyó así todo el mundo, y, sin embargo, al salir a la calle me decía un


escritor sudamericano:

—¿Ha visto usted cómo Souday le decía que parece usted un viejo patrón
de barco?

Es curioso cómo siempre, para los demás, se recarga el lado malo, y para
uno el bueno.

Hace años, cinco o seis, me decía un librero viejo de Madrid:

—Usted anda ya en los setenta.

—No; tengo sesenta y tres.

—Bien; está cerca.

Unos meses después, me decía:

—Yo soy todavía joven.

—Pero usted tendrá ya sus cuarenta años.

—No; tengo sólo treinta y ocho.

Es decir, que para mí, con sesenta y tres, estaba cerca de los setenta, y él,
con los treinta y ocho, estaba lejos de los cuarenta. Siempre es así.

Los retratos que me han hecho, dibujos o pinturas, se parecen bastante


poco, y algunos, nada.

Con la mayoría de estos retratos sería bastante difícil identificarme.


Todas estas siluetas y perfiles físicos que han hecho de mí no coinciden unos
con otros, lo que me hace pensar que, quizás, alguno sea verdadero, pero que
los demás tienen que ser falsos.
II

El caso de Valle-Inclán no fue completamente igual al mío. Al principio,


su aspecto y sus melenas produjeron un tanto la irritación de la gente. Pero, sin
duda, sus teorías y sus primeros escritos gustaban al público. Literariamente, a
mí se me reprochaban muchas cosas, y a él se le alababa incondicionalmente.
Hasta por su físico tuvo sus alabanzas. Alguno, como Prudencio Iglesias
Hermida, dijo que tenía nariz de pito, y Francisco Lucientes le llamó primer
premio de las máscaras a pie. Éstos le pintaron de una manera desfavorable;
pero, en general, hasta elogiaron su figura, que no tenía, evidentemente, nada
de bonita ni de simpática.

En esto de los tipos de los escritores había algo, como entre las
cupletistas antiguas: que a unas el empresario (aquí, el público) las obsequiaba
con el foco de luz eléctrica, y a otras, no. Yo recuerdo haber oído en el teatro
Romea a algunas chicas candidatas a estrellas, que decían seriamente: «Yo no sé
por qué Fulana tiene foco y yo no».

Valle-Inclán llegó a tener la simpatía del público, que le encontró hasta


bello de aspecto.

«La noble, ascética y peregrina figura de Valle-Inclán», dice César Barja


en su obra Libros y escritores contemporáneos.

Yo no le noté que tuviera tipo noble ni ascético; ahora, peregrino, no sé,


porque es palabra de muy poca precisión.

Cassou dijo también algunas frases hablando de la nobleza caballeresca


de Valle-Inclán completamente fantásticas, y el escritor francés Juan Sarrailh
describe a Valle-Inclán y le llama personaje de leyenda, y dice que no se sabe
con exactitud en qué circunstancia perdió el brazo. Todos los escritores del
tiempo saben que tuvo una disputa con Manuel Bueno, en el Café de la
Montaña, que éste le dio un golpe con un bastón en la muñeca, que se le clavó el
gemelo en el hueso, que no se cuidó bien y que se le infectó, y que le tuvieron
que cortar el brazo.

Pedro González Blanco habló del bello rostro nazareno de Valle-Inclán.


Es curioso este espejismo.

Valle-Inclán tenía una voz más bien aguda y chillona. «Con esa voz de
bajo profundo de don Ramón», me dijo una vez un profesor de un colegio de
los Estados Unidos, Erasmo Buceta.
Valle-Inclán, sobre todo en su último tiempo, pasó por un hombre de una
austeridad salvaje, que no había tenido nunca destinos.

Yo le pregunté una vez a Melchor Fernández Almagro, que había escrito


una biografía sobre Valle-Inclán, si éste no había tenido sueldos del Estado. «Lo
que hay que preguntar», me contestó él con sorna, «es si ha habido algún
tiempo en que no ha tenido sueldo.»

Yo, la primera vez que supe que Valle-Inclán estaba empleado hará ya,
supongo, cuarenta años. Estábamos en la terraza de un café de la calle de Alcalá
Valle-Inclán y yo y otros dos desconocidos cuando pasó Julio Burell.

—Don Ramón —dijo uno de los desconocidos—, ahí le tiene usted a


nuestro jefe.

Valle-Inclán se hizo el distraído, desvió la conversación y se puso a


hablar con otros. El desconocido me dijo con malicia:

—¿Ha visto usted cómo a don Ramón le molesta que le hablen del jefe?

—¿De qué jefe?

—Pues de Burell, que es subsecretario; nos ha empleado a los dos, y,


naturalmente, no vamos a la oficina.

A mí no me parece mal que un hombre tenga un empleo y que lo sirva.


Tampoco me parece mal que el Estado dé algunas sinecuras a escritores, a
investigadores o artistas que no tengan medios de vivir. Lo que me parece un
poco ridículo es, viviendo de una protección, alardear de independiente.

Valle-Inclán, a lo último, era un hombre que tenía un salvoconducto para


hacer lo que le diera la gana.

En la época republicana se decía que era un comunista, y se le hizo un


homenaje como revolucionario, y el Gobierno rojo le daba una pensión a la
viuda. En la época actual sería un tradicionalista.

Valle-Inclán no era hombre de cara bonita, ni mucho menos; tenía restos


de escrófula en el cuello. La nariz, un poco de alcuza; los ojos, turbios e
inexpresivos; la barba rala y deshilachada, y la cabeza, piriforme, y, sin
embargo, para muchos era algo como un gigante y hasta como un Apolo.

Habló mal de Echegaray; de Galdós y de Benavente, a gritos. Ninguno de


ellos se mostró contra él. Insultó a Díaz de Mendoza y a Guerrero. La única vez
que yo hablé con estos cómicos, en San Sebastián, se expresaron con gran
prudencia respecto a don Ramón.

Se mostró desagradecido con Ortega y Gasset y con su padre, Ortega y


Munilla, que le favorecieron. Ortega tampoco se puso contra él; en cambio,
habló con displicencia y con cierta agresividad de Menéndez Pidal y de mí.
Supongo que Menéndez Pidal hablaría bien de Ortega; yo hacía lo mismo; en
cambio, Valle-Inclán hablaba muy mal de él y Ortega nos trató bastante
duramente a nosotros, pero no dijo nada de Valle-Inclán. A Valle-Inclán se le
tenía miedo. Era evidentemente un tipo raro. No le odiaba a Manuel Bueno, que
le había roto el brazo, y, en cambio, tenía por escritores, como, por ejemplo,
Martínez Sierra, Acebal, etcétera, un odio frenético.

Para la gente, era el tipo del escritor de las calles de Madrid, el hombre a
quien se escuchaba en un café, y quizá hacía esto que le perdonaran como a un
tipo pintoresco.

En una cena en el restaurante de Lhardy, en la que la mayoría eran


pintores y arquitectos, se habló con entusiasmo de Valle-Inclán. Contaron
algunas anécdotas suyas Juan Cristóbal, Sebastián Miranda, e Ignacio Zuloaga
dijo: «¡Qué tipo! ¿Se acuerdan ustedes cuando fuimos a verle en su casa de la
plaza del Progreso? No hacía bulto su cuerpo en la cama; tan flaco estaba, y se
mesaba la barba con la mano».

Para un artista, este aspecto físico es trascendental; en cambio, para los


escritores es de poca importancia ante lo ético, que es lo que buscamos cuando
leemos Las vidas de filósofos ilustres, de Diógenes Laercio, o los Caracteres, de
Teofrasto.

Valle-Inclán tenía una serie de ambiciones completamente corrientes y


burguesas: el entusiasmo aristocrático y el de la gloria, que en él a la gente le
parecía muy bien.

Sus opiniones, para mí no valían gran cosa. Últimamente compré un


libro de Barbey d’Aurevilly, que a mí me parece un libro de lo más petulante y
huero del mundo. El libro se llama L’esperit, de J. Barbey d’Aurevilly, y tiene un
prólogo tan huero como el texto del escritor Octavio Uzanne.

Esta obra está publicada por el Mercure de France, en 1908, y yo supongo


que Valle-Inclán la conocía, porque decía, poco más o menos, las mismas cosas
que decía Barbey, que a mí me parecen fantasías retóricas sin ningún valor.

Como yo no estaba dentro de la corriente literaria de principio de este


siglo, en el extranjero dirigida por D’Annunzio, Maeterlinck, etcétera, y en
España por Rubén Darío, Benavente y Valle-Inclán, se consideraba que yo era
un hombre malhumorado y rencoroso. Pero no había tal. Yo me entusiasmaba
con Dickens, con Stendhal y con Dostoyevski, y, en cambio, D’Annunzio,
Maeterlinck y el teatro francés de la época me fastidiaban horriblemente.

Yo no he protestado nunca contra la representación de mi tipo que ha


corrido de mí como auténtica. Así, por ejemplo, mi amigo el pintor Juan
Echevarría, que me había pintado siempre gordo y con un gabán grueso, a cada
réplica que hacía de mí tendía a pintarme más ancho y más inflado. Yo creo que
me pintaba con una cabeza muy grande para dar una impresión de que yo era
un hombre de gran talento. Y yo no protestaba.

En cambio, con Valle-Inclán el fenómeno fue contrario.

Echevarría pintó a Valle-Inclán de primera intención en un retrato de


perfil bastante parecido y un tanto caricaturesco. Le puso una cabeza apepinada
y alta, sin cogote; una nariz de alcuza, una capa de color castaño y la mano en
un papel. Ya había en el retrato algunas concesiones; pero a Valle-Inclán no le
bastaban. Necesitaba más; quería dejar a la posteridad una estampa de su figura
poetizada, y lo consiguió por su voluntad de captación. El segundo retrato que
le hizo Echevarría a Valle-Inclán era un retrato decorativo, el del marqués de
Bradomín que él había soñado. Era un Valle-Inclán joven, guapo, fuerte,
gallardo, con los dos brazos, que se parecía lejanamente a él.

Si llegan a vivir los dos, el escritor y el pintor, éste le retrata al escritor de


caballero de la Orden de Malta o de grande de España, con un manto blanco,
diez o doce escudos y una corona de duque. Lo mismo hizo Valle-Inclán con
Anselmo Miguel, que le pintó un retrato bonito y poetizado, y lo mismo hizo
con los fotógrafos. Llegó a convencer de que tenía una cara correcta, una barba
espesa y una voz tonante.

Valle-Inclán tenía una aspiración a la gloria como ninguno de sus


compañeros. Tenía una voluntad tensa y firme, que contrastaba con la de los
demás, floja y desmayada.

En la burguesía española se dan o se han dado últimamente casos


parecidos de energía que no son productos finales de una aristocracia, sino, por
el contrario, si la época fuera propicia a ello, serían productos iniciales que
llegarían a encumbrarse hasta las altas esferas por su energía y voluntad.

Lo mismo que con su retrato físico hizo con su retrato moral. Según sus
compañeros de estudios en Santiago de Galicia, Bargiela, Trillo, Pórtela y otros,
se llamaba Ramón Valle y Peña, y se convirtió en Ramón María del Valle-Inclán
y Montenegro. Estuvo empleado durante casi toda la vida; según la gente, no
había tenido ningún destino ni empleo jamás.

Se decía que tenía un magnífico palacio en su pueblo, que creo que era
Villanueva de Arosa. Algunos escritores que habían estado por allí daban
noticias contradictorias; pero un corredor de libros que era del mismo pueblo
me aseguró que, efectivamente, había allí las ruinas de un palacio, pero que era
del marqués de Bolaños y tenía el escudo de esta familia.

Tiempo después le dieron un banquete a Valle-Inclán, y los comensales


pidieron al Gobierno que devolvieran el palacio de sus ascendientes al escritor.

De esto se hablaba por uno de los asistentes al banquete delante de


Ortega y Gasset y de mí.

—Pero ¿hay un palacio o no hay un palacio? —pregunté yo a Ortega, y


como éste se sonreía, le dije—: ¿Usted no ha estado por allí?

—Sí.

—¿Y ha visto el palacio?

—Sí; hay un palacio en la ría de Arosa.

—¿Y es hermoso?

—Magnífico. Pero es un antiguo palacio del conde de Lemos, que ahora


es de mi tío Rafael Gasset, y que se ha convertido en fábrica de salazón.

Después he visto que en la Enciclopedia Espasa aparece la fotografía de


una casa de piedra, que en otros libros se llama Casa de Churruchao, en un
pueblo de la ría de Arosa, y en ese diccionario se le llama Casa de Valle-Inclán.

Yo no tengo para qué confesar que la teoría y la técnica literaria de Valle-


Inclán no me producían ningún entusiasmo.

Lo único que encontraba extraordinario en este escritor era el anhelo que


tenía de perfección de su obra. Esto me parecía bien. En otro lado he escrito que
Sorolla me decía una vez que él se había hecho rico y famoso con la clase de
pintura que hacía, y que si supiera que con otra forma de arte podía producir
otra obra de más categoría, no la intentaría y seguiría fiel a la que había hecho
ya y que le había dado el éxito y la fortuna.
Esto Valle-Inclán no lo hubiera hecho. Si hubiese vislumbrado un sistema
literario, una forma nueva, aunque no la hubiesen estimado más que diez o
doce personas, hubiera abandonado sus viejas recetas y hubiese ido a lo nuevo,
aun a riesgo de quedar en la miseria.

Yo, por mi parte, no creo que sería capaz de hacer lo mismo; ir hasta el
dolor y a la enfermedad para producir una obra de arte, de eso creo que no
sería capaz. Yo reconozco que tenía un fondo de antipatía física y moral por
Valle-Inclán. Uno de los primeros motivos de esa antipatía fue un perro. Yo he
sentido siempre una cierta compasión por los animales. En esa cuestión, como
en muchas otras, me siento más próximo al budismo que al semitismo. Un
animal me parece una desgracia viva, y si me dieran a elegir entre ser perro,
gato, o un arroyo o una piedra, preferiría ser arroyo o piedra que animal.

Yo no soy de esas personas que tienen necesidad de vivir con animales


caseros; pero si los hay, no me gusta hacerles daño.

Por los perros tengo, más que nada, compasión. Este entusiasmo que
tienen por un animal tan dañino como el hombre me da la impresión de poca
inteligencia y de poco instinto.

Yo tenía un perro, del que ha hablado Azorín en un artículo. Se llamaba


Yock. Era demasiado sentimental, y se creía interesante. Un día, hace más de
cuarenta años, Valle-Inclán vino a mi casa, a la calle de la Misericordia, para
hablarme de no sé qué. Estábamos en el despacho. Cuando hablábamos se
acercó el perro y se puso en pie a hacer sus gracias. «Bueno, vete», le dije yo.

El perro se retiró como avergonzado y se echó en el suelo.

Poco después no sé qué discusión hubo entre Valle-Inclán y yo, y yo me


subí a una silla coja, la única que tenía a mano, para alcanzar un libro en un
armario alto. No lo encontraba. En esto volví la cabeza y vi que el perro se
ponía de nuevo en pie, delante de Valle-Inclán, y que éste le daba un golpe con
la punta del zapato en el hocico, y que el perro se alejaba gimiendo. Me pareció
una cosa tan estúpida, que estuve a punto de insultar a Valle-Inclán; pero el
equilibrio que tenía yo sobre la silla coja era tan difícil, que no permitía frases, y
bajé y contuve mi desagrado, y dije que tenía que ir a trabajar.

Además de la antipatía física, había entre nosotros una antipatía


intelectual.

Pero existía una diferencia, y era que él, con razón o sin ella, temía que el
mejor día, o en la mejor ocasión, yo hiciera algo que estuviera bien, y yo, con
motivo o sin él, no tenía ese temor. ¿Por qué? Principalmente, porque yo creía
que su idea de la novela y del estilo era radicalmente falsa, y que no podía
llevar más que a obras amaneradas y sin valor. Cualquiera, al oírnos hablar,
hubiera pensado: «Valle-Inclán es el que se cree seguro, y Baroja, el vacilante», y
no había tal. Así resultaba que él leía mis libros cuando aparecían, y yo no leía
los suyos, porque, dadas sus premisas, yo estaba seguro de que no me podían
gustar.

Una buena idea de sí mismo es la base de muchas superioridades del


mundo: de las sociales, de las artísticas y de las literarias. Lo primero que hay
que tener es confianza en uno y en sus condiciones, tanto en las verdaderas
como en las falsas. Valen tanto las unas como las otras.

A mí no me molesta nada que una persona me indique que no le gustan


mis libros, y si es alguien conocido, le pregunto por qué. «Pues, mire usted, a mí
ese poco cuidado en la sonoridad de la prosa me molesta; tampoco me gustan
esas observaciones agrias, ni esos finales pesimistas…»

Yo lo comprendo; pero eso no quita para que podamos hablar


amistosamente.

Lo que sí me pone antipático y molesto es la mala intención folletinesca


sobre mí. «Esa novela de Baroja, ¿sabe usted? Se la ha comprado a un bohemio
por cincuenta pesetas y le ha añadido unas observaciones de un libro que tiene
que le dejó un pariente. El bohemio ha muerto, y Baroja explota el libro.»

Eso ya me parece cuento de portera. Es la mala intención de la tertulia de


café, que es lo que yo más desprecio.
III

En una novela mía, traducida al polaco (La sensualidad pervertida) por


Perwersyjna Zmystowosc, hay un prólogo largo, que, naturalmente, yo no he
entendido; pero, aun así, hay una parte fácil de comprender, en donde se habla
de las influencias judaicas que puede haber en la literatura española moderna.
Este prólogo está firmado por Tlumacs. No creo que tenga mucha exactitud.
Hay, seguramente, mucha fantasía en querer encontrar rasgos hebraicos en
Unamuno, Benavente, Ortega, Pérez de Ayala, Valle-Inclán, etcétera. No sé a mí
el autor cómo me considera, porque en ese grupo de supuestos semitas no habla
de mí.

De don Miguel de Unamuno dice que su segundo apellido, Jugo, es


judío, lo cual no es cierto, porque Jugo es una aldea de Álava. Dice después que
Ortega y Gasset tiene un gran perfil físico y psicológico de hebreo. Habla de
Juan Ramón Jiménez, que le da la impresión de un nazareno; de Pérez de Ayala,
que, según él, tiene una ironía muy hebraica, y llama a Valle-Inclán tipo de
ghetto. De Ramiro de Maeztu dice que es talmúdico.

Yo no creo, naturalmente, en estas apreciaciones del escritor polaco, que,


unas veces, tiene pretensiones étnicas, y otras veces, psicológicas. De Valle-
Inclán decía, como he dicho antes, Pedro González Blanco, que tenía un bello
rostro nazareno, y Valle-Inclán solía decir, hace tiempo, «mi noble raza judía».
Lo de tipo de ghetto me vino a la imaginación al presenciar el éxodo de los
franceses de Francia para meterse en España durante la guerra actual.

En las proximidades de Hendaya, buscando el pasar la frontera, había lo


menos diez o doce mil automóviles, unos detrás de otros, y, entre éstos, si no la
mitad, la tercera parte eran de familias judías. Entre ellos había tipos que yo no
sé si serían la mayoría rabinos, que parecían de la familia de Valle-Inclán. El
mismo color, la misma mirada, las mismas barbas y la misma expresión
desafiadora.

Como digo, esto no quiere decir gran cosa.

Respecto al espíritu, evidentemente, en todos los países hay tipos que


tienen algo del espíritu literario de los judíos. Así, en Benavente podría
encontrarse un escritor de la familia de los Porto Riche y de los Bernstein.
Gabriel Miró tendría también cierta semejanza con los judíos líricos, por su
amor por lo bíblico y por el Mediodía, y Trigo sería un poco un judío, lúbrico y
explotador de la libido.
Tenemos evidentemente en España muchos tipos de escritores
meridionales y pocos de escritores nórdicos. Naturalmente, no me refiero al
norte y sur de Europa, sino al norte y sur de España.

Por ejemplo, Gonzalo de Berceo me parece muy nórdico español.


Modernamente, no los hay. Unamuno no tenía tipo de escritor del norte, ni
Trueba tampoco, ni tampoco Pereda. En cambio, meridionalmente los hay. Y
Miró es de los más clásicos; parece salido de la Biblia, con el amor a los
perfumes, a los dolores, a la queja y a la resignación.

Antiguamente existió un ejemplar, el más extraordinario, de afición


semítica: fray Luis de León. Quizá el mayor poeta de España.

Refiriéndose a los apellidos, casi todos los corrientes españoles tienen,


como las monedas, cara y cruz. Cara semítica y cruz cristiana. Algunos, poco
frecuentes, son un tanto reveladores, como el apellido Bonafoux.

Al ver este apellido señalado como judío, recuerdo que un español


desconocido que andaba por París con unos perros me dijo varias veces que el
periodista de este nombre era judío. Todo ello me ha hecho pensar después a mí
si su fervor dreyfusista, tan exagerado, tendría alguna relación con sentirse
Bonafoux con antecedentes judaicos, porque en él, la pasión dreyfusista no era,
como en otro cualquiera, una opinión política, sino una pasión verdaderamente
furiosa. Actualmente, sigue en muchos sectores la fobia antisemítica, y una
información sorprendente sobre los que son o no judíos. En Basilea leí en un
periódico fascista, en alemán, una noticia en donde se decía que para una clase
de la universidad de literatura española de este pueblo se había presentado la
candidatura de Américo Castro, y que no la recomendaban porque sospechaban
que era de origen judío, que había nacido en el Brasil y que tenía un hermano
rabino. Todo esto me sorprendió, más que nada, porque me dio una impresión
curiosa del trabajo de investigación que representaba. También hace años me
mandaban un periódico impreso en Erfurt, en donde se hablaba de escritores y
de políticos franceses, españoles e italianos que pertenecían a familias judías.
IV

Creo que en la mayoría de los retratos espirituales y literarios míos pasa


igual que con los físicos, y que ninguno es muy auténtico.

A mí me han reprochado el tener mal carácter; pero no creo que lo tenga


tanto. Mucha gente, la mayoría, identifica el carácter con las fórmulas de
cortesía, y a un hombre que las emplea con frecuencia y hable de «su querido
amigo» y tenga la costumbre de preguntar a cualquiera por su familia, se le
considera como un hombre afectuoso y amable.

Es el espejismo de los meridionales. Esto no le impide al hombre lleno de


fórmulas de cortesía reñir con el que ayer llamaba amigo querido y hacerle la
guerra en cualquier manera y con malas artes.

La identificación de la buena persona con las fórmulas la notaba en una


criada vieja de casa que decía de algunos: «Es muy bueno; tiene mucha
educación».

De cuando en cuando, en medio de la general antipatía, he encontrado


manifestaciones de simpatía que me han sorprendido, y que las reproduzco en
parte.

Una de ellas es ésta de Rafael Sánchez Mazas, a quien veía en Madrid


muy de tarde en tarde. Algunas personas creían que si yo me presentaba
académico y leía mi discurso, me encontraría muy preocupado por llevar un
frac. Es una consecuencia del culto de los tabúes.

Efectivamente, es muy posible, si uno se preocupa y piensa: «Estoy


vestido de frac, cosa a la cual no estoy acostumbrado», puede ser que le
produzca la idea alguna impresión; pero si piensa que lleva un traje negro, que
en ese mismo momento lo están usando cientos y miles de camareros en
pueblos como París, Londres o Nueva York, entonces no le puede hacer la idea
mucha mella.

Sánchez Mazas escribió este artículo, simpático para mí, del que copio
algunos párrafos:

BAROJA, DE FRAC

«No estaba allí Lorenzo Sterne, en la recepción académica. Él habría explicado como nadie si
era o no era elegante Baroja de frac. Apareció allá en el estrado como lo que realmente es: un antiguo
señor y un aldeano. Son dos cosas que suelen fracasar en este tiempo, pero que, así, nos componen a
veces un gran escritor. Baroja no quiere más que trajes de casa. Se refugia en la literatura como en
una enfermedad pacífica, como en un reuma, que no le permite bellas aventuras ni las grandes
normalidades.

»De todos los escritores españoles, este Baroja es el que vive a más astronómica distancia de
la cursilería. Le hallaréis en la casa pirenaica de piedra ingenioso y señor benévolo con hombres y
animales. Le rodean los libros que antes leían caballeros bien educados, las estampas raras y
entretenidas, leve arsenal de su vasto egoísmo. Conversa junto al fuego en invierno y a la sombra de
los árboles de frente a la casa, en el verano. Sus lazos con la tierra, los siglos y los muertos están bien
vinculados, y esto no es sino señorío. Está todo lleno de desvíos, de alejamientos, de desdenes. Los
que le leen no saben que su encanto es el de los señores de verdad: la naturalidad fascinadora.

»Lo mejor que tenía Baroja era no parecer siquiera un hombre relacionado con los
espectáculos de literatura, sino un señor cualquiera de su provincia, donde son parecidos los
mayorazgos pobres y los duques.

»En el escribir y el vivir, Baroja ha sido fiel a estos imperativos por innata espontaneidad. Su
timidez y su embarazo son implacables incompatibilidades con la afectación y la falsa soltura, santos
terrores de cometer un solo pecado contra la autenticidad y la gracia. Prefiere una cierta zurdería,
que puede ser, y es, de gran estirpe.

»Esa manera de llevar la ropa negra que se ha visto en Baroja el otro día no es, ciertamente,
ajena a los salones del país vascongado. Nada tiene que ver con la improvisación. Parientes lejanos,
en los grandes días de los grandes linajes, llevaban asimismo el frac de antiguas bodas o la levita de
remotos entierros.

»Recuerdo, en una recepción con reyes y reinas, la casaca del embajador de Francia, Barrére,
un poco vieja y con los oros deslucidos, pero llevada con tan sumisa naturalidad y tan poco deseo de
gallardía, que hacía descubrir inmediatamente en Barrére la figura mejor entonada del grupo
diplomático. Pues ese frac nuevo de Baroja valía un poco, días pasados, la casaca vieja de Barrére. Y
es que en la hipótesis poética, en la teoría fantástica, que es donde reside la sola verdad de estas
cosas, también ese frac tenía muchos años.

»Estuvo, hace ya más de medio siglo, en unas comidas de mucha ceremonia que hubo en
Vergara o en Oñate. Las estancias, un poco sombrías, se iluminaron de arañas de cristal y
candelabros de pesada plata. Bajo la lluvia fina, los invitados, caballeros y damas, salieron de sus
casas y recorrieron en coche de caballos trechos de cien o de doscientas varas hasta el umbral del
anfitrión. Fueron estas comidas, con fraques y escotes, una consecuencia de ilusiones, dejadas sin
lograr por la corte carlista. Allí se veía un caballero como Baroja —la misma cabeza a la luz de las
candelas entre las dos más bellas criaturas. Contaba anécdotas, se burlaba, reía, se quedaba a veces
pensativo. Allí era donde Pío Baroja tenía su silla, con esa misma actitud de cuerpo y alma, con esa
misma veste de su recepción académica. Hoy, en la intimidad más exigente de la aristocracia de su
país, es, acaso, donde más quieren a Pío Baroja y donde quizá mejor han descubierto, no ya su
ideología y su literatura, sino lo profundo y difícil que hay debajo de ellas: su identidad y su
autenticidad últimas, las raíces que sueñan en el fondo del hombre y las raras flores que ha dado en
él una raza ardua y antiquísima. En antiguos palacios —y en lo mejor por virtud secular y
persistencia activa del espíritu es donde se guarda para Baroja una amistad llana y tranquila. Hace
unos lustros, cuando era más difícil huir del rigor indumentario, allí se hubiera visto por la primera
vez ese frac suyo, que él ya había vestido idealmente en la soledad de su cuarto y en el trato y la
compañía de unas familiares figuras de otro tiempo. Se le vería entrar entonces en la escena entre
burlón y tímido, pero con una familiar alegría que en la Academia le faltaba, a pesar de la ovación
caliente, firme, inacabable, acogida por él con una distinción perfecta, rara cada vez más, en los
espectáculos de cultura. Era un instante en que, sobre los peligros de vulgaridad y apoteosis que la
ovación levantaba hacia él, Baroja alcanzaba en la ironía, en la ternura, en el gentil esfuerzo de la
sonrisa, en la transparente sencillez, su punto de suprema elegancia. Podíamos ya estar seguros,
Lorenzo Sterne y yo, de que Pío Baroja, de frac, era el escritor español más elegante que hubiéramos
visto».
V

Puede que en mis ideas haya sido un poco fauno; pero lo que es en la
vida, no lo he sido. Nunca me he aprovechado de mi fuerza o de tener
superioridad en un momento para algo. He dejado siempre la vez a la mujer y
al niño. No me ha gustado aprovecharme ni aun del animal.

He hecho pocas cosas en la vida, y me he pasado mucho tiempo


paseando, divagando, sentándome en los bancos y mirando el paisaje y las
nubes.

No he impurificado el aire con miasmas malsanos, y siempre he tenido


admiración y respeto por la gente sencilla e ingenua.

También me han acusado de ser un poco bárbaro. Es posible que sea


cierto. Un amigo estudiante de arquitectura, Limeses, con quien solía pasear en
el Retiro, me llevó una vez al Museo de Reproducciones y me mostró una
ánfora griega, con unos bajorrelieves y una figura de fauno.

—Mira tu retrato —me dijo, enseñándome aquella cabeza.

Era verdad; se parecía a mí.

—Tú debes de ser un fauno por dentro —añadió.

—Sí —le contesté—. Soy un fauno reumático, que ha leído un poco a


Kant.

Creo que con la mayoría de los retratos espirituales y literarios pasa igual
que con los físicos.

No es posible de otro modo que a un escritor como yo le hayan estado


diciendo durante cuarenta años que es un escritor extranjerizado y que no tiene
estilo, y ahora digan algunos: «Es el escritor más español de España y tiene un
estilo muy marcado». Muchos críticos que se han ocupado de mí han supuesto
que yo tenía la tendencia de ocultar algo. Esa estúpida suspicacia ha sido
corriente. «Ese hombre quiere ocultar algo.» ¿Cómo se va a ocultar en setenta u
ochenta volúmenes lo que es un escritor, cuando en una conversación, muchas
veces, se revela el fondo de una persona?

Todavía se explica que, a lo lejos, un crítico tenga una idea falsa de un


escritor; pero, de cerca, esto parece imposible, y da la impresión de críticos muy
torpes y muy incomprensivos.
En el prólogo de mi novela La casa de Aizgorri, traducida al italiano[7], el
escritor Mario Puccini dice de mí:

«Hijo de gente pobre, comienza a hacer de mozo de tahona, pero un momento cualquiera
deja la pala, abandona el horno, no se sabe nada de él, y después de algunos años helo ahí doctor».

Hay que ser muy poco comprensivo para pensar que una cosa así puede
ser hecha tan fácilmente.

Un mozo de tahona, que necesita fuerza, no tiene casi nunca catorce o


quince años, sino veinte o veintidós. Este mozo de tahona, para ser doctor en
medicina en España, en Italia y en el Congo, tiene que estudiar el bachillerato
cinco o seis años y después pasar otros siete u ocho de carrera.

No creo que se darán casos de mozos de tahona que se hagan doctores,


no por falta de inteligencia, sino por falta de medios. El tipo que sea capaz de
hacerlo, de dar un salto así sólo con sus propias fuerzas, indudablemente revela
una energía que, evidentemente, yo no tengo.

El señor Puccini puede que tenga energía, pero lo que es inteligencia,


tiene poca.

En cambio, en la traducción al italiano de Zalacaín el aventurero, por G.


Beccari, en el prólogo dice que soy de una familia hidalguesca, y que mi padre
era ingeniero de minas del Estado[8].
VI

En París, una señora inglesa, amiga de una arquitecta conocida mía, me


dijo que me traduciría algún libro al inglés.

—Ya hay algo mío traducido a ese idioma —le dije yo—. Sobre todo, en
Nueva York han publicado diez o doce novelas mías.

—Pero ¿no quiere usted que le traduzca?

—Yo estaré encantado si lo hace; pero no quiero más que indicarle que
no será una novedad.

—Y usted, ¿qué clase de literatura hace? ¿Clásica, romántica o realista?

—Pues le diré a usted: no lo sé.

—¿Cómo que no lo sabe usted?

—Pues no lo sé. ¿Qué es el espíritu romántico? No lo sé con seguridad.


Como regla, ya sé lo que es; por ejemplo: una obra de teatro romántico no
respeta las tres unidades de Aristóteles, y una clásica las respeta. Luego nos
dicen que el teatro griego es clásico. Yo leo, por ejemplo, Las bacantes, de
Eurípides, y no me parece nada clásico, sino una obra romántica. En cambio, leo
de Shakespeare Julio César, y me parece una obra clásica. Clásico ya sé que no lo
soy, ni pretendo serlo; algo romántico, sí, y algo realista, también.

Un realismo sin lirismo, pero muy bien conseguido, es el de Julio Renard


en alguno de sus libros. Recuerda algo a los cuadros de Chardin. Parece que es
un producto de un procedimiento casi mecánico de trabajo; pero puede
apostarse que es todo lo contrario, que es un producto de muchos ensayos y
pruebas, de quitar y de poner hasta conseguir el efecto deseado. No sé si el
procedimiento serviría para una obra extensa; es posible que no.

Una obra realista puede ser clásica y romántica. Además, yo no soy un


hombre clasificador de teorías estéticas; no me interesan.

—¿No le interesan a usted?

—Nada, y menos que nada, la preceptiva literaria. El preocuparme de


ello me parece algo de lo que hacía un amigo arquitecto, de Madrid, que en
época roja y de hambre leía libros de cocina. Hay que tener mucha ilusión para
eso, y yo no la tengo.
A mí me da el deseo de contestar a algunos que me preguntan: «¿Es
usted romántico, o es usted realista?», como el andaluz a quien le preguntaban
si era Gómez o Martínez, y contestaba: «Es igual; la cuestión es pasar el rato».

Creo que romántico y realista no sean extremos irreconciliables.

Clásico y romántico, sí, porque se ha insistido en producir diferencias


entre estos conceptos; pero realista y romántico, no.

No sé si se me puede catalogar como escritor romántico o como realista.


La verdad, no encuentro mucha diferencia entre una cosa y otra. Realmente, no
sabría definir lo que es ser romántico. Lo que sí comprendo es que no soy
clásico, al menos en el sentido francés.

Con relación a la moral, más bien soy pesimista. Respecto a las leyes,
creo que son, en general, malas, porque el hombre no es bastante inteligente y
se deja llevar por fórmulas conceptuosas y vacías. Ya de viejo, considero las
revoluciones generalmente perjudiciales, y creo que todo lo sistemático es
estúpido y calamitoso. La experiencia, y aun si se quiere la rutina, cuando no es
de una injusticia evidente, es lo mejor.
VII

Muchas acusaciones de índole personal y psicológica han hecho contra


mí. Un señor de Castellón, llamado Carreras, decía en un artículo que yo era un
hombre dedicado a la matonería. Era una acusación completamente estúpida y
sin ninguna base. Hay personas que consideran que el que tiene opiniones
contrarias a las suyas es un matón. Yo no he tenido nunca nada de matón ni he
intentado dominar ni avasallar a nadie. No está eso en mis gustos ni en mis
inclinaciones. Ni en la vida ni en la literatura he sentido el menor matonismo.
Soy, aunque parezca jactancioso, antimatón y antichulo por excelencia. He sido
siempre un hombre independiente, partidario de la máxima conocida de
Robespierre: «La libertad de uno acaba donde comienza la libertad de otro».
Esta sentencia la he tenido con frecuencia presente en el pensamiento y en mis
relaciones sociales. En casa de la marquesa de Villavieja, un día que se hablaba
de literatura me preguntaron a mí qué me parecían las obras del novelista
montañés Pereda.

Yo dije que no me gustaban nada; que los paisajes me parecían de cartón,


y los personajes, falsos y amanerados. Entonces, un señor que estaba en la
reunión se levantó y dijo: «Nos está usted insultando a los santanderinos».

Esa estupidez o una semejante era la que hacía pensar a ese señor
Carreras que yo era un matón. Es decir, que mucha plebe que se considera
inteligente desearía que hubiera en la literatura libros tabúes, de los cuales no se
pudiera hablar más que con genuflexiones y con inclinaciones de cabeza.

Otra de las acusaciones frecuentes es la del egotismo.

Yo no digo que no tenga egotismo; no creo que más que los otros
escritores, pero creo que mi egotismo es más orgánico que social. «No cree más
que en sus ideas y en sus juicios», han dicho algunos de mí. Pero ¿en qué se va a
creer si no se cree en las ideas propias?

En mi egotismo, la exhibición un poco descarada de éste, el impulso de


exteriorizarlo, me ha venido de fuera, porque si no hubiera tenido varias
indicaciones para exhibirlo, creo que no lo hubiera sacado al público nunca.

Con relación al egotismo artístico, efectivamente, yo quisiera a veces


guardar de una manera perenne e invariable esta tarde, que me ha producido
una gran admiración; quisiera guardar el olor de la tierra y del mar; pero, en
cambio, este acontecimiento público en donde he intervenido como espectador
no me importa nada que se pierda por completo.
También me han achacado la falta de amor. En eso de la falta de amor, en
gran parte es evidente, si se me compara con los místicos; ahora, no sé si se me
compara con la gente corriente. Creo que por muy fea que se presente la
humanidad al místico, al hombre de espíritu piadoso y caritativo, no le hará
nunca que la odie. Sea cristiano, budista o librepensador, espere algo de su
acción o no espere nada, no hará que cambie el amor en odio. El asesino cruel o
la mujer perversa serán sus hermanos y los compadecerá.

Yo, algunas veces, he dicho que hay como tres morales: la moral natural
del hombre egoísta con el hombre también egoísta, reflejada en los códigos;
moral de toma y daca, de ojo por ojo y diente por diente; la moral del caballero,
del gentleman, que no tiene una pauta clara, y es en el fondo estética, y la moral
del santo, que es la caridad y la piedad. Yo, naturalmente, no llego más que a la
moral del caballero. Ahora que tengo admiración por la persona que siente de
verdad los sentimientos caritativos y piadosos; pero las gentes que los fingen y
que creen que unas cuantas frasecitas retóricas son iguales a los sentimientos
profundos, ésas me dan risa.

Fuera de los filántropos y caritativos auténticos, prefiero los cínicos a los


hipócritas; los que alardean de su barbarie, más que los que hacen gala de su
sentimentalismo.

Prefiero la ley del talión a la hipocresía.

Igualmente me han reprochado el orgullo y la vanidad. Yo, practicante


de la moral del caballero aunque admiro la otra más exaltada, creo que el
orgullo y la vanidad nos sostienen frente a la mentira y a la granujería, y nos
hacen más limpios, más correctos. Todo es vanidad —dice el Eclesiastés—.
Hasta la misma vida parece sostenida por la vanidad. Fuera de la vanidad no
hay más que egoísmo y deseo. «Cupiditas essentia hominis est», decía Spinoza.

También me han acusado de haber sido anarquista teórico. Es una


acusación absurda y sin ninguna base.

Un anarquista teórico es un iluso, un ferviente del optimismo, y yo no


tengo nada de iluso ni de optimista, ni lo he tenido nunca. El anarquista teórico
cree que el hombre es bueno y que todas las imposiciones de los códigos son
perjudiciales. Ésta es la herencia de Juan Jacobo Rousseau. Yo no creo en nada
de esto; por el contrario, por instinto y por experiencia, creo que el hombre es
un animal dañino, envidioso, cruel, pérfido, lleno de malas pasiones, sobre todo
de egoísmos y de vanidades.

Cuando en una familia poco numerosa se ve con tanta frecuencia la


hostilidad de los unos por los otros, cuando en una tertulia de café se advierten
las malas intenciones que brotan a cada paso, ¿va uno a pensar que toda la
humanidad va a mostrarse desde el día de mañana, amable, cariñosa, generosa?
Es ridículo. Yo soy partidario de un sistema de gobierno muy contrario al
anarquismo. Para mí, la base de la vida social sería: nada de dogma político, o,
por lo menos, el mínimo, y en vez de esto, crítica, libre examen, experiencia y
dictadura.

Yo creo que un país habría de ser dirigido casi como se dirige una fábrica
o una compañía minera.

Yo ya sé que esto no es fácil de llevar a la práctica, ni mucho menos; pero


los países que consiguen algo de esto no lo consiguen por la forma de sus
instituciones políticas, sino por la raza, por su cultura, por su experiencia y por
su ciencia, por algo que no depende de una utopía, de una forma de gobierno ni
de una Constitución.

También algunos me achacan el ser un bohemio.

Yo no sé en qué consiste el ser bohemio. Si el ser bohemio quiere decir


pretender ser independiente y no vivir como un parásito de la política y del
Estado, yo soy un bohemio; ahora, si ser bohemio quiere decir el pasar la vida
en los cafés, o en los teatros, hablando, discutiendo y fumando, entonces no soy
bohemio, porque ni voy a los cafés, ni a los teatros, ni fumo y, además, me
levanto por la mañana muy temprano.

En mí, pues, no hay tal bohemio.

En la juventud he ido un poco al café y al teatro; pero hace cerca de


cuarenta años que no voy ni a un lado ni a otro.

Que no soy muy sensible a la vida social, es cierto. ¡Qué se va a hacer!

Prefiero vegetar como un solitario y tener el gusto de vivir una vida


pobre, según mis instintos y mis ideas, que no acomodarme a un estado de
cosas que no me parece agradable ni simpático. Suprimir lo superfluo y en parte
lo necesario no me cuesta gran cosa.

Me ha gustado la vida ordenada y la exactitud en las horas. Todavía que


un hombre extraordinario no sea puntual y que tenga costumbres caprichosas
se puede aguantar; pero que un necio cualquiera pretenda vivir en un desorden
que le parezca genial es desagradable. Yo, al menos, he sido enormemente
puntual. A la hora de la cita he estado siempre. Cuando vivía con mi madre me
marchaba a casa a las seis de la tarde y no salía nunca de noche.
Viviendo en París y solo hacía lo mismo. Me levantaba a las cinco o las
seis de la mañana, escribía, me echaba un poco antes de comer; por la tarde
visitaba a algunas personas amigas y después de cenar no salía. No estuve ni
una vez en el teatro durante tres años y medio, y muy pocas veces en el café, y
más bien por compromiso.

He sido perseguido por los sablistas.

González Ruano, en un artículo, decía que yo recibía a los sablistas en mi


casa, que los oía, y con lo que me contaban hacía un artículo y salía del paso
dándole al sablista un duro, con lo cual las visitas me resultaban productivas.

No había tal. La verdad es que la mayoría de ellos no sólo no me daban


ningún motivo de artículo, sino que me aburrían profundamente.

A algunos les he guardado odio, entre ellos a Villaespesa.

Villaespesa vino una vez con aire desolado a mi casa de la calle de la


Misericordia, con una letra en la mano a decirme que era sábado, no podía
cobrar la letra y tenía un compromiso urgente de hacer un pago a las tres de la
tarde. Necesitaba cuarenta duros y prometía por su madre que a las seis de la
tarde volvería a mi casa a devolverme el dinero. Yo vacilé, porque tenía que
pagar los jornales a los obreros; pero dio tales seguridades y se puso casi de
rodillas delante de mí, y yo le di lo que me pedía. No sólo no apareció, sino que
al cabo de tres o cuatro días vino su padre a decirme que le prestara mil o dos
mil pesetas, porque su niño, si no, no iba a poder escribir versos. «A mí me
importa poco que escriba versos o que se muera», le contesté.

El hombre se fue.

Después, siempre que se habló delante de mí de Villaespesa como poeta,


decía yo, muy convencido: «Es un poeta muy malo».

Algunos se extrañaban de que yo, que he tenido siempre muy poca


curiosidad por la poesía de mis contemporáneos españoles, tuviera una opinión
tan radical de Villaespesa; pero era lo cierto que si no había leído nada de él, en
cambio, había tenido una tarde muy desagradable por no haber podido pagar a
los obreros.

Hay gente de una escasez de recursos tan grande y tan entusiasta del
oficio de escribir, que no sólo hacer algo en literatura, sino hacer algo
medianamente bien, le parece tan extraño, que se queda ofendida con el
principiante bastante audaz para escribir mucho, y esta audacia no se le
perdona nunca. Así persigue al compañero audaz con la llaga disimulada y una
sonrisa fingida, y muestra su dolor con protestas o con supuestas ironías. El
mismo dolor que siente ante el libraco de Pérez o de Sánchez, lo sentiría si se
tratara de Cervantes o de Tolstói. ¿Qué espejismo raro produce el cultivo de la
literatura? El mismo caso que se da entre los escritores se da también entre los
artistas. Lo mismo en los jóvenes que en los viejos.

Don Vicente Colorado, hombre bajito y cetrino, enfermo del hígado, que
andaba con una pelliza que en aquellos tiempos ya no se usaba, hablaba con
saña de todo el mundo con un acento muy castellano, y había escrito un tomo
de poesías que se titulaba Besos y mordiscos, y otro libro, Hombres y bestias, que
yo no los había leído, pero que sólo por su título daban a entender su punto de
vista. Era un hombrecillo bilioso, que se derretía de cólera cuando hablaba de
algún escritor que tenía éxito.

La moda y el lugar común hacen que la gente tenga un concepto confuso


de las cosas. Un periodista del tiempo, que hizo una crítica de una novela mía,
La feria de los discretos, cuya acción sucede en Córdoba, reprochándome el gusto
de lo pintoresco, decía que cuánto más exacta sería una novela cordobesa hecha,
por ejemplo, por Maeterlinck. ¡Qué cosa más cómica! ¡Pensar que una técnica
alambicada y artificiosa, hecha con la tendencia y el aire de nebulosidad de los
paisajes flamencos, podría dar resultado en un pueblo de sol y de claridad!
Rusiñol veía de una manera maeterlinckiana un pueblo de Cataluña en el
sainete La alegría que pasa.

A mí también me pintaron como maeterlinckiano, y la verdad es que no


había leído nada de este autor hasta quince o veinte años después, que encontré
en un cuarto de un hotel de París El tesoro de los humildes, que lo leí, y no me
gustó nada, porque me pareció completamente sanchopancesco.

También se me ha atribuido un cierto odio por las mujeres y el no haber


pintado en los libros el amor como algo brillante y admirable; este reparo me
han hecho muchas veces, y últimamente hablaba yo de él en un artículo titulado
«Nuestra juventud», en el cual respondía a unos jóvenes que en una capital de
provincia me decían que a los lectores míos les molestaba la idea pobre que
daba del amor.

Yo les replicaba que ésa era una consecuencia de la petulancia española.


Al español le indigna que se le diga que su vida amorosa es, en general, pobre,
sin dramatismo; pero es así, ¡qué le vamos a hacer! Yo creo que el país rural que
no es rico no tiene una ética libre. Solamente en los países industriales y
comerciales de clima blando es donde se destaca la personalidad de la mujer y
triunfa el amor apasionado. Hoy, con la guerra, creo que el amor poético no
existe en ninguna parte. En nuestro hemisferio se ve que, a medida que se sube
al norte en la dirección del meridiano, la mujer es más independiente y tiene
más carácter. ¿No es evidente que una de las figuras más destacadas de la
literatura española es Dulcinea del Toboso, que no existe más que en la
imaginación de un hombre? Supongo que el español y la española se
entusiasman con la aventura romántica y peligrosa de amor en el libro, en el
teatro y en el cine más que en la vida. El español y la española, en este asunto,
como en otros muchos, quieren el trozo de hierro que sea al mismo tiempo de
madera. Erotismo, libertad y moral. Esto pasa en el teatro, no en la vida.
Respecto a esta cuestión amorosa y a la discrepancia entre la teoría y la práctica,
recuerdo una conversación que tuve con una cómica joven, Amelia Muñoz,
muerta prematuramente. Filmaban una novela mía y los cómicos estaban en
una fonda de Behovia. Yo fui una tarde allí y estuve hablando largo rato con
Amelia Muñoz, que me dijo que no le gustaban mucho mis libros, porque en
ellos el amor no aparecía como iluminado por una luz gloriosa. «¿Qué quiere
usted?», le decía yo. «Yo he escrito lo que he visto.»

Ella creía que el amor era, y debía ser, la preocupación constante de la


humanidad. Tenía como un panerotismo idealista y romántico. Después,
hablando de otras cosas, me contó que había hecho varios viajes a América, y
que en uno de ellos embarcaron tres compañías de teatro, con lo cual se
divirtieron mucho, porque la mayoría de los actores eran jóvenes.

—Ahí, en el barco, se desarrollarían muchas pasiones, muchos amores —


le dije yo.

—Nada de eso —me contestó ella—. Todo el mundo estuvo muy


correcto, y cuando llegamos a América, cada uno de nosotros se fue a su trabajo
y se acabó.

«¿Y el amor? ¿Y el pensamiento idealista y romántico?», estuve por


preguntarle. «¿Cómo no se manifestó ante tanta gente joven?»

Es muy posible que esa glorificación del amor apasionado sea en gran
parte literatura.

Hay mucha petulancia en los escritores meridionales en esta cuestión.


Que la mujer, en general, busque al hombre fuerte con la idea de los hijos no es
para ellos algo romántico y satisfactorio. El hispanoamericano, por ejemplo,
quiere creer que la mujer busca al poeta, que esto la embelesa y que el poeta es
él. Morenito, con los ojos negros y el pie pequeño. Verlaine, según eso, debió de
pasar el final de su vida entre grandes damas, y vivió abandonado como un
mendigo. ¡Y eso en París! En cambio, ¡cuántos majaderos insignificantes han
sido cuidados y mimados por bellas señoras un poco snobs!
El que mejor hace el papel del escritor genial entre las mujeres es casi
siempre el que tiene muy poco de escritor y nada de genial. Es lógico. El escritor
verdadero tiene una preocupación, que parece a los demás antipática por su
oficio y por su obra; en cambio, el simulador no la tiene, y esto le hace más
simpático. El escritor pocas veces sabe disimular su egotismo espiritual; en
cambio, el simulador sabe fingir admirablemente desinterés y altruismo, y
entonces, para la mujer un poco ilusa, es el homme charmant, que después la
desilusiona y le ve como un tipo cínico e insignificante.

Literato y mujer inteligente y coqueta no se entienden. Son rivales


oscuros en algo que no ven claro. Como Musset y Jorge Sand. De seguir juntos,
hubieran acabado: Musset de acuerdo con la cocinera, y Jorge Sand, con el
criado.
VIII

¿Dónde está el tipo de mujer que tenga vida y carácter en la literatura


española contemporánea? Yo no lo veo por ningún lado.

En realidad, entre alguna que otra mujer de gran carácter he conocido


muchas de una vulgaridad aplastante. La muchacha que me decía que ella en
un hombre en lo primero que se fijaba era en el calzado; otra, que en la corbata;
alguna, que afirmaba que estar en casa le parecía un verdadero horror.

He viajado por España siempre que he tenido ocasión y he curioseado


todo lo que he podido. En Madrid, y fuera de Madrid, si me han invitado a ir a
un sitio espectacular, he rehusado; pero si me han ofrecido llevarme a un lugar
donde hubiera señoras interesantes, he ido siempre. A pesar de ello, me han
considerado siempre como un enemigo del país y de las mujeres.

Es el lugar común adverso. Sin duda, ha tocado uno, queriendo o sin


querer, fibras que responden a un movimiento de repulsión. Yo he hablado
siempre con desdén de la galantería estúpida y provinciana convertida en lugar
común.

En cuestión de amores, en un medio distinguido y aristocrático con


pocos prejuicios y lugares comunes, hubiera tenido yo más éxito que en un
ambiente medio y burgués. Para esto me faltaba dinero y posición. Quizá me
hubiera podido acomodar a un medio pobre y bohemio y a otro aristocrático y
rico, pero a burgués no podía; tropezaba con todo.

Sin embargo, yo no he sido más desafortunado que la generalidad.

En una novelita titulada Allegro final, que aparece en un volumen mío


llamado Intermedios, y que es de lo mejor que yo he escrito, hay un recuerdo de
una escena un poco cambiada de lugar, en que el médico protagonista recuerda
que en una buñolería de la calle de Santa Isabel, una muchacha, cómica, de poca
edad, le dijo cuando era estudiante, dándole la llave de su casa: «Anda, toma la
llave y vete a mi casa».

Esto me ocurrió a mí hace más de cuarenta años, aunque no en una


buñolería de la calle de Santa Isabel.

Cuando yo iba a los cafés de noche era partidario de entablar


conversación con las mujeres que estuvieran cerca de la mesa, y todos los
amigos escritores o pintores eran hostiles a esto. Creían que la intervención de
una mujer vulgarizaba y hacía chabacana la charla, desviándola de los temas
actuales, que eran siempre los mismos: el clasicismo, el realismo, el arte de
Tiziano, el de Goya, etcétera.

Sin embargo, a mí me achacaban el tener antipatía por las mujeres, cosa


que no era cierta. En París he tenido más amistades con mujeres que con
hombres.
IX

He hablado —digo en Las horas solitarias— con una señora, de los


escritores españoles. La verdad es que éstos no tienen gran éxito con las
mujeres. Falta el prestigio. El único escritor actual que ha tenido verdadero
prestigio entre ellas, Benavente, es el que ha sentido menos inclinación por el
bello sexo; así que no se ha formado la tradición de que las mujeres se inclinen a
los escritores. En general, el prestigio del escritor español no llega a ser nunca
tan grande que deslumbre a las mujeres; las españolas, por su parte, son
mujeres de una seriedad y de una fuerza admirables desde el punto de vista
moral, aunque fastidiosas desde un punto de vista literario.

Nuestras mujeres son principalmente instintivas, y todo lo que sea


alejamiento de su función les parece inútil y peligroso. Por eso son tan
reaccionarias y conservadoras. Su ideal es hacer un nido, y para eso se necesita
una rama firme. Una sociedad insegura y un poco revuelta es para ellas poco
simpática, ¡y qué puede haber tan inseguro y tan revuelto como el pensamiento!
Prefieren con mucho la rutina.

A las mujeres españolas no les gusta leer, y mientras tengan esa moral —
admirable para el señor obispo y aburrida para el escritor—no se acercarán a la
literatura.

Esto indica, indiscutiblemente, una conformidad con la vida tal cual es,
que, según desde el punto de vista que se mire, se puede elogiar o despreciar.

Nuestras mujeres, en su mayoría, consideran que el mundo, la sociedad,


el papel que ellas tienen en la vida, está todo muy bien. Sólo algunas pocas
empiezan a creer que podrían tener una esfera de actividad más extensa.

Este sentimiento de conformidad proviene de su falta de sentido literario


y filosófico.

El sexo está, indudablemente, privado de eso. Yo creo que la misma doña


Emilia Pardo Bazán, que escribía muy bien, según decían, no tenía sentido
literario y filosófico alguno.

A esto replicarán los pobres conquistadores que no han conquistado


nunca nada: «A las mujeres no hay que hablarles de cosas serias, sino decirles
cosas bonitas». ¡Qué ilusión creer que uno cualquiera va a decir cosas bonitas!
¡Así como así se dicen cosas bonitas!
La receta para que las mujeres hagan caso de un hombre es sencillísima:
consiste en ser joven, fuerte, guapo y bien plantado. Lo demás, hablar o no
hablar, galantear o no galantear, es accesorio.

—Y usted, ¿por qué no se ha casado? —me pregunta una señora de la


reunión.

—Nunca he ganado bastante dinero para vivir medianamente —le


contesto yo.

—¿Nada más que por eso?

—Y también porque no he encontrado una mujer que me gustara


exclusivamente hablar con ella y a ella le gustara hablar conmigo.

Más adelante, todavía habría de adquirir impresiones con mayor


pesimismo y que no dejo de reflejar en la misma obra.

Yo, en Madrid —decía—, miraba como tipo de la mujer inútil, haragana,


embustera, erótica y ansiosa a una señorita de la vecindad que se llamaba Lola.
Lola era una mujer morena, verdosa, con la cara llena de polvos de arroz,
inmediatamente que veía algún joven y hablaba con él se derretía y perdía el
decoro; siempre estaba en el balcón mandando una carta a uno y a otro. A su
padre y a su madre los trataba mal, con una aspereza y un desdén tales, que
sublevaban; con las criadas tenía unas amistades estrechísimas, alternadas con
riñas feroces. No creo que hubiera leído nada más que algunos ecos de
sociedad. Tenía un entusiasmo por los ricos que llegaba a la vileza.

Esta mujer acabó no trágicamente, pero sí mal. Se casó con un


empleadito, y yo, por un azar del ejercicio de la medicina, supe que Lola había
tenido amigos, y que su marido, el pobre diablo, lo sabía. El hombre, que
mientras vivió fue un calzonazos tranquilo, cuando enfermó gravemente
adquirió una extraña energía, y al acercarse su mujer a la cama desviaba la
mirada de ella con repugnancia. Lola quedó viuda, y antes de perderla yo de
vista tenía una casa de huéspedes.

Yo creía entonces que este tipo de Lola era una excepción del género
femenino; después creía que era una variedad; hoy creo que es casi el género
entero.
La fuerza del sexo nivela a todas las mujeres.

«Con las mujeres de la burguesía», dice en su libro Pío Baroja en su


rincón Miguel Pérez Ferrero, «más que otra cosa, sufrió fracasos que, en
determinadas circunstancias, llegaron a extrañarle, cuando no le dolieron.

»Uno de estos fracasos no pudo ser más chocante, debido a la manera de


producirse.

»Habíanle presentado a Baroja una damisela que paseaba con su señora


de compañía. Habló varias veces con ella y le pareció que no le dispensaba mala
acogida.

»Además, un día encontróse por la plaza de Oriente a la señora de


compañía, que le alentó, comunicándole que a la muchacha no le disgustaba él
como pretendiente. Díjole también que a la mañana siguiente saldrían y podría
verla.

»Por entonces, la librería de San Martín acababa de colocar sobre la


muestra de la tienda, y ocupándola enteramente, un anuncio, en letras
llamativas, de La busca, novela de Baroja recién aparecida.

»En la parada del tranvía de la Puerta del Sol, donde conviniera con la
señora de compañía, Baroja hízose el encontradizo. Cambiando los saludos de
rigor y las primeras palabras de conversación con la damisela, a Baroja se le
ocurrió decir, con un poco de petulancia y con ingenuo deseo de despertar
mayor interés: “Ese libro que se anuncia ahí lo he escrito yo”.

»Contra lo que esperaba, la damisela volvió el rostro hacia el letrero y


terminó haciendo un gesto indiferente.

»Los días sucesivos, la damisela no se dejó ver, y Baroja fue renunciando


a las entrevistas.

»Cuatro o cinco meses más tarde iba Baroja con un amigo, cuando éste le
dijo: “Ahí va una señorita en un coche que debe de conocerle a usted. Le ha
mirado con un desprecio que me ha producido extrañeza”.»

En España no hay la tradición del éxito con las mujeres entre los
escritores antiguos y modernos. Yo no tengo la culpa. Larra, Bécquer, Galdós,
Echegaray, Castelar, Benavente, Menéndez y Pelayo, Palacio Valdés, ninguno
parece haber sido hombre que haya entusiasmado a las mujeres.

Yo creo que el que se encuentre una mujer con la que se entienda bien y
tenga igualdad de gustos y de inclinaciones es un hombre afortunado.

«¡Bah!», me decía un político elocuente. «Lo que una mujer debe cuidar
es que su casa marche bien.»

Y poco después decía Valle-Inclán, hablando de lo mismo: «Una mujer no


debe hablar de arte ni de literatura, sino arreglar a tiempo el bistec».

El espíritu del artista y del burgués es el mismo. Que las mujeres sean
estúpidas y vulgares les gusta. Ellos lo son también en la vida y ponen todo lo
que consideran espiritual en las artes; así hay tantos poetas, tantos músicos,
tantos pintores y escultores casi como mulas, y algunos hasta llegan a hacer
algo bien en su respectiva especialidad.

Cuando el ambiente es antinatural y un tanto absurdo, hay que convenir


que el tipo no conformista es un necio e imputarle un fondo de extravagancia o
de locura. Un periodista argentino me pintaba después de una interviú como
un hombre tan pobre de espíritu, que, nadando en riquezas, miraba desde la
ventana de mi despacho lujoso la calle llena de movimiento y de alegría, y
suspiraba porque no me atrevía a mezclarme en el bullicio del pueblo. Aquel
pobre señor tan estúpido había estado en mi casa, me había visto en un cuarto
pequeño con algunos libros, había podido notar que desde la ventana se
dominaba la calle de Mendizábal, donde no pasaba casi nadie, y escribía una
pobre entelequia para demostrar que yo no podía, como él, que tenía suerte en
la vida y en los amores, andar por la calle, sino que no me atrevía a salir de casa.

Esta suerte en los amores de los sudamericanos no sé si es ilusión o


realidad; no conozco el ambiente para saberlo con exactitud; habría que estar
allá; pero por lo que me dicen algunos españoles que han estado en América, el
ambiente parece que, efectivamente, es más laxo que el de España.

Yo he intentado siempre ver en lo que es, como decía Stendhal, y me ha


parecido encontrar que hay una sorda hostilidad entre el género hombre,
variedad literato, y el género mujer, variedad coqueta. ¿Es que uno y otra son
producto del mismo tronco de orgullo, petulancia y presunción, y por eso se
sienten hostiles? ¿Es que los dos tipos aspiran a lo mismo: a pavonearse, a
lucirse y a darse tono? Lo que sí me parece indudable es que la hostilidad
existe, y que se miran como perros y gatos. Cuando todo se haga con
estadísticas, que es el ideal de las sociedades marxistas, se verá que el número
de maridos engañados entre los literatos de todos los países es enorme.
Yo no he pretendido, ya de viejo, tener éxito con las mujeres; pero sí he
querido conservar la amistad con alguna; la verdad es que no lo he conseguido.
Sin embargo, he sido fiel a la amistad; no he cambiado ni he sido versátil; pero
parece que esta manera de ser no es la más favorable para un trato amistoso.
Luego, las mujeres inteligentes tienen simpatía por unos hombres tan
estúpidos, que se queda uno maravillado. Puede que a los hombres nos pase
igual con ellas y no lo notemos.

A mí me ha pasado alguna que otra vez el ir durante largo tiempo a una


casa en donde había una reunión amable en la que se encontraba uno a gusto, y
de repente, sin comprender el motivo, ver que la señora o el señor o algún otro
de la familia se mostraba displicente, hostil. Ante una actitud así había que
dejar de acudir a la reunión y cortar las relaciones. En estos casos he supuesto
yo siempre que habría mucho de influencia de la chismografía.

En París no me ha ocurrido nunca eso y me ha parecido observar que la


amistad de la gente es más segura, menos expuesta a murmuraciones.

La única vez que le hablé al escritor venezolano Blanco-Fombona, que


tenía cierta preocupación por mí, se divagó sobre esto. Yo pasaba una tarde de
verano por delante de un café de la calle de Alcalá, cuando alguien, creo que fue
Villaespesa, se levantó, me llamó y me llevó apresuradamente a la terraza, a
una mesa donde estaba el venezolano con dos señoras o señoritas, que parecían
hermanas[9]. El venezolano me dijo que le había defraudado, que se figuraba
que yo sería un vasco alto y fuerte, y que me encontraba un tipo un poco
cansado, de estudiante alemán. Después contó algunas aventuras de amor en
América con muchachas de familias de buena posición, y como parecía
decidido a proseguirlas en Madrid, yo le dije:

—Creo que se va usted a llevar un chasco si piensa usted que aquí va a


tener aventuras de esa clase.

—¿Por qué?

—Porque aquí la moral es más rígida.

Las dos hermanas que estaban en el café confirmaron lo que yo decía.


X

El rencor de los hispanoamericanos por haber dicho yo de ellos tres o


cuatro cosas agrias no me interesa nada. Solamente los pueblos ñoños no
pueden resistir que se burlen de ellos. Es una manifestación de debilidad y de
tontería. Los alemanes han leído a Schopenhauer y a Nietzsche y no se han
escandalizado; los ingleses, a Byron, Dickens y ahora a Bernard Shaw; los
franceses, a Flaubert y a Zola; los americanos, a Mark Twain. ¿Qué han perdido
con eso? Nada. Discutir y sentir curiosidad es lo que salva a un país de su ruina.
Es lo que no han sabido hacer los pobres franceses en estos últimos tiempos.
Estaban equivocados en todo. No tenían idea clara de lo que eran los pueblos
vecinos, y creían que con pensar en Racine y en las excelencias de su lenguaje ya
todo el mundo los iba a respetar. Hay que ver en lo que es, como decía
Stendhal, que era un kantiano sin saberlo. Los franceses lo han sido durante
mucho tiempo, a pesar de su petulancia; pero ha llegado un momento en que
sus frases, y quizá la decadencia orgánica producida por la guerra pasada, los
ha llevado a la ruina.

Otros reparos le han hecho a uno. Yo he leído varias veces esta frase en
varios artículos: «Pío Baroja es ya viejo». Nunca he leído un reproche así
refiriéndose a los demás escritores. Creo que hay en esta indicación un fondo de
acritud nacido de un ansia plebeya de venganza.

Salaverría dice también que yo tengo mucho miedo a las enfermedades.


Lo he tenido más que ahora, sobre todo a las incomodidades. Sin embargo, hace
ya veinte años, me hicieron una operación grave y estuve a punto de morir, y no
me manifesté muy asustado, sino más tranquilo que la mayoría.

Nadie sabe cómo se va a comportar en los momentos de peligro; a veces,


el que se cree valiente se muestra cobarde, y al contrario. Para el que tiende a
ver la vida en fisiólogo, el valor es una consecuencia de energía nerviosa de la
resistencia de los nervios, y no de las convicciones. Así, en la Revolución
francesa, en donde se guillotinó una porción de hombres de gran mentalidad,
su actitud ante la muerte fue muy distinta. Hasta en las mujeres se dieron casos
de extrema serenidad, como en Madame Roland y en Carlota Corday, y casos
de terrible terror, como en Madame Du Barry.

Sabida es la serenidad de Saint-Just, y es también conocida la frialdad del


astrónomo Bailly. Este sabio vio cómo armaban la guillotina para ejecutarle a él
un día de invierno y de lluvia. Un hombre del pueblo que notó que temblaba,
poniéndole la mano en el hombro, le preguntó:

—¿Tiemblas, Bailly?
Y él contestó:

—Sí, ciudadano; pero es de frío.

Para esto hay que tener los nervios muy duros.

También me han acusado varias veces de versátil y de apóstata. Apóstata,


¿de qué? Yo únicamente he pretendido ser fiel a la sinceridad espiritual y a lo
que me parece lo verdadero, y sigo siéndolo.

Hace diez o doce años, un conocido, que me había visto en un automóvil,


camino de Biarritz, acompañando a unas damas elegantes, me decía:

—Usted ha cambiado la casaca.

—Hombre, no —le contesté—; yo no he hecho profesión de fe de no


acompañar en la vida más que a cocineras. Y no es que me parezcan mal las
cocineras ni tenga enemistad contra ellas.

Otro reproche que me hacen a mí con frecuencia es el de la indiferencia y


la frialdad. El mediterráneo considera que son sinónimos el calor, el entusiasmo
y la retórica. Si no hay retórica, no hay calor ni entusiasmo en ellos. A mí lo que
me entusiasma no me da ganas de hablar. Ver un paisaje admirable, ver y
escuchar a una mujer encantadora, oír algo de lo que más me gusta de Mozart o
de Beethoven, no me da ganas de dedicarme a la retórica, sino más bien de
callarme. Nada nos obliga a aceptar un género falsificado. Es lógico que, si
podemos, no aceptemos más que lo auténtico. La retórica, en general, no sirve
más que para falsificarlo todo y dar a los géneros falsificados un valor que no
tienen.
XI

Respecto al prestigio de los escritores y, sobre todo de los periodistas,


entre la gente rica española, recuerdo lo que presencié en un viaje que hice a
Jerez hace más de cuarenta años. Estaba yo en la redacción de El Globo, y vino
un día un secretario de Rafael Gasset a decirme que debía ir con un grupo de
periodistas de varios periódicos a ver el pantano de Guadalcacín, próximo a
Jerez, proyectado en tiempos de Gasset. Yo dije que no, como digo siempre a
estas cosas; pero el secretario, que era un tipo alegre, llamado Vigil de
Quiñones, me convenció de que debía ir.

Fuimos Rafael Gasset, Julio Burell, Vigil de Quiñones, Ramiro de Maeztu,


Cristóbal de Castro, García Plaza, no sé si algún otro y yo. No recuerdo bien el
itinerario que seguimos, pero recuerdo que estuvimos en Sevilla, en Sanlúcar de
Barrameda y en Jerez.

Estando en Jerez nos llevaron a casa de una condesa o marquesa de Casa


Pavón, que se consideraba como de las más aristócratas del pueblo.

Yo estaba con Vigil de Quiñones bebiendo una copa de vino que me


habían dado y hablando con una señora muy guapa y que conocía a unos Goñi,
parientes míos que vivían allí en Jerez, y que se burlaba con gracia de los
vascongados, desde el punto de vista de una andaluza, cuando vi que los
periodistas compañeros míos se mostraban como excitados y hablaban entre
ellos. No hice mucho caso, y al terminar la reunión pregunté:

—Y qué, ¿ha pasado algo? ¿Ha habido alguna noticia?

—Pero ¿usted no se ha enterado? —me dijo Maeztu.

—No. ¿Qué ha ocurrido?

—Pues que al irnos a presentar Gasset a la dueña de la casa, le preguntó:


«¿Quiere usted, marquesa, que pasen los periodistas que vienen conmigo?». Y
ella ha contestado: «Sí, que pasen; pobrecillos».

A mí me dio la historia un poco de risa.

—Usted todo lo toma a broma —me dijo Maeztu—; pero yo no.

—No vaya usted a creer que el periodismo es un sacerdocio.

—Tampoco creo que sea una cosa de poca importancia.


—Pero, hombre, ¿qué le importa a usted? —le dije yo en broma—. Piense
usted que nuestros antepasados de Álava eran hidalgos cuando estos andaluces
estaban todavía dominados por los moros. Ya sabe usted que los vascos no
datamos, como le dijo un aldeano del país a un duque de Rohan.

Maeztu y los demás periodistas querían dar a la frase de aquella señora


demasiada importancia.

Al día siguiente iba a haber un banquete, y, por lo que me dijeron,


alguno de los periodistas iba a hacer una alusión a la frase desdeñosa de la
dama.

Yo, que no tenía mucho deseo de enterarme ni curiosidad por ver en qué
iba a terminar la cuestión, me fui a visitar a mis parientes los Goñi, y como me
dijeron que el banquete empezaría a la una, salí de la casa a las dos y tiré hacia
el hotel, y en el camino me paró Vigil de Quiñones, que iba en coche, y me dijo
que había tiempo para tomar parte en el banquete y que tenía que ir con él.

Efectivamente, llegamos a las afueras del pueblo, comenzó el banquete,


se hizo la alusión a la frase de la dama, habló mucha gente y, entre ellos, Burell
con una voz atronadora.

Cuando terminó, como fue muy aplaudido, yo creo que a Gasset le


pareció que después de Burell iba a quedar un poco en segundo término como
orador, y que le convenía que hablara alguien que lo hiciese bastante mal, y
dijo:

—Que hable Pío Baroja.

—Sí; ¡que hable!, ¡que hable!

Yo me excusé, pero no pude negarme, y hablé de una manera


deshilvanada. No tenía nada preparado y dije lo que pensaba. Dije que era un
individualista de tradición y de ideas, que no veía con simpatía la
colectivización de la tierra, aunque me parecía lógica, y que, aunque me pasaba
esto y creía que la socialización traería, a la larga, un descenso de la cultura, ésta
llegaría fatalmente con el tiempo, sobre todo en las zonas llanas y ricas.

Mi discurso produjo un poco de estupefacción.

Al recordar esto, lo relaciono, sin querer, con una visita que hice, con una
dama de la aristocracia española, a una escritora en París, la madre del crítico
Ramón Fernández.
Vivía esta señora en la Rue du Bac. Allí encontramos a Rivière, que hacía
de director de La Nouvelle Revue Française; a un amigo de Proust, que puede que
fuera Montesquieu, y a la duquesa Mathieu de Noailles, de la familia italiana de
Rúspoli, que debía de ser cuñada de la poetisa Ana de Noailles. Estos Noailles
son de familia de mariscales de Francia del siglo XI.

Esta señora estuvo conmigo muy amable; creía que los literatos y los
artistas eran lo más importante del mundo y tenía unas ideas casi
revolucionarias.

Yo recuerdo ahora la dama de París y la de Jerez, y pienso en la


diferencia que puede producir el paralelo geográfico en las unas y en las otras.
XII

Con relación a la crítica que encuentro en estos periódicos viejos, la


dividiría en varias clases:

Crítica cordial elogiosa que le representa a uno con colores atractivos y


simpáticos: Azorín y Onís, en España; en el extranjero, la crítica inglesa, de los
Estados Unidos y de los países escandinavos.

Crítica dramática, en que el escritor sale en parte realzado y en parte


achicado, pero con trazos llenos de intensidad: Ortega y Gasset y alguna crítica
alemana.

Crítica de tono medio, en que se le prestan al autor grandes condiciones


generales y algunas deficiencias, como las del estilo: Gómez de Baquero.

Crítica elogiosa, en la que se advierte cierta antipatía interior: Salaverría,


algunos escritores americanos y algunos italianos.

Crítica con elogios a veces y con burlas y bromas: Giménez Caballero.

Crítica agresiva, con todos los tópicos que se han dicho contra mí:
periódicos de provincias y sudamericanos.

Azorín dice en su libro Madrid que yo no tengo odio ni rencor por las
personas de quienes literariamente hablo mal. Yo soy un realista, un aficionado
a la biología; naturalmente, sin un rigor completo, porque en literatura el rigor
científico no puede existir, y lo que opino de los demás, tanto de los vivos y de
los muertos, como de mí, lo opino sin ningún interés consciente personal.

Yo, cuando veo que un crítico encuentra en un autor, joven o viejo, lo que
hay en él de privativo y de fundamental, digo: Esto no tiene nada de particular.
Pero luego pienso que sí, que es cosa muy rara.

Ya ver en lo que es, en lo que no está escrito, sino en lo que se


desenvuelve ante nuestros ojos, es privilegio del hombre de genio.

Para ser un crítico bueno habría que tener una ecuanimidad, una
generosidad y una virtud que no se pueden exigir a nadie. Un hombre que haya
estudiado la literatura universal, la de su país y su historia, que pueda examinar
las obras de los demás con serenidad, sin prejuicios, sin malevolencia, sin
dejarse influir por las amistades ni por las antipatías, y, además de esto, que
gane menos de lo que gana un burócrata por poner unos sellos y unas firmas y
hacer algunas diligencias vanas y vulgares, es imposible. Es pedir demasiado.
El autor, al fin y al cabo, va empujado por la ilusión, por la vanidad; pero el
crítico no. Una novela, una poesía, un drama, puede, por un golpe de fortuna,
dar dinero, dar fama, apoderarse del gran público. No es corriente, pero se dan
casos. Pero ¿qué va a conseguir un crítico con hacer una crítica justa y clara?
Nada.

A lo más, que haya una docena de personas que le digan: «Este artículo
está muy bien». Es el máximo triunfo que puede obtener.

Pedirle al crítico una austeridad y un desinterés completo es exagerado.


La mayoría de los críticos leen rápidamente, siguen las opiniones hechas, se
ocupan de lo que se ocupa todo el mundo, no se ponen contra él, favorecen a los
amigos, atacan a los adversarios. No se puede exigir otra cosa.

Únicamente cuando un autor muere y se destaca por su obra o por su


vida pasada, como trascendental, el crítico puede estudiarle bien. Ya las causas
que oscurecían el juicio han desaparecido, y se puede comenzar a ver con
desinterés las condiciones, buenas o malas, de la obra que dejó el escritor.

Yo he visto siempre, con relación a mí mismo, qué poca exactitud tenían


las críticas respecto no a la bondad o a la vulgaridad de una obra, cosa
difícilmente aclarable, sino con relación a las influencias, a las intenciones, a los
gustos y hasta al aspecto físico del autor.

La pretensión de ser tasado en lo justo es lo más ambicioso y loco que


puede tener un hombre. Eso no quita para que la tengamos los escritores
vanidosos y los que nos consideramos modestos.

La crítica, como valor, en el momento tiene muy poco. En cada época,


críticos y no críticos tienen una manera de pensar y de sentir el tiempo
amanerada, y es muy difícil que haya alguien que esté libre de esa forma de
pensar.

La crítica, luego, como la historia, a fuerza de pruebas va haciendo sus


valoraciones. Es decir, que el crítico de obras antiguas puede tener una opinión
como basada en un cálculo de probabilidades.

Sabe la importancia de Shakespeare, de Moliere o de Cervantes, como la


de Nietzsche o la de Dostoyevski; pero ¿quién sabe si el Dupont, el López o el
Müller de hoy van a ser algo con el tiempo?

Sobre todos los hombres de valor reconocido puede escribir el hombre


que no tiene un criterio firme con cierta seguridad. La erudición se puede
conseguir de una manera sistemática y mecánica. El hombre que lea mucho,
que tome notas, que luego las vaya clasificando, aparece como un tipo literario
inteligente y agudo, sin serlo.

Barajar Séneca con Plutarco y Virgilio con Platón. Esto hacía Montaigne,
y lo puede hacer cualquier otro; pero Montaigne tenía gracia e ingenuidad, y
esto es lo que no se aprende.

Respecto al estilo, me han dicho cosas que a mí me parecen vulgaridades.


Ha habido escritor que ha creído que yo no conocía las cuatro o cinco reglas que
sabe cualquiera y los cuatro o cinco tópicos que son de uso corriente.

Entre los escritores que no han creído esto ha habido varios.

En su último libro, titulado Madrid, dice Azorín:

«El secreto de Baroja es un secreto a voces. Todos lo saben, y no lo sabe explicar nadie.
Tienen la clave de ese misterio muchos, y son pocos los que la tienen. El secreto de Baroja es su estilo.
No se ha dado tal estilo nunca en ningún gran escritor español. Difícil es convencer a los obstinados.
Los que sistemática y premeditadamente se colocan —en el terreno literario— frente a Baroja no
harán dejación de su prejuicio.

»La prosa de Baroja es clara, sencilla, sobria. La pureza no tiene nada que hacer en ella.
Baroja vive y está cerca de las cosas. Su fuerza reside en este contacto con lo concreto. La propiedad,
por consiguiente, es natural en él, y Baroja usa —sin proponérselo, espontáneamente— el tiempo que
debe usar y que él se ha creado también».

Los críticos franceses, sobre todo los franceses, que se ocuparon hace
tiempo de mí, dijeron que yo no tenía estilo. La cosa es evidentemente
comprensible. Los historiadores de la literatura española y extranjera, como
Fitzmaurice-Kelly, Mérimée, Martinenche, me han tratado con poca simpatía, y
ello se explica porque ellos, en general, tienen entusiasmo por lo que a mí me
parece lugar común. Así, Mérimée, profesor de Toulouse, me escribió hace años
una carta que parecía arrancada de un libro de un autor español del siglo XVII.
Si yo le hubiera dicho que aquello era lo que se dice en francés un pastiche, le
hubiera parecido, naturalmente, muy mal.

¿Cómo para él, un escritor como yo que intentaba expresarse con el


máximo de rapidez y con el mínimo de fórmulas viejas y desgastadas, iba a
tener estilo? Ello era imposible.

López Ballesteros y Gómez de Baquero, a juzgar por varios artículos, y


por uno que escribió este último sobre mi novela Las mascaradas sangrientas,
llamaban escribir bien al estilo oratorio. El estilo oratorio es fácil de hacer y fácil
de comprender. El estilo sencillo, que explique bien, que dé la impresión bien,
sin afectación, sin petulancia, eso es lo que me parece más difícil. Salir del salón
sin que nadie recuerde cómo uno iba vestido, como decía Jorge Brummel.
Veo un trozo de periódico literario que dice:

«Estos cuatro nombres de perfil acusado no están entre la juventud de última hora. No
pueden estarlo. Porque es injusto que la juventud quiera todos los honores y no comprenda cómo es
preciso guardar deleite y honor nuevo para las horas nostálgicas y calcinadas de la madurez o de la
senectud.

»Estos cuatro nombres son, en opinión de quien estas líneas escribe (C. González Ruano),
don Ramón del Valle-Inclán, don Pío Baroja —el escritor de mejor estilo, a ver si nos enteramos de
una vez de lo que es estilo—, don Miguel de Unamuno y don José Ortega y Gasset».

Con relación a mí, los profesores hispanistas franceses han cambiado de


opinión. He aquí lo que dice J. Sarrailh en su libro Prosadores españoles
contemporáneos:

«En relación al estilo, se descubre sin esfuerzo que Baroja es enemigo de la retórica. Tiene
horror de todo lo que sea amplificación, redundancia y elocuencia. Ninguna preocupación de estilo
elegante. Repudia la literatura artificial y poco natural. Dice: “Dar unidad a un libro empleando
viejas fórmulas de relleno, una retórica grandilocuente; esto se puede aprender, como se aprende a
hacer zapatos”. En este punto, Baroja aceptará el ideal que propone para el prosista Alain en su
Sistema de Bellas Artes: “Un buen escritor no cuenta jamás sobre una palabra; lo que le es propio es
producir un gran efecto con la reunión de palabras comunes”. Y añade: “La prosa, considerada en su
pureza, tiende siempre a desviar la atención de los elementos. Las palabras ordinarias y las
construcciones comunes son aquí la materia del artista”».

Pocas veces estoy yo de acuerdo con las ideas de los críticos franceses;
pero en esta ocasión me siento identificado con Alain, crítico del cual no había
leído nada hasta la última época en que he estado en París, y de quien leí un
estudio sobre Dickens, en La Nouvelle Revue Française, que me pareció muy
atinado.
XIII

La opinión acerca de mí y de mi forma varía poco en los hispanistas


franceses. En el Larousse Ilustrado veo esta nota, que se refiere a mí:

«Pío Baroja, né en 1872 à Saint-Sebastien, a donné à beaucoup de ses romans le cadre du pays basque
ou de la Navarre. Médecin, puis comptable dans une boulangerie, il vit actuellement retiré; mais, voyage de
temps a autre à travers l’Europe. Il a composé un cycle de romans sous le titre: Mémoires d’un homme d’action.
Ses livres sont agressifs, paradoxaux, extravagants et subversifs. Il considere la vie comme “une longue
aventure pleine de rencontres aussi curieuses qu’inútiles et de séparations, une divagation incessamment
féconde en types pittoresques”. Ses livres sont des galeries de portraits où se condoient courtisanes et dames du
monde, artistes et vagabonds. Jean Cassou le compare à Stendhal à cause de l’accent particulier, de l’attrait bien
personnel qu’il exerce, et aussi d’une écriture aussi peu académique que possible. Il a “le trait incisif, le dessin
net, et de simplicité”. On a dénigré son style; en vérité, aucun n’est plus original ni plus savoureux».

En periódicos alemanes, ingleses y escandinavos he visto críticas


elogiosas.

De un diálogo de La Gaceta Literaria, febrero de 1934:

«Conversando con el crítico alemán J.P. Keins, salió a relucir la novela, y hasta qué punto
debe ser una reproducción de la realidad, una creación basada en ella o en un mundo nuevo. Y,
hablando de novela, tan cerca la publicación de la última de Baroja, hubieron de surgir en la
conversación los procedimientos novelísticos barojianos. Este mi amigo extranjero es un admirador
decidido de don Pío, y así lo ha demostrado en un extenso artículo publicado en la Vossische Zeitung.

»Ahora, renovada su devoción por la lectura de Las noches del Buen Retiro, me decía:

»—Uno de los recursos técnicos de este escritor que más admiran es el describir tan
plásticamente ciertas figuras accesorias, aunque luego no tengan que hacer en la trama novelesca, ya
que las hace desaparecer inesperadamente. Estos personajes secundarios se nos quedan grabados
como en la vida, en la cual, dentro de un argumento, interfieren numerosas figuras que, aun
desvaneciéndose luego de nuestro interés, nos ocuparon la atención por unos instantes de un modo
intenso».

También veo dos artículos muy agudos y elogiosos del crítico sueco Karl-
August Bolander, sobre Zalacaín el aventurero y El mayorazgo de Labraz, y un
trozo de revista francesa, no sé de cuál, que dice:

«Les oeuvres que l’on considere généralement comme ses chefs-d’oeuvre, sont La sensualité pervertie,
essais amoureux d’un homme ingénu (1920) et Les heures solitaires (1921), qui placent leur auteur, a dit
Valéry Larbaud, parmi les premiers écrivains de l’Europe. Ce sont de véritables confessions où il met son ame
absolument a nu».

Claro que yo no creo gran cosa en estos elogios, como no creo tampoco
en las críticas adversas.
Es curioso comprobar cómo la mecánica de los elogios varía. Veo un
artículo en un periódico francés sobre La novela de un novelista, de Palacio
Valdés, y encuentro esta frase:

«Je songe avec quel art sévère, quelle forcé, quelle concision et quelle couleur un autre romancier
espagnol, Pío Baroja, traduit sa visión d’une petite ville, par exemple, Urbia, dans Zalacaín l’aventurier».

A mí me han dicho muchas veces lo contrario. ¿Cómo se podría


comprobar lo mío con el libro de éste o del otro?

En una interviú con Kellerman, autor de El túnel, dice que considera a


Baroja dotado tanto de las virtudes como de los defectos de Dickens. Claro que
lo de las virtudes literarias no lo creo.

Hay escritores a los que se les va escatimando el pequeño éxito que


puedan tener, y a otros se les concede un crédito ilimitado. Depende de su
posición y de su actitud.

A mí se me negó desde el principio el sitio entre la juventud literaria,


entre tantos escritores y periodistas que se los tenía por talentudos, y de los
cuales hoy no se acuerda nadie.

Algunos críticos ingleses dijeron que mis novelas eran cinematográficas.


No serán, seguramente, por la influencia que haya tenido el cine en mí, porque
en toda mi vida no habré visto más de un par de docenas de películas.
XIV

Otro punto importante es el de los plagios y el de las imitaciones. A mí


me han atribuido una porción de imitaciones, hasta el punto de que no ha
habido escritor célebre que, según los críticos, no haya imitado. En esto se ha
tenido una suspicacia bastante estólida, que no se ha tenido, evidentemente, con
los demás. Yo siempre he dicho que mis escritores favoritos han sido Dickens,
Poe, Balzac, Stendhal, Dostoyevski y Tolstói. La gente ha debido de creer que yo
tenía secretos. ¿Qué secretos va a tener un escritor que ha publicado setenta u
ochenta volúmenes?

Uno de los secretos que tenía era haber imitado a Gorki. «Usted ha sido
un imitador de Gorki.»

La verdad es que mis libros no se parecen nada a los de Gorki. No se


pueden parecer, porque yo no he leído más que dos o tres cuentos de este autor
y un artículo biográfico sobre él hace más de cuarenta años. Después, nada,
porque no me producían mucho interés. En cambio, de Dostoyevski he leído
toda su obra, y hasta varias veces, y ha tenido que influir en mí.

«Todo el mundo sabe, por ejemplo, que Anatole France influyó en Azorín, y Máximo Gorki
en Pío Baroja. Solamente que en estos detalles todo el mundo grosero se equivoca. Acaso el único
escritor ruso que no ha impresionado a Baroja es Gorki, y el escritor francés que impresionó mucho a
Azorín fue Francis Jammes, lo contrario de Anatole France [10].»

«Observándolo, parece imposible que se haya podido asignar a Baroja el papel de imitador
de Máximo Gorki.

»Los vagabundos y aventureros de Gorki son los hombres mudos de la rebelión triste y
resignada, aun de la rebelión triste contra los hombres o contra el Destino. En lo más íntimo de los
personajes de Baroja late siempre el impulso de la rebelión locuaz y desenfadada y se manifiesta la
tendencia crítica en que pone el autor la sal de su propio juicio.»

Esto lo dice J. M. Benítez de Lugo en un periódico de Canarias, escritor a


quien no conozco personalmente.

También lo han dicho varios después, porque el hecho es una cosa


evidente. Además, si yo hubiera intentado imitar a Gorki, la cuquería natural
del escritor que piensa hacer esto me hubiera impulsado a no hablar de él. Es
lógico. Y, sin embargo, es posible que el primer artículo que se escribió sobre
Gorki en España fuera el que yo publiqué hace cuarenta años en no sé qué
periódico.

Tampoco ha influido en mí Ganivet, a pesar de lo que decía el señor


Icaza. En su tiempo no lo leí, y después no cayó en mis manos.
El otro día, en la librería de Ontañón, de la calle Ancha de San Bernardo,
encontré un segundo tomo de Los trabajos de Pío Cid, y me puse a leerlo.

El libro se parece a los míos como un huevo a una castaña. Lo mismo


podía haber dicho el señor Icaza que mis obras están inspiradas en las Doloras,
de Campoamor, o en las poesías de Grilo.

Otras de las imitaciones, ya muy concretas, que me han reprochado, es la


de un libro: Idola Fori, de Bacon; la de Ubu, rey, de Jarry, de La intrusa, de
Maeterlinck, y un ruso, Garin.

Después he visto en un libro de un hispanoamericano que los Idola Fori


son los ídolos del pueblo, es decir, los lugares comunes de la política, los
prejuicios, etcétera, pero que no hay un libro ni un capítulo especial en la obra
de Bacon que se ocupe de ellos.

Si a mí me llevaran a un rincón y me ataran y me dijeran: «Aquí se va


usted a pudrir encerrado si no nos cuenta con detalles el argumento de una de
esas obras». Si me dijeran esto me fastidiarían, porque ni por casualidad ha
caído en mis manos ninguno de estos libros, a pesar de que, como digo, según
algunos críticos, es lo que más he imitado. Lo mismo podría decir de
Korolenko, de Mirbeau y de otros autores que tanta influencia han tenido en mí,
según algunos críticos, y que yo no he leído.

Al mismo tiempo que esta crítica, que quiere ser un tanto objetiva, hay
otra subjetiva, en la que le dicen a uno cosas extrañas.

He visto un artículo de un escritor joven llamado Baltasar P. Miró, en el


que se dice que mis libros parecen fandanguillos y que los jóvenes quieren
abandonarme.

Eso de que mis libros parezcan fandanguillos no me ofende nada. Es la


gracia del café, que a mí nunca me ha gustado.

Había un joven español que estaba en París hacia 1913, y que debía de
tener el cargo de tesorero de los españoles que estaban allí pensionados. Decía
una vez en el café que los dramas de Shakespeare eran rostanianos, porque se
parecían a los de Edmundo Rostand. Son gracias, como digo, de café, para mí
muy poco divertidas. En el pueblo donde yo vivo el verano, en Vera, había en
un molino próximo a casa un tipo de retrasado mental llamado Donato, y los
chicos le decían: «Donato, cara de gato».
Él les contestaba haciendo comparaciones: «Tú eres como un caballo sin
cola. Y tú como un perro sin collar… Tu madre es como la gallina del caserío de
al lado».

En París, un amigo escritor tenía hace tiempo un chico de diez o doce


años, que era especialista en comparaciones absurdas. Salía al balcón y
empezaba a decir: «Las nubes son como vacas. El humo de las casas sale de las
pipas de los vecinos. El viento lo mueve un abanico grande que hay en las
fábricas de electricidad».

Lo único que me hizo gracia de este chico, porque era sincero y sin
malicia, fue que, al pasar por el bulevar con su padre y conmigo, estaban
rompiendo el asfalto de la acera, y por debajo de él se veía una tierra negra, y el
chico dijo: «Esa tierra es la que luego sirve para los campos y para las huertas».

El chico, sin duda, pensaba que toda Francia estaba cubierta de asfalto y
que la tierra laborable se sacaba de debajo del asfalto.

Respecto a la frase de este escritor Miró, en la que dice que todos los
contemporáneos me han elogiado indebidamente y que es hora de
abandonarme, me parece una fantasía.

«Mientras esperamos una crítica sincera —queridos amigos— de Baroja, nosotros, los
jóvenes, los verdaderos jóvenes, cortamos amarras con su obra y le saludamos —sinceramente
alegres— desde la proa de nuestro barco, ansiosos de hacernos a la mar.»

No comprendo bien esa despedida cuando no ha habido amistad. A mí,


además, el que me sigan o no los muchachos me tiene sin cuidado. Nunca he
tenido nada de pedagogo. Que cada cual vaya por su lado. ¿Quién estorba al
escritor joven de hacer lo que quiera? Yo creo que nadie. Respecto al gusto por
un escritor o al disgusto por él, nadie lo va a tener en cuenta y se pueden
permitir todas las veleidades y todos los cambios con perfecto derecho y con
perfecta impunidad.
XV

Otras críticas un poco pueriles me han dedicado a mí. Siempre a base de


una posible malicia que el suponerla ya da una impresión de cazurrería
aldeana. Algunos me han dicho con seriedad que no he visto muchos pueblos
españoles de los que hablo. La primera observación en este sentido, que me
chocó por lo zafia, fue la de un señor que me decía, en un volante de ministerio,
que no había estado yo en el monte Urbión de excursionista, como decía hace
cuarenta años en un número de Los Lunes de «El Imparcial». Yo no he leído en
ninguna parte una suspicacia tan estúpida. No parece sino que es una cosa
difícil ir a un pueblo próximo o subir a un monte cuando todavía se es joven. Se
comprende que de un viajero que diga que ha estado en Lasa, en la capital de
los lamas, en el lago Tanganica o en la cumbre del Kilimanjaro y no dé datos
suficientes, se puede sospechar que no ha estado en esos puntos; pero que a un
madrileño le pongan en duda que ha ido a El Escorial o a Illescas, o no crean
que un parisiense haya estado en Versalles o Saint-Cloud, es de una tontería
excesiva.

También me chocó, cuando publiqué una novela titulada El convento de


Montsant, en la que decía que llamaba al pueblo de que me ocupaba Ondara,
aunque no se llamaba así, que me escribieron de Alicante diciéndome que
Ondara no estaba en el mar, como yo decía, cuando yo indicaba varias veces
que el nombre de Ondara era de invención, y que lo usaba porque Ondara u
Ondarra es, en vascuence, arena.

Otra de las tonterías estéticas es preguntar por qué el autor saca estos
personajes y no otros. Por qué hace estas divagaciones. Son preguntas vanas. Lo
único que puede decir el crítico que tenga algún valor es si el autor interesa o no
interesa, si acierta o desacierta, y nada más.

Hojeando estos días un libro de Unamuno, veo que dice en el prólogo


que él ha quitado en sus novelas todo lo que tenía carácter cronológico y
descriptivo, para hacerlas más dramáticas e interesantes. ¡Qué incomprensión!
Si fuera eso así, nadie leería Pickwick, de Dickens; ni La guerra y la paz, de
Tolstói; ni El rojo y el negro, de Stendhal; leería las novelas de Unamuno, y son
precisamente las que no leemos. Es extraño que haya gentes que supongan que
hay recetas para hacer en la literatura algo ameno y bien.
XVI

«El lugar común del romanticismo es, sin duda, lo que hizo afirmar erróneamente que
Baroja se parecía a Gorki. El autor de El árbol de la ciencia es tan humano, tan observador, como el
autor de los bajos fondos; pero le interesa más el alma del hombre que su pintoresquismo. Gorki,
cuando pinta a un hombre, lo estudia como a un fenómeno, mientras que Baroja observa un
fenómeno y hace de él un hombre. Gorki va de lo general a lo particular; Baroja procede en sentido
inverso.»

Benjamín Jamés —en La Vanguardia— comentaba el artículo de Soupault:

«La revista Europe ha publicado un artículo acerca de Baroja. En él se lamentaba su autor —


Felipe Soupault— de lo poco conocido que era en Francia este cronista incansable del siglo XIX. El
artículo lleva por título: “El aislamiento de Pío Baroja”».

Años después, uno de nuestros más certeros críticos literarios —


Fernando Vela— decía, al hablar de los personajes de El laberinto de las sirenas:

«Parece que para su convivencia se necesitaría que cada uno de ellos fuese un Baroja, amigo
del tipo y de la anécdota. De esta novela, como de otras del mismo autor, emana una terrible
sensación de misantropía y soledad.

»Baroja vive aislado aun en sus mismos personajes. Todos ellos echan a andar por la novela
ante la indiferencia del propio autor, sin lograr nunca apasionarle. Por no haberse enamorado de
ninguno de sus héroes, hizo acaso desfilar tantos por sus libros. No siente predilecciones, no conoce
dudosas ternuras paternales. Su obra es un mundo de estrellas errantes, sin satélites afectivos. No es
creador —él, “hombre humilde y errante”— de remansos psíquicos. Se nos escurre, se nos va, quizá
burlándose del lector, después de burlarse de sí mismo. Gran pesimista. “Pesimismo, profundidad,
dureza, sequedad, probidad, tales son los diversos matices que ofrece la obra de Baroja”, dice
Soupault. “Pero lo más potente en este escritor es, ante todo, su admirable clarividencia y la facultad
que posee de ver en profundidad. No es el escritor capaz de vivir y hacer vivir masas, sino el hombre
que observa un solo individuo, que le sigue implacablemente, describiéndole sin desfallecimientos,
sin prejuicios, sin indulgencia”».

Durante la pasada guerra estuvo dos veces en mi casa, en Vera, el escritor


francés Luis Bertrand, y, hablando, me dijo que había leído un libro mío que
creía que se parecía y quizá estaba inspirado en La educación sentimental, de
Flaubert.

—¿Y qué libro es ese mío? —le pregunté yo.

—Los últimos románticos.

—Pues no he leído La educación sentimental, pero la tengo que leer.

Efectivamente, lo leí después. Algo se parece; pero es por el asunto, que


es casi un lugar común, que se ve que se ha debido de dar en todos los países
europeos después del romanticismo, en el siglo XIX. Es la representación de una
juventud que ha ingerido todos los virus románticos de la época, y luego
tropieza con la realidad. Todo esto, en pequeño y esparcido en cuarenta o
cincuenta novelas, y refiriéndose al siglo XIX, es algo como Don Quijote en
grande.

En Francia, desde La confesión de un hijo del siglo hasta Los desarraigados, de


Barres, no es otra cosa.

Son motivos literarios constantes y difíciles de sustituir.


XVII

Respecto a decir que los personajes de un novelista son muñecos, se


puede decir impunemente de cualquier figura de cualquier autor, porque el
acierto o desacierto no tiene comprobación. ¿Cómo se puede demostrar que
unos tipos tienen aire de persona y otros no lo tienen? Yo no veo cómo. Se
siente, por ejemplo, que Don Quijote tiene una realidad humana. Pero ¿cómo se
demuestra? Se siente también que los hermanos Karamazoff viven una vida
dionisíaca y violenta. Des Esseintes, de Huysmans, o el señor De Phocas, de
Jean Lorrain, no tienen gran realidad; pero ¿cómo se pesa ese valor en un libro
reciente? Yo no lo veo. En eso hay tantas opiniones como cabezas.

Una revista de Nueva York, titulada la Nueva Democracia, en un artículo


rencoroso que lleva por título «Los fantoches de Baroja» y la firma de Ben Ossa,
que no sé si será seudónimo o nombre semítico, llama muñecos, fantoches y
maniquíes a los tipos que yo he sacado en una novela mía, y termina diciendo:
«Así, Las noches del Buen Retiro, más que una novela, será un tratado de
anatomía, la historia natural de los muertos».

En contra de esta opinión, leía hace tiempo en el periódico El Sol un


artículo de Giménez Caballero, en donde dice, en tono de censura, que mis
personajes parecen hombres, porque tiene uno la idea ya convertida en casi
dogma literario de que lo malo en una novela es que los personajes no parezcan
hombres.

Sobre los datos históricos que he ido reuniendo, y que podrían ser más
discutidos, no he conocido nunca críticas. Sin embargo, ahí la discusión y la
crítica podrían tener más valor, porque podía haber una comprobación. Más
que los datos me han reprochado los comentarios.

—El comentario que usted hace no es exacto.

—Muy bien; haga usted otro —digo yo.

Cuando quisieron hacer en San Sebastián un museo de las guerras


civiles, yo dije: «Estoy dispuesto a trabajar en ello sin ganar nada, siempre que
el criterio sea comprobar la autenticidad de los datos, y nada más».

Eso no lo querían.

Otro reproche que me han hecho ha sido decir que busco


deliberadamente lo bajo y lo mísero, reproche que creo es falso.
Galdós dijo en una interviú: «Afortunadamente, la literatura es más grata
que la vida».

Yo diría a mis amigos y lectores: «Ustedes creen que la vida que yo


represento en mis libros es baja y triste… Bien. Pues yo me contentaría con que
la vida, en la realidad, fuera como en mis novelas».

La literatura no puede reflejar todo lo negro de la vida. La razón


principal es que la literatura escoge, y la vida no escoge.

Lo negro de la literatura ocurre para el lector en un plazo de tiempo


pequeño, y lo negro de la vida, en años y en años interminables. Lo negro de la
literatura está elaborado y tiene una explicación y un fin; lo negro de la vida
está sin elaborar y no tiene explicación, ni fin, ni horizonte.

Así se puede dar que obras tan salvajemente pesimistas como las de
Dostoyevski se lean con delectación. Algunos libros de Julio Renard, como, por
ejemplo, Nos frères farouches-Ragotte, se leen con encanto, a pesar de su realismo
pesimista. Dostoyevski puso en sus obras su alma inquieta y dionisíaca; Julio
Renard, que tenía la precisión del dibujo de los primitivos franceses, eligió en la
vida monótona de la aldea lo típico, lo característico. Esta selección es, al lado
de la naturaleza, como el herbario del botánico frente al prado de hierbas todas
iguales. El herbario para el botánico no es monótono nunca.

La vida corriente de una aldea andaluza y Pepita Jiménez, de Valera, ¿en


qué se parecen? En muy poco. Los elementos están sacados de la región, pero
nada más. Lo mismo se puede decir de la relación que puede haber entre Marta
y María, de Palacio Valdés, y una aldea asturiana. Se luciría un extranjero que,
habiendo leído una de estas novelas, dijera: «Voy a marcharme a uno de esos
pueblos españoles a vivir así».

La literatura, que quiere ser más sombría, más agria o más burlona, da
una impresión mejor que la realidad. La Mancha, si fuera geográfica y
socialmente como en el Quijote, sería deliciosa. En orden de menos importancia
lo sería si fueran, como en las novelas y comedias, la Andalucía de Valera y de
los Quinteros, el Madrid de Galdós y la Galicia de la Pardo Bazán.

En la Correspondencia de Flaubert, en donde hay para mí cosas muy


acertadas, hay también muchas manifestaciones de la incomprensión parcial
que constituye el espíritu de los artistas, que yo encuentro muy antipático. Así,
por ejemplo, al hablar de la aparición de Graziella, de Lamartine, dice que es una
obra mediocre, aunque la mejor que ha escrito el autor en prosa.
A Flaubert le parece mal que el poeta en su libro pinte un ángel y no una
mujer, y suponiendo que hay en él una mistificación muy posible dice:

«Pero es que Nápoles no es nada fastidioso; hay hembras encantadoras y nada caras, y el
señor Lamartine habrá sido el primero en aprovechar la ocasión, y ellas son tan poéticas en la calle de
Toledo como sobre la Marghellina».

¡Qué idea más desagradable, al menos para mi gusto! Pensar en una


mujer encantadora, que el día anterior estaba haciendo cucamonas a un
comerciante rico o a un viejo libidinoso.

Alguno dirá: «También podía usted decir que era desagradable sentarse
en este sillón o comer en este plato, porque se sentó en el sillón o comió en el
plato un tipo desagradable».

Pero, no; una mujer no es como un sillón ni como un plato, digan lo que
quieran los artistas y los dependientes de comercio.

Como digo, esto me parece una prueba de la tontería y de la


incomprensión de los artistas. Quieren asegurar que, en la vida, lo mismo da
una Ofelia, si hay Ofelias, y vivir con ella toda la vida, que con la bella Batata o
con la camarera de una horchatería. En cambio, las panateneas del Partenón, o
la estatua de Coleone, que ven una vez, eso les parece muy serio y muy
importante.

Con la misma razón, el burgués del tiempo de Flaubert diría algo


parecido, aunque al contrario de los libros: «Qué quiere usted, señor Flaubert; a
mí me entretiene más Paul de Kock que usted, y entre un retrato de Velázquez y
una fotografía de una vecina muy guapa, prefiero la fotografía».

Según la idea estética de Flaubert, en Francia, Descartes, Pascal,


Montaigne y Balzac serían hombres inferiores a Teófilo Gautier o a cualquier
otro amanerado crítico de arte.
XVIII

Algunos me han achacado, como algo pueril, el entusiasmo por la


verdad, por lo que me parece a mí la verdad. André Gide cuenta que Oscar
Wilde le decía que no le gustaba la línea de sus labios, porque le daba la
impresión de que no sabía mentir. Yo creo que ésta es una de las mejores
cualidades de Gide, porque aunque, como todos los demás escritores, pueda
equivocarse, evidentemente busca, como puede, la verdad.

Yo siempre la he buscado también, a mi modo, con la limitación natural


del temperamento.

No me he creído nunca un buen tipo, ni físico ni moral; evidentemente,


no lo soy ni de viejo ni de joven; no es cosa que me haya preocupado mucho.

Sí me he creído un hombre de cierta imaginación y de cierta fantasía,


capaz de inventar a veces una cosa divertida. Esta facultad no me la han
reconocido nunca hasta ahora, en que soy viejo, y el reconocerlo es entre mis
lectores un poco lugar común. Evidentemente, entre los meridionales no hay
imaginación. En mi tiempo de joven ya tenía cierta facundia pintoresca y
extravagante. Me miraban con desdén, como si fuera un loco o un hombre
absurdo. En cambio, veía que en un grupo cualquiera se sonreía y se celebraba
la conversación de un imbécil.

En el extranjero comencé a notar que lograba a veces algún éxito en las


conversaciones.

Al mismo tiempo que tenía el entusiasmo por la verdad, sentía de


cuando en cuando ráfagas de fantasía.

A mí no me gusta la mentira, y hago siempre lo posible para no mentir.

Pero ¿qué hay en el investigador y en el hombre de ciencia más grande


que el entusiasmo por la verdad? Yo creo que nada. Saber la verdad con la
limitación de la inteligencia, ver en lo que es, como decía Stendhal, me parece la
preocupación más noble del filósofo y del sabio.

En las mismas artes y en la literatura yo no creo que hay que seguir la


verdad sólo por su prestigio de ser verdad; creo que en las artes la verdad tiene
otros caracteres. En ella hay la lógica de la ficción. Nunca la mentira es
divertida.

¿Cómo me van a divertir a mí las tres novelas de la guerra carlista que


escribió Valle-Inclán, que pasan en el País Vasco, sin haber estado el autor en él?
Cuando veo que entre los guerrilleros de Santa Cruz —todos o casi todos
guipuzcoanos— el escritor habla de viñadores —en Guipúzcoa no hay una viña
—, de gente que corre al borde de las acequias —no hay una acequia—, de
viejas montadas en burros —no se ve una—, con los refajos sobre la cabeza —no
he visto ninguna—, de curas con galgos —no hay un galgo—, etcétera.

Es imposible para mí que esto sea divertido. Como no me divertiría una


descripción de Madrid hecha por un extranjero en donde hablara de los
bosques de palmeras y de naranjos de los alrededores de la ciudad.

En el teatro se puede aceptar la acotación genérica: sala de un castillo,


campo al anochecer, calle de un pueblo; pero en la novela, no; en la novela se
busca lo específico, lo individualizado. Es decir, la exactitud y la verdad.

Sin embargo, hay una tendencia inconsciente hacia la mentira.

A veces, contando algo antiguo, me detengo y pienso: «Puede que esto


no sea del todo cierto, y que yo, sin darme cuenta, lo haya ido modificando sin
querer». Con esta antipatía por la falsedad, toda la imaginación la pongo en el
comentario.

Valle-Inclán era en esto especialista en historias fantásticas que


acomodaba al tiempo.

El que lea mis libros, valgan lo que valgan literariamente, verá un


paralelismo de los tipos descritos y de las escenas con los de la realidad. Verá
que en ellos se encuentra esta realidad más bien atenuada. El que lea La busca,
Mala hierba, La nave de los locos o Las mascaradas sangrientas, encontrará en estos
libros reflejos de la realidad, quizá atenuados y menos violentos.

A mí me han faltado, para tener condiciones completas de escritor,


bastantes cosas. Una de ellas, muy importante, la memoria, sobre todo de lo
leído. La memoria es cosa muy importante, aunque hay gente que quiere
considerarla como una facultad independiente de la inteligencia. No creo que
sea tal cosa. Los que no tenemos memoria tenemos que tomar notas y poner los
datos en el papel; pero es mucho mejor tenerlos en la cabeza, aunque las dos
cosas tengan, seguramente, sus inconvenientes.

Valle-Inclán se sabía de memoria, de arriba abajo, novelas suyas enteras,


y las recitaba; en cambio, a mí me pasó un caso curioso.

A mí me ocurrió una vez, cuando tenía con mi cuñado Caro Raggio casa
editorial, que, envolviendo unas pruebas mías, me mandaron de la imprenta un
pliego de impresión de un libro que se estaba tirando o se había tirado en
nuestra imprenta y que no tenía mención de título ni de autor.

Después de corregir mis pruebas me puse a leer el pliego que las


envolvía, y que no tenía todas las páginas, porque algunas estaban repetidas.
Me pareció bien.

«Esto debe de ser de algún joven que me imita a mí», pensé. «Aunque
quizá, si lo afirmo, dirán que es una petulancia mía.»

Pregunté en la imprenta y encargué que averiguaran de qué libro era


aquel pliego. Había cambiado el regente, y nadie lo sabía. El pliego aquel se
había tirado hacía tiempo.

Al cabo de cuatro o cinco días supe que el pliego era de mi novela


Camino de perfección, y que yo no lo había reconocido.

Después he pensado en qué diferentes cabezas hay entre los hombres:


Valle-Inclán, que se sabía de memoria sus libros, y yo, que no podía reconocer
uno mío. Con estas condiciones tan desemejantes, era lógico que no
simpatizáramos.

Yo me paso a veces largo tiempo pensando en el nombre de una persona


y haciendo esfuerzos para recordarla, hasta que se me olvida la preocupación.
Si yo tuviera que hacer una obra de erudición, tendría que hacerla toda con
papeletas, lo que le daría un aire mecánico y antipático. Esto de las papeletas, a
Unamuno le parecía muy mal, y, efectivamente, el exceso de papeletas da a los
libros un aire feo y automático; pero el que no tiene memoria no puede hacerlo
de otra manera, y a veces vale la pena de que los haga, porque se puede tener
buen juicio y mala memoria.

Es curioso, en esta ocasión de la memoria, que parece facultad tan


primaria y tan elemental, haya diferencias tan grandes. Valle-Inclán se sabía
todo el Diablo Mundo, todo el Don Juan Tenorio, de memoria. Mi amigo el
ingeniero de montes don Luis Valderrama cuenta que, cuando estudiaba en El
Escorial llevaba cinco o seis hojas del libro de texto en la mano, y en el camino
entre su casa y la Escuela de Montes leía la lección y se la aprendía. Para gente
con una disposición así todo debe de ser muy fácil. Entre ello, los idiomas. En
cambio, para los torpes de memoria, aprender una lengua es un verdadero
suplicio. Yo intenté, hace años, aprender inglés para leer a Dickens; pero
comprendí que no tenía paciencia ni condiciones, y que no llegaría nunca a
entenderlo como en una traducción.
En francés mismo, en el que he leído mucho, no creo que entiendo las
cosas tan bien como en castellano. Yo necesito entender las cosas rápidamente,
porque si no, me aburren.

Únicamente aprendí, hace cerca de cuarenta años, cuando estuve en


Londres, unas cuantas frases en inglés para salir del paso. Lo mismo me pasa en
francés; sé hablarlo para entenderme con el mozo del café o con la portera; pero
no para dar una explicación un poco complicada. Quizá no he estudiado
idiomas pensando en la posibilidad de una aventura.

También siento no haber aprendido a dibujar, teniendo afición y,


probablemente, algunas condiciones. Yo creo que en la adolescencia y en la
juventud pensaba que alguna eventualidad inesperada me lanzaría a una vida
de aventuras un poco robinsonianas, y suponía que, si era así, no valía la pena
de prepararse de antemano para algo concreto. Cuando pensé que debía
aprender a dibujar, ya era tarde. Fui con un amigo al Casón del Retiro, y yo
avanzaba bastante; pero mi amigo se cansaba y se aburría, y dejó de ir. Yo solo,
y sin tener con quién hablar, me aburría también y lo abandoné.

No creo que el tener alguna afición al dibujo y ninguna a los idiomas o a


las matemáticas sea un mérito ni una excelencia, sino una modalidad
probablemente muy corriente.

Hubiera sido para mí práctico aprender dibujo. Quizá en el paisaje me


hubiera encontrado muy a gusto, sin necesidad de hacer comentarios sociales.
Quizá tenía condiciones para ello y hubiera podido ser un paisajista. De ello me
di cuenta ya en las proximidades de los treinta años, edad que para mí,
entonces, era casi la vejez. Hubiera sido para mí algo magnífico practicar un
arte como el del paisaje, sin comentario político o social de ninguna clase,
porque todo lo que es comentario de esta naturaleza ha contribuido a mi mal
humor. Si hubiera sabido esto, como digo, me hubiera dedicado al paisaje
impresionista; pero la idea se me ocurrió tarde y cuando ya no me creía con
condiciones para empezar un nuevo camino.
XIX

En la juventud fui muy mal estudiante; tenía la sensación de que lo que


estudiaba no me iba a servir para nada, ni como arsenal de conocimientos útiles
ni como fundamento para llegar a tener buen sentido y a poder juzgar las cosas
de la vida de un modo claro y justo.

Una condición que creo que tenía antes, y ya no la tengo ahora, es el


sentido de la orientación. Antes, en la ciudad desconocida, me orientaba
rápidamente, me fijaba, sin quererlo, en unos cuantos detalles, que después
recordaba con exactitud y que luego me servían de jalones; ahora ya no
recuerdo nada y lo confundo todo con facilidad.

También supongo que tenía desarrollado el sentido psicológico y cierto


instinto de fisonomista.

Yo creo que a una persona que tiene una forma espiritual constituida se
la conoce pronto, si no está en un momento de turbación, por las pasiones.
Ahora, si es una persona histérica, no se la conoce, porque ella misma no se
conoce. Tan difícil de saber es si esa histérica tendrá simpatía u odio por una
persona, como averiguar si esta niña, predispuesta a la urticaria, mañana
aparecerá con manchas rojas en la piel o no. Lo consciente no se oculta ni se
puede ocultar.

Una señorita conocida me decía: «He tardado en conocer a una amiga


diez años». Yo creo que eso no puede ser, le decía yo. A una persona se la
conoce en un par de días, o no se la conoce nunca… A no ser que sea una mujer
de quien esté enamorado un hombre, o un hombre de quien esté enamorada
una mujer.

La mayoría que hemos hecho una vida poco dirigida tenemos la


impresión de que la hemos malgastado en empresas sin objeto. Los que
tenemos esta idea, aunque hubiéramos hecho lo contrario de lo que hemos
hecho, tendríamos la misma sensación. No se puede ir al mismo tiempo por la
carretera ancha y por el sendero estrecho, y cada cosa tiene sus ventajas y sus
inconvenientes. Yo no me lamento de haber trabajado durante más de cuarenta
años sin gran resultado. En el trabajo he tenido la recompensa. Si hubiera tenido
dinero hubiera sido, no un calavera, pero sí un poco sibarita; hubiera andado
con mujeres guapas, hubiera abusado de la comida y de la bebida, hubiera
viajado por lejanas tierras y ahora probablemente estaría desesperado.

Las diversiones me dicen poco, y hasta en la diversión encuentro yo el


aburrimiento. Sin embargo, soy partidario de la vagancia.
S’occuper, c’est savoir jouir;

l’oisivité pèse et tourmente,

l’âme est un feu qu’il faut nourrir

et qui s’éteint s’il ne s’augmente.

Como dijo Voltaire.

También, hablando de la vagancia, dice el mismo autor:

Connaissez mieux l’oisivité,

elle est ou folie ou sagesse;

elle est vertu dans la richesse

et vice dans la pauvreté.

También dice el mismo autor:

Il est bien doux de ne rien faire.

Y algo parecido ha dicho Paul Verlaine en su poesía «Autre»:

Fummons philosophiquement,

promenons-nous,

paisiblement;

rien faire est doux.

Evidentemente, la vagancia tiene sus encantos, pero es también aburrida.

A mí me parece poco amena la existencia del hombre del café. Sería muy
amena tratándose de gente que buscara el entretenimiento en la conversación o
que se reuniera para hablar de sus asuntos profesionales; pero solamente para
exhibir la cólera, la envidia y la mala intención, es algo ridículo.

Se advierte casi siempre que el hombre que da la nota más agria y más
venenosa es el que tiene más éxito en la tertulia del café.
Si el que da esa nota de alacrán se identifica con ella, como ocurre
muchas veces, se convierte en un bufón agresivo profesional que hace reír a los
demás contertulios. Los otros lo saben, le excitan, y él, dentro de su papel, lanza
sus frases venenosas, que producen la satisfacción, un poco miserable, de todos.
XX

Para matar el aburrimiento hay los espectáculos y la música.

Yo el espectáculo no lo cultivo; me parece caro e incómodo para el


hombre que gana poco. Respecto a la música, la música moderna no la he
comprendido; no comprendo cómo hay gente que dice que les gusta más
Debussy y Ravel que Beethoven o Mozart.

Los pintores antiguos me gustaron mucho en otra época: Botticelli y la


mayoría de los prerrafaelistas. También me gustaron los pintores flamencos:
Patinir, Vermeer y los paisajistas y Brueghel el Viejo.

Los que no me gustaban nada eran el Correggio, el Tiziano, etcétera. Los


retratos de éste me parecen aparatosos y un poco protocolares. Si uno pudiera
tener la casa a su gusto, de pintores españoles tendría el retrato del Greco hecho
por él mismo, que era de Beruete, y creo que está ahora en Nueva York; un
cuadro pequeño de una cacería hecho por Velázquez, que está en la Galería
Nacional de Londres, y La pradera de San Isidro, de Goya. También tendría
cuadros impresionistas de Turner, de Sisley y de Van Gogh.

A veces yo me pregunto: «¿Seré yo un verdadero literato o no?». Y me


inclino a pensar que no. «¿Pues qué es usted?», me preguntará el lector. Soy un
hombre curioso y que se aburre desde la más tierna infancia. Si hubiera sido un
hombre rico y hubiera podido pasar la vida alegremente, creo que no hubiera
escrito.

Yo siempre he mirado con gran indiferencia todas esas invenciones


ridículas con nombres rimbombantes que durante el siglo XX nos han querido
dar por manifestaciones de la genialidad. Ha habido entre los pintores más
teorías aún que entre los escritores, y en todos no ha brotado una que valiera la
pena.

Hacia 1939 estuve con una señora y un amigo en ese restaurante y café-
concierto de París que se llama Le Boeuf Sur le Toit, y al lado del escenario
vimos un cuadro titulado El ojo cacodilato, con unas cuantas mistificaciones que
pasaron por geniales hace años, pintadas por un señor Picabia, y creo que por
otro, Tristán Tzara. Supongo que el mejor día ese Ojo cacodilato lo tirarán a la
caja de la basura, y harán bien.

La cantidad de estupideces que se han puesto en circulación han sido


infinitas. Algunos de los que las han empleado no eran tontos; otros sí eran
perfectamente estúpidos. «El arte no imita a la naturaleza; es la naturaleza la
que imita al arte», ha dicho Oscar Wilde.
La frase no resiste la primera objeción; pero el pintor o el escritor que la
haga suya dirá que al decir arte no dice arte, al decir naturaleza no dice
naturaleza y al decir imitar no dice imitar.

De estas frases aparatosas se pueden decir muchas, todas igualmente


falsas, con poner al revés los refranes de Sancho Panza.

Hay algunas que son semifalsas y semiverdaderas. Por ejemplo, hay


pintores que dicen: «No porque un retrato se parezca al modelo es bueno». Un
retrato que se parezca al modelo, como retrato es siempre bueno, aunque puede
no ser tan bueno como pintura o como escultura. A eso añaden: «Por eso un
retrato fotográfico no siempre está bien, sino muy rara vez».

Algunos de los pintores actuales son tan zoquetes, que no comprenden


que la fotografía no es la realidad ni mucho menos.

Se ve que en su mismo arte tienen ideas de portera.

Otra estupidez de estos artistas es criticar la pintura realista, diciendo


que es un trompe-l’oeil. Como si toda la pintura no fuera un trompe-l’oeil.

Cierto que fuera de esta pintura hay una pintura abstracta e intelectual a
base de dibujo, de composición, de historia, etcétera.

De todas maneras, es evidente que se acortan los límites del arte pictórico
y que no se pueden ensanchar más.

Entre los cultivadores de la extravagancia ha habido gente inteligente y


cuca, como Picasso; pero la mayoría eran pobres estúpidos que han tenido más
éxito por su estupidez y su seriedad.

Fue el caso de Juan Gris, de verdadero apellido González. En Madrid le


conocimos como dibujante mediano, y luego, cuando fue a París, comenzó no
sólo a pintar, sino a teorizar, y tomaron sus lucubraciones pesadas y vulgares
por algo digno de Platón.

Yo comprendo que haya gente que crea que Rodin o que Van Gogh sean
genios; pero que lo supongan de Juan Gris o de Picabia me parece muy cómico.

Sin embargo, como todo viene de algo, y, por el contrario, de nada no se


forma nada («Ex nihilo nihil»), se puede asegurar que todas esas fantasías de
poca gracia: el dadaísmo, el cubismo, el superrealismo, etcétera, tienen alguna
base. En nuestro tiempo hay muchas cosas que, sin proponérselo nadie, parecen
cubistas o superrealistas.
XXI

En mi tiempo hubo muchas novedades que a mí, al menos, no me


parecieron muy verídicas: la explicación de los genios y de los criminales por
Lombroso, el hipnotismo de la escuela de Nancy, el amoralismo de Nietzsche, el
espiritismo de Maeterlinck y otras cosas que estuvieron entonces de moda y a
mí nunca me parecieron muy auténticas. Claro que yo no creo que fueran tan
estúpidas como El ojo cacodilato.

Las afirmaciones de Lombroso tenían su base, pero no completa. Al


momento aparecían las fallas, los ejemplos falsos, las pruebas falsas. Lombroso
aseguraba en su libro El hombre de genio que los países del sur producían más
genios que los del norte. Así, en España, según el profesor italiano, Barcelona no
había producido genios; pero, en cambio, Sevilla los había producido; entre
ellos, Cervantes.

Con esta exactitud en los datos no había más que echar a correr.

Siendo verdad la teoría, resultaría que el único sitio genial del mundo
sería el Polo Sur.

Al oeste de Europa, por ejemplo, los genios de Dinamarca serían


alemanes, pero los alemanes serían holandeses y los holandeses belgas, y los
belgas franceses, y los franceses españoles, y los españoles marroquíes, hasta
llegar al Polo Sur.

De la ciencia de los Lombroso y de sus secuaces no salió nada en limpio;


tampoco salió gran cosa del hipnotismo de la escuela de Nancy, y el hipnotismo
se ha convertido en una pequeña maniobra terapéutica sin la menor
importancia.

Muchos protestan de que se tomen en broma estas cosas. Un francés se


indignaba conmigo en Basilea porque yo me reía de que en el templo
antroposófico de Dornach se bailaran por los neófitos y neófitas los poemas de
Goethe.

Yo le decía en broma: «Espero a que se baile con el tiempo el binomio de


Newton y la teoría de la relatividad».

Hoy, como hace cuarenta años, hay muchas fantasías en el ambiente: el


psicoanálisis, la metapsíquica, la trigeminoterapia, el cubismo, etcétera.
Nuestra época es como un avestruz, que se traga todo lo que brilla; no le
interesa mucho la calidad de los manjares que le sirven; para ella todos son
buenos.

Hay cosas que no se comprenden, es decir, que no las comprendemos los


profanos por falta de cultura, como la teoría de Einstein. ¿Qué hay debajo de
ella? No lo sabemos.

Otras cosas se comprenden bien, por poca curiosidad que se tenga, como
el psicoanálisis; pero en el fondo de éstas no hay gran entraña. Su cuerpo está
formado con títulos y con anécdotas.

Parece que los judíos tienen un arte especial para construir sistemas
científicos con poca base. Lombroso y Freud se dan la mano en este arte
arquitectónico un tanto seudocientífico.

La metapsíquica, como el psicoanálisis, tiene etiqueta; lo que no vemos


tan claro es que tenga unos hechos y unas bases que formen un cuerpo de
doctrina.

El doctor Richet, que durante largo tiempo de su vida fue un hombre de


ciencia serio, salió en la vejez con esta mistificación de la metapsíquica, que
tuvo gran éxito. Más que una cosa científica parecía algo para Maeterlinck o
para Marinetti. Era una invitación a la charlatanería. La metapsíquica no era
nada. Mañana haríamos la metaquímica, la metaastronomía, la metahidráulica,
y cuando alguien escribiera una novela mediana o una mediana sinfonía, la
llamaría, para disimular su vulgaridad, metanovela o metasinfonía. Como
Unamuno decía: la nivola.

La metapsíquica de Richet dio un falso aire científico a una porción de


tonterías, y hoy hasta las patronas de casas de huéspedes dicen convencidas,
cuando se cuenta algo que tiene un carácter misterioso: «No cabe duda de que
hay un fluido».

Puestos a leer fantasías de magia, mucho más interesantes que los libros
modernos son L’Arcania naturalia e supernaturalia, de Paracelso, o De incertudine,
et vanitate scientiarum, de Agripa.
XXII

Otra pedantesca y aparatosa invención de hace años fue la cuarta


dimensión. Es ganas de complicar la vida. No puede haber cuarta dimensión
porque el hombre no tiene órgano para comprender una dimensión más.
Algunos dicen que la cuarta dimensión es el tiempo. Pero así se pueden añadir
cincuenta. El tiempo, la cuarta; el volumen, la quinta; el peso, la sexta, etcétera.

Del mismo calibre, pero en distinta dirección, son teorías parecidas al


cubismo, que es muy poca cosa. Se decía que de aquí se iba a pasar a algo más
serio. No se ha pasado a nada. Las únicas conquistas del cubismo han sido los
anuncios del cine y de los almacenes de modas. De esa modificación de los
escaparates no se ha pasado adelante.

Un director de un museo de un pueblo alemán me decía hace años, en el


Museo de Basilea, que eran para él una preocupación las obras cubistas y
futuristas que había en los museos alemanes, que estaban llenos de productos
de esas aburridas entelequias. No sabía qué hacer con ellas. Si meterlas en un
rincón o pegarles fuego.
XXIII

Siempre estamos como si nos encontráramos próximos a un santo


advenimiento; pero la realidad es que no adviene nunca nada, al menos nada
mejor de lo conocido. El hombre, de cuando en cuando, se podría representar
por un cerdo que se había adornado con unas alas de papel, y quería convencer
a todos de que iba a volar inmediatamente.

Todos estos innovadores han querido enseguida explotar la innovación.


El psicoanalismo, que es algo como el cubismo de la medicina, ha sido un
excelente sacacuartos. En España tuvimos los toques en la nariz del doctor
Asuero, que llamaron mucho la atención y produjeron una gran expectación en
el público.

Yo he contado en un artículo que un moro, que había estado en la zona


española, había visto en una estación al mismo tiempo dos o tres vagones de un
tren llevados por una máquina, y otros dos vagones sueltos que, cogiendo una
cuesta con los raíles, se deslizaban por ella con facilidad. Entonces el moro
había dicho, con una lógica de primitivo: «Machina, sin machina, mejor que
machina».

Naturalmente, si los vagones pudieran ir solos por los raíles sin


necesidad de una máquina fatigosa, sería mucho mejor; pero lo que sucede es
que no pueden ir.
SEGUNDA PARTE

CRÍTICA
I

Pensando en la forma espiritual mía de la juventud, recuerdo un diálogo


de Ibsen, supongo que de El pato silvestre.

—¿Cree usted que el señor tal está completamente loco? —pregunta una
persona.

—No, no está loco. Es como todo el mundo, pero padece una


enfermedad.

—¿Y qué es lo que tiene?

—Pues tiene una fiebre de justicia aguda.

—Pero ¿eso es una enfermedad?

—Sí; es una enfermedad transitoria, esporádica.

Yo he tenido esa enfermedad durante mucho tiempo y aún me deben de


quedar rastros de ella.

No quiero insistir mucho en cuestiones puramente personales y


biológicas. Lo digo porque en la publicación de la primera parte de estas
Memorias ya he tenido cartas de protesta. Yo no pretendo estar en el fiel de la
balanza para juzgar a las personas; lo que sí pretendo es tener una misma
medida para todo y para todos; así es que lo que me parece mal en una persona,
me parece mal en otra, y al contrario; y no acepto que, porque sí, el uno tenga
un fuero especial y el otro no.

Hay gente que le parece casi indigno que un escritor exponga un juicio
claro sobre una persona; en cambio, no le parece nada mal que otro, desde el
fondo de un café, insulte y denigre a los demás. «Bien; pero no lo escribe ni lo
publica», dicen.

A mí esa maniobra en la sombra me parece mucho más baja y mucho


más cobarde que el que expone su opinión claramente.

A lo escrito se puede contestar, y si es falso, refutarlo; pero a la calumnia,


artera, que no se sabe de dónde sale, no se puede contestar.

Dejando esa cuestión, demasiado ética y que lleva envuelto el valor de la


sinceridad, vuelvo a asuntos más literarios.
II

Yo no he partido nunca de la lectura de un libro para escribir otro. Esto


no han querido reconocerlo mis críticos, sobre todo al principio de mi tarea
literaria.

Comprendo que ésta es una virtud relativa y no de gran importancia.

Yo he escrito de la vida pobre de Madrid porque la casualidad me hizo


conocerla; he contado la vida de un médico de aldea porque he sido médico de
pueblo; he hablado de la guerra carlista del 73 al 76 porque mi padre estuvo en
ella. He escrito de Aviraneta porque era pariente mío, y he hablado de la
brujería vasca porque vivo cerca de un foco de brujería.

Si en vez de ver gente pobre en Madrid hubiese vivido entre gente rica,
hubiese hablado con ella. Yo no creo que esto sea un mérito ni un desmérito.
Escritores los más ilustres, como Shakespeare, Lope de Vega y Goethe
componían sus obras leyendo otras anteriores de distintos autores, imitándolas
y modificándolas.

En el tiempo de mi juventud yo discutí bastante de esta cuestión con


Valle-Inclán y con Maeztu, que consideraban ese sistema de la lectura anterior
como el mejor para producir una obra literaria. Valle-Inclán decía que tomar un
episodio de la Biblia y darle un aire nuevo, para él era un ideal.

A mi modo de ver, se puede llegar a concluir bien una novela o un


drama estudiándolos con paciencia y atención. Hecho el esquema de la obra, lo
difícil o lo casi imposible es el meter tipos vistos o entrevistos de la vida real en
la armazón de ese esquema. Enseguida viene la alternativa de respetar los tipos
o respetar el esquema, y, en general, no hay modo de resolverlo.

En el teatro, y sobre todo en el teatro clásico, es o era menos difícil; pero


en el teatro realista es ya dificilísimo, y en la novela, casi imposible. O hay que
cambiar el esquema, o hay que cambiar los tipos.

Si se cambia el esquema, la novela toma un aire desordenado, y si se


cambian los tipos, los personajes adquieren un aire falso.

Así, resulta que no hay novela de argumento cerrado en la cual los tipos
sean verdaderos. Las grandes novelas, Don Quijote, Robinsón, Gil Blas, Rob Boy,
Le rouge et le noir, Los hermanos Karamazoff, Las almas muertas, David Copperfield,
El padre Goriot, La guerra y la paz, no tienen un argumento cerrado y definitivo.
En general, las novelas que tienen una armazón bien hecha y perfecta no
presentan tipos vivos. Para buscar esto hay que ir a los libros un poco
desperdigados y sin una unidad perfecta.

En todo esto, como se ve, estoy, sin proponérmelo, dentro de la tendencia


de los novelistas españoles del siglo XVII, de los ingleses de los siglos XVIII y XIX
y de los rusos del XIX. Quizá esta pretensión parezca vanidosa y petulante a mis
lectores o a mis críticos, porque, en general, éstos no han aceptado mis
afirmaciones más que a regañadientes. En un artículo de M. Fernández
Almagro, titulado «Pío Baroja y su mundo», veo que dice:

«Quien lea un autor con el interesado propósito de darle o quitarle la razón, no puede leer a
Baroja sin entablar vehemente polémica. Cómo al cabo discute con ese tipo arbitrario y divertido en
medio de todo lo que nos encontramos por ahí, y al que nos referíamos en un principio. Y es que el
propio Baroja, cuando habla por su cuenta, da la impresión de un “barojiano” más. De visión
artística muy rica, Baroja preside sus novelas. ¿Cómo no ha de estar presente, con exclusión de casi
todo, en sus trabajos de otra índole?».
III

Se ve también que cuando la pintura abandona lo más adjetivo de ella e


insiste en lo sustantivo, aminora la composición. Es el caso de Velázquez.
Seguramente hay una composición muy sabia en el cuadro de Las meninas, pero
no es la composición de los pintores clásicos. Es una composición que se podría
decir sin asunto. Se atiende exclusivamente a las figuras y al ambiente, y el
asunto es de otra clase.

Yo no sé si las obras de arte tienen algún objeto superior al artístico. Creo


que no; tienen un momento, que ha existido en el mundo, lo hacen perenne y
dan una ampliación de la vida.

No es que yo tenga la pretensión cómica de compararme con Velázquez;


pero dentro de la pequeñez de lo que uno pueda hacer, hay, entre lo que yo he
escrito y las obras realistas, la misma preocupación por el ambiente y por los
personajes.

En el artículo de Gaziel, de La Vanguardia, de Barcelona, titulado «Error


de Pío Baroja», dice que en mis libros no se recuerdan ni los asuntos ni los
personajes, y que quedan en la memoria sólo los ambientes y los paisajes.

«En cambio», dice Gaziel, y esto ya empieza a intrigarnos, «si bien es cierto que los
personajes se nos olvidan, he aquí que al evocar la obra de Baroja notamos que muchos de sus
paisajes nos quedan grabados de una manera indeleble. Podemos no recordar a los actores, pero los
escenarios —los desolados suburbios madrileños, el panorama de la Mancha, los caminos de
Extremadura, las callejuelas de Córdoba, el aspecto de Cuenca, la niebla de Londres, la amarillez del
Tíber, el mar Cantábrico, etcétera, etcétera, los conservamos como aguafuertes definitivos, obtenidos
sobre la plancha de nuestra imaginación. Y esta diferencia cualitativa entre personajes y paisaje es tal,
que muchas obras de Baroja sólo llegamos a recordarlas, no por “lo que” pasa en ellas ni por aquellos
“a quienes” pasa algo, sino por “donde” pasa: el título de la obra nos sugiere una ciudad, una aldea,
a veces solamente una casucha, un rincón, un almacén de trapero, y nada más. Si las páginas de un
libro y sus caracteres tipográficos tuviesen relieve, a la manera de los diversos planos de la escultura
mural, en las novelas de Baroja los paisajes destacarían en primer término, dominando la atención
del lector inteligente, y las figuras sólo aparecerían como sombras fugaces, casi imperceptibles, en la
lejanía.»

Pero éste es el carácter de todos los impresionistas y la tendencia se va


acentuando a medida que pasa el tiempo. Lo mismo pasa en la pintura. Pocos
pretenden pintar algo hoy con un asunto histórico. Los únicos cuadros
interesantes de nuestro tiempo son los impresionistas. Hoy, Vermeer de Delft
gustaría más que el Tiziano. El hombre ante la naturaleza va bajando de
importancia; el ambiente se agranda y el hombre se achica.

Los héroes de Shakespeare son tipos excepcionales, que viven en un


medio ambiente relativamente limitado. A mí me dan la impresión de figuras
de tapiz, maravillosas, que se destacan en un fondo brillante. Don Quijote es un
loco con un mundo irreal ante los ojos. Estas figuras, miradas por hombres de
genio, se agrandan. Yo creo que Dickens, Balzac, Dostoyevski y Tolstói son
hombres de genio, pero no pueden producir figuras gigantescas: la influencia
del ambiente se lo impide.

Luego dice Gaziel que todos los personajes míos son títeres y que no
tienen ni pueden tener más vida ni más voz que las de su imprescindible
titiritero. «Todos los personajes de Baroja hablan de la misma manera: como
habla Baroja.»

Éstos son descubrimientos de estudiantes de primera enseñanza.

Es evidente: todos los personajes de Dickens hablan como Dickens, y los


de Balzac, como Balzac, y los de Dostoyevski, como Dostoyevski.

De los autores que han sido favoritos míos, tengo la seguridad de que si
me leyeran en alta voz sus diálogos, los reconocería enseguida.

No confundiría nunca un diálogo de Moliere con otro de Shakespeare, ni


uno de Cervantes con otro de Calderón. Porque por mucho talento que tengan
esos escritores, y aunque sean hombres de genio, no pueden saltar por encima
de su sombra.

No creo que haya en mis libros ninguna gran extravagancia ni en las


ideas ni en la realización. En la literatura actual, sobre todo en Inglaterra y en
Estados Unidos, hay muchos autores cuyas obras se parecen a las mías. No es
que yo pretenda que me hayan leído o imitado, sino que han seguido una
trayectoria parecida a la mía. Huxley, Sommerset Maugham, Hemingway, Dos
Passos se parecen a mí en los asuntos y en la manera. Lo cual quiere decir que
mi tendencia no es absurda ni extravagante, sino algo que ha venido llevado
por la corriente de la época.

Gaziel no comprende, sin duda, que yo soy un impresionista, y que para


un impresionista lo trascendental es el ambiente y el paisaje. Eso, un
mediterráneo de gustos clásicos y académicos, no lo puede entender.

Nosotros no buscamos el delinear la figura, grande y destacada, con una


línea fuerte que la separe del medio en que vive, sino que queremos hacerla
vivir en su ambiente.

Yo, si hubiera sido pintor, hubiera sido un discípulo de los impresionistas


desde Turner hasta Sisley, y de los antiguos pintores holandeses, sobre todo, de
Vermeer de Delft.
IV

Un autor inglés, que sin duda no quiso dar su nombre y marchó para las
Nuevas Hébridas y que quizá desapareció en ellas, mantuvo correspondencia
con un amigo de Londres.

La correspondencia suya, con el título de Cartas de las Islas del Paraíso,


las publicó un editor, Bohum Lynch. El editor, en el prólogo, dice que el viajero
era un hombre pequeño, de ojos azules, que tenía sangre escocesa en las venas.
En este libro habla de mí en la carta de septiembre de 1916:

«He leído hace algún tiempo una novela española titulada La ciudad de la niebla, por Pío
Baroja. Es uno de los libros más extraordinariamente fuertes que yo he leído. Es muy corto, y no hay
que buscar en él una brizna de historia ni de intriga. Simplemente una serie de croquis en miniatura
de Londres por un extranjero. El autor es un artista consumado, y en sus imágenes ha cogido lo
esencial con una prodigiosa seguridad. No creo que el corazón de Londres y las demás cosas que
conocemos nosotros, sin poderlas pintar, hayan sido jamás cogidas antes con tal fuerza. Temo que el
libro soportaría mal la traducción —el español es muy fino para cogerlo bien—; si no, esto me
atraería fuertemente. Es un libro que merecería ser estudiado por cualquier novelista».

Páginas después, en la carta de 20 de febrero de 1919, dice el autor:

«He visto últimamente un artículo sobre el libro español Novelas y novelistas, a propósito del
cual me hubiera gustado intervenir en la crítica. Entre otras cosas que sorprenden (pero que se
pueden intentar impunemente en los medios literarios ingleses) niega con desdén la obra de Pío
Baroja, y en particular La ciudad de la niebla, diciendo que no es sólo su opinión personal, sino el juicio
general. Yo, precisamente, he señalado como una maravilla esta obra en una carta anterior. Los
gustos difieren; pero aun así, no creo que la opinión de este corresponsal sea, como él pretende
sancionar, la de los medios literarios. El periodista contradice la opinión del autor del libro en
cuestión, que, en calidad de escritor español, puede mejor que el periodista apreciar el ingenio de
Baroja. De Pérez Galdós, igualmente el mismo crítico habla en ignorante».
V

Giménez Caballero, que ha publicado libros y artículos originales un


poco arrastrado por la última corriente, ha escrito acerca de mí y de mis novelas
páginas pintorescas, no con el objeto de deformar, lo que es muy frecuente entre
los críticos, sino con la idea de llevar una luz nueva a una construcción más o
menos nueva.

A mí la arbitrariedad literaria me parece bien, porque puede ser, y casi


siempre es, manifestación de versatilidad; ahora, la arbitrariedad política ya no
me hace ninguna gracia, porque es más vulgar y es más interesada.

Encuentro entre los papeles un artículo titulado «Pío Baroja, ingeniero de


sus novelas», de Giménez Caballero. En este artículo hay una parte que se titula
«Fantasía y telémetro».

«Sin embargo… Hay un sin embargo en la mesa y en las manos de Baroja. Lo he dejado para
el final, porque el final es el lugar de las ironías. ¿Me perdona el lector haberle gastado una ironía
sobre las manos desnudas y románticas de Pío Baroja? No crea que voy a desdecir lo dicho. Ni
mentar períodos trabajosos y duros en la biografía de las manos de Baroja.

»Solamente he de contar una anécdota y referirla a una revaloración de la obra barojiana:

»Cuando era chico, muchas veces su padre se lo llevaba al campo a ayudarle en sus
maniobras de ingeniero. Pío era el encargado de manejar el telémetro, de precisar los ángulos de
incidencia, las latitudes, la graduación.

»Había excursiones en que se pasaban casi un mes en vida nómada y mensuradora.

»Pío Baroja ha conservado de aquello las dos influencias fundamentales: la errabundez y el


telémetro.

»Parece un error —por tanto, fundamental— juzgar la literatura de Baroja sólo con uno de
esos elementos: la errabundez. En la obra barojiana hay otro tanto de telémetro. En la obra de Baroja
hay una precisión, una cientificidad de la que carecen en general los demás escritores españoles. Por
consiguiente: un clasicismo, un helenismo, un actualismo auténticamente radicales.

»Pío Baroja compone sus novelas a base de fantasía pura. Pero con ayuda del telémetro.»

En otro artículo, Giménez Caballero me compara con Thomas Hardy.

«En Inglaterra, Hardy viene a tener una estimación algo parecida a la que disfruta entre
nosotros el citado Baroja para la gran masa. Está tildado de pesimista, de crítico de la sociedad, de
fuerte individualista y de último romántico. También se le asigna una nota rara y muy suya en la
tradición novelesca inglesa de los Thackeray, Dickens y Bronté, una nota excepcional, que es
justamente la que distingue a Baroja en nuestra tradición ingeniosa de la novela: la pasión.

»La pasión férvida sobre un paisaje rural.


»Pero, en otro aspecto, Hardy tiene más ímpetu que Baroja, siente más hondo lo patético, y
se le ve más empujado por el viento, por un viento bárbaro, arrebatador, sencillamente brutal. Baroja,
a pesar de ser nuestro mejor inglés, resulta entonces más recortado, mucho más reseco, y se le
advierte el cielo azul puro en que se crió. Además, Baroja no es un desesperado; Baroja no es un
pesimista; Baroja tiene mucha gracia. Hardy es un desgraciado, y su lírica llora con una pena
imposible de aliviar.»

Sobre la cuestión de estilo, pienso explicarme después con más extensión.


Respecto a mí, baste decir que para unos soy la negación del estilo y para otros
soy una manifestación individual de un estilo también individual.

Algunos últimamente han dicho:

«Se puede escribir en un idioma muy correcto sin ser estilista, y se puede escribir más
incorrectamente y tener estilo. Evidentemente, si el estilo es el carácter, un hombre puede tener una
forma de expresión personal; si el estilo es la corrección lingüística y el aire académico, entonces no».
VI

Hay mucha gente que en los idiomas les interesa más que nada la
sonoridad. A mí esto no me preocupa. Lo que me seduce es la exactitud, la
precisión. Que haya en una palabra muchas vocales o muchas consonantes, no
me dice gran cosa. La falta de precisión me molesta.

La palabra «editar» es casi sinónima de publicar y bastante próxima a


imprimir. Una persona puede editar un libro o varios y no ser un editor. Otra,
puede imprimir muchas obras y no ser tampoco un editor, sino solamente
impresor. La habitualidad del oficio es lo que le da el nombre al editor. Un
editor es un industrial intermedio entre el autor, el impresor y el librero. El
editor adquiere la obra del escritor, la lleva a una imprenta, suya o ajena, y de
aquí la envía a la librería, que se la ofrece al público.

En este sentido, esta profesión es relativamente moderna. La familia de


los Elzevir, que durante cerca de doscientos años imprimió libros en Holanda,
fue una familia de impresores, no de editores. Los Elzevir no publicaron casi
nunca obras nuevas. Hicieron, en general, reimpresiones.

El editor es el que se arriesga con autores conocidos y desconocidos, y los


lanza al público al albur.

En este sentido, los primeros editores han sido los ingleses, y los más
audaces y más modernos, los norteamericanos. Entre los editores ingleses, el
más típico quizá fue John Murray. Este hombre generoso favoreció a hombres
como Walter Scott, Lord Byron, Southey, Washington Irving y Borrow. Las
ediciones de Murray son magníficas y el catálogo suyo tiene las obras más
importantes de Inglaterra, y después guías de distintos países, admirables.

Rivales de la casa Murray fúeron Robertson, Tyndall y, sobre todo,


Archibald Constable. Este editor comenzó a publicar la famosa Revista de
Edimburgo en 1803, que era defensora de la política liberal de los whigs. En
contra de su tendencia, Murray publicó la Quaterly Review, que defendía la
política aristocrática de los tories. En Francia ha habido editores, pero que no
han tenido la continuidad de los ingleses; entre ellos, Didot, Hachette, Larousse,
Michel Lévy y Charpentier. En Alemania ha habido editores importantes, entre
ellos Brockhaus, cuyo Lexicón es verdaderamente magnífico.

En España hubo buenas imprentas hasta aproximadamente la mitad del


siglo XIX; después, cuando intentaron industrializarse, se achabacanaron y no
han podido salir de su miseria.
Dejando las grandezas de las épocas pasadas, en que la imprenta fue
artística, voy a hablar de los editores que yo he conocido y he padecido a lo
largo de una mísera vida literaria.

¡Qué editores ha tenido uno! ¡Qué fenómenos! El primero que se encargó


de mi libro Vidas sombrías lo envió a la imprenta, me mandó la factura, vendió
cien o ciento cincuenta ejemplares, se quedó con el dinero y me devolvió los
restantes. Este resto, yo, con un poco de rabia, lo fui quemando.

El segundo editor era un hombre de talento y de iniciativa: Bernardo


Rodríguez Serra, catalán, que había viajado por América. Me publicó dos libros:
Inventos y aventuras de Silvestre Paradox y Camino de perfección. Si hubiera vivido
más, me hubiera lanzado y favorecido, pero murió joven y no pudo hacerlo.

El tercero, Francisco Beltrán, empleado en la librería de Fernando Fe, de


Madrid, era un petulante. Creía que un libro lo hacía el editor, y no el autor. A
mí me decía en serio, con una novela mía titulada Aurora roja, en la mano: «Este
libro se puede leer. Tiene una cubierta atractiva, está bien impreso y bien
cosido; tiene buen papel y tiene, además, colofón».

Sin duda, con estas condiciones daba lo mismo que el libro fuera una
tabla de logaritmos, Bertoldo, Bertoldino y Cacaseno, Don Quijote o La guerra y la
paz.

Este Paco Beltrán publicó cuatro libros míos con algún éxito de venta, y
para celebrarlo dio un banquete a varios amigos suyos en un restaurante
elegante y no me invitó a mí. Esto me lo contó uno de los que asistieron al
banquete.

A mí, Beltrán me escamoteó todo lo que pudo, y de cada uno de estos


libros saqué yo unas trescientas pesetas. Al menos, el primer tiempo; luego no
sé si cobré algo más.

Mi cuarto editor fue don Gabino Páez, de la Casa Hernando, un palurdo


de pueblo. Éste, cuando me daba setecientas cincuenta pesetas por un libro que
me había costado escribir siete u ocho meses, decía melancólicamente: «¡Y luego
dirán que no se gana con la literatura!».

El buen hombre, incapaz de escribir una carta, se ganaba setenta u


ochenta mil duros al año por dirigir la carga de los libros en los camiones de la
casa editorial.

En el intermedio de estos editores de Madrid publiqué dos novelas en


Barcelona, una, Zalacaín el aventurero, en casa de Doménech, y la otra, El
mayorazgo de Labraz, en la casa Henrich. Los dos editores, después de hacer más
de una tirada, vendieron estas obras al librero Maucci, que sigue publicándolas
sin darme a mí, naturalmente, un céntimo. No sé cómo es eso, pero así lo es. Yo,
de Zalacaín, que supongo que se habrán vendido quizá más de veinte mil
ejemplares en varias ediciones, he ganado mil pesetas.

Además, ¡qué falta de consideraciones más elementales! Recuerdo haber


mandado el original de Zalacaín al editor de Barcelona en 1908. Transcurrió
cerca de un año sin que me acusara recibo de la obra, y luego, al pasar por
Barcelona camino de Italia e ir a la casa editorial, supe que el libro estaba
impreso hacía tiempo y que se había enviado a América. A mí no me habían
dicho nada.

En cambio, cuando ha tenido uno cuatro cuartos en un banco, ¡qué


diligencia!, ¡qué seriedad!, ¡qué liquidaciones al céntimo!

Y es que lo único serio de nuestra época es el dinero. Decir otra cosa es


hacerse ilusiones.

El editor siguiente fue la Biblioteca Renacimiento, dirigida por Martínez


Sierra. Todavía he encontrado liquidaciones de esa casa editorial que son
cómicas. En ellas se ven partidas así:

Edición, 3500 ejemplares. Perdidos (en la imprenta), 300. Propaganda,


400.

Encuentro una liquidación de la Biblioteca Renacimiento del 15 de


septiembre de 1924. No habla en ella del perdido, porque es una liquidación
tardía, pero señala los ejemplares de propaganda empleados. Eran éstas las
cifras:

De Aurora roja, 300; de César o nada, 400; de las Inquietudes de Shanti Andía,
500; de El mundo es ansí, 418; de El aprendiz de conspirador, 619; de Escuadrón del
Brigante, 320, y de Los caminos del mundo, 402, etcétera.

Yo enviaría de cada libro mío de quince a veinte ejemplares lo más.

Me decían en la casa editorial: «De este libro se harán 4000 ejemplares».


Desde el principio, con el fantástico perdido de la imprenta y la propaganda, se
reducía a 3000. Después, según ellos, de lo que se había vendido quedaba una
gran parte en los almacenes de Buenos Aires, que no se podía cobrar.

«Tiene usted que reclamar», me decía alguno.


Reclamé una vez, porque había ejemplares que todos los técnicos decían
que eran fraudulentos. Se llevó el asunto al juzgado por un abogado. A los tres
años el juez no había resuelto aún el caso; los técnicos no iban a declarar y nadie
sabía nada de la cuestión. El abogado me pasó la cuenta de dos mil y tantas
pesetas, que tuve que pagar.

Al último me llamaron de la casa editorial para hacer una liquidación


definitiva. Le dije al empleado que vino a explicarse conmigo, que era un señor
Gómez del Moral, que estaba convencido de que me habían defraudado en
todas las cuentas, pero que no quería reclamar, porque sabía que era inútil, y
que si reclamaba me podría suceder, como la otra vez, que me costara el dinero.

—Aquí no ha habido ninguna defraudación —dijo el empleado.

—Mire usted —le contesté yo—. Cuando hicieron una Biblioteca


Económica me propusieron publicar en ella dos libros míos: Camino de perfección
y La casa de Aizgorri. La tirada sería de 10.000 ejemplares y pagarían al autor
quinientas pesetas por cada libro. Me correspondían, pues, mil pesetas. De estas
mil pesetas, no sé por qué motivo, al pagarme me escamotearon ciento. Una
noche, en la oficina de la Biblioteca Renacimiento, que estaba en Madrid, en la
calle de Pontejos, me dijeron que pocos días después iba a salir uno de aquellos
libros míos, creo que Camino de perfección, y al bajar a la calle, cerca del portal,
me encontré con un encuadernador, Álvarez Angulo, que me dijo: «En la mesa
tengo las catorce mil cubiertas de su libro, de la sección económica de la
Biblioteca Renacimiento». «¿Cómo catorce mil? Son diez mil», le dije yo. «No:
catorce mil». Yo no repliqué nada. ¿Para qué?

Al oír esta relación, el señor Gómez del Moral protestó diciendo que no
era posible, y que ellos ponían en el libro mayor, menor o lo que fuera, las
tiradas verdaderas. Esta casa es más seria que la de enfrente, debía de pensar el
empleado.

—Puede ser que se consigne todo —contesté yo—, pero no creo que ese
encuadernador me dijera lo de las catorce mil cubiertas sin motivo, ni que en la
casa editorial se hagan constar las defraudaciones, si las hacen.

—Pues aquí todo está escrito tal como es.

El señor Gómez del Moral cogió un libro grande, que lo puso en un atril
y lo miró, y yo con él. Debajo de cada título de mis libros de la Biblioteca
Económica ponía en uno, en vez de diez mil, trece mil y tantos ejemplares, y en
el otro, algo por el estilo.
No había comentario que hacer. Se lo dije al abogado, y que pensaba
contarlo en un artículo, y el abogado me advirtió: «No haga usted eso. Le
pueden procesar por injuria».

La cosa me pareció muy cómica.

Así, por esta novela, Camino de perfección, he ganado, años después de


publicarla, quinientas pesetas, y por La casa de Aizgorri, cuatrocientas.

Luego edité por mi cuenta, y después en Espasa-Calpe, de la cual no


tengo queja.

Algunos, al principio, decían de mí: «Es un romántico. No quiere ganar


dinero con la literatura».

No había tal; yo quería ganar dinero con la literatura. Con lo que no


quería ganar dinero era con la intriga o con la política. Ahora, con la literatura,
no se podía llegar a vivir ni miserablemente.

Por lo que recuerdo, mis ingresos con los ocho primeros libros míos, al
año de salir, fueron los siguientes:

Primero: Vidas sombrías, quinientas pesetas (de menos).

Segundo: La casa de Aizgorri, nada.

Tercero: Aventuras, inventos y mixtificaciones de Silvestre Paradox, nada.

Cuarto: Camino de perfección, nada.

Quinto: El mayorazgo de Labraz, dos mil pesetas.

Sexto: Mala hierba, trescientas pesetas.

Séptimo: La busca, trescientas pesetas.

Octavo: Aurora roja, trescientas pesetas.

En conjunto, en aquellos años llegué a ganar cuatrocientas sesenta


pesetas (unos ocho duros al mes). Claro que otros no ganaron nada.

Por este tiempo me decían algunos: «Usted debe viajar; ir a América a ver
mundo».
¿Con cuatrocientas pesetas al año? También podían haberme aconsejado
que comprara un yate de recreo o una finca en la Costa Azul.

Años después nos aseguraban que en América se vendían miles y miles


de libros españoles. Pero ¿cómo entonces no lo notaban los editores que los
fabricaban aquí? Después se nos dijo que en distintas repúblicas se hacían
ediciones clandestinas y que de éstas había muchas. Yo no digo que no se hayan
hecho. He visto algún que otro libro mío anunciado en catálogo americano
como impreso allí, pero no creo que esto haya sido tan general como se decía.
También me contó un amigo que, comiendo en un restaurante de la capital de
una república del Pacífico, después de comer, el mozo, como quien da un
anuncio o un almanaque, le dio un libro mío.

Hace unos quince años vi una novela mía en una colección americana
que se llamaba Los Grandes Libros, y un periodista de Madrid, a quien también
le habían publicado un libro suyo en esta colección, me dijo que si yo quería
haríamos conjuntamente una reclamación a la casa editorial.

—A usted no le costará ningún dinero ni ningún trabajo —me aseguró.

—Si es así —contesté yo—, haga usted lo que le parezca.

El periodista hizo la gestión, y el editor de Los Grandes Libros contestó,


con cierta sorna, que debíamos estar agradecidos a que nuestros libros
aparecieran en su catálogo, porque de este modo llegarían a tener algunos
lectores.

Quizá el editor de Los Grandes Libros tuviera toda la razón.


VII

Ramiro de Maeztu estuvo, con relación a mí, en una situación un poco


ambigua. Yo, más bien le tenía simpatía; pero él me miraba como un hombre
que hablaba con doblez. No sé por qué.

Yo era para él, en 1900 o en 1901, el conservador, el pompier, y él, el


demoledor y el futurista. Pasados más de treinta años, yo evolucioné al
envejecer, sin interés alguno político, sólo por vejez, hacia un ambiente
templado; pero, a pesar de ello, Maeztu, que había dado un brinco ideológico,
me consideraba entonces como un académico puede considerar a un
vanguardista.

Estos dos artículos, que copio en parte, dan claramente la impresión de la


posición de Maeztu y de la mía. El primero es de junio de 1901 y está publicado
en una revista titulada Madrid:

LA ACTUALIDAD LITERARIA

«Con la novela Aventuras, inventos y mixtificaciones de Silvestre Paradox, puesta a la venta


recientemente, son tres los libros publicados en un año por el autor de Vidas sombrías y de La casa de
Aizgorri, sin que la crítica oficial ni los grandes periódicos se hayan ocupado de Pío Baroja.

»Parece que este nombre es un “camelo” que tratamos de dar al público los “modernistas”.
Y, sin embargo, no hace mucho preguntó un escritor italiano a don Benito Pérez Galdós:

»—¿Qué jóvenes se muestran, a su juicio, mejores novelistas?

»—Blasco Ibáñez, Arturo Reyes y especialmente Pío Baroja.

»Este “especialmente”, en labios de don Benito, es un adverbio que tiene su valor.

»Y, a mi juicio, no tan autorizado, pero sí tan sincero, tiene, además, muchísima razón.

»Pío Baroja es, hoy por hoy, entre los escritores jóvenes, el que ha escrito los libros más
intensos. Sólo que este juicio no debiera formularlo yo, que soy, según me dice Pío Baroja en el
ejemplar de Silvestre Paradox que me dedica, “su enemigo filosófico-literario”. ¿Será desgracia la de
vivir en un país de tal deslealtad intelectual, donde por pura honradez artística tiene uno que
encomiar aquello que íntimamente nos es más opuesto y antipático? […]

»El arte de Baroja es un arte interior. Atraviesa las superficies para buscar en los bajos fondos
de las cosas y de los espíritus, hace hablar a lo inconsciente y busca el tronco de donde se separan los
anhelos vivos de los hechos muertos».

Luego dice que no soy entusiasta de la belleza exterior y sensual, ni de la


fuerza física, como él, sino de lo íntimo; que me entusiasman las repugnantes
figuras pintadas por los artistas del siglo XIII y otras «úlceras legadas a nosotros
por diecinueve siglos de fealdad».
Termina así:

«Acaben estas líneas con una noticia […] Los amigos de Baroja van a conmemorar la
publicación de Silvestre Paradox con un banquete. Organizan la fiesta escritores jóvenes de los que
más reciamente han combatido reputaciones consagradas por la rutina […] “Los que pegan” van a
rendir homenaje de estimación artística ante otro muchacho […] ¡Buen síntoma en favor de la
sinceridad intelectual de los jóvenes y de su cariño al arte! […] Porque los éxitos que suelen lastimar
no son los de los viejos».

Al cabo de treinta y tantos años encuentro un número de Abc con este


artículo de Maeztu:

IDEAS ETERNAS

«Recientemente ha dado don Pío Baroja una «Probablemente ya no se harán nunca


conferencia en el Ateneo guipuzcoano sobre “Las ideas de
ayer y de hoy”, en la que, después de combatir la teoría obras de arte como las pasadas.
microbiana, el monoteísmo del Génesis, el
providencialismo, la unidad de la conciencia, los dogmas »Pío Baroja
cristianos, el progreso, el superhombre, la democracia y la
deshumanización del arte, entre otros tópicos, ha llegado, sin embargo, a la conclusión de que los
dogmas antiguos, que, “examinados por la razón natural, tienen poco valor”, tienen, en cambio,
“gran valor de eficacia para la vida, la civilización y el arte”. Se le presenta a Baroja una antinomia:
“La vida antigua falla en los cimientos y acierta en las consecuencias. La vida moderna, lo contrario”
[…]

»Ello significa que el señor Baroja ha llegado a un momento interesante de la vida: el de


Renán, cuando decía que vivimos de la sombra de una sombra, y se preguntaba de qué vivirán
nuestros hijos; casi el de Brunetiére, cuando proclamaba la bancarrota de la ciencia».

Como se ve, ya no soy aquí, para Maeztu, un compañero antiguo, sino


más bien don Pío Baroja y el señor Baroja. Casi un desconocido para él. Las
consecuencias que aquí deduce Maeztu son falsas y sofísticas. ¿Cómo se va a
creer una estupidez como la bancarrota de la ciencia? Lo que sucede es que, en
muchos casos, hay incógnitas que la ciencia no ha resuelto aún; y en otros, la
sociedad no sabe aplicar los descubrimientos de la ciencia. Si el Ayuntamiento
de este pueblo no sabe purificar las aguas y hay fiebres tifoideas, ¿se va a decir
que la ciencia fracasa? No; lo que sucede es que no la saben utilizar.

Ya se ve que ha habido muchos descubrimientos antiguos más prácticos


para la humanidad que otros modernos; pero eso no quiere decir nada en
contra de la ciencia. La ciencia es una cosa y la práctica de las verdades
científicas otra. El descubrimiento de las propiedades de la quina, el empleo de
la patata, el invento de la máquina de vapor tiene mucha más importancia en la
práctica que la teoría de Copérnico; pero dentro de la ciencia, la teoría de
Copérnico es como la clave de todas las ciencias naturales, y la quina, la patata
y la máquina de vapor no son más que práctica.
Yo no comprendo bien esos cambios de opinión, esas transformaciones
bruscas con relación a las cosas o a las personas como los de Maeztu. Al menos,
en mí no son posibles.

Era católico, y leyó a Karl Marx y se hizo comunista. Era marxista y se


hizo tradicionalista. Era incrédulo, y oyó al padre Ibarranguelúa y se hizo
creyente. ¿En dónde han vivido esos hombres que no han oído nunca el pro y el
contra de esas cuestiones simples y primarias? Se comprende esto en un obrero
o en un campesino. La mayoría de la gente culta y semiculta todo eso lo hemos
pensado y discutido en la juventud, y como son problemas irresolubles por el
razonamiento, los hemos abandonado porque sabemos que no tienen solución;
conocemos poco más o menos lo que se puede decir de estas cuestiones en pro y
en contra. ¿Quién duda que se puede cambiar? Pero no por teoremas ni por
razones lógicas. Ni Lutero, ni Raimundo Lulio, ni Ignacio de Loyola se
convirtieron por silogismos.

Yo creo que he evolucionado, como digo, por la vejez, lentamente, como


evolucionan todos los hombres, pero no lo he hecho por argumentos abstractos
ni por motivos de interés práctico.

Comprendo que se evolucione y que se cambie con la edad y con el


tiempo; pero esos brincos de saltamontes no los comprendo.

En la naturaleza todo cambia y evoluciona. Vemos un árbol en mayo y


tiene las hojas verdes; lo vemos en noviembre y las tiene amarillas. No nos
choca.

Maeztu era un hombre cambiante, que aspira a tener una fijeza que no
tenía. En su comienzo era un nietzscheano furioso. Para él, Nietzsche era el
depositario de toda la verdad. De los escritores españoles del tiempo no
aceptaba más que uno.

Con relación a mí, tenía cierta desconfianza, como si yo quisiera jugarle,


tarde o temprano, alguna mala pasada, no sé por qué ni para qué.

Maeztu era un impulsivo. Creo que un psiquiatra le hubiera considerado


como un esquizofrénico, y a mí como un maníaco depresivo. Claro que no hay
que buscar gentes completamente normales entre personas que se dedican a
actividades tan poco productivas y prácticas como la literatura y la filosofía.
Todos tienen su tara. Son inadaptados, antisociales, vanidosos, etcétera,
etcétera.

La última vez que vi a Maeztu fue en el tren. Era no recuerdo si a final de


1935 o a principios del 36. Había ido yo a Vitoria. Al ir, me encontré en la
estación con Unamuno, y al volver, en el vagón, con Maeztu. Si lo hubiera
sabido, los hubiera huido a los dos, y probablemente ellos hubieran hecho lo
mismo conmigo.

A Maeztu hacía ya doce o catorce años que no le veía. Hablamos; él contó


algunos viajes que hizo por América; yo hablé de Vitoria y de Álava. En esto,
entraron dos señoritas en el vagón a que Maeztu les pusiera su firma en un
álbum. Luego vinieron otras dos.

—Hay popularidad —le dije yo.

—¿A usted no le piden autógrafos? —me preguntó Maeztu.

—Poca cosa.

—¿No tiene usted público?

—Sí; tengo un público secreto, como diría Unamuno —contesté yo.

—¿No le importa a usted gran cosa la indiferencia general?

—Según.

—Siempre en las nubes.

—No busca uno sus realidades. Respecto a usted, no sé si recordará que


yo le dije, hace muchísimos años, que acabaría usted siendo político, y es
natural su popularidad.

Él no contestó, y al despedirnos en Madrid lo hicimos un tanto fríamente.

Como digo, Maeztu desconfiaba de mí sin motivo. No sé si tendría en el


fondo la sospecha, como otros compañeros, de que yo pudiera llegar a escribir
alguna vez algo que estuviera bien, y ello no le hacía mucha gracia.

Maeztu y yo nos conocimos en 1899. Yo le hice un pequeño favor y él me


invitó a pasar una temporada en casa de una tía suya en Marañón, provincia de
Álava. Después consiguió que un editor de Bilbao, de una Biblioteca
Vascongada, don Fermín Herrán, publicara una novela mía titulada La casa de
Aizgorri, lo que se lo agradecí mucho. Allá en Marañón, por los campos,
hablamos y analizamos y disecamos nuestras respectivas aptitudes. No hubo
entre nosotros las menores consideraciones ni miramientos.

—Usted, si sigue así, se morirá de hambre —me decía Maeztu, riendo.


—Sí, es cierto. Usted, en cambio, acabará siendo político —le indicaba yo.

—¿Por qué?

—Porque usted anda nadando entre dos aguas, y aunque tiene usted más
condiciones de político que de otra cosa, quisiera usted ser un pensador, un
ensayista a estilo Nietzsche, y eso es un error.

—Razones.

—Las razones son claras. Nietzsche es un producto quinta-esenciado de


la universidad alemana del tiempo. A nuestra edad estaba atiborrado de
ciencia, de latín, de griego, de filosofía, de lingüística…; vivía en un ambiente
intelectual…; usted sabe francés e inglés, pero formación universitaria no tiene
usted ninguna. ¿La puede usted improvisar? Yo creo que no. En cambio, en la
política puede usted lucirse: tiene usted aspecto para aparecer en una tribuna, la
voz es un poco campanuda para una reunión íntima, pero estará bien en una
asamblea…

Maeztu creía que yo le concedía estos méritos porque los despreciaba,


pero no había tal. Claro que ya se sabe que dos personas que se ponen a decirse
las verdades no llegan a fraternizar.

Realmente, en esa época de la juventud es muy difícil tener una idea


clara del porvenir de los compañeros; lo que sí es evidente es que no hay más
que dos posiciones: una, la del hombre que, con motivo o sin motivo, tiene
confianza en su personalidad (era el caso de Azorín y el mío); otra, la del caso
del hombre que no tiene confianza en su personalidad, tenga más o menos
talento y que se encuentre en una actitud de suspicacia.

Si en esa época, todavía de juventud, hubiera andado entre nosotros un


Goethe, un Balzac, un Dickens, un Larra, ¿le hubiéramos reconocido?

Creo que de primera intención no, porque el instinto nos hubiera


inclinado a no reconocerlo. Después, sí.

A cualquiera de nosotros que hubiera pensado solamente en tener una


figura en la historia literaria —a Azorín, a Valle-Inclán, a Maeztu, a Bueno o a
mí— nos hubiera convenido más morir a los treinta años, dejando cinco o seis
libros, que llegar a la vejez. Hubiésemos tenido más aspecto. Se hubiera dicho
de nosotros: «¡Lo que hubiera hecho este hombre si hubiera vivido más
tiempo!».
Hay que reconocer que, en este sentido literario, los de la supuesta
generación del 98 hemos tenido suerte. Hemos vivido en una época en que todo
se podía inventar y decir en la esfera del pensamiento. Después ha venido la
represión ideológica no sólo en España, sino en el mundo entero.

La gente, como no juzga nunca con serenidad, dirá, convencida, con el


tiempo: «¡Qué audacia la de aquellos escritores! En ese sentido no les ha
reemplazado nadie, por lo menos en épocas próximas».
VIII

Yo siempre he afirmado que no creía que existiera una generación del 98.
El invento fue de Azorín, y aunque no me parece de mucha exactitud, no cabe
duda que tuvo gran éxito, porque se ha comentado y repetido en infinidad de
periódicos y de libros no sólo de España, sino del extranjero.

El concepto venía a llenar un hueco, como se decía antes con un clisé


periodístico, un tanto desgastado a fuerza de uso.

Una generación que no tiene puntos de vista comunes, ni aspiraciones


iguales, ni solidaridad espiritual, ni siquiera el nexo de la edad, no es una
generación.

La fecha no es tampoco muy auténtica. De los incluidos en esa


generación no creo que la mayoría se hubiera destacado en 1898. Benavente
debía de ser ya conocido en ese tiempo, quizá también Unamuno. Los demás
me figuro que no. Yo, que aparezco en el elenco, no había publicado por esa
época más que algunos articulitos en periódicos de provincias. Andaba por
entonces luchando como pequeño industrial en trabajos que no tenían nada de
literarios.

Tampoco se sabe a punto fijo quiénes formaban parte de esa generación:


unos escriben unos nombres, y otros, otros. Algunos han incluido en ella a
Costa, y otros, a J. Ortega y Gasset, que se dio a conocer ya muy entrado este
siglo.

Yo creo que hay en todo ello un deseo de reunir, de dar aire de grupo a lo
que naturalmente no lo tiene, como si se quisiera facilitar las clasificaciones y
divisiones de un manual de literatura.

España nunca ha sido país de escuelas literarias; pero, aun así, ha tenido
sus épocas de tendencias claras: los afrancesados, con Moratín y sus partidarios;
los románticos, capitaneados por Espronceda y Larra, y aun los mismos
novelistas realistas, que, sin formar un grupo compacto, tenían una orientación
común en arte: Pereda, Galdós, la Pardo Bazán, etcétera.

En esta generación fantasma de 1898, formada por escritores que


comenzaron a destacarse a principios del siglo XX, yo no advierto la menor
unidad de ideas. Había entre ellos liberales, monárquicos, reaccionarios y
carlistas.

En el terreno de la literatura existía la misma divergencia; había quien


pensaba en Shakespeare y quien en Carlyle; había quien tenía como modelo a
D’Annunzio y otros que veían su maestro en Flaubert, en Dostoyevski y en
Nietzsche.

Como casi siempre en España, y quizá fuera de España, las influencias


predominantes eran extranjeras.

Se ha dicho que la generación seguía la tendencia de Ganivet. Yo, entre


los escritores que conocí, no había nadie que hubiese leído a Ganivet. Yo,
tampoco. Ganivet, en este tiempo, era desconocido.

En la España actual, el escritor que muere se hunde con su obra en el


silencio y en el olvido.

Copio de un artículo de Azorín, titulado 1989:

«En un libro reciente, España, de Salvador de Madariaga, se dice, por ejemplo, que los
maestros de la generación de 1898 fueron Costa, Ganivet, Ortega y Gasset y Unamuno. He elogiado
yo el libro de Madariaga; se me permitirá ahora una rectificación. Ninguno de los hombres citados
fue maestro de los escritores de 1898. A Costa le teníamos por un político elocuente, y nosotros
abominábamos de la oratoria y de la elocuencia. A Ganivet no le conocíamos; le he leído mucho
después. Ortega no era maestro entonces; lo fue más tarde; tenía Ortega en 1898 la bella edad de
quince años. En cuanto a Unamuno, no era entonces tampoco un maestro nuestro; lo fue también
luego; era Unamuno un buen camarada; en 1902 se publicó Amor y pedagogía, y antes sólo habían
aparecido Paz en la guerra, Tres ensayos y un estudio acerca de la enseñanza en España. Los
verdaderos inspiradores de la generación de 1898 fueron todos los grandes pensadores y literatos
extranjeros. Tal vez, si quisiéramos destacar la influencia más decisiva e incisiva, tendríamos que
nombrar a Federico Nietzsche; al Nietzsche tal como podía conocérsele en 1898: un Nietzsche
fragmentario e incompleto».

Lo extranjero ha privado siempre. No me chocaría nada que entre los


escritores jóvenes actuales no se haya leído nada de Galdós, ni siquiera para
encontrar que no les gusta, y que, en cambio, se comente a algún escritor
parisiense que en París no le conozca ni la familia.

¿Había algo de común en la generación del 98?

Yo creo que nada. El único ideal era que todos aspirábamos a hacer algo
que estuviera bien, dentro de nuestras posibilidades. Este ideal no sólo no es
político, sino casi antipolítico, y es de todos los países y de todos los tiempos,
principalmente de la gente joven.

Muy difícil sería para el más lince señalar y decir: «Estas eran las ideas
del 98».

El 98 no tenía ideas, porque éstas eran tan contradictorias, que no


podrían formar un sistema ni un cuerpo de doctrina. Ni del horno hegeliano, en
donde se fundían las tesis y las antítesis, hubiera podido salir una síntesis con
los componentes heterogéneos de nuestra famosa generación.

Y, sin embargo, a pesar de la falta de ideal común, por una especie de


transmutación misteriosa, vemos que ese 98 fantástico toma, al cabo de algunos
años, un aire importante no sólo en el terreno literario, sino en el público y en el
social.

El 98 es el causante de la muerte de la Monarquía y del advenimiento de


la República. Según algunos, el 98 produce la efervescencia republicana y
socialista del 14 de abril.

El hecho es inusitado. Yo creo que no había entre los escritores que


figuraron en la supuesta generación del 98 ninguno que fuera republicano ni
socialista.

Además, ¿qué influencia pudieron ejercer nuestras obras si tuvieron una


expansión tan escasa?

Recuerdo que el periodista Luis Morote, hablando hace tiempo en un


artículo de los escritores del espectral 98, decía que no habíamos sabido escribir
obras que llegaran al público, y luego añadía que nuestro influjo en el pueblo
había sido funesto.

Cómo se puede ejercer una acción funesta en el público sin llegar a él, es
cosa bastante difícil de comprender. Habría que pensar en un efecto catalítico
de presencia.

En las relaciones del 98 con la caída de la Monarquía se quiere encontrar


un paralelismo con la Revolución francesa. Voltaire, Rousseau, Diderot,
D’Alembert, etcétera, engendran, según los autores, la gran Revolución; aquí,
para producir nuestra revolución, no muy grande, tenía que haber, aunque
fuera en pequeño, otros Voltaire, Rousseau, etcétera.

¿En dónde estaban los escritores parecidos, de tan inmensa fama e


influencia? Creo que nadie los vio. La verdad es que la generación del 98 era
muy exigua y nadie le daba importancia. Que Unamuno influyera en el
descrédito de la Dictadura y en la caída de la Monarquía, es evidente; pero
también es evidente que lo hizo de una manera personal, política y más bien
nueva con relación a sus tendencias anteriores. Esta tendencia nueva creo que
nació con la política francófila iniciada durante la guerra.

Viene el movimiento revolucionario de Asturias, fuerte, feroz y brutal;


movimiento que marca el ascenso de la tendencia comunista y el descenso del
socialismo, y, sobre todo, de sus jefes, que no saben más que huir del peligro, y
ve uno con sorpresa que este movimiento también está engendrado, según
algunos, por las ideas del 98. El 98, que no tenía ideas, es el que da ideas a las
agitaciones sociales. Se ve que sigue la acción catalítica.

Eugenio Montes decía hace poco en el Abc: «Porque la España actual es


obra de la generación del 98, que fue —y aún es—, por paradójico y hasta
monstruoso que parezca, una especie de FAI intelectual, una generación o
asociación biológica de anarquistas».

No veo dónde podrían estar esos anarquistas.

Si el anarquismo, como quiere suponer este escritor, es el subjetivismo, el


predominio del sentimiento sobre el concepto, del paisaje sobre la ciudad, de lo
privado sobre lo público y del carácter sobre la razón, la poesía lírica y la novela
son íntegramente anarquistas. Desde Ovidio hasta Paul Verlaine, pasando por
san Juan de la Cruz y fray Luis de León, todos los poetas son anarquistas. A los
novelistas les ocurrirá lo mismo. Cervantes será el primer anarquista de España,
y Dickens, Balzac y Dostoyevski, los primeros anarquistas de sus respectivos
países.

Respecto a los filósofos, no digamos. Berkeley, Hume, Kant y


Schopenhauer serían terriblemente anarquistas.

No creo que nadie haya dado esa latitud al concepto anarquista.

El subjetivismo de poetas y de novelistas se ha llamado individualismo,


misticismo, romanticismo.

El punto en que se sitúa uno con relación a las ideas influye en dar unos
nombres u otros. A Eugenio Montes le parece que el subjetivismo y sus
afinidades sentimentales, amor por el paisaje, gusto por lo privado y lo
característico, es anarquismo.

A mí, colocado en el extremo opuesto, el amor por la ciudad, por la


ceremonia y por el concepto, me parece retórica, es decir, oquedad.

Suponiendo que el grupo de escritores de mi tiempo fuera una


generación, habría entre ellos algunos que hubiesen podido influir en la parte
formal de la literatura; otros, por su tendencia radical, podían haber influido
algo en las ideas de crítica social. Yo no he visto tal influencia.

Colaboración, más o menos oscuramente, en el advenimiento de la


República, la Institución Libre de Enseñanza, la masonería, las Casas del
Pueblo, el catalanismo, la prensa, la banca… Nuestra pequeña y astral
generación del 98, como generación, no influyó nada.

Se vio que los políticos republicanos no tenían simpatía por los escritores
de ese tiempo, y Marcelino Domingo, Albornoz y otros escribieron en contra de
ellos porque no eran republicanos. Los políticos nunca han querido nada con
los escritores, a quienes llamarían con gusto, como el general Primo de Rivera,
los autointelectuales.

Al instaurarse la República, se notó claramente que los escritores ya


viejos, de mi época, no figuraban en la trinca, estaban descartados de las
dulzuras del presupuesto. Si alguno consiguió un destino fue porque lo pidió,
no porque se lo ofrecieran.

A mí no se me ocurrió la idea de que pudieran darme un cargo. Ocho o


diez días después de la República me encontré con un conocido en la calle de
Alcalá.

—¿Qué, anda usted? —me dijo.

—He salido a tomar los billetes para el tren.

—Pero ¿cómo? ¿Se va usted?

—Sí; me voy al pueblo, como todos los años.

—Pero ¿no va usted a presentarse al Gobierno?

—¡Yo al Gobierno! ¿Para qué?

—Pero ¿no es usted republicano?

—Muy poco republicano.

—Pues ¿qué es usted? ¿Monárquico?

—No. Hasta ahora he sido de los del individuo contra el Estado. Después
no sé…

—Pues yo creía que era usted republicano y hasta que le darían un cargo.

—¿Y para qué? Si yo no he hecho nada para traer la República.

—Ni nadie. La República ha venido sola.


—Bien. Seguramente hay gente que cree que puede hacer algo útil en un
ministerio, de director o de empleado. Yo no creo en la política ni en los
gobiernos. Para mí, un político es un retórico, a quien no hay que tener en
cuenta, y el Gobierno que no haga nada es el mejor.

—Veo que es usted un hombre absurdo.

Y el señor conocido se alejó de mí un tanto indignado.

Si un escritor como yo no tenía el menor prestigio político entre los


republicanos, tampoco lo tenía entre socialistas, comunistas y anarquistas. El
periódico El Socialista varias veces se metió conmigo y celebró que estuviera
olvidado y asfixiado.

Cuando me invitaron a acudir a una reunión del Ateneo para una crítica
que llamaban de masas de una novela mía, Los visionarios, la sala, llena de
comunistas, estuvo chillando contra mí, porque un novelista, según aquella
gente, era un tipo vendido a la burguesía. Unamuno, que estaba en el salón, fue
todavía más abucheado que yo.

Respecto a los anarquistas, creía yo que tendrían cierta lejana simpatía


por la parte individualista de lo que yo había escrito, pero no. Se mostraban tan
hostiles como los demás. En la cárcel de Sevilla, donde estuve para visitar a
alguno que otro preso que había conocido y me había dado datos en Barcelona,
me encontré también con que los anarquistas me atacaban furibundamente y
con cierta saña, y tenían un profundo desprecio por los escritores de mi tiempo.

¿Dónde está, pues, nuestra influencia? Quizá se ha influido algo en la


burguesía; pero en los demás sectores sociales, nada.

Así, pues, joven profesor, si piensa usted publicar un manual de


literatura española, puede usted decir al hablar de la mítica generación del 98,
sin faltar a la verdad, primero, que no era una generación; segundo, que no
había exactitud al llamarla de 1898; tercero, que no tenía ideas suyas; cuarto,
que su literatura no influyó, ni poco ni mucho, en el advenimiento de la
República, y quinto, que tampoco influyó en los medios obreros, adonde no
llegó, y si llegó, fue mal acogida.

Al escritor, aunque no tan fantasmón como el político, le gusta, por


vanidad, pensar que su literatura es eficaz, que tiene resonancia en el mundo;
pero cuando no lo es y cuando no resuena por ninguna parte, tiene que
reconocerlo así, más o menos alegremente.
Si hay algo nuevo y característico en esa supuesta generación del 98, que
yo creo que no lo hay, no es más que un último aliento que viene de fuera, de
romanticismo y de individualismo.

Nietzsche, Ibsen, Dostoyevski, etcétera, no representan más que eso. Ni


ellos, dentro de su carácter, grande y desmesurado, aunque hubieran vivido
cerca, hubiesen podido formar un grupo político, ni nosotros, con unas
proporciones reducidas, tampoco.
IX

En la campaña contra Echegaray, que, según dicen, hizo la supuesta


generación del 98, yo no intervine en nada, al menos deliberadamente; creo que
la iniciativa fue de Azorín y de Valle-Inclán. Al parecer, se hizo un escrito; yo no
sé qué decía éste ni en qué términos estaba redactado. Es posible que alguno me
dijera: «Se ha puesto su firma». «Bueno; es igual», contestaría yo.

No tenía hostilidad alguna contra Echegaray. No conocía tampoco su


teatro. Cuando los grandes éxitos del dramaturgo, yo sería chico, y luego,
estudiante. De chico no iba al teatro, y de estudiante iba alguna vez, las noches
del sábado, a ver alguna pieza del género chico, y las tardes de domingo a
algún melodrama. No he visto las grandes obras de Echegaray: El gran galeote,
O locura o santidad, El loco Dios, etcétera.

El teatro no me ha gustado. No sólo no me ha gustado, sino que le he


tenido antipatía. Cuando recuerdo que de joven iba al paraíso del Real, a sufrir
incomodidades y molestias, para oír los gorgoritos de una tiple o las escalas de
un tenor, me considero a mí mismo como un estúpido. Esa sujeción de estar en
el teatro como esperando el maná me fastidia. Todo lo colectivo me es
antipático.

Soy un hombre que no ha ido al teatro, ni a los toros, ni a los partidos de


fútbol. Celebro mucho no sentir entusiasmo por esas cosas y no haber tenido
amistad ni con autores dramáticos, oradores, cómicos, toreros, futbolistas y
bailarines, ni con la demás gente que dependa del público, y que por eso para
mí no es interesante.

Prefiero tener la moral de perro vagabundo que de perro de jauría.


Recuerdo que una vez, hace veinte años, llegué a un pueblo de Alemania, en el
tren, solo; creo que a Nuremberg. Era domingo, y al entrar en la estación, que
estaba llena, casi todo el público, que debía de venir del campo, comenzó a
cantar a coro. Me produjo aquello una sorpresa próxima al pánico.

«¿Qué es esto?», me dije. Y esperé a salir del vagón a que se fuera


desocupando el andén.

A mí, la confusión y el ruido no me han gustado nunca. En París, durante


la última Exposición, una señora extranjera, a quien conocía, me preguntó:

—¿Ha visto usted la Exposición?

—No.
—¿No piensa usted verla?

—No; ¿para qué?

—Pues yo quisiera verla y no tengo quien me acompañe. Venga usted


conmigo.

Fuimos, ya al anochecer, un día caliente. Me pareció todo confuso,


chillón y desagradable.

La dama quiso que entráramos en uno de los restaurantes a cenar.


Estaban las mesas llenas. Había un alboroto extraordinario, y los mozos
andaban aturdidos, sin saber adónde acudir, y la gente llamaba y protestaba.

—Yo prefiero tomar una taza de leche en casa a este barullo —dije.

—¿Qué hacemos? —me preguntó la señora.

—Lo que usted quiera.

—Vámonos fuera, a un restaurante.

Fuimos a la avenida de los Campos Elíseos. Comimos en la terraza de un


restaurante de fama. La noche estaba espléndida; la temperatura, deliciosa. La
cena fue buena y barata.

—Sí —dijo la señora—. Ha estado esto muy bien, pero es lo de todos los
días.

Para mí, evidentemente, no lo era, y, además, yo, por mi parte, prefiero lo


agradable cotidiano a lo desagradable inesperado.

Entre lo desagradable inesperado está para mí el ir a los espectáculos. No


me ilusionan ni me dejan un recuerdo grato.

Respecto al teatro que se considera serio, a mí me parece que los mejores


dramas son más atractivos leídos que vistos representar.

Yo he visto algunos dramas con ilusión, pensando que me iban a


entusiasmar: El rey Lear, en el teatro Antoine, de París; Julio César y Macbeth, en
Londres; Hamlet, en Madrid. También he visto La vida es sueño y algunas
comedias de Molière, con buenas compañías.
Me ha parecido que las grandes obras de teatro se estropean al
representarlas, y que, en cambio, las medianas ganan.

Con esto creo que pasa un poco como con las estampas de los libros. Los
libros importantes siempre parece que tienen malas ilustraciones, y, en cambio,
algunos medianos las tienen buenas.

Los grandes tipos inventados por los escritores ilustres no caben en el


marco del teatro, y desde Don Quijote y Hamlet hasta Karamazoff o Juan Gabriel
Bockmann, todos ellos son excesivos para los escenarios de los teatros o de los
cinematógrafos.
X

Yo escribí, hace años, un articulito en broma sobre la generación del 98,


que reproduzco aquí:

LA GENERACIÓN DE 1898 ERA UNA SOCIEDAD SECRETA

»—¿Qué me dice usted?

»—Lo que usted oye. La generación de mil ochocientos noventa y ocho era una sociedad
secreta.

»—¿Peligrosa?

»—Peligrosísima.

»—¿Y qué fines tenía?

»—Los fines de una sociedad secreta siempre son inconfesables.

»—¿Y tenía muchos afiliados?

»—Muchos. Ahora, que había algunos que no lo sabían.

»—¿Cómo que no lo sabían? Eso es absurdo.

»—Hay muchos absurdos en esa generación.

»—¿Y duró mucho tiempo?

»—Bastante. Aunque no se sabe a punto fijo cuánto.

»—¿Desde qué época funcionó?

»—No se conoce bien la época en que empezó a funcionar. Unos dicen que hacia mil
ochocientos noventa y ocho; otros afirman que en mil ochocientos noventa y ocho los afiliados a esta
temerosa secta no habían hecho todavía más que cenar con buen apetito.

»—¿Y de qué viene la ruina de esa sociedad?

»—De la traición. Se dice que alguien entró en la sociedad para espiar, y encontró, poco
después, que el presidente era un vendido y un espía; después demostró claramente que el
vicepresidente y el secretario también lo eran, y luego notó que lo eran el primer vocal y el segundo
vocal y los demás vocales. A lo último resultó que todos los afiliados eran de la Policía.

»—Quizá la generación del noventa y ocho era El hombre que fue jueves de nuestra literatura».

Acerca de este nombre de generación del 98, que defiende siempre con
entusiasmo Azorín, no veo claramente ni la exactitud ni la ventaja.
Sobre la exactitud, ya he dicho repetidas veces que la denominación no
me parece exacta. Respecto a la ventaja, tampoco la advierto.

Hemos aguantado los incluidos en esa generación una serie de


hostilidades de distintos grupos de tradicionalistas, republicanos, socialistas,
anarquistas y comunistas. ¿Para qué insistir en eso del 98? Yo no le veo el objeto.
Si fuera un hecho comprobado, como la teoría de Copérnico, no habría más
remedio que aceptarlo; pero no se ve la comprobación por ninguna parte, y no
nos ha servido más que para ser insultados y denigrados. Hace diez o doce años
éramos todavía una media docena y podíamos repartir equitativamente el peso
de la antipatía pública; pero ahora que no somos más que dos o tres viejos, el
recrearse en eso me parece una manifestación de masoquismo.
XI

Encuentro un recorte del periódico El Socialista, que alguno me envió, y


que se titula BAROJA QUIERE EXPLOTARNOS, que dice así:

«Baroja, el hombre que un día acompañara a don Alejandro Lerroux en propaganda política,
y contara luego donosamente cómo hubo de abandonarle, porque no podía soportar lo que él
denominaba histrionadas, aprovecha la respuesta que le ha sido solicitada por Luz para recordar,
siquiera sea en la intención que pone al contestar a la pregunta, aquel vínculo de un día, que parece
perdurar con iguales características y que produce el fenómeno de que ambos viejos amigos
arremeten contra el socialismo en igual momento.

»Nosotros no tenemos la culpa de que don Pío se encuentre asfixiado en la indiferencia y de


que los más positivos éxitos económicos los haya obtenido en el negocio de la panadería, negocio que
explotó con igual saña y con la misma crueldad que otros patronos que no habían sentido en su
cerebro la luminaria genial».

¡Explotar a los obreros! Yo hice lo posible para ganar dinero con un


negocio industrial; pero la verdad es que no lo supe hacer. Metí algún dinero de
una señora parienta mía, y lo perdí. Una de las cosas que seguramente me
perjudicó con los obreros fue tratarlos de igual a igual. Como yo no he tenido
en la cabeza, no sé por qué, idea de las jerarquías sociales, sino sólo de las
diferencias naturales de inteligencia, de bondad, etcétera, he tendido siempre a
tratar a todo el mundo de la misma manera, y esto, que parece teóricamente que
debe producir simpatías, produce antipatías.

Respecto a que yo he explotado a los socialistas, es cómico.

Lo mismo podrían decir que yo quería explotar a los cómicos, a los


empleados del tranvía o a los profesores de matemáticas. Yo no he podido
llegar a distinguir dónde empieza y dónde acaba la explotación.

Siempre me impresionó la frase de Mirabeau, cuando se discutían los


sueldos de algunos funcionarios: «En la vida no se puede ser más que mendigo,
ladrón o asalariado».

Esto, dicho por el célebre conde, descendiente de una familia del siglo XII,
tiene su valor.

Luego sigue diciendo el periódico socialista: «No, don Pío: literatura a


nuestra costa, para que nos trate usted como a los panaderos que le sirvieron,
no puede ser. Baroja, siempre que piensa en nosotros, es para explotarnos».

Yo creo que a costa de los políticos, socialistas o no socialistas, se puede


hacer poca literatura. Se podrán hacer negocios o buena carrera; pero literatura,
no.
Si yo hubiese hablado mucho de ellos y de sus teorías, no estaría
justificado el decir esto. Pero hablando poco lo está menos. Se podría decir, con
un criterio tan necio, que un paisajista explota los árboles, las plantas, el agua
de los ríos y el sol. De mí se podría decir, si el ocuparse de un asunto significara
explotación, que yo he explotado a los aventureros, a los golfos, a los marinos, a
los bohemios y a los guerrilleros. Pero a los socialistas, ¿por qué? ¿Y por qué no
a los relojeros, a los zapateros o a los estuquistas?

Luego, en otro número del mismo periódico, dice que no puede haber
comparación entre Gorki y yo. Pero ¿quién ha buscado esa comparación? Yo, al
menos, no. Ni lo he pretendido.

Yo soy un escritor sin escuela clara, en parte realista, en parte romántico.


¿Qué tengo que ver con la gente de la estepa? Yo creo que nada. He tomado
como modelos tipos del País Vasco y de las zonas próximas. Si fuera pintor no
seguiría las huellas de los grandes realistas: el Greco, Velázquez, Zurbarán; ni
mucho menos de los que se consideran idealistas; más bien estaría influido por
la pintura holandesa y flamenca, por los Brueghel, por los Vermeer y por los
impresionistas ingleses y franceses.

Ya se comprende que a gentes políticas no se les va a obligar a que


presten atención a los escritores; pero si no prestan atención, ¿para qué se
permiten opinar? ¿Para qué se ocupan de ellos? Los socialistas, al menos los
españoles, han creído siempre que todos son explotadores, y ellos, en cambio,
son puros bienhechores de la humanidad, etcétera. Sin embargo, lo primero que
se les ha achacado al acercarse al poder ha sido el ser enchufistas. Esto no lo
inventaron los burgueses, sino el pueblo.

Los socialistas españoles creían que si se reunían diez sueldos en una


persona no se explotaba a nadie; pero, en cambio, si se hablaba de los
campesinos, de los pescadores, de las bailarinas o de los toreros, se los
explotaba.

Así, Cervantes tendría que pagar una cuota crecida a los molinos de
viento de la Mancha; Dickens, a los chiflados y a los borrachos; Dostoyevski, a
los epilépticos, y Flaubert, un impuesto a las adúlteras por haber sido la novela
de una adúltera la que le dio más fama. ¡Qué majaderías!

Yo, en esta cuestión de la literatura, he creído que debía ser un oficio


como cualquier otro, que diera para vivir sin tener más preeminencias sociales
que los demás. Esto no ha podido ser, al menos en España, en mi tiempo. Yo
creo que no lo será en lo que queda del siglo XX. También me han reprochado
mi poca consecuencia política. Pero ¿por qué voy a tener consecuencia política
si no he sido político?

Estos días me decía un amigo que hace poco, en una tienda, le oyó decir
a un señor: «¡Qué hombres estos escritores! Ese Baroja, antes tan demócrata y
tan socialista, y ahora…».

¿Cuándo he sido yo demócrata y socialista? Yo creo que nunca. Si me he


asomado a la política, es porque en nuestro país la política influye mucho. Hace
algún tiempo, en un periódico del norte de España, se decía de mí,
individualista exaltado, que yo era un propagandista del comunismo.

Todo esto da gana de reír. La gente no se entera, y quiere tener


opiniones, y la mayoría de las veces no sabe el valor de las palabras.

Esto me recuerda una frase que oí cuando era chico. Había en Pamplona,
según decían, un centro espiritista, y, al parecer, lo dirigía un militar retirado.

«Es un hombre terriblemente materialista y escéptico», me dijo uno. «Es


hasta espiritista.»

Al oír esto, a mí me parecía que decían algo con sentido; luego, tiempo
después, reflexionando, pensaba:

«Si aquel señor era materialista y escéptico, ¿cómo iba a ser espiritista?».

Ser espiritista es ser crédulo de una porción de tonterías.

La gente, en la mayoría de los casos, no sabe lo que dice, y lo absurdo es


que quiere que se tome en serio una opinión vaga y ridícula. ¡Qué cosas se dicen
de los escritores! Estando en París me mandaron un recorte de un periódico
español, creo que de Barcelona, en donde se decía que yo hacía, a orillas del
Sena, una vida de orgía y de crápula. Libertinaje y escándalo, como en el
Tenorio. Según el periódico, yo salía con unos jóvenes a los lugares de
perdición, y, como viejo, volvía a casa aniquilado, sin poder tenerme.

Yo me reí, pensando que la mayoría del tiempo que estuve en París me


acostaba sin cenar, porque mi presupuesto no llegaba para tanto.
XII

Contestaré ahora a un artículo publicado en Arriba, firmado por José


Antonio Maravall. Extractaré de él algunos párrafos:

«Baroja es un caso típico de escritor, profesionalmente entregado por entero a la literatura


[…]

»En esta permanencia en su actitud de escritor está la característica de la obra de Baroja, y de


ahí derivan también sus desventajas. Es éste un autor que lleva más de medio siglo escribiendo, y sus
últimas páginas son, aproximadamente, lo mismo que las primeras».

Yo he escrito acerca de esto, y he dicho, porque lo creo firmemente, que


en todos los escritores, buenos o malos, ocurre lo mismo, y que las primeras
páginas de Dickens, de Dostoyevski, de Tolstói son iguales que las últimas. No
creo que haya posibilidad de mejora en su sentido psicológico. Si la hubiera,
¿adónde llegaría un autor ilustre? Si Dickens escribió Pickwick a los veintiséis
años, y Dostoyevski, Pobres gentes, a la misma edad, ¿qué hubieran escrito, si
hubieran ido progresando, a los cincuenta? Pero no se progresa ni se cambia.

En otras artes, como en la pintura, hay cambios en los artistas, en la


técnica, como en el Greco; pero en la literatura, la técnica tiene poca
importancia. «Pío Baroja es, quizá, el literato que más opiniones dejará sobre
todo; pero todas preformadas por su manera de escritor, ya hecha, ya
determinada.»

También esto creo que es común a todos los escritores, y es lógico que lo
sea así.

«Cuando Baroja empezó a escribir, en virtud de esa selección por simpatía que uno hace
siempre sobre cuanto encuentra a su alrededor, se sintió atraído por gente de vida inquieta,
aventureros, errantes y hasta neuróticos, llegando a estas zonas de lo morboso llevado de sus
precedentes estudios médicos. Él iba a llevar a sus novelas el extravagante mundo de individuos que
existen fuera de las formas habituales de la vida. Al pronto se encontraba en todo ello el interés de
documentos humanos dolientes y auténticos. Ortega, en uno de sus agudos ensayos, señaló la
novedad que traía esta novelita. Pero Baroja hizo con ello lo único que no cabía hacer: una manera
habitual. Y de antemano sabemos, ante un libro suyo que nos disponemos a leer, lo que en sus
páginas vamos a encontrar: gentes extrañas, sí; personajes con un tramo de rareza sumamente
original y que suponen una fuerza imaginativa grande en el autor que les dio vida; pero gentes
extrañas, personajes raros adrede. Se trata, por consiguiente, de maneras de ser tan convencionales
como otras cualesquiera.»

Yo no creo que ello sea cierto. La forma habitual, si es sincera, no es


convencional. Es una consecuencia de la manera de ser, de las simpatías, de los
odios, etcétera. Cuando uno coge un libro de Walter Scott, de Balzac, de
Stendhal o de Flaubert, sabe lo que le espera, y al que le gustan las
descripciones pomposas no buscará a Stendhal, y el que quiera encontrar
escenas de humorismo no leerá a Flaubert.

«De este modo, el interés que Baroja despierta en el lector no es un interés humano, sino
literario. Baroja quedará como un maravilloso autor de imaginación. No busquemos realidad, vida
humana, en sus obras; busquemos, y eso sí lo encontraremos en grandes dosis, fantasía de escritor,
talento y agudeza para inventar estúpidas farsas, extravagancias interesantes. Cualquiera de sus
novelas, incluso de las que todavía hoy van siendo publicadas después de tan larga labor, presenta
una galería de tipos raros y curiosos, cada uno con su originalidad, que no hallamos en profusión
parecida en ningún otro tal vez. Baroja ha visto del mundo la extravagancia; pero al aislarla de las
demás condiciones humanas, la ha irrealizado, la ha convertido en un elemento literario, aunque
pocos como él hayan logrado utilizarlo […]

La ideología de Baroja, que al principio resultaba tan atrevida y hasta nueva, hoy la vemos
como el conjunto de fórmulas positivas con que, creyéndolas nada menos que una filosofía, salía de
la universidad un estudiante de medicina hace sesenta años.»

Yo no creo que haya ideologías nuevas; todo lo fundamental se ha dicho


en filosofía; ya los griegos lo iniciaron, y los que han venido después lo han
desarrollado.

Lo dicho por Nietzsche hace medio siglo tenía una novedad de expresión
y de estilo, pero nada más.

En el mundo del pensamiento creo que solamente en la física se ha dicho


algo nuevo, con Planck y con Einstein; pero eso no puede trascender a la
literatura.

Respecto a que en mis libros haya sólo ideas viejas e incoherentes, no lo


creo. Mirándolo desde lejos, no parece lógico que en una universidad alemana,
como la de Bonn, se pueda hacer un estudio de mis ideas y que éstas den un
conjunto lógico y coherente.

«Baroja hubiera necesitado, como ya le indicaba Ortega, fieros críticos.»

«Pío Baroja es hoy, para nosotros y para todos, un gran escritor, y esto hace que nos sea
permitido, ante su obra, no añadir una alabanza más, sino señalar las diferencias que de ella nos
separan.»

No lo digo por modestia, pero no me figuro ser un gran escritor; pero sí


pienso ser un espíritu lógico de los que intentan ver en lo que es, como decía
Stendhal.

Insistiendo en este asunto, que me interesa, añadiré unos comentarios.

Yo creo que si en algún ramo del saber no se ha adelantado en estos


últimos cuarenta años, ha sido en filosofía. Ni en filosofía, ni en literatura, ni en
historia, ni en artes, se ha hecho gran cosa. Todo eso de la filosofía de la historia
está muy cerca de ser una mistificación de los profesores.

Yo no creo en las sendas nuevas que ha recorrido el alma humana en


estos años. Por el contrario, el alma humana no ha hecho más que volver a los
caminos viejos.

El siglo XX se va caracterizando por la acción y por la guerra; pero, en la


esfera del pensamiento, me parece un siglo mediocre.

Respecto a lo que indica Ortega, de que hubiera yo necesitado fieros


críticos, yo creo que él los hubiera necesitado más que yo, primeramente,
porque un hombre que interviene en la política y aconseja medidas de carácter
social es más peligroso que el escritor que no aconseja nada práctico y que no
hace más que comentar los hechos ante la conciencia individual; después,
porque, dentro de lo puramente cultural, para que Ortega no hubiera hecho, o,
por lo menos, no hubiese seleccionado en sus Obras completas esas
arbitrariedades caprichosas que dijo de Beethoven sobre la deshumanización
del arte y sobre la novela.

Recuerdo que en París, a un joven músico de talento y a un amigo suyo,


también músico, les indiqué que leyeran el artículo de Ortega, que creo que se
titula «Musicalia», en sus Obras completas. Cuando lo leyeron me dijeron: «Son
ingeniosidades, pero no realidades. Se han dicho cosas parecidas aquí por
músicos ávidos de encontrar algo nuevo. Lo que dice Tolstói de La sonata a
Kreutzer, desde su punto de vista moral, está muy bien; pero en lo de Ortega no
hay más que indiferencia por la música, y, por tanto, incomprensión».

Muchas veces ocurre, evidentemente, que a fuerza de leer a un autor o de


oír las obras de un músico, llega a hartar. A mí me ha pasado esto con Stendhal,
y en parte con Dickens; pero estos juicios de Ortega sobre Beethoven no parece
que vienen de saturación, sino de capricho.

Yo creo en el talento literario de Ortega; pero en su intuición artística,


musical y política no creo gran cosa.
XIII

Desgraciadamente, nos encontramos en una época en la que no se quiere


razonar ni atender al pensamiento del prójimo.

Cada cual se encierra en sus doctrinas, en sus simpatías, sin escuchar al


vecino. ¡Qué se va a hacer!

«Yo no creo en las discusiones y polémicas de ingeniosidades y de frases; pero si cada cual se
encierra en su doctrinarismo o en su utopía, sin echar una mirada curiosa al espíritu del que está
cerca, vamos a pasar o, mejor dicho, van a pasar los que vengan períodos muy negros, más que nada
por estupidez y por incomprensión. Aunque racionalmente tenga uno la sensación un poco
pesimista, del porvenir próximo siempre se espera algo.»

Esto decía yo al final del discurso de ingreso en la Academia.


Naturalmente, no iba a decir que mi sensación era muy pesimista y que no
esperaba nada.

No sé en qué parte, Ortega y Gasset dice que yo no he acertado nunca.


Literariamente puede que sea cierto; en literatura no hay comprobación, al
menos para mí, que no creo en el éxito del momento, y que he visto, en España
y fuera de España, grandes éxitos de gentes que no me parecían gran cosa; pero
en política, donde hay comprobaciones rápidas, creo que he acertado más que
Ortega.

Yo he oído siempre a Ortega con curiosidad y sin interrumpirle, sobre


todo en la primera época, cuando venía nutrido de pensamientos nuevos de
Alemania.

En muchas afirmaciones, Ortega no ha acertado, porque creo que es


hombre de más cultura que intuición. Yo lo siento, porque, como he dicho en
otra parte, le consideraba como la única posibilidad de filósofo que había en
España en nuestro tiempo, y me parece que esa posibilidad de filósofo no se ha
realizado del todo, y creo que va quedando en escritor brillante. Especifico estas
fallas de intuición notadas por mí.

Hace muchos años, no sé cuántos, instituyeron la jornada de ocho horas


de trabajo. Por entonces le oí decir a Ortega que, desde que se implantara esa
reforma, los obreros se dedicarían a la lectura. Yo le dije que me parecía esto
una ilusión y que era prueba de que no conocía a los obreros. Ni con ocho
horas, ni con seis, ni con cuatro, los obreros ni los empleados, al menos los
españoles, se dedicarían a la lectura. Irían al bar, a los toros, o a los partidos de
fútbol, o al cine; pero leer libros, no los leerían.
También recuerdo que discutimos Ortega y yo sobre las condiciones
políticas de Lerroux. Él creía que podría hacer mucho. Yo creía que no haría
nada, que no tenía curiosidad por el país ni un poco de energía para hacer algo.
Yo le conocía mejor que Ortega, porque le había visto próximamente. Era como
casi todos nuestros políticos, que viven en una tierra que no conocen y que no
les interesa, y tienen un patriotismo oratorio y palabrero.

Lerroux no había leído nada serio en su vida, y creía, como muchos


políticos, que la lectura es un pasatiempo de holgazanes.

Hay un antiguo proverbio escolástico que recomienda guardarse del


hombre que no conoce más que un libro. Es evidente que el hombre que ha
leído bien un libro fundamental es, quizá, dogmático y doctrinario, pero muy
fuerte en sus argumentaciones. Creo que lo mismo da, para la firmeza de su
dialéctica, que haya leído la Summa Theológica, de santo Tomás, que el Discurso
del método, de Descartes; La crítica de la razón pura, de Kant, o El mundo como
voluntad y representación, de Schopenhauer. A mí me parece que ocurre lo propio
en literatura: un hombre que haya leído bien la Odisea, La naturaleza de las cosas,
de Lucrecio, los dramas de Shakespeare, Don Quijote o el Fausto, de Goethe, sabe
lo necesario para ser escritor.

Ahora, lo que no se puede es ser ni filósofo, ni escritor, ni político, no


habiendo leído nada y alimentando la inteligencia con artículos de fondo y
discursos de mitin. Y esto es lo que pasaba a Lerroux. Dejo a Lerroux y sigo con
Ortega.

Tiempo después, en época de la Dictadura, ya al final de ésta, la


marquesa de Villavieja le citó un día a Romanones para que fuera a su casa con
la idea de que hablara con Ortega.

Yo asistí a la conversación, aunque no intervine en ella; no hice más que


oír. Ortega estuvo más elocuente y más ameno; pero Romanones dijo algunas
cosas exactas. «Unas elecciones generales producirían la revolución», afirmó
éste, y al poco tiempo dijo: «Unas Cortes constituyentes traerían
inmediatamente la República».

Por último, unos meses antes de la República me avisó Ortega para que
fuese a verle a la redacción de la Revista de Occidente, y hablamos. Me dijo que la
vida de la Monarquía era cuestión de meses, y que el que tuviera un poco de
sentido político debía estar atento. Yo le indiqué lo que pensaba: dije que una
revolución en España, que, por otro lado, me parecía difícil de evitar, sería algo
horroroso, que uniría la esterilidad y la pedantería con crueldades horribles.
Añadí que ya sabía que nadie me iba a llamar a mí, y que yo tampoco pensaba
intervenir en nada.

Él no veía legitimado este pesimismo. Pensaba posible un levantamiento


de España, sobre todo en las provincias, que regenerara el país. Yo no lo creía.

No es que me pareciera mal la esperanza. Me parecía muy bien; pero yo


no creía en ella.

Él pensaba en un cambio, un poco mágico, del país. Yo auguraba algo


muy malo, y acerté. No lo considero como un mérito. Ya, hacía muchos años,
estaba inclinado a pensar que sólo los gobiernos viejos y llenos de experiencia
pueden dar una vida tranquila a los pueblos. Ahora, al recordarlo, pienso en el
contraste, que a cualquiera le hubiera parecido una contradicción entre Ortega y
yo. Ortega, conservador y autoritario, pensando en tumbar un gobierno como la
Monarquía; yo, de tendencia crítica e individual, deseando íntimamente que la
Monarquía se sostuviera, pensando que, si no se sostenía, todas las
posibilidades de ser escritor independiente se vendrían abajo.

Esta distinta posición, a primera vista, parece rara; pero no lo es tanto


porque, yendo a buscar el origen de las ideas, se ve que todos los filósofos
universitarios de la cultura y de la historia, como Ortega, próximamente
proceden de Hegel y de sus concepciones del Estado; en cambio, los escritores
de poco carácter político, para quienes los problemas principales son los éticos,
somos descendientes, la mayoría, de Montaigne, de los enciclopedistas y de
Schopenhauer.

Si cualquiera se tomara el trabajo de leer los artículos míos de la época


prerrepublicana y de los diez años, no vería en ellos una manifestación de
esperanza revolucionaria, sino al revés: un sentimiento de desconfianza por lo
que podía venir.

A todos los amigos les dije yo, poco más o menos, lo mismo. Ya dentro de
la República, mi tesis era que, siguiendo el camino que se llevaba, el pueblo
revolucionario se insubordinaría, más pronto o más tarde, y que el Gobierno se
vería en el caso de ametrallarlo. Ahora, yo pensaba que esto ocurriría a los
cuatro o cinco años.

Yo, además, pensaba, considerándolo desde un punto de vista práctico, y


si se quiere egoísta, que a nosotros, los escritores, no nos convenía la revolución:
nos aislarían, tenderían a asfixiarnos, y a lo último nos aplastarían. Para
nosotros, lo mejor hubiera sido que siguiera un gobierno conservador, con
libertades individuales.
Este convencimiento mío procedía de que yo, en mi juventud, había leído
varias historias de la Revolución francesa, lo que no habían leído con atención
ninguno de mis compañeros de letras. A mí, la Revolución francesa me parecía
un esquema que se repetiría en los pueblos de Europa siempre que se intentara
un cambio político de esa índole. Las tres fases del movimiento serían: utopía,
revolución y reacción. La suerte del escritor sería vivir y morir en la época de la
utopía.

Algunos se reían y les parecía una fantasía; pero yo estuve siempre


convencido de que la República acabaría mal y que sería un desastre. Como
digo, al final del discurso de recepción de la Academia indiqué que tenía la
sensación pesimista del porvenir próximo.

No sé; hay mucha gente que cree, no sé si apacentada en las novelas de


Palacio Valdés y en las comedias de los Quinteros, que los españoles no han
roto un plato en su vida.

No sé de dónde han sacado los escritores españoles esas ideas idílicas


sobre la población de nuestros campos y ciudades. Cualquier extranjero que lea
algunas novelas de Valera, de Palacio Valdés, de Ricardo León o de Miró,
pensará que vivimos en una atmósfera de sueños, que somos unos señores
apacibles, decadentes, sin violencia.

Si esa gente, alimentada con literatura dulzona, lee luego los informes
que se han dado de la revolución y de la guerra, tendrá que pensar que los
corderos y las cándidas ovejas se han transformado, por arte de magia, en fieras
y en dragones, o que siempre han sido así.

Con relación a la literatura universal, no creo que Ortega haya acertado.


Ortega creía que Proust iba a llenar próximamente el mundo con sus libros; yo
no lo creía. Últimamente, en París, ese autor estaba en la curva descendente, y
entre los escritores franceses había muchos que lo tomaban a broma.

El mismo Joyce, tan dislocado y tan absurdo, tenía mucho más prestigio
que Proust entre los intelectuales vanguardistas, y a mí esto me parece más
natural y más lógico; porque Joyce será, en ocasiones, incomprensible y
disparatado, pero nunca tiene ese aire envejecido y vulgar que tiene a veces
Proust, que en castellano se llamaría, con mala intención, cursi.

Tampoco he aceptado, como cierta ni como verosímil, la teoría de Ortega


de que Francia haya llegado a un grado de civilización y de bienestar mayor
que España porque Francia fue invadida y dominada por los francos, enérgicos
y vigorosos, y España, por los visigodos, latinizados y ya decadentes. Esto me
parece pura fantasía. La historia del gobierno de los visigodos en España no da
una impresión ni de energía ni de habilidad; los reyes se asesinan y traicionan
unos a otros; después, un puñado de africanos, que quizá no llegaban a diez
mil, se apodera de toda la Península, lo que demuestra la anarquía del país.
Cierto. Pero en Francia, la dominación franca no da tampoco ninguna impresión
de orden y de fuerza, quitando algunos reyes primeros: Clodoveo, Carlomagno,
etcétera. Los demás son un desastre, y se llega a los reyes fainéants. Hoy,
después de los resultados de la guerra actual, cualquiera podría plantear la tesis
contraria de Ortega y Gasset con la misma garantía, y entonces, los españoles,
descendientes de unos visigodos duros y violentos, serían guerreros e
indómitos, y los franceses, herederos de unos francos decadentes, no tendrían
ni energía ni tesón y no sabrían resistir al enemigo.
XIV

Yo, desde que he leído, reunidos, los trozos que quedan de los filósofos
anteriores a Sócrates, veo que éstos eran los grandes pensadores de la Grecia
antigua. Es una pléyade de hombres que estudian lo estudiable, lo que tiene
una base sobre la cual se puede asentar el conocimiento. Son físicos,
naturalistas, geógrafos, matemáticos, astrónomos. A algunos de ellos de los más
ilustres, como Protágoras, se los llama sofistas durante siglos. Es grotesco. Es
como si el espiritista llamara sofista a Lavoisier o a Claudio Bernard.

Después de los viejos filósofos viene la preocupación moralista de


Sócrates, y luego, las teorías políticas y estéticas de Platón, que son juegos
literarios.

El filósofo que se dedica con predilección a la historia y a la estética, que,


por ahora, no tiene base científica ninguna, no hará más que fantasías.

Algunos entusiastas de Ortega y Gasset me han dicho, convencidos, que


ahora, ya en el camino de la vejez, dará este autor su obra filosófica madura y
profunda. Esto me parece una ilusión. Yo no recuerdo de ningún filósofo que
haya escrito su obra importante en los linderos de la vejez.

La gente cree que conocer el mundo es el conocimiento de un


diplomático que se las echa de pillo o de una vieja señora de la aristocracia. Esta
es una idea infantil. La filosofía exige el máximo esfuerzo a los cerebros más
ágiles y fecundos. Todos los grandes filósofos han escrito sus obras en la
juventud. Pascal fue un monstruo de precocidad. Descartes tenía escritos el
Discurso del método y los tratados que lo acompañan a los treinta y ocho años, y
los publicó a los cuarenta y uno. Spinoza lanzó su Tratado teológico político a los
treinta y ocho. Berkeley había publicado sus obras más importantes a los treinta
y uno. Kant publicó la Crítica de la razón pura a los cincuenta y siete; pero eran
conferencias, que las daba hacía años en la Universidad de Koenigsberg. Hegel
dio a la prensa La fenomenología del espíritu a los treinta y siete, y Schopenhauer
tenía escrito El mundo como voluntad y representación a los veintiocho y lo publicó
a los treinta y uno.

No hay, pues, esa condición de vejez que supone el público para que el
filósofo produzca algo importante; por el contrario, en la vejez no se hace más
que repetirse.
XV

En algunas cuestiones de crítica literaria me parece ameno tomar una


actitud de abogado defensor.

Todo el que intenta mirar un conjunto de hechos históricos o literarios


con sus propios ojos toma un carácter de egotista, de personalista, exagerado.
Esto me pasa a mí, como le pasaría a cualquier otro escritor, grande o pequeño,
ilustre o humilde.

La acomodación del escritor a las ideas generales del tiempo no puede


ser nunca absoluta, y el más decidido a someterse tendrá algo en que se sienta
divergente con las ideas de la generalidad; y el que pretenda tener el máximo
de libertad, coincidirá en mucho con las ideas comunes. De aquí resultará que la
diferencia de uno y de otro será más cuantitativa que cualitativa.

Hubo en la época literaria actual, desde el fin del siglo XIX hasta hoy, una
porción de escritores evidentemente antisociales. Unos eran de algunos años
anteriores a la época, pero tenían su éxito y su expansión en el tiempo; otros
eran del mismo tiempo.

Parecía que todos ellos habían tomado una actitud negativa y combativa;
pero no era esto completamente cierto, porque su negación no era mayor para
las ideas consideradas como tradicionales que para las ideas tenidas como
nuevas en este tiempo.

Como todas las teorías que no tienen un poder ejecutivo que las
defienda, el optimismo del siglo XIX decayó, y se echaron sobre él a deshacerlo
pesimistas, decadentes, estetas, simbolistas y parnasianos.

El naturalismo, en general, había sido optimista con Zola, aunque con


Flaubert había sido pesimista; con Maupassant, frío y duro, y después, con
Huysmans, místico, decadente y artificioso. La verdadera tradición del
naturalismo, como consecuencia del positivismo filosófico, era el ser optimista,
y por eso Zola era uno de los representantes de la tendencia del siglo XIX, era el
que llevaba en su bandera, aunque de una manera externa, las teorías
fisiológicas de Claudio Bernard, continuador de las tradiciones gloriosas de la
medicina francesa, con Bichat, Dupuytren, etcétera. Claro que el llevar una
teoría científica a la literatura no garantiza nada.

El siglo XIX, heredero de la Revolución francesa, ilustre como ninguno


por su arte, por su ciencia y por su filosofía, había tenido hombres brillantes en
todos los ramos del saber humano. Era una constelación de hombres geniales,
en que abundaba de todo: políticos, como Napoleón, Bismarck, Gladstone,
Disraeli; sabios, como Darwin, Virchow, Pasteur, Roberto Koch; filósofos, como
Kant, Hegel, Schopenhauer, Nietzsche; poetas, como Byron, Goethe, Leopardi,
Víctor Hugo; novelistas, como Balzac, Dickens, Dostoyevski y Tolstói; músicos,
como Beethoven, Weber, Schumann, Wagner, etcétera; artistas, como Goya.

El siglo XIX había puesto su sueño popular en la idea del progreso. La


humanidad avanzaba, se pensaba. El siglo XIX es grande; el siglo XX será feliz,
había dicho Víctor Hugo con su natural pompa.

Todos los escritores célebres del tiempo ayudaron a esta obra, que no se
puede ni celebrar ni abominar, porque era una evolución del pensamiento
europeo, que tenía un carácter europeo, que tenía un carácter prefijado.

Al venir el final del siglo, la época en que se llamó en francés fin de siècle,
grandes nubarrones cubrieron aquel cielo azul y optimista, y comenzó el
mundo a tomar unos caracteres de oscuridad y de tenebrosidad. El optimismo
del siglo XIX se vino abajo. El progreso moral no existía, según los hombres de
final de siglo.

Todos los escritores célebres del tiempo comenzaron a trabajar en la obra


demoledora y a deshacer la ilusión optimista del siglo XIX. Ibsen hizo la
apología del hombre solitario y antisocial. Nietzsche hizo la exaltación del yo,
del superhombre y de la crueldad. Los discípulos de Baudelaire trajeron su
amor por lo malsano, lo patológico y lo macabro. Los de Stendhal trabajaron
sobre el egotismo. Dostoyevski pintó con colores sombríos la vida inconsciente,
dolorosa y trágica. Tolstói negó la ciencia y la civilización y quiso volver a
considerar la religión como la única verdad del mundo. Verlaine, en pleno
misticismo, habló:

De cette science, assassin de l’oraison,

et du chant et du l’art.

También pasaron de un modo parecido, aunque de una manera más


petulante que profunda, D’Annunzio, Oscar Wilde, Maeterlinck y otros.

Es imposible vivir fuera del ambiente que reina en el mundo para el que
trabaja en algo general.

La generación del 98, que yo he dicho varias veces que no creo que
constituyera una generación, fue un reflejo del ambiente literario, filosófico y
estético que dominaba el mundo al final del siglo XIX y que persistió hasta el
comienzo de la guerra mundial de 1914.
Todos o casi todos los escritores de España que eran jóvenes en aquella
época y que tenían curiosidad por aquel ambiente, fueron influidos por las
llamaradas, un poco sombrías y trágicas, que brillaban en toda Europa.

No sólo fueron los escritores, sino también influyeron aquellas


tendencias en los pintores y escultores, que fueron de igual manera
impresionistas y decadentistas.

En los únicos que quizá no influyó la tendencia fue en los políticos, más
impermeables a la novedad, y que tenían además más intereses prácticos.

Nosotros, en España, seguimos la corriente, pero no creo que nos


lucramos con ella.

En un artículo de Giménez Caballero, titulado «Los hombres del 98», se


dice:

«Se ha ido haciendo un tópico el que los llamados hombres del 98 fueron unos pesimistas. Y
que su moral y sus predicaciones trajeron a España un ambiente de derrotismo. Y yo no sé cuántas
cosas más, y feas, dicen algunos, de esos hombres que han sido, en realidad, las almas honradas y
decentes que ha tenido España desde entonces acá».
XVI

Yo, como muchos de esos tipos fantásticos que tienen detractores y al


mismo tiempo algún partidario, he sido casi propuesto para el Premio Nobel,
cosa que me sorprendió por lo irrealizable. En un periódico literario español, no
sé en cuál, porque no encuentro más que el recorte, veo esta gacetilla de hace
años:

«Entre los autores a quienes se concedió el Premio Nobel, cita una publicación de Moscú,
Literaturnaia Gazeta, a los españoles Benavente y Echegaray, y los cita en son de crítica, recordando
entre los españoles no premiados a Pío Baroja como más acreedor al galardón».

Después, en una revista francesa, que tampoco sé cuál es, porque me


mandaron también de ella sólo un recorte, vi el paralelo siguiente:

PRIX NOBEL (1901-1933)

Literaturnaia Gazeta, Moscú:

«A l’occasion de l’attribution du Prix Nobel de littérature 1933, voici deux listes, l’une de
quelques lauréats du Prix Nobel depuis sa fondation, et une autre de quelques écrivains qui n’ont
pas été couronnés par l’Académie de Stokholm.»

QUELQUES ÉCRIVAINS

P. Heyse Thomas Hardy

K. Gjellerup R.M. Rilke

H. Pontoppidan Marcel Proust

J. Echegaray Emile Zola

J. Benavente G. d’Annunzio

Sully Proudhomme André Gide

W. Reymont Paul Claudel

G. Deledda León Tolstói

S. Undset A. Tcheckov

S.A. Karlefeldt Máxime Gorki

V. von Heidenstam Pío Baroja

W.B. Yeats A. Strindberg

I. Bounine Jack London


En la primera lista de los que obtuvieron el premio no hay ningún
hombre que me produzca gran entusiasmo. En la segunda, sí; Hardy, Gide y
Tolstói.

Yo, naturalmente, no he creído nunca que me fueran a dar el Premio


Nobel. Mis libros no tenían fama para eso, y como influencia personal, no tengo
ninguna. Respecto a merecerlo o no merecerlo, es cosa que me hubiera
importado muy poco, si me lo hubieran dado, porque no creo que haya un
densímetro para saber la consistencia o la densidad de los libros, como lo hay
para la leche y para otros líquidos. El editor que me publicó algunos libros en
Norteamérica, Alfred Knopf, cansado de no obtener con ellos un pequeño éxito,
parece que a lo último los anunció diciendo: «Pío Baroja, el escritor menos leído
del mundo».

A mí me ha pasado como a otros muchos autores: que no se quedan ni al


sol ni a la sombra, sino en medio término, en una penumbra que dura algún
tiempo, hasta que va perdiéndose en la oscuridad, y, probablemente, después
en el olvido.
XVII

Azorín, hablando de mí en un artículo titulado «Un recuerdo a Yock»,


publicado en Ahora, dice:

«Curioso es ver cómo el novelista da vueltas y más vueltas a una de sus ideas centrales.
Baroja no cree en el progreso indefinido. Una y otra vez, preocupado, el novelista vuelve a su tema.
La política de Baroja gira en torno a esta negación del indefinido progreso. Y se da el caso paradójico
de que estas reflexiones del novelista sean acogidas con simpatía por los adversarios irreductibles de
Baroja y con ceño por sus apasionados seguidores. El progreso indefinido dicen que es anticientífico.
Ha sido desechado hace tiempo en el terreno de la ciencia. Pero al aplicar la lupa al concepto para su
examen minucioso nos encontramos con que las ciencias morales y políticas no son ciencia. No es
ciencia lo que varía según el lugar, el tiempo y la condición humana. No es ciencia lo que fluctúa al
fluctuar las pasiones de los hombres. Ciencia es “dos y dos son cuatro”. La inexistencia del progreso
indefinido, si es científico hoy, debió ser científico también en todos los tiempos. ¿Por qué situar los
vallados del progreso en esta edad y no en alguna época pretérita? ¿De qué modo nosotros ahora
podemos erigirnos en dueños del tiempo y del espacio y decretar tajantemente que es al presente
cuando la humanidad ha llegado a las fronteras de lo posible? Si nos contemplaran desde otro
planeta y consideraran todo el curso de nuestra historia terrestre, ¿no podrían sonreír los miradores
de nuestra ingenuidad actual? Pero esa ingenuidad va preñada de cosas que pungen dolorosamente
y hacen llorar».
XVIII

Muchas veces, en algún prado del País Vasco contemplo a una oveja o a
un carnero que pasta la hierba verde y fina. El amo le ha atado una cuerda al
collar. El otro extremo de la cuerda está sujeto a un poste o a un árbol.

El amo quiere que el animal no pise ni estropee toda su pradera y que


coma sólo el césped que limita la cuerda como radio de ese círculo acotado,
pero la oveja o el carnero rechazan tal limitación y estiran la cuerda
desesperadamente para morder la hierba que se halla fuera del campo
permitido. A veces la estira tanto, que parece que el animal se va a ahogar; a
veces, si el extremo de la cuerda está sujeto a un poste y el carnero es fuerte, lo
arranca de la tierra. «¿Para qué forcejear así», diría un animal filósofo, «si la
hierba de fuera del círculo permitido no es mejor que la de dentro? Pero esto,
¿quién lo sabe? Unas veces será mejor; otras, igual, y otras, peor.»

La calidad de la hierba es lo de menos.

Una tendencia a salir así fuera del radio de acción es en el hombre el


ansia romántica.

Salir fuera de lo conocido y de lo trillado representa en literatura el


romanticismo; vivir dentro de lo conocido y de lo experimentado es el
clasicismo.

El escollo del romanticismo es la extravagancia; el peligro de lo clásico, el


lugar común.

¿Qué son, por ejemplo, las Odas de Horacio? Son la perfección del lugar
común. ¿Qué son Las bacantes, de Eurípides, los dramas de Shakespeare y Los
hermanos Karamazoff? Son la perfección de la extravagancia.

Hay una frase de Séneca que es muy exacta y expresiva; es aquella en


que habla de hombres que, como los niños alocados, quieren saltar por encima
de su sombra. Ello también podría señalar el carácter del espíritu romántico
cuando tiene la inclinación de marchar hacia el fracaso.

Estas dos tendencias, la clásica y la romántica, son siempre alternantes;


tienen su ritmo, como las mareas, suben y bajan con cierto automatismo
ignorado. Cuando una está en su apogeo, considera que la otra está muerta y no
resucitará jamás; pero la contraria resucita siempre para estar a su hora en el
cénit.
Así, la historia de la literatura y de las artes ofrece hombres
representativos que encarnan las dos tendencias; los unos, parecidos a los
corderos que pastan la hierba en el terreno señalado por el amo; los otros, que
estiran la cuerda con desesperación para morder las flores lejanas que están
fuera del ámbito acotado, y que a veces arrancan el poste que los sujeta.
TERCERA PARTE

MÁS CRÍTICAS
I

He visto que tengo cincuenta traducciones en volumen a distintos


idiomas, y tres en periódicos, una en italiano y dos en francés.

Hay libros míos traducidos en francés, inglés, alemán, italiano, holandés,


portugués, ruso, polaco, sueco, noruego, checosloveno y japonés. Alguno va a
salir próximamente en húngaro, según me han anunciado.

En esta última temporada de 1943 al 44 me han publicado La busca, Mala


hierba y Aurora roja, en holandés; Zalacaín el aventurero y Juan Van Halen, en
francés; Shanti Andía y el Convento de Montsant, en portugués; Zalacaín el
aventurero, en alemán, y me han pedido otros libros para traducirlos.

No está mal. Claro que eso no quiere decir gran cosa. Escritores que le
parecen a uno casi nulos de Inglaterra y de Francia tendrán diez o doce veces
más traducciones que yo; pero también hay que pensar que en la realidad un
escritor francés o inglés, a lo menos hasta ahora, sólo por el hecho de serlo, tiene
más importancia que un escritor español, portugués o rumano, y también que
un italiano. Será injusto, pero así es.

Pensando en las traducciones, he llegado a tener la sospecha, quizá


infundada, de que tanto en España como en el extranjero, ha habido un ligero
empeño en pintarme a mí como un hombre desagradable, egoísta, antipático, de
mal humor, que no puede tener éxito más que por un gusto estragado del
público. Esto me han hecho creer algunos artículos en periódicos y en revistas
extranjeros.

Francis de Miomandre, que es un tipo de francés muy espiritual y muy


amable, y que ha sido mi vecino durante meses en un hotel próximo a los
Campos Elíseos, de 1939 a 1940, época en que ya estaba declarada la guerra,
pero que no empezaba aún, dice en el prefacio que escribió a mi novela Zalacaín
el aventurero, traducida al francés, cuando no me conocía:

«La corriente de curiosidad que desde hace algunos años ha derivado nuestra simpatía hacia
las tierras de la literatura española moderna,no ha tocado todavía el nombre, sin embargo, bien
importante de Pío Baroja. ¿A qué es debida esta extraña anomalía? Vosotros os lo preguntaréis
cuando hayáis leído Zalacaín el aventurero, que no presenta más que uno de los aspectos de esta
personalidad tan compleja y tan prodigiosamente viva».

Louis Erice dice en una revista de París, comentando el hecho:

«Dans la brève et vive préface que M. Francis de Miomandre, hispanisant de la première


heure, a écrit pour Zalacaín l’aventurier, on pourra s’entonner avec lui que “le courant de curiosité
qui a dérivé notre sympathie vers les tenes de la littérature espagnole ait maladroitement évité de
toucher le nom de Pío Baroja”. A qui le faute? Aux éditeurs, aux traducteurs? Je ne sais. Il y a, comme
cela, d’inexplicables problèmes que tout honnête homme se pose, lorsqu’il s’occupe de n’importe
quelle littérature étrangère.

»Cette conspiration du silence inconsciemment ourdie, quant à Baroja, semble à peu près
inexcusable, lorsqu’on songe une minute à toute le zèle déployé par les traducteurs français au profit
d’oeuvres et d’artistes moins représentatifs que celui-ci».

En un trozo de periódico que habla de la traducción de Zalacaín el


aventurero al francés, y que no sé cuál es, dice en una noticia firmada por H.Y.P.,
que tampoco sé quién es: «Pío Baroja est sans doute le plus original des écrivains de
l’Espagne. Il est aussi le plus boycotté chez nous».

Claro que esto yo no lo creo. ¡Qué lo voy a creer! Ya sé que en Francia no


me conocen a mí ni les importa nada por mí. Ahora que estas ligerezas a un
preocupado por su personalidad, como son todos los escritores, le perturban un
poco.

En un artículo, «El aislamiento de Pío Baroja» («L’isolement de Pío Baroja»),


por Philippe Soupault, en la revista Europe, se expresa así: «Le silence qui entorne en
France le nom de Pío Baroja me semble parfaitement injuste et illustre une fois de plus
l’étonnante nonchalance de la critique française par tout ce qui concerne la littérature
étrangère».

Casos como éste he tenido yo varios que, como digo, son perturbadores.

Yo no creo que la gente y la plebe literaria de aquí y de allá haya tenido


nada personal contra mí. La hostilidad ha sido una cuestión de doctrinas
generales. Yo era para algunos críticos el hombre que quiere deslucir una
decoración bonita con comentarios impertinentes y de mal gusto. Así me he
encontrado con casos de hostilidad inesperados. Hace unos siete u ocho años,
un amigo me dijo que en una novela del famoso Lawrence, titulada La serpiente
de plumas, me citaba a mí como un escritor curioso. Pedí en una librería esta
novela en inglés; no la había, y me dijeron que podrían tenerla más fácilmente
en francés. Encargué que la buscaran en este idioma, y cuando la leí vi que no
había tal alusión. Sin embargo, la alusión existía, y el traductor francés la había
quitado. Esto me parece una prueba de mala intención sañuda y vulgar. Es
como si en una crónica de sociedad entre duques y marqueses suprimieran el
nombre del empleado pobre por no darle importancia. La cosa sería siempre de
una mala intención bastante baja.

Cuando me publicaron a mí Zalacaín el aventurero en francés, lo hicieron


siguiendo una moda que se había implantado al final de la Gran Guerra: la de
publicar varios libros a la vez. El mío apareció en unión de otros cinco: tres
franceses y dos americanos. Vi el anuncio que publicó el editor, y el de mi
novela lo habían escamoteado. Yo le dije a un dependiente de la librería:
«Esto me parece lo mismo que un editor que publicara la guía de un pueblo y en la calle de
tal pusiera el nombre del señor importante que vive, y al llegar al número veinte o treinta, no dijera
nada, porque le pareciera que el señor que habitaba en la casa no tenía ninguna importancia. Esto me
parece una verdadera estupidez».

En una colección titulada Renaissance du Livre había un empleado que le


dijo a un amigo mío que publicaría los artículos y los cuentos de todos los
autores españoles contemporáneos, pero que los míos no los publicaría nunca.

¡Qué se va a hacer! Hay que decir, como decía el sainetero Tomás Luceño
de Alejandro Saint-Aubin: que era vulgar y malo como escritor y como pintor.

¡Qué se va a hacer! Ni el mismo Saint-Aubin es perfecto.

No es que yo quisiera coleccionar bombos. ¿Para qué? Eso es cosa fácil


para el más modesto de los escritores. Siempre habrá algún amigo o algún
compinche que elogie; pero eso no tiene ningún valor y no convence a nadie. El
dicterio tampoco hace mucho efecto, pero a veces atrae al lector, y hay varios
escritores que se leen y se tiene curiosidad por sus obras porque se habla mal de
ellos.

Como decía antes, el editor de Nueva York Alfred Knopf, que publicó
diez libros míos en inglés, en el último me anunció diciendo: «Pío Baroja, el
escritor menos leído del mundo».
II

Espasa-Calpe ha sido para mí una buena casa editorial; me ha pagado


con puntualidad y ha hecho las liquidaciones a tiempo; pero yo no he visto, ni
en España ni fuera de España, casas editoriales que hablen con elogio de
autores de otras casas y con indiferencia de las obras publicadas por ellos. No lo
he visto nunca, y creo que entre ellos más bien se haga el silencio absoluto sobre
los productores ajenos, lo que, desde un punto de vista comercial, es lógico.
Pues conmigo no pasa eso.

En una librería de viejo, a la cual solía yo acudir hace años, uno de los
contertulios me llamó la atención de que en el Diccionario abreviado de Espasa-
Calpe, en las biografías de los escritores españoles actuales, el único que no
tenía adjetivos encomiásticos era yo.

Examinamos el libro y pudimos notar que era cierto. Después, un amigo


me mandó cuatro o cinco cuartillas con las notas biográficas copiadas de ese
Diccionario, de las cuales veo que se han perdido dos o tres; pero con las que
quedan se puede formar idea de la diferencia de trato:

«Benavente (Jacinto).— Una de las primeras figuras del teatro contemporáneo».

«Martínez Ruiz (Azorín).— Por lo variado de su pensamiento y estilo personalísimo, ocupa


un lugar privilegiado en la literatura española, a la que ha dado páginas imperecederas.»

«Miró (Gabriel).— Insuperable pintor de las tierras alicantinas, artífice maravilloso de la


palabra, de estilo magnífico, lleno de honrada emoción humana y de imágenes rápidas y certeras,
mezcla desconcertante de realismo y misticismo y ejemplo raro de arte puro y desinteresado. Gabriel
Miró es una de las más grandes figuras de nuestra literatura de todas las épocas, y su producción no
ha sido estimada en su justo valor.»

«Ortega y Gasset (José).— Filósofo y escritor español, uno de los valores intelectuales más
altos de nuestra patria. Desde su juventud se destaca ya por su profundidad y originalidad, lo mismo
en la cátedra que en el libro y en el periódico, habiendo influido notablemente en el movimiento
intelectual. Une a su extraordinaria cultura dotes de pensador y un estilo literario perfecto.»

«D’Ors (Eugenio).— Dotado de amplia cultura y gran originalidad de pensamiento. Escribió


primero en catalán y después en castellano, donde sobresalió como ensayista.»

«Pérez de Ayala (Ramón).— Se ha colocado entre las primeras figuras de las letras
españolas.»

«Valle-Inclán (Ramón).— Es una de las primeras figuras de las letras españolas y ha


compuesto exquisitas novelas, que le dan reputación universal.»

«Baroja y Nessi (Pío).— Novelista español de la escuela realista.»


Al nombrar algunos de mis libros hay una errata, ya La feria de los
discretos la llama La feria de los desiertos.

Yo no sé si el señor que ha escrito estas sentencias sumarias cree el buen


hombre que ejerce la justicia suprema. Él tiene en la mano la medida exacta de
lo que valen las obras literarias y los autores.

El uno, cero; el otro, tres; el otro, ciento.

Yo no creo que, haciendo la comparación de tales juicios, se pueda


considerar que yo soy un hombre preocupado por tales cosas. No; a mí ello no
me produce ningún despecho, sino más bien un poco de extrañeza. Yo no creo
gran cosa en los adjetivos, y me parece que todo el mundo tiene derecho a
emplearlos a su manera y a su gusto.

Me parecen muy legítimas las simpatías y antipatías. Ahora, darlas


dogmáticamente y con tono doctoral me parece un poco ridículo.

También se me figura un tanto raro que un desconocido tenga el derecho


de expresar sin firma sus juicios a rajatabla en un diccionario que debe tener un
carácter desapasionado.

Yo supongo que esto es una manifestación de indiferencia en la dirección


de Espasa-Calpe. En la dirección de las casas editoriales he visto siempre que
hay los llamados y los elegidos.

En la Colección Austral, de Buenos Aires, que es una filial de Espasa-


Calpe de Buenos Aires, el primer libro mío que se publicó lleva el número
ciento setenta y siete.

El número uno es de Ortega y Gasset, director o inspirador de la casa.

Yo esto no lo he hecho nunca ni lo he dejado de hacer. Cuando dirigía las


publicaciones de una casa editorial, siempre dejé el primer lugar, el elogio y la
publicidad a los demás; pero ninguno de los autores lo ha notado ni lo ha
tomado en cuenta. Cierto que lo hice no por modestia, sino por creer que era
como una obligación de cortesía del cargo.

Ya la cortesía no tiene valor, y desde hace mucho tiempo la rebatiña es la


ley general. Yo, muchas veces he pensado que la mayoría de la gente se
enfurece quizá, pero estima más al que la trata mal. El que la trata bien le da
una impresión de indiferencia y de altivez desagradables.
III

A veces, no sabe uno cuándo ofende y cómo ofende; pero yo, muchas
veces, pienso, cuando veo una manifestación así, aunque sea negativa, como
esta del Diccionario abreviado de Espasa-Calpe, del que hablé antes, que tiene
algún motivo. Si comparo esta pequeña biografía mía con las que hay en el
Larousse del siglo XX, con la de la Enciclopedia inglesa y con la alemana de
Brockhaus, que son elogiosas dentro de la natural indiferencia por un escritor
lejano, supongo que hay algún motivo de resquemor o de cólera contra mí en el
que ha redactado esa biografía en castellano.

En el apéndice de la Enciclopedia Espasa del año 1939 se habla también


de mí. Mi sinceridad es un tanto sospechosa; ahora, la del crítico es tan exacta
como un teorema matemático. Él tiene derecho a opinar; yo parece que no lo
tengo. Él tiene la buena doctrina comprobada, y los demás somos un poco
simuladores. He aquí lo que dice el apéndice de la Enciclopedia Espasa:

«Baroja, aun siendo uno de nuestros contemporáneos, al querer escribir novelas históricas se
ha visto forzado a remontar el curso del tiempo y a evocar la misma época que evocara Galdós. Pero
entre ambos no existe la más mínima coincidencia. Galdós, aun siendo en su arte un realista, tiene en
el fondo un ardoroso espíritu romántico. Y crea una España épica, con inspiración desbordada de
poeta. En cambio, Baroja, más reflexivo que pensativo, con frialdad de crítico en vez de exaltación de
poeta, descubre en esa misma época su realidad viva, sin aliños, y nos da la visión de una España
apicarada y a veces violenta. En las Memorias de un hombre de acción, el personaje de Aviraneta, en vez
de ser un tipo epoyético, es un hombre característicamente pintoresco, y los episodios que narra
ofrecen una realidad desprovista de grandeza».

Esta crítica me da la impresión de una inteligencia roma.

En ese párrafo, quitando la frase de que no hay coincidencia entre Galdós


y yo, que me parece exacta, lo demás creo que no es más que vulgaridad y lugar
común. Primeramente, yo no me he propuesto, de pronto, escribir novelas
históricas. No. A mí lo que me ocurrió es que me encontré con un personaje,
pariente mío, que me chocó, me intrigó y me produjo el deseo de escribir su
vida de una manera novelesca. Yo no quise hacer novelas de aire heroico, sino
recoger datos de una vida y romancearla. Y como las aventuras y las maniobras
de mi héroe iban de la guerra de la Independencia hasta próximamente el año
54, el periodo que yo traté de estudiar y de conocer coincidió, en parte, con el
periodo historiado por Galdós.

Pero yo no leí, para prepararme para hacer esas memorias, ni los libros
de Galdós ni ninguna novela histórica. Muchas había leído antes de autores
célebres, como Walter Scott, Dumas (padre), Víctor Hugo, Erckmann-Chatrian,
etcétera. Pero yo no quería hacer novelas históricas, sino más bien una especie
de reportaje fantástico. En algunos de mis libros, como Humano enigma y La
senda dolorosa, donde tenía datos nuevos, no hay más que eso: reportaje
histórico.

Respecto a que Galdós fuera un ardoroso espíritu romántico y yo un tipo


reflexivo, yo creo precisamente lo contrario; el reflexivo es Galdós, que da al
público el producto que éste desea, sobre todo en los Episodios nacionales, y yo
soy el romántico, quizá un poco absurdo, que, sin tener en cuenta lo que agrada
a los demás, hace solamente lo que le gusta a él y lo que le parece la verdad.

La incomprensión ha sido general, al menos para mí, en la crítica


española. Se ha creído que yo tenía algunos autores ingleses o rusos a los que
desvalijaba; sin embargo, yo no sé ruso ni inglés, y si valiera la pena,
demostraría que Galdós ha tomado mucho más de la literatura inglesa que yo.
Yo creo que de un autor tan admirable para mí como Dickens no he imitado en
algunas ocasiones más que el tono.

En toda la crítica española hay una malicia un poco zafia por su


desconfianza y unas objeciones ridículas.

En un artículo anónimo de La Nación, de Buenos Aires, que tengo


delante, dice que los títulos de mis libros no corresponden a su texto, y que en
Los recursos de la astucia no hay un átomo de astucia; y en Las divagaciones
apasionadas no hay nada de pasión. No comprendo cómo se puede hacer este
análisis cuantitativo de aire científico. Hay que suponer que el autor que escribe
un libro no es tan tonto, ni ignora el sentido de las palabras, para suponer que
en una relación en donde él cree que hay rasgos de astucia haya de todo menos
de astucia.

Si se cogen obras célebres de literatura se puede hacer el mismo reparo.


¿Por qué se llama el libro de Stendhal Rojo y negro? ¿Por qué se llama la novela
de Dostoyevski Los hermanos Karamazoff (al menos, en las traducciones de este
libro), cuando el padre de los Karamazoff es uno de los personajes más
importantes de esta obra? ¿Por qué se llama una de las novelas de Balzac Las
ilusiones perdidas? ¿Por qué se llama el Padre Goriot así y no se llama Eugenio de
Bastignac, que es más héroe del libro que Goriot? Esas preguntas son estúpidas.
A un autor los lectores tienen que darle un margen de crédito, y si con ese
margen de crédito no acierta, es cuando se le puede rechazar.

Así como se queda uno sorprendido al ver la hostilidad de cualquiera


que, de repente, se encara con un escritor, indignado porque ha dicho que le
gusta más ver un monte poblado de castaños que de pinos, o porque dice que
un río claro es más bello que un río oscuro, se encuentra uno también con
simpatías inesperadas. De estas simpatías inesperadas he tenido yo algunas,
como todos los escritores.

Una de las que más me chocó fue la de un autor inglés anónimo que
escribió Las cartas del Paraíso, de que hablo, que se tradujeron y se publicaron en
francés por la Casa Rieder, de París. También he tenido la satisfacción de ver en
Estados Unidos y en Inglaterra estudios inteligentes y simpáticos de O’Brey,
Mencken y Dos Passos, y en Suecia, de August-Karl Bolander.
IV

En España mismo me ha chocado encontrarme con gente que tenía buena


idea de mi literatura, cosa que yo no creía.

Uno de ellos era Manuel Bueno, novelista y crítico de arte de importancia


en los periódicos.

Bueno era un tipo raro, a pesar de ser aparentemente un hombre social.


Era materialista, sensualista y tenía temores de ultratumba. A mí me dijo una
vez que creía en los fantasmas.

Yo le conocía relativamente poco. Al principio vi que no tenía ninguna


simpatía por mí, y en las redacciones de los periódicos donde él tenía
importancia noté que hizo lo posible para que yo no escribiera en ellos. Bueno
era algo más joven que yo. Tenía un año o dos menos. Vino a Madrid desde
Bilbao, y en poco tiempo se hizo muy conocido y tuvo mucha influencia en las
redacciones.

Era amigo de Maeztu; pero en esa amistad Bueno le tenía afecto a


Maeztu, y Maeztu no le tenía afecto a Bueno.

A mí me daba la impresión de que Bueno no quería nada conmigo, que


yo le era perfectamente antipático. Este escritor tenía un desdoblamiento raro.
Hablaba con una violencia extraña y escribía con serenidad, si no le tocaban a lo
personal, porque entonces se desataba, como lo hizo contra Salaverría, que le
acusó de cínico y de hombre sin escrúpulos.

Yo no tenía relación con Bueno; nos saludábamos en la calle con


completa indiferencia.

Una vez que iba de viaje a París le vi en un departamento próximo, en el


mismo vagón, y ni nos saludamos siquiera. Era en tiempo de la Dictadura. Ya
cerca de San Sebastián, nos encontramos en el pasillo del vagón y estuvimos
hablando. Me pareció que le seguía siendo antipático.

—¿Va usted a París? —me dijo.

—Sí.

—Yo también. Pero me voy a quedar a dormir en Hendaya, porque, si no,


el viaje me fatiga mucho.
Luego me habló con gran interés de que tenía algún dinero en diversos
papeles y unas acciones de las aguas de Dos Rius, de Barcelona.

Después me dijo que creía que lo más interesante que se hacía en España
por el momento eran mis libros.

—¿Cree usted? —le pregunté yo, asombrado.

—Sí; así lo creo.

—Pero ¿lo dice usted en serio o en broma?

—Lo digo en serio, lo que no es obstáculo para que piense que no son
verdaderas obras de arte, aunque pudieran haberlo sido.

—Es posible que yo crea lo mismo.

—Pero, aun así, pienso que con el tiempo quedarán los libros de usted
como lo más típico de la época actual.

—¿Y Galdós?

—Es un faiseur.

—¿Y Benavente?

—También lo es. De los Pirineos para allá es ilegible.

—¿Y Blasco Ibáñez?

—Insoportable.

—¿Y Valle-Inclán?

—Yo siempre defenderé a Valle-Inclán.

—¿Porque no le odia?

—¿Le parece a usted poco?

—Por lo menos, me parece raro… En cambio, odia a gentes que no le han


hecho nada.
—Desde fuera de España se ven las cosas más claras que desde dentro.
Ya le digo. Pienso que va usted a quedar, y crea que a mí eso de quedar o no
quedar no me interesa gran cosa.

—Ni a mí tampoco. Para mí la cuestión es vivir con una pequeña


esperanza; de todas maneras, me sorprende su opinión.

No sé si lo diría por convencimiento o por pasar el rato. Evidentemente,


no era por pedirme nada ni por utilizarme para algo.

Iba en un departamento próximo, y al llegar a Hendaya yo me acerqué a


Bueno para despedirme de él, pensando que había entre nosotros cierto
acercamiento; pero él no hizo caso y salió de la estación sin volver la cabeza.

Ahora, al revolver el arca de Itzea, encuentro un cuaderno de una


publicación popular titulada La Novela de Ahora, con una silueta mía escrita por
Manuel Bueno, que yo no había leído, y en que manifiesta simpatía por mí:

«Si fuese lícito el emparentar la literatura con la malicia, diríamos que Pío Baroja representa
la ofensiva constante contra la retórica. Yo no sé de escritor más desaliñado, ni más desdeñoso del
léxico, ni más indiferente a la música del idioma. ¿Cómo explicarse que, a pesar de esas condiciones
negativas, este escritor, el más opuesto a la tradición literaria de la raza, haya conquistado la
nombradla y el prestigio que todos le reconocemos?

»¡Ah! Porque Baroja es, a mi juicio, el más humano de nuestros escritores, si por humanidad
se entiende aquella identificación íntima de nuestro temperamento con la tragicomedia de la vida.
Mal hará quien se deje engañar por el aire distraído con que el novelista vasco asiste al incoherente
espectáculo social. Esa aparente indiferencia es el disfraz del recogimiento interior. Ello quiere decir
que Baroja hace sus digestiones intelectuales a la intemperie, vagando por las calles. Eso explica su
reserva, que nada tiene de adusta; su apartamiento de ateneos y tertulias y la suave y varonil
melancolía que fluye de su persona.

»El ilustre novelista es, tal vez sin saberlo, un discípulo de Max Stirner, de quien ha
heredado, poetizándola, la exaltación individualista y el aborrecimiento de las masas, ejecutoras
dóciles de la moral carneril. Los libros de Baroja no se orientan hacia un ideal constructivo: es un
disolvente que no cree en nada ni espera nada de sus semejantes.

»A sus ojos, los hombres no pasan de ser marionetas que cumplen a menudo, de un modo
inconsciente, la misión que les ha impuesto el Destino. El arma de Baroja es el sarcasmo, que él sabe
diluir en las páginas de una novela sin atraerse el reproche de apasionado o de parcial. Entre
nosotros pasa equivocadamente por un humorista frío, sin duda por el pudor con que recata su
ternura; pero si se le estudia con cuidado se advierte el fraude sentimental, pues se comprueba que la
ironía del escritor no hace más que disimular la gran tristeza del hombre, su tedio íntimo. Sus
mejores libros son aquellos en que Baroja adopta una actitud confidencial, cuando su espíritu
suplanta una personalidad fantástica y se vuelca sobre el lector francamente, con la desnudez
interior de los cínicos. Entonces nos divierte más que ningún otro novelista, porque es más gráfico y
más pintoresco que todos.
»La pluma no es en sus manos pincel, sino escalpelo. Su estilo, rico de sugestiones, recuerda
esos frutos de cáscara espinosa que ocultan una pulpa exquisita. Sería una arbitrariedad el afiliarlo a
ninguna de nuestras escuelas literarias».
V

Yo siempre he tenido el sentido de notar la simpatía o la hostilidad en las


personas, aun en aquellas que parecían más indiferentes o más amables. En eso
no me he engañado nunca; la sonrisa, el tono de la voz, la actitud, me han dado
el carácter de la persona. No recuerdo haberme equivocado. En Salaverría
notaba, detrás de la sonrisa, la hostilidad; en su primer libro de Retratos está
velada, pero en los Nuevos retratos y en La afirmación española se muestra
evidente. Como pasa siempre, el fondo de la hostilidad no estaba legitimada
por hechos; era la hostilidad del perro por el gato o del gato por el pájaro.

La gente muchas veces quiere encontrar motivos ideológicos para su


antipatía, y la mayoría de las veces no los hay; es el instinto el que reina, como
entre los animales; las rivalidades y los celos.

El retrato mío hecho por Salaverría da la impresión de muchas cosas


elogiosas llenas de censuras.

—¿Qué tal el amigo de usted? ¿Es buena persona?

—Sí. Excelente persona. Ahora, quizá, si le pide usted un favor, no se lo


haga, y alguna vez, en lugar de hablar bien de los amigos, hable mal; también es
posible que se quede con algún dinero; pero en lo demás es una excelente
persona.

El retrato de Salaverría es como el del crítico que dijera: «Este cuadro está
muy bien, evidentemente; ahora, la composición no es muy feliz, el dibujo es
incorrecto y el color tampoco es acertado; pero eso no indica nada en contra».

Salaverría, que se consideraba un hombre muy correcto, habla de los


demás de una manera bastante dura. En medio de los elogios hay frases
bastante secas, que no corresponden a esa supuesta benevolencia.

Hablando de mí, dice en sus Nuevos retratos: «Nadie ha sentido, ha


vivido, ha reflejado esa época como él. Otros han querido secundarle y acaso
aventajarle. Pío Baroja, que siente y ama el siglo XIX con la misma devoción que
Galdós, y que lo ha estudiado con devota y casi maniática asiduidad en su serie
novelesca Memorias de un hombre de acción, viene dándonos libros de aventuras
en que los guerrilleros, los conspiradores, los carlistas y los masones
revolucionarios destacan sus figuras pintorescas, impresionantes».

Dice también: «Tanto Baroja como Valle-Inclán poseen condiciones de


imaginación y estilo que en Galdós se encuentran menos acusadas. Pero esta
inferioridad queda compensada con exceso por otras excelencias. Baroja, en
estas novelas, acaso más que en el resto de su obra, es la constante víctima de su
incapacidad constructiva, de su balbuceante modo de componer y expresar».

En esto hay cierta incomprensión, porque yo no pretendo, ni he


pretendido nunca, componer una novela como asunto. Es decir, como una
fábula terminada en moraleja. Es cosa que no me interesa. Además, no creo que
los Episodios de Galdós sean lo mejor de su obra. Yo noto en un libro lo que está
visto y lo que no está visto. Cuando fui a Laguardia (Álava), yo había leído
hacía tiempo una novela de Galdós que se desarrolla en este pueblo, creo que
titulada De Oñate a La Granja, y enseguida vi que el recuerdo que me había dado
el ambiente de la novela, completamente vulgar, no se armonizaba con la
impresión de esta pequeña ciudad antigua, amurallada, muy característica y
con dos iglesias góticas, tipo de ciudad que hoy habrá muy pocas en España. Al
juez y al médico del pueblo les dije:

—Entérense ustedes de si Galdós estuvo aquí cuando escribió su novela.

Al cabo de poco tiempo me dijeron:

—No; no estuvo. Nos hemos enterado. Le escribió al secretario del


Ayuntamiento, que fue quien le dio los datos.

Ese sentido de ver que el cuadro no está inspirado en el original lo tiene


el hombre con afición que se aparta de los lugares comunes literarios o
artísticos.

En un capítulo titulado «Rivalidad y farsantería» dice Salaverría,


refiriéndose a los del 98:

«Si es verdad que se respetaban, cierto es también que no se querían nunca. Azorín estimaba
a Baroja con fervorosa simpatía, y ahí terminaba la historia de las simpatías. Maeztu tenía celos de
Azorín y detestaba a Baroja. Baroja detestaba a Unamuno y hablaba mal de Maeztu, y Unamuno no
quería a nadie, como de costumbre, pues bastante tenía con atender a su gigantesca estimación de sí
mismo. Unamuno hablaba mal de Pérez Galdós, de Costa y de Ganivet. Deseaba, eso sí, que aquellos
jóvenes escritores vascos se agrupasen en torno a él y lo reconocieran como su jefe y maestro.
Pretensión que en la costa del Mediterráneo hubiera podido parecer justa y natural; pero que,
propuesta entre vascos, resultaba ridícula. Baroja, desde luego, se burlaba de ella con su risa típica,
carcajosa y trémula bajo el lacio bigote rubio».

Este escritor, que quería pasar por hombre de una corrección y de una
elegancia ática, dice después: «Baroja me señalaba la sorda rivalidad que entre
Maeztu y Azorín existía, y no era difícil, sin duda, sorprender el antagonismo
de los dos escritores, que habían salido casi al mismo tiempo para correr la
carrera de la gloria».
Poco después dice en la misma obra: «Me contaba Baroja que Maeztu y
Azorín llegaron una vez a pegarse de bofetadas».

Este hombre, que tanta pulcritud exigía en los demás, que pretendía ser
un espíritu elegante y de buena sociedad, empleaba la táctica poco delicada de
hablar amistosamente con una persona y al día siguiente atacarlo, táctica que
yo, al menos, no he empleado nunca; también le parecía lícito decir: «Fulano me
ha dicho esto de Zutano».

De Manuel Bueno dijo en este libro:

«… abandonó enseguida a sus compañeros, desafortunados y demasiado ascéticos, y se


lanzó por las vías oscuras que conducen, tratándose de hombres listos, a la conquista del dinero, los
empleos y las clases de diputado. Su vocación literaria juvenil se marchitó entonces, y en todo el
resto de su vida ha demostrado que no cree mucho en la gloria literaria y que no vale la pena de usar
la pluma en esfuerzos platónicos y para el servicio y el contentamiento de los demás».

Estas frases provocaron la réplica violenta del aludido y la palinodia del


autor del libro.

Este escritor, que pretendía ser amable y sonriente, era duro e implacable
con los demás, atacaba con violencia por motivos fútiles y empleaba
procedimientos poco delicados.

En tiempos de la Dictadura, Unamuno está en París. Supongo que


Salaverría le ataca, y Sánchez Rojas, amigo del rector salmantino, le defiende.
Salaverría contesta al defensor, en un libro titulado Instantes, en estos términos:
«José Sánchez Rojas no es ningún mozalbete, ni creo que haya sido nunca lo que
se llama joven. No obstante, el pobre hombre se aventuró a llamarme
cincuentón y a decir que estoy enfermo. Y lo decía esa piltrafa humana que
todos ustedes han visto deslizarse por la calle como un pupilo vitalicio de San
Juan de Dios».

Yo no he escrito nunca una cosa así. Y, sin embargo, he tenido fama de


hombre agresivo. Salaverría, en cambio, era un alma de Dios.

En un número de una revista americana, Atenea, que copia y comenta la


frase contra Sánchez Rojas, dice:

«Como se ve por este fragmento, los escritores se diferencian muy poco de los antropófagos.
El triste negocio de la gloria les hace darse embestidas con una ferocidad de ogros, que se
suprimirían después de supliciarse recíprocamente con furia exacta. Se olvidan los más elementales
respetos humanos en esta apresurada conquista de la clientela o de la inmortalidad».

Maeztu también tenía la afición a las imputaciones caprichosas; pero a


veces decía cosas exactas. Así, asegura en un artículo de Abc:
«Los demás hombres del 98 volvían las espaldas a las tesis políticas, para encerrarse, como
Azorín y Valle-Inclán, en la religión del arte por el arte, o para contrastar, como Baroja, las realidades
y los sueños, o para exaltar, como Unamuno, el individualismo hasta convertirlo en religión».

Sin embargo, después nos atacan por supuestos políticos.

Salaverría tenía, como muchos escritores, una hiperestesia para todo lo


que rozara la fama, el nombre y lo demás, disfrazada con una supuesta
benevolencia. Este mismo carácter lo encontré en un escritor de más nota que él:
en Palacio Valdés.

Corpus Barga decía que Salaverría era una lata de odios en conserva.
Esto mismo me pareció Palacio Valdés, a quien oí hablar de Galdós con una
expresión de cólera que me sorprendió.

Decía este novelista que, con el tiempo, encontrarían las obras de Galdós,
les darían un puntapié y verían que no tenían dentro más que paja.

En otro libro habla también Salaverría con cólera de la generación del 98,
mezclando con ella la obra de Joaquín Dicenta Juan José.

¿Qué relación puede haber entre el Juan José, de Dicenta, que se estrenó
en 1895, y esa supuesta generación del 98? Por lo que le oí decir a Dicenta, él
tenía pensada y escrita su obra un año antes de su estreno. ¿Qué tenía que ver
1894 con 1898? ¿O es que esta fecha tenía una acción retroactiva cuatro años
antes?

¿Es uno responsable de lo que hizo el Gobierno y el país en 1898, cuando


uno no había escrito nada en ese tiempo, ni era conocido, ni tenía la menor
influencia, ni había tenido más cargo que el de médico municipal de una aldea,
y al mismo tiempo es uno solidario del Juan José, de Dicenta? ¿Y por qué no del
Quijote, o de La celestina, o de las Coplas de Mingo Revulgo?

Se dirá que hago objeciones a opiniones de escritores muertos; pero son


objeciones a cosas escritas, no a cosas atribuidas, y que, además, son obras que
he leído hace poco.

Si tuviera que referirme a cosas oídas, diría que Salaverría se mostró


durante mucho tiempo un enemigo acérrimo de todas las cosas españolas, y
que en una carta, que quizá conserve, decía que Madrid era un pueblo
miserable de mendigos y de hampones, y que de España él podía aceptarlo
todo, aun lo más miserable, menos la hipocresía.
Salaverría, después tan patriota, al principio de su estancia en Madrid
siempre estaba contra el pueblo. Si las aceras estaban rotas, si había demasiado
vendedor ambulante en la Puerta del Sol.

Recuerdo que una vez en esta plaza se me acercó un vendedor


ambulante que le llamaban o se llamaba Silvela, y algunos «el fenómeno
Silvela», y me dijo que había estado muy enfermo y se había curado; me dio la
mano, y Salaverría dijo que así Madrid era un pueblo de miserables y de
mendigos.

Sin duda, no hay que dar la mano más que a la gente fina y con guantes.

Yo no sé si está bien o está mal el saludar a un desdichado dándole la


mano. Además, ¿por qué se va a juzgar a un escritor por sus hábitos?

Aquí, en España, ha habido mucha costumbre de eso de juzgar al político


por su literatura, al historiador por sus trajes y al tenor por su moral casera.

Yo no creo que la gente y la plebe literaria haya tenido nada personal


contra mí. La hostilidad ha sido una cuestión de doctrinas generales.

Como dice Manuel Bueno en la silueta de La Novela de Ahora, hablando


de mí: «Hay en él un no sé qué de exótico, de distante de la tradición, que
desconcierta».
VI

Salaverría me trata bien en su libro Retratos, y un poco peor en los Nuevos


retratos. Siempre con reparos interiores, un poco insidiosos.

Yo no soy hombre que agradezca mucho los elogios, y menos si


pretenden ser diplomáticos; agradezco más los favores, porque si un elogio es
sincero no se debe agradecer, porque no es más que la expresión de un juicio
sentido, y si no es sincero, tampoco, porque, al fin y al cabo, es una falsedad con
un fondo utilitario.

Salaverría afirma hechos falsos sin escrúpulo.

Así, dice hablando de mí:

«Y cuando el director de El Pueblo Vasco le pide algunos artículos de colaboración, Pío Baroja
responde: “¿Qué interés puede tener lo que yo escriba? Me siento viejo y sin ilusiones. Gastado. El
escritor, como las mujeres aventureras, entrega demasiado pronto y de balde las flores de su
hermosura; después se acaba el entusiasmo y no hace más que repetirse”».

Eso es completamente falso. Yo no contesté nada de eso. Todo ello fue


inventado por pura vanidad. ¿Cómo iba a decir yo que estaba gastado en 1903?
Después de 1903 he escrito setenta u ochenta libros. Podría ser en aquella época
y en ésta un escritor nulo, detestable; pero cansado, no.

Hacia el año 1903 o 1904 me escribió el director de El Pueblo Vasco, de San


Sebastián, diciéndome que escribiera crónicas en aquel periódico.

Yo contesté que lo mejor que podía hacer era llamar a Salaverría, que
estaba más de acuerdo con el espíritu local y que, además, tenía más facilidades
que yo para ser cronista. Salaverría escribía gratis por entonces en La Voz de
Guipúzcoa.

Al cabo de un año o de dos me encontré de nuevo a Salaverría en San


Sebastián, y me dijo que no podía salir del ambiente pequeño de la vida
provinciana, y que quería escribir en un periódico de Madrid. Yo le di, a
petición suya, una carta lo más eficaz posible para Julio Burell, entonces director
de un periódico titulado El Gráfico, y que se tenía por amigo mío, y en ese diario
el periodista donostiarra empezó a publicar crónicas del pueblo.

Todavía después, un año o dos más tarde, me dijo que deseaba colaborar
en Los Lunes de «El Imparcial»; le escribí a López Ballesteros, que hacía de
director, y lo aceptaron.
Estos pequeños favores yo los agradezco más que los elogios. Sin
embargo, he visto que Salaverría, en la semblanza que sobre mí ha escrito en su
libro Retratos, no los ha señalado; y es más: a lo último lo que habla de mí es con
un fondo más bien agresivo que otra cosa.

Echárselas de distinguido y de correcto, y pensar que a un señor que le


ha hecho un favor, raro entre literatos, se le puede atacar insidiosamente, me
parece bastante bajo e indelicado.

Me dirán que ésos no son grandes favores. Evidentemente; pero a mi no


me los ha hecho nadie. Por el contrario, casi por puro dilettantismo me cerraron
el paso algunos periodistas.

Recuerdo que, citado una vez con Azorín, nos encontramos con el
escritor cubano Fray Candil, que a mí me parecía un hombre antipático y
presuntuoso, y éste dijo que la noche anterior había estado en la redacción de El
Imparcial, y allí Manuel Bueno y Luis Bello le decían a Ortega Munilla con tesón
que no publicara nada mío, porque no valía la pena, y que yo era un congrio. Es
palabra que empleaba Fray Candil y que recuerdo. En la Revista Nueva, el señor
Icaza decía que si yo no pagaba no debía colaborar. Y Ruiz Contreras pensaba
lo mismo, a pesar de que yo le había dado antes algún dinero.

Esos pequeños favores, en una época en que casi todo el mundo se pone
automáticamente contra el que empieza, son de agradecer; pero, sin duda,
Salaverría no los agradecía.

Según dicho escritor, yo decía: «Soy un hombre de acción, que ha debido


en su fracaso contentarse con hacer novelas, por lo que se aproximan a la vida
aventurera».

Yo no sé si he dicho que era un hombre de acción o no; si lo he dicho,


evidentemente, no lo he creído nunca.

Puestos a hablar, diría que Salaverría se mostró durante mucho tiempo


americanófilo, anticatólico y antiespañol, y creo que hizo un libro muy
entusiasta sobre Bolívar. Yo este libro no lo conozco.

Tengo la seguridad de que, si valiera la pena, y si alguno se tomara el


trabajo de ver los artículos que escribía Salaverría en periódicos americanos
antes de 1910 o 1912, se encontraría con frases muy duras contra España.

Para eso siempre hay un recurso de decir: «Sí; estaba en un error; pero
luego varié».
Es el sistema de ponerse al sol que más calienta y de zafarse de
responsabilidades. Yo no creo que un escritor deba tener la misma
responsabilidad que un político por sus opiniones pero alguna tiene que tener.
No quiere decir esto que uno se crea en el fiel de la balanza, no. Se puede
cambiar por la reflexión, por lo que sea; pero querer pasarse a la acera de
enfrente para gozar de los beneficios de los que tienen más posibilidades de
ganar, es una maniobra bastante fea.

¡Qué cantidad de frases insidiosas hay en los libros de Salaverría!

Dice de estos escritores del 98 que leían la última revista, el último drama
de fama de París o de Londres.

Como todos los escritores del mundo.

Añade después que Valle-Inclán era d’annunziano; Maeztu, lector de


revistas inglesas; que Azorín libaba en libros antiguos y en Montaigne; que yo
leía a Dickens, y Unamuno merodeaba en las revistas extranjeras.

Esto pasó en nuestro tiempo, antes, después y siempre. Galdós leyó a


Dickens, a Balzac y a Erkmann-Chatrian, y los imitó en parte. Pedro Antonio de
Alarcón imitó a los humoristas franceses de mediados del siglo XIX; algunos, a
mi parecer, amanerados, como Alfonso Karr. Campoamor plagió a Víctor Hugo.
Larra imitó a Pablo Luis Courier y a Jouy. Espronceda, a Byron, y tomó casi
íntegra una canción de Béranger, lo que no le impide ser un gran poeta. Moratín
imito a Moliere, y los antiguos poetas nuestros del siglo XVI, a los italianos del
Renacimiento.

A mí algunas veces Salaverría me dijo en la conversación, con desdén:

—Es gente que lee a Stendhal.

—Stendhal vale más que todos nosotros juntos —le repliqué yo—. Lo que
pasa es que usted no lo ha leído.

Todo lo dicho en esos libros sobre la generación del 98 es falso, y está


fabricado con un objeto arribista y político de darse un aire conservador y
tradicionalista.

Yo no digo que no lo fuera. Yo no sé si Salaverría era de la izquierda o de


la derecha. Es cosa que no me interesa; pero que durante la primera época de la
República tenía más amistades y relaciones con los izquierdistas que yo, es
evidente. A mí Azaña no me invitó nunca a las comidas que daba en la
Presidencia; a él, sí; lo cual quiere decir que lo tenía por amigo. A mí no me
tenía por tal. Es un hecho sin importancia, pero cierto.

Yo no había leído estos libros de Salaverría hasta ahora, y comprendo lo


que decía Corpus Barga de éste al llamarle lata de odios en conserva. El año
1898 no existía entre nosotros nada que tuviera carácter de grupo. Los escritores
de principio de siglo fueron como los de todos los países, como sucede siempre.

También dice Salaverría que yo trato mal a quien me trata bien. No creo
que sea cierto. Basta como muestra lo que cuento antes. Yo creo que tengo el
sentido de ver con bastante claridad en el espíritu de las personas que viven
cerca de mí, y además soy agradecido, aunque sea por egoísmo.

Varias veces me dijo Salaverría que Madrid era un centro de golfería


indecente y miserable.

Otra vez me escribió una carta en la que decía, con una cólera que yo no
comprendía, que no aceptaba ni el Madrid de los golfos ni el de los bohemios.

No parecía sino que yo tuviera alguna responsabilidad en una de las dos


cosas.

También Salaverría pinta a los demás con caracteres de personas


vulgares. A mí me dice que ando como un minero asturiano. Él se cree de
Versalles. Es una aspiración cómica.

Salaverría tiene la preocupación de la figura. Este escritor parecía lo que


había sido: un delineante de la Diputación, que había que verle en una
ventanilla de una oficina. Salaverría tenía el arribismo de la gente de las ciudades
nuevas, como San Sebastián, llegada recientemente del campo. Para personas
así, los éxitos oscuros de un escritor, de un investigador, no significan nada. La
cuestión es brillar, aunque sea entre chóferes y cocineras. Así, si en una de estas
ciudades vascas se pregunta: «¿Y qué gente importante ha habido aquí?»,
contestarán con el nombre de un tenor, de un boxeador o de otro por el estilo.

Salaverría a todo le daba una importancia grande: tenía preocupaciones


de señorito de San Sebastián, quizá naturales cuando se es joven, guapo o rico,
pero que cuando no se es ninguna de estas cosas, tienen un aire cómico.
Siempre estaba pensando en la manera de andar y de vestirse la gente. A mí, al
menos, hoy no me importa nada la manera de vestir. Creo que me importaba
algo cuando era joven; hoy, nada.
Ya viejo, me decía una vez que no comprendía que los hombres del siglo
XVIII, al entrar en el XIX, hubieran aceptado el taparse las piernas y no lucir las
pantorrillas. Es infantil y grotesco.

A mí no me han preocupado nunca las piernas y las pantorrillas de


nadie. Al menos, las de los hombres.

Se ve que a todas las cosas decorativas y de periódicos le daba mucha


importancia.

Recuerdo un día, en la redacción de España, cómo se acercó a Pérez de


Ayala, que entraba, con un aire trágico y dolorido, y le dijo, levantando los
brazos al aire:

—Muchas gracias por los bastonazos que me ha dado usted en su


artículo.

—No; no ha habido ningún bastonazo…; una ligera crítica —dijo Pérez


de Ayala.

Salaverría atribuye lo que le parece peor en el tiempo a sus amigos


(enemigos). Dice: «El Parlamento era lo que más se ridiculizaba en el círculo de
atracción de Baroja. A los pocos años, Azorín entraba en el Parlamento como el
pez debe de entrar en el agua, y Baroja ha deseado y envidiado toda su vida el
derecho a sentarse en un escaño del Congreso».

Es una afirmación sin base. No me ha interesado nada. Hoy Salaverría,


reinando como reina una política antiparlamentaria, hubiera dicho que nosotros
siempre habíamos glorificado el Parlamento.

«La generación del 98 fue una obra incompleta, mal preparada, y todos
sus frutos tienen el estigma de la fatalidad.» Mal preparada, no. Sin ninguna
preparación, porque no existía, sobre todo como algo organizado y político. «Se
diría que fue un movimiento a destiempo, un golpe histórico que estalla antes
de lo convenido y de lo conveniente. A los hombres les falta fuerza y decisión, y
las obras carecen de madurez.»

¡Qué ganas de decir falsedades!

Lo que le pasó a Salaverría fue que llegó tarde a la hora en que se


repartían las especialidades del tiempo. Empezó a ejercer de nietzscheano; pero
en 1905 o 1906, cuando comenzó él, era una postura vieja que la había empleado
y explotado Maeztu; luego quiso echárselas de pequeño Carlyle; pero en esto
Unamuno estaba más enterado que él, y luego fue a un nacionalismo de
segunda mano de aire de la Acción Francesa. Como en todos estos caminos
encontró a alguien delante, se sentía el hombre irritado, y manifestó un
descontento unido a cierta pedantería entre la gente de su alrededor.
VII

Después de estos Retratos he leído un libro del mismo autor, que se titula
La afirmación española, en el cual sigue notándose el pequeño maquiavelismo
insidioso del autor.

«De modo, pues, que el bizarro y gesticulante romanticismo del 98 era bastante más egoísta
y jactancioso que el del año 30. Los nuevos románticos creían en Nietzsche como en un profeta, y
aseguraban que cada uno de ellos poseía la fuerza, la dignidad intelectual, la energía y el saber, en
una cifra infinitamente mayor que todos los españoles anteriores; en cambio, España carecía de
nervio, la nación era una ruina, el Estado un espantajo. Cada uno de los innovadores se asignaba
todas las virtudes y excelencias, y reservaba a la nación todas las disminuciones. Y cada uno, en fin,
erigíase en futuro salvador de España. No hay noticia de otra época en que la petulancia meridional
haya conseguido un tono tan vasto y pronunciado.»

Todo esto es falso, gratuito y envidioso. Yo escribí en 1899 un artículo


largo en contra de las ideas de Nietzsche. Luego sigue: «Así nació el grupo de
escritores, artistas y políticos que se llama la generación del 98».

Yo he oído decir que la generación del 98 estaba formada por siete u ocho
escritores: Azorín, Benavente, Maeztu, Bueno, Valle-Inclán, Unamuno y yo.
Políticos que figuraban en ella, yo no sé de ninguno, y de artistas, tampoco.

«Yo me he decidido a hablar un poco atentamente de esa generación, por lo mismo que viví
alejado de su verdadera órbita y a cierta distancia de las camaraderías y conciliábulos.»

¡Qué iba a vivir alejado! Lo que pasaba es que no llegó a tiempo y no le


conocía nadie.

«He asistido a su desarrollo con carácter de espectador, y en cierto modo he participado de


sus excesos. Ahora que en el mundo todo cruje, todo se cambia, la llamada “generación del 98”
parece que ha terminado su curva potencial, y ella también cae en el orden de las cosas históricas y
analizables. Es otra la generación que empieza, y sin duda la del 98 pasa a ser vieja, inactual, materia
de revisión. ¿Podría exigir en el examen un decoro o un respeto que seguramente no tuvo ella para la
generación anterior?… Nació de la violencia, usó como arma el ultraje, subió por un mero golpe de
Estado al gobierno de las ideas; es razonable que sepa soportar el rigor del destino que ella a sí
propia se asignara.»

Todo esto es una serie de infundios y de tonterías.

«La generación del 98 ofreció desde luego, y naturalmente, el carácter de grupo o partido.»

Completamente falso. ¿Qué grupo? ¿Dónde estaba el grupo?

«Esta formación en masa, poco frecuente en la vida española, tenía por motivo la cualidad
del desastre, suceso brusco y dramático que equivalía a un verdadero cataclismo de los valores
nacionales. Era, pues, la ocasión muy propicia para que un movimiento espiritual revolucionario,
nacido con tal impulso de violencia y de agrupación, se alzara con el dominio del país. Pero diversas
causas contribuyeron a su fracaso. Primeramente, el grupo renovador contaba demasiados artistas y
escritores, y muy pocos o ningún político de fuerza.»

Ni de fuerza ni de debilidad. Ninguno.

«El grupo, como era lógico, se desvaneció espontáneamente en las luchas y vanidades
mezquinas propias de los cenáculos literarios. Además, y esto sobre todo, el grupo renovador traía
dentro de sí su propia muerte; había nacido de una fecundación morbosa; se nutría de aquella
corriente de ideas universales que destacaba la nación, el militarismo, el patriotismo; y así, llevando
en su cuerpo la gangrena antipatriótica, los innovadores estaban condenados a deshacer en sus
propias manos lo poco de nacionalidad y de patria que restaba en España.

»Tal vez lo comprendieron así, expresa o instintivamente, y ello explica la especie de


quejumbre y de pesimismo que vaga por todas sus obras. No era el dolor de ver una patria
inmensamente retrasada, envilecida e irremediable; era en el fondo la seguridad secreta de la propia
ineficacia o debilidad frente a la magnitud del hecho.»

¡Qué cantidad de falsedad gratuita hay en todo esto!

Cualquiera que lea mis libros y conozca el tiempo en que se publicaron


notará claramente que yo no he pretendido encumbrarme apoyándome en la
política. He dejado mis libros en el escaparate como diciendo: el que quiera, que
los lea, y el que no, que los deje; pero pensar que con los libros de un carácter
individualista y pesimista se va a prosperar en política, es una estupidez. Si yo
hubiera pretendido encumbrarme en política, hubiera escrito artículos y libros
de tendencia más parecida a los de Salaverría que a los míos.

Este crítico sigue diciendo arbitrariedades en su libro: «Estrenó Dicenta


su Juan José, y el truculento drama tuvo la significación del Hernani víctor-
huguesco».

A la representación de Juan José no fue ninguno de los escritores que se


consideraban de la generación del 98. Puede que fuera Benavente como
madrileño y ya escritor conocido.

Aquí también hay cuquería de Salaverría. No quiere decir que la


representación víctor-huguesca fue la de Electra, porque necesitaba ensalzar a
Galdós y excluirle de toda responsabilidad en sus acusaciones.

«Y a la manera de los tiempos románticos, cuenta Baroja que marchaban en pandilla, de


noche, por los suburbios de Madrid, y asistían de madrugada al ajusticiamiento de algún miserable
condenado.»

Yo habré podido ir a ver, de chico, desde lejos, una ejecución; pero no he


delatado nunca a nadie. ¿Qué daño se puede hacer con esto? Para Salaverría,
todo lo que hacían los demás era dañino.
Cuando a mí me operaron en San Sebastián y estaba en la cama medio
muerto, a la puerta de mi cuarto se asomaron algunas personas, entre ellas
Salaverría. Yo he visto la ejecución de algún reo a trescientos o cuatrocientos
metros de distancia; pero no iría a ver a una persona conocida a dos metros de
distancia a mirar qué cara pone y ver si se muere.

Una ejecución es un hecho social ante el que se puede reflexionar sobre


muchas cosas; pero el que una persona operada esté de mejor o de peor aspecto,
¿qué consecuencia se puede obtener? Yo creo que ninguna. Un amigo, un
pariente que le tenga afecto puede contemplar al operado con atención y con
interés; pero el que no es amigo (y Salaverría se ve que no era amigo) no podía
mirarme a mí más que con indiferencia o como un motivo de curiosidad banal.

En un artículo de «La España negra», del mismo libro antes citado, dice:

«Los hombres de la generación del 98 sufrían de esta ilusión más que nadie, y al instante de
ingresar en la vida política (?) fallaron que todos los españoles que vivieron antes eran unos
desdichados estultos. Esto explica la furia iconoclasta que se apoderó de ellos».

Sigue la maniobra de cuquería.

«Éstos procedían, al contrario, de fuera para dentro. Eran lectores de la última revista de
París, del último drama de Ibsen, de las novelas rusas y del abrasado Nietzsche. Tenían un barniz de
“última hora”, con el cual dejaban perplejos e irritados a los hombres maduros o ancianos. Llenos de
erudición parisiense, insuflados de soberbia y modernismo, pusiéronse a juzgar a España con un
criterio extranjero.»

El que ponía barniz era él, que no sabía nada de nada. Ni siquiera un
poco de francés.

«En cuanto al País Vasco, se ve que sirve para todo y produce de todo: grandes virtudes y
pequeñas miserias, caracteres nobles y almas solapadas.»

¿Almas solapadas? Él, hombre corroído por un espíritu de vanidad


pequeña y de envidia, era completamente solapado.

Alguno podrá preguntarme:

—¿Y por qué no le contestó usted cuando vivía?

—Pues ¿qué quiere usted? No le contesté porque no lo leía. Estaba


enfrascado en mis investigaciones históricas y en los proyectos novelescos.

Los libros de crítica que sabía que tenían alusiones sobre mí, en general,
no los leía, exceptuando los de Azorín, los de Ortega y Gasset y alguno que
otro.
«Alguna vez los leeré», pensaba.

Un reproche que se ve siempre en las frases de Salaverría sobre mí es la


falta de respeto. Recuerdo una vez que me presentó en San Sebastián a un señor
Morea, de Buenos Aires, que era muy rico, y a quien yo saludé como a otro
cualquiera.

—Pero, hombre —me dijo después—. Lo ha tratado usted muy


desdeñosamente.

—No lo creo. Lo he saludado como a otra persona cualquiera.

—Es que es riquísimo.

—Sí, puede ser; pero eso a mí no me importa gran cosa.

¿Por qué se ha de tratar de distinta manera a un rico que a un pobre? Yo


trato con más consideración al inteligente y al sabio. Siempre he sido un
hombre que ha escuchado, al que sabe más que yo, con mucha atención. No he
tenido la petulancia del hombre de café, de creer que todo es igual y que nadie
sabe nada de nada. Cuando le oía hablar a Ortega y Gasset, a su vuelta de
Alemania, no le interrumpía nunca. Salaverría, en cambio, era de los que le
interrumpían a cada paso con objeciones sin sentido, no comprendiendo que un
hombre de escasa cultura como él no podía oponer más que argumentos
vulgares y sin valor a lo que decía un hombre como Ortega y Gasset, repleto de
cultura. Yo he oído siempre, al que sabe, con atención, lo que me hace pensar
que hubiera sido un buen discípulo si hubiese encontrado un buen maestro.
Ahora, esas estupideces de café, cuando le dicen a uno: «¡Qué tipo, Fulano!
¡Qué original! El otro día defendió que la antropofagia iba a ser el porvenir de la
humanidad y que el punto mejor para la capital del mundo es un pueblo de la
provincia de Cuenca».

Esas cosas que se consideran originales, a mí me aburren y no me


interesan nada. Me parecen majaderías sin importancia. Yo no creo que el saber
sea una pedantería. Creo que hay gentes que saben, y que el que tenga
curiosidad por las cosas debe escucharlas. Yo actualmente oigo a mi sobrino
Julio cuando habla de cuestiones de etnografía y de prehistoria con gran interés
y sin interrumpirle. Esto, que parece una vulgaridad, tan absurda como
evidente, de que hay que oír al que ha estudiado y sabe, es entre nosotros una
rareza.

Por la confianza en sí mismo se llega a cosas tan raras como la terquedad


de Valle-Inclán, que, hablando varias veces conmigo de un guerrillero del cura
Santa Cruz, que se llamaba Juan Egozcue «el Jabonero», que había sido
inquilino de una casa de mi abuela, y a quien conocía mi padre, no se llamaba
Juan Egozcue, sino Miquelo Egozcué, o la petulancia de Manuel Sawa, que era
la ignorancia personificada, que le aseguraba a mi amigo Paul Schmitz que la
verdadera pronunciación de su apellido en alemán era Esmik.

Otra de las costumbres de Salaverría poco distinguida era provocar una


conversación y después embutirla en un artículo, en que se reproducían los
argumentos empleados, poniéndolos en boca de un interlocutor equivocado.

Así resultaba que este hombre, que le pedía a uno favores cuando los
necesitaba, que sonsacaba en la charla noticias para artículos, después le
señalase a uno como un enemigo del país, casi como un traidor, y le pareciese
esto seguramente una acción caballeresca. Es cómico.

He dicho varias veces, porque así lo creo, que para mí no es cierta la


existencia de la generación de 1898. Es una opinión en contra de la de mi amigo
Azorín.

Si hubo algo como un grupo literario, que duró lo que un relámpago, y


tuvo como acto de nacimiento con su fecha, fue el del estreno de Electra, en
1901.

Entonces se intentó formar un grupo para constituir una redacción de


una revista con el mismo título; pero el intento fracasó y no pudo llegar a tener
tres personas reunidas y amigas ni a sostener la revista.

El otro día me decía un señor de mi tiempo:

—Puede ser muy cierto que la generación del 98 no haya existido


entonces, pero hoy tiene una realidad como si hubiera existido.

—Es el pragmatismo —le decía yo.

Y un joven periodista actual indicaba:

—Para polemizar, necesitamos de la generación del 98. Si ésa no existe,


no hay diálogo posible.

Que haya diálogo o que no haya diálogo, a mí me tiene sin cuidado. Lo


que yo busco siempre es la verdad, es decir, lo que yo creo que es verdad.
VIII

Otro escritor que habla, a mi parecer, de una manera pedantesca, es


Salvador de Madariaga. Madariaga no supone, como Salaverría, que yo haya
tenido pretensiones de elevación política, pero cree que he tenido ambiciones
literarias y que me he equivocado.

Empieza a protestar contra que yo me llame archieuropeo. Afirma que yo


defino a Europa de manera arbitraria, limitándola a las regiones que se
extienden entre los Pirineos y los Alpes.

La frase puesta en Juventud, egolatría, dice así:

«Yo a veces creo que los Alpes y los Pirineos son lo único europeo que hay en Europa. Por
encima de ellos me parece ver Asia; por abajo, África.

»En el navarro ribereño, como en el catalán y como en el genovés, se empieza a notar el


africano; en el galo del centro de Francia, como en el austríaco, comienza a aparecer el chino».

Esto en ninguna parte se llama definición. Hay que ser muy romo para
decir que esto es una definición. Es una observación; la idea podrá ser buena o
mala, pero yo creo irla confirmando al paso del tiempo.

Después he visto en libros de prehistoria que la zona franco-cantábrica, a


la que pertenece la vasca, tiene relaciones de raza no sólo con los pueblos del
centro de Europa, sino con los más nórdicos de los lapones. En cambio, la raza
mediterránea tiene conexión con la raza capsiente que la ocupó algún tiempo.
Ésta se halla en relación con pueblos del Sáhara y su parte rupestre con figuras
humanas de cazadores es muy parecida al de los bosquimanos.

Madariaga, que es un hombre escolástico, conceptuoso, y que a mí me


parece poco inteligente, dice que hay mejores definiciones sobre Europa, y lo
que hoy se entiende por Europa, según él, es, sobre todo, una mente consciente
y aun semiconsciente, capaz de esfuerzo continuo y ordenado hasta la
comprensión del universo.

Esta fórmula la aceptará él; está bien; pero yo no la acepto. La mente que
quiere comprender el universo es la de un filósofo, que puede ser de cualquiera
de las cinco partes del mundo.

Para mí, como para la generalidad, los caracteres del europeo no son
exclusivamente de cultura, sino físicos, orgánicos y espirituales, y no son
tampoco de índole que puedan ser señalados de una manera fija e invariable.
Para mí, un europeo muy europeo es un producto de este continente
viejo que se aparta de los rasgos de los dos grandes grupos de razas que lo
rodean y lo envuelven. Por el este y el norte, los mogoles, próximos a los
amarillos, y por el sur, los semitas, cercanos a los africanos.

Por esta razón me he llamado yo, más o menos en broma, archieuropeo.


Como por un maltés o un mallorquín que tuviera ascendientes de las costas de
Valencia, de Nápoles o de Sicilia, diría: «¡Qué tipo del Mediterráneo es!».

Como hay una castaña vascónica, que es de Europa, y un maíz, que es


americano, yo me llamo a mí mismo archieuropeo.

Madariaga dice también que yo soy un hombre primitivo, inhábil para la


vida social; que tengo una tendencia a la sequedad del cilicio y que en lo que yo
he escrito no hay ninguna sonrisa. Esto me sigue pareciendo muestra de
incomprensión.

En un libro de Walter Starkie sobre Jacinto Benavente, hablando del


movimiento del 1898, dice de mí:

«In the novel that Basque Arch-European Pió Baroja, a Spanish Sterne, introduced the jelky, asterisk
style where paradox hoft veils the latent sentimentalist».

(«En la novela, este vasco archieuropeo Pío Baroja, el Sterne español, introduce un estilo
nervioso y una paradoja en donde late el sentimentalismo.»)

Que lo que yo haya escrito sea malo o sea mediano, no me chocaría; pero
que yo sea forzosamente altivo y me niegue a sonreír, ésa es una observación de
un hombre que, para mí, no tiene ninguna penetración.

En este sentido de la risa y de la sonrisa, todos los escritores de mi


tiempo han tenido mucha menos gana de reír que yo. Yo no he visto reír nunca
a Valle-Inclán, a Unamuno, a Maeztu. Y si alguno de ellos reía, era contra algo,
pero nunca por algo. Tampoco le vi reír jamás a Miró. En cambio, he oído reír
alguna vez a Azorín y, de una manera estrepitosa, a Ortega y Gasset.

Madariaga dice que yo tengo una noción física, naturalista, del amor, lo
que no es cierto. Este señor no se entera. En la vida se da de todo, y en la
literatura, que es su reflejo más o menos completo, también. Cuando el arriero
va a buscar a Maritornes a la venta no va a disertar sobre filosofía; y cuando
Romeo habla con Julieta, a la luz del alba en Verona, o cuando Ofelia va a
ahogarse en el río, no piensa en el amor físico.
Son curiosas estas acusaciones que me han hecho desde el punto de vista
literario y, sobre todo, personal. Se ve que los críticos y detractores tienen algún
motivo de odio o de venganza oculto contra mí.

Yo no es que piense ser hombre sin reproche. Nada de esto. Para uno de
aquellos profesores lombrosianos de hace cincuenta años es muy posible que yo
fuera un tipo de final de raza, un decadente.

Hombre inadaptado, que no funda una familia, e individualista rabioso,


estaría en el pelotón de los perturbados o de los dementes.

Hace más de cuarenta años, cuando yo comenzaba a escribir, muchos


jóvenes escritores «posaban» (era la palabra francesa que se empleaba entonces,
en broma) de decadentes; yo, de todo lo contrario. Al cabo de muchos años,
ellos se convirtieron, la mayoría, en buenos burgueses, con familia y sueldo; yo
quedé solo, como era mi destino de individualista y un poco de maníaco
depresivo.

Otra de las cosas que afirma Madariaga es mi carencia total de sentido


lírico. Esto me hace pensar que este señor no tiene en absoluto ninguna
penetración psicológica. Uno puede tener sentido lírico y no ser versificador,
como puede tener sentido de las formas y no saber dibujar. Para demostrar mi
poco sentido lírico, dice que yo me río del poeta que, pensando en la
inmortalidad, rima hijos con prolijos, y amor con dolor.

Sin duda el señor Madariaga no sabe que uno de los poetas más ilustres
del tiempo, Paul Verlaine, para mí el último gran poeta del mundo, en aquellos
versos que comienzan diciendo:

De la musique avant toute chose…

desprecia la rima, y dice:

Oh! Qui dirá les torts de la rime?

Quel enfant sourd ou quel nègre fou

nous a forgé ce bijou d’un sou,

qui sonne creux et faux sous la lime?

Contra la opinión de mi negación absoluta de lirismo choca la de


Federico de Onís, que asegura de mí lo contrario: «Según todo lo dicho, creemos
que el arte de Baroja es esencialmente lírico, aunque haya tomado la forma de la
novela, por parecer ser el más objetivo de los géneros literarios, al menos, tal
vez, en sus formas más definidas y perfectas del siglo XIX».

Madariaga habla también de la rudeza de mi forma literaria.

Yo creo que un idioma no se perfecciona más que con la colaboración de


infinidad de gente, y el esfuerzo personal de escritores a lo Valle-Inclán y a lo
Miró influye poco y no deja más que mignardises, que pasan enseguida.

Madariaga no se ha enterado, sin duda, que Cervantes, que escribía con


repeticiones, con asonancias y con «ques» frecuentes, escribía mucho mejor que
los modernistas de hace poco, que cortaban los «ques» de su prosa como un
peluquero puede cortar el pelo, y sustituían los tiempos compuestos de «había
tenido» y «había hecho» por «tuviera» e «hiciera», lo que producía una
monotonía en la forma sin ninguna gracia.

Sobre Racine y el espíritu francés habla también Madariaga, y me pinta


como un hombre incomprensivo para uno y para otro.

Yo creo que Racine es un epígono de la literatura clásica griega, sobre


todo de Eurípides, y que fuera de Francia no tiene ningún interés.

Todas estas frases célebres de las tragedias francesas, para los que no
somos franceses no tienen ningún encanto. No estamos acostumbrados al
sonido, y no nos gustan. Para un español, para un italiano, para un griego o
para un polaco, las frases de Racine o el Qu’il mourût, de Corneille, no tienen
ningún valor excepcional. En un idioma extranjero no se puede apreciar más
que las ideas, los conceptos, la gracia. Por eso, uno que no sea francés podrá
entusiasmarse con Moliere; pero con Corneille y con Racine, no.

A Racine le pasa algo como a Poussin. Éste también es un epígono: aquél,


de la literatura griega; éste, de la pintura italiana del Renacimiento. En el
dramaturgo y en el pintor han desaparecido gérmenes vivos y han quedado
solamente formas, proporciones y elementos muertos.

Yo he leído algunas obras de Eurípides traducidas, y entre ellas Las


bacantes. Pienso lo que sería esta obra ante un público que aún creía en Baco
como en un dios importante y terrible. No sería un espectáculo para profesores
y para críticos, sino una obra para un público que se estremecería de espanto.

Lo mismo, o algo parecido, ocurriría con los cuadros de Mantegna, o de


Botticelli, entendidos por el público de su tiempo, en comparación con los de
Poussin, gustados sólo por los eruditos.
Yo no soy enemigo de la literatura ni de la vida francesa, y si tuviera que
elegir el representante máximo del espíritu francés, elegiría a Moliere por
encima de todos.

Sobre el estilo, se ve que Madariaga tiene una idea falsa; dice que yo
cultivo el desaliño y cuido el abandono, y que renuncio a los medios más
atractivos del arte de escribir. Se ve que él es un valle-inclanesco, como gallego.

Es pura incomprensión. Yo, como todo escritor que quiere mejorar su


obra, he probado varias veces a emplear el adorno conocido por todos. He
hecho el ensayo, he suprimido «ques», he quitado gerundios, he perseguido los
asonantes, he puesto donde estaba escrito «había nacido», «naciera», y al final
no he hecho más que comprobar que esa especie de perfección, que no es
perfección, sino habilidad colectiva y mostrenca, no vale nada.
IX

En un número literario de La Nación, de Buenos Aires, que me mandan,


hay un artículo titulado BAROJA, EN EL PIRINEO, de Constantino de Esla, y
en este artículo unos párrafos que dicen así:

«Cuando visité a Baroja en su refugio pirenaico, Salaverría había publicado un libro en el


que lo atacaba duramente. Decía, entre otras cosas, que don Pío no había sabido ser ni siquiera un
mal médico de pueblo».

Es que a mí me parece mucho más difícil ser un buen médico de pueblo


que ser embajador o ministro plenipotenciario. A él no le pasaba lo mismo,
porque él miraba el mundo con un criterio de categoría social de dependiente
de comercio, cosa que a mí me tiene sin cuidado.

Después, añade el articulista:

«Grandmontagne solía decir: “Las aventuras que escribe Baroja pueden leerlas los chicos
hasta que tienen catorce años; pero después conviene que se aparten de ellas, porque Baroja es un
carromato que camina sobre una senda enlodada y salpica barro”».

Esto me importa aún menos, porque siempre tuve a Grandmontagne por


un hombre mediocre.

El artículo termina diciendo:

«Y Unamuno era mordaz: “Cuando pronuncia conferencias, Baroja se empeña en hablar de


lo que no sabe: de astronomía, de metafísica, de matemáticas”».

Esto de hablar de lo que no entendía era muy privativo de Unamuno. Yo


siempre he creído en la ciencia y en los científicos; él era el que no creía en ellos,
y suponía, con una ciencia escasa y a veces nula, que él sabía de todo.

¿Quién me puede acusar a mí de que yo no he tenido respeto por la


ciencia y por los científicos? Es el máximo respeto que he tenido.
X

Gabriel María Laffite me decía, hablándome de Grandmontagne:

—Grandmontagne no le quería a usted.

—Ya lo sé.

—Decía que su austeridad era falsa. Que si hubiera tenido usted dinero
habría comido de restaurante y hubiera ido de juerga como un nuevo rico.

—Bien; pero eso no es un descubrimiento. Si yo tuviera ahora treinta


años menos y estuviera en París con un poco de dinero y un poco de nombre no
me pasaría la vida metido en casa, ni paseando por el parque Montsouris. Sólo
a un tonto le choca que los demás tengan las pasiones de todos.

—¿Usted cree que Grandmontagne era tonto?

—Era un petulante, con una presunción y una idea ridícula de sí mismo.

En un libro de González-Ruano, de biografías e interviús, dice que


Grandmontagne tenía dos fobias: Unamuno y Baroja.

Si hubiera habido veinte escritores medianamente conocidos en el País


Vasco, hubiese sentido veinte fobias.

Lo que le pasaba es que, como él vino a España representando a un


periódico importante de Buenos Aires, y con atribuciones para elegir
colaboradores y pagarlos bien, en una época en la cual en Madrid lo que se
pagaba era cuarenta pesetas por un artículo, todos le alababan.

Gabriel María Laffite me decía que Grandmontagne aseguraba que el que


se entusiasmaba con mis libros en la juventud era tonto. Yo sospecho que él no
fue muy inteligente, ni en su juventud ni en su vejez. Decía también, al parecer,
que mi austeridad era una filfa, y que si yo hubiera sido rico habría sido un
sibarita.

No lo he negado nunca. Esto es un común denominador a todos los


hombres que no son santos.

Sin embargo, yo soy un hombre de tendencias austeras; pero en mí no


tiene esto ningún mérito. La inmoralidad pobre, chabacana, me entristece y me
deprime. La inmoralidad lujosa y rica no sé qué efecto me haría, porque no la
he practicado.
Yo creo que uno de los efectos más deseables de la embriaguez y del
vicio es salir de la manera habitual de pensar y de ser. Enloquecer un poco. Es
lo que buscaban los antiguos en las fiestas dionisiacas.

Para mí, al menos, en condiciones pobres y mezquinas, el


enloquecimiento es imposible. Imito a los demás, pero sin espíritu. Soy capaz de
beber alcohol y de irme intoxicando fría y tristemente. Puedo notar que la
cabeza no está firme, que las piernas se doblan, y pensar únicamente que lo
mejor que puedo hacer es irme a casa y acostarme.

Yo no supongo que esto sea una ventaja, ni una virtud, sino una manera
de ser. Grandmontagne era un hombre de lugares comunes; por tanto, de muy
poca exactitud en sus ideas.

En mi libro Juventud, egolatría hablo de Grandmontagne. Hacia 1911 se


estableció un casino radical en un piso de la calle del Príncipe. Hablaron en la
inauguración gentes de carácter muy distinto, y entre ellos Ortega y Gasset y
Eduardo Barriobero. Grandmontagne dijo que Ortega le había recordado a
Sieyés, y Barriobero a Danton.

Yo me burlé de estas opiniones, y dije que tenía poco olfato este


americano. Efectivamente, no tenía ninguno. Era todo fachada y oquedad. Creer
que un abogado cuco era un político terrible y genial como Danton, es lo mismo
que comparar a una cupletista con Cleopatra o al sargento Mochila con
Napoleón.

A Grandmontagne se le subía la soberbia a la cabeza y creía que tenía


atribuciones para todo. Una vez escribió en un periódico de San Sebastián que
Maximino Isnard, convencional girondino, que fue presidente de la Convención
en 1793, era vasco. Este convencional fue el que dijo una vez, indignado por la
marcha de los acontecimientos: «París será aniquilado, y se buscará en las
orillas del Sena dónde estaba la ciudad».

Yo repliqué a Grandmontagne diciendo que Isnard no era vasco, que era


de Grasse (departamento de Var), y conté algunas anécdotas cómicas sobre su
apetito.

Él contestó de una manera violenta, diciendo que ya lo sabía, que los


datos los había tomado del historiador Aulard, lo que no era cierto, y que él
vasconizaba a quien le daba la gana. ¿Qué se va a contestar a una necedad así?

El señor Grandmontagne, considerándose con atribuciones para cambiar


la nacionalidad de las gentes a su capricho, es completamente absurdo. Más
serio que esto me parecía aquella relación ramplona de una revista, creo que de
Perrín y Palacios, del tiempo de mi juventud, que se llamaba Certamen Nacional,
en donde un madrileño inverosímil de tonto, para demostrar su suficiencia,
decía a los provincianos:

¿Qué es lo que tienen ustedes?

Una cosa en cada parte:

la Torre del Oro, en Cuenca;

la Giralda, en Castro Urdiales.

Y así seguía diciendo absurdos caprichosos sin gracia y sin verosimilitud.


XI

Yo no comprendo gran cosa el entusiasmo de algunos vascos, como


Salaverría, por el país. Les gusta la retórica altisonante, el énfasis, el cielo azul,
el mar también azul, el viento del Mediodía, las casas con el tejado plano, la
flora meridional y las fiestas de toros.

Entonces, ¿qué valor tiene para ellos el vasquismo? Con esos gustos me
parece mucho más lógico sentir el entusiasmo por Sevilla, por Valencia o por
Alicante. El País Vasco no puede pretender, dentro de España, ser una tierra de
sol, de calor, de cielo azul, de clima seco y de torería.

Que yo sea vasquista es lógico, porque a mí me gusta el ambiente gris y


húmedo, el campo verde, los montes con robles o con hayas y el humo que sale
de las chimeneas como hebras azules y blancas. Tengo simpatías por ese rastro
de matriarcado que hay en el país, y que es como una tendencia contraria al del
patriarcado que queda en otros pueblos. Es lógico que yo sea vasquista; no es
lógico que ellos lo sean.

Un país de matriarcado es tierra donde una mujer es una persona que se


toma en serio, que participa en las preocupaciones importantes de la casa, y con
la cual no se emplearía esa galantería cursi y protocolar de los países
meridionales y patriarcales.

A mí no me gusta gran cosa lo universal, lo ecuménico; tengo más


simpatía por lo local y por lo que tiene un aire específico.

Que un vasco sea, si quiere, helenista o latinista, está bien. También lo


puede ser un esquimal. Ahora, vasquismo y helenismo, vasquismo y clasicismo,
me parecen un poco absurdos. Cualquier otro tipo de España, o de otro rincón
de Europa, me parece más propicio para unir el gusto de su región con el del
clasicismo.

Por eso, cuando yo le oía a Unamuno recitar con entusiasmo unos versos
enfáticos de Alfxeri, me parecía un contrasentido; en cambio, cuando le oía
hablar a Regoyos, a Echeverría o a Arteta de unos verdes que tenían los prados
al comienzo de la primavera, o del color de la ría de Bilbao al anochecer, eso me
parecía lo más natural del mundo.

—¿Pero usted cree que éstos eran grandes pintores? —me preguntarán.

—Yo no sé si eran o no grandes pintores; pero eran lo más próximo a lo


que soy yo.
Salaverría dice también que yo no soy un vasco en el sentido racial. Esto
de ser vasco le parecía una ventaja, y él quería negarla en mí.

Yo creo que sí soy vasco; porque tener de los ocho apellidos primeros
siete vascos, es suficiente vasquismo. Además, como yo no soy intransigente,
me parece muy bien no ser totalmente una cosa. Yo creo que por instinto y por
inclinaciones soy más vasco que Salaverría. Éste, quizá, absorbió algo del país
donde nació, que era un pueblo de la costa del Mediterráneo.

Mi padre escribió sobre el País Vasco de su tiempo; yo, sobre el país


anterior a su tiempo, el de la guerra de la Independencia y de la primera guerra
civil, y mi sobrino, Julio Caro Baroja, que tiene cuarenta y tantos años menos
que yo, escribe sobre la prehistoria del País Vasco. Así, hemos ido buscando lo
más característico del país, y mi sobrino es el que se ha dedicado a lo más típico.

Salaverría dice también que yo escribo en un lenguaje inculto, y que


podía hacerlo con más perfección. Eso es lo mismo que si un señor de la
burguesía, hablando de un negociante que fuera y viniera y ganara su vida de
una manera libre, dijese: «Yo no comprendo cómo a ese hombre le puede gustar
vivir así, sin tener la amistad de los jefes de negociado ni de los jefes de
administración».

En su estudio cita Salaverría una frase de una novela mía, La ruta del
aventurero, y dice que, corregida, llegaría a estar bien.

Es curiosa esta incomprensión. ¿Por qué todo el mundo ha de tener el


mismo gusto?

—¿A usted le gusta una mujer rubia, con la cara un poco cuadrada y los
ojos claros y burlones?

—Sí.

—Hombre, ¡qué error! ¡Cuánto más hermosa es una mujer morena, seria,
con un tipo clásico y el pelo negro!

—Eso le parecerá a usted; pero a mí, no.

Ahora, lo que pasa es que yo no me opongo a que otro tenga un gusto


diferente al mío; que cada cual tenga el suyo. Usted recuerda el mar
Mediterráneo; yo recuerdo el mar del Norte. Usted sueña con un huerto de
naranjos y de palmeras; yo tengo la nostalgia de los prados verdes y de los
robledales. Usted repite versos de Dante y de Racine; yo, en cambio, recito a
veces versos de Gonzalo de Berceo, de Villon y de Verlaine. Usted quisiera tener
en su casa un retrato de Tiziano; yo quisiera tener en la mía un cuadro de
Patinir o un paisaje de Sisley.

No es necesario que nos entendamos; podemos vivir cada uno en


diferente paralelo geográfico; usted aquí y yo allí.
XII

En una revista nueva, La Estafeta Literaria, veo un artículo titulado: PÍO


BAROJA A TRAVÉS DE SU HERMANA, que es una conversación sostenida por
un escritor joven, llamado Ismael Herráiz, con mi hermana Carmen. Copio el
artículo, porque es para mí interesante.

«No es lo mismo encontrar al escritor a la distancia de unas páginas impresas, a ver surgir el
libro a su lado, a conocer sus dudas y vacilaciones, a sorprender el momento en que, culminada la
obra, le posee la laxitud de un nuevo logro.

»A Pío Baroja se le ha buscado poco en lo familiar. Su físico mondo y pelado lo recluimos


entre cosas recoletas y ambientales, forzados un poco por el mandato de la senectud.

»Y, sin embargo, posee un capital interés el enfoque de sus procesos creadores a través de
una sensibilidad femenina y fraternal. La hermana de don Pío, escritora también, ha podido observar
al hermano volcado sobre la tarea creadora. A ella acudimos buscando un stock barojiano inédito, y,
lo confesamos, difícil de concebir por nosotros.

»—¿Cuál es la novela predilecta?

»—Las inquietudes de Shanti Andía, porque es la que familiarmente más me conmueve. Hay
en sus descripciones mucho de calor íntimo, de algo nuestro, de nuestra casa de Vera y de nuestros
recuerdos familiares. Tiene fragancia y sabor de nuestros objetos más queridos. Pío describe en ella
unas estatuas que representan unos chinos, unas cajas de té y mil filigranas más que existen allí y que
fueron traídas por antepasados nuestros, marinos que hacían la derrota España-Filipinas. El cuadro y
los escapularios que también menciona en ella son los que uno de aquéllos ofrendara a la Virgen de
Rota, con motivo de haber salido bien de una difícil coyuntura marinera. Claro que, aparte de esto,
como novela, también me interesa; pero llego a sospechar si en la predilección mía no influirá
primordialmente la circunstancia emocional a que me he referido.

»—¿Cuál es la menos predilecta, y por qué?

»—Las que menos me agradan son todas aquellas en que trata de guerra o de política. En un
principio, esta animosidad mía era injustificada; después, los días y los hechos han venido a
confirmarme en mi opinión. Fue como si ellas me sirvieran de calidoscopio de las conmociones que
hoy asuelan a la humanidad.

»—¿Qué novelas prefiere usted de su hermano: las de procedencia biográfica o las de


imaginativa?

»—No creo que absolutamente puedan encerrarse sus obras en esa disyuntiva. Me parece
que en todas, aunque exteriormente no lo parezca, se hallan las dos tendencias. Hasta tal punto
aparecen fundidas, que no sabría encasillar específicamente ninguna de sus novelas en una de las
dos procedencias.

»—¿Cómo considera usted la obra novelística de su hermano dentro de la novela en general?

»—No me creo capacitada para enjuiciarla críticamente. Necesitaría no sólo haberme


dedicado a analizar profundamente, sino haberlo hecho también con todas las novelas en general, las
actuales españolas y extranjeras y las de años y épocas anteriores, y confieso que ni conozco aquéllas
o éstas lo suficiente, ni me he detenido a enjuiciar la obra de aquél.

»—¿Preocupación que creaba en su hermano la concepción de una novela y si ésta se


manifestaba exteriormente?

»—No creo que a mi hermano le produjera ninguna preocupación. Por lo menos, no lo


manifestaba exteriormente. Mi hermano siempre ha sido un hombre tan metódico en su laborar, tan
ordenado en sus horas de trabajo, que su familia no sabría diferenciar, dentro de la normalidad
absoluta de su vida, cuándo desarrollaba con facilidad una novela y cuándo se encontraba en el
proceso inicial de su elaboración. Además, nunca creo que haya vivido con intensidad la
preocupación de un tema nuevo. Sin duda, porque el ponerse a realizarlo era la resultante de un
proceso de tiempo en que, sin violencias ni precipitaciones, había ido determinándolo en sus líneas
generales. En sus líneas generales solamente, pues tampoco creo que sea mi hermano de los
escritores que al ponerse ante las cuartillas tenga precisado, hasta el más pequeño detalle, lo que en
ellas piensa verter. Me parece que, aparte del eje fundamental, en tema y personajes, el resto va
surgiendo ante él según lo va desarrollando.

»—¿Hasta qué punto entraba en los personajes reales de sus novelas la parte imaginativa?

»—Me sería muy difícil precisarlo. No creo que nadie, ni él mismo, pueda hacerlo. Un tipo
sacado de la realidad es después, en un período muy corto de tiempo, ampliado por él de tal forma,
que muchas veces sería imposible especificar las características reales del que había tomado como
base. Además, es muy posible que ninguno de sus personajes sea trasunto fiel de una individualidad.
En muchos de sus tipos vascos, sacados de la vida, de los pueblos y del campo, se aciertan a ver
detalles peculiares en varios. Es decir, de la fusión de varias características aisladas, existentes en
diferentes personas, surgen sus personajes con una vida por completo independiente de los que le
sirvieron como modelo.

»—¿Génesis de la novela y de los argumentos de su hermano?

»—Nunca la hemos sabido, porque nunca se preocupó de detallárnosla. Si alguna vez, ante
un relato, una noticia o una sugerencia, le oímos exclamar: “De ahí saldría una buena novela”, no nos
hemos enterado después si llegó a realizarla.

»—¿Formación íntima de la psicología de alguno de sus personajes? ¿Se desarrollan por


acumulación de detalles en notas, o cuando la plasmaba la tenía dibujada ya intelectualmente?

»—No creo que su proceso de formación fuera muy detallado, ni tampoco que acumulase
muchas notas antes de decidirse a desenvolverlo sobre el papel. Si la elaboración fue lenta o
premiosa, es cosa que él únicamente conoce; pero dada su rapidez de concepción, me parece a mí
que la mayoría nacieron sobre la marcha, impulsivamente.

»—¿Observaciones y consideraciones que surgían en la familia ante las novelas de su


hermano, considerando principalmente aquellas que por ser biográficas la retrataban?

»—A pesar de lo que se ha traído y llevado sobre si alguna de sus novelas tenía carácter de
biografía familiar, yo puedo afirmar que tal afirmación es errónea. Nunca, ningún miembro de
nuestra familia se ha reconocido a través de las descripciones de los personajes de Pío. Hay quien
afirma que Iturriotz, de El árbol de la ciencia, tiene cierto parecido con un primo de nuestra madre, que
nos visitaba con frecuencia; pero yo considero tan lejana la semejanza, que lo mismo puede ser
verdad que no serlo. En cuanto a las consideraciones que ante las novelas de mi hermano se
suscitaron en la familia, puedo aclarar que ninguna. A pesar de nuestra intimidad, vivimos todos tan
independientes, que siempre una nueva obra se recibía sin comentarios.

»—¿Cuál es su opinión sobre los problemas que plantea en sus novelas, sobre su modo de
describir los personajes femeninos y sobre su concepto del amor?

»—Unas veces estábamos de acuerdo y otras diferíamos. Todos, en la familia, estamos


dotados de un acerbo espíritu crítico. Y por ello se exponían las opiniones y se discutían los
diferentes puntos de vista; pero al final, cada uno seguíamos manteniendo nuestro criterio, sin que el
comentario adquiriese tonos de polémica.

»De la misma forma, yo no estoy de acuerdo con todos sus personajes femeninos. A mí,
principalmente, los que más me satisfacen son Lulú, de El árbol de la ciencia, y el de El mundo es ansí.
Seguramente, porque los encontraba en su feminismo muy compenetrados conmigo. De sus tramas
de amor, las que más me gustan son aquellas que tienen un aire novelesco. Creo que, a pesar de todo
lo que le caracteriza como novelista, mi hermano hubiera escrito algo muy romántico, si no hubiera
estado dotado de tanto espíritu crítico. A pesar de todo, su romanticismo innato resalta en el fondo
de muchas de sus producciones, entre ellas La busca y La mala hierba, y, en general, en todas las que
constituyen el ciclo de sus primeras producciones.

»Estas han sido las últimas palabras de Carmen. Nos mira sonriente, y con un brillo en las
pupilas suficiente para hacernos percibir la admiración fraternal sentida por el autor de Susana y La
dama errante.»
XIII

Tenía algunos libros sobre literatura española de autores


norteamericanos; pero éstos se perdieron en mi casa de la calle de Mendizábal,
que ha sido destruida durante la guerra civil.

Mi sobrino Julio se ha tomado el trabajo de leer algunos artículos de


periódico en inglés, y ha hecho este resumen.

«La crítica angloamericana (más americana que inglesa) se puede dividir en tres partes. Una,
que contenga las opiniones o referencias de carácter general, obtenidas en entrevistas, etcétera. La
segunda comprende las críticas de los libros aparecidos en España, y es poco interesante puesto que
se halla en revistas especiales dedicadas a las lenguas latinas (sobre todo el castellano), y está hecha
por hispanistas universitarios con ideas preconcebidas y una preocupación lingüística y estilística de
poca categoría. La tercera parte, que es la más curiosa, es la que comprende las críticas de las
traducciones inglesas publicadas por Knopf, críticas escritas no por profesores o estudiantes de
castellano, sino por periodistas o escritores para un público general. Es curioso indicar que ésta es
más benévola que la de los hispanistas.

»Los libros de Pío Baroja que se han traducido al inglés en América son: Juventud, egolatría,
La feria de los discretos, El árbol de la ciencia, El mayorazgo de Labraz y la trilogía de La busca, Mala hierba y
Aurora roja. En Inglaterra, más modestamente, Paradox, rey. Hay referencias a todos estos libros,
menos a Paradox y a Mayorazgo de Labraz. La feria de los discretos fue la primera obra de Baroja
que se tradujo, el año 1917, al par que La barraca, de Blasco Ibáñez. Para alguno de los críticos que
hablaron de las dos obras a la vez, La feria de los discretos es una novela menos poética, pero más sutil
y más redondeada que la otra (como dice el autor del artículo “El Renacimiento de España”, en la
American Review of Reviews). El carácter de Quintín y el desenvolvimiento peculiar de la novela
llamaron la atención de la crítica del Post. Suzan Wilbur dice que en la serie de novelas traducidas
por Knopf últimamente, ésta es la más atractiva. Claro es que algunos articulistas, aficionados, sin
duda, a que en las novelas se defiendan actitudes morales o políticas, no gustaron de este carácter: el
crítico del The New York Times, que consideró el libro desde un punto de vista ético, y le pareció
deficiente, John Ganett Underbill, en un artículo titulado “La invasión española”, insistió en la
diferencia completa de la manera de Blasco Ibáñez y la de Baroja, y considerando al primero como
un tipo de novelista del siglo XIX (como Zola y algunos rusos), y a Baroja, como un heredero de la
tradición española del Lazarillo de Tormes, etcétera. Dejando a un lado Juventud, egolatría, que apareció
con una introducción de H. L. Meneken, y que causó cierta perplejidad, dado que no se conocía con
amplitud la obra novelesca de Baroja; la segunda novela que se tradujo fue César o nada, que tuvo
éxito entre la crítica, acaso el mayor de todos. En general, se puede decir que en esta novela lo que
más llamó la atención fue el carácter del protagonista. El crítico de Boston Evening Transcriph señala lo
que generalmente se suele apreciar en él: un complejo fascinante, irritante, engañador, poco común
en las obras literarias. Paul G. Jeans, en Post, de Chicago, tituló su reseña: “A first class Spanish
Novel”, y piensa que la pintura que hay en el libro de Roma es como la refutación de la que hay en
Cosmópolis, de Paul Bourget. El del Eagle (Brooklyn), que no apreció la parte esta en que se pinta
Roma, contrasta con el del Smart Set, que la considera como una de las más brillantes, aprovechando
la ocasión para establecer un paralelo entre el autor y Bennett. La apreciación distinta de la crítica, al
hacer el examen de la obra, se nota también en que, para el Smart Set, la parte política relativa a
España es de poco interés, debido a lo elemental de la política española; y, en cambio, para el Evening
Sun, hay en ella una gran sutileza y fuerza. Y si para el crítico del Smart la novela tiene más bien el
carácter de una serie de ensayos acres, para el crítico de The World (New Yale) es, ante todo, una
narración bien hilvanada (“A Tale Well Spun from Spanish Thead”). Otras críticas hay, mas no de
tanto interés como la de The Christian Science Munster, Boston; o la del Boston Evening Record; o la del
St. Louis Post, igualmente favorables, aunque se nota en bastantes críticos norteamericanos que la
falta de intención moral directa de las dos obras citadas les choca y, hasta cierto punto, no les agrada.
Acaso en esto haya que ver el éxito de Blasco Ibáñez que, haciendo novelas naturalistas, tuvo éxito,
pues siempre tienen una intención democrática y pedagógica quizá un tanto vulgar.

»A continuación se tradujeron las obras que formaban la trilogía de la lucha por la vida: La
busca, etcétera. Hay que advertir, ante todo, que las anteriores fueron traducidas de un modo que la
crítica consideró satisfactorio; pero en éstas se empleó traductor distinto, cuyo trabajo pareció,
especialmente en La busca, muy deficiente. De ello se lamentó John Dos Passos en The Dial (febrero,
1923). La opinión general fue la de que las tres novelas, más que ninguna otra, estaban dentro de la
tradición española de la picaresca. Sin embargo, Ernest Boyd, en The New York Nation, señaló,
además, cierta semejanza entre su autor y Bernard Shaw, “excepto en una diferencia vital: que Baroja
no tiene misión ni evangelio que predicar”, y las comparaciones, varias veces repetidas, con Zola,
Dickens, etcétera, las resume así: “Pero éstas tienen poco valor si se estima la posición de una figura
aislada y original como Baroja, cuyo genio estriba precisamente en la fusión, dentro de su
personalidad, de elementos comunes a estos grandes maestros de la novela moderna”. Pero la crítica
anglosajona siempre encuentra la fría objetividad del autor sorprendente y no demasiado agradable.
Así, un autor que hizo la reseña de las tres obras en The Times Literary Supplement dice que las
descripciones de los bajos fondos madrileños se suceden con cierta frialdad sardónica, que las
distingue ásperamente de las similares de Dickens, Balzac o Zola. El señor Baroja ha tenido gran
cuidado en no mostrar ningún calor de corazón o tendencia moral. Comparándole con Knut Hamsun
y con Jacobo Wasermann, otro crítico hallaba en Mala hierba menos ilusión moralizadora y
redentorista y una calidad artística igual. Sin embargo, un pequeño artículo del New York Herald
encontraba la tendencia moral en La busca, que, al parecer, es la más fotográfica de las tres novelas; y
un crítico de la Saturday Review of Literature, G.D. Eaton, en Aurora roja veía una novela de
propagandista. Pero ¿de qué propaganda? La de la inanidad de las teorías políticas utópicas y una
especie de nihilismo literario, en el que le relaciona con Anatole France. Claro es que sólo en cuanto a
ciertos aspectos mentales, pues en la parte descriptiva señala una fuerza grande, y dice que, en
general, en los libros de Baroja, como en ciertas novelas de Maupassant, y en el César Biroteau, de
Balzac, se olvida de que son obras de extranjeros: “El madrileño se convierte en un John Smith, y el
gusto exótico desaparece”, quedando el común y deleitable sabor de toda humanidad. Lo cual —
añade— es una lección para los escritores realistas americanos.

»De críticas de la traducción de El árbol de la ciencia, hecha por un hispanista conocido,


Aubrey F. Bell, que hizo también la de El mayorazgo de Labraz, no quedan más que dos. Pero tanto de
ésta como de otras novelas, habría antes más, que se han perdido. La traducción es muy alabada.
Herschel Bric-Kell, en New York Herald Tribune, publicó una reseña bastante larga con el título de “Un
árbol de fruto amargo”, en la que señalaba que España no es el país que se imagina a través de los
escritos de Gautier o Mérimée, sino que la literatura moderna española refleja la existencia de una
vida en otro aspecto no tan romántico, pero no por eso menos interesante; y entra a continuación en
el análisis de esta novela, tan profunda y amarga. Una revista inglesa, The New Statesman, hizo la
crítica de ella a la vez que la de la traducción de un libro de Unamuno, Niebla, señalando, como
también señaló Ogier Pretecielle por la misma época en El Sol, que Baroja quedaba mejor que
Unamuno, después de traducirlo. Aparte de las cuestiones de estilo, encuentra a Baroja más de
acuerdo con el espíritu científico moderno que a Unamuno, aunque piensa que la novela está escrita
con una frialdad y ácido desdén que resultan raros, dada la proverbial energía y violencia del autor.

»No hay tampoco reseñas de la traducción de Paradox, publicada en 1931 por N. Barbour, en
Londres; así es que ahora toca hablar de algunas de las críticas a que ya se ha aludido, hechas por
conocedores del castellano, de libros que no se han traducido al inglés. El suplemento literario del
Times, desde hace muchos años (publicó notas biográficas de César o nada, en 1910, y de El aprendiz de
conspirador, en 1913, etcétera) publica reseñas de los libros de Baroja. Una de ellas provocó un
pequeño incidente, en el que intervino el señor Trend. Sin embargo, la mayoría son meramente
informativas, y este mismo carácter tienen las de revistas particulares, como Books Abroad, de la
Universidad de Oklahoma, firmadas por estudiantes de español, siendo de ellas las únicas un poco
cuidadas las de Samuel Futman, que, por ejemplo, hace grandes elogios de Las noches del Buen Retiro,
y que se incomoda con el ensayo sobre los judíos que hay en Vitrina pintoresca. Carácter aún más
filológico y doctrinal tienen las del Bulletin of Spanish Studies, de Liverpool, en que se nota la
influencia de los lugares comunes de los manuales de literatura y una preocupación por la
composición y la propiedad en el idioma, muy propia del especialista, llegando alguno a decir que
no hay sensibilidad para el paisaje en las novelas de Baroja, fiado, sin duda, en críticas de tercera o
cuarta mano, con motivo de la publicación de Las figuras de cera.

»Como ensayos informativos generales, puede recordarse uno, aparecido en el New York
Herald Tribune, en el que hay una frase curiosa: “Es, por tanto, justo que subrayemos nuestra
estimación por los críticos españoles como Azorín, que han reconocido la grandeza de Baroja, y que
mostremos nuestro disgusto a los que, como Ortega y Gasset, persisten en estar ciegos ante él”.
También tiene un carácter informativo la interviú firmada por V. S. Pritchett en The Deabon
Independent.

»En una revista de la Universidad de Pensilvania, titulada Hispanic Review, de julio de 1936,
hay un artículo titulado THE TREATMENT OF LANDSCAPE IN THE NOVELISTS OF THE
GENERATION OF 1898, de Rosa Seeleman, en donde se estudia la manera de pintar el paisaje de los
escritores de este tiempo y se habla, sobre todo, de la forma impresionista de Baroja y de Azorín.

»En suma, para los escritores norteamericanos e ingleses, la personalidad de Baroja es un


poco incomprensible y enigmática. (The puzzling Basque le llama John T. Reid, de la Universidad de
Stanford, en una crítica de un libro de C. Barja.) John Garrett le compara con Hardy y Meredith. Pero
estas condiciones artísticas superiores no son suficientes para deshacer la prevención moral de la
masa de lectores anglosajones contra un escritor que les parece excesivamente poco ideológico del
humanitarismo y de la democracia.»
CUARTA PARTE

CONCEPTOS FILOSÓFICOS Y
MORALES
I

Un alemán licenciado en filosofía, de la ciudad renana de Bonn, hizo una


memoria para el doctorado sobre mis ideas filosóficas y literarias; este crítico se
llama Helmut Demuth. Un editor de Barcelona, José Raimundo Bartres, mandó
traducir al castellano esa memoria, y la tradujo el escritor don José Lleonard. De
esta memoria, que es una manifestación de la severidad de la crítica alemana,
tomo una gran parte. Ésta sirve para explicar las teorías filosóficas que he
podido exponer yo en mis libros. Así, estas teorías filosóficas se ven de una
manera más clara y más descarnada.

Yo soy, evidentemente, lo que se llama un agnóstico. De los filósofos


antiguos, lo que me ha satisfecho más han sido los párrafos que quedan de las
obras de Heráclito y de Protágoras; y de los filósofos modernos he leído con
entusiasmo, principalmente, a Schopenhauer y a Kant. Confieso que lo de Kant
no lo he entendido más que parcialmente; pero en Schopenhauer hay una
explicación más clara de lo que dijo el gran filósofo de Koenigsberg.

A mí me reprochan muchos el ser pesimista. Soy, efectivamente, un


pesimista teórico respecto al cosmos. No creo que la vida tenga objeto fuera de
sí misma. Es muy difícil imaginar este concepto pensando al mismo tiempo en
el universo y en la estrella Sirio. No cabe optimismo posible. Las hormigas,
dentro de nuestro planeta, tendrían los mismos motivos de optimismo que los
hombres en el universo.

Fuera de ese pesimismo cósmico, tengo el pesimismo de creer que en la


vida las condiciones de cierta originalidad y de trabajo no son las mejores para
prosperar, y son las únicas que yo he tenido. Claro que he trabajado en una
esfera en la cual, como me decía un indiano vascongado, hay muy poco dinero,
es decir, en la esfera literaria. Quizá si hubiese encontrado posibilidad me
hubiera gustado intentar meterme dentro de una tarea científica en la juventud,
aunque fuera oscura; pero no encontré ocasión ni la menor ayuda. He andado
desmantelado y desamparado, como un perro vagabundo, y mi moral,
naturalmente, es un tanto de cínico y de vagabundo. No creo que sea mía toda
la culpa.

Dentro de esto he intentado ver lo que ha aparecido en mi horizonte


mental con la mayor claridad, y he pretendido poner el mínimo de
arbitrariedad posible y de sistema en las figuras y en los conceptos de hombres,
mujeres, paisajes e ideas.
No niego que sea pesimista, pero no soy un pesimista triste y lacrimoso,
sino más bien un pesimista estoico y, a veces, jovial. No me he lamentado nunca
de vivir con pobreza ni de llevar los pantalones rotos.

No creo que los libros de los demás españoles de mi tiempo sean


interiormente menos pesimistas que los míos.

Hace pocos días hablaba con una persona culta de un país del norte de
Europa, que me dijo que estaba leyendo los libros de la literatura española
actual.

—He leído sus libros —me dijo—; también he leído a Valera, Galdós,
Blasco Ibáñez, Azorín, Miró, etcétera.

—¿Y qué le han parecido a usted?

—Me ha parecido una literatura muy pesimista.

—¿Cree usted?

—Sí.

—¿Más que la mía?

—Sin comparación. Para mí, usted no es pesimista. De sus libros se


desprende una confianza en el porvenir, y de los otros, no. Esta literatura
española del siglo XIX y del XX es estática, inmóvil.

Es curioso cómo yo me entiendo a veces con la gente del norte.

Puesto a pensar en los autores que me citaba, y desde un punto de vista


más bien moral que literario, hubiese llegado yo a la misma conclusión que él;
es decir, a pensar que la literatura española, la de este siglo y del anterior, es, sin
proponérselo, terriblemente pesimista.

Naturalmente, el hombre es el producto de su raza, de su temperamento,


de su cultura y de la familia en que ha vivido y se ha educado. Yo, por todas
estas condiciones, tenía que ser un individualista, y lo he sido y lo soy.

En política, en la extrema juventud he sido lector de historias de las


revoluciones, y sobre todo de la Revolución francesa. Después me he sentido
más monárquico que republicano y entusiasta de los gobiernos viejos, como
pudieron ser en Francia los gobiernos de Luis XV y de Luis Felipe.
Siempre he tenido recelo y poco amor por la democracia y el comunismo.
Ya en todas las manifestaciones democráticas de hace años me parecía ver un
peligro. Todos los públicos grandes me han producido desconfianza y, a veces,
terror. No creo que una masa social pueda ir a nada bueno. Todo en ella serán
apetitos un poco brutales, nunca pensamientos nobles ni juicios claros.

Como digo, siempre he tenido recelo por el avance de las teorías


democráticas y socialistas. Hace años decían que un médico socialista, Sanchís
Banús, acababa sus pláticas políticas gritando: «¡Abajo la inteligencia!».

Es decir, que este orador, que pensaba que había llegado a la verdad por
la inteligencia de los demás, podía, al dominar este estado, gritar: «¡Muera la
inteligencia!».

Es como si los españoles, después de descubrir América, hubiesen


gritado: «¡Muera la navegación!», o como si Lavoisier, después de encontrar el
oxígeno y el nitrógeno, exclamara: «¡Abajo el análisis químico!».

El liberalismo ha producido una forma social aristocrática e inteligente.

Se podrá decir: es cierto, pero no se ha cuidado de la parte baja y enferma


de la humanidad.

Pero ¿quién se ocupa de esto? Es decir, ¿quién se ocupa con seriedad?


Porque hablar de ello, ya sabemos que hablan todos los políticos.

El régimen liberal es el que se ha acercado más que ningún otro a realizar


la fórmula de Saint-Simon: a cada uno, según su capacidad; a cada capacidad,
según sus obras.

A esto argüirán los demócratas con tendencia comunista que no quieren


esta diferencia de trato, que no aceptan el culto de las capacidades, y que gritan:
«¡Abajo la inteligencia!». Entonces se puede decir que la civilización no tiene
objeto, y que las colonias del Paraguay valen más que la Atenas de Pericles.

Ahora voy a copiar gran parte de la memoria de Helmut Demuth, de que


he hablado antes. Son juicios sintéticos, de los cuales yo no sé su exactitud
absoluta. Se habla en ellos de mis ideas filosóficas y morales y muy poco o nada
de mis tendencias y preocupaciones artísticas y literarias. Haré de todo ello un
resumen.
II

«“El conjunto de la vida de un poeta”, dijo una vez Pío Baroja, “cuando vale algo, es una
autobiografía.” Así se eleva a lo general su propia ley. Baroja trata siempre propiamente de sí mismo.
El jo ocupa el centro de toda su labor, que tiene su más hondo motivo en el conocimiento de sí
mismo. Toda su obra es una explicación del yo, un intento siempre renovado de llegar al
esclarecimiento sobre sí mismo. Como una confesión.

»No solamente nos referimos a sus ensayos autobiográficos desde Juventud, egolatría hasta La
formación psicológica de un escritor, sino también a sus novelas, y aun a sus discursos y artículos. Todos
los personajes de Baroja vienen a ser representaciones de él mismo, hasta en casos que no alude
directamente a ello, como en el Andrés Hurtado (El árbol de la ciencia). No decimos que pueden
identificarse con él así como así. Baroja hace dos grupos de sus libros: “Unos, los he escrito con más
trabajo que gusto; otros, los he escrito con más gusto que trabajo”. Son los unos los libros en que
lucha con los problemas que a él mismo le apremian, y de los cuales busca liberarse de sus héroes, no
siempre lográndolo, y por lo mismo, volviendo constantemente a la empresa. Son los otros aquellos
en que el que es como autor, en que bajo la figura de un héroe trabaja para dar una realidad a los
sueños que en la vida no consiguió encontrar. A estos dos grupos pueden reducirse las figuras de
Baroja. Hay entre ambos frecuentes transferencias, demostrando que son inseparables. Del
acoplamiento de entrambos sale la verdadera figura de su creador, que se diferencia
considerablemente de la real.

»De esta discordia resultan las frecuentes contradicciones en la personalidad y en la obra de


Baroja. Muy fácilmente, el espectador superficial se inclina a reprochárselo, y él, a extremar la nota.
Al reproche de la versatilidad replicará, con Nietzsche, que ésta es la ley de su ser; pero un momento
después tendrá que volver atrás de su afirmación. Ocasionalmente lo veremos afanándose en
conciliar las contradicciones de que está lleno y circunscribirlas a las ideas nietzscheanas de lo
dionisíaco y de lo apolíneo. En su propia evolución pretende concretar el paso de lo dionisíaco a lo
apolíneo, pero ha de reconocer pronto que lo dionisíaco está lejos de haber muerto en él.

»No conseguiremos con estas fórmulas abarcar la esencia del problema, mucho más
complicado. Un verdadero cambio de tal naturaleza no se ha dado nunca en Baroja. Aun el
esclarecimiento que con el paso de los años va operándose en él, se reduce a lo casi superficial. No
llega a la médula, y Baroja, que intelectualmente se afirma en su inmutabilidad, es el mismo desde
sus comienzos.

»“Respecto a mí, yo he notado que mi fondo sentimental se formó en un período


relativamente corto de la infancia y de la primera juventud, un tiempo que abarca un par de lustros:
desde los diez o doce años hasta los veintidós o veintitrés. En ese tiempo, todo fue para mí
trascendental: las personas, las ideas, las cosas, el aburrimiento, todo se quedó grabado de una
manera fuerte, áspera e indeleble. Avanzando luego en la vida, la sensibilidad se me calmó y se me
embotó pronto, y mis emociones tomaron el aire de sensaciones pasajeras y más amables, de turista.”

»“Ahora mismo, al cabo de treinta años de pasada mi juventud, cuando trato de buscar en
mí algo sentimental que vibre con fuerza, tengo que rebañar en los recuerdos de aquella época lejana
de turbulencia.”

»Aquí, Baroja se ha observado a sí mismo con justeza y perspicacia. En realidad, lo esencial


de la materia con que el poeta construirá más tarde su obra está ya a punto en su interior desde el
comienzo de su actividad literaria. No es material amontonado allí por casualidad: ha crecido de las
originarias disposiciones de su ser. Lo esencial nace siempre en Baroja del sentir y no del pensar, que
es, al fin y al cabo, la forma de que aquél se reviste. La obra y el hombre son inseparables. Nada nos
revela mejor la comprensión de su personalidad como el examen que hace de aquella época
preliteraria e incipiente, en que los elementos de su carácter y la ley de su crecimiento se manifiestan
más hondamente.

»Lo casi fundamental del ser de Baroja, lo que nos da la clave para la comprensión de su
personalidad, es la sensibilidad; aquella que tan particularmente ocupa en su novela La sensualidad
pervertida. Aquí debe entenderse por sensualidad el predominio de los sentidos sobre la voluntad y la
inteligencia en el carácter del héroe, que no podemos menos que referir a Baroja. Manifiéstase la
sensualidad en el disgusto hacia todo lo chocante y detonante; en la preferencia por lo pequeño, lo
discreto, lo íntimo; en la imperiosa necesidad de simpatía; en la profunda piedad hacia todas las
criaturas; pero también en la susceptibilidad casi enfermiza al choque con el mundo exterior, que le
obliga a retraerse y a proteger su epidermis anímica con una coraza punzante.

»Acompaña a este marcado amor propio un afán de ser puesto en valor, al que es fuerte
obstáculo su extremado apocamiento. Siente en sí mismo unas fuerzas que exigen empleo, sin que
encuentre la oportunidad de utilizarlas. De la falta de correspondencia entre el deseo y la realidad
nace un estado de insatisfacción, de amargura, de recelo. Todas las solicitaciones del ambiente se le
antojan como una hostilización, como unas pruebas para atentar a su independencia. Y opone a estas
pruebas un no, sabiendo que haciéndolo así se condena a la soledad.»
III

«Los copiosos recuerdos de la infancia que comunica en sus libros autobiográficos o


entrelaza en sus novelas dejan ver con más evidencia que ninguna otra facultad la de una
receptividad extraordinaria para las sensaciones de toda especie, una sensitividad que casi
llamaríamos enfermiza. En ella descubrimos un elemento esencial de Baroja, de significación notoria
para el desarrollo del hombre y del artista. Lo que captan sus sentimientos no queda en la superficie,
antes bien: interesa el alma, se deposita en el fondo de la misma. Lo singular, lo sombrío, lo que
estremece, atrae al muchacho y da pábulo a su fantasía, desarrollada y de un vigor no común. Vive,
hasta confundir el sueño y la realidad, en el mundo de los libros de aventuras, que traga con
voracidad, y de los cuales pueden verse vestigios en su labor futura. Este impulso fuerte, amplio,
pero sin un blanco determinado hacia lo extraordinario, caracteriza la juventud de Baroja.

»No se compaginan con la sensibilidad y con la inclinación al ensueño un cierto salvajismo y


recóndita repugnancia que distinguen al muchacho, características que desaparecen luego; pero una
agresividad, transportada a lo espiritual, permanece como uno de los signos más distintivos del
Baroja ya hombre.

»En la escuela pudo contarse a Baroja entre los chicos de un término medio malo. Ajeno a la
expansión, tardío en comprender y de flaca memoria; tenía, además, una marcada disposición al
ensueño y a la indolencia contemplativa, lo cual le privaba de la benevolencia de los maestros, que
solían vaticinarle una derrota en la vida para el día de mañana. El tan repetido: “Baroja, no serás
nunca nada”, no dejó de tener durables y nocivas influencias para su amor propio, tan susceptible.

»En una naturaleza decididamente sensitiva como la suya —mejor diríamos, determinada
por los sentidos—, las conmociones de la pubertad habían de manifestarse intensamente. Baroja
describe este proceso en la novela La sensualidad pervertida, de la mayor importancia para su historia
íntima.

»En el umbral de la vida consciente se pone delante del joven Baroja la gran pregunta, la que
lo abarca todo: el sentido de la vida. Sus objetivos no acaban de tomar cuerpo, le falta el impulso
enérgico, el que guía. Sólo sabe una cosa: que no está dispuesto a que su vida se agoste en la
vulgaridad. “Vive con intensidad”, aunque sea por poco tiempo, sin preguntarse nada del mañana;
tal es su ideal. Ansia lo extraordinario, las aventuras y peligros, y se siente con fuerzas suficientes
para arrostrarlos. No le intimida lo áspero de la batalla de la vida. Sólo una cosa abomina: la mentira,
la hipocresía; por una necesidad salida de lo más profundo del alma, considera la verdad como el
más elevado de todos los valores, la medida para juzgar la vida y lo que ha de ser único guía de la
suya.

»Pero ¿dónde encontrarla? El joven que se ve por primera vez ante la vida necesita algo más
fuerte que él mismo que le señale el camino. Y Baroja, que, sin duda, lleva hondamente grabado el
individualismo ibérico, y en quien no podemos dejar de imaginar un rebelde nato, no será una
excepción.

»“No he pensado espontáneamente en ser rebelde por gusto. No me ha agradado nunca la


rebeldía; me ha parecido vanidad y presunción. Soy más partidario de la disciplina; pero cuando la
extravagancia y el capricho reinan, la rebeldía salta sin querer. Someterse a una disciplina lógica y
cumplirla estrictamente, aunque sea perinde ac cadaver, me parece admirable, una prueba de
superioridad humana.”

»Pero ¿en dónde se hallaba para Baroja esta autoridad?


»Pierde cada vez más la confianza en sí mismo; desespera de que su vida y la vida general
tengan un sentido. Schopenhauer le da el tablado filosófico sobre el cual asentar su visión del
mundo, padecida en la propia carne. Llega a un anarquismo agnóstico que desemboca en el
criticismo extremado. Con esto se aviene una cierta simpatía por el budismo, que tiene igualmente su
origen en Schopenhauer.

»Llevaba Baroja en aquel tiempo la vida de todos los estudiantes privados de recursos. En
ensayo ocasional de realizar en sí mismo el tipo ideal de dandy se estrelló contra su invencible
apocamiento, tanto como lo poco apropiado del ambiente.

»Entonces empezó Baroja a ocuparse en lo literario, estimulado por el ejemplo del padre. En
el diario La Justicia publicó artículos de carácter literario.

»Poco después del examen aceptó Baroja el cargo oficial de médico en la aldea vasca de
Cestona, en Guipúzcoa. Aunque vasco por tres costados y medio y nacido en tierra vasca, en la cual
había pasado la mayor parte de su infancia, en los años sucesivos se había desarraigado del hogar.
Ahora, en el trato con los sencillos hombres de su raza, volvía a descubrir las fuentes de su agro
vasco, que tan decisiva influencia estaba llamado a tener en su desarrollo espiritual y creador. En
largas jornadas, por caminos solitarios, de día y de noche, se fue revelando el carácter propio de su
tierra. Brotaron entonces las primeras narraciones, en las cuales intentó describir y fijar las figuras y
el paisaje de su tierra vasca.

»No había cesado Baroja, entre tanto, en sus actividades de escritor. Durante las más
calamitosas bancarrotas comerciales había logrado mantenerse a flote; de 1896 a 1902 duró aquella
singular asociación de tan diversas ocupaciones, que acarreó a Baroja más de una chanza. Sólo así
aguantó aquellos años de lucha, en que no podía vivir únicamente de su actividad literaria, y se
salvó de la bohemia española, sin que se viera obligado a ser desleal consigo mismo.»
IV

«En el año 1900 publica Baroja su primer libro: la colección de cuentos Vidas sombrías. En el
título queda expresada la posición anímica del escritor, muy influido por Schopenhauer y
Dostoyevski. La observación más aguda se acopla a la sensibilidad anímica más fina y
desapasionante. Es el que sufre con más intensidad de lo que está obligado a ver. Intenta, a veces,
sustraerse a ello por medio de un humor grotesco, que recuerda a Poe.

»No tuvieron sus primicias un éxito de público, pero dieron al autor un nombre entre los
jóvenes. Acercáronle a José Martínez Ruiz —el escritor Azorín—, al que le une todavía una amistad
que ha resistido a todas las evoluciones del espíritu de entrambos a través de los años.

»Se agruparon alrededor de Baroja y Azorín unos jóvenes que anhelaban volver a los
manantiales del ser nacional y romper con el cuadro esquemático de la España de la generación
anterior. Recorrieron el áspero paisaje de Castilla, que recogió, como en un hogar recobrado, a vascos
y levantinos; se aficionaron a Gonzalo de Berceo, cuya simplicidad levantaron al nivel de los clásicos;
volvieron a descubrir a Goya y el Greco. Pero fueron al mismo tiempo los primeros que se declararon
dispuestos para la universalidad, captando y elaborando lo nuevo que llegaba de fuera. Vieron en
Larra, sobre cuya tumba celebraron como un homenaje programático, a un consanguíneo en lo
espiritual; estaban dispuestos a llevar más adelante lo que en él fue malogrado.

»Conviene no dejar en olvido, de los de este círculo, al suizo Pablo Schmitz —el escritor
Dominik Müller—, quien vivió tres años de aquel traspaso de siglo entre la juventud española. Por
su conocimiento de Alemania y de Rusia —dos países que entonces irradiaban la más fuerte
influencia—, despertó en los jóvenes los más generosos impulsos. Una estrecha amistad le unía, y le
une hoy todavía, con Baroja, para el cual fue como el mensajero del mundo nuevo.

»Entusiasta de Nietzsche, sumió a Baroja en la ideología del filósofo, que casi de oídas
solamente era entonces conocido en España. Nietzsche viene a completar el mundo de Baroja, cuya
base fue Schopenhauer. Al lado del vencimiento del dolor por el conocimiento, pone ahora Baroja el
vencimiento por medio de la acción.

»Schmitz describe así el Baroja de aquellos días:

»“Ya entonces, casi un desconocido, yendo de acá para allá bajo su gorra vasca y su capa,
tenía algo de compadre bondadoso, y, a la vez, de fraile rígido y acometedor. De lejos se destacaba su
cabeza, bien provista, amenazada de una calvicie prematura. Fuerza y ponderación, bondad y
aspereza, una sensibilidad excepcional y una energía frenada, unida a una inteligencia poderosa y
despierta, todo esto se pintaba en su cara, que, entonces, un rastrojo de barba color rojizo bordeaba”.

»En 1902 entraba Baroja a formar parte de la redacción del periódico El Globo, junto con
Azorín. Baroja había abandonado su panadería. Enviado especial a Marruecos, enfermó, viéndose
obligado a volver. Se ocupó entonces de crítica teatral, pero pronto se le hizo imposible proseguir la
tarea, debido a su ruda franqueza. Sus críticas, recopiladas bajo el título de “Crítica arbitraria” en las
Divagaciones apasionadas, dejan ver la influencia de Nietzsche y de Ibsen. Con Azorín, Maeztu y
Carlos del Río, fundaba, en 1903, la revista semanal Juventud, de la cual salieron diez o doce
números. Aparecían artículos de Baroja en varias publicaciones, que en El tablado de Arlequín recogió
en 1903.

»En una conferencia dada en diciembre de 1933 en el aula del Museo de Basilea,
“Reminiscencias españolas de Dominik Müller”, hay datos sobre la primera época de Baroja.
»“El mismo año que Vidas sombrías —dice Müller— había aparecido la novela dialogada La
casa de Aizgorri. En ella se trasluce claramente, a pesar del ambiente vasco, la influencia de
Dostoyevski. Un año después aparecía la novela fantástica Silvestre Paradox, que recuerda en mucho a
Dickens, autor que Baroja reconoce como modelo. En ella, ya sale vigorosamente a flor la manera
propia del escritor vasco. De ambas novelas se hizo poco caso. No fue hasta 1902, con la publicación
de la novela Camino de perfección, donde simboliza la lucha de su generación, en que Baroja entra en
el gran público. Sus amigos le honraron con un banquete, en el cual apareció también el anciano
maestro Galdós, y que vino a ser el manifiesto de la nueva generación.”

»En 1912 pudo ver cumplido un deseo de mucho tiempo acariciado. Entra en posesión de
una casa de campo en el País Vasco, en la cual ha venido pasando los veranos desde entonces,
abandonando por unos meses Madrid, donde vive un invierno, siempre retraído, y frecuentando
únicamente a unos pocos amigos. Durante mucho tiempo, la anciana madre se constituye en alma de
la casa de su hijo, soltero. De las horas del día, las más son dedicadas, naturalmente, al trabajo de
escritor. Repara su fatiga en las francas conversaciones y en la lectura. Baroja, que se lamenta a
menudo de su formación incompleta, ha reunido con los años una buena biblioteca. Sus lecturas y
los acontecimientos cotidianos se condensan en artículos cortos, que, a modo de paralela de la
actividad, enlaza con sus novelas. En los últimos años aparecían con regularidad en el periódico de
Madrid Ahora.

»Circunstancialmente, los viajes han interrumpido el curso pacífico de su vida. Los viajes
son su pasión. “Creo que si hubiera podido viajar y satisfacer mis deseos andariegos —escribe en
una carta— no hubiera escrito ni una línea.” Lejos de esto, busca ahora en los viajes y en las
aventuras de sus héroes un sustituto de su no calmada nostalgia.

»Sus impresiones de viaje aparecen elaboradas en muchas de sus novelas, y derrama en ellas
particularmente el sentimiento del paisaje. Sus páginas sobre el viejo París, el Sena y la Rive gauche
son de lo mejor que sobre estos puntos se haya escrito, y lo mismo podemos decir de sus
descripciones de Londres y del Támesis, del barrio pobre cercano a los Docks.

»Con palabra ceñida sabe prender en sus redes así la luz radiante del paisaje mediterráneo
italiano como la soledad gris de los sitios áridos.

»Lejos de sucumbir al encanto de lo forastero, de cada uno de sus contactos con el extranjero
trae al hogar un incremento de su conciencia nacional. La humillante incomprensión de los franceses
por todo lo que no sea francés ofende su orgullo de español. La moral del cant inglés, que se apoya
en una insuficiente reflexión de la situación propia, le hace volver a su clara latinidad. En el carácter
del pueblo italiano ve un remedio del español.»
V

«Baroja se orienta hacia la filosofía alemana. En edición barata se procura las obras de Kant,
de Fichte y de Schopenhauer. No sabe encontrar nada en la Doctrina de la ciencia, de Fichte; la Crítica
de la razón pura, de Kant, le resulta demasiado difícil para empezar. Pero en Parerga y Paralipomena, de
Schopenhauer, se le presenta, en forma que le es grata y comprensible, lo que estaba buscando.

»Tampoco esto es casualidad. No en vano fue Schopenhauer un enamorado de la sabiduría


popular española. En el pesimismo fundamental que les es común se apoya el íntimo parentesco
entre el espíritu de Schopenhauer y el del pueblo español. De aquí parte Baroja para llegar a
Schopenhauer. Es preciso poner delante de los ojos la situación de espíritu en que se encuentra.

»El joven Baroja verá instintivamente en la acción y la lucha el coronamiento de la vida. “Sin
tener una idea filosófica clara, me figuraba que la acción, la aventura, la guerra, debían ser una de las
cosas más dignas del hombre.” No le satisface la vida por ella misma; en su disertación sobre el
dolor, sienta el principio de que la vida en estado normal no despierta el dolor ni el gozo, sino una
sensación de indiferencia. La vida adquiere importancia por la acción. Pero no era la España de la
Restauración.

»Después del Parerga y Paralipomena se entrega a la lectura de El mundo como voluntad y


representación, y vuelve luego a la Crítica de la razón pura, a través de la cual no es fácil navegar. Llega
a comprender a Kant a través de Schopenhauer; le sucede como a Silvestre Paradox; se convenció de
que Kant era Kant, y Schopenhauer, su profeta.

»Schopenhauer ha rasgado el velo de Maya para mostrar lo que es en realidad la vida: “Una
cosa oscura y ciega, potente y vigorosa, sin justicia, sin fin; una fuerza movida por una corriente x la
voluntad. En vano se buscará un sentido de la vida: ciega, insensata, cruel es la vida, como la
voluntad que en ella se representa”.

»Por mucho tiempo se levanta esta idea en el centro de actividad de Baroja. Refléjase en
Vidas sombrías, cuyo título ya es delator. Bajo el mismo “cansancio eterno de la eterna imbecilidad de
vivir” padece Silvestre Paradox, y ansia “un matadero de hombres” y sueña en la eutanasia.
Fernando Ossorio (Camino de perfección) reconoce que el mundo posee únicamente una realidad
relativa. “Y, sin embargo, ¡qué vida esta más asquerosa!” Ya en el título de El mundo es ansí asoma el
convencimiento de la insensata crueldad de la vida: “La vida es esto: crueldad, ingratitud,
inconsciencia, desdén de la fuerza para con la debilidad, y así con los hombres y las mujeres, y así
somos todos”. Andrés Hurtado ve así la vida en general, y particularmente la suya: “una cosa fea,
turbia, dolorosa e indominable”.

»Esta afirmación queda presentada con entera crueldad por Schopenhauer, pero también ha
señalado una salida. En la voluntad, el insensato sostén de la vida radica también en el principio de
la liberación. La voluntad promueve, de vez en vez, “un fenómeno secundario, una fosforescencia
cerebral, un reflejo, que es la inteligencia; ya se ve claro en estos dos principios: vida y verdad,
voluntad e inteligencia”. En El árbol de la ciencia Baroja los pone frente a frente. Cerca del árbol de la
vida se levanta el árbol del conocimiento.

»El prototipo de esta índole de hombres es Luis Murguía. La sensualidad pervertida —retrato
de Baroja en muchos rasgos—, pues también en él parece hipertrofiado, a expensas de la voluntad, el
patrimonio sensorial: “… no que flojeara siempre mi voluntad; la sentía a veces enérgica, pero sin
saber en qué emplearla; tenía una voluntad desgranada de los instintos”. Muy parecidos a él son José
Larrañaga (Agonías de nuestro tiempo) y José Ignacio Arcelu (El mundo es ansí). Su voluntad vital está
debilitada; pero todavía es demasiado fuerte para ser vencida del todo. Impotentes para llegar al
renunciamiento, no son bastante fuertes para querer seriamente. La falta de confianza en sí mismo
hace que no se atrevan nunca a dar el paso decisivo. No les queda otro remedio que ir viviendo,
resignarse a callar, sin conseguir el verdadero objetivo de la ataraxia.

»En Jaime Thierry (Las noches del Buen Retiro) se trata en lo esencial del mismo fenómeno. Su
principal característica era el ser un inadaptado; con mucha frecuencia perdía el sentido de la
realidad y no acertaba a reaccionar sobre las cosas exteriores de una manera juiciosa y prudente…;
era hombre activo, le gustaba trabajar; pero no estaba decidido y no sabía en qué emplear su
actividad. Por culpa de esta mala correspondencia entre la fuerza de voluntad y la finalidad, disipa la
energía, fuerte en su origen, y se gasta sin llegar al éxito.»
VI

«La moda europea de Nietzsche llegaba a España en la transición del siglo XIX al XX; una
época de fermentación la más apropiada para acoger tales ideas. El lema de la revalorización de
valores no dejó de influir en la generación joven, que ya sentía veleidades de someter a prueba todas
las ideas admitidas. La figura del superhombre entusiasmó a los jóvenes, que se creían llamados a lo
extraordinario, y a quienes no era bastante ancho el solar español. No es raro, pues, que unos lemas
como “superhombre”, “revalorización de valores”, “moral de señores y de esclavos”, “más allá del
bien y del mal”, tuvieran un gran papel en sus discusiones. Lo cierto es que no pasó de una moda
superficial. No existiendo traducciones al español de Nietzsche, la mayoría le conocían solamente de
oídas. Tal vez era Maeztu el único que, en realidad, lo hubiera leído. Otros llegaron a conocer algo
mejor las ideas de Nietzsche en unas traducciones improvisadas que, sobre la mesa de un café,
trazaba el suizo Pablo Schmitz.

»De todos estos jóvenes fue Baroja quien más intimó con Schmitz. Emprendían ambos largas
deambulaciones -una novedad que introdujo Schmitz. En ellas era Nietzsche la materia principal de
la conversación, y Schmitz daba a conocer a Baroja el mundo del Zaratustra y de Más allá del bien y del
mal. Fueron estas nuevas ideas para Baroja una revelación. Quiso leer a Nietzsche en una traducción
francesa, y compuso, en colaboración con Schmitz, algunos artículos sobre Nietzsche, que se
publicaron en El Imparcial. El culto de la voluntad y de la acción nietzscheana correspondía a una
característica de la personalidad de Baroja, arruinada al principio bajo la influencia de Schopenhauer,
pero que no se conformó mucho tiempo en la opresión. Baroja había tenido que reconocer que el
pesimismo sistemático de Schopenhauer no le daba una solución adecuada al problema de la vida.
La negación de la voluntad de vida era demasiado poderosa. Ahora Nietzsche, que no en vano era un
descendiente de Schopenhauer, le daba el reverso de la doctrina de la voluntad, y con ella la
conciliación entre voluntad y conocimiento.

»El vitalismo viene a reemplazar al pesimismo. Kant había llegado a la consecuencia de que
la verdad absoluta —de cuya existencia Schopenhauer se demuestra contrario— queda vedada al
conocimiento del hombre, y que cada verdad no puede ser más que relativa. Casi siempre la verdad
es dolorosa, y el dolor va contra la vida. El instinto vital, pues, apartará todas las verdades
desagradables, y sólo pondrá en valor las que le son gratas. De esto se infiere lo imprescindible del
error para la vida. Sobre la razón, por ella sola, no puede cimentarse la vida. Se demuestra que el
mito, prácticamente, es, al menos, tan importante como la verdad. La vida requiere una sólida base
anímica, una creencia, cuya objetiva exactitud importa bien poco mientras posea fuerza vital.»
VII

«El concepto nietzscheano del superhombre experimenta, a través de Baroja, una especial
transformación que, sólo conociéndolo, es comprensible. En su propia vida le fue vedada la acción;
por esto mismo debe presentársele como el objetivo más digno de sus ansias. Ve el ideal en la
dinámica, que encarna el principio de la acción por la acción.

»La acción es todo: la vida, el placer; convertir la vida estática en vida dinámica, éste es el
problema. Así, el superhombre se convierte en el hombre de acción.

»Es, en primera línea, la disposición natural, “la calidad de un sistema nervioso y de las
secreciones internas”, lo determinante en el hombre de acción. Esto es lo que lo eleva sobre el nivel
común. Las razones son múltiples; a menudo es el hombre de acción el producto de un cruce de
razas, del choque de dos corrientes de fuerzas desiguales.

»En el hombre de acción se da por supuesto cualquier requisito, la “voluntad poderosa”


frente a la cual quedan reducidas a un segundo término las facultades espirituales. Es el primer
grado del desarrollo, la materia primera de la cual habrá de salir el hombre de acción futuro. La
voluntad no alcanza la plena conciencia de sí misma; no es más que una fuerza bruta de la
naturaleza. En este grado se nos aparece el joven vagabundo Ollarra (La nave de los locos); tampoco el
gitano Ramiro, que se limita a obedecer a sus instintos, puede oponerse como verdadero hombre de
acción.

»Este sobrepasa el estadio puramente impulsivo al salir de la infancia. Empieza a conocer la


voluntad de la vida y de la acción, al principio como un impulso indefinible, turbio. Pero llega un
momento en que este impulso se aclara, se hace consciente.

»Esta experiencia debe ahora, con plena reflexión, elevarse a primera ley de vida, de modo
que ella determina todos los actos: “Obra de modo que tus actos concuerden y parezcan dimanar
lógicamente de la figura que de ti mismo te has formado”.

»Vimos cómo la filosofía significa para Baroja la busca del sentido de la vida.

»Kant y Schopenhauer habrán enseñado que la verdad absoluta queda necesariamente


cerrada al conocimiento humano, cuando no tenemos más testimonios que los fenómenos del mundo
de las apariencias. Éstos, empero, están invariablemente sujetos a la ley causal, y, por tanto, a un
orden permanente. A la fijación de este orden se llama ciencia, cuyas proporciones y resultados
tenemos por absolutos en el marco de la relatividad, y en la ley causal absoluta la única base de todo
conocimiento científico. La ciencia queda en pie, si todo lo demás es ilusorio.»
VIII

«“Todas las circunstancias de mi vida han tendido a hacerme un hombre aislado,


disgregado, separado del rebaño.” Esta frase de Luis Murguía —en cuyo tipo, como sabemos, Baroja
ha encarnado su propio proceso interior— se le puede aplicar a él mismo en su integridad.
Circunstancias íntimas o externas; su propia disposición, por una parte, y, por otra, la índole de las
relaciones de sociedad, tenían que llevarle necesariamente a esta consecuencia. Baroja se califica
ocasionalmente a sí mismo de “poco sociable”; pero no es de ningún modo enemigo de la sociedad.
“Me gusta la soledad una pequeña parte del día, pero me gusta y me parece necesaria la vida social.”
Y en España casi no existe una vida de sociedad. En España toda la vida social no es más que un
reflejo de la vida inmediata, individual e instintiva. Cada español constituye el mundo central de un
mundo para sí; lo que sucede en los otros mundos fuera del suyo le importa poco… En España hay
muy pequeña capacidad de interesarse generosamente por las cosas y por las personas. Y este interés
es el que mueve a Baroja hacia la sociedad, porque es, como Luis Murguía, “un ingenuo, un pequeño
buscador de almas, un sentimental, para quien simpatizar con una persona o con una cosa es el
hallazgo más agradable que se puede tener en la vida”. De joven, Baroja anhelaba hacer un papel en
sociedad: imponerse al otro sexo; pero los inocentes propósitos de realizar en su persona el ideal de
un dandy se agostan antes de dar fruto, en medio de la burla de los que le rodean; y también quedan
sin éxito sus “ensayos amorosos”. En vez de la “simpatía humana” que anhelaba, se encuentra en
todas partes con la incomprensión, “falta de psicofilia”. Niega a sí mismo el paralelismo de los
intereses de la sociedad y los del individuo. Por su naturaleza, la sociedad descansa sobre la
ordenación y la subordinación; el individuo anhela, ante todo, afirmarse a sí mismo.

»Baroja anhela la libertad espiritual. Sin ella la vida se le hace intolerable. Por amor de ella se
impone cualquier sacrificio, plenamente convencido de que por otro camino destruye su vida. Sólo
existe para él una posibilidad de mantener la libertad: la limitación, la restricción voluntaria, el
renunciamiento a la sociedad y a todo lo que sólo en ella y por ella puede obtenerse. Y el joven
Baroja, que se sentía dionisiaco, debió de considerar esta limitación como la más acerba de las
imposiciones.»

El orden racional del mundo descansa, según Baroja, sobre la cultura, que representa la
expresión espiritual de la ciencia. “La cultura es el contenido de la ciencia en su valor intelectual”,
dice en Las divagaciones sobre la cultura, en las cuales Baroja concentra su concepto de la esencia y el
significado de la cultura. Teóricamente, la cultura es para él “un intento de explicación del universo,
una facultad de visión de conjunto de ideas científicas, éticas y estéticas”.

»Prácticamente significa el “formarse una idea general de la ciencia, de la moral y del arte
que sirve de orientación y guía en el mundo de las posibilidades […] el ensanchamiento sistemático
del horizonte mental”. O expresado de otro modo: “la formación de un ser intelectual y moral sobre
la conciencia primitiva y embrionaria”. Le da por misión oponer a la interpretación racional moderna
que da a la vida un sentido inmanente.

»Civilización y cultura, que tan a menudo se han presentado en contraste, son para Baroja
dos facetas de una misma idea; y así consideraba la cultura como el conocimiento puro, y la
civilización, como el conocimiento aplicado.

»Baroja distingue en la cultura tres posiciones: la utilitaria, la vitalista y la intelectual. La


primera ve en la cultura, ante todo, las posibilidades prácticas; la segunda con Nietzsche, un medio
para la intensificación de la vida; la tercera es la que llamaríamos la cultura por ella misma; es
antivital, pero heroica en su idealismo ascético.
»Una alta cultura como la expuesta es, en verdad, patrimonio de pocos. El intento de
democratizar la cultura no es posible. El culto de la cultura es aristocrático, y el hombre de ciencia, a
pesar de su actuación revolucionaria, es de naturaleza conservadora.

»La ciencia como base de la moderna cultura no es un producto espontáneo; presupone una
organización y una tradición. La misión de un estado moderno es fomentar estas dos condiciones
previas.

»Desde un principio le ha atormentado la duda de si la ciencia, en su frialdad y alejamiento


de la vida, hubiera olvidado lo humano. El progreso moderno parecería dar la razón a esta sospecha,
porque la humanidad se va apartando de la ciencia y se orienta hacia nuevos mitos. La ciencia no
está, pues, en condiciones de crear una nueva base de vida. A la interrogación acerca del sentido de
la vida, tampoco ella ha podido dar una respuesta.

»Por tres caminos distintos ha intentado Baroja responder a la pregunta propuesta. Ha


negado la vida, con Schopenhauer; pero la vida era demasiado fuerte para dejarse negar por mucho
tiempo. La ha afirmado con Nietzsche, pero no ha hallado el acto; lo único que podrá dar un sentido
a la afirmación. Ha probado a responder a ella y a encauzarla, según la ciencia, en vano. Sin decidirse
por ninguna, vacila entre las tres posibilidades congeniales a su naturaleza. De esta triple tensión
vive su obra.

»Baroja no ve en la raza, como primer requisito, un hecho físico. No es que deserte este
punto de vista; le presta, por el contrario, una gran atención. Sus figuras son vistas a menudo por
ojos de investigador; así, no se olvida casi nunca de hacer mención de la forma del cráneo. Pero no da
más que una importancia ocasional a esos elementos, como para aclarar o apoyar, sin reconocerles
un valor decisivo. La significación capital de la raza la ve Baroja en su índole de unidad anímica y
espiritual, que determina el carácter de cada uno. Distingue Baroja, como ya vimos, dos capas de
alma: la razón y el instinto; lo irracional y todo lo que de él nace está sujeto a la raza, y es, por tanto,
distinto, y precisamente es lo irracional lo que determina la verdadera médula del ser. “Si en las
ciencias exactas y en las físico-matemáticas no se determina fácilmente, aunque exista un carácter de
raza o de nación, en las otras ramas de la ciencia, sí; en la historia, en la filosofía, en la literatura y en
el arte la raza rezuma, se siente el impulso étnico de una manera clara y precisa.”»

Sobre las ideas y juicios de hechos políticos y sociales hace también


Helmut Demuth comentarios agudos; pero ello parece bastante adjetivo en un
autor como yo, más bien apolítico que otra cosa.

Ahora, después de haber escrito bastantes cuartillas, unas mías y otras


copiadas de distintos trabajos propios y ajenos, me viene la idea de no seguir
publicándolas. Se me reprocha por algunos no decir la verdad, por otros
haberme dejado arrastrar por la antipatía. Yo creo que todo lo que he dicho es
verdad; yo, al menos, lo tengo por tal; que me deje llevar por la simpatía o por
la antipatía, no lo niego; pero creo que a todo el mundo le pasa lo mismo. Yo no
he visto dos personas que hayan sido testigos de un mismo hecho lo recuerden
de la misma manera; cada uno le da su carácter, y, con su carácter, su pasión y
su manera de ser peculiar. Si la época literaria en que he vivido tiene en el
porvenir algún interés, el historiador recogerá todos los informes, vengan de
donde vengan, e intentará obtener de todos ellos una verdad objetiva.
PÍO BAROJA (San Sebastián, 28 de diciembre de 1872 - Madrid, 30 de
octubre de 1956). Novelista español, considerado por la crítica el novelista
español más importante del siglo XX. Nació en San Sebastián (País Vasco) y
estudió Medicina en Madrid, ciudad en la que vivió la mayor parte de su vida.
Su primera novela fue Vidas sombrías (1900), a la que siguió el mismo año La casa
de Aizgorri. Esta novela forma parte de la primera de las trilogías de Baroja,
«Tierra vasca», que también incluye El mayorazgo de Labraz (1903), una de sus
novelas más admiradas, y Zalacaín el aventurero (1909). Con Aventuras y
mixtificaciones de Silvestre Paradox (1901), inició la trilogía «La vida fantástica»,
expresión de su individualismo anarquista y su filosofía pesimista, integrada
además por Camino de perfección (1902) y Paradox Rey (1906). La obra por la que
se hizo más conocido fuera de España es la trilogía «La lucha por la vida», una
conmovedora descripción de los bajos fondos de Madrid, que forman La busca
(1904), La mala hierba (1904) y Aurora roja (1905). Realizó viajes por España, Italia,
Francia, Inglaterra, los Países Bajos y Suiza, y en 1911 publicó El árbol de la
ciencia, posiblemente su novela más perfecta. Entre 1913 y 1935 aparecieron los
22 volúmenes de una novela histórica, Memorias de un hombre de acción, basada
en el conspirador Eugenio de Avirarneta, uno de los antepasados del autor que
vivió en el País Vasco en la época de las Guerras carlistas. Ingresó en la Real
Academia Española en 1935, y pasó la Guerra Civil española en Francia, de
donde regresó en 1940. A su regreso, se instaló en Madrid, donde llevó una vida
alejada de cualquier actividad pública, hasta su muerte. Entre 1944 y 1948
aparecieron sus Memorias, subtituladas Desde la última vuelta del camino, de
máximo interés para el estudio de su vida y su obra. Baroja publicó en total más
de cien libros.

Usando elementos de la tradición de la novela picaresca, Baroja eligió


como protagonistas a marginados de la sociedad. Sus novelas están llenas de
incidentes y personajes muy bien trazados, y destacan por la fluidez de sus
diálogos y las descripciones impresionistas. Maestro del retrato realista, en
especial cuando se centra en su País Vasco natal, tiene un estilo abrupto, vivido
e impersonal, aunque se ha señalado que la aparente limitación de registros es
una consecuencia de su deseo de exactitud y sobriedad. Ha influido mucho en
los escritores españoles posteriores a él, como Camilo José Cela o Juan Benet, y
en muchos extranjeros entre los que destaca Ernest Hemingway.
Notas
[1] Publicado en Tusquets Editores, col. Ensayo 61, Barcelona, febrero de
2006. (N del E.) <<
[2] Me han dado varias versiones del significado en vasco de la palabra
«Itzea», pero ninguna me parece concluyente. Me han dicho que podía venir de
itz, palabra, y entonces Itzea sería ‘parlamento’ (explicación absurda). Otros han
pensado que podía venir de itza, ‘juncal’, versión más posible, y otros, de eitza, y
entonces Itzea podría ser ‘cazadero’. Por lo que me han asegurado, hay en otros
pueblos vascos próximos casas que se llaman Itzea, y todas son grandes y
apartadas. (N. del A.) <<
[3] Actualmente yo no tengo la seguridad de si este grito de un escéptico,
que leí hace muchos años en una crestomatía inglesa, estaba atribuido al abate
Swift o a Steme, que también era abate y también irlandés. (N. del A.) <<
[4]«Pío Baroja, son lourd visage qui s’achève dans la malicie d'une courte
barbiche, ses jeux enfoncés sous un crane rond, son aspect d’ours, un peu
grognon.» (N. del A.) <<
[5]«Sa noblesse chevaleresque, son étrange visage barbu, ses gestes
superbes.» (N. del A.) <<
[6] «Et Pío Baroja, avec tous ses mérites, mais avec son incapacité d’ordre,
le caractère primaire de sa culture (une forte raison, note brièvement
Madariaga, de son antipathie pour la France) avec son anticléricalisme de bas
étage, avec son “fond de sentiment antipoétique”, avec “ce manque d’amour,
tant humain que divin, qui desséche en lui la source de la poésie”, nous
apparait comme une assez déplaisante figure (La tête de Baroja —le volume
comprend d’intéressants portraits de peintres, qui accompagnent les portraits
du critique— rappelle celle de Zola)», Legendre, Journal des Débats, septiembre
de 1924. (N. del A.) <<
[7] (Milán, G. Morreale, 1926) (N. del A.) <<
[8] Zalacain, l’aventuriero, Perugia, Venecia, Florencia, Novissima edizione.
(N. del A.) <<
[9] Alguno, quizá pariente de Villaespesa, al leer esto en el periódico
Semana, me escribió diciéndome que era imposible que ese escritor, después de
haberme sacado unos duros, se acercara a mí a llevarme a la mesa de café a ver
a Blanco-Fombona. Es no conocer a esos tipos de bohemios, que se les olvida lo
que hacen y no saben si deben o les deben, y eso es lo que tienen de simpáticos.
(N. del A.) <<
[10] De un artículo de El Sol, de Corpus Barga. (N. del A.) <<
En este segundo tomo de sus memorias, Baroja comienza relatando la
historia de su familia, quienes fueron sus antepasados y cuál fue su origen. Se
extiende también sobre las posibles etimologías de sus apellidos.

A partir de la segunda parte se inicia la narración autobiográfica. Baroja


nos habla de su infancia en San Sebastián y en Madrid, de su adolescencia en
Pamplona y de su juventud y años de estudiante en Madrid y Valencia. Las
últimas partes se dedican a su desempeño profesional, como médico en Zestoa
y como empresario en Madrid. El libro concluye en el momento en que don Pío
decide convertirse en escritor.
Pío Baroja

Familia, infancia y juventud


Desde la última vuelta del camino - 2
Pío Baroja, 1944

Imagen de cubierta: Ramón Casas, Retrato de Pío Baroja (1904)


PRIMERA PARTE

FAMILIA
I

Se piensa en esos postulados que sirven para caracterizar a los pueblos y


para dar una base a la política, y mientras quedan vagos y sin detalles, en
calidad de lemas, se sostienen; pero cuando se los quiere contemplar en sus
detalles, van perdiendo los contornos, y muchas veces se advierte que no son
más que palabras.

Si fueran realidades, el mundo conocido estaría ya catalogado como un


herbario, y no daría sorpresas como las va dando constantemente.

El español es de este modo; el francés, de este otro; el italiano es así, y el


inglés, de esta manera. Todo ello es mucha fantasía, y constantemente se están
haciendo rectificaciones.

Hay un libro de A. Fouillée, titulado Esquisse psychologique des peuples


européens, que quiere ser aclaratorio y definidor, con una petulancia muy
francesa; pero a mí no me parece que tenga ninguna exactitud, y creo que se
puede afirmar lo contrario de lo que afirma el autor, casi con las mismas
garantías.

El mundo quizá fuera más monótono de lo que es si se supieran con


seguridad las reacciones de los pueblos; pero, en cambio, cada país tendría más
seguridad en sus ideas y en sus actos. La nación sabría su especialidad, y cada
provincia sabría la suya dentro de la nación.

Esto quizá no se sepa nunca.

No hay una tradición cultural constante, no ya en una nación, ni siquiera


en una región o en una ciudad.

¿Cuál podría ser la tradición de una ciudad como Arbelas, ciudad de la


antigua Asiría, de las más viejas del mundo, hoy pueblo miserable, que tiene
debajo veinte Arbelas desaparecidas con distintas civilizaciones?

Las mismas ciudades vivas y opulentas tienen diversas tradiciones. París,


que iba tomando últimamente, en el periodo anterior a la guerra del 40, en
algunos barrios, un aire americano, fue, desde la Revolución francesa y el
Imperio, un pueblo latino: el Arco del Triunfo, la columna Vendôme, la plaza de
la Concordia, son de sabor romano, y los discursos de la Convención, las
arengas napoleónicas y los libros de Chateaubriand lo son también. Antes de la
Revolución, París es un pueblo de gusto barroco, antes renacentista, antes
gótico y antes románico.
No hay tradición única.

Quizá donde puede haber algo como una tradición única, o por lo menos
homogénea, sería en una raza, en una subraza o en una tribu aislada; pero no
siempre la hay.

Dentro de los ciclos de cultura y de tradición, lo que no está de acuerdo


con el tono general de ellos se tendía a considerarlo, hace años, como
supervivencia de una cultura anterior pasada, según las ideas de Tylor; pero
parece que hoy no se considera esta idea de una exactitud completa, ni mucho
menos. Falta, pues, una explicación.

Todo ello hace que los ciclos de culturas y de tradiciones sean para el
historiador de una casualidad más oscura que nunca, y que esas ideas, tan
eficaces para producir guerras, revoluciones y revueltas, no tengan ninguna
base científica clara.

Aunque todo ello sea hipotético, es, para mí al menos, muy interesante.

Yo he defendido la tesis, que no pretendo que tenga valor científico, de


que los Pirineos y los Alpes son lo más europeo de Europa; que por arriba
empieza a aparecer Asia y por abajo África. No sé por qué a todos los que he
expuesto mi teoría les ha molestado. Yo creo que Europa, como continente
pequeño, ha debido estar mediatizada por esos dos colosos que tiene al lado:
Asia y África. También cabe la posibilidad de que el Atlántico haya tenido una
población autóctona, y entonces, además de los europeos de aire africano,
podría haber los europeos atlánticos.

Hará diez o doce años, un nacionalista vasco me decía, en San Sebastián,


con un aire muy acre y muy dogmático:

—Para mí, un vasco que no sea tradicionalista completo no es un vasco.

—Con el criterio de usted —le decía yo—, un vasco del siglo trece o
catorce, del campo, no sería vasco.

—¿Por qué?

—El peregrino francés Aimery Picaud, que recorrió en el siglo doce la


zona cristianizada del país en su viaje por la ruta de Santiago de Compostela,
habla de los vascos como gente feroz y medio pagana.

—Eso no es posible.
—Usted, probablemente, no habrá leído un discurso del historiador
García Villada. Éste, en su trabajo, dice que la introducción del cristianismo en
las ciudades vascas fue hacia el siglo once, y en el campo, hacia el siglo trece o
catorce.

El señor que creía el tradicionalismo esencial en los vascos, aseguró que


eso no podía ser verdad, como si la opinión de un cualquiera que no ha
estudiado un asunto valiese más que los datos de los historiadores que lo han
estudiado.

Esta cuestión del tradicionalismo, como todas las ideas políticas y


sociales, es muy difícil de encerrar y limitar bien. No se sabe dónde empieza y
dónde acaba la tradición.

Se podría decir que hay tantos tradicionalismos como tradiciones.

Ahora lo difícil es saber cuál es la tradición auténtica de un país o de una


comarca, lo más privativo y esencial de ella. No sé quién pueda resolver este
punto con garantías y de una manera suficiente.

Con respecto a las ideas religiosas, ¿quién es más tradicionalista: el vasco


campesino del siglo XIV, que todavía era pagano, o el vasco de la ciudad, que
era cristiano reciente? Hay el dato de un obispo de Portugal de la Edad Media
que, al ir a pasar por el País Vasco, desde Bayona, se quitaba las insignias de su
cargo y los hábitos, porque consideraba peligroso entrar en tierra vasca con una
representación religiosa importante. Yo supongo que, ya muy entrado el siglo
XIV, la parte campesina de la región no estaba aún cristianizada por completo.

Los vascos fueron durante mucho tiempo dados a la brujería, y su


influencia debió de llegar lejos. En los libros de historia se citan textos de
Lampridio, Baudemundo y de otros autores, en los que se reprocha a los vascos
las artes de los agoreros.

La fama de la brujería vasca corrió por el mundo. Todavía


modernamente, en el libro La Alemania, de Enrique Heine, en una parte titulada
«La leyenda de Fausto», hay una bruja que, al comenzar un conjuro, dice:
«Emen hetan, emen hetan», palabras vascas que quieren decir algo como «aquí
estamos».

En un estudio de Ortega y Gasset, titulado Miseria y esplendor de la


tradición, dice, refiriéndose a los vascos:

«La lengua vasca será todo lo perfecta que Meillet quiera; pero el caso es que se olvidó de
incluir en su vocabulario un signo para designar a Dios, y fue menester echar mano del que significa
“señor de lo alto”, Jaungoikoa. Como hace siglos desapareció la autoridad señorial, Jaungoikoa
significa hoy, directamente, Dios. Pero hemos de ponernos en la época en que se vio obligado a
pensar Dios como una autoridad política o mundanal; a pensar Dios como gobernador civil o cosa
por el estilo. Precisamente este caso nos revela que, faltos de nombre para Dios, costaba mucho a los
vascos pensarlo; por eso tardaron tanto en convertirse al cristianismo, y el vocablo indica que fue
necesaria la intervención de la policía para meter en sus cabezas la idea pura de la divinidad».

En el sector político, ¿quién era más tradicionalista en tiempo de la


guerra de Sucesión de España: el partido de los Austrias o el de los Borbones?
En la guerra de los linajes, ¿eran más tradicionalistas los de la casa de Oñaz o
los de la casa de Gamboa?

En la época de la Revolución francesa hay defensores del nuevo régimen


que quieren arrastrar a los vascos y llevarlos a su campo, hablándoles de su
tradición.

Para el cardenal Richelieu, el abate de Saint-Cyran, fundador del


jansenismo, era un vasco típico; para otros, el vasco más característico es san
Ignacio de Loyola. Difícil es resolver un problema así.

Cada personaje de éstos defiende el tradicionalismo que le es más afín.


Yo no creo que el argumento del tradicionalismo convenza a ninguna persona.
No creo que a nadie se le persuadiría con un silogismo enunciado así: «Usted es
tradicionalista. Esto es, tradicional. Luego usted debe de creer que esto es
bueno».

En el vasquismo me son simpáticos: la sencillez y la oscuridad del


hombre del campo, su poca tendencia a la afectación y a la pedantería, su poco
dogmatismo, la no existencia de grandes ciudades y hasta la antigua tendencia
de dirección de la casa por la mujer, que da una impresión de resto de
matriarcado.

Hay que recalcar que cuando se tiene un ligero conocimiento de lo que es


España y de lo que es Europa, resulta que el simple hecho de pertenecer a un
grupo étnico tan escaso y tan peculiar como el vasco da una cierta sensación de
extrañeza.

Cualquier diccionario, cualquier geografía, dedica a los vascos párrafos


más o menos exactos, en los que se subraya su carácter misterioso y hermético.
Para un hombre con curiosidades literarias, este tipo hermético se presta a
efectos y a juegos de luz. Desde el colérico vizcaíno del Quijote, que no es
vizcaíno, sino de Guipúzcoa, según Cervantes, hasta los vascos de Lotti,
pasando por los de Víctor Hugo, hay una serie de tipos humanos mejor o peor
deslindados, que pretenden representar a personas de nuestra raza, y que,
aunque sean falsos con frecuencia, están dibujados con el designio evidente, por
parte del autor, de trazar siluetas extrañas.

¡Y qué diferencia entre los perfiles! Para Trueba, los vascos serán unos
tipos un poco mediocres. En cambio, para Víctor Hugo o Michelet, serán tipos
exagerados.

«Nadie más imaginativo que los hombres de esta costa», dice Michelet, «amantes de lo
imposible, buscadores del peligro en los abismos y en los sombríos mares de los Polos.

»Éstos son los vascos, tipos inmutables de las razas de Occidente, cuyos orígenes se
desconocen. Apretados largo tiempo en sus rocas, estos gigantes descendieron poco a poco entre los
bearneses, y, siguiendo el camino de las Landas, reclamaron a su vez su parte en las bellas provincias
sobre tantos usurpadores que se habían sucedido. En el siglo VII, en la disolución del Imperio de
Neustria, intentaron renovar la Aquitania, y en un momento la poseyeron.»

Dejando la historia y recordando la literatura, Lotti pintará con arte el


anochecer de Sara a la sombra del monte Larrun. El inmenso Jaizquibel está
lleno de idilios, dirá Víctor Hugo. Otros muchos montes, muchísimo más altos,
hay en todas partes; pero para Víctor Hugo, la Vasconia es excepcional, es la
gracia pirenaica, como la Saboya es la gracia alpina. Los comprachicos de El
hombre que ríe son vascos; Hernani tiene un nombre vasco, y también lo tiene
Gastibelza, el hombre de la carabina.

Gastibelza, l’homme à la carabine,

Chantait ainsi :

«Quelqu’un a-t-il connu doña Sabine?

Quelqu’un d’ici?

Chantez, dansez, villageois! la nuit gagne

Le mont Falu…

Le vent qui vient à travers la montagne

Me rendra fou.»

Fuera del motivo literario, y produciéndolo en parte, existe el problema


que pudiera llamarse científico en sus aspectos étnico, lingüístico y cultural;
problema que a fines del siglo XIX y comienzos de éste había sido tratado con
frecuencia, y que los estudiantes de aquel tiempo nos enteramos de él tarde y
con poco espíritu crítico.
Las cuestiones antropológicas me han interesado mucho, aunque no he
pasado de ser un simple aficionado. No se sabe qué son los vascos: si forman
una raza o no. Evidentemente, todos esos nombres que aparecen en la época
romana, vascones, caristios, várdulos, berones y autrigones, deben de ser
agrupaciones de gentes unidas por algún lazo histórico desconocido, pero no
siempre por motivos étnicos.

El País Vasco no tiene una unidad étnica completa; quizá no la tenga


ninguno de los pueblos europeos. Tampoco la tiene relativa.

Es un país de raza mezclada, dominado por el caos étnico, como diría el


germanista A. Stewart Chamberlain. Este caos existe en todas las ciudades y
campos de Europa. En las ciudades vascas, la proporción de raza autóctona
debe de ser pequeñísima. En el campo, donde más se acentúa la mezcla es en
Guipúzcoa. En Vizcaya y Álava, la campiña es más uniforme en su tipo étnico.

Ya Eliseo Reclus, buen observador, en su Nueva Geografía Universal, dice:

«De vasco a vasco hay tanta diferencia como entre españoles, franceses e italianos. Hay
grandes y pequeños, morenos y rubios, dolicocéfalos y braquicéfalos; los unos, dominando tal
distrito; los otros, no. La solución del problema se hace cada vez más difícil, porque si la raza es
verdaderamente una, constantemente va perdiendo por los cruces su originalidad primera».

Don Telesforo de Aranzadi, en su estudio de antropología El pueblo


euskalduna (San Sebastián, 1889), decía como conclusión provisional:

«En resumen, y como deducciones probables, el actual pueblo vascongado se puede


considerar como la unión de un pueblo íbero, afín al berberisco, y un boreal, que tiene algo de finés y
del lapón, con mezcla posterior de un pueblo kimri o germano».

Al parecer, esta conclusión provisional el autor no la ha considerado, con


el tiempo, definitiva.

Con relación al idioma, el vasco debió de ser el resto del substratum de


una lengua ya mezclada anteriormente a la expansión de las tribus
indoeuropeas, y que tiene elementos filológicos caucásicos e ibéricos.

Yo no creo que una raza pueda tener originalidad más que por su
cultura. Fuera de la cultura, ¿qué originalidad puede tener una raza, y sobre
todo, en nuestro tiempo? Yo creo que ninguna.

Toda la ideología del vasco moderno es mediocre.

Respecto al punto de vista de cultura antigua, yo he creído que en el País


Vasco debía de haber una mitología dormida, en contra de los que suponían
que no había allí más que una rapsodia semítica, y cuando vi que, aparte de la
lengua y de la raza, los aldeanos conservaban una cultura o los vestigios de una
cultura, y un folklore curioso, este interés se acrecentó en mí, y seguí los
trabajos de los investigadores con atención y curiosidad. Yo mismo, en alguna
de mis novelas, he aprovechado materia folklórica.

Por encima de las consideraciones sociales y literarias, me gusta del País


Vasco su ambiente húmedo, sus cielos grises y sus nieblas, los valles estrechos,
los helechales y los prados verdes, los robledales y los hayedos, bordeados por
infinidad de caminos hundidos, y los caseríos negros y solitarios, en los que se
oye a lo lejos el mugir de los bueyes. A cualquiera que se le diga que a un
hombre le gusta más un tiempo lluvioso que otro de sol, dice: «¡Qué locura!».
Pero no hay tal locura. Porque yo, al menos, me siento mejor. Es decir, me
sentía; porque ahora me siento igualmente mal con calor que con frío.

Chamfort habla de un señor Ximénez que prefería la lluvia al buen


tiempo, y que cuando oía cantar a un ruiseñor decía: «¡Qué maldito animal!».

—¡Qué país, donde no maduran los tomates! —dicen del País Vasco los
del Mediodía.

—¿Y qué importa? Tampoco los tomates son imprescindibles para vivir.
Y si no se tienen, se pueden comprar en otras partes.

Unamuno afirmaba que el vasco era muy intrigante y muy cuco (él decía
muy zorro). Yo no lo creo. El vasco ha sido durante muchísimo tiempo más
rural que ciudadano, y ha tenido, lógicamente, las condiciones de los tipos
rurales. Cuando ha ido a vivir a la ciudad, se ha ido acomodando a otros
hábitos y a otras ideas; pero no se ha distinguido en ellos. Yo no he observado
que entre los vascos antiguos conocidos en la historia se haya desarrollado esa
zorrería señalada por Unamuno.

Para tener éxito en la vida se ha necesitado siempre la aventura y el


comentario. Vascos antiguos que llegaron a la aventura y la dominaron, hubo
muchos; alguno de entre ellos que la adornara con el comentario, ninguno.

Elcano, Legazpi, Lezo, los Oquendo, Urdaneta, Churruca, Lope de


Aguirre, etcétera, llegaron a la gran aventura, pero no pasaron de ahí. No
supieron decir la frase necesaria a tiempo. Uno de los tipos más extraños de
indiferencia o de incomprensión es Juan Sebastián de Elcano. Elcano se
encuentra de pronto en unas condiciones como se encuentran muy pocos en la
vida. Ha muerto el jefe de la expedición de que forma parte, y va a ser él, el
vasco oscuro, el que va a coger el fruto de un empresario audaz, maquiavélico e
intrigante como Magallanes.
Elcano, en su momento de apogeo, sabe que en su barco va un italiano,
Pigafetta, que no le quiere, que está tomando notas del viaje, probablemente
para desacreditarle, y no se le ocurre, como se le hubiera ocurrido a cualquier
aventurero de la época, inventar un proceso contra el italiano e inutilizarlo o
tirarlo al agua. No, lo deja tranquilo.

Elcano, probablemente, al llegar a España, no esperaba ninguna gloria.


Pensaba, sin duda, que el emperador le daría una recompensa burocrática y
nada más.

En los vascos citados pasa lo mismo. No tenían sentido histórico ni social.

No saben aprovechar la aventura. Ninguno es capaz de decir una frase a


tiempo.

Cuando Nelson dijo, en la batalla de Trafalgar: «Inglaterra espera que


cada cual cumplirá con su deber»; cuando Wellington, en el campo de Waterloo,
mirando el reloj, dijo con aire sombrío: «Blücher o la noche»; cuando Danton, en
la Asamblea Nacional gritaba con voz de trueno: «Para vencer se necesita
audacia, audacia y siempre audacia», laboraban para la historia y para la
leyenda. El marino, el general y el tribuno realzaban un hecho histórico dándole
un fulgor legendario.

Este sentido les ha faltado a los vascos; si han tenido aventuras, si han
conquistado países, si han tomado parte en guerras, lo han hecho en silencio.
No han intentado darle un sello a la hazaña. No eran capaces de hacerlo. Han
pertenecido a una raza muda.

Y Unamuno quiere decir que el vascongado es zorro. ¡Qué va a serlo! Yo


no lo creo, no por salir con un alegato en defensa del país, sino porque no me
parece la aserción exacta. El zorro en las fábulas es el emblema de la astucia, de
la inteligencia, de la picardía y, sobre todo, del saber hablar. No creo que el
vasco se haya distinguido en estos aspectos, y sobre todo en el hablar.

Unamuno puede que sí. Unamuno era el aldeano que sale del terruño y
se hace rabiosamente ciudadano y adopta todos sus hábitos y procedimientos.
Quiso primero ser un escritor español ilustre y después ser un escritor
universal. Escribió miles de cartas y tuvo su política, política unamunesca, y
llegó a ser conocido en el mundo entero.

Ya después de muerto, sin el brazo poderoso que sostenía la armazón de


su obra, ésta se desmorona.
Yo creo que el bagaje no era grande. Así lo pienso sin entusiasmo y sin
odio. Sus novelas me parecen medianas, y su obra filosófica no creo que tenga
solidez ni importancia. No llega en sus lucubraciones a esas fantasías a lo
Spengler o Keyserling, y mucho menos a esa penetración aguda de los Bergson
y de los Simmel.

Volviendo a lo mismo, yo creo que el vascongado no ha dicho, dentro de


la exigüidad de su país, su palabra, y ya no la dirá probablemente.

Se le ha pasado el tiempo.
II

Por su aspecto físico, a mí me gusta la tierra vasca, aunque confieso que


va perdiendo carácter gracias a las construcciones modernas y al triunfo del
cemento armado. Hay gente que no le agrada el país.

—A mí no me gusta nada la luz de las Vascongadas —me decía Sorolla


en San Sebastián, de una manera categórica—. El verde es monótono.

—A mí tampoco me gusta nada la luz del Sur —le contesté yo—, ni en


general la del Mediterráneo.

—Eso lo dice usted por decir.

—No; es verdad. Me parece una luz blanca, fuerte; pero en el campo hay
muy poco color. Todo tiende al blanco, al negro y al gris; es decir, a lo que no
son colores. Ribera y Caravaggio no son coloristas al lado de los flamencos y
florentinos.

Sorolla no podía permitir que se tuvieran opiniones contrarias a las


suyas, y casi se incomodó con las mías.

Yo, por inclinación, soy guipuzcoano. Guipúzcoa es la provincia donde


he nacido y por la que tengo más simpatía. Esta pobre Guipúzcoa, tan pequeña,
tan arreglada, tan discreta, se ha achabacanado por los propios y extraños hasta
hacerse un país de cursilería en lo alto y de ordinariez y gamberrismo en lo
bajo.

Cosa sintomática de la falta de espiritualidad de un país: en ochenta años


no ha inventado una canción. Después de Iparraguirre y Vilinch, nada. Si ha
adoptado algún cantar extraño, le da una nota de pedantería y de insolencia.
Existe en el pueblo cierta inclinación por el vino; en todas las comarcas donde
no hay viñas existe también.

Hay una canción antigua, de música de aire clásico, en la cual se


reprocha en broma, no a hombres, sino a unas señoritas, que les gusta un poco
el vino.

La canción dice así:

Iru damacho Donostiyaco

Errenteriyan dendari
josten ere badaquite baña

ardoa eraten obequi.

(‘Las tres damitas de San Sebastián, que tienen en Rentería una tienda, saben muy bien
coser, pero también saben beber vino.’)

Se ve a las tres señoritas, con las mejillas sonrosadas, bebiendo en su


tienda un poco de vino.

En cambio, hay una canción con música de correcalles de Irún, que dice:

Tenemos un defecto: que no nos gusta,

que no nos gusta;

tenemos un defecto: que no nos gusta

el chacolí.

Aquí se ve al animal, al gamberro, que cree que hace una declaración


importante ante el mundo.

Con relación a su tradición y a la cultura del País Vasco, yo he tenido


particularmente, y sin preocupación pedagógica, la tendencia contraria de los
nacionalistas del tipo de Sabino Arana, Campión, Sota y demás. Éstos, con una
ideología completamente exótica, creían que el País Vasco tenía una historia de
alguna importancia y que no tenía, en cambio, prehistoria ni mitología.
Conocido es que Sabino Arana había librado su nacionalismo en Barcelona con
los catalanistas y había aceptado con entusiasmo sus doctrinas.

Yo he creído siempre lo contrario de estos nacionalistas vascos.

Para mí, la historia del País Vasco es poco importante dentro de la de


España y de la de Francia; un país pequeño que no tiene ciudades antiguas no
tiene historia. La historia es una construcción de ciudades. He creído, como
digo, que el País Vasco no tiene historia de importancia, pero que tiene
prehistoria, sociología y mitología, y que éstas, por pequeñas que sean, tienen,
mientras sean autóctonas, alguna trascendencia, por ser un reflejo, no de las
ideas latinas, sino de algo anterior a estas ideas y anterior también, en muchos
casos, a las creencias indogermánicas.

El profesor Barandiarán ha trabajado y sigue trabajando en este sentido,


y sus investigaciones son lo más interesante que se ha hecho por ahora. Mi
sobrino Julio Caro Baroja marcha en esta dirección, y su libro Algunos mitos
españoles está lleno de anticipaciones que pueden convertirse en realidades.
III

¿Cómo sería antes el País Vasco? ¿Qué creencias tendría? Es punto que
me interesa.

En el libro de Raymond Lizop Le Comminges et les Couserans encuentro


algunos datos de las costumbres de los pueblos pirenaicos. La incineración era
lo corriente en todos esos pueblos antes de la conquista romana. Existía el culto
de las montañas, el dios Garre, Garri y Gorri (‘el rojo’), el dios Aherbelste (arri
beltz, ‘la roca negra’), Arixo (‘la peña’), Illunnus (‘las cimas’); el culto de los
bosques y de los árboles (‘Baeserte’), de los dioses y de las aguas (‘Belco, Ilixio,
Laha, Baigorrixus’), de la atmósfera (‘Beisiros’), cultos solares y astrales
(‘Abellio, Belisama’), etcétera.

Había dioses generales: Leheren (parecido a Marte o a Thor), Erge (de la


misma familia), y dioses locales, como Ilumberus, Ilurberrixus, Borienus, Ele,
Lelhunnus, etcétera.

Cuando uno intenta estudiar una familia vasca, pronto le viene la


sospecha de que la gente del campo, en el siglo XIV, no era aún cristiana. Yo creo
que con nuestros mismos apellidos actuales ha habido muchos vascos que eran
paganos, lo que quizá no suceda en ningún pueblo de Europa antigua. Por
ejemplo: en Vera hay un barrio de Alzate. Este barrio no tiene iglesia vieja. La
iglesia del pueblo está en el barrio de Vera, y debe de haber sido comenzada al
final del siglo XIV o principio del XV. Puede que antes hubiera una iglesia de
madera, pero seguramente antes del siglo XIV no había ninguna, y los Alzates de
allí serían paganos.
IV

En el País Vasco no ha habido aristocracia feudal, ni tampoco latifundio.


La misma hidalguía, con sus escudos, no creo que haya sido muy fuerte,
aunque la petulancia actual le quiere dar un carácter importante.

Todos los vascongados han estado, poco más o menos, a la misma altura
en cuestión genealógica, y en el transcurso del tiempo unos han subido y otros
han bajado en importancia económica y social. Como últimamente las familias
pudientes han hecho que sus hijos sean ingenieros o diplomáticos,
antiguamente les proporcionaban una ejecutoria y los hacían secretarios o
militares; pero no creo que el Echeverri (‘casa nueva’), con escudo, haya sido ni
más ni menos que el Echezarra (‘casa vieja’), sin él. El uno fue más avisado que
el otro, y nada más. Claro que de esto viene, en parte, la aristocracia.

La aristocracia feudal es en Europa de los arios y de los semitas, de


países de patriarcado y de pastoreo. El País Vasco, en su origen, era más bien
agricultor y matriarcal que pastoril y de patriarcado.

La hidalguía vasca es, más que nada, de carácter moral y racista.

El padre Larramendi, en su Corografía de Guipúzcoa, se muestra


completamente racista. Para él, la nobleza del guipuzcoano no viene de reyes,
sino que es una nobleza étnica, de no haberse mezclado la población ni con
judíos, ni con moros, ni con godos, ni con americanos (ni con Pizarras ni con
Pinzones, dicen algunas ejecutorias vascas, despreciando de una manera
antihistórica las glorias de la conquista de América). Para Larramendi, un
guipuzcoano zapatero o labrador puede ser tan noble como cualquier otro
paisano suyo. Es un punto de vista étnico.

Larramendi se burla de un genealogista de su tiempo, Carlos Ossorio,


que se pregunta cómo todos los vascos pueden creerse nobles, porque noble,
para él, supone posición social, diferencias y jerarquías, y, en cambio, para el
jesuita supone raza.

Larramendi se muestra enemigo de los ricos del país que quieren creerse
superiores, a los que llama «andiquis» (en vasco, ‘los que pretenden ser
grandes’), que se las echan de aristócratas, y que no son, para él, más que
explotadores.

Examinando la cuestión desde un punto de vista sociológico y étnico,


Larramendi tiene razón: la nobleza vasca es una consecuencia del aislamiento y
de la pequeña propiedad rural; como la aristocracia feudal inglesa, francesa,
alemana y eslava proceden del latifundio.
Así pasa en España también. En el centro, Castilla y Andalucía tienen
aristocracia con grandes propiedades territoriales. En el norte, y sobre todo en
el País Vasco, sólo hay hidalguía, es decir, idea racista y psicológica, no social y
decorativa.

En la hidalguía hay un hecho real, que es la raza, aunque ésta no se


reconozca a fondo; pero ella existe.

Ahora la genealogía tiene menos valor; es más social que biológica, y las
consecuencias que se puedan sacar de ella son más aleatorias.

Sobre esta cuestión de la nobleza se cuenta que un señor vasco-francés,


que se llamaba Sagasti y Polloe, se estableció en San Sebastián de cerero, y con
sus velas y el chocolate y sus cirios para las iglesias y los caramelos para los
chicos hizo una fortuna.

Este señor tuvo varios hijos, y el mayor fue marino y músico y compuso
una Misa de Réquiem que estaba bien. Después pretendió ser alcalde de San
Sebastián; pero, al parecer, en esa época, para ser alcalde o regidor se necesitaba
tener una ejecutoria de nobleza.

Entonces un escribano, Legarda, le resolvió la cuestión fácilmente.

En el sitio del cementerio de San Sebastián que se llama Polloe existía, al


parecer, una ruina de una casa fuerte o castillo con este nombre. El escribano
Legarda hizo que se pusiera una larga escalera sobre la ruina. El señor Sagasti y
Polloe subió unos cuantos escalones, y después Lagarda le mandó que los
bajara.

Luego el escribano redactó un documento afirmando que el señor Sagasti


descendía en línea recta de la casa fuerte de Polloe. Y era verdad; lo que
permitió al marino músico ser alcalde de San Sebastián.
V

Yo no he sentido ni preocupación ni gusto aristocráticos. Para eso, en mi


caso hubiera habido que tener la vida asegurada y relaciones entre gente rica,
que yo no he tenido nunca. A pesar de ello, algo parecido a idea genealógica y
racista lo sentí al buscar los ascendientes de don Eugenio de Aviraneta, cuya
vida, romanceada, he escrito en muchos tomos.

También me indujo a averiguaciones, no muy largas ni muy profundas,


el oír hablar a mi padre de un pleito que había habido por una supuesta
herencia de un cura, creo que canónigo, apellidado Baraja, llegado de América.
La herencia había salido a la publicidad en La Gaceta cuando mi padre era joven.
Mi padre decía que, al ir a una oficina para comprobar si él era o no pariente del
cura, le dijeron que para optar a esta herencia había que llamarse Martínez de
Baraja.

Mi padre no sabía que su abuelo se llamara así.

En mi familia no hubo ni la más pequeña tendencia de pretensión


hidalguesca o aristocrática. Si yo señalé en otro libro autobiográfico los orígenes
de algunos ascendientes míos, no fue por pretensiones al buen tono, sino por
marcar el lugar y la clase social en que vivieron estos ascendientes.

No todos los del mismo apellido son de la misma familia.

Evidentemente, el mecanismo de la herencia sigue siendo desconocido.


Las leyes de Mendel tendrán realidad en los guisantes de olor y en otras
plantas; pero entre los hombres no la tienen. Las combinaciones son múltiples y,
por ahora, toda la mecánica de los cromosomas no da gran luz.

Al señalar la patria de los ascendientes, se fija, aunque sin gran exactitud,


una resultante de la tierra y del ambiente donde han vivido. Yo siempre he
creído, en lo que se refiere a la raza, más en lo natural que en lo social o en lo
histórico, y una nariz bien hecha o una frente despejada me parece que dicen
más sobre la excelencia de una familia que una ejecutoria.

En 1899, yendo de viaje con Ramiro de Maeztu desde un pueblo de Álava


a Viana, de Navarra, nos encontramos con un mozo, que al saber que yo me
llamaba Baroja se echó a reír.

—¿Por qué se ríe usted? —le pregunté yo.


—Porque ahí, en Viana, había un señor un poco loco y muy jugador que
se llamaba Baroja y que decía que tenía un escudo con flores de lis, y los que le
oían le decían, para burlarse de él, que sería un bastardo de los Borbones.

Quince o veinte años después encontré en Madrid a mi amigo Fernando


del Valle Lersundi, hijo de la condesa de Lersundi y actualmente director del
Museo Municipal de San Sebastián.

—Un amigo (creo que se refirió a Churruca) —me dijo— ha estado en


Barcelona y ha comprado en la librería de Babra una cantidad grande de
ejecutorias y, entre ellas, una del apellido Baroja, de principios del siglo
diecisiete.

Yo manifesté cierta curiosidad por verla, y entonces Fernando me dijo:

—Si usted la quiere, vaya a la calle de Serrano, número tantos, pídala


usted allí y se la darán.

Fui tres o cuatro días después, por la tarde, a la casa. No estaba el señor,
y le dije lo que deseaba a una criada vieja que salió a abrirme. Ésta me replicó
que ella no sabía lo que era una ejecutoria; pero que allí, sobre un banco, en el
vestíbulo había unos cuadernos polvorientos.

Tras de buscar entre los cuadernos me dijo:

—Vea usted si es esto.

—Sí. Esto es.

—Pues lléveselo usted.

Y me lo dio.

Salí de la casa de la calle de Serrano y, al llegar a la calle de Sevilla, me


encontré a un compañero de profesión, quien, al mostrarle el cuaderno
polvoriento que me habían regalado, se mostró muy agrio conmigo, como si le
hubiese ofendido.
VI

Además de algunos papeles genealógicos, encontrados por casualidad,


influyó en mi conocimiento de los orígenes familiares el buscar los antecedentes
de la vida de Aviraneta.

Hablaré primero de los ascendientes lejanos, y luego de los próximos.

Me refiero a ello, y me refiero con detalles, no por creerlos de


importancia, sino por considerar que todo lo que esté explicado con
pormenores precisos puede llegar a tener cierto interés. La historia de César,
contada sin detalles, con una fraseología hueca, es aburrida; en cambio, la
historia del golfo de la calle, con todos sus incidentes y los lugares en donde se
desarrolle, puede ser muy amena.

De mis primeros apellidos, todos son vascos, menos uno.

Baroja es de Álava; Nessi, de Como, en Lombardía; Zornoza, de


Amorebieta, en Vizcaya, y de Oyarzun, Guipúzcoa; Goñi, del valle de este
nombre; Arrieta, de Oyarzun; Alzate, de Vera del Bidasoa; Izaguirre, de
Fuenterrabía; Oyarzábal, de Oyarzun; Arrola, de Legazpia, y Emparan, de
Azpeitia y de Irún.

La etimología de estos apellidos vascos creo que es, aunque no estoy


muy seguro, la siguiente: Baroja, monte o río frío; Zornoza, campo frío; Goñi,
lugar; Arrieta, pedregal; Alzate, alisal; Izaguirre, algo como cima aguda;
Oyarzábal, bosque ancho, y Emparan, teja vana.

En pocas generaciones, en el País Vasco todos seremos parientes, al


menos los miembros de las familias que hayan salido de los pueblos de los que
son oriundos, porque los que no hayan salido y se hayan quedado en su rincón
tendrán, probablemente, los mismos apellidos repetidos hasta la época en que
éstos hayan comenzado.

Baroja es una aldea de la provincia de Álava, de la jurisdicción de


Peñacerrada. Según Fernández Guerra, es nombre ibérico de la Iberia asiática,
de una antigüedad inmemorial. Esto me parece una fantasía. Campión dice que
Baroja es palabra mixta del céltico bar (‘monte’) y del vasco otza, ocha (‘frío’), lo
que vale tanto como monte frío. Yo me inclino a pensar que Baroja es ibar otz
(‘río frío’).

En El Bidasoa, periódico de Irún, un escritor que firmaba con el nombre


de Juanes de Beráketa, decía en un artículo:
«Baroja. En una de sus obras, don Pío Baroja dice que su etimología viene del céltico bar
(‘monte’) y del vasco otza (‘frío’), o sea monte frío. La etimología verdadera es ibar (‘vega’) y otza
(‘fría’), o sea vega fría. ¿Cómo se explica la desaparición de la i inicial? No tiene nada de particular,
dada la antigua barbarie de los pastores y la semibarbarie de los secretarios, antiguos hombres de
poco sentido común y poco leídos y escribidos. Como ejemplo, recuerdo dos apellidos vascos
inconfundibles: Baretche, vasco francés, y Barandiarán, vasco español.

»Baretche es el vasco español Ibarreche, de ibarra (‘vega’) y eche (‘casa’), o sea casa de la vega.
Barandiarán es ibar-andi-arán: ibar (‘vega’), andi (‘grande’), aran (‘valle’), o sea de la gran vega.

»De ibar-otza vino bar-otza. Un secretario escribió, por aproximación, Baroxa, y al cambiarse
la equis en jota, en la ortografía castellana, los Urquixos, Múxicas y Baroxas, donde para nada había
sonado la jota árabe, se transformaron en Urquijos, Mújicas y Barojas».

Parece demostrado que el sonido aspirado de la letra jota en el País Vasco


es moderno y que empezó en Guipúzcoa en el siglo XVI. No se sabe de dónde
procede, aunque sí se sabe que no es árabe.

En el libro de Raymond Lizop titulado Le Comminges et les Causerans se


dice que el valle pirenaico de Barousse es el valle del río de la Osa. Esto es
probable, pero el río que se llama hoy de la Osa sería primitivamente el río
Otza, o frío.

La ortografía de Baroja ha cambiado evidentemente, y se ha escrito


Barocha, Barolla, Barolha y Baroxa.

En el Bearn, el valle que se llama Barousse tiene, seguramente, la misma


etimología que Baroja. Aquel valle perteneció al antiguo Nebouzan, y su
principal pueblo es hoy Mauleon, comprendido en el departamento de los Bajos
Pirineos.

En La Vasconia, de Jaurgain, se habla de un señor, Guillermo Lobo


(probablemente Guillermo Otzoa), señor de Barousse, en 1039, y de un
ascendiente de éste que dio la tierra Barousse al monasterio de Pezzan («Terrarn
ilam quae vocator Barossa ex tue usque modo»).

Como se ve, Baroja tiene una etimología no muy segura.

Según Fernández Guerra, es nombre ibérico de la Iberia asiática, igual


que Baruca. Según otros vasquistas, es:

Barotz, que significa tierra o fondo.

Ibar-otz, río frío.

Bar-otz, monte frío.


Ibar-otz, ribera fría.

El nombre en vasco de valle ibar y el del río ibai debieron de estar unidos
primitivamente, y Baroja puede ser al mismo tiempo valle frío y río frío.
VII

Ahora, del nombre pasaré al lugar donde se encuentra.

Álava tiene tres líneas de alturas casi paralelas. Éstas la dividen en zonas.
La zona del norte limita con Vizcaya y Guipúzcoa; son sus jalones las masas
cretáceas del Borbea, de la peña de Udala, del Aizgorri y de San Adrián.

La cordillera del sur, la sierra de Cantabria, separa la parte alavesa


clásica de la zona del Ebro. Entre estas dos extremas y las intermedias quedan
en la provincia tres pequeñas comarcas naturales, que son, de norte a sur: la
primera, limitada por la línea fronteriza nórdica y los montes de Vitoria; la
segunda, entre los montes de Vitoria y los de Treviño, y la tercera, entre Treviño
y la sierra de Cantabria.

Todavía hay una zona alavésa-riojana entre la sierra de Cantabria y el


Ebro. Las tres primeras son bastante frías, y, probablemente, la más fría de
todas es la zona alta que hay entre Vitoria y las alturas de Treviño.

Estas llanadas o depresiones fueron antiguos lagos que rompieron sus


diques naturales y se derramaron en cauces de ríos para ir al mar.

El Ebro excavó sus obstáculos y produjo las Conchas de Haro; el


Zadorra, más pequeño y más modesto, agujereó la tierra con sus aguas en el
lugar llamado las Conchas de Arganzón.

De la laguna del Ebro, según dicen los historiadores, queda aún


testimonio histórico, pues habla de ella Estrabón, citando a Posidonio, y dice
que causaba grandes crecidas del río cuando soplaban los vientos del norte.

El pueblo de Baroja está en paraje duro y frío en la jurisdicción de


Peñacerrada. Es tierra adusta, con montes intrincados de árboles y carrascas.

La cordillera de Cantabria se dibuja en el fondo, al Sur, con sus picos y


sus aristas. La aldea, de casas pobres, no tiene nada de antiguo, al menos a
primera vista; no tiene carretera ni camino de coches; la iglesia es gótica, con
una fachada nueva pintada de amarillo. Antes había por allí, sin duda, mucho
azor. Zúñiga, en su tratado de cetrería, habla del halcón baharí, que se criaba
principalmente en los montes de Peñacerrada. Yo he estado en este último
pueblo tres veces. La primera fui desde Laguardia a pie.

Era hacia el año 1912. Me decían que no fuera a pie porque era
demasiada distancia para mí. Un madrileño era un ser débil para los aldeanos;
pero yo no sólo fui, sino que volví el mismo día. Salí por la mañana de
Laguardia, a las ocho, y volví, por la noche, a eso de las diez. El viaje está
contado en mi novela El aprendiz de conspirador.

El segundo viaje lo hice con mi amigo Fernando del Valle Lersundi.


Estuvimos en Peñacerrada, y pregunté yo en la plaza a un aldeano si había
alguno en el pueblo que se llamara Baroja. Y el aldeano me dijo: «Ese viejo que
viene ahí, y que es mi suegro, se llama Baroja».

Estuve hablando un rato con él.

Muchos años después, con mi amigo Gonzalo Manso de Zúñiga, fui de


Vitoria a Peñacerrada, y después marchamos juntos hasta Baroja. Al llegar al
pueblo, no encontramos a nadie, estaba desierto; pero a la salida vimos un
aldeano que trabajaba en el campo. Yo le pregunté:

—¿Hay aquí alguno que se llame Baroja?

—Sí; alguno hay —me dijo él.

—¿Y ustedes no han oído hablar de un escritor que se llama Pío Baroja?

El aldeano me miró de arriba abajo, y exclamó:

—Y quizá sea usted.

¡Qué penetración!

A mí, sin duda, me creyeron rico, porque en el pueblo dijeron que había
estado Pío Baroja con su chófer. Manso de Zúñiga me hizo una fotografía a la
entrada de la aldea.

El pueblo Baroja está a cuatro kilómetros de Peñacerrada. Tendrá unas


treinta casas y unos cien habitantes.

En la primera guerra civil estuvo ocupado por los carlistas; después, por
Zurbano, durante el ataque del general Espartero contra Peñacerrada.

Baroja es pueblo antiguo de la provincia de Álava, una de las siete aldeas


de Peñacerrada. Su fundación es del tiempo de la Reconquista, y aparece en el
siglo XI en el distrito titulado Río de Ibida, según Llorente.

Mis antepasados se llamaron durante cuatrocientos años Martínez de


Baroja, y, naturalmente, procedían del pueblo alavés. Además de la ejecutoria
de 1619, que me regaló el amigo de Valle Lersundi, tengo otra que me dio un
pariente, comenzada en tiempo de Carlos IV.

Así es que, con relación a este apellido Baroja, que no tiene nada de
extraordinario, porque no aparece en ningún hecho histórico, tengo dos
ejecutorias: una, de principios del siglo XVII; otra, de final del siglo XVIII, y
todavía una portada de otra del tiempo de Felipe II.

Se podía llegar en la familia, por línea directa, al siglo XV, lo que es ya


verdaderamente remontarse lejos.

Como Barojas más antiguos, he visto una nota que me dio un amigo
catalán en Barcelona, que dice así: «En el mes de Rebia, primero del año 704 (2
de octubre a 1 de noviembre de 1304), dos galeras de Barcelona, armadas por
Jaime de Barocha, tomaron cerca de Trípoli una tarida de moros, y lo que
hallaron en ella, que fue mucho, lo llevaron a Sicilia». Esto está consignado en la
Demanda de Pedro Busot, embajador enviado por Jaime II a Túnez.

De Barojas conocidos, probablemente no de la misma familia, no he visto


más que un Juan Antonio Ximénez de Baroxa, notario apostólico del cabildo de
la iglesia de Calahorra en 1701; un obispo Baroja, de Teruel; un platero de
Toledo y un militar, creo que general, que aparece en un libro del duque de
Mandas, en San Sebastián, como juez de los afrancesados, en 1794.

Mis antepasados se llamaron durante mucho tiempo Martínez de Baroja.


Vivían entre la tierra de Álava, Burgos y Logroño; una familia habitó mucho
tiempo en la aldea de Samiano, en el condado de Treviño; otras, en la de
Payueta. Pertenecían a la cofradía de San Martín de Peñacerrada, que entonces,
sin duda, era una gran cosa para estos aldeanos, y eran alcaldes de la Santa
Hermandad.

El Baroja que solicita la más antigua ejecutoria de esta familia se llama


Juan Martínez de Baroja, y es vecino de Hormilla, pueblo de unos seiscientos
habitantes, que tiene una iglesia dedicada a san Martín y una antigua torre
fortificada, ya derruida. Este Baroja sacó su ejecutoria de hidalguía el año 1516,
porque en su familia, según afirma, la habían tenido antes. El hijo y el nieto de
Juan vivieron en Peñacerrada y en el mismo Baroja.

Esta resistencia de los Barojas a desaparecer, a confundirse en el montón,


es lo que más me choca. En este tiempo, desde el siglo XV acá, ¡cuánta gente
habrá subido y bajado! Y ellos en su oscuridad, sin ceder. Yo creo que estos
destripaterrones debieron de consumir toda la energía de la familia, porque
cuando ésta se ha hecho ciudadana, en cuatro generaciones, al menos en mi
rama, se ha extinguido por línea directa.
Hay gente a quien le gusta alargar sus apellidos. En mi familia parece
que han sido partidarios de acortarlos. Los Martínez de Baroja se convirtieron
en Baroja sólo, y los Zornozas y Alzates, que tenían también patronímicos, los
suprimieron. A mí me gusta esa brevedad. Me parece un abuso el que una
persona insignificante tenga que ser conocida con dos o tres nombres y dos o
tres apellidos.

Yo no soy pájaro que se haya adornado con plumas ajenas, al menos


conscientemente, ni en asuntos familiares ni individuales. Tengo la conciencia,
creo que bastante clara, de mis defectos y de mis incomprensiones; pero esto no
me induce a disimularlos ni a paliarlos, sino más bien a exhibirlos. Me parece
que poder verse a sí mismo con la mayor claridad es el ideal del escritor.
VIII

En el siglo XVIII, uno de los individuos de mi familia, llamado Rafael, mi


bisabuelo, sin duda con más iniciativa que los otros de su apellido, cansado de
destripar terrones, salió de la aldea, se hizo farmacéutico y entró de regente en
la farmacia de un señor Arrieta, de Oyarzun. La ejecutoria de Baroja del tiempo
de Carlos IV está solicitada por este bisabuelo mío, sin duda para poder
establecerse como hidalgo en Guipúzcoa.

Don Rafael se casó luego, y tuvo dos hijos varones, Ignacio Ramón y Pío,
y una hija, María Luisa. Este dato lo tengo de unos recortes de periódicos que
me mandaron de San Sebastián. Se habla en ellos de una señora centenaria que
vivía en Oyarzun.

«Nos recuerda también que es pariente de don Pío Baroja. Doña Estanislada [1] de Echave es
hija de don Diego Antonio de Echave y de doña María Luisa de Baroja. Ésta era prima de don Serafín
Baroja, y a propósito de este parentesco, doña Estanislada tiene cierta fama de intransigente. Se
cuenta que cuando Serafín Baroja iba a la casa de visita, cosa que hacía con cierta frecuencia, doña
Estanislada le preguntaba a través de la mirilla de la puerta: “¿Crees en Dios?”. Y el buen don Serafín
tenía que contestar afirmativamente si quería traspasar el umbral.

»Pero la anciana rechaza esta versión:

»—No hay tal, no hay tal… Lo que sí es verdad es que le cerré luego las puertas de mi casa,
pero sin enfado. Había ido a Madrid y volvió maleado.

»Malear es, para esta viejecita, algo muy unido al liberalismo. Por eso no le gusta su pariente
Pío Baroja.»

El recorte del otro periódico dice:

«El reportero ha ido a visitarla. La anciana pertenece a una aristocrática familia del país. Es
prima hermana de don Serafín Baroja, el padre del novelista don Pío. Es tía del doctor Michelena, en
cuya compañía vive. Y apellidos prestigiosos de Guipúzcoa se hallan unidos a esta centenaria, que
sabe llevar con garbo sus cien años, y que hasta ahora los ha hecho triunfar sobre todos los achaques.

»—¿Qué le parece a usted —le preguntamos— su sobrino, el novelista?

»—¿Pío? No me gusta. A éste le ha pasado lo que a su padre, a Serafín.

»—¿Qué le pasó a don Serafín Baroja?

»—Que era muy bueno de chico. Pero se fue a Madrid, y allí se echó a perder, haciéndose
incrédulo. No le digo más, sino que tuve que reñir con él».

Don Rafael, padre de esta señora doña Estanislada y bisabuelo mío,


debió de ser hombre de gustos modernos; compró una prensa y tipos, y los
llevó a la farmacia, donde publicó, según dice M. Gómez Díaz en su obra Los
periódicos durante la guerra de la Independencia, una hoja con el título de La
Papeleta de Oyarzun. Yo no he visto nunca ningún ejemplar de este periódico.

En Irún, hace unos veinticinco años, en el paseo de Colón, me pararon


dos señores viejos; uno era Picavea, antiguo secretario del Ayuntamiento de
Oyarzun; el otro era del mismo pueblo, pero no sé cómo se llamaba. Me
hablaron de mis ascendientes, y uno de ellos me dijo: «Yo he oído contar
cuando era chico que su bisabuelo, que se casó con la hija del boticario Arrieta,
vino a Oyarzun cuando la Revolución francesa, que anduvo por Francia y que
tuvo amistades con los convencionales que estuvieron en Guipúzcoa, y luego
con los generales de Napoleón».

Pensé que esto podía ser verdad o podía ser una versión de lo que había
dicho yo hacía unos meses en un libro titulado Juventud, egolatría.

En tiempos de la guerra, don Rafael Baroja tuvo que imprimir bandos de


unos generales y de otros, e hizo también cartillas y ordenanzas municipales.
En un recorte del periódico de San Sebastián El Pueblo Vasco, veo que dice:

«Otra de las antiguas editoriales guipuzcoanas fue la de Baroja. Rafael Martínez de Baroja es
el primero de este apellido que aparece en Guipúzcoa. Natural de Haro (Logroño), viene a
establecerse en Oyarzun para regentar la farmacia de Arrieta, y casó allí, en 1796, con una hija de
éste. Debió de ser hombre emprendedor este Rafael de Baroja, porque se le ve ejercer de boticario,
montar una imprenta, rematar los arbitrios del valle e intervenir en otros menesteres bien dispares
entre sí».

Su hijo Ignacio Ramón Baroja montó imprenta en San Sebastián, en la


calle de la Trinidad, cerca de San Telmo. Creo que más tarde esta calle se llamó
del Treinta y uno de Agosto. Ignacio Ramón, poco después del incendio de
1813, volvió a Oyarzun, y allí, en la casa denominada Botica Zarra, de su padre,
debió de editar el periódico que llevó por título La Papeleta de Oyarzun, si es
cierta la noticia de M. Gómez Díaz. Volvió a San Sebastián Ignacio Ramón,
hacia 1818, y en largos años de vida inteligente y laboriosa —dice un periódico
— dejó consolidada la que había de llamarse ya imprenta de Baroja.

No sé la fecha de la muerte de don Rafael.

Éste y sus hijos debían de ser hombres de ideas progresivas, porque de


1822 al 23 publicaron en San Sebastián, adonde trasladaron su imprenta, un
periódico titulado El Liberal Guipuzcoano, del cual no he visto más que unos
ejemplares, hace años, en la Biblioteca Nacional; ejemplares no catalogados de
la Sección de Folletos.
El pensar que el periódico este era liberal se debe, además de su título, a
haber visto trozos copiados de él en El Espectador, diario inspirado por don
Evaristo San Miguel, y que se publicaba en la misma época en Madrid.

El Liberal Guipuzcoano estaba dirigido por una sociedad de gente del


pueblo que se llamaba La Balandra, cuyo principal animador era un platero
llamado Legarda, y un notario pariente de éste, del mismo apellido. También se
publicó en la imprenta de Baroja, entre 1825 y 1830, algún número de La Gaceta
de Bayona, que dirigía y escribía don Sebastián de Miñano desde Francia.

Don Rafael y sus hijos tuvieron relaciones más o menos tímidas con los
constitucionales. En la familia debía de haber antecedentes liberales, porque un
tío de don Rafael, don Juan Joseph de Baroja, cura párroco de Pipaón, y después
de Vitoria, había sido socio bastante influyente de la Sociedad Económica
Vascongada. Los hijos varones de don Rafael, como he dicho, se llamaban uno
Ignacio Ramón y el otro Pío. El mayor tenía su imprenta en la calle del Treinta y
uno de Agosto, y después en la plaza de la Constitución. Luego, los hermanos
se separaron, y cada uno prosiguió por su lado su suerte de impresor, sacando a
luz libros y publicaciones diferentes. Ignacio Ramón tuvo más importancia. Pío
fue mi abuelo. Los dos publicaron la Historia de la Revolución francesa, de Thiers,
en doce tomos, traducida por el abate Miñano, hombre de importancia, que
había sido secretario del mariscal Soult y que había escrito las célebres cartas de
El pobrecito holgazán.

Ignacio Ramón Baroja editó los tres libros de Juan Ignacio de Iztueta, tipo
de autodidacto guipuzcoano, de humilde cuna, y que llegó a publicar libros
curiosos y a componer versos inspirados. El primer libro de Iztueta, escrito en
vasco, se titula Guipuzcoako dantza (‘Bailes de Guipúzcoa’). Tiene como pie de
imprenta: «Donostian. Ignacio Ramón Barojaren moldisteguian 1824 garren urtean
eguiña» (San Sebastián, en la imprenta de Ignacio Ramón Baroja, hecho en el año
1824).

El segundo libro de Iztueta se titula Euscaldun anciña anciñaco (‘Aires


antiguos e inocentes’), publicado en la misma imprenta el año 1826. (Iztueta dijo
que le ayudó a reunir esta música de baile un organista de Hernani, y la escribió
un profesor de música, don Pedro Albéniz.)

También don Ignacio Ramón Baroja publicó una historia de Guipúzcoa,


de Iztueta, en 1847, dos años después de la muerte del autor. La historia se
titula Guipuzcoano provinciaren condaira edo historia, y tiene un prólogo en el que
el autor termina, como en una carta particular del tiempo, diciendo al que lee
que es su seguro servidor para cuanto le guste mandar.
IX

Miñano, a quien antes citaba, era hombre muy influyente; había dirigido
el periódico El Censor, en Madrid (1820-1823), y para muchos era un hombre
extraordinario.

Pío, mi abuelo, debió de estar muy influido por él.

Miñano era un escritor elegante, claro, de un admirable buen sentido.

Había sido cura, prebendado en Sevilla, periodista intencionado e irónico


y consejero político del mariscal Soult cuando éste fue capitán general de
Andalucía.

Quizá más interesante que la literatura de Miñano fue su vida y sus


evoluciones.

Miñano, por el retrato que hizo de él don José de Madrazo en 1830, era
un hombre elegante y de buen aspecto. Tenía la cara larga, la nariz bien
perfilada, los ojos grandes y negros, la frente despejada y una cabellera
abundante. Debía de ser un conquistador. Por lo que yo he averiguado, vivía en
Bayona con una señora de apellido Ochoa, de la que tuvo, por lo menos, un
hijo, que era don Eugenio de Ochoa, escritor y académico de la Academia
Española. Hablé hace tiempo con algunas señoras donostiarras que habían
nacido en el primer tercio del siglo XIX y vivido en San Sebastián, en donde
Miñano era conocido, y esto se contaba de él. También, al parecer, había en la
misma ciudad una sobrina del abate, decidida y audaz: Rosa Miñano.

Miñano, cuando se estableció en Bayona, en 1831, compró una finca, que


todavía existe, que se llamaba Buruchuri, que en vascuence quiere decir, en este
caso, Colina Blanca.

Después, quizá por buscar mayor asistencia médica, y cuando ya estaba


muy enfermo, se trasladó a la plaza de Armas de la ciudad del Adour, en donde
murió el 6 de febrero de 1845. La finca de Bayona, durante la guerra civil, fue
punto de reunión de carlistas y liberales. Todos querían saber la opinión del ex
abate, que era, evidentemente, un hombre de inteligencia muy clara.

Algunos decían que Miñano tenía subvención del Gobierno de María


Cristina, y al mismo tiempo del de Don Carlos.

Miñano era partidario del despotismo ilustrado, régimen de gobierno


que, probablemente, en aquella época, hubiese sido, bien llevado, conveniente
para España.
Miñano, desde que estuvo en Bayona, comenzó a publicar La Gaceta de
Bayona, con sus amigos los afrancesados, y cuando no pudo, trasladó este
periódico a San Sebastián, al menos momentáneamente, por lo que yo he oído
decir, y en donde mi abuelo, Pío Baroja, imprimió uno o dos números, quizá de
contrabando y sin poner su pie de imprenta. Miñano debió de ser el inspirador
de los liberales de San Sebastián.

La opinión de Miñano sobre la cultura de los habitantes de esta ciudad y


de su ayuntamiento no debía de ser muy grande.

Miñano, que había reunido una biblioteca magnífica, probablemente


cuando había sido del cabildo de Sevilla y después secretario del mariscal Soult,
escribió a mi tío abuelo Lorenzo de Alzate, que entonces era secretario del
Ayuntamiento de San Sebastián, ofreciéndole toda su biblioteca a cambio de
que el Ayuntamiento preparara un salón para sus libros. Había nueve o diez mil
volúmenes raros. El Ayuntamiento de San Sebastián contestó, dando una
muestra de perfecta estulticia, diciendo que no tenía sitio para instalar aquellos
libros, que hoy, probablemente, valdrían millones.

Cuando Miñano murió, su cuerpo fue trasladado a San Sebastián.

En el Diccionario Geográfico de Madoz se copia el epitafio que pusieron


en la tumba de Miñano, y se habla de su propósito de establecer una biblioteca
pública en San Sebastián de una manera un poco deslavazada. El epitafio dice
así:

«Aquí yace don Sebastián de Miñano, caballero de la Orden de Carlos III y de la Legión de
Honor, individuo de la Legión de Honor, individuo de la Academia de la Historia, escritor laborioso
y célebre, así en las composiciones serias como en las festivas, modelo de amistad, ternura y
beneficencia. Falleció en 6 de febrero de 1845, a los sesenta y siete años de edad, dejando a su familia
y a sus numerosos amigos en el llanto y la desolación. R.I.P.A.».

Luego añade el Diccionario:

«No falleció don Sebastián Miñano en San Sebastián y sí en Bayona; siquiera se califique de
debilidad por nuestra parte el insistir en presentar pormenores sobre este hombre distinguido, con
quien seguramente podíamos tener pocas simpatías políticas, queremos consignar que, ya muy
enfermo, este aventajado escritor vino a San Sebastián, y encargó a su íntimo amigo don Lorenzo
Alzate le buscara casa, porque, después de arreglar algunos negocios en Francia, era su intención y
su deseo venir a morir a España; fuese con este objeto a Bayona, y, al acercarse la época de su venida
a San Sebastián, falleció. Quería el señor Miñano establecer en San Sebastián una parte de su
escogida librería; con este objeto, el Ayuntamiento debía designar un local a propósito, y el señor
Miñano se encargaba de formar el reglamento para organizar la biblioteca, colocando
convenientemente los libros y adoptando algunas medidas para las mejoras ulteriores del
establecimiento. Sensible fue que la muerte de este célebre español hiciera fracasar su proyecto, cuya
realización era entonces, y es hoy, uno de los pensamientos dominantes en los hombres que ejercen
directamente influencia en la acción pública».
Dejando esta jaculatoria pedagógica, sigo con mi historia.

Mi padre contaba que cuando él era niño solía ir con otros chicos del
pueblo al cementerio de San Sebastián, y jugaban a los bolos y al chito, y ponían
como metas, para limitar el terreno, dos calaveras de personajes enterrados allí:
una era la calavera de don Pío Pita Pizarro y otra la de don Sebastián de Miñano
y Bedoya. Miñano, en su vejez, por el informe de una carta de un pariente suyo
dirigida a mi abuelo, estaba muy grueso, leía mucha literatura francesa, sobre
todo a Balzac, y había evolucionado al protestantismo.

A la imprenta de mi abuelo solían acudir escritores célebres de Madrid.

En 1863, época del derribo de las murallas (según veo en un artículo de


un periódico de San Sebastián), en su imprenta se publica El Guipuzcoano,
periódico trisemanal, de martes, jueves y sábados, consagrado a la industria,
comercio y navegación e intereses materiales y que satisfacía las necesidades
intelectuales de entonces.

En 1912 celebró la imprenta de Ignacio Ramón su centenario, y en una


revista vasca impresa en San Sebastián, Euskal Erría, se habló de este homenaje.

No hay más datos que los que yo conocía.

Entre los artículos en vasco sobre la casa, hay uno que acaba con estos
versos:

Saldu beza Barojaren

echiak oparo

Donostiyan izen au

desagun luzaro.

(‘Venda usted, Baroja, sus casas con largueza, para que su nombre en San Sebastián
permanezca largo tiempo.’)

Quizá Ignacio Ramón tenía algunas propiedades en su pueblo de origen.

En un periódico de San Sebastián veo una nota que dice:

«No hace mucho tiempo hablábamos de una colección manuscrita de don Pío Baroja, abuelo
del novelista. Nos la facilitó nuestro querido amigo Luis P. Solero, y llevaba por título: “Comparsas
representadas en la muy noble y muy leal ciudad de San Sebastián, arregladas para flauta por J.M.I.
Copiadas para su uso particular por Pío Baroja. Año 1829”».
La música de alguna de estas comparsas es de un músico, Albéniz, quizá
pariente de Isaac Albéniz, el moderno.

La música de Albéniz coleccionada por don Pío Baroja es una tirana y un


bolero, y no lleva pie de imprenta. También está la «Comparsa de los
Caldereros Turcos para la tertulia de la juventud de San Sebastián el lunes de
Carnaval de 1828».

El coleccionista tenía, además: «Comparsa alegórica que ha de ejecutarse


en la ciudad de San Sebastián por jóvenes de ambos sexos el domingo de
Carnaval de 1839». San Sebastián. Imprenta de Ignacio Ramón Baroja.
«Donostiaco gaztechoac onezaro gabean 1842 garren urtean.» San Sebastián, en la
imprenta de Pío Baroja, plaza Nueva, número 10. «Donostiaco gaztechoaz
onenzaro gabean 1843 garren urtean.» Imprenta de Pío Baroja. «Himno cantado en
la noche del 15 de febrero de 1852 en el teatro de San Sebastián.» Imprenta de
Ignacio Ramón Baroja. «Himno con ocasión de la comida patriótica de los
guardias nacionales de San Sebastián y Tolosa, en celebridad de los días de Su
Majestad la Reina Nuestra Señora Doña Isabel II.» San Sebastián. Imprenta de
Ignacio Ramón Baroja.

En la plaza de la Constitución había en este tiempo la imprenta de mi


abuelo y la de su hermano, Ignacio Ramón; un restaurante de Leclerq,
comercios de Ayani y Campión, la sastrería de Leaburu, la pastelería de la
Andre Pepa, la cigarrería de Angelito, la lechería de Fada, la litografía de
Mimiague, la sastrería de Bardy, la farmacia de Ordozgoiti y el café de Huici.

Los bueyes ensogados de San Sebastián, que se celebraban en la plaza,


eran algo muy divertido para la gente. Se ve una diferencia entre las diversiones
antiguas y las modernas verdaderamente enorme. Es, quizá, lo más
característico del tiempo. La diversión antigua tenía sabor, era nacional, a veces
local, con gracia, y la diversión moderna es internacional y completamente sosa.

Así parece que se hace todo al revés. La ciencia, la filosofía, debían tender
a lo universal; en cambio, la fiesta, la canción, el baile, debían tender a lo
nacional, a lo regional, a lo local, y se hace lo contrario. Cosa estúpida.

Parece que las dos tertulias más intelectuales de San Sebastián eran por
entonces la de la botica de Irastorza y la de la casa de Baroja.

En un periódico, El Laberinto, de 1844, veo un artículo de Antonio Flores,


en el que habla incidentalmente de mi abuelo:

«A las tres de la tarde salimos con dirección a Pasajes, y en el barrio extramuros de la


población conocido con el nombre de Puertas Coloradas hicimos alto todos para recordarme mis
compañeros de expedición las muchas que habíamos hecho allí en tiempo de la facción. La Legión
inglesa estuvo alojada allí mucho tiempo, y el nombre de uno de sus regimientos, Westminster
Square, se lee a la entrada del barrio, “Constitution Hill”, en gruesos caracteres, en la esquina
opuesta; y esa cuesta de la Constitución, que escribieron los ingleses en su idioma, tradúcese en
“Muerte a la Constitución” en vascuence. Tal vez sea la causa de que la gente de los caseríos, carlistas
hasta la médula de los huesos, toleren aquella inscripción. Saliendo de aquel barrio, se llega a un sitio
llamado Mira-Cruz, y antes de que se nos ocurriera preguntar el origen de aquella palabra, vimos
santiguarse a dos mujeres que marchaban por el camino en dirección opuesta.

»—Algún Cristo se ve desde este sitio —dijimos, llamando en nuestra ayuda a los anteojos.

»—No, sino dos —nos contestó una de las santiguadas—: el de Lezo y el del Castillo. Y bien
pudiera el de Barojaren[2] —añadió la casera— habérselo avisado a su merced para que hiciera, al
menos, la señal de la cruz.

»Baroja se sonrió, y dio cuerda a la paisana para que nos dijese algo de la afición que las
mujeres de Pasajes tienen a los ingleses, cuyo idioma, amén del francés, castellano, patois, gascón y
vasco, hablan todas las gentes de aquellos contornos».

En otro artículo se dice, hablando de mi abuelo:

«Don Pío Baroja fue persona que gozó de gran prestigio en San Sebastián, siendo regidor en
distintas ocasiones. En una de las inesperadas visitas que hicieron a nuestra ciudad los emperadores
franceses, era también regidor, y no fue pequeña su sorpresa cuando, al recibir el aviso que le traía
uno de los alguaciles de babero, divisó desde su imprenta a las majestades imperiales en el balcón
principal de la Casa Consistorial.

»Don Pío, al parecer, se presentó y luego llevó del brazo a la emperatriz a la iglesia de Santa
María. Tuvo este honor de pasear por las calles de su pueblo con doña Eugenia de Montijo».
X

Seguiré el orden de los apellidos, y hablaré del segundo mío y el primero


de mi madre.

Nessi o Nesso es una aldea de pescadores de las orillas del lago de


Como. Nessi es una palabra del antiguo alemán que equivale a nasa, y es un
artefacto de pesca. Corresponde al gótico natti, y al anglosajón nate y al antiguo
sajón netti, palabras todas que proceden del sánscrito naddhi. El nombre del lago
Ness, de Escocia, es, probablemente, el mismo que el del pueblo del lago de
Como.

Los habitantes de ese pueblo, Nesso, debieron de tomar muchos el


nombre de Nessi. El apellido es frecuente en el norte de Italia.

Algunos de estos Nessi, de Como, vinieron a España, huyendo de la


dominación austríaca, a final del siglo XVIII o a principios del XIX.

Uno de los Nessi, que vivió hasta la segunda mitad del siglo pasado,
hablaba que le quedaba familia en Como, y recordaba con cierto orgullo que
uno de sus parientes, médico, Giuseppe Nessi, fue profesor de la Universidad
de Pavía en el siglo XVIII y mayor del ejército austríaco.

Hubo un J. Nessi, astrólogo del siglo XV, que publicó un libro de


pronósticos, que dedicó al erudito que asombró al mundo con su erudición,
llamado Pico de la Mirandola.

Hubo también un abogado Nessi que fue fusilado en Suiza como


revolucionario a mediados del siglo XIX.

En mi casa destruida de la calle de Mendizábal había un tomo de


Giuseppe Nessi, con esta licencia de publicación:

«Noi reformatori

»dello studio di Padova

»Avendo veduto per la Fede di Revisione ed Approvazione del “P.F. Gio: Tommasso Mascheroni”,
Inquisitor General del Sant’Offizio di Venezia nel libro intitolato Arte Ostetricia Tearico Practica, di
Giuseppe Nessi ecc (Stampa), non vi esser cosa alcuna contro la Santa Fede Cattolica, e parimenti per attestato
dill Segretario Nostro, niente, contro Principi, e Buoni Costumi, concediamo licenza alli “Fratelli Battaglia”
Stampatori di Venezia chepossa essere stampato operando gli ordine in materia di Stampe e presentando le
solite copie alle pubbliche. Librerie di Venezia e di Padova.

»Dato li 23 Juglio 1783.


»(Andrea Tron. Cav. Proc. Rif.)

»(Niccolò Barbarigo. Rif)

»(Alvise Contarini 2 do. Cav. Preo. Rif.)

»(Registrato in libro a Carte 89 al número 834.)

»Davidde Marheisini, Segretario.

»Signori Giuseppe Nessi, Dottore in Filosofía e Medicina e Professore di Ostetricia e di Operazioni


Chirrurgiche Nella Regia Universitá di Pavia».

En mi casa, en Vera, quedan también unas vistas del lago de Como, del
lago Mayor y de la Isola Bella, grabadas, y una imagen tosca de la Annunciata,
estampada en tela.

Hay también dos miniaturas de dos Nessi del siglo XVIII, una de ellas
creo que pone Onorato. Los dos tipos tienen aire germánico, el pelo rubio y los
ojos claros. Estos Nessi de las dos miniaturas son de un aire correcto, de un aire
mignon, como diría un francés. No parecen gentes de personalidad acusada.
Hay también una fotografía al daguerrotipo de un Paolo Nessi, hecha en Como,
con el sombrero de copa en una mesa próxima y aire de organista de iglesia, y
unas señoritas Nessi, flacas y espiritadas, que una se llama Ursulina y la otra
Teodolinda.

Mi abuelo Nessi se llamaba Querubín Cosme, había nacido en Bilbao en


1818; sus padrinos habían sido don Silverio de Cras y doña Josefa de Atristain.
XI

De mi tercer apellido no sé más que lo que me contó mi abuela doña


Concepción Zornoza y Oyarzábal, que era nacida en Oyarzun.

Mi abuela doña Concepción, que murió en 1889, cuando yo tenía


diecisiete años, y que le gustaba mucho leer, era una viejecita muy pequeña,
muy guapa y muy simpática. Había sido en su juventud, según se decía, muy
bonita, y había llamado la atención.

Mi abuela me habló una vez que en su niñez, en Oyarzun, había leído


una ejecutoria de Zornoza, y que uno de esa casa había sido hacía mucho
tiempo, en el siglo XII o XIII, señor de la casa de Ayala. El cuaderno donde había
leído esto había desaparecido, y sospechaba que lo había vendido un pariente
suyo a don Fermín Lasala, duque de Mandas.

Estos Zornozas procedían de Amorebieta, en Vizcaya, pueblo que


antiguamente se llamaba Zornoza. Tenían una torre antigua en Amorebieta y
otra en Bilbao, en el viejo recinto de la villa del Nervión, cerca del río. La casa-
torre de Amorebieta fue quemada en diciembre de 1445 por unos soldados
mercenarios que formaban una compañía que se llamaba de los Frailes de
Castro.

En Oyarzun había también una casa de Zornoza, quizá de algunos


huidos de Bilbao.

El historiador vasco don Carmelo Echegaray me dijo que tenía muchos


datos sobre unos Zornozas que aparecen en la historia de Vizcaya como gente
aventurera y atrevida. De esto hace tanto tiempo, que no tengo de ello más que
una idea confusa.

También hablo yo en una novela marina de un Zornoza auténtico, creo


que abogado, que marchó al sur de los Estados Unidos a principios del siglo
XIX, y se improvisó cirujano y llegó a tener fama en su nuevo oficio en el país.

Hay dos escudos de Zornoza: el uno tiene unos dados, y el otro, unas
franjas y un letrero que dice: «La libertad y nobleza es cosa tan estimada, que
sin ella todo es nada».

Respecto a los Goñis, en las ejecutorias se dice que descienden de un


Teodosio de Goñi, caballero del tiempo de Witiza, que, después de matar a su
padre y a su madre por inspiración del demonio, se echó al monte Aralar con
una argolla al cuello y una cadena, para hacer penitencia. Un día de tempestad
se le presentó un terrible dragón amenazador.
Don Teodosio elevó su alma a Dios, y en ese trance se le apareció el
arcángel san Miguel, que le rompió las cadenas. En conmemoración, don
Teodosio mandó hacer la ermita de San Miguel in Excelsis en el monte Aralar.

La aparición de este arcángel de la religión judía en el año 707 en tierras


vascónicas parece un poco extraña.

En esta fábula se ve que se trata de un mito parecido al de Andrómeda y


Perseo. Es evidente que en tiempos del supuesto don Teodosio, principios del
siglo VIII, no había apellidos ni gentes cristianizadas en los campos de Vasconia,
y también es evidente que el monte Aralar es un antiguo monte sagrado de
época prehistórica, en el que hay varios dólmenes. Quién sabe de dónde
procederá la leyenda de don Teodosio. Probablemente no es muy antigua. Esta
leyenda es conocida en el país por una novela de Navarro Villoslada, titulada
Amaya o los vascos en el siglo VIII, novela imitada de Walter Scott, que no tiene, ni
mucho menos, la gracia ni el arte de las del maestro escocés.

Leyendas parecidas a la de don Teodosio hay en muchas otras partes, y


en el País Vasco, la del caballero de Zaro y la de Gastón de Belzunce.

Se dice, no sé con qué fundamento, que un canónigo de Pamplona, no sé


si por un sentimiento de fraternidad humana o por qué, a todos o a muchos
niños expósitos de la inclusa de ese pueblo les ponía su apellido Goñi. Sin duda,
quería desacreditar al mítico don Teodosio. Mi tía abuela doña Cesárea de Goñi
y Alzate protestaba de esa procedencia de los de su casta, y nos hablaba de
pergaminos y de escudos de su familia.

Yo tengo un documento en Itzea, que dice:

«Copio de la Merced que el Rey Don Carlos hizo a Juan de Goñi de que su cassa llamada
“Larrayn Nagusia” fuesse palacio y se titulasse y llamasse Palacio».

Después comienza el documento así:

«Don Carlos por la Divina Clemencia Emperador semper augusto Rey de Alemania; Donna
Juana, su madre, y el mismo Don Carlos, por la Gracia de Dios Reyes de Castilla, de León, de
Aragón, de las dos Sicilias, de Granada, de Navarra, de Toledo», etcétera.

Después de una retahíla un tanto pesada, acaba la relación, diciendo:

«Le ago gracia y merced q’allende de las armas que tiene pueda llevar por armas una cruz
dorada en campo colorado y un dragón y una argolla Rompida. El duque y el conde por mandato de
su señoría».El antiguo escudo de los Goñis estaba formado por varios corazones.
Este certificado, otorgado por Don Carlos I, el emperador, está firmado
por Antonio de los Cobos, secretario de su cesárea y católica majestad, en 1525,
y refrendado por los secretarios navarros Martín de Larraya y Martín de Leach.

De los Goñis no creo que se distinguiera más que un Remigio,


jurisconsulto, que figuró cuando la guerra del tiempo del cardenal Cisneros y
de Carlos I. De este Goñi compré no hace mucho en París, en los muelles del
Sena, un libro titulado De charitativo subsidio, que no es interesante. Los Goñis
pretendían tener parentesco con san Francisco Javier.
XII

Respecto a los Alzates, esta familia tuvo importancia en Vera de Bidasoa,


y debió de ser influyente en la localidad. En un libro mío, titulado La leyenda de
Juan de Alzate, se decía:

«Hoy, el solar de Alzate está aniquilado. Tres casas blancas, como tres palomas en el nido de
un águila, ocupan el sitio de la vieja torre a orillas de Lanoicingo-Erreca (‘el arroyo de la sima de las
Lamias’), que marcha a desembocar en el Bidasoa».

De la antigua casa y castillo de Alzate sólo quedan unos muros ruinosos


y una escalera cubierta de musgo que baja al arroyo. En lo que hoy se llama
plaza de Juan de Alzate, además de unas ruinas, había hace años una huerta
con una pared y una capilla. A un señor del pueblo, que vive en Méjico y que
veraneaba en una casa del barrio, se le ocurrió comprar esta huerta, hacerla
desaparecer y unirla a la plaza. Hay, además, otra casa titulada Celaya, que fue
también de los Alzates, y que tiene el escudo de esta familia: dos lobos sobre un
roble. Durante algún tiempo, esta casa fue convento de capuchinos, y después,
estos capuchinos la abandonaron y construyeron un edificio en el camino de
Alzate a Vera, con una gran tapia que rodeaba la huerta, edificio que fue
incendiado en la primera guerra civil y que desapareció.

Varios me habían dicho hace tiempo que estos Alzates eran parientes
mayores relacionados con los banderizos de Guipúzcoa; pero después, alguien
que pretendía entender de eso me afirmó con acritud que no era cierto. No
fuera yo a querer darme tono con ello.

Después he visto que sí es cierto, y que estos Alzates eran de una familia
importante en el País Vasco.

El primer Alzate que veo que aparece en las historias es un Martín López
de Alzate, que mató con sus compañeros, en 1383, a un acotado escapado de las
hermandades de los naturales de las montañas y de las tierras de Guipúzcoa.

Estos acotados eran hombres huidos por algún desmán o por pertenecer
a un bando contrario.

En el Diccionario de Yanguas y Miranda aparecen en Vera unos López o


Lópiz de Alzate, a principios del siglo XIV; después hay unos Gamboas, que son
señores de Alzate, y algunos de estos Alzates son gobernadores de pueblos y de
castillos.

En este tiempo debió de constituirse el Ayuntamiento de Vera de una


manera completa.
En el apeo de 1368 había en Vera cinco hidalgos, y contribuyeron con
ocho florines y medio a las cargas del Estado. Por el mismo apeo consta que en
la tierra de Lesaca había cincuenta y dos fuegos (o sea vecinos), sin nombrar
pueblos ni lo que dieron, y que el número de personas de la tierra de Vera
llegaba a cuarenta y tres, sin especificar otra cosa. (Diccionario geográfico histórico
de la Academia Española, 1803.)

Los Alzates fueron banderizos influyentes, y de ellos habla Lope García


de Salazar en su obra de Las bienandanzas y fortunas, en el libro 22.

Libro 22: «Dicen en las partes de Bayona y de Guipúzcoa, entre los que fablan de las guerras
que pasaron en ellas, que la primera sangre que fue vertida entre linajes fue entre el Solar de Urtubia,
que es tierra de la Borte, e el Solar de Ugarte, que es en la provincia de Guipúzcoa, que son vecinos
cuales por medio el río de Fuencabia, que entra allí en la mar. E la causa de ella fue a cuál valía más,
como aconteció en otros muchos lugares».

Título: «De cómo mosén Juan de Sant Pedro mató al señor de Alçate e a su fijo, e de la causa
dello».

«En el año del Señor de 1413 años, obiendo guerra mosén Juan de Sant Pedro con el Solar de
Alçate, que es en Navarra, que era su comarcano, diole salto una alborada a pie de su casa e salieron
a pelear con él e fueron encerrados e quedaron muertos el señor de Alçate e un hijo legítimo que él
había.»

Título: «De cómo venció mosén Juan de Sant Pedro a los gamboínos e mató a Fernando de
Gamboa e a otros».

«Fechas estas muertes, deposó Fernando de Gamboa, que vivía en la Rentería de Goyazu, a
su fijo, Juan de Gamboa, con la fija heredera que dejó aquel señor de Alçate, e ayuntáronse con el
dicho Fernando de Gamboa de todos los solares de los gamboínos de Guipuscoa, ciertos escuderos e
ficiéronse grande gente e pasaron por Iruña, Aranzu e Santo Juan de Lus, e los de Alçate. Por la otra
parte, mosén Juan, señor de Sant Pedro, con sus parientes y con ciento e cincuenta lacayos que le
vinieron de los Solares de Onís e de Guipuscoa, saliólos a recibir encima de su caballo como
esforzado caballero, e pelearon en un llano encima del Somo, que es entre San Juan de Lus e Sant
Pedro, e fueron desbaratados los gamboínos e morió allí aquel Fernando de Gamboa e muchos de los
suyos, e siguiéronlos al alcance fasta el río que viene a Sant Juan de Lus e afogáronse muchos en él,
que sestaba crecida la mar, por manera que en el campo, e en el alcance, e en el río morieron ciento
cincuenta hombres e perdieron todos las armas que levaban, e así tornaron destrozados los que
escaparon.»

Estos Alzates, señores de Urtubi, intervienen varias veces en las luchas


de los linajes de Guipúzcoa, y, al parecer, unas veces son amigos de los Óñez y
otras de los Gamboas.

Leo en un libro del abate Haristoy, titulado Recherches historiques sur le


Pais Basque:

«Juan de Gamboa, al casarse, en 1459, con María de Alzate, reunió este apellido al suyo; su
hijo Rodrigo tomó por mujer, en 1514, a María de Urtubi, hija única y heredera de Sancho Martín de
Urtubi y viuda de Juan de Montreal, y unió el título de Urtubi a los que tenía. Después de esta unión,
hasta Andrés de Alzate, cuarto vizconde de Urtubi, muerto sin posteridad, dejando heredero a su
sobrino M. de Lalande, contamos con ocho generaciones en línea directa. En este intervalo, la casa de
Urtubi se unió a las familias de Espelette (1533), de Belzunce (1553), de Montreal (1574), de
Montaigne (1598), de Castegnolde (1633), de Aspremont (1662)», etcétera.

Después cuenta los cargos que tuvieron algunos de esta familia, y que, en
1463, Luis XI de Francia tuvo una entrevista en el castillo de Urtubi. Esto no me
produce ninguna envidia. No sé tampoco el parentesco exacto que tengo yo con
estos Alzates. Lo único que me hubiera importado, y ahora ya tampoco, y, dada
la enésimava parte de derecho que pudiera tener yo al castillo de Urtubi, es que
me dejaran pasar los veranos unos días en alguna buhardilla cómoda del
edificio para huronear en la biblioteca y pasear por el parque. Urtubi no es
actualmente de la familia de los antiguos dueños; pero, por lo que he oído, la
madre de la propietaria actual, de apellido Diusteguy, debía de ser parienta de
los Alzates de Pasajes.

Encuentro un documento, del 25 de julio de 1463, que debe de ser de Don


Juan II de Aragón, y que dice así:

«Don Juan, por la Gracia de Dios, Rey de Aragón, de Navarra, de Sicilia, de Balencia, de
Mallorca, de Cerdeña e de Córcega, conde de Barcelona, duque de Atenas, de Neopatria e de Casxa,
conde de Rosellón e de Cerdeña. A todos cuantos las presentes verán e oirán, salud: Hacemos saber
Nos, atendido que por causa de la disención de guerras en este nuestro Reino de Navarra, de doce
años a esta parte pasado, el bien amado nuestro Juan Ruiz de Gamboa, señor del palacio e casa de
Alzate, por él e Rodrigo de Alzate, su fijo, continuamente han acudido en nuestro servicio e
obediencia como buenos e leales súbditos, e han sido por los de la partida contraria robados, e
quemados e distruídos todos sus bienes heredamientos e el palacio de Alzate. Que en manera de sus
méritos recibieron remuneración e premio, e por tal que conozcan por fama sus loables servicios. En
resguardo de los cuales, la presente nuestra gracia, remisión e franqueza sean la retribución que le
somos tenidos u obligados en satisfacer en memoria de ellos, e que son colocados en nuestra gracia.

»Con tenor de las mismas presentes e de nuestra cierta ciencia gracia especial e poderío
absoluto, e autoridad real, a dicho Juan de Gamboa e a Rodrigo de Alzate, su fijo, e a los fijos
descendientes e herederos suyos, e a cualquier de ellos legítimos señores que sean del dicho palacio
de Alzate, regalamos nuestra gracia el año de (1464) MCDLXIV. Que en adelante, cada año para
siempre jamás, todas las sumas e cuantías de dinero que el dicho Juan de Gamboa por la dicha casa
de Alzate nos debe pagar a causa de cualquier imposición de alcabalas, cuarteles e tributos que el
dicho palacio de Alzate e sus pertenencias nos deben, será de aquí en adelante la suma de diez
florines moneda cada año, poco más o menos. Del que ha sido dada la orden a los empleados de la
Cámara de Comptos el mismo día de la fecha, a veinticinco de julio del año de la Natividad de
Nuestro Señor Jesucristo 1463. Rex Johanes».

Luego, por lo que veo en el Diccionario de Yanguas y Miranda, hay una


serie de Alzates que dejan el País Vasco y tienen cargos con los reyes de
Navarra; pero eso ya no me interesa. Tampoco sé si todos ellos, del mismo
apellido, son de la misma familia o de distintas familias. Las genealogías, por lo
poco que he investigado, me figuro que son novelas que tienen ninguna
realidad no ya honda y biológica, sino tampoco histórica.
Siguiendo con los Alzates, un Rodrigo se casa con la hija del señor de
Urtubi, castillo que está cerca de Urruña (Francia), en la carretera entre
Hendaya y San Juan de Luz, marchando a mano izquierda.

Los documentos principales que se refieren a esta familia en España son


de un Alzate como patrono de la iglesia de Vera, el cual tiene derecho a
nombrar al rector y los beneficiados.

Un siglo después, el descendiente de la familia por línea directa de varón


es Andrés de Urtubi y Alzate, vizconde de Urtubi, bailío y capitán general de la
provincia de Labourd. Este señor, en su nombre y en el de su esposa, María
Claudia d’Aspremont, de la familia del vizconde de Orthez, vende, en 1685,
todas las propiedades que tiene la familia en el barrio de Alzate, en Vera de
Bidasoa. Este barrio era principalmente el que ahora se llama Illecueta, y tiene
todavía cierto aire feudal.

En la venta entra la torre, palacio, casas, tierras, helechales, molinos, y el


vizconde abandona todos sus derechos y preeminencias que conservaba en la
villa y en la parroquia.

La gente del pueblo tiene que hipotecar sus molinos, las posadas, las
nasas de salmón, la renta del vino y todo lo que puede para adquirir la
barriada.

El señor de Urtubi se desprende de todas sus propiedades con facilidad y


con gusto. Era, quizá, un lector de Montaigne y un lejano pariente suyo.

Cuando pienso en el señor de Alzate, vizconde de Urtubi, general francés


casado con una señora née d’Aspremont, de una casa aristocrática de Orthez,
que han vivido en París y han estado en la corte de Versalles, llegando a caballo
o en litera, elegantes, peinados y perfumados por la regata de Sara, por un sitio
soberbio, que parece un rincón apartado del mundo, viendo los caseríos
grandes y oscuros, la ferrería de Ola Aundía, a orillas del arroyo de las Lamias,
y, después, la calle de su barrio Illecueta, su posesión feudal y su torre ruinosa,
a orillas del regato, y las casas negras, y los campesinos tímidos y huraños, que
los mirarían recelosos, me figuro el efecto que produciría el valle y sus
pobladores a la arrogante pareja, que seguramente, en aquel momento,
decidiría vender todas sus posesiones de Vera y no volver más por allí.

—Oh, quelles sauvages! —diría el vizconde de Urtubi—. Il faut partir d’ici


immédiatement, madame, et vendre tout.

—Oh, quelle saleté, quel trou abominable, mon ami! —diría la vizcondesa, née
d’Aspremont, haciendo mignardises o minauderies.
La hostilidad que debió de quedar a los Alzates de Urtubi por Vera debió
de ser grande, pues se dice que cuando la guerra de franceses y españoles, en
1738, uno de los generales franceses, quizá el conde de Saint-Simon, dijo al
dueño del castillo de Urtubi que había quemado alguna de sus casas en Vera, y
que el de Urtubi le contestó que no estaría mal que volviera al pueblo y las
quemara todas, sin dejar ninguna.

No sé si es por entonces cuando se dice que los de Vera se reunieron y le


desposeyeron de los honores y de algunas tierras que todavía le quedaban.

En el libro de mi sobrino Julio Caro Baroja, titulado La vida rural en Vera


de Bidasoa, se habla de esto mismo y recoge de los vecinos del pueblo idéntica
tradición con más detalles.

«Cuando quemaron Vera los franceses dejaron intacta la casa de Alzate, porque los
descendientes de esta familia habían pasado a Francia siglos atrás, uniéndose a los Urtubi del
Labourd.

»Como quiera que entre los vecinos del barrio de Alzate (por haber pertenecido a dicha
familia en su totalidad) y los señores había habido gruesas querellas, el señor de Alzate del tiempo
del incendio estaba incomodado grandemente con sus antiguos dependientes. Por eso, cuando los
franceses volvieron a su tierra, después de haber quemado Vera y Alzate, el señor de Alzate les
preguntó si habían quemado también su casa, y como le contestaron que no, los hizo volver y
quemarla.»

Desde entonces, los Alzates pierden su importancia en Vera. En Francia,


los de la familia de Urtubi fueron enemigos acérrimos de los de Sempé, y
tuvieron sus diferencias ante la Asamblea labortana, llamada Bilzar o Junta de
viejos, especie de parlamento campesino. A principios del siglo XVII, uno de
estos Urtubi parece que empezó a soñar que las brujas entraban por la noche en
su alcoba y le sorbían los sesos. El castillo de Urtubi tuvo fama de tener
reuniones de brujería. También la tenía el castillo de la familia rival, la de
Sempé, que todavía se llama a su ruina Le château des Sorcières (en Saint-Pee sur-
Nivelle).

Los partidarios de una y de otra casa, por el color de los cinturones, se


llamaban sabel-churi y sabel-gorri, según eran éstos blancos o rojos. El señor de
Saint-Pee, por rivalidad con el de Urtubi, denunció a la hermana de éste como
frecuentadora de aquelarres, y entonces comenzó el proceso de brujería que
presidió y describe el juez Pierre de Lancre en su libro Tableau de l’inscontance
des mauvais anges et demons.

Después, estos Alzates desaparecen de Vera, y la rama principal se


establece definitivamente en el castillo de Urtubi, próximo a San Juan de Luz,
aunque en término de Urruña.
Recuerdo haber ido a visitar el château de Urtubi con el doctor Durruty,
oculista de Hendaya, amigo de Pierre Lotti, y con Pepita Vlaverie.

El castillo de Urtubi, que se dice se fundó en el siglo XIII, y que luego se


transformó en el siglo XVIII, está situado en un vallecito apacible y verde. Tiene
un edificio con aire de fortaleza y una casa cuadrada con las paredes cubiertas
de hiedra. Casa y castillo están rodeados por los árboles de un antiguo parque
más que centenario. La puerta de entrada, con puente levadizo, está flanqueada
de dos gruesas torres del siglo XV, próximas a una antigua acequia negra que
corre por un foso.

En este castillo, en 1403, se entrevistaron Luis XI y los reyes de Aragón y


de Castilla, y el mismo rey de Francia recibió allí el juramento de fidelidad de la
nobleza del País Vasco francés.

El historiador Commines, que habla de la conferencia de Luis XI, llama al


castillo de Urtubi el castillo de Huertebise, o sea el castillo de Viento Fuerte o
del Cierzo.

El 1814, Soult y Wellington establecieron su cuartel general en Urtubi; el


primero, la víspera, y el segundo, después de la sangrienta batalla de Urruña.

Uno de los antiguos Urtubi, Juan, que tomó el nombre de este castillo,
fue a Grecia de capitán, al mando de una tropa de vascos, con el infante Luis de
Evreux, y contribuyó a conquistar Albania, a principios del siglo XIV.

Después, estos vascos sitiaron Tebas, la tomaron y anularon el poder de


los aragoneses y catalanes en Grecia, que habían ido con Roger de Flor, y al
cabo de algún tiempo se establecieron y se disolvieron en Morea.

En el château de Urtubi, que tiene una hermosa biblioteca, hay un armario


con documentos. Los primeros y más antiguos se refieren a los Alzates de Vera.
Sin duda, alguno de los Urtubis del siglo XVIII fue persona culta y reunió
papeles y libros curiosos. No en balde eran algo parientes de Montaigne. Entre
los papeles de principios del siglo XIX, en Urtubi hay proclamas de generales
franceses impresas en Oyarzun, en casa de mi bisabuelo Rafael Baroja.
Últimamente me han dicho que, al retirarse los alemanes, en este año 1944, de la
frontera vasca, hubo un incendio en el castillo de Urtubi, en la parte donde
estaba el archivo, pero puede que no sea cierto.

Como se ve, estos Alzates cambian de apellido, como ocurre en todas las
familias antiguas: unas veces se llaman López de Alzate; otras, Gamboas; luego,
en Francia, Urtubi. Se ve que la genealogía verdadera debe de ser casi imposible
de hacer. Todas deben de estar hechas a base de ficciones.
La genealogía puede tener, en las clases ricas e importantes, un valor
social; pero valor biológico, ninguno, ni en ellas ni en las demás.

Se puede garantizar la honorabilidad de las personas que se han


conocido. Pero ¿quién va a garantizar la de las personas que no se conocieron?
Eso es una fantasía retórica y sin ninguna base.

Ya he dicho antes que José María Huarte me mandó hace tiempo una
antigua relación de los vecinos de Vera a principios del siglo XVII, y que en la
casa donde yo vivo, llamada Iztea, el dueño se apellidaba Alzate, y también una
mendiga, María de Alzate.

Estos Alzate, ¿eran todos parientes? No lo sé. Quizá los de Vera eran
descendientes de segundones pobres caídos en la oscuridad.

Después, en Itzea vivió una señorita de San Juanena hacia 1830, y luego,
varias personas y, al último, un cochero llamado Ramos.

De los Alzates de Vera y Urruña no debió de quedar nadie por línea


directa de varón. El último vizconde de Urtubi dicen que jugó su palacio a los
naipes y luego lo compró un médico, poeta célebre en el País Vasco francés,
llamado Larralde-Diustegui, del tiempo de la Revolución, y una heredera suya
se casó con el barón de Coral, que es ahora el propietario.

Fuera de Vera y de Urtubi, hubo Alzates en Fuenterrabía, armadores y


marinos y un cura botánico, don José Antonio de Alzate, que vivió en México e
hizo trabajos de importancia. ¿Qué relación de familia tenían unos con otros?
Como he dicho, no lo sé.

Al final del siglo XVIII, mi tatarabuelo, don Sebastián Ignacio de Alzate y


Emparan, fue regidor y secretario del Ayuntamiento de San Sebastián. Había
nacido, al parecer, en Irún.

Don Sebastián Ignacio de Alzate era del Ayuntamiento cuando los


convencionales franceses Tallien y Pinet establecieron la guillotina en la plaza
Nueva del pueblo y cuando el general Moncey, en una sesión municipal, sacó el
sable y amenazó a los concejales.

Al parecer, don Sebastián Ignacio tuvo algunas diferencias con el marino


gaditano Vargas Ponce, pues éste quería quedarse con algunos documentos de
la ciudad para llevarlos a Madrid, y Alzate no estaba dispuesto a dárselos.

Don Sebastián Ignacio de Alzate y Emparan fue de los que se reunieron


después en Zubieta, en 1813, para reconstruir San Sebastián, quemado por los
ingleses. Este tatarabuelo mío fue tío de don Eugenio de Aviraneta, cuya vida
romanceada he escrito yo. Hijo de don Sebastián Ignacio fue Lorenzo de Alzate,
que colaboró con Aviraneta en los manejos liberales del conspirador contra los
carlistas, y que era primo de mi abuela materna.

A mi tía abuela doña Cesárea de Goñi y Alzate le dieron en el centenario


del sitio de San Sebastián, como descendiente directo de los vecinos
congregados en Zubieta los días 8 y 9 de septiembre de 1813, una medalla de
oro, conmemorativa del 31 de agosto de 1813, época del incendio de esta ciudad
por los aliados.

Algunas noticias más tengo de estos Alzates. Uno de ellos, llamado


Antonio, armador de barcos, hizo los planos y dirigió la construcción de un
navío en las Atarazanas, de Barcelona, que dirigió Don Juan de Austria en la
batalla de Lepanto.

Otro Felipe del mismo apellido fue constructor de barcos en San


Sebastián en el siglo XVII. Íñigo y Juan de Alzate, de Fuenterrabía, fueron
capitanes de galeras, y Miguel fue alférez que murió valientemente en el sitio de
una ciudad holandesa al frente de una compañía de Tercios de Flandes.

En el Compendio historial de Guipúzcoa, de López de Isasti, se dice:

«Juan de Alzate y Antonio de Alzate fueron capitanes de S.M. en las galeras del reino de
Nápoles, y sus hijos don Martín de Alzate, don Antonio, Íñigo y Juan de Alzate, capitanes que
continuaron al servicio del rey, señalándose como bravos soldados, señaladamente el Martín de
Alzate, en las guerras con Francia y en la defensa de esta villa (Fuenterrabía), y al Íñigo de Alzate le
llevó el brazo una pieza de artillería en batalla, de que murió, que en compañía de su hermano servía
en las galeras que estaban en el Puerto de Santa María. Y don Antonio de Alzate, que hoy vive,
caballero del Orden de Calatrava, ha sido superintendente de las fábricas de galeras de Barcelona. Y
fue también de esta familia el alférez Miguel de Alzate, que murió en un sitio de Flandes. Es linaje
antiguo en esta villa y trae su origen del Solar de Alzate, de la villa de Vera».

Esto que cuento sé de la familia de Alzate; de las otras que me queda que
hablar, Izaguirre, Oyarzábal, Emparan y Arrola, no sé gran cosa; sé que los
Arrolas eran de Legazpia, y que los Emparan fueron antiguamente de los
partidarios de Oñaz, en Azpeitia, y que hubo entre ellos, en el siglo XVIII y a
principios del XIX, marinos célebres que llegaron a almirantes.

He oído decir que los Izaguirres son de Urbieta, aunque también los hay
en Irún. Según la gente que se ocupa de esas cosas, Izaguirre y Eizaguirre es el
mismo apellido y no hay entre ellos más que una diferencia ortográfica. Sin
embargo, tenían escudos diferentes.

También, al parecer, tenían sus respectivos blasones los Arrietas y los


Oyarzábal de Oyarzun, estos últimos con un jabalí.
XIII

A mí me interesa mucho la raza, tanto en un hombre como en un animal.

Pensando en las ramas de mi familia, creo que los Nessi, Zornoza y


Oyarzábal eran tipos nórdicos, gente de ojos azules y de pelo rubio; los Barojas
y Arrietas, de tipo que se ha llamado céltico: cara redonda y ojos pardos; los
Goñis, cruzados rubios y morenos, y los Alzates, más bien morenos y de ojos
negros.

Los Barojas debían de ser de la tribu de los berones, probablemente


celtas; Zornoza y Arrola, de los caristios; Emparan e Izaguirre, de los várdulos,
y Goñi y Alzate, de los vascones.

Ahora sucede que no se saben bien las características físicas ni


espirituales de estas gentes a quienes se llamó berones, várdulos, caristios,
autrigones y vascones.

Baroja, el pueblo, está entre los várdulos y berones, cerca del condado de
Treviño (‘de tres’), que debió de ser una pequeña encrucijada de tres tribus
vascas.

Todos estos nombres no dicen nada especial, y no parecen


completamente vascos. Por el sonsonete, berones podría tener relación con el
Ebro y ser iberones. Verdulia también podría ser algo de río: Ibardulia. Caristios
no suena a nada vasco.

Dejando este asunto casi mítico, voy a ocuparme de algo más próximo.

La mayoría de la gente de mi familia no creo que fuera de una gran


vitalidad. Los Barojas próximos a mí se han extinguido pronto. Mi bisabuelo
tuvo tres hijos: Ignacio Ramón, María Luisa y Pío. Ignacio Ramón debió de
tener tres: Antonio, Josefa y Ramón. Pío, tres: Serafín, María y Ricardo. María
Luisa tuvo una hija: Estanislada de Echave.

De las hijas de Ignacio Ramón, Josefa se casó y tuvo hijos; Ramona creo
que no. De los de Pío, Ricardo Baroja murió soltero, probablemente tuberculoso;
María tuvo dos hijos y murió loca. Mi padre tuvo cinco hijos: uno murió en la
infancia; el otro, Darío, tuberculoso.

De los Nessi, mi abuelo Querubín vivió poco; tuvo un hijo de mi abuela


Gertrudis Goñi, que murió loco, y mi madre.

De los Zornozas próximos no conozco el pasado.


De los Goñis, mi bisabuelo tuvo cuatro hijos: uno, Justo, marino
mercante, que fue a vivir a Jerez, y tres mujeres: Gertrudis, Cesárea y Cristina.

Justo tuvo varios hijos, tres marinos de guerra, y uno de ellos, Antonio,
estuvo de oficial en el Cristóbal Colón cuando la guerra de Cuba. Éste tuvo un
hijo, que se murió loco; los otros no sé lo que han hecho.

El último Alzate de mi familia, don Lorenzo, no tuvo hijos.


XIV

Dejando los datos tradicionales por los ya más modernos, hablaré de los
abuelos, a la mayoría de los cuales no conocí personalmente.

Mi abuelo Pío Baroja estaba casado, como he dicho, con doña


Concepción Zornoza. Murió antes que yo naciera. Mi abuela era propietaria de
dos o tres casas en el pueblo viejo de San Sebastián. Era muy emprendedora. Un
día se le ocurrió empeñar estas casas y edificar otra nueva en la Zurriola.
Pensaba, no sé si con alguna esperanza, alquilar la casa a don Amadeo de
Saboya, pero no pudo realizar su proyecto, y los acontecimientos de la segunda
guerra civil la arruinaron. A mí me daba la impresión de una vieja de los
cuentos ingleses, con su cara blanca y sonrosada, el pelo rubio y los ojos azules.
Era muy aficionada a leer novelas. De su matrimonio tuvo tres hijos: Serafín,
Ricardo y María. Serafín, mi padre, nació en el año 1840.

Yo fui a ver a mi abuela Concepción por última vez el año 1889; tenía
entonces yo diecisiete años. Mi padre no pudo ir desde Madrid por hallarse
reumático.

Mi padre había reñido con su madre, y no sé qué motivos tenían de


diferencias graves, pero debían de ser de bastante importancia, porque ni él ni
ella querían ya ni verse ni hablarse. Mis hermanos tampoco quisieron ir. Yo fui a
San Sebastián y encontré a mi abuela moribunda. El verla me hizo gran
impresión: estaba arruinada y no dejó más que algunas ropas, algunos libros y
muchas papeletas de empeño. Habían entrado en la casa unas mujeres de la
ciudad, que aparecían allí donde había muerto alguien, y que las llamaban las
marimoldaris. Estas mujeres necrófagas hacían sus operaciones comerciales,
naturalmente, a costa de la familia, cambalacheando y quedándose con todo lo
que podían. Yo asistí a sus latrocinios, que no podían ser muchos porque ya en
la casa no quedaba apenas nada.

Esto era en el tiempo del Carnaval. Yo le tenía cariño a mi abuela, quizá


por su tipo simpático y por sus aficiones literarias; mis primos no le tenían
ningún afecto; tiraban más a la familia de su padre, que se llamaba Igarzábal y
Apalategui. Ellos no sintieron nada la muerte de la abuela, con quien habían
reñido varias veces, y el mismo día de la muerte andaban entre las máscaras en
la plaza de la Constitución.

Yo pasé cuatro o cinco días en San Sebastián, y fui a Bilbao a hospedarme


en la casa de huéspedes donde vivía mi padre, en la calle llamada Barrencale
Barrena. Era una casa del barrio antiguo en Bilbao, que antes creo que le decían
las Siete Calles, y ahora todo el mundo parece que lo llama barrio de Achuri. La
casa de huéspedes me hizo bastante mal efecto. Había una mesa redonda y se
sentaban a ella diez o doce personas, y se hacían chistes, casi todos de bastante
mal gusto.

Mi padre estaba todavía un poco enfermo. Después de comer se cantaba


con frecuencia, y una de las canciones más en boga era una habanera cuya letra
era así:

De colores se visten los campos en la primavera.

De colores los pájaros raros que vienen de fuera.

De colores es el arco iris que vemos lucir.

Y por eso los muchos colores me gustan a mí.

Me pareció que aquél no era el sitio para un señor de cerca de sesenta


años y que tenía que defender el prestigio de su cargo.

A mucha gente le gusta esta bohemia, pero le gusta siempre en los


demás.

Mi padre, como digo, nació en 1840; tuvo una juventud, según contaba
él, bastante alegre y romántica.

Recordaba escenas de capital de provincia, que, sin duda, tenían algo del
color de las poesías de Espronceda y de los artículos de Larra. Yo le oí contar
varias veces la historia de un fantasma que aparecía en la plaza de la
Constitución, de San Sebastián, y se sospechaba que era un sargento que tenía
una intriga amorosa con una mujer que vivía en una tienda.

Mi padre, por la madrugada, solía levantarse de la cama e ir a mirar por


un ventanillo, y veía el fantasma, que se paseaba por la plaza envuelto en un
trapo blanco.

En los veranos, mi padre conoció a muchos escritores de Madrid y a


varios generales que iban a la imprenta. Acudían, entre los escritores, Antonio
Flores, Bretón de los Herreros, Usoz del Río, Estébanez Calderón «el Solitario»,
Gayangos y Aiguals de Izco.

Entre los militares, iban de visita a la imprenta don Nazario Eguía,


antiguo general carlista, a quien le destrozaron la mano derecha con un
artefacto explosivo que dicen había fabricado el padre del político don Eduardo
Chao, que era farmacéutico en Galicia. Iba también don Francisco van Halen,
hermano de don Juan, que adquirió una cierta notoriedad por sus aventuras
militares.

En la imprenta de su casa, mi padre conoció al príncipe Luis Luciano


Bonaparte, gran vascófilo, a quien regaló una colección de canciones vascas, y
también a don Modesto Lafuente, a Martínez Villergas, a Mesonero Romanos, a
Gaztambide y a don Eugenio de Aviraneta.
XV

Hace unos cuarenta años, viviendo yo en la calle de la Misericordia, fui a


encuadernar un libro a un taller pequeño y viejo que había en la calle del
postigo de San Martín, en un lado del convento de las Descalzas. Era un tabuco
balzaquiano que siempre me producía curiosidad al verlo desde fuera. El libro
que llevaba era uno de los tomos de Edgar Poe, traducido por Baudelaire. El
encuadernador, un viejo pequeño, se llamaba Cerezo. Me dijo que no sabía
cuándo acabaría la encuadernación del tomo que le llevaba y que le indicase
dónde vivía. Le di mi nombre y le indiqué que vivía en la misma manzana de
casas que él.

—Ya sé dónde es —me dijo—. ¿Así que usted es Baroja?

—Sí. ¿Por qué lo pregunta usted? ¿Ha leído algo mío?

—No. Pero quisiera saber qué hicieron ustedes, los de su familia, con la
herencia del cura Baroja, de Venezuela.

—Yo no sé nada.

El encuadernador me contó una historia un tanto novelesca.

Según él, un cura Baroja, que había vivido en Venezuela, se había


enriquecido allí no sé cómo. Este cura, ya viejo, quiso volver a España; se
embarcó, y antes de llegar a la Península, un navío inglés detuvo al buque en
que iba y lo llevó preso a Inglaterra.

El cura Baroja, al cabo de algún tiempo, se embarcó para España, y al


llegar a Cádiz, murió, y dejó su fortuna, al parecer, en el Banco de San
Fernando, parte para sus herederos y parte para su ama.

Al cabo de cuarenta o cincuenta años, en 1868, un ministro de Hacienda


llamado Orovio decidió liquidar este asunto y dispuso que se presentaran los
herederos que se consideraban con derecho a esta herencia.

El encuadernador, que estaba casado con una mujer apellidada Baroja,


intervino en el asunto, y no sé qué datos le faltarían, porque el hombre, según
dijo, empleó cerca de diez mil duros en sus gestiones y no sacó absolutamente
nada. El único que había cobrado, según él, muchos miles de pesetas, como
pariente del cura, había sido Michelena, que fue empresario del teatro Real, de
Madrid.
Yo le pregunté a mi padre qué sabía de este asunto, y él me dijo que
recordaba algo de él, pero que le habían dicho que a los que se llamaban Baroja
les faltaba, para tener derecho a la herencia del cura, un apellido: Martín o
Martínez.

Volví yo unos días después a casa del encuadernador Cerezo con la idea
de sonsacarle; pero el viejo, que la primera vez había estado tan comunicativo,
se mostró enfurruñado. Dijo que aquel asunto le había costado mucho dinero y
que no quería ocuparse ya de él. Me habló en broma de unas capellanías que
tenía el cura y me dijo con cierta sorna que buscara yo dónde estaban y que las
reclamara.

Naturalmente, yo no hice nada, porque no tenía datos concretos y


hubiera perdido el tiempo y el dinero.
XVI

Mi padre, Serafín Baroja y Zornoza, fue ingeniero de minas, escribió en


castellano y en vascuence y era de San Sebastián.

Tenía un gran entusiasmo por su pueblo, con caracteres de verdadera


manía.

No comprendía que lo importante, en su tiempo y en el actual, al menos


desde un punto de vista literario, no es llevar París o Madrid al rincón, sino
llevar el rincón a París o a Madrid.

De niño, mi padre debió de ser guapo, a juzgar por lo que oí decir de él;
tenía el pelo muy rubio, y de chico le llamaban Cascazuri, que quiere decir
cabeza blanca o cabeza rubia. Su amigo Francisco Echagüe, conocido por Paco
Echagüe, que era de su tiempo, y que hizo, hacia el año 70 y tantos, un
periódico satírico titulado El Látigo, hombre agresivo, pero que tenía mucha
amistad con mi padre, me decía muchas veces: «¡Qué ojos más alegres tiene tu
padre! Son como ojos de grillo».

La infancia de mi padre, al parecer, fue muy agradable; debió de


corretear por el pueblo, aprender música con el maestro Santesteban, tocar el
violonchelo en la iglesia de Santa María y, según decía, jugar a los bolos en un
cementerio abandonado, poniendo como límites del campo las calaveras de don
Sebastián Miñano y de don Pío Pita Pizarro.

El doctor Val y Vera me contaba que en Illueca, pueblo de Aragón, en


donde, según la fama, estaba enterrado el antipapa Luna, se decía que los
mozos del pueblo, en el cementerio, habían jugado al chito con las calaveras, y
que entre ellas había una que aseguraban era del antipapa Luna.

Al parecer, este gusto macabro se ha dado en muchos sitios.

A los catorce o quince años, mi padre se fue a Madrid y comenzó a


estudiar el bachillerato y después para ingeniero de minas. Entonces debía de
tener una amistad estrechísima con un camarada suyo llamado Goicoechea, que
vivía con él en una casa de huéspedes de la calle de la Reina, con una señora,
doña Nacimiento, que los trataba como parientes. La amistad de Goicoechea y
de mi padre era tan grande, que en el Instituto de San Isidro, donde estudiaron
los dos, porque había salido mal Goicoechea, mi padre consideró necesario que
debía salir también mal, y no contestó a las preguntas que le hizo el profesor.

Mi padre era hombre alegre y bondadoso, muy preocupado de la


opinión de sus antiguos amigos y bastante despreocupado para las cosas
propias. Tenía fama de original y era de temperamento bohemio y de carácter
algo arbitrario.

Mi padre era muy entusiasta de la ópera, y durante su tiempo de


estudiante había ido mucho al teatro Real. Conocía a Gayarre, y yo le vi, cuando
estudiaba yo en el instituto, en Madrid, alguna vez hablando con el tenor en la
calle del Arenal; pero, sin duda, no estaban muy de acuerdo, porque mi padre
creía que, en algunas óperas, Tamberlick, y sobre todo un tenor italiano, Mario,
que había oído en su juventud, era el mejor de todos.

Yo no heredé este entusiasmo por los cantantes. Es cosa que no me ha


producido sugestión. Las óperas las recuerdo tanto por la música como por el
aire que tenían los teatros donde se cantaban en otra época.

Terminada su carrera de ingeniero de minas, mi padre se casó y fue a las


minas de Riotinto, donde nacieron mis dos hermanos mayores.

En Riotinto le sorprendió la revolución del año 1868, y en esta época le


dieron una puñalada en el muslo que estuvo a punto de producirle
consecuencias muy graves, porque el cirujano que le cuidaba, amigo del
agresor, le convenció para que se levantara antes de cierto número de días, y
tuvo una hemorragia de la que estuvo a punto de morir.

De las minas de Riotinto fue a Guipúzcoa, a Navarra, a Vizcaya y al


Instituto Geográfico de Madrid. Nunca tuvo sentido práctico; creía que eso de
ganar dinero era una broma que no valía la pena, y, en algunas partes, como en
Bilbao, obtenía mucha menos ganancia que sus ayudantes, hasta el punto que
uno de ellos ganaba cincuenta o sesenta mil pesetas cuando él no cobraba más
que seis o siete mil al año.

En una ocasión, un señor bilbaíno, don Fermín Herrán, que había


publicado en Bilbao la Biblioteca Bascongada, le propuso a mi padre que saliera
del Cuerpo de Minas del Estado para entrar en una sociedad minera con un
sueldo grande, de ocho mil duros al año. El señor Herrán había formado una
sociedad con capitalistas fuertes. Nos convidó a comer en el Hotel de París a mi
padre, a Ramiro de Maeztu y a mí, con la idea de hablar del asunto. Durante la
comida, mi padre no hizo más que desviar la conversación del objeto que había
motivado el convite, contando anécdotas e historias, y cuando Herrán se
decidió a hablar del asunto que le interesaba, mi padre lo tomó a broma y dijo
que los bilbaínos eran tan poco hábiles que, a veces, en una comida agradable,
se ponían a hablar de cuestiones de dinero. Pero añadió que creía que un
hombre como Herrán, que era escritor, no descendería a esta vulgaridad.
Entonces, el bilbaíno, convencido de que nada lograría tratando de
insistir nuevamente, se encogió de hombros, como pensando que mi padre era
cosa perdida.

Cuando salimos del hotel, yo hablé en tono de mal humor, y Maeztu, que
venía a mi lado, me dijo: «Claro: usted quería que su padre, a su muerte, le
dejara unos miles de duros, y su padre no se ocupa de eso».

Tenía mi padre tal fe en sus amigos de San Sebastián y en su pueblo, que


vivió siempre con una ilusión completamente absurda. Creía que eran gentes
especiales, distintas a los demás; pero, en el fondo, eran unos arribistas que iban
a lo suyo y no tenían la menor idea de ayudarle a él.

Cuando llegó el momento en que necesitó de su apoyo, yo pude ver que


su amistad era falsa y se perdía en vana palabrería.

Encuentro una reseña de una conferencia dada hace diez o doce años por
don Vicente Machimbarrena en el Ateneo Guipuzcoano, en el periódico El
Pueblo Vasco, de San Sebastián. Cuenta unas anécdotas, algunas auténticas y
otras falsas.

«Serafín Baroja, cuando era ingeniero jefe de minas, iba por la carretera con la ropa
deteriorada.

»La Guardia Civil le pidió los documentos y no quiso presentarlos.

»—Pues tiene que venir con nosotros —le dijeron.

»—Bueno —respondió.

»Y así siguió hasta el despacho del gobernador […]

»Llevaba la oficina al día, pero a veces le pedían datos que no creía de interés, y no hacía
caso. Hasta que le reprendían de Real orden.

»Y él mandaba lo siguiente:

»—Archivad esta Real orden en la carpeta de disgustos de Su Majestad […]

»Otra vez vino a mi despacho y me pidió un libro de cálculo integral.

»Se lo llevó, y a los dos días me lo trajo.

»—¿Lo ha entendido? —le pregunté.

»—Sí. Pero esos ganchos, ¿qué son?»


Esta anécdota es completamente falsa. Mi padre, como ingeniero de
minas, no hizo nada de particular en su profesión, ni sus compañeros tampoco,
a excepción de algunos, como don Casiano del Prado, Mallada y Adán de Yarza.
Pensar que un ingeniero, que había estudiado sus matemáticas, como
cualquiera, no sabía distinguir el signo de las integrales, que saben distinguir
los que no han estudiado matemáticas, es una perfecta tontería. Mi padre
contaba esto de los ganchos; pero se lo había dicho delante de mí don José León
Uxxx, abogado de Azpeitia.

Mi padre escribió algunos versos en vascuence y una novela en


castellano, que dejó incompleta.

Puso letra, en vascuence, a la música de un aire popular titulado El


Iriyarena, o sea de ‘Los bueyes’, y a una Marcha de San Sebastián, de Raimundo
Sarriegui.

Hizo también una canción en vasco, muy romántica, a la que puso


música un compañero suyo, ingeniero de minas, don Mariano Zuaznavar, que
estaba muy bien. La canción se llamaba Ay au Dolorea, y comenzaba así:

Adios damari esan ta.

(‘Después de dar el adiós a la dama.’)

A mi padre le faltaba para ser escritor el tener una visión clara de lo que
era y es siempre interesante para el mundo. Esto le faltaba en absoluto, y sin
ello no podía hacer nada importante. Su educación literaria era deficiente.

En su especialidad vasca, sabía el vascuence bien. Hubiera podido hacer


una serie de canciones y recoger otras muchas, populares, con lo cual hubiera
llegado a tener una personalidad literaria. Creía que no había que llevar lo
particular a lo general, es decir, en su caso, lo vasco a lo universal, sino llevar,
por el contrario, lo universal a lo vasco. Pensaba también, como sus compañeros
donostiarras, que San Sebastián, pueblo de poco carácter, era el ombligo del
mundo, y que la gente ramplona de alguna sociedad popular podía constituir
un público digno de tenerse en cuenta.

Los únicos que por instinto comprendieron en su época su papel de


poetas populares en el país fueron Iparraguirre, bardo por instinto, y «Vilinch»,
Benito Bizcarrondo.

En cuestión musical, los donostiarras tampoco han comprendido a


Iparraguirre; no le han celebrado, y, en cambio, han hecho una estatua en uno
de los mejores sitios de San Sebastián a Usandizaga, que hizo una zarzuela
vulgar, ni mejor ni peor que cualquiera. Igualmente han desestimado a Vilinch
y le han dado su nombre a una callejuela.

Son consecuencias éstas de la cursilería de la época moderna.

Los donostiarras creyeron que Calbetón, los Machimbarrena, Jamar,


etcétera, eran hombres importantísimos porque habían llegado a tener alguna
posición y a tratar con la gente política llegada de Madrid.

Hermano de mi padre era Ricardo Baroja, que tenía una gran afición por
el periodismo y la misma inclinación de limitar el mundo a su pueblo.

Ricardo Baroja dirigió y arruinó su salud en un periódico titulado El


Urumea, el nombre del río de San Sebastián. En El Urumea, mi tío Ricardo
trabajaba como un loco, de director, de redactor, de cajista y de maquinista.

Una vez, el crítico de teatro Peña y Goñi llevó a la calle de Esterlines, en


donde estaba El Urumea, al marqués de Valdeiglesias con un periodista
extranjero.

Allí estaba mi tío vestido con una blusa, y les dijo a los forasteros: «El
director ha salido. Vuelvan ustedes dentro de dos horas, si desean verle».

Cuando volvieron Valdeiglesias y el extranjero se encontraron con el


mismo que los había recibido anteriormente, pero ya vestido de señor y
acicalado.

Mi tío Ricardo murió joven. Era hombre simpático y con una afición a los
periódicos y un entusiasmo por su pueblo verdaderamente absurdos. No vivía
ni hablaba más que de San Sebastián. La última vez que le vi en Pamplona,
cuando yo tenía doce o trece años, me permití burlarme un poco de su
preocupación excesiva por su pueblo, y le dije que a mí lo mismo me daría vivir
en un lado que en otro. Al tío Ricardo, el periódico le dio muchos disgustos, y
debió de morir muy entristecido.

Mi padre y mi tío Ricardo no querían ver en el mundo más que su


pueblo. Esto produce un espíritu de limitación y de injusticia. Yo creo que está
bien limitarse cuando las circunstancias exteriores le acotan a uno el campo;
pero limitarse voluntariamente y porque sí, me parece absurdo.
XVII

Mi madre, Carmen Nessi y Goñi, era de Madrid, y se casó a los diecisiete


años. Le llevaba mi padre nueve. Tenía un fondo de renunciación y de
fatalismo.

Había algo en su silueta de estampa italiana, y en su espíritu, algo de


mujer educada en un ambiente protestante y puritano.

Para ella, evidentemente, la vida era algo serio, lleno de deberes y de


poca alegría. Tenía una idea muy severa del deber; yo sospeché siempre que no
tenía esperanza ninguna.

Esta es, al menos, la idea que tengo yo ahora pensando en ella de una
manera un poco lejana. Trabajaba y hacía trabajar a los que estaban a su lado,
sin cansarse. Era muy querida de la gente, y sobre todo de la gente humilde.
Los criados, los obreros, los pequeños proveedores, todas aquellas personas
relacionadas con el servicio de la casa que habían entrado alguna vez en
relaciones con ella, la veían con simpatía y sentían una incondicional devoción,
porque notaban su fondo, su justicia. La llamaban con cariño «la Señora». Su
padre, Querubín, que murió muy joven, sin duda tenía algún dinero, y fue muy
aficionado a dibujar. En un álbum del ejército español con retratos litografiados
hay uno o dos hechos por mi abuelo materno, entre ellos el del general
Miniussir. Quizá este general, como medio italiano que era, aunque de la parte
de Croacia, había elegido para que le retratara a un semipaisano suyo. Como
carácter étnico, quizá germánico, mi madre tenía la cabeza alargada; era muy
dolicocéfala. Yo he heredado este carácter craneano.

Mi madre trabajó durante toda su vida, sin salir apenas de casa, sin ir a
paseos ni a teatros, acostándose tarde y levantándose temprano. En los últimos
tiempos deseaba ya morirse; tenía dolores intensos en la cintura, dormía poco, y
creo que no esperaba nada. Murió en Vera, en 1935; tenía ochenta y seis años.

Dejó algún dinero a una muchacha, Julia Uzcudun, a la que consideraba


mi madre como una amiga, para su entierro. Julia Uzcudun llevaba veinticinco
años en la casa, y antes había estado con una tía de mi madre, llamada Cesárea,
en la calle del Ángel, de San Sebastián, en cuyo domicilio nació.

Yo no pude nunca saber hasta qué punto llegaban las ideas religiosas de
mi madre.

Antes de morir, mi madre llamó, por intermedio de mi cuñada, al


párroco de Lesaca, don Félix Echeverri, que la confesó y le dio la comunión y la
extremaunción.
Al verla yo, la encontré muy serena.

El párroco don Félix me llamó aparte para decirme en voz baja: «Es un
alma pura».

La frase me impresionó profundamente.

Esto ocurría a media mañana.

Por la tarde, mi madre había entrado en su período agónico, y al


anochecer había muerto.
XVIII

Entre las personas de la familia, mi tía Cesárea Goñi era una vieja
solterona, remilgada e imaginativa, que pasó siempre su vida en San Sebastián.
Durante mi infancia, vivió en la calle del Ángel, luego en la calle de Elcano y
después en la calle Mayor. Había nacido en el año 1823. Su pasión favorita
durante sus años juveniles fue leer muchos libros y novelas populares. Era un
producto del romanticismo, al que tomaba un poco por su parte externa,
porque interiormente no creo que fuera muy romántica.

En la calle del Ángel, donde vivía mi tía cuando yo era chico, y en la


próxima del Campanario, habitaban algunos marineros y pescadores conocidos;
uno de ellos, borracho, a quien llamaban Josephe Tiñacu (‘José Tinaja’). Éste,
cuando llegaba de noche a su casa de la taberna, llamaba a su mujer y le decía:
«Fulana, saca el disco».

Otros marineros andaban por aquellas calles y por el puerto: el


Cartagenero, el Griego, el Holandés y demás.

No sé si a este Holandés estaría dedicada una canción monótona, en


castellano, que cantaban los borrachos:

El marino más embustero,

¡holandés! Nachicó.

O también:

Saca la botella,

luego beberemos.

¡Holandés! Nachicó.

Supongo que este nachicó, que servía de estribillo constante de la canción,


quería decir, en vascuence, perezoso.

En un periódico de San Sebastián hay unas frases sobre mi tía Cesárea,


que creo son de Gabriel María Laffite:

«Nuestro amigo Pío Baroja tenía en San Sebastián una respetable señora, que era su tía, y a la
que quería con verdadero afecto. Doña Cesárea, de Goñi, perteneciente a una noble familia, y a quien
conocimos con intimidad, acudía diariamente a una tertulia que, en su casa de la plaza de la
Constitución, tenía una amiga suya, y donde las demás damas que asistían pasaban todas de los
setenta años.
»Doña Cesárea, a quien se le caía la baba por su sobrino, no dejaba de ponderarle en cuantas
ocasiones se le presentaban, elogios que sus amigas acogían en silencio, porque las ideas avanzadas
de Baroja atemorizaban a aquella cristianísima concurrencia. Cierto día, una de las señoras no pudo
contenerse, y exclamó:

»—De mucho le va a servir el talento a tu sobrino para ir al infierno.

»Doña Cesárea, roja de indignación, replicó:

»—Pío no se podrá condenar nunca, porque es muy bueno, y porque aquí estoy yo para
rezar por él todos los días al Nazareno de San Vicente.

»Años después fallecía la buena señora, y se comentaba en su entierro este episodio, que
emocionó al interesado cuando lo conoció por mí».

A mi tía Cesárea le entusiasmaban los folletines; pero no creo que le


hacían mucho efecto ni los tomase muy en serio, porque, aunque contaba con
grande aparato la situación de Edmundo Dantés cuando, en el castillo de If, está
dentro de un saco y le van a echar al mar vivo, cuando piensan deshacerse del
cadáver del abate Faria, relataba esto con gran énfasis, pero tenía ello más de
broma que de cosa seria.

De chicos, íbamos nosotros con frecuencia a la casa de la calle del Ángel,


donde vivía doña Cesárea, casa que tenía balcones al muelle, y que se ha
hundido hace poco a consecuencia de un fuerte vendaval. Allí, mientras
veíamos maniobrar vapores modernos, goletas francesas y bergantines
noruegos, con una tripulación de marineros rubios, interrumpíamos las
observaciones para escuchar un relato tenebroso de nuestra tía, sacado de Los
misterios de París, de El judío errante o de El conde de Montecristo.

Doña Cesárea había leído también la novela Las ruinas de mi convento, que
se publicó anónima, y que era del escritor mallorquín Fernando Patxot, autor
que publicó algunos libros históricos con el seudónimo de Gutiérrez de la Vega.
Mi tía decía con énfasis esta frase del libro romántico del mallorquín: «En los
umbrales del claustro dejé mi última lágrima y mi postrera corona de flores».

Otra de las relaciones que nos solía contar era las aventuras de su padre,
Antonio María de Goñi, consignatario de barcos, y que tenía relaciones con el
general Mina. Don Antonio María pasó de Francia a España unos documentos y
unas cartas del general, y le condenaron a muerte, y estuvo preso en el castillo
de San Sebastián hasta que fue indultado, al nacimiento de Isabel II.

Mi tía Cesárea contaba que en una fiesta de Santa Rita sacaron los bueyes
ensogados hasta el muelle para que el prisionero los viera desde el Macho, o sea
de lo alto de la cárcel del castillo.
La tía Cesárea tenía, evidentemente, mucho vigor; llegó a los noventa y
tantos años, y murió de fiebre tifoidea, que es enfermedad de jóvenes.

En el mismo periódico, El Pueblo Vasco, encuentro un recuerdo sobre esta


señora, que supongo es también de Gabriel María Laffite:

«Si yo hubiera estado presente en el justo homenaje dedicado por el municipio, en


representación del pueblo de San Sebastián, a nuestro querido amigo Pío Baroja, habría dicho estas o
parecidas palabras: No debemos olvidar, en ceremonia tan cordial al homenajeado, a doña Cesárea
de Goñi, de la noble familia de los barones de Goñi, y en cuya casa habitaba siempre el ilustre
escritor cuando venía a San Sebastián. Aquella bondadosa dama, a la que más de una vez aludimos y
tratamos íntimamente, profesaba a Pío un cariño maternal, al que el sobrino correspondía
intensamente. Ella fue quien con clara visión adivinó el feliz porvenir de su pariente, y ella,
seguramente, mejor dicho, su recuerdo, viene al alma del ilustre escritor en estos momentos
solemnes.

»Por mi parte, he pasado lentamente por la calle Mayor, frente a la casa donde tantos años
vivió doña Cesárea y donde murió, dedicándola el más cariñoso de mis recuerdos».

Respecto a este trozo de artículo, tengo que reconocer que me parece


fantástico, y que yo no he oído hablar de los barones de Goñi.

Las personas de ese tiempo de doña Cesárea sabían canciones antiguas, a


las cuales un señor don Ramón Fernández había puesto letra, traduciéndola del
francés. Yo recuerdo alguna de estas canciones:

Guarda, fiel, mi memoria;

guarda, cual bella flor,

la feliz y dulce historia

de mi primer amor.

¡Oh, noches encantadas

que a tu lado pasé;

dulcísimas tonadas

que a tus pies murmuré!

Otra era así:

Creí que tú ya no me amabas

al mirar, cruel, tu desdén;


triste, al pensar que me olvidabas,

quise yo olvidarte también;

y en mi dolor, ya sin ventura,

por otro amor te abandono;

mas, ¡ay!, es tanta mi amargura…

¡Perdóname! ¡Perdóname!

Don Ramón Fernández puso letra, igualmente, a la canción francesa de


Jenny l’Ouvriére:

Voyez la haut cette pauvre fenêtre,

où du printemps se montrent quelques fleurs.

Jenny l’Ouvriére, en la traducción del señor Fernández, tenía esta letra:

Mirad allí una pobre buhardilla,

y a su ventana, unas ramas en flor.

Veréis en ella, entre flores, cuál brilla

un ángel rubio de puro candor.

Es el jardín de la pobre artesana,

que, sin soñar con la ambición,

prefiere, honrada, a la pompa mundana,

vivir en paz con Dios. Vivir en paz con Dios.

Otra canción del mismo señor es Ilusión:

Tú, que en lindas fábulas mecida,

niña, soñando vas con el amor,

pronto sabrás que en esta triste vida,


¡ay!, tiene espinas la más bella flor.

Todavía recuerdo otra canción del tiempo:

Me llaman coqueta, y cómo ha de ser;

si el hombre es veleta,

¿qué hará la mujer?

También don Ramón Fernández escribió una canción cuando acabaron


de derribar, hacia 1865, las murallas de San Sebastián, y que, si no recuerdo mal,
era así:

Mirad aquí este pueblo,

de júbilo embriagado,

que mira, alborozado,

su fausto porvenir.

Un muro le oprimía,

un símbolo de guerra;

sus muros, ya por tierra,

los ves aquí a tus pies…

Algunas de las señoras de aquel tiempo cantaban canciones antiguas,


que recordaban haberlas oído en su infancia: la canción de Marianita de Pineda y
La cachucha, que comienza diciendo:

Yo tengo una cachuchita

sólo para mi recreo…

Alguna tonadilla, alguna habanera de las primitivas y alguna canción


política, como:

Pitita, bonita,

con el pío, pío, pon.


¡Viva Femando

y la religión!

Otra canción que aún quedaba en el recuerdo debía de ser La Tirana, y


comenzaba:

Iba un triste calesero

por un camino cantando…

Y terminaba con este estribillo:

Con el trípili, trípili, trápala,

esta Tirana se canta y se baila.

Alza, morena; baila con gracia,

que me robas el alma.


SEGUNDA PARTE

LA INFANCIA
Yo soy un hombre que ha salido de su casa por el camino, sin objeto, con
la chaqueta al hombro, al amanecer, cuando los gallos lanzan al aire su cacareo
estridente como un grito de guerra, y las alondras levantan su vuelo sobre los
sembrados.

De día y de noche, con el sol de agosto y con el viento helado de


diciembre, he seguido mi ruta, al azar, unas veces asustado ante peligros
quiméricos; otras, sereno ante realidades peligrosas.

Para entretener mi soledad, he ido cantando, silbando, tarareando


canciones alegres y tristes, según el humor y el reflejo del ambiente en mi
espíritu.

A veces, al pasar por delante de una casa del camino, cantaba más alto,
gritaba, quizá con jactancia, queriendo ser escuchado. «Alguna ventana se
abrirá», pensaba, «y aparecerá un rostro simpático y jovial.»

No se abría ninguna ventana, no salía nadie; yo insistía cándidamente, y,


al insistir, iban brotando de aquí y de allá caras torvas, miradas hostiles, gente
en guardia, que apretaba el garrote en las manos huesudas.

«Quizá los he ofendido», discurría yo. «Esa gente no quiere nada


conmigo», y seguía mi marcha, al azar, con la chaqueta al hombro, sin objeto,
cantando, tarareando y silbando…

Durante mucho tiempo esta soledad, el graznido de las lechuzas, el


aullido de los lobos, me llenaban de angustia y de inquietud. Entonces
intentaba acercarme a la ciudad; pero al querer entrar en ella, me paraban en la
puerta y me ponían como condición para pasar el dejar a la entrada unos
sueños gratos, más gratos que la vida misma. «No, no; prefiero volver al
camino», murmuraba.

Y seguía marchando con la chaqueta al hombro, al azar, sin objeto,


cantando, silbando y tarareando, estremeciéndome con los rumores del campo,
con el ruido del agua en el arroyo y el cantar agorero de las cornejas.

Después, poco a poco, me dejaron entrar en la ciudad sin condiciones;


pero dentro de las calles me sentía ahogado, estrechado, sin poder respirar, y
volví de nuevo al campo…

Hoy algún camarada me dice:


—Descansa aquí. ¿Por qué no vivir entre las gentes? Hay remansos
tranquilos, hay rincones donde no se miran unos a otros con la faz torva y
amenazadora.

—Amigo —respondo—: yo soy un hombre de paso, algo que se mueve y


no arraiga, una partícula de aire en el viento, una gota de agua en el mar.

Ahora me sucede como al viajero que ha creído marchar a la casualidad


por el fondo de los barrancos, y, al llegar a una altura, al ver el camino
recorrido, comprende que, a pesar de sus desviaciones y de sus curvas, llevaba
instintivamente un plan.

Ahora, en el río confuso de las cosas que pasan eternamente siempre


cambiando y buscando su fórmula definitiva (el werden hegeliano), veo mi
existencia como un cosa que ha sido y que ha llegado a su devenir.

Ahora, la soledad no me entristece, ni me asustan los murmullos


misteriosos del campo, ni el graznido de las cornejas. Ahora conozco el árbol en
que cantan los ruiseñores y la estrella que lanza su mirada confidencial en la
noche. Ya encuentro suaves las inclemencias del tiempo y admirables las horas
silenciosas del crepúsculo en que una columna de humo se levanta en el
horizonte.

Y así sigo, con la chaqueta al hombro, por este camino que yo no he


elegido, cantando, silbando, tarareando.

Y cuando el Destino quiera interrumpirlo, que lo interrumpa; yo, aunque


pudiera protestar, no protestaría…
I

He nacido en San Sebastián el 28 de diciembre de 1872, en la casa número


6 de la calle de Oquendo, casa que había construido mi abuela doña Concepción
Zornoza.

No sé por qué me figuraba que había nacido en la calle de Poyuelo, calle


donde viví después, del pueblo viejo, oscura y húmeda, y que luego han tenido
el mal gusto de llamarla calle de Don Fermín Calbetón, que era un político
mostrenco y vulgar.

Al decirle a mi madre que no era un lugar bonito donde yo había nacido,


me contestó que no; que había nacido en una hermosa casa de lo que antes se
llamaba el paseo de la Zurriola, que estaba enfrente del mar, y que ahora no lo
está porque han hecho un teatro y unos hoteles delante.

El haber nacido junto al mar me gusta; me ha parecido siempre como un


augurio de libertad y de cambio.

Yo era el tercer hijo de la casa. Esto parece que no tiene importancia; pero
siempre tiene alguna, porque la tercera decisión para hacer cualquier cosa
siempre es una repetición, a veces aburrida.

Mi abuela había hipotecado dos o tres casas que tenía en el pueblo viejo
para construir esta obra de la calle de Oquendo, en la Zurriola.

Había pensado después amueblarla y alquilarla al rey Amadeo. Tenía


grandes salones y estaba llena de cornucopias y muebles de lujo. Esta casa la
recuerdo por haberla visto más tarde, cuando ya tenía seis o siete años. Antes
que pudiera venir Amadeo de Saboya a San Sebastián comenzó la guerra
carlista. El rey italiano tuvo que abdicar, y mi abuela abandonar su proyecto.

Entonces le dio la fantasía a la abuela de convertirla en criadero de


gusanos de seda, y por los cuartos de la casa había grandes telas y hojas de
morera en el suelo. También tenía como huésped a un pavo real, que se paseaba
por las salas majestuosamente, lanzando un graznido bastante desagradable y
saltando a veces por encima de los relojes y los sillones. El pavo real, pájaro
fastuoso y bastante antipático, tiene un grito muy feo. Mucho color y poco
dibujo, es el ideal de un poeta decadente. No sé por qué motivo nos fuimos
después a vivir a una casa de la calle de Legazpi.

El recuerdo más antiguo de mi vida es el intento de bombardeo de San


Sebastián por los carlistas. Este recuerdo es muy borroso, y lo poco visto por mí
se mezcla con lo oído.
También tengo una idea confusa de la vuelta de unos soldados en
camillas y de haber mirado por encima de una tapia un cementerio pequeño,
próximo, en donde había muertos sin enterrar con uniformes rotos y podridos.

Tengo una idea vaga de que una noche me cogieron de la cama en una
manta y me llevaron a un chalet de la Concha, que era propiedad de Errazu,
lejano pariente de mi madre. Por lo que me han dicho después, este señor era
don Juan María de Errazu, entonces alcalde de San Sebastián, y supongo de la
familia de unos Errazus millonarios de México. En este chalet de Errazu creo
que vivió después el banquero Adolfo Calzado, que era hijo de un empresario
de los teatros de París, muy célebre en su tiempo, y que era un íntimo de
Castelar y padre de un periodista, Álvaro Calzado, amigo mío.

Fuimos a vivir al sótano del chalet de la Concha, para resguardarnos de


las granadas. En aquel hotel cayeron tres granadas de aquellas que llamaban
pepinillos; rompieron los techos, que debían de ser poco fuertes, e hicieron un
agujero en la tapia que separaba nuestro jardín del próximo.

Mi padre, como he dicho, era ingeniero de minas. En esta época


explicaba, no sé por qué contingencia, la clase de historia natural en el instituto
del pueblo. Mi padre, que tenía la ilusión de que los chicos que estudiaban con
él llegasen a tener alguna afición a la historia natural, dibujó un álbum de los
caracteres de las aves y los reprodujo en litografía con el título: Aves: cabeza y
patas. Después pensaba hacer otros de mamíferos, reptiles y peces, todos a muy
poco precio, sin la idea de ganar con ello.

El cuaderno o álbum no tuvo éxito, y mi padre escribió al frente de un


ejemplar este epigrama:

Tras de tareas ingratas,

publiqué un cuaderno yo

de Aves: Cabezas y patas,

y ninguno se vendió.

Bien me advirtió quien me dijo:

«No vendes ni un ejemplar

de tus pájaros, de fijo,

hasta que sepan cantar».


Era también por entonces mi padre corresponsal de El Tiempo, de
Madrid, que dirigía Cárdenas. Creo que don José, que fue ministro, además de
ingeniero y de corresponsal, era soldado de los voluntarios liberales. Durante
algún tiempo parece que lo único que le daba dinero, aunque poco, pero algo,
para vivir, era la corresponsalía de El Tiempo.

Cuando habitábamos en el sótano del chalet del señor Errazu teníamos


un hermoso gato rubio, al que llamábamos Monseñor.

Por lo que me han dicho, su nombre procedía de la fama que tenía por
aquella época monseñor Simeoni. El cardenal Simeoni debió de ser durante
mucho tiempo nuncio en España, antes y después de ser cardenal, y atacó el
proyecto de libertad de cultos de la Constitución de la República española de
1873.

Monseñor, el gato rubio, era inteligentísimo. En la parte alta del castillo de


la Mota, de San Sebastián, había un observatorio, con una campana y un vigía.
Cuando éste veía el fogonazo del cañón carlista, tocaba la campana, y como el
sonido llega antes que el proyectil, la gente del pueblo tenía tiempo para
meterse en los portales y en los sótanos.

Monseñor había notado la relación entre la campana y el cañonazo, y


cuando sonaba el campaneo entraba en casa, y a veces se metía debajo de la
cama.

Algunos amigos de mi padre fueron al sótano donde vivíamos a


presenciar la inteligente maniobra del gato.

Entre los carlistas que ocupaban el monte Arratzain se encontraba, según


se decía, el canónigo Manterola, célebre orador, que había competido en el
Congreso con Castelar cuando las Cortes Constituyentes. Se aseguraba que
Manterola, contemplando la ciudad, decía, aludiendo a sus habitantes: «¡No
saben lo que los quiero!».

A los liberales les producía indignación esta frase.

Se hablaba de encuentros y de luchas que había habido entre liberales y


carlistas en los altos de Mendizorrotz, de Oriamendi y de Choritoquieta, que
están cerca de San Sebastián.

La gente iba y venía por el pueblo, comentaba las entradas y salidas de


los tres barcos correos, que venían de Santander e iban a Francia, y eran el
Volador, el Cuatro Amigos y el Santo Tomás, barcos de ruedas, y cuando oía la
campana del monte Urgull se metía en los portales.
El que tocaba la campana era un joven, Iturrioz, que después ha sido
pintor y profesor retirado de la Escuela de Artes y Oficios de San Sebastián.

En esta época de la guerra salían muchos barcos del puerto de San


Sebastián a distintos lugares de España y de Francia y algunos vapores.

El gobernador, para vigilar los movimientos y disparos de la batería


carlista de Venta Ziquiñ, en la falda del monte Igueldo, nombró dos hojalateros
de Hernani que no habían usado jamás un anteojo. Ellos delegaron su misión en
Iturrioz, niño entonces de nueve o diez años. Éste tenía la costumbre de mirar
con el catalejo por si descubría alguna batería enemiga, y fue el campanero y
avisador de la ciudad, y todo San Sebastián dependía del niño vigía, que estaba
orgulloso de su función.

La campana que tocaba era una campana china. Estaba llena de signos y
de emblemas. No se sabe quién la llevó a San Sebastián ni adónde fue a parar
después. La metieron en el castillo, en el Parque de Artillería, y más tarde
desapareció.

En otros pueblos de la provincia de Guipúzcoa había también vigías que


se pasaban el tiempo mirando con un anteojo las posiciones enemigas y cerca de
una cuerda para tocar la campana de alarma.

Alguna granada carlista, a pesar de su pequeñez, hizo daño, y una mató


un domingo al poeta Indalecio Bizcarrondo, llamado Vilinch, poeta verdadero y
auténtico, a pesar de escribir en un idioma de tan pequeña expansión como el
vasco. También se cuenta que había un sargento muy marchoso que se reía de
los toques de campana, y cada vez que aquélla avisaba para que la gente dejase
de andar por las calles y de pasear por el bulevar para refugiarse en los arcos de
la plaza, decía: «A mí no hay pepinillo que me mate».

Uno de estos días, tras de decir su frase habitual, siguió su camino, y el


pepinillo le alcanzó, matándole. Cosa rara, pues los disparos carlistas, salvo
alguna desgracia como la de Vilinch, no solían hacer grandes estragos.

Pasado todavía algún tiempo, en San Sebastián se cantaba una canción de


la época carlista que decía así:

En la casa de Muñoa

una granada cayó,

y entre las trabajadoras,


a tres carlistas hirió.

El estribillo era:

La primer bomba

al río cayó,

y la segunda

corta quedó,

y la tercera,

en el Bulevar;

sigue la gente

sin novedad.

También se cantaba una canción, con aire de habanera, en vascuence, que


empezaba diciendo:

Ortic ibili, ortic ibili,

María Fandango.

Después una voz seguía:

Bigarren chandan

aditutzen det

ate joca dan, dan;

ate ondoan

norbait dago ta

galdezazu nor dan.

(‘Por segunda vez oigo que están llamando a la puerta, tan, tan. Junto a la puerta hay
alguno. Pregunta quién es.’)

Y tras de la voz, venía el coro:


Ta gu guera,

ta gu guera,

gabiltzanac

gora bera

etorri nayean

onera.

Ta gu guera,

ta gu guera,

Quirlis Carlos,

Carlos Quirlis,

ecarri nayean

onera.

(‘Nosotros somos, nosotros somos los que andamos de arriba abajo, queriendo venir aquí.
Nosotros somos, nosotros somos Quirlis Carlos, Carlos Quirlis, queriéndole traer aquí.’)

Se cantaban también otras canciones en castellano. Una de ellas decía:

Venid, carlistas;

venid acá…

Y otra, con aire de vals, que empezaba diciendo:

Niña mía, escucha mi canto…

y que era, al parecer, tan popular en el campo liberal como en el carlista.

Aunque estas canciones no tuvieran, ni mucho menos, la espiritualidad y


la gracia de las antiguas canciones vascas, tampoco tenían el aire soez y
ordinario de las canciones modernas que se cantan en el país, y que representan
el espíritu brutal del gamberrismo contemporáneo.
Al chalet de la Concha solía venir a visitarnos mi tío Ricardo, de noche,
desde la Zurriola, donde vivía, y si en el camino oía la campana del castillo, se
tendía en el suelo.

En el chalet de la Concha jugábamos en el jardín y pasábamos de unos


jardines a otros, porque las granadas habían roto las tapias intermedias y
habían dejado entre ellas el paso franco… También íbamos a la playa a jugar en
la arena.

Del chalet del paseo de la Concha fuimos a vivir a una casa de la calle del
Poyuelo; naturalmente, mucho más aburrida para nosotros, los chicos, porque
estaba en el interior del pueblo.

Durante la guerra, y en la calle del Poyuelo, tuvimos alojados.

Eran soldados jóvenes, que se metían en la cocina y no sabían nada ni les


importaba nada de lo que pasaba en el mundo político, lo que les hacía
indiferentes, poco fanáticos y poco crueles.
II

Vivíamos en la calle del Poyuelo cuando hizo su entrada en San


Sebastián Alfonso XII, a caballo. Yo estuve en el bulevar, en un mirador de una
casa amiga, creo que del músico Santesteban. Todo el mundo mostró gran
entusiasmo, especialmente las mujeres, que agitaban los pañuelos y gritaban:
«¡Viva el Pacificador!».

Debió de entrar Alfonso XII, y al frente de su escolta de generales,


Martínez Campos.

De algunas escenas de la guerra carlista tengo una idea medio literaria,


por haber visto por entonces láminas de La Ilustración Española y Americana del
tiempo.

Recuerdo un dibujo titulado Emigración de los pueblos de Guipúzcoa a la


capital, hecho por Alejandro Ferrant, que parece, por los tipos de los campesinos
y por la forma de los carros y de los bueyes, una escena italiana.

Recuerdo igualmente estampas de pueblos, de campos de batalla y


retratos de generales y de cabecillas, publicados por la Ilustración Francesa, entre
ellos del cura Santa Cruz y del Cojo de Cirauqui.

Tengo también la idea vaga de haber visto pasar un grupo de prisioneros


carlistas, que los llevaron al castillo, todos muy andrajosos, y un cabecilla,
Ochavo, que merodeaba en los alrededores de San Sebastián, y que marchaba
entre los soldados, braceando con una varita en la mano y cantando una
canción vasca que tenía como estribillo:

Goacen, goacen gure lagunetara.

(‘Vamos, vamos donde nuestros amigos.’)

La verdad es que no parecía que hubiese mucho odio entonces entre


alfonsinos y carlistas.

Algún tiempo después de la guerra, en el piso de encima de nuestra


nueva casa, donde vivía un señor Erquicia con su mujer —matrimonio sin hijos
—, se desarrolló un drama que quedó truncado. Erquicia era consignatario de
barcos; había una casa Cámara y Erquicia, que creo era continuadora de don
Antonio María Goñi.

El matrimonio Erquicia comenzó a tener síntomas de envenenamiento.


Hicieron cábalas acerca de cuál podía ser la causa de su perturbación. Los
asistía una mujer viuda. Se sospechó de esta mujer, criada o asistenta; fueron
dos policías a espiarla, se escondieron en un armario de la despensa y la vieron
entrar en la cocina y echar unos polvos en la chocolatera. Los polvos eran un
compuesto de mercurio.

Se armó gran barullo en la casa. No se pudo averiguar qué motivo de


odio tenía la envenenadora contra sus amos. Cuando la llevaron presa, no se le
ocurrió más que decir en vascuence, con cierto estoicismo: «Sartubanaiz
sartunais». (‘Si entré, ya entré.’)

Lo que quería decir: «Si lo hice, ya lo voy a pagar».

Ahora, por qué lo hizo, no se supo.

Los domingos después de la guerra, mis hermanos y yo íbamos con mi


madre al castillo de la Mota, un lugar muy bonito y muy simpático. En el
castillo mirábamos el mar, y solíamos hablar con el atalayero.

Recorríamos los diversos caminos que hay desde la plaza de la iglesia de


Santa María hasta el alto del monte, donde estaba una fortaleza y una cárcel
llamada el Macho. Aquí había todavía presos, que a nosotros nos producían
gran curiosidad. En una hoja dibujada a pluma que compré en París, hace años,
entre unas estampas, que se titula «Plan de la Ville et des forts de Saint-Sebastien
pour servir aux opérations de 1823», y que tenía un sello, «École Royale Spéciale
Militaire», veo que, en el castillo, al Macho se le llama Château, a la batería de las
Damas, batterie des Femmes a otra batería que da hacia la Zurriola, batterie du
Prince, y que hay una plataforme du Sarment (‘del Sarmiento’), que hoy no se
conoce. Todavía en la puerta del castillo, al lado del río Urumea, se señala en el
plano otro fuerte, Le Mirador y Le bastión de Saint-Elme, cerca del pueblo.

En la hoja francesa no aparece el cementerio de los ingleses, que entonces


(en 1823) seguramente no existía.

En un plano pequeño de San Sebastián que hay en el mapa de Coello, de


Guipúzcoa, hay otros nombres. Al Macho se le llama castillo de la Cruz de la
Mota; a un edificio próximo, hoy en ruinas, almacén de la Pólvora; a la batería
de las Damas, batería de la Reina, y a otras explanadas que le siguen, batería de
las Mujeres, batería de Santa Clara y batería de las Bardocas, palabra que no sé
qué quiere decir. Hacia el lado de la Zurriola, y poco más o menos detrás de la
iglesia de San Vicente, se señalan la batería del Mirador, la del Príncipe y la de
San Gabriel.

Está marcada también en el plano la fuente del Castillo, hacia la isla.


Nosotros, de chicos, recorríamos el paseo de los Curas, la batería de las
Damas, el cementerio de los ingleses y el Macho, que estaba en la cumbre.
Solíamos encontrarnos en el paseo de los Curas, que es lo que cae encima del
puerto, y que entonces tenía sus baterías con sus cañones, con un loco, a quien
acompañaba un criado.

Cuando veía a los chicos, el loco se ponía muy alegre, y exclamaba,


abriendo los brazos: «¡Santiago, Santiago!», que él decía: «¡Tatiago, Tatiago!».

En cambio, si se le acercaba alguna mujer, sobre todo alguna señora


elegante, se separaba de ella, se arrimaba a una pared y comenzaba a pegar
patadas, diciendo: «El perro ciego, el burro ciego; el perro ciego, el burro ciego».

Este señor se llamaba don José, y usaba gabán y sombrero de copa. El


criado le ordenaba lo que tenía que hacer, y le decía imperiosamente:

—Don José, a sentarse.

Y él repetía en voz baja:

—Don José, a sentarse.

Y se sentaba.

—Don José, a levantarse.

Y él repetía:

—Don José, a levantarse.

Y se levantaba.

Algunas veces nos llevaban en carretela, así se decía antes a una especie
de landó, a un caserío de doña Úrsula, viuda de Laffite, que creo que se llamaba
Toledo. Tengo una idea vaga de haber visto allí una mujer que estaba loca.
También recuerdo haberme asomado a un pozo muy profundo, en donde se
veía muy abajo una media luna de agua muy negra, lo que me dio mucho
miedo, y haber visto un piano mecánico con unos muñecos muy bonitos, que se
movían al mismo tiempo que tocaba la música. He buscado muchas veces algún
piano parecido; pero no lo he llegado a encontrar. Estos juguetes con muñecos
mecánicos siempre me han gustado, y si hubiera encontrado alguno, lo hubiera
comprado si me hubiera sido posible; pero no he encontrado ningún juguete de
estos antiguos que funcionara bien. El único que vi en París fue en una tienda
de antigüedades de la Rué Chomel; pero estaba inválido, y no funcionaba
tampoco.

El envenenamiento de la vecindad y los dos locos fueron para mí como


una entrada en el folletín de la vida.

También me hacía efecto de folletín una revuelta política que contaba mi


padre en tiempo de la guerra civil, urdida por un tal Cantillo, jefe de una
compañía de movilizados federales, que se apoderaron por sorpresa de la Casa
Consistorial al grito de «¡Abajo el Ayuntamiento!».

Ellos, los voluntarios, entre los que estaba mi padre, habían defendido el
municipio, y el movimiento se sofocó fácilmente; pero parecía que en todo
aquello había habido muchas intrigas complicadas.

También recuerdo haber oído a mi padre historias del cabecilla Ochavo,


que merodeaba en las proximidades de San Sebastián; de un fuerista llamado
Belarroa, de un ex ministro de la República federal, Henrich o Hanrich, que se
hizo carlista; del cura Santa Cruz, de los hermanos Arruti y de Egozcue el
Jabonero.

Amigo de mi padre era Goicoa, el arquitecto que hizo el palacio de la


Diputación de Guipúzcoa, en San Sebastián, el edificio moderno mejor de la
ciudad.

Mi padre hablaba con entusiasmo de un tal Arcelus, que debía de ser jefe
de voluntarios; de Arnau y Dugiols, jefes de miqueletes; del médico homeópata
Lizarraga; de Zabaleta, amigo de mi tío, y varios más.

Otra de las impresiones grabadas en mi memoria con gran energía era la


Nochebuena. Mi padre nos hacía un nacimiento con figuras de papel, que a mí
me gustaban mucho más que las de barro. En medio de la decoración, y
colgando de un cielo azul lleno de estrellas, se balanceaba un ángel con una
bandera blanca, en donde se leía con letras de oro: «Gloria in excelsis Deo».

Esa noche solían llegar los campesinos de los alrededores al pueblo, y


cantaban villancicos en vascuence, acompañándose de panderos y tambores en
las escaleras.

Algunas de estas canciones todavía, al oírlas de viejo, me dan ganas de


llorar, por su sencillez y su ingenuidad, como la que transcribo en la Leyenda de
Juan de Alzate, que dice así:

Ay, au Egunen
zoragarriya!

Au alegriya

pechuan!

Jartzac guerrico

Josi berriya,

chapel garbiya

buruan

capoy parea

escuan

onaco gaba

santuan.

(‘¡Ay, qué día tan enloquecedor! ¡Qué alegría en el pecho! Pon el cinturón recientemente
cosido, el sombrero nuevo en la cabeza, dos pares de capones en la mano para una noche tan santa.’)

Al final de sus canciones, los campesinos, si les daban propinas,


comparaban a la dueña de la casa con la Virgen; y si no les daban, decían que
era una vieja bruja.

Para mí, ésta fue una de las impresiones más fuertes de la primera
infancia.

Aquel tumulto, los chillidos en la casa, las voces roncas, me daban la


impresión de algo misterioso y pánico.

Mi madre nos contaba cuentos muy bien: Pulgarcito, La Cenicienta, El gato


con botas, cuentos universales, y algunos vascos, el de Onentsaro, La Nescame
ziquiñ (‘La chica sucia’), a la que no recuerdo qué le pasaba; Tártaro, etcétera.

Mi tía Cesárea y mi abuela explicaban que en su tiempo solía ir a las


casas una vieja medio loca, vestida con una falda de flores y una cofia blanca.
Esta mujer, a la que llamaban la Curriqui, armaba un nacimiento sobre una
mesa, llevaba una varita en la mano para mostrar las figuras y una pandereta
para acompañarse cuando cantaba villancicos. Entre las figuras del nacimiento
había una mujer desastrada, que, sin duda, era bufona, y la Curriqui le dirigía
una canción, que empezaba así y que todavía en mi tiempo se oía:

Orra Mari Domingui

Beguira orri.

—Gurequin nai dubela

Belena etorri

Gurequin naibadezu

Belena etorri

atera biarco dezu

gona zar ori.

(‘Ahí está María Dominga. Vedla que quiere ir con nosotros a Belén. Si quieres venir con
nosotros a Belén, tendrás que quitarte esa saya vieja.’)

Pasado el día de Navidad, y llegado el día de Reyes, se cambiaba la


disposición y sitio de las figuras del nacimiento, y los chicos cantaban una
canción que comenzaba así:

Iru erregue Oriyenteco,

Gaspar, Melchor, ta Baltasar,

ayec irurac omentzequiten

Trinidadía nola zan

Trinidadía, Trinidadía,

Virgiña amaren semia

ura da guztiaren erreguiña.

(‘Los tres Reyes de Oriente, Gaspar, Melchor y Baltasar, aquellos tres dicen que sabían lo que
era la Trinidad. El Hijo de la madre Virgen, ése de todos el Rey.’)

También nos hablaban en Nochebuena de Onentsaro, gigante con los ojos


encarnados, con un pez en la mano, a quien se le decía:
—Onentsaro, begui gorri,

nun arrapatu dec array ori?

—Bart arratzian amaiquetan,

Zurriyolaco arroquetan.

(‘Onentsaro, el de los ojos encarnados, ¿dónde cogiste ese pez? Ayer noche, a las once, en las
rocas de la Zurriola.’)

La criada de casa nos decía también que a los chicos sucios, que no se
lavaban ni se peinaban y llegaban a tener piojos, los llevaban a la playa de la
Zurriola, les hacían una cuerda con el pelo, y Onentsaro los arrastraba por la
arena al interior del mar.
III

Otra de las cosas que a mí me producía una sensación de misterio era


pensar que, en un día señalado, unos aseguraban que el día de San Juan y otros
el de Nochebuena, si se echaba un huevo en un vaso de agua a las doce de la
noche, se veía un barco con todas sus velas.

Yo pensaba cómo podía ser esto, y aunque no lo podía comprender, me


maravillaba.

Como he dicho, los domingos íbamos al castillo de la Mota y al paseo de


los Curas. El paseo de los Curas era una explanada del castillo y nuestro lugar
favorito. Tenía una pequeña muralla y dominaba el muelle y el mar. Luego
subíamos, y veíamos los cañones de la batería de las Damas y la cárcel del
Macho. Allí había una pequeña guarnición de tropa y algunos soldados.
Hablábamos con éstos, y nos daban gorriones, que llevábamos a casa;
pasábamos por el cementerio de los ingleses, en donde había enterrados
también algunos militares muertos en la primera guerra civil.

Existía, asimismo, una cueva pequeña en el castillo, que salía al mar, que
desapareció al hacer el paseo ancho y asfaltado que hay ahora. De esa cueva
pequeña se contaba entre los chicos que era el asilo de un dragón o serpiente
con alas, que en vascuence se llamaba Eganzuguía o Erenzuguea.

Por esta época comenzamos los tres hermanos a ir a la escuela de la calle


del Campanario. El maestro era don León Sánchez y Calleja, castellano o
riojano, demasiado aficionado a educarnos a golpes de puntero. Era devoto de
la máxima clásica: «La letra, con sangre entra».

La calle del Campanario, defendida por una manzana de casas del viento
del mar, es solitaria, paralela a la del Ángel, y tiene un arco por encima de la
calle del Puerto.

Al parecer, la escuela de don León, que yo recuerdo como bastante


pobre, era, para otros, una escuela elegante y de ricos, y los chicos de las
escuelas públicas nos llamaban a nosotros los tirillas.

El maestro, don León, se dedicaba a pescar en el muelle.

Don León dijo un día, a modo de pronóstico, refiriéndose a mí: «Éste va a


ser tan cazurro como su hermano».

Y después se echó a reír, satisfecho de su anticipación.


Él empleaba la palabra «cazurro» no en el sentido de malicioso, sino de
bruto.

Yo, todavía en este tiempo, era demasiado pequeño para corretear por el
puerto, subir a las gabarras y a los lanchones. Sin embargo, entraba en los
barcos con los compañeros de clase, jugaba en el arenal de la Concha, haciendo
pequeños estanques en la arena, y me gustaba enterrar algunas cosas sin valor
en cualquier agujero y mirar cinco o seis días después si seguían allí. También
solíamos ir a un almacén de la plaza de Lasala, en donde había sacos de azúcar
terciada, y comíamos de este azúcar a puñados, o por lo menos nos hacíamos
esta ilusión.

En el bulevar había una tienda de ultramarinos, que creo que era del
empresario Arana, que tenía una especie de gran serpiente de metal blanco con
la boca abierta.

Yo pensaba que aquella gran serpiente era una máquina de hacer


chocolate y que las pastillas las iba echando por la boca.

El último recuerdo que tengo de San Sebastián, de la primera infancia, es


el de un pájaro que llevamos a nuestra casa desde el castillo. Era un gavilán que
nos dieron los soldados del Macho, y que creció y se acostumbró a estar en casa.
Le solíamos llevar caracoles, que se los comía como si fueran bombones.

Al hacerse grande, se escapaba al patio, y atacaba a las gallinas y a los


gatos de la vecindad. En los días de tormenta se metía debajo de las camas.
Cuando nos marchamos de San Sebastián hubo que dejarlo. Lo llevamos un día
al castillo, nos despedimos de él, lo soltamos y se fue.

Antes de marcharnos de la ciudad, recuerdo que vino a casa un


carpintero francés llamado Marchant, que iba a embalar algunos muebles. Era
un hombre que trabajaba y cantaba constantemente. De él aprendimos dos
canciones, una de la ópera cómica Les Dragons de Villars:

Ne parle pas, Rose, je t’en supplie,

car me trahir sera un grand péché;

nul ne connait le devoir qui me lie

ni le secret en mon âme caché.

Mais quand l’hiver brisant le nide fragile,


chasse l’oiseau vers de lointains climats;

si ton cœur pense, au malheur qui s’exile,

ne parle pas, Rose, ne parle pas.

La otra canción que le oíamos a Marchant era de Mignon, de Thomas:

Connais tu le pays

où fleurit l’oranger,

les pays des fruits d’or

et des roses vermeilles?

C’est la, c’est la que je voudrais vivre

aimer, aimer et mourir.


IV

Otras canciones se oían en la casa y en la calle, de zarzuelas modernas


del tiempo.

Entre las vascas, una muy famosa era la del poeta Vilinch, dedicada a un
caballo blanco que llevaba el carro de la basura de la ciudad, canción que tenía
gracia, y otra, del mismo autor, sobre un tal Domingo Campaña, que, según el
vate popular, cuando iba montado sobre una mula hacía el prodigio de mostrar
una mula montada sobre otra.

En la plaza antigua se oían durante las fiestas tocatas tan bonitas como el
Iriyarena y Ay, ay, mutillá, y otro aire de tamboril y de chistu, con letra híbrida,
muy gracioso:

Artillero, dale fuego,

ezcontzen zaigula

pastelero.

De las canciones en castellano, recuerdo la de los auxiliares de Bilbao y


una habanera, que quizá era de Iradier, de la cual se me quedaron dos letras,
una:

La Pisqui, la peinadora,

con excusa de peinar,

le da citas al velero

y se van a pasear.

Y la otra que decía:

Aquel marinero cojo,

aquel que le falta un ojo,

aquel que no puede ver,

el torito le va a coger.

Otra canción que se cantaba debía de ser de un baile inglés, con letra
caricaturizada, y decía así:
Ande la giga

y el baile inglés,

ingilish, mankuilish,

verigüel.

La música de las zarzuelas que se oían eran todavía de Marina, Jugar con
fuego, Los magiares, etcétera.

Por entonces había figuras de cera en el campo de Maniobras, después


parque de Alderdieder, en San Sebastián. También recuerdo haber ido en cierta
ocasión al teatro Principal y haber visto desde un palco una comedia que se
llamaba El esclavo de su culpa. Yo hice una observación de chico, mirando al
escenario, y exclamé en voz alta: «Pero ahí no se hace más que hablar».

Y alguien dijo después que yo era un zulú, palabra que entonces se


empleaba mucho para calificar a un salvaje y a un bruto.

En un número del Diario de San Sebastián, de 1875, veo el anuncio de la


tienda de Arana, de que me ocupaba antes. Dice así:

ARANA, ALAMEDA, 13.

«Bacalao de Noruega, Islandia y Escocia; venta al por mayor y menor, a precios arreglados.
Bujías legítimas inglesas de 26 cuartos paquete en adelante.

»Queso de bola y nata legítimos de Holanda, y mantequilla en latas.

»También se ha recibido azúcar de pilón en cuadritos».

Qué aire de época tiene todo esto.


V

De San Sebastián fuimos a Madrid, creo que por el año 1879. Al ir en el


tren, al llegar a la estación de Ávila, mi padre pidió desayuno para todos. No
había bollos, y, al ver que no se podía tomar más que café sorbido, dije que no
lo quería, y me quedé incomodado y hambriento. Después, mirando por la
ventana los montes y barrancos del camino, me mareé, y me tuve que echar en
el asiento. Llegamos a Madrid con gran retraso. Era una época en la que se
hablaba mucho de la muerte del papa Pío Nono. Mi padre estaba destinado al
Instituto Geográfico y Estadístico. Vivíamos en la calle Real, más allá de la
glorieta de Bilbao, calle que hoy es prolongación de la de Fuencarral. Enfrente
de nuestra casa había un campo alto, arenoso, no desmontado aún, que se
llamaba la era del Mico. Sobre ella había una serie de columpios y de tiovivos.
Las diversiones de la era del Mico, las calesas y calesines que existían aún y los
coches fúnebres que pasaban por la calle, eran nuestro entretenimiento desde
los balcones de la casa. Yo tenía siete años, y al principio no iba a la escuela.

Se hablaba mucho de política, de los revolucionarios, de Zorrilla, de los


carlistas y del perro Paco, que no sé qué especialidad tenía.

Con un intervalo muy corto hubo entonces dos ejecuciones: la de los


regicidas Otero y Oliva Moncasi, y oíamos vender en los alrededores de casa la
Salve que cantan los presos al reo que está en capilla. Sin duda, se ejecutaba en
el Campo de Guardias.

Muchos años después leí algo sobre Oliva Moncasi en un opúsculo de


Lombroso, titulado Gli anarchici. Según el profesor italiano, Oliva era el tipo
clásico del fracasado; estudiante: abandona el estudio, y se hace aprendiz de
escultor, tipógrafo, botero y después sienta plaza. Entra en una oficina, lee
periódicos ultrarradicales, intenta suicidarse y atenta contra el rey Alfonso XII.

Nobiling, Passamonte, Henry, Vaillant, Caserío, Morral eran por el estilo,


según Lombroso.

Cuando la ejecución de Otero y de Oliva, iba la gente en los calesines al


Campo de Guardias a ver la ejecución.

No sé qué diferencia habría entre calesas y calesines; pero supongo que


eran lo mismo, y que no se diferenciaban gran cosa de lo que se llamaba
cabriolé. Quizá la única diferencia era que en la calesa y en el calesín había más
sitio, porque el conductor o calesero se sentaba en la lanza del coche.

A mí me quedó muy grabado todo lo que oí de aquellos regicidas y lo


que decían los periódicos de su estancia en el Saladero. Por esta época, en
Madrid, se hablaba también mucho de doña Baldomera, que hacía sus negocios
en la plaza de la Paja, y de sus fantasías y engaños. Recuerdo haber visto el
retrato de esta embaucadora, recortado de algún periódico, en una tienda.
Entonces estaba en la cárcel de la calle de Quiñones, que llamaban la Galera. Se
decía que doña Baldomera había estado en un palco bajo de un teatro, para que
la vieran, y por la madrugada se marchó en un tren rápido camino de la
frontera con la idea de meterse en Francia.

Como entonces se hablaba mucho de criminales, que iban a la cárcel del


Saladero, y a la Galera si eran mujeres, a mí me parecía que todas las cárceles de
hombres se debían llamar Saladeros y todas las cárceles de mujeres Galeras, y
me figuraba que estas últimas debían de tener algo de barcos. Pero ¿dónde
podía haber barcos en Madrid, fuera del estanque del Retiro? No lo
comprendía. Yo ya sabía que Madrid era un pueblo que estaba lejos del mar.
Aun así y todo, suponía que, quizá por alguna razón ignorada y misteriosa, las
cárceles de mujeres se hacían en forma de grandes barcos.

Quizá había visto alguna estampa de los antiguos pontones.

También por entonces se hablaba todavía de las causas del asesinato del
general Prim. Unos lo atribuían a Paúl y Angulo, y otros, a los partidarios del
duque Montpensier; unos, a los masones, y otros, a los reaccionarios, y algunos,
a los dos mezclados.

Las opiniones no eran muy interesantes ni muy originales, porque


procedían de las tendencias políticas de cada grupo.

Varias veces oí hablar de aquella muerte sensacional, y nunca escuché


nada que valiera la pena, hasta que, muchos años después, un día, por la tarde,
hacia 1905 o 1906, acompañé a Galdós por las calles de Carranza y de Luchana,
y me contó una serie de detalles muy curiosos de gente que había intervenido
en el asesinato de Prim; policías, masones, revolucionarios, aventureros y
amigos de Montpensier, y dos o tres contratistas de obras, que luego pararon en
ser editores. Me habló de la sociedad revolucionaria el Tiro Nacional, en donde
se discutió teóricamente, entre Paúl y Angulo y Guisasola, la muerte de Prim.
También me habló de unos tipos de contrabandistas que terciaron en el asunto y
les pagaron con sacos de plata después del atentado. Estos contrabandistas
salieron de Madrid a caballo, con sus sacos en el arzón de la silla; pararon en
una venta, y allí el posadero los asustó, los engañó y los robó.

Galdós sabía el nombre y los apodos de los que dispararon su trabuco


contra el general Prim, que era gente del hampa madrileña.
—¿Usted escribirá un Episodio Nacional con todos sus detalles? —le dije
yo a don Benito al despedirme de él.

—¡Ah!, sí, claro.

Luego, dos o tres años más tarde, Galdós publicó España trágica, y
cuando me dijeron que hablaba de la muerte de Prim, compré el libro
enseguida. De cuanto me había contado no decía nada. Yo me quedé en el
mayor asombro. Yo, en su caso, hubiera contado todo cuanto supiera.

También se hablaba mucho en aquella época de mi infancia de los


políticos: de Cánovas, Sagasta, de Ruiz Zorrilla y, quizá más que de ninguno,
del duque de la Torre y de la duquesa. Otro que llamaba la atención del público
era el duque de Sesto, que había sido el primer gobernador de Madrid que se
había distinguido por su preocupación por la limpieza de las calles, y se
recitaba una cuarteta sucia que tenía gracia y decía así:

¡Cinco duros por m…!

¡Caramba, qué caro es esto!

¿Cuánto querrá por c…

el señor duque de Sesto?

Al duque de Sesto le veíamos, tiempo después, sentado en el paseo de


Recoletos, vestido de negro y con unas patillas de boca de hacha pintadas
también de negro. Decían que había producido muchas pasiones entre las
damas de su época: hasta la emperatriz Eugenia estuvo enamorada de él. De
viejo, no parecía ningún galán. Tenía más bien un tipo basto y vulgar. Se decía
de este duque que había mediado en los amores de Alfonso XII y que una vez
que el rey tenía una cita con la mujer de un militar, éste se presentó dispuesto a
matar al monarca, y que el duque de Sesto le pegó un tiro y le dejó muerto.

Yo siempre he sido de estos tipos maternales que se sienten más unidos a


la madre que al padre. Esto Freud lo explica de una manera fantástica,
suponiendo una rivalidad amorosa del chico por su padre —el complejo de
Edipo—, lo que me parece una explicación un poco de mala literatura.

Yo creo que siempre existe en la familia un fondo de rivalidad oscura de


índole animal, más aún entre las personas del mismo sexo, que no creo que sea
celos de la libido.
Entonces empezaba a ser yo un tanto inquieto y nervioso. No me gustaba
nada la noche; me daba miedo. Ya en la calle, cuando comenzaba a oscurecer, le
decía a mi madre: «Vamos a casa».

Y cuando llegábamos a nuestro rincón ya me encontraba tranquilo y


bien. De muchas cosas me daba unas explicaciones absurdas. De la capilla que
hay en la calle de Fuencarral, en la esquina de la calle del Arco de Santa María,
y en donde entonces, y no sé si ahora, el público echaba monedas por la reja, me
había dicho algún chico que era una capilla que había puesto alguno que la
explotaba, y por la noche entraba y se quedaba con el dinero. Por entonces, mi
hermano mayor, Darío, iba al Instituto del Cardenal Cisneros, y no le asustaba
la noche, sino que le gustaba.

Ricardo y yo fuimos a un colegio próximo a nuestra casa. Los chiquillos


de aquella escuela le habían puesto un mote al maestro: le llamaban el
Bocabierta, porque tenía aire de tonto. Su sistema pedagógico consistía
principalmente en pegar a sus discípulos con una correa en la palma de la
mano. Entre los chicos se decía que si se untaba la mano con ajo, el correazo no
hacía daño. Yo no sé, ni recuerdo, si hice la experiencia o no. Entre los
compañeros había un jorobado que era hijo del actor Mesejo, y que luego
trabajó también en el teatro.

En Madrid no teníamos parientes. Únicamente una tía, que estaba casada


con un señor que tenía una panadería, y que fabricaba bollos y dulces. Esto era
para nosotros cosa seria. La tahona y la bollería estaban en la plaza de las
Descalzas, esquina a la calle de Capellanes. Este nombre todavía tenía fama por
su famoso baile, y aún se recordaba esta letra de canción que decía:

No me lleves a Poi,

que me verá papá.

Llévame a Capellanes,

que estoy segura

que allí no irá.

Yo no sé hasta cuándo quedó en Madrid el recuerdo un poco romántico


del baile de Capellanes.

Cerca de la casa de la plaza de las Descalzas estaba el Monte de Piedad.


¿Qué era el Monte de Piedad para mí? Cuando iba a la plaza de las
Descalzas no veía ningún monte; pero estaba convencido de que había una
altura y unos árboles por allá.

Al cabo de algún tiempo, cambiamos de casa, y nos fuimos a vivir a la


calle del Espíritu Santo. Con este motivo, mudamos Ricardo y yo también de
colegio. El nuevo estaba en un cuartucho oscuro y estrecho en el que hacía de
maestro un hombre triste y tuberculoso.

El panorama que ofrecía la calle del Espíritu Santo, tanto inmóvil como
semoviente, era pintoresco para un chico curioso. Las calles de Madrid, aunque,
naturalmente, unas más que otras, conservaban todavía mucho carácter del
siglo XIX. Aún existía el servicio de aguadores y aguadoras. Nosotros teníamos
nuestro aguador, que, como todos los que se empleaban en este trabajo, era
asturiano, llevaba traje de pana y la montera típica de los campesinos de su
tierra; un cuero cuadrado, grueso, en el hombro y una zahona en una de las
piernas, donde apoyaba la cuba al verter el agua en la tinaja.

También se veían frecuentemente en la calle hombres vestidos medio de


soldados, medio de vagabundos, entre verduleros y verduleras, y solían ser
licenciados del ejército que habían estado en Cuba o en Filipinas.

Traían casi todos, mostrándolo mucho, un tubo de hoja de lata, en el que


llevaban la licencia absoluta que les habían dado al cumplir el servicio.

Era gente que, sin duda, al dejar de ser soldados, no sabían qué hacer, y
se dedicaban a vagabundear.

Estos licenciados añadían a los restos del uniforme pañuelos de colores


que anudaban al cuello, a los que eran muy aficionados. En su mayoría, se
dedicaban a pedir y a cantar, y algunos sólo a lo primero.

Delante de mi casa solía estacionarse uno de estos tipos. Llevaba en la


garganta pañuelo rojo y una pandereta en la mano. Cantaba una melopea
vulgar que sin duda la había inventado él y que empezaba diciendo:

No temáis las balas enemigas,

ni tampoco la insurrección…

Esta advertencia la ilustraba con unos pasos como de baile, y después


cantaba y bailaba algunos danzones cubanos.
No eran los mendigos y los vagabundos los únicos cantores. Las criadas
madrileñas han tenido siempre la afición a cantar todas las músicas y letras que
se pegan al oído, sean de zarzuelas, cuplés, jotas de los pueblos o seguidillas.

Yo no recuerdo canciones populares en castellano más que a partir de


esta época. Por entonces, en que ya se daba uno cuenta de las cosas, había varias
tonadas que cantaban las maritornes con gran entusiasmo. Una tenía como
estribillo:

Con el capotín, tin, tin, tin,

que esta noche va a nevar;

con el capotín, tin, tin, tin,

a eso de la madrugada.

La otra era una polca con esta letra:

Tengo niño chiquitín,

que se llama Nicolá…

Había otra canción, también muy popular, que decía:

Te vas, te vas, te vas;

te vienes, te vienes

conmigo,

y a eso de la medianoche

te vas quedando dormido…

Por este tiempo se debió de estrenar La canción de la Lola, con música de


Chueca. Y se cantaba:

La camisa de la Lola

un chulo se la llevó;

la camisa ha aparecido,

pero la Lolita, no.


Recuerdo indeleble para mí de Madrid era el de la correa del maestro, el
oír hablar a unos chicos que cogían tablas de las vallas de los solares y las
llevaban a las pastelerías y bollerías, donde, a cambio, les daban «escorza».
Entonces, no sé si ahora, llamaban «escorza» a los restos de las pastelerías y
bollerías.
VI

Estaba yo por entonces en esa etapa de la vida en que tantas cosas y


tantas palabras pertenecen aún al mundo de lo misterioso y de lo mágico, en el
que un cuento de miedo contado por la criada nos hace estar sobresaltados e
intranquilos la noche entera en la cama, y un hombre y una frase dan vueltas en
nuestra imaginación y sugieren inquietantes fantasmagorías. El haber visto una
vez el cuadro de Los comuneros, de Gisbert, me inquietaba.

Un cuento que me producía un gran terror y desagrado, contado por una


muchacha alcarreña, era el del pastor a quien otro asesina y descuartiza y
entierra los restos, y sobre sus despojos nacen unas cañas, y cuando el asesino
pasa por delante de ellas, las cañas le dicen: «Fulano, dame la asadura, dura,
que me quitaste».

Entre los objetos reales, uno, que en esta época me parecía algo mágico,
era un cortafríos.

En la calle Real y en la del Espíritu Santo servía con nosotros una criada
que era de Hiendalaencina. La muchacha, excelente, tenía, por lo que contaba
con candidez, unos parientes mineros que, en sus ratos de ocio, y para añadir
algún suplemento a su salario, se dedicaban a asaltar viviendas para robarlas. A
la muchacha nuestra, sin duda, le habían dicho que esto no tenía nada de
particular, y a ella, que no había reflexionado acerca del asunto, se le antojaba la
cosa más natural del mundo, y lo decía ante cualquiera. No sólo lo decía, sino
que se mostraba técnica y especialista en la cuestión de asaltos y de atracos.

—En una casa como ésta —decía— entrarían mis parientes sin ninguna
dificultad.

—Pero la puerta es muy fuerte —le replicó alguna vez mi madre para
tranquilizarnos a nosotros.

—¡Bah! Eso se descerraja enseguida. Si no podían por la puerta, entrarían


por el montante.

—Pero en el montante hay unos hierros que son fuertes.

—Nada; eso se corta con un cortafríos en unos minutos.

Esta muchacha de Hiendalaencina se marchó de casa porque la llamaron


sus padres, y la sustituyó una alcarreña, con una voz chillona, que se ponía
cinco o seis refajos en el cuerpo.
En una ocasión fui con ella a un lavadero próximo al Hospicio, y porque
le ensuciaron uno de los refajos, armó tal escándalo, que revolucionó la calle, y
yo me escapé y volví solo a casa.

Con la poca simpatía que tenía yo a andar por el pueblo al anochecer


solía estar en casa. Recordaba todos los pregones de la calle del Espíritu Santo.
A ciertas horas, creo que era al anochecer, pasaba una vieja gritando: «¡La
rosera, rosas; a cuarto, rosas! ¡Ay, qué ricas!». Y después otra decía: «¡La
cañamonera, tostaditos!».

Por la mañana, los pregones que se oían eran el de la «¡Miel de la


Alcarria!»; «¡Al buen queso…, queso!»; el de «¡Requesón de Miraflores, a
prueba!»; el de «¡Arrope rico de la Mancha, al buen arrope!»; el de «¡Arena de
San Isidro, el arenero!».

Había los pregones que se cantaban casi con alardes de divo, haciendo
largos calderones, como el del vendedor de plantas en primavera: «¡Yo vendo
las plantas de claveles dobles!», y el de «¡A componer tinajas y artesones,
barreños, platos y fuentes!», que era hombre que andaba con un berbiquí.

En este tiempo, en que mi padre desempeñaba el cargo de ingeniero en el


Instituto Geográfico y Estadístico, solía visitar con frecuencia a un compañero
de su niñez, Francisco Echagüe, que fue gobernador de varias provincias, y que
entonces era director de la Fábrica del Sello, y vivía en el mismo edificio de la
Casa de la Moneda.

Echagüe era un tenaz aficionado al teatro, y escribió una obra que


intituló El drama eterno, que se estrenó en el Español sin éxito.

Salvador María Granés, en un libro de semblanzas que hizo en verso con


el título de Calabazas y cabezas, que era como una réplica del publicado años
antes por Manuel del Palacio con el título de Cabezas y calabazas, decía de
Echagüe:

No hay quien su ingenio reproche;

pero hizo un drama este invierno,

titulado El drama eterno,

que sólo duró una noche.

Por Paco Echagüe, como le llamaban los amigos, conoció mi padre a


Marcos Zapata, a Eusebio Blasco, a Segarra Balmaseda, a Frontaura, Saco,
Vallejo, Nákens y a Fernández y González. Éste tenía entonces fama: escribía a
destajo sus novelas por entregas, que los repartidores echaban en las casas por
debajo de las puertas. Dicen que fabricaba unas figuritas de papel y ponía los
nombres de los personajes de las distintas tramas que integraban una de sus
novelas. Cuando mataba a un personaje, decapitaba la figurita correspondiente,
y cuando le convenía resucitar al muerto, lo hacía sin que ello le importase gran
cosa, titulando un capítulo «De cómo el capitán Mendoza no murió cuando le
dejaron por muerto en la calle del Humilladero o en el Pretil de los Consejeros».
Esto de las figuritas también lo hacía el folletinista francés Ponson du Terrail.

De Fernández y González hizo una semblanza cómica Granés, que,


indudablemente, tiene gracia, en el mismo libro ya citado. Dice así:

De su vida en el abril

fue escritor de buena ley,

valiéndole aplausos mil

Men Rodríguez, Martín Gil

y El cocinero del rey.

Diose luego a la tarea

de escribir para Manini,

y aunque él mismo no lo crea,

dijo tanto desatini

que el demonio que los lea.

Un fenómeno callejero que se daba con frecuencia en esta época, y que yo


creo que duró hasta el final del siglo, fue unos pánicos que se producían en las
calles durante el paso de las procesiones. «No hay que ir a tal sitio, porque
dicen que va a ver carreras», se decía.

Sin duda, no había vigilancia, y la gente, al menor grito, en medio de una


procesión o de un cortejo civil, se echaba a correr, y se veía la calle alarmada y
los sombreros y los bastones por tierra.
VII

Yo le vi una vez a Fernández y González en la calle de Sevilla; estuvo


hablando con mi padre.

Me pareció, a la verdad, un hombre terrible, alto, de cara fosca y torpe,


de voz bronca y acento andaluz cerrado y bravío.

Solía acudir mi padre entonces a una tertulia del café Suizo, adonde iban
Fernández y González, Zapata, Nákens, Segarra Balmaseda y otros escritores.
Contaba mi padre en casa anécdotas y dichos de los que se reunían en el café,
entre los cuales había tipos cómicos y tipos trágicos: unos, abocados a morirse
de hambre, como Segarra Balmaseda; otros, dispuestos a vivir de la política.

Solía inventar el novelista historias inverosímiles de los tiempos que pasó


en París, en las cuales hacía intervenir a los hombres más notables de Francia,
tales como Dumas, Víctor Hugo, Gautier y otros muchos. Todos, como era
natural, reconocían explícitamente que al lado de Fernández y González eran
unos pigmeos.

—Un día —contaba— nos reunimos Víctor Hugo, Castelar y yo,


formando tribunal. A la derecha se puso el poeta; a la izquierda, el orador, y en
medio, el genio.

El genio era él.

Una tarde, yendo yo con mi padre de paseo, nos encontramos a


Fernández y González en la acera del Suizo, y fuimos por la calle de Alcalá
hasta la Puerta del Sol.

El novelista se conoce que no tenía un céntimo, y se lamentaba de que,


habiendo escrito él lo que había escrito, anduviera malamente.

Hablaron de sus obras, y mi padre le dijo:

—¡Qué tipos de vascongados más hermosos ha puesto usted en Men


Rodríguez de Sanabria, don Manuel!

Don Manuel, muy serio, se dejaba convencer sin dificultad; pero, al llegar
a la Puerta del Sol, cambiando de conversación, le dijo a mi padre:

—Mira, ingeniero: a mí no me hables de literatura ni de poesía. No


entiendo nada de eso. Háblame de máquinas, de puentes, de minas. ¿Tú te
atreverías a cubrir la Puerta del Sol con una bóveda plana de granito?
—Dificilillo me parece.

—¡Difícil! Sencillísimo. ¿Tú sabes lo que es un «trensao»? Pues con un


«trensao».

¿Qué creería don Manuel que era un trenzado?

Una frase suya que me chocó cuando la oí fue ésta. Parece que uno de los
contertulios del Suizo, amigo ya viejo, le preguntó:

—Oye, Manuel. ¿Tú has leído a Shakespeare?

—Sí.

—¿Y qué te parece?

—Rabúo, chico, rabúo —contestó él.

Es una frase de admiración tan pintoresca, que me sorprendió.

Yo, por entonces, no había leído nada de Fernández y González, y no


recuerdo de él más que era un hombre alto, con bigote blanco, con unos ojos un
poco saltones y un traje abandonado. De los demás escritores no recuerdo nada.

Recuerdo, sí, de Nákens, porque mi padre le llevó a cenar una vez a casa,
y en otra ocasión le obsequió con una libra de chocolate especial que nos habían
mandado de San Sebastián, para que se lo diese a su mujer, que por entonces
había tenido un hijo.

De toda aquella época de mi infancia tengo la impresión de que Madrid


no dejaba de ser, en su limitación y en su pobreza, un pueblo alegre y
pintoresco y fácil para todo el mundo.
TERCERA PARTE

ADOLESCENCIA
I

En 1881, de Madrid nos marchamos a Pamplona. Mi padre había pedido


el traslado a esta ciudad, pensando que allí se desarrollaría mejor la vida y
nuestra educación. Recuerdo que el proyecto se discutió en el comedor de mi
casa entre mi madre, mi abuela y la nodriza de mi madre, que era una vieja
vasca que se llamaba Josefa Antonia, Joshepa Anthoni para los vascos, y que
ésta dijo: «Hay que ir a “Plamplona” “Plamplona”».

De la vida infantil de Pamplona he hablado en dos novelas: en La


sensualidad pervertida, libro en gran parte autobiográfico, con muchas cosas
disfrazadas y cambiadas, y en Silvestre Paradox.

Estos viajes, de chico, me parecían una cosa muy divertida; luego, no sé a


punto fijo por qué, me han dejado un recuerdo triste. La ilusión del viaje se
apoderaba de mí, y cuando estábamos en la casa que íbamos a abandonar entre
baúles, cajas y fardos con cuerdas de esparto, soñaba que marchábamos en
busca de un paraíso lleno de bellezas, que luego no resultaba más que una casa
como otra cualquiera, en el cual, en vez de hablarse en castellano con acento
madrileño, se hablaba con acento navarro o valenciano.

El momento más agradable de nuestra vida un poco ambulante, el de


más esperanzas, era cuando se iba a dejar la casa antigua, y se pensaba en cómo
sería la nueva.

El dormir en el suelo, el saltar sobre los montones de paja de maíz que se


sacaba de los jergones, el extender la lana por el suelo, me daba una impresión
de alegría y me inducía a pensar en las delicias del salvajismo.

El recuerdo del paso por los distintos pueblos por donde fuimos se ha
quedado en mí muy confuso, y las figuras del papel de una habitación de
Madrid se confunden con los mapas del instituto, y la muralla de Pamplona con
los tiovivos de la era del Mico.

La repetición de caras nuevas, calles nuevas, chicos de la vecindad


nuevos, se ha confundido en mi memoria, formando una masa de recuerdos
borrosos, que lo único claro que tienen para mí es el dar una resonancia triste
dentro de mi espíritu, una resonancia ya, naturalmente, muy apagada.

Del viaje de Madrid a Pamplona recuerdo que, al llegar a Tafalla, el tren


sufrió un pequeño accidente, y obligó a los viajeros a permanecer en el pueblo
durante unas horas. Fuimos a una fonda de la plaza, donde nos prepararon una
comida abundante. Para nosotros, tuvo mucho aliciente el retraso, que nos
permitió jugar en un caserón grande, que recorrimos de arriba abajo.
En los descansillos de la escalera había tinajas y toda clase de cacharros
llenos de un vino negro, espeso y dulce. Mis hermanos y yo nos pusimos a
beber a morro, y nos mareamos convenientemente.

Por la tarde tomamos un tren de mercancías, y reanudamos el viaje.


Llegamos de noche a Pamplona, y dormimos en un hotel de la plaza del
Castillo. Por la mañana estábamos jugando a la pelota en un rincón.

Pamplona, en aquel tiempo, era un pueblo amurallado, cuyos puentes


levadizos se alzaban al anochecer. Quedaban únicamente abiertas la puerta de
San Nicolás y el Portal Nuevo. Esto daba a la ciudad un carácter medieval.

Un amanecer marché con mi madre a la estación del tren para ir a las


fiestas de un pueblo cercano llamado Larumbe. Era ésta una aldea con unas
pocas casas, una antigua iglesia y creo que también un palacio. En este pueblo
se encontró, años después, una pequeña estatua de una Venus antigua, a la que
llaman el ídolo de Larumbe. Mi padre nos acompañó a la estación. Al pasar por
la puerta Nueva, el grito inesperado del centinela, que nos mandó parar, me
hizo una gran impresión.

—¡Alto! ¿Quién vive?

—¡España! —contestó mi padre.

—¿Qué gente?

—Gente de paz.

—¡Adelante!

Nos detuvimos en el cuerpo de guardia, y salimos por un arco al campo,


en donde comenzaba a clarear.

Este viaje a Larumbe me chocó. El pueblo celebraba sus fiestas, que en


Navarra se llaman mecetas, y la gente comía constantemente desde las nueve de
la mañana hasta las diez de la noche, sin parar. El desayuno se mezclaba con un
segundo desayuno de las once, éste con la comida, la comida con la merienda y
la merienda con la cena.

Yo me acuerdo que el último día anduve por el campo, y recogí como


una gran cosa una cesta con moras, y, al volver a Pamplona en el tren, entramos
en un vagón de tercera —no había otro—, y un soldado se las fue comiendo.
También recuerdo otro viaje bastante desdichado que hice después con
un condiscípulo a Huarte, cerca de Pamplona. El condiscípulo se ilusionó
porque un cochero de ómnibus le dijo que podíamos ir al pueblo, que, por
entonces, estaba en fiestas, uno en el estribo del coche y otro arriba, en la baca.
Yo vacilé; pero, al último, subí al estribo. Fuimos por la carretera a Huarte,
vimos las fiestas y llegó el anochecer. ¿Dónde estaba el ómnibus? No lo
sabíamos. Esperamos. No teníamos un cuarto para entrar en los coches que
volvían. El ómnibus se había largado.

Se hizo de noche, y empezamos la vuelta hacia Pamplona. El amigo,


antes decidido, temblaba de miedo y me asustaba a mí. El viaje nos pareció
espantosamente largo. Al llegar a casa, hubo riña; pero, al meterme en la cama,
suspiré de gusto al pensar que ya no estaba en el camino.

Pamplona tenía un hermoso paseo: la Taconera, que acababa en un


miradero que allí se le dice el Mirador, y otro, llamado paseo de Valencia, en el
que pusieron unas estatuas de reyes en mi tiempo como las de la plaza de
Oriente, de Madrid, llevadas de la capital.

El centro de Pamplona era, y supongo que lo es también ahora, la plaza


del Castillo, bajo cuyos arcos se daban cita las gentes. Nunca esta plaza fue tan
decorativa como la de Salamanca, debido a la desigualdad de los arcos, pero
siempre tuvo su encanto.

El conjunto de las calles ofrecía contrastes: unas tenían bastante


animación, y otras, como las próximas a la catedral, eran completamente
desiertas.
II

En un periódico he encontrado un artículo, BAROJA Y PAMPLONA, de


José María Iribarren, que comenta mi estancia allí deduciéndola de mi novela
La sensualidad pervertida. Esta novela, publicada hace más de veinte años, es,
como he dicho, autobiográfica.

La vida de Pamplona, contada por mí y reflejada por un escritor que vive


en la misma ciudad, supongo que es característica, porque él seguramente ha
elegido lo que le ha parecido más típico.

«Cuatro veces —a lo largo de la cosa agria y enorme de sus sesenta y tantos libros— habla
Pío Baroja de Pamplona. En cuatro esquinas de su vida parece rendirse a esa atracción —ineludible y
freudiana— que ejercen sobre el hombre los horizontes de su adolescencia […]

»La Pamplona que describe Baroja es la Pamplona rancia de finales del ochocientos. Ciudad
de humo dormido. Ciudad doliente de campanas y lluvia. Constreñida por el corsé ortopédico de la
muralla, donde los rastrillos jugaban a la Edad Media en los anocheceres.

»La población, catalogada, dividida en estratos sociales. Hidalgos de chistera y esclavina


pasean sartas de apellidos gloriosos bajo los porches de la plaza. En las mañanas de cadetes y
Taconera, una banda castrense llena el aire de fantasías de La Mascota y de Boccaccio.

»Pamplona tendría entonces la monotonía con que la retrató en un verso Manolo Iribarren:

Vida siempre la mesma,

sigue su curso igual:

vigilias en Cuaresma

y baile en Carnaval.

»En los garitos de la Mañueta, peñas de sargentos alternaban la lotería con las barajas y el
billar en un ambiente de humazo y de guitarra. Los borrachos de la ciudad llenaban de brindis de
Marina los callejones del atardecer por donde iban las viejas al rosario de San Cerni.

»Pero Baroja se vengaba en la calle de esta opresión y de estos pragmas domésticos, y se


curtía en un ambiente de barbaridades. ¡Con qué gozo revive don Pío sus granujadas moceteriles!
Bromas en el Gayarre. Pedreas en la Vuelta del Castillo, Petardos en las casas de los canónigos, Baños
en la Peñica. Periplos, por el Arga, en almadía. Había un pelotero al que, en cuanto podían, le
derribaban la pirámide de pelotas con que enorgullecía su escaparate. Y un barbero en la calle de
Curia que salía a encorrerlos, porque pasaban en fila ante su tienda golpeándole la bacía gremial. Y
una fauna de tipos raros, paranoicos, de los que él y sus amigos se burlaban donosamente. Una vez
le robaron a un vecino un aguilucho muerto, y de lo alto de la buhardilla lo arrojaron sobre los
aterrados transeúntes… La pandilla de Baroja (de la que era confaloniero aquel inquieto Laquidain,
que acabó sus barrabasadas rompiéndose la crisma contra el foso de la muralla) constituía la
pesadilla de Gonzalón, el probo cabo de alguaciles. Lo que más le gustaba era llenar de piedras las
estancias vacías del caserón que fue palacio del obispo. O pasarse las horas muertas en el sol del
Redín montado sobre el lomo oxidado de las cureñas, junto a las pirámides de bombas invadidas de
verdín y de musgo […]
»Y al lado de Baroja áspero, espontáneo, insobornable, asomaba —ya para entonces— el
Baroja filósofo, el solitario replegado en su yo, que soñaba aventuras ante el futuro inédito. Era el
Baroja estudiante, el lector de Werther y del Robinsón. El que, subido a un árbol de la Taconera,
soñaba fábulas maravillosamente aprendidas en Verne y en Maine Reid. El que recuerda, con una
rara clarividencia de horizontes, sus sentadas en el Redín y sus filosofías en el Mirador cara a la
cuesta verde, consteladas de aldeas, bajo el anfiteatro gris del San Cristóbal. Cuando su adolescencia
estremecida imaginaba viajes marineros por las aguas de un Arga harinero “antimarinero”, de orillas
llenas de molinos.»
III

La mañana siguiente de nuestra llegada a Pamplona la pasamos los


chicos jugando; comimos en la fonda, y al anochecer fuimos a la calle Nueva,
donde estaba la casa en la que íbamos a habitar. Al entrar en la casa me produjo
un efecto agradable el ver que era más amplia que la de Madrid y que tenía un
balcón grande a un patio ancho. La calle Nueva era tristísima y no pasaba un
alma por ella, quitando las horas de la mañana.

«Eriotzeco calia», comentó mi abuela materna, cuando pasamos la primera


vez por allí al anochecer. «Eriotzeco calia» quería decir, literalmente, calle de
muertes, es decir, calle para cometer cualquier desmán.

Mi abuela siempre había seguido las mudanzas de la familia, de la que


no se separaba.

Mi abuela Gertrudis de Goñi era una mujer enferma casi siempre del
estómago, flaca, triste, que no comía apenas. Vestía de negro y solía llevar en la
cabeza una toca, en invierno de terciopelo y en verano de encaje. Vivía con la
preocupación de tener en todas las casas donde habitábamos el suelo encerado
y brillante, y se pasaba la vida frotándolo.

La casa en que fuimos a habitar era espaciosa, con cuartos un poco


irregulares y escaleras para pasar de uno a otro. Tenía balcones anchos a la
calle. Por la parte de atrás daba a un patio, en el cual había siempre dos o tres
carros que transportaban trigo desde los pueblos a un almacén de la planta baja,
que era del señor Irisarri.

En Pamplona, casi todas las casas de esta parte de la calle Nueva debían
de estar repletas de sacos de grano, casi sostenidas por estas masas de trigo
dorado.

Desde el balcón del patio se veía un pequeño jardín. Era de la casa del
marqués de Besolla, y éste de la familia del general Elío.

Nosotros habitábamos el piso segundo. Todavía recuerdo el gran pasillo,


que mis hermanos y yo encontrábamos muy apropiado para jugar a la pelota,
con gran desesperación de mi abuela, porque ensuciábamos el suelo, que ella
pretendía tener como un espejo, encerado y brillante.

Nos llevaron enseguida a los chicos al colegio de Huarte, que estaba en la


Bajada de San Agustín. Este colegio tenía un corredor muy largo a la entrada, y
a la puerta, un zapatero remendón.
El primer día me pegué con otro chico a la salida de clase porque se
había estado burlando de mi acento madrileño, hasta que el portero zapatero
nos separó a patadas y a golpes con el tirapié.

Después tuve que pegarme por el mismo motivo con otro y con otros, y
adquirí fama de reñidor.

Entre nosotros, los chicos, se desarrollaban una brutalidad y una


violencia bárbaras. Los de Madrid, aunque bastante brutos, no tenían
comparación con los de Pamplona. Éstos eran de lo más salvaje que puede
imaginarse. Quizá ello no tenía nada de raro. La mayoría de mis compañeros
eran hijos o descendientes de voluntarios de la guerra civil, que tenían como
norma de la vida la barbarie y la crueldad. Constantemente estaban pegándose
y, sobre todo, pensando barbaridades y crueldades. A mí, como digo, me
pusieron en la alternativa, al entrar en el colegio, de pegar o de ser pegado, y
pegué todo lo que pude. Yo, al principio, tenía miedo, pero luego me lanzaba.
No sé si era naturalmente brutal, pero había que serlo; porque entre los chicos el
que no amenazaba y se pegaba estaba fastidiado para siempre. Me hincharon
las narices muchas veces, pero me resistí firme, di con todas mis fuerzas y
llegué a hacerme temer. El que se entregaba estaba perdido. En aquella pequeña
lucha por el prestigio había que ser bruto, jactancioso, sin compasión ni piedad.
A un condiscípulo que se achicó cayeron sobre él los demás y le amargaron la
vida.

Como estaba asustado, a la salida del colegio le iba a esperar una criada
para acompañarle. Esto no le salvó; los demás le hacían barbaridades: le
pisaban el sombrero, le orinaban en el gabán, le colgaban papeles con insultos
en la espalda y le hacían mil diabluras. Aquello era como un gallinero. El fuerte,
el grande, el audaz, vencía.

Yo creo que nunca me puse con los fuertes contra los débiles; tenía odio a
los grandes que se manifestaban déspotas y bárbaros.

Los chicos de Pamplona teníamos una mentalidad de pirata. Todo lo que


fuera cortesía o suavidad se nos antojaba rebajamiento. Andar con sombrero era
una vergüenza: había que ir con boina.

La gorra con pompón era algo para nosotros muy humillante. Le


llamábamos «tapacomún».

El marchar de paseo en fila con un traje nuevo nos parecía una cosa
indigna. No teníamos confianza con los profesores y mentíamos siempre que
nos preguntaban algo.
Cuando alguno se consideraba ofendido contra el colegio, cogía los
tinteros de cristal de la clase y los rompía en los bancos de la plaza del Castillo.
Al cabo de algún tiempo los tuvieron que poner sujetos y de plomo.

En el colegio había dos pasantes que no se significaban por endulzar la


vida de los chicos. El uno era un estudiante de cura llamado Valentín,
simpático, pero muy aficionado a dar golpes; el otro, un viejo manco, que era
temible por los atroces pellizcos que aplicaba con la única mano que tenía. Éste
se llamaba Pegenaute, y los chicos le decíamos Piojo blanco.

Yo estuve un año en el colegio; luego me hice independiente, y estudié o


no estudié; pero cursé el bachillerato en plena libertad.

En mi novela Inventos, aventuras y mixtificaciones de Silvestre Paradox he


escrito las impresiones de este tiempo que transcribo.
IV

Éste, como digo, es un capítulo de mi novela Inventos, aventuras y


mixtificaciones de Silvestre Paradox, en que se cuenta la vida de su infancia, que es
mi vida un poco fantaseada:

«Se reunía con los chicos más granujas del pueblo; sus diversiones eran apagar faroles,
envenenar lagartijas con tabaco para que “tocasen el tambor”, correr por entre los antiguos cañones
que estaban emplazados en la muralla, en un sitio llamado el Redín, y jugar al palmo, a las chapas y
al marro en la plaza del Castillo.

»En verano era una delicia bañarse en el Arga, en la Peñica, lugar adonde concurrían los
aprendices en el arte de la natación, o en el Recodo, punto reservado ya para los maestros en tan
arriesgado ejercicio.

»Reunido con una cuadrilla de alborotadores, que se pasaban los días inventando diabluras,
Silvestre no les iba a la zaga. Rompía los cristales de las casas, tirando piedras a mano o con
tiragomas; entraba de campeón en las fenomenales pedreas que se organizaban en la vuelta del
Castillo, en las que salían, a veces, algunos chicos descalabrados, y en todas partes donde se trataba
de hacer una barbaridad tenía su puesto.

»Una diversión admirable para la cuadrilla, compuesta sólo de espíritus fuertes y


emancipados, era tirar piedras a un ruinoso palacio que llamaban del Obispo, desde la muralla. La
parte trasera del palacio estaba en completa desolación y desmantelamiento; las ventanas, rotas,
desvencijadas; en vez de vidrios, sólo se veían restos de una antigua tela metálica. Cuando entraban
las piedras por las ventanas del palacio y caían en el suelo, que debía de ser de madera, resonaban
misteriosamente. Silvestre calificó aquel ruido de “ruido a cráneo”, cosa que a él le parecía
significativa y extraña.

»También era un gran placer el jugar en las carretas de bueyes, montándose uno en el
extremo de la lanza, mientras que otros varios, subidos en la parte de atrás del carro, elevaban al que
se montaba en la lanza a gran altura, y muchas veces le dejaban caer de golpe; pero esto ya
pertenecía, según Silvestre, a los rudimentos del calaverismo; era sólo para los pipiolos, pues no
podían compararse estas diversiones primitivas con otras, como la misma de producir el ruido a
cráneo en el palacio próximo a la muralla, o con el entretenimiento de poner petardos en las casas
próximas a la catedral.

»Por las noches, después del repaso de latín, una de sus mayores diversiones era el ir en fila,
haciendo todos lo que hacía el que marchaba a la cabeza: en donde el primero daba un taconazo,
había que dar un taconazo; en donde daba tres golpes con los nudillos, era indispensable, a trueque
de quedar deshonrado ante los ojos de los compañeros, hacer lo mismo. Los últimos puestos de la
fila eran, por tanto, para los más audaces; el primero, como es natural, para el más ocurrente,
chistoso y atrevido[3].

»Había un barbero en la calle de la Curia que tenía colgada en la fachada del establecimiento
una bacía dorada, como muestra, y al hombre le entraba una rabia loca al ver a los chicos pasar por el
lado de la tienda pegando, uno tras otro, un golpecito en la bacía. Salía el barbero a la puerta de su
casa enfurecido, dispuesto a todo, y al que le cogía, le hartaba de mojicones y de puntapiés, hasta
cansarse. Por eso era empresa meritoria y verdaderamente digna el ir a desafiar su cólera.

»En cambio, a los chicos les parecía de muy mal gusto la pasividad y la resignación de un
tendero que construía junto al cristal del escaparate una pirámide de pelotas y que no hacía ningún
caso de que la derribaran. Pasaban los de la cuadrilla, daban un golpecito en el cristal del escaparate,
la pirámide se desmoronaba y las pelotas iban rodando alegremente. El tendero volvía a colocarlas
con la mayor tranquilidad y paciencia; quizá el buen señor, no teniendo qué hacer, se entretenía
construyendo pirámides de pelotas. Una resignación de tan mal gusto ofendió tanto a Silvestre y a
sus amigos, que no volvieron a ocuparse jamás del hombre de las pirámides. Se hubieran creído
deshonrados acercándose a su tienda.

»En cada sitio y con cada persona había siempre algo que hacer o decir. A la estanquera de
los lunares, siempre de charla y flirteando con algún militar, se le decía una cosa fea desde la puerta
del estanco, una barbaridad, y tiraba cajetillas, de rabia. Así corría la voz, aunque no estaba
comprobado el hecho. A un pobre señor excéntrico, que llevaba una enorme peluca rubia, se le
gritaba: “¡Protestante…!”, alargando la “e”, y se echaba a correr, de miedo que siguiese, aunque
nadie le había visto hacer tal cosa.

»Se señalaban seres misteriosos, como “la Chaleca”, por ejemplo, mujer estrafalaria, vestida
de una manera muy chocante, que a veces tenía la ocurrencia de ponerse una almohada sobre el
vientre, debajo de la falda, para hacer creer que estaba embarazada.

»Había también un tipo raro, un hombre que daba caramelos a los chicos; era, seguramente,
uno de esos solterones sentimentales amigo de los niños; pero Silvestre y sus camaradas
descubrieron la verdadera causa que impulsaba al hombre a hacerles aquellos regalos: los caramelos
estaban envenenados; cierto que nadie había muerto ni se había puesto malo comiéndolos. No
importaba: los caramelos estaban envenenados.

»Era otro motivo de preocupación una borracha, Pepita, a la cual colgó una de aquellas
imaginaciones fantásticas que llevaba en un tarro, en donde seguramente la pobre recogía colillas,
aceite de vitriolo para echárselo en la cara al primero que le dijese algo insultante.

»Era un mundo de tipos que, en la imaginación de Silvestre y de sus compañeros, tomaba


una brillantez asombrosa: “Gonzalón”, el ministro, el terrible “Gonzalón”, cabo de municipales, que
perseguía furibundo a los chiquillos; el sastre “Viva el Amor”; el médico Pérez, finchado y vanidoso,
que paseaba por los arcos de la plaza haciendo crujir las botas; luego, aquella tropa de capitanes con
grado de comandante, todos sargentos de la guerra de África, siempre juntos, con aire de mal genio,
ademanes fieros y bigotes de cepillo.

»¡Y el ciclo de los juegos! ¡Qué preocupación para Silvestre era el pensar en esto! “¿Quién
dispondrá” pensaba él “cuándo se ha de empezar a jugar a los bolos y cuándo a las chanflas y a los
cartones de las cajas de cerillas, y cuándo al marro, a la comba, al vico, al trompo y a los ceros?”
Silvestre pensaba que la orden debía de venir de fuera, del Gobierno, seguramente de Madrid, un
pueblo admirable que, entre sus amigos, era el único que había visto y del cual contaba maravillas.

»Silvestre abusaba un tanto de la superioridad de haber estado en Madrid, y contaba, como


si le hubiesen ocurrido a él, todas las cosas que había oído a su padre y a los amigos de casa, e
inventaba también algunas historias; pero en esto tenía un contrincante invencible, un compañero
suyo a quien por apodo llamaban “Maca”. Era el tal de esos chicos que tienen ocurrencias: metía
lagartijas en la campanilla de la mesa del profesor, ponía alfileres en los bancos, llevaba perros a la
clase; era una especialidad en las formas primitivas de la mistificación.

»—Oye —decía a algún compañero, con voz confusa—: ¿has ido a eso de la aee?

»—¿Qué? —preguntaba el interpelado.

»Y enseguida, Maca contestaba como Cambronne:


»—M…

»Una de sus bromas con un condiscípulo roncalés, que estaba con el pelo de la dehesa, tuvo
resonancia.

»Había entonces en el pueblo una compañía de zarzuelas que solía ir todos los años a
Pamplona. Maca había conseguido un pase, por un tío suyo que estaba empleado en el Gobierno
Civil; los compañeros suyos, Silvestre y los demás, iban al paraíso a ver la función los domingos por
la tarde.

»El roncalés, que era agarrado como una lapa, dijo, cándidamente, a sus amigos, un
domingo:

»—Yo iría al teatro, pero sin pagar. ¿Vosotros pagáis?

»—¿Nosotros? Ca, hombre —le contestó Maca—. Nosotros vamos, ¿sabes?, y le decimos al
de la puerta: “Un real he pagado el gallinero” y nos deja entrar.

»—¿Sólo con decir eso?

»—Sólo con eso. Ya verás cómo entro yo.

»Efectivamente: entró, enseñó el pase disimuladamente, estuvo un momento y volvió a salir.

»—¿Ves? Pues a ti te dejarán pasar lo mismo si dices eso.

»El roncalés se decidió.

»—¿Y el billete? —le preguntó el conserje.

»—Un real he pagado el gallinero —contestó el roncalés.

»—¡Eh! ¿Qué dices?

»—¡Que un real he pagado el gallinero!

»—El billete, o no se entra.

»Y el conserje agarró del brazo al roncalés y le echó fuera.

»—¿Qué, no te han dejado pasar? —le preguntaron todos.

»—¡No! —dijo el cerril muchacho.

»—Porque no le has contestado bien —saltó Maca—. Si le hubieras dicho fuerte y mirándole
a la cara: “Un real he pagado el gallinero”; pero así, fuerte, ya te hubiera dejado pasar, porque ésa es
su obligación. Y si no, ya verás cómo entra éste.

»Uno de los amigos, que tenía contraseña, se la enseñó al conserje y pasó.

»—¿Ves…? ¿Ves…?
»El roncalés se determinó nuevamente.

»—¿Y el billete? —le volvió a preguntar el conserje.

»—Un real he pagado el gallinero —gritó con energía el roncalés.

»—Conque un real —murmuró el conserje, amoscado, creyendo que se trataba de una burla
—. ¡Conque un real!

»—Sí, señor; un real he pagado el gallinero —vociferó el chico.

»—Fuera de aquí, tunante —y el de la puerta arrimó una bofetada al chico, que le contestó
con un puñetazo en el vientre.

»Hubo gritos, patadas, salió gente del teatro, vino un ministro (allá a los guardias de orden
público se los llama ministros), se armó un alboroto morrocotudo, y la banda de chicos desapareció
en un vuelo.

»A1 día siguiente, el roncalés quiso pegar a alguno; pero Maca le convenció una vez más de
que la culpa era suya, por no haber sabido decir bien y a tiempo, con la suficiente energía, aquellas
palabras mágicas con las cuales se abren las puertas de cualquier teatro […]

»Después, Silvestre, en vez de juntarse con la antigua pandilla de amigos, que celebraba sus
reuniones en el billar de una taberna infecta de la calle de las Mañuetas, y encontrándose superior a
sus camaradas, comenzó a andar solo, para pensar a sus anchas en sus héroes, y se subía por las
tardes a un árbol carcomido de la Taconera, el árbol del Cuco, y allí se figuraba estar en las islas
fantásticas y dominios espléndidos ideados por sus autores favoritos.

»Una vez se metió en un cajón del río en busca de aventuras, y a poco estuvo de que no
entrara con su frágil barquilla en la boca de un molino.

»Otro día pensó en hacer una excursión al monte de San Cristóbal; con este objeto, fabricó,
sigilosamente, sin que nadie le viera, con la carne que le sobraba del cocido, el indispensable
pemnican, tan útil a los exploradores de los países helados. También hizo una cuerda, retorciendo
trozos de bramante, para las grandes ocasiones.

»Cuando, después de una caminata bastante molesta, llegó Silvestre a la punta del monte,
con su pemnican y su cuerda, por más esfuerzos que hizo, no pudo utilizar la cuerda ni pudo comer el
pemnican, que estaba completamente podrido.

»También dibujó un sinnúmero de planos de la casa que pensaba construir cuando llegase a
algún país inexplorado de América o de Oceanía, e hizo una verdadera escuadra de buques de
madera, de cartón y de papel. Estos últimos eran de lujo; los de madera, no; se botaban en un
abrevadero del camino de la Puerta Nueva, y todos tenían nombres notables: Nautilus, Astrolabio,
Capitán Cook», etcétera, etcétera.
V

El ir al instituto y abandonar el colegio, lo considerábamos los chicos el


colmo de emancipación.

Teníamos más tiempo para vagabundear. Solíamos hacer mil


barbaridades, luchábamos a pedradas con otros estudiantes, con los
seminaristas, y, a veces, con mozos ya fuertes y altos.

Muchos chicos llevaban navaja, y hubieran empleado armas de fuego, de


tenerlas.

Sentíamos una gran curiosidad y un gran amor por las armas y por la
pólvora. A cada paso íbamos a un baluarte de la muralla, que se llamaba el
Redín, y nos sentábamos sobre los grandes cañones de cobre, y mirábamos los
viejos morteros de plaza, con asas, que parecían pucheros, y los montones de
bombas en forma de pirámide, medio envueltos entre la hierba.

Solíamos ir también con frecuencia a ver las maniobras en las explanadas


de las afueras, en la Vuelta del Castillo, los ataques a la bayoneta, las marchas y
cambios de frente y otras cosas pintorescas y divertidas, que yo supongo ya no
tenían eficacia en el tiempo.

Los capitanes con grado de comandante, ex sargentos de la guerra de


África de la época de Prim, vestidos de paisano, presenciaban estas maniobras y
las discutían.

Sentíamos un profundo desvío por todo lo que fuera cultura. Entre


nosotros, hacer una pregunta a un profesor era la más indigna de las pelotillas.

Considerábamos al profesor como nuestro enemigo natural, y creíamos


que todo lo que se hiciera contra él estaba bien hecho.

De los condiscípulos que recuerdo por su extravagancia, uno de ellos es


el que se suicidó, tirándose de la muralla, y a quien alude Iribarren en el
artículo.

Había intentado ya dos veces matarse tirándose por la ventana. A la


tercera vez lo consiguió. Se dijo que estaba trastornado. Yo le vi al pie de la
muralla, muerto y cubierto casi todo él con una manta vieja y negruzca.

Otro de los chicos que recuerdo por su extravagancia se dedicaba a matar


ratas en una bodega de su casa. Había hecho una porra erizada de clavos. Iba
con ella a la bodega, cerraba herméticamente puertas y ventanas, encendía una
luz y se disponía a dar la batalla a las ratas. Estos animales, unos se escondían,
otros se subían por las paredes, y el chico no se cansaba de luchar y de matar, y
salía victorioso, aunque a veces con heridas.

No le preocupaban éstas. Entonces no se hablaba de que las ratas


pudieran provocar la rabia, igualmente que los perros.

Yo también tenía cierta fanfarronería, como la mayoría de los chicos.


Recuerdo que una vez, en los arcos del teatro Principal, había, arrimada a la
pared, una escalera larga, de farolero.

—¿A que tú no te tiras de arriba? —me dijo un chico.

—A que sí.

Efectivamente: subí, me tiré y, al caer y al doblar las piernas, me di con


una rodilla en el ojo, y estuve bastantes días malo.
VI

En el instituto, los catedráticos daban sus clases con toga y birrete.


Algunos eran muy viejos. Había uno, don Gregorio Paño, que explicaba
matemáticas, que aparece citado como profesor auxiliar de Pamplona en el
Diccionario de Madoz, en 1845. Era un ejemplar típico de una fauna
desaparecida.

Paño parecía el comendador del Tenorio, de piedra verdadera, con su pelo


blanco, su bigote y perilla y su hablar tembloroso. Era un pobre viejo lelo,
vanidoso e inofensivo. A veces se le veía pasear, a las tardes, por los arcos de la
plaza, vestido de frac, y en las procesiones solía llevar un gran farol de cristal.

Don Gregorio Paño consideraba como una prueba de la genialidad de


Felipe II el que este rey hubiese dicho una vez, al levantarse de la cama, a su
criado: «Vísteme despacio, que voy deprisa».

No sabemos si esta frase consta en las crónicas.

A mí me echaba constantemente filípicas. No tenía esto nada de raro,


dado su filipismo. Me decía que era el deshonor del instituto. «Nunca podrá
usted ser ingeniero, como su padre», añadía.

Con esto se terminaban sus reprensiones.

En cambio, el profesor de latín, que era un señor Robles, no me riñó


nunca, pero me envió dos veces a la corrección, que era un cuartucho con rejas a
manera de calabozo, en donde en invierno se tiritaba de frío.

Yo no recuerdo haber hecho ninguna barrabasada en la clase de latín.


Creo que si la hubiera hecho, la recordaría. Lo que sí recuerdo es que, con
sorpresa por mi parte, el profesor dijo al bedel que me llevara a la corrección.

Hacía frío allí, y tuve que estar envuelto en el gabán y dando patadas
para no helarme.

A un condiscípulo caritativo se le ocurrió comprar un pastel y un poco


de aguardiente. Los pasó a mi «prisión» por un resquicio que había en la
puerta. El aguardiente lo pasó en una pelota de goma cortada.

El pastel estaba bueno, pero el aguardiente tenía un gusto detestable al


caucho, que casi me mareó.
En general, todos los profesores me tuvieron por corto de inteligencia.
Sólo el profesor de psicología, lógica y ética, hombre chiquito, con una cabeza
grande en forma de mazo, unos anteojos y unas barbas negras —no recuerdo
cómo se llamaba—, me dijo: «Usted, señor Baroja, tiene una inteligencia clara,
que, si la aprovecha, obtendrá fruto de ella».

Esto me asombró. ¿De dónde había sacado aquel señor tal especie, como
hubiera dicho él?

Otro de los profesores —el de geografía, historia de España e historia


universal— era un señor Secret y Coll, catalán cien por cien, de Lérida, que
acostumbraba desbordarse contra nosotros con los más pintorescos insultos. Al
principio quedábamos sobrecogidos. Nos llamaba pigres, gorriones mojados,
calientabancos, y decía que movíamos las piernas como péndulos de reloj. Nos
recomendaba con ironía que fuéramos a hablar con los árboles y a pacer a los
fosos. El señor Secret tenía una idea excelente de su oratoria, y decía que no
comprendía cómo nosotros no nos entusiasmábamos con sus palabras.

La clase solía armar gran algazara a costa de un joven llamado


Navascués, pariente del violinista Sarasate, que vivía en la Escuela Normal, que
estaba pared por medio del aula del señor Secret. Navascués era músico;
después tocó el oboe en el teatro Real de Madrid, y en las horas en que Secret
explicaba sus lecciones se ponía a hacer, intencionadamente, los más
estrepitosos ejercicios con el bombardino.

El señor Secret ya sabía quién era el ruidoso músico, antiguo discípulo


suyo, y en su desesperación por verse interrumpido por su enemigo, gritaba:
«¡Ese animal de aquí al lado. Ese bruto sin remedio. Debían llevarlo a
presidio!».

Y el otro seguía con sus bum, bum, bam, bam de sus instrumentos.

Los demás profesores carecían, la mayoría, de especial carácter, salvo el


cura Rota, catedrático de francés, a quien los chicos decían cosas escandalosas y,
a veces, le metieron lagartijas en el tintero. Él todo lo tomaba a broma. Grueso,
rojo, se había hecho cura cuando se quedó viudo. Tenía una hija. Cuando los
chicos se ponían a hablar, daba de pronto un golpe con la tapa de la salvadera
en la mesa, que hacía saltar a todos del banco.

Rota era un humorista. Había escrito una gramática francesa y le había


puesto un título que decía así: Manual para aprender el francés sin estudiar, y
debajo, con letra pequeña: más que lo necesario.
Cuando Rota, el cura, leía un trozo de Los mártires, de Chateaubriand,
sobre las catacumbas, que había puesto en una antología de textos editada por
él, comenzaba con solemnidad: «Un jour tandis que Constantin assistait à la
déliberation du Sénat, j’étais allé visiter la fontaine Egérie. La nuit me surprit: pour
regagner la voie Apienne, je me dirigeai vers le tombeau de Cœcilia Métella, chef-
d’oeuvre de grandeur et d’elégance».

Al oír tantos sonidos nasales, nosotros creíamos que la lectura, que nos
parecía aparatosa y altisonante, la hacía el profesor en broma, y nos echábamos
a reír. Éramos bastante brutos para eso y para más.

Había en el pueblo un antiguo dómine, a quien apodaban «Abadejo».


Daba lecciones de latín en su casa. A su mísera academia llamaban los alumnos
«La vela». Sin duda, funcionaba de noche.

Yo no recuerdo si le vi alguna vez o lo supongo, pero me figuro al


dómine vestido de negro y con un gorro también negro en la cabeza.

Al entrar en el instituto, nuestra preocupación era ser calaveras y


atrevidos; íbamos a una churrería negra y llena de humo de la calle de la Curia,
bebíamos aguardiente matarratas, fumábamos, jugábamos a las cartas en los
cafés y nos mostrábamos lo más fanfarrones posible.

Debíamos de parecer, si no todos, muchos, crías de don Félix de


Montemar, El estudiante de Salamanca, de Espronceda. Yo había leído por
entonces este poema. Por eso lo recuerdo. Después, más que a don Félix, a mí
me hubiera gustado parecerme a Robinsón Crusoe, y cuando tenía esa
aspiración iba muchas veces, al anochecer, al paseo de la Taconera, me subía al
árbol del Cuco y fumaba en pipa, lo que me mareaba, y soñaba en una isla
desierta, sueño que igualmente me mareaba.

Mis hermanos y yo hicimos también fantásticas excursiones por el tejado


de nuestra casa y por el de las dos de los alrededores, mirando los desvanes y
asomándonos a los patios. Una vez sacamos un águila muerta que tenía
guardada un vecino, la llevamos por el tragaluz al tejado y la echamos a la calle,
produciendo un verdadero pánico en el grupo de campesinos que venían de los
pueblos con sus mulas a vender trigo, y que vieron bajar aquel pajarraco
muerto por el aire.

Hicimos otras muchas tonterías, y, entre ellas, pretendimos subir una


máquina aventadora que estaba en el patio del almacén de Irisarri hasta nuestro
piso, echándole varias cuerdas con ganchos, para probar nuestras condiciones
estratégicas.
Entre clase y clase, en el instituto, íbamos al baluarte de la muralla,
llamado el Redín, y correteábamos por encima de los cañones antiguos.
También nos dedicábamos a tirar piedras a un edificio abandonado, próximo a
la catedral. «Hace ruido de cráneo», decíamos al oír sonar las piedras en el
entarimado de los salones viejos.
VII

Una de las impresiones más grandes que recibí en Pamplona fue la de


ver pasar por delante de mi casa, en la calle Nueva, a un reo de muerte, a quien
llevaban a ejecutar a la Vuelta del Castillo, ante un baluarte de la muralla
próxima a la Puerta de la Taconera. El reo se llamaba Toribio Eguía, y había
matado a un cura y a su sobrina en Aoiz. Iba el reo en un carro, vestido con una
ropa amarilla con manchas rojas y un gorro redondo en la cabeza. Marchaba
abrazado por varios curas, uno de los cuales le presentaba la cruz; el carro iba
entre varias filas de disciplinantes con sus cirios amarillos en la mano. Cantaban
éstos responsos, mientras el verdugo caminaba a pie, detrás del carro, y tocaban
a muerto las campanas de todas las iglesias de la ciudad.

Luego, por la tarde, lleno de curiosidad, sabiendo que el agarrotado


estaba todavía en el patíbulo, fui solo a verle, y estuve de cerca contemplándole.
Parecía un fantasma horroroso, vestido de negro y manchado de sangre. Tenía
las alpargatas sin meter en los pies. Al volver a casa no pude dormir por la
impresión, y el recuerdo me duró largo tiempo.

La muchacha de casa volvió llorando de la ejecución, pero al día


siguiente ya se le había pasado el susto, y cantaba tranquilamente y no
recordaba al hombre siniestro que había pasado por la calle rodeado de los
«mozorros», que es como se llama en Pamplona a los disciplinantes o
encapuchados.

Por entonces se presentaron en casa tres ingenieros de minas, jóvenes


franceses que habían acabado la carrera en París, muy elegantes los tres, uno
con monóculo. Estuvieron a visitar a mi padre, que los acompañó por aquí y
por allá.

Sobre todo, se lamentaban de no haber presenciado la ejecución de


Eguía, que, al parecer, por lo que habían oído, les daba la impresión de una
ceremonia medieval.

Mi padre nos contó, medio en broma, las observaciones que hacían los
tres jóvenes ingenieros sobre las cosas españolas, y las canciones que cantaban,
de la Fille de madame Angot y de La Mascota, y algunos cuplés, como L’amant
d’Amanda y Quel cochon d’enfant.

Uno de estos ingenieros me recordó poco después un tipo de La Mascota,


creo que Fritellini, que canta en esa opereta:

D’un athlète ou d’un villageois


je n’ai pas la corpulence;

je suis jusqu’an bout des doigts,

plein d’une suprème élégance!

Yo no sé si alguno de estos ingenieros dejó en nuestra casa un papel con


la letra de una canción en francés, bastante graciosa, dedicada al clister, que se
llamaba Pst, Pst, y que comenzaba diciendo:

Certain de mes amis

ne se trouvant pas bien,

va trouver un médecin

excellent praticien.

En esa época de estudiante de bachillerato tenía yo, como los demás


chicos, muy poco dinero. En las familias modestas se daba a los muchachos
unos céntimos los domingos.

Yo, de chico, no tenía mucho sentido de lo tuyo y de lo mío. A veces,


alguno me decía:

—Este lápiz es mío. Esta pluma me la han quitado a mí.

—Yo no lo sé. A mí me han quitado también los que yo tenía.

—Sí, pero eso a mí no me importa. Dame los míos.

Había que darlos y tener cuidado con las cosas. Algunos chicos tenían un
sentido tremendo de la propiedad. Otros no lo teníamos tan fuerte, y con los
libros y con los apuntes de la escuela o del instituto, al cabo del curso, nos
encontrábamos que nos faltaban unas cosas y teníamos otras que no sabíamos
de quién eran.

En la calle Nueva, en el piso de al lado, vivía una familia formada por


dos señoras: una de ellas con dos hijos, y la otra, una viuda de Arteta, llamada
doña Tadea.

Esta señora comenzó a venir casi todos los días, por la tarde, a hacer
tertulia a nuestra casa, y solía contar muchas historias de la época de la guerra
carlista, que eran bastante interesantes y pintorescas, y de las cuales yo me
acuerdo con poca precisión. Algunas, a pesar de recordarlas muy vagamente,
me sirvieron para las Memorias de un hombre de acción, transportándolas de la
segunda a la primera guerra civil.

Mi abuela, doña Tadea y mi madre, muchas veces las tres con las agujas
de hacer media en la mano, se ponían en invierno alrededor del brasero a hacer
calceta y a charlar. Yo, cansado de corretear por las calles, me dormía con las
conversaciones.

Pasamos en Pamplona algunos inviernos muy fríos. En uno de ellos llegó


la temperatura a diecinueve grados bajo cero, y veíamos que una copa de vino
puesta en el balcón se helaba en cristales morados. En el interior, el agua de las
herradas de la cocina se quedaba con bloques de hielo. Yo no he conocido otro
invierno tan frío, excepto el de París, antes de comenzar la guerra actual, en
donde bajó la temperatura cerca de veinte grados bajo cero.

En Pamplona, cada cual hacía su vida.

Mi padre dibujaba planos de las minas, fumando y cantando arias y


cosas de óperas italianas: de La Favorita, Lucía, El Trovador, Norma, y de otras de
Meyerbeer.

Tenía un despacho grande, con estantes sin pintar, con una gran ventana
al patio, y allí, muestras de minerales de toda la provincia.

Con mucha frecuencia salía a hacer demarcaciones mineras por los


campos, y estaba una semana o más tiempo trabajando.

Mi madre se cuidaba de nosotros y de la casa; mi abuela tenía la


preocupación del suelo encerado, y se había hecho muy amiga de doña Tadea.

Esta doña Tadea, viuda, tenía un hijo, llamado Deogracias Arteta, pintor
de cosas de iglesia, amanerado y mediocre como artista; bohemio, que había
vivido largo tiempo en Roma, que tenía muchas condiciones para la música y
cantaba y tocaba la guitarra muy bien.

He conocido bastantes pintores a los que les pasaba lo mismo; entre ellos,
un valenciano llamado Eugenio Vivó, muy mediano como pintor, pero con un
oído y unas condiciones musicales nativas verdaderamente sorprendentes.

Era un hombre que iba una noche al teatro a oír una ópera o una
zarzuela desconocida, y salía cantando los principales motivos de la obra casi
con exactitud.
En cambio, un condiscípulo mío, llamado Carlos Venero, inteligente en
muchas cosas, se ponía a cantar la Marcha Real o La Marsellesa, y no se sabía, al
oírla, lo que tarareaba.

Con Deogracias Arteta aprendimos a cantar canciones de zarzuelas


antiguas: de Marina, de El dominó azul y de Jugar con fuego. Y si no nos lucíamos,
por lo menos nos dedicábamos a entonar aquello de «Cuando en las alas del
deseo…», «A beber, a beber y apurar…» o «Es el amor espada de doble filo…».

También cantábamos zorcicos, de los cuales conocíamos muchos.

Mi padre nos puso un profesor de solfeo, un joven de San Sebastián,


estudiante de cura en el seminario, llamado Esnal.

A mí el estudio de solfeo me aburría profundamente. «Este pequeño»,


decía por mí el maestro de música, «no pone ninguna atención en las
explicaciones.»

En esta época de la vida en Pamplona había entre los chicos, los más
cultos, entusiasmo por dos novelas: una de ellas, el Robinsón, y la otra, La isla
misteriosa.

La isla misteriosa gustaba más que el Robinsón, sin comprender,


naturalmente, que uno de estos libros es una invención genial, y el otro no es
más que una imitación, lo que los franceses llaman un pastiche, de varias obras
anteriores.

Uno de los amigos con quien solía yo divagar sobre estas novelas era un
chico enfermizo, llamado Eugenio Setoain, nacido en Burguete. Soñábamos con
islas desiertas, con hacer pilas eléctricas, como el ingeniero Ciro Smith, y como
no estábamos muy seguros de encontrar una casa de granito, dibujábamos
planos y croquis de las casas que construiríamos en los países lejanos y salvajes.

Las dos variantes del sueño eran: la casa entre la nieve, con las aventuras
subsiguientes, y ataques nocturnos de osos, lobos y otros animales feroces, y el
viaje por mar con viejos marineros con anillos en las orejas y tipo de piratas.

Había en casa un libro de historia natural, no sé de qué autor, con


láminas en colores, que a mí me entusiasmaba. ¡Qué pájaros! ¡Qué tigres y qué
panteras! Yo no me cansaba de mirar este libro, que me parecía una maravilla.
También había dos tomos de La Ilustración de Madrid, con dibujos de Pradilla, de
Pellicer y de Bécquer.

Luego, varias veces, pregunté:


—¿Y por qué no se acabó esta Ilustración tan bonita?

—Fue Echegaray —me dijeron—, que cuando fue ministro de Fomento


repartió la subvención del Ministerio entre La Ilustración de Madrid, que era la
mejor, y La Ilustración Española y Americana, que era peor.

En esta época, muchos de los chicos y yo estábamos expuestos a la


mitomanía. Yo recuerdo haber inventado una historia un día de Carnaval.
Marchando por una calle, me habían amenazado unas máscaras armadas de
palos y de cuchillos, y había llegado a creer en mi invención, y los días
siguientes, al ir por la calle, por la noche, miraba a derecha e izquierda, por si
veía a mis supuestos agresores, que, como no existían, no los podía ver. Creo
que no convencí con mi historia a nadie más que a la criada, que me contó, en
reciprocidad, como si le hubiera ocurrido a ella, otra historia tan fantástica
como la mía.

También recuerdo que un condiscípulo vio o inventó que en su casa


había un cuarto oscuro que tenía rendijas en el suelo, y por estas rendijas veía
de noche, según él, unos hombres que andaban en una especie de cuadra, y el
condiscípulo amigo mío pensaba que eran ladrones o monederos falsos.

Yo estuve en la casa, y no vi nada. Sin embargo, la posibilidad de que


hubiera aquellos hombres misteriosos nos hizo estremecer durante algún
tiempo, y lo mismo nos asustaba que pudieran ser hombres de verdad,
monederos falsos o que fueran duendes.

Yo, poco después, comencé a sentir cierto desvío hacia mis compañeros
de juego. Todos aquellos muchachos, que iban camino de la adolescencia,
tendían a la vida un poco maleante, y no experimentaban ninguna curiosidad
por nada que fuese producto de cultura.
VIII

En mi casa, los tres hermanos éramos bastante diferentes física y


moralmente. Mi hermano Darío era alto y rubio, y aficionado ya a la literatura;
mi hermano Ricardo, menos alto, y con gustos artísticos, y yo, más bajo, y un
tanto selvático.

En Pamplona, mi padre solía ir a la farmacia de un guipuzcoano,


Aramburu, creo que de nombre Nemesio, que tenía la botica en una calle que
salía del paseo de Valencia e iba hasta cerca del ayuntamiento. La botica hacía
esquina a la calle de San Nicolás. Cerca había un botero con la cara llena de
cicatrices, de una enfermedad que decían había adquirido por contagio con los
pellejos.

Muchas veces, después de corretear por la plaza del Castillo, íbamos a


reunirnos con nuestro padre a la farmacia de Aramburu.

Mi hermano Darío andaba con los chicos de su edad, y a menudo le


veíamos garrapateando hojas de papel, sin copiar de ningún libro. Ricardo tenía
afición a dibujar y a cosas científicas. Yo, por entonces, no tenía ninguna afición
determinada.

Todos los años había ferias en Pamplona, que se establecían en el paseo


de Valencia y en la Taconera. Después, pasados los años, tuve interés histórico
por estos sitios.

Durante la primera guerra civil, en el paseo de Valencia, mataron los


soldados sublevados al general Sarsfield, y en la Taconera, a la entrada de
Espartero en la ciudad, fusilaron, con otros, al coronel Iriarte, conocido por el
apodo de «Charandaja».

En el paseo de Valencia se establecían las barracas de comercio, medio


bazares, que tenían de todo, y también las loterías y los puestos de a real y
medio. En la Taconera solían estar los cosmoremas, las barracas de los
fenómenos y de los monstruos y las figuras de cera.

Yo solía tener gran curiosidad, sobre todo, por las figuras de cera. En las
figuras de cera abundaban las de los criminales y bandidos, que se codeaban
con las de los militares famosos, como el mariscal de Mac-Mahón, el mariscal
Canrobert y otros, conocidos en el tiempo. En alguna de estas barracas había un
gabinete reservado, donde se ofrecían a la contemplación del público, mediante
el pago de un suplemento, cosas bastante desagradables.
Hubo algún año un palacio de la física, donde un charlatán incansable
electrizaba al público, y hablaba de electricidad, que él llamaba, medio en
francés, force electró.

Cada verano se complicaba la competencia entre los virtuosos del


charlatanismo. Un año se presentaron algunos oradores en coches magníficos, y
vendieron un elixir para expulsar las tenias, y la manteca de la serpiente
cascabel, que era útil para toda clase de heridas y de inflamaciones, según el
elocuente voceador de este producto.

En uno de aquellos años de fiesta hubo un escándalo en la plaza de toros,


que lo produjo un tipo popular de San Sebastián, que se llamaba Ángel
Minondo. Este tipo, conocido por todos por Angelito Minondo, era un hombre
obeso, inyectado, con unas patillas rojas, vestido con trajes claros, que iba a
todos los espectáculos.

Sin duda, fue a una corrida de toros de Pamplona, y chilló y tiró algo a la
plaza, y no sé si le echaron una multa y no la quiso pagar; el caso es que le
llevaron a la cárcel, y convirtió la cárcel en un casino, en donde daba cenas y
fiestas.

Mi padre, que era amigo de este Minondo, nos llevó a nosotros a la cárcel
a verle. Era un espectáculo bastante absurdo y poco edificante el de este hombre
grueso, con un tipo de holandés, convidando a los ladrones y a los criminales y
a los señoritos del pueblo.

Uno de aquellos años, un francés que se llamaba Verdu, que se dedicaba


a cuestiones de minas, conocido de casa y a quien mi padre no le tenía ninguna
simpatía, nos compró un aparato para ver vistas estereoscópicas y fotográficas,
que todas, invariablemente, tenían unos agujeritos, con lo cual los monumentos
que representaban, desde el teatro de Variétés de París hasta el Partenón griego,
aparecían con iluminaciones a la veneciana.

Poco después de nuestra llegada a Pamplona, a un andaluz llamado


Justo se le ocurrió poner en el primer piso de la casa en que nosotros vivíamos,
y que era muy amplio, una fonda, y recuerdo que durante el verano entre los
huéspedes figuraron los toreros de las cuadrillas de «Lagartijo» y Mazzantini.
Entre los de «Lagartijo», estaba «Guerrita», de banderillero, y, sin duda, de
sobresaliente, y en la de Mazzantini, el picador «Badila», que luego fue autor
dramático[4], y «Agujetas», otro picador.

Como el verano era caliente y los balcones estaban abiertos, oíamos a los
toreros que hablaban, los veíamos vestirse para ir a la plaza, y Badila
acostumbraba amenizar la sobremesa cantando números de zarzuela, y con otro
compañero de oficio cantaron el dúo de La diva, opereta de Offenbach,
representada por esta época en Madrid, y que hacía ya quince años que se había
estrenado en París.

El dúo, por entonces muy popular, empezaba diciendo:

Amigo soy de Baltasar,

amigo soy de Rafael.

También vivió en la fonda de Justo un sainetero de Pamplona, Pedro


Górriz, que estuvo con su mujer y sus dos hijas, la «Nini» y «la Chachón», a las
que las veía jugar, muy empolvadas y rizadas, y hablar de los teatros de la
corte.

Estas chicas, por lo que me dijeron después, vivieron en Madrid en la


miseria más absoluta. Es el final lógico de la familia de los hombres que se
sienten cigarras, y, no contentos con esto, creen que deben tener hijos.

Cuando el fondista, Justo, dejó el piso y el negocio, le sustituyó como


inquilino el médico don Nicasio de Landa, que estaba casado con una sobrina
del general don Diego de León. Landa era un hombre muy culto; había estado
en las ambulancias, en la guerra francoprusiana, y había escrito sobre
cuestiones de antropología.

A mí me curó un brazo que me disloqué al caerme en un hoyo en la


Vuelta del Castillo.

Íbamos jugando al marro; yo marchaba perseguido por cuatro o cinco


compañeros agarrados de la mano y formando la cadena. No vi un hoyo que
tenía a los pies, y caí con violencia y me disloqué el codo. Cuando llegué a casa
tenía el brazo muy hinchado y un gran dolor.

La cura fue también muy dolorosa, y las molestias me duraron mucho


tiempo. Tardé más de un mes en poder manejar el brazo.

Tuvimos también grandes pedreas. Había una cuadrilla de chicos


mayores que nosotros, que estudiaban un año antes la mayoría, y que
presumían de calaveras. Esto a algunos de mis compañeros les parecía
humillante, sin razón ninguna. Un verano, en la Vuelta del Castillo,
comenzamos a apedrearlos. Los perseguimos con saña, como si tuviéramos
algún motivo de odio contra ellos. Era después de la siega, y había en el campo
montones de paja y de trigo, donde los chicos perseguidos por nuestra furia se
acogieron. Años después, uno de los perseguidos por nosotros, que estudiaba
medicina como yo, me decía:

—Aquel día que nos seguisteis en la Vuelta del Castillo a pedradas


anduvisteis mal.

—¿Por qué?

—Porque había un chico de la Ribera entre nosotros que tenía una pistola
y cartuchos, y estaba deseando comenzar a disparar. Sólo por nosotros lo dejó.

—Sí; éramos muy brutos.

Otra pedrea proyectada estuvo a punto de verificarse. Había en el


instituto un chico de aire enfermizo, cuya familia, con poco sentido, le dejaba
melenas y un aire de niña. Un día apareció en las proximidades del instituto un
hombre alto y rojo, con las piernas arqueadas, que hablaba con el de las
melenas. A los dos o tres días volvió. Hubo un runrún entre los condiscípulos, y
se habló del hombre aquel y del muchachito de las melenas.

Yo tardé en comprender qué se sospechaba; pero, al fin, lo comprendí, y


me produjo gran indignación.

Alguien entonces propuso una cosa, que a todos nos pareció magnífica:
un chico más atrevido le citaría al hombrón detrás de la plaza de toros; los
demás estaríamos escondidos y cuando apareciera le apedrearíamos.

La emboscada no dio resultado. Ni el hombre ni el chico aparecieron.


Nosotros fuimos con intenciones aviesas. Si llega a ir, creo que, de haber sido
posible, hubiéramos matado al hombre rojo.

Entre las ideas quiméricas que tenía uno en Pamplona, las más
importantes eran las de los monederos falsos, que, según el amigo, solían andar
por la bodega de su casa; la isla desierta, la casa entre la nieve de Burguete, y,
sobre todo, los misterios del Carnaval.

Yo siempre he tenido respeto a la noche, a la soledad, al silencio, sobre


todo en el campo; al ruido del arroyo y del viento en los árboles. Al mismo
tiempo, me asusta y me atrae. Tengo algo de gusto de vagabundo.

En Madrid, también de chico, tuve algunas fantasías que me duraron


bastante tiempo; entre ellas, la capilla de la calle de Fuencarral, de que he
hablado, que, según algunos, la había puesto un rico para explotarla, y la
leyenda de un pobre con el brazo cortado, con un muñón, que, según un
condiscípulo mío, era el rey de los mendigos de la corte.

¿Para qué iba a haber rey de los mendigos en Madrid? No era fácil
saberlo; pero, sin duda, la fantasía infantil hacía posible la existencia de esta
invención y de cualquier otra parecida.
IX

De las muchachas que tuvimos en Pamplona, recuerdo la primera, que se


llamaba Micaela, y era un poco charlatana y mitómana. Era muy aficionada a
contar historias del tiempo, con cierta gracia, y yo la oía con mucho gusto.
Luego, años después, estuvo su hermana de niñera de mi hermana Carmen.
Esta chica se llamaba Hilaria, y era un tipo de morenita muy español, muy
clásico. Era delgada, esbelta, con los dientes muy blancos y los ojos negros.

La vi, treinta años después, en Pamplona, en casa del doctor Juaristi.


Todavía se conservaba ágil y fina y con sus dientes blancos. Tenía, como estos
tipos de mujeres morenas, un fondo de discreción y de sabiduría.

De las demás muchachas que tuvimos ya no recuerdo.

Un hombre que por entonces era el factótum de mi padre era un tal


Martínez, conserje de la Sección de Fomento, que sabía muchas cosas de
Pamplona y de su provincia.

Por entonces, en casa teníamos un perro muy simpático, que lo


llamábamos Erbi (en vascuence, ‘Liebre’).

Los chicos andábamos siempre con él, y un verano se dijo que el perro
estaba rabioso. Yo no quería creerlo. Un día, al llegar del instituto, vi a dos
hombres con palos a la puerta de mi casa.

—¿Qué hay? —pregunté yo.

—¡Fuera! —me dijeron.

Entonces, el perro sacó la cabeza por la puerta, y uno de los hombres lo


sujetó por el cuello, y otro, con la tranca, le dio en la cabeza, y lo golpeó de tal
modo, que lo dejó muerto.

Yo lo sentí como si hubieran matado a un amigo.


X

Por entonces tuve ocasión de ver al célebre poeta don José Zorrilla. Entró
una tarde en la casa donde vivíamos, y fue a visitar a la señora del doctor
Landa. Esta señora contó después que había recibido la visita de Pepe Zorrilla,
como ella le llamaba. Dijeron los murmuradores que había ido a pedir dinero a
aquella dama, porque el poeta andaba siempre a la cuarta pregunta.

Luego le veía yo al autor del Tenorio, con frecuencia, en Madrid, en la


calle de Sevilla, por las mañanas. Era pequeño, vestido de negro, con melena
blanca, bigote y perilla, sombrero de copa y bastón. Debía de tener un lobanillo
en el cogote, y por eso se dejaba el pelo largo, para tapar el bulto poco estético.
Tenía un aire medio sonriente, medio melancólico, cansado y aburrido.

Una vez fui tras él, por curiosidad, a ver qué hacía. Le vi asomarse a la
calle de Alcalá, bajar por ella hacia la Presidencia del Consejo de Ministros y
luego volver a la calle de Sevilla, con el mismo aire sonriente y aburrido.

Por el tiempo que le conocí al poeta en Pamplona vi por primera vez el


Don Juan Tenorio, en el teatro Principal. Fuimos un amigo y yo, el día de Todos
los Santos, al paraíso. Me causó una gran impresión. El teatro, uno de aquellos
teatros rojo y dorado, con decoración del siglo XIX, estaba de bote en bote; en los
palcos, las familias distinguidas; el gallinero, lleno de soldados. Había, como en
todos los teatros de aquella época, un olor a gas sofocante; las caras se veían
congestionadas y los ojos inyectados.

El teatro de mediados y de final del siglo XIX tenía un aspecto distinto de


los teatros actuales; con sus luces de gas, que temblaban y que enrarecían el
aire, dejando las caras rojas e inyectadas. La obra de Zorrilla me hizo mucho
efecto; su aire, medio religioso, medio fantástico, me impresionó
profundamente, y para mí es una de las representaciones teatrales de las pocas
que recuerdo en la vida.

Conocí en Pamplona a un hermano del cabecilla cubano Maceo, que


estaba deportado en la ciudadela, y a don Tirso Lacalle, «el Cojo de Cirauqui»,
guerrillero liberal de la última guerra carlista, que tenía una cojera terrible, y a
quien había visto retratado en La Ilustración Francesa. Mi padre le conocía al
«Cojo» y hablaba con él. Conocí también, de vista, a otras celebridades
populares: a Gayarre, a Sarasate, a Lagartijo y a Frascuelo; pero éstos no me
interesaban gran cosa.

Por entonces fui al teatro, aunque muy de tarde en tarde. Vi, con mi tío
Ricardo, La mascota y Boccaccio, operetas que se hicieron populares, de las cuales
la gente tarareaba algunos trozos. En mi casa estaba el libreto de La mascota, en
francés, y creo que aprendí a traducir un poco en este libreto, y más tarde en Le
pére Goriot, de Balzac.

También vi unos bailes o pantomimas con un nombre propio de mujer,


algo así como Ondina, o la hija del mar, y creo que Brun, o los cazadores de osos.

Se hablaba de una bailarina, «la Pinchiara», que no sé si era famosa o no,


y se recordaba no sé por qué a Fanny Essler.

Entre la gente del pueblo se cantaban muchas jotas y habaneras, y


canciones también republicanas, entre ellas ésta, que no sé de dónde habría
salido:

Somos republicanos

de Ruiz Zorrilla y Salmerón;

todos somos hermanos,

y proclamamos Revolución.

Nosotros, en casa, cuando había algún banquete, cantábamos zorcicos,


que sabíamos muchos, y un himno de orfeón, con muchos calderones, que decía
así:

Jamás las montañas del Cántabro fiero

audaz extranjero logró conquistar.

Son libres sus fueros, es libre su tierra.

Su grito en la guerra: ¡morir o triunfar!

A la voz del santo cariño filial,

amigos, unión, unión; amigos, cantad.

¡Y libertad y libertad y libertad!

Por entonces solían pasar por la calle algunos franceses, sin duda
vagabundos que cantaban por las calles, y de oírlos a ellos sabíamos nosotros Le
chant du départ:

La victoire en chantant nous ouvre la barriere…


y la canción de los girondinos:

Par la voix du canon d’alarme

la France apelle a ces enfants.

También solíamos ir a las funciones de circo, en la plaza de toros, de la


compañía Carral, que tenía como funámbula a la Remigia Echarren, que pasaba
por una maroma de un extremo a otro del tejado de la plaza de toros.

Recuerdo que el escritor satírico Luis Taboada escribió años después un


elogio de esta compañía.

La gente cantaba, con una música un poco ratonera, una canción en


donde se decía:

Yo no quiero a la Remigia,

ni tampoco a Nicolás…

Estas canciones antiguas, aunque sean malas, para los viejos son muy
sugestivas y evocadoras, porque recuerdan, como ninguna otra cosa, una época.

Las criadas solían cantar una jota navarra muy burlona:

Anda, Canuto, Canuto;

cara de bruto, animal,

que a la criada de casa

la has querido envenenar.

Y esta otra:

Que tanto que sabes coser,

que tanto que saber bordar,

y me has hecho unos pantalones

con la bragueta pa atrás.

Había un señor gordo que iba a casa y cantaba varias jotas. Una que
decía:
Bárbaros aragoneses,

que habéis querido casar

Santo Cristo de la Seo

y la Virgen del Pilar.

Y otra con la misma música:

Los franceses quieren ver

a la Virgen del Pilar

por el camino más corto,

que es la vía de Canfranc.

No sé qué tenía esto de pernicioso; pero la vecina nuestra, doña Tadea,


protestaba contra esta canción. Sin duda, aquel ferrocarril lo consideraba
peligroso para el tradicionalismo navarro.

Otras canciones recuerdo que se cantaban de zarzuelas y de revistas: de


Los bandos de Villafrita, Luces y sombras y De Getafe al Paraíso.

Pasan por el puente

muchos matuteros

y los dependientes

son muy embusteros.

El zorcico La del pañuelo rojo, que no sé de quién es, y que se ha cantado


mucho, era también muy popular. Últimamente aparecía en algunos discos de
gramófono como si fuera del barítono Tabuyo; pero no hay tal.

Otra canción popular que se cantaba en Pamplona era ésta, que allí tenía
la siguiente letra:

Al Levitón

le gusta mucho el vino;

al Levitón
le gusta mucho el ron.

Levitón, Levitón, Levitón,

ha hecho una casa nueva;

Levitón, Levitón, Levitón,

con ventana y balcón.

Esta tonada corre por casi todo el Pirineo, de un extremo a otro, con
distintas letras. El trébole, el trébole, de Santander, tiene una parte de música casi
igual.

Otras dos canciones traídas por los ciegos, y verdaderamente repulsivas,


eran, una, que comenzaba:

A orillas de una fuente una zagala vi…

Y la otra:

Dame la mano, salao,

yo te diré la ventura…

Nosotros también cantábamos, de La cantinera:

Del soldado, la prenda mejor

es batirse con rudo valor,

sin que sienta su fe vacilar

ante el ruido del ronco cañón.

Y fino ser y ser galán,

y aun en torno de un talle hechicero,

revolotear, revolotear.
XI

En aquella época de la adolescencia, cada año me daba la impresión de


un período larguísimo y de una vida nueva.

Me parecía siempre que el volver al instituto iba a ser para mí agradable,


y que las nuevas asignaturas me gustarían, cosa que no me sucedió nunca.

A pesar de no haberlo previsto, me entusiasmé cuando tenía trece o


catorce años con una chica de la vecindad, Milagritos, una muñequita rubia con
unos rizos y unos tirabuzones dorados, a la que encontraba en la escalera y
saludaba confuso, mientras ella me contestaba riendo.

Milagritos tenía doce o trece años, y solía mirarme en el paseo muy


burlonamente. Una amiguita suya me preguntó por qué no me atrevía a
acompañarlas en el paseo de Valencia; pero aunque lo deseaba con fervor, no
me decidía.

Años después supe que mi muñequita rubia había hecho, de mujer,


bastantes disparates, y que se la tenía por una cabeza destornillada, y que su
marido había pensado en encerrarla en una casa de salud.

También estuve semienamorado de una muchacha de más edad que yo,


con los ojos ribeteados, que aparecía en un balcón de la calle por donde yo iba
al instituto. Se la tenía por una gran belleza. Muchos años después la vi casada
y con hijos, y me produjo risa al pensar en mi antiguo entusiasmo por ella y en
mi idea de considerarla como una rival de la Venus de Milo.

También tuve un gran entusiasmo por una señora joven, que se mostraba
muy coqueta, y, al mismo tiempo, muy indiferente.

Entre nosotros, los chicos, se consideraba como un hombre afortunado a


un joven pequeño y bajito, que luego estudió medicina. Tendría este chico dos o
tres años más que yo, y le veíamos que iba a pasear con una muchacha preciosa,
al anochecer, por la Vuelta del Castillo. Todos le envidiábamos a aquel
muchacho. Era como una prueba viviente de que existían entre nosotros amores
como los de las novelas. Años después, hablando con el antiguo compañero
afortunado, ya padre de familia de muchos hijos, me decía:

—No; yo no tuve relaciones íntimas con ella.

—¿De verdad?

—De verdad.
—Pues me has fastidiado.

—¿Por qué?

—Porque tú eras para nosotros el representante de todas las aventuras


un poco románticas de la juventud.

El despertar de la pubertad en una de nuestras ciudades levíticas era algo


grave. Lo seguirá siendo aún, aunque quizá no tanto.

Al llegar a ese período hay que inocularse varios virus para reaccionar
normalmente, vacunarse para las alergias de la vida psíquica. Si se resiste a
estas inoculaciones, se queda uno inadaptado para siempre.

Muchos románticos, como si no hubiesen leído más que novelas de la


Biblioteca Rosa y hubiesen pasado la vida metidos en un fanal, quieren creer
que los amores fáciles y alegres asaltan al hombre en su juventud, quien tiene
que defenderse enérgicamente de ellos.

Yo eso no lo he visto en ninguna parte, y menos en España. En mi tiempo


había que ir al vicio con más vocación, más energía y más constancia que al
trabajo. Los amores fáciles, al menos en España, son literatura.

La pubertad no es edad alegre; es edad de turbulencia y de melancolía.


Se siente la sensualidad en el ambiente, atrae el vicio, o lo que se llama vicio, y
como hay pocos capaces de marchar solos hacia él con valor, se buscan las
malas compañías. Así, nosotros tendíamos a ir a cafés y a billares, donde se
reunían estudiantes y sargentos calaveras en una nube de humo de tabaco
malo.

Había en Pamplona, en la calle de la Estafeta, un cafetucho indecente,


adonde solíamos ir algunos estudiantes del bachillerato; allí se jugaba al billar y
a la bola. Recuerdo a un sargento de Infantería, que, acompañándose de la
guitarra, cantó una canción, que luego se oyó mucho, y que, sin duda, inició la
boga del cante flamenco en el norte de España. El estribillo decía:

¡Ay, qué vaquilla! ¡Ay, qué esqueleto!

Todo se vuelve piltrafa y hueso.

Como me sigas trayendo carne de la Morería,

no vuelvo a tomar más carne


en el resto de mi vida.

De alguna copla me acuerdo haciendo un esfuerzo de memoria:

Al gobernador de Cádiz

le ha dado por la finura

de ponerle campanillas

al carro de la basura.

Yo me levanté temprano,

temprano,

y le dije al carretero:

«Salero,

no toques la campanilla,

que mi niña está durmiendo».

Otra de las coplas era ésta:

Yo no sé qué pasa en Cádiz,

yo no sé lo que allí pasa,

que las chiquitas se pierden

y las casadas se escapan.

Hoy se pierde una chiquita

bonita,

y mañana, una casada

salada.

No hay un marido tranquilo

ni una madre sosegada.


Todos estos tipos de café se me presentaban en su desnuda vulgaridad:
con sus almas adormecidas por el humo denso del tabaco malo y por el
embrutecimiento de atender sempiternamente al mismo juego de naipes. Yo
nunca he tenido afición a las cartas ni a la mayoría de los juegos; me parecen
estupideces.

A cada entrada de uno de aquellos lugares que se consideraban la


perdición salía de allí defraudado. Las gentes que había de encontrar, los que
jugaban a la timba, al tute, a la bola y a la tarota, me aburrían soberanamente.
Eran martilladores de palabras oscuras, inteligencias hundidas en la más
obstinada estupidez, y en cuyos cerebros ya nunca había de ser posible el
hilvanar un raciocinio elemental. Vagos sin ingenio, parásitos y aduladores de
los tratantes que jugaban y que habían hecho un buen negocio; jóvenes ya
pervertidos desde la infancia, y gente de tropa, la más alegre y la de paso más
fugaz.
XII

Había en Pamplona tipos de chicos calaveras que intentaban llevar una


vida de trueno; pero la época ya no era propicia para ello, y el tronera se
marchitaba en flor y acababa en su pueblo de labrador o de oficinista, hasta que
envejecía y se hacía un parásito cínico y aburrido.

Tenía yo un condiscípulo, F., que le habían echado del instituto; había


estado fuera de él durante algún tiempo, y luego había vuelto a seguir los
estudios, perdiendo un par de años. No era nada torpe; pero tenía inclinación y
curiosidad por toda clase de depravaciones.

Nos hubiera arrastrado a muchos a los garitos y a los prostíbulos más


inmundos; pero yo, al menos, que no creo que tuviera dogmas éticos, tenía
como una sensibilidad ética que me impedía entrar de lleno en lo sucio
tranquilamente.

Este F. hablaba con entusiasmo de un compinche suyo llamado Dámaso,


que había ido a vivir a Madrid, y que era hijo de un militar.

A este Dámaso le conocí siendo estudiante de medicina, y le volví a ver,


cuarenta años después, en un café de San Sebastián. Es un tipo de quien hablo
en una novela mía titulada Locuras de Carnaval.

Este tipo, como digo, se llamaba de nombre Dámaso y era hijo de un


militar de graduación.

Su padre, que le veía de malos instintos, le daba cada paliza que le


baldaba.

Dámaso comenzó a estudiar medicina, y era un alumno aprovechado,


que sacó varios premios; pero se cansó de esto, y comenzó a robar capas y
abrigos en los billares y a empeñar estas prendas. Le descubrieron, le llevaron a
la cárcel Modelo y salió de allí con aire de arrepentido.

Era un hipócrita perfecto, y se las manejaba muy bien para conquistar a


la gente.

La superiora de San Carlos le tenía por un infeliz.

Yo le vi por entonces con un amigo, y nos invitó a ir a casa de una


bailarina que había venido de América y que vivía hacia la calle de Fúcar. La
bailarina nos habló de los éxitos que había tenido en tierras americanas, y nos
mostró trajes y collares de perlas que había comprado por allí. No creo que todo
ello valiera gran cosa.

Al salir, el Dámaso nos dijo: «Si llego a estar solo, le echo la mano al
cuello y me voy con las alhajas».

Yo le miré, y le vi un aire tan decidido y tan sombrío, que pensé: «Éste es


un criminal, un verdadero miserable».

Después supe que había hecho una suscripción fraudulenta, que se hizo
fraile, que anduvo de limosnero y que luego se escapó con los cuartos.

Más tarde, se marchó, con un batallón de voluntarios de Cuba; sin duda,


se batió bien, y llegó a ser oficial, creo que de la reserva. Volvió con un brazo
anquilosado, andaba por Madrid con algunas mujeres gordas, viejas, de
colmillo retorcido.

Por amistad con los frailes, se fue a Filipinas, y allí entró de practicante
en un hospital y comenzó a estudiar medicina. Estando en Manila, F. y él se
reunieron, como paisanos.

Dámaso comenzó a vender la quinina del hospital y le echaron.

Treinta años después le vi yo en San Sebastián, en el café de la marina, y


me reconoció. Estaba con un médico, antiguo condiscípulo mío de Pamplona.
Dijo que tenía prisa y se fue.

El médico amigo me contó que por entonces Dámaso era practicante en


un pueblo de la provincia de Navarra. Se había casado con una campesina, con
una pastora inocente. Había tomado parte, por lo que me dijo el médico, en un
asunto de espionaje durante la Gran Guerra, y después, en una cuestión de
falsificación de billetes, y el mejor día le iban a echar el guante.

Cuatro o cinco años después volví a ver al antiguo condiscípulo médico.

—¡Qué tipo aquel Dámaso! —le dije—. ¿Qué ha sido de él?

—Ha acabado mal. Este hombre iba con frecuencia a Pamplona. Su


mujer, que criaba gallinas y patos, solía tener cuentas que cobrar. Entonces iba
él, cobraba, se jugaba el dinero, y, como lo perdía casi siempre, decía a su mujer,
al volver al pueblo, que lo había dejado en la caja de ahorros. Estaba siempre
tramando algo, ideando maquinaciones para hacerse rico.
Por esta época tuvo el caso de una soltera rica, comprometida por un
hombre que no podía casarse con ella, y comenzó a practicar el aborto. Lo hizo
como lo hacía todo: sin preocupaciones, con una frescura inaudita. Le
prendieron, le demostraron el delito y le condenaron a varios años de presidio,
y le llevaron al penal del Puerto de Santa María, ya viejo, decrépito, pero
ilusionado, pensando que en la prisión encontraría compañeros para preparar
una empresa criminal de grandes vuelos. Y allí ha muerto, hace pocos meses.

¡Qué vida de delincuente más decidida y espantosa! Se ve que tenía una


vocación especial para eso.
XIII

En esta época de estudiante de bachillerato tenía yo, como he dicho, poco


dinero.

A los cuatro o cinco años de estancia dejé Pamplona. No llegué a tener


esas amistades comenzadas de niño, creadas lentamente, y que, a veces, pueden
resistir las diferencias de temperamento y de ideas que se manifiestan después
con la edad. Al cambiar del sitio donde se vive, sobre todo en la infancia, se
cambia también de amigos. Todo ello, con los años, va empujando al
aislamiento y se tiende a sentirse entre la gente un solitario, si no como un
verdadero Robinsón en una isla desierta, como un falso Robinsón en el árbol del
cuco.

Al final de mi estancia en Pamplona influyó en mí un joven elegante que


apareció en el paseo y que había vivido en Inglaterra.

Era la época del polisón, y esta joroba al final de la espalda nos parecía
una belleza.

Es un poco lamentable tener que caracterizar una época por el uso del
polisón, y no por la vida de Pericles o por la de Marco Aurelio; pero nadie tiene
la culpa de ello.

El joven petimetre de quien hablo era de una familia bilbaína, y no


recuerdo si tenía parientes en Pamplona. Se presentó muy elegante, con una
elegancia exagerada. Esto hizo que todos los jóvenes de Pamplona, calaveras y
no calaveras, llevados por un instinto de plebeyez, se mostraran contra él y
quisieran ponerle en ridículo.

El dandy vestía de una manera exageradísima: llevaba monóculo, cosa


que pareció el colmo de la audacia a los pamploneses; el cuello de la camisa,
muy alto; los pantalones, estrechísimos, y el bastón, agarrado por el centro, que
era entonces lo elegante.

Contaba muchas aventuras, probablemente exageradas.

Yo también tuve la tendencia de satirizarle; pero luego hablé con él y me


hice su amigo.

Al relacionarme con este tipo, que estuvo un mes en Pamplona, me habló


de la vida inglesa, y me produjo una gran emoción.
Yo estaba ya un poco influido de extranjerismo, aunque éste fuera un
tanto basto. Había leído una porción de folletines de La Correspondencia de
España y de Las Novedades, que me habían prestado los amigos, y leía por
entonces todos los días el folletín de La Correspondencia, que publicaba una
novela de Javier de Montepín, con varios títulos: La panadera, madame Lisony el
caballo de cartón. Las descripciones de París, de bandidos y de aventureros, se
me habían subido a la cabeza, y soñaba con aventuras entre apaches y
cortesanas.

Ya había leído la novela Las tragedias de París, en tomo. Con ella, a veces,
me había aburrido; pero La panadera la leía folletín a folletín y me apasionaba.

Lo que me contaba el joven gomoso que había vivido en Londres no tenía


este carácter truculento; pero, entre los informes del elegante y la lectura de los
folletines, yo me iba formando un concepto, un poco absurdo, del mundo.

En aquel año, 1885, murió Alfonso XII, y al año siguiente fue cuando los
estudiantes y el público tuvimos gran emoción al saber que la reina regente iba
a tener un hijo. Los carlistas decían que, si el hijo no era varón, se echarían otra
vez al campo.

Nos dijeron que al nacer el hijo póstumo de Alfonso XII se dispararían


varios cañonazos: si era hembra, creo que diecinueve, y si era varón, veintiuno.
Estando nosotros en clase, un día, a final de curso, por la mañana, hacia las
doce, comenzaron a sonar los cañonazos, y el profesor suspendió la lección. Al
sonar los veintiún cañonazos, los carlistas se miraron como si no estuvieran
contentos.
CUARTA PARTE

JUVENTUD
I

En 1886, mi padre fue nombrado ingeniero jefe de minas de Vizcaya, cosa


que le agradó, porque le permitió reunirse con sus antiguos amigos de San
Sebastián. Resolvió enviar la familia a Madrid e instalarla bajo la tutela materna.
Al final de la estancia en Pamplona había nacido una hermana, a la que se le
puso el nombre de Carmen.

Doce años menor que yo, nos hizo el efecto de que algo amable y
gracioso venía a sumarse a nuestras vidas.

Mi padre consideraba Madrid como el lugar más apropiado para que


nosotros hiciéramos nuestros estudios, y al mismo tiempo quería llevarnos a la
corte pensando que si no íbamos a tener nosotros un carácter un poco rudo y
antisocial.

Con este arreglo, durante su etapa bilbaína, mi padre visitaba a menudo


Madrid para echar un vistazo a los suyos y marchar a San Sebastián para
cultivar el trato de sus íntimos.

Llegamos a Madrid no sé si al día siguiente o dos días después de la


intentona republicana del general Villacampa, en septiembre de 1886.

En la estación de Atocha vimos que algunos de nuestros muebles estaban


rotos a sablazos. Dijeron que habían andado a golpes con los bultos en los
andenes los revolucionarios. Era también necedad; ya que fracasaban en
derrotar la monarquía, vengarse en una mesilla de noche o en una butaca. De la
estación fuimos a casa de una tía de mi madre, doña Juana Nessi, que era la
mujer de don Matías Lacasa.

Estuvimos con doña Juana en su casa de la calle de la Misericordia,


donde vivimos el tiempo que nos llevó el tomar y arreglar un piso en la calle de
la Independencia, calle próxima al teatro Real.

Esta calle pequeña forma parte del barrio que está entre la calle del
Arenal y la calle Mayor, la plaza de Oriente y la calle de Bailén. Es un barrio
madrileño muy castizo, con tres iglesias: Santiago, San Ginés y San Nicolás, y
con rincones de aire antiguo.

La calle de la Independencia tenía poco carácter exterior; pero fijándose


en los vecinos, era curiosa; en un principal vivían dos hermanas bailarinas, una
de ellas entretenida por un señor viejo y canoso bastante ridículo; había una
chica guapa que tenía una tienda en la que hacía palillos para los dientes y que
se casó por el procedimiento de arrodillarse con su novio en el altar cuando el
cura echa la bendición, y había también una taberna bastante alborotada.

Entonces en Madrid, trabajaban, sin duda, bastantes panaderos


franceses, que la mayoría debían de ser de la Auvernia y del Cantal, y algunos
días de fiesta, en la taberna de la vecindad, se les oía danzar dando fuertes
patadas en el suelo, lo que debía de ser el baile llamado la bourrée.

Por aquellos días, entre la gente del pueblo, se habló con cierto fervor del
general Villacampa y de cómo había andado por las calles de Madrid hasta que
le prendieron, no sé en dónde, en un molino. Mucha gente tenía simpatía por
Ruiz Zorrilla, que era el inspirador de aquel movimiento. A mí siempre me
pareció un hombre huero, un partidario de la revolución para nada. Se
comprende que uno quiera un cambio pensando en una utopía o en una
realidad; lo que no se comprende es querer la revolución para nada, para
cambiar unos tópicos, que es como la quería Ruiz Zorrilla.

Al poco tiempo de llegar a Madrid, como era otoño y época de comenzar


los cursos, mis hermanos Darío y Ricardo entraron en una academia
preparatoria para el ingreso en la Escuela Politécnica, que acababa de fundarse.
La academia estaba en la calle de la Escalinata, calle lóbrega, y entonces de
prostíbulos, y la dirigía un ingeniero de minas apellidado Valle. Yo me
matriculé en el Instituto de San Isidro para estudiar el último año del
bachillerato. Estaban en aquel instituto de profesores varios que lo habían sido
ya de mi padre, como don Sandalio Pereda, que explicaba historia natural hacía
muchos años, y algún otro; Ayuso era profesor de agricultura, Fernández
Largo, de física, y Becerro de Bengoa, que le sustituyó a Pereda cuando éste
murió, de botánica y zoología.

De don Sandalio Pereda recuerdo que tenía frases a veces chistosas. Un


estudiante de una familia de San Sebastián, amiga de casa, llamado Blanchón,
fue recomendado a don Sandalio para el examen de historia natural. Don
Sandalio quiso salvar al estudiante, y le dijo:

—Usted sabe muy bien que en el fruto hay tres partes: la de fuera, el
pericarpio; la de en medio, el mesocarpio, y la de dentro, el endocarpio. ¿No es
eso?

—Sí, señor.

—Así que de estas tres partes, ¿cuál es la que se come?

—El endocarpio.
—Hombre, no. El endocarpio es el hueso. ¿Usted se comería el hueso de
un melocotón?

—Por una apuesta, sí.

—Bueno, bueno, ¡no está usted hecho mal melocotón! —dijo el


catedrático.

En esta época me sentía muy abandonado, muy desvalido. Cuando iba al


Instituto de San Isidro, donde al principio no conocía a nadie, me parecía notar
en los demás chicos cierta agresividad. Quizá, a fuerza de timidez, hubiera sido
capaz de hacer alguna barbaridad o algo de gran bravura.

Por este tiempo, todavía seguía el pánico en las procesiones, las carreras.
Había gente que se decía que renovaba sus prendas de vestir en estos alborotos
callejeros.

Un atentado que también produjo estupor y miedo fue uno, en la


primavera de 1886, meses antes de llegar nosotros a Madrid. Debió de ser en
Semana Santa, y estalló un petardo metido en un cirio en la iglesia de San
Ginés. Se suponía que esto lo hacían los ladrones para provocar tumultos entre
la multitud y robar.

A nosotros nos recomendaban en casa, un año después: «No entréis en


las iglesias donde haya mucha gente».

Años más tarde me decía Manuel Sawa que el petardo de San Ginés lo
había puesto un tal Teobaldo Nieva, anarquista, que escribió un libro titulado
Química para la cuestión social.

Don Nicolás Estébanez, que había conocido al Teobaldo, decía que lo del
atentado era mentira y que la única especialidad de Nieva era dar sablazos.

De este Teobaldo Nieva escribió algo Alejandro Sawa, algo mediocre y


aparatoso, en su libro Iluminaciones en la sombra.
II

Por entonces hacía furor La Gran Vía, y tanta era la popularidad de la


música de Chueca, que, al decir de las personas enteradas, corría por Italia, por
toda la América Latina y había llegado hasta Nueva York. Todo el mundo
cantaba, y sobre todo las criadas, aquello de:

Pobre chica la que tiene que servir;

más valiera que se llegara a morir.

Y también:

Caballero de Gracia me llaman,

y, efectivamente, soy así…

Y la famosa jota de Los ratas:

Soy el rata primero;

y yo, el segundo;

y yo, el tercero.

Y la mazurca de los Marineritos del Retiro:

Ya nuestro barco,

cual rauda gaviota,

las olas va rompiendo

de nuestra suerte en pos.

La música, evidentemente, era muy bonita; la letra valía poco.

También cantábamos todos trozos de Cádiz, de El chaleco blanco, de El año


pasado por agua. El músico favorito de la mayoría era Chueca, aunque también
teníamos entusiasmo por Caballero y por sus obras.

Yo, al menos, por Bretón y por Chapí no tenía gran afición.


De música extranjera de opereta, fui muy entusiasta de Offenbach y de
La mascota, de Audrán. El éxito de La mascota duró cerca de treinta años. No creo
que haya habido opereta que haya durado tanto en los carteles.

También era muy entusiasta de los valses de Strauss.

Por esta época creo que no estuve en el circo más que una vez, a ver a los
Hanlon-Lee, payasos verdaderamente extraordinarios.

El Instituto de San Isidro, como instituto de barrios bajos, tenía muchos


chiquillos de gente pobre, hijos de porteros, de taberneros y de otra clase
popular. Hablaban, muchos de ellos, en chulos de teatro.

Entonces, para llegar al Rastro, había un callejón estrecho lleno de


prenderías, que se llamaba el callejón del Cuervo. El Rastro, por esta época, era
algo curioso. Su entrada por la calle de los Estudios estaba interceptada por una
manzana de casas que dejaban dos callejuelas estrechísimas.

Avanzar hacia la Ribera de Curtidores vestido de señorito, con su


bombín, como solíamos ir la mayoría de los estudiantes de este tiempo, era algo
temerario. Yo recuerdo haberme acercado a la ronda de Toledo y haber tenido
que echar a correr porque empezaban a tirarme piedras.

Los traperos y baratilleros del Rastro de hoy son de una amabilidad y de


una cortesía digna del Petit-Trianon.

Una mañana, en los pasillos de San Isidro, un condiscípulo propuso


hacer novillos e ir a ver cómo ejecutaban a los reos de la Guindalera: dos
hombres y una mujer. Fuimos unos cuantos. Llegamos tarde. Tres siluetas
negras de agarrotados se destacaban al sol claro de Madrid en el tablado puesto
al ras de la tapia de la cárcel Modelo. La mujer estaba en medio; la habían
matado la última, según decía la gente, por ser la más culpable. El espectáculo
era terrible; pero tenía algo de teatral.

El flamenquismo se hallaba entonces en todo su apogeo. Muchas veces,


al pasar por la plaza del Progreso, oía a un gitano cetrino y ciego que entonaba,
con muchos jipíos, un tango entonces célebre, que empezaba diciendo:

Granada está orgullosa con el «Frascuelo».

En la misma plaza recuerdo haber oído cantar dos canciones, la una


titulada Bonito tango, dedicado al general Villacampa, que empezaba diciendo:

El 19 de septiembre,
en las calles de Madrid,

Villacampa y sus valientes

se disponen a morir.

El otro tango, también dedicado al mismo general, era más expresivo, y


no recuerdo de él más que una estrofa, que decía así, dirigiéndose a alguno que
había puesto obstáculos a la asonada republicana:

¡Anda, so pillo, charrán,

asesino de mala estampa,

que quisiste regar las calles

con la sangre de Villacampa!

Yo seguía algunas veces a cualquier cantor popular para oírle de nuevo


una copla y poder recordarla. También seguía a un francés que tocaba en el
organillo canciones antiguas que me conmovían.

Para ir de mi casa al Instituto de San Isidro subía por la calle del Espejo a
la de Milaneses, cruzaba la calle Mayor, y por un lado de la plaza de San
Miguel, salía a la plaza del Conde de Miranda, y luego a la del Conde de
Barajas, en donde estaba la Escuela de Guerra, que tenía una portada con dos
gigantes. Escuela de que se habló cuando el crimen del capitán Sánchez. De allí,
por un arco, salía a la calle de la Pasa y luego a Puerta Cerrada, y por la calle de
Latoneros iba a la de Toledo. Otras veces tomaba por la calle de Cuchilleros,
pasando por delante de la escalerilla que baja de la plaza Mayor, donde estaba
el bodegón del Infierno. Todas las calles y plazuelas de estos barrios las conocía
muy bien y me divertía observarlas.

También me gustaban las calles próximas al cuartel de alabarderos, del


barrio de Santa María, como la del Rebeque, la de los Autores y la del Viento y
la calle donde estuvo el palacio de la duquesa de Éboli, que fue con el tiempo
redacción del periódico El Liberal.

Algunas veces miré con curiosidad al interior del bodegón del Infierno,
que estaba en mi camino; pero no se veía nada. No sé cómo estarían la cocina y
los pucheros. En algunos bodegones y casas de comidas de barrios bajos, en
medio, había un hornillo grande con un montón cónico de brasas y de ceniza, y
encima, y embutidos en él, una porción de pucheros. Sin duda, cada cliente
tenía su olla especial, no sé si todas con los mismos o con distintos ingredientes.
Se aseguraba que en algunos lugares de éstos se dormía apoyado en una
cuerda. En estas casas de dormir se decía que la gente se echaba en el suelo, se
agarraba con las manos a la cuerda y apoyaba la cabeza en los brazos, y cuando
era la hora de despertar se soltaba la cuerda y todo el mundo se caía, y en la
caída se despejaba y salía a sus quehaceres.

En un solar de la calle de Cuchilleros había por entonces una barraca en


que se exhibía la joven Thauma, joven que no tenía brazos ni piernas, y que no
era más que un artefacto conseguido con espejos, que no tenía nada de extraño.
La barraca se sostuvo mucho tiempo. No sé qué público podría tener.

En el Instituto de San Isidro me encontré con un condiscípulo que había


estado conmigo en Pamplona, llamado Carlos Venero.

Este Venero era chico atrevido y se metía por todas partes.

A mí me llevó a una porción de sitios que solo no me hubiera atrevido a


ir.

Venero y yo teníamos aficiones literarias, y por estas aficiones nos


relacionamos en el instituto con dos estudiantes viejos, autores, en colaboración,
de sainetes de inferior calidad y bastante desprovistos de gracia. Estos
estudiantes conseguían estrenar de cuando en cuando en teatruchos de poca
importancia.
III

A estos dos condiscípulos saineteros, viejos ya, de muy poca gracia y


amanerados, se los llamaba: a uno, «el Filósofo», y al otro, «el Poeta». Tengo la
idea vaga de que uno de los dos se apellidaba Las Heras.

Llegaron los dos a estrenar algo en el teatro Romea, de la calle de


Carretas. El Filósofo tenía tipo de seminarista: era bajo, afeitado, vestido de
negro; tenía más edad que los demás chicos. El Poeta y el Filósofo, discutidores
sempiternos, se pasaban la vida riñendo. El Poeta era librepensador; el Filósofo
lo había sido, pero había desertado al bando contrario, y refutaba con calor las
ideas de González Serrano, que en otro tiempo defendía. González Serrano era,
en el instituto, el representante del krausismo y de Salmerón.

Se hablaba entre el Filósofo y el Poeta de un escritor radical, García Vao,


a quien mataron misteriosamente en Madrid hacía un par de años, y cuya
muerte se discutía con pasión.

En cuestiones ideológicas, terciaba yo en la lucha, arremetiendo contra el


Poeta y contra el Filósofo, y teníamos discusiones furibundas acerca de puntos
de los cuales no entendíamos gran cosa, y no creo que hubiese manera de
aclararnos.

Había también otro condiscípulo un poco cojo y también ya viejo. Éste


pretendía terminar el bachillerato y seguir luego la carrera de filosofía y letras.

Un día, al pasar por la calle de Atocha, en el atrio de la iglesia de San


Sebastián, entre unos monaguillos, sentado en un banco, vi a este tipo.

—¿Qué haces aquí? —le dije, extrañado.

—Soy sacristán de esta iglesia —me contestó.

Me quedé asombrado, y charlamos un rato.

La verdad es que tenía todo el tipo de su oficio. Parecía un sacristán de


teatro.

Un mes más tarde, o cosa así, en un pasillo del instituto, al salir de la


clase de don Sandalio Pereda, me dijo el sacristán:

—¿Sabes a quién fuimos a sacramentar ayer?

—¿A quién?
—A don Manuel Fernández y González, a quien tú conociste yendo con
tu padre.

—¿Está tan malo?

—Sí. Probablemente, esta mañana habrá muerto.

Yo no me había enterado de que estuviese enfermo el popular novelista.


Al día siguiente, los periódicos traían la noticia de su muerte y largos artículos
necrológicos.

Expusieron el cadáver en el salón del Ateneo. Le había hecho la autopsia


y le había embalsamado, según dijeron, el profesor don Alejandro San Martín.

Fuimos a ver al muerto el sacristán y yo.

No le reconocí; no recordaba el tipo fiero y bravío que yo había visto


unos años antes. Tenía una cara plácida, de cura.

Me pareció, en el túmulo en que le habían colocado, más alto y más


grueso que como yo le había visto; no tenía tampoco bigote.

Al pie le habían puesto dos o tres coronas, y una de ellas, negra, tenía las
iniciales M.F.G.

—Mentiras fabricó grandes —dijo el sacristán amigo mío.

Me pareció un poco irrespetuoso, y se lo dije:

—No; si él mismo lo decía cuando veía sus iniciales —me indicó el


condiscípulo sacristán.

—¡Ah! ¿Lo decía él?

—Sí.

Entonces pensé que, desgraciadamente, no fabricaba mentiras grandes.

El condiscípulo me dijo que debíamos ir al entierro, y fuimos los dos al


día siguiente.

En la comitiva no conocí más que a dos o tres personas. Uno de los que
marchaban en el cortejo era un vascongado alto y grande, con un traje negro y
holgado, sombrero de alas anchas, y que llevaba, con mucha frecuencia, un
paraguas. Hablaba como vasco y empleaba a veces palabras gallegas. Era punto
fuerte en la acera de la Puerta del Sol y amigo de mi madre. Creo que se
llamaba Odriozola. No estoy seguro.

Me dijeron que era un contratista de ferrocarriles arruinado por


Elduayen; no sé qué habría de cierto en ello. Era buena persona y hombre muy
amable.

Fuimos el sacristán y yo con el cortejo fúnebre hasta uno de los


cementerios próximos al puente de Toledo, creo que el de San Justo y Pastor.
Debía de ser invierno, porque el campo estaba encharcado. Vimos cómo metían
el féretro en el nicho y cómo cerraban éste rápidamente con una fila de ladrillos.
Cuando terminaron, el sacristán amigo mío escribió con carbón sobre la pared
del nicho el nombre del novelista: Manuel Fernández y González.

Volvimos después los dos, el sacristán y yo, al centro de Madrid


hablando de las obras de don Manuel, que a mí no me gustaban gran cosa,
aunque algunas tenían trozos, y sobre todo diálogos, que me parecían muy
bien.

El sacristán y yo quedamos de acuerdo en que el autor que habíamos


enterrado era mejor como poeta que como novelista.

Pasados algunos años, iba yo a una sala de presas con Carlos Venero,
acompañando a un médico llamado López Elizagaray, a hacer la visita en el
Hospital Provincial. En la sala, que por aquella época estaba infestada de
viruelas, se hallaba de celadora la mujer de Fernández y González. Alguna vez
la vi hablando con el hermano Juan, tipo extraordinario y misterioso, del cual se
podría escribir un libro y de quien he de ocuparme al recordar aquí mis años de
estudiante de medicina.
IV

Por entonces acabé yo el quinto año del bachillerato, y se me presentó la


cuestión de qué debía estudiar, de qué carrera iba a seguir. Yo sentía
curiosidades; pero, en definitiva, vocación clara y determinada, ninguna. Fuera
de que me hubiera gustado tener éxito con las mujeres y correrla por el mundo,
¿qué más había en mí? Nada; vacilación. Oía hablar de viajes marítimos, y me
hubiera gustado embarcarme; hablaba de pintura, y me parecía un oficio muy
bonito el de ser pintor; leía aventuras de un viajero, y soñaba con el desierto o
con los ríos inexplorados. Pero el ser médico, militar, abogado o comerciante no
me hacía ninguna gracia.

Ya que no hacer cosas extraordinarias, me hubiera contentado con ver un


poco el mundo y vegetar después.

Tras de largas reflexiones, pensé que no tenía vocación alguna, y que era
un joven perfectamente inútil para la vida corriente. Hay personas que se
ilusionan a sí mismas y saben convertir sus defectos en cualidades. Yo creo que
veía bastante bien mis inaptitudes. No tenía ni tengo capacidad matemática
alguna; ni comprendía bien los aparatos de física ni me gustaba la gramática.
Para los idiomas era, y soy, una nulidad completa. La música tampoco la
comprendía rápidamente, y necesitaba, y necesito, oír un trozo musical varias
veces para que me llegue a gustar. Mientras no la recuerdo, a medida que la
oigo, la música no me dice nada.

En realidad, tenía poco de joven inteligente. Era un hombre de sentidos


perspicaces, de una vida admirable, de oído fino y un olfato de perro.

En el período de estudiante, yo no conocía la manera de estudiar, ni


siquiera la de leer con provecho. Hay una manera de estudiar para lucirse en un
examen; hay otra forma de estudio que nutre el espíritu. Yo no llegaba a poseer
ninguna de las dos. Hubiera deseado practicar la primera, porque tenía, como
he dicho, pocas condiciones para destacarme.

Que la enseñanza estuviera hecha a base de trozos aprendidos de


memoria no puede chocar. En casi todas partes sucedía lo mismo. Pero que, a lo
largo del instituto y de la facultad, no se encontrara alguien capaz de inculcar
unas ideas claras y fundamentales, parecía más raro. Así se podían dar
estudiantes, yo los he conocido, que, cursando análisis químico en el doctorado
de medicina, no tuvieran un concepto de los cuerpos simples o no hubieran
oído hablar jamás de la teoría de Copérnico.
La cultura fue en España, en el siglo XIX, muy deficiente. La antigua, a
base de humanidades y de clásicos, se había eclipsado; la moderna, la científica,
no llegó a tener una vida lozana.

La mayoría de los españoles no tienen la costumbre de leer libros. Hay


lectores buenos y malos. Los buenos son muy pocos. Yo, de joven, he leído
siempre atropelladamente, saltando líneas, buscando diálogos si se trataba de
una obra novelesca. Sólo ya muy tarde he podido leer despacio, palabra por
palabra.

Conocía algunos muchachos a quienes pasaba lo mismo. No los volví a


ver después; no sé si fueron del todo torpes o no. Se explica cómo la pedagogía
no se ha perfeccionado. Casi todas las cuestiones que preocupaban a Huarte de
San Juan, y de las cuales habla en su Examen de ingenios, en pleno siglo XVI, no se
han resuelto aún.

La naturaleza moral, en el transcurso del niño al hombre, da grandes


sorpresas. Yo he conocido algunos jóvenes atravesados, de malos instintos,
embusteros, sin palabra, que, al hacerse hombres y vivir en sociedad, y trabajar,
se han convertido, al menos en apariencia, en tipos normales y corrientes. En
cambio, otros, naturalmente cándidos y bienintencionados de chicos, nos hemos
ido agriando y haciéndonos esquinados y atravesados con el trato social y con
la vida.

Cierto es que yo, al menos al llegar a la vejez, he perdido mucha de mi


acritud, y me he hecho un hombre tranquilo y contemplativo.

Uno de los fenómenos muy corrientes en el joven no atrevido y poco


sociable, al menos en mí se dio, fue el quedar achicado con la fama de torpe y
de no inteligente. La mala fama inicial le sigue al chico como la sombra. Esto
pasa con frecuencia al que va a una tertulia y no sabe decir una palabra a
tiempo, o, si la dice, es una inoportunidad. La pobre opinión dejada por
primera vez le encoge el espíritu y luego no sabe borrar la impresión producida
en los demás y conquistar un nuevo terreno. Es necesario cambiar de ambiente
para sentirse un poco ágil.

A mí me pasó, en parte, eso. En las clases no supe decir una palabra a


tiempo. Luego, ya mucho más tarde, en el terreno literario, fui algo más feliz:
demostré cierta tenacidad intermitente. Dentro de cualquier disciplina científica
hubiera actuado con la misma tenacidad intermitente puesta en la literatura;
pero la literatura, en general, es un camino que se abre uno solo y sin medios, y
la ciencia necesita medios y una ayuda adecuada en los primeros pasos. De
joven, y sin cultura, no iba yo a forjarme un concepto, una significación y un fin
de la vida, cuando flotaba, y flota en el ambiente, la sospecha de si la vida no
tendrá significado ni objeto; pero, sin proponérmelo y sin hacerlo de una
manera expresa, marchaba a seguir la máxima del poeta latino: «Coge la flor de
un día sin pensar demasiado en la de mañana».

Mientras estudié en San Isidro no me cansé gran cosa. Muchas veces


íbamos a hacer novillos a la parada de Palacio, y otras, a las rondas y a los
alrededores del Rastro, a oír los charlatanes ambulantes y a ver cómo los
granujas engañaban a los paletos con el juego de las tres cartas.

Un día, como he dicho, algunos condiscípulos fuimos por la mañana


hacia la Moncloa, y vimos sobre la tapia de la cárcel Modelo a los tres reos
ejecutados por el crimen de la Guindalera: en medio, una mujer, y a los lados,
dos hombres.
V

En aquel tiempo en que mi familia y yo vivíamos en la calle de la


Independencia, y después en la calle de Atocha, pasamos bastantes desazones.
Mi hermana pequeña, Carmen, tuvo una época de sufrir muchas enfermedades
infantiles, y aún no había vencido una cuando aparecía otra nueva. A veces, la
fiebre la atacaba con temperaturas alarmantes a medianoche, y nosotros
estábamos en continuo sobresalto.

Coincidió alguna de estas enfermedades con el fallecimiento de mi


abuela materna, doña Gertrudis Goñi y Alzate, en octubre de 1887. Tenía un
organismo muy gastado por el tiempo que había estado enferma. Por entonces
empezaron a venir a nuestra casa unas señoritas vecinas, muy madrileñas, que
perdieron después a su madre. En parte, se relacionaron con nosotros porque el
mismo médico, el doctor Vicente, que nos visitaba a nosotros, las visitaba a
ellas. Este médico era uno de esos médicos prácticos que conocían su profesión,
y que, como todos aquellos antiguos, tenía algo como un culto por el sulfato de
quinina.

Por entonces, Darío, Ricardo y yo nos dábamos con entusiasmo a la


lectura. Darío compraba un periódico titulado El Mundo, que comenzó a
publicarse hacia 1887 u 88, no recuerdo bien, y en el que escribían José Roure,
Luis Bonafoux, Juan Ochoa y Joaquín Dicenta. Se trataba de un periódico de
tendencias literarias y publicaba noticias de todo el mundo. En él recuerdo
haber leído la escisión de los escritores naturalistas Margueritte, Rosny, y no sé
si Huysmans, al separarse de Emilio Zola.

A Bonafoux y a Dicenta los conocí con el tiempo; a los otros, no.

No cogí el entusiasmo por Leopoldo Alas (Clarín). No le leí en su época.

Sobre López Bago se oía hablar, con escándalo, en Pamplona. Creo que
venía anunciado en un semanario que se llamaba el Verán Ustedes. Los titulares
de sus libros eran estrepitosos.

Luego le vi un momento a este escritor en la redacción del periódico


España, el año 1915 o 16. Era un hombre sin escrúpulos. Puso a una novela suya
un prólogo falso de Alfonso Daudet, dándose unos bombos terribles a sí mismo.
En no sé qué libro francés he leído la protesta de Daudet sobre la atribución de
la paternidad de ese prólogo.

Años después, en 1905, hubo otro periódico El Mundo, y éste lo dirigía


Santiago Mataix.
Mi hermano Darío compraba todos los periódicos nuevos que salían.

Yo, por mi parte, compraba libros viejos. Conocía la geografía de las


librerías de lance con detalles.

De entonces acá han pasado más de cincuenta años, y ha cambiado la


geografía y el personal de esas librerías.

Yo solía charlar con un viejo que tenía un puesto en un esquinazo que


hacía la calle de Capellanes, que luego se llamó de Doña Mariana Pineda, y
después me han dicho que tiene otro nombre. Entonces era un callejón estrecho.

En las covachuelas de la iglesia del Carmen, que desaparecieron, había


también un librero de viejo; un hombre flaco, de lentes, con unas barbuchas
medio rubias, medio blancas. Era éste un volteriano, y tenía gran entusiasmo
por el autor de Cándido y por Pigault-Lebrun. Había también puestos de libros
en las ruinas de la iglesia de Santo Tomás y donde se levantó después la torre
de Santa Cruz, y en la de San Luis. El dueño de este último era un asturiano,
Pepín; en invierno, siempre envuelto en la capa, y que apenas sabía leer.
Todavía le vi, hace quince o veinte años, en un puestecito de la plaza de la
Bolsa. Este librero y un manco de la travesía del Arenal, después empleado en
casa de Rico, y luego con Molina, siguieron durante mucho tiempo, desde mis
tiempos de estudiante. Este manco, como Pepín, tampoco sabía leer.

También solía ir yo a la librería de un masón de la calle de Jacometrezo y


a otra de la calle de Preciados, próxima a la plaza de Santo Domingo, de un tal
Laviña, en un sótano, donde había al mismo tiempo un horno y olía a bollos.

Este Laviña era un hombre alto, grueso y rojo; vendía muchos libros,
algunos pornográficos, a precios ínfimos. Otro librero que recuerdo era un tal
Viñas, de la calle de La Luna, que solía contar anécdotas de cuando fue sargento
en La Habana; Iravedra tenía, al mismo tiempo que la librería de la calle del
Arenal, un puesto enfrente, en un ángulo de la casa de Oñate. Recuerdo otros
libreros, de los que hablaré más tarde, de la calle de la Paz, de la calle del Honor
de la Mata y de la calle de la Abada.

De estas visitas, siempre volvía a casa con novelas de Alejandro Dumas


(padre), de Víctor Hugo, de Eugenio Sue, mezcladas con obras de Zola, Daudet,
etcétera.

En Pamplona, los autores y libros leídos por mí fueron: Julio Verne,


Federico Marryat, Gustavo Almard, el Robinsón, algunos folletines: Las tragedias
de París, El coche número 13 y Creación y redención, de Dumas.
En Madrid, mis favoritos eran: V. Hugo, E. Sue, Balzac, J. Sand, Zola,
Espronceda y Bécquer.

En Valencia y Cestona: Schopenhauer, Poe y Baudelaire.

Después, en Madrid: Dickens, Stendhal, Turgueniev, Dostoyevski,


Tolstói, Ibsen y Nietzsche.

Recuerdo haber comprado novelas famosas en traducciones españolas


por entregas. Algunos lectores las leían, sin duda, en la cama y apagaban la vela
con el cuadernillo, dejando marcado en la página un círculo de sebo de la bujía
como un sello.

Los estudiantes no leíamos apenas la literatura española contemporánea,


más que nada, porque los libros nuevos recientemente publicados nos parecían
caros, y lo eran para nuestro bolsillo. Efectivamente, con tres o cuatro pesetas se
podía llevar a casa una porción de tomos, para leer una semana; en cambio, no
se podía comprar más que un tomo de un autor contemporáneo.

La literatura clásica se desconocía en absoluto. Creo que no conocí a


ningún estudiante compañero mío que hubiese leído de verdad el Quijote. Se
hablaba de él, naturalmente, pero no se leía.

Yo devoraba en la juventud todo lo que caía en mis manos,


principalmente novelas, sin fijarme si el autor tenía fama o no, si era bien o mal
considerado por los críticos.

Después, entre los treinta y los cuarenta años, noté que las obras
literarias más importantes de la humanidad no las conocía aún.

En el año 1887 se debió hacer un homenaje a Cervantes por una


asociación internacional, y yo estuve en la plaza de las Cortes, en donde nos
mostraron y vimos a Max Nordau, Lermina y a Luis Ullbach, hombre grueso y
con anteojos. Yo había leído algo de este autor que me pareció bastante malo.
Había otros muchos escritores.

Mientras vivía en la calle de la Independencia, fui repetidas veces a la


Biblioteca Nacional, que entonces estaba en la calle que ahora se llama de
Arrieta. En aquel centro de cultura no se nos dejaban libros literarios, por orden
del director, Tamayo y Baus, y, al final, tampoco se nos permitía la lectura de
revistas y periódicos, porque éstos tenían folletines. Eran cómicas tales
prohibiciones ordenadas por un autor.
También me preguntaban algunos: «¿Para qué leer tanto? ¿Eso para qué
sirve? Hay que pensar en lo inmediato: en vivir, en comer». Yo seguía leyendo
cuanto caía en mis manos, sin objeto práctico; a veces, también pensando que
podía encontrar a la mejor ocasión algo útil.

Cuando yo estudiaba en el instituto, o el primer año de universidad, un


francés, que debía de ser un pobre necio, atentó, en la plaza de Oriente, contra
el general Bazaine, que capituló en Metz, en la guerra francoprusiana. El
agresor, Millairaud, era comisionista y había escrito un libro desdichado que se
llamaba Los amores de un viajero. Como yo andaba con mucha frecuencia por la
plaza de Oriente, supuse si un viejo grueso y pesado que paseaba por allí sería
el general francés.
VI

Viviendo yo en la calle de la Independencia, el verano de 1888, ocurrió en


Madrid el crimen de la calle de Fuencarral, que fue uno de los crímenes más
famosos de España, no tanto por el hecho en sí, que no tenía gran importancia,
porque era un crimen vulgar, sino por las repercusiones que tuvo en la prensa y
en el público. No tenía, ni mucho menos, la importancia del asunto Dreyfús;
pero, como caso de psicología popular, era tan interesante como aquél o más.

¡El crimen de la calle de Fuencarral! ¡Qué folletín! ¡Qué novela por


entregas viva! ¡Qué apodos más clásicos de algunos comparsas de la tragedia!

Este crimen, como digo, por su influencia en el público, merecía que


hubiera sido estudiado por un gran psicólogo. En España no había ningún
psicólogo de esta clase. Dijeron que Galdós quiso aprovechar aquel ambiente, y
que hizo dos novelas, La incógnita y Realidad, queriendo buscar un paralelismo
novelesco con el hecho sensacional de la calle; pero, por lo que luego me
aseguraron, no había tal cosa; lo que ocurría era que en uno de estos libros se
hablaba de un crimen famoso como el de la calle de Fuencarral.

El proceso de este crimen debió de durar mucho tiempo, y en su segunda


época fue cuando produjo más curiosidad en el público y mayor expectación.

Los periódicos españoles se dividieron en sensatos e insensatos. Sensatos


eran los que pensaban que los autores principales del crimen eran dos mujeres:
una de ellas, la protagonista, y otra, una cómplice, Dolores Ávila. Los insensatos
creían como en un dogma que el asesino de la señora que apareció muerta en la
calle de Fuencarral era su hijo, Vázquez Varela, el cual, en la época del crimen,
aunque estaba recluido en la cárcel Modelo, salía de ella, según la opinión de
parte de la gente, por complacencia del director.

En la protección de aquel chulo miserable, que había herido una vez a su


madre, estaban, según los periódicos insensatos, las personas más elevadas de
la justicia, hasta el mismo presidente del Tribunal Supremo.

Las suposiciones del público llegaban a los extremos más absurdos. La


gente se disputaba en las calles el papel de los periódicos, y algunos de éstos,
sólo dedicados a contar crímenes, como Las Ocurrencias y Los Sucesos, vendían
una cantidad de ejemplares verdaderamente enorme.

Los periódicos hicieron una campaña inmoral, y cuando se publicó el


proceso en el periódico La Correspondencia de España, se vio que El Liberal
amañaba las declaraciones de su mismo director, Mariano Araus.
Yo vi a la protagonista del crimen, a la Higinia Balaguer, un momento en
el pasillo del Hospital Provincial, y cambié algunas palabras con ella.

Algún tiempo después, presencié la ejecución de Higinia Balaguer desde


los desmontes próximos a la cárcel Modelo, a una distancia de trescientos o
cuatrocientos metros. Hormigueaba el gentío. Soldados de a caballo formaban
un cuadro muy amplio. La ejecución fue rápida. Salió al tablado una figura
negra. El verdugo le sujetó los pies y las faldas. Luego, los Hermanos de la Paz
y Caridad y el cura, con una cruz alzada, formaron un semicírculo delante del
patíbulo y de espaldas al público. Se vio al verdugo que ponía a la mujer un
pañuelo negro en la cara, que daba una vuelta rápidamente a la rueda, quitaba
el pañuelo y desaparecía.

Enseguida, el cura y los Hermanos de la Paz y Caridad se retiraron, y


quedó allí la figura negra, muy pequeña, encima de la tapia roja de ladrillo, ante
el cielo azul claro de la mañana de primavera.

Las fantasías del pópulo se desataron. Según algunos, la Higinia era


inocente, y el verdugo, que, según dijeron los periódicos, se llamaba Francisco
Zamora, se había prestado a hacer una farsa. No era la Higinia a quien habían
matado, sino que era un muñeco el que habían llevado al patíbulo. Las cosas
más absurdas se contaban.

En otro crimen, en el de la calle de la Justa, calle de Constantino


Rodríguez, un hombre había matado a una mujer en un prostíbulo. ¡Qué calle y
qué crimen! La calle era pequeña, con todas las casas de burdeles, con unas
mujeronas terribles, que solían estar a la puerta hablando con soldados.

Esta mujer era la del verdugo de Madrid, y, no habiendo podido vivir


con el marido, se escapó, tomó un amante y se fue a vivir con él, y como éste era
un chulo y un carterista, se separó también de él y fue a parar a un prostíbulo
de la calle citada.

El carterista no se ocupó de la mujer para nada; pero un día, sin duda,


necesitó dinero y fue al burdel, y convenció a la dueña para que le dejara pasar.
La mujer del verdugo no quería verle, pero la dueña le dijo:

—Viene a hablarte. Déjale que se explique, porque es un cabayero.

—Bueno. Pues que pase.

El carterista entró, le pegó una cuchillada a la mujer y la mató.


Hay que reconocer que el final del siglo XIX y el principio del XX se
distinguieron por los crímenes individuales. El XX se va caracterizando por los
colectivos.

En España hubo crímenes célebres: el de la calle de Fuencarral, por sus


derivaciones públicas; el crimen de Don Benito, terrible por lo trágico; el del
Huerto del Francés, el de don Nilo, el de Vicenta Verdier, el del capitán Sánchez
y el horroroso de Gádor.

Aquí mataron a un niño entre un enfermo que le apodaban «el Moruno»


y un curandero, Francisco Luna. Éste le aconsejó al enfermo beber la sangre de
una criatura. El curandero le proporcionó un muchachito, a quien mató, y el
Moruno bebió su sangre y luego le sacó la grasa, las mantecas que dice la gente,
para ponérselas en el pecho.

Los crímenes de Francia tuvieron el aire brillante que a todo le daba


entonces París.

Pranzini, Prado, Anastay, Vacher y Ravachol fueron conocidos en el


mundo entero. La Gabriela Bompard, cómplice de un tal Eyraud, que mató y
metió en un baúl el cadáver del procurador Gouffé, fue muchas veces aclamada
por el pueblo parisiense.

También Jack, el destripador de Londres, produjo una gran emoción en el


mundo entero por los crímenes de Witechapel.

Colaboraban en esta expectación las teorías de los criminalistas y de su


ciencia, más o menos fantásticas, que habían inventado Lombroso y sus
colaboradores italianos. En todas partes había un pequeño Lombroso. En
Madrid era el doctor Salillas.

Yo, impulsado por estas teorías, si hubiera podido, hubiese escrito una
historia del crimen de la calle de Fuencarral y de cómo se formó la leyenda que
corrió por Madrid. También hubiera hecho un drama a base del crimen de Don
Benito.

Para el análisis de la leyenda formada sobre el crimen de la calle de


Fuencarral me faltaban documentaciones y conocimientos psicológicos; para
dramatizar el crimen de Don Benito me faltaban nervios, porque, al pensar en
algunas escenas de él, me echaba a temblar.
VII

En la minoría de edad de Alfonso XIII, Madrid estaba lleno de casas de


juego. Sólo en la Puerta del Sol, contando los entresuelos de los cafés y los pisos
altos, había catorce o quince. Además, se jugaba desenfrenadamente en todos
los círculos.

Lo extraño era la existencia de garitos miserables, en calles estrechas, con


un aire peligroso y poco tranquilizador. Se subía por una escalera angosta, de
trabuco, y en el vestíbulo había uno o dos hombres de mala traza, después un
colgador para los gabanes y las capas y luego la sala del crimen.

No se comprendía cómo nadie iba a estas chirlatas. No podía ser por la


pequeñez de la puesta, porque en los entresuelos de los cafés de la Puerta del
Sol la postura mínima era de diez céntimos. Así se solía ver chicos estudiantes
del bachillerato. La razón debía de estar en que en aquellos antros se jugaba al
monte, que para muchos tenía más atractivo que el treinta y cuarenta o el
bacará, que eran los juegos habituales en los cafés del centro, y que quizá los
puntos más castizos no comprendían su marcha. Los que llevaban la banca en
aquellos tabucos eran, muchas veces, caballeros, al menos por su aspecto, de
aire respetable, con el pelo canoso. Al empezar la partida, algunos hacían la
siguiente advertencia: «Ésta es una casa formal, señores. Aquí se paga la pinta,
la contrapinta, el salto y el elijan».

Después de este aviso tranquilizador comenzaba el juego. Se ponían


cuatro cartas: dos sacadas de arriba y dos de abajo. Unas eran el albur y otras el
gallo.

La pinta y la contrapinta se referían al palo. El entrés era una puesta


contra dos cartas que habían salido ya. Y el elijan, contra tres.

Con esta inconsciencia de la juventud, yo me metí con algún amigo


varias veces en uno de estos antros y no me pareció nada tenebroso.

En Madrid, además de jugarse en los entresuelos de los cafés y en los


círculos, se jugaba en los billares. En algunos, a la treinta y una y a una lotería
con cartones; en otros, en la misma mesa de billar, a la bola y a la tarota, con
una botella de cuero que tenía dentro unas bolas blancas con números y una
única bola negra.

También solíamos ir a algunos cafés musicales y cantantes.

Había algunos grupos de familias de esos que se atornillan en una mesa,


con gran desesperación del mozo, y unas cuantas muchachas de aire equívoco.
Las madres iban con las hijas a los cafés, a ver si sacaban un novio serio,
y ya, marchando mal, la protección de un señor. El joven o el viejo acompañante
le daba un cigarro al mozo; éste echaba café con leche en un vaso, y en el otro
leche sola o aguardiente de caña, que era por entonces el clásico café con gotas.

Entre los habituales del Café del Siglo llamaba la atención una rubia muy
guapa, acompañada de su madre. La madre era una chatorrona gorda, con el
colmillo retorcido y la mirada de jabalí. Se conocía su historia. Después de vivir
con un sargento, padre de la muchacha, se había casado con un relojero alemán,
hasta que éste, harto de la golfería de su mujer, la había echado de su casa a
puntapiés.

La madre de esta rubia nos permitía que nos sentáramos a su mesa; pero
cuando llegaba algún pagano, entonces era él el que mandaba, y nosotros nos
quedábamos en muy segundo término.

Los estudiantes que se reunían allí eran, la mayoría, filarmónicos, y se


pasaban el tiempo comentando la belleza de una sonata de Beethoven o de un
minué de Mozart.
QUINTA PARTE

DE ESTUDIANTE DE MEDICINA
I

Mi padre tenía una idea muy optimista de las profesiones liberales.


Desde su tiempo al nuestro todo había cambiado mucho.

Cuando él hizo sus estudios, al tercero o cuarto curso de carrera, y dentro


de la Escuela de Minas, los estudiantes tenían sueldo. Ahora, no sé; pero hace
años, por lo que he oído decir, el que acababa la carrera se pasaba cinco o seis
años sin tener destino.

En todas las profesiones ha debido de pasar lo mismo, y hoy, para ir de


médico de pueblo hay que hacer oposiciones. Dentro de poco, hasta para ser
mozo de café o portero habrá que hacer oposiciones.

Al terminar el bachillerato vino la cuestión de elegir una carrera, y


comencé el preparatorio de medicina, que era el mismo de la carrera de
farmacia. Estaba indeciso si estudiar una u otra. Pero mi compañero de
instituto, Carlos Venero, que iba a estudiar medicina, y que era amigo de Pedro
Riudavets, que pocos días antes se hizo amigo mío, me convenció para que no
estudiara de pucherólogo, como decía él, sino que me hiciera médico.

Los tres amigos teníamos nuestro carácter y nuestras diferencias.

Venero era un poco petulante: se cuidaba el pelo, el bigote y las manos y


le gustaba echárselas de guapo. Su gran deseo era dominar, pero no podía
ejercer su dominación en una zona extensa ni trazarse un plan, y toda su
voluntad de poder y toda su habilidad las empleaba en cosas pequeñas. Una de
las ideas gratas para él era pensar que había muchos vicios y depravaciones en
Madrid. Venero leía novelas francesas de escritores galantes, y estas relaciones
de la vida de lujo y de vicio de París le encantaban.

Riudavets era aficionado a la pintura y al dibujo. Su padre dibujaba en La


Ilustración Española y Americana. Nuestro amigo parecía un joven estudioso; pero
era perezoso como un turco.

De todos mis compañeros de estudio, el único que salió un poco a flote y


llegó a ser conocido fui yo. No lo digo por vanidad, sino porque me parece un
hecho; hecho que, por otra parte, no me produce ningún entusiasmo. A todos
ellos les hubiera chocado esto cuando estudiaban conmigo.

—¡Este qué va a ser conocido! —seguramente hubieran pensado.

—¡Ca! Es imposible.
El Destino es algo raro y difícil de prever. Cuando se piensa en él se
queda uno maravillado. Tipos que parecen destinados a brillar, se malogran, y
otros que, por todos los indicios, van a tener una vida oscura, se destacan, no se
sabe bien por qué.

Nuestra vida de estudiantes era la vida corriente del estudiante pobre.


Don Ramón Torres Muñoz de Luna nos decía en su clase de química con
solemnidad: «Viven ustedes en un ambiente demasiado oxigenado»…

Yo no veía el oxígeno por ninguna parte.

Nuestras costumbres no eran, ni mucho menos, del bajo imperio. Los


sábados íbamos al café, y como uno no estaba acostumbrado, después de cenar,
a tomar un vaso grande de café con leche, probablemente con achicoria, o una
botella de cerveza, con frecuencia algo de esto le hacía a uno daño o no le dejaba
dormir. Después del café solíamos ir al teatro, al paraíso, a las últimas funciones
por horas, y también a los cafés cantantes, a ver el zapateado violento de una
bailadora, o a oír los jipíos de algún cantaor gordo y ridículo.

Mis amigos no eran muy partidarios de ver melodramas las tardes de los
días de fiesta. Yo sí era aficionado, y vi La huérfana de Bruselas, Treinta años, o la
vida de un jugador, La carcajada, Los traperos de Madrid, que debían de ser
dramones antiguos, y otros modernos, como Los dos pilletes, Rocambole y algunos
más que ya no recuerdo.

Si lo de la calle no era espléndido y pomposo, lo de casa, desde este


punto de vista, no era mejor.

Ahora, por lo que veo en muchas familias…, los jóvenes tienen su cuarto
de estudio. En mi tiempo no había eso. La instalación de la clase media era un
poco mísera. Los chicos estudiaban en el comedor, ante la luz del quinqué de
petróleo, y, a veces, en la candileja de aceite.

Las casas tenían entonces pocas comodidades: no había cuarto de baño,


pocas estufas, y mucho menos calefacción central. Se leía y se escribía, en el
rigor del invierno, al calor del brasero.

La luz eléctrica ha influido mucho en la vida, y sobre todo en las ideas de


la gente. En uno de aquellos clásicos comedores de hace más de cincuenta años,
con su papel un poco ajado, con alguna estampa o algún cromo en las paredes y
su lámpara mortecina y triste, no se podían tener más que ideas descentradas y
románticas.
En las calles de las ciudades ha sucedido lo mismo, y los focos de luz
eléctrica han disipado muchas nieblas y oscuridades de la cabeza de los
hombres. Recuerdo haber ido a París a final del siglo XIX. En casi todos los
hoteles del Barrio Latino se usaban todavía velas y lámparas de petróleo, y,
como correspondiendo a esta iluminación, había bohemios y tipos
extravagantes y misteriosos. Años después, al dominar la electricidad, toda la
fauna rara y absurda desapareció de las calles parisienses, como las lechuzas y
los búhos a la luz del sol.

En esta época de estudiante de que hablo me sentía entusiasta de la


Revolución francesa, más por su aspecto espectacular y por sus frases que por
sus decretos. Las frases de Mirabeau, de Danton, de Vergniaud me
maravillaban. Aquella retórica efectista me sorprendía.

Pronto perdí el entusiasmo revolucionario, y fui evolucionando hacia


una tendencia escéptica, agnóstica y medio budista.

En los periódicos se hablaba constantemente de Castelar, de Ruiz


Zorrilla, de Salmerón y de Pi y Margall; se los consideraba como grandes
oradores y como muy sabios. Castelar era un prestigio para toda España; Ruiz
Zorrilla tenía el entusiasmo de algunos y la antipatía de muchos; a Pi y Margall,
que tenía partidarios fanáticos, se le consideraba como un doctrinario, y a
Salmerón, como un gran filósofo y un gran orador.

Creo que Salmerón, de filósofo no tenía nada más que una jerga oscura;
ahora, como orador era extraordinario. Yo le oí tres veces: una en el entierro de
un republicano, Guisasola, que fue inhumado en el cementerio civil del Este;
otra vez desde el balcón de su casa, creo que en la calle de la Lealtad, y la
última, en el salón Romero, hoy teatro Cómico.

La primera vez fue cuando me hizo más efecto. Iban en el entierro de


Guisasola todos los salmeronianos: hombres graves, barbas negras, miradas
sombrías, aire profético. Salmerón se acercó a la fosa, cogió un puñado de tierra,
lo echó sobre la caja, y pronunció un discurso magnífico. Era un histrión
inimitable. Dicen que Castelar decía de Salmerón: «Salmerón se cree un filósofo,
y no es un filósofo; se cree un político, y no es un político; pero es el orador más
grande de Europa, y no lo sabe».

Este juicio debía de acercarse a la verdad. A mí siempre me chocó que los


discursos de Salmerón, oídos, parecieran tan maravillosos, y leídos, fueran tan
mediocres.
II

No seguiré adelante sin referir aquí la impresión que recibí el primer día
de mis estudios universitarios en la clase de química.

La clase de química general del preparatorio de medicina y de farmacia


se daba en esta época en una antigua capilla del Instituto de San Isidro, y ésta
tenía su entrada por la Escuela de Arquitectura. En esta sala se había celebrado
el juicio contra el general don Diego de León, en 1841, durante la regencia de
Espartero.

Para llegar a esta clase se pasaba por un patio.

Recuerdo la cantidad de estudiantes y la impaciencia que demostraban


por entrar en el aula una mañana de octubre, lo que se explicaba fácilmente por
ser aquel día primero de curso y del comienzo de la carrera.

Este paso del bachillerato al estudio de la facultad siempre da al


estudiante ciertas ilusiones, le hace creerse más hombre; que su vida va a
cambiar. Yo, algo sorprendido de verme entre tanto compañero, miraba
atentamente, arrimado a la pared, la puerta de un ángulo del patio por donde
teníamos que pasar.

Los chicos se agrupaban delante de aquella puerta como el público a la


entrada de un teatro. La mayoría eran palurdos provincianos, que manifestaban
su alegría, al verse juntos, con gritos y carcajadas.

Abrieron la puerta, y los estudiantes, apresurándose y apretándose,


como si fueran a presenciar un espectáculo entretenido, comenzaron a pasar.

La clase era la antigua capilla del Instituto de San Isidro, de cuando éste
era colegio de los jesuítas. Tenía el techo pintado con grandes figuras, a estilo de
Jordaens; en los ángulos de la escocia, que era muy ancha, los cuatro
evangelistas, y en el centro, una porción de figuras y escenas bíblicas. Desde el
suelo, donde estaban la tarima y la mesa del profesor, hasta el fondo, se
levantaba una gradería de madera muy empinada, que llegaba hasta cerca del
techo, con una escalera central, lo que daba a la clase el aspecto del gallinero de
un teatro.

Los estudiantes llenamos los bancos casi hasta arriba; no estaba aún el
catedrático, y como había mucha gente alborotadora entre los alumnos, algunos
comenzaron a dar golpecitos en el suelo con el bastón, otros muchos les
imitaron, y se produjo una furiosa algarabía.
De pronto se abrió una puertecilla próxima a la tribuna, y apareció un
señor viejo, muy empaquetado, seguido de dos ayudantes jóvenes.

Aquella aparición teatral del profesor y de los ayudantes provocó


grandes murmullos; alguno de los alumnos, más atrevido, comenzó a aplaudir,
y, viendo que el viejo catedrático no sólo no se incomodaba, sino que saludaba
como reconocido, aplaudieron aún más.

—Esto es una ridiculez —dije yo.

—A él no le debe parecer eso —replicó mi condiscípulo Venero, que


estaba a mi lado—; pero si es tan tonto que le gusta que le aplaudan, le
aplaudiremos.

El profesor era un pobre hombre, presuntuoso y ridículo. Se llamaba don


Ramón Torres Muñoz de Luna. Había estudiado en París, y había adquirido los
gestos y las posturas amaneradas de un francés petulante.

El buen señor comenzó su discurso de salutación a sus alumnos muy


enfático, con algunos toques sentimentales; nos habló de su maestro Liebig, de
su amigo Pasteur, de su camarada Berthelot; de la ciencia, del microscopio.

Su melena blanca, su bigote engomado, su perilla puntiaguda, que le


temblaba al hablar; su voz hueca y solemne, le daban el aspecto de un padre
severo de drama, y alguno de los estudiantes, que encontró, sin duda, este
parecido, recitó en voz alta y cavernosa los versos de don Diego Tenorio cuando
entra en la hostería del Laurel, en el drama de Zorrilla:

Que un hombre de mi linaje

descienda a tan ruin mansión.

Los que estaban al lado del recitador irrespetuoso se echaron a reír con
insistencia, y los demás estudiantes miraron al grupo de los alborotadores.

«¿Qué es eso? ¿Qué pasa?», dijo el profesor, poniéndose los lentes y


acercándose al barandado de la tarima. «¿Es que alguno ha perdido la
herradura por ahí? Yo suplico a los que están al lado de ese asno que rebuzna
con tal perfección que se alejen de él, porque sus coces deben ser mortales de
necesidad.»

Rieron los estudiantes con gran entusiasmo, el profesor dio por


terminada la clase, retirándose haciendo un saludo ceremonioso, y los chicos
aplaudieron a rabiar.
Torres Muñoz de Luna era otro Comendador del Tenorio, como Paño el
de Pamplona, pero con más conchas que éste. Era hijo de cómicos, y,
naturalmente, le quedaba un poco de simulador y de farsante.

Hacía trucos de charlatán en los experimentos. Cuando realizaba alguna


prueba vulgar de química se le aplaudía como si acabara de inventarla, y él
saludaba. Cantaba las excelencias del ácido hiponítrico como desinfectante que
había descubierto él, y muchas veces echaba una moneda de cobre en una taza
con ácido nítrico cuando creía que el ambiente de la clase era malsano, y nos
envolvía con humos rojizos y desagradables, y entonces todos los alumnos
comenzaban a estornudar y a toser.

A Torres Muñoz de Luna la sangre de cómico le rebosaba. Hubiera


vendido muy bien en una feria o en una plaza pública, desde lo alto de un
coche, la manteca de la serpiente Ophys o el licor contra la tenia.

Los otros profesores del mismo curso eran: don Laureano Pérez Arcas, ya
muy viejo, y que daba unas explicaciones de zoología muy pesadas; don
Antonio Orio, que tenía la clase de mineralogía y botánica, hombre de genio
enérgico que paró pronto los pies a los estudiantes que pretendían burlarse de
él aplaudiéndole, y un profesor de física, creo que llamado Quintero, que
explicaba en una sala del antiguo Ministerio de Fomento, edificio que estaba
entre la calle de Atocha y la de Relatores, y que era antiguamente el convento de
la Trinidad.

En aquella época era todavía Madrid una de las pocas ciudades de


Europa que conservaba un espíritu romántico.

Todos los pueblos tienen, sin duda, una serie de fórmulas prácticas para
la vida, consecuencia de la raza, de la historia, del ambiente físico y moral. Tales
fórmulas, tal especial manera de ver, constituyen un pragmatismo útil,
simplificador.

El pragmatismo nacional cumple su misión cuando deja paso libre a la


realidad; pero si se cierra este paso, entonces la normalidad de un pueblo se
altera, la atmósfera se enrarece, las ideas y los hechos toman perspectivas falsas.
En un ambiente de ficciones, residuo del pragmatismo viejo y sin renovación,
vivía el Madrid de hace años.

Otras ciudades españolas se habían dado cuenta de la necesidad de


transformarse y de cambiar; Madrid seguía inmóvil, sin curiosidad y sin deseo
de cambio. Por eso era un pueblo de gran interés.
El estudiante madrileño, sobre todo el venido de provincias, llegaba a la
corte con un espíritu donjuanesco, con la idea de divertirse, de jugar, perseguir
a las mujeres, pensando, como decía el profesor de química con su solemnidad
habitual, quemarse pronto en un ambiente demasiado oxigenado.

Menos el sentido religioso, la mayoría no lo tenía ni les preocupaba gran


cosa la religión, al menos en la juventud; los jóvenes de las postrimerías del
siglo XIX venían a la corte con el espíritu de un estudiante del siglo XVII, con la
ilusión de imitar dentro de lo posible a don Juan Tenorio, y de vivir como éste,

Llevando a sangre y a fuego

amores y desafíos.

El estudiante culto, aunque quisiera ver las cosas dentro de la realidad e


intentara adquirir una idea clara de su país y del papel que representaba en el
mundo, no podía conseguir su objeto.

La acción de la cultura europea en España era restringida y localizada en


cuestiones técnicas. Los periódicos daban una idea incompleta de todo; la
tendencia general era hacer creer que lo grande de España podía ser pequeño
fuera de ella, y, al contrario, por una especie de mala fe internacional. Esto
podía ser cierto en cuestiones de política, pero no en cuestiones científicas.

Si en Francia o en Alemania no hablaban de las cosas de España o


hablaban de ellas en broma, era porque nos odiaban. Teníamos aquí grandes
hombres que producían la envidia de otros países: Castelar, Cánovas,
Echegaray…

España entera, y Madrid sobre todo, vivía en un ambiente de optimismo


absurdo. No había curiosidad por lo de fuera. Todo lo español era lo mejor.

Esa tendencia, natural a la ilusión del país que se aísla, contribuía al


estancamiento, a la fosilización.

Esta idea de la extrañeza de Madrid la he señalado varias veces, sin


convencer, seguramente, a nadie. Como muestra, copio este diálogo de mi
novela La dama errante:

«—Pero vosotros no notáis lo que cambia Madrid. Toda la vieja España se derrumba.

»—Yo no veo que se derrumbe nada —replicó María.

»—Sí, sí; hay muchas cosas que se derrumban y que no se ven. Tú no sabes, María, cómo era
el Madrid que hemos conocido nosotros. Todos eran prestigios. ¿No es verdad, Aracil? Echegaray,
Castelar, Cánovas, Lagartijo, Calvo, Vico, Mesejo…, ¡qué sé yo! Era un pueblo febril, que daba la
impresión de un tísico que tiene la ilusión de sentirse fuerte. Y ahora, nada. Todo está apagado, gris.
Se dice que todo es malo…, y es posible que tengan razón.

»—Yo no encuentro tanta diferencia —replicó Aracil.

»—No digas eso; Madrid, entonces, era un pueblo raro, distinto a los demás, uno de los
pocos pueblos románticos de Europa, un pueblo en donde un hombre, sólo por ser gracioso, podía
vivir. Con una quintilla bien hecha se conseguía un empleo para no ir nunca a la oficina. El Estado se
sentía paternal con el pícaro, si era listo y alegre.

»Todo el mundo se acostaba tarde; de noche, las calles, las tabernas y los colmados estaban
llenos; se veían chulos y chulas con espíritu chulesco; había rateros, había conspiradores, había
bandidos, había matuteros, se hacían chascarrillos y epigramas en las tertulias, había periodicuchos
en donde unos políticos se insultaban y se calumniaban unos a otros; se daban palizas y, de cuando
en cuando, se levantaba el patíbulo en el Campo de Guardias, en donde se celebraba una feria, a la
que acudía una porción de gente en calesines. De esto hace veinticinco o veintiséis años, no creas que
más. Entonces, los alrededores de la Puerta del Sol estaban llenos de tabernas, de garitos, de
rincones, lo que permitía que nuestra plaza central fuera una especie de Corte de los Milagros. En la
misma Puerta del Sol se podían contar más de diez casas de juego, abiertas toda la noche; en algunas
se jugaba a diez céntimos la puesta. Los políticos eran, principalmente, chistosos. Albareda se jactaba
de no entender de política y de hablar caló. ¡Y Romero Robedo! ¿Hay algún hombre ahora como
aquél? ¡Qué ha de haber! Don Francisco era un tipo magnífico. Siendo él un hombre honrado, tenía
una simpatía por el ladrón completamente ibérica. Protegía a los bandidos andaluces y tenía en
Madrid amistades con los mayores truhanes. Sólo este episodio que voy a contar retrata la época.
Solía dar don Francisco reuniones, a las tres de la mañana, en su despacho del Ministerio de la
Gobernación, y entre los invitados había desde gente riquísima hasta desharrapados, que se llevaban
lo que veían: tinteros, plumas, tijeras, todo. Una vez, el ministro vio que habían arramblado con un
candelabro de más de un metro de alto. Aquello le pareció excesivo. Llamó al portero mayor, le
preguntó si sabía quién era el autor de la hazaña, y el portero dijo que uno de los amigos del señor
ministro había salido con un bulto enorme debajo de la capa. Entonces, don Francisco escribió una
carta atenta a su querido amigo, diciéndole que, sin duda, inadvertidamente, se había llevado el
candelabro. Pero como éste era necesario en el despacho, le rogaba que lo devolviera. ¿Qué crees tú,
María, que hubiera hecho un ministro de hoy?

»—Llevar a la cárcel al ladrón, probablemente —dijo ella.

»—Con seguridad. Y entonces, no; había gusto por las cosas. Atraía lo pintoresco y lo
inmoral. A la gente le gustaba saber que el Ayuntamiento de Madrid era un foco de corrupción; que
un señor concejal se había tragado las alcantarillas de todo un barrio, y se reía al oír que los
pendientes regalados por un matutero ilustre adornaban las orejas de la hija de un ministro. Yo
comprendo que aquella vida era absurda; pero, indudablemente, era más divertida.

»—Sí —dijo Aracil—; era más divertida.

»—Luego, el que se creía austero y terrible, se hacía republicano; claro que era una ridiculez,
pero era así. Y el hombre se entretenía. Hoy, la República no es nada.

»—Sí; la verdad es que ha bajado mucho, la pobre —exclamó Aracil—. Hoy ya tiene la traza
de un ideal de porteros. A mí, cuando me hablan de republicanos entusiastas, recuerdo siempre al
conserje del hotel donde viví en París, y le veo con su mandil y su gorro redondo, refiriéndome
anécdotas de Gambetta. Para mí, republicano y portero francés son cosas sinónimas.
»—Ya ves; en cambio, a mí —dijo Iturrioz—, cuando pienso en un republicano, me viene
siempre a la imaginación un fotógrafo de mi pueblo, hombre muy exaltado. Y luego, cosa extraña, a
todos los fotógrafos que he conocido les he preguntado si eran republicanos, y todos me han dicho
que sí. Yo no sé qué relación misteriosa existe entre la República y la fotografía».
III

Yo he sido un lector asiduo, pero no un buen lector; hombre copioso en la


lectura, pero no concienzudo. He leído mucho largo tiempo, pero he leído sin
método y saltando siempre del texto párrafos o páginas enteras que me
parecían aburridas.

Solamente ya de viejo comencé a leer los libros completos, con todas sus
frases. No me extasío con el sonido de una palabra, y con entenderla me basta.
No creo que haya relación alguna entre un sonido y una idea.

De chico, cuando leía una novela, siempre saltaba las descripciones y las
reflexiones, e iba a buscar, decidido, el diálogo y la acción. Era raro, y para mí
hoy no explicable, que, teniendo tanta afición al diálogo, no me gustaran gran
cosa las obras de teatro. En general, no me producían interés. Tampoco podía
con las disertaciones científicas largas, como, por ejemplo, las de Julio Verne,
que era el autor que en mi época casi todos los chicos leíamos con preferencia.
Cuando empezaba éste a decir que la estrella tal se encontraba a tantos millones
de leguas de la tierra, y que un tren, marchando a una velocidad de tantos
kilómetros por hora, tardaría tantos cientos de miles o de millones de años en
llegar a ella, saltaba la explicación pedagógica sin ningún escrúpulo. Tampoco
me entretenían las descripciones.

No comprendo qué quería encontrar yo en la lectura; pero todo lo que


leía, por poco pesado que fuera, me impacientaba y me aburría.

De chico, en Pamplona, ya de trece o catorce años, guardaba algunas


novelas, que las leía cada quince días. Una de ellas era Creación y redención, de
Alejandro Dumas (padre), publicada en folletín, años antes, en La
Correspondencia de España, periódico de importancia de la época. En cada
lectura, siempre saltaba en el texto los mismos capítulos que, sin duda, me eran
antipáticos, y terminaba la lectura de todo el libro en unas horas.

Todavía recuerdo los tipos de esta novela: un médico sabio, mago y


magnetizador, que se llamaba Santiago Merey; una niña medio idiota, Eva, a la
que el médico sabio cura y luego da la salud, la belleza y la inteligencia. Esta es
la «creación». Después, unas escenas de la Revolución francesa, en que salen
Danton y Camilo, que son amigos de Santiago Merey, y el encuentro de éste con
su Eva en París, que anda en malos pasos, y la lleva a su aldea y se casa con ella.
Esta es la «redención».

Un poco después leí El padre Goriot, de Balzac, primero en francés, luego


en una traducción española, creo editada en Barcelona, en dos tomitos y con
una lámina al principio, en la cual Delfina de Nuncingen, con miriñaque, el pelo
en bandos y puesta al piano, le pregunta a Eugenio de Rastignac, de frac,
melenas y pantalón con trabillas: «¿Amáis la música, caballero?».

Para mí esto constituía el romanticismo más exaltado y más terrible. Lo


encontraba algo malsano y venenoso. También me lo parecían las poesías de
Espronceda.

En Madrid, el poco dinero que tuve cuando era estudiante de medicina


lo dedicaba a comprar novelas en las librerías de viejo, y me leí casi toda la
literatura romántica y gran parte de la realista.

Los libros que compraba se los prestaba a algunos compañeros del


instituto, que, a su vez, me prestaban otros a mí. Desde Walter Scott o
Dostoyevski, creo que leí en un espacio de tiempo de seis o siete años lo más
importante del siglo XIX.

Muchas veces, en un domingo aburrido, me tragaba dos o tres novelas,


saltando las consideraciones o disertaciones que me parecían pesadas. En
Madrid, como en Pamplona, tenía algunos libros, cuya lectura repetía con
frecuencia: las Historias contemporáneas, de Poe; La ciudadana Teresa, de Eckmann-
Chatrian, traducida al castellano con el título de La cantinera, y los Idilios
californianos, de Breet Harte. Después me leía casi todos los años Le rouge et le
noir, de Stendhal; La guerra y la paz, de Tolstói; dos o tres volúmenes de
Dostoyevski, y las poesías de Verlaine.

Una de las cosas que me han sorprendido de la crítica moderna, que se


considera científica, es que no haya estudiado con atención y con perspicacia a
los escritores populares del siglo XIX, que creo que se prestaban a análisis muy
curiosos. Evidentemente, la crítica ha tendido a ser muy académica y ha
descuidado lo popular.

En esta literatura callejera había gente muy interesante; por ejemplo,


Dumas (padre).

Dumas (padre) no era un estilista. No tenía tiempo de limar su prosa,


como otros franceses: Chateaubriand, Vigny o Flaubert; pero como sujeto de
estudio, me parece más curioso que éstos. Dumas (padre) era un estratega de la
novela, constructor de tipos y de invenciones secas y escenográficas; pero hay,
además, en él elementos muy complicados; tiene algo de negro y de blanco, de
aristócrata y de plebeyo, de aventurero y de buen burgués, de revolucionario y
de conservador, de farsante y de persona seria.
En toda la enormidad de volúmenes que aparecieron con su firma,
separar con exactitud lo que hizo él y lo que hicieron sus colaboradores, sería
una labor curiosa.

Dumas se me representa como esos aurigas romanos: con un carro tirado


por muchos caballos.

Yo creo que el más auténtico Dumas, el más fecundo y tropical, el de la


más extensa petulancia negroide, era el representado por el bastardo Antony y
por el conde de Montecristo.

En otras novelas, como Ángel Pitou y Los cuarenta y cinco, aparece a ratos
la mano más suave y graciosa de su colaborador principal, Augusto Maquet; en
Los mohicanos de París, la fantasía de Paul Bocage, y en otras obras sentimentales,
la influencia de colaboradores como Paul Meurice y Octavio Feuillet.

Escritores populares, muy dignos de estudio por su forma de espíritu y


por su popularidad, fueron, en el siglo XIX, en Francia: Eugenio Sue, Paul de
Kock, Paul Féval, Ponson du Terrail, Javier de Montepín; en Inglaterra: Bulwer
Litton, Wilkie Collins, Hugo Conway, Stevenson y, sobre todo, Conan Doyle.

Tipo curioso es el de Eugenio Sue, byroniano, elegante dandy que rezuma


petulancia aristocrática por todas partes, un poco de baja ley, y desdén por los
pequeños burgueses. Sue se muestra partidario del pueblo y del socialismo
revolucionario.

Es un tanto extraña esta simbiosis de aristocratismo desdeñoso y de


democratismo literario. En Los misterios de París, la obra más famosa del autor, la
gente de la aristocracia es siempre noble de sentimientos. Su príncipe fantástico,
Rodolfo de Gerolstein, es joven, fuerte, elegante y generoso. Su hija, Flor de
María, la Goualeuse, en la traducción española «la Guillabaora», caída en la
abyección, se conserva pura de alma.

La burguesía no es muy recomendable en las novelas de este autor. En


Los misterios de París hay un notario, Ferrand, ladrón, falsario y asesino. Las
gentes del pueblo, unos son bandidos, otros brutales y sanguinarios.

A los Pipelet, pareja de porteros que quieren ser respetables, el autor los
pinta grotescos y expuestos a las burlas del pintor Cabrion.

Si un lector de hoy leyera Los misterios de París, sin saber su historia, no


supondría que esa obra tenía pretensiones de socialista en su tiempo; le
parecería más bien de tendencias aristocráticas.
Otro escritor francés muy olvidado y despreciado, Paul de Kock, es
también curioso. Paul de Kock tiene su carácter, y aún hoy, en las gentes de las
afueras de París, hay muchos detalles de la vida de los campesinos y de los
pequeños burgueses que lo recuerdan.

De Paul Féval y de Ponson du Terrail se puede decir que han


desaparecido de la circulación en compañía de otros muchos folletinistas.

Los que todavía están presentes a orillas del Sena son Javier de Montepín
y Gaboriau; pero sobre todo Montepín. Éste era un hombre que tenía muchas
condiciones de folletinista, y los tipos de aventureros de que hablaban los
periódicos en París hace años, y los robos, asesinatos y estafas, recordaban
mucho las novelas del popular escritor. No debía de ser tan malo cuando nadie
le ha sustituido.

Hoy hay un tal Simenon; pero creo que este escritor parte de un error
fundamental al mezclar el erotismo de la novela decadente y perversa con la
novela policíaca: el erotismo, que para el que lee es algo serio, con el problema
de lo policíaco, que para el lector y el autor es un deporte intelectual.

En Londres pasa algo parecido como en París. Se recuerda la calle donde


el doctor Jekyll sale a buscar aventuras, los sitios donde viven Sherlock Holmes
y el doctor Watson y los personajes de otras novelas de Conan Doyle.

No es cuestión hablar de Dickens, de Poe, de Stendhal, de Tolstói o de


Dostoyevski, porque éstos, aunque hayan llegado a ser populares, pertenecen a
todos los tiempos y no están como engranados con la época y sometidos a ella,
sino que pasan de una a otra sin perder nada de su fuerza ni de su importancia.

Otro escritor francés, que ahora a mí no me gusta nada ni me divierte,


pero creo que merecía un estudio psicológico, es Julio Verne. También, al
parecer, tuvo bastantes colaboradores, lo cual no es, evidentemente, una
novedad. Lo que sí es una novedad, no sé si confirmada o no, y contada hace
quince o veinte años, es que Julio Verne no era francés, sino un judío polaco que
había sido educado en Roma. No sé qué verdad habrá en esto; pero es lo cierto
que en algunos libros de Verne hay una fantasía triste, que bien podría ser de
un judío oscuro o de un eslavo.

A mucha gente le parecería inútil y enojoso el análisis de la literatura


popular de hace años, cuyos libros no se estiman. Esta gente no piensa que gran
parte de lo que actualmente se elogia parecerá tan malo dentro de medio siglo
como hoy parece lo de hace ochenta o cien años.
Nadie se ocupa hoy de Paul Bourget, ni de Marcel Prévost, ni de
Maeterlinck, ni de D’Annunzio, y, probablemente, son escritores de poca altura.
Han tenido su época, han pasado y se desvanecen.

Hay que añadir que lo que es ameno y divertido no desaparece del todo.
La gente próxima a la literatura tiene una idea tan pedantesca de las cosas, que
supone que lo que es divertido puede ser malo, en lo cual se engaña de medio a
medio.

Lo divertido no puede ser malo; desde Shakespeare a Labiche, y desde


Cervantes a Conan Doyle, no hay nada divertido que sea malo.

Claro que esto depende del nivel de la diversión; pero eso pasa con todo.
Para un cretino, para un impulsivo sanguinario, puede ser muy divertido ver
matar no sólo a un animal, sino a una persona.

Pero no se habla de esas diversiones de subhombres, sino de la diversión


de un público culto y civilizado. Entre las gentes civilizadas, el público sin gran
cultura acierta casi siempre más que los que se consideran especialistas y
técnicos.

Las obras de Eurípides, de Aristófanes, de Plauto, de Molière, el Don


Quijote, gustaron en un principio al público corriente y popular más que a los
eruditos. Los eruditos siempre presentaron su reparo a los autores populares.
Eurípides empleaba recursos exagerados; Aristófanes era cínico y libidinoso;
Plauto, grosero; Shakespeare, brutal y desordenado; Moliere, bufonesco; el Don
Quijote iría a parar a un muladar.

Como ya estos autores han pasado por distintos críticos y filtraciones, los
eruditos los cogen por su cuenta y los ponen en los cuernos de la luna, cuando,
seguramente, si hubieran vivido en su tiempo, los hubieran atacado con
violencia.

La crítica erudita y académica no ha descubierto nunca nada; por eso, no


estudia a los escritores populares, y, sin embargo, la psicología del escritor
popular y su reacción en el público sería muy interesante y muy digna de
estudio.
IV

En mi tiempo, el ambiente de inmoralidad, de falsedad, se reflejaba en las


cátedras, tanto o más que en los otros centros políticos o docentes. Yo pude
comprobarlo al comenzar a estudiar medicina. Los profesores del año
preparatorio eran viejísimos; había algunos que llevaban cincuenta años
explicando.

Sin duda, no los jubilaban por sus influencias y por esa simpatía y
respeto que ha habido siempre en España por lo inútil.

Sobre todo, aquella clase de química de la antigua capilla del Instituto de


San Isidro era escandalosa. El viejo profesor recordaba las conferencias del
instituto de Francia, de célebres químicos, y creía, sin duda, que, explicando la
obtención del nitrógeno y del cloro, estaba haciendo un descubrimiento, y le
gustaba que le aplaudieran. Satisfacía su pueril vanidad dejando los
experimentos aparatosos para la conclusión de la clase, con el fin de retirarse
entre aplausos, como un prestidigitador.

Los estudiantes le aplaudíamos, riendo a carcajadas. A veces, en medio


de la clase, a alguno de los alumnos se le ocurría marcharse, se levantaba y se
iba. Al bajar por la escalera de la gradería, los pasos del fugitivo producían gran
estrépito, y los demás, sentados, llevaban el compás golpeando con los pies y
con los bastones.

En la clase se hablaba, se fumaba, se leían novelas; nadie seguía la


explicación; alguno llegó a presentarse con una corneta, y cuando el profesor se
disponía a echar en un vaso de agua un trozo de potasio para que empezara a
arder, el de la corneta dio dos toques de atención; otro metió un perro
vagabundo, y fue un problema echarlo.

Había estudiantes tan descarados, que llegaban a las mayores


insolencias; gritaban, rebuznaban, interrumpían al profesor. Una de las gracias
frecuentes era la de dar un nombre falso cuando se lo preguntaban.

—Usted —decía el profesor, señalándole con el dedo, mientras le


temblaba la perilla con la cólera—. ¿Cómo se llama usted?

—¿Quién, yo?

—Sí, señor, usted, usted. ¿Cómo se llama usted? —añadía el profesor,


cogiendo la lista.

—Salvador Sánchez.
—Alias «Frascuelo» —decía alguno, entendido con él.

—Me llamo Salvador Sánchez. No sé a quién le importará que me llame


así, y si hay alguno que le importa, que lo diga —replicaba el estudiante,
mirando al sitio de donde había salido la voz y haciéndose el incomodado.

—¡Vaya usted a paseo! —contestaba el otro.

—¡Eh, eh, fuera, al corral! —gritaban varias voces.

—Aquí no estamos en una plaza.

—Bueno, bueno; está bien. Váyase usted —decía el profesor, temiendo


las consecuencias de estos escándalos.

El muchacho se marchaba, y a los pocos días volvía a repetir la gracia,


dando como suyo el nombre de algún político célebre o de algún cómico.

Yo, los primeros días de clase, no salía de mi asombro. Todo aquello era
demasiado absurdo. Yo hubiera querido encontrar una disciplina fuerte y al
mismo tiempo afectuosa, y me encontraba con una clase grotesca, en que los
alumnos se burlaban del profesor.

Mi preparación para el estudio no podía ser más desdichada.

Al comenzar el verano se decidió que la familia dejara Madrid, huyendo


del calor, y nos fuéramos a pasar las vacaciones a San Sebastián, en casa de mi
tía Cesárea. Creo que era la época en que se cantaba por todas partes el vals
Sobre las olas con letra bastante cómica:

Soplo embriagador,

que, fingiendo palabras de miel,

me hablas de un amor

que ha de serme funesto después.

La casa de mi tía Cesárea era pequeña: tenía un portal por la calle


estrecha y corta que se llama del Ángel, paralela al muelle, y los balcones
principales daban al puerto. Desde aquellos balcones nos gustaba contemplar la
animación de barcos y de lanchas.
Por entonces había dos bergantines noruegos: uno, llamado el Glarus; el
otro, el Fénix, que habían llegado recientemente, cargados de tablas, con unas
tripulaciones de marinos tan rubios que parecían albinos.

Yo solía, algunas veces, por las mañanas, ir al castillo a ver el paseo de los
Curas, la batería de las Damas y el Macho.

San Sebastián, según los madrileños, estaba dividido en tres clases


sociales, completamente separadas: la aristocracia o seudoaristocracia, a un
lado; la clase media, en otro, y el pueblo, en otro. Lo que se llamaba sala,
gabinete y cocina.

A mí, estas divisiones siempre me han parecido antipáticas y muy


próximas a la cursilería.

Al principio, el acercarme de nuevo al mar me gustó mucho; pero la


parte social de la vida ya no me agradó tanto.

Solían ir a visitar a mi tía Cesárea dos o tres muchachas que, según ella,
habían sido compañeras de mis juegos de infancia. Una era muy bonita; las
otras, si no guapas, tenían la frescura de las muchachas en los albores de la
juventud.

Estaba uno en esa edad en que todas las mujeres le gustan: las bonitas,
las feas, las solteras, las casadas, las niñas y las viejas.

Las chicas aquellas, compañeras de la infancia, me manifestaron un


desdén, que, a la larga, me produjo indignación. Si les hacía alguna pregunta,
me respondían por compromiso y con aire fastidioso: «sí», «no», como si no
valiera la pena de ocuparse de lo que se les decía.

Sin duda, para ellas no había que fijarse en un joven si no era rico o
elegante.

En mi tiempo, las muchachas eran como plazas fuertes atrincheradas y


amuralladas. Llevaban un corsé que era como la muralla de la China o el
baluarte de Verdún. Si por casualidad ponía uno la mano en su talle, encontraba
una coraza tan dura como la que podía llevar a las cruzadas Godofredo de
Bouillon.

Si uno pretendía entrar en relación con uno de aquellos verdunes vivos,


le contestaban varios días o semanas «sí» o «no», como Cristo nos enseña.
Únicamente si podía uno presentar en el estandarte un sueldecito o una
renta, bajaba el puente levadizo del castillo y se parlamentaba.

Yo muchas veces he pensado que, quizá por la presión local, las mujeres
jóvenes de esa época en España no tenían ningún sentido erótico. Quizá el
sentido erótico lo tenían más tarde; pero en plena juventud no pensaban en el
matrimonio más que como una carrera. Como en San Sebastián yo no tenía
amigos y las chicas que conocía de hacía tiempo se mostraban tan desdeñosas
conmigo, la estancia comenzó a serme aburrida, y empecé a acariciar la idea de
regresar a Madrid, para lo que pronto encontré el pretexto.

—Aquí —le dije a mi madre— no estudio nada, y va a ser mejor que me


vaya.

De vuelta a Madrid, a principios de agosto, dormía y comía en casa de mi


tía Juana, y para estudiar me iba a mi casa de la calle de la Independencia. Al
principio puse en el estudio gran empeño; pero luego ya fallé. Las tentaciones
de lecturas más amenas que el tomo de la química apartaron mi imaginación
del texto científico.

Al comenzar a repasar vi que, excepto las quince o veinte primeras


lecciones, de todo lo demás sabía poco.

Pensé en buscar alguna recomendación, y unos días antes de los


exámenes, por septiembre, me presenté a ver en el Laboratorio Municipal a don
Fausto Garagaza, director del laboratorio, profesor de la Facultad de Farmacia y
amigo de mi padre.

Hablé con él, le confesé que sabía muy poco, y me dijo que me
recomendaría. El examen, que hice días después, me asombró por lo detestable.
Me tocaron de las últimas lecciones del programa. Me levanté de la silla,
confuso y lleno de vergüenza. Esperé con la seguridad de que saldría mal; pero
me encontré, con gran sorpresa, con que me habían aprobado.

Terminado el verano, en el otoño, nos mudamos de casa, a la calle de


Atocha, esquina a la llamada entonces de la Esperancilla, hoy del Marqués de
Toca. Fuimos a un piso cuarto de una casa en cuya planta baja había un café que
estaba casi desierto a todas horas. Varió de nombre, y creo que se llamó de La
Habana o de Cuba, y luego de España y de Sevilla.

Enfrente vivía el doctor Tolosa Latour con su mujer, la Mendoza Tenorio,


y en la misma acera, dos o tres casas más arriba, el novelista Pedro Antonio de
Alarcón, que aparecía en uno de los balcones. Era un hombre no muy viejo, de
barba negra, con aire de moro triste.
A mi padre habían vuelto a destinarle a la corte.

El curso siguiente, de menos asignaturas que el preparatorio, era algo


más fácil, no había tantas cosas que retener en la cabeza. A pesar de ello, sólo la
anatomía bastaba para poner a prueba la memoria más segura y mejor
organizada.

Unos meses después de principio de curso, en el tiempo frío, se comenzó


la clase de disección. Los cuarenta o cincuenta alumnos que éramos nos
repartimos en diez o doce mesas, y nos agrupamos de cinco en cinco en cada
una.

El director de la sala había sido un señor don Florencio Castro, y luego


comenzaba a ser, en nuestro tiempo, don Ramón Jiménez, a quien los
estudiantes habían puesto, no sé por qué, el elegante mote de «Pinchaúvas».
Pinchaúvas parece que quiere decir hombre de poco más o menos; pero
también se dice que se llama pinchaúvas a los que pican o cogen con alfileres.
«Pinchaúvas» hablaba de una manera callejera y poco académica.

Don Florencio de Castro y Latorre, que había sido jefe de la sala de


disección, fue luego profesor de cirugía en San Carlos. Creo que se distinguió
por una operación que hizo a una señorita inglesa en el corazón, con éxito.

Don Ramón Jiménez tenía familiaridad con nosotros. Uno de los


condiscípulos le dijo una vez, en broma, delante de la mesa, ocupada por un
cadáver ya descompuesto y que no olía a rosas:

—Es absurdo tantas explicaciones de higiene y teneros aquí respirando


esta peste.

Pinchaúvas, que tomó en serio la frase, contestó:

—Oiga usted, pollo: cuando se quiere hacer una vida higiénica, ¿sabe
usted lo que se hace? Pues se empieza por tener un millón de pesetas, y si no se
tiene, y si es necesario, se mete la nariz aunque sea en la m…

En la sala de disección nos reunimos en la misma mesa Venero,


Riudavets y yo y otros dos jóvenes, a quienes considerábamos como extraños a
nuestro pequeño grupo, y que pronto dejaron de ir por allá.

Pedí en casa que me cosieran una blusa para la clase de disección: una
blusa negra con mangas de hule y vivos amarillos, que eran las que usábamos
todos, cosa bastante sucia, porque las piltrafas de carne humana se pegaban y se
secaban en ella.
La mayoría de los alumnos ansiaban llegar a la sala de disección y
hundir el escalpelo en los cadáveres, como si les quedara un fondo atávico de
crueldad primitiva.

En todos los estudiantes se producía un alarde de indiferencia y de


jovialidad al encontrarse frente a la muerte, como si fuera una cosa divertida y
alegre destripar y cortar en pedazos los cuerpos de los infelices que llegaban
allá.

Había cierta tendencia de encontrar grotesca la muerte; a un cadáver le


ponían un cucurucho en la boca o un sombrero de papel.

Se contaba de un estudiante de segundo año que había embromado a un


amigo suyo, que sabía que era algo aprensivo, de este modo: cogió el brazo de
un muerto, se embozó en la capa y se acercó a saludar a su amigo.

—Hola, ¿qué tal? —le dijo sacando por debajo de la capa la mano del
cadáver.

—Bien, ¿y tú? —contestó el otro.

El amigo estrechó la mano que le presentaban, se estremeció al notar su


frialdad y quedó horrorizado al ver que por debajo de la capa salía el brazo de
un cadáver.

De otro caso sucedido por entonces se habló entre los alumnos. Uno de
los médicos del hospital, especialista en enfermedades nerviosas, había dado
orden de que a un enfermo suyo muerto en su sala se le hiciera la autopsia, se le
extrajera el cerebro y se le llevara a su casa.

El interno extrajo el cerebro y lo envió con un mozo al domicilio del


médico. La criada de la casa, al ver el paquete, creyó que eran sesos de vaca; los
llevó a la cocina, los preparó y los sirvió a la familia.

Se contaban muchas historias como ésta, fueran verdad o no, con


fruición. Existía entre los estudiantes de medicina una tendencia al espíritu de
clase, consistente en un común desdén por la muerte, en cierto entusiasmo por
la brutalidad quirúrgica y en un gran desprecio por la sensibilidad.

Yo no manifestaba más sensibilidad que los otros; pero, por dentro, creo
que todo aquello me hacía más efecto que a la generalidad, aunque no tuviese
inconveniente en abrir, cortar y descuartizar cadáveres.
Una cosa que me molestaba era el procedimiento que se usaba para sacar
los muertos del carro en donde los traían del depósito del hospital. Los mozos
cogían estos cadáveres, uno por los brazos y otro por los pies, los aupaban y los
echaban al suelo.

Eran casi siempre cuerpos esqueléticos, amarillos como momias. Al dar


en la piedra hacían un ruido desagradable, extraño, como de algo sin
elasticidad que se derrama. Luego, los mozos iban cogiendo los muertos uno a
uno, por los pies, y arrastrándolos por el suelo, y al pasar unas escaleras que
había para bajar a un patio, donde estaba el depósito de la sala, las cabezas iban
dando lúgubremente en los escalones de piedra. La impresión era terrible;
aquello parecía el final de una batalla prehistórica o de un combate de circo
romano, en que los vencedores fueran arrastrando a los vencidos.

Yo pensaba que si las madres de aquellos desgraciados que iban al


spoliarum hubieran vislumbrado el final miserable de sus hijos, habrían deseado,
seguramente, parirlos muertos.

Otra cosa desagradable para mí era el ver, después de hechas las


disecciones, cómo metían todos los pedazos sobrantes en unas calderas
cilíndricas pintadas de rojo, en donde aparecía una mano entre un hígado y un
trozo de masa encefálica y un ojo opaco y turbio en medio de tejido pulmonar.

A pesar de la repugnancia que me producían tales cosas, la disección me


inspiraba interés. Esta curiosidad por sorprender la vida, este instinto de
inquisición es tan humano, que puede llegar a borrar toda la repugnancia y
todos los horrores.
V

Aquel barrio de Atocha donde fuimos a vivir no me gustaba nada. Me


parecía feo y antipático, como si estuviera todo presidido por el Hospital
General.

En este curso, al comienzo, debía de ser por el año 1888, una mañana, al
ir a San Carlos, vi que había cierta agitación en los corredores del vetusto
edificio.

—¿Qué pasa? —pregunté a un condiscípulo.

—Dicen que van a hacer una manifestación contra Cánovas, que viene de
Zaragoza, en donde le han silbado.

—¿Y por qué?

—No sé por qué.

—¿Y qué se les ha ocurrido? ¿Ir a la estación a esperarle?

—Sí; eso parece.

De pronto, nos dijeron los bedeles que no había clase, y que nos
fuéramos al anfiteatro grande. Yo no había visto nunca aquello. Y estuve
contemplando el techo, pintado por un pintor catalán, y en donde decían que
había servido para modelo de una de las figuras el doctor Letamendi.

Estábamos allí cuando aparecieron en la tribuna tres personas, que se


colocaron en fila: en medio, el ministro de Fomento, que era Canalejas, y a un
lado y a otro, dos profesores: Letamendi y Calleja. Canalejas era por entonces
un tipo de hombre joven, moreno, de barba negra, con un aire de personaje
revolucionario de la época de la República federal. Habló Calleja con su
melosidad acostumbrada; se decía que era hombre envuelto en sinovia, que es
el líquido que lubrifica las articulaciones. Dijo que se aseguraba que se iba a
hacer una manifestación contra un político importante, y que él rogaba a los
alumnos de San Carlos que no se unieran a ella. Canalejas habló en el mismo
sentido.

«Esto parece una invitación a los estudiantes para que vayan», dije yo.

Si no lo era, lo parecía.
Al acabar Canalejas su discurso, un joven extremeño, flaco y pálido,
desconocido por mí, se levantó del asiento, pidió la palabra y pronunció una
arenga, violenta y elocuente, en contra de Cánovas, que fue muy aplaudida.
Todos los estudiantes salieron dispuestos al alboroto.

Yo me acerqué, con Venero y Riudavets, al Prado; pero éstos no tenían ni


curiosidad ni ninguna preocupación política; yo tenía curiosidad, y me quedé.
Al principio no había más que doscientas personas; pero luego fue aumentando
la gente, y llegó a ocupar todo el paseo en los dos andenes.

Esta manifestación debía de estar organizada. Los principales directores


eran unos jóvenes periodistas republicanos; entre ellos, un tal Rafael Delorme
del Salto y Antonio Palomero. Éstos llevaban una banderita roja debajo de la
chaqueta.

A Palomero, años después, le conocí, y era de nuestras reuniones de café.


También conocí a Delorme del Salto, que era un tipo un poco repulsivo, y que
estuvo durante algún tiempo en San Sebastián.

Este Delorme, que se las echaba de bohemio y de terrible revolucionario


en Madrid, en San Sebastián, en donde dirigía un periódico, quería pasar por
fino y por elegante, y era sólo grotesco.

En la manifestación contra Cánovas, los dos periodistas, y otros que yo


no conocía, llevaban a los puntos estratégicos a sus huestes, y con las banderitas
rojas, sin duda, les daban consignas y les indicaban el sitio donde debían
colocarse.

Los guardias municipales contemplaban apaciblemente los preparativos.

Cuando apareció el coche con Cánovas, en compañía del conde de


Toreno y de otros dos, el escándalo fue monumental. El cochero, por huir del
barullo, tomó por el Prado, en dirección de la Cibeles, hacia la izquierda, donde
estaba yo y había menos gente. Le vi a Cánovas, que iba verde, y al conde de
Toreno, rojo como un farolillo veneciano, que gritaba furioso.

Yo no tenía simpatía ni antipatía por Cánovas, y miraba aquello con


indiferencia. No sabía lo que era como político, porque yo no tuve hasta mucho
después alguna curiosidad por la historia política.

Como escritor, me parecía muy malo desde que intenté leer La campana
de Huesca.
Estaba hablando de esta novela con un condiscípulo, en broma, cuando
de pronto empezó a correr la masa que llenaba el paseo, y no hubo más
remedio que hacer lo mismo. Un escuadrón de la Guardia Civil venía por el
Prado al galope. El paseo, entonces, no tenía árboles, no había obstáculo
ninguno, y las pisadas de los caballos sonaban como en un pavimento de
madera. El pánico fue tremendo. Yo corrí por la calle de la Greda, ahora de Los
Madrazo, y no paré hasta la Puerta del Sol.

Pocos días después se estrenó una revista de Navarro Gonzalvo, me


parece que en el circo de Price. Yo no la vi, pero oí cantar a los estudiantes un
pasodoble alusivo a la silba dada a Cánovas, que empezaba diciendo algo así
como:

Hasta el quince de mayo

no es San Isidro

ni fuera de su tiempo

se toca el pito.

Y luego añadían:

Porque se trata

de darle a un señorito,

de darle, de darle

la serenata.

En la calle de la Independencia yo había arreglado una especie de


pequeña biblioteca con libros y con algunos retratos de escritores célebres,
sacados de ilustraciones, y algunos huesos. También tenía una calavera.

Después aumenté el número de libros en la calle de Atocha; pero al


marcharme a Valencia tuve que dejar algunos de ellos, y después, en Burjasot,
quemamos algunos en el huerto, al ir de viaje, para no llevar demasiado peso.
Luego ya no reuní libros hasta que veinte años después pensé marchar a Vera y
pasar allí los veranos.
VI

El segundo año de carrera salí bien. No es que yo hubiese adquirido


mayor afición al estudio. En la carrera fui, como en el bachillerato, un
estudiante bastante malo. Faltaba con frecuencia a clase, y en compañía de
Venero y de Riudavets, en vez de ir a San Carlos, marchaba al Retiro o a los
altos del Observatorio, charlando con ellos de todo lo divino y lo humano.
Formábamos los tres amigos como un triángulo difícilmente cambiable,
fundado tanto en afinidades como en discrepancias. Uno más ya nos estorbaba,
uno menos nos daba la impresión de que faltaba algo.

Era un año en que hubo mucha gripe, que entonces se llamaba el


«dengue».

Nuestra vida de estudiante, como decía, era una vida de estudiante


pobre. Los sábados, por la noche, íbamos a veces a los cafés cantantes; al café
Imperial, de la plaza de Matute; al café Romero, de la calle de Atocha; al de
Naranjeros, en la plaza de la Cebada; al de La Marina, en la calle de Jardines, y
al Café del Brillante, que primero no sé dónde se hallaba; pero después, cuando
yo lo frecuenté, estaba en la calle de la Montera. Allí había una pobre gorda,
una rubia muy vistosa, sin duda, en otro tiempo, que cantaba algunas canciones
antiguas, como aquella habanera de ¡Ay, mamá, qué noche aquella! y El último
resplandor.

También recuerdo otra canción que cantaba, que quizá era de una
zarzuela, llamada Entre mi mujer y el negro:

Como tengo la cara negra

y no hablo como un señó,

alma mía, no vio mis ojos,

¡ay! alma mía, no me entendió.

Yo quiero quejarme al amo

del trato de ese bribón,

y el amo le dará recio

en las nalguitas con el bastón.


Me viene también a la memoria otra canción de la pobre gorda, que
supongo que sería de una zarzuela:

De la patria del cacao,

del chocolate y del café,

vengo, amigo, enamorao,

y quizá pronto volveré.

Las mujeres que hay allí

en otra parte no hallarás;

si son buenas las de aquí,

las de allí son mucho más.

También era de su repertorio esta canción de una zarzuela antigua, que


no sé cuál es:

Un español que viene

a verme aquí,

el alma me transporta

a mi país.

A la rubia cantante la invitábamos a tomar café, y nos llamaba «hijos


míos».

También fuimos al Café de Los Basilios, en la calle del Desengaño, que en


aquella época cambió de nombre por el Habanero, y al Café de La Luna.

Mis amigos eran muy poco filarmónicos. Venero no tenía ningún oído, y,
naturalmente, no cantaba. Yo no tenía tampoco gran oído musical, y, además,
no lo cultivaba; pero notaba la belleza de una canción y me conmovía oír a un
gran tenor el Spirto gentil, o a una tiple O mio Fernando.

También me entusiasmaba oír «O che l’amor te ognara, Il balen de suo sorriso


o Tu che a Dio spiegasti l’ali o bell’alma innamorata».
Con relación a la música moderna, no tenía opiniones claras ni me
preocupaba mucho de ella. Mi padre, que había sido filarmónico, tenía sobre la
música ideas muy personales. Cosa rara: coincidía con Nietzsche —del que,
naturalmente, entonces nadie sabía su existencia— en dos opiniones: en
protestar del aire pedagógico de Wagner y en considerar la música de Chueca
como decadente. «Es una música muy bonita; pero es una música enferma»,
solía asegurar.

Algo semejante dijo el filósofo alemán sobre nuestro músico. Yo siempre


fui un gran entusiasta de Chueca, pues me parecía el músico popular madrileño
por excelencia.

Verdi había dicho que Chueca era un hombre de genio sin conocimientos
musicales.

De algunas óperas de Wagner, decía mi padre, en broma, que eran obras


del período cuaternario.

Respecto a la Marcha de Cádiz, entonces tan popular y tan famosa,


aseguraba que no tenía carácter bélico, y que con una marcha así no se podían
ganar batallas.

Claro que no tenía esa música el carácter ardoroso y fogoso de La


Marsellesa, ni el romántico del Deutschland, Deutschland über alles, ni el
majestuoso y solemne del God save the King, pero tampoco Chueca había
pensado en hacer un himno nacional, sino una marcha de majos de Cádiz y de
gitanos.

Como decía, vivíamos mis amigos y yo una vida un tanto desordenada,


más que de un desorden material, de un desorden espiritual. Hubiéramos
querido cambiar constantemente de ideas y de costumbres, por extravagancia
de pensamiento.

La afición literaria y el deseo de escribir empezaban a prender en mí.


Sugestiones de diversas clases alimentaban este afán mío de emborronar
cuartillas.

Solíamos reunimos los tres amigos en casa de Carlos Venero, que


habitaba, con unas tías suyas, ya viejas, en la calle del Avemaría, y allí
pasábamos largas veladas en interminables discusiones, que nosotros mismos
nos divertíamos en complicar.

Naturalmente, esto iba en detrimento de nuestros estudios médicos.


Mi condiscípulo Carlos Venero se sentía muy social, y quería dominar y
aprovecharse de los demás. Esto le parecía lícito y lo conseguía. Yo siempre he
puesto mi valla al dominador y al absorbente, y he evitado también el dominar
y el explotar a los demás. Ahora que hay que reconocer que esta actitud es
antipática para la mayoría: al dominador no le gusta que le estorben en sus
maniobras, y a la gente floja y laxa le gusta más que la dominen que no que la
abandonen.

Hicimos varias experiencias en casa de Venero para ver quién de


nosotros tres enjaretaba con más habilidad una crónica o un cuento. Se hizo la
crítica de las condiciones de cada uno. Venero tenía algún ingenio; Riudavets, el
gusto de la mistificación y del humorismo, y a mí se me reconoció la
especialidad de reflejar con un sentido realista, desnudo de retórica, cuanto
veía, y también un sentido un poco ácido y descarnado de los hechos
pintorescos.

En la vecindad de la casa de Venero se desarrolló por entonces una


epidemia de histeria, medio erótica, medio mistagógica. Algunos de los
alumnos de San Carlos, discípulos del profesor Sánchez Herrero, habían
inventado, en broma, un Instituto de Estudios Psíquicos, y celebraban en una
casa próxima reuniones espiritistas, a las que fuimos invitados Venero y yo.

Dirigía las sesiones un gallego, creo que se llamaba Ferreiro, empleado


en no sé qué servicio del Ayuntamiento.

A las sesiones iban muchachas de la vecindad, con sus madres; dos o tres
militares, Ferreiro, los estudiantes y creo que iba también un cómico que vivía
en la vecindad, llamado García Valero. Me dijeron que había que fingir seriedad
y hacer aspavientos, para no defraudar a los contertulios.

—Es divertidísimo —contaba un condiscípulo—. Se trae un velador, se


deja el cuarto en la penumbra, y las manos andan más veces por debajo que por
encima del velador. Una de las mamás, mientras que parchean a la niña, suele
decir, tomando una copita de anís, con voz gruesa:

—¡Vamos, hijas, que hoy hay un fluido que corta!

En aquellas sesiones, Ferreiro el gallego se imponía: era el más fluídico


de todos.

Este hombre era un tipo de unos cuarenta años, grueso, achaparrado, con
el pelo negro, rizoso; la cara, amarilla, brillante, picada de viruelas, y los ojos, de
jabalí.
Ferreiro comenzó a hipnotizar y a fascinar a las mujeres y a un jovencito
un poco ambiguo. Se había agenciado el gallego un manual de hipnotizador.
Todo era comedia y farsa, y lo que no era farsa, histerismo.

A una criada de Venero, una paleta de quince o dieciséis años, le dio la


humorada, sin duda seducida por los misterios, de tirar con el palo de la escoba
los cacharros de la cocina desde los vasares al suelo y decir que se caían solos,
por la fuerza de los espíritus. Las cazuelas, los pucheros, todo se venía abajo, sin
duda, por influencia del fluido de Ferreiro y de sus acompañantes.

Se dieron mil explicaciones a estos hechos, que no demostraban más que


la malicia burlona de una paleta que quiso embromar a los amos.

Algunos estudiantes se asustaron, y la casa entera se espantó. Las


mujeres estaban con el mago, y le admiraban. El tal Ferreiro era un pequeño
Rasputín.

La cosa terminó, por lo que dijeron, en que Ferreiro convirtió en un harén


el Instituto de Estudios Psíquicos de la casa de la calle del Avemaría. Hizo
verdaderos destrozos. Dos o tres muchachas tuvieron que ir a la Maternidad,
gracias al fluido de Ferreiro.

El Rasputín gallego, que era un cínico, se reía. Uno de los militares, a


quien había quitado la novia, le amenazó con que le iba a romper el alma, y el
mago desapareció sin dejar rastro.

El hipnotismo de la escuela de Nancy, más radical y más dramático que


el de Charcot, de la Salpétrière, tenía sus partidarios. Sánchez Herrero, el
profesor de San Carlos, era de los más convencidos de la nueva ciencia.

Yo no estudié con él; pero fui varias veces a su clínica, con Ruidavets, a
verle hipnotizar. Era una excelente persona, pero tenía una gran pasión por las
teorías atrevidas o una exagerada credulidad. Contaba una serie de historias
fantásticas extraordinarias. Para él, toda la magia de los grimorios era auténtica
y se estaba realizando.

«Ustedes verán en pocos años cosas extraordinarias», decía.

Se refería a visiones, a sugestiones y a materializaciones. Había alumnos


espantados, maravillados. Aquello era un folletín más extraordinario que
Rocambole. Estábamos expuestos a las sugestiones a distancia, a hacer cosas
buenas y malas por la voluntad de un hombre a quien no conocíamos; lo mismo
podía parar uno en héroe que en el Sacamantecas. Yo era muy refractario a creer
en tales cosas.
El profesor contó una vez que alguien, no sé quién, había hecho una
extraña experiencia. Electrizaba el cuerpo de una persona, frotaba la piel con
una cera especial, y luego, con la cera, hacía una bola. Después, cuando
pinchaba en la bola de cera, le dolía a la persona.

—¿Qué diría usted —preguntó a uno de los alumnos que, al parecer, le


miraba embobado—, si le pasara eso?

—Pues diría; ahí me las den todas. Que me pinchen en la bola lo que
quieran.

Todos nos echamos a reír.


VII

Otro mago que conocí no era un profesor, sino un pobre hombre. Gómez
era el mago del naturismo.

Le conocí en el tren. Una noche de invierno, muy fría, que yo iba en el


expreso de Valencia, entró en el tren el señor Gómez, cerca de Madrid, y al poco
tiempo pretendió abrir el cristal del vagón, a lo que, naturalmente, nos
opusimos todos los viajeros.

—Quería hacerlo —dijo—, porque esta atmósfera no se puede respirar.


Esto es muy malsano.

Luego dijo que había perdido su tren, y se reveló como naturista.

Era un hombre de unos cincuenta años, de color terroso, que tenía un


absceso en la mejilla y un catarro terrible.

—Ahora paro en una de estas estaciones, me voy a casa —dijo— y me


paseo media hora descalzo en el suelo helado. Luego, en casa, cenaré unas
lechugas y dos naranjas.

—Se va usted a poner malo —le indiqué yo.

—¡Ca, hombre, al revés! ¡Así estoy tan fuerte!

—Tiene usted un catarro terrible.

—Eso no importa. Eso es salud. Yo no me curaré nunca un catarro. Él


desaparecerá cuando quiera. ¿Usted sabe las consecuencias funestas que tiene el
curar un catarro?

—Yo, no. Yo, siempre que puedo, me curo los catarros.

—Pues hace usted muy mal.

—Parece que tiene usted también un absceso.

—Sí; pero no crea usted que me pongo ninguna medicina, ni me aprieto


con los dedos. No. Sólo me doy baños de vapor. Esto es de pura salud.

El señor Gómez, por lo que me dijo, era empleado en un ministerio y


naturista rabioso.
Le vi luego en Madrid, siempre con su aire hético y triste; pero siempre
convencido de que era un Hércules.

Gómez era, además de naturista, medio teósofo y medio homeópata.


Creía que las medicinas hacían efecto a distancia. También presumía de
esperantista. Gómez era intransigente. Tenía siete u ocho libros ridículos, en los
que creía a cierra ojos. Sostenía que la infusión de café era un producto artificial,
y que, en cambio, la de las bellotas tostadas era muy natural.

Yo no le hacía caso, porque me parecía muy tonto y muy aburrido.

Yo le decía:

—Todo eso del naturismo me parece una estupidez. No sé por qué llevar
sandalias ha de ser natural, y llevar zapatos, artificial; tampoco comprendo por
qué el comer pan con salvado es natural, y comerlo sin salvado es artificial.

Al señor Gómez se le metió en la cabeza que necesitaba un pan hecho


con harina molida en antiguos molinos de piedra, y no en molinos modernos de
cilindros.

—Esos molinos de harina de cilindros que hay ahora quitan al pan sus
virtudes —y al decir esto, Gómez cerraba los ojos y movía las manos, como si
estuviera viendo las virtudes del pan que se iban perdiendo en el abismo.

—Pero ¿cómo sabe usted que el molino de cilindros hace ese efecto? —
pregunté yo.

—Eso se comprende.

—¿Y qué virtudes son las que se pierden?

—Todas —me contestó categóricamente.

A pesar de su idiotismo, y probablemente por él, Gómez tuvo sus


discípulos y partidarios.

Luego se empeñó en no comer más que cosas crudas: berzas, zanahorias,


cebollas, y en andar medio desnudo, y poco tiempo después se murió, mártir de
su apostolado, aunque él, seguramente, creyó que moría a fuerza de salud.

Llegado el nuevo verano, nos quedamos todas las personas de la familia


en Madrid, en la calle de Atocha. Arreglamos un baño con ingenio, sirviéndonos
de unas cañas y de unos tubos de goma, que conducían el agua de la cocina al
cuarto donde estaba la bañera. Ésta desaguaba por un agujero que hicimos en la
pared de nuestra casa, que era más alta que la contigua, al canalón de un tejado
próximo.

Luego, las avispas iban a beber el agua al canalón.

El verano fue verdaderamente caluroso y pesado; por lo menos, a mí me


lo pareció así. Por las noches teníamos que soportar el continuo sonsonete del
piano que había en el café de la planta baja, cuyas notas apedreaban el aire a las
horas en que quería uno abrir los balcones de casa para que entrase un poco el
aire. El pianista tocaba siempre el mismo repertorio, y acababa por constituir
una obsesión para uno. La Rapsodia, de Listz, la Danza macabra, de Saint-Saëns,
y, como números más alegres, el dúo de los tímidos de El arca de Noé y el de los
paraguas de El año pasado por agua nos estomagaban a todos. No era aquél un
café con música de estos animados y turbulentos que había antes, sino un café
triste y melancólico, al que los acordes del piano y del violín le daban un aire
abandonado y desierto.

Venero se marchó fuera de Madrid con su padre, y Riudavets y yo nos


dedicamos al paseo del Prado y a ir a los teatros pequeños.

Íbamos a empezar el tercer curso. Como digo, el verano fue sofocante.


Por las noches, Riudavets, después de cenar, venía a mi casa, y nos íbamos a
pasear por el Prado, que por entonces tomaba el carácter de paseo provinciano,
aburrido, polvoriento y lánguido.

A mitad del verano, un amigo le dio a Riudavets un pase para los


Jardines del Retiro. Entonces fuimos los dos todas las noches. Oíamos cantar
óperas antiguas y operetas, interrumpidas por los gritos de la gente que pasaba
dentro de un vagón de una montaña rusa que cruzaba el jardín; seguíamos a las
chicas, y, a la salida, algunas veces nos sentábamos a tomar horchata en un
puesto del Prado.

Al comenzar el curso volvimos los mismos amigos a reunirnos en casa de


Venero.

Los primeros días de octubre, íbamos a la feria del Prado, donde había
libros, acerolas, frutas secas, avellanas, etcétera.

En casa de Venero comenzamos los tres compañeros a ensayar algo


literario.
Yo publiqué dos artículos en El Liberal: uno, creo que sobre Octavio
Feuillet; el otro, sobre Elias Berthet, que debieron de morir por entonces. Había
leído algo de los dos; pero los datos estaban copiados del Diccionario Larousse.

Escribí también algunos cuentos y comencé dos novelas, que no puedo


juzgar si estarían bien o no, porque las abandoné. La una se titulaba El pesimista
o Los pesimistas, y la otra, Las buhardillas de Madrid. Creo que una de ellas debía
de parecerse a mi novela Camino de perfección, y la otra, a Las aventuras de
Silvestre Paradox. Para Las buhardillas de Madrid hizo mi hermano Ricardo unos
dibujos que todavía hace poco estaban en casa.
VIII

El segundo año de San Carlos y tercero de carrera seguimos teniendo


clase de anatomía, con Calleja, y de histología, con don Aureliano Maestre de
San Juan. Este señor creo que murió en el mismo año que yo estudié con él.
Había escrito un libro de histología, muy pesado y muy confuso.

Luego supe que había sido en la juventud vecino y amigo de Aviraneta


en una casa de la plaza del Progreso.

Al comenzar el cuarto año de carrera y tercero dentro de San Carlos,


había para los alumnos un motivo de curiosidad: la clase de don José
Letamendi.

Letamendi era un hombre que tenía cierto talento literario, pero nada de
hombre de ciencia.

Letamendi, cuando yo le conocí, era un señor flaco, bajito, escuálido, con


melenas grises y barba cuadrada y blanca. Tenía cierto tipo de aguilucho: la
nariz, corva; los ojos, hundidos y brillantes. Se veía en él un hombre que se
había hecho una cabeza, como dicen los franceses. Vestía siempre levita
entallada. Llevaba sombrero de copa de alas planas, de esos sombreros clásicos
de los antiguos y melenudos profesores de la Sorbona, y bastón.

En San Carlos corría como una verdad indiscutible que Letamendi era un
genio, uno de esos hombres águilas que se adelantan a su tiempo. Todo el
mundo le encontraba abstruso, porque hablaba y escribía con gran énfasis un
lenguaje medio filosófico, medio literario.

Él se creía, además, un pedagogo, y un pedagogo genial.

El primer día de clase miró la lista y me llamó:

—Señor Baroja y Nessi.

Yo me levanté.

—Vamos a ver, señor Baroja —me dijo—: suponga usted que a usted, sin
haber leído ningún libro acerca de la cuestión, le preguntaran: ¿qué es para
usted la medicina? ¿Qué diría usted?

—Yo diría que es el arte de curar.

—Bien. A ver, el señor Tal.


Y Letamendi llamó a otro alumno de la lista.

—Usted, ¿qué diría?

El alumno, más avisado que yo, recitó la definición de Letamendi.

—¿Ve usted —me dijo el profesor—, ve usted?

Y añadió después que a mí me pasaba como a la mujer que ha puesto


varias ropas a secar en la buhardilla, sobre cuerdas, y que no sabe dónde están.

Yo estuve por decir: «Veo que a usted le gusta la adulación; yo creí que
tenía delante una persona seria y no una bailarina».

Letamendi era un audaz y un desaprensivo. Tenía el tupé de decir que,


así como se cree que el río Guadiana desaparece en la tierra, la medicina de
Hipócrates había desaparecido en la historia para aparecer con él. Hipócrates y
Letamendi. Era mucha broma. El uno, todo observación y sencillez; el otro, todo
palabrería y fuegos artificiales.

Letamendi-Hipócrates nos relataba una serie de anécdotas en las que


intervenían sus amigos y él.

Una de ellas nos la contó como una eutrapelia de alto estilo y de


profunda filosofía. Estudiaba él el doctorado en Madrid; marchaba con varios
amigos por la calle de Toledo, cuando vieron a un paleto que iba vendiendo un
conejo. Se pusieron de acuerdo los amigos para convencer al vendedor que no
llevaba un conejo, sino un gallo, y a fuerza de decirle: «¡Caramba! ¡Qué hermoso
gallo! ¿Cuánto quiere usted por ese gallo?», el vendedor, vencido, dijo: «Lo
vendo por tres pesetas».

Los condiscípulos míos, que sabían que yo no tenía ninguna admiración


por el profesor, me preguntaron:

—¿Qué te ha parecido la historia del gallo y del conejo?

—Que tendría cierta originalidad —contesté yo—, si eso mismo no lo


hubiera contado Martínez Villergas el año cuarenta y uno o cuarenta y dos en
un artículo recogido en el Álbum del Momo, época en que Letamendi tenía que
ser un niño.

De la obra de Letamendi-Hipócrates ha quedado poco; yo, para mí, creo


que no ha quedado nada. Todo era bluff, retórica y palabrería. Creo que la fama
de Letamendi la he comenzado a demoler yo.
Yo leí entonces el libro de este profesor en que intentaba aplicar las
matemáticas a la biología e inventaba una fórmula de la vida de la que saca
corolarios. Me convencí de que aquello no eran más que juegos de
prestidigitación unas veces ingeniosos, otras vulgares; pero siempre sin
realidad alguna, ni metafísica ni empírica.

Todas estas fórmulas matemáticas y su desarrollo no eran más que


vulgaridades disfrazadas con un aparato científico, adornadas con conceptos
retóricos que la papanatería de profesores y de alumnos tomaban como visiones
de profeta.

Por dentro, aquel buen señor de las melenas, con su mirada de águila y
su diletantismo artístico, científico y literario, pintor en sus ratos de ocio,
violinista, compositor y genio por los cuatro costados, era un mistificador
audaz, con ese fondo aparatoso y botarate de los mediterráneos. Su único
mérito era tener alguna condición de literato y de orador efectista.

Su obra era una catedral de cartón, o, a lo más, de cemento armado.

Si se quisieran encontrar obras españolas del mismo carácter de audacia


artificiosa del colosalismo y de poca base, habría que recordar los monumentos
arquitectónicos de Gaudí, los cuadros cubistas de Picasso y algunas otras obras
por el estilo. En cambio, si se quisiera hallar en España la obra médica antónima
a la de Letamendi-Hipócrates, se tendría que retroceder hasta Huarte de San
Juan, el médico vasco del siglo XVI, tan sencillo, tan observador y tan lleno de
intuiciones geniales.

Menéndez y Pelayo, Galdós y otros muchos creían que Letamendi era un


médico genial. No había nada de eso. Algunos dijeron que era lo opuesto a don
Pedro Mata, sin duda por el republicanismo de éste; pero era lo cómico que
Letamendi había sido masón (aparece en la Historia de la masonería, de Morayta).
Quizá lo había sido también Mata. No lo sé.

La palabrería de Letamendi produjo en mí un deseo de asomarme al


mundo filosófico, y con este objeto compré, en una edición económica, los libros
de Kant, de Fichte y Schopenhauer.

Leí primero La ciencia del conocimiento, de Fichte, y no pude enterarme de


nada. Saqué la impresión de que el mismo traductor no había comprendido lo
que traducía; después comencé la lectura de Parerga y Paralipomena, y me
pareció un libro casi ameno, en parte cándido, y me divirtió más de lo que
suponía. Por último, intenté descifrar la Crítica de la razón pura. Veía que con un
esfuerzo de atención podía seguir el razonamiento del autor como quien sigue
el desarrollo de un teorema matemático; pero me pareció demasiado esfuerzo, y
dejé a Kant para más adelante, y seguí leyendo a Schopenhauer, que tenía para
mí el atractivo de ser un consejero chusco y divertido.

Algunos pedantes me decían que Schopenhauer había pasado de moda,


como si la labor de un hombre de inteligencia extraordinaria fuera como la
forma de un sombrero o de unos pantalones.

Los condiscípulos a quienes asombraban estos pensamientos míos me


decían:

—Pero ¿no te basta con la filosofía de Letamendi?

—Si eso no es filosofía ni nada —replicaba yo—, Letamendi es un


hombre sin una idea profunda; no tiene en la cabeza más que palabras y frases.
Ahora, como vosotros no las comprendéis, las encontráis extraordinarias.
IX

Profesores malhumorados conocía a bastantes. Uno, a quien tuve que


aguantar durante todo un curso, fue don Benito Hernando. Don Benito,
profesor de terapéutica, era un hombre arbitrario, caprichoso e insoportable.
Tan pronto tenía familiaridades absurdas con los alumnos, como se engallaba
sin motivo. Sentía aversión por las personas, y lo que es más raro, por las
medicinas. Hablar del arsénico como medio de tratamiento contra la anemia le
ponía fuera de sí. Era para él un insulto.

En los primeros días de clase escribió Hernando en el encerado, para que


se copiara, un cuadro sinóptico bastante completo, y al mismo tiempo se puso a
explicar. Nos había recomendado que copiáramos el cuadro, y yo empecé a
hacerlo. Al verme en esta tarea, me interpeló secamente:

—Usted, ¿para qué cree que yo explico?

—Supongo que será para que le oigamos —contesté yo en el mismo tono.

—Si es así, ¿por qué copia mientras estoy explicando?

—Porque usted, ayer mismo, dijo que había que copiar esos cuadros, y
después de clase los borran enseguida. Las dos cosas al mismo tiempo no sé
cómo se pueden hacer.

Don Benito, que era castellano, de la provincia de Guadalajara, de un


pueblo pequeño, llamado Cañizar, sentía antipatía por los vascos. Aseguraba
que en los países ricos en minerales de hierro, como las provincias vascas, la
gente era más escrofulosa y más torpe que en otras tierras. Al decirlo me miraba
a mí; pero yo no me daba por enterado.

Después de repetir varias veces esto, una tarde se me acercó al banco


donde yo me sentaba, con aire agresivo.

—¿Usted es vasco? —me preguntó.

—Sí, señor.

—¿Usted no ha notado que hay muchos vascos torpes y con la


mandíbula colgante?

—No, señor.

—Pero ¿de veras no ha notado usted la torpeza de los vascongados?


Esta insistencia y la risa de los condiscípulos me indignó y le dije
secamente:

—No, señor; no he notado que los vascongados sean más brutos que los
de Guadalajara.

Toda la clase se echó a reír de una manera escandalosa. Don Benito se


puso rojo como un pavo, y me dijo:

—Después de clase hablaremos.

Esperé al terminar la lección, pensando que la entrevista sería borrascosa.

—La impertinencia que me ha dicho usted no la olvido hasta los


exámenes —me dijo don Benito.

—Perdone usted. La impertinencia ha sido la suya —le dije yo.

—Así no se habla ni a un criado. En la calle no me hablaría usted de ese


modo.

—En la calle, mucho mejor que aquí, don Benito…, y ahora mismo.

—Se atendrá usted a las consecuencias.

—¡Ah! Naturalmente…, que es usted rencoroso, vengativo y caprichoso,


y me hará usted perder el curso, ya me lo figuro.

—Vaya usted a otra universidad.

—No, no quiero.

Hernando se manifestaba a veces como un loco. En el rigor del invierno


ponían una estufa encendida en el centro del aula. Él explicaba en pie, en medio
de la cátedra, dando cortos paseos alrededor de la estufa. Al llegar a la clase,
cogía la llave con el extremo del gabán, que se dejaba puesto, y la cerraba, para
que el calorífero no estuviera con las paredes al rojo. Uno de los estudiantes, de
un pueblo de cerca de Madrid, que se llamaba Ortiz, muy descarado, al que
debía de gustar el calor, se levantaba del banco cuando veía a don Benito de
espaldas a él, y, sirviéndose de un lápiz para no quemarse, hacía girar la llave
de la estufa hasta que volvía a abrir el tiro. Una tarde, después de la maniobra
del estudiante, don Benito Hernando se aproximó incautamente a la estufa, que
creía cerrada, y se le quemó el gabán. Al darse cuenta de ello, se desbordó en
una explosión de cólera grotesca, la emprendió a patadas con la estufa y
suspendió la clase.

El estudiante del pueblo próximo a Madrid, Ortiz, chico pálido,


indiferente y descarado, dijo en voz alta, produciendo el asombro de todos:
«Hoy, Benito debe de estar borracho».

Yo creo que uno de los motivos de la antipatía que tenía Hernando


contra mí provenía de que éramos vecinos, pues él vivía en la misma casa que
yo, en la calle de Atocha, en un piso más bajo.

Algunas veces que yo llegaba tarde por las noches y que estaba a la
puerta llamando al sereno se presentaba don Benito con la llave, abría la puerta
y me decía imperiosamente:

—Pase usted.

—Después de usted, don Benito.

—Le digo a usted que pase.

Entrábamos en el portal y subíamos las escaleras sin hablarnos.

La rabia que tenía a mi amigo Riudavets estaba más justificada, porque a


mi compañero se le ocurrió un día llevar a clase un perro pequeño, de su
hermano, escondido en el abrigo.

Dio la casualidad de que otros perros empezaron a ladrar en la calle de


Santa Inés, adonde daban las ventanas de la clase, y el perrito, por su parte, se
puso a gruñir. Varios estudiantes lo notaron, y después, algún aficionado a
llevar cuentos se lo dijo al profesor.

A otro condiscípulo, don Benito le mortificaba por sus polainas grises y


su gabán claro, como si él tuviera que ser el árbitro del traje de sus alumnos.

No sólo se mostraba agresivo con nosotros, sino también con gente de


más representación. En aquel curso, una tarde de invierno se presentó en el
laboratorio de terapéutica el médico Tolosa Latour con el profesor francés
Dujardin-Beaumetz, que yo no sé lo que hizo, pero que sonaba entonces como
patrocinador de alcaloides y remedios nuevos. Dujardin-Beaumetz creo que
había nacido en Barcelona, y era catedrático en la Universidad de París.
Dujardin-Beaumetz era un hombre ya viejo, pesado, de patillas blancas, con aire
de enfermo y vestido con levita negra. Hernando le saludó de muy mal talante,
se puso rojo y le dijo en latín que la terapéutica de los alcaloides le parecía
mistificación e industria, y, llevándole después a un armario con muestras de
quina, le aseguró, también en latín, que para él estaba allí la verdad.

Los alumnos presenciamos con cierto asombro la escena y el aire


desolado de Tolosa Latour ante un recibimiento así.

Muchos años después, hacia 1914 o 1915, yo había escrito varias novelas,
y tenía cierto nombre. Solía ir a veces a un barracón donde se vendían libros
viejos, en un solar de la esquina del Prado con la calle de Atocha, donde se
construyó el hotel Nacional. A este solar con barracas de libros viejos, los
libreros llamaban el trust, porque, sin duda, estaba explotado por varios.

Una tarde, al salir de aquel barracón, le vi a don Benito Hernando. Estaba


medio paralítico, pero tenía el mismo aire desafiador e imperioso de antes. Yo
fui a esquivar el encuentro; pero él se paró delante de mí.

—Baroja —me dijo, como si fuera todavía mi profesor y pudiera


chillarme.

—¿Qué hay?

—¿No me conoce usted?

—Sí.

—¿No me tiene usted que decir nada?

—Nada, don Benito. Que sigo creyendo que los vascongados no son más
brutos que los de Guadalajara.

Y con esto seguí adelante.

Yo no le hubiera dicho una impertinencia si él hubiera tomado una


actitud benévola. Pero, sin duda, no podía.
X

Muchos profesores agrios y de mala intención recuerdo. Uno de ellos era


un tal Sáenz Diez, químico de alguna fama, profesor de la universidad y
enfermo de la orina. Este enano solía estar en el tribunal de química general del
preparatorio de medicina y farmacia, y daba la puntilla al que se examinaba e
iba ya malamente con una pregunta difícil. El sabio enano debía de mirar con
odio a los alumnos que eran jóvenes y no estaban enfermos de la vejiga, y debía
de pensar: «Por lo menos, les daremos un disgusto».

De este tribunal solía tomar parte otro químico, don Magín Bonet,
también puntillero para los estudiantes; pero este señor, catalán de Lérida, más
que agrio, era tosco y cazurro. Una de sus particularidades era llamar a los
alumnos señoritos, como si él fuera sereno o mozo de café.

Este señor, don Magín Bonet, era un hombre de aviesas intenciones para
los estudiantes: los trataba con muchos arrumacos, y luego los convencía de que
no sabían una palabra.

Recuerdo el examen de un amigo mío, que era catalán.

—Vamos a ver, señorito —le dijo—. ¿De dónde es usted?

—Yo soy de Barcelona.

—¡Ah, de Barcelona! ¿Es usted catalán?

—Sí, señor.

—Pues si es usted de Barcelona, habrá trabajado, porque los catalanes


son muy trabajadores.

El alumno se hizo el pequeño, buscando la benevolencia del profesor.

—Muy bien. Tiene usted la lección diez, la veinticinco y la cuarenta y


siete; escoja usted la que quiera y diga usted lo que sepa de ella. Poco y bien
dicho.

Mi amigo, que no sabía apenas nada, empezó a querer fantasear.


Entonces, don Magín, tomando un aire de sorpresa, le dijo:

—Bueno, bueno, señorito: veo que me ha engañado usted. Usted ni es


catalán ni sabe química.
En San Carlos, aunque no estudié con él, vi operar dos o tres veces a un
cirujano llamado don José Rivera. Era un catalán agrio y muy malintencionado,
un hombrecillo de voz atiplada, que trataba al enfermo como a un enemigo, sin
humanidad y sin cordialidad. Murió en un prostíbulo. Después de verle operar,
se hubiera uno alegrado de operarle a él.

Don Julián Calleja, más que profesor, era un político y un cacique. Con
sus formas almibaradas, mangoneaba en la facultad, y era como nadie un
cultivador del despotismo y del nepotismo.

Con Calleja, el hijo de familia distinguida e influyente podía estar seguro


de que salía bien en los exámenes, aunque supiera poco o nada.

La única vez que necesité de él, para una cosa sin importancia, estuvo
conmigo muy displicente y muy desdeñoso. Terminado el doctorado, después
de la aprobación de la memoria, un amigo de mi padre, ingeniero, me pidió
ésta, que, entre paréntesis, no tenía valor ninguno, para leerla.

Le di la única copia que tenía, y el ingeniero se marchó de veraneo fuera


de Madrid. Poco tiempo después apareció en La Gaceta una oposición, creo que
para médicos de balneario, y había que tener el grado de doctor e impresa la
memoria. Quise hacerlo rápidamente; fui a ver a Calleja para pedirle permiso
para que me dejara copiar mi memoria en San Carlos y poderla imprimir, y me
trató muy secamente. Primero creyó que yo quería hacer algún fraude. Luego
me habló con una frialdad y un desdén un poco estúpidos. Él estaba en una
situación bastante superior a la mía para no necesitar tratarme con desprecio.

Años más tarde, yo comenzaba a tener algún nombre como escritor, y


entonces vi dos o tres veces a Calleja en la calle, me miró sonriente, y yo hice
como que no le conocía.

Olóriz (don Federico) era hombre que sabía mucho y de aptitudes


científicas, pero era un tipo malhumorado y de malas intenciones. Estaba
enfermo.

Don Benito Hernando, profesor de terapéutica, yo creo que era un loco.


Como era cetrino, moreno y flaco, creía que todo el que no fuera como él, estaba
engañando al mundo; hablaba con cierta efusión escolar de la batalla de Las
Navas de Tolosa, de Cristóbal Colón, del Gran Capitán, de esos tópicos de
primera enseñanza, y como veía, sin duda por mi expresión, que a mí todo esto
me interesaba poco, me tomó antipatía.

Con relación a don Benito Hernando, me contaba un periodista hace


poco que un tío suyo, condiscípulo mío, Fernández Cicero, tuvo que sufrir los
malos humores del profesor. Éste le había dicho que con él no aprobaría el
curso, y entonces Cicero, sin decir nada, se matriculó en Salamanca y siguió
acudiendo a las clases en Madrid, y cuando llegaron los exámenes fúe a
Salamanca, y salió bien. Después, Hernando, cuando veía a su discípulo, le
decía, con cólera: «No olvidaré nunca la jugada que me ha hecho usted».

Hay que tener una mala intención estúpida para eso.

No estudié con don Alejandro San Martín; pero luego le conocí. Era un
hombre muy amable. Un preocupado de cuestiones étnicas hubiera dicho que
tenía un carácter de judío de los buenos. Hay quien asegura que muchos de
estos apellidos de santo son judíos.

San Martín era un hombre afectuoso y condescendiente, que se esforzaba


en ser un buen profesor y que lo conseguía. No le preocupaba sólo la medicina,
sino que también le gustaba la literatura y la música.

Entre tipos de jabalí, como Olóriz; locos, como don Benito Hernando;
farsantes, como Letamendi, y cucos almibarados como Calleja, San Martín se
distinguía como un profesor sabio y como un hombre amable.

Letamendi, como he dicho, tenía el tupé de asegurar, al parecer


seriamente, que él era una nueva encarnación del espíritu de Hipócrates
(suponiendo que éste fuese un hombre, y no una familia o una escuela).

Como el río Guadiana, según la idea tradicional, se hunde en la tierra y


luego aparece más lejos, así la medicina del anciano de la isla de Cos se había
perdido, y aparecía después en Letamendi.

Era una pretensión tan grotesca, que daba risa. Las pequeñas
mistificaciones del profesor catalán no se parecen nada a las reflexiones del
griego. Hipócrates es todo observación y juicio firme; Letamendi, quincallería
aparatosa de bazar.

Algunos me han preguntado: «¿Por qué esta enemistad contra


Letamendi?».

Letamendi era una mistificación, un bluff, y hasta un bluff de poco éxito,


una de esas farsas que gustan en los países meridionales, en donde se cree que
los gestos, las actitudes, las frases, tienen su valor no sólo en la política, sino
también en la ciencia.

Letamendi, en ese sentido, es lo más opuesto, lo más antónimo, de


Claudio Bernard, de Magendie, de Pasteur, de Schwann, de Virchow, de todos
los grandes investigadores del siglo XIX. En el sentido del aparato y de la
oquedad, no llegaba tampoco a la altura de los Lombroso y de los criminalistas
italianos, que dejaron, al menos, datos. Letamendi no dejó nada.

Si lo de Letamendi hubiese valido para algo, en la teoría o en la práctica,


si no hubiera sido una mediana literatura enfática y aparatosa, la hubiera
aceptado el mundo científico. No la aceptó porque no era nada.

Se dirá: no la aceptaron porque no era hombre de tendencia experimental


y era español. Éstas son fantasías.

No era hombre de tendencias experimentales, porque en su tiempo no


había esta tendencia aún; un médico humilde, de pueblo, del siglo XVI, Huarte
de San Juan, nacido en San Juan de Pie de Puerto, antes Navarra y ahora
Francia, y la obra de este vasco, titulada Examen de ingenios, corrió por el mundo
entero y se hicieron traducciones en casi todos los idiomas y se publicaron
ediciones en español en ciudades de Alemania, de Bélgica y de Holanda.

En Huarte de San Juan había una base de intuición y de observación, y en


Letamendi no había ninguna. Era todo charlatanismo; pero eso no influyó en el
mundo científico, que si no, hubiera influido.

Por la cuestión del valor científico de Letamendi estuve yo a punto de


entablar una discusión privada con Ramón y Cajal, que él no aceptó.

En 1932 me pidieron algunos médicos que escribiera una conferencia


sobre eugenesia. La escribí, se leyó en San Carlos, y en ella me refería, un poco
en broma, a una afirmación de Cajal acerca de cómo debía ser la mujer del joven
sabio.

Cajal recogió la alusión, me escribió una carta y me envió tres libros


suyos: uno que me desapareció en Madrid y dos que me quedan.

Los libros tienen dedicatorias.

En Recuerdos de mi vida, dice: «Al enérgico y sobrio escritor don Pío


Baroja (el hombre malo de Itzea) dedica estos recuerdos el travieso, pero infeliz
y desaplicado muchacho de Ayerbe. —11 de enero de 1933».

Y en Reglas y consejos sobre investigación científica: «Al sincero e intrépido


escritor don Pío Baroja, con afectuosa gratitud. —S.R. Cajal».

Yo leí los Recuerdos de mi vida, y le escribí diciéndole que no comprendía


que, seriamente, pudiera elogiar a Letamendi, que era un retórico, un hombre
aparatoso, de ingenio de círculo o de ateneo, y del cual no ha quedado
absolutamente nada en la ciencia.

Cajal era, en gran parte, la antítesis de Letamendi.

A la carta mía, Cajal contestó con otra carta, dándome las gracias por mis
elogios acerca de él, pero esquivando el hablar de Letamendi, como si no valiera
la pena tratar este asunto.

Las dos cartas suyas desaparecieron de mi casa de la calle de


Mendizábal, durante la guerra, con otras varias de personajes de algún
renombre, que había coleccionado mi hermana.

Estoy convencido de que, si ahora o en una ocasión más propicia se


formara una comisión internacional para examinar las obras de medicina
importantes del siglo XIX, la obra de Letamendi sería rechazada como vana,
artificiosa y hasta perjudicial.

Su fórmula de la vida es una pura vacuidad; los corolarios que deduce de


ella no valen nada.

Letamendi es un hombre que trata de revolucionar la patología general,


y como no tiene una idea sobre ella que valga la pena, acaba haciendo un
pequeño diccionario para el diagnóstico, que podría ser algo, si fuera auténtico
y verídico; pero como no lo es, no tiene ningún valor.

Es curioso que esta idea tan falsa de la medicina resuelta con un


diccionario para el diagnóstico la tuviera, lo mismo que Letamendi, Unamuno,
que, en muchos conceptos, se parecía a él.

Un amigo del profesor de Salamanca me contaba que éste le decía a su


hijo:

—Toda la práctica de la medicina está en aprender el casillero.

—¿Qué quería decir con eso? —pregunté yo.

—Con eso indicaba el arte del diagnóstico. «Tú ves, por ejemplo»,
añadía, dirigiéndose a su hijo, «una persona que tiene fiebre, dolor de costado,
esputo rojizo… Se marcan en el casillero los tres síntomas, y sale pulmonía, y se
busca el remedio.»
Eso es descubrir el Mediterráneo. Lo que pasa es que esto no es siempre
lo corriente, porque si fuera así, tan bien como los médicos sabios harían el
diagnóstico las porteras.

El diccionario de Letamendi, como el casillero de Unamuno, es una idea


de portera.

Por poco que haya uno ejercido la medicina, ha visto pulmonías sin
esputo herrumbroso, sin fiebre alta y que matan al enfermo; fiebres tifoideas en
que la elevación de la temperatura no tiene regularidad; gripes que se acaban
por arte de magia, cuando menos se lo espera uno; diabetes donde no hay
hambre ni sed; dolores violentos en la región del apéndice que no son de
apendicitis, etcétera.

No quiero insistir más; pero creo evidente que el que lea el libro de
Letamendi verá que es de una perfecta oquedad, y que el silencio absoluto del
mundo científico por él está perfectamente legitimado.

Ese libro podrá servir para hacer discursos aparatosos de academia; pero
para colaborar en la investigación científica o para tener una idea práctica de la
profesión, no sirve para nada.
XI

El tercer año de San Carlos comencé a ir con Venero al Hospital General.


En el hospital conocía a varios médicos y a algunos alumnos internos. De estos
últimos los había de dos clases. Primero tenían que ser libretistas; su obligación
consistía en ir por las mañanas y apuntar las recetas que ordenaba el médico, y
por las tardes recoger la botica, repartirla y hacer guardia. De libretistas, con
seis duros al mes, pasaban a internos de clase superior, con nueve, y luego, a
ayudantes, con doce duros, lo que representaba la cantidad respetable de dos
pesetas al día.

La inmoralidad dominaba dentro de aquel vetusto edificio. Desde los


administradores de la Diputación Provincial hasta una sociedad de internos,
que vendían la quinina del hospital en las boticas de la calle de Atocha, había
todas las formas de la filtración. En las guardias, los internos y los capellanes se
dedicaban a jugar, y en el arsenal funcionaba también casi constantemente una
timba, en la que la postura menor era una perra gorda.

Los médicos, entre los que había algunos muy chulos; los curas, que no
lo eran menos, y los internos, se pasaban la noche tirando de la oreja a Jorge.

Entre los practicantes había algunos curiosísimos, verdaderas ratas de


hospital, que llevaban quince o veinte años allí, sin concluir la carrera, y que
visitaban clandestinamente en los barrios populares más que muchos médicos.

Por Venero conocí y me hice amigo de algunas hermanas de la Caridad.

Me hubiera gustado creer, por romanticismo, que las hermanas de la


Caridad eran angelicales; pero era lo cierto que en el hospital no se las veía más
que cuidarse de cuestiones administrativas y de llamar al confesor cuando un
enfermo se ponía grave.

Además, no eran criaturas idealistas que consideraban el mundo como


un valle de lágrimas, sino muchachas de pocos recursos, algunas viudas, que
tomaban el cargo como un oficio, para ir viviendo.

Luego, las buenas hermanas tenían lo mejor del hospital acotado para
ellas.

Una vez, una enfermera le dio a un interno un cuaderno encontrado


entre papeles viejos que habían sacado del pabellón de las hermanas de la
Caridad. El interno me lo dio a mí.
Era el diario de una monja; una serie de notas muy breves, muy
lacónicas, con algunas impresiones acerca de la vida del hospital, que abarcaban
cinco o seis meses.

En la primera página tenía un nombre, sor María Jesús, o sor María de la


Cruz, y al lado, una fecha. Leí el diario y quedé sorprendido. Había allí una
narración tan sencilla, tan ingenua, de la vida hospitalesca, contada con tanta
gracia, que me dejó emocionado.

Quise enterarme de quién era sor María, de si vivía en el hospital o


dónde estaba.

No tardé en averiguar que había muerto. Una monja, antigua en la casa,


la había conocido. Me dijo que al poco tiempo de llegar al hospital la
trasladaron a una sala de tísicos, y allí adquirió la enfermedad y murió.

No me atreví a preguntar cómo era, aunque hubiese dado cualquier cosa


por saberlo.

No recuerdo bien si guardé el diario de la monja o hice una copia; era


muy corto. Muchas veces pensé cómo sería aquella monja, y hasta llegué a
sentir por ella un verdadero entusiasmo.

Luego, dos o tres años después, cuando salí de un pueblo de Valencia


para ir a Cestona, en mi casa me dijeron que tenía ya demasiados papeles y
libros, y sacaron éstos al jardín, hicieron un montón y los quemaron. Allí
desapareció el diario.

Un tipo misterioso y extraño del hospital, que llamaba mucho la atención


y de quien contaban raras historias, era el hermano Juan. Este hombre, que no
se sabía de dónde había venido, andaba vestido con una blusa negra, alpargatas
y un crucifijo de cobre colgado al cuello.

Era un tipo bajito, moreno, enjuto, cetrino, de ojos negros, profundos y


de barba también negra y espesa. Tenía modales suaves, la voz meliflua y algo
afeminada. Parecía de raza semítica.

No hablaba nunca de su vida anterior. No decía de dónde había venido


ni qué había hecho antes. Sus opiniones parecían de hombre de mundo. Lo
justificaba todo. No tenía ideas severas acerca de la moral, ni mucho menos.

La severidad la empleaba únicamente en él.


No dormía apenas, comía las sobras de los enfermos y cuidaba de los
tísicos y variolosos sin miedo al contagio. Hablaba como iluminado, como
hombre que tenía inspiraciones de lo alto.

A algunos estudiantes nos producía curiosidad la vida de este hombre.


Una noche de sábado, después de salir del café, se nos ocurrió a unos cuantos,
dos de ellos internos, ir al hospital y llamarle para ver lo que hacía.

Vivía en un callejón que separaba San Carlos de la clínica de la facultad.


Este callejón tenía dos puentes encristalados que lo cruzaban, y debajo de uno
de ellos, del que estaba más cerca de la calle de Atocha, había establecido en una
barraca un cuchitril el hermano Juan. En este agujero se encerraba con un
perrito que le hacía compañía.

A cualquier hora que fuesen a llamar al hermano Juan, siempre había luz
en su camaranchón, y siempre se le encontraba despierto.

Según algunos, se pasaba la vida leyendo libros pornográficos; según


otros, rezaba. Uno de los internos aseguraba haberle visto poniendo notas en
unas obras en francés y en inglés acerca de psicopatología sexual.

El pretexto de la visita que le íbamos a hacer sería pedirle algo de


comida. Le diríamos que estábamos de guardia y que teníamos hambre.

Fuimos allá, serían las tres o las cuatro de la madrugada. Había luz en el
cuchitril, miramos por si se veía algo; pero no encontramos rendija por donde
espiar lo que hacía en el interior el misterioso enfermero. Llamó uno de los
nuestros, e inmediatamente apareció en el hueco de la puerta el hermano Juan
con su blusa.

—Estamos de guardia, hermano —dijo uno de los internos—; venimos a


ver si nos da usted algo para tomar un modesto piscolabis.

—¡Pobrecitos, pobrecitos! —exclamó él—. Me encuentran ustedes muy


pobre; pero ya veré, ya veré si tengo algo.

El hombre desapareció tras de la puerta, la cerró con mucho cuidado y se


presentó al poco rato con unas galletas, unas onzas de chocolate y una botella
de vino.

Volvimos a mirar por las rendijas de la barraca. No se veía nada, y nos


fuimos discutiendo sobre el caso clínico del hermano.
No había unanimidad en nuestros pareceres: uno creía que era un
hombre distinguido; otro, que era un antiguo criado; alguien supuso que era un
santo, y otro, que era un pervertido sexual o algo por el estilo.

El hermano Juan era el tipo raro del hospital; cuando recibía dinero
convidaba a comer a los convalecientes y regalaba las cosas imprescindibles que
necesitaban los enfermos.

A pesar de su caridad y de sus buenas obras, este hermano Juan era para
mí repulsivo, me producía una sensación desagradable, una impresión física
orgánica repelente.

Había, sin duda, en él algo anómalo. Es tan lógico, tan natural en el


hombre huir del dolor, de la enfermedad, de la tristeza. Y, sin embargo, para él,
el sufrimiento, la pena, la suciedad, debían de ser cosas atrayentes.

Yo comprendía el otro extremo: que el hombre huyese del dolor propio y


del de los demás como de una cosa horrible y repugnante, hasta llegar a la
indignidad, a la inhumanidad; comprendía que se evitara hasta la idea de que
hubiese sufrimiento alrededor de uno por una tendencia sibarítica; pero ir a
buscar lo sucio, lo triste, deliberadamente, me parecía una monstruosidad.

Así que, cuando veía al hermano Juan, sentía esa impresión repelente de
inhibición que se experimenta ante los monstruos.

Más tarde supimos la extraña sociedad que tenía el hermano Juan con
don Santiago López, sociedad de negocios de compraventa.

Esta sociedad tenía como razón social el título de Emmanuel y Santiago.


Emmanuel, la parte destinada a Jesucristo, es decir, a obras pías y caritativas, y
Santiago, la parte del industrial.

Hace diez o doce años, todavía en una casa antigua de la calle de


Leganitos, subiendo, a mano derecha, dedicada a la compraventa de muebles y
de cuadros, había una casa que en el balcón del piso principal tenía este letrero:
«Emporio de Ventas». Y en el del segundo: «Emmanuel y Santiago».

Una asociación así, místico-industrial, la tuvo también, en el siglo XVIII,


un joyero francés, de apellido vascongado, llamado Duhalde, del que habla
Gayot de Pitabal en sus Causas célebres. La mitad de las ganancias que obtenía
en sus negocios el señor Duhalde la dedicaba a los pobres.

Por época en que yo era estudiante se habló mucho en los periódicos del
hermano Juan; luego, el enfermero desapareció.
Años después fui a ver a mi amigo Germán Asúa, ya muerto, entonces
profesor clínico del Hospital General, y, hablándole del hermano Juan y
preguntándole si sabía algo de él, me dijo:

—Aquí están los libros que dejó cuando se fue.

Me mostró los libros. Eran casi todos de psicopatología sexual: en inglés,


alemán y francés, con llamadas y acotaciones hechas por el lector con lápiz rojo
y azul.

¿Por qué le interesaban estas cuestiones a aquel hombre?

Después he preguntado varias veces por el misterioso hermano. No se


sabe más sino que fue a la Argentina, que estuvo en Buenos Aires en un
hospital, de enfermero, y que luego desapareció.

¡Extraño tipo este hermano Juan! Hubiera valido la pena de que algún
especialista de cuestiones psiquiátricas, como Marañón o Lafora, le hubieran
estudiado detenidamente. Cierto que ninguno de estos dos médicos, por razón
de su edad, debió de alcanzar el tiempo en que estuvo en el hospital de San
Carlos el misterioso y enigmático enfermero.

Había publicado yo un artículo con parte de lo que aquí se dice sobre el


hermano Juan, cuando, días después, me escribió el doctor Marañón esta carta:

«Señor don Pío Baroja.

»Mi querido amigo: Cuando yo era interno del hospital en mis primeros años, vi al hermano
Juan. No le traté. Pero cuando se fue a América recogí buena parte de sus papeles y libros. Estos
últimos, del mismo género psicosexual que los que legó a la biblioteca de los médicos de guardia.
Coincidió su marcha a América con mi entrada como médico (el año mismo que terminé la carrera)
en la sala de infecciosos del hospital, a la que estuvo consagrado en sus últimos tiempos. En su
cuartito recién abandonado, recogí sus papeles. Sirvió a mi lado, durante varios años, la misma
enfermera que le ayudaba en aquella sala. Aún vive, ahora como enferma, vieja e impedida. Ella me
contó muchas cosas del hermano. Conocía como nadie sus secretos. Efectivamente, padecía una
psicopatía sexual. Si algún día le veo, le contaré detalles. El año pasado, esta ex enfermera me enseñó
una carta que había escrito desde América el hermano, con una fotografía, ya muy viejecito.

»Suyo afftmo. amigo,

»Marañón».

¡Qué historia admirable podía hacer un novelista con estas dos figuras: el
hermano Juan, con su vida enigmática y misteriosa, con sus instintos anormales
contenidos, y la pobre enfermera, confidente suya, los dos en el fondo triste de
un hospital viejo y sucio!
Yo no me atrevería a escribirla. Se necesitarían muchas agallas para
hacerlo. Habría que ser un gran psicólogo, un escritor sin retórica, a lo Pascal,
para hacer dos retratos con gris y negro de estas dos figuras sugestivas.

Lo que atrae en ellas es su autenticidad. Los príncipes y artistas


perversos de Oscar Wilde, de D’Annunzio, de Huysmans o de Jean Lorrain, son
unos farsantuelos petulantes, que posan ante el público; en cambio, este
hermano Juan quizá era una basura humana, pero tan auténtica como basura y
como humana, que produce tanta curiosidad como horror.
XII

Al comenzar el cuarto año de carrera se le ocurrió a Venero que


asistiéramos a un curso de enfermedades sifilíticas y de la piel que daba el
doctor Cerezo en el hospital de San Juan de Dios. Venero nos invitó a Riudavets
y a mí a que le acompañáramos.

La visita en San Juan de Dios fue un nuevo motivo de depresión y


melancolía para mí. Pensaba que, por una causa o por otra, el mundo me iba
presentando su cara más fea.

A los pocos días de frecuentar el hospital me inclinaba a creer que el


pesimismo de Schopenhauer era una verdad casi matemática.

El mundo me parecía una mezcla de manicomio y de hospital. Ser


inteligente constituía una desgracia, y la felicidad sólo podía venir de la
inconsciencia y de la locura.

Venero, Riudavets y yo visitamos una sala de mujeres de San Juan de


Dios.

Para un hombre excitado e inquieto como yo, el espectáculo tenía que ser
deprimente. Las mujeres eran de lo más caído y miserable. Ver tanta desdichada
sin hogar, abandonada en una sala negra, en un estercolero humano,
comprobar y evidenciar la podredumbre que acompaña la vida sexual, hizo en
mí una angustiosa impresión.

El hospital de San Juan de Dios, ya derruido, por fortuna, era un edificio


inmundo, maloliente; las ventanas de las salas daban a la calle de Atocha, y
tenían, además de las rejas, unas alambradas, para que las mujeres recluidas no
se asomaran y escandalizaran. De este modo no entraba allí ni el aire ni el sol.

El médico de la sala, el doctor Cerezo, amigo de Venero, era un vejete


ridículo, con unas largas patillas blancas, a la rusa. Había escrito una
sifiliografia, bastante grotesca, en verso. Aunque no sabía gran cosa, quería
darse aires de catedrático, lo cual a nadie podía parecer un crimen; lo canallesco
era que trataba con una crueldad inútil a aquellas desdichadas acogidas allí, y
las martirizaba de palabra y de obra.

¿Por qué? Era incomprensible. Aquel hombre tenía un fondo sádico.


Mandaba llevar a las mujeres a las buhardillas y tenerlas uno o dos días
encerradas por delitos imaginarios. El hablar de una cama a otra durante la
visita, el quejarse en la cura, cualquier cosa bastaba para estos severos castigos.
Otras veces mandaba ponerlas a pan y agua. Era un macaco cruel este tipo a
quien habían dado una misión tan humana como la de cuidar de pobres
enfermos. Yo no podía soportar el sadismo de aquel petulante idiota de las
patillas blancas. Venero se reía de mis indignaciones.

Una vez decidí no volver más por allá. Había una mujer que guardaba
constantemente en el regazo un gato blanco. Era una mujer que debía de haber
sido verdaderamente hermosa, con los ojos negros, grandes, sombreados; la
nariz algo corva, y el tipo como egipcio. El gato era, sin duda, lo único que le
quedaba de un pasado mejor. Al entrar el médico, la enferma solía bajar
disimuladamente el gato de la cama y dejarlo en el suelo. El animal se quedaba
escondido, asustado al ver entrar al médico con sus alumnos; pero uno de los
días, el médico lo vio y comenzó a darle patadas.

—Coged ese gato enseguida y matadlo —dijo el de las patillas blancas al


practicante.

Éste y una enfermera comenzaron a perseguir al animal por toda la sala;


la enferma miraba angustiada esta persecución.

—Y a esta tía llevadla a la buhardilla, a pan y agua —añadió el médico.

La enferma seguía la caza con la mirada, y cuando vio que cogían a su


gato, dos lágrimas gruesas corrieron por sus mejillas.

—¡Canalla, idiota! —exclamé yo, acercándome al médico con el puño


cerrado.

Creo que estuve a punto de darle un puñetazo en la cara.

—No seas estúpido —dijo Venero—. Si no quieres estar aquí, márchate.

Desde aquel día no quise volver más al hospital de San Juan de Dios.

Mi exaltación humanitaria y sentimental hubiera aumentado sin las


influencias que obraban en mi espíritu. Una de ellas era la de Venero, que se
burlaba de todas las ideas exageradas, como las llamaba él; otra, la lectura de
Parergay Paralipomena, de Schopenhauer, que inducía a la no acción.

A pesar de estas tendencias enfrenadoras, durante muchos días estuve


impresionado por lo que dijeron varios obreros, la mayoría andaluces, en un
mitin anarquista del Liceo Rius, de la calle de Atocha. Uno de ellos era un
hombre moreno, de ojos negros y barba entrecana; habló en aquel mitin de una
manera elocuente y exaltada de los niños abandonados, de los mendigos, de las
mujeres caídas…
Yo sentía el atractivo de este sentimentalismo, quizá algo morboso.

Yo había leído dos o tres historias de la Revolución francesa, y era muy


entusiasta de ella; sobre todo, de algunos tipos, como Mirabeau y Danton, y
también de los espíritus lógicos, como Robespierre y Saint-Just.

Por los años aquellos se intensificaron en España las luchas sociales, y


comenzaron a actuar con energía y a manifestarse con hostilidad mutua el
socialismo y el anarquismo.

Yo me sentía más inclinado a la tendencia anarquista, partidario de la


resistencia pasiva, recomendada por Tolstói, y de la piedad, como lector de
Schopenhauer, y como inclinado al budismo, cuyas doctrinas leí influido por el
filósofo alemán.

No era yo por entonces, ni nunca lo fui, simpatizante de las teorías


comunistas. El dogma cerrado del socialismo no me agradaba. Tampoco cogí, ni
por entonces ni después, la pretendida parte constructiva del anarquismo. Me
bastaba de éste su espíritu crítico, medio literario, medio cristiano.

Cuando exponía a alguno de mis amigos mis ideas acerca de la injusticia


social, había quien me salía al encuentro con argumentos de buen sentido.

—Claro que hay cosas malas en la sociedad —me decía el que me


criticaba—; pero ¿quién las va a arreglar? ¿Esos vividores que hablan en los
mítines? Además, hay desdichas que son comunes a todos; esos albañiles de los
dramas populares, que se nos vienen a quejar de que sufren el frío del invierno
y el calor del verano, no son los únicos. A todos los demás nos pasa lo mismo.

Estas palabras u otras parecidas eran, a veces, la gota de agua fría en mis
exaltaciones humanitarias.

—Si quieres dedicarte a esas cosas —me decía Venero—, hazte político,
aprende a hablar.

—Pero si yo no me pienso dedicar a político —replicaba, indignado.

—Pues si no, no puedes hacer nada.

Claro que toda reforma en un sentido humanitario tenía que ser colectiva
y realizarse por un procedimiento político, y a mis amigos no les era muy difícil
convencerme de lo turbio de la política. Llevaban ellos la duda a mi
romanticismo; no necesitaban insistir mucho para convencer a un español de
que la política era un arte de granujería.
Realmente, la política española nunca había sido nada alto ni nada noble;
no era, pues, difícil persuadirme de que no debía tener confianza en ella.

La inacción, la sospecha de la inanidad y de la impureza de todo me


arrastraban cada vez más a sentirme pesimista.

Me iba inclinando a un nihilismo espiritual, basado en la simpatía y en la


piedad, sin solución práctica alguna.

La lógica justicia y revolucionaria de los Saint-Just ya no me


entusiasmaba; me parecía un poco artificial y fuera de la naturaleza. Pensaba
que en la vida no había ni podía haber justicia. La vida era una corriente
tumultuosa e inconsciente, donde los actores representaban una comedia que
no comprendían, y los hombres llegados a un estado de claridad intelectual
contemplaban la escena con una mirada compasiva y piadosa.

Estos vaivenes en las ideas, esta falta de plan y de freno me llevaban al


mayor desconcierto y a una sobreexcitación cerebral, continua e inútil.
XIII

Poco después, Venero me dijo que su amigo el doctor Cerezo iba a dar un
mitin en el Prado, reuniendo a los estudiantes para que se manifestaran a favor
del submarino Peral. Esto sería hacia 1888 u 89.

Fuimos por curiosidad al paseo del Prado, y allí vimos al doctor Cerezo,
en un coche, en compañía de un condiscípulo mío de Pamplona, que se llamaba
Ángel García Monsalve, que luego fue abogado del Cuerpo Jurídico Militar. El
médico y el estudiante hicieron unos discursos exaltados, diciendo que el
submarino Peral era una gran cosa, era la salvación de España, y que los
estudiantes debíamos convencer al Gobierno para que construyera una
escuadra de sumergibles.

—A mí esto me parece una tontería —dije yo.

—¿Por qué? —me preguntó un estudiante de derecho con violencia.

—Porque nosotros no sabemos nada de lo que es un submarino ni


tenemos idea de cómo funciona.

—Usted no la tendrá.

—Ni usted tampoco. Usted sabrá algo de derecho romano y yo de


terapéutica, pero ¿de submarinos? Nada. Y si no, hable usted, demuestre usted
lo que sabe.

El estudiante habló de patriotismo, y yo le dije que por patriotismo no se


sabía física ni electricidad, y que era una estupidez mezclar el patriotismo en un
asunto que esencialmente era de orden científico. Primeramente, había que
saber si el aparato valía o no valía, y si valía, ello mismo se impondría
enseguida, y no habría necesidad de que los estudiantes se dedicaran a
discursear y a pedantear, porque el ser estudiante no era nada, ni siquiera era
demostrar un mínimo de cultura.

Entonces terció Venero, a quien esta clase de discusiones molestaba


mucho; dijo unos chistes, mejores o peores, y se acabó la discusión.

No sé si en este mismo año del mitin del doctor Cerezo en el Prado, un


poco antes o un poco después, hubo otra reunión de las que inventaban los
estudiantes sin ningún objeto, fantasía sin base, para fundar asociaciones
estudiantiles y otras necedades imitadas de países extranjeros. El mitin se
celebró en el teatro Felipe, y habló, entre varios, un condiscípulo mío del
Instituto de San Isidro, que se llamaba Candela o Gómez Candela, y echó un
discurso verdaderamente elocuente, a base de entelequias fantásticas, y todos
los que le oímos le aplaudimos y pensamos: «Éste va a ser un gran orador».

Tenía, además, el tipo de abogado; era parecido a Martos: la cara


redonda, los labios gruesos, usaba lentes. A pesar del tipo y de la oratoria, no se
distinguió después en nada. Yo no oí hablar de él. Es curioso que, habiendo
habido tantos oradores malos en el Congreso y en la política, y dando una
importancia tan excesiva a la oratoria en España, aquel estudiante, que tenía
tantas condiciones de elocuencia, no llegara a ser conocido.
XIV

Al final de aquel curso tuve un nuevo tropiezo con el profesor de


terapéutica, don Benito Hernando.

Estaba yo en la edad de quintas. Pretendía ser libre, porque había un real


decreto que eximía de las quintas a los hijos de los voluntarios vascos liberales
de la guerra civil. No sé si después consideraron necesario para gozar de este
privilegio el haber nacido en el País Vasco. Yo estaba, de todos modos, dentro
de la exención, y mi nombre constaba en el decreto.

Yo creía la cuestión resuelta; pero había en la alcaldía del centro, de


Madrid, un secretario de esos malhumorados y despóticos, y se empeñó en
decir que la exención mía valía únicamente viviendo en las provincias
vascongadas, pero no en la capital. Y, efectivamente, como si no valiera, y a
pesar de mis protestas continuas, tuve que irme a tallar y estuve a punto de
marchar al cuartel.

Fui de aquí para allá, de la alcaldía al ministerio; visité, porque me lo dijo


mi padre, a un político guipuzcoano, mastodonte lleno de pretensiones
políticas, y que en otra parte no hubiera podido ser más que cargador del
muelle, el señor Calbetón, que no hizo nada, porque no quiso, y estuve a punto
de que me persiguieran por prófugo.

Un día estaba yo en la clase de terapéutica, cuando se abrió la puerta y


apareció mi hermano Ricardo y me hizo una seña diciéndome que saliera. Yo
me levanté y me marché. Era la llamada por la cuestión de quintas.

Por la tarde fui al laboratorio y encontré a don Benito Hernando rojo de


ira contra mí; rompió un tubo de ensayo entre los dedos y me dijo:

—Lo que ha hecho usted esta mañana es una grosería, y no se la tolero a


nadie. Ya sabe usted mi consejo: traslade usted su matrícula.

Yo intenté darle una explicación, hablándole de la importancia que tenía


para mí el asunto, y él me replicó secamente:

—Nada; es mi último consejo. Traslade usted su matrícula.

Yo no tenía medios para eso.

La cuestión de mis quintas se resolvió gracias al conde de Romanones,


que acababa de ser nombrado teniente de alcalde del distrito del Centro por
aquel tiempo.
Fui a visitarle a la alcaldía, y cuando entré en su despacho vi al conde
muy sonriente, con una flor en el ojal, acompañado de dos personas, entre ellas
el secretario, el empleado a quien le debía yo ser muy antipático.

Conté a Romanones vivamente y con cierta facilidad de palabra lo que


me pasaba. El secretario opuso algunos motivos que claramente se veía que no
tenían ningún valor: que si yo no vivía en el País Vasco y cosas por el estilo.

—Este joven tiene razón —dijo el conde—. Está dentro de la exención, y


no hay más remedio que reconocerlo. No pide más que una cosa legal. Que
traigan la lista de los quintos.

Trajeron la lista de los quintos. Romanones cogió la pluma y borró


completamente mi nombre.

Luego sonriendo, me dijo:

—Está usted libre.

—Muchas gracias.

—¿Qué es usted, estudiante?

—Sí, señor.

—¿De qué?

—De medicina.

—Bueno, bueno; está bien. Váyase usted.

Me fui a casa contento de poder resolver aquella cuestión que me hubiera


complicado mis pequeños asuntos.

Así como este problema se resolvió bien, no me pasó lo mismo con los
exámenes. La advertencia de Hernando era fundada, y en la primera
asignatura, en el primer examen, que era patología general, en que tenía que
examinarme con un tribunal en el que figuraban Letamendi y Hernando, salí
mal en junio y en septiembre.

Yo pienso que fue Hernando el que decidió que no saliera bien, porque el
primer examen mío, de junio, no fue del todo malo.
Además, iba en el primer grupo de los examinandos (como dicen en los
seminarios), por haber salido sobresaliente en el año anterior, y a éstos siempre
los trataban con más consideración los profesores.

Lo único que sucedió, pero esto no creo que influyera en el juicio de


Letamendi, es que después de contestar a dos o tres preguntas me llamó a la
mesa y me mostró un compás.

—¿Qué es esto? —me dijo.

—Eso es un compás de gruesos.

—¿Cómo se mide con él?

Yo indiqué cómo se medía con él, lo cual no tenía nada de complicado;


pero Letamendi quiso que le midiera su cabeza. Yo hice la medición, y dije los
centímetros que tenía el ancho y el largo de su cráneo; pero él me dijo que no se
hacía así, que se retiraba el compás sin separar sus puntas, para ver después en
la escala los números que tenía, y, obligándome a hacerlo en su cabeza, le
despeiné las melenas.

Al perder el curso, pensé que fuera uno de los profesores o el otro se


hallaban dispuestos a entorpecer mis estudios de una manera estúpida y sin
motivo.

Yo me encontraba irresoluto sobre la determinación que podía tomar,


cuando el carácter un poco inadaptable de mi padre determinó el nimbo de mis
estudios. Venía diciendo mi padre que el empleo de Madrid era demasiado
improductivo, cosa que era cierta.

Por otro lado, mis pequeños fracasos estudiantiles le hacían efecto,


porque este año habían visto en casa que yo había estudiado, y, efectivamente
sabía bastante de patología y de terapéutica. Aún ahora recuerdo algo de estas
asignaturas. Sin embargo, salí mal en junio y en septiembre. Por otro lado,
cuando se veían en la escalera, mi padre y Hernando no se saludaban y se
volvían la cabeza.

Algunos compañeros de estudios, después, me dijeron que Hernando


estaba enfermo del sistema nervioso y que Olóriz tenía un tumor grave en el
vientre, lo que legitimaba el mal humor de ambos. Claro, todo tiene su razón;
pero también es lógico, cuando uno se siente enfermo, retirarse y no molestar al
que no tiene culpa de ello.
XV

Por entonces le ofrecieron a mi padre una vacante en Valencia, de


ingeniero jefe, y la aceptó. Discutimos en casa el asunto y convinimos en pedir
informes sobre la vida en la ciudad levantina. Las noticias parecieron indicar
que en ella la vida resultaba más barata que en Madrid. En cuanto a la cuestión
de los estudios, también allí podíamos seguirlos.

Marchamos, primero, mi padre y yo a Valencia; pasamos dos o tres días


en una fonda de la calle de las Barcas, y después en la casa de un conserje de la
sección de Fomento, sección que entonces existía en los gobiernos civiles. Esta
casa del conserje de la sección de Fomento estaba, si mal no recuerdo, en una
calle vieja, estrecha y bastante sucia. No sé si era la misma calle Baja, o una
bocacalle de ésta. Los cuartos que nos dieron, aparentemente, no eran malos;
pero en el mío había una nube de chinches, que tenían un talento estratégico
verdaderamente extraordinario. La primera noche estaba en la cama con una
colcha muy almidonada encima, cuando comencé a oír unos golpecitos
pequeños, que supuse que eran gotas de agua. Me sorprendió. Encendí la vela,
miré por todas partes, y vi que en el techo había como una línea oscura, que
salía de un rincón, avanzaba hasta la mitad del cuarto, y cuando llegaba a este
punto se dejaba caer sobre mi cama. Eran chinches. Yo no las había visto nunca.

Al día siguiente, para no mortificar al dueño de la casa, le dije que tenía


mucho calor y que me pusiera la cama, con un colchón en el suelo, al lado del
balcón.

Al otro día me desperté despavorido con unos gritos violentos. «¿Qué


pasará?», me dije.

En un tejado de la casa de enfrente, a tres o cuatro metros del cuarto


donde yo dormía, había un pavo real que daba unos gritos estentóreos.

También me despertó otra mañana el rosario de la aurora con sus


cánticos, cosa cuya existencia ignoraba.

Unas semanas después, alquilamos mi padre y yo una casa en la calle de


Cirilo Amorós, paralela a la de Colón. Entonces ésta era la principal de Valencia.
La de Cirilo Amorós era una calle recta y de poco carácter, que, para mi gusto,
no era nada simpática.

Días más tarde llegó mi madre con Darío y mi hermana Carmen, pues
Ricardo se quedaba en Madrid hasta que se celebrasen las oposiciones al
Cuerpo de Archiveros, Bibliotecarios y Anticuarios, a las que iba a presentarse.
Ricardo, que había comenzado los estudios en la Politécnica, tuvo que dejarlos,
a pesar de su gusto por las matemáticas, por haberse resentido un tanto su
salud. Entonces la pedantería de los ingenieros hacía que ningún alumno de la
Escuela Politécnica aprobara los cursos sin repetir año. Así se demostraba que la
Escuela Politécnica era más severa que la de París, lo que no hacía, por eso, que
en España hubiera grandes ingenieros.

Mi estado de ánimo al abandonar Madrid era de preocupación y de


incertidumbre. El que en el primer año en que yo había estudiado un poco
seriamente me ocurriera que me suspendieran en junio y en septiembre, me
inquietaba. El hecho me hacía tomar una disposición de espíritu irónica. Mis
ilusiones literarias fracasaban, y miraba con desprecio más o menos real mis
ensayos literarios. Ni siquiera quise conservar las dos novelas y el cuaderno de
cuentos que había escrito, y los dejé en el vasar de la cocina de la calle de
Atocha. Seguramente los nuevos vecinos emplearían aquel papel en encender el
fuego.

En la calle de Cirilo Amorós vivimos en una gran soledad y sin tratar con
nadie. Mi hermano Darío era el único que tenía amigos.

En la vecindad, en un patio próximo al de casa, salía un francés grueso y


rubio, con dos hijas con una voz un poco aguda, que tenía conejos en unos
armarios con tela metálica. La vida de aquellos pobres conejos me daba pena, y
les hubiera abierto las puertas de su prisión con gusto.

A los pocos meses de habitar en la calle de Cirilo Amorós nos pareció que
vivíamos demasiado lejos del centro de Valencia, y nos trasladamos a la calle de
Samaniego, esquina a la de Navellos, calle esta que era estrecha y que estaba
próxima a la catedral, y que, al parecer, se ha derribado.

A la casa no le faltaba carácter, tenía las paredes abombadas, muy poco


alero, y entre los balcones algún ventanillo. Era la propietaria una señora viuda
de Botella. El piso que tomamos era segundo, y daba a las calles de Navellos y
de Samaniego y a un callejón estrecho y sin nombre. Tenía dos puertas a la
escalera, y en la cocina, una escalerilla que conducía a una especie de desván en
el que se abrían unas ventanas enrejadas a un patio. Del desván se salía a otra
escalera por la que se aparecía en una pequeña azotea que llamaban Miramar.

Don Eduardo Ranch, músico amigo mío, tuvo la curiosidad de hacer una
fotografía de esta casa antes que la derribaran y la atención de enviármela.

En esta casa, sin que nadie pudiera sospecharlo, mi hermano Darío tuvo
un vómito de sangre. Era, creo, en el otoño de 1892. Al principio creímos que
sería algo pasajero; luego, yo al menos comprendí que la enfermedad era muy
grave, aunque aún había esperanza.
Pasados los primeros meses, en que yo salí algo de casa, me dio por
recluirme. El calor suele ser para mí, en general, deprimente, y sentía una
insociabilidad profunda.

—Pero ¿no vas a salir? —me preguntaban en casa.

—Yo, no; ¿para qué?

No me interesaba nada.

Andar por las calles me fastidiaba y el campo de los alrededores de


Valencia, a pesar de su fertilidad, no me gustaba.

Esta huerta siempre verde, con la vegetación jugosa y oscura, no me daba


ninguna gana de recorrerla.

Prefería estar en casa. Allí estudiaba y leía.


XVI

Como ya he dicho, estaba bastante poco contento en Valencia. En cambio,


mis hermanos: Darío, que estaba estudiando derecho; Ricardo, que había
ganado las oposiciones de archiveros, y Carmen, que iba a un colegio de
monjas, se mostraban contentos. Mi madre se declaraba indiferente en esta
cuestión.

La casa tenía una terraza a la altura del piso, donde yo solía leer,
acompañado de un gato negro, muy listo, que me seguía como un perro.
Enfrente, en la calle de Navellos, había otra terraza donde se paseaba un cura
viejo que me saludaba amablemente. Este cura, moreno y canoso, medía la
pequeña azotea de un lado a otro, como si estuviera enjaulado, con un libro en
la mano y rezando.

Yo no tenía interés alguno por nada.

Cuando no estudiaba, pasaba las horas en la azotea. Allí me sentaba


hasta que llegaba el anochecer. Una criada de la vecindad solía cantar a voz en
grito una canción, creo que de El rey que rabió, que decía:

Y los pobrecitos no piensan más

que ir cortando espigas,

tris, tras, tris, tras.

Cuando pasaba la fuerza del sol, subía al Miramar, y contemplaba el


pueblo dormido a la luz del crepúsculo esplendoroso.

A lo lejos se veía el mar, una mancha alargada, de un verde pálido,


separada en línea recta del ciego, de color algo lechoso en el horizonte.

En aquel barrio antiguo, las casas próximas eran de gran tamaño. Las
paredes se hallaban desconchadas, los tejados cubiertos de musgos verdes y
rojos, con matas, en los aleros, de jaramagos amarillento. Se veían casas blancas,
azules, rosadas, con sus terrados y azoteas; en las cercas de los terrados se
sostenían barreños en donde las chumberas y las pitas extendían sus rígidas y
anchas paletas; en alguna de aquellas azoteas se veían montones de calabazas
surcadas por hendiduras, y otras redondas y lisas.

Los palomares se levantaban como grandes jaulones ennegrecidos. En el


terrado próximo de una casa, sin duda abandonada, se veían rollos de estera,
montones de cuerda, estropajos, cacharros rotos esparcidos por el suelo. En otra
azotea aparecía un pavo real que andaba por el tejado y daba unos gritos
agudos y desagradables.

Por encima de las terrazas y tejados aparecían las torres del pueblo: el
Miguelete, rechoncho y fuerte; el cimborrio de la catedral, aéreo y delicado; y
luego, aquí y allá, una serie de torrecillas, casi todas cubiertas con tejados azules
y blancos, que brillaban con centelleantes reflejos.

En mi casa todos llegaban a tener alguna afición por Valencia, menos yo.

Mi madre y mi hermana pequeña iban a pasear por las alamedetas de


Serranos. Darío y Ricardo conocían la ciudad, y hablaban de la plaza del
Mercado, con su aire de puerto; de la Lonja, del colegio del Patriarca, de las
torres de Serranos y de la iglesia barroca de los Santos Juanes.

Yo no tenía interés alguno por nada.

Contemplaba aquel pueblo, casi para mí desconocido, y hacía mil cábalas


caprichosas acerca de la vida de sus habitantes.

Veía abajo esta calle, esta rendija sinuosa, estrecha, entre dos filas de
caserones. El sol del mediodía la cortaba en una zona de sombra y otra de luz;
iba, a medida que avanzaba la tarde, escalando las casas desde la acera hasta
brillar en los cristales de las buhardillas y en los luceros y desaparecer.

En la primavera las golondrinas y los vencejos trazaban círculos


caprichosos en el aire, lanzando gritos agudos. Yo los seguía con la vista. Al
anochecer se retiraban. Entonces pasaban algunos mochuelos y gavilanes.
Venus comenzaba a brillar con más fuerza, y aparecía Júpiter. En la calle, un
farol de gas parpadeaba triste y soñoliento.

Yo bajaba a cenar, y muchas veces, por la noche, volvía de nuevo a la


azotea a contemplar las estrellas.

Esta contemplación nocturna me producía como un flujo de


pensamientos perturbadores.

La imaginación se lanzaba a la carrera a galopar por los campos de la


fantasía. Muchas veces, el pensar en las fuerzas de la naturaleza, en todos los
gérmenes de la tierra, del agua y del aire desarrollándose en medio de la noche,
me producía vértigo. Más aún me producía el pensamiento en las estrellas y en
la inmensidad del universo sideral. Unido a estas ideas de panteísmo cósmico,
tenía un pesimismo agudo. Me parecía que todo me iba a salir mal en la vida, y
quizá lo mejor era acabar lo antes posible.
En esta casa fue donde oí una historia de una madre dominada por su
hija, lo que me hizo escribir el cuento «Médium», de Vidas sombrías. Claro que
yo no creo en nada de esas historias del espiritismo.

A pesar de mis contemplaciones nocturnas, aquella casa me había


cansado y estaba deseando perderla de vista. A mi padre le pasaba lo mismo, y
pensamos los dos en buscar otra.

—Pero ¿para qué cambiar? —decía mi madre.

—Sí —contestaba yo—, aquí hay poco aire y poco sol para un enfermo.

La busca de la casa a mí me entretuvo mucho. Vi unos caserones extraños


entre la catedral, la Audiencia y la torre de Serranos. De dos me acuerdo
todavía: de una casa de la plaza de Nules y de otra de la calle de Roteros. Ésta
parecía de un antiguo comerciante judío. Tenía un huerto pequeño con un
ciprés, a un nivel más alto que la calle, y los cuartos estaban pavimentados con
azulejos brillantes.
XVII

Mi amigo don Eduardo Ranch me escribió en octubre de 1942 que en el


antiguo diario Las Provincias, de Valencia, se había publicado un artículo en que
se hablaba de algunos estudiantes de la época de mi hermano Darío y de él,
entre ellos. El artículo me sorprendió.

El artículo está firmado por S. Guastavino Robba, y es del 15 de agosto de


1942. En él dice que en el segundo piso del palacio del conde de Parcent, en casa
de doña Cristina Navarro Reverter, se reunían varios estudiantes de derecho,
entre ellos mi hermano Darío, y como a veces algunos no tenían dinero para
comprar los textos, en la casa leía uno la lección en el libro, y los demás
escuchaban y tomaban notas. El articulista cuenta el final de aquellos
estudiantes, de los cuales algunos murieron muy pronto, como mi hermano;
otros llegaron a viejos, y otros tuvieron nombre en Valencia como abogados.

«Eran años azarosos para un sinnúmero de familias cuyos hijos, por su limpio origen y
especiales aptitudes, aspiraban a alcanzar títulos académicos; pero que, al no poseer suficientes
medios económicos, se veían obligados a hacer verdaderas piruetas para que con la escasa ayuda que
les rendía su trabajo en el despacho de algún abogado distinguido o de un comerciante acreditado,
fueran pagándose a su tiempo las matrículas de la universidad y los libros de texto y de consulta.

»Pero algunas veces, a pesar de tales sacrificios, los textos escaseaban, y caso hubo en que,
con uno de cada asignatura, estudiaran varios jóvenes, para lo cual se reunían todos en casa del
afortunado poseedor de la obra, y mientras uno, por tumo, leía en voz alta las lecciones, los demás
oían con religioso silencio y tomaban apuntes, como si el compañero lector fuese el mismísimo
catedrático que les hablara desde su poltrona del aula universitaria.

»Algo así ocurría hace medio siglo en aquel segundo piso del palacio del conde de Parcent,
ya que, mientras doña Cristina y sus hijas atendían los quehaceres domésticos, su hijo Mariano
estudiaba rodeado de otros amigos de su intimidad, tales como Pedro José Moreno Torres, Vicente
Guastavino Robba, Darío Baroja, Ramón Trilles Boluda y alguno más que tal vez escapó a mi pluma
inquisitiva.

»Alternaban con ellos, con diaria frecuencia, el hijo mayor, Francisco José, que les llevaba
algún curso de ventaja, y Eduardo Burgos Gómez, que se preparaba para Aduanas, y era, a la sazón,
novio de su hermana Pilar, con quien luego casó y fueron muy felices.

»Huelga decir que aquellos estudiantes tenían de amor al estudio, de talento y de ingenio
cuanto les faltaba de dinero, y, por tanto, de tabaco; así es que en aquellos amigos íntimos,
verdaderamente fraternales, las frases ingeniosas brotaban a caño libre, en prosa y en verso, porque
habíamos olvidado apuntar que, aunque casi todos sabían escribir versos, el que más se distinguía en
estas lides era quien menos se destacaba en los estudios del derecho: me refiero a Ramón Trilles,
poeta fácil e inspirado, pero sin afición a los libros de texto, que por su bohemia e inadaptación
recordaba al estudiante clásico de cuchara en el bicornio, arrebujado para sus andanzas amorosas en
el no menos clásico manteo.

»En el curso a que aludo no todo fueron bromas y chirigotas; Darío Baroja —hermano del
novelista don Pío—, dañado ya del pecho, empeoró y murió antes de los exámenes, y aquí, en este
cementerio, reposan sus cenizas, de las que son custodios sus propios compañeros de entonces.»
XVIII

La enfermedad de mi hermano fue para nosotros una desagradable


sorpresa.

El hecho nos llenó a todos de preocupación, pero particularmente a mí,


que con algunos conocimientos médicos, aunque no fueran muy grandes, me di
cuenta cabal de que aquello debía de ser muy grave.

A la preocupación pasada por la carrera se añadía esta manifestación de


mal augurio, y muchas veces me levantaba por la noche para ver qué le pasaba
al enfermo.

Mi pesimismo se hallaba en el más alto grado.

«Todos nos vamos a morir», así pensaba yo. «Se nos contagiará la
enfermedad uno tras otro.»

Por entonces se me ocurrió estudiar con energía. No fui a la facultad;


pero estudié en algunos libros que había traído de Madrid. En enero quise
examinarme por libre de patología general, y me encontré con que el profesor
que iba a examinarme, un tal Slocker, era discípulo de Letamendi, y me
interrogó ateniéndose al texto de su maestro, y me suspendió. La estampa del
profesor melenudo de Madrid y sus entelequias ridículas me perseguían. Era la
tercera vez que me suspendían en patología general.

Yo pensé entonces en dejar la carrera; pero ¿qué iba a hacer? No conocía


a nadie y no veía salida ninguna a mi vida. Algunas veces escribí cartas a
América y a anuncios de los periódicos que se pedía esto o lo otro; pero no
recibí contestación. No iba a ninguna parte, y me pasaba los días tendido en
una mecedora, en el terrado, y leyendo.

Después de pensar mucho lo que podía hacer, viendo que no tenía


delante camino alguno que seguir, me decidí a concluir la carrera, estudiando
mecánicamente los programas de una manera rabiosa.

Era una manera de emplear la energía sobrante.

Acudí al hospital donde estaba la Facultad de Medicina. Allí me hice


amigo de un estudiante, hombre ya hecho y casado, que se llamaba Juan
Escorihuela, y era de un pueblo de la provincia de Teruel. A estos naturales del
Bajo Aragón los valencianos llaman «churros», no sé por qué. No compré libros,
porque los manejaba en la biblioteca de la facultad; copiaba lo necesario, y no
dije a la familia lo que hacía. Asistía también a las clases y tomaba apuntes.
Los estudiantes de medicina de Valencia eran bastante bárbaros. A un
viejo, que creo que se apellidaba Moliner, que había cursado la carrera hacía
quince años y después quiso acabarla, le daban unas bromas pesadísimas.

Días antes de Navidad, los alumnos decidieron que se debían anticipar


las vacaciones, y como el rector se opuso, se reunían en la escalera de su casa,
que estaba en el mismo edificio de la facultad, y cantaban, con la música de un
salmo gavota, de la opereta Mis Helyett, una letra que habían puesto ellos, que
comenzaba diciendo:

Al vaina del rector

hay que hacerle saber

que clase no ha de haber.

En junio aprobé cuatro asignaturas, y en septiembre otras cuatro.

Y el resultado fue que, en un año y medio, me hice médico.

El procedimiento de estudiar mecánicamente no me falló ni una vez.

Por entonces dejamos la casa de la calle de Navellos, y nos fuimos a la de


Liria, que ahora creo que se llama de Salvador Giner. Era una calle ancha que
salía al antiguo Portal Nuevo y después al puente de San José, que cruzaba el
Turia.

La casa de la calle de Liria era grande y hermosa; tenía cuatro o cinco


balcones a la calle y un balcón corrido a un hermoso jardín, al que daba la parte
de atrás del Museo de Pinturas. En el jardín había una palmera.

En la calle de Liria, el dueño de la casa se llamaba Maupoey y Mompó.


Vivía en el piso principal, y tenía un hermoso cuarto con un reloj inglés
complicadísimo, que a mí me produjo, al verlo, una gran admiración. Era un
hombre bastante charlatán, y tenía dos hijos, varón y hembra. Tenía una voz un
poco chillona, y a cada paso le decía al hijo: «Pepe, no hagas el tonto».

Esta relación repetida me parecía una cantilena de loro.

La hija era una muchacha un poco chata, morena, guapa y muy


postinera, como hubieran dicho en Madrid.
A nosotros nos debía de despreciar bastante, y una vez parece que dijo:
«¡Qué brutos y qué huraños son esos chicos de arriba! Entran y salen corriendo,
como si no quisieran que se los viera».

Mi hermana Carmen iba por entonces al colegio del Sagrado Corazón de


Jesús, que debía de estar hacia las alamedetas de Serranos.

Al volver del hospital a la calle de Liria, donde vivía, solía pararme en


otra calle ante un ciego que cantaba lo que se llamaba la Oració con gran estilo.
Yo le escuchaba con gusto. La primera copla de su canción que recuerdo era
ésta:

Cuando el ángel san Gabriel

vino a darnos la embajada

que María electa es,

al punto quedó turbada.

María le dijo:

«Esclava soy yo

del Eterno Padre

que a Dios me envió».

Esta canción, acompañada del runrún de la guitarra, se armonizaba muy


bien con las callejuelas estrechas, sucias y mal iluminadas de aquella parte de la
ciudad.

Darío parecía restablecerse de su dolencia. Yo empleaba los sistemas que


había leído en los libros para la curación de la tuberculosis. Tenía el enfermo un
cuarto grande y soleado, dormía con balcón abierto de par en par, sólo con una
cortina que yo impregnaba con creosota.

Parecía que estaba bien, aunque a veces se le debía repetir la hemoptisis,


porque se veían manchas rojas en sus pañuelos. Él estaba muy animado
creyendo en su curación y dedicándose a sus aficiones literarias.
Al llegar a la licenciatura fui al examen con cierto valor, porque los
catedráticos me intentaron poner algunos obstáculos a mi paso. Había un
profesor llamado Garín, pequeñito y vivo, que se puso francamente contra mí.
Yo reconozco que tenía razón, porque no es saber medicina el saber unas
cuantas cosas de memoria. En el examen de la licenciatura, el primer ejercicio
era puramente teórico. Yo tenía mis datos en la cabeza muy recientemente
adquiridos, y me lucí. Y después de mi peroración, me dijo el profesor: «Usted
no sabe más que teorías».

Antes de comenzar el segundo ejercicio, que era práctico, Garín me llamó


aparte y me dijo: «Conviene que no se presente usted, y que esté usted unos
meses o un año en el hospital».

Yo le contesté que deseaba seguir el examen aunque me suspendieran.


En parte tenía razón, porque si se trataba de saber medicina de verdad, yo no la
iba a aprender en cinco o seis meses.

El examen práctico me resultó fácil: se trataba de un caso de gangrena,


que lo hubiera diagnosticado cualquiera.

El tercer ejercicio consistía en una operación en un cadáver. Me pusieron


un cadáver seco, momificado y horrible. Había que hallar en él la arteria
subclavia. Hice con el bisturí una incisión en el tórax, por debajo de la clavícula,
y mostré con la pinza un vaso muy pálido. Creo que lo encontré por casualidad.

—¿Es la subclavia? —me preguntó el profesor.

—Creo que sí —le contesté.

—Usted es el hombre de las dudas —dijo Garín con acritud, y volvió a


recriminarme por la pretensión de ser médico sin tener ninguna práctica.

A pesar de ello, me aprobaron; pero los profesores me dedicaron algunas


frases irónicas acerca de mis conocimientos.

Salí bastante incomodado; pero, por la tarde, la cólera ya se me había


pasado, y veía claramente que había hecho una buena jugada y que había
terminado la carrera con rapidez.
XIX

Ya viéndome médico, decidí ir a Madrid a estudiar el doctorado por el


procedimiento rápido que tan bien me sirvió en la carrera.

Tomé un billete de segunda y preparé el viaje. Recuerdo que al tomar el


tren el vagón estaba lleno.

Al llegar a la estación de Albacete salieron, no sé si ahora lo harán


también, gentes a vender navajas y puñales. Yo aseguré que me parecía un
disparate esta aparición nocturna de hombres llenos de armas, y un joven
achulado que iba en el departamento me llevó la contraria con cierta violencia.

Cambiamos nuestras razones, buenas o malas, en tono agrio; se


durmieron dos mujeres y unos niños, y mi contradictor se puso a hablar de un
crimen que había ocurrido el día anterior en Valencia.

Se trataba de un individuo de una familia de matones, los Veintiundits


(‘veintiún dedos’), a quien habían matado en una casa de juego y lo habían
tirado por un pozo. De estos Veintiundits se decía que eran diez o doce
hermanos, y que todos, menos uno, picador, habían muerto a mano armada.

De uno de estos Veintiundits se contaba una anécdota que luego creo que
Blasco Ibáñez la aprovechó en uno de sus cuentos valencianos.

Este Veintiundits estaba en el hospital, herido de una cuchillada por un


baratero con quien tenía rivalidades. Entonces, un hermano mató al agresor, le
cortó una oreja y se la llevó al herido al hospital.

«Ahí tienes la oreja del que te hirió.»

El herido cogió la oreja y se la comió.

El hombre achulado del tren habló del Veintiundits que acababan de


matar el día antes, y lo pintó como un bandido. Se refirió después a un pollo
Revenga, que estaba en la casa del crimen, que era amigo suyo, y acabó por
decirnos que él era el que había matado al bandido y lo había tirado al pozo.

Yo me quedé aterrado de tener aquel compañero de viaje, y toda la noche


la pasé despierto observándole.

Meses después, al volver a Valencia quise enterarme de qué habría de


verdad en el relato de aquel compañero de viaje. Alguno me dijo que no debía
de ser cierto, porque se conocía al autor de la muerte del Veintiundits, que estaba
en la cárcel. El que me aseguró esto creía que el chulo del tren se alabaría,
probablemente, de un crimen que no había cometido.

Si era así, era un pretendiente a una extraña gloria.


XX

En Madrid marché a vivir con mi tía doña Juana Nessi a la casa de la


calle de la Misericordia. Cuando fui a examinarme de las asignaturas del
doctorado, al encontrarme con mis condiscípulos antiguos, éstos, que estaban
más atrasados que yo, y que veían con qué facilidad salía bien, decían:

—Pero, hombre, cómo has cambiado. Ahora sacas sobresaliente en los


exámenes. Eso es ridículo.

—Es que esto de examinarse es una martingala —les decía yo—, y


aunque no le doy ninguna importancia, la he aprendido.

Uno de mis condiscípulos decía con cierto humorismo:

—Hay que tener un poco de constancia en la conducta. Si no, no es uno


nada.

Doña Juana Nessi era, como he dicho, tía carnal de mi madre. Cuando
joven, al parecer, era bastante guapa y pomposa. Se casó con un indiano rico
que se llamaba don Matías Lacasa. Este señor, aragonés, del Alto Aragón, había
hecho su fortuna en Cuba. Como se creía un águila, y era una gallinácea vulgar,
al instalarse en Madrid emprendió una serie de negocios que, con una
unanimidad verdaderamente extraordinaria, le salieron mal. Hacia 1870, un
médico valenciano, que se llamaba Martí y había estado en la Exposición de
Viena, le habló del pan que se elaboraba en esta ciudad, de la levadura que se
empleaba y del negocio que se podía hacer con él.

Don Matías se convenció, y, por instigación de Martí, y porque la casa se


vendía muy barata, compró un edificio que estaba contiguo a la iglesia de las
Descalzas Reales, en la calle de la Misericordia, que no tenía más que un
número, el número 2. La calle se llamaba, como digo, calle de la Misericordia, y
creo que se seguirá llamando así, y la casa hacía esquina a la de Capellanes,
después llamada de Mariana Pineda.

Antiguamente, por lo que aparece en el plano de Teixeira en 1619, entre


la casa que digo y el edificio donde estuvo luego el Monte de Piedad, se tendía
un puentecillo. La esquina del edificio que compró don Matías Lacasa daba al
teatro Cómico, que por entonces era el Salón Romero y antes había sido el baile
de Capellanes, lugar famoso por sus escándalos, expresados en aquel pareado
atribuido al padre Claret:

¡Oh!, niña que vas bailando,


al infierno vas saltando.

El médico Martí propuso a don Matías asociarse con él. Arregló Martí los
hornos en el caserón contiguo a las Descalzas, y el negocio empezó a dar dinero
casi fabulosamente.

Martí, que era un juerguista, murió a los tres o cuatro años de instalar su
industria, y don Matías siguió con sus vuelos gallináceos, se arruinó, empeñó lo
que tenía y se quedó con la tahona, que, a lo último, sólo le daba para ir tirando.

Uno de los negocios de minas que hizo don Matías fue con un marqués,
hombre de intenciones aviesas.

Don Matías, que era jefe de una sociedad minera, se había arruinado en
ella, y, en vista de la ruina, había querido vender toda la maquinaria que tenía.
Quedó con el marqués en que le daría éste treinta mil duros por la maquinaria,
que había costado cerca de cien mil. Hicieron la escritura, y se convino que de
noche fuera don Matías a una oficina que tenía el marqués en la plaza de Santo
Domingo a cobrar su dinero. Efectivamente, llegó allá. El administrador del
marqués le puso varios paquetes de billetes delante. Don Matías dio el recibo.
Le invitaron a contar los billetes, dijo que no era necesario, porque se fiaba de la
caballerosidad del marqués y de sus empleados, y, cogiendo los paquetes de
billetes, los metió en un saco y los llevó a su casa.

Por la mañana siguiente, al ir a contarlos, se encontró con que en cada


paquete faltaba un billete de cien pesetas, lo que representaba una fuerte suma.

Don Matías tuvo la candidez de creer que se trataba de un descuido; pero


el marqués le hizo saber por su secretario que tenía en su cartera el recibo
firmado de los treinta mil duros, y que era cuestión que no pensaba remover.

En aquella casa fui yo a vivir mientras cursaba el doctorado. Los


profesores a quienes entonces tuve que aguantar me parecieron bastante
anodinos. El profesor de historia de la medicina era mediocre; el de
antropología, don Antón Fernández, muy solemne, pero hueco; don Fausto
Garagarza, que explicaba análisis químico, era imposible que fuera ameno. El
único que era entretenido era el viejo Calvo y Martín (don José).

Nos hablaba a los estudiantes de tiempos lejanos, de su amistad con


Espronceda y Larra, y del día en que él, como miliciano nacional, corrió a las
tapias del retiro a luchar contra las fuerzas de Cabrera, que intentaban entrar en
Madrid.
Había unas prácticas de antropología con don Telesforo de Aranzadi, que
a mí me hubiera gustado que fueran más frecuentes; pero eran muy de tarde en
tarde, y se celebraban en el Museo Velasco.
XXI

Por otro estilo me interesó don Jacobo López Elizagaray, que visitaba en
el Hospital General la sala de presas, y de quien hago mención en otro lugar.

Con Elizagaray estaba de ayudante o de interino Carlos Venero.

Elizagaray era hombre tranquilo, reposado, y con él aprendí un poco a


auscultar y a limitar la macicez de un órgano por la percusión.

No era Elizagaray hombre que pensaba ser original, pero se veía que
conocía su profesión de una manera concienzuda.

Letamendi decía una frase que pretendía ser genial: «El médico que no
sabe más que medicina, no sabe ni siquiera medicina». Yo me figuro que
Elizagaray aspiraba, sobre todo, a saber medicina, y la sabía muy bien, y era un
clínico hábil. No era de los farsantes con melenas o con chalina que quieren
asombrar al mundo. No es que yo odie a los hombres geniales; por el contrario,
los admiro; pero la falsa genialidad es algo antipático, como todo lo mistificado.

Yo le hablaba a Elizagaray de que leía algunos libros de filosofía, y él me


preguntaba, muy extrañado: «¿Y para qué lee usted eso?».

A Elizagaray, fuera de su profesión, no le interesaba nada: política,


literatura, arte, filosofía o astronomía, todo lo que no fuera auscultar, percutir,
analizar orina o esputos, era letra muerta para él.

Consideraba, y quizá tenía razón, que la verdadera moral del estudiante


de medicina era ocuparse únicamente de lo médico, y, fuera de esto, el
divertirse. A mí me preocupaban tanto o más las ideas y los sentimientos de los
enfermos que los síntomas de las enfermedades.

Pronto pudo ver Elizagaray la poca afición que tenía yo por la carrera.

«Usted piensa en todo, menos en la medicina», me dijo una vez.

El hombre estaba en lo cierto. Era la verdad que había muchas cosas


médicas que no interesaban nada.

Madrid me era más grato que Valencia. Mis aficiones literarias surgían de
nuevo, después del desdén que por ellas había sentido durante la época en que
había vivido un poco aplastado por el pesimismo. Comencé por entonces a
escribir en La Justicia, periódico de Salmerón. No era ésta la primera vez que
aparecía mi firma en un periódico. Cuando yo estudiaba el cuarto año de
medicina se me ocurrió enviar algunos artículos, uno de ellos sobre
Dostoyevski, a La Unión Liberal, de San Sebastián, donde me los publicaron.
También había escrito en El Liberal, de Madrid; en un periódico de Valencia que
se ocupaba de arte, y en El Ideal, aunque sin firmar.

La redacción de El Ideal estaba en la plaza del Celenque, próxima a mi


casa; fui algunas veces allí; era de un comandante zorrillista, revolucionario, de
bigote y perilla, a quien unos calificaban de terrible, y otros aseguraban que en
la hora del peligro o de la verdad, como dicen los chulos, en vez de salir a la
calle y dar la cara, lo que hizo fue salir de casa e ir a la barbería, afeitarse para
que no le conociesen y estar escondido un mes.

El director de La Justicia era Francos Rodríguez, que se las echaba de


sentir un gran misticismo republicano.

Decía, como si esto nos fuera a conmover a los demás, que quizá cuando
él fuera viejo vería la República en España. Aseguraba que Alfonso XIII no
llegaría a ser mayor de edad, porque estaba enfermo. Poco ojo clínico
demostraba este escritor, que era médico.

La redacción de La Justicia estaba en una de esas calles que van de la calle


de Fuencarral a la de Hortaleza.

Este periódico había tenido una época de pedantería salmeroniana con


los discípulos de don Nicolás, y luego se hizo chapucero con Francos
Rodríguez, y volvió de nuevo a la pedantería suficiente con don Antonio
Zozaya. Cuando yo escribí en La Justicia, y estaba de director Francos, había un
redactor en jefe, Miralles, que pescaba unas borracheras espantosas. Este
Miralles creo que se llamaba Carlos. Había otro periodista Miralles, quizá
Andrés, ex gobernador de Filipinas, que publicó un libro titulado De mi cosecha.

En el periódico La Justicia, más que el director, mandaba el


administrador, que era un tal Palma.

Como redactores jóvenes, creo que estaban Gabás y Anselmo González


(Alejandro Miquis de seudónimo), de aire un poco grave y pedante.

Don Nicolás Salmerón, al parecer, decía de mis escritos: «No vale la pena
publicar artículos de ese señor que se firma Pío Baroja. No están en el espíritu
del periódico».

Cuando entró Zozaya en el periódico, don Nicolás debió de estar


contento.
Muchos estaban convencidos de que entre Kant y Zozaya no había
grandes diferencias.

Fui también por entonces a visitar a don José Nakens, que había sido
amigo de mi padre, y no me felicité después de la ocurrencia.

Como principiante, yo creía, como creen la mayoría de los principiantes


de sus engendros, que mis artículos estaban bien, que tenían interés. Una
mañana fui a ver a Nakens a la redacción de El Motín, en un piso bajo de la
glorieta de Bilbao. Mi idea más o menos explícita era hablarle de pasada de mis
artículos. Nakens me recibió muy secamente. Estaba corrigiendo las pruebas de
una traducción de una novela francesa de Alfonso Karr, que publicaba en su
imprenta. Se refirió a este autor, y yo dije que me parecía muy amanerado y ya
muy pasado, lo que le debió de molestar. Se habló luego de mis artículos, y
entonces él me dijo con dureza que los había leído ya, que eran pedantescos,
petulantes y ridículos. Tenía en la mesa un número de La Justicia con mi último
artículo; lo cogió, lo arrugó entre los dedos y lo tiró a la cesta de los papeles.
«Para eso vale más que no escriba usted», terminó diciendo.

Salí de allí con serenidad, pero, en el fondo, incomodado y bufando.


Luego, al cabo de los años, encontré a Nakens, pero hice como si no lo
conociera. Después me escribió, intentando halagarme, llamándome gran
escritor; pero yo rompí la carta y no le contesté.

Que ahora me digan que mis libros son malos y que soy un tonto, un
perturbado o un hombre vacuo, no me molesta y, aunque sea verdad, no me
importa. Pero en plena juventud, una cosa así hace efecto. Parece que Nakens
no trataba a los principiantes con tanta rudeza; pero, sin duda, yo le fui
antipático, o creyó que en lo que yo escribía había un poco de hostilidad contra
él o contra sus ideas.

Yo me creo un hombre como la mayoría, ni bueno ni malo; pero no


trataría nunca así a un principiante. Si me pareciese lo suyo despreciable,
esquivaría el dar mi opinión.

Para las vacaciones de Navidad fui a Valencia. Mi hermano Darío


continuaba bastante bien. Concluido el período de descanso, regresé a Madrid.
Apenas habían transcurrido unas semanas, cuando, hacia febrero, recibí un
despacho telegráfico de casa en el cual me decían que Darío se hallaba muy
grave.

Lo temía. Inmediatamente me dispuse a tomar el tren. Cené a toda prisa,


cogí un coche y me fui a la estación. Entré en un vagón de tercera que estaba
casi vacío. La noche de febrero estaba fría, cruel. El vaho se congelaba en los
cristales de la ventanilla, y el viento helado se metía por las rendijas de la
portezuela. Me embocé en la capa hasta los ojos, subí el cuello de la chaqueta y
metí las manos en los bolsillos del pantalón. La idea de la gravedad de mi
hermano me perturbaba.

La tuberculosis era una de esas enfermedades que el pensar en ellas era


para mí una obsesión de terror.

Meses atrás se había dicho que Roberto Koch había inventado un


remedio eficaz para la tuberculosis, llamado tuberculina.

Un profesor de San Carlos, don Alejandro San Martín, fue a Alemania y


trajo la tuberculina. Se hizo el ensayo con algunos enfermos a quienes se les
administró el nuevo remedio. La reacción febril que les produjo hizo concebir
algunas esperanzas; pero luego se vio que no sólo no mejoraban, sino que su
proceso se aceleraba.

Para Darío ya no veía salvación.

Con aquellos pensamientos bastante tristes marchaba yo, tendido sobre


el banco y medio adormecido.

Al amanecer me desperté con las manos y los pies helados.

El tren marchaba por la llanura castellana, y el alba apuntaba en el


horizonte.

En el vagón no iba más que un aldeano fuerte, de aspecto enérgico y


duro de manchego. Este aldeano me dijo:

—¿Qué, tiene usted frío, buen amigo?

—Sí, un poco.

—Tome usted mi manta.

—¿Y usted?

—Yo no la necesito. Ustedes los señoritos son muy delicados.

A pesar de las rudas palabras, le agradecí el obsequio en el fondo del


alma.

Aclaraba el cielo. Una franja roja bordeaba el campo.


Empezaba a cambiar el paisaje, y el suelo, antes llano, mostraba colinas y
árboles que iban pasando rápidamente por delante del tren.

Quedaba atrás la Mancha fría y yerma. Comenzó a templar el aire. Cerca


de Játiva salió el sol; un sol amarillo que se derramaba por el campo entibiando
el aire.

La tierra presentaba ya un aspecto distinto.

Apareció Alcira, con los naranjos llenos de fruto, con el río Júcar,
profundo y oscuro, de lenta corriente.

El sol iba elevándose en el cielo. Comenzaba a hacer calor; al pasar de la


meseta castellana a la zona mediterránea, la naturaleza y la gente eran otras.

En las estaciones, los hombres y las mujeres, vestidos con trajes claros,
hablaban a gritos, gesticulando, e iban de un lado a otro.

«¡Eh!, tú, ¡che!», se oía decir.

Ya se veían llanuras con arrozales y naranjos, barrancas blancas con el


techado negro, alguna palmera que pasaba con la rapidez de la marcha como
tocando el cielo. Se vio espejear la Albufera, unas estaciones antes de llegar a
Valencia, y poco después me encontraba en el raso de la plaza de San Francisco.

A toda prisa me dirigí a casa. Cuando vi a Darío, me di cuenta de que no


había esperanza. Al día siguiente de mi llegada falleció, un día de febrero de
1894. Había cumplido veintitrés años. Era un poco romántico, creyente en la
amistad, galanteador y aficionado a la literatura. Había hecho un diario
contando su vida.
XXII

Aquel golpe fue duro para la familia. Valencia se nos venía encima. Yo
propuse que lo que debíamos hacer era ir a vivir al campo. A nadie le pareció
un disparate la idea, y un amigo de mi padre ofreció, por dos duros al mes,
alquilar una casa pequeña que tenía en Burjasot, pueblo cercano a la ciudad.

Fuimos a ver la casa mi hermana Carmen, todavía una niña, y yo. Creo
que tuvimos que ir hasta la plaza de San Francisco, cerca de la estación, para
encontrar un vehículo; interrogamos a un tartanero, y, después de discusiones y
de regateos, quedamos en que nos llevaría a Burjasot por seis o siete pesetas,
ida, vuelta y espera de media hora en el pueblo.

Salimos; la tartana cruzó varias calles de Valencia, y tomó por el puente


de San José, y después por una carretera blanca.

El carrito tenía por detrás una lona, y al agitarse ésta por el viento, se
veía el camino, lleno de tanta claridad y luz, que cegaba.

En una media hora, la tartana embocaba la primera calle del pueblo, que
aparecía con una torre y una cúpula de azulejos brillantes. Yo había estado en
este pueblo, yendo en tranvía con un amigo, un día pardo de invierno, en que
vimos a un saludador y tuvimos una conferencia con él, que contaré más tarde.

Tomó la tartana por la calle larga y ancha, continuación de la carretera,


hasta detenerse enfrente de una explanada grande, rectangular, levantada sobre
el nivel de la calle. Allí se verificaron los fusilamientos de Cabrera en la primera
guerra civil. Debajo estaban los silos de Burjasot, que deben de ser almacenes
subterráneos.

El carrito se detuvo enfrente de una casa baja, encalada, con una entrada
grande, una puerta azul y tres ventanas muy chicas. Bajamos; en el portal
próximo, una vieja con la tez curtida por el sol y los ojos claros me dio la llave,
un pedazo de hierro que parecía un arma de combate prehistórica.

Abrí el postigo, que chirrió agriamente sobre sus goznes, y entramos en


un espacioso vestíbulo, con una puerta en arco que daba a una galería ancha
que limitaba el jardín.

La casa era de muy poco fondo; la galería, ancha y hermosa, tenía un


emparrado y una verja de madera pintada de color rojizo. De la galería,
extendida paralelamente a la carretera, se bajaba por cuatro escalones al huerto,
que estaba rodeado por un camino que bordeaba las cuatro tapias.
Este huerto, con varios árboles frutales, por entonces desnudos de hojas,
se hallaba cruzado por dos avenidas que formaban una plazoleta central y lo
dividían en cuatro partes iguales. Los hierbajos y jaramagos espesos cubrían la
tierra y medio borraban los caminos.

Enfrente del arco del vestíbulo había un cenador de listones verdosos,


sobre el cual se sostenían las ramas de un rosal silvestre, cuyo follaje, adornado
con florecitas blancas, era tan tupido, que no dejaba pasar la luz del sol.

A la entrada de aquella pequeña glorieta, sobre pedestales de ladrillo,


había dos estatuas de yeso: Flora y Pomona. Penetramos en el cenador. En la
pared del fondo se veía un cuadro de azulejos blancos y azules con figuras que
representaban a santo Tomás de Villanueva vestido de obispo, con su báculo, y
un negro y una negra, enanos y de rodillas, junto a él, como en adoración.

Recorrimos la casa, que era muy pequeña. A mi hermana le gustó mucho.


Era natural, porque parecía una casa de muñecas. Hacía tanto tiempo que no
habíamos visto árboles, vegetación, que aquel huertecito abandonado, lleno de
hierbajos, nos pareció casi un paraíso. El día estaba espléndido, no hacía calor y
se sentía un aislamiento lleno de paz y de melancolía.

Del pueblo, del campo, de la atmósfera transparente, llegaba el silencio,


sólo interrumpido por el cacareo lejano de los gallos. Los moscardones y las
avispas brillaban al sol.

Unos momentos después, una campana comenzó a tocar.

«Vámonos», dije yo.

Salimos, entregué la llave en la casa próxima, desperté al tartanero,


medio dormido en su carro, y emprendimos la vuelta.

Vista la impresión que trajimos de la casucha de Burjasot, decidimos ir a


habitarla. Y no regresé a Madrid hasta último de curso, y me pasé allí haciendo
una vida casi vegetal.

La primera noche no pude dormir bien por el olor a raíz que se


desprendía de la tierra; pero pronto me habitué, y ya no notaba el olor.

Mi padre, mis hermanos y yo comenzamos a arrancar y a quemar todos


los hierbajos del huerto; luego plantamos melones, calabazas, ajos, fuera o no
fuera tiempo. De todas nuestras plantaciones, la que nació mejor fueron los ajos.
Éstos, unidos a los geranios y a los dompedros, daban un poco de verdura; lo
demás moría por el calor del sol y la falta de agua.
Yo me pasaba horas y horas sacando cubos del pozo. Era imposible tener
un trozo de jardín verde, que era mi ilusión; la tierra se secaba y las plantas se
doblaban tristemente sobre el tallo.

Teníamos una criada pequeña, no sé si aragonesa o de la parte de


Castellón, a quienes en Valencia llaman «churras». Ésta tenía una voz aguda, y
por la mañana me despertaba cantando:

Niña, si vas al monte

por la mañana,

tírame piedrecitas

a mi ventana;

tíralas fuerte,

tíralas fuerte,

porque si estoy durmiendo

que me despierte.

La canción me indignaba porque me despertaba sin que me tirasen


piedras a la ventana.

Cuando, después de junio, volví de Madrid, aprobadas las asignaturas


del doctorado, lo que estaba plantado anteriormente, las pasionarias, las hierbas
y las enredaderas, a pesar de la sequedad del suelo se extendían y daban
hermosas flores; los racimos de la parra se coloreaban y los granados se
llenaban de flor roja y después de hermosos frutos.

Como dije, regresé a la corte a últimos de abril para terminar el


doctorado. Salí bien de las asignaturas; volví a Burjasot, y, después, pasados
algunos meses, aunque no lo recuerdo bien, marché a Madrid para hacer la tesis
del doctorado.

Debí de estar el verano en Burjasot, aunque no lo recuerdo. Supongo que


seguiría haciendo aquella vida casi vegetal.

Un día, mi hermano y yo hicimos una excursión exploratoria por los


tejados, bordeando los corrales próximos. Fuimos hasta muy lejos, siete u ocho
casas más allá de la nuestra, y entramos en una que nos chocó por su aire un
poco ruinoso. Bajamos por un pilar de la galería. En la casa todo se hallaba
revuelto, parecía que habían entrado a robarla: los colchones estaban por el
suelo, y los armarios, abiertos de par en par.

A mí me entró el miedo. «A ver si viene alguno y nos encuentra aquí, y


cree que hemos venido a robar.»

Salimos escapados de la casa, y volvimos corriendo a la nuestra por los


tejados.

Muchas veces pensé con toda la intensidad posible en qué habría pasado
allí.

Por la mañana, algunas veces, solía yo ir a un pinar próximo al pueblo, y


me estaba allí algunas horas; después del paseo comía y me echaba a dormir.

Por la tarde me distraía regando las plantas y observando la vida de las


lagartijas y de las salamandras. El tejado en algunos sitios estaba levantado por
los panales de avispas. Decidí declarar la guerra a estos terribles enemigos y
destruir sus panales. Fue una serie de escaramuzas que daban motivo para
muchas charlas y comparaciones.

Por la tarde, cuando se ponía el sol, proseguía mi lucha contra la


sequedad, sacando agua del pozo, que era muy profundo. En medio de aquel
calor sofocante, las abejas rezongaban, las avispas iban a beber el agua del riego
y las mariposas revoloteaban sobre las flores. A veces aparecían manchas en la
tierra de hormigas con alas, o costras de pulgones. Había también ciempiés, que
cuando se ponían en la mano daban una sensación desagradable, como una tira
de tafetán pegada a la piel.

Otras veces, sentado en un banco de la puerta, con un libro en la mano,


veía pasar los carros por la calle, cubiertos de polvo. Los carreteros, tostados
por el sol, con las caras brillantes por el sudor, cantaban tendidos sobre pellejos
de aceite o de vino, y las mulas marchaban en fila, medio dormidas.

Un ciego solía cantar la canción de san Antonio de los pajarillos delante


de la casa. Este ciego pronunciaba el castellano de una manera valenciana
cerrada. Unas veces nos recitaba delante de la puerta la copla en que habla del
padre de san Antonio:

Su padre era un caballero

cristiano, honrado y prudente.


Otras, la recomendación del padre al hijo de que tuviera cuidado con el
huerto cuando iba a misa. Y otras, el desfile de los pájaros, llamados por el
santo.

Al anochecer pasaban unas muchachas que trabajaban en una fábrica y


saludaban con un «¡Adiós!» un poco seco y sin volver la cara para mirar. Entre
estas chicas había una, a la que llamaban «la Clavariesa», muy guapa, muy
perfilada. Solía ir con un pañuelo de seda en la mano, agitándolo en el aire, y
vestía con colores un poco chillones, pero que hacían muy bien en aquel
ambiente claro y luminoso.
XXIII

Había tipos curiosos, sobre todo entre la gente que vivía en las cuevas,
medio gitanos, y un saludador, que parecía tener algún prestigio entre la gente,
y con quien hablé alguna vez. También había lejos otro saludador, medio mago,
a quien conocí con un condiscípulo.

En la época en que yo comencé a convertirme en estudiante empollón


hice algunas amistades con compañeros a quienes mi avance rápido sorprendía
y no se lo explicaban.

Algunos alumnos libres y holgazanes, pensando que yo podía tener un


tranquillo para aprobar las asignaturas, se acercaron a mí. Uno de ellos, ya no
muy joven, era hijo de un tendero de una callejuela sucia y estrecha de la calle
de Tejedores, y los condiscípulos le llamaban «el Billuter», apodo por el que yo
le conocía y le recordaba. Por lo que me dijeron, antes había en Valencia unos
tejedores de seda a quienes llamaban los billuters, y que se distinguían por ser
tipos agudos, ingeniosos y ocurrentes. A estas personas, dedicadas en su rincón
a trabajar en la seda, las llamaban también en broma conills de porche (‘conejos
de buhardilla’).

Mi condiscípulo el Billuter tenía cierta admiración por mí, porque había


visto que cuando me proponía aprobar unas asignaturas no salía de casa,
estudiando hasta los exámenes. Venía a verme para que le prestara apuntes y
notas; pero a veces el trabajo le parecía excesivo.

—¡Hay que salir, che! —me decía.

—¿Para qué? —le respondía yo.

—Hay que tomar el sol.

Yo no tenía ganas de salir. Una vez me indicó el Billuter:

—Vamos a ver a un tipo raro, a un saludador.

—¿En dónde?

—En un pueblo de al lado. Eso te gustará a ti.

Tomamos un tranvía, y fuimos a Burjasot. De aquí seguimos andando


hasta otro pueblo próximo con una acequia y un barrio de cuevas.
—¡Eh! Tú, ¡che! —le dijo el Billuter a un chico que apareció por allá—.
¿Tú conoces la casa del «Roig»? (Pronunciado «el Roch».)

—¿El saludaor? —preguntó el chico.

—Sí.

—Vive en una cueva.

—Enséñanos en dónde.

—Vengan ustedes conmigo.

El chico nos amenizó el camino, diciéndonos refranes que se referían a


los pueblos próximos: «Burjasot, el burro mort»; «Godella, la burra vella»;
«Algemesí, ni dona ni trosí».

El Billuter me dijo en el camino que el Roig había sido hasta entonces el


encargado de sacar los pozos negros del pueblo con un cazo, y que había estado
procesado por corruptor de menores. Debía ser un tipo de cuidado.

Llegamos a la cueva del saludador, y entramos por un pasillo estrecho


tallado en la arena. En medio de una cocina, bien surtida para ser de una cueva,
estaba el Roig, sentado en un banco y cortando mimbres. Era un hombre de
unos cuarenta años, de cara grande, juanetuda, de color rojizo, casi morado; las
cejas, como de oro; la expresión fría, antipática, suspicaz y al mismo tiempo
socarrona; los ojos claros y brillantes. Vestía traje azul, desteñido; llevaba un
gorro negro, redondo, como de quinto o de presidiario, con una cinta ancha que
formaba una cruz. El Billuter habló al Roig en valenciano, y le dijo una porción
de mentiras: quería llevarle a Valencia, a que viera unas enfermas ricas, ganaría
mucho dinero. El Roig, en guardia, le contestó que él no podía, no ejercía la
medicina; era sólo la fe lo que recomendaba.

Los dos hombres se hablaban de una manera exagerada y expresiva,


como si quisieran engañarse el uno al otro, con una malicia extraña. De mí no
hacían el menor caso.

El Billuter llevó al Roig al terreno de las confidencias, y éste, cambiando


de pronto y tomando un aire agresivo y amenazador, contó las apariciones que
había tenido. En ellas ejercía mucha influencia su gorro negro. Si la parte de la
cruz del gorro quedaba sobre la frente, se le aparecía un ángel, y si no, el diablo.

Aquel día, el gorro había quedado por el sitio de los diablos. Al decir
esto, el Roig se levantó con un aire decidido y vino hacia nosotros. Al ver la
actitud de aquel hombre, pensé que le iba a dar algún ataque de locura furiosa y
que se iba a lanzar contra nosotros. Yo me dirigí a la puerta con rapidez.

Afortunadamente, entraron dos personas en aquel momento, y el Roig se


calmó. Cuando salimos yo debía de estar pálido; pero el Billuter estaba lívido
de miedo.

A mí me quedó durante mucho tiempo la impresión.

El Billuter, al volver a Valencia, se reía a carcajadas al recordar la escena


de la cueva.

El saludador de Burjasot no era, ni mucho menos, de la categoría del


Roig. Era un pobre hombre que creía algo en la vara del avellano, y más que en
ésta, en los informes que tomaba de los aldeanos para saber si en un punto
podía haber agua o no.

No sé hacia qué época, supongo que por octubre, marché a Madrid, con
el objeto de escribir la tesis del doctorado.

Esta tesis no valía gran cosa. Se titulaba «El dolor», y no tenía


absolutamente nada de original.

Al discutir la memoria con el tribunal, según costumbre, los profesores,


San Martín y Sánchez Ocaña, éste de fisiología, me hicieron algunas
observaciones. Evidentemente, no habían leído mi tesis, y tampoco valía la
pena. San Martín, comentando la afirmación mía de que la vida normal no daba
una sensación placentera, me preguntó con cierto humor si nunca había tenido
la impresión alegre de hacer gimnasia y de tomar el sol y el aire.

Yo le contesté, también medio en broma, que la sensación de la gimnasia


no la había experimentado nunca; que respecto al sol, su luz me producía
bastante aburrimiento y que encontraba la noche más agradable que el día, y
que cuando no tenía más que hacer que tomar el aire, me gustaba más
quedarme en la cama.

Se rió San Martín, y me fui con mi título de doctor y sabiendo muy poco
o casi nada de medicina verdadera, como la mayoría de los estudiantes.
SEXTA PARTE

DE MÉDICO DE PUEBLO
I

Mi padre escribía en La Voz de Guipúzcoa, de San Sebastián, y le enviaban


ese periódico.

Un día leí yo, en Burjasot, o leyó alguno de mi familia, que estaba


vacante la plaza de médico titular de Cestona.

Decidí solicitarla, y envié una carta y la copia del título. Resultó que fui el
único que se presentó para la vacante, y me la dieron. Recuerdo que esto era a
final del mes de julio.

Salí para Madrid, estuve en casa de mi tía Juana dos o tres días, y tomé el
tren para San Sebastián.

Había salido en un vagón de tercera, en el cual los departamentos


estaban separados unos de otros por los asientos, como en algunos tranvías, y
que dejaban un espacio de medio metro entre ellos y el techo. Marchaba yo en
compañía de unos criados de alguna casa aristocrática que iban a Las Fraguas,
pueblo de la provincia de Santander, donde, sin duda, los amos tenían
posesiones.

Entre los criados había una doncella que era de Azcoitia, una muchachita
muy rubia y muy bonita.

A medianoche, el departamento de al lado se vació en una estación. Yo


me asomé, vi que no había quedado nadie, y pasé a él saltando por encima del
respaldo del asiento. Después invité a la chica azcoitiana, y la ayudé para que
pasara al otro lado. Nos quedamos en este departamento los dos solos. Debía de
ser el trozo de viaje entre Burgos y Venta de Baños, y al amanecer. El tren corría
sin pararse apenas en las estaciones.

Permanecimos en el departamento durante dos o tres horas.

Por las ventanillas del vagón se veía la luz de la luna, que iluminaba el
campo. Yo le canté a la chica una canción vascofrancesa:

Charmangarria cera eder eta gazte

nere biotzac ez du zuc besteric maite.

(‘Eres encantadora, bonita y joven. Mi corazón no te quiere más que a ti.’)


Ella contestó con otro zorcico cantado con gracia, llamado Nere senarra
(‘Mi marido’), con una pronunciación como de pájaro:

Biyar da uste bete

Ezcondu nitzala

Egun bat guchiago

Dammutu zaitala.

(‘Mañana hace un año entero que me casé; quitando un día solo, el resto del tiempo me ha
pesado.’)

Yo tenía veintiún años, y ella dieciocho o diecinueve.

Hablamos de muchas cosas, recordamos otras canciones, y llegamos sin


malicia, con ingenuidad y con romanticismo desbordado, hasta pensar en
casarnos.

Ella me contó su vida, y yo le conté la mía. Yo estaba entusiasmado.

En esto llegamos a una estación. Uno de los criados abrió la portezuela


del departamento y le dijo a la muchacha que no estaba bien que siguiera tanto
tiempo allí y que fuera donde los demás.

Yo, naturalmente, no tenía autoridad ninguna para oponerme, y me


quedé solo, y me tendí en la dura madera del banco.

Al poco tiempo oí que uno de los criados hablaba, sin duda, con la
muchacha y la recriminaba. Quizá era su pretendiente. Por su acento parecía
asturiano.

Oí decirle que aquel tipo, sin duda se refería a mí, no había hecho más
que contarle mentiras; que no era lo que decía, es decir, que yo no era médico,
ni vasco, ni joven, sino, seguramente, un rata de Madrid que había querido
embaucarla para averiguar quiénes vivían en la casa de Las Fraguas, e ir por allí
a robar cualquier día.

Yo estuve a punto de levantarme y de interrumpir la charla; pero


comprendí que el asturiano me podía contestar, en broma, que no hablaba de
mí, y me callé, rabioso.

Al detenerse el tren en Venta de Baños, bajé yo con intenciones aviesas.


Los criados se quedaron allí para esperar un enlace de tren.
Sin hacer caso de ellos, yo me dirigí a la muchacha:

—Se va usted, ¿verdad?

—Sí —respondió ella con la voz un poco apagada.

—Si va usted a Azcoitia, yo estaré en Cestona; avíseme usted, y nos


veremos.

—Así lo haré —contestó la chica.

Nos dimos la mano. Yo miré fijamente al asturiano que había hablado


contra mí en el tren, y estuve a punto de increparle; pero no dije nada.

El más viejo, que era tal vez el mayordomo, pareció comprender que yo
no era ningún rata, y me saludó con una ceremoniosa inclinación de cabeza.

Después, en Azcoitia, pregunté por aquella chica; pero no estaba en el


pueblo, y suponían que seguía con una gente de la aristocracia.
II

En San Sebastián recibí una carta de mi padre, en la cual me decía que


había en Cestona otro médico que tenía más sueldo que el que me ofrecían a mí,
y que si la diferencia era un poco excesiva, quizá fuera lo mejor no ir enseguida,
hasta enterarme. Vacilé.

«De todas maneras, voy a ver cómo es el pueblo», me dije. «Si me gusta,
me quedaré, y si no, me volveré a Madrid.»

Tomé la diligencia La Vascongada. Así se llamaba la que hacía el


trayecto, e hice el viaje de San Sebastián a Cestona, que resultaba bastante largo,
pues se tardaban cinco o seis horas. En el trayecto fui charlando con un viajero
filósofo, que no dejaba de ser interesante.

«A mi edad —dijo (tendría de cuarenta a cincuenta años)— recordará


usted esta salida como cosa de niño.»

La diligencia me llevó hasta el balneario; pero como tenía que volver al


pueblo retomé en ella solo. Me detuve en la posada de Alcorta, y me dieron de
comer. Comí opíparamente, bebí con algún exceso, y, animado por la buena
comida, decidí quedarme allí. Hablé con el otro médico y con el alcalde, y
arreglé todo lo que había que arreglar en un momento.

El día era de fiesta en Guipúzcoa. Era el día de San Ignacio de Loyola.

Al anochecer, el párroco y el médico me dijeron que debía ir de huésped


a casa de la sacristana, que tenía un cuarto bueno que había sido de un notario.

La casa, pequeña y negra, pertenecía a la parroquia, y estaba en un


extremo de la calle Oquerra (‘la calle Torcida’), hoy creo que de San José, en una
vuelta que daba hacia la plaza.

Desde el balcón de mi cuarto se veían unas casas pequeñas con sus


tejados negros y encima el monte pedregoso. También, de un extremo, se veía
un trozo de la antigua muralla con una puerta ojival.

Mi patrona, Dolores «la Sacristana», era una mujer muy simpática y


enérgica, muy trabajadora y muy entusiasta del tradicionalismo. Pertenecía a la
rama más intransigente de esta tendencia, que entonces, y supongo que ahora,
se llamaba integrista.

He conocido algunas mujeres de este tipo; pero no muchas que tuvieran


tan buen fondo como ella. A pesar de que supo pronto que yo no era de sus
ideas, no me tomó ninguna antipatía. Naturalmente, yo tampoco se la tenía a
ella.

Muchas veces le leía el Añalejo, que en las provincias del Norte llaman la
Gallofa, y le ayudaba a hacer hostias en el fuego en algunas vísperas de fiesta en
que había para la iglesia mucho trabajo.

Dolores «la Sacristana» tenía un perro que se llamaba Marquesh. Era un


perrito de esos fox-terrier, blanco, con la cola cortada. Era muy zalamero, pero
muy falso (‘palso’, dicen en el país). Al principio, parecía seguir al que iba con él;
pero cuando veía que le alejaban mucho de su casa, se hacía el remolón y se
marchaba.

En Cestona realicé yo mis aspiraciones, de chico de lector del Robinsón,


de tener una casa solitaria y un perro.

Tuve también un caballo viejo que me prestó un cochero de San


Sebastián, a quien llamaban Juanillo; pero nunca he sentido gran afición por los
caballos. Y, además, aquel penco viejo era de mala intención.

En casa de la Sacristana tenía un cuarto que daba a la calle, con una cama
con colgaduras, una mesa y armarios con libros de derecho y de devoción, que
a mí no me interesaban gran cosa. Delante del balcón tenía, frente por frente, un
tejado, y encima, un monte muy próximo, que parecía estar a un paso y poder
tocarlo casi con la mano.

Dolores la Sacristana me cobraba por tenerme en la casa nueve reales al


día, y me trataba como a un canónigo. La madre de la Dolores era una vieja
arrugada, vestida de negro, con un pañuelo del mismo color a la cabeza y
enferma con un catarro crónico.

El primer día que me vio se incomodó conmigo porque yo, al saludarla


en vascuence, la traté de zu (tratamiento intermedio entre tú y usted) y no de
beorri, que es sinónimo de su merced, y es el tratamiento que se da a los viejos y
a las personas de importancia en el País Vasco.

Yo le expliqué como pude que no era falta de consideración hacia ella,


sino que no sabía explicarme empleando el tratamiento de beorri.

En vascuence hay cuatro clases de tratamientos: dos de i (‘tú’), uno para


mujeres y otro para hombres; uno de zu (‘entre tú y usted’) y otro de beorri (‘su
merced’). Estos tratamientos modifican el verbo. Así, por ejemplo, para decir
«voy» en castellano se emplea siempre la misma palabra con cualquier persona.
En vascuence, en cambio, se dice de cuatro maneras, según a quien se dirija.
Banian, si se trata de una mujer a quien se habla de tú; baniac, si es a un hombre
a quien se tutea; banua, al que se considera igual y no se le conoce mucho, y
banoa, al superior.

Éstas son las complicaciones de los idiomas antiguos, que, naturalmente,


no sirven para nada al hombre moderno. En estas cuestiones yo soy un hombre
moderno y de escasa capacidad lingüística.

A la madre de Dolores la Sacristana la convencí de esto, y quedamos


buenos amigos. Le arreglé un tubo de hoja de lata con unos agujeros, en cuyo
fondo le ponía un algodón con unas gotas de guayacol y de cloroformo, y la
vieja tomaba estas inhalaciones cuando le daba la tos, y con ellas se le calmaba
algo.

Muchas veces solía estar en la cama con el tubo toda la noche, como
decía ella, tocando la corneta.

Ya comprendía ella que en el medicamento la parte de cloroformo era la


que le calmaba, y quería que yo le diera más dosis; pero, naturalmente, yo me
negaba a ello.

Los días de calor solíamos tener tertulia en casa del secretario del
Ayuntamiento, en el jardín, que daba a la carretera, y cuando veíamos que
pasaba la diligencia La Vascongada, diligencia grande, con sus caballos y sus
luces, muchas veces llena hasta el tope, entrábamos en la casa, y nos
marchábamos cada cual a cenar. En la tertulia, el secretario tocaba el piano, y
los demás entonábamos a coro zorcicos y otras y tonadas.

El secretario era muy aficionado a las canciones báquicas. Se ponía al


piano, y cantaba una de Iparraguirre que comenzaba así:

¡Viva Rioja! ¡Viva Naparra!

Arcume onaren iztarra

Emen guztioc anayac guera

Uztu desagun picharra.

(‘¡Viva Rioja! ¡Viva Navarra! ¡La buena pierna de carnero! Aquí todos somos hermanos.
Vaciemos la jarra.’)

El secretario, que tocaba bien el piano y era músico de afición, era capaz
de repetir una canción popular con todas sus estrofas sin dejar una.
Muchas fiestas antiguas de caseríos, casi todas nocturnas, por entonces se
estaban suprimiendo. Eran las que llamaban batzarres (‘reuniones tumultuosas’),
mamijanas (‘festines de leche cuajada’) y otras.

Las canciones que se oían por entonces eran las antiguas vascas, con aire
campesino, y no había estas canciones actuales de arrabal, de suburbio, de
gamberros, groseras y brutales.

Esta pobre Guipúzcoa, en estos cincuenta años, ha quedado aplastada


por completo, ha perdido su espíritu. Los forasteros de cerca y de lejos le han
quitado el sello particular que le quedaba.

En la casa del secretario había una estatua de piedra blanca metida en un


cuarto, que se veía como un fantasma. Era de Juan Sebastián de Elcano. La
había mandado hacer un lejano pariente mío, según me dijeron, y no sé por qué
había quedado allí.

Después de la tertulia solía marchar yo a cenar a mi calle Oquerra, y


luego iba a la cocina al fuego anca zarrac berotzeco (‘a calentar las piernas viejas’),
decía la madre de la Sacristana.

El domingo, por las tardes, solía ir a la plaza a oír el tamboril y el chistu.


Había unos tamborileros admirables como ya no los hay, y tocaban minués y
contradanzas con un aire clásico magnífico.

Cuando las fiestas, se colocaron cuatro delante de la puerta de mi casa,


dos eran de Azpeitia y dos de Cestona, y tocaron maravillosamente.

Cestona parece que es un pueblo viejo conocido por los romanos. El


anónimo de Rávena le llama Cistonia, y dice que está cerca del río Deva.
(«Cestone a Deva fluvio versus orium.»)

En Cestona empecé a sentirme vasco, y recogí este hilo de la raza que ya


para mí estaba perdido.

Cuando cierro los ojos, todavía me represento el caserío del pueblo desde
el otro lado del río Urola.

Enfrente veo un monte pedregoso y sin árboles llamado Erchina, con aire
amenazador. A sus pies, el caserío, a lo largo de la carretera. A la izquierda, la
torre de la iglesia, saliendo por encima de un grupo de viviendas, entre ellas
Naranjadi, la de Egaña, y luego otras varias en fila. A la derecha, el hotel donde
viví yo, con su tejado de cuatro vertientes y dos galerías de cristales; más a la
derecha, la casa del otro médico y una venta alta en la falda de un monte, Venta
Catiu.

Más abajo, unas huertas, y luego el río con su puente y cerca una presa
con las aguas llenas de espuma.

En las proximidades de Cestona había sitios bonitos. Entre ellos recuerdo


una hondonada del monte Aguiró, la perspectiva de Izarraitz y el camino a
Lastur.

En la otra orilla del Urola había un depósito cuadrado de agua muy


profunda con unas ramitas verdes, pálidas, que sacaban una hojita a la
superficie.

En casa de Dolores la Sacristana a veces teníamos reunión de alto rumbo,


porque solían ir dos damas de San Sebastián muy amables, la condesa de
Alacha y su hermana. Estas dos señoritas de la familia de Lili Idiáquez, la más
aristocrática de la provincia, tenían una antigua capilla en la iglesia y un
magnífico palacio gótico a orillas del río, el palacio de Lili, probablemente en su
tiempo el mejor de Guipúzcoa. Las dos aristócratas señoritas no se desdeñaban
de ir a sentarse en la cocina de la Sacristana, y allí teníamos nuestra tertulia.
III

Se me han confundido un poco los recuerdos de Cestona con los de Vera.

Cuando se cumplió el primer mes de mi estancia en Cestona, el alguacil


me entregó ciento y tantas pesetas de mi sueldo. Me pareció casi una fortuna.
Pagué a Dolores, mi patrona, la mensualidad y pagué a la botica no sé cuánta
antipirina y bromuro potásico, porque tenía una neuralgia pertinaz en la cara, y
me dedicaba a tomar esas drogas para ver si se me quitaba el dolor.

Convidé también a pasteles y a vino rancio a unas chicas a quienes había


prometido este modesto festín y que me lo reclamaban.

Las chicas del pueblo me decían, medio en broma, medio en serio, que yo
era multizarra (‘solterón’), y tenía entonces veintiún años. También decían que
hablaba el vascuence como los curas en los sermones.

Después de aquellos pequeños gastos, aún me quedaban pesetas en el


bolsillo del pantalón, que, al andar, metían algún estrépito.

Con tan pobres medios creo que me sentía triunfador y contento, a pesar
de la neuralgia, como si el mundo fuera mío.

Era esto por septiembre, por las fiestas de Cestona. Recuerdo que yo
escribí sobre las fiestas del pueblo un artículo en La Voz de Guipúzcoa, de San
Sebastián. Se celebraba en la plaza del pueblo una corrida y lidiaban dos o tres
toros de la ganadería de Lastur, uno de ellos de muerte. Habían venido dos
novilleros, unos pobres maletas miserables, no se sabe de dónde, que se
exhibían en la calle y se daban mucho tono.

En el ancho balcón del Ayuntamiento se habían puesto gradas de


madera. Estaba allí la gente elegante del pueblo y del balneario. A mí me
invitaron a ir, y fui; pero, como no me gustan los toros, ni en grande ni en
pequeño, me puse en un rincón, al lado de una pared, desde donde no se veía
nada de la fiesta, a filosofar y a contemplar a la gente.

A veces me asomaba a mirar a la plaza, y al ver las judiadas que hacían


con los animales, volvía la cabeza; a veces se me ocurría que me iba a empezar
el dolor de la cara, y me ponía triste.

A poca distancia de mí, en el mismo banco, había una señora joven que
retiraba la vista de la plaza cuando hacían alguna barbaridad con el toro o
parecía que cogía a algún torero.
Yo la miraba, y ella me miraba a mí, que estaba aparte y como castigado.

Al notar sus movimientos repetidos de desagrado, le dije con cierta


petulancia, disimulo de la cortedad:

—Se ve que le molesta a usted lo que hacen con ese pobre bicho.

—Sí; y a usted parece que también —me dijo ella rápidamente,


mirándome a la cara.

—¡Pchs! A mí, no mucho. No soy muy sentimental.

—Pues a mí me ha parecido que se ha puesto usted pálido.

—Es que tengo una neuralgia que me está fastidiando. Y he tomado unas
drogas y estoy flojo.

—Es cosa mala una neuralgia.

—Sí; porque le achica a uno el espíritu. En estado normal, lo mismo me


da ver matar a un toro que a una persona.

—Sí; usted debe de ser terrible —dijo ella con ironía.

Me acerqué un poco a la dama.

—No pretendo ser terrible —añadí—; pero ha visto uno operaciones…

—¿Es usted el médico del pueblo?

—Sí, señora.

—¿Y no le gustan a usted los toros?

—Nada.

—A mí tampoco.

—Lo celebro.

—Alguno nos podía preguntar a usted y a mí: si no les gustan los toros,
¿por qué han venido?

Esto de que hubiera algo de común entre ella y yo me pareció muy


agradable, y acorté disimuladamente la distancia que nos separaba en el banco.
Aquella señora tenía una voz de timbre muy bonito, muy cálido. Debía
de ser casada, porque iba sola y llevaba alhajas. Tenía esa sencillez y esa
serenidad que tiene muchas veces la gente de la clase alta, que está
acostumbrada a ser respetada y no necesita defenderse ni mostrar desdén a un
extraño. Yo la miraba con gran curiosidad y entusiasmo. Era una mujercita muy
rubia, muy fina, muy elegante.

Me preguntó sobre la vida de los médicos del pueblo y sobre la mía


particular, y yo le conté algunas anécdotas cómicas.

En esto hubo un griterío entre el público, y vimos, aun sin querer, cómo
el novillero principal acababa con el torete de una manera miserable, a fuerza
de pinchazos.

—¡Qué horror! —dijo la dama.

—Sí, es francamente repugnante.

Acabó la corrida, la música comenzó a tocar un fandango, y la gente


joven invadió la plaza y comenzó a bailar.

—Esto es más bonito —dijo la vecina rubia—. Usted, ¿no baila?

—No, no sé bailar. Yo he sido de esos estudiantes de Madrid que no


saben bailar ni le gustan los toros ni los paseos.

—Un desastre.

—Completamente un desastre.

La bella señora me miró con cierta lástima mixta de ironía.

Los dos novilleros subieron poco después al balcón del Ayuntamiento, y


recogieron en las gorras algunas monedas de cobre y plata. Yo, por echármelas
de rumboso ante la amable señora vecina mía, les tiré dos duros desde mi
banco.

Ella se rió, y me preguntó con ironía:

—¿Habrá usted empleado en esto todos sus ahorros de médico?

—Casi, casi —le contesté yo—; pero si le ha divertido a usted, no lo


siento.
Ella tuvo en los ojos un relámpago de coquetería y de malicia, que a mí
me hizo olvidar la neuralgia y la antipirina. Me dio la impresión de que me
miraba como a un hombre que sabe burlarse de su vida, no como a un palurdo
que se cree alguien.

Se levantó para marcharse, y yo me levanté también. Bajamos, y salimos


de la plaza a mi calle. Yo fui junto a la dama. Como íbamos en grandes grupos,
era disimulado.

—Ésta es mi casa —le dije al pasar por delante de la casucha de la


Sacristana.

—¡Ah! ¿Aquí vive usted?

—Sí, señora.

Le debió de chocar una casa tan pobre, tan pequeña y tan negruzca.

De la calle Oquerra salimos a la carretera, donde había algunos coches


elegantes y algunas cestas.

La dama rubia se separó de mí, se acercó a un landó en donde acababan


de entrar una señora y un señor viejo. El lacayo abrió la portezuela, la dama
subió al coche, el lacayo subió al pescante y el carruaje desapareció, camino de
Zumaya.

La dama rubia me miró y sonrió. Quizá fuera una ilusión mía. Pregunté a
dos o tres del pueblo si conocían a aquellas personas. No las conocían, no
estaban en el balneario. Quizá habían venido de Zarauz.

Me fui a cenar a casa de la Sacristana, muy triste. La calle Oquerra estaba


negra como un carbón. Tocaban en la torre las campanadas del Ángelus.

Me pareció que la neuralgia me volvía.

«Es uno necio», pensé. «Se cree uno algo, y no es nada más que un
médico de pueblo.»

Hasta las monedas que llevaba en el pantalón, restos del primer sueldo
que cobraba, sonaban a lo que eran: a monedas de cobre.

Pensé después que tenía poca suerte con mis galanterías.


IV

En los primeros días de llegar al pueblo vi varias veces, en la carretera de


Cestona a Iraeta, a una vieja vestida de negro, de pelo blanco, desgreñado, que
solía llevar un manojo de hierbas en la mano derecha. Solía ir acompañada con
frecuencia por un muchacho andrajoso, con aire de mendigo, que marchaba
cojeando y mirando al suelo.

Me dijeron que esta mujer era curandera o emplastera, pero no de fama.


No tenía mucho crédito. En el pueblo se hablaba poco de curanderos y nada de
brujos o de brujas. En la comarca, el hijo del curandero de Amabate se había
hecho médico, y tenía una clínica muy concurrida, creo que en Elgóibar. Esto
parecía indicar que el curanderismo se intelectualizaba.

También oí hablar en Cestona, como he oído después en la parte vasca de


Navarra, de procedimientos mágicos para curar las hernias, como ese que
consiste en pasar a los niños por una rama desgarrada de un roble a las doce de
la noche pronunciando una oración.

En las afueras de Cestona, en un barranco por donde pasa el río Urola,


barranco que en vascuence se llama Ociñ beltz (‘agujero o sima negra’), había
una cantera y, junto al camino, una caseta como de refugio para el viandante. A
este refugio llamaban Santucho, porque tenía aire de ermita o porque quizá lo
fue en otro tiempo.

Allí vi una noche a la vieja mendiga y curandera con el mozo que la


acompañaba sentados los dos en el banco de piedra de la caseta y a la luz de
unas ramas encendidas. No sé si estarían haciendo algún conjuro.

Me llamó la atención la vieja, y pedí detalles de su vida. Me dijeron que


no era del pueblo. Debía de ser de Lastur, de una barriada de la parte de Icíar,
donde había toros bravos. Era aquella mujer medio curandera y medio bruja,
pero de poco prestigio. Además, al parecer, se emborrachaba con frecuencia.
Solían andar el mozo y ella —el mozo debía de ser sobrino nieto— por los
montes recogiendo hierbas para hacer emplastos.

Una semana o dos después volví a ver a la extraña pareja un día que fui a
visitar al médico, por entonces de Icíar, mi amigo y condiscípulo, José
Madinaveitia. Recuerdo que en este viaje que hice por el monte, al llegar a un
bosquecillo, me persiguió una cerda grande, con una decisión tan constante y
tan agresiva, que me llegó a dar miedo. Ni el palo ni las pedradas asustaban al
animal, que me seguía y me seguía gruñendo coléricamente, con ánimos de
atacarme.
Poco después de salir del bosquecillo me encontré a la vieja curandera y
al mozo. Estaban sentados en un ribazo y recogiendo y eligiendo unas hierbas.
Me acerqué, y hablé un momento con los dos. Ella era una vieja seca, vestida de
negro, con el pelo muy blanco, que le salía en mechones, en parte rojizos, por
debajo del pañuelo; la cara arrugada y renegrida, la mirada atenta y el aire
suspicaz. El mozo no tendría veinte años, parecía muy marrullero y cazurro y
no acostumbraba, sin duda, a mirar de frente.

A mis preguntas contestaron con vaguedad estudiada. Yo hablaba mal el


vascuence y quizá no me comprendían, aunque es más probable que me
comprendieran y no quisieran contestar por desconfianza.

La vieja, por lo que me habían dicho, tenía gran enemistad por los
médicos. Probablemente la habían molestado tontamente por pedantería
profesional. De los dos anteriores a mí, uno de los cuales se había marchado del
pueblo, parece que aseguraba la vieja, sobre todo cuando tenía un vaso de más:
«A ese médico nuevo y al castellano los metería a los dos en un tonel, y desde la
punta de Erchina los dejaría caer abajo…, tampa…, tampa…, tampa».

Me despedí de la vieja y del mozo, y seguí mi marcha. En Icíar hablé con


Medinaveitia. José Medinaveitia vivía en el pueblo con una hermana mayor que
él, una señorita muy amable. Tenía una casa bonita en lo alto, con una
espléndida vista al mar.

Comimos juntos, y hablamos de la profesión. Él manifestaba entusiasmo


por la medicina; yo no me mostraba contento.

—Pero ¿por qué? —me dijo él.

—¡Qué quieres! Yo creo que no hago un diagnóstico bien.

—Pero eso le pasa a todo médico que empieza. Hay que estudiar al
enfermo, hay que verlo, y sólo con mucha práctica se llega al diagnóstico
preciso.

—Si es que se llega.

—Tienes razón. Si es que se llega.

Luego hablamos de curanderos y de brujas. Allí en Icíar no había de esta


clase de gente.

Medinaveitia me decía que no permitiría en su partido intrusiones


médicas. Tenía más fe en la ciencia médica y en sí mismo que yo.
Después, todavía tengo idea de que vi a la vieja y al joven delante de una
cueva que se llamaba Erroicha, camino del pueblo de Aizarna, cueva que estaba
siempre plagada de murciélagos.

Un mes después o dos de haber visto a la extraña pareja, antes de ir a


acostarme, estaba en la cocina de la casa de la Sacristana, a la lumbre, cuando
vino el alguacil a decirme que teníamos que ir a Ociñ beltz, porque una mujer se
había caído de lo alto de la cantera.

El alguacil, hombre un poco chusco, venía con un farol para


acompañarme. Salimos del pueblo, y fuimos por el camino de Iraeta hasta llegar
al barranco. El suelo estaba negro y el río más negro aún.

—Es un sitio triste este —le dije al alguacil.

—No se vaya usted a asustar, ¡eh!, señor médico.

—¡Bah! No hay miedo. Paso por aquí con frecuencia solo y de noche, y
no llevo nunca ningún arma. El otro médico me ha dicho que lleva revólver.

Llegamos a la cantera de Ociñ beltz, y avanzamos por entre las piedras


rotas hacia donde se veía la luz de otro farolillo.

Cuando me acerqué al cuerpo de la mujer y eché la luz del farol a su


cara, por el pelo blanco y el traje negro comprendí que era el cadáver de la
curandera. Tenía un ramo de hierbas apretado entre los dedos.

—¿Hay algo que hacer? —me dijo el secretario del juzgado.

—Nada. Esta mujer lleva muerta tres o cuatro horas ya, por lo menos.

—¿Se habrá suicidado?

—No creo. Todo hace pensar que estaba cogiendo hierbas. Le habrá dado
algún vahído, o, con la oscuridad, se habrá equivocado de vereda y se ha
resbalado.

Al día siguiente había que hacerle la autopsia, diligencia inútil, porque


no había duda sobre la causa de su muerte. Tenía el cráneo fracturado por
varias partes.

Estando en la faena, en el depósito del cementerio con el alguacil, se


presentó el mozo que acompañaba a la vieja, el sobrino nieto, y me preguntó
con insistencia si podía él registrar las ropas de la muerta. Le dije que sí.
Registró las ropas de la muerta. No sé qué buscaría. Sacó un librito, pequeño
como una novena, y dos o tres perras gordas. Después me preguntó
misteriosamente si iba a abrir el cuerpo de la abuela. Le contesté que lo que
mandaba la ley era abrir las tres cavidades de los muertos violentamente; pero
que no lo haría, porque no había necesidad.

El mozo no sé si entendió mi respuesta. Después hizo algunas preguntas


al alguacil acerca de dónde iban a enterrar el cadáver. Luego se marchó de allí y
ya no le volví a ver más por el pueblo.

En la práctica de la medicina en la aldea se ven cosas muy extrañas, a


veces terribles, que dan una impresión quizá demasiado viva del fondo de
egoísmo y de brutalidad del hombre.

De algunas de esas cosas vistas no se puede hablar con libertad, porque,


por mucho que se quiera disimular y despistar, sólo la indicación de la aldea
basta ya para que se sepa siempre en un pueblo de qué se trata y de quién se
trata.

Citar una aldea y contar una historia, aun pasados muchos años, es como
decir un nombre y un apellido en una ciudad.

El médico, indudablemente, tiene algo de cura, y debe callar lo que ve en


el ejercicio de la profesión, sobre todo si el divulgarlo puede perjudicar a
alguien.

Yo, en el año y medio que estuve ejerciendo en Cestona, fui testigo de


alguno que otro drama rural intenso.

Uno que recuerdo, no trágico, pero sí triste, ocurrió en un caserío lejano.


Era el protagonista un pobre hombre que se había sacrificado por la familia y no
había querido casarse por mejorar la situación de su hermana. Después, este
hombre quedó tuberculoso, y la hermana y el marido de ésta, en vez de tenerlo
en casa y de cuidarlo, quisieron deshacerse de él y llevarlo a la Misericordia.
Esta mujer me pidió a mí que le dijera a su hermano que le convenía, más que
estar en el caserío, el ir al hospital, y cuando se lo dije vi que aquel pobre
hombre, que tenía una cara fina, alargada y aristocrática, empezó a llorar
derramando unos grandes lagrimones.

Después, ya no quise volver a aquella casa, y cuando pensaba en aquella


mujer, sentía ganas de jugarle una mala pasada.

También tuve pequeñas aventuras de otro género.


Una noche que iba con un caballo que me habían prestado, joven y
fuerte, al pasar por Iraeta, vi una galera pequeña con toldo y tres caballos, que
marchaba muy deprisa en dirección a Cestona.

No sé por qué se me ocurrió acercarme al vehículo e ir paralelamente a


él; pero el cochero, sin duda, que no le gustó mi acercamiento, empezó a azotar
a sus animales y a marchar con una velocidad extraordinaria. Yo, que no
comprendía este deseo de apartarse, azucé también a mi caballo y me puse a
galopar detrás del carro. Así fuimos durante algún tiempo, bebiendo los
vientos. De cuando en cuando, el cochero se asomaba por el pescante y, sin
duda, me miraba a mí. Yo seguí, frenético, detrás.

Al llegar a la entrada del pueblo, el carro echó a la carretera un bulto; el


cochero habló con alguien que estaba en un portal e inmediatamente se paró.

Sin duda se trataba de un asunto de contrabando, y el cochero había


pensado que yo le perseguía. Después me dijeron en el pueblo que debía de ser
algo que llevaban para un bazar de la entrada de la aldea, y que el cochero, que,
al parecer era hombre de malas pulgas, había estado a punto de dispararme.
V

En el tiempo que yo pasé en Cestona estaban construyendo un edificio


grande cerca del antiguo balneario, en un sitio oscuro y sombrío. En el pueblo
se creía que el nuevo edificio iba a ser algo nunca visto. El arquitecto, un catalán
bastante finchado, hablaba de su obra como de El Escorial.

En esto trajeron algunos carpinteros de fuera del país, de los que llaman
de armar. Eran quince o veinte, la mayoría castellanos; pero había también,
según me dijeron, algunos valencianos, aragoneses, murcianos y catalanes.

A pesar de esto, en Cestona a todos los llamaban «los madrileños».

Al principio, estos obreros, bien pagados y más atrevidos que los del
pueblo, como suelen ser los forasteros en país extraño, quisieron tomar parte en
las fiestas aldeanas, exagerando lo acostumbrado, o queriendo cambiarlo por su
capricho. Eran más audaces, más despreocupados. Los mozos se apartaron de
ellos.

Estos «madrileños» se permitieron algunos pequeños atrevimientos con


las chicas del pueblo, queriendo abrazar a alguna, y varias de éstas, en los días
siguientes, no quisieron salir a bailar en la plaza.

Entonces yo pensé hacer una canción con el aire de otra, del tiempo de la
primera guerra civil, ¡Ay, ay, mutillá!, y la letra castellana la hice; pero la vasca
no la pude terminar. La castellana recuerdo que comenzaba así:

Las chicas de Cestona

no salen ya a bailar;

las chicas de Cestona

no salen ya a bailar,

porque los madrileños

las quieren abrazar.

Ay, ay, mutillá.

Chapela gorriyá.
Los forasteros, como digo, tenían la gracia de ser aguafiestas, de molestar
y de estorbar. Ellos eran más hombres. Por lo menos, así lo creían. Al verse
desairados, empezaron a dejar en paz a la gente campesina y a reunirse los
domingos en alguna taberna o venta próxima al pueblo, a jugar a las cartas y a
la rana, a beber, a cantar, a tocar la guitarra y, según me dijeron, a bailar
flamenco. Había uno que se distinguía en esta clase de baile, taconeando encima
de una mesa.

Esto del baile flamenco les parecía a los de Cestona algo terrible y
diabólico.

El aislamiento hizo que hubiera riñas entre los «madrileños», y, por lo


que dijeron, se formaron entre ellos dos partidos hostiles.

Yo no los conocía. No solía ir al balneario casi nunca. Los dueños eran


carlistas. El otro médico también lo era, y estaba en los baños durante el verano
casi siempre.

No me era simpático aquel ambiente, y acaso contribuyó a aumentar mi


antipatía un encuentro poco cordial que tuve con el padre Coloma.

Díaz, el médico, me presentó al padre jesuíta, con unos elogios un poco


irónicos sobre mi carácter arisco y poco social y mis ideas levantiscas, que no
podían ser agradables para el autor de Pequeñeces.

El jesuíta no estuvo nada amable conmigo, y yo imité su actitud.

El padre Coloma era un tipo clásico de judío. Había en Aragón unos


Colomas que eran una familia de judíos conversos. Entre la aristocracia
española ha habido, evidentemente, mucho elemento judío.

Se habló después de la gente que estaba en el balneario, y no sé quién


dijo aristocracia vascongada, refiriéndose a la condesa de Guaqui, parienta de la
familia de Narros.

—Realmente, yo creo que no se puede decir aristocracia vascongada —


indiqué yo—. Guaqui debe de ser un lugar de América, y Narros tampoco es de
aquí.

—Ya se sabe que entre los vascongados no ha habido nunca aristocracia


—dijo Coloma con desdén.

—A mí no me duele nada eso —contesté—. Yo, de creer en algo


aristocrático, creería en la aristocracia de la raza y en la de la inteligencia; pero
pensar que el cuarto abuelo de uno le hubiera puesto una vez los calzoncillos o
la casaca a un rey no me produciría ningún entusiasmo.

El padre Coloma me miró de reojo, y luego volvió la espalda.

Coloma andaba siempre en coche, y se le veía en un salón del hotel del


dueño del balneario, sentado en un sofá y rodeado de señoras ricas; era un
pequeño Chateaubriand del Urola.

Desde esta conversación poco cordial con el padre jesuíta, no aparecí yo


por el balneario.

No sé si este verano, o un poco después, estuvo en la posada de Blas


Alcorta un tipo raro, amigo de mi padre, que había sido tenor y había viajado
por América, llamado de apellido Garibay.

Era un hombre que discutía con todo el mundo.

Un día tuvo una discusión con un comisionista catalán que pretendía ser
elegante. Garibay le replicó con sequedad: «Usted conocerá la elegancia de
Sabadell y Tarrasa; pero yo he vivido en los mejores hoteles de Nueva York, y sé
lo que es la elegancia. Yo me visto con telas inglesas y tengo un sastre especial».

La disputa del comisionista y del ex tenor me pareció bastante cómica.

En esto, un día, al anochecer, me llaman deprisa a una casa de la misma


calle Oquerra, donde yo vivía, en la que había una posada. Allí estaban de
huéspedes un grupo de obreros de los llamados «madrileños». Uno de éstos
había caído de una gran altura, desde el techo de un salón del balneario que
estaban ornamentando, y lo habían traído en una camilla, moribundo.

Fui a verle. Estaba sin sentido. Debía de tener roto el cráneo. No había
nada que hacer. Así se lo dije a sus compañeros. Como éstos protestaban, como
si lo que yo dijera fuese una broma, para hacer como que hacía, sangré al
moribundo. El hombre murió en la madrugada siguiente.

Al dejar la casa, los obreros, compañeros del muerto, se acercaron a mí, y,


en un tono agresivo y destemplado, me dijeron que su compañero había sido
víctima de la mala intención del bando contrario.

Dos obreros me preguntaron con impertinencia qué iba a poner yo en el


certificado de defunción.
—¿Qué voy a poner? La verdad. Que este hombre se ha fracturado el
cráneo en la caída, y nada más. Se le hará la autopsia, y se verá cómo ha sido la
fractura y se redactará un informe.

Los dos obreros se fueron murmurando. Se hizo la autopsia. El cráneo


estaba, roto en varios pedazos, como una avellana partida o un cántaro que se
cae al suelo.

Dos o tres meses más tarde, una noche, ya después de las doce, me
llamaron, no recuerdo si a la misma posada o a otra próxima, y vi a uno de los
«madrileños» que estaba en la cama. Tenía una herida en una nalga que le había
producido una gran hemorragia. La sangre había manchado toda la cama. Era
una herida profunda, de unos diez centímetros de larga, con los bordes muy
abiertos. Debía de haber estado hecha con un cuchillo ancho y grande. El
herido, muy asustado y nervioso, estaba rodeado de seis o siete obreros de aire
matón que vociferaban.

—¿Me dolerá mucho la cura? —me preguntó.

—Sí, un poco —le dije yo.

—¿No me podrían dar cloroformo?

—No. Ahora enseguida, no. Para eso sería necesario que viniera otro
médico, y habría que esperar hasta mañana.

—¿Y no podría uno de nosotros hacerlo? —dijo un obrero con una


suficiencia ridícula.

—No, hay que saberlo hacer y tener cuidado con el pulso. No es como
dar una copa de anís.

Como uno de los obreros decía con jactancia que ellos eran muy
hombres, yo le repliqué:

—Mire usted, esa admiración por ser muy hombre yo siempre la he visto
en algunas mujerzuelas y en los gallinas…; pero yo no he venido aquí a discutir.
Si ustedes quieren que yo haga la cura, se callan; si no, me marcho. Que me
ayude alguno y los demás que se vayan.

Se fueron refunfuñando. Al que quedó conmigo, que parecía más hábil y


más modoso que los demás, le dije que fuera a la botica y trajera una aguja
curva, catgut y un trozo de aglutinante.
El obrero vino con ello, nos lavamos y nos desinfectamos las manos, yo
me puse un delantal limpio de la patrona en el cuello y nos dispusimos a darle
al herido unos puntos de sutura.

El hombre tenía un aire un poco afeminado; el cuerpo, un tanto adiposo


y redondo. Por su acento, no parecía madrileño, sino más bien andaluz o
murciano. Al primer pinchazo pegó un berrido terrible y la aguja no entró.
Estaba un poco roma, y, a pesar de haber estado engrasada, se hallaba mohosa,
sin duda por la humedad del ambiente.

Entonces me dediqué a afilar la aguja frotándola en la raspa de una caja


de cerillas. Luego la desinfecté y comencé a poner los puntos de sutura.

A pesar de los terribles gritos y lamentos del hombre, que se oían, según
me dijeron, desde la calle y desde la carretera, le cerré la herida con muchos
puntos, y quedó con buen aspecto y cesó la hemorragia. Me había salpicado la
sangre hasta la cara, y tenía las manos y los brazos como un carnicero.

Yo creí que aquellos hombres estarían contentos de mi faena, en la que


había puesto todo mi cuidado; pero fúe lo contrario, porque, cuando estaba
lavándome, empezaron a vociferar y a decir que mi obligación era dar parte al
juez, y que, si no daba parte, me denunciarían, porque en aquel pueblo de
hipócritas todo se quería tapar.

Yo les dije, secamente: «Yo ya sé que mi obligación es dar parte. Ahora


mismo, cuando me lave, haré la nota y se la llevaré al juez. A mí no me importa
nada que a cualquier compañero de ustedes le metan en la cárcel».

Escribí el parte, salí de la posada con dos de aquellos hombres que


quisieron acompañarme a casa del juez y con el alguacil, que se reunió conmigo
en la calle.

En el camino dijeron que parte de sus compañeros era gente aviesa y


criminal; querían creer que el accidente que había costado la vida al que cayó
del andamio era debido a la mala intención de alguno del grupo enemigo.

Llamé en casa del juez municipal. Ya eran más de las doce de la noche. El
juez era un tipo curioso, un tal Iceta, apodado «Pichia» (‘el Elegante’). Iceta era
confitero. Era hombre ya viejo, de setenta años, de cuerpo voluminoso, siempre
vestido con trajes de franela blanca, con una boina que se la ponía como un
turbante. Había sido carlista, luego liberal, y por entonces leía La Voz de
Guipúzcoa y tendía a republicano.
Este Pichia tenía un carácter atrevido y pintoresco. Dejaba a los chicos de
la calle, para que jugaran «al palmo», onzas de oro. Como juez, no le gustaba
gastar papel en los procesos; su justicia era rápida y expeditiva: «Tú tienes
razón, y tú no», decía a los litigantes, y añadía después: «¡Hala, fuera de aquí!».

Pichia era un tipo como el del juez francés Magnaud.

Una vez, siendo alcalde del pueblo, estaba en una silla del coro de la
iglesia, y el párroco, en su sermón, afirmó que las tabernas se cerraban
demasiado tarde, lo que era un escándalo. Iceta, desde el coro, dijo con voz de
trueno: «Señor párroco, ésas son cosas del alcalde, no de usted».

Otra vez, la Sacristana, mi patrona, fue a decirle que un hombre se había


metido en la cuadra de su casa. Acudió Pichia, y vio que, efectivamente, había
un hombre que dormía sobre la hierba.

—¿Qué hace ese hombre? —preguntó.

—Parece que está durmiendo.

—Pues si duerme, dejadle; porque con eso no se hace daño a nadie.

Llamé, como he dicho, en la puerta del juez. Y éste tardó bastante en


salir. Le conté en el portal lo que había pasado; la herida que tenía uno de los
obreros, que era de las que llaman los médicos de pronóstico reservado, y la
exigencia de los compañeros del agredido de que diera parte.

—Bueno, yo no quiero papeles —me dijo él—. Si me manda usted ese


certificado, lo rompo y lo tiro.

—Entonces, como si ya se lo hubiese enviado a usted. Si pasa algo, yo no


tengo ninguna responsabilidad.

—Ninguna, descuide usted.

—Está bien. ¡Adiós, señor juez!

—¡Adiós, médico!

Los días siguientes fui a ver al herido, que tuvo fiebre alta. A los ocho
días, la herida estaba completamente cicatrizada y de gran aspecto.

—Un día de éstos vendré y le quitaré a usted los puntos —le advertí.
—Muy bien.

Al día siguiente, el farmacéutico, don Agapito Elósegui, me dijo, en


broma:

—¿Ya les ha cobrado usted a esos «madrileños»?

—No.

—Pues cóbreles usted, porque ésos se van. Yo les he mandado la cuenta.


No querían pagar las cuatro o cinco cosas que se han llevado de la botica.

—Mañana tengo que ir a quitarle los puntos al herido, y cobraré.

—¿Cobró usted antes, cuando se cayó el otro y se rompió la cabeza?

—No. ¿A quién le iba a cobrar?

—Ponga usted ahora una cuenta de doce o catorce duros. Tienen dinero.
Ganan más que usted. Que paguen.

Al día siguiente, por la tarde, fui a la posada de los «madrileños»; pero el


herido y sus compinches se habían marchado del pueblo.
VI

Había transcurrido algún tiempo desde que ejercía de médico en


Cestona, cuando se presentó mi padre, y me dijo que uno o dos días después
llegarían los muebles y los efectos de la casa, pues la familia toda había
decidido venir a vivir conmigo.

Aquel mismo día de su llegada, mi padre me ocasionó un pequeño


apuro, que no pasó más que de una leve inquietud.

Acostumbraba yo a pasear por las afueras con los curas. Les presenté a
mi padre, que, como tenía gracia en la conversación, entretuvo a todos mientras
marchábamos. Les contó cómo habían entrado ellos, los liberales, al final de la
guerra carlista, en el pueblo; habían estado alojados en casa del párroco, y, sin
duda, la chimenea estaba sucia, porque ardió, y dio un susto a todo el mundo.
Este párroco antiguo de Cestona era hermano de un tipo de San Sebastián,
llamado Jerónimo, a quien en su tiempo habían dedicado una canción popular
que comenzaba así:

Jerónimo entzunazu

nescacharequin

ibiltzen zera zu

ama datorrenian, nian,

ama datorrenian, nian,

echetic campora

bigalduco zaitut.

(‘Jerónimo, óyeme, con las chicas andas tú. Cuando venga la madre, cuando venga la madre,
te va a echar fuera de casa.’)

Los curas y mi padre se detenían a cada paso, y, mientras tanto, la noche


se nos venía encima. Yo pensaba que, de un momento a otro, la campana de la
iglesia tocaría el Ángelus y que ni mi padre ni yo sabríamos responder a la
oración en latín. Por suerte, entramos en el pueblo antes que el toque de la
oración sonara, y nos despedimos de los curas para entrar en la botica.

De acuerdo con lo anunciado por mi padre, vi dos o tres casas, por si


alguna le convenía a la familia, y cuando vinieron mi madre y mi hermana,
decidimos cuál había que tomar.
La elegida se hallaba situada a la derecha de la carretera, camino de
Azpeitia. La había construido un médico antecesor mío, llamado Umerez, y se
la designaba por la casa del medicu zarra, o sea del médico viejo. Se componía de
dos pisos, que tenían en la parte de atrás grandes galerías encristaladas. Por
delante, la casa tenía un jardín.

Las habitaciones eran amplias. Cubría las paredes del comedor un papel
antiguo, estampado, con una composición norteamericana que representaba las
cataratas del Niágara, donde aparecían unas señoras que se paseaban delante,
luciendo sombreros pamelas y vestidos ahuecados con crinolina. Otras iban en
magníficos carruajes, con lacayos y cocheros negros, al lado de jinetes de
sombrero de copa y de frac azul.

Estas escenas pintadas ocupaban todas las paredes del cuarto.

En el interior de la casa abundaba la decoración de gusto isabelino.

En la cocina solíamos pasar los días de invierno quemando leña y


jugando al mus. Al amor de la lumbre, en la chimenea baja, se contaban
historias, mientras dos perros, Diana y Yock, dormían, suspirando, al lado del
fuego.

Además de las personas de casa y de las dos muchachas, Marcelina y


Joshepa, solía subir una mujer casada que vivía en el sótano, la Juana, casada
con un maletero del balneario, Joshé Ramón. La Juana era un tipo muy
aristocrático; tenía una cara y una sonrisa como las mujeres de Leonardo de
Vinci.

La huerta de la casa daba al Urola, era muy bonita, con una calle de
perales, en abanico, y un árbol torcido, en la orilla, que avanzaba sobre las
aguas del río, y desde donde yo me ponía a pescar, aunque nunca pesqué gran
cosa.
VII

El oficio de médico de aldea era entonces, y seguirá siendo ahora, difícil,


mal pagado y de gran responsabilidad. A mí me parecía penoso y duro,
aunque, ciertamente, tenía algunas compensaciones.

No tenía mala fama como médico. Mi antiguo patrón, Vishente, el


marido de Dolores la Sacristana, decía de mí: «Sí, ya sabe; pero la frática es lo
que le palta».

Un tanto de escepticismo y otro tanto de prudencia me evitaron el hacer


disparates, que deben de ser muy frecuentes entre personas que comienzan a
ejercer la profesión, aunque sean sabias y estén bien enteradas.

Como tenía que ir a los caseríos y no disponía de dinero para comprar un


caballo, acepté el préstamo de un viejo rocín que me dejó un cochero de San
Sebastián llamado Juanillo. El caballo tenía muchos años, y manifestaba en
cuanto podía su mala intención.

El que me lo dejó lo llamaba Pájaro.

En casa, las muchachas le aplicaban dos nombres: el suyo de Pájaro, y el


de Juanillo, su dueño. A veces, el caballo se arrodillaba, y a mí me faltaba poco
para caer por las orejas del animal.

Me caí dos o tres veces, y una de ellas, camino de Aizarna, al borde de un


precipicio. Si ruedo por él, probablemente no lo hubiera podido contar.

Visitaba, además de los caseríos de Cestona, Aizarna y Arrona, algunos


otros lejanos, de Régil y de Icíar.

La vida de médico, como digo, era dura. De noche, solía ocurrir que en el
instante de irme a la cama, o estando ya acostado, sonaba el aldabón de la casa,
y la voz de un aldeano preguntaba en vasco: «¿Está el médico?».

No había más remedio que levantarse, ensillar el caballo y salir. Montado


en el jamelgo, recorriendo las distancias, a veces lejanas, para ir a los caseríos,
me veía obligado a soportar las inclemencias del tiempo, las noches heladas y
las lluvias pertinaces. Contra la copiosa e insistente lluvia de la región no servía
el impermeable, ni un abrigo fuerte, y me calaba hasta los huesos.

Sucedía también que, a veces, durante la visita, no podía meter el caballo


bajo techado, y la mojadura de la silla era tal, que inmediatamente se empapaba
el pantalón, y al montar luego, me hacía el efecto de que cruzaba un río
sumergido en el agua hasta la cintura.

Hubo veces, con la luna en el cielo y los campos nevados, que se me


antojaba atravesar un paisaje de ensueño. Otra noche de gran nevada, en una
meseta del camino de Aizarna, vi dos perros grandes, negros, que corrían el uno
tras el otro, trazando círculos por en medio de la nieve. Sospeché si serían lobos:
pero creo que por entonces en el país no los había.

La sospecha me hizo alejarme de allí lo más deprisa que pude.

La impresión de las visitas de médico a veces me vienen a la


imaginación.

El vestirse, el montar a caballo y marchar de noche por unos caminos


oscuros, el hombre con el farol, el camino que parecía larguísimo, el perro que
ladraba, al pasar por un fangal lleno de cañas de maíz, y luego, dentro del
caserío, la alcoba oscura, con una lamparilla.

Y después, otra vez la noche y las estrellas en el cielo, o las nubes.

Tuve rivalidades, de las cuales creo que no fui yo el iniciador, con el otro
médico, que se llamaba Pedro Díaz. Éste había llegado a Cestona hacía más de
treinta años, de maestro cirujano del ejército carlista; después, pasados unos
exámenes, se llegó a licenciar.

Durante bastante tiempo estuvo Díaz, con relación al otro médico,


Umerez, en una situación de inferioridad, y cuando el otro murió, el hombre
comenzó a crecerse y a pensar que ya que él tuvo que sufrir las chinchorrerías
del anterior, era lógico que el que viniera sufriera las suyas.

Díaz era de la parte castellana de Álava, hombre muy dogmático, muy


grave y muy aficionado a los toros; no perdía ninguna de las corridas
importantes que se celebraban en San Sebastián.

Como dije, este médico y el alcalde fueron los que me recomendaron el ir


a vivir a casa de la Sacristana. Yo sospeché después que a Díaz no le convenía
que yo, que podía ser rival suyo, me hospedara en una buena fonda del pueblo
y que fuera al balneario y estuviera en relación con los viajeros y con los
enfermos.

Pocos días después de llegar a Cestona hablamos Díaz y yo de las


obligaciones del cargo, y él propuso que dividiéramos el partido en dos partes,
por el río, y que un mes el uno visitara un sector y el otro, otro.
Díaz exigió como condición indispensable el que si alguna familia de la
sección visitada por mí quería que la visitara él, o al contrario, se haría según
los deseos de la familia del enfermo.

Yo acepté; ya sabía yo que no había de tener nadie predilección por


llamarme a mí, a quien no conocían; pero no importaba. Yo quería vivir con
independencia. Comencé a hacer la visita. Generalmente, el número de
enfermos que me correspondía no pasaba de tres o cuatro diarios, y todas las
personas pudientes llamaban a Díaz.

La visita, ordinariamente, me daba pocos quebraderos de cabeza; sin


saber por qué, había supuesto que los primeros días tendría continuos
disgustos; creía que las gentes a quienes había de visitar serían exigentes; pero
la mayoría eran sencillas, afables y humildes.

Luego vinieron las rivalidades entre Díaz y yo.

Yo, las rivalidades no sólo no las busqué, sino que las rehuí. En esto
seguía la máxima de Gracián, sin conocerla: «No competir», que me parecía y
me sigue pareciendo bien.
VIII

Copio estos datos de una revista, La Medicina íbera, del 30 de diciembre


de 1933. Es posible que algo de lo dicho aquí lo contara yo. No lo recuerdo. El
artículo dice así:

MÉDICOS RURALES FAMOSOS

PÍO BAROJA, TITULAR DE CESTONA

«El que sigue la licenciatura de medicina y cirugía, y durante siete años se acostumbra al
racionalismo de sus disciplinas, al estoicismo de las salas de disección y a las crudezas humanas de
los hospitales, quiera o no quiera, lleva para siempre en su espíritu un sello especial, inconfundible,
que se manifiesta en su modo de pensar y de sentir.

»Todo el que haya leído a Pío Baroja habrá observado que en sus libros, crónicas y trabajos
literarios de diversa índole, siempre aparece el médico.

»Obtenido el título de médico el año 1893, solicitó y le fue concedida la titular de Cestona.

»Cestona, en 1893, era villa con Ayuntamiento, al que estaban agregadas las anteiglesias de
Aizarna, Arrona y el barrio de Iraeta. Era partido judicial de Azpeitia, provincia de Guipúzcoa,
diócesis de Vitoria, con 2470 habitantes. Está situada Cestona en una eminencia, cerca de la costa, y a
la derecha del río Urola. Terreno montuoso, por lo general; trigo, maíz, sidra, frutas, castañas,
bellotas y avellanas. Cría de ganados, baños minerales muy concurridos, con aguas cloruradosódicas.

»Todos éstos son los datos que podemos recoger del pueblo donde nuestro escritor vivió y
conoció las luchas, sacrificios, incidentes y también satisfacciones del ejercicio clínico».

También se dice en el artículo que yo intenté hacer mediciones, con fines


antropológicos, en los cráneos del cementerio, y que no las pude hacer porque
se opuso mi compañero.

Efectivamente, yo había entrado en el osario del camposanto, con el


permiso del enterrador, y había separado todos los cráneos que estaban en buen
estado de conservación, y tenía ochenta o ciento apartados. Pensaba irlos
llevando a mi casa, en series de seis o siete, hacer las mediciones con
detenimiento y volverlos después. Se lo dije al compañero, y éste, al saberlo, me
contestó que no permitiría este examen, si no se le pedía autorización al obispo.

—Pero ¿a usted qué le importa? Lo haré yo, y los dejaré en el osario tal
como están.

Él replicó que no; que mientras no hubiera permiso del obispo, no se


tocaban los cráneos.

«El autor de las Memorias de un hombre de acción fue un buen clínico, con dotes de observador
y devoto de las teorías vitalistas.
»Como todos los compañeros de aquella generación, debió de entregarse con excesiva
tolerancia a la terapéutica expectante, fiado en la acción de las defensas orgánicas naturales y de la
espontánea tendencia de las enfermedades hacia la curación.

»Doctor J. Álvarez Sierra.»


IX

La responsabilidad de tener una función demasiado importante, la falta


de práctica y de conocimientos científicos completos y el aislamiento me
hicieron pasar mala época.

La retención de la placenta, frecuente en las puérperas, quizá por exceso


de trabajo en el campo, y algunas presentaciones difíciles durante el parto, que
hicieron necesario el empleo del fórceps, me impresionaron profundamente.

Recuerdo el caso de una parturienta con una hemorragia tal, que la


sangre había empapado el colchón, atravesado el suelo y hecho un charco en el
portal del caserío. Salí de la vivienda pensando que aquella mujer estaría
muerta dos o tres horas después. A los quince días se hallaba trabajando en el
campo.

Una noche de agosto o septiembre me llamaron de un caserío bastante


rico y no muy lejano. El que venía con el recado era un mozo.

—¿Quién está enfermo? —le pregunté.

—Es la chica de la casa.

—¿Qué tiene?

El mozo explicó que la enferma tenía el vientre hinchado, y que esto se le


había complicado con una retención de la orina.

—Pero ¿desde cuándo tiene el vientre hinchado?

—Ya hace quince días.

—Pero ¿no la ha visto ningún médico?

—Sí, la visita Díaz, y hoy he venido yo a llamarle por la tarde; en su casa


han dicho que vendría esta noche, y he vuelto otra vez, y resulta que no ha
venido.

El mozo, en vista de ello, me avisó a mí, y yo fui inmediatamente.

Al llegar a la casa, el padre de la enferma salió a la puerta y le dijo al


mozo en vascuence:

—¡Cómo! ¿No estaba don Pedro?


—No.

—¿Ya quién traes aquí?

—Al médico nuevo.

El casero se puso a murmurar. Yo me acerqué a él y le dije fríamente:

—Me han llamado aquí para ver a una enferma. ¿Tengo que verla o no?
Porque si no, me vuelvo.

—¡Y qué se va a hacer! Suba usted.

—No, no. Aquí no hay ¡qué se va a hacer! O me pide usted que suba, y
subo, o si no me marcho.

—Haga usted el favor de entrar —me dijo la mujer del caserío.

Subí una escalera hasta el piso principal y entré en un cuarto en donde


había una muchacha en la cama. El cuarto estaba bastante elegantemente
puesto, con algunos muebles nuevos y varias fotografías de parientes de la
familia que estaban en América.

Me acerqué a la cama. El padre de la enferma comenzó a renegar.

—Bueno, si usted quiere que reconozca a la enferma, se calla, o se


marcha de aquí.

El hombre se calló. La muchacha estaba hidrópica, tenía vómitos, disnea


y, de cuando en cuando, convulsiones. Examiné a la enferma; su vientre
hinchado parecía el de una rana, a la palpación se notaba claramente la
fluctuación de un líquido. Por el dolor que sentía en la zona hepática, me
pareció que allí radicaba la causa del mal.

—¿Qué? ¿Qué tiene? —preguntó, angustiada, la madre.

Me alejé de la cama para que la muchacha no me oyera.

—Esto parece una enfermedad del hígado, crónica y grave. Ahora, la


hidropesía se ha complicado con la retención de orina.

—¿Y qué hay que hacer? ¡Dios mío! ¿O no tiene cura?

—Si se pudiera esperar, sería mejor que viniera Díaz. Él debe de conocer
la marcha de la enfermedad.
—Pero Díaz no puede venir ya esta noche —exclamó la madre.

Volví a reconocer a la enferma; el pulso estaba muy débil; la insuficiencia


respiratoria, probablemente resultado de la absorción de la urea en la sangre,
iba aumentando. Las convulsiones se sucedían con mayor frecuencia. Tomé la
temperatura: no llegaba, ni con mucho, a lo normal.

—No se puede esperar —dije, dirigiéndome a la madre.

—¿Qué hay que hacer? —exclamó el hombre.

—Habría que hacer la punción abdominal —repliqué, siempre hablando


a la madre—. Es decir, vaciar el vientre del líquido que tiene. Si no quieren
ustedes que lo haga yo, se puede llamar corriendo al médico de Azpeitia. Yo no
la he hecho nunca, pero no es una cosa difícil.

El padre y la madre se consultaron un momento.

—Hágalo usted —dijo la madre.

—Bueno. Preparen ustedes agua caliente y tengan un poco de café.

Llevaba el estuche; mandé que cocieran la sonda y el trocar, y lavé la piel


en el sitio de elección con agua con sublimado.

Animé un poco a la enferma, hice que le dieran un poco de café con


coñac y hundí el trocar en el vientre abultado de la muchacha. Al retirar el
estilete y dejar sólo la cánula, comenzó a manar el agua verdosa, llena de
serosidades, como de una fuente a un barreño. A veces se cerraba el tubo, pero
lo llegué a desobturar.

Después de vaciarse el líquido, pude sondar la vejiga, y la enferma


comenzó a suspirar y a respirar fácilmente. La temperatura subió enseguida por
encima de lo normal. Los síntomas de la uremia iban desapareciendo. Hice que
le dieran a la enferma otro poco de café con coñac, y la muchacha quedó
animada y sonriente.

En la casa había un gran regocijo.

—No creo que esto haya acabado —dije a la madre—. Se reproducirá,


probablemente.

—¿Qué cree usted que debíamos hacer? —me preguntó ella.


—Yo, como ustedes, cuando la chica pueda, iría a San Sebastián a
consultar con un especialista.

El hombre del caserío era, sin duda, un orgulloso estúpido; estaba


malhumorado. Debía de pensar, refiriéndose a mí: «Este hombre no me ha
tratado con el suficiente respeto».

Le di la mano a la madre, acaricié a la muchacha, que sonreía, y me fui.

Al día siguiente, por la tarde, Díaz, que había vuelto de San Sebastián, se
me acercó enfurruñado a decirme que quería perjudicarle.

—¿Yo? ¿Por qué? ¿Qué culpa tengo yo de que usted no estuviera en el


pueblo y me llamaran a mí? Yo no tenía ninguna gana de intervenir. Si hice la
punción, fue por necesidad y porque me pareció que no había más remedio y
que la chica se estaba muriendo. Pero yo no pretendo seguir visitando a la
enferma.

—Sí; pero también le dijo usted a la madre que fuera a ver a un


especialista de San Sebastián, y eso no va en beneficio de usted ni en beneficio
mío.

Díaz no comprendía que este consejo lo hubiera dado yo sólo por


probidad, y suponía que era por perjudicarle a él.

También creía que por su cargo tenía derecho a cobrar una especie de
contribución por todas las enfermedades de Cestona. Que Fulano cogía un
catarro fuerte, pues eran ocho o diez visitas para él; que padecía un
reumatismo, podían ser hasta veinte visitas.

El caso de la chica enferma se comentó, e hizo pensar que yo era un


médico capaz de tomar una determinación en momentos de peligro. No había
tal.

Díaz, al ver que la gente pensaba que yo sabía bastante medicina, lo que
no era cierto, emprendió una campaña contra mí. Dijo que yo era hombre de
libros, pero sin práctica alguna, y que, además, era un tipo de ideas exageradas,
del cual no se podía fiar.

Al ver que Díaz me declaraba la guerra un poco solapadamente, me puse


en guardia. Era demasiado escéptico en cuestiones de medicina para hacer
imprudencias. Cuando había que intervenir en casos quirúrgicos, le enviaba los
enfermos a él, que tenía más práctica y más audacia que yo. Una vez me
propuso operar a uno de cataratas.
—¿Lo ha hecho usted antes? —le pregunté.

—No, pero alguna vez hay que empezar.

—No, entonces yo no colaboro. Busque usted a otro ayudante.

Yo casi siempre empleaba los medicamentos a pequeñas dosis; muchas


veces no producían efecto; pero, al menos, no corría el peligro de una torpeza.
No dejaba de tener éxitos; pero me confesaba ingenuamente a mí mismo que, a
pesar de mis éxitos, no hacía casi nunca un diagnóstico bien, un diagnóstico
perfilado, de buen médico.

Claro que, por prudencia no aseguraba nada los primeros días; pero casi
siempre las enfermedades me daban sorpresas. Una supuesta pleuresía aparecía
como una lesión hepática; una tifoidea se me transformaba en una gripe real, y
al contrario.

Cuando la enfermedad era clara: una viruela, una pulmonía o el


sarampión, entonces la conocía yo y la conocían las comadres de la vecindad, y
cualquiera.

Yo no decía, cuando tenía algún pequeño éxito, que esto se debía a la


casualidad; hubiera sido absurdo; pero tampoco lo lucía como resultado de mi
ciencia.

Había cosas grotescas en la práctica diaria: un enfermo que tomaba un


poco de jarabe simple y se encontraba curado de una enfermedad crónica del
estómago; otro que, con el mismo jarabe, decía que se ponía a la muerte.

Yo estaba convencido de que, en la mayoría de los casos, una terapéutica


muy activa no podía ser beneficiosa más que en manos de un buen clínico, y
para ser un buen clínico era indispensable, además de poseer facultades
especiales, tener una gran práctica. Convencido de esto, me dedicaba al método
expectante, daba mucha agua con jarabe y con un poco de bromuro potásico o
de silicato de sosa. Yo le había dicho confidencialmente al boticario: «Yo creo
que mis recetas, aunque sean de agua pura, las debe usted cobrar como si
fueran de quinina».

Este escepticismo en mis conocimientos y en mi profesión me daba


prestigio. A ciertos enfermos les recomendaba preceptos higiénicos; pero nadie
me hacía caso. Tuve un cliente forastero, que me recomendaron de Madrid: era
un viejo artrítico que se pasaba la vida leyendo folletines. Yo le aconsejaba que
no comiera carne y que anduviese.
—Pero si me muero de debilidad, doctor —decía él—. No tomo más que
un pedacito de carne, una copa de jerez y una taza de café.

—Todo eso es malísimo —le decía yo.

Al negar la utilidad de comer carne, yo indignaba a la gente


acomodada… y a los carniceros.

Hay una frase de un escritor francés que quiere ser trágica, y a mí me


parece cómica. Es así: «Desde hace treinta años no se siente placer en ser
francés». El forastero artrítico debía de decir: «Desde que me visita este médico
no se siente placer en ser rico».

La mujer del secretario del Ayuntamiento, que era muy remilgada y


redicha, quería convencerme de que debía casarme y quedarme definitivamente
en Cestona.

«¡Hum!… Ya veremos», contestaba yo.

Tenía en casa dos perros, Diana y Yock. Diana era una perra que había
traído Díaz, la había aterrorizado dándole latigazos, y se había refugiado en mi
casa. Yock era hijo de la Diana, y era, de pequeño, muy glotón, y se comía la
comida de las gallinas, el revuelto de salvado, que se llama en vasco zaperua, de
mi casa y de las próximas.
X

Cuando he hablado con algunos de que no podía ejercer la medicina, y


explicaba por qué, me decían: «No se puede ser tan absolutista».

En mí no creo que hubiera absolutismo.

Nos habían repetido con frecuencia en clase que en las pulmonías y el


tifus no había que sangrar, de ninguna manera, y al llegar al pueblo se
encontraba uno con campesinos que tenían una fe tan ciega en la sangría, que si
se visitaba a un pulmoníaco y no se le sangraba y se moría, creían que era uno
el que le había matado.

Algo parecido ocurría con las parturientas. Si éstas no expulsaban


rápidamente la placenta, no había que alarmarse ni intervenir, según los
profesores, sino esperar y hacer un ligero masaje. Tampoco se podía hacer esto
en el pueblo, porque si se daba el caso de la retención de la placenta, esto
producía tal espanto en la casa, que obligaba al médico a intervenir con ruegos
y lamentos.

A veces molestaba uno a los enfermos sin quererlo y sin pensarlo.


Muchas viejas enfermas, aunque no se hallaban graves, le decían a uno que
querían confesarse y comulgar. Si entonces se les decía que no se encontraban
en estado tan grave, resultaba que se incomodaban. Al parecer, diciendo que
estaban mal eran más atendidas y cuidadas.

Otras cosas parecidas se daban en la práctica de la profesión, lo que


obligaba al médico a hacer todo lo contrario de lo que se consideraba bueno.

Esto puede ser fecundo cuando la experiencia corrige las inexactitudes


de la teoría; pero no era el caso mío. Lo que ocurría era que había que abdicar
de la pequeña representación científica que se tuviera por el cargo y convertirse
en un cuco.

No es que pretendiera yo ser un Trousseau, ni mucho menos un Pasteur;


pero tampoco se podía uno contentar con ser un curandero desaprensivo.

El invierno primero que pasamos allí, en Cestona, nevó bastante. Yo no le


tenía a la nieve el pánico que le tuve después, y anduve por los montes a pie y a
caballo.

La nieve duró en el campo más de un mes, y para mis caminatas era cosa
poco agradable. Nos produjo también algunas otras pequeñas molestias. En la
cocina hacíamos grandes hogueras, y ardió la chimenea, y tuvimos que salir al
tejado a apagarla.

Días después un vecino bastante salvaje, que vivía en una casa próxima a
nuestra huerta, una mañana nos disparó una perdigonada a la galería de
cristales y rompió uno o dos. Yo salí a gritarle, y el hombre se asombró, y dijo
después que había tirado porque había visto una odollua grande y había querido
matarla. Odollua debe de ser algo como una gallineta.
XI

Además de Pichia, de quien ya he intentado hacer el retrato, ofrecía


Cestona algunos tipos bastante curiosos. Frente a mi casa nueva, al otro lado de
la carretera, vivía un señor viejo, también de carácter. El señor Parodi era un
veterano, antiguo maestro de escuela de Vergara, grande y pesado como un
elefante, que usaba una gorra escocesa con dos cintas que le caían hacia atrás. El
pobre hombre acechaba a las gentes para ponerse a hablar con ellas. Yo, que
sabía su entusiasmo por la conversación, le visitaba con frecuencia. Luego le
pinté en uno de los personajes de Zalacaín el aventurero como antiguo secretario
del Ayuntamiento de Urbía, pueblo que no existe.

Cuando yo le decía a este señor Parodi que había colaborado en el


periódico La Justicia, de Madrid, el hombre, espantado, murmuraba: «Pero ése
es… un periódico… revolucionario».

Los del pueblo, sin la menor curiosidad por la cultura y sin respeto por
sus propagadores, tomaban a broma al viejo Parodi, y uno de sus antiguos
discípulos refería con regocijo que siempre que iba a ver al pobre viejo y
entusiasta parlanchín, lo hacía a las horas de las comidas, cuando estaba a la
mesa, y entonces le hablaba de sus recuerdos de Vergara. El bueno del señor
Parodi comenzaba a perorar, perdía la noción de cuanto le rodeaba, y el
bromista, mientras tanto, se le comía las ciruelas del postre y el azúcar
preparado para el café.

Un tipo por el cual me preguntaron varias personas al llegar a Cestona


era un tal Trabadello, tenor que había vivido en el poblado vecino de Arrona, y
que estaba casado con una tiple, la Samogy.

Yo no llegué a conocer a este Trabadello, y supongo que sería de origen


italiano, o quizá gallego. Todo el mundo le pintaba como un tipo extravagante.

Pocos edificios de interés había en Cestona y en sus contornos. Hablé ya


de un palacio gótico maltratado por el tiempo, que estaba al otro lado del río, el
palacio de Lili, que debió de ser muy hermoso, y que poseían la condesa de
Alacha y su hermana.

También era interesante, no por su arquitectura, la casa propiedad de un


ministro de Isabel II, don Pedro de Egaña. Esta casa se llamaba Naranjadi, y
tenía una galería encristalada, con una biblioteca nutrida principalmente de
libros y folletos de historia. Entonces no me atraía esta clase de obras, que años
después había de leer con gusto y utilizar para mis novelas de las contiendas
civiles del siglo XIX.
Fui también con mi padre a ver a Altuna, en Azcoitia, y vi en el salón un
busto pequeño de Juan Jacobo Rousseau, y al pie, el libro de las Confesiones,
abierto en la página en donde el escritor ginebrino habla de Ignacio Manuel
Altuna y Portu, que había sido amigo suyo.

Altuna, que entonces ya era viejo, nos habló de sus recuerdos de la


guerra civil, en la que anduvo huido.

La biblioteca de Egaña, de Cestona, se hallaba en completa decadencia; la


habitación se había deteriorado con el tiempo, y el atrancamiento de alguna
alcantarilla cercana la hacía oler mal, y no era agradable permanecer allí. De
otro modo, a pesar de no tener curiosidad por los libros y folletos de don Pedro
de Egaña, como la Sacristana era la guardiana del caserón, puede ser que yo
hubiera terminado por instalarme a leer en la biblioteca aquella a mis anchas.

De la biblioteca de Egaña llevaba a mi casa números de la revista


francesa Revue des Deux Mondes y del Fígaro.

De algunos números del Figaro, mi padre sacaba canciones de operetas


francesas, que cantaba él y luego las aprendíamos nosotros. Recuerdo una de
una ópera cómica titulada Casque en fer, que decía así:

Paris, la ville sans pareille,

renait après le couvre-feu;

minuit c’est l’heure qui conseille

l’amour, la bouteille et le jeu.

Mi padre tocaba el violonchelo y cantaba algunas canciones francesas y


la Serenata, de Schubert, en alemán:

Leise flehen meine Lieder

durch die Nacht zu dir.

Mi padre había aprendido el alemán bien.

La biblioteca de Altuna, en Azcoitia, debía de tener bastantes libros


adquiridos por Ignacio Manuel, el amigo de Rousseau.
Cuando Altuna, el que conocía yo, se hizo viejo, tomó la manía, por lo
que me dijeron, de coger los billetes de banco que le entregaban los inquilinos
como pago de las rentas de sus fincas y guardarlos dentro de los libros.

Murió el viejo Altuna, que creo que era solterón, y criados y parientes se
pusieron a registrar los libros con furia, para encontrar el dinero. Yo los vi
tirados en un cuarto próximo a la cocina, abiertos y con las hojas rotas.

En los pueblos, la decadencia de las bibliotecas es terrible.

Al cabo de muchos años, el verano de 1925 o 1926 me encontraba en


Deva, pasando unos días en casa de la condesa de Lersundi. Solía tener largas
conversaciones con sus hijos, y hacía viajes con mi amigo Fernando del Valle
Lersundi, hijo de la condesa, aficionado, como yo, a las cuestiones históricas.
Hablábamos con frecuencia de la penuria de datos de memorias y documentos
que hay en el País Vasco para componer la historia contemporánea.

—En donde habrá, probablemente, papeles —me dijo Fernando una vez
— será en Cestona, en casa de don Pedro de Egaña.

—Los había, cuando yo era médico del pueblo, en Naranjadi, la casa de


Egaña zarra (‘Egaña el viejo’), como se llamaba el antiguo ministro de Isabel II,
que hacía años había muerto.

—¿Es verdad que usted ha sido médico de Cestona?

—Sí.

—¿Y usted vio la biblioteca de Egaña?

—Sí, yo solía ir a Naranjadi con frecuencia; había libros, folletos, muchas


cartas y sus Memorias.

—¿Usted las vio?

—Sí.

—¿Las leyó usted?

—Comencé a leerlas, pero no seguí.

—¿Y por qué?


—Porque estaban escritas en estilo florido y pedantesco… «Holgárame
yo muy mucho…», «antojábaseme…»; para mí, entonces, esto era pestífero. Es
la incomprensión que se tiene para todo lo que no es habitual. Otra de las cosas
que me chocó fue que en estas Memorias se llamaba repetidas veces a Cánovas
del Castillo «audaz revolucionario». Me chocaba que llamaran audaz
revolucionario a un hombre a quien habían silbado los estudiantes de mi
tiempo, sin duda, por creerlo reaccionario. Así es el mundo. Si hubiera conocido
un poco la historia contemporánea de España, no me hubiera chocado el
calificativo que el propietario de Naranjadi dedicaba al político conservador.

—Tenemos que ir a Cestona a ver si quedan esos papeles —dijo


Fernando.

—Vamos, si usted quiere.

En su automóvil marchamos a Cestona. Yo no había estado allí desde que


dejé de ser médico de la villa, hacía ya treinta años.

—¿Adónde vamos? —me preguntó Fernando.

—Yo iré a casa de mi antigua patrona, y le preguntaré a su hermana, que


es la que vive, qué sabe de la biblioteca de Naranjadi.

—Yo, mientras tanto, iré a casa de Egaña.

Le indiqué ésta, convertida en bazar, y marché por la calle Oquerra a la


vivienda de la Sacristana. Vi a su hermana, a la Joshepa Iñashi, y estuve
hablando con ella. El cuarto que había ocupado yo estaba casi lo mismo que en
mi tiempo. Me daba una impresión un poco rara y angustiosa el encontrarme en
una habitación donde había vivido hacía treinta años y que se hallaba igual que
entonces. Me pareció como si me hubieran escamoteado la vida.

Hablamos Joshepa Iñashi y yo de la gente de nuestra época, de Patricio,


el tocador del tambor, a quien yo le curé el pie que le aplastó una losa; de
Pichia, el juez y confitero liberal; del vicario don Benigno, que hablaba siempre
de grandes comidas, que comenzaban, invariablemente, con dos sopas; del
señor Parodi, el antiguo maestro de Vergara, con su gorra escocesa con dos
cintas atrás; de los curas, del secretario, de Visiño y de «Chapao el Loco».
Pasamos revista a todo el vecindario.

Volvió Fernando poco después de Naranjadi. No quedaba nada allí. En


casa de la Sacristana había algunos legajos empolvados en la buhardilla,
procedentes de la biblioteca de Egaña. Dimos una vuelta por el pueblo, que,
como es tan pequeño, se recorre al momento. Mostré a Fernando la casa donde
yo viví y el cementerio, en cuyo osario tenía yo montones de calaveras para
llevarlas a casa y hacer mediciones antropométricas, proyecto que no pude
realizar porque se lo comuniqué al otro médico, como he dicho, y éste me
replicó que para ello tenía que pedir permiso al obispo.
XII

Don León vivía en un pueblo próximo a Cestona hace ya muchos años.


Era hombre de buena pasta, de cierta cultura, pero un tanto endiosado.

Resistía, impávido, en el pueblo levítico dominado por reaccionarios,


viviendo sólo con su ama de llaves.

Quizá los de su tiempo le habían considerado como un réprobo al ver


que se llamaba panteísta y hablaba de Hegel y de Krause.

La gente más joven, reaccionaria también, le tomaba a broma por sus


ideas, y él replicaba de una manera seca y desdeñosa.

—Don León, que es un revolucionario… —le dijo un joven en el casino,


delante de mí.

—Yo soy español y republicano federal —contestó con gran dignidad.

—Y krausista —añadió el joven con soma.

—Sí, señor, y krausista.

No sé de dónde se habría contagiado del krausismo. Supongo que


cuando estudió en Madrid cogería este sarampión germánico de ínfima clase.

Don León vivía aislado. Yo, cuando le conocí, sentía gran lástima. Por él,
al verle tan expuesto a las bromas malintencionadas de los demás.

Don León lo leía todo; así aseguraba él. Era un enciclopedista. Esta
tendencia enciclopedista procedía, según él, de sus teorías krausistas.

Don León creía que entendía de agricultura; pero, al parecer, de esto no


sabía una palabra y no distinguía una mata de habas de otra de guisantes.
También creía que tenía conocimientos de medicina y de arquitectura; pero,
según los reaccionarios —que, al parecer, acertaban—, estaba a la misma altura
que en hortalizas.

A mí me preguntó si tenía un libro de fisiología; quería estudiar las


funciones del cerebro. Yo tenía uno, y prometí enviárselo. A mi padre le dijo si
conservaba algún tratado de cálculo diferencial e integral.

—Sí; tengo un libro, un poco viejo —le contestó mi padre—; pero creo
que no lo entenderás. Hay que estar fuerte en matemáticas para entender eso.
—¡Bah! Yo lo entiendo todo; mándamelo.

Le mandamos los dos libros, y al cabo de un mes le vimos, y nos dijo que
le habían interesado mucho. La fisiología la encontraba un poco oscura; pero, en
cambio, el cálculo integral le había parecido sencillísimo. Únicamente los
ganchos no los había entendido bien. Lo que llamaba ganchos eran los signos
de las integrales.

Don León había, sin duda, entendido que donde ponía «A» decía «A», y
donde ponía «B» decía «B»; pero de ahí no había pasado.

¡Pobre enciclopedista polihistor de aldea! Como Stendhal quería que le


pusieran en su tumba: «Arrigo Beyle, Milanese», a don León le hubiera gustado
que en su sepulcro hubieran escrito: «León Xxx, krausista, enciclopedista y
republicano federal».
XIII

Hallándose mi padre en Cestona, cuando yo todavía desempeñaba el


cargo de médico, hice con él uno de los viajes que me dejaron más gratos
recuerdos en la vida. El motivo fueron unos trabajos de demarcación de minas
en la provincia de Álava.

Por aquellos días, un ayudante de mi padre que le acompañaba en las


expediciones cayó enfermo. Mi padre supuso que yo podía sustituirle. Para que
así fuera, me enseñó a medir con el taquímetro. Ensayamos en la huerta de casa
y en los campos próximos y cuando yo comencé a estar impuesto en el manejo
del aparato, salimos con dirección a Bilbao.

En el viaje creo que seguimos este itinerario. De Cestona, por la


diligencia, a Zumárraga. De Zumárraga a Vergara, y de Vergara a Bilbao, donde
dormimos. Luego, de Bilbao, a la mañana siguiente, a Orozco, de Orozco a
Barambio, de Barambio a Murguía, y de Murguía a Abornícano. Atravesamos el
río Bayas, que iba crecido. Después estuvimos en otros pueblos, y un día o dos
en Villarreal, y probablemente, de Villarreal volvimos a Vitoria, de Vitoria a
Zumárraga, y de Zumárraga, por la diligencia, a Cestona.

El primer día marchamos a Orozco, pueblo severo, con casas antiguas,


una iglesia muy curiosa, y de Orozco, llevando una mula que transportaba el
trípode y el taquímetro, a Barambio, por el monte Altube. Mi padre y yo
hicimos este recorrido a pie. En Barambio encontramos, en la casa de la mina, a
un gallego ya viejo y con el pelo pintado, que no ocultaba con sus amabilidades
el carácter de aventurero un tanto petulante y antipático. El hombre este vivía
con dos mujeres hermanas. Una, en la raya de la madurez, guapísima, y otra,
bastante más joven, también muy bella. Sentí desde el mismo instante de
conocerlas una gran atracción por la primera, con la que charlé largamente. Se
trataba de una mujer a quien la suerte no había favorecido, empujándola por el
derrotero que seguía, y que, sin duda, no la colmaba ni de alegrías ni de
serenidad. Acaso a su condición podía aplicarse una de esas frases manidas de
que era una flor en el fango.

Si las cosas de la vida fueran fáciles, yo le hubiera dicho a esa mujer:


«Deje usted a ese viejo repulsivo y farsante, y véngase usted conmigo, que, al
menos, soy joven, y si no quiere usted mi compañía, tendrá usted libertad».

Pero pronto pensé:

«¿Y cómo? ¿Dónde tiene uno dinero para eso? ¿Cómo abandona su plaza
de médico? ¿Y de qué vive después?».
La casa de la mina estaba en un alto, y tan lejana, que aquellas mujeres se
encontraban como secuestradas.

A mí me impresionó profundamente, y luego, años después, recordé a la


mayor en uno de los relatos de Vidas sombrías, titulado «Bondad oculta».

De Barambio tuvimos que ir a una aldea llamada Abornícano,


perteneciente al municipio de Urcabustáiz. Abornícano se componía de unas
veinte casas y de un palacio antiguo y ruinoso. Fuimos a la posada, y cenamos
en la cocina unas sopas de ajo y unos huevos.

Como contraste a esta expedición que hacíamos con tan pobres medios,
mi padre me habló de una que hizo con un geólogo inglés llamado Stuart-
Menteath, que fue a estudiar la constitución de los Pirineos vascos. El inglés iba
con una gran tienda de campaña, dos criados y un mayordomo. Daba unas
comidas espléndidas y antes le decía a mi padre: «Con el pescado, ¿quiere usted
un Château d'Yquem? ¿Quiere usted champaña dulce o seco? ¿Le parece a
usted bien la Viuda de Cliquot? De coñac, ¿prefiere usted Martell o Hennessy?».

Al día siguiente de llegar a Abornícano, mi padre tuvo un ataque de


reuma, que le obligó a guardar cama. Entonces me dijo que intentase, llevando
algún peón, tomar los puntos de partida de las minas que había que demarcar,
y yo me decidí a hacerlo, llevando el taquímetro.

En la posada de Abornícano había dos muchachas encantadoras. La


madre, la posadera, me pareció un tanto entremetida y embrollona. Decían en el
pueblo que había tenido sus líos. Se expresaba con una libertad de lenguaje
extraordinaria.

Con el hermano de las dos muchachas y otro mozo marché a la mañana


siguiente a tomar las mediciones. Salimos a caballo, y a la hora de reparar las
fuerzas nos detuvimos en una venta abandonada y pedimos de comer. Sólo
había allí un trozo de chorizo de un par de metros de largo y huevos, éstos en
abundancia.

El chico de la posada de Abornícano dispuso las raciones. Del trozo de


chorizo se tomaría para cada uno un pedazo de cuarenta o cincuenta
centímetros, y luego cada cual se comería cuatro huevos cocidos, cuatro huevos
asados y cuatro fritos. A cada uno se le asignaría como medida mínima un
azumbre de vino. A mí, el proyecto me pareció una barbaridad; pero consumí
íntegramente mis raciones, aunque dejé algo en el plato y creo que nada en la
jarra.
Con el bocado en la boca volvimos a montar a caballo. Marchamos hacia
una parte relativamente montañosa.

Yo cabalgué como pudiera hacerlo un cosaco. Recuerdo que atravesé un


riachuelo que iba muy crecido, riachuelo llamado el río Bayas.

Probablemente, esto, dicho así, para un conocedor de vascuence, es una


redundancia. Supuse que el río se llamaría antiguamente Ibaya (‘el río’, en
vascuence), y al perderse el vascuence en la comarca, se le llamó al río el río Río.

Luego de atravesar el Bayas, me lancé al galope por unos pedregales. Iba


en un estado de semiembriaguez, en el cual, sin perder completamente la
conciencia, parece posible todo, y en el que no se encuentran obstáculos
mentales que se opongan a la realización de los deseos.

Cuando llegamos a una ermita, que era el punto de partida para el


trabajo, echamos pie a tierra y atamos los caballos. Rendidos y sofocados como
estábamos por la comida y por el viaje, nos tumbamos en el suelo y quedamos
dormidos como troncos. Uno de mis acompañantes, que había comido más
chorizo aún que los demás, al despertarse, se sonaba y dejaba el pañuelo rojo.
Estaba asustado, pensando que era sangre; pero cuando comprendió que era el
pimentón del chorizo, se echó a reír.

A las dos horas me desperté, y no sé cómo me las arreglé para fijar el


punto de partida bien, sin equivocarme. Luego volví al pueblo con mis
acompañantes, cené como si tal cosa; después me dieron unas copas de
aguardiente, y debí de dormir como una fiera.

Por cierto que, tiempo después, mi padre me dijo que el terreno que yo
había demarcado por primera vez era el centro de un coto minero importante.

Dos días después salimos de Abornícano y fuimos a Villarreal a concluir


la tarea que nos quedaba, y tuvimos en el campo, con unos mineros y unas
chicas del pueblo, un festín como el de las bodas de Camacho.

Durante el corto tiempo que permanecí en Abornícano no dejé de


observar y admirar a las hijas de la posadera, que creo que se llamaban Marina
y Blanca, y sus figuras y caracteres se me quedaron grabados en la memoria, y
quise, años después, darles vida literaria en mi novela El mayorazgo de Labraz.

Terminadas las mediciones y mejorado mi padre de su reuma, fuimos a


Vitoria, y desde aquí a Cestona. Como el médico compañero mío seguía en una
actitud algo hostil para mí, decidí marcharme de Cestona.
Tuve la idea de ver si podía trasladarme a Zarauz o Zumaya, de médico;
pero no lo pude conseguir.
SÉPTIMA PARTE

DE INDUSTRIAL
I

En uno de los múltiples cambios de destino de mi padre, le nombraron


ingeniero jefe de la provincia de Guipúzcoa, con residencia en San Sebastián.
Por entonces, mi hermano Ricardo se marchó a Madrid para dirigir la fábrica de
pan que mi tía doña Juana Nessi había heredado de su marido muerto, y que no
se las arreglaba para llevar su negocio.

Poco después de esto, cansado yo de la vida del pueblo, sórdida y llena


de pequeñas rivalidades de profesión, dejé la plaza de médico de Cestona y fui
a reunirme con mis padres a San Sebastián.

Impresiones de la vida de Cestona debe de haber bastantes en mi primer


libro, Vidas sombrías, libro que hace mucho que yo no he visto y tampoco me
interesa gran cosa.

Uno de los dos veranos que estuve en Cestona, no recuerdo si fue el


primero o el segundo, fui a las fiestas de Aizarnazábal con unas chicas de San
Sebastián, y hasta bailé y me divertí como pocas veces. Yo no recuerdo cómo
volvimos a Cestona, no sé si en coche o a pie.

Con el recuerdo de estas fiestas escribí un cuento romántico, titulado


«Elizalde el vagabundo», que me gusta recordarlo.

En San Sebastián, mi familia había alquilado un piso en una casa cercana


a la plaza de Guipúzcoa, en la calle de Elcano.

A mi padre le rebosaba la satisfacción por vivir entre los que consideraba


viejos amigos.

Mi madre no se mostraba más satisfecha que en cualquier otra parte, y


mi hermana, entonces de seis o siete años, iba al colegio de monjas de San
Bartolomé.

Era la época de la guerra de Cuba. Todos los días se veían batallones que
iban a la estación y que desfilaban a los compases de la Marcha de Cádiz y de un
pasodoble, famoso entonces, llamado Los voluntarios.

Al encontrarme sin empleo, pensé que los amigos de mi padre, a los que
tanto ponderaba él, y que tenían tan gran influencia en San Sebastián, podrían
hacer algo por mí e influir en que me dieran una colocación. Nada hicieron; por
el contrario, dijeron que yo era un hombre de carácter insoportable. Uno de
ellos, el señor Machimbarrena, personaje importante de la ciudad, afirmó que
yo en Cestona, para llamar la atención, había disgustado al pueblo trabajando
en la huerta de mi casa los domingos, para hacer ostentación de ideas
antirreligiosas, y que me había peleado con todo el mundo. No era cierto, no me
había peleado con nadie más que con el médico Díaz, que se había peleado
conmigo y que luego siguió riñendo con todos los médicos que fueron al
pueblo. Tampoco era verdad que trabajara en la huerta los domingos. La huerta
de casa tenía una pared grande hacia la carretera, y desde ésta no se veía lo que
se hacía dentro. Lo que es posible es que algún domingo, por la tarde, quemara
algunas hierbas secas.

Traté de explicarme la antipatía de los amigos de mi padre por mí. Creo


que lo que más les molestaba era que yo escribiera en un periódico local y
expusiera mis opiniones sin hacer ningún caso de las suyas.

Por aquellos días, Ricardo, escribió a casa que estaba cansado de la


panadería, que no veía en esto porvenir y que lo iba a dejar.

Yo, por mi parte, convencido de que en San Sebastián, como médico, no


habría de hacer nada de provecho, decidí sustituir a mi hermano y hacerme
panadero, para lo cual no sé si tendría más o menos condiciones que para
médico.

Al verme de nuevo en Madrid, encargado de la panadería, me pareció


que el tiempo había desandado el camino y que volvía a encontrarme en los
días en que, siendo estudiante, asistía a las primeras clases del preparatorio de
medicina. Se me representaba el ya lejano pasado como próximo, e igualmente
los estudios, las horas de vagabundear por el Retiro y por las rondas.

Madrid, ahora, me gustaba. Me hacía gracia también explorar la vieja


casa; iba reconociendo con gusto sus rincones y tomaban valor para mí los
detalles que guardaba mi memoria.
II

La casa donde iba a vivir, que era muy grande, daba a dos calles: a la de
la Misericordia por la fachada y a la Capellanes, que luego se ha llamado de
Mariana Pineda, por uno de sus lados. La calle de la Misericordia era muy
corta; la de Capellanes, estrecha al acercarse a la de Preciados, tenía una parte
más ancha, y en el recodo que hacía nuestra casa había una librería de viejo.

La manzana en donde estaba incluido nuestro caserón se hallaba rodeada


por la calle de la Misericordia, la plaza de las Descalzas, la calle del Postigo de
San Martín, ya de Preciados, y la de Capellanes.

Este edificio lo he descrito en una novela mía.

La casa de los capellanes de las Descalzas Reales de Madrid, aunque por


dentro era folletinesca, melodramática y de capa y espada, por fuera era una
casona grande, ancha y de buen aspecto. Estaba contigua a la iglesia y hacía
esquina a la calle de la Misericordia, calle muy corta, puesto que no tenía más
que el número 2 por un lado y ninguno por el otro. En la calle de Capellanes, la
casa tenía el número 5 o 7. Esta calle bajaba desde la de Preciados a la plaza de
Celenque.

En el plano de Madrid de Pablo Texeira, publicado a mediados del siglo


XVII, aparece el barrio igual que en mi tiempo. La manzana de casas donde
estaba la nuestra se ve unida al convento de las Descalzas y hay un pequeño
viaducto por encima de la calle de la Misericordia al edificio de enfrente, luego
Monte de Piedad, viaducto que debió de desaparecer hace mucho tiempo.

El barrio de las Descalzas era entonces, y es todavía, un islote tranquilo y


desierto en medio de la animación de unas vías tan frecuentadas como la del
Arenal y la de Preciados.

El diccionario de Madoz dice de este rincón de Madrid lo siguiente:

«Descalzas Reales (plazuela de su nombre, donde tiene la puerta de la iglesia y la portería


del convento marcada con el número 2; al mismo convento dan otra puerta en la calle de la
Misericordia y otra en el Postigo de San Martín número 2). Este famoso e interesante monasterio de
Nuestra Señora de la Consolación, llamado comúnmente de las Descalzas Reales, por ocuparlo
religiosas franciscanas y ser fundación de la princesa Doña Juana, hermana de Felipe II, fue
construido sobre la misma área que ocupaba el castillo de Carlos V, por el arquitecto Antonio
Sillero».

En otro tiempo, principios del siglo XIX, en la plaza de las Descalzas,


enfrente del Monte de Piedad primitivo, había una fuente con una estatua de
Venus, la antigua Mariblanca, trasladada allá desde la Puerta del Sol, donde
estuvo mucho años. El convento de las Descalzas Reales había sido el palacio
del emperador Carlos V en el campo de San Martín, y abarcaba una gran
extensión de terreno.

El Monte de Piedad antiguo fue un accesorio del palacio del emperador.

El Monte de Piedad tenía una portada de estilo plateresco semejante a la


de las Descalzas, severa, de buen gusto, y a un lado, otra, construida en pleno
siglo XVIII, de lo más exagerado y barroco en el estilo churrigueresco.

La plaza de las Descalzas era, al parecer, entonces más bonita que ahora,
pues no tenía los edificios de ladrillo blanco y rojo del Monte de Piedad, que
por su color recuerdan algunos trajes de baño.

Estaba también la plaza más animada. En mi tiempo, la fuente existía,


aunque sin estatua, y había siempre aguadores tomando el agua por unos
canalones de madera, o sentados en sus cubas, y en el resto de la plaza se
establecían un sinnúmero de carreteros con sus carros y formaban grupos al
aire libre.

No se veía mucha gente por aquella plazuela, irregular y triste. Sólo


algunos desventurados que marchaban a empeñar algo y que buscaban para su
comisión las horas del anochecer, y los domingos y los días de fiesta, los vecinos
del barrio que iban a misa.

La casa de los capellanes, antigua propiedad de las monjas Descalzas, era


una casa vieja, pero no tenía aire decrépito: su vejez era una vejez fuerte y sana.
Estaba pintada de ocre, con grandes desconchaduras, y tenía un piso bajo con
rejas, el principal con cinco balcones anchos, espaciosos, y el segundo con
balconcillos. Sobre el tejado saliente se destacaban las buhardillas, con sus
ventanas de cristales verdosos y chimeneas antiguas, de ladrillo, medio
derruidas, y otras modernas de hierro, que echaban tenues columnas de humo
en el aire siempre claro de Madrid.

Por las rejas de la calle de la Misericordia y de la de Capellanes se veían


sacos y bolas de sal, menos en una, de una encuadernación, donde se divisaban
montones de papeles y una prensa de madera. En el piso primero, a través de
los cristales, aparecían unas cortinas rojas desteñidas, y en el segundo, visillos
amarillentos.

Le habían quedado a este edificio varias servidumbres de cuando era


anejo a la iglesia, y por su escalera pasaban el capellán y el sacristán de las
Descalzas para sus habitaciones respectivas, y dos frailes carmelitas, confesores
de las monjas del convento inmediato.
El capellán de las Descalzas, el primero que conocí, se llamaba don
Agapito o don Anacleto, iba de negro y con sombrero de copa; el que le
sustituyó fue don Cristóbal Pérez Pastor, académico de la Academia Española y
hombre erudito. El sacristán se llamaba Cipriano.

La casa tenía una puerta grande, de dos hojas, con clavos pequeños, y un
postigo en una de ellas. El zaguán, empedrado con losas, era espacioso, y del
centro del techo colgaba un farol. A un lado próximo a la calle hubo, cuando yo
era chico, un puesto de zapatero remendón. En el fondo se levantaba una
covacha de madera pintada de amarillo, donde vivía el portero. Al primero de
éstos que conocí le llamaban don Francisco, y al último, el señor Paco.

El señor Paco era un poco petulante y chulo, y la criada suya, que era una
vieja, cuando le oía renegar de todo y asegurar esto y lo otro, decía: «¡Bah! No
hará nada. El señor Paco es un blando».

A la mano izquierda de la covacha comenzaba la escalera, ya vieja y


apolillada, y a mano derecha había una mampara de cristales con una puerta
por la que se pasaba a un patio con arcos.

Este patio tenía en una esquina la entrada, que daba a varios almacenes,
y en la otra, un pasillo oscuro, que conducía a otro patio pequeño, con una
fuente en la pared. El patio grande estaba enlosado y tenía en una de sus
paredes una parra, que regaba uno de los panaderos, que era gallego y
aficionado al vino. La parra daba al patio cierto aire aldeano.

Toda la planta baja estaba formada por sótanos, crujías y almacenes


negros y abandonados, con las paredes salitrosas. Uno de aquellos almacenes,
en el que no entraba nadie, tenía una fuentecita seca que representaba algo
como una cabeza de Medusa, ya rota. De la Gorgona de piedra, desfigurada a
fuerza de golpes, no quedaba casi nada.

En los cuartos interiores, a los que se llegaba desde el patio por una
escalera oscura, vivía gente rara: un medio mendigo, que andaba por las
iglesias, una señora y su hija, venidas a menos, que cosían para afuera, y una
vieja pequeña, arrugada y negra, que cuidaba de las sillas de la iglesia de las
Descalzas.

Siguiendo la escalera principal, ésta se bifurcaba después del primer piso


en un corredor con arco, que daba a los aposentos de los frailes. Después, más
arriba, volvía a bifurcarse la escalera, y por otro arco se pasaba a las
habitaciones del capellán de las Descalzas. Estos dos arcos constituían la
comunicación y la servidumbre de la casa.
En las escaleras más arriba de nuestro piso había un anchurón grande y
largo, tres ventanas al patio, al cual se llamaba por los vecinos el sotabanco, y
que pertenecía a nuestra casa. Había allí relojes parados, cajas cerradas, sacos, y
en un estante, una porción de instrumentos de platero.

El sotabanco de la calle de la Misericordia era un Rastro, un hospital de


incurables del mobiliario, en donde había de todo, un Capharnaum, como
hubieran dicho los escritores románticos de otra época.

Por la parte de atrás, el sotabanco tenía una puerta pequeña con un


montante que daba a una escalera estrecha. Por aquella escalera se llegaba a una
azotea abandonada, hecha de listones, ya podridos, y limitadas por cuerdas de
esparto.

Desde allí arriba se veía el jardín de las monjas, que tenía su estanque, y
se veía trabajar al jardinero.

Los sótanos eran también muy curiosos. Yo inspeccioné las cuevas varias
veces. En las paredes había enormes piedras de molino empotradas en el muro,
que se reconocían por las estrías y por el agujero del centro, en donde metí
varias veces algún hierro para explorarlo; salían trozos de carbón. No me
explicaba de qué podían provenir.

Encima del amasadero había un cuarto con balconcillos al patio que


abarcaba toda la pared. En ese cuarto dormían los operarios que trabajaban de
noche.

A un lado del patio había un sótano, que era de los almacenes de San
Ginés, y en otro lado, el almacén de papel, que luego se trasladó a la plaza del
Ángel.

Cuando empezó a tirarse la casa, en el suelo del sótano que entonces


ocupaban los almacenes de San Ginés, apareció un boquete enorme entre arenas
y piedra arenisca, y, si se echaba por él un periódico encendido, se veía que iba
rodando quince o veinte metros para abajo y que llegaba a gran profundidad,
iluminando las amarillentas paredes.

Se decía que nuestro sótano tenía comunicación con el convento de las


Descalzas y con el Palacio Real.

Para mí, aquella casa era muy interesante. Desde los sótanos hasta la
azotea la reconocía con mucha frecuencia.
El edificio, que era antiguo, estaba modernizado hacía treinta o cuarenta
años. En nuestro piso, todas las paredes de las alcobas estaban estucadas,
procedimiento evidentemente higiénico, pero bastante feo.

Por el patio se veía enfrente un taller de sombreros, de Abati, de la madre


del sainetero.

Esta casa de la calle de la Misericordia aparece en varias novelas mías: en


Los últimos románticos y en la segunda parte del volumen titulado El sabor de la
venganza.

El despacho era un cuarto grande, con ventana al patio, de vidrios


pequeños y papel amarillo desteñido. Tenía un armario-alacena, hecho en el
hueco de la gruesa pared, con cortinillas verdes sobre los cristales: buró de
caoba, sillas también de caoba y una caja de caudales de hierro.

En un artículo de Azorín, publicado en Ahora, titulado UN RECUERDO


A YOCK (Yock era mi perro, regalo de una chica dependiente), del que me
ocuparé después, se habla de esta casa.

«La casa», dice, «se levantaba en la esquina de las calles de Capellanes y Misericordia. Fue
derruida hace muchos años. El zaguán estaba empedrado de menudas piedras. Al fondo se veía la
escalera. La casa estaba paredaña con el convento de monjas vecino. Desde el sobrado se podían ver,
a ciertas horas, las monjas esparciéndose en el patio del monasterio. En el primer descanso de la
escalera se abría la puerta del piso. Si cuantos evocan lejanas cosas se limitaran estrictamente al
recuerdo, las descripciones serían más curiosas. En un fondo oscuro veríamos escenas, cosas y
objetos confusos y dispares. De esta casa que evocamos, ahora recordamos con toda precisión una
sala que se encontraba a la izquierda, entrando. En la sala, en este instante de rememoración intensa,
pasados tantos y tantos años, sólo vemos unos sillones, un sofá de negra y brillante gutapercha y
unas litografías colocadas en las paredes; la ventana da a un patio.»

Esta casa, como he dicho antes, había sido de un tío político mío, don
Matías Lacasa, casado con mi tía abuela doña Juana Nessi. La casa, por
entonces, era del marqués de Villamejor, y después, no sé si del conde de
Romanones o del marqués de Tovar, después duque. Uno de éstos decidió
tirarla en 1902.
III

Mi tía Juana era una señora vieja, de tipo extraño y raro. Le quedaban
pocos rastros de su antigua belleza. Tenía la nariz larga y un poco corva; casi le
tocaba con la barba; la boca, pequeña, llena de arrugas que irradiaban a la cara;
los ojos, hundidos, el arco superciliar perfectamente dibujado; el pelo, en parte
oscuro, a pesar de la edad; la piel blanca, marfileña, y en las sienes, venas
cárdenas abultadas y endurecidas. En los ojos azules había con frecuencia un
relámpago de ironía.

Yo encontraba a mi tía Juana graciosa y ocurrente. Había llevado una


vida fácil. Sin duda, su padre, mi bisabuelo, era un italiano facecioso y burlón, y
a ella, que no había aprendido nunca gran cosa, le había quedado el rastro de
sorna y de humor.

Hay un retrato en mi casa, en Vera, pintado por Gisbert, de doña Juana,


cuando el pintor era muy joven, del año 1856 o 57. Es de medio cuerpo. Como
pintura, es un poco gris y pizarrosa. Se ve una mujer bonita, distinguida,
elegante, en plena juventud, de un tipo mixto de vasca y de italiana. Tiene los
ojos grandes, la nariz bien perfilada, la boca pequeña, la cabellera en dos bandas
y una flor en el pelo; viste con un corpiño de moaré, adornado con encajes, las
mangas muy anchas y la falda con miriñaque.

Yo conocía a fondo a doña Juana y sabía lo que era y cómo era. Yo creo
que de chico y de hombre, quizá más de chico, he tenido un fondo de intuición.
No me he engañado nunca con la gente; la he comprendido con claridad tras de
sus velos. El envidioso, el vengativo, el colérico, el egoísta, los he visto siempre
con claridad de primera intención. Nunca he podido decir esa frase que tantos
repiten: «¡Qué desengaño he tenido con esta o con la otra persona! Yo le creía
tan bueno o tan generoso, y me ha resultado lo contrario».

Así no he reñido nunca con nadie. En cambio de esta acuidad para


conocer a la gente, un poco infantil, no he tenido ninguna condición para las
ciencias ni para los idiomas. Para esto y para muchas otras cosas he sido una
nulidad completa. Yo he tenido siempre una gran admiración por la ciencia y
por los científicos, aunque comprendo que no he tenido condiciones para
cultivarla.

Esa facultad de percibir el carácter de los otros, yo lo comparo al que


distingue las monedas buenas de las malas por el sonido. Esta condición no es
una condición intelectual, sino intuitiva, y yo he conocido gente de mucha
inteligencia que no la tenía, y, en cambio, gente de poca capacidad que la tenía,
y en alto grado.
No hace mucho tiempo, en el extranjero, solía hablar con un hombre de
ciencia, que, al parecer, era muy notable en su especialidad, y cuando yo le
decía mis opiniones sobre algunos políticos y sobre el motivo de sus rencillas,
después comprobado, se quedaba el hombre como diciéndose: «¿De dónde
sacará estas cosas, que a mí no se me ocurren?». Son las aptitudes de cada cual.
Yo tampoco era capaz de entender los libros que él leía.

El marido de mi tía Juana, don Matías, no tenía nada de distinguido: era


alto, seco, de cabeza pequeña, cara juanetuda, frente escasa, chato y el pelo
como lana. Debía de ser de la raza capsiense, de los comedores de caracoles.

Este señor don Matías, a pesar de ser bastante feo y bastante seco y poco
inteligente, tenía un gran prestigio entre las señoras que le conocían. Se me dirá
que era porque tenía muchos años. No lo creo. Probablemente era por su
seriedad y por su gravedad.

Otros hemos llegado a la vejez, y no hemos tenido esa respetabilidad. Sin


duda, la seriedad, aunque sea huera, tiene siempre prestigio.

Mi tía, por esta época de su vejez, era como una aparición en la casa. Se la
oía andar por los cuartos a las dos y tres de la mañana, envuelta en un chal de
color, con su cabeza torcida, su nariz de loro y la piel pálida. Se la hubiera
tomado por un espectro. Mi tía Juana había llegado a un grado de escepticismo
verdaderamente sorprendente. Yo creo que no creía más que en la comida, en
los platos bien guisados, en los huevos frescos y en los días hermosos.

En lo demás, en nada. Estimaba mucho a mi madre, que, como he dicho,


tenía una moral un tanto rígida. Creo que era la única persona en el mundo a
quien estimaba.

A veces, doña Juana tenía salidas de humor muy graciosas. Comía


mucho, sin pensar que la comida la perjudicaba y contribuía a su artritismo.
Tenía la gota, y los dedos deformados por ella.

Yo le producía una mezcla de asombro y de risa.

—Tú eres un hombre que te pones el mundo por montera —me decía.

—Y a usted le pasa lo mismo. Se ve que somos de la familia —le


contestaba yo.

—No te cases —me decía otras veces—. ¿Para qué quieres tener
engorros? Vale más estar libre, y tú eres bastante egoísta.
—Sí, es verdad —le replicaba yo—, aunque no tanto como usted.

Otras veces me advertía:

—Mira, si tienes líos, ya sabes: todo fuera de casa. Dentro de casa, nada.

—Bueno, ¿hasta dónde llega la jurisdicción de la casa? —le preguntaba


yo.

—Desde el portal hasta las buhardillas.

—Veo que es usted muy absolutista.

Mi tía había vivido parte de la juventud en Madrid, y después, en La


Habana. Se había casado ya cerca de los treinta años, y no había tenido hijos.

Mi tía decía, sonriendo:

—Allí, en La Habana, me compraron una vez dos negritas. Eran muy


guapas; pero, a veces, se ponían muy tontas, y había que darles algunos
latigazos.

—Pero ¿usted las pegaba?

—Yo, no; el administrador.

—¿Y qué hicieron ustedes con ellas?

—Las tuvimos que vender, porque, a veces, no se podía con ellas.

También indicaba:

—Las cubanas guapas solían decir: «Para marido, el español; pero para
cortejo, el cubano».

—¿Y por qué?

—Al cubano se le consideraba más gracioso y más sandunguero.

Yo, al oírla hablar, pensaba en una Agripina vieja y un poco cínica. Mi tía
y yo debíamos formar, para los vecinos, una pareja extraña.

Algunas veces, ella recordaba canciones en vascuence, oídas en la


infancia, y las cantaba con un aire muy irónico y burlón, lo cual la rejuvenecía
un momento.
Una de las que solía cantar, mirándome a mí irónicamente, era ésta:

Donostiyaco nescachacuac

calera nai dutenian

ama, piperric ez dago eta

banua salto batían.

(‘Las chicas de San Sebastián, cuando quieren marcharse a la calle, dicen: «Madre, no hay
pimienta en casa, y voy en un salto a buscarla».’)

Una de las ceremonias de la casa era el examen de los huevos, que se


compraban a cientos a varios hueveros, y, entre ellos, a un tuerto de Fuencarral.
La selección era, sobre todo, para los huevos pasados por agua. Por la noche era
cuando se examinaban los huevos al trasluz. Se ponía un cesto grande encima
de la mesa, y los mirábamos uno a uno, delante de un quinqué o de un
candelero con una vela, por entre el hueco de la mano semicerrada, como por
un anteojo. Los huevos más grandes, más claros y sin corona, eran para mi tía;
los que venían después en importancia, para mí; los otros, para las muchachas,
y los coronados del todo, para la bollería.

El cocer los huevos tenía también su intríngulis.

A mí me divertía el egoísmo de mi tía; para fastidiarla a ella, cuando me


daban mis dos huevos pasados por agua y los cascaba, le decía, fingiendo
sorpresa:

—Estos huevos que me han dado a mí son fresquísimos, y no tienen


corona. Además, uno de ellos es de dos yemas.

—Ahí está —decía mi tía—. Esas muchachas no se fijan, porque los míos
tienen bastante corona. Claro, no se fijan.

También tuvimos nuestra guerra sorda con el vino. Ella consideraba que
el final de la botella era una cosa mala, y me lo quería dar a mí; pero entonces
yo le dije que creía que el vino no me sentaba bien, y que no lo quería beber.

—Pero bebe —me decía ella.

—No. ¿Para qué? El vino no sirve para nada.

Entonces no sabía qué hacer con el final del vino, porque no se decidía
por darlo a las criadas.
IV

Cuando llegué a Madrid, me encontré con que un pariente de don Matías


había hecho una maniobra contra nosotros, y tuve que discutir con él en todos
los tonos imaginables. Cuando volvieron las cosas a su situación normal, tuve
que tomar la dirección de aquel pequeño negocio, que iba ya cuesta abajo, pero
que todavía se podía salvar. Estaba la industria en un período malo y difícil. La
guerra de Cuba y la de Filipinas se acercaba a su desenlace, que ya se
comprendía que iba a ser malo; las harinas iban subiendo de precio, había más
competencia que nunca, y los obreros comenzaban a mirar al patrón como a un
enemigo.

En algunas cuestiones de éstas, todas las iniciativas eran inútiles y a


veces perjudiciales. Lo más lógico resultaba mal, y lo más rutinario, mejor; pero
no se podía seguir siempre la rutina, porque, unas veces la autoridad y otras los
obreros, la rechazaban.

Si yo hubiera tenido verdadero entusiasmo por ser rico, creo que lo


hubiera conseguido en diez o doce años; pero no tenía afición, y más que el
balance de la casa, me preocupaba el contar unas horas libres para leer o para
escribir.

Entre los obreros y repartidores había tipos curiosos, casi todos gallegos,
de la provincia de Lugo, gente tranquila; pero algunos, fantásticos y raros.
Recuerdo uno, llamado Balbino, muy suave y muy amable; pero que luego le
pegó una cuchillada a uno, y estuvo en la cárcel. Había también algunos
asturianos, maragatos y castellanos. Entre ellos había discusiones regionales
muy curiosas. El más inteligente de todos los obreros era Manuel Lence, a quien
yo conocí de chico; le insté a que aprendiera a hacer cuentas, siguió en la
industria, y se hizo rico. Suerte merecida.

La conversación de los panaderos, casi todos gallegos, entreverada con


las frases de algún madrileño, mientras trabajaban de noche en la masa,
constituía una melopea plagada de alusiones oscuras y ambiguas para el que no
estaba en las intimidades de la vida de los trabajadores. Rimaba también un
poco con la monotonía de la labor.

—Bien marchas, ¡oh Cabanela! —decía alguno.

—Cabanela es un tripulante que sabe adónde va…

—A tocino sabe Cabanela…

—¡Qué más quisieras tú que saber a tocino!…


—Has estado bien hombre; pero que muy bien…

—Aquí estamos todos al file, y conocemos la marcha…

—Y la pista acuática[5].

—¡Léveme o demo, Ferreiro!… Tú llegarás.

—Sí, llegará a dar con la cabeza en el pesebre…

—Bueno, en el pesebre estamos todos, Rábade…

—No todo el que quiere está en el pesebre.

—Para ti, Perico, el pesebre es el frasco de vino…

—¿Y para ti, no?… Lo que te pasa a ti, Domingo, es que la parienta no te
deja y te quita los cuartos.

—No te entusiasmes…, ¡oh!, que a ti tampoco te deja «la Zamorana».

—¿A mí? ¡Vamos, hombre!… Si yo estoy divorciado… Soy solterito.

—¡Qué golfante eres, Lamela!

—Los golfantes están en la Puerta del Sol.

—Y las golfantas también.

—Ya está uno cansado de mujeres viejas, y lo que quiere uno son
chavalitas jóvenes.

Y así seguía la charla, produciendo a veces risas que el extraño no


comprendía su causa.

Otras veces, la conversación se refería a pueblos de Galicia, y se hablaba


de Santa María de Castañeira o de San Juan de Berreiros o de alguna aldea cuyo
nombre sonaba de una manera parecida.

El empleado que había en la casa, un andaluz de cuevas de Vera, era de


lo más negado que puede ser una persona, y tenía una idea de sí mismo como
no la tendría Newton o Galileo.

Estaba convencido de que todo lo conocía él como nadie, principalmente


las cuestiones de la industria. Luego, al poco tiempo, pude comprender que en
diez o doce años que estaba allá no se había enterado de nada, ni aun de lo más
elemental.

Era medio tartamudo, con lengua de trapo, y no tenía facilidad ninguna


de expresión; pero esto no evitaba que se creyera un Demóstenes.

Usaba con frecuencia la frase: «Pues yo le digo a usted…».

Y al comenzar decía: «Pue…, pue…, pue… yo le digo a usté».

Y los obreros le llamaban Puepue y Popó.

Desde el primer momento me di cuenta de que la prosperidad había


vuelto la espalda al negocio de la panadería.

Cogí una época bastante mala. Era el final de la guerra de Cuba, y la vida
de la industria y del comercio de Madrid estaba decaída, en un momento de
depresión. Para mi empresa me faltaba capital, y no lo pude encontrar, por más
ensayos que hice. Iba, venía, hablaba a uno y a otro. La verdad es que no
encontré más que usureros.

En aquella época, los trabajadores madrileños comenzaron en todas las


industrias a asociarse y a considerar como enemigo suyo al patrono. Para gente
como yo, de ideas liberales, era lógico y natural que el obrero se pusiera contra
el patrón explotador y déspota, pero no contra el que le trataba bien; pero la
moral de clase que comenzaba era otra, y el obrero tenía que ponerse contra
todos los patronos.

Entre estos obreros había gente que sabía cumplir su palabra; pero había
otros para quienes prometer y no cumplir no tenía la menor importancia.

De amigos y colaboradores se convirtieron con una facilidad


extraordinaria en enemigos de los industriales. Fueran pequeños o grandes,
tuvieran éstos para ellos atenciones o no las tuvieran, era igual. La antigua
amistad se había convertido en una tendencia de suspicacia, de animosidad y
de sorna.

Yo me consagré por entero al trabajo, y terminé haciendo la vida de un


panadero. En el fondo, no me disgustaba aquello, que juzgaba como una
experiencia curiosa. Me había propuesto ver si podía trabajar de firme cuatro o
cinco años, y llegar a ser un señor burgués y bien colocado en la vida. Alternaba
con los obreros, alguno que otro alemán, y yo mismo, que no he tenido ninguna
idea de clase, solía presentarme como hornero en algunos lugares que
frecuentaba en compañía de trabajadores. En varios sitios me tomaban también
a mí por alemán.

Los panaderos de mi casa, la mayoría, eran muy aficionados al vino, cosa


muy natural en gente que tenía que hacer un trabajo rudo y de noche. Las
tabernas que frecuentábamos como centro de reunión, una era un pequeño
restaurante de la calle de Capellanes, entre nuestra calle y la plaza de Celenque,
que se llamaba Petit Fornos. También solíamos ir a una taberna del callejón de
Preciados, al lado de un prostíbulo, y a otra de la plaza del Carmen. Yo me
aficioné a la cerveza, y solía ir con frecuencia al Petit Fornos con los obreros de
casa. Recuerdo que una vez un obrero madrileño, que nos veía beber, dijo con
cierto asombro: «Estos alemanes son capaces de beberse un carro de cerveza».

Había un alemán que nos dijo una vez que los verdaderos gustadores de
cerveza no la bebían helada, sino solamente fresca, y nosotros a veces solíamos
beber la cerveza metiendo antes las botellas un momento en una caldera de
agua caliente, para quitarle la impresión de cosa fría.

En la taberna del callejón de Preciados, que fue después de un hornero


de casa, solíamos tener también grandes reuniones.

Recuerdo, y lo he contado, lo que me pasó una vez con un viejo mendigo


bastante bien vestido y con bastón. Éste se acercaba a algún jovencito que volvía
a las altas horas de la noche, le abordaba y le decía:

—No sé si habrá usted notado que le vengo siguiendo.

Según el tono de la contestación del jovencito, en la que advertía


indiferencia o miedo, el mendigo seguía con voz temerosa:

—Pues, sí; le vengo siguiendo. Se me ha muerto una hija en la flor de la


edad, y no tengo ni una vela para poner junto al cadáver. Eso me pasa a mí, que
he servido a la patria… Estoy desesperado…, dispuesto a todo.

Si el jovencito sentía miedo, era posible que le diera el dinero que tuviese.

A mí aquel truhán me detuvo una vez en la calle de Preciados, y me hizo


la pregunta consabida, en tono trágico. Yo le contesté que no le había advertido,
porque estaba un poco sordo; pero que, si quería, podíamos entrar en la taberna
próxima del callejón de Preciados, y en ella me podía explicar lo que quería.

El hombre aceptó, y entramos en la taberna, y yo pedí dos vasos de vino.


Había allí unos cuantos panaderos gallegos de mi casa, y se echaron a reír.
—¿Viene usted aquí con este borrachín indecente? —me preguntaron—.
¿Le ha hablado a usted de que se le ha muerto una hija?

—Sí.

—¿Quiere usted que le peguemos una paliza?

—Hombre, no. ¿Por qué?

El padre desconsolado, que tenía cara de pillo, sin replicar nada, cogió la
puerta y salió corriendo como un gamo.

Nuestro pequeño barrio tenía su interés. Nuestro portero, don Paco, era
un pedante muy gracioso. Hablaba de sus épocas de estudio como si para ser
portero se necesitara estudiar algo.

Había también en un esquinazo de la calle de Capellanes, que mi tía, no


sé por qué, llamaba «el Martillo», un zapatero cojo y republicano, muy
entretenido.

Cerca de casa, otro portero era un carterista que salía al portal con el pelo
rizado, los bigotes con sortijillas, unos pantalones estrechos con muchas arrugas
y unas botas de charol.

También las mujeres y las viejas del prostíbulo del callejón de Preciados
daban mucho que hablar.
V

Alguno me decía que debía casarme.

Yo no tenía una buena situación para hacer un mediano efecto en una


familia de la burguesía.

—¿Quién es ese tipo? —preguntaría la mamá, si me viera tener alguna


asiduidad con la niña de la casa.

—Es un tipo raro. Es panadero.

—¿Panadero? Será rico.

—No, parece que no. Creo que es médico y escribe en los periódicos.

—Entonces es un golfo.

—Sí; eso parece. Además, va a las tabernas y anda acompañando a unas


chicas desastradas, que deben de ser chalequeras, o algo así.

—¡Qué horror!

Yo supongo que, en esta época, la muchacha española, joven, de la


burguesía, por la gran presión social que obraba sobre ella, miraba el
matrimonio como una carrera que terminar.

Con mujeres así no había un diálogo fácil, y, naturalmente, en ellas


existía el convencimiento de que el hombre sin medios era una cantidad
negativa igual a cero.

Cuando algunas personas, sobre todo mujeres, me preguntan por qué no


me he casado, pienso que no soy un hombre bien adaptado a la vida corriente.
Yo soy un tipo a quien podría llamársele no conformista apacible.

Muchas veces, donde la gente trasnocha yo madrugo, y donde la gente


madruga yo trasnocho, no por espíritu de llevar la contraria, sino porque me
parece más oportuno.

Si yo hubiera sentido una gran pasión larga, me hubiera casado si


hubiera podido; pero en eso fui también versátil. Ahora, casarme por ser un
señor respetable y bien colocado, eso no lo hubiera hecho. No me interesaba
nada.
Lo que quería era hacerme independiente. Estaba dispuesto, como he
dicho, a trabajar durante cinco o seis años con asiduidad. Las dificultades de la
industria eran muy grandes. A veces se presentaban varios cobradores con sus
facturas en mi despacho, y había que torearlos y hasta escaparse por una
ventana si era necesario.

Por entonces recuerdo haber ido con una muchacha parroquiana de la


casa a visitar a una echadora de cartas y adivinadora que vivía en la calle del
Pez.

Claro que yo creía en esto como en la carabina de Ambrosio.

La buena señora, que no tenía facha de tonta, sino que más bien parecía
muy lista, fracasó conmigo completamente. Después de hacerme cortar las
cartas varias veces, no sé si con la mano derecha o con la izquierda, me dijo una
porción de cosas que no se acercaban en nada a la verdad.

Me dijo que estaba en un momento difícil, que tenía negocios


embrollados, que me esperaba una herencia, que recibiría una carta, que tenía
enemigos emboscados, que una mujer me quería mal, pero que otra me
favorecería y me sacaría adelante. En resumen: nada de provecho.

Casi cincuenta años después, una poetisa argentina que estaba en París
nos dijo a un escritor compatriota suyo y a mí que la acompañáramos a una
feria que se celebraba debajo del metropolitano, en el bulevar de Grenelle y el
de Garibaldi, porque quería consultar con una adivina cartomántica o
metoposcopiana.

A pesar de que era un día de invierno frío que nevaba y corría un viento
desagradable, no se encontró una adivina vacante; todas sus roulottes estaban
llenas de público.

Probablemente, con más sentido del misterio que yo, este público de
curiosos tomaría en serio toda esa historia, siempre la misma, de la persona
amiga y de la enemiga y de la carta que va a llegar, y de otras cosas vagas por el
estilo.
VI

Veía, al cabo de un año o dos de trabajo, que no salía a flote, que la


probabilidad de ser un rico industrial era cada vez más lejana. Entonces le hablé
a mi tía:

—Mire usted —le dije—, las circunstancias son malas. Este negocio no es,
ni mucho menos, lo que era antes. Yo hago lo posible por enderezarlo. Pero no
sé si lo conseguiré. Todos los obreros y repartidores se van poniendo contra
nosotros. Lo mismo da tratarlos bien que tratarlos mal. Yo creo que cuanto
mejor se los trata, es peor.

—¿Y qué hacemos?

—Usted piense lo que quiere hacer. Si tiene usted algún dinero, quizá lo
mejor sería que dejara usted esto, y se fuera a vivir a una buena pensión.

—No, no. ¿Y tú?

—Yo me iría otra vez de médico a un pueblo.

—Yo no quiero cambiar; prefiero vivir en la casa.

—Pues si usted quiere seguir con la casa y tiene usted algún dinero, yo
creo que lo mejor sería que lo sacara usted, y veríamos de pagar algunas deudas
apremiantes de la industria, sólo de la industria, y compraríamos harina para
unos meses.

—Bueno, pues ya lo pensaré.

A los dos o tres días estaba en el despacho cuando entró mi tía, que
acababa de salir en coche y que iba vestida como de fiesta, y me dijo:

—Ven a mi cuarto.

Fui a su cuarto, cerró la puerta con llave, abrió luego un armario, y, con
las manos deformadas de la gota, me trajo dos bolsas llenas, que dejó sobre un
velador con una risa irónica y un poco triunfante.

—Abre esos sacos, y cuenta —me dijo.

Abrí los sacos, y los vacié en la mesa, formando un montón de oro.


Estaba formado por centenes, o sea monedas de cien reales o veinticinco
pesetas. Empecé a contar y a hacer columnas de monedas de oro. Había no sé
cuánto, cerca de cuarenta mil pesetas.

Aquello parecía una escena de Quintín Metsys o de Marinus.

Al día siguiente fui a la tienda que se llamaba la Lonja del Almidón, que
no recuerdo bien si estaba en la plaza del Ángel o al comienzo de la calle de la
Cruz, a cambiar el oro.

Puse las monedas en el mostrador, y el dependiente separó ocho o diez,


y, sin pedirme permiso a mí, las cortó con unas grandes tijeras, porque dijo que
eran falsas, de platino. Entonces valían dos o tres pesetas cada una menos que si
fueran de oro; ahora, en cambio, hubieran valido muchísimo más.

Con la cartera llena de billetes fui a casa.

Pagamos muchas cosas. Algunas excesivamente, y llenamos el almacén


de harina.

Don Matías Lacasa, el marido de mi tía Juana, que era un hombre que
creía en su talento industrial, y que yo creo que no tenía ninguno, ni industrial
ni de otra clase, había adquirido prestigio entre sus amigos, y muchas personas
le habían confiado dinero para que lo colocara como le pareciera. El señor
Lacasa, para todo tan sabio, no había hecho más que tonterías. Era el tipo de
buen burgués incomprensivo y petulante. La seriedad del burro impresiona.
Don Matías había hecho perder dinero a bastante gente con sus iniciativas poco
hábiles, entre ellas a una señora francesa que vivía cerca de Orthez. Mi tía quiso
que se le resarciera de parte de su pérdida.

Naturalmente, saldadas las deudas a uno y a otro, el dinero se redujo a


muy poco, y no tardó mucho tiempo en que la crisis comenzara de nuevo.—
Hemos empleado el dinero, y esto no se arregla —dijo mi tía.

—Es natural —le contesté yo—. Si quiere usted pagar las deudas, como
quien dice morales, de su marido, y no cobrar lo que le debían, se quedará
usted sin un cuarto enseguida. Yo hablaba de pagar las deudas de la industria.

Mi tía, la pobre señora, no tenía sentido ninguno de claridad; a las


personas amigas quería pagarles y a las no amigas no ocuparse de ellas.

Yo le decía:
—No se puede pagar a unos acreedores y a otros no. Tampoco se puede
pagar a todos los acreedores y no cobrar de ninguno de los deudores, porque
entonces hay que cerrar esto. Usted verá lo que hace.

Se siguió un sistema, en parte caprichoso, hasta que se vio que era la


ruina.

—¿Y los deudores no pagan? —me preguntaba doña Juana.

—¡Qué van a pagar! Dicen que reclamen los herederos por el juzgado.
Primeramente, no hay herederos, y si los hubiera, dentro de cincuenta años
quizá se aclarara la cuestión.

Mi tía, que nunca se había ocupado más que de comer bien y de vestirse
elegantemente, se olvidaba de lo que decía yo, y pasaba enseguida a ver si la
cocinera había comprado unos espárragos buenos o unas peras bien maduras.

Por el momento, no nos molestaban los acreedores; pero por eso los
obreros, que estaban inquietos por otros motivos, no se tranquilizaban.

Al dependiente andaluz, con su lengua de trapo, que era de una


inutilidad perfecta, pero que se creía un águila, tuve que despacharlo, porque
no me servía más que para perturbarlo todo.

La situación de la industria empeoraba. Entonces, en compañía de mi


antiguo amigo Pedro Riudavets, me dediqué a jugar a la Bolsa.

Teníamos como agente a un empleado del banco; pero este hombre hacía
unas cuentas que eran como las del Gran Capitán, y, a pesar de que debíamos
ganar, porque teníamos suerte, no ganábamos más que muy poco.
VII

Entonces mi padre, que veía que andábamos siempre con dificultades,


habló a un amigo suyo de San Sebastián, el señor Axxx, y me dijo que éste se
hallaba dispuesto a ayudarme.

Me citó en el Café Suizo; fui a verle y a llevarle papeles y cuentas.

Mi padre tenía gran amistad con Axxx y gran confianza. Le había dejado
hacía poco ocho o diez mil pesetas. Este dinero era producto de dos años de
trabajo particular que había hecho mi padre a la Sociedad Echevarrieta y
Larrinaga, de Bilbao, y Axxx lo devolvió cuando quiso o como quiso, sin pagar,
naturalmente, ningún interés.

Cuando fui a ver al señor Axxx, en el café, le expliqué el asunto.

La panadería daba, marchando normalmente, unas cuarenta mil pesetas


de beneficio al año; pero estaba en un momento difícil. Axxx dijo que reuniría
otras cuarenta mil, él pondría veinte mil, otras diez mil su amigo Bxxx y otras
diez mil pediría a un señor Cxxx, de San Sebastián. Y luego haríamos una
sociedad en que los beneficios se repartirían a medias. La mitad de los ingresos
me correspondería a mí, con la cual yo pagaría la casa y los gastos de mi
familia, y la otra mitad quedaría para él y sus amigos.

Yo, la verdad, al principio no comprendí bien la proposición, porque he


sido siempre torpe para las cuentas; pero luego vi que era una proposición
inaceptable.

La segunda vez que vi al señor Axxx le dije claramente que el proponer a


un amigo de la infancia, como, según él, era mi padre, el prestarle a más del
cincuenta por ciento, constituía una proposición usuraria, y que para eso era
mejor cerrar la industria. Nos separamos fríamente.

Luego, en la calle, quería saludarme; pero yo, con ostentación y


satisfacción, volvía la cabeza.

Yo le dije a mi padre: «Vale más el usurero de la calle que tus amigos».

Mejor hubiera sido decir vale lo mismo, porque ni el usurero de la calle


ni los amigos dan casi nunca nada más que en condiciones muy onerosas.

Por cierto que el hijo de Cxxx, que estaba enfermo y era simpático, me
dijo una vez que me encontró en el teatro de la Zarzuela:
—Oye, me parece que te escapas de mí.

—No, hombre, no.

—Sí; y te tengo que advertir que si a nombre de mi padre o de algún


amigo te han hecho una proposición que no te convenía, yo no tengo la culpa,
¿eh?

—Ya lo sé.

Y nos despedimos afectuosamente.


VIII

Como los amigos no daban resultado y la Bolsa tampoco, yo pensé


abandonar ambas cosas. Por entonces venía a casa un primo de mi madre
llamado Justo Goñi. Justo había nacido en Jerez; pero, a pesar de su nacimiento
en Andalucía, mostraba gran entusiasmo por su origen vasco. Su edad, cuando
le tratamos en casa, sería entre cuarenta o cincuenta años. Era hombre original,
muy individualista y muy ocurrente.

Tenía una preocupación étnica mucho antes de que se generalizaran las


teorías de los antropólogos racistas, y le preocupaban e intentaba aplicarlas a la
vida.

Solía venir alguna vez a la calle de la Misericordia, y luego, mucho más


frecuentemente, a la de Mendizábal.

Yo le encontraba a veces en la calle, y me solía parar para decirme:

—Oye, dile a tu madre que pasado mañana iré a comer a vuestra casa.

Yo se lo decía a mi madre.

Pero me sucedía en alguna ocasión que se me olvidaba dar el recado, y


entonces Justo, al comprobar el olvido, se incomodaba, porque consideraba que
no se le tenía consideración y, sobre todo, porque no había en la mesa ningún
manjar preparado especialmente para él.

—Tu madre vale mucho más que todos vosotros, contando a tu padre —
me decía una vez.

—No digo que no.

—¡Qué aceptación del Destino! Porque tú protestas enseguida, y yo


también. Creemos que nos pisan la cola. Ella no protesta.

—Sí, es verdad. Todos no tenemos esa resignación.

En cuanto a política, Justo, que era un humorista, se declaraba


consecuente lector de El Cencerro, periódico popular, y decía que se iba a leerlo,
al sol, a la Dehesa de Amaniel, y que por este periodiquito se informaba
perfectamente del rumbo que tomaba la política española y la internacional.

Justo era hombre interesante en el trato. Por entonces estudiaba


medicina. Más de una vez que nos encontrábamos en la calle hablábamos de
medicina, y él se inclinaba a la homeopatía. También hablábamos de etnografía
y de sociología. Salían a relucir iberos, celtas, germanos, etcétera.

Recuerdo que un día estuvimos debatiendo este asunto por la calle de


Alcalá. Pasaron cuatro o cinco meses después sin vernos, porque él tenía estas
ausencias; pero, al cabo de ese tiempo, me vio, se acercó a mí, y sin bajarse el
embozo de la capa, me dijo: «Con relación a lo que decíamos de los celtas…», y
continuó hablando como si el tema lo hubiéramos discutido momentos antes.

Justo tenía una serenidad y una ironía acerada. Las réplicas suyas eran
siempre graciosas.

Una vez, Sánchez Gerona, grabador y comerciante de estampas, nos


contaba a él y a mí que siempre que hacía una excursión al campo iba provisto
de una aguja y de tijeras. Justo le preguntó muy serio, con su acento jerezano:
«¿Es que es usted sastre?».

Se dedicaba mi primo a jugar a la Bolsa, de la que sacaba para vivir.

—Cuando voy a la Bolsa —decía—, todos aquellos aguiluchos me miran


como a una palomita cándida; pero cuando van a darme un picotazo en el
cuello se dan cuenta de que llevo un collar de jierro.

Relataba otras muchas cosas con su acento andaluz. Decía que cuanto
más quejas y lamentos se escucharan en la Bolsa, había que permanecer más
tranquilo, y, para ofrecer un ejemplo, refería el caso del padre Antoñete, de
Jerez, que había ido a Filipinas acompañando a un viejo capitán de barco nacido
en San Sebastián.

El padre Antoñete, al embarcarse, oyó a uno de los marineros que decía


que cuando la tripulación de un navío se dedicaba a las maldiciones y a las
blasfemias, era señal de que no había ningún peligro inmediato; pero que si los
hombres de a bordo empezaban a rezar y a encomendarse a los santos, entonces
había que pensar que la situación era grave y desesperada. Poco después,
añadía, le cogió al barco un temporal deshecho, al doblar el Cabo de Buena
Esperanza. Los marineros blasfemaban como energúmenos y la embarcación
parecía a punto de naufragar; pero el padre Antoñete permanecía tranquilo,
confiado en lo que le habían dicho, y de cuando en cuando elevaba los ojos al
cielo y exclamaba: «Alabado sea el Señor, todo marcha bien».

También contaba Justo anécdotas de Ibarreta, el viajero que exploró el


Chaco, y que murió allí después de casarse con una princesa india. Ibarreta
había sido condiscípulo suyo en la Academia de Ingenieros Militares en
Guadalajara. Mi primo había empezado la carrera de ingeniero militar, pero no
la acabó. Luego estudió la de abogado, que también dejó a medio acabar, y, por
fin, se hizo médico.

Como era homeópata, los dos solíamos discutir a veces con violencia.

Él me reprochaba la vulgaridad de la medicina corriente, porque, según


él, los homeópatas no daban los medicamentos como los demás médicos, lo
mismo a una persona que a otra, sino que en cada persona tenían en cuenta,
principalmente, el carácter.

—¿Cómo voy a dar yo el sulfur o la pulsátila a una mujer morena y


fuerte en la misma dosis que a una rubia pálida y llorosa?

Yo le llevaba la contraria, y le decía que no aceptaba más que los


fenómenos ostensibles, y que la acción de medicamentos que se suponía que
existía, pero que no estaba comprobada, a mí no me hacía ningún efecto ni creía
tampoco en ella.
IX

Nunca me había imaginado que mi intervención en el negocio de mi tía


doña Juana Nessi concitara contra mí los rencores de un pariente de don Matías
Lacasa. Este pariente se presentó en la calle de la Misericordia cuando no hacía
mucho aún que yo había llegado de San Sebastián. Venía el hombre de
Andalucía.

Al principio no dijo nada, se mostró amable conmigo; pero luego dio a


entender, por sus conversaciones con los obreros, que consideraba una
usurpación el que yo dirigiera el negocio de la casa, y comenzó a hacerme una
guerra sorda. Desde luego, yo no le presté atención, a pesar de su actitud.

Alguno de mis obreros, como le observara y viese que se daba al vino y


se emborrachaba a menudo, me advirtió que anduviese con cuidado.

—Es un boceras —comenté yo—, no creo que haga nada.

—Pues yo le digo a usted que es un hombre de mala sangre cuando está


un poco cargado.

Ocupaba yo en la casa un cuarto pared por medio del de mi tía, con dos
puertas, una al comedor y otra a la alcoba de doña Juana.

Una noche, serían ya la una o las dos, y estaba yo a punto de dormirme,


cuando oí ruido de pisadas en el comedor, y al poco tiempo el raspar de un
fósforo en la caja de cerillas.

—¿Quién es? ¿Quién anda ahí? —pregunté en voz alta.

—Abra usted —dijo la voz del pariente.

—Ahora voy. Espere usted que me vista.

La puerta de mi cuarto que daba al comedor tenía un pestillo endeble. Lo


eché. Por fortuna, al intruso no se le pasó por la cabeza empujar. Me vestí y
arrastré la cama de modo que impidiese el que la puerta se pudiera abrir.

—¿Abre usted o no? —gritó el hombre, furioso.

—Pero bueno, ¿qué es lo que usted quiere?

—Ya he dicho que tengo que hablarle.


—Yo no tengo nada que hablar con usted.

—¿Abre usted o no?

—No. Déjelo usted para mañana.

El pariente se puso a blasfemar y a dar gritos descompasados.

Fui a la habitación de mi tía, que preguntaba con voces lamentables qué


ocurría. Cerré también la puerta con el pestillo, y expliqué a doña Juana lo que
pasaba. Ella se incorporó en la cama, y empezó a temblar y a sollozar.

—Tiene un revólver, y quiere matarte —decía.

—Bueno, ya veremos. Lo que siento yo es no tener un arma.

—No digas eso.

Me chocó, porque vi que mi tía tenía cierto afecto por mí.

El hombre daba tremendos puntapiés a la puerta de mi cuarto. Sin duda,


iba y venía nervioso, y acabó por tirar al suelo una palangana y una jarra. Con
el estrépito se despertaron las muchachas, y una de ellas, por una puerta, llamó
en la habitación de mi tía. Le abrí, y se enteró de lo que pasaba. Era una
alcarreña muy tranquila, muy burlona y muy valiente. Se presentó delante del
borracho y le dijo con su voz chillona:

—Pero ¿qué hace usted aquí?

—¿Dónde está ése? Le voy a matar, porque ese hombre es un falso. Es un


canalla.

—Usted es tonto —le replicó la alcarreña—. ¿No ha oído usted que hace
un momento ha abierto la puerta y se ha marchado?

—No, no he oído nada. ¿Y dónde habrá ido?

—Seguramente, abajo.

El borracho, sin dejar de vociferar, salió del cuarto, recorrió el pasillo y se


marchó de la casa, pegando un golpazo.

Después de esta escena yo ya no le volví a ver.


X

No todas fueron, naturalmente, cosas desagradables en la etapa en que


fui industrial.

En el despacho de pan estaban empleadas como vendedoras dos chicas


de buen carácter, dispuestas siempre a divertirse con cualquier nimiedad y a
mirar el lado cómico de cuanto ocurriera. Una de ellas era sobrina del maestro
Barbieri, había vivido con él, se llamaba María Antonia. El nombre de la otra era
Ascensión, una chica que tenía unos ojos enormes que hacían que tuviera gran
éxito.

María Antonia tenía mucha inteligencia y mucho ingenio. Ascensión era


más coquetona y más amiga de hacer conquistas. Yo hablaba mucho con ellas,
porque tenía largos espacios de tiempo en que yo no tenía más trabajo que
esperar.

Venían también a buscarme a casa muchos amigos, porque el sitio era


céntrico y estaba muy a mano. Uno de éstos era Leandro Alloza, de Castellón,
estudiante de ingeniero de caminos.

Alloza, que era pequeño de estatura, tenía un condiscípulo gigantesco,


que se llamaba Herrera, que medía más de dos metros de altura.

Lo traía a casa, y también a Bellido, joven sonriente que venía a estudiar


para perito agrónomo. Éste era de Burriana, y tenía una cara redonda y
aniñada. Era original. Hablando de su pueblo, decía: «Allí, ya se sabe, todo el
mundo tiene la misma consigna: conservar lo que se tenga y robar lo que se
pueda».

Alloza venía con frecuencia a buscarme a la panadería. Su hora favorita


era después de medianoche. Acostumbraba a llamar a una ventana baja con
rejas de la calle de Capellanes, que daba al sitio donde estaba la cocina del
horno. Pedía la llave, se la entregaba el ayudante o el mozo, volvía la esquina,
abría y se colaba dentro de casa, dispuesto a no salir solo.

—¡Eh!, tú, ¡che!, vamos —me decía.

—Pero es muy tarde —contestaba yo.

—No importa.

—Claro que no importa para ti, porque tendrás tiempo para dormir; pero
yo, no.
—Anda, che. Vámonos.

Y nos lanzábamos a la calle.

Como la noche solía ser muy avanzada, concurríamos, naturalmente, a


los puntos de cita de los trasnochadores, cervecerías, cafés cantantes, etcétera, y
por Carnaval acudíamos a los bailes de máscaras de medio pelo. Conocía yo,
por la panadería, a muchas criadas y modistas que se dejaban convidar sin
remilgos.

La verdad es que ni mis amigos ni yo teníamos con ellas ningún éxito. Se


veía que nos consideraban, como dicen los americanos galicistas, cantidades
«negligibles».

Además, supongo que a la mujer no le gusta siempre el hombre


excesivamente masculino, ni al hombre le gusta constantemente el tipo de
mujer muy femenino.

El sexo no es ni orgánica ni psicológicamente una manifestación absoluta


de signo contrario; a un lado más y al otro menos. Eso es en la Biblia y en las
sociedades absolutamente patriarcales. Hay muchas mujeres que, siendo
mujeres, son de espíritu más masculino que los hombres, y hombres que, siendo
hombres, son de gusto más femenino que muchas mujeres.

Además hay hombres completamente masculinos en cuyas secreciones


internas se encuentran hormonas femeninas, y mujeres femeninas
exageradamente que expelen hormonas masculinas.

Esto molesta a la gente petulante, que cree que ser hombre es una gran
cosa.

Es una idea semítica falsa, y yo creo que bastante ridícula, eso de pensar
que el hombre es la fuerza, la inteligencia, el valor, etcétera, y que la mujer es la
gracia, la debilidad y demás.

Nietzsche dijo lo contrario, con la misma posibilidad de exactitud, en


estas o parecidas palabras: «La mujer, la inteligencia; el hombre, la sensibilidad
y la pasión».

Mi amigo Alloza no sólo venía a sacarme de casa, sino que a veces


entraba conmigo en el sitio de amasar y de cortar el pan y trabajaba en algo,
como yo. A veces convidaba a un frasco de vino a los obreros.
Otro que se reunía con nosotros, amigo de Alloza y mío, era Victoriano
Alberdi, de San Sebastián, que estaba empleado en la Embajada francesa, y, a
pesar de ser muy patriota, se mostraba entusiasta de París y hablaba el francés
como un parisiense, quizá con pocas palabras.

Alguna vez, Alberdi, en el pasillo de la panadería, cantaba, en broma,


exagerando la petulancia, canciones del tiempo de Sadi Carnot y del general
Boulanger, imitando a Paulus el chansonnier. Comenzaba con el recitado del
Père la Victoire:

Nous l’avions surnommé le Père la Victoire.

Devant son cabaret nous l’écoutions parler;

or, un jour qu’il voyait des pioupious défiler,

il nous dit, tout joyeux, en nous offrant à boire.

También sabía:

Ma sœur qu’aime les pompiers

Acclame ces fiers troupiers,

Ma tendre épouse bat des mains

Quand défilent les saint-cyriens,

Ma belle-mère pousse des cris,

En reluquant les spahis,

Moi, je faisais qu’admirer

Notre brave général Boulanger.


XI

Tipo curioso que figuraba en nuestras partidas era un tal Maximiano,


estudiante de arquitectura, de Pontevedra.

Maximiano era un hombre flaco, nervioso, de cara escuálida, nariz


afilada, una zalea de pelos negros en la barba, ya con algunas canas, y la boca
sin dientes, de hombre débil.

Me llamaba la atención, al principio de conocerle, el aire un tanto


misterioso de Maximiano. Después encontré el motivo. Nuestro amigo estaba
enamorado de una cómica, la Bru, entonces estrella del género chico.

Maximiano me tomó por confidente, y me contó sus amores con toda


clase de detalles.

Ella también estaba enamorada de él, según me aseguró mi amigo; pero


existían una porción de dificultades y de obstáculos que impedían la
aproximación del uno al otro.

A mí, como lector de novelas, me gustaba encontrarme con un tipo así.


En las novelas se daba casi como anómalo un hombre joven sin un gran amor;
pero en la vida, lo anómalo era el encontrarse con un hombre enamorado de
verdad. El primero que conocí fue aquél.

Pronto me di cuenta de que se trataba de un perturbado de la clase de los


apacibles y soñadores.

Maximiano padecía un romanticismo intenso, mitigado en algunas cosas


por una tendencia beocia de hombre práctico.

Creía fervientemente en el amor y en Dios; pero esto no le impedía


emborracharse y andar de juerga con frecuencia. Según él, había que dar al
cuerpo sus necesidades mezquinas y groseras y conservar limpio el espíritu.

Era un poco como los priscilianistas del principio de la Edad Media.

Delante de los otros amigos, el estudiante no hablaba de sus amores;


pero cuando me cogía por su cuenta, se desbordaba. Sus amores no tenían fin.

A todo le quería dar una significación complicada y fuera de lo normal.

—Chico —decía, sonriendo y agarrándome del brazo—. Ayer la vi.


—Hombre, ¡qué suerte! Hay que hacer una ofrenda a la Fortuna.

—Sí —añadía con gran misterio—. ¡Qué delicadeza tiene esa mujer!

—Pues ¿qué pasó?

—Figúrate que ayer la fui siguiendo hasta su casa, y cuando ella subía a
su cuarto se encendieron las luces; pero nadie cerró las persianas. Es raro, ¿eh?

—¿Raro? ¿Por qué? —preguntaba yo.

—Es que luego apareció una criada en el balcón y tampoco las cerró.

Yo me quedaba mirándole y me preguntaba cómo funcionaría el cerebro


de mi amigo para encontrar extrañas las cosas más naturales del mundo y para
creer en la belleza extraordinaria de aquella cómica que a mí no me parecía
nada de particular.

Algunas veces íbamos por el Retiro, charlando; el hombre se volvía, y me


decía misteriosamente:

—Mira, cállate ahora.

—Pues ¿qué pasa?

—Que aquel que viene allá es uno de los enemigos míos que le hablan a
ella mal de mí. Viene espiándome.

Yo me quedaba asombrado. Cuando tuve más confianza con él, le decía:

—Mira, yo que tú, me presentaría a la Sociedad de Psicología de París o


de Londres, y le diría al presidente: Aquí vengo a que ustedes me estudien.

Él se reía y pensaba que yo no había llegado todavía a su estado de


perfección.

Una noche vino contando que había visto a la Bru que entraba en una
casa un tanto sospechosa, acompañada por un político bastante conocido por
chanchullero.

Maximiano dijo que se acercó al político, y le preguntó tranquilamente:

—¿Quiere usted hacer el favor de decirme por qué acompaña a esa


señorita?
El político, extrañado, le preguntó, a su vez, a mi amigo:

—¿Y usted qué es?

—Yo soy estudiante.

—¿Y cómo se llama usted?

—Maximiano L.

—¿Y usted no ha comprendido por qué acompaño yo a esa mujer?

—No.

—Pues entonces usted es un simple.

Nuestro amigo añadió para poner fin a su relato.

—¡Qué petulante! Ha pretendido darme a entender que está enredado


con ella.

Nuestro estudiante tenía una afición verdaderamente rara por lo


modesto.

Si alguien decía que le gustaría tener una casa grande, hermosa, cómoda,
con una biblioteca de treinta mil ejemplares escogidos, él protestaba y decía que
no, que preferiría tener un pisito tercero bien amueblado, y, en vez de tener un
coche o un automóvil rápido, le gustaría más una tartanita.

—No parece sino que por desear te van a poner una contribución —le
decía yo.

—Todo ese deseo de grandes cosas me parecen mezquindades —decía él.

—Yo comprendo que no se hagan porquerías por tenerlas; pero, de poder


tenerlas sin bajezas, me parecería muy estúpido no tenerlas —le contestaba yo.
XII

Otros tipos bastante absurdos conocí en esta época, que a varios los fui
sacando en mis libros. Uno de ellos lo conocía por Lamotte; pero éste no era su
primer apellido, sino su segundo o tercero. El primero era también francés,
conocido en San Sebastián, creo que por una quiebra, y que él lo había
abandonado para ver si tenía con el nuevo más suerte.

Este Lamotte era guipuzcoano, de origen gascón, alto, rubio y un poco


desgalichado.

Gastaba melenas, bigote y perilla. Tenía aire de hombre inspirado. Le


conocí en el Petit Fornos. Iba a hablarme a la panadería para comunicarme sus
conocimientos científicos. Por lo que me dijo, su familia había tenido una
fábrica de productos químicos.

Para Lamotte todo era rudimentario en el mundo. Todo le parecía que


estaba en embrión. Él creía que vivíamos en un atraso lamentable; suponía que
los ferrocarriles debían correr, por lo menos, doscientos kilómetros por hora;
que había que transformar los telégrafos y la cocina.

Para él, todo marchaba despacio. Al principio Lamotte me pareció


hombre enterado, que sabía algo de química y de industria; pero después, al
oírle hablar, noté que arrastraba la elocuencia y saltaba por encima de los
detalles con demasiada facilidad.

En Madrid vivía con estrechez, con sus dos hijas, igualmente, altas,
rubias y desgalichadas como él, y con un aire aristocrático.

—Yo no necesito para mis descubrimientos —me decía con gran energía
— más que dos cosas: luz cenital y agua corriente.

No sé qué virtualidad encontraría en estas dos cosas.

Lamotte me expuso un proyecto de una máquina reguladora de la


fermentación del pan. Yo le escuché atentamente, por si la cosa valía la pena, y
no pude ver en el proyecto nada práctico. La máquina reguladora se reducía a
una artesa que se cerraba con una tapa, y esta tapa se aseguraba con unos
tornillos y unas tuercas.

Lamotte me explicaba con grandes detalles y con ademanes expresivos


cómo se abrían y se cerraban estas tuercas, y, después, me hablaba de una
manera dramática del oxígeno y del ácido carbónico, que se combinaban y
luchaban como en una batalla.
Oyéndole, se veía al oxígeno y al nitrógeno y al carbono marchar con sus
tropas, llevando su respectiva bandera a la cabeza, teniendo triunfos y derrotas.

Lamotte me explicó también otro de sus proyectos: había inventado una


especie de biberón para los árboles; podía hacer crecer un árbol en un año, de
una manera artificial, tanto como de una manera natural puede crecer en treinta
o en cuarenta. Para explicar esto, hablaba de los nitrogenados y de los
hidrocarbonados, de las albúminas y de las grasas, como si fueran señores y
señoras de buenas y de malas intenciones.

En los intervalos de la conversación, yo le preguntaba:

—Pero ¿usted ha hecho la prueba?

—Eso se hará —me decía él—; eso se hará, y yo le asociaré a usted a mis
descubrimientos.

Me instó también a que hiciera unos panecillos reconstituyentes con


glicerofosfato de cal y de sosa con sales de hierro. Los hice. No tenían de malo
sino que eran pesados como el plomo. Según él, con uno de aquellos panecillos
bastaba para todo el día.

A pesar de que a mí me parecían bastante desagradables, tuvimos


algunos compradores, entre ellos dos o tres médicos.

Además de la máquina reguladora de la fermentación del pan, Lamotte


había inventado la mano remo y el pie remo, y un cepo para pescar langostas,
en el cual ellas mismas se encargaban de llamar, cuando estaban presas,
tocando una campanilla. Era el colmo de la perfección.

Yo le decía, en broma, a Lamotte que era poner un verdadero inri a la


miseria de las langostas el exigir de ellas que no sólo quedaran presas, sino que
además avisaran por timbre que ya lo estaban.

Yo nunca creí gran cosa en los inventos de mi amigo, sobre todo desde
que le oí decir una vez seriamente que el rastro plateado que dejaban los
caracoles en la tierra podía aprovecharse industrialmente.

Esto me pareció ya el colmo.

Lamotte produjo gran entusiasmo en otro inventor conocido mío,


también contertulio del Petit Fornos, que vivía en un caserón de la carretera de
Extremadura. Este señor, a quien llamábamos don Fermín, no sabía más que
cosas vulgares y no muy auténticas: la manera de quitar la sal a un guiso
demasiado salado, procedimiento para dorar el cobre, para pegar las porcelanas
y otras cosas igualmente de poca importancia. Don Fermín era uno de esos
tipos que recuerdan a los mochuelos o a los búhos; llevaba anteojos, barba
negra, vestía en invierno macferlán negro y tenía la nariz picuda. En la casa de
don Fermín había, en el piso bajo, cuatro o cinco máquinas viejas, inútiles, que,
al parecer, eran suyas, yo creo que compradas en el Rastro.

Don Fermín sintió una gran admiración por Lamotte, y éste le propuso
una serie de negocios industriales fastuosos, entre ellos hacer marfil con patatas,
hirviendo este tubérculo en ácido sulfúrico mezclado con otra droga.

Naturalmente, la patata no se quiso transformar en marfil; pero ni


Lamotte ni don Fermín quedaron defraudados en sus creencias.

Después, Lamotte desapareció, y, al cabo de algún tiempo, vi a una de


sus hijas vestida de luto, un poco derrotada, y supuse que su padre, el inventor,
habría muerto.

También solían acudir a la panadería y al Petit Fornos otros tipos


extraños. Un aristócrata viejo, una cómica antigua, Pepita Hijosa, y algunos
aficionados a la literatura. Uno de ellos era el señor Oneca, dramaturgo,
corredor de harina y bibliotecario de los obligacionistas de la casa de Osuna,
que tenían el palacio en las Vistillas.

Oneca pasaba de la literatura a la venta de la harina, y hablaba con


frecuencia de una comedia que había escrito, titulada Los vampiros del pueblo, y
sus enemigos decían que él la llamaba Los vampiros.

Había otro contertulio que era dramaturgo y que había hecho varias
quintillas, y si uno no tenía prudencia, se las recitaba una detrás de otra.

También se solía hablar de un bibliófilo maniático que, a lo último, no


compraba más que libros de un tamaño, todos en dieciseisavo.

—¡Mire usted qué libro! ¡Qué bonito! —solía decir mostrando un


volumen, naturalmente, en dieciseisavo.

—¿Lo va usted a leer? —le preguntaba alguno.

—No —contestaba él casi con indignación, y, seguramente, pensaba


luego: «¿Qué se habrá creído ese señor? ¿Que yo soy un tipo tan vulgar?».

Se decía que este hombre tenía un cuarto que llenó de libros de tal modo,
que no se podía abrir ni cerrar la puerta, lo cual no preocupaba al maniático,
pues cuando hacía sus adquisiciones ataba los tomos con un cordel y luego los
echaba por un montante al interior de su habitación.

Al mismo tiempo, nosotros, como para estar a la altura de nuestros


amigos, del que había inventado la mano remo y el biberón del árbol,
instalamos una especie de taller en lo que se llamaba en mi casa el sotabanco.

Allí nos reuníamos, tiempo después, mi hermano Ricardo, Riudavets y


yo, y solíamos hacer toda clase de experiencias fisico-químico-industriales.

De allí salió un modelo de submarino y otro de tranvía eléctrico.

El submarino no tenía condiciones para hundirse y para salir a flote; el


tranvía iba y venía con cierta elegancia, trazando curvas por encima de los
raíles.
XIII

Al apretar los calores del verano, yo acostumbraba a ir a los teatrillos que


daban sus funciones de noche, muy tarde, a los Jardines del Retiro.

Los Jardines ofrecían una fiesta muy madrileña y muy bonita. Yo he


escrito una novela, Las noches del Buen Retiro, que creo que no está mal y que es
un documento de la época.

Allí solíamos ir todos los que vivíamos en Madrid y no podíamos salir en


el verano. Veíamos políticos y gente conocida: Silvela, Aguilera, con su puro; la
marquesa de la Laguna, con sus amigas; la duquesa de Nájera, el duque de
Tamames, paseando con el cómico Medrano; Saint-Aubin, López Ballesteros, el
escenógrafo Busato, etcétera.

Allí, en los Jardines del Retiro, vimos el efecto que hizo en la gente
elegante de Madrid la noticia del atentado contra Cánovas y de su muerte en el
balneario de Santa Águeda.

En los Jardines se oía ópera unas veces y opereta otras, según la


compañía que actuaba, casi siempre italiana.

También nos dedicábamos por entonces algunos amigos y yo a hacer la


corte a las muchachas al estilo madrileño, nunca con gran éxito.

El estilo madrileño consistía en dirigir tiernas e insistentes miradas a la


belleza elegida, en seguirla luego hacia su casa aunque la muchacha habitara en
el último extremo de la villa, y, por fin, escribirle una carta llena de lugares
comunes donde uno declarase su atrevido pensamiento.

Era el rigor que la respuesta, de haberla, se hiciese esperar varios días.

Yo, la verdad, era para estas cosas bastante torpe, y el acierto no me


acompañaba gran cosa. Por esta causa, alguna vez me sentía irritado. No me
paraba a reflexionar sobre el espíritu de las damiselas a quienes había escrito ni
de la moral que podían tener sus familias. Iba teniendo la sensación de ser un
extranjero ignorante del idioma que hablaba la gente de al lado.

No cambiaba yo con estos pequeños fracasos; lo que ocasionó que varios


obreros de la panadería quisieran protegerme. Me recomendaron que
desdeñase a las señoritas de pan pringado, buenas para los relamidos galanes, y
llegaron al punto de buscarme una novia rica, a gusto de ellos, hija de una
panadera de una tahona próxima a la calle Ancha de San Bernardo. Según
afirmaban, la chica era la más guapa del barrio. Yo la encontré un poco sobrante
de tejido adiposo.

El proyecto de la boda lo habían hecho dos o tres panaderos. Una noche


me llamaron a una taberna de la plaza del Carmen, donde había otros
panaderos de la tahona de la presunta novia. Bebimos, unos cerveza y otros
vino.

Un panadero de casa, un gallego sentimental, hizo mi elogio:

—El patrón —dijo, señalándome a mí— aquí está. Es muy buena


persona. Se bebe un bocoy de cerveza. Es médico; pero no tiene orgullo para
eso, y suele andar con nosotros. Le decimos que debe casarse con esa panadera
rica, y no quiere. ¡Mi madre! Preferiría arrimarse a cualquier prójima.

Cuando salimos de la taberna, yo le dije:

—Vaya un elogio de casamiento que ha hecho usted de mí.

Yo conocí por entonces a una señora, amiga de una de las chicas de la


tienda.

Su marido era un personaje de alguna importancia y yo solía


obsequiarlas a lo panadero, asando patatas y castañas en el horno y después
trayendo un frasco de vino blanco.

En la trastienda solía devorarse esta merienda, que era muy solicitada y


celebrada.

Con estas señoras fui alguna vez al teatro, a algún palco, y a ellas y a mí
nos hacía gracia el contraste de la merienda en la cocina del horno o en un
despacho pequeño y pobre con la solemnidad del teatro, en que tomábamos
una actitud de personas serias e importantes.

También estuve a punto de tener una intriga un poco novelesca.

Pepita Hijosa, la cómica, quería arreglarme un matrimonio con una


señorita rica que conocía.

—¿No tiene usted novia? —me preguntó.

—No.

—Si usted quiere, yo le caso con una chica rica que heredará un título.
—¿Una muchacha sola?

—Ahora vive con una tía segunda; pero es huérfana de padre y madre.

—Eso hay que pensarlo bien —dijo otra amiga que escuchaba la
conversación, con cierta sorna.

—¿Y es agradable? —pregunté yo a la Hijosa.

—Sí, es una chica ilustrada.

—¿Y cómo es posible que una muchacha agradable, huérfana, que va a


ser rica, no tenga alguien que la pretenda?

—No todo el mundo sabe la situación de esa chica. ¿Usted quiere


conocerla?

—¿Por qué no? Con eso no se pierde nada.

—Pues espéreme usted mañana, a las cinco de la tarde, delante de la


iglesia de San José, en la calle de Alcalá.

—Bueno, esperaré.

—Yo pasaré con la chica y entraré en la iglesia con ella.

Al día siguiente fui a la cita. No estaba mal la muchacha de aspecto; era


esbelta, gallarda, aunque con cara dura y aire de mal genio.

Ella, por lo que me dijo mi amiga, no me encontró desagradable.

Viéndola sólo una vez no tenía idea clara de cómo era mi posible futura,
y quise observarla de nuevo. La Hijosa me dijo que la encontraría en una
mercería de una calle próxima a la Puerta del Sol. Me indicó el número. Fui, y
estuve contemplando a la muchacha de noche, por el cristal del escaparate, sin
que ella lo notara.

No me hizo mucha gracia. Me dio la impresión de que era una mujer de


genio dominador y agrio.

Mi amiga, la cómica, me contó la historia. El abuelo de la muchacha era


un señor que era hijo natural de un título importante de Castilla. Este señor,
hombre un tanto misántropo, se casó con una señorita de posición modesta, y
tuvo un hijo y una hija. El hijo resultó un hombre tímido y apocado, y se casó
con la chica de un tendero de una calle céntrica.

El yerno del tendero vivió contentísimo en su tienda años y años, sin


ocuparse para nada de la familia paterna. Murieron sus suegros, murió su
mujer y murió él, dejando una chica que vivió con su tía.

Poco después, el abuelo de ésta murió, y le dejó toda su fortuna.

Esto ocurría al final de la campaña de Cuba, cuando estaba latiendo la


amenaza de la guerra con los Estados Unidos.
XIV

Había entonces alborotos, manifestaciones en las calles y música


patriótica a cada paso.

Yo había seguido en los periódicos aquella cuestión de las guerras


coloniales, pero no tenía un criterio personal que valiera la pena.

Muchas veces pensaba que quizá una canción popular, que solían cantar
las cocineras, era la que decía la verdad de todo aquello:

Parece mentira que por unos mulatos

estemos pasando tan malos ratos.

A Cuba se llevan la flor de la España,

y aquí no se queda más que la morralla.

Al ver el cariz que tomaba el asunto y la intervención de los Estados


Unidos, quedé mal impresionado.

En todas partes no se hablaba más que de la posibilidad del éxito o del


fracaso.

Muchos creían en la victoria española, pero en una victoria sin esfuerzo:


los yanquis, que eran todos vendedores de tocino, al encontrarse con los
primeros soldados españoles, dejarían las armas y echarían a correr.

Por entonces se representaba una revista de Perrín y Palacios, pedestre,


como todas las suyas, que se llamaba Cuadros disolventes. En esta revista había
unos cuplés de Gedeón, que era el título de un periódico satírico que tenía
entonces éxito. Gedeón es un personaje de la Biblia que aparece en el Libro de
los Jueces; pero como tipo cómico, creo que es de origen francés.

En estos cuplés de Gedeón se hablaba de varias especialidades de


distintos pueblos, y se terminaba diciendo:

Para cerdos, Nueva York.

Haciendo un esfuerzo, creo que recuerdo un cuplé con estas inepcias:

Como a mí me gusta mucho,


pero mucho, comer bien,

donde hay buenos alimentos

de memoria yo me sé:

la gallina de Galicia,

la mejor gallina es;

para espárragos y fresas,

los jardines de Aranjuez;

para magras y embutidos,

Avilés y Badajoz;

para corderos, la Mancha;

para vinos, en Bordó;

para vacas, en Suiza;

para cerdos, Nueva York.

Los periódicos no decían más que necedades y bravuconadas. Los


yanquis no estaban preparados para la guerra, no tenían ni uniformes para los
soldados. En el país de las máquinas de coser, el hacer unos cuantos uniformes
constituía un conflicto enorme, según se decía en Madrid.

Hubo un mensaje de Castelar a los yanquis, un poco cándido y


palabrero. No tenía las proposiciones grandilocuentes y bufas del manifiesto de
Víctor Hugo a los alemanes para que se respetase París, en la guerra de 1870;
pero era bastante para que los españoles de buen sentido pudiesen sentir toda
la vacuidad de su grande hombre.

Yo, como digo, seguía los preparativos de la guerra con emoción.

Los periódicos traían cálculos que, al parecer, eran completamente falsos.


Yo llegué a creer que había alguna razón para el optimismo. Días antes del
encuentro desgraciado de nuestra flota con los americanos encontré al ingeniero
de minas don Lucas Mallada en la calle.

—¿Qué le parece a usted esto? —le pregunté.


—Estamos perdidos —me dijo.

—Pero si dicen que tenemos hechos grandes preparativos.

—Eso es una fantasía. Sólo a ese chino, que los españoles consideran
como el colmo de la candidez, se le pueden decir las cosas que nos están
diciendo los periódicos.

—¿Usted lo cree así?

—No hay más que tener ojos en la cara y comparar la fuerza de las
escuadras. Nosotros tenemos en Santiago de Cuba seis barcos pequeños,
algunos malos y de poca velocidad; ellos tienen veintiuno, casi todos nuevos,
bien acorazados y de mayor rapidez. Los seis nuestros, en conjunto, desplazan,
aproximadamente, veintiocho mil toneladas; los seis primeros suyos, sesenta
mil. Con tres de sus barcos pueden echar a pique toda nuestra escuadra; con
veintiuno no van a tener sitio donde apuntar.

—¿De manera que usted cree que vamos a la derrota?

—No a la derrota, a una cacería en donde nosotros haremos de conejo. Si


alguno de nuestros barcos puede salvarse será una gran cosa.

Mallada, que era un hombre muy sabio, era pesimista en todo lo que no
fuera cálculo y estudio.

También era pesimista con relación a su salud. Estaba enfermo, y me dijo,


con cierto humorismo macabro, que estaba viviendo con permiso del
sepulturero.

Por nuestro pariente Justo, supimos algunos datos de la acción de la


Marina española en las aguas de Santiago de Cuba. El hermano de Justo,
Antonio Goñi, estaba de oficial en el Cristóbal Colón.

Según escribió éste, oficiales y soldados estaban convencidos de que iban


a morir, y casi todos hicieron testamento.

Los marinos de la escuadra de Cervera, cuando salieron de Cabo Verde,


pensaron que la escuadra estaba perdida. Al llegar a Santiago de Cuba, Cervera
escribió al general Linares, que era gobernador de la isla, que la salida iba a ser
un desastre; pero había necesidad de un desastre para pedir la paz, y se obligó a
los barcos a salir fuera de las puertas de Santiago; los barcos se batieron
heroicamente.
Luego, a gran parte de la sociedad española le convino insinuar que la
Marina había quedado mal; que teniendo medios de batirse, no lo había hecho.
Fue una maniobra fea que tuvo éxito.

El gobierno que, como la mayoría de los gobiernos, no tenía idea del


país, creía que, al saber la derrota, los españoles iban a hacer la revolución, y no
pasó nada. Al saber la noticia en Madrid, la gente fue a los toros y al teatro, tan
tranquila, sin hacer, no ya protestas, ni siquiera comentarios. Entonces fue
cuando dijo Silvela que España no tenía pulso.

Los acontecimientos dieron la razón a don Lucas Mellada. El desastre,


como había dicho él, tuvo el aire de una cacería.

A mí me indignó un tanto la actitud de la gente al saber la noticia; se


recibió con una perfecta indiferencia; después de tantas alharacas, de dar la
impresión de que todo el mundo estaba exaltado y frenético, resultó que el
desastre no hizo el menor efecto. La gente iba al teatro y a los toros con perfecta
tranquilidad. Todas aquellas manifestaciones, gritos y artículos de los
periódicos habían sido humo de pajas.
XV

Hacia 1897 o 1898 vinieron mi madre y mi hermana Carmen de San


Sebastián. Mi tía estaba muy contenta de tenerlas cerca. Mi madre y mi
hermana vieron las zarzuelas que se representaban en Madrid, y, entre ellas,
una que se hacía en el teatro Eslava, titulada Los cocineros. En ésta hacía unos
cuplés que cantaba Carreras, que tenían un estribillo que creo que decía:

Muy bien hablao

chóquela usté.

Aquí hace falta

tener quinqué,

que no se escurran

un tanto así.

Está usté en todo.

Claro que sí.

Mi hermana Carmen había tarareado, sin duda, en casa alguna vez esta
canción, y mi tía le decía: «Canta esa canción del quinqué».

A ella le hacía gracia la canción, que, en una de sus estrofas, aludía a que
Sagasta se había roto el peroné.
XVI

Un año después, o cosa así, de la llegada a Madrid de mi madre y mi


hermana, mi tía, que había tenido varias pulmonías, se moría.

Por entonces, la muchacha dependiente le regaló a mi hermana un perro


grifón. Fue durante mucho tiempo el espíritu familiar de la casa. Yo le llamaba
Yock. Azorín le dedicó un artículo en Ahora, titulado UN RECUERDO A YOCK:

«El joven escritor que vive en la casa puede jactarse de ser un humorista. El humorista,
verdaderamente, es este personaje. Con el fulgor de sus negros ojos, parece reírse de nosotros. Yock,
sí, es un fantaseador. Dice el refrán: “Cual dueño, tal perro”. Pío Baroja no podía tener más perro que
éste. De aguas, negro, limpio, regordete, con los ojos fulguradores, Yock es el amigo de todos los
hombres de 1898. Su espíritu de jovialidad y de independencia se ha cernido sobre toda la famosa
generación. Para negarla habría que negar al propio Yock. El naturalista clasifica de un modo los
perros. El psicólogo los clasifica de otro. Existe el perro de la estación. En las estaciones suele haber
un can que pesquisa entre las ruedas del tren los relieves de las meriendas. Existe el perro que en la
playa ladra a las olas que van y vienen. Existe el perro que guarda el hato en la haza que se está
labrando. Y el del barco velero, que, colocado en la proa, va viendo a la nave romper ligera el
piélago. De todos los perros, acaso el que más atrae es este can de aspecto mísero, de pelo lacio, un
tanto escuálido, que va por la calle o el campo a la ventura. ¿Adónde se encamina este perro? Su
marcha es ligera y descuidada. Abrumados nosotros por los trabajos y las preocupaciones,
quisiéramos tener la despreocupación leda de este can. No tendrá este perro ni dueño ni mansión.
Cada día habrá de resolver el ineludible problema de su mantenimiento. Y, sin embargo, ved cómo
marcha por el camino o por la calle, haciendo despreocupadamente su vía.

»Yock no se apartaba de las cuatro paredes familiares. No podía aspirar a las aventuras
peligrosas. Entre Yock y el perro que camina sin rumbo existía inmenso espacio. Y acaso esta
seguridad en el vivir imponía una limitación a su concepto del mundo. Las influencias se manifiestan
en el artista por adhesión y por pugna. En oposición al sedentarismo de Yock, Pío Baroja había de ser
un apasionado de la vida errática. Acaso alguna vez se miraran en silencio Yock y Baroja. Baroja
reprocharía a Yock su apego a la vida panda y muelle, Yock tal vez tendría cierto desdén por la
errabundez de Baroja. ¿Qué primitivos influjos literarios podríamos discernir en los libros del
novelista? ¿El influjo de tales o cuales grandes escritores europeos? En este momento en que
resucitamos el pasado, vemos los sillones de gutapercha, sencillos y limpios. El arte de la litografía es
simpático. La litografía en color nos ofrece claridad y dulzura. En la estancia en que están los
muebles de gutapercha y las litografías —agrado y comodidad— irrumpe el humorismo jovial de
Yock. Y al mismo tiempo, por asociación de ideas indefectibles, percibimos el rimero de libros del
novelista».
XVII

El negocio no marchaba adelante, y si hubiera sido posible dejarlo y


dedicarse a otra cosa, lo hubiera hecho con gusto.

Años después, la mala situación empeoró porque el conde de


Romanones o el marqués de Tovar, que era dueño de la casa, decidió derribarla.

Los obreros y los repartidores, que muchos habían sido amigos nuestros,
se pusieron, sin ningún motivo, en contra; es decir, por el motivo de ver que
íbamos mal. Entre algunos de ellos pensaron hacernos una pequeña traición: en
dejar parada la industria unos cuantos días y servir la parroquia nuestra con
pan de otras tahonas.

Una noche que estábamos mi hermano y yo esperando a los obreros en la


tienda, se presentaron tres de ellos: el hornero, el maestro de masas y otro.

Siempre habían estado en buena armonía con nosotros y los habíamos


tratado casi como amigos.

Al indicarles que ya era hora de trabajar, comenzaron a hablar


insolentemente, como si tuvieran algún motivo de queja contra nosotros, y
acabaron diciendo:

—Bueno, vamos.

El maestro de masas, que era un asturiano muy bruto, al salir, gritó,


dirigiéndose a nosotros:

—¡Golfos, granujas, sinvergüenzas!

Eso lo decía sencillamente para legitimar su mala acción, para darle un


carácter justificado.

Mi hermano Ricardo salió tras ellos, y yo salí en pos de mi hermano, para


impedir que se pegaran. No llegué a tiempo, porque el hornero le pegó a
Ricardo un puñetazo en el hombro y mi hermano le contestó con otro en la cara,
que le dejó la blusa, que era blanca, toda llena de sangre.

Yo hubiera empezado también a puñetazos, pero vi que los obreros


estaban asustados, y, al poco rato, vinieron dos municipales que nos llevaron a
todos a la delegación.
Yo temía que nos hicieran alguna barrabasada y nos metieran presos,
porque, en este caso, ya el pan no se hubiera podido hacer, y con seis o siete
días que hubiera pasado esto, probablemente hubiéramos perdido la parroquia.

Estaba uno acostumbrado al atropello sistemático.

Pero, en este caso, el inspector de Policía estuvo comprensivo, se dio


cuenta de los motivos de la riña, nos dejó libres y no sé si nos echó una pequeña
multa.

Como prueba de arbitrariedad, una de las mayores, me pareció esta que


se dio siendo alcalde Sánchez de Toca. Este señor, orador de una garrulería y de
una confusión extraordinarias, había decidido suprimir el oficio de repartidor
de pan a domicilio, y no dejar más que los repartidores de las tahonas. En sí, la
disposición era arbitraria, pero hubo que ver la manera de llevarla a cabo. Se
dijo que en el ayuntamiento se darían unas chapas con un número a los
repartidores de las tahonas. Se fue al ayuntamiento. Se preguntaba al empleado:

—¿Dónde se dan esos números?

—Aquí no han traído números.

—Y mañana, si salen los repartidores, ¿qué harán con ellos?

—Yo no sé.

Efectivamente, al día siguiente salían los repartidores y un municipal les


preguntaba:

—¿Tiene usted esa chapa con el número correspondiente?

—No, señor, porque no las dan.

—Bueno, venga usted a la delegación.

Y el pan se perdía.

Durante mucho tiempo, tuvimos que sufrir una porción de caprichos y


de tropelías de la autoridad municipal, a veces por mala intención, aunque
principalmente por sencilla brutalidad.

Esta anécdota, que conté en Juventud, egolatría, y que la he visto


reproducida en una hoja de un almanaque de pared es notable.
En esa anécdota se cuenta cómo el empleado del ayuntamiento, al
examinar un plano de una nueva panadería instalada por nosotros en la calle de
Mendizábal, y con motor eléctrico para amasar, aseguraba que esto no era
obstáculo para que tuviera que haber en la casa una cuadra para las mulas,
según las ordenanzas municipales.

Otra arbitrariedad tuvimos que sufrir de un torero.

Un hotel pedía panecillos menores que los normales para rellenarlos, y se


les enviaban según sus deseos, y un teniente de alcalde torero, Mazzantini, los
mandó recoger y nos intentó procesar por estafa.

El negocio de la panadería marchaba bastante mal y no había manera de


enderezarlo; no era posible asentarlo sobre una base sólida.

Muchas de las dificultades se fueron resolviendo jugando a la Bolsa;


pero, naturalmente, éste era un recurso muy aleatorio.

Hacia el año 1902, la crisis de nuestro pequeño negocio fue mayor,


porque el amo de la casa nos comunicó que iba a derribarla.

Aquí vinieron nuestros apuros. Había que trasladarse a otro sitio, hacer
obras; era indispensable algún dinero y no teníamos apenas nada. En este
callejón sin salida, nos lanzamos de nuevo a especular a la Bolsa, y la Bolsa fue
sosteniéndonos hasta que nos puso a flote, y cuando ya estábamos instalados y
con cierta seguridad comenzamos a perder y nos retiramos de la especulación.

Yo, para fines de 1898, vi claramente que no podía hacer nada nuevo en
aquella industria, ni mejorarla, ni darle otro carácter.

La vida burguesa no me producía el menor entusiasmo. Las diversiones,


el teatro, los toros, no me gustaban nada.

Había sido médico de pueblo, industrial, bolsista y aficionado a la


literatura. Había conocido bastante gente. El ir a América no me seducía. Llegar
a tener dinero a los cincuenta años no valía la pena para mí. Quería ensayar la
literatura.

Ya comprendía que ensayar la literatura daría poco resultado pecuniario,


pero mientras tanto podía vivir pobremente, pero con ilusión.

Y me decidí a ello.
PÍO BAROJA (San Sebastián, 28 de diciembre de 1872 - Madrid, 30 de
octubre de 1956). Novelista español, considerado por la crítica el novelista
español más importante del siglo XX. Nació en San Sebastián (País Vasco) y
estudió Medicina en Madrid, ciudad en la que vivió la mayor parte de su vida.
Su primera novela fue Vidas sombrías (1900), a la que siguió el mismo año La casa
de Aizgorri. Esta novela forma parte de la primera de las trilogías de Baroja,
«Tierra vasca», que también incluye El mayorazgo de Labraz (1903), una de sus
novelas más admiradas, y Zalacaín el aventurero (1909). Con Aventuras y
mixtificaciones de Silvestre Paradox (1901), inició la trilogía «La vida fantástica»,
expresión de su individualismo anarquista y su filosofía pesimista, integrada
además por Camino de perfección (1902) y Paradox Rey (1906). La obra por la que
se hizo más conocido fuera de España es la trilogía «La lucha por la vida», una
conmovedora descripción de los bajos fondos de Madrid, que forman La busca
(1904), La mala hierba (1904) y Aurora roja (1905). Realizó viajes por España, Italia,
Francia, Inglaterra, los Países Bajos y Suiza, y en 1911 publicó El árbol de la
ciencia, posiblemente su novela más perfecta. Entre 1913 y 1935 aparecieron los
22 volúmenes de una novela histórica, Memorias de un hombre de acción, basada
en el conspirador Eugenio de Aviraneta, uno de los antepasados del autor que
vivió en el País Vasco en la época de las Guerras carlistas. Ingresó en la Real
Academia Española en 1935, y pasó la Guerra Civil española en Francia, de
donde regresó en 1940. A su regreso, se instaló en Madrid, donde llevó una vida
alejada de cualquier actividad pública, hasta su muerte. Entre 1944 y 1948
aparecieron sus Memorias, subtituladas Desde la última vuelta del camino, de
máximo interés para el estudio de su vida y su obra. Baroja publicó en total más
de cien libros.

Usando elementos de la tradición de la novela picaresca, Baroja eligió


como protagonistas a marginados de la sociedad. Sus novelas están llenas de
incidentes y personajes muy bien trazados, y destacan por la fluidez de sus
diálogos y las descripciones impresionistas. Maestro del retrato realista, en
especial cuando se centra en su País Vasco natal, tiene un estilo abrupto, vivido
e impersonal, aunque se ha señalado que la aparente limitación de registros es
una consecuencia de su deseo de exactitud y sobriedad. Ha influido mucho en
los escritores españoles posteriores a él, como Camilo José Cela o Juan Benet, y
en muchos extranjeros entre los que destaca Ernest Hemingway.
Notas
[1]
(Yo creo que no se debe decir Estanislada, sino Estanislaa. N. del A.). <<
[2]
El vascuence no respeta ni los apellidos. Barojaren quiere decir de
Baroja, dice A. Flores. (N. del A.) <<
[3]
Este juego parece que es frecuente entre los marineros ingleses, al que
llaman «seguir la fila». Los franceses parece que le llaman «la imitación». (N. del
A.) <<
[4]
También fue autor dramático otro, creo que picador, llamado
«Memento», que unió a estas actividades la de ser después agente de Policía.
(N. del A.) <<
[5]
La pista acuática era un estanque que preparaban en el circo de Colón y
llamaba mucho la atención de los madrileños. (N. del A.) <<
Empieza este tercer tomo de las Memorias de Baroja con algunas
consideraciones sobre el ambiente literario e intelectual del Madrid de finales
del XIX. Habla luego de los intelectuales y bohemios de la época y de su primera
estancia en París. Continúa narrando sus inicios como escritor, primero como
colaborador en diversas revistas literarias y luego ya como autor de novelas.
Sabremos de su relación con Azorín, Unamuno, Maeztu, Valle-Inclán, etc., y de
la respuesta que estos dieron a su obra. Seguiremos al escritor por su primer
viaje a Londres, y por último sabremos la opinión, personalísima, que Baroja
tenía de las principales personalidades públicas de su tiempo.
Pío Baroja

Final del siglo XIX y principios del


XX
Desde la última vuelta del camino - 3
Pío Baroja, 1944
PRIMERA PARTE

NUESTRA GENERACIÓN
I

Yo he intentado, si no definir, caracterizar lo que era esta generación


nuestra, que se llamó de 1898, y que yo creo que podía denominarse, por la
fecha de nacimiento de la mayoría de los que la formaban, de 1870, y por su
época de iniciación en la literatura ante el público, de 1900.

Fue una generación excesivamente libresca. No supo, ni pudo, vivir con


cierta amplitud, porque era difícil en el ambiente mezquino en que se
encontraba. En general, sus individuos pertenecían, en su casi totalidad, a la
pequeña burguesía, con pocos medios de fortuna.

Yo creo que en épocas anteriores a la nuestra no se constituía algo


parecido a una generación hostil, porque el elemento bien situado iba dando la
mano y aupando a la gente joven que se presentaba ante él. En nuestro tiempo,
la juventud aspirante era, sin duda, muy numerosa, y los destinos por la
pérdida de las colonias habían disminuido; así, que no había mercedes fáciles
que otorgar, y los descontentos eran muchos.

La época puso a la juventud literaria en esta alternativa dura: o la


cuquería y la vida maleante, o el intelectualismo, con la miseria consecutiva. En
la gente de este tiempo, la parte oscura, quizá, fue más interesante que la que
llamó después algo la atención.

Inadaptada por instinto, se lanzó al intelectualismo, se atracó de teorías,


de utopías, que fueron alejándose de la realidad inmediata.

El camino de la vida pública no estaba abierto más que para los hijos,
para los yernos y para los criados de los políticos. En un mundo en el cual el
único valor era la oratoria, atrincherado por hijos, amigos y sirvientes, era
imposible, o, por lo menos, muy difícil penetrar.

Rechazados en casi todos los órdenes de la vida pública y de la vida


práctica, los jóvenes de profesiones liberales de este tiempo tendieron en su
mayor parte a refugiarse en la vida privada y en la literaria. La mayoría de los
que formamos esta generación habíamos estudiado mal con profesores
arbitrarios cuando no estúpidos; pero al dejar las clases, nos quedó a muchos
cierta curiosidad, cierto deseo de volver a lo que no habíamos aprendido.

Se pretendía ir a los problemas con entusiasmo y con buena fe. Había


gente que intentaba salir a flote con la energía propia y sin auxilio de nadie,
aventura poco prudente; había el tipo del joven que compra libros y aprende en
la soledad y se hace una cultura de especialistas un tanto absurda, que luego no
puede aprovechar.
Los caracteres morales de esa época fueron, al menos entre los mejores
individuos del grupo, la preocupación de la justicia social, el desprecio por la
política, el hamletismo, el análisis y el misticismo. Las teorías positivistas
comenzaban a estar en plena decadencia y apuntaban otras ideas
antidogmáticas.

En política se marchaba a la crítica de la democracia, se desdeñaba el


parlamentarismo por lo que tiene de histriónico, y se comenzaba a dudar, tanto
de los dogmas antiguos como de los modernos.

En este tiempo, parte por timidez y parte por haber sido rechazada de las
pequeñas sinecuras antiguas, cierta parte de juventud tendió al germanismo, a
un apartamiento del espíritu latino. Se dio el caso del joven en Madrid y en
provincias que hizo un libro o dos bien orientados, como promesa, y que, sin
embargo, quedó en la oscuridad sin intentar el reclamo o el ruido. Estos tipos
de solitarios, con opiniones arraigadas, contrastaban con la audacia de
charlatanes de feria de la generación anterior.

Por aquel tiempo se inicia entre la gente de la clase media el gusto de


arreglar la casa. Antes era tal inclinación únicamente de los ricos. Hay algo de
pedantería en ello, no cabe duda: no se quiere tener en las habitaciones cromos
malos, y se prefiere un grabado o una estampa. Comienza a haber un deseo
relativo de conocer la tierra donde se vive y cierto afán por viajar; no hay ese
prestigio único de París, y se siente afición al campo, a las excursiones, a los
viajes pequeños y a las ciudades de provincias.

Otra de las manifestaciones de la mentalidad de la época es la


preocupación por la mujer, preocupación excesiva, pero lógica, para quien no
ve su ideal en la vida pública. La mujer y el amor son una obsesión para el
hombre de este tiempo. La mujer tiene gran importancia, porque se espera de
ella un reforzamiento espiritual y se la critica con violencia.

Creo que era Chamfort el que decía: «Il faut avoir beaucoup aimé les femmes
pour en dire un certain mal». Esta mujer, que se supone que puede dar un
equilibrio psicológico, es la mujer sin brillo, la mujer del hogar. La cómica y la
gran dama cuentan menos que antes para los exponentes de esta generación.

La actitud de las mujeres con relación a la juventud más o menos


intelectual de la época es curiosa.

A las mujeres les molesta, sin duda, que los hombres esperen tanto de
ellas; tienen la idea de salir perdiendo con hombres que exigen demasiado,
como si intentaran llevarlas por un camino peligroso, que no es, naturalmente,
el suyo. La mujer es casi siempre realista, optimista y social; lo que hacen los
demás tiene siempre mucha fuerza para ella, y el camino solitario del
inadaptado no la seduce. En el inadaptado ve un energúmeno o un pedante.

Muchas acusaciones y reproches se hacen a esta generación, algunos


justos, otros absurdos; uno de ellos es el del pesimismo. Se dice que parte de
esta generación inició el pesimismo, cosa cierta; pero este pesimismo no creo yo
fuese perjudicial para el ambiente, puesto que produjo una tendencia a
examinar los errores y vicios de la vida social, y a ver el modo de suprimirlos.

Otro reproche al grupo de juventud inadaptado fue su tendencia


apolítica. En un artículo de Luis Morote, de hace años, se hablaba de esta
generación; se decía que tendría más o menos mérito literario, pero que no
había hecho nada por evitar la guerra de Cuba. Tal simpleza se repitió y hasta
se le dio crédito, como si el escritor tuviera necesidad de ser político; en
ninguna parte el literato puro se ha dedicado a la política. En esa época lejana
de la guerra de Cuba, nuestros prohombres no hubieran dejado intervenir en
los asuntos públicos a gente desconocida de veintidós o veintitrés años. La
acusación es absolutamente ridícula.

El escritor no debe hacer más que escribir. Si el político encuentra algo


aprovechable en su obra, lo debe aprovechar. Claro que para eso es necesario
saber leer, y el político español, si es que ha sabido leer, ha practicado poco este
ejercicio.
II

Otro reproche se hizo a la generación nuestra: el de la misoginia. La


curiosidad por la mujer verdadera hizo que la generación anterior a la nuestra,
que no tenía más que el tópico literario sobre la mujer, creyera que la gente de
nuestro tiempo era en gran parte misógina; pero no de una misoginia
intelectual, sino práctica, próxima al homosexualismo.

Recuerdo un episodio que produjo una controversia en la redacción del


periódico El Globo. Formábamos parte de esa redacción a principios de siglo, en
1902, Azorín, Répide, López Pinillos, Oteyza, Jardiel, Pizarroso y algunos otros.
Una noche de primero de año, el propietario y director del periódico, por
entonces Ríu, nos dijo:

—Hoy no se trabaja. Ya está concluido y tirado El Globo; tienen ustedes la


noche libre; pueden ustedes irse de juerga.

Unos a otros nos preguntamos:

—¿Usted qué va a hacer?—Yo me voy a la cama.

—Yo también me voy a la cama.

Todos, con unanimidad, íbamos a acostarnos.

Entonces salió un redactor ya viejo, el señor Serrano de la Pedresa, y dijo


que era un absurdo, una prueba de debilidad lo que decíamos. En su tiempo,
según él, cuando un periodista joven tenía una noche libre, iba al teatro, al baile
o a cenar con una mujer guapa y elegante del brazo.

—Eso es literatura —dije yo.

—Eso es verdad —contestó él.

—¿Y ganaban ustedes como nosotros? —le preguntó algún cándido.

—Menos; diez o doce duros al mes.

—¿Y con diez o doce duros al mes vivían y sostenían una mujer?

—Las mujeres no nos costaban nada, y nos daban dinero.

—¡Bah! Eso es pura leyenda —repliqué yo—. Quizá eso pase ahora
también con los chulos.
El hombre se indignó, porque afirmó que yo le insultaba, y la realidad es
que le molestaba, al defender su teoría, el notar claramente, cuanto más quería
explicarse, que el joven con diez o doce duros al mes para vivir y una mujer
guapa y elegante al brazo, a quien va a llevar a un restaurante y después a un
baile, es una fantasía literaria, un poco cursi, a lo Pérez Escrich, pero no una
realidad en el mundo de los fenómenos.

Casi todo el donjuanismo español es así. Pura imaginación.

Don Juan Valera, que pretendía conocer la vida —yo dudo mucho que
haya nadie que la conozca íntegramente—, decía con sorna que el poeta
Bécquer había tenido la pretensión de que las mujeres le quisieran por su linda
cara y por su calidad de poeta, y añadía: «Yo no he conocido a ningún hombre
pobre que haya tenido éxitos repetidos con las mujeres». Y es natural, habrá
habido hombre pobre que haya tenido éxito con una mujer; pero con muchas,
difícilmente.

Cierto que hay ese tipo de chulo guapo y poco inteligente que produce
tanto entusiasmo a la escritora francesa Colette Willy, que lo ha pintado en sus
libros tan bien, porque es una mujer aguda, y que, a fuerza de inteligencia y de
femineidad, se acerca a la hembra que no es más que hembra. Cierto que ese
tipo de chulo, francés o español, puede ser un conquistador; pero ese ejemplar
ya es un especialista y no creo que abunde mucho entre los escritores.

Don Juan, si no es un chulo, no puede ser más que un hombre rico y un


despreocupado.

Otro reproche que se hizo a esta generación fue que en ella se daba con
más frecuencia que en las anteriores el homosexualismo. Esta acusación ridícula
se acentuó, y con la natural pedantería española de los que se consideraban
cultos, se llegó a decir que el instinto sexual normal era una cosa rara en el
tiempo. Si eso hubiera sido verdad, ya no debía de haber españoles. Según
López Silba y sus amigos, «modernista» y «esteta» eran palabras sinónimas de
pederasta. Esta insólita opinión de un burgués amanerado y tenedor de libros
tuvo éxito.

Cierto que algunos de los escritores notables de este tiempo eran


tachados de homosexualidad.

En la generación anterior se tachaba de lo mismo a Castelar, a Carvajal, a


Cañete y a otros menos ilustres. La verdad de la acusación es cosa que nos
interesa poco. Y únicamente la policía podría saber hasta dónde llegaba su
exactitud.
Lo curioso del caso es que, al mismo tiempo que se acusaba a voz en
grito de homosexualismo a algunos pequeños Petronios de nuestra generación
tenidos como afeminados, se acusaba sotto voce de lo mismo por sus
contemporáneos y conocidos a un escritor que para el gran público de entonces
era la representación más genuina de la energía y de la virilidad: a Mariano de
Cavia.

Como en el fondo de todo hay política (hay autores que han defendido
que la tragedia griega es esencialmente política), la aberración real o supuesta
de los unos se ponía de manifiesto y se comentaba con fruición en las
redacciones de los periódicos y en los cafés. En cambio, la de los otros, supuesta
o real, se ocultaba con amore.

El homosexualismo, como producto de ideas más o menos disociadoras,


es una camama. El homosexualismo es una equivocación de la sabia naturaleza,
que se ha dado en todos los medios, en todas las razas y en todas las categorías
sociales. Desde el príncipe de sangre real hasta el limpiabotas. Unas veces se
perseguirá con el hierro y con el fuego; otras veces habrá cierta transigencia;
pero creo que las ideas literarias no tienen nada que ver con eso.

Respecto a su número, un 2,7 por 100, aproximadamente, de la


población, oí decir a un médico de Berlín, lo que en una ciudad de cinco
millones arrojaba un producto de 135.000; el 2,5 por 100, aseguró un empleado
de la jefatura de policía, aficionado a la estadística, en un café de Ámsterdam;
unos 30.000, dijo un médico psiquiatra, en Madrid, y algo parecido en
Barcelona, y de 80.000 a 100.000 en Buenos Aires.

La ola de homosexualismo puede ser que suba, o puede ser únicamente


que se ponga al descubierto. Con seguridad, no es por la influencia de los
poemas de Oscar Wilde o de las novelas de Jean Lorrain. Es algo que ha existido
siempre, de lo que hablan con frecuencia los autores griegos y romanos y que
satirizan Aristófanes y Marcial.

La cuestión tiene poco interés; pero siempre convenía aclararla e impedir


que sirviera de arma de combate a los buenos burgueses, a los burócratas y a los
horteras.
III

Entre los homosexuales hay los que no se toman el trabajo de ocultar su


anomalía y los que la ocultan cuidadosamente. Algunos no sólo no la ocultan,
sino que hacen gala de ella. De éstos había hace años un empresario de
compañías de teatro con un título de marqués, muy conocido en Madrid. Era un
poco desagradable verle, grueso y con la barba blanca, lanzando miradas
incendiarias a los soldados.

Hay también los que disimulan y fingen, no se sabe con qué objeto. Hace
mucho tiempo conocía yo a un escritor hispanoamericano que vivía en la calle
de Bailén y tenía un anteojo astronómico, y desde el balcón miraba el horizonte.
Hablaba a veces de que los escritores como yo no tenían afición a relatar sus
aventuras amorosas.

—Yo hablo de lo que he visto —le decía—. A base de lo que he visto en


mí y en los demás, no puedo contar ninguna aventura amorosa extraordinaria.
A base de lo que he leído, no me interesa escribir nada.

—Hay que tener espíritu —decía él—. Creer en el amor, y que el que cree
en el amor lo comunica a la mujer.

—Sí; eso está bien; pero a mí me interesa poco. A mí lo que no he visto o,


por lo menos, entrevisto no me produce deseo de hablar de ello —contestaba yo
—. Yo no he tropezado más que con matrimonios en gran parte de conveniencia
y con amores un poco bajos, de prostitución, y donde ha jugado papel
importante el dinero. Si hubiera visto otra cosa, tendría verdadero interés y
satisfacción en contarla con todos sus detalles; pero como no la he visto, no la
cuento.

—Pues hay el amor y el amor puro, las Beatrices de Dante, las Julietas de
Shakespeare y hasta las heroínas de Ossian. La fe es lo que hace ver lo que
parece invisible.

—Puede ser; pero a mí me choca que la realidad, un poco torpe, se


transforme en algo ideal por contemplarla de una manera o de otra.

—Pues no cabe duda. Existe el amor, que lo ennoblece todo, porque el


hombre tiene un alma grande.

Yo le decía:

—Yo creo todo lo contrario. Creo que el hombre no ha sabido dignificar


el instinto sexual. En otras actividades humanas se ha aquilatado y se ha
alambicado el impulso primario, y se ha hecho de la necesidad grosera algo que
tiene su belleza. En una cena elegante en un comedor bien alhajado con
cuadros, con estatuas, una mesa con un mantel bordado, una cristalería
brillante, una vajilla de plata y unos hombres ingeniosos, unas señoras amables,
en donde se come, se bebe y se habla, se ve el efecto de la civilización. Entre una
cena de gente refinada y una comida de gañanes hay una diferencia enorme;
pero en esa cuestión del amor no hay diferencia alguna. Es el mono o el cerdo
que surge sin velos ni disfraz. Yo creo que a la mayoría de los hombres
sensibles, y no sé si a las mujeres desdichadas que tienen que caer en ese fondo
del erotismo pagado, esos primeros contactos no le dejan más que una
impresión de tristeza y de repugnancia. El cuarto de una casa miserable, la
habitación sucia, la frase cínica, el perfume barato, el miedo al contagio, todo es
un horror. No basta ni la retórica ni la ironía para paliarlo.

El diplomático, al oír esto, torcía el gesto. Debía de pensar de mí: «Este


hombre no tiene remedio».

Años después, una tarde que fui con Ortega y Gasset a saludar a una
señora argentina al hotel Ritz, le veía al escritor americano espiritual y
romántico en el salón del hotel mariposeando entre damas elegantes. Unos
meses más tarde, por un motivo fútil, me llamaron a una comisaría del barrio
que estaba en la plaza de los Mostenses; la casa del conde de Trastamara, en
donde había vivido el jefe de policía Chico, cuando fue sacado por las turbas
que acaudillaba el torero «Pucheta» y llevado a la Fuentecilla, de la calle de
Toledo, donde fue muerto a tiros.

La razón por la que me citaban era que un repartidor de pan con la cesta
había dado con ella en un foco eléctrico de la puerta de un estanco que tenía
una mujer sin nariz en la plaza de Santo Domingo.

El marido de la mujer sin nariz detuvo al repartidor; primero le sacó el


reloj para responder de la rotura del foco, y después, pensando, sin duda, que el
reloj no era bastante garantía, le preguntó dónde trabajaba. Éste contestó que en
una fábrica de pan de la calle de Mendizábal.

Según el estanquero, el repartidor le había dicho que era de mi casa, y el


juez me llamaba a declarar.

Como he dicho, el juzgado estaba en la casa palaciega de Trastamara. Era


éste un caserón grande y gris, de granito, de dos pisos, con rejas y una portada
decorativa de piedra. Daba a la plazuela de los Mostenses, y estaba rodeada por
los callejones de San Cipriano, Eguiluz, Santa Margarita y travesía del
Conservatorio, que hoy creo que han desaparecido todos.
Mesonero Romanos habla de esta casa en su libro El antiguo Madrid.

«La del conde de Trastamara, que hoy ocupa este sitio», dice, «era
notable por la esplendidez de sus salones, y, especialmente, por las magníficas
estancias llamadas cuadras, caprichosamente enriquecidas de adornos y flores y
figuras en relieve y con graciosos surtidores de agua en el centro; bellísimos
salones, célebres por los suntuosos bailes dados en ella por la grandeza de 1831,
con asistencia de los reyes, y posteriormente por los que dio el general Narváez
cuando la ocupaba y era de su propiedad. Cerca de esta casa había estado la del
conde de Revillagigedo, donde radicó la Conferencia de los Comuneros en
1823, y se estableció después el Conservatorio.»

Cuando comenzaron los derribos de la Gran Vía, durante muchos años,


al subir por la calle de Leganitos, se veían a mano izquierda, por encima de una
tapia amarilla muy alta, de la callejuela de San Cipriano, los árboles de este
antiguo palacio de Trastamara.

Cerca había estado la casa del Pecado Mortal, o Hermandad de Nuestra


Señora de la Esperanza, asilo para madres solteras, en la calle del Rosal, entre la
plaza de los Mostenses y la de la Parada, las calles de Sal si Puedes, En Hora
Mala Vayas y Aunque os Pese, que luego cambiaron de nombre.

Fui a este antiguo palacio de Trastamara, y esperé en el claustro a la


puerta de la sala en donde se debía ver el juicio. Charlé con un guardia
municipal, y me dijo que aquella casa era muy hermosa y que allí había vivido
«el Chico». No comprendí a lo que se refería. Pasado el tiempo, ya vi que a
quien el guardia llamaba el Chico era el policía Francisco Chico, célebre en su
tiempo, y a quien fusilaron en 1854.

Llegó el momento de entrar en la sala a hacer la declaración ante el juez,


y yo me expliqué un poco violentamente, acostumbrado como estaba a que no
me hicieran caso.

Demostré que la denuncia era una fantasía y que, probablemente, el


repartidor de pan había dado unas señas falsas, y el juez me dio la razón,
aunque de una manera áspera, diciéndome que no tenía necesidad de insistir;
que él sabía lo que había, y que desde el principio, fuera aquel repartidor de mi
casa o no, yo no tenía responsabilidad subsidiaria ni obligación a pagar la
rotura, y que podía retirarme. Yo pensé: «Si es así, ¿para qué me han llamado a
declarar?».

Al salir al claustro me asombró ver venir hacia mí al poeta americano y


diplomático de la calle de Bailén al lado de un tipo de chulo de muy malas
trazas y acompañados los dos por un municipal. Nos cruzamos, y el escritor no
me conoció o no quiso conocerme.

Al salir le pregunté a un guardia que se hallaba a la puerta y que había


estado amable conmigo:

—Éste es un americano, un escritor, ¿no es verdad?

—Sí.

—¿Y qué le pasa?

—¿Pues sabe usted lo que le pasa? —replicó el guardia, con malicia—.


Que este señor es un canco.

Yo no había oído antes esta palabra; pero supuse de lo que se trataba. El


guardia añadió:

—Se había entendido con ese chulo, y el chulo le sacó la cartera; él le


denunció a la policía, y le han devuelto la cartera; pero el chulo, a su vez, le ha
denunciado, y ahora van al juicio.

A mí, sin saber por qué, no me extrañó del todo el hecho. Y luego pensé
un poco en broma en el amor y en el amor puro de que hablaba el poeta, y
supuse a quién llamaba él las Beatrices de Dante, las Julietas de Shakespeare y
las heroínas de Ossian.

Hay tipos a quienes no se les nota su carácter ambiguo; pero hay otros
que, a pesar de que disimulen bien, hay algo que los denuncia.

Estando en casa de un aristócrata, en un pueblo vasco, me presentaron a


un escritor también aristócrata, que estuvo hablando largo rato conmigo.

—¿Qué le ha parecido a usted? —me preguntaron luego.

—Bien, está bien. Es hombre amable. Debe de vivir aquí, porque tiene
acento del país.

—Sí, pasa los veranos en la costa desde hace mucho tiempo. ¿No le
encuentra usted otro carácter?

—Se ve que sabe francés, que es hombre de cultura literaria moderna.

—¿Y nada más?


—Ya que me aprietan ustedes, les diré que tiene una sonrisa y unos
ademanes de hombre afeminado.

Entonces, como los circunstantes se miraron como gente que está en el


secreto, uno de ellos, escritor, dijo:

—Sí, Baroja tiene la intuición de los tipos; más que cultura es lo que tiene.

Al parecer, el aristócrata era un invertido reconocido entre sus amistades.


IV

Esta generación nuestra, acusada de muchas flaquezas imaginarias,


padeció, a consecuencia de su manera de ser, un vicio que tuvo una
denominación expresiva, la golfería. Yo creo que he sido un aficionado a definir
y explicar la golfería.

Al encontrarse, a fines del siglo pasado y principios de éste,


probablemente por el vacío hecho por los políticos a todos los que no fueran sus
amigos, y quizá también por la pérdida de las colonias, que, naturalmente,
restringió el número de empleos en España, al verse tantos hombres en las
proximidades de los treinta años sin oficio, sin medios de existencia y sin
porvenir, se desarrolló, principalmente en Madrid, una bohemia áspera,
rebelde, perezosa, maldiciente y malhumorada.

Era lógico que así fuera; no se veía salida alguna, no había manera de
resolver la existencia. La vida perezosa de noctámbulos, el pasarse horas y
horas en un café maldiciendo de todo y de todos, desarrolló la golfería, y con
ella, el alcoholismo, la suciedad y la falta de higiene.

El bohemio se trasladó fácilmente en su decadencia del café a la taberna


y de la casa de huéspedes al hospital. La gente identificó con su instinto certero
el merodeador de las afueras con el perezoso del café. Vio que entre ellos había
algo común, y a los dos los llamó golfos.

—¿Quiénes son ésos? —se preguntaba en un café, señalando un grupo de


personas.

—Son escritores que se pasan la noche hablando. Unos golfos.

A la pereza, el alcoholismo, a la maledicencia y a la inutilidad para vivir


malamente se unió el misticismo por el arte y esa rebeldía cósmica que venía en
el aire con la tendencia anarquista. Se destacaron tipos decadentes, que duraron
poco, porque fueron muriéndose alcohólicos y tuberculosos en los rincones.

Se puede decir de esta generación que si hizo daño, se lo hizo


principalmente a sí misma. No pudo perjudicar al medio social, porque no
llegó, con raras excepciones, a ocupar ningún puesto importante en las esferas
oficiales.

En esta generación, como en todas, había la ansiedad, la ilusión que no se


cura con el ejemplo. Esto ha pasado siempre. El siglo XIX se pasó soñando con el
descubrimiento del Polo Norte, como si el llegar allí fuese la felicidad del
planeta, y en 1909 llegó el americano Peary, y ya nadie dijo nada del Polo Norte,
como si el explorador hubiera hecho una impertinencia.

Ya constituida o seleccionada esta generación de 1898, tengo que


reconocer que yo no sentí gran afinidad espiritual con ella.

Los entusiasmos de aquella gente yo no los compartía.

Se admiraba mucho a D’Annunzio, a Maeterlinck, a Anatole France. De


los escritores realistas franceses, sobre todo de Zola, se hablaba con desdén, y al
único que se elogiaba era a Daudet, que a mí no me gustaba nada y me parecía
muy afectado y muy falso. Se decía que Dickens era un folletinista y también
Dostoyevski.

Por mi parte, no hubo gran amistad con los individuos del grupo,
excepción hecha de pocas personas, así que no me costó nada separarme de los
que lo formaban. Yo no tenía con ellos ni papel ni interés ninguno. Podía decir,
como el personaje de Moliere:

Qui allait-il faire dans cette galère?


V

Siguiendo la explicación del carácter de la época, creo que vale la pena de


hablar un poco de las canciones.

Generalmente, para los eruditos, la materia de su erudición no tiene


interés más que cuando ha sido ya desbrozada por otros. No les gusta abrir el
camino y convertirlo en transitable; prefieren llegar a última hora y dejar la
carretera como una sala.

La canción callejera española de estos últimos cuarenta o cincuenta años


no ha merecido que algún folklorista la estudie. Al hablar de la canción callejera
me refiero a la canción anónima, sin autor conocido, a veces graciosa y
pintoresca, otras encanallada y soez.

Yo intenté reunir hace tiempo las letras de los tangos y coplas populares;
pero no las encontré. No se guardaron. Fueron flor de un día. Quedaban
romances de ciego, relaciones de crímenes, la Salve que cantan los presos al reo
que está en capilla; pero letras de tango, ninguna o casi ninguna.

La canción popular, callejera, suburbana, sin autor conocido, ha tenido


varios ritmos; pero el más destacado ha sido el del tango. Este tango, de origen
incierto, luego ha emigrado a la Argentina, y ha venido de allá, de retomo,
americanizado, italianizado, decadente, dulzón y de un sentimentalismo ñoño y
venenoso.

Las canciones populares, por su asunto, se podían dividir en políticas,


militares, criminales, toreras, cómicas, etcétera.

Por su ritmo, tienen poca variedad en sus formas musicales; hay alguna
polca más o menos exótica; las demás son habaneras y tangos. Por la época en
que aparecieron, se podían clasificar en: canciones de antes de la guerra
colonial, canciones de durante la guerra y canciones de después de la guerra.

Como he dicho antes, en la época en que yo era chico, en Pamplona,


entre el aluvión de canciones extranjeras de La mascota, Boccaccio, Madama Angot,
de un sinfín de operetas traducidas y de otras zarzuelas españolas, como La
tempestad, aparecieron los tangos gaditanos.

Yo oí cantar alguno de ellos a un sargento, acompañándose con la


guitarra, en un cafetucho donde se jugaba al billar y a la bola.

Con aquellas canciones se inició el flamenquismo en los pueblos del


norte de España.
Luego vinieron otras y otras coplas, todas o casi todas de aire andaluz;
algunas, bajas, groseras; otras, finas y delicadas; en general, picarescas y
también políticas.

Cuando volví a Madrid, en 1886, e iba al Instituto de San Isidro, al pasar


por Puerta Cerrada solía oír a un ciego, «el Legaña», que entonaba en la vihuela
esta canción:

Le dijo el pollo Vicente

a su novia Manolita:

Te traigo, pa sorprenderte,

una cosa muy bonita.

Había tangos políticos, que cantaban los ciegos por las calles de los
barrios bajos y en la plaza del Progreso. La musa demótica se cultivaba, aunque
no creo que produjera gran interés en el público.

También se cantaba una melopea triste sobre el submarino Peral, en la


que se hacían, entre otras, estas reflexiones luminosas:

Hace tiempo que vamos notando

lo perdida que está la nación,

y las cosas se las van llevando

esos hombres de la situación.

Y nosotros, como comprendemos

que en España no hay dinero ya,

nos vestimos con traje de buzo

pa ver si lo hallamos en el fondo del mar.

Se oían también tangos de torería. Uno de los más conocidos comenzaba


así:

Yo tengo un álbum formado

con lo del arte taurino,


y en él tengo retratados

a los toreros más finos.

Y años más tarde se cantaba:

Cuando dicen los papeles

que el Reverte va a matar…

Parecidos en el ritmo eran los tangos sobre Higinia Balaguer, la del


crimen de la calle Fuencarral.

El uno, mediocre, descriptivo y lacrimoso, decía:

La calle de Fuencarral

no la echamos en olvido,

y recordaremos siempre

el asesinato ocurrido.

El otro era una cosa bárbara. Comenzaba así:

En la primera corrida

que demos en el lugar…

En esta corrida, la Higinia hacía de toro; la Justicia, de matador; los


abogados, de banderilleros, y de picador, un fiscal, y acababa diciendo:

Y para dar la puntilla, ¡chipén!,

Viada será mejor.

Viada debía de ser un magistrado de la Audiencia. Estos cantares, unos


de aire político y otros criminosos, no creo que llegaran a provincias; en cambio,
los de asunto torero o picaresco corrían por toda España; las fregonas se
dedicaban a ellos con delectación. La música de estos tangos era casi siempre la
misma, con ligeras variantes; en general, una habanera con ritmo más agitanado
y flamenco que las habaneras antiguas.

Luego se cantaron muchos tangos antifemeninos o misóginos.


De las grandes locuras

que el hombre hace,

no comete ninguna

como casarse.

El hombre tiene que mantener a la mujer y satisfacer sus caprichos.


Luego, por la mañana, él se va a la oficina y ella se queda en casa charlando con
algún vecino:

El pobre marido a veces

berrea como un carnero,

lleva la mano a la frente

y le está chico el sombrero.

Corría otro tango cocineril:

Un cocinero de Cádiz,

muy afamado,

a las mujeres las compara

con el guisado.

Luego viene el ir equiparando a las unas con una pescadilla y a las otras
con una croqueta de jamón y otros manjares.

También había este tango marinero:

En la nueva reforma de este año

será cosa curiosa de ver

que todas las mujeres desde quince,

que tengan por fuerza marineras ser.

Las de quince a veinte, de grumete;


las de treinta pilotos serán.

Las que tengan cuarenta cumplidos

las calderas tendrán que lavar,

y las viejas que huelan a polvos,

como nada tendrán que tocar,

en la nueva reforma que haremos

a todas las pondremos

para barricar.

En otro tango, a las mujeres se las comparaba con los relojes, y unas
daban la hora y otras no, etcétera.

Toda España se dedicaba por entonces a la gitanería con fruición.

En Madrid había varios cafés cantantes: el Imparcial, el de Romero, el de


Naranjeros, el del Brillante; los había en Valencia, en Barcelona, en Bilbao, y en
donde no existían éstos, los estudiantes o los comisionistas, al volver de Madrid
a sus pueblos, se lucían cantando: Graná estará orgullosa con el Frascuelo, La
muerte del Espartero o la canción de las mujeres que tenían que entrar en quintas
y pasar unas a la Infantería y otras a la Artillería. El flamenquismo era casi un
honor; por lo menos, una gracia.
VI

Este período, que duraría unos diez años, se caracterizó en la música


popular no sólo por el incremento de la gitanería y del flamenquismo, sino
también por la influencia negra que venía de Cuba. España tenía entonces una
inclinación marcada por lo populachero.

Durante la guerra de Melilla, cuando la muerte del general Margalio,


apareció una canción de soldados, triste, de aire moruno, que tenía el estribillo:
«Larigú, larigú, larigú».

Hubo canciones que corrieron por toda la Península.

El tango De la niña, ¿qué? no estaba mal; tenía rasgos de malicia y de


broma. Así terminaba una copla:

Por estos refranes, a cierta chiquilla

su padre le ha roto catorce costillas,

porque decían que la niña ya…

Y mire usted si sería,

que al poco tiempo vieron llegar…

un ramillete de flores

que le traían de Puerto Real.

El otro, que empieza diciendo:

En la época presente,

no hay nada tan sorprendente

como la electricidad.

Era gracioso. Casi todos ellos se decía que los componían en una
academia de guitarristas gaditanos que firmaban Las viejas de Cádiz.

El tango de la bicicleta estaba muy bien. Comenzaba diciendo:

Tengo una bicicleta que costó dos mil pesetas


y corre más que el tren.

Luego, el autor se pinta a sí mismo, que va por la calle Ancha, de Cádiz:

Luciendo este cuerpecito

encanto de las muchachas.

Va a la Alameda y al parque del Genovés, pero a veces se pega cada


crismazo,

que tengo el cuerpo que yo me sé.

Luego viene la duda sobre el indumento que han de llevar las mujeres
montadas en el aparato:

Por eso hay mil discusiones

por si han de llevar faldas o pantalones.

Todo el tango es chistoso y está bien.

Al final de este período de las guerras coloniales se fue agudizando en la


música popular la nota flamenquista, agitanada y negra, y vinieron las guajiras,
y se abusó de los cementerios y de los muertos.

En algunas canciones, todo esto se mezcló con aires de corneta de los


soldados. Así había guajira que empezaba con la languidez de un danzón de
negros y acababa con una diana militar.
VII

Al avanzar el siglo, la canción popular, el tango, comenzó a decaer e


involucionar. De la calle saltó al escenario de variétés; de los labios del ciego, a
los de la cantante. Se elegantizó y se mistificó, perdió su carácter suburbano y
tomó el carácter de cuplé.

Desde este momento declinó, se exhumaron por entonces una porción de


cantos populares regionales, antiguos y modernos; se los transformó al gusto
del día y tomaron un carácter de sentimentalismo, muy diferente de la crudeza
de hacía años.

Luego hubo canciones semipopulares, con autor conocido. Quinito


Valverde hizo algunas muy graciosas. El pintor Martínez Abades lanzó otras
que tuvieron gran éxito en España y fuera de España. Yo las vi en las librerías
de Holanda y de Dinamarca, impresas y anunciadas como novedades
importantes. Tuvieron también gran popularidad el maestro Padilla y otros.
Vino entonces el ocaso del viejo flamenquismo, un cierto olvido pasajero de los
toros, y el furor por los deportes y el cine…

Hoy se ve que la canción plebeya y anónima ha desaparecido por


completo. A veces era grosera, encanallada y brutal; pero a veces era también
graciosa y fina.

Célebre, dentro de su vulgaridad, fue el tango de «el Espartero», que


recorrió toda España.

El Espartero murió en un año de la última decena del siglo XIX, no sé en


cuál.

El tango dedicado a este torero como elegía popular era de letra


mediocre, lleno de lugares comunes, y de música parecida a la de los demás;
pero fue tan popular, que, a pesar de su vulgaridad, parece que vale la pena de
recordarlo.

La letra me la ha enviado Gonzalo Gil Delgado, amigo bibliófilo y


curioso de las cosas del tiempo.

Dice así:

El treinta y uno de mayo,

¡qué día más traicionero!,


en la plaza de Madrid

mató un toro al Espartero.

De verde y oro vestía

el simpático torero,

llamado Manuel García

y apodado el Espartero.

En el circo madrileño

toreó con mala suerte;

la afición, que no dormía,

le llorará eternamente.

La muerte del Espartero

en Sevilla causó espanto.

Desde Madrid lo trajeron

hasta el mismo camposanto.

El coche fúnebre iba

rodeado de personas,

cubierto de arriba abajo

de muchísimas coronas.

De todos los compañeros

llevaba dedicatoria;

su nombre estará grabado

en el libro de la Historia.

Cuando en Sevilla se supo


la muerte del Espartero,

hombres, niños y mujeres

lloraban con desconsuelo.

«¡Adiós, valiente Espartero»,

decían los sevillanos,

«ya no te veremos más

en la plaza toreando!»

Al pie de la losa fría

coloquemos un letrero

con letras de oro que digan:

«Aquí yace el Espartero».

Evidentemente, la letra del tango no tiene ni el carácter ni la energía de


los romances del Cid; pero, dentro de su chabacanería, representa bien la época.

Yo he dicho en mi libro La sensualidad pervertida, y creo que tengo razón:

«La verdad es que para esto de la canción popular suburbana, un poco encanallada, no ha
habido pueblo como Madrid, como el Madrid de hace años. París tiene la canción inventada por un
autor de más o menos categoría, una canción semiliteraria, para burgueses, horteras y estudiantes; la
canción suburbana de Roma y Nápoles es romántica, de amores y cabellos rubios, de ángeles y claros
de luna; está hecha por los Amicis y los D’Annunzio del arroyo; la canción de Londres es infantil,
alegre, de clowns; la canción de Madrid es completamente popular, sin ornamentos literarios; sale de
las entrañas de la plebe como un dragón de su agujero, pero ya va en decadencia.

»A medida que Madrid aumente y mejore, la canción suburbana, el tango desaparecerá. La


civilización esteriliza el genio popular».

La música moderna extranjera que se cantaba en España, casi toda era


francesa, pero también llegaba la alemana y la norteamericana. Se cantaban
muchas canciones románticas, la Valse bleue, Quand l’amour meurt, el vals de
«Mimosa», de La geisha el de La viuda alegre, el de El conde de Luxemburgo y
muchos cuplés.
VIII

En el tiempo, los dos políticos más importantes de la monarquía eran


Cánovas y Sagasta, y los que estaban frente a ellos, como enemigos, Castelar,
Ruiz Zorrilla, Salmerón y Pi y Margall.

Los españoles de entonces tenían la candidez de pensar que todos ellos


eran hombres gigantescos. A Cánovas le llamaban el monstruo, y los políticos
conservadores le tenían por un hombre extraordinario. Se le consideraba un
gran escritor y un gran político. Como escritor, autor de alguna novela y de
libros de historia y de crítica, era mediocre; poeta, malísimo; crítico literario,
vulgar y pedestre. Su actuación de político y de orador no he intentado
estudiarla; no conozco bien la historia del tiempo. Su pensamiento en la última
época de gobernante, en que afirmaba que había que enviar a Cuba el último
hombre y la última peseta, me pareció siempre absurdo, porque un país no se
va a suicidar por perder una colonia, por rica e importante que sea ésta.

Como persona particular, parece que era hombre que saqueaba las
bibliotecas públicas y se llevaba de ellas lo que le daba la gana.

Cuando el gobierno adquirió los papeles de don Antonio Pirala, el


historiador de las guerras civiles, Cánovas dio la orden de que se guardaran, se
empaquetaran y no se dejaran ver a nadie. Esto me lo contó Julio Burell.

Al parecer, Cánovas quería hacer una Historia de España, y no quería


que nadie viera aquellos documentos.

Sagasta, yo creo que era más comprensivo, más afable y más simpático
que Cánovas. Sagasta era ingeniero, y Cánovas, abogado; pero todo el mundo
de aquel tiempo creía que Sagasta era un ignorante, casi analfabeto, y Cánovas,
un monstruo de sabiduría.

El público cree con la mayor facilidad las más grandes necedades.

Sagasta era, al parecer, hombre modesto. Sin embargo, debió de haber


sido en la juventud un tipo valiente y decidido. Yo creo que fingía ser hombre
de poca cultura, probablemente para no molestar a personajes petulantes de su
partido, como Moret y Montero Ríos, que sabían las martingalas de los códigos
y creían que ésta era la suprema ciencia.

A Sagasta yo le veía, después de la crisis de su gobierno, que salía de su


casa de la plaza de Celenque, con sombrero de copa y bastón, y se iba a pasear
al Retiro. Al cruzar por la Puerta del Sol me chocaba mucho ver que del público
no le conocía nadie.
A Martos le vi una o dos veces cerca del Congreso. No le oí nunca. Tenía
fama de gran orador, y se decía que era hombre de poco fiar. Escribió una
historia de la revolución de 1854, bastante mediocre.

A don Segismundo Moret le oí hablar una vez en el Ateneo, en una fiesta


que me pareció un tanto ridícula.

Miguel Salvador tocaba en el piano composiciones musicales, la mayoría


clásicas, y Moret las interpretaba, como si se pudiera explicar la música y
descifrarla intelectualmente. El arroyuelo y la pradera, y el trueno, y el arco iris,
y el ronquido del mar aparecían en estas explicaciones de una manera absurda.
Lo que no hubieran podido decir Mozart, Haydn o Beethoven de sus obras, lo
decía don Segismundo.

Un hombre que admite un paralelismo entre los sonidos y las ideas y


cree que éstos pueden tener una significación intelectual, es un hombre que
habla de lo que no entiende.

Oradores que oí en el Congreso, y que me parecieron detestables, fueron


Villaverde y Gamazo. Villaverde parecía que apedreaba al auditorio con sus
palabras; respecto a Gamazo, daba la impresión de Sancho Panza metido a
político. Era la vulgaridad plasmada, el tendero de la calle de Postas
dictaminando.

Mi tío don Matías le admiraba, y una vez que me permití decir en casa
que yo no iba al Congreso porque no valía la pena de oír vulgaridades, el
hombre se puso furioso contra mí y me dijo que así se hundían los países, con la
indiferencia de gentes que no sabían ni comprendían nada.

De los republicanos célebres de la época, todos eran figurones ilustres,


menos Ruiz Zorrilla, que, como hombre agarbanzado, podía haber tomado
asiento en el Congreso, entre Gamazo y Villaverde.

Ninguno de los políticos del tiempo escribió nada que valiera la pena: ni
Cánovas, ni Martos, ni Moret, ni Salmerón. Los únicos que se defienden algo
fueron Pi y Margall y Castelar, aunque éste, a pesar de sus dotes y de publicar
mucho, no ha dejado un libro.

Castelar, como escritor, es muy poco legible. Ese párrafo largo, con los
mismos incisos y cláusulas, con el mismo ritmo aparatoso y la misma clase de
comparaciones y las mismas hipérboles, no es fácilmente soportable. Ha pasado
su época de prestigio. En el tiempo, seguramente, esa retórica entonada
produciría entusiasmo; hoy creo que ninguno.
A Castelar le pasaba como a Lamartine cuando se sentía historiador: la
comprobación de los datos, que dan origen a tantas sorpresas y cambios de
criterio, no le interesaba. A él no le preocupaba más que la elocuencia.
Aceptando la historia así, es como un conjunto de figuras de cera en escenarios
convencionales.

Castelar, sin embargo, creo que tuvo más sentido político que los
correligionarios suyos cuando quería que los hombres de su partido entraran a
colaborar con la monarquía, para darle a ésta una tendencia más liberal y más
humana.

Recuerdo una caricatura de la época, en color, bastante mala, de no sé


qué periódico satírico ilustrado, en la cual estaban Sagasta y Castelar. Sagasta,
vestido de ramilletera, ofrecía unas flores a Castelar, hecho un petimetre, y
había este diálogo entre los dos:

—¡Ay!, me pones en un tris…

—¡Anda, hermoso!

—¡Qué porfía!

¡Yo con una flor de lis!

Pero ¿qué dirá el país?

—Pues lo que yo presumía.

Probablemente era éste el sentir popular. Yo creo que la flor de lis o las
palabras «libertad», «igualdad», «fraternidad», como lema, son indiferentes. Lo
importante para el hombre que no quiere explotar la política, sino vivir de una
manera civilizada y decorosa, son las realidades.

En el fondo, las palabras, sobre todo cuando no se entienden, llevan a la


guerra y a la barbarie; la inteligencia de los hechos lleva a la moderación y a la
cultura; pero a lo último, toda teoría política en la práctica acaba mal. Son como
organismos que se descomponen al vivir, y la muerte es tan biológica como la
vida. De todos modos, yo creo que los reyes y los emperadores comprensivos,
desde Marco Aurelio, en Roma, hasta Luis Felipe de Orléans, en Francia, debían
de tener culto público con un comentario explicativo.

Sobre el valor de los periodistas políticos del tiempo hubo mucha


fantasía. De Suárez de Figueroa, Troyano, Burell, Rocamora, Morote, etcétera,
creo que no ha quedado nada. De los cronistas, para mí, el único que valía era
Luis Bonafoux. Tampoco ha perdurado su obra, porque un cronista queda
difícilmente en épocas como la nuestra.

Para los republicanos intransigentes, José Nakens era un gran periodista,


y puede ser que lo fuera, pero tuvo muy mala suerte. Este hombre se ilusionó
consigo mismo, se pasó la vida hablando de degradaciones y de cobardía, se
creyó Harmodio y Aristogitón en una pieza, un tipo de fanático rígido, y la
casualidad le puso a prueba —¡y qué prueba horrible!—, y salió de ella hecho
una piltrafa.
IX

Yo he tenido poca curiosidad por los autores dramáticos, por el teatro y


por los cómicos.

Para algunos, esto es como una manifestación de misantropía y de mala


sangre, pero no hay tal.

Del teatro moderno no he leído con entusiasmo más que dos autores:
Ibsen y Bernard Shaw.

A mí, que he ido poco al teatro, lo que más me seduce en la escena es el


tipo. Hace mucho tiempo leí Juan Gabriel Borkman, de Ibsen, y al cabo de los
años recuerdo a este personaje paseando solo en su buhardilla, como si lo
hubiera conocido.

Últimamente, Bernard Shaw me ha dado la impresión de que decaía y


que comenzaba a chochear, con la idea de sostenerse en su posición original a
toda costa.

Los demás dramaturgos franceses, alemanes, españoles o italianos me


han interesado poco. Me ha parecido que todos se han dedicado a la fraseología
huera y a una filosofía de almanaque o de periódicos de modas.

El genio de Rostand, de D’Annunzio o de Paul Hervieu, el de Echegaray


o de Dicenta, yo no lo he visto por ninguna parte.

Como yo no soy terco, y no sólo no me molesta, sino que me gusta


cambiar, he leído este verano, en una casa de campo de Guipúzcoa, algunos
dramas famosos de Echegaray, entre ellos El gran galeoto y O locura o santidad.
Yo no comprendo cómo un hombre de talento pudo escribir estas obras, que me
han parecido detestables. ¿Es que el público cambia? ¿Es que lo que le gustaba
ayer no le gusta hoy? No lo sé. Yo no me explico cómo ha apasionado al público
una retórica tan enfática y tan vulgar, y cómo un hombre inteligente como el
autor pudo vivir sin conocer el medio donde se movía.

En esos dramas famosos, todos son muñecos sin alma que hablan con
una retórica aparatosa; todas son pasiones que no son pasiones, y problemas
que no existen.

Al parecer, en su época, los grandes defensores del teatro de Echegaray


fueron los revolucionarios, porque el autor de El gran galeoto era un radical,
hombre que quería ser destructor. Yo, como he dicho antes, no intervine para
nada en la campaña antiechegarayesca, principalmente porque no conocía sus
obras.

Al parecer, el público que luchó en los estrenos a favor de Echegaray


estaba dirigido e inspirado por radicales y masones.

Después, con este gusto de la fantasía actual de tergiversarlo todo, se ha


querido decir que los escritores hostiles a Echegaray a principios de siglo eran
los revolucionarios contra el conservador, y parece que era lo contrario: los
tradicionalistas en literatura contra el liberal.

Echegaray me parece hermano mayor de Dicenta. La única diferencia


que creo que hay es que Echegaray se achicaba todo lo que podía para ponerse
al nivel del público, y Dicenta, en cambio, se estiraba y se ponía en puntillas
para alcanzar el mismo nivel.

Es cierto que yo no he llegado a sentir la seducción del teatro, y con


relación a él me pasa como al hombre que no le interesa una mujer y habla en
frío de ella.

Yo he ido poco al teatro; sin embargo, he visto trabajar a actores bastante


célebres: a Calvo, a Vico, a Mariano Fernández, a Mario, a la Tubáu, a la
Mendoza Tenorio, a la Guerrero y a casi todos los cómicos del género chico.

No he tenido nunca amistad ni con cómicos ni con cómicas. Es una clase


de gente que no me ha interesado nada, casi tan poco como los toreros.

No me dejan de interesar los cómicos por su oficio en sí, sino por su


dependencia obligada con el público, que, en general, es una gran bestia fiera y
malintencionada, cuya influencia perturba a cualquiera.

No he conocido apenas cómicos más que en el teatro, y los que me han


llamado la atención han sido por su vida lejos del escenario.

Cualquier detalle particular que indicase un carácter propio fuera de las


tablas ya me llamaba la atención.

Había cómicos que parecían reírse del público. Tengo un vago recuerdo
de haber visto de chico a Zacamois, que cantaba un cuplé que decía:

Me voilà

Zamacuá
ja, ja, ja!

Uno de los cómicos del género chico que me parecía muy bien cuando yo
era joven era Manuel Rodríguez; Manolo Rodríguez le llamaba la gente. Se veía
en él un cómico que se divertía trabajando, y por eso, mucha parte del público
le tenía antipatía. «Es un payaso», decían de él.

Yo fui una tarde con un amigo al escenario del teatro de Apolo, en donde
estaban ensayando no sé qué; le vi a Rodríguez con un sombrero de copa
grande que tiraba al aire y luego se lo metía en la cabeza sin ayuda de la mano.

A mí, este detalle de prestidigitación, el ver que se divertía solo, me hizo


encontrarle muy simpático.

Un tipo de cómico contrario a éste era Carreras, que en su tiempo tuvo


también mucha fama. Carreras era un caricato fúnebre, pero parecía muy bien a
la gente.

Lo serio gusta al público, lo mismo en las obras tristes que en las


bufonadas, en los dramas que en los sainetes.

Aquellas zarzuelas de letra tan sosa, tan pedantesca, como La viejecita,


Gigantes y cabezudos, El dúo de La Africana, gustaban más que otros sainetes
graciosos y divertidos.

Con la música pasaba lo mismo, y Chapí y Bretón, y luego Serrano, por


su pedantería y su pesadez, han gustado más que Chueca y que Quinto
Valverde, que al público le parecían demasiado ligeros.

De todos los músicos españoles de su época, y creo que de los anteriores,


el que más me ha gustado ha sido Chueca; Barbieri, que en algunos aspectos
era, quizá, superior a él, ya es de un tiempo lejano. De los demás, ninguno creo
que se pueda comparar con el autor de La Gran Vía. Chapí era verboso y
gesticulante. Bretón, que hizo una música muy apropiada a La verbena de la
Paloma, era muy vulgar. Vives, sabio, pero poco inspirado. Respecto a Serrano,
era un compositor de una ramplonería desagradable. El que también tenía
gracia era Quinito Valverde.

Chueca era un hombre amable. Yo le oí alguna vez hablar en el Círculo


de Bellas Artes con modestia, sin darse tono, tomando las cosas a broma.

Chueca era simpático, vestía muy a la madrileña, con un pantalón


abotinado, botas claras y, a veces, polainas. Llevaba sombrero blando, y en
invierno, capa. Ceñido al cuello llevaba un pañuelito blanco de seda, usaba
bigote con las puntas retorcidas y reloj con cadena de oro, grande.

Era un hombre sencillo. Cuando alguno del Círculo de Bellas Artes le


pedíamos que tocase algo, se ponía al piano y tocaba cualquier cosa suya o
improvisaba con una facilidad extraordinaria.

Yo no puedo decir que traté a Chueca; no creo que a él le interesaran


nada los escritores, excepto los que hacían libretos para zarzuela. Si le hubiera
visto después, le hubiera dicho que era un hombre de quien Nietzsche se había
ocupado; pero, seguramente, Chueca no sabía quién era Nietzsche.

A Felipe Pérez y González, el autor de la letra de La Gran Vía, solía verle


también en el Círculo de Bellas Artes cuando estaba éste al comienzo de la calle
de Alcalá, saliendo de la Puerta del Sol para la Cibeles, a mano izquierda, y
hablaba con él. No tenía mucha amistad con Chueca, y le molestaba que el
músico pusiera letra suya a las canciones que pasaban luego como del autor de
la obra. El bibliotecario del Círculo, por entonces, era un autor del género chico,
Fiacro Iraizoz, del cual no recuerdo haber visto más que un sainete, titulado La
vuelta del vivero.

Vives era el más inteligente de todos los músicos, pero tenía una idea un
poco absurda de su inteligencia y de sus conocimientos, y creía que él sabía de
filosofía y de historia lo que no sabía nadie.

Vives era listo y simpático. Hablando conmigo se mostraba muy


desdeñoso de la gente de teatro; pero si se encontraba con algún autor,
empresario o cómico, cambiaba de disco enseguida y se mostraba muy
diferente. Yo le veía sostener opiniones distintas y, a veces, antagónicas, según
el lugar donde se hallara y los oyentes que tuviese.

Vives era en todo un poco gitano. A mí mismo, que no tenía un cuarto,


me pidió cien pesetas una vez para satisfacer una deuda que tenía apremiante,
se las di y después se olvidó tranquilamente de ello.

Algún tonto me escribe, con un humorismo de pacotillas, que yo no he


dado nunca dinero a ninguna persona conocida. Yo no he dicho que he dado
dinero, sino que he prestado alguna vez una pequeña cantidad y no me la han
devuelto. Esto no me ha producido gran simpatía por el peticionario, sino, más
bien, un fondo de cólera por mi candidez. Hay que ser muy estólido o no saber
leer para confundir dos cosas tan diferentes como dar y prestar.

Chapí era un hombre pedante y satisfecho. Una vez, estando yo


hablando con Amadeo Vives, se acercó y estuvo dogmatizando como si fuera la
representación de la ciencia. Parecía que pensaba: «Yo soy el único que puede
hablar, no sólo de música, sino de todo lo divino y humano».

Al pasar por la calle del Arenal, yo veía con mucha frecuencia a Chapí,
que me miraba con aire de enfado, como diciendo: «Qué hombre impertinente,
que no me saluda».

Volviendo a lo dicho, a mí, el cómico en su escenario no me ha interesado


nada; pero cuando he visto que tenía, además de la vida falsa de las tablas, una
vida suya, ya me llamaba la atención.

Así, un tipo como Emilio Mesejo se me figuraba un gimnasta, un


saltimbanqui; pero este actor me llegó a parecer un hombre interesante cuando
un verano fui a pasear por las tardes en coche con mi madre a la Casa de
Campo, y le vi al actor a orillas del lago un día y otro pescando, completamente
solo. Esta misantropía me llamó la atención, y me hizo pensar que aquel cómico
era un hombre y no un mamarracho.

También me pasó algo parecido con otro actor: Fuentes, del teatro
Romea, a quien un día en el café le oí decir seriamente: «¿Por qué se meten
conmigo? Yo no busco que hablen de mí. Soy un cómico de la legua, y no espero
nada más que vivir pobremente».

Un tipo a quien no hubiera estimado si no le hubiera conocido fue Luis


Esteso. Le conocía de las librerías de viejo, porque era también bibliófilo.

Como cómico era, evidentemente, malo, y tenía una gracia burda,


mecánica, parecida a la de Gómez de la Serna. Esta clase de humor aparatoso y
sin alegría era un reflejo de todos los absurdos que se inventaron en París al
terminar la guerra de 1914, es decir, del dadaísmo, del futurismo, del
surrealismo, etcétera, etcétera.

La tendencia tiene ahora su representación en esa revista que se llama La


Codorniz. A mí siempre me pareció Gómez de la Sema un hombre sin gracia, de
una abundancia fofa, un sinsorgo, como dicen en Bilbao.

Esta gente de la posguerra de 1914 fue muy influida por tipos como Max
Jacob, Apollinaire y por otros escritores de ingenio alambicado, que no
produjeron nada apetecible. Estuvieron un momento a la moda, la moda se les
ha pasado, y nadie se acuerda de ellos[1].

Esteso escribió algunas cosas que estaban bien, en medio de la bazofia


que hacía deliberadamente. Una poesía que hizo sobre su muerte, suponiéndola
en un pueblo de la provincia de Cuenca, y describiendo cómo estaría su cadáver
en la caja y cómo irían a verle los paletos con su bufanda y su gorrita, era muy
sentida.

Esteso, al principio de su carrera de cómico, se anunciaba en los carteles


con este título: «Luis Esteso y López de Haro, el rey del hambre y de la risa».

A los cómicos que he conocido en la calle recuerdo mejor que a los que
no he visto más que en el teatro.

Uno de ellos era un tal Vázquez, que le ponían en los carteles Vaz, y solía
venir a mi casa. Debía de ser gallego y amigo de Camilo Bargiela. Algunas veces
recitó trozos de comedias; pero me parecía muy engolado.

Con este Vaz vi a otro actor, a Perrín, que era pariente de Vico. Este
Perrín tenía buen aspecto; a veces iba hecho un currutaco. Andaba por las calles
de levita y sombrero de copa. Yo le vi una vez por la mañana en una cervecería
de la carrera de San Jerónimo, con Vaz, y bebió de una manera desaforada, y se
puso a hablar del público con tal violencia y tal desprecio, que yo le dije:
«Hombre, tenga usted cuidado. Nos van a echar de aquí a patadas».

Él siguió hablando con un desdén olímpico. A este Perrín le había visto


representar algunos melodramas, y creo que entre ellos La carcajada.

Al que conocí también fue a Borrás. Me convidó a cenar en un colmado


de la calle de la Paz. Creo que, por recomendación de Azorín, mandé yo una
pequeña comedia, en un acto, a un teatro, y Borrás me invitó al restaurante para
hablar de ese ensayo mío. En la cena comenzaron a oírse gritos en un cuarto de
al lado, y no sé si en nuestra mesa o en alguna próxima se quiso imponer
silencio «chisteando», como dicen algunos castellanos, al alborotador.

El vecino del cuarto de los gritos, al oír los siseos, apareció, echándoselas
de terrible, con un puñal en la mano. Era un cómico del teatro de Apolo.

«Vamos, hombre, que no estamos en el teatro», le dijo alguno con un


profundo desdén.

El cómico se tranquilizó y se guardó el puñal, que no sé si era de acero o


de cartón.

Otros cómicos conocía de verlos en la calle y en el escenario. Uno de


ellos, Julio Ruiz, que en sus últimos tiempos andaba derrotado del brazo de una
muchacha de aire de corista por las calles del centro de Madrid, y daba algún
beneficio en algún teatrillo para ir tirando. Luego, según parece, murió en el
hospital, olvidado por todos. No era un cómico muy alegre; pero era muy
observador y debía de tener cierta genialidad.

Otro a quien vi varias veces en el Rastro era un tal Ontiveros. Hablaba


con una voz de vieja, lo mismo que en el teatro, y debía de estar siempre
alcoholizado.

De algunos cómicos, lo que me chocaba era su afición a los espectáculos.

En su época floreciente, el teatro de Apolo no tenía más que diez días de


vacaciones, en verano, y los cómicos de la compañía iban a pasar las noches y a
ver óperas y operetas a los Jardines del Retiro.
X

Amplío el capítulo sobre las librerías de viejo que hay en un libro mío
titulado Juventud, egolatría, y en el segundo volumen de mis Memorias, porque
esas tiendas han tenido importancia en mi vida.

El motivo de escribir ese libro Juventud, egolatría fue que la Casa Editorial
Calleja me encargó un prólogo para unas páginas escogidas y que un editor
alemán me escribió al mismo tiempo que le hiciera una autobiografía.

De estas dos peticiones salió un libro áspero y violento, que quizá tenga
algunas cosas buenas y otras exageradas y un poco absurdas.

A Ortega y Gasset le pareció, en parte, bien, y me dijo que había algo que
encontraba exacto y justo.

Al año siguiente publiqué otro libro, Las horas solitarias, también de


carácter autobiográfico.

Estas obras, como Juventud, egolatría y Las horas solitarias, exacerbaron el


mal humor contra mí de algunos que, sin hablar de ellos para nada, se sintieron
ofendidos por mis opiniones.

A mí me dieron la impresión de gentes con mentalidad de enano o de


jorobado, que miran con asombro mezclado de odio que una persona corriente
vaya y venga por la calle sin obstáculos.

Ortega me dijo que, en conjunto, Las horas solitarias le parecía mejor que
el libro anterior, aunque, quizá, no tuviera trozos tan destacados como el
primero.

El gusto por lo tranquilo lo he tenido en las proximidades de la vejez; no


lo he llegado a sentir más que al cabo de mucho tiempo.

En Las horas solitarias hay bastantes capítulos que me parecen amables y


bien pensados, y de los cuales pienso transcribir algunos, modificándolos algo y
corrigiéndolos. Uno de éstos es el que se refiere a los libros viejos, que dice así:

«La vida que llevo en Madrid es bastante sosa. Por la mañana, leo o escribo; por la tarde
salgo, compro libros viejos y voy a charlar a la redacción de España, y por la noche, vuelvo a leer.

»A veces tengo que salir por las mañanas, cosa que no me gusta. Las mañanas de Madrid de
invierno, de cielo claro y hermoso, andando por las calles, me dan mucha tristeza. Los carros, las
verduleras, las criadas que van al mercado, los dependientes que limpian sus tiendas, el olor del café
que tuestan en las esquinas, todo esto me recuerda la época de estudiante en que iba al Instituto de
San Isidro y en que me sentía tan desvalido y tan tímido. En aquella época, a fuerza de timidez,
hubiera sido capaz de hacer algo de una gran bravura.

»Es curioso que, habiendo tenido una infancia insignificante, toda la vida me la pase
pensando en ella. El resto de la existencia me parece gris y poco animado».

De chico compraba libros viejos, folletines y novelones, que devoraba en


casa. En conocimiento sobre literatura folletinesca soy una especialidad.

Cuando comenzaba a estudiar medicina conocía el plano de los puestos


de libros viejos de Madrid con todas sus particularidades.

Después cambió la geografía de ellos. En la calle Ancha de San Bernardo


se establecieron muchos, y en la de Constantino Rodríguez, que en otro tiempo
se llamó de Ceres y antes de la Justa, hay ocho o nueve librerías, casi todas ellas
de libro de texto.

Entre estos libreros se encontraba gente curiosa y rara. En lo que quedaba


de la calle de Jacometrezo, hace años había una barraca de un catalán, que
parece que se llamaba Gayo, y a quien llamaban, confundiendo el sonido de la
ll y de la y, como hacen los madrileños, «el Gayo», es decir, «el Gallo». Este
librero solía hacer en el fondo de su barraca una especie de tienda de campaña
con cuatro lonas, y allí solía estar escondido a las miradas del público en
invierno, al lado del brasero, donde quemaba tablas que echaban un humo que
dejaba un ambiente irrespirable.

Un librero, amigo mío y de Azorín, era Marianito, que era pequeño,


alegre, y al final, demasiado aficionado al vino. Según los demás libreros, había
hecho muy buenos negocios de compras; pero los echaba a perder porque no
tenía paciencia para esperar.

A mí me vendió algunos libros y papeles baratísimos, entre ellos unas


Memorias manuscritas de Luis Usoz del Río. Por cierto, que en una revista
inglesa, en donde se comentaba la vida de este cuáquero español y lo que yo
decía de él, se hablaba del librero Marianito.

Otro conjunto de puestos de libros viejos fue a instalarse a un solar de la


calle de Atocha, ya cerca del Prado, donde está ahora el hotel Nacional; lo
establecieron varios libreros, la mayoría valencianos, y llamaron a la asociación
el Trust.

En general, el librero ve el libro sólo como una cosa vendible. En este


sentido, los que han dado más sordidez al negocio han sido unos cuantos que
han venido de Levante. El Atila de la librería de viejo durante la guerra europea
de 1914 era «el Valenciano», un hombre de pelo rojo y de gafas, que, después de
separarse del Trust del barracón de la calle de Atocha, puso un puesto en la
feria que se instaló cerca del Botánico. El Valenciano se dedicaba a estropear los
libros cortando con una guillotina los márgenes para vender después éstos
como papel al peso. Ya por entonces el papel estaba caro.

El Valenciano, a quien yo apodaba el Atila de la librería, se llamaba


Bataller, y era el marido de una conocida librera, doña Pepita, que negociaba
con obras de texto, comprando y vendiendo a los estudiantes, primero en una
tiendecilla de la calle de Jacometrezo, y después en un rincón de la calle de
Constantino Rodríguez, antes de Ceres y antes de la Justa.

Bataller había aparecido en el gremio de la librería hace ya cuarenta años.

Era amigo, y no sé si socio, de otro librero llamado Carretero, que tenía


un garito cerca de la calle de la Flor, en un caserón antiguo de la calle de
Peralya, ya desaparecida con los derribos de la Gran Vía. Bataller, según parece,
había sido maestro de escuela. Tanto Bataller como Carretero consideraban
inútiles a los intermediarios en cuestión de librería y en los demás asuntos.
Bataller arreglaba a su manera los libros, remediándolos, guillotinándolos y
transportándolos al hombro, cuando no se servía de un carrito desvencijado, del
que tiraba.

Bataller afirmaba que debía establecerse un intercambio, cuya base


principal, a su entender, sería la inmediata supresión de la moneda. Así, él se
sentía satisfecho al dar un libro o varios por unas alcachofas, un pedazo de
queso, una tela o cualquier otro artículo que necesitase.

Cuando yo publiqué Las horas solitarias, Bataller me pidió explicaciones


por haberle llamado el Atila de la librería, y me dijo: «Sepa usted que no hay
hombre más respetuoso que yo con la cultura».

Entre los libreros pintorescos también se destacaba un tal Viñas, a quien


cito en el segundo volumen de esta obra; tipo reumático, de cara agria, que
había estado en Cuba de sargento, agregado a la Guardia Civil, y luego se le
ocurrió irse a Madrid a disfrutar de una pequeña renta que le daban sus
ahorros; pero su banquero americano quebró y le dejó en la calle.

Entonces, Viñas, que siempre había tenido afición por los libros, empezó
a vender novelas en los cafés, y se ganaba la vida muy bien; pero, como contaba
él, una vez tuvo la mala suerte de ir a un baile de Capellanes. Él creía que un
baile de Capellanes era un baile sin disfraces.

En este baile se encontró con una viuda, chata y retozona, y se casó con
ella, y, al parecer, ella se mostraba un poco agria y desagradable.
«Mire usted si tendré mala suerte», contaba. «Estaba allí, en Cuba, con
quince mil duros ahorrados y tenía proporción de casarme con una mulata rica,
y vengo aquí, a España, la madre patria», como decía él, «y voy a un baile de
Capellanes, y me caso con una mujer pobre y de mal genio.»

Yo, cuando le veía a Viñas, recordaba una canción que había oído en la
infancia, que decía así:

A la Habana me voy,

te lo vengo a decir;

que me han hecho sargento

de la Guardia Civil.

Otro de los tipos del gremio de libreros era Dafauce, que siempre
demostró más predilección por la conversación y por el vino que por las
encuadernaciones y la letra de molde.

Defauce era hombre muy gráfico en sus palabras.

Una vez le preguntó en la librería un señor muy remilgado:

—¿Por qué no instala usted aquí un teléfono?

Defauce, dirigiéndose al mozo que tenía en la librería, confidencialmente,


le dijo:

—Trae el frasco de vino, chico.

Y cuando lo trajo, dijo al cliente a modo de contestación:

—Éste es mi teléfono.

Otra vez llegó una señora vieja, un tanto redicha, que empezó a marearle
a preguntas:

—¿Tiene usted tal libro? —le dijo.

—No, señora.

—¿Y tal otro?

—No, señora.
—¿Y el de más allá?

—No, señora.

—¿Y…?

Dafauce no la dejó terminar, y con acento desdeñoso, dijo:

—Señora, vaya usted a la m…

La esfera del libro viejo se extendía en Madrid por calles y plazas, hasta
el Rastro, en donde estaban como representantes de la cultura Elias, «el
Chanela» y algún otro que no sabía leer.

Alrededor de los libros, de correrlos, de cambiarlos, vivía bastante gente,


claro que la mayoría mal.

Entre los bibliófilos hay todavía los ricos que compran libros para formar
sus colecciones, y muchas veces para venderlas al extranjero, y los eruditos y los
escritores que buscan datos o padecen de bibliomanía, que es una enfermedad
incurable.
XI

Azorín me mandó hace tiempo un periódico francés con un artículo


titulado LE BOUQUIN CHER, en el cual se aseguraba que en los cajones de libros de
los muelles del Sena iban escaseando los volúmenes y subiendo de precio.

Ya hace años que se encuentran pocas cosas en aquellos muelles. ¡Oh


tiempos de don José Segundo Flórez, de Román Salamero, de Cervigón y de
otros rebuscadores que recorrían diariamente las orillas del Sena mezclados con
bibliófilos de todos los países del mundo!

Yo también he inspeccionado en estos cajones de los muelles parisienses


y he mirado una por una todas las estampas.

Había vendedores sabios. Recuerdo un viejecito vestido de negro, con


melena, que tenía el puesto entre el Instituto y el Puente Nuevo, a quien compré
una litografía titulada Embuscade espagnole, de Horacio Vernet, y que me habló
de retratos de políticos y cabecillas españoles con grandes conocimientos.

Yo solía mirar estos cajones con cuidado, sobre todo hacia 1913.

Mi amigo el doctor Larumbe, que vivía en el mismo hotel que yo, y que
casi siempre solía acompañarme en la busca, se impacientaba, a veces, a pesar
de su buena pasta, de mis largas paradas.

Además de los muelles, recorría las estamperías de la calle Mazarino y de


sus inmediaciones y de la calle de Sena.

En una de éstas, enfrente de una fachada lateral, del Instituto, en donde


había una mujer coja, estuve dos o tres veces sentado al lado de Anatole France,
a quien hacían en la tienda una de zalamerías empalagosas, llamándole a cada
momento querido maestro.

En los libros hay con frecuencia notas raras. En uno que vi hace años en
la feria de Madrid, que se instalaba entonces en el Prado, cerca del Botánico,
encontré un trozo de trapo rojo, envuelto en un papel, que decía: «Sangre del
obispo Izquierdo, muerto por el cura Galeote en la iglesia de San Isidro, de
Madrid».

En París, hace más de cuarenta años, un aventurero gascón me enseñó un


libro que, según decía, estaba encuadernado con la piel de Pranzini, criminal
francoitaliano que asesinó, hacia el año 87 del siglo pasado, a una mujer de vida
airada.
De este Pranzini, yo no recuerdo más sino que decían que su carcelero, la
noche antes que llevaran al reo de la cárcel de La Roquette a la plaza del mismo
nombre, donde armaban la guillotina, había escrito en la celda del preso, con
lápiz, quizá con un fondo de piedad, este letrero:

Mon pauvre Pranzini,

tu ne mangeras plus de macaroni.

Si hay cosas raras entre las hojas de los libros, no las hay menos en la
cabeza de los bibliófilos.

El bibliófilo es, por naturaleza, bicho raro, aunque parezca vulgar. Saludo
a un viejo señor que va a la feria. Hablo con él un momento:

—Yo me dedico a coleccionar libros que hablen de los ferroscarriles —me


dice.

—¡Ah, sí! ¿Eso le interesa a usted?

—Mucho; estoy empleado en la Compañía del Norte hace cuarenta años,


y, ¡claro!, todo lo que se refiere a los ferroscarriles me llama la atención.

Al cabo de cuarenta años de empleado en la compañía, dice, con una


energía plausible, que quizá hubiera estado mejor empleada en otra cosa:
ferroscarriles. Una prueba de impermeabilidad auditiva.

Hay bibliófilos que compran libros por su aspecto y que no los leen.

«A mí me gustan los libros bonitos», dicen.

La palabra «bonito» tiene, sin duda, acepciones muy diversas entre


bibliófilos.

Un señor que compraba obras de filosofía, desde Platón al conde de


Keyserling, y que, probablemente, no las leía, me decía hace poco, no sé si
refiriéndose al contenido o a la pasta de unos volúmenes del siglo XVIII,
comprados por él: «Son libros muy bonitos, ¿verdad?».

Otra acepción de la palabra «bonito» era la de un viejo grabador.

Un colega joven compró al viejo un tórculo para tirar estampas.


Éste le decía luego al joven, de una manera insinuante: «Si usted quisiera,
entre los dos podríamos hacer cosas muy bonitas, ¿eh?… Pero muy bonitas».

El viejo grabador llamaba, indudablemente, hacer cosas muy bonitas a


fabricar billetes falsos.

Los que andamos por las librerías vemos cómo se crean o intentan crear
bibliotecas. También vemos cómo se deshacen. Los finales de las bibliotecas
suelen ser lamentables. Se van desmoronando poco a poco. Primero llega a la
demolición el librero rico; luego, el pobre, y el último, el trapero.
XII

Capítulo curioso de los bibliófilos es su piratería; hablando sin


eufemismos, su tendencia al robo.

Don Bartolomé José Gallardo, gran bibliófilo, era el José María «el
Tempranillo» de las bibliotecas.

Cánovas podía pasar por el «Bizco del Borge» de las mismas. Uno y otro
se quedaban con lo que veían.

Se dice de otro bibliófilo que, cuando fue a la biblioteca del Museo


Británico de Londres, llevó un sello en el bolsillo con una idea maliciosa.

Hizo sus estudios y comparaciones entre los libros suyos y los del museo,
y, al terminar su trabajo dijo al bibliotecario inglés, amigo suyo, y, sin duda,
hombre cándido: «Es muy fácil distinguir los libros míos de los que son del
Museo Británico. Los míos tienen en la portada mi sello».

El bibliotecario separó con ingenuidad los que tenían el sello del


coleccionista y mandó que se los enviaran al hotel. El bibliófilo se llevó no sólo
sus libros, sino otros de la biblioteca del museo, que había sellado
fraudulentamente.

Los bibliófilos más serios y respetables son capaces de llevarse un libro.

Hace algún tiempo, en una biblioteca pública de Madrid, se presentó un


erudito importante y profesor francés a hacer estudios literarios.

El erudito necesitaba manejar libros muy raros, y el bibliotecario, para no


confundirse y no perder la pista de ninguno, muy escamado, hacía todos los
días un índice antes de entregarlos, y luego, al recibirlos, los revisaba,
confrontaba y ponía en orden.

Al terminar su estudio el francés, indicó que se marchaba a París, y se


despidió del bibliotecario. Éste revisó sus listas, y vio que le faltaban dos
volúmenes de los más importantes. Inmediatamente salió a la calle, tomó un
auto y se presentó en el hotel, en el cuarto del profesor, que estaba en aquel
momento haciendo sus maletas.

—Vengo —dijo sin preámbulos— a que me devuelva usted los dos libros
que me ha llevado de la biblioteca.

—Caballero, usted me está insultando.


—Muy bien; yo no me voy de aquí. O usted me da esos libros ahora
mismo, o voy a llamar a la policía por teléfono, sin salir del hotel; usted verá lo
que hace.

El profesor abrió una de sus maletas, sacó los dos libros y, suspirando, se
los entregó al bibliotecario.

El caso más extraordinario de pasión de bibliófilo que se ha contado ha


sido el del padre Vicente, librero de Barcelona.

Este ex fraile no se contentaba con robar, sino que llegaba a asesinar por
amor a los libros.

La historia, al parecer, ha resultado falsa. Ha habido un erudito en


Barcelona que la ha estudiado con cuidado, y ha visto que no tiene ninguna
base.

La historia la inventó el escritor francés Carlos Nodier.

Yo la había leído en una Gaceta de Tribunales francesa, y creía que tendría


verosimilitud; pero Carlos Nodier era un especialista en mistificaciones, y, sin
duda, le entusiasmaba la idea de un erudito que llegara, en su pasión de
bibliófilo, a matar a las gentes para recuperar los libros vendidos, y la escribió y
le dio unos caracteres falsos de autenticidad.
XIII

Entre las palabras de 1885 a 1900 había algunas bastante gráficas.

Se usaban, por ejemplo, en la calle las palabras «pollo», «sietemesino»,


«silbante» y «pirante», dedicadas al jovencito que se distinguía por su elegancia.
Todavía llegaba a la época del estreno de La Gran Vía (1886) alguna de esas
palabras.

«De este silbante, la abuela murió», se cantaba en esa revista.

Como insulto callejero se usaba mucho la palabra «chulo» y «morral»,


palabra esta última que actualmente ha desaparecido de la circulación. A los
dependientes de las tiendas se los llamaba con desprecio «horteras», y se
hablaba también mucho de «tomadores», «timadores», «ratas», etcétera. A los
guardias municipales, sin duda por los vivos rojos de su uniforme, se los
llamaba «guindillas».

Como he dicho antes, contando mi vida de chico, una preocupación


popular de Madrid era el Saladero, que era la cárcel que estaba en la plaza de
Santa Bárbara.

Así, en La Gran Vía, en la jota de «Los ratas», éstos cantaban:

Nuestra fe de bautismo

la tiene el cura

del Saladero.

Después, la preocupación se trasladó a la cárcel Modelo, popularmente


llamada «el Abanico». Yo vi en la infancia empezar a construir esta cárcel, y
recuerdo que uno de los presos que estaba trabajando con una cadena al pie me
apuntó con una pala como si fuera un fusil, lo que me produjo bastante miedo.
La idea de la cárcel celular y de que los presos no se veían, porque llevaban un
capuchón, era cosa que preocupaba al pueblo bajo de Madrid. Así también, en
La Gran Vía, se decía:

Para seguir la carrera

hay que tener vocación,

yendo una vez tan siquiera


a ponerse el capuchón.

El teatro popular tenía mucha influencia entre la gente. A las frases y a


las canciones de La Gran Vía las sustituyeron las de otras zarzuelas, sobre todo
las de La verbena de la Paloma, con música de Bretón, muy inferior a la de
Chueca. Aquello de «¡Julián, que ties madre!», «¡Hoy las ciencias adelantan que
es una barbaridad!», eran del repertorio popular. También se repetía el diálogo
de los dos guardias gallegos, que es vulgar y tiene cierta gracia de plebe:

—¿Qué hacemus, Pepe?

—Lu que te dé la gana.

—Daremus una vuelta a la manzana.

De 1890 a la guerra mundial de 1914, el repertorio de frases madrileñas


cambió. Se inventó la palabra «golfo», que tuvo un éxito verdaderamente
extraordinario. Con el lugar común de la prensa, se diría que esta palabra venía
a llenar un hueco. Después, con la imaginación verbal y meridional se hicieron
muchas palabras a base de ella, y se habló de golfería, de golferancia, de
golfante, etcétera. También se empleó mucho, aunque no tanto, la palabra
«busca», gente que vivía de la busca, que iba a la busca, etcétera. Otros términos
se usaron de índole parecida, aunque no tan generales, como, por ejemplo,
«ninchi» (camarada, amigote), que, por cierto, se parece en su sentido y en su
sonido al argot francés aminchi. En este tiempo se emplearon palabras con un
aire más lógico que pintoresco, como la palabra «horizontal», que,
probablemente, era de origen francés.

Esta época fue época de timos y de frases hechas. La influencia gitana fue
grande en la vida del hampa, como ha sido siempre, mezclándose lo gitano con
la germanía; por vigilar, se dijo «aluspiar», y también «filar». Se hablaba de
apandar, de pispar, de tapiñar. Al hombre listo se le llamaba hombre de
«pupila»; al calmoso, «asaúra», y al trabajo malo, «chapuza». Algunas palabras
tenían un significado como alegórico; así, por ejemplo, a un duro se le llamaba
«un machacante», y a las pesetas, «leandras». Había también bastantes frases
hechas, que la mayoría de la gente de la calle usaba en la conversación, como,
por ejemplo: «Y usted, ¿de qué la da?», «Para ti los quince», «Tiene lo suyo»,
«Achantarse la muy», etcétera, etcétera.

La época desde la guerra de 1914 al final de la República fue una época


de tangos argentinos y rumbas, y se incrustaron en el idioma palabras del juego
de fútbol, de boxeo y de la radio. Así, se habló de chutar. «Está que chuta.» De
dejar a una persona KO. Todo lo de esta época es pedantesco, ya no tiene
ninguna gracia.
En la cuestión del teatro, salió a relucir un género de cómicas,
desconocido hasta entonces, llamado de vicetiples, que yo no sé, porque no voy
a los espectáculos, si quiere decir de segundas tiples o de coristas distinguidas.

Algunas voces medio gitanas tomaron también posesión del idioma con
un sentido un poco vago, y se habló de cosas que eran «chanchis», de gente que
estaba «majareta», y se empleó «choricear» para robar. Otra palabra muy
expresiva de este tiempo fue la palabra «gamberro», que da la impresión de que
tiene una gran realidad en la época.
XIV

De los músicos extranjeros he comprendido o he sentido, a pesar de no


tener un temperamento musical, la grandeza de Haydn, Mozart y Beethoven, y
el encanto maravilloso de los autores, como Weber, Schumann, etcétera. Ahora,
en la ópera, soy italianista decidido, y Donizetti, Bellini y Verdi me parecen
magníficos.

Fuera de sus obras, me gustaría ver nuevamente alguna ópera de Glück,


y Carmen, de Bizet.

Lo demás, aunque pudiera, no iría a verlo. Los italianos de la época


romántica tienen para mí un fondo de nostalgia que me impresiona.

Nostalgia, según los diccionarios, significa verse ausente de la patria o de


los deudos y amigos, o el pesar que causa el recuerdo de algún bien perdido.

Para mí, y creo que para la mayoría de los escritores, no es eso.

Nostalgia nos parece un sentimiento de melancolía, de anhelo sin causa


clara, sin ningún objeto. Quizá para un médico es una sensación propia de la
neurastenia. A mí me parece un producto de nostalgia esa frase del poeta de las
Romanzas sin palabras:

Sans amour et sans haine

mon coeur a tant de peine.

La música, a veces, retrotrae el espíritu a un estado inconsciente ya


pasado, que, sin ser ni mejor ni peor que el actual, tiene un atractivo oscuro.

No creo que el sentimiento de nostalgia sea intelectual; lo puede


producir la música, una puesta de sol, que no recuerda nada definido ni
promete nada.

No es tampoco esa acción musical nostálgica, consecuencia siempre de su


valor artístico.

Hay música de callejuela que tiene ese atractivo, y música sabia y


admirable que no lo tiene.

Hay canciones populares napolitanas que destilan melancolía y


nostalgia.
Entre las óperas italianas antiguas, La favorita, Lucía, La traviata, el
Trovador, Somnámbula, Rigoletto, son también nostálgicas, al menos para los
viejos.

A mí me gustaría oír por última vez esas óperas desde el fondo de un


palco, en un teatro elegante y pomposo, con una decoración clásica del siglo XIX.

Yo he vivido de joven un final de época romántica que me ha formado el


espíritu para siempre, es decir, que soy un epígono del romanticismo.

El joven romántico del siglo XIX fue un tipo que soñó con una mujer
ideal, pálida, amable y comprensiva, que seguramente no ha existido en los
países meridionales, y quizá tampoco en los del norte. La mujer de esa época,
que no estaba inspirada en la literatura del tiempo, era una mujer adaptada al
medio ambiente y a la tradición de su país. Era una mujer que se podía llamar
práctica y realista.

Entre el tipo como yo, individualista acérrimo, que había absorbido los
sueños de Dickens, de Ibsen, de Tolstói, de Dostoyevski y de Paul Verlaine, y la
mujer de familia, con un sentido tradicional y social, era imposible el buen
acuerdo.

La insinuación constante del hombre rebelde de mi tiempo para la mujer


que pretendía era decirle, con más o menos claridad: «Rompe con el medio». La
recomendación de la mujer, clara o velada, para su galanteador, que le parecía
extravagante, era la contraria: «Acomódate al medio».

Esta será una divergencia que todavía se repetirá en infinidad de años, si


es que el Estado futuro y totalitario no encuentra algún sistema de nivelar las
inteligencias y los caracteres.

La cualidad más estimable de la mujer dependerá siempre de lo que se


busque en ella. Si se pretende la resolución de un problema psíquico e
individual, algo como un tratamiento de la soledad del hombre, las cualidades
más estimables serán: la comprensión, la espiritualidad, la bondad, la gracia;
ahora, si se buscan fines sociales, la continuación de la familia —basada en el
sentido de la especie, como decía Schopenhauer—, entonces, el orden, la
adaptación a la vida social, la capacidad de trabajo serán las condiciones más
valiosas.

Una cosa evidente es que el romanticismo ha fallado siempre y se


convierte en pesimismo. El realismo no falla; pero ¿vale la pena de tomarlo en
serio? No lo sé. Para muchos, al menos, no.
SEGUNDA PARTE

BOHEMIA O SEUDOBOHEMIA
I

Todas las cosas y las ideas tienden a convertirse en algo que les sirve de
representación. El entusiasmo por la supuesta vida holgazana de artistas y
literatos encarnó hace tiempo en el libro célebre de Enrique Murger titulado
Escenas de la vida bohemia, libro un tanto mediocre y amanerado, pero agradable
a la primera lectura.

En el fondo, los héroes de Murger son los mismos personajes de Paul de


Kock, un tanto poetizados. Los trajes son diferentes, la percalina es la misma.
Entre los horteras del uno y los artistas del otro no hay el canto de un duro; no
hay más que la sombra de un lugar común.

Muchas veces a mí me han dicho: «Usted ha sido un bohemio, ¿verdad?».


Yo siempre he contestado que no. Podrá uno haber vivido una vida más o
menos desarreglada en una época; pero yo no he sentido jamás el espíritu de la
bohemia.

Además, no he visto por Madrid Rodolfos, ni Colines, Mimís y Musetas.


Si los he visto alguna vez ha sido en los teatros y en los cinematógrafos, para
entretenimiento de algún filisteo.

Todavía por Madrid se puede encontrar algo parecido al hombre


bohemio; lo que no se encontrará es algo parecido a la mujer bohemia. Y la
razón es comprensible. Con la vida desordenada, el hombre puede perder algo;
la mujer lo pierde todo.

La mujer española no ha colaborado, ni colaborará jamás, en la bohemia,


porque su idea de la familia, del hogar, del orden, se lo impide.

Todos los estetas juntos, desde los profesores de retórica


grandilocuentes, como D’Annunzio, hasta los ramplones cantores de la
inmoralidad fácil y vulgar que tenemos entre nuestros literatos, no convencerán
a la mujer de que el ideal femenino es la cortesana griega, ni de que su misión
estriba en satisfacer la sensualidad de unos Narcisos petulantes y adocenados.

La mujer es la defensora de la especie, la guardadora de la tradición


familiar, y por instinto considera la vida galante como un rebajamiento de lo
más noble de su personalidad.

Y sin vida galante no hay bohemia.


El hombre puede ser nómada de espíritu y de cuerpo; la mujer siempre
es sedentaria; el fin que ella considera suyo, la creación del hogar y de la
familia, exigen tranquilidad y reposo.

La mujer no colabora con gusto, y menos en España, en la vida


desarreglada y azarosa. Aquí la bohemia no tiene sacerdotisas. Si a esto se
añade que tampoco tiene sacerdotes voluntarios, porque nadie vive a gusto mal
e incómodamente, y que esa existencia alegre, de amores fáciles, diversiones y
fiestas, que se llama vida de bohemio, la llevan los señoritos ricos, los
banqueros, pero nunca, o casi nunca, los escritores, se puede colegir que la
bohemia es una de tantas leyendas que corren por ahí, una bonita invención
para óperas y zarzuelas, pero sin ninguna base de realidad.

Así, pues, no pintaré una cosa que no he visto y en la que no creo; lo


único que haré es hablar de la vida de los principiantes de la literatura y del
arte, a quienes suele llamarse también bohemios.
II

La bohemia esta es, casi siempre, antisentimental y poco enamoradiza.

El joven Cupido no causa grandes estragos entre los bohemios. Verdad es


que este diosecillo se va haciendo tan práctico, que desprecia al que no tiene
cuenta corriente en el banco.

Un amigo, conocedor —según decía él— del corazón humano, aseguraba


que la edad más romántica, más cándida, más llena de ilusiones para el hombre,
son los cincuenta años.

No hay quien pueda sospechar —aseguraba— las semejanzas profundas,


los parecidos extraordinarios que existen entre el corazón de una muchacha de
quince y el de un hombre de cincuenta primaveras.

Los dos se consideran, igualmente, frágiles, delicados, dignos de la


atención y del mimo. Los dos, igualmente, fogosos.

Un sportman que vive bien y se alimenta bien, a los cincuenta años tiene
fuerzas para enamorarse. Un bohemio que vive mal, a los veinte sueña con su
arte; a los cincuenta, bastante hace con vivir, si puede.

Con la amistad del bohemio sucede como con el amor. El bohemio es


poco afectuoso. No se cruzan impunemente esos pequeños desiertos de la
indiferencia y del abandono, no se siente el rostro azotado por el viento de la
miseria sin que germinen en el fondo del alma cóleras y rabias; no se sufre el
frío del invierno y los caprichos de la primavera sin rechinamientos interiores.

Claro que hay bohemios resignados, contemplativos, dulces hermanos de


la Cofradía de los Desamparados, pequeños san Franciscos de Asís del arroyo;
pero éstos son muy escasos; la mayoría no son así; la mayoría tienen odios
violentos y cóleras feroces.

A pesar de su antisentimentalismo, el bohemio no es práctico. Proyecta


mucho, pero no pasa de ahí. Quiere ser, quiere llegar, quiere encontrar el atajo,
el camino rápido, aunque sea tortuoso, y la humanidad lleva demasiados años
de ciencia y de cuquería para dejar camino sin explorar en el mal o en el bien.

El bohemio no sólo es vanidoso, sino que es un poco ególatra; siente o se


forja admiración por sí mismo.

Si se ve humilde, desdeñado, solo, llega a convertir en placer su


desgracia; si está enfermo o triste, llega a sentir una satisfacción absurda. Hay
esos placeres paradójicos y malsanos en los fondos turbios de la personalidad
humana.

En la vida seudobohemia hay vanidades trágicas, cómicas y otras


archigrotescas.

Yo recuerdo algún tipo de éstos que era duro, cruel, tajante en todo
cuanto se refería a los demás, y era blando, lleno de curvas morbosas cuando se
refería a sí mismo.

Su nariz torcida le parecía recta; su color bituminoso se le antojaba un


encanto; su impotencia de imaginar le parecía una cualidad más. Si su hígado
funcionaba mal, creía que todos los hígados de todos los hombres debían
funcionar mal para ser perfectos.

¡Qué fuerza de ilusión!


III

Otro de los caracteres de la bohemia madrileña ha sido el amor a lo


lúgubre.

Muchas veces, yo y otros amigos, llevados por esta tendencia fúnebre,


hemos ido de noche a esos cementerios románticos que había hacia
Vallehermoso, cerca del canalillo. Al mismo tiempo que nosotros buscábamos la
sensación, una pandilla de golfos se dedicaba a robar alambres del teléfono y a
desvalijar las tumbas.

Luego, años más tarde, supe que en aquel cementerio estaba enterrado
Aviraneta.

Realmente, a pesar de la envoltura literaria, que casi siempre lo falsea


todo, muchas de estas impresiones de la vida absurda, aun vistas por un
espectador, son fuertes y sugestivas.

Andar por las calles y plazas hasta las altas horas de la noche; entrar en
una buñolería y fraternizar con el hampa y con la chulapería desgarrada y
pintoresca, impulsados por este sentimiento de caballero y de mendigo que
tenemos los españoles; hablar de cínico y en golfo, y luego, con la impresión en
la garganta del aceite frito y del aguardiente, ir al amanecer por las calles de
Madrid, bajo un cielo opaco, como un cristal esmerilado, y sentir el frío, el
cansancio, el aniquilamiento del trasnochador.

Dejar después la ciudad y ver entre las vallas de los solares esas eras
inciertas, pardas, que se alargan hasta confundirse con las colinas onduladas del
horizonte, en el cielo gris de la mañana, en la enorme desolación de los
alrededores madrileños, tiene su gracia.

Después de estas excursiones, experimentaba, al volver a casa, como un


remordimiento. Realmente, no sé si era remordimiento o aprensión de ponerme
malo, o simplemente exceso de ácido clorhídrico en el estómago; pero la verdad
era que se sentía uno descontento y cansado.

Sin embargo, al día siguiente volvía al café, al centro de operaciones.

La bohemia anterior a la que yo conocí era un poco aficionada a la


taberna; la de mi tiempo, no; tenía cierta aspiración al guante blanco.

Sus principales puntos de reunión eran los cafés, las redacciones, los
talleres de pintor y, a veces, las oficinas.
Había tertulia de café que era un muestrario de tipos raros, que se iban
sucediendo: literatos, periodistas, aventureros, policías, curas de regimiento,
cómicos, anarquistas; todo lo más barroco de Madrid pasaba por ellas.

En general, esas reuniones eran constantemente literarias; pero antes de


las exposiciones se convertían en pictóricas. Entonces se producía una
avalancha de melenas, sombreros blandos, pipas, corbatas flotantes. Las
conversaciones variaban. A Shakespeare le sustituía Velázquez, y a
Dostoyevski, Goya.

En una de las avalanchas precursoras de las exposiciones conocimos a un


paisajista catalán, que después se trastornó un poco. Este pintor solía venir con
nosotros a recorrer las afueras por la noche, y como era un simpático salvaje, se
le ocurrían barbaridades. Una de las cosas que nos proponía con frecuencia era
atar a un amigo suyo a un árbol y dejarlo allí hasta el día siguiente.

Entre estos artistas había gente de energía y de una voluntad


maravillosa; recuerdo el escultor catalán Mani, que durante más de tres años
vivió en Madrid, comiendo con los mendigos en un cuartel y trabajando.
Cuando empezó a estar bien, económicamente, se marchó a Barcelona, se casó y
se murió. Otro, un pintor, tenía una buhardilla tan estrecha, que no le cabía en
ella más que la cama, y cuando quería estirarse le era indispensable sacar los
pies por el tragaluz del tejado.

Entre las redacciones, las había muy pintorescas; todavía quedaban


muchas en donde no cobraba nadie, ni siquiera el director. En las revistas de
gente joven se veían cosas graciosas, en una de ellas, una cuerda estirada
separaba la redacción de la administración. Creía uno que estaba hablando con
el director, y se equivocaba, porque había la cuerda de por medio, y se estaba
uno dirigiendo al administrador. Otra oficina de una revista de jóvenes estaba
en la imprenta de un periódico dedicado a defender los intereses de la
carnicería, y uno de los nuestros se dedicaba a quitarle los libros del armario al
director del periódico carnicero.

¡Y qué vidas más míseras!

Recuerdo a un poeta andaluz, Alberto Lozano, que vivía escribiendo


artículos encomiásticos en un periódico de bombos. Le daban datos biográficos
de las personas a quienes había que bombear, y sobre ellos hacía un artículo,
que el director pagaba a peseta. Él fue el que en una semblanza de un fabricante
catalán escribió esta frase magnífica: «El señor tal es el cacique más importante
de la provincia de Tarragona, y aun así hay algunos que le niegan sus votos».
Este «aun así» era una muestra de la cándida inmoralidad que produce el
hambre; de que sin dinero no se puede ser moral.

Otra clase de bohemios que yo he conocido por casualidad han sido los
bohemios científicos.

Mi amigo Lamotte era el que decía: «Otros necesitan laboratorios,


aparatos… Yo no necesito más que dos cosas para mis invenciones: luz cenital y
agua corriente».

Con esto él se encargaba de eclipsar a todos los sabios del mundo, desde
Tales de Mileto y Pasteur al padre Zacarías. Pero el pobre hombre no tenía ni
luz cenital ni agua corriente.

Así que se encontraba más cerca de Zacarías que de Tales y Pasteur.

También venía a mi casa un hombre alto y flaco, con la barba negra e


inculta y la nariz colorada como una rosa, que había ideado una ratonera con
un espejo, basada en el instinto de sociabilidad de los ratones; un inventor del
aprovechamiento de los rastros de los caracoles en la tierra y otros tipos
parecidos.

De aquellos aprendices de literatos y artistas que emprendieron el paso


de este desierto de la indiferencia, unos, los menos, siguieron adelante; otros,
quizá los más, quedaron a un lado del camino.

Los que han afrontado la miseria y el abandono y han vivido con cierto
decoro deben mirar el sendero recorrido como una especie de Via Appia
sembrada de tumbas.

Siempre parecen tristes y melancólicas las cosas que fueron; no se lo


explica uno bien: se recuerda claramente que en aquellos días no era uno, ni
mucho menos, feliz; que se encontraba más inquieto, más en desarmonía con el
medio social, y, sin embargo, parece que el sol debía de ser más amable y el
cielo más prometedor.

Ese pensamiento en el pasado, cuando se deja muy atrás la juventud y se


mira desde lejos, es como una herida que va fluyendo constantemente.

Yo no sé si uno quisiera que las cosas unidas a sus recuerdos fueran


eternas. Puede ser que esto no nos hiciera ninguna gracia. Todo se lo ha de
llevar la trampa y lo ha de devorar el tiempo. ¿Qué importa que esto suceda en
veinte años o en doscientos?
Al pensar en muchos de aquellos tipos que pasaron al lado de uno con
sus sueños, con sus preocupaciones, con sus extravagancias, la mayoría tontos y
alocados, pero algunos, pocos, inteligentes y nobles, siente uno en el fondo del
alma un sentimiento confuso de horror y de tristeza.

A veces, uno ha tenido la fantasía de querer resolver, no ya si en el


cosmos, sino en el interior del espíritu, es mejor la fuerza indiferente o la
compasión y la piedad. Encontrándose con brío, se está por la fuerza y se
inclina uno a creer que el mundo es un circo de atletas, en donde no se debe
hacer más que vencer de cualquier manera; sintiéndose débil, se inclina a la
piedad, y entonces parece la vida algo caótica, absurda y enfermiza.

Quizá en lo por venir los hombres sepan armonizar la fuerza y la piedad.

Dentro de lo posible está el que la ciencia encuentre la finalidad práctica


de nuestro planeta, que ahora nos parece una bola fantástica, repleta de carne
enferma y dolorida, que anda paseándose por los espacios.

Realmente, el que quiere levantarse unos centímetros sobre la barbarie


general está perdido, y si tiene algo de soñador, está peor aún. Como dijo el
poeta francés Maynard:

Malherbe en cet âge brutal,

Pégase est un cheval qui porte

les grands hommes a l’hôpital.

De aquella bohemia, lo que más me chocó siempre era la holgazanería,


sobre todo para trabajar en cosas que, según aquellos bohemios, eran las que
más les gustaban. Yo nunca entendía esto bien. Comprendo la pereza para todo;
pero mostrar pereza para lo que más gusta, eso no lo comprendo fácilmente. Yo
creo que si la mayoría de aquellos tipos de café hubieran encontrado un editor
rico que les hubiera dicho: «Todo lo que escriba usted se lo tomo para
publicarlo y se lo pago inmediatamente», les hubiera dado un disgusto.
IV

Yo no sé si los que escriben recuerdos mienten a sabiendas o


inconscientemente; pero que lo hacen, me parece indudable.

Yo, al menos, de mi época de principiante no recuerdo más que casos de


malevolencia, de envidia, de tristeza del bien ajeno y de jugarretas de mala
índole. De ejemplos de bondad o de generosidad, recuerdo muy pocos.

También recuerdo casos de vanidad grotesca. Uno de ellos fue el de un


ateneísta, al que dieron un cargo político. Este ateneísta solía reunirse con dos o
tres, entre ellos yo, que íbamos al Ateneo, por entonces, a charlar de literatura.
Yo no fui a la docta casa, como se decía, más que dos o tres meses.

De pronto, al ateneísta compañero le hicieron subsecretario, y al día


siguiente los dos o tres del Ateneo que nos reuníamos con él le vimos en un
coche de ministro, descubierto, en la carrera de San Jerónimo, y al cruzarse con
nosotros volvió la cabeza.

A mí me dio tal risa, que algunos se pararon a mirarme, un poco


extrañados.

Este caso de vanidad, por lo cómico, me pareció divertido.

Yo creo que si hubiese tenido entusiasmo por ocupar un cargo y lo


hubiese conseguido, hubiera obrado de una manera opuesta. Hubiese saludado
atentamente desde el coche a los compañeros de tertulia, como diciendo: «Ahí
os quedáis en el barro, pobretones. Yo me voy a comer bien y a vivir bien».

De casos de hostilidad mal explicada, recuerdo muchos.

Hacia 1902 o 1903, al escritor catalán Pedro Corominas, conocido


entonces por ser autor de una obra titulada Las prisiones imaginarias, se le
ocurrió idear una sociedad de autores de libros, que estaba bien pensada y con
un reglamento lógico.

Decidió reunir a los escritores en el salón Montarco, de la calle de San


Bernardino, y me dijo que presidiera la reunión. Yo le contesté que no tenía
habilidad ni costumbre de dirigir una reunión; pero como él insistió, acepté.

Se celebró la reunión, y Valle-Inclán torpedeó el proyecto de tal manera,


que no se volvió sobre él. Ahora, por qué lo hizo, no lo supe.
También recuerdo otro caso de hostilidad de Valle-Inclán contra López
Pinillos. Este último era un andaluz muy maldiciente, y pretendía estrenar en el
teatro.

Una noche de invierno frío salimos del café Valle-Inclán y yo, y algún
otro que no recuerdo, y fuimos a la plaza de Santa Ana. Esto sería en 1901,
porque yo todavía no lo conocía a Pinillos.

Valle-Inclán habló con el portero del teatro Español, y poco después


salieron dos aprendices de cómico, el uno llamado Barinaga y otro a quien yo
sólo conocía de vista. Se estrenaba un drama de Pinillos, y, por lo que pude
comprender, estaban tramando alguna pequeña manifestación de desagrado.

Volvieron a entrar en el teatro los dos aprendices de cómico. Valle-Inclán,


el otro y yo anduvimos paseando, y cuando yo me iba hacia casa, me dijeron
que volviera a la Puerta del Sol, y al volver nos encontramos en la horchatería
de la calle de Alcalá que salió Barinaga y nos dijo que habían metido los
bastones en la representación del drama de Pinillos.

Si hubo aquí hostilidad de Valle-Inclán, cosa que no me chocaría, sería


porque Pinillos era un hombre que hablaba mal de todo el mundo, empezando
por las personas a quien él consideraba como amigos, y probablemente habría
dicho pestes en el teatro de Valle-Inclán.

Yo, como digo antes, entre la juventud literaria del tiempo no vi más que
malas intenciones: la envidia y la tristeza del pequeño éxito ajeno, la acusación
de plagio, la acusación del homosexualismo. Todo lo que pudiera denigrar al
compañero.

Ahora, Ruiz Contreras ha descubierto que es bueno. Puede ser que lo sea
en casa y a las horas de comer; pero yo le he visto siempre en el periódico o en
la calle, diciendo por uno y por otro: «No crean ustedes que ése tiene talento.
No lo tiene. No es nada original. Ha imitado esto y lo otro; yo lo digo porque
soy un hombre bueno, lleno de espíritu caritativo y piadoso».

No es por alabarme, pero yo la rivalidad literaria no la experimenté


fuertemente. Tenía mi técnica para huir de ella. Por si llegaba a caer en la
torpeza de sentirla cuando publicaba algún libro, tomaba el dinero que me daba
el editor y me largaba de Madrid a hacer un viaje.

Al volver, ya había olvidado el libro mío que había salido y pensaba


únicamente en el que iba a escribir.
Francisco Acebal me dijo una vez que él no podía mirar la vida literaria
con serenidad, y que cuando publicaba algo se pasaba semanas inquieto y
nervioso, pensando en lo que iban a decir de él.

—¿A usted no le pasa esto? —me preguntó.

—No. A mí esas cosas no me hacen efecto. Si encuentro alguna crítica de


un libro mío, la leo tarde, cuando ya estoy pensando en otra cosa, y me deja
indiferente.

Camilo Bargiela, que era buena persona, se descomponía cuando se


hablaba con elogio de un libro de algún amigo; luego reaccionaba, pero se veía
que en el primer momento no lo podía soportar.
V

Era hacia el final de siglo cuando mi tía Juana Nessi murió, y un año o
dos después fuimos a vivir a la casa de la calle de Mendizábal.

En tiempos así, en que el fracaso se cierne sobre una persona, el hombre


inadaptado tiende a replegarse sobre sí mismo y a separarse de los demás en
ideas prácticas y teóricas. El éxito y el fracaso son como dos polos, el positivo y
el negativo de la vida social. El horizonte es muy distinto contemplando la vida
desde uno o desde otro.

A veces, al no ser como los demás, la divergencia toma proporciones de


gloria para el hombre del fracaso. Se siente un placer en hacer tabla rasa de
todas las ideas recibidas. Este sentimiento ha producido a veces grandes
personajes; pero, naturalmente, en muy contadas ocasiones.

Por entonces conocí a algunos jóvenes aficionados a la literatura en una


situación parecida a la mía, a la que habían llegado por otros caminos. Ver las
cosas sin prejuicios era nuestro ideal. La palabra «prejuicio» siempre nos gustó
a los que teníamos esta tendencia crítica extremada. Aunque yo sospeché que no
se puede pensar sin prejuicios, porque las palabras son ya prejuicios y
metáforas condensadas.

Así como de pequeño industrial había conocido gente pobre y desvalida,


después, como aficionado al periodismo y a la literatura, conocí otros medios
que, sin ser tan miserables, no eran menos tristes. Desde luego, nunca he sido
practicante de ese mito ridículo que se llama la bohemia. Vivir alegre y
desordenadamente en Madrid o en cualquier pueblo de España, sin pensar en el
día de mañana, es tan ilusorio que no cabe más.

En París y en Londres, esta bohemia era falsa; en España, en donde la


vida del escritor es tan dura y tan mísera, era mucho más falsa aún.

Toda la gente de aquel tiempo se encontraba sin poder salir a flote.

En estos últimos años del siglo XIX había comenzado yo a escribir


bastante asiduamente, entre cuenta y cuenta y factura de la panadería. Hice
varios artículos, que se publicaron en diversos periódicos. Ya, como dije antes,
había publicado algo en periódicos de San Sebastián, cuando era estudiante, y
después también en algún diario de Madrid. Por esta época creo que el primer
escrito mío que se comentó algo fue uno que publiqué, en el año 1897, en una
revista, Germinal, que dirigía Dicenta. El cuento mío tenía como título «Piedad
oculta» o «Bondad oculta».
He hablado antes cómo escribí algo en El Ideal, periódico que estaba cerca
de mi casa, en la plaza de Celenque. También escribí en La Justicia, de Salmerón.
VI

Más tarde, hacia el 99, algunos amigos me llevaron a El País, cuya


redacción se hallaba establecida en la calle de la Madera. Los que dirigieron este
periódico durante largo tiempo fueron Roberto Castrovido y Ricardo Fuente. Ya
antes que éstos lo dirigió Lerroux, y en una época en que le quisieron dar
carácter socialista al diario, Joaquín Dicenta.

Castrovido era, evidentemente, hombre bueno y amable, un poco


unilateral en sus ideas políticas. Le quería todo el mundo. Se sabía que era
incapaz de abrigar una intención aviesa para nadie, y su vida fue siempre
honrada. Vivía en la calle de San Marcos, en una casa vieja, pobre, en la que se
calentaba los inviernos en un mal brasero. No tenía envidia ni celos de ningún
colega.

Ricardo Fuente ya era otra cosa. Tenía otras agallas, y era, en el fondo,
celoso y malintencionado. No era muy prudente fiarse de él, porque, si le
convenía para su egoísmo, era capaz de engañar a cualquiera. El mismo contaba
sus mistificaciones.

Decía también, en disculpa de su fama de perezoso, bien merecida: «La


pereza tiene siempre su premio».

Era un inagotable narrador de anécdotas ajenas, y él mismo vino a


terminar en ser un puro anecdotario.

Ricardo Fuente tenía fama de ser un bohemio, una buena persona,


indolente e imprevisora.

No creo que fuera nada de eso. Me parece que todo ello era finta. Era un
hombre agazapado en la vida, que acechaba la ocasión para lanzarse sobre algo.

Por esta época, todos se echaron sobre Azorín, que fue la única persona
generosa con los demás escritores de su tiempo. Sin embargo, Fuentes, Valle-
Inclán, Palomero, Ruiz Contreras y la mayoría de los periodistas pintaban por
entonces a Azorín, que ha sido siempre un cándido, como un hombre
atravesado. ¡Qué mistificación más cómica del reino de la mentira literaria! Es
convertir a una persona en el chivo emisario.

De esta época nuestra había que creer todo al revés de lo que se decía en
las tertulias y en las redacciones. Cuando se afirmaba de uno que era un canalla,
había que pensar que era una buena persona, y al contrario.
En estos juicios había siempre un fondo de política. Quizá en todas las
épocas pase lo mismo, y se pueda decir como Leopardi: «Tutto e menzogna.»

De Ricardo Fuente recuerdo varias anécdotas; pero para contarlas todas


sería necesario mucho papel.

«Un amigo mío, —contaba—, tenía un pariente militar, que cuando le


tocó ir a Marruecos, en aquella época de la guerra de Melilla en que mataron al
general Margallo, en vez de ir a África pidió el retiro. Al enterarse de la
decisión, poco bizarra, y estando yo presente, —explicaba él, recreándose en su
relato—, mi amigo le advirtió al militar:

»—Chico, me parece que vas a quedar como un cerdo.

»A lo que el pariente replicó:

»—Sí, es verdad; pero como un cerdo vivo.»

Y Fuente hacía un silencio significativo al poner fin al relato, porque la


anécdota reflejaba muy bien su propia filosofía.

También se veía con frecuencia en la redacción de El País al cura


Ferrándiz, que sabía mucho de cánones y que tenía talento. Se distinguía este
cura por su malicia y su anticlericalismo, y era autor de diversos libros de
escándalo, firmados con el seudónimo de Constancio Miralta.

Era hombre culto, y no había dejado de ser católico.

Una vez fui a visitarle para hacerle preguntas sobre historia de Roma.
Vivía en un piso alto de la calle de Fuencarral, y en su cuarto de trabajo tenía un
techo de papel azul, en que estaban marcadas con estrellas doradas las
constelaciones. Me dijo Ferrándiz que al cura le pasaba lo que al presidiario:
que termina por amar su cadena.

Más tarde, el anticlerical, sobre el que pesaban sanciones de los obispos,


volvió al redil como oveja descarriada, y ofició de párroco en la iglesia de San
José.

Figuraba también en El País Antonio Palomero, periodista gracioso


cuando hablaba y un tanto vulgar cuando escribía. Carlos Soler, amigo e
imitador de Manuel Bueno, a quien admiraba, y que se mostraba muy cínico; el
jorobado Adolfo Luna, que escribió después en Heraldo de Madrid; Ramiro de
Maeztu, que hacía extravagancias, como comerse a veces la hoja de un
periódico, y un desventurado que se llamaba Pineda, el cual, a fuerza de
desdichas, se había vuelto un cínico completo, y estaba tuberculoso y escupía
donde más molestaba a sus compañeros, temerosos del contagio, con lo cual se
vengaba de su triste destino.

Otra redacción que frecuenté por entonces fue la de La Revista Nueva, que
creo se fundó en 1899.

Este año, Luis Ruiz Contreras me invitó a tomar parte en esa revista
como socio y como redactor. Yo, al principio, rehusé.

—¿Es que quiere usted abandonar la literatura? —me preguntó.

—Por lo menos, al periodismo no me importaría nada dejarlo; para lo


que da, me parece que sería lo más prudente.

Insistió varias veces, y quedamos de acuerdo en que yo escribiría y daría


algún dinero, no mucho, porque no lo tenía, y el periódico se costearía entre
varios: Ruiz Contreras, Gonzalo Repáraz, el maestro Lasalle y el novelista José
María Mathéu y yo. Mathéu era una excelente persona, y estaba dispuesto a
trabajar y a pagar. Los demás eran cucos que tenían su plan.

Repáraz era un intrigante, que cambiaba de parecer cuando le convenía.


Lasalle era un músico mediocre, que llegó a aparecer como un gran director de
orquesta, y Ruiz Contreras ha sido un maquinador sempiterno, casi un
maníaco, porque no se explica la maquinación en un terreno tan pobre como el
de la literatura. Tampoco se comprende que un hombre guarde unas supuestas
cartas de un estudiante de hace más de cincuenta años, ni siquiera dirigidas a
él, sino a su hermano. Que Napoleón o Fouché, o Clemenceau o Churchill,
guardaran cartas por precaución, se explica; pero un escritor en Madrid, ¡qué
cosa más grotesca!

Pagué yo dos o tres plazos de mi cuota de La Revista Nueva; llevé algún


mueble y algunos grabados que procedían de la Sociedad de Acuarelistas, que
estaba en mi misma casa, y que los habían abandonado, dejándolos en el patio,
hasta que me pareció una primada demasiado fuerte el tener que pagar por
publicar artículos, pudiendo publicarlos en otro lado, por lo menos, gratis.

Además, ocurría que otros escribían en la revista, naturalmente, sin


pagar nada, y además eran solicitados.

Al no querer pagar más, Ruiz Contreras me advirtió que algunos socios,


entre ellos el señor Icaza, que había sustituido al señor Repáraz, decían que si
yo no daba mi parte alícuota, no debía seguir colaborando en la revista.
«¡Ah, muy bien! No escribiré», y dejé de escribir.

Antes de colaborar en La Revista Nueva había publicado artículos, como


he dicho, en varios periódicos, entre ellos en El Liberal, en El País y El Globo. No
es de suponer que La Revista Nueva, de escasa tirada, me hiciese ser conocido del
público más que El Liberal o El País, que eran periódicos muy leídos.

Un año después publiqué Vidas sombrías, y no llegué a vender ochenta


ejemplares. Después publiqué La casa de Aizgorri, y vendí aún menos, y, sin
embargo, estaba lanzado al gran público. ¡Qué tontería!

La Revista Nueva estaba instalada en la calle de la Madera Alta, en un piso


bajo de una casa antigua, entrando por la calle del Pez, a mano derecha. No sé si
sigue aún la casa.

A La Revista Nueva solían ir con frecuencia Rubén Darío, Benavente,


Valle-Inclán, Maeztu, Palomero, Candamo, el francés Cornuty y otros muchos.
TERCERA PARTE

PARÍS, FIN DE SIGLO


I

Yo tuve siempre la idea de que al español curioso en la mocedad le


convenía ir a Madrid. Si no, al joven que estudiaba en la universidad de
provincia le quedaban el carácter y los gustos provincianos toda la vida.

Después, hacia los veinticuatro o veinticinco años, me pareció bien el ir a


París. Es o era la ciudad cosmopolita más grande y más fácil de visitar para un
español. Uno de los objetos principales de la visita y de la estancia allá era para
mí darme cuenta de lo que podía ser un español ante el mundo europeo. En
otro tiempo yo sospechaba que París derivaba, como los pueblos viejos latinos,
a sentirse demasiado protocolar. Yo pensaba que si París exageraba su
parisianismo, iba a perder su universalidad y a convertirse en una ciudad
pomposa como Roma o Viena. Entonces era un pueblo pedagógico, al menos
para un español.

Yo hice todavía en la juventud las experiencias que me parecieron más


importantes para mis curiosidades y mis aficiones: Madrid, el pueblo rural, y
París.

Después estuve en Londres, en Berlín, en Roma, en ciudades de


Alemania, de Holanda, de Dinamarca; pero ya tenía uno la directriz de su vida
hecha, buena o mala. Creo que, a pesar de todo esto, si hubiera encontrado la
ocasión de meterme en una aventura que valiera la pena, hubiera dejado todas
estas experiencias y me hubiera lanzado a la suerte. Ahora, que ni de joven ni
de viejo he encontrado la más mínima posibilidad de probar la fortuna. Nunca
ha aparecido la vereda en el camino; siempre la carretera conocida y trillada y
mediocre.

Casi desde que comencé a escribir he solido ir a París a pasar largas


temporadas. No para conocer la ciudad, que, viéndola una vez, basta, ni para
visitar a los escritores franceses, que, en general, se consideran tan por encima
de nosotros, que no hay manera decorosa de abordarlos, sino para tener un
punto de observación más ancho y más internacional que el nuestro. Si hubiera
sabido inglés o alemán, hubiera ido con más frecuencia a Londres y a Berlín.

Creo que conozco París mejor que muchos franceses, cosa que no tiene
nada de particular, porque a un médico o a un abogado o a un empleado de
banca no le interesan gran cosa los suburbios o las calles típicas de su ciudad.

La primera vez que estuve en París fue en 1899. Llevaba por todo capital
unas quinientas pesetas, cambiadas en francos.
A mí esta estancia en París no me entusiasmó, porque tuve que vivir y
tratar con españoles y con hispanoamericanos poco interesantes, que tenían una
idea convencional de todo.

Después he convivido con gente sencilla de la burguesía parisiense, y he


visto las cualidades de la gente francesa.

Pensando en mis recuerdos de los viajes que he hecho a París, veo que
hay en mi memoria confusiones y anacronismos, porque los acontecimientos no
los recuerdo bien encajados en su tiempo, y hay impresiones antiguas que me
parecen modernas, y otras modernas que me parecen antiguas.

La primera vez que fui a París llegué un día a principio de verano. No


sabía bien a qué iba. Únicamente a probar fortuna. Si hubiera sido más fácil ir a
América del Norte, hubiera ido allí con el mismo objeto. Pensaba buscar trabajo
en alguna empresa editorial como traductor o como colaborador en algún
diccionario español. Sabía que en París existían casas editoriales que se
dedicaban a editar traducciones españolas de obras extranjeras y diccionarios
castellanos con vistas a los mercados de América. Muchos españoles emigrados
vivían de esta clase de trabajo.
II

Mi visita a París fue el último año del siglo XIX, este siglo XIX tan brillante,
que un escritor chabacano y sofístico llamó el «estúpido siglo XIX».

También se habló mucho de fin de siglo. Este calificativo venía de una


comedia, Paris, fin de siècle, de Blum y Toché, que debió de representarse hacia
1890.

El espíritu del siglo XIX llegó íntegro hasta la guerra del 14. Allí se eclipsó
en parte ante la barbarie y la torpeza del período histórico que le iba a suceder.

Sin embargo, el siglo XIX aún manda. Toda la primera parte del siglo XX,
en su avanzada moderna, está inspirada en un sector por Nietzsche, en el otro
por Karl Marx, y si hay alguna otra influencia, como la de Sorel, es una mezcla
de las dos, sin importancia filosófica.

Nietzsche dio la ardiente teoría del amor por la violencia, de la vida en


peligro, del culto de la personalidad. Karl Marx, con esa claridad de judío, vio
que a la masa no le interesaba la libertad de conciencia ni la cultura, y dio su
consigna con la pedantería de un discípulo de Hegel: nada de intelectualismo,
nada de psicología ni de metafísica. Economía, trabajo, organización, etcétera.
Marx lanzó a la cara de la sociedad la palabra «proletario», que revolvió el
mundo.

Algo debe de tener esta raza judía característico y especial, porque todos
los grandes santones de la historia han sido judíos o, por lo menos, semíticos.
Su seguridad, su pedantería, sus afirmaciones rotundas, les han hecho dominar
el mundo.

Entre Marx y Nietzsche han oscilado las corrientes del final del siglo XIX y
principio del XX.

Con ese sedimento dogmático, las dos fuerzas políticas antagónicas, en la


práctica, tenían muchas tendencias iguales, el mismo culto por el Estado y la
misma preocupación por el trabajo material y la misma indiferencia por la
libertad del espíritu. Era un preámbulo de la vulgaridad y de la mediocridad
del siglo que comenzaba.

Hay quienes, al oír asegurar la vulgaridad del siglo XX, dicen: «La misma
sensación de mediocridad y de falta de genio creador les daría a los del siglo
XVIII la primera mitad del siglo XIX».
No creo que sea cierto. El siglo XIX quizá les produjera inquietud,
desasosiego, a los hombres del XVIII, pero no desdén. ¿Cómo les iba a producir
desdén una época que comenzaba con una nube de grandes poetas, de grandes
sabios, de grandes filósofos, de grandes músicos? Ahora, en cambio, no tenemos
más que unos cuantos físicos, a los que no podemos entenderlos. Yo sospecho
que Spengler, Keyserling y demás filósofos no son gran cosa. El transcurso de
un siglo a otro no es siempre igual; hay períodos de creación y de optimismo y
otros de estancamiento y de rutina.

El optimismo del siglo XIX, formado a base del culto de la ciencia, de la


libertad, del progreso, de la fraternidad de los pueblos, se vino también abajo
por la teoría de hombres ilustres poco políticos, como Schopenhauer, Ibsen,
Dostoyevski y Tolstói.

En el sentido de la bondad, de la piedad, de la comprensión, según


aquellos escritores y sus comentaristas, no se había adelantado nada, y el
hombre seguía siendo un bruto sombrío y cruel, como en tiempos remotos. Era
la consecuencia más dura que se podía obtener del libro Humano, demasiado
humano, de Nietzsche, que acababa de aparecer por entonces en francés.

El fin de siglo quería ser una revalorización de ideas y de sistemas


muertos.

La ciencia ha fracasado —se aseguró con una ligereza de bailarina. La


ciencia ha hecho bancarrota —decían algunos escritores mediocres, como
Brunetière. Una idea estúpida, porque la ciencia nunca pudo prometer el
descubrimiento de lo que está fuera de su campo. La ciencia no tiene objeto más
que dentro de sí misma. La astronomía no resolverá nunca una cuestión estética
o moral. Por la teoría de Copérnico, el hombre no va a ser mejor ni peor ni a
tener más medios de vida ni a resolver un problema sentimental.

El «fin de siglo» quería, sin duda, que la ciencia sirviera siempre para
cosas prácticas, y como no pasaba esto, quiso desacreditarla. En sus fantasías no
se llegó a fin de siglo XIX a las puras estupideces de la posguerra del 1914 al 18,
en que se inventaron el cubismo, el dadaísmo, el surrealismo, etcétera, pero se
dio un paso en el camino.

Ya la tendencia del prerrafaelismo, que venía de Inglaterra con su The


Blessed Damozel, de Dante Gabriel Rossetti; la del espiritualismo de Maeterlinck;
la del dilettantismo de muchos estetas ingleses discípulos de Ruskin y el
amoralismo de Nietzsche, produjo confusión en la cabeza de las gentes, y todo
el mundo empezó a disparatar y a sentirse mago. El comisionista y la patrona
de la casa de huéspedes creyeron que tenían ideas originales sobre la ciencia y
el arte.

Hubo aquel Estanislao de Guaita, místico, medio italiano, discípulo de


Eliphas Levi, que escribió una serie de fantasías ocultistas y que intentó renovar
la orden de los Rosa-Cruces. Al lado de éste publicó sus libros Peladan, sobre la
decadencia, en el fondo muy vulgares y muy huecos, y los snobs de todo el
mundo tomaron esto con la seriedad natural de los tontos. Por aquel tiempo, no
sé si antes o después, Richet, que había sido un hombre de ciencia serio,
comenzó a fantasear y escribió su Metapsíquica, y antes hizo algo parecido
Lombroso, que quizá en su decadencia se mostró más chapucero que en su
juventud.

Esta época de fin de siglo fue como un avance más continuo y más
discreto de la estolidez y de la absurdidad de la posguerra de 1918. Había
parnasianos, decadentistas, modernistas, simbolistas, etcétera.

En literatura, Tolstói ponía reparos a los escritores más ilustres por


motivos morales. Shakespeare, según él, era un escritor malo. En sus obras se
encuentran anacronismos, datos históricos falsos y, sobre todo, no hay moral.

No hay que leer a Shakespeare. Debe ser mejor leer el Juanito.

Cervantes tampoco se salva de su crítica, porque Cervantes no quiere


más que divertir. Supongo, aunque no lo recuerdo, que Moliere tampoco le
parecía bien a Tolstói.

En esta época hay una gran debilidad y hasta pasión por los escritores un
tanto pedantes y pesados. Los snobs leen con gusto a Ruskin, a Macaulay, a
Taine, a León Bloy y a Brunetière.

Los snobs no pueden tener la opinión general si ésta es popular o


corriente. En Noruega, por ejemplo, no era Ibsen el gran valor, sino Bjoemson o
Knut Hamsun. En Rusia tampoco era Dostoyevski, sino Gorki o Merejkowski.

El mérito para los snobs es hacer siempre descubrimientos. Así han


llegado al dadaísmo, al cubismo y a otras estupideces semejantes.

Muchas veces han querido dar un aire científico a las tonterías de la


moda. En un libro alemán de arte que vi en Basilea se hablaba de la filosofía de
Kant y de la de Picasso.
En España, en tiempo del krausismo, había taurófilos que explicaban la
habilidad de «Lagartijo» o de «Frascuelo» por la filosofía del pesado profesor
alemán.

Comprendo el fanatismo en literatura, porque en ella están muy


mezcladas las cuestiones políticas, sociales y religiosas; pero en las demás artes
hay muy poco contenido social, que es lo que inclina al fanatismo. Ya dentro de
la técnica, una actitud fanática es bastante absurda. ¿Qué va a gritar el pintor?
¡Abajo los verdes! ¡Muera el negro de humo y el azul de cobalto! No creo que
esas cuestiones nos interesen gran cosa a los demás.

Esto no quita para que en algunas obras de artistas, como Rodin o Van
Gogh, parece que se lucha contra algo. Ahora, ¿contra qué? Eso no lo sabemos.

De todos modos, en el siglo XX, en las actividades literarias como en las


artísticas y, naturalmente, en las políticas, se quiere que pese el predominio de
las masas.
III

Al ir a París a buscar trabajo, ya comprendía yo que no sería fácil


establecerse allí; sabía muy poco francés, pero creía que si encontraba una
ocupación llegaría a aprenderlo. El problema era tener algo para vivir.

A mi pequeño intento se unió un amigo, G. Campos, de Madrid, que me


hizo retrasar el viaje hasta el comienzo del verano.

No recuerdo si Campos y yo salimos juntos de Madrid o nos reunimos


en San Sebastián; sí recuerdo que llegamos juntos a París.

La entrada, como todas las mías, fue bastante mala. Un gendarme me


paró en la Gare d’Austerlitz, diciéndome que abriera la maleta por si llevaba
tabaco. Campos se apresuró a salir de la estación. Registré los bolsillos; no tenía
la llave. Campos se había encargado en la aduana de la frontera de la inspección
del equipaje suyo y mío, y se había quedado con las llaves.

Quise explicar al gendarme lo que me pasaba; pero había tanta gente,


que no era posible. Le enseñé el billete, para demostrarle que venía de España,
que había sido la maleta registrada en Hendaya y que tenía una seña puesta en
tiza. No me escuchó. Campos me había advertido que tenía buscada casa para
albergarnos. Yo pensaba: «Este hombre se va y me fastidia, porque no voy a
saber dónde ir». Tuve que dejar el equipaje en el andén, salir, buscar a Campos,
volver a la estación y abrir la maleta.

No hice más que abrirla, y el gendarme dijo, sin mirarla: «Está bien; pase
usted».

Esa burocracia de los países latinos es antipática; parece que está


establecida únicamente para vejar al público.

No sé quién le había indicado a Campos que fuéramos a la Rue Flatters, y


nos dirigimos a ella; pero luego vi que Campos se marchó a otro lado, no sé
adónde. Todavía con él hubiera compartido la miseria y hubiéramos charlado;
luego apareció dos días después, cuando ya no me servía para nada.

El ensayo de París tenía todo el aire de ser desdichado. «Esto es la muerte


suerte, la guigne», decía yo.

La calle Flatters es una calle muy pequeña que forma como un codo entre
la calle de Berthollet y el bulevar de Port-Royal. No tendrá ochenta metros de
larga.
El cuarto, alquilado para mí no sé por quién, era piso entresuelo, con un
balcón a la calle; no tenía mal aspecto a primera vista.

La dueña de la casa era una mujerona rubia, con un pelo como un casco
dorado, y muy abultada. Hacía calor, y la patrona andaba por su casa en paños
menores, casi desnuda. Por la tarde, Campos y yo cenamos en un restaurante
del bulevar Saint-Michel, no muy barato, y Campos se marchó a su casa. Yo me
fui a dormir.

Al día siguiente, por la mañana, al asomarme al balcón, presencié desde


él una escena poco agradable.

En plena calle, un hombre descargaba sobre una mujer una paliza atroz
con un palo corto y la llenaba de insultos.

La mujer daba gritos terribles, se le hinchó la cara y acabó cubriéndose de


sangre. Me dijeron que el hombre era un panadero y que había sorprendido a
su mujer en flagrante delito de adulterio.

A los dos o tres días de esto, en la vecindad, en la calle Broca, ocurrió un


crimen, y pude recoger la imagen folletinesca de la detención del criminal. Vi al
comisario de policía vestido de negro, con sombrero de copa, bastón y faja roja,
seguido de dos gendarmes, que conducían con las esposas al detenido.

La escena la había leído repetidas veces en los periódicos cuando


contaban los crímenes de París, y en las novelas de Javier de Montepín y de
Gaboriau.

A los tres o cuatro días vino Campos a mi casa a verme. Me dijo que
había encontrado para él una habitación muy mala en la calle de la Arbalète,
pero muy barata. A Campos se le antojó que nos fuéramos a almorzar a un
restaurante, Cuisine Bourgeoise, de la calle de Lyonnais. Entramos allí y
empezamos a comer, cuando unos jóvenes, medio chulos, medio apaches,
empezaron a bombardearnos con migas de pan, que pasaban sobre nuestra
cabeza. Salimos huyendo, y por la noche, a mi amigo se le ocurrió que debíamos
cenar en mi casa.

Compramos unas sardinas en lata, un poco de queso, pan y una botella


de cerveza. La cena resultó detestable. Las sardinas en lata no podían comerse;
la cerveza que llevamos —cosa rara— estaba podrida; hasta el pan y el queso
estaban duros y malos.
Después fuimos, durante unos días, a una casa de comidas de obreros de
la calle de la Albalète, en donde había un mozo, un chico parisiense malicioso y
burlón como un mono.

Campos, al verle, recordaba una canción de café-concierto que se titulaba


Quel cochon d’enfant!, y que decía:

Il est tapageur, colère

ivrogne et feignant.

C’est tout l’portrait de son père.

Ah, quel cochon d’enfant!

Mi amigo Campos, que presumía de muy parisiense, decía frases que le


parecían muy del momento:

Holà holà de Menilmontant

à Guatemala.

En fin… j’arrive

à Tannanarive!

Otras veces recitaba:

Lorsque Sarcey revint

de Monomotapa,

Paris ne soupait plus

et Paris resoupa.

Sarcey, crítico famoso, creo que de Le Temps, a quien llamaban el «tío


Sarcey», acababa de morir por entonces. Quizá por esto se le recordaba. Con
estas inepcias, Campos estaba contento.

Yo no lo estaba: mi casa no era nada tranquilizadora.

Por la noche subían mujeres y hombres y alborotaban y chillaban.


IV

Unas semanas después presencié el Catorce de Julio en la avenida de los


Gobelinos y en la calle de Mouffetard. No se me ha olvidado al cabo de los años
aquel Catorce de Julio tan turbulento, tan polvoriento y con una muchedumbre
tan desastrada, que, verdaderamente, me dejó sorprendido.

En el baile callejero, las mujeres levantaban las faldas y se daban con la


pierna en el sombrero. Esto debía de ser algo popular; era el baile del Moulin
Rouge y de otros lugares de diversión. A mí, más que cínico, me pareció un
baile gimnástico.

Por este tiempo, en París, la gente estaba exaltada con la revisión del
proceso Dreyfus. El orgullo de los conservadores había sufrido un golpe
terrible. No se sabía de una manera completa, ni yo creo que se supo nunca, el
fondo verdadero de este asunto; pero la gente, sin duda, tomaba parte en pro o
en contra, sin fijarse ni importarle gran cosa la verdad de lo que podía haber
debajo de este embrollo. La pasión ahogaba toda crítica.

El litigio se había convertido en algo político, y si era uno monárquico o


reaccionario, era antidreyfusista, y si republicano radical o socialista, era
partidario de Dreyfus.

En 1899 debía de ser presidente de la República Loubet, y creo que


Galliffet era ministro de la Guerra en el gabinete de Waldeck-Rousseau.

El día de la fiesta del Catorce de Julio comí yo con dos españoles,


desastrados, vecinos de la calle Flatters, en un restaurante próximo al Campo de
Marte. Por una avenida próxima a la Escuela Militar pasaban de cuando en
cuando algunos oficiales de alta graduación, con su escolta. Cuando se oía el
ruido de las pisadas de los caballos, los concurrentes todos se levantaban a
contemplar a los militares y a vitorearlos. Se esperaba que pasara el general
Negrier, que creo que se había puesto en contra del gobierno en el asunto
Dreyfus, y se quería ovacionar a este general. Alguno cantó la canción, ya vieja
por entonces, titulada Lepère la Victoire, del tiempo del presidente Sadi Carnot:

Quand je vois nos soldats

passer joyeux musique en tête.

Cuando se tranquilizó la calle nos pusimos a comer.


El amo, que nos oía, al ver que hablábamos español, nos interrogó acerca
del tamaño que tenían los toros que se lidiaban en Madrid; luego nos preguntó
cómo se decía pomme de terre en español.

Se le dijo que «patata».

—Patata, patata. Quelle folie —decía, como si fuera una broma


extravagante.

Por cierto que, después de cincuenta años, esta palabra se ha


generalizado mucho en francés, y se usa la palabra patate casi tanto como pomme
de terre.

Después, el patrón del restaurante nos trajo una cerveza alemana que nos
pareció muy buena.

—Hay que reconocer —añadió, haciendo una graciosa concesión a los


enemigos— que los alemanes tienen muy buena cerveza.

—¡Bah! Y otras cosas, como en todas partes —dijo alguno de nosotros.

El hombre no contestó; pero luego vino a decirnos por lo bajo, como si


fuera una observación que se le ocurriera en aquel momento, que los
norteamericanos habían vencido en la guerra a los españoles.

Se veía entonces que la vanidad de los franceses estaba todavía en un


momento de irritación que no se calmaba.

Por la cuestión de Fachoda, en 1898, que produjo una ruptura de


relaciones entre un comandante, Marchand, y Lord Kitchener, había una
tendencia anglófoba entre los patriotas de Dérouléde y demás.

Yo, siendo un gran admirador de Francia, siempre he sospechado que los


franceses tienen un fondo de incomprensión para todo lo extranjero. Creo que
esta incomprensión les perjudica y les sigue perjudicando. Un país de la
importancia de Francia debía estar ojo avizor para todo cuanto ocurriera y se
pensara en el mundo; pero Francia ha tenido la inclinación un poco faquirista
de dormirse mirándose al ombligo. Entonces yo me irritaba frecuentemente un
poco contra el avestrucismo de París. Esta idea está expuesta en mi novela La
sensualidad pervertida. En calidad de comentario, copio este trozo de un artículo
de Edmond Jaloux en Les Nouvelles Littéraires, del que transcribo varios párrafos:

«À nos yeux la plus grande qualité de Pió Baroja réside dans son humour, ses reflexions qui
sont d’un esprit hostile, amer, malveillant, aigri, replié sur soi-même, sont d’un grande saveur: la
sombre satire espagnole ne ressemble ni au mordant et léger esprit français, ni à l’humour anglais
mêlé de clownerie, de tragique, de poésie et de larmes, ni à la bouffonnerie italienne, ni a la froide
farce americaine: c’est une sorte de cruauté latente a l’egard de soi-même et des autres qui se traduit
par des éclats d’un rire sarcastique et quelque peu mystérieux, il y à du diabolique dans ce rire là. Il
bafoue ce qui lui est cher comme il se mortifierait. Tout ce que Pio Baroja dit des sentiments de son
héros, Luis Murguía, a une saveur assez piquante: et ses réflexions sur la vie et les choses surtout
quand il ne se laisse pas entrainer par une malveillance trop grinçante et trop injuste. Sa visión de
Paris est incroyable à force de fausseté: on peut faire la plus sévère critique de Paris et des parisiens.
Et il y en a la matière! -mais il faut qu’elle s’appui pour être efficace sur une certaine exactitude: le
Paris de Pio Baroja ressemble au Paris d’Eugène Sue, vu par un sacristain patagon, c’est tout à fait
comique».

Yo no creo que el París visto por mí se parezca al que pudiera ver un


sacristán patagón, porque un patagón, sacristán o no, tendría más entusiasmo
que yo por los palacios, por las avenidas, por el lujo, y yo no tengo ningún
entusiasmo por todo eso. A mí lo que más me maravilla son los hombres y las
mujeres, por lo bueno y por lo malo.

También creo que un sacristán patagón llegado a París, aficionado a la


literatura, se mostraría más entusiasta de Mallarmé, de Bourget, de France, y yo
no me sentí gran cosa, porque soy bastante corrompido para decir lo que me
gusta sin pensar en los demás.

Sigue diciendo el crítico: «Mais quand ses passions ne l’emportent pas, Pio
Baroja montre une rare intelligence. Il y à beaucoup de passages curieux et neufs,
despages singulières dans les Essais amoureux d’un homme ingénu; cela donne
beaucoup d’attrait à ce livre inégal, irritant, incomplet, mais qui n’est à aucun moment
indifférent».

Yo agradecí y agradezco el artículo de E. Jaloux; pero tengo que ponerle


un comentario. ¿Por qué es irritante mi libro, señor Jaloux?

Yo soy un pobre hombre, que tiene que vivir de productos fantásticos y


de medios de vivir que no dan para vivir, como decía un español de talento,
Larra. No es fácil que usted ni yo tengamos la mirada apacible y tranquila para
las injusticias del mundo. Ni usted, con ser un escritor celebrado en Francia, ni
yo, con ser un escritor poco celebrado en España, podemos tener la actitud de
un Marco Aurelio. Somos como veletas roñosas que chirriamos; pero en
nosotros está legitimado el chirrido.

A mí muchos me han atribuido la condición de ser galófobo. No creo que


sea cierto. Yo no soy galófobo, sino todo lo contrario. Lo que creo es que no
basta que una obra literaria, científica o artística, salga de París para que sea una
gran cosa. Yo creo que la medida debe ser para todos igual. Yo no he tenido esa
tendencia a la papanatería de muchos escritores españoles, italianos,
americanos, para creer que un escritor o un artista, por vivir en París, sea una
maravilla. El número de tontos en París es infinito, como en todas partes. Hay
que ser un cándido para creer otra cosa. Yo le oía hablar a Rubén Darío de
Moréas, de Villiers de l’Isle Adam, de Remy de Gourmont, como de unos genios
que quedarían en la historia del mundo.

Paralelamente para él, la redacción del Mercurio de Francia era como la


Escuela de Atenas.

Ésas son candideces que vienen de falta de sentido crítico.

Yo he conocido gente que creía que Sully Prudhomme era el más grande
de los poetas del mundo; a Joaquín Dicenta le oí decir que la muerte de Emilio
Zola la sintió más que la muerte de su madre. Valle-Inclán, a raíz del estreno de
Cyrano de Bergérac, de Rostand, creía que era una revelación admirable, y para
otros escritores, Anatole France había acabado con la literatura pasada, porque
era el compendio de todo lo bueno escrito antes.

Cosas así se repiten en todas las épocas, y en ninguna son ciertas.


V

Yo he sido muy curioso de los pueblos, de las casas, de los barrios. En


París me ha gustado mucho huronear y registrar sus rincones; sobre todo, los
alrededores del Sena los exploraba constantemente.

En París, el pueblo es más interesante que la gente, y el pueblo viejo, más


interesante que el nuevo. Este carácter creo que es constante en todas las
ciudades antiguas grandes y pequeñas. Lo mismo pasa en Florencia, en Roma,
en Toledo o en Salamanca. La gente del tiempo actual parece que se ha
apoderado de un pueblo que no es el suyo.

Esa parte del Barrio Latino de París todavía tenía mucho carácter. El
bulevar Saint-Michel y el de Saint-Germain eran elegantes; pero entre éstos y el
río había calles siniestras, sobre todo alrededor de Saint-Séverin y San Julián el
Pobre.

La calle de la Parcheminerie, de la Bûcherie, de La Harpe, la Rue des


Anglais, la Rue Dante. ¡Qué rincones!

No era el barrio de Saint-Séverin lo que es ahora.

Subsistía aún el antiguo Hotel Dieu, el hospital más viejo del mundo y
uno de los edificios más sombríos de París. Tenía este hospital dos cuerpos a
ambos lados del Sena, que ocupaban el espacio comprendido entre el Petit Pont
y el Pont-au-Double; eran dos edificios paralelos, largos y estrechos, lóbregos,
con galerías subterráneas y bocas de vertederos negros que arrojaban sus
inmundicias en el río, de aguas verdosas, inmóviles y siniestras. Estos edificios
viejos que daban al río mostraban chimeneas grises, ventanas con rejas y
enfermos con gorro de dormir.

Al lado del hospital, y cerca del puente de San Miguel, estaba La


Morgue.

En ese tiempo, quizá la plana Maubert era más pequeña que ahora, y
dentro de su perímetro actual había habido una manzana de casas viejas que
formaban la calle de Lavandières.

La prolongación del bulevar Saint-Germain había abierto una gran


brecha en este antiguo barrio de los escribas, de los iluminadores y de la gente
de la universidad de la vieja ciudad de París; pero, a pesar de las demoliciones
consecutivas a la apertura del bulevar, entre la nueva y ancha vía y los muelles
de Saint-Michel y de Montebello, quedaban aún un ovillo de callejuelas típicas,
estrechas, ruinosas, pobladas de gente pobre, bohemia y maleante.
El barrio, además de pobre, era siniestro: tenía enfrente, en la isla, el
Palacio de Justicia y La Morgue.

La plaza Maubert era el centro de esta barriada miserable, constituida


por callejuelas estrechas, llenas de tabernas, de rincones sospechosos, de asilos
de bandidos y malhechores de todas clases.

La plaza Maubert, que es una encrucijada pequeña renovada, tenía la


especialidad rara que, habiendo sido una plaza de hampones, se había
reedificado, y la vieja clientela de maleantes había vuelto a su sitio de reunión y
a los cafés de las casas nuevas. Sin duda, el sitio les debía parecer estratégico. A
la plaza Maubert afluían las calles de Maítre Albert, Grands-Degrés y Haut
Pavé, que conducían al muelle de Montebello, la de la Bûcherie, Trois Portes y
la de Lavandiéres.

De estas calles próximas a Saint-Séverin y a San Julián el Pobre, la más


importante y animada era la de Saint-Jacques.

Todas las callejuelas del oscuro y lóbrego barrio que formaban como un
pólipo dentro de París tenían su historia. La corta calle de Boutebrie había sido
de los iluminadores; la calle de la Parcheminerie, negra, húmeda como la de
una ciudad flamenca, de los escribas; en la calle Fouarre (de la Paja), hoy de
Dante, hay la leyenda de que habitó el autor de La divina comedia; en la calle
Galande, en el Château-Rouge, vivió la duquesa de Beaufort, la bella Gabriela
d’Estrées, y, con el transcurso del tiempo, el nido de amor de la dama de
Enrique IV se había transformado en una guarida de criminales y de borrachos,
que destilaban alcohol y clientes para la guillotina. La calle de Saint-Séverin
tenía la iglesia gótica, conocida en el siglo XVIII por las orgías revolucionarias
celebradas en ella, notable por sus vidrieras y por los exvotos del altar de
Nuestra Señora de los Siete Dolores; la calle de San Julián el Pobre tenía la
iglesia románica del mismo nombre, que era la capilla del viejo Hotel Dieu; la
calle del Chat-qui-Pèche, a falta de otra nombradla, ostentaba la extravagancia
de su título, procedente de una muestra de tienda.

Era todo el barrio ilustre por demás, y a la cabeza de él estaba la plaza


Maubert. En esta antigua plaza ya no quedaban, como en las demás callejuelas,
casas viejísimas y negras, derrengadas, sostenidas por pies derechos, reforzadas
con grapas de hierro, con las paredes de piedra corroídas por el aire y por la
lluvia; los tejados, puntiagudos, y los balcones, atestados de enseñas
mugrientas, de faroles viejos, torcidos, de los hoteles baratos y de los refugios
de noche.
Había en todas partes una porción de patios y tiendas en donde se
alquilaban carritos de mano, prenderías, a cuya puerta se amontonaban enseres
de menaje; tiendas de hierro viejo y de ropas usadas. Había casas en el barrio
donde vivían más de doscientas familias, colmenas de tugurios estrechos sin luz
ni aire, en los cuales se ahogaban los hombres en una atmósfera nauseabunda.

Allí, los cristales, sucios y polvorientos, tenían tiras de papel, las


persianas estaban rotas y torcidas y colgaban en las ventanas harapos puestos a
secar.

En casi todas aquellas casas antiguas se veía desde el portal un corredor


larguísimo, estrechísimo, negro, una entrada de caverna y, al final, un patinillo
sombrío, maloliente, con las losas del suelo siempre mojadas y cubiertas por
una baba brillante parecida al rastro de algunos moluscos.

En muchos de los angostos patios solía haber una fuente donde se


lavaban los vecinos; en algunos, en el fondo resoplaba la máquina de un
lavadero o de una tintorería, y en estas casas, un arroyo con burbujas de jabón o
de agua de colores corría por el pasillo a desaguarse por el sumidero del patio,
cuando no salía a la calle por encima de la acera.

En las tenebrosas tabernuchas y casas de comidas del barrio veíanse


mendigos con gabanes rotos y remendados, pordioseros de cara inyectada y
rojiza, cargadores fornidos con fuertes barbazas, algunos ladrones y algunos
dilettantis del asesinato.

Había hoteles y garitos en donde los obreros y los estudiantes de grandes


melenas se mezclaban con los perdidos más abyectos. El futuro rival de
Dupuytren se mezclaba con el futuro émulo de Lacenaire, las conversaciones
científicas con el proyecto del crimen, y al lado de la muchacha bonita, de aire
todavía virginal, no era raro ver a una mujer hombruna que fumaba como un
hombre y hablaba como un presidario.

La poesía también tenía su lugar en el barrio de Saint-Séverin. En casi


todas las tabernas se recitaban versos. Además, se protegía a los poetas. Había
en la calle de la Parcheminerie un hotel de la literatura, en donde por poco
dinero dormían los bohemios, que, en vez de trabajar, aguardaban, en
compañía de una copa de ajenjo, que sonase para ellos la hora de la gloria.

La policía contaba en este barrio con muchos espías; casi todos los
taberneros eran, por debajo de cuerda, funcionarios del gobierno.
En las tiendas desalquiladas y en los solares, las chicas de la plaza
Maubert organizaban bailes, en donde «las pequeñas Maub» lucían la gallardía
de su cuerpo y la agilidad de sus piernas.

El comercio del barrio lo constituía el sinfín de tabernas, de hoteles y de


restaurantes baratos, que había por todas partes. Había también algunas
industrias sabias: talleres de iluminación, fábricas de microscopios y de
planchas de cobre para grabadores.

A casi todos estos restaurantes y casas de comidas de barrio de Saint-


Séverin llevan clandestinamente de los mercados centrales, por la madrugada,
carne que comenzaba a corromperse, pescados pasados, caza podrida y otra
porción de desechos que allí los adobaban para utilizarlos de nuevo.

El comercio ambulante del barrio se establecía en algunos puntos fijos; en


medio de la plaza Maubert solía venderse hierro viejo y colillas; en algunas
otras callejuelas solían establecerse los traperos; pero en donde la actividad
comercial se desarrollaba con mayor fuerza era en los muelles de Montebello y
de Saint-Michel, hasta los cuales se prolongaba la línea de cajones de baratillo
colocados sobre el perfil del Sena, que constituye uno de los mayores encantos
de París para los bibliófilos y anticuarios, numismáticos y filatelistas.

En estos dos muelles del barrio de Saint-Séverin, los cajones ofrecían al


comprador más sorpresas que en los otros; aquí el comercio era más
complicado y pintoresco. Andaban allí revueltos los libros con los uniformes,
las espadas y los devocionarios, los retratos de reyes con las canciones de café-
concierto. Al lado de un trapero se establecía un negociante en colecciones
entomológicas, y cerca de un vendedor de pájaros, un óptico, un numismático o
un mineralogista. Allí la ciencia se codeaba familiarmente con la literatura y
hasta con la sastrería. El viejo microscopio no se avergonzaba a verse al lado del
insulso tomo de poesías o del rameado chaleco de otra época.

En el río, en el brazo del Sena del lado izquierdo de la Cité, estrecho y


encajonado, que corría negro entre paredes lisas, se agrupaban las gabarras; en
el muelle del Arzobispo se veían pescadores de caña, inmóviles, sentados en los
bordes de los malecones; algunos vagabundos lavaban su ropa desde las
escaleras, algunos chicos se zambullían en el agua y otros lavaban perros. En las
ventanas del Hotel Dieu aparecían enfermos con el gorro de dormir en la
cabeza; en el puerto de la Tournelle, una porción de mujeres hacían colchones y
vareaban lana…

De noche, las callejuelas negras del barrio estaban más iluminadas que
de día; los faroles rojos y blancos de los hoteles y de los refugios brillaban en la
oscuridad; a través de las vidrieras empañadas de los tabernuchos se veían
hombres de mal aspecto sentados en una mesa, comiendo algo que llevaban
envuelto en un papel, teniendo el vaso de vino delante.

Desde los portales, a la luz de un quinqué de petróleo, se adivinaban


corredores oscuros y estrechos, galerías laberínticas, entrecruzadas, con el suelo
húmedo y resbaladizo. En el fondo de algún patio brillaba el rectángulo de luz
de una ventana iluminada, en cuyo marco se veía la silueta de un zapatero.

Gentes encorvadas, de aire miserable, andaban por el interior de este


pólipo de callejuelas sin hacer ruido; no se oía una risa, ni un canto, ni una
carcajada, ni una voz amiga; de cuando en cuando, voces broncas, irritadas,
siniestras…

En los muelles abandonados, alguna luz de un farol temblaba en la


oscuridad a impulsos del viento iluminando una fachada negra.

En el fondo del río encajonado, oscuro, que parecía espeso, brillaba el


ventanillo de una gabarra como el ojo inyectado de un buitre; un aire húmedo y
malsano subía del Sena, y sus aguas negras, cargadas de impurezas, pasaban
lentas reflejando las luces del sombrío hospital y gemían por debajo de la
arcada única de un puente con toda la pesadumbre de sus horrores.

Se adivinaba en el aire opaco Nuestra Señora de París; brillaba alguna luz


en La Morgue o en el Palacio de Justicia, y a intervalos las campanas de un reloj
sonaban y se esparcían por el aire silencioso.
VI

Yo me paraba con frecuencia a contemplar las casas que iban derribando


en la orilla izquierda para abrir nuevas vías, entre ellas el bulevar Raspail.

Cuando tenían una parte derribada, se veían los cuartos, los sitios por
donde pasaban las chimeneas ennegrecidas por el humo, las cocinas y los
papeles antiguos.

Los jardines de los viejos hoteles mostraban sus estatuas y sus glorietas y
algún árbol desgajado y roto.

Había entre las miserables casuchas del barrio de Saint-Jacques y de


Montrouge, que iban derribando, hoteles antiguos, de aire señorial, con tejado
en piñón, balconajes del siglo XVIII y grandes y soberbios jardines llenos de
silencio y de reposo.

Al comenzar la demolición de estos viejos hoteles, los jardines quedaban


maltratados, profanados. Daba lástima verlos. Los grandes árboles centenarios
estaban caídos, un trozo de escalera de hierro o la balaustrada de un balcón
desgajaba cruelmente la rama de algún tilo o el tallo de una adelfa. Las estatuas,
manchadas de liquen, desaparecían entre las hierbas, y en el antiguo hotel a
medio derribar, levantado en el fondo, se veían las buhardillas deshechas,
descarnadas, con su esqueleto de madera destacándose en el cielo gris.

Era una pena ver un destripamiento tan cruel de la ciudad.

Los mismos bulevares nuevos, monótonos, rectos, tenían los días


brumosos un color gris perla de una suavidad infinita; las personas, los coches,
los ómnibus, se esfumaban en el ambiente; todo presentaba un aspecto de esas
imágenes apenas coloreadas que se pintan en el cristal opaco de una cámara
oscura. La niebla afinaba y borraba los contornos de los objetos, las casas lejanas
se entreveían vagas, perdidas en la atmósfera brumosa. Yo visitaba el barrio de
la Glacière y el Jardín de Plantas.

También iba algunas veces a ver el barrio de Croulebarbe, un barrio de


curtidores y de tintoreros, cruzado por el Bièvre, arroyuelo afluente del Sena,
limpio y cristalino antes de entrar en París; después, sucio, infecto y apestoso.

Corría este arroyo canalizado entre dos orillas, de piedra de una parte, de
escoria y de barro en otras; pasaba por en medio de calles formadas por
casuchas de curtidores, desde cuyas galerías, al ras del agua, obreros medio
desnudos hundían y empapaban pieles en la sucia corriente.
Algunas callejuelas, como la de los Gobelinos, parecían un rincón de
Venecia. Las casas estaban edificadas a ambos lados sobre una muralla; tenían
las ventanas tapiadas o medio cerradas, lo que daba a la callejuela un aire de
sitio bloqueado. Por en medio pasaba el canal como una acequia de lenta
corriente; en su superficie, los detritos de las fábricas de curtidos y de las
tintorerías flotaban en las aguas, dándole un aspecto trágico.

No parecía sino que aquel arroyo venía de un campo de batalla, en


donde la carnicería hubiera sido tal, que la sangre y el pus y las carnes en
putrefacción corrieran por su superficie sobrenadando en ella. La pestilencia del
aire corroboraba esta impresión penosa.

Yo recorrí el barrio, crucé varias veces por puentecillos de madera que


pasaban por encima del Vièvre; uno de ellos tenía nombre, se llamaba el Puente
de las Tripas. Contemplé el viejo y leproso hospital de Lourcine, antiguo
convento de Cordeleros, y el palacio de la reina Blanca.

Allí, en el antiguo palacio, había en tiempo de la Revolución francesa un


cafetín en donde se reunían los hebertistas, la más radical de las fracciones
jacobinas.

Y en esta misma casa, que en el siglo XVIII visitaba Herbert y Legendre,


Orsini, a mediados del siglo XIX, se citaba con Pieri, Rudio y Gómez, y les
explicaba científicamente los efectos y la manera de componer las bombas de
fulminato de mercurio.

Solía pasar también por detrás de la fábrica de los Gobelinos, entre los
dos brazos de Bièvre, en lo que se llamaba la isla de los Monos. Había por allí
un jardín abandonado. Era todo un parque atravesado por el Bièvre, que pasaba
a flor de tierra, medio oculto entre hierbajos, cruzando por entre altos álamos,
cuyos troncos se hallaban recubiertos por hiedras.

Era el jardín del Clos Payen, una de las antiguas folies de París. Éstos eran
lugares de orgía del tiempo de la Regencia.

Cerca de la Butte-aux-Cailles la edificación terminaba. Se veían terrenos


baldíos llenos de escorias y de escombros, tapias bajas, dentelladas, largas, por
encima de las cuales resplandecía el horizonte gris muy luminoso.

En alguno de estos solares, al lado de una casita blanca con un gran tubo
de chimenea humeante, se amontonaban materiales de derribo, persianas
verdes desteñidas, jarrones de piedra, barandillas, puertas viejas, regaderas
pintadas y pilas de tablas que se iban descomponiendo por la acción de la
lluvia.
A un lado, rompiendo la línea gris de las fortificaciones, sobre
terraplenes de color violáceo, corría en suave curva la línea de un tren.

Por entonces yo no pasé nunca fuera de los bulevares exteriores, en


donde quedaban restos de fortificaciones, lo que llamaban en el argot popular
les fortifs. Me parecía todo aquello muy peligroso.

Cuarenta y tantos años después he vivido fuera de las fortificaciones, y


no me ha parecido nada raro ni extraordinario. Todo es cuestión del punto de
vista.

Al anochecer, en el barrio de Croulebarbe, entre la bruma, algunas


fábricas aisladas, cuadradas, se levantaban como inmensos dados negros,
agujereados por el rectángulo de las ventanas resplandecientes. Las altas
chimeneas espiraban grandes bocanadas de humo blanco; de las rejas se
columbraban galerías, en donde los obreros curtidores trabajaban en artesas
llenas de agua rojiza.

En alguna rinconada, un árbol desnudo y negro se destacaba en el fondo


del crepúsculo; tipos andrajosos pasaban por las calles, encogidos, y en el
interior de las tabernas hablaban grupos de vagabundos.

Pasando el bulevar, me acercaba al centro, cruzando ese barrio de


colegios y de conventos que se extienden entre el Bièvre y el Panteón. En las
callejuelas abandonadas y desiertas, algún farol de petróleo, colgado de una
cuerda, se balanceaba y brillaba a lo lejos. El aire le hacía oscilar violentamente,
su claridad danzaba del empedrado a la tapia negra; el viento se derramaba por
callejones y encrucijadas y silbaba y gemía con una nota larga y sollozante…

Recuerdo que en esta época estaba derrumbada la cárcel de Santa


Pelagia, hacia el Jardín de Plantas, y que había una calle que se llamaba del
Pozo de la Ermita.

En París había antiguamente tres calles del Pozo de nombres pintorescos.


La del Pozo que Habla, que era la calle de Amyot, cerca de la montaña de Santa
Genoveva, detrás de la Escuela Politécnica; la del Pozo de Amor, que era la calle
de la Petite Truanderie, y la del Pozo de la Ermita, que surge todavía cerca del
Jardín de Plantas.

Al acercarse el otoño, en el jardín de Luxemburgo, los árboles, ya sin


hojas, mostraban sus ramas desnudas, entrecruzadas en el aire gris; los días
eran frescos, las hojas secas crujían bajo el pie en las avenidas y el aire sutil
parecía un aire de montaña.
Se oían las campanas de San Sulpicio en la calma del crepúsculo; luego
cerraban las puertas del Luxemburgo y resonaba dentro un bélico estrépito de
tambores.

Muchas veces sueño que voy por este barrio ruinoso de París entre calles
angostas, cruzándome con gente harapienta, y entro en alguna tiendecilla
negra, donde compro un libro o una estampa antigua iluminada.

Lo que siempre me ha encantado de París ha sido el río. He tenido por él


un gran entusiasmo. En general, todos los ríos de Francia me encantan.

La orilla izquierda del Sena, desde el Quai d’Orsay hasta el Jardín de


Plantas, tenía el aire artístico y viejo (vieillot), que ya lo va perdiendo.

En aquella época, en París eran muy simpáticos los vaporcillos del Sena,
que luego han desaparecido. Iban a Auteuil, a Saint-Cloud y a Suresnes.
Costaba veinte o treinta céntimos el viaje.

Tenían estos barcos faroles rojos en la popa, que, al anochecer, parecían


lanzar un guiño confidencial. Las filas de luces blancas en los muelles y alguna
que otra roja parecían entenderse maravillosamente con las de los farolillos de
los barcos. Mis medios de locomoción principales era los vapores del Sena y la
imperial de los ómnibus.
VII

No es la historia de la Francia antigua ni su literatura clásica lo que ha


hecho la popularidad de París en el mundo entero. Lo que ha producido esa
fama han sido la Revolución y la novela del siglo XIX, sobre todo el folletín.

En el siglo XVIII hubo escritores de habla francesa de una expansión


grandísima, cuya influencia llegó a todas partes, como Voltaire y Rousseau;
pero estos autores no cantaron la ciudad, sino el campo y la naturaleza. En
principio, estos escritores fueron los menos nacionalistas del mundo. Los
extranjeros no conocen, en general, nada de Corneille o de Racine. Quizá tengan
razón. Es más intenso aún, no leyéndolos bien en su idioma, leer a Sófocles, a
Eurípides, a Shakespeare y a Calderón, que no seguir unas historias de unos
griegos o de unos españoles un tanto alambicados y falsificados.

Así como los escritores franceses del siglo XVIII tendieron a los conceptos
universales y a presenciar personajes de la antigüedad clásica, los del XIX
hicieron lo contrario: se instalaron sobre la historia de Francia y sobre París,
removieron los asuntos, las figuras, las anécdotas, y produjeron una curiosidad
en el mundo entero, que todavía dura y, probablemente, durará por mucho
tiempo.

Estos escritores fueron: Víctor Hugo, Dumas (padre), Balzac, Eugenio


Sue, Stendhal, Mérimée, Paul de Kock, Paul Féval, Montepín, Ponson du Terrail;
unos buenos, otros malos y otros medianos.

De estos escritores ha surgido el prestigio y el conocimiento de París más


o menos exacto que tiene el mundo entero.

Hace más de treinta años, una señora española, de Canarias, decía a don
Nicolás Estébanez: «Mire usted, don Nicolás. Yo quisiera ver tres cosas en París:
La Morgue, la torre de Nesle y las catacumbas».

Este deseo procedía de la novela del folletín. De ahí proceden casi todas
las curiosidades que tiene el extranjero por París. Si quiere ver a Nuestra Señora
es por Víctor Hugo, y al verla piensa en Quasimodo y en Claudio Frollo; si
quiere atisbar en el interior de una taberna, es por Eugenio Sue y su Conejo
Blanco de Los misterios de París; si va al cementerio del Père Lachaise, es
pensando en Rastignac, que ha ido allí a enterrar al Padre Goriot; si marcha a
las afueras, todavía recuerda a Paul de Kock; si entra en la calle de Quincapix,
es porque ha leído El jorobado, de Paul Féval; si le hablan de los mosqueteros, de
Richelieu, de Mazarino o de Cagliostro, piensa en Dumas (padre); si de los
Mercados, piensa en Zola; si de un comisario de policía o un periódico cuenta
que un cadáver ha sido expuesto en La Morgue, recuerda a Montepín y a
Gaboriau. La Bastilla, el Campo de Marte, el Temple, la Consejería, tienen una
leyenda universal por la Revolución.

El teatro ha influido algo; pero mucho menos, porque no llega, como la


novela popular, a los rincones y a las aldeas más lejanas.

En la literatura del siglo XIX aparecen ensalzados o denigrados los


personajes de la Revolución francesa; y Danton, Marat y Robespierre, Mirabeau,
Saint-Just, María Antonieta, Carlota Corday, son familiares al mundo entero.
Las figuras del tiempo de Luis XIV o de Enrique IV no pueden competir con
ellos, no tienen relieve; tampoco los de la época de Napoleón.
VIII

Yo había leído hacía tiempo Nuestra Señora de París, de Víctor Hugo, en


una traducción española muy mala. Esta novela no me gustó gran cosa. Me
pareció fraseología brillante, un poco huera, no muy humana. Menos aburrida
que Los mártires, de Chateaubriand, o que otras novelas arqueológicas de la
época, pero también bastante pesada. Los personajes son figurones amanerados
para un tapiz o para una estampa romántica. Lo que sí es sugestivo es la
explicación de la vida medieval y del surgimiento del arte gótico. Eso está muy
bien pensado y muy bien dicho. Yo creo que Víctor Hugo no era un gran poeta
lírico ni un gran novelista; pero como escritor era extraordinario, de una
brillantez y de una retórica portentosa. A mí Nuestra Señora de París me contagió
el sarampión gótico. Después de leer este libro, tenía gran entusiasmo y un
profundo respeto por el arte ojival. Sentía la enfermedad de la piedra tallada.
Luego ya me curé de ella, como de otras muchas.

No es que después me haya hecho partidario de Le Corbusier y del


cemento armado; pero he perdido la litofilia.

Lo gótico es la flor de Francia en su vida artística, lo más acabado,


perfilado y completo que ha hecho este país como obra colectiva. El siglo de
Luis XIV y el imperio de Napoleón no tienen ese carácter tan completo ni tan
artístico como el período gótico.

La floración del arte ojival es un milagro de Europa, y, sobre todo, de


Francia. Parece que nace por generación espontánea, casi sin antecedentes.

En la juventud quería completar mi educación con el estudio de obras


artísticas, como se dice en las novelas pedagógicas francesas escritas para la
juventud estudiosa.

Me figuraba que ver catedrales y palacios góticos era una de las


ocupaciones más importantes del hombre.

París, en ese sentido, constituye una buena escuela, la mejor. Puede


presentar los modelos más perfilados del arte ojival religioso y civil.

En un espacio reducido hay en la ciudad dos joyas arquitectónicas:


Nuestra Señora y la Santa Capilla. Cerca, la torre Saint-Jacques, San Severino,
San Julián el Pobre y San Julián de los Campos. Como edificios civiles próximos
del mismo arte, el Hotel de Cluny, tan elegante, y el Hotel de Sens, con unos
miradores como garitas de cuerpo cilíndrico y techo cónico.
En esa cuestión de arte ojival, Francia, y, sobre todo, la región de París y
algunas próximas a ésa, al norte, son las primeras de Europa en pureza y en
bellezas de estilo.

En aquella temporada parisiense me saturé de goticismo, hasta tal punto,


que después quedé inmune para esta pasión desordenada de la piedra. No
llegué en la pedantería hasta hablar de arbotantes y botareles, etcétera, etcétera;
supe pararme a tiempo.

Yo no creo que haya ningún mérito en ser fiel a las teorías estéticas; lo
mismo se podría considerar bueno y meritorio el ser infiel a ellas, por
principios. El estetismo, desde el punto de vista literario, es aburrido. El mejor
crítico de arte es ilegible a la tercera página. Lo mismo da que sea Ruskin, Taine
o el currinche del periódico. El crítico supone que traspasa al papel algo de la
sugestión que pueda tener un cuadro, una estatua o un edificio, y eso es una
ilusión. Tan aburrido es comentar la Venus de Milo, Velázquez o Botticelli, como
la cabeza de cartón que se vende en el Rastro o la pintura de una taberna. Las
artes no se traspasan unas a otras sus valores, y la estampa de Homero o de
Shakespeare puede ser una birria y la figura del limpiabotas de la calle una obra
maestra.
IX

En estos últimos años, en cerca de cincuenta, ¡qué de cosas han cambiado


y han desaparecido en París! Ya no hay apenas cantores en las calles. Los
excéntricos musicales que tocaban con un arco en una sierra, o sobre un palo de
escoba con una cuerda, el cantor que se subía sobre un banquito de madera y
cantaba con el papel en la mano y le acompañaba otro tipo al piano, ya no se
ven; los traperos que gritaban chand d’bit! se han eclipsado; ya no hay tiendas de
memorialistas ni muestras pintorescas en los comercios; la plaza del Palais
Royal está desierta. No existe La Morgue, o si existe, el público no sabe dónde
está. Aquél era el fin de siècle, con sus fantasías un tanto estrafalarias, que en las
alturas producía teorías estéticas: simbolismo, decadentismo, y en el pueblo, el
apachismo y el anarquismo:

El poeta recitaba:

Je hais le mouvement qui déplace les lignes

et jamais je ne pleure et jamais je ne ris.

Y el anarquista cantaba:

Dame Dynamite, que l’on danse vite

dansons et chantons et dynamitons.

En la primera estancia mía en París andaba todos los días a pie doce o
catorce kilómetros. Llegaba a la noche rendido. ¡En qué rincones me metía,
llevado por la curiosidad! Había por entonces sitios centrales antes con vida y
ya muertos, como el Marais y el Faubourg Saint-Germain, que no les quedaba
más que nombre y la fama.

En la orilla derecha exploraba los rincones próximos a la plaza de los


Vosgos y de otros sitios del Marais (el Pantano).

En este barrio me chocaba que la gente de la burguesía conservara una


indumentaria retrasada, de hacía cuarenta o cincuenta años. Se veían tipos de
comerciantes retirados, con patillas, con traje de paño negro sin brillo y
sombrero de copa, de seda. Parecían tipos de Daumier o de Gavarni. Muchas de
las mujeres viejas llevaban cofia. A algún parisiense conocido le pregunté sobre
los tipos del Marais; pero ninguno había pasado por allí, o no se había fijado en
ello.
Este barrio del Pantano era muy curioso; por entonces había unas calles
medievales pintorescas y raras: la calle de Quincampoix, quinqué parochie, o sea
cinco parroquias, en latín, donde el financiero Law daba al público ávido sus
famosas acciones del Mississippi; la de Beaubourg, la del Temple, y luego otras
muy estrechas, como la de Venecia, la Du Maure, la de Simon-le-Franc. En estas
calles había casas como viejas gordas y tripudas, que tenían que apoyarse a un
lado y a otro para no caerse. En algunas de estas callejuelas, abriendo los
brazos, se podían tocar las paredes de ambos lados. Había también una especie
de ghetto de judíos, la mayoría alemanes, hacia la plaza de los Vosgos.

La plaza de los Vosgos (antigua plaza Royale) se veía siempre


desanimada, casi muerta.

Había sido el centro del Marais. Mucha gente célebre de la aristocracia


había vivido en este barrio en otra época. En el siglo XVIII, el conde de
Cagliostro habitó en una casa de la Rue Saint-Claude, casa con un patio y una
escalera exterior, que hace cuarenta años existía. En el siglo XIX, otro mago de la
palabra, Víctor Hugo, que, como todos los magos, a veces era un poco hueco y
palabrero, vivió en la plaza de los Vosgos.

Entre esta plaza y el bulevar Sebastopol había una barriada de


prostíbulos de aire medieval. En aquel dédalo de callejuelas, muchos rincones
tenían aire gótico. Los burdeles eran casas de los siglos XIII y XIV. Entre estas
calles típicas estaban la de Briche-Miche (Rompebollos), la de Taille-Pain
(Cortapán), la de Pierre-au-Lard, la de Beaubourg y la de Maubué, que, según
decían, era la más estrecha y la de peor reputación.

En la rue Payenne, en una casa antigua, de dos pisos, en que el segundo


avanzaba sobre el primero, se había cometido no hacía mucho tiempo un
crimen de uno de esos matadores de mujeres.

En algunas calles, totalmente derribadas, quedaban los nombres en las


esquinas.

De la plaza de la Grève, convertida en la del Hotel de Ville, no quedaba


nada típico. La plaza de la Roquette era una encrucijada pequeña, triste,
estrecha, con los muros de la cárcel rojizos y cuatro losas grandes en medio,
donde se armaba la guillotina. La plazoleta era un cuadrado de fachadas rojizas,
con un pavimento que parecía debía de estar salpicado de gotas de sangre. Ya
tres o cuatro años después, las ejecuciones no se debían de hacer allí. No sé si
las habían trasladado ya al bulevar de la Santé, cerca de la cárcel del mismo
nombre.
En la Rue Saint-Florentin, al lado del Ministerio de Marina, estaba el
hotel del conde de Saint-Florentin, que después había sido del duque del
Infantado, luego de Lázaro Carnot, el convencional y matemático, y después de
Talleyrand, y fue donde murió este célebre político. En el libro Cosas vistas, de
Víctor Hugo, hay una nota muy expresiva y pintoresca sobre la muerte del
diplomático, y se cuenta cómo un criado, después del embalsamamiento, tiró el
cerebro del príncipe obispo por la alcantarilla. En la Rue de Saintonge, número
20, había vivido Robespierre.

A veces me parecía encontrar una relación entre los personajes y las casas
donde vivieron.
X

En la orilla izquierda, el barrio de San Severino estaba todavía íntegro,


con sus tabernas de golfos y de apaches. Una de las tabernas del barrio era la
del père Lunette; tenía ésta retratos de escritores y unos versos puestos en un
marco y escritos por un poeta popular.

El père Lunette, el tío Anteojo, era en este tiempo un hombre que se


llamaba Lefevre; su taberna estaba en la calle de Trois-Portes. Se había hecho
una canción dedicada a ella; había otra taberna o cabaret cerca que se llamaba
cabaret de L’ingénieux Père Jules.

A poca distancia estaba el restaurante Mec-aux-Baux, en la calle de la


Bièvre, cerca de la plaza Maubert, donde se reunían ciegos, mancos y mendigos
de toda clase y se servían platos de viandas de veinte céntimos y hasta de diez.

Otra taberna de aspecto folletinesco, de la que he hablado, era el


Château-Rouge, de la calle Galande, casa siniestra, pintada de rojo, que se
conocía entre el hampa con el nombre de la Guillotina. En esta taberna, grande,
de dos pisos, había una vieja borracha que decían que había sido una mujer a la
moda, y que se exhibía para que la vieran y fumaba en pipa. Lejos del Sena
existía la calle de Mouffetard, en un barrio miserable, con sus casas negras, de
aire antiguo; sus traperías, mondonguerías y bodegones. Por aquí estaba la
iglesia de Saint-Médard, la de los convulsionarios, y una población de
harapientos como de una ciudad antigua de la India.

La calle de Cherche-Midi, cuyo nombre parece que viene de este


proverbio francés que dice: «Chercher midi à quatorze heures», calle larga y recta,
fue donde vivió y murió el abate Grégoire, convencional y obispo juramentado.

Mientras hacían los derribos para abrir un bulevar, vi la abadía del


Bosque, que se llamaba en francés Abbaye-au-Bois. Estaba en la calle de Sèvres,
y desapareció al construir el bulevar Raspail. Allí vivió Madame Récamier, y era
donde recibía a sus amigos.

El recuerdo de la Récamier lo tenía en la cabeza por una reproducción de


un busto de esta dama del escultor francés Chinard, muy bonito, que se
mostraba en el escaparate de una tienda. El retrato pomposo de David, del
Museo del Louvre, tenía menos gracia que el de aquel escultor desconocido.

Otra abadía más célebre era la antigua prisión, cuyo solar queda cerca de
Saint-Germain-des-Près, y en donde hubo, en tiempos de la Revolución,
grandes matanzas de prisioneros.
Vi también la casa donde vivió la hermana de Marat, en una callejuela
próxima a la de Sèvres, y el sitio en que murió la señorita de Robespierre,
Margarita Carlota, en el mayor abandono, en una calle triste hacia el Jardín de
Plantas.

Esta señorita había conocido a Napoleón cuando éste era un oficialito,


que la galanteaba pensando que era la hermana del dictador que le podía
favorecer.

En la orilla izquierda del Sena, en una callecita corta, estaba la posada del
Caballo Blanco, entre la calle Dauphine y la de Saint-André-des-Arts. Tenía un
patio con un aire antiguo, con cuadras y cobertizos y coches, carros y toda clase
de animales domésticos. Parecía una decoración de teatro.

Cerca estaba la Cour de Commerce, donde vivieron Danton y Camilo


Desmoulins, y no muy lejos, en la calle de Tournon, la casa de la adivinadora, la
señorita Lenormand.

En la calle del Paraíso había vivido Marmont, el duque de Ragusa; en la


calle de Reynouard, Balzac.

Busqué con curiosidad la calle Plumet, que aparece en Los miserables y en


Los mohicanos de París, y tardé en averiguar que había cambiado de nombre y se
llamaba calle Oudinot.

Estaba en un barrio después muy frecuentado por mí, en el Faubourg


Saint-Germain, entre las calles de Babilonia y la de Sèvres.

En la calle de Audinot vivía, por lo que me dijeron, Francisco Coppée,


escritor por el cual mucha gente del pueblo parisiense tenía entonces gran
admiración.

En la calle Vaneau, por donde he pasado tantas veces, estaba el Hotel de


Chanaleilles, donde vivió Teresa Cabarrús, a quien los franceses llamaban
«Therezia», queriendo darle así un aire español. El hotel tenía un hermoso
jardín.

Entre las tiendas de París había por entonces muchos letreros


pintorescos: «El gato que pesca», «La cerda que hila», «El cuerno de ciervo»,
«Au bon coin» (el buen membrillo y el buen rincón), «El inconveniente de las
pelucas», «La familia de los bobos», «La casta Susana», «Al gran turco», «El
conejo blanco», «Al diablo cojuelo», «La tumba de los secretos», «El perro que
fuma», «El mono verde», «La espada de madera». Casi todos estos nombres han
ido desapareciendo.
Al mismo tiempo había muchas muestras o enseñas raras, cuya gracia
estaba en un quid pro quo o en un jeroglífico. Así, por ejemplo, una tienda de
telas que se llamaba «Al buen San Juan Bautista» («Au Bon Saint-Jean
Baptiste»), se representaba con un mono vestido con un traje lleno de bordados
de batista. «Au bon singe en batiste.»

Había, sobre todo en los barrios extremos y populosos, muchas tiendas


de memorialistas con nombres insinuantes, siempre con carteles en el
mostrador de alquileres de toda clase de cosas. En algunas partes no eran ya
tiendas, sino barracas de madera. Se llamaban «La tumba de los secretos», «La
discreción», «La confidencia», etcétera, etcétera. Una de las últimas que vi fue
en 1940, en el piso bajo de la cárcel de San Lázaro, que estaban demoliendo.
Solía ir también hacia la parte del Jardín de Plantas y de la Salpétrière, que eran
entonces sitios poco tranquilizadores, donde abundaba la gente maleante, los
desharrapados, las busconas y los chulos de barrio, con gorra y pañuelo de
seda, que parecían de la misma familia o, por lo menos, de la misma
indumentaria que los de Madrid.

Alternaba con estos paseos el ir todos los días a visitar un museo, un


edificio curioso, una iglesia o un lugar de fama.

Dos o tres veces a la semana iba al Museo del Louvre, y veía siempre que
iba la sala de los primitivos italianos, y me entusiasmaba con Botticelli, Fra
Filippo Lippi, Paolo Uccello y los demás prerrafaelistas. También me gustaba
mucho ver a Mantegna y Chirlandajo. Del Bosco no creo que había por entonces
ningún cuadro en el Louvre; de Brueghel había uno, y de Patinir, ninguno.

Luego, en los tres años y medio que estuve, entre 1936 y 1940, en París,
no fui ni una vez a estos lugares de turismo.

Por aquella época lejana andaba demasiado y volvía a casa rendido, unas
veces porque había ido a ver esto o lo otro, y otras veces por hacer diligencias,
vanas, como decía mi amigo Campos, en busca de trabajo.
XI

Yo tuve, en el sitio donde fui a vivir, bastante mala suerte. La casa, si no


era un lugar de citas, lo parecía. A veces me producía bastante inquietud. Había
con frecuencia disputas a altas horas de la noche.

Una vez, al ir a entrar en la casa, me encontré con que la puerta del piso
estaba cerrada. Quizá no funcionaba el picaporte. Pensé que la portera sabría el
procedimiento para abrir. La llamé, fuimos los dos a ver si abríamos la puerta, y
nos encontramos con que estaba cerrada con llave. Llamamos. Nada.

—Pero ¿cómo, si está cerrada por dentro, no hay nadie en la casa? —


pregunté.

—Puede que la hayan cerrado y se hayan ido.

—Y la dueña, ¿a qué hora viene? —pregunté a la portera.

—Ésa, ¿qué sé yo? Muchas veces no viene hasta las cinco o las seis de la
mañana.

—Y yo, ¿qué hago?

—Por ahí, por el bulevar de Port-Royal o por la avenida de los Gobelinos


hay hoteles para pasar la noche.

Salí al bulevar, miré a derecha e izquierda y no encontré ningún hotel, y


tomé por una calle larga. A la entrada de un portal vi una placa de un hotel.
Entré y me asomé a un patio que parecía una plaza de aldea. Había luz en un
camaranchón, y supuse que era la portería del hotel. Efectivamente, lo era. En
un cuarto negruzco, que era, sin duda, el buró de la fonda, había una vieja de
negro leyendo un periódico a la luz de un quinqué con los anteojos puestos, y
cerca de ella un gato. Parecía un cuadro holandés de estilo Rembrandt.

La vieja me dio una palmatoria con una vela, que encendió, y una llave
con un número, y llamó a un mozo, que se levantó de un banco en donde estaba
tendido, y me acompañó por una escalera, estrecha y complicada, a un cuarto,
cuya puerta no se cerraba, donde había una cama. Me acosté, me dormí, y al día
siguiente me pareció que una moneda de oro, un luis que llevaba en el bolsillo
del chaleco, me faltaba. Pensé que, quizá, lo había perdido antes o pudiera ser
que me lo hubieran quitado durante el sueño. Al salir por la mañana vi que la
calle del hotel donde había dormido se llamaba de la Glacière.
Dos o tres día después, viendo que todos los proyectos de mi amigo
Campos eran completamente baldíos, fui a visitar a un don Elías Zerolo, que era
director de la Casa Garnier de las ediciones españolas.

Este señor creo que era canario, y decía estar enfermo. Había dirigido un
diccionario, en donde habían trabajado Sawa, Fuente, Bonafoux, Gómez
Carrillo, Román Salamero y otros. Estaba muy quejoso contra ellos. Era un
hombre muy apocado y muy nervioso. Me preguntó dónde vivía; le dije que en
una calle pequeña próxima al bulevar Port-Royal y a la avenida de los
Gobelinos, y me dijo que aquel barrio era muy malo, muy peligroso, y que
había verdaderas ratoneras para los extranjeros incautos. Aquel señor, por su
aspecto, debía de vivir siempre con miedo.

Salí con aquella insinuación del señor Zerolo malhumorado y


entristecido; llegué a mi casa, entré en mi cuarto y se me ocurrió tantear las
paredes para ver si había allí seguridad. Al acercarme a un colgador oculto por
una cortina ligera, al tocar el fondo noté que no había pared, sino un lienzo
cubierto de papel que ocultaba una puerta. Pensé que, evidentemente, en mi
alcoba se podía entrar con gran facilidad.

Estuve preocupado varios días, y me mudé de cuarto. Encontré otro muy


barato en un piso alto, abuhardillado, de la calle Vaugirard, enfrente del jardín
de Luxemburgo, en una casa de muy buen aspecto, que, según me dijo después
don Nicolás Estébanez, había pertenecido a Madame Montespán.

Costaba el cuarto veinticinco francos al mes.

Para subir a él, desde el segundo piso había una escalera pequeña; yo
creo recordar que su baranda estaba sustituida por una cuerda.

Cuando mi amigo Campos vio la casa en que vivía, desde la puerta me


dijo con mucha pompa:

Siempre vive con grandeza

el que hecho a grandeza está.


XII

París, como he dicho, se agitaba con pasión desbordada en el asunto


Dreyfus. Aquel proceso volvía locos a los franceses más sesudos.
Constantemente había manifestaciones, riñas en los cafés y peleas en las calles.

Los intelectuales, los estudiantes, los artistas, estaban dispuestos en todo


momento a comenzar la batalla.

Este mismo estado de exasperación hacía que fuera imposible encontrar


algún trabajo, sobre todo para un extranjero. Todo el París brillante había
emigrado a las playas de moda; no quedaba más que la gente de poco brillo y
de poco dinero. Los hoteles de los barrios aristocráticos estaban cerrados, y no
se veían más que modestos coches de punto en la avenida de los Campos
Elíseos y en el Bosque de Bolonia.

En esta primera época que yo estuve en París, todavía quedaban


gabinetes de lectura, ya muy raros y viejos. Yo no entré en ninguno de ellos.
Creo que había alguno en uno de los pasajes de los grandes bulevares, no sé si
en el de los Panoramas o en el de la Ópera, y en la Galería del Barómetro, y
quizá también en el callejón del Paradís. Uno se llamaba Salón Literario.

Cuando yo los vi los estaban cerrando. Daban la impresión de sitios


ahogados y oscuros, poco agradables.

Entre los españoles que vivían en París, y a los que visité, había gente
extraordinaria, dedicada a las más absurdas ocupaciones. Uno de ellos, pintor,
que no ganaba con la pintura, se anunciaba como mago y solía estar en su
estudio en pleno verano con la estufa encendida, vestido con una túnica negra y
delante de un atril con un libro cabalístico, recibiendo a su clientela y
aconsejando a uno y a otro qué amuletos debía usar para librarse de los
maleficios. Yo no era ni bastante audaz ni bastante hábil para inventar un
recurso así.

Los días se me pasaban en andar, visitar museos, en diligencias vanas,


como hubiera dicho mi amigo Campos. Vivía con muy poco dinero, no gastaba
arriba de tres o cuatro francos al día. Es muy difícil encontrar amable a un
pueblo no teniendo dinero. Naturalmente, se tropieza, yendo en calidad de
pobre, con lo más triste y feo de una urbe.

El ser español no era una recomendación. Era una época de desprestigio


absoluto de España, de su vida, de su política, de sus costumbres, de su
moneda, y aquel desprestigio acompañaba como la sombra a cada español en el
extranjero.
Yo no estoy seguro de ello; pero creo que ha habido épocas en que no se
ha medido a cada hombre por la fuerza política o militar de su país.
Actualmente, es así. Cosa poco simpática y antihumana. Sólo los ingleses, al
menos antes de la guerra de 1940, he visto que todavía eran capaces de medir a
los hombres por su valor individual.

Además de esta desventaja de ser español con que tropezaba entonces al


pretender algo, tenía que luchar con la gente, que, al menos la que a mí me
rodeaba, era de una sordidez exagerada. Con dinero no me hubiera importado
aquello mucho; pero no lo tenía, y era indispensable defender los céntimos
contra el dueño del restaurante o contra la portera, que, cuando había uno
gastado dos o tres bujías a la semana, pretendía cobrar cinco o seis.

En este tiempo de fin de siglo, todas las personas que conocí en


restaurantes y cafés eran dreyfusistas rabiosos. Años después, cuando había
pasado la exaltación dreyfusista y antidreyfusista, conocí a algunos sobornianos
en casa del escritor Paulhan, y les pregunté de pasada, sin querer darle mucha
importancia, qué opinión tenían sobre el caso Dreyfus. La mayoría pensaba que
el oficial judío era inocente, pero no le tenían simpatía.

Dreyfus, como muchos judíos, era arrogante e impertinente. Por lo poco


que he visto, los judíos no saben estar en su puesto. Parece lógico que un judío
en Francia, aunque sea francés, no tenga la actitud e impertinencia de un
francés pura sangre, porque siempre hay en él algo de extranjero; pero la tiene,
y hasta la exagera.

Por otra arte, Dreyfus, por lo que dicen los que le conocieron, era un
burócrata de carácter seco y oscuro, un hombre de covachuela para despachar
expedientes.

Luego todavía, y ya casi olvidado el asunto, una vez en el tren, de vuelta


de Barcelona, me hallé con un francés, que, por lo que dijo, era un hombre de
negocios, que venía a hacer no sé qué proposiciones comerciales al gobierno
español. Hablamos de la guerra y del asunto Dreyfus. Según este señor,
Dreyfus era poco inteligente. Se había dejado llevar al Ministerio de la Guerra
sin pensar que era judío, y sólo por ello sospechoso, a secciones donde se
practicaba un espionaje más o menos falso, pues se cambiaban documentos sin
valor con Alemania, que daba por sus burós de espionaje otros documentos
también falsos. De este modo se engañaban o pretendían engañarse un
gobierno a otro.

Estando así la cuestión, el comandante Esterhazy, también del Buró de


Confidencias del Ministerio de la Guerra, escribe un informe, dirigido al Buró
alemán, dando datos sobre un manual de tiro de campaña, y se lo atribuyen a
Dreyfus.

Se forma un consejo de guerra y le achacan el documento al oficial judío.


Se sabe luego que el inspirador de la carta es el coronel Henry, y éste se suicida,
y viene el proceso de revisión del asunto Dreyfus, y la guerra civil de
dreyfusistas y antidreyfusistas, y a un lado van liberales, republicanos y
socialistas, y al otro monárquicos, conservadores y antisemitas. El hecho que
forma la base del proceso, a la gente ya no le importa. Nadie habla de la
realidad de los hechos, y se escriben libelos y miles de artículos. José Reinach
publica un libro detallado, con el título de Historia del asunto Dreyfus.

G. Sorel, más antidreyfusista que otra cosa, dice en un folleto: «El asunto
Dreyfus no merece, verdaderamente, ser contado en detalle más que en forma
de novela de folletín; pero si se le estudia como revolución, resulta interesante
para el filósofo». Sorel reprocha a Pressansé, Jaurés, Zola, Anatole France y
Clemenceau, que ven un motivo político de exhibición y de brillo en su
campaña. Es indudable, pero ésta es una inculpación sin valor, porque a todo el
mundo, empezando por él, le pasa lo mismo, y el que defiende una causa
política la defiende, en parte, por creerla justa, y en parte, por su conveniencia.

Contemplándolo de lejos como un suceso histórico, ¡qué estupidez la


iniciación del asunto Dreyfus! Era reanimar una cuestión ya muerta y enterrada;
porque se comprende que haya un pueblo en algún sitio aislado de Europa que
pretenda tener cierta pureza étnica. ¡Pero en Francia! Es ridículo. Esos países
occidentales de nuestro viejo continente han sido encrucijadas por donde han
pasado todas las razas blancas del mundo, y deben quedar rastros de todas
ellas. ¡Qué selección se puede hacer! De haberla, sería perjudicial. Resucitar la
fobia judía cuando los judíos se iban asimilando y desapareciendo, era una
perfecta estupidez.

No es que yo tenga una simpatía especial por los judíos ni por los moros.
Me parecen personajes de zarzuela; pero no creo que por eso haya que
perseguirlos.

Entre los judíos ha habido modernamente, y en el terreno científico,


grandes hombres; pero hay que reconocer que la mayoría de ellos se
manifiestan con un carácter impertinente y soberbio bastante ridículo. Cierto es
que para gente perseguida es difícil colocarse en un término medio.

El asunto Dreyfus contribuyó a que decayera la popularidad de los


defensores y de los impugnadores. Zola perdió mucho de su prestigio.
Maupassant, Anatole France, Paul Bourget, tenían más partidarios,
conservaban mejor su popularidad. Zola, en el fondo, era poco francés. Era un
latino elocuente, que había tomado motivos brutales, inusitados, para su
retórica; pero eso no le quitaba su carácter de elocuente.

La moda femenina, en este tiempo, aunque no la recuerdo bien, no creo


que fuese fea, como la actual. Se hablaba de los grandes modistas de la Rue de
la Paix, de los trajes que sacaban las cómicas, de los que lucían las bailarinas en
los escenarios y de los de la Cleo de Mérode y de la Liane de Pougy en sus
coches.

En las mujeres altas y esbeltas, el sombrero un poco grande, adornado; el


talle bajo y la cola en el vestido, hacían bien.

Hay unos retratos de señoras de esta época, hechos por Antonio de la


Gándara, pintor francoespañol, que son muy bonitos, muy delicados, aunque
no creo que se puedan comparar con los retratos de damas de los pintores
ingleses del siglo XVIII, que tenían más serenidad y más prestancia aristocrática.
Los retratos de La Gándara dan una sensación de fragilidad de mignardise, como
diría un francés; es decir, de una gracia amanerada. En las mujeres de poca
estatura y un poco cabezonas, la moda de aquel tiempo resultaba mal. Una
señora bajita y gorda, con aquel artefacto de sombrero en la cabeza y una cola
en la falda, levantando el polvo, era un horror.

Ya empezaba entonces a usarse el canotier y la falda corta para las damas


ciclistas. La indumentaria de los hombres algo debió de variar con relación a la
moda anterior. Es cosa que no recuerdo. Además, ello a mí me interesaba muy
poco.
XIII

Cuatro o cinco años después estuve en París, y ya no sé bien si a algunas


personas las conocí en 1889 o en 1904. A algunos creo que los saludé primero y
luego los traté después, entre ellos a don Nicolás Estébanez, a Isidro Lapuya, al
capitán Cosero y a Luis Bonafoux. Luego intimé bastante con Estébanez y
Bonafoux.

Luis Bonafoux era hombre que tenía una idea noble de su oficio. Era
capaz de jugarse la posición si creía que tenía que defender una causa justa. Así
lo hizo con el asunto Dreyfus, con el proceso de los anarquistas de Alcalá del
Valle y durante la guerra del 14, en que se atrevió a decir en Francia que los
alemanes no eran sólo una reunión de soldados brutal y bárbara, como querían
creer los franceses, sino que tenían grandes filósofos, grandes músicos, hombres
de ciencia, etcétera. Bonafoux pretendía ser justo, y, aunque molestase a sus
lectores, era capaz de hablar mal de un político de izquierda y bien de algún
fraile. En el ímpetu, estaba a veces a la altura de Bernard Shaw, pero no tenía la
cultura ni la independencia del autor de Hombre y superhombre, ni la posición
segura de éste; pero en su amor a la justicia era parecido. Afortunadamente
para Bonafoux, vivió en un tiempo en que había cierto respeto y consideración
por el hombre de ideas libres; en otra época hubiera ido a la cárcel.

También conocí por entonces en París al escultor Durrio, al músico


Albéniz, que de joven tenía barbas y no recordaba nada al Albéniz que vi
después en el bar Criterion, en compañía de Bonafoux, que parecía más grueso
y estaba completamente afeitado.

Alguna vez creo que hablé con el capitán Casero, que estaba siempre
atareado, conspirando y pensando en fantasías. Entonces vivía, según decían,
de la protección de algunos amigos y de tocar la flauta.

El capitán Casero parece que había andado en los barrios bajos de


Madrid, en la intentona de Villacampa, buscando la manera de sublevar a los
paisanos, empresa en la que fracasó. La reina regente indultó a los jefes de la
revolución abortada de Villacampa, lo que debió de producir un gran revuelo
político. Decían que Cánovas era enemigo de que el poder otorgara esa gracia.

Marcos Zapata escribió una obra dramática, La piedad de una reina, con
alusión a ese indulto. La obra no se llegó a representar.

Otro tipo de París, amigo de todos los españoles, era Santiago Romo Jara.
De Romo Jara, que era un buen hombre, se contaban muchas historias.
Alejandro Sawa, con su petulancia, hablaba con desprecio de Romo Jara.
Este Romo era un hombre simpático, que había hecho unas tarjetas con una lista
de muchos títulos para encontrar lecciones de español, y cuya lista terminaba
diciendo: «Santiago Romo Jara, Chroniquer Mondain, Redacteur de Le
Dictionnaire Encyclopédique Universel, Joven de Lenguas y Profesor de
guitarra».

Esto, Sawa, el escritor malagueño, lo consideraba como una vergüenza. A


mí me parece muy lícito buscar la vida como se pueda, siempre que no se haga
daño a los demás. Del mismo Romo Jara, don Nicolás Estébanez contaba una
anécdota graciosa.

Decía que estaban una vez varios españoles en el Café de Cluny, del
bulevar Saint-Michel, cuando vieron pasar un tipo con una capa al hombro,
polainas de color hasta media pierna, sombrero de mosquetero de ala ancha y
una guitarra. El hombre se acercó al grupo, y preguntó:

—¿Españoles?

—Sí.

—No saben ustedes, señores, lo que experimenta uno al oír hablar


español lejos de la patria, porque cuanto más lejos está, más afecto se la tiene.

—Siéntese usted.

Se sentó y algún tiempo después le preguntaron:

—¿Hace mucho tiempo que está usted fuera de España?

—No; vine ayer —contestó él.

Romo Jara era de esa clase de tipos a quien la imaginación los despista, y
a los dos días de salir del país creen que llevan años de emigrados, y a los
treinta años piensan que han llegado unas semanas antes.

Entonces, todo cuanto ocurría en París tomaba un relieve extraordinario.


Fueran políticos, cómicos, bailarinas o criminales, los que se destacasen en la
ciudad llegaban a ser conocidos en el mundo entero.

Después, este poder de la Ville Lumière parece que ha decaído, no sé por


qué razón. No depende, seguramente, de que los demás pueblos de Europa le
hayan eclipsado; pero el hecho es que París ha perdido en parte su brillo.
No sólo ha perdido en relación con las actividades nobles, científicas,
literarias y artísticas, sino también con relación a las bajas e innobles de
crímenes, intrigas y estafas.

Las reseñas de los crímenes de París se leían con interés en el mundo


entero. El proceso de Pranzini, tipo que había matado tres mujeres en la Avenue
Montaigne; el de Prado, que degolló a otra en la calle de Caumartin; el de
Eyraud y de Gabriela Bompard, se seguían en todas partes. Lo mismo ocurrió
con los crímenes de Vacher, «el Destripador de Borgoña», a quien, cuando lo
guillotinaron, el público ovacionó al verdugo, Deibler. Gabriela Bompard, que
colaboró con Eyraud en la muerte de un procurador, Gouffé, fue aplaudida con
entusiasmo varias veces por el pueblo. Luego, dos especialistas, el profesor
Liegeois, de Nancy, y el doctor Brouardel, de París, discutieron sobre el carácter
de esta Gabriela.

Los crímenes de Pranzini y de Prado nos recordaban a los lectores de los


folletines de La Correspondencia de España las novelas que venían en este
periódico de Javier de Montepín.

Cuando el de Prado, recuerdo haber ido con un condiscípulo mío a la


calle de Ciudad Rodrigo, en Madrid, a un comercio de oro y plata de los
muchos que había en esa calle, y donde Prado había vendido las alhajas de la
mujer a la que asesinó. Creo que esta curiosidad por los crímenes culminó en el
de Landrú. Después comenzó a decaer.

Hubo también a principios de siglo unos atentados en la calle Ordener,


hechos en automóvil por la banda de Bonnot, en París, y éstos tenían un aire
mixto de atentado social y produjeron gran curiosidad.

Anterior a la banda de Bonnot fue la de Pedro «el Pintor», en Londres.


Este Pedro el Pintor no se supo quién era y se dijo que era un anarquista letón
que al frente de veinte desesperados como él se metió en una casa del barrio de
Houndsditch, de Londres, en una calle creo llamada de Sidney, y se batió con la
policía de Londres, y allí murieron muchos de los atacantes y de los atacados;
pero el jefe de éstos llegó a escapar.

Entre la gente de la banda de Bonnot que guillotinaron en París había


uno que llamaban Raymond la Science, y el año 1937 o 38, uno que era mozo de
un café del bulevar Montpamasse me contó que había presenciado la ejecución
de De la Science, cerca de la cárcel de la Santé.

Como crimen famoso de la época, únicamente estaban a la altura de los


de París los del «Destripador de Londres», Jack the Ripper, en el barrio de
Whitechapel.
Los atentados de los anarquistas fueron también muy célebres y
produjeron una enorme sensación. Hubo algunos personales, como el de
Padlewski, que mató al general ruso Seliverstoff, en un hotel de París, en 1890, y
el de Caserío contra Sadi Carnot, en Lyon, en 1894.

Luego hubo atentados con bombas: los de Ravachol, en 1892, y los de


Emilio Henry y Vaillant, más tarde.

Se celebró después un proceso, que se llamó de los Treinta, en París,


hacia fin de 1894 o principios del 95, que se le dio el título de Asociación de
Malhechores, entre los que figuraban Paul Reclus, Juan Grave, Sebastián Faure,
otros escritores y algunos ladrones, Laurent Tailhade figuró también en la
causa.

Laurent Tailhade parece que había estudiado para cura, y había hecho
una traducción del Satiricón, de Petronio. Luego, elogió al anarquista Vaillant,
que puso una caja explosiva en la Cámara de Diputados, y poco después
Tailhade fue herido en otro atentado anarquista en el restaurante Foyot.
Algunos decían que Laurent Tailhade, por su nacimiento, era vasco-español, y
que había nacido en Pasajes de San Juan.

Laurent Tailhade era muy hispanófilo, y fue varios años a veranear a San
Sebastián. Le conocieron en esta ciudad Darío de Regoyos y Soraluce, el
director del museo.

El anarquista teórico ofrecía una mezcla de misticismo y de criminalidad


un poco rara.

El anarquismo estaba a la moda. Cosa que no tiene nada de particular,


porque también lo han estado el cubismo, el surrealismo y otros ismos por el
estilo, que no producen crímenes, pero que son más absurdos.

Se decía que la duquesa de Uzés, que había sido partidaria de Boulanger,


fue luego amiga de la anarquista Luisa Michel y protectora de una hija de
Sebastián Faure.

Había por entonces snobs que hablaban de los atentados por moda y los
elogiaban. Era un contagio. Yo oí decir a una señora de la aristocracia española,
años después, hablando, no de un anarquista, sino de un criminal como
Landrú: «Es un hombre encantador».

Ravachol llegó a tener prestigio, no sólo en Francia, sino en el extranjero.


Ravachol se llamaba Koenigstein, apellido alemán de aire judío; era un
tipo de bárbaro curioso. Se hizo una canción dedicada a él, titulada La Ravachole.
Decía:

Dans la grande ville de Paris

il y a des bourgeois bien nourris,

il y a des miséreux

qui ont le ventre creux.

Ceux-là ont les dents longues,

vive le son,

vive le son!

Vive le son de l’explosion!

Emilio Henry, que llamaron el Saint-Just de la anarquía, tuvo también


sus panegiristas. Puso una bomba en el hotel Terminus. No se sabe con qué
objeto.

Otro fanático, Vaillant, echó una lata con un explosivo en la Cámara de


los Diputados. Henry y Vaillant fueron guillotinados.

En esta época del comienzo del anarquismo, mucha gente consideraba


que el crimen ideológico merecía más castigo que el crimen individual. Es decir,
en Francia, Ravachol debía ser castigado con más rigor que Pranzini o Prado,
Henry o Vaillant o Caserío, mas que Eyraud o que Marchandon. Para algunos,
echar abajo un letrero o derribar una estatua era mayor delito que matar a una
persona.

Ésta es la tendencia dogmática antigua, semítica y romana, que informa


las sentencias de muerte y el suplicio de Vannini, Giordano Bruno y Miguel
Servet.

Yo creo que, si hay que pensar en las intenciones para castigar al


criminal, el crimen político debe tener atenuantes con relación al crimen
corriente; pero como todo en el mundo está en crisis, y lo que no tiene fuerza no
se defiende, las únicas razones suficientes son los cañones y el dinero: «Ultima
ratio populorum».
Con estas frecuentes ejecuciones, sobre todo de anarquistas. Deibler, el
verdugo de París, era un personaje.

Se decía que Deibler tenía la preocupación de que los periódicos


hablaran de él, como la tienen los políticos, los literatos, los cómicos, las
bailarinas y los fabricantes de específicos.

Una vez, después de una ejecución en la cual, al parecer, no había estado


completamente feliz, y que produjo la crítica de los periódicos, el verdugo de
París dijo cándidamente: «Dame! on n’est jamais sur d’avoir une bonne presse!».

Deibler, que vivió hasta el año 1938 o 39, aseguró que las ejecuciones en
París eran odiosas. Había que vérselas con chulos inmundos (des sales voyous);
en cambio, en provincias se ejecutaba a algunos «bravos cultivadores».

Como entonces tenía yo un poco de afición por lo fúnebre, la funebrofilia,


estuve en Vitry, donde enterraban en el cementerio del pueblo a los ejecutados
en París. También fui al cementerio de Picpus, hacia el hospital Rotschild, cerca
de la plaza de la Nación. Aquí parece que están enterrados los guillotinados en
la época del terror, en la Barrera del Trono, entre ellos el poeta André Chénier,
del cual creo que no he leído nada.
XIV

Un día se presentó en casa mi amigo Campos, mi compañero de viaje.


Era un hombre proyectista incurable, que se entusiasmaba con sus planes y
poco después los llamaba diligencias vanas. Al entrar en mi cuarto —que no era
precisamente un salón, ni mucho menos—, y al ver por la ventana abierta las
frondas del jardín de Luxemburgo, repitió otra vez los versos, que creo que son
de Zorrilla:

Siempre vive con grandeza

el que hecho a grandeza está.

Aquel día Campos estaba muy proyectista. Comimos juntos, y luego se le


ocurrió que debíamos ir a un cabaret, donde cantaba Arístides Bruant, del cual,
según dijo el amigo, había leído un volumen titulado Dans la rue.

Arístides Bruant era el cantor de las miserias de París, como Juan Rictus.

De Arístides Bruant se decía que era como Villon; pero no tenía más que
la apariencia del antiguo poeta francés, no su gracia ni su ingenuidad.

Arístides Bruant era poeta de cabaret, aparatoso, populachero, con un


socialismo un poco cursi.

Salimos a la calle y entramos en el jardín de Luxemburgo. Era un día de


bochorno. Campos me contó largamente sus dificultades. Luego se sentó en un
banco, se quitó el viejo sombrero de paja, ennegrecido por el sol, y secándose el
sudor de la frente con un pañuelo de color, no muy limpio, me dijo con acento
lastimero:

—Puesto que está usted en las mismas míseras condiciones que yo, le
voy a contar mis calamidades.

—Hombre, no, no me mate usted —le dije.

Campos, lo bueno que tenía era que reaccionaba pronto.

Se olvidó de sus calamidades y se puso a cantar cuplés franceses. Uno de


los que más le gustaba tararear, porque era de su tiempo y al que daba
entonación irónica, era el que tenía como estribillo:

Et dig don don, et dig don don


le Léopard de Batignolles,

et dig don don, et dig don don

la Panthère du Pantheon.

Fuimos a comer a un pequeño restaurante de los grandes bulevares, y al


hacerse de noche entramos en el cabaret de Bruant, que creo que se hallaba en
un bulevar exterior, no sé si en el de Clichy o en el de Rochechouart. El sitio era
grande, y creo que tenía cuadros y estampas. Había por entonces en París
muchas tabernas con cuadros, estampas, pájaros disecados, donde se cantaba o
tocaban varios instrumentos. Tuvimos mala suerte; no había más que cuatro o
cinco personas en el establecimiento; nos dieron un café muy malo, y poco
después comenzaron los chansonniers a cantar. La primera canción, que era, sin
duda, la más clásica de aquel cabaret, era la que se llamaba A la chapelle, y
comenzaba así:

Quand les heur’s tombent, comm’ des glas,

la nuit quand il fait du verglas,

ou quand le neige s’amoncelle,

à la Chapelle

Después de ésta cantaron otra:

Un jour qui faisait pas beau,

pas bien loin du bord de l’eau,

près de la Seine,

là lorsqu’il pousse des moissons,

de culs de bouteilles et de tessons

dans la plaine

ma mère m’a fait dans un coin

a Saint-Ouen

Yo no comprendía bien estas canciones, pronunciadas en un argot


populachero exagerado. Campos se pavoneaba porque las entendía.
Cantó primero el amo del cabaret, que no sé si era el mismo Bruant o no.
Era un hombre alto, grueso y fuerte. Llevaba unos pantalones cortos y anchos,
azules; una chaqueta larga, una bufanda roja y un sombrero grande. Después
cantó un joven vestido de negro, y luego otro y otro. Cada vez que terminaban
una canción pasaban un platillo. Campos y yo echábamos cada uno diez
céntimos, que era el mínimo. Las canciones se sucedían y el platillo no dejaba
de circular.

A la novena o décima vez nos pareció la cosa un tanto abusiva, y de


común acuerdo Campos y yo no echamos nada en la bandeja.

Los cantantes nos insultaron, no sé si en serio o en broma; pero como


estábamos casi solos, no nos encontramos muy tranquilos. Un poco escamados,
apuramos los bolsillos y fuimos dejando nuestros cuartos. Mirábamos con
angustia la puerta de aquel local, que estaba cerrada, y teníamos el sentimiento
de un europeo gordo caído en una tribu de antropófagos.

Afortunadamente, en uno de aquellos momentos entró un gendarme; yo


le agarré del brazo a Campos, y salimos los dos deprisa al bulevar, entre el
abucheo de los cantantes.

—No se le ocurren a usted más que necedades —le dije a mi amigo con
furia—. Parece mentira que sea usted tan imbécil. Esas canciones son aburridas
y estúpidas, y hemos estado a punto de que nos peguen.

Él respondió, muy enfático.

—¡Ah!, eso lo hubiéramos visto. No crea usted que yo soy manco.

Campos era endeble, y no hubiera resistido en pie a un golpe que le


hubieran dado aquellos cantantes, que alguno era más fuerte que un mozo de
cuerda.

Quería el hombre convencerme de que un español no debía dejarse


atropellar de una manera tan villana.

Insistía en la palabra «villana» como si se tratara de la exactitud del


calificativo y no del golpe que le podían haber dado.

Al oírle, perdí la paciencia.

—Siempre que hemos ido juntos nos ha ocurrido, por culpa de usted,
alguna cosa desagradable y estúpida.
Luego me dijeron que los insultos del cabaret de Bruant eran
protocolares y formaban parte del repertorio. Es muy posible que en esas zonas
de explotación populachera todo esté industrializado, hasta el insulto.

Aquella noche no terminó del todo bien. Mi amigo no quería todavía


acostarse, y me invitó a que fuéramos andando hasta mi casa. Cuatro o cinco
kilómetros de propina. Llegamos a la orilla del río, cruzamos un puente y
subimos por el bulevar Saint-Michel, y al llegar a la altura de la Rue Monsieur-
le-Prince, cerca del jardín de Luxemburgo, encontramos una manifestación
dreyfusista, y mi amigo Campos se adelantó para enterarse de lo que pasaba;
una estupidez, porque ya sabía lo que era una manifestación.

Yo, que estaba cansado y que creía que mi amigo daba la jettatura, estuve
en la esquina del bulevar sin querer avanzar mucho.

Los manifestantes gritaban a voz en grito: «¡Viva Zola! ¡Viva


Clemenceau!». Los balcones y ventanas aparecían abarrotados de gente.

En aquella calle había entonces muchos cabarets con camareras: «El


Cabaret del Cisne», de «La Bella Alsaciana», «La Casbah», etcétera, etcétera.
Estas tabernas solían estar muy iluminadas de noche.

De un último piso se asomaron unas mujeres, sacaron un bulto blanco y


lo dejaron caer. A mí, que me había quedado lejos, me pareció, al pronto, una
bomba; pero, no: las mujeres habían vaciado varios vasos de noche en papeles
de periódicos y habían dejado caer el envoltorio.

Tras unos momentos, Campos apareció ante mí con el traje salpicado y


despidiendo un olor que no era precisamente a ámbar. El sucio envoltorio había
caído cerca de él y había padecido sus salpicaduras.

Al mes y medio de estar en París me convencí de que no iba a hacer nada


y empecé a pensar en volver a España.

Campos me disuadió y me dijo que había que seguir. Me tradujo al


francés un artículo que hice yo por sugestión suya, hablando de literatura
española del momento, y que se publicó en la revista titulada L’Humanité
Nouvelle.

También me dijo que fuera a la redacción, que se hallaba en la Rue


Saints-Péres, después de publicado. Efectivamente, fui. Un redactor me
presentó como español a un señor de buen aspecto, creo que Eliseo Reclus, que
me dijo que era entusiasta del País Vasco. Supongo que era Reclus, pero no
podría asegurarlo. Era un tipo simpático, de melena y barba blancas, con un
aire un tanto exaltado.

Otra ilusión de este pobre Campos fue el inducirme a que fuéramos los
dos a un pueblo próximo, llamado Lagny, donde él había estado años antes en
un colegio dando clase de español. Campos se había forjado la esperanza de
que nos aceptarían a los dos y podríamos pasar cinco o seis meses allí. Mi
compañero fue entonando canciones españolas en el vagón de tercera del tren
para demostrar su optimismo.

El viaje fue un fracaso completo. Nos acercamos al colegio. Yo me quedé


paseando a orillas del río Marne, esperándole. Campos volvió pronto,
desesperanzado. No quedaba de su época nadie. No le conocían a él. No había
nada que hacer. A la vuelta, mi amigo volvió sin ganas de cantar.
XV

No creo que estuve en esa época en ningún teatro serio; en otros


espectáculos, muy poco; fui tres o cuatro veces al Moulin Rouge, una a Folies-
Bergère, y estuve una noche en el café-concierto Des Ambassadeurs, donde oí a
Ivette Guilbert, que me pareció una gran cosa, probablemente por contagio de
la opinión, y luego la volví a ver, cuarenta años después, en el teatro de la
Ciudad Universitaria, hecha una vieja gorda y pesada.

Cantó el Hôtel numéro 3 como en su juventud:

J’habite près de l’École de Médecine,

au premier tout comme un bourgeois,

une demeure magnifique, divine,

à l’hôtel du numéro trois

il y a, pour que tous aient leurs aises,

des lits de fer et des lits en bois

et de tous les sorts de punaises

a l’hôtel du numéro trois.

Y después otra canción con algunas estrofas escandalosas, que empezaba


así:

Je suis le fruit d’un rendez-vous

pris dans una arrière-boutique

par un bookmaker au poil roux

avec un trotin chlorotique.

En el Moulin Rouge, la atracción de los forasteros era el chahut, un


cancán desenfrenado entre bailarinas, algo como la gran batuda de los circos,
aunque esta batuda comenzaba con la fiesta y el chahut era el final de la fiesta, y
tenía el carácter de una bacanal desordenada y dionisiaca.

Después del cierre de teatros y de bailes era algo que producía asombro
el ver algunos bulevares y algunas calles ocupados por grupos de jóvenes de
veinte años, poco más o menos, con los pantalones anchos, cinturón de color y
un sombrero de paja.

—¿Qué son? —se preguntaba.

—Son apaches, maqueraux —contestaban.

—Pero ¿es posible? —se decía uno—. Porque no son cientos, sino miles.

Uno de los sitios ocupados casi estratégicamente por ellos era la calle del
Faubourg Montmartre. La policía no se atrevía con aquella tropa. Al último, al
parecer, el gobierno francés hizo la liquidación de esta gente de forma radical,
llevándola al frente en la guerra del 14, y allí desapareció el apachismo
parisiense. Fue una de las buenas depuraciones que hizo Francia.

En un libro de Pierre Wolf hay una historia de uno de esos apaches, que
hace una porción de barbaridades en la guerra y le dan toda clase de
recompensas y de distinciones.
XVI

Mis tres estancias en París, hechas como un objeto de exploración,


fueron: la primera, en 1899, y me alojé en la Rue Flatters y luego en la Rue
Vaugirard; la segunda, en 1904, en la Rue de Moscou, y la tercera, en la Rue
Saint-Jacques, en 1906.

Estas tres etapas fueron para mí como quien lee un folletín en tres tomos.
Después ya no fui a París con objeto histórico o folletinesco, sino unas veces de
paso o por ver a alguien. En aquella primera estancia mía quise ver París como
quien se pone a leer Los miserables o las hazañas de Rocambole.

Cuando me instalé en la buhardilla de la Rue Vaugirard, me pareció que


ya me arreglaba un poco. Estuve en dos o tres sitios más en busca de trabajo. No
encontré nada, absolutamente nada para ganarme la vida. No era aquello de
que le dijeran a uno: «Si supiera usted latín o griego o matemáticas, le
podríamos dar un empleo».

Nada, absolutamente nada.

Por entonces conocí en un puesto de libros viejos a un legionario francés


del Mediodía, llamado Amery o Damery.

Damery, unas veces se firmaba Amery, otras D’Amery y otras Canterac.


Era un aventurero, que había estado en África, en la Legión Extranjera.
Físicamente era un buen tipo, alto, esbelto, muy curtido por el sol, con los ojos
claros. Debía de tener mucho éxito con las mujeres. Era un personaje para
Colette Willy. A mí me consideraba porque veía que yo estaba dispuesto a
trabajar en cualquier cosa que se presentase. Era la estimación que suele sentir
el golfo por el trabajador. Yo no tenía ninguna confianza en él, y me parecía que
si le iban los asuntos mal era un candidato a ser un Prado o un Pranzini.

Este Damery o D’Amery pretendía tener gustos literarios, y era


entusiasta de Mistral, de Huysmans, de León Bloy y de León Daudet. A mí,
ninguno de éstos me gustaba nada. Huysmans me parecía muy huero y
aparatoso, y Daudet (hijo) y León Bloy, de muy poco interés. Como yo le
hablaba de los escritores ingleses y rusos, le parecía algo absurdo.

—Nosotros somos latinos —decía él.

—Sí, de lengua latina —indicaba yo—; pero eso no quiere decir nada.

Damery era reaccionario. Tenía gustos de chulo, pero no era antipático.


Damery, joven audaz, tenía un amigo, sin duda compañero de la Legión,
que era como su ayudante, y se llamaba Marcel. Éste vivía de las maniobras de
su amigo, y era un poco cínico.

Este Marcel se me había borrado de la memoria, porque no tenía ni


mucho menos el aspecto de Damery; pero luego, pensando en él, le veo con su
barba rubia y su aspecto un poco cínico y sonriente.

Marcel, por su tipo, era un galo del centro de Francia, de cara cuadrada,
de barba rubia, amable, hombre servicial, buena persona, pero creo que capaz
de cualquier cosa si se encontraba sin un céntimo. Había estado en Argelia, en
la Legión Extranjera.

Marcel era, por sus aficiones, poeta parnasiano, imitador de Leconte de


Lisie, de Heredia y de Moréas, y sabía algo de griego. Naturalmente, con esto
no se podía vivir ni en París ni en ninguna parte del mundo.

Llevaba cartas aquí y allá, supongo que pidiendo dinero, y me decía


siempre: «Para un español, París debe de ser muy drôle».

Marcel le llamaba a Damery el patrón, le obedecía burlándose a veces de


sus proyectos, pero obedeciéndole.

Marcel leyó el artículo que yo había publicado en L’Humamté Nouvelle, y


le pareció bien. Creyó que yo podía hacer algo, y vino con frecuencia a mi
desván de la calle de Vaugirard.

Marcel había sido revolucionario, y decía en broma la frase que, al


parecer, antes tomaba en serio, y que era de algún libro: «Los ídolos tienen su
vida en nosotros, y no es la piqueta la que los derribará».

Marcel leía las Memorias de Lacenaire y sus versos. Lacenaire era un


bandido frío y monstruoso que escribía sus recuerdos, y entre ellos publicó
algunas poesías. Una de las poesías de este asesino célebre se dirigía a los
criminales. Les llamaba ladrones cobardes que buscaban su botín, y que
comenzaban registrando los bolsillos, y luego, cuando llegaban a matar,
temblaban. Ante la víctima, perdían la cabeza y se escapaban como podían. Y la
estrofa de la poesía terminaba diciendo:

On vous denonce,

et puis le peuple

vient vous voir guillotiner en riant.


Marcel me dijo que si quería hacer con él una encuesta pintoresca sobre
la vida de París. Le dije que sí.

A veces le pregunté:

—¿Qué clase de hombre es el patrón?

Se trataba de Damery.

—Es un homme a femmes —me dijo él, y añadió—: No podrá recitar con
motivo este trozo de una oda de Víctor Hugo:

Jamais d’enfants, jamais d’épouse,

nul coeur près du mien n’a battu.

Jamais une bouche jalouse

ne m’a démandé: D’où viens tu?

—¿Usted cree? —le pregunté yo.

—La mayoría podremos decir estas palabras sin mentir —contestó con
sorna—. No sólo los solteros, sino también los casados.

Me pareció que Marcel tenía una idea bastante exacta de la supuesta


galantería ligera y alegre de París. Él no veía en todo ello más que prostitución.
Creo que andaba cerca de la verdad. En un libro de Stefan Zweig que me ha
prestado un amigo, y que se titula El mundo de ayer, al celebrar la libertad de
París dice que las muchachas más bonitas no tenían reparo en entrar con un
negro o con un chino en un petit hôtel. Falsedad de pequeño judío. No creo que
sea cierto ni tampoco beneficioso si fuera verdad. El amor libre no existe en
Europa en ninguna parte.

Damery, «nuestro patrón», como le llamaba Marcel, apareció de pronto


con los bolsillos llenos de oro, con luises relucientes. Marcel no vino ya más por
mi casa. No los volví a ver a ninguno de los dos. El último día, Marcel me dio
una butaca de favor para un teatro del bulevar, donde hacían La dama de las
camelias.

Yo no fui. Andaba mal de indumentaria para ir a un teatro elegante.


Además, a mí no me ha gustado gran cosa el teatro de Dumas hijo, aunque
comprendo que era un autor de mucho talento, y de toda su obra lo que menos
me gusta es La dama de las camelias. Me parece en ella todo antipático, hueco,
lacrimoso, de un realismo falsificado. Ahora, La Traviata, de Verdi, sí me
gustaba, y, en ocasiones, me parece admirable. Es un poco sacarina italiana,
pero está muy bien. No hay esa pretensión de realista de la comedia, y los
personajes no sirven más que para ser motivo de romanzas y dúos, que algunos
son magníficos.

Yo creo que este Marcel daba sablazos llevando cartas que debía de
escribir Damery. Yo lo acompañé a veces a la puerta de la casa de Richepin, en
la calle Notre Dame des Champs; a la casa de Rosny, calle de Alesia, y a la de
Max Nordau, en la Rue Leonie.

—¿No sube usted? —me decía Marcel alguna vez.

—No. ¿Para qué? Hablo muy poco francés: no soy conocido. ¿Para qué
voy a ir?

Este conocimiento de la casa de los escritores me interesaba. Creo que


pasé con Estébanez por delante de donde vivía Javier de Montepín, en la calle
de Rennes.

—Me gustaría verle —le dije a Marcel—. He leído muchas de sus novelas
y me lo figuro como un viejo legitimista francés, de bigote, perilla y melenas
blancas.

—No —me dijo Marcel—. Nada de eso; tiene el aire de un empleado de


la policía o pasante de notario. Montepín es un tipo agrio; lleva el pelo corto, el
bigote pequeño y teñido y el cuello bajo con una corbatita negra.

—Entonces no es el tipo que yo suponía, y tengo ganas de verle.

Del político Constant, que entonces creo que era embajador de Francia en
Constantinopla, Marcel contaba unas historias folletinescas, que luego volví yo
a oír a una señora que era de una familia linajuda de Barcelona.

Con Marcel intenté hacer algunas encuestas en París. Él sabía muchas


cosas de la vida maleante; yo podía escribirlas y después él traducirlas al
francés y ver de publicarlas, y yo, al mismo tiempo, mandarlas a periódicos de
la América española. Los proyectos fracasaron; no hubo tiempo de realizarlos, y
el oro que trajo Damery, no se sabe de dónde, interrumpió las informaciones.

Con Marcel visité el barrio de los Mercados, entre el Sena y los bulevares,
que era un pólipo de callejuelas estrechas, lleno de tabernas, cervecerías,
cafetines, billares y cabarets con mujeres rubias y morenas de aire
desvergonzado y atrevido.
Algunas tabernas tenían cortinas negras y otras los cristales empañados
con yeso para que no se viera desde fuera el interior.

Marcel y yo vimos tabernas, burdeles, casas de dormir, con la clásica


soga y un letrero en la puerta que decía:

ICI ON LOGE À LA NUIT

Marcel me contó historias de los ladrones de casas y de tiendas (de los


cambrioleurs) con muchos detalles, y de sus distintos procedimientos. Marcel me
hablaba del argot de la gente maleante de París. Era una cuestión que le
interesaba. Yo le decía que el estudio de palabras del género de la de «golfo» en
Madrid, de la de gigolo y maquereau en París o la de «atorrante» en Buenos Aires,
sus altas y sus bajas, darían con seguridad luz a la psicología del bajo pueblo.

Pensaba yo que se podría hacer un estudio de las palabras más


empleadas de cada época. No sé si este estudio se habrá hecho; de todas
maneras, sería interesante. Hay palabras que tienen en el tiempo una aceptación
enorme.

Marcel me llevó a la calle de las Virtudes (Rue des Vertus).

Esta calle parece que tenía la especialidad de alojar gente maleante:


ladrones y estafadores en un medio de cierta elegancia. Todas las calles de
alrededor eran por el estilo. También me mostró en la calle de Trois-Bomes un
hotel horrible con la enseña de Ventre d’Osier. Luego me habló de las
costumbres de los traperos de París, que tenían un reglamento muy severo.

La policía prohibía a los traperos salir después de las doce de la noche y


antes de las cinco de la mañana, no sé por qué.

Marcel me decía que entre los traperos de París había categorías; que
unos tenían atribuciones para registrar los cubos de la calle y otros no, que unos
pagaban patente y otros no la pagaban.

Cada grupo de traperos tenía un matiz especial, y, según Marcel, los más
curiosos eran los de Ménilmontant, que vivían entre el cementerio del Père
Lachaise y la Porte de Bagnolet.

Al parecer, esta jerarquía de los traperos de París es muy antigua y se


conserva como una tradición digna de respeto. Se entraba en el oficio de pinche
o de «mono» y se llegaba a maestro. A estas categorías se ascendía por la edad y
por demostrar competencia. No sé qué competencia podría haber en esta
recolección de basuras.
Había también un hotel Frandin en la calle de Saint-Denis, cerca del
Square de los Inocentes, donde hay una fuente con esculturas de Juan Goujon.
Este hotel era una taberna inmunda, llena de desharrapados, que pasaban allá
la noche, al menos, bajo cubierto. A veces llegaba la policía, que la gente
maleante llamaba les moeurs. También solían ir los noctámbulos a ver este centro
de miseria, y los ricos, que hacían lo que se llamaba la Tournée des Grands Ducs.

Me llevó también Marcel a una reunión tumultuosa de extranjeros en la


calle de la Grange-aux-Belles, y al salir fuimos a la Barrera del Combate, y me
dijo que allí, en otro tiempo, estaba la picota de Montfaucon, donde se colgaba
al mismo tiempo a cientos de personas.

En una de estas excursiones, Marcel me presentó a un tipo conocido


suyo, que me pareció que debía de ser hombre de poco fiar. Era un punto del
Mediodía que sabía español, italiano y catalán, y que mostraba una falsa alegría
e ingenuidad, para mí poco agradable. Me fijé en sus manos fuertes, que me
dieron la impresión de manos de estrangulador.

Luego no le volví a ver.

«Un amigo», dice Ferrero, «del grupo de las disparatadas amistades, que debía de ser un
golfo, que había estado en la Legión, y que, de improviso, apareció en cierto momento mostrando
con alarde un abundante puñado de monedas de oro, cuya procedencia se abstuvo de explicar,
aconsejole a Baroja que si en cualquier ocasión se veía entre chulos y apaches y observaba en ellos
actitudes poco tranquilizadoras para su persona, hablara reciamente y dijera que era español.

»A las pocas noches, yendo ya de madrugada hacia su hotel de la Rue Vaugirard, seguíale a
Baroja un tipo sospechoso, de pésima catadura, paralelamente por la otra acera. Cuando Baroja
apretaba el paso, el tipo lo apretaba también, y si amainaba en el andar, el tipo le imitaba. Entonces
se le ocurrió seguir el consejo del amigo del bronce, que se llamaba Amery. Cruzó la calle, se encaró
con el hombre y le gritó, cogiéndole por las solapas, como si le disparara un revólver a la boca de
jarro:

»—¿Qué quiere usted? Yo soy español —se lo gritó en español, naturalmente, y añadió unas
cuantas palabras malsonantes.

»El consejo surtió un efecto completo.

»El tipo miró a Baroja con sorpresa y echó a correr.

»De la serie ininterrumpida de anécdotas, incidentes y pequeñas aventuras, Pío Baroja había
de decir con cierta melancolía, transcurridos cerca de cuarenta años, y con ocasión de hallarse en
París: “De aquellas estancias me quedó un recuerdo muy fuerte. Luego he vuelto a venir y he tenido
amigos y amigas que me han convidado a ir al teatro y a cenar en el Ritz y en los restaurantes de los
Campos Elíseos; pero nada me ha dejado el recuerdo de la primera visita”.» [2]
XVII

Con un amigo de Campos fui a ver a Gómez Carrillo, a quien creo que
había visto antes en Madrid.

Gómez Carrillo era de Guatemala; decía que su padre era de Cádiz y su


madre francesa; sin embargo, tenía algo de americano y algo de indio. Su padre
debía llamarse Gómez y su madre Tibie, lo que hacía que fuera de verdad
Gómez Tibie, muy cerca de comestible.

Carrillo tenía un egotismo rabioso y celos de todos los escritores


españoles y franceses. Físicamente no era tampoco agradable: tenía unas manos
de patán, grandes y calientes. A pesar de ser un bohemio, según él y según sus
amigos, dejó al morir más de un millón de francos y una casa en Niza. Su obra
no creo que pasará a la historia. Era hombre celoso de los pequeños éxitos de los
demás.

En París hacía de gendarme para los escritores españoles que iban allí a
ver si se ganaban la vida.

Este Gómez Carrillo era uno de los rastacueros clásicos que vienen de
América.

Un libro que encuentro aquí suyo, en un armario de la escalera, se titula


En el reino de la frivolidad; pero debía llamarse, para tener más exactitud, En el
reino del rastacuerismo.

Carrillo era de una vanidad extraordinaria. Por vanidad no sé si escribió,


pero al menos lo dijo, que él había denunciado a la Mata-Hari, bailarina
holandesa, como espía alemana en el Palace Hotel. Gusto extraño el aparecer
como denunciador. El hecho no era cierto, porque cuando llegó la bailarina al
Palace Hotel de Madrid, llevaba mucho tiempo vigilada por el Gobierno
francés.

El político catalán Emilio Junoy, que era muy amigo de la Mata-Hari, me


aseguró que Gómez Carrillo no había tenido arte ni parte en la prisión de la
bailarina holandesa. Junoy, por lo que me dijo, había enviado un telegrama a
Clemenceau, pidiéndole por su antigua amistad el indulto de la holandesa, y el
presidente francés le contestó que no le podía complacer.

Gómez Carrillo me decía que el París pintoresco que yo intentaba


conocer no tenía interés. Claro, para él el interés estaba en hablar con Moréas,
con Catulo Mendés o con Oscar Wilde y contarlo después en un periódico
americano. A mí esto me interesaba poco o nada.
En aquel tiempo no encontré a nadie que hubiera conocido a Verlaine.
Gómez Carrillo decía que le había visto; pero no contaba nada de él. También lo
decía Rubén Darío, pero no debía de ser cierto.

Unos años después hablé a Charles Morice, que era una especie de Don
Quijote y había sido muy amigo de Paul Verlaine.

Charles Morice me pareció un hombre solemne, con un énfasis que


parecía natural en él y que no era antipático. Yo le pregunté algo sobre Verlaine
y sobre la época suya; pero él contestaba sin dar detalles y de una manera
conceptuosa y elíptica.

Respecto a Gustavo Kahn, que era un judío pequeño y raquítico que se


mostraba muy agrio, me dio a entender que la curiosidad que mostraban los
extranjeros por Verlaine era estúpida, porque otros —sin duda, él—
representaban tanto como Verlaine en la poesía francesa. Por Gómez Carrillo
conocí a los Machados (Antonio y Manuel).

Estando un día sentado con Gómez Carrillo y con los dos poetas
hermanos delante del Moulin Rouge, apareció Oscar Wilde, y Carrillo se
levantó a hablar con él.

Oscar Wilde era alto, demasiado alto, con un cuerpo de hombre grande y
un tanto destartalado. Iba vestido de gris; llevaba un sombrero blando, una
indumentaria vulgar. Tenía la cara larga, pálida, y un poco caballuda; las
manos, enormes, así como fláccidas y muertas, y los pies, por el estilo. Sabiendo
quién era, daba la impresión de un fantasma. No sabiéndolo, parecía un
hombre vulgar. No tenía nada de ese aire trágico y dramático que tienen a veces
las ruinas humanas.

En el tiempo que le vi no contaba más que cuarenta y tres años, pero


parecía un hombre de cincuenta.

El hombre aquel, triste y decaído, podía ser en su decadencia el autor de


El retrato de Dorian Gray y de otros libros un poco aparatosos y petulantes,
escritos para los snobs; pero no parecía que pudiera ser el que había escrito
comedias tan chispeantes y tan alegres como El abanico de Lady Windermere, y
sobre todo, como La importancia de llamarse Ernesto (The importance of being
Earnest).

Los escritores franceses se mostraron muy severos con Oscar Wilde. Esto
podía explicarse en una sociedad puritana; pero en un ambiente de estetismo y
de corrupción no se comprendía.
La severidad inglesa en la cuestión de Oscar Wilde fue estúpida y torpe.
Un hombre puede empeñarse en desafiar la opinión pública del país; pero un
país grande y fuerte, por lo mismo de ser fuerte, no debe aceptar el desafío de
un cínico, sino resueltamente alejarlo y no ocuparse de él.

Era difícil de explicar una actitud tan mezquina, tan ruin como la que
tomaron los escritores con tipos como Oscar Wilde y con Verlaine. Que el uno
era un invertido y el otro un borracho y quizá también invertido. Cierto; pero
había un gran número de escritores que eran también invertidos y borrachos y
no se les insultaba ni se les aislaba al ponerles este inri.

Jean Lorrain, que se llamaba de verdad Duval, apellido de restaurante


parisiense, escribió contra Oscar Wilde con un gesto pudibundo, y Ernesto La
Jeunesse, que tampoco se llamaba La Jeunesse, hizo una apología un poco
confusa del escritor inglés.

La gente decía: «Lorrain o Duval (que firmaba en los periódicos Restif de


la Bretonne) escupe en el plato para dar asco a los demás; pero La Jeunesse es tan
feo y tan repulsivo, que aunque quiera pasar por uno de tantos, no lo
conseguirá».

Esa cuestión de Oscar Wilde a mí no me interesó nunca. Me pareció un


tema de pensión de solteronas, una verdadera cursilería. La justicia inglesa
estuvo también muy torpe. El juez debía haberle dicho al escritor: «Mire usted,
señor Wilde. Ese problema de usted nos importa poco a nosotros. Tome usted el
barco, vaya usted al continente e instálese usted donde le parezca y viva usted
donde quiera y como quiera».

El proceso de Oscar Wilde fue tan ridículo como el Corydon, de Gide. Este
libro parece, por lo poco que he leído de él, la apología del homosexualismo.
¿Para qué esa apología y esa pedagogía? No se ve para qué. Lo mismo creo que
se podría hacer la apología del herpetismo o de las hemorroides.
XVIII

A mí siempre me chocaba la actitud acerca de Víctor Hugo de los estetas


y de los preciosistas de esta época. Yo, cuando discutía con alguno de ellos,
decía: «A mí Víctor Hugo me parece de los suyos. Naturalmente, mejor que
todos los suyos».

En este tiempo, Emilio Zola estaba en el momento crítico de su


decadencia. Había intervenido en el asunto Dreyfus, publicando una famosa
carta en el periódico L’Aurore, y los enemigos literarios y políticos se habían
echado sobre él con furia. Tenía entonces grandes entusiastas y grandes
detractores; pero estaba en su camino en la curva descendente como escritor. Yo
creo que en Francia no había gustado nunca. El francés medio le miraba, con
razón o sin ella, como un denigrador de su país, como algo extraño, y quizá
estaba en lo cierto, porque este escritor, por sus gustos y por su técnica, era un
meridional, un latino elocuente.

—¿Elocuente? —me dirá alguno.

—Sí, elocuente. Con otros motivos que los tradicionales, pero elocuente.

Durante este tiempo, y en el que ha venido después, yo creo que la


novela francesa no ha llegado a la altura de la primera mitad del siglo XIX,
aunque ha tenido autores de un espíritu muy agudo, como Julio Renard y
Colette Willy.

A mí no me han parecido grandes novelistas Anatole France, ni Paul


Bourget, ni Marcel Prévost. Me figuro que no tendrán sus obras una vida larga.

Yo creo que esta gente que supone que se perfecciona, que se avanza en
la técnica literaria, está engañada. Tampoco se avanza nada en psicología.

La mayoría de los escritores que a mí me han interesado me han dado la


impresión de que desde su primera obra no han variado, han subido, han
bajado, no han tenido un perfeccionamiento progresivo. Así han sido Dickens,
Dostoyevski, Tolstói, y antiguamente Shakespeare, Moliere, Calderón. Algunos
han dado su obra más destacada al final, como Cervantes.

De todas maneras, yo no creo gran cosa en el trabajo y en la paciencia de


la labor literaria a lo Flaubert. En la pintura, la técnica tiene mucho más valor.
Yo supongo que en la literatura no se aprende nada, y que lo que se aprende
vale poco.
Por entonces, algunas gentes oficiosas nos mostraban en los cafés del
Barrio Latino o de los bulevares las figuras célebres de París más o menos
auténticas. Es muy posible que muchas veces nos dijeran: «Ése es Huysmans, o
ése es Mauricio Barres», y no lo fueran.

Nos mostraron también a Juan Moréas, que tenía aire de oficinista


vulgar, con monóculo y largos bigotes, y que se llamaba de apellido nada
menos que Pappadiamantopoulus, y a Ernesto La Jeunesse. La Jeunesse era un
tipo un poco repulsivo por lo feo, y a pesar de su apellido, tan francés, era,
según decían, un judío alsaciano, gordo, grasiento, de voz aguda, vestido con
colores chillones, que llevaba una porción de sortijas en los dedos y de pulseras
en las muñecas. La Jeunesse solía estar alrededor de Catulo Mendés, que, al
parecer, se intoxicaba con toda clase de alcoholes y después se perfumaba con
perfumes baratos, lo que hacía que oliera a perros.

La Jeunesse escribió algunas novelas y un libro que se llamaba Imitación


de nuestro maestro Napoleón. También hizo algunas caricaturas en el semanario
L’Assiette au Beurre.

Se hablaba mal de él y se decía que era un adulador de Mendés; pero,


dada la mala intención y la envidia de la juventud literaria de todas partes, el
reproche no podía tener mucho valor.

Catulo Mendés era un tipo grueso, melenudo, barbudo. Vivía para el


público que le conocía y le celebraba. Se sentaba en la terraza del Café
Americano, del bulevar de los Capuchinos. Yo no creo que había leído nada de
Catulo. Después leí una novela suya. Me pareció deliberadamente escandalosa,
pero de poco valor literario. Solían acompañar a Mendés Feydeau, Courteline y
algunos otros. Estas figuras de escritores de la calle, evidentemente, estaban
controladas, porque los conocía de vista todo el mundo. También vi por
aquellos días, como he dicho, a Oscar Wilde en un café próximo al Moulin
Rouge.

Oscar Wilde era, evidentemente, un escritor de talento; pero en aquel


tiempo estaba rechazado por todos sus colegas franceses, a pesar de que a
muchos de éstos, como a Jean Lorrain y a otros varios, se les atribuían las
mismas costumbres que al autor de Salomé.

El homosexualismo era un mérito. Un escritor francés decía: «A mí nunca


me han tachado de homosexual, y, naturalmente, no tengo éxito».

Había mucho esnobismo y siempre se creía que estábamos en el instante


del santo advenimiento, y las fantasías estólidas del señor Des Esseintes de
Huysmans o del señor de Phocas de Lorrain se pensaban que iban a
revolucionar al mundo. Paul Bourget era un Copérnico de la psicología, y
Mauricio Barres, un Newton de la política.

Hasta el pequeño judío escritor Gustavo Kahn creía que él había


transformado la poesía mundial.

Marcel, admirador de Moréas (Pappadiamantopoulus), me recitaba un


fragmento de este gran escritor, según él, como modelo de prosa, y recuerdo,
quizá no con gran exactitud, el principio: «La noche yemal con sus vahos y sus
dulces comas. Barrio Malesherbes. Gabinete oblongo. En la profundidad de las
alfombras, de cicloides abigarramientos en los frunces de las tapicerías, se
apiadaba la inflexión de las voces».

A mí, esto me parecía la jerga de Feliciano de Silva, de la que Cervantes


se burla en el Quijote, y yo creo que este Moréas, con su apellido kilométrico, era
un tanto vulgar y que de sus libros no ha quedado nada.

Hacía pocos años que se había muerto Víctor Hugo y se encontraba en


ese instante en que la fama de los escritores se hunde y tienen una época de
silencio y de olvido. Se decían estupideces y se creía que los poetas Mallarmé,
Coppée, Sully Prudhomme eran superiores a él.

Algunas gentes creían sinceramente que Víctor Hugo era un imbécil, y


argumentaban intentando demostrar que los personajes suyos no tenían
realidad y las situaciones de sus obras parecían inverosímiles. Lo curioso era
que los Moréas del tiempo, tan hueros, reprochaban a Víctor Hugo su oquedad
y su palabrería.

Algo de ello podía tener exactitud y no impedir que Víctor Hugo fuese
un gran escritor. Sus novelas y dramas quizá no tienen realidad psicológica
fuerte, pero como funciones de fuegos artificiales son magníficas. En el célebre
escritor francés hay mucho de arte frío, de prestidigitador hábil, es evidente. No
tiene su obra el carácter de la de Dostoyevski, que en sus sueños, como en sus
realidades, revela la autenticidad y la espontaneidad del cerebro excitado o
desequilibrado, pero cada escritor importante tiene su campo en donde reina.

También conocí de vista, no creo que en este tiempo, sino cuatro o cinco
años después, a Remy de Gourmont.

Solía yo ir a charlar al Café de Flore, del bulevar Saint-Germain, con don


Nicolás Estébanez, y se sentaba a nuestro lado Marius André, que escribió
libros importantes sobre España. Marius André nos saludaba atentamente y
después se absorbía en la lectura de papeles y tomaba notas. Él debía de
ocuparse de cuestiones de historia antigua, del descubrimiento de América, que
a Estébanez no le interesaba mucho, y a mí tampoco.

Yo me figuraba que el erudito francés no participaba de las


preocupaciones del momento que teníamos Estébanez y yo. Un día, Marius
André me preguntó:

—¿Se ha fijado usted en ese tipo, que tiene una cara roja, de mal aspecto?

—No. ¿Quién es?

—Es Remy de Gourmont. ¿Ha leído usted algo de él?

—Sí, algo creo que he leído en el Mercurio de Francia.

Entonces Remy de Gourmont era para los snobs como la Sibila de Cumas.
Tenía la verdad en la mano. Luego, Remy de Gourmont se ha desvanecido.
¡Cuánta gente célebre que se va olvidando! Hoy se lee un catálogo de la librería
francesa de hace cuarenta o cincuenta años y se queda uno asombrado al ver los
autores famosos de quien se hacían enormes ediciones y que hoy suenan a cosa
pasada y sin interés.

En el teatro pasa igual. A mí los dramaturgos de la época me parecían


muy fastidiosos. Mirabeau, Bernstein, Paul Hervieu, Rostand, etcétera. El único
que me gustaba era Capus. Capus es un tipo de hombre de ciudad un poco
cínico, pero muy humano.

Yo escandalizaba a los amigos diciendo que hubiera preferido escribir El


viaje de Monsieur Perrichon, de Labiche, que Cyrano de Bergérac, de Rostand.
XIX

Claro que yo no puedo hablar con gran conocimiento del teatro, porque
lo he frecuentado muy poco. A mí, como digo antes, los dos dramaturgos
modernos que más efecto me han hecho han sido, primero, Ibsen, y luego,
Bernard Shaw; los demás me han dejado indiferente. En este tiempo, parte por
poca afición y parte por falta de medios, no frecuenté los espectáculos.

En 1904 asistí una noche al teatro de la Opera a oír una obra de Glück,
creo que Amida. Estuve también en el teatro de Variétés a ver la antigua revista
La vie parisienne, con música de Offenbach, y otra vez fui al teatro del Palais
Royal a reír con El viaje de Monsieur Perrichon, de Labiche, que me produjo gran
entusiasmo.

Aquella noche cené en el Café de Corazza y recordé a los thermidorianos


que se reunían en tiempo de la Revolución francesa en aquellas arcadas y
jardines, que entonces estaban a la moda y a final del siglo XIX desiertos. Por allá
andaba nuestra paisana Teresa Cabarrús con el convencional Tallien, y Guzmán,
el aristócrata español (don Tocsinos), con sus amigos los dantonianos.

Los dos que fueron conmigo al teatro del Palais Royal a ver la obra de
Labiche, uno periodista cubano y otro pintor malagueño, no salieron contentos.
El uno dijo que aquello era una tomadura de pelo.

«Como todos los sainetes», le indiqué yo.

Hubiera ido al teatro de opereta alguna vez, pero no había cosa nueva ni
se representaba nada que me entusiasmara. En la ópera, Massenet y Saint-
Saëns, quizá por falta de cultura musical, no me han gustado nunca.

El final del siglo XIX era un poco mediocre, aunque no tanto como el XX.
La época no tenía brillo. Vivían todavía grandes hombres, pero estaban en la
declinación y no les sustituían otros.

En París, y quizá en el mundo entero, se creía que la vida del barrio de


Montmartre era una vida extraordinaria y genial. A mí no me parecía nada de
particular. Claro que yo la vi como el hombre que no tiene dinero para hacer
fantasías. Por lo que he visto, todos esos barrios de fiestas de las grandes
ciudades son iguales; la base es siempre la misma: la prostitución y el alcohol,
que son auténticos y verdaderos, y luego, el ingenio, que ése es casi siempre
dudoso, cuando no falso. Había que ver qué teatros y cafés había en el célebre
barrio de Montmartre. Eran espectáculos para cocineras y soldados. El cabaret
del Cielo, el del Infierno. Verdaderas estupideces. A pesar de que yo no tenía
nada de tradicionalista artístico, si me hubieran dado a elegir entre el Instituto y
Montmartre, hubiera elegido el Instituto, a pesar de no tener ninguna simpatía
por éste.

En el tiempo se consideraba casi como una obligación de escritor el tener


opiniones muy definitivas en cuestiones de arte, sobre todo en pintura, y yo iba
con mucha frecuencia a los museos. Luego he dejado de ir.

Después, la pintura no me ha preocupado nada; pero veo que en mi


mayor o menor conocimiento sobre ella no ha habido variaciones. En la música,
hasta oír una obra varias veces, no tengo opinión ni noto su belleza. En pintura,
desde el principio tengo mi criterio, bueno o malo.

De los pintores franceses modernos, los que más me gustaban eran


Degas y Manet, sobre todo Degas, y de los paisajistas e impresionistas, Sisley,
Van Gogh y Toulouse-Lautrec. Van Gogh y Sisley creo que habían muerto ya a
final de siglo.

Gustavo Moreau no me gustaba nada, y Puvis de Chavannes me parecía


bien como decorador.

Por este tiempo se hablaba mucho de Rodin. Yo no sé si había presentado


ya su estatua El pensador, que luego se puso delante del Panteón. Yo no creo que
ésta sea de las mayores obras de Rodin. A mí me parece la figura de un hombre
a quien le cuesta pensar.

Evidentemente, Rodin es un gran escultor, pero no ha hecho un


monumento que sirva para una plaza. El Víctor Hugo del jardín del Palais Royal,
desnudo, da una impresión de un viejo que se baña, y el Balzac de las
proximidades del bulevar Raspail, colocado recientemente, de lejos es una
monstruosidad sin equilibrio.

Algunas estatuas de Rodin que estaban entonces en el Museo de


Luxemburgo eran magníficas.

En este tiempo creo que había en París más fervor artístico que literario.

Fantin Latour, que debía de ser viejo, exponía en el Salón de los


Rechazados.

Fantin Latour era el autor del Taller de Batignolles, con las figuras de
Manet, Zola, etcétera. No se comprendía bien aquella intransigencia de la época
por un arte dentro del arte, y quince o veinte años después la aceptación del
cubismo y de otras fantasías con una complacencia absurda.
La cuestión del realismo, en la literatura con Zola, Goncourt, Huysmans,
etcétera, había pasado y había desembocado por el asunto Dreyfus en cuestión
política.

Puvis de Chavannes debía de haber muerto hacía poco y se discutía


mucho el impresionismo y a Manet, Degas, Sisley, Toulouse-Lautrec, Renoir,
Pissarro, Van Gogh, etcétera. Con todo esto se mezclaba el posible negocio.

Estos impresionistas a mí me gustaban. Algunos decían que eran


disparatados. Yo oí hablar a unos señores en el Museo de Luxemburgo negando
valor al cuadro Le Moulin de La Galette, de Renoir, que a mí me parecía muy
bien.

No comprendo esto. Comprendo que un visitador de museos piense que


esa pintura moderna no tiene el encanto ni la gracia de la de Botticelli o de la de
Mantegna; me explico que el entusiasta de la pintura realista piense que la
carne o las telas están pintadas con más acierto en los cuadros de Velázquez o
de Goya, pero no comprendo que nieguen a Degas o a Renoir pensando en
pinturas malas del siglo XX.

Para mí, Degas era el mejor pintor de la época, no sólo por su saber, sino
porque representa como ninguno su tiempo. Es el pintor que no se ocupó de
sistemas artísticos y es historiador sin querer.

Digan lo que digan, la pintura francesa del final del siglo XIX, o sea el
impresionismo, es lo mejor de la época, y no se puede comparar con lo que
hacían los demás países. Cuando ello se estropeó y degeneró fue a final de la
guerra de 1914, al comenzar el modernismo y sus estúpidas consecuencias.

A Carrière lo conocí con Juan Echevarría y Charles Morice. Era un


hombre entonces de unos sesenta años, alto y grueso, de cara basta y terrosa;
tenía aire de persona enferma. Exponía ideas sociales atrevidas, hablaba con
una voz ronca y tenía el estribillo de decir entre dos palabras: «N’est-ce pas?».
Había hecho retratos litográficos expresivos.

Carriére era pintor evidentemente influido por Velázquez y por los


españoles. Se veía que en él había mucho de técnica no muy espontánea. Todas
sus figuras parecían que se veían a través de una niebla. Era una pintura la suya
brumosa.

Se veían en los escaparates estampas, grabados y litografías de Toulouse-


Lautrec, de Van Gogh y de otros autores, algunos muy buenos. Sus obras eran
muy baratas con relación a los precios actuales.
La caricatura, que es un arte muy social y muy público y que pasa
pronto, como las canciones de moda y los artículos de los periódicos, tenía
entonces mucha boga.

Se hablaba de los dibujos de Forain, Willette, Leandre y de las estampas


de Steinlen.

De todos ellos, el que más me ha quedado en el recuerdo es Steinlen, que


debía de ser de origen alemán, a juzgar por su apellido.

Steinlen no era un caricaturista; era un costumbrista, un observador


entusiasta de la vida de París, a la que se había adaptado. Todas las escenas que
dibujó de aprendices, de modistas, de obreros, de chicos abandonados, de
chulos, de vagabundos, la mayoría están muy bien.

No es Hogarth ni es Goya, no tiene esa especie de cólera furiosa y genial


de esos maestros, cada cual en su género. No se parece en nada ni tiene nada de
común con los caricaturistas ingleses, como Gillray o Cruikshanck.

A Willette y a Leandre, que tampoco eran caricaturistas de intención


política, los conocí unos años después.

Willette era como una vieja de una corte, con ideas poco interesantes.
Parecía un payaso de los que pintaba él. Tenía la cara afeitada, pálida y larga, y
hablaba de una manera redicha.

Marcel me decía que entre los caricaturistas, Forain y Caran d’Hache


eran antidreyfusistas, y, en cambio, Hermann Paul, Ibels y Steinlen eran muy
dreyfusistas.

Leandre era un tipo de francés del pueblo. Hacía acuarelas y retratos en


caricatura.

También conocí en un café del Barrio Latino a un músico, Erik Satie. Era
un bohemio abandonado, con melenas y barbas y que hablaba mal de la música
antigua en un círculo de admiradores. Luego oí una obra suya, y me pareció
muy mala. Hacer ironías con la música es imposible y baldío.

El pintor Sisley —francoinglés—, que tuvo poco éxito en la vida, era,


probablemente, el mejor paisajista del tiempo, por lo menos el de más encanto.
Tenía la sonrisa, la amabilidad del inglés, cuando es amable. ¡Qué brutalidad la
del público! Se comenzó a hablar de él entre la gente después de muerto. Debió
de vivir muy modestamente. No sé si en 1899 o en 1904, yo vi en alguna tienda
de cuadros paisajes magníficos, serenos, de Sisley, que se vendían en mil o en
mil quinientos francos. No eran manchas de color hechas rápidamente, sino
cuadros pensados, trabajados, con detalles, con todo lo necesario para gustar al
gran público y a los artistas, y la gente rica no los compraba. Aficionados que
habían gastado sumas considerables en obras ridículas de Bouguereau y de
Carolus Daran, no adquirían por poco dinero aquellos paisajes tan plácidos, tan
decorativos. Se ve que el público no entiende nada de nada, ni aun de arte. Pasa
de no querer comprar por cuatro cuartos un paisaje hermoso o adquirir un
cuadro cubista o una tela del aduanero Rousseau.

Otro pintor del mismo tiempo, pero muy diferente a Sisley, y extranjero,
era Van Gogh, holandés de nacimiento. Los holandeses deben de ser los que
han hecho la mejor pintura de paisaje, y creo que el primero de todos es
Vermeer de Delft. En Van Gogh se nota, quizá, más el holandés que en Sisley el
inglés.

Un nietzscheano podría llamar a Sisley el apolíneo y a Van Gogh el


dionisíaco.

Van Gogh era un poseído, un endemoniado, un vesánico como los de


Dostoyevski, con la diferencia de que, en vez de agitarse en una zona viva y
tumultuosa de utopías sociales, como los rusos, se agitaba como la gente
occidental de Europa en el ambiente viejo y caduco del arte.

Tiempo después vi algunas obras de Van Gogh, unas en el Louvre, otras


en Ámsterdam y algunas en el Museo Rodin, de París. Todo lo de este hombre
es atormentado: los árboles, las estrellas, las flores; todo parece que sufre y que
se queja. Un efecto así no parece que se consigue en la pintura; es más propio de
la literatura o de la música.

Recuerdo un cuadro de Van Gogh que representaba dos botas viejas y


usadas. Daban una impresión de pobreza y miseria grandes.

A Juan Echevarría le entusiasmaban aquel par de borceguíes. Se notaba


que Van Gogh llevaba a la pintura una impresión de desequilibrio y un aliento
de predicador puritano. Por otro lado, en su calidad de flamenco tenía algo de
la afición a lo grotesco al estilo del Bosco y Brueghel.

A Echevarría le oí contar cómo Van Gogh se había cortado una oreja para
regalársela a una mujer de la calle, lo que demostraba que el hombre estaba
completamente loco. Luego se pintó un autorretrato con una venda que le
tapaba el sitio de la oreja amputada, la pipa en la boca, los ojos claros y
alucinados y un gorro de piel en la cabeza. Al cabo de años que no he visto ya
más cuadros de Van Gogh, pienso que debía de ser un hombre de genio.
En la literatura hay mucha mistificación; pero en las artes hay casi aún
más. Hay mucho pintor y escultor que se muestran estrambóticos, y son unos
cucos que van a su negocio y a hacer el reclamo, el boniment, como dicen los
franceses; pero Van Gogh no era de éstos. Al parecer, su obra adquiere con el
tiempo cada vez más valor.

En cuestiones científicas, París no tenía ya en aquel tiempo el prestigio de


otras épocas anteriores del siglo XIX. Pasteur había muerto, y los sabios
alemanes parecían marchar a la cabeza del mundo con un aire de falange
macedónica o prusiana.

En este tiempo, en cuestiones literarias, los naturalistas estaban en baja,


aunque había un grupo recién creado que llamaban de los naturistas, y eran
partidarios de Zola, Rodin, Monet y enemigos de la influencia de Ibsen,
Nietzsche y Tolstói.

Entre los snobs se hablaba por entonces en París de las conferencias de los
discípulos y ayudantes de Charcot en la Salpétrière. Creo que había también
conferencias del doctor Brouardel en La Morgue; pero todo esto, como labor
científica, no era nada.
XX

Respecto a los españoles, la burguesía francesa y la gente del pueblo nos


tenían por gente de navaja, y pensaban que nuestras costumbres eran de una
brutalidad sin ejemplo al lado de las suyas, apacibles y angelicales.

Sin embargo, había que reconocer que por entonces la gente se pegaba en
las calles de París con una furia extraordinaria.

En el segundo o tercer mes de estancia en París acudía al mismo


restaurante o figón adonde iban los hermanos Machado. Era un restaurante de
obreros y de algunos artistas. Con mucha frecuencia, las chicas del Ejército de
Salvación (en francés L’Armée du Salut), se ponían a cantar una canción que
tenía el estribillo de «Toi mon suaveur, toi mon sauveur», que repetían a coro
todos los comensales del figón.

En el restaurante había días en que los que comían allí aparecían


marcados, el uno con un tafetán en la cara y el otro con una venda en un ojo. Sin
duda, eran heridas de las luchas en las calles.

«Un día, en el bistró que frecuentaba, y al que, igualmente, acudían a comer los Machados,
fue objeto de una discusión la impresión que diera Baroja.

»Solía ir allí también una muchacha morena, con aire de española, a la que saludaban los
franceses como si lo fuese, llamándola:

»—¡Ole ya!

»Ella se reía. Pero, a pesar de su aire y del agrado con que recibía tales saludos, los españoles
le eran muy antipáticos. Los juzgaba agrios, desdeñosos e insociables.

»Baroja se atrevió a preguntarle:

»—¿Yo como todos?

»Ella contestó:

»—Usted parece un voyou de la banlieue (‘un randa de las afueras’).

»Entonces el joven que la acompañaba, con frases nada amables, pero empleando un tono de
sinceridad amistosa, dijo que no parecía exactamente eso; pero que su cara era pesada y brutal.

»Antonio Machado, que se hallaba presente, intervino con su opinión:

»—Si en este momento entrase aquí —dijo— un hombre con la misión de entregar un
mensaje a quien tuviera el rostro más humano de todos los circunstantes, sin ninguna vacilación se lo
daría a Baroja.
»La voz del poeta sonaba con un timbre tan sereno y su reposo revelaba tal ecuanimidad,
que ni la muchacha ni el joven se aventuraron a insistir en sus apreciaciones malintencionadas.»

Yo no creo que tuviera un aire de randa de las afueras ni una cara pesada y brutal; lo que
pasaba es que tenía el aspecto cansado del hombre que trabaja mucho, no come bien y está
descontento.

»La gente confunde muchas veces la persona con su acicalamiento, y un tipo, aunque
parezca un mono, si va prendido de veinticinco alfileres, le parecerá distinguido y elegante.» [3]
XXI

Por entonces, cuarenta individuos de la Liga de Patriotas, de los más


furiosos antisemitas, se encerraron en una casa de la calle de Chabrol para
defenderla, e hicieron de ella una fortaleza.

El Fort Chabrol era un hotel de la calle de Chabrol, en donde se fortificó


Julio Guérin con unos amigos y estuvo tres semanas. En el hotel parece que
estaba el sitio de la Liga Antisemítica, el Gran Occidente de Francia y la
redacción del periódico El Antijudío. A pesar de que los encerrados dispararon
contra los gendarmes, el Gobierno no ordenó el asalto.

El jefe de aquella algarada, madrileño accidental de nacimiento, llamado


Julio Guérin, aseguró que estaba dispuesto a resistir, que tenía víveres para tres
meses y armas para todos los hombres. El tal Guérin era un aventurero, hombre
de negocios sucios, que había tomado parte en un complot contra el Gobierno
francés y el presidente Loubet.

El Gobierno vaciló un tanto, puso un plantel de guardias vigilando la


entrada y la salida de la calle de Chabrol, y esperó a que los antisemitas se
fueran aburriendo en su madriguera de cantar y beber para ver de coparlos. En
nuestra época hubieran arrasado la casa o le hubieran pegado fuego.

Durante algunos días, en la calle de Chabrol, que está entre el bulevar


Magenta y la calle de La Fayette, la policía y la guardia republicana patrullaban
en la calle, que presentaba un aspecto guerrero.

Por las tardes y por las noches pasaban grupos de antisemitas por los
alrededores cantando una tonadilla que llamaban Les Lampions, y al final de
cada copla repetían diez o doce veces: ¡Viva Guérin! ¡Viva Dérouléde! ¡Viva
Rochefort!

A Dérouléde le vi en la calle una vez. Era un hombre fuerte, de una


estatura gigantesca, con cara juanetuda y barba rubia. Pocos años después le
volví a ver en San Sebastián en la redacción de El Pueblo Vasco, y hablé con él un
momento.

Los soldados de la guardia republicana de a caballo recorrían las calles


más próximas a la de Chabrol disolviendo los grupos, empujando la gente hacia
las aceras. Les Lampions se repetía. El lampión, originariamente, era esa lámpara
hecha con una rodaja de corcho con una mecha que se pone en un vaso de
aceite que se llama en español mariposa. La canción Les Lampions parece tener
algún significado realista. La letra de Les Lampions reaccionaria comenzaba
diciendo: «Conspuez Zola! Conspuez Zola!».
Algún tiempo después se hicieron varias manifestaciones dreyfusistas
contra Guérin y sus partidarios. Los dos hermanos Machado y yo fuimos, creo
que después de almorzar, a presenciar la lucha que, seguramente, iba a haber en
las calles entre dreyfusistas y antidreyfusistas. Encontramos a un periodista de
Burdeos que acompañaba a una siberiana, que intentó disuadirnos de ir a ver la
manifestación; pero no lo consiguió. Lo que no pudo hacer ella lo hizo un
empellón que nos dio la gente que huía de los caballos, obligándonos a entrar
en un portal al periodista de Burdeos, a la siberiana y a mí.

La siberiana habló de los revolucionarios de Rusia, y contó que había


conocido en su infancia al gran escritor Dostoyevski, un grande hombre que no
era como Tolstói (Talsta, pronunciaba ella), el cual vivía admirablemente sin
trabajar en el campo y sin hacer zapatos.

Al salir del portal vi al poeta Antonio Machado cojeando. Machado, que,


como yo, andaba no muy bien de indumentaria, venía corriendo huyendo de la
caballería republicana.

—¿Qué le ha pasado a usted? —le dije yo—. ¿Le han dado algún golpe?

—No —me respondió—; es que se me ha perdido el tacón de la bota,


que, sin duda, se me ha soltado.

Lo buscó al salir, y, cosa rara, lo encontró y se lo volvió a poner, y lo


sujetó dando golpes con el pie en la acera.

Íbamos andando, cuando la manifestación se reprodujo con más


violencia.

Los dreyfúsistas se pusieron a gritar contra el general Galliffet, que debía


de ser ministro de la Guerra, llamándole: «¡Asesino, asesino!».

El periodista bordelés me dijo que se decía que el general había sido muy
severo en la represión de la Commune, y que por eso le abucheaban, como
dirían en Madrid.

También me contó el periodista que el general era hombre ocurrente, y


que cuando le hicieron ministro, al entrar en un círculo elegante, algunos
señores no le quisieron saludar de una manera aparatosa, y él dijo: «No creo
que, por estar en el Ministerio, huela a m…».

Se hablaba de la verve un peu brutal de Galliffet.


Tengo delante un artículo mío de La Voz de Guipúzcoa, que me mandó
hace poco un desconocido de San Sebastián. Dice así el trozo:

«Lo que tomó un aspecto serio de veras fue la manifestación del día 20, organizada por los
anarquistas. Yo los vi pasar por el bulevar Magenta.

»A la cabeza iba Sebastián Faure con sus amigos, formando un grupo numeroso. Se veían en
él caras extrañas, tipos exóticos, melenudos, de largas levitas, gente pálida, de mirada triste, ojos
alucinados de poetas y rebeldes. Luego, detrás, venía la chusma, la legendaria hidra revolucionaria:
caras congestionadas, brutales, sombrías, tipos patibularios, golfos, sietemesinos; una mezcolanza
abigarrada y siniestra.

»Ya de noche, el bulevar fue tomando un aspecto imponente. El aire, enturbiado por el
polvo, parecía de gasa, tenía una esfumación de luz; la multitud se apiñaba, corría en avalanchas,
atropellándolo todo; pasaban los tranvías despacio con sus luces de reverbero, roncando sordamente
por sus bocinas; los guardias de a caballo cargaban sobre las masas, que respondían con gritos
formidables de “¡Hu, hu!”; los domingueros, cogidos por sorpresa en medio del alboroto, iban
corriendo azorados; había mujeres y niños que caían al suelo, de quienes nadie se ocupaba, y, en
medio de los tranvías y de los ómnibus detenidos, se veían, como nota simpática, dos coches de boda
adornados con ramajes y farolillos de papel, que volvían de algún pueblecillo próximo.

»En las salidas de la calle de Chabrol, que estaban completamente a oscuras, se veían filas de
soldados con sus capotes, sus quepis y la bayoneta calada, esperando el momento».
XXII

Un día o dos después, con un judío turco que había conocido con Marcel,
estuve en un mitin ácrata en un picadero próximo a la calle del Faubourg Saint-
Antoine. Era de noche. Estaban los alrededores llenos de gendarmes, de ciclistas
y de soldados de línea, como si fueran a dar una batalla. Había que entrar en el
picadero por un largo pasillo. Entonces oí por primera vez La Internacional.
Tanto la letra como la música de ese himno, para su objeto, están muy bien. La
letra me pareció violenta y amenazadora. La primera estrofa, que es la única
que se cantaba, y que era la primitiva escrita en francés, decía así:

Debout les damnés de la terre!

Debout! Les forçats de la faim!

La raison tonne en son cratère.

C’est l’eruption de la fin.

Du passé faisons table rase,

foule esclave, debout! Debout!

Le monde va changer de base,

nous ne sommes rien, soyons tout!

Esto lo cantaba una especie de orfeón de jóvenes con aire alucinado. El


público quería corear algunos pasajes, pero lo hacía muy mal. Como lo cortés
no quita lo valiente, lo socialista o lo ácrata no impide tener mal oído.

Al entrar me habían parecido las precauciones de la policía un poco de


broma; pero a la salida, al pasar por el callejón largo y estrecho que comunicaba
con la calle, nos zurraron la badana. Los puños de los gendarmes maniobraban
sobre las pobres cabezas ácratas de poco seso, no como una mano de persona,
sino como una mano de almirez. La gente caía al suelo golpeada y pateada.

Yo escapé aquella noche del picadero con un puñetazo en el hombro, que


me dolió dos o tres días. Justo castigo a la curiosidad.

Yo no sé si por entonces se estrenó, o se anunció que se iba a estrenar,


L’Assommoir, de Zola, en el teatro de la Porte de Saint-Martin. Yo pensé ir. Se
habló mucho del cómico Guitry, que iba a hacer la obra.
Creo que en una tienda de los grandes bulevares, que se ponían
caricaturas grandes en colores, que llamaban la atención del público, apareció la
de Guitry.
XXIII

Otras varias experiencias hice en París, casi todas desgraciadas, a pesar


del optimismo que quería infundirme mi amigo Campos.

Lo malo era que, a veces, me dejaba influir por su optimismo, y, en vez


de atenerme a los tres o cuatro francos que debía de gastar al día, gastaba más,
hasta que me di cuenta de que no tenía dinero para volver a España.

Un español me proporcionó por quince francos un billete de ferrocarril


del consulado como indigente hasta la frontera nuestra.

Pagué mis pequeñas deudas como pude, y me quedé sin un cuarto.

El último día, por lo que veo en uno de los artículos de La Voz de


Guipúzcoa que me han mandado, estuve en el cementerio del Père Lachaise. El
final del artículo dice así:

«Hoy el día está en verano; el otoño, que hizo su aparición ayer, se ha retirado hoy.

»He abierto los periódicos… Nada nuevo, absolutamente nada. Clemenceau demuestra en
La Aurora, una vez más, que Dreyfus es inocente. Barres prueba a su manera en Le Journal que es
culpable. Rochefort, que empieza a chochear, no contento con llamarle todos los días traidor, le
llama, además, imbécil.

»La gente que discurre empieza a preocuparse de los efectos del fallo del tribunal. Francia
necesita una tregua para calmar sus odios, para celebrar en paz su Exposición. El asunto Dreyfus se
lo impide; es un motivo continuo de agitación y de discordia.

»Esta tarde, aprovechando el buen tiempo, he ido a pasear, sintiéndome un buen burgués, al
cementerio del Père Lachaise. Quizá no hubiera entrado si su aspecto fuera fúnebre o triste; pero es
todo lo contrario: alegre, sonriente, un jardín lleno de frondosas avenidas, de rincones poéticos, de
grandes calles de árboles. Por las avenidas paseaba un colegio de niños, que charlaban alegremente;
se veían señores sentados en los bancos tomando el fresco; grupos de inglesas jóvenes, de ojos azules
y de sombreritos de paja, con la guía de París en la enguantada mano, paseaban mostrándose una a
otra las tumbas de los hombres célebres. Una de estas tumbas era la de Blanqui, con la figura de un
viejo desnudo y tendido en el suelo, como símbolo de su vida mísera […]

»Una señora anciana», sigue diciendo el artículo, «vestida de luto, limpiaba con una escobita
un sepulcro, quizá el de su marido, quizá el de su hijo. En su cara no se veían señales de dolor
reciente. Seguramente era una señora que vivía en el barrio e iba allí a cumplir una antigua y piadosa
costumbre.

»Subí una escalera, y llegué a una plazoleta. Desde las gradas de la capilla, situada ésta a
alguna altura, se veía a lo lejos París, que se ensanchaba hasta perderse de vista, envuelto en una
gasa de niebla dorada por el sol, con sus cúpulas, sus torrecillas, sus chimeneas; con un resplandor,
que parecía salir de sus interminables filas de tejados que le envolvía en una luz de apoteosis.
»En el fondo verde intenso de las avenidas floridas se destacaban las tumbas, claras y
escuetas, con sus adornos, sus monolitos, sus estatuas».

Ya con mi billete de indigente, tomé un coche y me metí en el tren. Salí de


allí con una magnífica tempestad de verano, con una de truenos y relámpagos
que metía miedo.

No llevaba ninguna simpatía por París ni un recuerdo agradable de una


sonrisa o de una palabra grata. Naturalmente, en cualquier gran ciudad a la que
hubiese ido con poco dinero me hubiera pasado lo mismo. En los pueblos
civilizados, la pobreza es casi un crimen, porque indica inutilidad o falta de
adaptación.

Por entonces no conocí en París más que periodistas y pintores franceses,


españoles e hispanoamericanos, y la gran ciudad me fue muy poco simpática.

Luego, al cabo de cuarenta años, conocí a franceses de París que no eran


escritores ni artistas, sino gente de la burguesía, y llegué a tener por ellos, no
sólo simpatía, sino cariño.

Pensando en mi estancia en la gran ciudad, comprendí después que no


había perdido del todo el tiempo.

Había aprendido y practicado algo esa filosofía que se adquiere mirando


a un río por donde pasan barcos y gabarras y sentándose en los bancos del
jardín público, lo que no deja de ser trascendental. Se ve el mundo de muy
distinta manera desde el banco de la calle que desde la terraza de un palacio
particular, desde la imperial de un ómnibus que desde el asiento de un
automóvil.

También llevaba una impresión de pánico, sentida al asomarme a la vida


del suburbio parisiense.

Refiriéndome al artículo de Edmond Jaloux sobre mi novela La


sensualidad pervertida, y en el cual dice que el París que yo represento en ese libro
se parece al de Eugenio Sue, no creo que sea cierto. Lo que ocurre es que yo fui
a París en hombre sin recursos y sin recomendaciones, y vi lo que ve en una
ciudad el hombre que no tiene medios.

Si hubiera ido como rico a un hotel de la avenida de los Campos Elíseos,


hubiera conocido otras cosas, y mis impresiones serían distintas.

De lo que he visto, nada me ha producido más espanto que algunos


rincones de los barrios exteriores de París.
En otros lados hay miserias; en otros, crímenes; pero en esos rincones,
cafetines y bares, se reunía el crimen, la maldad, la ironía y la petulancia.

Apaches jóvenes, hombres robustos inyectados por el alcohol, que


pegaban a sus queridas y se burlaban de ellas; mujeres también fuertes,
morenas o rubias, con el pelo peinado como un casco, con un delantal, unos
brazos musculosos, manos que parecían hechas para estrangular y una ironía y
un sarcasmo en los ojos; viejos y viejas derrotados, deshechos, verdaderas
ruinas, y entre estas gentes muchachitas rubias con un aire cándido y virginal,
que serían destrozadas en un ambiente de prostitución y de crimen.

Últimamente no he visto en París nada parecido. El París maleante ha


desaparecido casi por completo en estos cuarenta o cincuenta años últimos.

La curiosidad me impulsó algunas veces a asomarme a esas tabernas y


rincones; pero luego el temor me hacía huir.

Me veía asesinado a la puerta de algún cafetín de las afueras.

«¿Cómo un español, un hombre de un país de riñas y navajadas, podría


encontrarse asustado en París?», me preguntaba un día un amigo francés.

De aquella estancia me quedó un recuerdo muy fuerte. Luego, para mí,


la decoración parisiense cambió, y no he visto nada en la capital francesa que
me haya producido preocupación o pánico.

Algunas veces, en la vida, sobre todo en el extranjero, me ha tocado hacer


el papel, si no de gran señor, de hombre acomodado, y creo que no lo he hecho
mal; otras veces he tenido que hacer de hombre humilde y de pobre condición.
Tampoco me ha costado mucho el manejármelas en ese papel; en cambio, un
término de buen burgués no he sabido realizarlo nunca.

A la vuelta a España iba yo desfallecido y hambriento. Me acompañaban


en el vagón dos mujeres, que marchaban a Burdeos. Debían de ser modistas. Yo
no tenía ninguna gana de entablar conversación con ellas, porque estaba
cansado; me preguntaron qué era y adónde iba. Les contesté que era español y
que volvía de París a Madrid. Me volvieron a preguntar qué me parecía París.
Les contesté que era un pueblo admirable, sobre todo para los ricos.

—¿Y para los pobres, no?

—Para los pobres, todos los pueblos son malos.


—Es un filósofo —dijo una de ellas, con más o menos sorna, refiriéndose
a mí.

Y la otra replicó en voz baja, y como si estuviera enfadada:

—Es un idiota.

Al llegar a Burdeos tuve que esperar unas horas sin comer. No me


quedaban más que cuatro o cinco pesetas españolas; pero no las quisieron
cambiar en ningún comercio. No pude comprar ni siquiera un panecillo. Llegué
en un tren de mercancías a Irún.

Tomé café con leche, y me senté en un banco de la estación y me quedé


dormido.

«Ese pobre, ¿de dónde vendrá?», oí que le preguntaba una señora a otra
con una voz suave.

Le agradecí la compasión, y estuve por decirle: «Señora, muchas gracias


por su piedad, aunque no sea digno de ella».

La simpatía por el pobre en España es o ha sido una cosa que me


reconcilia con el país.

Al volver de Francia tenía veintiséis años; pensaba que ya no era joven, y


veía también que no tenía ni buena suerte ni condiciones para hacerme rico.

Al principio del otoño llegué a San Sebastián, flaco, barbudo y


hambriento. Debí de estar en casa de mi tía, y volví en octubre a Madrid. La
experiencia no había sido muy agradable.

En San Sebastián, las gentes que tenían una admiración un poco


exclusiva por París me decían que lo escrito en mis crónicas estaba mal.

El cónsul francés de San Sebastián, al parecer, había reclamado contra mí.

Rodrigo Soriano dijo: «Baroja no ha sabido ver lo que es París. Él ha


entrado en París, pero París no ha entrado en Baroja».

No era una frase para pasar a ninguna antología de frases ingeniosas.

Me contaron lo que dijo Soriano, y yo contesté: «Lo que le pasa a Soriano


es que es un cursi».
El poco éxito y la cólera se calmaron pronto, y empecé a mirar mis
fracasos parisienses con cierta sorna y como algo divertido.
CUARTA PARTE

PRIMEROS LIBROS
I

Al llegar a Madrid, en otoño de 1899, volví a reunirme con la gente


literaria.

Los tipos de las reuniones eran los mismos. Valle-Inclán, a quien ahora le
faltaba el brazo; Orts Ramos, Camilo Bargiela, Trillo, Rafael Urbano, y después
varios catalanes, el maestro Vives, Pedro Corominas, Eduardo Marquina,
Bernardo Rodríguez Serra y otros. Andaba también por Madrid un francés,
llamado Enrique Cornuty, el cual, como decía Ortega y Gasset, trajo el
decadentismo a España del mismo modo que las ratas llevan la peste bubónica
a los puertos.

Por entonces había dos tertulias de escritores jóvenes: una en el Café de


Madrid, al comienzo de la calle de Alcalá, saliendo de la Puerta del Sol a mano
izquierda, y la otra, en la misma acera de la misma calle, en una cervecería de
camareros. La del café, por la tarde, y la de la cervecería, por la noche. Íbamos
allí casi todos los escritores principiantes. Azorín acudía poco a estas reuniones.

Por esta época, yo quise publicar una colección de cuentos y de


impresiones que había escrito en distintos periódicos, y algunos de ellos los
había comenzado en el libro de las igualas, cuando era médico de pueblo en
Cestona. Este conjunto de artículos se lo ofrecí al editor catalán Bernardo
Rodríguez Serra. Era éste hombre inteligente, y se presentaba entonces como un
tipo de porvenir.

Rodríguez Serra no me conocía a mí, no había leído nada mío y no me


aceptó los cuentos que yo le ofrecí.

No sabía qué hacer con mi libro; pero entonces apareció Miguel Poveda,
que me dijo que le diera el original y que él lo publicaría. Naturalmente, por mi
cuenta.

La obra se titulaba Vidas sombrías. Del libro se hicieron unos quinientos


ejemplares, y se enviaron gran número a los periódicos de provincias. Se habló
bastante de él.

Unamuno hizo un artículo sobre el libro.

Además del artículo de Unamuno, se publicaron varios más, entre ellos


uno de Pedro Corominas y otro de Eduardo Marquina. El de Corominas me
pareció un tanto tendencioso, pues quería demostrar que todos los vascos
éramos de un carácter fúnebre, cosa falsa, pues, en general, el vasco es de los
tipos más alegres de España. Vidas sombrías produjo la curiosidad de Azorín, y,
con la generosidad que le ha caracterizado, escribió dos cartas a mi editor para
que me las comunicara a mí.

Poco después nos encontramos en el paseo de Recoletos.

—¿Es usted Pío Baraja? —me preguntó.

—Sí.

—Yo soy Martínez Ruiz.

Evidentemente, nos conocíamos ya de vista; nos dimos la mano, y fuimos


amigos hasta la vejez, y continuamos siéndolo.

Después de publicar Vidas sombrías, el editor Rodríguez Serra pensó que


podía ya editarme, y quedamos de acuerdo en que publicara una novela mía
titulada Inventos, aventuras y mixtificaciones de Silvestre Paradox, novela que había
aparecido en folletín en El Globo.

En este intervalo publiqué yo La casa de Aizgorri en una biblioteca


vascongada que dirigía don Fermín Herrán en Bilbao.

El conocimiento con el editor y la aceptación de esta novela mía para su


publicación se debió a la influencia de Ramiro de Maeztu, que conocía a
Herrán, que era escritor y hombre de negocios.

Yo había entablado relaciones amistosas con Maeztu en la redacción de


El País.

Poco después, Maeztu me llamó para que le ayudara en una cuestión que
tenía pendiente con el periodista Adolfo Suárez de Figueroa.

Maeztu, en aquella época, era muy agresivo. Había escrito artículos


contra varios escritores, entre ellos contra Gómez Carrillo. La cuestión del
desafío con Suárez de Figueroa le hizo gastar a Maeztu el dinero que tenía, y me
pidió a mí unos duros, que yo se los di.

El desafío no llegó a verificarse, y, queriendo él saldar su deuda conmigo,


me invitó a pasar unos días en casa de una tía suya que vivía en Marañón. Con
motivo de este viaje, estuvimos en Viana, pasamos por Laguardia, paramos en
un pueblo llamado Villahermosa, en donde vivían parientes lejanos de Maeztu.

Esta tierra alavesa, de donde eran algunos ascendientes míos, por


principios, no me interesaba nada; pero cuando la vi me produjo una gran
sensación. Estuvimos en Santa Cruz de Campezu, en Genevilla y Cabredo, y
pasamos unos días en Marañón.

Sentí entonces curiosidad por la comarca, y me hubiera gustado recorrer


la sierra de Corres, la Sonsierra y la cordillera de Cantabria.

En Marañón terminé yo el libro La casa de Aizgorri.

De este libro pensé primero hacer un drama, y no sé quién me dio el


consejo de que fuera a ver a Ceferino Palencia, que era entonces empresario del
teatro de la Princesa y marido de la cómica María Tubáu. Como nunca creí que
fueran a representar nada mío, hice la prueba de pegar ligeramente en el
manuscrito dos o tres páginas del comienzo y otras dos o tres del final.

Palencia me dijo todas esas vulgaridades que se dicen a los principiantes.


Que era yo hombre de talento, que no tenía experiencia del teatro…; palabrería
pura.

A los cuatro o cinco meses vi que el empresario no hacía nada; le pedí el


manuscrito, me lo devolvieron, y, al llegar a casa, noté que las dos o tres
páginas pegadas al principio y al final seguían pegadas; no las habían abierto.

De La casa de Aizgorri, Azorín publicó un artículo en La Correspondencia de


España, titulado «Las orgías del yo», y Valle-Inclán, otro en la revista Electra. Me
atribuyeron algunos una imitación de una obra de Maeterlinck, autor que por
entonces no había leído, no sé si de La intrusa o de cuál. Una lejana influencia
pudo haber sencillamente por las conversaciones.

Muchos años después, un escritor poco conocido, Martínez del Portillo,


hizo una adaptación al teatro de mi novela El mayorazgo de Labraz, y puso por
cuenta propia algunos trucos espiritistas de puertas que se cierran solas cuando
una persona se muere y demás martingalas viejas y muy conocidas. Entonces,
un periodista de la clase de los pedantes me reprochó el que yo dijera que no
había leído a Maeterlinck, cuando le imitaba; pero ¡qué se le iba a hacer!, ni yo
le había leído, ni yo había intervenido en el arreglo teatral de esa novela mía.

No es un asunto que vaya a apasionar a los historiadores del porvenir;


pero cualquier detalle puede tener interés para el que quiere darse cuenta de
algo, por muy insignificante que sea.

Por este tiempo se presentó en Madrid un suizo, que se hizo amigo mío,
Pablo Schmitz, de Basilea, a quien conocí.
Pablo Schmitz vino a Madrid a restablecerse de una enfermedad del
pecho, y pasó tres años entre nosotros.

Schmitz había estudiado en Suiza y en Alemania, y había vivido mucho


tiempo en el norte de Rusia.

Tenía el conocimiento de los dos países, para mí, entonces, más


interesantes de Europa. Pablo Schmitz era un hombre tímido, y, al mismo
tiempo, audaz: había llevado una juventud agitada. Con Schmitz hice algunos
viajes. Estuve en Toledo, en El Paular, en las fuentes del Urbión. Años más
tarde, hicimos los dos excursiones por Suiza, por Alemania y por Dinamarca.

El año 1937 estuve viviendo unos meses en su casa de Basilea.

Schmitz fue para mí como una ventana abierta a un mundo no conocido.


Tuve con él largas conversaciones acerca de la vida, de la literatura, de la
filosofía y del arte.

En el monasterio de El Paular solía leer Schmitz en voz alta una


correspondencia de Nietzsche.

Varios recuerdos tengo de mi amistad con Schmitz. Una vez fuimos, en


pleno invierno, al pico de Urbión, en Soria.

En la posada de un pueblo del camino, en Vinuesa, donde nos paramos,


desconfió de nosotros el posadero. Como el interior estaba tan negro y tan
sombrío, Schmitz pidió que nos pusieran una mesa en el corral, donde daba el
sol.

El posadero preparó la mesa a la que debíamos sentarnos, y echó sal


deliberadamente sobre el mantel, en lo que yo creo había un conjuro.

Notamos todos el adusto recibimiento, y cuando el hombre parecía algo


más tranquilizado, le dije yo:

—Sí, claro es, se desconfía de las gentes de paso. Es natural. En una aldea
de la sierra del Guadarrama pensaron de nosotros que andábamos por allí para
sacar las mantecas a los chicos.

El posadero nos miró y nos dijo:

—Y todo podía ser.

Nos quedamos atónitos.


Después, yo publiqué un artículo en Los Lunes de «El Imparcial», contando
lo que nos había pasado en Vinuesa, y, además, lo que había ocurrido al salir
del pueblo.

Habíamos preguntado a las mujeres de un lavadero por el camino de la


Muedra. Creyeron ellas que se trataba de una burla, y comenzaron a
insultarnos. Salimos de allí con miedo de que nos tiraran piedras, y un pastor
nos dio una dirección falsa, y nos encontramos que se nos hacía de noche, y
tuvimos que pasar el Duero, que iba helado, con el agua al cuello.

Hoy no lo hubiera hecho, aunque me hubieran amenazado con matarme.

Una vez, un domingo, llevé a Schmitz a casa de don Juan Valera.

Cuando llegamos el suizo y yo era domingo. Valera se disponía a pasar la


tarde oyendo la lectura de una de las últimas novelas de Zola, que le leía su hija.

Valera, Schmitz y yo estuvimos charlando unas cuatro o cinco horas.


Ninguno de los tres podíamos ponernos de acuerdo. Tan pronto estábamos
Valera y yo contra el suizo, como el suizo y Valera contra mí, o el suizo y yo
contra Valera; cada cual marchaba por su lado.

Valera, que vio que el suizo y yo éramos gente sin ningún sentido
conservador de carácter social, me decía a mí:

—Pero ¿usted cree que ha de llegar un día en que todos los hombres
tengan en la mesa una fuente de ostras de Arcachón, una botella de champaña
de buena marca para después del postre y una mujer a su lado con un traje
hecho por el modista Worth?

—No, no, don Juan —le replicaba yo—; es que, para nosotros, las ostras,
el champaña y Worth son supersticiones, mitos sin importancia; no nos
preocupan las ostras ni nos parece un néctar el champaña. Lo único que
quisiéramos es vivir pasablemente, y que a nuestro alrededor se viviera lo
mismo.

No nos convencíamos, y ya de noche salíamos de casa de Valera, y


estuvimos hablando Schmitz y yo de su talento y de sus limitaciones.
II

Ahora leo en un periódico suizo titulado Neu Zurcher Zeitung, del 14 de


junio de 1931, un artículo de Dominik Müller. Éste es el seudónimo de Pablo
Schmitz.

Comienza hablando del conocimiento personal que tuvo conmigo, que


terminó en una sólida y vieja amistad. Dice que ambos buscábamos en España
cosas muy distintas, por lo cual nos entendíamos perfectamente. A él le
entusiasmaba lo pintoresco de los monumentos antiguos españoles, y dice que
yo desdeñaba esto.

Luego, añade:

«Yo era para él como una ventana abierta, desde la cual podía contemplar un mundo
desconocido, pues le proporcionaba algunos de mis conocimientos de Alemania y Rusia, países que
le interesaban más que ninguno. Él declaraba más tarde, públicamente, que la cultura germánica le
era más simpática que la latina.

»Del mismo modo era para mí Baroja una ventana abierta, que me daba la posibilidad de
asomarse al mundo hispánico. Por medio de él pude conocer más profundamente a España.

»Antes de venir Baroja a Madrid, ejerció de médico en un pueblo de las provincias


vascongadas. Luego, más tarde, a ser uno de los führer espirituales españoles, por medio de sus
libros, novelas de historia, artículos críticos, llegando a sentir el pulso de la nación y dando sus
diagnósticos y pronósticos».

(Esto de los führer es un poco fantasía producida por la distancia.)

«También es estimado en Inglaterra», sigue diciendo Schmitz, «en América y en Alemania,


aunque menos conocido que Blasco Ibáñez. Sin embargo, en su propio país, su prestigio es mayor.

»La manera o modo de escribir de Baroja es unipersonal, sin fraseología, muy seca. En
nuestros países no sería extraño que se produjese un hombre así; pero en España, precisamente en
los tiempos de Baroja, donde todos los escritores, los políticos y el público estaban envenenados con
la retórica, significaba mucho.

»Baroja no es castellano, esto es, español clásico de nacimiento y de sangre, sino un vasco.
Esta influencia se ve en toda su gran obra. De su madre tiene por sus venas sangre lombarda.

»Cuando yo conocí a Baroja, deambulábamos por las calles madrileñas, charlando


incansablemente. Era en sus comienzos literarios.

»Era admirable pasear con él y sus amigos tras de las huellas del Greco, por Toledo, y por las
montañas de El Paular, durante el verano.

»Nuestras discusiones versaban sobre su primer libro, Camino de perfección, en el cual me


encontré yo personificado, como un apasionado de Nietzsche. Don Juan Valera quiso conocerme,
después de haber preguntado si el alemán era, en realidad, un ser vivo. Y como este gran señor había
sido embajador en Viena, hablaba muy bien nuestro idioma, tuve ocasión de departir con él y con
otros literatos de su tiempo, como Galdós, la Pardo Bazán y Azorín, a los que conocí por Baroja.

»Nunca olvidaré un banquete que dieron en honor de Baroja en una vieja posada madrileña.
Como por entonces no podía vivir de su literatura, pusieron él y su hermano Ricardo una panadería,
aunque no entendían nada de ello. Sus colegas se burlaban de la dualidad de su oficio. Baroja tuvo la
sabiduría de permanecer soltero.»

Después, Pablo Schmitz cuenta algunos viajes que hicimos juntos, y cómo
en una feria de un pueblo de la Engadina se desprendió una piedra del monte e
hirió gravemente a una mujer.

También cuenta la sorpresa que yo tuve al llegar a Basilea y ver en el


teatro una comedia titulada Maroto y su rey, en donde aparecía nada menos que
Aviraneta. Después explica las diferentes veces que he sacado yo a relucir a
Basilea en mis libros, desde una novela corta que aparece en los Caminos del
mundo, hasta una novela titulada Laura, o la soledad sin remedio, publicada en
Buenos Aires.
III

Poco después de conocernos, Azorín y yo fuimos a Toledo, y estuvimos a


visitar a Julio Burell, a quien habían nombrado gobernador civil de la provincia.

Burell nos convidó a comer a los dos en el Gobierno Civil.

En la sobremesa llegaron varias personas, entre ellas un autor de


comedias que se llamaba Pleguezuelo. Burell me preguntó:

—Y usted, ¿qué piensa hacer, Baroja?

—¿Yo? Ver si puedo entrar en un periódico.

Pleguezuelo me dijo entonces:

—No se lo recomiendo a usted.

—Pues ¿por qué?

—Porque es como emplear un bisturí en una carnicería para cortar carne.

Le di las gracias.

En la casa del gobernador había otro periodista, Cuéllar, que había hecho
un libro de versos y parecía un hombre enfermo y nervioso.

Algún tiempo después, no sé cuánto, encontré a Cuéllar en la calle de


Alcalá; habló un momento conmigo, y me dio una impresión de tristeza y de
desesperanza.

Azorín contó nuestra visita a Toledo en un libro titulado Diario de un


enfermo. Este libro lo publicó y lo escribió al mismo tiempo que yo escribía y
publicaba Camino de perfección, y hay algo de común entre los dos.
IV

Una persona con la que he convivido mucho tiempo, a pesar de estar


muy pocas veces de acuerdo con él en cuestiones literarias, era Valle-Inclán.

Valle-Inclán era amigo de varios gallegos que fueron también amigos


míos, entre ellos Pórtela Valladares, Camilo Bargiela y Trillo.

Bargiela era un tipo pintoresco y fantástico.

Había hecho oposiciones a una plaza de cónsul, y, según él, las había
ganado; pero Valle-Inclán, que tenía muy mala opinión de su paisano, decía que
no era verdad. Sin embargo, era cierto, porque Bargiela fue luego a Filipinas de
cónsul, y creo que, después, a Casablanca.

Varias veces hablamos de las mujeres, con las cuales no teníamos ningún
gran éxito.

Bargiela me decía que si quería tener éxito con ellas debía quitarme la
barba, dejarme el bigote a la borgoñona, como él; ponerme una chalina azul,
como él, y andar con un aire decidido y marcial, llevando el bastón agarrado
por la contera, también como él.

Estuve yo por preguntarle: «¿Y dónde están sus éxitos?». Porque yo no


los había visto.

Bargiela solía decirme:

—Usted tiene el aire de un señor corriente, médico, farmacéutico o


empleado de poca importancia.

—Naturalmente; ¿y usted?

—Yo parezco un gran rastacuero.

Esto lo decía como si fuera una ventaja. La verdad, no veía la ventaja.

Rastacuero rico, bien; pero pobre, ¿para qué?

Bargiela era buena persona, con cierta tendencia humorística; pero un


hombre muy blando; en el fondo, muy tímido. Valle-Inclán le despreciaba
profundamente, hasta unos extremos inverosímiles. Le creía incapaz de todo.
Bargiela contaba una serie de fantasías de sus compañeros de estudio en
Santiago, que a mí me parecían un tanto inverosímiles. Yo creo que tan extrañas
aventuras quizá hubieran ocurrido en Santiago en cuarenta o cincuenta años, y
él las ubicaba en tres o cuatro de su tiempo. Yo le dije una vez, y no creo que le
hiciera gracia.

—Si esto es así, habrá que creer que es cierto el antiguo epigrama
disparatado de Segarra Balmaseda.

—No lo conozco.

—Pues dice así:

En China, un mandarín

usaba en el sobaco peluquín,

y en Galicia, un tal Angulo,

tocaba la trompeta con el c…

Para hacer desatinos,

no hay como los gallegos y los chinos.

A Bargiela no le pareció graciosa esta barbaridad, de un humorismo


absurdo.

Valle-Inclán creía que la base del atractivo para las mujeres estaba en
tener las manos bien cuidadas y los pies bien calzados. Él decía que se
compraba los zapatos en casa de Villarejo, y que le costaban sesenta y setenta
pesetas, que entonces era un precio fabuloso.

Al marcharse Valle-Inclán, yo le decía a Bargiela que la opinión de Valle


era más de crítico que de escritor.

—¿Por qué? —me preguntó él cándidamente.

—Porque la preocupación de todos los críticos es convencernos a los


escritores de que lo que creemos nosotros que hacemos con las manos lo
hacemos con los pies.

Tampoco podía presentar ejemplo de la eficacia de sus tesis. Al menos,


no había tenido un gran éxito con una muchacha que iba al Café de Levante y
había sido modelo del pintor catalán Canals, a la que llamábamos Dora. Dora
tenía un entusiasmo por Canals manifiesto, y Valle, a pesar del cuidado de las
manos y de los pies, había fallado.

Canals era un tipo del Mediterráneo: moreno, esbelto, serio, de los que
son la coqueluche de las mujeres.

Una tarde de otoño íbamos por Recoletos Bargiela y yo; los dos bastante
desastrados. Las señoras pasaban elegantes, meciéndose en los landós.

Bargiela me dijo seriamente: «Amigo Baroja, estas damas nos miran con
un desvío inexplicable».

Cuando Bargiela se despidió de mí y yo me marché hacia mi casa, al


recordar la frase me eché a reír —a pesar de ir solo— a carcajadas.

Creo que si tuviera que hacer el padrón de los escritores que empezaban
a tener fama por entonces, por orden de importancia en su tiempo, sería así:

Benavente, Dicenta, Bonafoux, Burell, Navarro Ledesma, Luis Morote,


López Ballesteros, Gómez Carrillo, Unamuno, Valle-Inclán, Silverio Lanza, Fray
Candil, Alejandro Sawa, Manuel Bueno, Azorín, Maeztu, Cristóbal de Castro,
Luis Bello y Antonio Palomero.

Naturalmente, había otro padrón, principalmente de los autores de


teatro.

Como estrella de primera magnitud, entre los modernistas, estaba Rubén


Darío.

Empezaban a ser conocidos Rápide, López Pinillos, Juan R. Jiménez,


Villaespesa, etcétera.

Por este tiempo los periodistas mundanos alternaban con la gente


distinguida, y era comente ver a Luis Morote, a López Ballesteros y a Saint-
Aubin de sombrero de copa, a la puerta de Lhardy.

Delante de este restaurante solía haber un grupo de conquistadores de


mujeres, o, por lo menos, de supuestos conquistadores: el marqués de Portago,
que era un hombre decorativo y bien plantado; Liniers, el marqués de Benalúa,
el duque de Tamames, con el cómico Medrano. El duque y el cómico eran
insignificantes y sin ningún aire distinguido.
Otros tenían la pretensión, un poco cómica, de ser hombres fatales y de
terribles conquistadores. Entre esta gente mundana había alguno que otro
duelo, y se batían en una finca de la carretera de Alcalá, que se decía que el
dueño la había ganado una noche al juego a su propietario antiguo, Paco Torres.
V

Por este tiempo, en un periodicucho que se llamaba La Opinión, y era de


un señor Alba Salcedo, publiqué yo una novela como folletín. La novela se
llamaba Camino de perfección.

El señor Alba Salcedo (don Leopoldo) era un tipo curioso.

Hablaba con acento andaluz un poco bronco.

Había sido ministro de España en China y escrito varios folletos políticos


en la época de la Revolución de 1868 y en tiempos de Alfonso XII. Alba Salcedo
publicaba oficialmente cuatro o cinco periódicos, que, en realidad, eran uno solo
con distintos títulos, lo que le servía para cobrar subvenciones por cada título en
el Ministerio de la Gobernación.

El ver mi novela impresa me sirvió para darme cuenta de lo que era. El


tipo del personaje a quien llamé Fernando Ossorio lo conocí muy poco. Le vi
dos o tres veces, siendo yo estudiante del doctorado, en una cervecería de la
calle del Príncipe, y era amigo de un compañero mío médico. Él también había
estudiado medicina, creo que en Barcelona. Era joven y elegante, petulante,
muy anticatalán. El regionalismo le parecía ridículo. La primera impresión al
hablarle era sugestiva. Se mostraba lector entusiasta de Baudelaire y un poco
decadente y satánico. Dijo que las mujeres no tenían interés, porque eran
vulgares. Añadió que el arte gótico le parecía muy ramplón; que a todas sus
pequeñeces y sus adornos, él prefería El Escorial. Que para él, el Greco era el
primer pintor del mundo, y Bach, el primer músico. Que la vida no tenía
importancia, y que si pesaba demasiado, no había más que suprimirla tomando
una inyección de morfina.

No sé qué haría ese joven. No oí hablar después de él ni recuerdo su


apellido, por más esfuerzos que hago.

Este tipo, sin duda, lo engarcé yo con el pesimista, cuya novela había
escrito cuando era estudiante, y de aquí salió Camino de perfección.

A algunos les gustó este libro, y otros, en cambio, encontraron que valía
poco.

Hay unos tipos de escritores infecundos, muy cómicos, que se sienten


ofendidos porque otros escriben. Aquéllos toman un aire que quiere ser burlón
y ameno.
«El señor X ha escrito un libro, que pretende ser interesante, donde hay
retratos de hombres y mujeres, descripciones del mar y de la tierra. ¡Ja, ja! ¡Qué
cinismo! ¡Qué petulancia! ¡Qué puerilidad!»

Es cómico esto. No tanto lo que dicen como su actitud.

Recuerdan las viejas solteronas de Dickens, de Martin Chuzzlewitz, que,


en una reunión de familia, se levantan indignadas contra el señor Pecksniff, no
se sabe bien por qué, y, después de divagar sobre las narices rojas, se van con
risas desdeñosas.

No es que a mí me moleste la actitud de la crítica sobre mis libros; al


revés, me gusta; lo que sí me fastidia, o, mejor dicho, me ha fastidiado, es que
me atribuyan intenciones personales que son muchas veces estupideces.

Después de publicado este libro, Azorín y el editor Bernardo Rodríguez


Serra prepararon un banquete en una posada arcaica que estaba en la calle del
Caballero de Gracia, al comienzo, hacia la calle de Alcalá, y que desapareció con
las obras de la Gran Vía.

Este banquete se dio de noche, y asistieron a él algunas personas


conocidas en la literatura: Pérez Galdós, Ortega Munilla, Mariano de Cavia,
Valle-Inclán, Palomero, Maeztu, el comandante Burguete y otros.

En un artículo sobre la generación de 1898, en Clásicos y Modernos, dice


Azorín que esta generación se declaró romántica con motivo de este banquete,
celebrado al publicarse Camino de perfección.

La tarjeta de invitación del banquete, probablemente redactada por


Azorín, decía así:

«Ésta es la deleitosa y apacible comida que celebramos en loor de nuestro ingenioso amigo el
señor don Pío Baroja, en razón de haber dado a la estampa su peregrina novela que se dice Camino de
perfección.

»El cual convite será tenido en Madrid el martes a veinticinco días del mes de marzo del año
de gracia de 1902, a las ocho y media de la noche, en el famoso mesón y parador llamado de
Barcelona, que se halla en la calle de San Miguel, número 27 (entrando por la de Caballero de Gracia,
a la mano derecha), con la asistencia de muchos y honrados hidalgos, tan poderosos por sus hazañas
como por sus letras.

»Fecho en la prensa de Andueza, en la calle de Valverde, número 4, en Madrid».

Yo recuerdo que este banquete fue un tanto caótico. Había poca gente a
gusto. Ortega Munilla dijo que si es que se iba a hablar mal de los escritores
viejos que habían tenido la amabilidad de ir; algunos escritores jóvenes se
preguntaban por qué se me había elegido a mí para darme el banquete; Cavia
murmuró, Cornuty se puso a hablar de tú a Galdós y a pedirle cuentas de no sé
qué, y al salir Sánchez Gerona, se encontró con un grupo de señoritos, que
dijeron que el banquete era un banquete de modernistas, y que todos los
modernistas eran pederastas.

Sánchez Gerona se encontró con estos señoritos nuevamente al entrar en


un café de la carrera de San Jerónimo, ya desaparecido; le amenazaron, él le
pegó un puñetazo a uno en la cara y le tiró al suelo. Era hombre fuerte. Se
disponía a luchar con otros dos, y los separaron. Yo creo —puede ser que me
equivoque— que lo que recuerdo lo recuerdo con exactitud, y este banquete fue
muy bullanguero y muy contradictorio, y no satisfizo más que a muy pocos de
los asistentes. Desde entonces se habló de los escritores de este tiempo como si
fuéramos nietzscheanos. Pura fantasía. De Nietzsche no conocíamos más que el
olor.

Giménez Caballero se refiere a Nietzsche con entusiasmo en su libro Los


toros, las castañuelas y la Virgen, y dice que yo he aludido a la entrada de la
filosofía en España del alemán en unas páginas novelescas (Camino de perfección)
que no han sido todavía debidamente comentadas.

Siempre hay posibilidad de pensar que uno recuerda bien lo que


recuerda y ello sea una ilusión.

Desde el día del banquete, el editor Rodríguez Serra fue para nosotros,
sobre todo para Azorín y para mí, un protector, y no lo fue más porque no tenía
medios; pero si los hubiera tenido, nos hubiera pilotado con talento.

En la casa de Rodríguez Serra, que vivía en la calle de la Flor, conocimos


a varios escritores, entre ellos a Ciro Bayo y a algunos catalanes, entre los cuales
se distinguían Pedro Corominas, Eduardo Marquina y Amadeo Vives.

Pedro Corominas era un tanto pesado, física y espiritualmente. Se creía


una gran cosa. Quería convencernos de que la literatura española no era nada
apreciable, enfrente de la catalana, y quería también demostrarnos que no había
habido nunca en España poetas como los catalanes.

Escribió de mis cuentos Vidas sombrías un artículo, atribuyendo a los


vascos un carácter tétrico, lo cual no creo que sea cierto.

El maestro Vives, amigo suyo, le tenía por una eminencia.


Se contó después que en Barcelona, un poeta de allá solía andar con una
muchacha un poco alegre, que le pedía constantemente un madrigal. El poeta le
hizo el madrigal, que decía así:

Eres más fresca que una rosa

y más p… que las gallinas.

Eres más pesada que la prosa

de don Pedro Corominas.

Y esto era verdad, porque la característica de don Pedro Corominas era el


ser pesado.
VI

El tener yo una panadería sirvió, naturalmente, como argumento literario


contra mí. Se hicieron todos los chistes fáciles que se pueden hacer contra uno.
«Es panadero. Tiene mucha miga… Son cosas bien amasadas», etcétera,
etcétera.

El medio literario es tan pequeño y tan raquítico como todos los demás.

Algunos creían que yo era un mozo de tahona, y un pobre hombre de la


Casa Hernando, que era don Gabino Páez, decía: «Mire usted que publicar
libros de un panadero».

Como digo, muchos creían que yo era un bruto. Algunos, no.

Recuerdo un señor que estuvo muy poco tiempo entre nosotros, una
semana o cosa así, que sabía historia, que llegaba del extranjero y que venía al
café; éste me dijo una vez, al oír nuestras discusiones críticas y etnográficas:

—El único que tiene aquí tipo de noble europeo es usted.

Yo me eché a reír, y le advertí:

—Pues no lo diga usted, porque se van a echar encima de usted.

Hasta los mismos catalanes, a pesar de ser ellos fabricantes, la primera


cosa que me lanzaron a la cara fue el ser panadero. Yo no sé si el calicot está por
encima de la harina, o la harina por encima del calicot. Es un tema a discutir,
como decía Maeztu en sus tiempos de extranjerizante.

En esta cuestión no soy ecléctico; a la hora de comer prefiero la harina en


forma de pan, y a la hora de lucir, el calicot.

Cuando me presenté concejal salió una hoja anónima con el título «Fuera
caretas», y la parte que hablaba de mí comenzaba diciendo: «Pío Baroja, que es
literato y tiene una panadería…».

Hace años, en un periódico de América, escribió un crítico de Madrid


que yo tenía dos personalidades: la de escritor y la de panadero… Luego me
decía particularmente que esto lo escribía sin mala intención. Si yo dijera de él:
«Fulano, que es escritor y conoce bien la tela, porque su padre tuvo un comercio
de paños…», le parecería molesto.
Otro periodista, en un diario que se publicaba durante la primera gran
guerra, El Parlamentario, me atacó, según me contaron entonces, como fabricante
de panecillos y bebedor de sangre de los obreros.

En nuestra sociedad literaria, y en la no literaria, era más denigrante


tener una fabriquita o una tiendecita que cobrar del fondo de reptiles o de las
casas de juego.

Así que, a mí, cuando me hablan de la democracia, me entra una risa tal,
que me pasa como a aquel filósofo griego de que habla Diógenes Laercio, que
murió a carcajadas al ver un burro comiendo higos.

Hay gente tan estúpida, que cree que el que ha sido panadero o zapatero
tiene cara de ello, y el que ha sido general o magistrado, también.

Algunos pobres necios, preocupados con eso, me preguntaron cuando


supieron que iba a ser académico:

—Pero ¿usted se va a poner el frac?

—Sí; ¿por qué no?

Esta ridícula preocupación del frac se da en mucha gente.

Como me vieron en la Academia con frac, como cualquiera, se quedaron


maravillados, como si hubiera hecho una maniobra de prestidigitador. Yo les
decía: «Hay que ser muy tonto para pensar que para llevar un frac
medianamente hay que ser un aristócrata o un político. Yo he estado en
Inglaterra y en Francia en casas elegantes, y he visto que los que llevan el frac
con más desenvoltura y elegancia son los criados, lo cual no tiene nada de
particular, porque a éstos se les elige por el tipo, y a los invitados, por su
posición o por su talento».
VII

Ahora no me choca; pero antes me ha chocado que la gente piense que


unas personas tengan como el derecho de atacar y satirizar a otras, y los
atacados no tengan, a su vez, la libertad de contestarles de la misma o parecida
manera. Unos tienen atribuciones para todo y otros para nada.

Hace más de cuarenta años, cuando yo empezaba a escribir, dos


periodistas, el uno Nilo Fabra y el otro no recuerdo quién era, me decían en un
café de Madrid, sonriendo:

—¿Sabe usted lo que dice Rubén Darío de usted?

—No. ¿Qué dice?

—Dice: «Pío Baroja es un escritor de mucha miga. Ya se conoce que es


panadero».

—¡Bah! No me ofende nada. Yo diré de él: «Rubén Darío es un escritor de


buena pluma. Ya se conoce que es indio».

La sonrisa de los dos periodistas desapareció, y uno de ellos dijo:

—Eso es un insulto.

—No. ¿Por qué va a ser un insulto?

Con otros escritores me ha pasado algo parecido. Hace unos veinte años
me mordió en Vera un perro, y fui a Madrid a ponerme inyecciones
antirrábicas, y Luis Bello escribió un artículo diciendo que no se sabía quién de
los dos inocularía la rabia al otro, si el perro a mí o yo al perro.

Según la pragmática evangélica que los escritores y periodistas tienen…


para los otros después de esta piadosa duda, yo debía de hablar bien de Bello y
hasta elogiarle. Naturalmente, no lo hacía, y hablaba mal de sus artículos, en
justa reciprocidad.

Los escritores españoles quieren que los demás tengan espíritu


evangélico; pero ellos, no. A mí me han deseado la muerte varias veces.

A mí me parece muy lógico responder a la acritud con la acritud y a la


simpatía con la simpatía.
No faltaría más que en un ambiente como el literario, en donde no hay
ninguna cordialidad y todo el mundo muerde si puede, se exigiera a los demás
una benevolencia idealista y romántica para el prójimo.
VIII

En una revista de Barcelona, titulada Mediterráneo, veo un artículo por F.


del Sol sobre un periódico llamado Arte Joven, y que dice así:

LA REDACCIÓN DE «ARTE JOVEN»

«Redactaban aquella aguerrida hoja intelectual Francisco A. Soler, director; José Martínez
Ruiz, hoy más conocido por Azorín; Pío Baroja, el fecundo novelista, autor de las Memorias de un
hombre de acción; Alberto Lozano, un gran poeta y un gran bohemio, que murió trágicamente; Ramón
Godoy, que escribió, con Enrique López Alarcón, La tizona; Silverio Lanza, profundo pensador, que
desde su retiro de Getafe lanzaba a los cuatro vientos sus prosas; Camilo Bargiela, siempre atildado y
elegante, presintiendo, tal vez, su ingreso en el cuerpo consular; Pedro Barrantes, otro poeta y
también bohemio por excelencia; Raventós, que, a no haber muerto, sería hoy el mejor de nuestros
humoristas, y Ramiro de Maeztu, que, según se asegura en los mentideros, va para ministro del
actual Gobierno, y que en aquellos días llamaba la atención por su revolucionarismo y por su levita
de un color muy claro, casi blanco, que hacía destacar descaradamente la mancha negra de un
sombrero de copa.

»Cuidaban de la parte artística que dirigía Pablo Ruiz Picasso, Evelio Torrent y Ricardo
Baroja.

»De la antigua redacción de Arte Joven quedaron Martínez Ruiz y Pío Baroja. Martínez Ruiz,
el admirable prosista de La Voluntad y Los Pueblos, ahora en el escaño del Congreso.

»Pío Baroja es el único que se destaca vivo y triunfal de todo este montón de cadáveres.
Sigue siendo una especie de ciprés al borde de tantas sepulturas. Baroja es uno de nuestros novelistas
mejores… Su desilusión y su humorismo le han forzado a engendrar páginas que reputo de
admirables. Pero no olvidéis que, cuando apareció Arte Joven, Baroja había publicado ya su libro
Vidas sombrías (1900), y que, por consiguiente, era ya entonces algo más que una esperanza».
IX

En esta época de mis comienzos literarios creo que se podrían señalar


varias tendencias literarias nuevas y seminuevas. En el teatro, la predominante
de Benavente, que tenía la mayoría de los sufragios del público y que había
hecho olvidar la de Dicenta; en la novela, Blasco Ibáñez, Unamuno, Valle-Inclán;
en el ensayo, Azorín, que por entonces no había escrito novelas. En poesía debía
de haber distintas tendencias; pero creo que la mayoría de los poetas incipientes
seguían a Rubén Darío. Aún quedaba Salvador Rueda, que pretendía luchar con
la influencia francesa de Rubén y que debía de tener algunos partidarios.
También debía de tenerlos Gabriel y Galán. Yo, como he sido poco lector de
versos, no me enteraba gran cosa de lo que hacían los versificadores.

Poco después, en la novela, se disputaban el público Blasco Ibáñez,


Unamuno, Azorín, Valle-Inclán, Pérez de Ayala, Felipe Trigo y algún otro. Más
tarde entró en la liza Gabriel Miró, que tuvo grandes partidarios.

Blasco Ibáñez, evidentemente, es un buen novelista; sabe componer,


escribe claro; pero, para mí, es aburrido; es un conjunto de perfecciones
vulgares y mostrencas, que a mí me ahoga. Tiene las opiniones de todo el
mundo, los gustos de todo el mundo. Yo, a la larga, no le puedo soportar.

Azorín está muy bien, pero es muy poco novelista. No le gusta el


misterio ni lo dramático, huye de todo ello, y parece que su ideal es lo estático y
la desilusión de la vida ante una luz clara.

Felipe Trigo es lo contrario en malo; quiere encontrar misterios en la


peinadora, en el comisionista, en el estudiante, en el café de una ciudad de
provincia, y se arma unos conflictos sentimentales y sensuales absurdos. Es
como un Pérez Escrich de lo erótico, con un estilo confuso, revuelto y turbio. A
mí me dijo una vez que, cuando en una de sus novelas necesitaba un
intermedio, un relleno entre dos hechos importantes, ponía uno o varios
párrafos confusos que no querían decir nada. Es como si un cocinero, en los
postres, entre la poire et le fromage, pusiera unos dulces hechos con serrín.

Pérez de Ayala y Gabriel Miró son escritores atildados; pero hay en ellos,
para el público corriente, mucho enjuagarse con el estilo, mucho recrearse en la
palabra, cosa que a la mayoría no nos interesa profundamente.

Esto es algo para especialistas, para técnicos, no para el lector normal que
lee un libro para entretenerse, no para aumentar su vocabulario.

El gusto por la literatura de Valle-Inclán lo comprendo en cierta clase de


público; el de Unamuno lo comprendo menos. El público de Valle-Inclán es el
que ha sido entusiasta del modernismo, del decadentismo, de lo diabólico.
Barbey D’Aurevilly, D’Annunzio, Oscar Wilde, un poco Baudelaire, princesas,
marquesas, palacios, salones, títulos, perfumes, estatuas, todo un poco falso;
pero esta admiración ha existido siempre. Ahora, el público de Unamuno ya no
lo comprendo. Sus novelas son pesadas deliberadamente, no tienen interés
psicológico, al menos general, ni dramático, ni folletinesco. Muchas veces
parece que están escritas para molestar al lector, y, no sólo al lector amanerado
y rutinario, sino a todos.

Yo no tengo ningún motivo de antipatía personal contra Unamuno; pero


cuando intento leer sus libros, pienso que son como una venganza contra algo
que no sé lo que es.

Muchas veces pienso también que para tipos como Unamuno, el vivir y
escribir en países como España, mal conocidos en el extranjero, es una ventaja,
porque el lector de fuera que no le comprende piensa al leerle: «Aquí,
evidentemente, hay algo privativo del país, que yo no penetro bien».

Creo que Unamuno tenía mucho de patológico en la cabeza, sobre todo


un egotismo tan enorme que le aislaba del mundo, a pesar de que él creía lo
contrario.

Valle-Inclán también tiene egotismo; pero no era nada al lado del de


Unamuno.
X

Los amigos nuevos que tuve en aquella época procedían: unos, de la


tertulia del café; otros, de la redacción de Arte Joven, y otros, de la casa de
Rodríguez Serra.

Entre los escritores tuve yo bastantes hostilidades. Uno de los que


sentían por mí una enemistad oscura era Dicenta. Era una enemistad ideológica,
y que luego se acentuó con un artículo que yo escribí en El Globo sobre su
drama Aurora, en el cual decía que Dicenta no era hombre de ideas nuevas y
libres, sino escritor lleno de preocupaciones viejas sobre el honor y la honra.

Dicenta, una noche, y esto, que yo lo sabía, me lo contó años después él


mismo, estando en el Café de Fornos, interpeló a un joven que se encontraba en
una mesa cenando, y le provocó a discutir, creyendo que me tenía a mí delante.

El joven, asustado, estaba sin chistar.

—Aquí —le gritaba Dicenta— vamos a discutir eso.

—Yo no tengo que discutir nada con usted —le dijo el joven.

—Sí, señor, porque usted ha afirmado en un artículo que yo no tengo


ideas nuevas y revolucionarias.

—Yo no he afirmado eso nunca.

—¿Cómo que no?

—No, señor.

—¿Usted no es Pío Baroja?

—Yo, no, señor.

Dicenta dio media vuelta y se volvió a su sitio.

Después, Dicenta se hizo amigo mío, nunca mucho, porque creía que yo
no le reconocía todo su mérito personal y literario.

Yo no podía creer que un escritor, porque tuviera un éxito o fuera mejor


que la generalidad, pudiera zafarse de las leyes que existían y existen para los
demás. Yo no pensaba que porque un hombre hubiera hecho un drama mejor o
peor podía permitirse el lujo de disparar un revólver en un café o de atropellar
a un sereno. También me parecía absurda la glorificación que hacía Dicenta de
algunos escritores. Así, decía, por ejemplo, que la muerte de Emilio Zola él la
había sentido más que la muerte de su madre.

Esto me parecía un perfecto disparate.

Con relación a Zola, yo tuve varias discusiones. Unas con Dicenta,


afirmando yo que Zola me parecía un escritor de un gran brío, de una gran
brillantez, pero un mediocre psicológico, sobre todo de psicología individual.

Por otro lado, solía discutir con Valle-Inclán, que creía que Zola era un
escritor malo, y que su obra no era más que un conjunto mediocre de cosas
cogidas aquí y allá.

Otro tipo que tenía por mí hostilidad era Alejandro Sawa.

A Sawa le conocí una noche en el Café de Fornos. Estaba yo con un


amigo, que me presentó a él. Era hacia 1900. El hombre se mostró un poco
endiosado.

La verdad es que no había leído nada suyo; pero me impuso su aspecto.

Un día fui tras él dispuesto a hablarle; pero luego no me decidí. Unos


meses después le encontré una tarde de verano en Recoletos, con el francés
Cornuty, y le saludé. Cornuty y Sawa fueron hablando, recitando versos de
Verlaine, y me llevaron a una taberna de la plaza de Herradores. Bebieron ellos
unas copas, pagué yo, y Sawa me pidió tres pesetas. Yo no las tenía, y se lo dije.

—¿Vive usted lejos? —me preguntó Alejandro con su aire orgulloso.

—No, bastante cerca.

—Bueno, pues vaya usted a su casa y tráigame usted ese dinero.

Me lo indicó con tal convicción, que yo fui a mi casa y se lo llevé.

Él salió a la puerta de la taberna, tomó el dinero y dijo:

—Puede usted marcharse.

Era la manera de tratar a los pequeños burgueses admiradores en la


escuela de Baudelaire y Verlaine.
Después, cuando publiqué Vidas sombrías, algunas veces, a las altas horas
de la noche, solía ver a Sawa con sus melenas y su perro. Me daba la mano con
tal fuerza que me hacía daño, y me decía en tono enérgico: «Sé orgulloso. Has
escrito Vidas sombrías».

Yo lo tomaba a broma.

A Sawa le oí por primera vez la canción de Verlaine, de Romanzas sin


palabras:

Il pleure dans mon cœur.

Comme il pleut sur la ville.

Quelle est cette langueur

qui pénètre mon cœur?

…………………

C’est bien la pire peine

de ne savoir pourquoi,

sans amour et sans haine,

mon cœur a tant de peine.

¿Por qué este pobre Sawa, que era tan retórico y tan huero, tenía tanto
entusiasmo por un poeta como Verlaine, tan opaco, y que no se parecía a él en
nada?

La gente toma de las cosas y de los hechos lo que les gusta a ellos y lo
que no es esencial. Así, Gómez Carrillo era entusiasta de París; pero era del
París de los rastacueros y de los aventureros internacionales.

Un día, Alejandro Sawa me escribió para que fuera a su casa. Vivía en la


cuesta de Santo Domingo; fui allí, y me hizo una proposición un poco absurda.
Me dio cinco o seis artículos suyos, ya publicados, y unas notas, y me dijo que,
añadiendo yo otras cosas, podíamos hacer un libro de impresiones de París, que
firmaríamos los dos.

Al mismo tiempo le adelantaría algún dinero a cuenta de lo que se podía


ganar con la edición.
Leí los artículos, y no me gustaron; me parecieron muy altisonantes y
muy vacuos. Cuando fui a devolvérselos, me preguntó:

—¿Qué ha hecho usted?

—Nada. Creo que va a ser muy difícil que colaboremos los dos. No hay
soldadura posible entre lo que escribimos.

—¿Por qué?

—Porque usted es un escritor elocuente, y yo, no.

La frase le pareció muy mal.

Otro motivo de enemistad de Alejandro contra mí fue una opinión de mi


hermano Ricardo.

Ricardo quería hacer un retrato al óleo de Manuel Sawa, hermano de


Alejandro, que cuando llevaba barba tenía un gran carácter de rabino, y que
cuando se afeitó parecía un granujilla insignificante.

—Y yo —dijo Alejandro—, ¿no tengo más tipo para un retrato?

—No, no —dijimos todos—. Manuel tiene más carácter.

Esto pasaba en el Café de Lisboa.

Alejandro no replicó nada; pero unos momentos más tarde se levantó, se


contempló en el espejo con nerviosidad, se arregló la melena, y después,
mirándonos de arriba abajo, y pronunciando bien las letras, dijo con retintín:

—M…

Luego se marchó del café.

Pasado algún tiempo, le dijeron a Alejandro que yo le había pintado en


una novela, y me tomó cierto odio. A pesar de esto, de cuando en cuando nos
veíamos y hablábamos afectuosamente.

Un día me llamó para que fuera a verle. Vivía en la calle del Conde-
Duque.

Estaba en la cama, medio ciego. Tenía el mismo espíritu y la misma


preocupación por las cosas literarias de siempre. Dijo que Dicenta era un bestia
a quien había que colgar por los pies; que Valle-Inclán y Gómez Carrillo eran
imitadores suyos, y que Benavente era mezquino, de frase insignificante, y que
el único que valía era Rubén Darío.

De mí dijo que yo no era latino, que se había engañado conmigo; que, al


leer el primer libro, Vidas sombrías, me había tomado por un catecúmeno de la
tribu profética de los inspirados de los países del sol; pero que veía que pastaba
en otros campos nórdicos, de crueles y estériles ironías, que a él no le
interesaban.

Esto de la estéril y cruel ironía lo empleaba con frecuencia también


Cornuty en la charla.

Otro hermano de Sawa, Miguel, que estaba en casa de Alejandro, dijo


que el sombrero que yo tenía, un sombrero que había comprado en París hacía
un mes, tenía las alas más planas que de ordinario. Alejandro lo pidió, y estuvo
tocando las alas del sombrero.

«Estos sombreros se llevan con el pelo largo», decía con entusiasmo.

Luego, meses después de su muerte, se publicó un libro suyo, en donde


Alejandro habla mal de mí y bien de Vidas sombrías. Me llama aldeano, hombre
de esqueleto torcido, y dice que la gloria no puede ir al cuerpo de un
tuberculoso.

¡Pobre Alejandro! Era, en el fondo, un hombre cándido, un tipo del


Mediterráneo, elocuente y fastuoso, nacido para perorar en un país de sol.

Aunque yo no tenga ningún entusiasmo por su obra, me queda siempre


el recuerdo de haberle oído a él recitar por primera vez:

C’est bien la pire peine

de ne savoir pourquoi,

sans amour et sans haine,

mon cœur a tant de peine.

Se aseguraba que Alejandro Sawa, en París, conoció a Víctor Hugo, y el


poeta de Hernani le besó en la frente. Se decía que desde entonces Alejandro
Sawa no se había lavado la cara. Esto, al parecer, lo inventó Bonafoux.

El escritor, que en las conversaciones aludía sin parar a sus estancias en


París, era como una contrafigura de Alfonso Daudet: moreno, con cierto aire
apostolar, melenas y barbas negras. Además, esto ya por cuenta propia, iba
siempre con un perro, que entraba con él en las tabernas, pero cuya audacia
superaba a la de su amo, porque se metía en las cocinas y se comía lo que
encontraba.

Se decía que en una de sus épocas parisienses, Alejandro Sawa acudió a


visitar a un fraile exclaustrado, don José Segundo Flórez, autor de la Historia del
general Espartero, personaje amigo y partidario de Augusto Comte y uno de sus
testamentarios.

Flórez había sido uno de los discípulos más fieles de Comte, e iba a
visitarle diariamente a la casa del maestro, en la Rue Monsieur Le Prince. Sawa
pensaba sacarle dinero al ex fraile, y empleó todos sus recursos de seducción
para conseguirlo. A lo último, vencido el exclaustrado y con cara de mal humor,
le dio diez francos.

Sawa, al agradecerle la dádiva, le dijo: «Si me había usted de dar este


dinero, ¿por qué no acompañarlo con una sonrisa?».

Don José Segundo Flórez celebró la frase; pero breves semanas después
la leyó en un libro, de donde el bohemio la había tomado.

Y Alejandro Sawa se ganó un feroz enemigo en el ex fraile. Yo no sé si


esta anécdota será cierta, porque Flórez debía de ser muy viejo, si no había
muerto, en el tiempo que Sawa estaba en París.

Este pobre Sawa, que escribió un libro de artículos titulado Iluminaciones


en la sombra, ¡qué poca luz tenía para iluminar nada!

Silverio Lanza aseguraba: «De todos los de mi época, el que tenía menos
talento era Alejandro Sawa».

Dice Sawa al principio de su libro Iluminaciones en la sombra que a mí me


admiraba, y, después de llamarme paleto tétrico, añade que me he quitado la
zamarra y que me he vestido con la triste camisa de fuerza de los escritores del
tiempo.

Y esto lo he hecho porque soy un invertebrado intelectual, porque


carezco de consistencia, porque nunca la escultura ha soñado en hacer
cariátides con los tuberculosos.

Sawa era un pobre hombre sin ninguna penetración. Pensar que yo podía
ser un fracasado, un roté, como dicen los franceses, bien; pero un paleto, un
aldeano de los alrededores de Madrid, no. No porque esto sea ofensivo para mí,
sino porque no tengo ni el tipo ni el carácter. Es como Gómez Carrillo, que
decía que yo era un madrileño clásico, achulapado. Se ve que el uno y el otro
eran torpes y poco comprensivos. Yo los vi a los dos tales como eran desde el
principio.

En el libro Iluminaciones en la sombra, que encuentro en un rincón de Vera,


dice Sawa:

«Leo, leo a Baroja con mi incorregible manía de admirar siempre, y, a pesar de que ese
hombre apenas es escritor, y que, por consiguiente, me place como un campesino que me hablara de
sus cosas, yo no puedo admirarle. Cuando le conocí, su aspecto me gustó. Era un hombre macilento,
de andar indeciso, de mirada turbia, de esqueleto encorvado, que parecía pedir permiso para vivir a
los hombres. Había hecho un libro hosco, de brumosas floraciones cándidas, brazadas de cardos y de
ortigas, que intituló lealmente Vidas sombrías, y aquel paleto tétrico, en medio de nuestra sociedad,
me fue como una aparición de cosas originales y de ensueño…

»Tuvo mi sufragio, tan refractario a todo lo que no venga de lo alto; me figuro que tuvo el de
todos mis correligionarios, los que comulgan en la misma religión que yo… Pero luego… Pero
después… El campesino que yo admiraba trocó, torpe, su zamarra por el feo hábito de las ciudades;
su bella sinceridad, por el habla balbuciente o cínica de los hombres que apestan nuestra atmósfera
intelectual moderna.

»¡Oh el hablar de los simples! ¡Oh el alfabeto místico de los que tienen muchas cosas que
decir y no las dicen sino apenas! Porque Pío Baroja se ha quitado su zamarra y se ha vestido con la
triste camisa de fuerza de los pobres escritores de ahora.

»Es porque es un invertebrado intelectual. Es porque carece de consistencia. Es porque no


tenía fuerza en los riñones para resistir pesos. Es porque nunca la escultura ha soñado en hacer
cariátides con los tuberculosos».

Yo, si le hubiera visto a Sawa después de escribir esto, le hubiera dicho:


«Amigo Sawa: Se ve que no es usted psicólogo. Usted cree que yo soy un
hombre primitivo, selvático… ¡Qué error! Mi primer libro que usted comenta
no es un libro de un hombre sencillo y aldeano, de un espíritu prime-sautier,
como diríamos nosotros al volver de París; no, nada de eso; es un producto
viejo, falsamente cándido. Es un fruto podrido de ciudad. Claro, como yo tengo
cierta malicia, no he empleado esos trucos que se cree que forman el estilo.
Cierto; mi malicia no la ha notado el público, porque no ha leído el libro, y
usted tampoco lo ha notado, aunque lo ha leído; pero eso no quita para que yo
no sea lo que usted cree. De aldeano no tengo nada, y lo siento. Es verdad que
ni me gusta la aldea del sur ni del país llano; pero me gusta la aldea entre
bosques o próxima al mar. Usted piensa en la fama. ¿La fama? ¡Qué idea más
ridícula! Yo, si hubiera hablado de un autor que, en un momento de apuro, me
hubiera dado unos duros, por pocos que fueran, hubiera hablado bien de él,
aunque me hubiera parecido mala su literatura. Usted pensaba en la fama y en
la gloria. ¡Qué pobre entelequia! Quizá la gloria de Dicenta, que me decía usted
que había que colgarle por los pies por lo bruto que era, o la gloria de
Benavente, que aseguraba usted, con el asentimiento de Valle-Inclán, que no
tenía más que un arte de modista. ¡Qué candidez!».
XI

La gente aparatosa suele producir al principio cierto interés; luego, nada.


Es el caso de D’Annunzio; ha pasado el tiempo sobre él, y nadie se acuerda ya
ni de los libros ni de la figura de este autor. Todo en él es repetición, epígono: la
beffa contra los austríacos, la creación de los arditis, el principado de
Montevenoso, el vestirse de fraile en su posesión de Il Vittoriale, el disparar un
cañón en el parque de su finca, todo es tartarinesco. No ya Dostoyevski, que
será una de las primeras figuras universales del siglo XIX; pero Paul Verlaine,
más limitado en su bistró de París, solo, harapiento y con un vaso de ajenjo
delante, emociona más al mundo que el divo italiano.

A mí, al menos, toda esa teatralidad no me interesa ni me divierte nada.


Encuentro mucho más interesante el hombre espontáneo, aunque sea un bruto
y un tosco.

Hay que tener una falta de sentido literario absoluta y de sentido


psicológico para interesarse en la vida de todos esos divos tan vulgares, tan
faltos de originalidad. A mí me parecen empalagosos.

Si fuera verdad eso del espiritismo, que yo creo que ni es verdad ni


puede serlo, yo no llamaría nunca al espíritu de Napoleón. Me parece que me
aburriría con sus discursos más que Chateaubriand.
XII

Yo conocí a Silverio Lanza por un amigo suyo y mío que se llamaba


Antonio Gil.

Silverio Lanza era un hombre de cierta originalidad y que tenía un fondo


enorme de ambición fracasada y de vanidad, cosa muy lógica, porque siendo un
escritor notable, no había tenido, no ya el éxito, ni siquiera la consideración que
otros hemos disfrutado.

Yo recuerdo la primera vez que vi a Lanza, al decirle que me gustaban


sus libros, cómo le brillaban los ojos de la emoción. En aquella época no había
nadie que se ocupara de él, sobre todo no había nadie que le elogiara.

Mi amigo Gil le dedicó una poesía en romance, que ofendió bastante a


Silverio, porque decía en ella que trabajaba denodadamente por las noches en
escribir libros que al día siguiente los compraba el marqués de la Romana. Y en
el papel había dibujado un trapero, que compraba montones de volúmenes.

Silverio Lanza era hombre raro: a veces parecía hombre bueno, a veces
parecía de muy malas intenciones.

Tenía unas ideas sobre la literatura verdaderamente absurdas. Cuando


yo le mandé Vidas sombrías, me escribió una carta larguísima para convencerme
de que debajo de cada cuento debía poner la consecuencia o moraleja. Si no la
quería poner yo, la pondría él.

Silverio quería que la literatura se hiciese no como decía Quintiliano de la


historia, ad narrandum, sino ad probandum.

Cuando le envié La casa de Aizgorri, le indignó el final optimista de la


obra, y me recomendó que lo cambiase. Según su teoría, si el hijo de la familia
de Aizgorri acababa mal, la hija debía también acabar mal.

Silverio Lanza, como era hombre un poco fantástico, tenía extraños


proyectos políticos.

Recuerdo que una de las cosas que se le ocurrió fue que le mandásemos
una tarjeta de felicitación al rey el día de su mayoría de edad.

—Es lo más revolucionario que se puede hacer en este momento —


aseguraba Lanza, al parecer, convencido.

—Yo no comprendo por qué —decía yo.


Azorín y yo estuvimos de acuerdo en que era una fantasía absurda que
no venía a pelo. El rey ni se fijaría en nuestras tarjetas.

Otro de los tópicos de Lanza era una misoginia agresiva.—Amigo Baroja


—me decía—, en sus novelas es usted muy galante y respetuoso con las damas.
A las mujeres y a las leyes hay que violarlas para hacerlas fecundas.

Yo me reía.

Un día iba con el amigo Gil y con mi pariente Goñi, cuando encontramos
a Silverio Lanza, que nos llevó al Café de San Sebastián, a la parte que daba a la
plazuela del Ángel. Fue una reunión aquella bastante curiosa.

Volvió Silverio con la historia de que había que tratar a las mujeres a la
baqueta. Gil se reía, y como hombre irónico y enfermo, hacía observaciones
burlonas y un tanto lánguidas. Yo, ya cansado, le dije a Lanza: «Mire usted,
donjuán (se llamaba Juan Bautista Amorós), todo eso es literatura y literatura
manida. Ni usted ni yo podemos violar las leyes y las mujeres a nuestro
capricho. Eso se queda para los César, para los Napoleón y para los Borgia.
Usted es un buen burgués que vive en su casita de Getafe con su mujer, y yo
soy otro pobre hombre que se las arregla como puede para vivir. Usted, como
yo, tiembla si tiene que transgredir no una ley, sino las ordenanzas municipales;
y, respecto a las mujeres, tomaremos algo de ellas, si ellas nos quieren dar algo,
que me temo que no nos darán gran cosa a usted ni a mí, y eso —añadí en
broma— que somos dos de los cerebros más privilegiados de Europa».

Mi primo Goñi dijo a esto, con la gracia rara que le caracterizaba, que,
dentro de la mezquindad de la vida, de la realidad palpable, yo tenía razón;
pero que Lanza se colocaba en un plano más alto, más romántico, más ideal.

Después dijo que Lanza y él eran bereberes, violentos, apasionados, y yo,


un ario vulgar, de ideas corrientes, como las de todo el mundo.

A Lanza no le hicieron gracia las explicaciones de mi pariente, y se


separó de nosotros con marcada frialdad.

Desde entonces, Silverio tenía por mí una semiamistad y una


semienemistad; y, aunque en uno de sus últimos libros, La rendición de Santiago,
me llamaba mi gran amigo y mayor literato, yo sospecho que no me tenía gran
afecto. Yo hablé con elogio de la literatura de Lanza, y escribí algunos artículos
en que le citaba. A pesar de esto, me dijeron que yo había denigrado a Silverio.
El pequeño mundo de la literatura española ha sido de una estupidez y de una
mezquindad raras…
XIII

A Ramiro de Maeztu le conocí en la redacción de El País. Tiempo después


había escrito yo en una revista un artículo sobre Nietzsche, del cual había leído
muy poco, a base de lo que dice el escritor Max Nordau en su libro traducido al
francés con el título de Degeneración.

Maeztu me reprochó el haber escrito aquel artículo, porque decía que


Nietzsche era la única salvación para los pueblos casi moribundos, como
España.

Se comprende la idea del superhombre de Nietzsche, porque hay que ser


muy modesto para contentarse con ser hombre corriente; es decir, con ser un
animal egoísta, bajo y grosero.

He contado cómo intervine yo de testigo en un conato de desafío que


tuvo Maeztu con el periodista Adolfo Suárez de Figueroa, al cual, al parecer,
había insultado.

Maeztu no encontraba, a pesar de sus gestiones, padrinos para su duelo,


y me nombró a mí, y luego pretendió encontrar un militar que quisiera
apadrinarle conmigo. Fuimos a ver a varios oficiales; pero no aceptaban la
comisión. El proyecto de desafío acabó por indiferencia y por cansancio.

El caso fue que Maeztu se encontró sin un cuarto, porque no había


podido escribir artículos con sus idas y venidas, y que me pidió a mí unos
duros, que yo se los di. Después, sin duda para indemnizarme, me dijo si quería
ir a pasar unos días al pueblo de Marañón, donde vivía una señora que era tía
suya. Acepté la proposición y fuimos los dos juntos.

Durante la estancia en el pueblecito aquel, Maeztu hizo muchas


extravagancias. Un día me dijo que se encontraba mal del vientre, y me
preguntó qué es lo que podía hacer para curarse. Yo le dije que lo que debía
hacer era comer poco, pasar unos días con caldos y verduras y tomar algo de
láudano o bismuto. Efectivamente, por la noche había en la cena una cazuela
grande de arroz, con despojos y trozos de chorizo y de carne de cerdo. Maeztu
comió como un ogro, y pareció que no le hizo daño la comida.

Dormíamos los dos en una sala grande, él en un extremo y yo en el otro.


A la una o las dos de la madrugada le oí levantarse a Maeztu y empezar a
pasearse por el cuarto blasfemando como un furioso.

Yo metí la cabeza entre las sábanas y pude dormir.


Maeztu, a los dos o tres días, me llevó a ver no sé si la iglesia o la ermita
del pueblo, que tenía un retablo magnífico, con seis u ocho tablas de aire de
pintura germánica.

—Amigo —le dije yo—, aquí el mejor día un chamarilero va a hacer un


negocio estupendo.

—¿Cómo? —preguntó él.

—Yo estoy seguro de que ese retablo es de un gran pintor, quizá


discípulo de algún flamenco, y que vale sus treinta o cuarenta mil pesetas, por
lo menos.

—¿Usted cree?…

—Me parece indudable, porque esto no puede ser falsificado. ¿Para qué
van a falsificar una cosa así y ponerla en una aldea?

—Yo no creo en la pintura —dijo él—. La pintura es una cosa que no


tiene ningún interés. Únicamente puede tener interés esa pintura de mujeres
desnudas, para excitarse mirándolas.

—Eso me parece un disparate.

Maeztu aceptó la idea de que el retablo podía ser bueno, y le convenció a


su tía para que lo comprara, si es que el cura quería vendérselo.

Efectivamente, fuimos a ver al cura, que parecía un coitao, como dicen los
bilbaínos. Y el cura, con un poco de sorna, dijo que por el retablo habían
ofrecido ya veinte mil duros, y que esperaba que dieran mucho más.

No estábamos muy conformes en ideas ni en opiniones Maeztu y yo, y


desde entonces él pensó que yo, sistemáticamente, le llevaba la contraria.
XIV

Poco después de llegar a Madrid encontré a Maeztu en la calle de Alcalá,


esquina a la de Sevilla, delante del café Suizo.

Estaba esperando a que saliera del Casino de Madrid, o no sé si del


Casino de la Gran Peña, que estaba en el mismo edificio, un tal Barret,
periodista americano amigo suyo[4].

Maeztu habló de Barret de una manera exaltada. Un aristócrata, con el


cual había tenido una cuestión no sé por qué motivo, había inventado, para no
batirse con él, que el americano era un invertido. La cosa no era cierta; pero de
ser cierta, el aristócrata hubiera tenido la misma razón para no batirse con Julio
César. Maeztu defendía valientemente a su amigo americano.

Poco después apareció Barret. No recuerdo de él más que habló de una


manera exaltada de que le habían querido descalificar. Este encuentro me causó
una impresión muy fugaz. Luego, veinte o treinta años después, no sé quién me
habló de Barret, y me contó algo trágico de él; que había andado por América
perseguido escribiendo en periódicos artículos subversivos y que después vino
a morir a Europa, creo que a Francia.

Para mí fue de estos hombres que pasan como sombras fugaces, y en los
cuales no se fija uno bastante para recordar su silueta.

Rafael Barret fue uno de los pocos hispanoamericanos que me dio una
impresión de seriedad. No venía, como la mayoría de sus paisanos, a acreditar
un producto como cualquier vendedor de específicos, sino a vivir, si podía, en
España. No debió de conseguirlo, y se marchó a su país, y, después de una vida
aperreada y de escribir mucho, fue a morir a Francia.

Luego, lo que he leído de Barret no me ha gustado gran cosa. Es


romántico y quejumbroso. Quizá el hombre valía más que su obra, y tuvo que
someterse para vivir en América a un trabajo ingrato y antipático.

Me dijeron que había hablado de algunos libros míos, quizá recordando


que nos habíamos conocido un momento. También me dijeron que se habían
publicado dos libros suyos en una biblioteca hispanoamericana; pero cuando
pretendí comprarlos, no los encontré. Barret fue para mí como una sombra que
pasa. Barret debía de ser un hombre desequilibrado, con anhelos de claridad y
de justicia. Tipos así dejan por donde pasan un rastro de enemistad y de cólera.
A la gente le gusta la mentira.
XV

Pocos meses después, a Maeztu se le ocurrió que debíamos de hacer


entre varios un gran folletín y publicarlo como una antigua novela por entregas.
En la cervecería de la calle de Alcalá se discutió cómo podríamos hacer esa
novela. La haríamos entre cuatro personas: Valle-Inclán, Maeztu, Camilo
Bargiela y yo. Se titularía Los misterios del Transvaal.

Un día nos citamos para reunirnos e ir a ver al editor González Rojas, que
vivía en el barrio de Arguelles.

Valle-Inclán le conocía, y aseguraba y creo que a mí me lo contó también


Galdós, que González Rojas y otro editor, Núñez Samper, habían tenido
participación en la muerte de Prim, y que los dos habían sido, antes de editores,
capataces y contratistas de obras.

Se quedó de acuerdo en que Bargiela, que vivía en la calle del Prado,


viniera a buscarme a mí por la mañana, que fuéramos los dos a buscar a
Maeztu, que vivía en la ronda del Conde-Duque, y después los tres, a la calle de
Calvo Asensio, para reunirnos con Valle-Inclán, e ir los cuatro juntos a la casa
editorial de González Rojas, que estaba también en el barrio de Argüelles.

Salimos Bargiela y yo, y llegamos a casa de Maeztu, que no se había


levantado aún.

Maeztu vivía con una chica de Bilbao. Tenía un cuarto con un balcón y
una cama. Cuando se levantó y fue a lavarse, Bargiela, que era curioso, estuvo
mirando los libros, y por malicia cogió dos ejemplares de dos obras de
Nietzsche, una de ellas Así hablaba Zaratustra. Un nietzscheano, tan entusiasta
como Maeztu era entonces del pensador alemán, resultaba que de estos dos
libros de su héroe y de su profeta no había abierto más de cuatro o cinco
páginas.

Cuando se arregló Maeztu, salimos de su casa y fuimos a la calle de


Calvo Asensio, donde vivía Valle-Inclán. Don Ramón vivía en un cuartucho
pequeño, con una cama en el suelo y una caja como mesa de noche. Tenía en la
pared tres o cuatro clavos, en donde estaba colgada toda su ropa. Sin embargo,
era un hombre tan fantástico, que, a pesar de vivir en aquella miseria negra, nos
habló seriamente de la servidumbre que tenía.

Fuimos los cuatro a la casa editorial de González Rojas, y este antiguo


albañil, después de saludarnos con mucha prosopopeya, se rió un tanto de
nosotros.
Valle-Inclán tomó la palabra, y dijo las excelencias que podía tener la
obra que le ofrecíamos. Ramiro de Maeztu sabía el inglés, había vivido en
Inglaterra de negocios bursátiles y conocía los secretos más misteriosos de las
bancas.

Bargiela era diplomático, y había estudiado la diplomacia mundial en


todos sus detalles y en todos sus secretos; yo era médico, y conocía como nadie
los venenos más activos y la manera de reconocerlos; Valle había viajado por
América, y sabía cómo se empleaba el curare y otros productos tóxicos que se
usaban todavía en los países tropicales.

El señor González Rojas oyó todas las explicaciones con un aire de


atención, y nos dijo después con cierta sorna que cuando tuviéramos el libro
escrito se lo presentáramos a él, y que él vería si le convenía o no.

Ya pudimos comprender que nuestra gestión fracasaba, porque,


naturalmente, lo que se quería era empezar a cobrar enseguida.

Después, Maeztu, que ya vio que el gran proyecto no había cuajado,


comenzó a publicar la novela en el folletín de El País.

Por cierto que yo colaboré, aunque muy poco, en esta novela, y le hice
algunas notas descriptivas sobre el Transvaal, que eran descripciones de la
plaza de Oriente, de sitios de Madrid convertidos en transvaalenses.
XVI

Creo que fue a principios de 1901 cuando se publicó mi novela dialogada


La casa de Aizgorri. Le envié un ejemplar a Galdós, que, al parecer, le gustó,
porque al poco tiempo, en una interviú que celebró con él un escritor
italoargentino, José León Pagano, le dijo don Benito: «Tenemos novelistas
jóvenes, Blasco Ibáñez, Arturo Reyes y, especialmente, Pío Baroja».

José León Pagano hizo un libro titulado A través de la España literaria. Por
este tiempo empezó a hablarse de un drama o comedia de don Benito que iba a
llamarse Electra. Unos suponían que iba a ser una comedia de aire griego; otros,
que se trataba de una cuestión de electricidad.

Por entonces, Ramiro de Maeztu me presentó a Galdós en el teatro


Español. La presentación no fue, al menos para mí, muy oportuna.

«Éste es Pío Baroja», dijo Maeztu, «hombre atravesado, que habla mal de
todo el mundo y también de usted, don Benito.»

Yo me quedé, naturalmente, sin saber qué decir.

Galdós no pareció tomar muy en serio la frase de Maeztu. Me habló de


La casa de Aizgorri con elogio, y le sorprendió algo que yo le dijera que, después
de publicado éste, era un libro que no me gustaba.

Después, Galdós estuvo hablando de lo que era su próxima obra y de las


dificultades que encontraba para su representación.

No sé cómo fue que poco después se caldeó el ambiente, y la mayoría de


los escritores jóvenes nos dispusimos a defender la obra de Galdós con un cierto
entusiasmo que podía recordar en otras proporciones los preparativos del
estreno de Hernani.

Don Benito y Maeztu fueron los que dirigieron la distribución estratégica


de los amigos en la sala del teatro Español cuando llegó el estreno. Yo tenía una
butaca cerca de Azorín. Maeztu dijo que iba a ir al paraíso.

Comenzó el drama en medio de una gran expectación. El público temía


que pasara algo.

En uno de los momentos en que aparece un fantasma, Azorín me agarró


del brazo, y vi que estaba conmovido. Cuando el joven ingeniero derriba a
Pantoja, Maeztu, desde el paraíso, con voz tonante, dio un terrible grito de
«¡Abajo los jesuítas!».
Entonces todo el público comenzó a estremecerse, y algunas señoras de
los palcos se levantaron para marcharse.

Afortunadamente, la representación acabó sin ninguna turbulencia.

Yo, si tengo que decir la verdad, quedé menos impresionado que la


mayoría.

La gente acompañó a Galdós por la calle entre gritos y aplausos.

Nosotros, los periodistas, fuimos a la redacción de El País, y escribimos


cada cual un artículo sobre el drama. El mío apareció el primero, como de
fondo.

Pocos día después, Azorín, más impresionable que yo, me dijo que
sospechaba que la obra no fuera tan buena como había creído.

Yo, la verdad, nunca había creído que fuese una obra maestra.

Azorín, que ha sido hombre de gran probidad intelectual, dentro de sus


cambios, escribió un artículo en el Madrid Cómico, hablando de Electra fríamente
y rectificando lo que había escrito en El País. Maeztu, que estaba obsesionado
por la obra, insultó a Azorín, y se encontraron los dos en un café y estuvieron
muy cerca de agredirse.

Dos o tres días después, para que el triunfo de Electra fuera todavía más
aparatoso, Luciano Berriatúa, empresario del Español, de varios teatros y de
juegos de pelota, pensó organizar a Galdós un homenaje monstruo en el
Frontón Central, y nos convocó a los jóvenes para preparar el acto. Éstos
acudieron al saloncillo del teatro Español. Galdós me llamó aparte, y me dijo
que pusiera dificultades al proyecto del homenaje en el Frontón. Añadió que
Berriatúa era una especie de Barnum, y que quería hacer algo estridente y
populachero. Barnum era un célebre empresario norteamericano que hacía
exhibiciones y se hizo millonario. Hoy está olvidado. Estábamos charlando en el
saloncillo del teatro, cuando se oyeron gritos en la plaza de Santa Ana.

Salimos varios a los balcones. Era una manifestación espontánea que


desfilaba. Galdós, dirigiéndose a mí, dijo: «Acompáñeme usted a casa».

Salimos, y, sin ser advertidos por nadie, tomamos un coche. Éste fue por
la calle del Príncipe en medio del vocerío de «¡Viva Galdós!» y «¡Muera el
clericalismo!».
Los manifestantes estaban muy ajenos de pensar que el autor de Electra
pasaba entre ellos. Galdós se escondía en el fondo del coche y fumaba sin decir
nada.

—¿Qué piensa usted hacer, don Benito? —le pregunté yo.

—Yo me voy al extranjero. Yo no tengo nada que ver con estas algaradas
—respondió, a todas luces muy molesto.

—Don Benito, yo comprendo que no tenga usted relación con un


movimiento político, si lo que presenciamos es político; pero usted no puede
negar la tendencia de su obra.

Galdós no replicó; pero le vi inquieto, y cuando llegamos a la calle de


Hortaleza, se despidió de mí muy afectuosamente.

Tengo que reconocer que la actitud de Galdós no me fue completamente


simpática. Tanta pusilanimidad me pareció excesiva. Yo creo que cada hombre
debe responder de sus acciones y de sus ideas, siempre que sean las suyas,
naturalmente, no de las que la gente le puede atribuir porque sí.

Yo, al menos, cuando me han atribuido cosas ciertas, lo he aceptado.

Ahora, cuando me han atribuido estupideces, como el que yo fuese


partidario acérrimo del comunismo, he protestado si he podido.

Como digo, Galdós fue uno de los escritores que me mostró más
simpatía. Sin embargo, yo creo que, no por ingratitud, sino por un fondo un
tanto ético, no correspondí del todo.

Yo vivía, como he dicho, en la calle de la Misericordia, esquina a la de


Capellanes, casa muy próxima al teatro Cómico, que se había inaugurado hacía
poco.

En el teatro Cómico se representaban zarzuelas y revistas y entraban y


salían cómicos y gente del coro.

Una mañana, el portero de mi casa me llamó, porque decía que una


muchacha, que debía de ser corista, había tenido un accidente y estaba casi sin
sentido en el portal.

Fui a verla, por si podía hacer algo como médico; pero cuando yo la vi
estaba repuesta.
Esta mujer era rubia, un poco desteñida. Se dijo que había sido corista,
había ido a visitar en el teatro a una de sus amigas, y le dio un desmayo delante
de mi casa.

El portero, que le llevó un vaso de agua, le preguntó qué le pasaba, si


había tenido algún disgusto, y ella dijo que estaba débil y que le había dado un
vahído.

Después contó que era la mujer del secretario de Galdós. Esta mujer
habló bastante mal de Galdós, y dio a entender que tenía motivos para quejarse
de su conducta con su marido y con ella.

Yo pregunté después, y alguien me dijo que Galdós hacía trabajar a su


secretario y se entendía con su mujer.

Si esto era cierto, no era cosa muy digna. Explotar a marido y mujer,
valiéndose de que estaban en la miseria, era bastante feo.

Hablaba dos o tres años más tarde en París con Luis Bonafoux, que era,
para mi gusto, el mejor periodista español del tiempo, hombre con un fondo
moral grande y, al mismo tiempo, rencoroso y sañudo.

Bonafoux tenía un archivo de cartas y de periódicos de todo el mundo y


muchos datos acerca de los escritores españoles. Una vez, en el bar Criterion de
la estación de San Lázaro, mientras él esperaba el tren de las afueras,
comenzamos a hablar de Galdós, y Bonafoux lo puso por los suelos. Se había
portado, según él, de una manera indigna con una muchacha abandonada que
vivía en Santander y que tenía un nombre judío. Creo que Ruth, Ruth Muller o
Ruth Morel.

«Yo le traeré a usted al bar mañana cartas de esa muchacha.»

Efectivamente, al día siguiente me trajo cartas, en las que se veía que


Galdós se había portado de una manera un poco fea y mísera con esta chica. Yo
comprendo que un hombre, llevado por la pasión, haga cualquier cosa; pero
una seducción hecha en frío, con dinero y con engaño, me parece desagradable.

Yo no sé si hablando de esto dijo o lo escribió el crítico Gómez de


Baquero, que se podía tomar impunemente todo lo que estaba en el comercio.
Pero ¿en qué comercio? ¿En el de París, en el de Pekín o en el del centro de
África? Una señora argentina me decía hace poco que en Buenos Aires se podía
comprar una muchacha en los barrios pobres.
Si se puede comprar lícitamente una mujer o un chico, hay que creer que
la civilización no es nada, y que no pasa de ser una farsa desagradable.

Don Benito debía de ser hombre un poco lioso y hasta trapacero, porque,
por lo que pude yo notar, le hicieron víctima de reclamaciones y de chantajes.

En la cuestión de la suscripción que se hizo en El Liberal, hubo allí


también algo oscuro, y no se supo si tenía razón un señor Maestre o él.

Otra cosa no muy halagüeña me contó un escritor desdichado, Modesto


Pérez, venido de Salamanca.

Un amigo suyo, y quizá él, le había dicho a Galdós que había alguien que
iba a escribir un artículo o varios hablando de los líos que había tenido, y
cuando iban a verle, Galdós sacaba la cartera y cogía un billete y se lo daba.

Galdós sabía muy bien que en su España, como en la nuestra, no había


nada ni nadie que se pudiera sostener por sí mismo, y que se necesitaba la
solícita mano del autor para defender su obra. Galdós, cuando publicaba un
libro, agasajaba a los críticos, escribía cartas a los directores de los periódicos de
Madrid y de provincias, algunas manuscritas, halagándolos, haciéndose el
humilde. Yo he visto dos o tres de estas cartas.

También a Galdós le parecía abusivo que los curas hablasen mal de sus
libros. Yo le dije: «A mí eso me parece perfectamente natural y legítimo, que
ellos hablen mal de lo que les parece y que sus enemigos puedan hablar,
igualmente, mal de lo que crean malo. Eso es el liberalismo».

En muchas conversaciones pude comprobar que en esta cuestión de


delicadeza por las personas, don Benito no era un hombre que tuviera muchos
escrúpulos.

Esto hacía que estuviera expuesto al chantaje de mucha gente, y que, a


veces, tuviera que dar dinero a derecha y a izquierda para que no se metieran
con él.

Yo creo que esta falta de sensibilidad ética hace que los libros de Galdós,
a veces con grandes perfecciones técnicas y literarias, fallen. Es lo que hace
principalmente que sus obras no estén a la altura de las de un Dickens, de un
Tolstói o de un Dostoyevski. No hay llama. No hay el hervor generoso de un
espíritu.

Porque en literatura se puede ser un cínico y un degenerado, como Paul


Verlaine; se puede ser un satánico, como Baudelaire; se puede ser un ególatra,
como Nietzsche; pero no se puede ser un cuco, que disimule ante el público sus
pequeñas artimañas y sus intrigas.

Parece esto una manifestación de ingratitud; pero si lo es, también es una


manifestación de sentido de justicia.

Después vi algunas veces a Galdós. Hablamos de la técnica de las


novelas, de los pueblos castellanos y de otras cosas que a él le interesaban. Se
veía que lo pintoresco de España, el dinero y las mujeres, era lo que más le
interesaba a él; pero de las mujeres no le interesaba su espíritu, sino su vida y
hasta sus trampas.

Por aquella época, en que había cierta afición a las mistificaciones, se


habló de que entre los republicanos federales de Madrid había un buen hombre
de holgada posición que vivía en uno de los pueblos de la provincia dedicado a
la agricultura. Era entusiasta de Pérez Galdós.

Este labrador rico, algo tosco de formas y aficionado a la lectura, tenía


una idea un tanto fantástica de su novelista predilecto. Suponía que ganaba
veinte o treinta mil duros por cada libro, y creía que debía de vivir como un
nabab y estar solicitado por las duquesas y las princesas.

Los federales, amigos del lugareño, le dijeron que don Benito era hombre
asequible, que se le podía ver fácilmente; pero el labrador no se convenció;
afirmó que jamás se atrevería a ir a su casa.

Entonces, a alguno de los amigos se le ocurrió que se podía suplantar a


Galdós con un oficial de sastre de la calle de Toledo, que se parecía al novelista,
y llevarle a aquél a casa del labrador. Éste, a quien anunciaron la visita, preparó
la comida espléndida, y en la mesa se sentó al lado del ídolo. De cuando en
cuando le hacía una pregunta, que al sastre le ponía en un brete, porque no
sabía qué contestar, principalmente porque no había leído nada de Galdós.

Suponiéndolo así, uno de los iniciados en la tramoya se puso cerca para


sacarle de apuros.

—¿Y qué obra le ha dado a usted más dinero, don Benito? —preguntó el
labrador.

—¿Qué obra? —exclamó el sastre, perplejo—. ¿Dice usted qué obra?

—Seguramente, Doña Perfecta —apuntó el amigo oficioso.

—Sí, sí; es posible, es seguro.


—¿Y cuánto le habrá dado?

—¿Cuánto?… Unos cuarenta duros —contestó el sastre, que pensaba que


una novela se cobraría, poco más o menos, como un corte de traje modesto.

—¿Quiere decir cuarenta mil duros? —indicó el amigo.

—Sí, sí; claro es.

A pesar de algunas pifias por el estilo, el labrador no sospechó la broma,


y quedó muy satisfecho de la visita de Galdós a su casa.

Estébanez aseguraba que el sillón en donde estuvo sentado el falso


novelista lo tenía el labrador apartado y cruzado con un cordón de brazo a
brazo para que nadie se sentase en él.

Esta broma de un sosias de Galdós se siguió sosteniendo cuando don


Benito comenzó a presentarse en los mítines republicanos. Se decía que el que
iba a los mítines era el sastre de la calle de Toledo, y que el novelista, mientras
tanto, estaba escondido en su casa escribiendo.
XVII

Yo no tuve ningún entusiasmo por los escritores naturalistas. Todos ellos


me han parecido de una pesadez y de un aburrimiento insoportable. No he
podido leer completa Madame Bovary, ni Salambó, ni ninguna de las novelas de
Zola, ni de Daudet, ni de Huysmans. Me parecen escritores tan aburridos como
Chateaubriand o como Rousseau.

Mi padre leía las novelas de Zola cuando salían con un interés


extraordinario, y yo, de chico, que intentaba imitarle y seguir sus gustos, no
podía con el novelista francés. A la media hora de leer estaba ya sofocado de
aburrimiento. Sin embargo, yo comprendía que era un escritor elocuente; pero
eso de la elocuencia a mí no me ha interesado nada.

Esos escritores, como Zola, Daudet, Mistral, Paul Alexis, no son franceses
típicos, son meridionales; no tienen nada de común con el tipo de escritor
francés, como Pascal, Montaigne, Voltaire, Moliere o Chamfort. Éstos me gustan
mucho más.

El mismo aburrimiento que he sentido con los naturalistas franceses lo he


experimentado cuando he intentado leer a D’Annunzio y a otros como él.

Son curiosas estas incompatibilidades. Recuerdo que un señor decía en


una librería de viejo de la calle de Jacometrezo —a la que yo llamaba el Club del
Papel—, después de comprar una novela de Blasco Ibáñez: «Yo no sé si estas
novelas son buenas o son malas; pero se empieza a leer una y no se pueden
dejar de la mano».

Si yo hubiera tenido confianza con aquel señor, le hubiera dicho: «Pues


mire usted, a mí me pasa absolutamente lo contrario. Yo no sé si esas novelas de
Blasco son buenas o malas; pero empiezo a leerlas y no puedo pasar de la
segunda página».

Lo mismo me ocurre con la mayoría de los escritores contemporáneos,


quitando algunos escritores ingleses y rusos.

Como he vivido aislado, no he tenido contagios de entusiasmo.

Recuerdo algunos periodistas de la época de juventud, entre ellos


Antonio Palomero, que decía de Jack, de Daudet, que era como la Biblia de
nuestro tiempo. A mí me parecía una mistificación de sentimentalismo
repulsiva. Valle-Inclán, en sus comienzos, era un entusiasta de D’Annunzio, de
Maeterlinck y de Barbey d’Aurevilly; a Benavente le oí hablar como de una gran
cosa de Cyrano de Bergérac, de Rostand.
Rubén Darío me decía una vez en París:

—¿Usted no lee a Remy de Gourmont?

—He leído algo de él en el Mercurio de Francia.

—¿Y no le ha entusiasmado?

—No.

—Yo creo que hay que leerlo de rodillas. Es un Menéndez y Pelayo con
alas.

—Puede que sí; pero a mí no me divierte.

Para mí, entre las novelas francesas del siglo XIX no hay ninguna que se
pueda comparar con algunas de Dickens, con dos o tres de Dostoyevski y con
La guerra y la paz, de Tolstói.

En poesía, yo no pude tener una idea de los poetas más que de los
españoles y de los franceses; y en este terreno, para mí, Verlaine es el único.
Creo que hay diez o doce poesías de este poeta que están por encima de todas
las demás de los otros poetas. Para mí, Verlaine es una cosa lejana de otra época,
como algunas canciones de ópera y algunas sonatas antiguas.

Me figuro que Enrique Heine, Shelley y Leopardi son grandes poetas;


pero yo no he leído de ellos más que algo traducido y en prosa; y no creo que se
pueda juzgar por traducciones.
QUINTA PARTE

PERSONAS CONOCIDAS
I

Por este tiempo, mi editor Bernardo Rodríguez Serra nos dijo que su
amigo y paisano Emilio Río iba a comprar el periódico El Globo, que en la época
de Castelar había sido famoso. Entonces, cuando el orador republicano dirigía
su partido, el diario tenía su redacción en la calle de San Agustín, en una casa
vieja. La gente creía que El Globo era algo como un areópago, y los artículos
enfáticos de Alfredo Vicenti, que era un gallego pomposo, parecían maravillas.

De las manos de Castelar, el diario pasó a las de Romanones, que lo llevó


al palacio de Oñate, de la calle Mayor, que era suyo. En esta segunda etapa
escribieron en El Globo Navarro Ledesma, Manuel Bueno y otros.

Luego el periódico de Romanones pasó a Ríu, ya con muy poca vida.


Emilio Ríu era un hombre pequeño, catalán, del norte de la provincia de Lérida.
Era, según se aseguraba, de familia humilde, y había llegado a ser diputado y
tenía una Revista de Economía y Hacienda que le daba mucho dinero. Se contaba
que en Barcelona el duque de Solferino, que le conocía, le había dicho una vez:
«Le voy a dar a usted mi acta de diputado».

Se suponía que esto era una promesa de poco valor, porque,


naturalmente, no es tan fácil el que un desconocido vaya a un distrito electoral
de una persona de importancia, dueña de haciendas, y lo pueda sustituir.

Se decía que Emilio Ríu hizo que el duque le diera una carta para los
electores, en donde le proponía como su sustituto, y entonces encontró algún
dinero, compró una mula y fue visitando el distrito, rincón por rincón y casa
por casa, prometiendo todo lo que podía prometer.

Llegaron las elecciones, y la gente, que se burlaba de Ríu, creyendo que


le habían dado un hueso, que no haría nada, se quedó sorprendida al ver que
Ríu salía diputado.

Entonces el joven catalán se trasladó a Madrid, y llegó a ser subsecretario


de Hacienda. Emilio Ríu discurrió que para ser político importante le convenía
tener un periódico, y pensó que le podría servir El Globo, diario que estaba
moribundo.

Emilio Ríu era ya diputado en 1902 y tenía la Revista de Economía y


Hacienda, que le daba dinero.

Ríu era pequeño, moreno y barrigudo. Al parecer, era un luchador; había


sido, según decían, mozo de una barbería y se había improvisado economista.
Emilio Ríu, que sabía mucho de economía y hacienda, no sabía nada de
literatura ni de periódicos; sin embargo, tenía conocimiento de los nombres.

Por consejo, sin duda, de Rodríguez Serra, nos llamó a varios, y formó la
redacción con Azorín, López Pinillos, Oteyza, Jardiel, Pizarroso, Aguilera y
Arjona, Serrano de la Pedrosa y yo y algunos más que no recuerdo.

Pedro de Répide, escritor de talento, madrileñista y periodista, no tenía


nada de maldiciente. Lo que me parecía un poco raro en él es que, siendo de
gustos bizantinos y decadentes, fuera después un entusiasta republicano. Una
cosa parecía que no debía armonizarse bien con la otra.

El amor por lo popular no parece que debe de vivir en paz con el


entusiasmo por los príncipes y las reinas; pero en él se daba bien.

López Pinillos era escritor que tenía su mérito. Había en él condiciones


de realista con una mordacidad sistemática de hombre de periódico, cosa que a
mí nunca me ha hecho gracia. Personalmente, era tipo repulsivo, un andaluz
gordo, seboso, con el pelo rojo, como de virutas, y que hablaba de todo el
mundo con una cólera incomprensible. Todos eran miserables bandidos,
usureros, castrados. Era la suya la maledicencia estudiada y alambicada, que
llega a provocar repugnancia.

Como persona, agrio y siempre agresivo, condición que no se


armonizaba con su figura, pues era grasiento y rojo. Recordaba algunos de esos
judíos, rubios y gruesos, que tienen aire de cerdo.

A mí, la malevolencia sistemática del escritor no me divierte nada.

Me parece lugar común pesado y aburrido. Valle-Inclán, Pinillos, los


demás del mismo tipo no me interesaban. Por eso no he frecuentado tertulias
literarias.

De Pinillos me contó una vez un periodista años después de dejar El


Globo:

—Insúa me ha dicho que Pinillos dice de usted que es usted un hombre


absurdo y que viste como un trapero.

—Bueno, pues, a cambio de eso, dígale usted a Insúa que de él habla


mucho peor y dice cosas más gordas.

Serrano de la Pedrosa era un periodista viejo que estaba muy en contra


de nosotros: de la parte de redacción llegada recientemente, se creía postergado.
De los demás que estaban en el periódico recuerdo poco.

El comandante Burguete, que entonces tenía mucho prestigio, de quien


había hablado con elogio Luis Bonafoux, nos dijo a Azorín y a mí que quería
publicar artículos en El Globo.

Azorín, Rodríguez Serra y yo le llevamos a la redacción.

La redacción de El Globo estaba, como he dicho, por entonces, en el


palacio de Oñate, y daba a la calle del Arenal, y la administración creo que
estaba hacia la calle Mayor. Había también un cuarto pequeño con una ventana
a un esquinazo, desde donde se veía la Puerta del Sol.

Llegamos a El Globo, y Ríu nos hizo pasar a Burguete y a nosotros al


cuarto pequeño, que hacía de despacho del director, e invitó al comandante a
leer su artículo.

Burguete comenzó tartamudeando.

El artículo era, evidentemente, un poco superficial; repetición de frases


de Nietzsche ya conocidas y vulgarizadas. Yo no creía gran cosa en el talento
literario de Burguete.

Al leer la primera cuartilla, Ríu le detuvo en su lectura al militar, y le


dijo: «Perdone usted, comandante; todo eso que nos lee usted es una
fantasmagoría».

Ríu dijo, como catalán cerrado, fantasmagorie.

A Burguete, la interrupción y la frase le dejaron helado, y salió de allí


diciendo que Ríu era un bárbaro.

Entre los periodistas que había en El Globo, Aguilera y Arjona era muy
entusiasta de don Joaquín Costa. Yo no lo era.

Un día, siendo yo estudiante de medicina, no sé por qué motivo no hubo


clase en San Carlos, y fuimos dos o tres compañeros hacia el Retiro, y al llegar al
Prado nos encontramos con una manifestación, una de tantas de la época.

Venía Salmerón de Barcelona, y le acompañaba don Joaquín Costa. No sé


si éste le acompañaba desde Barcelona o había ido a recibirle de Madrid.

Salmerón yo creía que vivía en la calle de Montalbán; pero, al parecer,


vivía en la calle de la Lealtad.
A su llegada, la acera próxima a la casa estaba llena de gente. Los
viajeros no podían salir de su coche, y entonces Costa salió a la calle y empezó a
dar gritos y a llamar animales y bestias a los manifestantes con una violencia
inaudita.

Ellos se marcharon con una humildad rara.

Si hubiese sido otro, el público le hubiera insultado o dado un golpe;


pero don Joaquín Costa tenía prestigio en la multitud y podía permitirse
cualquier cosa.

A mí siempre me chocó el prestigio de aquel notario aragonés.

Yo he leído poco suyo; pero algo que he leído científico o semicientífico


me parece más bien para abogados, jurisconsultos, que no para gentes del
pueblo. Sus artículos también eran largos, pesados y difícilmente legibles.

Como digo, leí poco de don Joaquín Costa, y supongo que era un hombre
muy soberbio y con una idea desmesurada de sí mismo.

En una época corta que yo fui al Ateneo, solía sentarme alguna vez con
otros en un sofá que estaba en un descansillo antes de entrar en la biblioteca.

A veces le vimos subir la escalera a Costa refunfuñando. Parecía que le


ofendía que le mirasen.

Luego, Azorín me contó que a algunos les había interpelado porque creía
que le miraban los pies.

Años más tarde, un abogado de Zaragoza me dijo que Costa tenía los
pies un tanto caprinos y que le molestaba mucho que le miraran a los pies.

También me dijo que una vez le invitaron a dar una conferencia en


Zaragoza, no sé dónde, quizá en la Lonja. Al presentarse, dio órdenes acerca de
dónde tenía que colocarse la tribuna desde la que dirigiría la palabra al público;
pero al carpintero encargado de esto se le ocurrió instalarla en otro sitio, y al
verlo Costa al día siguiente, se negó a hablar. La causa parece que era que en el
sitio donde él había dispuesto que se pusiera la tribuna no se le veían los pies, y
donde la había colocado el carpintero, sí.

Costa trataba a la gente a zapatazos.

El escritor o el político célebre y popular comprendo que llegue a serlo


por la elocuencia y la fraseología brillante; pero llegar a ser popular como
Costa, con erudición y datos históricos, es una cosa bastante rara y poco
corriente que no se da, ni mucho menos, en todas las épocas.
II

Durante algunos meses, no muchos, estuve yo de redactor jefe en El


Globo. En los primeros días del año 1902, Ríu quiso que fuera yo a Tánger a
hacer un reportaje más o menos pintoresco sobre lo que ocurría en Marruecos.

El reportaje no resultó, por muchas razones: Ríu pretendía que yo


mandara noticias de los chismes y cuentos que corrían por allí, y me dijo que
telegrafiara con una clave particular hecha a base de un libro que se titulaba La
clave de Aran, y que yo no conocía. El procedimiento me pareció demasiado
complicado. Yo tomé una nota de lo que había que hacer, y a los cuatro o cinco
días envié dos telegramas a Madrid. A mí me chocaba que esto se permitiera.
Efectivamente, no se permitía. El ministro de Estado detuvo los telegramas,
llamó a un redactor de El Globo, y como vieron que estaban redactados no con la
clave general, sino con otra, no se tomaron el trabajo de descifrarlos.

La correspondencia por artículos tampoco resultó, porque yo estuve


enfermo casi todo el tiempo. Fui con mi hermano Ricardo, y tuvimos la mala
suerte de meternos en un barquito pequeño, el Mogador.

Con un tiempo frío y desapacible, salimos una mañana del Hotel de


París, de Cádiz, y fuimos a la punta del muelle. Estaba lloviendo y venteaba de
un modo terrible.

«Menudo tiempo vais a llevar ustedes», nos dijo un marinero, envuelto


en un impermeable hecho jirones.

Bajamos a un barco auxiliar, a una cámara estrecha. A la luz de un farol


redondo había cuatro ingleses, que, por su aspecto, parecían pintores, comiendo
higos que tenían en un saco de papel. Los cuatro llevaban melena; uno, afeitado,
tenía en la cabeza una gran boina. Fue viniendo más gente, y salió el barquito
auxiliar por la bahía. Hacía un viento horrible. Estaba amaneciendo. Nos
acercamos al Rabat; pero este barco, según dijeron, esperaba aviso para llevar
tropa, y fuimos a buscar al Mogador, que era vapor más pequeño y más viejo.

Cádiz aparecía blanco sobre el mar verde, lleno de espuma. Salimos de la


bahía en el Mogador con un viento muy fuerte y mucha mar. El barco se
balanceaba de un modo terrible. A medida que navegábamos, el viento
arreciaba. El capitán, un vascongado muy serio, se puso en el puente. Todo el
mundo estaba mareado. Yo pasé largo tiempo agarrado a una cuerda en una
postura incómoda, pero que me parecía la mejor. Un prestidigitador iba
rodando de una banda a la otra ya sin sentido. El agua entraba por los agujeros
de las bordas y barría la cubierta.
Un alemán pronosticó mal del viaje.

«Hemos hecho una estupidez al entrar aquí» dijo. «Al mediodía la


borrasca se hará todavía más fuerte, y este barco no resistirá.»

Sucedió todo lo contrario. A las doce, aproximadamente, salió el sol y


calmó un tanto el viento.

Entonces pudo enderezar el rumbo el Mogador hacia Tánger. Hicimos


una fotografía de unas olas, que luego se nos echó a perder; al sacar las pruebas,
aquellas olas parecían montes.

Tardamos más de dos horas en ponernos en rumbo; todo era dar


bandazos a derecha e izquierda. Hubo alguno que recordó el crucero Reina
Regente, que naufragó por allí sin dejar rastro.

A media tarde comenzó a verse la costa de África; después, apareció


Tánger muy blanco; anclamos en la bahía y desembarcamos en un bote
tripulado por unos cuantos moros, españoles y negros, que gritaban todos,
armando una algarabía de dos mil demonios.

Yo llegué al hotel Continental completamente rendido.

En el hotel estaba el corresponsal de El Imparcial, don Vicente Vera, y el


doctor García Belenguer, que después fue médico del sultán Muley Hafid.

Había también políticos españoles en el pueblo, entre ellos Canalejas, que


se paseaba por las calles con la plana mayor de su partido.

Yo estuve medio enfermo después del mareo, no sé si reumático o si tenía


alguna cosa palúdica. Paseaba y recorría el pueblo sin ánimos y me sentaba en
el paseo del Marsham. Desde allí se veía la casa de la sherifa de Wazam, que era
una institutriz inglesa casada con un santón moro; más allá, el mar azul, y a la
derecha, a la entrada del estrecho de Gibraltar, Sierra Bullones, que aparecía con
sus peñas, y los caseríos de Tarifa y Vejer. A quien se le veía con frecuencia en el
pueblo era a un corresponsal de Times, que entonces era famoso en Marruecos,
y se llamaba Harris.

Los moros le decían «el Diablo». Era un hombre delgado, bajito, de barba
roja puntiaguda, con cierto aire de judío. Tenía una hermosa casa al otro lado de
la bahía de Tánger, ya casi en territorio cabileño. Presenciamos una acción de
las tropas del gobierno, de los áscaris, contra los sublevados.
Vimos cómo galopaban los moros y luego los áscaris que llevaban su
botín. Pasaban algunas balas por encima de nosotros.

Todo esto tenía un aire de simulacro y de cuadro de Fortuny; parecía que


se hacía más que nada para entretenimiento de los muchos curiosos que
habíamos ido a contemplar la lucha. Vimos también unos hombres que llevaban
unas cabezas cortadas en unos palos. Como digo, todo esto tenía un aire
bastante pintoresco, pero muy de teatro.

Entre las personas que más traté del hotel, por no tener muchas ganas de
salir y por encontrarme enfermo, las principales fueron el doctor García
Belenguer, Vicente Vera y un judío que no recuerdo cómo se llamaba.

García Belenguer era un loco, un insensato con talento. A su insensatez


natural unía el uso y el abuso del whisky y las lecturas de Nietzsche, que era
otro alcohol espiritual. Este médico era el que decía que sus aspiraciones eran la
cirrosis hepática y el generalato.

Hombre de pasiones violentas, se enamoró de la mujer de un pintor, y


como ella no le correspondía, le disparó un tiro.

Después, como había embarullado el asunto, le dejaron libre; pero


cuando cambiaron el juez de su causa, y éste se presentó en su domicilio a
llevarlo a las prisiones militares, García Belenguer se metió en el cuarto de baño,
se pegó un tiro en la sien y quedó muerto.

Vicente Vera era hombre tranquilo, y tenía también una afición


desmedida al whisky.

El otro, judío, era un jorobadito muy inteligente.

El doctor García Belenguer, que era un bárbaro, un día que estaba


borracho, después de elogiar la libertad de que se gozaba en Tánger, que hacía
posible que se pudiera andar a tiros en la casa sin que nadie se ocupara de ello,
para demostrarlo disparó la pistola dos veces sobre un sillón y sobre una
chimenea de su cuarto, y luego se le ocurrió decir que le teníamos que quitar la
joroba al judío amigo poniéndole una tabla en el pecho y otra en la espalda,
apretándole después con una cuerda hasta hacerle desaparecer sus
protuberancias.

El que tenía un carácter muy pintoresco era el criado moro de García


Belenguer. Éste vivía en plena fantasía.
Su héroe era el Rogui (Bu Hamara). El Rogui, para el criado del doctor
García Belenguer, era como un diablillo o como un espíritu.

Se burlaba de los soldados del sultán, se burlaba de los ingleses, se


burlaba de todo el mundo. Le prendían, pero se escapaba. Le disparaban un
tiro. Era inútil.

—¿Y por qué? —se le preguntaba.

—Porque al Rogui no le pueden matar más que con una bala de oro.

—Entonces le dispararán con una bala de oro cualquier día.

—No, no sirve.

—¿Por qué?

—Porque el Rogui tiene un pañuelo, y con este pañuelo espanta todas las
balas. Éstas no le pueden dar, y caen a tierra.

No había modo de coger al Rogui, según el criado, porque para todo


peligro que afectara a su héroe tenía su salida.
III

Algunos periodistas conocí en Tánger, entre ellos uno de Nueva York,


alto y flaco, que decía que no bebía porque era de una sociedad de abstemios.
Sin embargo, una noche apareció en el café, y de pronto cayó al suelo como una
piedra. Estaba alcoholizado.

Otro hombre a quien conocí en Tánger fue Gastón Routier, periodista


francés de Marsella. Éste era tipo de estatura mediana, grueso, grasiento, de
barba negra espesa, con lentes y una condecoración en el ojal. Andaba con
frecuencia de levita y sombrero de copa. Al oírle, daba al momento la impresión
de que era hombre cínico y poco recomendable. Un sale type, como hubiera
dicho un francés.

En Tánger me aseguraba Routier: «Hay que hacer el reportaje a la


moderna y echar a volar noticias sensacionales, aunque sean falsas».

Volví yo a Madrid, y a poco Routier fue a verme a El Globo, y me convidó


a cenar en el restaurante Los Cisnes. Noté que era muy roñoso, cosa que se da a
veces de una manera muy descarnada en los franceses.

Me dijo que iba a dejar de ser corresponsal del periódico de París Le


Journal. Me recomendaría a mí y me enviarían a viajar. Aunque no escribiera
francés no importaba, porque me traducirían las crónicas.

Esto me pareció muy agradable, aunque un poco fantástico. A cambio del


favor, yo le ayudaría en algunos negocios que tenía entre manos. No me dijo en
cuáles.

Al poco tiempo fue a verme otra vez a El Globo. Me indicó que él, con
varios capitalistas españoles y franceses, estaba metido en una gran jugada de
Bolsa al alza a base de los planes financieros de Villaverde. Era necesario que El
Globo publicara algunos artículos anunciando esta alza.

—La cosa es muy difícil —le dije yo—. El director no está, y el


administrador del periódico es un especialista en estas cuestiones y no dejará
pasar los artículos.

—Pues es una lástima. ¿Qué se podría hacer?

—Publíquelos usted, pagándolos en la administración. No costará


mucho.

Esto no le hacía maldita la gracia.


Unos días después me citó con premura en un café del pasadizo entre la
calle de Espoz y Mina y la de la Victoria, el Café de París.

—Y usted, ¿no podría entrar en la jugada? —me preguntó.

—Yo, no, porque no tengo dinero.

—No necesita usted gran cantidad. Con dos o tres mil pesetas le bastan.

—No las tengo.

Luego, días después, me dijo que iba a comprar a mi nombre, en París,


no sé cuántos valores.

—¡Ah! Muy bien —le dije yo—. Puede usted comprar a mi nombre el
bosque de Bolonia y un poco de la plaza de la Concordia y de la avenida de los
Campos Elíseos.

Él ya vio que yo no caía en el lazo. Luego resultó que la gran jugada al


alza, que, según Routier, se estaba haciendo, era, para algunos iniciados, una
gran jugada a la baja, basada en la dimisión de Villaverde, que se efectuó poco
después. Mucha gente quedó arruinada con tales maniobras, entre ellos
Longoria, el de la casa modernista de la calle de Fernando VI.

Yo hablé de esto en mi novela César o nada.

Un mes más tarde se presentó en mi casa un francés con aire de pasante


de notario un poco derrotado, que sacó un papel del bolsillo, y me dijo que yo
había perdido cuarenta o cincuenta mil francos en una operación de Bolsa en
París. Venía a preguntarme cómo iba a pagar yo esta cantidad.

—Usted está loco —le dije yo, riendo—. ¿Usted cree que yo soy tan
imbécil que no sé que para comprar algo en la Bolsa hay que tener un agente y
firmar un documento y tener garantías? ¡Vamos, hombre! Si yo he jugado antes
a la Bolsa. Si se pudiera jugar así, todos nos haríamos ricos. Se jugaba y se
perdía, no se pagaba. Se ganaba, se cobraba.

El hombre amainó sus pretensiones y me indicó que se contentaría con


un tanto por ciento modesto.

—¿Y cuánto tendría que cobrar Routier? —le pregunté yo.

—Ya veríamos —contestó él cándidamente.


—Bueno, pues dígale usted de mi parte a Routier que no le doy ni cinco
céntimos, y le añade usted que esta gestión es una mezcla de chantaje y de
estafa que me produce risa.

El hombre se marchó refunfuñando.

Tiempo después veía con frecuencia a Routier en la calle, y me miraba de


reojo.

Al comenzar la guerra de 1914 estuvo en Vera un periodista francés que


venía, según él, del Canadá. Se llamaba, si mal no recuerdo, Dallemagne.
Alguien le trajo a mi casa, y este periodista me dijo que Gastón Routier hacía el
periódico La Verdad en Barcelona y estaba al servicio de los alemanes. A mí me
tenía sin cuidado; me hubiera dado lo mismo que estuviera al servicio de los
chinos. El periodista francés debía de ser también espía, porque unos días
después le vi bajar del tren del Bidasoa en la estación de Behovia, reunirse con
el agente alemán Flamme, que vivía e intrigaba en San Sebastián, y que le
esperaba agazapado entre unos árboles. Reunidos los dos, fueron hablando
mano a mano muy secretamente. También estaba al servicio de los alemanes en
San Sebastián un periodista radical que no es cuestión de decir su nombre.

En el primero o segundo año de la guerra, al venir a Madrid, encontré a


Routier en la calle de la Montera. Yo intenté desviarme de él, pero él me paró.
Me dijo que quería felicitarme por lo que yo había escrito sobre la guerra, que
los alemanes eran una gente inmejorable, de una gran bondad, y que era una
pena que siguiera aquella lucha terrible.

—Yo no veo esa gran bondad de los alemanes ni de los franceses; al


menos en la guerra. Unos representan el derecho y la civilización, según ellos;
los otros, la cultura; pero eso no les estorba para emplear los medios más
atroces y más brutales de hacer la guerra. Creo que es posible que los zulúes o
los mandingos de cuando en cuando tuvieran más humanidad.

—Usted es un ateo —me dijo el periodista francés, no sé si en serio o en


broma.

«Por lo menos, no soy espía», le podía haber contestado yo.

Dos o tres años después, Routier murió no sé en qué hospital católico de


Madrid, no sé si de un accidente.

Creo que en el Abe Ortega y Munilla habló de Routier con elogio. Sin
duda, no se había enterado de quién era y de sus hazañas como confidente.
En la Enciclopedia Espasa se habla también de él como de un idealista.
Así se escribe la historia.

Es curioso; siempre hay entre nosotros la tendencia a confundir la


palabrería con las acciones, siempre un afán de cultivar la mentira.

En el periódico El Globo, donde estuve yo algún tiempo haciendo las


veces de jefe de redacción, teníamos un redactor que se consideraba muy
enemigo de Azorín y mío.

Era un señor ya viejo, con los ojos turbios y abultados, y de quien he


hablado antes, y que se llamaba Serrano de la Pedrosa. Aquella redacción
vetusta, negra y bastante sucia la consideraba él, sin duda, como algo de gran
importancia, y suponía que yo le había jugado una mala partida cuando me
habían puesto interinamente a hacer las veces de director. Por las noches, al
terminar el trabajo, el pobre hombre se me acercaba bastante mortificado a
preguntarme:

—¿Manda usted algo nuevo, señor director?

—No, nada; muchas gracias —le decía yo.

Como hacía poco se había representado Electra, y allí había un tipo de


traidor de melodrama llamado Pantoja, cuando hablaba con otros de mí, en vez
de llamarme Baroja me llamaba Pantoja.

Algunos redactores, que sabían que Serrano de la Pedrosa aseguraba


constantemente que Azorín y yo éramos jesuítas de hábito corto, comenzaron a
gastarle una broma cuando salía el hombre de la sala de redacción. Se ponían
todos a cantar con misterio Corazón santo, tú reinarás, y cuando volvía se
callaban y cambiaban entre sí miradas de recelo. El pobre hombre no notaba la
broma, y dijo varias veces, impulsado por la ira, que llevaba una navaja barbera
para defenderse de los jesuítas que se habían infiltrado en el periódico.

Al llegar los días de Semana Santa se pensó, como era costumbre en El


Globo, hacer una crítica de los sermones de las iglesias de Madrid. Una noche
antes se presentó el conserje del periódico y me dijo:

—Ahí hay un cura que pregunta por usted.

—¿Un cura? Es raro.

El cura era el padre Calpena, predicador de fama, de Madrid. Era un


hombre grueso, inyectado, de faz rubicunda, ojos claros y aire un tanto cazurro.
Debía de llevar peluquín. Yo le había oído hablar en público, y hablaba muy
bien, con una oratoria excesivamente fluida, un poco al estilo de Castelar y
Moret.

El padre Calpena me dijo que la crítica que se hacía de los sermones


tradicionalmente en El Globo no era mala para el clero, porque corregía la
chabacanería de los predicadores, que algunos parecían hermanos espirituales
de fray Gerundio de Campazas.

Con el fin de orientarnos a los del periódico acerca del valor de los
predicadores de Pascua, y de que nosotros, como novatos, no cayéramos en
errores de bulto, Calpena me iba a dar unas cuartillas con juicios cortos sobre
cada uno de ellos para que nos sirvieran de norma y no cometiéramos errores
en la calificación. Aceptando el ofrecimiento, me entregó las cuartillas, escritas a
mano, y se marchó.

Leí las cuartillas, que eran trece o catorce, y me quedé un tanto


asombrado. El padre Calpena ponía a los compañeros por los suelos; hacía
acerca de ellos chistes sangrientos; con uno, sobre todo, que se llamaba Sardina,
se ensañaba. El literato más bilioso no hubiera tratado a sus congéneres de una
manera tan acerba.

Luego, dos o tres años después, en Granada conocí en el hotel a un


canónigo de Madrid. Para matar el aburrimiento, él me contó muchas cosas, y
yo, entre otras, le conté la visita del padre Calpena con sus cuartillas a la
redacción de El Globo.

El canónigo quería a todo trance que se las diera. Yo le dije que las tenía
en Madrid. El canónigo estuvo en mi casa preguntando por mí. Naturalmente,
yo no le di las cuartillas. Las guardé durante algún tiempo, mientras tenían
algún interés, y luego las rompí y las eché al fuego.

Esto dije en un artículo; pero, sin duda, me figuré que había quemado o
roto las cuartillas; pero no hay tal, porque las he encontrado entre unos papeles
en mi casa en Vera.

En 1902 debió de ser cuando los Humbert fueron detenidos en Madrid.


Yo escribí un artículo diciendo que no se diferenciaban gran cosa de otros
financieros del tiempo, y que lo que habían demostrado era que tenían poca
habilidad.

Por esta época, o un poco antes, comencé yo mis preparativos para


escribir La busca. Este libro se publicó primero como folletín en El Globo, y
después, como era demasiado largo para ser un solo tomo, se convirtió en tres.
De este libro decía Andrenio (Gómez de Baquero) en un artículo: «La
busca ha recorrido toda la escala social de la imprenta. Empezó publicándose en
el folletín de El Globo. Hace muchos años, cuando aún no se había impreso el
volumen, se lo recomendé a un escritor catalán, que quería descubrir novelistas
nuevos por medio de un concurso, y que, al cabo, no descubrió ninguno
comparable a Baroja. Le puso el pero de que no era inédito. ¡La ilusión de lo
inédito! No se daba cuenta de que El Globo, en aquel momento de su
remozamiento literario, que fue el canto del cisne del viejo periódico de
Castelar, circulaba mucho menos que el Times. Quitando la república literaria,
que no es donde más se venden los libros, para el resto del público la novela de
Baroja tenía casi intacta la virginidad de lo inédito».

La busca la publicó, como he dicho antes, Francisco Beltrán, y tuvo


bastante éxito.

Desde entonces, algunos creyeron que yo no debía de hacer más que


repetir este libro y convertirme en un especialista de esta clase de literatura,
que, como decía mi pariente Goñi, tenía aire de navaja de Albacete y de
dentadura postiza.

El público está tan desprovisto de sentido literario o artístico, que quiere,


cuando un autor tiene un éxito pequeño o grande, que se repita.

A mí me decían después de publicar La busca:

—No debe usted abandonar este género.

—¿Cómo no abandonarlo? Lo que debo hacer es alejarme lo más posible


de un libro así, sea bueno o malo.

Lo mismo me dijeron cuando publiqué Juventud, egolatría. La gente no


comprende la querencia que tiene todo animal bípedo o cuadrúpedo a volver al
mismo pesebre, y que hay que separarse de todo lo fácil.

Yo he hablado de La busca con poco entusiasmo en las páginas escogidas


que publicó la Casa Calleja; de esta nota destacaré algunos párrafos.

El convivir durante algunos años con obreros panaderos, repartidores y


gente pobre, el tener que acudir a veces a la taberna para llamar a un trabajador
con frecuencia intoxicado, me impulsó a curiosear en los barrios bajos de
Madrid, a pasear por las afueras y a escribir sobre la gente que está al margen
de la sociedad.
Antecedentes de esta clase de literatura los ha habido y los hay en
muchas partes: en la novela picaresca española, en Dickens, en los rusos, en la
novela folletinesca francesa de los basfonds, que tiene su obra maestra, si no
desde un punto de vista literario, desde un punto de vista social y popular, en
Los misterios de París, de Eugenio Sue.

Los cuadros que forman La busca y Mala hierba, que la sigue, son un
conjunto de apuntes del natural, procedimiento que no es, sin duda, el mejor
para producir una obra armónica y bien perfilada.

La impersonalidad que reina en estas dos obras es una personalidad


aparente.

Navarro Ledesma decía de La busca que tenía la observación de una


máquina inerte e indiferente que pudiera registrar lo que pasara delante de ella.
Creo que Navarro Ledesma se engañaba.

La busca ha sido, de mis novelas, de las que más aceptación ha tenido. No


sé a punto fijo por qué.

Al publicarla me dio la impresión de que me aceptaban en el cónclave


literario y me invitaban a pasar. Como yo no pasé, porque, malas o buenas,
todavía tenía cosas que decir, la puerta que estaba abierta volvió a cerrarse para
mí.

La busca se ha traducido poco; sin embargo, hay traducciones al inglés, al


francés, al alemán, al italiano y al ruso. Es un libro, sin duda, demasiado local
para interesar en otro ambiente. Además, a pesar de los esfuerzos de nuestros
casticistas y madrileñistas para caracterizar el pueblo pobre madrileño, éste
tiene mucho menos carácter que el que ellos se figuran. La miseria del suburbio
de Madrid, con las variantes que produce el clima, la alimentación, etcétera, es
casi idéntica a la de París y casi a la de Londres. Yo, que he vivido últimamente
tres años y medio en la banlieue de París, he notado mucho la semejanza.

La busca ha influido algo en la idea de las personas de posición acerca de


los barrios pobres, y lo que más me ha chocado es que ha sido leída por la gente
del Rastro y de las Américas.

La primera traducción de La busca al francés, que no llegó a publicarse, la


hizo un amigo mío desertor. Este francés se llamaba Poitevin; su verdadero
nombre era Poitevin de Quarantan, de Saint-Michel de Quinson. Este amigo era
un vendeano de origen, teniente de artillería, y había estado al servicio en el sur
de Francia. Aburrido de la vida militar, se escapó y vino a España.
Poitevin era una buena persona. Un tipo de francés simpático, no de los
que creen que sólo existe Francia, y que, fuera de París, no hay más que una
infrahumanidad que apenas vale la pena de mirar.

Poitevin tradujo mi novela y escribió una carta al editor Calmann Levy


ofreciéndole la traducción.

Cuando estaba en estas gestiones cogió una bronquitis, que se le


complicó con una afección cardíaca, y murió. Murió con un gran valor y una
serenidad de estoico.

La traducción de La busca de Poitevin tuvo una serie de tropiezos y no se


publicó. Calmann Levy no la quiso. Entonces alguien, no sé quién, envió el
manuscrito al poeta Sully Prudhomme; éste, que creyó que la obra era de un
francés que vivía en Madrid, la encontró incorrecta y poco académica. De
manos de Sully Prudhomme la recogió un pariente de Poitevin y la llevó a
Francisco Coppée.

Coppée le puso algunas observaciones al margen en los pasajes


escabrosos y la devolvió a Madrid. Yo la tuve algún tiempo y se la di a Lucien-
Paul Thomas, profesor belga hispanófilo, entonces lector en la Universidad de
Giessen, que no sé qué haría con ella.

Estos años últimos, cuando en París, en el coche de Sebastián Miranda,


pasaba por el bulevar de los Inválidos y la avenida de Villars y cruzaba por
delante de la estatua de Coppée, solía pensar que aquel señor, en vida, había
tenido alguna relación literaria conmigo. Es lo que sucede al viejo que ha
llegado a conocer hombres estatuados con motivo o sin él.

La segunda parte de La busca se titula Mala hierba, y a pesar de que en el


libro de mis Páginas escogidas hablo más bien mal que bien de ella, creo que es
mejor que la primera parte.

La impresión de pánico ante la vida de irregularidad y de crimen se


refleja con bastante fuerza en este libro.

Blasco Ibáñez, como contaré más tarde, hizo La horda a base de esos libros
míos. Ciertamente es verdad que estas novelas, La busca, Mala hierba y Aurora
roja no están completamente bien cortadas. El libro de Blasco Ibáñez está mejor
hilvanado, pero siempre es un libro de imitación y no una gran cosa. Si en
literatura el rapto deber ir seguido del asesinato para ser legítimo, aquí hubo
una ligera sospecha de rapto, pero no hubo una ligera sospecha de asesinato.
Lo que hizo Blasco Ibáñez es fácil. Dar unidad a un libro empleando
fórmulas viejas de relleno; usando una retórica altisonante, es cosa que se puede
aprender, como se puede aprender a hacer zapatos. A mí eso nunca me ha
entusiasmado; me gusta la unidad, pero cuando sale del fondo del mito que ha
buscado el autor.

Mejor que esa unidad simulada que ofrece en general la novela francesa,
prefiero la narración que marcha al azar, que se hace y deshace a cada paso,
como ocurre en la novela española antigua, en la inglesa y en las de los
escritores rusos.

La tercera parte de La busca se titula Aurora roja. El asunto me obligó a


abandonar el aire aparentemente objetivo que había tomado en las dos
anteriores, y puse en ella una retórica en consecuencia con los tipos de gentes
exaltadas y un poco enloquecidas de la obra.

Yo no sabría decir ya cuáles son los originales que me sirvieron para estas
tres novelas; pero, en fin, tratándose de gentes que han vivido para el público,
no me parece impertinente hablar de ellos.

Algo de lo que se refiere a vidas de bailarinas depende del conocimiento


que hicimos hace más de cuarenta años con la Chelito.

Rodríguez Serra, el editor, que era hombre que se metía por todas partes,
conoció a doña Antonia, madre de la Chelito, en el café Universal. Trabó
amistad con ellas, y quiso presentarlas a sus amigos.

Serra nos llevó allí por primera vez a Azorín, a Alberto Lozano y a mí
para que viéramos bailar a la futura debutante y la escucháramos cantar
algunos cuplés.

Lozano dijo que cooperaría en la carrera de la joven canzonetista y se


brindó a escribir unas cuantas letras de canciones para la futura diva. Su
entusiasmo a los dos o tres días se enfrió, y me dijo a mí con su acento andaluz
cerrado: «Esta niña baila como un peón de albañil».

Al terminar la Chelito sus bailes obtuvo los aplausos precursores del


triunfo, y ya en el terreno de la intimidad, doña Antonia expuso a los amigos
sus preocupaciones respecto a la propaganda gráfica, porque los fotógrafos
hacían aparecer a la niña en sus retratos con la boca grande.

Los presentes tranquilizaron a la mamá y volvieron de cuando en cuando


por la casa, incorporando yo al grupo a mi amigo Paul Schmitz.
Mientras se acercaba la fecha de la revelación de la estrella, se hablaba de
su posible éxito. Por fin llegó y se verificó el debut en un salón de variedades de
la calle de la Montera. Doña Antonia se agenció unas canastillas de flores, que
se ofrecieron a la debutante. Cuando concluyó el espectáculo, doña Antonia me
pidió a mí que acompañara a unos mozos que llevaban los obsequios a casa del
padre, y que le dijera a éste cómo había estado la chica.

Fuimos el amigo Schmitz y yo a una casa de la calle Ancha de San


Bernardo, esquina al trozo desaparecido de la de la Flora, donde había estado el
Heraldo de Madrid en su comienzo, y que terminó con los derribos de la Gran
Vía. Subimos al piso seguidos de los dos mozos.

La criada avisó al amo de la casa, y éste dijo que pasáramos a su cuarto.


Entramos, le encontramos esperando el resultado del debut metido en la cama,
sobre cuya colcha había un braguero enorme, y fumando un cigarrillo en una
boquilla.

—¿Qué tal ha estado la Chelito? —preguntó.

—Muy bien, un verdadero éxito —le contestamos.

Paul Schmitz sonreía con un aire mefistofélico.

El padre de la Chelito permaneció un momento silencioso, filmando, y


luego dijo sentenciosamente:

—Las bailarinas son como los militares, que se crecen al fuego.


IV

Es difícil para mí saber reunir de una manera cronológica los tipos que
conocí entonces, porque algunos de ellos desaparecieron enseguida de mi
campo visual y a otros los conocí más tarde, y los recuerdo como engarzados en
otra época.

En los tiempos posteriores hubo en Madrid tres tertulias literarias


importantes: la de Valle-Inclán, la de Ortega y Gasset y la de Gómez de la Serna.

La de Valle-Inclán era la tradicional murmuración maliciosa.

El uno era un borracho, el otro era un tonto, al otro le engañaba su mujer,


etcétera, etcétera.

Valle-Inclán, como se sentía en su tertulia dictador, tenía, a veces, riñas


desagradables. Recuerdo una vez que alguien propuso una expedición a
Andalucía. De estas expediciones se proyectaban muchas y no se realizaba casi
ninguna. Valle-Inclán dijo que había que hacer el viaje en el invierno, y José
Ignacio Alberti, granadino, observó que en muchos sitios de Andalucía era muy
frío el invierno. Valle-Inclán le contestó desdeñosamente, y Alberti le dijo que
no fuera ridículo. Valle le insultó; Alberti le contestó. Valle le tiró una botella a
la cabeza. Alberti le tiró una copa. Se armó un escándalo furioso, y Valle-Inclán
apareció con la mano llena de sangre. Se había hecho una herida.

«A ver si se queda manco del otro brazo», dijo uno de la tertulia.

Sangraba mucho. Fuimos dos o tres a una botica del doctor Simón, de la
calle del Caballero de Gracia, próxima a la Red de San Luis, y yo le puse un
esparadrapo. Por cierto que el regente de la farmacia no permitió que dentro se
hiciera la cura, y tuve que pegar el tafetán en la calle a la luz de un farol.

La tertulia de Ortega y Gasset estaba formada por la admiración por el


divo, cosa muy natural, porque Ortega es un hombre de mucho talento y que
habla aún mejor que escribe.

La tertulia de Gómez de la Serna, a la cual yo no he asistido, estaba, al


parecer, calcada sobre las de París. Era, como éstas, defensora de todas las
extravagancias de última hora, y, al mismo tiempo, de un practicismo próximo
a la cuquería.

Naturalmente, la política estaba excluida de estas tertulias, porque la


política entre gente joven siempre es peligrosa.
Además, se comprende que el artista que tienda a teorías revolucionarias
en su arte puede acabar en tener teorías también parecidas en la política.

Esto no pasa siempre, porque es difícil sacar una consecuencia social de


pintar plátanos o manzanas con más color o menos color.

Sin embargo, se explica que Picasso se haya declarado últimamente


comunista, es decir, en rebeldía con la opinión general, aunque el comunismo
puede llegar a ser como empieza a ser ya en Rusia: un sistema aristocrático,
militarista y burgués.

Ahora, cubista y conservador es cosa rara. Gómez de la Serna hacía esta


mezcla, esta simbiosis, con una habilidad de dueña de pensión para jóvenes
prudentes de clase media y bien acomodada.

No recuerdo en qué época empecé yo a ir a al Café de Levante, de la calle


del Arenal.

En los cafés en donde se reunían literatos y pintores, la gente, en general,


era grosera; sin la menor delicadeza se insultaban, se decían unos a otros
enormidades. No había entre ellos una verdadera amistad. Fuera de ese lugar
común del arte, en lo demás no había nada de simpatía ni de efusión entre ellos.

Al Café de Levante y a la cervecería de la calle de Alcalá fue mucha


gente, de la cual tengo una idea vaga.

Uno de los tipos pintorescos, Leandro Oroz, era hombre que sufrió
muchas fatigas y que, a veces, no tenía para comer. Era alegre y fantástico,
pequeño y malicioso, y tenía unos ojos abultados que daban a su cara un aire
como de rana.

Oroz había nacido y vivido en Bayona, y sabía, naturalmente, muy bien


el francés. Era un poco entremetido y amigo de encontrar el lado grotesco de las
cosas.

Una noche, un joven elegante de la tertulia del café le propuso que le


hiciese un retrato de una persona de la familia, dándole una fotografía como
modelo.

Quedaron en que le pagaría treinta duros.

El pintor hizo el trabajo días después, y el cliente le entregó sus treinta


duros en monedas.
No era todavía tarde, y Oroz salió deprisa y contento y entró en un
estanco de la calle del Arenal, cerca de la Puerta del Sol. Pidió una cajetilla, y
puso un duro en el mostrador para pagarla.

—Este duro es falso —le advirtió el estanquero.

El pintor lo sustituyó por otro; el estanquero lo miró con atención, y dijo:

—También es falso.

Luego Oroz sacó cinco duros del bolsillo y los extendió en el mostrador.

—Los cinco son falsos.

Entonces, extrañado y asustado el pintor, sacó los treinta duros, y el


estanquero le dijo:

—Nada; ni uno solo es bueno.

El cliente de Oroz resultó ser un monedero falso.

El dibujante no le delató, ni tampoco nadie de la tertulia. El falsificador


era amable y simpático; pero, sin duda, tenía tal confianza en sí mismo, que no
tomaba ninguna precaución, y la policía no tardó en detenerle, y fue por diez o
doce años a un presidio.

Salió, y alguno de la tertulia le vio y estuvo hablando con él. Iba a su


pueblo, que estaba en el Alto Aragón, a vivir oscuramente con su familia.

Este hecho hizo que se hablase mucho de los falsificadores; salió a relucir
Mariano Conde, a quien a mí me lo mostraron una noche en el Café de Fornos,
y Valle-Inclán contó una historia un poco fantástica de un grabador de la calle
de la Redoncilla, que era republicano, y que había hecho, según él, unas
magníficas falsificaciones.

Valle decía que, una vez que se había encontrado en un enorme apuro,
había ido a ver a este grabador. Habían estado hablando los dos del arte de
grabar, de Goya, de Rembrandt y de otros grandes artistas, y, a lo último, le
dijo: «Puesto que está usted en tan mala situación, tome usted este billete de mil
pesetas; es falso, pero le cambiará usted en cualquier banco sin ninguna
dificultad».

Valle-Inclán decía que lo cambió; pero es posible que todo esto fuera una
fantasía.
V

Valle-Inclán se hallaba entonces en el apogeo de la altivez y de la


impertinencia, lo cual ha estado siempre dentro de la tradición literaria.

Una noche, no sé quién propuso ir a la primera o segunda representación


de una zarzuela titulada La tempranica. Éramos cinco, entre ellos dos hermanos
valencianos. Se tomó un palco.

Alguno había bebido una copa de más. Yo no tenía idea de qué zarzuela
íbamos a ver ni quién era el autor. Al entrar en el palco, uno tropezó y comenzó
a hablar en voz alta, y produjo la protesta del público. Luego se fue a sentar
delante, y lo hizo con tan mala fortuna, que tiró la silla al suelo, y, en vez de
retirarse, se asomó a mirar al público. Valle-Inclán hizo lo mismo.

Se armó un escándalo furioso, y la gente, en pie, comenzó a gritar contra


nosotros.

Vinieron unos municipales y nos llevaron a una comisaría de policía


próxima. El delegado o comisario parecía hombre amable. El municipal contó lo
que había pasado con exactitud, y el comisario tomó nuestra filiación. Cuando
llegó a Valle-Inclán, le preguntó:

—¿Cómo se llama usted?

—Don Ramón María del Valle-Inclán y Montenegro —contestó con aire


sarcástico.

—¿Profesión?

—Coronel general de los ejércitos mejicanos.

—¿Domicilio?

—Calle de Calvo Asensio, palacio —y se rió burlamente.

Entonces el comisario le advirtió en voz baja:

—Si sigue usted por ese camino va usted a ir ahora mismo atado codo
con codo a la cárcel.

Allí las jactancias se acabaron.


Años después, alguien, que no sabía que yo hubiese presenciado este
pequeño episodio, me contaba la escena, queriendo demostrarme que Valle-
Inclán se había burlado del comisario.

Hay que ser un poco cándido para creer estas cosas.

Nadie se puede burlar claramente del que tiene posibilidades de meterle


a uno en la cárcel ipso facto, como dicen los que quieren decir algunas palabras
en latín.
VI

Hace más de treinta años nos encontramos en Barcelona Azorín y yo.


Solíamos ir con frecuencia a casa de Emilio Junoy. Un día, Junoy nos llevó a los
dos a un centro de anarquistas de una calle antigua, creo que era la calle del
Arco del Teatro. Estaban allí cuatro o cinco viejos teóricos, doctrinarios y
pedantes, entre ellos uno llamado Castellote, y varios muchachitos pálidos,
exaltados, que escuchaban anhelantes y que, probablemente, se comprometían
en estúpidas empresas, inspiradas unas veces por santones y otras por la
policía.

Como los anarquistas han sido siempre amigos de la discusión y de la


controversia, plantearon un tema ante nosotros los visitantes, y yo discutí con
ellos o, si se quiere, contra ellos, intentando refutar sus utopías, afirmando que
era imposible una sociedad sin policía, sin dinero y basada en el libre acuerdo,
que esto era una ridiculez, un cuento para chicos. Naturalmente, me acusaron
de burgués, de reaccionario y de conservador y fui anatematizado.

Muchos años después estuve en Barcelona en busca de unos datos sobre


el conde de España, y me encontré a Junoy. Ya no era el radical de antes; se
sentía monárquico y amigo personal del rey. Junoy me convidó a almorzar en
un figón de la Barceloneta.

Después de comer y de tomar café, Junoy me dijo:

—Ahora, ¿qué quiere usted hacer?

—Yo, si hay libros viejos cerca, suelo ir a verlos.

—A la entrada de la Rambla los hay.

—Pues yo iré allí.

—Bueno, vamos a Santa Madrona.

Nos acercamos a los puestos, y Junoy me dijo, señalándome a un librero:

—Aquí tiene usted a este librero, que es anarquista. Por cuestión de


principios, no quiere vender ningún libro que hable de la guerra. ¿No es
verdad? —preguntó al mismo librero, que escuchaba.

—Es verdad —aseguró éste.


—¿Se acuerda usted, Junoy —dije yo entonces—, cuando nos llevó usted
a Azorín y a mí a un centro anarquista de por aquí cerca hace ya veintitantos
años?

—No, no recuerdo.

—Pues yo sí —dijo el librero—, y estuve oyendo discutir a Baroja.

Por esta misma época solía yo pasearme en Madrid casi todas las
mañanas por el paseo de Rosales.

En uno de aquellos paseos, una mañana fría de invierno, de vuelta a casa,


se me acercó un joven con traje de mecánico y aspecto extraño.

Era un tipo que yo, que creo algo en la fisiognomía, he visto con
frecuencia en los músicos, aire mogoloide y genial, cara ancha cuadrada,
pómulos salientes, ojos negros un poco torcidos y pelo rizado. El joven era
catalán.

—¿Es ésa la estación del Norte? —preguntó con acento rudo.

—Sí.

—¿Se puede bajar por ahí a la estación? —y señaló los desmontes.

—No, por ahí, no.

—¿Quiere usted mostrarme el camino? Yo le seguiré.

—Bueno.

Seguí en dirección del centro, llegué al bosquecillo de delante del cuartel


de la Montaña, y mostré al joven, que venía detrás de mí, la cuesta que baja a la
estación.

—Muchas gracias —dijo el joven al marcharse.

Por entonces había desórdenes en Barcelona. Pensé que, quizá, aquel


mozo viniera huyendo de allí y se fuera a Francia, por despistar, por Irún.

Quince o veinte años después del encuentro, al anochecer, en la Rambla,


delante del escaparate de una librería próxima al hotel donde estaba, le vi al
hombre. Le conocí por los ojos. Él me conoció también. Estaba grueso y bien
vestido, igualmente mogoloide, pero menos genial. Sentí cierto regocijo al verle.
—Usted y yo nos vimos una vez en Madrid —le dije alegremente.

—Es verdad.

—¿Encontró usted la estación?

—Sí.

—¿Sin obstáculo?

—Sin ningún obstáculo.

—¿Y ahora?

—Ahora, mire, no pienso en tonterías, sino en ganar dinero.

—Hace usted bien, muy bien.

Después pensé: éste me va a hablar de catalanismo, y como no me


interesaba la cosa, le dije:

—Bueno. ¡Eh, adiós!

Y sin más, me separé de él y me marché al hotel.


VII

Por entonces, Maeztu, Azorín y yo hicimos una gestión a favor de un


periodista carlista de Málaga, que había sido preso por el gobernador, que era
entonces don Cristino Martos (hijo), por haber denunciado el juego. Yo iba un
poco arrastrado, porque el asunto no me interesaba mucho. Vimos a algunos
políticos célebres del tiempo, y, entre ellos, a algunos carlistas, como Barrio y
Mier. También visitamos a don Nicolás Salmerón. Don Nicolás Salmerón era un
gran orador, y, tratando de sus tópicos de derecho y de política teórica, no le
aventajaba nadie; pero el buen señor, histrión inimitable, no tenía sentido
humano alguno. Fuera de su política y de su derecho, no acertaba en nada. Al
oírle se podía pensar, como dice Huarte de San Juan, que la elegancia y la
policía en el hablar no es señal de gran entendimiento.

Maeztu, Martínez Ruiz y yo tuvimos una larga conferencia con don


Nicolás para convencerle de que debía intervenir en el Congreso a favor del
periodista de Málaga que había denunciado el juego. Yo no metí apenas la
cucharada en la charla.

Salmerón contestaba al requerimiento diciendo una porción de


vaguedades, y de cuando en cuando afirmaba, con voz cavernosa: «No se puede
hacer nada; hay que derrocar el régimen».

Como si se tratara de echar una carta al correo.

Al oír a don Nicolás quedé convencido de que con hombres así no se


podía hacer gran cosa, ni en bien ni en mal. Era un doctrinario que creía en sus
frases como axiomas que no tenían réplica.

También con Azorín visité a don Francisco Pi y Margall, que vivía en un


piso tercero o cuarto del barrio de Salamanca. Me chocó lo pequeño que era.
Parecía un gnomo sabio, con sus largas barbas y su tez todavía sonrosada.

Llamamos a la puerta, y salió don Francisco, que nos dijo: «Perdonen


ustedes que les haya hecho esperar; pero en casa estamos ahora sin muchacha».

Nos pasó a una salita, y allí estuvimos charlando con él.

Ya sabía que Azorín era alicantino. A mí me preguntó de dónde era, y


cuando le dije que era vascongado, me habló de que su mujer también lo era y
de que él había pasado mucho tiempo creo que en Vergara. Por lo que vi, tenía
mucha simpatía por el País Vasco, y me citó una frase de una novela ejemplar
de Cervantes, La señora Cornelia, en donde un personaje dice: «En siendo vasco,
que me llamen lo que quieran».
Hablamos principalmente de filosofía y de literatura. Yo le dije que creía
que sus libros estaban traducidos al francés; pero me contestó que no, que no se
había hecho más que una obra resumida de Las nacionalidades.

No quisimos estar demasiado tiempo con Pi y Margall, porque nos dio la


impresión de que estaba cansado o enfermo, y lo dejamos.

Pi y Margall no se parecía en nada a Salmerón. No era, como éste,


retórico y palabrero; pero, a pesar de todo, debía de ser un hombre fanático en
frío, muy difícil de poder cambiar y de evolucionar.

Esto no era obstáculo para que fuese un viejo con aire simpático y
respetable, en el cual no había nada de histrión, como en muchos de los
políticos españoles del tiempo. Pi y Margall creo que murió este mismo año en
que lo visitamos Azorín y yo, supongo que sería en 1901.

Formando yo parte de la redacción de El Globo, estuvo en Madrid


Brunetière, y dio una conferencia en un teatro. Yo hice una crítica breve en El
Globo acerca de la conferencia, y a la Pardo Bazán le pareció muy mal, y me lo
dijo con cierta acritud.

Todo esto de Brunetière me pareció una crítica dogmática, doctrinaria.


Siempre lo mismo, doctrina cerrada, constantemente cerrada. No me interesó.
Creo que se podría defender lo contrario de lo que él defendía con argumentos
parecidos.
VIII

Un tipo raro que vi por entonces era un mejicano de origen alemán, que
apareció en un café de camareras de la calle de Alcalá, donde nos reuníamos
algunos literatos. Se llamaba Müller, y Valle-Inclán le llamaba «el Briago», que
parece que en Méjico es lo mismo que decir «el Borracho». Müller era un
bárbaro, hablaba de una manera brutal, insolente y despótica.

Legitimaba su apodo porque era hombre que vaciaba botellas de cerveza


y de ginebra como si fueran de agua. De una sentada se bebía uno de esos
frascos vidriados que llaman canecos.

Un día le encontré solo en el café, y se dedicó a las confidencias.

—Ustedes los escritores no ganan nada —me dijo con desprecio rabioso
—. Son ustedes unos miserables.

—Es verdad.

—Yo gano lo que quiero.

—Mejor para usted.

—¿Usted sabe lo que yo hago en Madrid?

—No.

—Pues yo trabajo para un contratista alemán que va a tener negocios con


distintos Ministerios de la Guerra de Europa y de América. Yo soy calígrafo. Mi
patrón me trae unos catálogos de la Casa Krupp y de otras casas, que están
manuscritos y en alemán. A esos catálogos se les quitan varias hojas, y yo las
voy sustituyendo con la misma letra, poniendo a todos los productos de la casa
un precio mayor. El cañón que vale veinte mil marcos en el catálogo verdadero,
aparece en el que hago yo valiendo veinticinco mil, y así, con este sobreprecio,
se presentarán en varios Ministerios de la Guerra. Mientras tanto, yo vivo como
un rey, porque soy un cráneo privilegiado.

Poco después, Müller el Briago desapareció de Madrid. Qué habría de


cierto en lo que contaba, yo no lo podía saber.

Hombre no famoso, pero evidentemente conocido y de los que se


hablaba, fue el verdugo de Madrid, que se presentó una noche en la redacción
de El Globo. Un redactor, Manuel Carretero, había hecho una interviú con él.
Yo había ido con Carretero a la interviú, y le había oído contar una serie
de recuerdos, unos más desagradables que otros, acerca de los criminales que
había ejecutado, entre ellos al cura de Lucubín.

Creyó el verdugo que debía agradecer el artículo con una visita de


cortesía al periódico.

Yo no había dicho, naturalmente, quién era ni en dónde trabajaba; pero,


sin duda, Carretero le habló del periódico y de dónde se encontraba la
redacción, y entonces el hombre pensó ir un día a charlar con los periodistas.
No habló de sus habilidades de verdugo. Dijo que había sido asistente de
Martínez Campos y que llegó a sargento, y contó sus recuerdos de militar.

Cuando se marchó, uno de los redactores del periódico, que era medio
tuerto y medio bizco, y que el defecto de sus ojos le daba un aire de perturbado,
se puso lívido al saber que era el verdugo y dijo: «Si tengo un revólver, a ese
hombre le pego yo un tiro».

En este tiempo en que estábamos en El Globo hubo algunas algaradas en


Madrid, a consecuencia de la boda de la princesa, hija mayor de la reina
Cristina, con el hijo del conde de Caserta. Mataron a uno en una calle de los
barrios bajos, a quien llamaban «el Hospicia».

Como El Globo se caracterizaba por ser mucho menos violento que El


País, aunque las nuevas huestes de Ríu también buscaban el ruido, casi todos
nosotros escribimos un artículo el día de la boda protestando contra las palizas
que habían dado a los manifestantes, y El País, con este motivo, sacó un número
de tal manera cargado de protestas y de insensateces, que lo denunciaron por
trece artículos.

Durante estos días, don Benito Pérez Galdós apareció con mucha
frecuencia en la redacción de El Globo, que era un buen observatorio para ver lo
que ocurría en la Puerta del Sol, en la calle Mayor y en la calle del Arenal.

Muchas conversaciones tuve yo con él en el balcón que daba a la calle del


Arenal y en una ventana que tenía vistas a la Puerta del Sol.

Hablamos mucho de España, de la política del siglo XIX, de la literatura y


de los pueblos de Castilla. Galdós tenía una idea de que en la política la verdad
no era lo principal.

Yo algunas veces le dije: «Después de todo, ¿qué importa que la princesa


se case con un Caserta o con otro cualquiera? Está en su derecho».
Él creía que importaba mucho, porque la gente en un asunto así no veía
la realidad, sino que veía el símbolo. Puede ser que tuviera razón.

Recuerdo que un día de los disturbios pasamos a un salón de la misma


casa de El Globo, que creo que era de la Academia de Medicina, y desde las
ventanas con rejas nos dimos cuenta de algunos incidentes más o menos
cómicos. Un camarero del Café de Lisboa, que llevaba elegantemente sobre los
dedos una bandeja de platos con la comida, sin duda, de algunos altos
empleados del Ministerio de la Gobernación, al oír los tiros le entró tal pánico,
que tiró todo el servicio al suelo y echó a correr para meterse en el café de
donde había salido.
IX

Otras muchas cosas contaría; pero la memoria me falla.

Poco tiempo después, Azorín y yo salimos de El Globo, y, en unión de un


periodista sevillano, que se llamaba Carlos del Río, empezamos a hacer una
revista titulada Juventud.

La imprenta de Andueza, en donde se tiraba este periódico, estaba en la


calle de Valverde, número 4, y su propietario era un individuo que publicaba
un periódico titulado El Cortador, órgano de la carnicería y de los carniceros.

Pronto, algunos amigos fueron a la misma imprenta de la calle de


Valverde, y allí se reunieron Palomero, Carlos del Río y Viérgol, que
frecuentaba entonces el teatro de Lara, que estaba próximo. Venían también
otros escritores, la mayoría desconocidos.

Viérgol era un redactor de El Liberal que se firmaba El Sastre de Campillo.


Era pequeño, menudo y serio. Había escrito varias zarzuelas, entre ellas una
que se titulaba Ruido de campanas, que tuvo éxito y que me dijeron era bastante
mediocre.

Después se marchó a Buenos Aires, y creo que allí hizo una enormidad
de letras para tangos argentinos. Viérgol tenía la cabeza gorda, y Palomero le
gastaba bromas constantes por eso.

—¿Cómo va la escafandra? —le solía preguntar con aire amable.

El aludido se incomodaba, y repetía casi maquinalmente:

—No hay derecho, Palomero, no hay derecho.

Palomero solía cantar a un periodista que se llamaba Melantuche, con la


letra del vals de Agua, azucarillos y aguardiente, que comienza con la letra de

Eres digna por tu educación

de ocupar una gran posición…

esta broma:

Melantuche, eres un escritor;

Melantuche, con mucho primor;


Melantuche, con su estuche,

resulta superior. Sí, señor.

En cuanto a Carlos del Río, el director de la revista Juventud, era un


sevillano alto, flaco, elegante, que vestía con desenvoltura la levita y se tocaba
con mucha frecuencia con sombrero de copa. Era un chico de la prensa con
pretensiones de llegar a político de importancia.

Del Río, no sólo se distinguía por su atildamiento en la indumentaria,


sino que procuraba expresarse con la mayor exquisitez y corrección. No se
encontraba a gusto en los lugares sucios y cochambrosos, ni entre gente de
costumbres turbias o desordenadas.

Hallándonos una vez en un cafetín, donde había unos tipos afeminados e


indudablemente repulsivos, indicó a los que le acompañaban, que éramos
nosotros, que le parecía mejor marcharse.

—¿Es que no te divierten esos tipos? —le preguntó Palomero.

—Ni me divierten ni me dejan de divertir; pero no tengo inclinación ni


simpatía por los sujetos de sexo poco determinado.

Nosotros nos reíamos de buena gana de la fraseología escogida que


usaba Carlos del Río, y que contrastaba con las brutalidades habituales que
unos y otros decían sin descanso.

Poco después de salir de El Globo, Azorín entró en el periódico España, de


Troyano, y comenzó a hacer informaciones parlamentarias y a interesarse por la
política y por los oradores.

El año 1902 fuimos mi familia y yo a vivir a la calle de Mendizábal. La


casa de la calle de Mendizábal era del marqués de Berna, y había sido antes del
señor Brun. Yo conocí un Luis Brun, amigo del escritor Enrique de Mesa, que
me dijo que había vivido en este hotel de la calle de Mendizábal, que,
probablemente, debía ser de su familia.

Lo apartado de la casa del centro de la ciudad influyó en mí, haciendo


que si antes iba poco a los espectáculos, después no fuera casi nunca. Tampoco
iban a verme, como en la calle de la Misericordia, gentes que, al pasar por los
alrededores de la Puerta del Sol, decían: «Vamos a ver qué dice Baroja».
Una noche de invierno, ir desde el barrio de Argüelles hasta la Puerta del
Sol no era agradable. La lejanía del barrio contribuyó a que cultivara poco los
teatros.

No he tenido nunca ansia por los espectáculos. He oído a Gayarre, a


Tamagno, a Stagno, en el Real, de Madrid; he oído en la Ópera de París Armida,
de Glück, y Rigoletto, en el mismo teatro, desde un palco, entre dos señoras,
sintiéndome Rastignac; he visto El trovador en Florencia, todavía en una época
romántica, y una función en el Covent Garden, de Londres.

De cómicos extranjeros, recuerdo haber visto a Sarah Bernhardt, a la


Bartet, la divina Bartet la llamaban en París, que me escribió una carta dándome
las gracias por unas críticas que publiqué sobre ella en El Globo, a la Réjane, a
Ivette Guilbert, a Zacconi, a Novelli, a Le Bargy y a Polin. He visto representar
dramas de Shakespeare en Londres. Algo he visto de teatros; de toros es de lo
que no he visto nada.
X

Al principio de la época mía de la calle de Mendizábal estaba yo


escribiendo una novela, El mayorazgo de Labraz, que publiqué en una casa
editorial de Barcelona, de Henrich.

Esta novela la leí casi entera, en pruebas, en el gabinete de la prensa del


Ministerio de la Gobernación. La leí porque me lo pidieron, que si no, no lo
hubiera hecho, porque a mí me parece una impertinencia leer algo a una
persona. Me dijeron que en América los escritores se dicen unos a otros, en son
de amenaza: «Si me lee usted algo, yo le leo».

El mayorazgo de Labraz es una novela desigual, mal compuesta; pero que


tiene un fondo de romanticismo y cierto color y movimiento.

El escritor navarro don Arturo Campión, que no me conocía gran cosa,


me vio en San Sebastián, en el bulevar, y me dijo: «Aunque no estoy nada
conforme con el espíritu de su libro, encuentro que tiene color y que algunas
cosas están muy bien».

Al principio quise hacer toda la obra en diálogo, imitando el estilo de una


tragedia de Shakespeare.

Las primeras jornadas me salían regularmente; pero, a medida que


avanzaba, no encontraba manera de resolver las dificultades.

A Paul Schmitz, que la había leído, y que me instaba para que acabara mi
obra, le decía:

—¿Sabe usted lo que me falta para terminar eso?

—¿Qué?

—La retórica. Si yo pudiera hacer que mis personajes pudieran hablar de


una manera alambicada, o pudieran mezclar en el diálogo imágenes mitológicas
y hablar de la luna y de las sirenas, podría marchar adelante; pero la necesidad
de una retórica moderna me atranca.

Estuve así en un período estacionario de irresolución, cuando me


pidieron una novela para la casa Henrich, de Barcelona, y decidí convertir mi
novela dialogada en una sin más diálogo que los de las novelas corrientes.

De esta obra, El mayorazgo de Labraz, se hicieron algunos artículos de


crítica, entre ellos uno de Navarro Ledesma, en el Abc, en el cual decía, poco
más o menos, que yo alternaba en mi libro una técnica de pintor flamenco con
muchos detalles con otra de artista japonés.

No tengo el artículo delante, y por eso no puedo decir con exactitud lo


que se afirmaba en él.

Por esta época, como he dicho, Rodríguez Serra me quiso llevar a algunas
tertulias de escritores importantes para hablar con ellos. A una de las casas
adonde me llevó fue a la de Palacio Valdés.

Palacio Valdés vivía entonces en la calle de Alcalá, frente al Retiro.

A mí, desde el primer momento me dio la impresión de que era un


hombre muy vanidoso y que disfrazaba su suficiencia con un aire de modestia
fingida. Había leído Vidas sombrías; le parecía bien. Me preguntó si era gallego,
le dije que no, y entonces añadió:

—Por lo menos es usted del norte.

—Sí, soy vasco.

Sin duda, había leído principalmente una escena, que creo que se titula
Los panaderos, en donde varios obreros gallegos de este oficio van a acompañar
el entierro de un camarada suyo al cementerio del Este.

La visita duró mucho tiempo. Palacio Valdés mostró las ediciones que
habían hecho de sus libros en Norteamérica; después, un retrato que publicaba
a gran tamaño una revista del mismo país. También dijo que un crítico
americano había asegurado que si él fuera español, sentiría, más que perder las
colonias, no tener en la literatura patria un escritor como Palacio Valdés.

Por cierto que después Gómez Carrillo me aseguró que esta frase no la
había dicho ningún norteamericano, y que la había inventado él en un
momento en que necesitaba una recomendación de don Armando. Éste dijo
también que, por entonces, los norteamericanos discutían qué escritor de
primera fila era más universal y más profundo: si el conde Tolstói o él.

La segunda parte de la conversación, casi enteramente monólogo de


Palacio Valdés, derivó a comentar la labor de sus colegas, para los que no tuvo
ninguna benevolencia. Según él, la obra de don Juan Valera era como una perita
en dulce; Jacinto Octavio Picón, como una carretera de la Mancha al sol, sin una
mata, sin una fuente que la refrescara. Esta opinión me dijo que se la había oído
a Galdós. Doña Emilia era una grafómana, que hablaba de lo que no entendía.
Sobre Galdós, opinó que su obra no valía nada, y añadió que, con el
tiempo, el crítico, al encontrar el montón de sus libros, les daría un puntapié y
vería que dentro no había más que paja.

A pesar de que el juicio suyo era muy adverso para todos sus
compañeros, hacía una excepción con relación a Blasco Ibáñez, a quien
consideraba como un gran escritor.

Yo me abstuve de dar opiniones.

Hablamos también de filosofía; él dijo que Nietzsche no valía nada, y que


el gran filósofo y moralista alemán era Schopenhauer, en lo cual yo estaba, en
parte, conforme.

Después de la visita, nos cruzamos en la calle, y, quizá por instinto, no


nos saludamos.

Después vi que en algunas declaraciones, y sin citarme, me manifestaba


cierta hostilidad.

Transcurrieron los años, treinta y tantos; yo ingresé en la Academia, y el


primer día que fui a una sesión me encontré a Palacio Valdés, ya muy viejo, cojo
y pesado.

Palacio Valdés se me acercó, y me dijo, a modo de saludo:

—¿Qué dice el ilustre escritor y académico?

—Nunca he pretendido ser ni una cosa ni otra —le contesté yo,


fríamente.

Cuando he contado que Palacio Valdés habló mal de Picón y de Pérez


Galdós, y dijo que los libros de este escritor abultaban, y que al pegarles un
puntapié se vería que estaban llenos de paja, con la estúpida suspicacia que hay
entre los aficionados a la literatura, alguno me ha dicho que todo esto lo he
inventado yo. Esas cosas no se inventan.

Si yo hubiera querido inventar una frase denigratoria para Galdós, no


hubiera inventado nunca eso.

¿De dónde iba a saber yo que Palacio Valdés era enemigo de Galdós, de
Picón, de la Pardo Bazán, ni que era lector de Schopenhauer y enemigo de
Nietzsche, ni que después no me había votado a mí para que entrase en la
Academia y había patrocinado a Cristóbal de Castro si él no me lo hubiera
dicho?

Yo no tenía ningún amigo común con Palacio Valdés ni curiosidad


alguna por sus opiniones.

Cuando Palacio Valdés me dijo que, al votarme los académicos para un


sillón vacante, él propuso contra mi candidatura la de Cristóbal de Castro,
porque era amigo suyo, yo le contesté:

«Yo no se lo he reprochado». Después añadí: «Yo hubiera hecho algo


parecido en un caso semejante, porque saber si un escritor vale o no, es siempre
difícil, y, en cambio, saber si por una persona se tiene alguna amistad, es mucho
más fácil».
XI

Con el mismo Rodríguez Serra fui a casa de don Juan Valera, que vivía
en la cuesta de Santo Domingo, en un piso bajo que creo que después se
convirtió en escuela de idiomas.

Don Juan Valera me recibió amablemente, y escribió un artículo acerca de


mi novela Inventos, aventuras y mixtificaciones de Silvestre Paradox, que publicó en
la revista La Lectura, y después en un tomo de sus obras completas, y que en
este momento no tengo a la vista.

La conversación de Valera era maliciosa y entretenida. Le gustaba contar


anécdotas de sus amigos los escritores, y yo le oí muchas sobre don Miguel de
los Santos Álvarez, el poeta Zorrilla y el duque de Rivas, de quien había sido
secretario cuando el duque era embajador de España en Nápoles. También
hablaba con frecuencia y con sorna de la Pardo Bazán y de sus ideas; en cambio,
se refería muy pocas veces a Pérez Galdós y a Palacio Valdés.

De Blasco Ibáñez habló dos o tres veces, sin antipatía.

A mí me ocurrió con él un lance un tanto curioso.

Como yo he escrito siempre de una manera un tanto descuidada, pinté


un tipo de cura de Toledo que, en el fondo, era una contrafigura del autor de
Pepita Jiménez.

El mismo Valera, al enterarse de que yo acababa de terminar un nuevo


libro, me pidió que diera a los amigos en su casa una lectura. Acudí la noche
convenida, y empecé a leer, sin acordarme para nada del tipo del cura de
Toledo que había puesto en el libro, y que era como una réplica de Valera.

Iba leyendo, cuando, de pronto, me vino a la imaginación que había un


capítulo en que se iba a notar claramente la semejanza entre Valera y el tipo que
yo había descrito del cura de Toledo. Al principio me entró un poco de apuro, y
no sé con qué pretexto salté las páginas en donde estaba aquel capítulo, y seguí
adelante.

Como Valera me dijera que yo tenía una voz un poco velada y sorda,
como una campana rota, y yo le contestase que era así, efectivamente, y como
Alfonso Danvila, que estaba allí, se prestara a seguir leyendo, yo le di el libro, y
él siguió leyendo en mi lugar.

Unas semanas después me encontré en la calle a don Juan Valera, cuando


éste bajaba de su coche para entrar en la librería de Fernando Fe, acompañado
de su secretario y pariente que tenía, a quien llamaba Periquito. Entonces el
famoso escritor estaba ya ciego.

Le detuvo Periquito, al tiempo que le decía a Valera:

—Don Juan, es Baroja.

Valera, entonces, me dio una palmada en el hombro y, sonriendo con


cierta socarronería, me dijo:

—Señor Baroja, ahora conozco su libro. Lo conozco todo. Todo, ¿eh?, y es


muy interesante.

A esto, yo, un tanto confuso y haciéndome el no enterado de la intención


de la frase, contesté:

—Muchas gracias, don Juan. Muchas gracias.

Tras este pequeño incidente, yo recibí por Periquito repetidas


invitaciones de Valera para que fuese a su tertulia. Pero aunque el personaje del
cura de Toledo estaba trazado con simpatía y de una manera halagadora, me
pareció que había dado una prueba de inconsistencia y que era mejor no volver
a su casa.

Por entonces escribía yo en la hoja de Los Lunes de «El Imparcial», que era
para los escritores que comenzaban como una pequeña consagración
periodística.

Los Lunes de «El Imparcial» era el suplemento literario que insertaba


cuentos, críticas y artículos, en el que colaboraban los escritores más conocidos
de la época. El aparecer en Los Lunes era algo como sentar plaza de literato, al
que ya se le podía tener en cuenta o cultivar el nombre adquirido y la fama ya
reconocida. Yo colaboré en Los Lunes, e hice también algunos artículos en otros
números. Allí, en la redacción del periódico, en una sala que olía a tinta de
imprenta, y que retumbaba con el ruido de las máquinas, pasaba la noche el
director, Ortega Munilla, escribiendo sus artículos, y en el pilón de una fuente
se hallaban colocadas casi siempre cuatro o cinco botellas de cerveza, que el
periodista iba consumiendo mientras trabajaba.

De cuando en cuando se veía a los redactores que venían con su carpeta;


creo que le llamaban a ésta, no sé por qué, cartabón, para consultarle sobre el
carácter que había que darle a un suelto o sobre la extensión que había que
conceder a una noticia política. En cambio, a los colaboradores no se les veía
nunca.
A Mariano de Cavia se le encontraba mucho más fácilmente en las
tabernas, con su escudero García, que no le abandonaba. También solía andar
con unos jovencitos sospechosos, algunos con un aire verdaderamente
inmundo.

A Taboada, que era un escritor muy divertido, se le veía por las mañanas
en la administración del periódico, donde estaba empleado. Este hombre, serio
y buena persona, tenía gracia escribiendo, y, lo que era extraño, le gustaba decir
que era anarquista.

Unamuno, con su gravedad, le había escrito una carta a Taboada,


hablándole de sus ideas filosóficas, que al humorista le había llenado de
asombro y extrañeza.

Taboada era un hombre melancólico. Tenía desgracias de familia, y no se


entendía con su mujer.

Contaba anécdotas sangrientas de los ministros.

De don Venancio González decía que durante mucho tiempo no había


quien le convenciera de acercarse al teléfono, hasta que a alguien se le ocurrió
poner en la mesilla de delante del aparato cierta cantidad de cebada, y entonces
el hombre se acercó con gran interés.

De don Manuel Becerra aseguraba que el primer día de ser nombrado


ministro salió del ministerio y fue a reunirse con los caballos; pero entonces el
cochero le dijo: «No, don Manuel, no. Usted debe ir dentro, por ahora».

Becerra tenía un aire ordinario y basto y una fama inmerecida de


ignorante y de bruto, lo que no estaba justificado, porque era, o había sido, un
buen profesor de matemáticas.
XII

A mi casa de la calle de Mendizábal iba mucha menos gente que a la de


la Misericordia.

Habíamos arreglado algunos cuartos bastante bien, entre ellos un salón


grande, con artesonados en el techo y tres balcones amplios a la calle; un
saloncito con mirador, y un comedor de aire holandés, con un zócalo de
madera, papel amarillo, con gran chimenea y un balcón con una escalera a una
terraza con sus tiestos. En este comedor teníamos un reloj grande de pared,
como de abadía, cuyas campanas sonaban con solemnidad.

En el salón grande había un piano y muchos cuadros. A veces se daban


reuniones en él, que estaban bien; mi padre tocaba el violonchelo, mi hermana
el piano, y había señoritas que cantaban. También un día tocó en el piano Falla.

Nuestro primo Justo Goñi, cuando venía a comer a casa, se pasaba de


sobremesa media tarde. La historia, la política, la etnografía, le daban ocasión
para divagar.

Si uno pretendía marcharse, Justo decía: «No te vayas, hombre; ¿qué vas
a encontrar por ahí?».

La discusión le encantaba.

Si se encontraba con alguno que no merecía su estima y lo consideraba


hombre sin curiosidad y sin talento, se dedicaba a las mistificaciones más
absurdas, y solía sorprender a quien le escuchaba con una salida inesperada.

«Esto me recuerda», decía con inoportunidad aterradora, «aquello de:

—Bello país deber ser

el de América, papá.

—¿Te gustaría ir allá?

—Tendría mucho placer.»

Por cierto, ¿de quién son estos versos?

Yo me quedaba parado muchas veces sin saber qué decir.


También burlón y mistificador era mi antiguo condiscípulo Pedro
Riudavets, que tenía un instinto satírico contra todo, empezando por sí mismo.
Se había quedado tuerto de interno en San Carlos; le había saltado una gota de
ácido a un ojo; no acabó la carrera, e intentó muchas cosas, que le salían,
invariablemente, mal.

Cuando contaba sus fracasos, decía, riendo, parodiando a Bécquer:


«¡Dios mío, qué solos se quedan los tuertos!».

Otro que venía a casa era el doctor Dupúy Unzueta, oculista, muy
madrileño, a pesar de ser hijo de francés; el doctor Asúa y algunos más.
SEXTA PARTE

LONDRES
I

Supongo que en 1905 o en 1906 fui a pasar una temporada a Londres. No


llevaba un plan concreto; pero quería ver Londres, por si había algo que hacer
allí que me conviniera.

—¿Para qué tanto ensayo y tanta probatura? —me decía mi primo Goñi
—. Si no vas a hacer nada de provecho.

—Me lo figuro.

—Entonces, ¿qué plan tienes?

—Uno quiere ser lo que es, sin deformaciones de fuera; encontrar su


punto de apoyo en la tierra y su ambiente, y si se convence uno a sí mismo de
que no sirve para nada, ser un vago tranquilo.

Tenía, por otra parte, deseo de ver un poco de Inglaterra, porque he sido
entusiasta de su literatura, especialmente de las novelas de Dickens.

Me encantaba pensar el recorrer los rincones que había descrito este


maestro de la novela inglesa.

Evidentemente, no tenía una atracción tan varia por Londres como había
tenido por París. Mi interés por Londres venía, especialmente, de un autor, y mi
curiosidad por París provenía de muchos, y no sólo de grandes escritores, sino
también de escritores medianos y de folletinistas.

Salí de Madrid con Ortega y Gasset, al que estuvo a despedir en la


estación del Norte su padre, don José Ortega Munilla.

Yo había conocido a Ortega y Gasset en el restaurante de los Jardines del


Buen Retiro, probablemente el último año en que estos jardines estuvieron
abiertos.

Después le vi varias veces.

En la estación me preguntó Ortega adónde iba, le dije que a Londres, y él


me preguntó:

—Pues ¿qué hay ahora en Londres?

—Yo no creo que haya nada.


—Hay Londres —dijo su padre, Ortega Munilla, con razón.

Hicimos el viaje juntos hasta París. Yo le pregunté si había estado alguna


temporada en París, si no iba a quedarse algunos días. Dijo que no, que no le
interesaba. Era por entonces el estudiante formado en la universidad alemana,
que estimaba poco el occidente de Europa. Ortega siguió para Alemania, sin
pararse un momento.

Yo me embarqué en Boulogne.

No había ninguna vigilancia en este punto; solamente un policeman


inglés, cerca de la pasarela que llevaba al barco, y que preguntaba al viajero:
«English? French?».

Y, según lo que se contestaba, apretaba un botón o el otro de un aparato


registrador que llevaba en la mano. Nos embarcamos los viajeros para pasar el
canal, y al llegar a la orilla izquierda empezaba yo a marearme. En Folkestone
se veía una estación abierta en medio del campo. Allí, ninguna pregunta; vías a
la derecha y a la izquierda, y unos trenes con cartelones enormes, que decían:
London, Bristol, Liverpool, etcétera.

En el tren no había revisores ni interventores ni policías. ¡Qué maravilla


de orden y libertad!

Se llegaba a Londres, y el tren se paraba en un andén. Todos los viajeros


bajaban e iban al extremo del andén, con el mozo que llevaba la maleta. Por
delante pasaban coches y más coches, la mayoría hamson-cab de dos asientos.
No había ni barullo, ni cuestiones, ni petición de billete, ni reconocimiento de
equipajes, ni nada. En cuatro o cinco minutos ya no quedaba nadie en el andén,
y otra fila de coches esperaba a los viajeros que llegaban de otra parte y en otro
andén. Se iba deprisa sobre las dos ruedas del ligero hamson-cab, y se llegaba a
la casa, al hotel o pensión. Nada de pasar por una oficina ni de dar
explicaciones. Cuatro o cinco días después, el encargado del hotel le decía a
uno:

—Si quiere usted dejar su nombre por si llega alguna carta…

—Con mucho gusto —y daba uno la tarjeta y le ponían el nombre en el


casillero.

Verdaderamente, era un alarde de independencia y libertad. Yo fui a una


pensión de Bloomsbury Square, barrio próximo al British Museum, en el centro,
cerca de Holborn Street y de Oxford Street, a poca distancia de Lincolns Inn
Field y un poco más lejos, pero no mucho, del Támesis y del Temple.
El barrio de Bloomsbury estaba formado por pensiones de casas iguales,
con un piso bajo pintado de rojo y otro alto, amarillo, edificios sin alero y con
una serie de chimeneas humeantes.

La segunda vez que estuve en Londres me hospedé en Cavendish


Square, sitio aún más céntrico, cerca de Regent Street. En el piso bajo de la casa
estaba el Club español.

Cavendish Square tiene en el centro de la plaza un parque, con una


estatua ecuestre de mármol y otra de bronce.

Desde los primeros días de llegar por primera vez a Londres me dediqué
a andar por las calles, sin rumbo fijo. Nada de ir directamente aquí o allá, sino ir
conociendo el pueblo a fuerza de zancadas.

Mi primera visita fue al río. El Támesis, en medio de la niebla, me pareció


algo extraordinario, con su agua amarillenta manchada de vetas oscuras, y las
tablas, las barricas y los haces de paja que arrastraba la corriente.

Dos o tres días después fui a ver los Docks, y luego el barrio del
Wapping, barrio siempre fangoso, con muchas calles estrechas, fábricas de
velas, barracas, anclas y ratas, que corrían por aquí y por allá. En medio de unos
barracones negros como el carbón había otros nuevos, repintados, con muelles,
con banderas y barandas blancas, y una entrada con su letrero: WARF.

Las grandes chimeneas de la orilla vomitaban el humo denso y negro; los


almacenes simétricos, los montones de hulla, las grúas gigantescas, se
levantaban en el aire. Las calles eran como torrentes de personas y vehículos; las
imperiales de los ómnibus, pintarrajeadas, iban llenas de gente; camiones y
carros marchaban de una manera vertiginosa.

Después recorrí el Stand, tan concurrido; Fleet Street, la calle de los


periódicos; Picadilly y sus proximidades, sitio de gente elegante. Fui a Hyde
Park, con sus jinetes y sus oradores de toda clase de ideas y de peroraciones.

Contemplé el Temple, con sus edificios, su iglesia y su jardín; San Pablo,


Lincoln’s Inn, con su parque; Gray’s Inn, Chancery Lañe, la calle que atraviesa
este barrio de abogados. En el centro de la ciudad, recorrí Paternosterrow, la
calle de las librerías de Londres, y vi Scotland Yard, la prefectura de policía, al
lado de Charing Cross y del río. Anduve por Petticoat Lañe, antiguo mercado
de cosas viejas, que estaba en Middlessex Street, y que fue durante algún
tiempo la bolsa de los ladrones de Europa. Según se decía, los comerciantes que
ponían sus puestos allí eran al mismo tiempo usureros que prestaban a los
ladrones. Cerca había dos calles judías, una con la sinagoga española, y otra,
con la portuguesa. En este barrio fue donde el famoso Pedro «el Pintor», que era
un revolucionario de Riga, convirtió su casa en un fuerte y se defendió contra la
policía y logró escapar.

Entre Oxford Street y Tottenham Court Road había tiendas en donde


antes se comerciaba con cosas robadas.

De Londres se ha dicho: es una provincia poblada de casas.

El hamson-cab, la caja suspendida entre dos ruedas grandes, coche sin


estorbos para ver por delante y con el cochero sobre la capota de atrás, era
verdaderamente delicioso. Yo lo tomaba con más gusto que una entrada de
teatro o de music-hall, pero no con frecuencia, porque era caro para mí.

Vi también los alrededores de la Torre de Londres y del Parlamento.


Inspeccioné las callejuelas estrechas, con músicos ambulantes, algunos pintados
de negro, con arpas, guitarras, flautas, acordeones, clarinetes y cornetines, y en
donde las chicas bailaban gigas con una música antigua; y las calles de las
especialidades: la de las Ostras, la del Fruto Seco, la del Fruto Fresco, etcétera.
También anduve por Bermondsey, barrio de curtidores y de guarnicioneros,
próximo al Támesis.

Escuché los cánticos, en coro, de los afiliados al Ejército de Salvación, a


las puertas de las tabernas.

Me mezclé entre la muchedumbre palpitante de Whitechapel, y anduve


por callejuelas estrechas, entre la gente harapienta que pululaba por allí.

Whitechapel: ¡qué barrio!, ¡qué callejuelas estrechas y tortuosas, donde


asesinaba mujeres Jack «el Destripador»! Comercio ambulante, bares, tabernas,
mujeres morenas de ghetto y otras rubias opulentas. Me dijeron que la gente
pobre de Whitechapel, que antes gastaba todo su dinero en cerveza y en
aguardiente, después lo jugaba en carreras de caballos y en apuestas.

En Whitechapel decían que habían hecho mucho contra la borrachera, y


que ya no era lo que antes. La llegada de los judíos polacos, gente sobria y
trabajadora, había transformado el barrio.

Muchas veces, a las tabernas de Whitechapel solían ir las muchachas del


Ejército de Salvación a convencer a los borrachos para que salieran de ellas y
fueran a casa y dieran los jornales a las mujeres.

El crimen de Whitechapel fue famoso en el mundo. Ninguno preocupó


tanto como aquél. Qué clase de hombre era Jack el Destripador, no se logró
saber. Se hicieron muchas conjeturas, pero no se dio con el criminal ni se
comprendieron los motivos de sus brutales hazañas. La mayoría pensó que el
matador era un loco, un perturbado, y esto era averiguar poca cosa.

El caso de Pedro el Pintor se supo fuera de Inglaterra, pero se olvidó


pronto.
II

Yo conté la historia de un matador de mujeres inglés, dándole un aire un


poco de broma. No sabía detalles de este asesinato extraño, pero me ha dicho
después una señora que debía de ser el proceso que se llamó de las «novias en
el baño». En mi relato yo le llamo Tommy al criminal, y supongo que sus
fechorías las debió de cometer entre 1910 y 1920. Copio de mi relato:

«De los monstruos zoológicos pasamos a los monstruos humanos. El señor Sidney nos contó
que en la India se hacían aún asesinatos rituales, como los de los antiguos thugs, que quedaban en el
misterio.

»—Pero no hay que ir tan lejos —afirmó luego—. Aquí, en Londres, todos los años hay casos
de hombres que matan a una mujer, la descuartizan, la meten en una maleta y la dejan en una
estación. El último crimen era el de un señor muy tranquilo y correcto. Su mujer encontró hace meses
en el chaleco de su esposo un recibo de la consigna del metropolitano. Era de un maletín que había
dejado allá. La mujer, sospechando una aventura galante, llamó a un detective particular. El policía
fue a la estación con el recibo, sacó el maletín, y al abrirlo se encontró con un brazo femenino. El
detective no dijo nada a la mujer que le había encargado la investigación. Avisó a la jefatura de
policía; se presentaron los agentes en la consigna, esperaron tres o cuatro días, hasta que el dueño
apareció a recoger su maletín, e inmediatamente se le prendió; poco tiempo después se le colgó con
una pulcritud británica.

»Luego habló una muchacha, a quien el señor Sidney invitó a contar la historia de Tommy.

»—Bien, la contaré; pero yo no conozco la historia con detalles. Nosotros vivíamos en una
plaza parecida a ésta, y cerca de nuestra casa hay otra pequeña, que no tiene nada de particular. En
esta casa vivía un señor de unos cuarenta o cincuenta años, que salía poco, y que decían que era
viudo. Yo no le vi nunca. Nadie se ocupaba de él, cuando, de pronto, empieza a correr por la
vecindad la historia de que su mujer había desaparecido. A mí me parecían todas estas cosas
habladurías. Mi madre estaba preocupada, y creía que iba a pasar algo.

»—Y tenía razón —dijo el señor Sidney.

»—No digo que no —replicó la muchacha—. Entonces comenzó la curiosidad de la gente, y


creció de tal manera, que todo el mundo estaba como loco. Había que ver a los vecinos agazapados
detrás de las persianas, mirando, los unos con gemelos, los otros con anteojos, a la casa del viudo
misterioso, que solía estar herméticamente cerrada. De los más asiduos eran mi padre y mi madre.
La gente se subía al tejado, miraba por las buhardillas. Se hacían mil comentarios, más o menos
disparatados, y se inventaban historias complicadas y tenebrosas, como las de Ana Radcliffe, miss
Braddon y Conan Doyle. Era una cosa muy cómica.

»—Sí, pero muy legítima, muy natural —dijo el señor Sidney.

»—Se hicieron muchas pruebas —siguió diciendo la muchacha—: preguntaron por teléfono
por la mujer que se decía desaparecida, le mandaron cartas y recados. Nada. No contestó. Se le
escribió al supuesto viudo, que se mostró reservado. Averiguaron el nombre de éste. Se llamaba
Tomás. Se aseguró que había tenido tres mujeres, a las que había hecho un seguro de vida, y que las
tres habían muerto. La cuestión del señor Tomás, a quien empezaron a llamar Tommy, pasó ya de la
esfera de la vecindad: cogió toda la plaza y el barrio. Unos decían que a las tres mujeres el señor
Tomás las había asesinado: a dos de ellas, ahogándolas, y a la tercera, con un tiro de escopeta.
»—Lo curioso es que algunas de estas suposiciones eran ciertas —dijo el señor Sidney.

»—Sí —contestó la muchacha—. La expectación en el barrio se acentuó. Unos aseguraban


que Tommy era un terrible asesino; otros, y sobre todo algunas mujeres, decían que no, que era un
hombre muy amable, muy galante, incapaz de hacer daño a nadie.

»—Un sentimental del tipo de Landrú —exclamó el señor O’Brien.

»—Entonces —añadió la muchacha— comenzó la intervención de la policía. Se tomaron


informes del señor Tomás en Nueva York y en Buenos Aires, donde había vivido, y no se averiguó
nada. Uno de la policía preguntó al señor recluido, desde la calle, al verle en una ventana: “Y su
mujer, ¿dónde está, señor Tomás?”. “No sé, me ha abandonado.” “¿Y dónde ha ido?” “¡Ah! ¡Quién
sabe dónde va una mujer cuando se descarría, señor agente!”

»—Entonces era un hombre chusco —dije yo.

»—Completamente chusco —afirmó el señor Sidney.

»—La policía comenzó la vigilancia de la casa —siguió diciendo la muchacha—, con la


esperanza de que Tommy bajara y se le pudiera interrogar; pero Tommy no salía. Los enemigos del
encerrado decían que los agentes debían entrar en la casa y registrarla, y los partidarios, que no había
motivos suficientes. Al parecer, se entablaban diálogos muy cómicos: “¿Por qué no sale usted,
caballero?”, le preguntó un agente desde la calle. “Estoy muy reumático”, contestó él; “la humedad
de la calle no me hace ningún provecho” “Pero hoy hace un tiempo magnífico, señor Tomás.” “No
crea usted, señor agente; hay mucha humedad en el aire.”

»—Eso tiene algo de teatro guignol —dije yo.

»—Sí, sí, mucho —aseguró el señor Sidney.

»—La policía —añadió Elena, la narradora— siguió rondando la casa, y a lo último la


empezó a sitiar. Se prohibió que llevaran pan el panadero y carne el carnicero. El misterioso Tommy
no se dio por enterado. “Pero salga usted, mi querido señor”, le decía el agente de policía. “Lleva
usted una vida muy poco higiénica.” “No, no”, contestaba él; “estoy muy reumático; tengo que
esperar a que comience el verano para salir a la calle. Este viento del noroeste no me conviene nada.”
Después le cortaron el agua. Entonces, Tommy, por lo que dijeron, como hombre que había viajado
por países salvajes, puso una lona en su terraza para recoger el agua de la lluvia en un cubo. Los
vecinos partidarios suyos…

»—Los tommystas —interrumpió con humor el señor Sidney.

»—Eso es, los tommystas, que no creían en la culpabilidad del bloqueado, se las arreglaron
para echarle panecillos y latas de conserva desde los balcones y tejados próximos. En esto apareció
una señora, que dijo a la policía que conocía a Tommy, y que su última mujer —la desaparecida— le
había dicho que tenía mucho miedo de ser muerta por su marido, que era un monstruo, que había
asesinado a las tres mujeres para heredarlas. La policía fue con un herrero e intentó entrar en la casa
rompiendo la puerta. No pudo. En vista de ello, se presentaron con una escalera del servicio de
incendios, y entraron por el balcón. En el momento se oyó un tiro. Tommy se había suicidado,
metiéndose una bala en el cráneo. El cuerpo de la mujer se encontró despedazado en el baño. Tommy
la había matado, la había dejado en el fondo de la bañera, que era cerrada y honda, como suelen ser
las de las casas viejas de aquí. Como estos baños suelen tener una tapa, la había puesto bien sujeta.
Por la autopsia se vio que la había matado de un tiro con una escopeta, que era la única que había en
la casa. Sin duda, cuando la mujer se estaba bañando, entró el hombre en el cuarto, le pegó un tiro en
la nuca con la escopeta de salón y luego le hundió la cabeza en el agua, empujándola por la coronilla.
Todas las habitaciones de la casa estaban llenas de recuerdos que Tommy dedicaba a su esposa.
Escribía unos letreros con una letra comercial muy perfilada y los fijaba con un alfiler en la pared:
“Nos volveremos a ver en el otro mundo”. “Tuyo hasta la muerte.” “Tu Tommy, que no te olvida.”
Por lo que dijeron, Tommy tenía su técnica y mataba a las mujeres siempre en el baño, después de
haberlas asegurado en una compañía de seguros de vida.

»—Con esto, ya los tommystas quedarían convencidos —dije yo.

»—Pues no crea usted —repuso la muchacha—, algunas viejas damas, al saber lo de los
letreros, exclamaban: “Pobre. Era un alma de Dios”.

»—Sí, indudablemente, Tommy era un sentimental —añadió el señor Sidney con ironía».
III

Debía de ser divertido para un paseante observador explorar Londres en


todos sus barrios y rincones. Había allí materia para muchos libros.

Yo volvía a casa a las horas de almorzar y de comer, porque estaba en


pensión y sabía que ir al restaurante era caro.

Había españoles que no les gustaba la comida inglesa; a mí no me


parecía mal. Lo que no me hacía mucha gracia era que con frecuencia servían
las carnes y las cosas grasas frías, y, en cambio, los postres y lo dulce lo servían
caliente. A mí esto me parecía un viceversa culinario sin sentido.

Muchas veces recordaba la frase burlona de Voltaire, que decía que


Inglaterra era un país extraño, que tenía siete u ocho maneras de adorar a Dios
y una sola manera de guisar la carne. El gusto por las carnes y las grasas frías
me parece prueba de poca civilización. Yo no solía tomar el té por la tarde, a
pesar de ser una costumbre inglesa tradicional y respetable y casi una
institución del barrio de Bloomsbury.

Todavía Londres era un pueblo de una atmósfera enturbiada por el


humo del carbón. Se andaba unas horas por las calles y se volvía con la camisa y
las manos negras.

Yo hacía una vida monótona. Tomaba como desayuno sopa de avena con
leche, jamón, huevos y dulce; me marchaba a la calle y retornaba para el
almuerzo; luego salía de nuevo y volvía para la comida de las siete. A esta hora
había que lavarse la cara para presentarse en el comedor y mudarse de camisa,
que estaba negra como los monumentos de la calle. Se debían de gastar
millones al día en lavar las camisas de los ciudadanos de Londres.

Hablaba poco con la gente de la pensión. A los hombres, casi todos


empleados de comercio, no les interesaba la literatura. A las señoras no les
gustaban las novelas de Dickens, porque los personajes eran gente pobre y
humilde. En cambio, D’Annunzio las entusiasmaba.

A estas señoras, veinte años después de aquella época, les salió un


abogado para defender su teoría del buen tono. Este abogado fue el escritor
Lytton Strachey, que publicó un libro sobre los autores eminentes de la época
victoriana, Eminent Victorians, en el cual se atacaba por motivos estéticos y de
buen tono a los escritores de la generación de Dickens, y también a Dickens.

La influencia de Strachey formó un grupo, llamado Bloomsbury. Tales


señoras pudieron tranquilizarse y pensar que no eran los bohemios y los
borrachos de Dickens los tipos interesantes de Londres, sino los jóvenes guapos
y bien vestidos, con aspecto de pavos reales.
IV

Años después, el ambiente no era tan sucio, y las calles londinenses, por
lo menos las del centro, comenzaban a tener el aire más claro y las fachadas más
limpias.

Al mes de estar allí yo veía claramente que era un mundo imposible de


explorar ni en meses ni en años; un mundo envuelto en oscuridad, en niebla,
con distancias inabarcables, con unos contrastes de miseria y de riqueza que no
había en parte alguna.

El Londres de Dickens debía de persistir aún; pero los héroes de este


autor no podían existir más que en la imaginación de un autor genial.

Los domingos eran tristes y melancólicos en las calles desiertas. Los


hamson-cab formaban una fila en medio. La gente pobre dormía en los
cementerios abandonados por no ir a los depósitos de mendigos.

Los recuerdos literarios me invitaban a ver ciertos rincones; así, fui varias
veces a Baker-Street, donde están las figuras de cera de Madame Tussaud y el
gabinete de los horrores con los retratos de los criminales de la guillotina con
que se decapitó a Luis XVI y a María Antonieta.

Baker-Street me recordaba a Sherlock Holmes y al doctor Watson.

Contemplaba también Bedlam, la casa de locos célebres, entre Lamberth


Road y Saint-Georges Road, y la prisión de Newgate, que no debía de ser ya la
antigua, donde se colgaba a los criminales.

No llevé ninguna guía; únicamente compré un plano de la ciudad para


orientarme. Mucho tiempo después leí las notas sobre Inglaterra, de Taine. Me
parecieron muy poca cosa.

No creo, naturalmente, que sea obligatorio el ir a un país cargado con


exclamaciones de admiración, y comprendo la crítica y la inadaptación y la
protesta; pero ponerse desde lo alto a definir y a explicar, me parece ridículo.

El autor parece que dice al llegar a Inglaterra: «Éste es un país raro.


Vamos a ver lo que es». Y luego, después del análisis cualitativo, resulta que no
ha descubierto nada más que unos cuantos lugares comunes.

Hay también un libro de una escritora francesa que se firmaba Pierre de


Coulevain, titulado L’Ile Inconnue, que quiere ser aclarativo y explicativo; pero
tampoco hay nada que valga la pena de tomarlo en cuenta. Me parece tan ligero
como el de Taine.

Se conoce que la gente de un país no puede comprender a los próximos.


Es decir, puede ver lo universal que hay en él, pero lo particular lo ve en
caricatura.

Yo intenté ver todo lo que pude en Londres, sin mucho prejuicio y sin
pretensiones de explicaciones psicológicas. Visité algunos de los sitios descritos
por Dickens en sus novelas, y me pareció que ese guía era bastante para mí.

Quise darme cuenta de dónde estaba la casa de Todgers. La descripción


de los alrededores de la casa de Todgers, hecha por Dickens en Martin
Chuzzlewitz, es una de las más clásicas y felices del viejo Londres. Esta casa de
huéspedes, metida en un laberinto de pasadizos, de callejuelas estrechas, de
plazoletas, de pequeños cementerios con hierba, de tiendecillas de fruta,
almendras y naranjas, de grúas, de pequeñas fuentes, de rincones con carros y
de tabernas por todas partes, es admirable.

Yo no pude identificar el sitio. Fui al barrio dominado por esa columna


levantada en recuerdo de un incendio de Londres, columna que llaman el
Monumento, y anduve por las callejuelas a derecha e izquierda y no di con el
paraje. Recuerdo otros rincones dickensianos: el almacén de antigüedades, que,
al parecer, existe aún; la tienda de objetos de náutica del pequeño aspirante de
Marina y las proximidades del jardín de Lincoln’s Inn Field, que aparecen en
varias de las novelas del autor inglés.

Los libros que había leído por entonces de Dickens, y que más me
gustaban, eran Pickwick, Martin Chuzzlewitz, Dombey e Hijo y Bleack-House. Todo
ese rincón del Temple, con sus edificios y sus plazuelas, es muy bonito, muy
shakespeariano y muy dickensiano. Pasaba por calles antiguas, en donde se
veían grupos de abogados con pelucas.

Cerca de Chancery Lañe, en Fournival Inn, había vivido Dickens poco


después de casado, y allí escribió parte de Pickwick.

Ducanon Street seguía teniendo el túnel en el cual el mentiroso Jingle, de


la novela Pickwick, cuenta una historia fantástica, en donde una familia formada
por una madre y varios niños, que van en la imperial de una diligencia,
tropiezan con la cabeza en lo alto del túnel y quedan todos decapitados, con los
sandwich en la mano, sin saber dónde ponerlos.

Algo hacia el norte de la ciudad está Goswell Road. La parte sur antes se
llamaba Goswell Street, y es donde vive Pickwick con la señora Bardell. En una
calle corta, al norte de Kingsgate Street, ahora unida a Southampton Road, está
la casa de la enfermera Sarah Gamp, de Martin Chuzzlewitz, tipo de vieja inglesa
aficionada al alcohol, que no quiere que la inviten a beber, sino que le pongan la
botella sobre la chimenea, en el cuarto del enfermo a quien tiene que cuidar.

Cerca de Covent Garden aparecen las sombras de Ruth Pinch y de su


hermano Tom (los dos angelicales) y no lejos del Temple es donde John
Westlock, joven bondadoso, encuentra a Tom.

En Brig Place se ve el lugar de la tienda de óptica del viejo Sol y su


muestra con su guardia marina de madera y su catalejo.

En la iglesia de Marybelone Street bautizan al niño Pablo Dombey y se


casa de nuevo su orgulloso padre con una mujer tan orgullosa como él.

Aquí, cerca del Temple, brillaba el jardín de Lincoln’s Inn, un verdadero


bosquecillo en verano, donde los pájaros cantan melodiosamente; y a poca
distancia de estos jardines, en una callejuela, Dickens pinta la tienda de Krock,
almacén de trapos y botellas, y el trapero viejo, con sus anteojos y su aliento
inflamado por el alcohol.

Este Krock es un tipo fantástico, de pesadilla, de la novela Bleack-House,


personaje que parece de Hofmann o de Edgar Poe.

También por allí vive el abogado Tulkinghom, otro tipo del reino de las
sombras, que descubre el secreto de una lady que ha tenido, antes de casarse con
un lord, amores y una hija con un militar, y la hunde en la deshonra.

En la misma novela, Break-House, figura varias veces Lincoln’s Inn Field,


valle oscuro de noche y lugar de día que vive a la sombra de la ley. Cerca está
Cook’s Court, y aquí, la tienda de objetos de escritorio del señor Snagsby, tipo
muy clásico de inglés feliz, pobre hombre. En el campo próximo a Londres, las
sugestiones y los recuerdos de Dickens son muy abundantes.

¿Esa posada es, por ventura, la del Dragón Azul, tan admirablemente
descrita en Martin Chuzzlewitz, y en donde Mark Tapley, el criado, busca las
situaciones difíciles para tener el mérito de mostrarse jovial?

Ese cochero gordo, ¿no será el padre de Sam Weller? ¿No vamos a ver la
diligencia vieja, con sus postillones elegantes, en donde huye Jingle de la
severidad de Pickwick, o en donde el pequeño Copperfield va a buscar fortuna?

No me ocurrió nada interesante ni digno de ser contado en el tiempo que


estuve en Londres. En la pensión había gentes que pretendían pertenecer a la
Smart set, o sea a la sociedad distinguida, y conocer personas del West End,
sector aristocrático de la ciudad. A mí no me hacían caso y no me tomaban en
cuenta.

A veces, la señora italiana, que sabía español, quería demostrarme que


estaba en un error en tener curiosidad por los barrios populares y que debía ir a
reuniones elegantes. También impugnaba mis gustos literarios, tratando de
demostrarme que Dickens era un escritor pasado y que eran mucho más
interesantes Meredith, Galsworthy y algunos otros. Con relación a Meredith,
leí, no sé hacia qué época, una novela, El egoísta, en francés, y me pareció muy
bien, a pesar de su longitud extraordinaria. Galsworthy no me gusta gran cosa;
me dio la impresión de un Octavio Feiullet inglés. Bennet le encontré más
original, más personal.

Todavía en la literatura podía estar de acuerdo con aquella señora; pero


en su entusiasmo por el gran mundo, por la ceremonia y los palaciegos, no lo
estaba.

También me parecía un poco ridículo que gentes modestas se pasasen la


vida pensando en las ceremonias de las cortes del rey Eduardo, del káiser o del
zar de Rusia, ceremonias que no habían de presenciar nunca.
V

Aunque yo no tenía ya el entusiasmo por la pintura —siempre me ha


parecido muy higiénico cambiar todo lo posible—, fui varias veces a los museos
de Londres. Había oído hablar a unos con elogio y a otros con algo de desdén
de los pintores ingleses, sobre todo de los prerrafaelistas.

Se citaba como fundador a Dante Gabriel Rossetti, por sus cuadros y sus
poemas. Entre los últimos debía de estar uno dedicado a la Virgen, titulado The
Blessed Damozel.

Lo que vi de Rossetti me pareció un poco frío y triste. Lo de sus


compañeros de asociación (Prerraphaelite Brotherhood) me pareció mejor. John
Millais, Holman Hunt y Burne Jones los encontré muy bien. Recuerdo —no sé a
punto fijo de quién es— el cuadro El rey Cophetua y la mendiga y algunos más
románticos y más atractivos por su color, entre ellos El proscrito realista, de
Millais, y el que representa un hombre viejo, con barbas, con una coraza
brillante, montado a caballo, pasando un río con un niño en brazos. No
recuerdo quién es el personaje ni quién es el autor. Tampoco he averiguado
quién es el rey Cophetua; supongo que será un tipo de balada. Muchos de estos
pintores prerrafaelistas me sorprendieron, porque yo había oído decir que eran
muy minuciosos y detallistas, pero no me lo pareció.

Los retratistas británicos Reynolds, Gainsborough, Lawrence y Ronney


me parecieron magníficos. Reynolds, como gran pintor europeo muy parecido a
los anteriores holandeses y alemanes, Gainsborough, más típicamente inglés, de
la aristocracia. Lawrence y Ronney, de la misma escuela.

Aunque supongo que las obras de estos pintores no se ven más que en
los museos de Inglaterra, es evidente que han influido mucho en la pintura
actual de retratos de mujeres y de niños.

Los paisajistas ingleses están muy bien. Turner es de una fantasía


extraordinaria. A mí me parecía byroniano y hasta wagneriano. Si se lo hubiera
propuesto, hubiese sido un gran ilustrador. El otro paisajista contemporáneo
suyo, John Constable, yo creo que es de los mejores de la época. Yo, si tuviera
posibilidades de elegir paisajes para un museo, elegiría los de Constable y los
de Sisley.

De John Constable tengo en la memoria La catedral de Salisbury, porque


algún tiempo después estuve en esta ciudad, y desde la ventana de la fonda en
donde comí se veía el paisaje con la torre como en el cuadro del pintor. También
me gustaron en Londres algunas escenas sombrías de Whistler, de los barcos y
gabarras del Támesis y los retratos de este autor.

En la National Gallery hay cuadros de los primitivos italianos,


encantadores, y unos de Velázquez, pequeños, verdaderamente maravillosos,
entre ellos una escena de caza, creo que en la Casa de Campo.

Respecto a Hogarth, ya sabía yo que tenía poco crédito entre los


partidarios del arte por el arte. Hogarth es un artista intelectual, moralista, un
poco predicador. La carrera de la cortesana y el Matrimonio a la moda es demasiada
pedagogía; pero, aun así y todo, hay figuras muy bonitas en esa serie de
cuadros. Como caricaturista, Hogarth tiene una furia moralizadora que puede
compararse a la de Swift. La calle de la Cerveza, La calle del Aguardiente, están muy
bien. Algo parecido son las escenas de Jorge Cruikshanck, como La tienda de la
Ginebra, en donde hay varias personas bebiendo delante de un mostrador, entre
ellas una mujer harapienta, y a la puerta está la Muerte con una hopalanda, un
bastón en una mano y un reloj de arena en la otra.
VI

Al ir a Londres no llevaba yo cartas de presentación; solamente una, de


Luis Bonafoux, para el periodista catalán Tarrida del Mármol, que, al parecer, se
había distinguido por dirigir un periódico radical en Barcelona.

Tarrida del Mármol (creo que era ingeniero) estaba casado con una
inglesa y conocía mucha gente en Londres: escritores, comerciantes y algunos
políticos del partido laborista.

Tarrida me acompañó a varias casas, entre ellas a la del diputado


MacDonald. Había allí una tertulia curiosa de gentes llegadas de todas partes:
escoceses, irlandeses, australianos, neozelandeses, canadienses.

Los hijos del diputado, que eran pequeños, correteaban por la casa con
los pies desnudos.

Tarrida me presentó allí a un coleccionista de estampas amigo suyo.


Tenía éste, al parecer, una gran colección. Habló de un grabado que guardaba
que era un supuesto retrato de Jack el Destripador. No quedaban más que dos o
tres pruebas, porque la policía había mandado destruir la plancha.

También Tarrida me llevó a ver al célebre anarquista Malatesta.

En un libro de un detective inglés, Herbert T. Fich, titulado Scotland Yard


contra la anarquía y el personaje, se habla de este Enrique Malatesta, y se hace de
él una descripción completamente falsa. Se le describe así: «Su fisonomía era
llamativa, tenía cabellos negros, barba negra. Era grande, curtido, con los ojos
llenos de fuego. Era bello, tenebroso e inquietante».

Esta descripción no concuerda con el tipo que yo vi: Malatesta era


pequeño, rechoncho, de miembros cortos. Tenía una cabeza enorme, de aire
dantesco; la nariz aquilina, el entrecejo saliente, los ojos hundidos, sombríos; el
pelo crespo y rizado, y la barba rala, con mechones de plata.

En esta época, la misma de que habla el detective inglés, Malatesta vivía


en Londres, en una pequeña casa del barrio de Islington, donde tenía un taller
de mecánico.

Tarrida, que fue el que quiso presentarme a él, vino a buscarme a casa.

Tomamos un ómnibus, subimos a la imperial, y allí Tarrida me habló del


anarquista italiano, de su vida y de sus trabajos.
—Como verá usted al hablar con él —añadió—, no es un loco ni un
fanático.

Paramos en una encrucijada llamada The Angel, y de allí fuimos a pie a


una callejuela muy estrecha y negra del barrio de Islington. En la puerta de la
casa había una pequeña placa de cobre en que se anunciaba un mecánico.
Debajo se veía el botón del timbre. Llamamos, y después de dar explicaciones a
un hombre en mangas de camisa que hablaba inglés e italiano, nos dejó pasar
por un corredor a un patio.

—¡Eh, Enrico! —gritó el hombre, y añadió en italiano—: Aquí hay unos


amigos que vienen a verte.

Apareció una cabeza dantesca en una ventana pequeña; una cabeza


terrorífica, que tenía algo de la testuz amenazadora de un bisonte y algo, al
mismo tiempo, de un polichinela.

El hombre, por su tipo, prometía.

Subimos por una escalera pequeña a un taller negro, en donde se veían


algunas bicicletas colgadas en el techo, una porción de cerraduras sobre una
mesa, y, en medio, la cuna de un niño.

Malatesta no era, como dice el detective inglés, un hombre fanático y


soberbio, sino todo lo contrario: un tipo sencillo y humilde. Hasta tal punto me
pareció esto, que supuse que por entonces se hallaba muy aislado y
desengañado de los revolucionarios y, sobre todo, de la revolución. Varias veces
me dijo: «Ustedes, los escritores, son los que tienen una gran obra que hacer:
darle al pueblo un ideal y conseguir que de una manera atractiva y artística
llegue a sentir la cultura».

Yo, que había pensado ver un energúmeno o una bestia fiera, me


encontré sorprendido al conversar con este hombre, que hablando no tenía
ningún aire de agitador peligroso ni de personaje teatral.

Después de la larga charla que tuvimos los tres, Malatesta quiso


acompañarme a casa.

—No —le dije yo—; yo no voy ahora a casa. Voy a un club que se llama
Saint-James, cerca de Hyde Park, donde me ha citado a las siete un agregado de
la Embajada española.

—Pues le acompañaremos.
Malatesta y Tarrida me acompañaron hasta la puerta del aristocrático
club, y allí me despedí de ellos.

El agregado de la embajada estaba en el ventanal del club, y al entrar me


preguntó:

—¿Quiénes eran los dos que le acompañaban a usted?

—Son dos italianos.

—Tenga usted cuidado con ellos —añadió—; es gente peligrosa, y entre


ellos hay muchos anarquistas partidarios de Malatesta. Los anarquistas nos
fastidian, nos dan mucho que hacer. Ahora tenemos a ese Tarrida del Mármol y
a un Pedro Vallina, que ha venido hace poco, y a quien consideran complicado
en las bombas que pusieron a Alfonso XIII en la calle de Rohan, de París.

Este agregado de embajada tenía de los anarquistas españoles de


Londres una idea muy melodramática y folletinesca.

Una semana más tarde, Tarrida y Malatesta vinieron a mi casa después


de almorzar y fuimos hasta Whitechapel a pie.

Malatesta tenía que dar un recado en una tienda de la avenida principal


de aquel barrio, habitado principalmente por judíos de todos los países. En el
camino hablamos de muchas cosas. Yo le dije que iría a su casa a visitarle; pero
se me olvidó, no fui y no le volví a ver más.

El detective inglés Fitch cuenta algunas cosas de Malatesta que si son tan
ciertas como las que se refieren a su físico, no pueden tener mucha exactitud.
Dice que era un conde siciliano, de antiguo abolengo, fanático inquebrantable, y
que pasaba entonces por ser jefe de un grupo de anarquistas italianos en
Inglaterra.

«Este extraño gentilhombre», añade, «había tenido durante toda su vida


algo de un pájaro anunciador de tempestades. Heredero de vastos dominios en
Sicilia, había llegado a ser un adepto fanático del comunismo, en su sentido más
elevado; había sido bastante sincero y convencido para repartir sus propiedades
y organizar la administración de ellas en beneficio exclusivo de los aldeanos
oprimidos. Había recorrido el mundo entero predicando la doctrina comunista
y conspirando a favor de un ideal imaginario de igualdad. Constantemente en
lucha con las autoridades constituidas, en contradicción peligrosa con las
interpretaciones abusivas imputables a jefes y agitadores sin escrúpulos de los
principales anarquistas, su libertad había estado perpetuamente en peligro y su
vida misma amenazada. La suerte le acompañaba en sus empresas, y la manera
milagrosa con que escapaba de los peligros hicieron que le llamaran el “hombre
de nueve vidas”.»

Después, nuestro detective dice que, acusado Malatesta en Londres por


difamación, abandonó Inglaterra.

«Ignoro adónde dirigió sus pasos», añade. «Muchos países le habían


cerrado ya sus puertas, a causa de sus discursos incendiarios y de su actividad
peligrosa. Él se envanecía de no tener recursos de sus propiedades sicilianas.
Por otra parte, no era querido por los jefes anarquistas, porque su lengua
acerada estaba siempre dispuesta a reprocharles los medios poco escrupulosos
que empleaban escudándose en sus ideales […]

»Este hombre singular», sigue diciendo el policía, «había pasado muchos


años de su vida en prisiones extranjeras. Condenado a muerte tres veces, se
evadió otras tantas sin dejar huellas de su fuga. Antes de llegar a Inglaterra
había sido llevado a la isla de Lampedusa, en el Mediterráneo, y confinado allí
para toda su vida.

»Consiguió meter en su celda un pequeño instrumento de hierro, y con él


fue horadando la piedra hasta hacer un agujero bastante grande para pasar él.

»Una noche de tempestad llegó a nado hasta una lancha de pesca, a la


que subió por el ancla y, gobernándola como pudo y en medio de una furiosa
tempestad, llegó a la isla de Malta.»

Según el detective inglés, la vida de Malatesta era un verdadero romance;


en cambio, Tarrida del Mármol le pintaba como un hombre sensato y un
político de buen sentido.

Se dijo, después de la guerra, que Malatesta dirigió el asalto a las fábricas


de Milán, y que años después Mussolini le tenía en Roma, vigilado, donde vivió
y murió.

No he leído nunca la biografía de Malatesta, y no sé las garantías que


tienen las noticias del detective Fitch.

También habla este detective algo de los laboristas ingleses y de su jefe,


Ramsay MacDonald, a quien conocí yo en Londres, en una casa de Lincoln’s Inn
Field, y con quien hablé largo rato y que se manifestó muy partidario de la paz
y del arbitraje. El futuro presidente del Consejo de ministros inglés no se mostró
más conservador que Malatesta.
De MacDonald cuenta Fitch que, al hacer una visita durante la guerra al
frente francés, estalló una granada junto a él, y que el general que le escoltaba
dijo: «Miré alrededor de mí para ver cómo el señor MacDonald, en su calidad
de pacifista rabioso, se manifestaba ante la explosión; pero, a Dios gracias, vi
que conservó su sangre fría mejor que yo mismo, y luego supe que no era la
primera vez que había entrado en fuego».

En la segunda vez que estuve en Londres, todos los conocidos de la


primera etapa a quienes había tratado habían desaparecido. En esta segunda
época, alguien me habló del verdugo de la ciudad, que se suicidó o intentó
suicidarse, y que era un hombre tan sensible que no podía matar a sus gallinas.
Este verdugo intentó matarse varias veces, y al fin lo consiguió, libertándose de
su repugnante oficio. Evidentemente, era un tipo para un humorista fantástico y
genial.
VII

A los ocho o diez días de estar en Londres, me chocó que, habiéndose


avisado a Maeztu que había llegado a la ciudad, él no me dijera que podíamos
vernos.

Una señora de la pensión donde yo estaba, que era amiga y muy


partidaria de Maeztu, le telefoneó y le dijo que si no quería que yo fuera a verle
a su casa.

Maeztu contestó que mi viaje a Londres le preocupaba, porque temía que


yo urdiera contra él alguna maniobra siniestra.

La cosa me produjo en parte asombro y en parte risa.

—Dígale usted a Maeztu —le dije a esta señora— que nunca he tenido
intenciones tan estúpidas; que no veo qué beneficio me va a producir a mí el
molestarle, y que aquí, sin conocer a nadie y sin saber inglés, no comprendo qué
maniobra pueda urdir contra él. Por último, dígale usted que si no quiere que
nos veamos, a mí me tiene sin cuidado.

Me produjo extrañeza la actitud de Maeztu, y pensé que dependía de un


suceso ocurrido en Madrid, en el cual yo estuve presente, y que motivó la salida
de España de Ramiro y el que se estableciese en Londres.

Una noche, en la cervecería de la calle de Alcalá, donde, como he dicho,


solíamos reunimos algunos aprendices de literato, se habló en contra del
director y propietario de la Revista Nueva, porque quería hacer contribuir con
dinero a algunos de los que colaboraban en sus publicaciones. El que más le
satirizaba era Valle-Inclán, que hizo una especie de documento con una
solemnidad burlesca sobre aquel señor.

Entre los maldicientes se dijeron algunas bromas, y el periodista Antonio


Palomero aseguró que el director de la revista tenía la manía de la inmortalidad,
y que por su cabeza voluminosa, cuando muriera, algún profesor de
antropología llevaría su cráneo a un museo, y, a consecuencia de esto,
adquiriría una fama en todo el mundo de producto extraordinario.

Se escuchó la burla de Palomero sin darle importancia, porque no era


gran cosa, y quince o veinte días después apareció un artículo en el Madrid
Cómico, firmado por J. Poveda, donde se la recogía y sacaba partido de ella para
atacar con cierta violencia al director de la revista y a Valle-Inclán.
Dos o tres noches después paseábamos por la calle de Alcalá, Maeztu,
Valle-Inclán y yo hablando de cuestiones del momento. Íbamos a cruzar la calle
del Caballero de Gracia, cuando un hermano del autor del artículo del Madrid
Cómico, que era dibujante, vino a cruzarse con nosotros. Valle-Inclán, que le
conocía, le mostró, y entonces Maeztu, con un aire decidido, se acercó al
hombre y, sin decir nada, levantó el garrote que llevaba y le dio un terrible
golpe en la cabeza.

El dibujante dio dos o tres vueltas y cayó al suelo.

Maeztu tiró las astillas del bastón que le habían quedado en la mano y
gritó:

—¡Abajo todos los Povedas!

Como si se hubiera tratado de los Borbones, de los Austrias o de los


Habsburgos.

Hubo protestas entre la gente que presenció la agresión. Algunos


gritaron, refiriéndose a nosotros:

—¡A ésos! ¡A ésos! ¡Que han matado a un hombre!

Nosotros nos volvimos, subimos por la calle de Alcalá y entramos en el


Café de Fornos.

El golpe tuvo consecuencias, pues el agredido pasó más de un mes en la


cama.

A Maeztu le valió su acción un proceso, y como la cosa se ponía mal, se


marchó a Inglaterra.

Esta escena la conté en una novela mía titulada Las noches del Buen Retiro.

Ramiro de Maeztu, en esta época, estuvo desatado. Publicó un periódico


que se llamaba El Disloque, en el cual atacaba a todo bicho viviente.

Yo, cuando le vi por primera vez, le dije que no comprendía esta


violencia, y que me parecía que tenía que dominarla, porque si no, era ir en el
camino de ser un energúmeno y un hombre absurdo. Maeztu replicó que no le
importaba nada mi opinión y que no deseaba estar de acuerdo conmigo.

El no querer que yo le viera en Londres me pareció que debía de ser


consecuencia de mis advertencias.
En Londres siguió con su carácter de hombre insensato y extravagante, y
cuando ya se convenció de que yo no podía tener nada contra él ni tampoco la
más leve idea de perjudicarle, comenzó a venir al pequeño hotel donde yo vivía
y a hablar con los que se encontraban allí, entre los cuales había, además de la
señora italiana, un holandés y algunos ingleses.

Maeztu era entonces terriblemente antipatriota. Yo le he oído decir pestes


de España en Londres, en inglés, delante de los ingleses, hasta el punto de
producir la protesta de un señor canario.

Según él, los españoles habían nacido para vender frutas y cebollas; los
franceses, para guisar; los alemanes e italianos, para mozos de comedor y para
maître d’hôtel, y los ingleses, para sentarse a la mesa y comer.

Maeztu se dedicaba por entonces a hablar mal de España y de los


españoles con verdadero frenesí.

Decía siempre que era cubano, que no era español, y achacaba tales cosas
a los españoles, que no había más remedio que salirle al paso.

—Usted es un patriotero absurdo —me decía.

—No; yo busco la realidad, pero no acepto las sandeces. Por muy


absurdo que yo sea, no diré nunca que la iglesia de la Almudena es más vieja
que Nuestra Señora de París, ni que el Manzanares es más ancho que el
Támesis; pero sí diré que el Guadarrama es más alto que el monte Valeriano.

Esto de hablar mal de España, Maeztu lo hacía en Madrid, y recuerdo


que una vez, en el café, estando en la mesa una chica francesa y juntos Rubén
Darío y Maeztu, éste dijo que las duquesas españolas eran tan sucias, que creían
que era corriente en todas las personas tener manchas negras y depósitos de
suciedad entre los dedos de los pies. Yo, como vi que el poeta americano se reía
como asintiendo, dije: «Lo que indican ustedes tendría algún valor si ustedes
hubiesen visto los pies desnudos de una duquesa española; pero como no los
han visto, no tiene ninguno».

Con su conversación impulsiva, Maeztu estaba siempre a punto de


provocar conflictos, porque hacía afirmaciones tan exageradas que nadie podía
oírlas con calma.
VIII

En Londres conocí a Barrie, el autor de Peter Pan; a Roberto


Cunninghame-Graham, que hablaba muy bien el castellano; a Hume el
historiador, a MacDonald y a otros escritores.

Pérez Ferrero, en su libro Pío Baroja en su rincón, cuenta esta anécdota:

«Baroja conoció a Cunninghame-Graham. Éste le convidó a comer repetidas veces con el


historiador Hume, que se ocupaba de asuntos españoles, y le presentó a Barrie, el autor de Peter Pan.

»Por cierto que Baroja tuvo poca suerte en una de esas comidas que se celebraban en un
club. Habían servido unas perdices rellenas, y él metiole con tal fuerza y con tan poca maña el
tenedor a una, que saltó un surtidor de salsa y embadurnó la pechera blanca de Hume.

»La mirada que el historiador hispanófilo dedicole a Baroja hízole a éste comprender que
nunca sería perdonada su torpeza».

De estos escritores ingleses que conocí, todos han debido de morir.

Martín Hume hablaba bien el castellano. Tenía opiniones de inglés.


Hume dijo que Dickens era un caricaturista que pintaba todos los ingleses
borrachos, y que Thackeray es el mejor pintor de costumbres de Inglaterra.
Cuando un escritor no adula a su país, siempre se encuentra un motivo para no
estimarlo. Creía que el mejor novelista español del siglo XIX era Palacio Valdés,
y que el que le sustituiría con el tiempo sería Francisco Acebal. Era el gusto por
las novelas inglesas de señoritas, gusto inevitable en el inglés.

Cunninghame-Graham vivía en Southampton Street, donde estuve a


verle. Murió en Buenos Aires en 1936. Nació en 1852. En Roma, en donde le
volví a ver, se conservaba muy joven de aspecto en 1908.

A Conan Doyle me hubiera gustado verle; pero no vivía en Londres, sino


en el camino de Surrey. Yo no conocía a nadie que le conociera a él.

Un señor de San Sebastián, que estaba agregado a la embajada, me


presentó a gentes distinguidas. Este señor me contó algunas particularidades de
la vida del embajador, que era el marqués de Villalobar. Éste era un tipo raro y
deforme, a quien le faltaba una pierna y un brazo y que no tenía pelo ni dientes.
Villalobar era un hombre anormal, y en París estuvo a punto de perder la
carrera, y se salvó gracias a la protección del padre Du Lac, que era un
predicador jesuíta muy influyente, que dio unas conferencias a las obreras de
París en la iglesia de la Magdalena.
IX

En el pequeño hotel donde yo estuve una temporada había un ingeniero


que había pasado casi toda su vida en la India y un comerciante espiritista. El
espiritista me decía que me llevaría a la redacción de una revista teosófica
dirigida por Annie Besant, que vivía en New-Bon Street.

El ingeniero era hombre de unos cuarenta a cincuenta años, alto, rubio,


con el pelo como la estopa y la piel desteñida por el sol. Era escocés, de cerca de
Edimburgo, y no sé si por su carácter apático o por hallarse algo enfermo, tenía
habitualmente un aire absorto y distraído. Salía muy poco de casa y solía estar
por las tardes en el salón de fumar, sentado en un sillón delante de un vaso de
limonada y con la pipa entre los dientes.

El ingeniero hablaba algo de francés, pero de una manera tan pesada y


tan monótona, que aburría a todo el mundo. Yo, como no tenía ninguna
ocupación perentoria, le oía sin impaciencia. A la mayoría no le pasaba lo
mismo. Una irlandesa sonrosada como una manzana, de ojos negros y un poco
coqueta, le reprochaba la falta de vivacidad y le dirigía bromas, que al ingeniero
escocés no le producían el menor efecto.

Éste se veía que era un hombre lleno de prejuicios de raza. Una vez se
nos acercaron dos brasileños amulatados, del Pará, y nos contaron cosas muy
interesantes de la vida de los aventureros que iban a explotar el caucho, que
ellos llamaban borracha. En seis meses, según decían, se podía hacer uno rico en
los bosques del Brasil, en las proximidades del Amazonas y de sus afluentes. El
ingeniero oyó las historias de los brasileños impertérrito y sin despegar los
labios. Cuando se levantaron y se fueron, le pregunté: «¿No le interesaban esas
gentes?».

El escocés no contestó, e hizo una señal con la mano izquierda, un


ademán de desagrado, como si estuviera rechazando a un gato que le
importunara.

Este gesto, en él, era habitual cuando tenía que expresar su repugnancia.

Un día me explicó las razones que había tenido para no casarse. Según él,
las mujeres inglesas, en las colonias, tomaban una actitud de petulancia
insoportable. Eran la quintaesencia de lo remilgado, de lo impertinente, de lo
caprichoso y de lo estúpido. Capaces de volver loco a cualquiera.

—¿Y las indias? ¿No le gustaban a usted? —le pregunté yo.


El ingeniero hizo el mismo ademán de desagrado y de repulsión con la
mano izquierda, como para espantar al gato, pero de una manera tan expresiva,
a pesar de su frialdad, que a mí me hizo reír.

El escocés contaba cosas muy curiosas de los países donde había vivido,
con muchos detalles. Explicó la discusión que había tenido con uno de los
antiguos thugs, adoradores de la muerte, que mataban por devoción, y los
argumentos que se habían cambiado entre los dos. El diálogo era gracioso, por
lo extravagante. El buen sentido del inglés, en presencia de un oriental lleno de
contradicciones, tomaba proporciones muy cómicas.

Hablaba el ingeniero también de los faquires, de unos que se enterraban


hasta el cuello, y pasaban así meses y años; de otros que se condenaban a llevar
los brazos levantados y acababan por no poderlos bajar, por atrofia; de los que
se exponían a las mordeduras de los insectos y de los que mascaban cristales y
carbones encendidos.

Como de todo esto se han contado grandes fantasías en los últimos años,
y se ha exagerado y se ha mentido, a mí no me chocaban mucho tales historias.

Al ingeniero y a mí se nos unió en el fumadero del hotel un empleado de


banco, un inglés grueso y jovial, poco inteligente, que se reía mucho y pretendía
ser escéptico. Este inglés sabía francés y español. Suponía que el ingeniero y yo
éramos dos fantásticos.

Yo le dejé un libro mío, que me pidió varias veces, y lo comentó riendo a


carcajadas y diciendo:

—Es quijotesco, completamente quijotesco. Aquí no podría gustar más


que a los irlandeses.

—¿Y por qué sólo a los irlandeses?

—Porque éstos son españoles honorarios.

Una tarde, el ingeniero nos habló de una ceremonia que presenció entre
unos mayas o encantadores de serpientes.

—Vivía yo —nos dijo— en el campo, en una casa solitaria, con varios


criados; las fieras llegaban de noche hasta las tapias de nuestros corrales. Entre
los criados había uno que tenía la obsesión de las serpientes. El miedo suyo
sobrepasaba el miedo del peligro natural, porque consideraba a estos reptiles
como monstruos, demonios, semidioses. El criado cantaba himnos especiales y
hacía extrañas prácticas. Trazaba alrededor de la casa unas líneas de izquierda a
derecha, y hundía en el suelo, con la raíz hacia arriba, unos retoños de una
planta antidemoniaca que se llama apamarga. Cuando mataba una cabra o un
cordero, repartía las entrañas alrededor de la casa, porque decía que esta parte
del cuerpo era la que correspondía por derecho propio a los demonios
serpentinos.

El pobre criado soñaba con las serpientes, les lanzaba terribles insultos e
invocaba al Gran Pájaro, vencedor de estos ofidios, al que no recuerdo cómo
llaman, pero que, al parecer, es la representación simbólica del sol que triunfa
sobre los monstruos.

Mi criado conocía las clases y variedades de la cobra, la naja, la cuanilla,


y hablaba de sus malicias y de sus habilidades. Estos orientales del pueblo no
distinguen fácilmente lo visto de lo inventado. Lo confunden todo y lo aceptan
todo, con tal que sea divertido. Un día me dijo que cerca de nuestra casa iba a
haber una fiesta de mayas.

—¿Qué es eso de mayas? —le pregunté yo, que hasta entonces no había
oído esa palabra.

—Mayas son los encantadores de serpientes.

—¿Y es que tú quieres ir a la fiesta?

—Yo no me atrevo, señor; pero estos criados quieren ir.

—Bueno, que vayan.

Fui a caballo, con tres criados, hasta un campo lejano.

Llegamos a un prado, y vimos un círculo de encantadores de serpientes,


y alrededor de ellos, un público de unas aldeas próximas, formado por
hombres, mujeres y chicos.

La fiesta llevaba ya algún tiempo, por lo que dijeron.

El principal de los mayas era un indio amarillo y flaco, y a él le tocaba


mostrar sus habilidades en aquel momento. En medio del círculo había una
canasta hecha de mimbre del país.

El hombre comenzó a tocar la flauta y salió del canasto una cobra de


brillantes colores, que comenzó a agitarse al compás de la música, como si
bailara. Tras de esta serpiente, salió otra. El aire musical que tocaba la flauta era
cada vez más animado, y los dos reptiles se enderezaban sobre las colas y
abrían la boca, sacaban la lengua y tenían un aspecto amenazador. La luz
parecía exasperarlos. El hombre comenzó a darles golpecitos con una varita
fina, y los dos ofidios, de repente, se echaron sobre el maya y comenzaron a
morderle aquí y allí.

El encantador, entonces, dio un grito, se puso a cantar y mordió él


también a las serpientes suavemente. Los dos ofidios se fueron desenroscando,
y, uno tras otro, como castigados y humillados, volvieron a la canasta de
mimbre y se metieron en ella. El hombre, que tenía gotas de sangre que le caían
de las heridas, pasó por ellas un tizón ardiendo, y al poco tiempo no tenía nada.
El espectáculo había acabado, y volvimos a nuestra casa.

Al terminar la relación el ingeniero escocés, el empleado de banco


exclamó:

—En eso que vio usted había un truco.

—No digo que no —contestó el escocés.

—Las serpientes, aunque fueran venenosas, tendrían los colmillos


arrancados y no podrían envenenar.

—Eso es muy probable.

—Pues yo he visto —les dije yo a los dos— una cosa tan extraña como
ésa, o más.

—A ver, cuente usted.

—A principios de mil novecientos dos estuve yo en Tánger, enviado por


un periódico de Madrid titulado El Globo. No pude hacer cosa de provecho
como reportero. El viaje desde Cádiz fue detestable. Nos cogió un temporal
deshecho y tardamos doce a catorce horas en una travesía que habitualmente se
hace en dos o tres. Fuimos en un barquito muy malo, que se llamaba el Mogador.
Unos yanquis, al principio muy animosos, quedaron tendidos como sacos en la
cámara. Un alemán, que pretendía no marearse, barnizó la toldilla con sus
deyecciones, y un pobre prestidigitador, ya como muerto, iba por la cubierta de
una borda a otra envuelto en los jugos de su estómago.

»Llegamos a Tánger, aunque con muchos apuros; fuimos al hotel


Continental, donde estaban algunos periodistas y un médico, que luego lo fue
del sultán Muley Hafid, que se llamaba García Belenguer.
»La humedad, el frío y el mareo a mí me desquiciaron por completo, y no
pude reaccionar mientras estuve en Tánger. Hice algunas excursiones a caballo,
pero no tenía gusto. Únicamente estuve a gusto en una gira que hicimos al cabo
Espartel, en donde el periodista se intoxicó un tanto con los licores y el doctor
García Belenguer emborrachó a un gallo con whisky, lo que resultaba un tanto
cómico.

»Con frecuencia, al salir de casa iba al zoco, con sus moros de blanco y
sus judíos de negro y sus camellos. Este carnaval moruno no me entusiasmaba.
Todos aquellos colorines y el pintoresquismo exagerado me parecían cosas de
teatros.

»Varias veces vi encantadores de serpientes rodeados de público. Una


vez encontré a uno de gran aspecto, con la cabeza afeitada, la barba negra, el
color bronceado y los ojos brillantes. No parecía marroquí. Debía de ser un
verdadero psylle, como los antiguos de Egipto.

»Los espectadores habían formado un círculo a su alrededor. El hombre


tenía dos bolsas de cuero. De una sacó dos serpientes, que bailaron al son de la
flauta. Luego, al encerrarlas, cogió la otra bolsa, le quitó el tapón, y agarrándola
de la cola, sacó una serpiente oscura, de metro y medio, que al caer comenzó,
enfurecida, a enroscarse y a abrir la boca.

»El hombre le ponía delante una varita, que el reptil mordía furioso, y
unos pedacitos de piedra, con los que hacía lo mismo. La risa de la gente
parecía excitar al animal y ponerlo frenético.

»Cuando más furioso estaba, el domador cogió al ofidio por el cuello y se


lo acercó a la boca. Yo creí que le iba a dar un mordisco; pero no, por el
contrario, le mostró la lengua, y la serpiente se tiró a ella y la mordió.

»El psylle apretó la lengua con los dedos y se vieron las señales del diente
del animal, que echaban sangre.

»Hecho esto, tiró el reptil al suelo, que se apresuró a meterse en su bolsa


de cuero. Después, el hombre empezó a sacar briznas de paja de aquí y de allá,
mostrándolas al público para que viera que no había nada entre ellas, y se las
puso en el mentón y luego entre la boca y los labios.

»Cuando ya tenía la boca llena, comenzó a dar vueltas al círculo de


espectadores, soplando e inflando los carrillos hasta ponerse inyectado, y de
repente, toda la paja ardió de un golpe y cayeron las briznas quemadas al suelo.

—Otro truco —dijo el empleado de banco.


—Yo también me lo figuré así. No sé cómo se puede hacer eso; pero que
lo he presenciado, no tengo duda. Después he preguntado a varios que han
estado en distintos puntos de Marruecos, y ninguno me ha dicho que lo haya
visto.

—Es posible que lo haya soñado usted.

—¡Qué lo voy a soñar! Estoy tan seguro de haberlo visto como de que
ahora hablo con ustedes.

El ingeniero dijo que no se podía pensar que la saliva de los ofidios


tuviera alguna condición desconocida para los zoólogos; tampoco era probable
que el psylle llevara en la boca algún producto químico como el potasio o el
calcio, que se descomponen y se inflaman en líquido acuoso.

—Nada, eso es un truco —afirmó el empleado de banco con una


terquedad un tanto necia.

—Nadie lo duda. Nadie cree que fuera un milagro —le contesté yo—; no
puede ser más que un fenómeno natural, porque, para mí, todos los fenómenos
son naturales.

Unos días más tarde, el empleado parece que decía muy convencido a un
señor del hotel:

—El vasco y el escocés son dos visionarios.


X

Otra pequeña historia que me ocurrió en esta época de Londres fue que,
sin querer, deshice un intento de boda del violinista Fernández Arbós.

Arbós era muy amigo, y al mismo tiempo muy enemigo, de Ramiro de


Maeztu. Siempre estaban juntos y siempre hablando mal el uno del otro.

Un día que estuvimos en un restaurante italiano, comiendo con un


minero apellidado Mira, que nos convidó, el violinista Arbós nos contó la
historia de sus amores con una viuda murciana riquísima.

Ya se veía el hombre dueño de fincas, de casas de campo y de


automóviles, y pensaba tener una casa de verano y otra de invierno y convidar
a los amigos.

—Pero no digan ustedes nada de esto a Maeztu —nos advirtió—, porque,


como es mi rival, sería capaz de contar historias y desacreditarme.

Yo no sé si Arbós tenía algunos motivos contra el minero Mira; pero éste,


unos días después, nos dijo que conocía a la novia de Arbós y que le iba a
contar los amores que había tenido el músico en Londres.

Cinco o seis días después no sé quién nos invitó a comer al mismo


restaurante, y al entrar en él vimos juntos en la mesa a Arbós con Maeztu, y a
Arbós que tenía a su lado un montón de cartas.

El violinista, que tantas recomendaciones nos había hecho para que no


habláramos a Maeztu de sus amores, le estaba leyendo a éste las cartas de su
novia.

La vuelta mía de Inglaterra a Francia fue detestable. Había estado los


últimos días en Londres observando el tiempo, y cuando vi que el cielo se ponía
claro, me dije: «Ahora me voy».

Llegué a Folkestone, y al ver el cielo despejado, me dije: «Esto va bien».

Entré en el barco, y éste no hizo más que comenzar a marchar, cuando,


instantáneamente, me mareé. Al ver que traían unos cacharros, que ponían
cerca de cada viajero, yo perdí las esperanzas y eché lo que tenía dentro, y hasta
sangre. Estaba tan desanimado, que creo que si me hubieran dicho: «Ahora le
vamos a pegar a usted un tiro», hubiese contestado: «Muy bien; me parece la
idea plausible».
Al llegar a Madrid, después de los meses pasados en Londres, recuerdo
que fui al Ateneo y me encontré con un periodista llamado Francisco Iribarne.

Este Iribarne era de Almería; hombre alto, flaco, con el rostro afilado y los
ojos verdosos y opacos. Tenía algo de siniestro en su físico, y se le consideró
durante algún tiempo como un hombre peligroso.

No tenía nada de ello; había sido amigo de Mateo Morral, el anarquista


que tiró la bomba en la calle Mayor, y hablaba bastante de él, aunque Iribarne
no tenía de anarquista absolutamente nada.

Era un holgazán y un hombre curioso, y nada más.

Iribarne se había dedicado al sablazo, y tenía la idea de que algunos


amigos estaban obligados a atenderle en sus apuros. Emilio Carrere contó en
algún artículo que una vez Iribarne dijo con cólera: «¿Qué pensará este canalla
de Baroja que voy a hacer yo con estas dos pesetas que me ha dado?».

Iribarne, que luego me lo encontré en París, había llegado unos meses


antes que yo a Londres con una maleta vacía y vieja y sin un cuarto.

Hasta tal punto consideraba que la maleta no era vendible, que anduvo
buscando un rincón donde dejarla, y la dejó en un túnel. Debió de tener muchas
dificultades para que le admitieran en una casa, pero a lo último lo consiguió.

En Madrid, al volver de Londres, encontré a Iribarne en la biblioteca del


Ateneo. Me hizo una serie de preguntas acerca de las gentes que yo conocía y
que él también conocía en Londres. Yo le conté lo que me había ocurrido, con
más o menos detalles, y cinco o seis días después vi que la conversación mía
aparecía en un periódico llamado El Intransigente.

Alguno, quizá el mismo Iribarne, mandó el artículo a Londres.

El que yo dijera que la italiana de mi hotel tenía más entusiasmo por


Nietzsche que por su marido; el que contara que Arbós había leído las cartas de
su novia rica a Maeztu, hizo que la señora murciana riñera con el violinista y la
señora italiana me escribiera una carta indignada.

Yo había tenido la precaución de enviar una pequeña nota al periódico El


Intransigente al día siguiente de publicado el artículo, diciendo que no era cierto
que yo me hubiera expresado en aquellos términos con relación a la señora
italiana, y le envié el recorte a ésta, y la señora quedó satisfecha.
XI

La casualidad hizo que ese artículo, que yo creía perdido, estuviera como
de cubierta en un tomo de folletines en Vera, y lo publico, aunque quizá sea un
poco cínico:

HABLANDO CON BAROJA

«Pío Baroja ha regresado de Londres, después de pasar allí tres meses.

»Cuando acabó de corregir las pruebas de su última y admirable novela, titulada Las
tragedias grotescas, tomó billete en el sudexpreso y se marchó de España. Pío Baroja se marcha de
España inmediatamente después de publicar cada uno de sus libros. Esto es una manía, un capricho;
tal vez, una táctica. Es posible que no quiera escuchar lo que se dice acerca de su labor, y prefiere leer
lo que publican los periódicos, que no revelan generalmente los juicios más acertados ni los
comentarios más interesantes.

»Yo he pensado veinte veces hacer un artículo diciendo la impresión que me produjo ese
libro, titulado Las tragedias grotescas. A pesar de esto, es posible que yo no escriba nunca este artículo.
Todos los escritores tenemos una serie de artículos, de comedias y de libros, que guardamos
cuidadosamente para publicarlos en la otra vida.

»Las impresiones de Baroja en Londres, su interesante conversación de ayer tarde, es algo


tan actual y tan mundano, que yo no puedo incluir en el interesante catálogo de ultratumba, y por
eso me apresuro a escribir estas cuartillas […]

»Baroja ha visto a casi todos los españoles que viven en Londres.

»Del primero que habló fue de Maeztu.

»—No es cierto —dijo— que Maeztu se haya adaptado a la vida inglesa; para que se
efectuara tal adaptación era preciso que Maeztu viviera con dinero inglés, y Maeztu vive con dinero
español y americano.

»Tampoco Maeztu piensa en inglés; su preocupación constante es España, hasta el punto que
no habla jamás de otra cosa. Se pasa la vida leyendo periódicos españoles y pensando en lo que dice
Valle-Inclán, o en lo que dice Azorín, o en lo que dice Bueno.

»Sin embargo, Maeztu, como todos los escritores que viven en Londres, desea triunfar en
aquel ambiente; obtener un éxito semejante al de Bernard Shaw, que es, sin duda, el hombre a quien
más se discute hoy en Inglaterra.

»A Maeztu, para obtener el éxito de Bernard Shaw, le faltan muchas cosas. Bernard Shaw
conoce muy bien el inglés y desempeña su papel perfectamente.

»El afán de producir efecto es lo que más perjudica a casi todos los españoles. No se
conforma ninguno con vivir tranquilamente y lo más cómodo. Le juro a usted que allí, para pasar
una vida agradable, no es preciso tener más que buena educación y buena ropa. Un hombre bien
vestido, de agradable presencia y con algún ingenio, se vería obligado a renunciar diariamente
cincuenta invitaciones; sería el ídolo de todas las mujeres. Los ingleses se van diariamente a trabajar
a la City; se aficionan demasiado a los negocios, y dejan a las inglesas que se aburran. La enfermedad
de Londres es el aburrimiento. Las gentes que tienen resuelto el problema de la vida no saben cómo
distraerse. El tiempo es para ellas de una monotonía insoportable […]

»En la casa donde yo he vivido había individuos de todos los países de Europa. Yo logré
entenderme con una italiana que sabía hablar cuatro idiomas. Esta italiana es entusiasta de Federico
Nietzsche, y está casada con un español. Un día se empeñó en que fuéramos a ver al editor
Heineman, y le propuso que tradujera al inglés alguno de mis libros. Heineman se negó
rotundamente. Heineman ha traducido una novela de Galdós, de la cual no logró vender tres
ejemplares. A pesar de esto, quiso ser amable conmigo, y me preguntó si yo sería capaz de hacerle
una cosa sensacional, de quinientas palabras cada tres meses.

»Excuso decir a usted que no me comprometí a ello, porque no sé cómo se hacen esas cosas
sensacionales de quinientas palabras.

»En vista de mi negativa, insistió aún, encargándome un artículo sobre el duque de


Sotomayor y otro sobre la duquesa de San Carlos, sin que tampoco en esto pudiera complacerle […]

»Estando yo en Londres, llegó de París Tarrida de Mármol, que iba a ver a Malatesta.
Hablamos de España. Malatesta sabía que habían absuelto a Ferrer, y dijo con cierto aire de tristeza:

»—Está bien. No sé qué es lo que voy a hacer ahora, después de haber preparado aquí un
movimiento de protesta.

»—Verdaderamente —murmuró Tarrida—, esa absolución es para ti un fracaso. No queda


más recurso que ver si conseguimos que le vuelvan a meter en la cárcel.

»Cuando dejé a Tarrida entré en un restaurante, y allí me encontré a un músico español muy
conocido.

»Este músico es el más pedante de los españoles que viven en Londres. A mí me habían
contado que tenía relaciones con cierta dama aristocrática, muy rica.

»—Esa señora —me dijeron— se ha creído que este hombre es un genio, y quiere protegerle.

»No me pareció el caso muy extraño, porque las mujeres son muy apropiadas a esta clase de
equivocaciones. Lo que no creí nunca es que el músico, al verme, me enseñara las cartas de su
protectora, rogándome únicamente que no le dijera nada a Maeztu.

»—Sería capaz de contarlo en los periódicos.

»—No lo creo. Pero, en fin, por mi parte, puede usted estar tranquilo, que no ha de saber ni
una palabra.

»A1 día siguiente, cuando entré en el restaurante, vi que el músico le estaba leyendo las
mismas cartas a Maeztu.

»Con esto se puede formar idea de quién es ese hombre […]

»Entre los españoles que hay en Londres, le juro a usted que hay tipos muy interesantes.
Uno de ellos me hizo ir a su casa, decorada lujosamente. Este español, que tiene tipo de gentleman,
disfruta de una renta de 6000 pesetas y paga de casa 4000. Como está relacionado con lo más selecto
de la sociedad londinense, la mayor parte de los días come con los amigos. Cuando esto no sucede,
me confesó que iba a un restaurante donde vale 60 céntimos el cubierto.

»Los ingleses nos compadecen, y creen que una gran parte de nuestra felicidad dependía de
que Don Alfonso se casara con una inglesa. Hablan de nosotros con cariño; pero no crea usted que
les importamos gran cosa. Sin embargo, ahora el ambiente es propicio, y un español que se
presentara allí sabiendo bien el inglés y hablando de negocios realizables en España conseguiría
engañarlos fácilmente.

»—¿Usted cree que los españoles allí pueden hacer fortuna?

»—Es muy difícil. Y no crea usted que esta dificultad existe solamente para nosotros; los
ingleses miran con el mismo desdén, con el mismo desprecio, a los italianos, a los alemanes y a los
franceses.

»Cuando Baroja decía esto, el reloj de la biblioteca del Ateneo marcaba las ocho y media.
Entonces él se levantó bruscamente.

»—Adiós, hasta mañana. ¿Creo que no contará usted nada de esto?

»—De ninguna manera.

»Como veis, he cumplido mi palabra fielmente.

»Francisco Iribarne.»
SÉPTIMA PARTE

VIAJES Y OPINIONES SOBRE


ESCRITORES
I

De todos los escritores viejos del tiempo, el que tenía más prestigio era
don Juan Valera, corpulento, con la cabeza correcta y el pelo blanco. Vestido de
negro, daba la impresión de un gran señor. En su charla alternaba la seriedad y
el empaque aristocrático con la malicia picaresca del andaluz de la calle.

Pérez Galdós no tenía apariencia de gran cosa. Su estatura era excesiva,


un poco encorvado; de primera intención, no hacía efecto; pero, a veces, había
en él una mirada de sus ojos pequeños y negros, como un relámpago de ironía y
de malicia.

El criado que a lo último acompañaba a don Benito se parecía a él como


si fuera de su familia, y cuando se unía a ellos el sobrino de Galdós, Hurtado de
Mendoza, que creo era ingeniero, los tres parecían parientes. Debían de tener
algo de guanches.

A Campoamor se le veía, ya muy viejo, en la librería de Fe, de la Carrera


de San Jerónimo, sentado, gordo, con patillas, con el mismo aire de señor
pacífico que tiene en la estatua del Retiro.

Echegaray, de cerca, era muy pequeño y muy menudito. Yo creo que de


viejo no pesaría más de cincuenta kilos. Tenía una cabeza muy chica, en forma
de huevo, y poca expresión en la cara. Contemplándole y hablando con él,
parecía mentira que aquel viejecito tuviera tanto entusiasmo por la tragedia y
por lo truculento.

Eugenio Sellés iba con frecuencia a un café de la calle de Alcalá, que creo
se llamaba el Lyon d’Or. Yo no vi ninguna comedia de Sellés, ni leí nada suyo.
Parecía un hombre mediocre y melancólico. Solía pasear con una hija, que era
muy guapa, y hablaba más de cuestiones prácticas del teatro que de otra cosa.

En el café del Lyon d’Or, los que más peroraban eran Francos Rodríguez,
López Ballesteros, Dicenta, el maestro Vives, Sánchez Pastor y algunos más.
También solía ir Muñoz Seca, que, sin duda, esperaba el turno de entrar en el
teatro, y que no hablaba. Yo, como no pretendía estrenar nada, y, además, no
iba a ningún teatro, debía de ser considerado como un tipo raro. Dicenta,
alguna vez, me dijo:

—Pero ¿es que usted cree que una obra de teatro no es una obra de arte?

—¿A mí qué me importa el arte? —le contestaba—. Eso y la carabina de


Ambrosio, para mí es igual.
—¿Pues qué es lo que le importa a usted?

—A mí me importaría que la vida fuera agradable, que se ganara con


facilidad, que la gente no fuera bestia…

—Y eso, ¿cómo se consigue?

—Pues yo creo que de ninguna manera.

—Y entonces, ¿qué hay que hacer?

—Nada… Resignarse.

—Eso, de ninguna manera.

A veces venía al café Cavia, borracho, y se mostraba brutal. El hijo de


Eusebio Blasco, Wenceslao, le insultó un día de mala manera, delante de mí.

La Pardo Bazán no me interesó nunca ni como mujer ni como escritora.


Como mujer, era de una obesidad desagradable, y como escritora, todo eso del
casticismo y del lenguaje no he tenido muchas condiciones para sentirlo.

Al menos para mí, todo ello no tenía gran atractivo. En su conversación,


doña Emilia era un poco ansiosa y trepadora.

La cuestión era demostrar que era amiga de la condesa y de la duquesa,


del príncipe, del gran escritor y del gran político. Si la representación de la
aristocracia y del ingenio español eran la infanta Isabel, la marquesa de La
Laguna y la Pardo Bazán, había que echar a correr al galope al yermo.

«Emilia la Rabicorta», parece que la llamaba la Laguna a la Pardo. No sé


por qué; las dos eran igualmente rabicortonas y pesadas.

Jacinto Octavio Picón, a quien creo que fui a visitar con Azorín, era un
hombre que administraba su talento literario, que no era excesivo. Me pareció
que tenía una idea muy elevada del papel del escritor y una gran consideración
entre los periodistas. Vivía en un piso alto, muy cómodo y muy bonito, en una
de las calles laterales que limitan el Congreso de los diputados.

Parecía un hombre hecho de alambre, con unas piernecitas delgadas,


unos pantalones estrechos y unos bigotes largos y negros.

Blasco Ibáñez era un Tartarín valenciano. Yo, antes de conocerle, creía que
era un tipo moreno, seco, con aire de pirata berberisco y una voz tonante; pero
no había tal; era un medio rubio, gordo, con una voz casi atiplada. Creo que en
él todo era aparato. Mucha apariencia y poca consistencia, como dicen los
italianos. Alguna gente creía que él, como hombre, valía más que como
novelista; pero no había tal. Como novelista valía mucho más que como
hombre.

Palacio Valdés era un escritor hábil, que conocía muy bien a su público.
Era hombre que aparentaba una bondad y una cordialidad que no tenía; yo,
después de haberle oído hablar una tarde, cuando intentaba leer algo suyo, me
daba la impresión de estar oyéndole hablar, y me parecía que todas sus frases,
por piadosas que fueran, sonaban a hueco.

Unamuno era un doctrinario en cuestiones filosóficas y literarias. En


cuestiones filosóficas, es lógico ser doctrinario, porque no hay contraste con la
realidad; en las literarias creo que no, porque en la literatura todo se ha ido
haciendo a fuerza de tanteos y de experiencias, y hay obras que sirven de punto
de comparación.

Unamuno pensó en una época si las descripciones sobrarían en la


morfología de una novela. Muchos habrán pensado lo mismo que él; pero, al ir
a comprobar esta teoría, se ve que no es cierto. Primeramente, un sinnúmero de
obras novelescas antiguas no tienen descripciones, es decir, no hay en ellas una
alusión al mundo exterior; pero a medida que la novela se perfecciona, las
descripciones entran más en ella. Eso no quiere decir que el abuso de detalles
del medio ambiente sea una superioridad, no; pero cuando se lee un libro como
La guerra y la paz, de Tolstói, lleno de descripciones, y que es una de las obras
más logradas del siglo XIX, se ve claramente que la anotación del ambiente es
indispensable.

Recuerdo que una vez Unamuno me decía que pensaba hacer novelas en
esqueleto y acabar con las descripciones baldías. Como no era fácil llevarle la
contraria, porque se excitaba, yo pensé, sin decírselo, que la idea no tenía
ningún valor.

Toda la literatura antigua está llena de novelas así, sin descripciones: Los
cuentos, de Luciano; El asno de oro, de Apuleyo; el Lazarillo de Tormes, El buscón,
las Novelas ejemplares, de Cervantes, etcétera, etcétera, no tienen apenas
descripciones; muchas de las narraciones de Mérimée son tan esquemáticas
como lineales. Esta forma literaria es muy propia para el cuento, pero no para la
novela.

Joaquín Dicenta debió de tener poca vida en el teatro. Debió de empezar


con el Suicidio de Werther, y cuando representó Aurora iba ya en decadencia.
Dicenta, en la vida, parecía un inquilino de la Abadía de Thélème, de
Rabelais, convento fantástico que tenía como enseña la fiase: «Haz lo que te dé
la gana».

Dicenta gritaba donde todo el mundo estaba callado, o pasaba donde


estaba prohibido pasar, y el guardia o el policía que le salía al encuentro le
decían: «Haga usted el favor, don Joaquín; usted, que tiene tanto talento, no nos
fastidie usted».

Dicenta condescendía.

Yo esto no lo comprendo. Yo creo que la autoridad, alta o baja, al que no


cumpla estrictamente la ley o la ordenanza municipal, sea Dicenta, Cervantes o
el moro Muza, debe mandar que le castiguen, multándole o metiéndole en la
cárcel. A gente así le hubiera convenido ir al extranjero para que, en una
prefectura de policía, los trataran como al ganado.

La literatura de Benavente no me ha producido nunca un gran


entusiasmo; me parece algo frío y teórico. Quizá dependa esto de que las obras
que conozco no las he visto, sino que las he leído. Encuentro que en todas ellas
hay una flora parásita de pensamientos y sentencias parecidos a los de
Campoamor.

Ya comprendo que tengo que ser un mal juez de obras de teatro, porque
no me produce éste gran entusiasmo, y hasta tengo cierta antipatía por él.

Los Quintero, creo que en el sainete andaluz están muy bien. Ahora,
cuando levantan el tono y quieren ser trascendentales, son mediocres y
vulgares.

Arniches tiene también sainetes muy graciosos y divertidos.

En el libro, y seguramente en el teatro, hay autores a quienes no llega a


concedérseles un margen de confianza. ¿Por qué? No es fácil saberlo. Se les
reconoce a destiempo, tarde y de mala gana, y no llegan a tener nunca prestigio.

Un tipo de éstos era José María Mathéu.

Mathéu era un hombre bajito, tímido, de barba teñida, con anteojos, que
hacía unas novelas que estaban bien. Lo que no tenía su obra era sello personal,
y había novela suya que podía ser de Ortega y Munilla o de Martínez
Barrionuevo, y alguna de Galdós.
Martínez Barrionuevo hablaba de sus novelas Los señores de Zaldívar y La
Quintañones. Parecía hombre inculto y que había visto pocas cosas.

De la calle, conocía yo a algunos escritores que había encontrado alguna


vez con algún amigo, como Sánchez Pérez, Teodoro Guerrero y Frontaura, que
era bastante feo y tenía cara de tapir, y a quien veía pasar por la calle del
Arenal.
II

En la época en que empecé a escribir con asiduidad en El Imparcial, el


director de entonces, Luis López Ballesteros, me citaba a veces en el café Lyon
d’Or, de la calle de Alcalá. Allí me solía ver con Luis Taboada, que era amigo
mío, y con el maestro Vives, que también lo era; si no diariamente, iba con
alguna frecuencia a aquel café.

Es curioso que esta muestra o enseña del café el Lyon d’Or, que aquí
parece elegante, en Francia fuera, en su tiempo, de posadas humildes. El Lyon
d’Or quería decir primitivamente au lit où on dorm (la cama donde se duerme), y
de esa cosa tan modesta se hizo el León de Oro, algo fastuoso.

Al Lyon d’Or de Madrid, además de los escritores que he citado, solían ir


con frecuencia Taboada, Cavia y algunos autores de teatro, como Sánchez
Pastor, González Llana y Muñoz Seca.

Francos Rodríguez tomaba la literatura a broma, al menos en el café;


hacía traducciones del francés con González Llana. Benavente parece que decía
de estos arreglos que estaban hechos a la «franca la llana». González Llana
había colaborado con Valentín Gómez en el melodrama El soldado de San
Marcial, que había tenido éxito hacía mucho tiempo, cuando yo era chico.

Francos Rodríguez, al parecer, tenía siempre ingresos del teatro, y


algunos compañeros, poco partidarios suyos, decían que a él podría aplicarse
una frase dirigida hacía tiempo a Pina y Domínguez, arreglador de operetas
francesas:

Y hasta Pina tiene coche

traducido del francés.

López Ballesteros creo que era de Puerto Rico, y tenía un poco de la


exasperación y de la violencia explosiva de los americanos; luego no sólo se
tranquilizó, sino que se quedó convertido en una sombra. Decían que tomaba
morfina.

Luis Taboada era un hombre inteligente, simpático, melancólico. Si


recuerdo detalles, tengo que hacer una silueta de él más tarde.

Cavia era un tipo chillón, procaz, que armaba escándalos en todas partes
e insultaba a la gente. Como Dicenta, tenía fuero especial para hacer lo que le
daba la gana: se emborrachaba, gritaba, insultaba, y todo el mundo mostraba un
respeto por él como si fuera un fetiche.
Otros periodistas iban a este café, como Rafael Santa Ana, un andaluz
grande y pesado, que escribió sainetes, y fue cómico que, a veces, tenía alguna
gracia cuando contaba historias de un terrible cinismo. Los libros suyos, Manual
del perfecto canalla y otros por el estilo, eran muy aburridos.

Iba también al café José de la Serna, que escribía en El Imparcial.

La Serna y Arimón, que lo hacía en El Liberal, eran críticos importantes, y


sus opiniones tenían mucho peso. Hubo otro crítico, Ricardo J. Catarinéu, que
se firmaba Caramanchel en La Correspondencia de España, que ejercía con gran
solemnidad su sacerdocio periodístico.

También traté algo a Navarro Ledesma, que hablaba mucho de Mauricio


Barres, por quien debía de tener gran admiración, y a quien supongo que había
conocido en Toledo.

Dionisio Pérez, tipo bastante raro, de la provincia de Cádiz, y diputado


por el Puerto de Santa María, hombre que, según él, trabajaba catorce o dieciséis
horas al día, era un individuo un tanto extraño, que escribía en muchos
periódicos con distinto seudónimo. Tenía, además, una librería de viejo en la
calle de Jacometrezo, una librería misteriosa, donde creo que también se
vendían sellos a los filatélicos.

A lo último, era un hombre obeso, con anteojos azules y bigote negro.


Algunos decían de él que era muy atravesado. Al parecer, había sido educado
en un colegio de jesuítas, y había escrito un libro sobre su vida de colegial.
Comenzó a darse a conocer en un periódico semanal, que se llamaba Vida
Nueva. Yo le veía en Madrid, y luego le encontré en el Puerto de Santa María.

Dionisio Pérez me habló una vez en la librería de Fe. Había publicado en


Barcelona, en la casa de Henrich, una novela, titulada La Juncalera, y yo otra, El
mayorazgo de Labraz. Él decía que había contratado con la casa editora que le
pagara dos mil pesetas por una edición; pero si se hacían otras, creía que le
tenían que pagar de nuevo. A mí no me dio el editor explicación alguna.
Dionisio Pérez creía que el editor había hecho más ejemplares que los
convenidos, y protestó. El editor no le debió de hacer caso, y entonces el autor
tuvo una ocurrencia graciosa, y fue escribir artículos en varios periódicos
diciendo que su novela La Juncalera, publicada por Henrich, era muy mala y que
estaba copiada de aquí y de allá.

Otro tipo a quien conocía era Luis París, que fue empresario o director
del teatro Real, y que, ya de viejo, iba todos los días a ver cómo seguían las
obras de reparación de este teatro, renqueando, porque debía de estar medio
paralítico.
III

Otros escritores conocí en la calle o en la redacción de El Globo. Uno de


ellos, Zahonero.

Zahonero era de tipo desagradable, con un prognatismo de degenerado;


tenía una academia de actrices, según decían, para ver si las conquistaba.

Escritores que me dejaron una sensación de fantasmas fueron Roure,


Barret, Siles, José Cuéllar, Alonso y Orera, Vicente Medina, Orts-Ramos,
Fernández Villegas (Zeda), Burell, Fray Candil, Catarinéu, Cejador, Hoyos y
Vinent, Ingenieros, etcétera.

Me dejaron también una impresión de extrañeza otros, como, por


ejemplo, Hamlet-Gómez, que publicó varios libros y unos Misterios del
anarquismo, que no tienen realidad ninguna; Jaime Brossa, casado con una hija
de Ferrer, que era un hombre afectado y que decía que tenía las manos de
asirio; Eugenio Noel, que se las echaba de genio, y León Villanúa, que tenía una
gracia disparatada.

Hubo también en la época tipos que se han quedado sin una clasificación
justa o injusta; por ejemplo, Alfonso Danvila, López Roberts, Francisco Acebal.
Sus nombres quedan como flotando. Felipe Trigo, en su tiempo, tuvo fama. Yo
supongo que hoy no cree nadie en su importancia.

Muchos vivieron soñando en la quimera de la gloria literaria en una


época en que no se podía ganar ni prosperar en la literatura.

Periodistas que hicieron traición a sus amigos y protectores hubo


muchos. Varios que estuvieron en El Radical, de Lerroux, y que luego se
distinguieron por atacarle. Hubo uno que hizo un libro contra él, titulado Los
aventureros de la política, y otro, Aguirre Metaca, que escribió también un folleto
contra su antiguo jefe.

Entre los aprendices de literato había gente rampante, sin delicadeza


ninguna, que aspiraban a hacer una carrera por cualquier procedimiento.
IV

Entre los extranjeros que pasaron por Madrid, recuerdo a Hugues Rebell,
que, al parecer, se llamaba de verdad Jorge Grassal. Éste había publicado, hacía
un año o dos, una novela de aventuras napolitanas de aire d’annunziano, que a
mí me pareció bastante absurda. Él era también absurdo. Vestía de negro,
llevaba sombrero de copa de alas planas, y tenía un aire clerical y, al mismo
tiempo, de clown.

Estuve con Sawa y con él en un café de la calle de Alcalá, y dijo una


porción de cosas raras y extravagantes.

Otro francés que conocí en Madrid era Juan Luis Talón, que creo era
dependiente de un banco. Juan Luis Talón era autor de una novela, La
marquesita, una españolada, que se dijo que estaba bien.

Se habló de su libro, que a mí me pareció una cosa buena, y luego se dijo


que Blasco Ibáñez lo había imitado en no sé qué novela suya.

Marcel Robin, que hacía la crítica de los libros españoles en el Mercurio de


Francia, vino también a Madrid, por entonces, de Perpiñán, donde vivía.

También pasó por Madrid Chaumie, hijo de un político francés. Luego


conocí a una hija suya, archivera en París.

Anatole France estuvo en el hotel París, de la Puerta del Sol. El dueño de


este hotel, llamado Capdevielle, le preguntó si Maeztu podría ir a verle un
momento.

Maeztu me dijo que fuera con él. Yo le contesté: «No, yo no voy.


Primeramente, yo no sé explicarme bien en francés. Después, no tengo ningún
entusiasmo por los libros de ese escritor».

Anatole France dijo que de ninguna manera, que no quería recibir a


ningún periodista español.

De cómicas y cupletistas, he conocido muy pocas, porque apenas he ido


al teatro, y no me ha interesado gran cosa. De cupletistas, oí cantar a la
Fornarina en el Salón Japonés, de la calle de Alcalá, y hablé con ella alguna que
otra vez. Siete u ocho años más tarde, marchaba yo por la Carrera de San
Jerónimo, con boina y gabán, cuando pasó una mujer elegante en un milord,
que se paró delante de mí y me habló. Al pronto no la reconocí, y luego vi que
era la Fornarina. Me pareció una prueba de inteligencia, porque a un escritor o a
un pintor no se le saluda porque lleve un terno elegante o un sombrero a la
moda. Casi da más tono el que vaya mal vestido. La Fornarina me habló de
Alemania.

Después he conocido muy pocas artistas: la Argentinita, Laura de


Santelmo, en París, y alguna que otra más.
V

Luis Bonafoux era hombre de gracia. La tenía escribiendo y la tenía


hablando. Pintaba a la gente americana que se reunía con él en el bar Criterium,
en la plaza de la estación de San Lázaro, con cuatro rasgos de una manera
desgarrada y pintoresca.

De un periodista cubano muy abandonado en el vestir y muy sucio en la


manera de comer, que estaba entonces en París, decía: «Ése tiene su
especialidad; le pone usted un plato de sopa delante, y, al mismo tiempo que se
lo come, se lava la cara».

Lo que era verdad, porque el cubano tenía la absurda costumbre de


meter los dedos en las salsas y llevárselos después a las cejas o al pelo.

Contaba Bonafoux de este hombre, que tenía una especie de delectación


por la porquería, varias anécdotas.

Una vez que los dos se encontraron en la capital de Francia sin medios de
vida y en muy mala situación, Bonafoux consiguió, gratis, dos billetes de barco
para ir a Cuba.

Se lo dijo al compañero, y éste le contestó que tenía un saco de ropa sin


lavar, que necesitaba llevarlo.

«Pues llévelo», le dijo Bonafoux.

Efectivamente, fueron los dos a Cuba, estuvieron en la isla ocho o nueve


meses, y cuando el compañero volvió a París, llevaba el mismo saco de ropa
usada, que no lo había mandado lavar todavía.

Bonafoux conocía gente un tanto extraña.

Una vez le vi yo en un café del bulevar con un señor que me dijo que era
el violinista Rigo, el amante afortunado de la princesa Caraman-Chimay. Este
hombre estaba ya olvidado.

Rigo aseguró que él no quería grandezas ni relaciones con gente de la


aristocracia.

—Un petit hotel tranquille, bien tranquille —decía el húngaro; no


ambicionaba más.

—Éste es un seductor embolado —afirmó Bonafoux.


El periodista cubano tenía una gran preocupación por los anarquistas, y,
según aseguraba, él también lo era, no vagamente anárquico, como somos la
mayoría de los españoles que no tenemos un buen destino o una cuenta
corriente en el banco, sino del partido anarquista.

Bonafoux hablaba muy en burla de los generales hispano-americanos


que estaban en París; y no sé si de Guzmán Blanco decía que se subía a todos los
guardacantones para imitar a Napoleón en la columna de Vendôme. Alguno de
estos generales americanos se hacían pintar montados a caballo con una corona
de laurel, como los emperadores romanos o los reyes.

Bonafoux me aseguró que él había conseguido, por influencia de


Canalejas, que se indultara a los presos de un motín en Alcalá del Valle.

—Canalejas lo ha conseguido —me dijo—; pero no ha querido dar la


cara.

En esta época yo veía con frecuencia a Bonafoux en el bar Criterium, y


luego le acompañaba a tomar el tren en la estación de San Lázaro, para ir a
Asniéres, donde vivía. Por entonces hubo un atentado contra el rey de España
en París.

Bonafoux me contó que unos días después del atentado apareció en su


casa un joven alto, delgado, de barba negra, con acento catalán. El joven pareció
examinarlo todo con curiosidad, y se marchó sin decir claramente a lo que iba.
Este joven, según Bonafoux, era el anarquista Farrás, que algunas personas
pensaron que era el mismo Mateo Morral del atentado de la calle Mayor.

Días más tarde, Bonafoux me contó que había vuelto a ver al anarquista
Farrás, vestido con traje de tratante de ganados, en la plaza de la Estrella.

Todo esto me parecía a mí demasiado folletinesco para ser verdad, y


creía que había en ello mucha fantasía.

Unos quince días después estuve de nuevo a ver a Bonafoux, charlamos


en el bar y le acompañé a la estación de San Lázaro.

El cronista, muchas veces, por el afán de hablar, perdía el tren. Aquel día,
Bonafoux habló de literatura y de política con cierta cólera. Era irritable y tenía
resquemores literarios más o menos infantiles. De pronto, el hombre se calló,
me miró con fijeza a través de sus lentes con un aire de terror y me agarró del
brazo.

—¿Qué le pasa? —le dije yo.


—Aquel… que está allí… es Farrás.

Yo no vi más que el perfil de un hombre moreno, de barba negra, que


desapareció enseguida entre la multitud.

—Habrá estado otra vez en mi casa —dijo el cronista, muy preocupado.

Con el encuentro, Bonafoux olvidó su tema literario y marchó deprisa a


tomar el tren.

Tiempo después me dijo un señor que vivía en París, y que paseaba con
dos perros, que Luis Bonafoux era de familia judía. Me chocó; pero luego,
pensando en sus simpatías políticas y en su tipo literario, pensé que era posible
que ello fuese verdad.

El furor de Bonafoux a favor de Dreyfus podía tener algún motivo étnico.


En aquel tiempo, muchos éramos dreyfusistas, pero no con el arrebato y furor
de Bonafoux.

En los productos de la inteligencia no se puede separar lo que es judío de


lo que no lo es. ¿Quién podría decir, si no supiera la raza de Heine, que éste era
judío y no alemán? Además, ahora se va viendo que semitas y arios nacen de un
tronco común. Los europeos que no somos ni una cosa ni otra somos los vascos,
los etruscos, los fineses, quizá más parientes de los paleolíticos.

En este tiempo vivía yo en París, en la calle Moscú, hotel Moscú. Solía ir a


comer con un pintor que se llamaba Villegas Brieva, a quien había conocido en
Córdoba, y, a veces, se nos unía el amigo cubano de Bonafoux, el que se lavaba
la cara con la sopa.

Éste, que era muy entremetido, nos presentó a varias personas que
conocía en los cafés y en los restaurantes.

También vino a verme un señor que había escrito algo sobre literatura
española, que se llamaba Boris de Tannenberg.

Este señor parecía muy entusiasta de la literatura. Me convidó una vez a


cenar en el restaurante Marais, ya desaparecido, y, después de una cena
espléndida, me invitó a ir al teatro Antoine, a ver una representación de El rey
Lear, de Shakespeare. El señor de Tannenberg me llevó a una butaca de las
primeras filas, se sentó a mi lado, y a los cinco minutos de empezar la función
se quedó dormido, y estuvo durmiendo durante todos los actos, hasta que, al
llegar un poco antes del final, se despertó. No tuvo la audacia de decir que el
drama le había parecido magnífico; no hizo más que asegurar que por las
noches tenía mucho sueño, porque se tenía que levantar muy temprano para
dar clases.
VI

No estoy muy seguro, pero creo que fue el año 1904, en que estuve yo
una corta temporada en Córdoba.

Había terminado de corregir las pruebas de Aurora roja, cuando mi amigo


Poitevin, el traductor de La busca, cayó enfermo gravemente y se murió. Fue a
principios del año, en los primeros días de enero, hacía mucho frío, y fuimos al
cementerio del Este, al entierro del pobre francés, media docena de amigos.

En el cementerio corría un viento helado.

Yo tenía un poco de fiebre, y, al meterme en el coche, de vuelta del


entierro, se me ocurrió escaparme de Madrid e ir a un pueblo de Andalucía.
Decidí marchar a Córdoba. Tenía cincuenta o sesenta duros de varios artículos
que había cobrado.

Por entonces me escribió Darío de Regoyos, diciéndome que marchaba a


Gibraltar, por si quería ir con él. Le contesté que yo había pensado quedarme en
Córdoba. Llegué a esta ciudad y fui a un hotel de la calle de Gondomar.

A los tres o cuatro días, por la mañana, estando yo aún en la cama,


apareció Regoyos en mi cuarto. Me dijo que venía lleno de miedo, tenía punta
de costado y había padecido una pulmonía hacía tres o cuatro meses.

—Tengo miedo de haber cogido otra pulmonía en el tren. A ver,


auscúlteme usted.

—¿Yo? ¿Para qué le voy a auscultar? —le dije—. No me acuerdo ya nada


de eso. Métase usted en la cama y ya veremos lo que pasa.

Por la tarde se levantó y me dijo que ya no tenía nada.

Regoyos y yo pasamos una temporada muy agradable en Córdoba.


Estábamos conformes en todo, menos en pintura. Él quería demostrarme que el
arte actual era completamente distinto del antiguo; yo creía, y sigo creyendo,
que no hay tal cosa, que hay cambios, pero no esenciales.

Para mí, el impresionismo estaba ya en la pintura antigua, y muchos


paisajes de los pintores flamencos y belgas eran iguales que los impresionistas
modernos y habían tratado de buscar los mismos valores. Solíamos ir con
frecuencia Regoyos y yo a la Escuela de Bellas Artes, de la cual era director el
escultor Mateo Inurria.
Regoyos me quiso regalar varias veces cuadros suyos, pero yo no acepté.
Tampoco acepté las obras de Echevarría y de Arteta. Me hubiera parecido una
explotación fea.

Con las impresiones de Córdoba escribí mi novela La feria de los discretos,


que la comencé en Madrid y la terminé en el monasterio de El Paular, en un
cuarto que tenía una ventana que daba a la entrada del antiguo cenobio.

Estuve en El Paular, con mi hermana Carmen, muy bien. Teníamos una


sirvienta que nos hacía la comida, que era viuda, que al principio era modelo
por su trabajo y por su diligencia, y que a lo último empezó a mostrarse
absurda y extravagante.

Esta mujer, después, cuando se le hacía alguna observación en casa, se


iba a la buhardilla, encendía una vela y se estaba allí largo tiempo, hasta que se
mareaba.

Era una mujer para una época de guerras y de necesidad de heroísmo;


pero para la vida corriente no servía.

La feria de los discretos creo que fue la primera novela que me tradujeron.
Me la tradujeron al italiano. No sé si tuvo o no éxito, aunque la crítica no fue
favorable.

El libro en italiano tenía el título que di yo a la casa editorial Fratteli


Treves, de Milán, la Scuola di furbi, o sea La escuela de los picaros.

Años después, estando yo en Roma, había en mi hotel tres o cuatro


condesas y dos o tres marqueses que me manifestaban su desdén.

Para congraciarme un poco con ellas, compré mi novela traducida al


italiano y se la dediqué a una condesa de Milán, que tenía una hija rubia y
blanca que parecía tanto germana como italiana.

A la condesa y a su hija les entretuvo el libro y elogiaron la obra dell


Baroia, como decían ellas.

Después me dijeron que si quería que la prestarían a una marquesa de


Ferrara, solterona, alta y con cara de caballo, que también estaba en la pensión.
Les dije que sí. La marquesa me hizo una advertencia en tono severo.
Hablándome del personaje que en la novela se llama Quintín, me dijo: «Questo
Quintino e molto impertinente». De esta traducción, por consejo de alguno, mandé
un ejemplar a Edmundo d’Amicis y otro a Giovanni Verga, y los dos me
contestaron por carta muy amablemente, y Verga me recomendaba, cosa que
me sorprendió, que hiciese teatro. Las cartas se perdieron con otras en la casa
habitada por mi familia y por mí en la calle de Mendizábal.
VII

El año 1906 fue el atentado de Mateo Morral en la calle Mayor contra los
reyes.

Este atentado nos produjo una impresión extraordinaria.

Creo que también la produjo en Madrid y en España. Todo el mundo se


preguntó qué objeto podía tener aquello.

Por lo que nos dijeron, Mateo Morral, el autor del atentado, solía ir a la
cervecería de la calle de Alcalá, donde nos reuníamos por entonces varios
escritores.

Parece que le acompañaba Francisco Iribarne, un tal Ibarra, ex empleado


del tranvía y luego tabernero, y un polaco, Dutrem Semovich, viajante o
corredor de un producto farmacéutico llamado la Lecitina Billón. Ibarra estuvo
preso después del crimen.

El polaco e Ibarra recuerdo que tuvieron una noche un gran altercado


con el pintor Leandro Oroz, que dijo que los anarquistas dejaban de serlo
cuando tenían cinco duros en el bolsillo.

Con nosotros no habló nunca Morral.

Iribarne contó después que él y un amigo suyo periodista, que vivía por
entonces en una casa de huéspedes, pasaron toda la noche asustados, porque
conocían a Morral y pensaban que podía presentárseles en la casa pidiéndoles
auxilio.

Después del atentado y de que encontraron muerto a Morral cerca de


Torrejón de Ardoz, al saber que estaba en el Hospital del Buen Suceso, quise ver
su cadáver por si le reconocía; pero no me dejaron pasar.

En el asunto de Mateo Morral debió de intervenir mucha gente, y entre


ellos don Nicolás Estébanez.

A mí me sorprendió mucho esto, porque no comprendía que un hombre


inteligente y con un sentido claro de la vida pudiese intervenir en una cosa así.

Y, sin embargo, todo me hace pensar que intervino.

El doctor Salillas explicaba una vez que cuando reconocieron la maleta


del terrorista se habían encontrado unos trozos de percal rojo, azul y blanco.
No comprendía este señor qué podía ser ello; pero alguno después,
comentándolo, dijo: «Esos son los colores de la bandera francesa».

Con estos datos, yo supuse que el artefacto que había empleado Morral
había venido envuelto en una bandera francesa.

Al mismo tiempo sabía que el hijo de Berthelot, que había estado en


Zuloaga en la calle Mayor después del atentado, había visto un trozo de bomba
y había dicho: «Suponer que esta bomba la ha fabricado aquí ese anarquista es
un absurdo. Los bordes de este aparato están soldados con soldadura autógena,
y esto no se hace bien, por ahora, más que en algunos talleres de París y de
Londres».

Después, pensando que don Nicolás Estébanez había pasado por


Barcelona quince o veinte días antes del atentado, camino de la isla de Cuba,
sospeché que Estébanez había llevado el aparato desde París a España.

Dos o tres años después, estando en una cervecería cerca del León de
Belfort, en la avenida de Orléans, en París, con Javier Bueno, éste, de una
manera impertinente, le dijo al viejo Estébanez que él creía que había
participado en el atentado de Morral.

Estébanez se puso muy rojo y después palideció. Yo quedé convencido,


como he dicho, de que él había tenido una parte muy importante en el asunto.

Evidentemente, este hombre, que era hombre honrado y buena persona,


tenía una tendencia a la violencia del militar que la había traspasado a su
revolucionarismo.

A mí me produjo el comprobarlo una impresión muy desagradable.


Nunca he creído que una violencia o una muerte pueda estar legitimada por
una idea política que en general es una vulgaridad, una tontería o algo muy
viejo y muy manido.

Antes de la Gran Guerra hubo elecciones, en que se presentaron


republicanos y socialistas unidos. Esta coalición, quizá para que tuviera la
pequeña originalidad de un nombre nuevo, se llamó concentración socialista-
republicana, y duró no sé cuánto.

En una de las elecciones municipales, entre los candidatos de la


concentración por uno de los distritos madrileños se presentó el señor
Rodríguez Reyes. Me chocó que en muchas partes, hacia la calle de Fuencarral y
Chamberí, en los carteles electorales, el nombre de este candidato republicano
estuviera tachado por una barra negra.
Pensando en que alguna razón habría en esto, pregunté a dos o tres, y
uno me dijo, no sé si la versión sería cierta:

—Esta barra negra la ponen los anarquistas.

—¿Por qué?

—Porque Rodríguez Reyes estaba en el cortijo Los Jaraíces, cerca de


Torrejón de Ardoz, cuando Morral entró allí a descansar y a comer. Rodríguez
Reyes fue el que llamó la atención al ventero sobre el hombre sospechoso
vestido de mecánico, y el ventero marchó a avisar al guarda jurado que detuvo
a Morral, y a quien éste mató antes de suicidarse.

Si así fue, la venganza de los libertarios madrileños, borrando con una


raya el nombre del denunciador republicano de una lista electoral, no fue una
venganza de gran estilo, a la Santa Wehme, ni mucho menos.
VIII

En 1906 estuve yo de nuevo en París, con mi hermana, en la Rue Saint-


Jacques, en casa del escritor Paulhan, que me había recomendado el profesor
Martinenche.

Había allí unas chicas danesas muy simpáticas.

También solían ir a la tertulia un hijo del sociólogo Tarde, el psicólogo


Binet y otros profesores y escritores.

Yo solía ir a visitar a Estébanez con frecuencia al Café de Flora, del


bulevar de Saint-Germain.

Muchos datos que me dio Estébanez me sirvieron para escribir dos


novelas. Una, Los últimos románticos, y otra, Las tragedias grotescas.

En mis Páginas escogidas he dicho que esta novela de Los últimos


románticos vale poco; pero después la he leído, y no me ha parecido peor que las
demás que he escrito. El novelista francés Luis Bertrand, que estuvo en mi casa
de Vera dos o tres veces durante la guerra de 1914, me preguntó, como he dicho
en el primer libro de estas Memorias, si para escribir aquel libro me había
inspirado en la Educación sentimental, de Flaubert.

—No —le dije.

—Pero ¿usted ha leído esa obra de Flaubert?

—No, no la he leído.

—Yo hubiese jurado que se había usted inspirado en ella.

—Pues ya ve usted, no la conozco. De Flaubert he leído Madame Bovary y


Salambó.

No me atreví a decirle, dado el fervor que él tenía, que ninguna de las


dos me había producido gran entusiasmo.

Este Luis Bertrand me escribió una carta amable hace tiempo,


asegurándome que recordaba mucho las veces que había estado en Vera, en mi
casa, y luego me han dicho que en una novela suya, creo que se llama Cardenio,
que transcurre en el siglo XVIII, en la época del sitio de Fuenterrabía, hay
algunas descripciones de una casa de Vera que recuerda la mía llamada Itzea.
Las tragedias grotescas, que es la segunda parte de Los últimos románticos,
pasa en París, en tiempo del segundo Imperio.

Es un libro triste y de desesperanza. No recuerdo que en la época en que


escribí este libro me ocurriera nada de particular; y, sin embargo, la novela
destila melancolía. Quizá este matiz decadente fuera resultado de los paseos
otoñales por el jardín del Luxemburgo, por el parque de Saint-Cloud y en los
vaporcitos del Sena.

Este libro me da al recordarlo la sensación de nostalgia de los valses


antiguos, de las canciones de organillo y de las cajas de música.
IX

Después de escribir La dama errante, con los detalles de mi viaje a pie


hacia Portugal, fui a pasar una temporada a San Juan Pie de Puerto, donde me
había dicho Darío de Regoyos que me encontraría bien y podría hallar un
paisaje para hacer una novela.

Estuve en la primavera, creo que del año 1907; escribí allí La ciudad de la
niebla, y fui a San Sebastián, donde hablé con algunos amigos de mi padre para
encontrar pequeños detalles de la guerra carlista.

Un donostiarra de los que me contaron algo fue uno que hacía de agente
en El Pueblo Vasco, que se llamaba Fuentes, y creo que había sido pelotari en su
juventud.

La gente del pueblo le llamaba Fuentesch, y lo tenía por un tipo original y


caprichoso.

Había estado en la partida del cura Santa Cruz, y recordaba a los


hombres principales de su cuadrilla. A Juan Egozcue «el Jabonero», a Praschu,
al corneta de Lasala y a otros tipos semejantes.

Con los datos que pude recoger de viva voz escribí esta novela de
aventuras, que creo es de las mejores y más perfiladas que yo he escrito.

Zalacaín el aventurero, en castellano, se ha vendido bastante más que la


mayoría de mis libros, y se han hecho de él varias traducciones: en francés, en
alemán, en italiano, en sueco, en holandés, en portugués y en ruso.

Con el dinero que me dieron de Zalacaín en Barcelona, que no fue mucho,


pues no llegó más que a mil pesetas, y con algún otro poco que había reunido
publicando artículos, se me ocurrió ir a pasar una temporada a Florencia, luego
a Milán y a Ginebra.

Naturalmente, fui en condiciones muy pobres. Recuerdo que en el tren,


por la mañana, en el coche de tercera, pasando por delante de un paisaje
espléndido, una italiana un poco gorda cantó el coro de la introducción de la
ópera Lucrecia Borgia, de Donizetti, Bella Venezia; la cavatina del duque de
Ferrara, Vieni la mia vendetta, y otra canción, Del pescatori ignobile. Todo ello
produjo un gran entusiasmo.

Estuve una temporada en Florencia, y unos días después en Bolonia, y


luego en Milán y en Ginebra.
La parte artística vieja de la ciudad del Arno, naturalmente, no me
defraudó, y me dediqué a visitar museos como un turista, con la guía en la
mano; pero la parte de vida moderna sí me desilusionó.

Se veía que los italianos ya no querían seguir su vida tradicional y no


aspiraban a la amabilidad y a la gracia, sino a la grandeza.

La música suya del siglo XIX, que a nosotros nos parecía tan llena de
nostalgia, a ellos no les gustaba, y a Rossini, a Bellini o a Verdi preferían
Wagner. Yo creo que no era sólo por la música, sino por el aparato que
representaba la ópera del maestro alemán.

Recuerdo haber visto en Florencia El trovador y otra ópera, y me


desilusionaron. El público no tenía ningún aire elegante y aristocrático. En los
palcos había familias de comerciantes de tipo vulgar y algunos turistas. Aquella
sala podía haber sido de un teatro de un pueblo nuevo de América o de
Australia, es decir, estaba ocupada por gente sin formas, que de lo antiguo no
les quedaba más que cierta altivez desdeñosa y ridícula.

Yo esperaba ver en Florencia todavía un aire stendhaliano; pero ya en ese


tiempo Italia comenzaba a perder su carácter arcaico, aunque no lo había
perdido del todo.

La vida en Florencia era una vida barata y amable.

En una de las plazas, no recuerdo su nombre, con una estatua clásica de


un héroe a caballo, de Juan de Bolonia, muy hermosa, había gran número de
cafés y cervecerías.

En éstas se daba un café muy bueno y había en ellas periódicos de todo el


mundo. Por veinte céntimos se tomaba café, se oía música y además se podían
leer los periódicos de Europa.

En Ginebra me encontré con mi antiguo amigo Paul Schmitz, y estuve


con él algún tiempo.

Ginebra me pareció también un pueblo muy bonito. Había por entonces


una emigración de estudiantes rusos, varones y hembras, que habían huido con
motivo de la revolución, y a algunos pude conocer y hablar.

Las excursiones por el lago Leman, Lausana, Nyon, Coppet; la visita a la


casa de Madame de Staël y la que hicimos a la casa de Voltaire, me dejaron un
recuerdo difícil de borrar.
Después he estado en Lucerna, en Constanza, en el lago de Neuchatel y
en el de Thun y en casi todas las ciudades suizas importantes; pero si me dieran
a elegir una para vivir, elegiría Basilea.

Después volví a Italia, y me pareció que el antiguo carácter ligero,


amable y hospitalario del país desaparecía, y que la rudeza y la violencia en el
trato social iban sustituyendo a la amabilidad antigua.

En Basilea contemplé la obra de Böcklin, que estaba entonces


menospreciada por los estetas, por considerarle a este pintor suizo como un
artista de intenciones poéticas y literarias. A mí, la mayoría de sus cuadros me
parecieron muy bien, no sólo por su pensamiento, sino también por su
realización y sus colores. Los obras de Böcklin no tienen aire arqueológico. No
se parecen al cuadro de historia clásico que se señala por su tamaño y que se
titula Don Pedro el Gotoso en la batalla de Cabezón de Abajo o Confucio escribiendo el
Tahio.

Los pintores de manzanas y de plátanos, que andan cerca del cubismo,


dicen que la pintura romántica de Böcklin no vale. Yo tengo poca opinión sobre
esto. Antes, cuando tenía preocupación por el arte, los autores que me gustaban
eran Mantegna, Botticelli, Ghirlandaio, Fra Filippo Lippi, y luego el Bosco,
Brueghel, Patinir, Vermeer, etcétera.

Años después de estar en Basilea pasé una temporada en la Engadina, y


fui con Paul Schmitz a ver el museo del pintor Segantini, por entonces muerto,
museo que se encontraba en medio del campo.

Había en este museo, además de los cuadros del pintor, una estatua
grande de Segantini, hecha por el escultor ruso príncipe de Trubetskoi. Vimos
pinturas y oímos a un escritor suizo, Spiteler, que había sido amigo de
Nietzsche; pero creo que no dijo más que vulgaridades. Aquellos paisajes de
cinco y seis metros de largo de Segantini no me llegaron a gustar. Un cuadro de
tanto tamaño se convierte en algo como un panorama, difícil de abarcar con la
vista de un golpe.
X

Muchos paseos he dado yo de día y de noche por todas las ciudades en


donde he vivido, principalmente en Madrid. Tenía algunos acompañantes que
eran incansables; otros, en cambio, como Azorín, no tenían condiciones
peripatéticas. Valle-Inclán era gran andarín, y muchas veces nos ha ocurrido,
yendo con él y con otros, llegar en nuestros paseos muy lejos, hasta cerca de las
Ventas, el Puente de Vallecas, o la Ciudad Lineal. Valle-Inclán contó de estos
paseos muchas fantasías, arreglando las relaciones a su gusto.

Una vez, esto lo leí en un periódico, decía que habíamos ido él y otros
varios por la Ronda de Toledo, y que habíamos visto pasar unas manadas de
toros por este paseo, y que todos los que iban con él, entre ellos yo, habían
huido y él había quedado tan tranquilo.

Efectivamente, dicen que solían pasar por Madrid manadas de toros y de


otros animales, porque, al parecer, éste es un paso de los que llaman cañada,
fijado, sin duda, por la antigua mesta. Yo no he visto nunca este paso de toros;
así que no he tenido que huir.

Otra historia contó Valle-Inclán también completamente ilusoria.

Una madrugada, a eso de las tres, íbamos por la calle de Alcalá él y yo.

Al pasar por delante de un establecimiento que se llamaba el Palacio del


Billar, donde se instaló más tarde el café llamado Lyon d’Or, vimos a un
hombre que se presentó de repente de espaldas en la puerta y que se derrumbó
a pocos pasos de nosotros, quedando en el suelo.

Inmediatamente apareció otro hombre con una navaja en la mano, que


cruzó la acera y se quedó inmóvil en el arroyo con el arma en la mano.

La luz del arco voltaico de la calle le daba de lleno, y se le veía lívido y


temblando de terror. En el momento se le acercaron dos guardias de orden
público, que salieron como por ensalmo, desenvainaron los sables y se
acercaron al matador con aire decidido. El tipo de la navaja, matón cobarde,
temblando de miedo, tiró el arma al suelo y se dejó atar.

A continuación se lo llevaron detenido, sin que opusiera la menor


resistencia. Todo esto transcurrió en cinco minutos, lo más.

El hombre que había caído en la acera estaba muerto.

No ocurrió otra cosa.


Al parecer, Valle-Inclán urdió una novela, en la que él desempeñaba,
como siempre, el papel de héroe.

Él se había acercado al agresor, le había amenazado, le había perseguido.


Le había insultado y detenido. Mientras todo esto pasaba, yo escapé, lleno de
miedo. Tiempo después, al oír al pintor Juan Echevarría la versión de Valle-
Inclán, yo dije que era falsa, que era fábula, que no había nada de verdad en
ella.

—Pero, hombre —decía Echevarría—, algo habrá habido. ¿Cómo don


Ramón va a contar…?

—Pues todo ello es absolutamente falso. ¿Usted me ha oído a mí mentir


alguna vez?

—¡Hombre! Yo, no.

—Pues, entonces, ¿por qué no cree usted lo que le digo? No ha habido


más que lo que le cuento a usted, y todo lo demás es inexacto. Y si quiere usted
comprobar lo que le digo, un día que esté Valle-Inclán en su estudio me avisa
usted a mí por teléfono. Yo voy, y usted inicia esa conversación sobre el hombre
muerto en la calle de Alcalá, y veremos quién está en lo cierto.

—Hombre, yo, no… ¿Para qué? —dijo Echevarría.

Dos o tres semanas después de la muerte en la calle de Alcalá se celebró


un banquete a don Benito Pérez Galdós en el entresuelo del Café de Fornos. Yo,
a pesar de mi puntualidad, llegué tarde, cuando la cena estaba comenzada; me
señalaron un asiento a la mesa, y me senté sin hacer ruido; y hacía poco que
estaba cenando cuando oí que decían a mi lado: «Baroja quiere que la realidad
sea fotográfica; y así, de esta manera, escribe libros, que sólo le gustan a un
perro que tiene que se llama Yock».

En aquel momento, Valle-Inclán y yo volvimos la cabeza y nos miramos.

Él se azoró un poco, y tuvo una risa en que se notaba cierta confusión,


porque lo que había dicho había sido pensando que yo no estaba allí.

Cuando contaba esta historia de la muerte de un hombre en la calle de


Alcalá a Sebastián Miranda, en su estudio de París, me decía el escultor:

—Don Ramón estaba en su derecho.


—¿Cómo podía tener derecho a desacreditarme a mí y de pintarme como
un mandria?

—Pero si todo el mundo sabía que eran fantasías.

—Todo el mundo, no, porque el mismo Echevarría, que era un cándido,


había creído la historia, y si de usted hicieran una anécdota así, protestaría.

—Yo, no.

—Ustedes creen que hay unos que tienen derecho a todo y otros que no
tienen derecho a nada.

Para mí, el público mío en esta época estaba reducido a quince o veinte
personas amigas, y ante ellas no quería que me desacreditasen. No creo que
aquella época fuera propicia para hacer heroicidades; pero si hubiese conocido
a alguno que las hubiese hecho, las contaría con gusto. Ahora, no conocí a nadie
que las hiciera.

¿Es que un escritor es un hombre aficionado a escribir? No, ¡qué absurdo!


Un escritor es un hombre que debe tener un empleo, que debe ir a un café a
hablar mal de éste o del otro, a decir que escribir es una tontería y que a él no le
gusta escribir. Entonces ya tiene la simpatía de los tontos de café que se creen
listos, y lo elogian con entusiasmo, porque el escritor es tan tonto como ellos.

Hay también la estupidez de negar una cosa sin importancia.

—Ayer leí un libro de Spengler o de Chamberlain.

—¡Qué va usted a leer!…

Otro día le atribuyen a uno:

—Fulano, que ha leído un libro de Chacharof.

—No, no le he leído.

—¡Ah! Lo dice para disimular.

Es de una estupidez inefable.

En nuestro tiempo no he comprendido qué se puede obtener de práctico


con la literatura. No ha habido en España escritor que pudiera vender de un
libro nuevo cinco o seis mil ejemplares. En el teatro, sí; ha habido posiciones
altas: la posición de Benavente, de los Quinteros, de Arniches, de Muñoz Seca y
de otros muchos; pero en el libro, el autor más conocido y el más popular de
todos, si no tenía otros ingresos que los de sus obras, viviría como un pequeño
empleado mísero.

Los escritores que han hecho libros, todos han vivido de profesores, de
empleados, de articulistas o de todas esas actividades mezcladas.

No comprendo que un hombre sin afición se meta a escribir, y hay


muchos casos de éstos. La importancia de un oficio que no da dinero, ni
relaciones ni nada, es extraña; y, sin embargo, hay gente tan necia que le gusta
pavonearse en un café y decir: «Yo soy escritor». Es ridículo.
XI

Hacia el año 1909 o 1910 fui por segunda vez a Italia, y estuve dos o tres
meses en Roma. La curiosidad por César Borgia la tenía yo desde que visité
Viana de Navarra, hace ya mucho tiempo, en compañía de Ramiro de Maeztu.

Vimos el altar donde había estado enterrado el hijo del papa Alejandro
VI, y hablamos de si se podrían encontrar sus restos.

Después leí El príncipe, de Maquiavelo, el libro de Carlos Iriarte sobre


César Borgia y la obra de Gregorovius sobre Lucrecia.

Había cobrado unas pesetas de varios libros y de artículos y pensé ir a


Roma, con la idea vaga de intentar un novela sobre los Borgias. Era un proyecto
para mí ridículo.

La novela histórica no me salió. Desde el principio renuncié a ella.

La curiosidad por los Borgias no me duró gran cosa, y pensé que fuera
del ambiente amanerado de su siglo, no quedaba de ellos más que unas siluetas
de aventureros de poco vuelo.

El mismo tratado El príncipe, de Maquiavelo, me pareció una serie de


vulgaridades, que no valía la pena de pensar en ellas.

Desde el principio de llegar a Roma renuncié a la novela histórica. Había


que averiguar un conjunto de detalles de vestuario, de muebles, de costumbres,
cosa que exigía mucho tiempo, mucho estudio, una larga estancia en Roma, y
que, después de conseguido, podía producir un libro muy aburrido.

Yo siempre he intentado explorar los caminos que se me presentaban


ante mí, aunque estuviera convencido de que no había de tener éxito en ellos.
Suponía que la novela romana no sería de mi gusto, y, sin embargo, podía ser
del gusto de los demás.

Había fracasado en el diagnóstico que hice sobre el libro de Sienkiewicz


titulado Quo Vadis?

En la primera época que conocí al editor Rodríguez Serra, éste me trajo


unos números de la revista de París La Revue Blanche, que traía Quo Vadis?, y me
dijo:

—Lea usted este libro, que dicen que va a tener éxito, un gran éxito, para
ver si conviene traducirlo.
Yo lo leí, y me pareció muy pesado, y le dije al editor:

—Esto es como una segunda edición de Los mártires, de Chateaubriand,


de Los últimos días de Pompeya y de otra serie de libros aburridos. Yo creo que
esto no gustará.

En contra de mis predicciones, la novela tuvo un éxito enorme, y hubo


casa editorial de Barcelona que vendió de la primera edición ochenta mil
ejemplares. Esto me hizo comprender que no conocía el gusto del público.

Años después, al final de la guerra de 1914, se publicó en francés El fuego,


de Barbusse, y tuvo éxito; y yo le dije a mi cuñado Caro Raggio:

—Vamos a pedir al autor el derecho de traducción.

—¿Sin leer la obra?

—¡Ah, claro! Sin leerla.

Supongo que, de leerla, no me hubiera gustado.

Pedimos el derecho de traducción, lo concedió Barbusse; hizo la


traducción Ciro Bayo y se publicó la obra, y se vendieron dos ediciones
completas.

Ya pude ver que no tenía gran conocimiento del público.

En el año en que fui a Roma, viendo la imposibilidad de escribir una


novela histórica romana del tiempo del Renacimiento, decidí hacer una
moderna, con algo que recordara el tipo antiguo, y la llamé César o nada.

Ya sabía yo que la fórmula lógica española sería decir «O César o nada»;


pero así el título parecía más pedantesco.

En Roma me instalé en un hotel medio pensión de la plaza Esedra di


Termini, hotel que, aunque no muy grande, era muy pomposo y decorativo.

A los dos o tres días de alojarme en el hotel le dije al dueño que me había
equivocado, pues el hospedaje resultaba un poco caro, y que pensaba
trasladarme a otro más modesto.

El dueño insistió para que me quedara, y me propuso una rebaja


conveniente para mis pequeños medios. Nos arreglamos, y en la lista de los
viajeros aparecí como el dottore Pío Baroja. Yo solía estar poco en casa, y andaba
por todas las calles del pueblo curioseando. Varias veces, al entrar en algún lado
a enterarme de cualquier cosa, chapurreando mal el italiano, me preguntaron si
era tedesco. No sé si sería mi curiosidad lo que les hacía pensar que era alemán.

La gente que estaba en mi hotel no me hacía a mí mucho caso ni yo


tampoco me ocupaba de ella. Había algunas señoras muy decorativas, dos
muchachas del norte de Italia, muy bonitas, con su madre; dos contessinas, una
de ellas que tocaba el violín, y otra señora de Milán con una hija muy guapa y
aire un poco germánico.

De pronto, entre los huéspedes apareció una señora francesa, muy


elegante, muy llena de joyas, que había estado casada con un americano de
apellido español.

Esta señora tenía una hija bonita, de tipo aguileño, y llevaba dos
doncellas y una institutriz.

La dama francesa se daba mucha importancia, y como, sin duda, pensaba


conquistar y someter a su influencia a todas las gentes del hotel, empezó su
conquista por la persona que tenía menos importancia y menos dinero allí, y
ésta fui yo.

Quizá con tal idea, mostró cierto afán de protección. A menudo me


invitaba a salir en coche con ella, con su hija y con un abate francés, muy
académico y muy culto.

La señora francesa y su hija se mostraban habitualmente bastante


desdeñosas con los señores del hotel, tanto, que uno de los jóvenes, elegante y
diplomático de profesión, un tanto humillado por el desprecio de estas damas,
dijo que eran «i protestanti della simpatía».

Al cabo de unos días, la condesa de Milán y su hija se unieron a las


francesas, que fueron en poco tiempo las directoras de las veladas y bailes que
se celebraban en el hotel.

Yo disfrutaba ahora de la benevolencia de aquellas damas, me


encontraba en el centro de las reuniones nocturnas que se celebraban con
frecuencia, y por la mañana iba en coche a sitios famosos de los alrededores de
Roma, algunos de ellos bastante antihigiénicos. Me presentaron a varios
aristócratas, entre ellos al duque de Rúspoli, descendiente de Godoy, que debía
de ser español, a juzgar por su modo de hablar el castellano.
Del favor que disfrutaba ya no dejaron de protestar algunos jóvenes
envidiosos, y el diplomático llegó a preguntar con impertinencia a las señoras
francesas qué me encontraban a mí para tratarme con tantas atenciones.

Sin duda, aquel señor se creía una alhaja, y pensaba que todos los demás,
a su lado, éramos insignificantes y despreciables.

Frente a mí se sentaba en el comedor una señorita italiana, con la cual


llegué a tener cierta amistad.

En una de las veladas que la señora francesa dirigía, y en la que


colaboraban todas las damas, excepto una marquesa siciliana, muy desdeñosa y
muy agria, durante el baile se puso un jarrón lleno de bombones colgado del
techo, que había que romper con un bastón y con los ojos cerrados. Esto debe de
ser la piñata. Sin duda, era tiempo de carnaval.

La fiesta se hizo entre grandes risas y carcajadas. Después de varias


tentativas, el joven diplomático, que quizá no tenía los ojos muy cerrados, dio
un bastonazo al jarrón del techo, lo rompió, y uno de los cristales fue a dar en la
frente de la siciliana, y aunque la herida que le causó fue pequeña, le produjo
una mancha de sangre que alarmó a todo el mundo.

La señorita italiana, que solía sentarse enfrente de mí, quedó muy


impresionada, y fue a un cuarto inmediato, donde estuvo sentada en el sofá.

Yo le pregunté cómo se encontraba, y estuvimos hablando largo rato,


hasta que terminó el baile. Ella me pareció una mujer muy amable y muy
sentimental.

Acerca de esta señorita, la solterona marquesa de la ciudad de Ferrara,


que había encontrado el personaje de mi novela La feria de los discretos «molto
impertinente», dijo que se le estaba pasando la edad de casarse, y como no se
casaba, tenía vapores, y por eso tomaba glicerofosfato de cal en las comidas.

La francesa, protectora mía, le replicó diciendo que esas cosas también se


pensaban en Francia, pero que no se decían.

Hablé yo varias veces con aquella señorita. Había nacido en Venecia y era
hija de un militar, al parecer hombre de fortuna. Llegamos a tener cierta
confianza, y un día ella me dijo que la acompañara a Nápoles, donde se
proponía pasar el resto del invierno.
Me preocupó la invitación. Pero ¿cómo acompañarla? No tenía dinero.
Confesarle esto me parecía muy peligroso. Todas aquellas señoras sentían un
entusiasmo por la fortuna y por el rango extraordinario.

Después de pagar la pensión de Roma, no me quedaría casi nada. No


conocía tampoco a nadie que me pudiese prestar algo. Tenía un billete circular
de una agencia con el que hubiese podido viajar por algunas ciudades del norte
de Italia; pero no había ido a ninguna parte y el plazo del billete se acababa.
Tras de muchas cavilaciones, decidí que no había más remedio que marcharse;
y una mañana, sin despedirme de nadie, después de abonar la cuenta de la
pensión, y con la maleta unas veces en la mano y otras al hombro, me marché a
tomar el tren.

La estancia en Roma fue para mí interesante, más de lo que yo había


supuesto. Hablé con algunos frailes y curas, entre ellos el padre Panadero, en
un convento que tenía en la puerta una pintura con san Pascual Bailón, y conocí
a gente curiosa.

Me encontré también en la calle con el escritor Cunninghame-Graham, al


que acompañaba un joven también británico. Éstos me invitaron a ir a la abadía
de San Alberto, en la que había unos frailes ingleses que tenían cientos de
reproducciones fotográficas de la Biblia y se hallaban ocupados en cotejarlas
unas con otras. Entre los frailes se contaban bastantes personalidades, una de
ellas el príncipe de Hohenzollern.

También vimos al célebre escritor Rudyard Kipling cuando salía del hotel
Reina Margarita; pero, sin duda, Cunninghame-Graham no debía de tener trato
con el famoso escritor, porque no se detuvo con él ni le saludó.

Después de estar en Roma, en donde creo había abusado de ver museos,


iglesias, cuadros y estatuas, me decidí a echar a las zarzas ese uniforme de
aficionado a las bellas artes, que creo no lleva más que a la pedantería estética.
XII

Supongo que en el mismo año, estando en Madrid, salí una vez de casa,
camino de la Puerta del Sol, y, al llegar a la plaza de San Marcial, me encontré
con un músico, el maestro Rogelio Villar. Había bastante gente en la plaza, que
ahora se llama de España, y pregunté qué es lo que pasaba.

Me dijeron que venía Alejandro Lerroux, y que la gente le estaba


esperando para aplaudirle.

Pasó el coche con Lerroux y yo seguí marchando con Villar.

—¿Usted le conoce, a Lerroux? —me preguntó Villar.

—Sí, lo he visto aquí en Madrid con Azorín en la redacción de un


periódico que tenía que se llamaba El Progreso, y después le volví a ver en
Barcelona.

El maestro Villar me dijo que podríamos acercarnos a la redacción de El


País a ver qué decía Lerroux.

Fuimos, efectivamente, y Lerroux me habló a mí de don Nicolás


Estébanez, y me dijo que iba a hacer un periódico que se llamaría El Radical, en
donde esperaba que yo colaborase. Acepté.

Unos días después, Lerroux y Ricardo Fuente me citaron en el Café


Inglés, y me dijeron que debía ingresar en su partido y aparecer como
candidato a concejal en las elecciones municipales próximas.

Yo no tenía ningún gran entusiasmo; pero, a pesar de todo, dije que,


como experiencia, lo aceptaba. Efectivamente, poco tiempo después me
pusieron a mí de candidato en el distrito del Centro.

Entonces me pasó algo que he contado no sé en dónde.

Decía Lerroux que el pueblo, la democracia, era muy entusiasta de los


hombres que se ponían a su servicio, cosa de la cual yo he dudado bastante. Por
entonces se dieron algunos mítines, en los cuales yo no hablé, porque no tenía
condiciones para ello. Una noche se celebraba un mitin en un casino de la calle
de la Ruda, y tenían que hablar de los candidatos unos cuantos oradores y, sin
duda, elogiarlos.

Uno de estos oradores era Pablo Nougués, el secretario de Galdós.


Nougués elogió las condiciones de unos y otros, y, sobre todo, las mías.

Yo estaba en la sala con mi amigo el médico Enrique Dupuy; y entonces


uno de los ciudadanos que estaba en el público, dirigiéndose a mí, dijo:

—A mí ya me están reventando con estas historias. ¿Dónde está el trabajo


republicano que ha hecho ese señor Baroja?

Mi amigo el médico le dijo con sinceridad aparente:

—Tiene usted razón, mucha razón.

Y entonces el buen ciudadano añadió:

—Porque ¿sabe usted lo que pasa? Que aquí está uno veinte años
trabajando por las ideas democráticas, y luego hay que elegir un candidato, y se
elige a Pío Baroja o a los hermanos Quintero.

Nosotros nos reímos mucho de la frase.

En Barcelona pasé también mis apuros. Había escrito yo algunos


artículos en contra de los catalanistas sin gran violencia y tomándolo, más que
nada, desde un punto de vista literario.

En esto Lerroux me invitó a ir con él a la capital catalana.

Enterados los periodistas barceloneses de que estaba allí, me desafiaron


desde el periódico El Poblé Catalá a que dijera en un lugar público, de palabra, lo
que venía sosteniendo con la pluma desde los periódicos de Madrid. Lerroux
me aconsejó que diera una conferencia en la Casa del Pueblo, porque si no, iba a
quedar mal.

Yo pretexté que no tenía condiciones de orador y que no había tiempo


suficiente para escribir una conferencia. Pero como todos insistieron, prometí
escribir unas cuartillas por la noche para que otro las leyera. Lerroux quedó en
leerlas él mismo. Llegado el momento, y escrita la conferencia, Lerroux dijo que
no entendía la letra de las cuartillas, y yo tuve que leer mis papeles en la Casa
del Pueblo. Lerroux hizo la presentación.

La conferencia se escuchó con gran atención y hasta con cierto anhelo.

Los periódicos de la ciudad se ocuparon de mi peroración, y La Veu de


Catalunya habló de ella como si hubiese sido leída ante una multitud de asesinos
y de anarquistas con puñales y bombas de mano que arrojar en cualquier
instante.

Una revista llamada Papitu puso este comentario brutal y de cierta gracia:
«El señor Baroja ha hablado con dureza de nuestras instituciones, de nuestra
política, de nuestros hombres, de nuestros edificios y de nuestras calles. Señor
Baroja: ¿Qué tiene usted que decir de nuestras madres?».

La política radical, y creo que ninguna política me hubiera divertido, la


dejé en la primera ocasión que encontré para apartarme de ella.

Naturalmente, siempre había cosas pintorescas, y los mismos mítines, a


veces, eran divertidos. Se oían disparates que resultaban grotescos.

Sabido es que un político francés, en un baile celebrado en los preludios


de la revolución del año 1830, había dicho: «Ésta es una fiesta napolitana;
estamos bailando sobre un volcán».

Con el recuerdo de esta frase que quedaba como lugar común, un


ciudadano dijo en un mitin: «La nave del Estado danza sobre un volcán».

Otro orador había dicho: «En nuestra sociedad, los valores están en baja,
la deuda se muestra cada vez más flotante. ¿Para qué tanta burocracia y tanto
papel? Para nada, para servir de pasto a los ratones, a esos inmundos reptiles
que pululan por nuestras oficinas».

Otro orador perspicuo había comenzado diciendo: «Yo soy un hombre


que siente una gran necesidad, una gran necesidad…».

Y el escándalo que se produjo fue enorme.

Después de las tentativas políticas Lerroux comenzó a publicar El Radical.

Se vio que Lerroux y sus colegas no sabían hacer un periódico, y menos


con poco dinero.

El Radical no resultó. Estuvo primeramente establecido en la calle del


Factor, en una casa contigua a los talleres de La Correspondencia de España, y se
tiraba en la imprenta de este periódico. Luego se trasladó a un local de la calle
del Príncipe, en donde estaba también el casino del partido.

Yo publiqué en El Radical, como folletín, César o nada; quedamos en que


me pagarían quinientas pesetas por la novela; pero lo cierto fue que no cobré
nada.
En El Radical vi cómo unos y otros se armaban zancadillas políticas y que
la mayoría de la gente era de muy poco fiar. Yo iba a veces a la redacción, y
sorprendía a los redactores, porque miraba muchos periódicos de provincias
buscando artículos que tuvieran algún interés, porque, efectivamente, a veces,
aunque muy raras, los había.

Una de las zancadillas que presencié fue la de Ricardo Fuente contra


Ignacio Santillán.

Este Santillán, como Rodrigo Soriano, había sido un señorito rico que
había escrito en El Tiempo, periódico conservador de la fracción de Silvela.

Después el hombre se sintió republicano, colaboró en un periódico que se


llamaba El Evangelio, dirigido por Leopoldo Romeo, y después se hizo amigo de
Lerroux.

Una tarde que estaba yo en el periódico leyendo la prensa de Madrid y la


de provincias, oí que Santillán le pedía a Lerroux, casi con lágrimas en los ojos,
que le recomendara eficazmente para la plaza que iba a quedar vacante de
bibliotecario del Ayuntamiento. Lerroux le prometió la recomendación.

Santillana se marchó ya satisfecho y esperanzado, y poco después llegó


Ricardo Fuente.

Lerroux le dijo a Fuente:

—Ignacio Santillán me ha pedido que le recomiende para la plaza de


bibliotecario del Ayuntamiento, que va a quedar vacante.

Fuente se alborotó.

—¿Cómo que va a quedar vacante? ¿Y Cambronero?

—Cambronero parece que se está muriendo y tiene para pocos días.

A pesar de su habitual pereza, Fuente se puso en pie con energía y le dijo


a Lerroux:

—Bueno, pues esa plaza me la tienes que dar a mí.

—Pero Santillán se va a enfadar conmigo.

—Pues, chico, déjale que se enfade o que se indigne, porque yo necesito


imprescindiblemente esa plaza.
En efecto, Lerroux proporcionó el cargo a Fuente.

Santillán, ofendido, se retiró del periódico, vivió en la miseria y murió de


la gripe poco después.
XIII

En el año 1911 publiqué yo la novela titulada Las inquietudes de Shanti


Andía.

Ésta es una novela de vida marinera. Shanti Andía es un marino


mercante que, ya viejo y retirado, escribe en un pueblo de la costa las memorias
de su vida.

Los datos auténticos sobre negreros de este libro me los dieron dos viejos
marinos que vivían todavía retirados en San Sebastián hacia 1896 o 97. Uno de
ellos se llamaba de apellido Iriberri; del otro no recuerdo bien su nombre de
familia; pero creo que era o Minondo o Garmendia.

La existencia de Shanti ha sido algo aventurera; ha tenido en su juventud


un desafío por amores y le han querido asesinar. A pesar de esto, su vida, en
comparación con la de su tío Juan Aguirre, es insignificante.

Éste ha sido el gran aventurero de la familia. Ha pertenecido a un barco


negrero, ha luchado con tripulaciones sublevadas, ha estado preso en los
pontones ingleses y ha guardado un tesoro en un rincón de las costas de África.

Las inquietudes de Shanti Andía están escritas con cariño. Empecé en


Madrid, en la primavera, este libro, y para recordar un poco y avivar algunas
impresiones, estuve el verano en algunos pueblos de la costa vasca.

Hay en Las inquietudes notas autobiográficas y recuerdos de San


Sebastián de cuando yo era chico. Mi tía Cesárea, que en la novela se llama tía
Úrsula, vivía, como ya he dicho, en una calle que da al muelle, y desde los
balcones de su casa solía yo contemplar el movimiento del puerto.

En esta novela hay una parte de aventuras de piratería, que yo no puedo


conocer por experiencia, que está inspirada en recuerdos de Edgar Poe, Mayne
Reid, Stevenson, etcétera.

En conjunto, se advierte que el libro está escrito por el autor con gusto y
con cierta facilidad.

«El espectáculo del mar, —dice Gómez de Baquero en su libro Novelas y novelistas—, las
escenas y tipos de los pescadores y marineros, el aspecto de la costa cantábrica, el ambiente del
pequeño puerto de Lázaro, los lances de la antigua navegación a vela, tienen en este libro imágenes
de la sobriedad y energía de los aguafuertes.

»Parece que nos va entrando poco a poco en el espíritu la melancolía del paisaje gris y
nuboso de aquel pueblo de la costa vasca en que ha puesto Baroja el solar de su personaje. Todo lo
tocante al paisaje y a la descripción de tipos, que son como parte del paisaje mismo, como su
humanización, tiene en Las inquietudes de Shanti Andía una virtud evocativa extraordinaria, sin
retórica, con muy sencillos elementos.

»Baroja es vasco, y me parece que interpreta en sus personajes perfectamente el alma vasca,
en cuanto puede aplicarse a sujetos individuales estas generalizaciones. En los dos o tres pasajes
amatorios de la novela hay una castidad fuerte de raza no estragada que posee una sensibilidad
contenida, cierto nativo respeto al reino interior y que no prodiga los secretos de su intimidad.»

Un escritor y cura vascofrancés, Pierre Lhande, al hablar de esta obra


decía que tenía demasiadas algas y que no se parecía en nada a las novelas de
Paul Bourget. Es una falta de parecido que no me ha ocasionado ninguna pena.

Las inquietudes de Shanti Andía tuvieron bastante éxito.

Años después hice un viaje en carricoche con el joven poeta Fernando


Fortún desde Denia a Alicante. No le conocía apenas más que de saludarle en la
calle.

Creí que sería, como decían entonces, muy modernista; pero al hablar
con él, vi que era entusiasta, como yo, de Carlos Dickens y de Paul Verlaine.

Había leído bastantes cosas mías, y algunas, al parecer, le gustaban, entre


ellas Las inquietudes de Shanti Andía.

Conocía la costa cantábrica y la mediterránea y, aunque vacilaba en sus


preferencias, en último término prefería la mediterránea. A mí me pasaba lo
contrario.

A esto argüía él que creía que tenía sangre romana y algunas gotas de
sangre semita en las venas.

—¿En qué lo nota usted? —le pregunté yo, un poco en broma.

—En que me gustan mucho el sol y estas casas bajas y cuadradas como
dados, que veo que a usted no le gustan nada.

—Es verdad.

Después ya no le volví a ver a este joven poeta, y supe que había muerto.
XIV

Tras de esta novela marina publiqué El árbol de la ciencia, libro de carácter


filosófico, en donde yo había puesto mis preocupaciones de médico y de
aficionado a la filosofía.

Se me ocurrió la idea, y comencé a escribir la obra en París, en un


pequeño hotel de la calle de Vaugirard, que estaba esquina a la calle de Tournon
y enfrente del Senado.

Como no tenía grandes curiosidades, porque había estado varias veces


en París, ni tampoco muchas amistades, iba matando el tiempo paseando por el
jardín de Luxemburgo y leyendo y escribiendo en el cuarto.

En este tiempo, en que yo vivía en la calle de Vaugirard, solían venir a mi


casa algunos amigos, entre ellos Javier Bueno, que estuvo después empleado en
una oficina de la Sociedad de Naciones, en Ginebra; Corpus Barga y Francisco
Iribarne.

Al poco tiempo de saber que estaba yo en París, Iribarne se presentó en


mi hotel, hasta no dejarme durante todo el tiempo. Vivía yo entonces en el
Hotel de Normandía, en un cuartucho que daba a la calle y que parecía
equipado con muebles de un Rastro parisiense. Todo crujía allí, y todo parecía a
punto de romperse.

Como Iribarne había logrado unas traducciones de prospectos de


medicina del francés al español, venía a mí con el pretexto de que yo, como
médico, lo haría más exactamente que él.

Solía rondar el restaurante de la calle de las Escuelas, donde Barga y yo


solíamos comer, para que se le invitara.

A veces le veía yo de lejos, y me parecía una sombra que iba teniendo


menos cuerpo a medida que pasaban los días.

Había estado en Londres, donde galanteó a la sobrina de un librero


español que se llamaba Donderis. Se escapó con ella y se la llevó a París. De la
unión les nació una hija.

Iribarne vivía en el Hotel du Maroc, cerca del Instituto, y decía que su


habitación era tan húmeda, que un bastón que le regalaron se había doblado.
Un día me contó Corpus Barga que Iribarne se le presentó en el hotel
donde vivía aquél, y, después de contar sus miserias, sacó una pistola del
bolsillo.

A Barga le entró el temor de que le hiciera testigo de una escena


lamentable; pero Iribarne dijo: «¿Ve usted esta pistola? Pues no me han ofrecido
ni tres francos por ella».

Otro de los que iban por el Hotel de Normandía, aunque menos


asiduamente, era el poeta Rubén Darío.

Yo había conocido a Darío en Madrid, entre el grupo de literatos de aquel


tiempo.

Escribí, no por mala intención, sino por petulancia de juventud, un


artículo en El País, de Madrid, y otro en L’Humanité Nouvelle, de París, sobre los
escritores modernistas y decadentes españoles, un poco irónico y burlón, y
Rubén Darío, cuando me veía, me decía con un aire triste y sentimental: «Ya sé
que usted no me quiere».

Rubén Darío vino a mi casa para invitarme a trabajar en una revista


mundial que se iba a hacer en español. Fui con él a la calle del Paradis, próxima
a la avenida de la Ópera, y allí estuvimos en un sótano donde había unos
hermanos italianos de apellido Guido, que iban a publicar la revista, que se
titularía Mundial Magazine.

Estaban instalando las máquinas en aquel sótano.

A mí me parecieron dos tipos de judíos suspicaces y que buscaban algún


sistema para hacer negocios no muy limpios.

Después, Rubén Darío estuvo varias veces en mi casa. Yo pienso si quería


que le acompañase en un viaje que preparaba a América como secretario.

En el piso bajo había un bar, y antes de subir a mi habitación entraba en


el bar y se bebía un vaso de whisky.

Después subía a mi casa, se aplastaba en una butaca y estaba sin hablar o


contaba alguna historieta más o menos absurda con aire medio dormido.

Un día me habló de que le había pasado una aventura rara con unos
rusos nihilistas en una taberna de un barrio lejano. A él le habían tomado por
ruso. La cosa me pareció un tanto rara. El poeta no tenía aire de ruso. Se veía en
él al americano mixto de indio. Rubén me invitó a ir a la taberna. Fuimos en
auto, y, a medida que hablaba, comprendí que la aventura era un sueño de
alcohólico. Llegamos a la supuesta taberna de los rusos, y vi que era un cabaret
inmundo, en donde había unas mujeres gordas y desvergonzadas y unos
jovencitos vestidos de marinero y con los labios pintados. Rubén se sentó a la
mesa, bebió un vaso de licor, y al poco tiempo estaba completamente atontado.
Yo me levanté, salí, tomé un auto y me fui a casa.

El árbol de la ciencia es, entre las novelas de carácter filosófico, la mejor


que yo he escrito. Probablemente es el libro más acabado y completo de todos
los míos, en el tiempo en que yo estaba en el máximo de energía intelectual. A
pesar de su final trágico, no creo que deje un fondo de melancolía. Hay en ella
una visión de la vida de tiempos pasados, una recapitulación.

Aquí aparecen los compañeros de estudio de la carrera, el hermano Juan,


tipos de bohemios extraños y algunas muchachas conocidas.

Recapitulación, vuelta a lo mismo. El escritor que da tres o cuatro formas


de su manera de ser y de su tendencia, ya hace bastante.

Renovarse o morir es una frase ridícula, una patochada. Nadie se


renueva y todo se repite. Vamos siempre girando en el mismo círculo de
sentimientos y de ideas.

De ese círculo nadie puede salir.

Echando mano de una de las frases latinas que recuerdo, diría como dice
el gran poeta Lucrecio:

«Versamus ibidem atque insumus usque». (Volvemos a lo mismo y partimos


de lo mismo.)
PÍO BAROJA (San Sebastián, 28 de diciembre de 1872 - Madrid, 30 de
octubre de 1956). Novelista español, considerado por la crítica el novelista
español más importante del siglo XX. Nació en San Sebastián (País Vasco) y
estudió Medicina en Madrid, ciudad en la que vivió la mayor parte de su vida.
Su primera novela fue Vidas sombrías (1900), a la que siguió el mismo año La casa
de Aizgorri. Esta novela forma parte de la primera de las trilogías de Baroja,
«Tierra vasca», que también incluye El mayorazgo de Labraz (1903), una de sus
novelas más admiradas, y Zalacaín el aventurero (1909). Con Aventuras y
mixtificaciones de Silvestre Paradox (1901), inició la trilogía «La vida fantástica»,
expresión de su individualismo anarquista y su filosofía pesimista, integrada
además por Camino de perfección (1902) y Paradox Rey (1906). La obra por la que
se hizo más conocido fuera de España es la trilogía «La lucha por la vida», una
conmovedora descripción de los bajos fondos de Madrid, que forman La busca
(1904), La mala hierba (1904) y Aurora roja (1905). Realizó viajes por España, Italia,
Francia, Inglaterra, los Países Bajos y Suiza, y en 1911 publicó El árbol de la
ciencia, posiblemente su novela más perfecta. Entre 1913 y 1935 aparecieron los
22 volúmenes de una novela histórica, Memorias de un hombre de acción, basada
en el conspirador Eugenio de Aviraneta, uno de los antepasados del autor que
vivió en el País Vasco en la época de las Guerras carlistas. Ingresó en la Real
Academia Española en 1935, y pasó la Guerra Civil española en Francia, de
donde regresó en 1940. A su regreso, se instaló en Madrid, donde llevó una vida
alejada de cualquier actividad pública, hasta su muerte. Entre 1944 y 1948
aparecieron sus Memorias, subtituladas Desde la última vuelta del camino, de
máximo interés para el estudio de su vida y su obra. Baroja publicó en total más
de cien libros.

Usando elementos de la tradición de la novela picaresca, Baroja eligió


como protagonistas a marginados de la sociedad. Sus novelas están llenas de
incidentes y personajes muy bien trazados, y destacan por la fluidez de sus
diálogos y las descripciones impresionistas. Maestro del retrato realista, en
especial cuando se centra en su País Vasco natal, tiene un estilo abrupto, vivido
e impersonal, aunque se ha señalado que la aparente limitación de registros es
una consecuencia de su deseo de exactitud y sobriedad. Ha influido mucho en
los escritores españoles posteriores a él, como Camilo José Cela o Juan Benet, y
en muchos extranjeros entre los que destaca Ernest Hemingway.
Notas

[1] Por cierto que con relación a Max Jacob, a quien conocí un

momento con León Bazalgette en el Café de la Rotonda, de París, he leído

que ha muerto en un campo de concentración en Alemania, casi de hambre,

con un traje mísero y la estrella de Sión en la solapa, por ser israelita de raza.

¡Qué horror! ¡Qué estupidez! (N. del A.) <<

[2] Del libro de Miguel Pérez Ferrero, Pío Baroja en su rincón. (N. del

A.) <<

[3] Del libro de Miguel P. Ferrero, Pío Baroja en su rincón. (N. del A.)

<<

[4] En aquella época puede que ya no estuviera en esta casa el Casino

de Madrid y que se hubiera trasladado al edificio de La Equitativa. (N. del

A.) <<
Galería de tipos de la época, la cuarta
entrega de las Memorias de Baroja, es en
realidad un repaso de admiraciones, rechazos
e incompatibilidades, de filósofos e
historiadores, y podemos verla ya esbozada en
los capítulos cuarto, quinto y sexto de
Juventud, egolatría. Sin embargo, incluso en
un texto aparentemente pegado al hueso
biográfico, en la primera parte de este cuarto
libro encontramos otro ejemplo del desorden
deliberado barojiano. Decide «interrumpir el
aire cronológico» y dar idea del ambiente
social en que se movía un escritor incipiente,
él. «Luego, si me queda cuerda para seguir,
volveré a tomar el carácter cronológico de mis
narraciones (…). No tengo los recuerdos bien
colocados en el tiempo. Los he escrito un poco
desordenadamente, a la diabla, como dicen los
franceses.»

Galería de tipos de la época es un


espléndido cajón de sastre por el que asoman
personajes de lo más pintoresco, así como la
mayoría de los hombres célebres de la España
de la primera mitad del siglo XX.
Pío Baroja

Galería de tipos de la época


Desde la última vuelta del camino - 4
Pío Baroja, 1947

Fotografía de cubierta: Alfonso Sánchez García: Retrato de Pío Baroja


(fragmento) (1915),
PRIMERA PARTE

DISQUISICIONES SOBRE NUESTRO TIEMPO


I

Aquí voy a interrumpir el aire cronológico de estas Memorias y dar una


impresión del medio ambiente de un escritor en la época de mi juventud, y
después, en tiempos posteriores. Luego, si me queda cuerda para seguir,
volveré a tomar el carácter cronológico de mis narraciones.

No tengo los recuerdos bien colocados en el tiempo. Los he escrito un


poco desordenadamente, a la diabla, como dicen los franceses.

Como el tercer libro de estas Memorias ha tenido un poco más éxito que
los anteriores, quizá por ser más anecdótico, voy a insistir en este cuarto libro
en lo mismo y a describir tipos conocidos en la época, unos grotescos, otros
importantes, de todas clases y colores. El tiempo a que me refiero es
principalmente el que comienza con el siglo y acaba en la guerra europea del 14.
Después, si tengo humor y vida, hablaré de otras gentes pintorescas, a quienes
he conocido y tratado en un periodo intermedio, entre la guerra mundial del 14
y la del 40.

Pensando en la sucesión de los acontecimientos, se olvida la parte de


biografía, la cual queda incompleta. En cambio, cuando se insiste en la
biografía, la relación cronológica se pierde.

Voy a contar, pues, la vida de los tipos pintorescos conocidos y algunas


de sus anécdotas.

Me han dicho que no serán verdad muchas de las cosas narradas por mí.
Yo no sé qué objeto se puede tener en inventar sucedidos y anécdotas. Con
ganas de inventar y con facultades para ello, me parece más lógico y más
natural escribir cuentos o novelas.

Yo no tengo los recuerdos bien clasificados en la memoria, cada cual en


su época, y muchas impresiones antiguas me parecen modernas, y otras
modernas, por el contrario, se me figuran antiguas. La labor de colocar los
recuerdos en su época se me hace bastante difícil y quiero reunirlos más por su
carácter que por su fecha.

Yo creo en la autenticidad de la anécdota, sobre todo cuando no hay un


interés político o económico en inventarla. Creo que se advierte esto con
claridad. Recordaré unas cuantas.

Cuando era chico oí que el político Albareda le decía a una marquesa


célebre de su tiempo, en un café de San Sebastián: «Qué p… hemos sido todos
en esta época».
No creo que ningún donostiarra fuera capaz de pronunciar una frase así.

A un amigo le contaba yo que hablando con Pérez Galdós de literatura, y


sobre todo de los autores ingleses, me decía, refiriéndose a Dickens: «Es muy
salao».

Después, pensando que esta frase se la podía atribuir yo a otro escritor


español del tiempo, notaba su imposibilidad. No la hubiera podido decir
Valera, ni la Pardo Bazán, ni Echegaray, ni Palacio Valdés, ni Blasco Ibáñez.
Tenía que ser de Galdós, quien veía en madrileño a un autor inglés.

Con los otros escritores pasa lo mismo.

A Valera le oí decir: «Con lo que he ganado yo con Pepita Jiménez, no


podía haber regalado un traje medianamente elegante a mi mujer».

Otra vez afirmó: «El socialismo no podrá hacer que un obrero tenga a su
mujer vestida con un traje de Worth, a su mesa ostras de Arcachon y una botella
de champaña de la viuda de Cliquot».

La frase esta sólo la podía decir Valera; entre los escritores, Valera tenía el
culto del hombre mundano por esas cosas.

Echegaray me dijo en el estudio de Sorolla:

—Todos los recursos del autor dramático para conseguir el aplauso son
legítimos.

—¿Usted cree? —le pregunté yo.

—Todos, absolutamente todos.

Tampoco se puede aplicar la frase a ningún otro dramaturgo de


importancia.

A Palacio Valdés la única vez que hablé con él extensamente me indicó:


«En América del Norte se dividen las opiniones para señalar quién es el escritor
más fuerte y más representativo del tiempo. Unos dicen que Tolstói y otros
dicen que yo».

A Blasco Ibáñez le oí, hacia 1903, en los Jardines del Buen Retiro, esta
frase: «Los escritores de Madrid no tienen la costumbre de comer».
Diez años más tarde me aseguraba en París, en el café La Closerie des
Lilas: «Que digan que yo soy un autor bueno o malo, me tiene sin cuidado. Lo
que es evidente es que soy el escritor mundial que gana más dinero de la
época».

No creo que fuera verdad; pero que se lo oí, estoy seguro.

Palacio Valdés afirmó al morir Blasco Ibáñez, en algún periódico: «Blasco


Ibáñez cierra el ciclo de los restauradores de la novela española».

No sé cómo se puede asegurar esto de una manera radical. Ya podía


aparecer otro Cervantes en España, cosa improbable, pero posible. Palacio
Valdés le hubiera salido al paso y le hubiera dicho: «Perdone usted: el ciclo de
los restauradores de la novela española está cerrado. El último restaurador es
Blasco Ibáñez y el penúltimo soy yo. Así que no insiste usted más».

Se veía en él un hombre preocupado con su fama.

No es fácil decir hoy con justicia y con serenidad lo que dijo Tolstói a la
muerte de Dostoyevski: «Nunca he visto a éste hombre, nunca tuve relaciones
directas con él; pero ahora que ha muerto, comprendo que de todos los
hombres era el más próximo a mí, el más querido, el más necesario. Jamás se
me ocurrirá compararme con él. Yo no puedo más que admirar todo cuanto ha
hecho y nutrirme con ello. El arte y la inteligencia pueden inspirarme envidia;
pero una obra salida íntegra del corazón no me puede dar más que una
profunda alegría».

Ciertamente, hubiera sido mejor que Tolstói hubiera declarado esto en


vida de Dostoyevski, y no después de su muerte; pero ni los grandes hombres
están desprovistos de pequeñeces.
II

Yo he vivido una vida modesta, oscura, sin un momento de suerte ni de


ilusión. No creo que me haya faltado capacidad de trabajo.

No he tenido el éxito. Si he conseguido algún pequeño éxito en literatura


ha sido a destiempo y casi más bien fuera de España que en España. Con
escasos medios, sin protección y sin conocimientos de personas influyentes, he
llegado a la vejez y a la vejez de artrítico. Creo que todos los hombres de más de
veinte años están ya comenzando a pudrirse. Un artrítico está más podrido aún.

Exigir a un hombre como yo que tenga una amplia benevolencia para el


medio ambiente, es pedir gollerías.

Se ha hecho uno solitario, difícil para el entusiasmo social. De aquí que


no haya tomado parte en nada político ni de aire colectivo. Algunos a esto lo
llaman egoísmo. En cambio, les parece generosidad participar en empresas
políticas, variar cuando lo consideran necesario y cobrar todo lo que se pueda.
Ya para mí variar sería difícil, casi imposible.

La única posibilidad que hubiera tenido yo de reunir unos cuartos


hubiese sido dedicándome hace años a chamarilero; pero me faltaba un
pequeño capital y quizá también actividad.

Visitando el museo de Zuloaga, en Zumaya, en donde hay obras de gran


valor, con Azorín y Ortega y Gasset, le decía yo al artista vasco:

—Estos dos Grecos que tiene usted aquí los pude yo comprar.

—¿En dónde?

—Esta Anunciación estaba en Madrid hacia el 1900 en una tienda de


antigüedades de la calle del Prado, esquina a la de Santa Catalina, sobre una
puerta. Entré y pregunté si era un Greco, me dijeron que sí, y me indicaron que
tenía su documentación.

—¿Y cuánto le pidieron?

—Unas seiscientas pesetas.

—A mí me costó un poco más.


—Este otro cuadro grande y extraño, también del Greco, que veo que
usted llama el Apocalipsis, lo tenía un médico en Córdoba; yo lo vi con Regoyos
en 1904, y pidieron por él dos mil quinientas pesetas.

—Sí, es cierto. Allí lo compré yo —dijo Zuloaga—. No lo daría ahora por


un millón.

Otros Grecos hubiera podido adquirir a precios exiguos en Toledo en


aquella época.

Aquí mismo, en Madrid, se veían cuadros muy baratos por entonces. En


el Hotel de Ventas, en la calle de Atocha, había cinco paisajes con figuras muy
bonitas, de Oriente, por 500 pesetas cada uno. Los compró después Portela
Valladares.

También apareció un Brueghel en Zaragoza por 2500 pesetas, y aquí, en


Madrid, en una tienda de antigüedades, se vendía un retrato de señora pintado
por Goya, precioso, tasado en 3500 pesetas.

En París, a principio de siglo, se hubieran podido comprar por muy poco


dinero obras de Gauguin, de Sisley y de Pissarro.

Para todo esto se necesitaba un pequeño capital, que yo no tenía.

Además, es imprescindible la buena suerte, porque aunque hubiese


reunido obras de arte, en la casa de la calle de Mendizábal, donde vivía, allí
hubieran desaparecido todas.
III

En esta compilación de recuerdos y de comentarios, supongo que habrá


repeticiones, porque la memoria del viejo es algo caprichosa y no funciona bien
siempre que se quiere. No tiene uno la cabeza clara del hombre joven.

Por lo que veo ahora, algunos, con el tercer libro de estas Memorias, se
han enterado de que publico unos recuerdos y me han escrito varias cartas
queriendo demostrarme que no deben ser exactos.

A casi todos los que han escrito recuerdos se les ha dicho con frecuencia
lo mismo.

Hay gentes que viven, aludidas en estas Memorias mías, y ésas sí podían
decir con datos: «Eso no es exacto. Se ha equivocado el autor o ha falseado un
hecho».

Nadie me lo ha dicho.

Ese señor, Ruiz Contreras, a quien le dejé de ver en 1899, es decir, antes
de comenzar yo a escribir para el público, ¿qué puede saber de mi vida
literaria? Absolutamente nada.

Otros me dicen que no tengo razón en los comentarios. Uno de los


comunicantes no considera lícito que se hable libremente de personas de
categoría y de prestigio.

Yo hablo de gente que he visto, con quien he convivido; pero estos que
me replican con gracias de mogollón no me han conocido ni me han visto
nunca. No pueden saber nada de mí ni de mis costumbres. Son como
gendarmes de la respetabilidad literaria.

Algunos me han dicho: «¿Para qué contar de personas de renombre cosas


desacreditadoras y tristes?».

Yo creo que esto es un poco más divertido que si todos fueran modelos
de virtud. Si lo fueran, creo que no valdría la pena de hablar de ellos.

La gente es respetable cuando lo es y cuando se comporta como tal; si no,


no lo es.

Puede haber una persona indelicada y que sea un gran escritor; pocos
ejemplos modernos de ello habrá más claros que el de Paul Verlaine. A Paul
Verlaine nunca le elogiarán por su decencia, por su caballerosidad, por sus
buenas costumbres, sino por su instinto literario y poético.

Hasta en la ciencia ha pasado lo mismo. Hay casos de personas


celebérrimas por su talento y por su genio, como el canciller Bacon de
Verulamio, acusado y convicto de cohecho y de corrupción.

Naturalmente, de conocer personas así, habría que elogiarlas por su obra,


pero no por su moral.

Una señora o señorita que no firma más que con el nombre de pila, me
dice que en mi último libro manifiesto un entusiasmo aristocrático de gente
anticuada y fósil, porque echo de menos las representaciones de las óperas, y
digo que me gustaría verlas, por última vez, desde un palco de un teatro
elegante y pomposo, con una decoración clásica del siglo XIX.

También me reprocha que, al hablar de Felipe Trigo, diga de este autor


que creía ver misterios en el comisionista, en el estudiante y en el café de una
ciudad de provincia. «¿Y por qué no? —me dice—. ¿Es que sólo los aristócratas
o los millonarios son interesantes?»

Yo, para contestar a esta señorita o señora, tendría que dar muchas
explicaciones, y quizá no valga la pena.

El pensar que el estudiante y el comisionista, en general, carecen de


interés novelesco, no quiere decir que yo crea que lo tenga el aristócrata o el
millonario.

Otro me ha escrito una carta un poco agria, de Barcelona, protestando


contra que yo diga en estas Memorias que el maestro Vives no era de una
originalidad grande. A esto puedo contestar que hará unos meses, el
subdirector de la Biblioteca Municipal de Madrid, don Federico Sainz de
Robles, me aseguraba que, para escribir su zarzuela Doña Francisquita, Vives
estuvo tomando, durante largo tiempo, copias y canciones del siglo XVIII. Hay
un gran número de ellas en esa biblioteca, en el legado de Barbieri.

Vives, al parecer, aprovechó la colección del Museo del Pueblo de


Madrid, muy rica en música, y tomó motivos para componer su obra.

Ahora, ¿hasta qué punto? No lo sé.

Una persona protesta porque digo que Galdós tenía cierto miedo
después del estreno de Electra. Alguno podría decir: esto no es verdad, y darme
sus razones. Podría yo no haberlo dicho por tratarse de un escritor ilustre; pero
creo que a un escritor no se le quita nada por contar las cosas como son o han
sido. Cambiando la frase clásica, diría yo: poco amigo de Platón y más amigo de
la verdad.

Es curioso que en un país como España, en donde se han hecho bastantes


atrocidades, una opinión sobre esto o lo otro produzca cólera.

Todavía otra persona me dice que intento actuar de predicador, lo cual,


según él, es completamente ridículo: «Los hombres —afirma— son como son, y
no hay que juzgarlos con un criterio tan simplista». Yo no sé si hay más criterio
de juicio que el de la razón y el de la moral. Otro criterio yo no lo conozco.

Hasta en los hechos que no pueden ser conocidos más que por uno, hay
gente que protesta. Hace meses me mandaron un número de una revista
titulada Tolva, dedicada a cuestiones de trigo, de harina y de pan. En este
número hay un artículo titulado «El niño don Pío», de don Bienvenido Moreno
Quintana.

Dice que conoció a una ciega llamada Aurora hace años, que fue
dependienta en la panadería de Capellanes, que yo regenté un tiempo, y luego
añade: «Últimamente he recordado a Aurora al leer las Memorias de don Pío
Baroja, refiriéndose a la hostilidad, infundada en apariencia, que sintió hacia su
tío político, don Matías Lacasa, anciano muy respetado por todos los que le
conocían».

Si el autor del artículo habla de esta Aurora como testimonio de la


respetabilidad de don Matías, el testimonio no tiene valor, porque Aurora,
entonces una muchacha, entró de dependienta en mi casa tres a cuatro años
después de muerto don Matías, y no le conoció. Ahora, si habla de la
respetabilidad en sí de don Matías, ya se sabe que para la gente un viejo, si es
negado y un poco lerdo, es siempre respetable.

Cuando deja de ser respetable para el público es cuando es inteligente.


IV

A mí me gustaría no ser pesimista; pero lo soy, tanto por instinto como


por experiencia. El uno se dirige en la encrucijada de dos caminos hacia la
derecha y el otro hacia la izquierda. Si se encuentran ambos y son sinceros,
reconocen que los dos han fallado. La vida y la inteligencia se van derrochando
en empresas inútiles; pero cuando el hombre que las ha derrochado se
encuentra con personas económicas y prudentes, ve que tampoco éstas han
ganado la partida y que su éxito no vale gran cosa.

Muchos de los recursos clásicos para el hombre poco social se han


acabado.

El dedicarse por afición a una rama fácil de la ciencia no es posible.

La ciencia ya da poco para el aficionado, no se la puede seguir ni de lejos.


Se nos escapa.

Un teorema matemático no muy complicado se comprende; otro más


complicado se entiende con esfuerzo; pero la teoría de Einstein no se entiende
aunque se emplee una voluntad fuerte. Únicamente el hombre de una
preparación matemática superior y de un talento claro puede llegar a
entenderla.

En las demás actividades humanas empieza a pasar lo mismo. Las


ciencias naturales y biológicas se van ensanchando de una manera monstruosa,
ya no hay más que especialistas. Nadie puede abarcar una rama completa, y el
prehistoriador no se ocupa apenas de etnografía, ni el microbiólogo de botánica,
ni el geólogo de mineralogía. Todo se va dividiendo, y las teorías generales se
olvidan.

La parte filosófica de la ciencia, la única comprensible para el vulgo, se


va abandonando, y la ciencia moderna va tirando al catálogo. En la moral se
decae también.

Yo no comprendo la delectación que tiene la gente en señalar la miseria


humana irremediable. Recuerdo en Londres, la segunda vez que fui allí, a una
señora española que no contaba más que honores sexuales. El hombre de por sí
es un animal bastante miserable para recordar con fruición sus abyecciones. La
tendencia de Dostoyevski se explica. Es sacar a flote la basura y el fango, y
luego tener la satisfacción de mostrar algo como una flor pura en medio de la
porquería humana. Esto es, en parte, consolador. Pero señalar lo bajo por lo bajo
y lo sucio por lo sucio, es bastante desagradable, aunque es una tendencia muy
antigua, y los Petronios y los Marciales de otros tiempos insistieron en ello, y los
Mateo Alemán y los Quevedo, en época más moderna, hicieron lo mismo.

El hombre de nuestro tiempo, más que inmoral es bruto. Le gustan las


diversiones estúpidas y un poco infantiles, quiere comer, beber y lucir. Lo
mismo les pasa a las mujeres. Este lucimiento no lo buscan en la gracia o en el
espíritu, ya saben que no lo tienen ni lo necesitan, sino en el físico, en el dinero
y en el traje.

Ahora todo el mundo tiene que pesarse, y el más vulgar y el más feo de
los antropoides quiere conservar la línea mejor que conservaron los franceses la
línea Maginot y los alemanes la línea Sigfried.

El hombre social y un poco falso agrada al prójimo parecido a él, lo toma


por el lado que a éste también le agrada. Si presume de valiente, le habla como a
un valiente; si presume de escritor, lo mismo, y da de él una impresión amable.

El equilibrio parece estabilizado. El paisaje tiene una luz clara; pero el


equilibrio se halla expuesto a romperse, a producirse la discordia, como sucede
muchas veces, y la discordia es fuerte.

En el caso de un hombre veraz con otro también veraz, la armonía es


difícil de conseguir, el disentimiento está siempre pronto a saltar por cualquier
motivo.

Ahora hay casos en los cuales, a pesar de la discordia perpetua, llega a


crearse una buena amistad, y entonces ésta puede durar mucho, porque se halla
forjada entre diferencias intelectuales, pero en sentimientos auténticos.

De todas maneras, creo que se debe uno basar en sí mismo, con sus
imperfecciones y sus torpezas, y ver de elevarse con ellas. Como decía el sabio
Curie, «hay que convertir el sueño en realidad, y la realidad, en sueño».
V

También hay quien me escribe diciéndome que me quiero zafar de mi


responsabilidad política.

Yo no me zafo de mi responsabilidad política, porque no la tengo. Si la


tuviera, no podría zafarme de ella.

Esta responsabilidad política siempre es a base de esa ridícula entelequia


de la generación del 98, que yo he dicho siempre, y creo que a los amigos les
habrá convencido, que es completamente fantástica y sin base. Además, yo soy
un relativista, como quien dice; absoluto, y la política no me interesa nada; lo
único que me pasa con ella es que me repele. La mayoría de las personas no
necesitan grandes explicaciones ni grandes conocimientos para tener opinión o
algo parecido a una opinión.

Había en Vera, hace años, un ex carabinero extremeño y zapatero


remendón, hombre listo. Cuando se hablaba de política, solía decir:

—Yo he sido siempre partidario de un hombre.

—¿De quién? —se le preguntaba.

—De Lerreux —contestaba él.

A pesar de ser partidario suyo, no sabía con exactitud ni el apellido de su


jefe.

En mayor escala sucede esto con el marxismo. ¿Qué obrero corriente va a


leer El capital, de Marx, y a desentrañarlo? Casi ninguno.

Tiene que ser un trabajo difícil meterle el diente a un libro largo,


engorroso, pesado. Esto lo hacen los profesor® de economía, porque les sirve
para las oposiciones, para las conferencias, para defender o atacar teorías, para
explicar esto o lo otro; pero para los obreros y los curiosos, no.

Nadie se pone a descifrar un libro oscuro y pesado por puro


diletantismo.

Yo creo que no habrá cien personas en España que hayan leído entero El
capital, de Karl Marx. Se puede afirmar, y parecerá una paradoja, que Karl Marx
no ha influido en el marxismo de España.
Muchos se consideran marxistas porque habrán leído artículos, habrán
oído discursos, y esto les basta.

Hacia el año 34 o 35 se publicó una traducción íntegra de El capital,


probablemente la única. Era un volumen grueso. Yo estuve en varias librerías, y
sobre todo en librerías de lance, y pregunté si se vendía entre el público. Nada o
casi nada.

Probablemente, el libro iría a parar a dependencias del Estado a centros


obreros; yo no vi a nadie que lo comprara. Si hubiera visto obreros que
adquirían el libro, me hubiera fijado en ello.

En grande y en pequeño pasa esto con muchas cosas; por ejemplo, con la
influencia disolvente y nefasta de la generación del 98.

¡Qué idea más cómica el pensar que una persona, por haber leído Paz en
la guerra, de Unamuno; La voluntad, de Azorín; Flor de santidad, de Valle-Inclán, o
haber visto representar La noche del sábado, de Benavente, vaya a salir a la calle a
andar a tiros! Es una idea de portera.

Lo único que pienso que ha influido últimamente en la política,


principalmente por su forma literaria, ha sido la obra de Ortega y Gasset en la
ideología del fascismo español.
VI

Yo he tenido pocos amigos, pero no he reñido con ninguno. El tiempo o


el alejamiento han hecho que la relación amistosa se haya desvanecido a veces;
pero la riña y el encono por amigos antiguos no los he sentido nunca. Creo que
he tenido la intuición de las personas, y nunca me he equivocado, al menos
desde mi punto de vista.

Yo, con algún dinero, no practicaría nunca la menor política literaria;


dejaría que mis libros los publicase quien le diera la gana, y no tendría círculo
ni camarilla.

La personalidad social no me ha interesado mucho, ni los títulos


honoríficos. Tampoco me ha ilusionado el tener un retrato mío hecho por un
gran pintor.

A cualquier cosa de estas de carácter oficial o social, prefiero convivir con


gente simpática y agradable.

Es muy difícil que los emborronadores de papel, en España, de estos


últimos tiempos, no tengamos la sospecha de haber perdido el tiempo.

Cierto que yo no he esperado gran cosa de mi literatura, solamente el


entretenerme un rato.
VII

Así como la parte estética de la vida no me ha preocupado mucho, la


parte moral, sí. En la literatura me ha pasado lo mismo. La laxitud de la ética
siempre me ha parecido desagradable. Además, hay que reconocer que,
modernamente, la gran literatura europea ha sido moralista: Dickens, Tolstói,
Dostoyevski, Ibsen, se han distinguido por su sentido ético, y no se pueden
comparar estos hombres con los que han tenido la tendencia contraria, cómo
Barbey d’Aurevilly, Oscar Wilde, Jean Lorrain, Catulo Mendés, D’Annunzio y
otros por el estilo.

El romanticismo inmoralista para mí es completamente ridículo.

La moral, no sólo en la vida, sino en la literatura, es la que tiene más


trascendencia. ¿Qué quedaría de un Aristófanes, de un Luciano, de un Plauto, si
no tuvieran sus obras un fondo moral? Muy poca cosa.

Muchas de esas anomalías que describe Freud deben de ser casos


aislados, extravagancias de histéricos. Él los señala con el espíritu de un judío
agudo e inteligente, que siente en el fondo un odio al país donde vive, país que
llega a las más grandes enormidades, porque ha perdido el control de una
tradición ética y se deja llevar con toda su inteligencia por los mayores
absurdos, y a ser dirigido por aventureros cínicos y arrivistas.

Algunas de estas aberraciones señaladas por Freud son tan ridículas, que
dan risa, más que otra cosa. Se parecen a las antiguas fantasías del padre
Sánchez sobre el matrimonio. Ya basta con lo conocido para tener una mala idea
del hombre. No hay necesidad de insistir más ni de inventar. No vale la pena.

En la moral hay una parte de pompa y de ceremonia, para mí poco


interesante. De tener que participar en una o en otra, preferiría siempre la
pompa y la ceremonia antigua a la moderna.

En Francia, por ejemplo, mejor la de Luis XV que la de Napoleón; y en


Alemania, mejor la del gran Federico que la de Hitler.

Respecto a las mujeres, me choca mucho la moral de estos tiempos. Hace


cincuenta años, una muchachita de Madrid iba con su madre por la Carrera de
San Jerónimo o por la calle de Alcalá y se les acercaba un pollo y las
acompañaba en el paseo muy ceremoniosamente. A los dos o tres días, la madre
le advertía al joven: «Mire usted, Fulanito: no parece bien que acompañe usted a
esta niña con tanta asiduidad, porque ello da que hablar a la gente».
Hoy, la muchacha de la casa va sola con un gamberro casado, y éste,
inmediatamente, le habla de tú, la convida a un café o a un bar a tomar unas
copas; la lleva a cenar a un restaurante a las diez de la noche, y un día le regala
una pulsera o un anillo, y la familia se queda tan tranquila y no le choca nada el
regalo. Es curiosa esta transformación de la moral práctica.
VIII

El prestigio verdaderamente enorme de la época moderna es el del


médico. No es el éxito de la calle del torero o del futbolista, pero es más cordial.
Hay que reírse de los demás prestigios. No son nada al lado de la admiración,
de la devoción que produce el médico, sobre todo el médico joven. La
admiración por el artista, por el político, por el divo, es todo aparato, no es nada
al lado del entusiasmo que produce el médico. «Los canallas de la facultad»,
como decía el viejo Tolstói con rabia, triunfan.

Un médico joven, bien plantado, inteligente, amable, entra en una casa


donde ha tenido un éxito como un ser excepcional, y desde la señora hasta la
criada le contemplan con admiración.

De ahí las rivalidades terribles que se producen entre facultativos. No


son unos duros de una visita que se van a disputar; es el éxito, la confianza y la
adoración de una familia. No hay otro éxito comparable a él. Participan los
viejos, los jóvenes, las mujeres, los hombres y los chicos. Los demás triunfos son
poca cosa. El hombre de negocios o el abogado que ha dado un buen consejo; el
arquitecto que ha resuelto una cuestión técnica; el profesor que ha
recomendado eficazmente al chico; el pintor que ha hecho un retrato decorativo
de la señorita de la casa, tienen su prestigio; pero, al lado del que alcanza el
médico joven y con éxito, todo esto no es nada. El diagnóstico exacto, el
tratamiento a tiempo, producen un entusiasmo auténtico, sin reserva alguna y
sin ninguna ficción.
IX

Yo creo que no he tenido maquiavelismo alguno, no he forjado planes, no


me ha interesado fingir nada. No he creído en el resultado de una maniobra
literaria.

No es que yo no sea capaz de fingir ante un peligro; pero en situación


normal, esto ni me divierte ni me interesa. Lo que tengo es la curiosidad, como
la del chico que rompe el juguete para ver lo que hay dentro.

El hombre capaz de acción no siente curiosidades inútiles, y piensa de los


demás lo necesario, y con esto acaba por deshacer todo lo auténtico y
verdadero. El que tiene curiosidad es poco práctico, señala lo bueno y lo malo
en el prójimo, y con esto da una sensación de cinismo y de misantropía.

De ahí resulta que el tipo maquiavélico y un poco falso parece mucho


más amable a la gente y más capaz de simpatía, aunque no la tenga, que el
hombre un poco sincero y algo misántropo.

Todo esto es natural. Yo, al menos, no sé variar. Siempre he sido lo


mismo.

En literatura, realista con algo romántico; en filosofía, agnóstico; en


política, individualista y liberal; es decir, apolítico. Así era a los veinte años, así
soy pasados los setenta. No he encontrado nada en mi vida que me haya hecho
cambiar de opinión.

A las dos o tres veces de tratar a una persona, sé lo que es, y creo conocer
sus condiciones buenas o malas.
X

La mayoría de la gente es gente sin olfato. Hay personas que tienen


inteligencia, pero no tienen olfato; es decir, no tienen intuición. Los escritores
franceses no vieron en su tiempo, al aparecer las obras de Dostoyevski en
traducciones, el carácter único y extraño de este autor. Le compararon con
Eugenio Sue y con los folletinistas. Lo mismo pasó con Verlaine. Eso de «ver lo
que es», como decía Stendhal, es una facultad rara, aunque parece que debía ser
muy general. El hombre está aplastado por lugares comunes y muy atento a su
conveniencia, y esto, muchas veces, le impide ver claro aun a las personas
inteligentes.

A veces, alguno me envía un periódico o una revista de España o de la


América española, en donde hablan de mí con cierta cólera.

Me da la impresión de una réplica a un agravio personal.

¿A qué agravio? No lo sé. Alguna gente se incomoda y se ofende porque


se hace una observación sobre una ciudad o sobre un país; otros se ofenden
porque no se habla de su país.

Todo el mundo quiere vivir, seguir viviendo; pero nadie quiere vivir el
pasado. ¿Viviría usted de nuevo el 42? No, no. Pues entonces el 34, tampoco. En
cambio, al filarmónico le dirán: «¿Volvería usted a oír el Don Juan o Las bodas de
Fígaro con la misma compañía de hace cuarenta o cincuenta años?». Estaría
encantado, lleno de entusiasmo.

El hombre, en general, es como el viajero del tren: todas las estaciones


que ha pasado le parecen horribles; sin embargo, quiere seguir y pasar por
nuevas estaciones, aunque tiene la sospecha de que serán tan desagradables
como las otras. Le impulsa un instinto, no una reflexión. En todo, quizás, pasa
lo mismo. El escritor que escribiera de modo que su literatura fuera una
representación completa de la función de su cerebro no podría gustar al
público.

Al público le gusta la obra del escritor que sea como un saco de monedas
brillantes, aunque falsas.
XI

Tenemos algunos el vicio de escribir. Es difícil curarlo. Únicamente si se


dispusiera de dinero y de medios de distracción, se podría mitigar este morbo.

Es un vicio contra el cual no se pueden poner leyes de castigo; hace más


daño al que lo padece que a los demás.

En la mayoría de los países se comprende escribir por afición, no se


comprende por ambición. Esto no es obstáculo para que el noventa por ciento
de los escritores lo hagan por ambición.

Poner ambición en una cosa que se sabe que no puede dar dinero ni
satisfacciones es un poco ridículo, pero… ¿qué se va a hacer? Así es.

Satisfacciones no puede dar, porque el escribir bien es muy difícil. No


hay reglas, y si las hay, no sirven para nada.

Una idea, si se presenta con claridad, al ir a expresarla con palabras


siempre se cambia y se deforma; a veces parece que se completa; pero, en
general, se modifica, lo cual ya es una adulteración. Muchos matices se pierden
por no poder encontrar una fórmula suficiente y de cierta elegancia.

Para mí, la condición primera del escritor es la exactitud. La medida


exacta en lo que es medible, hasta en lo que es fantasía.

Buscar la pompa en el estilo es relativamente fácil; encontrar la exactitud,


la precisión, el paralelismo con el pensamiento, es casi imposible. La palabra
está llena de un sentido de calificación moral, y no hay modo de encontrar
frases que reflejen los hechos y las ideas limpias de intenciones anteriores.
Hasta en las mismas voces que quieren representar objetos físicos se nota la
calificación formularia y protocolar.

Yo no sé si se debe escribir todo cuanto se ve y pasa por la inteligencia.

Probablemente, hay que escoger; pero hay que escoger por intuición y
sin recetas.

Yo no escribo casi nunca pensando en los lectores; pero a veces, sí; pienso
en el lector joven de dentro de cincuenta años. El lector real me interesa poco.

Sin embargo, comprendo que ello es una fantasía. El lector de dentro de


cincuenta años, el que llegue a tenerlos, será tan amanerado como el actual.
Entre los más certeros en sus ideas y anticipaciones no habrá muchos
comparables a los filósofos presocráticos griegos.

Toda la filosofía naturalista y crítica, desde los presocráticos hasta


Schopenhauer, queda y sobrevive sin producir entusiasmo.

Esa otra filosofía exaltada y fantástica, desde Platón hasta Nietzsche, si


queda algo de ella, es como literatura poética, pero nada más. Lógicamente, sale
al encuentro de la realista y de la ciencia a acusarlos de que no sirven para la
vida.

Lo mismo el hombre pobre de la calle puede decir, si es inteligente: «Y a


mí, ¿qué me sirve la ciencia, si no me da de comer?», o el enfermo puede
afirmar: «La ciencia médica es inútil, a mí no me cura». Y el viejo: «La ciencia es
ridícula, no me rejuvenece».

¿Es que hay algo o alguien que pueda prometer con garantías el curar, el
rejuvenecer, el alimentar, el alegrar o divertir? Sólo los charlatanes.
XII

Se ve qué poco valor tiene la verdad científica en la vida del hombre. Ahí
están los filósofos presocráticos. ¡Qué de intuiciones geniales hubo en ellos! Sin
embargo, su recuerdo se borró. No quedó de su obra más que unas cuantas
frases reveladoras de su talento. En cambio, las fantasías de Platón y de sus
discípulos han quedado y se han conservado, y no sólo las de Platón, sino las de
otros escritores mediocres, como Plotino.

Es curioso cómo ama el hombre la mentira y qué poco fervor tiene por la
verdad. Como dijo La Fontaine:

L’homme est de glace aux vérités,

il est de feu pour les mensonges.

Una persona que lea el Corán, de Mahoma, no encuentra más que


fantasías aburridas, fórmulas higiénicas sin importancia. Y, sin embargo, ¡qué
influencia ha tenido! Aún ahora crece el mahometismo en el mundo. En la India
parece que tiene ochenta o noventa millones de fieles. En cambio, Kant,
¿cuántos adeptos tendrá? ¿Llegarán a treinta en todo el orbe? Puede que no
lleguen.

Naturalmente, Kant no habla de si se puede beber o no se puede beber


alcohol, ni de si la carne de cerdo es mejor que la de vaca, o el pescado mejor
que las aves. Y, en el fondo, esto es lo que agradece el hombre, que es un animal
petulante que cree en su importancia.

Kant no tiene adeptos. Si los tiene, es en un alto plano científico. La teoría


de Einstein sale de Kant, y de él y de otros influidos por él, la desintegración del
átomo. De estas dos ha nacido la posibilidad de la bomba atómica, que el
hombre mira con una desconfianza mezclada de terror.

Es curioso cómo la gente acepta con entusiasmo una novedad estúpida


que esté a la moda de carácter político, literario o artístico, y, al cabo de cierto
número de años, el mismo público, formado por la misma gente, desprecia
aquella novedad, y no se le ocurre pensar que ha sido él el que ha glorificado lo
que luego le parece una necedad.

La tontería universal no tiene remedio.

Está bien que cada cual diga lo que le parezca en cuestiones filosóficas,
literarias y artísticas, y hasta políticas, porque la misma libertad esteriliza las
arbitrariedades y las hace inofensivas.
Ya se ha visto en nuestra época cómo se han defendido el cubismo, el
dadaísmo, el futurismo y demás pequeñas fantasías, y cómo al último nadie las
ha tomado en cuenta y hasta se han reído de estos ismos que en un tiempo
parecieron serios y atractivos y los han abandonado tranquilamente.

El éxito rápido no se puede conseguir más que adulando al público,


pintándolo bueno, interesante, gracioso, amable; es decir, mintiendo.

Como el éxito ofrece muchas ventajas, aun en los países donde tiene
menos influencia, el hombre capaz de hacer algo, de escribir con claridad, de
pintar medianamente, se convierte en charlatán cuando entra en la lucha para
conseguir singularizarse y ser conocido.

Por ahora, al menos, no se han aplicado los datos de la antropología, de


la estadística y de la economía más que a la política. Sin embargo, la política
sigue su camino a la buena de Dios, llevada por dogmas viejos o por fantasías
nuevas, pero no tiene nada que ver con la ciencia. Se aprovecha de la ciencia,
pero no se deja dirigir por ella. No quiere su tutela.
XIII

Creo que el asunto Dreyfus fue el comienzo de la decadencia de las ideas


científicas, políticas y literarias del siglo XIX en la Europa occidental.

Las masas antidreyfusistas eran parecidas a las masas actuales


totalitarias.

Comenzaron a hacer descubrimientos políticos que no eran


descubrimientos. Se vio que la mentira, la calumnia, la mala fe, son armas de
combate. Esto los hombres lo sabían hacía mucho tiempo, pero habían llegado a
pensar que se debían proscribir.

Cierto que no lo habían conseguido. En esta filosofía práctica influyó


Nietzsche, y luego, sus imitadores.

Del amoralismo de Nietzsche como teoría social creo que quedará muy
poco; pero en la práctica queda.

Filósofos, escritores y periodistas reaccionarios colaboraron desde


entonces en el descrédito de las ideas y de los hombres del siglo XIX.

Bergson y Spengler, en la filosofía; Sorel, Maurras y Daudet, en el


periodismo, unos más destacados que otros, tomaron parte en la obra.

Luego vinieron los rusos, los italianos y literatos y políticos de todas


partes a querer restaurar el maquiavelismo, y en parte lo han restaurado.

La teoría ha llegado al pueblo, y las masas revolucionarias y


reaccionarias creen que el fin justifica los medios. Ya no hay moral política ni
social. Ya no hay lances entre caballeros, como decía la gente cursi hace años.
Ahora se bate con todas las armas: las buenas y las malas.

Casi todos los estudiantes de la ciudad universitaria de París de 1936 al


40 eran reaccionarios, y ellos mismos hablaban de sus padres, republicanos
radicales, que pretendían ser austeros, en broma, porque éstos creían que los
procedimientos políticos debían ser lo más limpios posible.

Se han escrito libros en estos últimos años sobre la manera de formar un


ambiente social y de darle un programa y un grito: un slogan, como se dice
ahora, o se decía antes de la guerra.

Toda la política moderna ha sido en la práctica glorificación de la


mentira. La misma filosofía ha seguido este camino y se ha llamado
pragmatista. Es decir, ha querido hacer el conocimiento esencialmente útil y
práctico. Esta tendencia se ha dado en muchos casos de los filósofos del siglo
XIX imitadores de los ingleses, y después, de Augusto Comte.

La tendencia a la austeridad pura de Kant no ha tenido éxito,


probablemente, por ser sus teorías difíciles de comprender y más difíciles aún
de aplicar. Tuvo Kant un vulgarizador de un gran talento, como Schopenhauer;
pero no ha fructificado su sistema, no ha tenido partidarios.

Otras tendencias vulgares y pedestres han tenido mucho más éxito y han
influido en los intelectuales. Se ve que éstos son un poco como los caimanes,
que necesitan la carne ya podrida para digerirla bien.

De los últimos filósofos con éxito en el mundo han sido los más
señalados Spengler y Keyserling. El lector, cuando comienza a leer a cualquiera
de los dos, piensa: «¿Qué me va a enseñar este hombre?». Algo importante y
trascendental; luego, cuando sigue la lectura y acaba el libro de estos autores,
nota que todas han sido proposiciones atractivas de problemas sensacionales
que no tienen solución. Y como le han prometido esto, se siente un poco
defraudado. A veces, la solución del problema planteado es tan vulgar, que no
vale la pena de tenerla en cuenta. Así, por ejemplo, en uno de los libros de
Keyserling hay un estudio de las formas actuales del matrimonio, y viene el
autor a sacar en conclusión que el matrimonio más práctico es el matrimonio de
conveniencia. No vale la pena de argumentar para esto. Es como tratar de
convencer al usurero de que no hay negocio tan saneado como prestar al
cuarenta por ciento con buenas garantías.
XIV

Hace ya más de quince o veinte años se habla en Francia de una filosofía


existencialista; pero cuando a cualquiera de los defensores de esta pequeña
secta se le pide una explicación del principio del sistema, dice sólo vulgaridades
confusas.

Se dan por discípulos del pastor danés Kirkegard o Kierkegaard y en


parte de Dostoyevski, buscan la angustia filosófica como un sistema de
conocimiento. Según ellos, la realidad existe de por sí, cosa que todos creemos
de primera intención y sin proponérnoslo. Así, cuando leemos esas fantasías
espirituales de Berkeley, de que las cosas no existen mientras no están al alcance
de nuestros sentidos, nos parecen muy ingeniosas; pero seguimos creyendo
prácticamente en la existencia de la piedra y del árbol y de la casa acabada de
ver desde el tren o desde el auto, aunque los hayamos dejado atrás en el
camino, y en la existencia del dolor de muelas, aunque haya pasado.

Ya la denominación de este sistema existencialista nos parece a la


mayoría una vacuidad o una fantasía. Las demás denominaciones de carácter
filosófico, desde el principio, nos indican con claridad la base en que se apoyan.

Realismo, idealismo, materialismo, espiritualismo, escepticismo…, todo


esto es claro. Pero ¿qué quiere decir existencialismo? Yo creo que no quiere
decir nada; casi parece un camelo. La primera vez que oí esta palabra fue hace
ya bastante tiempo.

A una comida del Pen Club, de París, acudimos varios españoles, por
curiosidad, hace cerca de treinta años. Presidió el novelista inglés Jorge Wells,
quien pronunció un discurso mediocre de circunstancias en lengua francesa.

En esta comida estuve yo al lado de Wells, que entonces era un hombre


fuerte, de unos sesenta años, tipo pícnico, con tendencia a lo hexagonal. A mí no
me producían mucho entusiasmo sus libros, en los cuales hay como un fondo
de mala intención para con la humanidad, que se manifiesta, sobre todo, en
algunas de sus novelas. Wells conversó con los que estábamos cerca, pero no
dijo nada curioso.

Al terminar el banquete y salir de la sala, un pintor español me advirtió:

—¿Sabe usted que está aquí Tchekov, el escritor ruso?

—¡Tchekov! Pero si yo creo que he leído que ha muerto hace tiempo.


Además, a un escritor famoso le hubieran puesto en la mesa presidencial.
—Pues está aquí, y me lo han mostrado.

Estábamos en un pasillo, y de pronto me dijo el pintor:

—Mire usted. Aquél es. ¿Vamos a saludarle?

—Yo, no. Yo he leído poco de él. No le podría hablar de sus libros.

El presunto Tchekov o Chejov tenía aire de empleado o de profesor de


colegio.

El pintor y otro amigo español fueron a saludarle, y luego me llamaron a


mí, y no tuve más remedio que acercarme.

Los dos españoles le decían a este supuesto Tchekov que era muy
conocido en España.

El Tchekov falso o verdadero decía: «Yo no he oído nunca que mis libros
se hayan traducido al español».

A mí me chocó esto bastante, y pensé si en todo aquello no habría alguna


confusión. Efectivamente, la había, y aquel señor que vimos en la casa del Pen
Club, de París, no era Tchekov, sino León Chestov, un escritor ruso, al parecer
filósofo.
XV

En el tiempo en que yo era joven, la tendencia positivista, dirigida


entonces por Spencer, y anteriormente por Stuart Mili, estaba pasando. Estos
autores habían empleado mucho talento en todo ello; pero, por mucho que
emplearan, no podían tener siempre razón; el sistema suyo, aunque no se
viniera abajo, se fue olvidando.

Las tesis de Nietzsche sustituyeron a las de Spencer, y se habló en todas


partes de la voluntad de dominio, de la tendencia dionisíaca y de la apolínea,
de lo dinámico y de la moral de los señores y de la de los esclavos.

Pasó este período, un tanto exaltado y metafísico, y lo sustituyó, en parte,


el pragmatismo, y se habló entonces del valor de la intuición y del impulso
vital, de lo cómodo y de lo práctico, como normas de vida.

En esta época se injertó una preocupación sociológica, y las cuestiones de


los mitos, de los tótem y del tabú entraron en escena. Al mismo tiempo, se
intentaba una explicación de todo lo psicológico, a base de complejos de
erotismo, por Freud y sus discípulos.

Hace unos años se ha hablado con frecuencia de una filosofía de los


valores, y a algunos estudiantes he oído referirse a ella como a un
descubrimiento. No decían con claridad de qué se trataba, y no sentía yo gran
deseo de saber lo que era; pero, al ver que se repite el nombre, he intentado
enterarme, y he visto que debajo hay muy poca cosa.

Esta filosofía de nombre nuevo tiene por objeto el averiguar qué jerarquía
presentan las nociones morales, estéticas y científicas creadas por el hombre.

Yo no veo en esto ninguna novedad; todas las religiones, la moral y hasta


la literatura han hecho principalmente esto: valorar la vida, la bondad, el amor,
la piedad, etcétera. Claro que si se hubiera encontrado una medida única y
universal, entonces esta filosofía tendría una gran importancia; pero como no se
ha encontrado, no la tiene.

Ahora, como digo antes, comienza a aparecer una palabra nueva; no


sabemos de antemano la cantidad de vitalidad que lleva.

Es el epíteto que se pone a una clase de filosofía: el de filosofía


existencial.

He visto alusiones a esta filosofía, no he leído una explicación clara,


suficiente, de ella.
Al parecer, el origen de esta filosofía está, como he dicho, en el teólogo
danés Kierkegaard. Kierkegaard piensa que cuando el hombre abandona sus
abstracciones y sus teoremas y sus esquemas filosóficos, se encuentra con que es
un ser que existe y que vive en una angustia perpetua. La angustia, según él, es
la esencia de la vida. Así, para el teólogo danés, el apotegma de la filosofía
humana es: sufro, luego soy. Tengo angustia, luego soy hombre.

Muy bien. Es posible que esta característica triste sea cierta. No se ve tan
claro que en tal estado de angustia se encuentren encerradas todas las maneras
de ser de la humanidad.

El prescindir de las abstracciones filosóficas anteriores no es,


evidentemente, una exclusiva de los partidarios de Kierkegaard. La mayoría de
los grandes pensadores hicieron lo mismo, en uno o en otro sentido.

Kant, en el terreno metafísico de crítica pura; Schopenhauer, en la


filosofía y en la estética; Nietzsche, en una zona religiosa y ética; William James
y Bergson, en un campo ideológico de consecuencias prácticas.

La tendencia fenomenológica de hace unos años ha seguido también la


misma corriente; ha intentado obtener de una manera directa los datos
inmediatos de la conciencia, prescindiendo de antiguas teorías.

Lo que sucede, creo yo, es que esta revisión de valores, como se diría en
la época de Nietzsche, no termina en un resultado general e igual para todos los
dogmáticos.

Kierkegaard hace una poda de todo lo que cree que oscurece el


conocimiento del ser humano, y encuentra que la base de la personalidad es la
angustia y la preocupación por Dios; algo muy próximo a la inquietud de
Pascal.

Esto puede ser cierto para él, pero no para todos los hombres.

Schopenhauer hizo también su poda, y encontró que el fondo de la vida


era la voluntad; los materialistas creyeron que era la fuerza; Nietzsche, el
instinto de vivir, la voluntad de dominio y la superación de la muerte.

No parece que la angustia sea la raíz única de la vida.

Yo, la angustia la he sentido muchas veces en el hipogastrio; pero nunca


he creído que fuera una manifestación de sabiduría, sino resultado de la acción
del nervio vago.
En unos casos, la raíz de la vida será la angustia; en otros, la rabia; en
otros, la desesperación; en otros, la ambición y el orgullo; en otros, la esperanza,
y en algunos, muy pocos, la bondad y la santidad.

No se puede creer que esta teoría de la vida mediatizada por la angustia


se pueda llamar filosofía existencial, como si las demás teorías hubieran hecho
caso omiso de la existencia.

Todas las filosofías realistas son, en ese sentido, filosofías existenciales,


desde la de Diógenes hasta la del último sainetero burlón de nuestra época.

Hay quien cree que esta filosofía existencial puede servir de legitimación
y de tapadera a todas las tendencias egoístas y malvadas del hombre, ya sean
individuales o colectivas.

Por la necesidad de lo existencial se puede defender el egoísmo propio, el


sacrificio de los demás, y colectivamente, el despotismo y la conquista del
espacio vital.

No cabe duda que, como dice Shakespeare, y no recuerdo la frase con


exactitud, el diablo puede servirse para sus fines de los textos de la Escritura.
XVI

Mucho tiempo después de conocer a Chestov en el Pen Club, de París, el


año 1939, meses más tarde de declarada la guerra, Femando Ortiz Echagüe nos
dio un almuerzo a varios colaboradores de La Nación, de Buenos Aires, en un
restaurante vasco, llamado Zatoste, de la calle de Argentuil.

El día, de noviembre, era lluvioso y un poco triste.

Presidía la mesa una peliculera de cierto nombre, y estaban con ella dos
amigas suyas, elegantes y perfiladas.

Entre los colaboradores franceses de La Nación, se hallaban invitados


Paul Fargue, Crémieux y Fondane, los últimos, los dos Benjamín de nombre y
los dos judíos.

Al parecer, Fondane había escrito bastante del existencialismo


preconizado por aquel señor Chestov, conocido por mí hace años en el Pen
Club.

Yo, en la sobremesa, le insté a Fondane a que dijera algo de esa filosofía


existencial de que se ha ocupado en libros y artículos, y, por sus explicaciones,
yo no vi nada original en ello.

Aseguraba que esta filosofía de nombre nuevo tenía por objeto el


averiguar la jerarquía verdadera de las nociones religiosas, morales, científicas,
creadas por el hombre. Yo no veo en esto ninguna novedad, porque todas las
religiones y filosofías han partido en su moral de valorar la vida y las acciones
del hombre. Además de su investigación crítica, tenía el existencialismo, según
Fondane, una tendencia a valorar a los hombres y los hechos de la vida
individual del mismo punto de vista critico.

Seguimos con curiosidad la argumentación, unas veces de acuerdo y


otras en desacuerdo, del divulgador. Puede ser que la filosofía clásica haya
contemplado los accidentes del vivir nuestro, oscuro y tumultuoso, como
hechos sin importancia, y que éstos merezcan más atención y más estudio.

Puede ser también que el idealismo antiguo tuviera un prurito de rebajar,


de desdeñar lo vital, y un deseo de reducirlo todo a ideas y conceptos, y que la
filosofía existencial, si existe, luche, por lo contrario, por afirmar la importancia
de la vida.

—El estudiar los hechos sin ideas anteriores, lo que se llama, al parecer,
fenomenología, ¿dejaría una posibilidad de moral? —le pregunto yo.
—Sí; dejaría una ética de cada caso —contesta Fondane.

—Yo creo —replico— que una ética de cada caso no es una ética; ésta es
general, o si no, no es nada.

Después de la filosofía existencial o existencialista, parece que ahora se


habla de otra filosofía gemela de ella: la filosofía dolorista. El dolor es un bien,
el dolor es una enseñanza.

Esto no es una novedad. Supongo que en el libro de Diógenes Laercio es


donde se cuenta que un discípulo de Zenón, de la escuela estoica, que sufría
grandes dolores de gota, decía: «Dolor, no eres un mal».

Si el dolorismo existe, no tiene nada de nuevo.


XVII

En la mitad y a fines del siglo XIX, en nuestro país, el joven dedicado a


una profesión liberal tenía una cultura incompleta, formada por lecturas
variadas y un poco caprichosas y por datos cogidos al azar; es decir, era un
dilettante, un aficionado.

En el siglo XX, el joven estudioso, por lo que veo, tiene una cultura de
libro de texto, y como el libro de texto casi siempre es malo, el panorama
espiritual del universitario es muy pobre.

En mi tiempo había, al lado del estudiante holgazán, el especialista que


no quería saber nada de fuera de su profesión y el curioso, el lector por amor al
arte. Hoy se da más el especialista, el que conoce el asunto con prolijidad y de lo
demás no sabe nada: el dilettante casi no existe.

¿Qué es mejor? No lo sé. Del dilettante se puede esperar casi siempre más
para la cultura general que del especialista.

El dilettante podrá fallar en detalles, el especialista falla en lo


fundamental. Ahí está el caso de la Alemania moderna. La técnica la ha llevado
a los mayores disparates y a los mayores horrores.

Son épocas las nuestras pobres para la cultura, épocas en que se


proscribe la libertad y la ciencia, épocas que no dejarán rastro en la historia.

¿Qué hubiera hecho un pueblo como Alemania si no se hubiera aliado


desde el principio de su vida cultural con la libertad filosófica? De aquí que
tuviera en su período de esplendor un internacionalismo completo, una
curiosidad cósmica. Después, con la intransigencia, Alemania se ha ido secando
y achabacanándose.

En nuestros tiempos, creo que el joven intelectual tiene no lagunas, sino


abismos en sus conocimientos, como no los tenían los de nuestro tiempo, al
menos los que sentían una curiosidad difusa por las ideas y por los hechos.

He visto aquí, en Madrid, a estudiantes de ciencias que no hablan oído


hablar jamás de Lamarck, hombre de tanta importancia en la biología; en
cambio, sabían otras cosas prácticas con detalles.

Esta diferencia de formación intelectual hace que la gente joven no quiera


ya tener comunicación con los viejos.
Los viejos, a su vez, no se interesan por los jóvenes. Vamos a llegar al
sindicalismo de las edades.
XVIII

La sociabilidad de los siglos XVIII y XIX se producía por un esfuerzo de


comprender a los demás. Hoy no se puede o no se quiere hacer este esfuerzo.

A la gente joven no le gusta la casa, y se encuentra mejor en la calle y en


los espectáculos. Los motivos de conversación y de discusión en España son los
toros y el fútbol, poco el teatro y nada los libros.

Los argentinos hablan de una fiesta que llaman la muchachada, a la que


no van los viejos. Allí parece que viejo es tener más de cuarenta años.

A mí, esto me parece un poco absurdo, no por mí, que me tiene sin
cuidado, sino por los demás.

Espontáneamente, las fiestas en los pueblos son de viejos y de jóvenes.


Así pasa en el País Vasco, y pasaba antes más todavía. Los jóvenes bailaban y se
paseaban; los viejos charlaban en la taberna; las viejas comentaban. Todo esto
estaba bien y era algo natural no preparado por nadie.

El ambiente ha variado en todos los países. En estos últimos cuarenta o


cincuenta años todo ha venido a peor; Para mucha gente joven, ello es una
fantasía; pero no hay tal, es una realidad.

Al compás de las ideas, han cambiado las cosas y los pueblos. España ha
variado mucho en estos años pasados. A Madrid le ha pasado lo mismo.

La Puerta del Sol no es centro de la ciudad. La vida se va diseminando.


Los centros madrileños actuales son: la plaza de Cibeles, la glorieta de Bilbao y
la glorieta de Quevedo.

Madrid parece que va, como casi todos los pueblos del mundo, hacia el
norte y hacia el oeste. Barcelona y Valencia han ensanchado de una manera
monstruosa. A Bilbao le ha sucedido lo mismo.

San Sebastián, pueblo centrífugo, tuvo primero su centro en la plaza de la


Constitución, luego en el bulevar, después en la plaza de Guipúzcoa, y luego en
la Avenida. Cada vez más grande y cada vez con menos espíritu. Parece que
huye de tener un centro.

En las aldeas queda muy poco de carácter. En la mayor parte de la costa


vasca, nada. Yo comprendo que un pueblo cambie por sus necesidades y que
derribe lo que le estorbe; pero derribar por capricho o por ponerlo a la moda me
parece un poco estúpido. Sustituir una obra de cierto carácter antiguo por otra
vulgar moderna no parece un buen negocio. Esto se hace en España, y, sin
embargo, tenemos fama de tradicionalistas.

La vida de Madrid de noche, en la época de mi juventud, era agradable.


Había entonces en las ciudades un poco de individualismo. En cualquier calle
se veía, muy entrada la noche, una tienda abierta e iluminada y dentro una
familia reunida o un señor que estaba haciendo sus cuentas. En París pasaba lo
mismo, lo que daba a la ciudad un aire acogedor.

Recuerdo en Nápoles un viejecito con melenas y un gorro griego que


hacía reparaciones a sus muebles y cueros, casi al amanecer, y se le veía
trabajando con un bote de cola o de pintura y con un pincel.

Hoy, las calles de casi todas las ciudades del mundo, de noche, son
siniestras, producen pánico con las tiendas cerradas, los portales cerrados, los
cafés también cerrados. El paseante nocturno ya no puede existir.
XIX

Yo no sé de dónde salieron todas esas leyendas de la vida literaria y


cómo se transformó lo malo en bueno y lo mezquino en generoso. Es como la
antigua hidalguía. Aquí también un concepto jurídico y en parte económico se
convirtió en una calificación moral. En los escritores, y sobre todo en los artistas,
no hay más que cuquería, envidia y pasiones un poco ruines. Los celos entre
unos y otros se dan como entre las cupletistas. Lo mismo ocurría en el siglo
XVII, y hay que ver con qué cólera y con qué saña se lanzaron los poetas contra
Ruiz de Alarcón (Alarcón «el Bueno») a insultarle y a llamarle jorobado.

En nuestro tiempo, entre algunos escritores, ya la malevolencia había


desaparecido en parte. Muchos veíamos que la literatura era un pobre oficio y
que la farsa de bondad y de bohemia no engañaba a nadie.

Todos nosotros no sólo sabíamos, sino que lo decíamos, que el que más y
el que menos era mala persona, egoísta, chanchullero, maquinador. Nadie
pretendía hacer pasar a la patrulla literaria como gente generosa y de noble
intención. Claro que había tipos excepcionales y había también mitos y
santones. Los catalanes hicieron algo como un santón de la bohemia con
Rusiñol.

En algunos artículos de periódicos hispanoamericanos, al hablar de estas


Memorias, hay escritores que me toman a mí por un hombre duro y seco, y
hasta cruel. ¡Qué falta de psicofilial!, como digo yo en una novela
semibiográfica. Desgraciadamente para mí, yo no soy ni he sido un tipo fuerte y
duro, de voluntad enérgica, sino más bien flojo y un tanto desvaído, más un
tipo de final de raza que de comienzo.

Una serie de pequeñas cosas que a la mayoría de las gentes no les


fastidia, a mí me apura. Los ruidos de la noche no me dejan dormir; el ver
pobres en la calle me inquieta; la atmósfera de un café o de un teatro me
molesta; la voz dura de mucha gente me irrita.

El vasco es fuerte y tenaz, dicen los americanos. Puras fantasías; los


pueblos son a veces distintos, pero los individuos de una nación y hasta de un
continente son casi iguales. Yo, al menos, si tuviera que luchar en el terreno
literario, en el único que podría luchar con gentes de habla española, con
andaluces, valencianos, gallegos, catalanes, navarros, castellanos, americanos,
me retiraría enseguida. ¿Por qué? Porque tengo la seguridad de que no podría
competir con ellos en habilidad y en seguridad.
Si a veces pienso —pensamiento bien inútil— que alguien dice algo
amable y simpático de mis inclinaciones y de mi carácter, pienso que será algún
alejado de mí, no de ningún próximo. De la gente próxima espero bien poco.

En un artículo de José Pla, de la revista de Barcelona Destino, que me ha


enviado Eduardo Ranch desde Valencia, dice de mí:

«Conozco apenas a don Pío Baroja. No he tenido con él trato alguno, y esto me conviene
decirlo, para salir al paso de los que creen que los elogios y demás que acabo de exponer pueden ser
por una razón u otra interesados. Ni Baroja ni yo hemos pertenecido jamás a las asociaciones de
bombos mutuos que se estilan en la llamada República de las Letras. Estuve en la conferencia que
hace unos meses pronunció en un local deportista de Barcelona —creo que fue en el Sans Tennis-
Club—, y esta conferencia me gustó muchísimo, porque Baroja leyó su papel manteniéndose en un
tono grisáceo, casi monótono, que me transportó a mil leguas del criterio indígena. Además, estaba
con su smoking en un estado de naturalidad, de simplicidad, de sencillez difícilmente observada de
gente que vive mudada, engolada e hinchada perfectamente».

De los escritores españoles, creo que pocos han visto claro su época. ¿Y
usted sí? Yo creo que más que la mayoría. Yo no tuve esperanza ninguna en la
República española. Ni en Azaña, ni en Lerroux, ni en los intelectuales. En la
guerra mundial del 39 al 44, al principio no creía nada; luego pensé que a
Polonia y a Francia las destrozarían. Cuando no pudo invadir Inglaterra,
supuse que ésta ya no perdía la guerra, y cuando se vio a los Estados Unidos y a
Rusia que iban unidos a Inglaterra, pensé que los aliados vencían, que era
cuestión de tiempo, pero que vencían.

La mistificación ha sido muy corriente entre nosotros. Yo no digo que en


los demás países no exista; pero los demás países no le interesan a uno tanto
como el suyo. Mistificaciones políticas, de ésas no hay que hablar, porque son
del mundo entero; pero las mistificaciones científicas y literarias, y ésas me
parecen más desagradables, se dan bastante en España.

Un profesor de la importancia de Ortega y Gasset proyectó, y no sé si


luego la llegó a efectuar, una conferencia con el título «Consecuencias de la
teoría de la relatividad de Einstein». Yo le decía: «Yo creo que primero habría
que explicar la teoría, porque si el público no conoce la teoría, como,
indudablemente, no la conoce, ¿cómo le van a interesar las consecuencias?».

A mí, esto me parece jugar con las palabras. También hace poco, un
antiguo estudiante me decía que Ortega explicaba la filosofía de Kant en clase.

Hacía que un alumno leyera un trozo de Kant, y luego lo comentaba.

—¿Y de qué libro se leía el texto?

—De la Crítica de la razón práctica.


—Ahí encuentro yo un poco de subterfugio.

—¿Por qué?

—Porque la Crítica de la razón práctica se entiende; yo creo que la he


entendido. Lo que no se entiende es la Crítica de la razón pura, y ésa debe de ser
lo fundamental en la obra del filósofo.

Una persona de inteligencia mediana entiende la República de Platón; La


naturaleza de las cosas, de Lucrecio; el Discurso del método, de Descartes, y El
mundo como voluntad y representación, de Schopenhauer; pero no entiende la
Crítica de la razón pura.

Seguramente, para entender ésta hay que tener un aprendizaje de las


fórmulas que emplea el filósofo, del sentido exacto que da a las palabras y a las
frases y contar con una traducción fiel, lo cual debe de ser cosa difícil, porque en
español no la hay, y quizá tampoco en francés.
XX

Ortega, brillante como literato, no creo que sea un gran filósofo. El caso
no es raro. Bergson también era superior como escritor que como filósofo.

Dostoyevski mismo, enorme como novelista, como filósofo era mediocre.


Sus Memorias no valen la pena de leerlas. Lo que en él es genial es esa acuidad
del eslavo de ver en claro las intenciones y la duplicidad del hombre.

Esa exposición de la duplicidad humana toma en él unas proporciones


tan extrañas, que maravillan.

Dostoyevski y Tolstói son los últimos grandes escritores del mundo.

Los franceses han querido creer que Proust y André Gide eran escritores
universales. No creo que sea cierto. Luego ya han pretendido hacer pasar como
grandes escritores a Romain Rolland, a Mauriac, a Duhamel, a Montherlant.
Todo eso no es más que literatura nacional francesa, muchas veces provincial,
sin gran importancia para los demás países. Quizás André Gide es el que más se
acerca a ser un autor internacional; pero no ha llegado a crear un tipo, un tipo
humano fuerte, lo que me parece una condición indispensable para la
universalidad en la literatura.

Lo mismo ocurre con los autores ingleses Wells, Chesterton, con los
alemanes y con los italianos. Todo ello pasa y no queda nada.

Algo hay raro en el ambiente en ese aspecto. En lo que va de siglo no ha


aparecido ningún gran escritor. En el teatro, desde hace cuarenta años, yo creo
que no ha habido nada que se haya destacado. En la música, menos. ¿Dónde
hay un Mozart, un Beethoven, un Wagner, un Verdi, un Bizet? Nos
contentaríamos con un Mascagni, con un Puccini, con un Leoncavallo; pero ya
no hay tampoco de estos autores.

Creo que estamos viviendo aún de las migajas del siglo XIX. Hay poca
originalidad en el tiempo.

En André Gide, su defensa, unas veces oscura y otras clara, del


homosexualismo, se ha tomado como algo genial.

Esto se me figura una perfecta simpleza. Lo mismo se podría hacer una


apología del estrabismo o de la tartamudez.

No creo que haya necesidad del elogio de Caco, como ha hecho Gide el
de Condón.
Ladrones y homosexuales seguirán disfrazados o sin disfrazar. Sin el
elogio de Caco, los listos robarán por talento con sociedades anónimas y sin
peligro alguno; los tontos robarán con ganzúas y palanquetas, e irán a la cárcel.
Entre los homosexuales pasará igual… El mundo no va a cambiar por palabra
más o menos.

La vida se va haciendo cada vez más pobre y más miserable. Como


remedio al instinto sexual, el prostíbulo; como solución para la lucha por la
existencia, la intriga y el engaño; como diversión, el fútbol y los toros. La
literatura y el arte, secos; la ciencia moderna, que el hombre medianamente
culto no la entiende. Guerras civiles y guerras internacionales a cada paso. Las
utopías echando a los hombres al crimen, sin libertad posible de opinión. Esta
pobre Europa va mal, cada vez peor.
XXI

Este final de la guerra ha sido lamentable. Inglaterra, con Churchill y con


Montgomery, han llevado la campaña con una habilidad y una diplomacia
verdaderamente extraordinaria; pero la paz es torpe y desilusionante. Nadie ha
quedado contento, y todos los pueblos protestan como si les hubiesen pisado
los callos. Se ha vuelto al expediente y a la pesadez habituales.

No se explica en un país que parece inteligente la política que ha tenido


con Churchill. Escoger un hombre, darle todas las atribuciones, ver que gana
una partida, la más difícil, con un enemigo poderoso, y después, como premio,
decirle: «Ahora váyase usted, porque tenemos un equipo de gente mediocre que
le sustituirá».

Es incomprensible.

Que un país que ha tenido dos tipos tan clásicamente ingleses como
Churchill y Montgomery, que lo han sacado de la situación más peligrosa que
ha tenido su pueblo a lo largo de la historia, se los licencie después de su
victoria, es difícil de comprender, y más difícil el ver que los sustituyen
hombres del partido laborista vulgares, algunos de los cuales se dedican, según
se ha dicho, a descifrar crucigramas, como una portera, en la Conferencia de la
Paz.

Se ve que Inglaterra tiene el instinto de saber defenderse en los


momentos peligrosos. Debe de ser más instintivo que otra cosa. Pasado el
peligro, vuelve a su rutina y a su cerrazón habituales y a sus lentitudes.

Para esto ha elegido a los laboristas, que, como todo partido socialista, es
mediocre, y quiere conservar los puestos y los cargos de sus afiliados antes que
nada.

Inglaterra no sé si había prometido; pero había ilusionado a los pueblos,


con la Carta del Atlántico, con una paz justa; pero ahora esto ya no la preocupa,
y la Ofelia inglesa vuelve a parecerse a Miss Tox, la solterona de la novela de
Dickens Dombey e hijo.

Cada pueblo se las arreglará como pueda. Allá ellos. A esto dirán los
dependientes de comercio que la pérfida Albión no pensaba más que en
conservar sus mercados. No lo creo. Creo que se ha engañado. Se dejó llevar por
la excitación del peligro, y, pasado éste, vuelve a su vida corriente.

Algunos ingleses dicen que ellos tienen que hacer mucho en Inglaterra.
Sí, puede ser cierto; pero también es verdad que si no influyen de una manera
eficaz y justa en Europa, tendrán, probablemente, otra vez guerra antes de
treinta años.

Una victoria como la de Inglaterra, que acaba con un practicismo tan


vulgar, no creo que elevará su espíritu en el porvenir.

De esta victoria de Inglaterra podrán decir los ingleses la frase que los
aficionados a lo clásico atribuyen a Pirro: «Otra victoria como ésta, y estamos
perdidos».

Una de las cosas más extrañas de nuestra época es que no hay


optimismo.

La guerra del 14 acabó con ilusiones quizá vanas, pero con ilusiones. Esta
guerra ha acabado con una apatía verdaderamente triste.

Al final de la guerra del 14 se creyó en una serie de simplezas y utopías


cándidas, incomprensibles: en el dadaísmo, en el cubismo, en mil cosas
parecidas. Ahora no se cree en nada. Se piensa en la comida, en el traje, y basta.
Ni siquiera se ha inventado una canción patriótica. En Francia, se cantaba, en
l918 y l919, con entusiasmo; se oía la Madelón, de aire marcial y muy alegre, y la
Marsellesa. Los ingleses cantaban Tipperary, que tiene un sabor romántico y
nostálgico. Ahora, todos se han vuelto mudos.

Spengler escribió un libro arbitrario y pasado: La decadencia de Occidente.


¿De Occidente sólo? De Occidente, de Oriente y del intermedio. Todo lo que
dice ese escritor alemán no son más que arbitrariedades. Lo mismo se puede
decir del libro de Ortega y Gasset La rebelión de las masas. ¿Cuándo las masas no
se han rebelado? Siempre que han podido. Eso no es un hecho moderno.
Espartaco no creo que fuera un hombre actual, ni los aldeanos de la Jacquería
francesa tampoco. En el siglo XIV, Étienne Marcel luchaba en París por
privilegios y franquicias populares. En el siglo XVI, los comuneros de Castilla
peleaban contra Carlos V, y en el siglo XIX, los partidarios de la Commune
contra la República de Versalles.

No veo por qué se puede tomar como un hecho nuevo la rebelión de las
masas. Las masas se han rebelado siempre que han podido, lo mismo contra el
Estado que contra la Iglesia oficial. Una gran parte de la historia no es más que
esto; rebeliones contra el poder.

Las herejías no son otra cosa más que rebeliones. No se puede decir que
los heterodoxos antiguos fueran solitarios, porque la mayoría de ellos
arrastraban muchedumbres.
Arríanos, pelagianos, maniqueos, valdenses, albigenses, hussistas,
luteranos, calvinistas, zuinglistas…

La actuación de las masas, las revoluciones y la guerra son ahora iguales


como han sido siempre. Si hubiera un espectador que pudiera ver, no ya desde
Sirio, sino desde Marte, lo que ocurre en nuestro planeta y preguntara:

—¿Qué pasa en la tierra?

—Nada —le contestarían—; lo de siempre.

Constantemente, el mundo ha estado próximo a la rebelión, con motivo o


sin él.

Unas veces, el motivo ha sido la religión; otras, la herejía; otras, la


brujería; últimamente, la política. Pensar que la rebelión de las masas es un
fenómeno moderno de nuestro tiempo me parece una pura fantasía.

Yo no creo que Ortega tenga mucha intuición de los hechos políticos. Lo


que tiene es el arte de flotar sobre la literatura y la política. Allá donde otros se
ahogan, él flota. Así como en el Evangelio se dice que muchos son los llamados
y pocos los elegidos, en la vida española se puede decir que hay muchos que se
hunden y pocos los que flotan.

La raza menos rebelde de Europa, aunque de las más aguerridas, ha sido


la turca.

Yo le oí contar a un diplomático, hace muchísimo tiempo, que cuando se


hizo el primer ensayo parlamentario en Turquía, el presidente de la Cámara
dijo: «En este sistema político hay la costumbre, en el mundo entero, de que
todos los partidarios del sultán y del gobierno se sienten en los bancos de la
derecha, y los enemigos, en los de la izquierda».

Entonces, todos los diputados se precipitaron a los bancos de la derecha


y dejaron vacíos los de la izquierda.
XXII

Hay un gran atractivo para los ilusos en las fantasías y misterios de la


gnosis. Muchos de los que leen trozos o resúmenes de la filosofía de Plotino o
de Jámblico, de lo que se llama emanatismo, se aficionan a las palabras de la
secta, y se les oye hablar de los eones, del pleroma, de la ennoia y de otras
voces, que les dan una impresión poética. En esto experimentan la misma
atracción por lo oscuro que los teósofos y los espiritistas. Todo ello no es más
que palabrería.

Hay una cita de Plutarco, que se refiere a Heráclito, en la cual este


antiguo y triste filósofo, explicando las catástrofes del mundo dice: «La sibila de
boca inspirada, hablando sin sonrisas, sin afeites y sin perfumes, espera con su
voz un término de mil años gracias a los dioses».

Cada mil años, según el remoto pensador, el mundo experimenta una


terrible tragedia, que se repite automáticamente. Éste es su destino, y, como
instrumento de él, hay un Eón, que, como un niño loco, juega a las damas, y se
divierte en disponer las catástrofes.

Para Heráclito, como después para Vico, cada país sigue una órbita
siempre fija, y en este periodo largo de mil años la recorre y termina su curva. El
devenir es un juego eterno con su fin y su justificación en sí mismo. La idea,
muy pesimista, tiene su posibilidad de ser exacta. Contra ella se han forjado
teorías y sistemas optimistas desde los tiempos más lejanos; pero,
contemplando los hechos históricos sin pasión, parece que esta teoría del ciclo
cerrado y del cataclismo periódico tiene una cierta verdad. Los místicos de
todos los sistemas han protestado contra esta curva fatal de la existencia
humana; los judíos pensaron, ya en épocas antiguas, que el mundo iba a
convertirse de pronto en un espléndido paraíso, y que Jehová iba a crear una
nueva Jerusalén llena de gracias y perfecciones.

Esta teoría palingenésica, que une la destrucción y la creación, ilusionó


los primeros años del cristianismo y produjo después las tendencias milenarias
que se dieron en la Edad Media en toda Europa.

Los pronósticos de la destrucción del mundo y de la creación de otro


mejor se han repetido en todos los países de Europa en las épocas actuales.

Para los que no tienen un sentimiento de optimismo exaltado y ven los


fenómenos de la historia con juicio frío, la teoría de Heráclito les parece que
puede ser próxima a la verdad. El progreso del mundo no se ve claro, y menos
en sentido espiritual y moral.
Da la impresión de que todas nuestras luchas, y con ellas las guerras, las
hambres y las pestes, no se diferencian gran cosa de las que se dan en la vida de
los insectos, y parece que, después de la sangre, de los incendios y de las
destrucciones, los países se contentan con vivir como antes, en la mediocridad,
y los hombres aspiran a no ascender en el plano de su existencia corriente, sino
a mirar como un ideal la vida pasada, que antes les parecía vulgar y sin grandes
atractivos. La comprobación de la inutilidad de este agitarse de las masas, de
este tejer y destejer, de esta lucha violenta por ideales que fracasan, es cosa muy
triste.

El pensar que esas catástrofes están como dirigidas por un niño loco
inconsciente, por el Eón que juega a las damas y que contempla sonriendo los
destrozos que produce su capricho, como creía Heráclito, es una idea
demasiado dura para nosotros, miserables humanos.
XXIII

Todo el mundo creía que algo, para unos ruinoso y para otros salvador,
iba a venir de los filósofos, de los escritores y hasta de los artistas. Nada, no ha
venido nada de ellos. Vulgaridad, palabrería pura. Los mismos físicos y
químicos que se han encontrado en sus manos con el poder terrible de la
energía atómica, están pasmados de miedo y no se atreven a tomar una
determinación por sí mismos. Tiemblan ante su descubrimiento y están
deseando dejar su responsabilidad en otra gente más audaz y menos
responsable.

¡Qué extraña cosa! El hombre huero manda y dispone, y la gente


inteligente no se atreve a dirigir los destinos humanos. Tiene miedo. Con la
ciencia, que no la entendemos, ocurre lo propio. De una estupidez como el
cubismo se ha hablado más que de la desintegración del átomo; pero esto no
indica más que la pobreza de nuestra inteligencia, porque una cosa la
entendemos y otra no.

Han sido los físicos y los químicos los que han dado la nota alta de los
últimos cincuenta años. Todo lo demás ha sido mediocre: política, filosofía,
literatura, artes, etcétera. Los físicos y los químicos han dominado no sólo la
teoría, sino la práctica. No sabemos qué diría hoy aquel señor Brunetiére, tan
mediocre, cuando hablaba de la bancarrota de la ciencia.

¡Buena bancarrota! La bancarrota de los hombres, que es distinto. Pensar


que un conjunto de sabios tiene en sus manos el poder de destruir todo lo que le
estorbe en el mundo con la bomba atómica, es extraordinario. También lo es el
ver que estos sabios están cohibidos, como si cualquier burócrata pedestre
pudiera amonestarlos y pedirles cuenta de lo que hacen.

Casi se los acusa más que se los elogia.

Lo mismo le podían decir, en un orden más práctico, a Fleming, el


descubridor de la penicilina: «¿Y a usted quién le mete en lo que no le importa?
¿Quién es usted para perturbar la farmacopea?».
SEGUNDA PARTE

RÉPLICAS
I

A mí me han tomado por un hombre duro y frío. No creo que sea cierto.
Yo siempre he tenido gran preocupación por la amabilidad y por la cortesía.
Ocurre que la gente prefiere un hombre bárbaro, insolente, versátil y agresivo
en sus manifestaciones, que es amigo de una persona, y luego riñe con ella, a la
persona que se reporta y no se excede.

Yo no he reñido nunca con nadie. Alguno ha reñido conmigo porque ha


creído que yo no era como debía ser; pero yo nunca he reñido con nadie.

De los alaveses, y Baroja es un pueblo de Álava, dicen, seguramente por


el sonsonete: «Alavés, falso y cortés». Lo mismo dicen de los aragoneses.

Falso no creo que soy; cortés, sí; efusivo, no. Ahora, eso de la cortesía
tiene sus límites. Para mucha gente, la cortesía es la exageración, el abrazo, la
zalamería. Para mí, no; yo creo que han de ser las fórmulas de convivencia
corrientes. Hay personas a quienes esto les parece frío, y van a la zona
ecuatorial, y después, muchas veces, al Polo. Yo supongo que hay que vivir
entre la gente en la zona templada, sin exageraciones.

En las relaciones de hombre y mujer pasa algo parecido, aunque más


exagerado. En esto, todo el mundo tiende al melodrama o a la novela
pornográfica.
II

Estas Memorias han tenido pocos críticos. En España apenas se han


ocupado de ellas. En cambio, en América latina, a juzgar por unos recortes que
me han mandado, sobre todo de Chile, han producido algunos comentarios,
casi todos benévolos.

Al parecer, para la mayoría de estos críticos americanos, yo soy un


hombre veraz, frío, ceñudo y poco simpático. Tengo también preocupaciones
genealógicas.

«Baroja es arbitrario, malhumorado y cáustico, seco, duro, a menudo de espíritu pequeño y


agrio, sin ilusiones, sin generosidad de corazón, y hasta sin corazón. Hay en él cierta virtud rara, y
una claridad desengañada, y, sobre todo, tal sencillez y tal naturalidad, que, a pesar de cuanto diga y
haga, atrae, conquista y requiere.»

Esto dice el crítico de Mercurio, de Chile, que firma Alone.

En un periódico americano, que no sé de dónde es, se dice que yo, en la


intimidad, me siento un Rohan o un Montmorency, lo cual me parece un poco
absurdo, una afirmación no legitimada por nada. Un hombre de posición
mediocre, un pequeño burgués con escasos medios, traduciendo la frase
francesa, no creo que se pueda sentir jamás un Rohan ni un Montmorency.

En una revista americana titulada Letras de México, hay un artículo del


director, Emilio Abréu, en el que se ocupa de mis Memorias con grandes
elogios. Dice, entre otras cosas:

«La lectura de estas Memorias de Baroja adquiere relieve extraordinario cuando hemos leído
antes (como me pasa a mí) toda su obra anterior novelística. Ahora es cuando encuentro cabal
sentido a sus escritos y también cabal gusto a su estilo. Aquel desenfado en la relación, aquel modo
de hilvanar frases y párrafos como sin preocupación alguna, ahora adquiere un mayor sentido
artístico. Éste es Pío Baroja; un hombre que se ha dado con íntegra sinceridad. Las razones y las
sinrazones que emite; los pareceres justos e injustos que nos muestra; los caminos rectos o torcidos
que sigue, todo lo que ha hecho como escritor, está condicionado a la naturaleza de su vida; quiere
decirse que está determinado por la esencia espiritual y física del hombre.

»Baroja tiene, desde luego, un verdadero instinto vago. La filosofía del vago, que se
encuentra expuesta en toda su obra y también se presenta en su figura. Vago no es, naturalmente, el
que, sin pudor ni vergüenza ni principio moral, anda por ahí a la buena de Dios.

»No. Éste no es vago; es nada más un individuo sin oficio ni beneficio. Vago, en el sentido
barojiano, es aquel que cumple con el precepto que me dijo un indio allá por las tierras del Salcillo:
“Vago es aquel que no trabaja porque tiene mucho que hacer”. Éste es Baroja. Baroja está pletórico de
cosas por hacer y por pensar, y por sentir y por soñar; no tiene, pues, tiempo para ponerse a trabajar
en eso que los demás hombres hacen, no para ganar la vida, sino para alejar la muerte.
»Es un vago que, con el saco al hombro, los zapatos sucios, los pantalones raídos, la faz un
poco triste, los ojos interesantísimos, las manos afables, la risa alegre (como de buen vasco) y la
palabra libre de toda retórica, va por ahí, camina que te camina, observando lo que siente que debe
observar, para luego, por necesidad (necesidad de respiración), referir las cosas con idiomas más
claros, más justos, más de él y también más de nosotros.

»Por eso le entendemos tan bien, por esto nos obliga, no sólo a leer, sino a releer sus obras».

Durante mi vida larga, en la infancia, en la juventud y en la vejez,


muchas veces me he encontrado con gente que me ha querido demostrar que yo
estaba completamente equivocado en mis juicios y en mis puntos de vista sobre
las ideas y las personas, unos con argumentos para mí sofísticos, y otros con
ingeniosidades de poca monta. Yo he seguido en mis opiniones, y la verdad, no
he comprobado en mis ideas grandes errores. Me he engañado poco, o si me he
engañado, he vivido siempre en el engaño, lo cual es casi lo mismo. He mirado
los hechos y la literatura con la misma clase de lente. Cambiarla me parece
arbitrario y hasta absurdo.

Yo, en la juventud, leía los escritores de la época romántica: Víctor Hugo,


Dumas, Balzac, jorge Sand, con fruición; pero estaba convencido de que todo
ello no era verdad y que la mayoría de las veces era invención. Nunca creí que
hubiera hombres como Juan Valjean, ni como el conde de Montecristo, ni como
Ferragús; pero estos muñecos me entretenían.
III

La vida del viejo es recordar. Lo demás es ya poca cosa; recordar es


mucho más. Cuando el viejo ya no recuerda y vegeta en su presente pobre y
mezquino, se le puede considerar acabado.

Escribir unas Memorias es vivir los últimos capítulos de la existencia ya


epilogales; por lo mismo que son los últimos, deben tener autenticidad. En la
vejez no se puede alimentar con productos falsificados. Un conocido me ha
dicho:

—Sus últimos libros dan la impresión de excavaciones en un cementerio,


donde no salen más que ropas viejas y huesos de muerto.

—Yo creo que todos los libros de recuerdos son así.

—Esa frase que cita usted en el primer libro de sus Memorias, de un


crítico que dice que una novela de usted es la historia natural de los muertos, se
puede atribuir a todo lo que cuenta ahora.

—Se puede atribuir a toda obra humana. Todo desaparece, todo se lo


lleva la trampa; el tiempo ya se sabe que nada respeta.

—Hay mucha obra que queda.

—Para algunos; para otros, no. Esa rapidez del tiempo, que es un lugar
sin sentido cuando se es joven y fuerte, se convierte de pronto en una realidad,
y la suma de los años plúmbeos y pesados da un resultado de cosa ligera y sin
peso. Es como si las bolas de plomo para hacer gimnasia se convirtieran en
vilanos que van por el aire.

—Yo no lo creo así.

—La vida de nosotros al llegar a la vejez tiene más de pasado y hasta de


porvenir que de presente. Recordamos muchas cosas, esperamos algunas, hasta
cerca de la muerte. Pero ¿qué hacemos en el momento actual? Hacemos poca
cosa. Recordamos o esperamos. El instante que se nos deshace entre las manos
es el que no sabemos apreciar.

—Pesimismo puro —dice mi amigo—. Hay libros de recuerdos que son


alegres y confortables.
—Yo éstos no los conozco. Todos me parecen bastante aburridos, y
cuanto más importante es el acontecimiento que se recuerda, peor. Muchas
veces las cosas pequeñas y los detalles son los más divertidos.

—Otra pregunta —y termina mi interlocutor—. ¿Cómo no tenía usted


simpatía por la gente con quien andaba? Entonces, ¿por qué se reunía usted con
ella?

—La misma pregunta podía hacerse a quienes andaban conmigo —


contesto yo—. ¿Por qué se reúne la gente perseguida en la guerra? ¿Por qué se
forma una caravana en el desierto con tipos de aquí y de allá? Dos escritores,
dos médicos, dos pintores, que viven en la misma casa, a la larga se conocen y
se hablan, aunque no estén de acuerdo en sus ideas. Tienen, por lo menos, la
misma preocupación por temas idénticos, aunque puedan sentir después la
antipatía y hasta el odio.

También me han dicho que pretendo ser un hombre moderno, y no lo


soy, y que una persona que no busca al público y no intenta influir en la
colectividad, sino en recluirse en un rincón, podrá ser un erudito o un
comentarista; pero no un tipo de época actual.

Yo no creo que haya dicho nunca que piense influir en las masas ni
parecer como hombre de acción. Si hubiera pretendido esto, hubiera intentado
intervenir en la política, y no lo he intentado. Yo, además, no tengo ninguna
verdad guardada con la que quiera influir en la masa.

A cada cual hay que juzgarle por lo que pretende ser. Si me juzgan a mí
como dramaturgo, como político o como orador, ya se comprende que no daré
una nota muy alta.
IV

Yo no sé si será fantasía o realidad; pero tengo la impresión de haber


acertado bastantes veces en mis inducciones políticas, literarias y personales.
Seguramente no indica modestia el decirlo. Cuando he tenido algún acierto de
inducción, esto ha dependido del aislamiento, de no vivir influido por las
opiniones generales. Si hubiera tenido equivocaciones, lo mismo las contaría, y
a veces con mayor delectación.

Silverio Lanza me dijo varias veces que debía dedicarme a la política,


porque tenía un sentido claro de ella, y, cosa extraña, Valle-Inclán me decía lo
mismo.

Puede ser que tuviera yo una visión clara de los hechos y, en parte, de las
intenciones; pero no tenía, en cambio, ni energía, ni constancia, ni sentido del
mando, ni ambición, y con estas condiciones negativas no se puede ser político.

Yo creo que no me he equivocado mucho en cuestiones políticas. En la


guerra mundial del 14 era yo más partidario de Alemania que de los aliados;
pero no por el militarismo, ni por el imperialismo, ni por el káiser, sino porque
creía que todavía era el país de la filosofía y de la ciencia de Kant, de
Schopenhauer, de Feuerbach, de Virchow y de los grandes músicos.

Respecto al final de la guerra del 14, yo no deseaba el éxito de los unos ni


de los otros.

Después de aquella lucha estuve en Alemania dos veces; me dio la


impresión de un país dominado por un sensualismo brutal, por una sordidez y
una avaricia repulsivas.

Luego, ya en el dominio de Hitler y de sus gentes, se vio lo mismo; un


pueblo que se lanza a dominar a los demás como una horda antigua. En Italia
pasó algo parecido; si no semejante, paralelo.

Las dos veces que estuve allí antes de la guerra primera mundial, se
notaba una extraña megalomanía. Ya no se trataba de mejorar la vida ni de
tener ciencia o arte, sino de dominar, de vencer a base, sin duda, de palabrería
retórica.

Después de la guerra, en el primer año de fascismo, se estaba en el delirio


de la cursilería ambiciosa. Mussolini imitaba la retórica de D’Annunzio, que, a
su vez, había imitado la retórica de un loco como Nietzsche.
De lo que no he visto con mis ojos, no llego a tener, en general, más que
una idea muy vaga e insegura, y no siento deseos de completarla; en cambio, de
lo que he visto, mis juicios son rotundos, sin querer, aunque sean falsos.
Siempre he notado, cuando una persona expone una opinión tajante, que en
España se dice: «Es que quiere singularizarse». Esto dice la gente benévola; los
demás aseguran: «Es un presuntuoso», lo cual me tiene sin cuidado.

A mí, al menos, cuando he asegurado, hace más de cincuenta años, que


el autor más significativo de nuestra época iba a ser Dostoyevski; cuando
indicaba que ni Anatole France, ni Paul Bourget, ni D’Annunzio eran grandes
escritores, y afirmaba que para mí el mayor poeta del tiempo era Paul Verlaine,
me achacaban el afán de singularizarme. Otros pensaban que un hombre oscuro
no debía permitirse el lujo de expresar afirmaciones rotundas. ¿Y por qué no?
Con relación a la guerra mundial pasada, yo creía que Alemania era la principal
causante de la catástrofe.

En un artículo que publiqué en La Nación, de Buenos Aires, fechado en


octubre de 1939, LA DESCONFIANZA EN LA LÓGICA, decía esto:

«Todo hace pensar que en nuestro tiempo vamos a ver dos fracasos: el uno, de la Sociedad
de Naciones, con su mundo de profesores sabihondos, llenos de sueldos, de condecoraciones, de
pedanterías, incapaces de dar un consejo sencillo que valga la pena; y el otro, el de Alemania, que va
a la guerra sin un momento de conciencia y de inhibición, como un animal que marcha al matadero,
dispuesto a hacer pagar cara su vida. En la Sociedad de Naciones se ve la esterilidad del pequeño
técnico y profesor que se considera muy enterado, que sabe el pro y el contra de todo, que hace
dictámenes pedantescos y que es incapaz de obtener una consecuencia rápida y de buen sentido de
sus conocimientos».

El caso de Alemania me da la impresión de un organismo hipertrofiado


que ha exagerado los medios de combate, y éstos le arrastran con la conciencia
perdida y sin la visión clara de las cosas.

De uno de los pueblos germánicos se ha dicho con frecuencia que


antiguamente decidía la guerra: primero, cuando sus hombres se hallaban
embriagados y exaltados por el alcohol; luego, cuando estaban fríos y serenos.

Alemania, en nuestra época, no ha decidido la guerra en un estado de


exaltación, sino en un momento de pesadez y torpeza.

Lógicamente, no se ve la razón de esta guerra. No ha habido político


alguno moderno que haya tenido los éxitos de Hitler, ni país que en tan pocos
años haya conseguido tantas ventajas como Alemania. El Imperio alemán era
hace poco mayor que el de Bismarck. Dantzig, su última reivindicación, estaba
virtualmente en sus manos.
Sin embargo, el jefe actual va a la guerra y se expone a que todos sus
triunfos se vengan abajo.

Es cosa extraña y que demuestra que nuestra lógica no vale gran cosa.
Los países y las personas tienden, naturalmente, a pensar en su utilidad; pero
aquí no hay manera de explicarse la actitud de Alemania: ni por utilidad, ni por
lógica, ni por egoísmo.

Se puede sospechar si Hitler, como el jugador que ha tenido cinco o seis


momentos de suerte loca, quiere exponerse una vez más; pero el jugador es uno
y hace lo que se le antoja, y el jefe de un país, no.

Habrá quien piense también que Hitler se ha vuelto loco, y que, como se
dice —en esa frase en latín, que no es clásica ni se sabe de dónde procede—, «a
los que Júpiter quiere perder, los trastorna primero»; pero Hitler no es el único
que tiene poder en Alemania.

Puede ocurrir también que haya en el Imperio razones interiores para


provocar la guerra desconocidas por nosotros.

De todas maneras se puede sospechar que el punto de vista lógico de la


utilidad y de derecho ha fallado en esta guerra, como está fallando en todos los
acontecimientos importantes de nuestra época.
V

La curiosidad y el interés directo y puramente intelectual producen


siempre alguna clarividencia.

Hace tiempo, una señora hispanoamericana, en París, de gran prestancia,


Cecilia Cook, me contaba con detalles una expedición que había hecho de noche
en plena selva brasileña, con el objeto de presenciar una fiesta de negros,
dirigida por un brujo.

Cuando concluyó su relación, yo le pregunté:

—¿Es que tiene usted algo de irlandesa?

—¡Qué raro! —exclamó ella—. ¿Por qué me ha preguntado usted eso?


¿Qué tiene que ver una cosa con otra?

—¿No tiene usted nada de irlandesa?

—Sí, sí; mi padre era irlandés. ¿Lo sabía usted?

—No.

—¿Y por qué me ha hecho usted esa pregunta?

—Cuando usted me contaba esa historia, yo pensaba: «¿Por qué esta


mujer ha sentido ese interés por presenciar esa fiesta de negros evidentemente
peligrosa? Hay en ello un fondo de curiosidad y de atractivo por el misterio. El
tipo de esa señora —seguía pensando— no es completamente inglés, como su
apellido; tiene algo de meridional, pero no parece de origen italiano ni español;
su estatura alta no es frecuente en el Mediodía. Quizá sea de familia irlandesa».
Por eso le he hecho a usted esa pregunta.

Hace tiempo, con mi amigo Enrique Méndez Calzada, quien tenía la


atención de prestarme libros con frecuencia, y con C. del Esla, que estuvo en el
Madrid rojo de corresponsal de La Nación, de Buenos Aires, nos encontramos en
un café de la avenida de los Campos Elíseos. Hablando de la situación de
España, Esla me dijo: «¿Se acuerda usted? Meses antes de la instauración de la
República, le fui a ver a su casa de Vera y le hice una interviú para el Heraldo de
Madrid. Se respiraba republicanismo por todas partes. Usted me dijo que no
creía en la República, y añadió: “La República, para tener éxito en España,
tendría que ser al principio unitaria y dictatorial y llevada con puño fuerte”».
Tenía una idea vaga de esto, pero no lo recordaba con exactitud. Cuando
marchaba en el metropolitano para mi casa, pensaba: «Es curioso que un
hombre como yo, que ha tenido la visión bastante clara de los hechos políticos,
sociales y literarios, luego no haya intervenido en nada. Quizás es inhumano el
acertar. He sido un médico que ha hecho unos cuantos diagnósticos buenos y
que no sabe el tratamiento».

De la política española de los últimos años pensé siempre que iba a ser
fatal. Las Cortes Constituyentes, según mi opinión, serían un fracaso, y lo dije;
los estatutos catalán y vasco, otro.

Respecto a los hombres de la República, me parecían necesariamente


abocados a dar tropezones y a hundirse definitivamente. Creo, la verdad, que
no tenían una idea clara del pueblo donde vivían.

En la cuestión de la guerra civil, mucha gente amiga ha reñido conmigo


porque yo intentaba ver los hechos con claridad, y ellos querían ver los
acontecimientos según sus deseos y con arreglo a su sentimentalismo. Así
resultaba que todos los desastres de los rojos eran para ellos ventajas. Éstos
perdían los pueblos del norte, mejor; les cortaban el Mediterráneo, magnífico;
todo lo malo era bueno, según su opinión. Yo siempre dije: «La guerra la
ganarán los nacionales». Tienen más medios. Es una cosa evidente. El entusiasta
tiene la fe, el espectador no puede juzgar más que a posteriori.

El fanático seguirá creyendo lo que quiera; pero el que tenga la mirada


un poco clara verá la realidad.

Un artista, en su arte fino y expresivo, que vivía en París, cuando llegaba


una noticia favorable a los nacionales me miraba con inquietud, y me decía:

—Ahora se ve claramente que los rojos ganan la guerra.

—No, hombre, no —le contestaba yo—; ahora lo que se ve es que la


pierden.

Hace unos años, una señorita conocida me invitó a ir con una amiga suya
a casa de ésta, en un pueblo de Navarra, donde vivía con su padre, que había
estado enfermo y se encontraba en la convalecencia. El hombre me dio mala
impresión.

La señorita conocida me preguntó:

—¿Qué le ha parecido a usted el padre de mi amiga?


—Muy mal. Yo creo que antes de dos meses se ha muerto.

—¡Qué cosas dice usted! ¡Qué barbaridad!

—Así se me figura.

Efectivamente, antes del mes, se murió, y la señorita me indicó después:

—Mi amiga está incomodada con usted por lo que dijo de su padre.

—Pues es una estupidez —le contesté yo—, porque primeramente yo no


se lo dije a ella. Se lo dije a usted. Luego no he hecho más que señalar algo que
me parecía evidente.

Sin duda esto no vale.

Como creo tener cierto instinto de diagnóstico, cuento con frecuencia una
historieta de hace más de cuarenta años, en la cual intervine.

Tenía yo un amigo que era —o había sido— militar, hombre joven. Un


conocido le llamaba «el Marqués». Éste me presentaba como hombre de gran
penetración. El motivo de este juicio, halagüeño para mí, era un pequeño éxito
de inducción que tuve ante él hace mucho tiempo.

Existían aún en Madrid los Jardines del Buen Retiro. Yo iba casi todas las
noches de verano a pasar unas horas allí y a oír ópera barata.

No nos lamentábamos de no salir de Madrid. Muchos pretendían que se


estaba mejor aquí que en una playa de moda. Se repetía una frase de don
Francisco Silvela, asiduo a los Jardines, que tenía gracia: «Madrid sin familia y
con dinero: Baden-Baden».

Al principio de la temporada solía estar aquello bien; luego quedaba


lánguido y triste, con un aire provinciano, y nos conocíamos casi todos los
concurrentes. En las pequeñas tertulias se murmuraba y se contaba la vida y
milagros de unos y de otros. En el grupo de mis amigos había algunos tenorios,
grandes paseantes, que iban allí a hacer conquistas más o menos ficticias, a
«trabajar», como decían ellos, y dos o tres gandules, entre los que me
encontraba.

Había hablado un día entre mis amigos de las deducciones del policía
aficionado, Dupin, de La carta robada y de algunas otras historias novelescas de
Edgar Poe, y de la posibilidad de que por lógica se llegara a obtener un
resultado de averiguación. Todos creían que éstas eran fantasías literarias sin
base.

Días después, un domingo, ya de final de agosto, estábamos sentados en


la pista el Marqués, un amigo estudiante de arquitectura, gallego, enamorado
perpetuo de una tiple, y yo, cuando entraron en los Jardines un señor de aire
amable, de barba cana, con dos muchachas bonitas, vestidas de claro. Eran, sin
duda, padre e hijas. El señor tenía buen aspecto, las hijas parecían modestitas.

—¿Quién demonio es esta gente? —dijo uno de nosotros—. Nunca han


venido aquí.

—¿Serán forasteros?

—¡Forasteros en agosto en Madrid! ¡Ca!

—Quizá de algún pueblo de al lado.

El señor y sus hijas no parecían conocer a nadie.

—¡A ver esa lógica! —me dijo, en broma, el Marqués—. A ver si deduce
usted quiénes son ese papá y esas niñas por el sistema del señor Dupin de las
historias de Edgar Poe.

«Va uno a quedar mal», pensé yo.

No encontraba indicio alguno que pudiera dar la menor luz.

Representaban una ópera. Estuvimos al lado del padre y de las


muchachas, y les oímos hablar. Acabó el segundo acto de la ópera, y de pronto
dije, triunfalmente, a mis amigos:

—Ya sé quiénes son el padre y las hijas.

—¿Quiénes son?

—Pues son unos ferreteros alaveses, que viven en la calle de Toledo o de


los Estudios, gente de buena posición, que se llaman Zárate, Bengoa, Zúñiga o
algo parecido.

Se rieron mis amigos, y dijeron:

—Vamos a seguirlos cuando salgan.

El Marqués consideraba que no tenía que «trabajar» aquella noche.


Efectivamente, salieron padre e hijas, y salimos nosotros detrás. Las
chicas creían que íbamos tras de ellas con intenciones amorosas y se hablaban y
reían.

—Conque alaveses…, de la calle de los Estudios y Zárate —repetía el


Marqués con sorna.

—Y que no me vuelvo atrás —decía yo con petulancia.

Recorrimos la calle de Alcalá, cruzamos la Puerta del Sol, tomamos por la


calle Mayor, luego por la plaza del mismo nombre; entramos en la calle de
Toledo; después, en la de los Estudios, y se detuvieron el padre y las dos hijas
delante de una casa con una tienda.

Hubo un momento de asombro entre mis dos compañeros, del que


participé yo.

En el rótulo de la tienda decía: FERRETERÍA DE ORTIZ DE ZÁRATE.

—¿Y esas señoritas viven aquí? —preguntó el Marqués, con su


desparpajo habitual, al sereno.

—Sí, señor, aquí viven.

—¿Son de la ferretería?

—Sí, señor.

Nos volvimos al centro.

—Vamos, que nos ha tomado usted el pelo —me dijo el Marqués—.


Usted conocía a las chicas.

—No, no las conocía.

—¡Bah!

—Es cierto.

—¿Pues cómo ha averiguado usted quiénes eran? ¿Se lo han dicho a


usted?

—No. Ya han visto ustedes que no he hablado con nadie y que no me he


separado de ustedes.
—¿Pues cómo ha sido?

—Por inducción. No se ría usted. Es verdad. Yo he estado pensando


como ustedes si estas muchachas serían madrileñas o serían forasteras, y
cuando las he oído hablar me he confirmado en la idea de que ellas eran
madrileñas, pero el padre no. La voz y el acento del padre me parecieron de
riojano o de navarro. “¿Madrileñas, con este aire modesto y encogido?”, me
pregunté, y se me ocurrió pensar si serían chicas de familia de comerciante de
un barrio apartado.

»Estaba en este momento de formación de mi juicio sobre ellas, cuando


vi que las saludaba de lejos, muy afectuosamente, don Ricardo Becerro de
Bengoa, que ha sido profesor mío en el Instituto de San Isidro.

»Este instituto está, como ustedes saben, en la calle de Toledo.

»Ya tenía estos datos medio seguros, medio hipotéticos: chicas


modestitas, de familia comerciante, de un barrio apartado, amigas de Becerro
de Bengoa, que es alavés y profesor del Instituto de San Isidro. ¿Qué comercio
tienen preferentemente los alaveses en Madrid? La ferretería. ¿Hacia qué
barrio? Hacia la calle de Toledo. De aquí hice esta deducción: Becerro de
Bengoa conoce a esta familia por ser alavesa y la trata porque tendrá un
comercio cerca del Instituto de San Isidro, que está en la calle de Toledo y
próxima a la de los Estudios. Con estas suposiciones, bastante fundadas, me he
lanzado a hacer mi afirmación.

El Marqués y mi amigo, el estudiante perpetuo, me felicitaron por mi


éxito, lo cual me ha hecho pensar que soy un hombre de cierta intuición.

Es verdad que caso así no lo he repetido.


VI

Otra anticipación política recuerdo haber hecho hace ya quince o veinte


años.

Al volver a Madrid, meses antes de la Dictadura, encontré en la Feria del


Libro, que se instalaba ya por entonces en la calle de Claudio Moyano, cerca de
la tapia del Botánico, al poeta y diplomático bilbaíno Ramón Basterra, que venía
de ejercer su cargo en Bucarest.

Marchamos juntos hacia el centro de Madrid y, al llegar a la Puerta del


Sol, Basterra me dijo:

—Usted, que no pertenece a ningún círculo ni a ningún partido, que no


tiene una política preferida y ve las cosas con los ojos de un hombre
independiente y casi indiferente, ¿qué cree usted que pasará en España? ¿Se
hunde la monarquía o no?

—Yo creo que por ahora no habrá ningún cambio de importancia. Yo me


figuro que algún militar va a venir a imponer la dictadura con el beneplácito del
rey.

Efectivamente, así fue, y la dictadura se implantó.

Tres o cuatro años después, en pleno gobierno de Primo de Rivera, volví


a encontrar en la Feria del Libro, próxima al Botánico, a Basterra con otro
diplomático, marqués y nieto de don Juan Valera, el marqués de Auñón.

Fuimos los tres juntos hasta la Puerta del Sol, y delante del Ministerio de
la Gobernación, Basterra me dijo, en broma:

—Ya que aquí, en este ombligo de España, tiene usted la costumbre de


hacer sus predicciones y de sentirse mago, dígame usted qué pasará.

Yo le contesté:

—Hombre, ¿quién sabe? Yo creo que esto se derrumba sin que nadie lo
tire.

Contando esta anécdota en el Ateneo de Madrid, en un ensayo de crítica


de un libro mío, yo decía:
—Y así pasó. Basterra no puede hoy dar fe de mi anticipación porque
murió. El nieto de don Juan Valera no sé dónde se encuentra, pero quizá
recuerde lo que hablamos.

El año 1941 o 1942 le vi al marqués de Auñón, y me recordó este hecho.

Con ello no pretende uno tener carácter de pitonisa ni de profeta, sino


decir que mirando un hecho histórico o político, o un acontecimiento de una
manera fría y sin tener un interés práctico y personal, se puede llegar a verlo
con cierta claridad.

Alguno dirá: «Esto está dicho para presumir y para darme tono». No. Lo
mismo se puede presumir de acertar como de desacertar, porque el que es
capaz de hacer una anticipación lógica y bien pensada y después por una
contingencia eventual no acierta, puede sentirse perspicaz.

Se puede pensar que la intuición no es consecuencia del razonamiento.


Hace poco estuvieron en mi casa una señorita vasca y un fotógrafo. Estuvimos
charlando, y yo, de repente, sin saber por qué, le pregunté al fotógrafo:

—¿Y usted no ha estado en la cárcel?

El fotógrafo me miró y contestó:

—Sí. He estado cerca de cinco años.

Ahora, por qué hice la pregunta, no lo comprendí. Sin duda, el


razonamiento o el motivo de mi curiosidad se me olvidó.
VII

Respecto a la guerra que ha acabado, ya he dicho antes mi opinión sobre


el éxito de los aliados.

Respecto a los campos de concentración de Alemania con los judíos y sus


prisioneros, cuando algunos decían que las crueldades que se contaban de ellos
no podían ser verdad, yo, sin tener más datos que los de todo el mundo, creía
que debían ser ciertos.

En el alemán existe, dentro de su gran cultura, algo que le permite llegar


a la barbarie y a la crueldad, lo que no pasa en los demás europeos cultos.
Schopenhauer señala que en el idioma alemán hay palabras cariñosas para la
crueldad y el engaño. La crueldad latina y la crueldad rusa son más
espontáneas, menos intelectuales. Respecto a los ingleses, que tienen instintos
bárbaros, como todos los hombres, parece que saben detenerse a tiempo y
pesan bien la utilidad de emplear sistemas brutales y desde hace mucho tiempo
no los emplean.

Esto, tanto o más que civilización, puede ser comprensión y buena


táctica.

En el fondo se ve que el hombre no ha variado desde las épocas antiguas


acá. Sigue siendo el animal astuto, cruel, cobarde y sanguinario que ha sido
siempre, y probablemente lo será, a pesar de todas las utopías y de los sueños
que le sirven para hacerse ilusiones.

Respecto a mis inducciones, no creo que tengan nada de extraordinario.


Son únicamente consecuencias de la soledad y de intentar ver en lo que es,
prescindiendo en lo posible de deseos, de simpatías y de antipatías. Otra
opinión de lógica elemental que suelo contar es ésta, del comienzo de la guerra
última.

En París, en una avenida próxima a los Campos Elíseos, en el año 39,


encontré a un joven diplomático conocido que iba destinado a una capital del
noroeste de Europa, acompañado de un amigo. Me reuní a ellos y hablamos de
los acontecimientos del día. Por los periódicos franceses no se sabía bien lo que
pasaba en Polonia.

—Lo de Polonia está liquidado por los alemanes —dijo el diplomático—.


Dentro de unos días, los alemanes están en Varsovia.

—Ellos han tenido la culpa —afirmó el acompañante del diplomático.


—¿Por qué? —pregunté yo.

—Porque los polacos han hecho la tontería de atacar a los alemanes en


una guarnición de la frontera.

—Yo eso no lo creo —dije.

—¿Y por qué no lo cree usted? —me preguntó el joven con sorna.

—Ya en estos últimos meses he hablado con varios polacos en la ciudad


universitaria. Una de estas personas era profesora de un liceo de Varsovia,
monárquica y católica. La otra era un escritor que, al parecer, colaboraba en
periódicos y en revistas literarias; y la tercera, un militar por entonces fuera del
cuerpo y de inclinaciones socialistas y quizás afiliado al partido comunista.
Estas tres personas, de distintas tendencias, pensaban que el ejército polaco era
fuerte, valiente y aguerrido; pero que contra el alemán no podría resistir ni aun
con el auxilio de Francia. No tenía ni hombres ni máquinas suficientes. Para el
ex militar socialista, la ayuda de Rusia podría únicamente sostener a Polonia;
pero ésta era ya muy difícil y muy oscura.

—Pues ya ve usted. Ahora los polacos han atacado —dijo el amigo del
diplomático.

—Sí, han atacado; eso dicen los alemanes, pero yo no lo creo —repliqué
—. Hoy el maquiavelismo de los Estados es general.

Después, en el proceso de la guerra, se ha visto y se ha puesto en claro


que los polacos no atacaron y que los atacantes del puesto fronterizo fueron
alemanes disfrazados con uniformes de polacos.

Un acto agresivo de esa clase realizado por Polonia no tenía ningún


motivo de utilidad práctica; no había ventaja que obtener para los polacos; era
como azuzar a un león o a un tigre que le fuese a hacer pedazos a uno. No era
como el bombardeo de los japoneses de la escuadra americana en las islas
Hawai, que fue algo terrible y pudo tener una gran eficacia; ni como la
conquista de Java, de Singapur o de Filipinas por los mismos japoneses. Aquí
había posibilidades de éxito; pero tirotear una guarnición alemana no podía
tener éxito ninguno para los polacos.

Esto fue una maniobra de otra clase; pero muy parecida a lo que hizo
Bismarck cambiando unas palabras en el telegrama de Ems, lo que desencadenó
la guerra francoprusiana en 1870.
El sentido común, aunque sea vulgar, tiene que regir en todo. No es
lógico que un hombre corriente ataque a un boxeador gigantesco, ni que un país
que se considera débil ataque a otro fuerte. Claro que hay casos, como el de
España, cuando en 1898 mandó la escuadra de Cervera, débil, contra la de los
Estados Unidos, mucho más fuerte; pero es que España, entonces, quería acabar
con aquella situación cuanto antes. No era el caso de Polonia en 1939.
VIII

Esta primavera pasada, encontrándome en San Sebastián, me mandó una


señorita amiga tres libros míos por si quería firmarlos; al mismo tiempo, un
señor, otros dos. Como estaba solo en el hotel y no tenía nada que hacer, me
puse a leer de noche, primero, una de las novelas enviadas, Zalacaín el
aventurero; después, El mayorazgo de Labraz. No las terminé, y me produjeron las
dos una sensación de tristeza de lo ya visto, de lo ya terminado, de lo que se
acabó para siempre.

Me chocó esto, porque los libros míos últimos, que algunos he releído, no
me producen esta sensación; me parecen como un mariposeo sobre las cosas y
sobre los recuerdos completamente intrascendente y hasta, a veces, alegre.
Zalacaín y El mayorazgo me dieron la impresión de novelas leídas en una
ilustración de la mitad del siglo XIX, con grabados románticos.

Es curioso esto para mí, porque yo me creo un hombre de cierta


consecuencia ideológica, y, sin embargo, algo hay que ha cambiado dentro de
mi espíritu.

Mi caso es el del hombre que ha fabricado un vino o un licor, le ha


parecido bien, dado los medios que ha empleado, y transcurridos cuarenta años
le encuentra un sabor extraño que no sabe de qué procede, si del líquido o de su
paladar.

Pensando en mis libros, he llegado a la conclusión, sin comprobarlo, que


debe de haber entre ellos, en lo malo o en lo bueno, dos épocas; una, de 1900 a
la guerra mundial; otra, desde la guerra del 14 hasta ahora.

La primera, de violencia, de arrogancia y de nostalgia; la segunda, de


historicismo, de crítica, de ironía y de cierto mariposeo sobre las ideas y sobre
las cosas. No sé si esto parecerá una fantasía, un poco de egotismo.

Yo, al menos, noto estas dos épocas distintas.

No soy de los que releen sus obras; algunas, sí, pero muy pocas. Siempre
he pensado en el libro próximo con cierto entusiasmo, y me he olvidado de los
anteriores. Algunos ni los he leído después de las pruebas.
IX

A mí los escritores españoles del siglo XIX, famosos cuando yo era joven,
no me llegaban a entusiasmar.

Don Juan Valera tenía gracia y malicia, pero era un fabricante de bibelots
y no quería salir de ahí. El mismo Mérimée, un poco maestro suyo, a quien don
Juan conoció, paseó su curiosidad por el mundo y escribió novelas y cuentos
cuya acción sucede en España, en Italia, en Córcega, en Iliria, y se ocupó de los
escritores rusos.

Valera no quiso salir de sus asuntos de novela y de España, y sobre todo


de Andalucía y de los alrededores de Cabra.

No comprendo cómo un hombre que pasó años en la corte de Viena y en


la de San Petersburgo, en una situación elevada en donde vería y habría oído
seguramente contar cosas interesantes, tuviese que referirse siempre en sus
libros a Doña Mencía u otro pueblo próximo y hablar de pestiños y de otros
postres de sartén como algo trascendental. Hacerse deliberadamente como
técnica y como preocupación un especialismo tan estrecho, no le veo el objeto.

A algunos amigos míos, y a mí también, nos parecía chocante que Azaña


hiera entusiasta de don Juan Valera y anduviese recogiendo sus cartas para
publicarlas. Esto se nos antojaba extraño. ¡Un revolucionario entusiasta de
Valera y de Mérimée! No era tan extraño, porque Azaña no tenía nada de
revolucionario, ni por ideas ni por temperamento. Era un conservador, un
ordenancista para ser subsecretario o ministro en una monarquía. Fue del
partido de Melquíades Álvarez. Escribía correctamente y con cierta elegancia y
hablaba con claridad y bien. Luego, la suerte le metió en la vorágine de la
revolución. El pueblo le tomó como héroe, de lo que no tenía nada. Yo recuerdo
a gentes que volvían de un mitin que se había celebrado en un campo próximo
al Manzanares, que venían gritando amenazadoramente por las calles del
centro de Madrid, con el puño en alto: «¡Viva Azaña, el hombre más grande de
España!».

¡Qué falta de intuición la del español actual! ¡Qué poco acierto! Cuando
la ola revolucionaria se desató, se vio que Azaña quedó despistado, sin saber
qué posición tomar.

Su energía y su tesón eran una finta. Desde el principio se vio que estaba
vencido y deshecho. En su caso se engañaron el público y él.
Fisiológicamente se veía que no tenía energía. Era un hombre blando,
incapaz de medidas rápidas y eficaces. Un legalista; pero un legalista no sirve
para una revolución.

Para ser un Cromwell, un Dantón, un Robespierre o un Lenin, se necesita


tener unos nervios muy duros. No basta con ser un ateneísta y leer a Mérimée y
a Valera.

Le pasaba además a Azaña como a la mayoría de los políticos


parlamentarios españoles, que no conocen a su pueblo.

Un poco antes de la guerra mundial hubo en el Museo Carnavalet, de


París, una exposición de retratos al óleo de personajes de la Revolución
francesa. Entre estos retratos había uno de Saint-Just, que parecía un niño de
coro con su cara pálida y sus melenas rubias.

Cuando se lee la historia de la Revolución francesa, se recuerda a Saint-


Just, el año 1793, con su aire de niño de coro, marchando con el convencional
Lebas hacia la frontera alemana del Bajo Rin, los dos solos y teniéndoselas que
ver con un ejército indisciplinado y con poblaciones enemigas, y metiendo en
cintura en poco tiempo a todo el mundo: a los militares, a los ricos, a la
población civil; mandando prender a los extremistas como Schneider y
enviándolos a París para que los guillotinaran, haciendo que el ejército
republicano bisoño ganara batallas contra militares profesionales o levantara el
sitio de algunas ciudades y rechazara al enemigo más allá de la frontera. Se ve
que la política es un instinto que se tiene o no se tiene.

Saint-Just lo tenía y, además de su instinto, poseía el valor frío que


maravillaba a Napoleón: el del hombre solo a las cuatro de la mañana.

Eso es fisiología individual. El que no la tiene se debe quedar en casa.

Azaña, evidentemente, no la tenía. Era hombre de poltrona, de Academia


o de Ateneo.

Generalmente, político y escritor no se dan con frecuencia. Cierto que


hay en la antigüedad el caso de Julio César, pero éste era un semidiós.

En la época contemporánea, los hombres como Talleyrand, Metternich,


Bismarck no eran escritores. El mismo Churchill, como escritor, no es una gran
cosa.
X

Pereda, como escritor, me gusta menos que Valera. Es también un


hombre que busca la miopía como un ideal. Yo comprendo lo contrario, esos
hombres que levantan su torre en donde azotan todos los vientos: Nietzsche,
Ibsen, Dostoyevski; pero instalarse deliberadamente en un agujero sin
horizonte, no me lo explico bien. Tomar constantemente el punto de vista del
indiano, del tendero de ultramarinos o del vendedor de leche me parece una
idea bastante mediocre. Yo no sé si tendrá autenticidad esa identificación de
Pereda, pero a mí no me divierte nada. Es una de las cosas que no me han
convencido nunca del realismo. La mediocridad, por muy bien cogida que esté,
no me entusiasma.

Cierto es que hay escritores que convierten algo local en universal.


Cervantes es uno de los más destacados. La Mancha, en su obra, toma unas
proporciones extraordinarias, porque es la tierra donde discurre y fantasea un
hombre excepcional y extraño. Tampoco el castillo de Elsenor es más decorativo
que otros muchos castillos ingleses, franceses y alemanes; pero a este castillo le
anima la sombra de Hamlet. Nadie duda que lo local se puede convertir en
universal; pero éste es un fenómeno raro, mágico, de lo más insólito en la
literatura.

Pedro Antonio de Alarcón es un escritor un poco aparatoso, con una


pretensión cómica de ser humorista, carácter que no se puede dar en un hombre
lleno de preocupaciones de todas clases, como él. Un humorista, lógicamente,
tiene que ser un tipo disgregado, al margen del medio social, como lo fueron en
su tiempo Luciano, Cervantes, Rabelais, el abate Swift, y en época moderna
Heine, Dickens, Gogol y el mismo Larra.

La Pardo Bazán supongo que escribía novelas vaciándolas en el molde


francés y después las ponía en un castellano de aire castizo y un poco arcaico.
Ello, al que tiene olfato, le da un aire de falsificación.

Aun con esto no hacía que su obra en el extranjero diera la impresión de


una cosa autóctona; se nota el mestizaje, y, a pesar de que cultivaba doña
Emilia, sobre todo en París, sus amistades, no llegó a tener la importancia, no ya
de las escritoras inglesas, ni tampoco de las italianas, como Matilde Serao o
Grazia Deledda, que no creo sean una gran cosa, a pesar de los bombos que les
dieron.

Algo parecido a doña Emilia hizo, según se asegura, Fernán Caballero


(Cecilia Böhl de Faber), porque algunos de sus libros los escribió en alemán y
luego ella o sus amigos los traducían al castellano y los llenaban con
ringorrangos andaluces. Es curiosa una técnica de esta clase, y da idea de la
creencia en las bellezas postizas del idioma, en las cuales yo no creo. Si esto es
así, como dicen, en Fernán Caballero se nota mucho menos la maniobra que en
la Pardo Bazán. Doña Cecilia daba mejor el cambiazo y parecía una andaluza
neta.

Sin duda tenía esa condición de adaptarse propia de los alemanes, que es
en ellos extraordinaria.

Respecto a Palacio Valdés, puede que compusiera relativamente bien sus


libros, aunque hay algunos de una inverosimilitud absurda, como La hermana
San Sulpicio, que tiene un aire de españolada tomada en serio.

Ahora, como escritor, yo creo que Palacio Valdés es muy pobre, de los
peores del tiempo. Siempre vacilante, ramplón y, sobre todo, vulgar.
XI

De los escritores hispánicos del siglo XIX que hubieran podido hacer una
buena novela que hubiese quedado a la altura de algunas del siglo XVII
español, eran Larra y Galdós.

Larra no la hizo porque murió joven y no se le ocurrió trasladar a la


novela el espíritu de sus artículos, que es lo que debió haber hecho. Cuando
quiso escribir un libro novelesco, dejó a un lado sus dotes de observador y se
lanzó a imitar a Walter Scott y a los discípulos de éste, e hizo El doncel de don
Enrique «el Doliente», que es una novela ilegible.

Galdós tenía condiciones para hacer algo importante, pero pensaba sobre
todo en el éxito y en el dinero.

Yo no soy entusiasta de Flaubert, pero no se puede dudar que tiene una


gran fama como escritor en el mundo.

Si Flaubert, que a mí no me parece hombre de grandes facultades,


hubiera tenido la moral literaria de Galdós, no hubiera sido nada. No hubiera
pasado de ser uno de tantos novelistas franceses de la época; pero Flaubert
creyó que el éxito en la novela estaba en la prosa exacta y trabajada, y la trabajó
con furia hasta lo último, con todas sus fuerzas. Otro podía tener un ideal de
claridad, de precisión, de exactitud, de lo que fuera; pero Galdós no tenía, como
digo, más ideal que el éxito y el dinero, y así, con las mayores condiciones, no se
podía llegar a lo alto.

De los autores de dramas y de comedias del siglo XIX, creo que no hay
ninguno en España que llegue a tener carácter universal como lo tuvieron
Calderón de la Barca, Tirso de Molina y Alarcón. De los mejores del tiempo es
Bretón de los Herreros; pero es muy nacionalista, muy madrileño, demasiado
local.

Zorrilla y el duque de Rivas tampoco pueden llegar a otros países, y lo


mismo les ocurre a Ventura de la Vega, a Tamayo y Baus y a López de Ayala.

Don Álvaro o la fuerza del sino, del duque de Rivas, es poca cosa.
Schopenhauer, que conocía el drama, decía que «la fuerza del sino» debía
llamarse «la fuerza de la preocupación». El personaje principal del drama es un
petulante, y su novia, doña Leonor, no tiene ningún carácter. Don Juan Valera
decía que el duque de Rivas se inspiró para su drama en una novela corta de
Próspero Mérimée, titulada Las ánimas del Purgatorio, y añadía que no sólo se
inspiró en ella, sino que dejó su obra al autor francés para que la examinara
antes de estrenarla. Por otra parte, la idea del destino inexorable no existía en
España en el tiempo del duque de Rivas. Esta idea es de origen griego, y le da
vuelo en la literatura, a principio del siglo XIX, Víctor Hugo, en Nuestra Señora
de París, novela publicada cuatro o cinco años antes que se estrenara Don Álvaro.

Hugo sacó a relucir la palabra griega ananké, que luego la han repetido
mucho los escritores.

El ananké, el fatum o el destino es bastante poca cosa en el drama Don


Álvaro. En cambio, en Sófocles, en su teatro, es terrible y hasta desagradable.

Cuando se lee la trilogía del autor griego, constituida por Edipo rey, Edipo
en Colona y Antígona, el lector moderno no puede interesarse por la elocuencia
de las estrofas y antiestrofas del coro; pero aun así el aire de fatalidad y
desolación de estas tragedias se impone y produce un estremecimiento de
terror.

Esto es lo que no pasa en Don Álvaro, en donde todo parece juego y


capricho.

Tampoco creo que el Don Juan Tenorio, de Zorrilla, sea gran cosa.

Respecto a Tamayo y Baus, a mí me parece un buen técnico del teatro, un


tanto simulador de lo genial y sin ningún valor humano.

En la segunda mitad del siglo XIX, Echegaray tiene un resplandor


brillante en la escena; parece por sus éxitos que va a conquistar Europa, pero se
queda también en la estacada, como Cano, Sellés y Dicenta.

Pérez Galdós y Feliu y Codina tuvieron éxito en París, uno con Electra y
el otro con Los jardines de Murcia; pero fue un éxito pasajero y que no se repitió.

Los dramaturgos italianos del siglo más aparatoso y más a la moda,


llegaron a ser más celebrados. A mí no me gustaron nada, y el mismo Gabriel
D’Annunzio me parecía pesado, y en el fondo, vulgar.

En el teatro moderno creo que los españoles e italianos no han llegado a


crear algo que haya quedado. En su tiempo pareció su teatro de cierta
importancia, pero todo él se ha venido abajo.

En el cinematógrafo, los actores del mediodía de Europa han hecho


menos. En la historia de este arte quedarán como figuras cumbres Charlot y
Greta Garbo; lo demás se desvanece y se borra rápidamente.
XII

La tendencia a la veracidad y a la crítica no gusta a los españoles ni a los


hispanoamericanos. Todo en ellos es exaltación y retórica. Lo mismo da en ese
sentido leer a revolucionarios que a reaccionarios: lo mismo a Castelar que a
Donoso Cortés.

Hay algunos escritores que aparecen fríos y analíticos, como Pi y


Margall; pero en el fondo son unos fanáticos terribles.

Esos tipos de escritores de criterio amplio y universal, como Mariana,


Huarte, Miguel Servet, hace siglos que no aparecen en España.

Respecto a la serenidad, hay una excepción importante en lo moderno: la


del padre García Villada, que escribió una Historia eclesiástica de España, que está
verdaderamente bien.

Últimamente, el sentido ecuménico ha aparecido con los etnógrafos y


prehistoriadores Bosch Gimpera, Barandiarán, Pericot, etcétera.

Las ciencias exactas tienen un calificativo que es una pura preocupación.

Son ciencias exactas para el hombre porque son la representación del


funcionamiento de la inteligencia, pero nada más.

Todos los axiomas son ideas humanas; pensar que serían iguales en un
hormiguero o en los habitantes de Sirio, si los hubiera, son ilusiones. ¡Cómo lo
ha visto y formulado eso Einstein!
XIII

De política no tengo gran cosa que decir.

Yo creo que el liberalismo ha sido siempre de intenciones limpias y


lógicas. Ahora, llevado a la práctica, ha fallado casi siempre porque le faltaba
eficacia, fuerza. En un torneo en donde uno de los contrincantes tiene
escrúpulos y el otro no, el escrupuloso siempre pierde.

Sus teorías políticas no pueden tomar en cuenta los países, las razas, las
creencias. Si hubiera que tomar en cuenta esos factores, no habría posibilidad de
una teoría política general; tendría que haber una para cada nación, para cada
provincia y hasta para cada ciudad y para cada aldea, lo que sería lo mismo que
no tener ninguna teoría.

No ha habido ningún rey o gran político en España que haya bajado,


como Orfeo, a los infiernos populares para observar qué había en estos reinos
tenebrosos, qué faltaba o qué sobraba en ellos. Todos han vivido aparte,
considerando al pueblo como un terreno peligroso y sombrío.
TERCERA PARTE

ESCRITORES, BOHEMIOS Y POLÍTICOS


I

A algunos escritores conocí en la calle y en el café; a otros, en la pequeña


casa editorial que fundó mi cuñado Rafael Caro Raggio. Esta casa editorial se
estableció en la calle de Ventura Rodríguez.

Entre los empleados tenía Caro Raggio gente curiosa; uno de ellos, un
conserje, hombre viejo, de apellido Aguado, que había visto en la niñez al cura
Merino montado en un burro camino del patíbulo, por el Campo de Guardias, y
al policía Chico cuando lo llevaron a fusilar, tendido en un colchón y
abanicándose tranquilamente, desde la plaza de los Mostenses a la Fuentecilla
de la calle de Toledo.

Al despacho de la casa editorial iban con frecuencia, al principio, Pedro


Luis de Gálvez, don Modesto Pérez, Román Salamero, Ciro Bayo y otros
escritores.

La casa editorial Caro Raggio comenzó en un piso bajo, que era bastante
amplio. Los libros se tiraron en distintas imprentas, y varios extranjeros los
tradujo Ciro Bayo, entre ellos El fuego, de Barbusse; Luciano Leuwen, de Stendhal,
que yo encontraba que tenía un título un poco soso y que le puse motu propio el
nombre de El oficial enamorado, que me parecía más atractivo para el público.

Al principio la casa editorial marchaba bien; pero luego se quiso tener


imprenta propia, y entonces ya el negocio se complicó de tal manera, que era
difícil su marcha. Las linotipias y las prensas modernas se tragan todo lo que se
les pone por delante.

El portero de la editorial era hombre de aspecto enfermizo, con la pierna


encogida, lo que le hacía llevar en un pie una especie de suela hueca de cuatro o
cinco dedos de alta.

Poco tiempo después se murió, y la familia, la mujer y la hija, le pusieron


en la caja lavado y peinado, con el bigote con sortijillas, la bota de suela hueca,
el bastón y una botella en la mano, con un papel dentro y su nombre y un
número en el papel. Sería, creo yo, para que lo identificasen con el tiempo si iba
a la fosa común. Fantasías populares.

Uno de los cajistas que trabajaba en la casa, que se llamaba, no sé si de


apellido o de apodo, Zarzuela, y que era muy aficionado al mosto, dijo,
contemplando al muerto, con aire sentimental y al mismo tiempo cómico: «Ya
no le falta al pobre más que el billete para ir a los toros».
Luego se trasladó la casa editorial a la calle de Mendizábal, 34. Allí iban
escritores nuevos, que a la mayoría yo no los conocía.
II

Enrique Cornuty era un francés meridional, nacido en Beziers, hijo de un


comerciante. Su apellido era Cornuti, con i latina; pero a nosotros nos parecía
más pintoresco escribir Cornuty, con y griega, y así lo escribíamos si teníamos
que citarle.

Cornuty decía de su padre: «El pequeño industrial que está mi padre no


comprende demasiado de la literatura». Otras veces decía: «No comprende
mismo», traduciendo literalmente la frase del francés.

Sin duda, Cornuty padre, dueño de un bazar, se retrasaba a veces en el


envío de cuartos, y entonces el hijo mascullaba con aire colérico, que exageraba,
para hacer efecto en los amigos, esta frase furibunda: «A mí me gustaría ver a
mi padre y a los de mi familia ahorcados todos en un jardín reducido».

Esto del jardín reducido, sin duda, le daba a él una impresión de mayor
terrorismo.

Cornuty era realmente absurdo y un poco grotesco. Buscaba amigos en


todas partes y los presentaba como grandes hallazgos en las tertulias literarias.

Una vez llevó a la reunión de la cervecería de la calle de Alcalá a un


joven barbudo y serio, que fue varios días y estuvo constantemente sin hablar.

—¿Por qué no habla este hombre? —se le preguntó a Cornuty.

Y el francés respondió con un gesto amable y versallesco:

—Es un hombre muy respetuoso con los genios.

Sin duda, la reunión de algunos currinches que nos congregábamos en


aquel café le parecía un areópago o la escuela de Atenas.

Uno de los caracteres principales de Cornuty era estar convencido de que


sólo el arte y la literatura tenían importancia en la vida. Un día nos preguntó en
el café, señalando a un señor que se sentaba alguna vez cerca de nuestra mesa:

—¿Quién es ese señor al que ustedes acaban de saludar?

—Es un ingeniero de caminos —le contestamos.

—¿Y qué hace un ingeniero de caminos? —volvió a preguntar.


—Hace carreteras, puentes, diques, ferrocarriles.

Cornuty oyó la explicación, y después dijo, convencido:

—Sí, lo comprendo, lo comprendo. Hace cosas que no sirven para nada.

Cornuty parecía la inicial de una letra gótica: era flaco, juanetudo, con los
ojos torcidos y una perilla como de chivo.

Cornuty había sido en París amigo del poeta Paul Verlaine y había
paseado con él por el jardín de Luxemburgo. Tenía gran admiración por el
poeta francés y le imitaba en su indumentaria y en su manera de andar y de
hablar. Su amistad con Verlaine era, al parecer, cierta, pues en un libro titulado
Los amigos de Verlaine, que no conozco, aparece Cornuty.

Cornuty había venido a España, según contaba, por el entusiasmo que le


había producido ver en el Museo del Louvre los cuadros de Zurbarán San Pedro
Nolasco, San Raimundo de Peñafort y Los funerales de un obispo, que parece que es
san Buenaventura.

Cornuty me dijo que llegó a Madrid con Alejandro Sawa; alquilaron


entre los dos un cuarto, compró él unos modestos muebles, y un día Sawa, con
los aires de gran señor que tomaba, le echó del cuarto y se quedó con él.

Las ideas de Cornuty eran bastante absurdas, de un decadentismo feroz.

Ortega y Gasset decía que, a la manera de las ratas, que cuando llegan a
un puerto comunican la peste bubónica a la población, Cornuty había traído el
decadentismo a España.

De Cornuty podría contar varias anécdotas, pero la mayoría de ellas, no


habiendo conocido a los tipos a que se refieren, pierden completamente su
carácter y su gracia.

De un joven, Huertas Hervás, aficionado a la literatura, que al parecer era


condueño de una taberna de la calle de Alcalá, entre la Puerta del Sol y el
Ministerio de Hacienda, decía muy serio: «El señor Huertas Hervás es un joven
sin ningún talento».

Cornuty fue el que en un mitin anarquista del teatro Barbieri gritó con
entusiasmo: «¡Viva la anarquía! ¡Viva la literatura!».
Esta equiparación de la anarquía con la literatura no se podía considerar
disparatada, sino más bien certera, porque la anarquía de ese tiempo era cosa
más literaria que política.

Cornuty solía decir algunas veces, de una manera insinuante, a los


amigos: «Si ustedes me convidan a un lugar de delicias, yo preguntaré un
pequeño café, o un vaso de leche».

El preguntar lo confundía con el pedir, como en francés demander


(demandar) es preguntar y pedir. «El lugar de delicias» era un café vulgar.

Otra vez, en un estreno de una comedia de Benavente, notó que en un


palco bajo, ocupado por personas de buena posición, se comentaba la obra, y
creyó notar algún desdén entre los señores de la platea. Entonces se levantó, se
puso en pie en la butaca y dijo: «El señor Benavente es un buen literator. M…
para la aristocrasia española».

Cornuty tuvo algunos choques en Madrid.

En una ocasión, Maeztu le dejó violentamente en un semanario donde


escribía, llamado El Disloque, y yendo yo con Maeztu, nos encontramos al
francés en la calle de la Biblioteca (hoy de Arrieta), cerca del teatro Real.

Cornuty empezó a decirle al señor Maestú (como le llamaba él): «Usted,


señor Maestú, masturba las grandes columnas de los periódicos; su prosa es
como los lingotes pesados de las imprentas, y yo le voy a dar a usted un
garrotazo».

Maeztu, que tenía momentos de inhibición, y a quien quizá Cornuty le


parecía hombre a quien no valía la pena de responder, no le contestó siquiera.

Mi antiguo condiscípulo Carlos Venero había hecho una comedia, y se le


ocurrió colaborar con Cornuty.

Cuando acabaron la obra, nos invitó Venero a oír el engendro a un


colmado de la calle del Príncipe. Era un monstruo absurdo el que dio origen a la
colaboración de dos personas tan distintas. Por un lado, las frases de sentido
práctico del madrileño, y por otro, las extravagancias del absurdo francés, que
echaba los pies por alto y había metido en la obra largos parlamentos, que no
venían a cuento, sobre la estética.

Cornuty era bastante amigo de Pedro Luis de Gálvez, Julio Hoyos y de


Huertas Hervás, de quien decía que era hombre sin ningún talento.
Cuando se marchó de Madrid, dejamos durante bastante tiempo de tener
noticias suyas.

El pintor Anselmo Miguel Nieto, por lo que dijo después, le encontró una
vez en París, en el barrio de Montmartre. Fue a saludarle, y le dijo en castellano:

—¡Hola, Cornuty!

Entonces Cornuty, sorprendido, se le quedó mirando fijamente, le apartó


poniéndole en el pecho la mano con ademán solemne, y le dijo:

—Espera, porque antes de hablarte tengo que poner en claro el lugar que
ocupas tú en los afectos y en los recuerdos que tengo de España.

Mi amigo Paul Schmitz, que lo había conocido en Madrid, lo encontró


unos años después en el puente de Basilea, sobre el Rin. Cornuty estaba
trastornado por el éter. Mi amigo pudo deshacerse de él tomándole un billete en
el tren para que volviera a Francia.

Por lo que se dijo, Cornuty murió atropellado por un camión en París.


III

Uno de los más asiduos a la tertulia del café fue Rafael Urbano, hombre
bajito, cetrino y con aire un poco achinado.

Rafael Urbano comenzó a venir a mi casa cuando yo publiqué mi primer


libro, titulado Vidas sombrías. Le extrañaba que yo no hubiese leído a Ángel
Ganivet, y quería que conociera a este autor.

Le parecía, sin duda, importante que comenzase la lectura del escritor


granadino por algo que me sedujera, y me trajo La conquista del reino de Maya. Yo
no leí más que quince o veinte páginas del libro, y lo encontré desde el principio
aburridísimo.

Urbano me había impulsado a mí a jugar al ajedrez, y me ganaba de


todas las maneras.

Me daba de ventaja una torre, después dos torres, luego las torres y los
alfiles, y siempre me ganaba. Unía a la victoria algunos comentarios irónicos. Yo
me iba amoscando. Evidentemente, no tenía condiciones para el juego del
ajedrez.

Un día me encontré a Cornuty, muy amigo de Urbano y gran admirador


suyo.

Yo había defendido varias veces la tesis cientificista, asegurando, por


ejemplo, que la obra de Darwin o de Pasteur era mucho más trascendental para
el mundo que la de Baudelaire o la de Verlaine.

El francés había tomado esto en cuenta como una provocación, y un día,


después de elogiar mucho a Rafael Urbano y sus conocimientos, me dijo:

—Usted ha escrito Vidas sombrías. Está bien…, está bien…; pero eso no es
más que de la literatura. En cambio, usted ha hecho una tesis psicofísica sobre el
dolor, con matemáticas e integrales. Es verdad, es verdad, eso es una cosa seria.
Usted pretende estar un científico y hasta un matemático; pero el señor Urbano
le gana siempre al ajedrez.

Esto lo repetía Cornuty entre contoneos y risas burlonas.

Tanto me exasperó, que le dije en un momento de cólera:

—Usted es un lugar común, una frase hecha, ridícula y amanerada.


Respecto al señor Urbano, dígale usted de mi parte que si vuelve a mi casa y
quiere jugar al ajedrez conmigo, le voy a clavar en la puerta como a un
murciélago.

Urbano, que era pequeño y moreno y llevaba un macferlán negro en


invierno, tenía con esta prenda de vestir algo de estampa de murciélago.

Urbano se indignó de este acceso, un poco absurdo y misantrópico, y fue


al día siguiente a mi casa a devolverme unos libros que le había prestado y a
decirme que no quería amistades con hombres iracundos e impulsivos. Yo
reconocí que había estado bruto, y me pareció que él no quedó muy
incomodado.

Urbano era a veces hombre inoportuno y despótico. Algunas noches


llegaba al comedor de mi casa, se ponía a dibujar en la mesa o a hacer una
combinación de ajedrez, y aunque viera que la muchacha iba a poner el mantel
y nos disponíamos a cenar, él no se movía.

Tiempo después me envió un libro en donde me decía que había entre


nosotros dos una amistad estelar. Urbano colaboró en un periódico anarquista
que tenía la redacción en la calle de Cañizares, y del cual se publicaron pocos
números, y que no recuerdo cómo se llamaba.

Luego se hizo amigo de los redactores de El Socialista. Aquí, al parecer,


todos tenían cierta antipatía por mí, y Urbano me defendía.

Después le veía, muy rara vez, en alguna librería de viejo.

—¿Tiene usted muchos hijos? —le pregunté en cierta ocasión.

—Sí, muchos. No me ocupo gran cosa de ellos. Nacen, crecen, mueren.


Ellos se entienden con la vida como pueden.

Cuando Urbano se murió, vendieron parte de su biblioteca en la librería


de ocasión de Tomás Tormos, de la calle de Jacometrezo, y allí, un jesuita
historiador, el padre Lecina y yo, estuvimos mirando todos los libros que dejó.

Urbano había dicho hacía tiempo que tenía una edición antigua de la
Guía espiritual, del padre Molinos. El jesuita y yo anduvimos a ver si la
cazábamos; pero ni él ni yo dimos con el libro.

El jesuita se llevó un tomo incompleto de la traducción de Ruisbroek, el


admirable, en la edición española llamado Ruisbroquio.
Rafael Urbano había publicado al principio de su vida literaria un libro
tan exiguo como romántico, titulado Tristitia saecule, título que, según los que
creían saber latín, no era correcto, opinión que dio lugar a varias disquisiciones.

Según unos, el título debía ser Tristitia saeculi. Urbano, que tenía un poco
de pedantería, dijo entonces que el título de su libro en latín no quería decir
Tristeza del siglo, ni Tristeza de los siglos, sino Tristeza de la hoz.

Urbano hizo también una Guía del enfermo, que en ocasiones tenía gracia.

Su libro Tristitia saecule llevaba como subtítulo «Soliloquio de un alma»


(1900), y ocasionó, como digo, bastantes discusiones en el café Madrid, de la
calle de Alcalá.

Urbano era hombre inteligente, con ideas originales, quizás un poco


pagado de sí mismo. Quería demostrar que sabía más de lo que en realidad
sabía, y sobre todo en cuestiones de ocultismo.

Hubiera hecho la competencia a Valle-Inclán y a Sawa en el arte de la


petulancia; pero era bajito y no tenía gran tipo.

No sé si Urbano había estudiado en el instituto o en la universidad, que


en algunas personas deja siempre un pequeño sedimento de cultura. No
hablaba nunca de su familia ni de los primeros años de su vida. Decía que había
sido periodista en Bilbao, y pretendía saber griego y vascuence; pero no creo
que los supiera.
IV

Otro tipo curioso era José Ignacio Alberti, empleado en el Ministerio de la


Gobernación, en el negociado de la prensa. Alberti era hombre simpático, a
veces un poco absurdo. Se sentía muy entusiasta de Ibsen y de Tolstói, efusivo y
con una conversación muy pintoresca y amena.

Solíamos ir a verle de día, y también de noche, al ministerio. El jefe de su


despacho, un señor don Ángel Luque, hombre amable, de barba ya blanca,
protegido por don Segismundo Moret, fumaba casi constantemente cigarros en
boquilla y charlaba de cuestiones literarias.

Estaban en la oficina otros empleados, entre ellos un andaluz, Ángel


María Salcedo, periodista de una facundia tropical.

En aquella oficina del Estado se discutía de una manera libre, como en un


club, sin que a nadie se le ocurriera poner coto a aquellas conversaciones, a
veces antisociales.

Solía también ir a estas tertulias mi amigo el suizo Paul Schmitz. Éste se


asombraba extraordinariamente de que se pudiera entrar y salir en el Ministerio
de la Gobernación, de día y de noche, con tanta facilidad y sin dar explicaciones
a nadie, y se pudiera discutir el socialismo y el anarquismo como en un café o
en un grupo de la calle.

A mi amigo el suizo, llegado entonces de Berlín, con su burocracia


severa, aquello le debía producir un gran asombro.

A estas reuniones del gabinete de la prensa del Ministerio de la


Gobernación solían ir muchos periodistas y gacetilleros, quienes contaban las
últimas noticias políticas de todo el mundo con absoluta libertad.

Los antiguos amigos de Alberti eran un pintor, Sánchez Gerona, y un


periodista, Salcedo.

Llegaban también algunos granujas, disfrazados de periodistas, y se


llevaban de la oficina lápices, cuartillas, gomas de borrar, etcétera, etcétera.

Hubo persona que se las echaba de artista, y visitaba el gabinete envuelto


en una capa, que se llevó debajo de ella varias veces troncos de leña para
quemarlos en la estufa de su estudio.

La tradición de estas raterías era antigua.


Se aseguraba que en tiempos de Romero Robledo había una tertulia a las
cuatro de la mañana en el Ministerio de la Gobernación.

Una vez, un conserje notó la falta, en el salón de las reuniones matinales,


de un candelabro de cerca de un metro de alto.

El ministro, al enterarse, llamó al conserje, y le preguntó:

—¿No ha visto usted salir a alguno de los contertulios con un envoltorio?

—Sí; he visto salir a uno de los amigos del señor ministro con un bulto
debajo de la capa.

Entonces don Francisco Romero Robledo tuvo el rasgo de humor de


mandar una tarjeta a su querido amigo, diciéndole: «Quizás inadvertidamente
se ha llevado usted un candelabro del salón, y como se necesita, haga el favor
de devolverlo».

En nuestro tiempo no vimos a nadie que tuviera tal destreza ni tal fuerza
para hacer un escamoteo así de gran prestidigitador.

Todos los robos, si es que se quería emplear esta palabra exagerada y


teatral, fueron de cosas pequeñas de poca monta.

Los amigos antiguos de Alberti eran los ya citados y algunos otros que no
recuerdo, entre ellos Sánchez Gerona, pintor granadino, quien, bajo su aire de
bohemio, ocultaba su instinto de comerciante, y que se hizo pronto rico.

Alberti, un tanto perezoso, inventaba cosas curiosas. Había preparado un


diván de un cuarto próximo a su despacho con periódicos, y, no contento con
esto, construyó un gran abanico, también con periódicos, colgado del techo.
Con un cordón, que giraba en una polea, hacía que el abanico fuera y viniera
para refrescar el cuarto los días sofocantes.

Las conversaciones de Alberti con Salcedo eran muy graciosas.

Salcedo tenía una voz de andaluz, de timbre muy claro; debía oírsele al
otro extremo del ministerio.

«Oye, Pepe», le decía a Alberti, con su voz de clarín.

Salcedo sentía cierta debilidad por los chatos de vino blanco, y, para
disimular sus inclinaciones, dejaba el bastón o el paraguas en una taberna
próxima de la calle de Correas, y decía de pronto, con voz clara: «Oye, Pepe; me
voy. Tengo que ir a recoger el bastón».

Y salía a la taberna de enfrente a beber un poco de vino. Esto recordaba,


aunque ocurriese en un ambiente muy distinto, las martingalas de los oficinistas
franceses que Courteline cuenta en su libro Les ronds de cuir.

Alberti se hizo muy amigo de don Ciro Bayo, a quien llevé yo al


Ministerio de la Gobernación. Luego fueron íntimos, a pesar de la diferencia de
edad. Alberti tendría veinte o veinticinco años menos que Bayo. Pronto se
hablaron de tú, y Alberti le decía a Bayo, Ciríaco.

Tiempo después me decía don Ciro:

—Ese Alberti, ¡qué bárbaro!

—Pues ¿qué ha hecho?

—Ayer le vi en la calle, y me dijo: «Oye, Ciríaco, tengo unos duros en el


bolsillo, y me los voy a gastar hoy cenando en una taberna chanchi. Si quieres te
convido. Y si no hay bastante dinero para la cena de los dos, fiará el tabernero».

—¿Y usted qué ha hecho, don Ciro?

—Yo no he aceptado. Ese Alberti es un loco. ¡Un hombre que tiene una
familia numerosa! Luego comerá demasiado, y tendrá que purgarse o estar a
dieta.

Alberti era bastante filarmónico. Le gustaba cantar la romanza de La


Favorita, «Cetro e solio»; la canción de bravura de Carlos V, de la ópera Hernani,
y «Questa o quella», de Rigoletto.

Otras personas iban al negociado de la prensa del ministerio. Ramón


Godoy, que hizo un volumen de versos y un drama en colaboración con el
escritor López Alarcón. Don Francisco del Pino, fabricante de artículos para el
señor Alba Salcedo, a cinco pesetas cada uno, y que aparecían a la vez en seis
periódicos. Andaba por allí también un tipo astroso y ya viejo, Matías García
Rey, que acudía al ministerio a pegar sablazos.

Entre los periodistas figuraba un gallego gordo, picado de viruelas. Éste


escribía artículos sin firmar en periódicos de ínfima clase. Tenía que elogiar a los
políticos que despreciaba, y después, sin duda, para desquitarse, en la
conversación les llenaba de insultos; les llamaba hambrones, braguetones,
bellacones, miserables, cornudos y otros dicterios.
Cuando leyó una obra que ocurría en Galicia, en el campo, en donde los
personajes eran aristócratas y damas, decía con furia: «Todo eso es mentira. En
el campo en Galicia, no se ven más que cerdos».

También aparecía por el negociado Manuel Sawa a contar una porción de


infundios, y solía ir muchas veces acompañado de un señor Lamosa, hombre ya
de edad, con un traje muy raído. Lamosa había sido empleado del
ayuntamiento, y llevaba unas barbas blancas rizadas, con tirabuzones,
parecidas a las que pintaba en sus figuras el divino Morales.

Alberti se cansaba de sus amigos. Conmigo riñó porque una vez le dije
que me parecía absurdo que un hotel en Algeciras fuera tan caro como un hotel
en Londres.

Yo no creo que hubiera en esto ningún motivo de ofensa; pero a él, sin
duda, le pareció verlo. Los pueblos, cuanto más grandes, son más caros.

Al parecer, los andaluces son muy puntillosos en cuestión de patriotismo


local.

Fuimos tres o cuatro amigos, hace ya bastante tiempo, en primavera, a


Granada, con Ortega y Gasset, que iba a dar allí una conferencia. Hacía frío.
Una mañana estuvimos en la Alhambra. Yo dije: «Si aquí, en estos salones, en
tiempo de los moros, no había cortinas o cristales o algo por el estilo, los
Mohammed y los Boabdil se morirían de frío».

Esto, sin duda, ofendió el patriotismo local, y unos días después me


mandaron una carta con pretensiones de irónica y unos calzoncillos pequeños
de lana. Yo los metí en la maleta, y, al llegar a Madrid, se los regalé a una viuda
cocinera de mi casa, que tenía un chico, regalo que agradeció mucho.

La última vez que vi a Alberti fue en París, en marzo o abril de 1940,


cuando la guerra y la invasión de los alemanes era inminente, a la puerta de un
restaurante vasco llamado Zatoste, de la calle de Argentuil, adonde iban
muchos españoles. Estaba flaco, triste; había vivido unos meses en el campo, en
Francia. Se marchó a México, y enseguida de llegar murió.
V

Tipo curioso de esta época, a quien conocí en el café Madrid y después


en la redacción de Arte Joven, era Alberto Lozano.

Lozano, nacido en Jerez, había venido a Madrid después de haberse


gastado la herencia de sus padres. Debía de haber sido hombre generoso,
manirroto e imprevisor.

En la miseria, colaboró en un periódico de Escalante Gómez, semanario


de bombos, titulado Relieves. El sistema del señor Escalante era el publicar
artículos encomiásticos, poner a su periódico el precio de una peseta y después
enviar a la persona elogiada cincuenta números de su revista para cobrar de
esta manera cincuenta pesetas.

El periódico le costaba, indudablemente, poco. Pagaba a sus dos


redactores, a López Barbadillo y a Lozano, una peseta por artículo. Ya es afinar.

Naturalmente, los artículos no eran muy largos.

Como he contado en el libro anterior de estas Memorias, Lozano fue el


autor de una biografía, con pretensiones de elogiosa, de un comerciante rico de
Tarragona, que se presentaba entonces para diputado, y dijo con inconsciencia
esta magnífica frase, que yo, al leerla por primera vez, me dio ganas de reír: «El
señor Tal es el cacique más rico y más influyente de la provincia de Tarragona, y
aun así hay algunos que le niegan sus votos».

Sin duda, Escalante Gómez no notó el cinismo de esta afirmación, y dejó


pasar la biografía como si no tuviera nada de extraña.

Después, Alberto Lozano anduvo sostenido por Francisco de A. Soler,


editor de una revista titulada Arte Joven, donde dibujó en varios números
Picasso.

Francisco de A. Soler representaba en Madrid un artefacto médico


construido por su padre: el cinturón eléctrico, fabricado en Barcelona; el aparato
no creo que fuera de gran utilidad; pero producía buenos ingresos. Parte del
dinero ganado con el cinturón, Soler lo gastaba en su revista.

A veces hacía cosas cómicas. Una vez me invitó a mí a ir a un baile del


Frontón Central, a un palco. Convidó a unas cuantas máscaras de mantón de
Manila a vinos y licores; a unas furcias, se hubiera dicho entre el público, y de
pronto sacó un paquete de anuncios del cinturón eléctrico y los tiró sobre la
mesa de bailarines.
Francisco de A. Soler y su cinturón eléctrico tenía como rival a un tal
Busacca, italiano, que explotaba otro aparato por el estilo, y, probablemente,
inútil también. Éste vivía en el piso primero de la casa de la Puerta del Sol,
donde se hallaba La Mallorquina, entre la calle Mayor y la del Arenal.

Con tal motivo, Soler y Busacca se cambiaban en los periódicos ironías y


hasta insultos.

Una noche, ya muy tarde, yendo juntos Lozano y yo, llevamos a una
taberna a cenar a una muchacha de servicio, a quien debía de haber engañado
su novio, dejándola medio borracha, a las altas horas de la noche en la Cuesta
de San Vicente. La taberna donde fuimos estaba en la calle del Horno de la
Mata. Entramos en un comedor interior.

La escena allí era casi trágica. Una mujer de la vida airada, con un ojo
morado de algún puñetazo que le había dado algún chulo, lloraba, y otra le
cantaba en broma, con mala sangre:

Anda, que te den, que te den,

y me han dicho que te han dao,

agua de limón, de limón,

con azúcar y bolao.

La chica que iba con nosotros estaba trastornada, como si le hubieran


dado un narcótico. No sabía la hora que era, ni sabía si era de día o de noche.
Lozano la convidó a cenar; al mismo tiempo, convidó a una mujer morena de
noble aspecto y de mala vida.

—Pero ¿es que tú tienes dinero para convidar? —le dije yo.

—No; pero creo que tú tendrás dos o tres duros para pagar la cena.

Estuve por mandarle a paseo.

Charlamos los cuatro de una porción de cosas. La mujer aconsejó a la


muchacha que hiciera una vida honesta y que no fuera a los bailes, porque la
vida alegre era muy triste. La chica después de cenar se tranquilizó, se animó,
se despidió de nosotros y echó a correr.

La escena, algo transformada, la conté yo en una novela titulada Aurora


roja.
Cuando Soler se fue de Madrid, quizá porque el negocio del cinturón
eléctrico se iba malogrando, Lozano quedó abandonado, y se puso a vivir del
crédito. Entonces empezó a sablear a los amigos. Una de las víctimas fui yo.

Lozano fue amigo mío, no sé por qué. No teníamos dos ideas comunes.
Él era místico, religioso y monárquico. A mí no me interesaban nada los versos,
y creo que en toda mi vida había leído arriba de dos o tres tomos de poesías. A
pesar de nuestra diferencia de gustos, nos hablábamos de tú, como si nos
hubiéramos conocido de chicos.

Lozano se contentaba con poco, y lo agradecía. No era como Francisco


Iribarne, que una vez en el café, mostrando en la palma de la mano dos
monedas que yo le había dado, decía:

—¿Qué se creerá ese canalla de Pío Baroja que voy a hacer con dos
pesetas?

—No parece que tengo la obligación de sostenerle a él —contesté yo—. Si


no puede vivir, que se muera. A mí me tiene sin cuidado.

Lozano se presentó una noche en El Globo, donde hacía yo pasajeramente


de jefe de redacción o de director, y me dijo: «Hombre. A ver si hablas al
propietario para que me acepte como redactor».

Prometía trabajar seriamente. Azorín y yo le recomendamos, y Lozano


entró en la redacción.

A los quince días, Lozano no hacía más que pegarme sablazos.

—¡Qué te importa a ti por unas pesetas! —me decía.

—A mí lo que me indigna —le contestaba— es que tú pienses que tienes


algún privilegio para vivir sin trabajar.

Al mes de prueba, y viendo que no servía para nada, el propietario,


Emilio Ríu, le echó a la calle, y el poeta comenzó su vida lastimosa. Solía ir
mucho a las iglesias.

—Rezo por ti —me dijo una vez.

—No me vengas con historias —le contesté yo—; eres un cómico, eres un
farsante.
No es raro este tipo de bohemio que pierde el control y se entrega al
alcoholismo. Todo lo decadente se une en esta clase de hombres: la imprevisión,
la pérdida de capacidad de trabajo y las ilusiones absurdas momentáneas, que
acaban en desaliento.

«Yo no te digo que no vayas a la iglesia —le decía— pero hay que tomar
una resolución, la que sea, y trabajar, aunque sea poco.»

En otra parte de estas Memorias he contado la muerte de Lozano,


abandonado en un rincón.
VI

Otro bohemio a quien conocí y traté poco fue Pedro Barrantes.

Barrantes, hombre alto, delgado, quijotesco, tenía barba negra en punta.


Llevaba en invierno, lo mismo que Urbano, un macferlán viejo y raído. Por su
tipo le hubiera caído mejor un hábito de fraile que una chaqueta. Barrantes era
un poco más viejo que nosotros, los escritores que comenzábamos por entonces.

Pedro Barrantes era valenciano. Al principio debió de aparecer como


escritor anticlerical y algo satánico; luego se hizo místico, y tuvo la protección
de algunos periódicos religiosos, y, por último, pasó a ser el testaferro del
periódico republicano El País, e iba a la cárcel cuando denunciaban a este diario.

Yo le veía a Barrantes parado en alguna esquina de la calle Ancha, con


frecuencia en la entrada de la de la Luna, contemplando en espectador la
humanidad que iba presurosa a sus asuntos. Debía de vivir hacia la calle del
Pez. Barrantes a veces se dedicaba al soliloquio.

Yo algunas veces me detenía con él y le hablaba, pero conmigo estaba


siempre en guardia; cuando le saludaba me contestaba con una reverencia
elegante y me llamaba señor Baroja. No le debía de inspirar ninguna confianza;
debía de tenerme por algún burgués explotador y antipático.

Pedro Barrantes había escrito durante algún tiempo en El Movimiento


Católico y en La Ilustración Católica, y al mismo tiempo en una revista que se
llamaba La Vida Galante. Como yo no había practicado una colaboración así,
místico-erótica, le debía de inspirar recelo.

Le pasaría como a Tomás Meabe. Yo a este socialista bilbaíno, de mucha


fama en su tiempo, no le conocí. Don Isidro Lapuya contó en un libro que hizo
sobre Los españoles en París en el siglo XIX, que una vez me vieron los dos a mí en
el bulevar Saint-Michel; Lapuya fue a saludarme, y Meabe le dijo: «No se
acerque usted a ése. Es un acaparador de trigo».

¡Qué afirmación más cómica!

Pedro Barrantes escribió varias poesías, y publicó un volumen titulado


nada menos que Delirium tremens. Su musa cantaba la desesperación, el puñal,
el alcohol, la guerra, la pólvora y la dinamita.

La primera vez que le hablé fue en compañía de Manuel Sawa y de


Enrique Cornuty. El francés, a pesar de ser un parnasiano, admiraba la frase
violenta e incorrecta del poeta callejero. Cornuty recitaba con énfasis unos
versos de Barrantes; no sé si los recuerdo con fidelidad:

Aguardiente con pólvora, soldados,

se necesita imprescindiblemente,

para ir a la guerra, denonados,

con pólvora mezclar el aguardiente.

También era estrepitoso y cómico aquello del «Sortilegio de las rameras»,


del mismo libro Delirium tremens:

Del cieno, en la inmundicia, nos hundimos;

tenemos seco y yerto el corazón;

a nuestras propias madres maldecimos;

somos la fetidez y la abyección.

No menos cómica era una poesía dedicada a un tal Muñoz Lopera, uno
de los criminales del huerto del Francés, cómplice, con otro llamado Aldige, en
la muerte de varios jugadores de Peñaflor, cerca de Lora del Río:

Soy el terrible Muñoz,

el asesino feroz,

que nunca se encuentra inerme,

y soy capaz de comerme

cadáveres con arroz.

—Eso no tiene nada de particular, y menos para un valenciano —dije yo.

—¿Por qué? —me preguntaron.

—Porque cadáveres con arroz es lo que constituye una paella —añadí.

A Pedro Barrantes, como testaferro del periódico republicano El País, le


pagaban muy poco, un duro al día. Por esta cantidad aparecía responsable de
los artículos subversivos denunciados por la autoridad, y se pasaba media vida
en la cárcel. Éste era su oficio.

Mientras estaba en la cárcel engordaba y se ponía rozagante y fuerte;


luego, cuando salía de ella, comenzaba a beber, y quedaba flaco y sin fuerzas.

Barrantes, que era de familia rica venida a menos, se insultaba a sí mismo


y se decía mil perrerías. En las cartas que escribía desde la cárcel Modelo, a las
tres y a las cuatro de la mañana, a sus conocidos, se llamaba El Coplero
Miserable, El Príncipe del Hampa, El Emperador de los Zarrapastrosos, El Rey de las
ratas y de las cucarachas. También se comparaba con El hombre de las multitudes, de
Edgar Poe.

De las cosas de Barrantes, algo que me pareció muy cómico fue lo que me
contó Cornuty una mañana en la calle Ancha.

—Vengo de dejar a Barrantes. Está un hombre admirable.

—¿Qué ha hecho?

—Se ha mandado hacer dientes postizos, y como tiene dinero, me ha


convidado a cenar en la Bombilla. Allí hemos pasado la noche. Yo he recitado
los versos de papá Verlaine, y él ha comenzado a declamar los suyos; pero los
dientes que acababa de ponerse le molestaban para pronunciar bien, y se ha
metido los dedos en la boca, ha cogido la dentadura nueva y la ha arrojado por
la ventana al campo, y ha seguido recitando sus versos con un fuego y con una
verba maravillosa. ¡Qué hombre! ¡Qué dignitá artística tiene en la posa!

Este gesto a lo Guzmán el Bueno con su dentadura, a Cornuty le


maravillaba.

Barrantes era, al parecer, un dipsómano inveterado. Se decía de él que


una vez convidó a varios amigos a una taberna de la calle de Tetuán, y para
pagar dio un billete de quinientas pesetas. La cuenta era de seis o siete. El amo
del establecimiento dio el billete a un muchacho dependiente suyo para
cambiarlo, y el muchacho se escapó con él.

El amo estaba preocupado, y, al ver que no venía, Barrantes le dijo: «No


se alarme usted; lo que falta de ese billete me lo gastaré en poco tiempo en vino
en esta taberna».

Una tarde estuvimos en el Café de la Luna Barrantes, Manuel Sawa,


Cornuty y yo. Sawa hizo el gasto de la conversación. ¡Qué de bolas nos contó!
Las hazañas suyas en Filipinas dejaban atrás a las de Hércules. Una vez
macheteó él solo a cincuenta chinos, al parecer por capricho; otra, peleó con un
gigante negro, y le tiró al fogón del barco en donde iban.

—¿Y qué le pasó a ese negro? —le preguntamos.

—Sa…, sa…lió convertido en humo oscuro —contestó, tartamudeando.

Como nosotros sabíamos que Sawa era bastante cobarde, nos reíamos
interiormente de sus aventuras.

También nos dijo que en Joló bebían un aguardiente tan fuerte, que se
cogía una caña de bambú llena de líquido, se echaba al aire y se evaporaba
completamente. No caía nada en el suelo. Pedro Barrantes, al oír esto, sonreía
con una sonrisa mefistofélica.

Luego nos habló éste de algunas gentes de la cárcel Modelo que él


conocía, cuyas historias parecían fantásticas, como las de Sawa, y que habían
cometido crímenes horrorosos. De un cura invertido, que vivía en los
alrededores de Madrid, que creo que se llamaba Meliá, y a quien asesinaron,
contó que celebraba misas negras, y empleaba hostias consagradas para hacer
conjuros.

Los tres bohemios que estuvieron conmigo aquella tarde en el Café de la


Luna terminaron de mala manera.

Barrantes murió, según dijo, por la influencia maléfica de su enemiga el


agua. Un día se encontró enfermo y atacado por una fiebre altísima. Marchó a
su pobre chiscón, se metió en la cama y comenzó a delirar. Llamaron a un
médico de la casa de socorro, y éste dijo que no bebiera nada, ni agua ni vino,
hasta que volviera él. El enfermo estuvo dos días con fiebre alta, y por la
madrugada del segundo se despertó muerto de sed, cogió la jarra del agua del
lavabo, llenó un vaso y lo bebió, y después otro y otro. Luego se tendió en la
cama, y pocos momentos después empezó a quedarse frío, y se murió.

A Manuel Sawa le recogieron medio muerto también en la calle, y


Cornuty acabó, como he dicho, atropellado por un camión en París.
VII

Camilo Bargiela tenía la preocupación de ser elegante.

—Usted no tiene aire de nada —me decía.

—¿Para qué va a tener uno aire de ser algo no siendo nada?

—Valle tiene aire de fantasma o de figura de cera. Yo parezco un gran


rastacuero; pero usted, nada. Usted podía ser, por su tipo y por su traje,
corrector de pruebas de imprenta, empleado del ayuntamiento o médico de la
casa de socorro.

—Sí, es verdad —le decía yo—; es que hay gentes que son como los
cuadros, a quienes no los cambia el marco, y otros a quienes los cambia. A Valle
o a usted los ven aquí, entre el pópulo, o en un teatro, y la gente piensa lo mismo
de ustedes, y dicen: «Son tipos raros: escritores, pintores o bohemios». A mí me
ven en la calle, y si tienen interés, suponen, como usted dice: «Es el empleado, el
corrector de pruebas o el practicante de la casa de socorro»; pero me ven en un
coche y bien vestido, y piensan: «Debe de ser un señor importante». Yo no tengo
un tipo acusado ni lo quiero tener tampoco, ¿para qué?

Camilo Bargiela era hombre tímido, que quería pasar por terrible, con
unos bigotes negros, amenazadores, y la cara cetrina.

Estaba entonces en una situación económica muy mala.

Esperaba que le hicieran cónsul pronto para salir de sus apuros.

Contaba cosas truculentas ocurridas en Santiago de Galicia que,


probablemente, pasaron hace muchos años y se transmitieron de generación en
generación, y luego se acumularon como en un anecdotario.

Bargiela esperaba el consulado con ansia, porque, al parecer, había


ganado las oposiciones, aunque Valle-Inclán aseguraba que no, que le habían
suspendido.

Bargiela llevaba unos pantalones destrozados, de los que no le quedaban


más que los tubos, que los sujetaba con unas cuerdas al cinturón. Nosotros, a los
pantalones destrozados los llamábamos «pantalones Bargiela». A pesar de su
indumentaria, no precisamente de un dandy, ni mucho menos, aparentaba tener
confianza en sí mismo, y quería pasar por un conquistador.
Bargiela se mostraba muy partidario de tomar las cosas por la tremenda,
al menos en teoría.

Había publicado un librito titulado Luciérnagas, con una cubierta en


color, dibujada por un caricaturista portugués llamado Leal de Cámara.

A pesar de los pronósticos poco optimistas de Valle-Inclán sobre su


paisano, Bargiela entró en el cuerpo diplomático, y estuvo de vicecónsul en
Manila.
VIII

Yo no iba mucho al café Levante, a pesar de que entre algunos ha


quedado ese recuerdo de que era asiduo comensal, y Carrere ha dicho, al
parecer, que el café Levante copió, entre otros, el gesto, entre misántropo y
jovial, de Baroja.

De la tertulia del café Levante, a quien más recuerdo es a la Dora.

Esta Dora, de un pueblo próximo a Medina del Campo, era una mujer
morena, de buen tipo; vivía sola. Tenía un aire castellano clásico. Podría haber
servido de modelo para una Virgen de Montañés. Se mostraba muy enemiga de
todo lo que fuera bohemia y desorden. Había sido modelo del pintor Ricardo
Canals, y éste la llevó al café Levante. Tenía una gran admiración por el pintor
catalán.

Canals era buen tipo, moreno, esbelto, de ojos claros, poco hablador y de
aire un tanto melancólico.

La Dora daba un aire de paletismo a todo, algunas veces desgarrado y


pintoresco.

Dos amigos, uno marino y otro bolsista, la llevaron a la Dora a los teatros
y sitios de diversión de noche. No le hacían efecto. Yo creo que a cualquier sitio
que hubiese ido, fuera salón, laboratorio o museo, hubiera pensado primero que
era necesario limpiar, fregar, barnizar, quitar el polvo, etcétera, etcétera.

La Dora no experimentaba simpatía alguna por Valle-Inclán, que la


galanteaba y hacía regalos; ni le gustaba su literatura. La Dora tenía el sentido
realista del castellano.

«Esas cosas de Valle-Inclán las saca de las novelas —decía con cierta
candidez—; a mí no me gustan nada.»

Valle-Inclán creía que la influencia de Canals influía en ella, y hablaba


mal de él, y decía que era un chulo. Canals sonreía, no le interesaba el asunto.

A mí la Dora me estimaba como a hombre trabajador, sentía cierta


compasión porque creía que yo trabajaba para poder vivir al día, y me indicaba:
«Usted no va a ganar nunca nada, porque lo que escribe no le gusta a la gente;
pero como usted es terco y se empeña en ello, le va a pasar como a las
caballerías débiles, que les ponen demasiada carga y se les doblan las piernas y
se caen».
Valle-Inclán y la Dora acabaron mal y riñeron, y hasta se insultaron.

La última vez que vi a la Dora fue en el café Levante por la tarde. Yo


estuve en el café por excepción. Había andado mucho y me encontraba cansado,
y pensaba descansar un rato.

Poco después que se marchase la Dora, se sentaron unos paletos a mi


lado, y viéndome medio dormido, no me hicieron caso, y estuvieron hablando
de una condesa, que había tenido hijos con un capellán de su finca, y de las
complicaciones del asunto que salieron a flote en un proceso célebre, en el cual
intervinieron como abogados los señores Bergamín y La Cierva.

Yo sentí que no estuviera la Dora, porque sus comentarios hubieran sido


curiosos.

La Dora tenía opiniones muy tajantes sobre los contertulios del café,
opiniones de paleta.

Creía que Anselmo Miguel Nieto era muy buen pintor; pero le
consideraba muy cazurro y terco.

«Así son los de Valladolid», decía, muy convencida.


IX

Hace algún tiempo, en un periódico de Madrid, venía un artículo sobre


don Ciro Bayo, con un retrato suyo, que no se parecía nada a este viejo amigo
mío. La razón de la desemejanza era fácil de comprender para el que sepa lo
que ocurrió con su retrato.

La única fotografía, y además falsa, de nuestro amigo Bayo, había


aparecido en la Enciclopedia Espasa. Los redactores de ésta habían pedido
tiempo antes a don Ciro un retrato para ponerlo al frente de un artículo
biográfico que iban a publicar sobre él, y don Ciro tuvo la humorada de, en vez
de mandar una fotografía suya, enviar la de su padre.

¿Por qué lo hizo? No lo sé. No sé si fue desdén por la publicidad o gusto


por la mistificación.

En don Ciro había siempre complejos raros y mal explicados.

Don Ciro era hombre absurdo, preocupado y despreocupado al mismo


tiempo.

Un día que me vio en la calle con boina y con unas cartas en la mano, me
dijo casi con alarma:

—Pero ¿cómo va usted así?—Pues ¿qué pasa? —le pregunté con


extrañeza.

—Va usted con boina y con unas cartas en la mano. ¿No ve usted que le
van a tomar por un dependiente o por un criado?

—¡Bah! ¡A mí qué me importa que me tomen por lo que quieran!

—No, no. Eso, no.

—Al duque o al millonario, si le ven con boina y con unas cartas en la


mano, le pueden tomar por un criado. Pero ¿qué vale eso?

—Vale mucho.

—Para mí, nada.

Yo conocí a don Ciro hacia el 1900, en casa del editor Bernardo Rodríguez
Serra. Habían estado los dos en Tucumán o en Sucre, en donde fueron pasantes
de un colegio. Rodríguez Serra, a principio de siglo, se dedicaba en Madrid a
trabajos editoriales, y encargaba algunos de éstos a don Ciro Bayo, y le
desesperaba con sus disposiciones apremiantes. Partidario el editor de las
medidas rápidas, interrumpía las explicaciones de Bayo, diciéndole, medio en
serio, medio en broma: «¡Al grano, don Ciro, al grano! Nada de divagaciones».

Entonces don Ciro se amoscaba y se enfurecía.

Don Ciro Bayo era un viejo hidalgo quijotesco, un poco absurdo y


arbitrario.

Siempre decía con orgullo que era hijo natural. Efectivamente, era hijo
natural de un banquero, don Adolfo Bayo, y el retrato de este banquero es el
que aparece en la Enciclopedia Espasa al frente del artículo sobre don Ciro. Ciro
Bayo era hermanastro del barítono Perelló de Segurola.

Don Ciro tenía tipo físico y espiritual de un hombre del siglo XVII. Alto,
flaco, esbelto. Como solitario, no necesitaba de nadie, según él decía. En
América vivió como un aventurero: hoy aquí y mañana allá, ganándose la vida
de periodista y de maestro de escuela.

Él mismo reconocía su arbitrariedad y el ser partidario del favoritismo y


de la injusticia. Decía que, si fuera profesor, protegería a unos estudiantes y a
otros no. Tenía unas normas suyas, y si pensaba en el público, era más bien
contra él que a favor de él.

Se consideraba más Segurola que Bayo. Los Segurolas, según decían,


eran de Pasajes, en Guipúzcoa, y los Bayo, creo que de Yepes, en la provincia de
Toledo.

Hace treinta o cuarenta años, don Ciro tenía una buhardillita, donde
habitaba, en la calle de Antonio Grilo, en Madrid. Esta buhardillita, misteriosa,
en la cual no dejaba entrar a nadie, le costaba tres duros al mes. Don Ciro tenía
una asistenta vieja para limpiar su rincón. La asistenta, que vivía en la vecindad
por entonces, se quedó sin casa; don Ciro le buscó un piso. Éste le costaba diez
duros, y los pagaba él. Así, el señor tenía una buhardillita de tres duros, y la
criada, un piso de diez.

Don Ciro me dijo varias veces:

—Cuando yo me muera dejaré para usted un reloj de oro, a condición de


que lea usted unas cuartillas en mi tumba.

—Pero si usted puede llegar a centenario, don Ciro —le decía yo—.
¿Quién le va a esperar a usted?
A principios de siglo, yo pensé hacer un viaje camino de Portugal, por
Castilla y Extremadura, e intercalarlo en una novela.

Compramos mi hermano Ricardo y yo un burro para llevar provisiones,


y mi hermano fabricó una tienda de campaña. Le invitamos a don Ciro a
acompañarnos en la excursión, y aceptó.

Mi hermano estaba con mucha ilusión con su tienda; pero, llegada la


hora de utilizarla, no resultó muy aprovechable, porque dentro olía muy fuerte
a aceite de linaza y no preservaba tampoco mucho del frío.

Partimos un día de octubre. La tienda de campaña se armaba con dos


palos. Salimos de Madrid. No supimos colocar bien los palos encima del burro;
si los poníamos atravesados, estorbaban al carro que se cruzaba con nosotros, y
si se los ponía derechos, en el sentido del camino, al burro se le caían. El pintor
Leandro Oroz los cogió al hombro, y los llevó hasta Alcorcón. Luego allí, se
despidió para volver a Madrid.

—Venga usted ya —le dijimos.

—No, no; tengo que trabajar —contestó.

Llegamos a Villaviciosa de Odón, y acampamos en un bosquecillo, y por


la mañana, después de dormir o hacer que dormíamos, nos pusimos a encender
el fuego para preparar el desayuno.

Estábamos en tal faena, cuando apareció a lo lejos, entre el boscaje, un


guarda con una escopeta, que se acercaba a nosotros, apuntándonos.

No sé quién de los tres levantó los brazos y preguntó al guarda a gritos:

—¡Eh! ¿Qué pasa? ¿Qué es lo que quiere usted?

—Vengo a saber quiénes son ustedes y qué hacen en este campo.

—Pues nosotros somos unos excursionistas de Madrid.

—¡Ah, ah; vamos! Creí que eran ustedes gitanos.

—¿Y por eso venía usted dispuesto a pegarnos un tiro?

—¡A ver!

—¡Amigo, vaya un sistema! Se lucen los gitanos que vengan por aquí.
El hombre se humanizó, nos pidió un cigarro, y se puso a hablar con
nosotros y nos ofreció una liebre que llevaba por dos pesetas. Era una liebre
magnífica, casi parecía un cordero por lo grande.

Levantamos nuestro campamento, y, al llegar a Brunete, le dijimos a la


posadera que nos preparara la liebre con arroz, y como no teníamos una idea
clara de la cantidad de grano necesaria y llevábamos nosotros el arroz, lo
pusimos a ojo. La cantidad resultó enorme, y cuando nos pusimos a comer, nos
trajeron una cazuela como para diez personas, lo menos. La liebre parecía haber
crecido en el fuego y tomado grandes proporciones.

Don Ciro se empeñó en que teníamos que comer toda la cazuela entre los
tres. La cosa fue imposible. Por más esfuerzos que hicimos, la mitad del arroz y
de la liebre hubo que dejarla allá.

Don Ciro vivía con una idea un poco equivocada de sus aptitudes de
viajero. Presumía de guisar bien, y como cocinero era una calamidad, una
completa birria.

Tampoco tenía paciencia para hacer el fuego en el campo, y a los dos o


tres días, yo me ocupaba de esto. Me inventé una teoría para encenderlo, un
poco complicada y detallada de exponer, y que no vale la pena de explicarla.

Don Ciro creía que alcanzaría un gran éxito con los curas y los frailes de
los conventos e iglesias que encontrásemos en el camino. Pensaba decirles frases
clásicas en latín y en italiano. Había supuesto cómo sería su llegada al
monasterio de Yuste.

—¿Qué deseas? —le preguntaría el superior del convento. Y él


contestaría, émulo de Dante o de Petrarca:

—La pace.

No sé por qué, aquí la contestación tenía que ser en italiano.

La realidad fue muy distinta a sus ilusiones.

En Yuste nos salió a recibir el superior, un fraile grueso y rubio, parecido


a Blasco Ibáñez, que nos dijo con acento valenciano: «Si desean ver la casa,
entren unos instantes, y váyanse enseguida».

Don Ciro se llevó un chasco. De la pace no había qué hablar.


El viaje entero duró cerca de veinte días, y tuvo bastantes apuros, fatigas
e incomodidades. Dormimos en los pajares, y al cruzar el Tiétar tuvimos que
meternos en el río hasta el cuello, porque venía con crecida. El pasar el burro
nos costó un gran trabajo: el animal no quería hundirse en aquellas aguas que
llevaban bastante corriente.

Cuando el burro pasó a la otra orilla, don Ciro le dedicó la romanza


poética del Cisne, de Lohengrin:

Mercé, mercé – cigno gentil!…

Valica ancor – l’ampio oceàn…

Vanne, ritorna – nel santo asil,

In cui non penetra – lo sguardo uman!…

Las pequeñas aventuras del viaje, con los tipos vistos en el camino, las
conté ya en una novela titulada La dama errante.

Don Ciro, que no poseía ningún sentido realista, escribió un libro sobre
nuestro viaje, titulado El peregrino entretenido, libro de episodios y aun de
paisajes inventados, pues no tiene nada de lo visto en el camino.

Sin embargo, algunos críticos dijeron que era de una realidad


extraordinaria, porque en esto de no notar la realidad los críticos españoles han
sido especialísimos. Don Ciro publicó, además de este libro, La colombiada, Los
caballeros del Dorado, Los Césares de la Patagonia, La plata perulera, El peregrino en
Indias, etcétera, etcétera.

Uno de los entretenimientos de nuestra marcha en la excursión a Gredos,


además de hacer fuego y la comida, era discutir de estrategia.

Pasábamos siguiendo la línea de la sierra de Gredos y salíamos a un valle


con algunas colinas.

«A ver —decía alguno—; supongamos que el enemigo está atrincherado


en aquellos cerros; nosotros tenemos aquí, en la llanura, mil quinientos
hombres, un pelotón de caballería y tres piezas de artillería. ¿Qué hacemos?
¿Atacamos o defendemos?»

Nunca estábamos de acuerdo en nuestros planes estratégicos.


Después de la discusión, don Ciro suponía cómo se redactaría el parte
oficial que tenía que dar el alcalde de aquellos pueblos al terminar la lucha.
Dictaba como si estuviera delante de un secretario: «El alcalde de Losar de la
Vera al ministro de la Gobernación. A las siete de la mañana del día 10 del
corriente se han presentado en las inmediaciones de este pueblo varias partidas
facciosas, al mando de los cabecillas Segurola y Baroja, y, después de sacar
raciones, se han dirigido por el camino de Plasencia».

Hay que advertir que don Ciro tomó casi en la niñez alguna parte en la
guerra civil y estuvo en las oficinas con Dorregaray y con Cucala.

De aquella época contaba una anécdota bastante divertida. Al parecer, al


hacerlos prisioneros, los llevaron presos a Sagunto, y allí, reunidos en la plaza
de armas del castillo, un sargento les dijo: «Hasta ahora habéis obedecido a
Carlos Chapa. ¿No es verdad? Pues ahora Carlos Chapa va a ser éste». Y les
mostraba un garrote que enarbolaba en la mano derecha.

En la excursión aquella por Gredos hacía yo de pagador. Don Ciro no


cotizaba; nuestros gastos eran pequeños. Si, por ejemplo, la cuenta de cenar y de
dormir eran seis o siete pesetas, yo daba una de propina.

Como don Ciro se jactaba de ser especialista de vida errante, me advirtió:


«Aquí, en estos mesones y ventas, no hay costumbre de dar propina».

Al día siguiente, al salir por la mañana de la posada, pagué la cuenta,


cinco o seis pesetas, y no di ni diez céntimos de gratificación.

—¿No ha dado usted propina? —me preguntó don Ciro.

—No. ¿No me ha dicho usted que no la diera?

—Sí; pero éste era un hombre simpático.

—Bueno, don Ciro —le dije yo—. Tome usted el dinero y pague, porque
pensar que yo voy a averiguar qué posaderos o qué criados de mesón le van a
ser simpáticos a usted y cuáles no, esto está por encima de mis fuerzas.

Así, entre riñas y malos humores, discusiones y proyectos, hicimos


nuestra excursión, y volvimos a Madrid.

Tiempo después, don Ciro iba con frecuencia a mi casa de la calle de


Mendizábal. Entraba en la imprenta, charlaba con los cajistas, y si veía a mi
sobrino Julio, y éste, por casualidad, no tenía clase en el instituto—escuela, le
invitaba a ir con él a la parada de Palacio y a seguir a la tropa.
Tiempo después, don Ciro se me acercó en la Puerta del Sol:

—Le he vencido a usted, don Pío —me dijo.

—Pues ¿por qué? ¿Qué ha pasado?

—Porque hemos sido rivales en la Academia Española para el premio


Fastenrath.

—Pero ¿cómo? Si yo no me he presentado a ningún premio…

—Cierto, le han presentado a usted.

—¿Quién?

—Don Daniel de Cortázar, que es ingeniero, amigo y compañero de su


padre.

—¿Y qué libro mío presentó?

—El árbol de la ciencia. Yo presenté El lazarillo español.

—¿Y venció usted?

—Vencí.

—Pues me alegro.

—La elección la resolvió don Leopoldo Cano, que se levantó, y dijo que
de ninguna manera aceptaría que le dieran el premio a usted. Parece que le
tiene un poco de hincha.

—Quizá yo haya escrito alguna broma sobre él. De todas maneras, don
Ciro, por ese premio, nosotros no hemos de reñir, y eso es lo principal.

—Es verdad, nosotros no tenemos la mala intención ni la envidia de esos


inmundos literatos.

Y nos despedimos amablemente.

Don Ciro despreciaba a los escritores; no quería ni verlos; vivía aislado.


Por las mañanas, salía, daba su paseo, comía en una taberna de la calle Ancha
de San Bernardo, y, después de comer, se encerraba en su casa.
En cierta época, en esa taberna se dedicaba a jugar a la brisca con unos
carreteros y mozos de cuerda; pero no quería que lo supiera nadie.

En la calle andaba muy limpio, la camisa siempre nueva y un bastón en


la mano.

Don Ciro había dejado buenos recuerdos en Bolivia, en donde estuvo de


profesor. Hubo una época en que cayó enfermo y se quedó sin dinero y en mala
situación en su rincón de la calle de Antonio Grilo, y mi cuñado, el editor Caro
Raggio, escribió a un amigo de don Ciro, de La Paz, no sé si Hernando o
Hernández, que envió enseguida a Madrid unas cinco mil pesetas.

Don Ciro volvió a estar en relativa buena posición, y se gastaba el dinero


que ganaba alegremente. Algunas veces le encontré en la calle, y me dijo:
«Tengo cuatro terrones de azúcar para desayunar, y estas doce pesetitas me las
voy a jugar al frontón».

Mucho tiempo después, mi amigo el pintor Juan Echevarría, que había


oído hablar de don Ciro, me indicó a mí que viese la manera de hablar con él
para que le sirviera de modelo para hacerle un retrato.

«Bien —le dije yo—; le buscaremos; pero no crea usted que será fácil
traerle al estudio, porque es un tipo raro y no quiere que nadie vaya a verle.»

Efectivamente, fuimos a la calle de Antonio Grilo, a su casa, donde


dijeron en la portería dos o tres veces que no estaba.

Entonces le escribí yo por correo interior, diciéndole que fuera a mi casa


de la calle de Mendizábal, y allí se presentó. Le expliqué cómo Echevarría
quería hacer su retrato. Vendría a las tres de la tarde a buscarnos y a llevarnos a
su estudio. A pesar de que le gustaba la idea, por su complejo extraño, dijo que
él no era partidario de estas exhibiciones y vanidades.

«No sea usted majadero —le repliqué yo—; Echevarría es una buena
persona, y si usted le sirve de modelo, le atenderá, le llevará en su automóvil de
aquí para allá, le convidará y le prestará dinero, porque es rico.»

Don Ciro siguió diciendo que no.

Vino Echevarría en su automóvil, bajamos a la calle, y don Ciro se


empeñó en no subir.

—Estas cosas le gustan a don Pío —dijo—; pero a mí, no. Yo no tengo
aficiones al lujo ni a la exhibición.
—Usted nos está haciendo perder el tiempo de una manera estúpida —le
dije—. ¡Hala, a subir!

Subimos, fuimos al estudio del pintor, a la calle de Sagasta o Carranza, y


al ver que el taller estaba aquel día un tanto polvoriento, lleno de papeles y de
colillas, don Ciro se tranquilizó, le gustó aquello y empezó a llamar a Echevarría
Don Giovanni y a bromear con él.

—No sé por qué me llama Don Giovanni —me dijo Echevarría, que era
un ingenuo.

—Son fantasías de don Ciro, no hay que hacerle caso.

El pintor, que estaba pintando desde días antes mi retrato, me indicó:

—Bueno, suba usted a la tarima.

Subí, me coloqué en la misma actitud que otras veces, y don Ciro dijo:

—Ya está don Pío en su trono. Es lo que a él le gusta.

—¡Qué trono! ¡Una vieja tarima!

Cosa rara. Don Ciro creía que yo era la quintaesencia de la petulancia y


del amor por la pompa. Él suponía que a mí la ceremonia me encantaba, y a mí
me gustaba seguramente mucho menos que a él. Él pensaba que yo era un
monstruo de soberbia.

Don Ciro fue dos días al estudio mientras Echevarría terminaba mi


retrato, y cuando le tocaba la vez a él y se había comprometido a ir al estudio a
servir de modelo, ya no apareció. Aquí surgía su complejo raro de humildad y
de orgullo.

El último día, don Ciro y yo nos dirigimos algunas bromas mutuas, como
siempre que estábamos juntos. Hablaba él de la geografía de Bolivia, donde
pasó ocho o diez años; de los indios mojos y chiquitos, de su idioma y de las
lecciones que dio en el colegio de Sucre. Yo entonces le dije a Echevarría:

—Como ve usted, don Ciro es el Humboldt de los colegios de primera


enseñanza.

Después estuve hablando con Echevarría de si se encontraban ya obras


de interés en las librerías de viejo, y don Ciro saltó de pronto, y dijo:
—Como ve usted, Don Giovanni, don Pío es el Lord Byron de las
librerías de viejo.

—¿Se venga usted, don Ciro? —le dije yo.

—Donde las dan, las toman —contestó, riendo.

Después le vi poco. Parece que vivió durante algún tiempo en un desván


de un almacén del librero Pueyo, en las afueras, luego entró en un asilo y no le
gustaba hablar con sus antiguos amigos.

Si hubiera estado aquí, en Madrid, cuando murió, hubiese ido al hospital


a verle y al entierro, no por el reloj de oro, sino por despedir a este viejo amigo
fantástico, a quien tenía afecto.

Yo no he visto hombre más arbitrario en sus ideas y en su trato que don


Ciro.

Todo lo hacía caprichosamente. A unas personas había que concederles


lo que pedían; a otras, nada.

Al principio, cuando le conocí, discutía con el editor Rodríguez Serra.

—Don Ciro, ¿quiere usted hacerme una traducción? —le preguntaba


éste.

—Bueno.

—Como no es más que ciento cincuenta páginas, le pagaré a usted, si le


parece, treinta duros.

—No.

—Pues ¿cuánto quiere usted?

—Quince.

Y no se le sacaba de ahí.

Conmigo también tenía una norma parecida.

Poco después de la excursión a pie, don Ciro me envió una tarjeta postal
con este soneto mediocre, que no me parece muy exacto, porque yo no llevaba
chambergo ni machete al cinto al ir en el viaje por Gredos.
Además, yo tengo una profunda repulsión por los sonetos. Me parecen
una manifestación de pedantería antipática. Los encuentro más desagradables
que las octavas reales.

El soneto de don Ciro decía así:

Marcial, a pie, con el machete al cinto,

su chambergo, sus botas y bufanda,

el gran Pío Baroja va en demanda

del sitio do muriera Carlos Quinto.

Recorriendo el riscoso laberinto,

en que el Tiétar despéñase y se agranda,

llega don Pío a la precisa banda

en que se oculta el imperial recinto.

Llama ansioso a la puerta del convento,

y a complacerle sale, en lo que guste,

un fraile capuchino de gran fuste.

Don Pío ve lo que refiere el cuento,

y exclama, al fin y al cabo: «¡Bravo embuste

la leyenda del káiser y de Yuste!».

Madrid y noviembre de 1907.

No me extrañaría nada que alguno dijera que este soneto lo he escrito yo


para darme tono.

Después de muerto don Ciro, se ha dicho que los amigos que tenía le
abandonamos, lo cual es completamente falso.

Mi cuñado Caro Raggio y yo le publicamos libros y le encargábamos


traducciones; pero don Ciro era hombre que no quería protecciones de ninguna
clase, y a veces le molestaban las cosas más inocentes. En esta época del asilo se
pintaba las rozaduras de la chaqueta y de los pantalones con tinta. Si se le
preguntaba si marchaba bien, si no quería hacer algún trabajo y que se le podía
adelantar algo, casi se ofendía. En su época probablemente peor, durante el
período rojo en Madrid, y cuando murió, yo no estaba en España.

Por otra parte, don Ciro agradecía los halagos de la vanidad más que el
dinero, y entre los papeles viejos de mi casa de Vera encuentro una tarjeta
postal dirigida a ese pueblo, de julio de 1934, en la que me dice:

«Grande y buen amigo:

»Muchas gracias por su cariñoso recuerdo en su dominical de Ahora, por más que me
cataloga usted entre los vagabundos. Pero como dora usted la píldora con su ingenio y discreción
acostumbrados, yo me la trago y me doy por satisfecho.

»Muchos saludos a los huéspedes de Vera, y para usted un abrazo de su buen amigo,

»Ciro Bayo».

Sobre la supuesta antropofagia de don Ciro, de la cual no sé si he


hablado, encuentro un artículo de Eduardo Ortega y Gasset, que termina así:

«—¿De verdad ha sido antropófago Ciro Bayo, uno de los hombres más bondadosos de la
tierra?

»—Ya lo creo. Fue en un largo viaje que hizo por las selvas tropicales. Iba por el río Manaos,
uno de los afluentes del Amazonas, sobre una almadía que pilotaba un indio. Se había unido a él un
belga que se dedicaba al comercio de jamones y llevaba un gran fardo de este rico alimento. Pero lo
que no sabía Ciro Bayo es que, además, llevaba entre los jamones la imagen de una Virgen que había
robado de la iglesia de un pueblo próximo. El telégrafo, que es compatible en aquellas lejanías con la
aspereza de la selva inexplorada, había avisado del sagrado rapto a los pueblos inmediatos y al
belga; en uno de ellos le registraron el fardo, limitándose a quitarle la escultura, pues el robo fue sólo
atribuido a un exceso de devoción. Por la misma causa, los policías se llevaron algunos jamones. La
almadía siguió su curso aguas abajo.

»Entre numerosas aventuras, que no hay aquí sitio para contar, y que pertenecen, en
realidad, al dominio literario del señor Bayo, ocurrióles que en un rancho de indios, que había tenido
un encuentro guerrero la víspera, fueron obsequiados con una carne asada. Más tarde, un jesuita, al
que visitaron en las proximidades, les anunció que habían comido carne humana de las víctimas de
la escaramuza. Cuando le preguntaron cómo sabía, contestó Bayo solemnemente: “Tenía un ligero
sabor a cerdo”.

»Desfilaron luego un sinnúmero de personajes originales, entre los que se destacaban


algunos generales mejicanos, como Pancho Villa, cuya verdadera personalidad no se conoce bien en
Europa sino a través de un matiz de bandolerismo, y que, con su riqueza de incidentes, en que
campea la audacia, son la modalidad actual de los hombres de la conquista. Pero no caben ya en esta
página, y, además, preferimos que el público lo lea en el próximo libro del novelista don Pío Baroja».
X

En 1913 hice un viaje a París con el médico de Vera del Bidasoa, Rafael
Larumbe, quien pensaba practicar en la capital de Francia la especialidad de
enfermedades de niños y dejar después el pueblo para trasladarse a San
Sebastián y ejercer allí.

Fuimos los dos a vivir a la calle de Pierre Nicole, cerca del bulevar Port-
Royal, al lado de la Maternidad y de la clínica de niños Baudeloque.

El doctor Larumbe y yo nos entendíamos bien. Nos citábamos muchas


veces delante del Instituto para ir al restaurante a la hora del almuerzo. Llegaba
él al lugar de la cita envuelto en el impermeable y leyendo un periódico de San
Sebastián. No le hacía gracia comer en los restaurantes Duval, entonces
popularísimos, porque les encontraba aire de sanatorio y le parecían muy viejas
las camareras. Además, le gustaban las comidas variadas, caprichosas y
pintorescas. Yo no; comía casi siempre lo mismo: un poco de pescado o huevos,
verdura y dulce. Después de comer, el doctor y yo íbamos con frecuencia al
Café de Flora, charlábamos, y él se marchaba al hospital, y yo, a casa. A la hora
de cenar volvíamos a encontrarnos.

Yo me dediqué los primeros días a ir a las librerías y a las tiendas de


estampas, y Larumbe se pasaba el tiempo en la clínica Baudeloque, no muy
lejos de casa. Comíamos casi siempre juntos, nos reuníamos por la noche en un
café llamado La Closerie des Lilas, esquina al bulevar Montparnasse y frente a
la avenida del Observatorio.

Yo, por la mañana, recorría los puestos de los muelles y las tiendas de las
calles Mazarino, Sena y sus alrededores.

En una estampería de una de estas calles, próximas al Instituto, veía a


menudo a Anatole France, con su estatura de gendarme y su cabeza piriforme.
Estuve dos o tres veces sentado a su lado, oyendo a los empleados de la tienda
de estampas, que se deshacían en cumplidos con él, llamándole a cada paso
«querido maestro» o «ilustre maestro».

Unos días después de llegar, no sé si lo vería en el café de La Closerie,


vino a mi casa un tipo conocido por mí en Madrid, llamado Cayetano Cervigón.

A Cayetano Cervigón y López de Ayala le había conocido hecho un


elegante: terno claro, guantes amarillos, polainas grises y flor en el ojal. Era un
hombre de buen color, barba rubia y de aire sonriente.
En esta época, en París, le encontré con un aspecto cansado, descuidado.
Tomaba por días el aire del bohemio pobre, con el gabán raído, el sombrero
seboso y las botas deformadas.

Cervigón le había dado un tute a la vida, que en pocos años parecía viejo.
Yo le veía con frecuencia, porque hacíamos los dos el mismo recorrido de los
muelles del Sena en busca de libros. Él compraba, por lo que vi, principalmente
libros sobre América, que todavía se vendían baratos, y los revendía a
bibliotecas de ciudades americanas. Era muy parisianista, y decía que no le
gustaba ningún otro pueblo de Europa.

Me preguntó qué buscaba; yo se lo dije, y entonces iba por la mañana al


pequeño hotel donde yo vivía, en la calle Pierre Nicole, con una carpeta negra,
como quien va a casa de un cliente, y mostraba sus estampas y sus libros y
ponía los precios como comisionista.

Muchas veces no estábamos conformes en el precio de una estampa,


porque él pedía cincuenta céntimos, y yo creía que no valía más de cuarenta;
pero luego salíamos juntos y tomábamos algo en un café, y pagaba cualquiera
de los dos el consumo, sin dar a esto mucha importancia. La tacañería era sólo
para el precio de las estampas, porque ninguno de los dos quería dejarse
engañar.

En La Closerie des Lilas, adonde íbamos por la noche Larumbe y yo, se


reunían muchos escritores y pintores españoles, ingleses, italianos y algunos
rusos. Un día a la semana había una especie de recepción del poeta Paul Fort y
de su mujer. Citaba éste allí a sus amigos, cobrando, probablemente, un tanto
por ciento de la entrada, costumbre muy de nuestra época industrializada, a la
que no solían hacer remilgos algunos literatos y artistas de relativa fama.
Muchas veces aparecía Sacha Guitry, que tenía entonces gran éxito como joven
elegante, periodista, autor de comedias, actor y caricaturista. También me han
dicho después que a La Closerie des Lilas solía ir por este tiempo Lenin, a
quien, naturalmente, entonces no le conocía nadie.

El doctor Larumbe, amable y simpático, hizo allí muchas amistades. Era


gran aficionado a la música. Tocaba cuantos instrumentos encontraba, y un día
apareció en el café con una flauta de metal que en vasco llaman chirol, y los
franceses, flageolet.

Larumbe comenzó a tocar en su flauta una canción popular del País


Vasco llamada Andre Madalen (La señora Magdalena).

Algunos de los españoles de la tertulia nuestra, recelosos, dijeron: «Nos


van a echar».
Fue todo lo contrario. Al terminar la tocata, el público empezó a aplaudir.

Después, Larumbe se lució con otros aires populares vascos, siempre


entre aplausos, y hubo un joven que se acercó a nosotros y dijo que sabía
música y que quería poner en solfa una de aquellas canciones.

Luego salimos del café, y Larumbe fue entonando la marcha de


Oriamendi. Llegamos al hotel de la calle de Pierre Nicole, muy cerca de allí, y,
como despedida, emprendió con el Iriyarena, aire que se tocaba en San Sebastián
en tiempos felices, cuando había bueyes ensogados en la plaza de la
Constitución.

Unos vecinos, buenos ciudadanos parisienses, saltaron, sin duda, de la


cama, y en camisa y en gorro de dormir, se asomaron a los balcones al oír el
sonido de la flauta, y hasta comenzaron a aplaudir. La sorpresa grande fue, al
parecer, la de dos médicos pensionados de San Sebastián, que vivían en la
vecindad, al oír, a la una y media de la madrugada, en París, un aire de su
pueblo.

A la mitad de mi temporada en París, ya no le volví a ver a Cervigon más


que de tarde en tarde. Según parece, vivía en un hotel bastante misero de la
calle Dupin, calle estrecha y pequeña, entre la de Sèvres y la de Cherche-Midi.
Tenía allí un cuartucho lleno de libros.

Cervigón aseguraba que su calle era la Rue du Pin, o sea del pino, y
también el hotel, cuya muestra ilegible tenía el mismo nombre. No sé qué valor
encontraba en esto, pero no era así. La calle estaba dedicada a un señor Dupin,
político, en su tiempo, de importancia.

Cervigón contaba unas historias eróticas verdaderamente monstruosas.


Sin duda, tenía esa tendencia de la época a considerar lo anómalo y lo
patológico como algo de gran interés. Era lector de Huysmans y de escritores de
esta clase.

A mí, Huysmans, me pareció siempre un escritor mediocre y muy


pesado. Todo el satanismo de La-Bas es completamente ridículo, para
dependientes de comercio. A la altura de Monsieur de Phocas, de Jean Lorrain.

Cervigón, al comenzar la guerra europea, se vio desamparado. Sus


amigos, Juan Echevarría, González de la Peña y algunos otros franceses, habían
dejado París. Cervigón marchó al hospital a operarse. El amo del hotel Dupin, a
quien ya no pagaba hacía tiempo, fue el primero en presentarse en la clínica y
ofrecerse al enfermo para cuanto necesitase. El segundo fue un vecino del
mismo hotel, que ni el amo ni ninguno de los huéspedes sabía su profesión, y
resultó ser el enterrador del cementerio de Montparnasse.

Cervigón murió en el hospital, y el amo de la fonda y el enterrador


acompañaron al camposanto, piadosamente, el cadáver del antiguo dandy
madrileño.
XI

Seguía yo por entonces visitando a don Nicolás Estébanez. Me


acompañaba con frecuencia Rafael Larumbe. Le solía encontrar al antiguo
militar, después de comer, en el Café de Flora, del bulevar Saint-Germain.

Don Nicolás, ex ministro de la República española del 73, era hombre


simpático y alegre, un poco terco y arbitrario.

Había sido un revolucionario y quería seguir siéndolo.

Tenía una mentalidad un tanto rectilínea: la mentalidad clásica del


hombre de acción, del rebelde.

Buscar en un revolucionario el ideario completo del intelectual lector de


Nietzsche o de Bergson es una contradicción psicológica. El que tenga los
recovecos del pensamiento del filósofo no podrá ser un político ni un hombre
de partido.

Don Nicolás era rectilíneo y muy de su época. Yo le conocí a principios


del siglo en París. Pérez Galdós me dio una carta para que le visitara.

Don Nicolás, corpulento, de ojos azules, perilla larga y mejillas


sonrosadas, parecía un militar francés del segundo Imperio.

A pesar de su benevolencia, se mostraba muy desdeñoso, sentía un gran


desprecio por los políticos.

Pretendía seguir su camino de radical y revolucionario, y para mí era una


prueba viva de que el hombre que tiene más de cuarenta o de cincuenta años no
es revolucionario más que de nombre. El viejo es biológicamente conservador,
quiera o no quiera.

Estébanez vivía traduciendo; era hombre de lecturas atrasadas. No


comprendía ya su tiempo. No tenía gran sentido filosófico ni literario. Le
fastidiaba, por ejemplo, que se citara a Schopenhauer, a Nietzsche y a los
filósofos alemanes.

A Estébanez le pasaba lo mismo que a Valera. Se notaba que los


molestaba que se hablara de gente para ellos demasiado moderna. Entonces
esta gente era Ibsen, Dostoyevski, Tolstói, etcétera.

Refiriéndose a un señor que sabía geografía, decía don Nicolás, y se lo oí


varias veces: «Sabe más geografía que Malte Brun».
Yo creo que hubiera sido más lógico decir por entonces: «Sabe más
geografía que Eliseo Reclus»; pero él, sin duda, había estudiado el libro de
Malte Brun y le parecía el más importante.

Estébanez, a pesar de su tendencia revolucionaria y de que había


abandonado el ejército hacía muchos años, era militar de alma. No encontraba
repulsiva la guerra, con sus innumerables horrores. Le parecía natural. En
cambio, le preocupaban y le molestaban los galicismos en el idioma.

El que en un caso de guerra se ametrallara a un pueblo inocente, se le


antojaba un hecho natural; pero que en la prosa castellana se introdujera un
galicismo, le escandalizaba.

«Pero ¿eso qué importa? —le decía yo—; después de todo, la mayoría de
las palabras que se toman del francés vienen del latín. Coger una palabra de la
lengua madre no es gran delito. Por muchas pretensiones que tenga el francés,
el español o el italiano, no son más que dialectos latinos. A un Cicerón o a un
Tácito les produciría desdén, les parecería una jerga.»

Estébanez sentía el fervor por el idioma. Yo, es cosa que nunca lo he


sentido.

Quizá por este fervor, él, federal entusiasta, tenía muy pocas simpatías
por las regiones españolas que no hablan el castellano, sobre todo por los vascos
y catalanes. Por esto, para él, un cubano o un argentino eran más españoles que
un vasco o un catalán. Lo que a mí me parece falso. Puede haber una nación,
como Suiza, que tenga lenguas diversas, y naciones diferentes que tengan un
idioma igual, como Francia y Bélgica.

A mí me dijo Estébanez una vez:

—Yo creí que usted era americano.

—No; soy español y vasco. No tengo nada de americano.

Luego dijo, riendo, que en no sé qué parte de América se tenía a los


vascos por brutos y por gente mala, de intención retorcida y aviesa.

—¿En dónde no pasará algo parecido? —le contesté yo—. No creo que
haya nadie que tenga del extranjero una opinión completamente favorable.

Yo le decía que, en mi opinión, la gente del mediodía de España era la


menos interesante del país, lo que no le gustaba. Su hostilidad por los catalanes
y valencianos le hacía decir:
—El Mediterráneo es un charco infecto.

—No, don Nicolás —le decía yo—. El Mediterráneo es un mar admirable.


Naturalmente, es pequeño en el mapa. También la Tierra es una bola
insignificante en un atlas astronómico, pero a nosotros no nos da esa impresión.

Con su arbitrariedad, Estébanez tenía que ser muy amigo de sus amigos,
y, efectivamente, así lo era. Sentía un gran afecto por Pi y Margall, por don
Francisco Pi, como le llamaba él. Le celebraba más como hombre y como
escritor que como político.

Esta temporada, en el otoño de 1913, le veía a Estébanez con asiduidad.


Le encontraba en el Café de Flora, del bulevar Saint-Germain. A este café solían
acudir con frecuencia Remy de Gourmont, Marius André y, algunas veces,
Henri de Régnier.

Este Henri de Régnier parecía hombre muy soberbio, muy empaquetado.


Era alto, prognato, con monóculo, aire de suficiencia bastante ridículo y la cruz
de la Legión de Honor. Tenía aspecto de profesor pedante y miraba a todo el
mundo con cierto desdén.

Estébanez solía llevar una nota en el bolsillo del pantalón de cosas que
quería explicarme, y me contaba anécdotas muy cómicas de Salmerón, por
quien no tenía simpatías; de Rubáu-Donadéu, Paul y Angulo, Ducazcal y de
otras personas a quienes yo apenas conocía de nombre.

Estébanez recordaba también historias de españoles y de americanos y


de otros de quien había oído hablar. Me dijo que había charlado una vez con
Aviraneta en un café de la Puerta del Sol; que había conocido a Bretón de los
Herreros, a Eulogio Florentino Sanz y a un poeta americano, Heriberto García
de Quevedo, que murió en París, como revolucionario, en una barricada
defendiendo la Commune. La anécdota le gustaba mucho a don Nicolás.

Estébanez, que podía haber sido en España capitán general, vivía


pobremente, como un completo bohemio, de traductor. «Yo puedo vivir como
un árabe», solía decir.

Efectivamente, no gastaba nada en cosas superfluas, no tenía


necesidades.

Un día me contó: «Hoy, al cruzar el jardín de Luxemburgo, se me ha


acercado un pobre a pedirme limosna. No llevaba yo dinero y no he podido
darle nada. Entonces él me ha dicho amenazadoramente: “Ah, sale bourgeois! La
révolution s’approche!”».
Era verdaderamente cómica la amenaza de la proximidad de la
revolución hecha por el mendigo a aquel hombre que se había sacrificado por
ella.

Al morir don Nicolás Estébanez, su cadáver fue incinerado en el horno


crematorio del cementerio del Père Lachaise.

Corpus Barga, que asistió al acto, vio, por lo que me dijo, por un
ventanillo, cómo el ataúd y el cadáver enrojecían dentro del horno, y después,
cómo salía el humo negro por la chimenea.
XII

Pedro Luis de Gálvez era un hombre absurdo; yo creo que un tipo


patológico. Nació en un pueblo de Málaga y había sido seminarista. Según
contaba, escribió una sátira en verso contra algún profesor o pasante,
acusándole de vicios nefandos, y le echaron por este motivo.

Se presentó en Madrid. Al parecer, en los comienzos de su estancia en la


capital contaba con algún dinero, se casó y tuvo varios hijos.

Era bohemio por naturaleza y no podía acomodarse a la vida


reglamentada. No creo que fuera un exaltado de ideas políticas; pero, sin
embargo, comenzó a actuar como republicano y como sindicalista. Poco
después estuvo en la cárcel en algún pueblo de Andalucía. Luego, según
contaba, se reunió con unos políticos republicanos, habló en un mitin, dijo
varias impertinencias sobre el rey, tuvo por esta razón un proceso, le
condenaron por delito de lesa majestad, y en vez de influir entre los hombres
del partido, que seguramente le hubieran salvado, se dejó ir a la prisión.

Estuvo, al parecer, en Ocaña, y de la vida de presidiario contaba


horrores, que, sin duda por una perversión psíquica, le atraían.

Cosas horribles narraba Gálvez, sobre todo del homosexualismo del


presidio, en donde se unía la matonería al sadismo, la crueldad más refinada
con el débil, y después la hipocresía. Él las refería con cierta delectación
morbosa.

Después pasó una época de bohemia, y se contaban de él muchas


extravagancias. Se decía que, cuando murió un hijo suyo, le envolvió entre
periódicos y le llevaba por los cafés, pidiendo dinero para enterrarle. Esto
mismo se decía de un señor Milego, tipo de grandes barbas blancas, amigo de
Manuel Sawa, que no tenía nada que ver con otro Milego valenciano, que se
distinguía como orador y que fue más tarde catedrático en una ciudad de
Galicia.

Gálvez, que leyó después esta anécdota suya, contada por mí en un libro
titulado La caverna del humorismo, me reprochaba no el haberla contado, sino
haberle llamado, en vez de Pedro Luis, Carlos Luis, porque decía que, al reunir
yo estos nombres, pensaba inconscientemente en Carlos Luis de Cuenca, lo que,
sin duda, le ofendía.

Después de esta época de bohemia madrileña, Gálvez desapareció de la


corte, y volvió al cabo de algún tiempo, y dijo que anduvo por Alemania y por
los Balcanes, y que en uno de estos países eslavos había sido oficial del ejército.
Dudo que esto fuera cierto.

Gálvez me habló de que había visto a Gorki y a Sudermann, y que le


preguntaron por mí. Puede que fuera verdad y puede que fuera habilidad de
sablista.

Tiempo después, un escritor, Modesto Pérez, propuso a mi cuñado hacer


unas biografías de los escritores llamados de la generación de 1898. Don
Modesto hizo la biografía de Unamuno, y Gálvez se ofreció al editor para hacer
la biografía mía.

Pronto pude yo notar que Gálvez no sentía la menor afición al trabajo. De


la biografía no había hecho más que quince o veinte páginas, y no adelantaba en
ella absolutamente nada. Yo le decía: «Meta usted ahí algunas cosas de relleno,
y ya tiene usted terminado el libro».

Gálvez pretendía cobrar antes de dar el original a la imprenta. Se le dio


una cantidad de antemano; pero él quería que le dieran todo el dinero; sin
duda, no era capaz de acabar el libro, ni aun metiendo cosas copiadas de aquí o
de allá.

Yo le advertí:

—Si quiere usted, haga usted otra biografía de quien le parezca, y si la


termina, se le pagará inmediatamente; ahora, por no hacer nada, no…

Él me replicaba:

—No me diga usted eso, porque me hace usted llorar.

—Pues, amigo —le contestaba yo—, se va a pasar la vida llorando,


porque no creo yo que vaya usted a encontrar ningún editor que le pague por
un trabajo que no ha hecho.

—Yo tengo una sensibilidad distinta a los demás, y pongo mi alma entera
en las cuestiones literarias. Yo veo que usted no ha leído mis versos, y esto me
hace mucho daño.

Todas éstas eran historias; lo que pasaba era que no le gustaba trabajar.

Por entonces me contó que había ido seis o siete veces a un sitio lejano de
la carretera de Extremadura adelante, en pleno verano, a recoger unas botas que
daban en algún centro de caridad, y que costarían entonces veinte o
veinticuatro pesetas. En cambio, no era capaz de estar tres horas sentado a una
mesa haciendo un artículo por el que le pagarían algo más de lo que valían las
botas. A cualquiera esto le parecería lo más cómodo; pero a él, sin duda, no.

En varias épocas, Gálvez desapareció de Madrid.

En una de éstas se dijo que estaba en presidio, y que Pedro de Répide


contribuyó a librarle.

Una vez, este escritor fue a hacer con unos periodistas una visita al penal
de Ocaña.

Al ver a Gálvez, le dijo:

—Pero ¿qué haces tú aquí?

—Llevo tres años en el presidio —le contestó Gálvez.

—¿Y por qué no nos has escrito? Todos creíamos que estabas fuera de
España.

Répide influyó en sus amigos, y Gálvez salió de la prisión.

Se contaron entonces algunas cosas que uno duda de que fueran ciertas.
Se dijo que había escrito libros que otros habían firmado.

Se habló del libro de Larreta La gloria de don Ramiro, y de otro de Ricardo


León.

No parece el hecho muy probable, porque Gálvez era perezoso.

Yo no sé qué habría de cierto en ello. Creo que todas eran fantasías. Es


posible que Gálvez hubiera trabajado algo para Ricardo León, corrigiendo sus
galeradas, y que hubiera recibido dinero de él. No me chocaría nada, porque yo
le oí a Gálvez hablar mal de casi todos los escritores, sobre todo de los que
presumían de ser estilistas, y no le oí mentar ninguna vez a Ricardo León.
Después pensé que esto era algo extraño. También me contaron que había ido
mucho a casa de León a comer, y que éste le daba dinero. Eran los dos
malagueños y de la misma edad.

También se dijo que Zuloaga le presentó a Gálvez, en una de las casas


más linajudas de Madrid, y había dicho con desparpajo: «Aquí tienen ustedes al
mayor poeta de España».
Alguien me contó después que, en la época de la dictadura, Gálvez se
había presentado en casa de un escritor conocido que entonces vivía en gran
tren. Gálvez, sin duda, iba a pedirle dinero.

El criado del escritor le hizo pasar a Gálvez a una sala elegante, con
cristales limpios y cortinones de terciopelo. Gálvez esperó, y, al ver que pasaba
el tiempo y el otro no aparecía, cogió la colilla, la pegó en uno de los cristales,
como si fuera su tarjeta, y se fue.

Gálvez, ya para los cuarenta años, tenía el aire arrugado y envejecido. A


la pequeña casa editorial de mi cuñado, cuando pensaba hacer mi biografía,
trajo un retrato suyo en que estaba en una celda de la cárcel de un lugar minero
andaluz, creo que de Pueblonuevo del Terrible, escribiendo en una mesa, con
unas botellas encima y una indumentaria y un atuendo de poeta modernista
con melena larga.

De Gálvez, yo no leí más que algunos trozos de prosa sin mucho carácter
personal.

Él decía que lo mejor suyo eran los versos; pero como sabía que yo no era
gran lector de versos, a mí no me envió ninguno de sus libros.

Me consideraba como un escritor estropeado por la vida metódica y


burguesa.

Él, en cambio, hacía la vida más desquiciada del mundo. Aceptaba en su


hogar a cualquiera. Si él se metía en casa de algún amigo, éste se podía dar por
perdido. No había manera de echarle. Sin duda, creía que esto era lo normal en
la vida.

El uno se quedaba en la casa del otro, el otro le quitaba la mujer, un


tercero se quedaba con los hijos, etcétera, etcétera. Lo demás le parecía a Gálvez
amaneramiento y rutina.

Gálvez creo que estuvo casado con una actriz, y luego vivió con una
francesa que tenía una tienda de perfumes.

Para lo único que tenía afición era para hacer sonetos; los fabricaba como
quien hace buñuelos, y algunos, según decían, muy bien.

Una anécdota que me contaron de Gálvez con un editor catalán me


pareció bastante graciosa.
El bohemio malagueño había convencido al editor de Barcelona para que
le editara sus libros, y éste accedió, y le prometió darle todos los meses
trescientas o cuatrocientas pesetas, para que pudiera vivir.

Un día que salieron a la calle juntos el editor y el escritor, al llegar a la


Rambla, Gálvez dijo a su acompañante:

—Perdone usted un momento.

El editor vio que Gálvez, al separarse de él, se acercaba a un desconocido


y le hablaba muy animadamente. Al final de la conversación, el señor buscó
algo en el bolsillo y se lo dio al bohemio.

Cuando éste se acercó al editor, el catalán le preguntó:

—Apuesto a que le ha pegado usted un sablazo a ese individuo.

—Sí, es verdad.

—¿Y cuánto le ha dado a usted?

—Me ha dado cuarenta céntimos.

El editor replicó:

—Pero usted es un cochino, un sinvergüenza; teniendo usted para vivir


acepta usted una porquería.

Gálvez le contestó de una manera insinuante y amable:

—No, no; lo he hecho, ¡sabe usted!, para que no se enfríe.

Es decir, para que no perdiera la costumbre de aceptar los sablazos.


Gálvez era un dilettante del sable. Tomaba lo que le daban: un duro, dos duros o
tres perras gordas.

Iba por la casa editorial de mi cuñado, y hablaba con él y con don


Modesto Pérez.

Después, a Gálvez yo le perdí de vista.

En la guerra, yo no oí nada de él hasta el final, en que supe que había


sido fusilado.
Gálvez tomó durante la guerra un aire terrible y de tipo capaz de
cualquier cosa. «Yo me he cargado esta semana a doscientos hombres», decía.

Puede ser que todo esto no fuera más que aparato y fanfarronería, y que
no hubiera hecho más que decir baladronadas y jactancias.

Yo no lo puedo saber por conocimiento directo; pero creo que el odio que
se desarrolló en Gálvez durante la guerra fue un complejo de sadismo por
humillaciones reprimidas que habían fermentado en su espíritu. Es lo que
tienen de más repulsivo las guerras civiles. Se despiertan odios de vanidad, de
fracasos bajos y miserables. No basta muchas veces que las gentes tengan una
posición segura y cómoda para impedirlo.

El espectáculo de la humanidad cuando se despiertan esos sentimientos


no es muy grato. Es más bien triste y vergonzoso.

Por lo que me dijeron, en el último tiempo, Gálvez se había hecho


espiritista, y cuando estaba en capilla le dijo a un muchacho que se encontraba
en la cárcel, y a cuyo padre habían fusilado, que esperaba verle pocas horas
después, y que le daría noticias de su hijo. Esto, al parecer, lo advirtió con una
gran serenidad y un gran convencimiento.

Gálvez, durante la guerra, dio algunos disgustos a los libreros y a sus


amigos; se presentó en la librería de Melchor García como oficial rojo, con su
pistola, y le dijo al dependiente, Anacleto: «Bueno, ¿cuánto dinero hay en el
cajón?».

El dependiente le dijo que se hacían pocas ventas, y Gálvez le contestó


que le diera lo que había y que él influiría para que los milicianos no le
molestaran en absoluto.

La misma faena parece que hizo en la librería de Pueyo, pidiendo los


cuartos del cajón, y luego, todos los billetes que hubiera en la casa.

Después se contó que Gálvez no se portó mal con sus amigos, que
protegió en lo que pudo a Emilio Carrere y a Ricardo León. Éste estaba
escondido, cambiando de refugio. Se dijo que Gálvez le llevó a una oficina roja,
presentándole como un malagueño que había preso y mandado fusilar al
verdadero Ricardo León.

Gálvez era perezoso como un turco y un alcohólico ya inveterado. Decía


vagamente que él había escrito novelas que otros habían firmado y habían
tenido éxito con ellas. No sé lo que habría de cierto en esto; creo que para un
trabajo constante y continuo era hombre que no servía.
Gálvez fue condenado a muerte. En la cárcel de Porlier estaba con un aire
de loco, con unas melenas blancas que le caían hasta los hombros, la barba hasta
el pecho y anteojos oscuros. Andaba encorvado, con un bastón en la mano.

Estuvo hablando con unos y con otros y bebiendo, y después escribió un


soneto sobre su última hora, que dio a uno de los detenidos. Un guardián le
quitó el soneto a éste y lo rompió.
XIII

León Villanúa era tipo alto, de nariz larga, con una voz un poco agria, de
viejo; de una volubilidad grande en su tocado: iba unas veces afeitado; otras,
con barbas; otras, con bigote, con sotabarba y hasta con melena. Villanúa
tomaba la vida en broma.

Había andado vagabundeando por Francia con el hermano de un


conocido mío llamado Emilio Pelayo, natural de El Provencio, pueblo de la
Mancha próximo a Villarrobledo.

Según Villanúa, este Pelayo era un águila para salir de las situaciones
difíciles, y contaba las cuestiones y las riñas que habían tenido los dos en
Francia con los vagabundos y la manera de salir de las situaciones difíciles con
tales gentes y con los gendarmes.

Villanúa estaba empleado en el Depósito Hidrográfico, en una casa


pequeña, del siglo XVIII, de la calle de Alcalá, muy bonita, que contrasta con el
feo mamotreto del Ministerio de Instrucción Pública, construido al lado.

Villanúa tenía un jefe en el Depósito Hidrográfico que estudiaba las


diatomeas, algas que parece que tienen setenta géneros e infinidad de especies.

Villanúa quería hacer una canción para recordar los géneros principales
de diatomeas: melosiras, cascinodiscas, fragilarias, gonfonemas, sururelas,
cimatopleuras, navículas, pinnularias, etcétera, etcétera; pero no encontraba los
consonantes.

Villanúa era aficionado a la mistificación. Estaba en el Depósito de


Hidrografía en una época de habilitado, y una vez, para estampar la firma,
puso, a estilo real: «Yo, León Villanúa», con lo que, naturalmente, los empleados
no cobraron, porque se encontró en aquella fórmula una irreverencia.

Otra broma, que repitió varias veces, cuando vivía en la calle de San José,
calle pequeña y desierta, entre la de las Huertas y la de Moratín, fue poner una
cartera vieja en el suelo, en un rincón de la acera, y observar el efecto desde el
mirador de su casa.

Pasaban pocas personas por allí, y la mayoría de ellas no se enteraban o


no hacían caso de la cartera; pero alguno se detenía, preocupado. Miraba a
derecha e izquierda. No veía a nadie. Ponía el pie en la cartera. Volvía a mirar,
después se agachaba, cogía el envoltorio, pensando que estaba lleno de billetes
de banco y que se le había caído a alguno, y entonces Villanúa salía a la ventana
del mirador y empezaba a gritar: «¡Eh, señor! ¡Amigo!…».
El hombre, a veces, abría la cartera, veía que estaba llena de papel de
periódicos, la tiraba y echaba a correr.

Otra de sus mistificaciones, cuando hizo un hotel en la carretera que pasa


cerca de la Casa de Campo, fue poner unos adornos en la verja con un
pentagrama, y en él, las primeras notas de la Marsellesa. Pensaba que esto
molestaría a los monárquicos.

También a Villanúa se le ocurrió escribir una especie de novela, en donde


un joven hacía una falsificación de títulos de la Deuda, y estos títulos los llevó a
San Sebastián, los enseñó a los amigos, y alguno, sin duda, le denunció a la
policía, y le prendieron.

Durante algún tiempo, Villanúa aseguraba que obtenía el aluminio en la


cocina de su casa. Según él, había inventado un sistema especial para obtener
este cuerpo.

A mí me enseñó unas tabletas amontonadas que parecían de chocolate,


desde el fregadero hasta el techo.

—Pero ¿necesitará usted un horno? —le dije yo.

—No, nada; aquí lo hago como quien cuece la sopa.

Tenía siempre proyectos raros. Me dijo que quería ir a pasar una


temporada a Vera, comprar un terreno pequeño, levantar una casa de tablas, y
cuando se cansara de ella, prenderla fuego.

Al último estaba un poco desilusionado con sus obras literarias. Decía


que escritores cuyo nombre tuvieran dos o tres sílabas podían pasar a la
posteridad: Cervantes, Calderón, Moliere, Shakespeare, etcétera, etcétera; pero
ya apellidos de cuatro sílabas era imposible que quedaran en la literatura, y el
suyo, con el acento en la u, tenía cuatro sílabas, lo cual para él era un mal
presagio.

Este acento en la u le perdía.


XIV

Modesto Pérez, a quien nosotros llamábamos don Modesto, era un


licenciado o doctor en filosofía y letras. Vino de Salamanca, con su mujer, para
ver si podía hacer algo en Madrid. Había nacido en Ciudad Rodrigo, la antigua
Miróbriga, según él decía.

Don Modesto se sentía defraudado con Unamuno.

Éste le había prometido favorecerle y darle una clase de auxiliar en la


Universidad de Salamanca; pero no lo hizo por no sabemos qué escrúpulos
unamunescos.

Don Modesto, que era hombre ancho, achaparrado, con la cabeza grande,
calva extensa, que le llegaba hasta el colodrillo, y grandes barbas, vivía en
Madrid de pocos recursos.

Escribía algunos artículos, copiaba documentos en la Academia de la


Historia y compraba y vendía libros. A mí me vendió varios, haciendo de
intermediario con Constantino Román Salamero.

Tiempo después le propuso a mi cuñado Caro Raggio el publicar una


biografía de Unamuno, de quien sabía muchas historias, y después se pensó
extender estas biografías a los escritores llamados de la generación del 98.

Como esta unión de Modesto y Pérez era tan poca cosa para llamar la
atención del público, yo le indiqué que se firmara con un pseudónimo.

—¿Y qué pseudónimo me voy a poner?

—Pues, hombre, cualquiera.

—¿Por ejemplo?

—Por ejemplo, Julián Sorel.

Era una broma mía no deliberada, porque pocas personas podían


parecerse menos a Julián Sorel, el héroe de Stendhal, que don Modesto.

Don Modesto sableaba al que podía; con frecuencia a don Benito Pérez
Galdós, y andaba detrás de Ricardo Fuente y de Constantino Román Salamero,
que le encargaban algún corretaje de libros.
Un día, con indignación, contó lo que le había pasado con Ricardo
Fuente.

—¿Qué le ha pasado? —le pregunté yo.

—Pues ¡figúrese usted! Fuente, con Salamero, ha hecho un negocio


magnífico vendiendo un incunable a un americano. Para celebrar el negocio,
hemos ido al café Oriental, los tres, a la hora de comer, y Fuente le ha dicho al
mozo, examinando el menú: «Traiga usted dos raciones de ostras, dos de
langosta a la salsa tártara, dos bisteques, dos tortillas de jamón, vino negro y
blanco de Rioja, y para don Modesto, un café con media tostada». ¿Ha visto
usted qué infamia?

—Pero usted no había colaborado en el negocio.

—Eso qué importa; a un hombre no se le trata así.

Cuando don Modesto contaba esta historia palidecía de emoción. Pasado


algún tiempo, creyó que su barba y su aire apostólico no le convenían, y se
afeitó completamente.

Tenía un hermano fámulo de frailes de no sé qué convento, un tipo


derrengado, que andaba como un pato.

Don Modesto sentía cierto odio contra Unamuno, y pensaba vengarse de


él haciendo la semblanza del profesor de Salamanca en esta colección de
«Hombres del 98». Así lo hizo, y uno de los títulos de los capítulos era:
«Unamuno, inventor del tupi». Al parecer, Unamuno había propuesto a algunos
amigos y discípulos que, en vez de ir al café, cotizaran entre todos y tomaran
café en el comedor de su casa.

Don Modesto llegó a tener tal ansiedad por el dinero, que una vez que mi
cuñado estaba contando unos billetes para pagar una cuenta, don Modesto se
abalanzó sobre él y quiso quitárselos. No tenía fuerza ninguna, y mi cuñado le
rechazó fácilmente.

Después, don Modesto reconoció que se había cegado con la vista del
dinero.

Antes de la biografía de Unamuno, don Modesto Pérez había publicado


un libro titulado La raza, con siluetas de viajeros y de conquistadores, y le
habían pagado lo convenido; pero, naturalmente, no le bastaba para vivir. Era
una ilusión en aquel tiempo y en éste pensar que con la literatura se podía vivir
en España. Probablemente, ni Cervantes lo hubiera podido conseguir. Al
último, don Modesto encontró un trabajo largo de copia en la biblioteca de la
Academia de la Historia, y este centro fue un tanto malsano para él, porque
murió poco después.
XV

Yo no soy un hombre que, literaria o filosóficamente, haya sido influido


por don Miguel de Unamuno. Le conocí personalmente y leí algo suyo ya
bastante tarde.

Esto le chocaba a Ramiro de Maeztu. A principios del siglo, cuando


empecé yo a frecuentar algunas redacciones de periódicos, y traté con varios
periodistas, Maeztu me decía:

—Pero ¿dónde ha vivido usted, que no ha oído hablar de Unamuno?

—Yo, de estudiante, no oí hablar de él —le contesté—. Luego, estuve


aislado, de médico de pueblo; después, de industrial, durante cuatro o cinco
años, y ahora es cuando me entero de que hay un escritor, al parecer
importante, que se llama así. ¿Qué es lo que ha escrito?

—Ha escrito una novela titulada Paz en la guerra y muchos artículos.

—No tiene nada de particular que no los haya leído. No he sido


periodista hasta ahora. Quizás, si lo hubiera leído de joven, hubiera sido
partidario suyo.

Realmente, no creo que las condiciones intelectuales de don Miguel de


Unamuno, aunque fueran grandes, justificaran el concepto tan extraordinario
que tenía de él Maeztu, ni tampoco el que de sí mismo tenía el autor.

Unamuno se creía todo. Era, sin proponérselo, filósofo, matemático,


filólogo, naturalista, además de vidente y de profeta.

Creía que las cosas eran de una simplicidad extraordinaria, y que de esta
simplicidad nadie se había dado cuenta hasta que él la había advertido.

He contado en otra parte cómo creía que la medicina era de una sencillez
tan completa, que el más lego podía practicarla con una especie de diccionario o
de casillero.

Unamuno fue lector de Carlyle y traductor de su Historia de la Revolución


francesa. Carlyle influyó mucho en él. Carlyle es un escritor fascinante, pero
muy efectista y muy retórico.

También Unamuno debió de leer a Emerson. Yo no creo que Emerson sea


un filósofo. Parece que Emerson fue amigo de Carlyle, y es evidente que algo se
parecían, aunque se diferenciaban en mucho, porque Carlyle es como el
predicador puritano fanático y apocalíptico, y Emerson es más oportunista.

He dicho que Unamuno en muchas ocasiones se asemejaba a Letamendi,


porque creía que las ideas más sencillas no se le habían ocurrido a nadie, y que
eran patrimonio de su inteligencia.

Hace unos años, un día, por la mañana, me telefoneó Giménez Caballero,


y me dijo si quería ir a su casa a comer en compañía de Keyserling. Yo le
contesté:

—Prefiero no ir. Me figuro que será uno de estos tipos de hombre


soberbio que se siente superhombre y se cree por encima de todos.

—No, no lo crea usted. Es persona amable y muy asequible. Ya verá


usted. Voy a buscarle a su casa.

Efectivamente, vino y fui yo con él. Me persuadí de que Keyserling era


hombre amable y ameno, que hablaba, pero que también escuchaba. Yo no le
debí hacer mala impresión, porque le dijo a mi hermana después que yo era un
homme charmant, juicio un poco en pugna con los que han afirmado que yo soy
un tipo seco y antipático.

Esto le recuerda a uno la frase escéptica de Pascal en sus pensamientos:


«Vérité, en deçà des Pyrénées, erreur au delà».

Se habló en la comida de autores y de políticos, y Keyserling se refirió a


una conversación que tuvo en Hendaya con Unamuno, cuando éste se hallaba
desterrado durante la dictadura de Primo de Rivera.

—Y Unamuno, ¿le dejó hablar a usted? —le pregunté yo.

—No, habló sólo él.

Yo creo que Unamuno no hubiera dejado hablar por gusto a nadie. No


escuchaba. Le hubiera explicado a Kant lo que debía ser la filosofía kantiana; a
Riemann o a Poincaré, lo que era la matemática; a Planck, su teoría de los
quanta, y a Einstein, la de la relatividad; a Frobenius, la etnografía de África, y a
Frazer, los problemas del folklore.

No le hubiera indicado a Mozart o a Beethoven lo que tenía que ser la


música, porque había decidido que la música no era nada; que no valía la pena
de ocuparse de ella, porque a él no le gustaba, y que sólo algunos tontos caían
en ese lazo burdo de las notas.
Unamuno era hombre clásico de tertulia de Ateneo, como se dan muchos
en España. También lo era Valle-Inclán y otros de menos importancia. A estos
hombres se les da un crédito ilimitado y se les autoriza todo. Esto en el Ateneo
de Madrid debía de ser lo habitual. Ejercían un cacicato despótico.

También me pareció de la misma clase el profesor Flores de Lemus.

Flores de Lemus hablaba de una manera tan categórica, que parecía


llevar la verdad metida en el bolsillo del chaleco. Como de lo que él hablaba, es
decir, de economía, yo no tenía la menor idea, a mí nunca se me ocurrió
comentar, ni menos rebatir, sus afirmaciones.

A veces decía cosas raras. Afirmaba que en su tiempo, en España, no


había más que tres hombres destacados en la ciencia, que eran Ramón y Cajal,
Menéndez Pidal y él, y que los tres eran de raza judía.

Flores de Lemus tenía un egotismo verdaderamente extraordinario. José


Ortega y Gasset me contó que, cuando murió su padre, Ortega Munilla, estaban
los hijos presidiendo el duelo, y Flores de Lemus se acercó a don José, le dio la
mano y le dijo: «Oiga usted, Ortega, ¿mañana podré contar con su automóvil?».

Vuelvo a Unamuno.

Unas chicas de Bilbao, recién llegadas a Madrid, me dijeron en casa, hace


unos años, por la tarde, que querían ir de noche a oír poesías que iba a recitar
Unamuno en el Ateneo. Yo les di una carta para el secretario de la docta casa,
como se la llamaba, y las dejaron entrar. A los dos o tres días vi que se
mostraban muy incomodadas.

—¡Qué hombre —dijeron— ese Unamuno!

—Pues ¿qué ha pasado?

—Que estuvo el otro día muy antipático con la gente. Dijo que no tenía
ganas de leer nada, que no sabía por qué le habían invitado a una cosa que le
fastidiaba y otras amabilidades por el estilo.

En la redacción de la revista España, donde yo colaboré al principio,


comenzó a presentarse Unamuno. Se sentía dictador. Si había cinco o seis
personas en la redacción, se sentaba en medio de todos y hablaba. No aceptaba
la menor réplica, ni la más pequeña de las colaboraciones. Decía, por ejemplo,
de una persona: «Es un hombre negado». Si alguien intentaba reforzar su
opinión y añadía: «Ciertamente, es algo torpe». Unamuno replicaba en tono
imperativo: «No, es un hombre negado».
Si contaba una anécdota o una frase ingeniosa a tres o cuatro personas y
venía otra de la calle, la volvía a contar. A alguna gente la trataba con mucha
aspereza.

Yo, cuando oía un calificativo duro sobre cualquier pobre hombre amigo,
me levantaba y decía: «Bueno, señores, hasta mañana», y me marchaba.

Por estas escapadas mías, Unamuno debía de creer que yo tenía algún
motivo de hostilidad contra él, pero no había tal.

Yo pienso que, en países como España, los escritores debían tomar ante el
público una actitud discreta y esfumada; primero, porque es la lógica en un país
donde no se los quiere; segundo, porque si no, las gentes les toman odio.

A algunos no les importa este peligro, y adquieren un aire tan suficiente


y altisonante, que atraen muchas cóleras.

Verdad es que por el otro camino de aislarse y no destacarse, tampoco se


consiguen simpatías, y al último, aunque parezca raro, resulta el escritor de aire
petulante más simpático al público que el que se aleja de él y no quiere dar la
cara.

Con relación a la manera de tratar a la gente, yo no he sido partidario de


colaborar ni aun de permitir que delante de mí se trate sin motivo y de una
manera agria y descortés a una persona conocida o amiga de buenas
intenciones. No se lo aceptaría, no ya a Unamuno, ni a Cervantes, ni a
Shakespeare, si vivieran.

Por una cuestión por el estilo reñí una vez con Ramiro de Maeztu.
Estábamos en la redacción de un periódico de San Sebastián, titulado El Pueblo
Vasco, el año 1903 o 1904, varias personas: Maeztu; el director del periódico,
Juan de la Cruz Elizondo; el escritor Grandmontagne, americano de adopción, y
un joven del pueblo llamado Vignau.

Se habló de un artículo de Grandmontagne, en el cual había asegurado


que en España no se fabricaba apenas papel. Vignau dijo:

—Creo que está usted un poco engañado en esa cuestión. Si usted quiere,
yo le acompañaré con mucho gusto a visitar algunas fábricas de papel de
Guipúzcoa, y verá usted que no son tan desdeñables.

—¿Para qué voy a ir a verlas, yo que he estado en las fábricas de papel de


los Estados Unidos?
—Perdone usted —le dijo Vignau—. Esto me parece lo mismo que si yo
le invitara a comer a mi casa y usted me contestase que había comido en los
mejores hoteles del mundo.

—La opinión de usted me tiene sin cuidado —dijo Grandmontagne.

Entonces, yo me levanté de la silla y dije:

—Me voy. ¡Buenas noches!

Después, Maeztu me preguntó por qué había tomado aquella actitud; yo


le contesté:

—Porque me pareció impertinente y grosera la contestación de


Grandmontagne.

Maeztu, entonces todavía nietzscheano, dijo con empaque que se tenía


derecho a ser grosero cuando se era un hombre superior a los demás, como
Grandmontagne. Yo le repliqué:

—Yo no veo en nada la superioridad de Grandmontagne, ni la suya.

Unamuno era de una intransigencia extraordinaria. No oía a la gente; así


que todo lo que decía no tenía más que la propia aprobación.

Algunas cosas de orgullo patriótico dijo bastante absurdas, como esa


frase, refiriéndose a los pueblos que son capaces de inventar en las ciencias:
«¡Que inventen ellos!».

Unamuno no quería comprender que el inventar es el gran prestigio y el


gran honor de los pueblos en todas las actividades humanas. Los españoles
inventaron en su tiempo héroes literarios como el Cid, Don Juan, Don Quijote,
la Celestina, etcétera.

Si no han inventado después en materia científica, probablemente ha sido


porque no se les ha dado la enseñanza propia y los medios para realizar
descubrimientos.

En algunas cosas, Unamuno tenía salidas de aldeano de mala intención.

Al artículo de un joven que hablaba con entusiasmo de Kant, contestó


que habría que ver si el filósofo germánico hubiera servido para tener hijos y
educarlos. Naturalmente, nadie elegiría en su tiempo a Kant para padrear.
En los hombres y hasta en los animales hay la especialidad. A un
histólogo no se le pone a cortar leña, ni a un caballo de carreras a tirar de un
camión.

Poco después de conocer a Unamuno le encontré yo en el tranvía que iba


de la estación del Norte a la Puerta del Sol. Era un sábado. Venía él de
Salamanca. Me preguntó qué hacía yo los domingos por la tarde. Contesté con
vaguedad y me dijo que fuera al día siguiente a un café de la calle de Alcalá,
cerca de la iglesia de las Calatravas, café que ya no existe, aunque luego le
sustituyó otro más grande y suntuoso, que parece que también desapareció.

Fui al café, encontré a Unamuno y me preguntó:

—¿Tiene usted algo que hacer esta tarde?

—No, nada.

—Entonces le voy a leer un capítulo de una novela mía titulada Amor y


pedagogía.

—Bueno —dije yo.

La lectura de un capítulo se amplió a dos; luego, a tres; luego, a cuatro, y


me leyó casi todo el libro, excepto una parte final, que no había terminado. Esto
me pareció verdaderamente abusivo y ofensivo.

Unamuno era en todo intransigente. A mí me decía que un pequeño


cuento mío que aparece en Vidas sombrías, primer volumen que yo publiqué,
debía ponerlo en verso.

A mí me parecía la idea un poco absurda, porque yo tengo poco sentido


verbal y una falta absoluta de afición y de curiosidad por la métrica.

Una vez insistió tanto en la recomendación, que yo le dije: «Yo, de


escribir algo efusivo, tierno y lírico del campo vasco, cosa que siento con
verdadero fervor, escribiría versos en vascuence, con la rima más pobre y con el
menor sentido latino posible».

Esto le sentó muy mal. Le pareció una verdadera insensatez, una


aberración; pero, en fin, me callé, por no discutir demasiado.

Otra muestra de la intransigencia de Unamuno la dio por esta época,


delante de mí, hacia el mismo tiempo.
Iba yo una tarde por la Carrera de San Jerónimo con él, cuando apareció
Valle-Inclán en sentido contrario. Eran por entonces hostiles en teorías literarias
y no se reconocían ningún mérito el uno al otro. Yo estaba tan alejado de las
ideas estéticas de Unamuno como de las de Valle-Inclán; pero, en calidad de
hombre poco dogmático, no creía que tales cuestiones estéticas fueran
suficientemente importantes para reñir por ellas.

Al encontrarse conmigo se pararon. Yo pensé, por su aspecto, que


querían conocerse y hablarse, y los presenté el uno al otro; dimos unos pasos y,
de pronto, se desarrolló entre los dos escritores una hostilidad tan violenta y tan
rápida, que en una distancia de ochenta o cien metros se insultaron, gritaron, se
separaron y yo me quedé solo. Luego, veinte o treinta años más tarde, se
hicieron amigos y me dijeron que se veían en el Ateneo.

—¿Y ya se entienden? —pregunté yo a alguno de los que iban a lo que se


llamaba la docta casa.

—No, cada uno gobierna su tertulia; pero el de más público es don


Miguel.

Unamuno ofrecía algunos rasgos físicos e intelectuales comunes con


Valle-Inclán. El vasco tenía el cráneo pequeño y la frente huida; un tipo como de
ave de rapiña. La cabeza de Valle-Inclán era alta, como una casa estrecha de
muchos pisos. En Galicia, entre la gente del pueblo, vi que era abundante este
tipo de cabeza. En parte, a los dos les pasaba algo parecido; dominaba en ellos
un sentido efectista y teatral. Unamuno tenía una voz bastante aguda, y Valle-
Inclán también.

La audacia del vasco y la del gallego eran parecidas, quizás aún mayor la
del vasco.

Naturalmente, en estos casos, en la figura exagerada hay siempre una


parte de colaboración popular.

Se contó que cuando el rey de España otorgó la cruz de Alfonso XII a


Unamuno, don Miguel se presentó en palacio con su indumentaria habitual, y
dijo al monarca:

—Vengo a presentarme ante su Majestad para darle las gracias por la


cruz de Alfonso XII, que me ha otorgado… y que me la merezco.

—Es extraño —dicen que replicó el rey, más o menos asombrado—. Las
demás personas a quienes he concedido la cruz me han asegurado que no la
merecían.
—Y tenían razón —contestó don Miguel.

Al parecer, esa anécdota, que se contó por entonces, es completamente


falsa. Evidentemente, está muy bien inventada; pero los que se hallaban
presentes en la conferencia de Unamuno con el rey no oyeron tal frase.

Unamuno era la quintaesencia del egotismo. Era español; no había nada


como España; vasco, nada como ser vasco; de Bilbao, lo más curioso del mundo
era ser de Bilbao; vivía en Salamanca, no había ciudad como Salamanca.

Se ha dicho siempre que Unamuno era un tipo muy vasco. Yo no lo digo


porque sea bueno o malo; pero no he conocido tipo en el país semejante a él, en
el sentido espiritual. Realmente, es muy difícil poder comparar al hombre del
campo o el tipo corriente de la ciudad con el hombre de cultura.

Unamuno siempre decía que los vascos éramos muy zorros. Yo no lo


creo. Yo me figuro que no he sido zorro; por lo menos, más zorro que los demás.

Mi aspiración ha sido vivir lo más libre posible y no notar la limitación.


Ceder al halago, a la simpatía, vivir como un gato bien cuidado me ha parecido
bien. Soportar al uno y al otro con la esperanza de tener un éxito mañana y
reunirme en un hotel elegante con unos cuantos estraperlistas y unos cuantos
gamberros, nunca ha estado entre mis planes.

De los pueblos de un origen, en parte conocido y que dejaron algo en la


historia, se puede decir algo; pero de los que no tienen origen conocido y no
han obrado como pueblos de cultura, no se puede afirmar gran cosa.

¿Qué se puede decir de los vascos, desde un punto de vista psicológico?


Muy poco o casi nada.

Es una raza o un grupo étnico que casi ha desaparecido hace ya tiempo


sin dar su nota en la civilización occidental. No se sabe antropológicamente
cómo es, ni culturalmente tampoco. La lengua ya no la habla casi nadie; menos
hay quien la escriba, y aunque la escribiera alguno, podría creer, el que se
dedicara a ello, que estaba haciendo algo muy característico del país y no
hiciera más que una rapsodia sin la menor originalidad.

Un escritor un tanto mediocre y a la moda de hace treinta años, con todos


los lugares comunes del tiempo, al parecer, ha dicho, según veo en un artículo
que me mandan de América, que yo no soy vasco. ¡Bueno! Este escritor se llama
Grau.
No sé cómo se puede averiguar esto, ni comprendo por qué el señor
Grau va a saber lo que no sabemos los demás, es decir, qué es ser vasco, como
tampoco sabemos de otros muchos pueblos que no han tenido una acción
colectiva característica. Catalanes y valencianos tienen algo común que les da
una vaga tendencia general. Entre los pintores y escritores del Mediterráneo se
da ese carácter; entre los vascos, no. Entre éstos se ve que no se parecen a sus
vecinos, los santanderinos, navarros y castellanos; pero el rasgo de unión entre
ellos no se nota.

El País Vasco tiene, a mi manera de ver, tres características esenciales: la


leyenda antigua, la música y los aventureros marinos. Se podría añadir la
brujería vasca, a la cual Michelet dedicó un estudio en su libro La Sorcière,
aunque ésta no se considerara laudable. La lengua rara y misteriosa la han
estudiado con más rigor los extranjeros; la música popular constituye uno de
los folklores más importantes de Europa.

Respecto a los marinos, desde los balleneros hasta los capitanes de los
siglos XVI, XVIL y XVIII, serían conocidos si hubieran tenido comentaristas o
historiadores; pero no los han tenido. La culpa es de los vascos actuales, que no
sienten más que la importancia de ser contratistas y capataces.

El caso del marino Elcano es curioso. Elcano se firmaba De Elcano y Del


Cano, procedía de un caserío llamado Elcano, y, dentro de las costumbres de la
época, tenía que firmar De Elcano. Pues aun así, oficialmente, le llaman Juan
Sebastián Elcano. Elcano tenía más motivos para llamarse De Elcano que Lope
de Vega para llamarse De Vega; pero a Elcano le toca este achicamiento, este
aminoramiento en una cosa que no tiene importancia ninguna para mí, pero
que la tiene para los demás, y que es reveladora.

Dejando esta cuestión, don Miguel, en su intransigencia, aseguraba que


no le gustaba París ni los alrededores del Sena. Yo comprendo que a una
persona cualquiera de España, de Portugal, de Italia o de la Cochinchina le
guste más vivir en su pueblo que en la ciudad de un país extranjero, por muy
hermosa que sea; pero para no ver que París, como urbe, es la mejor de Europa,
hay que ser ciego o sistemático. Para mí, como digo, es mucho más agradable
estar entre amigos, con gente de idéntica manera de ser y de pensar, que pasear
entre los partenones, catedrales y museos de ciudades famosas; pero esto no
impide comprender que París es una ciudad privilegiada por la naturaleza y
por la historia.

Al año o a los dos años de la República, Unamuno se encontró con la


hostilidad de los comunistas, que le consideraron como un reaccionario. A
muchos otros les sucedió lo mismo.
En un ensayo de crítica de masas, sin duda imitando a Rusia, que se hizo
en el Ateneo de Madrid, me invitaron a mí para inaugurar la serie. Tenía que
explicar y defender una novela mía. Esta novela se llamaba Los visionarios; la
comentaría un joven escritor, Fernández Armesto, desde un punto de vista
marxista, y yo la defendería a mi modo.

Al ir al Ateneo me encontré con que aquello parecía una encerrona, pues


el público era sólo de comunistas y muy hostil. A la primera ocasión, aquella
gente me increpó con energía, acusándome de escéptico y de servir a la
burguesía.

Yo repliqué con idéntica violencia y con acritud mezclada con sorna, y


uno de los capitanes de la tropa marxista, corrector de pruebas, llamado
Pumarega, dijo que había que reconocer que yo vivía de mi trabajo como un
obrero cualquiera, pero que había otras personas en el salón que gozaban del
favor oficial del Estado.

«¡Unamuno!», gritó alguien, y todos miraron a don Miguel de una


manera sañuda, y él quedó rojo de cólera. Seguramente ello contribuyó a su
antipatía por los comunistas, que se mostraron brutales e incomprensivos con él
y con los demás escritores.

Me chocó aquella acusación, porque ellos, los comunistas, son partidarios


de que todo el mundo viva mediatizado por el Estado.

Sin duda, esta mediatización unas veces está bien y otras no. Es la
arbitrariedad clásica.

Yo, como digo, no tenía ninguna antipatía por don Miguel; pero me
parecía muy excesivo en lo suyo. Unos meses antes de la revolución de 1936 le
vi, la última vez, en la estación del Norte, de Madrid. Él iba a París y yo a
Vitoria. Hablamos un momento afectuosamente, y, al despedirse, me dijo:
«Escriba usted siempre, hasta el final, porque usted es un hombre de estilo».

La observación me dejó bastante asombrado.

Tiempo después, don Blas Cabrera, en la ciudad universitaria de París,


me dijo que en aquel viaje había ido en compañía de Unamuno, y que le
aseguró que estaba contento, porque se había reconciliado conmigo.

Yo nunca me sentí contra él. Unicamente no era partidario del sistema


suyo de agarrar a cualquiera por su cuenta, de acogotarle, de atarle de pies y
manos y de convertirle en un oyente mudo.
Yo no tenía mucha comunidad de pensamiento con Unamuno. Él leía
otros libros que los que yo leía. De mística y de filosofía religiosa yo no conocía
nada.

Él era hombre de ciudad, y de ciudad universitaria; yo, un turista


vagabundo de pocos medios. Si hubiese tenido dinero hubiera vivido aquí y
allá. Yo me sentía un hombre centrífugo; si no lo era más era porque no tenía
posibilidades.

Al principio de mi vida literaria, Unamuno me escribió dos o tres cartas


hablándome con elogio de Vidas sombrías. Como en una de éstas me decía si
tenía yo arreglada mi manera de vivir y yo le contesté que no, me escribió
diciéndome que le indicara qué pretendía, por si algo podía hacer por mí. Le
contesté que me buscara una plaza de médico en Salamanca, y al poco tiempo
me escribió que conseguiría una plaza de médico en una aldea lejana, llamada
Pedrosillo de los Aires. Yo, a esto, dije que no, que para vivir en aldea, preferiría
una aldea vasca.

Unamuno y yo estábamos en discrepancia con relación al vasquismo. Su


tendencia yo no la veía; la mía, buena o mala, era clara. Yo decía: «El vasquismo
es poca cosa; casi no es nada; pero si quisiera ser algo, si pretendiera tener
carácter, necesitaría ser algo no latino. Hacer un movimiento intelectual
parecido al de los flamencos contra la supremacía de los valones».

Esto le parecía un disparate. Yo no veía el disparate. Una cosa tiene


fuerza o no tiene fuerza para influir en el ambiente. Si no la tiene, hay que
dejarla y olvidarla o, a lo más, hacerle unos funerales decorativos y arrinconarla
en un museo de cosas viejas, y si la tiene, ejercer una acción.

Un vasquismo sin vasquismo no lo comprendía.

Unamuno, tan egoísta, quería un vasquismo salmantino y unamunesco.


Unamuno tenía muchas fobias y muy diversas. Al principio, no le podía ver a
Valle-Inclán. Había periodistas que le irritaban, como Antonio Zozaya, cosa que
comprendo, porque Zozaya era de una suficiencia y de una pedantería
desagradables.

Tampoco le tenía la menor simpatía a Ramón y Cajal.

«No sé lo que ha hecho en histología; pero en lo demás no dice más que


vulgaridades.»

En parte, tenía razón.


Yo no sé si la obra de Unamuno, con el tiempo, tomará mayores
proporciones o se achicará.

Yo me alegraría más de que se agrandara; sin embargo, no lo creo. Su


obra, sin él, supongo que va a bajar. Sus novelas no me parecen de las que
pueden quedar; los ensayos quizás estén mejor, pero no dan la impresión de ser
tan originales como parecen, y los versos, leídos, son fríos, ásperos y
pedregosos, aunque tengan conceptos a veces elevados.

No es fácil saber hoy si esta generación o pseudogeneración nuestra que


se llama del 98, y de la que se ha hablado tanto, es algo corriente o tiene cierto
valor de excepción; pero no cabe duda de que si los gobiernos coartan la
libertad de pensar a la gente nueva e impiden que escriba con independencia y
la someten durante largo tiempo a una norma de censura, esa generación del 98,
que, naturalmente, no era generación, por contraste, se consolidará como tal,
quedará como una sierra aislada sin estribaciones, sin colinas alrededor que la
oculten, y se destacará y tomará en España unos caracteres míticos. Así, muchas
veces, históricamente, la reacción trabaja por la libertad, como la libertad trabaja
por la reacción.
XVI

De los poetas españoles del siglo XIX creo que no quedan vivos en sus
obras más que tres, en este orden: Bécquer, Espronceda y Zorrilla. A Bécquer,
cuando yo era estudiante, se le consideraba como un sensiblero y como un
cursi; pero, a pesar de esta opinión generalizada, se ha sostenido y ha quedado
a flote con motivo.

A Espronceda se le sigue recordando y a Zorrilla también,


principalmente por el Tenorio, que no es de sus obras mejores, ni mucho menos.
En cambio, los demás poetas se han olvidado. A Quintana no le lee nadie, ni a
Arolas, ni a Tassara, ni a Campoamor, ni a Núñez de Arce.

Por Núñez de Arce se tenía un entusiasmo verdaderamente extraño. En


mi juventud, un poema de Núñez de Arce era un acontecimiento en Madrid.
Los periódicos publicaban páginas enteras de la nueva obra de este versificador.
Había críticos que decían que los poemas del vate de Valladolid eran
monumentos de mármol; a mí siempre me parecían monumentos de cartón. En
la librería de Fe, de la Carrera de San Jerónimo, la aparición de un poema de
Núñez de Arce tomaba trazas de acontecimiento. Todos los aficionados a la
literatura y las señoras elegantes salían con la última obra de este poeta
aparatoso, y en las tertulias se recitaban trozos de «El vértigo» y de otros
poemas, cuyos versos sonaban como un tambor.

En la librería de Fe estos días solemnes solían estar Campoamor, Velarde,


Manuel del Palacio y Emilio Ferrari, uno de los discípulos de Núñez de Arce, y
que era un señor de barba pintada de negro, con bigotes con las puntas
levantadas para arriba y lentes. Yo no leí nada de él.

Salvador Rueda, poeta malagueño, llegó a tener cierta popularidad; pero


quedó eclipsado por la fama de Rubén Darío. No pudo luchar con la nombradía
de éste, que venía un poco unida a los poetas franceses de moda universal.

Salvador Rueda creo que era buena persona; yo no le oí hablar nunca mal
de nadie. Estaba empleado en el Museo de Reproducciones. Tenía unas ideas un
poco candorosas. Creía que se debía enseñar al pueblo a sentir la poesía y el
arte. No sé para qué. La plebe hubiera agradecido más vivir un poco mejor y
tener una casa regular.

Rueda se creía un hombre selvático, instintivo, y estaba tan alucinado


con esta idea, que a mí me dijo varias veces que él tenía el alma y el cuerpo de
un pastor.
Yo no creo que nadie al verle ni al oírle le hubiera tomado por un pastor.
Más parecía un covachuelista.

Era un hombre pequeño, rubio, con aire de ciudad. Salvador Rueda


debió de viajar por ciudades de la América hispana, donde tuvo éxitos y
coronaciones y cosas por el estilo.

Luego, al volver a España, sin duda, se encontró con el ambiente literario


de Madrid, frío para él, y decidió jubilarse y marcharse a su pueblo, de la
provincia de Málaga, y allí construyó una casa para vivir, y creo que le hicieron
un homenaje, donde le coronaron.

No conocí otros cultivadores de la poesía.

Enrique de Mesa era noctámbulo, y en aquella época lejana estaba


entusiasmado con la Fornarina, que, evidentemente, tenía su encanto.

Santos Chocano, en el tiempo que le traté yo, acudía a los Jardines del
Retiro. A mí me decía que debía ir a América, donde podría intentar una vida
más amplia y más audaz. Santos Chocano era hombre de pocos escrúpulos y
capaz de cualquier cosa. Yo no leí sus versos. Chocano creo que había nacido en
el Perú.

Hombre alto, fuerte, vestía casi de etiqueta en la calle. Era un hombre de


poco fiar. Exponía unos proyectos no muy encajados dentro de la ética
corriente. Él parece que creía que al final del siglo XIX y principios del XX se
podían usar procedimientos de los conquistadores. Ya por entonces había
publicado cinco o seis libros de versos. Tenía cierto fervor por Nietzsche, no sé
si bebido en fuentes auténticas o cogido al pasar. Luego dejé de verlo durante
mucho tiempo. Se habló de Chocano como mezclado en un asunto turbio, y
poco después debió de marcharse a América, donde se dijo que mató a uno, y
luego se contó en los periódicos que le habían matado a él.
XVII

A Juan Maragall le conocí por Azorín. Yo creo que por entonces tendría
entre cuarenta y cincuenta años. Parecía hombre sencillo y de pocas palabras.

Era de estatura media, vestido modestamente, de barba oscura, no


completamente negra. Hablé con él tres o cuatro veces. La última vez le vi en la
Carrera de San Jerónimo, cerca de Lhardy, al mediodía. Dimos una vuelta
alrededor de la Puerta del Sol, y charlamos de literatura. No se parecía a los
demás escritores catalanes, que, en general, por entonces se mostraban muy
aparatosos y estridentes, y que siempre tenían que comparar Madrid con
Barcelona, como si esto fuera uno de los puntos más trascendentales de tratar
entre personas.

Hablé con Maragall de Nietzsche, que para nosotros, los escritores del
tiempo, era el hito donde acababa una ideología y empezaba a dibujarse otra, y
después, por contragolpe, hablamos de Goethe, por el cual tenía gran
admiración. Yo expuse mis reparos al escritor germano, a quien además no
conocía en el original. Yo estaba en el momento culminante de entusiasmo por
Dickens y por Dostoyevski.

—Sí, lo comprendo —me dijo—. He leído lo bastante de usted para


notarlo.

Luego hablamos de la poesía, y yo me manifesté entusiasta de Paul


Verlaine.

—Es el último gran poeta del mundo —dijo él—. De los modernos, nadie
se le puede comparar.

—A mí me parece lo mismo —indiqué yo.

—¿Y de los poetas castellanos? —me preguntó.

—De los poetas castellanos actuales, yo no soy gran lector. Ese culto de la
palabra no lo tengo. Prefiero Bécquer a Rubén Darío.

—Yo también.

—De los catalanes he leído poco; pero he leído algo suyo.

—¿De verdad?
—Sí, y me pareció muy bien. Obra entera de usted no conozco, porque
no la he encontrado aquí; pero he leído poesías suyas en revistas literarias, y
hará un par de semanas, en el teatro Apolo, me encontré a Vives, el músico, y en
un salón de espera me estuvo recitando varias poesías de usted. «La vaca
ciega», «El conde Arnáu» y otras. Las recitaba, naturalmente, en catalán, muy
bien y con mucho arte.

—Sí, lo creo.

—Además, me ha parecido que en sus versos no hay el aparato de


esnobismo y de farsa que hay en la mayoría de las obras que salen actualmente
de Barcelona.

Vi que a Maragall le gustó que hubiera en Madrid entusiastas de sus


versos, cosa comprensible.

Luego hablamos de las dificultades de la expresión y de los pequeños


problemas de estilo literario, para mí irresolubles.

Yo creía, y sigo creyendo, que en los idiomas hay dificultades de


expresión que un hombre solo no las puede resolver por mucho que se empeñe.
Probablemente, en los idiomas latinos no se pueden traducir con exactitud
absoluta páginas de lenguas germanas y eslavas, y en estas lenguas no se puede
dar la expresión de elocuencia que se da en latinas con facilidad.

—Cada cual debe seguir su camino —indicó él.

—Yo así lo creo también.

—Dejar que digan.

Maragall parecía hombre sencillo y buena persona. No tenía nada de


farsante ni de trepador, como muchos de sus paisanos, escritores y políticos.

Me dijeron que era hombre muy religioso, ya próximo al misticismo.


Debía de conocer los místicos castellanos que yo no conocía, y había leído a
Novalis y a Helio y a otros autores que yo tampoco había leído.

Hace poco me encontré en San Sebastián, en el Hotel de Londres, a un


yerno de Maragall, médico, director de un sanatorio de niños anormales.

Por lo que me dijo el doctor Bergareche, este médico Moragas atendía a


los niños anormales con gran fervor.
Yo le pregunté algo acerca de su suegro, el poeta catalán; pero apenas le
había conocido, porque cuando este médico era estudiante, Maragall había ya
muerto.
XVIII

Jaime Brossa, a quien conocí en París, tenía fama de hombre terrible, no


sé por qué, quizá porque era yerno de Francisco Ferrer, el de la Escuela
Moderna, de Barcelona.

Brossa era hombre alto, esbelto, de barba negra. Decía que tenía manos
de asirio. No sé qué clase de manos serán éstas.

Brossa, unos años después de conocerle, estaba en Madrid, y escribía en


algún periódico.

Allá, hacia el tiempo de la guerra mundial del 14, el gobierno tomó


alguna disposición sobre la prensa, no recuerdo de qué clase, y varios
periodistas pensaron celebrar una reunión en un café para discutir el caso.

La reunión se verificó en el café Nacional, cerca de la calle de Toledo, en


donde se preparó una cena. La cena estuvo bien, las disertaciones y los
discursos no valieron gran cosa. Había los que suponían que no había que hacer
nada, los que pensaban que se tenía que decir algo y los que querían tomar el
asunto por la tremenda.

Uno de éstos era Ernesto Bark, letón, alto, rubio y con aire de alucinado,
extraño. Bark daba lecciones de varios idiomas y se mostraba radicalísimo.
Tenía tipo verdaderamente raro. Era lo que más le caracterizaba. Bark habló en
la cena del café como si se estuviera en un peligro tremendo, y Brossa, por el
contrario, se expresó con gran moderación. Los demás salimos del café
pensando que se había cenado bien y se había pasado un rato entretenido.

Unos días después encontré a Brossa en la calle, y me preguntó con


interés:

—¿Usted conoce a Ernesto Bark?

—Le conozco de verle en la calle y porque es amigo de Sawa. Ha tenido


últimamente una riña con Valle-Inclán, no sé por qué, y se han amenazado, y
Bark ha levantado el bastón.

—Pues creo que hay que desconfiar de Bark. Sospecho que es de la


policía.

—No lo creo. ¿A un tipo tan llamativo le van a hacer de la policía?

Me parece absurdo.
Unas semanas después le vi a Bark en una librería, y me dijo con gran
misterio:

—¿Le ve usted a Jaime Brossa?

—Muy rara vez, de tarde en tarde, le encuentro en la calle, y nos


saludamos.

—Pues desconfíe usted de él, porque es de la policía.

Yo me estuve riendo después, pensando en la gente que quiere ver el


folletín o el melodrama en la vida de todos los días.
XIX

Blasco Ibáñez era un escritor de quien yo he leído poco y a quien he visto


también poco. Sin embargo, de las veces que hablé con él saqué una impresión
bastante reveladora de su carácter y de su tipo.

La primera vez que le vi fue en Valencia, no recuerdo el año. Sería en


1892 o en 1893. Yo era estudiante de medicina.

Me hablaron de Blasco Ibáñez como de un hombre terrible. Publicó por


entonces una novela anticlerical, con el título de La araña negra. Se anunciaba
con tinta azul en las aceras, procedimiento que yo no había visto emplear hasta
entonces. Un hombre llevaba un sello grande de hierro entintado, y marcaba
con él un letrero en las piedras de la calle. No sé si entonces existía el periódico
El Pueblo.

Yo me figuraba a Blasco Ibáñez por lo que me decían sus entusiastas, y


tenía muchos entre los estudiantes valencianos, como un tipo mediterráneo,
flaco, moreno, aguileño, con una barba negra, algo como un personaje de Lord
Byron, Conrado el corsario o el Ghiaur.

Yo no iba al teatro casi nunca; pero una vez fui con un condiscípulo, y me
mostró a Blasco Ibáñez en el patio de butacas. Era un hombre un poco adiposo
y de barba media rubia y con la voz aguda. Nada del tipo del condottiero
italiano, audaz, moreno, aguileño, sino un hombre tirando a grueso, con una
voz de tenorino casi atiplada.

«¡Bah! Esto no es nada», me dije.

Cuando las luchas de Blasco Ibáñez y Rodrigo Soriano, creo que no


estaba yo en Valencia; no me interesaron, porque los conocía, y pensaba que no
llegaría nunca entre ellos la sangre al río.

Una noche, en el Teatro de la Comedia, de Madrid, los vi a los dos


enemigos cerca, a un metro de distancia. No se dijeron nada ni se insultaron. En
su riña todo era aparato, fem de brut, como en Tartarín.

Años después estaba yo una noche de verano en los Jardines del Buen
Retiro, de Madrid, en compañía de dos periodistas. Uno de ellos era Antonio
Palomero, que tenía fama de ingenioso, y lo era hablando, aunque no
escribiendo. El otro, Carlos del Río, a quien todo el mundo llamaba Carlitos del
Río, sevillano, muy amable, muy servicial, muy currutaco, que escribía en el
Heraldo de Madrid y andaba con frecuencia con levita y con sombrero de copa.
Sobre nosotros cayó Blasco Ibáñez como una bomba, y enseguida
pretendió dominar la conversación y decir la última palabra sobre todo. Vestía
traje claro, sin chaleco, cinturón rojo y sombrero de paja. Era ya hombre
voluminoso, de vientre abultado.

Blasco había hablado por la mañana o por la tarde en un mitin


republicano, haciendo líricamente la apología de la República, y por la noche
nos dijo con sorna que la República sería el régimen de los taberneros, de los
zapateros de viejo, y, sobre todo, de los maestros de escuela. Según él,
afortunadamente, no vendría nunca a España.

A mí me pareció que la duplicidad de atacar por la noche, en privado, lo


que defendía por el día, en público, era algo sin ningún objeto. ¿A quién iba a
engañar o sofisticar con esto? A nosotros, al menos, no.

Después se habló de literatura, y el escritor valenciano mostró sus


antipatías. Un editor de Barcelona, Henrich, estaba publicando por entonces
una colección titulada «Novelistas del siglo XX». En esta colección iba a salir, o
había salido ya, la novela mía El mayorazgo de Labraz.

Blasco Ibáñez dijo que era una ridiculez, una petulancia, ese título de
«Novelistas del siglo XX». Yo le repliqué, y le dije:

—Yo no veo la petulancia. Balzac, Dickens o Dostoyevski, por muy


extraordinarios que sean, pertenecen al siglo XIX, como nosotros, aunque
seamos medianos, pertenecemos al siglo XX.

Este nosotros no le hizo ninguna gracia. Cambió de conversación, y como


si no supiera decir más que impertinencias, aun queriendo hacer favores, nos
dijo:

—Les voy a convidar a ustedes a comer hasta hartarse, porque los


escritores de Madrid están acostumbrados al hambre, y en España no se come.

—Yo no estoy acostumbrado al hambre —contesté, en broma—, y me


alegraría estarlo para poder andar por el mundo sin necesidad de ir a los
restaurantes. He comido en casa lo suficiente siempre, no he echado nunca de
menos la comida. Además, creo que es una fantasía eso que se dice que la
decadencia de los españoles proviene de no alimentarse. Yo, por el contrario,
veo que comemos tanto como en cualquier parte, y que todo se nos va en comer.

Ricardo Fuente contaba una anécdota bastante característica del novelista


valenciano y de él.
Una vez, en su casa, hablaba con Lerroux, y apareció Blasco Ibáñez, que
llegaba de Valencia. Blasco andaba buscando un libro, no sé cuál, para
documentarse. La obra no se encontraba en las librerías, y Fuente dijo que la
tenía.

—¿Así que la tienes tú? ¿Me la dejarás?

—Ahora mismo te la traigo.

Fuente salió de su despacho, y fue a buscar el libro, y mientras tanto


Blasco, con perfecta indiscreción, empezó a mirar los papeles que tenía Fuente
en la mesa, y encontró unas cuartillas y comenzó a leerlas. Se sorprendió al ver
que en aquellas cuartillas se hiciera un elogio caluroso de la religión y de la
monarquía.

—Pero ¿qué es esto? —le dijo a Lerroux.

—No sé qué será.

Al volver Fuente con su libro, Blasco le interpeló violentamente:

—Pero, chico, ¿qué es esto? ¿Qué demonios vienes tú ahora a hacer la


apología de la monarquía y de la religión? ¿Es que has cambiado?

—Bueno, bueno —contestó Fuente—; déjalo. Es un discurso que estoy


haciendo para un señor rico que va a entrar en una academia, y me da un
sueldo al mes por los trabajos que le hago.

—Que serán pocos, naturalmente.

—Sí; pero hay que hacerlos.

Unos meses después del conocimiento con Blasco en los Jardines del
Retiro, me encontraba mirando el escaparate de la librería de Fe, en la Carrera
de San Jerónimo, donde se exponían unos libros míos, cuando me pusieron
familiarmente una mano en el hombro. Era Blasco Ibáñez. Yo había escrito tres
novelas de la vida madrileña: La busca, Mala hierba y Aurora roja. Blasco, que
había leído las obras mías, quiso convencerme de que esto era lo que no se
debía hacer, que yo había hecho estampas, pero no cuadros. Su insistencia me
molestó, y, cansado, le dije:

—Todo puede ser bueno y todo puede ser malo. Una estampa puede
tener calidad y un cuadro no. Yo pienso, además, que una obra no se sabe si
vale algo o no vale nada hasta después de muerto el autor; así que, para mí, la
crítica actual, desde el punto de vista de la medida, no tiene importancia.

—¿Es usted un romántico?

—En parte. Si no gano con la literatura, me entretengo, y es un


entretenimiento barato.

Luego me preguntó:

—¿No va usted a ver a doña Emilia?

—No.

—¿Y por qué?

—A veces se incomoda conmigo y me increpa y me dice cosas


estridentes.

—¿Qué le dice?

—Hace un par de años, estando yo en El Globo, escribí una nota sobre


una conferencia de Brunetiére, y le sentó mal y me increpó de una manera
violenta y agria.

—Sí, es muy reaccionaria —dijo Blasco.

—La última vez que la vi, hablándole de la miseria sexual del hombre en
España, me dijo que el que rehuía el trato de mujeres de la vida airada y
buscaba el acercarse a las señoras de la sociedad era un fatuo o un tonto, porque
unas y otras no se diferenciaban en nada.

—Cuando ella lo dice será porque lo sabe —repuso Blasco Ibáñez con
ironía.

Siguiendo de lejos las novelas mías de vida pobre madrileña, hizo Blasco
Ibáñez su novela La horda, por lo que me dijeron algunos amigos. Yo no lo
comprobé, porque el hecho no me interesaba gran cosa.

El año 1913 fui a París, como he contado, en compañía del amigo médico
de Vera de Bidasoa, Rafael Larumbe.

Larumbe y Javier Bueno, este último no era el que se destacó después en


Asturias en 1934; al decirles que marchaba a España, decidieron darme un
pequeño banquete en el restaurante de La Closerie des Lilas, en el entresuelo.
Yo dije que no, que en París no me conocía nadie; pero hubo que ceder.

El día del banquete me encontré en el café con Zuloaga y con Blasco


Ibáñez. Subimos al restaurante los tres, donde se llegaron a reunir veinte o
treinta personas. En esta época Blasco quería demostrar que había llegado a la
cumbre, que, con méritos o sin ellos, ganaba más que nadie, cosa que no creo
que fuera del todo cierta, porque en este tiempo había escritores que ganaban
más que él: Kipling, Conan Doyle, Lotti, France, etcétera.

Blasco, que, sin duda, tenía la costumbre de hablar mal de todo el mundo
en las conversaciones, la tomó con el Barrio Latino de París, y dijo pestes de él.
En su opinión, aquellos amores y aquella vida ligera bohemia que se pretendía
llevar en el barrio no era más que una mentira, una ridiculez y un lugar común.

—Todos creemos lo mismo —dije yo—. No basta una leyenda literaria


para que la vida sea distinta en un barrio que en los demás.

Después se puso a hablar con acritud de América, de la Argentina y de


Buenos Aires. No había allá más que oquedad, cursilería y pequeñez.

—Nos pone usted en un compromiso —le indiqué yo—. Aquí hay


algunos americanos, y esto va a acabar de mala manera.

Entre ellos estaba Alejandro Sux, que escribía en periódicos de Buenos


Aires.

—No me importa nada —replicó Blasco Ibáñez.

Y siguió con su diatriba violenta y amarga.

Entonces, un periodista canario, alto y fornido, llamado, si no recuerdo


mal, Rafael Mesa, que tenía amigos americanos y que dirigía la sección española
de la Biblioteca Nelson, de París, se levantó y empezó a echar un discurso, que a
primera vista parecía para elogiarme a mí, pero que su principal objeto era
atacar a Blasco Ibáñez. Insinuó que éste había querido hacer un negocio
fabuloso dejando en el campo argentino abandonados a sus obreros
valencianos, y volviéndose él a París. Blasco contestó con violencia. Aquello
tenía aire de acabar como el rosario de la aurora. Alguno le dijo a Mesa que se
marchara, y se fue, y se pudo tranquilizar el cotarro.

El pequeño banquete familiar pareció mal a Gómez Carrillo. Éste, sin


duda, se consideraba representante único de la literatura española e
hispanoamericana en París, y dijo en un periódico francés que era absurdo que
se diera en pleno Barrio Latino un banquete a un hombre como yo, entusiasta
de la filosofía y de la música alemanas, el único galófobo de Madrid.

En un paquete que me mandaron a casa, de manuscritos y de recortes


encontrados en la calle de Mendizábal por las oficinas de la recuperación, había
unos trozos de periódicos antiguos, y entre ellos la réplica que escribió Javier
Bueno sobre la nota de Gómez Carrillo. El artículo debe de ser del periódico La
Tribuna, y dice así el comentario:

«No tuvo la comida la importancia que le concede el distinguido cronista señor Gómez
Carrillo. En ella no se trató de estrechar o aflojar los lazos de unión entre España y Francia, y todavía
menos de borrar los Pirineos, labor que dejamos a los redactores del semanario L’Espagne. Fue una
cena íntima, sin las pretensiones de aquella que el señor Gómez Carrillo organizara para coronar
príncipe de la poesía española a Rubén Darío, y de la cual dijo el cronista Clement Vautel: “Se
reunieron en torno de unos cuantos litros de vino para hacer príncipes”.

»El señor Gómez Carrillo juzga que Pío Baroja es una medianía, y no he de ser yo quien trate
de convencerle de lo contrario: en materia de literatura son muchas las causas que influyen en
nuestras opiniones. En España, quién de los dos tiene razón: si él o yo admirando a Pío Baroja.

»Creer que los “verdaderos maestros” se molestarán por el homenaje que rindieron a Baroja
es juzgarlos muy mezquinos si así fuese; yo, por mi parte, acepto esa mala intervención que me
supone el señor Gómez Carrillo.

»Para nada tuvimos en cuenta la galofobia de Baroja, porque en nuestra simpatía hacia el
autor de La casa de Aizgorri no pesan las alianzas internacionales. Cuando leemos Silvestre Paradox no
nos acordamos que el protocolo prohíbe sentir admiración por quien escribiera esa novela. Sería lo
mismo que si en Italia negasen el talento a Enrique Heine por respeto a la Triple Alianza.

»Por último, quiero rectificar una afirmación que, si bien anula a quienes cenaron en torno a
Baroja, no se ajusta a la verdad.

»No eran dos docenas de estudiantes, sino más de cincuenta pintores, escritores y escultores,
y todos han pasado, ¡ay!, de la edad dorada en que frecuentaron las aulas del instituto. Entre los que
pensaban que Pío Baroja merecía una despedida por parte de los españoles que le admiraban y viven
en París, estaban Zuloaga, Blasco Ibáñez, Anglada, Arriarán, Cristóbal Botella, Agustín Bonnat,
Viscaí, Moya del Pino, Penagos, Ramírez Ángel, Muñoz Escámez, Ciges Aparicio y otros muchos que
no saben de amistades protocolares, pero que saben leer».

Meses después, al comenzar la guerra de 1914, Javier Bueno escribió una


crónica en La Tribuna, de Madrid, en la que se burlaba de las levitas de los
antiguos políticos franceses, y le llamaron la atención y le dijeron que si no se
moderaba lo expulsarían de Francia.

Como Javier Bueno temía, sin duda, que le quitaran la colaboración de La


Tribuna, me escribió diciéndome que le defendiera, y yo hice un pequeño
artículo afirmando que nunca se había tomado como cosa seria y trascendental
la indumentaria de los políticos, que era lícito burlarse de ella y que tampoco
era motivo el que un hombre fuera entusiasta de la filosofía y de la música
alemanas para que lo denunciaran como enemigo de Francia a los salchicheros
de París.

Carrillo tomó esto a mala parte, y dijo que yo le acusaba de delator.

Un día que estaba concluyendo de comer en casa, en la calle de


Mendizábal, aparecieron dos señores muy graves, ambos periodistas de El
liberal, el uno el señor Maestre y el otro Rosón, con una carta de Carrillo, en la
que se les decía que se presentaran a mí y me pidieran una rectificación o
reparación por las armas. El hecho me pareció bastante grotesco.

—¿Qué quiere Gómez Carrillo que rectifique? —pregunté yo.

—Usted le ha ofendido diciéndole que le ha denunciado a usted a los


salchicheros de París.

—Yo no veo ahí ningún insulto.

—Sí, hay una intención injuriosa. Usted lo llama delator.

—No, en tal caso digo que denuncia. Denunciar no es una palabra


insultante. Se puede denunciar una mina, un salto de agua.

—Pero usted añade que denuncia a los salchicheros de París buscando un


oficio bajo.

—¿Por qué? Salchichero no es un oficio bajo. Tendrá una resonancia


cómica, pero nada más. Por otra parte, si quiere Carrillo, estoy dispuesto a decir
que no me refería sólo a los salchicheros, sino también a los peluqueros, a los
carniceros, a los ebanistas, a los sastres…

Los periodistas rechazaron muy serios mis palabras.

—Bueno —concluí yo—; explíquenme ustedes qué quiere Carrillo que yo


diga, y lo diré sin inconveniente.

Me aseguraron que, para zanjar el conflicto, tenía que nombrar dos


padrinos. Yo me avine a esta condición, que me parecía ridícula, y nombré a
Valle-Inclán y a Azorín. Los dos se vieron con los periodistas de El liberal en el
café Suizo. Valle-Inclán llamó a Carrillo aparte, y le dijo que el desafiarme a mí
por una frase en broma era un alarde estúpido y sin gracia, y que todos los
escritores y compañeros nuestros que conocían lo ocurrido estaban de acuerdo
en considerar una cosa así una necedad.
—Desafiaré a todos los escritores que digan eso —exclamó Carrillo.

—A mí no me desafía usted —le contestó Valle-Inclán.

Y con este motivo armaron una trifulca, que acabó la cuestión.

Años después, Blasco Ibáñez estuvo en Madrid, y se habló bastante de él.

En casa de la marquesa de Villavieja, que vivía en la misma calle que yo,


le oí contar al duque de Miranda, delante del conde del Real, que Blasco Ibáñez
había estado a punto de visitar a Alfonso XIII. No es que a mí me pareciera mal,
sobre todo si el escritor no quería ya ejercer de político activo y antimonárquico.

Un grupo de aristócratas había invitado al novelista valenciano a un


banquete en el Nuevo Club, círculo próximo a la calle de Alcalá. Allí se agasajó
a Blasco, y se le dijo que debía ir a visitar al rey, que era admirador suyo. Los
dos eran grandes españoles, patriotas, etcétera.

La idea de que era un gran escritor existía entre los aristócratas como
entre la gente del pueblo.

A mí me dijo una vez la duquesa de Montellano:

—Como político, Blasco Ibáñez será funesto; pero como escritor, hay que
reconocer que es una maravilla.

—A mí, como político, no me parece gran cosa; ahora, como escritor, me


parece muy poco interesante —dije yo.

Cuando se propuso a Blasco la conferencia con el rey, el novelista se dejó


convencer, y los palaciegos quedaron de acuerdo en que les señalara un día y
una hora para la visita. El rey no fijó el día, y Blasco se marchó a París bastante
ofendido, según dijeron.

A mí no me pareció mal que el rey quisiera hablar con Blasco Ibáñez ni


que Blasco fuera a palacio. Dos personas de vida tan distinta podían decirse
cosas interesantes.

Como yo había contado esto, un músico valenciano amigo mío, Eduardo


Ranch, me escribió que no le parecía lógico que Alfonso XIII fuera a cometer
una pifia así. Yo conté lo que oí contar, y me parece imposible que el duque de
Miranda, que no tenía hostilidad alguna contra Blasco Ibáñez, inventara esta
historia y la contara delante de dos personas que habían estado en el banquete
del Nuevo Club.
Supongo que los cortesanos se mostraron quizá demasiado oficiosos
pensando que el rey estaba deseando hablar al escritor, y que luego Alfonso XIII
no recordara o no le interesara la entrevista, cosa muy de reyes y de gente
colocada en posición alta.

Algunos años después, no sé cuántos, por el verano, Azorín me escribió


de San Sebastián a Vera diciéndome que le había escrito Blasco Ibáñez desde
París hablándole de un proyecto suyo de instituir un premio anual de cincuenta
mil pesetas para una novela en español.

No era una bicoca, evidentemente. Los jurados serían cinco escritores,


entre los cuales estaba yo, y tendrían seis mil pesetas de sueldo al año. Una
verdadera ganga. Para una cosa y para otra, Blasco Ibáñez pondría en un banco
dos millones de pesetas. Yo, esto, la verdad, nunca lo creí, y, efectivamente, no
resultó cierto. También dijo el novelista, inspirado por su mecenismo, que iba a
dejar su casa de la Costa Azul como asilo para novelistas pobres y viejos. Luego
se contentó con poner en el jardín de su finca bustos de Cervantes, de Balzac y
de Dickens, pensando, sin duda, con mucha razón, que era más cómodo tener
cerca a novelistas ilustres en estatua que a novelistas vivos con fama o sin ella.

Se me dirá que no he visto en Blasco más que los lados malos. Son los
que advertí en él como persona.

Puede ser que tuviera otros aspectos buenos; pero ésos yo no los pude
comprobar.

Un escritor francés amigo mío que vivía al comienzo de la guerra en


París en el mismo hotel que yo, y que comía en el restaurante en una mesa
próxima a la mía, Francis de Miomandre, me decía: «¡Blasco Ibáñez! ¡Qué tipo!
Sabía explotar a todo el mundo como nadie. A nosotros, escritores franceses,
nos pagaba el derecho de traducción de los libros muy poco. Doscientos o
trescientos francos. Los mandaba traducir, y luego decía al autor que hiciera el
prólogo con grandes elogios de sí mismo. El autor caía en el lazo, y lo hacía. El
prólogo lo firmaba luego Blasco. “Si el libro se vende —aseguraba— les daré
más”; pero ni a mí ni a nadie le dio después ni cinco céntimos, y algunas
traducciones se vendieron muchísimo».

A esto diría un castizo que no hay tan buen sastre como el que conoce el
paño, y él lo conocía como escritor y como editor; así que en estas cuestiones de
publicación de libros era un águila. Ahora, lo que no sé es si tenía condiciones
de águila en su literatura. Yo la conozco poco, y no me ha atraído gran cosa.

Además, creo, y quizá sea un prejuicio, que la novela en nuestra época es


un arte nórdico y atlántico. El Mediterráneo y el Sur no dan, por ahora, novelas
de gran valor. Se dirá Zola. Yo creo que Zola es un potente escritor, aunque no
esté de moda; pero novelista en el sentido clásico de creador de tipos, no lo es.
Tampoco creo que lo fuera Blasco Ibáñez.

Volviendo a la cuestión del premio Blasco, yo no creí en él. Iba a ser algo
como el premio Goncourt, mucho mayor. Los cinco jueces, entre los cuales
estaba yo, tendrían sueldo. ¡Seis mil pesetas por leer quince o veinte novelas al
año era una ganga! El presidente del jurado sería Azorín, con doce mil pesetas.

Cincuenta mil pesetas del premio y treinta mil para los jueces eran más
de ochenta mil pesetas anuales. Además de esto, se necesitaba una especie de
oficina, y había que hacer otros gastos. Azorín, que es hombre ingenuo y de
buenas intenciones, creyó en la realidad de estos proyectos. Yo, más
desconfiado, desde el principio pensé que todo aquello era un bluff.

En este caso, yo estoy convencido de que Blasco Ibáñez obraba con la


cuquería, muchas veces inconsciente, del meridional.

Como hecho próximo, veía el efecto, el entusiasmo que iba a producir su


proyecto entre los escritores. Luego ¿qué pasaría si no se realizaba? Nada; lo
que ocurrió. Los quince o veinte candidatos o novelistas premiados no iban a
presentar una reclamación ante un tribunal literario que no existe.

Efectivamente, el proyecto era un bluff, porque después de muerto el


novelista se vio que no había nada preparado para estos costosos proyectos. Lo
único que se realizó de una manera que se podría llamar simbólica fue la Casa
de los Novelistas, en Mentón, en donde se colocaron los bustos de Cervantes, de
Balzac, de Víctor Hugo, de Dickens y de otros, sustitución muy sabia, pues vale
más tener en busto la efigie de autores célebres que no molestan, que no tener
en vida escritores mediocres, que comen, beben, murmuran, hacen
reclamaciones y ocasionan molestias.

No fueron a vivir a la Casa de los Novelistas ni el Pérez o Sánchez de


Castilla, ni el Folgueira de Galicia, ni el Puchol de Levante; pero se pusieron la
efigie de grandes escritores en los jardines de Mentón.
XX

Andrés García de la Barga, «Corpus Barga», tendría diecisiete o


dieciocho años cuando se presentó un día en mi casa de la calle de Mendizábal
hace cuarenta años. Era un joven alto y rubio, de ideas un tanto subversivas.
Poco después escribió un libro de cuentos y de artículos y apareció en el café
Levante.

Más tarde hizo un semanario violento (Menipo), le denunciaron, se


marchó a París, y allí pasó la guerra mundial del 14 al 18. Luego le he visto en
París muchas veces, y he tenido relaciones afectuosas de amistad con su familia,
con su mujer, Marcela, y con su hija, Ninoche, por quienes sentía afecto. En 1936
y 37 iba todas las semanas a comer a su casa, y allá charlábamos alegremente.

Este artículo que reproduzco y otros que publicó Corpus Barga sobre mí
no tienen aviesa intención, sino, por el contrario, le pintan a uno con rasgos
exagerados por hacerlo interesante. En general, entre los escritores hay una
intención baja de buscar algo que denigre al colega; en Corpus Barga no había
esto.

Después de la guerra del 14 al 18, en 1919 o 1920, vivía Corpus Barga en


la calle Dutot, en un hotel que daba por un patio a la pequeña calle de
Cervantes. Barga se marchaba de casa al café o a alguna reunión, y volvía a las
altas horas de la madrugada. Su mujer, Marcela, se quedaba sola con sus chicos
en aquel hotel solitario, sin cerrar siquiera la puerta. ¡Qué valor! A mí me
asombraba.

Corpus Barga, en El Sol del 28 de noviembre de 1920, publicó un artículo


titulado LA FONTANELA DE PÍO BAROJA, que reproduzco aquí.

«[…]

»—¡Qué! ¿Camino de Rusia?

»—No tanto, hombre, no tanto; yo creo que tiene uno ya cerrada la fontanela para
comprender las cosas…

»Y Baroja, el gran Pío Baroja, da esta respuesta balanceando su cabeza, con máscara de
hiena, sobre el resorte de su cuerpo encorvado, las manos a la espalda y el pie zambo, en una calle
del París viejo, donde a cada paso hay un escaparate de libros y estampas.

»Parece natural, no sé por qué natural, que Pío Baroja fuera a Rusia. Pero como ha dicho,
cierra su fontanela, y no va. Y ha dicho también:

»—Probablemente, yo no iré en mi vida a Alemania.


»No ha podido por menos de venir una vez más a París. Pío Baroja ha paseado después, con
la fontanela cerrada, por el París viejo, y se ha ido a comer al hotel Ritz. Estaban allí las bellas damas
vestidas en parte con su piel propia y en parte con las pieles de otros animales. El gran Baroja ha
entreabierto la fontanela y las ha admirado. Luego, el sommelier le ha sometido la lista de los vinos;
Baroja ha escogido un sauternes, y cuando ha gustado el primer sorbo les ha confesado a los
comensales:

»—Verdaderamente, es agradable.

»Asimismo se le ha visto a Baroja en el cabaret de moda titulado La urraca que canta, La pie qui
chante. La urraca en cuestión era de un viejo cabaretier calvo y le ha felicitado a Baroja públicamente,
estrechándole la mano, por no tener ni un pelo sobre la fontanela.

»En fin, Baroja ha aparecido en el comedor del Regina con una señorita. Pío Baroja tiene una
admiradora más. Y aquí viene lo gordo: la señorita es esbelta, es una señorita francesa, católica y
nacionalista. No es una dama errante, es una estudiante recogida que traduce La dama de Urtubi. Y,
sin duda, tiene la fontanela abierta.

»Debe advertirse que Baroja ha venido a parar esta vez a París al hotel de Juana de Arco, y
resulta que admira la estatua de Juana de Arco, forrada de oro, que hay enfrente del Regina. Éstas
son las concesiones de Baroja a su admiradora. A partir de aquí, todo es controversia y discusión; las
llamadas llaman a los cráneos opuestos para que se abran las fontanelas respectivas.

»Pío Baroja, injusto con los franceses en general, es decir, con Francia, continúa con la
fontanela cerrada sobre esta abstracción, haciendo, sin embargo, observaciones mordientes. Dice, por
ejemplo: “En la literatura francesa no se siente la naturaleza como en la británica. Lo que no se puede
escatimar en la literatura francesa es el sentimiento de la humanidad; a la vista está el caso de que en
ninguna lengua (parece que ni en la rusa, donde hay la tradición de Tolstói) se han escrito libros del
hombre en la gran guerra como en la francesa”».

Después, en el artículo de Corpus Barga hay dos párrafos de


consideraciones sobre la guerra del 14, que ya no tienen gran interés, y sigue
así:

«Baroja definiría mejor el carácter de una francesa que el de Francia, y así, en Francia, el año
pasado, en una de esas revistas llamadas de vanguardia y que mueren heroicamente, ha sido donde
se ha hecho justicia a la actitud independiente de Pío Baroja durante la guerra. Lástima que casi el
único intelectual español capaz de tomar esa actitud no haya podido superar hasta cierto punto el
sentimentalismo indígena que tiene el español contra el francés, como lo tiene el francés contra el
alemán.

»Porque lo otro, las discusiones sobre los países y las razas, son en Pío Baroja no tanto
problema para discutir como para pasear. Una gran experiencia me ha demostrado que, para
concluir una discusión con Baroja, lo mejor es sentarse. Nietzsche daba también gran importancia a
las piernas en el pensamiento. Pío Baroja es un andarín del pensamiento, y sus salidas, sus idas y
venidas, y hasta su andar un poco zambo, todo lo que es cascote en su literatura, explica al literato
original de una lengua en la que aún hay quien, escribiendo su romance, da ganas por contra de
cometer razonablemente todas las folias.

»A lo largo de las divagaciones filosóficas, como el bajo cascote literario, palpita en Pío
Baroja una inquietud rara, verdadera. En una obra basta y violenta hay perdido algo muy delicado:
un lírico y, quizá mejor que ningún lector, una mujer que se acerca a la fontanela, es decir, a la calva
de este viejo lírico, descubre el maravilloso fracaso detrás de la máscara de hiena. La hiena es tímida
como Pío Baroja».

Yo no replicaría el retrato, un poco recargado, que de mí hace Corpus


Barga por mi cara de hiena; pero sí a la idea que yo podía tener de ir a Rusia en
plena dictadura. ¿Qué iba a ver yo allí sin saber el idioma? ¿Las casas, las
avenidas, los palacios? No me interesaba. Con libertad de ir y venir se puede
ver algo. Sin libertad no se puede ver nada. Yo soy liberal. Si los amigos no lo
han notado, yo no tengo la culpa; los que no son amigos, lo han tenido que
notar menos. Recuerdo que un socialista me decía con una ironía de mogollón:

—Usted será de los de Hitler.

—Lo mismo podía yo decir que usted es de los Torquemada.

Otros me han dicho:

—Usted será comunista.

—Bueno. Lo que usted quiera.

Es un no comprender extraño. La gente pone una etiqueta a una persona


a quien no conoce y a quien no le lee porque sí, y además supone que esta
persona va a aceptar la etiqueta con mansedumbre. Yo, al menos, no la acepto.

Puede ser que yo tenga cara de hiena y un pie torcido, como dice Corpus
Barga; pero él tiene un aire un poco decadente de pollo de la burguesía. Esto no
quiere decir que yo tenga enemistad con él. Nada de eso.

Creo que de lo que ha escrito Corpus Barga se podría sacar con el tiempo
uno o dos volúmenes de crónicas y de artículos amenos.

De Gómez de la Serna, su pariente, creo que no se sacará nada: todo es


bazofia, jerigonza de la época. No tiene exactitud, no tiene gracia; son
gesticulaciones del momento, de las que no queda nada.

Corpus Barga nunca tuvo política literaria. Esta politiquería la han tenido
en alto grado Ruiz Contreras y Gómez de la Serna. Éstos son como si fueran
ministros de Estado de la República de Andorra o de San Marino, que pensaran:
«¿Qué actitud tenemos que tomar con los Estados Unidos o con Rusia?».
Cualquier persona de buen sentido piensa: «Ninguna». Ellos creen que sí.

Esta politiquería no la ha tenido Corpus Barga. Ha dicho lo que le


parecía; unas veces de un modo y otras de una manera insensata.
Yo creo que he hecho lo mismo. ¿Para qué la política en unos asuntos en
donde no sirve para nada?
XXI

A Carlos Arniches le conocí poco y hablé un momento con él.

Yo, después del ensayo fallido que hice con la adaptación de una novela
mía titulada El mayorazgo de Labraz, llevándola al Teatro de la Princesa, a la
compañía de Ceferino Palencia, en 1902 o 1903, tuve muchos años después la
posibilidad de trabajar con un colaborador importante como Arniches.

Hará unos quince o veinte años, un día que iba a la Biblioteca Nacional,
al pasar por delante de la iglesia de San José, de la calle de Alcalá, se me acercó
Arniches, y me dijo:

—¿Usted me conoce?

—Sí.

—¿Sabe usted quién soy?

—Sí.

—Pues tengo que hablar con usted.

—Hablemos.

—¿Adónde va usted?

—Voy a la Biblioteca Nacional.

—Le acompañaré un rato. Le voy a hacer una proposición.

—Bueno. Veamos qué proposición.

—¿Quiere usted colaborar conmigo?

—¿En qué?

—En obras de teatro.

—Pero yo no tengo condiciones de autor dramático.

—Yo creo que sí. Yo creo que hay mucho aprovechable para el teatro en
algunos libros suyos.

—Yo creo que no.


—Pues nada, piénselo usted bien, y si le gusta la idea me avisa.

—Ya lo pensaré despacio.

Yo le dije a Arniches rápidamente mis objeciones, que no creía que podía


añadir nada a lo suyo, pues sus sainetes estaban muy bien, que no veía qué
podía yo aportar a la colaboración. Después añadí que en algunas de sus obras
lo que encontraba mediano era la música.

Esto me pareció que no le interesaba nada.

No sé si Arniches hizo alguna obra con Chueca al comienzo de su


producción. Yo creo que Arniches era el mejor sainetero madrileño del tiempo,
y es posible que pensara más o menos conscientemente que sus obras no
necesitaban una música demasiado expresiva. Por otro lado, Chueca, el mejor
músico de la época, pensaba seguramente que, para que su música se destacara
con toda su gracia, no precisaba que el sainete o la revista que iba a adornar con
sus valses, sus polcas y sus chotis fuera una obra realista, en la cual los
personajes tuviesen aire de seres vivos.

Al despedirme de Arniches y al ir a la Biblioteca Nacional, pensé el pro y


el contra de una proposición así: yo era viejo ya para desviarme de mi camino.
Cerca de los sesenta años, ¿para qué iba a cambiar de vida y a pretender ganar
dinero? No valía la pena.

No tenía afición al teatro, ni simpatía por el público ni por los cómicos, ni


quería tener más dinero que el necesario para vivir. No creía que pudiera hacer
nada que estuviera medianamente bien. Aun teniendo afición, salen las cosas
mal; no teniéndola, tienen que salir peor.

Ya estaba metido entonces en una corriente de historicismo, que me


interesaba y me divertía, y no quería meterme en un terreno que,
probablemente, me ocasionaría disgustos y molestias.

Con el pasar del tiempo he sido menos aficionado a los espectáculos.


Creo que no he estado nunca en un partido de fútbol; corridas de toros, he visto
una de chico, y no me gustó nada; en teatros, hace más de treinta años que no
he estado, y de cine sonoro creo que no conozco más que una película, El desfile
del amor, y fui a verla por compromiso.

Del cine primitivo, recuerdo con gusto a Charlot y a Prince (en español,
Salustiano), a Mary Pickford y algunos más, cuyos nombres se me han
olvidado.
XXII

De Galicia me han escrito este año y el anterior dos señores muy


enfadados porque hablaba en estas Memorias de Lerroux como de un hombre
de poca cultura y de un conocimiento rudimentario de lo que es España.

A uno de estos señores le tuve que mandar a paseo, por no decir otra
cosa más fea, porque me parecía una ridiculez echárselas de bravucón por carta
y sin peligro alguno.

Hace poco otro señor, también gallego, de El Ferrol, don J.M. Caydeda,
me anuncia que ha escrito un artículo contra mí, en el cual copia dos cartas que
le escribió Lerroux contestando a lo que dije sobre él en estas Memorias. Yo no
he dicho sobre él nada ofensivo desde un punto de vista ético como otros
amigos o ex amigos suyos. Si he dicho algo ha sido desde el punto de vista
intelectual. Es cierto que esto mortifica a veces más a la gente.

Yo he asegurado que Lerroux, como hombre de pensamiento, es y ha


sido mediocre. Lerroux reconoce en uno de sus alegatos que no ha leído nada
importante; pero luego se irrita con el que se lo dice. Después, en una de sus
cartas indica que yo miento y tergiverso los hechos. Ninguno que nos conozca a
los dos lo creerá. Todos los conocidos dirán: «Lerroux es una buena persona,
capaz de hacer un favor a los amigos. Un hombre campechano; pero en cuestión
de veracidad, Baroja es más veraz».

En mí, la veracidad no es sólo un convencimiento, sino una técnica. Con


ocasión de estos tres libros de Memorias que he publicado, me han escrito por
carta insultos, me han dedicado algunas ironías de mogollón; pero nadie me ha
dicho: «Esto que cuenta usted es falso por esto y por esto».

Algunos con buena intención me han hecho observaciones que yo no he


podido comprobar; por ejemplo, que Salmerón no vivía en la calle de
Montalbán hace años, sino en la calle de Antonio Maura (antes de la Lealtad);
que Pi y Margall no habitaba un piso alto, y que el Casino de Madrid no estuvo
en la calle de Alcalá esquina a la de Sevilla, donde se hallaba también el café
Suizo.

Como digo, no he podido aclarar estos detalles. Un hombre como yo, que
pretende escribir un libro que valga, ¿qué ventajas va a sacar con falsedades o
con engaños? Ninguna. Eso puede servir en la política; ¿pero en la literatura?
¿En los libros? Nada.
Naturalmente, no va uno a publicar todo lo que ha visto, sino lo que le
parece de interés por el hecho en sí o por las gentes que intervinieron en un
suceso.

Respecto a mis relaciones con Lerroux, yo entré a colaborar en El Radical,


no por impulso propio, sino porque él y su amigo Fuente me instaron a ello en
el café Inglés. También fueron ellos los que me instaron a que me presentara a
concejal por su partido, y cuando perdí yo pagué los gastos de la elección. Se
hicieron chistes y algunos artículos hablando de la indiferencia que yo tenía en
la propaganda electoral. Realmente, no me interesaba nada.

Lerroux dice en el alegato en su defensa que ha mandado al señor


gallego, que yo le escribí pidiéndole una recomendación para presentarme
candidato a diputado por Fraga, lo cual es cierto. Yo no niego nunca la verdad.
¿Para qué? Pero maldito si yo pensaba que por el procedimiento que seguía iba
a llegar a ser diputado. ¿En un país como España le iban a dejar pescar un acta
de diputado a un escritor sin dinero y sin influencias que se presentaba en los
pueblos rodeado de bohemios? Era la mía una fantasía de la que pensaba sacar
una relación cómica como la que apareció en mi libro Las horas solitarias. El
político no comprende el punto de vista del escritor. No ve que para el escritor
de raza el hacer un libro bueno que llegue a ser leído en todo el mundo, es más
que ser diputado de siete distritos, que ser ministro y archipámpano.

Fuente y Lerroux me propusieron publicar una novela como folletín en


su periódico, y yo publiqué César o nada, y no gané con ello ni un céntimo.

Luego Lerroux saca a relucir en su carta que yo he sido panadero. No lo


he negado nunca. No soy tan tonto para eso. Principalmente, porque no me
molesta nada. Después añade, comentando el que yo sea académico, cosa de la
cual nunca me he alabado:

«También yo traigo a cuento siempre que se me presenta la ocasión, que se me ofreció la


presidencia de la República, y la rechacé; que don Niceto quiso proponerme para ingresar en la
Academia, y no lo consentí; que presidí en Ginebra la Asamblea de la Sociedad de Naciones, y no me
desmayé; que presidí seis o siete gobiernos de la República, y no perdí batallas ni territorios; que
afronté desde el poder el año 34 una situación gravemente difícil, y la resolví sin fusilar a mis
enemigos; que extendí la efectividad del territorio nacional, África adelante, y me resigné a no
poderme titular duque, marqués o siquiera barón de Ifni…».

Muy bien. Éstas son ambiciones del señor corriente. Yo no las tengo.

Supongo que Lerroux hubiera podido llegar hasta ser arzobispo de


Sevilla si hubiera pertenecido al clero. Ahora, como escritor ha sido mediocre.
En el poder o fuera del poder, como literato, no es gran cosa.
Antes de la guerra del 14, Lerroux estuvo en París, y con él tuvo, según
dijeron, una conferencia Jaurés, el político francés, a quien poco después
asesinaron. No sé cómo se entenderían; supongo que con intérprete, porque
Jaurés no sabía español ni Lerroux francés. Yo vi a un periodista parisiense; le
pregunté la opinión de Jaurés sobre Lerroux:

—¿Qué le ha parecido a Jaurés Lerroux?

—Ha dicho: «C’est pas un homme politique, c’est un politicien».

El que sabe un poco de francés, ya advierte la diferencia de una cosa con


otra.

Lerroux tenía condiciones de orador popular. Como periodista, era poca


cosa.

Sus rivales, Rodrigo Soriano, Emiliano Iglesias, Ricardo Fuente y el


mismo Blasco Ibáñez, eran mediocres. Luego, como político, en el poder, he
visto que Lerroux no tenía intuición.

Al principio de su vida tuvo su éxito y su suerte. El no estar en Barcelona


cuando la semana trágica (poco trágica para lo que vino después), le salvó en
parte. Si llega a estar en la ciudad fracasa en absoluto. Él mismo dijo en una
conversación que se hubiera escondido, y que tenía un asilo seguro.

De vuelta de América, se instala en Madrid, y quiere ser un político serio,


y fundó un periódico. ¡Y qué periódico! El Radical. Era un periódico éste que se
caía de las manos de puro aburrido. El mismo Lerroux lo reconocía, y me dijo
una vez, al llegar de Barcelona, que allí le habían dicho que lo único un poco
legible era el folletín, que era mi novela César o nada.

Ricardo Fuente, que tenía gracia hablando, era aburrido cuando se ponía
a escribir.

Ya por entonces, Lerroux tenía como ideal la respetabilidad, y pretendía


hacer un partido de hombres graves, de tipos como el doctor Salillas, que era un
pobre señor aburrido y pedante.

Este párrafo de su carta, que copié antes entre comillas, que me mandó el
señor Caydeda, demuestra sus aspiraciones.

«Quién sabe, señor Lerroux, quizá sea usted todavía conde, marqués o duque. Un poco tarde
es; pero usted ha sido siempre un hombre robusto, y todavía puede vivir. Yo lo celebraré, y que le
den a usted alguna cruz decorativa, como la del Cristo, de Portugal, o una cosa así. Ya,
probablemente, no nos veremos. Los dos somos viejos, y es fácil morirse a estas edades. A mí no me
interesa usted mucho. A usted tampoco le intereso yo gran cosa. Así que… adiós. ¡Buenas noches,
señor Lerroux!»
XXIII

Los dos hombres famosos españoles que he conocido, aunque no mucho,


de extrema izquierda, han sido Pablo Iglesias y Buenaventura Durruti. Los dos
eran fanáticos a su modo y completamente distintos.

Pablo Iglesias era un doctrinario, un hombre con espíritu de profesor. No


sé si tenía relaciones con los de la Institución Libre de Enseñanza; pero quitando
algunas violencias de palabra, obligadas por su posición de tribuno popular, era
muy parecido a ellos.

Yo le oí hablar dos o tres veces, y hablaba muy bien. Este es un talento


muy español, muy genuino, que lo tienen muchos espontáneamente.

La primera vez que le oí fue en el Teatro Felipe, que estaba cerca de los
Jardines del Retiro. Hará más de cincuenta años. Todavía no tenía la barba
blanca. Razonaba con cuidado y precisión, con un fanatismo frío y dogmático, y
enseñaba los dientes al hablar con un aire de tigre. Luego todavía le vi alguna
vez, no sé si en la calle o en algún mitin, y ya a la vejez le encontraba con
frecuencia en el barrio de Argüelles. Debía de vivir por allí. Años después,
estando yo en compañía de un cajista de la Casa Editorial Hernando, donde
edité algunos libros míos, se nos acercó Pablo Iglesias. Era invierno. Vestía muy
modestamente, llevaba una capa amarillenta de color de ala de mosca y un
pañuelo blanco al cuello. Tenía aspecto venerable. Yo sabía que me conocía y
que había hablado de mí en la redacción del periódico El Socialista.

Me lo había dicho también el corrector de pruebas de la Casa Hernando,


Matías Gómez; pero como no era de los suyos, Iglesias hizo como si no supiera
quién era yo. Sin duda, no se podía hablar más que con los compañeros
identificados, de la segunda, de la tercera o de la cuarta Internacional.

El que no estaba con ellos, estaba contra ellos. Era una manifestación de
intransigencia.

Al expresarse Iglesias en tono familiar, me pareció que lo hacía de una


manera especial. No se le hubiera podido tomar ni por castellano, ni por
andaluz, ni por catalán; quizá su acento tenía dejo antiguo de gallego. Tenía, sin
duda, algo que decir al tipógrafo conocido mío, y yo me despedí y seguí mi
camino.

Buenaventura Durruti era un tipo diametralmente opuesto a Pablo


Iglesias. No era un doctrinario, era un condottiero, inquieto, atrevido y valiente.
También se le podía encontrar como una encarnación del guerrillero español.
Tenía todas las características del tipo: valor, astucia, generosidad, crueldad,
barbarie y un fondo de cerrazón espiritual.

En otra época hubiera estado muy bien de capitán con el Empecinado,


con Zurbano o con Prim.

Yo le conocí en Barcelona por influencia de un tipo que, al parecer, era


del Sindicato Libre, enemigo del Único. No sé cómo se llamaba éste. Le vi en
una sociedad de la plaza Cataluña, llamada La Colombófila.

Durruti se presentó en el salón del Hotel de la Rambla, donde yo estaba


con dos o tres amigos suyos, y como su presencia alarmó a mucha gente, yo le
dije que fuéramos a un café de una callejuela próxima. Estuvimos en un cafetín
charlando.

Contaron todos ellos sus aventuras fuera del Código Penal, como si no
tuvieran nada de raro. Una de las cosas que le extrañaba a Durruti era que en
un complot que habían fraguado entre tres anarquistas para apoderarse de
Alfonso XIII en París, la policía se había enterado, y los había prendido a los
tres.

Yo le dije que eso no era tan raro como él creía, y que se sabía que en
Rusia y en los Estados Unidos y en Alemania era muy corriente, según se decía,
poner micrófonos en los centros de gente sospechosa para recoger sus
conversaciones.

Por el procedimiento que fuera, el caso es que la policía francesa conocía


el complot, y a Durruti lo llevaron a la cárcel de La Santé, y le pusieron en una
celda que registraban tres veces al día y que tenía un letrero encima de la
puerta, que decía: «Tres dangereux» («Muy peligroso»).

Al parecer, el prefecto de policía, que creo que era Chiappe, quería


entregarlo a España, que lo había reclamado, y Durruti estaba convencido de
que le llevaban a la frontera; pero de pronto se suspendió la orden, se quedó en
La Santé y fue puesto, al cabo de poco tiempo, en la calle.

Durruti quiso averiguar a quién se debía esto, y le dijeron que el ministro


Barthou había influido a su favor, porque su señora era amiga de la mujer de un
médico apellidado Durruty, del País Vasco francés.

—Hombre, es curioso —le dije yo—. Al doctor Durruty le he conocido


mucho; era oculista en Hendaya, y solía venir a mi casa de Vera con frecuencia,
sobre todo en las fiestas. Yo también iba a su casa en las fiestas de Hendaya.
—Barthou era de los Bajos Pirineos —dijo Durruti—; yo creo que de
Oloron, y su mujer, vasca, era, sin duda, amiga de la mujer del doctor Durruty.

—Como ve usted —le dije al anarquista, en broma—, el ser vasco,


aunque sea de origen, tiene sus ventajas y sus inconvenientes.

La muerte de Durruti fue trágica. En la ciudad universitaria recibió un


tiro en la espalda, disparado por alguno de los que iban en su tropa. La bala
entró por la escápula izquierda y le cruzó el cuerpo y se le alojó en el hígado. Se
le trasladó al hotel Ritz, y allí terminó, después de muchas horas de agonía. Ésta
fue la versión que se ha dado de la muerte de Durruti. Después se han dado
otras. No sé cuál será la cierta.

Durruti era tipo para tener una biografía en romance, en un pliego de


literatura de cordel, con un grabado borroso en la primera página.

La mayoría de la gente, al parecer bien enterada, supone que Durruti fue


muerto en la plaza del Callao, cerca del hotel Florida, donde vivía, y que fue
muerto por los comunistas.
CUARTA PARTE

PINTORES, ESCULTORES Y MÚSICOS


I

En nuestro tiempo, la escala de valores tiende a cambiar; la parte alta,


desde el filósofo y el hombre de ciencia hasta el escritor, va perdiendo prestigio
para el público, y queda solamente con sugestión la parte que se refiere al
pintor y al deportista.

El hombre actual no quiere calentarse la cabeza en la soledad, y, después


de moverse y de intrigar, busca la diversión colectiva y espectacular. Una
exposición de pintura, un partido de fútbol, una corrida de toros es lo que más
le gusta. Lo extraño es que llegue en su afición a gustar de esas diversiones de
una manera metafísica, porque oír los lances de una corrida de toros o de un
partido de fútbol por la radio parece pura metafísica. Son también
manifestaciones de la demagogia del tiempo. Ésta existe en todos los órdenes.

Hace unos meses le preguntaba yo a un empleado de un gran hotel de


San Sebastián:

—¿Es que ya no viene a estos hoteles la gente aristócrata que venía antes?

—No.

—Pues ¿quién viene?

—Vienen comerciantes, industriales, gente de negocios…

—Es decir, lo que se llama popularmente estraperlistas…

—Sí; eso es.

—Entonces, aquella gente aristócrata ¿adónde va?

—No sé; si viene al pueblo, irá a hoteles de tercera o cuarta clase.

Lo mismo ocurre con todo.

Se explica que una masa de gente ansiosa no vaya a pretender enterarse


de las teorías de Einstein o de Planck, ni a leer a Schopenhauer. Si se siente con
aficiones suntuarias, compra cuadros y muebles para adornar la casa, y si tiene
instintos vulgares, va a un partido de fútbol o a una corrida de toros.
II

En literatura, yo creo que se aprende poco o casi nada. Los grandes


escritores salen como por generación espontánea. Así, aparecen Shakespeare,
Cervantes, Moliere, Tolstói, Dostoyevski.

Los grandes y los pequeños se ve que apenas cambian con el tiempo.

Entre los músicos pasa lo mismo o quizá más. El don de escribir o el don
de hacer música es algo espontáneo, y que no se mejora mucho con el estudio.
Ahora, en la música, hay la dificultad de la técnica.

En la pintura también el trabajo del aprendizaje significa más que en la


literatura. La literatura apenas necesita técnica, porque el hablar y el escribir no
se pueden considerar como tal; son consecuencias de una educación primaria.
En pintura, el dibujar bien sólo exige un trabajo largo, complicado y difícil; en
música tiene que pasar algo parecido y debe de haber mucha gente con
facultades musicales que se muere sin haber puesto una nota en un papel, y
gente con facultades pictóricas que no ha cogido nunca los pinceles.

En literatura esto es más difícil, porque las ocasiones de escribir se


presentan con más frecuencia para la gente corriente. Y así, ha habido príncipes,
políticos, guerreros, poetas e historiadores, sin estudio especial, que se han
revelado como gente de talento literario; en cambio, los pintores y escultores
casi todos han salido de los talleres de otros artistas, en las buenas épocas, y los
músicos, igualmente, de familias especializadas en su arte.

En literatura se aprende muy poco, y el gran escritor, en general, da la


muestra de lo que es desde el principio. Dickens da toda su medida en Pickwick,
como Dostoyevski en Pobres gentes. Se observa en tales libros falta de trabajo,
que el autor no ha tenido siempre confianza en su obra; pero el gran escritor
aparece claro. En la poesía se nota algo menos esa espontaneidad, porque tiene
menos libertad, más técnica, y esto disfraza a veces la obra.

Verlaine no se destaca de sus contemporáneos en los primeros libros, y


luego, ya casi a su muerte, se va imponiendo, y se ve que es el primero de su
época en Francia. Han tenido que pasar sus versos por varias filtraciones hasta
distinguirse como algo genuino y diferente de los demás.

Hoy a nadie se le ocurre compararle con Sully Prudhomme, con Coppée,


con José María Heredia o con Moréas, o con ningún otro de sus
contemporáneos.
En este último tiempo de la guerra mundial, los pueblos que han
mostrado una ética más pura han sido los pueblos del norte, que no tienen la
importancia artística de los del mediodía. En esa cuestión, no se puede
comparar a Finlandia con Grecia, ni Suecia con Italia, ni Noruega con España.
La producción artística parece que va en relación con cierto paralelo geográfico,
y la producción científica y ética con otro.

En zonas donde el frío o el calor es excesivo no se da ni ciencia ni arte.

Tampoco creo en la repercusión del carácter ético del arte en la vida.

El esteta puede ser inmoral o amoral, y llegar al cinismo más completo.

El arte es un lujo sin importancia para la vida social. Tomar a Goya por
un filósofo es una ridiculez. La filosofía de Goya no es una filosofía
extraordinaria. Lo grande de Goya está, naturalmente, en su pintura; la leyenda
de sus aguafuertes la podría haber escrito un cualquiera.

Que se puede dar un artista al mismo tiempo pensador, es cierto. No es


corriente; pero se da. Lo mismo se puede dar en otro oficio. Leonardo de Vinci
teorizaba sobre la ciencia; su caso es raro y poco frecuente en los artistas;
también Spinoza teorizaba sobre la filosofía y la religión, y era pulidor de
lentes; pero no se puede creer que los pulidores de lentes tengan condiciones
especiales para la metafísica y para la teología.

Ortega y Gasset dice en un capítulo de El espectador que hay en nuestro


tiempo una cierta apatía artística, y que muchas personas se encuentran
sorprendidas al salir de un concierto, de una exposición o de un museo, por la
nulidad que experimentan del placer recibido.

Interiormente no sé lo que pasa en esas gentes que van a conciertos y


exposiciones; yo no voy nunca, pero no creo en esa apatía artística.

Lo que sí hay es una indiferencia absoluta filosófica, científica y literaria.

Es frecuente encontrar en Madrid personas que no han leído el Quijote ni


tienen idea de Shakespeare, y que hablan con ciertos conocimientos de pintores
de segundo orden; lo mismo pasa con los compositores españoles modernos. La
mayoría no tiene una chispa de inspiración; pero, a pesar de esto, son muy
considerados, y se los oye con gran respeto. Es como oír al que está serrando
madera.
III

No he leído nada de crítica de arte. Es cosa que me interesa poco.


Además, en general, esta crítica se encuentra en libros caros, para ricos, con
láminas y encuadernaciones lujosas, más bien para leerlos por entretenimiento.

¿Qué importancia va a tener el arte en la vida? Yo creo que ninguna. Si la


tuviera de verdad, se verían los pueblos con grandes museos, como los más
civilizados. Pero no hay tal. Si la civilización es la moral, la ciencia, los derechos
del hombre, los pueblos del norte de Europa, con poca tradición artística, son
mucho más civilizados que los del mediodía.

Para mí, las artes puras están a punto de cerrar su ciclo vital. Estas artes,
primero la escultura, después la música y algo más tarde la pintura, han
realizado su evolución completa.

La literatura no ha cerrado su curva aún. La literatura no es un arte puro;


en ella pueden influir constantemente la filosofía, la historia, la psicología, la
sociología, las ciencias naturales, que dan nuevos datos. Éstos pueden cambiar
el panorama mental del escritor.

En la escultura, en la música y en la pintura no hay posibilidad de


nuevos datos. El escultor de hoy, como el músico y como el pintor, se
encuentran ante la vida con asuntos idénticos y con los mismos elementos de
expresión que se encontraban los artistas antiguos y con los mismos modelos.

Fidias o Praxíteles, Velázquez o el Tiziano, Beethoven o Wagner, tienen lo


necesario para realizar su obra artística. No se ha añadido nada a sus temas. Al
escritor no le pasa lo mismo; el idioma ha cambiado y las ideas han
evolucionado.

Hay artistas convencidos de que ir a los museos es como convertirse en


san Francisco de Asís. Esta opinión ridícula comenzó con las predicaciones de
Ruskin, escritor y esteta un tanto vulgar.

Yo supongo que las visitas a los museos tienen para la vida moral la
misma importancia que jugar a la brisca.

Un pueblo puede ser como el pueblo italiano en la época del


Renacimiento: muy artístico y al mismo tiempo cruel, traidor y de mala fe.

En la música, como en la pintura, pasa lo mismo, no hay ningún


elemento ético. Se puede ser un hombre digno, noble, bondadoso, como el
español de la Constitución de 1812, y no tener ningún sentido musical, y se
puede ser un granuja perfecto y poseer un oído magnífico y una gran
sensibilidad para la música. Son capacidades distintas y sin relación clara una
con otra.

Todos los proyectos literarios y artísticos dados como normas para


mejorar la moral del porvenir son un poco ridículos.

—Desde mañana ya no se emplearán gerundios.

—Se acabó el aceite de linaza o el amarillo de cromo.

Eso no le importa a nadie.

La literatura y el arte le importan al mundo por lo que le distrae o le


divierte, y tomar ese aire solemne y fiero al hablar de ellos es una ridiculez.

Yo no tengo espíritu de turista ni de esteta y, sin embargo, creo que en


esa cuestión de cuadros y de estatuas y de monumentos arquitectónicos he
tenido bastante buen criterio sin trabajo y sin proponérmelo. Quizá por eso me
han interesado poco. En cambio, otras cosas que no comprendía bien, como
algunas científicas, me han inspirado más estimación y hubiera querido
conocerlas y hasta profundizarlas, cosa que no he podido.
IV

En esta época, más apasionada que racional, en que vivimos, se ve como


nunca que el hombre es enemigo del hombre. Homo homini lupus. En medio de
las matanzas, de las destrucciones y de los bombardeos, resuenan gritos de
triunfo si la devastación la han realizado los propios, y los gritos de venganza si
la han llevado a cabo los contrarios.

Entre gente tan colérica y tan sañuda hay minorías que, sin duda, se
creen selectas, que manifiestan una efusión y un sentimentalismo por el arte un
tanto pueril. Esas personas quieren creer que la vida humana y el dolor cuentan
poco al lado de las obras trascendentales de la pintura, de la escultura y de la
arquitectura. Se han matado miles de hombres entre horribles tormentos, pero
se ha salvado el gran cuadro, la gran estatua o el soberbio monumento. Se ha
ganado la partida.

Si estos estetas emplearan un argumento solamente egoísta, afirmando


que para ellos no hay nada más que el arte, diríamos: «¡Qué se va a hacer! Es
gente limitada. Ponen su efusión artística por encima de todo. No comprenden
otra cosa».

Pero no es esto. Al mismo tiempo quieren manifestarse de buena fe,


generosos y altruistas, y aseguran que la obra de arte es lo más importante, para
que los hombres de mañana puedan contemplarla y saborearla.

Es curioso que a una persona que pueda mirar indiferente que el Prójimo
muera en una agonía dolorosa, le importe que el hombre de dentro de ciento o
de doscientos años tenga la satisfacción de ver una buena estatua, un gran
cuadro o un suntuoso edificio.

No es fácil saber si este sentimiento es de candor puro o de candor


mezclado de hipocresía.

Para los cultivadores del estetismo, primero es el arte y luego los


hombres, lo cual es una idea bastante absurda y disparatada. El arte vive en
función del hombre, es para el hombre y solamente para él. El hombre no vive
sólo en función del arte, sino de otras muchas cosas más. Tiene esa nota en su
clave, pero ésta no es la única ni quizá la más importante.

Pensar en sacrificar el hombre al arte, aun desde un punto de vista


teórico, es una idea vulgar, de un estetismo nacido en los medios decadentistas
del siglo XIX; es decir, en lo que valía menos de ese siglo.
V

Yo hablo un poco de la pintura y de los hombres, porque esta


preocupación artística ha sido el puente de los asnos de la época.

La pintura no tiene peligros políticos, como la literatura.

En la novela de Zola L’oeuvre, muy brillante y elocuente, parece que


cuando el pintor Claudio Lantier, al morir su hijo, coge los pinceles y se pone a
pintar el cadáver del niño, hace algo heroico y útil para el mundo. Ese
sentimiento cómico de heroísmo ha pasado a los pintores que han creído en esta
época que el pintor actual va a competir no sólo con el Tiziano o con Velázquez,
sino con Bruto o con Harmodio y Aristogitón.

Así se inventó en París esa ridiculez de llamar fauves a ciertos pintores.


Fieras, ¿contra quién o contra qué?

Yo no veo el heroísmo de poner rojo al lado del blanco o negro al lado del
azul.

La pintura siempre ha sido un arte para gente rica; hablar de una pintura
para el pueblo me parece una ridiculez. Nunca lo ha sido ni probablemente lo
será.

Esta supervaloración de la pintura, como si con ella se nos hiciera un


gran favor a los mortales, tiene caracteres raros. La pintura es un juego, una
diversión de los hombres, pero no más trascendental que cualquier otra.

Desde Ruskin, esteta amanerado y pedante, se ha llegado al culto del


arte, y ya se cree que entender de pintura es demostrar ser filósofo, pensador,
hombre de espíritu. Puras estupideces.

La teoría ha triunfado en Francia y ha venido a España, impulsada por


los banqueros y las gentes de mundo que, con el gusto de la pintura, se las dan
de cultos y de héroes y, además, pueden hacer buenos negocios.

Por otra parte, la pintura no exige una posición política difícil y


comprometida que pueda llegar a situaciones malas. Tiene todas las ventajas y
ninguno de los inconvenientes.

Yo no creo en la filosofía de los pintores o de los músicos. Ellos sí lo creen


por su cultura rudimentaria y especialista.

Revolucionarios pueden ser los políticos, los escritores y los filósofos.


Esa revolución de los pintores a base de colores y de aceite de linaza
tiene aire de fantasía. El arte constituye un juego, al que se le pide
principalmente ser agradable. Valor social tiene poco o ninguno. ¿Qué le
importa al labrador que trabaja la tierra que El entierro del conde de Orgaz o Las
meninas sean cuadros magníficos? Absolutamente nada. El obrero de París, de
Londres o de Berlín no va a los museos; el de Madrid, tampoco.

Los pintores, sobre todo los muy modernos, creen que se sacrifican por
algo cuando pintan cosas extravagantes.

Yo no comprendo qué sacrificio es ése. También han debido de creer en


su sacrificio los cubistas, los futuristas y los demás mistificadores.

Gómez de la Serna debió de sacrificarse cuando leyó en un circo unas


cuartillas montado en un elefante. A mí no me produjo la menor emoción el
saberlo. Lo mismo me hubiese dado que las hubiese leído sobre un caballo o
sobre un asno.

Después de la moda del cubismo, yo perdí la poca afición que tenía por
la pintura, y no iba a ninguna exposición.

—¡Parece mentira que hable usted mal del pintor Fulano! —me decía un
señor.

—¿Por qué?

—Porque era un buen pintor.

¡Qué tabúes más ridículos ha inventado esa gente mediocre que se cree
extraordinaria! Un buen pintor va a tener libertad para hacer cualquier
brutalidad o cualquier porquería. Es absurdo. Se ha inventado el mito del
artista, y probablemente ahora hay gente que supone si no será más digno de
consideración un pintor o una cupletista que el descubridor de una vacuna o de
la penicilina.

En una ciudad de provincias hace tiempo se pedía que fuera pensionado


un joven cantante, y el periódico de la localidad decía: «No se trata de un
arquitecto o de un ingeniero: se trata de un tenor».

La falta de función social de la pintura me parece evidente. La pintura


tiene un objeto como arte suntuario; pero nada más.

¿Qué función pueden tener algunos cuadros modernos de intenciones


pedagógicas?
¿Dónde se los podría colocar con sentido? En ninguna parte.

Otra de las cosas que molesta a los pintores es que se diga que la
literatura envejece pronto, y la pintura y la escultura no, con lo cual las obras
pictóricas y escultóricas vivas en la antigüedad siguen viviendo en nuestra
época.

«Por ejemplo —decía yo a un pintor— se ve un retrato de Holbein, y no


sólo es igual a uno de hoy, sino que es mucho mejor; en cambio, la literatura del
tiempo de Holbein es distinta a la de hoy, y hasta está escrita en otro idioma,
como en los libros de Erasmo y de Tomás Moro, que eran amigos del pintor
suizo.»

De ahí resulta que el pintor tiene que luchar con la obra de quinientos o
seiscientos grandes artistas de otro tiempo, que aún ejercen su influencia, y el
escritor lucha lo más con ocho o diez de su época y su país.

Por otro lado, la pintura ofrece la ventaja de tener más aceptación en la


burguesía que la literatura, porque carece de contenido social y no está sujeta al
idioma que le condena a la limitación. Además, tiene otra ventaja mayor: la de
ser un arte suntuario y un empleo de capital.

Los cuadros debían estar en los sitios para donde fueron hechos.

Los edificios antiguos serían más interesantes para los turistas, porque
esos cementerios de cuadros, como son los museos, parecen un poco absurdos y
tristes.

Arnaldo Boecklin era un buen pintor, al cual los críticos franceses e


ingleses han tratado siempre con desvío.

Yo no creo que en la pintura romántica del siglo XIX haya nadie superior
a él. Naturalmente era un epígono.

Pintó como lo que era, como un hombre de raza germánica de gustos


rudos.

No sé qué efecto haría a los entusiastas de la pintura romántica una


exposición de cuadros desde 1830 hasta 1900; pero creo que Böecklin sería de
los primeros.
VI

Yo no tendría, aunque fuera rico y poseyera un palacio, estos grandes


cuadros de la pintura moderna.

Esas obras de pintura, que dicen que son trascendentales, como el


Entierro de Ornans, de Coubert, o el Testamento de Isabel la Católica, de Rosales, o
Doña Juana la Loca, de Pradilla, no los llevaría a mi palacio si lo tuviera.

Tendría cuadros relativamente pequeños: un Watteau, un Claudio de


Lorena, un Boucher, un Bosco, un Brueghel, un Vermeer, y luego obras de los
impresionistas modernos.

Yo no creo que tenga ninguna trascendencia ideológica la pintura. Me


parece esto un lugar común del tiempo.

Karl Marx, Nietzsche o Dostoyevski, se ponga el que lo lee a favor o en


contra, representan más para la vida social que toda la pintura moderna.

El arte tiene muy poco valor en la vida. Es un adorno sin ninguna


trascendencia.

Yo no sé de dónde ha salido esa idea ridícula de que las obras artísticas


tienen una gran influencia en la moral social. Yo creo que tienen muy poca o
ninguna. En épocas de la historia italiana, en donde se hicieron obras de arte
importantísimas, se asesinaba a la gente con una tranquilidad asombrosa y
florecían las peores pasiones del hombre.

Para el carácter ético del individuo, el arte tiene muy poco valor.

En España ha habido bastantes pintores excelentes en el tiempo pasado


para que uno más, relativamente bueno, nos interese como un acontecimiento.

Yo al menos preferiría que hubiera en la época moderna un historiador,


un filósofo o un etnógrafo que nos diera ante el mundo un prestigio nuevo, que
no un pintor. Prestigio antiguo pictórico tenemos casi de sobra.

Probablemente por falta de espíritu nuevo se han inventado todas esas


pobres entelequias del dadaísmo, unanimismo, etcétera, y quizá se inventen
todavía más. Dickens, Dostoyevski, Tolstói no necesitaban inventar ningún
sistema nuevo; sabían que por intuición, dejándose llevar por su temperamento
y por su inteligencia, harían cosas extraordinarias.
A principios de siglo, los pintores jóvenes, unos tendían al puntillismo,
otros seguían la pintura académica y algunos, pocos, imitaban a artistas
extranjeros, como Beardsley, el dibujante inglés, que murió muy joven en la
época del decadentismo.

Entre los catalanes jóvenes había algunos puntillistas, y entre los vascos,
Regoyos era uno de los primeros o el primero.

Luego, pasada la primera guerra europea, apareció el cubismo. Estos


ganapanes del cubismo creían que estaban haciendo una obra trascendental con
sus brochas.

Nos encontramos una vez en Barcelona el caricaturista Bagaría, Luis


García Bilbao y yo, en un salón de pintura, donde exponía cuadros un pintor
salamanquino, Celso Lagar. Era una exposición cubista.

García Bilbao pretendía ingenuamente discutir la teoría pictórica y la


obra, y Bagaría y Lagar le salían al paso burlándose de él y de sus ideas.

Yo les decía con sorna que nada era más natural que pintar una nariz al
lado del trasero y un dedo del pie en la boca o en el oído, que todo esto era
genial y que los que no lo comprendían estaban amanerados y que así iban
degenerando las artes y todo, con la incomprensión de los no cubistas. Conmigo
no se metían, y por último se apartaron de mí.
VII

Creo que en España habrá lo menos mil pintores que se ganan la vida
con sus cuadros, y no habrá probablemente un solo escritor que se la gane con
sus libros. Muchos pretenden que los escritores nos ocupemos de la pintura y
de los pintores como algo trascendental. Me parece un poco excesivo.

Es decir, que los desheredados se cuiden de los afortunados. Es pedir


mucho. A esto los pintores replican, y en parte con razón: «Cierto que nosotros
buscamos el bombo de los escritores; pero, en cambio, los escritores tienen
empleos y sinecuras gracias a los pintores».

Si no hubiera pintores, los críticos y estetistas no tendrían buenos


destinos ni motivo de lucimiento.

Hay que reconocer que los dos puntos de vista son ciertos. Los que no
ganamos nada con eso no nos importa mucho el divorcio entre arte y literatura.

Hoy, cualquier emborronador de lienzos cree que tiene un alma


complicada y exquisita. Lo mismo les pasa a los músicos, no sólo a los
compositores, que hoy en el mundo no se distinguen gran cosa, sino a los
pianistas y a los violinistas.

Con relación a la pintura, yo no sé por qué perdí la curiosidad al cabo de


algún tiempo; probablemente por saturación. Sobre todo, la pintura modernista
y semicubista y la pintura negra no me hacían ninguna gracia.

Tampoco he creído nunca que la pintura tenga nada que ver con las ideas
revolucionarias.

La revolución es un concepto político y social que se lleva con un abuso,


sin sentido, a la esfera de las artes. En política no hay confusión ni duda de
quiénes son los revolucionarios. En la historia, Dantón, Marat, Robespierre,
Bakunin, Karl Marx, Lenin son revolucionarios y siguen siéndolo.

En literatura no se sabe quién lo es, aunque naturalmente se nota la


tendencia política en los escritores; pero dentro de su técnica no hay manera de
reconocer quién es revolucionario y quién no lo es. Víctor Hugo lo era en su
tiempo, hoy no lo parece; no lo son tampoco hoy Baudelaire y Verlaine.

En pintura pasa igual. Es ridículo que se hayan llamado algunos pintores


fauvistas o fieristas, como si quisieran amenazar al mundo con sus pinceles y su
aceite de linaza.
A la mayoría de la gente, ¿qué nos importa que uno quiera pintar con
colores fuertes y no mezclados y el otro no quiera emplear el negro? Allá él. Si
el resultado es agradable, tendrá éxito, y si no, no. No demostrará que sea una
fiera con eso. Todas esas fantasías vienen de la guerra del 14 al 18, que fue la
gran incubadora de las mayores tonterías de la época.

Los pintores han tomado esas actitudes, que quieren ser heroicas, y a mi
parecer son bastante absurdas. Cuando Zuloaga pintó a Dionisio el Botero,
algunos decían: «¡Qué valor!». Yo no veía qué valor pudiera ser el elegir como
modelo un enano repulsivo y el pintarlo con verde, rojo o azul más fuerte o más
débil. Yo no creo que eso signifique valor ni audacia ni nada parecido.

En la literatura, cuando aparece lo feo es porque tiene una intención


moral. Las escenas crudas de Aristófanes nacen de un fondo ético. La invención
de tipos como Tartufo o como Pecksniff, o de los presos de La casa de los muertos,
de Dostoyevski, vienen del mismo fondo. Pero este tipo feo y monstruoso de
Zuloaga o algunas figuras zarrapastrosas de Solana, ¿qué razón ética pueden
tener? Que estén bien o estén mal es otra cosa, pero fondo ético no tienen
ninguno.
VIII

De los jóvenes pintores del tiempo conocidos por mí, creo que los más
dotados eran Picasso, Anselmo Miguel Nieto y Arteta.

Cada cual en su género tenía cualidades para sobresalir e imponerse y


defectos para desacertar y caer.

Picasso mostraba demasiada audacia y demasiada ambición; Anselmo


Miguel Nieto era un poco provinciano y sentía una admiración por el lujo y la
posición social que le llevaban a veces al restacuerismo; Arteta era demasiado
humilde.

En su cara se notaba a los tres su condición espiritual: los ojos de Picasso


brillaban con fulgor y su sonrisa era irónica; la cara de Anselmo Nieto tenía algo
de la de Goya; Arteta era un tipo simpático, con un rostro triangular frecuente
en los vascos.

Picasso se lanzó a la aventura como un antiguo pirata; Anselmo quiso ser


un pintor mundano, y Arteta dejó sus condiciones de paisajista para dedicarse a
trabajos pesados y difíciles de decoración mural.

A Anselmo le entusiasmaba el brillo del aristócrata, del rico y del


advenedizo. Era un poco en esto como Leandro Oroz, capaz de convidar al
pollo rico que vestía bien y tenía coche, y no al amigo pobre.

A Nieto, para ser un gran pintor elegante, como él pretendía ser, le


faltaba un poco de sentido literario o psicológico.

Yo, de tener que tratar con el rico, prefiero el aristócrata. Ortega tenía
también simpatía por el que sube. Yo no se lo reprocho, pero yo no siento esa
efusión.

Encontrándome de huésped en su casa de Zumaya, se hablaba de un


joven de familia plebeya que iba como ascendiendo en sus relaciones, y Ortega
decía que esta fuerza ascendente le producía simpatía. A mí no me produce
ninguna. El que sube por un trabajo científico o de otro carácter de utilidad
social, sí me ocasiona admiración; pero el que se va encumbrando por intrigas
personales o por buenas relaciones, no me produce la menor simpatía. Allá él;
es como el jugador que gana o el que se casa con una rica. Está bien para él.
Pero a los demás, ¿qué nos importa su suerte?

De Aurelio Arteta se decía que pasó una juventud difícil y penosa, y que
había convivido con obreros y gente pobre.
Su aire de frailecito místico era simpático, y su sonrisa, cándida.

Se dijo que tenía gran inclinación a pintar frescos.

Yo creo que no, que si le hubieran pagado bien hubiera sido un gran
paisajista.

Penagos era un buen dibujante; pero, al industrializarse y trabajar


demasiado, no pudo dar de sí todo lo que podía.

Arriarán, a quien conocí en París, fabricaba para los anticuarios cuadros


antiguos, y se decía de él que había hecho un piano no de mazos, que daban
sobre cuerdas, sino con arcos de violín, que frotaban las cuerdas.

Creo que se ha intentado hacer esto, sin resultado.

Arriarán, por encargo de un anticuario, estando en Madrid, pintó un


cuadro dándole un aire de primitivo. El cuadro fue a parar a una tienda de
antigüedades de la plaza del Progreso.

Por entonces, a una duquesa andaluza se le ocurrió comprar unas


cuantas tablas antiguas, y dos o tres técnicos, entre ellos el director del Museo
del Prado, fueron a varias tiendas de anticuarios, y entre ellas visitaron la de la
plaza del Progreso. Vieron allí lo que había, y en un rincón lo pintado por
Arriarán.

—Esto es lo más interesante que tiene usted aquí —le dijeron al


anticuario—. Tiene usted que vendernos esa tabla.

—Perdonen ustedes; pero este cuadro lo tengo vendido.

—Si no nos da usted esto, no le compramos nada.

Al anticuario no le hacía gracia la cosa, porque temía que se notara la


mistificación; pero por hacer un negocio redondo, cedió.

Después, la duquesa dijo a los técnicos que si entre las tablas antiguas
compradas por ella creían que había alguna digna de ir al museo, la escogieran.

Los sabios técnicos escogieron la obra fabricada por Arriarán, y la


expusieron en el Museo del Prado.

Algún tierno después, unos pintores jóvenes pasaron por delante de la


tabla, y uno de ellos se echó a reír, y dijo:
—Pero si este cuadro lo he visto yo pintar; lo pintó Arriarán, por encargo
de un anticuario, en un cuartucho de la calle del Horno de la Mata.

La noticia corrió pronto por entre los círculos artísticos, y, al cabo de


algún tiempo, la tabla desapareció de la sala del museo.

Fabián de Castro, el gitano de París, era, o es, bastante malo como pintor,
y, sin embargo, tenía entusiastas y admiradores. Fabián de Castro creía que los
gitanos eran egipcios, y había hecho un cuadro en donde había unas pirámides,
dos egipcios de zarzuela y el arquitecto, que daba una llave al faraón. El gitano
creía que cada pirámide tenía su llave, como los cuartos de los hoteles de París.
Nos enseñó la fotografía de su cuadro en un café.

—¿Y qué es esto? —le preguntó Arriarán con cierta sorna.

—Esto es una corrida de toros —replicó el gitano con mucho desdén.

Había algunos snobs, y entre ellos ingleses ricos, que creían que este
gitano que dibujaba y pintaba como un chico, era un gran pintor. Todo es
posible en una época como la nuestra.

Lo de Castro era francamente malo y vulgar; pero la mayoría de los


pintores lo elogiaban con su pequeña diplomacia, sabiendo que lo era, y que no
podía ser rival de nadie.

No parece que la raza gitana tenga muchas condiciones para las artes.
Por ahora, al menos en España, no se han distinguido más que en el toreo y en
el baile.

De gente de fuera se ha asegurado últimamente, respecto a dos


personajes de la última guerra, Laval y Goebbels, que eran gitanos.
IX

Beruete, paisajista de la escuela de Haes, con una paleta oscura verde y


gris, se hizo después muy sorollesco, y pintó con mucho rojo y amarillo.

La gente consideró aquello como una revelación. Yo creo que estos


cambios de técnica deliberada no valen nada.

Se habló de las nuevas obras de Beruete como si fueran algo revelador.


Ya por entonces, la Institución Libre de Enseñanza había decidido que la
pintura era la más importante de las artes. Una exposición se consideraba como
algo trascendental. Yo no sé qué origen tenía esta tendencia; pero el caso es que
sigue y ha triunfado. Tanto Giner de los Ríos como don Manuel Bartolomé
Cossío sentían gran entusiasmo por la pintura y un cierto desprecio por la
literatura y la música.

Una exposición de cacharros o de porcelanas era algo mucho más digno


de atención que una obra de Nietzsche o de Dostoyevski. Ir a contemplar los
cuadros del Greco, más que entender a Kant o a Einstein.

Hoy los pintores gozan de una simpatía oficial y extraoficial que no


gozan los que cultivan otras artes ni ciencias. Claro que la pintura tiene un
carácter suntuario y al mismo tiempo comercial, lo que reúne muchos intereses.
Tiene, además, la ventaja de que puede vivir en regímenes políticos distintos sin
producir choques de ninguna clase.

Goya se las manejó muy bien con todos los gobiernos, a pesar de
considerársele revolucionario, revolucionario en la pintura, lo que,
naturalmente, no tenía peligro; en cambio, Moratín, que era conservador, y de
gustos clásicos, anduvo muy mal en su época, y estuvo a punto de ser fusilado.

El pobre diablo que se hunda en la filosofía o en la matemática está


lucido en nuestra época, sobre todo si no es profesor.
X

A principios de siglo, en el año 1901 o 1902, estuve yo en San Sebastián,


donde conocí a Darío de Regoyos. Regoyos era hombre que, viviendo y
trabajando de una manera juiciosa y sensata, parecía casi siempre disparatado y
absurdo. Tenía una mezcla de ingenuidad y de alegría, una cara jovial y
sonriente, con un ojo más alto que otro.

Era hombre cándido, curioso, sin malicia, y tan aficionado a preguntar,


que ponía en un compromiso a cualquiera.

Al poco tiempo de conocer a una persona, le preguntaba si estaba casado


o soltero, y, si estaba casado, si quería a su mujer, si tenía muchos hijos, si
pensaba tener más, y cosas por el estilo.

En esta época, a San Sebastián llegaban, al salir, dos o tres libros míos;
Regoyos me escribía: «A la librería de aquí suelen mandar dos ejemplares de
sus libros; el uno lo compro yo, y el otro se queda en la librería para siempre».
Regoyos me consideraba como un escritor importante.

Era una de las pocas personas que tenían de mí tan halagüeña opinión.

Regoyos intimaba enseguida con toda persona que le pareciera


simpática.

A mí me llevó a su casa el primer día de conocernos. Entonces vivía en el


camino de Ategorrieta, cerca de San Sebastián, y me enseñó sus cuadros.

Había algunos impresionistas, muy bonitos, y otros, que me parecieron


sombríos y poco agradables. Según él, éstos eran de su época de neurasténico, y
no los quería enseñar a la gente. A mí me mostró varios de estos cuadros: uno
de ellos era una visita de duelo; el otro, el cadáver de un militar con su
uniforme dentro de un ataúd, en medio de la estación de un tren en donde
pasaban mozos con maletas y baúles al hombro y con carretillas. También me
mostró un lienzo, un patio con mulas y caballos muertos. Estos cuadros eran
todos curiosos y muy tétricos.

Al mostrarlos, Regoyos se reía como un loco.

Contaba Darío su vida en Bruselas con mucha gracia, y las aventuras de


un amigo suyo belga, españolista, que, por su entusiasmo por España, iba con
capa y guitarra por la calle, y decidió dejar su nombre flamenco y llamarse
desde entonces don Alonso Fernández de las Castradas. Regoyos hablaba del
pintor belga Theo Rysselberghe, de Maeterlinck y del escultor Constantino
Meunier, a quienes conocía.

Su preocupación era la pintura impresionista y Van Gogh; Pissarro,


Gauguin y Cézanne le preocupaban mucho.

Se refería también con frecuencia a Maximiliano Luce, que había hecho


varios paisajes de las orillas del Sena, del Biévre y litografías y aguafuertes muy
bonitos.

Este pintor hizo asimismo grabados de mineros, siguiendo el género


cultivado por Meunier en la escultura.

Luce parece que había sido muy amigo de Darío de Regoyos.

Poco después, Regoyos y yo estuvimos en Córdoba en el mismo hotel. En


otra parte he dicho que nos alojamos en un hotel del paseo del Gran Capitán;
pero creo que esta primera vez estuvimos en una fonda de la calle de
Gondomar.

Encontramos como refugio para pasar el tiempo el estudio del escultor


Inurria, de la Escuela de Bellas Artes. En el estudio había grandes discusiones
entre casticistas y modernistas. Yo decía que, en la cuestión de la pintura, se
estaba hinchando el perro demasiado, porque no creía que la obra hecha con
manchas, con puntos o con rayas tuviera una gran influencia en la vida.

De Regoyos entonces se hablaba casi siempre mal, como pintor. Don


Antonio Cánovas dijo algunas pequeñas necedades sobre su pintura.

Yo pensaba que, de tener el mal gusto de convertir a alguien en


sacerdote, era más lógico convertirle al filósofo, al literato o al científico, que no
al pintor. No me hacían caso.

Criticaba las ideas del tiempo con cierta saña, más bien por deporte que
por otra cosa. Regoyos se reía, y decía de mí:

—¡Qué bien muerde!

Pensaba que yo debía haber sido pintor. Sin duda, me hubiera


considerado como un buen compañero.

—Para esto, ya está usted —le decía yo.

—Hubiera usted vivido mejor.


—Sí, es verdad. El oficio de escritor es una de las profesiones más
miserables de España.

Azorín dice de mí, comparándome con Regoyos: «De Regoyos a Baroja,


de unos a otros paisajes, del pictórico al literario, no hay más que un paso».

Regoyos me quería convencer de la importancia de ser escritor. «Pero


¿qué importancia ni qué nada —le decía yo— si no se gana con esto dos reales?
La literatura es para países ricos.»

Regoyos quería creer que mucho del prestigio de París venía de la


pintura. Yo le decía que el prestigio de París en el mundo moderno venía de su
historia y de la literatura del siglo XIX. Él afirmaba que provenía tanto de la
pintura. Esto era pura fantasía, porque ni en España, ni en Italia, ni en
Alemania, ni en Inglaterra, ni en América se conoce la pintura francesa más que
la española, o la italiana, o la alemana. Lo que se conoce, o lo que se alude
constantemente cuando se habla de Francia, es a su literatura y a su historia
moderna.

Un compañero de la infancia de Regoyos me aseguraba que, cuando


Darío estrenaba una chaqueta o una levita, se la ponía y se echaba en la cama, y
comenzaba a hacer movimientos violentos con los brazos y con las piernas, y
cuando la chaqueta o la levita empezaba a tener arrugas por todas partes y se
iba adaptando a sus brazos, decía: «Ya comienza a estar bien».

Con tres o cuatro sesiones por el estilo se encontraba a su gusto y con el


traje arrugado y plegado a su cuerpo.

El que me contaba esto era un tipo de esos que llevan el traje como
dibujado, y pensaba que la de Regoyos era la mayor extravagancia imaginable.
Él suponía que no había que adaptar el traje al cuerpo, sino el cuerpo al traje.

A principios de 1906 le encontramos mi hermana Carmen y yo a Regoyos


en Burgos, y paseamos por la ciudad con él.

Cuando le dijimos que íbamos a París estuvo pensando en venir con


nosotros. Tenía que hacer no sé en dónde, quizás en Barcelona. Nosotros le
disuadimos; pero creo que si no, abandona sus proyectos y nos acompaña.

En estos dos días que estuvimos juntos, Regoyos y yo hablamos mucho


de pintura. A él le parecía absurdo que los pintores del mediodía dijeran que en
el País Vasco y en otros sitios húmedos no se podía pintar, y que por eso no
había habido grandes pintores.
Yo creía, y sigo creyendo, que en el País Vasco no ha habido pintores en
la antigüedad ni tampoco escritores porque no ha habido grandes ciudades, que
si las hubiera habido, se hubieran dado. Evidentemente, no hay ninguna razón
física para que en el País Vasco no se hayan dado escritores ni artistas, y se
hayan dado en Bélgica y Holanda.

Regoyos pensaba que el sol fuerte de las doce del día en un país
meridional no se podía pintar; yo pensaba lo mismo que él.

Tiempo después de nuestro encuentro en Burgos estaba yo en París, en el


hotel Moscú, de la Rue Moscú, cuando apareció Regoyos.

—Tenemos que comer juntos en un buen restaurante —me dijo Regoyos.

—Bueno, iremos a donde usted quiera; pero cada cual pagará su parte.

—No, no; yo le convido.

—Pero si usted no tiene tampoco dinero de sobra. ¿A qué se va usted a


echar de anfitrión conmigo?

—Pero tengo más dinero que usted.

—Bueno. Entonces haga usted lo que quiera.

Fuimos, no recuerdo adónde, a un café del bulevar.

Yo no he conocido a ningún pintor que tuviera ingenio y originalidad


más que a Regoyos.

Regoyos tenía gracia, y es lástima que no escribiera más, porque hubiera


valido la pena.

La gente creía que Regoyos era un chiflado y que sus cuadros eran un
puro disparate.

En el restaurante del bulevar adonde fuimos había cerca de nosotros un


buen francés a la antigua, muy serio, muy estirado, vestido de negro, bigote,
perilla, melena y lentes. Éste empezó a intrigar la curiosidad de Darío. El pintor,
con un aire insinuante, llamó al mozo y le preguntó quién era aquel caballero, si
era una persona de importancia, un político o un diplomático, y el mozo, con
cierta solemnidad chateaubrianesca, dijo:

—C’est un fonctionnaire.
Oírlo Regoyos y empezar a reírse como un loco fue todo uno. A mí me
comunicó la risa, y tuvimos que salir del local un poco corridos; luego bastaba
que en la calle dijera Regoyos: «C’est un fonctionnaire», para que yo no pudiera
tenerme de risa.

Años después fui con un escritor belga al Salón de Otoño, y allí


encontramos al poeta Verhaeren, que era un señor pequeño, moreno, con el pelo
negro y unos bigotes largos, como colmillos de foca.

—¿Es usted español? —me dijo.

—Sí.

—¿Vive usted también en España?

—Sí. No encontramos España tan negra como usted.

—¿Conoce usted a Darío de Regoyos?

—Sí, es muy amigo mío.

—¿Se habla de él en España?

—Se habla algo, pero poco.

—¿Se ha hecho un hombre práctico?

—Todo lo práctico que se puede hacer él.

—¿Ha visto usted sus cuadros aquí?

—No, todavía no.

—Pues venga usted y mire.

Me llevó delante de un paisaje de Medina del Campo, con su castillo, y


me enseñó cómo el marco estaba roto y la moldura saltada.

—No hay otro tan descuidado como él —dijo Verhaeren.

La curiosidad de Regoyos hacía que la gente tuviera de él una opinión


equivocada.

Un año después de alojarme en la calle de Moscú estuve viviendo una


temporada en París en casa de Monsieur Paulhan, autor de varios libros de
filosofía. Regoyos, que pasó por la ciudad, creo que de Bélgica, se presentó en la
casa. Yo ya me había marchado; pero Regoyos quiso ver a la dueña, y le
preguntó qué había hecho yo allí: si salía de noche o no salía, si hablaba con la
gente y si compraba libros. La señora de la casa se alarmó, y me escribió
después a Madrid, diciéndome que se había presentado a ella un señor
misterioso, que hablaba muy bien el francés, y que le pidió tantos detalles sobre
mi vida, que ella sospechó que era de la policía. Regoyos, cuando yo le conocí, a
principios de siglo, tenía algo más de cuarenta años. Era pequeño, de ojos vivos,
como digo, con un ojo más alto que otro y una expresión alegre y simpática. Por
cierto que en la Enciclopedia Espasa, donde hay una biografía suya con el
comentario absurdo de Cánovas sobre la pintura de Darío, ocurre lo mismo que
con Ciro Bayo.

El retrato que aparece allí no es el suyo, sino el de su padre, que era un


arquitecto conocido.

Yo hubiera podido tener cuadros de Regoyos, pues me quiso regalar


varios; pero nunca me pareció bien explotar a los amigos. Pude tener paisajes de
Arteta, de Regoyos y de Echevarría, que me los quisieron regalar, pero no los
acepté.

Había que corresponder de alguna manera o escribir pedanteando,


hablando de la pintura, cosa que a mí no me ha hecho nunca gracia.

Regoyos era jovial, alegre y muy poco práctico.

Sentía un profundo desdén por todo lo pomposo. Era un anarquista de la


pintura.

Él creía, como Sorolla, por quien no manifestaba la menor simpatía, que


el arte, sobre todo la pintura, influiría en la vida y en la moral social; yo creía
que no. Yo pensaba que el arte no haría ni mejor ni peor a la gente, y que se
podía tener sentido artístico y ser un canalla, y no tenerlo y ser una excelente
persona.

Regoyos era un panteísta, un admirador ingenuo de la naturaleza. Si


hubiera podido expresar esta admiración con palabras o con notas musicales, lo
hubiera hecho igual. A Echevarría y a Arteta les pasaba algo parecido: se
hubieran arrodillado en éxtasis ante un paisaje hermoso.

Regoyos escribía bien; a mí me escribió varias cartas llenas de


observaciones cómicas, pintorescas, sobre la pintura y las gentes conocidas,
cartas que se perdieron en la destrucción de mi casa.
A pesar de la imperfección frecuente de dibujo, puede ser que Regoyos
quede con el tiempo como el más original paisajista español de su tiempo.

Daba en su obra una impresión de realidad y de gracia infantil que no la


ha dado nadie.

En Regoyos se veía la espiritualidad por encima de la técnica, como se ve


en los pintores impresionistas buenos. De aquí su encanto para la gente sencilla,
cosa que no se advierte en los demás paisajistas españoles de su tiempo,
vulgares y fotográficos. A veces no acertaba, eso es evidente; pero ello no quita
nada a su mérito.

Regoyos era un asturiano, vasco de adopción, y en pintura, francesista.

De los pintores con los que he tenido más relación ha sido con Regoyos,
con Echevarría y con Arteta. A este último no le traté mucho; pero aun así, tenía
muy buena amistad conmigo.

Yo supongo que la pintura necesita como clima una zona media.


Evidentemente, no ha habido pintura en las proximidades del Ecuador ni en las
del polo.

En esto, el carácter de la luz es esencial; luego, naturalmente, influye la


cultura y la historia.

Regoyos creía que un arte como el impresionismo alargaría y


ensancharía con el tiempo los límites de la pintura.

Yo creía que ya había dado todo lo que tenía que dar y que no iría mucho
más lejos.

Regoyos quería ilustrar un libro mío, El mayorazgo de Labraz.

—No encontraríamos editor —le dije yo—. Usted, como pintor, es un


heterodoxo, y yo, como escritor, también. Yo no tengo dinero, y usted, si lo
tiene, lo perdería.

—¿Por qué?

—¿Cuánto vendió usted del Álbum del País Vasco, que publicó usted hace
años?

—Veinte o treinta ejemplares.


—Entonces no hablemos más de eso. Basta de diligencias vanas, como
decía un amigo mío. Sería unir el hospital con la misericordia. A Regoyos, el
mar no le gustaba gran cosa como materia pictórica; creo que tenía razón.

A mí también el mar, como asunto pictórico, no me produce mucho


entusiasmo.

Yo no sé si hay marinas buenas; pero yo no creo que las he visto. Me


parece muy bien La isla de los muertos, de Böecklin, donde hay un rincón de una
costa del Mediterráneo helénico; pero es un trozo pequeño.

Supongo que el mar y el sol son más importantes para los niños
raquíticos que para la pintura, porque los mejores paisajes parece que son los
que representan praderas, bosques y ríos, no con luz excesiva, sino con luz
amortiguada, como lo hicieron los holandeses.

Regoyos quería demostrarme en Córdoba de una manera experimental


que la pintura no podía dar con autenticidad la impresión del sol fuerte, y ponía
en un lienzo los colores más destacados como prueba.

«Yo creo también que no se puede dar la impresión de la luz violenta —le
decía yo—; pero, aunque se pudiera dar, yo no vería en eso ninguna ventaja. A
mí, al menos, la luz fuerte no me gusta nada.»

Regoyos, en ese tiempo vendía cuadros en Bilbao y en San Sebastián por


veinte o treinta duros: algunos, un poco absurdos; otros, muy bonitos. Era de
una desigualdad verdaderamente extraña, y quería llegar a un realismo
probablemente imposible en la pintura. Odiaba el cielo azul y monótono, y,
arreglando una frase del francés, decía que no le gustaban más que los cielos
amueblados, es decir, llenos de nubes. A veces, a un paisaje le ponía una faja de
cielo pequeñísima y una cantidad de tierra que cogía casi todo el cuadro.

Regoyos celebraba las fantasías de don Pedro Soraluce, que era el


director del Museo de San Sebastián; pero cuando creía que tenía razón, le
escuchaba. Soraluce era muy aficionado a toda clase de investigaciones, más o
menos auténticas. Cuando se encontró en la provincia la antigua cueva
magdaleniense de Aitzbitarte, en Landarbaso (Guipúzcoa), Soraluce fue allí solo
a hacer excavaciones. Los amigos, que no podían permitir que Soraluce, a quien
le tenían por un chiflado, se luciera en su cueva, en donde estaba investigando
con entusiasmo y con pocos medios, metieron entre la tierra unos tomillos de
máquinas de coser para despistarle. Era puro gamberrismo provinciano.
Soraluce podría ser un poco chiflado; pero la cueva era interesante y digna de
ser explorada.
XI

A mí, en la pintura, lo que más me interesa es el ambiente. En los cuadros


de Zuloaga hay figuras un poco esquemáticas y recortadas en un ambiente
convencional. Se ve cómo entre nosotros, los vascos, no hay unanimidad de
gustos, porque no ha habido unanimidad de cultura, al menos en la vida
moderna. Cada cual ha tirado por su lado.

Yo no tengo nada de común ni con Unamuno, ni con Zuloaga, ni con


Maeztu; en cambio, tengo algo de común con Regoyos, que no era vasco.

No puede haber una comunidad de cultura vasca, porque no hay un


núcleo, ni aun pequeño, de cultura. No lo hay tampoco de raza. San Sebastián
hace un siglo sería, probablemente, la ciudad más homogénea del país, en un
sentido étnico. Hoy ya no lo es, ni mucho menos.

He oído decir que en San Sebastián y sus alrededores hay en la


actualidad más de ciento veinte mil habitantes; de éstos, cuarenta mil nacidos
en el pueblo; de los cuarenta mil, unos doce mil de apellido vasco. Entre ellos se
cuentan todos los que tengan primer apellido vasco. De los doce mil puede
haber muchos que tengan los tres apellidos restantes de otras regiones.

La proporción étnica vasca de la ciudad no llegará al seis por ciento.


¿Qué reacción especial va a tener? Ninguna. En Bilbao, probablemente, la
proporción de vascos es aún menor. En Vitoria y en Bayona hace ya mucho
tiempo que la etnia vasca ha decrecido.

En los vascos más o menos puros de raza, entre viejos y jóvenes, hay una
escisión como no hay en ninguna otra región de España. El catalán, el
valenciano, el castellano o el gallego ya de edad se entiende con el joven, tiene
continuidad con él; el vasco viejo no se entiende con el joven. El viejo sabe algo
de vascuence, recuerda canciones antiguas, es con frecuencia liberal y tiene
simpatías marinas; el joven no sabe vascuence, es de gustos modernos, no le
interesa el mar y tiene un gran culto por el dinero, los negocios y el fútbol. Son
dos capas sociales: una, que va desapareciendo; y la otra, que va dominando.
Entre los marineros viejos quedan todavía tipos antiguos.

En el terreno artístico no creo que haya habido nadie que haya tenido
carácter vasco, excepción de Regoyos, que no lo era de nacimiento, y de
Echevarría y de Arteta, que lo eran.

Recuerdo algunos pintores vascos de hace ya cincuenta años,


castellanistas furibundos, entre ellos a Ugarte, a quien serví de modelo para un
cuadro religioso que estaba pintando, y que, probablemente, se hallará en
alguna iglesia de algún pueblo de Guipúzcoa.

Azorín, en un artículo que publicó sobre Zuloaga en el ABC, dice:


«Apenas si hay composición en los cuadros de Zuloaga, apenas si hay
composición en las novelas de otro vasco: Pío Baroja. El problema de Baroja
ante la realidad es el mismo de Zuloaga».

Pero hay diferencias grandes entre nosotros. Zuloaga, como pintor, tiene
muchas menos curiosidades y más técnica de su arte que yo. Zuloaga es pintor
de tradición. Yo soy un curioso y escritor de aire poco tradicional.

La paleta es para todos los pintores del mundo la misma; el idioma, no.
Cada cual lucha con el suyo como puede para expresar sus ideas, sus
preocupaciones y sus deseos.

Zuloaga se sabía el Museo del Prado de memoria; yo sé muy poco de la


literatura clásica.

Creo que si valiera la pena y se quisiera aproximar por su semejanza a


pintores con escritores, cosa que es poco exacta, a mí me tendrían que poner en
la misma casilla que a Darío de Regoyos; él quería decir, como yo, muchas cosas
con una técnica deficiente.

«¿Y por qué técnica deficiente?», me preguntará alguno.

Porque yo hubiera querido escribir en un idioma directo y sin frases


hechas y esto es imposible.

Lo primero que vi de Zuloaga fue el retrato de su tío Daniel y de sus


primas, creo que en el Museo de Luxemburgo, en París. Me pareció un cuadro
un poco teatral, aparatoso.

Después vi otros cuadros suyos que me gustaron más.

Un crítico francés un poco pedante me dijo hace años: «Zuloaga c’est un


bon garçon, mais il a mal tourné».

Creo que esta frase era una tontería, porque Zuloaga, desde el principio
hasta el fin, fue el mismo y varió poco.

Yo no conozco bien la pintura de Zuloaga. Cuando Zuloaga hizo su


primera exposición en Madrid, yo había perdido mi antiguo fervor artístico.
Después vi algunas obras suyas; pero últimamente pocas. A mí, su
pintura siempre me pareció plana: cuerpos con siluetas, pero sin bulto, y el
fondo, amanerado y convencional, como si el autor no pretendiese representar
un espacio con cierta profundidad alrededor de un tipo o de varios, sino poner
un telón que hiciese destacar sus figuras. Cuando se habla de cierto paralelismo
entre escritores y pintores de la misma época, yo creo que quizás el más
parecido a Zuloaga sería Azorín; pero Azorín es más sereno, y sus personajes y
el fondo en que están tienen armonía; en cambio, en Zuloaga da la impresión de
que sus figuras, a veces de contorsiones violentas, no corresponden al ambiente.

Yo he visto algunas cosas de Zuloaga que están, a mi parecer, muy bien,


como una calle de Nájera, con una diligencia antigua delante de un parador; eso
es muy bonito. Ahora, los cuadros grandes con tipos amanerados y fondos
convencionales no me gustan. Es algo que recuerda al Greco, pero el Greco no
puede tener segunda edición ni edición moderna.

En el dibujo, en la pintura, se debe ser muy esencial, y Zuloaga dibujaba


bien, pero de una forma amanerada. Casi todos sus cuadros parecen siluetas,
luego cubiertas de pintura.

Yo me quedé asombrado hace años al ver en el Museo de Basilea unos


retratos al lápiz de Holbein, con mi amigo Paul Schmitz. Yo aseguraba que
aquellos retratos tenían algún color; mi amigo decía que no. Le hablamos al
director del museo, y efectivamente, los retratos no tenían color. Se ve que,
cuando el dibujo es bueno, puede dar la impresión del color.

Yo le conocí a Zuloaga hace más de cuarenta años, al mismo tiempo que


a Anglada Camarasa.

Los recuerdo juntos, porque los vi a los dos en el café Madrid, al


comienzo de la calle de Alcalá. Anglada se hospedaba en el hotel París, que
estaba muy cerca y que tenía balcones a la Puerta del Sol.

Anglada guardaba en su cuarto un montón grande de periódicos


franceses que se ocupaban de él. En aquel tiempo tuvo mucho nombre; yo vi su
obra en Barcelona; él me la mostró en su estudio. Parecía una función de fuegos
artificiales. Luego, el pintor se eclipsó, y yo le he visto citado muy raramente.

Zuloaga me habló de los muchos escritores y artistas que conocía. De


Strindberg, el sueco, a quien trataba, y que era un bruto sádico, que pegaba a su
mujer por capricho.
Según decía Zuloaga, Strindberg había evolucionado hacia las teorías
místicas y espiritistas de Swedenborg. En estos tipos no se sabe dónde empieza
la ciencia y dónde empieza el reclamo.

Strindberg era el amigo de Nietzsche por correspondencia, porque no


creo que se conocieran personalmente.

Zuloaga hizo un retrato de Mauricio Barrés, de la condesa de Noailles y


de otros personajes célebres.

De la condesa Mathieu de Noailles se recitaba en París un trozo de una


poesía suya, que decía:

Deux êtres luttent dans mon coeur:

c’est la bacchante avec la nonne.

Esto es muy corriente entre las mujeres mundanas.

Siempre me chocó que Zuloaga hablara relativamente poco de sus


conocimientos de París. Sin embargo, debió de tratar a la gente más célebre del
tiempo; pero, sin duda, no le interesaba. Cuando estuve en París en 1899,
Zuloaga era conocido, y debía de llevar allí lo menos diez años de estancia. Ya
tenía fama como pintor español, y pudo conocer mucha gente rara; pero no le
debía de interesar esto mucho. Alguna vez le oí referirse de pasada a Proust, a
León Blum, a André Gide, a la Sarah Bernhardt, a la Réjane, a la Bartet; pero, sin
duda, no le llamaban la atención.

En esto era un caso algo parecido al de don Juan Valera. Como a don
Juan le interesaban más que nada las costumbres de los pueblos cercanos al
suyo, a Zuloaga le llamaban la atención los gitanos y los toreros.

Por el tiempo en que le conocí a Zuloaga había publicado yo una novela,


y me pidió que se la mandase.

Se la mandé al hotel, y le puse una dedicatoria corriente, que decía: «Al


ilustre pintor Ignacio Zuloaga. Pío Baroja».

A los dos o tres días encontré al pintor en el café Madrid, y me dijo que
no quería el libro, que me lo devolvía por la dedicatoria. Que él no era un
ilustre pintor.

«Un hombre como usted, que tiene cuadros en los principales museos de Europa, y a quien
el Figaro-Salón, una revista famosa, ha publicado un número sólo dedicado a él, ¿no es un pintor
ilustre? Bueno.»
A mí, esta reclamación me pareció muy poco auténtica.

No creo en esta modestia de los pintores, que son más vanidosos aún que
los escritores.

He leído que Rusiñol decía de Zuloaga: «Al dar la mano, o daba el alma
con ella o recibía a los hombres sin una palabra de las que los hombres emplean
de amanerada cortesía».

¡Qué ilusión la de estos artistas, la mayoría falsos y diplomáticos, de


creer que son franceses y sencillos! Es cómico. ¡Qué espejismo más raro!

Rusiñol, Mir, Meifrén, todos eran maquiavélicos, con su piel de zorro


bajo la piel de cordero.

Todo es amanerado en la vida social; por eso, los franceses llaman a las
fórmulas de la cortesía, a los hábitos de comportarse en sociedad, las maneras.

La bohemia de Rusiñol no era más que amaneramiento. León Daudet


también habla de Rusiñol como de un tipo romántico y descuidado. Es curioso.
Su padre, Alfonso, el novelista, había notado toda la cuquería de los tartarines
meridionales, probablemente estudiándose a sí mismo; pero el hijo, sin duda,
no quería ver esta condición.

Es posible que Rusiñol no se diera cuenta clara de su diplomacia, pero


era hombre que sabía muy bien lo que se hacía, y tenía su técnica para todo.

Luego, quizá cuando quedó enfermo y tuvo dolores, y para calmarlos


empezó a tomar morfina, probablemente se abandonó.

Le vi también años después a Zuloaga en su estudio de París, creo que en


la Rue de Coulaincourt, donde conocí a la duquesa de Alba. Ésta se hallaba
acompañada de una señorita peruana de apellido vasco, creo que Iturregui. Las
dos afirmaban que eran vascas, y la duquesa tenía una amabilidad y una
sencillez no creo que frecuente entre personas de tanto rango.

Dijo que su abuelo había sido comerciante en Bilbao, y esto no le parecía


más que un hecho que no le honraba ni le denigraba.

Yo celebré la belleza y el tocado de las dos damas, y la duquesa dijo,


refiriéndose a su amiga peruana:

—Ésta es más guapa que yo.


—No sé, creo que se dividirían las opiniones.

Algún tiempo después estuve en Zumaya una temporada, convidado por


Ortega y Gasset, en su casa.

Estaba también veraneando en el pueblo Carlos Reyles, escritor


uruguayo. Reyles creo que era un estanciero millonario que tenía grandes fincas
en su país. Se le conocía poco en España; pero yo recordaba una crítica que hizo
don Juan Valera de un libro corto suyo que se titulaba El extraño, que yo no
había leído. Después tuvo fama con una novela, El embrujo de Sevilla.

Reyles nos convidó una noche en la villa que tenía alquilada, a Ortega, a
Zuloaga, al pintor Uranga y a mí.

Contó que le habían hecho una operación, y que pidió a su hijo que,
cuando estuviera cloroformizado, le hiciera un retrato, para ver después la cara
que tenía, que él suponía que sería la misma que tendría después de muerto.
¡Qué curiosidad más inútil!

De Reyles oí decir después a un uruguayo que había tenido un desafío


con un tipo de chulo en la calle, supongo que en Montevideo, y que le había
matado a tiros.

No sé qué cantidad de verdad tendría esta historia. Supongo que Reyles


era un poco nietzscheano, y quizá d’annunziano.

En la cena se habló mucho de sobremesa. Ortega es gran conversador.


Cada cual mostró su carácter.

Pablo Uranga, amigo de Zuloaga, pintor que vivía en un pueblo cerca de


Vergara, creo que en Elgueta, habló como un aldeano vasco, no sé si
espontáneamente o un poco con intención de aparecer cándido y sencillo.

Aranzadi, el antropólogo, se había ocupado con elogio de él; pero creo


que Aranzadi lo veía todo en etnógrafo.

Uranga me habló de otro vasco, de Iturrino. De éste, Echevarría tenía uno


o dos cuadros.

Iturrino, a quien conocí después, hablaba como si la pintura se hubiera


inventado hacía unos pocos años.
En todos estos pintores vascos se veía que querían huir a todo trance de
lo tradicional; pero en una cosa tan vieja como la pintura parece imposible huir
de la tradición.

Reyles creo que estuvo poco después en mi casa, en Vera, hablando de


sus fincas, de la ganadería y del año aquel que tenían que matar cientos de
vacas, porque el tiempo era tan seco, que no había pastos.

Otro escritor americano muy famoso que conocí fue Rodríguez Larreta, y
hablé un momento con él.

A éste le vi yendo en compañía de Ortega y Gasset en una carrera de


caballos en el hipódromo de Lasarte, cerca de San Sebastián.

Del gusto artístico de Zuloaga fuera de la pintura, yo no tengo gran idea.


Hace ya más de veinte años me escribieron a Vera, y me invitaron a leer unas
cuartillas en el Ateneo de San Sebastián. Fui por la mañana desde casa, primero
en el tren del Bidasoa y luego en el tranvía de la frontera, conocido por el Topo,
y al parar en el bulevar, me encontré con varios señores que me indicaron que
fuera con ellos a ver la iglesia de San Telmo, unida al convento del mismo
nombre, que se intentaba transformar en Museo Municipal. Los señores
aquellos formaban parte de una comisión para realizar la obra.

La iglesia, abandonada, que yo no conocía, me pareció de traza muy


bonita; pero el proyecto de restauración indicado por Zuloaga y por Sert se me
figuró muy poco acertado. Se quería convertir la antigua capilla del convento en
una sala de conferencias, cosa, en mi opinión, difícil y sin objeto. Zuloaga había
indicado que colocaran un zócalo de mármol negruzco de más de dos metros de
alto en las paredes, y el zócalo, puesto ya en parte, hacía un efecto desastroso.
Luego me enseñaron unos bocetos de Sert para el techo. Tampoco me gustaron
nada. Sobre todo, me parecían inadecuados y sin objeto. Yo les dije a aquellos
señores:

—Mi opinión es que van ustedes a estropear el edificio con la reforma.


Hay una capillita en París, yo creo que de la misma época que ésta, mezcla de
gótica y del Renacimiento, Saint-Étienne-du-Mont, donde se hallan las tumbas
de Pascal y de Racine, y es admirable. Yo creo que esa capilla parisiense debían
de tomar como modelo para la restauración de ésta; luego, añadiendo algunos
detalles antiguos a los altares, la iglesia quedaría muy bien.

—Sí, pero nosotros queremos una sala de conferencias —dijeron los de la


comisión.
Yo no comprendía para qué. Con la reforma, San Telmo ha quedado muy
mal, y no sirve tampoco para conferencias ni espectáculos. Creo que si tuvieran
un poco de sentido en el pueblo, debían quitar el zócalo y los frescos, y dejar la
iglesia otra vez como iglesia.

Años después me sucedió con Zuloaga un pequeño incidente, que enfrió


mis relaciones con el pintor. Yo estaba en San Juan de Luz, escapado de Vera al
comenzar la guerra civil. Vivía en una pequeña fonda, medio taberna, del
camino de Ascáin, llamada el restaurante del Petit Pont, y como tenía poco
dinero y conocía a poca gente, me aburría.

Una mañana, al pasar por delante de la estación, vi que venía Zuloaga


hacia mí, y apreté un poco el paso para reunirme con él. Él me vio, abrió la
puerta de la estación y entró dentro de la sala de espera. Yo pensé que quizá no
me habría conocido, y entré en la sala. Él, entonces, me vio de refilón, abrió la
puerta del andén y pasó. Yo, entonces, comprendí que no quería verme.

No pensaba pedirle nada a Zuloaga, sino hablar, como hacen todos en


esas circunstancias.

«¿Qué opina usted de lo que pasa? ¿Cree usted que la guerra durará
mucho?», etcétera, etcétera; pero el hombre, sin duda, temía la conversación
posible.

La actitud de Zuloaga me produjo un poco de sorpresa y de melancolía.

Me dije a mí mismo: «Evidentemente tiene uno mala fama».

Hacía quince o veinte días había hablado con un enfermero o sanitario de


Irún, que me dijo:

—Pronto ganaremos la partida, volveremos a Irún, y entonces iremos a


Vera, y pegaremos fuego a la casa de usted.

—¿Y por qué?

—Porque no está usted con nosotros.

—Muy bien. El que no está conmigo está contra mí. Con esta tendencia,
cada persona tendrá que ir con un cartel con su historia y con todos sus
antecedentes. Se mirarán el uno al otro, y si no son de la misma tendencia, se
separarán sin decirse adiós.
Hay que reconocer que se presenta un mundo poco ameno, dividido en
compartimientos cerrados. Primero, las religiones, que tienen seis grupos de
más de cien millones de adeptos, algunos, como el brahmán-budista, que llega
cerca de los mil millones; después, la política, que divide a los hombres en
comunistas, individualistas, monárquicos, republicanos, etcétera; después, los
idiomas, y por último, las teorías literarias y artísticas. ¡Qué ilusos aquellos
franceses de la Asamblea Constituyente que hicieron la declaración de los
Derechos del Hombre!

Como si bastara una declaración romántica para que los hechos


cambiaran.

Un poco preocupado y aburrido estaba en el restaurante del Petit Pont.

No tenía a nadie con quien hablar.

Estuve pensando en la actitud de Zuloaga.

Yo creo que Zuloaga era buena persona; pero yo le cogí en mal momento.
Quizás estaba el hombre preocupado, asustado y temió al verme a mí alguna
complicación nueva.

Un médico me decía después: «Esos hechos no le choquen a usted. Son


resultado de la psicosis de la guerra».

Eso de la psicosis de la guerra no es más que palabrería médica.

Dar nombre científico a hechos o a modos de ser sin añadirles nada es


cosa que no vale la pena.

—¿A usted le gusta el azúcar?

—Sí.

—Pues usted es sacarófilo. ¿A usted no le gusta el azúcar?

—A mí, no.

—Pues usted es sacarófobo.

Usar nombres pseudocientíficos, en vez de nombres vulgares y


corrientes, es el sistema lombrosiano, sistema que no añade nada a la idea y no
hace más que cambiar las palabras del diccionario.
¿Que hay trastornos psicológicos en una guerra, como los hay materiales
y económicos? Eso todo el mundo lo sabe, y no necesitan un mote especial. Yo
creo que Zuloaga tenía una preocupación y un temor excesivos.

Quizá Zuloaga, como algunos artistas y escritores del tiempo, creía que
los hombres de la llamada generación del 98 eran los causantes de todos los
males de España.

Una señora chilena conocida por mí, de gran belleza y de gran


prestancia, a quien he citado antes, Cecilia Cook, había hablado, sin duda, con
algunos políticos y artistas españoles, que le aseguraron que todas las
desgracias de España venían de la maldita generación del 98.

Cecilia Cook, que nos conoció en París a algunos de la referida asociación


de malhechores llamada así, argüía que no nos había encontrado tan criminales,
y que había tenido la imprudencia de invitarnos a comer varias veces, primero
en su casa de la calle de las Acacias, y luego, en la de Lord Byron.

Al parecer, estas acusaciones no debieron del todo convencer a Cecilia


Cook, porque a esta dama la encontré el otoño pasado en Fuenterrabía, y me
invitó a comer en su hotel, sin miedo de que yo resultara el Sacamantecas o Jack
«el Destripador».

Como a esta generación del 98 se le atribuyen tantas cosas malas, yo le


decía a la señora Cook que con nosotros se podía emplear la frase que se
empleó en Francia después de la tempestad revolucionaria. Allí se decía:

C’est la faute à Voltaire,

c’est la faute à Rousseau.

Lo mismo si caía un pedrisco o si chocaba un carro con otro.

No creo que Zuloaga en la estación de San Juan de Luz tuviera una idea
tan adversa de nosotros, ni en conjunto ni en detalle; pero en aquel momento,
evidentemente, yo no era persona grata.

No sé qué temor podría abrigar un hombre que tenía casa en Francia,


dinero abundante y que no había intervenido en política. Yo, al menos, en su
caso, hubiera estado perfectamente tranquilo.

Comprendo que en un momento una persona pueda estar asustada o


deprimida. Yo no tengo a una persona odio por esto; pero olvidarlo, no lo
olvido. Tampoco olvido un favor.
En general, los hombres reaccionan de una manera parecida ante los
hechos; pero hay casos tan diferentes, que sorprenden.

Después de la guerra le he visto varias veces a Zuloaga en casa del


escultor Sebastián Miranda. Zuloaga me dijo que fuera a su estudio, y que me
haría un retrato; yo dejé pasar la ocasión.

Después pensé que había en mí un complejo oscuro del que no me daba


cuenta clara. Él hablaba de mí bien, y en una interviú que me mandaron, decía:

«Y cuando habla de Baroja parece que el cariñoso entusiasmo ilumina la cara de Zuloaga. Le
llena de elogio. Habla de él como literato, como hombre, como amigo…: “qué talento tiene, qué
conversación más agradable y… qué buen amigo es”».
XII

Francisco Durrio, el escultor de Bilbao, era muy pequeño y de genio


irascible y colérico. Durrio se expresaba en un español afrancesado, hablaba de
subir las marchas de una escalera, de las pancartas de las calles, de que tenía
algunos cuadros en el galetas de la casa, etcétera, etcétera.

Luego decía, convencido: «Yo hablo así para que me entiendan».

Sería para que le entendieran los españoles de Batignolles.

Durrio vivía en un taller pobre de Montmartre, y acogía en su casa a


bohemios amigos, que a veces le jugaban malas pasadas.

Una de ellas, según contó alguno de los suyos, se la hizo un catalán,


aprendiz de escultor, llamado entre sus amigos Manolo. Éste cogió toda la ropa
que tenía Durrio y la llevó a empeñar.

Durrio, cuando fue a sacar la ropa suya del armario, no encontró más que
unos pantalones que, como suyos, eran muy pequeños.

Durrio le interpeló al joven escultor catalán Manolo, y éste reconoció que


había cogido las ropas y las había llevado a empeñar, porque no tenía para
comer.

—¿Y por qué has dejado los pantalones? —le preguntó el colérico
bilbaíno.

—Los llevé; pero no los quiso el de la casa de préstamos, y los traje de


nuevo aquí.

—¿Y por qué no los quería?

—Porque dijo que eran pantalones de ciclista.

Esto era decir lo pequeño que era Durrio, cosa que le molestaba bastante.

Me han dicho que se ha publicado últimamente una biografía sobre este


escultor Manolo; pero no estoy muy seguro.
XIII

Yo le conocí a Picasso en 1901. Luego le vi en París tres o cuatro años más


tarde, en el estudio de Durrio.

Me pareció un joven simpático, un poco turbulento, amigo de


mistificaciones y de exageraciones. Picasso es un divo.

Picasso ha nacido en Málaga; pero no creo que tenga tipo de andaluz. Yo


supongo que tiene más de catalán, sobre todo espiritualmente. Sin embargo, he
oído decir que Picasso no es apellido catalán. Cuando yo le conocí tendría unos
veinte años.

Se veía que era un hombre de inteligencia. Probablemente quedará en la


historia del tiempo como un tipo raro.

Pablo Picasso, cuando estuvo en Madrid, había tomado un estudio hacia


la calle de Zurbano, y se dedicaba a pintar de memoria figuras de mujeres de
aire parisiense, con la boca redonda y roja como una oblea. Picasso era tipo de
mirada aguda, con una sonrisa irónica y burlona.

Andaba vestido como un pintor del Barrio Latino: chaqueta de terciopelo


morado, sombrero ancho y melenas. Se metía por los rincones a dibujar escenas
populares. Tenía poca estimación por la mayoría de los pintores modernos. Era
el antipompier por excelencia. En la revista Arte Joven hizo algunas ilustraciones,
dos o tres, para mi novela Inventos, aventuras y mixtificaciones de Silvestre Paradox.
Hizo también un retrato mío, al carbón, que se publicó en la portada de la
misma revista, y que, evidentemente, tenía mucho carácter. El retrato lo hizo en
menos de una hora, y se perdió.

Después le volví a ver a Picasso en París.

Picasso no aceptaba por entonces más pintor moderno que Cézanne.

Era un joven audaz que tenía opiniones artísticas extremas, y que le


parecía la pintura antigua algo sin ningún interés.

De él o de un amigo suyo decían que durante algún tiempo se dedicó a


hacer de mago, vestido de nigromántico, en un cuarto de su hotel, que en pleno
verano lo ponía al rojo vivo, encendiendo la estufa.

Picasso tenía de joven un aire atrevido y genial. En el poco tiempo que


estuvo en Madrid, en su estudio aparecieron treinta o cuarenta cuadros, hechos
casi todos de memoria, algunos muy bonitos.
Era, sin duda, hombre muy bien dotado, con posibilidades de hacer cosas
extraordinarias. De los artistas que yo he conocido jóvenes creo que era de los
que tenían más condiciones y más talento literario.

Yo supongo que el cubismo y los demás ismos de la posguerra del año 14


no tienen importancia. Todas fueron puras extravagancias. Entre sus
cultivadores hubo gente de talento y de audacia, como Picasso, y otros
pequeños mistificadores, como Juan Gris.

Picasso es un hombre que ha intrigado al mundo entero durante mucho


tiempo. Es un divo. Es posible que la suya haya sido la habilidad del hombre
que sabe que sin disfraz no va a conseguir el éxito, y va tomando todas las
máscaras que ha encontrado al paso. Su obra reunida no tiene carácter,
principalmente porque no tiene continuidad. Es como aquel transformista,
Frégoli, de hace cuarenta o cincuenta años, que tan pronto hacía de joven, de
viejo, de mujer, de niño, y no se sabía cómo era. En el teatro, esto puede pasar
por una habilidad estimable; pero en una obra que tiene que ser un poco para
hoy y para mañana, creo que no tiene sentido.

«¿Qué clase de hombre era este pintor? ¿Qué se proponía? ¿Cuál es el


verdadero Picasso?», dirá el curioso del futuro.

Si alguien con el tiempo reúne las obras del célebre artista, los dibujos
con cuadrados y triángulos, el arte negro, las figuras con unos pies informes o
con un solo ojo, los perfiles académicos hechos con la preocupación de dibujar;
el que vea todo esto junto se preguntará, como digo: «¿Cuál es el verdadero
Picasso?». A pesar de la independencia del pintor, muchas veces parecen sus
obras hechas sólo para legitimarse. Es como si dijera: «No crean ustedes que yo
no sé dibujar. No crean ustedes que yo no sé manejar los colores». Bueno.

Quizás esto se pueda considerar como pedagogía teórica; pero no como


algo realizado. Es muy posible que si Picasso hubiese sido más vulgar, menos
inquieto, hubiera hecho algo más permanente. La obra de este pintor creo que
es más pedagógica que individual. Ha echado un pedrusco a la charca, y ha
producido remolinos extraños; pero no una obra sólida.

No hay nada de arte moderno que se pueda comparar con lo antiguo.

Sin duda, el arte necesita escuela, continuidad y hasta mediocridad.

En literatura no pasa esto; hay obras modernas más interesantes que las
antiguas.
Ahí están los Dickens, los Stendhal, los Tolstói, los Nietzsche, los
Dostoyevski, los Verlaine, que viven en las obras y apasionan a los hombres
actuales y que todavía apasionarán durante mucho tiempo.

En pintura no hay esto. Cuando la pintura moderna vaya a esos


panteones funerarios que se llaman los museos, si es que va, se desvanecerá
ante la antigua. La pintura moderna parece más bien para tienda de bulevar o
para cabaret.

Volviendo a Picasso, se puede decir que por encima del cubismo está
Picasso, y que por encima de Picasso, su acción.

La mayoría de las extravagancias fabricadas por él, su malicia y talento


fueron defendidos con entusiasmo por los críticos de arte. Los periódicos y
revistas que se tenían por sensatos disparataron con fervor. Una de estas
revistas fue Le Mercure de France, que tomó en serio el cubismo, como después
los supuestos hallazgos arqueológicos de Glozel.

Picasso debió de reírse de todo ello en su interior.

En una época, los snobs dijeron que Picasso había pasado de la pintura
azul a la absoluta. ¡Qué fantasías!

¿Qué puede querer decir pintura absoluta? Yo creo que nada. ¿Que a un
hombre se le puede ver al mismo tiempo la frente y la nuca, el pecho y la
espalda, el vientre y el trasero? Ésas son puras extravagancias. Se podría llamar
quizá pintura absoluta a una pintura que se hiciera a base de los rayos X y se le
viera a un hombre con el pulmón tuberculizado, con un cálculo en el hígado;
pero llamarle así a la cubista es un absurdo.

La pintura azul y la pintura negra no creo que emocionen. Tampoco


emociona la pintura revolucionaria, ni la absoluta, porque ésta ya ni se supone
lo que puede ser.

Un pintor puede tener una evolución en su arte. El caso más señalado me


parece el del Greco. El Greco empieza su labor con un aire italianista, luego se
separa de esta tendencia, y crea obra suya inconfundible. Experimenta una
evolución lógica y vital; pero un pintor que tiene siete u ocho maneras, ¿qué
demonio es?, impresionista, cubista, productor de arte negro, dibujante
minucioso y académico…, y todo ello al mismo tiempo. Esto está cerca de ser
un ciempiés. Picasso parece un excéntrico musical que toca varios instrumentos.
Se le toma por violinista, y toca el saxófono. Se dice que va a lucirse con la
guitarra, y sale con un solo de flauta.
Creer que Picasso ha descubierto algo, como Einstein o como Planck, me
parece muy cándido y muy inocente.

A Picasso le tendrán que llamar pintor académico-impresionista-fierista,


negroide, africano, y oceánico, y cubista. Son muchas clasificaciones para una
persona sola.

Picasso quedará en la historia de la pintura moderna como un tipo raro.

El cubismo, evidentemente, se ha hundido, y ya no es nada. Dudo que


esa pintura subsista; tampoco creo que quedarán tipos de pintores como
Matisse, que, al parecer, entusiasma a Churchill.

En un número de los Anales de la Universidad de Chile, primer trimestre de


1933, que no sé de dónde me habrá llegado a mí, se habla de Picasso.

Comentando un libro sobre él, publicado por la casa Ulrico Hoepli, en


Milán, se dice en uno de los párrafos:

«Lo más difícil de todo para un artista —para un artista de prestigio mundiales el augurio,
no pasar de moda, el mantenerse en el poder de la popularidad sin mengua alguna de su crédito
estético, antes bien, demostrando cada día lo inagotable de su creación. Éste es el caso del español
Pablo Ruiz Picasso, el hombre representativo del arte de nuestra época, y sobre cuya obra y
personalidad se han escrito tantos volúmenes en todos los países, aparte de los estudios críticos que
aparecen continuamente en las revistas. El suceso picassiano ha movido a los más famosos escritores
y críticos del mundo a coger la pluma para efectuar disecciones profundas y minuciosas en el
esfuerzo extraordinario del pintor malagueño, que aparecerá en el futuro como un gigante de
nuestro tiempo».

Éstas son ideas de americano que cree que el éxito lo es todo. Picasso
tiene su mérito y su interés, a pesar de su éxito. El pensar que estar siempre a la
moda es el ideal supremo es una idea de modista. Tampoco quiere decir mucho
el tener comentaristas. Ni Dostoyevski ni Goya tuvieron en su tiempo tantos
comentaristas como Picasso, y…, sin embargo, el gusto de una época significa
poco o nada.

Picasso, a mí me parece un excéntrico musical, un divo.

Otro divo de clase parecida es Salvador Dalí.

Dalí está a veces muy bien; tiene una imaginación creadora, más literaria
que Picasso, y muchos de sus cuadros, si no tuvieran un detalle extravagante,
puesto de una manera deliberada, para dar la impresión de superrealismo,
estarían en un museo con tanto derecho como los que más; pero, seguramente, a
Dalí le conviene poner este detalle arbitrario y chocante, para que los
partidarios suyos no tengan el menor motivo de acusarle de pompier.
Contaba Corpus Barga que en París, durante la guerra del 14, se había
acusado a una extranjera de andar metida en el espionaje alemán. Al parecer, la
extranjera frecuentaba el estudio de un pintor. Un jefe de policía fue a enterarse
de la supuesta espía, y preguntó a los vecinos:

—¿Y no habrá algún retrato de esa señora extranjera?

—Sí, hay uno —dijo un vecino.

Y llevó al inspector delante de un retrato cubista. El inspector y todos los


presentes se echaron a reír.

Hay mucha tontería en todo este embrollo de la pintura de la época


actual.

Hay gente que cree que un pintor se sacrifica al pintar con más o menos
negro.

Algunos aficionados han comparado a Picasso con Solana.

No creo que sean comparables.

Yo creo que Picasso ha perdido en sus ensayos facultades geniales. En


cambio, Solana ha aprovechado en sus obras facultades muy modestas y muy
pobres.

Picasso fue como un alquimista, y Solana, como un droguero.

Yo decía una vez en una casa aristocrática de París, cuya fachada daba al
Sena, que dudaba que la pintura de Picasso fuera sincera, que era una
mistificación de un hombre de talento, pero no una cosa sentida. Añadía que
ninguna persona corriente, sin preocupaciones de originalidad y de darse tono,
podía encontrar una figura de Picasso tan bien como una figura de un pintor
clásico español, italiano o flamenco.

Cuando hablaba así tenía delante una revista de arte con unas
reproducciones en color de cuadros de Picasso y otras de un antiguo pintor
flamenco, de un realismo y de un aire de vida extraordinarios.

Comparando las figuras yo afirmaba:

—No sé lo que dirá un crítico de arte de este Arlequín, de Picasso, y de


esta figura de un caballero del pintor flamenco, que parece que está hablando y
que reproduce esta revista; pero tengo la absoluta convicción de que se llama a
una persona sencilla del pueblo y se le pregunta: «¿Qué le parece a usted mejor
y más veraz, el Arlequín o el Caballero?». Y todo el mundo dirá: «El Caballero».

—Bueno, vamos a hacer la prueba —dijo la señora de la casa, dama de


ideas originales—; vamos a llamar a la cocinera.

La llamaron, y la dueña le dijo con aire inocente:

—Estábamos pensando en poner una de estas estampas en un marco, y


unos decíamos que ésta es más bonita, y otros, que esta otra. A usted, ¿cuál le
parece mejor?

La cocinera miró despacio las dos estampas, y, señalando el Arlequín, de


Picasso, dijo:

—A mí me parece ésta la más bonita.

Yo quedé maravillado.

Decir, como dijo Picasso cuando el gobierno rojo de España le nombró


director del Museo del Prado, que la pintura del Prado era lo que él más odiaba,
es como decir que la gran pintura era para él una cosa muerta, y yo creo que en
este sentido, y desde su punto de vista, podía tener alguna razón.

Eso mismo se puede decir en literatura de los poemas épicos, que son
cosas muertas; nadie los lee más que los eruditos.

Están dentro de la historia, como la gran pintura y la gran escultura.


Ahora, pensar que la pintura moderna cubista y superrealista es una cosa viva,
de porvenir, me parece una pobre entelequia.

La literatura del siglo XIX es la que está más próxima y la que ha tenido
más grandes hombres cercanos a nosotros. Ibsen, Tolstói y Nietzsche llegan en
su vida al siglo XX. Ya tras de ellos parece que la originalidad se pierde y
comienza una era de mediocridad.
XIV

Entre los pintores españoles se hablaba mucho a principios del siglo de


Sorolla, y se decía que un señor Hungtinton, fundador de la Hispanic Society,
de Nueva York, le había hecho unas proposiciones espléndidas para decorar la
casa de la sociedad en América. Se discutía mucho entre los pintores la obra de
Sorolla; tenía sus admiradores y sus detractores, como sucede siempre.

Se dijo que iba a pintar retratos de personas conocidas de Madrid, y poco


antes de la primera guerra mundial me llamó, porque quería hacer un retrato
mío.

Me chocó, porque yo no creía que Sorolla tuviera ninguna simpatía por


mí ni por mis libros.

Sorolla era uno de esos mediterráneos que quieren aparecer siempre


como hombres toscos y francos, pero que en el fondo son maquiavélicos y de
gran prudencia.

Era un hombre muy inteligente.

Sobre todo en cuestiones políticas, tenía unas ideas muy claras.

Y creo que si en cuestiones de su arte no se manifestaba con ideas tan


claras y tan agudas, era, probablemente, porque no le convenía o no quería ser
sincero consigo mismo.

Sorolla era un realista, con tendencia al impresionismo.

Sorolla decía que, para él, un cuadro de Rembrandt, que está en el Museo
del Louvre, El buey desollado, era el ideal de la pintura por su realismo. En
cambio, un pintor vagnerista que vivía en París y se llamaba Egusquiza decía de
Sorolla en serio: «¡Qué gran pintor ése, que no pinta más que bueyes!».

Es posible que si hubiera pintado leones o elefantes o cisnes le hubiera


parecido mejor.

Un pintor, entregado a su arte, pinta con el mismo entusiasmo un buey


que una bella dama; pero, indudablemente, el retrato de la bella dama tiene más
problemas que resolver, y es lógico que le guste más al público.

Sorolla creía, y en esto yo estaba de acuerdo con él, que la principal


posibilidad de la pintura moderna era el impresionismo; pero Sorolla desviaba
el impresionismo para hacerlo práctico y comercial.
A mí me dijo un día: «Esta pintura que hago yo me ha hecho rico, y si
ahora sintiera veleidades de evolucionar, no evolucionaría».

Esto, para mí, era señal de no tener una afición completa por el oficio. Yo,
que he ganado muy poco con mis libros, que he tenido siempre una situación
pobre, si viera la posibilidad de hacer una literatura que me dejara
completamente satisfecho y me pareciera superior a la que he podido hacer, la
haría sólo para contentarme a mí mismo, y más teniendo ya una fortuna. Lo
haría todo, menos sacrificar la salud y la vida.

Sorolla tenía gran fama como pintor, y por su estudio desfilaban


aristócratas y personajes de fama. El hombre era, al menos así me lo pareció a
mí, bastante roñoso. Algunas tardes me convidó a tomar té en el estudio; él
mismo me ponía el azúcar en la taza, para que no cogiera yo demasiado, en una
época en que el azúcar no valía casi nada.

A pesar de esto, me quiso regalar dos cuadros, que, naturalmente, yo no


acepté; uno de ellos, varios pescadores vascos en una taberna.

Su tacañería se revelaba en algunas frases. Una vez me dijo: «Mi hija


derrocha los colores de una manera absurda; es capaz de comprar un tubo de
carmín de catorce pesetas y de gastárselo en un par de días».

Sorolla era un hombre que, al menos conmigo, estaba siempre a la


defensiva, como si yo tuviera algún interés en molestarle o en llevarle la
contraria.

Una tarde, al acabar su trabajo, me preguntó:

—¿Qué le parece a usted el retrato suyo?

—Me parece bien.

—¿De verdad?

—Sí, me parece bien.

—¿No le encuentra usted ningún defecto?

—Ya que me lo pregunta usted, le diré que esa sombra de la nariz quizá
sea demasiado fuerte.

—No, no; así es.


—No, yo no digo lo contrario; pero me ha preguntado usted mi opinión,
y se la doy.

—Bueno, pues yo no borro la sombra.

—Yo no le digo a usted que la borre.

Al día siguiente, al comenzar de nuevo la sesión para el retrato, vi que el


lienzo se hallaba colocado en otro sitio. Le miré, y le dije a Sorolla:

—Tenía usted razón; la sombra de la nariz no era demasiado fuerte.


Puede ser que la luz del anochecer hiciera que a mí me lo pareciese.

—No —replicó Sorolla, riendo—, he velado la sombra, porque, en vista


de que usted se manifiesta dispuesto a reconocer sus errores, yo reconozco los
míos.

No comprendo qué motivos tenía para esta suspicacia. Yo no he tenido


ninguna tendencia a defender mis errores, si los he visto claros, y si hubiera
sabido de un técnico literario cuyo oficio fuera leer los libros y señalar sus
deficiencias, cobrando un tanto por ello, le hubiese mandado mis obras antes de
publicarlas, para que las corrigiera, siempre que la corrección no fuese sólo
gramatical, que eso no me interesa mucho. El retrato mío de Sorolla creo que es
desproporcionado. Tiene la cabeza pequeña para el cuerpo.

Sorolla me quiso dar algo suyo; yo no acepté lo que me quiso regalar,


porque no se puede equiparar el regalar un libro, que entonces valía dos o tres
pesetas, con regalar un cuadro de un pintor famoso, que, aunque fuera
pequeño, podía valer quinientas o mil.

En el estudio de Sorolla conocí al marqués de Viana, que era un andaluz


listo, cuco, y que, al parecer, dominaba a Alfonso XIII. También vi al doctor
Simarro, por quien Sorolla tenía gran estimación, y que a mí no me pareció,
después de oírle, nada extraordinario. No tenía más que ideas corrientes,
vulgares y sin gran originalidad, y hablaba como si estuviera ofendido.

Esta falta de entusiasmo hizo que Sorolla me mostrara cierto desvío,


porque Sorolla creía en Simarro como en un oráculo.

Después me han dicho que Simarro hizo trabajos que estaban bien, sobre
todo en histología del sistema nervioso, y que precedió en algunas
investigaciones a Ramón y Cajal; pero, sin duda, era hombre descuidado,
indiferente, y no publicó ninguno de sus estudios.
Creo que de Simarro no hay más que el prólogo a un libro sobre el
proceso de Ferrer, proceso que ni siquiera está completo, porque no se publicó
más que una parte.

Un día que estuvieron también juntos en el estudio de Sorolla don


Francisco Giner de los Ríos y don Manuel Bartolomé Cossío, éstos tuvieron una
opinión que a mí me pareció bastante extravagante acerca del retrato que me
hizo el pintor. Dijeron que podía pasar por el de san Ignacio de Loyola. ¡Pura
fantasía y amabilidad! De san Ignacio de Loyola, no creo que haya ningún
retrato auténtico, porque el que hay, pintado por Sánchez Coello, está hecho
varios años después de su muerte.

Yo pienso que Sorolla era de los mejores pintores de la época; pero a mí


eso no me interesa mucho. Sorolla y Zuloaga eran por el estilo: artistas de
receta, con una técnica mejor o peor, pero sin espíritu.

Como todos los hombres que triunfan en su tiempo, la obra de Sorolla


tuvo después un momento de oscuridad; pero, probablemente, saldrá a flote,
más pronto o más tarde.

Quizá como psicología, su pintura tiene poco interés. Sorolla no


estudiaba el modelo, no le buscaba su intríngulis interior.

Creo que a una persona a la que se hace un retrato hay que darle algo de
lo que es o de lo que él quiere ser. Si al Caballero de la mano en el pecho, del Greco,
se le vistiese a la moderna, se le quita su actitud estática y la postura y el traje y
se le viste con una chaqueta, parecería un tipo vulgar. Entre los pintores
modernos, esta estilización de los tipos la han practicado pocos; pero algunos
de los mejores, como Whistler y Degas, la han sentido y la han realizado.

Supongo que para hacer un retrato hay que observar el modelo, estudiar
su expresión, ver en qué actitud tiene más carácter.

Sorolla no hacía esto. Inmediatamente que tenía la persona delante


comenzaba a pintar, como si se tratara de una cosa mecánica. Me aseguraron
que de don Alejandro Pidal hizo un retrato en tres horas.

Dicen que Ingres, cuando le llevaron a ver a la trágica francesa Raquel,


para hacerle un retrato, la estudió concienzudamente y dijo que necesitaría
cinco o seis años para hacerlo.

Evidentemente, entre lo instantáneo de Sorolla y los cinco o seis años de


Ingres hay muchas horas de diferencia.
De todas maneras, creo que hay que buscar en un tipo lo que es privativo
suyo y distinto de los demás, si es que lo tiene.
XV

Antes que a Sorolla conocí a los pintores Casas y Rusiñol, que vinieron a
Madrid y estuvieron una temporada a principios de siglo.

Por entonces, la pintura y los pintores pretendían tener tendencias


literarias, y Ramón Casas, que no sentía afición por la literatura, influido por
Rusiñol, que simultaneaba las actividades de pintor y de escritor, preguntó dos
o tres veces delante de mí, con cierta ironía: «¿Qué hay que leer para ser un
buen pintor?».

Casas era hombre de condiciones, que dibujaba muy bien y tenía poco
sentido psicológico. Algunos dicen que el sentido psicológico sobra en los
pintores. Puede que sea cierto. Sin embargo, influido por sus amigos, Casas
había hecho cuadros que, por su asunto y por su ejecución, tenían interés
novelesco, como el de un agarrotado en Barcelona y algunos otros.

Supongo que Casas había llegado a un punto en el que ya no se progresa,


por falta de curiosidad intelectual.

Casas me hizo un dibujo a lápiz, y después me propuso hacerme un


retrato al óleo. Quedamos en que me avisaría, pero después no me avisó, o si
me avisó, yo estaba fuera.

Respecto a Santiago Rusiñol, no tuve por él la gran simpatía que tuvieron


muchos que le conocieron. Me pareció un falso bohemio, porque era hombre de
gran fortuna y que, sin embargo, convivía con artistas pobres.

La pintura de Rusiñol no creo que sea de un artista genial; pero está muy
bien. Su literatura me gusta mucho menos; me parece que ha pasado sin dejar
huella.

Hace algún tiempo leí en una revista, no sé si de Madrid o de Barcelona,


una anécdota en que aparecíamos Rusiñol, Unamuno y yo.

Según esta anécdota, firmada por Utrillo, Rusiñol nos convidó a comer a
Unamuno y a mí, y quedamos de acuerdo en que él pagaría la comida y
nosotros las propinas. Respecto a esa anécdota, no tengo que decir más sino que
no he comido, ni una sola vez siquiera, ni con Rusiñol ni con Unamuno.

No he tenido afán por comer fuera de casa, y menos en restaurantes.


Siempre he dicho que no a las invitaciones. Para mí, en una comida, más
importante que los manjares son los comensales, y con Rusiñol y con Unamuno
me hubiera divertido poco.
Además, no hubiera aceptado una proposición de un banquete así, en
esas condiciones económicas. No sé si hay esa costumbre entre los artistas
catalanes. Yo, si tengo dinero y encuentro una persona simpática y lo convido a
comer, la invito, pero no le advierto: «Usted pagará el café o la propina».

Tampoco me ha convidado nunca nadie en esas condiciones.

Rara vez a algunas chicas estudiantes he convidado en París a un


almuerzo o a una cena modesta; pero, a pesar de tener poco dinero, nunca se
me ocurrió decir: «Yo pagaré los dos platos y el postre, y usted pagará el café».

Esta anécdota judaica o de comerciante fenicio es, como digo,


completamente falsa.

Nunca he sentido ninguna afición por el dinero. El dinero, para mí, es un


medio de evitar molestias.

Si viviera colegiado, como algunos frailes, y tuviera segura la comida, los


libros necesarios y las demás cosas indispensables, no pediría ni cinco céntimos
de suplemento. Manejar dinero, cobrar, pagar, guardarlo, no me ha gustado
nunca. Eso no quiere decir que no me asuste la miseria; me asusta, porque
supongo que no sabría salir de ella.

Respecto al dinero, creo que tengo una idea sistemática y práctica.


Cuento con sesenta duros al mes, gasto dos al día; cuento con ciento veinte,
gasto cuatro al día. Lo mismo hago con el chocolate o con unas píldoras. Me
parece un sistema lógico, como quien dice, clásico; pero hay gente que tiene una
idea como romántica del dinero, y unas veces gasta mucho, y otras, poco. No sé
lo que es mejor. También hay gente que tiene una idea científica del dinero. La
idea mía, relativista, del dinero me parece muy natural y lógica. Hay poco, pues
hay que ahorrar y ponerse a ración; hay mucho, se puede gastar alegremente.
Con todo se hace lo mismo.

Cuando la mayoría de la gente viaja, al menos en España, se ve que


cambia enseguida de unidad. En el pueblo, compra alguna vez un periódico; al
entrar en la estación, compra dos o tres; gasta cigarros baratos, para ir al tren los
compra caros.

Cosa lógica. La tripulación del barco antiguo, cuando le faltaba el agua,


se ponía a ración; hoy, en el barco moderno, el agua se derrocha.

Si hubiera sentido ansiedad por el dinero, hubiera buscado algún


destino, como otros muchos escritores, y no lo he solicitado nunca.
Hubiera podido también explotar un poco a los pintores; tampoco los he
explotado. Sorolla, Arteta, Regoyos, Echevarría me quisieron regalar cuadros,
que yo no acepté.

Es curioso que a mí me hayan atribuido sordidez y avaricia y amor al


dinero. Sin embargo, como digo, yo no he tenido ningún empleo, que podía
haber tenido, como la casi totalidad de los escritores. Se ve que hay un fondo de
rencor contra el hombre independiente.

«Pero ¿usted cree que es un deshonor el ser un empleado?», me


preguntarán.

Yo creo muy normal el tener un destino y cumplir con su obligación;


ahora, disfrutar de una cosa sin trabajar, perjudicando a un desgraciado que
podría vivir de ella, me parece una cosa fea. También me parece feo el mentir y
asegurar que no se tiene un empleo cuando se tiene.

En nuestro tiempo, entre comunistas y fascistas, hay una gran simpatía


por los burócratas y un fondo de animosidad contra los que no lo son.

A mí, el hombre rico que convive indiferentemente con el pobre no lo


encuentro bien; ahora, si le ayuda y le favorece, me parece un bienhechor; pero
si no le hace caso, me da la impresión de un tipo de egoísmo y de
insensibilidad. Huir del miserable y del sablista me parece muy lógico.

Nunca he pretendido aprovecharme de la amistad de nadie. No he


considerado a la gente como presa; la he mirado como al compañero del tren,
con quien charla uno para entretenerse un rato; tampoco he buscado la amistad
con los pintores, entre otras razones, porque no he tenido interés por tener
retratos míos. Es cosa que no me interesa nada. Me gustaría tener en casa un
retrato bonito, al óleo, de una señora parienta mía del siglo XVIII o XIX; pero un
retrato mío no lo quiero para nada. Aunque fueran el Greco o Goya quienes me
lo propusieran, diría que no vale la pena.
XVI

Otros pintores conocí por entonces, entre ellos a Pradilla y al paisajista


Meifrén. Además de éstos, tuve amistad con Canals, Arteta y Echevarría. Conocí
también a Iturrino y a Uranga.

Eliseo Meifrén era tipo de pirata berberisco: pequeño, cetrino, con unas
barbazas negras. Después se afeitó y entonces tomó un aspecto insignificante.

Una vez me dio la impresión de la doblez mediterránea y artística. Una


tarde, en un café de la Puerta del Sol, le vi, y me convenció para que fuéramos a
la Exposición de Bellas Artes, que se celebraba entonces en el palacio que estaba
al extremo de la Castellana, en los altos del Hipódromo. Yo no tenía muchas
ganas de ir; pero, al fin, fui. Durante el camino, Meifrén habló de pintura.

Encontraba mal todo el arte español moderno. Pasó revista a los pintores,
entre ellos a Sorolla, y al llegar a su paisano, Santiago Rusiñol, se ensañó con él.
Era, además de un pintor simulador, un roñoso, un egoísta y un cuco, que no
hacía nada por nadie y creía favorecer a los amigos pintores y escultores
comprándoles las obras a bajo precio, explotando a los compañeros pobres.

Al parecer, Meifrén era un enemigo furioso de Rusiñol. A mí al menos


me dio esa impresión. Llegamos al Palacio de las Exposiciones, que creo que es
hoy Museo de Ciencias Naturales, y la primera persona que vimos en la gran
entrada fue a Rusiñol. Entonces, el barbudo Meifrén se abalanzó a él, le abrazó
y se quedó colgado de su cuello.

Yo, desde entonces, tomé peor idea de los artistas mediterráneos que la
que tenía antes. Después, Meifrén trasladó la antipatía y rivalidad que tenía por
Rusiñol a Mir. En París me habló muy mal de este último.

No he visto petulancia mayor que la de los pintores, sobre todo de los


que se decían modernistas. Unicamente los tenores los aventajaban. ¡Qué idea
de sí mismo más absurda!

Cualquier pintor mediocre, que no ha leído nada ni discurrido nada, cree


no ya que puede opinar sobre la pintura o sobre la política, o de esas cosas de
las cuales naturalmente puede tener opinión un ignorante, sino piensa que
puede hablar ex cáthedra de las cuestiones más abstrusas de la ciencia.

De pintores cubistas y modernistas conocí en París a Delaunay, que me


hizo un retrato al lápiz que se publicó en Les Nouvelles Littéraires. Delaunay me
mostró un cuadro con el derrumbamiento de la torre Eiffel, que yo no
comprendí qué interés podía tener, y algunas otras obras suyas estrambóticas.
También conocí a Marie Laurencin, que hacía una pintura muy graciosa,
muy infantil, como era ella, y a Juan Miró, que estuvo algunos días durante la
guerra en la ciudad universitaria de París.

De otros muchos pintores vi cuadros; pero no recuerdo sus nombres.

Joaquín Mir, cuando vino a Madrid, era un hombre joven, barbudo,


melenudo, vestido casi como un obrero: pantalones de pana anchos, elástica
debajo de la chaqueta y un sombrero cónico, como de Arlequín. La primera vez
que presentó sus cuadros en la Exposición Nacional tuvo gran éxito.

Eran unos paisajes urbanos; uno de ellos, los trabajos de construcción de


la Sagrada Familia, de Barcelona.

Mir era un protestante de todo y de todos, pero tenía cierta simpatía de


hombre salvaje. Parecía un verdadero pirata. Le conocimos y anduvimos por las
calles y los alrededores de Madrid. Estuvimos también en un pueblo del
Guadarrama, donde se reunieron tres o cuatro pintores, un alemán bolsista y
dedicado a la entomología, y yo, que era aficionado a la literatura.

Allí, en esta aldea, recuerdo que tuvimos una larga discusión sobre el
paisaje de los pueblos de mucha luz y de mucho sol. Algunos de los pintores,
que no recuerdo ahora quiénes eran, defendían la tesis de que había que pintar
a pleno sol, buscando hacer esto de una manera tan realista que la pintura
hiciera hasta daño en los ojos. Lo mismo se podía decir que había que pintar
una niebla tan exactamente que produjera un catarro.

Mir y yo éramos contrarios a esta teoría. Antiheliófilos. Yo decía que una


obra que hiciera daño a la vista no podía ser más que desagradable, y Mir
aseguraba que en las comarcas de mucho sol había que pintar en las primeras
horas de la mañana y en las últimas de la tarde. Yo, como digo, creo que Mir era
el que tenía razón.

Los dos afirmábamos que la luz fuerte del sol no era bonita. No ha
habido grandes pintores ni paisajistas en el sur del Mediterráneo, y menos hacia
el Ecuador, por ejemplo, en el Sáhara. Siempre se han dado en países como
Toscana, Lombardía, Umbría y Flandes.

Después le volví a ver a Mir años más tarde en una actitud un poco
rencorosa, porque no le habían premiado una de sus obras en otra Exposición
Universal. Luego creo que no volvió a Madrid. Se dijo que había ido a Mallorca,
que se había dejado influir por un pintor francés que pintaba el fondo del mar,
y las últimas obras suyas, que vi años después, no me parecieron nada
acertadas.
Otro pintor paisajista que conocí en Barcelona, y cuyos cuadros me
parecían muy bien, fue Enrique Galwey. Sus paisajes estaban compuestos con
arte y tenían cierta grandiosidad. Después he oído hablar poco de él, y un
pintor catalán, como supremo argumento, me dijo que Galwey era pompier. En
estas cuestiones artísticas hay siempre mucha política y se quiere que unos sean
los llamados y otros los elegidos.
XVII

En 1905, don Benito Pérez Galdós me dio a mí, sabiendo que iba a París,
una carta para León y Castillo. Era éste embajador de España y paisano de
Galdós, y nacido, creo, en Tenerife.

Fui a visitar a León y Castillo a la Embajada de España. Le estaba


haciendo un retrato Raimundo de Madrazo. Un retrato muy realista, casi
fotográfico.

Madrazo vivía hacía mucho tiempo en París, era hijo de Federico y


pariente de Fortuny. En esta época, la obra de Fortuny ya no estaba en auge
como en otro tiempo.

Madrazo creo que era el autor de un cuadro que se titulaba La salida de


un baile y de Una fiesta de carnaval, y de varios retratos.

Era discípulo de León Cognet y compañero de Bonnat, y poco entusiasta


de los impresionistas.

Oírle hablar a él era la antítesis de oírle hablar a Regoyos; lo que para


uno era bueno, para el otro era malo, y al contrario.

Visité dos o tres veces a León y Castillo mientras le hacían el retrato, y en


la última me dijo:

—Esta temporada estoy apurado.

—Pues ¿por qué?

—Delcassé, el ministro de Asuntos Exteriores de Francia, ha propuesto


que España tome íntegro el Protectorado de Marruecos.

—¿Y no tenemos medios?

—¡Ca, qué vamos a tener!

—¿No hay fuerza para eso?

—No. ¿Usted sabe lo que es dominar todo Marruecos militarmente?


Necesitaríamos un millón de soldados y un armamento que no hay.
Después he oído a gentes que se consideraban enteradas asegurar que
Francia y Delcassé habían hecho que la zona del Protectorado español de
Marruecos fuera tan exigua.

Así se escribe la historia.

Raimundo Madrazo a mí me dio la impresión de un pintor poco


interesante. De los Madrazos, creo que el mejor de todos es don Federico. Yo no
sé ahora, porque hace mucho tiempo que no he visto ninguna obra suya; pero a
mí me parecía un gran artista.
XVIII

A Juan Echevarría le conocí en París a principios de siglo; vivía no lejos


de Montmartre, en un piso principal, en un cuarto bien amueblado y con
estudio. No sé quién me llevó a su casa; supongo que fue Francisco Durrio o
Cayetano Cervigón.

Juan Echevarría era hombre de gran sensibilidad y de grandes


vacilaciones. Todo le dejaba perplejo. Con él fui a varias reuniones de escritores
y de artistas en París.

Después apareció en Madrid antes de comenzar la guerra del 14 y se


instaló con su mujer y con su hijo en una casa del paseo de la Castellana.

Echevarría, que era hombre generoso, se convirtió rápidamente en el


mecenas de los escritores y pintores amigos. Éstos le consideraban como un
protector obligado. Ellos iban al café, tomaban lo que les daba la gana y dejaban
a Echevarría el cuidado de pagar, como si fuese su secretario.

A mí esta gorronería me molestaba y se lo dije varias veces al pintor; pero


él creía que si entre varios artistas había alguno que tuviera dinero, era
naturalmente el que tenía que pagar. ¿Lo hubieran hecho los demás? Yo creo
que no.

Era una teoría la suya muy plausible, pero que yo no veía que nadie la
llevara a la práctica. Esta fraternidad sería magnífica, pero no he visto que exista
en ninguna parte.

Yo le encontraba después con frecuencia a Echevarría en la redacción de


la revista España, y allí me pintó un retrato y después me hizo otros dos más.

Echevarría era hombre que no solamente creía que debía pagar los gastos
de los amigos, sino que, además, había de molestarse por ellos, lo que ya me
parecía absurdo. Yo le decía que se zafara de aquella gente, que no tenía talento
y que no era divertida. También le decía que debía viajar por los campos y los
pueblos, dedicarse principalmente al paisaje; pero otros, como Valle-Inclán, le
impulsaron a hacer retratos, a ir al teatro y a llevar una vida de sociedad.
Echevarría cambió un poco siguiendo estas influencias.

Arteta cambió también en su pintura, más por necesidad que por otra
cosa, y pintó cuadros grandes y medio cubistas, que yo creo que no era lo suyo,
porque no tenía condiciones ni gusto para ello.
Echevarría pintó paisajes y cuadros de flores verdaderamente bonitos.
Esas armonías de color suave las captaba como pocos.

Algunas veces, en su estudio de la calle de Carranza, me mostró varios


paisajes y naturalezas muertas.

Echevarría era un hombre de gran sensibilidad pictórica y musical;


tocaba el piano sin gran técnica, pero con mucho oído. En sus cuadros, más que
el dibujo, se notaba, sobre todo, la armonía de los colores.

Contemplando una pintura francesa impresionista, decía con entusiasmo


sincero: «¡Cómo cantan los amarillos!».

Estas armonías de color eran para él lo más importante de la pintura.

Poco después de conocerle estuve en Bilbao e hice con Echevarría y no sé


con quién más una excursión por los pueblos de la costa. Echevarría era el
hombre de las perplejidades. Al menor contratiempo se quedaba sin saber qué
hacer. En este viaje comenzó a arder el motor del automóvil que llevábamos, y
Echevarría se quedó en un estado de indecisión como si la tierra se hubiera
hundido bajo sus pies. A los pocos minutos se acercó un auto, nos remolcó a
nosotros hasta un pueblo próximo y se arregló el desperfecto rápidamente.

Para Echevarría todo eran problemas.

Una vez nos convidó a cenar en la calle del Príncipe, en un restaurante, a


doce o catorce personas. Entre ellas estaba su mujer y su hijo. En un cuarto de al
lado se armó de pronto un escándalo entre varias mujeres, que se pusieron a
chillar. El aire de pánico que tomó Echevarría era curioso: no quería que su hijo
fuera a ver lo que pasaba; pero el muchacho, sin duda, tenía curiosidad. Su
mujer le decía:

—No le dejes, Juan; no le dejes al chico ir ahí de ninguna manera.

Un pariente suyo, que estaba en la cena, le indicaba al mozo:

—Vete a ver lo que pasa y no hagas caso, y allí te divertirás más que aquí.

Para Echevarría, todas las cosas pequeñas de la vida eran problemas que
no podía resolver, a pesar de ser rico y estar dispuesto a dejar su dinero en
cualquier cosa.

Echevarría escribía con gracia. Tenía un gesto de resignación para las


cosas muy cómico.
—Esto ha salido mal. ¡Qué le vamos a hacer! —decía con frecuencia.

Echevarría tenía la preocupación por su hijo y pensaba que crecía


demasiado.

—Yo no sé este chico hasta dónde va a crecer. Está más alto que yo y no
tiene más que quince años.

—No creo que hay que preocuparse por eso —le decía yo—; que tenga
unos centímetros más de la estatura normal no le va a perjudicar absolutamente
nada.

A Juan Echevarría le mandaba casi siempre mis libros desde que él se


estableció en Madrid, y él me escribía dándome su opinión, siempre interesante
y curiosa.

Echevarría era hombre de cultura y de sensibilidad y de una probidad


para cuestiones intelectuales y para todo muy poco corriente.

No era muy discutidor, y con frecuencia, aunque estuviera en


desacuerdo con las opiniones de una persona, se callaba.

Las cartas de Echevarría desaparecieron de mi casa en la calle de


Mendizábal; pero encontré una que me dirigió a Vera, el día 1 de octubre de
1929, que refleja bien su manera de ser.

En esta carta larga hace la crítica de una novela dialogada mía, llamada
El nocturno del hermano Beltrán.

Voy a transcribir de la carta algunos párrafos que demuestran sus


preocupaciones literarias y artísticas:

«La impresión que El nocturno del hermano Beltrán me ha hecho, si es que puede tener algún
valor para usted la opinión literaria mía, forzosamente modesta, es que la novela parece haberle
interesado vivamente al empezar y luego ha terminado por serle poco menos que indiferente. Me
explicaré. Encuentro que hay en ella múltiples posibilidades de desarrollo que no ha querido sin
duda aprovechar. No sé si por desilusión o por cansancio de la obra.

»Lo más probable será que de ello pueda culparse a su escepticismo ingénito, que si de un
lado presta un matiz muy personal a toda la obra, no deja de ser un tope que constantemente tratará
de jugarle una mala partida que los franceses llaman mettre des bâtons dans les roues.

»Pero, en fin, como el escepticismo no es algo dosificable y dependiente del propio albedrío,
no hay más remedio que aceptarlo con todas sus consecuencias.
»Algo de esto sé yo por experiencia. Volviendo a su Nocturno, si a su acción rápida
cinematográfica se añadiesen las aventuras anteriores a la profesión religiosa del protagonista, que
en la novela no se detallan, creo que se podría obtener de ella un excelente argumento de película.

»Alguna de sus escenas me parece que cobraría un mayor dramatismo en la pantalla.

»Los tipos del catalán y del bilbaíno me han hecho reír de buena gana.

»Lo que no me parece justo es el juicio que usted hace de la Carmen, de Bizet.

»Creo que es una de las óperas que mejor están de unidad y de medida.

»Posee para mí la cualidad de no haberse hecho del todo vieja.

»Por lo menos, el tiempo no ha hecho en ella los estragos que en otras de su tiempo y aun en
algunas relativamente modernas.

»Su inventiva melódica me sigue pareciendo espontánea y fresca, y trozos como el quinteto
del segundo acto, de una gracia que encuentro siempre nueva. El dúo del primer acto y la romanza
de Micaela en la montaña son, para mi gusto, encantadores y de un sentimentalismo que ha sabido
no salirse de los linderos del buen gusto. ¿Que en algún momento don José expresa su pasión en
forma que no cuadra al vasco salvaje que es?

»¿Pero es que ese tipo de vasco responde a la realidad?

»Por mi parte, no he visto nunca un ejemplar así. Además, Bizet no conocía de cerca
probablemente ningún vasco. El músico parece haberse limitado a interpretar el tipo, más que de la
novela, del libreto. Y claro que en ese caso el concepto operístico de la época forzosamente tenía que
hacer una romanza.

»¿Que la de la flor es un tanto dulzarrona? Conforme; pero esta característica no debe de ser,
después de todo, tan insólita en boca de un vasco como usted, tan dado en general al
sentimentalismo vocal. ¡Cuántas de sus canciones hubieran hecho buen papel en los salones del
tiempo de Bizet!

»Para que este don José fuese vasco debieron empezar por quitarle el don y dejarle en Joshé
o en Joshé Mari; el don José de la ópera lo mismo pudo ser sevillano.

»En cuanto a la citada romanza de la flor, ¿es que en las primeras audiciones le pareció tan
empalagosa? La música tiene esa comprometedora condición de pasar, sin que se sepa a punto fijo
por qué, de ser adorable a ser odiosa.

»Además, que para gustar de algunos aspectos literarios o artísticos, creo que hemos
perdido la oportunidad irremisiblemente. A corta edad, el hombre dedicado a las actividades del
espíritu, unos más que los otros, se encuentra aislado, como emparedado, entre los que le
precedieron, entre la producción literaria y artística que ya no comprende del todo, y aquellos que
han venido después, de los cuales no comprende nada. Es una situación que fatalmente conduce al
pesimismo […]

»Cada día me descorazona más el espectáculo de nuestros intelectuales. La ligereza —y no


de pies— parece ser la característica más acentuada de los más privilegiados cerebros. Es un mal
endémico que por sí solo basta para explicar la escasa producción filosófica española.
»A diario puede observarse esta superficialidad de nuestras gentes d’élite.

»Últimamente, uno de los poetas vanguardistas más significados, al decirle que yo había
pintado un nuevo retrato suyo, me preguntó rápido: “¿Con otra técnica?”.

»Yo hice como si no hubiera oído su pregunta para evitar una contestación poco grata. El
sandio de él pensaba que la técnica que se ha adquirido tras de trabajar durante veinte años,
poniendo en ello los cinco sentidos con el cerebro y con el cuerpo, uno la va a tirar por la borda a las
primeras de cambio, y va a piruetear en el vacío para complacer a los jóvenes vanguardistas de La
Gaceta Literaria.

»Son de una perfecta inconsciencia.

»Es como si un pelanas que empieza a vivir y no tiene donde caerse muerto pregunta a un
comerciante que ha adquirido un capitalito con el sudor de su frente y gracias al cual piensa
endulzar, en lo posible, los años que le restan de vida, si quisiera abogar por la implantación del
comunismo».

Después, habla de Ortega y Gasset, y dice:

«El maestro Ortega nos declaró en sus últimas conferencias que ellos, los filósofos modernos,
han superado el idealismo y han redimido nuestro jo de esa luminosa, si se quiere, prisión, pero al
fin prisión, en que hasta ahora se halla recluido.

»En adelante no será nuestro jo, sino nuestro mundo, nuestra vida, el campo de sus
especulaciones.

»Se está viendo a la pequeña hormiga dentro de una caja herméticamente cerrada,
recorriendo incansablemente sus paredes, buscando una salida que no existe».

Por estos trozos de la carta de Echevarría se ve que ese pintor vasco no


era como Ramón Casas, que preguntaba, entre cándido e irónico: «¿Qué hay
que leer para ser pintor?».
XIX

De los dos hermanos Gutiérrez Solana, yo conocí primero al mayor, a


Manuel, hacia 1903 o 1904. Después, Manuel presentó en la reunión del café a
su hermano José, que hizo su primera exposición en el Círculo de Bellas Artes,
de la calle de Alcalá, edificio contiguo al Ministerio de Hacienda.

Me han dicho que en una biografía de Solana, de Gómez de la Serna,


asegura que yo he estado muy influido por la pintura y la literatura de este
pintor.

Él puede que haya estado influido por Solana; yo, nada. Lo mismo podía
decir que estaba influido por el moro Muza.

Uno me decía:

—Pues se asegura que ha influido en usted.

—¡Bah!, puras majaderías. Mi literatura puede ser mala; yo no digo que


sea buena, pero influencia de Solana no tiene ninguna. Yo no sé qué edad
tendría Solana.

—Nació en 1886.

—Entonces, ¿qué influencia podría tener en esas novelas como La busca,


Mala hierba y Aurora roja, que yo empecé a publicar en El Globo a principios de
1902, y que las dos primeras las tenía escritas un año antes?

Por esa época tendría Solana, al parecer, catorce o quince años. Yo no le


conocía.

¡Qué ganas de decir arbitrariedades por capricho! Es la pequeña política


ridícula.

No hay originalidad ninguna en intentar escribir la vida pobre de un


pueblo. Tiene mérito si se hace bien; si no, nada.

Es una tendencia vieja en la literatura, que empieza ya en los griegos y en


los romanos, en Apuleyo, en Marcial, en Petronio; que se da en los españoles del
tiempo del Lazarillo de Tormes, en Cervantes, en Espinel y Quevedo, y acaba de
una manera genial en Dickens y en Dostoyevski.

Lo mismo que Solana, se podía decir que han influido en mí Belmonte,


Don Tancredo, el rey del valor o la Chelito.
También parece que Gómez de la Serna dice que solíamos andar juntos
Valle-Inclán, Solana y yo. Son puras fantasías inventadas. Yo con Valle-Inclán he
andado mucho, he discutido y hemos estado reñidos sin hablarnos. Con Solana,
no. Solana casi siempre andaba con su hermano. La combinación Valle-Inclán,
Solana y yo no tenía ninguna posibilidad ni motivo. Valle-Inclán tenía mucha
preocupación literaria, yo también, y nuestras discusiones eran largas y
enconadas.

Los cuadros literarios de Solana, de Madrid, que yo no he leído, se


publicaron ocho o diez años después que yo escribiera La busca, Mala hierba y
Aurora roja.

Estos reproches de Gómez de la Serna, como los de Ruiz Contreras, son


pequeñas acusaciones ridículas, maquiavelismos de portería.

El uno dice que me dio la norma para escribir Solana, que era un cazurro,
y el otro que yo no leía a Dickens y a Dostoyevski, sino a Montepín y a
Gaboriau. Son puras tonterías.

Creo que hacia 1912 o 1913 publicó Solana unas impresiones sobre
Madrid; dijeron que se las había corregido Francisco Iribarne.

Unos años después estuvo en mi casa, en Vera, un escritor argentino, que


se firmaba Vizconde de Lazcanotegui. No creo que haya ningún vizcondado en
el País Vasco que se llame así. Lazcanotegui, en vascuence, quiere decir la
cuadra de Lazcano o la borda de Lazcano.

En San Sebastián hace mucho tiempo había un barbero que se llamaba


Lazcanotegui.

No creo que pretendiera que sus ascendientes hubiesen figurado en las


cruzadas.

El señor Lazcanotegui me dijo, con gran petulancia, que en ese libro de


Solana estaba la verdad sobre Madrid, sobre los literatos y artistas. Yo le
pregunté a qué se refería.

—¿Sabe usted lo que dice de los escritores del 98? —me preguntó
después.

—No.

—Pues dice que ninguno de ellos pesaba más de cincuenta kilos.


Con esto, el argentino se reía como si fuera una gracia de un ingenio
ático. Yo no encontraba a la frase nada extraordinario.

He tratado poco a Solana, no me producía ni curiosidad ni simpatía.


Corpus Barga me dijo una vez, hace ya quince o veinte años:

—¿Usted no ve a Solana, el pintor?

—No.

—Pues les voy a convidar a comer a los dos un día que usted venga para
que hablen.

Fui a casa de Barga, y me encontré a Solana, el pintor, agrio,


malhumorado, como descontento de todo, y principalmente de los escritores, y
hablando sólo de sí mismo.

Como Corpus Barga había estado mucho tiempo en París y su mujer,


Marcela, es francesa, se habló de París, y Solana dijo que a él no le interesaba
nada esa ciudad.

—A uno le gusta más el Manzanares que el Sena, porque como uno es


madrileño…

Después de esta frase genial, aseguró:

—Uno canta mejor y tiene más voz que los principales tenores del
mundo.

Yo me marché de casa de Barga pensando que éstas eran gracias de


manicomio, para mí muy poco agradables.

Después no le volví a ver a Solana y a su hermano hasta 1937 o 1938, en


París.

Al principio muy rojos, y luego muy falangistas, y siempre muy cucos.


Solían hacer el reclamo de la pintura de la familia con mucha habilidad.

Solana, al instalarse en la ciudad universitaria, tenía marcada antipatía


por los estudiantes franceses, que no se ocupaban de él.

A mí algunos de ellos y de ellas me conocían; habían leído algo mío, y


me saludaban con amabilidad. A Solana, evidentemente, no le conocían, y esto
le producía un sentimiento de malevolencia y de rencor, expresado de una
manera un poco zafia.

Un día dijo: «Estas mujeres, que no hacen más que bañarse, me dan
asco».

Algunos estudiantes franceses, otros españoles, unas chicas americanas y


un pintor de Puerto Rico, muy charlatán, en el café de la ciudad universitaria,
venían a mi casa, y yo charlaba con ellos.

Alguna vez comí con los Solanas; pero luego, no. Solana, el pintor, se
mostraba como un gañán, cogía las chuletas con los dedos, se llenaba la cara de
grasa, y luego tiraba los huesos al suelo.

Yo me figuro que la gente debía de pensar: «Pero ¿qué gente es ésta?, ¿de
dónde ha salido?».

Solana, Manuel, hacía observaciones también bastante absurdas. Creía


que en París todo el mundo se debía ocupar de su hermano José.

—Usted ha hecho muy mal de no hablar de éste —me dijo una vez con
aire irritado.

—Yo no me ocupo de pintura.

—Era obligación de usted.

—No sé por qué; yo no recuerdo que me haya hecho usted ningún favor,
ni su hermano tampoco.

Solana, el pintor, no tenía buen ambiente en el Colegio de España, de la


ciudad universitaria.

Por lo que dijeron, a los dos hermanos les pareció muy mal una gestión
que hizo Azorín con el secretario de la Embajada argentina, señor Loncán, para
que nos llevara a Buenos Aires a los escritores españoles que nos
encontrábamos entonces en París si estallaba la guerra. De los que estábamos en
la ciudad universitaria, iríamos con Azorín Zubirri, Ferrero y yo. No se pensó
en los escritores ni en los artistas. El proyecto no se realizó, porque la paz se
pactó en la entrevista de Múnich.

Solana, el pintor, encontraba seguramente que en la ciudad universitaria


se hablaba demasiado de política y literatura y no se hablaba de pintura.
Una noche que discutíamos entre varios a Nietzsche y a Dostoyevski,
Solana empezó a gruñir y a decir:

—Niche o Nicha, Dostoieski o Dostoieska, ¿qué son al lado de Goya?

—Ésas son necedades —dije yo—. ¿Qué puede tener que ver una cosa
con la otra, y cómo se podrá comparar la obra de un pintor con la de un escritor,
la de un filósofo, la de un científico o la de un músico?

No hay término de comparación ni probabilidad de afirmar nada. Cada


profesión tiene su escala de valores dentro de sí misma. Para mí, el primero es el
hombre de ciencia y el filósofo; luego, el escritor; luego, el músico; luego, el
pintor, y luego, el escultor.

Solana tenía una serie de frases de pedantería estética.

—Porque el arte es lo que tiene más importancia en la vida —decía.

—No sé por qué.

—Porque el arte es una lucha por el ideal, y lo de menos es ser bueno o


malo en la vida, envidioso o generoso, si se hace una obra que valga. Porque las
obras de arte se hacen con sangre.

—Yo creo que con sangre no se hacen más que morcillas —contesté yo.

A mí, este misticismo por el arte siempre me ha parecido un esnobismo


cursi.

Tomaría como lema esta frase antigua: «Primum vivere, deinde


philosophari».

Un día, los dos hermanos Solana y yo estuvimos en un café de la avenida


de Orleáns, y salimos al caer de la tarde, y fuimos hacia el Colegio de España.

Al pasar por el parque de Montsouris, dijo uno de ellos:

—Vamos a cruzar por aquí.

Yo, que andaba mucho por este parque, observé:

—Hay que tener en cuenta que al anochecer lo cierran.

—¡Bah! Está abierto todavía.


Entramos en el parque, y, al llegar a la puerta del bulevar Jourdan, frente
al Colegio de España, la encontramos cerrada.

—Bueno, nos hemos lucido —dije yo.

Los Solanas no sabían una palabra de francés; pregunté a través de la


verja a unas señoras, probablemente vecinas, que estaban fuera, qué podríamos
hacer para salir, y me dijeron que preguntáramos por el guarda en una caseta
dentro del parque. Ésta se hallaba cerrada; se llamó, no había nadie en ella.

Volvimos a la verja, y a unos estudiantes les expliqué nuestra situación, y


dijeron que pusiéramos una silla encima de otra y saltáramos al otro lado. Yo
me lancé el primero a hacer la experiencia, trepé con cierta facilidad y pasé al
bulevar rápidamente. Solana, Manuel, tuvo más dificultades, y el otro, el pintor,
quedó en lo alto como un muñeco de trapo, no pudo manejárselas bien y se
inclinó hacia la calle, y, gracias a los estudiantes, no se rompió un hueso o la
cabeza.

No lo agradeció, y no le impidió el seguir hablando mal de ellos.

Luego dijo de mí, en vista de la facilidad con que había saltado la verja,
que era un pollo pera.

Un pollo pera de más de sesenta años.

En Solana me molestó en esta época el ver su cuquería y su ingratitud, no


conmigo, porque yo no hice nada por él, pero sí con algunas otras personas.

Miguel Pérez Ferrero fue con el pintor y su hermano de aquí para allá, y
consiguió publicar dos o tres artículos con fotografías de cuadros suyos en
varias revistas de París, cosa bastante difícil. Solana no se lo agradeció, y, por el
contrario, varias veces estuvo hablando mal de los periodistas, delante de
Ferrero, con gran saña.

Dentro de su tipo patológico, Solana era un cuco, que tenía mucha más
gramática parda que otras gentes que pasaban por listas y avispadas. Sabía lo
que tenía que hacer, y conquistaba a las gentes por su lado débil, regalándoles
un cuadro y poniéndole una dedicatoria; sabía hacer el reclamo bien. Respecto
al valor de su pintura, no tengo mucha idea de ella, porque he visto muy poco,
y no es cosa que me interesa. En París, en donde tenía su estudio en el Colegio
de España, me mostró unos cuadros negros y de aire sucio, que a mí no me
gustaron, y un retrato de Unamuno, que tampoco me gustó.
El retrato de Unamuno parece de un maestro de escuela, de un pasante
de un colegio.

No tiene Solana la autenticidad de los tipos, como Degas o Van Gogh.

A mí esta pintura de Solana me parecía un poco pastiche, salida de


inspiraciones del museo. Un cuadro que me mostró de un triunfo de la muerte,
me pareció casi una copia de otro que hay en el Prado, atribuido a Brueghel.

Personalmente, el pintor a mí no me interesaba. Creo que me lo sabía de


memoria.

Naturalmente, en París yo quería conocer lo más típico del tiempo, y


buscaba el hablar con gente de interés.

Varias veces me presentó Establier, el director del Colegio de España, a


físicos y químicos de Suecia y de Noruega, que tenían el premio Nobel, que
hablaban de problemas de ciencia moderna, que yo entendía poco, que
excitaban mi curiosidad. Acudía a la redacción de La Nación, de Buenos Aires,
donde escuchaba a Maritain, a Halévy, a Miomandre, a Paul Fargue, y vinieron
a verme al Colegio Luis Aragón, Benjamín Crémieux, un periodista sueco; Karl
August Bolander, hombre de talento, y otros polacos, que no recuerdo ahora sus
nombres.

También conversé con Paul Hazard, que era muy conocedor de la


literatura española, y había publicado un libro sobre Don Quijote, y hablaba de
la inmortal frescura de este libro.

En una época iba todas las semanas a comer a casa del doctor Marañón, a
la calle de George Ville, cerca de la avenida de Víctor Hugo, una casa muy
bonita, donde se estaba muy a gusto oyendo al anfitrión y se encontraba gente
interesante, entre ella el doctor Richet, hijo y nieto de médicos célebres.
Frecuentaba semanalmente, en la avenida Sufren, la casa del doctor Pittaluga,
gran conversador. Estuve también en el café con Blas Cendrars y con otros
escritores. Ya empezada la declaración de la guerra, marchaba casi diariamente
al taller del escultor Sebastián Miranda.

La fraseología áspera de Solana me sonaba a cosa conocida y me


interesaba poco.

Solana era hombre rencoroso, de pequeños rencores, a base de puras


tonterías. Hay quien le quiere considerar casi como un héroe.
El pintor decía que era más alto que muchos de los estudiantes franceses,
que no aprendería francés nunca, que tenía que ser académico de la Academia
Española y otras cosas igualmente geniales.

Muchos creen en la heroicidad de los pintores. Yo no comprendo qué


heroicidad puede haber en pintar con blanco, con rojo o con amarillo, o en
pintar unas zapatillas o un vaso de noche.

Eso de la simpatía me parece muy legítimo. Yo no he tenido nunca


simpatía por Solana, como no la he tenido por Gómez de la Serna.

Respecto a Gómez de la Serna, siempre ha sido un tanto huero y lo


seguirá siendo toda su vida.

Solana era un tipo desagradable; no decía más que vulgaridades.

Se ha querido pintar a Solana como si fuera un hombre de intuiciones, no


ya artísticas, sino políticas y filosóficas.

Pura tontería. No tuvo intuición, ni gracia, ni simpatía. Muchas


brutalidades estudiadas se tomaban como rasgos de genialidad.

Creo que Solana no tenía sentido psicológico alguno; veía todo de una
manera primaria, torpe. El retrato de Unamuno es un hombre de palo. Se le
quitan los anteojos, el traje negro, y no le queda nada. Todo lo que pintó este
pintor fueron muñecos; por eso la afición a las máscaras, en donde no se ve la
cara.

No creo que hubiese leído gran cosa. No era ni siquiera agradecido. En el


Colegio de España le oí decir una noche:

—Ese escritor…, La Serna, ha dicho de mí tonterías, cosas que no son


ciertas.

Alguno le replicó:

—Pero, hombre, si no ha hecho más que elogiarle a usted.

—A mí no me importan nada los elogios.

Era completamente falso. Puro maquiavelismo y pura finta.

Solana tenía un espíritu pequeño y rencoroso. La fama del uno o del otro
le ofendía.
Pero, fuera de esto, era un cuco, tenía talento para manejárselas en la
vida.

En mucha de esta pintura de Solana hay algo de caricatura de Goya, y


algo imitado de Regoyos y de su España negra.

Solana era un pintor basto y desagradable. No tenía más que un espíritu


de malevolencia vulgar. Ahora, esta malevolencia grosera a mucha gente le
parecía genialidad.

Parece que Gómez de la Serna dice que Solana era un gran escritor. ¡Qué
tontería! Era tan gran escritor como él, que es pesado e ilegible. Solana haciendo
la competencia como escritor a Stendhal, Nietzsche, a Dostoyevski y Tolstói.
Son originalidades de capital de provincia. Yo, lo poco que he leído de él es
aburridísimo.

Algunos han querido pensar que Solana tenía algo de El idiota, de


Dostoyevski, es decir, de un hombre perturbado, con alucinaciones geniales,
lleno de simpatía y de gracia. Nada de esto. Solana era un hombre de cartón, no
producía simpatía ninguna. Allí, en la ciudad universitaria, nadie le tenía
afecto. Lo que sí, era hábil. Él conseguía sus propósitos; pero los conseguía con
cuquería, por aprovecharse del uno y del otro, por regalar un cuadro, etcétera;
pero por simpatía y por gracia, nunca.

Algunos españoles recién llegados hacían comentarios curiosos sobre la


gente que aparecía en el comedor de la casa internacional de la ciudad
universitaria. Solana no salía de decir: «Ése no es tan alto como yo. Esa mujer es
vieja».

Solana era muy poco interesante y poco ameno.

A mí me dijo que quería hacerme un retrato; yo no he tenido nunca


entusiasmo por ello.

El porvenir me tiene sin cuidado.

Que vean dentro de cincuenta años que yo era gordo o flaco, rubio o
moreno, no me interesa nada.

La pintura de Solana, como diría un modernista, es una pintura pompier.

Una pintura para comerciantes enriquecidos, que se creen exquisitos.


Como en Picasso y en Regoyos todo quería ser invención, y a veces lo
era, en Solana todo es repetición, es pintura inspirada en museos. Unas veces se
ve a Goya, otras a El Bosco, a Brueghel, y otras a Regoyos. La obra de Solana
creo yo que es parecida a la de Romero de Torres. Éste tiende a la España
convencional, un poco de pandereta, y el otro a lo fúnebre y a lo negro.

La España de pandereta es más antigua en la pintura y en la literatura; la


otra, de lo siniestro, la trajo modernamente Regoyos con la España negra de
Verhaeren, ilustrada por él.
XX

Alguien que va leyendo estas Memorias dice:

—Para qué atacar a Gómez de la Serna, y, sobre todo, a Ruiz Contreras,


que es un viejo.

—Yo también soy un viejo.

—Se hace usted antipático con ello; suprima comentarios de esa clase.

—No. Hay que tener como táctica el título de una comedia de


Shakespeare, Medida por medida. Y no quiero suprimir nada.

Creo que en los dos escritores, en el viejo y en el más joven, la condición


de politiquería es evidente. Están obsesionados por la fama, y pensando que
hay como una cucaña en el parnaso hispánico, que no existe más que en su
imaginación. Por ahora, al menos, no hay ni Parnaso ni cucaña.

Que cualquiera de nuestra época puede ser conocido con el tiempo, es


posible, aunque no probable. A mí ello me preocupaba bastante poco.

Hay algunos que me dicen que lea directamente lo que dice Ruiz
Contreras. ¿Para qué? No vale la pena.

Éste es un señor que se ha pasado sesenta años intrigando en un medio


tan misérrimo como la literatura. Es un Talleyrand de casa de vecindad.

Según parece, cuenta una primera conversación tenida por Azorín y por
mí hace cuarenta y tantos años, en la cual no hubo más que este diálogo:

Azorín me preguntó:

—¿Es usted Pío Baroja?

—Sí.

—Yo soy Martínez Ruiz.

Nos dimos la mano, y nos hicimos amigos.

Ruiz Contreras, para darle un aire folletinesco y aparatoso, agrega que


uno de nosotros dijo:

—Yo soy su admirador.


Es pura invención digna de Pérez Escrich.

También, al parecer, añade que yo escribí uno de mis primeros artículos


en El Liberal sobre el folletinista Richebourg, lo que tampoco es cierto. Pero es
para decir a los demás: «¡Qué quieren ustedes que haga un hombre que lee a
Richebourg!».

Ruiz Contreras, hace cincuenta y tantos años, hizo una campaña de


prensa para demostrar que Commelerán, catedrático de latín en el Instituto del
Cardenal Cisneros, era más indicado para entrar en la Academia que Pérez
Galdós. Bueno. Él cree que esto es un gran mérito y hasta una genialidad. Es la
estrategia comicoliterariopolítica.

Don Juan Valera, que tenía alguna más gracia que Ruiz Contreras, dijo en
el discurso de contestación al de Commelerán, en la Academia, que él había
sido el primero que se había opuesto al ingreso de este profesor en la casa.

Yo comprendo que a una persona no le interese nada la Academia;


también comprendo que no le guste Galdós, ni Tolstói, ni Cervantes, ni
Shakespeare; pero dar importancia a la Academia y patrocinar la entrada en ella
de un profesor corriente y oscuro, en contra de un escritor célebre, es un poco
bufo.

Yo no sé qué se puede conseguir con toda esa política; creo que nada. Ha
habido épocas en que el literato daba un salto y aparecía de pronto como
político importante o como diplomático. Eso hace ya mucho tiempo que no
ocurre, y el escritor no sale de ser escritor, o, a lo más, llega a tener algún
empleíllo miserable. Como oficio, es uno de los más pobres de la época. No se
comprende en él la maquinación.

Contreras siempre ha tenido maquiavelismo. En Barcelona, hace años, le


pegaron una paliza los amigos de Pompeyo Gener, por motivo de un drama
que hicieron en colaboración. No es éste un rumor ni un chismorreo; él mismo
lo contó en un libro, y añadió que estuvo gravemente enfermo en la cama y con
fiebre.

A mí no me han agredido nunca, a pesar de no haber sido evangélico y


altruista, como él cree que es, porque se ha encontrado en lo que he escrito
quizás insensatez, pero nunca cuquería ni política de chismes.

En un artículo de Vázquez Zamora, publicado en la revista Destino, de


Barcelona, que yo no tengo delante, alude a unas cartas, que, según Ruiz
Contreras, le escribí a su hermano, cuando yo era estudiante de medicina, desde
Valencia, hace más de cincuenta años.
En una de esas cartas parece que dice que yo escribía entusiasmado con
el sol de Valencia. Al oír esto, le dije a Vázquez Zamora: «Eso me da la
impresión de que esas cartas no son auténticas, porque yo no he sido nunca
entusiasta del sol fuerte del mediodía».

Aunque la cosa no tiene importancia, para aclarar esa cuestión, Ruiz


Contreras podía dejar los originales de esas supuestas cartas a una persona
cualquiera conocida, para que me las mostrara a mí, y yo diría si son auténticas
o no.

—¿Es que usted guarda las cartas de hace cincuenta años? —me
preguntará alguno de los pequeños ofendidos conmigo, no sé a punto fijo por
qué.

—No, pero tampoco publico copia de ellas. Yo no conservo cartas ni de


cincuenta años, ni de cincuenta meses, ni de cincuenta días, ni cartas ni copias.
Mi ensayo de hacer un pequeño archivo se evaporó en el aire, con unas cuantas
bombas que cayeron en la casa de la calle de Mendizábal.

Entonces tenía algunos documentos curiosos: cartas de autores bastante


célebres en el tiempo, diez o doce cuadernos de Aviraneta, algunos escritos por
él con su letra; estampas raras, etcétera, etcétera.

Ahora ya no es cuestión de empezar. Para mí no tiene interés la cosa.

Gómez de la Serna es de la misma familia espiritual de Ruiz Contreras.


Es un hombre obsesionado por la fama y con el nombre, que tiene una política y
una estrategia.

Yo no digo que no tenga condiciones de escritor; pero es un empalagoso,


sin gracia, ni exactitud, que se acomoda bien al gusto de cierta parte del
público.

Parece que me acusa de escribir como un peón; efectivamente, yo he


escrito mucho; pero yo no he escrito mucho pensando en la fama y en el
Parnaso; he escrito, primero, para entretenerme, y después, para ganar algo.

En la juventud hubiera ido con gusto de corresponsal, aunque fuera


anónimo, a cualquier país del norte, a Inglaterra, a Escandinavia o al Canadá;
pero no lo pude conseguir. Ahora, tertulias para cultivar el éxito, como la del
Café de Pombo, de Gómez de la Serna, no las he tenido nunca, ni me han
interesado nada. He dejado mis libros en la calle, y he pensado: «Allá ellos. Si
valen, con el tiempo sobrevivirán, y si no valen, se olvidarán».
Gómez de la Serna también dice que yo imitaba a Silverio Lanza.

Son puras tonterías, maniobras estratégicas.

Yo le tenía a Silverio Lanza como un tipo de cierta originalidad, sobre


todo para una época mediocre.

Algunos jóvenes escritores me han preguntado hace poco:

—Pero ¿es verdad que usted ha sido admirador de Silverio Lanza?

—No; era un tipo raro, curioso; pero nada más.

—Porque yo he leído últimamente —me dice uno— un libro de Silverio


Lanza, y me ha parecido muy vulgar y muy malo.

Respecto al mérito de lo que yo hago, empieza a tenerme sin cuidado, y


podría repetir con sinceridad la frase alambicada de Alarcón, el dramaturgo (el
bueno):

Siglos de merecimiento, trueco a punto de ventura.

Además, a mí no me interesa mucho la literatura actual; lo que me


interesa y me preocupa es pensar si Europa saldrá de su atolladero y si se podrá
ir y venir como antes, hablar y pensar sin obstáculos, como hace años. Claro que
yo ya soy muy viejo, y no me pienso aprovechar de estas circunstancias en la
práctica; pero sólo la idea me entusiasma.

Es de las pocas cosas que me dan ilusión. Respecto a las personas, nunca
he creído en palabras ni en discursos elocuentes, ni en manifestaciones de
cordialidad verbal.

Me he atenido a la frase del Evangelio: «Por los hechos los conoceréis».


XXI

A Juan Maní, escultor catalán, le conocí yo, por Camilio Bargiela, a


principios del siglo, en 1901 o 1902. Vivía completamente en bohemio de
novela; tenía una buhardilla con una alcoba y un camaranchón en la calle de la
Aduana.

Todo ello le costaba tres duros al mes. En la alcoba había una cama en el
suelo y unos clavos para colgar su ropa. El camaranchón, que le servía de
estudio, no tenía cielo raso, sino unas vigas con tejas encima y un tragaluz.

Hacía allí en invierno un frío terrible, y en verano un calor espantoso.

Maní trabajaba en su palomar sus esculturas estrambóticas, cubistas,


modernistas, o lo que fueran. Por entonces tenía esculpido un grupo con varios
tipos monstruosos, que no recuerdo qué título le daba, y que él decía que
aquello lo había pensado para ponerlo en un desierto.

A Maní no le importaba hacer una figura con unos brazos dobles de


longitud que el natural, una cabeza que no tuviera proporciones, o unos pies
enormes. Era, sin duda, un precursor del superrealismo.

Esto lo ha hecho después en la pintura Salvador Dalí; pero en la pintura,


que tiene menos materia y peso, parece más aceptable.

Durante mucho tiempo, Maní iba a recoger con una lata el rancho a la
puerta de los cuarteles para comer; pero ello no era obstáculo para que se
mantuviera robusto y se entregara de una manera decidida a su escultura
expresionista, o lo que fuera.

Después conocí en Suiza a otro escultor que tenía un carácter parecido,


aunque éste estaba más inspirado en las obras de Grünewald y de Martín
Shongauer. Maní había tenido durante algún tiempo por modelo a la Dora, que
fue después modelo de Ricardo Canals, y que iba al Café de Levante.

Al grupo de los tipos monstruosos esculpidos por Maní, la Dora los


llamaba, con su realismo de castellana, «los tontos».

A mí me regaló Maní una escultura de yeso, de una mujer que tenía el


título conceptuoso de La mujer abandonada por la mano del hombre. Esta escultura
la rompió la muchacha de casa al pasarle el plumero, y quedó mutilada sin
brazos durante algún tiempo, y estaba así algo mejor; luego desapareció en la
calle de Mendizábal.
Maní, como los políticos de la Restauración del tiempo de Fernando VII,
dividía a los artistas en puros y en impuros, y a muchos de sus antiguos
amigos, que antes los había tomado por puros, entre ellos Rusiñol, ya no los
consideraba de esta clase.

«No, Santiago no es ya puro», decía con cierta tristeza.

Rusiñol, al parecer, le había tenido pensionado en París hacía varios


años. Maní creo que hizo algo para la Sagrada Familia, de Barcelona, y
realmente, en esta iglesia tan absurda, las obras de Maní estarían como en su
centro. Luego Maní, por lo que me dijeron, se fue a su país, se casó con una
mujer rica y vivió cómodamente en Barcelona, en el campo; pero, sin duda, la
vida fácil y muelle no le dio suerte o no le sentaba bien, porque al poco tiempo
enfermó y murió.

Uno de los amigos de Maní era Mateo Fernández Soto, también escultor.
Soto no pretendía ser ni cubista ni expresionista. Era un hombre muy simpático,
bajito, rubio, con unos ojos azules, de aire cándido, hombre sonriente y buena
persona.

Decían de Mateo Fernández Soto que hizo varias esculturas que firmó
después el marqués de Tovar, lo que, naturalmente, yo no sé si era cierto o no.
Soto no pretendía renovar la escultura como Maní. Maní era un hombre
verdaderamente creyente en sí mismo. Yo hice una contrafigura suya en una
novela mía llamada Mala hierba.

A Mateo Fernández Soto le vi en París al final de la guerra española.

Estaba como siempre: sonriente y alegre, fumando en su pipa. Se iba a


marchar a América.
XXII

Creo que conocí a Querol cuando se colocó el frontón con estatuas que
hay en el centro de la fachada de la Biblioteca Nacional. Allí arriba se instaló un
andamio, sobre la portada, y se celebró un lunch. Se hizo una fotografía de la
gente que asistió a la ceremonia. En esa fotografía aparecían Azorín y Carlos del
Río con sombrero de copa; Martínez Sierra, también de sombrero de copa;
Coullaut Valera y otros que no recuerdo. Esta fotografía estuvo durante mucho
tiempo en mi casa, y después se perdió. Toda aquella gente congregada
alrededor de Querol se destacaba en el triángulo del frontón, que tenía en
medio un ángel con una estrella en la cabeza, unas alas desplegadas y varias
ramas en la mano, quizá de olivo.

Antes o después de esta ceremonia, Querol me invitó varias veces a ir a


su estudio, que creo que estaba en el paseo del Cisne. El taller era grande, y
había siempre en él, para los visitantes, botellas de champaña y de distintos
licores.

Una vez recuerdo que me invitó a ir a su estudio porque iba a haber una
fiesta. La fiesta era, y si yo lo hubiera sabido probablemente no hubiera ido,
porque el compositor catalán Morera iba a tocar unos trozos de una ópera suya,
que creo que se llamaba Bruniselda o Brunisenda.

Supongo que el argumento tendría algo que ver con la Brunilda de Los
nibelungos.

Estaban allí un maestro italiano, no sé si Mancinelli o Marinuzzi, y varios


críticos musicales. El maestro italiano, que era director de orquesta del Teatro
Real, cogió la partitura, que era un enorme tomo, por el tamaño y por su grosor,
y lo miraba por aquí y por allá, donde había unos pentagramas
complicadísimos y unas rayas para arriba y para abajo, y decía: «Esto está bien,
esto está muy inspirado».

Yo, naturalmente, comprendía que un técnico llegara a notar esto; pero


me producía la misma sorpresa que a un salvaje le puede producir que en un
papel escrito haya una indicación para hacer una cosa u otra.

La música de Morera me pareció pesadísima y ruidosísima. Era Wagner


de cemento armado o de cartón piedra.

Cuando acabó la primera parte, que duraría lo menos una hora, yo me


levanté, me asomé a un ventanal del taller, y dije a uno que estaba a mi lado,
que creo que era pianista de un café:
—Me voy ahora a dar una vuelta al sol. La tarde debe de estar hermosa.

El pianista me dijo:

—Se ve que no entiende usted nada de música.

—Es posible. Al menos, de esta clase de música no entiendo


absolutamente nada. ¿Usted no sabe lo que le pasó a Wagner con el pintor suizo
Böecklin?

—No.

—Pues Wagner le invitó a Böecklin a su casa por si quería dirigir la


decoración de una ópera suya; le expuso sus ideas sobre la pintura
escenográfica, y después tocó en el piano una sinfonía larga, que Böecklin
escuchó con aire un poco aburrido. Entonces el músico, incomodado, le dijo al
pintor con cierta cólera: «Se ve que no entiende usted nada de música. —Y el
pintor le contestó—: Tan poco como usted entiende de pintura». Böecklin,
después, se vengó del músico, pintándole como era, casi como un enano.

»Yo no entiendo de esta clase de música —añadí—, y me ha parecido tan


petulante y tan pesada, que me marcho ahora mismo.

Entre los músicos se da mucho esta petulancia, y recuerdo al pianista


Stefaniai, que dio un concierto a sus amigos y conocidos en Irún, las miradas
terribles que echaba a cualquiera que se acercaba a algún amigo que estaba a su
lado a hacerle alguna observación en voz baja. Los músicos, en este sentido, son
los más intransigentes.

Los escritores creo que estamos más acostumbrados a que no nos hagan
caso, y no nos choca nada que nos digan que un libro nuestro tiene partes
aburridas que no se pueden leer.

Después de este recital pseudovagnerista de Morera, yo creo que fui


pocas veces más el estudio del escultor, temiendo otra encerrona musical, como
la pasada.

Luego me chocó lo que se decía de Querol.

Se afirmaba, yo no sé con qué motivos, que era como un empresario de


su taller, que él no trabajaba y que no hacía más que la parte, como quien dice,
de asuntos del exterior, el ir a las oficinas del Estado, el hablar con el ministro o
el subsecretario, y nada más.
Querol era hombre de buen aspecto, que vestía con elegancia, y, a pesar
de esto, hablaba casi como un obrero. Sin embargo, debía de tener mucho
talento práctico.

Se decía que, de sus grupos escultóricos, el pintor Sala le hacía los


bocetos; que después tenía un escultor italiano al frente del taller y otros dos o
tres escultores a sus órdenes. El caso fue que, después de muerto Querol, siguió
trabajando su taller siete u ocho años.

De estos casos de algunos artistas, y sobre todo de escritores, se ha


hablado mucho. Naturalmente, el ejemplo más típico de la época moderna es el
de Alejandro Dumas, padre, que al parecer tenía una fábrica de novelas que
producía tomos con una velocidad que hubiera sido imposible escribirlos por
una persona sola.

Un caso moderno de lo mismo fue el de Willy, el autor de Las Claudinas.


Se dijo que Willy era capaz de hacer el plan, con toda clase de detalles, de una
novela y de especificar qué tipos de hombres y de mujeres debía haber en ella,
en qué sitio ocurrirían las escenas y todos los demás detalles.

A veces escribía un plan tan largo como la novela terminada; pero luego,
él no sabía o no quería realizarla, y se la encargaba a algún joven principiante,
que la hacía a la medida.

El caso de Querol era un poco raro. Al estar yo en Roma, en 1910 o 12, fui
con un diplomático a la Escuela de Bellas Artes Española, del Janículo, que en
aquella época estaba dirigida por el pintor Benlliure, creo que José. El conserje
de la Escuela, hablando de las varias personas que estuvieron allí pensionadas,
decía como una singularidad que en el taller de Querol no entró nunca nadie.
También aseguró, no sé si éste u otro de los empleados, que se había dicho en la
casa que Querol había vaciado el torso de una vieja para hacer la figura de su
estatua La tradición, y que la vieja, a consecuencia de la humedad de la escayola
que tuvo sobre los riñones, había enfermado.

Naturalmente, es difícil averiguar una cosa así. De todas maneras, es


curioso que pueda haber un misterio en nuestra época, en que parece que los
misterios son imposibles.
XXIII

Julio Antonio era un joven escultor muy bien dotado por la naturaleza.
Creo que era de Tarragona, y tenía el tipo de un romano.

Era un hombre de fortuna; en la vida todo le había salido bien, y abusaba


un poco de su suerte y de sus condiciones. Julio Antonio tenía grandes
facultades para su oficio, y era capaz de hacer bustos magníficos con una gran
expresión; pero no tenía imaginación ni cultura para idear un monumento
público. Esto, sin duda, es algo muy difícil de pensar, y quizá no lo permita el
ambiente del tiempo. Un monumento que hizo en Huesca a un farmacéutico
llamado Camo, a él mismo le parecía tan ridículo, que decía que cuando pasaba
por este pueblo de noche, si tenía que satisfacer una pequeña necesidad, se
acercaba al monumento levantado por él.

Julio Antonio, Bagaría y Viladrich me acompañaron a mí en una


excursión electoral completamente fantástica, en la que yo pensé presentarme
candidato a diputado, un poco en broma, por el distrito de Fraga, instigado por
Viladrich. No llegué a candidato.

Cuando recuerdo esta excursión, me viene a la memoria una tonadilla,


bastante absurda y grotesca, que oí mientras esperé en todas las estaciones del
tren por donde pasé, y decía así:

Mateo, como es tan feo,

se lava con Carabaña,

y se riza los bigotes

con un palillo de caña.

¡Mateo!, ¡Mateo!,

no te quites el bigote,

que estás feo.

Éste fue el leitmotiv del viaje, que no tenía la pompa de los de Wagner.

Julio Antonio tuvo mucho éxito con las chicas de las posadas donde
comimos, así como Bagaría no tuvo ninguno.
Una noche, ya de vuelta, y después del fracaso mío como candidato,
cenamos en Lérida, y después salimos con un frío terrible camino de la estación
para volver a Madrid. Julio Antonio, que no tenía la menor prudencia, no
llevaba abrigo. Bagaría decía que el escultor no tenía más abrigo que un
bastoncito de junco. Al llegar a la estación de Lérida, nos metimos en el
restaurante, y al poco de sentarnos, a Julio Antonio le dio un desmayo, que
creíamos todos que se moría. Tomó una taza de café, y pudo reaccionar.

Después cogimos el tren, y como habíamos comprado una botella de


aguardiente, le dimos todos algunos tientos a la botella, y se olvidó el percance
del joven escultor, se habló y se discutió hasta que quedamos dormidos.

Bagaría, que había cogido un gran catarro nasal, había comprado en una
botica de Lérida una caja de algodón con formol o con alguna sustancia
parecida. Al ir a dormir en el tren se llenó la nariz con los algodones, y por la
madrugada se le vio dormido con la cara vultuosa y roja y con los dos colgantes
blancos, que parecían dos gusanos que le salían de las fosas nasales. Uno que
pasaba por el pasillo del tren, al ver aquella cara, preguntó, alarmado:

—¿Qué le pasa a este señor? Tiene un aire muy grave.

Y uno de los nuestros le dijo:

—No es nada. Parece que a este señor le sale, de cuando en cuando, un


poco de cerebro por la nariz.

La excursión esta fue muy divertida, aunque no tuviera ninguna utilidad


práctica.
XXIV

Otros escultores conocí hace más de treinta años, entre ellos Cabrera, que
tenía unas ideas exageradas y caóticas como Maní. Mateo Inurria, en la Escuela
de Bellas Artes de Córdoba, que llegó a tener mucha fama; pero que, a juzgar
por los dos monumentos que tiene en Madrid, uno en Recoletos, del pintor
Rosales, y otro en la calle de Miguel Ángel, de Lope de Vega, ninguno de ellos
es de un buen escultor, porque sus estatuas, además de ser de proporciones
exageradas y falsas, no tienen tampoco ninguna expresión.

También conocí por entonces, hacia la época de la guerra mundial, en


París, a Mateo Hernández, escultor animalista, que, al parecer, vivía en una casa
de campo o château muy bien instalado. Esculpía por entonces figuras
directamente sobre la piedra, sin hacer antes modelos de barro y sacar luego la
estatua de puntos. Yo no sé el mérito y el carácter que puede dar esto a una
obra.

Mateo Hernández era un hombre que no hablaba más que de sí mismo y


de sus obras. Solíamos ir a un café Corpus Barga y yo, y se nos reunía
Hernández. En el camino no hablaba más que de sus esculturas y de sus éxitos.
Yo le dije un día a Barga:

—Creo que no voy a volver al café este.

—Pues ¿por qué?

—Porque Mateo Hernández no hace más que hablar de sí mismo, y eso


es demasiado aburrido.

Barga se lo dijo:

—¿Sabe usted que Baroja no quiere reunirse con usted?

—¿Por qué?

—Porque dice que no habla usted más que de sí mismo.—Dígale usted a


Baroja que, de ahora en adelante, no hablaré tanto de mí.

Lo que me pareció bastante cómico.

Otro de los escultores a quien conocí un momento, y con quien estuve a


punto de reñir, fue Coullaut Valera.
Una vez, en un saloncillo que tenía la casa editorial Renacimiento, en la
plaza de Pontejos, saloncito al cual yo no iba nunca, me invitaron a pasar, y
había allí varias personas, y no sé por qué incidente, se habló de la iglesia de la
Sagrada Familia, de Barcelona, obra del arquitecto catalán Gaudí. Algunos la
calificaban de una obra magnífica, de anticipación del arte del porvenir. A mí
me preguntaron qué me parecía, y yo dije que me parecía una mistificación
absurda, un verdadero adefesio, ridículo y grotesco.

Entonces se levantó Coullaut Valera, y empezó a gritar y a increparme.

Yo le dije: «Mire usted, yo no voy a pegarme con usted por la


arquitectura de Gaudí. Sería una cosa absurda. Tiene usted su opinión y yo la
mía. Así que ¡buenas noches!», y me marché de allí.

La mayoría de los artistas, mucho más que los escritores, están


acostumbrados al soliloquio, y creen que tienen la verdad en la mano o cogida
por la cola, y no hay con ellos posible conversación ni discusión; así que lo
mejor es evitarlos y no intentar convencerlos de nada.
XXV

Los retratos que me han hecho a mí son muy diferentes uno de otro, y
parecen de distinta persona; yo no sabría decir cuál es el menos parecido.

Mis retratos han tenido mala suerte. Uno de Casas, a lápiz, creo que está
en Barcelona; otro, de Sorolla, en la Sociedad Española de Nueva York; uno, de
Picasso, a lápiz, se perdió, y desaparecieron de mi casa otros de Echevarría, de
González de la Peña, de Zárraga, de Segura. Después me han pintado retratos
Vázquez Díaz y Mosquera.

Algunos bustos me han hecho también; uno, Victorio Macho; otro,


Sebastián Miranda, con mucha expresión, y otro González Macías, un poco
espiritualizado, que está muy bien.
XXVI

Músicos he conocido pocos, y no he tenido intimidad con ellos, quitando


a Amadeo Vives, a quien en alguna época traté bastante, y fui a verle a su casa,
y le oí tocar el piano. A pesar de estar paralítico de medio lado, como los
hemipléjicos, tocaba el piano muy bien, y le daba aire a la música. Algunos
trozos de Don Juan, de Mozart, y de Las bodas de Fígaro, los matizaba con
verdadera gracia. Como persona, era muy inteligente, un tanto creído en que no
había otro que hubiese comprendido lo comprendido por él. Esto le hacía
creerse casi infalible.

Albéniz era más vulgar, más corriente, un poco tipo de café. No creo que
tuviese gran originalidad. Creo que era catalán de nacimiento; pero tenía cierta
simpatía por el País Vasco, y en los últimos años de su vida fue a vivir a Cambó,
en los Bajos Pirineos.

El que me pareció un hombre interesante fue Stravinsky, con quien hablé


en Barcelona en un banquete que le dieron a un pianista famoso, que no
recuerdo quién era. El pianista tenía la petulancia de todos los de su oficio, y
creía que sabía todos los secretos de España, y sabía cómo era el español y de
dónde provenían sus cualidades y sus defectos entre los artistas. Stravinsky
huía del lugar común, y quería enterarse, preguntaba, dudaba, quería que se le
dieran explicaciones y datos; tenía la actitud de una persona inteligente, cosa
que para un músico, en general, debe de ser muy difícil de tomar.
XXVII

Hace ya algunos años, en las fiestas de San Miguel, en Yanci, pueblecillo


próximo a Vera, fuimos dos o tres amigos acompañando a unas chicas graciosas
que venían de América.

A estas chicas graciosas, unos las llamaban las americanas; otros, con la
mala intención de los pueblos, las llamaban las churreras, porque en la tienda de
su padre se hacían churros. En la cuesta que hay entre la estación y el pueblo de
Yanci vimos que subía con otro el músico Usandizaga, cojeando.

Al llegar a la fonda de la aldea, entramos en el comedor donde íbamos a


cenar, y una de las americanas me dijo:

—Oiga usted, don Pío.

—¿Qué quiere usted?

—Que en el tren me he ensuciado las manos; no sé qué había en el


asiento, aceite o grasa, y quisiera lavármelas, pero no he encontrado jabón, y la
dueña de la fonda dice que no lo tiene. Yo creo que debe de haber alguna
pastilla en algún cuarto de los huéspedes.

—Pues yo lo miraré, y si la encuentro, se la traeré.

Me fui por un corredor; las puertas de las seis o siete alcobas, algunas
estaban cerradas, otras entreabiertas, y en una de ellas vi en el lavabo un jabón,
lo cogí, pasé al comedor, que estaba casi lleno, y dije a la chica americana:

—Oiga usted, ahí tiene usted el jabón —y se lo di.

La chica lo tomó de una manera tan sosa, que Usandizaga lo cogió, y


dijo:

—Muchas gracias. Era lo que necesitaba.

—Usted es tonta —le dije a la chica—. ¿Por qué ha hecho usted esa
estupidez?

Ni aunque hubiera sido Beethoven, le hubiese dado el jabón a


Usandizaga antes que a una chica guapa y joven. Luego, Usandizaga nos habló
de las comedias que preparaba Martínez Sierra, como si se tratara de
Shakespeare.
Yo pensé: «Este hombre es un pobre diablo».

Al ir a cenar, Usandizaga se las arregló para ponerse en medio de la


mesa, y dijo:

—Yo agradezco mucho este homenaje…

—¿Qué homenaje? —dije yo—. Aquí no hay homenaje ninguno; hemos


venido a las fiestas del pueblo.

Se echaron encima de mí todos para que no siguiera, y me callé.

Los escritores que he conocido, la mayoría tenían muy mal oído y muy
poco sentido musical. Valle-Inclán, que siempre hablaba de la musicalidad de la
prosa, era cerrado para la música; Maeztu tampoco tenía oído, y Unamuno,
menos. De los jóvenes que andaban con nosotros, Corpus Barga no sabía
tararear un cuplé. Creo que los pintores conocidos eran, en general, más
filarmónicos. De los escritores jóvenes del tiempo, no conocí a ninguno
entusiasta de la música. De los viejos, Galdós parece que lo era; Valera, la Pardo
Bazán, no creo que lo fueran, no hablaban nunca de esto.

Los escritores, al menos entonces, eran partidarios de la pintura; los


pintores, de la música, y los músicos, de sí mismos, aunque fueran mediocres,
como eran la mayoría.
XXVIII

En el tiempo que yo era estudiante, el caricaturista más conocido era


Ramón Cilla. Cilla no tenía ninguna gracia ni intención cómica. Dibujaba
muñecos en el Madrid Cómico con trajes a la moda, muy exagerada. Sus
caricaturas de escritores, políticos y artistas, que publicaba en la primera página
de este semanario, no eran caricaturas, eran retratos probablemente copiados de
fotografías, a los cuales les colocaba un cuerpo pequeño. Algunos caricaturistas
franceses, del comienzo de la segunda República, empleaban el mismo sistema.
Las leyendas a los dibujos de Cilla las ponía Sinesio Delgado, y no tenían
tampoco ninguna gracia; pero a los estudiantes de entonces les parecían
ingeniosísimas.

Recuerdo una en la que figuraba un estudiante con una muchacha


modista o peinadora, que tenían este diálogo:

—¿Me dices que me quieres?

—Que sí te quiero…

—Pues vámonos entonces

al Habanero.

—No, que a estas horas

no permiten la entrada

a las señoras.

Esta ridícula candidez les parecía a los estudiantes de una malicia genial.
Que a una muchacha madrileña de oficio le quisieran convencer de que en un
café no iban a dejar entrar por la noche a las mujeres, es, sencillamente, tonto.
Ni aun viniendo de las Batuecas se puede creer tal necedad.
XXIX

Antes de Cilla, había dibujado en las revistas uno que se firmaba


Demócrito, de apellido Sojo, y éste tenía intenciones políticas, pero no
humorísticas. Luego debió de estar en América, hizo una nueva aparición en
España, y publicó un periódico satírico, que duró poco, titulado Don Quijote.

En la época había otros dos caricaturistas: Mecachis y Melitón González, y


algo más tarde, un joven, Ángel Pons, que publicó sólo él un semanario titulado
Los Madnies. Pons parecía que iba camino de ser un buen caricaturista; pero, sin
duda, no ganaba bastante en Madrid, y se marchó, según dijeron, a probar
fortuna a México, y allí murió de una manera misteriosa, víctima de la
venganza de algún jefe político satirizado por él.

En el tiempo en que comencé yo a escribir se revelaron como


caricaturistas Sancha y su hermano, que firmaba con su segundo apellido,
Lengo. Éste murió joven, y comenzaba brillantemente. Sancha dibujó escenas
callejeras y de suburbio muy bien. Tenía una tendencia en dibujo algo parecida
a la mía en literatura, y los alrededores de Madrid y la vida de traperos y de
gente mísera los representó con mucha exactitud.

Era dibujante poco caricaturista, porque la caricatura procede de un


sentimiento más filosófico y literario que del puro dibujo, y ese sentimiento no
es común en los españoles.

Años después aparecieron en los periódicos varios caricaturistas: Tovar,


Xaudaró, Bagaría y K. Hito.

Manolo Tovar era un andaluz que tenía mucha gracia en el dibujo y en


las leyendas. Yo no tengo caricaturas suyas delante. Hablando, Tovar era
también muy gracioso.

Recuerdo haberle visto la última vez en el saloncillo del Teatro


Cervantes, donde representaban un sainete mío, charlando con un corredor de
alhajas, que era también andaluz.

—Oye, Paquito —le decía Tovar—, ¿cuánto pides por esa sortija con el
brillante?

—Ésta se la dejaría a usted en quince mil pesetas —decía el de las alhajas.

—Pero, chico, es baratísimo —contestaba Tovar, con aire de seriedad, que


a mí me producía una risa que no podía contener.
—¿Y el collar? —añadió después.

—Éste no lo puedo vender por menos de cincuenta mil.

—Es demasiado barato, Paquito —dijo Tovar con gravedad—; yo ahora


no estoy en fondos; pero es tirado, chico, es tirado.

A Xaudaró no le conocí; a veces tenía gracia en el dibujo y en la leyenda,


aunque era monótono.

Bagaría era un caricaturista que tendía a lo conceptuoso y a lo


monstruoso. Cuando yo le conocí fue en tiempos de la guerra del 14, en la
redacción de España; dibujaba cabezas de alemanes, que terminaban en un
pincho como un casco, y monstruos con un ojo solo, personas con manos como
de rana, mujeres gordas y desnudas, con una flor en el ombligo. Evidentemente,
era un caricaturista original, con una imaginación barroca y con una gracia
desgarrada.

K. Hito hacía unos tipos de paletos grotescos. Hoy no sé qué


caricaturistas hay. Las pocas caricaturas que he visto me parecen pesadas y
aburridas.

Bagaría, cuando estuvo en París después de la guerra de España, decía


que no podía soportar el metro, y gastaba trescientos o cuatrocientos francos al
día en taxis.

Yo le decía: «¡Hombre! A mí eso me parece un absurdo; si todo lo quiere


usted llevar con el mismo ritmo, ni Rothschild. Yo creo que hay que gastar
según lo que se tenga».

Bagaría era de los que creían tener derecho especial para gastar en
grande. Yo hice un viaje con él a Barcelona, y fumaba cuatro o cinco cigarros al
día de ocho o diez pesetas cada uno.

—Pero ¿usted tiene dinero para fumar cigarros tan caros? —le
preguntaba yo.

—No, pero los fumo.

—Pues en su casa no andarán muy bien.

Él se encogía de hombros.
QUINTA PARTE

ALGUNOS HOMBRES DE CIENCIA


I

Protágoras enseña que el hombre es la medida de todas las cosas, y que


ningún objeto sensible es independiente del ser que piensa y que siente.

Esta intuición genial se tomó durante mucho tiempo como una fantasía,
y han pasado siglos para que se haya visto que la idea del filósofo griego era
una realidad.

El hombre primitivo comenzó a medir las cosas con el palmo, con la


pulgada, con el pie, y cuando la medida tomó un aire no humano, esto no
evitaba que en su principio fuera humana.

Medida y juicio, todo sale del hombre.

En el primer aforismo de Hipócrates, que comienza diciendo: «El arte es


largo, la vida es breve —se termina afirmando—: La experiencia es falaz; el
juicio, difícilmente».

El juicio no es falaz casi nunca. Unicamente lo es cuando está basado en


hechos inseguros o cuando el que juzga no tiene serenidad o tiene interés en
falsificar o en mentir. Si tiene interés en esto, no es juicio, sino pasión e
hipocresía. Al hablar de juicio se refiere uno al buen juzgador, no al torpe ni al
apasionado, ni al venal. Las ciencias naturales se van rectificando casi
constantemente, porque los hechos no han sido siempre bien observados, sino
vistos de una manera parcial e incompleta.

Ninguna de las ciencias de observación puede tener la exactitud de las


matemáticas, porque ésta se halla basada en juicios a priori, que no pueden
cambiar, porque son la expresión de la forma de la inteligencia del hombre.

En cambio, las ciencias de observación están expuestas siempre a


rectificaciones, porque proceden de la visión de hechos que pueden presentarse
por causas desconocidas en un momento de una manera incompleta o falaz.

Algunos estudiantes de matemáticas suelen decir con petulancia: «La


matemática es la verdad humana, que es distinto».

Últimamente se ha podido construir una matemática de aire super-


humano, como la de Einstein; pero esto, seguramente, no es más que apariencia,
porque si supiéramos el origen y el camino de las ideas veríamos que el agua
que lleva al molino de Einstein es la misma que mueve el molino de la
matemática clásica.
No conocemos la mayoría las vueltas y revueltas que lleva esta corriente;
pero podemos asegurar que el manantial antiguo y el moderno es el mismo.

La matemática tiene sobre las ciencias de observación la ventaja de que


no vuelve atrás; en cambio, la biología avanza y retrocede y rectifica
constantemente.
II

Esfuerzos sobrehumanos hicieron en biología Lamarck, Darwin, Huxley,


Schwan, Virchow, Weismann, Hugo de Vries; pero muchos de sus conceptos se
han rectificado, porque los medios de observación se han hecho mayores, y la
verdad en las ciencias naturales no tiene el carácter categórico que tiene la
matemática.

No se comprende bien la gran satisfacción que produce en alguno la idea


de que la teoría de la evolución va de capa caída.

La teoría de la evolución tiene algo de religioso, de teológico, de


armónico. Es una explicación que no llega a ser más que posible.

La teoría de la evolución puede ser falsa, nadie lo puede dudar; pero eso
no quita para que sea una teoría de aire religioso y solemne.

Darwin, el fundador, era un creyente. Ahora, si la teoría de la evolución


es falsa y las especies se hacen a la casualidad y al capricho, como esas moscas
del vinagre de Morgan, entonces la naturaleza no es un poema grandioso, sino
un puro capricho.

Si el mundo no lleva una pauta, si va entregado al caso, hay que pensar,


como creía Heráclito, que el destino de los hombres depende de un Eón, que
juega con ellos.

La misma tendencia monista de Haeckel era también disimuladamente


providencial. Es difícil que una tendencia que pretenda la popularidad no lo
sea.

El pesimismo en el hombre no llega a tanto.

La evolución y el cambio son ideas sostenidas por la mayoría de los


filósofos y escritores antiguos y modernos. «Nadie se baña en el mismo río dos
veces, porque todo cambia en el río, y en el que se baña», afirmó Heráclito.

Lucrecio dice en su famoso poema La naturaleza de las cosas:

Mutat enim mundi naturam totius aetas

ex alioque status excipere omnia debet

nec manet ulla sui similis res: omnia migrant.


Omnia commutat natura, et vertere cogit.

(«El tiempo cambia la faz del mundo; un nuevo orden de cosas sucede necesariamente al primero; ningún
ser queda constantemente el mismo; todo nos atestigua las vicisitudes, las revoluciones, las metamorfosis
continuas de la naturaleza.»)

La teoría de la evolución no es una teoría de una exactitud matemática.

Ninguna de las teorías biológicas tiene esa exactitud.

La influencia del medio ambiente existe. Está comprobada en los


hombres, en los animales y en las plantas.

Que el medio ambiente físico, las condiciones materiales, ejercen su


influencia en todo lo vivo, es un hecho comprobado. En los hombres colabora,
además del medio físico, el ambiente espiritual, la religión, la cultura, las
costumbres, la política, etcétera, etcétera.

Si Enrique Heine no hubiera sabido que era de familia judía, no hubiera


escrito muchas cosas que escribió. Aun sabiéndolo, alguna de sus poesías, si no
se conociera de quién eran, se tomarían por las de un poeta de raza germánica
ciento por ciento.

En el mismo Einstein, ¿quién notaría en la teoría de la relatividad que era


producto de una inteligencia judía? Nadie.

Sin embargo, a Einstein, cuando estuvo en Toledo —por lo que me contó


Ortega y Gasset, que le acompañó—, no le interesaba ver la catedral, sino que
quería visitar Santa María la Blanca. Era el recuerdo de que allí se habían
reunido sus ascendientes a rezar, y esto le emocionaba. Era la fuerza de la
tradición.

En las ciencias y artes, en donde no se nota la tradición religiosa y


política, ¿quién puede distinguir la idea del judío de la del cristiano? ¿Quién
podría notar, sin saberlo, que una sinfonía de Mendelssohn era de un judío y no
de un cristiano? Absolutamente nadie.

Aun en los núcleos más pequeños de población se advierte la fuerza de


una idea tradicional. Así, en los agotes del Pirineo, acantonados en algunas
pequeñas aldeas, se veía aún hace poco que estaban influidos por el desprecio
del ambiente, a pesar de que sabían que sólo con desplazarse unos kilómetros
podían verse libres de este atávico desprecio.
III

Newton, al explicar las leyes de la gravitación, empleó con frecuencia la


frase: «Esto sucede así, como si existiera tal fuerza».

Todas las construcciones sintéticas de las ciencias naturales se ve que no


son estables. Se hallan expuestas a la acción de los datos nuevos y
contradictorios.

Eso les ha ocurrido desde los antiguos a los modernos naturalistas. No


basta ni el trabajo ni la abnegación. Esto ha pasado con Cuvier, con Lamarck,
con Darwin y con Virchow.

En cambio, ello no ocurre con los críticos del conocimiento. No ocurre,


por ejemplo, con Kant, porque los datos de Kant son los mismos que puede
tener un filósofo moderno. Tampoco ocurre, en otra esfera, con Claudio
Bernard, porque Claudio Bernard, en su libro, no hace más que examinar los
procedimientos de estudio.

No es el caso de Darwin.

El sistema de Darwin ha producido una bibliografía enorme, una


cantidad de trabajos que llenan un siglo. La teoría de la evolución es como un
ejército glorioso que se va dispersando, dejando por todas partes sus trabajos,
como una legión romana dejó sus puentes y sus caminos. La evolución presenta
un aire de un sistema teológico.

Todo tiene su causa. Todo está determinado. Ex nihilo nihil. Hasta los
microbios, en circunstancias, son útiles. Se acepta la panspermia, que afirma
que la atmósfera, el suelo y el agua están llenos de gérmenes, algunos
perjudiciales, otros beneficiarios. Así lo creen Pasteur y Tyndall.

Después, el darvinismo y las mismas teorías físicas y optimistas pierden


esta condición. El físico alemán Clausius formula la existencia de la entropía, o
muerte calorífica del mundo. Los histólogos aceptan la catagénesis, o sea la
decadencia de la energía vital.

Weismann encuentra muchas objeciones que hacer a la teoría de la


evolución, y a su sistema se le llama neodarvinismo.

Luego aparecen los trabajos de Hugo de Vries, que observa en


Ámsterdam especies botánicas como la Oenothera lamarckiana, que se transforma
en planta característica nueva. El botánico sueco Nilson comprueba las mismas
variaciones bruscas, y, por último, Morgan transforma las moscas del vinagre a
su gusto.

¿Qué es esto? ¿Es que no hay leyes generales para los animales y para las
plantas? ¿Es que el capricho reina en el mundo? No lo sabemos.

En la teoría de la evolución de Darwin, como en el monismo de Haeckel,


la naturaleza es algo serio, grave y majestuoso, como en el poema de Lucrecio
De rerum natura. Todo tiene su razón oculta o clara, todo marcha con un ritmo
severo.

Afirma Haeckel que el naturalismo universal tiene que sustituir a las


tendencias artificialistas. La naturaleza no da saltos, se dice en un aforismo
latino; pero ahora resulta, según los trabajos de Hugo de Vries y de Thomas H.
Morgan, que sí los da, y que, a veces, es como una bailarina caprichosa o como
un prestidigitador.

Darwin no pudo sospechar el fracaso de sus ideas. Murió en plena gloria,


como Pasteur. Cosa triste debe de ser un fracaso a última hora, como el que
tuvo el célebre Roberto Koch, después de tanto descubrimiento importante, al
poner sus ilusiones en un remedio para la tuberculosis, como la tuberculina, y
ver que no sólo no era útil, sino que era perjudicial.
IV

Respecto a la medicina moderna, los iniciadores de ella son Bichat y


Broussais.

Cada uno a su modo, rompen con el pasado fantasmagórico, y que lleva


un fondo de magia, y van a buscar la verdad en la experiencia. Intentan ver en
lo que es, huyendo de especulaciones.

Bichat es principalmente un anatómico. Broussais, un clínico, con un


espíritu de guerrillero que quiere destruir todas las entelequias falsas de la
medicina y hacer una ciencia de observación.

Más tarde, después de ellos, hubo un hombre que escribió el Código de la


medicina de la razón y del experimento. Fue Claudio Bernard.

Es un código que no envejece. Nadie ha podido corregirlo ni casi


ampliarlo. Naturalmente, siempre aparece un mago, que es un iluso o un
hombre de espíritu literario, que quiere volver a las teorías caprichosas y
aparatosas, con más o menos ingenio. Éstos dejan a veces algo. De esta clase de
tipos son Hahnemann, Charcot, Lombroso, Freud y otros, que no dejan más que
retórica, como Letamendi.

El libro de Claudio Bernard es para los médicos lo que la Crítica de la


razón pura, de Kant, para los filósofos. Una diferencia muy importante está en
que el libro de Claudio Bernard es de una claridad meridiana, y el de Kant es
oscuro y complicado, y exige para su comprensión una imaginación y un
conocimiento de fórmulas metafísicas que no es frecuente en el hombre culto.

Esto es completamente lógico y natural. Lo que se propone Kant es de


una dificultad enorme, exige unas condiciones de inteligencia, de abstracción y
de soledad que no se pueden dar más que en muy pocos casos en la historia del
mundo.

La tarea de Claudio Bernard no debió de ser fácil; pero sí más posible en


lo humano. Kant es como un faro solitario. Da la impresión de que su obra, si
no la hubiera hecho él, nadie la hubiera realizado; en cambio, al leer a Claudio
Bernard se piensa que sus principios estaban en el ambiente, y que si no los
hubiera expresado él, veinte o treinta años después alguien los hubiera
expuesto.

Algo hay de común en la obra de un filósofo abstruso y la de un fisiólogo


claro, y es que los dos son la medida de la inteligencia: la una, en lo metafísico y
en lo teórico; y la otra, en lo experimental y en lo práctico.
Claudio Bernard es de esas magníficas cabezas que se han dado en ese
admirable siglo XIX.

No hay otro en la medicina moderna que se pueda comparar con él.

Pasteur representará en la historia, con sus descubrimientos, algo más


práctico para la sociedad que Claudio Bernard; pero en el pensamiento
científico médico doctrinal no hay otro como éste. Uno de sus admiradores dijo:
«Claudio Bernard no es un fisiólogo: es la fisiología misma».

Como pauta científica pedagógica, no hay nada a la altura del libro de


Claudio Bernard.

Pasteur ha sido uno de los hombres más importantes para la humanidad.


Revolucionó la medicina con sus descubrimientos; sin embargo, como
pensador, no estaba a la altura de Claudio Bernard.

El libro de Claudio Bernard no creo que haya sido suficientemente


estimado en el mundo científico; es demasiado sencillo y claro.

Algo más de lo que ha dicho en su libro sobre la experimentación no lo


ha dicho nadie. Naturalmente, no gusta al médico que tiende a ser mago. Y de
esta clase hay muchos que quieren creer que no es la medicina lo trascendental,
sino que lo trascendental son ellos.

Dostoyevski no podía tener simpatía por un europeo occidental de


cabeza clara, heredero de los presocráticos griegos, de Lucrecio o de Montaigne,
porque el ruso es un chammán, que por arriba tocaba con los santos, y por abajo,
con los energúmenos, como Rasputín.
V

Heráclito, filósofo de Éfeso, al parecer un tanto laberíntico, del que no


quedan más que fragmentos, que recogió y publicó por primera vez, en la época
moderna, el pensador alemán Schleiermacher, decía: «Nadie se baña en el
mismo río dos veces, porque todo cambia constantemente en el río y en el que
se baña».

La frase revela la intuición de un hombre de genio. Se explica que


Nietzsche admirara con pasión a este viejo filósofo, que con el tiempo había
quedado reducido a un personaje de sainete, porque lloraba por todo, según la
tradición, al lado de Demócrito, que en cambio, reía de todo.

Es indudable la sentencia del pensador sobre el hombre y el río; es


exacta.

El río se transforma a cada momento, su cauce varía, el agua que corre no


es la misma; el hombre, por su parte, tiene también su metabolismo, su
movimiento de integración y de desintegración, con relación al cosmos, lo que
hace que a cada instante sea distinto y nuevo.

Todo cambia, y son únicamente las leyes que rigen las transformaciones,
en el tiempo y en el espacio, las que permanecen inalterables, según Heráclito;
lo demás fluye y evoluciona en una marcha constante.

Siguiendo el pensamiento de Heráclito, se puede llegar, como llegó


Bergson, a pensar que también el tiempo evoluciona y cambia y tiene su
devenir.

Desde este punto de vista, las cosas en conjunto, en el momento que las
vemos, son eternamente nuevas, y para lo que es eternamente nuevo no hay
tiempo.

Esto, como metafísica y ante nuestra imaginación, parece evidente. En


cambio, para nuestros ojos, que contemplan los hombres en su evolución
histórica, lo que nos parece es que nada cambia, que todo se repite en el tiempo
y en el espacio.

La supervivencia de las ideas, de las costumbres, de las supersticiones,


de las rutinas más insignificantes y vulgares es extraordinaria. Revelan la fuerza
de la inercia. Parece que se ha dado un paso, que se ha resuelto una cuestión,
que se ha franqueado un recodo peligroso del camino, y nada; se vuelve a lo
mismo con una persistencia metódica.
El joven es optimista casi siempre, y cree que vencerá la pesadez y la
inercia de la materia; piensa que ha hecho un surco profundo en la arena de la
playa; pero la marea llega, y el surco desaparece.

La doctrina que parece radicalmente opuesta a la de Heráclito es la de


Zenón de Elea y su escuela, que negaba el movimiento, porque decía que no
podía ser demostrado lógicamente por principios absolutos. Varios ejemplos,
como el de la flecha, y el de la tortuga, exponía el filósofo para demostrar su
tesis.

En el siglo XIX, al cambio constante, el evolucionismo, que habían


defendido desde las primeras épocas de la filosofía los pensadores griegos, se le
dio un carácter optimista de superación. Nada era lo mismo que lo pasado, sino
mejor. El hombre progresaba, las especies se perfeccionaban, dejando de ser lo
que eran.

Los adelantos industriales, las grandes conquistas científicas, hicieron


que tal concepto se vulgarizara y pasara a las masas. Pero de aquí surgió una
cierta confusión. De un lado, los demagogos predicaban la bondad nativa del
hombre, maleado después, doctrina elaborada en el siglo XVIII, sobre todo por
Rousseau. Esto indicaba un cambio; pero no ascendente, sino descendente; de
otro lado se cantaban las grandes conquistas de la inteligencia humana y del
progreso.

De aquí que se formase una hipótesis contradictoria, porque, por una


parte, se afirmaba que el hombre bueno había decaído, y por otro lado, se
aseguraba que iba progresando. Este absurdo ha perturbado la política de
nuestra época.

Todo puede fluir; pero nada indica que, independientemente de la


voluntad humana, las cosas cambien en un sentido optimista o pesimista para el
hombre. Sólo los planes de éste en el marco limitado de la cultura elaborada por
él mismo en una actividad consciente pueden desenvolverse en un sentido de
ascenso o de descenso, y para que se desenvuelva de un modo ascendente no
hay más que un camino: trabajar con todas las fuerzas, teniendo idea de estos
viejos problemas, pero sin dejarse llevar de ellos demasiado en un sentido o en
otro.

Esas afirmaciones de Keyserling de que se puede avanzar en la cultura


por una actividad irracional son una idea de una inconsistencia completa, que
no puede servir más que para animar a los visionarios y a los energúmenos.
El individuo o la sociedad que quiere avanzar de veras tendrá que
hacerlo por el trabajo, por la atención y por la técnica; lo demás es una literatura
huera y mandada recoger.

Hay que trabajar con el máximo de esfuerzo y hay que pensar que la
inercia social es muy grande, y que sólo se la puede vencer con ciencia, cultura
y con habilidad.
VI

Es curioso que entre los médicos españoles no haya habido ningún


fisiólogo de importancia. Parece que la vida en acción no les ha interesado. En
cambio, modernamente, ha habido histólogos. Es decir, gente a la que ha
llamado la atención más lo estático que lo dinámico de la existencia.

Los autores nuestros, en cuestiones de teoría sobre la vida, no han hecho


nada. Lo de Letamendi son fuegos artificiales para genios de capital de
provincia.

Lo teórico de Ramón y Cajal, en fisiología y en literatura, no pasa de


corriente.

En cambio, en histología, es decir, en un campo más estático que


dinámico, los españoles se han distinguido, y los nombres de Cajal, Río-Hortega
y Achúcarro están citados con elogio en los libros de esa materia en todo el
mundo.

De los tres, el más conocido y más importante es Cajal. Tuvo una idea
larga, trabajó mucho y fue premio Nobel. Río-Hortega llegó por méritos, en
parte por casualidad, a ser estimado y ensalzado; y Achúcarro, que prometía
más, porque no sólo era un investigador tenaz, sino que tenía espíritu
inventivo, murió joven, sin poder dar de sí todo lo que hubiera dado, de gozar
de una vida larga.

Cajal, como filósofo de la medicina, no era cosa mayor. Sus ideas


científicas no creo que fueran de gran envergadura. En cuestiones de
investigación, es el hombre de más importancia que ha tenido España.

Cajal parece que viene al mundo con un destino. Cincuenta años antes o
cincuenta años después, probablemente, no hubiera podido hacer lo que hizo.

Esto caracteriza a muchos hombres célebres.

Le vi a Cajal de cerca dos veces. Una cuando leí la memoria del


doctorado en San Carlos. Él estaba en el tribunal. Ni me hizo ninguna pregunta
ni observación. La otra vez le vi en un café de la calle del Prado, en una época
en que yo fui con alguna frecuencia al Ateneo. Cajal parece que estaba allí de
conquista con una rubia gorda, y al vernos a nosotros se levantó bruscamente y
se fue.

Cajal tenía mucha política, a pesar de su aire huraño y desabrido.


No se podía pensar que él, entusiasta de la experimentación, creyera en
el valor científico de Letamendi o de Calleja, que eran más que nada oradores;
pero, sin embargo, habló de ellos y de otros con gran elogio, como hubiera
hablado bien de la política de Gamazo o de don Venancio González. Se veía que
lo que no estaba dentro del campo de la ciencia suya no le interesaba, lo
consideraba como cosa adjetiva, solamente para emplear fórmulas de cortesía.

Don Santiago Ramón y Cajal había nacido en Petilla de Aragón, que es,
oficialmente, pueblo de la provincia de Navarra, pero que es aragonés. Entre
aragoneses y navarros de la Ribera hay muy poca diferencia. Don Santiago era
hijo de un médico de pueblo; pasó la niñez en un ambiente oscuro, y, al parecer,
se destacó por su insociabilidad y su desaplicación.

Cuando su familia se estableció en Zaragoza se hizo un estudiante


bueno, terminó la carrera fácilmente. Cuando le llegó el servicio militar hizo
oposiciones a Sanidad, las ganó y fue destinado a Cuba, donde estuvo, al
parecer, en pésimas condiciones. Cogió la fiebre amarilla y obtuvo la separación
del servicio. Luego se doctoró, y poco después comenzó sus trabajos
histológicos, y montó un pequeño laboratorio para sus experiencias. Hizo por
dos veces oposiciones y fue derrotado, hasta que ganó la cátedra de anatomía
de Valencia, donde, con motivo del cólera de 1885, tuvo una polémica con el
doctor Ferrán.

En 1888 comenzó a publicar sus observaciones personales. Desde un año


antes se hallaba en Barcelona. Pero como sus Memorias no llamaban la atención,
se decidió a ir a Alemania, y se relacionó directamente con Koelliker,
investigador suizo, profesor en la Universidad de Wutzburgo (Baviera). Cajal
comenzó a abrirse camino.

En 1892 pasó a Madrid, donde vivió hasta su muerte, y desde entonces


vinieron para él los honores y homenajes, siendo uno de los primeros la
invitación que le hizo la Real Sociedad de Londres, en 1894, para presentarse en
ella. Luego, al mismo tiempo que al histólogo Golgi, le dieron el premio Nobel,
en 1906. El método que empleó Ramón y Cajal en sus estudios histológicos
parece que fue el mismo del profesor Golgi, que por entonces era rector de la
Universidad de Pavía. Con este método encontró la neurona, que es la célula
nerviosa adulta con su núcleo, sus prolongaciones protoplasmáticas y el
cilindro-eje.

Al dar a conocer su descubrimiento, Waldeyer, anatómico e histólogo


alemán, director de un instituto de Berlín, y que había escrito un trabajo curioso
sobre las células sexuales, llamó a la célula estudiada por Cajal la neurona.
Después, Cajal y Golgi siguieron estudiando las neuronas, y, al parecer,
no estaban muy conformes en la forma de relacionarse estas células con el resto
del sistema nervioso.

La disidencia dio origen a la hostilidad. El Instituto Nobel dio el premio


de biología del año repartido entre los dos investigadores, y, al parecer, al verse
el italiano y el español en Estocolmo, ni se saludaron ni se miraron con
simpatía. Al menos, esto se dijo. Naturalmente, uno no lo ha podido comprobar.

Ramón y Cajal parece que estaba más en lo cierto que Golgi en su teoría
del contacto de la neurona con el resto del sistema nervioso.

Después tendió a afirmar la independencia absoluta de las neuronas


unas con otras; pero en esto parece que no acertó.

Dejando su labor científica, de gran importancia, como hombre de ideas


filosóficas no fue gran cosa.

Se puede ser un gran investigador y un generalizador mediano, y, por el


contrario, un investigador pobre y un buen teorizante. De éstos era Haeckel,
que escribía libros de biología amenos y elocuentes.

Personalmente, Ramón y Cajal era hombre hosco, de aire huraño y


brusco. Había en él algo de gran rabino.

Cajal tenía cierta duplicidad en la práctica de la vida. No creía que su


carácter de biólogo le obligara a tener una actitud especial en la vida, y pensaba,
sin duda, que un histólogo debe ser, si era profesor, como un catedrático de
literatura o de derecho, retórico y oportunista. Así, hablando de sus
compañeros de facultad, a quienes realmente no podía estimar, porque no eran
nada, los trataba en sus escritos como a personas de importancia, sabiendo
seguramente que no lo eran, y además empleaba una prosa arcaizante.

A Unamuno no le tenía simpatía, y decía que había fracasado en la


filosofía y que no era más que un aficionado.

Unamuno, a su vez, de una manera parecida, tenía muy poca simpatía


por Ramón y Cajal.

—No sé qué ha hecho en histología —decía éste—; pero en lo demás no


dice más que vulgaridades.

En su juicio había parte de razón.


Ramón y Cajal tenía un localismo y una patriotería un poco absurda. Por
mucho entusiasmo que un londinense tenga por su pueblo, no dirá que el
Támesis es más caudaloso que el Mississippi, ni el parisiense que el Sena lleve
más agua que el Amazonas.

Ramón y Cajal habla en uno de sus libros de los alrededores de Madrid,


y dice:

«¡Los alrededores de Madrid! Menester es tener sentido cromático de oruga para echar
siempre de menos el verde mojado y uniforme de los países del norte y menospreciar la poesía
penetrante del gris, del amarillo, del pardo y del azul».

El gusto del gris y del pardo es un gusto semítico de gentes de desierto.

Los grandes coloristas no han sido de tierras pardas y grises.

El Tintoretto, mágico del color, era de Venecia, criado en un pueblo en


donde hay un verano caluroso, pero hay también lluvias y nieblas en primavera
y en otoño.

Los grandes pintores flamencos no pintaron tierras polvorientas. Creer


que no ya las condiciones buenas, sino también las malas, hay que elogiarlas,
por ser del propio país, me parece aldeanismo y cazurrería.

Unamuno aseguraba, con relación a la ciencia, algo parecido a lo que


afirmaba Cajal con relación al color.

Al oír y leer la frase: «Los españoles en esta época no inventan —


contestaba—: ¡Que inventen ellos!».

Dejando esta cuestión, y volviendo a lo del color, se ve que Ramón y


Cajal, al hablar de los alrededores de Madrid, repetía un tópico del tiempo, muy
de la Institución Libre de Enseñanza.

Yo no digo que el gris y el amarillo de las tierras polvorientas y áridas no


puedan tener su belleza melancólica a ciertas horas del día; pero, en general,
son feas. Hay que tener el sentido del grillo o del saltamontes para creer en su
belleza.

Así, se ve que en los países de Europa de luz fuerte y violenta, de tierra


seca, la pintura es principalmente de interiores. En cambio, en los países en
donde el campo es verde, jugoso y florido en primavera, la pintura del exterior
tiene más importancia.
Toda la pintura antigua de paisajes en la Italia de los prerrafaelistas es de
países del norte: Toscana, Umbría, el Milanesado, en donde los campos son
verdes y floridos. Lo mismo pasa después en el resto de Europa, sobre todo
entre los pintores flamencos.

Esto de la belleza de los colores es como la belleza de las palabras.


Cambia según los países. Si a un español o a un italiano inculto, un alemán o un
inglés les dicen cuáles son las palabras más bonitas y expresivas de su idioma,
el español y el italiano se ríen; pero, en caso contrario, pasa lo mismo. No hay
norma general ni para la belleza de los colores ni para la belleza de los sonidos.
Yo conozco algunos que han estado en el Sáhara, y dicen que aquello es
magnífico. Bueno. Cada cual tiene sus gustos, pero no se puede dogmatizar
sobre ello con una base general.

Siguiendo esa tendencia localista de Cajal y de Unamuno, el hombre del


Sáhara diría que su país es más hermoso que los campos de Florencia o de
Milán, y el mogol de la estepa diría que su tierra es mucho más hermosa que
Normandía o que las orillas del Rin.

Cajal se ve que era arbitrario. No sé si como maestro era bueno o no. Las
personas que estudiaron con él parece que guardaron de su persona buen
recuerdo.

Cajal debía de tener cierta preocupación erótica todavía en la vejez,


porque se le veía en los paseos mirando a las mujeres con mucha curiosidad y
atención, y escribió un cuento donde se notaba la libido.
VII

Otro histólogo a quien conocí, y por el cual tuve cierta devoción, más por
su carácter que por su obra, porque ésta no la conocía, fue Nicolás Achúcarro.

Achúcarro y Lund había nacido en Bilbao. Era medio vasco, medio


noruego; pero en el tipo físico y quizás en el moral predominaba en él el
escandinavo.

Houston Stewart Chamberlain hubiera dicho que era un verdadero ario.

Al doctor Achúcarro le hago aparecer en sueños en mi libro El Hotel del


Cisne:

EL DOCTOR ACHÚCARRO

«Después de dormir dos o tres horas normalmente, al


despertarme encuentro mi cuarto convertido en un
laboratorio, y paseándose en él, al doctor Achúcarro; le veo
como era: alto, flaco, desgarbado, con un tipo de sueco o de
noruego; el pelo y la barba rubios, la nariz sonrosada y el aire
sonriente. Va vestido con una blusa blanca.
»—Pero oiga usted —le digo—, ¿sabe usted que me han hablado de usted como de un sabio
importante?

»—¡Bah! No haga usted caso —me contesta, riendo.

»—¡Pero si dicen que ha hecho usted descubrimientos de trascendencia!

»—Nada, todo eso no es más que pasar el rato.

»—Pues me lo han dicho profesores notables.

»—No se fíe usted de los profesores notables.

»—Entonces, ¿de quién hay que fiarse?

»—Yo creo que de nadie. —Y añade, riendo—: La cuestión es vivir.

»—¿Y usted vive?

»—No sé, creo que ya estoy muerto; pero no se lo quiero decir a nadie.

»Después de esto sale del cuarto, y el laboratorio desaparece».


Achúcarro no hablaba casi nunca de sus trabajos. Parecía casi tomarlos a
broma. Iba con frecuencia a la redacción de la revista España en 1914 a 1915 y
1916, y nos oía a los demás hablar de la guerra mundial y de la política, y
sonreía.

Achúcarro tenía imaginación y una fantasía de bohemio, y celebraba que


los demás la tuvieran.

Achúcarro, por lo que yo hablé con él, no era un dogmático en ciencia.


Creía, como buen kantiano, que no se puede saber nada íntimo de los hechos de
la naturaleza, sino revelar sus aspectos. Debía de pensar como el fisiólogo
Dubois-Reymond: «Ignoramus ignorabimus». Yo supongo que por eso
consideraba tan importante una obra literaria como una obra científica, idea
rara para los técnicos.

Un día, en la redacción de España, no sé a quién se le ocurrió hablar de


unos caballos de Elberfeld, que, según decían algunas revistas populares, sabían
sumar y multiplicar, conocimiento que les había enseñado un farmacéutico de
la ciudad.

Naturalmente, nadie creía en ello. Achúcarro se reía.

Estaba entre nosotros el doctor Pittaluga, y Pittaluga explicó qué motivos


podían tener algunos para pensar que los caballos del pueblo alemán llegaran a
tener cierto sentido matemático. Era un razonamiento ab absurdo, explicado por
puro dilettantismo, pero muy bien ideado.

Achúcarro celebró con gran entusiasmo y riéndose al mismo tiempo de


las explicaciones.

Achúcarro, al parecer, tenía una formación muy completa. Después de


cursar el bachillerato en Bilbao, hizo estudios en Alemania, y de vuelta a
España, ingresó como alumno en San Carlos; fue estudiante algo rebelde, lo
cual le valió disgustos con profesores amanerados y ordenancistas, y más tarde
le apoyaron Medinaveitia y Simarro, y éste le inició en la histología. También
frecuentaba a los profesores de la Institución Libre de Enseñanza. No sé si
estaba impregnado de institucionismo, que era una pequeña secta especial.

Después Achúcarro fue a París, y estudió con Pierre Marie; luego, a


Florencia y a Múnich, donde fue discípulo del psiquiatra Kraepelin,
especializándose en neuropatología. Tanto sobresalió, que se le designó para
organizar el Manicomio Federal de Washington. Volvió a España, aunque no
perdió el contacto con Norteamérica, e inició una serie de investigaciones,
creando escuela, a la que pertenecieron Sacristán, Lafora, Calandre y Río-
Hortega, entre otros. En la técnica histológica descubrió un método, y en
psiquiatría llevó a cabo investigaciones importantes sobre la rabia, el
alcoholismo y la parálisis. Murió en 1918, después de una larga enfermedad, y
cuando comenzaba su nombre a ser conocido. Se veía en él al sucesor de Cajal,
como máximo prestigio de la ciencia española.

Achúcarro tenía imaginación y llevaba camino de ser algo importante en


la ciencia. No era un charlatán, no le gustaba alabarse, y parecía tener como
técnica el unir al trabajo la fantasía. Se ve en las cuestiones científicas cómo en
todo la fantasía tiene una gran importancia.

Cajal, en sus Recuerdos, tiene este párrafo retórico dedicado a él:

«La ciencia española ha sufrido pérdida irreparable con la prematura muerte de N.


Achúcarro. Trabajador infatigable, juntábase con él el talento y la modestia y, lo que es más raro, un
sentimiento hidalgo de justicia hacia el ajeno mérito. Tenía conciencia de padecer dolencia mortal, y,
sin embargo, laboraba con el entusiasmo de quien tiene delante de sí perspectiva vital inacabable. Su
última carta, impregnada de sutil estoicismo, fue para mí dolor angustiosísimo. Amarrado a un sillón
por la parálisis, sólo se lamentaba de no poder continuar sus investigaciones sobre la neurología.
¡Tortura inimaginable! Sentir en el alma el susurro de un enjambre de ideas y proyectos, y ver sólo
delante de sí las nieblas eternas de la muerte. Empero, lo mejor de su obra persistirá, transfigurada y
mejorada, y continuará inspirando la mente de sus amigos y discípulos».

No creo que haya un libro en donde estén reunidos los trabajos de


Achúcarro; al menos, yo no lo he visto; tampoco he leído algo doctrinal escrito
por él, pero le oí hablar muchas veces, y me dio la impresión de que era el que
tenía más sentido filosófico y más imaginación entre los investigadores que yo
he conocido.

Achúcarro no tenía afición a destacarse; no se hacía el reclamo, como


muchos médicos modernos, que son como cupletistas y hablan de sus éxitos,
verdaderos o falsos, como histriones. Achúcarro se reía, sobre todo cuando oía
una opinión exagerada. Era un tipo curioso. No parecía dar gran importancia ni
a su vida ni a sus trabajos.
VIII

Un hombre de ciencia español a quien conocí en París, en la ciudad


universitaria, fue Río-Hortega.

Don Pío del Río-Hortega era el caso del investigador que ha hecho algo
importante dentro de una disciplina científica a fuerza del trabajo. Puede ser
que esto sea más frecuente de lo que se cree, y que la diferencia entre el
investigador torpe y el investigador que descubre está en que el uno sabe
aprovecharse lo que le da lo eventual, y el otro, no.

Desde Newton hasta Becquerel y Curie se da el mismo caso. Son


hombres que saben aprovechar lo fortuito.

Río-Hortega no era hombre de pensamiento claro y filosófico.

Se ve que hoy se puede ser un hombre de ciencia importante por trabajos


de investigación y tener en otras cuestiones no sólo un criterio mediocre, sino
un espíritu también mediocre. Antes no podía suceder esto. Hoy la técnica tiene
un valor enorme.

Los descubrimientos de la ciencia experimental salen siempre de una


técnica, de un método. Por eso puede haber un experimentador relativamente
vulgar colocado en una buena vía, que haga hallazgos muy importantes. Esto
no se puede dar en un historiador o en un filósofo. Aquí el hombre tiene más
importancia que la técnica, aunque ésta y los datos tengan también valor.

Río-Hortega no tenía imaginación inventora, no sacaba de sus


investigaciones consecuencia ninguna.

No era ameno. No podía serlo. Las ideas generales no le interesaban; era


de una extraña mezquindad de pensamiento. Varias veces, en el café de la
ciudad universitaria, algunos otros y yo abordamos cuestiones sociales y
literarias, que estaban y están en el ambiente para oírle. No le llamaban la
atención.

Cuando se hablaba de esto o de algo de política, no escuchaba; cogía un


prospecto que le habían dado en la calle, y, después de hacer muchos dobleces,
sacaba unas tijeras y comenzaba a cortar el papel por aquí y por allá, y hacía
unos cuadros como de encaje.

Los detalles y los datos son muy importantes en las ciencias; pero
también son las teorías, sobre todo para el que comprende que necesita
formarse una idea de lo que intenta aprender.
El dato y el descubrimiento, aunque con más importancia, son como la
papeleta del erudito.

El erudito trabajador se pasa meses enteros tomando notas de esto y de


lo otro, y luego clasifica las notas, y la mayoría de las veces no saca ninguna
consecuencia.

Río-Hortega parecía un tipo contradictorio; no tenía simpatía por Ramón


y Cajal, que había sido su primer maestro. En cambio, recordaba con efusión al
doctor Achúcarro; decía que éste le había puesto en el camino de sus
descubrimientos. En Río-Hortega había algo del aire cauteloso de un judío de
gueto.

No se sentía nada internacional, como parece que debe de ser un sabio,


para quien la ciencia tiene que constituir lo trascendental de la vida.

Hablaba de Valladolid, su pueblo, de su familia, de sus parientes y


conocidos con mucho más interés que de todo lo demás.

También hablaba de la ortografía de su apellido Hortega, que se escribía


con hache, y de su castillo que tenía en un pueblo de la provincia.

Su padre, al parecer, había comprado cerca de Valladolid un castillo


antiguo que no tenía más que las paredes, y en el que había habitado don
Álvaro de Luna.

Río-Hortega lo restauró, y luego fue comprando las tierras de alrededor,


hasta que restituyó las antiguas propiedades.

Todo su mundo era Valladolid, donde hablaban mal de él por entonces.


Estas son las paradojas del hombre. Tampoco tenía amigos o conocidos en París,
y andaba con un señor amigo suyo fumista, que le acompañaba a todas partes.

Al parecer, no recordaba con simpatía a ninguno de sus discípulos, y


daba a entender que no le trataban con el respeto debido.

En cambio, no protestaba de las acusaciones que habían hecho contra él,


entre ellas que había robado una cantidad de rádium de una clínica que valía
medio millón, cosa manifiestamente falsa y absurda, primero porque ya se veía
que Río-Hortega no era capaz de hacer una cosa así; después, porque no hay
rádium en una clínica que valga medio millón de pesetas. Sin embargo, se le
achacaban ideas extremistas, y se le pintaba como a un Marat. Yo no le oí hablar
jamás de política ni exponer sus tendencias. Era algo que le dejaba
completamente indiferente, y creo que se inclinaba más a ser ultraconservador
que a revolucionario. Tampoco tenía opiniones sobre la religión, y si las tenía,
no hablaba de ellas. En cambio, el castillo vallisoletano y la hache de su apellido
Hortega le parecían muy importantes.

Aunque no se lo oí decir claramente, me dio la impresión de que para él


el ocuparse de historia, de filosofía, de literatura, era perder el tiempo. Las
investigaciones especialistas son hoy más importantes que las vulgarizaciones
corrientes para la ciencia; pero para nosotros, los que no podemos apreciar
detalles técnicos, nos interesan más los hombres que desde el fondo de sus
laboratorios nos pueden decir alguna anticipación general, los sabios de la
estirpe de Virchow, Pasteur y Claudio Bernard.

Río-Hortega no tenía un concepto filosófico de la biología. La verdad es


que si la medicina española va a estar entre los fuegos artificiales de Letamendi
y las investigaciones de topo a lo Río-Hortega, no dará grandes resultados.

Río-Hortega tenía, al parecer, una película que había hecho del


movimiento de las células nerviosas, de sus acciones y reacciones; pero al
exhibir esta película, según él, se estropeaba mucho, y no quería rodarla más
que en sitios y universidades donde la pudieran pagar.

Río-Hortega estaba invitado a dar lecciones en Cambridge, en el Canadá,


en los Estados Unidos, y después en América del Sur; pero estos países, al
parecer, no le producían la menor curiosidad.

Un joven estudiante de apellido y de raza inglesa de la ciudad


universitaria, que vivía en la casa del Canadá, me dijo una vez:

—¿Usted le conoce al profesor Río-Hortega?

—Poco, de verle aquí, en el café de la ciudad universitaria.

—Yo quisiera pedirle que nos diera una conferencia sobre sus trabajos.

—Pues dígaselo usted.

—No me atrevo a decírselo a él sin conocerle de antemano. ¿Usted quiere


presentarme a él?

—No tengo inconveniente. Uno de estos días que me vea usted con él en
el café de la ciudad universitaria se acerca usted, y yo le presento.

—Es que yo quisiera que apoyara usted mi petición.


—Bueno. Como usted quiera.

—Parece que se va a marchar a Cambridge a dar un curso; pero yo y


otros muchos estudiantes, que tendríamos interés en oírle, no podemos ir a
Cambridge, y nos gustaría que nos diera una reseña breve de sus trabajos.

—Bien, pues nada. Hable usted con él, y yo le apoyaré en lo que pueda.

A los dos o tres días se acercó en el café el canadiense, y yo le presenté a


Río-Hortega.

Se vio que éste no quería dar ninguna conferencia en París.

—¿Así que no quiere usted hablar? —le dije yo.

—¿Es que va usted a hablar? —me preguntó él con cierta ironía.

La pregunta me pareció una estupidez.

—Yo no tengo nada que decir —le repliqué—. Yo sé algo de literatura,


cosa que sabe todo el mundo, y la mayoría más que yo; pero usted puede hablar
de sus hallazgos a gente especializada de aquí, a estudiantes que tienen
entusiasmo por oírle.

—Esa gente de París ya sabe lo que yo he hecho.

—También lo sabrán los de Cambridge —le contesté yo.

El hombre se calló, y comenzó a doblar los papelitos, como siempre. No


sé si tendría algún resquemor contra los franceses. No me chocaría nada,
porque parecía hombre picajoso.

Algunos me han dicho: «Hacía bien. ¿Para qué iba a hablar a gentes que
no le iban a entender?».

Los que tenían interés por sus trabajos, probablemente le entenderían.

Lo que revelaba su actitud era un carácter suspicaz y mezquino. Yo, en la


casa de España, en la habitación del director, Establie, encontré a sabios físicos y
químicos del norte de Europa con el premio Nobel, y hablaron de sus
problemas y sus investigaciones.

Los tres descubrimientos importantes en histología que han hecho los


españoles han sido de tres clases de células nerviosas, y en el descubrimiento
han intervenido Cajal, Achúcarro y Río-Hortega. El descubrimiento de la
neurona es exclusivo de Cajal.

La neurona, en la preparación microscópica, tiene aire de bicho con


varios brazos y dos piernas, y hasta una cola.

La neuroglia parece un arbolito en miniatura, en forma de bola, o un


vilano con sus filamentos. En este hallazgo colaboró Achúcarro.

La microglía, descubierta por Río-Hortega, está constituida por células


como islas llenas de entrantes y salientes.
IX

A mí también me pidieron que diera una conferencia en París, pero con


intenciones aviesas.

Un joven español, que, según dijo, era empleado de una casa de banca,
me indicó que varios de sus colegas tenían un círculo de banca y Bolsa, y
querían que yo diera allí una conferencia sobre la situación política de España.

—No, no; yo no me he ocupado de política, y ahora menos —contesté.

El joven me vino con adulaciones, y me indicó que los periódicos


hablarían de mí.

—No, eso no me interesa nada.

El joven vino otras dos veces más, y la última me buscó en el café de la


ciudad universitaria, donde estaba hablando con unas muchachas, que una de
ellas hacía por entonces oposiciones a una cátedra de español.

El joven bursátil insistió en la cuestión de la conferencia, y cuando vio


que yo tenía el designio evidente de no darla, me dijo, echándoselas de
malicioso:

—Hace usted bien, porque pensábamos darle una silba.

Yo me callé un momento, y luego le pregunté, sonriente:

—¿Sabe usted cuál es la palabra de Cambronne?

—No.

—Pues búsquela usted en un diccionario enciclopédico, y cuando la


encuentre verá usted que en ella está mi contestación para sus amigos y para
usted.

Las dos chicas francesas se rieron bastante con mi respuesta.


X

A mí me reprocharon por entonces muchos el no ser consecuente.

Yo creo que he sido más consecuente que la mayoría a mis normas


personales.

En París, unos jóvenes diplomáticos del gobierno republicano se


lanzaron contra mí, y me dijeron que la culpa de lo que estaba pasando en
España era de la generación del 98.

—¡Qué generación ni qué nada! —les repliqué yo—. Todo eso es una
novela para cocineras. Lo que pasa es que ustedes temen perder los cargos.

Entonces Américo Castro me dijo:

—Usted no puede hablar, porque está asilado en el Colegio de España,


que es del gobierno republicano.

—Y usted también. Yo, porque no tengo un cuarto. Si no, estaría en el


hotel Ritz.

Después, un ex alcalde de Gijón y un señor Abásolo, que le acompañaba,


me dijeron que no aceptaban posiciones neutrales, y que me mandarían unos
milicianos y me tirarían por la ventana.

—Eso ya lo veríamos —contesté yo.

Todavía el embajador de España de la República pidió que me


expulsaran de la ciudad universitaria.

Se ve que la política es de una bajeza y de una ruindad grotescas.


XI

Yo he tenido cierta curiosidad por la antropología, y, naturalmente, no


bastante fuerte para dedicarme a ella. Además, que un aficionado a esto no
podría llegar a trabajar en esas cuestiones. Sólo a algunos profesores les es
posible dedicarse a tal especialidad.

Cuando yo cursaba el primer año de medicina, sabíamos los alumnos


que el profesor de anatomía, Olóriz, que alternaba en esta asignatura con
Calleja, y con el cual yo no estudié, estaba haciendo investigaciones y
mediciones sobre cráneos.

Olóriz debía de ser granadino, y vivía en la misma casa donde vivía yo,
en la calle de Atocha. Allí también habitaba don Benito Hernando.

Olóriz era un hombre áspero y brusco; al cruzarse con alguien en la


escalera no saludaba. Antes, cuando yo era chico, esta costumbre de saludar en
la escalera era lo corriente; ahora, por lo que se ve, ya no lo es.

Unos años después, al estudiar el doctorado y conocer al profesor


Aranzadi, y luego más tarde, supe que Olóriz había hecho libros importantes,
entre ellos el Índice cefálico de España y La talla humana en España.

Parece que fundó un laboratorio de antropología, y que tenía en él dos o


tres mil cráneos, con su documentación especial. Se dijo que también se
distinguió en cuestiones de dactiloscopia, y que perfeccionó un método de
Bertillón para identificaciones en los criminales.

A Olóriz se le cita siempre en las obras de antropología y cuando se


habla del Índice cefálico. El libro dedicado a esto no lo he encontrado nunca en
las librerías, y, naturalmente, de él no tengo opinión. Debe de estar muy
agotado.
XII

Uno de los tipos de hombres de ciencia que conocí fue don Lucas
Mallada, ingeniero de minas, amigo y compañero de mi padre.

Mallada era aragonés, creo que de Huesca; hombre original, arbitrario y


malhumorado, a veces gracioso.

Era pequeño y con la barba pintada cuando yo le conocí. Decía que tenía
muchas enfermedades y que vivía con permiso del sepulturero.

Lucas Mallada, en 1866, concluyó la carrera de ingeniero de minas, e hizo


las prácticas en Almadén, en Asturias y en Teruel. En 1870 entró en la Comisión
del Mapa Geológico, comenzando entonces a trabajar en las descripciones que
iban a darle fama.

Pasó, sin embargo, luego a la Escuela de Minas, a explicar paleontología;


pero su salud se resistió con la enseñanza, y volvió a la Comisión del Mapa. De
1875 a 1897 publicó estudios geológicos sobre Cáceres, Huesca, Córdoba,
Navarra, etcétera, etcétera, y multitud de monografías sobre cuencas hulleras y
estudios muy concienzudos de paleontología. En 1897 ingresó en la Academia
de Ciencias, pronunciando un discurso sobre los progresos de la geología en
España durante el siglo XIX.

Aparte de los trabajos de su especialidad, publicó un proyecto de una


descripción territorial de España, y luego Los males de la patria, en la Revista
Contemporánea (1894). Al final de su carrera fue inspector general del Cuerpo de
Ingenieros de Minas y presidente de la Sociedad de Historia Natural de
Madrid.

Mallada era un hombre de humor. Hacia el final de la guerra de Cuba,


venía a mi casa, y charlaba conmigo. Mi madre y mi hermana fueron varias
veces a visitar a la familia de Mallada. Tenía éste unas salidas raras. Un día
apareció con una piel que había comprado hacía días su mujer, y que se la
dieron por piel de marta. Mallada la observó y le pareció que no lo era, la tomó
en la mano y empezó a pasear por el cuarto, gritando como si fuera un
vendedor ambulante: «¿Quién quiere pieles de conejo?».

Tenía muchas salidas de éstas, raras.


XIII

Un profesor, a quien no sé si le debo considerar como antropólogo o más


bien como etnógrafo, que conocí al estudiar el doctorado, fue Telesforo de
Aranzadi.

En el doctorado de medicina dábamos una clase de antropología en una


clase yo creo que de la Academia de Bellas Artes, de la calle de Alcalá. El
profesor era Antón Ferrándiz, señor pomposo, decorativo y elocuente.

Aranzadi era un poco gebo, como dicen en Bilbao, pero gracioso y


simpático, a pesar de su mal humor habitual.

Aranzadi parece que tenía cierta antipatía por las generaciones. Todas se
le figuraban prematuras. Seguramente lo eran. Yo no puedo hablar de esto por
experiencia, ni por conocimiento; pero creo que no está mal que haya
teorizantes de teorías prematuras, porque sus sistemas producen una serie de
contradictores que estudian nuevamente los hechos, los analizan e intentan
buscar leyes y forjar otras teorías. Con el sistema dualista de Lavoisier y
Berzelius, la química progresó de manera portentosa; después, con la teoría
unitaria, debió de progresar aún más. Ahora no sé; pero por lo poco que he
leído, me da la impresión de que la física y la química se unen por la base, y,
más pronto o más tarde, tendrán su teoría general, que quizás, pasado su
tiempo, se vaya abajo también y dé paso a otra.

Las teorías, las síntesis prematuras de hombres de talento, aunque sean


algo aventuradas y deficientes, sirven como instalaciones provisionales, que
luego se van modificando y combinando. La teoría de la evolución de Darwin,
que hoy dicen que no tiene el crédito de hace sesenta o setenta años, ¡qué
cantidad de ensayos y de rectificaciones y de comparaciones no ha producido!
Todo esto ha beneficiado a la ciencia.

A don Telesforo Aranzadi le molestaba que alguien intentara sacar


alguna consecuencia rápida de los conocimientos o de las ideas.

Aranzadi era de Vergara y primo de Unamuno. No se tenían ninguna


simpatía. Aranzadi era farmacéutico y doctor en ciencias naturales. Era cojo,
con una pierna más corta que otra, y la cabeza en forma de quilla.

Era un tipo original y malhumorado, con una cara mefistofélica.

Parecía que estaba diciendo a cada paso, como Don Quijote: «Para
conmigo no hay palabras blandas, que ya os conozco, fementida canalla».
Después de ser auxiliar de antropología en Madrid, fue catedrático de
mineralogía y zoología en Granada, y luego profesor de botánica en la Facultad
de Farmacia, en Barcelona, y decano de la universidad.

Se contó de él que en su curso suspendió y les dijo que eran ignorantes y


zoquetes a todos los alumnos, y hubo un motín entre ellos. Luego, al año
siguiente, aprobó a todos. A consecuencia de estas rabotadas tuvo que dejar el
decanato, y le pasaron a la clase de antropología.

Era un hombre de genio caprichoso.

En una excursión de investigaciones prehistóricas, iban, al parecer,


Aranzadi, Barandiarán y un cura de Vitoria, aficionado a cuestiones
etnográficas, que quería enterarse de ellas; el tiempo estaba magnífico. El cura,
viendo el aire enfurruñado de Aranzadi, le dijo para aplacarle:

—Don Telesforo, ¡qué mañana más hermosa!

Y él contestó:

—Y eso, ¿a usted qué le importa?

Aranzadi era un hombre arbitrario como pocos. Simpático y raro.

Tenía por Unamuno, que era primo carnal suyo, muy poca estimación.
Eran dos tipos distintos.

El uno creía en las frases, y el otro las odiaba. Unamuno afirmaba con
facilidad y de una manera categórica; el otro era un sembrador de dudas.

Como algunos vascos, Aranzadi era muy poco protocolar y nada amigo
de las ceremonias.

Durante la guerra civil, en Barcelona, iba él mismo a las colas a esperar el


suministro y se confundía con la gente del pueblo, y probablemente haría sus
chistes y diría sus bromas.

En los exámenes, cuando se vestía con birrete y toga y se ponía la


medalla de profesor, decía a sus compañeros: «Bueno, ya estamos con el
cencerrito». Lo que a algunos colegas indignaba.

Desde su primera monografía, El pueblo euskalduna (San Sebastián, 1889),


hasta el momento de su muerte, ocurrida a principios del año 1945, Aranzadi
trabajó incansablemente, en la oscuridad, aun cuando su nombre era
considerado en los medios científicos europeos. En el terreno antropológico,
aparte de estudiar a fondo la raza vasca, hizo trabajos generales, entre ellos el
titulado De antropología de España. Como etnógrafo y prehistoriador (aparte de
algunas traducciones), se circunscribió más a su propio país.

Con Barandiarán y Eguren exploró un sinfín de estaciones prehistóricas


y de núcleos dolménicos especialmente. Al parecer, Aranzadi y Barandiarán se
entendían muy bien, y no hubo entre ellos rivalidad ni mala intención.

A mí las veces que le vi a Aranzadi me trató amable y sonrientemente, y


lo mismo hizo con mi sobrino Julio, que le acompañó en excursiones de carácter
etnológico.

Yo le conocí cuando era auxiliar de la clase de antropología del


doctorado y daba unas lecciones prácticas en el Museo Velasco.

Una vez eligió cinco o seis de sus discípulos para tomarles las medidas
antropométricas.

Entre los elegidos, uno de ellos era un americano, con aire un poco
amulatado; el otro, un andaluz, de Almería; los otros no recuerdo quiénes eran,
y yo.

El americano y el almeriense tenían un ángulo facial poco abierto.

A mí me clasificó como mesaticéfalo, con ángulo facial abierto y ojos


pardos, verdosos.

—¿Usted es vasco? —me preguntó luego.

—Sí.

—¿Puro?

—No, tengo el segundo apellido italiano.

—¿De dónde?

—De Lombardía.

—¡Ah! Está bien.


Tenía el pasaporte o salvoconducto antropológico para marchar por el
mundo; pero en esto, como en todo, son muchos los llamados y pocos los
elegidos.

Luego me volvió a preguntar, con brusquedad:

—¿Qué quiere decir Baroja en vasco?

—Yo creo que río frío o valle frío.

—Sí, es lo más probable. ¿Y Aranzadi?

—¿Vendrá de arana?

—No, de arantza.

—Arantza, ¿es ‘espina’?

—Sí.

—Entonces, Aranzadi será ‘espinar’.

—Eso es.

Después le vi muy poco a don Telesforo, una vez en la calle, en Madrid, y


otra creo que en el Ateneo de Barcelona, siempre con su aire sonriente y
enfurruñado.

A mí me trataba bien. Había leído algo mío, y mis libros le debían de dar
una impresión de extravagancia y de absurdidad.

Oí contar a Aranzadi que en una clase de prácticas de la Facultad de


Farmacia de Barcelona le dijo a un estudiante, con acritud:

—A ver, explique usted qué caracteres tiene esta variedad de planta.

El estudiante no sabía nada de aquello, y se puso a fantasear en el vacío.

Entonces Aranzadi le hizo callar, y comenzó a pasear de arriba abajo por


la clase, cojeando, con aire de mal humor. Luego reaccionó, y dijo, sonriente:

—Así, como yo, anda la cultura en España.

Se le podía haber dicho:


—Tiene usted razón, don Telesforo; pero usted también falla, porque un
hombre como usted, que es de los primeros que se ocupan en su país de una
materia nueva, no se debe limitar solamente a los detalles, sino que debe dar
una idea sintética de la ciencia que estudia, que, aunque sea provisional, sirva
como guía a los investigadores que vengan después.

Y esto no lo hizo él porque no lo podía hacer, o porque no le interesaba.


Era verdaderamente un tipo don Telesforo.
XIV

A Obermaier le conocí en casa de la condesa de Cuevas de Vera.

A su clase de la universidad fui yo durante algunas semanas, y no tenía


más oyentes que la condesa de Cuevas de Vera, la señora de Korcherthaler, una
maestra desconocida por mí, y yo.

Hugo Obermaier había nacido en Ratisbona, y en su primera juventud


cursó en un seminario, y se hizo cura; luego estudió en Viena, con A. Penck, e
investigó en compañía de aquél el glaciarismo en los Alpes y en los Pirineos
franceses y españoles. Como prehistoriador, se dio a conocer en las
excavaciones de Willendorf (Austria) y en Essing (Baviera), y después pasó al
Instituto de Paleontología Humana de París, fundado por el príncipe de
Mónaco.

Comisionado por este instituto, vino a España a estudiar las cuevas


prehistóricas cantábricas. Le sorprendió la guerra de 1914 en Santander. Fue
invitado entonces por la Junta de Ampliación de Estudios a trabajar en España,
y dio una clase en la Universidad Central, titulada «Historia primitiva del
hombre», que explicó hasta 1936. También la guerra de España le cogió fuera.
Después de varios viajes, se asentó en Friburgo, de Suiza, donde ha muerto en
1946.

Obermaier era un hombre bajito, rubio y malicioso. En Madrid vivía en


la calle de Menéndez y Pelayo, en un piso pequeño.

En la conversación daba la nota burlona con gracia; ahora, en la clase se


atenía al sistema de exponer los datos y las opiniones ajenas, pero no la suya,
con lo cual no se sacaba mucho en limpio.

Obermaier era poco amigo de los conceptos generales, y creía que no


había que concluir nada y dejar sólo los hechos comprobados sin sacar
consecuencia; pero en todas las materias científicas creo yo que deben marchar
un poco unidos los hechos y las teorías. Las teorías cambian y se modifican;
pero también los hechos cambian y se explican de otro modo. Todo evoluciona.

Hablaba, por ejemplo, Obermaier de la antigüedad del hombre, y


escribía en el encerado:

«Opinión de A.: cien mil años.

»Opinión de B.: trescientos mil años.

»Opinión de C.: un millón de años».


Después de esto, por prudencia o por lo que fuera, no decía su opinión, y
el oyente se quedaba sin tener una idea de qué es lo que sería más probable.

Cuando se hablaba mucho de la teoría de Einstein y de las consecuencias


que podía tener en la ciencia, me decía, con malicia: «No nos podemos dar
cuenta de la naturaleza; es como si un mosquito quisiera conocer la constitución
geográfica de los Alpes o del Himalaya».

Estando yo en París, Obermaier me escribió para que fuera a verle.

Vivía en la casa del abate Breuil, en la avenida de la Motte-Picquet, en un


hermoso piso con un despacho como un museo, lleno de objetos raros de todas
partes. Por este tiempo, el abate Breuil estaba haciendo estudios en África.
Obermaier me preguntó por mi sobrino Julio, si seguía teniendo afición por la
prehistoria y por la etnografía, y me recomendó que le dijera que no
abandonara esos estudios.

Me convidó a comer dos veces en un restaurante de la avenida de La


Tour-Maubourg, donde le conocían como parroquiano. La última vez que
estuvimos comiendo en este restaurante, próximo al Campo de Marte, me dijo
que se marchaba a Suiza.

Yo le pregunté sobre las últimas opiniones que se tenían acerca de la


braquicefalia y la dolicocefalia, caballo de batalla de los antropólogos de
tendencias políticas. Él tomó la palabra. Hablaba muy bien en francés, dio una
verdadera conferencia sobre la cuestión, hasta el punto de que los de las mesas
próximas se callaron para oírle. Sobre todo, cuando contó que en unos
laboratorios de experiencias, en Berlín, transformaban por la alimentación los
ratones dolicocéfalos en braquicéfalos, se notó que los de las mesas escuchaban
con curiosidad. El mozo del restaurante miraba, sonriendo.

Debía de decir, convencido: «Quel type amusant!».


XV

A otro antropólogo o etnógrafo conocí en París mucho antes de la guerra


mundial ya pasada. A Frobenius. Fue en una casa de París, adonde me llevó una
señora de la aristocracia.

León Frobenius era un especialista de la etnografía africana y tenía fama


en el mundo entero. Había nacido en Berlín, y de joven se había dedicado al
comercio. Era hijo de un militar y etnógrafo conocido.

Al parecer, la lectura de las obras de la biblioteca de su padre le


aficionaron a la etnografía, y después se especializó en la africana.

Lo principal de la obra de Frobenius debe de referirse al continente


negro.

Hay varias colecciones de obras suyas sobre África: Der Urprungder


Afrikanischen Kulturen, Und África Sprach Atlantis, Atlas Africanus,
Hadschara Maktuba, ésta en colaboración con Obermaier.

De 1897 a 1905, Frobenius dio a la estampa varios libros importantes, de


valor teórico. En 1905 emprendió un viaje al Congo, y desde entonces las
exploraciones que había realizado se repitieron. Con los documentos reunidos
en ellas por él y sus discípulos, Frobenius se lanzó a teorizar sobre la Morfología
cultural y los ciclos de cultura, adelantándose a Spengler en algunas cosas, y
siendo el etnólogo más conocido del Imperio alemán antes de la derrota de
1918.

En 1924 visitó España, como también lo hizo años después, y sus


conferencias fueron muy celebradas en Madrid. Yo le conocí, como digo, a
Frobenius en París. Una señora de la aristocracia me invitó a ir a casa de una
amiga suya, en donde había una reunión elegante.

Por entonces creo que había leído El Decamerón negro, con la historia de
Samba Kulung se hace caballero. Este Decamerón se había publicado en la Revista de
Occidente. Frobenius es un escritor muy elocuente y muy dramático; hablando
era también atractivo y sabía recalcar los contrastes de los hechos históricos y
etnográficos de una manera teatral y fogosa.

Tengo la idea vaga de que en la reunión le hablamos de esto y de que


explicó muchas cosas de las costumbres de los países que había visitado en
África. Hablaba en francés muy perfilado, casi como un parisiense.
Yo le hice algunas preguntas sobre los paisajes de los sitios de África que
había recorrido; pero esto no le interesaba tanto como las costumbres y la vida
de los habitantes y las anécdotas chistosas.

Sin duda Frobenius tuvo fama de hombre ingenioso, porque en una nota
de la Etnografía de Haberlandt, escrita por Aranzadi, dice de una manera confusa:

«Ratzel explicaba, aun en territorios muy separados, la igualdad de formas por conexión
genética, si las concordancias no eran derivadas de la identidad o semejanza de la primera materia y
del destino del objeto. Su discípulo Frobenius desarrolló la teoría de los distritos culturales con
comunidad y origen de un complejo de objetos, usos y elementos mitológicos, sociológicos, etcétera,
aunque perjudicándose con sus excesivas ingeniosidades».

En una novela mía, titulada El nocturno del hermano Beltrán, hay una
impresión un poco cómica de la reunión de París, en donde habló mucho
Frobenius. Como es una impresión directa del momento y ahora no lo sabría
hacer mejor ni añadirle nada nuevo, la copio. Frobenius hablaba entre damas
muy elegantes, con grandes títulos; alguna, por su tipo y su figura, parecía un
retrato de Clouet.

Éste es el trozo de mi novela:

Sala moderna, un tanto cubista. Las paredes están casi lisas. No hay en ellas más que dos
cuadros sin marco. El uno representa, con un poco de buena voluntad, una mesa de hierro con una
máquina de escribir y una bocina de gramófono. Al otro se le tomaría por una muestra de telas, pero
debajo pone: «Paisaje a la luz de la luna», y hay que rendirse ante esta rotunda afirmación. En el
cuarto hay una escultura que parece un sacacorchos grande y un ídolo de piedra de las islas
Marquesas. Hay un armario y una mesa pintados de blanco y varias sillas y sofás de colores fuertes,
como los del arco iris. El profesor Grobenius, sabio alemán, tiene la cabeza cuadrada, bigote y perilla
entre rubio y canoso. Habla con la preocupación de expresarse en francés correcto. Quiere pasar por
un parisiense. Le rodean varias señoras.

GROBENIUS. Yo creo que este es el momento en que las mujeres deben


marcar su paso en la vida social. El hombre empieza a decaer; por todas
partes se ven hombres valetudinarios, débiles, aprensivos, que tienen miedo
a las corrientes de aire.

LA DUQUESA DE MONTALBÁN. Pero la mujer tendrá que cambiar para tomar una
parte más activa en la vida social.

LA SEÑORITA DE MONTMORENCY. Ya está cambiando. Hoy no se comprende la


belleza de una mujer un poco gruesa y con el pecho abultado. Una mujer, como las del Ticiano o
como las de Rubéns, nos parecería un verdadero monstruo.

GROBENIUS. ¡Tanto como eso!

LA CONDESA DE BEAUMONT. Las mujeres actuales no se consideran bien si no tienen


el cuerpo esbelto y sin protuberancias y la cabeza pequeña.
GROBENIUS. Es la mujer de sport. Ya ve usted qué entusiasmo tienen ahora por dirigir
los autos.

BELTRÁN. Esto no parece una prueba de gran superioridad. Nunca hemos creído que un
chófer sea un Séneca.

LA SEÑORITA DEMONTMORENCY. Ahora resulta que las mujeres de aire masculino


gustan a los hombres, y los hombres de aire femenino a las mujeres. ¡Qué confusión va a haber
con todo esto! Una amiga mía suele decir de una muchacha: «Está bien, pero es muy afeminada».

LA DUQUESA DE BEAUMONT. Oiga usted, señor Grobenius, ¿por qué los chicos de
ahora son más inteligentes que antes?

GROBENIUS. Eso habría que comprobarlo primero.

LA DUQUESA DE MONTALBÁN. ¿Y por qué no nos gusta la música clásica?

GROBENIUS. A algunos les gusta todavía. ¡Ah!, sí. No cabe duda.

LA DUQUESA DE BEAUMONT. Y los muebles viejos y los bibelots, ¿por qué nos han
cansado?

LA DUQUESA DE MONTALBÁN. A mí los cuadros me fastidian. ¿A usted no le parece


absurdo poner un plato en la pared de un comedor, como un motivo de decoración?

GROBENIUS. Sí, claro, un plato no es para tenerlo en una pared.

LA SEÑORITA DE MONTMORENCY. ¿A usted qué le parecen las faldas por encima de


la rodilla?

GROBENIUS. Es atractivo, indudablemente.

LA DUQUESA DE MONTALBÁN. ¿Y usted cree que eso de la teoría de Einstein es


verdad? ¿Por qué ahora se encuentran dos líneas paralelas y antes no se encontraban?

GROBENIUS. Habría que señalar primero qué son líneas paralelas y si hay líneas
paralelas en la Naturaleza…

BELTRÁN (A la duquesa). Si seguís preguntándole más cosas a este sabio alemán le vais a hacer
disparatar francamente. (La duquesa se ríe. El profesor Grobenius se aleja de estas damas turbulentas y
preguntonas, y rodeado de algunos hombres habla de sus estudios sobre los negros, con una taza de té en la
mano.)

EL CONDE KARNOWSKI. (A Beltrán). ¿Usted es español, señor?

BELTRÁN. Sí.

EL CONDE KARNOWSKI. ¿Conoce usted a la duquesa de Montalbán?

BELTRÁN. Sí, algo.

EL CONDE KARNOWSKI. Es una mujer encantadora. ¿Vive su marido?


BELTRÁN. Sí.

EL CONDE KARNOWSKI. Pero ella no vive con él.

BELTRÁN. No.

EL CONDE KARNOWSKI. ¿Es española o italiana?

BELTRÁN. Española.

EL CONDE KARNOWSKI. Dicen que las españolas tienen una moral muy severa.

BELTRÁN. Eso dicen.

EL CONDE KARNOWSKI. Con ellas hay poco porvenir.

BELTRÁN. Así parece.

EL CONDE KARNOWSKI. Las polacas no son así; las italianas tampoco. ¡Oh, no! Luego
aseguran que las españolas no tienen simpatías por los extranjeros.

BELTRÁN (Burlonamente). Eso se asegura.

EL CONDE KARNOWSKI. Es triste…, sí; es triste.

GROBENIUS (Perorando). Mi opinión íntima es que el pueblo negro es el pueblo del


porvenir. Quizá esto no se pueda decir en Europa. Hay prejuicios, hay vanidades. Yo creo que el
negro sube y el blanco baja.

UN PERIODISTA SORDO (A un vecino). ¿Se trata de algo de Bolsa?

EL VECINO. No; de una cuestión étnica.

UN PERIODISTA SORDO. ¿Étnica? ¿Algo de vinos?

EL VECINO. Más bien de razas.

UN PERIODISTA SORDO. ¿Razas? ¡Ah, sí; ganadería!

EL VECINO. Ganadería humana.

GROBENIUS. Yo estoy convencido de ello. El mejor día, los negros van a dar a Europa
una gran sorpresa y una gran lección. Ellos son la aurora, nosotros el crepúsculo.

LA DUQUESA DE BEAUMONT. ¿Y nos llegarán a gustar los negros?

LA SEÑORITA DE MONTMORENCY. ¡Quién sabe! Si tienen buen físico…

PETERSEN (Un diplomático danés). Moralmente, el negro deja mucho que desear.

GROBENIUS. Todo lo contrario.


PETERSEN. Yo lo he visto en el campo, en América, no muy diferente del mono.

GROBENIUS. Eso, no. Es una observación superficial. Al negro hay que verlo en África.
Allí se puede apreciar la nobleza de su corazón. En sus luchas, el negro es muy noble. Pero yo
tengo que marcharme, con harto sentimiento mío. (Al ama de la casa.) Querida señora marquesa…,
duquesa…

El proferor Grobenius se va.


XVI

De profesores de literatura he conocido muy pocos, o si he conocido


alguno, no lo recuerdo, porque todos ellos me parecieron un poco pedantescos.
Por ejemplo, Ernesto Martinenche, profesor de literatura española, tenía una
petulancia y una suficiencia que no se comprendía qué razón podía tener.

Había otros, como Bataillon, Baruzzi, Sarrailh, Jean Camp, gente


trabajadora, de talento y de vida modesta.

Uno que me dejó también un buen recuerdo fue el profesor Félix


Durbach, rector de la Universidad de Toulouse. Yo di una conferencia en el
paraninfo de esta universidad, y luego estuve hablando con Durbach. Éste era
de origen alsaciano y especializado en literatura griega.

Una de las cosas que me dijo es que lo que más le chocaba es que se
pudiera escribir una novela.

—¿Y por qué?

—Porque me parece muy difícil.

—A mí me parece que no —le contesté yo—. Una novela buena,


naturalmente, es difícil de hacer; pero una novela mediana, yo creo que está a la
altura de cualquiera. Es como hacer un expediente o una memoria sobre las
escuelas, o una historia sobre un personaje histórico. Es una cosa mecánica.

Él creía que no y que era algo dificilísimo.

El profesor Durbach me dio la impresión de una modestia


verdaderamente rara entre catedráticos. Hay tantos histriones aparatosos entre
ellos, que oírle hablarme a mí, a un escritor extranjero desconocido, como a una
persona importante, me pareció verdaderamente raro.

Él, además de rector, era caballero de la Legión de Honor y tenía otras


distinciones oficiales. Me dejó sorprendido por su actitud.

Ahora, unas anécdotas como mot de la fin sobre las confusiones y quid pro
quo de los sabios. Me dijo hace tiempo un amigo que en la sala de la Revista de
Occidente iba a haber una recepción en honor del profesor alemán Schulten,
historiador de Numancia, de la España antigua, y que conocía muy bien el
castellano.
Días después, una persona conocida me contó que había habido en la
reunión un detalle cómico que hizo reír a la gente de una manera escandalosa.

—Pues ¿qué ocurrió?

—Ortega y Gasset elogió elocuentemente al profesor alemán, y después,


éste se levantó y empezó a hablar en castellano muy bien; pero de pronto se
equivocó, y todo el mundo se echó a reír.

—¿Y cuál fue la equivocación?

—Iba a decir: «No me olvidaré jamás de esta tertulia —y dijo con aire
sentimental—: Yo no me olvidaré jamás de esta tortilla…» Y la gente se echó a
reír, sin poder contener la risa.

Otra anécdota cómica se contó de un profesor que en cierta época fue


vicepresidente del Congreso de Diputados.

Se había marchado de la Cámara el presidente, y el profesor tenía que


dirigir las discusiones. Iba a hablar el diputado vizcaíno don Gregorio Balparda.
El vicepresidente nuevo, que iba a comenzar en su nuevo cargo, dijo con voz
sonora:

—El señor palabra tiene la Balparda.

Y la algazara fue general.


SEXTA PARTE

INTERMEDIO SENTIMENTAL
I

Como he dicho anteriormente, a final de verano de 1913 fui a París con el


médico de Vera de Bidasoa, Rafael Larumbe. Unos días antes del viaje estuve en
San Sebastián, y un amigo, madrileño y bolsista, me presentó en la Perla,
entonces sitio de reunión y creo que restaurante, a dos señoras extranjeras, una
un poco hombruna y pesada, y la otra muy atractiva.

El amigo, después, me dijo que una de estas señoras era rusa y mujer de
un ingeniero. Sabía español, vivía en París, y me dio sus señas por si quería ir a
verla. Me pareció que no se me ocurriría esta idea.

A los quince días de llegar a París pensé si sería ocasión de visitar a la


señora rusa que había conocido en San Sebastián.

No sabía de quién eran las señas que tenía, si de la señora hombruna y


pesada o de la otra.

Una tarde que no tenía nada que hacer, me dije: «Voy a ver dónde vive
esa señora que he conocido en San Sebastián. Siempre resultará que es la
hombruna y la pesada, y no la otra; pero no me importa».

Tomé un tranvía; llegué a un barrio lejano, a una especie de ciudad-


jardín; pregunté al portero; la señora no estaba, y le dejé mi tarjeta. Pensé que la
rusa no se acordaría ya de mí, lo que no me preocupaba mucho. A los tres o
cuatro días recibí esta carta en francés:

«Querido señor: He estado unos días en el campo; por eso no le he escrito a usted antes.
¿Quiere usted venir a casa mañana, de cuatro a cinco de la tarde, a tomar el té? Tendré mucho gusto
en verle. Le estrecha la mano, Ana».

No sé si en una novela mía, titulada La sensualidad pervertida, le llamé a


esta señora Ana; pero no se llamaba así. Sin embargo, la llamare de este modo,
porque con ese nombre la recuerdo.

Contemplé la carta; la letra, dibujada y modernista y un poco desigual,


con cierto aire de languidez y fantasía.

Me pareció raro que, de las dos señoras, aquella mujerona hombruna


fuese la que escribiese de aquel modo.

Al día siguiente me eleganticé en lo posible, fui a la ciudad-jardín, el


portero me señaló la entrada de un edificio moderno, subí al entresuelo, llamé,
y la criada me hizo pasar a un saloncillo, donde apareció no la señora pesada y
hombruna, sino su amiga.
—Pero ¿usted es la señora rusa?

—Sí.

—Yo había creído que la señora rusa era la amiga que estaba con usted
en San Sebastián; si hubiera sabido que era usted, hubiera venido a verla antes.

Ella se rió.

Ana me recibió como si fuera un antiguo amigo suyo. Hablamos mucho,


me presentó a su madre y a una amiga suya, tomamos el té y, al despedirme de
ella, me dijo:

—Me gusta hablar de España.

—Si no le molesta a usted, vendré a verla alguna otra vez —le indiqué.

—No, yo le escribiré cuando esté libre; si usted puede venir, viene; pero
si no, no venga ni me escriba.
II

A los cuatro o cinco días me volvió a invitar a su casa.

Ana era una mujer de poca estatura, esbelta, sin gran corrección en las
facciones; la cara un poco ancha, la nariz corta, unos ojos azules oscuros, que
tenían el brillo del raso, y una mirada inteligente y perspicaz. Tenía el pelo entre
rubio y castaño y una frente pequeña y de aire voluntarioso. Me fijé en que su
cabeza era redonda y aplanada por la nuca. Tal braquicefalia me llamó la
atención.

Los eslavos, con los ojos un poco oblicuos y el aire de gato, tienen mucha
gracia. Se comprende que debe de ser gente un poco insegura y voluble. Entre
un inglés de esos de cara larga y un poco estupefacta y un eslavo de aire
gatuno, el inglés debe de ser más seguro que el eslavo; pero éste tiene la gracia,
y a veces la perfidia.

Había leído el Ario, de Vacher de Lapouge, y recordaba sus teorías acerca


de la inferioridad de los braquicéfalos. La braquicefalia no le impedía a Ana ser
inteligente; por el contrario, la inteligencia dominaba su vida, quizá demasiado;
vivía en una actitud crítica de intelectual que la fatigaba.

Estaba siempre al borde del aburrimiento; pero todo en ella exhalaba un


gran encanto.

Tenía, como hubiera dicho un francés, le charme slave. Cuando se ponía


seria o cuando se reía, cuando mostraba un gesto de desilusión y de tristeza,
siempre había en ella una como malicia gatuna, llena de gracia y de melancolía.
Las ilusiones suyas duraban el tiempo de un relámpago; se iniciaban y se
marchitaban.

Siempre he creído que esta raza eslava es de las más sugestivas de


Europa. Hay, sobre todo en las mujeres, algo que es al mismo tiempo oscuro,
interesante y cordial; algo gatuno, que produce una gran curiosidad y una gran
impresión.

La casa de Ana formaba parte de una ciudad-jardín. A una de estas casas


solía ir de visita el filósofo Bergson, a quien yo vi pasar varias veces, y que me
daba la impresión de un hombre muy inteligente y simpático.

Era más bien de estatura menos que mediana, y de una cara tan aguda,
que parecía que a aquel hombre no se le podían ocurrir más que cosas
espirituales y perfiladas.
Estos judíos tienen el máximo de todo: el de la bondad, de la maldad, del
tipo estilizado y del tipo del bruto inmundo. Ni aun los ingleses han hecho estas
separaciones tan completas en las capas sociales. Mucho menos los alemanes,
que siempre tienen, a pesar de su talento y de su ciencia, un denominador
común de vulgaridad y de cursilería.

Había una señorita judía que iba a casa de la rusa; una mujer preciosa,
rubia, de pelo dorado; una verdadera maravilla.

Viéndole a Bergson, con su cara afilada e inteligente, y a esta señorita, se


podía pensar que eran de la raza más aristócrata del mundo.
III

Ana sentía gran curiosidad por todo. Varias veces hablamos de


cuestiones sociales y semifilosóficas. Sabía lo bastante para leer un libro técnico.
Tenía también un agudo sentido musical, tocaba en el piano con mucho
sentimiento a Mozart, a Beethoven y a Schumann. Ese mérito de los grandes
pianistas de meter mucho ruido y de ejecutar piezas complicadas, ella no lo
sentía. Ana no aspiraba a lucirse: quería saturarse, envenenarse con algunas
melodías.

A veces hacía sólo acordes, y dejaba que el sonido se extinguiera en el


cuarto.

—Esta frase de Beethoven —me dijo alguna vez con voz lastimera,
cuando tocaba el andante de la Patética— me aprieta en la garganta.

Al principio, Ana me invitaba cada cuatro o cinco días; luego ya con más
frecuencia. Nunca quería que fuese sin que ella me avisara. Yo desconfiaba,
porque pensaba que tenía otras combinaciones sentimentales, en las cuales
seguramente yo no tomaba la menor parte.

Para ir a su casa cogía un tranvía en la plaza de San Sulpicio, porque


meterme en el metropolitano me parecía que me daba un poco de ahogo.

Algunos días compraba un ramo, que me costaba cuatro o cinco francos,


y se lo llevaba. Ella solía cogerlo y lo ponía en un jarrón; muchas veces lo
deshacía, porque no le gustaba la combinación de colores de la florista.

Yo tomaba la actitud de un hombre ya no joven, un poco romántico, que


a mí me parecía que no me cuadraba mal. Solían ir a casa de ella unas señoritas
francesas, un revolucionario muy perseguido por la policía, que, tras el triunfo
del bolchevismo, apareció como reaccionario; un pianista búlgaro, un joven de
la Embajada rusa y hasta una princesa del Cáucaso, pintora: la princesa Orloff,
o algo por el estilo.

Ana se manifestaba aguda y penetrante. Le gustaba analizar en el


espíritu de los demás y registrar en los cajones secretos. Era difícil saber si en
ella había coquetería. Si la había, estaba muy envuelta, muy disimulada. Era
una mujer a veces enérgica y a veces amable, con un ansia de ilusión amorosa,
que iba y venía en ella como por oleadas.

Al final, siempre había en su actitud algo de ironía y de burla; pero una


ironía melancólica, que a mí me daba la impresión de algo felino. Se veía que
deseaba entusiasmarse, pero que no podía.
El ideal de ella, al menos en nuestra reunión, era dominarnos: al
revolucionario ruso, al pianista, al joven de la embajada y a mí; tenernos como
en su mano, siempre con este aire de tristeza y de coquetería.

Yo notaba muchas veces esta marea en sus sentimientos. A veces


dominaba su entusiasmo por Rusia y por los rusos; otras, el gusto por la
música; otras, el encanto de la juventud y, a veces, también sus recuerdos de
España. Estas sugestiones sucesivas le hacían inclinarse momentáneamente al
lado de alguno de nosotros. Había días en que teníamos ella y yo un acuerdo
tan completo en nuestras ideas, que yo salía de su casa encantado; otras veces,
no; sentía la contradicción de nuestros caracteres.

Yo la miraba atentamente; ella contestaba a mi mirada, sus ojos tenían un


resplandor de viveza extraña y parecían decirme: «Ya noto que me observa
usted; pero yo también le observo».

A veces, su mirada me decía: «Le considero a usted como a una persona


amable y discreta; pero no tengo una inclinación de otra clase».

Yo sentía por ella atracción y curiosidad. Una atracción un poco como la


que dan los abismos.

Ana decía cosas extrañas. Una vez me dijo: «Yo creo que tengo alma de
tártara y de gitana».

Al decir esto tenía una sonrisa verdaderamente de una persona que no


fuera de raza europea.

A medida que Ana me conocía, era más franca y a veces más cruel
conmigo.

—¿Ha leído usted a Dostoyevski? —me preguntó un día.

—Sí.

—¿Y qué le parece a usted?

—Es un escritor admirable; pero, en mi opinión, para leerlo sólo una vez.

—¿Y por qué?

—Los conflictos que describe son horrorosos, y los medios, también


terribles. A mí, algunos libros suyos, no me agrada pensar en volverlos a leer.
—¿Cuáles?

—Por ejemplo, el recuerdo de La casa de los muertos o Los poseídos.

—Sí, ustedes, los occidentales, son hombres de conversación —dijo ella.

—Pero en esas novelas, que a mí me parecen admirables, la gente se pasa


la vida hablando.

¿Le gustaba a Ana Dostoyevski de verdad? Puede que no. Hablaba de


Dostoyevski como algo sólo comprensible para los rusos, y yo creo que ella se
había occidentalizado bastante para que no le entusiasmara una literatura tan
dura y tan desgarrada. Al mismo tiempo le parecían bien Paul Bourget, y esto se
me figuraba sospechoso. Me prestó de este autor una novela titulada Un coeur
de femme.

—¿Qué le ha parecido a usted? —me dijo después.

Yo me dediqué un poco a bromear sobre este libro y su supuesta


psicología, lo que, al parecer, no le gustó. Ana me reprochó que tenía un fondo
de gusto brutal y realista, incapaz de apreciar sutilezas artísticas y delicadas.

Yo le dije que aquel libro de Bourget estaba hecho con más o menos
ingenio, pero que era artificioso y completamente falso.

—Yo no sé —añadí— si llegará un día en que la psicología de la mujer se


aclare y se vea su personalidad sin misterio. Si llega, no será seguramente por la
labor de estos novelistas mundanos.

—¿Y a usted le gustaría esa aclaración? —me preguntó ella.

—Ahora todavía sí. Después supongo que no me importará gran cosa.

—No creo que nos convenga a las mujeres —replicó Ana.

—¿Por qué no?

—Porque las mujeres somos muy iguales unas a otras, y nos beneficia
más el misterio.

Ana estaba casada hacía cinco años y no tenía hijos. Su marido, por lo
que me enteré, era ingeniero, y estaba dirigiendo unas minas de petróleo en el
Cáucaso.
La madre de Ana era una señora rusa, de cara ancha y ojos azules. El
padre no vivía, y por el retrato que me enseñaron tenía tipo de meridional.

Ana no debía de parecerse mucho ni a su padre ni a su madre.

Yo adquiría en casa de Ana una cierta personalidad de alguna


importancia, al mismo tiempo borrosa. Me había acostumbrado a oír y a que me
llegaran a interesar relatos indiferentes. Quizá tenía este carácter de familiar
que puede tomar el vascongado y que ha influido en el jesuitismo.

Su madre me solía decir:

—Nos vamos acostumbrando a usted, y le vamos a echar mucho de


menos, si nos deja. Le consideramos a usted como si fuera un ruso.

—No. El señor Baroja es un completo occidental —decía Ana con ironía.

A veces, ella se manifestaba optimista y llena de ilusión, y luego, poco


después, aseguraba que estaba cansada de todo, y que no le gustaría cumplir
los treinta años. Su madre le reprochaba estas salidas, y luego, en un aparte, me
decía:

—Es la coquetería.

Me dijo que pasaba muchos días sin hacer nada, en el más profundo
hastío. Se cansaba de las cosas y de las personas. Por lo que pude observar
después, tenía una psicología un poco desquiciada y cada vez más frecuente en
las personas que leen muchas obras de imaginación y oyen música, y que van
recibiendo impresiones sin convertirlas nunca en actos, con lo cual parece que la
voluntad se debilita.

Siempre tenía aquella actitud medio triste, medio alegre; aquella sonrisa
de misterio y de coquetería.
IV

La casa de la rusa era una casa pequeña y muy bien alhajada. Todo en
ella era nuevo. Los papeles de las habitaciones, los techos, las alfombras, los
muebles; todo elegante y bonito. Había unos divanes muy bajos, por los cuales
yo tenía cierta predilección, porque eran comodísimos.

«Despácheme usted de aquí —le decía a ella—; tengo un sillón incómodo


y duro en el cuarto del hotel, que parece que es un enemigo personal mío. En
cambio, este diván es un amigo tan afectuoso, que me sujeta como un pulpo.»

Había en la casa una calefacción fuerte, y muchas veces encendían,


además, una chimenea de leña. Así podían estar sus amigas escotadas y llevar
trajes ligeros.

Ana tenía muchas amistades en París, en donde había estudiado. Sus


amigas más íntimas eran dos hermanas, hijas de un médico de hospital, todavía
joven y ya muy conocido. La mayor, Marta, era una muñeca sonrosada, como
de nácar. Vestía con frecuencia trajes vaporosos azules y de color rosa; tenía las
cejas como una pincelada pálida; la nariz, pequeña; la boca, sonriente; los ojos,
entre grises y azules, un poco miopes, que la obligaban a usar impertinentes, y
el pelo, como un casco de oro.

La hermana de ésta, Gabriela, estaba todavía en la primera juventud. Era


una chica de catorce años, muy graciosa; tenía un gran desenfado, en el fondo
infantil; unos ojos castaños y vivos, y una boca de labios un poco gruesos, que
al sonreír mostraba la dentadura blanca.

Yo la galanteaba en serio, y ella me decía que le gustaban los hombres de


edad, lo que me hacía reír un poco.

La conversación de Marta, muy amena, muy atrevida, estaba llena de


ingenio y de chispa.

Su padre, el doctor, entusiasmado, le había dado una educación de


muchacho.

Marta había viajado, hecho estudios serios, y sabía muchas cosas. Era
escéptica en cuestiones de religión, modernista y feminista. Era también
anglófila; había pasado largas temporadas en Inglaterra, y se manifestaba muy
entusiasta de los novelistas y poetas ingleses.

Cuando hablaba de cosas serias, yo la escuchaba con mucho gusto;


cuando se dedicaba a burlarse de todas las personas conocidas, no me hacía
tanta gracia. Cierto que tenía ingenio y encontraba la nota caricaturesca
enseguida; pero había algo triste y mecánico en esta ingeniosidad constante.

Su hermana pequeña, Gabriela, era una violinista muy hábil. Ana y


Gabriela tocaban sonatas de violín y piano, sobre todo La sonata a Kreutzer, de
Beethoven. Formaban un grupo encantador. Yo las miraba con entusiasmo. Ana
tenía una gran seguridad sobre el teclado. Gabriela era la gracia personificada.
Había que verla con qué brío, con qué juventud tomaba el arco y atacaba las
notas de la sonata célebre. Si las aplaudíamos, Ana nos miraba irónicamente, y
Gabriela sonreía, mostrando los dientes blancos, con una sonrisa de satisfacción
ingenua y alegre.

Con frecuencia aparecía en el salón un joven agregado de la Embajada


rusa. Era un muchacho sin ningún interés, alto, moreno, de cabeza cuadrada,
que no decía más que vulgaridades y lugares comunes en un francés muy
correcto y perfilado.

Marta se burlaba de él de una manera un poco descarada.

Con frecuencia tomaba un aire de admiración y le decía:

—Cómo posee usted el esprit francés. Es ravissant lo que usted nos


cuenta.

El joven ruso se pavoneaba, y en un hombre alto y desgarbado esta


petulancia resultaba bastante ridícula.

Un día, Marta me dijo:

—Parece que no somos amigos usted y yo.

—Es verdad; parece que no.

—¿Y por qué?

—Porque usted abusa de sus ventajas. ¿Para qué me voy a poner en su


radio de acción? Para que se burle usted de mí como de este ruso de la
embajada, porque no habla en francés tan bien como usted.

—No; Boris habla muy bien el francés; pero es un tonto que quiere
darnos lecciones a nosotras. Yo no me burlo de usted.

—Es verdad, y yo hablo muy mal el francés.


—Como yo hablaría mal el español.

—No me puede usted negar, señorita, que el otro día, cuando fue a
sentarse al piano ese pianista melenudo, le ofreció una silla que estaba rota,
para que se cayera.

—Sí; es verdad. Es un hombre que me molesta, cree que todas las


mujeres están enamoradas de él. Es un canalla. Vive sostenido por la princesa
Orloff y la maltrata.

—Entonces comprendo que le tenga usted antipatía.

—Sí; me fastidia. A Boris, no; a Boris le tengo afecto. Es pesado y sin


gracia, pero buena persona. ¿Se acuerda usted el otro día, cuando le indicaba
yo: «Debe usted de ser una encarnación del espíritu de Alfredo de Musset»,
cómo se pavoneaba?

—Es usted muy malévola.

—¿Por qué, si eso le gusta? Usted, en cambio, es muy misterioso. —No,


es uno ya viejo, pobre y sin aspecto… Tiene uno que conformarse con estar en
segundo término.

—Usted es el caballero de la Triste Figura, siempre pensando en su


Dulcinea.

—¿En qué Dulcinea?

—¡Bah! No le voy a decir cuál es su Dulcinea.

Marta creía que mi Dulcinea era Ana, de quien estaba entusiasmado


locamente.
V

Cuando solíamos estar Ana, Marta y yo solos hablábamos del amor y de


la vida. Ellas suponían, no sé por qué, que yo debía de tener sobre eso alguna
experiencia.

—Usted no se fía de Ana —me dijo Marta una vez—; pero ella no se fía
de usted.

—¿Se lo ha dicho?

—No; pero yo lo noto.

Otra vez hablaba yo con la rusa, y le decía, como he dicho muchas veces,
que en el europeo hay el que tiende un poco al moro y el europeo que tiende al
chino, y ella me dijo:

—Pues usted también es de los que tienden al chino.

—No creo.

—Sí, al chino, y entre los animales, al gato.

—¡Bah!

—Al gato, porque no puede ser tigre.

—Indudablemente —le decía yo otra vez—, la mujer se revela, en


general, después del matrimonio; antes, ella misma no sabe lo que va a ser; vive
como envuelta en una niebla.

—¿Y usted cree que antes no es posible conocerse?

—Posible, sí; pero también muy fácil engañarse. He visto el caso de un


amigo mío y de su mujer. Se casaron enamorados, vivieron durante algún
tiempo en un idilio, y acabaron separándose y odiándose. Él, insultándola y
diciendo que era una mujer egoísta y mala; ella, asegurando que él era un
canalla de la peor especie. En cambio, he conocido alguna que otra mujer
casada a la fuerza con algún hombre más viejo que ella y sin condición especial
alguna, e irse tomando los dos afecto, y acabando por quererse. Hay una
incomprensión fundamental entre el hombre y la mujer. Somos dos clases de
seres que no nos correspondemos siempre psíquicamente.
—¿Y qué remedio habrá para nuestra incomprensión mutua? —
Remedio, ninguno. La mayoría de la gente no necesita remedio. La gente vive,
si no feliz, contenta, con esa existencia cotidiana de ir y venir, de trabajar y de
divertirse. Nosotros, ambiciosos, descontentos, inadaptados, que queremos una
dicha pura y alta, nos equivocamos y no la alcanzamos nunca.

—Pero alguna solución debe de haber para los inadaptados —dijo Ana.

—Yo creo que con el tiempo es posible que el amor tome un carácter
fisiológico y el idealismo siga otros derroteros científicos y filosóficos. Si no,
seguirá la humanidad como hasta aquí.

—No creo en la primera —dijo la rusa—. Todas las mujeres y muchos


hombres viviremos siempre pensando en que hay un mundo de color de rosa,
donde se vive feliz: el mundo del amor.

—Sí, es verdad —dijo Marta.

—¿Así que todos los estudios no evitan que el ideal de una muchacha
sabia, como usted, esté condensado en un hombre guapo? —le pregunté a
Marta.

—No evitan, no, señor —dijo ella, riendo.


VI

En un artículo de J. Bueno, que hablaba de mí, decía que yo iba a visitar a


la rusa con un pintor español y que la rusa era soltera. No era cierto. La rusa
estaba casada. Yo no le presenté en su casa más que al doctor amigo mío de
Vera. Era bastante desconfiado para llevar a algún periodista o algún pintor de
las reuniones del café a la tertulia de aquella señora, porque me hubiera podido
jugar una mala pasada.

Ningún español conocido vio a la dama rusa más que el doctor Larumbe.
Al doctor Larumbe le invité dos o tres veces para que fuera conmigo a
acompañar a Ana y a Marta al baile de Bullier, o Magic-Parc, y a algún otro
café-concierto.

Todavía creo que se cantaba en los escenarios de café-concierto la


machicha y se bailaba el cake-walk, con todo su acompañamiento de gritos, de
zapateos y de saltos. El charlestón debía de ser posterior.

Una de las veces que estuve yo en el baile de Bullier con la rusa y con
Marta le vimos al supuesto marqués de Montenegro, con una chalina flotante,
sombrero ancho y melena. La rusa y la francesa, al ver que me saludaba,
quisieron que yo les presentara al jovencito. Lo hice así, y Marta estuvo
bailando con él, mientras Boris, el ruso de la embajada, bailaba con Ana. ¡Qué
diferencia entre los dos galanes! El joven español era algo ondulante, serpentino
y lleno de gracia. En cambio, el ruso de la embajada parecía un poste, alto,
desgarbado y torcido para atrás.
VII

Un día Ana me preguntó qué vida hacía yo. Le dije dónde comía y a qué
café iba. Al día siguiente pasó ella por el bulevar Saint-Michel, por delante del
café que yo le había indicado. Me levanté, la seguí un rato y me acerqué a
saludarla.

Vestía aquel día un traje gris perla y una capa de seda color malva. El
sombrero era también entre gris y morado. En el pecho llevaba un ramito de
heliotropo. Estaba la rusa verdaderamente encantadora; tenía un aire otoñal,
parecía una figura que no tuviese líneas, sino color, y un color tenue.

—Perdone usted un cumplimiento banal; pero está usted deliciosa.

—¿Le gusta a usted mi traje? —me preguntó ella.

—Muy bonito; pero me gusta principalmente usted —le respondí yo.

—Tengo una modista de mucho gusto y que me hace lo que le digo —


advirtió ella—. ¡Así que estoy bien!

—Maravillosamente bien. Me recuerda usted algo de Schumann, de lo


que usted toca al piano.

Ella sonrió satisfecha. Verdaderamente estaba encantadora, con su aire


un poco audaz, los rizos rubios, la manera de andar decidida, que acentuaba el
movimiento de la capa, y su aire, siempre un poco ambiguo y gatuno.

—¿Puedo acompañarla a usted? —le dije.

—Sí, sí.

—¿No va usted a alguna visita?

—No, voy de paseo.

—¿No se avergonzará usted de ir en compañía de un señor un poco viejo


y un tanto raído?

—No me avergüenzo de mis amigos.

—Voy a parecer un caracol al lado de una rosa.

—Hoy está usted muy galante, más galante que de costumbre.


Ana se rió.

Había tenido la veleidad de buscarme a mí, no me cabía duda. Bajamos


juntos hasta el río y seguimos por el bulevar Sebastopol. Me habló de que quizá
pronto tendría que dejar París; su marido le escribía con frecuencia diciéndole
que se reuniera con él.

—Lo comprendo —dije yo.

—¿Por qué?

—No le puede gustar que esté usted aquí, separada de él.

—¿A usted no le gustaría eso, si fuese mi marido?

—Claro que no. Si yo fuera su marido, pretendería que estuviera usted


cerca de mí el mayor tiempo posible.

—Sería usted celoso.

—Sí. Completamente.

—¡Ah, claro, es usted español!

—Español y enamorado de usted.

—¡Bah!

Charlamos largo tiempo, marchando por el medio del gentío de los


bulevares. Ella me indicó que creía que se marchaba pronto de Francia.

—Ya me avisará usted.

—Sí.

Al hacerse de noche, Ana me dijo que iba a tomar un automóvil para ir a


casa. Me habló luego con volubilidad de los peligros de París.

—No sabe usted lo que me pasó el otro día —me dijo—. Tomé un coche,
y el cochero me quiso engañar, y me llevó al Bosque de Bolonia. Iba
internándose en el Bosque, cuando yo saqué mi revólver y me impuse.

—¿Iba usted con ese traje?

—Sí. ¿Por qué?


—Porque yo, siendo cochero, hubiera hecho lo mismo.

Ella se echó a reír.

—¿Quiere usted que la acompañe en el auto?

—No, no; de ninguna manera.

—Dígame usted, Ana…

—¿Qué?

—¿No ha tenido usted hoy, al salir de casa y venir por aquí con un
vestido tan bonito, la idea de encontrarme y hacerme perder la cabeza?

—Es usted un poco brujo —me replicó ella, riendo.

—Y luego, al verme y al hablar conmigo, ¿le ha entrado una ligera


desilusión?

—Quizá sí, quizá no.

—Enigmática y mudable, como la pluma al viento.

—Así somos las mujeres, en general, y las rusas, en particular. ¡Pobres de


nosotras! Todavía nos tenemos que defender con el misterio y la volubilidad.

—Pero a mí, que no soy tan mudable y tan voluble como usted…

—¡Hum!… ¿Qué sé yo? No me fío mucho de usted.

—Por lo menos, a mí me gusta usted siempre, sin momentos


intermedios.

—Ahora cree usted eso.

—Y siempre.

—Habría que someterle a prueba.

—Sométame a las que quiera.

Ella se calló.
—Ya que no quiere usted que la acompañe a casa —dije yo—, me dejará
que le dé a usted un beso de despedida.

—No, no.

—Al menos, en la mano.

—¡Que llevo revólver!

Le tomé la mano, que no me retiró, y me la llevé a los labios.

—Vamos, como si fuéramos usted una modista y yo un empleado de


almacén que salen del trabajo —dije.

—¿Le gustaría que fuese así? —me preguntó con coquetería.

—Daría…, no sé lo que daría, porque no tengo nada que dar…; sería un


sueño.

—Sí, un sueño.

De pronto mandó ella parar un automóvil, abrí yo la portezuela, y ella,


antes de entrar, me acercó la cara. Yo la besé en los labios, y casi me dio un
vértigo. Ella cerró la portezuela, y el automóvil huyó.

A mí me llenó la cabeza de melancolía el pensar que podía haber


encontrado a aquella mujer cuando yo era más joven y ella estaba libre.

Luego le escribí, y no me contestó. Unas noches después se me ocurrió


tomar el metro y acercarme a su casa. Pensé que estaría cerrada y triste. Entré
en la ciudad-jardín donde vivía. Los balcones de sus habitaciones estaban
iluminados. Aún seguía en París. Muy entristecido, volví a mi hotel a pie, y, al
pasar por un puente del Sena, estuve mirando las aguas del río un largo tiempo.

Luego, al publicar mi novela La sensualidad pervertida, comprendí que no


había obrado con mucha discreción; pero como mis libros no pasaban la
frontera, no se enteró nadie de los que podían sentirse aludidos. El libro se
tradujo al francés, pero años más tarde, y ¡quién sabe adónde habrían ido a
parar los que se reunían en casa de Ana en aquel tiempo!

Diez o doce años después recibí una carta de Rusia escrita en un papel
basto, como de cocina, y con lápiz, que no decía nada más que vaguedades y
que no tenía ni firma ni señas. Yo supuse que sería de ella. Yo no conocía a
nadie en Rusia. Leí y releí la carta, para ver si encontraba algún sentido o
alguna dirección. No encontré nada. Quizá le habían cortado una hoja. La carta
daba una impresión de pobreza y de miseria muy triste, y la quemé.
SÉPTIMA PARTE

TIPOS EXTRAÑOS
I

En esta parte agrupo, con el mismo rótulo, tipos dispares, que tenían de
común el mostrar una pasión fuerte y única por algo que podía ser, en ciertos
casos, una preocupación seria, y en otros, una extravagancia.

La pasión única se puede dar en el hombre por una tontería o por una
cosa seria. Hay tipos obsesionados por una idea fija, que no viven más que por
ella y para ella: el naturista, el vegetariano, el espiritista, etcétera, etcétera.

Parece que no se puede poner en el mismo casillero al médico


investigador que al coleccionista de billetes de corridas de toros; pero en el
carácter de la idea fija se asemejan.

Un tipo de monoideísmo extraño fue, y probablemente es aún, el


alpinista vasco Espinosa Echevarría.

Espinosa Echevarría subió a todos los montes altos de España y a otros


de Europa, y llegó a ascender al Kilimanjaro solo y sin apoyo de nadie.

Espinosa Echevarría era, por lo que me dijo, vendedor de telas, y andaba


por los pueblos haciendo su pequeño comercio, y cuando reunía una cantidad
suficiente se lanzaba a un viaje difícil y duro con pocos medios, por el gusto de
tener penalidades y de vencerlas y ver el cielo desde alturas nuevas.

Hoy, Espinosa Echevarría debe de vivir en Bilbao añorando sus antiguos


viajes y el aire puro de las cumbres.
II

José de Campos se titulaba conde de Campos. Era un hombre de una


estatura media, más bien baja, achaparrado, con ademanes de militar a la
antigua.

No sé si dejaba que se burlaran de él, o se burlaba de los demás.

Según decía, había sido oficial del ejército carlista, y luego había escrito
una novela en francés, titulada Irma.

Era un hombre fantástico, que aceptaba las más absurdas historias que se
le contaban, y que él, a su vez, contaba otras muchas anécdotas inverosímiles.

Pensando en él imaginé un tipo absurdo y raro en una novela mía,


titulada La Isabelina, que no la tengo a mano. Este tipo, parecido al conde de
Campos, se llamaba en mi libro caballero de la Orden de la Melusina del Rito
Sofisiano de la Serpiente Azul, y de cosas parecidas.

El conde de Campos recordaba el éxito que había tenido en Francia con


su Irma, y mi amigo Gil le explicaba, muy en serio, que él había visto en París,
en todos los urinarios, el anuncio de este libro al lado de un aparato para apagar
los incendios, que se llamaba en español matafuegos, y que él pronunciaba de
una manera caricaturesca, como un francés hubiera podido decir matafiegóss.

El supuesto conde miraba a Gil de una manera desdeñosa, y debía de


pensar: «Este hombre es tonto. ¿A qué saca a relucir ese aparato para apagar los
incendios llamado matafuegos?».

El conde de Campos usaba unas tarjetas con veinte o treinta títulos


extravagantes, además de los caballeratos antes indicados.

Decía de su novela Irma que era popularísima en Francia, y que después


de ella había publicado otras muchísimas más en París. Había escrito también
sus Memorias de oficial del ejército carlista.

Las conversaciones de este señor eran bastante cómicas, y casi todos los
contertulios del café le excitaban a decir disparates.

—Seguramente, conde —le decía Valle-Inclán—, su señora le habrá


ayudado algo en sus tareas literarias.

—No, no me ha ayudado, aunque a veces me copiaba las cuartillas.


—Sí, tener una dama así, elegante, es una gran ayuda en la vida —decía
alguno con mala intención.

Para burlarse de él se fingió un desafío entre dos personas en el estudio


del pintor Vivó, en la calle de Hortaleza.

Uno de los que iban a hacer como que se batía era el dibujante Ricardo
Marín; otro, no recuerdo quién era, y yo tenía que hacer de médico. Había,
además, dos testigos. El desafío se hizo en broma, pero con bastante aire de
autenticidad. Uno de los falsos duelistas, Ricardo Marín, tenía que hacer como
que se quedaba herido, y, al acercarme yo a él, que llevaría en la mano un tubo
de pintura lleno de agua teñida con carmín, al ponerle la mano en el pecho,
apretaría el tubo para que apareciera una mancha roja en la camisa.

Se fingió el duelo con cierta perfección, tanto, que algunos llegaron a


creer que la herida había sido auténtica.

Luego, aquello me pareció bastante estúpido, y no me hizo ninguna


gracia. Después del sucedido se le dieron bastantes bromas al conde de
Campos.

Aparecía algún desconocido con aire misterioso, y después, el cerillero


del café se presentaba ante el grupo literario, y decía con aire lúgubre:

—¿Hay aquí algún señor que se llame el conde de Campos?

—Sí. ¿Qué pasa?

—Pues aquí hay un agente de policía que pregunta por él.

Entonces, cualquiera decía:

—Dígale usted a ese agente que el conde se ha marchado ya.

El conde de Campos se enteró de que esto del desafío en el estudio de


Vivó había sido una broma, porque yo creo que lo conté en una novela, titulada
Inventos, aventuras y mixtificaciones de Silvestre Paradox, y me lo dijo sin ninguna
cólera, como una broma que no le hiciese efecto.

A mí no me hubiera chocado nada que interiormente se burlara de


nosotros y creyera que éramos unos estúpidos.

Yo no sé si Campos creería en estas fantasías ni si pensaba que nosotros


nos estábamos burlando de él, o si él se burlaba de nosotros. En el café, mi
amigo Gil, cuando le veía, comenzaba a alabar su novela Irma; decía que él creía
que esta novela había llegado a tener más éxito que Los miserables, de Víctor
Hugo, y mayor tirada que las principales novelas de Zola, y volvía a afirmar
que nunca ningún libro había aparecido anunciado con tanta profusión en las
calles de París como su novela Irma, cuyo anuncio hizo olvidar hasta aquel
producto para apagar los incendios, llamado «matafuegos», que él pronunciaba
con acento parisiense, matafiegóss.

El conde de Campos se extrañaba de los absurdos que se decían en esta


tertulia del café; pero no se incomodaba. Nos tenía por gente disparatada, que
no comprendía el sentido de las cosas.

A veces le pidieron que leyera algunos de sus cuentos, y todos los que le
oían le hacían objeciones, después de asegurar que la narración era maravillosa,
pero que tenía detalles y palabras inútiles.

Hablaba, por ejemplo, de un personaje de una de sus novelas, y decía:

—«El marqués entró en el salón, y dijo a su amigo el conde: “Buenas


noches, caballero, ¿qué tal vamos?”».

Entonces, uno de los oyentes le decía:

—Perdone usted, conde; ésa es una frase de una novela de Balzac.

El conde protestaba y decía que no, que era una frase suya; que no había
tenido necesidad de tomarla de ninguna parte. Con estas observaciones le
mareaban y le hacían decir mayores disparates.

En una de sus descripciones, al hablar de la calle de Alcalá, decía que, al


acercarse a la puerta de este mismo nombre, la veía mayor y más histórica.

Esta frase tuvo sus admiradores y sus detractores. Unos decían que era
algo magnífico y que inauguraba un estilo nuevo; otros aseguraban que,
aunque quizás era una frase genial, el público no llegaría nunca a
comprenderla. También se entretenían en obligarle a disparatar. Cualquiera se
atribuía los versos que le venían a la imaginación y los recitaba de una manera
solemne.

Muchos de esos versos eran de Rubén Darío.

—Vea usted, querido conde, estos versos que estoy escribiendo:

Mi barca fue la barca que tripuló Gautier,


la que a Verlaine un día hasta Chipre llevó,

y procedía de

el divino astillero del divino Watteau.

El conde de Campos decía, entre la algazara de los contertulios:

—Pero ¡qué colección de disparates, señores míos! ¿Cómo una barca


puede llegar al mismo tiempo hasta Chipre y hasta Berlín, si Berlín no es un
puerto de mar? ¡Qué errores más crasos!

Entonces, alguno decía que Berlín tenía un río, el Spree, y un canal; otro
se ponía a explicar cómo los españoles no pronunciaban la v francesa, lo que
impulsaba a que un hombre tan sabio como el conde de Campos se equivocara,
suponiendo que un poeta culto confundiera al poeta Verlaine con la ciudad de
Berlín.

Otro decía después:

—Yo tengo la seguridad de que nuestro distinguido amigo el conde


conoce mucho mejor que nosotros al poeta Verlaine.

—Pues no, señores; no le conozco —decía el conde—. ¿Quién era ese


Verlaine?

Entonces se le decían una porción de absurdos. Unos aseguraban que era


un espía de la policía; otros, que era un mendigo, y se le embromaba con mil
disparates.

También recuerdo que le recitaron un soneto de Rubén Darío,


«Cleopompo y Heliodemo», que producía un gran entusiasmo en la cuadrilla.

En este soneto había unos versos que decían así:

Si una gota tan sólo de la clepsidra pierde,

no volverá a enviarla quien esa perla envía.

—¿Qué es eso de la clepsidra? —preguntaba alguno.

Entonces el conde de Campos intervenía diciendo que la clepsidra debía


de ser una palabra mixta, de clef, en francés, llave, y de sidra, que era un líquido
que se hacía con manzanas, y que creía, sin duda, que ninguno de nosotros
habíamos visto ni probado nunca. Él pensaba que la clepsidra debía de ser un
aparato que se pone en las barricas, y que en nuestro tiempo, y en francés, se
llamaba robinet. Después de esta lucubración, tan importante, algunos se ponían
a divagar sobre si robinet se debía traducir al castellano por canilla o por grifo, y
otro más enterado hablaba de las clepsidras antiguas, de una que tuvo Platón, y
de la que le regaló Haraun-Al-raschid a Carlomagno.

Cualquiera, al oírnos, hubiera pensado que todos estábamos locos o


tontos, empezando o terminando por el conde de Campos.
III

Algún tiempo después de esta época, por influencia del comandante


Burguete, que era ya teniente coronel, fuimos Azorín y yo a visitar al general
Polavieja, que no tenía ningún aire terrible, como se le atribuía, sino que parecía
un buen señor, con su pantalón blanco y su sombrero de jipijapa.

En su casa, que estaba en la calle del Sacramento, conocimos a varios


generales y militares, entre ellos a Páez Jaramillo, a quien entonces se le
consideraba como un militar de gran porvenir. Con Burguete y Páez Jaramillo
hablábamos repetidas veces de una dictadura liberal, técnica y
antiparlamentaria, que a algunos les parecía que podría ser eficaz y beneficiosa
en España, en un momento de falta de tono y de decadencia.

El general Polavieja era presidente de la Cruz Roja. Andaba a su


alrededor un señor pequeño, cuyo apellido recuerdo, aunque no su nombre, un
tipo bajito, con unas patillas rubias estilo Alfonso XII y un contoneo un tanto
afeminado.

Este señor solía vestir de negro; llevaba una pechera muy almidonada y
una cartera debajo del brazo, llena de papeles, y el aire audaz de hombre
trascendental e importante. Se llamaba Sarrión de Herrera.

A Sarrión de Herrera se le veía retratado en una fotografía de la Carrera


de San Jerónimo, un retrato de un metro, lo menos, de alto, con el personaje
vestido de frac y lleno de condecoraciones. Él decía que formaba parte de la
Cruz Roja Española; pero, al parecer, no pertenecía a ella.

Luego, dos o tres años más tarde, supimos con cierto asombro que el tal
Sarrión de Herrera, con sus patillas y su frac, sus condecoraciones y su
contoneo un tanto afeminado, era el ministro de Estado nada menos que de la
República del Cunani, república casi tan fantástica como la isla de San
Balandrán, y creada por un periodista y aventurero francés.

El Cunani, al parecer, es una comarca que existe entre el Brasil y la


Guayana francesa, y que hubo un momento que estuvo en litigio entre Francia y
el Brasil, y que no sé si está habitada por algunos indios o por algunos monos
antropoides.

La cuestión de la República del Cunani, al parecer, era antigua; tenía, o


había tenido, como presidente al periodista francés Julio Gros, que se había
hecho nombrar jefe de esta parte de la Guayana separatista. Gros tenía sus
oficinas en París, y había fundado una Orden de Caballería llamada La Estrella
del Cunani, con la divisa romana de Justicia y Libertad.
La República de Cunani, por lo que decía, estaba necesitada de gente
culta, e iban a emigrar a ella muchos españoles distinguidos, capitaneados por
Sarrión de Herrera, con distintos cargos, entre ellos el capitán Casero,
sublevado en tiempos de Villacampa, que iba a ser ministro de la Guerra;
Manuel Sawa, que quería ser jefe de policía, el Goron del Cunani. Le habían
ofrecido también un empleo al escritor Camilo Bargiela y al anarquista gaditano
y soñador andaluz Fermín Salvochea.

No era fácil comprender qué cargo podría tener un anarquista en un


gobierno de fuerza.

El que me dio datos concretos, probablemente fantásticos, de la


República del Cunani fue Manuel Sawa.

Respecto al capitán Casero, se había pasado la vida, primero, pensando


en la revolución, y después, tocando la guitarra y la flauta en los cafés de París.
Allí había escrito un himno republicano, con aire de habanera, letra y música
suya, que comenzaba así:

Sienten ya nuestras venas

sangre española arder,

de España las cadenas

vayamos a romper;

con su noble frente erguida,

adelante marcha ya,

te ofrecemos nuestra vida,

para ti siempre será.

Manuel Sawa, una noche, en el Café de La Luna, nos habló de las


excelencias de la República de Cunani a Bargiela y a mí.

El Cunani era, según Sawa, un paraíso terrenal, donde estaba todo por
hacer, donde se abría un porvenir maravilloso. Allá había lugar para nosotros.

Cualquiera del grupo de los escritores amigos iba al Cunani y a las dos
semanas era ministro de Instrucción Pública, por lo menos. Él iba a ser jefe de
policía de la República; con él marcharían sus hermanos Alejandro y Enrique, y
pensaba convencerle para que fuera a don Nicolás Estébanez.

También marcharía un señor don Teófilo, espiritista y republicano,


conocido nuestro; un riojano llamado don Alejandro, que tenía un sobrino que
tocaba el violín en un café, y Sarrión de Herrera, que, según Sawa, era un
hombre extraordinario, un diplomático de la altura de Metternich o de
Talleyrand.

La República del Cunani quizás hubiera sido admirable de haber nacido


ya y de haber tenido, como diría un filósofo, «existencia objetiva», pero murió
en flor. Se descubrió, al parecer, que era una mixtura de estafa y de burla. A
Sarrión de Herrera se le procesó, y parece que se sacaron de su casa, del archivo
de la República del Cunani, dos grandes camiones llenos de documentos
cunanianos, a pesar de la inexistencia de la República del Cunani.

¡Qué no hubiera escrito Sarrión de Herrera si hubiera estado en un


ministerio importante de Asuntos Exteriores, como el de Inglaterra o el de los
Estados Unidos! ¡Cientos, miles de camiones, no hubieran sido bastantes para
llevar los documentos inspirados por él!

Sarrión de Herrera podía decir, como Don Quijote: «Me quitaréis el éxito,
pero no la aventura».

Dos o tres años después de su derrota diplomática le vi a Sarrión de


Herrera en París, en el entierro del explorador italiano Savorgnan de Brazza,
que estaban al servicio de Francia, y que murió en Dakar.

Fue a principios del siglo, hacia 1905, en la plaza de la Concordia.

El hombre iba con su frac y todas sus condecoraciones, algunas tan


grandes como huevos fritos.

No sé si representaba en el duelo a la República del Cunam o a los indios


cunanianos; pero, a pesar de su pequeña estatura, estaba magnífico de
prestancia y de audacia. Ni Talleyrand ni Bismarck hubieran sido capaces de
sobrepasarle.

De los que intervinieron poco o mucho en la fantasía de la República del


Cunani, Alejandro Sawa acabó ciego y loco en una buhardilla; su hermano
Manuel, que se había quitado su barba profética, cogió la gripe y casi murió en
la calle. Poco antes o poco después murió otro hermano suyo, Enrique. El
capitán Casero se fue de este mundo sin que nadie lo advirtiera. Estébanez
falleció en París al comenzar la guerra mundial, y Salvochea murió en Cádiz,
teatro de sus aventuras; don Teófilo, el espiritista, supongo que transmigraría a
otro cuerpo o se trasladaría a un plano astral. No sé si le pasaría como a Roso de
Luna, que, según uno de sus parientes, transmigró a un gallo de la isla de
Madagascar.

El que dio un poco más de juego fue Camilo Bargiela. A pesar de que
Valle-Inclán aseguraba siempre que había hecho oposiciones a cónsul y no le
habían dado plaza, le nombraron para un cargo, no sé si el primero o el
segundo, en el Consulado de Manila, donde estuvo dos o tres años. A la vuelta
hacia Europa, el barco donde venía paró en Casablanca, y al bajar los pasajeros
se armó una ensalada de tiros entre moros y franceses, y hubo muertos y
heridos. No creo que Bargiela hiciese más que cualquier otro habitante del
pueblo, es decir, meterse en un portal a esperar que pasara la refriega; pero,
como a diplomático, le dieron la Cruz del Mérito Militar, con distintivo rojo,
que se otorga a los que toman parte en un encuentro militar. Esto le colmó de
entusiasmo. Cuando llegó a Madrid, vestido de una manera elegantísima y con
su condecoración en la solapa, ya no recordaba al antiguo bohemio; parecía un
gran señor portugués o sudamericano. Le vimos al diplomático flamante y
elegante, con la punta de los bigotes en los ojos y su condecoración en el ojal, y
se lució por las calles de Madrid. El destino adverso no le dejó disfrutar de su
buen momento. Días después se fue a Galicia y se murió.

Al cabo de algún tiempo se dijo en los periódicos gallegos que Bargiela


era el verdadero autor de una novela titulada La casa de ti Troya, que llegó a
alcanzar mucho éxito, y se le glorificó por sus paisanos como hombre audaz y
calavera, de lo cual creo yo no tenía nada.
IV

Manuel Sawa era un malagueño alto y corpulento, con una barba larga,
de profeta judío, embustero como pocos, cínico y desgarrado en el hablar y,
además, tartamudo.

Al recordar a Manuel Sawa pienso en la Puerta del Sol de hace cuarenta o


cincuenta años, escenario de sus actos y de sus discursos. Era el foro popular
ciudadano, lleno de políticos callejeros, de vagos y de cesantes.

Abundaban los vendedores de papeles y de juguetes. Se vendían Los


apuros de un gallego al llegar a Madrid. El ratón y el gato. Don Jenaro saludando.
Don Nicanor tocando el tambor. Toribio saca la lengua. Los cuarenta y cinco
motivos que tiene el hombre para no casarse. El gallo que muere hincando el pico.
Gomas para los paraguas. El rápido de Arganda, que pita más que anda. El
arrepentimiento y la desesperación, de don José Espronceda. El Calendario
zaragozano, de don Mariano Castillo y Osciero, con la guía y todas las calles,
plazas y plazuelas que tiene Madrid, y otras obras trascendentales.

En cierta época había floristas y vendedores de perros.

De estas floristas o ramilleteras, muchos años después, un músico, no


recuerdo cuál, hizo una canción que tenía mucho carácter.

Decía el primer cuplé:

Por la calle de Alcalá,

la florista viene y va…

Manuel Sawa me traía a la imaginación un tipo de bohemio pintado por


Dickens en la novela Vida y aventuras de Martín Chuzzlewit, llamado Tick. Yo no
he oído a nadie decir cosas tan duras, tan violentas, como a Sawa. Era un
virtuoso para esto. Una frase que aparece en las Anécdotas de Chamfort me
recordaba el estilo de Sawa. Chamfort cuenta que un señor Duelos de su tiempo
decía de una persona, a quien despreciaba: «Se le escupe en la cara, se le limpia
con la suela de la bota y da las gracias».

Una vez estaba yo en el circo de Price, en esa galería que suele haber
entre los palcos y la entrada general, que creo que se llama «paseo».

Los periódicos del día hablaban de la enfermedad de la reina Victoria de


Inglaterra, que estaba, al parecer, muy grave. Sawa se me acerco, y me dijo en
voz alta y tartamudeando: «Ese besugo podrido… de la reina Victoria… parece
que todavía… no ha terminado de agusanarse».

La gente distinguida de los palcos le miró con repulsión y con asombro.

Los Sawas eran cuatro, como los jinetes del Apocalipsis, no sé si de


origen griego o judío. Todavía Manuel Sawa conocía a algunos griegos en
Madrid, entre ellos a un comerciante de esponjas que se llamaba Sarompas y
que tenía su tienda en la calle de Cádiz.

Ricardo Fuente contaba alguna vez que, cuando volvía de París a


Madrid, dejando allí a deber a medio mundo, al llegar a la estación del Norte, si
se encontraba a alguna persona conocida, le preguntaba con ansiedad:

—¿Viven los Sawas?

—Sí.

—Pues entonces se puede vivir aún en Madrid.

Las fantasías de Sawa eran innumerables: tan pronto estaba mezclado en


una aventura política como en grandes empresas industriales. A Sawa le
tomaban algunos en serio. Por él conocí yo a Saturnino Martín Cerezo, el héroe
de Baler. Martín Cerezo era un señor bajito, de barba, modesto, que había
escrito un libro de la defensa que había hecho contra los americanos en
Filipinas, durante yo creo que más de un año. A mí me dio este libro con una
dedicatoria amable, libro que desapareció de la casa de la calle de Mendizábal.

Martín Cerezo parecía que tendía más a republicano que a monárquico,


quizá porque le habían hecho el vacío de una manera un poco incomprensible.

Manuel Sawa conocía a algunas gentes raras que, sin duda, no veían en él
lo que era; es decir, un vividor, farsante y desaprensivo.

Yo muchas veces le encontré en la Puerta del Sol, en medio de grupos de


vagos, que entonces pasaban como políticos, y una de las veces que parecía que
se preparaba un alboroto, me dijo Sawa:

—Vamos a ver a Salvochea.

—¿Y para qué?

—Para tomar ahora mismo el Ministerio de la Gobernación.


—¿Y qué vamos a hacer nosotros con el Ministerio de la Gobernación? —
le pregunté yo.

Fantasías de éstas estaba preparando, o por lo menos pensando,


constantemente. Tan pronto era instaurar la República del Cunani como hacer
la revolución, como preparar un gran negocio en África o en América y traer
monos, serpientes, caimanes o tiburones.
V

Tipos bastante absurdos conocí en esta época, que la mayoría fueron


apareciendo, más o menos caricaturizados, en mis libros.

Algunos me han solido preguntar:

—¿Existen en España esos tipos extravagantes, de los que usted habla en


sus novelas, o los inventa?

—No sé si existen aún; pero, al menos, han existido.

Generalmente, todo el hombre que tiene una idea fija acaba


convirtiéndose en extravagante para los demás. Lo mismo da que sea
vegetariano, espiritista, teósofo, naturista o cualquier otra cosa por el estilo. La
idea fija, cuando predomina, sea la que sea, basta para dar a una persona un
carácter exaltado.

Entre los escritores quizás era donde había menos tipos de éstos, porque
todos, o casi todos, eran tan solemnes como si fueran académicos de
nacimiento. A Alejandro Sawa, a Silverio Lanza, a Valle-Inclán y a los demás en
general, les gustaban las grandes frases de afecto, estilo Chateaubriand y
Baudelaire, D’Annunzio o Barbey D’Aurevilly. Entre la gente que no se
asomaba a la literatura, había menos retórica y menos tendencia a lo
altisonante. Si eran un poco chiflados, lo eran de una manera oscura y
personalista.

Hace años, en Madrid, andaba un hombre joven, de buen aspecto, de


barba rubia, cabeza de Cristo, con melenas y sin sombrero; era, sin duda,
precursor del sinsombrerismo, antes de un pintor llamado Riego. Éste llevaba
un sombrero en la mano y le servía el interior de su cubrecabezas para
comunicar al público sus pensamientos, pues dentro ponía escritos casi siempre
extravagantes y a veces incendiarios.

Al joven de las melenas, que era un naturista entusiasta, le vi yo por


primera vez en Salamanca, con un morral en la espalda, en el que, al parecer,
recogía plantas. Me dijeron que era un suizo italiano y que se llamaba Canetti.

Canetti se habituó a vivir en Madrid, y abandonó para la calle las


sandalias, y usó zapatos o botas como los demás, pero nunca llevó sombrero.

El hombre, al parecer, muy serio, y vivía dando masajes y recomendando


hierbas. Se casó, tuvo un hijo, y al niño, por lo que decían, lo metía en una caja
llena de serrín y lo dejaba en el balcón, a la intemperie, en los días más crudos
del invierno.

Sin duda, el señor Canetti no se consideraba como un extravagante, ni un


insensato. Probablemente, para él, los que estábamos más cerca de serlo éramos
los que no teníamos un chico metido en una caja de serrín en el balcón y nos
abrigábamos cuando hacía frío.

En casa de Canetti, al parecer, andaban desnudos él, su mujer, la criada y


el chico, aunque éste estaba protegido por el serrín de la caja donde dormía.

Tipos absurdos hay siempre, pero no siempre se los ve. Se dan como
rachas. En un espacio de tiempo corto, de dos o tres años, se encuentra una
galería de tipos desquiciados y pintorescos, y luego se pasan años en que no se
ve más que gente normal y correcta, dignas del Juanito o de otro libro de
pedagogía infantil. Lo que sí parece cierto es que los tipos extravagantes van
desapareciendo.

Los bibliófilos que íbamos antes a las librerías con cierta constancia,
teníamos alguna buena racha en que encontrábamos obras curiosas, y luego
periodos largos en que no se veían más que libros de mogollón. Ahora ya no
hay nada.

En París, en tiempos de la guerra civil española pasada, parecía que


debía de haber allí tipos españoles desterrados, un poco absurdos y pintorescos;
pero no los había, y todos tenían un aire muy circunspecto y reservado.

Esto contrastaba con las historias de gente española rara que había
aparecido en otras épocas, según las referencias de Estébanez y de Bonafoux.
VI

En el Ateneo había hace años tipos bastante absurdos. Uno de ellos era
un farmacéutico catalán, llamado Enrique Sánchez Torres, que hablaba y
escribía de astronomía y de música. Publicó un libro queriendo demostrar que
la tierra no se movía alrededor del sol, y que las teorías astronómicas basadas
en el sistema de Copérnico eran falsas.

En este libro, en la cubierta, había una estampa de la representación


verdadera del universo, según Sánchez Torres. El universo estaba representado
por un circo de piedra con una corona real, que tenía encima la bola del mundo
rodeada de cuatro columnas salomónicas, y el sol y la luna, de pequeño
tamaño, fuera. Nuestro farmacéutico tenía interés en que el sol no se diera
demasiado tono y quisiera lucirse.

Sánchez Torres se burlaba de Copérnico, que, después de largas


investigaciones, se había convencido de que el sol es una estrella fija, rodeada
de planetas que giran a su alrededor, y que él es su centro y su antorcha, como
dijo en su libro el célebre astrónomo polaco.

Sánchez Torres se reía de estas bromas. Él sabía de lo que se trataba: el


sol era una linterna buena, no había que despreciarla, pero tampoco darle
demasiada importancia.

El señor Sánchez Torres tenía del universo la idea que podía tener un
egipcio del tiempo de la construcción de las pirámides.

Sánchez Torres era un loco apacible, y se reía de las teorías astronómicas


modernas como de una extravagancia absurda. Tenía, además, este
farmacéutico una idea extraordinaria de sus condiciones filarmónicas, y dio una
conferencia en el Ateneo sobre los principales cantantes de la época, ilustrada
con romanzas y arias cantadas por él.

«Así cantaba Gayarre el Spirito gentil», decía.

E inmediatamente se ponía a entonar esta famosa canción, ante el júbilo


del público, con sus fiorituras y sus calderones. Después explicaba con ejemplos
la manera de cantar y de matizar de los Tamagno, Stagno, Titta Rufo y de otros
famosos divos de la época. No imitaba a las tiples por no abusar de sus
facultades.

Otro tipo curioso y ateneísta era Horacio Bentabol, ingeniero de minas,


compañero en su tiempo de mi padre, en Granada.
Bentabol fundó una sociedad que no sé si se llamaba La Evolución. En
esta sociedad se pagaba una cuota de entrada de una peseta, y ya no se pagaba
más. Era una sociedad de matemáticos, de inventores y de hombres de ciencia.
Todos los personajes que iban al Ateneo aceptaban entrar en la sociedad, y la
tomaban a broma.

Bentabol tuvo la idea, cuando el número de socios de La Evolución había


llegado a más de mil, de ir a visitar a Alfonso XII y ofrecerle la dirección de su
sociedad científica.

Para presentarse en palacio, pidió al general Vallés que le acompañara en


su visita. Este general era un señor grueso, de barba blanca, que había escrito, al
parecer, varias Memorias y un libro. Vallés era punto fuerte en la tertulia del
Ateneo que se llamaba la Cacharrería. En esta Cacharrería figuraba también un
señor cuyo nombre no recuerdo, hombre de posición y a quien nombraron
gobernador de una provincia catalana. Al llegar a la ciudad donde tenía que
ejercer su cargo, le invitaron varios amigos a visitar el monasterio de Poblet, y
fue.

Después de la visita le presentaron el libro en que los viajeros ponían


algún comentario, y él escribió el siguiente: «Hace años visité este monasterio
como diputado; hoy vuelvo a visitarlo como gobernador de la provincia;
mañana quizá venga como ministro. Otros más brutos que yo lo han sido».
Después estampó su firma.

Cuando se supo esta declaración explícita, el ministro de la Gobernación


dejó a aquel señor, inmediatamente, cesante.

El general Vallés, aunque, al parecer, era hombre de cierta originalidad,


no era capaz de estas salidas. Fueron al Palacio Real Bentabol y Vallés, y
Bentabol, como director de La Evolución, explicó al rey el objeto de la sociedad
científica ideada por él.

Entonces, el rey, para indicar que la idea le parecía bien, le dijo:

—Sí, a mí también se me había ocurrido varias veces que una sociedad de


esta clase sería muy conveniente y beneficiosa.

Bentabol, al oír esta observación, replicó de una manera enérgica:

—Perdone Vuestra Majestad, pero esta idea es exclusivamente mía.


Entonces el general Vallés, que estaba detrás de Bentabol, mirando al rey
de una manera insinuante, poniéndose el dedo índice en la sien y dándole
varias vueltas, indicó que su compañero no andaba bien del caletre.

Esta anécdota se contaba con regocijo entre los ateneístas.

Un erudito que bullía mucho en esta época en el Ateneo era Julio


Cejador, que había salido de la Compañía de Jesús y desempeñaba por entonces
una clase en la universidad.

No tenía nada del jesuita clásico, amable y contemporizador.

Éste se manifestaba tosco y desabrido, y le gustaba decir impertinencias


y palabras soeces.

Algunos estudios literarios suyos no estaban mal. Había en ellos


conocimientos y erudición; pero el criterio suyo era siempre personalista y
caprichoso, y a veces, cerril.

Lo que Cejador escribió sobre el vascuence, considerándolo como una


lengua íbera, parece que no tiene fundamento serio.

El vascuence ha tenido siempre la condición, o la desdicha, de desatar las


imaginaciones de los eruditos arbitrarios, y desde don Esteban de Garibay y
Zamalloa, que creía que lo hablaban en el Paraíso terrenal, hasta algunos
antivasquistas, que piensan que se ha inventado hace pocos años entre unos
cuantos gamberros reunidos en la taberna de Larrechipi, de Vergara o de
Azpeitia, hay todas las opiniones.
VII

Fernando de la Quadra Salcedo era un iluso, un hombre que vivía de


entelequias fantásticas. No necesitaba mucha base para idear un sistema o una
genealogía. El más pequeño dato le bastaba. Al Díaz corriente le emparentaba
con el Cid en un dos por cuatro. A mí me preguntó una vez, en una librería de
viejo, de la calle de Jacometrezo, a la que yo llamaba El Club del Papel:

—¿Usted tiene el segundo apellido italiano?

—Sí.

Poco después me dijo:

—Eso de tener parentesco con príncipes italianos está bien.

De italiano a príncipe, para él, no había más que un paso.

Se veía que en él la amplificación era un hecho natural y espontáneo.


Todo se transmutaba en su imaginación y subía de categoría: el teniente se
convertía en general; el cura, en obispo, y el alcalde del pueblo, en magnate.

Dijo una vez que en el País Vasco había habido más de cien grandes
filósofos y humanistas.

—Es extraño —le repliqué yo—; quitando a Huarte de San Juan, yo


pensaba que no había ninguno.

También terció en una cuestión acerca del Canto de Lelo.

El Canto de Lelo, canto vasco recogido de una crónica del siglo XVI, tiene
un estribillo de aire antiguo y enigmático, que dice así:

Lelo il Lelo,

Lelo il Lelo,

Lelo Zarac

Il Leloa.

(«Lelo mata a Lelo, Lelo mata a Lelo, Lelo el Viejo mata a Lelo.»)

Ésta puede ser una de las traducciones.


El resto del Canto de Lelo es comprensivo, y tiene trazas de ser
relativamente moderno.

El estribillo, no; parece antiguo.

Don Julio de Urquijo y varios vasquistas más aseguraron que este


estribillo, como otros muchos, no quería decir nada, que era como un
tantarantán o un mirontón, mirontón, mirontena o algo semejante.

Yo escribí un artículo en El Pueblo Vasco, de San Sebastián, hace años,


diciendo que era posible que este estribillo tuviera una significación mitológica,
y que Lelo Zarac, es decir, Lelo el Viejo, que mata a Lelo, podría ser otro Lelo
distinto.

Los que saben de mitología vasca señalan dioses antiguos con nombres
parecidos a Lelo, como Ele, Lelhunus, etcétera, etcétera.

Mi sobrino Julio Caro Baroja habla de esta cuestión extensamente en un


libro titulado Algunos mitos españoles.

Yo no indiqué más que una posibilidad; naturalmente, de ser esta parte


del estribillo del Canto de Lelo algo con significación mitológica, tenía que ser
antiquísima, muy anterior a la época del cristianismo en el país.

Poco después, Quadra Salcedo escribió un artículo afirmando que el


estribillo del antiguo Canto de Lelo tenía significación religiosa, y que él lo sabía
«por tradición de su familia».

¿Cómo va a haber familia en ninguna parte de Europa que conserve una


tradición anterior al cristianismo? Es absolutamente imposible. Ni aun los reyes
creo que puedan llegar en su tradición de familia tan lejos.

Quadra Salcedo hablaba de sus parientes del Imperio romano como


cualquiera puede hablar de su tío de Alcalá o de su primo de Chinchón.

Era un hombre fantástico, que creía en sus lucubraciones.


VIII

Un tipo raro de distinta clase, conocido por mí hace cincuenta años, era
un profesor de gimnasia. Se llamaba de segundo o tercer apellido Orejón. Éste
era un aventurero que había viajado por países de negros, por sitios que yo no
conocía ni de oídas; pero no con intenciones geográficas, sino con el fin de hacer
su fortuna.

Orejón, ya viejo cuando yo le conocí, era un poco petulante, grueso,


barrigudo, con la piel herpética, con bigotes con las guías hacia arriba, pintados
de negro, que le daban un aire atrevido y audaz.

Me contaba historias que a mí me parecían fantásticas; pero algunos que


le conocían me dijeron que las aventuras de Orejón eran ciertas, y que muchos
le habían aconsejado varias veces que las escribiera; pero resultaba que Orejón
apenas sabía escribir una carta.

El profesor del gimnasio me hablaba de un reyezuelo amigo suyo,


llamado Cataclismo. Probablemente, decía Orejón, este nombre lo había elegido
él.

El rey Cataclismo, según Orejón, leía la Biblia en inglés, y de cuando en


cuando se retiraba a sus posesiones, se encerraba en su palacio y se comía a un
niño. No podía abandonar este vicio, porque sus padres y sus ascendientes
habían sido antropófagos. Los comía, al parecer, asados y con frutos del país, y
le producía un poco de vergüenza el hacerlo, no por nada, sino porque se le
figuraba que era dar una muestra de reaccionarismo y de costumbres añejas.

Cuando se aburría de sus huéspedes y de la gente de su corte, porque no


eran bastante graciosos, los envenenaba con arsénico y se reía mucho de esta
broma.

El señor Orejón aseguraba que entre los individuos de la corte del rey
Cataclismo se consideraba una finura escupirse a la cara, y que a él, la primera
vez que le vio, le echó un salivazo entre los dos ojos, y que él contestó haciendo
lo mismo, con lo cual ganó el aprecio del rey negro.

Nunca llegué a saber con exactitud si estas historias del gimnasta eran
auténticas o no; pero dos o tres, entre ellos Silverio Lanza, me dijeron que eran
ciertas, y que Orejón había hecho viajes extraordinarios.

Otro hombre a quien no conocí, pero que me escribió unas cartas


pedantescas, en las cuales me invitaba a cambiar ideas falsas, que, según él, yo
tenía, fue un tipo que había viajado, al parecer, por las regiones inexploradas
del Brasil. Éste, sin duda, se consideraba con cierto derecho a influir en mí y a
aconsejarme, porque había leído en Pernambuco una novela corta mía que, al
parecer, le costó treinta centavos, y con lo cual no estaba conforme.

Como insistía en sus cartas pedantescas y absurdas y en los treinta


centavos que le había costado la novelita en Pernambuco, le dije a una
muchacha de mi casa, que era una paleta de catorce o quince años: «Dile a ese
hombre, cuando venga, que traiga la novela mía y que le devolveré los treinta
centavos, que supongo que serán una o dos pesetas. Así estaremos en paz».

Esto le produjo al brasileño una gran indignación, y me escribió una


carta más pedantesca que las demás, diciéndome que un hombre como yo, que
para cuestiones intelectuales se valía de las criadas, estaba juzgado.

Otro tipo que recuerdo, por lo extravagante, era uno que venía a verme
cuando solía estar en el despacho de la casa editorial de mi cuñado corrigiendo
pruebas y leyendo algunos manuscritos.

Este señor, hombre simpático y absurdo, muy flaco, muy pálido, con
melenas y vestido de negro, era comisionista de vinos y al mismo tiempo autor
de una gran obra filosoficopolítica trascendental. Se llamaba de apellido
Navarrete.

Para quitarle de en medio, mi cuñado y yo le decíamos: «Bueno, bueno;


mande el libro, y ya lo leeremos».

Entonces él empezaba a fantasear, y decía unas cosas delirantes. La obra


suya había producido ya varias muertes y unas terribles divisiones.

La reina regente estaba de su parte; la Compañía de Jesús, en contra; el


rey de Inglaterra esperaba decidirse. Francia quería a toda costa destruirle.

Mi cuñado Caro Raggio le decía con gran seriedad: «Nada, nada,


Navarrete; hay que seguir adelante con la obra y esperar, porque todo llegará.
Ahora mándeme usted media docena de botellas de vino y la cuenta».

El hombre se marchaba tan satisfecho, y volvía a los tres o cuatro meses


con sus extrañas fantasías.

Otro pájaro raro, que me pareció un farsante, quizá con su fondo de


mitomanía, fue un hombre alto, joven, que se presentó en mi casa, años antes de
la revolución, en compañía de una muchachita. Por su manera de hablar, debía
de ser catalán. Me contó una serie de patrañas, con cierto entusiasmo oratorio.
Era él asiático, según dijo. Hablaba principalmente el finés y el chino, idiomas
que, naturalmente, en España había de encontrar muy poca gente que los
hablara, si es que encontraba alguien.

Se había dedicado principalmente a hacer exploraciones geográficas, y en


todas ellas había tenido éxito; pero las que más habían llamado la atención del
mundo científico eran las realizadas por él en el norte de la Siberia y en el
centro de Australia.

—¡Qué país aquél! ¡Qué cosas más extraordinarias! ¡Qué bosques, qué
ríos, qué vegetación!

—¿Pues qué tiene de extraño? —le pregunté yo.

Como yo le indujera a que diera detalles, empezó a contar disparates


inverosímiles y absurdos con gran seriedad. En el centro de Australia había
hombres que tenían más de dos metros de alto. Los granos de trigo eran casi tan
grandes como avellanas; había monos que hablaban, y él había comenzado a
hacer un diccionario de su lenguaje.

Yo empecé a tomar todo aquello en broma, y el hombre tuvo un


momento que comprendió que yo no creía nada de cuanto decía, y entonces
sacó una cartulina blanca del bolsillo, en donde estaba escrito con pintura negra
este letrero: «Se reciben donativos».

Yo le di unas pesetas, y le dije:

—Cambie usted de repertorio, porque si no, no va usted a tener el menor


éxito.

Él se hizo el desentendido, y habló de que había estado en algunos


puntos de África; pero no pudo demostrar que supiera ni la geografía que sabe
un chico, y se marchó defraudado.
IX

Don Alejandro tenía un empleo modesto. Era amigo de una familia vasca
venida de América, y el jefe de ésta había sido condiscípulo en la infancia de mi
padre. Amigo de los dos, era un tipo atrevido llamado don Eugenio, hombre
audaz que entraba en todas partes y hablaba con todo el mundo, interpelaba a
los políticos, contaba el desarrollo interior de las crisis y de los acontecimientos
más secretos, y parecía reírse de todo con unas carcajadas estruendosas.

A don Alejandro, que ya tenía cuando yo le conocí más de sesenta años,


le llamaban con un diminutivo vasco. Alejandrocho; es decir, Alejandrito. Don
Alejandro fue uno de los que se sublevaron con Villacampa, y tuvo que estar
fuera de España algún tiempo, y fue muy amigo del capitán Casero.

También era de los que habían sentido su sangre arder, como ese capitán,
y quería romper las cadenas de España.

Estaba, como se ve, dentro del lugar común, romántico de la época.

Don Alejandro o Alejandrocho, que se había dejado prender tontamente


en las calles de Madrid el día del levantamiento de Villacampa, contaba muchas
historias, que él consideraba interesantes, y que no siempre lo eran, y otras que
tenía por vulgares y a mí me parecían más divertidas.

Una vez nos habló de una discusión terminada en riña, que había tenido
en la calle de Fuencarral, a las dos de la mañana. Alejandrocho era partidario de
Ruiz Zorrilla, y defendía a su jefe de los ataques de los salmeronianos y
pimargallistas. Esa madrugada, en la plazoleta delante del Hospicio,
Alejandrocho se puso a discutir con pasión con un correligionario
antizorrillista. Llevaban ya una hora de charla apasionada, cambiándose
argumentos, siempre los mismos, cuando un transeúnte, trasnochador como
ellos, y al parecer de espíritu moderado, se les acercó y les dijo con finura:

—Deben ustedes cesar en su discusión, porque ambos tienen parte de


razón, y debían de serenarse y marcharse cada cual a su casa.

Entonces Alejandrocho, mirando al señor fieramente y empuñando el


bastón con violencia, le dijo al hombre de espíritu moderado:

—Y a usted, señor mío, ¿no le han dado nunca dos palos por intruso?

Cuando le oí contar esa escena nocturna, que él consideraba seria y


trascendental, me produjo a mí gran risa, y al quedarme solo estuve riendo a
carcajadas.
X

De algunos tipos no me ha quedado en la memoria más que una silueta


vaga y sin detalle, recordada por alguna circunstancia extraña o por un final
dramático.

El señor Floranes era uno de esos tipos que me vienen a la imaginación.


Yo le conocía de los Jardines del Buen Retiro. Era alto, flaco; según decían, debía
de ser muy viejo. Algunos aseguraban que debía de tener más de ochenta años.

Llevaba el pelo y el bigote teñidos, vestía de negro, los pantalones muy


estrechos y con arrugas, la levita entallada, los zapatos también estrechos, de
tacón alto, y con frecuencia, o casi siempre, sombrero de copa de forma antigua,
con las alas anchas. Gastaba un bastón retorcido y adornado. Un francés
hubiera dicho que se parecía algo a un muscadín del tiempo del Directorio;
recordaba también a un viejo currutaco del tiempo de Espronceda o de
Mesonero Romanos. Parecía salido del libro Los españoles, pintados por sí mismos,
o de las Escenas matritenses.

Solía pasear solo por la pista de los Jardines del Buen Retiro, como una
sombra de otra edad, con un aire enfurruñado y desafiador. Se sentaba también
solo en un palco del teatro a oír ópera, opereta o a ver algún baile que se
representaba en el escenario.

El Marqués, amigo mío, le saludaba, y él contestaba con gran


solemnidad. Al último, le saludábamos los que acompañábamos al Marqués, y
él respondía muy ceremoniosamente.

El señor Floranes solía pasear con frecuencia algunas tardes en Recoletos


y en la Castellana en un break con cuatro caballos, llevando él las riendas y un
lacayo en el banco de atrás de sombrero de copa y con los brazos cruzados.
Algunas veces le acompañaba una señora gruesa y teñida de rubio.

Un día supimos con asombro que Floranes había matado a un señor en el


paseo de la Castellana. Bajó del coche, se acercó al caballero, le disparó dos o
tres tiros de pistola y lo dejó muerto.

Hablaron los periódicos del hecho, pero sin grandes detalles. Se dijo que
Floranes tenía negocios complicados de compraventa en un piso bajo de la calle
del Barquillo. Esto debió de ocurrir poco después de la guerra con los Estados
Unidos. Del asunto no se ocuparon apenas los periódicos. No recuerdo cómo se
llamaba el muerto. Tengo una idea vaga de que tenía un apellido compuesto,
como García-Ledesma.
El señor Floranes fue juzgado y condenado a presidio, donde pasó seis o
siete años, y murió en la cárcel.

Unos años después estábamos cuatro o cinco aficionados a la literatura


en el antiguo Café de Fornos, charlando cerca de uno de los ventanales que
daban a la calle de Alcalá. Serían entre las doce y media o la una de la noche,
cuando se oyó cerca un tiro.

«¿Qué habrá pasado?»

Salimos a la calle, y vimos al lado de los raíles del tranvía a un hombre en


el suelo, un grupo de ocho o diez personas, que iba engrosando por momentos,
alrededor del caído, y un tranvía parado.

Vinieron unos guardias y levantaron al hombre, que estaba muerto, y le


condujeron por la calle de Peligros. Dijeron que se lo llevaron a una casa de
socorro de la calle del Caballero de Gracia.

Quedamos algún tiempo allí esperando en calidad de papanatas. La


gente curiosa se dispersaba. En el tranvía, que había aguardado que el grupo de
personas desalojara el centro de la calle, se tocaba el timbre para que le dejaran
pasar. Por último, lo consiguió.

En esto, el cobrador del tranvía vio en el suelo un bastón negro con puño
de plata que había quedado allí, cerca de los raíles, y que, sin duda, era del
muerto. Bajó al arroyo, cogió el bastón, tocó repetidas veces el timbre y el
tranvía se fue.

El hombre muerto era hermano del que años antes había matado el señor
Floranes.

Los periódicos dieron la noticia, pero también con pocos detalles, y creo
que no se supo con exactitud la causa de este homicidio. Probablemente se
trataba de cuestión de dinero y de préstamos.
XI

Muchos otros atentados y homicidios hubo en aquellos días y en los


posteriores, y algunos suicidios; pero entre éstos ninguno llegó a producir tanta
sorpresa como el de Vales Failde, que vivía en el barrio de Argüelles, en una
casa bastante próxima a la mía, en la calle de Martín de los Heros. Solía yo ver a
Vales Failde en la plaza de España con alguna frecuencia, y en la feria del libro,
próxima al Jardín Botánico. Parecía hombre sonriente y amable, que hablaba
con los vendedores y bromeaba con ellos. Había escrito una obra histórica sobre
la primera mujer de Carlos I de España y V de Alemania, la emperatriz Isabel, y
la publicó en Madrid en 1917.Don Javier Vales Failde, a quien yo no conocía
más que de vista, parecía que era hombre de talento. Era gallego, no sé de qué
pueblo. Failde es una aldea de la provincia de Pontevedra.

Vales Failde fue canónigo penitenciario de Tuy, rector de la Universidad


Católica, y había publicado, además de obras de historia, otras de crítica y de
literatura sobre Federico Ozanán, Rosalía de Castro y Ernestina Miguel de
Villena. También escribió un libro en francés acerca de la protección a las
muchachas pobres en España.

Disertó y publicó algunos opúsculos sobre la crisis de la familia obrera y


las causas canónicas para el divorcio.

Por lo que se contó unos años antes de la dictadura, en un salón hacia la


calle de Hortaleza, se daban conferencias pedagógicas, sociales, para mujeres, y
las dirigía el rector de la Universidad Católica de Madrid, que era un cura
catalán.

A este cura catalán le nombraron obispo de Barcelona, y entonces le


sustituyó en el cargo de rector de la Universidad Católica y en el de
conferenciante del Círculo de Estudios Femeninos don Javier Vales Failde.

Al parecer, las lecciones de Vales Failde tuvieron un gran éxito y al poco


tiempo la clase no bastaba para las que acudían a oírle. Éstas eran de todas las
categorías sociales, desde damas de la aristocracia hasta obreras.

Luego se dijo que Vales fue confesor de palacio, que tenía influencia en la
Casa Real, y se añadió que iba a ser nombrado obispo de Sión. Naturalmente,
todo esto se supo pasada la tragedia.

Probablemente, a pesar de su aspecto jovial, Vales Failde era un


neurasténico.
El nombramiento de obispo le tenía, al parecer, excitado y nervioso; no
recuerdo bien, pero creo que esto ocurría en el último gobierno parlamentario
de la monarquía de Alfonso XIII, antes de la dictadura de Primo de Rivera; era
presidente García Prieto. Vales Failde preguntó varias veces a la presidencia,
que estaba en el paseo de la Castellana, si su nombramiento se había firmado, y
le contestaron que no. Un día de fiesta fue a la presidencia a hablar con el
subsecretario, que era Tomás Elorrieta. Éste le dijo: «Aquí está todo lo que ha
firmado el presidente antes de sus vacaciones. Veamos si está su
nombramiento».

Vieron todos los documentos uno por uno, y no estaba el suyo.

Vales Failde fue a su casa, y con una navaja de afeitar se cortó el cuello y
quedó muerto. Se habló de esto mucho y se hicieron mil comentarios. Valle-
Inclán forjó una serie de historias misteriosas sobre el caso de Vales Failde,
algunas muy pintorescas.
XII

Entre los bohemios madrileños había muchos que eran bastante


insignificantes. Uno de éstos era el que se firmaba Dorio de Gadex, pobre diablo
llorón, que no tenía ningún talento. Éste se llamaba de apellido Rey Moliné; era
gaditano, hablaba de una manera aparatosa, echándoselas de hombre de gran
cultura, y no sabía nada de nada. A veces le decían frases duras, burlonas, que
le hacían llorar, cosa que era poco agradable de ver. Después, este Dorio de
Gadex se casó con una mujer ya vieja, que decían que tenía dinero, e iba a los
teatros con ella y se las echaba de elegante y no quería hablar con sus antiguos
conocidos.

Luego, al parecer, volvió a la miseria, y, por lo que dijeron, poco después


se murió.

Había otros varios pseudobohemios de otra clase, un Jesús de Amber,


hijo de un fondista santanderino, que tenía también poco de original.

Éste solía ir a la redacción de El Globo cuando yo estuve como jefe de ella.

Jesús de Amber hablaba de sus proyectos; pero no creo que hiciera nada
que valiese la pena.

Julio de Hoyos debía de tener algún parentesco o gran intimidad con


Pedro Luis de Gálvez, y andaba mucho con él. Hoyos publicó una novela de la
vida lamentable de un niño, novela que se llamaba Los ojos del lazarillo, y luego
adaptó al teatro una obra de Unamuno, Nada menos que todo un hombre, que tuvo
éxito, y que a mí no me gustó nada.

En un pueblo de Levante, donde estuve yo invitado a leer unas cuartillas,


conocí a un señor pintoresco que vivía en una casa de campo. Me llevó a ella en
un automóvil destartalado, y se lamentó en el viaje de que en los alrededores de
su hotel estuvieran derribando los árboles. Decía que el labrador del país tenía
odio al árbol, en lo que yo estaba conforme. Al entrar dentro de su finca, lo
primero que noté fue que, a orilla de un arroyo, lo menos doscientos árboles de
su propiedad acababan de cortar, al parecer para venderlos.

Este señor tenía un despacho que parecía de uno de los propietarios


pintados por Gogol en sus Almas muertas; todo estaba allí estropeado e inútil.
Tenía un teléfono y un gramófono que no funcionaban, una máquina
registradora que tampoco marchaba y libros y papeles que estaban cubiertos de
polvo. Me dijo que comeríamos de una a una y media, y cuando nos pusimos a
comer eran ya cerca de las seis. Este hombre absurdo había estado en América,
y contó una serie de extravagancias raras. Él y sus amigos formaban como una
compañía que se dedicaba a las mistificaciones y a las bromas.

Tomaban parte en el Carnaval, organizaban comparsas e iban a los


entierros de los negros y a las funciones de brujería, y para ellos todo era
broma.

De otros tipos curiosos recuerdo que no tienen para mí más que siluetas
vagas.

Mujeres raras y fantásticas he conocido varias, pero no tantas como


hombres. Algunas de las más extravagantes me escribieron, y no las llegué a
ver. Una de éstas se firmaba en sus cartas la Namouna. Namouna es la
protagonista de un cuento en verso de Alfredo de Musset, en donde se trata de
una mujer que quiere conquistar a un príncipe árabe seductor llamado Hassan.

La Namouna de Madrid, a quien yo no vi nunca, me escribía cartas


largas y retóricas, me enviaba corbatas hechas por ella, me decía que al día
siguiente aparecería en mi casa, y no apareció nunca. Se contaba de esta señora
que se había desafiado hacía años a espada francesa en la Casa de Campo con
una mujer por rivalidades amorosas, y que había quedado ella herida en un
brazo, y que a la noche siguiente se presentó en un palco del Teatro Real con el
brazo vendado.

Otra señora me escribía con alguna frecuencia; ésta firmaba Margarita de


Austria y de Toscana, y me indicaba que le contestara a otro nombre vasco a
una casa de una calle de Sevilla.

Muchos años después, en París, conocí a mujeres bastante originales, de


las que he intentado dibujar su silueta en una novela mía titulada Laura, o la
soledad sin remedio.
XIII

Hace años marchaba en el tranvía eléctrico desde Suoz, pueblo próximo a


Saint-Moritz, a tomar el tren de Coira para volver a Basilea, cuando entró en el
vagón un señor de aire petulante y orgulloso. Miraba a derecha e izquierda con
cierto empaque, como hombre seguro de su importancia. Como yo no mostraba
ninguna curiosidad ni ningún deseo de entablar conversación, me preguntó si
era ruso. Le dije que no, que era español.

—¡Hombre! También yo soy español.

Por este motivo hablamos.

Me pareció un tipo fantástico, que mentía con descaro; pero era


entretenido. Había estado, según él, en Norteamérica de asesor de una casa
neoyorquina, a la que proporcionaba planos y proyectos industriales y técnicos.
Había hecho unos proyectos para la resolución de la cuestión económica
europea, y Clemenceau, Briand, Lloyd George y otros habían reconocido el
valor de sus proyectos.

Al llegar a Basilea me dijo: «Venga usted a verme».

Y me dio una tarjeta, que decía: «El Canciller Mayor de Castilla. Hotel
Euler».

Fui por curiosidad. Vivía en uno de los grandes hoteles de la plaza de la


Estación, en compañía de una muchacha austríaca de aire estupefacto que
parecía cazada a lazo.

El señor del tren me recibió con grandes extremos, y habló de todo.

En su conversación se mostró enemigo de los suizos, que eran, según él,


unos pobres miserables y mezquinos que estaban cometiendo con una persona
de su categoría intelectual y social desatenciones e indelicadezas horribles.

—No les perdonaré nunca —exclamaba—. He de hacer temblar a Suiza


entera bajo mis pies, tendrán que pedirme perdón de rodillas.

Me despedí de aquel señor, que me daba la impresión de un farsante, y


de la austríaca de aire alelado que le acompañaba. Al pasar por el buró, el
encargado del hotel me saludó y me preguntó si conocía al huésped con quien
acababa de hablar. Le dije que le había visto por primera vez el día anterior en
el tranvía de Saint-Moritz, y que me había escrito que fuera a verle; pero que no
le conocía de otra cosa.
El encargado me enseñó la tarjeta del individuo aquel, igual a la que me
había enviado a mí, donde no ponía su nombre, sino que decía: «El Canciller
Mayor de Castilla».

—¿Qué cargo es ese de canciller mayor de Castilla? —me preguntó el


empleado del hotel.

—No lo sé —le dije—, no lo he oído nunca.

—¿Usted es español?

—Sí.

—¿Y no hay un canciller en España?

—No. En España no hay un canciller al frente del Estado, como en


Alemania. Creo que hay cancilleres en los consulados; pero eso debe de ser un
empleo burocrático de poca importancia.

—Entonces, ¿usted supone que este señor es un aventurero?

Esto me preguntó el suizo, como si yo tuviera la culpa de ello.

—Yo no lo sé, ni me importa. No le conozco a este individuo. Yo no voy a


responder de los españoles que anden por el mundo.

—Nos ha fastidiado. Lleva más de un mes en el hotel, y no paga.

Al día siguiente, el canciller mayor de Castilla me mandó una tarjeta


llena de títulos sonoros, invitándome a tomar el té con él. Yo le contesté con otra
tarjeta, dándole las gracias y diciéndole que me marchaba de Basilea.

No supe a punto fijo quién era este hombre. Alguno me dijo después que
debía de ser un tal Saturnino Jiménez, catalán, que escribió en el periódico El
Mundo, de Santiago Mataix, hace más de cuarenta años, desde Constantinopla,
y luego un libro sobre Oriente. De este señor me aseguraron después que había
muerto en París, en un convento, y que había sido protegido por Cambó.

Con seguridad, no podría asegurar si era él o no; era de estos tipos


aparatosos del Mediterráneo que a mí no me han interesado nunca nada.
XIV

Don Álvaro era un hombre romántico y entusiasta de la arqueología y de


las catedrales. Vestía siempre de negro, usaba quevedos con una cinta ancha y
negra, corbata de plastrón y marchaba siempre un poco torcido.

Apareció en mi casa, no sé con qué pretexto, allá a principios del siglo, y


le habló a mi madre, contándole sus grandes desventuras. Al parecer, le decía:
«Estoy en la miseria. Mi hermana, que es un ángel, vive conmigo en una casa
inmunda de las Cambroneras. Figúrese usted qué horror».

Mi madre le dio algún dinero, y después se acostumbró a venir a mi casa


con cierta frecuencia.

Contaba sus dificultades, y explicaba al mismo tiempo los méritos que él


tenía. Era doctor en derecho y en teología, de familia aristocrática emparentada
con condes, marqueses y dignatarios de la Iglesia.

Don Álvaro era un místico y un poeta, según él.

Hablaba de una manera patética y lacrimosa.

—Mire usted —decía, y se desabrochaba la chaqueta—, no llevo camisa,


voy vestido como un mendigo.

Después ya me sableaba con cierta periodicidad. Conmigo no hacía tanta


gala de sentimentalismo ni se dedicaba al folletín. Yo le decía para echármelo de
encima:

—Bueno; yo tengo prisa.

Y le daba un duro, y me marchaba.

Como él, sin duda, calculaba bien la resistencia que podían tener las
personas a quienes sableaba, dejaba un espacio de tiempo de veinte días o de un
mes en presentarse en las casas.

Un día me dijo Valle-Inclán que tuviera cuidado con aquel hombre,


porque no se contentaba con sablear, sino que se llevaba todo lo que podía de
las casas.

Se había llevado de una biblioteca pública varios libros curiosos.


Como el mundo es tan pequeño, una criada nuestra, al ver a don Álvaro,
me dijo:

—A este hombre yo le conozco.

—¿Y de qué?

—Este hombre era el pretendiente de una señorita de una casa en donde


estuve yo hace año y medio.

—¿Y le hacía caso su señorita?

—Verá usted lo que pasó. Ese señor había visto a la señorita en la iglesia,
y le escribió varias cartas, y ella, al parecer, le contestó. Entonces, otra muchacha
de la vecindad me dijo a mí: «Oye, a ese pretendiente de tu señorita le han visto
comiendo en un figón con unos mozos de cuerda y otra gente muy pobre».
«¿De verdad?» «Sí. Cuéntaselo a tu señorita.» Se lo conté, y se acabó el
noviazgo.

Unos días después vino don Álvaro a mi casa de la calle de Mendizábal


con la intención plausible de sacarme el duro quincenal o mensual con
arrumacos y con adulaciones.

Entonces en mi casa teníamos sólo dos pisos habitados: en el entresuelo,


un salón bastante grande y varios cuartos más, y en el principal, las otras
habitaciones y las alcobas.

El sablista entró en el salón del entresuelo. Era la hora de comer, y yo, al


bajar y encontrarme con don Álvaro, le advertí: «Hoy tengo prisa, espéreme
usted un momento».

Subí, bajé después, despaché el asunto, y al volver a subir recordé lo que


me había dicho Valle-Inclán, y pensé: «A ver si este tipo se ha quedado con
algo». Bajé de nuevo, eché un vistazo, y un cofrecito pequeño que parecía de
plata había desaparecido de encima del mármol de la chimenea.

La muchacha me dijo: «Al entrar ese señor me ha advertido: “Abra usted


el balcón, porque no veo bien”».

Sin duda, entonces echó el guante al cofrecito, que no sé si era de plata o


de latón plateado.
Después, el hombre pareció mejorar de situación. Se casó con una
señorita que vivía en una casa próxima, medio convento de un régimen
semirreligioso.

A estas señoritas, las llamaban entonces, no sé si ahora, señoras de piso.

Don Álvaro después me saludaba y me paraba en la calle. Me


preguntaba qué pensaba de la política nacional y mundial.

A mí me daban ganas de decirle: «¿Y qué hizo usted con el cofrecito


aquel que se llevó usted de mi casa?».

Después me contaron otra faena que hizo con un vecino de la misma


calle donde yo vivía. Cerca de casa habitaba un señor que tenía un cargo
diplomático, y que, sin duda, pretendió aparecer como autor de un libro
histórico-místico-religioso.

Alguno le dirigió para que le hiciera este trabajo a don Álvaro, y don
Álvaro, al parecer, le pidió mil pesetas por entregarle un libro que firmaría el
diplomático, mi vecino. Esto pactaron y lo hicieron. El señor con el cargo
diplomático publicó su libro, y se habló de él, al parecer, con elogio.

Don Álvaro entonces escribió una carta pidiéndole algunas pesetas más
de lo acordado. El diplomático se las dio a regañadientes, y don Álvaro, no
contento con esto, volvió a pedir más dinero a mi vecino. El diplomático se negó
terminantemente a ello, y don Álvaro entonces le comunicó que casi
íntegramente el libro que había firmado estaba copiado de otro que había
publicado él antes, y que si no le daba el dinero lo diría así en los periódicos,
acusándole de plagiario.

El diplomático entonces recogió la edición y le prendió fuego.

Tiempo después, estando don Álvaro casado, y al parecer en buena


posición, le encontré una noche en la redacción de El País, adonde fui a ver al
cura Ferrándiz a preguntarle algo sobre cuestiones de Roma. Era a primera hora
de la noche, y estuvimos en la sala de redacción Ferrándiz, Pey Ordeix, don
Álvaro y yo.

El grupo era pintoresco; Ferrándiz, cura renegado por entonces, de aire


de mal humor y vestido de negro y con gafas ahumadas, y don Álvaro, vestido
elegantemente con corbata de plastrón, chaquet y unos quevedos con una cinta
gruesa y negra.
Ferrándiz estuvo amable conmigo y con Pey Ordeix; pero a don Álvaro le
trató muy ásperamente, a pesar de sus sonrisas y zalamerías.

Cuando vio que el juego no le daba resultado, don Álvaro se fue;


Ferrándiz me dijo de él que era un golfo sin escrúpulos, que anduvo durante la
juventud en la tertulia de Cañete, tertulia de gente indeseable por muchos
conceptos, y que se llevaban libros de las bibliotecas públicas y de las casas de
los particulares. Por este tiempo, don Álvaro, según Ferrándiz, se había casado
con una muchacha con capital y la explotaba con arte.

Después le veía yo a don Álvaro por las mañanas en el paseo de Rosales,


y me hablaba siempre de obispos y arzobispos que eran amigos suyos, y de sus
facultades oratorias.

Siempre trataba de puntos de teología y de arquitectura de catedrales.

Al último, don Álvaro estaba un poco grueso, vestía siempre de negro,


llevaba corbatas vistosas y un anillo de oro sobre el guante. Andaba como de
lado, seguido de su mujer. Un conocido decía que al marchar parecía como si se
arrimara a una tapia a mirar lo que pasaba en la carretera.

Algunas veces entraba en la librería de Ontañón, de la calle Ancha, y


preguntaba a nuestro amigo Cayo, el encargado de ella:

—¿Tiene usted tal obra de don Álvaro X, el académico?

—No.

—¿Es que no se venden sus libros?

—Sí se venden; pero es que sus obras, por ahora, se han agotado.

—¡Ah, vamos! Porque yo soy el autor.

—¡Ah, ya!

Don Álvaro era galante con su mujer.

En la fonda de una ciudad próxima, naturalmente con catedral, durante


la comida le indicaba en la mesa a su querida esposa que recogiera un objeto
cualquiera en el cuarto, y mientras tanto le sacaba del plato algún manjar, algún
trozo de carne o una croqueta y se lo comía él.

Siempre romántico el tal don Álvaro.


Después de la guerra, el hombre adquirió una enfermedad, y un día de
invierno muy frío quedó en un estado tan grave, que hubo que trasladarle a una
clínica.

En la clínica murió al poco de entrar en ella.

Al parecer, el día de su muerte era el día de Inocentes, y el salón de la


clínica lo habían arreglado para una fiesta infantil, y a don Álvaro no le
pudieron llevar en su ataúd al salón, y le colocaron en un descansillo de la
escalera.

Este hombre tan pomposo, si hubiera sabido de antemano este final tan
poco solemne, hubiera llorado de tristeza.

Al día siguiente, un amigo fiel y amigo también mío que le visitaba y le


consideraba como un hombre romántico y puro, al saber dónde había muerto,
fue a la puerta de la clínica por la mañana a asistir a su entierro.

Era un día de nevada y de mucho frío.

El amigo se presentó en la clínica, y después esperó en el portal Para ver


si llegaba alguien. No vino nadie. A las ocho o nueve de la mañana se presentó
el coche mortuorio.

El amigo esperó a ver si pasaba algún auto; pero como no pasaba


ninguno, se dirigió al chófer del coche fúnebre y le dijo:

—En el caso de que no venga ningún taxi, ¿a usted le importaría que


fuese yo en el coche fúnebre al cementerio?

—A mí, nada. Si usted quiere venir, le llevaré con gusto.

—Bueno, pues si no viene ningún auto, aprovecharé su invitación.

Poco antes de sacar el féretro a la calle, se presentó un taxi con el


carbonero que le servía a don Álvaro, y el carbonero bajó y le dijo al amigo: «Si
usted está esperando un automóvil, probablemente no vendrá; si quiere usted,
iremos juntos».

El amigo encontró bien la proposición, y los dos fueron al cementerio a


acompañar al romántico don Álvaro, tan aficionado a todas las pompas
mundanales, y que había acabado de una manera tan mísera.
XV

Hacia 1913 estuve yo una temporada bastante larga en París.

Nos reuníamos en varios cafés del bulevar Saint-Michel. Uno de ellos era
La Taberna del Panteón, que ha cambiado de nombre; el otro, no sé si sigue
todavía, se llamaba La Source. Ya no había por entonces, como en 1899 y 1905,
autógrafos de Paul Verlaine en los escaparates de las tiendas y de los
restaurantes, que se vendían a tres y cuatro francos; ya por esta época se
empezaban a cotizar más caros, y, sin duda, se guardaban. En La Taberna del
Panteón, donde solía haber bastantes mujeres de vida airada, se producían con
frecuencia riñas. Recuerdo de dos mujeres, las dos altas y de gran aspecto, que
se desafiaron allí mismo, sacaron las agujas largas que llevaban sujetando el
sombrero, y se acometieron con una furia extraordinaria.

Los contertulios estaban espantados, y únicamente un mozo de café, con


unas servilletas en la mano, llegó a quitar a una de las mujeres la aguja que
esgrimía, y otros dos mozos detuvieron por los brazos a la otra, que parecía
dispuesta a clavar a su compañera.

Entre las personas que se reunían conmigo estaban Javier Bueno,


Cervigón y los pintores Penagos, Arriarán y algún otro. También solía ir un
alemán españolizado, Frowein Alba, que había sido secretario de Díaz de
Mendoza, y que en este tiempo, anterior a la guerra del 14, creo que era
confidente de los alemanes. En el Café de Flora veía casi todos los días, como he
contado, a don Nicolás Estébanez, y algunas veces a Marius André, que era
hombre poco amigo de conversaciones, y que solía estar en su mesa leyendo
siempre revistas y periódicos. En 1937 o 38 conocí a la hija de André en el
estudio de una pintora polaca.

Entre los jóvenes españoles que iban a los cafés del Barrio Latino había
un muchacho que decía que era pintor, de aire muy distinguido. Se llamaba
Alfredo.

Yo le había visto antes en Madrid, que iba al museo con una carpeta al
brazo. Era esbelto, delgado y fino. Después le vi en París, que andaba hecho un
dandy, con los ojos y los labios pintados, en compañía más que sospechosa.

A pesar de su tipo ambiguo, tenía gran éxito con las mujeres, pero estaba
ya decaído. Alfredito, al parecer, había caído en París en las garras de algún tipo
de burdel de los que explotan hombres y mujeres, y que la gente del hampa
llamaban les tantes.
Yo había hablado con el joven español, que tenía una tendencia al
sentimentalismo un poco desagradable. Era un caso como el del Luciano de
Rubempre, el personaje de Balzac; pero de un Rubempre más débil y con poco
talento.

Laurent-Tailhade había hecho unos versos satíricos sobre los escritores


de su tiempo:

Bourget, Maupassant et Lotti

se trouvent dans tous les garnis:

on les offre avec le rôti.

Había un soneto que se llamaba «Troisième sexe», del mismo autor, y


hablaba de Les tantes peuple hilare et nocturne.

Y que comenzaba así:

En veston gris, en chapeaux mous, par les quinconces,

avec des mouvements câlins et paresseux,

rôdent les icoglans parisiaques, ceux

o Prudhomme, qu’au feu céleste tu dénonces.

Dos o tres años después estuve yo en Barcelona con Lerroux, Albornoz y


el doctor Salillas, y se nos llevó al hotel Colón, de la plaza de Cataluña,
entonces, creo, el hotel más elegante de la ciudad.

El segundo o tercer día estaba en el salón del hotel esperando a alguien,


cuando el mozo me trajo una tarjeta en una bandeja de plata.

«Este señor, que quiere hablarle.»

En la tarjeta había una corona y debajo decía: «El Marqués de


Montenegro».

Me chocó el título, que me pareció un poco de novela de Pérez Escrich o


de Luis de Val. El marqués de Montenegro era el dandy de París. Estaba el joven
radiante de elegancia, pantalón claro, chaquet más oscuro, corbata azul, zapatos
con botines y guantes claros.
Venía a saludarme y a decirme que se hacía llamar marqués, y que no le
descubriera indicando su verdadero nombre.

—No, no; puede usted estar tranquilo —le dije yo—. Si le veo, le llamaré
a usted marqués.

—No le pido tanto.

—¿Y qué hace usted aquí?

El pseudomarqués me dijo que tenía una intriga amorosa y que quizá de


ella dependiera su porvenir. Yo sabía que empleaba malos procedimientos; pero
no podía hacer otra cosa. Iba el dandy camino del sentimentalismo, matiz de su
personalidad un poco desagradable.

El joven, que se las daba de pintor que no era pintor, hablaba de sus
amigos (probablemente homosexuales) como de tipos exquisitos, de una gran
bondad y capaces de los mayores sacrificios. A mí nada de esas cosas me
chocan.

Ahora André Gide llama en su último diario a esta clase de personajes


«los uranistas».

Puede ser que esos tipos anormales lleguen alguna vez a una gran
bondad, como llegan con frecuencia a una perversidad y a una bajeza inaudita.

Pepito Zamora hizo una novela sobre esta clase de gente, que se llamaba
Los cabritos.

Los cabritos, dentro de su cinismo, era un libro que tenía gracia. A nuestra
casa editorial mandó esta novela por si se quería publicar. No lo quisimos. No
sé si luego se publicaría por algún otro editor, y si se publicaría íntegra.

El libro de Zamora era muy divertido y muy cómico. Allí aparecían todos
los amigos suyos de Madrid, caracterizados con mucha gracia. Esta cuestión, en
el fondo, es muy triste; pero todo se puede caricaturizar y de todo se puede reír.

Volviendo al pseudomarqués, iba el dandy camino del sentimentalismo,


matiz de su personalidad un poco desagradable, cuando uno de los conocidos
míos se me acercó, y el supuesto marqués se despidió y se fue. Le vimos
después desde el ventanal del hotel tomar un automóvil.

—¡Caramba, qué tipo! ¿Quién es este hombre? —me preguntó el señor


catalán.
—Es un joven marqués.

—Ya se nota que es de la aristocracia.

Años más tarde, un periodista amigo me contó que el falso marqués de


Montenegro tenía un tenducho de antigüedades en Niza y que estaba ya viejo y
triste.

Luego, por lo que dijo uno de su cuerda, de los uranistas, el marqués


vivió en un castillo magnífico de una señora de la aristocracia francesa, y un día
desapareció, y se encontró horas después su cadáver en el río. Se había
suicidado.
PÍO BAROJA (San Sebastián, 28 de
diciembre de 1872 - Madrid, 30 de octubre de
1956). Novelista español, considerado por la
crítica el novelista español más importante del
siglo XX. Nació en San Sebastián (País Vasco)
y estudió Medicina en Madrid, ciudad en la
que vivió la mayor parte de su vida. Su
primera novela fue Vidas sombrías (1900), a la
que siguió el mismo año La casa de Aizgorri.
Esta novela forma parte de la primera de las
trilogías de Baroja, «Tierra vasca», que
también incluye El mayorazgo de Labraz
(1903), una de sus novelas más admiradas, y
Zalacaín el aventurero (1909). Con Aventuras y
mixtificaciones de Silvestre Paradox (1901),
inició la trilogía «La vida fantástica»,
expresión de su individualismo anarquista y
su filosofía pesimista, integrada además por
Camino de perfección (1902) y Paradox Rey
(1906). La obra por la que se hizo más
conocido fuera de España es la trilogía «La
lucha por la vida», una conmovedora
descripción de los bajos fondos de Madrid,
que forman La busca (1904), La mala hierba
(1904) y Aurora roja (1905). Realizó viajes por
España, Italia, Francia, Inglaterra, los Países
Bajos y Suiza, y en 1911 publicó El árbol de la
ciencia, posiblemente su novela más perfecta.
Entre 1913 y 1935 aparecieron los 22
volúmenes de una novela histórica, Memorias
de un hombre de acción, basada en el
conspirador Eugenio de Aviraneta, uno de los
antepasados del autor que vivió en el País
Vasco en la época de las Guerras carlistas.
Ingresó en la Real Academia Española en 1935,
y pasó la Guerra Civil española en Francia, de
donde regresó en 1940. A su regreso, se instaló
en Madrid, donde llevó una vida alejada de
cualquier actividad pública, hasta su muerte.
Entre 1944 y 1948 aparecieron sus Memorias,
subtituladas Desde la última vuelta del
camino, de máximo interés para el estudio de
su vida y su obra. Baroja publicó en total más
de cien libros.
Usando elementos de la tradición de la
novela picaresca, Baroja eligió como
protagonistas a marginados de la sociedad.
Sus novelas están llenas de incidentes y
personajes muy bien trazados, y destacan por
la fluidez de sus diálogos y las descripciones
impresionistas. Maestro del retrato realista, en
especial cuando se centra en su País Vasco
natal, tiene un estilo abrupto, vivido e
impersonal, aunque se ha señalado que la
aparente limitación de registros es una
consecuencia de su deseo de exactitud y
sobriedad. Ha influido mucho en los escritores
españoles posteriores a él, como Camilo José
Cela o Juan Benet, y en muchos extranjeros
entre los que destaca Ernest Hemingway.
Pío Baroja

La intuición y el estilo
Desde la última vuelta del camino - 5
PRÓLOGO LARGO Y DIFUSO

Comienzo a escribir este libro en el hotel María Cristina, de San Sebastián, en un


cuarto grande y demasiado pomposo para mí, que tiene un balcón que da al río.
El panorama, poco teatral, me gusta más que el de la playa, y me parece menos
monótono. La vista domina el espacio entre dos puentes. El de la derecha, el de
Santa Catalina, el más antiguo de San Sebastián, y el de la izquierda, el puente
de Kursaal, con unos farolones grandes de piedra con globos de luz.

El río tiene el aspecto de algunos canales de Holanda. La marea alta que llena el
cauce con sus olas y la baja que va a vaciarlo guardan un ritmo que siempre
parece una novedad.

A veces hay una draga que saca arena y arcilla del fondo del río con sus
cangilones y la amontona en una gabarra, y a veces hombres con las piernas
desnudas, y metidos en el agua, son los que sacan la arcilla a fuerza de brazo y
la depositan en las lanchas largas y negras. Estas arenas arcillosas sirven para
mejorar las huertas próximas.

Las olas que entran en el río con la marea llevan en la superficie una gran
cantidad de sustancia blanca algodonosa que flota en el mar y que parece que es
residuo de fábricas. A veces, toda la entrada de la ría está blanca, otras toma
colores diversos, y una parte está verde oscura del agua salada marina y la otra
turbia y amarillenta que viene del río. Así permanecen las dos masas acuosas
mucho tiempo, con una raya bien marcada que las divide, como si hubiera
algún obstáculo para que se mezclaran. Enfrente, en la orilla derecha, se ve un
malecón con unas casas grandes y otras pequeñas.

Al final de este malecón, hacia el mar, hay un rompeolas con una grúa de
hierro.

La orilla izquierda, adonde da la parte trasera del hotel María Cristina, es


principalmente paseo, y cruzan por ella algunos automóviles.

Al comenzar el temporal, el río se pone oscuro y amenazador, y ya no vienen


las espumas blancas de las fábricas por encima del agua.

Hay unos tamariscos negros en el paseo, que tienen como un plumaje verde de
las ramas que comienzan a salir con la primavera.
Las gaviotas siguen jugando en el aire, evolucionando con su habilidad sobre el
agua. ¡Qué arte para aprovechar el viento favorable y el contrario! ¡Qué energía
y qué instinto!

La vista desde el balcón me entretiene. El ir y venir de las espumas blancas, la


marcha por el río de un montón de paja o de una cesta vieja me produce un
interés momentáneo. También me atraen las nubes de espuma que saltan del
rompeolas y las rayas negras, en el horizonte nebuloso, de las lluvias lejanas.

Un día, en el banco que está enfrente de mi balcón, aparece una mujer gorda, de
cincuenta o sesenta años, con aire pobre; se sienta mirando al río; es decir, de
espaldas a mí. Viste de negro. Debe de ser alguna mujer forastera que quizá no
tiene casa. Saca del bolso un paquete envuelto en papel y un cazo blanco con su
tapa. Come algo que saca del paquete y echa los huesos al suelo. Como todavía
no hay cerezas, supongo que serán aceitunas lo que come. Respecto al cazo o
bote, al principio pensaba que sería de agua; pero no, veo que es de vino.

Algunas veces, algún chico se le acerca a esta mujer, y veo que ella se incomoda
y le riñe. Abro el balcón, y me asomo a él, y oigo a la mujer que dice a los
chiquillos con cierta cólera, en un castellano claro, que los debían llevar a la
cárcel.

Varios días sigue la mujer de negro apareciendo allí y sentándose en el banco y


pasando el tiempo sola, comiendo sus aceitunas y bebiendo el vino del bote.

Una tarde se le acercan dos viejas raras, que deben de ser amigas suyas. Se
sientan en el banco. Éstas son dos viejas de aquelarre. Una lleva una falda clara
y el pelo blanquísimo. La mujer del banco se levanta y comienzan las otras a
peinarla. Las tres parecen brujas. Si alguno se acerca, toman una actitud
humilde e indiferente. Esta reunión sigue cinco o seis días.

Una mañana que estoy leyendo advierto que delante del balcón de mi cuarto, y
al lado del banco donde se sienta la mujer, hay un grupo de personas. Supongo
que será algún pescador que está entre las peñas, y sigo leyendo. Luego oigo un
rumor, y me asomo al balcón, y veo unos bomberos y una escalera. Me pongo
mi gabán y salgo al paseo a ver qué ocurre. Hay un círculo de personas.

—¿Qué es lo que pasa? —le pregunto a uno.

—Que han visto un hombre muerto en el mar, y han venido los bomberos y le
han sacado.

—¿Y está ahí?


—Sí, está ahí. Probablemente es algún marinero que habrá caído de un barco.

El cuerpo está tapado con un hule, y no se le ven más que los pies desnudos. Da
todo una impresión de tristeza.

Al día siguiente, la mujer de negro sigue sentada en su banco y tirando los


huesos de las aceitunas al suelo.
II

Los años pasados, en los días de abril y mayo iba por las mañanas al Retiro,
buscando la sombra ya tibia, y solía ver en el paseo de Coches a una señora de
aire crepuscular que bajaba de un auto de alquiler.

Yo la conocía; no era joven, ni mucho menos; tampoco se había quedado viuda


hacía poco; pero, sin duda, le gustaba vestir de negro y tomar un aire
romántico.

Su padre era bibliófilo, y solía ir a las librerías de viejo. Tenía, por lo que decían,
una casa buena y bastantes libros antiguos y raros, y había pertenecido en su
juventud a la diplomacia.

Yo sospechaba si esta viuda otoñal, con su aire romántico, vestida de negro,


acompañada de su perro, buscaría un idilio romántico en las frondas del Retiro;
pero puede que no quisiera más que hacer ejercicio y pasear a su chucho.

No se encontraba a nadie de buen ver a estas horas matinales en el paseo de


Coches; únicamente, algunos obreros que cruzaban el parque partir o volver del
Puente de Vallecas y algunos oficinistas, entre ellos cuatro o cinco alemanes que
marchaban al centro de Madrid, desde la calle de Menéndez y Pelayo o de sus
alrededores, con aire de soldados en formación.

Saludé por entonces a la señora romántica dos veces, y la última vez estuve
hablando con ella. Tenía una voz de teatro. Luego pasó algún tiempo, y cuando
volví a ver a la señora, la encontré acompañada de una muchacha joven,
elegante y de buen aspecto.

Unos días después estaba sentado en un banco de un paseo paralelo al de


Coches, que creo que se llama paseo de Cuba, cuando se me acercaron la señora
y la señorita, y yo me levanté para saludarlas.

La muchacha era sobrina de la dama. Un tipo de mujer perfilada, rubia, de ojos


claros. La señora me presentó a ella. Me dijo que se llamaba Conchita y que
tenía pasión por la literatura.

—¿Escribe usted? —le pregunté.

—Sí, pero poco. Ahora, la verdad, me gustaría dedicarme al teatro.

—¿A escribir comedias o a representarlas?


—A representarlas.

—Para eso habrá que estudiar el oficio, naturalmente.

—Sí, claro es.

—Yo no sé si habrá aquí actualmente buenos profesores de declamación.

—Yo, tampoco. También me gustaría ensayar el cinematógrafo.

—Se comprende. Un éxito en el cine, y ya está la vida resuelta.

—Le advierto a usted que mi sobrina tiene medios de vida suficientes —indicó
la señora.

—Sí, pero me aburro sin hacer nada —dijo la muchacha—. Yo no puedo estar
sin pensar en algo. Para mí, esto es insoportable.

Recorrimos el paseo paralelo al de Coches, volvimos al punto de partida, y,


cruzando la plaza donde está la estatua del Ángel Caído, las dos señoras se
despidieron y tomaron el coche, que las esperaba.

Tardé quince días, o quizás un mes, en volverlas a ver. Al encontrarme con ellas
vi que se paraban, y me acerqué a saludarlas. Hablamos de vaguedades, y de
pronto la muchacha me dijo:

—¿Sabe usted que he leído el primer tomo de sus Memorias?

—¿Ah sí?

—Sí. No comprendo por qué se dedica usted a la chismografía.

—Yo supongo que todas las Memorias son un poco anécdotas y otro
chismografía.

—No; yo creo que una persona con afición por su oficio ha tenido que sacar
alguna consecuencia de su trabajo, y parece lógico que la diga con más o menos
palabras.

—Pues mire usted: yo andaba huyendo precisamente de esa pedagogía.

—¿Por qué? No creo que hay que huir de nada.

—Usted es muy valiente, porque tiene veintidós o veintitrés años.


—No, veinticuatro.

—Bien. Es una edad en que se puede tener cierto heroísmo; pero yo no estoy en
edad de grandezas.

—Entonces no escriba usted.

—Escribe uno sin heroísmo. Usted es muy categórica… Yo he escrito en serio y


en broma ensayos sobre diversas materias, en donde he expuesto mis ideas.

—También ha contado usted muchas vidas ajenas.

—Sí, es cierto; pero entre una cosa y otra hay diferencias siempre grandes; en
las ideas de una persona es más difícil que haya cambios. Se repetirá uno…

—Repítase usted mejorando.

—Para eso no basta el deseo.

—Ensaye usted.

—Me repetiré, aunque dudo que pueda mejorar.

—Por lo menos, ponga usted un paréntesis a la chismografía. Veo que a usted le


produce cierto miedo el teorizar.

—Es un miedo legítimo. Se cae enseguida en las consideraciones y reflexiones


vulgares.

—No caiga usted en ellas.

—No está sólo en la voluntad.

—Haga usted algo claro, sencillo.

—Pero eso es precisamente lo más difícil de hacer. ¡Qué cantidad de párrafos


huecos y de frases más o menos aparatosas hay en nuestros libros modernos
que quieren expresar teorías!

—En los antiguos y en los modernos habrá de eso.

—Sí, seguramente. Por eso es menos expuesto a decir tonterías el escribir algo
concreto y claro.

—No hay que ser prudente.


—¿Usted no lo es?

—Sí, pero estoy deseando dejar de serlo.

—Pues a mí no me importa mucho la prudencia. Lo que no me gusta es


hundirme de lleno en la vulgaridad. Con las teorías está uno muy expuesto a
eso; con la relación de los hechos, no.

—Pero un escritor no va a manejar siempre relaciones de hechos, sino también


ideas, creo yo. El público es eso lo que espera.

—¿Qué quiere usted? El público, el gran público, ya no me interesa nada.

—Pues ¿qué le interesa a usted?

—Unos cuantos amigos un poco solitarios, como yo.

—Me parece un disparate.

—Sí, puede ser. La cuestión es que no se figure el escritor que las palabras
bastan para modificar los hechos, y muchas veces así lo cree, o, por lo menos,
escribe como si lo creyera. Quizá no es posible expresarse de una manera
desapasionada y limpia de intenciones. Hablando de geometría o de química,
puede que no trascienda la simpatía, el patriotismo, la arbitrariedad; pero en
todo lo social, lo arbitrario rige.

—¿Tanto miedo tiene usted de que se note su arbitrariedad?

—Miedo, no; pero ¿para qué descubrir el flanco inútilmente?

No creo que esta señorita, al hablar así, tuviera ningún interés en que yo
escribiera un libro de una clase o de otra; opinaba, probablemente, por pasar el
rato, por mostrarse un poco culta y enterada.

Después he pensado que quizás haya parte del público a quien no guste que se
hable de las personas del tiempo de un modo áspero.

Como yo no he tenido muchos asesores sabios, será cosa de seguir alguna vez a
los pocos que, por lo menos, tienen opinión, mejor o peor, de lo que uno hace; y
así, he pensado abandonar mis relativos provisionalmente y exponer teorías,
para contentar a esta señorita que paseaba en el Retiro con su tía y con su perro.

A la señora la vi hace un mes en la calle. Me dijo que su sobrina había ido a la


América del Sur, y que pasaría allí algunos meses con unos parientes, y luego
marcharía a Nueva York.

—¿Y sigue en la idea de dedicarse al cinematógrafo? —le pregunté.

—Sí.

—Pues a ver si la vemos de gran peliculera.

He formado este volumen, en parte compilación de cosas escritas ya y en parte


de otras nuevas, con cierta prisa. Hasta que no lo vea publicado en libro no me
formaré una idea clara de si vale algo o no vale nada. A algunas personas, esta
inseguridad de criterio les parece una falta. Hay que ver los libros con cierta
perspectiva. Siempre se puede uno equivocar y acertar. Es evidente. Yo ya sé
que la mayoría de esas cuestiones de las cuales hablo en este libro han sido
tratadas con más conocimiento por especialistas; pero, primeramente, no sé en
dónde, y después, creo que el punto de vista del aficionado puede tener
también su interés.
III

A mí me parece una falsedad el axioma filosófico de Descartes «Cogito ergo sum»


(«Pienso, luego existo»).

Nada necesita dar ese giro a su espíritu para pensar que existe. Sabe que existe,
porque oye, ve, anda, tiene sensaciones, etcétera. No echa mano de esta
entelequia para saber que existe.

El abate Galiani era pequeño y grueso, tenía cuatro pies y medio de estatura y
era uno de los hombres más divertidos del tiempo y el ídolo de las damas más
linajudas de París, por su ingenio y alegría. Naturalmente, era napolitano. A
pesar de que le llamaban abate, parece que no era cura. Yo tengo de él dos
tomos de correspondencia, creo que con Madame d’Épinay, llenos de
ingeniosidades. No recuerdo si en el prólogo de ese libro cuenta esta anécdota:

El jefe de policía de París había invitado a Galiani a un gran banquete de


ceremonia. El abate necesitaba una peluca nueva, y la encargó a su peluquero.
Llegó el día de la fiesta y la peluca no llegaba a casa. Un criado fue a buscarla.

El peluquero se excusó: su mujer había estado de parto, el niño había muerto y


su mujer no se encontraba aún bien. No era extraño que el peluquero no
hubiera podido terminar su obra, pero la enviaría por la tarde. El hombre llegó
con su caja, la abrió con cuidado, y dentro se encontró el niño muerto el día
antes.

«¡Dios mío!», gritó el peluquero, llevándose las manos a la cabeza; «los curas se
han equivocado: han enterrado la peluca.»

Una persona siempre puede equivocarse y enterrar una peluca en vez de un


niño muerto; pero no es lo frecuente.

En estas Memorias no se me ha ocurrido ni tergiversar ni mentir. ¿Para qué?


Algunos han dicho: «Hay cosas que no cuenta». A toda persona que se le ocurre
narrar hechos que le parecen característicos y de algún interés prescinde de lo
que considera vulgar y destaca lo raro. Esto es natural. ¿Va uno a destacar lo
tonto, lo cotidiano, lo pedestre? ¿Va uno a decir que ha conocido al señor Pérez,
Sánchez, Martínez? ¿Para qué?

IV
Stendhal decía que la vida a los sesenta años es una aventura. No; a los sesenta
creo que todavía no. Normalmente aún responde el cuerpo. Ahora, pasados los
setenta, como he pasado yo, la vida es una aventura. Es como navegar
constantemente en un barco débil y que hace agua entre escollos peligrosos.

Ya no se confía en nada, y todo hiere: el frío y el calor, la humedad y los ruidos.


La mayoría de las impresiones son desagradables.

Un escritor, aunque cuente con pocos amigos, siempre tiene algún visitante que
va a mirarle como a un pájaro raro, y a veces a hacerle preguntas importunas.
No se comprende por qué se tiene este derecho con un escritor y no se tiene, en
cambio, con un hombre dedicado a otra profesión. Es que se dirá: «El escritor
trabaja para el público». Como dijo Mirabeau, el hombre no puede ser más que
mendigo, ladrón o asalariado, y en los tres oficios o maneras de vivir tiene que
ver y entenderse con los demás.

No nos podemos dedicar exclusivamente al monólogo sin público, ni a la


romanza en la soledad.

No estaba mal el consejo de Miguel de los Santos Álvarez que puso Espronceda
al frente de El diablo mundo. «¡Cantad en vuestra jaula, criaturas!»

Es un consejo plausible para dentro y para fuera de la jaula; lo malo es que, no


satisfechos con eso, nos dedicamos los hombres a asesinar, y a robar, y a
destruir, y creemos que todo eso merece un premio.

¡Qué convicción más extraña!

Al pasar cierto número de años en paz, el vecino de la casa de al lado comienza


a suponer que hay un paraíso para él, y que hay que cambiar el orden de las
cosas y colocarlas en un nuevo orden que ha inventado con toda clase de
detalles.

Cuando, ya ideado su proyecto, se lanza a realizarlo, aunque vea que ni lo


realiza ni es beneficioso, sigue en su terquedad. Entonces, el vecino de enfrente,
colérico, se carga de irritación y le ataca furioso, y si le vence, se dice: «Ahora
pondré yo todo a mi gusto», y empieza a disparatar y a molestar a los demás.
V

En la mayoría de los escritores, pintores, etcétera, yo no he conocido a nadie


que haya acertado por la insistencia en el trabajo. Cuando alguno llega al acierto
ha sido por tener un momento feliz, que el autor no ha podido explicar
satisfactoriamente de qué procedía. Por eso, el escritor y el artista dicen con
frecuencia: «Esto me ha salido bien, o esto me ha salido mal», porque una cosa y
otra le dan la impresión de que algo inconsciente ha intervenido en su obra que
no depende del todo de su voluntad.

Yo no he pretendido ser un erudito. No tenía condición para ello. Ni cultura ni


conocimiento de lenguas antiguas. He tenido que leer por elección rápida. De
obras griegas he leído traducciones, algo de Platón y la Odisea. De autores de
teatro, Eurípides y Aristófanes. De los romanos, el poema de Lucrecio y las
comedias de Plauto.

He tenido paciencia, naturalmente, para lo que creo que es eficaz y valioso, para
lo que a mí me hace efecto, no para lo que no encuentro interesante, no para ir
suprimiendo en un párrafo los ques y los gerundios.

Muchas de las teorías naturalistas basadas en la experiencia, que parecían más


lógicas y claras, fallan. Solamente la matemática antigua queda en la práctica,
porque es, más que un conocimiento de lo exterior, una medida de la manera de
juzgar y de pensar del hombre. Parece que, si sigue así, el hombre llegará a
creer que no se puede saber nada de nada.

Hace años había pedantes que decían con aire solemne: «Esto es verdad, porque
es matemático».

Ahora resulta que lo que es matemático en teoría puede no ser verdad en la


práctica.
VI

Hay en todos los libros de las Memorias que he publicado varias pequeñas
erratas y confusiones. Una de ellas, que me señaló Sebastián Miranda en el
cuarto libro, fue que decía yo que Ignacio Zuloaga vivía, en París, en la calle
Campagne Première, cuando vivía de verdad en la Rué Coulaincourt.

—¿Está usted seguro? —le pregunté.

—Sí; completamente seguro.

—Pues voy a verlo en un plano de París que tengo. Sé que vivía en una calle
que pasa cerca de un cementerio.

—Cierto; del cementerio de Montmartre. ¿Ve usted? La Rué Coulaincourt.

—Es verdad. ¿De dónde he sacado yo entonces este nombre de Campagne


Première?

Dos o tres días después lo recordé. Era que Zuloaga, al hablar de Strindberg, el
amigo de Nietzsche, a quien él conocía, me dijo que le había visto varias veces
en la calle Campagne Première, donde vivía el autor sueco.
VII

El hombre inteligente actual es un descontento, y muchas veces, un angustiado.


La vida no le da el pasto que él espera para ir rumiándolo. Entonces, ¿qué
remedio le queda? Difícil es saberlo. No parece que haya solución para los que
se llamaron o los llamaron intelectuales. En el mundo entero, unos se aíslan,
otros se dedican a la estética y a visitar museos.

Parece que esa variedad de homo intellectualis no tiene porvenir.

Tampoco los sabios de verdad tienen un porvenir halagüeño, aunque vivan en


un mundo más alto. Éstos están quemando la santabárbara, y no parece que
sepan ellos adonde van. Ya el mundo físico-químico de hace cincuenta o sesenta
años, con su seguridad y su solemnidad, se bambolea de tal modo, que produce
el mareo del curioso que se asoma a ese laberinto. Ya hay zonas en donde la
fuerza y la materia parece que no se separan claramente, la luz pesa, los cuerpos
disminuyen de tamaño por la velocidad, los átomos estallan, las líneas rectas no
pueden ser rectas, el espacio y el tiempo van a confundirse en una dimensión
casi idéntica. Para una pobre cabeza cansada, esto es tan abstruso, tan oscuro y
tan disparatado, que el hombre se siente como un gato a quien le atan un
cacharro viejo en la cola.

El mundo se va haciendo de nuevo misterioso para la mayoría de los hombres.


Se creía que se había aclarado algo; pero no hay tal. No lo comprendemos física
ni tampoco espiritualmente. No hay leyes naturales fijas, no hay átomos
indivisibles. Reina el capricho en el mundo inorgánico. ¿Qué será en el
orgánico?
VIII

Un profesor me prestó hace tiempo un libro sobre la teoría de Einstein. Yo no lo


entendí, y se lo dije:

—No lo entiendo, y comprendo que no lo podré entender, porque me pone para


aclarar las teorías difíciles ejemplos matemáticos, con unas fórmulas
complicadísimas, que tampoco entiendo.

—Salte usted los ejemplos —me dijo el profesor.

—Pero cómo, ¿si me los ha puesto para aclararme las ideas, para facilitar su
comprensión?

Por lo que he oído, a un hombre extraordinario, a Einstein, que estaba en un


momento de su creación muy abstraído en la parte física de su teoría, un colega
que conocía sus dudas le indicó que leyera unas obras de matemáticas que
habían aparecido en Alemania y en Suiza; unas matemáticas como caprichosas
no finalistas que él no conocía, y de ellas sacó el instrumento necesario para
metodizar sus grandes hallazgos.

No sé qué realidad tendrá esto. De todas maneras, yo no he conocido a nadie


que haya dado una explicación racional de la teoría de Einstein asequible a los
profanos sin preparación de alta matemática. Quizá no se pueda. Yo creo que
un hombre que haya comprendido a Einstein debe saber explicar sus ideas; por
lo menos, indicar la marcha de su razonamiento, y, al llegar a un punto oscuro,
marcar cómo por un cálculo complicado se llega a una conclusión, y, dada ésta,
seguir adelante.

Einstein parece que demostró que la masa de un cuerpo podía variar por la
velocidad, cosa un poco difícil de comprender a primera vista, a no ser que el
cambio sea sólo pasajero, como el que produce el calor y el frío.

La teoría de la relatividad no se entiende por una persona sin cultura


matemática elevada; ahora, la desintegración del átomo, en parte, sí. En el
fondo, y para el lector, aquí no se llega a más que a alejar el problema de la
constitución de la materia.

Como digo, no he conocido a nadie que haya dado una explicación racional de
la teoría de Einstein, ni siquiera sumaria.

La cuestión de la desintegración del átomo es más fácil de comprender que la


relatividad; que el átomo no sea el elemento indivisible de la materia no tiene
nada de raro. No hay manera de concebir un cuerpo que no sea divisible de una
manera teórica, y si el átomo se divide y se desintegra, no nos puede chocar
nada.

Un Becquerel —de este apellido ha habido varios sabios importantes— fue el


iniciador. Uno de ellos descubrió las radiaciones invisibles que emite el uranio y
los fenómenos producidos por tales radiaciones. De esto se habló al final del
siglo XIX. Las radiaciones impresionaban cintas, placas fotográficas. Después
hubo otro Becquerel, y se habló de éste al mismo tiempo que de Curie y de su
mujer y de las emanaciones del radio y del polonio.

Las etapas principales de la desintegración del átomo las han dirigido Enrique
Becquerel, Curie, Lord Rutherford y Niels Bohr. Becquerel y Curie eran
franceses; Rutherford, neozelandés de nacimiento, y Niels Bohr, danés o sueco.

Al comprobar las radiaciones de los cuerpos, se supuso que la materia se


disgregaba y que los átomos se descomponían, y Rutherford realizó la
descomposición.

Después, esta desintegración marcha a pasos agigantados. La ciencia se aleja


cada vez más del hombre corriente, y las explicaciones que da no se alcanzan
bien.

Según Broglie, no hay acuerdo todavía entre la teoría de los quanta y la de la


relatividad.

«Ninguna solución definitiva puede hoy aportarse al problema de la


reconciliación de la teoría de los quanta y de la relatividad. La teoría de la
relatividad constituye, en suma, el coronamiento de la antigua física
macroscópica, mientras que, al contrario, la teoría de los quanta ha surgido del
estado del mundo corpuscular y atómico. Siendo tan diferentes de origen, no es
nada extraño que su conciliación exija un esfuerzo serio. En la hora tan cercana
del desarrollo tumultuoso de las doctrinas quánticas es natural que esta
conciliación no esté aún realizada de una manera satisfactoria.»

Bohr parece que dio el esquema completo de la estructura nuclear de los


átomos.

Para la intuición de Demócrito, un cuerpo estaba formado por materia, con


grandes espacios vacíos; era como una esponja.

Ahora, el átomo es la esponja, el que está formado por varios elementos. Estos
elementos son materia y fuerza. Pero ¿la fuerza puede existir sin la materia?
La idea de fuerza y la idea de materia son una consecuencia de los sentidos. No
se puede creer que los sentidos nuestros, ni aun la inteligencia, nos den la
realidad absoluta del cosmos. Eso no lo puede dar nada ni nadie.

Esta antigua división clásica de fuerza y materia, salida, evidentemente, de


nuestros medios de conocer, parece que en la realidad no sea tan clara como en
nuestro pensamiento. Puede que con el tiempo no tenga la divergencia que
tiene ahora en el espíritu humano.

Al parecer, según Niels Bohr, cada átomo es un sistema planetario pequeño, y


los electrones giran alrededor del núcleo, como los planetas alrededor del sol.

La comparación no puede ser absolutamente exacta, porque, si los electrones


fueran como los planetas, serían también divisibles. Todo hace pensar que el
enigma de la naturaleza y de la vida no se descubrirá nunca. En lo grande y en
lo pequeño aparece la incógnita. Hace años, el universo era un misterio sin
límites, pero el átomo era un límite; ahora, el universo sigue tan enigmático
como antes, y el átomo se ha descompuesto y es otro universo.
IX

No todos los avatares sociales e intelectuales son producto del raciocinio, de la


experiencia o de la lógica. Hay muchos ilógicos, inesperados, difíciles de
explicar.

Quizás en lo muy profundo nada es explicable por lo puramente racional.

El reaccionarismo español tras de la guerra contra Napoleón, el


antiespañolismo americano después de su independencia, el patrimonio de
desquite en Francia a partir del 70, el hitlerismo tras de la guerra mundial del 14
en Alemania y el fascismo ante la anarquía italiana, son muy comprensibles.

No lo son ya otras tendencias, otras inclinaciones que se producen como una


epidemia o como el éxito sin causas muy explicables.

Hay un ir y venir de teorías y de doctrinas políticas y artísticas en la masa social


de origen inexplorado. Nacen, crecen y mueren.

Este fenómeno debe ser como la fiebre en el organismo. Los gérmenes producen
la fiebre, y la fiebre, si no ocasiona la muerte, va aminorando con la temperatura
la virulencia de los gérmenes y los esteriliza y los elimina.

Hay una época en que la juventud destacada de un país es revolucionaria,


antirreligiosa y partidaria de un cambio absoluto. Al cabo de algún tiempo, la
juventud es conservadora, religiosa y enemiga de toda innovación.
X

En mi tiempo de estudiante en Madrid, casi todos los condiscípulos eran


apolíticos. Su norma era la indiferencia. Había alguno que otro republicano,
aunque raro. Treinta años antes, en su mayoría, los estudiantes eran
republicanos, y republicanos federales. El ser federal se consideraba en esta
época como ser extremista, cosa un poco extraña, porque la tendencia federal o
regional parece más bien conservadora.

Cuarenta años después que yo fuera estudiante, los alumnos de la Universidad


de Madrid se mostraban, unos, medio comunistas, y otros, medio fascistas.

En París, a finales del siglo pasado, los jóvenes eran, en su mayor parte,
radicales, dreyfusistas y anarquistas. Al comienzo de la guerra del 39, en su
mayoría, los estudiantes franceses eran conservadores y católicos.

Estos vaivenes de la opinión son muy difíciles de explicar. Algunos dirán: «Es
que la gente de hoy ve lo que no veía ayer».

Esto no es una explicación. No se puede asegurar que las gentes de una época
tengan la verdad en la mano, y las de otras, no.

La parte lógica de los cambios de opinión se convierte con facilidad. Un pueblo


con colonias puede sentirse imperialista, y al perderlas deja de serlo. Por el
contrario, un pueblo sin colonias, al ir adquiriéndolas, va formándose una
moral imperial. Esto no necesita muchas explicaciones. Pero ¿por qué un pueblo
sedentario y noctámbulo se hace de pronto deportista y madrugador? Porque al
cabo de algún tiempo se olvida de su deportismo y se siente político fogoso. Las
transformaciones sin motivo justificado son las que más llaman la atención.

Algo parecido a estos cambios existe en biología, en lo que se llama mutaciones.

En ciertas plantas y en animales de reproducción rápida se advierten


mutaciones tan íntimas y tan profundas, que los caracteres físicos adquiridos
nuevos llegan a transmitirse por herencia y a perpetuarse. Ello fue visto y
confrontado por el botánico holandés Hugo de Vries.

Algunos naturalistas supusieron que las mutaciones eran únicamente


patológicas, pero esto parece cuestión de nombre. Es como decir que el color de
los negros o de los amarillos es una enfermedad.

Otros han supuesto que las mutaciones representan un conjunto de cambios


interiores importantes, que, llegando a un momento crítico, desencadenan en la
célula germinal una transformación que se convierte en hereditaria.

El hallazgo de Hugo de Vries rejuveneció y reforzó la teoría de Mendel sobre la


herencia.

Mendel, fraile agustino de la Silesia austríaca y profesor de botánica,


estudiando en su jardín las plantas, y sobre todo los guisantes de color,
encontró que lo híbrido es algo muy aleatorio y de poca fijeza, como una mezcla
pasajera, más que como una combinación durable.

Esta mezcla, al reproducirse, no lo hace proporcionalmente a sus elementos


constitutivos o cromosomas, sino que deja elementos aislados para que se
pierdan y a otros para que se destaquen independientes.

La frecuencia en los caracteres se rige por un sistema cromosomático


caprichoso, al menos en los vegetales. Parece, al mismo tiempo que en los
vegetales y también en los animales, que la influencia de los cromosomas hace
que se tienda a huir de los productos mixtos y a acercarse a los tipos puros.

Se supone que en el hombre pasa lo mismo. Se dice, pues, que si varias parejas
de blancos y negros tienen hijos y ésos se van uniendo entre sí, en vez de
producir a la larga una prole de mestizos de término medio, cincuenta por
cincuenta, irá tendiendo la estirpe mixta a destacar tipos, unos casi blancos y
otros casi negros.

Ahora, como la fuerza plasmática del negro es mayor que la del blanco, a la
cuarta o quinta generación, el ochenta o el noventa por ciento de los
descendientes será casi negro del todo, y el diez o el veinte por ciento
compuesto de tipos casi blancos. Claro que, al lado del producto unilateral del
cromosoma victorioso, se dará el tipo bilateral o multilateral producido por los
elementos importantes de las dos razas; pero este tipo será el menos frecuente.
XI

Cuando se llega a pensar en esto de la raza se suele preguntar el hombre


curioso: «¿Es que la raza existe?». La verdad es que es difícil o imposible
definirla. Cuando se ve una mujer del tipo de una Venus clásica al lado de una
negra o de una china, se dirá: «La raza existe»; pero si se van viendo los tipos
intermedios de la especie humana, parece que la raza está sólo caracterizada
por un color, por un tono, que se intensifica en un punto y se hace débil hasta
esfumarse en otro.

Probablemente, más que razas, hay pueblos con una cierta comunidad de
origen y algunos caracteres físicos y psicológicos adquiridos por herencia.

Práctica y hasta científicamente, hoy se tiende a hablar más de tipos que de


razas. Así, se ve a un francés, a un alemán o a un español, y se dice: «No tiene (o
sí tiene) tipo de francés, de alemán o de español».

El tipo es como una concreción, como una muestra, como una síntesis o símbolo
que reúne los caracteres salientes de una comunidad étnica.

La raza tiene una realidad poco firme. Sin embargo, para los hombres hay una
división zoológica bastante clara: raza blanca, raza negra y raza amarilla. No
habrá entre ellas una separación cortada a pico; pero la hay, aunque no sea tan
tajante.

Además de la división zoológica, hay otra política, histórica y lingüística: la


raza latina, la raza germánica, la raza eslava, la raza aria, la raza semítica. Si se
intentan explicar estos nombres, se ve que la explicación no se refiere
exclusivamente a algo anatómico. Aquí, el concepto de raza es más psicológico
y moral.
XII

Los pueblos europeos están mezclados, es evidente. Hasta hace poco se


conocían los elementos étnicos, históricos; desde hace algunos años se conocen,
además, los elementos raciales prehistóricos, aunque no del todo bien.

Cada pueblo cuenta con muchos más componentes étnicos que los que se
suponía antes; hay quien afirma que las razas antiguas tienen aún tanta fuerza
plástica o más que las modernas.

Si esto es así y la herencia cromosómica es igual en el hombre que en los


vegetales y animales, en España, por ejemplo, puede darse un tipo que sea
completamente un íbero, un árabe, un judío, un godo, un eslavo, un romano, un
celta, un griego, un fenicio, un ligur, un magdaleniense, un capsiense, etcétera.

En la teoría de Mendel, el mestizaje tiene mucha importancia. Un bisabuelo


extranjero puede dar carácter a un individuo. El antepasado escocés de Kant, el
flamenco de Calderón, el negro de Pushkin y de Dumas, han podido influir en
ellos.

La peculiaridad de la raza exótica aparecerá probablemente más en el hombre


señalado que en el tipo borroso.

Un economista, Cheyson, calculaba que en Francia cada francés tenía que tener
algo de la sangre de veinte millones de sus contemporáneos, a contar desde el
año 1000.

Esto tiene que suceder en Francia y en todas partes, aunque el número de


parientes debe de tener un límite por la endogamia, en la cual el economista, sin
duda, no pensó, pues si se pudieran conocer cien mil apellidos de una persona,
habría un cincuenta o un sesenta por ciento de apellidos repetidos.

Es claro que no se sabe gran cosa de las razas humanas. La anatomía dice poco,
y a la fisiología le pasa igual. Desde hace tiempo se estudia la sangre y el índice
de su coagulación con una sustancia llamada precipitina. También se han hecho
grupos sanguíneos, y al principio de estas experiencias se tenían muchas
esperanzas en sus resultados; pero, al parecer, no han sido tan aclaratorios
como se pensaba, y muchas veces no están de acuerdo con los datos de la
antropología y de la etnografía. Mucho menos tienen que estar con las
experiencias psicológicas.

La cultura es un elemento de fusión y de nivelación de los elementos


heterogéneos de las distintas razas de un país.

Estas dos fuerzas: la vida zoológica, dominada por la herencia y lo fortuito, y la


cultura, dominada por el pensamiento, son las que van impulsando a la acción
que pasa a la historia.

La evolución es el trabajo lento y pesado; las mutaciones son como saltos, como
baterías de luces eléctricas que se encienden y se apagan casi siempre por
causas oscuras.
XIII

Desde un punto de vista fisiológico alejado, es posible que estas mutaciones tan
ostensibles sean más aparentes que reales. La mayoría de los pensadores han
creído que el mundo cambia constantemente. Así, dice Lucrecio en su poema
De la naturaleza de las cosas, que el tiempo cambia la faz del mundo; que un
nuevo orden de cosas sucede necesariamente al primero, y que ningún ser
queda constantemente el mismo.

Otros filósofos han afirmado lo contrario, la repetición, la vuelta eterna de las


cosas, el eterno retorno. Entre ellos, Heráclito, Anaximandro y los pitagóricos
defendieron estas teorías.

Se puede creer que en períodos históricos conocidos el hombre no ha cambiado.


Eurípides vería los dramas de Shakespeare o los de Calderón, y los
comprendería como si fueran de un contemporáneo suyo; Luciano celebraría el
Don Quijote; Aristófanes y Platón verían un compañero suyo en Moliere, y
Horacio y Catulo otro en Paul Verlaine.

Se recuerda que Anaximandro fue el que empleó primero un nombre griego


para designar el principio de las cosas: arjé. Hay varias versiones acerca de lo
que él consideraba como principio.

No se ha esclarecido tampoco lo que él entendía por infinito (to apeiron). Según


los testimonios de Aristóteles y de Teofrasto, el infinito era lo imperecedero, lo
incorruptible, lo que no tiene principio ni fin y lo que guarda todo lo que existe.
Esta idea es, aproximadamente, la del caos antiguo y la del panteísmo moderno,
el fondo confuso de donde salen las cosas por diferenciación a tener una forma
peculiar.

Anaximandro derivaba todo lo particular del apeiron, que tenía una vida eterna.

Esto es, poco más o menos, el evolucionismo en las ciencias naturales y fuera de
la tendencia mística.

Por otra parte, Anaximandro creía que todas las cosas tienen un principio y un
fin y que solamente su trayectoria es lo invariable y lo eterno.

La teoría de la evolución está en Anaximandro como en Heráclito y en


Empédocles. Heráclito supone que todo cambia y todo fluye; pero piensa al
mismo tiempo que las cosas y los acontecimientos vuelven. Esto parece un poco
contradictorio. Si todo cambia y se forma constantemente, si todo es nuevo en
cada momento y nada se repite y hasta el mismo tiempo es nuevo, ¿cómo puede
haber esa vuelta eterna, ese constante retomo?

No se puede tener una idea original que valga acerca de este punto. En la
naturaleza y en la historia de los hombres, las cosas no se repiten de una
manera tan constante, al menos para nosotros.

La fuerza del agua o la del carbón se convierte industrialmente en electricidad;


la electricidad se transforma en calor; la luz y el calor se pierden en la atmósfera
y después en el éter. Se pierden, no vuelven más. A las figuras y a los hechos
históricos les pasó lo propio.

Para nuestros ojos, todo cambia. Quizá para los ojos de un ser extrahumano, la
sustancia de los hechos exteriores y de nuestras ideas sean siempre la misma, y
el molde en que se vacían unos y otras sea también idéntico. ¿Somos como el
animal que tira de una noria con los ojos cerrados y se hace la ilusión de que
marcha por un camino nuevo, o somos el pájaro que ve desde las alturas
horizontes auténticamente desconocidos? No lo sabemos, y no lo sabremos
nunca.
PRIMERA PARTE
LA INTUICIÓN

Nunca he tenido ese personalismo un poco caprichoso y absurdo de gentes que


quisieran ir contra la geografía y la meteorología.

Hay personas que dicen tranquilamente:

—En Suecia, en verano, hace más calor que en España.

Otras dirán:

—En España se siente más frío que en Suecia.

Es estúpido.

Recuerdo de un andaluz que en Vera aseguraba:

—Aquí hace más calor que en Andalucía.

—Bueno, pondremos el termómetro a la sombra y veremos lo que marca.

—El termómetro marcará lo que quiera, pero yo siento más calor.

Éstas son puras necedades.

En Sevilla, en el hotel de una plaza, creo que el Hotel de Roma, un madrileño


me decía, hace años, un día de invierno:

—Aquí hace mucho más frío que en Madrid.

—¡Qué va a hacer!

—Pues yo lo siento.

—Lo que pasa, y usted no lo quiere ver, es que en el hotel no hay calefacción. A
estas horas de la noche, en Madrid, usted va al café con sus amigos. Luego llega
a casa y se acuesta. Aquí no tiene usted amigos y se queda en el cuarto, que
estará a diez o doce grados sobre cero, y siente usted frío. Pero eso no quiere
decir que aquí haga más frío que allá.

Un extremeño me decía que París era triste.

Llevar el personalismo a todo es una ridiculez.

«¡Que inventen otros!», como decía Unamuno.

Son arbitrariedades absurdas.

Si se pueden dar esas estúpidas arbitrariedades en cuestiones de fenómenos


medibles, ¿qué pasará en otras cuestiones que no hay modo de comprobar?

Un tonto puede decir: «Yo me río de Copérnico, de Newton y de Kant. No creo


en lo que aseguran».

No vale discutir con gente así. ¿Para qué?

Voy a ir rebañando en mis libros para ver si hay en ellos una especie de filosofía
literaria. Yo creo que, mejor o peor, elevada o pedestre, la hay en todos los
autores y que se puede con atención ponerla en claro.

No se sabe bien lo que es la intuición. Como muchas palabras, ésta no es más


que una aproximación a la realidad y no tiene contornos claros y bien definidos.
¿En qué se distingue la intuición de la percepción y de la comprensión?

La mayoría no vemos en estas palabras más diferencia que de formas y de


matiz y de intención en el que las expresa.

La intuición, cuando se da, parece que procede por saltos, y la percepción y la


comprensión marchan más despacio.

En cuestiones artísticas es donde seguramente la intuición se manifiesta más


clara. Se lee un libro, se ve un cuadro o se oye una composición musical. Hay
mucha gente que dice: «¡Esto es magnífico!». Hay alguno que indica: «Esto no
es más que una simulación, un pastiche», usando una palabra francesa. Si acierta
y tiene razón, nos preguntamos: «¿Por qué ha notado éste lo que no han visto
los demás?». Para explicarlo tenemos que recurrir a sinónimos, a palabras que
dicen lo mismo. Decimos por el que ha visto claro en esta cuestión: «Tiene
mejor gusto, más sentido artístico».

Me figuro que la intuición no es sólo una adivinación caprichosa y sin base, sino
más bien un juicio que, en vez de basarse en la mayor parte de los caracteres
esenciales de una idea o de un acto, se apoya en uno solo que encuentra
significativo.

Una persona puede relacionarse con otra que le convida a comer en un gran
restaurante. Terminado el banquete, el anfitrión saca la cartera y paga y da una
propina grande.

Y, sin embargo, al convidado le da la impresión de que aquel hombre es un


avaro. Y resulta que es verdad.

Otra vez está en una casa, oye hablar a una señora con otras y se muestra
franca, amable y sonriente.

A pesar de las apariencias, al que escucha se le impone la idea de que aquélla es


una mujer de mala intención, y acierta.

Una explicación clara de lo que es intuición no creo que se encuentre en los


tratados.

He ojeado algunos libros españoles y extranjeros en los que se habla de la


intuición y de las funciones oscuras de la inteligencia. No he encontrado más
que palabras, verbalismo puro.

Se comprende que una idea, a no ser que sea matemática, tiene que estar
expresada por palabras; pero el usar de ellas sin claridad y con una prolijidad
exagerada no conduce más que a un juego sofístico. Yo creo que el que tiene
una idea clara y la quiere exponer, la expone de una manera también clara;
quizá con poca elegancia, pero siempre con claridad.

Y eso me parece lo esencial.

La intuición es un conocimiento inconsciente, si se pueden unir estas palabras;


un juicio simple, rápido que se da en las personas de mucha inteligencia y en
las de poca inteligencia.

La intuición es un conocimiento de la verdad, por indicios, por suposiciones,


por juicios en los cuales no hay una base completa.

Supongo que estas observaciones mías, que voy fijando en el papel a medida
que se me ocurren, no estarán bien articuladas y que habrá alguna quizás un
poco contradictoria; pero la contradicción no es antinatural en la inteligencia del
hombre, sino completamente natural y hasta lógica, dada la manera de nuestro
modo de conocer.
La intuición, evidentemente, existe; tendrá un origen desconocido, una historia
biológica ignorada, pero se da en el hombre y en el animal. Muchos
movimientos inconscientes proceden de un fondo de intuición, de una raíz
oscura, antigua e ignorada, que parece resultado de la herencia.

El chico que ve por primera vez un reptil que sale de su agujero se echa para
atrás, asustado; en cambio, si ve a un cordero o a una paloma, se acerca e
intenta tomarlos en brazos.

No tiene datos, no tiene juicios, y, sin embargo, ¿cómo comprende que un


animal es peligroso y el otro no? Lo comprende, es evidente.

No ha podido reflexionar ni calcular por qué un animal es peligroso y el otro


no, pero su primer movimiento es de atracción en unos casos y de repulsión en
otros. Ello hace suponer que este juicio rápido sea algo heredado y ya
constitucional. Lo que no existirá siempre será el acierto. Nadie puede creer que
la intuición sea infalible, pero es evidente que ha tenido que influir mucho en el
descubrimiento de verdades primitivas y casi axiomáticas.

En el guerrillero, en el jefe de una banda que se encuentra en peligro, lo que


vale es la intuición. Es decir, que el hombre, en el instante difícil, se entrega
muchas veces a su instinto y espera de él un auxilio mayor que en la parte
consciente de su espíritu. En esto hace como el animal, que es capaz de
esconderse, de fingir y de esperar, llevado por una sabiduría de su especie que
no sabemos cómo se hereda, pero que, evidentemente, se hereda.

Al gato no le enseña nadie a perseguir a los ratones o a los pájaros; los persigue
desde el primer momento que los ve; al pájaro tampoco le enseña nadie a tener
miedo del gato.

La intuición sin antecedentes, sin deducciones graduadas, la tienen los hombres


y los animales.

La inducción es una idea próxima a la intuición. La intuición parece que se


realiza con datos claros y concretos.

La intuición, no; es un conocimiento a priori, en el cual influyen impulsos


inconscientes y tendencias instintivas.

Ahora, la intuición no creo que sea un sistema de estudio, sino más bien un arte
adivinatorio inconsciente. Todos los ergos y los «por tanto» no hay necesidad de
emplearlos, porque están sobreentendidos en cualquier problema que se quiera
debatir, siempre que se razone sin malicia.
El silogismo, dentro de su vulgaridad, puede tener alguna eficacia sobre el valor
de las palabras en el mundo científico estancado y sin movimiento de la Edad
Media; pero en el mundo inestable actual, ninguna.

Un lógico diría entonces: «Todo cuerpo es pesado» (proposición mayor). «El


plomo es cuerpo» (proposición menor). «Luego el plomo es pesado»
(conclusión).

Vulgaridad que, naturalmente, nadie va a combatir.

Hoy diría el lógico: «Todo cuerpo es pesado».

Y el oyente diría: «Según de qué peso se trate, porque el hidrógeno y la mayoría


de los gases, aunque sean cuerpos, para los ojos no tienen peso, aunque tengan
peso atómico».

Gómez Pereyra, el médico de Medina del campo, afirmó en su libro La


Antoniana Margarita que los animales eran sólo máquinas, y Descartes afirmó lo
mismo después.

A mí, esta afirmación me parece un absurdo. Creo que es bastante más


profunda la sentencia del Eclesiastés, que dice que el suceso de los hombres y el
suceso del animal es el mismo, y que una misma respiración tienen todos.

No hay máquina que funcione sola, sin que nadie la dirija, y que cuando halle
un obstáculo retroceda o se vuelva para contornearlo.

Todavía si se pudiera fabricar una amiba o un protozoario cualquiera sin un


germen vivo, se podría decir que los animales inferiores eran máquinas; pero
como no se puede fabricar nada vivo sin germen también vivo, decir que los
animales son máquinas es un absurdo, fruto de una observación incompleta y
falsa.

En el Diccionario histórico y crítico, de Pierre Bayle, se habla bastante de Gómez


Pereyra y de su afirmación de que los animales son máquinas y de que no
sienten. No comprendo cómo una afirmación que a mí me parece tan estúpida
pudiera tener partidarios y que un hombre como Descartes estuviera celoso de
que atribuyeran a Gómez Pereyra esta vacuidad. Descartes parece que afirmaba
que los animales eran autómatas y que no sentían. Pensar que a un gato a quien
le pisan la cola no siente es una estupidez verdaderamente rara. Bayle, en su
Diccionario, razona sobre el espíritu de los animales con demasiada latitud y
demasiada metafísica. En esta cuestión se explica mejor y con más exactitud
Colette Willy cuando habla de sus perros y de sus gatos.
¿Qué diferencia esencial puede haber entre inteligencia e intuición? Poca. La
fuente parece que ha de ser la misma. La diferencia, más que cuestión de
calidad, debe de ser de rapidez o de lentitud. Puede darse un hombre de
pensamiento profundo que tenga una idea intuitiva con poca base en un primer
estado amorfo y que después vaya madurando la idea hasta darle una base
ancha, y entonces parecer como un resultado de la inteligencia pura, como un
fruto razonado del trabajo y de la reflexión. Puede darse el caso del hombre
trabajador que encuentra un hecho insólito y, en vez de estudiarlo
concienzudamente, lo lance al público, y entonces, si acierta, se elogie su
intuición, y si desacierta, se le tome por un impostor.

Muchos filósofos parece que no aceptan la diferencia esencial entre intuición e


inteligencia. Yo, que no soy filósofo, me inclino a pensar que éstos son dos
nombres dados a la misma función mirada desde punto de vista distinto.

En los animales se ve que tienen simpatías e ideas. El perro, muchas veces, se


acerca a un chico con entusiasmo, y, en cambio, ladra y enseña los dientes a un
mendigo, aunque no lleve ningún palo.

Que los animales conocen y tienen sentimientos, eso no lo puede negar nadie en
la práctica. Que un perro quiere a una persona y odia a otra que conoce, ¿quién
puede decir que no?

Se asegura: «Esto no es inteligencia, es instinto».

Bien. El nombre no es nada. Los naturalistas clásicos han encontrado que lo que
se llama instinto es mayor en los animales más desarrollados, como los
cuadrúmanos, que en los otros.

La intuición consiste en percibir un hecho o una idea con claridad, sin emplear
métodos de deducción. La deducción es racional hasta lo último, y escalonada
va como por tramos, paso a paso; en cambio, la intuición marcha a brincos.

—Este hombre es mala persona.

—¿Y por qué?

—Pues mire usted: en tal sitio hizo esto; en tal otro dijo tal cosa; todos los
conocidos suyos desconfían de él.

Éste es un juicio de deducción. Puede darse un caso distinto.

Se trata, por ejemplo, de un hombre a quien todo el mundo tiene por un señor
simpático, amable y bondadoso, y uno que apenas le conoce dice: «Éste es un
tipo de cuidado. A mí no me chocaría que un día cualquiera supiéramos que ha
hecho una canallada».

Efectivamente, pasan meses o años, y se sabe que el señor simpático ha hecho


una bajeza o una infamia. Éste es un juicio de intuición.

Si al que lo enunció en su tiempo se le preguntara: «Bien; y ¿por qué sospechó


usted?», él mismo, muchas veces, no sabría explicarlo.

El intuitivo y el deductivo, los dos se apoyan en algo exterior. Puede haber dos
viajeros que quieran ir de noche a un punto. El uno se fija en las estrellas y en el
olor del aire, si viene del mar o de la tierra, y el otro, en la brújula.

Yo no sé si los psicólogos encuentran muchas diferencias entre la intuición y el


juicio; yo creo que no hay más que diferencias de grado. Un animal cualquiera,
un gato o un perro, ve a pocos pasos de él un hombre con un palo en la mano, e
inmediatamente se vuelve y echa a correr. Tiene la intuición del peligro. Un
hombre, en tiempo de guerra, puede ser llevado a una oficina limpia, bien
puesta, en donde haya un militar correcto, amable y bien vestido, y, sin
embargo, se echa a temblar, porque sabe que allí hay para él un gran peligro. El
susto del animal es sencillo y sin complicación; el del hombre es complicado, y
procede de juicios y reflexiones; pero el mecanismo en el animal y en el hombre
parece el mismo.

El deseo de mostrarse consecuente es producto de la razón. El hombre tiene el


prurito de ser consecuente. Esto le enorgullece. La mujer tiene menos este
sentimiento.

Por eso, el hombre, si puede, engaña menos que la mujer. Su pedantería, su


tendencia a los conceptos abstractos, le comienzan al varón en la adolescencia, y
persisten en él durante toda su vida.

Todo el mundo conoce estos casos del tipo que dice: «Yo no he transigido nunca
con esto ni con lo otro. Yo he sido siempre fiel a mis ideas».

No sabemos si la consecuencia en las ideas es una gran virtud. Si la


consecuencia viene de una reflexión, evidentemente vale; si viene sólo de la
preocupación de tener siempre ante los demás la misma postura y dar
impresión de firmeza, entonces creo que vale menos.

La mujer no tiene esa preocupación de la consecuencia. Es más partidaria aún


del éxito que el hombre. Cuando se habla del tipo chanchullero que ha escalado
una posición alta, la mujer, la mayoría de las veces, legitima el éxito. El sujeto
de quien se habla ha hecho chanchullos, pero está en lo alto.
«Los que hablan mal de él no son más que envidiosos», dicen las mujeres.

El que se equivoca tiene poco éxito con ellas.

Para el elemento femenino, el éxito es lo esencial. Entre los hombres, también lo


es; pero hay algunos que tienen consideración por el que trabaja, aunque
fracase.

Evidentemente, la mujer es más social. Esto creo que nace, en gran parte, de la
diferencia de concepto sobre las categorías humanas que hay entre las personas
de distinto sexo.

El hombre que tenga una profesión en que se destaque, sea abogado, médico o
arquitecto, no tiene rivalidad con el criado, con el portero, con el practicante o
con el delineante que le copia los planos.

No se fija en él, ni se le ocurre pensar si es guapo o feo, ni si va bien vestido o


bien peinado.

La mujer, en cambio, se fija en los individuos de su sexo, y la doncella suya es


tratada muchas veces secamente, si es bonita, porque es una posible rival.

La duquesa, si en casos no discurre lo mismo que la sirvienta, siente lo mismo


que ella; piensa que si la criada puede seducir al hijo de la casa lo hará, y que si
tiene éxito en su empresa se la considerará como una señora, y no se le notará
diferencia con las demás.

En este sentido, la mujer está más cerca de la naturaleza que el hombre.

El hombre es más pedante.

El escritor que sabe muy bien que su portero o su criado no ha oído hablar
nunca de Virgilio o de Goethe, ni tiene idea de la historia, le mira con
indiferencia; al científico le pasará lo mismo pensando que el hombre a quien se
dirige no sabe quién es Virchow o Einstein.

Al político le ocurrirá una cosa idéntica.

En las mujeres, en general, no hay categorías intelectuales, y los prestigios de


naturaleza, de belleza, de intuición y de gracia son los que privan.

La mujer ha tenido casi siempre carácter de premio en la literatura y en la vida,


y aún sigue teniéndolo.
En la literatura antigua, Helena, Penélope, Beatriz, Laura, son la mujer con
todos sus encantos, y en la moderna, las Dianas Vernon de Walter Scott, las
Marys de Dickens, las Natachas de Dostoyevski y de Tolstói, son, igualmente,
representaciones del premio en la vida.
II

Yo dudo mucho de que el egoísmo sea un vicio especial, porque habría que
creer que los hombres en globo tienen ese vicio de origen. ¿Puede haber un
vicio tan universal que lo tengan todos? ¿No es más lógico el pensar que un
carácter tan constante en el hombre sea una manera de ser del mundo animal?
Dejando la cuestión de los nombres, podemos pensar que las frases de egoísmo
que se citan, más que egoísmo puro en las personas, revelan en unos cinismos y
en otros candidez.

«El Estado soy yo», se asegura que dijo Luis XIV, y se considera la frase como
una representación del absolutismo y del egoísmo.

Pero ¿es que los demás reyes no han pensado de la misma manera? Igual; pero
no lo han dicho.

En esas frases, todo es cuestión de forma.

Supongamos que, en tiempo de guerra, en un abrigo o en una trinchera cae una


bomba y mata a cuarenta o cincuenta, y tres o cuatro se salvan y quedan ilesos.
Uno dice: «¡Qué horror!». El otro: «¡De buena me he librado!».

Creer que porque las frases puedan ser distintas, las preocupaciones y los
sentimientos también son distintos es una ilusión. Todo el que sale de un gran
peligro, naturalmente, se alegra de ello; y el acostumbrado a hablar en cínico
dirá una frase de su repertorio, y el que tiene la costumbre de emplear palabras
pomposas, las usará; pero esto no querrá decir que el uno sienta fuertemente la
catástrofe por los demás y el otro no.

El egoísmo es la fuerza de la vida. Sin egoísmo no se podría vivir. Lo que se


llama egoísmo es un sentimiento de todo ser vivo y de todo ser humano.
Considerarlo como algo especial de unos pocos es una candidez. El egoísmo es
un común denominador de la humanidad, o, más exactamente, de todo lo vivo.
Casi se puede asegurar que entre el que pasa por egoísta y el que pasa por no
serlo no hay más que cuestión de estilo.

El hombre es un animal egoísta y rapaz, como todos. No puede ser de otra


manera. «Cupiditas est ipsa hominis essentia», decía Spinoza. Vida y egoísmo son
paralelos. El hombre vela su egoísmo. Es natural.

«La cortesía», decía Schopenhauer, «es la hoja de parra del egoísmo.» También
indicó este pensador, con mucha gracia, que, sin la presión del Estado y de la
justicia, más de un individuo sería capaz de matar a su semejante y sacarle
después la grasa y utilizarla para impermeabilizar sus botas…

Se ha filosofado mucho sobre el egoísmo; pero todas las diatribas y alegatos


contra él no valen nada. El hombre es egoísta, porque la preocupación de sí
mismo es el principio de la vida. Si el hombre y el animal no fueran egoístas,
desaparecerían del planeta. Si no tuviera el hombre inconscientemente, como
tiene, una superestimación de sí mismo, ya no quedaría rastro de él. ¿Quién se
ocuparía de su nombre, de sus títulos y hasta de su fama póstuma? ¿Quién se
haría un retrato? Nadie. Uno de los orgullos del hombre es suponer que, al lado
de unas letras que forman su nombre y su apellido, que son tan suyos como de
cualquiera, hay una cabeza pintada por un artista más o menos experto, y que
en el porvenir, una masa de gente que no sabe quién era aquel hombre
representado en el lienzo, ni qué hizo en la vida, ni quién le representó en el
cuadro, va a pasar por delante de él y a hacer un comentario más o menos serio
o más o menos irónico. ¡Qué pobre ilusión!

En nuestro tiempo, parecer y ser es casi igual. La gente se ríe un poco de los
distingos de los profesionales.

Cuando el que presume de sabio, de escritor o de artista intenta destruir y


desbaratar la fama de uno de su profesión, con más o menos motivo, algunos,
por malevolencia, se ponen de su lado y le oyen con gusto, sobre todo si son
rivales suyos; pero, a lo último, la opinión general es ésta: «Eso será cierto o no
será cierto; pero el hombre ese tiene fama y gana dinero, y ríase usted de lo
demás, y los que hablan mal de él, lo que sienten es su éxito, y le tienen
envidia».

Y hay que reconocer que la mayoría de las veces es verdad. El mercantilismo ha


cogido todas las capas sociales en los países de Europa y de América, y será
imposible luchar contra él. Ya no hay antídoto contra ese veneno.

Las zonas que parecían más limpias se han contagiado también de


industrialismo. Médicos, comerciantes, ingenieros, arquitectos, artistas, andan a
la greña unos con otros para destacarse.
III

Todo se olvida con una rapidez vertiginosa. A los tres años de terminada una
guerra tan terrible como la del 39, ya nadie se acuerda de ella más que los que
sufren condenas y hambre. Dentro de diez años se acabó. Se habrá olvidado la
tragedia, y a preparar otra.

Muchos anglófilos durante la guerra se sienten ahora desilusionados. El pueblo


inglés parecía el divo, y de repente reconoce que no tiene dotes de primer galán
en el teatro del mundo. Hay una sorpresa entre sus partidarios. Naturalmente,
un liberal español no piensa en Inglaterra como un inglés, sino como un
español. Muchos creyeron que el triunfo de Inglaterra influiría en la libertad de
los hombres de todos los pueblos. ¿No influye? Pues Inglaterra no les interesa.
Lo que ocurre ahora entre los anglófilos ha sucedido siempre. Cuando la
Revolución francesa, los pocos liberales españoles veían su triunfo como una
esperanza; en cambio, cuando la invasión del duque de Angulema, el año 1823,
eran los absolutistas los que se ilusionaban con el triunfo de Francia.
Modernamente ha pasado lo mismo. Los comunistas de toda Europa se han
entusiasmado con la Revolución rusa, y los fascistas aplaudían frenéticos la
expansión de Alemania y de Italia. Los liberales han puesto los ojos en
Inglaterra. Ahora resulta que a Inglaterra no le preocupa nada el liberalismo de
los demás pueblos de Europa. Un desengaño más y una derrota nueva del
espíritu del siglo XIX. Naturalmente, el que en Inglaterra se coma bien o mal, el
que los jóvenes londinenses lleven el sombrero de copa derecho o torcido, no les
conmueve mucho a los que no son ingleses.

¡Qué conferencias las de los diplomáticos de ahora! ¡Qué vulgaridad, qué


chabacanería y qué lentitud! Si vivieran hombres a lo Talleyrand, a lo
Metternich, a lo Disraeli o a lo Bismarck, creo que mirarían a esta gente con un
profundo desdén. No saben resolver nada, y pasa tiempo y más tiempo, y los
pueblos no toman una actitud desesperada, porque no pueden.

La fórmula de Saint-Simon: «A cada uno según su capacidad, a cada capacidad


según sus obras», se va realizando. Naturalmente, no se puede realizar con
desconocidos, porque es difícil medir la capacidad de ellos; pero con los
conocidos se los busca y se los atrae. Así, se han llevado a los Estados Unidos
los más grandes profesores alemanes, ingleses y franceses, entre ellos a Einstein.

Todo hace pensar que los hombres enterados de los asuntos serán los que rijan
las naciones con el tiempo, y que el tener un título decorativo no será suficiente
para desempeñar un cargo político.
Respecto a la predicción de Karl Marx de que la clase media será eliminada, no
resulta cierta, porque la clase media en los países cultos ha evolucionado, se ha
hecho permeable y permite que el obrero inteligente y trabajador entre en ella.
Es decir, que la clase media es ya directora. La clase directora no tendrá
estabilidad, se hará y se deshará. Lo que sí desaparece es la aristocracia, que
estaba basada en ideas muertas, que los gobiernos actuales no las respetan.

Los grandes castillos de Inglaterra ya no los pueden sostener, por sus gastos, los
propietarios. Son enormes, y el sostenimiento de fincas de esta clase es una
ruina. Así que la mayoría de los dueños han cedido al gobierno inglés
muchísimas de estas fincas.

En Francia debió de suceder lo mismo hace tiempo, y en Alemania, en Suiza y


en Italia, también.

No se comprende que la Rusia de hoy tenga simpatías en ningún país de


Europa amigo de la libertad. Rusia está oficiando de tarasca y haciendo el juego
a todos los reaccionarios del mundo que pueden justificar el despotismo y la
arbitrariedad en sus respectivos países.

Evidentemente, el señor Molotof no es ningún Maquiavelo. Más bien parece


uno de esos administradores torpes que Dostoyevski pinta tan admirablemente
en algunas de sus novelas, como en Stepanchicovo.

En tiempos anteriores todavía daba la impresión de que la política estaba por


encima de la gente vulgar; pero ahora ha ido descendiendo a un nivel tan bajo,
que no vale la pena de ocuparse de ella.

Hace todavía pocos años, la gente corriente preguntaba al político que se tenía
por enterado: «¿Y qué pasa? ¿Qué es lo que ocurre?».

Ahora, los zapateros de viejo tienen una opinión que no difiere nada de la de
los políticos.
IV

En París me presentaron en la ciudad universitaria el libro de Hitler Mi combate


(Mein Kampf).

Yo no lo pude leer. Es un libro que no tiene originalidad; es una serie de


vulgaridades retóricas dichas en tono violento.

Como orador, Hitler debía de ser bueno. Al declararse la guerra estaba yo en la


ciudad universitaria, y un joven francés me dijo: «Vaya usted a oír la radio, que
está hablando Hitler».

El discurso, aun oído por radio, era sensacional. Daba la impresión de un


energúmeno, de alguien que estaba aullando o rugiendo. Se ve que los pueblos
están perdidos cuando unas cuantas vulgaridades dichas con furia pueden
arrastrar a unas matanzas tan horrorosas.

Cuando se queda uno todavía más perplejo es al saber que Hitler tenía un
astrólogo para sus decisiones militares y políticas. Esto ya parece que pasa las
posibilidades de nuestra época. La estrella Sirio, millones de veces mayor que la
tierra, ocupándose de nuestros pobres asuntos humanos. ¡Qué extravagancia
más absurda!
V

El pragmatismo angloamericano, sobre todo el de William James, fue más claro,


más cínico y más inteligente que el pragmatismo francés e italiano, que
derivaron al fascismo. William James dijo de una manera irónica que el
pragmatismo triunfaría, no porque era justo ni cierto, sino porque era falso, y lo
falso, según él, desde varios puntos de vista, y, sobre todo, desde el punto de
vista social, era preferible a lo verdadero; más eficaz y más práctico.

Esto está bien; no es hipocresía sentimental y patriótica de los pragmatistas


franceses, ni el arte de suficiencia un poco ridículo de los pragmatistas italianos.
Las afirmaciones de William James fueron claras, definitivas, de un cinismo sin
velos. Todo ello ha desembocado en el materialismo actual, que no es el
materialismo científico, que es una teoría explicativa del cosmos como otra
cualquiera, sino en un materialismo sensualista, que no es ni teoría siquiera,
sino una idea de aprovecharse de todo lo que se pueda sin escrúpulos de
ninguna clase.

Otro carácter que tienen todas estas teorías, como el comunismo, el absolutismo
o el fascismo, es el de ser finalistas. El liberalismo, no; es realista, piensa en lo
actual, en el hombre de hoy, no en el hombre de mañana, que interesa menos. El
liberalismo no es finalista porque cree, como los kantianos, que las intenciones
que se suponen que están en el universo no están en él, sino en el hombre, que
las proyecta hacia el cosmos. Por eso, el liberal querrá siempre mejorar las
condiciones de la vida del momento, no sacrificar los individuos de la especie
humana a utopías como las de Lenin, de Hitler o de Mussolini, que producen
ríos de sangre.

Según los marxistas, la clase obrera luchará con el capitalismo, y al mismo


tiempo con la clase media, y entonces la propiedad y la industria serán
absorbidas por el Estado, que estará dirigido por los trabajadores. En todo esto
hay una serie de equívocos. Si trabajador es un cualquiera que lleva una blusa, y
no es trabajador Curie o Fleming, la cosa es una estupidez. Si el hombre vale
por los beneficios que produce al medio social, los hombres de ciencia son los
que valen más.

Dar lanzadas sobre el egoísmo puede ser hasta ahora muy ejemplar y
pedagógico; pero el hombre inteligente comprenderá que todas estas lanzadas,
acompañadas de frases retóricas, no son más que arte decorativo y vaciedad.

El hombre, cuando habla de sí mismo, cuando habla de su profesión, de su


ciudad o de su patria, o de sus ídolos políticos o religiosos, no hace más que
defenderse y buscar lo que le conviene.

Nadie duda que al mismo tiempo que egoísmo hay en el hombre un principio
de simpatía por los demás, que en las religiones se llama caridad y entre los
positivistas altruismo, con esta palabra que creo inventó Augusto Comte. Hay
que reconocer que es una gota de agua al lado del mar.

Esos sentimientos de simpatía existen también en los animales. El perro es uno


de los animales más efusivos para el hombre. Si fuera posible, después de una
guerra, que a un procesado se le diera a elegir un tribunal de perros o un
tribunal de hombres para que lo juzgasen, elegiría un tribunal de perros,
porque sabría que sería más benévolo para él.

La cordialidad, la generosidad, la caridad, la filantropía, todo eso es muy flojo y


muy poco vivo en el hombre. La mayoría de las veces está sólo en las palabras.

En estos diez o doce años pasados entre guerras civiles y guerras


internacionales se habrán derramado millares de toneladas de sangre humana,
pero no fríamente, sino con saña, con acompañamiento de tormentos, de
insultos, de toda clase de villanías… ¿Y ahora nos van a venir hablando de que
no ha pasado nada, de que todo se ha movido en un ambiente de nobleza y de
generosidad?… Hay que ser muy cándido o muy tonto para creerlo.

«L’homme est, je vous l’avoue, un méchant animal», decía Moliere. Y Fontenelle


añadía: «Les hommes sont sots et méchants, mais tels qu’ils sont, j’ai à vivre
avec eux, et je me le suis dit de bonne heure».

Creo que en esta época última el egoísmo y la necesidad de luchar para vivir
están haciendo que la vanidad y los celos bajen de tono. La lucha por la vida es
demasiado fuerte para que se piense en serio en honores y en farsas.

Plauto decía en la Asinaria con su intuición genial: «El hombre es un lobo para el
hombre». «Homo homini lupus», frase que repetía como máxima sin réplica el
filósofo inglés Hobbes.

Es evidente que la mayoría de los hombres y de las mujeres aplastarían,


arrastrarían y despedazarían, si pudieran, a su rival. Casi todos tenemos un
fondo de saña, de egoísmo, de venganza, más o menos oculto, más o menos
paliado. Ese fondo perverso se pone de manifiesto en las guerras, y, sobre todo,
en las guerras civiles, en donde la letrina humana sale a flote y hiede y
envenena la atmósfera.

Entre la mayoría de la gente mala, vulgar, de un egoísmo frenético, salen tipos


raros que un hombre podrá contarlos con los dedos de la mano entre sus
conocimientos, si puede, que tienen, no sólo indiferencia, sino bondad y deseo
del bien para los demás. Es extraordinario.

La vida se mueve en la injusticia; la hay en los negocios, en los amores, en todo;


la hay palmaria, que se ve a distancia, y la hay oculta, que no deja de ser,
igualmente, verdadera.

El Evangelio dice: «Unos son los llamados y otros los elegidos». A la mayoría de
los hombres esto no les consuela.

Poco valor tiene la vida mirada de una manera fría y sin ilusiones de la
juventud.

Voltaire, que era un pesimista sonriente, decía: «El fin de la vida es triste, el
medio no vale nada y el comienzo es ridículo».

¿Qué piensa el hombre optimista?

Ya se sabe lo que pasa con el platónico sediento de idealismo y de optimismo.

El platónico pasea con el pesimista por el campo o por la ciudad y predica


elocuentemente. El pesimista refunfuña y encuentra todo mal. Cree que el
hombre es egoísta y ruin. Sea donde sea, hay algo bueno de coger, y mientras el
pesimista refunfuña y hace alardes de su misantropía y de su escepticismo, el
idealista platónico habla elocuentemente, y si encuentra algo que vale la pena
entre discurso y discurso, se queda con ello y lo mete en su saco.

Siempre se darán el tipo optimista y el pesimista. Lo único es que es más


prudente ser optimista que pesimista.

Respecto de la moral, como de las demás cuestiones de la vida, yo no soy un


teórico. La teoría en la ciencia me parece bien; en la práctica no vale nada. En la
vida corriente actual, sobre todo entre la clase de buena posición, se puede decir
que hay dos éticas claras y en parte contrarias: la ética de la familia
tradicionalista y la ética del cine, completamente subversiva, que se va
dibujando poco a poco cada vez más.

La una representa la vida del pasado, y la otra la existencia de un pueblo con


poca tradición, como los Estados Unidos. ¿Cuál es la mejor? Yo no soy el que
tiene que decirlo; lo que sí sé es que son divergentes y antagónicas, y que algún
parodiador de la literatura romántica podrá decir, a estilo de Víctor Hugo:
«Esto matará a aquello».
Es más probable que el cine acabe con las ideas viejas, que no que las ideas
viejas acaben con el cine.

A mí el maquiavelismo me parece bien en hombres que tienen una situación


política difícil e importante; en Talleyrand, en Fouché, en Metternich, en
Bismarck; pero en hombres de vida corriente me parece una ridiculez inútil.
Aparentar que se tiene más dinero, o más suerte, o más bondad, no sirve para
nada ni convence a nadie.

No hay sablista que se defienda con sus mentiras más que unos días, ni
proyectista embustero que engañe con sus invenciones unas semanas. Todo el
que habla de sus éxitos falsos se descubre enseguida, por muy cuco que sea, y al
poco tiempo no cree nadie en él. Casi siempre, en zonas de vida embrollona y
de farsa, la sinceridad da más resultado que la mentira.

Yo la falsedad no la puedo soportar. La noto enseguida y me produce una gran


repulsión. Prefiero con mucho el mal humor y la rudeza que la falsedad. Ésta es
una cosa que me irrita. En el tipo de hombre falso noto la falsedad en la voz, en
la mirada, en los ojos, en el gesto. El cinismo, a veces me hace gracia.

En París, hace muchos años, había un bohemio que me sableaba. Yo salía del
paso dándole el mínimo. Una vez me dijo con decisión:

—¿Puede usted darme diez francos?

—No, de ningún modo.

—Pues me fastidia usted.

—¿Qué pensaba usted hacer con ellos?

—Pensaba, sencillamente, comer y emborracharme.

—¡Hombre!

—Sí; he andado buscando trabajo ayer y hoy. No he encontrado nada. Ahora


vuelvo a mi cuarto. El del hotel, que me fía, me dará una cena miserable y me
iré a la cama. Si me da usted esos diez francos, pienso comerme un par de
huevos fritos y un pedazo de carne, beberme después una botella de vino y
luego unas copas de aguardiente. Ahora sí, le prometo a usted no volver a
pedirle más dinero.

—Eso ya me parece bien. Es ponerse en razón.


Y le di los diez francos.
VI

La piedad, considerada como virtud suprema, ha sido un sentimiento más


antiguo entre los hindúes que entre los europeos. La piedad, la caridad budista,
es la virtud por excelencia de los filósofos de Sakia Muni para llegar a ser
bodhisattvas.

Nosotros no podemos nunca ver el fondo de las cosas. Es lo que se desprende


de la filosofía de Kant. Es lo que dijo o repitió como práctica el fisiólogo alemán
Dubois-Reymond: «Ignoramos e ignoraremos» («Ignoramus, ignorabimus»).

Ponemos sobre la naturaleza nuestra cuadrícula como dividimos el mapa de la


tierra en paralelos y en meridianos; pero ¿existe la división de la realidad? ¡Qué
va a existir!

El agnosticismo kantiano reina en el mundo científico y filosófico más o menos


velado. Nadie habla con seguridad. Ni el físico ni el químico emplean el tono
dogmático; menos aún el biólogo.

Ortega y Gasset, en un folleto sobre Kant, dice: «Kant no se pregunta qué es o


cuál es la realidad, qué son las cosas, qué es el mundo. Se pregunta, por el
contrario, cómo es posible el conocimiento de la realidad de las cosas del
mundo».

A mí no me parece esta posición extraña, sino muy natural y muy lógica. En un


orden metafísico, es la misma que la que tiene el bacteriólogo cuando comienza
por probar su microscopio, o el astrónomo sus aparatos. Estos investigadores
necesitan saber las garantías de exactitud que tienen sus instrumentos de
trabajo. Esto, naturalmente, no es una suspicacia. Es la desconfianza lógica
sobre los medios de conocer enfrente de los dogmáticos, que creen que un juego
de palabras es una demostración axiomática.

Kant, que debía de ser un hombre fisiológicamente débil, en la infancia un niño


raquítico y con una inteligencia asombrosa, no podía mostrarse como un
impulsivo, de afirmaciones violentas.

Yo, con relación a Kant, me gustaría o, mejor, me hubiera gustado, más que
nada, leer una traducción comprensible de sus obras y, después de haberla
leído y comprendido, no ocuparme más de ello. El que haya libros que no se
pueden entender me produce cierto despecho. El no haber leído yo el Ramayana
o el Zend Avesta no me importa, y creo que serán, como dijo Voltaire de este
último libro cuando apareció la primera traducción de Anquetil-Duperron, un
abominable mamotreto.

Yo no he tenido una formación filosófica mediana ni seria. He sido un


aficionado. No he leído libros de filosofía de una manera ordenada y
sistemática. Lo que no he entendido de primera intención, lo he saltado. Los dos
libros que he leído bastante bien y han influido profundamente en mí han sido
El mundo como voluntad y representación, de Schopenhauer, y la Introducción al
estudio de la medicina experimental, de Claudio Bernard.

Los dos los compré en París, en los muelles del Sena, y los leí en mi cuarto
solitario en la calle de Moscú. Era un entretenimiento barato. Los dos me
parecieron magníficos. Después no creo que he vuelto a leer, al menos
completo, ningún libro de filosofía.

Para mí, Schopenhauer y Claudio Bernard eran los indicadores de dos caminos
teóricos que me hubiera gustado recorrer y para los cuales no tenía itinerario: el
de la ciencia, para el que me faltaba protección, y el de la filosofía, para el que
no estaba bien preparado.

Además, que un aficionado a la filosofía o a la ciencia pura sin un cargo oficial


no es nada.
VII

Es difícil definir con exactitud los sistemas filosóficos y literarios. Se tiende


siempre a caer en el vacío. «El definido no debe entrar en la definición», nos
decían cuando estudiábamos en el instituto; pero, en la práctica, entra muchas
veces. Algunos lógicos han dicho: «Definir es conocer el sentido de una palabra
por medio de otras varias que no son sinónimas».

Fijar con claridad y precisión el significado de una palabra o la naturaleza de


una cosa es difícil. Cuando la palabra se refiere a una entelequia pura ideada
por el hombre, la definición es clara y útil; ahora, cuando se refiere a un objeto
de la naturaleza, ya la cosa es más peliaguda, y la definición entonces tiene
mucho de subterfugio.

Un cuadrado, un triángulo, una elipse, una circunferencia, tienen una definición


clara, son conceptos inventados por el hombre; pero las realidades de la
naturaleza que existen sin intervención humana no tienen definición, sino, a lo
más, descripción.

Muchas veces, ni eso.

—¿Qué es una cereza?

—Es un fruto de un cerezo.

—¿Y qué es un cerezo?

—Es un árbol que da cerezas.

Esto, naturalmente, no es nada.

En los sistemas literarios no puede haber tampoco definiciones. En cambio, la


geometría de Euclides es clara, suficiente y aclaratoria, porque se refiere a
entelequias creadas por la inteligencia humana.
VIII

La sinceridad, como quien dice absoluta, ¿quién la puede tener? Yo creo que
nadie.

No hay hombre sincero del todo, ni aun el que se propone serlo de una manera
heroica. Se es sincero a medias. No se pasa de ahí. Una sinceridad completa
parecería una grosería. Una media sinceridad puede pasar, pero una completa
sería intolerable.

La sinceridad, la veracidad, la franqueza, pugnan muchas veces con el trato


social, y el hombre que quiera entregarse a ellas tiene que hacerse un solitario.

Hay en la pretensión de ser sincero dos imposibilidades: una, psicológica, y


otra, social. Por la primera tendría que ser, el que quisiera llegar a la sinceridad,
un hombre de una agudeza tal, que no creo que pueda darse. Tendría que usar
para expresarse un idioma distinto al corriente y saber analizar sus ideas y
sensaciones con una sutileza que es rarísima en los hombres y que no se da más
que en algunos tipos excepcionales. Además, tendría que vivir aislado y no
tener una idea, ni aun lejana, de interés personal o social. Al hombre, como es
lógico, le basta con obtener de su cerebro una idea útil y práctica. Más allá no
puede ir. Sólo en casos raros pretende llegar a verdades sin objeto.

Yo hubiera aceptado como lema: la verdad siempre, el sueño a veces. La verdad,


como verdad base de la vida y de la ciencia; la fantasía y el sueño en su esfera.

Este entusiasmo por lo verídico y la antipatía por el fraude constante terminan,


a la larga, en la misantropía; el otro camino de la contemporización conduce a la
hipocresía y a la vulgaridad.

Para manejarse bien es necesario un fondo de malicia, de sindéresis y de


energía.

Yo no lo he sabido tener.

«La vida humana es como un juego de dados», ha dicho Terencio; «si no se


obtiene el dado que se necesita, hay que sacar partido de aquel que ha caído en
suerte.»

La empresa exige una habilidad no común a todos. Hay personas que poseen
desde la niñez el sentido de la orientación. Como los pájaros tienen ese centro
misterioso del caracol del oído interno que los dirige, ellas tienen algo parecido.
Gracián dice: «El jugar a juego descubierto no es de utilidad ni de gusto».

Yo creo que esto depende de la clase de juego que se practique. Si se refiere a la


vida y a sus actividades nobles y con personas dignas, el jugar a juego
descubierto es lo honesto; ahora, si se juega a las cartas o a actividades sin
trascendencia, no se puede jugar a juego descubierto, porque entonces no hay
juego.

«Conocer los afortunados por la elección y los desdichados para la fuga», dice
también Gracián, y añade: «Nunca por la compasión del infeliz se ha de incurrir
en la desgracia del afortunado».

Esto no se ve tan claro en la esfera de la moral. Primeramente, no está en la


mano de nadie el hacerlo; pero creo que si lo estuviera, y se encontrara uno en
una posición en la cual pudiese otorgar mercedes, probablemente pensaría: «A
éste le he dado ya algo; vamos a darle ahora a este otro, ya que no ha tenido
nunca nada». Si es justo o si es injusto, en último término, sería difícil saberlo.
IX

El verbalismo se nos figura que debe ser algo semejante al nominalismo; pero,
al parecer, no lo es, porque el verbalismo considera las palabras como
trascendentales, y, en cambio, el nominalismo las tiene por sonidos (flatus vocis)
que no expresan nada trascendental.

Yo suponía que esta palabra de nominalismo se daba de una manera peyorativa


a los que creían que con saber el nombre se sabía la esencia de los objetos; pero,
al parecer, es lo contrario: se daba esta denominación a los que afirmaban que
no se podía conocer el fondo y la esencia de las cosas, sino sólo sus nombres;
teoría que me parece muy cierta.

Durante siglos, la ciencia no ha sido más que verbalista, ha dado solamente


nombres y etiquetas.

Casi en miles de años lo que se ha llamado ciencia no ha sido más que un


diccionario de sinónimos y una discusión sobre palabras. De este modo, el
lenguaje se ha afinado y ha ganado en claridad y se ha podido clasificar lo
conocido.

En nuestro tiempo perdura aún la tendencia verbalista, y hay cientos de


explicaciones y aclaraciones en los diccionarios en los cuales el definido entra en
la definición. Así, se dice, por ejemplo, unas veces: «Prosperidad: condición de
próspero», y otras: «Pobre: individuo que vive en la pobreza». «Aristócrata:
persona que pertenece a la aristocracia.» «Mayor: que excede a otra cosa en
calidad o en cantidad.» «Menor: que tiene menos cantidad que otra cosa.»

Todos éstos son subterfugios ridículos que debían desaparecer.

Hoy se podría llamar esto «nominalismo», no en el sentido medieval de los


filósofos como Roscelin y Abelardo, que creían que las ideas no eran más que
nombres.

El estudio de las palabras parece que debía llamarse nominalismo; lo más


aproximado al estudio de los nombres es lo que llamó Bréal semántica.

Esta rama científica está bien cuando se reconoce que las palabras sirven para la
clasificación de las etiquetas que utiliza el hombre y separar conceptos.

Naturalmente, para saber la verdad íntima de las cosas y de las ideas no sirve.
La sinceridad es siempre relativa. El hombre es sincero y consecuente cuando
tiene inclinaciones fuertes no moderadas por el interés, o cuando se rige por un
fanatismo o por su historia y cree que debe permanecer dentro de su línea de
conducta y en la tradición inventada por él o seguida por él.

En los antiguos escritores populares supongo yo que hay pocas simulaciones


sentimentales; muchos de ellos viven fuera de un ambiente estrecho. Hombres
como Luciano, escritor acerado, implacable, hay pocos en la historia de la
literatura. Otros escritores más modernos, ni siquiera tienen la preocupación de
su nombre. Tipos como Gonzalo de Berceo, el Arcipreste de Hita, Hurtado de
Mendoza, si éste es el autor del Lazarillo de Tormes, o Villon, en Francia, se dan
en sus escritos tal como son, sin disfraz; no esperan nada para ellos. Los trabajos
literarios les han servido para divertirse, para elogiar esto, para denigrar lo otro
o para hacer reír. No han querido simular nada. No han defendido ni una
política ni una moral.

Villon, por ejemplo, que es un tipo ingenuo o desvergonzado, y que considera


plausible dedicarse, tout aux tavernes et aux filies, cuando habla de su madre,
hace de ella una estampa sentimental en el Gran testamento, que empieza así:

Femme je suis, povrette et anciènne,

ne riens ne sçay, oncques lettre ne leuz;

au monstier voy, dont suis paroissienne,

paradis poinot ou sont harpes et luz.

Se ve a la pobre mujer arrodillada, rezando humildemente, mientras su hijo


anda entre truhanes y perdidas.

Pasada esta época de candidez y de simplicidad, la veracidad y la franqueza


toman un aire de malevolencia y de acritud, como en España Quevedo y La
Rochefoucauld en Francia.

En los escritores del siglo XIX, la veracidad y el instinto de ser sinceros ha


derivado al humorismo y, en parte, a lo trágico. Así, Dickens, Stendhal, Gogol y
Dostoyevski se asemejan en la actitud dramática de tristeza y de ironía.

La situación del escritor actual es más difícil. La presión de la sociedad se va


haciendo cada vez mayor. El Estado lleva camino de intervenir en todo. «El que
no está conmigo, está contra mí.» No lo formula claramente; pero así es en la
práctica, y es probable que cada vez sea más.

La ironía implacable de Enrique Heine es una ironía de enfermo de la médula.


La ironía de Heine no se parece a la de los burlones clásicos; no se parece a la de
Luciano, ni a la de Quevedo, ni a la de Rabelais, ni a la de Swift; es una ironía
de enfermo genial, de hiperestésico, de judío que se siente ofendido en sus ideas
y en su raza.

La simple proposición para impedir a los niños de los pobres de Irlanda el ser
una carga para sus padres y su país, del abate Swift, es terrible y cómica.

La simple proposición de este pastor misántropo consistía sencillamente en


comérselos hervidos, asados o guisados.

Sterne, también irlandés, era de otra condición más suave. Era un tipo voluble e
impresionable.
X

Yo, como muchos, he tenido el entusiasmo y hasta el fanatismo por la


veracidad.

Cuando era estudiante en Valencia, discutía con mis compañeros las teorías de
un profesor que había ideado un tratamiento que llamaba pomposamente el
lavado de la sangre, que no consistía más que en unas inyecciones. No sé por
qué se iba a llamar a esto el lavado de la sangre. Me parecía mucha petulancia.

También discutía cuando aparecieron los toques en la nariz del doctor Asuero.
Yo pensaba que todo aquello tenía mucho de taumaturgia y de farsa.

La intuición no va siempre acompañada de un talento discursivo. Muchas veces


el hombre que se enriquece no es un intelectual que sabe economía política y
hacienda, sino un tipo que parece bruto y desde el fondo de un tenducho o de
detrás del mostrador ve lo que no ve el técnico. Si a esto se une la falta de
escrúpulos morales, el hombre así está muy preparado para hacer su fortuna.

La intuición existe, evidentemente, en el hombre como en el animal.


Observando a los insectos como a los animales complicados, se ve su prudencia
y su inteligencia. ¿Cómo funciona ésta? No se sabe bien. Se dan definiciones
hueras. Se dice: «Esto es el instinto. No es la inteligencia ni la razón». Todo ello
no explica nada. Es puro verbalismo.

Hace tiempo leí algo sobre psicología naturalista en algún libro inglés, pero no
creo que saqué unas ideas precisas. Ni con la psicología de carácter fisiológico
ni con la otra clásica se aclaran estas cuestiones.

Todas son palabras o explicaciones vulgares. Ya se comprende que la


percepción estriba en una relación entre los objetos exteriores y la conciencia, el
yo, o como se llame. Los vehículos son los sentidos. Esta relación entre los
objetos y el hombre produce en éste sensaciones, imágenes e ideas. En ello ya
hay una serie de problemas que supongo que los psicólogos no han resuelto.

El carácter del hombre intuitivo debe de estar, primero, en la percepción


completa de los hechos de la vida, y segundo, en la asociación de ideas rápidas.

El hombre intuitivo responde como una banda de un buen billar a la bola, y el


no intuitivo no responde.

La intuición se da lo mismo en la gente ilustrada que en la gente inculta.


Voltaire, hombre de gran cultura literaria e histórica, lo que le hace en parte ser
amanerado en sus obras, de gran empeño, tiene cuando bromea intuiciones
extraordinarias. Así, cuando se habla de la antigüedad del mundo y se le
asignan tres mil o cuatro mil años, Voltaire dice con sorna: «El mundo es una
vieja coqueta que oculta su edad».

¡Qué percepción de un hecho más admirable!

El poema Ossian, de Macpherson, produce en su época gran entusiasmo.


Goethe pone trozos del supuesto bardo en su Werther, y más tarde se
entusiasma con la obra de Chateaubriand, madama Staël y Lamartine.

Voltaire cree que hay en el poema una mistificación, y acierta.

La gente ignorante tiene también sus intuiciones.

Había en Vera un carabinero retirado metido a zapatero remendón, de quien


creo que he hablado antes. Cuando no estaba en el portal poniendo medias
suelas, se asomaba a la ventana que daba al camino de Francia, sobre todo de
noche.

Se entretenía en averiguar quién hacía contrabando y de qué manera, y


sorprendía desde su ventanillo a todos los que pasaban por delante de su casa.
Era al final de la guerra del 14. Uno de los tipos que le intrigaba era un hombre
que tenía una venta en la misma frontera, y que cada quince días pasaba por la
mañana en dirección del pueblo con un envoltorio, y que no volvía hasta la
noche o hasta el día siguiente. ¿Qué hacía este hombre? Al pasar tomaba el tren
de la frontera, y después el tranvía, que llamaba topo. Preguntando a uno y a
otro, supo que el ventero paraba en Pasajes. ¿A qué podía ir a Pasajes? Un día
notó el remendón que el viaje del hombre de la venta de Pasajes coincidía con la
llegada de un barco alemán a este puerto. Pensando en ello, supuso que el barco
alemán llevaba cocaína o morfina al puerto, que el hombre de la venta la cogía
allí, y la llevaba a su casa de la frontera, y que luego la pasaba a Francia. Supuso
también que un médico andaba enredado en aquello, y acertó en todo.

Se ve que hay Sherlock Holmes espontáneos sin conocimientos y sin técnica,


pero con intuición.

La mujer tiene casi siempre más intuición de los hechos de la vida social que el
hombre. Puede que sea resultado de la propensión que el hombre ha tenido a
generalizar y a metodizar cuanto ha visto.

Por eso, como digo antes, se da en el hombre la pedantería más que en la mujer;
en cambio, en la mujer inteligente se da con más facilidad el cinismo.
La pedantería es más constitucional en el hombre, y el cinismo más profundo,
aunque disimulado, más frecuente en la mujer. Parece que los dos han fingido
en su vida. El hombre ha querido demostrar que era libre, comprensivo, y, al
último, le sale el fondo de pedante doctrinario y huero, de maestro de escuela,
que lleva dentro; la mujer se pasa la vida fingiendo ser un espíritu puro en la
juventud y una matrona severa en la edad madura, y cuando ya se le pasa la
edad de las pasiones y no tiene peligros, se revela muchas veces con un cinismo
completo. De aquí nacen las Celestinas más o menos disimuladas.
XI

Sobre la invención científica y filosófica, recuerdo haber leído hace tiempo las
biografías de hombres célebres. De la antigüedad me admiran, más que nada,
los presocráticos con sus intuiciones.

También recuerdo vagamente la vida de Copérnico, el canónigo polaco, que se


valía para sus estudios astronómicos de un instrumento simple, formado por
tres reglas de madera, con divisiones marcadas con tinta. Ticho-Brahe cantó con
palabras elocuentes el genio del astrónomo polaco.

Un tipo así era también Leuwenhoeck. Recuerdo haber estado en Delf


contemplando su casa al lado de un canal. ¡Qué casa más bonita! Allí estaría el
sabio holandés con su microscopio primitivo trabajando en la soledad.

Figura extraordinaria de la vida moderna es Einstein.

¡Qué tipo! Habla Séneca de hombres que son como niños que quieren saltar por
encima de su sombra. Einstein ha saltado por encima de la ciencia, y ha sido
como el niño que pasa por encima de su sombra.

De estos tipos extraños ha habido bastantes en la humanidad. Muy poca gente


los ha conocido, porque en su tiempo no los estimaban y no producían
admiración.

La vida de estos hombres debió de ser rara, metidos en sus rincones,


preocupados por cosas que no interesan a los demás.

La característica de la intuición parece que es una facultad de encontrar


relaciones entre ideas y conocimientos dispersos que la mayoría no advierte.

Esto, en pequeño, produce el hombre original y listo, y en grande, el hombre a


quien se llama genio. Es decir, que el problema está, poco más o menos, en lo
que decía Stendhal: en ver en lo que es, en ver lo esencial, no lo adjetivo, en el
mundo interior y exterior.

Yo creo que se puede dar el caso de dos personas de inteligencia: la una, muy
llena de datos, conocedora de sistemas; la otra, con muchos menos datos y
teorías, y, al llegar el caso de elegir una dirección, el hombre con menos datos
en la cabeza pueda tomar una dirección mejor para ver el camino con menos
obstáculos y menos detalles.
El aire de verdad de un relato, como el interés de la literatura, no se sabe de qué
depende. Tiene que proceder de la intuición.

Pero ¿qué es la intuición en su esencia? No lo sabemos. Hay personas


inteligentes que se engañan con las personas y con los acontecimientos de
medio a medio, y otras menos inteligentes que no se engañan.

¿Es que hay varias clases de inteligencias? Puede ser. El caso conocido es el de
las enfermeras y monjas de los hospitales.

A veces delante de la cama, el médico ha dicho al practicante:

—Hoy parece que el número diez está mejor, y pronto podrá comer algo.

La hermana de la caridad o la enfermera dice:

—El número diez está peor. No llega a mañana.

Y acierta.

Parece que hay una condición rara en algunas personas de ver lo esencial en las
cosas y en los hombres. Es lo que tenían más señalado tipos de escritores como
Shakespeare, Cervantes, Moliere, y modernamente, Dickens, Stendhal y
Dostoyevski. Una frase corta de Shakespeare, un tic burlón de Moliere, unas
palabras sobre un encinar o sobre unas colinas de Cervantes, dan lo
característico. En Stendhal, en Dickens y en Dostoyevski pasa algo parecido.

A veces hay rellenos de párrafos sin carácter; pero de pronto surge lo esencial,
lo que no se olvida.

Copérnico, por ejemplo, lleva en la inteligencia todos los datos necesarios para
su descubrimiento, que otros muchos sabios contemporáneos y anteriores a él
también los tenían; pero él ve lo que no ven los demás. Eso, en grande. En
pequeño pasa igual. El mecanismo del descubrimiento procede casi siempre de
la intuición, primero, y después, de la paciencia.

Yo creo que la intuición no debe ser más que un razonamiento rápido y


semiconsciente, a base de una sensación antigua y medio apagada.

Este razonamiento rápido lleva a una consecuencia calificadora que sorprende a


veces porque no se nota su génesis, ni la filiación con ideas anteriores y
recuerdos.

Se ve en la calle o en un teatro a una persona que produce curiosidad. Si


pudiera uno seguir el camino que ha ocasionado esta curiosidad, para terminar
en un resultado de simpatía, de antipatía o sólo de interés, llegaría uno a veces a
explicárselo; pero no se ve claro este camino. Si lo hay, que, probablemente, lo
habrá, es como la cadena hundida en el agua de los puertos, en la cual no se ven
todos los eslabones.

En la mayoría de los casos no tiene objeto práctico el averiguar la ruta que


siguen los sentimientos simpáticos o antipáticos, conscientes o semiconscientes,
es indudable. Se olvida uno de ellos porque no tienen interés.

Si no, la vida sería un problema de todos los momentos inútil y hasta


perjudicial. El análisis interior de los instantes no tiene utilidad, es un lujo. Por
eso quizás al cuerpo algunos han llamado la economía.
XII

El proceso de Einstein ha debido de ser igual a todos los descubrimientos. Veía


con vaguedad algo que los demás no vieron, y fue a ello con energía, y lo aclaró.

Con Planck debió de pasar lo mismo; y su primera teoría, expuesta en una tesis
de doctorado, después fue ensanchándose, y llegó a ser algo que revolucionó la
física.

Toda la filosofía moderna es poca cosa. La mayoría de los que la cultivan son
profesores que quieren saltar por encima de las limitaciones que puso Kant al
conocimiento humano y no pueden. No tienen ni la inteligencia ni la
abnegación del filósofo alemán, y van a ver si resucitan todas las fantasías
antiguas y a encontrar una isla inexplorable para poner en ella su pabellón.

Pasan los años, y nada. La obra de Kant sigue impertérrita dentro de sus límites,
y nadie la puede socavar; pasan las tormentas, se enturbia el aire, se llena de
humo, y cuando se aclara, las proposiciones agnósticas de Kant permanecen
inatacables.

El más inteligente de todos esos filósofos modernos, que ha sido,


probablemente, Bergson, ha ido armado con hechos deducidos de la teoría de
Einstein a ver si podía desmoronar las bases kantianas; pero la empresa es
difícil; parece que los argumentos que se podían emplear todavía no son de
orden racional, y no se puede atacar lo racional más que con lo racional. ¿Qué
discusión va a haber entre un bacteriólogo y un místico sobre materias
profesionales, ni entre un químico y un jurisconsulto? Ninguna.

Los profesores de filosofía, naturalmente, no quieren esto, y la acotación


kantiana les estorba y quieren marchar a un mar libre que no hay. Al menos, a
mí, por lo poco que he leído de Spengler, de Scheler, de Keyserling y de
Heidegger, me parece que, si van a la lucha contra el kantismo en su terreno,
pierden la partida, y si quieren luchar en otro terreno nuevo, no hay
posibilidades de contienda.

La cultura europea ha tenido con las dos guerras mundiales un enorme


descenso. No sabe nadie si esto se remediará de alguna manera con el tiempo;
pero todo hace pensar que en el horizonte del hombre actual no se encontrará la
solución.

Los tres dictadores de Europa, Stalin, Hitler y Mussolini, acabaron con el


espíritu liberal y científico del siglo XIX.

La fuerza era la obsesión de los tres, y la fuerza ha fallado por completo. Los
fuertes han perdido la partida, y los que se sentían débiles parece que quieren
cambiar de táctica e imitar a sus enemigos, con lo cual el mundo civilizado
puede perder su espiritualidad por largo tiempo.

En los pueblos ocurre en pequeño, y en la vida corriente, algo parecido. El


hombre modesto y trabajador que lleva una vida oscura ve que el vecino, que
antes no era nada, aparece de pronto rico, bien vestido y con automóvil. Su
familia y sus amigos dicen: «Ése es el hombre. Eso es saberse manejar con
talento. No como tú, que te pasas los años trabajando para nada».

El ejemplo es desmoralizador, y este ejemplo corre y se da por todas partes.


XIII

Los escritores suponen que conocen un país si conocen su literatura; los


políticos tienden a enterarse de las condiciones de un pueblo por la historia, y
¡por qué historia! Ninguno de los sistemas es exacto, pero está más próximo a la
realidad la tendencia de los escritores que la de los políticos. El resultado que
obtienen los primeros se halla más cerca de la constante espiritual de un país.

En primer lugar, entre los escritores ha habido más hombres de genio que entre
los historiadores. No se ha dado en Inglaterra un historiador que esté a la altura
de Shakespeare, ni en España otro que esté a la altura de Cervantes, ni en
Francia ninguno como Moliere.

A la literatura mediocre, el tiempo la hunde indefectiblemente; en cambio, la


historia mediana puede resistir por sus datos. El que se atiene a la literatura, se
inspira en obras geniales, lo que no pasa al que maneja libros de historia. Unas
cuantas obras literarias dan más la sensación de un país que unas cuantas obras
de historia.

En el libro literario está descontado su carácter eminentemente subjetivo; el


libro histórico quiere darse como objetivo y como imparcial, lo que es casi
siempre una sofisticación. La obra de historia está más entregada que ninguna
otra a la moda y a las corrientes del tiempo.

Varias personas inteligentes que lean, por ejemplo, a Burns, a Byron, a Walter
Scott y a Dickens, se forman una idea de Inglaterra, probablemente más
próxima a la realidad que leyendo las obras de los historiadores del país.

¿Qué historiador francés del siglo XIX da una impresión más sintética de la
época que Stendhal? Ninguno. Con la amplificación de su genio turbulento,
Balzac representa también la vida francesa de esa época, con sus
preocupaciones y sus miserias, mejor que cualquier autor de historia del
tiempo.

Cuando se lee el Quijote, no se tiene presente lo que es adjetivo del país, es


decir, la política, lo externo e imitado de aquí y de allá; lo que se ve es el pueblo,
con su paisaje interior y exterior. Más en pequeño ocurre lo mismo con los
artículos costumbristas de Larra. Si había guerra o no había guerra en el tiempo,
no importa gran cosa; si mandaba Toreno o Mendizábal, tampoco. Lo que se
advierte en estos artículos es la continuidad del país. Lo pasajero, lo del
momento, se ha evaporado.
A esto hay que añadir que la historia no tiene exactitud alguna, ni en sus datos
ni en sus consecuencias. Yo intenté, hace años, conocer la historia de España de
la primera mitad del siglo XIX. Durante mucho tiempo leí libros, folletos,
papeles, para encontrar hechos exactos y demostrados. No hallé más que
incertidumbre y oscuridad. Unos historiadores se copiaban a otros, y el primero
que exponía datos no indicaba dónde los había encontrado.

Por éstas y por otras muchas razones, hay que pensar que la tendencia de los
escritores a buscar el conocimiento de un país en la literatura, y no en la
historia, es mucho más exacta, aunque parezca lo contrario, que la de los
políticos, que quieren hallar estos conocimientos en la historia y en la
estadística.
XIV

Hay gente que asegura que la historia, en nuestro tiempo, va tomando


caracteres de exactitud y precisión que casi la convierten en una ciencia
objetiva. La tal idea me parece un fenómeno de fe más que otra cosa.

La afirmación en esta época, como en cualquier otra, es absurda, porque vemos


que hoy, como ayer, un hecho histórico contemporáneo tiene testimonios
diversos y varias versiones contrarias.

Por mucho que se quiera, la historia es una rama de la literatura que está
sometida a la inseguridad de los datos, a la ignorancia de las causas de los
hechos y a las tendencias políticas y filosóficas que corren por el mundo.
Cuando el autor escribe, no puede prescindir de todo ello.

Así, se ve que la historia de un mismo acontecimiento, como la conquista de


México, es diferente en Bernal Díaz del Castillo y en Solís; también es diferente
la Revolución francesa en un autor como Thiers y en otros como Michelet,
Carlyle o Taine.

De los dos testimonios que puede tener el historiador, el uno es directo, como
de viva voz; el otro, indirecto, llevado por un testigo no presencial o por un
relato; los dos son inseguros y no tienen comprobación fácil. Yo, siempre que he
hablado de un hecho presenciado por mí, ante otra persona que también lo
presenció, he visto que no estábamos casi nunca de acuerdo en los detalles, ni a
veces tampoco en el conjunto. Yo, al parecer, tiendo a disminuir la importancia
del suceso, y la mayoría tiende a la amplificación. Probablemente es algo de
carácter temperamental.

Cuando hay muchos testigos de un acontecimiento importante, muy pocos


están conformes en los detalles. El presunto historiador que oye con curiosidad,
¿por qué se decide? ¿Cómo sabe quién está en lo cierto? ¿Quién ha visto el
hecho tal como era? Después de prescindir de los testigos inseguros por interés,
por apasionamiento o por mala fe, queda para el narrador un laberinto
inextricable, por el cual marcha sin una brújula que le dé el rumbo.

Cuando el testimonio es lejano e indirecto, queda la tradición o el documento, y


ya es muy difícil separarse de la versión admitida, sea verdadera o falsa. Los
documentos muy antiguos están casi siempre interpolados por los copistas.
Quizás a fuerza de comparaciones, de análisis y de intuición se puedan
descubrir estas interpolaciones, pero no siempre. En los documentos modernos
y auténticos, con la firma de un jefe o de un ministro, ¿sabemos si lo ha escrito
él? Aun la palabra misma oída no basta.

En París, escuchando en el hotel por la radio un discurso de Daladier, dije yo a


un amigo, escritor francés:

—Ese discurso está muy literariamente pensado.

—¡Bah! Eso no lo ha hecho Daladier —me contestó.

—¿Usted cree?

—Me parece seguro. Lo ha escrito su secretario Chamson. Es el estilo y la


manera de éste.

Respecto a las frases de los personajes célebres, ya se sabe que la mayoría están
cambiadas. En unas se quitan unas palabras, en otras se añaden, en algunas se
cambian. Frases apócrifas hay muchísimas: la mayoría de las atribuidas a los
hombres ilustres.

Francisco I escribió a su madre, después de la batalla de Pavía, una carta, y en


ésta aseguraba: «De todas las cosas, no me queda más que el honor y la vida,
que se han salvado». La frase se ha convertido en: «Todo se ha perdido menos
el honor». Alguno dirá: «¡Es igual!». Sí, igual; pero distinto.

Todas las frases se han ido haciendo así más breves y más conceptuosas, lo que
hace que la historia sea obra de la fantasía y de la retórica, como cualquier otro
género literario. La objetividad no aparece por ninguna parte.
XV

Es más exacta la novela buena para reflejar un medio social que el libro
histórico excelente. En la novela, ya se sabe que todo lleva un fin estético, y
teniendo en cuenta este punto de vista, hay en el libro novelesco exactitud y
verdad.

La inseguridad de los datos llega a extremos inverosímiles. Hace cuarenta o


cincuenta años se estrenó en París una comedia titulada La Savelli. En esta
comedia, cuya acción transcurría en el segundo Imperio, aparecía Napoleón III,
y cuando se quiso caracterizar al emperador, se consultó a los supervivientes de
la época y se les preguntó si aquel Bonaparte tenía la perilla rubia o morena, y
los informes fueron contradictorios. Yo pensé, al oír los distintos pareceres que
venían en los periódicos, que era muy posible que el emperador se tiñera el
cabello y que esto explicara los cambios de su color.

Hace años se hizo una experiencia, yo no recuerdo bien en qué ciudad alemana,
como prueba de la inseguridad del testimonio. En un congreso de psiquiatras,
al terminar la sesión, se deslizó en la sala un chusco vestido de una manera
absurda, dijo unos chistes, hizo unas cuantas piruetas y, después de varios
gestos burlones, se retiró.

Este chusco, al parecer, hombre voluntario y espontáneo, resultó que había sido
llamado por el que presidía el congreso de psicólogos para hacer una
experiencia.

El presidente pidió a los congresistas que hubiesen presenciado de cerca la


entrada de aquel sujeto raro que había irrumpido en la sala, hicieran un relato
exacto y minucioso del suceso. Se presentaron treinta o cuarenta informes
documentados y detallados, que eran completamente distintos los unos de los
otros, a pesar de estar hechos por hombres de ciencia.

Otro elemento que desvirtúa la verdad de los hechos y de los testimonios es el


deseo de completarlos y de darles una significación ética.

André Gide, que ha publicado varios volúmenes recogiendo sucesos contados


en las gacetillas de los periódicos, en esa sección que en francés se conoce por
«Hechos diversos» y que él ha titulado No juzguéis, ha comprobado cómo se
modifican, cómo se cambia el relato de estos sucesos por los testigos
inconscientemente, muchas veces por buscarles una explicación y una causa
suficiente que pueden tener y pueden no tener.
Todo esto y algo más que se podría añadir hacen que la historia siga
perteneciendo a un arte literario inseguro y fantástico y que probablemente
siempre le pasará lo mismo. Su objetividad y su certeza son muy poco
auténticas. La historia, como la política, está sometida a los vientos que corren;
en cambio, la literatura, al parecer siempre mucho más subjetiva y mucho más
apasionada, que parece mariposear sobre la vida, tiene una raíz en ésta más
fuerte y más segura.
XVI

La imaginación constructiva es más bien nórdica que meridional. Los


folletinistas españoles e italianos han sido siempre peores que los franceses y
que los ingleses. Algo habrá influido en esto la vida en las ciudades grandes,
laberínticas, misteriosas, como eran antes Londres y París.

Crímenes ha habido en España y en Italia en estos setenta u ochenta años que


podían ser minas para el novelista popular.

En España se han dado algunos como inventados por un hombre de


imaginación calenturienta, por ejemplo, el de Don Benito. ¡Qué tragedia de
pequeña ciudad más perfecta! Tenía todos los elementos para el gran drama.

Había otros para el folletín, como el crimen de la calle de Fuencarral, el de la


calle de Tudescos, el del expreso, el de don Nilo y el del huerto del Francés.
Algunos, por su oscuridad, hubieran podido servir para escritores como Edgar
Poe o Conan Doyle.

Había también crímenes brutales de aire zolesco, un poco de la Bête Humaine,


como el de la Guindalera. Éste debió de ocurrir pocos años antes del crimen de
la calle de Fuencarral.

Una mujer casada decidió matar a su marido en complicidad con su amante, y


pensando que quizá no podrían realizar su obra fácilmente, entre los dos
pidieron la ayuda de un vecino, ofreciéndole pagarle por su colaboración nada
menos que dos pesetas, y el hombre aceptó. A los tres los agarrotaron, y yo vi
desde lejos la silueta de los agarrotados sobre la tapia de la cárcel Modelo, ya
desaparecida.

El crimen de la calle de la Justa fue también de estos zolescos. Aquí murió


asesinada la mujer del verdugo de Madrid por su amante.

Para imitadores de Huysmans, hubo también crímenes muy característicos: el


de Enriqueta Martí, de Barcelona, medio bruja; el del cura Meliá, en Madrid,
mixto de homosexualismo y de magia, y el de Gádor, en Almería, que parecía
un crimen medieval.

XVII
Manuel Chaves Nogales, que creo que era sevillano, había vivido en bohemio.
Publicó algunos libros con novelas cortas, que estaban bien, y escribió en el
Heraldo de Madrid, donde se pagaban muy poco los artículos.

No sé qué año, probablemente en 1930, a Montiel, que tenía ya un semanario,


Estampa, que se vendía como pocos, se le ocurrió hacer un periódico diario y le
llamó a Chaves para hacerlo y buscar la redacción. Montiel quería lanzar un
diario monárquico, pero no había por entonces periodistas monárquicos
jóvenes, y la redacción que reunió Chaves para Ahora era casi toda ella de ideas
republicanas. El periódico tuvo mucho éxito, y antes del año de comenzar era el
tercero en tirada de los periódicos de Madrid e iba camino de seguir adelante.

Dos años más tarde de fundado Ahora, un día de invierno, creo que domingo,
hacia Navidad, Chaves Nogales me convidó a comer. Tenía una casa hermosa,
grande, con magnífica calefacción, en un piso alto del edificio de la imprenta en
Rivadeneyra, en la cuesta de San Vicente, donde se tiraba Estampa y Ahora.
Desde los balcones había una vista magnífica sobre el Campo del Moro y sus
arboledas.

En la comida se habló de cuestiones de política de actualidad, que a mí no me


interesaban mucho. Yo le dije a Chaves varias veces:

—Amigo, ¡vaya una casa que tiene usted! ¡Qué panorama! Yo creo que viviendo
en un sitio así no saldría a la calle nunca.

—Sí, esto está bien, no cabe duda; pero yo tengo la impresión de que todo esto
es pasajero. Nosotros acabaremos en una buhardilla pobre de una callejuela de
París.

—Pero, hombre, ¿por qué?

—Así lo creo.

—Pero ¿por qué?

—Esto de la República no marcha.

—Sí, puede ser; pero ¿hay algo en contra fuerte?

—Claro que lo hay.

—Yo no estoy enterado.

—Naturalmente. Usted apenas sale de casa; pero esto marcha mal. Los
conservadores y los reaccionarios, que al principio estaban asustados, van
ganando terreno. Y, por el otro lado, los comunistas están deseando que haya
agitación para ver si dan un golpe a estilo ruso.

—Pues yo estaba sin enterarme —le dije.

—En la higuera.

—Evidentemente, en la higuera.

—Pues, amigo, no nos permitirán estar en la higuera, y como le digo a usted,


tendremos que salir corriendo a meternos en algún rincón de París…, si nos
dejan.

Después, cuando le veía a Chaves Nogales en París, en 1939, y le recordaba su


predicción, le decía yo:

—Amigo, ¡qué olfato!

Él contestaba:

—No. Es el andar por la calle. Si usted se mete en su casa, con sus papeles y sus
libros, ¿qué se va usted a enterar de lo que ocurre en el mundo? Naturalmente,
nada.
XVIII

Una intuición, ésta mía, recuerdo de París, que al principio me pareció


interesante y luego comprendí que era poca cosa.

En tiempo de la República, Giménez Caballero dio un banquete en su casa a


Keyserling. Después de la comida subieron los asistentes a la azotea y llegaron
más personas, entre ellos el poeta Rafael Alberti. Alberti, entonces, era un joven
más bien flaco, rubio, de veinte o veintitantos años.

Luego no le volví a ver en Madrid.

Unos años después me encontraba yo en París y tenía siempre dificultades con


la policía. No me querían dar, como a la mayoría de los españoles, un permiso
largo de estancia, con su documentación. No me lo daban más que para un mes,
y tenía que ir a Conserjería a cada paso y esperar entre gente mísera y
desdichada, lo que constituía para mí un espectáculo deprimente.

Un día, ya al final de la guerra civil española, sin razón apreciable, me dijeron:


«Vaya usted a esa sala, al final de este pasillo».

Fui. Allí los reunidos eran también españoles, la mayoría bien vestidos; muchos
catalanes y pocas señoras.

El jefe de la oficina me invitó a sentarme en un sillón frente a las ventanas.

Delante de mí, y dándome la espalda, había sentadas dos personas, hombre y


mujer, los dos fuertes. Él, sobre todo, tenía la espalda ancha, y ella un gabán de
pieles claro y pomposo. Yo no les vi la cara. De pronto me vino la idea de que
eran Alberti y María Teresa León. ¿Por qué? No lo pude comprender bien.

Este día me dieron un permiso de estancia largo, de tres o cuatro años.

Luego, una noche que acompañé a una señora de mi hotel a la oficina de la


Radio-París, me señalaron a Alberti y a María Teresa León, y vi que eran los que
semanas antes estaban en la oficina de la Conserjería. El acierto mío me pareció
una prueba de intuición, y pensé que había asociaciones de recuerdos y
semijuicios en la inteligencia completamente inconscientes.

Después, pensando en ello, comprendí que no era nada extraordinario mi


acierto. No habiendo más que cuatro o cinco parejas de personas conocidas que
hubieran figurado en la revolución española, suponer que aquella pareja vista
por mí en la Conserjería era una de las cuatro, no era gran cosa.
XIX

Hay bastantes escritores que hablan de la decadencia intelectual del mundo y


de la pérdida de valores intelectuales y morales que producen la nivelación y la
mecanización de todo.

Para el conde de Gobineau, como para otros autores que le han seguido, la
civilización, en su grado máximo, ha sido el resultado de la aptitud de una raza
superior, de la raza aria o indogermánica.

Gobineau asegura, en su libro fundamental publicado en 1857, Essai sur


l’inégalité des races humaines, que la cuestión étnica domina los demás problemas
de la cultura. Esta cuestión, según él, es la clave de la historia. La diversidad de
las razas humanas, cuyo conjunto forma una nación, basta, a su modo de ver,
para explicar el devenir y el encadenamiento de los destinos de los pueblos.

Para él no ha habido más que un pueblo energético, que ha sido el pueblo ario,
que tiene su representación moderna en los germanos.

Este pueblo era, para el conde bordelés, una especie de rádium que ha ido
asumiendo todas las civilizaciones antiguas de los pueblos europeos, hasta que
comenzó a decaer por el mestizaje. Las siete civilizaciones mundiales que
Gobineau señala en la historia están integradas por ramas indogermánicas
hasta la civilización alemana, esencialmente aria, según él.

El conde bordelés asegura que ni el clima, ni el gobierno, ni las ideas bastan


para elevar una civilización; mientras no haya elemento indogermánico, el
pueblo no se elevará.

Gobineau tenía puntos de vista atrevidos, pintorescos, y algunos profundos. Su


sistema le permite cambios de frente y evoluciones muy originales. Así, por
ejemplo, considerando como considera el arte como una manifestación
importante de la vida, no lo cree un producto genuino de la raza
indogermánica, para él superior, sino que, por el contrario, supone que los
pueblos son más artistas cuanto más mezclados están de sangre negra.

Impulsado por esta teoría, hace una escala de pueblos artistas, que,
comenzando en los asirios y en los egipcios, pasa por los griegos, los italianos,
los españoles y los franceses.

A mayor pureza aria del pueblo francés, ya, según Gobineau, no se da el arte.
El pintoresco conde afirma que la decadencia de la civilización germánica viene
del predominio de la influencia romana, que es una etapa avanzada en la era de
la unidad. Para nuestro antropólogo, cuando las naciones europeas pierdan por
completo su predominio germánico y se romanicen, les llegará su ruina. Ya
Gobineau ve en su tiempo en perspectiva la posible romanización de Inglaterra
y, por tanto, su decadencia.

Consideraba el escritor francés que, en su tiempo, el mundo ario, el mundo para


él superior, el de la supremacía de la vida, se encontraba luchando contra el
triunfo ineludible de la confusión romana, en la serie de territorios que
partiendo de Tornea, encerrando Dinamarca y Hannover, desciende por el Rin,
a una corta distancia de la orilla derecha de este río, hasta Basilea; envuelve la
Alsacia y por el curso del Sena le sigue hasta su desembocadura en El Havre; se
prolonga hasta la Gran Bretaña y se une al oeste con Islandia.

Éste era, para el conde antropólogo, el baluarte del germanismo y el filón de la


salud de Europa.

Como se ve, el baluarte del germanismo de Gobineau era más bien


escandinavo.

Este baluarte germánico resistía poco, según él. Tras su decadencia y su ruina
vendría el triunfo de la confusión romana, de lo que ha llamado más tarde el
historiador alemán Chamberlain, de origen inglés, el caos étnico.

Sea esto cierto o no lo sea, no parece muy lógico que los judíos como Zweig se
lamenten del reino de la era de la unidad. Ellos han sido los más
internacionalistas del mundo, los más partidarios de utopías generales, los que
han tenido más entusiasmo por lo ecuménico.

El carácter que va tomando Europa, a cualquiera le hace pensar que vamos


marchando a la era de la unidad pronosticada por el conde.

Hay muchos indicios que hacen probable la anticipación. En todas partes, la


política es de masas. Lo individual no cuenta, y lo individual es lo que forma el
sentimiento de la libertad y el carácter.

Desde hace cincuenta años todo concurre a poner obstáculos a la personalidad,


a borrarla, a aniquilarla y a darla a los grupos humanos. El grupo cuenta y la
iniciativa individual se esfuma.

Desde el Renacimiento hasta el final del siglo XIX la tendencia era el dejar
destacarse a las personalidades; ahora parece que la tendencia es contraria y
que el ideal es formar grupos. La política, en la mayoría de los pueblos, es el
reino del anonimato.

El cargo, en todos los países, es superior al hombre. Cuando los pueblos tienen
un hombre con condiciones extraordinarias —el caso de Churchill en Inglaterra
—, se le inutiliza.

En los demás órdenes de la vida pasa igual. Todo tiende a lo colectivo, y


mientras una tendencia no cuenta con masas, no es nada.

En Rusia, por ejemplo, ¡qué floración de grandes escritores hubo en cincuenta


años del siglo XIX! Desde que se ha implantado el comunismo, nada. Son ya
treinta años. En la Italia fascista, en la Alemania hitleriana, igualmente, nada.

Todo colabora y favorece la era de la unidad, la mezcla de razas, el socialismo,


el internacionalismo de los deportes, la moda, la radio y el cine.

Hasta las caras se van unificando, y parece que ya empieza a no tener nadie
carácter nacional, ni regional, ni personal.

El cinematógrafo es una de las causas laminadoras más fuertes de la sociedad


actual.

Antes se hablaba de la influencia de los libros. ¡Qué fantasía! Un libro famoso,


de éxito comentado, se llegaría a vender en España, en pueblos como Madrid o
Barcelona, dos mil ejemplares en un año. Hoy una película de éxito la verán,
sólo en una ciudad de éstas, veinte o treinta mil personas al día.

Así se nota cómo en las familias más modestas se ha formado la moral del cine
y que ya no hay quien la ataje. La cáscara de la vida quedará como pura
decoración, pero nada más; el fondo tendrá mucho de internacional.

Todo esto contribuye a la decadencia del espíritu local y al triunfo de lo


ecuménico.

Se ve que estamos en un momento de baja, de parada de la civilización.

El régimen de masas tiende a una política laminadora, con una cara roja o
negra, y acabará en el comunismo, con su vulgaridad correspondiente.

Los pueblos de Europa, comenzando por París, van decayendo. No es muy de


creer que la gente de inteligencia de esas ciudades sea más torpe que antes;
pero, sin duda, el ambiente es menos propicio para la invención y para la
espiritualidad.
SEGUNDA PARTE
DIVAGACIONES SOBRE LOS GRANDES HOMBRES

Los ingleses emplean, para la mayoría de las obras literarias que no sean
historia, filosofía o poesía, la palabra «ficción».

Goethe escribió un libro de Memorias titulado Ficción y realidad, en donde, al


parecer, hay más realidad que ficción.

En los países latinos se emplea con mayor frecuencia la palabra «invención», y


por mucha gente altisonante la palabra «creación», que parece más pomposa.
En algunos casos tienen realidad estas palabras, pero en la mayoría de las veces
no.

No hay, seguramente, obra de economía o de hacienda que dé una idea del


estado social de España en el tiempo como Don Quijote. A pesar de ser una
ficción, es más realista que todas las obras de los sabios del tiempo.

La invención en las ciencias parece poca cosa mirándola como por encima; es
como un peldaño más en la escala, pero eso que se figura como fácil tiene que
ser dificilísimo conseguirlo en la práctica. No hay nunca invenciones completas;
nadie saca nada de la nada; todos los sabios, escritores y artistas se apoyan en lo
ya hecho, y los que valen saltan un poco más allá que lo que saltó su predecesor.
Éstos son los inventores. La mayoría repiten, unos bien y otros mal, lo ya
realizado.

Por ahora, la ciencia es lo que parece que tiene un campo sin limitación.
Después, la literatura es más limitada; más limitadas parecen aún la música y
las artes plásticas, que dan la impresión de que no hacen más que repetirse y de
que han cerrado ya su ciclo.

De ahí que los grandes hombres de ciencia queden en la historia, pero no viven
en sus obras. ¿Qué matemático va a leer hoy a Pascal, a Newton o a Leibniz?
¿Qué químico a Lavoisier o a Berzelius? ¿Qué naturalista a Buffon o a Cuvier?
Todos estos hombres quedan en la historia de la ciencia. En cambio, Mozart o
Beethoven viven como en su tiempo, y a los escritores y pintores les pasa lo
mismo, porque los elementos que han empleado son los de siempre y no son
variables.

No creo que ello quiera decir superioridad, sino persistencia de los materiales
usados. En el terreno científico, el antecedente para el público desaparece; en el
terreno literario y artístico, no.

De las tres palabras más acertadas para hablar de la invención literaria:


«ficción», en español, da una idea de falsificación; «creación» parece de una
petulancia un poco fastuosa, e «invención», que es la más próxima a la realidad,
se puede referir tanto a un hallazgo importante como a un juguete callejero.

El hombre es un enigma para los demás y para sí mismo. Su sinceridad es


siempre relativa, y su franqueza también.

Cuando el hombre se analiza en la soledad es cuando nota en sí mismo su


carácter oscuro y enigmático.

En cambio, cuando se dirige a los demás, toma su postura habitual y la sigue


fácilmente. El bondadoso sabe perfectamente su papel, y lo saben lo mismo el
murmurador, el violento, el irónico, etcétera; pero cuando se encuentran solos o
quieren saber cómo son, entonces es cuando no lo saben.

«Nosce te ipsum» («Gnosi seauton»), la famosa divisa del templo de Delfos, como
todas las sentencias antiguas y modernas, tiene más apariencia que realidad.
¿Quién se conoce a sí mismo? Nadie. Si se pudiera confrontar la opinión que
tiene cada uno de sí mismo con la de las personas que viven a su alrededor, no
estarían de acuerdo nunca. ¿Quién podría decir cuál era la que llevaba la razón?
Esas palabras de «Conócete a ti mismo», grabadas en la portada del templo de
Delfos, máxima fundamental de Sócrates, los filósofos han creído que era el
principio de la verdad humana. Yo creo que más servirían de regla para la
conducta de relación en el mundo.
II

Algunos han empleado la palabra «indeterminismo», como queriendo afirmar


la existencia del libre albedrío.

Hay otros que hablan de indeterminismo en un sentido físico y matemático, lo


cual es ya difícil de comprender. Como todas las ideas son humanas, cuando
nosotros pensamos en un efecto, pensamos en una causa. No podremos salir de
ahí. Al efecto A le podemos atribuir una causa B, y ésta puede no ser la
verdadera; pero no podemos suponer un efecto sin una causa, y esto sería, creo
yo, el indeterminismo.

Se ha visto de noche un gran resplandor en lo alto de una montaña, ha subido el


cauce de un río un metro, se ha abierto una grieta en el fondo de un valle. No
encontramos la causa apreciable de estos fenómenos, pero estamos convencidos
de que tienen una causa, porque en nuestro espíritu existe ese principio de
causalidad. ¿Y si no existiera ese principio? ¡Qué sabemos lo que pensaríamos!

No sabemos qué se puede querer decir con eso del indeterminismo. Sin
embargo, he visto libros, al parecer científicos, que razonan sobre esa palabra.

Que haya hechos que se pueden producir sin causa, no cabe en cabeza humana.
De aquí el axioma: «No hay efecto sin causa», y al contrario: «El efecto supone
causa».

Si se llama determinismo a esta noción primaria de causa a efecto, no es posible


escaparse de ella; ahora, si se llama determinismo a una fantasía literaria o
sociológica, entonces, no. Un historiador puede afirmar: «La historia está
determinada fatalmente por la geografía», y otro decir: «La historia depende de
la geografía».

Según Bergson, las ideas de causa y de efecto, de espacio y de tiempo, nos


esconden la realidad. ¿Qué realidad? Todo esto no es más que palabrería. Para
el hombre no hay más realidad que la que le dan los sentidos y la razón.

Al parecer, Bergson quiere demostrar que fuera de esas ideas existe un élan vital
más importante que las entelequias de la razón.

Esto tiene todo el aire de un juego. Se puede pensar que estas nociones de causa
y efecto, de tiempo y de espacio, de materia y fuerza, son humanas; pero todas
las demás nociones son también humanas.
Salir de lo humano es imposible. ¿Qué es eso del élan vital? Es un concepto más
que no añade nada a las viejas ideas animistas. Es un cambio de palabras.

El determinismo es una realidad siempre que la causa o las causas de un hecho


estén todas conocidas y las circunstancias en que obran.

Hay como dos clases de determinismo: uno, de causas, y otro, de efectos. Con el
primero se dirá: «Estas causas producen estas consecuencias».

Y con el segundo: «Estos hechos están ocasionados por estas causas».

Ahora, hay circunstancias que pueden variar y hombres que razonan mal y
torpemente; pero eso no quita para que el determinismo sea una teoría lógica y
científica.

Si Emilio Zola quiso llevar la teoría determinista al estudio de una familia


ideada por él, eso ¿qué tiene que ver con la ciencia? Nada. Porque ni él ni nadie
podía saber de antemano todos los elementos orgánicos, fisiológicos,
patológicos y espirituales que puede haber en una familia y cómo van a
evolucionar en un medio ambiente que tampoco puede conocer con exactitud.

El llevar abusivamente una teoría física o zoológica a un grupo humano no se


puede considerar como un procedimiento científico, ni mucho menos.

La influencia del medio ambiente es un postulado lógico e ineludible; tiene que


obrar en todo. Lo que no se sabe siempre es cómo obra. Al generalizar en estas
cuestiones, le gusta al teórico anticipar consecuencias, redondear sus teorías,
darlas como definitivas, y muchas veces falla; pero no cabe duda de que el
clima, la vegetación, la cultura, la política, las artes, la familia, las amistades
influyen de una manera decisiva en el hombre. Llegará seguramente una época
en que esas influencias se estudien con seriedad y el resultado del estudio sirva
individual y socialmente.

El determinismo científico y físico parece indudable; el determinismo fisiológico


y psicológico, si existe, como tiene que existir, no es tan comprobable por ahora.

Respecto a que de nada no puede venir nada, «ex nihilo nihil», es un axioma que
está en el espíritu de todos los hombres de ciencia. Todo viene de algo, y los
tipos más originales toman de los anteriores conceptos, fórmulas, anécdotas, lo
que sea. Esto, en literatura, lo han hecho Shakespeare, Cervantes y Dickens;
antiguamente lo hicieron de una manera parecida Sófocles, Eurípides,
Aristófanes y Plauto. No puede haber nada absolutamente nuevo.

Una invención literaria tiene que proceder de una lectura, de una observación,
de una interpretación. Generación espontánea no hay ni en la naturaleza ni en
la inteligencia del hombre. Todo procede de algo. La célula, de la célula; el
pensamiento, de otro pensamiento.

En la biología actual parece que se sigue considerando el medio ambiente, el


cosmos, como un conjunto de circunstancias que obra de una manera eficaz en
el individuo; pero también se acepta la reacción del sujeto sobre el cosmos que
le rodea.

A esta reacción del individuo se la considera hoy como de más importancia que
antes.

Parece que hay, en ocasiones, una preadaptación al medio, que hace que los
animales que tienen condiciones anteriores para vivir en las tierras áridas, en
los bosques o en las cuevas, vayan a ellos por su inclinación ingénita.

En la literatura de la época de Zola y sus discípulos, el ambiente era casi todo, y


para ellos el hombre apenas podía poner un gesto fuera de su destino,
fatalmente determinado.

Es lo peligroso que tienen todas las teorías aplicadas a hechos que son de
distinta clase de los pensados. Una teoría física puede fallar aplicada a hechos
orgánicos, y más queriendo interpretar hechos humanos.
III

No ya en el comentario de la vida actual observada por cada uno, sino en


sucesos pasados, ya analizados y filtrados, ¡qué diferencia en cada autor! Hay,
por ejemplo, muchas historias importantes de la Revolución francesa. Una de
las más conocidas es la de Thiers, fría, objetiva, de político. El lector curioso o
indiferente no se entusiasma ni se decepciona con los relatos del autor. El libro
da la impresión de reflejar una época que tiene cosas buenas y malas, errores,
anticipaciones, etcétera.

Si de este libro se pasa al de Michelet, aquí se encuentra el lector con un


entusiasmo acérrimo de la época, con un revolucionario lleno de elocuencia y
de ardor, exaltado por la retórica.

Algo semejante se advierte en la Historia de los girondinos, de Lamartine. Si se


deja a éstos y se toma la obra de Carlyle sobre la Revolución francesa, se
encuentra el lector en un mundo de sueños. Todo en este libro es
extraordinario. Los gestos y las actitudes, desmesurados; los gritos, las frases,
los contrastes, violentos; hay ángeles y demonios, crímenes y acciones sublimes,
amenazas feroces e idilios.

Lo mismo se podría decir de las obras novelescas que se refieren a ese periodo.

El noventa y tres, de Víctor Hugo, por ejemplo. No hay aquí lugar para lo medio.
Todo toma proporciones descomunales y absurdas: el militar Gauvain, el
aristócrata Lantenac, el mendigo Caimand, el sargento Trubert, el cura
renegado Cimourdain… Lo bueno y lo malo bailan una extraña zarabanda.

Si se pasa de esta galería de figuras de cera a los Orígenes de la Francia


contemporánea, de Taine, todo se ha achicado; las figuras de cera se han arrugado
por obra y gracia de un espíritu mediocre de profesor. Como los escritores
anteriores buscan exaltar las figuras de la Revolución, Taine busca deprimirlas.
Es un catedrático, un patriota, un pión de universidad que toma sus notas con
un espíritu de portera.

¿Quién está en lo cierto? No se puede saber con exactitud. Aunque el escritor


quiera ser lo más objetivo posible siempre propenderá a una idea o a una
explicación, aunque parezca prescindir de ellas.

Hasta la estadística es tendenciosa.


IV

Hay dos apotegmas que me parecen de los más profundos de la filosofía


primitiva. Uno es el de Protágoras, que dice: «El hombre es la medida de todas
las cosas, de las posibles como posibles y de las imposibles como imposibles».

Otros traducen la frase diciendo: «De las que son, en cuanto son, y de las que no
son, en cuanto no son».

El otro apotegma es la sentencia de Lucrecio: «Ex nihilo, nihil» («De nada,


nada»).

Las dos afirmaciones intuitivas son como la quintaesencia del relativismo.

Muchos cambios en su forma y en su aplicación han tenido estas dos intuiciones


antiguas: la de Protágoras y la de Lucrecio.

Respecto a la afirmación socrática y délfica, «Conócete a ti mismo», está bien. El


hombre es un enigma para sí mismo, hay que reconocer que la sinceridad es
siempre muy relativa, y estamos envueltos en velos que nos crea el instinto
vital.

Conocerse a sí mismo es un principio individual. Para Sócrates era lo esencial


en filosofía. Lord Byron repetía la frase y la daba como norma literaria: «Mira
en ti mismo y conócete». Y Stendhal, pensando en el mundo exterior, decía:
«Hay que ver en lo que es».

El hombre que pretende ver en lo que es, con sus ojos, no lo ve como los demás;
siempre le da un carácter propio a su visión, mejor o peor. El hombre que puede
ver en lo que es, está por encima de todos los fanatismos y de todas las utopías.

Yo, de joven, siempre tuve una gran admiración por ese tipo de policía
aficionado, Dupin, ideado por Edgar Poe.

Ya se comprende que un personaje de este tipo no puede ser completamente


real, sino una entelequia inventada por un hombre de genio; pero, aun así,
acercarse a una figura semejante sería un deporte ameno.

A mí me interesa, como decía Stendhal, ver en lo que es. Saber distinguir la


realidad del mito, saber señalar los caracteres de la realidad, dejando a un lado
los lugares comunes, es tarea de filósofo.
Lo que está conocido, agotado, me interesa poco. A mí no se me ocurriría
escribir un libro sobre la vida de Alejandro, de César o de Nerón; no creo que
haya ningún dato ignorado acerca de ellos, pero sí se me ocurriría hacer una
obra sobre un tipo oscuro, misterioso y averiguar su vida y ponerla en claro.

Uno de los libros que he leído a ratos con mucho gusto es el Diccionario histórico
y crítico, de Bayle, erudito insaciable y sembrador de dudas.

También he leído una impugnación de este autor, el Esame critico delle opere di
Bayle, impreso en Venecia, el año 1760, en casa de Bartolomeo Occhi.

Un día que el cardenal Polignac encontró en un pueblo de Holanda al autor del


Diccionario histórico y crítico, le preguntó:

—Y usted, ¿de qué secta es?

—Yo soy protestante —le contestó Bayle.

—Ya lo sé. Pero ¿de qué secta? ¿Luterano, calvinista, anglicano?

—No; yo soy protestante, porque protesto contra todo lo que se dice y hace
cuando es absurdo e irracional.

Me parece muy bien protestar contra eso e intentar ver las ideas y los hombres
con el máximo de claridad posible.

Yo no aceptaría el consejo del patrón del barco italiano en el que navegó Goethe
en su juventud, al cruzar por delante de las costas del sur de Italia. Al parecer,
el joven poeta alemán preguntaba: «¿Y por qué hay aquí tantos cultivos y allá
no? ¿Por qué hay tantas alquerías en esta parte y en esta otra no?».

Entonces el patrón del barco le dijo que era conveniente tener cierta confusión
en la testa. Esta anécdota se la oímos contar a Ortega y Gasset.

Yo hubiera querido tener siempre claridad en la testa. ¡Ver en lo que es! No es


nada. Es el problema capital del filósofo, del científico y del escritor.

El hombre es una máscara, no sólo para los demás, sino para sí mismo. No hay
manera de averiguar claramente en dónde empieza su realidad y en dónde
acaban sus ficciones.

Hay persona que asegura con convicción:

—Yo siempre he tenido serenidad ante el peligro.


Al cabo de poco dice su mujer:

—Mi marido es un hombre bueno; pero cualquier peligro pequeño le perturba.

Una mujer indica:

—A mí nunca me ha preocupado la moda.

A los pocos días, una amiga suya indica:

—Fulana es buena chica, pero tiene una preocupación por las modas
verdaderamente exagerada.

Otra vez un señor asegura con aire pesaroso:

—Lo confieso: soy un hombre vengativo. No lo puedo remediar.

—¡Qué va a ser vengativo! Ha tenido ocasión de vengarse de gentes que le han


causado daño, y no ha hecho nada —dice otro por él.

Cuando desde el tiempo de Sócrates y de la divisa del templo de Delfos acá, es


decir, desde hace unos dos mil quinientos años, se recomienda el conocimiento
de uno mismo, hay que pensar que la empresa no debe de ser tan fácil, y que se
avanza por ese camino.

Si la gente se conociera de verdad, creo que vendría al mundo un pesimismo


terrible. Si el político o el hombre de la calle que ha mandado matar creyendo
que lo ha hecho por principios, viera claramente de qué fondo oscuro y turbio
ha salido su acto; si el hombre que ha hecho un negocio viera claramente que el
negocio ha sido una charranada, una estafa indecente, en toda la humanidad se
produciría un pesimismo terrible; pero el hombre no ve eso, no puede verlo;
tiene sus bambalinas y sus bastidores, en los que prepara inconscientemente sus
alegatos y sus defensas, arregla el escenario y convierte los motivos inmundos
en motivos nobles y se legitima con facilidad.
V

Hay una obra escrita en alemán que yo quisiera que estuviera traducida al
español o al francés para leerla con frecuencia. Es la titulada Die Worsokratiker,
por Wilhelm Capelle, Leipzig, año de 1935.

Es esta obra una antología de los restos que quedan de los escritos de los
filósofos que precedieron a Sócrates. Entre estos filósofos están los hombres más
extraordinarios y de pensamiento más audaz del mundo. Probablemente
Sócrates, y después Platón, perturbaron y desviaron de sus cauces naturales la
filosofía y la ciencia que iban creando los pensadores verdaderamente geniales
que les precedieron.

Siento yo mucho no saber alemán para leer estos trozos reunidos de los grandes
filósofos antiguos. Sólo con el diccionario en la mano puedo comprender los
temas de que se tratan. He visto que esta tentativa de reconstitución de los
textos de filósofos de la primera época de Grecia no es la única, pues hay otro
libro de Hermán Diels, titulado Fragmentos de los presocráticos, que es también
una antología de los trozos que quedan de los viejos filósofos. Este libro está
publicado un año antes que el de Capelle. En la obra de Gomperz sobre los
filósofos griegos, en la traducción inglesa, había leído algo sobre ellos; pero
preferiría leer primero los textos completos de cada uno de los autores sin
explicaciones ni reflexiones.

El libro de W. Capelle tiene un sentido sintético sobre cada uno de estos


filósofos antiguos, seguido de los trozos que quedan de ellos, recogidos en
diversas obras posteriores.

Una de las fuentes, la principal, es la Vida de los filósofos, de Diógenes Laercio. De


este libro, que a mí siempre me ha parecido muy bueno, tengo un ejemplar
incunable de Brescia, en latín, otro en francés y otro en castellano. He leído la
obra muchas veces, y, aunque parece escrita a la ligera y tratar los asuntos más
graves e importantes en un tono frívolo, es trascendental.

Muchos han hablado con desdén de esta compilación de última hora; pero si no
existiera, no se sabría nada o casi nada de los filósofos antiguos.

Algunos, inclinados a la pedantería, dicen con desdén: «Es un libro de


anécdotas».

Esto les parece una razón. Para mí no lo es. Yo prefiero muchos libros de
anécdotas descosidas a otros bien terminados y remachados. Una obra como
Los caracteres y anécdotas, de Chamfort, la puedo leer con frecuencia.

Ahora, un libro como Los mártires, de Chateaubriand, o Los novios, de Manzoni,


son para mí un somnífero activísimo, un verdadero estupefaciente. La retórica y
la elocuencia es lo que encuentro más aburrido en literatura.

La Vida de los filósofos, de Diógenes Laercio, es un libro que está muy bien. Dicen
los pedantes que no tiene un criterio elevado.

También le deben reprochar que no pone comentarios éticos a lo que cuenta. Él


recogió lo que pudo de la vida de los filósofos griegos, y lo conservó. No hizo
sermones ridículos impugnando al uno o al otro, e hizo bien.

En esta obra de Capelle sobre los presocráticos se unen, a los trozos de los
filósofos antiguos que aparecen en Diógenes Laercio, los que se han encontrado
en los libros de Aristóteles, Aecio, Hipólito, Plutarco, san Clemente de
Alejandría, Macrobio, Sexto Empírico, Jámblico, Polibio, etcétera.

Los autores presocráticos tienen en el libro de que se trata una clasificación que
puede corresponder con exactitud a las ideas del tiempo antiguo, pero no a las
de hoy.

¿Por qué, por ejemplo, se ha de llamar sofistas a filósofos como Protágoras,


Leucipo, Pródico y demás?

En el sentido antiguo de sabio, que era el que tenía en su tiempo la palabra


sofista, puede estar bien. En el sentido más moderno, posterior a Platón, en que
la palabra sofista indica al que defiende una teoría con malas artes, no es exacta.

Protágoras o Demócrito no son sofistas. Es mucho más sofista Platón.

Los filósofos griegos anteriores a Sócrates son, en su mayoría, hombres de


observación; no dogmatizadores ni retóricos. Los dogmatizadores y retóricos
son los que vienen después.

Los primitivos se muestran, principalmente, como preocupados por los


problemas del mundo físico, cosmológico, por la constitución de la materia. Los
posteriores son moralistas y políticos.

Platón se encarga de desacreditar a los filósofos anteriores a Sócrates y a su


escuela de una manera mezquina, y tiende a que la ciencia del tiempo se
convierta en ciencia de cátedra; es decir, disciplina dogmática, de carácter
moralista y político. La naturaleza cuenta poco en su sistema; todo tiende a
tomar en él un carácter ético y psicológico; todas son habilidades dialécticas, de
profesor. Las ideas sociales de Platón desembocan en su Tratado de la república,
libro poco simpático, que preconiza un sistema de vida tiránico y comunista.

Se puede sospechar que el espíritu de Platón y de sus discípulos fue el que


contribuyó a ahogar y a desacreditar deliberadamente la obra de los filósofos
presocráticos, y que las academias platónicas colaboraron en la destrucción y en
el olvido de obras tan geniales y profundas como las de Heráclito, Demócrito,
Leucipo, Anaximandro, Parménides y Protágoras.

Por las pequeñas muestras que quedan, no ha habido periodo en la humanidad


que haya tenido un conjunto de hombres de genio como esa época presocrática.

Se comprende que los que la conozcan bien no sientan ninguna simpatía por la
obra de Sócrates y Platón, obra de decadencia que, alejando el conocimiento de
su función principal, la de aclarar la naturaleza, lo llevaron a un mundo de
fantasías y de invenciones de carácter más asiático que europeo.

De todos aquellos grandes hombres de la época presocrática, uno de los


mayores, quizás el mayor, fue Heráclito de Éfeso, Heráclito el asceta, que vivió
solitario en los montes, alimentándose con frutos salvajes.

El filósofo alemán de tendencia mística, Schleiermacher, fue el que en la época


moderna llamó la atención sobre él en su obra Museo de las ciencias antiguas.
Después, en nuestro tiempo, ha sido Nietzsche el que ha considerado al filósofo
de Éfeso como el pensador más importante de la antigüedad.

Su doctrina sobre la constitución del universo, sobre la evolución y los átomos,


sobre la relatividad de las cualidades; la coexistencia de las condiciones
contrarias, en la evolución constante de todo y la idea del eterno retorno, son
impresionantes.

Es lástima que un libro así como el de Capelle no se traduzca, para que


podamos tener una idea en detalle y en conjunto de la mentalidad de aquel
filósofo lejano, en la cual parece que están en potencia todas las teorías de la
ciencia actual.

VI

Heráclito tenía el hábito de expresarse de una manera enigmática y simbólica, y


así, cuando enfermó de hidropesía, fue a Éfeso desde el yermo, y preguntó a los
médicos si ellos eran capaces de convertir en seco un tiempo lluvioso.
Heráclito creía en las destrucciones periódicas del mundo, en espacios de mil
años aproximadamente, y en su renacimiento sucesivo. Se ha encontrado en un
libro de Plutarco una frase del filósofo, un tanto misteriosa, en la cual indica que
la sibila de boca inspirada hablando sin sonrisa y sin afeites anuncia una
catástrofe en un término de mil años gracias a su dios.

La sibila predice aquí una catástrofe que es al mismo tiempo creadora. El eón
destructor encargado del aniquilamiento y del nacimiento nuevo será, según el
viejo filósofo, como un niño caprichoso jugando a las damas.

Una de las teorías más sorprendentes de Heráclito es que en la naturaleza todo


fluye constantemente, por lo cual las cosas siempre son nuevas, y sólo tienen
realidad y persistencia las leyes por las cuales se rigen los fenómenos.

Heráclito, según Diógenes Laercio, afirmaba: «Nadie se baña en el mismo río


dos veces, porque todo cambia constantemente en el río y en el que se baña».

Y el pensamiento revela la intuición de un hombre genial. Se explica que


Nietzsche admirara con pasión a este viejo filósofo, que, con el tiempo, había
quedado reducido, para la literatura corriente, a un personaje de sainete que
lloraba por todo, al lado de Demócrito, que, en cambio, reía por las mismas
cosas.

Es indudable que la sentencia del pensador sobre el hombre y el río es exacta; el


río se transforma y cambia; su cauce varía; el agua que corre no es la misma que
hace un momento; el hombre, por su parte, tiene también su metabolismo, su
movimiento de integración y desintegración con relación al cosmos, lo que hace
que a cada instante sea distinto y nuevo.

Todo cambia, y son únicamente las leyes que rigen las transformaciones en el
tiempo y en el espacio las que permanecen inalterables, según Heráclito; lo
demás fluye y evoluciona en un movimiento constante.

Siguiendo el pensamiento de Heráclito, se puede llegar a pensar que el tiempo


también evoluciona, cambia y se transforma, y tiene que devenir.

Desde este punto de vista, las cosas y el medio en que se mueven son en el
momento enteramente nuevas, y para lo que es enteramente nuevo no hay
tiempo.

Ello, como metafísica, y ante nuestra imaginación, parece evidente. En cambio,


para nuestros ojos, que contemplan a los hombres en su marco histórico, lo que
nos parece es que nada cambia, que todo se repite en el tiempo y en el espacio.
La supervivencia de las ideas, de las costumbres, de las rutinas más
insignificantes y vulgares es extraordinaria.

Revelan la fuerza de la inercia. Parece que se ha dado un paso, que se ha


resuelto una cuestión, que se ha franqueado un recodo peligroso del camino, y
nada. Se vuelve a lo mismo con una persistencia incomprensible.

El joven es optimista casi siempre, y cree que vencerá la pesadez y la inercia de


la materia; piensa que ha hecho un surco profundo en la arena de la playa, pero
la marea llega y el surco desaparece. En el siglo XIX, al cambio constante, al
evolucionismo que había defendido desde la primera época de la filosofía el
pensamiento griego, se le dio un carácter optimista de superación. Nada de lo
presente era lo mismo que lo pasado, sino mejor. El hombre progresaba, las
especies se perfeccionaban, transformándose y dejando de ser lo que eran. Los
adelantos, las grandes conquistas científicas, hicieron que tal concepto se
vulgarizara y pasara a las masas. Pero aquí surgió una cierta confusión y una
cierta contradicción. De un lado, los demagogos predicaban la bondad nativa
del hombre, maleado después por los artificios de la civilización; doctrina
elaborada en el siglo XVIII, sobre todo por Rousseau. De otro lado, se cantaban
las grandes conquistas de la inteligencia humana y del progreso. De aquí que se
mezclaran dos hipótesis contradictorias: por una parte, la que afirmaba que el
hombre bueno había decaído, y la otra, que aseguraba que iba progresando.

Esta contradicción ha llevado muchas confusiones a la política de nuestro


tiempo.

Todo puede fluir, pero nada indica que, independientemente de la voluntad


humana, las cosas cambien en un sentido optimista o pesimista para el hombre.
Sólo los planes de éste, en el marco limitado de la cultura elaborada por él
mismo en una actividad constante, pueden desarrollarse en un sentido de
ascenso o de descenso.

Las sociedades que pretenden marchar en un sentido ascendente tendrán que


trabajar con todas sus fuerzas, venciendo la inercia, representándose con
claridad el carácter de los viejos problemas, siempre difíciles de resolver, y
algunos quizás irresolubles.

Cualquier frase de Heráclito puede dar origen a largos comentarios. En los


trozos que quedan incompletos de este gran pensador hay elementos para una
profunda y sabia filosofía.
VII

Al hablar de escritores ilustres, se habla siempre de intuición, de inspiración, de


invención; y cuando se quiere unir estas condiciones en un hombre, se le llama
genial.

Todos estos conceptos son bastante oscuros y vagos, y los psicólogos no los han
llegado a aclarar.

En muchos casos no son más que epítetos laudatorios. El llegar a señalar


claramente dónde empieza el hombre de talento y dónde empieza el hombre de
genio no lo ha señalado nadie.

Durante mucho tiempo, el hombre de genio era, principalmente, un gran


personaje histórico, y luego, cuando comenzó la psicopatología, el hombre de
genio era un perturbado y un loco.

El primero que dio la teoría de que el hombre de genio era un hombre anormal
fue Moreau de Tours, alienista francés del siglo XIX, en un libro que yo no
conozco. Quizá Gall, el frenólogo, había dicho antes algo parecido.

En opinión de Moreau de Tours, el hombre de genio es un ser absurdo,


excéntrico, débil, enfermizo, en el cual la razón coincide y alterna con la locura.

Es una idea que aceptaron o que ya la tenían los poetas y escritores del siglo
pasado, y que halagaba, sin duda, su vanidad.

Los psiquiatras modernos, Lombroso y sus discípulos, siguieron este punto de


vista, y lo han ampliado.

Lo difícil en esta cuestión no es sólo señalar cómo es el hombre de genio, sino el


fijar también los caracteres del hombre normal. ¿En qué grado se encuentra el
hombre normal? Porque si el hombre normal es, como dice Lombroso, casi un
tonto, que apenas sabe leer y escribir, el mundo está lleno de genios.

«El hombre, cuando se contempla de cerca», dice el abate Swift, «advierte en sí


mismo ese animal peludo y con las piernas torcidas a quien caracterizan las
aviesas intenciones.»

Ya el punto de vista de Swift me parece más lógico que el de Lombroso, porque,


para el abate irlandés, el hombre inteligente y al mismo tiempo bondadoso es
un mirlo blanco en la naturaleza. Ahora, considerar como genio, siguiendo la
idea del antropólogo italiano, al que hace unos versos medianos o pinta un
cuadrito o toca un violín, me parece exagerado.

Se habla de la intuición, y no hay manera de explicarla. Es una palabra que,


como muchas otras, tiene que encerrar algo de verdad; pero esta verdad no se
halla bien limitada.

La intuición, la inspiración, la adivinación, son nombres excesivos; pero,


evidentemente, algún contenido tienen.

Son funciones de la inteligencia a las que se les dan nombres pomposos. Ha


habido hombres de pensamiento agudo que han visto claro en donde los demás
ven turbio. Los filósofos presocráticos son de lo más clarividente de la
humanidad. Con pocos datos percibieron claramente lo que otros necesitaron,
para llegar a lo mismo, una gran documentación.

Son como milagros de la inteligencia humana que, evidentemente, no se repiten


y que quizá no se puedan dar cuando los datos de la ciencia empiezan a ser
excesivos y dejan el horizonte cerrado con experiencias y comprobaciones. Es
decir, cuando esos datos comienzan a ser tan especiales, tan técnicos, que no
llegan al público.

Ahora, evidentemente en nuestro tiempo, se ha dado el caso de Einstein, que a


los ignorantes no da la impresión del hombre que salta por encima de su
sombra. Ha dado el salto. ¿Cómo? No lo sabemos.

La inducción es un razonamiento que consiste en inferir una idea de otras,


acerca de un hecho, de un objeto o de un razonamiento.

La intuición es la percepción de una verdad sin ayuda de métodos deductivos.


La intuición es una idea sinónima de inspiración y, por tanto, de algo rápido y
sin estadios.

Yo creo que debe de haber en la personalidad humana y en la de los animales


una serie de conocimientos que son como abreviaturas y síntesis de otros. Esto
no quiere decir nada extraordinario. Yo creo que es bastante cotidiano.

Poseer un dato y sacar una deducción lógica de él es muy frecuente. En Cuenca,


recuerdo haber ido con Ortega y Gasset a una casucha donde nos dijeron que
había antigüedades.

Entramos en un portal, y salió una vieja con aire suspicaz. Le preguntamos por
las antigüedades que tenía, y ella habló un poco oscuramente y con un acento
burlón. Luego, insinuosamente, dijo:
—Allí donde yo llamo me abren.

Al marchar al hotel, Ortega me dijo:

—Me parece que hemos hecho alguna gaffe.

—Sí, yo también lo creo. Esa vieja tenía mucho aire de Celestina, y la frase de
«Allí donde yo llamo me abren» es muy sospechosa.

Después nos enteramos de que la vieja andaba en asuntos de tercería.


VIII

Hay muchas palabras en fisiología, como en psicología, para señalar las


variedades de temperamento y de caracteres; pero todas ellas no ofrecen una
gran precisión.

Tienen un aire de palabrería pura, y los autores modernos no añaden nada a lo


que dijeron los antiguos.

El carácter es el conjunto de condiciones de una persona. El modo de ser


peculiar de ella. Algo próximo al temperamento, que es consecuencia de las
antiguas concepciones de la fisiología.

¿Qué matices de diferenciación hay entre caracteres y tipos? En la idea debe de


haberlos. El carácter no exige la simplicidad del tipo. El carácter puede ser, creo
yo, contradictorio, y el tipo parece que debe de ser más homogéneo.

El carácter, ya de por sí, parece siempre una calificación elogiosa, como si fuera
un conjunto de cosas buenas. El tipo no indica que envuelva de un modo
expreso una calificación buena.

Al pensar así se entra en el dominio de la fisiología y de la patología.

El carácter, en sentido literario y psicológico, es condición poco concreta. Una


persona de carácter, generalmente, se exterioriza por un rasgo fuerte. El hombre
corriente tiene un cierto equilibrio en sus condiciones psíquicas. Cuando alguna
de éstas se exagera a costa de las demás, nos parece que el hombre acentúa su
carácter.

Carácter y temperamento deben de ser nociones muy próximas, matices de una


idea semejante.

El temperamento se supone que depende casi exclusivamente de la fisiología y


de la patología. Es decir, es casi inconsciente. El carácter está determinado por
la fuerza de la voluntad, es la constitución orgánica proyectada en el plano
espiritual. A pesar de esto, es evidente que las dos palabras, temperamento y
carácter, se confunden.

Ninguna tiene mucha precisión ni gran valor. Se ve que, en cuestiones de


psicología, el hombre no ha avanzado en dos mil años.

Se puede decir que, cuando se habla de caracteres, se refiere siempre a tipos


sociales dentro de la vida de relación, y que, cuando se habla de
temperamentos, se refiere a cuestiones individuales y fisiológicas.

Los dos libros clásicos que hablan de los caracteres son el de Teofrasto y el de
La Bruyère, y en los dos se describen los tipos del egoísta, del vanidoso, del
cortesano, del rico, del pobre, etcétera. Tipo, en el sentido de personaje, es la
figura literaria muy destacada.

Carácter y tipo son conceptos muy semejantes, y es difícil el contornearlos y


deslindarlos bien. Las palabras no tienen exactitud completa, pero no sabemos
otro medio de entendernos. Quizás el emplearlas con propiedad es lo que hace
al buen escritor, más que otra cosa, y esto yo creo que se aprende poco; es, más
que nada, un resultado de intuición, de raza, de ambiente y hasta de familia.
Temperamento, carácter, tipo, personaje, son palabras muy próximas y no muy
bien deslindadas.

No creo que nos pondríamos de acuerdo si nos reuniéramos muchas personas a


quienes estas cuestiones interesaran y quisiéramos aclarar cuáles eran los tipos
más salientes de la historia y de la literatura.

Mucha de la literatura antigua se hizo a base de símbolos humanos; pero en


algunos escritores, por su intuición o por su observación, las figuras que
inventaron sobrepasaron las siluetas demasiado recortadas y vulgares.

Yo no he conocido en mi vida un hombre extraordinario con una condición de


imaginar, de inventar. No creo que he visto un hombre de esos extraños que se
dan con poca frecuencia en el mundo y que se llamen genios. No sé el efecto
que produciría el hablar con un tipo así. No hay tampoco término de
comparación fácil. No se puede asegurar nada.

Una de las aptitudes predominantes del hombre de genio debe de ser el


descubrir las relaciones de causa y efecto que hay entre los hechos y sus
motivos. Así, en general, el hombre de genio va unido a un descubrimiento:
Copérnico y el sistema solar, Newton y la gravitación, Galileo y el termómetro y
el telescopio; Harvey, la circulación de la sangre; Papini, la máquina de vapor;
Galvani, la electricidad.
IX

El genio literario, a primera vista, parece distinto al genio científico; pero tiene
que tener mucho de común con él.

En literatura, el genio ofrece otro matiz, porque en la literatura el sentimiento y


la poesía presentan caracteres que no ofrece la ciencia.

El genio en literatura, y sobre todo en la Edad Moderna, parece que va


acompañado de algo patológico. Así son muchos de los literatos geniales:
enfermizos, raquíticos, cojos, maniáticos, borrachos. De los genios modernos,
Beethoven, Schumann, Lord Byron, Shelley, Edgar Poe, Leopardi, Dickens,
Gogol, Dostoyevski, Paul Verlaine, etcétera, el que más y el que menos, no era
un hombre normal.

Moreau de Tours fue el primero que identificó el genio con la neurosis o con la
locura, pero ya antes se había afirmado lo mismo.

Después, fue Lombroso el que generalizó esta idea en su libro Genio efollia, y en
otro que publicó treinta años después, Genio e degenerazione.

La aproximación del genio y de la locura de Lombroso y de sus compañeros


médicos no es una gran invención; es una idea popular.

En una capital de provincia se dan dos tipos de abogados. El uno es un señor


serio y grave, con familia numerosa, bien vestido; el otro es un hombre soltero
que vive en una casa de huéspedes, en un cuarto lleno de papeles
desordenados, y que a veces bebe abundantemente y charla en el café. Puede
ser que los dos abogados no sean ninguna gran cosa y que sus discursos sean lo
corriente; pero la mayoría se inclina a pensar que el hombre de la casa de
huéspedes, desordenado, es el hombre de genio; que el otro es sólo trabajador.
Nadie sabe qué es eso del genio, ni si existe de verdad o no.

Muy lejos del lombrosismo está la teoría de Buffon: «El genio es la paciencia».
Esto no tiene sentido. O es que en su tiempo la palabra genio no significaba lo
que significa ahora, o es una tontería. Con el criterio actual, nadie dirá que un
pendolista muy trabajador sea un genio.

La idea actual del genio, falsa o verdadera, es que es un monstruo.

En política, Napoleón, Dantón, Saint-Just, Talleyrand, son monstruos.


En literatura, Byron, Shelley, Heine, Leopardi, Dickens, Dostoyevski, lo son
también.

Y lo mismo lo son en música Beethoven, Schumann, Wagner, y en filosofía,


Kant, Hegel, Schopenhauer, Nietzsche.

El genio, o el talento original e inventor, ¿cómo va a ser la paciencia? Esto no


parece posible. Habrá hombres de gran talento y que, además, tengan paciencia
para comprobar sus ideas, eso es evidente; pero que el trabajo no produce
siempre un hallazgo genial, es más evidente.

El trabajo perfecciona la obra del investigador. Así, hay invenciones que salen,
como Minerva, de la cabeza de Júpiter, y otras van elaborándose poco a poco.
Así, en la historia de las invenciones hay unas que brotan de repente, y, en
cambio, otras son producto de una porción de tanteos; por ejemplo, el
descubrimiento del microscopio.

Respecto a lo anómalo y patológico, esto tiene aire de ser cierto. Julio César,
homosexual; el canciller Bacon, chanchullero; Pope, débil y jorobado; Spinoza,
tuberculoso; Lord Byron, cojo; Shelley, medio tísico; Edgar Poe, borracho;
Dostoyevski, epiléptico; Kant, encanijado; Nietzsche, loco; Leopardi, jorobado y
tísico; Larra, suicida. La unión del genio con la locura y la perturbación debe de
ser verdad; por lo menos, es muy frecuente.

Los tipos geniales de la humanidad se podrían agrupar, por su fisonomía, en


varios grupos. Claro que esta agrupación no tendría ningún valor general.

En las estampas, cuadros y esculturas que yo recuerdo hay los tipos de divos:
Julio César, del Museo Británico y del Museo de Berlín; Marco Aurelio, de la
plaza del Capitolio, de Roma; Napoleón, en los primeros retratos.

Luego hay los tipos de zorros: Luis XI, Cisneros, Dante, Erasmo, pintado por
Holbein; el Greco, en su autorretrato; Voltaire, esculpido por Houdon en el
Teatro de la Comedia, de París; Talleyrand, etcétera.

Después hay tipos leoninos: Lutero, Goya, Dantón, Beethoven, Bismarck.

Todavía se podrían encontrar tipos serpentinos y ratoniles.


X

Los psicólogos alemanes, y entre ellos uno de los últimos y de más fama,
Ernesto Kretschmer, han tenido que recurrir, en sus obras sobre psicología, a
palabras nuevas, que la mayoría no conocemos.

Este autor divide los temperamentos en ciclotímicos y esquizotímicos. Los


primeros son semejantes a los que algunos han llamado extravertidos u
orientados hacia la vida exterior, y los otros, afines a los intravertidos u
orientados a la vida interior.

Según Kretschmer, a los ciclotímicos les corresponde el tipo de cuerpo redondo,


hexagonal, el pícnico, y a los esquizotímicos, el asténico, el atlético y el
displásico.

Los caracteres espirituales para los ciclotímicos son el del tipo hipomaníaco
(gente insustancial y gente alegre) y el sintónico (realista práctico y a veces
humorista).

El grupo de los esquizotímicos se puede clasificar, según el psiquiatra alemán,


en hiperestésicos (gente irritable, idealista, de vida interior), intermediarios
(tipos fríos, enérgicos y tranquilos) y anestésicos (temperamentos fríos, obtusos
e inaccesibles a las pasiones).

Según Kretschmer, hay tres tipos físicos principales: el tipo pícnico, de cabeza
ancha y corta, con predominio de dimensiones transversales, hombre tranquilo
y bonachón; el tipo atlético, con predominio de los huesos, cabeza fuerte,
mentón saliente, hombre dominador, y el tipo asténico, con el cuerpo largo y
estrecho y poca energía. Entre éste abunda el leptosomo (cuerpo largo).

Otros han señalado cuatro tipos: el digestivo, el muscular, el respiratorio y el


cerebral.

Como se ve, no se puede conseguir mucho por este camino; por el de la


psicología clásica menos.

La psicología clásica no es nada: palabras, verbalismos; y la psicología


fisiológica, que comienza, todavía está llena de oscuridades y de balbuceos. La
primera lo da todo por aclarado, termina en palabras sin contenido, y la
segunda, en sus vacilaciones, no llega, por ahora, a consecuencias importantes.

El hombre sigue siendo una incógnita. Su laboratorio psíquico, el cerebro, es lo


más cerrado y lo más oscuro del cuerpo humano, y, probablemente, lo seguirá
siendo durante mucho tiempo.

El mismo psiquiatra alemán Kretschmer ha escrito un libro sobre los hombres


geniales.

En este libro yo no veo una gran novedad.

Creo que, primeramente, habría que saber deslindar, si no con absoluta, con
relativa exactitud, dónde empieza el hombre de genio y qué caracteres le
separan del hombre de talento. Esto sería lo principal. Después de hacer este
deslinde, habría que ir estudiando uno por uno los tipos extraordinarios que ha
tenido la humanidad, y quedar en parte de acuerdo en quiénes son los que
forman esta primera categoría de hombres en todos los países.

La diferencia entre el talento y el genio parece que viene de una confusión, de


una idea romántica. La idea de genio, evidentemente, es moderna, y no tiene
ninguna precisión. Un hombre de talento, con una cultura pequeña, da más
fácilmente la impresión de ser más genial que un hombre de talento muy culto.
En este último parece que todo en él es estudio y conocimiento, y en el otro,
todo espontáneo; pero, seguramente, no hay tal.

El uno toma los motivos en la calle, usa materiales vulgares; el otro, los
adquiere en libros raros. El lector no sabe a qué atenerse.

Cuando el hombre de talento claro se desvía en su especialidad antigua y entra


en una zona de erudición, parece que se convierte en vulgar.

Se comprende que un poeta popular conviene que sepa poco. Si sabe mucho,
está expuesto a marcharse por caminos extraviados que no le llevarán a
ninguna parte.

La cultura de Cervantes, de Balzac, de Dickens, o de Dostoyevski no era grande,


ni mucho menos; era la necesaria para hacer sus obras. Si hubiera sido mayor,
¿hubieran ganado éstas? Es poco probable.

Si se llegara a una demostración clara de los hombres de talento y los hombres


de genio, el estudio de éstos tendría alguna base; si no, no la tiene.

En el libro de Kretschmer, la elección parece caprichosa. Hombres tan famosos


del pasado, como Alejandro, César, Aníbal, Aristófanes, Horacio, Virgilio,
Lucrecio, Dante, Cervantes, Calderón, Pascal, Moliere, Montaigne, y hombres
modernos como Lord Byron, Talleyrand, Balzac, Dickens, Víctor Hugo, Tolstói
no entran en la lista de hombres de genio del psiquiatra germánico.
Todo ello hace creer que el autor no tiene preocupación por la literatura ni por
las artes, que es donde debe de darse más el tipo de hombre genial espontáneo.

No se comprende tampoco cómo ese autor alemán no estudia entre los hombres
de genio un caso tan señalado como el de Edgar Poe. Pocos tipos hay tan claros
de anómalo como éste. Es el genio morboso por excelencia. Baudelaire, su
traductor e imitador, tiene menos fuerza y menos tenebrosidad que el
americano. El francés parece que marcha deliberadamente a la neurosis, y el
americano vive con ella desde la infancia.

En este libro de Kretschmer sobre los hombres de genio se encuentra que Kant
es un tipo infantil; Nietzsche, displásico; Hegel y Fichte, atléticos.

Los pícnicos (cuerpos anchos), según el autor alemán, se encuentran en gran


cantidad entre los filósofos, físicos y escritores humoristas; los leptosomos
(cuerpos largos), en dramaturgos, estilistas y personajes románticos.

En esto puede haber algo de aproximación a la verdad, pero nada más.

Yo no sé si he conocido a algún hombre de genio. No hay punto de relación


para saberlo, no hay medio para identificarlo. En el siglo XIX había varios
hombres famosos de genio literario reconocido, o, por lo menos, se creía que los
había; ahora, en nuestro tiempo, la mayoría de los tipos famosos que pueden
considerarse como genios son físicos, químicos, matemáticos, y a ésos no los
puede comprender un hombre que no esté versado en su ciencia.

En mi tiempo, cualquiera pudo ver a Einstein, a Curie, a Poincaré, en


conferencias públicas. Pero ¿qué habría sacado en limpio? Hubiera podido decir
que el uno vestía de negro y llevaba barba, y el otro vestía de gris e iba afeitado;
pero creo que estos descubrimientos no valía la pena de hacerlos.
XI

Dejando la psicología científica, que por ahora aclara poco estas cuestiones, cabe
preguntar: ¿de dónde viene la intuición de los hombres de genio?

Yo no creo que sea una facultad misteriosa, sino que es en mayor intensidad lo
que no es general, y en pequeño, en todos los demás hombres corrientes que
andan por el mundo.

Si una persona ve por primera vez a otra y ésta le recuerda a un tercero que le
ha perjudicado o le ha hecho una jugarreta, ya está predispuesto contra ella, y al
contrario. Sin embargo, no se puede asegurar que a igualdad de tipos y de
gestos, igualdad de condiciones sentimentales.

Ahora hay, evidentemente, algo.

En la idea moderna del genio hay mucho de romanticismo. El genio del siglo
XIX es un monstruo para el bien o para el mal. Casi todos los genios del siglo
XIX tienen algo de monstruos: Lord Byron, Edgar Poe, Leopardi, Enrique
Heine, Dickens, Dostoyevski, Larra, Paul Verlaine.

«La esencia del genio es la sabiduría», dijo Platón. No parece esto


completamente exacto. Menos exacta es la idea indicada de que «el genio es la
paciencia», como afirmó Buffon.

No creo que nadie pueda creer que el genio es la paciencia. Por lo menos, nadie
lo ha concebido así. Cuando Copérnico encontró la mecánica del movimiento
del sol y los planetas, cuando Newton descubrió la ley de la gravitación
universal, no demostraron paciencia.

La idea del genio va unida a un aire patológico.

El romanticismo exagera esa idea.

En latín, genius es demonio. Para el romanticismo, el genio es un loco, un


inspirado, un insensato.

El poeta moderno vio esta idea con entusiasmo, y exageró el punto de vista e
intentó darle vuelo.

Los genios son hombres excéntricos, enfermizos, alucinados.


Hay explicaciones de los historiadores, de los filósofos, de los poetas y de los
médicos sobre qué es el genio; pero la idea queda poco clara y mal definida.

Creo que últimamente muchos escritores han sentido la atracción por esa
palabra, y se han dejado llevar ellos mismos por su voluntad a hacerse más
patológicos: Baudelaire, Verlaine, etcétera.

Con las extravagancias de los hombres de genio se pueden llenar muchas hojas.
Hay para todos los gustos y para escribir varios almanaques.

Desde Diógenes, con su tonel, hasta el filósofo Malebranche, que creía que le
colgaba de la punta de la nariz una chuleta; desde el médico Cardan, que había
fijado él mismo, por cálculos, el día de su muerte, hasta el escultor Houdon, que
recogía los pedazos de puchero de las calles para estudiar las cerámicas del
país, hay anécdotas de todas clases.

Yo me figuro que no he conocido en la vida a ningún hombre de genio. Pero


¿quién puede saber esto con seguridad? Nadie. Yo supongo que un hombre de
genio debe de dar impresión de extrañeza, de cosa rara; pero puede que no
siempre ocurra esto, y que la idea del hombre de genio, en la actualidad, sea un
lugar común sin completa exactitud.
XII

En los libros de Lombroso Genio y locura y El hombre de genio se habla de la


extravagancia de los hombres ilustres y raros que han asombrado al mundo.

Yo no he creído gran cosa en la antropología criminal de los Lombroso, Ferri,


Garófalo, etcétera; pero que algo orgánico debe de haber en los criminales, en
los locos, en los apasionados, como en los hombres de genio, me parece
evidente.

La cuestión es encontrar esa característica, no inventarla, y estos antropólogos


italianos tenían más tendencia a inventarla que a descubrirla.

Partían todos de un supuesto lógico. El delincuente es distinto al hombre


normal; algo específico debe de haber en él, en su anatomía y en su psicología.
Muy bien. Pero ¿cuál es el hombre normal? No lo sabemos, y como no sabemos
cuál es el hombre normal, no sabemos tampoco cuál es el anormal. Hombre
normal absoluto no hay ninguno.

Así, ha resultado que toda la antropología criminal ha terminado en una especie


de anecdotario.

Yo he tenido, en literatura como en lo demás, un criterio próximo a lo biológico.

Un héroe —yo no he conocido ningún héroe de cerca; pero si lo hubiera


conocido, me hubiese gustado observarle—, un héroe puede hacer una cosa
extraordinaria y tener en el momento el pulso alterado, el corazón palpitante y
las mejillas rojas, y otro, por el contrario, en un momento parecido, tener la
pulsación normal y mostrarse frío y tranquilo.

Para el historiador será lo mismo; pero para el fisiólogo, no.

Los que quieran estudiar el carácter de los hombres de genio no deben hacerlo
sólo desde un punto de vista psicológico y patológico, sino también desde un
punto de vista histórico. Tienen que conocer bien el ambiente y, al mismo
tiempo, las contingencias del azar.

Muchos franceses que fueron mediocres en su tiempo hubiesen sido quizás


ilustres en la Revolución francesa, y se hubiera hablado de ellos y hubieran
tenido fama en el mundo.

El tiempo y el ambiente son trascendentales en la vida humana. César,


probablemente, nacido cien años antes o cien años después, quizá no hubiera
podido ser lo que fue, ni, probablemente, Nelson ni Wellington. El gran hombre
es un producto de su personalidad multiplicada por el medio.

¿Qué hubieran hecho Pasteur o Roberto Koch en el siglo XVIII? Quizá nada.
¿Qué hubieran hecho Mirabeau, Robespierre o Dantón en el siglo XVI?

El estudio del hombre de genio separado del ambiente no puede ser completo.

El ambiente es un factor de gran importancia, y el azar, que está dentro del


ambiente, también lo es.

Desde un punto de vista fisiológico, creo que se podrían encontrar en el hombre


tres tipos distintos: el tipo visceral del hombre vegetativo en el que
predominaran las funciones digestivas y musculares, el tipo sensual, en el que
el predominio debe de encontrarse en el sistema nervioso medular, y el tipo
cerebral, en el cual lo más acusado debe de ser la función ideológica.

Estos dos últimos procederían de un origen casi común: del desarrollo


exagerado del cerebro y de la medula, y se concibe que un tipo sensual, en un
ambiente de insatisfacción, se puede convertir en un tipo cerebral, en un
escritor o en un místico. En cambio, el hombre de predominio visceral y
vegetativo nunca evolucionará en este sentido.

Yo creo que la palabra «genio» no es definidora, sino solamente elogiosa. Indica


una condición extraordinaria en el hombre, pero no marca sus caracteres y sus
límites. Por tal motivo, no estamos todos siempre de acuerdo al emplearla.

La inspiración, el genio, son términos demasiado vagos, indefinidos, difíciles de


concretar.

La palabra «genio», considerada de una manera literaria, no pasa de ser un


elogio retórico. Mirada de una manera psicológica, no se han llegado a aclarar y
a definir bien sus caracteres específicos. Kant habla del genio en sus libros la
Antropología y la Crítica del juicio.

Viene a decir, aproximadamente, que el genio es indemostrable y que no se


puede definirlo de una manera clara y precisa. El genio es un talento original y
ejemplar, lo que es decir poca cosa, y luego añade algo profundo al asegurar
que el genio es la facultad por la cual la naturaleza da reglas al arte.

Todas las definiciones y explicaciones de lo que es el genio no valen gran cosa.


La mayoría no son más que lugares comunes repetidos. Las ideas divergentes
sobre el asunto son las más curiosas, aunque no sean exactas.
La frase ya citada de Buffon: «El genio es la paciencia», es original y tiene
gracia, pero no parece completamente cierta. Un hombre trabajador que pueda
organizar un archivo bien o hacer una bibliografía completa no da impresión de
genio, dentro de la idea más o menos amanerada que tenemos la mayoría de
esa palabra.

«El genio es la originalidad máxima», han dicho otros.

Tampoco esto parece cierto, porque hay genios que han arramblado con todo lo
que han encontrado por delante y lo han hecho propio.

El genio, para la mayoría, es algo nativo, que no se adquiere. ¿Dónde empieza y


dónde acaba? No lo sabemos. ¿Qué caracteres esenciales tiene? Tampoco lo
sabemos. No contamos con un metro para señalar su extensión ni con un
densímetro para marcar su densidad. Nos falta la medida.

Dentro de la idea, más o menos convencional, hay hombres de genio que se


podrían llamar, de una manera pedantesca, genios per se, y otros genios por
accidente. Entre los primeros se podría citar a Rafael, a Kant, a Shakespeare, a
Pascal, a Mozart, a Beethoven, a Edgar Poe; entre los segundos, a Colón, a
Richelieu, al gran Federico, a Washington.

Los primeros, apenas necesitan colaboración extraña, se bastan a sí mismos; los


segundos, no se sabe qué hubieran sido sin la ayuda del medio ambiente y sin
la colaboración de la época.

Rafael hubiera sido un gran pintor en Francia, en Alemania o en España;


Mozart, un gran músico en cualquier país europeo; pero Colón, ¿hubiera sido
un gran descubridor, siendo húngaro o polaco o habiendo nacido en el siglo
XVIII? Richelieu, ¿hubiera sido un gran político si hubiera sido de Andorra?
Parece que no. El gran hombre necesita, para desarrollarse por completo, un
clima propicio, y este clima varía según la especialidad de trabajo de cada tipo
extraordinario.

Hay hombres de genio en los cuales la historia y la época influyen relativamente


poco. El caso de Mozart es uno de los más destacados.

Es el tipo del genio de nacimiento, con una especialidad maravillosa; la


constitución de su oído es más perfecta y más complicada que en las demás
personas.

Las eventualidades de la época no influyen en hombres así. De Napoleón, por


ejemplo, se dice que fue un genio per se. Pero ¿hubiera podido desarrollar sus
facultades cien años antes o cien años después? Es probable que no. Mozart, en
cambio, hubiera sido siempre un gran músico. A los hombres de genio se les
atribuyen grandes actividades y grandes defectos: la inteligencia, la
comprensión, el heroísmo, la elocuencia, la voluntad. También se les atribuyen
malas condiciones.

Todo hace pensar que el hombre de genio tiene algo de anómalo y de enfermo.
Hay una frase de Séneca que está bien. Dice así: «Nullum ingenium magnum sine
mixture dementiae fuit». Frase que se entiende sin dificultad. La mayoría de la
gente, por instinto, estamos en esta creencia. Un joven sano, fuerte, alto, guapo,
sonrosado, se nos figura que no debe de ser un hombre de mucho talento; en
cambio, un tipo flaco, arrugado, con los ojos brillantes, un poco jorobado o un
poco cojo, nos parece que sí, que puede ser talentudo y hasta genial.

Tipo muy de genio desgraciado es Leopardi. Leopardi es un aristócrata, es


conde, es un gran poeta; pero, al mismo tiempo, pobre, jorobado y tuberculoso.

Es un pesimista desesperado, cosa muy natural.

A pesar de la sugestión que tiene la palabra «genio», creo que si a la mayoría


nos pusieran en la juventud en la alternativa de elegir el ser un genio como
Leopardi o un gamberro fuerte y guapo, elegiríamos esto último.

Esta idea del genio no se puede aclarar. Si se hiciera un plebiscito en el mundo,


no estaríamos conformes todos en señalar quiénes son los verdaderos genios de
la humanidad. En algunas actividades, como las científicas, habría quizá más
acuerdo; en las políticas, literarias y artísticas, menos unanimidad, porque hay
más pasión.

Es lo cierto que en la mayoría de los tipos extraordinarios que se llaman


hombres de genio, a juzgar por sus bustos y por sus retratos, hay caras
expresivas, flacos, narigudos, chatos, con aire de pájaros y de fieras.

Hay el tipo agudo como el zorro, Pascal, Voltaire, el Greco pintado por sí
mismo, y el tipo leonino, como Dantón, Goya, Beethoven y otros semejantes.

Hay también el tipo de hombres sin carácter, como el historiador inglés Gibbon,
autor de La decadencia del Imperio romano, que es uno de los libros más
importantes de la historia antigua.

Gibbon era un hombre grueso y flojo, con una cara achatada.

Creo que es Chamfort el que cuenta una anécdota de Gibbon. Gibbon era
tímido y obeso.
Madame du Deffant, señora famosa por su ingenio, que estaba ciega, había
adquirido la costumbre de conocer a los amigos que le presentaban poniéndoles
las manos en la cara, y tenía la pretensión de no equivocarse. Gibbon, al pasar
por París, pidió ser presentado a esta dama ciega, famosa por su talento. El
célebre historiador tenía una obesidad casi monstruosa. Sus mejillas eran
abultadas; no se le notaba la nariz, que estaba como en el fondo de un surco.
Apenas Madame du Deffant había comenzado a reconocer con sus manos la
cara del inglés, retrocedió y dijo con furia: «Esto es una broma innoble». Ya se
comprende con qué había confundido la cara de Gibbon.

Siempre hay un tanto de inseguridad en la calificación de la palabra «genio».


Quizás en la música estaríamos bastante conformes, y si hubiera que citar veinte
genios de este arte, coincidiríamos casi todos, por lo menos, en diez o doce, que
serían, por ejemplo, Bach, Haendel, Gluck, Haydn, Mozart, Beethoven,
Schumann, Paesiello, Cimarosa, etcétera.

En la literatura, ya no estaríamos tan de acuerdo, y en la política y en la historia,


menos.
XIII

Hay quien ha elogiado y hay quien ha denigrado todo. Así, por ejemplo,
Cardan, el médico milanés, elogia a Nerón por haber mandado matar a Séneca;
Séneca le parece un falso, un granuja. Realmente, Séneca parece que no era
hombre muy de fiar. Hizo un elogio fúnebre del emperador Claudio bastante
bajo y vergonzoso para su muerte, y pocos días después de muerto escribió la
Apokolokyntose o La metamorfosis de Claudio en calabaza, desacreditando al
emperador, que en vida elogiaba, y que no era un imbécil, ni mucho menos,
sino un hombre desgraciado.

Séneca, el toreador de la virtud, como dice con mucha gracia Nietzsche, era un
pájaro de cuidado.

Así, dice de los hombres en general: «Erras, si istorum tibi, qui occurrunt vultibus
credis; hominum efigies habent animus ferarum» (Epístola 103); frase que dice, poco
más o menos: «Te equivocas si crees en estos que andan por el mundo, porque
aunque tienen figura de hombres, tienen alma de fieras».

De la bondad de los hombres de genio hay que dudar bastante; de su honradez,


también. Bacon, uno de los hombres más ilustres de la ciencia, fue un tipo venal
y tramposo. Otros muchos fueron misántropos. Swift escribió una invitación a
los ingleses para comerse a los niños irlandeses con distintos guisos. Las gentes
de Inglaterra han tenido en su buena época un humorismo sombrío, reflejado
muy bien en este epitafio, que escribió en broma un poeta francés cuyo nombre
no recuerdo:

Ci-gît Jean Rosbif, écuyer,

qui se pendit pour se désennuyer.

Respecto a las condiciones fisiológicas de los genios, se ha dicho mucho, pero


no hay nada claro y contrastado. Lombroso creo que afirma que la mayoría de
los hombres de genio llegan a muy viejos; en cambio, Moreau de Tours
considera a los hombres de genio como débiles y enfermizos.

En la lista de los genios hay bastantes contrahechos. Entre los jorobados ilustres
se cuentan Tersites, Esopo, Ruiz de Alarcón, Guillermo, príncipe de Orange; el
duque de Parma, el príncipe de Condé, Gibbon, Pope y el mismo
Chateaubriand, que andaba cerca de serlo.

Entre los cojos hay también muchos ilustres. Algunos dicen que lo era
Shakespeare, lo que no está comprobado, y lo fueron con seguridad Quevedo,
Lord Byron, Walter Scott, Benjamín Constant, Talleyrand, etcétera.

Byron parece que se desesperaba con su cojera y le parece una ofensa de la


naturaleza contra él; en cambio, Talleyrand no se preocupaba mucho de ella.
Hay un epigrama sobre el obispo convencional que comienza así: «L’adroit
Maurice, en boitant avec grâce».

Tartamudos ha habido también célebres. Se cita siempre a Demóstenes, que


para aprender a pronunciar bien, iba a una playa, se metía piedrecitas en la
boca y hablaba a gritos, queriendo dominar el ruido del mar con sus palabras.

De los sordos, los más célebres han sido, seguramente, Beethoven y Goya.

Entre los hombres de genio se dan condiciones buenas y malas. Es ridículo


querer reunir las excelencias en una clase de personas y las miserias en otras. En
la naturaleza se da casi siempre todo mezclado.

Entre los hombres considerados como genios se ha dado la avaricia, la


prodigalidad, la bondad, la maldad, la generosidad, la envidia, el erotismo y el
homosexualismo.

Respecto a la avaricia, ha habido muchos políticos, escritores y artistas famosos


por su ruindad.

Se dice del cardenal Mazarino que, una vez que supo que se había publicado
una de tantas mazarinadas en las cuales se le insultaba horriblemente, mandó al
jefe de policía de París que recogiera todos los ejemplares del libelo para
quemarlos. Luego, cuando los tuvo en su poder, se entendió con un librero de
viejo, a quien se los vendió lo más caro posible.

Pródigos ha habido bastantes, y también vengativos y malvados. El hombre de


genio, por sus sentimientos, no es mejor que el tipo corriente.

La mayoría de los hombres de genio no tienen un carácter muy dulce. En


Francia, en épocas pasadas, se hablaba del dulce Racine.

Después se averiguó que el dulce Racine parece que era un arribista, un


hipócrita y un avaro.
Su dulzura, sin duda, la dejaba para sus versos.

Lo que se ha manifestado con fuerza entre la gente que ahora se llama


intelectual y entre los artistas ha sido la envidia.

La campaña que hicieron los autores de Madrid cuando a Ruiz de Alarcón le


nombraron poeta de corte da una impresión de bajeza extraordinaria. La
simpatía no es cosa obligada, sino algo gratuito; pero una confabulación contra
un hombre de mérito hecha por personas de categoría literaria es algo
repulsivo.

La ética de sabios, de escritores y de artistas no ha sido casi nunca muy alta.


Tipos como el Aretino son frecuentes en la literatura de todo el mundo, por su
cinismo, por su venalidad y por su falta de moral. En la pintura se dan también
matones, como Ribera, que aterrorizaba a los rivales amenazándolos como un
capitán de bandoleros.

De la misma escuela de Benvenuto Cellini, y aún más famoso, al menos como


aventurero y como personaje de actos criminales.

Cellini ha sido el lugar común más admirado de los pintores y escultores. Sus
Memorias son, evidentemente, curiosas, aunque es muy posible que haya en
ellas mucho de mentira; ahora, como escultor, es de segundo orden entre los
italianos.

La rivalidad de escritores y artistas es terrible. Aristófanes insulta en Las ranas a


Sócrates y a Eurípides; Horacio habla con desprecio de Plauto; Góngora llama a
los escritores ilustres de su tiempo «patos del agua chirle castellana».

En los tiempos modernos, Voltaire dice que Shakespeare es un bárbaro, y se


burla de Rousseau. Rousseau habla mal de Voltaire.

La mayoría de los escritores ilustres de la época se odian cordialmente. En


España, Cervantes y Lope de Vega no se pueden ver.

Se comprende que, cuando se trata de una diferencia ideológica, Víctor Hugo y


Stendhal, Dostoyevski y Turgueniev, Wagner y Rossini, Ingres y Goya,
Schopenhauer y Hegel, no puedan simpatizar por sus obras.
XIV

El final de los hombres de genio no suele ser muy amable. Algunos mueren en
la miseria; otros, agotados por el trabajo.

El caso más extraño de agotamiento es el de Pascal, que murió de vejez a los


treinta y nueve años, con el hígado, los intestinos y el estómago atrofiados. Se
dice que su cráneo no tenía más que una sutura, la sutura sagital, y que un
cálculo había obturado la fontanela. El cerebro era grande e hipertrofiado.

Muchos escritores andan cerca de la locura; otros, cerca de la horca, como


Villon; otros mueren de hambre, como el dramaturgo inglés Thomas Olway,
autor de la Venecia, salvada; tipo de genio que acabó, según la leyenda, en una
taberna de Londres, al querer tragar un pedazo de pan, después de pasar varios
días hambriento.

En el siglo XIX, los escritores se suicidan con más frecuencia que en tiempos
anteriores. De los más ilustres es Larra. En Francia, uno de los suicidios más
famosos fue el de Gerardo de Nerval, que se ahorcó en la calle de la Vieja
Linterna, hace tiempo desaparecida, y que estaba cerca del Hotel de Ville.

La influencia de Werther debió de correr por Europa y causar muchos estragos


en la gente joven.

Entre los griegos y romanos hay filósofos que se matan por principios, no por
desesperación.

Escalígero dice que Cardan, el médico milanés, hombre medio loco, había
predicho por cálculos astrológicos el día de su muerte, y, para demostrar la
exactitud de su predicción, se dejó morir de hambre.

Cardan se acusaba de tener todos los defectos que puede tener una persona.
Era, según él, colérico, lujurioso, vengativo, impío, borracho; pero todo esto no
le impedía ser un hombre predestinado para la gloria. Además, tenía un
demonio familiar.

Con todas estas ventajas se convenció de que no podía quedar mal como
profeta, y consiguió morirse en el tiempo previsto por él.

XV
Los escritores, y sobre todo los poetas, han dado muchos casos de alcohólicos y
de comedores de opio.

Entre los escritores modernos, Hoffmann, Edgar Poe y Paul Verlaine han sido
de los más célebres y los más inveterados alcohólicos de la literatura. Los tres
bebían para intoxicarse. Ha habido, naturalmente, otros muchos de menos
importancia. Sin duda, el alcoholismo es condición de poeta, porque Rubén
Darío se dedicaba a él concienzudamente.

Otros escritores han sido opiómanos, como Thomas de Quincey y Coleridge.


Thomas de Quincey escribió Las confesiones de un inglés comedor de opio y El
asesinato como obra de arte. Los dos libros tienen originalidad y gracia.

Coleridge, que era un gran poeta, luchó contra su opiomanía inveterada como
pudo, y anduvo errante, y desesperado, sin poder dominar su inclinación.
Después la opiomanía ha sido sustituida por la morfinomanía, y de muchos
escritores, pintores, cómicos y damas elegantes de nuestra época se ha dicho
que eran morfinómanos. En todas partes se ha tenido que vigilar por el Estado
la venta de la morfina, porque si no, la afición correría como la pólvora. Se ve
que el hombre no encuentra ya grandes encantos en la vida cotidiana, y se
aburre más que nunca.
XVI

Respecto al homosexualismo, es evidente que entre griegos y romanos antiguos


no inspiraba desprecio ni aun burla.

Hay prólogo de comedia de Aristófanes dirigido al público, que, si se recitara


ahora en cualquier teatro, los espectadores se lanzarían al escenario a golpear al
actor, y eso no quiere decir que las costumbres sean hoy mejores, sino que hay
un pudor oficial. El homosexualismo ha existido entre hombres célebres, desde
Sócrates hasta Oscar Wilde, Baudelaire y Proust.

La psiquiatría alemana de Kraft-Ebing ha considerado que la homosexualidad


es un hecho congénito, que podrá darse en mayor o menor escala, de una
manera fortuita, en presidios y en sitios parecidos; pero que no es un hecho
eventual que dependa de causas externas. Los psiquiatras franceses han tenido
la tendencia, un tanto hipócrita, de suponer que es algo que se adquiere en
malas condiciones de vida.

Parece más cierta la tesis alemana que la francesa. Podrá influir el medio, pero
la razón fundamental no es el ambiente, porque en los países más bien
reglamentados se da como en los descuidados, y, a juzgar por las estadísticas,
no decrece.

Es decir, que el homosexualismo tiene una raíz congénita y un desarrollo de


anomalía general.

Históricamente se da en los pueblos antiguos, sobre todo en el semítico y en el


griego. Una de las relaciones más desagradables en los tiempos fabulosos es la
de Loth y de sus hijas.

El homosexualismo es una de tantas fallas humanas, y no parece, por ahora,


muy curable, o al menos, si es curable, no es con discursos éticos ni con figuras
retóricas.

En los países en donde la pedagogía infantil está más atendida y cuidada, como
en los países escandinavos, existe como en todas partes. Quizá con el tiempo se
encuentre una penicilina que acabe con esa aberración, que, a pesar de las ideas
de sus afiliados, no parece tener un aire muy poético. Evidentemente, ha tenido
cantores, porque el hombre puede llegar a querer poetizar las hemorroides y los
cálculos hepáticos.

En Alemania se publicó en el siglo XVIII una disertación sabia, titulada Sócrates


sanctus pederasta. A la sodomía se le ha llamado amor socrático.

El público un tanto mojigato ha querido reunir a un lado todas las virtudes y


talentos, y al otro, todos los defectos y vicios; pero la naturaleza no da esto.

Entre escritores y artistas antiguos y modernos hay muchos que tienen como un
ligero tinte de homosexualismo.

Leonardo de Vinci, en su obra, tiende a ello. El ángel rubio de los sonetos de


Shakespeare y el joven Cavalieri de los sonetos de Miguel Ángel son los dos
muy sospechosos. Es mucho angelicalismo.

Es muy posible que la moral haya variado del Renacimiento acá, y que lo que
en otro tiempo se podía decir, hoy se calle, por hipocresía.

Lo que no es cierto, naturalmente, es la identificación de algunos vicios con


ciertas condiciones del espíritu. Un hombre fecundo no quiere decir que sea
valiente, ni un afeminado sexual que sea cobarde. No. Ésta es una afirmación
moral práctica, pero falsa. Se han conocido homosexuales de un arrojo terrible y
de un desprecio por la vida inaudito.

Ya se sabe que Julio César era el marido de todas las mujeres y la mujer de
todos los hombres.

Los miñones de Enrique III de Francia, que se batían con un valor loco, eran
unos sodomitas.

Un erudito actual ha encontrado citado en un proceso de homosexuales del


tiempo al brillante conde de Villamediana, el de Mis amores son reales.

Ya no nos chocaría nada que, si Don Juan Tenorio hubiera existido, apareciera
también en un proceso de esa índole.
XVII

Schopenhauer es, en sus libros, de un egotismo gracioso. Desprecia a muchos


filósofos de su época, probablemente con razón, porque ninguno se puede
comparar con él, y todo lo bueno se lo atribuye a sí mismo. Los hombres que
tienen el cuello corto (como él) son los más inteligentes, porque el cerebro está
bien regado; los que tienen el cuello largo y estrecho son tontos; el que duerme
mucho (esto, sin duda, le pasaba a él) es también el más inteligente, porque así
el cerebro descansa mejor. Los altos, flacos y con el pelo rojizo son como
zanahorias.

Algunos creen que Schopenhauer llegó al homosexualismo.


XVIII

Además de los cínicos y de los violentos, ha habido entre los hombres de genio
los chuscos, que han dicho frases graciosas en momentos de peligro.

Villon y Rabelais han sido de éstos.

Ha habido otros de menos importancia que se han burlado de sí mismos.

Desaugier, que se había hecho la operación de la litotricia, suponiendo que


podía morir en ella, hizo este epigrama sobre sí mismo:

Ci-gît helas! Sous cette pierre

un bon vivant mort de la pierre.

Passant, qui tu sois Paul ou Pierre

ne vas lui jetter la pierre.

Pirón, rival de Voltaire, como poeta satírico, se hizo varios epitafios bufonescos
a sí mismo. Uno de ellos decía:

Ci-gît Pirón, qui ne fut rien,

pas même académicien.

Y un poco antes de morir escribió este otro epitafio:

J’achéve ici-bas ma route,


c’était un vrai casse-cou;

j’y vis clair, je n’y vois goutte,

j’y fus sage, j’y fus fou

pas á pas, j’arrive au trou

que n’échappe fou ni sage,

pour aller je ne sais où.

Adieu, Pirón, bon voyage!

Scarron, que era enfermo y contrahecho y marido de Madame Maintenon,


favorita de Luis XIV, y que escribió algunas cosas divertidas, entre ellas La
novela cómica, hizo también el epitafio de sí mismo, que decía así:

Celui qui cy maintenant dort

fit plus de pitié que d’envie

et souffrit mille fois la mort


avant de perdre la vie.

Passant, ne fais ici de bruit,

garde bien que tu ne l’éveille

car voici la première nuit

que le pauvre Scarron sommeille.

Y no sigo más porque es demasiada erudición para un hombre de una cultura


poco extensa.
XIX

Los escritores que más influyeron en la Revolución francesa fueron Voltaire,


Rousseau y Chamfort.

Voltaire es el escritor más representativo de la literatura del tiempo, el ingenio


máximo de la época. Sin embargo, su teatro está completamente olvidado. Sus
tragedias ya no se representan. Todo eso de Zaira, Zulima, Mahomet, ni se
representa ni se lee. ¿Es que hay un hombre todavía, de nuestro tiempo, que
pueda hacer hablar en el teatro con alguna propiedad a un tipo histórico como
Mahoma? Nadie lo puede hacer.

En el teatro francés hay unos romanos y unos griegos convencionales, y ese


convencionalismo se puede sostener; pero hacer hablar a un árabe del siglo vil,
del desierto, y darle un aire de realidad, eso es imposible.

Así como el teatro de Voltaire me parece muy poco convincente, sus cuentos y
sus ensayos son de una gracia y de una ligereza maravillosa. Cándido, Zadig, El
ingenuo, El hombre de los cuarenta escudos, son de una malicia genial.

El Diccionario filosófico es también un libro ligero, ameno, que huye de la


pedantería y de la solemnidad.

Es el esprit français clásico; pero decir esto no aclara mucho, porque este ingenio
casi desaparece con la Revolución, y los franceses del tiempo del Imperio son
pesados y vulgares, y los del primer tercio del siglo XIX, pedantescos,
sansimonianos y furieristas.

En donde yo creo que está mejor Voltaire es en la poesía ligera, en los


madrigales, como en aquella carta que escribe en verso a Madame du Châtelet:

Si vous voulez que j’aime encore,

rendez moi l’âge des amours;

au crépuscle de mes jours,


rejoignez s’il se peut l’aurore.

Respecto a Juan Jacobo Rousseau, yo no le puedo soportar. Siendo estudiante,


leí yo en alguna parte que el Emilio era algo magnífico e interesantísimo. Me
puse a leerlo y sudaba de aburrimiento. «¿Habrá aquí algún secreto?», pensaba.
Yo no encontraba ningún secreto.

Hay un fondo de falsedad, de hipocresía, de exageración en todas las teorías de


Rousseau.

La nueva Eloísa, novela de Juan Jacobo, es también un libro ilegible, de una


fraseología hueca y aparatosa. Todo es de un estilo declamatorio y falso. Los
profesores franceses dicen que es una obra magnífica. A mí me parece
insoportable, tan lacrimosa y pesada como las del vizconde de D’Arlincourt o
de Madame Cottin.

Como todo lo que es falso es lo que más entusiasma a la plebe, las ideas de
Rousseau fueron las que privaban en la Revolución francesa, y Robespierre y
sus amigos enviaban a la gente a la guillotina por humanitarismo. La
persecución por el amor que se decía en España en 1823.

Habría habido que decir a los españoles: «Menos amor y menos persecución», y
a los franceses: «Menos humanitarismo y menos guillotina».

Estas teorías pseudogenerosas, acompañadas del garrote, a mí no me seducen.


En todo esto, para mí, la norma es lo que dice el Evangelio: «Por los hechos los
conoceréis». Me parecen más decentes y más dignas que las frases humanitarias
las teorías de tipos como Helvetius en su libro Del espíritu, que asegura que el
egoísmo es la base de la vida, y él se muestra generoso y amable con sus amigos
y conocidos.

Chamfort, niño abandonado en la puerta de una iglesia de París, era, pasado el


tiempo, un joven arrogante, de una gran belleza, un verdadero Adonis. No tenía
nombre. Sólo el nombre de pila, Nicolás. No conoció a su madre; ni él ni ella
hicieron nada por encontrarse. Él se dio a sí mismo el apellido Chamfort, de aire
aristocrático. Chamfort tuvo grandes éxitos con las bellas damas del tiempo, y
las trató en sus libros con cierta crueldad, con el rencor del niño abandonado.

Al lado de la cólera de Chamfort se destaca la mansedumbre del matemático y


filósofo D’Alembert, que era también un niño abandonado por sus padres en las
escaleras de la iglesia de Saint Jean-le-Rond, cerca de Nuestra Señora de París.
El comisario de policía que le encontró confió el niño a la mujer de un vidriero,
y el niño, luego hombre ilustre, la consideró siempre como una madre, y
cuando supo quién era su verdadera madre, no quiso abandonar a la que le
había adoptado.

D'Alembert escribió el discurso preliminar de la Enciclopedia, que produjo un


enorme revuelo en el mundo literario.

Chamfort hizo un libro que tituló Pensamientos, máximas y anécdotas.

En España se publicó con el nombre de Caracteres y anécdotas.

Orgulloso y agrio, a pesar de ser mimado no sólo por la aristocracia, sino por
Luis XVI y por María Antonieta, se mostró partidario de la Revolución; pero
luego, cuando el Terror, se manifestó contra ella.

Talleyrand decía de Chamfort que tenía una cabeza que emanaba electricidad.

Chamfort fue el que dio al abate Sieyés el esquema de una política que
desarrolló el abate en un famoso folleto que publicó con el título de ¿Qué es el
tercer Estado? El tercer Estado era la burguesía.

El esquema de Chamfort era éste: «¿Qué es el tercer Estado? Nada. ¿Qué debe
serlo? Todo».

Sieyés cambió la fórmula y la hizo menos exagerada.

En la época del Terror, Chamfort satirizaba la fraternidad republicana en frases


como ésta: «Sé mi hermano, o te mato», convirtiendo la idea en divisa de la época,
decía: «Fraternidad o muerte».
TERCERA PARTE
EL REALISMO

Hablamos con frecuencia del realismo. ¿Qué es el realismo? No se sabe lo que


es. No se sabe tampoco qué es el romanticismo ni el naturalismo. Todas son
etiquetas aproximadas, sin exactitud. Si supiéramos con exactitud lo que es lo
real, lo romántico, lo ideal, sabríamos lo que son el realismo, el romanticismo y
el idealismo; pero como no tenemos más que una idea vaga de los conceptos, no
podemos tener más que una vaga idea de la teoría que se basa en ellos. En
sistemas cimentados en las ciencias naturales, y sobre todo en las matemáticas,
ya no se dan variaciones ni contradicciones como cuando se habla de literatura.

En literatura se dan opiniones divergentes y lógicas.

Alguno puede decir: «Shakespeare, ¡qué romántico!». Y otro dirá: «Shakespeare,


¡qué realista!».

A nadie se le ocurrirá decir que un cuadrado es circular o que una


circunferencia es elíptica, porque éstos son conceptos inventados por la
inteligencia pura del hombre y, por tanto, categóricos.

Mi inclinación, ateniéndome a la inseguridad de las etiquetas, y sin creer


demasiado en ellas, ha sido el ser realista, sin juzgar demasiado rotundamente.

Algunos consideran el realismo en literatura como algo peyorativo, no como


consecuencia de la visión auténtica de las cosas y de los sentimientos. La
representación exacta de algo es difícil; en el mundo de las ideas es complicada;
en el mundo de los objetos, casi imposible. No creo que nadie podría averiguar
y ubicar en dónde pasan las escenas de Don Quijote, leyendo las indicaciones
de la novela de Cervantes.

No todo el realismo es vulgar, ni mucho menos.

Debajo de las etiquetas no está siempre legitimado el nombre. El naturalismo de


Zola no era realista, como él pretendía, sino romántico. Hay los que quieren
luchar en fijar algo en el tiempo y los que quieren fijar algo fuera del tiempo,
prescindiendo de él. El valor de los datos y la comparación de unos con otros no
terminan en resultados eficaces. La vida no da casi nunca consecuencias lógicas.
El valor de la casualidad y de lo fortuito es demasiado importante.

Un argumento empleado por los enemigos del realismo en literatura consiste en


asegurar que la representación fiel de un hecho puede ser emotiva, pero que,
como dicen ellos en su jerga estética, no puede ser ella. En la escultura hay la
posibilidad de hacer algo como una copia fiel de formas humanas, porque se
trata de emplear medidas idénticas: longitud, latitud y profundidad. En pintura
es más difícil, por el color, imposible de graduar mecánicamente, y en literatura,
en donde se expresan las emociones y las descripciones con palabras, ¿cómo va
a haber copia fiel de la naturaleza ni de los instintos o de las pasiones del
hombre? Es absolutamente imposible. Se podrá copiar con el tiempo una
conversación.

Una conversación espontánea cogida en gramófono no será nunca literaria, a no


ser que la hayan preparado los interlocutores de antemano, y entonces lo
mismo da que sea hablada o escrita.

Creo que, en escultura, un vaciado bueno sobre una persona de formas


armónicas y después retocado por un buen escultor no producirá una gran
obra; pero, probablemente, se podrá ver con gusto. A un paisaje hecho con
fotografía de color quizá le pase lo mismo.

El realismo es una tendencia en literatura; pero el realismo no es la realidad


absoluta.

Bouvardy Pécuchet, obra de Flaubert, pasa por novela realista. Se trata de dos
empleados mediocres, ya de cierta edad, que se conocen en un banco de un
paseo de París y que se hacen amigos íntimos y practican un sinnúmero de
experiencias.

Intentan ser destiladores, fabricantes de conservas, químicos, anatómicos,


geólogos, arqueólogos y otras cien cosas más. ¿En dónde hay tipos de esta
clase? En ninguna parte. Todo ello es inverosímil. Es una invención absurda de
Flaubert, y se llama realista. Si el mundo fuera así, sería muy distinto a lo que
es.

Zola quiere demostrar cómo una familia, un pequeño número de seres, se


dispersa en una sociedad y da nacimiento a quince o veinte personas que, a
primera vista, parecen desemejantes, pero que el análisis demuestra que están
unidos unos a otros.

«La herencia tiene sus leyes, como la gravedad», asegura.


¿Qué va a tener? ¿Cómo se va a comparar lo vivo con lo inerte?

Zola cree que él puede mostrar el hilo que une al hombre ilustre con el
borracho, y a la mujer de vida pura con la bacante de la calle. Zola tenía la fe del
hombre de empuje, que no vacila y está dispuesto a dogmatizar.

Se ve que en la literatura griega poemática, el carácter de los hombres no


aparece muy claro; los héroes Aquiles, Héctor, Áyax, todos son irreprochables y
perfectos en su género. Son divos. A las mujeres les pasa lo mismo. Unas son la
belleza; otras, la honestidad; otras, la inteligencia. Ulises es un poco más
humano, prudente y pérfido; pero a veces vuelve a tomar su aire divino.

Sólo los monstruos son terribles y brutales.

En la comedia griega, la aparición de los caracteres en el teatro se presenta en


tiempo de Aristófanes, cuando el gobierno griego prohíbe que las personas
conocidas y célebres salgan ridiculizadas en la escena. Como se sabe,
Aristófanes había presentado en las tablas a hombres conocidos y famosos en
Atenas, entre ellos a Sócrates. Con la prohibición del gobierno, los autores
sustituyen la sátira personal con la invención y la presentación de caracteres.
Paralelamente comenzó la labor de Eurípides, verdaderamente magnífica.

Eurípides se atuvo en su obra a pintar caracteres humanos; pero al final de su


vida hizo la tragedia Las bacantes, drama furioso y extraño, que algunos han
creído que lo hizo para satisfacer el espíritu popular y al público de Atenas, que,
al parecer, le tenía a él por un ateo.

Al lector moderno, Eurípides le parece el más interesante de los dramaturgos


griegos, el más próximo a nosotros. En su tiempo debió de ser satirizado por
sus contemporáneos, entre ellos por Aristófanes y por otros, que le achacaron el
ser hijo de una verdulera y haber sido atleta de circo.

Eurípides, autor genial, no es alabado por los historiadores de la literatura


griega. No es serio, pesado y aburrido; le falta algo para ser grato a los
profesores.

Respecto a Menandro, de quien no queda casi nada, por lo que se dice, se


dedicó en sus obras principalmente a dibujar tipos y caracteres.

De los poemas latinos no he leído más que la Naturaleza de las cosas, de Lucrecio,
poema didáctico y magnífico, en donde no hay personajes.

La comedia romana tiene a Plauto como uno de los autores más fecundos. Se
dice que si imitó o no imitó, y la mayoría de los críticos modernos lo trata con
desdén. Es una actitud algo ridícula y pedantesca la de estos profesores, que no
comprenden más que lo que ellos pueden hacer, es decir, compilaciones y
críticas sobre algo ya muy trabajado y elaborado. Esas gentes hablan de Plauto
con desdén.

Plauto es un gran creador de tipos; hombre de existencia tempestuosa, que vive


con lujo, se arruina y llega a ser vendido como esclavo y luego sale otra vez a
flote y llega al éxito en el teatro.

No es persona grata para los críticos: no es serio, ni moralista, ni prudente.

Después de la literatura romana se destaca la literatura sabia de la Edad Media,


los poemas alemanes, La canción de Rolando y La Divina Comedia. Yo no los he
leído, pero no parece que de ellos salgan tipos realistas y humanos.

En las obras célebres germánicas, el tipo del poema épico se repite de nuevo.
Entre germanos y latinos hay casi siempre la diferencia de que los héroes de los
poemas germánicos de la Edad Media son religiosos: Lohengrin, Parsifal,
Tannhäuser; y los de los poemas del Renacimiento no lo son constantemente.
II

Es en el Renacimiento donde empiezan a brotar de nuevo los caracteres en


cuentos, en poesías y en poemas. Es muy difícil señalar con un mínimo de
seguridad cuáles son los caracteres más importantes que ha creado o que ha
copiado la literatura de la vida. Esto dependerá de las inclinaciones de cada
uno. Para el que se las eche de tenorio será Don Juan; para el que sea un hombre
pensativo, Hamlet; para el que tenga aficiones a la química y a la magia, Fausto.
Pensando en el otro sexo, el joven estudiante romántico pensará en Ofelia, en
doña Inés o en Rosalinda, y la mujer aficionada a la poesía soñará con Romeo o
con el joven Werther. Cierto que esto ocurrirá hoy mucho menos que antes,
porque la poesía romántica influye poco en nuestro tiempo y la vida está cada
vez más mediatizada por la economía, por la moda y por el cinematógrafo.
Nadie duda que la influencia literaria va desapareciendo en la sociedad y que
puede llegar a desaparecer casi por completo.

Muchos de los tipos literarios se dan como en potencia en una anticipación


incompleta. Hay Don Quijotes y Sanchos en la literatura antes de los perfilados
por Cervantes, como hay Hamlets, Shyloks y Ofelias que inician los héroes
creados por Shakespeare. La obra de estos hombres de genio no puede ser una
creación sin antecedentes; tiene que ser una nueva fusión de elementos viejos,
con una purificación y una estilización más completa.

El tipo de Don Juan, que es un extravertido, porque Don Juan solo en casa no es
nada, no es muy frecuente en el país, a pesar de ser una invención española.

Yo creo que no he conocido a ninguno, al menos en la burguesía ni en la


aristocracia. En la clase social en donde se da algo como un Don Juan es en la
clase pobre, en el chulo. En Francia pasa igual, y el único tipo que tiene algo de
Don Juan es el apache, el maquereau. Los Marsay, los Rastignac y los Rubempré
de la clase media y aristocrática, ideados por Balzac, parece que se han
eclipsado, si es que han existido alguna vez.

Otros tipos como el hamletiano y el wertheriano se dan en la vida con menos


fuerza que en la literatura, pero se dan a veces. Lo mismo pasa entre las
mujeres, y hay alguna que recuerda las figuras clásicas de Ofelia y de Porcia, y
alguna también la de Madame Bovary.

Se ve que el mundo, por la fuerza de la economía, tiende hoy a perder la


variedad. El fascismo o el comunismo claro o velado de las sociedades actuales
va haciendo a los hombres más homogéneos y más mediocres. Comenzamos la
era de la unidad, y es posible que ésta siga en años o en siglos.

Los individualistas se tendrán que batir en retirada, y el hombre standard y la


mujer del mismo tipo triunfarán y tendrán el porvenir seguro.

La literatura europea, desde el final del siglo XIX a lo que va del actual, no ha
hecho más que repetir.

En Francia se ha hablado mucho de Proust. Yo lo encuentro muy pesado.


También se ha discutido a André Gide. Gide, como escritor, es hábil y preciso.
No busca la elocuencia, que es el lugar común literario, sino que va detrás de la
exactitud de la expresión. Eso está bien; pero, a la larga, Gide da una impresión
de mezquindad y de prudencia. A Huysmans yo no le puedo soportar. Me
parece pesado, aburrido, exasperante. Colette Willy, escritora de fibra, es
aficionada a tomar aires escandalosos y atrevidos; pero, evidentemente, lo hace
muy bien, y alguna de sus obras parece que desafiará el tiempo mejor que las de
sus contemporáneos.

También lo hizo muy bien Julio Renard, observador, minucioso, exacto, en sus
tres o cuatro novelas misantrópicas, y fantaseador extraño en su Diario, que se
ha imitado y plagiado en muchas partes, sin citar el origen de los plagios.

De los demás novelistas franceses de la época creo que va a quedar poco;


Marcel Prévost, Paul Margueritte, Pierre Benoît, Henri Bordeaux, todo eso creo
que se lo lleva la trampa.
III

Del teatro francés del tiempo yo creo que no queda nada. Los Rostand, los
Bernstein, los Hervieu se hunden. Los únicos que pienso que pueden tener un
resurgimiento son Tristán Bernard y Alfredo Capus. Los dos tienen unas
cuantas novelas y comedias que están muy bien. Los dos son cínicos sonrientes
y representan la vida francesa, sobre todo de las gentes pobres, con una gran
exactitud. Giraudoux creo que se defenderá durante algún tiempo. En el libro
habrá también mucho derrumbamiento.

Cocteau es el modernismo de hace veinte años que se ha hecho un poco viejo,


pero marca la época.

Julián Green tiene carácter, pero hace una literatura sombría y desagradable
como pocas.

Respecto a Julio Romains, eso del unanimismo me parece una broma. Romains
ha escrito comedias bonitas, como Knock o el triunfo de la medicina y Monsieur le
Trouhadec saisi por la débauche; pero esta novela kilométrica, Los hombres de buena
voluntad, que son veintitantas novelas, intercaladas, me parece un error
absoluto.

Hay también jóvenes bucólicos con amor al campo, como Jean Giono, que
escribe libros que están muy bien, muy finos, muy claros. En algo se parece a
Azorín.

De Inglaterra no conozco yo las últimas producciones. Casi todos hemos leído


el libro de Huxley, Contrapunto, que ha tenido gran éxito, que demuestra más
bien un hombre de talento que un novelista de raza.

De escritores ingleses de la segunda mitad del siglo XIX, que no sé si han


llegado al XX, yo he leído varias obras.

Jorge Meredith, poeta y novelista, como novelista es el más representativo del


tempo lento. Hay una novela, creo que se llama Diana entre los caminos, que para
hablar de unas personas que van a cruzar un puente sobre un río, el autor
emplea treinta o cuarenta páginas. Esta lentitud se da también en otras novelas
suyas, como El egoísta.

Tomás Hardy es un hombre triste, melancólico; tiene obras de mucho empaque:


Judas el oscuro, Tess de Ubervilles, Las pequeñas ironías de la vida, El alcalde de
Casterbridge.
También he leído varias novelas de Arnold Bennet, con un asunto desvaído y
ondulante y con descripciones de paisajes y figuras.

Un tipo raro es Samuel Butler, con su libro Así va la carne, muy curioso y muy
sugestivo.

Los folletinistas ingleses me han gustado mucho, sobre todo Conan Doyle. El
que no me ha gustado nada es Wallace. Éste me ha parecido de lo peor del
género.

La novela última alemana e italiana es aparatosa y mediocre. La rusa no la


conocemos, y, probablemente, será mala, como escrita al dictado.
IV

Es difícil saber lo que es el realismo en literatura. Aproximadamente, sí lo


sabemos. Cuando se exageran los términos antitéticos, idealismo y realismo, ya
parecen claros los dos conceptos contrarios.

Las obras atribuidas a Homero, la Iliada y la Odisea, tienen partes muy realistas
y otras muy idealistas.

Las obras de Aristófanes, de Plauto, están dentro del realismo.

Horacio tiene de todo en su lira: idealismo, realidad, malicia, cuquería, etcétera.

Lo mismo le pasa a Shakespeare y lo mismo a Cervantes.

Hay escritores que se acercan más a lo corriente, a lo que se ve con los ojos, y
otros a lo que se piensa y se sueña.

En España, por ejemplo, el Arcipreste de Hita, los autores de La celestina y de El


buscón son autores que se fijan en lo que pasa en el mundo corriente y en sus
bajos fondos; en cambio, san Juan de la Cruz o fray Luis de León contemplan lo
que sueñan.

En Francia pasa igual: Villon o Clemente Marot ven la calle y el campo en sus
aspectos corrientes; en cambio, Ronsard sigue a los clásicos en sus figuras y en
sus maneras.

El realismo no llega a dar la impresión neta de la realidad. En la pintura, en


donde se representa más la vida material que espiritual, aunque ésta también
esté representada, se llega a algo, pero no a mucho. Hay retratos en donde se ve
principalmente la silueta y en otros el cuerpo. En el arte antiguo se ve la silueta
en Rafael o en Leonardo de Vinci y el cuerpo en Velázquez y en Zurbarán. En lo
moderno, el retrato de Ingres es una silueta, y el de Degas y de Toulouse-
Lautrec, cuerpos.
V

El romanticismo fue principalmente en Francia en donde tuvo mayor


esplendor. Era el país en el cual el clasicismo o pseudoclasicismo había
dominado con más fuerza; la reacción, por ello mismo, fue más enérgica, y a los
reyes y emperadores y grandes sacerdotes les sustituyen en el libro y en la
escena los bandidos, los enanos, los bufones y los verdugos.

En Inglaterra, en Alemania y en España quedaban rastros vivos de la literatura


nacional de aire romántico.

En Italia, el romanticismo no tuvo caracteres tan fuertes como en los demás


países europeos y apareció relativamente tarde, sin exageración, con un carácter
mixto de patriótico y liberal.

No es fácil que un país cambie en sus costumbres, y menos en sus instintos; es


más fácil que cambie en su literatura.

Si se leyesen traducidas sus obras sería muy difícil el pensar que Villon,
Rabelais o Montaigne fueran del mismo país que Corneille y Racine; cierto que
también sería difícil el pensar que Moliere y Bossuet pertenecieran a la misma
raza, al mismo pueblo y a la misma época.

En España sucede igual. Berceo o el Arcipreste de Hita no se parecen en nada a


Rioja, a Góngora o a fray Luis de León, ni en el siglo XIX Quintana se parece a
Bécquer.

Se ve que cada pueblo tiene sus tipos literarios, como un carnaval cuenta con
varios disfraces.

La humanidad presta a lo que ve con sus ojos su espíritu y su disposición de


ánimo. El hombre de cultura es cambiante y puede hacer evoluciones y
cabriolas inverosímiles; ahora, el fondo del espíritu sigue siendo el mismo.

Después del romanticismo, con sus exageraciones hiperbólicas, vino el realismo


o el naturalismo, con la pretensión de implantar nuevos valores. Hay que
reconocer que no lo consiguió.

El naturalismo es una doctrina que en la literatura no parece muy fecunda. Se


trata en él de reproducir la naturaleza, la realidad, de una manera exacta. Pero
¿cómo va haber una medida exterior justa para todo?
Naturalismo, realismo, impresionismo, son difícil de separarlos. Pocos
escritores tan exagerados y tan amplificadores como Zola.

Aunque la palabra «impresionismo» se refiere principalmente a la pintura, lo


mismo se puede referir a la literatura.

Parece que el impresionista es el que busca dar la sensación pura de la realidad,


sin corregirla por una reflexión posterior artística, intelectual o moral.

Así, el autor que encuentra una nota brusca y dura, y aun desagradable, en la
vida de un hombre o en un paisaje, la deja, la acusa en el papel o en el lienzo.

Está bien si no es repulsivo; si lo es, no tiene defensa.

Que un libro realista pueda parecer reporterismo, es natural. No creo que


importe. Yo, al menos, prefiero el reporterismo a la repetición.

«¿Por qué ir de aquí a allá buscando ambientes raros y no corrientes?», me ha


preguntado alguno.

A mí me gusta más recoger historias en la calle para contarlas, que no irlas


sacando de la literatura ya escrita.

En unos sitios donde ha habido algún suceso importante de guerra me ha


interesado mirar el terreno para ver si me explicaba bien la marcha de una
batalla. Con este criterio he contemplado el campo de Bailén, de San Marcial, de
Roncesvalles y de otros muchos lugares, pensando en cómo se desenvolverían
en esos sitios los encuentros que hubo en distintas ocasiones.

También estuve observando al detalle el desfiladero de Hontoria del Pinar. El


cura Merino preparó allí una emboscada a una columna francesa en la guerra
de la Independencia. Pensaba ver si se podía explicar bien la acción contada por
un relato de la época. La explicación no era fácil.
VI

He leído algo de la Estética, de Hegel, en traducción francesa. No me ha


interesado. Me ha parecido una charlatanería inútil. La ciencia estética es una
ciencia pedantesca, que no es ciencia. No divierte, no enseña nada útil, no sirve
para discurrir mejor.

Se comprende que Schopenhauer no pudiera resistir la charla vana de Hegel,


este profesor tan difuso y tan confuso.
VII

El relativismo filosófico tiene su fórmula más perfecta y más sencilla en la frase


de Protágoras: «El hombre es la medida de todas las cosas». No creo que al cabo
de más de dos mil años esta sentencia se pueda invalidar.

Nietzsche decía: «Hay más ídolos que realidades en el mundo».

Creo que tenía razón. Sobre todo un hombre como él, que vivía en la esfera del
pensamiento, tenía que ver muy pocas realidades en la vida, al menos pocas
realidades optimistas. En la existencia cotidiana no hay casi ninguna, y en la
histórica, menos aún.

La historia no es una ciencia ni podrá serlo nunca. No tiene exactitud ni


garantías.

Pocas cosas importantes ha podido ver uno, no ya de la historia universal, sino


de la historia particular, y cuando las cuenta y las explica no está conforme casi
nunca con lo visto por los demás.

No encontrarse de acuerdo en opiniones y en comentarios está bien; pero no


estarlo en detalles es raro, porque se observa que no se está en contradicción en
el recuerdo de hechos importantes, sino en pequeños detalles. ¿Quién es el buen
observador y quién es el malo? Nadie lo sabe.

Yo creo que los detalles los conservo con alguna exactitud; pero han intentado
varias veces demostrarme que no los recuerdo bien o que los falseo.

No los falseo, al menos deliberadamente, porque no tengo ninguna ventaja en


ello; no tengo tampoco un interés político o social, fuerte y cerrado, y lo mismo
me da que el detalle que he visto sea afianzador de una teoría, como que era
disgregador y la eche por tierra.

Los historiadores de sucesos importantes, casi todos son apasionados. Herodoto


tenía fama de observador atento y de hombre de veracidad y de grandes dotes
de perspicacia. Evidentemente, al leer su obra se concibe su fama.

Después hay una porción de escritores que dan la impresión de embusteros y


de falsarios por motivos políticos y religiosos.

VIII
Zaratustra, según dice Nietzsche en su libro poemático, tenía tres condiciones:
la paciencia, el valor y la inocencia. Los discípulos de Zaratustra soñaban con el
superhombre. La filosofía de Nietzsche, más poética que práctica, en vez de
producir en Europa el predominio de lo individual, de lo raro y de lo único, ha
producido el predominio del número y de la masa.

¡Qué extraño que las teorías de un hombre como Nietzsche puedan dar origen a
algo parecido al fascismo!

En el único libro que tengo ahora de Nietzsche a mano, en el Gay saber, leo esto:

«Nosotros no tenemos patria. Nosotros no conservamos nada, nosotros no


somos liberales, nosotros no trabajamos por el progreso…

Nosotros no deseamos de ninguna manera que el reino de la justicia y de la paz


llegue sobre la tierra… Nosotros no somos humanitarios. ¿Hubo jamás una
vieja arpía más horrible que la humanidad? Nosotros preferimos con mucho
vivir aparte, inactuales. Nosotros, sin patria, somos demasiado diversos,
demasiado mezclados de raza y de origen para hacer hombres modernos».

De predicaciones así nacen los nacionalsocialistas alemanes. Es absurdo.

En la historia no se ha llegado a nada definitivo.

La serenidad de los historiadores no existe. En general, son más apasionados


que los poetas y que los dramaturgos. No son casi nunca imparciales ni en las
ideas ni en los datos. Hay que desconfiar más de la veracidad de un libro de
historia antiguo que de un tomo de poesías o de una comedia del tiempo.

Nadie sabe nada. Nadie conoce el mecanismo del universo, y lo más probable
es que no se conozca nunca. La razón de su existencia, si es que la tiene, ésa no
se puede saber ni se sabrá jamás. La idea misma de la razón es una idea
humana. Hablar como ha hablado Bergson del élan vital es una fantasía sin
ningún valor. Todas ésas son palabras o, a lo más, poesía.

Tampoco se ve muy clara la eficacia del pragmatismo. Si todas nuestras ideas


son utilitarias, como en el fondo lo son, ¿para qué destacar el carácter utilitario
de nuestros conceptos?

Si hay filósofos que aseguran, probablemente con razón, que la vida está basada
en el egoísmo, ¿para qué predicar el egoísmo? Si existe, si es el fundamento de
la existencia, ¿qué objeto tiene la predicación?
La ciencia moderna, dice Nietzsche en la Genealogía de la moral, es el mejor
auxiliar del ascetismo.

Parece cierto que el cultivo de la ciencia da al hombre un carácter ascético. La


ciencia marcha a lo apolíneo, como decía Nietzsche; la religión, el arte y, sobre
todo, la música, a lo dionisíaco. En este sentido, parece que el primero de los
dionisíacos modernos es Beethoven.
IX

En Alemania se ha dado el fenómeno curioso de que durante años y años un


escritor tan agudo y penetrante como Schopenhauer haya quedado en la
sombra ante un profesor sofístico y palabrero como Hegel.

Los años transcurrieron, y ya no interesa a nadie ensalzar al desdeñado y


rebajar al elegido. A los dos, naturalmente, les pasó el tiempo, y quedan en la
historia de la filosofía.

Su acción social desapareció, y el lector de cualquiera de ellos no piensa en ser


su propagandista.

Yo no recuerdo bien en qué libro de Nietzsche se establecen con más energía las
dos formas de vida y de pensamiento antagónicas: la apolínea y la dionisíaca.
La parte viva y de actualidad de esta concepción ha pasado también.

Después de la derrota de la Alemania actual, probablemente si hubiera vivido


Nietzsche no hubiese hablado con gran entusiasmo de lo dionisíaco, al menos
de lo dionisíaco práctico.

Hitler y los suyos eran dionisíacos, energúmenos sin gran cultura, creyentes en
la energía, en la violencia y en el grito. Mussolini lo era también. Había tomado
su nietzscheanismo a través de D’Annunzio.

Los representantes más auténticos del arte dionisíaco en la época moderna han
sido, en literatura, Dostoyevski; en música, Wagner, y en las artes plásticas,
Rodin.

En la política, la tendencia dionisíaca ha dirigido los dos movimientos


tumultuosos de la época: el comunismo y el fascismo.

No han sido los grandes filósofos y pensadores los que han construido los
principales sistemas político-sociales modernos que mueven el mundo actual.

Parece que los grandes filósofos no tenían condiciones para influir en las masas.
Kant, por ejemplo, no ha llegado, no ya al pueblo, ni aun a la élite; en cambio,
Hegel ejerció una influencia enorme.

¿Quién le iba a entender a Kant? Un número escasísimo de hombres. Todas las


proposiciones que formuló Kant acerca de puntos de física, de cosmología, de
matemáticas y otras ciencias, en donde hay posible comprobación, han quedado
en pie. Se puede suponer que han quedado también en pie sus afirmaciones
abstrusas, difícilmente comprobables para la mayoría, porque exigen unas
facultades poco corrientes.

En cambio, Hegel, casi siempre confuso y palabrero, influyó en la política del


mundo y en las ideas de una manera decisiva. Esto confirma la tesis de William
James de que lo falso es más eficaz que lo verdadero.

Schopenhauer, en la vejez, decía: «El día de mi muerte será el día de mi


canonización».

No fue del todo cierta su profecía. El elemento universitario alemán lo tuvo en


cuarentena durante muchos años, y cuando salió de su lazareto, su obra, muy
importante, tenía el aire clásico, pero ya viejo y pasado de moda.

Todas las tentativas de dar claridad a la vida colectiva y a la política son


inútiles. Los países no se conocen los unos a los otros. Dentro de un país, las
regiones se ignoran y los pueblos próximos se siguen odiando como hace mil
años.

La verdad es que no se ve la posibilidad de aclarar el mundo. El mundo, no ya


el universo, sino nuestro pequeño mundo sub-lunar, es muy oscuro y muy
complicado, y las leyes que rigen las sociedades y los hombres, si es que de
verdad existen, no se conocen, y los remedios de los empíricos no valen gran
cosa.
X

Hay varias fórmulas para explicar el romanticismo. El que pretende ser clásico
ve el mundo exterior con las normas de otros hombres ilustres, a quienes
considera maestros. El romántico pretende no tener canon.

Un escultor o un pintor romántico que esculpe o pinta hombres con un sentido


personal, no se someterá naturalmente al canon griego; los pintará o los
esculpirá tal como los quiere ver en su arbitrariedad individualista.

¿Dónde va a encontrar un hombre que tenga en el cuerpo nueve cabezas? En


ninguna parte. Evidentemente, de todas las artes, la escultura es la que menos
puede librarse de la tradición. Apoyada en ella, ha hecho sus obras magistrales,
y fuera de ella no puede competir con lo antiguo.

Si las reglas antiguas no son exactas, es lógico y saludable rechazarlas; ahora, si


son exactas, no hay más remedio que tomarlas en cuenta. Lo tradicional, por ser
sólo tradicional, no es verdad, pero lo antitradicional tampoco es verdad sólo
por eso. El idealismo debe tener distintas acepciones, y es una palabra bastante
ambigua.

En la vida corriente, el idealista es el que quiere creer que en la vida no hay que
pensar más que en los motivos nobles y románticos; en la filosofía debe ser el
que afirma el valor de las ideas por encima de los hechos.

En la literatura moderna, por ejemplo, Lamartine es un idealista; también lo son


los lakistas de Inglaterra y sus discípulos.

El idealismo constituido por entelequias a mí me parece aburrido y de poco


interés. Los procedimientos, la técnica literaria, los aprenden los que tienen
afición a ello, y el que no la tiene no los aprende. Naturalmente, el aficionado
toma de lo antiguo lo que le conviene, y deja lo que no le conviene.

La moda es una imposición del medio ambiente, que es muy difícil de evitar y
luchar con ella. La presión de la moda le hace al escritor dedicarse a la
antimoda, pero es imposible no tenerla en cuenta.

Lo que aparece confuso en tiempo pasado se cree verlo claro en el tiempo


presente; después se ve otra vez confundido, disuelto, y, al último, parece tan
confuso lo antiguo como lo moderno. Lo único que al mundo entero le daba la
impresión de lo intangible era la matemática y las ciencias basadas en ella,
como la astronomía, la física, la química, y también se han descompuesto.
XI

El fabricante de novelas es, sin duda, y ha sido siempre, un tipo de rincón,


agazapado, observador, curioso y tenaz.

Hay una literatura noble, dicen algunos. ¿Qué quiere decir eso? ¿Una literatura
de aristócratas? ¿Una literatura de sentimientos ejemplares? ¿Una literatura de
señores, y no de esclavos, en el sentido nietzscheano? Habría primero que
ponerse de acuerdo en qué es el aristocratismo y lo noble en todas las artes.

Cuando los duques se burlan de Don Quijote de una forma vulgar, ¿quién
representa la nobleza? ¿Don Quijote o los aristócratas? Si la nobleza es el
espíritu de lealtad y sacrificio por el ideal, indudablemente Don Quijote; si la
nobleza es sólo riqueza, fausto y protocolo, los duques.

Yo supongo que hay una técnica en la novela, pero no una sola, sino muchas:
una para la novela erótica, otra para la dramática, otra para la humorística.
Supongo que habrá una técnica para la novela que a mí me gusta, aunque yo no
he dado con ella.

Respecto a la unidad del asunto, al aislamiento del proceso de la novela de


otros próximos, indudablemente está bien si se puede realizar. El no
conseguirlo o el no practicarlo es un defecto; de ahí que las novelas que se
continúan en otras tengan siempre un aire fragmentario y poco definitivo.

La novela debe encontrar la finalidad en sí misma. Los fines didácticos y


moralistas no le añaden nada.

La composición de una fábula literaria es cosa que conoce todo aficionado.


Naturalmente, si cree que vale la pena de profundizar en ella, se fija con más
atención en la lectura de sus obras predilectas y acepta unos recursos y otros no.
Esta técnica, aprendida, no creo que tenga mucha importancia, porque está al
alcance de todos y es un valor mostrenco. En el teatro puede dar resultado; en la
novela, no.

La composición de una novela o de un drama se puede aprender estudiando


obras antiguas y modernas. Ahora, ¿qué valor tiene ese estudio? Para mí, muy
poco.

Hay como dos métodos principales de composición en la literatura. Uno es el de


leer lo antiguo y repetir los tipos y las tramas y, a poder ser, modernizarlos,
complicándolos o, por lo menos, cambiándolos. El otro es dejarse impresionar
por el medio y buscar lo característico entre el conjunto de las impresiones.

Ninguno de los dos métodos será completamente puro; el que repite el esquema
y el mito antiguo le dará, quiera o no, palabras e ideas del tiempo en que vive;
el que vaya como un herborizador a buscar las especies y las variedades de su
época en el jardín o en el huerto, sabrá lo que busca y tendrá en la imaginación
esquemas que le han dejado las lecturas de obras anteriores, antiguas o
modernas.

Todo esto es, en gran parte, elemental, y, naturalmente, el que tiene la idea de
escribir una novela o un drama, ha leído antes novelas o ha visto dramas y se ha
formado un concepto de lo que son.

Es más fácil ser original con esta segunda manera que con la primera, como es
más fácil, para componer bien, utilizar el sistema de imitación. La primera
manera la han utilizado, más que nada, los dramaturgos, adoptando y
adaptando esquemas antiguos; Shakespeare es el más ilustre ejemplo de ella.
Ha habido cerca de cuarenta Anfitriones comedias, desde el de Plauto hasta el
que hizo con mucho ingenio, tiempo antes de la guerra pasada, Giraudoux.

Con el primer procedimiento, al inspirarse en lo antiguo, el orden de una obra,


su desarrollo, su desenlace, está previsto y dosificado por la obra imitada.

Con el segundo, no, y puede haber errores grandes de perspectiva.

Recuerdo que una vez, volviendo de una capital de provincia, en donde había
conocido en la fonda a unos excéntricos y gimnastas y cómicos de la legua, le
decía a Valle-Inclán:

—Voy a ver si intento hacer una novela con esa clase de tipos. Ahora será difícil,
porque no cuento con bastantes datos, y tendría que seguirlos mucho tiempo
para encontrarles algo característico.

Valle-Inclán me decía:

—Para eso, lea usted el libro de Tal o Cual.

Yo pensaba: «No; ya entonces quedaría influido y con un criterio extraño al


mío».

Yo nunca he sido partidario de ir del libro a las cosas de la vida, sino de ir de las
cosas de la vida al libro.

La obra que se lee, si es buena y le influye al escritor, le da hecho un asunto, un


ambiente, un desarrollo y un desenlace, que puede ser el de otra época y el de
otro país, pero que quizá no sea ni el de su tiempo ni el suyo.

¿De dónde procede el interés de una fábula literaria? ¿De una trama bien
urdida? No. ¿De la representación exacta de un medio extraño? Tampoco.

Afortunadamente, para los autores de imaginación no hay norma para


conseguir el interés. Cuando se lee por primera vez El hombre de las multitudes,
de Edgar Poe, si se sigue su desarrollo, se siente uno espantado y estremecido.

Este viejo pálido e inquieto, que huye de la soledad y busca de noche los sitios
repletos de gente, le produce a uno espanto. El autor no ha dicho nada de lo que
es ese hombre, esa sombra que ha creado, y, sin embargo, nos hace estremecer.

Se supone vagamente que el hombre ha cometido maldades y crímenes.

En cambio, cuando Rocambole, de Ponson du Terrail, está preso en una torre de


piedra, sujeto con cadenas, con cuatro sicarios delante y dos le ponen la pistola
en el pecho, entonces el lector ingenuo e inocente se frota las manos riendo y se
dice contento: «Ahora es cuando está más seguro. Ahora no le pasa nada».

Muchos conceptos parecen en un momento absolutos y definitivos; tiempo


después empiezan a decaer y hasta a descomponerse. Lo que se creía sólido se
desmorona.

Durante siglos, el silogismo parecía un sistema de adquisición ideológica, de


ciencia importante. Hoy, nadie lo cree así, porque se ve que es un mecanismo de
palabras, en el cual se pone el definido en la definición. Es un procedimiento del
verbalismo.

Hoy, el lógico a la antigua preguntaría al físico:

—El electrón y el protón, ¿qué son, materia o fuerza?

—Es difícil decirlo —contestaría el físico.

Mientras se ha jugado con conceptos humanos, se ha utilizado el silogismo


como un procedimiento científico, porque estos conceptos humanos ya llevan
su calificación anterior; pero cuando se han tenido que aclarar hechos
exteriores, el silogismo no ha servido para nada serio en la ciencia.
XII

La invención no es cosa que se aprende. Hay chicos imaginativos que forjan


historias, cuentan cosas raras que creen que han visto o que han soñado, a base
de un detalle insignificante. En cambio, a otros chicos no se les ocurre inventar
nada.

La energía de los sentimientos tampoco se aprende.

Unos la tienen; otros, no. Lo mismo pasa con la gracia, con la melancolía o con
el humorismo.

Todas las reglas creo que valen poco, y la mayoría son lugares comunes, más
que descubrimientos. Nadie aprenderá nada con ellas.

Tomar como problema de dónde procede el tipo literario que se ha empleado


en algunas novelas es curioso.

Ver si está visto en la realidad, si está inventado o recordado de otras, esta labor
no sería trascendental ni de valor; pero para mí sería interesante y, al mismo
tiempo, oscura.

Hay enredos que no sabría decir de dónde vienen. El análisis puramente


estético de personajes y de sus conflictos, eso me interesaría poco; ahora, su
origen verdadero me parecería ameno, aunque difícil de descubrir.

La importancia del asunto no creo que aumente ni disminuya el valor de la obra


literaria. El Lazarillo de Tormes es más importante en la literatura española que
La gran conquista de ultramar, que La Cristiada, de Hojeda, o que La Araucana, de
Ercilla.

Lo mismo da, para el interés de un drama o de una novela, elegir como


personaje a Julio César, a Aníbal o a Napoleón que al golfo de la esquina.

Recuerdo a un escritor de principio de siglo, Alonso y Orera, que nos leyó a


Camilo Bargiela y a mí varios capítulos de una gran novela suya que ocurría en
la Roma antigua. Tenía en su trabajo grandes esperanzas. Quizá recordaba el
éxito de la época: Quo vadis…? La obra de Alonso y Orera estaba llena de
palabras latinas. Un patricio, después de comer en el accubitorirum, iba a una
representación de una comedia de Plauto, y se hablaba de la gente que ocupaba
las localidades del teatro, el dradus, los praecinctiones, el pulpitum, el proscenium,
los vomitoria…
Cuando acabó de leer el autor cinco o seis capítulos de su gran obra nos
preguntó qué nos parecía. Yo dije que bien.

Nos separamos, y Bargiela me preguntó:

—¿Qué le ha parecido a usted?

—Completamente grotesco.

—¿Y por qué no lo ha dicho?

—El pobre hombre estaba entusiasmado. Creía que de ahí iba a salir su fortuna.
¿Para qué echarle un jarro de agua fría?

Esto de la grandeza ha sido una de las trampas en que frecuentemente caen el


público y el autor, y a veces los escritores de talento.

Claro, hay tipos de genio capaces de aderezar los manjares más diversos,
humanizándolo todo, haciendo hablar a la gran dama y al rey como hombres
que alternan la grandilocuencia con la humildad y hasta con la cabeza, lo que
les da un aire de personas humanas. Es el caso de Shakespeare. En cambio, los
franceses Corneille, Racine, después Voltaire, insistiendo en la elocuencia y en
la solemnidad y sosteniéndose en un tono altisonante y entonado, no dan a sus
personajes un aire siempre humano.

Más modernamente hicieron lo mismo que éstos Alfieri y D’Annunzio,


escritores para mí sin gran atractivo.

Se ve que la amenidad no depende del asunto. A mí me parece más amena la


correspondencia de Flaubert que Madame Bovary o que Salambó, y ¡qué
preparadas y pensadas fueron estas obras! Prefiero también, con mucho, las
Memorias de un turista, de Stendhal, a La cartuja de Parma, y las Memorias de
ultratumba, de Chateaubriand, a Los mártires.

En La cartuja de Parma, de Beyle, creo que hay el espejismo de suponer que la


vida italiana de su tiempo era muy original y muy distinta a la de los demás
países de Europa.

Yo no creo eso. Italia ha tenido fama de país de ligereza y de gracia, como


Inglaterra ha tenido de originalidad y de humor. España, de pasiones violentas,
y Alemania, de gentes calmosas y de fantasía. Pero ¿no habrá habido en todo
esto una exageración, un engaño?

Si estas condiciones hubiesen sido tan fuertes, quedaría el rastro, y a mí me


parece que no queda.

Hay que tener olfato para encontrar el espíritu de Bandello o de Boccaccio en


Italia; el de Swift o de Dickens, en Inglaterra; el de Calderón, en España, y el de
Goethe o Schiller, en Alemania.

Parece que hay persistencia en el carácter de un país y en algunas de sus


manifestaciones espirituales; pero, evidentemente, no es fácil captarlas siempre.

Como he dicho, creo que hay dos métodos de invención literaria: uno, el de leer
lo antiguo y repetir los tipos y las tramas, y, a poder ser, modernizarlos,
complicándolos o, por lo menos, cambiándolos. El otro es colocarse como
observador de la vida y del ambiente, simplificándolo y estilizándolo.

Ninguno de los dos sistemas creo yo que puede utilizarse completamente puro.
El que repite el esquema y el mito antiguo siempre lo hará con ideas y palabras
de su tiempo, y el que vaya como un herborizador a buscar las especies y las
variedades humanas en la calle y en los campos, sabrá lo que busca y tendrá en
la imaginación formas y objetivos que le han dejado la lectura de obras
antiguas.

Más fácil para ser original es este segundo modo que el primero. En cambio,
con el primero es más fácil la composición correcta y sabia.

El primer modo lo han empleado casi siempre los dramaturgos, y el segundo,


con frecuencia, los novelistas.

Se ve que la trama bien urdida para el dramaturgo es tener, en gran parte,


resuelta su obra. Además, probablemente, hay un número de esquemas
teatrales ya limitados. Así se explica que haya en el teatro tantos avaros, tantos
misántropos, tantos celosos y tantos donjuanes.

El modo de la novela no puede dar resultado en el teatro. No se parece en nada


a un teorema. No se impone el final. La moral de la tradición no queda siempre
satisfecha. Esta marcha disgregada en la novela permite muchos cambios y no
deja al autor seguridad ninguna en lo que ha hecho.

XIII

Todos los escritores, antiguos y modernos, hemos introducido la política en la


literatura.
La política será todo lo vulgar que se quiera; pero no hay manera de representar
el momento actual prescindiendo de ella.

La política está en todo, y, aunque se intentara escribir hoy un idilio como


Dafnis y Cloe o como Pablo y Virginia, aparecería en el relato la política, y la
radio, y el fútbol. Ahora, si se quiere escribir una historia fuera del tiempo y del
espacio, no hay necesidad de que intervengan la política, la preocupación social
ni los deportes.

Aun así, alrededor del galán rico, joven y amable, y de la dama bella, siempre
habrá hoy un administrador que hable de los valores de Bolsa, unos amigos que
vayan al cine, un médico que se refiera a las vacunas o a la penicilina.

Un escritor estético y un tanto huero puede escribir, como Gautier, un libro del
tipo de Fortunio. Éste es el sueño de un artista limitado como todos, que no ve
más que formas bellas y se dedica al egotismo estético.

Todo ello, además de vulgar, es falso, porque no hay manera de vivir aislado
del medio.

Lo mismo se puede decir de los tipos de Huysmans, de Jean Lorrain o de Oscar


Wilde; son falsos, inventados: Monsieur de Phocas, como el personaje de A
rebours, de Huysmans, y algún otro de Oscar Wilde, no tienen realidad ninguna.

Muchos hemos querido saltar por encima de nuestra sombra, y pretendemos


ser individualistas; pero estamos empujados por la marea social, y, aunque
resistamos alguna vez, no hacemos más que responder con un pequeño
movimiento de resaca a la marea que empuja.

Las fantasías inmoralistas de Oscar Wilde, de Huysmans y de Jean Lorrain no


son más que literatura fanfarrona para snobs.

A mí, Flaubert me parece hombre de ideas poco originales y bastante vulgares.


Un hombre que se pone a escribir una novela que tiene por medio ambiente la
antigua Cartago, para mí ya basta.

No se puede llegar a la originalidad con unas ideas tan ramplonas. Lo natural y


sencillo parece simple, pobre y vulgar ante lo exagerado y adobado. El estilo
lleno de adornos, en el primer momento da una impresión de gran cosa. Así
pareció la forma de D’Annunzio en su tiempo. Luego cae y arrastra en su caída
todo lo de su época en donde puede haber algo valioso.

En la oratoria pasa lo mismo, aunque en mayor escala. Es muy difícil dar una
explicación sencilla, convincente y que haga efecto en el público; es más fácil
dedicarse a la histeria, a la exageración y a dar gritos y a tomar actitudes
trágicas de comediante.

En la música, Haydn, Mozart o Beethoven dan la nota humana, sincera,


auténtica; en cambio, Chopin, Listz, Brahms son con frecuencia falsos; el mismo
Wagner es muchas veces exagerado en frío, colosalista y extrahumano. En la
música callejera se nota también esto. Hay canciones populares que suenan
como la moneda buena; en cambio, otras saben a cosa falsa.

Eurípides y Aristófanes no exageran en sus obras el tono oratorio, declamatorio


y grandilocuente de los trágicos, y le dan un aire humano.

Luego, en la Roma antigua, aparece Plauto, hombre de vis cómica, a quien los
críticos han desdeñado siempre. Tiene una gracia popular magnífica. Después,
Moliere es el que más avanza en la comedia de caracteres con El avaro, El
misántropo, El mentiroso, etcétera.

Yo no tengo una idea muy clara de la utilidad de la estética y de sus preceptos;


me parecen semejantes a las fórmulas de los tratados de cocina para tiempos
pobres. Se toma una docena de huevos frescos, una libra de harina de flor, la
misma cantidad de manteca de vaca. Se mezcla convenientemente, y luego se le
añaden unos trozos de jamón de York, unas pechugas de pavo, unas trufas, y se
mete todo en el horno, y se sirve en la mesa.
XIV

Algunos me han reprochado el falsear los datos cuando he escrito algo de


carácter histórico o literario. No creo que sea cierto. Ahora, sobre los datos
conocidos, yo he puesto mi comentario, cosa que me parece lógica y legítima,
pero que no gusta a la mayoría de la gente.

A muchos les parecen falsos los comentarios y los datos cuando van en contra
de sus tendencias, y verdaderos, cuando van a su favor.

Yo, en cualquier asunto literario, novelesco o de otra clase, he buscado primero


la información, los datos, y éstos los he respetado; luego, el comentario,
naturalmente, es personal. ¿En qué obra no pasa esto? Lo que se puede censurar
principalmente desde un punto de vista de la veracidad es que el dato sea falso.

El comentario se puede examinar y discriminar.

He leído una crítica de Andrés Maurois sobre Dickens y su obra.

Ha habido en Inglaterra gente que se las echaba de distinguida —los cursis,


diríamos aquí— que consideraban a Dickens como un autor vulgar, sin
psicología y sin estilo.

En Francia, los enemigos de Dickens han sido los que se tenían por estetas.
Flaubert, Barbey d’Aurevilly y otros muchos de su tendencia.

André Maurois, judío y francés, se pone, en el fondo, al lado de éstos al juzgar


al novelista inglés. Flaubert dice de Dickens que tenía poco amor al arte y que
no habla de él nunca.

Hace bien. El amor al arte es patrimonio de la gente de buena sociedad,


pedantona y sabihonda.

Maurois, como otros muchos, dice que Dickens no compone bien sus novelas, lo
cual puede ser cierto; pero eso, para los entusiastas suyos, no tiene gran
importancia. Novelas bien compuestas y con caracteres lógicos y una acción
bien llevada se han escrito en Francia a cientos, y, sin embargo, al cabo de
cincuenta o sesenta años, desaparecen de la circulación y las sustituyen otras.

Ese arte literario correcto, discreto, se aprende, como el de la modista y el del


carpintero.
Al lector entusiasta de Dickens no le importa mucho el carácter recargado de
algunos personajes ni la inverosimilitud de algunas escenas.

Dickens es un divo a quien sus lectores entusiastas le perdonan todo, porque él,
a su vez, vive para ellos y escribe para ellos.

Maurois dice que Dickens era un autor entregado a su público y que vivía y
escribía para él. Es natural. ¿Para quién iba a escribir Dickens sino para el
público que le seguía y le admiraba con una admiración ciega?

¿Se iba a poner a fabricar sus obras para los estetas, para los lectores de Ruskin
o para los prerrafaelistas? Probablemente se reiría de todo eso.

Con relación al público, hay autores de diversas clases. Hay escritores


populares de los más grandes que se mueven en sus obras con una libertad
absoluta y llegan pronto al gran público. Aciertan porque tienen genio,
intuición. De éstos son los más representativos Shakespeare, Cervantes, Villon,
el Arcipreste de Hita, el autor del Lazarillo; modernamente, Dickens y
Dostoyevski.

Hay autores que piensan más en las reglas que en los lectores. Tienen de su
parte el público que se considera selecto, pero no llegan a ser completamente
populares. De éstos son los más típicos y los más ilustres los franceses Corneille,
Racine, Voltaire, como dramaturgos, y algunos alemanes, ingleses e italianos:
Goethe, Schiller, Sheridan, Alfieri. Entre ellos hay algunos pocos españoles,
medio olvidados injustamente, como Moratín. Hay después los escritores que
no han tenido público nunca, porque no se han preocupado mucho de él, y los
que no tienen público, aunque han hecho todo lo posible para conquistarlo.

Hay también los que buscan temas nuevos, formas nuevas y no convencen a
nadie.

Cuando se habla entre gente aficionada a la literatura y a las artes de que


algunos buscamos, a poder ser, la exactitud, hay quien replica:

—Entonces, la fotografía.

—No, porque la fotografía no se acerca a reflejar no ya la vida moral, ni aun la


vida física. La prueba a posteriori está en que cuando vemos cualquiera de estas
revistas gráficas de hace cuarenta o cincuenta años repletas de fotografías nos
dan una impresión de cosa muerta, mucho más muerta que las ilustraciones y
dibujos más antiguos reproducidos por el grabado. De un aparato mecánico no
podrá salir nunca la impresión de una obra viva.
Los franceses han tenido siempre un nacionalismo mayor quizá que los demás
europeos. Nunca han aceptado graciosamente a los hombres de otros países
más que tarde, y en la época moderna, cuando han ido a vivir a París y los han
considerado como glorias suyas. Esto ha pasado, por ejemplo, con Rossini, con
Meyerbeer, con Enrique Heine, etcétera.

El nacionalismo francés es, si se puede decir así, inconsciente, y está basado en


el orgullo patriótico; no es como el nacionalismo moderno de otras naciones,
premeditado y xenófobo, en el cual se advierte una estimación no confesada por
el rival.

Francia cree que lo tiene todo: raza, tierra, ciencia, historia, arte, costumbres,
valor, heroísmo, todo. Que tiene mucho es cierto; pero, aun así, dentro de su
seguridad siente desconfianza, y no quiere reconocer las superioridades ajenas.

En filosofía y en música, Alemania está por encima de Francia y de los demás


pueblos europeos. Parece que éste es el sentir general del mundo. En la ciencia
moderna es difícil saber quién marcha a la cabeza; Francia, Alemania,
Inglaterra, han sido las rivales en esta actividad.

En las artes, Italia ha sido la primera; todo el mundo lo reconoce. El


Renacimiento es principalmente italiano; en cambio, el arte gótico es un hecho
más francés que de ningún otro pueblo.

Para los valores de los países extranjeros, los franceses tienen una tendencia a
disminuir y a acortar.

Esto les pasa con los hombres de España. Así, al hablar de Cervantes, lo
comparan con Rabelais. Rabelais es un gran satírico, pero no es el creador de
uno de los pocos tipos literarios universales, como Cervantes.

En estas comparaciones siempre se ve lo mismo: un fondo de pasión patriótica.


Velázquez se pone al lado de Le Sueur, y Goya, al lado de Delacroix. Se puede
tener la seguridad de que si Le Sueur y Delacroix fueran españoles y Velázquez
y Goya fueran franceses, no se compararía en Francia a aquéllos con éstos.

Cada país tiene sus hombres cumbres, productos de su espíritu y de su suerte;


pero unos quedan más que otros. Ha habido una larga serie de marinos y de
conquistadores en América; pero los que quedan principalmente son los
españoles. Todos ellos tienen un aire, una prestancia, que no hay manera de
empequeñecer: Hernán Cortés, Pizarra, Almagro, Balboa, etcétera.

El patriotismo en todo pone bien a los propios y mal a los ajenos. Yo creo que
hay que prescindir de él en medidas científicas, literarias, artísticas e históricas.
En todas las grandes famas de la historia hay una parte ocasional y fortuita;
pero si se acepta en unas, hay que aceptarlo en otras.

Seguramente en la América del Norte, en lo que ahora son los Estados Unidos y
el Canadá, ingleses y franceses hicieron viajes atrevidos e intentaron empresas
extraordinarias; pero los españoles fueron los que quedaron como los tipos más
representativos de la aventura americana.
XV

Cuando el modernismo se lleva a sus extremos parece antiguo, y cuando el


arcaísmo se exagera parece moderno. Esto da la impresión de que algunas
actividades viejas han cerrado su circuito y se está dando vueltas a la misma
pista.

Así, le enseñan a uno algún dibujo prehistórico, y lo primero que se le ocurre


decir es: «¡Qué aire más moderno presenta esto!».

En cambio, le muestran a uno una obra modernista de hace cincuenta años, y


dice, convencido: «¡Qué aspecto de cosa vieja tiene!».

Los tipos del teatro son más sintéticos que los de la novela, más de una pieza: el
avaro, el misántropo, Don Juan, el mentiroso… Entre Shakespeare y Moliere,
modernamente, está casi todo lo que representa un vicio o una virtud única en
el teatro.

En la novela, el hombre aparece más mixto, más parecido a la vida.

Dentro de lo cansada que está la literatura, más posibilidades de producción


original hay aún en la novela que en el teatro.

En el teatro hay necesidad de un argumento; en la novela, no.

Un señor Polti dijo que no hay más que treinta y seis situaciones dramáticas.

Yo creo que lo mismo podía haber dicho que hay treinta y seis que treinta y seis
mil.

Para el escritor es difícil, casi siempre, el hacer una obra desapasionada.

En Francia ha habido muchos críticos que han pretendido ser desapasionados:


Sainte-Beuve, Taine, Brunetière, Lemaítre.

Son iguales que los de los demás países. Hay siempre el mismo patriotismo
estrecho, mezquino y fastidioso.

Ocupándose de geometría y de química, puede que no haya patriotismo y


arbitrariedad; en lo demás, todo es arbitrariedad.

XVI
Para unos, la lectura es como un abrigo necesario para preservarse de las
inclemencias de la verdadera vida; para otros es una fuente abierta al mundo de
lo ideal; para otros es un calmante. Se lea por una causa o por otra, es lo cierto
que la novela, para el hombre moderno, forma un segmento importante de la
existencia, y a veces el más agradable.

Algunos suponen que la novela tendrá en el porvenir una vida corta. No lo


creo. No se ve en lontananza ninguna forma literaria que pueda sustituirla;
sobre todo para el hombre solo y viejo, no creo que haya sustitutivo. El joven la
sustituirá por el cinematógrafo; el viejo y el solitario no podrán reemplazarla
por nada.

La novela se acortará, se alargará, se hará filosófica, sentimental, puramente


episódica, folletinesca; no creo que desaparezca. Es un saco donde cabe todo.
Claro que hay un tipo de novela que pasa y lo sustituye otro; pero el género no
desaparece, no creo que pueda desaparecer.

Está quizás ahora en decadencia; pero eso no quiere decir que se extinga.

Pensar que hay reglas para producir el interés del lector me parece cándido. Es
como suponer que puede haber reglas para que una persona sea simpática.
Puede haber reglas para lo negativo; por ejemplo, para no ser impertinente o
descortés en sociedad; para lo positivo, para atraer, para cautivar, no las hay.

Los preceptistas supongo yo que nos dirán que el interés depende de la unidad
del plan, de la perfección y gradación de la fábula y del arreglo de las partes de
la obra.

Todo esto no es más que hablar. Hay libros de acción bien compuesta y bien
desarrollada y que no son interesantes; hay otros, en cambio, que no tienen
acción seguida y son interesantísimos. Yo he leído muchas veces Rojo y negro, de
Stendhal; Pickwick, de Dickens, y los Recuerdos de la casa de los muertos, de
Dostoyevski, que no tienen una acción seguida, y, en cambio, muchas otras
novelas que tienen unidad de acción no las he podido concluir.
XVII

Esta tendencia mía de no apreciar gran cosa la composición me ha hecho


descuidarla un tanto en mis libros. Muchos novelistas, Galdós entre ellos, por lo
que él me dijo, pensaba un plan, y luego lo proyectaba sobre un lugar, una
ciudad, un paisaje o un campo. Este procedimiento me parece de novelista
dramático. Yo no procedo así. A mí, en general, es un tipo o un lugar lo que me
sugiere la obra. Veo un personaje extraño que me sorprende, un pueblo o una
casa, y siento el deseo de hablar de ellos. Yo escribo mis libros sin plan; si
hiciera un plan, no llegaría al fin. Cuando he intentado hacer un drama, no he
podido seguirlo hasta el desenlace. Ya el desenlace no me interesa. Yo necesito
escribir entreteniéndome en el detalle, como el que va por el camino distraído,
mirando este árbol, aquel arroyo y sin pensar demasiado adonde va. Para mí, en
general, la tesis stendhaliana de que la originalidad y el interés están en el
detalle me parece exacta.

Relacionada con la cuestión del interés está la de la unidad. Yo creo que no debe
haber ni puede haber unidad en la obra literaria más que en un trabajo corto.
Me refiero a la unidad natural, a la unidad de impresión y de efecto. Podrá
haber unidad de preceptista; pero no es ésa la que a mí me preocupa. Una
novela larga siempre será una sucesión de pequeñas novelas cortas.

¿Qué unidad va a haber en Los miserables, de Víctor Hugo? Ninguna. No sólo no


hay unidad de impresión en las novelas muy largas, sino tampoco en estas de
un tomo nutrido del tipo de Madame Bovary.

La unidad de sensación o unidad de efecto no se puede conseguir más que en


narraciones cortas; en relatos como los de Turgueniev y los de Mérimée, que se
pueden leer de una sentada, en los que se abarca, en un lapso de tiempo corto,
su comienzo, su génesis y su final.

Los libros que necesitan varias sesiones de lectura, es decir, que, entre lectura y
lectura, se intercalan actos de la vida real, a mi manera de ver, no deben intentar
tener una unidad estrecha.

Siguiendo esta tendencia, los libros que he escrito los he pensado, o para leerlos
de un golpe, buscando la unidad del efecto, o para leerlos a ratos, haciendo los
capítulos cortos y concentrando toda la atención en los detalles.

XVIII
Es lógico que una actividad como la literatura, en donde la materia es la vida
con todas sus manifestaciones y el instrumento el lenguaje, no tenga una técnica
misteriosa. Naturalmente, no hay técnicos en el conocimiento de la vida; los
hay, sí, en el conocimiento del lenguaje; pero esta técnica no sirve para gran
cosa. Así, se ha visto muchas veces hombres de ciencia y políticos revelarse de
improviso como grandes escritores. Muchos militares han sido escritores
notables. No hablemos de Julio César, que era un semidiós. Entre los generales
de Napoleón se dieron casos, como Gouvion de Saint-Cyr, Jomini, Marmot,
Suchet, Thiébault, que fueron buenos escritores.

La teoría del medio ambiente fue expuesta antes que nadie por Kant. Este gran
filósofo fue el precursor de todo el pensamiento moderno. Kant reunió su idea
en esta fórmula: «La formación de un ser nuevo es una epigénesis; el producto
presente extrae todos sus elementos de los factores del pasado».

Es decir, que antes de la enunciación de la teoría de la evolución, Kant veía la


formación del ser y del ambiente como un devenir.

Después, Goethe dijo: «El presupuesto de la naturaleza es limitado». La


epigénesis es una teoría lógica, que acepta la transformación de los seres vivos
por las influencias exteriores que modifican sus caracteres. Lo contrario de la
epigénesis sería suponer la inmutabilidad de animales y plantas.

El que Hugo de Vries haya creado una especie nueva botánica, la Oenothera
lamarckiana, o que Morgan haya conseguido cambiar la forma de las moscas del
vinagre, no desmiente, sino que confirma, la teoría del medio y la del devenir.

En la etiología de algunas monstruosidades, que en épocas anteriores se


consideraban como existentes en los gérmenes, parece que el pensamiento
actual se siente más inclinado a pensar que tienen su origen también en
influencias del medio. En esto no se hace más que añadir una fatalidad a otra.

La teoría del medio ambiente se ha llevado con éxito a la biología y, con menos
fortuna, a la literatura.
XIX

En nuestro tiempo, la filosofía ha perdido la austeridad que tuvo con Hume,


con Kant y Schopenhauer, y se ha hecho caprichosa y pintoresca, como la de la
Edad Media. Ya se vio, después del análisis kantiano, que se inició al final del
siglo XVIII y siguió hasta el primer tercio del XIX, que la filosofía que podía
llamarse matemática había encontrado en su desarrollo un tope, el cual no
podía derribar. Desviándose como el río que halla a su paso una barrera
infranqueable, tuvo que tomar su viejo rumbo fantástico e ilusorio.

Schopenhauer aceptó el análisis kantiano como una crítica del juicio definitiva e
insuperable, y llevó el examen filosófico a hechos biológicos, estéticos y sociales.
Más que un metafísico, fue un ensayista y un moralista. Su tendencia no era
fácil ni posible que la aceptaran todos, y las gentes, con un espíritu más
ambicioso y dominador, se lanzaron a los sueños antiguos y a describir y a
definir lo indescriptible y lo indefinible. Fue como si los químicos actuales,
encontrando la química poco amplia y modesta, se lanzaran a la antigua
alquimia.

El primer alquimista de la época postkantiana fue Hegel, y por el camino de sus


sueños le siguieron Feuerbach y Karl Marx hasta Bergson. Hoy, el mundo de los
pensadores está lleno de alquimistas audaces y de gente que cree poseer la
piedra filosofal. Se divaga sobre la historia, y sobre el arte se mezclan las
sustancias más inmezclables, y si no se maneja el sistema ternario de la tesis, la
antítesis y la síntesis, se emplean otros tan inseguros.

Quizá se llegue todavía a escribir libros que se intitulen: La anatomía de las


sirenas y de los silfos, Estudio geológico sobre el paraíso de Mahoma o Las leyes
científicas de los agüeros y de los fantasmas.

Hay una afición en nuestro tiempo por el charlatanismo, heredada de Hegel.


Así, se ha buscado legitimar la magia y las supuestas experiencias espiritistas.
Otros se inclinan por un misticismo de carácter masoquista, y se ha inventado
últimamente una filosofía existencial, en donde se preconiza la angustia como
instrumento de salvación. En esta tendencia se tienen como maestros a
Kierkegaard, a Dostoyevski y a un ruso, a mi parecer, bastante mediocre,
llamado León Chestov.

Con la filosofía de esta época, hasta los puntos cardinales bailan una zarabanda,
y cuando creemos que vamos navegando hacia el norte, resulta que marchamos
con rumbo al sur.
La tendencia de la filosofía actual es irracionalista. Muchas de sus fantasías
podrían estar bien quizá como pura literatura, pero se quiere considerarlas
como sistemas basados en hechos científicos. Hay gente que nos asegura de una
manera categórica que la historia se está convirtiendo en ciencia de un
momento a otro. La afirmación, en esta época, probablemente como en todas, es
absurda, porque vemos que un hecho histórico contemporáneo tiene
testimonios contrarios y diez versiones distintas. Por mucho que se quiera, la
historia es una rama de la literatura que está sometida a la inseguridad de los
datos, al desconocimiento de las causas de los hechos y a las tendencias
políticas y filosóficas que corren por el mundo.

La historia tiene mucha menos realidad que la misma novela. No hay obra
histórica que dé la impresión del estado social de España en tiempo de Felipe III
como Don Quijote, ni del ambiente de la corte francesa y de la sociedad de Luis
XV como las comedias de Moliere, ni del carácter de Inglaterra a mediados del
siglo XVIII como Tom Jones, de Fielding, ni de la época romántica de Francia
como el Rojo y negro, de Stendhal, o El padre Goriot, de Balzac, ni del comienzo
de la época victoriana en Inglaterra como el Pickwick, de Dickens.

Todo nuestro tiempo empieza a estar dirigido por gentes que pretenden que sus
afirmaciones categóricas no sean discutidas por nadie y consideradas como
artículos de fe.
XX

Uno de los puntos que ha servido de tema a las digresiones de los filósofos
impresionistas ha sido el carácter de los distintos pueblos de Europa y de Asia.
Según muchos de esos autores, en Europa hay naciones que, formando parte
por su geografía del continente, no pertenecen espiritualmente a él. Entre estos
pueblos están los que se asoman al Mediterráneo y también Rusia. Se podría
segregar con el mismo motivo de la comunidad europea a las gentes de origen
mogol, a los húngaros y finlandeses, a los eslavos del sur y hasta a los celtas, y
Europa, mutilada así, quedaría reducida a su más mínima expresión.

Cuando se tiene que señalar de una manera precisa qué se entiende por
europeo en un sentido espiritual y cultural, se ve que no se llega a nada
definitivo, porque es lo cierto que Europa, como todos los continentes, aunque
sea el menos extenso, es una realidad únicamente geográfica.

Todo lo que está asentado en la corteza de la tierra es esencialmente geográfico,


aunque pueda tener una ligazón histórica, religiosa y psicológica. Cuando se
indica de un hombre que es español, francés, italiano, etcétera, se dice algo
bastante concreto, al menos desde un punto de vista general; pero cuando se
dice que es un europeo, se dice muy poco y a veces nada. Un europeo puede ser
de toda clase de tipo y de color o de distinta raza y de distinta religión.
Empleando esa palabra en sentido geográfico, es muy clara; en un sentido de
cultura, de civilización, es algo aproximado a un hecho; pero usando la palabra
de un modo definitivo y categórico, como lo hacen algunos, no es nada.

En estas clasificaciones y divisiones ilusorias han intervenido en nuestro tiempo


gran cantidad de autores, unos con criterio histórico, otros con criterio racista y
espiritual, entre ellos Spengler y Keyserling. Este último asegura que la
diferencia esencial entre Europa y Asia está en que Europa piensa y vive en el
devenir, y Asia, en el ser, lo cual, trasladado al idioma corriente y vulgar, debe
de querer decir que Europa es la acción y Asia la contemplación. Para que esto
fuera cierto, todos los europeos deberíamos ser ingenieros, aviadores,
automovilistas o estar poniendo tornillos; en cambio, todos los asiáticos vivirían
pensando en entelequias y en disquisiciones místicas. A esta idea superficial se
podría oponer el gran número de gentes contemplativas que han existido en
Europa y el número también grande de conquistadores y de hombres de acción
que han salido de Asia.

La tendencia a dividir, a separar y a poner etiquetas a los hombres, se nota más


cuando se trata de países próximos y europeos; así, hay un libro de Salvador de
Madariaga sobre ingleses, franceses y españoles, en donde a cada uno de éstos
se les atribuyen caracteres específicos diferenciales muy absolutos. Yo supongo
que si hiciera una réplica del libro atribuyendo lo que el autor dice de los
primeros a los segundos o a los terceros, estas atribuciones parecerían a los
lectores tan posibles y tan plausibles como las actuales.

No he visto que dos personas se pongan de acuerdo en estas cuestiones.

Hace bastante tiempo oí en París una discusión entre dos personas de cultura
acerca de la superioridad o de la inferioridad del hombre del norte con relación
al del mediodía.

—El hombre del mediodía, la imaginación, la fantasía, la comprensión rápida —


decía uno. Y añadía—: El del norte, la falta de imaginación, la incomprensión, el
trabajo y la obediencia.

—El hombre del norte, la imaginación, la creación filosófica y artística, el


espíritu ágil, el inventor del arte gótico —añadía el otro—. El hombre del sur, el
repetidor, el hombre del lugar común, el partidario de los loci communes.

—El arte gótico no es un arte de imaginación —decía el partidario del mediodía


— ni un arte individual, sino un arte científico y colectivo, y todos sus
elementos están en el mediodía.

—El hombre del mediodía no ha inventado nada —aseguraba el que tenía la


tendencia nórdica.

Yo no intervine en la discusión porque ya había oído varias veces esgrimir los


mismos argumentos, que no terminan en nada.

Muchas de las teorías irracionalistas de nuestra época se deben a una tendencia


inconfesada al mando. Gentes con inclinaciones absorbentes comprenden bien
que con la pura ciencia, si es que la tienen, no pueden imponerse a los demás, y
entonces les conviene pensar que dirigirán a los otros, no con ideas ni con
razones, sino en la esfera de lo sentimental y de lo instintivo.

El hombre que aspira a esto, aunque no lo crea, pretende ser un mago.

Ya comprende él que no puede hablar en nombre de la ciencia pura, porque ésta


no se encuentra en manos de nadie y está al servicio de todos los que tengan
voluntad y afición a ella. Entonces, el hombre absorbente y dogmático afirma
que su enseñanza no ha de ser de puro razonamiento, sino que tiene que
amalgamarse con la educación ética.
Aquí se ve que hay un subterfugio, porque lo que parece irracional es también
en el hombre fenómeno intelectual y de cultura.

¿Qué le puede comunicar un hombre a otro hombre, más que el saber y el


conocimiento? No hay otra cosa que le pueda enseñar. Porque el ser inteligente,
valiente o sensible, eso no se enseña ni en los gabinetes de los magos. Se es o no
se es por naturaleza, y no por educación ni por persuasión, y menos por
procedimientos mágicos. Si uno le enseña a otro una manera para dominar sus
sentidos, o sus instintos, esa enseñanza es también intelectual. La cultura no
puede ser más que de esa clase y de esa índole: simple, intelectual y racional.
XXI

Desde un punto de vista general, que sea al mismo tiempo teórico y práctico, se
puede decir que la cultura abarca y ha abarcado siempre tres objetivos humanos
primordiales: la teoría, la salvación y la práctica.

La teoría, o sea la explicación plausible de los fenómenos enigmáticos de la


naturaleza y del espíritu; la salvación, o sea los sistemas y normas para dar al
hombre soluciones con que resolver su porvenir precario en la vida y después
de la muerte, y la práctica, o sea el conjunto de procedimientos del vivir
inmediato y positivo.

Estos objetivos que se pretenden resolver no suelen ser absolutamente


exclusivos de la teoría más pura. Siempre se desprende algo práctico de la
preocupación única por la salvación, y de la tendencia puramente pragmática
brota inevitablemente una teoría.

Un sistema místico de tendencia principalmente salvadora, es decir, una


religión, supone una filosofía y un sistema para la vida. Una religión afirma un
mundo sobrenatural como dogma, y considera que las buenas obras, la caridad,
la devoción y la buena conducta tienen su eficacia ante las fuerzas espirituales.

El pragmatismo discurre sobre las limitaciones del intelecto, y entre otras cosas
afirma la utilidad de abstenerse de estudiar problemas que son absolutamente
irresolubles y utópicos para la inteligencia humana.

Las teorías más intelectuales tienen también un parecido carácter mixto, y, por
mucho que lo pretendan, terminan, naturalmente, en soluciones prácticas, con
distintos principios y con distintos sistemas que los pragmatistas.

No es posible, pues, ni el absoluto intelectualismo sin consecuencias, ni la


absoluta práctica sin teorías.

El evolucionismo, por ejemplo, no sienta como base ni un mundo sobrenatural


ni una vida ultraterrena; es en el fondo monista, considera la materia como una
y afirma la teoría del progreso de la especie por las inducciones de la ciencia y
considera como ideal el desarrollo de la vida humana en la corteza de nuestro
planeta.

Las tres formas más trascendentales del pensamiento en el dominio de la teoría


no son nuevas. Una es el relativismo de los escépticos griegos, llamados en su
época sofistas, con una palabra que toma después un sentido peyorativo. En los
tiempos modernos, la gran filosofía culmina en Kant. La otra tendencia es el
absolutismo hebreo, que tiene su forma más acabada y filosófica en Benito
Spinoza, y la otra, el nihilismo budista, con su última manifestación en Europa,
en Schopenhauer y sus discípulos.

El mundo de la cultura occidental ha tenido una tendencia marcada hacia el


relativismo y hacia el ateísmo, como el mundo oriental ha marchado a la
afirmación monoteísta categórica, a la credulidad ciega concretada en la frase de
Tertuliano: «Credo quia absurdum est».

El relativismo griego tuvo su más ilustre campeón en Protágoras, filósofo de


Abdera.

Protágoras debió de ser hombre de inmenso talento. Su suerte fue mala. Todos
sus libros fueron destruidos por el fuego, y de sus teorías quedaron rastros
incompletos en el libro de Diógenes Laercio, compilador un tanto superficial y
crédulo, y en algunos diálogos de Platón, en donde éste se muestra enemigo del
filósofo, y es probable que le ataque con malas armas, pues tiene interés en
desacreditar sus teorías.

A Protágoras le ha pasado seguramente como a muchos grandes hombres


antiguos, que quedan aplastados bajo una etiqueta más bien falsa que
verdadera.

Así, Demócrito ríe, Heráclito llora, Diógenes dice sólo insolencias y Protágoras
se muestra como un sofista fantástico.

En el diálogo de Protágoras, o los sofistas de Platón, éste hace discutir al filósofo


de Abdera con Hippias, Pródico y Sócrates, de moral y de virtud.

Es muy probable que Protágoras fuera principalmente profesor de educación, y


que en estas cuestiones tuviera ideas de un practicismo corriente. Es posible
también que en la discusión Sócrates estuviera más en lo cierto, porque la
especialidad de éste era más ética que metafísica; al contrario de lo que sucedía
a Protágoras, cuyo fuerte debía de ser la metafísica.

En el otro diálogo de Platón titulado Theeteto, o de la ciencia, se nota claramente


la superioridad de Protágoras, que se encuentra dominando la cuestión, y se ve
que el autor del diálogo emplea argumentos sofísticos contra él.

Para Protágoras, el hombre es la medida de todas las cosas, ningún objeto


exterior es independiente del sujeto sensible; todas las opiniones pueden ser
verdaderas dentro de lo relativo, y no hay verdad más que en tanto que se
relaciona con una inteligencia.
El pensamiento de Protágoras se condensó después en esta frase en latín:
«Homo mensura tenet».

A las ideas de Protágoras, Platón opone objeciones de carácter sofístico y


personal.

«Si la sensación es la regla única», dice, «cada ser es juez de lo que le parece, y
en este sentido todos nuestros juicios son siempre verdaderos, o, mejor dicho,
no son ni verdaderos ni falsos, y nadie es juez de lo falso y de lo verdadero.
Entonces, ¿por qué Protágoras se cree más sabio que otro cualquiera y el único
capaz de conocer y de enseñar la virtud?»

El argumento es de lo más vulgar que puede darse. Dentro de una teoría


relativista, y aceptando lo contingente como norma de todo, las relaciones entre
las cosas pueden ser exactas. Sabido es que la división que se ha hecho del
termómetro centígrado, colocando el cero en la temperatura del hielo y el ciento
en la del agua en ebullición, es una división arbitraria; pero las relaciones
obtenidas por el termómetro centígrado son ciertas, aunque su base no sea
absolutamente exacta.

Otra de las objeciones que hace Platón a Protágoras es ésta: «Si la ciencia no es
más que la sensación, y la sensación está limitada al instante presente, se
deduce de ahí que no puede haber ninguna ciencia del pasado y que la
memoria no puede tener ninguna certidumbre y no puede haber ningún
conocimiento».

Así es. El recuerdo, ¿qué puede fundar? Solamente la historia, que no tiene
ninguna garantía. Esta idea, actualmente, es la que tiene más crédito. Nadie
supone que la historia tenga una certidumbre científica.

Las teorías de Protágoras han informado en estos últimos tiempos las de los
sabios como Herschel y otros muchos, que han defendido el origen empírico de
la geometría y de las matemáticas.

La teoría de la relatividad está también dentro del sistema de Protágoras.

Paralela al pensamiento de Protágoras está la idea de Heráclito de que todo


fluye, de que todo cambia, de que nadie se baña en el mismo río dos veces,
porque todo se modifica en el río y en el que se baña.

Con el relativismo de Protágoras no caben ilusiones. Así decía el filósofo de


Abdera: «Los dioses existen para aquellos que creen en ellos, y no existen para
los que no creen en su existencia».
Esta frase terminó en otra de un filósofo griego, que aseguraba: «Los dioses
pueden existir, los dioses pueden no existir; lo que es indudable es que si
existen, no se ocupan para nada de nosotros».

Sería demasiado para un hombre como yo, de escasos conocimientos, seguir la


marcha de las teorías de Protágoras a través del tiempo, hasta su más alta
representación en la teoría de Kant, y hasta tomar con Schopenhauer la fórmula
popular expresada en esta frase: «El mundo es mi representación».

El profesor Gomperz, en su libro sobre los pensadores griegos, desarrolla las


teorías y la influencia del gran filósofo de Abdera. Hoy se llegaría a encontrar
cómo su pensamiento informa las ideas de los matemáticos como Einstein.

Enfrente del pensamiento griego relativista, disociador y verdaderamente


disolvente, está la concepción hebrea, que tiene caracteres completamente
contrarios.

El pensamiento judío desde su principio tiene un carácter estático, sólido y de


inmovilidad. Todo en él está clasificado y dividido.

Se ve que los judíos, desde los más antiguos tiempos, tuvieron el sentido de la
construcción sólida. Los elementos de su ideología no son casi nunca
autóctonos; están tomados de aquí y de allá; pero la ordenación es suya.

Los judíos son como los periodistas de nuestro tiempo: se aprovechan de los
datos que encuentran sin ninguna preocupación y los sujetan en el marco
inventado por ellos.

Nada queda en su sistema vago ni flotante; todo tiene su objeto, hasta la tiña y
la lepra. No hay miedo de que les entre la duda; la rechazan.

Los judíos tuvieron grandes condiciones para crear dogmas. Parecía que no
querían dejar suelto nada, ni permitir que los que vinieran tras ellos tuvieran
ninguna clase de preocupaciones. El hombre debía de vivir, según el
pensamiento semítico, tranquilo y apacible. Lo mismo pretendían esto los
profetas antiguos que Spinoza y Karl Marx.

Spinoza es, evidentemente, el gran teórico del semitismo; su Tratado teológico


político es la consecuencia racionalista de la Biblia, como quizás El capital, de
Karl Marx, es su consecuencia económica.

Para Spinoza, que ve el mundo sub specie aeternitatis, todo es como la geometría.
En esta ordenación matemática del universo, el hombre tiene un principio de
perturbación que constituye la esencia de lo impuro. «Cupiditas essentia hominis
est.»

El pensamiento de Spinoza es constructivo como un orden arquitectónico. Cada


cosa tiene su carácter, su especialidad y su destino. Spinoza es un gran
arquitecto, un gran constructor, que hubiera podido idear el templo de
Salomón.

Este pensamiento tan dogmático y tan cerrado, que tenía su manifestación


práctica anterior en el hebraísmo, no pudo tener gran influencia en su tiempo
en la vida de Europa. La había tenido ya, y apuntaba al porvenir años después
en el comunismo de Karl Marx.

A principios del siglo XIX se inició en Europa la tendencia budista, que,


después, al mediar el siglo, apareció unida a la filosofía de Schopenhauer.

La tendencia budista se puede considerar que es un aspecto oriental del


relativismo europeo, con consecuencias morales, pesimista y nihilista.

El budismo parece completamente opuesto al semitismo. Es la menos


arquitectónica, la menos geométrica de las teorías religiosas. En el budismo, casi
no hay dogma ni interés práctico de ninguna clase. La única satisfacción que
ofrece el budismo al espíritu del hombre es el no ser, es decir, lo que para el
semita es el colmo de lo horrible y de lo trágico. Porque, para el buen semita, el
ideal no es sólo vivir después de la muerte, en espíritu, sino que quiere vivir
con sus barbas y su pelo, su estómago y sus intestinos y, probablemente, con los
callos en los pies planos y con su dinero en su cartera.

Es curioso que don Miguel de Unamuno sintiera también esta misma


aspiración, que quizá se había producido en él con la lectura de la Biblia.

Para el judío, Jehová sabe los pelos que tiene en su cabeza, los más pequeños
detalles de su vida, y no olvida nada de esto.

Todavía después de la tendencia budista, que ha producido, en parte y por sus


zonas bajas, la moda del espiritismo y de la teosofía, hubo como un contragolpe
contra el budismo y un acercamiento a las ideas del parsismo con Nietzsche. No
es fácil saber si las teorías de Nietzsche son puramente de origen zoroástrico o
hay en ellas elementos germánicos. En la teoría de este último predicador
europeo, del exceso de pesimismo viene algo optimista, con el culto romántico
de la violencia y de la crueldad. El nietzscheano dice: «Ya que somos malos,
crueles, sanguinarios y violentos, en vez de apaciguar estos malos instintos, los
exaltaremos hasta satisfacerlos siguiendo nuestros impulsos y olvidándonos de
los débiles, y si es necesario sacrificándolos».
CUARTA PARTE

DISQUISICIONES LITERARIAS

Para mí, el estilo en la literatura no es cosa exclusiva de la forma, sino que está
en la forma y en el fondo, en la acción, en los personajes, en las intrigas, en los
diálogos, en todo. Desde este punto de vista, me parece cierto lo que dijo
Buffon: «El estilo es el hombre». Ahora, considerando el estilo como forma
literaria, no; porque en la forma literaria hay posibilidad de mil ficciones
deliberadas, estudiadas, que tienen poca importancia psicológica.

Yo he hablado con alguna gente de fama en España y fuera de España; pero no


he encontrado un interlocutor que, poniéndose al nivel del que hablaba, fuera
culto o inculto, se expresase con tanto ingenio y tanta perspicacia como Ortega
y Gasset.

En él no había repertorio: no era de esos tipos celebrados de café que van


desarrollando sus historias, sus anécdotas y sus frases ingeniosas. A mí esto me
cansa y me aburre.

Lo que yo no he encontrado del todo bien en Ortega es que cuando hay que
colocarse del lado de los viejos filósofos, agrios y claros, o de los señores
elegantes y bien vestidos, se ponga del lado de éstos. Ello me parece una
defección.

Solíamos acompañar a Ortega, hace treinta años, en su automóvil, dos o tres


amigos. Cuando llegábamos de noche, después de haber recorrido campos y
pueblos y parábamos en alguna posada, comenzaban las discusiones.

Yo, generalmente, exponía mis observaciones, más o menos sensatas, sobre la


comarca y sus pobladores, y Ortega las comentaba siempre con ingenio y con
chispa; yo buscaba argumentos en contra de lo que él decía, y así se pasaba
parte de la noche, hasta que alguno decía: «Bueno; vamos a la cama, que es
tarde».
Yo llego, en la afición a lo verídico, a que me gusta más oír hablar a un autor
que leer su obra.

Con quien hablé también bastante fue con don Benito Pérez Galdós. Don Benito
contaba en la conversación lo que no le parecía prudente escribir.

Ahora que, a lo último de su vida, iba siempre acompañado, y no hablaba ya


con libertad.

Esta afición mía de sentir más curiosidad por la persona que por su obra, es
como la negación del arte.

Aunque algunos amigos no lo crean, no soy nunca terco en mis ideas; la


posibilidad de cambiarlas, no sólo no me molesta; al revés, me ilusiona.

He ensayado en literatura cuanto he podido ensayar. He huido de ser


dogmático, y he llegado a pensar, como lector de los pragmatistas, que una
teoría, en la mayoría de los casos, vale más por sus resultados y por su porvenir
que por sus posibles aproximaciones a la verdad.

He mirado también la literatura como un juego por lo que tiene de


desinteresado, y no me he asido a ella en general, ni a mis obras en particular,
con la fuerza del amor propio. Escucho siempre con curiosidad los reparos que
se ponen a mis libros, y siento que no me los hagan más concretos y más
detallados.

Tener un censor experto y penetrante que tome la obra de uno, la diseque,


señale sus deficiencias y diga: «Usted ha querido hacer esto, y no lo ha hecho
por tal o cual razón», ha de ser para el escritor gran fortuna.

Claro que es muy posible que la mayoría de los defectos fundamentales de un


autor sean incorregibles y no haya manera de evitarlos; pero seguramente debe
de haber otros a los cuales se puede poner remedio.

Aun con todas las limitaciones psicológicas, mejorar en lo posible el producto


espiritual de una manera consciente debe de ser muy agradable. Yo he tenido
siempre esta ilusión, aunque no la haya podido llevar a la práctica.

Si yo pudiera estudiar mis obras y mejorarlas, las depuraría y las perfeccionaría,


en parte quizá por el público, pero principalmente por mí. Tengo el amor de las
cosas por ellas mismas más que por sus resultados pecuniarios o de fama, y
aunque un pesimista me convenciera de que haciendo libros peores y con
algunas martingalas tendría más éxito, yo siempre los haría lo mejor que
pudiera.
En todo aquello por lo que sintiera afición, creo que me pasaría lo mismo.

En el fondo, toda opinión, toda tesis, es un alegato y una defensa de sí mismo,


de lo bueno y de lo malo que uno tiene.

Yo no creo que en la producción novelesca de los cuarenta o cincuenta años


últimos haya habido algo nuevo en técnica o en psicología puras. Me parece
que en los libros de los pasados decenios no hay apenas lección aprovechable ni
gran enseñanza.

No creo en las teorías finalistas. Me parece que todas son falsas. ¿Dónde se ve
en la naturaleza ese finalismo? Yo creo que en ninguna parte. Todo parece en el
mundo fortuito y sin objeto, al menos humano. Ocurre algo que no sabemos por
qué, y desaparece cuando desaparece sin saber también por qué.

Aseguran —puede que sea mentira— que Bernardino de Saint-Pierre dijo que el
melón estaba dividido en rajas para que de él pudiera comer una familia. No sé
si la frase es una broma o una realidad. De todas maneras, a un finalista
optimista le sería muy difícil demostrar que el bacilo de la tuberculosis o del
cólera es una razón de optimismo.
II

Esto es un resumen de una conferencia que leí yo en el Ateneo guipuzcoano de


San Sebastián hacia 1929. La reseña está hecha con sentido y publicada en El
Liberal, de Sevilla. Se trata, principalmente, de un comentario acerca del
progreso espiritual de la época:

AL MARGEN DE UNA CONFERENCIA

Lo que dice Baroja

«El progreso. He aquí el mito. Mito hoy más que nunca, en que se considera el
progreso continuo como una forma melodramática de la utopía. Baroja ha dicho
muy recientemente que la idea del progreso del superhombre fue debida al
misticismo un poco pedantesco de los alemanes de tipo hegeliano. “¿En qué”,
se pregunta, “se advierte el advenimiento del superhombre? ¿Qué indicios hay
de su presencia futura? Yo creo”, afirma, “que no se advierte en nada. No hay
signos de superhombría en el ambiente. Por el contrario, el hombre, por la
presión de las masas, parece que tiende a hacerse más aborregado, menos
individual, más social y, probablemente, más mediocre.”

»¿Desconsolador? Pero, evidentemente, cruda verdad; doloroso síntoma de las


sociedades modernas, tiradas a cordel, condenadas por el veredicto de un juez
implacable, fosilizado en monótona actitud sempiternamente.

»“Así”, añade Baroja, “no cabe duda que se puede discutir y hasta negar el
progreso en algunas actividades humanas. No se puede creer que las guerras
modernas sean más benignas que las antiguas, ni que el bolchevismo ruso haya
sido más benévolo que la jacquería francesa del siglo XV; no se ve tampoco que
el hombre sea mejor hoy que ayer, sino que está más dominado por la policía y
por las leyes. Se puede sospechar que estamos en un momento bajo y pobre de
la historia del mundo.”

»Depresión por todas partes. Imperio de la mediocridad o de algo más ínfimo.


Se sufre el sueño de la igualdad. La igualdad imposible convertida en dogma,
en torturante obsesión. La igualdad que tiraniza la libertad, y todo esto cuando,
como asegura Baroja, la ciencia escinde terriblemente a los hombres,
estableciendo la falsa divisoria, cuando la ciencia pura se va sublimando y
alejándose más del tipo del hombre corriente, cayendo en el misterio y en el
hermetismo de los antiguos magos.
»Libertad, igualdad. Son las generaciones, en su avance, las que van
haciéndolas contradictorias, rivales. El progreso aquí no se ve. Crea, por el
contrario, una patente antinomia. Son dos afanes antagónicos, dos postulados
que, juntos, no caben en el mundo.

»En la conferencia a que nos referimos, celebrada en el Ateneo guipuzcoano, Pío


Baroja también tuvo para la democracia su varapalo:

“La democracia es una broma etimológica; con eso de que es gobierno del
pueblo, no creo que llegue a ser una idea ni un ideal; es, al menos en la práctica,
un procedimiento político que no me parece tenga mucho valor. Esa
canalización fantástica del parlamentarismo, que hace que cincuenta o sesenta
mil hombres estén representados por uno solo, se me figura más un mito
religioso de las aruntas o de los bocotudos, que una idea racionalista de los
europeos. La democracia, si no es una mistificación de oradores, lo parece”».
III

No es que no haya talentos en el mundo; talento hay siempre; pero nuestra


época no es época de invenciones literarias.

Cierto es, y hay que tenerlo en cuenta, que el novelista, cuando ya no es joven,
lee pocas novelas, y si las lee, las lee sin entusiasmo, y le gusta, en general, más
la obra de un historiador, de un viajero o de un ensayista que la de cualquier
compañero suyo fabricante de historias amañadas.

Para la mayoría, la novela tiene que estar encajada en las tres unidades clásicas:
tiempo, lugar y acción; hallarse aislada, como metida en un marco bien definido
y cerrado.

La novela debe vivir en un ambiente muy limitado; debe ser un género lento,
moroso, de escasa acción; tiene, por tanto, que presentar pocas figuras, y éstas
muy perfiladas.

El novelista no puede aspirar, según algunos dogmatizadores, a inventar una


fábula nueva, y su única defensa será la manera, la perfección y la técnica.

Enfrente a tales proposiciones, mi principal argumento es el ejemplo. Cito


muchas novelas, he sido gran lector de aquellas que cumplen estrictamente las
reglas expuestas y que, sin embargo, para nosotros, de común acuerdo, son
estrictamente también pesadas y aburridas. Cito luego otras que, sin las
anteriores condiciones, son libros extraordinarios. Un ambiente limitado de
pocas figuras es el de La regenta, de Clarín; de Pepita Jiménez, de Valera, o de
Marta y María, de Palacio Valdés; un ambiente ancho, extenso y muchas figuras
se advierten en La guerra y la paz, de Tolstói.

¿Hay quien ponga las novelas de Clarín, de Valera y de Palacio Valdés sobre las
de Tolstói? No lo creo.

«No importa», nos dirá algún contradictor; «las reglas pueden ser buenas,
aunque el que las siga no haya tenido gracia o habilidad para saberlas
emplear.»

El argumento a mí no me parece convincente. Se me figura algo así como la


opinión de los médicos de Moliere, de que vale más morirse siguiendo los
preceptos de Hipócrates, que vivir malamente y sin arreglo a precepto alguno.

Si el cerrar la novela al aire de fuera constituyese un gran mérito, todos o casi


todos los novelistas españoles y franceses del siglo XIX serían admirables. La
mayoría han tenido gran entusiasmo por lo limitado y por lo cerrado. Pensando
en ello, le viene a uno a la imaginación la frase de Quevedo sobre algunos
extremeños, a los cuales el satírico llama «cerrados de barba y de mollera».

Yo creo, quizá con malicia, que cuando contemplamos la obra ajena y vemos el
espacio en que se mueve el compañero, nos parece siempre aquél desmesurado
y excesivo.

El crítico tiende a limitar el campo del autor. El autor limitaría, si pudiera, el


campo del crítico, y no le dejaría más especialidad que la de dar bombos.

No hace mucho, un crítico, al hablar de los pintores de naturalezas muertas,


suponía como ideal de ellas los «bodegones asépticos»; es decir, una pintura de
objetos inertes de la naturaleza que no encerrara poesía, ni romanticismo, ni
evocación, ni nada exterior a la pintura como oficio.

Algún amigo nuestro quiere también que la novela sea aséptica; es decir, que no
tenga nada trascendental, nada excepcional ni nada extraordinario. Si el
novelista tuviera que dar pragmáticas al crítico, le diría: «Nada de metáforas,
nada de adornos ni ringorrangos».

El crítico quiere una novela aséptica; el novelista, a su vez, exigirá una crítica
aséptica.

Siempre está inclinado uno a pedir la asepsia para el vecino.

Hace algún tiempo, un profesor de Madrid decía a un periodista de provincias


que la novela estaba llamada a desaparecer, y que no podía interesar a los
lectores modernos la vida de una familia como los Rougon-Macquart o la
existencia de una mujer como Madame Bovary.

Todo puede tener su momento de declinación: la novela, el drama, la pintura, la


escultura, hasta la misma ciencia; pero lo más probable es que sean eclipses
pasajeros y se vuelva de nuevo a lo antiguo.

Ahora, si la falta de interés de la novela o del drama fuera cierta, no quedaría de


la literatura nada.

¿Para qué ocuparse de las aventuras de un loco que no ha existido, como Don
Quijote? ¿A qué hablar de los pensamientos de un neurasténico que tampoco ha
existido, como Hamlet? ¿Qué valen los sufrimientos supuestos del joven
Werther ante un dolor de muelas agudo, ni las vicisitudes falsas de Robinsón
Crusoe ante las de un señor que ha perdido el tren? Es, sin disputa alguna,
mucho más importante que Hamlet, que Don Quijote y que Werther, un manual
de cocina, al menos si es práctico, y la gente que piensa así debe preferir el
calarse dignamente el gorro blanco de cocinero que no el birrete con pompón de
colores del profesor.

Yo creo que la novela tiene mucha vida aún y que no se vislumbra su


desaparición completa en el horizonte literario, previsto mejor o peor por
nosotros.

Claro que no cambia ni progresa a gusto de los jóvenes escritores de París, que
necesitarían cada tres o cuatro años explotar una nueva forma literaria y
lanzarla al mercado como quien lanza al mundo unas píldoras o una faja
eléctrica.

—Pero ¿es que usted es partidario de la inmovilidad solemne de los


mastodontes académicos? —me preguntaría alguno.

—No; pero es que entre los mastodontes académicos y el mosquito a la moda


hay muchos ejemplares de fauna literaria que a uno le pueden parecer bien. No
es obligatorio ser tan pesado como un paquidermo ni tan ligero como una
mosca.
IV

¿Hay un tipo único de novela? Esta pregunta me viene siempre a la


imaginación cuando en nuestras discusiones algún amigo habla de la novela
como de un género concreto y bien definido. ¿Hay un tipo único de novela? Yo
creo que no. La novela, hoy por hoy, es un género multiforme, proteico, en
formación, en fermentación; lo abarca todo: el libro filosófico, el psicológico, la
aventura, la utopía, lo épico, todo absolutamente.

Pensar que para tan inmensa variedad puede haber un molde único, me parece
dar una prueba de doctrinarismo, de dogmatismo. Si la novela fuera un género
bien definido, como es un soneto, tendría una técnica también definida.

Dentro de la novela hay una gran variedad de especies. Ahí el crítico que las
analice y las comprenda, y no se le ocurra juzgar a una con los principios de la
otra, que podría ser algo como juzgar una iglesia gótica con las fórmulas del
arte griego. Porque hay la novela que podría compararse a la melodía: muchas
de Mérimée, de Turgueniev; hay la novela que tiende a la armonía, como las de
Víctor Hugo, las de Zola y, sobre todo, las de Tolstói; y hay otras infinitas clases
de novela.

Si existiera una técnica verdadera novelesca, a novela multiforme debería


corresponder técnica multiforme; es decir, a muchas variedades de novela,
muchas variedades de técnica.

Sería buscar una finalidad sin fin. La novela debe contar con todos los
elementos necesarios para producir su efecto: debe ser en este sentido
inmanente y hermética.

Se dice que cuando se estrenó en el teatro de la Corte de Viena Las bodas de


Fígaro, de Mozart, el emperador Francisco José II le dijo al músico:

—Hay que convenir, mi querido maestro, que en esta ópera hay algunas notas
de más.

—Ni una más que las necesarias, señor —contestó el músico.

¿Quién puede decir algo parecido en literatura? ¿Quién puede tener la


conciencia de no haber dicho en su obra ni más ni menos que lo necesario?
Nadie. Ni Homero, ni Virgilio, ni Shakespeare, ni Cervantes lo podrían decir
defendiendo sus obras.
Hay, no cabe duda, la posibilidad de esa novela clara, limpia, serena, sonriente,
sin nada pegadizo, sin nada atormentado; pero, por ahora, vemos la posibilidad
y no el camino de realizarla.

Aunque viéramos ambas cosas, la posibilidad y el camino, no sería fácil que los
escritores que hemos comenzado la vida cuando triunfaban los apóstoles de la
transformación social (Tolstói, Zola, Ibsen, Dostoyevski, Nietzsche), pudiéramos
hacer obras limpias, serenas, de arte puro.

«No se puede inventar una intriga nueva», dice nuestro amigo; «El filón está
agotado.»

Yo no lo sé. Ni aun en las ciencias que parecen más firmes se ha dicho la última
palabra.

Carlyle, a pesar de su desconfianza en la ciencia, dice al principio de Sartor


Resartus que las teorías astronómicas de Lagrange y Laplace son perfectas. Hoy
se ve que no hay tal perfección.

En literatura tampoco creo esté todo dicho. Si un hombre de la imaginación de


Poe viviera hoy, es muy posible que encontrara en las ideas actuales grandes
elementos para urdir nuevas intrigas literarias. El que en nuestro tiempo no
haya escritores de imaginación poderosa no quiere decir que no haya
posibilidad de inventar.

Hace cuarenta años, nadie hubiera pensado que en la física pudiera aparecer
una teoría nueva como la de la relatividad.

—Usted mismo, con relación al teatro, supone que es muy difícil el inventar
nuevos argumentos —dice nuestro interlocutor.

—Es verdad —contesto yo—; pero el teatro no es literatura pura; está


condicionado por el público, por los cómicos, por las bambalinas, por el
carpintero, por el sastre y por una porción de cosas más. Una obra de teatro que
se escriba sin la obligación de ser representada puede tener la misma
originalidad que cualquier obra literaria.
V

Para mí, en la novela y en todo el arte literario, lo difícil es el inventar; más que
nada, el inventar personajes que tengan vida y que nos sean necesarios
sentimentalmente por algo. La imaginación, la fantasía, en la mayoría de los
hombres, constituye un filón tan pobre, que cuando se encuentra una veta
abundante produce asombro y deja maravillado. El estilo y la composición de
un libro tienen importancia, claro es; pero como son cosas que se pueden
mejorar a fuerza de trabajo y de estudio, no dan esa impresión fuerte y
sugestiva de la creación intuitiva.

Por la invención son grandes: Cervantes, Shakespeare, Moliere, Defoe y los


demás novelistas y dramaturgos que han dejado tipos perennes. Los mismos
escritores célebres del siglo XIX verdaderamente geniales no han tenido esa
suerte, y Balzac, Dickens, Tolstói y Dostoyevski, sea porque el ambiente no les
haya dado posibilidades, sea por otra causa, no han podido crear tipos
sintéticos, esquemas necesarios en nuestra vida sentimental, sino personajes
subalternos.

Claro que esto no lo podemos decir más que muy aproximadamente, porque no
sabemos el aire que tomarán los tipos de la literatura moderna cuando hayan
pasado doscientos o trescientos años sobre ellos; quizá se agranden, quizá se
achiquen y se esfumen. No podemos predecirlo.

Yo supongo que hay una novela permeable, algo como la melodía larga, y otra
impermeable y bien limitada, como la melodía de ritmo muy marcado. Un
burlón me dirá que una novela es para días de lluvia y la otra para días de sol;
pero el chiste fácil y de aire callejero no nos hace mella.

La ventaja de la impermeabilidad, de la impenetrabilidad con relación al


ambiente verdadero de la vida, se compensa en la novela con el peligro del
anquilosamiento, de la sequedad y de la pobreza.

Es lo que ocurre con una maceta; la maceta porosa se confunde con la


naturaleza de alrededor; su superficie se llena de musgo y de líquenes; la tierra
que está dentro y lo que vive en ella se nutre, respira, experimenta las
influencias atmosféricas; en cambio, en el jarrón, en el búcaro vidriado, la planta
y su tierra están bien aisladas, pero no hay movimiento de dentro afuera, ni al
contrario, no hay osmosis y endósmosis, y la planta corre el peligro, por la
pobreza cósmica, de ir al raquitismo y a la muerte.
En otro sentido, algo semejante ocurre con el jardín clásico y con el romántico; si
el jardinero del jardín clásico exagera la tendencia a la simetría y a la unidad,
construye un jardín de piedras, de jarrones, de estatuas, en donde la naturaleza
apenas se presenta más que tímida y enmascaradamente; en cambio, si el
jardinero del jardín romántico exagera la naturalidad, hace perder fácilmente el
carácter al jardín para convertirlo en un trozo de bosque o de selva.

La limitación está bien, pero siempre que no dé la impresión de la fatalidad, de


un determinismo inexorable. Si llega a esto, entonces la limitación es trágica, y,
en nuestra época, de un trágico duro y sin grandeza.

Que un señorito de Santander tenga dificultades, por la diferencia de clases,


para casarse con la hija de un pescador, está bien; pero que estos impedimentos,
como en una novela de Pereda, sean tan terribles como para cortar los amores y
hacer de dos personas dos seres desgraciados, es un tanto ridículo.

Al fin y al cabo, el mundo es un poco más grande que Santander y que sus
clases sociales, y yo supongo que el personaje de Pereda, por muy santanderino
que fuera, preferiría vivir con una mujer que le gustase en León, en Oviedo o en
Ribadeo, que no con una mujer que le pareciera antipática en el mismo
Santander.

La limitación nos parece bien hasta llegar a gozar de las perspectivas visuales
del topo; pero siempre con la esperanza de poder tener a veces el punto de vista
y la mirada del águila.
VI

Además de la permeabilidad de mis libros, otra de las cosas que más me


reprochan es que la psicología de los personajes míos no es clara, ni suficiente,
ni deja huella.

Yo no sé, naturalmente, si mis personajes tienen valor o no lo tienen, si se


quedan o no en la memoria. Supongo que no, porque, habiendo habido tanto
novelista célebre en el siglo XIX que no ha llegado a hacer tipos claros y bien
definidos, no voy a tener yo la pretensión de conseguir lo que ellos no han
conseguido. Respecto a Aviraneta, ya veo que a este tipo, como creación mía, le
faltan elementos importantes; por ejemplo, el sentido de lo patético. Yo podría
suplirlo, al menos para el vulgo, con una simulación retórica; pero eso, en el
fondo, no me satisface.

Respecto a que su psicología no sea clara y suficiente, yo pregunto: ¿cuál es,


entre los tipos literarios actuales, el que tiene una psicología bien explicada?

Veamos un héroe histórico pintado por Galdós en uno de sus Episodios.

Galdós hace un tomo sobre el Empecinado. ¿Y qué es el Empecinado de


Galdós? El Empecinado es un pobre patán, muy noble, muy bueno, muy
valiente, que no sabe hablar; es decir, está caracterizado como un tipo de teatro,
como un alcalde de aldea, de género chico, por decir «marchemos» cuando debe
decir «marchamos», «dir» por «ir», y cometer otras faltas y solecismos. La cosa
no puede ser más simple ni más primaria. Para mí, al menos, lo más interesante
en un hombre como el Empecinado sería lo interno, lo psicológico, el saber la
evolución de su espíritu, no saber su manera de hablar, porque, a pesar de lo
que supone Galdós, yo me figuro que el guerrillero, como castellano viejo,
hablaría bien y, probablemente, con corrección.

Pero vayamos a otros escritores que tienen fama de ser más psicólogos. ¿Qué
mapa psicológico hay entre la producción literaria moderna que pudiera
ponerse como modelo?

¿Quiénes son los novelistas actuales que han podido crear tipos que lleven
como una vida independiente de su autor? ¿Quiénes son los que han esbozado
sombras que no sean la proyección de sí mismos? Yo no conozco a ninguno.

Le preguntaba yo hace tiempo al doctor Simarro en el estudio de Sorolla,


pensando que Simarro podía saber algo de esto:
—¿Qué carácter psicológico puede tener el héroe? ¿Qué puede haber en él de
específico?

Y él contestaba:

—Sólo las ideas.

Esto para mí era un absurdo, porque existen, sin duda, algunos héroes en los
bandos contrarios y distintos. Si puede haber un héroe de la religión y otro del
libre pensamiento, un héroe de la monarquía y otro de la república, es evidente
que la clase de ideas no es lo que hace al héroe, sino una exaltación espiritual de
origen desconocido que se puede poner en una cosa o en otra.

¿Quién ha encontrado la última razón psicológica que mueve a los hombres? Yo


no lo sé. ¿Quién ha señalado, aun en el muñeco de Guignol, por qué esta figura
ríe y la otra refunfuña? Yo no advierto que en la literatura haya como un
modelo que se pueda poner de ejemplo de psicología clara y suficiente.

Veamos los escritores de fama de ser más psicólogos, por ejemplo: Stendhal y
Dostoyevski.

No cabe duda de que el Fabricio del Dongo, de La Cartuja de Parma, una de las
novelas más elogiadas de Stendhal, suponiendo que existiera, podría hacer lo
que hace y podría hacer también lo contrario de lo que hace. Las acciones de
Fabricio no están motivadas claramente por su psicología. Nadie, ni el más
lince, ni otro Stendhal, leyendo la primera parte del libro, llegaría a presumir lo
que va a pasar en la segunda.

Respecto a Julián Sorel, de Le rouge et le noir, parece más determinado.

Se sabe cuál es el proceso que dio origen a la novela de Stendhal denominada


con ese título.

Un estudiante de cura llamado Berthet, en la novela Sorel, guapo,


reconcentrado, inteligente, entra de preceptor en la familia de Madame La Tour,
en la novela Madame Renal; le hace la corte hábilmente, y va a conquistarla
cuando el marido lo nota y lo echa de casa. Berthet se refugia por algún tiempo
en el seminario, y, al salir de él, entra de nuevo de preceptor de la hija del conde
de Cordón, pone sus redes para seducir a la niña, en la novela, Matilde de la
Mole, y el padre, al saberlo, lo echa de casa. Entonces Berthet, desesperado y
roído por el despecho, viendo, por otra parte, que el escándalo levantado
alrededor de su nombre le impide ser cura, va a la iglesia del pueblo, encuentra
a Madame La Tour, rezando, y la mata de un pistoletazo, como Sorel en la
novela mata a Madame Renal.
El argumento en sí y la psicología en conjunto del personaje ambicioso son
mucho más lógicos, aunque no tan pintorescos, en el proceso verdadero que en
la novela de Stendhal. El tiro a Madame La Tour en la realidad está mucho más
legitimado que en la novela. Es el despecho del seminarista oscuro, ambicioso,
al verse cogido en sus redes, humillado, sin porvenir. En la novela, no. En la
novela, Sorel es un hombre que ha triunfado, es rico, poderoso, tiene una
posición, ha enamorado a dos mujeres extraordinarias, de un tipo que no se
puede encontrar más que rara vez, si es que alguna vez se encuentra en la vida.
¿Por qué va a tener despecho y rabia?

Antes de saber en dónde estaba inspirado Le rouge et le noir, siempre me produjo


una sensación de cosa absurda y poco legitimada el tiro de Sorel a Madame
Renal.

Se ve que Stendhal, al utilizar el proceso Berthet y al arreglarlo a su modo,


inventó una serie de contradicciones psicológicas para darle mayor atractivo.

Él quería hacer de su héroe el hombre inteligente, oscuro y plebeyo, que triunfa


sin abdicar de nada; quería que Madame Renal fuese encantadora, de un
encanto no corriente; que el marido fuese un imbécil, lo que, dentro de las
pragmáticas del romanticismo, era casi obligado, pero que en la vida no sucede
siempre; que la señorita La Mole fuese extraordinaria, y otra porción de
entelequias imaginadas por un hombre de fantasía, que no son fáciles en la
realidad. En este sentido, se ve que Le rouge et le noir es tan sueño como puede
ser un cuento de niños, y tan lejos de la exactitud psicológica como una novela
de caballerías.

Si un novelista de tantas condiciones como Stendhal hubiera escrito otra novela


sin apartarse del proceso Berthet, haciéndole al héroe fracasado en sus amores y
en su carrera, se hubiera dicho: «¡Qué pesimismo! ¡La vida no es así!».

Si la vida es así, con raras excepciones, es turbia, oscura, casi siempre sin brillo.
La novela quizás es lo que no debe ser como la vida.

Respecto a Dostoyevski, sus personajes son, indudablemente, claros, aun


cuando sean anómalos y con una psicología bien determinada, y lo son así no
solamente porque están construidos por un hombre genial, sino porque todos
son locos e inconscientes.

En Dostoyevski lo inconsciente domina, y lo inconsciente es más instintivo, es


más fatal y más lógico que lo racional. Así, llegaríamos a una solución a primera
vista absurda, pero que yo creo que no lo es, y que consistiría en afirmar que los
personajes de psicología más clara son los inconscientes y cierta clase de locos.
Los héroes antiguos clásicos, Aquiles, Ulises o Eneas, eran, indudablemente,
sanos, limitados y mediocres; los héroes modernos, desde Don Quijote y
Hamlet hasta Raskólnikov, son inspirados y locos. Toda la gran literatura
moderna está hecha a base de perturbaciones mentales.

Esto ya lo veía Galdós; pero no basta verlo para ir por ahí y acertar; se necesita
tener una fuerza espiritual que él no tenía, y, probablemente, se necesita
también ser un perturbado, y él era un hombre normal, casi demasiado normal.

El que tiene fuerza para ser en psicología un gran psicólogo se hunde poco a
poco en la ciénaga de la patología. Ese pantano, que no tiene gran cosa que ver
con la ridícula perversidad, casi siempre industrial, de los escritores eróticos,
está, indudablemente, habitado por monstruos extraños y sugestivos. El
cazador de monstruos debe ir ahí.

Yo no he pretendido nunca marchar por esos derroteros, y Aviraneta presenta,


como mis demás personajes, el tipo mal determinado, que es esencialmente
racional; por tanto, reflexivo y tranquilo. No tiene, ni pretende tener, el
fatalismo de los inconscientes. Tampoco tiene por dentro ese calor de fuego del
horno del norte, muy próximo a la exaltación y al misticismo, ni el crepitar de la
hoguera de paja y de sarmientos del mediodía, que brilla y no calienta.
VII

Un poco como consecuencia del gusto por la unidad estrecha del asunto y por
la novela cerrada, es el presentar en ella pocas figuras. Todo lo que sea poner
muchas figuras es, naturalmente, abrir el horizonte, ensancharlo, quitar unidad
a la obra. En esto se nota, creo yo, la influencia de la cultura clásica y de la
medieval. Lo clásico tiende a la unidad; lo romántico, lo antiguo o moderno, a la
variedad.

El arte de aire medieval es esencialmente vario; el libro, el cuadro, el poema


inspirado por un espíritu gótico, tiene muchas figuras. Así ocurre en la obra de
Mantegna, fray Angélico, Brueghel, Shakespeare, Rabelais o el Arcipreste de
Hita. En la época en que triunfa el latinismo y sus reglas, la obra tiende a la
unidad, y Racine o Voltaire buscan el hacer sus composiciones con el mínimo
de figuras.

Nuestro amigo y censor pone como ejemplos de unidad y de variedad, más que
dos tipos de novela, dos tipos de teatro: el teatro francés y el español.

A mí, el teatro clásico francés, excepto Moliere, que me parece admirable, no me


entusiasma. El teatro español antiguo yo no creo que presente gran variedad de
personajes vivos; lo que hay en él es gran variedad de argumentos y de intrigas.
Los personajes a mí me parece que son amanerados, inventados sobre patrones
antiguos. Alguna vez hay algo cogido de la plebe; pero ninguno de los
dramaturgos de la época tiene el oído atento a la expresión popular como
Cervantes en Don Quijote.

Lentitud, morosidad en la acción, tempo lento, todo esto considera nuestro


interlocutor como elementos positivos del valor, también positivo, de
Dostoyevski.

Estas condiciones le impulsarían a un novelista a acercarse al tipo de Proust,


Gide, etcétera.

Yo no veo ahí porvenir.

El valor de Dostoyevski, y ello, aunque reconocido y vulgar, no deja de ser


cierto, está en su mezcla de sensibilidad exquisita, de brutalidad y de sadismo,
en su fantasía enferma, y al mismo tiempo poderosa, en que toda la vida que
representa en sus novelas es íntegramente patológica por primera vez en la
literatura, y que esta vida se halla alumbrada por una luz fuerte de alucinación,
de epiléptico y de místico. Dostoyevski echa la sonda en el espíritu de hombres
mal conocidos por sus antecesores literarios. Es un enfermo genial que hace la
historia clínica de los inconscientes, de los hombres de doble personalidad, a los
cuales ve mejor que nadie, porque su psicología entra en parte íntegramente
dentro de lo patológico, y en parte, en la máxima clarividencia.

Se comprende que Dostoyevski pueda ser aprovechado por los psiquiatras,


porque es el hombre que ha puesto la mayor atención en las anomalías del
espíritu. Éstas le atraen porque participa de ellas.

Su atención detenida, exagerada, se observa y fija en los menores detalles en los


movimientos psíquicos de naturalezas fuertes, brutales e instintivas, y al mismo
tiempo desquiciadas como la suya, y eso tiene que dar un resultado muy
sugestivo.

Que hay en él una técnica de novelista adaptada a sus condiciones, es evidente;


pero es una técnica que, si se pudiera separar del autor y ser empleada por otro,
no valdría gran cosa. Dostoyevski, cuando deja su técnica novelesca y no hace
más que narrar lo visto por él, como en los Recuerdos de la casa de los muertos, es
tan intenso y tan fuerte, y coge al lector tanto como en sus demás libros.

Que la morosidad no es un valor, podría presentar para probarlo ejemplos de


mil novelas pesadas, prolijas y malas.

—El idiota y Los hermanos Karamazov son libros voluminosos, cuya acción
transcurre en pocos meses —me dicen.

—Cierto —contesto yo—. También El cocinero de Su Majestad, de Fernández y


González, es una novela larguísima que pasa en tres días, pero esto no le saca
de ser un folletín.

Haciendo una comparación un tanto ramplona, a la que era aficionado un


amigo, diríamos que esta máquina poderosa, que es la obra dostoyevskiana,
que nos asombra por su agilidad y por su temple, es como un automóvil, que
para mi amigo y crítico tiene su motor, pero del que lo más trascendental es su
carrocería; en cambio, a mí me parece lo contrario: para mí, la obra del ruso
tiene, naturalmente, su carrocería; pero lo esencial en ella es la fuerza de su
motor.

Cierto que mi tesis es una tesis vulgar, porque es la más admitida; pero, a pesar
de su vulgaridad, me parece la más exacta.

VIII
Nuestro amigo supone que es fácil amplificar, inventar detalles para dar más
cuerpo a una novela. No veo yo tal facilidad; es decir, es fácil eso ante el
profano que no distingue muy bien la piedra del cemento armado; pero para el
que ha aguzado la sensibilidad sobre este punto con la práctica del oficio, es
muy difícil.

Un personaje, visto o entrevisto, no es como un concepto biológico que se


amplía, si se quiere, voluntariamente. Un concepto tiene una historia filológica,
espiritual, anecdótica, y una porción de derivaciones. De la coquetería, de la
vanidad, del pudor o del amor propio, se puede escribir toda una biblioteca.

Tampoco un personaje es como un pueblo, que un viajero puede ver desde un


auto en su vaga silueta, y un vecino que viva en él conocerlo con todas sus
calles y plazuelas, con sus historias, sus chistes y sus cuentos. No.

Hay personajes que no tienen más que silueta, y no hay manera de llenarla. De
algunos, a veces, no se pueden escribir, aunque se quiera, más que muy pocas
líneas, y lo que se añade parece vano y superfluo. El detalle inventado y
mostrenco salta a la vista como cosa muerta. Dostoyevski inventa y amplifica
porque recuerda pequeños detalles como hechos de gran importancia, como
hiperestésico que es. Si no los recordara, no podría inventarlos ni amplificarlos.

Claro que hay gente que no distingue un plato de engrudo de un plato de


crema, ni distinguiría un pastel hecho de serrín de otro de hojaldre; pero para
esa gente está el artículo de fondo y las grandes lucubraciones de la prensa.

El escritor puede imaginar, naturalmente, tipos e intrigas que no ha visto; pero


necesita siempre el trampolín de la realidad para dar saltos maravillosos en el
aire. Sin ese trampolín, aun teniendo imaginación, son imposibles los saltos
mortales.

Sin base de la realidad se va al cuento fantástico de Las mil y una noches, bueno
para los chicos, pero que aburre a los mayores.

A los hombres nos gusta la aventura, nos parece bien ir en el barco a lo


desconocido; pero nos gusta también comprobar de cuando en cuando con la
sonda que hay debajo de las aguas oscuras un fondo de roca; es decir, de
realidad. La realidad y la verdad del detalle la siente el novelista de raza, hasta
el punto de que todo lo que es engarce, montura, puente, entre una cosa y otra,
en el fondo, arte literario aprendido, técnico, le fastidia. De ahí que para
muchos —entre los cuales yo me encuentro— sea más ameno y divertido leer
las anécdotas de Chamfort que a Chateaubriand o a Flaubert.

Es más: ya dentro de la vulgaridad cotidiana, casi prefiere uno al novelista de


mala técnica, ingenuo, o un poco bárbaro, que no el fabricante de libros hábiles,
que da la impresión de que los va elaborando con precisión en su despacho,
como una máquina hace tarjetas o chocolate.

La habilidad es lo que más cansa en la literatura y en el arte.

«Es tan bruto», decía un amigo mío de un cantor, «que no sabe desafinar.»

En parte tenía razón en su diatriba. A veces, una torpeza individual divierte e


interesa más que una perfección, que es de todos.

Un libro de pocas figuras y de poca acción no es fácil que se halle defendido por
la observación ni por la fantasía; más bien está defendido por la retórica, por ese
valor un poco ridículo de los párrafos redondos y de las palabras raras que
sugestiona a todos los papanatas de nuestra literatura, que creen con su buen
cerebro lleno de fórmulas amaneradas que la palabra desconocida y el runrún
del párrafo es el máximo de la originalidad y del pensamiento.

No hay observación posible real sobre dos o tres figuras que llenen,
naturalmente, un libro de trescientas páginas, como no hay historia clínica (y no
pretende uno que la novela sea patológica) que pueda tener veinte páginas de
un libro corriente.

El autor de la historia clínica larga la llena de erudición; el novelista que con


pocas figuras escribe un libro grueso lo hace a base de retórica, que es otra
forma de erudición del escritor.

La pesadez, la morosidad, el tempo lento, no puede ser una virtud. La morosidad


es antibiológica y antivital.

Cuando se estudia fisiología, se ve que en el cuerpo hay nervios con dos y tres o
más funciones; no sé si por eso al organismo se le llama economía. Lo que no se
ve jamás en lo vivo es que lo que se puede hacer rápidamente se haga con
lentitud, ni que lo que pueda hacer un nervio lo hagan dos.

Con el tiempo, cuando los escritores tengan una idea psicológica del estilo y no
un concepto burdo y gramatical, comprenderán que el escritor que con menos
palabras pueda dar una sensación exacta es el mejor.

Además, al emplear un tipo de novela pesada y morosa habría necesariamente


que proscribir todo lo que fuera gracia e insinuación ligera.
Para un espíritu impresionable, muchas veces el insinuar, el apuntar, le basta y
le sobra; en cambio, el perfilar, el redondear, le fastidia y le aburre. Cada cosa
tiene un punto en su extensión y en su perfección, muy difícil de saber cuál es.

Una cómoda bruñida y barnizada está bien; una torre de piedra bruñida y
barnizada estaría mal.

Si bastara detallar para hacer bien, todo el mundo construiría maravillas.

Hay que tener todavía en cuenta que los que escribimos y los que leemos,
vivimos en una época rápida, vertiginosa, atareada, que no deja más que cortas
escapadas a la meditación y al sueño.

No es sólo al novelista a quien le cuesta trabajo cerrar su novela; es al lector a


quien le molesta a veces el local demasiado cerrado; de ahí que al novelista que
ha sido sobre todo lector, y que mide la capacidad y resistencia de los demás
lectores por la suya, tenga en sus libros que poner muchas ventanas al campo.
Una dama amable e inteligente, con motivo de una novela mía que, dentro de lo
que yo puedo hacer, se me figura que está bien, me decía en París:

—Este libro de usted me parece muy vago, y tengo que hacer esfuerzos para
entrar en él y tomar interés por tantos personajes.

—Pero, querida amiga —le hubiera dicho yo—. A mí me parecía también muy
vago y muy poco interesante un libro que le interesaba a usted de Proust, y la
evocación de los recuerdos de la vida del personaje cuando metía un bollo, una
magdalena, en una taza de café con leche, parte, sin duda, porque no entraba en
el ambiente, y parte porque la acción de un libro, si ocurre en París, no me
interesa más que si ocurre en otro pueblo.

Además, ¿cómo no va a resultar vago mi libro u otro cualquiera en un gran


hotel, entre el ir y venir de gente, el tomar el auto, el ir al restaurante, el acudir
al teatro y el recibir visitas sin poder tener un momento de recogimiento y de
reposo? Todos los libros resultan vagos en medio del tráfago de la vida, y esto
no es defender el mío, que, por otra parte, creo que no está mal.

¿A qué político que va a defender su gestión en el Parlamento, a qué bolsista


que marcha a ver una cotización de la que depende su fortuna, a qué hombre a
quien le van a hacer una operación grave le entretiene una novela? A nadie. Ni
tampoco le entretiene al hombre que va a ver a una mujer, ni a la mujer que va a
ver al novio o a la modista, ni al comerciante que va a hacer un negocio, ni al
industrial que tiene encima un conflicto obrero.
IX

Para mí ha sido siempre difícil vivir sin alegría, quizá porque tengo facilidad de
hundirme en la tristeza. La alegría ha muerto en toda Europa, sobre todo la
alegría individual. Yo creo que le han dado la puntilla el comunismo y el
fascismo.

Cuando se ha empezado a operar con masas y con manifestaciones, ya se acabó


la originalidad y la alegría. Ha venido un ambiente plúmbeo, pesado,
dominado por la razón del número. Masas, manifestaciones, fiestas de miles de
personas. Todo ello es algo brutal y antipático.

Estos pueblos modernos y muy civilizados, centroeuropeos, antes tan alegres,


cuando llega la hora de cerrar las tiendas por la tarde, se quedan en nuestra
época con un aspecto de tristeza imponente.

Una carrera desesperada de autos, motocicletas y bicicletas se establece para


trasladarse a las afueras. La ciudad toma un aire completamente inhospitalario.
No hay nada que hacer.

Antes, las guerras tenían algo de la fuente de Juvencio, que, según Pausanias,
daba la juventud y la belleza; pero desde hace tiempo las guerras parece que no
dan a los países más que la miseria y el estancamiento.

En las guerras actuales pierden el que pierde y el que gana. Es un juego malo
para los dos. Se consume demasiada riqueza y demasiados hombres, y el
resultado es el mismo: miseria para todos.

La alegría, ¿quién la puede tener en nuestro tiempo? La vida actual es un sueño


sombrío, sin luz y sin esperanzas. ¿En dónde puede existir un hombre que viva
con serenidad, con alegría y sin suspicacia? Yo no sé en dónde se puede dar este
caso. Una persona poco inteligente y que no se dé cuenta de lo que ocurre en su
país y en el mundo, podrá llegar a tener la idea de vivir sin responsabilidad y
sin temor; pero esto, para una persona inteligente, es imposible.

Toda la tierra de Europa está llena de muertos a mano airada en medio de la


desesperación y de los mayores horrores.

El escritor que quisiera hacer un libro alegre y optimista tendría que poner su
acción en un país lejano e ignoto y suponerle límites a un lado y a otro para
aislarlo. En esto se notaría la defensiva. La defensa no puede colaborar con la
alegría. La alegría de nuestra época es falsa. No hay optimismo. El optimismo
es simulado, ficticio. Yo he visto en diversos pueblos manifestaciones
comunistas y fascistas, y en distintas ocasiones he observado que a los
espectadores que se mostraban indiferentes, los manifestantes se acercaban a
ellos en actitud agresiva, y es que la manifestación era contra algo más que en
favor de algo.

Por ahora se ha acabado la alegría del mundo civilizado, y solamente puede


vivir alegre el que tenga ideas risueñas en la soledad o el que se sienta
indiferente y con una densidad de corcho.

En Italia, durante el Renacimiento, hubo alegría. Boccaccio y después Ariosto y


Bandello son alegres; lo mismo es la pintura y la escultura italiana de esa época
privilegiada y sonriente, que parece mostrar una confianza en la vida
extraordinaria.

Los escritores y artistas de otros países de la misma época no tienen esta alegría.
Los españoles, los primitivos, tienden a la sorna, como Berceo y el Arcipreste de
Hita, y los inspirados en el Renacimiento, a la melancolía, como Jorge
Manrique, Villena y Santillana.

Desde que el Renacimiento cierra su curva ya no hay gran alegría en la


literatura ni en las artes; ya la alegría es contra algo, como la de Rabelais, la de
Quevedo o la de Maquiavelo.

El Renacimiento es un momento de embriaguez del mundo culto, que cree


encontrar otra vida mejor, que tiene su iniciación, su expansión y luego su
decadencia.

Después parece que el mundo no encuentra finalidad en la cultura, y se dedica


más que nunca a la guerra.

Ya la mayoría de los pueblos no sienten la alegría.

La misma Inglaterra, la alegre Inglaterra, tiende a dejar su humorismo, un poco


bárbaro, y a ser en su literatura protocolar y cultivadora del lugar común
elegante.

En Francia también se nota un descenso de la alegría, y en España y en Italia, lo


mismo. La política ha influido mucho, y, naturalmente, la guerra. Las dos
tendencias modernas, comunismo y fascismo, son tristes, tan lúgubres, tan
verdaderamente siniestras, que matan la alegría en todas partes.

Esta frase de Horacio se puede poner al margen de todas las actitudes de


nuestro tiempo: «Post equitem sedet atra cura» («La negra inquietud se siente
detrás del jinete»).

Ya los estudiantes no podrían cantar la grotesca canción de los colegiales


alemanes, cuya primera estrofa decía: «Gaudeamus igitur; juvenes dum sumus?»
(«Alegrémonos, por tanto, ¿no somos jóvenes?»).

Y la última con esta imprecación: «Pereat tristitia,pereat osores!» («Acabe la


tristeza, acaben los cuidados»).

Es difícil ya la alegría. El mundo se va haciendo cada vez más plúmbeo y más


triste.

Voltaire decía: «Si no hubiera tenido el amor del trabajo y de la alegría, hace
mucho tiempo que hubiera muerto de desesperación».

¿Qué hubiera dicho ahora, en un mundo tan mediocre y tan siniestro como el
nuestro?

Yo no veo fácilmente la posibilidad del optimismo, ni aun siquiera en el


porvenir. Creo que si tuviera veinticinco años no la vería tampoco. Comprendo
un optimismo ciego, del que no se entera y quiere limitarse a un ambiente. Un
optimismo amplio no lo veo posible.

Guerra, dolor y muerte, por un lado, y por otro, pequeñez y mezquindad.

Las ilusiones del progreso, de Jorge Sorel, es un libro pedante, lleno de


vulgaridades. No sé cómo ha tenido fama. Yo no le leí hace tiempo más que a
medias; pero me ha parecido que no es más que politiquería en el fondo
marxista.

Jorge Sorel, en sus Reflexiones sobre la violencia, no inventó nada; no hizo más que
descubrir contra los utopistas que la casa que parecía limpia estaba sucia y que
en el juego que parecía honrado se hacían trampas. Eso lo sabía todo el mundo.
El invento generalizado no ha hecho más que animar a los tímidos de arriba y
de abajo y convencerles de que se pueden cometer toda clase de bellaquerías y
de crímenes sin peligro, siempre que se esté parapetado en una posición política
segura. Este maquiavelismo de última hora no tiene ninguna novedad.

Esa ilusión del progreso en nuestra época ha desaparecido. Se ha oído a viejos


en el siglo XIX decir con cierta melancolía: «Yo quisiera, aunque no fuera más
que un momento, ver cómo será el mundo en el siglo XX».

Hoy no hay nadie que sueñe con el siglo XXI. Los clásicos enamorados del
progreso se han venido abajo.

Todo se ha hecho más basto, menos espiritual. En lo que puede comprender el


hombre corriente, el siglo XX ha sido un fracaso. La literatura y las artes no han
producido nada de gran valor. Sólo la ciencia ha dado grandes avances. El
teatro, la novela, el arte, no han hecho nada nuevo ni fuerte. De todos aquellos
dramaturgos que decían que eran magníficos: Rostand, Bataille, Paul Hervieu,
Lavedan, Régnier, no queda nada. De los novelistas…, Paul Bourget, Marcel
Prévost, Abel Hermant, muy poca cosa. En el teatro francés se siguen
representando Corneille, Racine, Víctor Hugo, Alfredo de Musset, y de todos
esos grandes autores del siglo XX, ni recuerdo.

En el arte, lo mismo. Hay esos reclamos como de cupletista, estilo Picasso. No


pasan de tener a veces cierta gracia; no son más que anécdotas del momento. La
música moderna tiene aire de no ofrecer gran valor.

En la ciencia es otra cosa. Se adelanta en gran parte de una manera automática.


Hay hombres geniales, indudablemente, que dan pasos gigantescos; pero hay
otros que, sin tener genialidad, hacen avanzar la ciencia. La ciencia tiene un
campo inagotable. La literatura y el arte no lo tienen. El de éstos es un terreno
limitado, y a pesar de los esfuerzos de todos, la literatura y el arte se repiten. La
ciencia, en cambio, no se repite.

Los conservadores franceses han querido demostrar que la literatura clásica


grecolatina, unida al culto por el siglo de Luis XIV, conserva el espíritu del país.
Es una pura entelequia sin valor.

En este último tiempo del año 36 al 40, más de la mitad de los estudiantes
franceses eran reaccionarios. Ya se ha visto después qué resultado dieron esos
estudiantes, y con ellos, los nacionalistas.

Un odio, generalmente, esteriliza otro odio. El odio de los conservadores


franceses a los radicales les indujo a aquéllos a hacerse ultraconservadores y
germanófilos, y los más patriotas de Francia aparecieron como traidores. Es una
paradoja extraña y, sin embargo, comprensible. Probablemente, estos
estudiantes que se batieron mal en una guerra contra el extranjero, en una
guerra civil se hubieran batido bien.

Hay mitos en la vida social, eso ya lo sabemos todos. Se hace una revolución en
un sentido, y falla; se hace otra en sentido contrario, y falla también. Entonces,
¿qué se hace? Según algunos optimistas de la política, se inventa otro mito. A
mí esto me parece una estupidez. Yo creo todo lo contrario. Lenin hizo una
revolución terrible, sanguinaria, con unos hombres de primera fila por su
energía, por su talento y por su constancia. Mussolini hizo otra revolución en
sentido contrario con gentes de menos talla que los rusos. Su revolución ha
fallado también.

¿Qué hay que hacer ahora? Yo creo que lo más lógico es no hacer revolución ni
de una clase ni de otra. Contentarse con vivir, porque ya que estas revoluciones
no llevan a nada más que a la ruina, a la miseria y a la náusea, hay que
abandonarlas.

Comunistas, fascistas y nazis son iguales. Quieren mandar sin obstáculos.


Enfrente de ellos no están más que los liberales, que, evidentemente, son pocos.
Uno de los delegados comunistas de la ONU parece que ha dicho que es un
escándalo que una empresa particular pueda publicar un periódico. Todo lo
tiene que hacer el Estado. El comunismo es igual que una religión. Sus bases
son sagradas y dogmáticas. El Estado, como las iglesias, define qué está bien y
qué está mal. Todo el que no está con ellos, está contra ellos. Así, se ha dado el
caso de que en Moscú, el gobierno ruso, en la fachada de una biblioteca
nacional nueva, haya puesto la efigie de todos los escritores importantes menos
la de Dostoyevski. Unos cuantos burócratas han decidido que Dostoyevski no
es un escritor apreciable. «¿Esto qué importa?», dicen los fanáticos. Importa
como importa una injusticia estúpida. El que desdeña a uno de los escritores
más importantes del siglo XIX, ¿qué hará con la persona que no tiene nombre ni
importancia? La tratará como al ganado.
XI

La idea del progreso es demasiado general y sintética para ser exacta en todas
sus manifestaciones. ¿Quién puede negar que la ciencia progresa? Yo creo que
nadie. Pero ¿avanzan paralelamente a ella la moral, la literatura y las artes?
¿Avanza con ellas la política? Ya esto es más dudoso, y habrá quienes crean que
sí y los que afirmen que no, y hasta los que piensen que se retrocede.

Da la impresión de que hay actividades humanas que cierran su circuito y no


pueden avanzar. Entre éstas creo yo que están el derecho, la política y las artes.

Entre las que avanzan indefinidamente, se encuentran todas las ciencias. La


misma matemática, que parecía próxima a cerrar su circuito, ha dado un salto
con la teoría de Einstein, y llegará no se sabe adonde.

Yo creo que por este motivo una obra artística y literaria de hace más de dos mil
años se puede contemplar o leer como actual. Así, una escultura de Fidias o de
Praxíteles, o una comedia de Eurípides o de Aristófanes, se contemplan unas y
se leen otras casi como si fueran de hoy. Pero ¿quién va a leer la Historia de los
animales, de Aristóteles, o la Historia natural, de Plinio, a no ser que lo haga con
motivo de investigación histórica? Nadie.

En nuestro tiempo, en la literatura y en las artes no ha habido muchas


anticipaciones importantes; las ha habido más en las ciencias.

Desde hace medio siglo, las artes y la literatura tienen menos caminos nuevos
que las ciencias. A primera vista parecía que no, que en la literatura o en un arte
cualquiera se podía hacer algo genial, mejor que en la ciencia, pero no ha
resultado así.

Todas las novedades de la filosofía, de la literatura y de las artes, en esta


primera parte del siglo XX, han sido puras ridiculeces: el modernismo, el
dadaísmo, el futurismo, el cubismo, el existencialismo, etcétera. En cambio, las
novedades de la ciencia han sido pasos audaces: la teoría de la relatividad, la de
los quanta, la desintegración del átomo.

La rutina se ha manifestado en las artes y en la filosofía, y la genialidad, en la


ciencia, cosa en parte explicable y natural, porque lo mejor de la humanidad
encuentra hoy más horizonte en las actividades científicas que en las artísticas,
literarias o filosóficas.

La innovación científica es abstrusa para la mayoría de los hombres sin cultura


profunda, como somos casi todos, que no podemos dedicarnos a ella. En
cambio, lo que quiere ser cambio literario, artístico o filosófico, no es nada. Son
charlatanerías. Un modernista de hace cincuenta años, un existencialista de hoy,
tienen cuerda para exponer unas cuantas fantasías que se les van secando en las
manos.

Y luego, pasado el tiempo, no queda de ellas nada. No hay base. Todo se


consume enseguida. No hay manantiales de originalidad literaria, ni artística, ni
individuales, ni colectivas.
QUINTA PARTE
LA TÉCNICA NOVELESCA

Algunos piensan que aunque el conocimiento de la vida y el mecanismo lógico


del lenguaje no pueden tener muchos secretos, puede tenerlos la composición
de un libro literario. No lo creo. En general, la habilidad para urdir una trama es
un resultado de la imaginación, y el que no tenga fuerza imaginativa más que
como uno, no podrá inventar más que como uno. Por más que se esfuerce, no
podrá saltar por encima de su sombra. Tengamos en cuenta, además, que la
imaginación, la facultad de inventar, es tan escasa como el oro en las arenas de
los ríos. La gente cree que inventar es fácil, y se engaña. Es tan difícil, que la
mayoría somos incapaces de forjar un cuento medianamente original para
entretener a un chico, y si creemos haberlo inventado, resulta que estaba
inventado y escrito hace cientos de años.

Hay quien supone que, ideada una trama literaria, lo difícil es empezar. Aunque
parezca una perogrullada, no hay más que tres maneras de empezar una
relación: por el principio, por el medio o por el fin.

Empezar por el principio es el sistema natural de una narración estilo del


Lazarillo de Tormes, El buscón, etcétera.

Por el medio comienzan muchos novelistas franceses modernos: Flaubert,


Daudet, Bourget, etcétera, sacando un capítulo del centro y llevándolo al
principio; y por el final, los que han hecho novelas jeroglíficas, como Edgar Poe,
Conan Doyle y sus discípulos.

La composición de esta clase de obras de trama complicada es indudablemente


difícil y exige condiciones especiales de habilidad, pero no la composición de la
novela corriente que está al alcance de todo el mundo.

Yo, como he dicho antes, generalmente no compongo; sólo intentaría componer


queriendo escribir uno de esos cuentos a lo Poe, que supongo que no sabría
hacer y que son como aparatos de relojería.
II

Antiguamente, los caracteres, sobre todo en el teatro, se formaban con la


exageración de una cualidad o de un defecto. Se inventaba un avaro, un
misántropo, un orgulloso por acumulación y por imitación.

Así como se dice que Praxíteles hizo su estatua de Venus escogiendo de varias
muchachas griegas hermosas lo más bello de sus formas, así se ideaba un avaro,
reuniendo en él las particularidades psicológicas de todos los avaros.

Después, Shakespeare, Moliere y otros crearon caracteres que no eran


encarnación de un vicio o de una virtud miradas desde un punto de vista
moral: no eran sólo buenos ni sólo malos, sino que tenían de las dos cosas. Los
primeros caracteres de comedias eran genéricos, éstos eran específicos; los
primeros estaban construidos, los segundos entrevistos e inventados.

De la primera clase son los tipos de las obras de Teofrasto y de La Bruyère, tipos
que no tienen gran valor popular; de la segunda son Don Quijote, Sancho,
Hamlet, Don Juan, Carmen «la Cigarrera», etcétera.

Se puede asegurar que no hay caracteres literarios grandes más que los ideados;
también se puede asegurar que la invención o la intuición no depende sólo del
talento del escritor, porque a éste los materiales se los da el ambiente de la
época.

Aun en los escritores modernos, el acierto está en los tipos imaginados. Esto es
natural; hay tal cantidad de simulación consciente e inconsciente en el hombre,
que el que llega a ver un tipo tal como es, lo tiene que ver casi por adivinación.

Esta facultad adivinatoria, sintética, es en grande o en pequeño muy común y


corriente.

Existe como un instintivo sondaje en psicología que la tendencia


fenomenológica quiere convertir en instrumento de trabajo, y que lo sería, claro
es, si todo investigador fuera un investigador genial.

La pericia en este sondaje es la que hace destacarse al escritor. Tiene su empleo


el inconveniente de que no hay contraste. Si acierta o si yerra, sólo el tiempo
dice quién acierta y quién yerra.

En las novelas, casi todos los autores imaginan el tipo principal y copian de la
realidad los secundarios.
III

Como la literatura se ha hecho casi toda por los hombres y para los hombres, la
mujer en las obras literarias tiene el carácter de premio, de ideal que se
conquista.

Las figuras de mujer de la literatura pagana son la hembra con sus atractivos.
Elena y Venus, en sus múltiples hipóstasis, son siempre la mujer, no es ésta o la
otra, sino el sexo en bloque.

En la literatura de la Edad Media, la mujer empieza a tomar, además de su


carácter genérico, un carácter específico. Luego, se intenta dividir y subdividir
los tipos de mujeres, pero el intento no va acompañado siempre del éxito.

Shakespeare, que inventó diez o doce tipos de hombre y repitió otros tantos ya
inventados, no pudo dar más que con dos tipos de mujeres: la mujer angelical
con sus dos variaciones: la triste, Cordelia, Ofelia, y la alegre, Porcia, Rosalinda;
y la mujer violenta e infernal, Lady Macbeth, Gonerila, etcétera.

En el siglo XIX ha habido el furor de encontrar a la mujer, de estudiarla y


clasificarla; pero los ensayos han sido infructuosos. ¡Qué tonterías no ha dicho
Balzac de ellas con todo su talento!

Goethe, que desconfiaba de la eficacia de los análisis, hizo su Gretchen sin


complicación alguna, completamente natural y un poco tonta.

En todos los escritores modernos, la mujer no es nunca una realidad, sino más
bien lo que el autor ha soñado de ella.

En Dickens son ángeles o demonios; en Stendhal, seres caprichosos y llenos de


curiosidad; para Poe, son sombras poéticas e ideales. Una escritora de
verdadero talento, Jorge Sand, hubiera podido decir algo importante sobre las
personas de su sexo; pero su charlatanería, su facundia, su ansia de tomar aires
masculinos se lo impidió.

Muchos años después, otra mujer, Colette Willy, ha escrito con mucho talento
sobre las mujeres; pero lo ha hecho principalmente sobre tipos de vida singular:
artistas de café-concierto y de music-hall.

La mujer de vida media no parece que tenga mucha afición a estudiarse y a


analizarse; si llega alguna vez a decantar su personalidad, a dejarla clara y sin
farsas, será por ella misma, por su propio esfuerzo. El hombre no podrá verla
tal como es. Hay el sexo de por medio, que no permite el análisis.

Yo no he pretendido nunca hacer figuras de mujeres miradas como desde


dentro de ellas, estilo Bourget, Houssaye, Prévost; esto me parece una
mistificación; las he dibujado como desde fuera, desde esa orilla lejana que es
un sexo para otro.
IV

La descripción, como muchas formas literarias, ha nacido de la necesidad de


poner la naturaleza de fondo a la vida del hombre. Ahora que, al usarse, se ha
convertido a la larga en lugar común.

Antiguamente, la descripción era amanerada. Como en los teatros pobres hay


una decoración única de campo, otra de palacio, etcétera, así pasaba en las
novelas. Después, cuando se quiso individualizar el paisaje, se llegó al abuso de
la descripción con Zola, Huysmans, etcétera.

Hoy ya parece que los escritores han reaccionado contra la profusión de las
descripciones, y hay autores cuyas descripciones son breves y sin amplificación
exagerada.

La descripción sola, llegando a cierto grado de perfección, es algo artístico que


interesa y atrae. Azorín ha hecho páginas sugestivas donde no hay más que
descripciones.

Yo siempre he tendido a hacer descripciones por impresión directa, y sea


amaneramiento o costumbre, no podría hablar de un personaje secundario, sin
conocer algo y sin saber dónde vive y en qué ambiente se mueve.

Hay, además, una razón técnica en el empleo de la descripción en la literatura


novelesca, y es que sirve para alejar unas partes de otras, hace como de marco
de un incidente.

¿La novela debe tener la moral del melodrama en la cual el bueno sale siempre
victorioso y el malo castigado? Me parece que no. ¿Para qué terminar siempre
en ese desenlace? ¿Se va a conseguir con ello que en la vida pase lo mismo? Es
poco probable.

La novela que intenta reflejar la vida debe tener las soluciones de la vida y
también de la historia. Convertir en norma de la literatura la justicia, sería
perfectamente ridículo. Sería sólo la justicia en el papel, no en la realidad. Nadie
quita el derecho al escritor popular de castigar al culpable y de premiar al
inocente en su obra. Éste es uno de sus recursos; pero no se puede generalizar el
principio justiciero a toda la literatura. La novela puede ser justiciera o
indiferente, el arte por el arte. Deliberadamente antijusticiera, sería difícil que lo
fuese, aunque el romanticismo, al exagerarse, llegó a la tendencia antijusticiera,
haciéndose depravado, satánico; pero esta clase de literatura se encuentra ya en
los linderos del esnobismo y de la extravagancia, y tiene poca vida. Cuando
Tomás de Quincey habla del asesinato como obra de arte, produce en algunos
momentos la risa.

Una obra literaria puede ser inmoral con relación a la ética del tiempo; pero no
es fácil que sea inmoral con relación a la ética de todos los tiempos.

No creo que se pueda considerar indispensable el que la obra literaria sea


realista o idealista para ser algo. En el siglo pasado y en el actual, la literatura
ha tenido un periodo pseudoclásico, un periodo romántico y otro realista. Los
demás periodos modernista, decadente, etcétera, han sido de poca monta.

Esta tendencia realista ha sido contenida en nuestros días por otras múltiples
individuales que no han llegado a formar una gran época. Sin embargo, de
todos estos periodos han quedado obras importantes, lo que demuestra que con
cualquier teoría se puede producir algo, y algo que esté bien.

La crítica objetiva de Brunetière es una completa broma. Ni la estadística es


objetiva.

Allá donde interviene el hombre es difícil o más bien imposible la objetividad.

Solamente algunas ciencias adonde no llegan las intenciones humanas, como la


matemática, la astronomía, etcétera, son relativamente objetivas.

La serenidad de la historia no existe. No hay historiadores que no tengan su


tendencia y su partidismo. En general, desde las primeras páginas se ve adonde
va el autor. La misma documentación no tiene garantía, porque el que hace
investigaciones lleva una tendencia anterior y elige sus datos.
V

El clasicismo en el siglo XVIII en los países en donde tenía más vida la literatura
estaba ya seco. Las tres unidades de Aristóteles parecían vallas donde se
estrellaba el ingenio de los talentos más acusados.

En Francia, sobre todo, la libertad de la literatura en el teatro y en el libro era


rechazada.

A Shakespeare se le tenía por un bárbaro con algunas ráfagas de ingenio, y para


representarlo y hacerle aceptable al público había que mutilarlo y cambiarlo. A
los buenos autores españoles del siglo XVII les pasaba lo mismo, y se les
cambiaba de forma y de medida para hacerlos soportables a los acostumbrados
a las normas que parecían inconmovibles.

Francia se consideraba el país heredero de la cultura clásica del Renacimiento.

Sus posibles rivales latinos estaban en la decadencia. París dominaba el mundo


de las letras. España tenía poco que decir, y lo mismo le pasaba a Italia. En
Inglaterra y Alemania quedaban, según los franceses, restos de la barbarie
medieval.

Los héroes de las tragedias debían ser célebres, ilustres y correctos.

Es posible que una sociedad elegante y distinguida creyera que sólo los
conflictos de los reyes, emperadores, héroes y grandes sacerdotes podían ser
interesantes.

Una cosa que sorprende en el público actual es su inclinación por la


mediocridad. La misma Inglaterra la tiene. Los ingleses correctos no creen que
Dickens sea uno de los principales autores del siglo XIX; para ellos, los
novelistas principales de su país son: Jane Austen, Trollope, Galsworthy y otros
escritores lentos y algunos de ellos aparatosos, pesados y de buen tono.

Ya opiniones así las escuché hace mucho tiempo en boca de Hume, autor de un
libro mediano de literatura española. Las señoras inglesas que conocí a
principios de siglo se entusiasmaban con D’Annunzio. Claro que siempre al
lado del gusto humorista y extravagante ha existido ese otro por lo correcto en
Inglaterra. Para nosotros, los continentales, lo grande de la literatura inglesa
está en lo desmesurado, en el humorismo. Para lo correcto, ya tenemos en el
continente bastantes griegos y pseudogriegos, y que haya uno más o uno menos
nos interesa poco.
Una Inglaterra literaria chateaubrianesa o flaubertiana no nos seduce, y, sin
embargo, es posible que vaya por ese camino.

Quizás expongo aquí ideas mías antiguas y que no tengan nada nuevo; pero me
parece siempre que no las he expuesto con la debida claridad.

De escritores de época posterior a la mía, he leído muy poco. Casi nada. No creo
que sea sólo por la tendencia natural que tienen todos los hombres a mirar
cuando se hacen viejos más al pasado que al porvenir. Si hubiera aparecido algo
fuerte y, sobre todo, divertido, creo que me hubiera gustado. En Inglaterra, por
ejemplo, Huxley, Virginia Woolf, no me entusiasmaron, y en Francia, Maurois,
Mauriac, Montherlant, tampoco; en Italia, Papini y compañía me parecen poca
cosa.

De Rusia he leído a Bunin; pero, en comparación con los antiguos rusos, no me


ha sorprendido nada. Knut Hamsun, el noruego, para mí es pesado y aburrido.

Puede ser ficción o realidad o casualidad; pero a mí me parece que desde 1900
se ha parado la gran creación de obras literarias y artísticas en Europa.

Ya no se produce nada de particular, y la genialidad de los pueblos y de los


hombres está dormida o muerta. No sabemos si resucitará o se eclipsará para
siempre.
VI

El libro no es un manjar propio de gente atareada y afanosa, ávida de dinero o


de distinciones; es para el que cuenta con algo de tiempo, para el que tiene
calma y tranquilidad y encuentra momentos de reflexión y reposo, y hoy ¡hay
tan pocas personas en estas circunstancias!

Porque no basta tener dinero o una preeminencia social para no estar dentro de
la plebe que se afana por cosas materiales y de relumbrón. Hay la plebe rica y la
pobre, y esta última es quizá la menos antipática de las dos.

Yo, en Madrid, he conocido muy pocas personas que hayan leído a Balzac, a
Dickens o a Tolstói; pero lo extraño es que en París y en Londres hay también
pocas personas que los hayan leído íntegramente.

«¡Son libros tan largos!», dice la mayoría.

Hay algo paradójico a primera vista, y es que los libros gruesos no se leen; pero
se compran siempre que estén bien presentados, tengan pastas elegantes y una
envoltura de papel transparente.

Esto me recuerda la anécdota de un señor que entra en una biblioteca pública y


dice al empleado:

—Yo quisiera que me diera usted un libro grueso.

—Indique usted el título —le contesta el empleado.

—No, el título no me importa.

—Bien; pero dígame usted entonces de qué materia quiere usted el libro.

—No; eso tampoco me importa.

—Pues ¿para qué lo quiere usted?

—Es para sentarme encima.

El comprador actual no quiere el libro para sentarse en él, sino para ponerlo en
un armario y que se vea.

Todavía lo que está a la moda se lee. Hoy asusta una novela de quinientas
páginas, y las que se resisten son porque hablan con detalles de duques, de
príncipes y de millonarios, y de toda esa quincallería social que hace las delicias
de los rastacueros que creen que se traspasa algo del valor mundano al literario,
cosa que es perfectamente falsa, porque todas las joyas, las preseas, los palacios,
las duquesas y los banqueros no dan ningún resplandor a la literatura.

Si a la gente actual, metida en su mecanismo constante, mecanismo que llena la


vida de superficialidades, y no cansa del todo, se pretende arrastrarla y
encerrarla en un pequeño mundo ficticio, trágico, dionisíaco, se puede tener la
seguridad de que se opondrá.

Hay muchos que defienden la tesis, en parte cierta, de que la poesía puede vivir
dentro de lo cotidiano con todos sus prestigios, lo que no le ocurre a la novela,
que necesita para hacer efecto sus decoraciones y sus bastidores.

En ese sentido, la novela lleva las bambalinas propias, como las llevaba en la
antigüedad el teatro ambulante.

El trozo lírico es como un surtidor que puede emerger en la plaza pública. La


novela, como una caverna que tiene dentro sus surtidores. Para mí, la principal
razón de la posible convivencia de lo lírico en la vida cotidiana es su brevedad;
es decir, su tamaño. Una poesía de Verlaine se puede recitar en un café; también
una romanza se canta en la calle o en un paseo, pero no puede cantarse toda
una ópera.

Hoy, además, podría asegurarse que cuando la romanza se canta en la calle, en


medio del tráfago de la vida ordinaria, es que es una canción de organillo o de
guitarra.

El novelista es, sin duda, lo ha sido siempre, un tipo de rincón, de hombre


curioso, de observador agazapado.

El que toma el aire mundano, generalmente, es porque en el fondo vale poco y


se quiere apoyar en prestigios no literarios.

El poeta, no; el poeta ha tenido su misión social; pero ahora no la tiene, y


cuando toma el papel de divo o de profeta y quiere llevar su estandarte con
gallardía, generalmente, se convierte en un fantoche ridículo.

A mí, al menos, ese tipo de poeta civil italiano que pretendía inflar de
entusiasmo las narices de las gentes del Mediterráneo, me daba la impresión de
una cosa desgraciada, grotesca, de un hierofante bufo que repite lugares
comunes manoseados y conocidos con un aire enfático.
Se ha hablado mucho de una literatura noble, en contraposición de otra plebeya.

Pero ¿qué quiere decir eso de literatura noble? ¿Literatura de aristócratas?


¿Literatura de sentimientos ejemplares? ¿Literatura de señores y no de esclavos
en sentido nietzscheano? Al usar la palabra noble sentimos la impresión de que
nos están dando un cambiazo de prestidigitación.

Indudablemente, no empleamos todos la palabra noble en la misma acepción. Yo


supongo al principio que, al decir noble, se expresa un concepto no sólo
literario, sino moral; pero al mismo tiempo sospecho que se da a la palabra
noble un sentido de algo puramente formal, algo relacionado con la corrección
de maneras. Con este último concepto yo no puedo decir, por ejemplo: el
Empecinado era un carácter noble, o Hamlet era un noble espíritu.
VII

En la literatura antigua, en los poemas, creo que los tipos no tenían un carácter
humano. No eran sombras de individuos, sino más bien esquemas genéricos.

Estos personajes de la Ilíada y la Odisea no parecen hombres, sino más bien


estatuas de dioses. Ahora, las figuras de los dramas y comedias griegas, sobre
todo de Eurípides y Aristófanes, tienen aire de personas.

Habría que ponerse de acuerdo de antemano en lo que significa la palabra noble


para entendernos.

Cuando hace tiempo exponía mis reparos a estas cuestiones a unas buenas
amigas, pensaba yo después qué configuración daría a mis nuevos libros si
fuera capaz de hacerlos siguiendo las pragmáticas preconizadas por mis
interlocutoras. Imaginaba nuevas combinaciones novelescas para mis posibles
libros; pero todas me parecían pobres. Al pensar en estrechar el horizonte en
alguna futura obra, ésta no salía ganando nada, y la idea de la limitación me
ahogaba de antemano.

Aun pudiéndolo hacer, ¿para qué producir una obra lamida y manoseada, como
el que tiene la esperanza de llevar un cuadrito a la escalera de un museo o una
página estudiada para una antología?

Ya antes de emplear el procedimiento, el resultado me parecía tan precario, que


iba comprendiendo que una disciplina así no me podía servir de nada.

En bueno o en malo, yo me figuraba tener algo de ese goticismo del autor


medieval, que necesita para sus obras un horizonte abierto, muchas figuras y
mucha libertad para satisfacer su aspiración vaga hacia lo ilimitado.

Yo supongo que hay una técnica en la novela; pero no una sola, sino varias: una
para la novela erótica, otra para la novela dramática, otra para la humorística.

He supuesto durante tiempo que podía haber una técnica para la novela que a
mí me atraía, y que quizá con trabajo pudiera llegarla a encontrar. Ahora no
creo en nada de eso.
VIII

Hace ya mucho tiempo trabajaba en mi casa un carpintero madrileño llamado


Joaquín, que vivía en la calle de Magallanes, cerca de unos cementerios
abandonados que se extendían hasta el tercer depósito de aguas de Madrid.
Estos cementerios desaparecieron durante la guerra civil. Yo los recuerdo con
tristeza.

El carpintero Joaquín sabía de su oficio y de otros oficios una cantidad tal de


palabras técnicas, que a mí me maravillaba. Yo pensaba que tipos así debían ser
asesores de la Academia para confeccionar el diccionario.

Un día, Joaquín estaba discutiendo con unos cocineros, pinches, pasteleros y


confiteros acerca de la superioridad de unas profesiones sobre otras, y en el
calor de la discusión, dijo: «A mí un oficio en el que no se emplea el metro, no
me parece ni oficio ni na».

Me chocó la frase, y me pareció que Joaquín tenía razón.

Un oficio en el que no se emplea el metro es un oficio sin exactitud y sin


precisión.

Ahora hay que reconocer que el oficio del novelista no tiene metro. Estamos en
esto a la altura de los cocineros, de los salchicheros y de los pasteleros; no nos
parecemos nada a los relojeros, a los agrimensores, a los mecánicos, ni siquiera
a los poetas, que también tienen su metro, aunque éste no sea igual a la
diezmillonésima parte del cuadrante del meridiano terrestre.

Huérfanos de metro estábamos y seguiremos estando durante toda la


eternidad.
IX

En cierta técnica de novela francesa, estilo Flaubert, se pone como dogma que el
autor ha de ser impasible, sereno; que no debe tener simpatía ni antipatía por
sus personajes.

¿Serán esta serenidad y esta impasibilidad reales? Yo creo que no. Recuerdo
haber leído hace mucho tiempo en un poema de un autor inglés, William
Cowper, «La tarea» («The task»), una frase romántica que recuerdo aún: «Hay
en las almas simpatía por los sonidos».

Si esto es verdad, como yo creo que lo es, ¿cómo tendrá el autor indiferencia por
lo que inventa con pasión? Si sólo las palabras llaman la simpatía por sus
sonidos.

Una condición curiosa de Dostoyevski, y que no creo que dependa de su


técnica, es la inseguridad que manifiesta en la simpatía o antipatía por sus
personajes. Tan pronto uno de ellos le parece simpático como antipático, lo que
da la impresión de que el autor es casi extraño a sus tipos y que ellos se
desenvuelven por sí solos.

Este resultado, que es, en último término, de gran valor artístico, no me figuro
que sea deliberado, sino más bien una consecuencia de un desdoblamiento
mental, por un lado, y por otro, de premura de tiempo.

Pensando como puede pensar un hombre de inteligencia corriente, es imposible


no tener simpatía o antipatía deliberada por los tipos inventados por el autor,
que, en general, no son más que desdoblamientos de sí mismo, en los cuales se
elogia o se denigra con más o menos claridad lo que se inventa.

También se asegura que el autor no debe hablar nunca por su voz, sino por la
de sus personajes, buscando el perder su carácter o identificarse con ellos.

Esto se da como indiscutible; pero ¿no hablaron con su propia voz,


interrumpiendo sus textos, Luciano, Cervantes, Rabelais, Fielding, Dickens y
Dostoyevski? ¿No interrumpió Carlyle la historia con sus magníficos sermones?
¿Por qué no ha de haber un género en el cual el autor hable al público como el
voceador de figuras de cera en su barraca?

Algunos suponen que esto no puede ser, porque la novela se ha perfeccionado


mucho desde los antiguos escritores hasta hoy.
¡Qué candidez!
X

El escritor tiene un fondo sentimental, que forma el sedimento de su


personalidad. Algunos hay que tienden a mostrarse fríos y secos; pero se puede
sospechar que en ello hay mucho de finta.

Hay palabras que con el tiempo toman un sentido peyorativo. Esto ha ocurrido
con la palabra sentimental, que se puede emplear como sinónimo de afectación
de sensibilidad, de sensiblería. Todas las palabras pueden tener esa
degeneración de su significación primitiva.

En el fondo sentimental del escritor han quedado y han fermentado sus buenos
y sus malos instintos, sus recuerdos, sus éxitos y sus fracasos.

De este fondo el novelista vive; llega una época en que se nota que ese caudal,
bueno o malo, se va mermando y agotando, y el escritor se hace fotográfico y
turista o se repite más o menos disimuladamente. Entonces va a buscar algo que
contar, porque se ha acostumbrado al oficio de contador; pero si su espíritu se
ha amortiguado, ya no hay esperanza.

Hay escritores modernos que han tenido un fondo sentimental muy grande:
Dickens, Dostoyevski, Ibsen, y otros que lo han tenido escaso, como Flaubert,
Anatole France, etcétera.

Algunos, como, por ejemplo, Zola, han sido desde el principio fotográficos,
objetivos, evidentemente muy en grande.

Todos los escritores tienen ese sedimento aprovechable, que es en parte como la
arcilla con la que construye sus muñecos el escultor y en parte como la tela con
la que hacen las bambalinas de los escenarios.

Respecto a mí, yo he notado que mi fondo sentimental se formó en un periodo


relativamente corto, de la infancia y de la primera juventud, un tiempo que
abarcó un par de lustros, desde los diez o doce hasta los veintidós o veintitrés
años.

En este tiempo todo fue para mí trascendental: las personas, las ideas, las cosas,
el aburrimiento; todo se quedó grabado de una manera fuerte, áspera e
indeleble. Avanzando luego en la vida, la sensibilidad se me calmó y se
tranquilizó y luego se embotó, y mis emociones tomaron el aire de sensaciones
pasajeras y más amables de turista.
Ahora mismo, al cabo de cincuenta años de pasada la juventud, cuando trato de
buscar en mí algo sentimental que vibre con fuerza, tengo que rebañar en los
recuerdos de aquella época lejana de turbulencia. Lo actual tiene ya desde hace
mucho tiempo en mi espíritu un carácter de archivo fotográfico, de ficha
documental con cierto aire pintoresco o burlón. Esto es el agotamiento, la
decadencia. Yo creo que ese fondo sentimental, que en uno está unido a su
infancia o a su juventud, en otro a su país, en otro a sus amores, a sus estudios,
a sus peligros o a sus enfermedades, es lo que da carácter al escritor, lo que le
hace ser lo que es.

¿Qué influencia puede tener la técnica de la novela tan desconocida, tan vaga,
tan poco eficiente en ese fondo turbio formado por mis elementos oscuros, la
mayoría inconscientes, de la vida pasada? Yo creo que poca o ninguna.

El acento es todo en el escritor, y ese acento viene de su naturaleza. El


manantial de agua sulfurosa no olerá nunca como la marisma; allá donde haya
fermentaciones, la atmósfera será fétida, y en el prado lleno de flores olorosas el
ambiente vendrá embalsamado.

La más sabia de las alquimias no podrá convertir nunca la emanación pútrida


en aroma embriagador, y todas las fórmulas y las recetas serán inútiles.

Alguno dirá: «Esto puede ser cierto; los materiales serán distintos; pero hay un
arte de construir con ladrillos, con adobes o con piedras».

Ese arte de construir vale muy poco.

En la novela apenas si existe. En la literatura, todos los géneros tienen una


arquitectura más definida que la novela; un soneto, como un discurso, tiene
reglas bastante claras y definidas; un drama sin arquitectura, sin argumento
bien definido, no es posible; un cuento mismo no se imagina sin composición y
sin final ad hoc; una novela es posible sin argumento, sin arquitectura y sin
composición.

Esto no quiere decir que no haya novelas que se puedan llamar parnasianas; las
hay. A mí no me interesan gran cosa; pero las hay.

Cada tipo de novela tiene su clase de esqueleto, su forma de armazón, y algunas


se caracterizan precisamente por no tenerlo, porque no son biológicamente un
animal vertebrado, sino invertebrado.

La novela desorganizada es como la corriente de la historia; no tiene ni


principio ni fin; empieza y acaba donde se quiera. Algo parecido le pasa al
poema épico. A Don Quijote, y a la Odisea, al Romancero o a Pickwick; sus
respectivos autores podían lo mismo añadir que quitarles capítulos.

Claro que hay gente hábil que sabe poner diques a esas corrientes de la
invención, detenerla y embalsarla y hacer con ella estanques como el del Retiro.
A algunos les agrada esta ingeniería, a otros nos cansa y nos fastidia.

¿Cómo ponernos de acuerdo los parnasianos, los partidarios de lo limitado y lo


concreto con los entusiastas de lo indefinido y de lo vago?

Es el instinto, que nos impulsa a unos a un extremo y a los otros al contrario.

Indudablemente, todo está dicho. No hay nada nuevo que añadir. Únicamente
en la física, los sabios modernamente han contado cosas nuevas; en lo demás,
todo parece viejo y manoseado.
XI

La intriga en el teatro me parece muy bien. Sin intriga no hay comedia ni


sainete. La aceptación de la intriga es como un convenio tácito entre el autor y el
público.

El autor parece decir al público: «Pasadme esta suposición, que os pueda


parecer de primer momento absurda, y os divertiré». No hay que exigir más.
Ahora, si el espectador es bastante intransigente para no aceptar el truco
propuesto, no demuestra mucha inteligencia.

Si no puede aceptar que Júpiter se convierta en Anfitrión, para quitar su mujer


al verdadero Anfitrión, como en la comedia de Plauto, ni las demás intrigas, ni
puede aceptar que un distraído tome a una persona por otra, no debe ir al
teatro.

La invención completa no existe en literatura. Eso es evidente. Si se imagina una


trama, se puede tener la seguridad absoluta de que, vista con calma, examinada
despacio, es un cosa vieja. Podrá tener alguna pequeña novedad, que da el
tiempo, o no tener más que apariencia de nueva.

Si no el asunto nuevo, que ya es imposible inventar, se pueden inventar


detalles. Yo creo que cuando no se es capaz de esto es en el régimen culinario de
la croqueta. Se hace una obra basada en los restos de otras obras artísticas.

La sociedad no puede tener rincones desconocidos que no haya explorado la


literatura. Todos los esquemas literarios están conocidos y explorados y
convertidos en lugares comunes.

Algunos hemos tendido a huir de esos esquemas corrientes no empleándolos o


dándolos como un lugar común que no vale la pena de perfilar o de limar.

Las unidades clásicas de Aristóteles para la tragedia: unidad de acción, unidad


de tiempo y unidad de lugar, hay que reconocer que son evidentes y que no
pudieron tener ni en el lejano tiempo en que se formularon ningún aire de
descubrimiento. Todos los trágicos anteriores al filósofo griego habían hecho
sus tragedias sin pensar en esto, porque un asunto teatral exige, poco más o
menos, las mismas circunstancias.

Únicamente el tiempo puede no ser tan corto como el preconizado por los
antiguos, porque, sin detrimento de la obra teatral, pueden pasar entre acto y
acto días, meses o años.
Víctor Hugo, en el prólogo de su drama Cromwell, protestó en parte contra las
unidades famosas, sobre todo sobre la unidad de tiempo.

Por cierto que en este prólogo dice el poeta francés que el drama es un espejo
donde se refleja la naturaleza; frase que Stendhal atribuye al abate Saint-Real, y
la refiere principalmente a la novela. Yo no he leído nada de Saint-Real, y no sé
cómo es la frase con exactitud. La atribución de Stendhal de lo dicho por Saint-
Real a la novela es más exacta que la de Víctor Hugo al drama, porque no cabe
duda de que la novela, por su carácter de complejidad y de extensión, es más el
espejo de la época que el drama.
XII

La división de la literatura en la primera parte del siglo XIX en clásica y


romántica está bien; responde a un criterio sentido por la época de los que
querían una renovación y de los que no la querían. A un lado y a otro hubo
figuras eminentes, y el público siguió la contienda con pasión. Muchos años
después, en literatura y en las artes, el naturalismo produce gran interés y
curiosidad en la gente, y hay una parte que se decide por él, y otra que se pone
contra él. El naturalismo o el realismo da origen a obras importantísimas en
literatura y en las artes.

Después, a final del siglo XIX y principios del XX, comienza ya la invención
medio industrial de sistemas literarios y artísticos, y aparecen el simbolismo, el
modernismo, el decadentismo, el simultanismo, el dadaísmo, el cubismo, el
superrealismo, etcétera, etcétera.

Esto ya empieza a no ser nada. Son como discursos de sacamuelas. Cualquier


bohemio de café un poco audaz lanza un manifiesto, y se le une gente y tiene
sus partidarios. Lo mismo le pasa al que anuncia un específico para curar los
catarros o expulsar la tenia.

Claro que no todos los que se lanzan a patrocinar estas novedades son unos
farsantes; pero la mayoría, sí.
XIII

Yo le oí varias veces a Gustavo Kahn ejercer de pontífice explicando lo que era y


lo que debía ser la poesía del tiempo.

Creo que las tesis contrarias a las suyas se podían defender con motivos
parecidos. Todo lo que decía este pequeño judío engreído y soberbio tenía el
mismo aire de petulancia.

Mallarmé, defensor del simbolismo, era seguramente hombre para quien la


poesía debía de ser complicada y hermética. Lo sencillo, sin duda, no le
gustaba.

Algunos dicen que hay que leer a este poeta simbolista buscando la sonoridad y
el valor musical de las palabras. Entonces no puede ser estimado más que por
los franceses. Tampoco yo he comprendido bien el valor literario de Paul Valéry,
y supongo que para comprenderle habrá que saber muy bien el francés literario.

A mí, los versos de Mallarmé no me han entretenido nada. Algunos me han


dicho: «Hay que leerlos despacio. Hay que profundizar su sentido musical». Y
¿para qué? Yo comprendo que se profundice el estudio de algo que le puede ser
útil o agradable a uno; pero profundizar el estudio de lo que no le sirve para
nada me parece demasiado heroísmo.

Comprendo que un filósofo estudie a Kant, que un físico estudie a Einstein;


pero ¿estudiar a Mallarmé? ¿Con qué objeto? ¿Para hacer luego unos versos que
no los entienda nadie? Me parece demasiada abnegación para tan poca cosa.

Yo conocí, como he dicho antes en estas Memorias, a un discípulo predilecto de


Mallarmé, a Charles Morice. Hablé con él dos veces: en un banquete de una
cervecería de los grandes bulevares, cerca de la puerta de Saint-Denis, y luego
en casa de una señora francesa. Debió de morir poco tiempo después. En
ninguna de las dos veces que le oí hablar le entendí.

Me pareció complicado y nebuloso, como si no tuviera en la cabeza los mismos


conceptos que los demás.

A Charles Morice dedicó Verlaine una de sus más bellas poesías, la titulada
«Art poétique», que, a pesar de ser casi pedagógica, tiene estrofas tan
admirables como ésta:

Car nous voulons la nuance encore,


pas la couleur, rien que la nuance!

Oh!, la nuance seule fiance

la rêve au rêve et la flûte au cor.

En un número de una revista antigua de París que he encontrado entre papeles


viejos he visto este soneto de Verlaine, dedicado a Charles Morice, que tiene
también el carácter complicado de todo lo simbolista y que es curioso, y que no
recuerdo haber visto reproducido en otras partes. Estará, probablemente, en las
obras completas de Verlaine, que yo no las tengo. El soneto dice así:

A Charles Morice

Imperial, royal sacerdotal, commen une

République Française en ce Quatre-ving-treize;

brûlant empereur, roi, prêtre dans sa fournaise,

avec la danse, autour, de la grande Commune;

l’étudiant et sa guitare et sa fortune

à travers les décors d’une Espagne mauvaise,


mais blanche des pieds nains et noire d’yeux de braise,

héroique au soleil et folle sour la lune;

néoptolème, âme charmante et chaste tête,

dont je serais en même temps le Philoctète

au coeur ulcéré plus encore que la blessure;

et, par un conseil froid et bon parjois, l’Ulysse;

artiste pur, poète où la gloire s’assure;

cher aux femmes, cher aux lettres, Charles Morice.

Algunos de los simbolistas a quienes hablé de este soneto tan complicado me


dijeron que a ellos no les gustaba, porque lo encontraban demasiado claro.
SEXTA PARTE

DESPREOCUPACIÓN

A mí no me interesan gran cosa las teorías estéticas, y si las tengo, como casi
todo el mundo que se ocupa de cuestiones literarias, no intento sistematizarlas.
¿Para qué? De todos modos, lo que se acerca a reflejar la vida me atrae.

A mí, la estética, en el sentido de dar reglas para la belleza, es algo que no me


llama la atención. Ahora, el análisis de una obra por lo que tiene o deja de tener,
sí me interesa.

Esto es la crítica; que puede ser de finalidades diversas.

La crítica se presta mucho a la malevolencia y a la envidia. Si a eso se une la


vulgaridad, entonces es un desastre.

Se ve que los críticos han tendido a juzgar las obras literarias desde un punto de
vista técnico, gramatical.

A estas normas han añadido algunos la preocupación ética. Así han acertado
pocas veces, casi nunca. La falta de acierto de la crítica permitió en nuestro
tiempo, en literatura y en pintura, que brotasen y floreciesen aberraciones como
el dadaísmo, el superrealismo y el cubismo y otras entelequias aburridas.

A veces tengo la fantasía de querer demostrar que no he cambiado de ideas.

Ya comprendo después que con esto no voy a convencer a nadie, porque


muchos creerán que la consecuencia no es más que la pertinacia en el error. De
todas maneras, a mí me gusta mostrar esta consecuencia, más literaria que
política, y copio aquí un artículo publicado en un periódico de Madrid hace la
friolera de cuarenta y ocho años, en que parece que tengo el mismo criterio que
ahora. Se ve que los tópicos de la literatura no han variado mucho.
II

FIGURINES LITERARIOS

«Uno de los caracteres de nuestra época es la rápida digestión de los ideales.


Hay en la atmósfera moral de este fin de siglo un fenómeno tan enérgico de
descomposición, que las ideas, las utopías, las fórmulas metafísicas,
desaparecen y se digieren con una rapidez inverosímil.

»El arte pierde su rumbo, y, desorientado como una brújula sin imantar, se
mueve con una actividad loca. Como el enfermo intranquilo, busca y no
encuentra una postura que le suministre el reposo.

»Hay un sinfín de incidencias y de corrientes artísticas. El arte y la literatura


varían como la moda. Seguir la moda en el traje es ser elegante; seguirla en
literatura es ser modernista.

»El modernista, el adorador de lo nuevo, no encuentra, como el elegante, una


sola moda que adoptar, sino muchas en el mismo momento; y para seguirlas
todas a un tiempo, ha aceptado una palabra, la voz inglesa snob, que le permite
en literatura, por ejemplo, ser simbolista con Ibsen, socialista místico con
Tolstói, humilde con Maeterlinck, decadente con Wilde, luciferino con
Huysmans y egotista con Nietzsche.

»Snob, en una acepción antigua dada por Thackeray, significa algo como
pedante, afectado, diletante sin gusto artístico; pero el uso ha hecho variar de tal
modo el sentido de la palabra, que actualmente decir de uno que es un snob, casi
más bien es una alabanza que un dicterio.

»Ser snob hoy es ser amigo de lo extravagante y de lo extraño, un poco por


afición y un mucho por distinguirse del común de los mortales. El simbolismo,
el botticellismo, las ciencias ocultas, la magia negra…, han sido y siguen siendo el
caballo de batalla de los snobs.

»En España, el snobismo no está todavía desarrollado; pero lo estará dentro de


poco gracias al trabajo de algunas buenas almas que se encargan de ilustrarnos
contándonos las últimas tonterías abracadabrantes de París y la vida y milagros
de todos los ratés, más o menos geniales, que pululan en las tabernas de
Montmartre.
»Con el snobismo tendremos también el smartismo, que representa la tendencia
individual en el traje, opuesta a la socialista de la moda.

»Los caracteres más salientes del snob son la intransigencia y el egotismo.


Ruskin, el maestro de la estética moderna, es un intransigente; siguiendo a ese
didáctico, el snob no admite términos medios: si Botticelli es bueno, Velázquez
tiene que ser malo; si Wagner es un genio, Rossini tiene que ser un imbécil. De
este criterio tan absoluto nace ese culto por el yo que actualmente llaman
egotismo.

»Uno de los tipos del snob, el más clásico, es el decadente. No es decadente todo
el que se lo propone. Primeramente se necesita tener pelo, porque es casi
indispensable una larga y sedosa melena; además, exige esa postura una sonrisa
sardónica y una mirada impasible. Con hablar poco, pausado y sin acento,
mezclar en la conversación el arte japonés, D’Annunzio, las damas del
Renacimiento, Botticelli, las catedrales bizantinas, Leonardo, los placeres
satánicos y las voluptuosidades macabras, se puede sentar plaza de decadente.
Unos cuantos artículos o narraciones hechos con escuadra, plomada, compás y
otros instrumentos por el estilo, forman el lastre necesario para que el
decadente pueda navegar por los mares literarios.

»El más importante, después de éste, es el snob algo simbolista entusiasta de


Ibsen; pero, sobre todo, de Mallarmé.

»El simbolista se dedica a la poesía en prosa o en verso, y tiene una ventaja


sobre los demás poetas, que lo mismo le da expresar una idea que no decir
nada. Reúne una colección de palabras bonitas y quiere convencer de que
expresan mucho; uno de ellos invitaba a un amigo a profundizar esta frase
suya: “En las auroras blancas, las arpas doradas de los espíritus divinos y de las
almas celestiales gemían bajo el peso de los grandes pensamientos de la
sombra”.

»El simbolista, como el decadente, suele dar tres y hasta cuatro golpes de
adjetivo. Si habla del sol, dice todo seguido: radiante, brillante, refulgente,
escintilante… El simbolista tiene, en vez de cerebro, un aparato productor de
adjetivos.

»Tras del snob simbolista, viene en importancia el irónico; la ironía siempre en


los labios, como don Félix de Montemar, y el látigo en la mano…, fustigando la
sociedad implacablemente, diciendo crudezas a todo el mundo con la sonrisa
sardónica estereotipada en el rostro, como un personaje de Montepín.

»Otro caso de snobismo curioso es el del fuerte, el que se alimenta con la filosofía
de Nietzsche, que es detrito de la filosofía de Schopenhauer. El fuerte no tiene
más moral que su yo; es un carnívoro voluptuoso, que vaga libremente; pero, a
pesar de su ferocidad pensada, es un pobre hombre. Le pasa al fuerte como a
esos maridos que se las echan de terribles fuera de casa, y en ella, su mujer les
hace guisar y hasta hacer las camas.

»Como contraste con el fuerte, está el snob piadoso y humilde. El piadoso imita
la postura de Tolstói; la piedad es su manía, una piedad puramente intelectual,
que no llega a manifestarse nunca exteriormente. Su piedad desaparece desde
que deja de escribir o de hablar.

»El snob humilde tiene mucho parecido con el anterior.

»Su humildad corre parejas con la piedad del otro; es una postura humilde que
disfraza bastante mal la soberbia y la vanidad. El humilde es algo místico y algo
anarquista.

»Maeterlinck, con sus supercherías, es su jefe. Su preocupación es aparecer


como un vagabundo, como uno de esos errantes que recorren las carreteras.

»Respecto a los modernistas en pintura, a los que visten el último figurín en ese
arte, hay que convenir en que son algo más modestos en lo que cabe que los
literatos.

»Se contentan con pedir el agua de añil a la lavandera, para bañar sus cuadros,
y que les digan que pintan bien.

»En cambio, los snobs de la literatura no quedan satisfechos mientras no se los


llame genios, lumbreras o cosa por el estilo. Son los más insoportables poseurs
de este mundo, el más insoportable de todos los mundos.

»P.B.»

Como decía, se ve aquí, por este artículo, que en medio siglo he variado poco en
opiniones sobre la literatura.
III

Ve uno, quizá sin razón, un fondo de celos, de rencor y de envidia en la pasión


igualitaria de la democracia, tal como se siente en la práctica.

Fuera de la política, parece que la envidia, el resentimiento, la cólera son


mayores en el mediodía que en el norte. Los pueblos meridionales tienen con
frecuencia una envidia proteica, cósmica, sin objeto, que no depende de nada
exterior, que más bien busca un pretexto fuera para mostrarse. Esta envidia es
una enfermedad como el artritismo o la neurastenia, de otra índole y de otros
caracteres.

Se manifiesta por una alarma ante pequeños éxitos ajenos, de una manera
verdaderamente cómica. Yo he conocido a algún literato y a algún artista que, al
hablar delante de él de una mujer muy guapa, o de un hombre muy alto, se
desazonaban.

El que siente esa desazón, lo mismo se irrita contra un político y contra un


escritor que contra el contratista de un cuartel o el capitán de carabineros del
pueblo.

Eugenio Sue escribió una larga novela titulada Los siete pecados capitales, en la
cual intentaba demostrar que los llamados pecados capitales son fuerzas,
elementos de vida. Sería difícil demostrar que la envidia es un elemento de
vida.

En la infancia y en la juventud se comprende más la envidia y los celos que en


la vejez. La envidia es una pasión innata que se da hasta en los animales. Se dice
que hay perros que mueren de envidia.

Se explica al chico envidioso de su hermano, al pobre del rico, al tonto del listo
y al feo del guapo. Cuando la mujer irrumpe en la vida del hombre o el hombre
en la de la mujer, la envidia y los celos llegan a la carrera. Al menos los
meridionales, no podemos dejar de sentir una impresión de celos, si en la época
de los amores estamos entre los fracasados y enfrente de los afortunados.

Ese tipo de hombre del norte, que ve a la mujer preferida hablando con
entusiasmo con otro y que le mira con tranquilidad, al parecer real, es difícil de
comprender entre nosotros; tan difícil de comprender es el caso tratándose del
hombre enamorado como de la mujer apasionada.

En los pueblos del norte es frecuente el hecho de la aceptación; el joven lo


explica diciendo: «Sí, mi novia es amiga de Fulano».

El caso contrario se da lo mismo.

Sin embargo, no es lógico pensar, dado el carácter exclusivista de las personas


jóvenes, que una mujer o un hombre prefieran hablar con otro que con su novio
o con su prometida.

El abate Bordelon, en su libro Diversidades curiosas, cita varios casos de celos


exagerados.

Un alemán estaba celoso del agua donde se lavaba las manos su mujer. Otro no
quería que la que él amaba tuviera en su alcoba un cuadro que representara la
figura de un hombre.

Un celoso, en una comedia de Plauto, conviene con su querida que no invocará


jamás en sus oraciones el nombre de los dioses, sino de las diosas. Por los celos,
los sirios han establecido la costumbre de que las mujeres se confiesen con las
mujeres. Acosta escribe que esta confesión de sexo a sexo se practicaba en los
antiguos tiempos en el Perú, y que el rey no se confesaba más que con el sol.

La envidia y los celos, dentro de la vida sentimental, parecen condiciones de la


naturaleza humana. La envidia intelectual es más rara, aunque ha sido un lugar
común señalarla entre escritores, artistas, actores, médicos, etcétera.

Yo he visto hace muchos años a un cómico, en un teatro de Madrid, que lloraba


porque aplaudían a otro. Se hubiera comprendido esa pasión de ánimo si los
dos hubieran sido rivales en hacer un papel noble que entusiasmara a la gente;
pero no; eran dos característicos casi payasos, que hacían reír. Un hombre que
hace reír parece que debe de estar muy próximo a reírse del público; pero, sin
duda, no es así. En la vejez, la envidia intelectual no puede ser patrimonio más
que de enfermos o de gente que tenga una fuerte ambición, más o menos
secreta.
IV

El hombre que con los años se inclina un poco a la soledad y al aislamiento, yo


supongo que no puede creer gran cosa ni en la agudeza literaria y artística del
pueblo ni en la justicia social.

Al viejo se le habla de éxitos artísticos, políticos y literarios, y tiende a encogerse


de hombros. ¡Cuántos éxitos falsos no ha presenciado!

Yo, al menos, en el tiempo ya largo que llevo de curiosidad literaria y artística,


he visto que casi todo lo que se ha elogiado al salir de la prensa o del taller
como una obra maestra, luego ha ido languideciendo y se ha quedado en nada.
Lo que parece más definitivo, con más condiciones para luchar contra la acción
del tiempo, es lo que más pronto se olvida.

Ahí está el caso del drama Cyrano de Bergerac, de Rostand, y de las novelas de
D’Annunzio. ¿Quién se acuerda de ellos? Juzgamos con el gusto del tiempo, y el
gusto cambia.

El otro día, paseando con un amigo, yo le decía:

—Muchas veces yo me pregunto: si ahora nosotros, que ya somos viejos,


viéramos levantarse a nuestro lado un escritor joven de la fibra de un Nietzsche,
de un Dostoyevski o de un Tolstói, que, naturalmente, sería otra cosa por ser de
otra época, ¿usted cree que lo comprenderíamos?

—Yo creo que no —contestó el amigo rotundamente—; es más, quizás a ese


escritor joven le tengamos delante y no le veamos.

—Sí, es muy posible lo que usted dice —afirmé yo—. La verdad es que no
comprendemos más que lo muy próximo a nosotros, lo que está en nuestro
ambiente y tiene la luz a la que estamos acostumbrados. Probablemente, a un
chino ilustrado, obras como Madame Bovary, Ana Karenina o Los hermanos
Karamazov, que a nosotros se nos figuran trágicas, le parecerán tonterías
insignificantes.

Yo conocí una estudiante de Shanghai, en París, que estaba estudiando


literatura inglesa. Le pregunté si le divertían las novelas de Dickens, y me
contestó muy en serio que no, que las leía y las anotaba; pero que no le hacían
ninguna gracia.

Yo me reí bastante con esto.


Dentro de nuestra atmósfera, nuestras clasificaciones y juicios actuales no son
tampoco muy firmes, y no vale la pena de tomarlos en serio. El porvenir dirá su
última palabra sobre lo actual, si es que le interesa. «Al posteri l’ardua sentenza.»

Por otra parte, a nosotros no nos debía preocupar mucho el porvenir, que es un
bastidor lejano e inseguro en la decoración del momento.

El escritor, el científico o el artista, que se irrita y se exaspera por un juicio más o


menos injusto sobre él, es un poco cándido.

¿A quién no se le ha atacado injustamente? ¿A quién no se le han reprochado


defectos que no tenía?

Actualmente no es en la zona literaria y artística donde se dan más la envidia y


los celos, sino en la política. Nos asomamos a una reunión política, y se nota
que chorrea la envidia.

El demócrata revolucionario tiende siempre a envidioso, unas veces con razón,


porque se encuentra ante una desigualdad; otras, sin ella. El reaccionario es
también envidioso, siente que debajo de él hay gente que le quiere minar el
terreno y quitarle los privilegios.

Al defender el uno la igualdad casi absoluta como ideal, atrae fácilmente la


envidia. Tiende a hacer creer que toda superioridad es una ofensa para los
demás, que no hay diferencias cualitativas entre los hombres, y que si las hay,
esas diferencias son tan ofensivas, que se deben hacer todos los esfuerzos
posibles para borrarlas. El reaccionario se siente tan molesto como el demócrata,
porque todo cambio y toda agitación le parecen contra él y que le minan el
terreno.

Se quiera o no se quiera, como hay chatos y narigudos, altos y bajos, rubios y


morenos, habrá hombres buenos y malos, listos y torpes, superiores e inferiores,
se opongan los demócratas o los reaccionarios, y siempre será posible que el
hombre de abajo suba, y el de arriba se hunda.
V

Yo no creo que haya que practicar el culto del héroe a lo Carlyle; pero sí creo
que las superioridades verdaderas no molestan ni ofenden mirándolas de cerca.
¿Por qué ha de molestar que Haydn, Mozart o Beethoven fueran muy
inspirados? ¿Por qué ha de inquietar el humor de Dickens, la tragedia honda de
Dostoyevski, la serenidad de Tolstói o la gracia de Paul Verlaine?

No son princesas altivas con las que no se puede dialogar, sino voces que se
avienen a contar sus secretos en la sala elegante como en la buhardilla pobre.

En la pequeña vida cotidiana nuestra, una de las cosas que ofende a muchos es
la afición fuerte por algo.

Yo muchas veces he oído este diálogo en la casa de algún amigo que ha reunido
con el tiempo una mediana biblioteca:

—¿Cómo ha reunido usted tantos libros? —pregunta el visitante—. Habrá usted


gastado mucho dinero.

—No, menos que si hubiera ido al café o al teatro. Los he ido comprando en
librerías de viejo.

—Es extraño. Yo no veo nada interesante cuando voy a las librerías de viejo o a
las ferias de libros.

—¡Ah, claro! Usted irá una vez o dos al año. Yo he ido, en algunas temporadas,
todos los días.

Esta superioridad de la pura afición por una cosa sin importancia parece a
algunos vagamente ofensiva. No se comprende por qué.

Todo el que tiene afición por algo consigue algo, aunque no tenga medios; el
filarmónico oye música, el filatélico reúne sellos, y al que le gusta la prehistoria
ve cuevas, hachas de piedra o punzones. El que quiere ser un donjuán tiene sus
pequeñas aventuras y acompaña a alguna dama, más o menos otoñal o más o
menos favorecida.

En la primera y única controversia de crítica de masas que hubo en el Ateneo,


en donde yo discutí con elementos comunistas, uno de éstos me decía:

—Usted habrá escrito esto o lo otro; pero, si lo ha hecho, es porque le han dado
medios.

—No, yo he escrito lo que he escrito, bueno o malo, porque tenía afición. Hoy es
fácil en España y en todas partes proporcionarse libros gratis en las bibliotecas;
lo difícil es tener afición decidida por algo. Ahí está el caso del entomólogo
Fabre. Fabre no tenía medios de ninguna clase, pero tenía voluntad y afición y
paciencia para estudiar la vida de los insectos, y la estudió. Otro, en las mismas
condiciones que él y viviendo en un pueblo pequeño, se hubiera dedicado a
politiquear y a chismografiar en las tiendas y en los portales.

Nuestros demócratas exaltados no quieren reconocer la acción de la voluntad y


su eficacia.

Yo he visto en algunos pueblos industriales del País Vasco, antes de la crisis


actual, familias obreras que reunían con sus jornales una suma respetable
entonces, de treinta o cuarenta pesetas. Sin embargo, algunas de estas gentes, la
mayoría, no eran capaces de hacer estudiar a los hijos y de perfeccionarlos en
una técnica. Se comían y se bebían el jornal, sin gloria. En cambio, en otros
hogares con menos recursos, pero con espíritu emprendedor y burgués, sacaban
a flote a los hijos hasta colocarlos en una situación más alta. No es cuestión
saber ahora qué es mejor ni qué es peor desde un punto de vista social; lo
indudable es que es distinto en procedimiento y en tendencia.

A mí, la acometividad para ganar, para triunfar, para gozar de la vida, me


parece bien; ahora, el entusiasmo por el dinero mal adquirido o por la posición
inmerecida me parece una ruin e innoble manifestación espiritual. Es cosa
propia de gente baja y mezquina.

El espíritu de ambición y de continuidad es algo importante y laudable, como lo


es también la afición decidida y firme.
VI

A algunos obreros he contado yo grosso modo, y lo más dramáticamente posible,


los trabajos de Darwin, de Mendel y de Claudio Bernard; la discusión sobre la
generación espontánea entre Pouchet y Pasteur, y la lucha científica entre la
Comisión francesa y la alemana cuando el cólera en Egipto, hace más de sesenta
años, que terminó con el descubrimiento del bacilo Virgula por Roberto Koch.

En vez de producir cierta curiosidad y entusiasmo, he oído replicar


estúpidamente: «Si a nosotros nos dieran medios, haríamos lo mismo».

¡Qué íbamos a hacer! Para ello se necesita tener, además de un gran talento y de
una gran imaginación, una afición decidida y una serie de años de estudios.

La envidia política y social se dirige casi siempre más al próximo que al lejano.
El escritor bastante próximo al obrero es de los tipos sociales poco gratos y poco
simpáticos para él.

La idea de que hay una gloria literaria, más o menos fantástica, hace rechinar
los dientes al rencoroso. El que se considera postergado cree que el escritor
tiene una oficina preparada para toda clase de traiciones.

Los políticos y los burócratas piensan con frecuencia lo mismo. De su medio


social sale muchas veces la predicción, que quiere ser fatídica, de que se acaba
la literatura popular, de que ya no se podrán hacer novelas ni escribir versos.
Oradores y oficinistas quieren sustituir la novela por los artículos de periódico;
el folletín, por las conferencias, y Don Quijote o el señor Pickwick, por el
discurso del señor Pérez o Fernández.

A mí, aunque esto fuera cierto, que no lo es, no me interesa gran cosa. Cuando
se llega a viejo se dedica uno a releer más que a leer.

En el naufragio literario de la época moderna, no tan temido como deseado, el


político hace la salvedad del teatro, porque éste es espectacular y sitio donde el
diputado puede lucirse en un palco al lado de una señora, más o menos gorda y
más o menos elegantemente puesta.

El obrero demócrata y comunista abomina también de la literatura: es político y


ve en la política una posibilidad de encumbrarse que no encuentra en la esfera
literaria, y menos en la científica.

En este carácter de hostilidad por la literatura se encuentran de acuerdo


reaccionarios y revolucionarios; los unos y los otros quieren acabar con el pájaro
de colores que vuela libremente y que a veces sabe cantar y sorprender en
medio de los discursos farragosos y las vulgaridades políticas.

Es evidente que por las reflexiones filosófico-morales no se va a dejar de ser


celoso y dominado por la bilis. Si el estómago o el hígado funcionan mal, se será
envidioso, con motivo o sin él; el blanco del ojo estará amarillo y los labios
tomarán un pliegue amargo y triste.

Con relación a la pasión igualitaria colectiva y al deseo de lucirse entre los


políticos, hay que tener en cuenta que un Congreso o una Cámara, por muy
democrática que sea, es un recinto muy pequeño para los millones de
habitantes de una nación; que la cucaña para subir a él estará cada vez más
resbaladiza y más difícil, y que el número de gente con alma de cupletista es
infinito, lo cual quiere decir que los rivales en el campo de la política formarán
siempre una legión inmensa.

Además, la gente se entiende con dificultad, no sólo porque le mueven intereses


contrarios, sino porque tiene inclinaciones opuestas.

Una señora de la aristocracia estaba separada del marido porque no le podía


soportar y le parecía muy pesado. Años después, viviendo los dos en la misma
ciudad, el marido cayó gravemente enfermo y le rogaron a la mujer que fuera a
verle, porque quería hablar con ella. Ella fue, entró en la alcoba y habló con su
cónyuge unos minutos, y al salir le preguntaron amigos y parientes, creyendo
que estaría emocionada:

—¿Qué tal?

—Ese hombre…, siempre tan pesado —respondió ella.


VII

Del estilo en música, yo no puedo hablar, porque no soy un aficionado y no


tengo una idea clara de ello. Me falta cultura musical.

Mi idea, que no he leído en ninguna parte y que creo que no tendrá ningún
valor, es que la música ha evolucionado más tarde que las demás actividades
artísticas y que su evolución, cuando le ha llegado el momento, ha sido más
rápida.

Esta sensación de elegancia, de claridad, de maestría, por ejemplo, de Haydn,


¿de dónde viene? No lo sabemos. Pero ¿lo saben los técnicos? Al menos, si lo
saben, no lo explican.

¿Por qué, por ejemplo, Haydn, cuya existencia artística será treinta o cuarenta
años más antigua que la de Mozart, nos da la impresión de más del siglo XVIII
que la de éste? ¿Qué son esos años en un arte tan viejo como la música?

Evidentemente, la música se ha debido de desarrollar con mucha más rapidez


que las demás artes en la época moderna. Porque, si hay un lapso de tiempo
corto que parece largo por sus resultados, entre Haydn y Mozart, ocurre lo
mismo entre Mozart y Beethoven. Entre los dos grandes músicos parece que
han ocurrido muchas cosas, no en política o en filosofía, sino en la misma
música. Lo que ha ocurrido, si es que ha ocurrido algo, no nos lo han explicado
claramente ni los aficionados ni los técnicos, sea por falta de curiosidad o de
competencia.

Hay una escala de mutaciones entre Mozart, Beethoven y Wagner.

Esto, para el profano, puede tener una explicación que quizá no sea la auténtica.

Se podría decir, hablando como un profano sin conocimientos, que hay una
música en que ésta domina a la palabra, como en Mozart, y otra que no la
domina.

Todas las melodías del Don Juan o del Matrimonio de Fígaro dominan a las
palabras y las avasallan. Esas arias y esos dúos, cantados con frases en camelo,
serían igualmente encantadores.

Otra condición que tienen, y esto se lo he oído decir a un músico muy


inteligente, es que todas esas fiorituras, que parecen caprichosas, no se pueden
cambiar, y el tenor o la tiple que quisiera hacerlo para halagar al público,
fracasaría de una manera rotunda; en cambio, en Wagner, las palabras dominan
en gran parte la música, y sin ellas ésta no tendría una significación completa.

Después de Wagner, parece que el horizonte musical se cierra y se agota la


evolución de la música, que se verifica en un tiempo muy corto.

Se habla de muchos músicos actuales, pero los que más y los que menos son
músicos folkloristas. Yo creo que pudiendo aprovecharse de motivos de música
popular, cualquier técnico hace música buena teniendo conocimiento, como un
escritor hará una colección magnífica de romances y de historias si se le
permitiera tomar lo popular y darlo como suyo.

En esto de la música, los críticos que yo he conocido no han dicho, por ahora,
nada más que pedanterías.

A mí, al menos, me parece evidente que la música ha quedado casi estancada


hasta el siglo XVIII y que de pronto ha tenido una evolución rápida, fulminante,
que la ha dejado completamente estéril.

Puede que con el tiempo se sienta de nuevo fecunda.

¿Quién lo sabe? Por ahora, al menos, parece que no ocurre esto.


SÉPTIMA PARTE

EL AZAR

En alguna parte ha dicho Voltaire: «La sagrada majestad del azar lo rige todo».

Al azar se le podrá dar otro nombre: hado, casualidad, suerte, fortuna o destino;
pero cualquier nombre que se le dé es igual.

Es lo fortuito, lo que no está claramente motivado, lo inesperado. Llamar a esa


contingencia de un modo o de otro no significa nada. El hecho es que existe en
nuestro pensamiento. Para la razón pura y científica, esa contingencia podrá no
serlo y tener sus motivos bien determinados, pero eso nada nos importa.

Dicen que la palabra azar es un galicismo. No sé por qué. La palabra azar debe
de ser de origen árabe, y existe en francés, en inglés, en italiano, en casi todos
los idiomas.

Para indicar lo fortuito, a mí me parece la más justa. El destino, o la suerte, o el


dominio de lo fortuito, ¿quién puede decir que no existe?

Lo que no existirá será un destino trazado de antemano.

«Da fortuna a tu hijo y échale al mar.» Este refrán español lo cita Schopenhauer
con fruición. Seguramente, un sino como en el drama del duque de Rivas no
existe; pero destino, sí.

No hay suerte, dicen algunos moralistas.

Es una manera de hablar. Para la gente, la hay. Todo debe de tener una
explicación razonable. Las acciones, como las intenciones, son muchas veces
difíciles de comprender y de cambiar.

La vida y el éxito siempre tienen mucho de fortuna y de suerte.

El azar no es más que el nombre de un proceso de causas desconocidas que no


podemos seguir ni aquilatar, y que nos sorprende por sus resultados.
Se ven hombres que caen de una alta fortuna por los mismos motivos que los
habían hecho subir, dice La Bruyère.

La fortuna no tiene ninguna justicia, ni ahora ni nunca. Los que andan en el


torbellino del mundo suben y bajan por casualidad.

Un señor prepara un viaje, para él importante; tiene su billete, llega a la


estación, y se encuentra con un empleado suyo que le dice que tiene que aplazar
el viaje. El hombre se va de la estación incomodado, refunfuñando por su mala
suerte. A otra persona que había ido a tomar un billete le han dicho que no
había plaza, que tenía que esperar hasta la noche. El viajero se incomoda, y le
dicen que espere por si hay algún sitio vacante, y antes de salir de la estación le
avisan que hay un asiento libre. El hombre toma el tren satisfecho. Al día
siguiente, el viajero que no pudo salir lee en el periódico el relato de una
catástrofe ferroviaria. El tren donde iba a ir ha descarrilado. Él se ha salvado, y
se frota las manos de satisfacción por no haber ido en el tren.

Es difícil pensar que un hecho así tenga un carácter moral. Es un hecho fortuito
al que no se le puede dar significación ética ninguna.
II

Hay descubrimientos científicos que se han realizado a fuerza de pruebas y


ensayos, y otros que han aparecido como por generación espontánea. Lo mismo
ha pasado con las teorías científicas. Copérnico dio su teoría solar completa y de
golpe.

Naturalmente, todo tiene que estar determinado y relacionado; pero cuando


una relación de causa o efecto se presenta a nuestros ojos de una manera súbita,
nos sorprende. La manzana que cayó a los pies de Newton, que le inspiró la
idea de la gravitación, cayó millones y millones de veces delante de otros
hombres y no produjo en ellos ninguna idea de la atracción de los cuerpos.

Sólo en aquel momento Newton estaba en disposición de pensarla y de


exponerla.

Se cuenta que Newton llevaba mucho tiempo estudiando la teoría del


movimiento de los planetas del gran astrónomo alemán Kepler, que, al parecer,
era un genio extraordinario.

Por este tiempo se declaró la peste en Londres, y Newton, huyendo de la


epidemia, se refugió en una finca suya de Woolstrop. Estaba en su huerto,
sentado junto a un manzano, pensando en su teoría de los planetas, cuando una
fruta del árbol cayó a sus pies. La caída de la manzana avivó sus pensamientos,
y tuvo la intuición de la gravitación universal, que después comprobó y explicó
por el cálculo.

Se asegura que, cuando preguntaron a Newton cómo había encontrado la ley de


la gravitación, contestó que a fuerza de pensar en ella.

Se dice también que el gran físico inglés estimaba poco sus trabajos y que
aseguraba que él era como un niño ocupado en recoger las piedras en la orilla,
mientras el inmenso océano de la verdad se extendía inexplorado ante él.

Newton era de esos grandes sabios que tienen la intuición y el trabajo. Quizá
para los hombres geniales es más fácil hacer un gran esfuerzo una vez que tener
perseverancia. La perseverancia en el trabajo puede venir de eventualidades en
la vida.

Galvani, como se sabe, fue el precursor de la electricidad dinámica más bien por
casualidad que por otra cosa. Galvani era médico y profesor de anatomía de la
Universidad de Bolonia. El descubrimiento de la electricidad dinámica hecho
por Galvani se ha contado de varias maneras.

Él parece que lo contó también.

Hacia 1762, la mujer del anatómico italiano, enferma del pecho, tomaba como
remedio un caldo de ancas de rana; Galvani se ocupaba él mismo de preparar el
cocimiento. Una vez había puesto el caldo sobre el tablero de una máquina
eléctrica con los restos de los batracios, y alguien notó que, cuando funcionaba
la máquina, si se tocaba con la punta de un cuchillo los nervios de las patas de
las ranas, éstas se contraían violentamente. Galvani supuso que había en los
animales una electricidad particular, y escribió una memoria sobre la
electricidad, que dirigió al abate Spallanzani, naturalista y físico importante.

Años después, Volta comprendió que la electricidad animal descubierta por


Galvani era la misma que la física.

La electricidad estática se abandonó porque apenas tenía aplicación, y se


insistió en la dinámica, que ha producido la revolución industrial del mundo.

La electricidad estática, que se produce por frotación de los cuerpos, ha sido


estéril, y la dinámica, conseguida al principio por una acción química, ha
revolucionado la industria moderna.

Otros mil descubrimientos se han obtenido por la intuición y por el trabajo.


Miguel Servet tuvo la idea de la circulación de la sangre, y Harvey la describió
sin dejar duda ninguna de su realidad.

Muchas teorías, sobre todo las que se ocupan de fenómenos de la vida, no


tienen nunca gran seguridad y están siempre expuestas a la revisión. Aquí el
terreno es inseguro, y la matemática no vale. Naturalmente, cuando los hechos
tienen una forma matemática, su resolución es siempre más fácil que cuando
tienen una forma caprichosa y arbitraria.

En las invenciones literarias, como en las científicas y en las artísticas, todo tiene
que venir de algo. No puede ser otra cosa ni en la ciencia ni en la literatura ni en
nada.

Se dice que Daniel Defoe, que era, evidentemente, un gran escritor, se inspiró
en las relaciones de un marinero llamado Alejandro Selkirk, que pasó cuatro
años solo en la isla de Juan Fernández, y que había vuelto a Inglaterra en un
barco. Esto se consideró como algo que amenguara el mérito del autor del
Robinsón.

¡Qué pobres simplezas! Aunque fuera verdad, ¿qué importa eso? ¿Y qué mérito
le puede quitar a Defoe?

Con este criterio, nadie sería nada ni nadie tendría merecimientos.


III

Las manifestaciones del azar tienen que ser innumerables.

Una colonia de emigrantes va a un valle fértil. Cada pareja se hace dueña de


una tierra, que da ampliamente para vivir, y de una casa.

Luego, cada pareja sigue una suerte distinta. Una es de gente trabajadora, y
tiene un hijo o dos, que se hacen ricos. Otra es de gente trabajadora y con
muchos hijos. Los hijos viven, porque son trabajadores; pero viven con
comodidad y con cierta holgura.

Un matrimonio es de gente poco trabajadora y con dos o tres hijos, que pueden
vivir con estrechez.

Hay parejas que no son activas, sino perezosas, y con muchos hijos, y éstos
tienen que ser criados o mendigos.

¿Quién tiene la culpa? Nadie. A ver quién lo arregla y cómo. Porque aquí no se
trata de un capricho de la suerte ni de una tradición histórica, sino de un hecho
fisiológico. ¿Se va a sacrificar al trabajador en beneficio del holgazán, al útil por
el inútil? No parece justo ni natural.
IV

Mussolini publicó hace años un libro sobre el fascismo, en donde no se decían


más que vulgaridades y se glorificaban el Estado y la guerra.

Asegura que quiere la libertad del Estado y del individuo dentro del Estado.
Todo esto es pura palabrería. Si el Estado tiene libertad absoluta, esta libertad
no puede ejercerla más que con relación al individuo y con frecuencia contra el
individuo. El individuo aceptará con gusto un Estado que le proteja; pero un
Estado que le coarte y que se sienta como una personalidad independiente,
¿cómo lo va a aceptar con gusto?

En general, la acción del Estado va contra el individuo, y el predominio del


individuo, contra el Estado.

Según Malthus, los alimentos crecen en progresión aritmética, y la población, en


progresión geométrica. Yo no creo que esto sea de una certeza matemática. No
creo que haya nada vivo en la naturaleza que sea matemático. La matemática no
existe más que en el papel.

Que la población crece más que los medios de alimentarse, me parece exacto.
Habrá zonas malas, en donde la población tenderá a desaparecer; pero ésas, si
tienen alguna base de minas o de otros elementos, no tendrán problema.

En general, la población sube. Ahora, ¿qué se hace con el exceso? Eso no lo ha


resuelto nadie.
V

Las intenciones se van modificando por los conocimientos nuevos, por el


ambiente y por el azar.

A mí me han reprochado el haber escrito una novela titulada César o nada, como
si fuera una defensa y una anticipación del fascismo. No hay tal cosa. Lo que
ocurre es que yo creo que, como dice Saint-Real, la novela es un espejo que se
pasea por un camino, y el autor debe mostrarse un tanto separado de la moral
de la cuestión y mirar con cierta serenidad las fuerzas que deben encontrarse
una contra otra, y ver la posibilidad de éxito de una de éstas.

Esa técnica de considerar una relación novelesca como el espejo que se pasea
por un camino, a mí me la han impugnado algunos críticos.

Yo creo que lo más importante que se puede oponer a un procedimiento así es


señalar la imperfección del aparato que refleja, pero no la tendencia.

El antiguo crítico de ABC López Prudencio, que escribió críticas de libros muy
amables y elogiosas para mí, me reprochó varias veces el dar una nota agria y
pesimista en mis novelas, sin tender la vista más allá de los acontecimientos.

Habla con este criterio de algunos libros míos, dos de ellos dedicados a la vida
de marinos vascos del siglo XIX.

Así, dice en un artículo:

«El conocido aventurero del novelista, esta vez se duplica —acaso sería mejor
decir se multiplica—, y a las dos versiones acompañan otras varias, que parecen
satélites de estos dos astros principales. Son dos aventureros vascos. Un Embil,
el autor de este diario de navegación, y el capitán Chimista. La aventura por la
aventura; y en el fondo, el desolado vacío de las absolutas negaciones que
palpitan siempre en los peregrinajes de este escritor por los campos de la
fantasía.

»A1 cabo de esta larga, procelosa y sorprendente cadena de desafíos al Destino,


de victorias sobre los más pavorosos peligros, de rupturas con todas las
ataduras que puedan encajonar los espíritus en moldes ancestrales, tenidos por
inviolables, se siente una honda decepción, llena de fatiga y desaliento. ¿Para
qué todo esto?

»¿Cuál es la fuerza estimulante de este dinamismo irreprimible? El aventurero


de Pío Baroja camina siempre sin norte, sin ensueños. El tedio del ocaso, en las
postrimerías, no es una decepción. Es un fenómeno evolutivo como el estímulo
iniciador y enteramente ajeno a la propia causa, y, por consiguiente, incapaz de
producir ni satisfacción ni remordimiento. Ni ventura ni pena. Hastío, sólo
hastío. Nada de emoción ni desencanto. ¿Por qué había de haber nada de esto?
La ventura, la satisfacción, culminan en la complacencia de un ensueño, de un
ideal logrado. El remordimiento brota de la conciencia de una ley quebrantada.
La decepción, el dolor del desencanto, surge entre los escombros del sueño roto,
del ideal derrumbado. En este vagabundo barojiano no hay tales cosas. La
estrella lo lanza a las procelas de la aventura, y cuando cae la tarde de su día, las
sombras de la extinción le van envolviendo con la melancolía física e insentida
con que las tinieblas de la noche caen sobre la tierra, borrando los días en el
mecánico rodar de la tierra por el vacío.

»El capitán Chimista, al declinar el tempestuoso día de su vida, arriba con


resignado tedio al reposo de una paz sedentaria y hogareña. Embil ve llegar un
ocaso arrastrando su tedio solitario por hoteles y posadas, en donde devora su
aburrimiento en medio del oleaje indiferente de la vida que halla en torno.

»El lector levanta con deleite la vista de la última página del libro».

En esa melancolía del viejo, que llega a veces con el recuerdo de la vida pasada,
no creo que haya motivos éticos. Al menos, en mí es principalmente la
sensación de haber perdido el tono vital.

Algunas tardes de primavera o de otoño me sorprenden por la melancolía que


me producen: al querer buscar la causa de ésta, no encuentro motivos
intelectuales, sino algo puramente sensorial.

Todo escritor, por muy objetivo que sea, elige en el mundo que conoce una
parte para representarla, y no otra.

En el caso concreto de estas novelas mías de marinos aventureros, yo creo, la


verdad, que no he intentado probar nada con ellas, ni tampoco eliminar nada.
Yo he conocido hace más de cincuenta años algunos capitanes de barco que
vivieron y murieron en la última mitad del siglo XIX, viejos y entristecidos. En
ellos no había gran fondo sentimental, sino tristeza de verse viejos, olvidados;
de no tener siquiera el consuelo de contar sus aventuras a gente más joven.
Éstos son a los que se refiere López Prudencio.

¿Por qué les iba a poner un fondo idealista que no era el suyo?

¿No hubiera sido, en parte, falsificarlos? Yo creo que sí.


Me dirán: «Sí, pero usted los ha elegido porque se parecían a usted». Cierto.
Pero ¿quién puede saltar por encima de su sombra?

Creo que la única especialidad que tengo es el conocimiento intuitivo del


hombre. Por lo menos, por ahora, no me he engañado. El tipo bueno, el malo, el
hombre falso, el vanidoso, el envidioso, creo que los he visto desde el principio.
No he reñido nunca con ningún amigo, lo cual quiere decir que desde mi punto
de vista sabía lo que podía esperar de él.

Ahora, en cuestiones científicas y matemáticas, he sido una perfecta nulidad, y


he empezado por no tener ninguna afición por ellas, lo que quiere decir,
probablemente, no tener condiciones.

De otra novela mía, Las noches del Buen Retiro, dice López Prudencio:

«El medio social, el momento de la vida madrileña en la época de Las noches del
Buen Retiro, está trazado de mano maestra. Teñido —no podía ser por menos—
con el matiz de implacable pesimismo que empapa toda la obra de este notable
escritor; pero sin extremar los tonos, con la actitud que acostumbra.

»Tiene de verdadero, de exacto y fiel casi todo lo que afirma.

»Tiene de falso, como en toda su obra, el exclusivismo. Este escritor ha tenido


siempre ese prurito. Enfoca la lente escrutadora y sombría de su observación
solamente a las lacras lamentables del sector social o del momento histórico en
que sitúa sus fábulas. Jamás los levanta a los puntos sanos que, en el área de los
panoramas donde actúan sus personajes, pueda haber. Y esto es tan falso como
las deformaciones que se cometan por falta de fidelidad. Tan falso y todavía
más pernicioso. Porque nada engaña tanto como la verdad incompleta, cuando
se presenta como exclusiva.

»No suele ser enteramente de esta manera como procede ordinariamente este
notable escritor, abusando de sus extraordinarias dotes de observador y
narrador. Son muchos los casos en que su pesimismo implacable muerde la
realidad, haciéndola jirones para ofrecerla más lamentable. Pero otras veces,
como en la ocasión presente, no procede así. Presenta con exacta fidelidad lo
que concuerda con su visión sombría del momento o del ambiente; pero no
tiende su mirada un milímetro más allá de esta zona lamentable. Como si no
hubiera más. Y la verdad no es ésa. Será mucho o poco, será más o menos
importante. Pero la verdad es que “en el mundo hay más”. No se reduce sólo a
eso que se ve, y que se complace en ofrecemos Pío Baroja. Acaso se alegue en su
defensa que al escritor no puede exigírsele más de lo que libremente tiene
derecho a proponerse. Débil es la fuerza de este argumento. No todos los
propósitos son plausibles. Y, al representar la realidad mutilada, entra en este
número por las eficacias lamentables que la acompañan».
OCTAVA PARTE

INVESTIGACIONES HISTÓRICAS Y LITERARIAS

En el prólogo del primer libro de una serie titulada «Memorias de un hombre


de acción» hablo de cómo había oído citar muchas veces en mi familia el
nombre de Eugenio de Aviraneta. Durante mucho tiempo no sentí curiosidad
por averiguar su vida; pero, al último, llegó su momento.

En otoño de 1911, y no teniendo otra cosa mejor que hacer, comencé mi labor de
investigación, que tuvo algunos incidentes.

El principio fue preguntar en la Biblioteca Nacional si había algo de Aviraneta.


Existían dos folletos: uno sobre la conclusión de la guerra civil, y el otro,
titulado Mina y los proscritos, acerca de un movimiento revolucionario ocurrido
en 1836 en Barcelona.

Poco después encontré otro folleto en la biblioteca del Ayuntamiento, sobre las
Cortes del Estatuto, y otro, titulado Vindicación de don Eugenio de Aviraneta, en la
librería de García Rico.

Este folleto me dio el dato de que Aviraneta había peleado a las órdenes del
Empecinado en 1823.

Supuse que habría conocido al Empecinado en la guerra de la Independencia, y


repasé las historias de esta guerra, hasta que encontré a don Eugenio citado en
una nota del libro del general Gómez de Arteche, como biógrafo del cura
Merino.

Al mismo tiempo que buscaba el folleto, escribí a varias personas que se habían
ocupado de estas cuestiones, pidiéndoles informes; entre otros, escribí a
Morayta, al duque de Mandas y a don Juan Pérez de Guzmán, que me
contestaron con cartas amables, pero un poco extrañas, que me hubiesen
demostrado, si no hubiese estado convencido ya, que el español no brilla por su
espíritu filosófico ni científico.
Morayta me contestó que Aviraneta no había podido haber figurado en sucesos
anteriores al año 1833, por su edad.

¿Conocía Morayta la edad de Aviraneta? ¿Sabía cuándo había nacido?

No lo sabía y, sin embargo, afirmaba. ¿Cómo se puede ser historiador con un


criterio tan absurdo?

Así no se puede ser más que historiador malo.

El duque de Mandas me escribió que había conocido a Aviraneta en San


Sebastián, de vista; pero no le había tratado ni había querido conocerle, porque
Aviraneta ejerció su acción fuera de la ley, y, según algunos, en la policía.

Éste es un criterio que no es el de un historiador ni el de un literato, pero puede


ser el de un político.

A mí, la vida pública es la que menos me interesa.

He ido dos o tres veces al Congreso, y no he vuelto más, porque me he


aburrido.

Don Juan Pérez de Guzmán me decía que sentía que yo dijera que era pariente
de Aviraneta, y que quería escribir su vida, porque, según él, don Eugenio no
era hombre de bien.

Es posible. Habría primero que comprobarlo; pero, aunque se comprobase, ¿es


que sólo de los hombres de bien se ocupan la literatura y la historia? Yo creo
que, si así fuera, la historia sería muy corta.

Habría que suprimir muchos libros con tal criterio.

En vista de que no encontraba datos, visité varios archivos, y, después de dar


muchas vueltas, encontré la hoja de servicios de Aviraneta en el archivo de las
Clases Pasivas. El encuentro tuvo algunos incidentes graciosos. Me había dado
un amigo dos cartas: una para el subsecretario de Gobernación y otra para el de
Hacienda. Fui al Ministerio de la Gobernación. El subsecretario me recibió muy
amablemente, pensando seguramente que las fantasías de los escritores eran
caprichos sin importancia. Oyó lo que le decía; es decir, no sé si lo oyó, porque
los políticos no tienen esa costumbre, y llamó a un empleado.

«Vaya usted al archivo con el señor Baroja, pregunte usted por el señor Tal o por
el señor Cual, por uno de los archiveros, y dígales usted que sirvan al señor
Baroja.»
Salimos el empleado y yo del despacho del subsecretario y llegamos al archivo,
en donde al llamar se presentó el portero.

—¿Está el señor Tal? —preguntó el empleado que me acompañaba.

—No, señor. No está en Madrid.

—¿El señor Cual?

—Acaba de salir ahora mismo.

—¿Don Fulano?

—Tiene la mujer mala, y no viene.

—¿Don Zutano?

—Tampoco está.

El empleado me miró irónicamente, como diciendo: «Puede usted hacer lo que


guste», y se marchó.

—Mire usted —le dije al portero del archivo—, yo quisiera ver si hay aquí una
documentación de un tal Aviraneta.

—Aviraneta. La A está allá arriba —me dijo, mostrándome un estante muy alto
—. No se puede subir.

—Pero ¿no habrá por aquí una escalera?

Había una escalera; la cogí y la puse en la pared.

—Yo subiré —dijo el portero, advirtiendo mi decisión.

Subió y echó a tierra un legajo polvoriento. Lo miré con curiosidad. No había


nada.

A los ocho o diez días fui al Ministerio de Hacienda.

Nueva diligencia por el estilo, hasta que me enviaron a una oficina del patio, a
un sótano. Allí, un viejo empleado, que me pareció una pobre momia sepultada
en una cripta húmeda, me dijo: «Vuelva usted dentro de quince días».

Volví, y el señor viejo me dio una nota que ponía: «Aviraneta, Eugenio. Archivo
Clases Pasivas».
Marché a este archivo, y empezaron las dificultades.

El archivero me advirtió que no se podían ver los legajos. Yo le expliqué que no


se trataba de obtener ninguna pensión, sino de un estudio histórico. El
archivero hizo como que me oía, y me dijo que volviera al cabo de quince días.

Volví, y el archivero no estaba; no había más que un mozo.

Expliqué al mozo lo que me había prometido el archivero. El mozo sacó un


cuaderno, y me preguntó:

—¿En qué fecha murió este señor?

—No sé a punto fijo; es lo que busco.

—¿Cómo se llamaba?

—Aviraneta e Ibargoyen, Eugenio.

El mozo repasó el cuaderno muy serio, y me dijo:

—No está.

—¿Usted quiere dejarme ver el cuaderno? —le pregunté.

—Véalo usted si quiere. Es inútil. No está.

Cogí el cuaderno, y en la primera página, el primer nombre ponía: Eugenio de


Aviraneta e Ibargoyen.

—Pues está aquí —le dije al mozo.

—Aviraneta…, Aviraneta. Usted no me lo ha dicho así.

—Quizá me haya equivocado —dije, y pensé entre mí: «¡Con qué gusto le
pegaría un puntapié a este imbécil!»—. Vamos a ver dónde está.

—Armario tantos…, estante tantos…, número de legajos tantos… —leyó el


mozo.

Marchó después; cogí un legajo; lo miré yo; no había nada de Aviraneta.

—¿No nos habremos equivocado de número? —pregunté yo, ya escamado, y


fui a ver el catálogo.
Efectivamente, el mozo se había equivocado de número, y en otro legajo estaba
la hoja de servicios de Aviraneta.

—Déjeme usted leerla.

—No, no —me dijo el mozo—. Pida usted permiso al jefe.

Fui a ver al jefe. Me escuchó como escuchaban los empleados españoles,


mirando a otra parte, y me dijo que esperara.

Esperé en una oficina.

¡Y pensar que algunos se asombran de que hayamos perdido las colonias! Lo


que a mí me asombra es cómo no hayamos perdido, con esta burocracia, hasta
los pantalones.

Por fin me dejaron tomar unos apuntes atropelladamente.


II

Luego he ido buscando más papeles y documentos, siempre con unas


dificultades extraordinarias, al menos para mí, hasta rehacer casi por completo
la vida de Aviraneta. Fue una labor un poco de detective. «Ahora», pensaba
entonces, «lo difícil, después de haber reunido esta serie de datos, es dar un
carácter literario a la narración.»

Sería cosa muy larga de contar todos los caminos que he seguido para buscar
datos acerca de mi personaje en la época.

Dejando esto, y refiriéndome sólo a lo literario, hay, creo yo, en la serie de


«Memorias de un hombre de acción», algunos libros que están bien; por
ejemplo, El aprendiz de conspirador, La veleta de Gastizar y El sabor de la venganza.

Algunos han comparado estas novelas mías a los Episodios nacionales, de Pérez
Galdós.

Aunque la comparación para mí sea halagüeña, no creo que sus libros históricos
y los míos tengan más que un parecido externo: el que les da la época y el
asunto. Galdós ha ido a la historia por afición a ella; yo he ido a la historia por
curiosidad hacia un tipo; Galdós ha buscado los momentos más brillantes para
historiarlos; yo he insistido en los que me ha dado el protagonista.

El criterio histórico es también distinto: Galdós pinta a España como un feudo


aparte; yo la presento muy unida a los movimientos liberales y reaccionarios de
Francia; Galdós da la impresión de que la España de la guerra de la
Independencia está muy lejos de la actual; yo casi la encuentro la misma de hoy,
sobre todo en el campo.

Como investigador, Galdós ha hecho poco o nada; ha tomado la historia hecha


en los libros; en este sentido, yo he trabajado algo más: he buscado en los
archivos y he recorrido los lugares de acción de mis novelas, intentando
reconstruir lo pasado.

Artísticamente, la obra de Galdós parece una colección de cuadros de caballete


de toques hábiles y de colores brillantes; la mía podría recordar grabados en
madera hechos con más paciencia y más tosquedad.

El aprendiz de conspirador es el primer tomo de la serie.

Algún crítico me ha reprochado el no seguir un orden cronológico en la obra,


sin comprender que, en este tomo, los cinco primeros libros son un prólogo
largo, que tiene como objeto dar una idea sintética de las hazañas del
protagonista y legitimar que de él pueda escribir yo tanto.

Durante mucho tiempo estuve atento a ver si cazaba los documentos que dejó
Pirala, que pasaron al archivo de la Academia de la Historia. Al último, no los
pude ver. Por lo que dijeron, Cánovas quería tenerlos a mano, porque pensaba
escribir una historia de España del siglo XIX.

Los datos que yo tenía de Aviraneta eran poco detallados.

Estaba con la idea de abandonar mi proyecto de escribir las «Memorias de un


hombre de acción», cuando se presentaron dos jóvenes que me parecieron de
pueblo, y me dijeron si quería comprarles unos papeles que hablaban del
Empecinado.

«Bueno. Vamos a verlos.»

Eran cinco o seis cuadernos manuscritos. No eran del Empecinado, sino de


Aviraneta, escritos unos con letra de éste y los otros dos copiados por alguien.
No tenían una numeración correlativa. Me pidieron poco, y los compré.

Un par de meses después, al pasar por la librería de García Rico, de la calle del
Desengaño, me dijo el jefe, Ontañón: «Tengo unos cuadernos que hablan de
Aviraneta, pero no están completos».

Me los enseñó, y los compré. Con los de casa se completaban en parte, pero no
del todo.

Había, además, mucho repetido y varios decretos de La Gaceta y artículos de


periódico que no tenían interés; pero para mí era una buena guía que me había
venido por casualidad. Si no se hubieran perdido en mi casa de Madrid, yo los
hubiera mandado a un archivo o al Museo de San Sebastián, por si les
interesaban; pero desaparecieron. Otras eventualidades de puro azar me
ocurrieron. Una, en Aranda de Duero. Había ido allí sabiendo que Aviraneta
había sido regidor en este pueblo.

Pregunté por aquí y por allá para ver si quedaban datos de su paso por la
ciudad; no quedaba nada.

Conocí allí a un señor amable que era nieto de un médico del tiempo de Isabel
II, don Martín Martínez, y me acompañó. Vi que no quedaba rastro alguno de la
época de 1820 al 23.
—Vamos al archivo del Ayuntamiento —me dijo mi acompañante.

—Pero ¿usted cree que habrá un índice allí? —le pregunté yo.

—No; me figuro que no.

El archivo, grande, tenía un balcón que daba al Duero.

Era una sala hermosa y clara. Sólo viendo la cantidad de legajos se comprendía
que, para encontrar datos, habría que emplear mucho tiempo.

De pronto, al pasar por delante de un armario que no tenía cristales, por el


movimiento de nuestros pasos, un legajo se cayó al suelo. Lo recogí, lo miré y lo
abrí.

—¡Qué cosa más rara! —le dije a mi acompañante—. En este legajo hay algo que
a mí me interesa.

Había una orden de detención de unos cuantos revolucionarios liberales de


1823, a quienes perseguía la justicia, dando sus respectivas filiaciones.

Yo copié los datos.

—Vamos a ver si al lado de este legajo hay algo más de la misma época.

Había algo más de la misma época, pero no era político. También tuve suerte en
la investigación que hice en el mediodía de Francia y en Cataluña para
averiguar detalles de la vida del conde de España.
III

Los argumentos, en principio, no tienen gran importancia en mis novelas; no


quieren probar una tesis, porque yo nunca he creído que haya una solución
general en asuntos sentimentales, que sirva lo mismo a Juan que a Pedro, a
María o a Fernanda. Eso de la tesis me ha parecido una tontería. Respecto a la
realidad de mis personajes, ¿hasta dónde llega? Es difícil saberlo, aun para mí.
Muchos tipos de personas que yo he sacado en mis novelas los he conocido, y
casi son como yo los he pintado; otros, no; los he visto sin detalles, como una
silueta.

En algunas novelas mías, como Susana y los cazadores de moscas y en Laura, casi
todas las figuras que aparecen allí son reales, más o menos disfrazadas. En otras
novelas mías no pasa lo mismo: hay tipos de invención acomodados a hechos
históricos conocidos. En la serie de novelas históricas titulada «Memorias de un
hombre de acción», por ejemplo, en El escuadrón del Brigante, los guerrilleros son
tipos vistos en los pueblos de la provincia de Burgos el año 1914. Yo suponía
que entre el hombre del campo de una tierra áspera y arcaica como la de
Castilla la Vieja, poco poblada, y el del hombre de 1809, de esa misma tierra, no
habría apenas diferencia. Lo más lógico es que no la hubiera.

En 1914 yo anduve por la provincia de Burgos, y creo que en esta época la vida
sería en el campo muy parecida a la del tiempo del Empecinado, del cura
Merino y de Aviraneta.

Estuve en Barbadillo del Pez, Barbadillo del Mercado, Salas de los Infantes,
Arauzo de Miel, Huerta del Rey, Hontoria del Pinar, Peñaranda de Duero,
etcétera. Algunos pueblos de éstos tenían que ser iguales a como eran hace un
siglo. Otros, quizá peores, como Huerta del Rey, que era cuando yo lo vi una
aldea ruinosa y sucia que se quemó, dos años después, casi íntegramente.

Lo que no pude identificar en la relación de Aviraneta, escrita descuidadamente


y mal, fue la acción del desfiladero de Hontoria del Pinar, porque cuando yo vi
ese desfiladero no había apenas árboles, y Aviraneta lo pinta lleno de árboles.
Entre un barranco frondoso con bosques y otro sin una mata, no hay parecido
ninguno. Supuse que allí habrían desaparecido los bosques y hasta los
matorrales para utilizar la leña y el carbón; supuse también que el hombre del
campo de Burgos de 1914 sería igual que el de 1809. Pensé que hablar del
campesino del tiempo era como hablar del de cien años antes.

La mayoría de los personajes que han aparecido en mis novelas los he visto y
conocido. A unos, con muchos detalles; a otros, con pocos; a algunos, con
detalles contradictorios. Un novelista no tiene más remedio que suprimir
detalles demasiado antagónicos, que den la impresión de absurdos, aunque a
veces puede darlos la realidad, y los da; pero si la contradicción es antilógica y
anacrónica, no se puede aprovechar.

Yo creo que el tipo visto o entrevisto con cierta claridad, en un medio ambiente
conocido, tiene su vitola y su trayectoria, que se imponen al autor. Un hombre
se parece, en general, a una serie de hombres. Cierto es que puede llevar una
ruta diferente a tipos parecidos; pero no es muy probable, a no ser que haya en
él un elemento psicológico que se desconozca por completo y que dé una
sorpresa. Evidentemente, las sorpresas no son grandes, y si se dan algunas
veces, tienen su causa en observaciones incompletas y en teorías falsas.

Los tipos accesorios, todos los que he visto, si podía utilizarlos, los he utilizado;
ahora creo que cada personaje tiene una capacidad de amplificación especial
que no se puede exagerar.

La moralidad de los tipos a mí no me interesa mucho. Naturalmente, no iré por


gusto a buscar lo repulsivo. Ahora, el tipo cómico, si lo he visto así, lo he
representado tal cual era.
IV

Hace algún tiempo, un profesor decía que la novela estaba llamada a


desaparecer, y que no podía interesar a los lectores modernos la vida de un
personaje inventado. De una idea, sin duda, general y tan primaria, ha venido
esta moda, para mi gusto bastante aburrida, de las biografías.

Generalizando el juicio simplista y un poco ramplón del profesor que negaba la


importancia espiritual de la novela, la literatura en bloque tampoco tendría
ningún objetivo.

No sabemos si la novela tendrá en el tiempo muchas transformaciones y


evoluciones. Al final de la otra guerra mundial se creyó que la literatura y las
artes iban a cambiar profundamente. Se inventaron muchos sistemas, muchos
ismos: cubismo, superrealismo, dadaísmo, simultaneísmo, etcétera, etcétera. No
resultó nada.

La mayoría de la gente pensaba que en la literatura y en las artes se iban a dar


curiosas novedades; por lo menos, que se iban a hacer acrobacias originales y
piruetas extraordinarias. No se salió de la vulgaridad. En cambio, en la física,
que nos parecía a todos tan seria, tan majestuosa, tan íntegra y tan inmutable, se
ha descompuesto el átomo, que todos los hombres creían indivisible desde los
tiempos de Demócrito, y ahora se supone que en un vaso de agua hay fuerza
latente para echar abajo una ciudad. Nos comemos y nos bebemos fuerzas
atómicas terribles sin notarlo. Todos creíamos, por lugar común de nuestra
época, en la posibilidad del hombre de genio en la literatura y en las artes. Y el
hombre de genio ha brotado en la ciencia. Se ve que las anticipaciones fallan
casi siempre.

Como a mí me interesa principalmente la novela realista, haré una pequeña


digresión sobre su historia; pequeña, porque yo soy poco erudito.

Creo que la novela realista empieza en la literatura griega con El asno de oro, de
Luciano de Samosata, que se dice que está inspirada en otra obra de Lucius de
Patras. El asno de oro, de Apuleyo, con el mismo título, sale de idéntica cantera.
A estas obras se une, por su cinismo, su realismo y sus detalles crudos, el
Satiricón, atribuido a Petronio.

Del Satiricón, de Petronio, no quedan más que fragmentos. Modernamente, la


tradujo al francés Laurent Tailhade.
Desde entonces se habla del banquete de Trimalción y de las aventuras de
Eumolpo en la tierra y en el mar.

Los latinos dan el tipo de la novela picaresca con el Satiricón, de Petronio. El


Satiricón es un libro lleno de erotismo, de lubricidad, con algunos retratos muy
bien perfilados. Aunque se atribuye a Petronio, no se sabe a ciencia cierta quién
es el autor de la obra. El asno de oro, de Apuleyo, es una novela muy ingeniosa.
El Satiricón es algo exagerado y deliberadamente obsceno, con descripciones
muy detalladas de la vida de la época.

El asno de oro, de Apuleyo, parece mejor compuesta como novela. Hay


imaginación y observación en este autor africano.

Apuleyo es un tipo raro, una figura original en la literatura latina. Hace de todo:
poesías, sátiras, logogrifos, extravagancias.

El Satiricón está formado por restos de una novela en que se debía de pintar con
exactitud la vida crapulosa de los romanos del tiempo de Nerón.

Es una novela picaresca, en la que aparecen todos los tipos del tiempo, desde lo
alto hasta lo bajo de la sociedad: patricios, soldados, cortesanos, esclavos,
nigrománticos, etcétera.

El libro está escrito en latín muy puro, claro y elegante. Muchos reprochan al
autor el cinismo y la inmoralidad de las escenas; pero todo hace pensar que el
que lo escribió no hizo más que contar lo que había visto.

En el Satiricón, de Petronio, se quiere identificar la obra con el hombre. No hay


tal. Petronio pudo escribir su libro por desprecio a la época en que vivía. Los
historiadores literarios quieren creer que si los personajes que pintó Petronio
fueron abyectos, él tenía que serlo también. En El festín de Trimalción, el
costumbrista contó lo que vio, el mundo que pasaba por delante de sus ojos: la
gente pobre dedicada a profesiones indignas, la plebe y la plebécula.

Estas obras, sobre todo las de Luciano, influyen en muchos de los cuentistas
italianos del cuatrocientos y en los novelistas de los siglos XVI y XVII.

Otros libros que ejercen atracción en estos escritores son las novelas bizantinas
de Heliodoro, tituladas Las etiópicas, la Historia de Teágenes y de Claricea, o
Claricea, y la obra de Eróstrato, Ismenias e Ismena. Tales libros debían de ser
conocidos en el occidente de Europa por traducciones italianas. Se sabe que
Shakespeare los había leído, y también Cervantes, porque en el prólogo de sus
Trabajos de Persiles y Sigismunda dice que en su novela, que él llama Historia
septentrional, se atreve a competir con Heliodoro. El segundo foco en la historia
de la novela realista mundial es España, con el autor del Lazarillo de Tormes,
Cervantes, Esquivel, Quevedo y Vélez de Guevara.

Las obras de estos autores corren por el mundo y se hacen de ellas traducciones
e imitaciones varias en todos los países.

En Francia aparece Lesage y su Gil Blas. Lesage es extraordinario. Hace un


pastiche, como diría un francés; pero un pastiche admirable y genial.

Lesage, al principio de su carrera literaria, tomó y mejoró notablemente El


diablo cojuelo, de Vélez de Guevara. Lo raro es que no se le ocurriera acercarse a
España, cuando tanto le interesaba, y que todos los datos de su obra,
verdaderamente de aire hispánico, los tomara de la literatura ya hecha, de
novelas y de comedias españolas, algunas aburridas.

Se ve que Lesage era hombre de una percepción rara, con un talento de


espigador que sabía utilizar las intuiciones de los demás, aprovecharlas y
hacerlas suyas.

Otro carácter tomó la influencia de la literatura realista española en Inglaterra.


Aquí dejó su huella en Defoe, en Fielding y en Smollet.

La Historia de Moll Flanders, las Memorias de Carleton, la Vida de Roxana, obras de


Defoe, tienen algo de influencia española. Ahora, Robinsón, no. Ésta es una obra
completamente personal y genial.

Fielding escribió una novela titulada Don Quijote, en Inglaterra. Era un hombre
entusiasta de Cervantes, y en Tom Jones se nota la influencia hispánica.

Smollet, del que no he leído más que fragmentos, tiene también mucho de
español, y sus obras recuerdan a Lesage y a Cervantes.

La influencia de la novela española realista llega hasta Dickens, que a mí me


parece uno de los escritores más extraordinarios del mundo, autor que ríe y
llora como un clown sublime. Creo que no se volverá a dar un caso como el suyo
en la literatura, porque aunque pudiera aparecer un hombre de genio como él,
el mundo que se presentara ante sus ojos no podría ser tan variado como el del
tiempo de Dickens.

La novela realista pasa de Inglaterra a Rusia en el siglo XIX. Todavía la huella


española se advierte en tres grandes escritores: en Gogol, en Turgueniev y en
Dostoyevski. En los tres se nota la influencia de Don Quijote, mucho en Las
almas muertas, de Gogol, y en las alusiones constantes que hacen Turgueniev y
Dostoyevski a la literatura española del siglo XVII.
En Tolstói, no; en Tolstói no hay ironía. Tolstói es como un griego más pomposo
y más sereno que sus colegas.

En el centro de Europa, el realismo cómico y humorístico no parece que da


grandes productos. Francia se distingue, sobre todo, por la novela psicológica,
desde La princesa de Cléveris, de Madame de La Fayette, hasta Le rouge et le noir,
de Stendhal. Alemania, país de grandes filósofos, de grandes músicos, es en
psicología literaria un país sin gracia. No da apenas novelistas. Si siente la
ironía, la siente de una manera un poco brutal. Alterna la grandilocuencia con la
bajeza. Admira con el mismo fervor el San Graal y Lohengrin, con su cisne, que
las salchichas y los embutidos.

Hablar de la novela en general no puede tener mucha novedad. Hay tanta clase
de novelas, que el tratar de todas ellas es asunto demasiado extenso para
intentarlo realizar en poco tiempo. Quizá puede tener más interés el tratar de la
técnica de la novela.
V

Hay un tipo de novela esquemática cerrada, de una unidad completa, y otra


anárquica, multiforme, proteica y porosa.

Respecto a la unidad del asunto, al aislamiento del proceso de la novela, está


bien siempre que se pueda realizar lógicamente sin fin práctico. Debe contar
con todos los elementos necesarios para producir su efecto; debe ser, en ese
sentido, inmanente y hermética.

La novela cerrada, sin trascendentalismo, sin poros, por donde entre apenas el
aire de la vida real, puede ser, indudablemente, y con mayor facilidad, la más
artística.

Existe la posibilidad de hacer una novela clara, limpia, serena, de aire puro, sin
disquisiciones filosóficas, sin disertaciones ni análisis psicológico, como una
sonata de Mozart; pero es la posibilidad solamente, porque no sabemos de
ninguna novela que se acerque a ese modelo. Por ahora, vemos la posibilidad,
pero no el camino de realizarla; y aunque viéramos también el camino, no sería
fácil que la pudiéramos hacer.

Se dice que no es posible inventar una intriga nueva, que el filón está agotado.
No lo creo. Ni aun en la parte que parece dogmática de las ciencias se ha dicho
la última palabra. En literatura tampoco creo que esté todo dicho. El que en la
hora actual no haya escritores de imaginación poderosa, un Dickens, un Edgar
Poe, un Dostoyevski, no quiere decir que no haya posibilidad de inventar.

En la novela, y en todo arte literario, lo difícil es inventar; sobre todo, inventar


personajes que tengan vida y que no sean necesarios, sentimentalmente, por
algo. La imaginación, la fantasía, en la mayoría de los hombres, constituye un
filón tan pobre, que cuando se encuentra una veta abundante produce asombro
y deja maravillado. La composición de un libro y la corrección de la prosa
tienen importancia, claro es; pero como se puede mejorar a fuerza de estudio y
de trabajo, no dan esa impresión fuerte y sugestiva de lo espontáneo.

Por la invención son grandes Shakespeare, Cervantes, etcétera. Los escritores


del siglo XIX no pudieron inventar tipos tan sintéticos como los del XVI y XVII;
no pudieron crear esquemas necesarios en nuestra vida sentimental, aunque
muchos de estos escritores, como Dickens, Dostoyevski, Tolstói e Ibsen son de
lo más grande que ha tenido la humanidad.
Mucha gente lectora de Proust se ha entusiasmado con esa historia de un
personaje que, al meter una magdalena en el café con leche, recuerda hechos
pasados interminables. A mí, al menos, las magdalenas y los demás bollos no
me han producido esas reacciones de palimpsesto. Puede que sea uno poco
magdaleniense y poco recordatorio.

Además, no comprendo cómo los lectores de Proust, que son todos al parecer
gente distinguida, acepten que uno de los suyos moje el bollo o la magdalena en
el café con leche, lo que debe de estar fuera de las pragmáticas del buen tono.

Cuando los escritores tengan la mayoría una idea psicológica del estilo y no un
concepto burdo y gramatical, comprenderán que el escritor que con menos
palabras pueda dar una sensación exacta es el mejor.

En el tipo de novela morosa, pesada, hay que proscribir necesariamente todo lo


que sea gracia e insinuación ligera.

También hay que tener en cuenta que los que escribimos y los que leemos
vivimos en una época rápida, vertiginosa, atareada, que deja muy pocas
escapadas para la meditación y el reposo. No es sólo al novelista al que le cuesta
cerrar el ambiente de su novela; es al lector a quien a veces le molesta el local
demasiado cerrado. De ahí que el novelista que ha sido sobre todo lector y que
mide la capacidad y la resistencia de los demás por la suya, quiera en sus libros
poner muchas ventanas abiertas al campo.

La mayoría de los libros resultan vagos y desvaídos en medio del tráfago de la


vida. ¿A qué político que va a defender su gestión en el Parlamento, a qué
bolsista que vaya a ver las cotizaciones de las que depende su fortuna, a qué
hombre al que le vayan a hacer una operación le entretiene una novela? A
ninguno, ni tampoco entretiene al que va a ver a una mujer, ni a la mujer que
espera a su novio o a la modista, ni al comerciante que va a hacer un negocio, ni
al industrial que ve que le viene encima un conflicto obrero.

Así como la poesía lírica puede vivir dentro de la vida cotidiana con todos sus
prestigios, la novela necesita para hacer efecto sus decoraciones y sus
bastidores. Lleva la novela sus bambalinas propias, como las llevaba en la
antigüedad el poema.
VI

El mismo profesor y novelista a quien antes menciono, dijo que las


descripciones sobraban en la morfología de la novela. Muchos habrán pensado
lo mismo que él; pero al ir a comprobar esta teoría se ve que no es cierta.
Primeramente, un sinnúmero de obras novelescas antiguas no tienen
descripciones, es decir, no hay en ellas una alusión al mundo exterior; pero a
medida que la novela se perfecciona, las descripciones entran más en ella. Eso
no quiere decir que el abuso de detalles del medio ambiente sea una
superioridad; no, seguramente; pero cuando se lee un libro tan logrado como
La guerra y la paz, de Tolstói, lleno de descripciones, se ve que la anotación del
ambiente es algo indispensable en la mayoría de los libros modernos.

La novela de tesis es una pobre fantasía. ¿Para qué defender una tesis social,
política o estética, con unos argumentos y unos personajes inventados ad hoc?
¿A quién se va a convencer con eso? Yo creo que a nadie. El que no esté
conforme con ella inventará otro argumento y otros personajes para demostrar
lo contrario.

Se ve que toda novela pedagógica no tiene porvenir, y que lo más próximo a la


definición de la especie novelesca es la idea de Saint-Real, de que una novela es
como un espejo que se pasea por un camino.

Que la novela puede partir de un sentimiento, es evidente, y de él han partido


muchos autores modernos ilustres: Dickens, Dostoyevski, Tolstói.

Tampoco la novela puede esperar mucho de los estudios de psicoanálisis


ideados por Freud y sus discípulos. Todo hace pensar que entre los
descubrimientos más o menos auténticos de los freudianos y las aspiraciones de
los grandes escritores hay un abismo. Se puede asegurar que todo lo
extraordinario que han hecho los hombres que se llaman genios lo han hecho
por algo que tiene mucho de adivinación, y probablemente lo han hecho sin
darse cuenta, en el momento, de la importancia de lo que hacían.

Los partidarios y discípulos de Freud han querido demostrar que la repulsa de


la gente por sus teorías dependía sólo de la humillación que representaba el
atribuir casi toda la vida psíquica del hombre a complejos sexuales
considerados como bajos y humillantes. Para muchos, esto puede ser verdad;
pero para otros, no. Se explica que una persona que haya llegado a cierta
limpieza en la vida a fuerza de contenerse y de hacer esfuerzos de voluntad, no
quiera pensar ni reconocer que este resultado se deba a que unas glándulas
hayan funcionado bien o mal. Ahora, al fisiólogo o al patólogo, este problema
ético no le puede interesar gran cosa. La cuestión para él ha de ser el averiguar
si el mecanismo ideado por Freud es exacto o no lo es. Yo no creo en la
exactitud completa de su teoría. Que hay base, eso no lo puede dudar nadie.
Que la base sea tan ancha como quiso afirmar Freud, es ya más problemático.
La verdad es que al hombre, desde hace unos cientos de años, le vienen las
malas noticias. Su vanidad padece. Es cómico, pero es así. Un canónigo polaco,
con un aparato mísero, casi ridículo, hecho con cuatro listones, descubre que la
tierra no es el centro del mundo, sino un planetilla insignificante que no
representa nada en el cosmos. ¡Qué humillación la nuestra! Después viene la
teoría de la evolución, que nos hace a los hombres parientes de los galápagos y
de las lagartijas, y, por último, aparecen Planck y Einstein, y demuestran que la
matemática y la física, que nos parecían tan serias, tan graves, son caprichosas,
volubles, como una cupletista de una revista cómico-lírico-bailable.
VII

Hace ya mucho tiempo, al comenzar a escribir novelas, pensaba yo que debía


dejarse a un lado toda preocupación de técnica. La técnica que parecía
exclusivamente amaneramiento y rutina, y efectivamente, hay una técnica
amanerada y rutinaria: la del libro moderno corriente, que vale poco o que no
vale nada. Luego, más tarde, he ido cambiando algo de criterio.

Hace unos treinta años, una tarde de invierno fui a pasear por el paseo de
Rosales, y me encontré allí con Pérez Galdós. Iba yo de boina; él estaba con un
gabán raído, bufanda y sombrero blando.

—¿Va usted a jugar al fútbol? —me preguntó, en broma, Galdós, que suponía,
no sé por qué, que yo era más joven de lo que era.

—No —le contesté—, voy a dar una vuelta, y después pienso marcharme a casa
a corregir unas pruebas.

—Yo también tengo que corregir pruebas —dijo él—; pero hace un tiempo tan
hermoso, que debíamos dejar las pruebas sobre la mesa e irnos a dar un paseo.

—Muy bien, vamos a donde usted quiera, don Benito.

Recorrimos el paseo de Rosales, pasamos por delante de la cárcel Modelo, y por


una abertura de la tapia del Instituto Rubio salimos a los altos que dan vista al
Guadarrama, al cerro del Pimiento, en donde por entonces había un hospital de
tíficos, y luego al alto del cementerio de San Martín y a las proximidades del
Canalillo.

Contemplamos el panorama con admiración. Hablamos, primero, de cuestiones


materiales, del precio de los libros, de los editores, de las imprentas, del valor
del papel; después, de los autores y de las obras.

Galdós, que se franqueaba poco con cierta gente, charlaba por los codos cuando
se trataba de literatura y de paisajes y de pueblos españoles.

Don Benito me contó su visita a Emilio Zola, en París, y cómo el novelista


francés le había mostrado sus carpetas y explicado su sistema, casi automático,
de hacer novelas.

Me habló también de la manera de crear sus personajes Shakespeare y Dickens.


Los había estudiado en sus procedimientos muy detalladamente. Al hablar de
Dickens, repetía con frecuencia una frase que me chocaba: «Es muy salado»,
decía.

También discurrió acerca de la manera de construir sus novelas Tolstói y


Dostoyevski.

Vi que Galdós tenía una idea un tanto mecánica de las invenciones literarias y
una gran preocupación por la técnica novelesca.

En el curso de nuestra charla, yo me permití afirmar que yo escribía los libros


sin técnica alguna, y Galdós me dijo:

—Yo le probaría a usted con alguno de sus últimos libros en la mano —estos
libros a los que se refería, uno de ellos era mi novela El árbol de la ciencia— que
hay en ellos no sólo técnica, sino mucha técnica.

Como Galdós habló largamente de la creación de los tipos, de la invención de


los argumentos y de la manera de colocar un asunto en un ambiente, yo le dije:

—¿Por qué no escribe usted algo sobre eso, don Benito?

—Ca, hombre —replicó él, sonriendo—; al público hay que dejarle en su


cándida inocencia.

Me despedí de Galdós en los bulevares y me fui a casa.

De entonces acá he pensado en la técnica de la novela, y he visto que, en gran


parte, Galdós tenía razón, y que en los mejores escritores modernos, como en
Tolstói y Dostoyevski, hay, a pesar del aspecto un poco descosido de la acción,
una ciencia de novelista quizás intuitiva, muy perfecta y muy sabia.

Una mayor preocupación sobre el arte de novelar que hay en mis obras
primeras creo que se trasluce en algunas últimas novelas mías.

Hay quien me asegura que éstas no tienen aire de literatura, sino de


matemática.

Respecto al éxito mayor o menor de los libros, no es siempre fácil comprobarlo.

Yo me figuro a los escritores españoles como hortelanos que plantan sus


esquejes, los cuales en su mayoría se mueren. No sabemos si es que el esqueje es
constantemente malo o si la tierra es infecunda; pero es lo cierto que nuestras
plantaciones mueren y se olvidan.
VIII

De mis libros, algunos han llegado a un relativo éxito; pero los únicos que han
conseguido cierta pequeña notoriedad, han sido los libros vascos, y no dentro
del país, donde siempre se ha leído poco, sino fuera del país. De Zalacaín el
Aventurero se han hecho nueve o diez traducciones, y se ha publicado el texto en
español, con notas, en Inglaterra, en los Estados Unidos y en Suecia.

Zalacaín ha sido tomada en algunos pueblos de la frontera vasca como


verdadera historia.

Al llegar a Vera, hace unos treinta y cinco años, el médico, el doctor Larumbe,
me dijo: «El maestro de música Irazoqui y yo hemos estado pensando qué
cocina puede ser la de una casa del barrio de Alzate, que usted describe en
Zalacaín».

En Elizondo me hicieron una observación parecida. En Cestona me dijeron,


señalándome una revuelta de la carretera: «Aquí es donde echaría el fardo el
coche contrabandista al que siguió Zalacaín». Unos jóvenes de Estella
discutieron delante de mí si podía o no podía ser el que Zalacaín hubiese huido
de la cárcel de aquella ciudad.

Las inquietudes de Shanti Andía se ha leído en pueblos de la costa vasca y se ha


traducido algo; pero es una novela que parece ya arqueológica. El marino del
barco de vapor mira como muy lejano al del barco de vela, y no le interesa el
navegante antiguo.

Respecto a Jaun de Alzate, ha llegado a tener el tipo alguna vida en las orillas del
Bidasoa, y un señor acaudalado, venido de México, quiso hacer una plaza en el
pueblo de Vera, y llamarla plaza de Jaun de Alzate.

De estos tres libros míos, Zalacaín es el que ha marchado con más energía, y
tiene todavía una cierta vida legendaria.

Hay gentes del País Vasco que cuando pasan por algún sitio salvaje, abrupto, de
la frontera, dicen: «Por ahí andaría Zalacaín».

Es curioso que esa novela mía, escrita rápidamente en un par de meses, haya
llegado a tener una cierta influencia, que se haya comentado en las aldeas
vascas, y al mismo tiempo en la Sorbona de París, y que, en cambio, otros libros
míos de más empeño no hayan podido conseguir ni lo uno ni lo otro.
Con relación a la novela, no creo que haya gran modelo en la antigüedad
clásica. Lo hay para el poema: Homero; para la tragedia, Sófocles y Eurípides, y
para la comedia, Aristófanes. El género novelesco no existe en la época de
esplendor del país; la Grecia clásica no deja novelas. Dafnis y Cloe, La vida de
Apolonio de Tiana son libros de época tardía, de decadencia. Antes he hablado de
El asno de oro, de Luciano, del de Apuleyo, y del Satiricón, de Petronio, este
último escrito en latín e incompleto.

El realismo aparece entre la Edad Media y el Renacimiento, en Boccaccio, en


Bandello, en el Arcipreste de Hita, en Hurtado de Mendoza, en La Celestina, en
Chaucer, después en Don Quijote y en las novelas picarescas.

Los tipos de la poesía del Arcipreste y los del Lazarillo de Tormes son magníficos.

Son, como los de Don Quijote, tipos eternos.

La Celestina está también muy bien; pero a mí no me gusta, sale a flote la


sensualidad judaica. Hay otros libros antiguos, poco conocidos, pero muy
amenos, como El jardín de flores curiosas de Antonio de Torquemada.

Con relación a la novela española, se ve que los primeros, hasta llegar a


Cervantes, tienen una frescura y una libertad que no tienen los que vienen
después.

En los tipos de Quevedo, admirablemente descritos, se nota algo antipático; en


los de Mateo Alemán hay algo repugnante. En este tiempo del siglo XVII se ve
que una ola de fanatismo y de intransigencia va secando la imaginación de la
raza.

Si, como decía el abate de Saint-Real, una novela es un espejo que se pasea a lo
largo de un camino, el espejo español de final del siglo XVII estaba empañado y
turbio.

El Lazarillo de Tormes está muy bien; es cínico, burlón y alegre; de un lenguaje


claro, sin afectación. No hay maldad ni crueldad, sino un abandono gracioso a
la vida aventurera. Algo parecido, en menor escala, ocurre en El escudero Marcos
de Obregón.

Aquí también no hay maldad ni crueldad, sino el placer de contar sucesos y


describir lugares y caracteres.

Muy contrario a estos libros es la vida de Guzmán de Alfarache, de Mateo


Alemán, que me parece una cosa muy baja y un poco vil.
El gran tacaño o El buscón tiene mucha maestría, y está escrito con una facilidad
y con un arte extraordinario; pero es un libro también de mala intención.

Se ve que es la época en que el carácter de los escritores españoles se avinagra


para siempre.

Eso de que los meridionales de Europa tienen mucha imaginación es una


fantasía.

Los que han demostrado imaginación en la Edad Moderna han sido gentes del
norte: ingleses, alemanes, escandinavos, rusos; en literatura, Defoe, Byron,
Dickens, Poe, Heine, Ibsen, Dostoyevski; en música, Mozart, Beethoven,
Schumann, Weber; en pintura, El Bosco, Brueghel, Vermeer; en filosofía, Kant,
Schopenhauer, Nietzsche. La gente del sur no ha hecho más que repetir, sin
añadir nada apreciable a lo hecho por ella en la antigüedad. Primero, los
orientales y griegos; después, los italianos, y, por último, los españoles, no han
hecho más que decaer en artes de imaginación en esos tiempos.

Si la cultura tuviera una trayectoria, ahora se podría tener la esperanza de que


la luz diera la vuelta al planeta y volviese a su punto de partida.
IX

La literatura de nuestro tiempo pierde de una manera rápida su aspecto


internacional. Los rusos tuvieron últimamente un carácter ecuménico, y sus
obras eran tan conocidas en la plaza de la Concordia como en la Puerta del Sol o
en la Piazza della Signoria.

Escritores como Kipling, Wells y Bernard Shaw tuvieron también, además de su


carácter nacional, un carácter mundial.

Hoy parece que eso se acabó.

Los escritores más modernos ingleses ya no parecen ni tan ingleses ni tan


internacionales. Esto creo yo que pasa con Virginia Woolf, con Huxley y con
otros.

Ocurre en mayor escala lo mismo con los rusos. Los escritores de Rusia del siglo
XIX llamaron la atención del mundo entero, y, aunque tarde, corrieron de un
extremo a otro del planeta. Hoy los escritores de Rusia, encerrados en su país
con un régimen despótico, no llegan a salir fuera de su tierra.

Algo parecido pasa con los franceses, aun con los mejores, con Gide, con
Giraudoux y demás. No tienen el aire tan francés como Balzac, como Flaubert,
como muchos otros, y no son universales.

Tampoco a los italianos modernos se les nota mucho carácter. Tienen gestos,
pero no tienen fondo. Respecto a los húngaros, he leído algo. No sé por qué me
producen curiosidad.

En Francia, muchos de los escritores célebres del siglo XIX han sido folletinistas
en grande. Los miserables, de Víctor Hugo, es un folletín; las novelas de Eugenio
Sue Los misterios de París y El judío errante, lo son también. Las de Dumas, padre,
lo mismo. Balzac tiene mucho del género; Ferragus, Vautrin y otros tipos suyos
son personajes folletinescos.

Después de éstos vinieron otros autores menos briosos: Paul Féval, Ponson du
Terrail, Montepín, Gaboriau y algunos ya más mediocres.

En Inglaterra pasa lo mismo: hay novelas magníficas de Dickens que a primera


vista se podrían tomar por folletines, y algunas de Stevenson, de Conan Doyle,
de Hugo Conway y de Quiller Couch, que parecerían de la misma clase.
Los españoles y los italianos no han sabido escribir folletines. No había
imaginación, sin duda, para eso.
X

Estaría bien si se pudiera, ya que ahora todo se intenta resolver por mayorías,
hacer un escrutinio acerca de los tipos más importantes que ha producido la
literatura universal.

En los poemas griegos, todos los héroes tienen aire de semidioses y son, por
tanto, poco humanos. Aquiles, Ulises, Áyax, Héctor, tienen, digan lo que
quieran, poca personalidad. Son como estatuas. Las mujeres tampoco tienen
carácter y parecen divinidades.

En el teatro griego no ocurre lo mismo, y mucho menos en la comedia de


Aristófanes y en el drama de Eurípides, en donde los tipos están ya muy
acusados y perfilados. Lo mismo pasa en los cuentos de Luciano.

En el teatro romano los caracteres se acentúan aún más en las comedias de


Plauto y en la única novela que se conserva de ese tiempo, en el Satiricón, de
Petronio. Aquí los tipos toman proporciones de caricaturas.

En las pocas novelas bizantinas que quedan, la fábula está bien, pero los
personajes son completamente mediocres. No tienen carácter.

Del poema épico medieval quedan tipos no muy profundos. Wagner los ha
modernizado últimamente, y Lohengrin, Parsifal y Tannhäuser y otras figuras
de la mitología germánica han tenido cierta vida gracias a la música del maestro
alemán.

Los héroes de los poemas del Renacimiento no creo que fuera de Italia tengan
mucha vida. De los españoles ha tenido mucha importancia el Cid con el
Romancero que cantó sus hazañas.

De la novela y del teatro español se han destacado Don Juan, Don Quijote,
Sancho, la Celestina, el Lazarillo, el Buscón, Segismundo y el Licenciado Cabra.
Después ya no se ha levantado un tipo de aire universal.

El drama shakespeariano, en Inglaterra ha producido muchos tipos: Hamlet,


Macbeth, el Rey Lear, Shylock, Falstaff, Calibán y figura de mujeres románticas
como Cordelia, Julieta, Rosalinda, etcétera.

El teatro de Shakespeare es como un jardín maravilloso en el que hay de todo.

Claro que ya lo lejano del idioma, o la necesidad de leerlo traducido al que no


es inglés, le quita el placer de la lectura.

La obra de Moliere es también muy atractiva por la diversidad de tipos que


aparecen en ella y por su gracia exquisita. No hay comedia de sociedad en el
mundo como la de Moliere. La forma en verso a veces pesa. Para el extranjero,
el alejandrino francés resulta fastidioso y monótono.

Voltaire tiene también tipos muy graciosos: Cándido, Pangloss, Zadig y otros.

Los escritores ingleses del siglo XIX inventaron personajes definitivos:


Robinsón, Molly Flanders, Tom Jones, Lovelace.

Los ingleses del XIX lanzaron al mundo a Ivanhoe, Lucía de Lammermoor, Meg
Merrilles, Guy Mannering, Diana Vernon, David Copperfield, Pecksniff, Jingle,
el capitán Cuttle, la señora Haris, Sarah Gamp, otros tipos de Dickens y algunos
de Hardy y de Meredith.

Los franceses han enriquecido también el álbum de figuras fantásticas de la


literatura con los Rastignac, los Rubempre, los Vautrin, los Goriot, los Julián
Sorel, Carmen, etcétera, etcétera.

En la última época han sido los escritores rusos los que han inventado tipos más
vivos, y los personajes de las Almas muertas, de Gogol; de La guerra y la paz y de
La sonata a Kreutzer, de Tolstói; de Los hermanos Karamazov, de Crimen y castigo y
de Los poseídos de Dostoyevski, se recuerdan como alucinaciones de fiebre.

A la altura de estos últimos creo que están solamente los tipos de Ibsen. De éste
se recuerda a Brandt, y quizá todavía más a Juan Gabriel Borkman, paseándose
en su buhardilla solo y lleno de preocupaciones.
XI

La técnica en el teatro es más antigua y más explícita que en la novela. Los


críticos franceses, al hablar de los antiguos griegos, rebajan a Eurípides frente a
Sófocles. «Sófocles pintaba a los hombres como debían ser, y Eurípides como
son», dicen.

Esto último parece que es lo más interesante para la mayoría de los hombres.
¿Para qué las predicaciones en el teatro? Si esas predicaciones sirvieran para
algo, ya veríamos las consecuencias, y al cabo de siglos y siglos no las vemos, lo
que quiere decir que no sirvieron para nada.

En el teatro hay mucho maestro: Eurípides, Aristófanes, Plauto, Shakespeare,


Calderón, Moliere; maestros que quedan vivos hoy y que quedarán mañana.

La diferencia entre drama y tragedia no creo que la dé, al menos para el


público, más que una cuestión de época, de retórica y de vestuario.

Aparecen gentes antiguas con túnica blanca y fraseología ampulosa: se trata de


una tragedia. Las gentes visten a la moderna y no peroran tanto, hay conflictos
fuertes: es un drama. El argumento no es violento, la gente viste de levita y la
habitación es moderna: se trata de una comedia.

Hay gente del pueblo, los tipos amenazadores y destrozados hablan en rincones
y tabernas: es un melodrama.

En su comienzo, el drama del siglo XIX se parece al folletín. Víctor Hugo,


Dumas, Balzac y Scribe se corresponden.

La comedia griega, con Aristófanes, es muy escandalosa, muy atrevida, muy


punzante. Esquilo y Sófocles, en la tragedia, son para los eruditos, no para el
público corriente; Eurípides lo puede leer un aficionado al teatro e interesarse y
divertirse con la obra.

Se habla de Menandro y de Terencio; no los he leído. A Plauto, sí.

Plauto es un autor magnífico, divertido. Por lo mismo, los eruditos han dicho
que era grosero, brutal.

Después, Moliere pone un nuevo sello a todos los héroes de la antigüedad.

Hegel, que era un hombre amanerado y pedante, dice en un aburrido tratado de


estética que el drama es un género intermedio y que no tiene la sencillez del
teatro clásico.

¿Para qué la va a tener? Por eso es un poco más divertido.

Los dos representantes máximos del drama son Shakespeare y Calderón.

Después de ellos, yo creo que el drama decae.


NOVENA PARTE

EL ESTILO

Yo intento hablar del estilo, considerándolo no como un trabajo externo, sino


como algo que tiene una razón interna.

En el tiempo en que yo empezaba a escribir, el tiempo del modernismo,


modernismo que hoy es viejo y pasado de moda, se hablaba mucho entre los
escritores del estilo, y había quienes afirmaban que para escribir bien el
castellano había que conocer el sentido de las palabras, no sólo en el lenguaje
propio, sino también en el latín y en el griego.

Yo siempre pensé que esto era una perfecta tontería, y aseguré que el escritor
tenía que saber únicamente el significado de las palabras en su idioma y en su
tiempo. Defendiendo estos puntos de vista, quizás algo vulgares, escribí
algunas veces artículos medio doctrinales, y creo que no he variado mucho de
opinión.

No recuerdo lo que he escrito en otras partes sobre el estilo. No tengo mis libros
aquí en Madrid; los tengo en el pueblo. No he podido contrastar mis opiniones
actuales con las antiguas. Supongo que serán idénticas. Si lo son, supondré que
tengo fijeza en las ideas, y si son diferentes, pensaré que he cambiado de ideas
con motivo.

Lo que de antemano tengo que decir es que yo no tengo ninguna tendencia


didáctica ni pedagógica sobre el estilo. Me contentaría con tener un concepto
psicológico claro y definido. No he leído gran cosa sobre esta cuestión.

En principio, creo que la división de forma y fondo es una división retórica y


arbitraria, que no contiene más que una verdad relativa. La forma, el estilo en
literatura, no es como un gabán que sirve lo mismo para el gordo que para el
flaco. La forma es como la piel de un animal; tiene su determinación interior,
como el estómago o el esqueleto.
«El estilo es la cara del alma», parece que decía Séneca, y añadía: «El estilo de
los hombres se parece a la vida». Esta frase la he visto hace poco citada en un
manual de literatura extranjera, y, al parecer, dice así: «Oratio vultus animo est…
tales hominibus fuit oratio qualis vita».

En la cuestión del estilo hay elementos concretos y fáciles de analizar y otros


oscuros y difíciles de someter a la crítica.

En cierto modo, y desde un punto de vista psicológico, el estilo es una


manifestación de la personalidad humana, como puede serlo el hablar, el
sonreír y el andar. Desde otro punto de vista, el estilo representa una serie de
reglas gramaticales y retóricas, que sirven o pretenden servir para dar forma
literaria a un escrito.

Hay, pues, un estilo interno y otro externo. El primero preside la elección de un


asunto, da el tono a la obra literaria, y el segundo va realizando sus fines de un
modo objetivo. El uno imprime una dirección y el otro la realiza.

Naturalmente, ni el estilo interno es sólo interno, porque se exterioriza al final


con claridad, ni el estilo externo es sólo cosa de fuera, porque tiene también su
raíz en el fondo psicológico del autor. Como asunto pedagógico, en el estilo sólo
puede interesar lo colectivo, lo que sirva de instrumento para todos, porque lo
nativo, lo ingénito, eso no se puede enseñar.

En unas hojas de una antología de literatura francesa que me mandaron hace


unos años envolviendo unos libros, había un prólogo, sin firma, sobre el estilo,
que me pareció, desde su punto de vista, muy claro y muy concreto. Después vi
que era el Discurso sobre el estilo, de Buffon.

Hay en este discurso afirmaciones evidentes. «Escribir bien», dice, «es, a la vez,
pensar bien, sentir bien, expresar bien.»

Esto es un lugar común.

La frase de que el estilo es el hombre, o de que el estilo es el hombre mismo, no


es muy original, porque parece que se ha dicho repetidas veces.

Buffon se refiere principalmente a la prosa.

Una obra bien escrita, para este autor, es una obra clara, precisa, bien pensada,
con unidad de ideas, elegante, con un equilibrio interior. En esto creo que
estamos todos de acuerdo.

Buffon reconoce que, fuera de las reglas, puede haber estilos personales, que,
sin inspirarse en ellas, las sigan, las realicen y hasta las superen.

También dice Buffon que no hay que fiarse de la belleza de las ideas y de su
sublimidad, y que hay que escribir bien, porque las obras bien escritas son las
que pasarán a la posteridad.

Aquí hay, como dirán los escolásticos, una petición de principios. Esta frase es
como decir: «Las obras inmortales gozarán de la inmortalidad». ¿Cuáles son las
obras bien escritas?

Seguramente, para Buffon, Shakespeare no era un escritor que escribiese bien:


era un bárbaro tosco y extravagante; ésta era la opinión general del tiempo, y si
el naturalista francés resucitara hoy, seguramente vería con sorpresa que el
dramaturgo británico extravagante estaba considerado como el astro más
luminoso del cielo de la literatura europea, y que él, el hombre del estilo, no era
leído más que por unos profesores pedantes.

Buffon quería significar que, en las obras, los conceptos y hasta las imágenes
llegaban a ser patrimonio de todos, y la forma es lo que quedaba como
propiedad auténtica de cada autor.

No veo que esto sea cierto más que sólo en determinados casos.

Yo creo poco en la labor de un escritor aislado en la perfección del lenguaje.

En la precisión y en la fluidez de un idioma influyen las obras de los filósofos,


de los sabios de toda clase, de los historiadores y, modernamente, de los
periodistas.

La labor solitaria es poca cosa, es mucho o es todo para dar la medida del
talento o del genio de un hombre; pero la perfección de una lengua no la realiza
un hombre solo, sino muchas generaciones. Eso hace que el inglés, el francés y
el alemán sean idiomas de cultura.

«Entrad por la puerta estrecha, porque ancha es la puerta, espinoso es el camino


que lleva a la perfección, y hay muchos que entran por allí. Pero estrecha es la
puerta, apretado el camino que lleva a la vida, y hay pocos que lo encuentren.»
Esto se lee en el Evangelio de san Mateo.

Hay autores que quedan por sus ideas, por sus conceptos, más que por la
forma, aunque ésta tenga un gran valor. A todos los filósofos presocráticos les
pasa esto. Quedan principalmente por sus pensamientos.

Insistiendo y repitiendo lo dicho, creo que cuando Heráclito afirmó: «Nadie se


baña en el mismo río dos veces, porque todo cambia en el río y en el que se
baña», no dijo una fantasía, sino que expresó la idea genial del fluir de lo que
existe.

Lo mismo Protágoras al asegurar: «El hombre es la medida de todas las cosas»,


no sintetizó un concepto, sino que planteó la base de la filosofía relativista de
todas las épocas.

Yo aprecio poco el estilo si el estilo es algo exterior y de trabajo. Tampoco


aprecio cómo va vestida una mujer si no me gusta. Si me gusta, sí; pero
principalmente me fijo en su mirada, en su expresión, en su manera de hablar,
en sus actitudes, etcétera, etcétera. Entre los escritores, al menos en los
españoles de mi tiempo, esto parecía una extravagancia; pero no creo que exista
tal extravagancia. Es el sentir popular. ¿Por qué han leído los extranjeros Don
Quijote en traducción? Porque los entretenía, los divertía, les hacía pensar; no
porque fueran a estudiar el castellano y a ver cómo sonaban las palabras. Lo
mismo hicimos nosotros leyendo en la juventud a Dickens, a Tolstói, a
Dostoyevski, en traducciones, y no se nos ocurrió pensar si las palabras, en el
idioma en que se escribieron, sonaban bien o mal. Todo eso es de un
bizantinismo un poco ridículo. No hay escritor bueno que no resista la
traducción. Los de verso pierden a veces todo, porque en el verso hay un
elemento musical que no se traspasa de un idioma a otro. Así, por ejemplo, en
una de las romanzas más románticas, sin palabras, de Verlaine se dice:

Il pleure dans mon coeur,

comme il pleut sur la ville,

quelle est cette langueur

qui pénètre mon coeur?

(«Llora en mi corazón, como llueve sobre la ciudad. ¿Qué es esa languidez que
penetra mi corazón?»)

Esto, fuera del idioma en que está escrito, no es nada. No es traducible, porque
es más música que literatura. En la canción francesa todas las palabras son
imitativas, de medio tono, como lamentos dominados por el sonido de la e
(pleure, coeur, langueur, pénètre). En cambio, en una traducción al español, todas
las palabras serán en tono mayor: corazón, ciudad, languidez, etcétera. Sólo la
poesía de aire intelectual podrá traducirse y dejar en la traducción algo.
II

Yo sospecho que muchos profesores franceses, al comprender que no han


tenido en su país grandes filósofos como los antiguos griegos o como los
alemanes del siglo XIX, quieren creer que la filosofía no ha sido nunca más que
ingenio, discreción y retórica.

Yo no creo que esto sea así. Creo que hay autores que han quedado por su
pensamiento original y no por sus frases. Ya sé que todos no estaríamos de
acuerdo en señalar esos hombres extraordinarios; habría divergencias de
opinión; pero eso no quitaría para que muchos pensáramos que hay autores que
nos maravillan, no por su forma, sino por el carácter y el esplendor de su
espíritu.

Lo mismo pasa, por ejemplo, con la música. ¿Es que Bach, Haydn, Mozart,
Beethoven, Schumann no tienen más que técnica? Yo no lo creo así. Creo que
hombres como Beethoven y Mozart son los tipos que representan con más
exactitud la idea del genio.

Desde este punto de vista, que hace pensar que hay hombres de genio y otros
de talento, supongo, quizá gratuitamente, que hay en los escritores, artistas y
pensadores diferentes estilos, que podrían dividirse en unos que van de dentro
afuera y otros que proceden de fuera para adentro.

El estilo de dentro afuera sería el del hombre que busca en los recursos de su
arte lo que necesita para dar realidad a su sueño interior. En la literatura
antigua, éstos serían Shakespeare, Cervantes o Moliere. En la moderna, Dickens
o Dostoyevski. En la pintura, El Greco, Velázquez o Goya. En la música,
Beethoven, Mozart, Schumann.

Uno de los motivos de disidencia que tengo yo con Ortega y Gasset, a quien
considero, naturalmente, como un hombre de gran talento y de un estilo
relevante, es lo que ha dicho sobre Beethoven.

Al compararlo con el músico Debussy, dice que éste se inspira en sentimientos


artísticos, y que Beethoven dedica su talento a realizar las sensaciones vulgares
del buen burgués.

A mí esto me parece un perfecto absurdo. Yo creo que Debussy se inspira en


conceptos artísticos, no porque es un gran músico, sino porque no lo es. Si lo
fuera, sentiría como «el hombre», no como el hombre especializado. Lo mismo
le pasa al pintor francés Poussin. Se inspira en arte ya realizado.

El arte sobre el arte nunca ha sido gran cosa. El arte grande siempre ha estado
basado en el fondo humano, y no sobre entelequias artísticas.

Si las artes se basaran en obras estéticas o en categorías sociales, los catálogos de


los museos y el Almanaque de Gotha serían los que darían la norma de la
exquisitez artística. Disraeli sería superior a Dickens; Paul Bourget, superior a
Dostoyevski; Paul Hervieu o cualquiera de estos dramaturgos modernos,
superior a Ibsen.
III

En español, todavía no hay más que dos estilos: uno, el arcaico y castizo, y el
otro, el modernista, un poco de confitería. Ninguno de los dos tiene exactitud y
precisión; los dos tienden al adorno y a la jerigonza.

Yo muchas veces lo he pensado: ahora pasa en la calle un hecho cualquiera, de


poca importancia, y hay cinco periodistas que lo presencian y lo relatan. Yo
tengo la seguridad de que los cinco relatos no coinciden, y que no coinciden
tampoco con la observación del transeúnte de la calle que ha visto el suceso.
Esto depende de que los cinco periodistas tienen una manera, una serie de
fórmulas que les sirve para la descripción de los hechos.

Hay una escena muy graciosa en Le bourgeois gentilhomme, de Moliere, en la cual


el personaje Monsieur Jourdain pide consejo a su profesor de filosofía para
redactar una carta de amor dirigida a una marquesa, de la cual está prendado.
Monsieur Jourdain quiere decirle a la marquesa esto: «Bella marquesa, vuestros
hermosos ojos me hacen morir de amor; pero quiero expresarlo con elegancia,
con gracia».

El profesor le indica que podría parafrasear este concepto; que podría añadir
que los ojos de la bella marquesa reducen a cenizas su corazón, que…

«No, no», dice monsieur Jourdain; «Yo no quiero indicarle más que esto; que los
ojos de la bella marquesa me hacen morir de amor; pero quiero decirlo bien.»

El profesor de filosofía reconoce que, si no quiere indicar más que esto, lo que
ha dicho monsieur Jourdain está bien, y que no se puede decir de otro modo.

En eso creo yo que está la perfección del estilo: en no decir ni más ni menos de
lo que se debe decir, y en decirlo con exactitud. En el castellano actual, todas las
fórmulas que se han aceptado en estos cincuenta años no han dado precisión al
idioma; no han hecho más que sustituir la jerigonza arcaica por la modernista.
IV

En nuestro tiempo, en España, las metas del estilo en prosa se han considerado
el casticismo, el adorno y la elocuencia.

Para los tradicionalistas, el casticismo es lo esencial de la buena literatura. Un


escritor que tenga cierto sabor a siglo XVII es un estilista; para los modernistas,
la gracia en el adorno, la prosa recargada de metáforas y de adjetivos con
colorines, es lo que significa el estilo. Para los unos y para los otros, el ideal es
semejante; no es llegar a la exactitud y a la claridad de la expresión, sino
conseguir un supuesto embellecimiento.

Hace muchos años hablaba yo con el director y el crítico de un periódico


madrileño. El director me decía, y el crítico parecía asentir con él, que yo había
escrito mi libro titulado Mala hierba con descuido, y que luego, para demostrar
que sabía lo que era escribir, había puesto al final unas páginas bien escritas. Yo
contesté: «No. Yo creo que no es eso. Para mí, ustedes confunden el escribir bien
con la elocuencia. En las últimas páginas de ese libro mío yo he querido dar una
impresión más entonada y elocuente. Pero esa intención no basta para que estén
bien escritas».

Si el escribir bien significa únicamente la elocuencia, sería fácil alcanzar este


resultado. El estilo elocuente es el más conocido y el que tiene reglas fijas. Con
emplearlo y ocuparse exclusivamente de palacios, de jardines reales, de
catacumbas, de héroes, de grandes capitanes, todo el mundo sería un gran
escritor. En cambio, el autor del Lazarillo de Tormes, el de la Balada de las damas de
antaño o el de Pickwick no serían nada.

En Francia no serían buenos escritores ni Pascal ni Voltaire, ni La


Rochefoucauld ni Chamfort.

Estos autores se pueden leer hoy como ayer; en ellos no hay palabrería ni
retórica recargada. Dicen lo que tienen que decir sin adornos inútiles. Para mí,
éste es el ideal del estilo.

Para la mayoría de los adultos, el estilo es la retórica elocuente.

Algunos han creído que yo no sabía escribir, como la mayoría de los autores de
mi tiempo, con lugares comunes, elocuentes. Lo que sucede es que no me hace
gracia esa manera de escribir. Una prosa recargada y con pretensiones, siempre
con el mismo ritmo, me aburre. Me gusta, en cambio, la forma directa, escueta y
sencilla.

Lo que sucede es que para emplear ésta con seguridad no tenemos modelos ni
reglas fijas.

Para mí no es el ideal el estilo, ni el casticismo, ni el adorno, ni la elocuencia; lo


es, en cambio, la claridad, la precisión y la rapidez.

Todo ello depende, naturalmente, de lo que se pretenda. La claridad es una


gran cosa, si se cree en ella y se la busca; pero se puede no desearla, y entonces,
¿para qué la claridad?

Se dice del antiguo político Sánchez Toca, que, al parecer, a pesar de su


seriedad, era un humorista, que cuando terminaba de dictar un documento
oficial decía a su secretario: «Creo que este decreto está redactado con la
“debida confusión”».

Los elementos principales de la prosa son, evidentemente, la sintaxis, unas


veces regular, lógica, y otras irregular, con transposiciones; el léxico o
vocabulario y la elección del período con párrafo largo o con párrafo corto. La
sintaxis tiene gran importancia.

Desde un punto de vista psicológico, la forma que emplea cada uno es la


consecuencia de su raza y de su cultura.

No puede ser lo mismo proceder de un país en que se haya hablado durante


siglos un idioma, que ser hijo de extranjeros. En este sentido, los más pobres en
castellanidad y en latinidad, de España y de Hispanoamérica, tenemos que ser
los vascos. Los demás españoles no están en nuestro caso, porque la sintaxis
latina lo mismo preside el valenciano, el catalán y el gallego que el castellano.

La forma típica viene de un fondo de raza, y en el escritor, cuanto más personal


es, más se nota su ascendencia.

Otro elemento importante es el léxico. Aquí me parece que ocurre lo mismo que
en la sintaxis. Cuando la riqueza del léxico es forzada, aprendida, vale poco, da
una impresión de artificio; ahora, cuando es natural, espontánea, es otra cosa. El
escritor que emplea las palabras que ha oído, sobre todo de niño, les da un
sabor especial de verdad, de autenticidad, que no tienen casi nunca cuando las
toma del diccionario. Yo no escribiré nunca «por ende», «a mayor
abundamiento», «enterizo», «señero», «reciedumbre», «mañanero»,
«madruguero», ni hablaré de la «besana» o de los «albaranes» de las casas,
porque éstas y otras palabras las leo, pero no las oigo. Sobre todo, no las he
oído. Esto me basta para no usarlas. Son para mí voces inusitadas, que no
añaden un matiz nuevo a una idea. Todo ello constituye un léxico que a mí me
parece una moda modernista muy próxima a la trivialidad y a la cursilería.
Tampoco me gusta emplear esas palabras de hace pocos años, como
«propugnar», «posibilitar», «estructurar», que tienen un sabor de pedantería de
academia jurídica y que no sé si añaden algo a las ideas viejas.

Algunos dicen: «Todo lo que es castellano se puede y se debe emplear».

Yo no lo creo así. Si yo empleara los giros y las frases de Fernán Caballero o de


Valera, muy andaluces, y, por tanto, muy castellanos, para hablar de la vida de
un pueblo vasco, haría a mis ojos una cosa completamente ridícula.

Otro punto no resuelto referente al léxico es el de si se deben emplear palabras


especiales, populares o sabias, que para mucha parte del público no son claras
de primera intención. Yo, al menos, no las empleo, porque aunque sea un
individualista, no puedo escribir para mí solo.

La pureza del idioma es una preocupación. El idioma de Galdós sería impuro


para Larra, y el de Larra para Jovellanos, y el idioma de Jovellanos para
Cervantes, y el de Cervantes, impuro para el Arcipreste de Hita.

El idioma es como un río, que toma de aquí y de allá nuevas corrientes.

Los tradicionalistas dicen, por ejemplo, que no se debe llamar etiqueta al rótulo
de una botella, o de un frasco, sino marbete; pero marbete es una palabra que
nadie conoce.

Además, originariamente, si etiqueta en castellano viene del francés, marbete


viene del flamenco. De manera que son dos palabras de origen extranjero; una
que muere no se sabe por qué, y la otra que vive.

Hay que dejar, a mi parecer, a la que vive y olvidarse de la que muere.

Yo creo que el término que no se comprende hace en un texto el mismo efecto


que un espacio en blanco en una página impresa. Pienso que hay muy poca
gente que, al encontrar una palabra que no entienda, vaya a mirar su significado
al diccionario. Enrique de Mesa me decía hace unos años: «Cuando habla uno,
por ejemplo, de la sierra del Guadarrama, y recuerda en el monte matas de
piorno, ¿va a decir, porque la gente no conoce esta planta, que son de romero o
de cantueso?».

No creo que se pueda dar una norma en estos casos. El piorno es la gayumba o
citisa, planta que tiene variedades. Si hubiera que emplear la palabra exacta, la
palabra científica, para hablar del campo, la descripción de un paisaje se
convertiría en una página de un libro de botánica.
V

Otro de los puntos que tiene importancia en el estilo es la elección del párrafo
largo o del párrafo corto.

El párrafo largo, el período de origen latino, formado por varias oraciones


unidas, tiende, naturalmente, a la elocuencia. El párrafo largo es, o pretende ser,
una síntesis. Nuestro tiempo tiende al análisis.

El párrafo largo parece todavía natural al idioma castellano. Ha dominado y


domina aún. Castelar, Valera, Galdós, lo han empleado.

A principios del siglo, Azorín, que ha escrito muchos ensayos formales de


estilo, algún que otro escritor y yo, intentamos el párrafo corto.

Para mí era la forma más natural de expresión, por ser partidario de la visión
directa, analítica e impresionista. En el párrafo largo hay un ritmo más musical
que en el corto; ritmo no muy complicado, porque se podría marcar con un
tambor.

La sonoridad de la prosa es condición que se armoniza más con el párrafo largo


que con el corto. La sonoridad es un elemento de la elocuencia y, por tanto, de
período redondo.

En el párrafo corto no tiene apenas cabida. El párrafo largo es una melopea un


tanto monótona. El párrafo corto da la impresión del golpeteo del telégrafo de
Morse.

En el párrafo largo, aun leído mentalmente, se respira mal. Como hay ahora
protestantes de los protestantes en literatura, me decía hace poco un joven
escritor que ésta es una idea de los modernistas de a principio de siglo; pero no
hay tal. La Fontaine decía: «La période est longue; il faut reprendre haleine».

Casi inmediatamente después de nosotros, escritores del 1900, el párrafo largo


volvió a triunfar. Ortega y Gasset dio el tono a los escritores, y los orteguistas
emplearon el período largo con muchos incisos.

Otro punto también importante en el estilo es el de las transposiciones,


hipérbaton y otras formas de decir que no siguen la pauta de la construcción
lógica y regular. A veces, evidentemente, esto da energía y brillo al lenguaje;
pero muchas veces lo hace confuso y anfibológico.
Hay incorrecciones que se aceptan porque son más cómodas, rápidas y
expresivas. Así, no choca la frase de Zorrilla:

No os podéis quejar de mí

vosotros a quien maté.

En otros varios casos, la mezcla de singular y plural en una misma oración con
un mismo sujeto no disuena.

Cuando estas irregularidades son una fórmula popular, me parecen bien.


Ahora, cuando están buscadas deliberadamente, ya no me gustan.

Hoy es general y corriente cambiar, por ejemplo, una frase como ésta: «Aquel
capitán, que había conquistado tierras en América», y decir: «Aquel capitán que
conquistara tierras en América».

Esto, por lo que veo en la gramática, y no estoy muy seguro de ello, es sustituir
el pluscuamperfecto de indicativo por el pretérito imperfecto de subjuntivo. El
sentido estricto, ¿es el mismo en las dos frases? Se podría dudar.

Yo creo que por ese camino y por esos procedimientos se llega pronto a la culta
latiniparla y a la jerga de Las preciosas ridículas.

Otra preocupación actual de los escritores, venida de Francia, es la de suprimir


el «que». El «que», en castellano, como en todos los idiomas latinos, es algo
biológico. Desterrarlo es artificioso. También se quieren suprimir los gerundios
y reducir el empleo de los verbos auxiliares.

Yo no dudo que con esta manera de encorsetar el idioma se pueda conseguir


cierta elegancia; pero siempre será una elegancia amanerada y afectada, de muy
poco valor.

Constituido el idioma literario por una poda y una desviación de las formas
naturales de expresión, no cabe duda que no sirve para ciertos géneros
literarios, como, por ejemplo, la novela; no ha debido servir nunca. Así se
podría decir que ha habido tres clases de lenguaje literario: uno, el vulgar, el
periodístico; otro, el preciosista, y otro, el de los novelistas. Flaubert se extraña
en su Correspondencia de que los grandes escritores no hayan sabido escribir.
Esto, que parece paradoja, no lo es. Los grandes escritores, sobre todo los
novelistas, no han podido escribir en estilo preciosista, y han tenido que echar
mano de todos los recursos del lenguaje. Así, Cervantes, Fielding, Defoe, Walter
Scott, Balzac, Dickens, Stendhal, Dostoyevski, han sido considerados como
escritores incorrectos.

De todos los géneros, la novela es el que menos se presta para los ejercicios de
estilo. El estilo correcto, alambicado, es más propicio para otra clase de obras:
discursos, impresiones, reflexiones, ensayos, etcétera.

El estilo de Renán, verdaderamente magnífico, sirve para la historia y para


describir los paisajes del mar Muerto o las cimas del Sinaí; pero para hablar de
la tiendecita o de la casa pobre en la callejuela de la ciudad, no creo que serviría.
Bien está el órgano en la iglesia y el acordeón en el suburbio.

El estilo refinado tiende forzosamente a la elocuencia. Muchas veces en las


novelas de Anatole France, que a mí siempre me han parecido fastidiosas por su
afectación y amaneramiento, se ven descripciones de un rincón de París hechas
con muchos perfiles y con un ritmo elocuente.

Hay en esto una falta de armonía que la mayoría de los lectores no lo notan.
Tiene que haber una relación entre el asunto y la forma de expresión.

En eso Cervantes es uno de los primeros maestros, en contraste con Flaubert.


Sainte-Beuve, para elogiar a Madame Bovary, la novela de Flaubert, decía que
tenía estilo. Cierto; pero este estilo pesa, porque se sienten el trabajo y la
mecánica. Es el mismo procedimiento y la misma técnica, que no corresponden
siempre al asunto, unas veces dramático y otras humilde. En cambio, el estilo
pobre de Stendhal no pesa para sus obras; ni el de Julio Renard, ni el de Colette.
La perfección, o a lo menos cierta clase de perfección, aburre. Yo, cuando leo
obras excesivamente trabajadas, pienso: «Quizás, si esto tuviera partes
descuidadas y un poco abandonadas a la inspiración, se leyera con más
facilidad».

Naturalmente, no hay una fórmula general que dirija el estilo. Si la llegara a


haber, vendría la era de la monotonía y del aburrimiento y se produciría de una
manera efectiva, no el estilo de Chateaubriand (vizconde), sino el estilo de
Châteaubriant (solomillo), de la cocina francesa.
VI

Muchos escritores creen en el verbo, como los míticos antiguos. No es fácil en


esta época que haya hombre que piense, como Virgilio, que se puede con el
encanto de las palabras hacer caer a la luna a nuestra Tierra: «Carmina vel caelo
possunt deducere lunam».

Unamuno era de los más confiados en el valor de la expresión humana. Cuando


tenía que hacer un juicio, bueno o malo, de la personalidad o de la obra de un
escritor o de un político, creía que podría realizarlo por completo,
discriminando con independencia hasta darle un calificativo definitivo y exacto.

Es decir, que tenía la ilusión, primero, de que no había movimientos en él


apasionados que pudieran turbar su juicio; segundo, que, deseando ser un buen
árbitro, diría la verdad sobre el hombre o sobre la obra con una palabra
categórica y sin apelación.

¿Qué diferencia objetiva expresa, por ejemplo, al llamar a un escritor grafómano


o fecundo? Yo creo que no hay más diferencia que la intención del que se lo
llama. Al decirle grafómano quiere indicar que le considera como malo, y al
decirle fecundo, como bueno.

Así pasa con todos los calificativos: llevan de antemano, y de una manera
explícita o velada, una idea de elogio o de desdén; pero no son resultado de un
juicio limpio y sin pasión.

El creer lo contrario es, para mí, el error de los dogmáticos. Los sentimientos
humanos no tienen en el lenguaje una etiqueta clara y definitiva.

Las definiciones y los calificativos no son más que conceptos aproximativos.


Cuando a un hombre le llaman ilustre, heroico, benemérito, y a otro canalla,
miserable y granuja, no le definen.

No hay diferencia esencial en estos elogios o en los otros sonoros dicterios. La


habrá, quizás, etimológicamente, en las palabras; pero en la realidad no habrá
más que insultos y alabanzas deliberados.

El que cree en la exactitud de estos epítetos es un cándido.

La historia demuestra muchas veces que el sabio, el justo y el benemérito, al


cabo de cien años, es un canalla, un cretino o un tonto, o al contrario.
Unamuno, en su dogmatismo, llegaba a preocuparse tanto del valor intrínseco
de las palabras, que, según decía, pensaba en serio si a una persona tenía que
llamarla en una carta apreciable, estimado o querido.

Casi todos los escritores creen en el estilo ornamentado y en el valor absoluto


del verbo.

Yo supongo que es una inclinación étnica mediterránea, y que lleva fatalmente a


una retórica aparatosa. La palabra suelta dice poco; sólo un conjunto de ellas,
una frase, y eso de una manera relativa, puede expresar una idea o una
impresión sensorial.
VII

Algo así como una norma, como un punto de referencia de la prosa, sería que
hubiera en nuestra lengua un tipo de narración sencilla, precisa y elegante, sin
adornos comunales de mogollón, que fuera como la fórmula media del idioma
escrito. Alrededor de ella podría haber otros tipos de estilo; uno más recargado
y aparatoso, y otro más seco, esquemático y lacónico.

La prosa española, que desde el siglo XVIII venía siguiendo su paso de


andadura, como un caballo bien domado, se puso a dar saltos de carnero y a
dedicarse a las cabriolas cuando hace más de cuarenta años llegó la influencia
del modernismo francés y la de D’Annunzio. Recordó su ascendencia
gongorina y comenzó sus gracias y sus piruetas.

Desde esa época entró en la prosa una retórica más o menos atrevida, que se
puso enfrente de la tradicional que seguían novelistas, periodistas y críticos del
siglo XX.

Se renovó el léxico, pero no se renovaron las ideas.

Eso de que basta que cambien las palabras para que se modifiquen los
conceptos, es una fantasía.

Al cambiar por esa época la retórica, se consiguió un amaneramiento nuevo.

Al neologismo correspondía la construcción modernista, inspirada en el francés


y en el italiano; y como llegaba a ser algo comunal, lo que parecía destinado a
diversificar, a separar, a dar un carácter diferencial a un autor y a otro, se
convertía en una tendencia a unirlos, a hacerlos a todos semejantes.

Todo lo que se puede aprender en cuestión de estilo vale poco. En esto pasa
como en la moda. Se destaca alguien y tiene aire original; luego le imita otro y
otro, y, al último, lo que parecía una novedad parece un lugar común
desagradable, aparatoso y vulgar de la época.

Como lo que es sistema en literatura y en artes se transforma pronto en algo


mecánico, la prosa modernista de los que pretendían ser más divergentes se
parecía tanto a la de los otros, que era aún más igual entre sí que la prosa
tradicionalista de los escritores anteriores. Lo mismo pasó con el cubismo, en el
cual una nota semioriginal se repartió en tres o cuatro mil pintores.

A lo último, todo terminaba en afectación, en remilgos y en más o menos


sonoridad. Daban ganas de decir a estos retóricos la frase de Falstaff al
abanderado Pistol, que le habla en un estilo preciosista y anfibológico en el
drama Enrique IV, de Shakespeare: «Di lo que tengas que decir como un hombre
de este mundo».

Algo bueno se quiso hacer con la crítica del estilo periodístico. Hay, sin duda,
muchas frases disparatadas en el lenguaje periodístico, que empleamos todos y
que no corresponden a la significación de su origen.

Si las palabras por sí solas fueran tan bellas, leer el diccionario sería algo
amenísimo, y no creo que lo sea.

En un idioma, primero, lo que se necesita es exactitud y claridad; después, si se


puede, elegancia; pero lo primero, exactitud.

Que se pueda explicar cómo es la plaza de la Concordia, Picadilly Circus o el


Prado de Madrid con precisión.

Que se pueda contar lo que ha ocurrido en la calle también con exactitud. Lo


demás vale poco.

El escritor que cree que es estilista, porque en vez de decir «singular» o «solo»
dice «señero»; en vez de «madrugador», «madruguero»; en lugar de «había
dicho», «dijera»; en vez de «había tenido», «tuviera», es un cándido; todo esto
no es nada.

Yo no me preocupo mucho del estilo, desde el momento que he visto que no


tiene más que dos salidas, como en política: la derecha o la izquierda; la
derecha, lo tradicional, y la izquierda, lo extravagante. Yo creo que el estilo debe
de ser como la elegancia, según el dandy Jorge Brummel. Éste afirmaba que
cuando una persona elegante salía de un salón, no se debía recordar qué traje
llevaba. Si se recordaba que este elegante llevaba un chaquet rojizo, unas
polainas blancas o unas melenas, ya estaba cerca del domesticador de perros o
del excéntrico musical.

Ortega suele decir con frecuencia, en lugar de «tanto peor», tant pis. ¿Qué
ventaja hay en una frase sobre otra? Que es más corta, es indudable. En lo
demás no veo ninguna.

Algunos escritores piensan que el estilo, la fluidez de las palabras, puede dar
vida y esplendor a una obra vieja, como pasa con el Don Juan Tenorio, de
Zorrilla. Este drama popular es uno de los que se citan como ejemplo.

Esas obras, como el Don Juan, de Zorrilla, que tienen un éxito de público a
través de varias versiones y superfetaciones, no se pueden dar en el libro. En
una época en que las literaturas antiguas son desconocidas, se puede dar el caso
de Garcilaso de la Vega o de fray Luis de León, que producen poesías clásicas;
pero hoy no tienen objeto.

Los Ensayos, de Montaigne; los Pensamientos, de Pascal, o las Máximas, de La


Rochefoucauld, que están inspiradas en gran parte en las obras antiguas, tienen
el atractivo del carácter que le dan sus autores, y eso no es sólo el pensamiento
ni la forma. Eso no tiene nada que ver con el estilo en el sentido flaubertiano de
trabajo.

El idioma es como un río, que toma de aquí y de allá nuevas corrientes.

Yo no sé si le admiro más o no; pero casi siempre busco al hombre capaz de


hablar de una manera interesante, más que al que escribe. Me refiero al que
habla en la conversación, no al que discursea. Yo comprendo que lo de Ortega y
Gasset está bien; pero prefiero con mucho oírle hablar que leerle. También
prefería oírle a Galdós que leerle, porque Galdós contaba en la conversación lo
que no le parecía prudente contar en los libros. Ahora, que al último de su vida
iba siempre acompañado, y no era fácil que hablase con libertad.

A mí, al menos, el que me intente demostrar que el verdadero trozo del río es
éste, y no es el otro, no me convencerá. Yo he oído decir a algunos: «El Rin,
entre Basilea y Colonia, es el Rin de verdad; pero cuando entra en Holanda, ya
no es nada». El río perderá la unidad al dividirse en canales; pero esto no quita
para que sea el mismo Rin.

Ya sabemos, por ejemplo, que cuando en un periódico se lee que ha habido una
hecatombe en tal pueblo o en tal lugar, no quiere decir que se han sacrificado
cien bueyes, como significa esta palabra en un sentido originario, sino que ha
habido una gran mortandad o un gran desastre. Hay ciertos absurdos donde se
hunde el idioma sin saber cómo. En tiempos anteriores al nuestro se empleaban
metáforas ridículas. Se hablaba de algo «considerado desde un punto de vista»,
se decía «reflejar las aspiraciones», «culminar los deseos», «cristalizar las
opiniones», etcétera.

Todos estos lugares comunes, mal inventados, servían para la gacetilla y para la
política, y tenían el carácter de algo sin trascendencia. Después, la metáfora ha
tomado aires trascendentales, y, al pasar de la literatura a la política, ha
producido frases más ridículas.

Hace cerca de cincuenta años, los modernistas españoles decían que Cervantes
escribía mal; los que escribían bien eran Anatole France, D’Annunzio,
Maeterlinck y otros. Han pasado los años, y todos estos grandes escritores del
tiempo se han olvidado, y Cervantes sigue leyéndose en el mundo entero, a
pesar de los elogios aburridos de los que lo comentan y lo quieren ilustrar.

En esta época pasada se tendía a creer que, a medida que el idioma aumentara
en palabras, la literatura aumentaría también en grandes autores; pero no pasa
eso, ni mucho menos. Casi sucede lo contrario.

Si la técnica aumentara la fuerza del arte y de la literatura, ¿qué serían el


Beethoven de hoy y el Goya de hoy?

Evidentemente, el perfeccionar el idioma no produce grandes escritores; quizás


en la Francia actual se ha llegado a perfeccionar el francés hasta el extremo que
no estuvo nunca.

Sin embargo, da la impresión de que la literatura francesa de estos cuarenta


años últimos no es gran cosa.

¿Se puede llegar a tener estilo por el trabajo? Yo no lo creo. Casi esto me parece
lo mismo que aquella proposición de que se pueden abrir las ostras de una
manera persuasiva.

Yo dudo mucho que el trabajo sirva para tener estilo verdadero; por lo menos,
esto no se ha comprobado en ninguna parte. El trabajo no producirá más que
fórmulas que se convertirán en lugares comunes.
DÉCIMA PARTE

PEQUEÑA ERUDICIÓN

Un idioma que parece que es desde hace muchísimo tiempo uno de los más
perfectos y de los más ricos en matices del mundo, es el idioma ruso. Lo han
dicho muchos autores, entre ellos Mérimée. Sin embargo, hasta el siglo XIX este
idioma no dio su floración literaria; ahora, es cierto que dio dos escritores, quizá
los primeros del siglo XIX, Dostoyevski y Tolstói.

Lo que un idioma necesita principalmente es exactitud, precisión, y el español


literario no la tiene. No tiene precisión la lengua de Valle-Inclán, ni la de
Ricardo León, ni la de Miró. Una prosa que se elabora pensando mucho en el
sonido de las palabras no puede tener exactitud ninguna, y tiene que marchar
lógicamente a expresar vaguedades. Es decir, no a escribir vaguedades con
expresiones precisas, como, por ejemplo, Verlaine, sino a escribir ideas precisas
con fórmulas vagas. Eso es en literatura lo que en la pintura el cromo.

Dejando esta cuestión, hay muchos escritores que creen que no se puede
escribir bien intentando hacerlo de una manera directa, de cara a la realidad.
Suponen que hacer esto es algo semejante a la fotografía. La idea, como he
dicho, es absurda, porque la máquina fotográfica es un aparato físico, y no
puede parecerse nunca en sus resultados a lo hecho por el espíritu del hombre.
No creo que haya nada que parezca tan directo y hasta tan mecánico como la
pintura del paisaje. Sin embargo, si se ponen diez pintores paisajistas y realistas
a pintar un paisaje desde el mismo punto de vista, los diez paisajes serán
absolutamente distintos. Ni en literatura ni aun en pintura existe algo parecido
a la fotografía.

El que tiene sentido psicológico y haya leído algo sobre la inseguridad del
testimonio, comprenderá cómo esta idea de la fotografía en literatura es
absurda.

Ahora, hablando de cosas concretas de mi tiempo, yo supongo que los


escritores mejores de mi época han sido Azorín y Ortega y Gasset. Por Miró, por
Pérez de Ayala, por Valle-Inclán y por Ricardo León no he tenido gran
entusiasmo.

La obra de Miró no evoca en mí el Levante español que yo he conocido. Si


alguna novela de este escritor alicantino me la dieran con otros nombres de
lugares, yo pensaría que pasaba la acción en alguna parte de Austria o de Italia,
muy refinada y muy decadente, pero no en la costa valenciana, ruda y violenta.

En este sentido me parece mucho más cerca de la realidad la obra de Blasco


Ibáñez, aunque a mí no me sea del todo simpática.

En la prosa de Pérez de Ayala hay mucha tendencia arcaica y mucha palabra


sobrante para lucirla. Hay, además, fuera del estilo, cierto sadismo con las
personas humildes, poco agradable.

Respecto a la obra de Valle-Inclán, no me parece nada homogénea, y creo que


hay en ella algo de taracea. La considero como un traje lleno de adornos y de
lentejuelas un poco cogidas de aquí y de allá.

Alguno, que hoy asegura que es muy bueno y muy piadoso, fue, según
contaron por ahí, el que encontró que en una de las Sonatas del escritor gallego
había trozos embutidos de las Memorias del caballero de Casanova, y los dio a
conocer piadosamente a todos sus amigos, y, a lo último, aparecieron las
coincidencias en un libro de crítica a dos columnas.

En el libro Crítica profana, de Julio Casares, se estudia la forma de estilo de Valle-


Inclán con cierta acritud.

El estilo, como manera casi independiente del fondo, es cosa que me interesa
poco. A mí el estilo me interesa no en sí, sino como representación de las
realidades y de las impresiones. Por esto, el estilo de Valle-Inclán no me llama la
atención. Es como el que cose un traje y lo adorna no para una persona viva,
sino para hacer algo bonito, que luego lo armará sobre un maniquí inventado y
pensado para el traje. Es decir, que el traje será lo esencial en la figura.

Para concluir, creo que hay tres formas de estilo principales:

La primera considera el estilo constituido por las formas literarias antiguas


famosas; este estilo se capta con la lectura de los clásicos. Hay un libro de un
profesor francés, Albalat, que creo que se titula La formación del estilo por la
asimilación de los autores. Para este escritor hay que asimilar a los autores griegos,
sobre todo a Homero. La cosa es un poco absurda, porque ¿cuántos escritores
habrá que puedan leer a Homero en el original? Para ello, un escritor, un
sainetero, tendría que ser un helenista, pero un helenista sabio.
Porque asimilarse a Homero en una traducción al castellano o al catalán es
bastante cómico. ¡Qué cantidad de necedades dicen los profesores sabios!

El sainetero Labiche, que a mí me parece un autor magnífico, tendría que


haberse puesto a leer la Ilíada o la Odisea para escribir el Viaje de monsieur
Perrichón.

La segunda tendencia sería el considerar el estilo como ornamentación verbal.


El estilo bueno, según esta tendencia, es el que tiene palabras de aire brillante
cogidas en la calle y en los diccionarios. También sería prueba de buen estilo,
según esta versión, el perseguir los «ques» y evitarlos, como los verbos
auxiliares «haber», «ser» y «estar» y los asonantes.

El estilista con este criterio sería siempre el que dijera las cosas, no con más
perfección y exactitud, sino de una manera más llamativa y menos corriente.

La tercera tendencia consistiría en considerar el estilo como una manifestación,


la más completa, de la personalidad y de la individualidad literaria.

Yo me considero partidario de esta tendencia. Me gusta siempre el autor que se


expresa con mayor claridad, con mayor precisión, con más rapidez y, al mismo
tiempo, con los mayores matices.

En esto estoy siempre con entusiasmo al lado del viejo Verlaine, cuando dice:

Car nous voulons la nuance encore,

pas la couleur, rien que la nuance!

Oh! La nuance seule fiance,

le rêve au rêve et la flûte au cor!


II

Lucrecio, el autor de De rerum natura, tiene un estilo de una claridad


matemática. Yo he leído su poema en un tomo en latín, con la traducción a un
lado, y, después de leer la traducción, se lee la frase en latín, y se encuentra más
lapidaria.

Cielo, mar, tierra, ríos, cosechas, árboles, animales, todo está constituido por los
mismos elementos.

«Eadem, caelum, mare, terras, flumina, solem, constituunt, eadem fruges, arbusta,
animantes.»

El francés se ha hecho el idioma más claro y expresivo de las lenguas latinas,


porque en él han escrito en la época moderna más filósofos, más físicos, más
químicos, más historiadores, más ensayistas, más periodistas, que en Italia y en
España, y en trescientos años ha sobrepasado a sus rivales. El idioma ha
aprovechado la fórmula del uno, la imagen gráfica del otro, la manera concisa
del de más allá, y así ha evolucionado y ha mejorado. Por eso, uno que supiera
igualmente bien los idiomas latinos, para dar una explicación científica, para
una relación histórica o crítica, para traducir una obra de un idioma distante,
elegiría el francés.

«Ninguna prosa se lee tan fácil y tan agradablemente como la prosa francesa
[…] El escritor francés encadena sus pensamientos en el orden más lógico y, en
general, más natural, y los presenta así sucesivamente a un lector que puede
apreciar a su gusto y consagrar a cada uno de ellos la atención debida.»

Así lo dice Schopenhauer en Parerga y Paralipomena.

El estilo personal dentro de un idioma es una cuestión orgánica del


temperamento del autor.
III

Cuando yo comencé a escribir había algunos que querían pasar por estilistas y
trataban de demostrar que, para emplear las palabras con propiedad, había que
conocer el significado etimológico de éstas. Yo siempre afirmé que no, que la
etimología no significa nada para el uso de las palabras.

Para recalcar el carácter relativista de éstas en contra de los que creen que tienen
un valor definitivo, escribí una pequeña disertación sobre el origen de algunas
que han cambiado de significado a lo largo de la historia.

No pretendo yo resucitar por un momento la gran controversia medieval entre


los realistas de espíritu platónico, que creían que las palabras que expresan
ideas generales tienen una existencia real, y los nominalistas de tendencia
aristotélica, que pensaban que no eran más que nombres, sonidos, flatus vocis.

Mucha gente supone que el nombre hace la cosa y piensa que espiritismo es una
idea próxima a espiritualidad; que naturalismo es sinónimo de naturalidad; que
teosofía, que por su significación es ciencia de Dios, realmente lo es.

No hay que insistir demasiado en la vulgaridad de que del dicho al hecho hay
mucho trecho, y que el nombre no hace la cosa.

Lo que se conoce y se estudia desde no hace mucho tiempo son los cambios de
sentido de las palabras; y así, el escritor debe usarlas ateniéndose a ese cambio y
no pretender emplearlas en un sentido primitivo.

Yo adquirí el libro de Bréal, La semántica, en París, durante la amenaza de la


guerra; y no era fácil interesarse profundamente en aquella lectura, mientras
hombres, mujeres y niños se metían en los refugios durante las alarmas y se
asustaban unos a otros.

Así, dejé la lectura de ese libro, que sospeché no me iba a interesar, para una
época más reposada y tranquila.
IV

Nietzsche, helenista y filósofo, fue de los que más insistieron en el valor antiguo
de ciertas palabras griegas, como si eso significara que su sentido antiguo
tuviera valor en el presente. Unamuno, entre todos, padeció la misma
equivocación. Todo ello es aparatoso y, en el fondo, muy pueril.

La misma voz española palabra parece que viene de «parábola», parabole en


griego («comparación», «apólogo»), formada a su vez de parabolein, de para («al
lado») y de bollein («echar»).

Es decir, que la palabra, en un sentido etimológico, es una comparación, una


alegoría y nada más.

Ejemplos de palabras que han cambiado en cierto tiempo de sentido hay


muchas de uso corriente, de origen griego, latino y hasta español. Así, por
ejemplo, melodrama, etimológicamente, quiere decir «drama con música». Sin
embargo, la mayoría de los melodramas que hemos visto los aficionados a este
género truculento no tienen música.

A ningún dependiente de mercería se le ocurrirá dar un pedazo de paño si le


piden un pañuelo; y esto es lo que significa la palabra.

Soldado quiere decir claramente «hombre a sueldo»; es decir, un «mercenario».


La palabra toma un aire noble. Se dice «el ilustre soldado»; nadie diría «el
ilustre mercenario», y, sin embargo, la significación de las dos palabras es
idéntica. Caballero es «el que cabalga»; hoy, es «el tipo noble». Hidalgo, «el hijo
de algo». Pontífice se dice que primitivamente era «el constructor de puentes»;
hoy es el papa.

Ahora se llama escenario en los cinematógrafos a un «índice o guión de una


película». En español, siempre se ha llamado escenario al lugar del teatro donde
se representan las obras y se instalan las decoraciones. Entre gentes dedicadas a
la cinematografía, hoy escenario no tiene esa acepción.

Con relación a la moral, la etimología da nociones curiosas. En la célebre obra


de Pictet, Los orígenes indoeuropeos de los arios primitivos, ensayo de paleontología
lingüística, se encuentra ya la esencia de lo afirmado por Nietzsche, llevado a la
ética, y que nos asombró en otro tiempo. Este libro lo he leído en parte hace
unos pocos años.

Pictet asegura, con datos, que en las distintas lenguas arias las nociones del bien
y del mal se relacionan en su origen con ideas muy diferentes las unas de las
otras, y que la mayor parte no tienen conexión directa con su sentido ético.

«Se ve también», dice el autor, «la oposición del bien y del mal al hacerse
equivalente unas veces al placer y al dolor; otras al amor y al odio; otras a la
fuerza y a la debilidad, a la verdad y al error, a la belleza y a la fealdad. Muchos
de estos términos son oscuros en cuanto a su origen.»

Los antiguos arios, y se supone que éstos no eran, naturalmente, una raza en
sentido étnico y zoológico, sino gentes que hablaban una clase de idioma,
consideraban el mal como una mancha, como una suciedad indistintamente en
sentido material o moral. En sánscrito, la palabra mala («pecado») significa
literalmente, como sustantivo, «barro», «suciedad», y el adjetivo malas quiere
decir «mezquino» y «miserable».

La noción de pecado en las primitivas lenguas arias se confunde a menudo con


la de caída; así, en sánscrito, pecado o falta se dice patana, pataka, del verbo pat
(«caer»).

Es lo que se expresa también en esta lengua primitiva con las palabras skhalana
y skhalita, la acción de «caer en falta»; de la raíz skal, «titubear», «caer» y
después «cometer un error». Bopp ha relacionado esta palabra con la latina
scelus («crimen»).

Veamos otras cómo han ido modificando su sentido: la palabra humilde viene,
probablemente, de humus («tierra vegetal», «barro», «lodo»), y de ahí proceden
también las palabras humor y humorismo.

Agonía viene del griego agón («lucha constante»).

El agonista en Grecia era «el combatiente», «el luchador».

Álgido viene del latín algidus («frío», «que hiela»).

La palabra ha cambiado de sentido, y se llama álgido al periodo más grave de


una enfermedad, porque en algunas de éstas es el periodo del frío. Puede ser
que haya influido aquí la palabra algia, que se emplea con frecuencia en
medicina, de algos, en griego «dolor». Es el caso que, por extensión, se llama
también periodo álgido al momento en que un suceso o acontecimiento se
encuentra en el máximo de gravedad.

Calamidad procede del latín calamitas, que significaba primitavamente


«tempestad», «granizo». Quizá tenga relación con la voz griega kalamos. Una
pequeña granizada, en su origen, era una calamidad. Hoy no lo es; en cambio, lo
es un gran bombardeo, una inundación o una epidemia.

Hecatombe viene de ekaton («cien») y de bous («buey»). En sentido literal y


primitivo quería decir «sacrificio de cien bueyes». Entre los romanos cambia la
palabra de significación. La hecatombe ya no era de bueyes, sino de cerdos y de
ovejas. Luego ha pasado, quieran o no los gramáticos y los etimologistas, a
significar «una mortandad producida por un gran accidente».

Cataclismo procede de la palabra griega kata, de varia significación (aquí quiere


decir «sobre»), y klusmos («acción de mojar»). Es decir, primitivamente, un
cataclismo era un «diluvio» o una «inundación». Con la geología, la palabra
comenzó a significar «un gran trastorno en la superficie del globo», y, por
extensión, algo parecido a esto. El sonido de la palabra cataclismo nos da la
impresión de algo que se rompe (hierro, cristales, etcétera).

Catafalco viene de staka («espectáculo») y palco («viga»). Hoy nadie llamará a la


viga de un escenario catafalco.

Catástrofe se compone de kata (aquí, al parecer, «en bajo») y stropho («yo vuelo»);
es decir, «cambio de arriba abajo», «subversión». Evidentemente, un cambio así
puede ser hasta anodino; pero la palabra se ha convertido en sinónima de gran
calamidad o desastre. La catástrofe ferroviaria en tal punto significa que ha
habido muchos muertos.

Escatología quiere decir «conjunto de creencias y doctrinas referentes a


ultratumba», y al mismo tiempo «tratado de cosas excrementicias».

Escéptico, del griego sképticos, es «el que examina o considera»; no «el que
duda».

Sofista, de sophos («sabio»), primero tiene una significación elogiosa y después


toma un sentido despectivo, desde el tiempo de Platón.

Tragedia viene del griego tragodia, de tragos («chivo») y de ódê («canto»). En las
fiestas de Baco se vestían los coristas de machos cabríos y se cantaba un himno a
las víctimas que se sacrificaban a ese dios. ¿Qué tienen hoy que ver los chivos
con la tragedia? Nada.

Ditirambo, actualmente, es una «composición entusiasta en alabanza de


alguien»; en su tiempo era un canto de embriaguez en honor de Baco. Dithu era
el sobrenombre de Baco; de dis («dos veces»), thura («puerta») y ambaino («yo
paso»).

Peripecia es también una palabra griega que significa poco más o menos, como
catástrofe, «cambio de arriba abajo», y se empleaba principalmente hablando de
obras teatrales. Se usaba casi siempre en singular; hoy se emplea también en
plural y en el sentido de «accidente de poca monta».

Los gramáticos y filólogos, cuando se ocupan de las palabras sabias de las


profesiones y hablan de su historia, aciertan; pero cuando quieren legislar y
reglamentar las palabras corrientes, no tienen casi nunca la menor intuición, y
sólo el pueblo es el que sabe dar el carácter y la significación a las voces.

Hace años, cuando comenzaron a funcionar los ómnibus automóviles, hubo una
discusión sobre la palabra autobús, que la gente de la calle y de los garajes había
comenzado a emplear y que los gramáticos y los sabios querían rechazar
porque no se acomodaba a una construcción gramatical sabia. En esto, como en
casi todo lo que se refiere al lenguaje usual, tenía razón el pueblo. El argumento
de los sabios era que la palabra ómnibus no era una palabra compuesta; pero
esto no tenía ningún valor para la gente.

Los ingleses, sobre todo partidarios de la brevedad, llamaban al ómnibus bus.


Lo que para ellos era un bus automóvil lo llamaron autobús, y la palabra corrió
por el mundo y se aclimató por todas partes. Los gramáticos y los etimologistas
no hubieran sabido inventar una denominación así, que, siendo todo lo bárbara
que se quiera, era la más necesaria y la más oportuna.

Todo esto, y mucho más que se podría alegar, demuestra que la exactitud
etimológica, en el caso de las palabras, es una perfecta ilusión.
V

Los franceses, en el siglo XIX, han tenido escritores de una claridad y de una
elegancia maravillosas; uno de ellos, Ernesto Renán.

A Renán le perjudicó la publicación de La vida de Jesús, que le dio una fama


siniestra ante gran parte del público conservador. La vida de Jesús no es el mejor
libro de Renán, ni mucho menos, a pesar de ser el que tuvo más resonancia de
todos los suyos. Es un libro deliberadamente capcioso, dosificado con talento
para su objeto. La vida de Jesús no es, ni mucho menos, un libro agresivo, como
el de Strauss, pero se le consideró como algo feroz.

Después de La vida de Jesús, Renán hizo libros de una claridad, de una elegancia
como no hay otros. Los diálogos filosóficos son una maravilla. Es un libro en
donde no hay la dosificación hecha y pensada para el público. Aquí se
abandona Renán a sus pensamientos y los escribe de una manera portentosa.

Al lado de Renán, con su estilo claro, elegante, Flaubert es un escritor premioso


y pesado, y Anatole France es espiritualidad para mundanos y para
dependientes de comercio.

Algunos que siguieron en parte la tendencia literaria de Renán fueron


eclesiásticos, como el abate Duchesne, historiador y arqueólogo de grandes
conocimientos.

El abate Duchesne, después monseñor Duchesne, es de los mejores


historiadores de Francia y un magnífico escritor. Sus libros son de una
amenidad extraña. Los orígenes del culto cristiano y su Historia antigua de la Iglesia
son obras verdaderamente extraordinarias por su elegancia y por su aticismo. El
abate Loisy, abate católico y luego tachado de modernista, es un historiador
muy sabio, pero no un escritor.

El abate Duchesne tiene un fondo de un buen sentido y de una ironía que está
muy bien. Así, dice en el prefacio de su Historia antigua de la Iglesia:

«Admiro mucho a las personas que quieren saberlo todo y rindo homenaje a la
ingenuidad con la cual saben prolongar con hipótesis seductoras las
perspectivas abiertas sobre testimonios bien comprobados. Para mi uso
personal prefiero los temas sólidos, y prefiero quedarme más corto y marchar
con más seguridad. “Non plus sapere quam oportet sapere, sed sapere ad
sobnetatem”».
Esta frase parece que es de san Pablo.

Entre los modernos franceses, el más perfilado de todos los literatos es André
Gide.

El médico Duhamel, escritor lacrimoso, un poco falsificador de Dostoyevski, es,


dentro de su fingido universalismo, de un patriotismo disimulado.

Al hablar de Nueva York da la impresión de sentirse ateniense. No se sabe bien


cómo era la antigua Atenas, pero se tiene de esta antigua ciudad una idea de
Liceo, y Duhamel debe de creer que el París actual es como la antigua Atenas.
Así, frente a Nueva York, quiere demostrar que el francés de París es como el
ateniense ante la barbarie; el ateniense de los liceos de Francia.

En España, para mí, tienen carácter y estilo Gonzalo de Berceo, el Arcipreste de


Hita, fray Luis de León, san Juan de la Cruz, Cervantes, Calderón, Larra,
Bécquer. Actualmente tienen estilo propio Azorín y Ortega y Gasset. En Francia,
me parecen escritores con estilo Rabelais, Montaigne, Pascal, Chamfort,
Stendhal.

La idea del profesor Albalat sobre la formación del estilo por la asimilación de
los clásicos, sobre todo de Homero, es bastante cómica. El periodista
escribiendo en estilo homérico, y lo mismo el sainetero.

Como digo antes, un escritor, según este erudito, se debe formar con la lectura
de los clásicos griegos; así, tiene que ser sobre todo helenista, pero un helenista
de fuste, porque para leer a Homero o a Sófocles o a Aristófanes en su idioma
no basta ser un estudiante mediano de griego, sino que hay que ser un sabio.

Un escritor puede haber leído a Homero, a Esquilo, a Platón, a Shakespeare y a


Cervantes y ser un pobre hombre; otro, haber leído a Paul de Kock, a Montepín,
a Pérez Escrich y ser un hombre de talento.

Escribir obras llevando en su corriente todo lo bueno y maravilloso que se ha


escrito antes, lo hizo Shakespeare como nadie. En nuestro tiempo ya no hay
posibilidad de descubrir palacios, jardines ni parques desconocidos, llenos de
plantas raras; un hombre de genio o un hombre vulgar no puede aprovecharse
de ellos y hacer de su descubrimiento algo trascendental. Hoy, hasta la estampa
más pobre y el hierbajo más miserable tienen su identificación.

Ha habido escritores extraordinarios que han sido amplios, pomposos; otros,


fríos y académicos, y otros, pobres en su forma. Escritores de todas estas clases
han llegado a hacer obras vivas y perdurables. El ideal mío es la retórica en tono
menor; entiendo por esto una forma tan ajustada al pensamiento que no exceda
en nada de él. Si yo fuera arquitecto haría que una viga fuera viga y no
pareciera otra cosa, aunque tuviera ocasión de disfrazarla.

Lo lógico es como el sostén de todo lo bello. Respecto a la corrección del


lenguaje, que no es seguramente el estilo, no creo que se pueda llegar muy lejos
en ella.

No me parece posible alcanzar una gran perfección del lenguaje de una manera
individual. Únicamente se puede hacer algo parecido a esto limitándose mucho.
Un escritor que no trate más que asuntos poéticos podrá hacerse un léxico
especial, pero siempre será esto una cosa amanerada, y su obra una planta de
invernadero.

Un idioma como el castellano o como el francés no tiene más remedio que pasar
por las repeticiones y las asonancias, tiene que echar mano de las que saltan a
cada paso y emplear los verbos auxiliares.

El intentar escamotear estas maneras lógicas del lenguaje con otras fórmulas
lleva enseguida a un amaneramiento mucho más artificial que el
consuetudinario, y, a la larga, más pesado y aburrido.

No en balde la construcción de un idioma es un producto de mil tanteos para


buscar la claridad y la comodidad, tanteos que han hecho un sinfín de
generaciones.
VI

Después de escribir estas cuartillas, de vuelta en Madrid, me he encontrado sin


nada que hacer y he salido por las mañanas de mayo a pasear por esos barrios
que recorría de estudiante y que hace tiempo no los he visto.

He andado un poco por la plaza Mayor, por el Viaducto, por la calle de Segovia,
por la plaza de las Descalzas y por la plaza de Oriente.

¡Qué bonita la estatua de esta plaza! ¡Qué belleza! ¡Qué gallardía! Estatuas así
no se volverán a hacer nunca. Es unir la grandeza de la escultura clásica con la
gracia del bibelot. He ido dando vueltas a la plaza mirando la estatua para ver
si tiene un punto de vista feo, o por lo menos vulgar, y nada, todo está bien.

Las artes plásticas tienen esa ventaja, pueden alcanzar un punto de perfección
insuperable. La literatura no podrá llegar a eso nunca.

Me he arrimado después a rincones que han variado de un modo tan completo


que ya no se pueden reconocer. Los alrededores de la parroquia de Santiago y
del cuartel de Alabarderos han cambiado mucho. Aquellas callejuelas que había
hacia la Almudena ya no existen, entre ellas la calle del Viento. También han
variado mucho las proximidades de la antigua Escuela Militar.

No es que crea que las cosas no deban variar, ni mucho menos; pero el cambio
produce melancolía.
VII

Vuelvo otro día a la plaza de Oriente. Recuerdo la tarde de la revolución del


año 31 en esta plaza. La reina Victoria Eugenia estaba en palacio, sola con sus
hijos, sin defensores, rodeada de una turba curiosa que podía convertirse en
inquieta y amenazadora. Todos los fieles la habían abandonado, comenzando
por su marido. ¡Qué miseria!

Yo, que siempre he sido poco entusiasta de las muchedumbres, sean del color
que sean, miraba aquel día el movimiento de la turba con recelo.
Afortunadamente, los directores de aquella multitud aún no tenían la técnica
violenta que luego llegaron a adoptar por imitación de los rusos y de los
alemanes, y la gente pensaba en la revolución como en una fiesta.

Creo que fueron los socialistas los que salvaron la vida a la familia real,
encerrada en palacio aquella tarde.

Yo estaba en la plaza de Oriente contemplando el espectáculo. En esto, al


anochecer, apareció un camión, y, según se dijo, los que iban dentro eran
comunistas armados. Éstos pretendían lanzar el camión contra la puerta del
Palacio Real, romperla y hacer que entrara la multitud en el edificio.

El camión se acercó, al comenzar la noche, a la puerta del palacio, y entonces los


socialistas, por impulso espontáneo o por orden de sus jefes, formaron como
una cadena delante de la fachada, agarrándose unos a otros del brazo, e
impidieron que pasara el camión.

¿Quién sabe lo que hubiera ocurrido de haber forzado la puerta?


Probablemente una catástrofe.

Si en vez de ser un grupo pequeño de comunistas llega a ser una masa


considerable, entran en el palacio y matan a la familia real, no por odio, sino por
consigna, por complicar al pueblo en un crimen, como lo hicieron los
comunistas en Rusia y los nacionalsocialistas en Alemania.

Estaba yo contemplando la multitud, cuando se me acercó un zapatero, vecino


de mi calle.

—¿Qué le parece a usted esto? —me preguntó.

—Que esos socialistas han estado muy bien y han impedido algo que podría ser
fatal.
—En cambio, los monárquicos…

—Eso ha sido una vergüenza. Luego hablarán de hidalguía y de valor. ¡Qué


farsa! La verdad es que con un rey que huye y con un partido numeroso que se
esconde no creo que la monarquía vaya a tener fuerza en el porvenir.

—¿Y eso le preocupa a usted?

—A mí, nada. Ahora mismo me voy a cenar y luego a escribir un capítulo de


novela.

—Hace usted bien. Cada uno a lo suyo.


PÍO BAROJA (San Sebastián, 28 de diciembre de 1872 - Madrid, 30 de octubre
de 1956). Novelista español, considerado por la crítica el novelista español más
importante del siglo XX. Nació en San Sebastián (País Vasco) y estudió
Medicina en Madrid, ciudad en la que vivió la mayor parte de su vida. Su
primera novela fue Vidas sombrías (1900), a la que siguió el mismo año La casa de
Aizgorri. Esta novela forma parte de la primera de las trilogías de Baroja, «Tierra
vasca», que también incluye El mayorazgo de Labraz (1903), una de sus novelas
más admiradas, y Zalacaín el aventurero (1909). Con Aventuras y mixtificaciones de
Silvestre Paradox (1901), inició la trilogía «La vida fantástica», expresión de su
individualismo anarquista y su filosofía pesimista, integrada además por
Camino de perfección (1902) y Paradox Rey (1906). La obra por la que se hizo más
conocido fuera de España es la trilogía «La lucha por la vida», una
conmovedora descripción de los bajos fondos de Madrid, que forman La busca
(1904), La mala hierba (1904) y Aurora roja (1905). Realizó viajes por España, Italia,
Francia, Inglaterra, los Países Bajos y Suiza, y en 1911 publicó El árbol de la
ciencia, posiblemente su novela más perfecta. Entre 1913 y 1935 aparecieron los
22 volúmenes de una novela histórica, Memorias de un hombre de acción, basada
en el conspirador Eugenio de Aviraneta, uno de los antepasados del autor que
vivió en el País Vasco en la época de las Guerras carlistas. Ingresó en la Real
Academia Española en 1935, y pasó la Guerra Civil española en Francia, de
donde regresó en 1940. A su regreso, se instaló en Madrid, donde llevó una vida
alejada de cualquier actividad pública, hasta su muerte. Entre 1944 y 1948
aparecieron sus Memorias, subtituladas Desde la última vuelta del camino, de
máximo interés para el estudio de su vida y su obra. Baroja publicó en total más
de cien libros.

Usando elementos de la tradición de la novela picaresca, Baroja eligió como


protagonistas a marginados de la sociedad. Sus novelas están llenas de
incidentes y personajes muy bien trazados, y destacan por la fluidez de sus
diálogos y las descripciones impresionistas. Maestro del retrato realista, en
especial cuando se centra en su País Vasco natal, tiene un estilo abrupto, vivido
e impersonal, aunque se ha señalado que la aparente limitación de registros es
una consecuencia de su deseo de exactitud y sobriedad. Ha influido mucho en
los escritores españoles posteriores a él, como Camilo José Cela o Juan Benet, y
en muchos extranjeros entre los que destaca Ernest Hemingway.
Pío Baroja

Reportajes
Desde la última vuelta del camino - 6
Pío Baroja, 1948

Imagen de cubierta: Pío Baroja (1901), Pablo Ruiz Picasso


PRIMERA PARTE
LO QUE DESAPARECE EN ESPAÑA

EXPLICACIÓN

He escrito bastantes reportajes, la mayoría con la idea de que me sirvieran de


fondo de un libro novelesco. Algunos pocos los escribí sin ese objeto, y los
publico aquí por si tienen un pequeño interés. No creo que el género sea lo que
dé amenidad a una obra, y puede un epigrama tener con el tiempo más
importancia que un poema, y una caricatura más trascendencia que un cuadro.
Con esta idea doy paso libre a algunos de mis ensayos reporteriles.
I

En una conmoción tan fuerte como la que ha sufrido España, una serie de
productos materiales y espirituales de la historia y de la cultura han tenido que
transformarse y otros muchos desaparecer. En algunos pueblos en donde las
batallas han sido reñidas y ha tronado el cañón y ha estallado la dinamita, calles
pintorescas, rincones típicos y viejos edificios han quedado destruidos y
arruinados. Debido a ello, restos importantes de arqueología se habrán perdido
para siempre.

Manifestaciones de menos fuste, que el arqueólogo y el historiador no toman


apenas en cuenta, y, sin embargo, curiosas e interesantes para el costumbrista,
iban perdiéndose ya hacía tiempo y acabarán de perderse definitivamente.
Entre esas manifestaciones se pueden contar las costumbres y las prácticas de
algunos oficios. El fondo de la etiología se renueva porque cambian los usos y
procedimientos que probablemente no se podrán convertir en tradicionales,
porque lo que se inspira en la ciencia no permite ni la tradición ni la rutina.

Haciendo para mí mismo un cuadro comparativo de usos y costumbres de


España desde hace sesenta años, es decir, de la época ya remota en que yo
dejaba la adolescencia y comenzaba a fijarme y a darme cuenta de lo que pasaba
ante mis ojos, veo lo que ha cambiado y cómo se han transformado los hábitos
del país.

En algunas cosas, España ha dado saltos, por ejemplo, en cuestiones de


iluminación; en muchos pueblos, no sólo aldeas, sino en pueblos granados, se
ha ido del candil y de la tea a la luz eléctrica.

En Madrid, por este tiempo, en algunos barrios más o menos pobres, no había
agua en las casas. Existía el aguador, un tipo totalmente desaparecido.

El aguador era un personaje que daba cierto aire campesino a la calle. Casi
siempre asturiano o gallego, vestía con calzón corto, chaqueta pequeña, un
trozo rectangular de cuero sobre el pantalón en el muslo derecho, para apoyar
la cuba antes de echársela al hombro, y una montera en la cabeza. El traje del
aguador era de un paño que ya no se ve en ninguna parte: macizo y duro como
la piedra. A veces, el hombre llevaba patillas, y a veces, sotabarba; solía estar
sentado esperando la vez sobre la cuba, alrededor de las fuentes viejas que se
llamaban de los antiguos viajes de Madrid, que eran de agua salina, agua gorda,
que se consideraba, por puro misoneísmo, mejor que el agua casi destilada del
canal de Lozoya.

Los madrileños siempre han sido catadores y bebedores de agua. Hasta


principios del siglo había en Madrid, en verano, puestos de agua, aguaduchos,
generalmente en el Prado y en Recoletos. En ellos se bebía agua con azucarillo,
servida por una buena moza. Esa costumbre dio origen a una zarzuela, Agua,
azucarillos y aguardiente, con una música admirable del maestro Chueca.

Estas fuentes clásicas, que solían estar rodeadas de aguadores sentados sobre
sus cubas, eran, entre otras, la de las Descalzas, las de Pontejos, Fuentecilla,
etcétera.

Otro tipo desaparecido de la corte, con una desaparición rápida, fue el


maragato. El maragato era pescadero. Habitando una región que no tiene costa,
no se comprende por qué se había dedicado a esta especialidad marítima.
Seguramente alguna relación habría por cuestión del paso de carreteras entre el
Cantábrico y Madrid. A la puerta de todas las pescaderías de la villa se le veía al
maragato con su traje regional, de aire antiguo. Éste consistía en unos calzones
anchos, verdes, a rayas negras, atados con cintas a las polainas, un chaleco de
cuero o de ante, un jubón de color con botones de filigrana y un sombrero de
alas anchas y copa chata, con dos cintas para atrás. Por sus trazas se parecía un
poco a los bretones.

Los maragatos un día se decidieron a abandonar esta indumentaria patriarcal, y


de su carácter y de su antigua vestimenta no les quedó más que el peto y un
mandil negro y verde. Fue una ruptura violenta de la tradición con su traje, que
hubiera podido producir largas reflexiones retóricas en un hombre elocuente y
maestro en la materia vestuaria, como Carlyle.

En mi tiempo de chico en Madrid daba sus últimas boqueadas el oficio de


memorialista. El memorialista era el escribiente del pueblo ínfimo, el secretario
particular de criadas, nodrizas, pinches, cigarreras. Yo recuerdo uno de la calle
de la Luna, en un tugurio oscuro, con un cartel blanco escrito con letras negras,
y dos o tres en portales estrechos de las proximidades del Rastro, que hace
sesenta años, por su confusión, por su abigarramiento y su chulería desgarrada,
era cosa seria y pintoresca.

En Barcelona había también memorialistas en el centro de la ciudad, en la


Rambla, al lado de una antigua casa barroca llamada de la Virreina.

Mucha de la indumentaria popular lleva el camino de desaparecer, de


arrinconarse en los museos etnográficos, lo cual quiere decir que no tiene ya
vida. ¿Por qué? No lo sabemos. Algunos piensan: «Es que se va a la sencillez».
¡Ca! Lo más probable es que se cambia sin saber por qué, por variar de postura,
como los enfermos. En algunos cambios influye mucho la industria; pero en
otros, no.
Un tipo, aunque muy escaso, también desaparecido, es el hombre del
tutilimundi. Se llamaba tutilimundi a un cosmorama, casi siempre portátil,
como un cajón largo, con techo de madera, que tenía en las paredes laterales
varios agujeros redondos de cristal, por donde se veían paisajes, vistas de
ciudades y escenas fantásticas iluminadas. Este cajón solía ir tirado por un
caballo o un burro.

El tutilimundi se llamaba también Mundo Nuevo. De aquí el nombre de un


campo de Madrid, próximo a la Fábrica del Gas, intitulado Campillo del
Mundo Nuevo.

El tutilimundi aparecía en los pueblos durante las fiestas. En Madrid se


estacionaba en alguna plaza, con frecuencia en la plaza Mayor, y a veces el
hombre que lo exhibía redoblaba en un tambor y explicaba las vistas de su
pequeño escenario.

El último que recuerdo pasaba hace catorce o quince años por la calle Ancha de
San Bernardo tirado por un borriquillo. No se sabe dónde podía ir. Tenía un aire
tan pobre, tan humilde, que me producía melancolía. El doctor Val y Vera, que
conoce al dedillo la calle Ancha, me ha dicho que todavía sigue pasando el
carrito.

En la niñez me había parecido una cosa tan atractiva este cosmorama, que
cuando lo vi luego arrastrarse en la general indiferencia, por contraste, me dio
una sensación de tristeza y humildad.

No había soñado nunca con asomarme a la Ópera de París, al Real de Madrid o


al Covent Garden de Londres, y estuve en estos teatros; en cambio, había
soñado con mirar por aquellos agujeros del cosmorama, y no sé si alguna vez lo
conseguí.

Otro personaje curioso y muy poco frecuente era uno a quien los chicos
llamábamos Do-re-mi-fa-sol.

Éste llevaba una porción de instrumentos: acordeón, platillos, bombo,


campanillas, etcétera.

El bombo lo cargaba en la espalda y lo tocaba tirando de una cuerda que llevaba


atada al tobillo de un pie. Creo que en Francia le llamaban el Hombre-Orquesta.

Desde esa época lejana acá, la mayoría de las profesiones de vagabundo, si así
se pueden llamar las que ejercen estas gentes, han desaparecido.

El medio, sin duda, no las permite.


Otros oficios, si no han hecho variar el tipo de los que las practican, por lo
menos les han hecho cambiar de vestimenta. Los cajistas iban en esa época
pasada con una blusa azul, larga y, encima, una capa, en el invierno. Había dos
clases de cajistas: los más antiguos, partidarios del vino, y los más modernos,
del café. Entre éstos comenzaban a bullir los socialistas.

Los albañiles vestían de blanco en verano, y en invierno, y con frecuencia, una


zamarra o pelliza. Los panaderos, muchos asturianos y gallegos, llevaban
todavía monteras de cuero, y algunos castellanos, otras de piel de zorra con el
pelo para afuera.

Los chulos clásicos, que los había, al menos a juzgar por el tipo, usaban unas
gorras altas, de seda negra, con botoncitos blancos en un lado, chaquetillas muy
cortas y pantalón ceñido y el pelo peinado con tufos, como los ratas de La Gran
Vía.

Las mujeres del pueblo usaban toda clase de mantones, y, en invierno, un


pañuelo de seda de color en la cabeza, muy empingorotado sobre el moño, que
les daba mucho carácter. Los mantones de invierno eran fuertes, de colores
oscuros; las viejas los llevaban puestos en pico, y las jóvenes, en forma de chal.
Algunas carniceras y verduleras ricas lucían en los días de fiesta pañuelos
alfombrados, y en verano, de crespón negro, con largos flecos de seda.

Por esa época, en que se usaba mucho el mantón, se cantó aquello de:

Con una falda de percal planchá

y unos zapatos bajos de charol,

en el mantón de fleco arrebujá,

por esas calles va la gracia de Dios.

Todavía por entonces parecía que la gente tenía gusto por señalar su tipo y su
oficio. Ese pañuelo en la cabeza de las mujeres en tiempo anterior a la última
guerra mundial se volvió a emplear entre las señoras que iban en automóvil.

En la época en que yo era joven, Madrid no tenía ya esos tipos extravagantes,


que se daban aún en las capitales de provincia.

Madrid se iba haciendo grande, y la gente no se conocía.

Muchos de los tipos, más o menos auténticos, procedían del teatro. Hace
sesenta años, al estrenarse La Gran Vía, revista de letra mediocre y de música
encantadora, que no sólo corrió por toda España, sino por medio mundo, la
gente madrileña adoptó aquellos tipos, se los apropió y los consideró como
suyos. Eran éstos el de la criada, la Menegilda; los chulos del terceto de los ratas,
el caballero de Gracia, elegante y desocupado. Algo de esto ocurrió años
después con otro gran éxito del género chico, el de la zarzuela La verbena de la
Paloma: con el Julián, tipo de obrero un poco chulo; la Susana, la señá Rita y don
Hilarión, el boticario viejo verde.

Entre los obreros no creo que se pueda mencionar al verdugo. Yo he visto dos
en un largo espacio de tiempo. Al uno le vi en una ejecución, en una capital de
provincias, hace sesenta años. La carreta del reo pasó por la mañana por delante
de mi casa. El verdugo iba tras ella, a pie. Vestía como un campesino: pantalón
corto, chaqueta corta, faja y sombrero ancho. Al otro verdugo le vi en Madrid, y
éste vestía como un empleado modesto.

Los pregones de los vendedores de la capital tenían su carácter. Algunos eran


muy bonitos, y pasaban al teatro, como el de los claveles dobles de la zarzuela
El santo de la Isidra.

Muchos de ellos le recordaban al madrileño las estaciones, como ese de los


tiestos de flores que comenzaba a oírse en primavera; el del requesón de
Miraflores de la Sierra, y el de las lilas de la Casa de Campo. Después venía el
de los botijos, que pasaba con su burro cargado de jarras de barro colorado de
Andújar. Más tarde se cantaba el de las «moras, moritas, moras».

De noche, entre los gritos de los vendedores de periódicos, en el barrio de


Chamberí, donde yo pasé parte de mi infancia, se oían dos anuncios
melancólicos: el de una mujer que vendía cañamones tostados: «¡La
cañamonera, tostaditos!», y otra, que decía: «¡La rosera, rosas, a cuarto rosas!».

Estas «rosas» parece que son tortas de maíz frito, con miel.

Otros pregones se oían todos los días, poco más o menos, a la misma hora. La
retahíla del que componía las tinajas: «A componer tinajas y artesones,
barreños, platos y fuentes»; el que compraba libros y papel, el trapero-botellero,
el afilador, con su flauta; el grito del que, al anochecer, pregonaba con voz
lúgubre las chuletas de huerta y las castañas asadas, en otoño y en invierno; el
que vendía «perdices, perdices»; el de los rábanos, el de los zorros y plumeros,
o las tortas, qué ricas, a cinco y a diez, etcétera.

Otro tipo, al cual no se le veía más que muy de tarde en tarde en alguna plaza
lejana, era el hombre de los pajaritos sabios. Sin duda, era solicitado en pueblos
de alrededor, y salía de Madrid y viajaba con frecuencia.
Llevaba una especie de silla de tijera, alta, donde ponía la jaula grande con sus
pájaros, jaula de varios compartimientos, y al lado se sentaba él, en otra silla
más pequeña, también de tijera.

Era un tipo raído, moreno, chato, vestido de negro, con gorra y cara de pocos
amigos; parecía un mono viejo. Solía hacer observaciones muy secas a la gente
del público, con un acento medio andaluz, medio manchego, y espantaba a los
chicos que se acercaban demasiado a la jaula. Cuando alguien quería saber su
porvenir, cosa trascendental, salía el pajarito, generalmente verderón o jilguero,
daba unas cuantas vueltas con gran ligereza, y con el pico sacaba un papel
doblado de una cajita, que entregaba al cliente. El amo de la grey de los
pequeños adivinadores con alas pagaba el trabajo de su subordinado con un
cañamón o un trocito de azúcar.

Lo que a mí me chocaba al ver a aquel hombre era que había en una ilustración
de Madrid, del año 1860 al 1866, creo que en el Museo Universal, un dibujo de
Ortego del exhibidor de los pajaritos sabios de su época, que se parecía mucho
al que veíamos.

«No puede ser el mismo», pensaba yo, «porque si el año sesenta y tantos el
hombre que dibujó Ortego tenía ya, a juzgar por su aspecto, más de cincuenta
años, ahora tendría que tener ciento.»

No pude comprender cuál sería la razón de la semejanza entre el hombre vivo y


el dibujado; quizás era un hijo o un pariente del antiguo, que había imitado su
tipo y su traje.

El gremio de los charlatanes era rico en las plazas madrileñas. Vendían toda
clase de productos medicinales, específicos contra la tenia y el dolor de muelas,
ungüentos, pomadas para los callos, aceite de alacrán y manteca de la serpiente
de cascabel.

Después desaparecieron. Por su oratoria podían haberse refugiado en las


academias, en los ateneos y en las reuniones populares.

Un oficio más de ciudad de provincia que de capital era el del galonero.

El galonero, tipo sospechoso, tenía mala fama. Se le consideraba como hombre


de negocios turbios. Se decía que compraba objetos robados en las iglesias y
ermitas y que engañaba a la gente. En general, los que practicaban este oficio
eran hombres talludos, fuertes, de treinta a cuarenta años, de barba crecida, con
la piel atezada de andar por los caminos al sol y al aire. Llevaban una cartera.
Su grito era: «Oro, plata y galones… que vender».
Otro personaje, campesino y curioso, que yo, al menos, nunca he visto en
Madrid, era el santero.

En las capitales de provincias pasaba alguno que otro. Hace cincuenta años
solía ir todavía de pueblo en pueblo, a pie, con la imagen de un santo o de la
Virgen, sacada de alguna ermita. Esta imagen, muy adornada, que llamaban la
demanda, iba dentro de una caja de madera con uno de los lados de cristal.

Alguna gente besaba en el cristal, y daba un cuarto, y los más rumbosos, una
moneda de cuatro maravedises.

Los santeros entonaban una relación de los milagros del santo, en verso, que
recitaban como una salmodia. Estos santeros, los pocos que recuerdo yo,
estaban rojos por el aire y el sol, y se los tenía por unos redomados truhanes.
Vestían capotes de paño, fuertes polainas y llevaban algún garrote de espino en
la mano.

Más que por las calles de las ciudades, se los veía por los alrededores. También
aparecían por estos parajes peregrinos con capa y sombrero lleno de conchas, y
su báculo con su calabaza, que iban, generalmente, hacia Santiago de
Compostela. El último que vi de estos tipos fue uno que se estableció a orillas
del Bidasoa, en la casucha de una mina abandonada. Vendía rosarios.

El mendigo, que no ha desaparecido, pero que, en lo que cabe, ha cambiado de


indumentaria, era entonces más pintoresco. Iba, como ahora, descuidado, con la
barba larga y con las guedejas grises enmarañadas.

Usaba con frecuencia la anguarina. La anguarina, según el Diccionario de la


Academia, es un gabán de paño pardo y sin mangas, que empleaban los
labradores de algunas comarcas españolas.

Por lo que he visto yo en el norte de España, lo que llamaban anguarina no sólo


tenía mangas, sino que éstas eran muy largas, y, además, cosa que caracterizaba
el abrigo llamado así, los que lo llevaban ataban una de las mangas en el puño
con un bramante y les servía de zurrón. Allí guardaban los pedazos de pan, las
mazorcas de maíz o lo que fuera, que les daban en los caseríos o en las posadas.

Este gabán largo, que aseguran que primitivamente se llamaba hungarina, por
proceder de Hungría, no tenía cuello ni talle; era de paño de sayal, y a veces
creo que tenía una esclavina corta. También había entre los campesinos algunos
que usaban gabanes toscos, sin mangas.

El año 1902, en Soria, un ganadero de Villaciervos, en la cocina de una posada,


nos decía que los pastores de su tierra ya no empleaban la capa blanca con
capucha que usaban antes.

—¿Y por qué? —le preguntamos.

—Porque cuesta tres o cuatro veces más que un capote comprado en una tienda.

En las aldeas y en el campo vasco, que yo pude observar en el tiempo que fui
médico de Cestona, en Guipúzcoa, la gente un poco misteriosa, un tanto
próxima a la hechicería, no había desaparecido. Quedaban algunos herbolarios
que vendían hierbas medicinales, emplastos que pretendían curar
enfermedades fantásticas, y curanderos, hombres y mujeres, que reducían
fracturas y dislocaciones en personas y animales. También había algunos que
hacían ensalmos para evitar las epidermis del ganado. Tiempo después supe de
uno de ellos, navarro, que estuvo en América y volvió rico y pasó algunos
meses de temporada en Vera, con su familia.

El herbolario más curioso que recuerdo fue uno que conocí en San Juan de Pie
de Puerto. Era un hombre de unos cuarenta o cincuenta años, de cara ancha,
pelo rojizo y anteojos de plata. Hablaba español, francés y vasco, y se mostraba
irónico y burlón. Vestía traje de dril, y llevaba una caja de metal, bastante
grande, colgada del cuello por una correa en bandolera.

De la caja solía sacar cosas raras: un bocal con víboras secas y otro con víboras
vivas, aunque aletargadas. Decía que él las cogía con los dedos y las echaba al
frasco, y si protestaban mucho, las estrangulaba. También llevaba dos o tres
pequeños escorpiones en una botella de cristal.

Este herbolario, muy petulante, se creía un químico y un botánico sabio. No me


hubiera chocado nada que el tal tipo hiciera algún contrabando de cocaína o de
morfina entre España y Francia.

Emplasteras, que a veces hacían de comadronas, había en todas las aldeas. El


médico se encontraba a veces con un enfermo con un parche que olía a perros y
que nadie sabía con qué inmundicia estaba compuesto.

Un gremio importante del campo, aunque muy perseguido, era el de los


curanderos, que reducían fracturas y dislocaciones. Mucha gente creía más en
ellos que en los médicos. Después se ha dado con frecuencia el caso de que,
denunciados algunos curanderos por ejercicio ilegal de la medicina, han
presentado su título de licenciado en la facultad.

—Y entonces, ¿por qué ejercían de esa manera recatada y subrepticia? —les han
dicho.
—Porque así teníamos más trabajo.

Cuando yo era chico, en San Sebastián, casi todo el mundo lesionado con una
fractura o dislocación iba a ver a un curandero llamado Periquillo, que era
pariente de otro del mismo oficio y mote que fue llamado a curar a
Zumalacárregui, cuando éste fue herido en la primera guerra carlista, en el
balcón del palacio de Begoña, durante el sitio de Bilbao.

En Valencia y en el sur de España he visto algunos zahoríes, que empleaban la


varilla de avellano para descubrir, según ellos, el agua subterránea, y algunos
saludadores, que curaban las enfermedades con pases misteriosos y conjuros.
Generalmente, eran mistificadores y pillos.

Volviendo a Madrid, recuerdo otros tipos extravagantes y absurdos. Uno de


ellos se hacía llamar Musiú Rodolfo del Castillo, o el Musiú. Él daba por seguro
que, en francés, señor se decía musiú.

Este Musiú se colocaba en alguna plaza lejana, con un gabán en invierno o


verano y un fez rojo en la cabeza. Había vivido, según decía, mucho tiempo en
Argelia, y de ahí le vino que le llamaran el Musiú. Tocaba una campanilla para
anunciarse, y ponía en el suelo unas láminas iluminadas de un libro de
enfermedades de la piel, del doctor Olavide.

Otros tipos callejeros célebres hubo en Madrid en los últimos años del siglo XIX
y en el XX. Uno de ellos era un mendigo catalán, borracho, a quien llamaban de
apodo Garibaldi, porque en sus arengas populares siempre hablaba del héroe
italiano.

Garibaldi se ponía un tricornio y una serie de cintas en la chaqueta, que hacían


de condecoraciones, y gritaba a los chicos que le seguían: «¡Adelante! ¡Arriba,
caballo moro!».

Otro tipo, ésta una mujer muy conocida, era Madame Pimentón. Los chicos eran
quienes la habían bautizado con este mote. Madame Pimentón era una vieja mal
vestida, que cantaba por los paseos con una voz muy engolada, a la que quería
dar mucho estilo.

Los chicos acompañaban su canto dando berridos, y ella les hacía observaciones
de manera ridícula y altisonante, echándoselas de gran señora.

A estos dos tipos se les dio un banquete en la Bombilla, que, jaleado por la
prensa, parece que estuvo muy concurrido.

Un tipo poco frecuente, pero que yo vi alguna vez, era el Gachó del Arpa. El
Gachó del Arpa, sacado en la zarzuela de Chueca Agua, azucarillos y aguardiente,
era un chiquillo vagabundo, italiano, que iba con un arpa pequeña. Solía
aparecer de repente, sobre todo en las noches de verano, por Recoletos o el
Prado, sentarse y cantar, acompañándose con el arpa, alguna tonadilla popular
italiana. Chueca le hace cantar en su zarzuela unas coplas absurdas y graciosas,
que alguna recuerdo, probablemente sin exactitud:

Una fanchiula in Barchelona

de un soldatini se enamoró.

Luego, después del preámbulo, seguía:

Tutti li chiorni

le demandaba,

que cosa é fato

que plora así,

e la fanchiula

li respondeba

il soldatini …

ji, ji, ji, ji.

Al mismo tiempo que los tipos se han ido esfumando, ha cambiado la gente su
indumentaria tradicional en campos y ciudades. Ya apenas hay hilanderas en
España, aunque parece que con la guerra pasada se empezó a cultivar de nuevo
el lino. Casi todo el traje antiguo ha ido sustituyéndose por el moderno, que,
naturalmente, tiene más condiciones de comodidad y de baratura.

El sombrero calañés, muy gracioso, que duró, al parecer, hasta la Restauración


de 1875, yo no lo he alcanzado; pero he visto de estudiante a un torero viejo, el
Regatero, que solía estar en el Café de Las Columnas, de la Puerta del Sol, de
Madrid, vestido de majo, con ese sombrerito andaluz, el traje de alamares y el
pantalón corto. También le vi una vez a Frascuelo en la calle, con la misma
indumentaria, aunque con pantalón largo.

El sombrero ancho, con una copa en forma de cono truncado y un aro


alrededor, que se veía mucho hasta hace treinta años en tierra castellana, ha
desaparecido casi por completo. En algunas partes lo llamaban de zaranda; en
otras, de cedazo, porque se parecía a ese utensilio para cribar el grano; en otras,
de Pedro Bernardo, y en Salamanca, la gorrilla. También algunos le decían el
catite, denominación inexacta, porque el catite era, al parecer, una especie de
calañés, con la copa más alta y el ala más corta. Yo a gente con catite no he visto
más que en el teatro y en láminas de viajes por España. El sombrero ancho de
los campesinos castellanos daba a sus cabezas el aire del planeta Saturno de las
estampas de los libros de geografía y astronomía de las escuelas.

El gran sombrero de teja de los curas, como el usado por don Basilio en El
barbero de Sevilla, también ha desaparecido, porque el que ahora emplean los
clérigos es microscópico.

Los trajes de los ciegos, guitarristas, mendigos, etcétera, tenían fuera de las
ciudades un aire casi campesino, arcaico. Usaban, por lo general en invierno,
grandes capas, con esclavina larga o sin ella y con el cuello alto, de un paño
pardo y burdo, y algunos llevaban monteras de piel de conejo o sombreros
anchos de fieltro.

Como se ve claramente, mucha de la indumentaria popular lleva camino del


museo etnográfico. Los zaragüelles valencianos, las monteras gallegas, los
zorongos aragoneses, las barretinas catalanas, la larga capa de los campesinos,
los calzones estrechos, adornados con monedas de plata; las chorreras
almidonadas, y las camisas bordadas de colores, son cosas que pertenecen al
pasado ya y pueden servir solamente para la atracción turística.

Cuando el hombre acepta la idea de que su indumentaria choca con el ambiente


se repliega en sí mismo y la abandona. El espíritu gregario es muy fuerte en
cuestiones de vestimenta; pero la idea del ridículo es tan grande, y en ocasiones,
mayor.

Yo recuerdo dos casos de personas seguras de su actitud. Una era un viejo de


Coria, a quien vi en una excursión que hicimos por Extremadura con Ortega y
Gasset. Este viejo, que vestía a la antigua, tenía una presencia que imponía. Otro
era un leñador de Soria, que vi hace cincuenta años. Llevaba un abrigo como
una dalmática, con capucha de lana blanca, y hablaba y se movía con un aire de
gran dignidad.

La tradición, la ciencia y la moda lucharán en el campo de la vestimenta, y,


naturalmente, triunfará la ciencia y se perderá lo pintoresco.
II

En las aldeas y pueblos de España, desde hace muchísimo tiempo no hay


barracas con figuras de cera. Este espectáculo era uno de los más sensacionales
y folletinescos de la época. En algunas partes se sustituían las barracas por unos
carteles horriblemente pintados, en donde se representaban escenas de
crímenes, inundaciones, rayos, pedriscos y otras calamidades públicas.

Generalmente, tales carteles estaban pintados por los dos lados: en uno de ellos
se veían los personajes de un crimen, el asesino que mataba a una mujer o a sus
propios hijos, y volvía después tranquilamente a su casa, y luego se le veía
preso en la cárcel, y al último aparecía sentado en el banquillo fatal, donde le
habían dado garrote. En el otro lado se trataba de un fenómeno cósmico o
atmosférico, de un eclipse o de una aurora boreal con los colores del arco iris.

El más característico que recuerdo de estos carteles es uno que vi en Sigüenza,


hace treinta y tantos años.

A un lado se representaba el crimen de Don Benito, en varias escenas, con el


trágico fin en el patíbulo de los dos criminales importantes: García de Paredes,
hijo de una familia noble de Extremadura, y el amigo y compinche suyo, tipo
shakespeariano, llamado Castejón. Entre los dos mataron a una pobre costurera,
Inés María, y a su madre.

El hombre que comentaba el cartel recitaba con voz lastimera un romance, del
que no recuerdo más que estos dos versos, puestos en boca del asesino y
dirigidos a la víctima:

Entrégate, Inés María,

que tu madre ya murió.

Los romances explicativos de asesinatos que recitaban los hombres que llevaban
carteles no eran casi nunca antiguos, porque los horrores lejanos interesaban
poco al público. Eran, en general, de hechos recientes.

Yo he oído romances sobre ese crimen de Don Benito, sobre el del huerto del
Francés, Rosaura la de Trujillo, Cintabelde, Higinia Balaguer, protagonista del
suceso de la calle de Fuencarral, que fue famosísimo en España, y de otros,
como el del expreso de Andalucía.

Además, en esos carteles se comentaban asuntos políticos de actualidad. Uno de


ellos estaba dedicado a la sublevación del general Villacampa, y se contaba
cómo la hija de éste se presentaba en casa de Sagasta, jefe del gobierno por
entonces, vestida de negro, a pedir el indulto de su padre, y el viejo político
lloraba, enternecido.

También había un cartelón del submarino Peral, con las conquistas que íbamos
a hacer los españoles cuando este submarino anduviera por el fondo de los
mares y encontrara en él restos de naufragios, como el de los galeones de Vigo.
Una de las estrofas de la canción que cantaba el hombre del cartel decía:

Y nosotros, como comprendemos

que en España no hay dinero ya,

nos vestimos con el traje de buzo

para ver si lo hallamos en el fondo del mar.

¡Qué optimismo! Así como el anverso del cartel de feria se dedicaba a la


representación expresionista de un crimen o de un hecho famoso, en el reverso
era frecuente dar al respetable público una lección astronómica, más o menos
apocalíptica.

En ciertos carteles solía verse como primera figura algún nigromántico, con
larga barba en punta, túnica azul y cucurucho en la cabeza. El astrónomo
barbudo solía observar, con un anteojo puesto sobre un trípode, la luna, las
estrellas o algún cometa con cola. La gente contemplaba con cierta atención y
ansia.

A pesar de lo malos que eran como pinturas estos carteles, siempre hubiera sido
interesante, para la curiosidad popular y folklórica, fotografiar y guardar los
dibujos y las relaciones que los comentaban.

De tales relaciones, la que recuerdo más completa es la aparición de la fiera


corrupia.

Varias veces estuve escuchando las narraciones horripilantes, y a veces cínicas,


de dicha fiera fantástica.

La corrupia tenía forma de dragón rojo, con siete cabezas, siete cuernos y unos
candeleros con velas en cada cabeza. Era, evidentemente, la bestia del
Apocalipsis, más o menos camuflada, que venía a la plaza pública a presentar
sus respetos a la gente.

El que había escrito el romance había leído, sin duda, algo del libro fantástico y
enigmático del Apocalipsis. Le recordaba a uno la pintura, con el dragón rojo y
los ángeles tocando la trompeta, el antiguo poema del Alexandre:

Vyeron aquella noche una muy fyera cosa,

venya por el ayre una syerpe rabiosa

dando muy fuertes gruytos la fantasma astrosa,

toda venya sangryenta vermeia como rosa.

Esta fiera corrupia, otras veces correpia, descendiente espúrea de la bestia del
Apocalipsis, tenía diversos avatares. Perdía, sin duda, en otros carteles y
romances el carácter de su origen bíblico.

Había varios romances en que la fiera presentaba otros aspectos en el cartel: era
un monstruo negro, con tres cabezas: la de en medio, de hombre, y las de los
lados, una de oso y otra de serpiente. Tenía seis manos, seis patas y seis velas
encendidas en la cabeza. Uno de los papeles que la anunciaba se titulaba:
«Nueva y curiosa relación de las horrorosas muertes, estragos y desgracias que
ejecutó una fiera silvestre el día 1 de marzo del presente año en la ciudad de
Urbén, inmediata a Tierra Santa, matando a más de ciento cincuenta personas, y
el fin que ésta tuvo».

Además, existía la fiera Maltrana, caso notable y espantoso que sucedió en la


ciudad de Alicante con un animal feroz y nunca visto. Dase cuenta de cómo,
por la Providencia divina, arrebataba todos los días tres niños de casa de sus
padres, llevándoselos a la cueva de un monte. Declárase también cómo, al cabo
de cierto tiempo, se descubrió la causa de este castigo por un niño de pecho,
que lo supo por inspiración divina.

La fiera Maltrana, a juzgar por el dibujo, era un dragón de tres cabezas y uñas
de usurero. Este animal fabuloso venía a la tierra a castigar a las familias que no
daban a sus hijos una educación cristiana.

El monstruo evolucionó con el tiempo, y en otros romances se lo llamó


Crupecia o Curpecia: «Horrorosos estragos ocasionados por la fiera Curpecia,
que apareció en Melilla en el Río de la Plata».

No sabemos qué río será éste, o si el autor del letrero confundió Melilla con
Buenos Aires.

A juzgar por el grabado que encabezaba el romance, la fiera Curpecia era un


monstruo femenino, con cuatro cuernos, alas de murciélago, dos patas y dos
garras suplementarias a cada lado. Su voracidad era terrible. El hombre del
cartel que vendía los romances, hombre, sin duda, de gran cultura histórica,
aseguraba que la fiera comía más que el animal llamado Heliogábalo.

El mismo dibujo de la fiera Curpecia sirvió para representar «el fenómeno del
Pez-Mujer», o «La maldición de una madre», y para otras narraciones cómicas y
absurdas sobre el fin del mundo.

Al lado de estas historias, donde intervenía en parte lo sobrenatural, había otras


de hechos corrientes, más o menos exagerados, fieras que mataban niños o
pastores, como el Lobo de Peñarroya o el Oso del Urbión, que se escapó rompiendo
la cadena con la que lo llevaba atado un bohemio.

Otras leyendas parecidas amenizaban las ferias de los pueblos.

Había también relaciones irónicas, en prosa y en verso, como «Los cuarenta y


nueve motivos que tiene el hombre para no casarse», «Los apuros de un gallego
al llegar a Madrid», «Las picardías de las mujeres la primera noche de bodas»,
«La desesperación» y «El arrepentimiento», de don José Espronceda, «La
muerte del Guaja Chico en la plaza de toros de Albacete», «El arte de no pagar
al casero y encima ganar dinero», y otras cosas por el estilo.
III

Algo parecido a estos carteles y relaciones de feria eran los pliegos de literatura
de cordel, de los cuales tengo yo tres o cuatro carpetas, y de los que pude tener
una colección completa.

Cuando estudiaba medicina y vivía en Madrid, en la antigua casa anexa a las


Descalzas, en una esquina de la calle de Capellanes, que luego se llamó de
Mariana Pineda, había una librería de viejo de un señor, también viejo y canoso,
que era amigo mío.

Solía ir yo a la tienda a ver libros, y recalaban en ella algunos intermediarios,


medio libreros, medio traperos, que hacían sus pequeños negocios de
compraventa. Uno de ellos, con quien solía hablar, era un tipo del que no
recuerdo el nombre, a quien llamaban el tío Calendario. Yo saqué un tipo
parecido en una novela mía, titulada Las mascaradas sangrientas.

El tío Calendario era un hombre alto, corpulento, fuerte, de pelo rojo ya cano,
con ojos semiverdes, estrábicos. Hablaba de manera muy expresiva, y sabía
mucho de su oficio. Vendía libros en los cafés de noche, y supongo que ofrecía
la Llave de oro, del padre Claret, novelas pornográficas, y otras cosas por el
estilo.

En la librería de la calle de Capellanes hacía sus negocios y cambalaches de


obras de bibliófilo, consistentes en romances, vidas de santos y aleluyas con
grabados toscos.

A mí me parecía todo aquello bastante pueril, y no me interesaba. Un día, el


hombre me dijo que se marchaba al pueblo, y que lo que le quedaba no se lo
quería dar al viejo librero, porque, según decía, era un camastrón y un avaro, y
prefería dármelo a mí por cuatro cuartos.

Yo no hice caso del ofrecimiento. Pocos días después me marché de Madrid, y,


años más tarde, cuando volví, el viejo librero había traspasado la tienda y no se
sabían sus señas.

Tiempo más tarde, recordando al tío Calendario, quise ver si era posible
encontrar los romances, las vidas de santos, las novelas que él coleccionaba;
pero entonces era ya muy difícil dar con ellas, porque el género escaseaba.

Había todavía literatura de cordel, que aún se publicaba; pero de lo antiguo se


encontraba muy poco, casi nada.

Esta literatura se llamaba de cordel porque se imprimía en pliegos que se


anunciaban para venderlos doblados sobre un bramante, como se hace ahora en
algunas esquinas con los periódicos.

La literatura de cordel cultivó varios géneros: verso, teatro y prosa. El verso


abarcó romances, canciones y sainetes. Los romances eran, muchos, religiosos,
vidas de santos y héroes, relaciones históricas, legendarias; noticias de interés o
de actualidad, y observaciones humorísticas sobre usos, modas, costumbres,
etcétera.

Los pliegos eran de papel de hilo, impresos, generalmente, a dos columnas y


con una viñeta. Estos dibujos variaban mucho, según la época en que se
imprimieron.

Algunos parecían hechos en el siglo XVII, y hasta en el XVI. Las planchas


debieron de servir durante mucho tiempo, porque se comprendía que estaban
gastadas, y encabezaban romances o historias, y muchas veces el asunto no
tenía nada que ver con la viñeta de la portada.

En este género de cordel había también canciones burlescas y amorosas.

Los sainetes eran cortos, parecidos a los antiguos pasos, como los de Lope de
Rueda.

Las historias inspiradas en los libros de caballerías estaban abreviadas y


recortadas.

Había también biografías de personajes más o menos reales. Los héroes


legendarios antiguos, representados y cantados por estas hojas, eran casi
siempre Carlomagno, con sus doce Pares de Francia; Roldán, Genoveva de
Brabante, los cuatro hijos de Aymón, Roberto «el Diablo», Bernardo del Carpió
y los siete infantes de Lara.

De las novelas de caballería habían pasado a la literatura de cordel La nueva


historia de Oliveros de Castilla y Artús del Algarbe, El conde de Flandes Iderico, El
caballero Tablante de Ricamonte y otras obras.

Las viñetas representaban guerreros armados de punta en blanco, con grandes


plumeros en los yelmos y la espada en alto, y otros derribados en el suelo, con
la punta de la espada del vencedor entre los dos ojos.

Con relación a las leyendas medievales extranjeras, la mayoría de los personajes


provenían del ciclo Carlovingio. El ciclo Bretón, de los caballeros de la Tabla
Redonda, fue, sin duda, menos conocido en España, y de él no quedó en la
literatura de cordel más que la historia de Tablante de Ricamonte y la de Joffre
Donason.

Al ciclo Carolingio pertenecieron las historias de Oliveros y Artús de Algarbe


con la del Muy Noble y Esforzado Caballero Conde Partinoples, el cual llegó a
ser, según la leyenda, emperador de Constantinopla.

Cuentos fantásticos que figuraban en esas colecciones eran: La redoma encantada


del marqués de Villena, El toro blanco, El caballo de madera o El casamiento de
Clémades y Claramunda, novela francesa del siglo XIII, escrita por la reina María,
e Idórico, primer conde de Flandes, etcétera.

Había también una relación anticlerical muy famosa: La nueva historia de


Cornelia, horriblemente mutilada. Esta historia se refería a Cornelia Bororquia o
Bohorques, y fue escrita a principios del siglo XIX por Luis González Cerdá,
afrancesado y bonapartista, que fue ahorcado. De este escrito no quedaban
ejemplares.

Los franceses llaman a esta clase de literatura de cordel de colportage, de


buhonería, porque antes había buhoneros que vendían libros y papeles por los
pueblos, o recitaban lo que en ellos se explicaba.

En La vida y hechos de Estebanillo González, novela de autor desconocido, hay un


pasaje en el cual el protagonista cuenta cómo llegó a una ciudad andaluza a
tiempo de que, con un numeroso senado y un copioso auditorio, estaba sobre
una silla de sólo tres pies, con banquete, un ciego a nativitate con un cartapacio
de coplas harto mejores que las famosas del Perro del alba, por ser ejemplares de
mucha doctrina y ser él el autor, el cual, chirriando como garrucha y como un
carro, y cantando como un becerro, sacaba el pescuezo, encogía los hombros y
coreaba con el pueblo.

Las coplas empezaban de esta suerte:

Cristianos y redimidos

por Jesús, suma clemencia,

los que en vicios sois metidos

despertad bien los oídos

y examinad la conciencia.

Estebanillo, que andaba de buhonero hampón, envidió tanto la industria del


ciego, que pensó en asociarse a él y servirle de lazarillo. En efecto, las coplas se
vendían como el pan.

Al fin, pensando el pro y el contra, determinó proponer al buhonero la compra


de bastantes papeles. Llegándose a él, le dijo que como le hiciera conveniencia
el precio de las coplas, que le compraría una gran cantidad, porque era un
pobre mozo extranjero, que andaba de tierra en tierra buscando dónde ganar un
pedazo de pan. Enternecido el viejo, y de no verle, le respondió que la imprenta
le llevaba un ochavo por cada copla, además de la costa que le tenían de traerlas
desde Córdoba, y que así, para que todos pudiesen vivir, que se las pagase a
tres maravedises. Estebanillo le respondió que se había puesto en razón y en lo
que era justo.

El ciego dijo a Estebanillo que le siguiera para consumar el trato.

Acaso lo que viene a continuación, es decir, la pintura de la vida del ciego con
su mujer, vieja, sorda y horrenda, sea uno de los trozos más logrados, como
diría un crítico de arte, de una novela picaresca.

Se hizo la venta, y Estebanillo se llevó dos paquetes de coplas, «de cincuenta


pares cada uno», de la última producción del poeta de plazuela, pagando por
ellos doce maravedises por los dos.

Estebanillo, aquella noche, fue a dormir al hospital de pobres, y a la mañana


siguiente salió para Aguilar, donde estuvo varios días, y pasó luego a Cabra y
Lucena. Vendía las «agujas» a las mozas. Yo no sé lo que son las agujas en
literatura. Supongo que serán composiciones satíricas. Cantaba las coplas a las
viejas; pero, aunque se las alababan mucho, apenas compraban una. Así que
pronto dio fin a su caudal. No tuvo la suerte del autor de las coplas.

¡Cuántos ciegos de éstos salen en las obras clásicas de la literatura castellana!

Hay ciegos rezadores, ciegos copleros, ciegos ensalmadores, desde los que
sirvieron de modelo al Lazarillo de Tormes hasta los que sacaron a flote
novelistas más modernos.

En general, este tipo de pobre aventurero y vagabundo, que iba de pueblo en


pueblo y de feria en feria, tenía mala fama. Se le consideraba falso, engañador,
ladrón, capaz de hacer mil trastadas.

Hay una obra española, titulada El azote de tunantes, holgazanes y vagabundos. Yo


tengo este librito en una edición impresa en Madrid por Mateo Repullés, en
1803.

En la obra se señalan y caracterizan toda esa clase de mendigos por sus


actividades especiales. Los llama el autor con diversos nombres: biantes, falsos,
frailes o frailes fingidos, abordones o falsos peregrinos, acaptivos, afarfantes,
acapones, lagrimantes, aturdidos, acayentes, cañabaldos, tembladores,
admirantes o milagreros, aconios que llevan imágenes, atarantados que se
fingen picados por la tarántula, mendrugueros que piden mendrugos de pan,
crujientes que tiritan, clerizontes que fingen ser curas rebautizados, palpadores,
harineros, lampareros que piden aceite para las lámparas de las iglesias,
reliquieros, paulianos, colisarios, lavanderas, croceantes o vendedores de
azafrán, compradoreros, familiosos, pobres vergonzantes, morganeros,
testadores, atrasados, hormiguetes o soldados fingidos, ensalmadores y
claveros o vendedores de amuletos.

Según el autor del Azote de tunantes, el lema de todos estos picaros se expresa
así:

Con arte y con engaño

se vive medio año;

con ingenio y con arte

se vive la otra parte.

Ya en el Turiana, de Timoneda, hay un pasillo: «Entremés de un ciego, de un


mozo y de un pobre», muy gracioso, en el que aparece el típico ciego rezador,
que, por encargo, pronuncia oraciones especiales.

También en la farsa de El molinero, de Diego Sánchez de Badajoz, sale otro


farsante con su lazarillo.

Lope de Vega, en el primer acto de Los peligros de la astucia, hace que un criado
de cierto noble sevillano, llamado Martín, salga disfrazado de ciego, y diga:

¿Hay quien me mande rezar

la oración del Justo Juez,

de los mártires de Fez,

san Telmo para el mar,

de la vista de Lucía,

de la Magdalena el llanto,
y del Espíritu Santo

hoy, en su bendito día?

Un ciego fingido, muy bien caracterizado, dice lo siguiente, en la jornada


segunda de Pedro de Urdemalas:

Soy poeta de obra gruesa,

hago en verso lo que rezo,

canto y alargo el pescuezo

sobre la más alta mesa.

Imprimo coplas de cuentos

del diablo y mil mentiras,

dando al mundo como miras

con aqueste fingimiento.

Lope de Vega, que no podía reprochar a nadie la tendencia a la ficción, satiriza


la literatura de obra gruesa con un criterio que no es exclusivamente artístico.
Esto se advierte en la crítica que hay en el acto primero de La octava maravilla.

En el capítulo X de la Vida del gran tacaño, de Quevedo, sale un clérigo ignorante


y malísimo poeta, que compone versos para ciegos y pasillos para el día del
Corpus y otras fiestas, sobre el cual el autor carga una serie de ironías.

Herederos de los picaros del siglo XVII son los que saca Juan Ignacio González
del Castillo en la Casa de vecindad. Uno de ellos mezcla coplas y oraciones y
anuncia entre lo que vende:

La cueva de san Patricio,

el Trisagio, la Gaceta,

la Ordenanza Currutaca

y otras cuantas frioleras.

La literatura de cordel ha seguido publicándose en España desde el siglo XVII,


en distintos pueblos. Había pasillos andaluces editados en Córdoba y en
Carmona, por Hidalgo y Compañía, en 1838; otros, en Madrid, en la calle del
Oso, y en la de Juanelo. El famoso Payo de la carta, El nuevo pasillo, El diálogo
entre el emperador de Marruecos y Muley Abbas, el primero vestido con manto y
corona de rey de baraja, y el segundo apoyado en una decorativa arpa.

Últimamente, estos pliegos los publicaba la Casa Hernando, de Madrid. Se


vendían aún novenas, vidas de santos, historias de apariciones milagrosas,
jaculatorias a la Virgen, etcétera. También había viñetas bárbaras del Cristo del
perdón, con unas largas enagüillas y una serie de exvotos alrededor, manos y
piernas cortadas y, a veces, en el suelo, una persona metida en un ataúd, que se
levantaba, o un cojo que soltaba sus muletas. También se vendían La desgraciada
Jacinta, que se maldijo a sí misma; Cómo Dios castigó a un labrador; El alarbe de
Marsella, que, por haber dado muerte a su padre, permitió la divina Providencia
que se viera:

Todo cubierto de pelo,

con los dos pies de caballo,

las manos de león fiero,

la cabeza de dragón,

las orejas de jumento.

Alarbe es el hombre tosco y brutal.

En algunos papeles de éstos hay versos bonitos; otros, no; son monótonos,
porque las fórmulas y muletillas se repiten con frecuencia. Así, por ejemplo, los
gozos de Nuestra Señora del Buen Aire:

Oh Divina Emperadora,

más que rosa en hermosura;

hacednos merced, Señora,

Virgen del Buen Aire pura;

recuerdan los loores a la Virgen del Arcipreste de Hita.

De los versos de las novenas, los que recuerdo con más fruición son los de san
Antonio de Padua, traducidos del latín, y la canción de Los pajaritos, en donde se
describe al padre del santo:
Su padre era un caballero

cristiano, honrado y prudente,

que mantenía su casa con

el sudor de su frente;

luego se habla del huerto que tenía y de los pájaros, a quienes, después de
haberlos encerrado, se los manda salir como para pasarles revista:

Salga el cuco y el milano,

burlapastor y andarríos,

canarios y ruiseñores,

tordos, garrafón y mirlos.

Salgan verderones,

y las cardelinas,

y las cogujadas,

y las golondrinas.

En Valencia, cuando yo era joven, se cantaba y se vendía por los ciegos una
oración que empezaba así:

Cuando el ángel san Gabriel

vino a darnos la embajada

que María electa es,

al punto quedó turbada.

María le dice: «Esclava soy yo

del Eterno Padre,

que a mí os envió».

En un libro francés sobre literatura popular se cita esta relación española de la


novena de santa Polinia, como muestra de extravagancia. A mí me parece muy
bien:

A la puerta del cielo

Polonia estaba,

y la Virgen María

allí pasaba.

—Diz, Polonia, ¿qué haces?

¿Duermes o velas?

—Señora mía, ni duermo ni velo,

que de un dolor de muelas

me estoy muriendo.

—Por la estrella de Venus

y el Sol poniente.

Por el Santo Sacramento

que llevé en el vientre,

que no te duela más ni muela ni diente.

Además de estos loores, gozos y novenas, se publicaron en pliegos de cordel


resúmenes de novelas y dramas célebres: El judío errante, Los viajes de Gulliver,
La historia de doña Blanca de Navarra, la del Gran Capitán, la de María Estuardo,
la de Ana Bolena, la del general Prim, y, después, biografías de bandidos: José
María «el Tempranillo», Diego Corrientes, Jaime «el Barbudo», Miguelito
Caparrota, Los siete Niños de Ecija, El guapo Francisco Esteban, El Pernales, El
Vivillo y otros.
IV

A una dama inglesa, amiga mía, se le ocurrió hacer un libro sobre Madrid,
tomando para ello fotografías de los sitios más característicos, encargándome a
mí de escribir el texto.

—Pero ¡yo soy escritor ya viejo y agotado! —le dije.

—No. Usted conoce bien Madrid y lo puede hacer; tiene usted buena memoria,
y mis amigas y yo hemos salido por los rincones madrileños y hemos tomado
algunas fotografías, a las que pondremos como explicación algunas notas suyas
y dos o tres de sus Canciones del suburbio.

—Bueno, lo intentaré —dije yo—. Ya veremos lo que sale.

—Yo creo que saldrá bien. Usted tiene cierta claridad en la cabeza.

—No sé. Hace algún tiempo que mandaron un artículo de una revista
norteamericana en donde me llamaban puzzling basque, que yo creo quiere decir
enmarañado o complicado vasco.

—Puede ser que desde allí parezca usted confuso y desde aquí parezca claro.

—¿Usted no querrá hacer un libro histórico y arqueológico, en donde se hable


de los Austrias y de la ejecución de don Rodrigo Calderón en la plaza Mayor?
—le pregunté yo.

—No. Yo quisiera recoger lo pintoresco actual y que usted contara algo de lo


que ha visto de joven y lo que ha oído contar a personas de la segunda mitad
del siglo XIX. Yo quisiera una pequeña relación anecdótica de la vida de
Madrid, con sus canciones, sus dichos y, principalmente, su carácter.

—No sé cómo saldrá —respondí yo—. Mi memoria va fallando, y algunas


impresiones de la juventud todavía las recuerdo bien; pero las recientes, a pesar
de haber sido de más importancia, no me han dejado tanta huella. Madrid ha
variado en estos sesenta años, material y espiritualmente. Otras capitales, que
parecen más revueltas, fueron más conservadoras, empezando por París. En
París se han derribado barrios viejos, de calles estrechas; pero todo lo que tenía
algún pequeño carácter lo han conservado.

—Por eso —dijo mi amiga inglesa— hay que recordar un poco lo que tenga
cierta originalidad.

Como la señora inglesa y sus amigas no creo que persistan en su empeño, voy a
publicar lo que he escrito sobre Madrid, sin que ello sea obstáculo para que lo
amplíe y lo lance a la imprenta más tarde, si vale la pena, con sus ilustraciones
correspondientes.
V

Madrid es un pueblo extraño, al que nosotros estamos acostumbrados; pueblo


de contrastes, a más de seiscientos metros sobre el nivel del mar, situado en una
planicie alta, más bien árida que fértil. No hay otra capital europea que esté
colocada a esa altura.

El aire de Madrid mata a un hombre y no apaga un candil. El contraste más


grande de Madrid está en su geografía: a lo lejos, el Guadarrama, grave,
ceñudo, noble; cerca, y sobre todo al sur, la pobretería, la miseria y la tierra
árida.

Madrid, hace más de cien años, debía de ser un pueblo armónico, no una gran
ciudad de industria y comercio, sino una ciudad pintoresca, con su centro en la
Puerta del Sol, sus paseos del Prado y la Castellana; su jardín, el Retiro, y su
vida ligera y amable.

Modernamente, Madrid se ha desquiciado, y los que vengan más tarde verán el


carácter que vaya tomando, que nosotros hoy no podemos suponer con
exactitud.

Madrid ha variado. Inmovilidad y tradición en las ideas, cambio y modificación


en las cosas. A mí me parece que lo contrario sería mejor. Movilidad y cambio
en las ideas y tradición en las cosas.

Yo soy un tipo más del siglo XIX que del siglo XX, porque toda la época de
formación mía ha transcurrido en la centuria pasada, en ese siglo al cual un
escritor francés aparatoso ha llamado el estúpido siglo XIX.

Bien. En la literatura, todo el mundo tiene el derecho de decir lo que le dé la


gana; pero es difícil convencernos que desde Napoleón a Bismarck, desde Kant
a Nietzsche, desde Lord Byron y Edgar Poe a Verlaine, desde Laplace a Pasteur,
desde Goya a Degas, desde Dickens a Dostoyevski y desde Beethoven a
Wagner, no hayan sido más que unos pobres insignificantes, y que, en cambio,
Hitler, Mussolini, Edgar Wallace y Pierre Benoit hayan sido grandes hombres.
VI

Al final del siglo XIX me empapé yo de la vida callejera de Madrid, y luego


también de la de París, en donde pasé una larga temporada. Casi toda la vida
mía ha transcurrido en Madrid, excepto algunos pocos años que estuve en el
País Vasco y otros en el extranjero.

Vine por primera vez a Madrid el año 1879. Mi padre estaba empleado como
ingeniero de minas en el Instituto Geográfico y Estadístico.

La vida en este tiempo creo que era más miserable que ahora, pues, aunque
todo fuera muy barato, los sueldos eran pequeñísimos. Yo no recuerdo bien,
pero creo que un ingeniero jefe, que constituía la aristocracia burocrática, tenía
cuatro mil pesetas al año. Yo, de médico de pueblo, ganaba mil doscientas
pesetas anuales, ciento al mes.

La burguesía en mi tiempo, como clase, no creo que tuviera mucho interés


novelesco. En esta cuestión, yo no estaba muy de acuerdo con Galdós.

La gente pobre de la calle me parecía de más interés y más pintoresca que los
burócratas y los tenderos. Quizás esta idea me hizo aficionado a recorrer los
suburbios.

Las afueras de Madrid constituyen una serie de paisajes de los más sugestivos
de España. La zona del norte y oeste, con su muralla del Guadarrama, es noble
y majestuosa. La parte este y sur es el páramo castellano, con sus cerros
monótonos en el horizonte y el cielo ardoroso y desolado.

El panorama de las Vistillas, el del paseo de Rosales, el de los altos de la


Moncloa, con la Sierra enfrente, es magnífico; el que se divisa desde el Retiro
hacia el sur y el este, por la parte que da hacia Atocha y hacia Vicálvaro y
Vallecas, es miserable.

Al Manzanares le pasa como al paisaje madrileño. Hacia el norte, hacia los


alrededores del puente de los Franceses, es un riachuelo de jardín para un tapiz
de Goya; en cambio, al sur, pasando el puente de la Princesa, es feo, trágico,
siniestro, maloliente, como una alcantarilla negra que arrastra detritos de fetos y
de gatos muertos.

Lo que ha contribuido mucho a cambiar el espíritu de ciudad de Madrid ha sido


la Gran Vía. La avenida grande se ha llevado algo de lo más vivo y de lo más
pintoresco del pueblo, principalmente desde un punto de vista de
costumbrismo y de hábitos. Las callejuelas del centro de la capital eran terribles,
sórdidas, estrechas, oscuras, pero muy pintorescas. ¡Qué barrio el formado por
las calles de Mesonero Romanos, llamada antes del Olivo; por las de
Jacometrezo, Tudescos, Homo de la Mata, Silva, la Abada, los alrededores del
comienzo de la calle Ancha de San Bernardo, con el callejón del Perro, el de
Peralta, el de la Justa, etcétera!

Era el rincón de Madrid, el pólipo ciudadano, donde había más prostíbulos,


más tabernas, cafetuchos, casas de citas, talleres de peinadoras, con sus balcones
adornados con cabezas de cartón, que tenían ojos de cristal y pelo de mujer;
tiendas oscuras, en las que no se sabía lo que se vendía; peluquerías con globos
de cristal en el escaparate, llenos de sanguijuelas; consultas de enfermedades
secretas. También había por aquellos andurriales muchas librerías de viejo.

La calle de Tudescos, ya medio renovada, era clásica de pobretería matritense;


todavía quedan dos o tres casas amarillentas, con sus buhardillas y sus balcones
con flores. El callejón de Tudescos, que aún existe en parte, era muy
característico. Hoy está cerrado y no tiene salida.

En algún libro mío he hablado yo de una imprenta que había hace años en un
patio con losas entre la calle de Tudescos y la del Horno de la Mata, al que se
llegaba por un corredor embaldosado, por el cual corría una alcantarilla fétida
al descubierto.

En medio del patio había un pozo de piedra con un arco de hierro ornamentado
y su polea para subir y bajar el cubo.

De este patio, que tenía su entrada más aparente por Tudescos, se salía por
varios corredores oscuros al Homo de la Mata.

No sé cuál de estas calles tortuosas y siniestras del centro madrileño se hubiera


llevado la palma en estrechez, en sordidez y en negrura. ¡Qué portales oscuros,
con un farol mísero de aceite! ¡Qué corredores, en los que nunca entraba la luz
del sol! ¡Qué escaleras mugrientas! ¡Qué casas de huéspedes!

Casi todas las calles estas han desaparecido al abrirse la Gran Vía, y lo poco que
queda de ellas está transformado y tan descamado, que no recuerda nada su
antiguo aspecto.

La Puerta del Sol era el foro de la ciudad. En la Puerta del Sol hervía la multitud
de día y de noche; se comentaban las noticias, se conspiraba, se citaba la gente,
se hacían negocios, se preparaban manifestaciones, se vendían periódicos,
décimos de lotería, se daban citas amorosas, etcétera.

La Gran Vía acabó con la actividad de la Puerta del Sol, que hoy, para las once
de la noche, está desierta.
VII

La Puerta del Sol, todavía al final del siglo XIX, era el foco de Madrid. El foco y
el foro. No estaba nunca vacía. Siempre se veía gente en ella, y toda clase de
vendedores ambulantes y toda clase de grupos.

Había ladronzuelos, descuideros, estafadores de oficio, políticos de callejuela,


vendedores de alhajas falsas, de perros, de libros, de hojas políticas, músicos
ambulantes, gentes que no hacían nada, que leían los bandos pegados en la
pared, cesantes, vendedores de juguetes, de lapiceros, de gomas para los
paraguas…

Un amigo de mi padre tuvo la fantasía de querer ver alguna vez la Puerta del
Sol durante un momento vacía, en un día de invierno, sin ninguna persona y sin
ningún coche. No lo pudo conseguir.

Próximamente, en invierno, cuando iba a amanecer, había un momento en el


que sólo se veía algún grupo de personas, y cuando ya parecía que la plaza iba
a quedarse desierta del todo, aparecían gentes de esta o de la otra bocacalle, y
empezaba de nuevo a llenarse de público.

Roger y Beauvoir escribió un libro de impresiones sobre España con el título de


La Puerta del Sol, fantástico, como todo lo que hizo este escritor, que se dedicó a
la vida disipada.

La Puerta del Sol era el foco popular, donde se discutía de política y se


comentaban los acontecimientos. Se formaban grupos de vagos, cesantes y
vendedores de baratijas; los tullidos ofrecían cerillas sentados en un carrito
como una caja, que empujaban con dos palos en el suelo; las floristas ofrecían
sus claveles o sus nardos, y otras vendedoras, números de la lotería.

En el medio, la fuente echaba un gran surtidor a la altura de los tejados de las


casas.

Todo el aire estaba lleno por los gritos de los vendedores de periódicos, de los
que ofrecían hojas impresas con Los apuros de un gallego al llegar a Madrid y los
Cuarenta y cinco motivos que tiene el hombre para no casarse, El arrepentimiento y La
desesperación, de don José Espronceda; el Calendario Zaragozano, de don Mariano
Castillo y Osciero, con todas las calles, plazas y plazuelas que tiene Madrid, y
otras obras igualmente trascendentales.

En la acera de Gobernación se vendían El ratón y el gato, Don Jenaro


saludando, Don Nicanor tocando el tambor, Toribio saca la lengua, La ratona
que anda sola, El gallo que muere hincando el pico, El rápido de Arganda, que
pita más que anda… y otras obras clásicas.

La Puerta del Sol fue siempre un lugar alborotado, y los que sabían un poquillo
de historia recordaban que en ella había estado el Café de Lorencini, uno de los
primeros centros revolucionarios españoles; que allí, delante de la puerta del
Ministerio de la Gobernación, habían matado al general Canterac en época de
revuelos y algaradas, y que, muy cerca, había estado la célebre Fontana de Oro,
el club más popular del tiempo de las reuniones que llamaban patrióticas.

Algunos cafés de la Puerta del Sol y Fornos quedaban abiertos durante toda la
noche; las buñolerías, también; muchas tiendas del centro se cerraban muy
tarde. Esto daba al pueblo un aire de turbulencia y de misterio y de alegría.
Mucha de la gente rica y de clase media era noctámbula. Algunos cafés tenían
su especialidad. La decoración por dentro era muy característica. En casi todos
ellos había grandes espejos con marcos dorados, mesas con el tablero de
mármol y largos divanes de terciopelo rojo.

La casa que hace el chaflán entre la calle Mayor y la Puerta del Sol era entonces
un caserón de los condes de Oñate. Al portal de esta casa llevaron, según la
tradición, el cadáver de Villamediana, el poeta muerto cerca de dicho palacio,
según la voz popular, por instigación del rey. En la décima que le dedicó Lope
de Vega dijo:

Dicen que le mató el Cid por ser el conde «lozano».

¡Disparate soberano!

La verdad del caso ha sido que el matador fue Bellido, y el impulso,


«soberano».

En esa época de la muerte del conde la calle Mayor era, con la Puerta del Sol, el
centro de Madrid, donde estaban los palacios de la gente más encopetada.

En la Puerta del Sol, delante del escaparate de la librería de San Martín, que se
hallaba en el mismo sitio que ahora, mataron a Canalejas el año 1912. La gente
comentó el atentado. El autor del crimen fue un tal Pardina, que se suicidó
después. El motivo del atentado no creo que se puso en claro.

VIII

Las calles entre la Puerta del Sol y la plaza Mayor estaban llenas de tiendas muy
frecuentadas. Allí se concentraba el comercio principal de lienzos y de mercería.
La calle de Esparteros y la de Postas todavía tenían algo del antiguo carácter del
barrio.
La plaza Mayor, con su estatua de Felipe III, y la plaza de Oriente, con la de
Felipe IV, son dos plazas hermosas y decorativas.

La estatua ecuestre de la plaza Mayor, modelada por Juan de Bolonia sobre un


dibujo de Pantoja de la Cruz; la de la plaza de Oriente, escorzada, según dicen,
por Velázquez, y modelada por el florentino Pedro Tacca, son de las estatuas
ecuestres mejores que se ven en las plazas de las ciudades de Europa.

Se contemplan estas dos estatuas y no se les encuentra un punto de vista que


sea raro o vulgar. Se ve que en cuestión de monumentos públicos no hay
romanticismo que valga. No hay más que lo clásico, el Renacimiento y el arte
barroco; lo demás no acierta. En Italia se ve aún esto con más claridad; allí
donde hay tantas estatuas magníficas, las estatuas modernas son grotescas. No
basta el talento para hacer un monumento público, ni aun el genio. Rodin era
un escultor genial, y, sin embargo, su Balzac da una impresión de
monstruosidad casi desagradable.

Indudablemente, ha pasado la época de las estatuas, como ha pasado la época


de los poemas épicos.

Yo no recuerdo ninguna estatua moderna de Madrid que me parezca bien. Si


hay alguna de contemporáneos que consiguen tener un punto de vista bueno,
ya es bastante; de ahí no pasan.

Con la arquitectura sucede algo parecido. La arquitectura tiene formas que no


hay manera de variar. Naturalmente, se puede hacer un edificio no pensando en
el efecto que causa desde fuera, sino en su función interna. Esto quizá con el
tiempo dé un resultado de armonía; pero ahora no lo da.

El Palacio Real, con su color blanco, respaldando la estatua de Felipe IV, con los
árboles alrededor y la colección de reyes viejos dándole guardia, es uno de los
espectáculos agradables y suntuosos.

En la calle de Ciudad Rodrigo, contigua a la plaza Mayor, había hace años


muchos comercios de oro y plata. En uno de ellos vendió un asesino de París,
con nombre español, Prado, que se hacía llamar conde de Linska, las alhajas de
una mujer a quien mató.

En una de estas calles próximas a la plaza Mayor vivió el cura Merino, regicida
riojano de un temple terrible, que quiso matar a la reina Isabel II dándole una
puñalada en un costado. Esto ocurrió en febrero de 1852.

Don Martín Merino era un tipo raro, impasible, de gran sangre fría. La
Ilustración Francesa publicó su retrato. Parecía un hombre de cara correcta y
noble, con el pelo blanco. El arma apareció también reproducida en La
Ilustración, debajo del retrato. Era un puñal empavonado bastante largo y con la
hoja grabada.

Merino era un regicida de teatro clásico; fanático, sin nervios. Era, según
dijeron, lector de los autores romanos, de Tácito, Suetonio y Juvenal, y él mismo
tenía aire de romano antiguo; podría haber sido un cómplice de Bruto o de
Casio.

Merino parece que fue agarrotado hacia la puerta de Fuencarral, y su cadáver


despedazado y luego quemado en el antiguo quemadero de los cuerpos de los
criminales, que estuvo en otro tiempo cerca de la actual glorieta de San
Bernardo.

Muchas historias se podrían contar de la plaza Mayor; pero yo me refiero


principalmente a hechos próximos a mí, vistos o contados de viva voz.
IX

El año 1886 fuimos mi familia y yo a vivir a la calle de la Independencia, una


calle pequeña que sale de la plaza de Isabel II, al lado del Teatro Real. Entonces
yo comenzaba el último año del bachillerato en el Instituto de San Isidro. Me
gustaba husmear, vagabundear por las calles próximas a mi casa, las calles del
Espejo, Amnistía, Unión, la de Santa Clara, donde se suicidó Larra, la calle de la
Escalinata y la del Bonetillo. Algo más lejos estaba el barrio de Santa María,
donde se hallaba el antiguo cuartel de Alabarderos, y sus calles próximas, como
la del Rebeque, de los Autores, la de Requena y la del Viento. Esta última,
colocada en un alto desmontado, tenía entonces dos o tres casas como al borde
de un precipicio y parecían a punto de caerse al abismo próximo.

Por la parte baja del barrio se llegaba a la calle de la Almudena, donde estuvo
antiguamente el palacio de la princesa de Éboli, cerca del cual mataron a
Escobedo, palacio que por entonces estaba ocupado por la redacción e imprenta
del periódico El Liberal. Casi todos estos callejones tenían un aire arcaico, con
casas antiguas, muchas siempre cerradas, de aspecto misterioso.

Bajaba yo por la calle Mayor hacia la cuesta de la Vega, a la izquierda de la


Capitanía General, enfrente de la casa desde cuyo cuarto piso arrojó años
después el anarquista Morral la bomba cuando pasaban los reyes Alfonso XIII y
Victoria Eugenia al volver de su boda en los Jerónimos.

La iglesia de Santa María está en la calle del Estudio de la Villa, que termina en
la plaza de la Cruz Verde, que no es más que un ensanchamiento de la calle de
Segovia. En esta plaza hay una fuente antigua.

La calle del Estudio de la Villa es una callejuela simpática. En ella nació, en el


número 10, don Eugenio de Aviraneta. Murió en otra también clásica, en la calle
del Barco. Aviraneta padre, que era abogado, había defendido antes que su hijo
naciera un pleito a favor de las monjas del Sacramento, y éstas, como pago de
sus honorarios, le cedieron para habitarla una casa próxima al convento,
contigua a él. El tipo de este barrio ha debido de cambiar muy poco con los
años.

A la entrada de la calle estuvo la Academia de Humanidades, que regentó Juan


López de Hoyos, cuando asistió a sus aulas Cervantes. Esa vieja Academia dio
nombre a la calle. La casa donde nació Aviraneta se derribó no hace mucho; se
conocía con el nombre de casa de las monjas del Sacramento, y era un edificio
grande, de tres pisos, con vuelta al Pretil de los Consejos. En el piso bajo hubo
establecida algún tiempo una casa editorial de novelas por entregas.
Esa casa y otras varias, unidas al convento de las monjas, componían una sola
manzana, que limitaban las calles de la Villa, del Sacramento, del Pretil de los
Consejos, del Rollo y la ya mencionada plaza de la Cruz Verde.

Este barrio, donde nació Aviraneta, sintetizaba la vida de la antigua corte; era el
barrio más castizo de Madrid, el más antiguo, el más típico y pintoresco de la
villa del Oso y del Madroño.

La Inquisición tenía su hogar en la plaza Mayor y en la de la Cruz Verde; en la


primera, el sitio de los autos de fe en gran escala, y en la segunda, de los
autillos. Estos autillos debieron de ser célebres en otra época, y como recuerdo
quedó durante algún tiempo en la plaza de la Cruz Verde, al decir de la gente,
una cruz de madera pintada de este color. La monarquía tenía en ese barrio el
Palacio Real, y la aristocracia, el enorme caserón de Osuna.

También conocía yo muy bien el barrio de las Descalzas; la plaza tenía hace
años una fuente, en donde tomaban agua los clásicos aguadores de Madrid; las
calles que rodeaban la plaza eran la de Preciados, la del Arenal, la del Olivo,
hoy Mesonero Romanos, y la de Capellanes. Las dos últimas estaban llenas de
prostíbulos.

La plaza tenía el monasterio del mismo nombre, que al parecer es del tiempo de
Carlos V, y una puerta muy bella, con un arco y dos columnas.
X

Yo iba todas las mañanas al Instituto de San Isidro, en la calle de Toledo,


antiguo Colegio de los Jesuítas. El Instituto de San Isidro, como centro de
barrios bajos, tenía muchos chicos de gente pobre de los alrededores.

Una mañana, en los corredores del instituto, un condiscípulo propuso hacer


novillos y marchar a ver la ejecución de los reos de la Guindalera.

Fuimos unos cuantos. Los reos eran dos hombres y una mujer, que entre los tres
habían asesinado al marido de esta última.

Llegamos tarde a la ejecución. Tres siluetas negras de agarrotados se destacaban


en la luz clara de la mañana, sobre un tablado puesto al ras de la tapia exterior
de la cárcel Modelo. La mujer estaba en medio; la habían matado la última, al
decir de la gente, por ser la más culpable. El espectáculo era trágico, siniestro y
brutal.

Para ir de casa al Instituto de San Isidro salía por la calle del Espejo a la de
Milaneses, cruzaba la calle Mayor y, por un costado de la plaza de San Miguel,
aparecía en la plaza del Conde de Miranda. Allí estaba la Escuela de Guerra, y
en ésta, años después, el capitán Sánchez mató al señor Jalón, lo partió en trozos
y metió sus restos en la pared. No se puede decir que lo enterró, porque más
bien lo emparedó.

La antigua Escuela de Guerra, sitio donde creo que está ahora el cine de San
Miguel, formaba un callejón muy estrecho, con un arco que comunicaba con un
edificio de al lado. Pasando por debajo de este arco se llegaba a la plaza del
Conde de Miranda, a la izquierda de la calle de la Pasa, y luego a la plazuela del
Conde de Barajas, y por Puerta Cerrada se entraba en la calle de Toledo, ya a la
vista del instituto.

Otras veces, por un ángulo de la plaza Mayor, por la escalerilla de piedra del
Púlpito, bajaba a la calle de Cuchilleros.

En un solar de esta calle había por entonces una barraca, en la que se exhibía la
joven Thauma, que, según el cartel anunciador, no tenía ni brazos ni piernas.
Era una mujer que aparecía en medio de un artefacto de espejos, que
disimulaban su cuerpo desde el vientre para abajo. No era nada extraordinario
el espectáculo, porque se comprendía enseguida la trampa.

Al principio de la calle de Cuchilleros, a la izquierda, estaba el Bodegón del


Infierno, donde se decía que la gente mísera comía un cocido y dormía durante
la noche tirada en el suelo, apoyados los hombres todos con los brazos en una
cuerda.

Por la mañana el bodegonero soltaba la cuerda, y los que estaban apoyados en


ella caían de bruces, se despertaban y se disponían a echarse a la calle.

El nombre de Infierno que tenía el bodegón estaba adscrito a la plaza Mayor,


porque había en ella y hay un túnel oscuro, que tiene el título de callejón del
Infierno, y del cual hacía tiempo se escribió esta cuarteta:

Había anuncios raros, como uno de un portal de la calle de las Veras, escrito en
un pedazo de cartón, que decía: «Se venden galápagos y otros animales
domésticos».

Cómo estarán de perdidas

las costumbres de este pueblo,

que han tenido que ensanchar

el callejón del Infierno.


XI

Algunos días que hacíamos los del instituto novillos, íbamos los compañeros
hasta el Rastro.

Entonces, para llegar allí, al final de la calle de los Estudios, en lo que se llamó
Cabecera del Rastro y ahora está la estatua del héroe de Cascorro, había una
manzana de casas viejas y decrépitas, que interceptaban el paso a la Ribera de
Curtidores y que llamaban el «tapón del Rastro».

Por la derecha se abría el callejón del Cuervo. El callejón del Cuervo era oscuro,
estaba lleno de prenderías negras, que tenían en su interior colgados, alrededor
de las paredes, chaquetas y pantalones usados, sombreros viejos y grasientos,
trajes de campesino, capas pardas, galeones y maniquíes de mujer, de cartón,
con las caras pintadas y los ojos de vidrio, con pelo largo natural, maniquíes
que habían servido de anuncios en los escaparates o en los salones de
peluquerías de las peinadoras.

Entrar por estos callejones en el Rastro para un estudiante, vestido de niño pera,
con bombín y traje nuevo, era algo temerario. Estaba uno expuesto a que le
tirasen algún tomate podrido a la cabeza.

El Rastro era entonces un lugar muy curioso, de aire casi medieval. Allí se
vendía todo lo imaginable: ropas usadas, cuadros, dentaduras postizas, libros,
medicinas, castañas, ruedas de coche, bragueros, zapatos. Allí se encontraban
tipos de toda España y de fuera de ella: moros, judíos, negros, charlatanes
ambulantes, domesticadores de ratas y de pajaritos sabios, etcétera, etcétera.

Había también jugadores fuleros de las tres cartas y pequeños estafadores y


timadores.

En los grandes patios de las Américas se vendían muebles y hierros viejos,


puertas y ventanas. Algunos puestos tenían delante una terracita con unas
cuantas plantas verdes, como un pequeño jardín; unos se cerraban con puertas
nuevas y otros con empalizadas viejas y trozos de saco. No tenía el Rastro ese
aire de tienda de antigüedades que le han dado ahora, después de la guerra, ni
iba allí la gente elegante, sino chamarileros, algún que otro aficionado a
encontrar cosas viejas o gente de pueblo que adquiría ropas usadas.
XII

La calle de Toledo ha perdido todo su carácter. Esta calle estaba llena de


tiendas, donde se vendían alforjas y cosas de esparto; había también tiendas de
mantas y enjalmas para las caballerías; posadas, tabernas, figones y comercios
varios. Toda la calle tenía un aire rural y provincial a propósito para los que
venían a comprar a Madrid de los pueblos de los alrededores.

La acera de la izquierda bajando de la plaza Mayor estaba toda ella llena de


puestos ambulantes… A lo largo de la pared del instituto, hacia la iglesia de San
Isidro, se ponían varias vendedoras, que ofrecían trenzas de pelo de mujer de
todos los colores, telas, ropas, palillos, garras, cacahuetes, mojama, etcétera,
etcétera. En la otra acera, algo más abajo, aparecía la portada gótica del antiguo
Hospital de la Latina, también rodeado de puestos de toda clase de pequeño
comercio.

Por esta época fui yo con un sacristán de la iglesia de San Sebastián, que
cursaba el último año del bachillerato conmigo, al entierro del novelista popular
don Manuel Fernández y González al cementerio de San Isidro.

Mi padre tenía amigos escritores y solía ir al café Suizo a reunirse con ellos. Un
domingo que me llevó mi padre con él vi a Fernández y González y fuimos en
su compañía hasta la Puerta del Sol.

Aquel día del entierro de Fernández y González creo que fue el primero en que
me asomé a las afueras de Madrid, vi el Manzanares y el puente de Toledo.

Anduve también de chico por el Campo del Moro, que entonces no estaba
cerrado al público. Se podía entrar libremente allí, sin que nadie le preguntara a
uno nada, de día y de noche. Ello hacía que fuera asilo de maleantes y de golfos.
Esa primera vez que entré fue a coger un poco de tierra en un saquito para
poner en un tiesto pequeño una semilla rara que alguien me había dado.

Otras veces los chicos del instituto nos quedábamos en las Vistillas, que tenían
por un lado el caserón palaciego del duque de Osuna; luego este palacio lo
derribaron y en su emplazamiento se construyó el actual seminario.

Desde aquellas alturas, a cuyos pies pasaba la ronda de Segovia, se veía el


campo amarillento que se extendía hasta Getafe y Villaverde, los cementerios y
una ermita con sus tapias grises y sus cipreses negros. El cauce relativamente
ancho del Manzanares, de color de ocre, aparecía surcado por algún que otro
hilillo de agua negra. El Guadarrama destacaba de un modo vago la línea noble
de sus alturas en el aire empañado.
Los árboles del Campo del Moro aparecían rojizos, esqueléticos en invierno,
entre el follaje de los de hoja perenne; humaredas negruzcas salían rasando la
tierra para ser pronto barridas por el viento. Al paso de las nubes la llanura
cambiaba de color; era sucesivamente morada, plomiza, amarilla, de cobre; la
carretera de Extremadura trazaba una línea quebrada, con sus dos filas de casas
grises y pobres. Era severo y triste aquel paisaje de los alrededores madrileños,
con su hosquedad torva y fría, mirando desde la altura de las Vistillas.

En el libro mío Canciones del suburbio hay un romance descriptivo sobre las
Vistillas, que comienza así:

El alto de las Vistillas,

un día claro de junio,

es un sitio de Madrid

como no se encuentran muchos.

Luego sigue diciendo:

El alto de las Vistillas tiene sus días de lujo,

en que se colocan puestos

con sus opulentos frutos

de sandías y melones,

avellanas e higos chumbos

para pobretes menguados

y gente de alto coturno.

Suele haber, además de éstos,

algún otro puesto intruso,

algún tiro de pistola,

algún tiovivo sucio,

algún taller de fotógrafo,


cochambroso y vagabundo,

y algún columpio que cruje

por desnivelado y zurdo.

También fui una vez a la Pradera de San Isidro, pero me pareció una romería
muy aburrida. Todavía se cantaba por este tiempo esta canción petulante:

De San Isidro vengo

y he merendao.

Más de cuatro quisieran

lo que ha sobrao.

Ha sobrao jigote

y albondiguillas,

dos capones, un pavo

y tres tortillas.

Me gustaban también mucho las calles próximas a la de Segovia. Eran callecitas


estrechas, solitarias y melancólicas; la calle del Duque de Nájera, la del Nuncio,
la del Rollo, algunas con escaleras, como la del Conde; la mayoría con unos
balcones poco salientes y alguna tiendecilla con su toldo descolorido. También
me parecía muy simpática la plaza de la Morería, con un farol en la esquina de
una callejuela y algunas chicas que jugaban al corro.

La mayoría de los nombres de las calles en Madrid y en las otras capitales


españolas van tomando unos nombres vulgares y difíciles de recordar. La calle
de García Fernández, de Pérez Sánchez, de González Martínez. Eso no hay
nadie que lo recuerde, imposible. Pasa igual con esas vías que tienen como
nombre una fecha: calle del Catorce de Marzo, calle del Diecisiete de
Septiembre. La gente no sabe historia para recordar hechos pasados. La
mayoría se encuentra con una fecha de esas que no le dice nada.

Los nombres antiguos estaban mucho mejor: la calle de Carretas, la del


Desengaño, la del Pez, la de Peligros, la de la Flor, la del Sombrerete, etcétera, se
recuerdan muy bien; pero esos nombres de personajes o de fechas no los
recuerda nadie.
XIII

La calle de Alcalá, entonces y aun ahora la más ancha e importante de Madrid,


también ha variado mucho desde aquellos tiempos.

En la esquina de la calle de Sevilla, donde está el Banco de Bilbao, abría sus


puertas el café Suizo, que entonces tenía al lado del salón grande otro más
pequeño, adonde iban las pocas señoras que entonces frecuentaban los cafés.

Marchando de la Puerta del Sol hacia la Cibeles, a mano derecha, aparecía la


casa de Riera, con su jardín, que ponía una nota de verdura en la calle. De este
palacio se contaba una historia dramática.

En la próxima calle del Turco le mataron a Prim.

A Prim le mataron un anochecer de invierno —el 27 de diciembre de 1870, me


apunta un amigo que tiene más memoria que yo—. Madrid estaba cubierto de
nieve. Prim era el hombre de más talento político de España. Era lógico que
sucediera aquello. Un hombre que se creía popular, querido por el pueblo,
debía de comprender que este afecto no podía ser tan completo para no tener
cientos y miles de enemigos. Son las ilusiones que se hacen los mejores tipos de
un país.

La Cibeles, cuando yo era joven, no estaba en medio de la plaza donde ahora


está; quedaba un poco hundida en la tierra delante del Ministerio de la Guerra,
a la entrada del paseo de Recoletos. Casi enfrente, dando la vuelta a la plaza,
estaban los Jardines del Buen Retiro, que tenían su verja.

Las fuentes antiguas de Madrid son muy decorativas. La Cibeles, la de


Neptuno, y la de las Cuatro Estaciones, la del Prado, sobre todo.

El Prado antes no tenía jardinillos por tierra. Estaba enarenado. La gente salía a
tomar el fresco en verano, a sentarse en las sillas de hierro que allí había,
mientras los chiquillos jugaban y hacían gimnasia en una barra que limitaba el
paseo. La presencia de los catadores y bebedores de agua en los aguaduchos de
este paseo inspiró el asunto de una zarzuela que, debido a su música, aún
aparece de tiempo en tiempo en los carteles de los teatros.
XIV

La calle Ancha de San Bernardo es de las calles más graciosas de Madrid, y en


las callejuelas siniestras que tenía a su alrededor, barridas por la apertura de la
Gran Vía, había profusión de tiendas, tabernas y cafetuchos con letreros
pintorescos.

De estos letreros de tiendas madrileñas recuerdo algunos. En una de la calle de


Cedaceros decía: EL SOL SALE PARA TODOS. En otra de la de Relatores: LA
AURORA TRATA DE MADERAS. En otra de la de Hortaleza, que todavía
sigue: EL COLMILLO DEL ELEFANTE. En la calle del Arenal había una tienda
que se llamaba LA TORMENTARIA.

En las afueras muchos ventorros tenían en una pared de la esquina este letrero:
VINO DE BALDE…, y al volver la esquina decía PEÑAS. En una casquería se
podía leer: SE VENDEN IDIOMAS Y TALENTOS, y en otra: OI NO SE FIA
AQUÍ, MAÑANA, SÍ. Había tahona que se anunciaba con este letrero: SE
CUEZE EL PAN Y LO QUE BENGA.

Hace más de medio siglo había posadas con aire de aldea, a las cuales iban a
parar arrieros y gitanos que andaban por las ferias de los pueblos de alrededor
de Madrid. La Posada de Medina, en la calle de Toledo; la de San Blas, en la de
Atocha; la del Dragón, en la Cava Baja, y la del Peine, cerca de la calle de Postas.
De algunas casas de estos barrios se contaban historias de crímenes.

De un palacio de la calle de la Luna se hablaba del asesinato de la mujer del


general Pierrard, y en la misma calle, en otra casona, de la muerte de la infanta
Luisa Carlota, de quien se dijo la habían envenenado.

En la plaza de los Mostenses estaba el palacio del conde de Trastamara y


después del general Narváez, de donde sacaron, en 1854, al policía Francisco
Chico en unas angarillas, tendido sobre un colchón, para llevarlo a fusilar
delante de la Fuentecilla de la calle de Toledo. Este jefe de policía era hombre de
gran serenidad y de gran valor, y fue a morir con una indiferencia de espartano,
abanicándose tranquilamente.

También recuerdo por ese barrio la fuente de los Siete Caños, que estaba en la
calle Ancha.

Esta fuente la llevaron después a la plaza de España, que entonces se llamaba


de San Marcial, y de allí también la han quitado y la han trasladado a otra parte.
XV

El Madrid que ha desaparecido, y que no tenía nada de arqueológico,


corresponde un poco al Madrid de Espronceda, de Larra, de Zorrilla y de
Fernández y González. Corresponde también a los hombres famosos del tiempo
en que yo era joven, a la época de Galdós y de Echegaray, de la cuarta función
del teatro de Apolo, de la calle de Alcalá, donde está ahora el Banco de Vizcaya;
del Café de Fornos, lleno hasta la madrugada, con Granés, que insultaba; con
Cavia, que bebía, y con Dicenta, que disputaba.

Para nosotros, escritores noveles que comenzábamos, el barrio siniestro de los


alrededores de la calle de Tudescos tenía un algo atractivo. Era la redacción de
El Imparcial, en la calle de Mesonero Romanos. Este periódico publicaba unos
«Lunes literarios», y daba por entonces una pequeña consagración al que en
ellos escribía.

Las ciudades de todo el mundo van marchando a olvidar su carácter arcaico y


modernizarse. «Vamos», como decía el conde Gobineau, «a la era de la unidad y
de la monotonía.» A este efecto deben concurrir muchas causas, casi todas más
fuertes que las que produce la diversidad natural: causas económicas,
higiénicas, de imitación y de moda.

Si la casa de cemento armado es más barata y más rápida de construir que la de


piedra o la de ladrillo, se construirá con cemento; si el tabique delgado se hace
más deprisa que el grueso, se empleará éste. En contra de la utilidad puede
prevalecer únicamente, en algunas ocasiones, la moda.

La preocupación por lo práctico y lo moderno impulsa a la monotonía de las


ciudades, que cada día se van haciendo más parecidas unas a otras.

No se comprende cómo puede haber quien encuentre en la arquitectura de Le


Corbusier un gran hallazgo. En ella no hay nada nuevo; en los mejores casos, es
la invención del traje de baño o la del mono del mecánico con relación al traje
de etiqueta. Todo ello es a base de la supresión de lo superfluo. Esto, como se
ve, no es muy nuevo. La supresión de lo superfluo es difícil; cuando el hombre
ha hecho algo de cierta categoría siempre lo hizo a base de lo superfluo; no lo
podía hacer de otra manera.

El hombre comprende muy bien que cuando se mira tal como es, por dentro, se
siente mediocre. Para tomar proporciones tiene que proyectarse hacia afuera. El
faraón dirigirá su mausoleo; el emperador romano, su templo o su estatua;
Felipe II, su Escorial; Napoleón, sus Inválidos y su columna de Vendôme; el
fabricante de chocolate, su parque; pero si el príncipe egipcio, el emperador
romano, el Austria, el Bonaparte o el fabricante de chocolate se contemplaran, si
fuera posible, en un espejo de carácter moral, se verían que seguían, antes y
después de sus grandes obras, siendo los mismos, es decir, poca cosa.

En parte esta transmutación la preside el sentido del lujo que tiene el hombre y
que le impulsa a verse no como es, sino como quisiera ser.
XVI

Las noches que había función en el Teatro Real se veían coches charolados,
elegantes, rodando por el piso de madera que tenía entonces la calle del Arenal,
con un suave ruido que hacían las ruedas y el trotar de los caballos.

Dentro, las señoras, envueltas en pieles claras con aderezos de brillantes y


plumeros en la cabeza; a su lado, un señor de gran uniforme o de frac, con la
blanca pechera tapada a medias, con abrigo de pieles. La gente pobre se reunía
a la puerta del teatro para ver bajar a los potentados de sus coches, pensando,
quizás, como decía Voltaire, que era un gran consuelo para los pobres ver a los
cortesanos llenos de alhajas y de plumas. El prestigio de los cantantes de ópera
era en este tiempo muy grande.

Al paraíso del Real, que entonces costaba una peseta, iban los estudiantes, los
empleados y la chusma filarmónica. La burguesía modesta llenaba los palcos
por asientos. La gente de las butacas y la de los palcos, generalmente abonados,
era la de la aristocracia y de la política. Los periodistas constituían el tifus. Al
público de las alturas se le consideraba como el más inteligente. Era el que
comparaba la manera de cantar de este o del otro divo, los primeros que fueron
vagneristas, los que sabían cuándo había que aplaudir para no estropear el aria
del tenor o la filigrana de la tiple. Entre los de abajo, muchos no iban más que a
verse y a saludarse en los entreactos. Desde arriba se atalayaba a los palcos a la
reina madre con sus dos niñas a los lados y a la infanta Isabel, vestida de verde,
con otra vieja chiquita que la acompañaba. Se comentaba el escote de alguna
decorativa dama de palacio, que aparecía en el palco de la alta servidumbre con
su lazo rojo prendido en el lado izquierdo del pecho exuberante.

Algo parecido ocurría en los días de moda del Español, en donde la Guerrero y
su marido, Díaz de Mendoza, reunían ciertos días de la semana a la misma
gente elegante de Madrid.

Los otros teatros tenían también su importancia, sobre todo el de Apolo, que
animaba la calle de Alcalá mucho más que el actual Banco de Vizcaya, que ha
ocupado el solar dejado por aquél. En Apolo se daban por la noche cuatro
funciones, a las que se podía ir por separado, por secciones, como entonces se
decía. La «cuarta de Apolo» tuvo durante mucho tiempo gran fama. Por allí
pasaron todas las cómicas célebres del género chico: la Lucía Pastor, la Pretel, la
Bru, la Joaquina Pino, los Mesejos, Rodríguez, Carreras, etcétera. Se
representaron la mayoría de las obras que tuvieron más fama en Madrid
durante muchísimas noches seguidas.

En el Cómico estuvieron temporadas seguidas la Loreto Prado y Chicote.


En Eslava había género chico, y en Romea, varietés. A principios del siglo
empezaron a tener fama en este género la Fornarina, la Imperio, las hermanas
Camelias, etcétera, que cantaban y bailaban en el teatro de la calle de Alcalá,
que se llamaba el Japonés.
XVII

Una noche de Carnaval, hace cerca de cincuenta años, fui con un antiguo amigo
a un baile de máscaras del Teatro de la Alhambra. Mi amigo era hombre
cándido, entusiasta, al que le hago salir con el nombre de Julián de Isasi en una
novela que se llama Locuras de Carnaval. Tenía un poco de manía aristocrática,
pero era una excelente persona. Estaba empleado en la Embajada de Francia y
por mimetismo hablaba el francés como un francés.

Salimos del baile a las tres o las cuatro de la madrugada, entre un grupo
numeroso de máscaras, y al pasar por una esquina de la calle del Arco de Santa
María y de la Libertad vimos todos en la acera a un hombre caído en el suelo.

No había bastante luz para advertir si el hombre estaba borracho, herido o


muerto.

Las primeras máscaras que salieron en grupo, al ver el cuerpo caído se


apartaron bruscamente de él con sobresalto, escaparon y se diseminaron por la
calle arriba; los demás que íbamos tras ellos hicimos lo mismo.

Después, al llegar a casa, estuvimos hablando mi amigo y yo del egoísmo y de


la barbarie que habíamos demostrado todos ante aquel hombre, a quien quizá
nuestro socorro hubiera salvado de algo grave.

Mi amigo, que no tomaba muy en serio estas cuestiones éticas, me dijo:

—Probablemente, si hubiera sido en tiempo ordinario, todos nos hubiéramos


acercado al hombre; pero de noche y en Carnaval no era nada prudente.

—¿Qué nos podía haber pasado? —dije yo.

—Si el hombre estaba herido o muerto, hubiera habido que ir a la inspección de


policía, quizá declarar, quizá quedar incomunicados algún tiempo, y el que más
o el que menos no quiere meterse en esos asuntos.

Yo pensé que, más que por reflexión, todos habíamos huido del hombre caído
por instinto.
XVIII

Cuando yo empecé a estudiar medicina, para los estudiantes y para mí


constituyó una gran curiosidad la sala de disección, adonde llevaban los
cadáveres desde el Hospital General en un carrito.

El estudiante se iba insensibilizando ante la muerte, tenía una curiosidad


malsana, y en algunos poquísimos casos llegaba su curiosidad a ser puramente
científica.

Por entonces, San Carlos, la Facultad de Medicina, tenía un puentecillo


encristalado que comunicaba con el Hospital Clínico por encima de un callejón
estrecho, y este Hospital Clínico se comunicaba a su vez por otro viaducto de la
misma clase con el Hospital General. El pasillo encristalado entre la facultad y
la Clínica de San Carlos existe todavía.

Los muertos de los dos hospitales los llevaban al depósito de cadáveres de la


facultad, en donde estaba la sala de disección.

Por entonces conocimos en la clínica del Hospital Provincial a un tipo raro, que
llamó mucho la atención y del que se contaban extrañas historias. Le llamaban
el hermano Juan.

Este hombre, que no se sabía de dónde había venido, andaba con una blusa
negra, alpargatas y un crucifijo de cobre pendiente del cuello.

Era un tipo bajito, moreno, enjuto, cetrino, de ojos negros y profundos y barba
negra y espesa. Tenía modales suaves, la voz meliflua y algo afeminada y
cuidaba a tíficos y variolosos sin miedo al contagio. Hablaba como un
iluminado.

Un día desapareció y no se volvió a tener noticias de él.

Sabíamos que en el hospital había lo que llamaban «calandrias», falsos


enfermos que lograban pasar por verdaderos y estaban en una cama varios días
comiendo algo y durmiendo hasta que ya el médico se cansaba y los obligaba a
marcharse y a dejar la cama a un enfermo verdadero.

Los amigos míos y yo, no muy buenos estudiantes, solíamos faltar a clase con
bastante frecuencia e íbamos al Retiro, a los altos del Observatorio Astronómico
y a los paseos y rondas de los suburbios.

Desde ese alto del Observatorio se oían silbidos de las locomotoras de la


estación del Mediodía próxima; hacia Carabanchel se extendía la llanura
madrileña en suaves ondulaciones, por donde nadaban las neblinas del
amanecer; serpenteaba el Manzanares, estrecho como un hilo de plata; se
acercaba al cerrillo de los Ángeles, cruzando campos yermos y barriadas
humildes, para curvarse después y perderse en el horizonte gris. Por encima de
Madrid, el Guadarrama aparecía como una alta muralla azul, con las crestas
blanqueadas por la nieve; sobre los altos y hondonadas del barrio del Pacífico se
mostraba el campo yermo, las eras inciertas, pardas, que se alargaban hasta
fundirse en las colinas onduladas del horizonte bajo el cielo gris, en la enorme
desolación de los alrededores madrileños.

Muchas veces nos encontrábamos con algún grupo de golfos que nos invitaban
a tomar parte en el juego de las tres cartas, pero lo eludíamos porque sabíamos
que se trataba de un juego de engaño.

Llegábamos rara vez hasta la orilla del Manzanares, nos asomábamos al paseo
de los Melancólicos y veíamos el barrio de las Cambroneras y el de las Injurias.
XIX

Entonces en Madrid había muchos organilleros que tocaban su piano de


manubrio en la calle, delante de los talleres de modistas y de las casas de
huéspedes. Yo he descrito en versos pobres, en un tomo que se llamaba
Canciones del suburbio, el tipo del organillero madrileño de esa época:

Con el pelo muy planchado

y unas brillantes botinas,

con una gorrilla chata

y un pantalón de odalisca,

marcho por esas callejas

al frente de mi cuadrilla

a dar música a la gente

que tiene gusto de oírla.

Los organilleros tocaban los trozos de las zarzuelas más en boga; la chulilla
madrileña aprendía así las canciones del día y dejaba un momento su trabajo
para oír y para ver al músico garboso de la calle.

También había por entonces en Madrid muchos cantantes callejeros, unos


ciegos y otros con vista, que entonaban tangos acompañados de la guitarra,
satirizando la política o las costumbres del tiempo.

Los domingos solía ir yo con frecuencia a las afueras. En las afueras alguna
gente se dedicaba al humorismo en los rótulos de tiendas y de posadas.

En el camino de las Ventas, próximo a uno de los cementerios más grandes de


Madrid, el Cementerio del Este, había antes gran número de merenderos, y en
uno de ellos ponía: MEJOR SE ESTÁ EN ÉSTE QUE EN EL ESTE.

En una tienda del barrio de los Cuatro Caminos decía un cartel: AQUÍ
FABRICAMOS TODO LO QUE VENDEMOS: SALCHICHÓN DE VICH,
MANTECA ASTURIANA, BUTIFARRA CATALANA, JAMÓN DE LA SIERRA
Y CHORIZO DE SALAMANCA.

Todavía quedaban algunos torreones derruidos en los alrededores de Madrid,


uno en el camino de las Ventas a Vallecas.

En los días en que escamoteábamos la clase, unas veces íbamos por cerca del
Manzanares, pasábamos por delante del puente de Segovia y de la ermita de la
Virgen del Puerto, con dos torres de pizarra, y después por la capilla del
Socorro.

Otras veces marchábamos a la montaña del Príncipe Pío y veíamos a los golfos
dedicarse a ejercicios gimnásticos.

Me chocó, en ocasiones, la persistencia de los juegos populares. Yo he visto hace


bastantes años, en la carretera que va a la Prosperidad, a unos jóvenes que
manteaban a un muñeco. Supongo que era costumbre antigua, del día de
Carnaval, y sabido es que hay una escena pintada por Goya que representa esto,
el manteamiento del pelele.

En la Casa de la Labor, de la Moncloa, cerca de la Escuela de Ingenieros


Agrónomos, se encontraban algunos chicos del Hospicio, saltando en el
trampolín sobre el estiércol, y algunos de aquellos chicos resultaban buenos
gimnastas.

El Retiro ha cambiado poco desde entonces, se ha hermoseado en parte y se ha


achabacanado al mismo tiempo. Ya no se ven al anochecer por el paseo de
coches a las señoras elegantes en sus victorias y a otras pasear a pie por los
andenes. Al Retiro ya no van más que los quintos, que se reúnen alrededor del
estanque, donde hay hasta canoas automóviles, y alguna pareja que se sienta en
un banco solitario. Las fuentes viejas, tan decorativas, se destacan entre los
monumentos modernos, algunos de pésimo gusto.
XX

Años más tarde de ser estudiante, la curiosidad por la vida pobre me hizo
asomarme de nuevo a los alrededores de Madrid.

Las afueras de la ciudad constituyen una serie de paisajes de lo más típico de


España, en lo bueno y en lo malo.

El Viaducto da una impresión bastante auténtica del antiguo Madrid; hacia el


campo abarca la llanura madrileña, el Manzanares, los cementerios de San
Isidro y los otros próximos, el camino de Carabanchel y el Cerro de los Ángeles.
Hacia la ciudad, el espectador cree asomarse a una pequeña capital de
provincia, no desprovista de gracia. Se ven los tejados de las casas próximas; a
la derecha, la torre cuadrada de San Pedro, que debe de ser muy antigua, y a la
izquierda, los campanarios de la iglesia de Santa María y de San Justo.

Elementos esenciales de algunas zonas del paisaje de los alrededores


madrileños son esos cerros formados por arenas arcillosas. Al querer extenderse
la ciudad, los contratistas cortaron estos terrenos arenosos, dejando al
descubierto solares para la construcción, que formaban paredones con
hendiduras y cuevas, en las que a veces vivían los vagabundos y golfos. Estas
hondonadas en invierno se llenaban de agua, formando charcos y pequeños
lagos.

Desde las lomas altas de Madrid que dan hacia la depresión del Manzanares, se
ve el río, con el puente de Toledo y varios cementerios de la orilla derecha, que
me han dicho que fueron destruidos durante la guerra. Antes había el de San
Isidro, el de Santa María, el de San Lorenzo, el General y el Cementerio
Británico. Esta parte del sur siempre me pareció triste, sombría y poco
simpática. En cambio, la del norte, con su muralla del Guadarrama, es noble y
majestuosa.

En la glorieta del puente de Toledo fue fusilado el general Diego de León, con
cuyo nombre el ayuntamiento bautizó una calle. Don Diego de León estuvo en
capilla en el cuartel de los Nacionales de la calle de Atocha, que se encontraba
donde se halla ahora la Dirección General de la Deuda, junto a la plaza de
Benavente.

Roger de Beauvoir, en su libro La Puerta del Sol, contó con detalles la salida de
don Diego y su conducción hasta donde fue fusilado.

En esa parte sur de la ciudad había antes muchas casas con un patio central, con
galerías todo alrededor, adonde daban las puertas y las ventanas de los cuartos.
A muchas de estas casas, verdaderos hormigueros humanos, las llamaban las
«corralas», las «piltras», y les daban otros calificativos desdeñosos, como si los
que las habitaban se hubiesen pasado las horas pensando motes despreciativos
para ellas. Todavía deben de quedar muchas viviendas de éstas por los barrios
bajos y los otros alrededores.

Dentro del casco de Madrid había una córrala, entre la calle del Sombrerete y la
del Tribulete.

Vivían en estas córralas cincuenta o sesenta vecinos, y cada uno de ellos tenía lo
más dos cuartos y una cocina. La mayoría era gente abandonada y resignada.
En tales microcosmos se encontraba uno de todo: familias activas que llegaban a
hacerse independientes y a salir de aquellos rincones infectos; tipos resignados,
que un día se emborrachaban, se sentían iracundos y rebeldes contra todo y
chillaban y blasfemaban. Entre ellos había albañiles, leñadores, vendedores
ambulantes, expendedores de moneda falsa, gitanos y tipos que no tenían
profesión conocida. Hoy eran una cosa y mañana otra, cambiaban de oficio para
ver si encontraban una ocasión propicia para seguir adelante. También vivían
en esas córralas muchos mendigos. En la mayor parte de aquellas madrigueras
saltaban a los ojos la miseria resignada y perezosa, unida al empobrecimiento
orgánico y el empobrecimiento moral.

Estas córralas eran casi todas iguales y sin carácter; un edificio largo y bajo, de
un piso o de dos, con muchas puertas iguales, unas ventanas pequeñas y una
serie de chimeneas pintadas de cal.

Algunas de estas casas tenían hasta tres pisos. Una de ellas me sirvió de
escenario para algunos episodios de la novela La busca.

Esta madriguera descrita por mí daba al paseo de las Acacias, aunque no estaba
en su línea misma, sino algo retirada hacia atrás. La fachada de la casa era baja,
estrecha, enjalbegada de cal, abriéndose en ella muchos ventanucos y agujeros
simétricamente combinados, y un arco sin puerta, que daba acceso a un callejón
empedrado con cantos, el cual, ensanchándose después, formaba un patio,
circunscrito por altas paredes negruzcas.

De los lados del callejón de entrada subían escaleras de ladrillo o galerías


abiertas, que corrían a lo largo de la casa en los tres pisos, dando vuelta al patio.
Abríanse, en el fondo de estas galerías, filas de puertas pintadas de azul, con su
número negro en el dintel de cada una.

Entre la cal y los ladrillos de las paredes asomaban, como huesos puestos al
descubierto, largueros y travesaños, rodeados de tomizas resecas. Las columnas
de las galerías debían de haber estado en otro tiempo pintadas de verde; pero a
consecuencia de la acción constante del sol y de la lluvia, ya no les quedaba más
que alguna que otra zona con su primitivo color.

Hallábase el patio siempre sucio; en un ángulo se levantaba un montón de


trastos inservibles, cubierto de chapas de cinc; se veían telas puercas, tablas
carcomidas, escombros, ladrillos, tejas y cestos; un revoltijo de mil diablos.

Por las tardes solían algunas vecinas lavar en el patio, y los grandes charcos, al
secarse, dejaban manchas blancas y regueros azules del agua de añil.

Solían echar también los vecinos por cualquier parte la basura, y cuando llovía,
como se obturaba casi siempre la boca del sumidero, se producía una
pestilencia insoportable de la corrupción del agua negra que inundaba el patio,
y sobre la cual nadaban hojas de col y papeles pringosos.

A cada vecino le quedaba para sus menesteres el trozo de galería que ocupaba
su casa; por el aspecto de este espacio podía colegirse el grado de miseria o de
relativo bienestar de cada familia, sus aficiones y sus gustos. En alguno de esos
trozos del balcón se advertía cierta limpieza y curiosidad; la pared blanqueada,
una jaula, algunas flores en pucheretes de barro; allá se traslucía cierto sentido
utilitario en las ristras de ajos puestas a secar, en las uvas colgadas; en otra
parte, un banco de carpintero, la caja de herramientas, denunciaban al hombre
laborioso que trabajaba en las horas libres.

Pero, en general, no se veían más que ropas sucias, colgadas en las barandillas;
cortinas hechas con esteras, colchas llenas de remiendos de abigarrados colores,
harapos negruzcos puestos sobre mangos de escobas o tendidos en cuerdas
atadas de un pilar a otro, para interceptar más aún la luz y el aire.

Cada trozo de galería era manifestación de una vida distinta dentro del
comunismo del hambre; había en aquella casa todos los grados y matices de la
miseria: desde la heroica, vestida con el harapo limpio y decente, hasta la más
nauseabunda y repulsiva.

Un farol metido dentro de una alambrera, para evitar que lo rompiesen los
chicos a pedradas, colgada de una de las negras paredes de la córrala. En el
patio interior, los cuartos costaban mucho menos que en el grande; la mayoría
eran de veinte y treinta reales; pero los había de dos y tres pesetas al mes:
chiscones oscuros, sin ventilación alguna, construidos en los huecos de las
escaleras y debajo del tejado.

En otro clima más húmedo, estas córralas habrían sido terribles focos
infecciosos; el viento y el sol de Madrid, ese sol que saca ronchas en la piel, se
encargaba de desinfectar aquellas madrigueras.
En el tiempo en que yo observé la córrala como escenario de mi novela, a su
entrada había algo terrible y trágico. En el portal o en el pasillo, una mujer
borracha y delirante, que pedía limosna e insultaba a todo el mundo, a quien
llamaban «la Muerte». Debía de ser muy vieja, o lo parecía al menos; su mirada
era extraviada; su aspecto, huraño; la cara llena de costras; uno de sus párpados
inferiores, retraído por alguna enfermedad, dejaba ver el interior del globo del
ojo, sangriento y turbio. Solía andar la Muerte cubierta de harapos, en chanclas,
con una lata y un cesto viejo, donde recogía lo que encontraba.
XXI

Cruzada la ronda, se iba por el paseo de las Acacias y el de Yeserías al barrio de


las Injurias.

Desde lo alto del paseo de los Pontones, junto a la puerta de Toledo, bajando en
dirección al puente, se descubrían los campos de San Isidro, a la derecha, y el
Campillo de Gil Imón, frecuentemente cubierto a trechos de ropas puestas a
secar, que centelleaban al sol. Allí, las vecinas solían salir a peinarse a la calle, y
los colchoneros vareaban la lana, a la sombra, mientras las gallinas correteaban
y escarbaban en el suelo.

Al caer la tarde, el aire y la tierra quedaban grises, polvorientos; a lo lejos,


cortando el horizonte, ondulaba la línea del campo árido, una línea ingenua,
formada por la enarcadura suave de las lomas; una línea como la de los paisajes
dibujados por los chicos, con sus casas aisladas y sus chimeneas humeantes.
Sólo algunas arboledas manchaban a trechos la llanura amarilla, tostada por el
sol y bajo el cielo pálido, blanquecino, turbio por los vapores del calor; ni un
grito, ni un leve ruido hendía el aire.

Transparentábase, anochecido, la neblina, y el horizonte se alargaba hasta verse


muy a lo lejos vagas siluetas de montañas no entrevistas de día, sobre el fondo
rojo del crepúsculo. Las luces de gas empezaban a brillar en el aire polvoriento;
filas de carros pasaban con lentitud, y a lo largo de las rondas marchaban en
cuadrillas los obreros de los talleres próximos.

El barrio de las Injurias era una hondonada en donde había unas míseras
casuchas que estaban al borde de una carretera. En esta carretera, que debía de
ser la ronda de Toledo, al borde del mismo estaba la taberna de la Blasa, en una
barraca que solía estar llena de cojos, mancos y lisiados que iban a pasar allí la
noche.

En la misma hondonada se alzaba la Casa del Cabrero. Esta Casa del Cabrero,
concurrida por algunos golfos piratas de los que desfilan por las páginas de mi
novela La busca, estaba formada por un grupo de edificaciones bajas, con un
patio estrecho y largo en medio. En el verano, en las horas del calor, dormían
allí a la sombra, como aletargados, tendidos en el suelo, hombres y mujeres
medio desnudos. Algunas mujeres en camisa, acurrucadas y en corro de cuatro
o cinco, fumaban el mismo cigarro, pasándoselo una a otra y dando cada una su
chupada.

Pululaba una nube de chiquillos desnudos, de color de tierra, la mayoría


morenos, algunos rubios, de ojos azules. Como si sintieran ya la degradación de
su miseria, aquellos chicos no alborotaban ni gritaban.

Más lejos, hacia la Dehesa de la Arganzuela, en un pinar raquídeo, había un


depósito de cadáveres y un sitio donde se guardaban perros. Este depósito de
cadáveres era un pabellón blanco, inmediato al río, casi siempre exhausto; se
deslizaba formado por unos cuantos hilillos de agua negra y charcos encima del
barro.

El próximo tejar de Mata Pobres se veía habitado por traperos que vivían con
sus familias. Las casuchas estaban formadas con escombros y restos de todas
clases, y las corralizas, limitadas por vallas hechas con latas viejas, roñosas,
extendidas y clavadas sobre postes de madera. En un solar de área extensa
veíanse carros de riego, barrederas mecánicas, bombas de extraer pozos negros,
montones de escobas y otra porción de menesteres y utensilios de la limpieza
urbana.

Al lado del tejar de Mata Pobres había otro barrio que llamaban de los
Hojalateros, construido todo él con estiércol y paja, un verdadero aduar
africano.

Se mezclaba allí la miseria urbana con la campesina; en los suelos de los


corrales, cestas viejas y cajas de las sombrererías alternando con la hoz mellada
y con el rastrillo desdentado. Algunas de las casas daban la impresión de un
relativo bienestar, y su aspecto era ya labradoriego; en sus corralizas se
levantaban grandes montones de paja; las gallinas picoteaban en la tierra.

Cruzábase el río por un puente por donde pasaba la línea del tren de
circunvalación; en las praderas próximas al Manzanares pastaban las vacas;
algunos andrajosos, en verano, solían andar por allí despacio, con cautela,
buscando grillos.

Había por ese lado, no lejos, unas casas que llamaban la China. Desde ellas,
Madrid, anochecido, surgía amarillo, rojizo, con sus torres y sus cúpulas,
iluminado con la última palpitación del sol poniente. Relucían las vidrieras del
Observatorio. Una bola grande, de cobre, del remate de algún edificio,
centelleaba como un sol sobre los tejados mugrientos; alguna que otra estrella
resplandecía en la bóveda azul de Prusia del cielo; el Guadarrama, de color
violeta oscuro, rompía con sus picachos blancos el horizonte lejano.
XXII

En esta época consideraba yo de importancia el capítulo de las librerías de viejo.

Estas librerías eran mucho más pintorescas y más bien surtidas que las de
ahora. El librero de viejo con frecuencia no sabía lo que tenía en su rincón.
Había posibilidad de gangas. Lo que levantó la caza e hizo que se enteraran los
libreros fue un catálogo que publicó la casa García Rico hacia el año 10 o 12 de
este siglo. Allí aprendieron la mayoría de los libreros el valor que tenían los
libros, no sólo los importantes, sino los de menos categoría.

Recuerdo algunos tipos pintorescos de libreros que tenían tiendas o puestos por
entonces. Uno de ellos era un viejo, con una tiendecita pequeña en un esquinazo
que hacía la calle de Capellanes, antes de ser ensanchada, cerca de la calle de
Preciados.

En la iglesia del Carmen, que entonces tenía unas covachuelas, había una
librería con un hombre flaco, de antiparras, con unas barbuchas medio rubias.

Era un volteriano y mostraba gran entusiasmo por el autor de Cándido y por


Pigault-Lebrun.

También había puestos en la esquina de la iglesia de Santo Tomás, de la calle de


Atocha, donde se levantó después la iglesia de Santa Cruz, con su torre, y junto
a la parroquia de San Luis, en la fachada de la calle de la Montera. El dueño de
este puesto era un asturiano, Pepín; en invierno, siempre envuelto en la capa. El
hombre apenas sabía leer. Todavía le vi hace quince o veinte años, siempre con
su aire receloso, en un puesto próximo a la antigua Bolsa.

Este librero y un manco de la travesía del Arenal, después empleado en la


librería de Molina, siguieron durante muchos años, desde mis tiempos de
estudiante, hasta hace relativamente poco tiempo. El Manco, como Pepín,
tampoco sabía leer.

También solía ir yo de joven a una librería de la calle de Preciados, próxima a la


plaza de Santo Domingo, de un tal Laviña, que estaba en un sótano, en el que al
mismo tiempo había un horno de pan y olía a bollos. Este Laviña era un viejo
alto, grueso y rojo; vendía muchos libros, algunos pornográficos, a precios
ínfimos.

Otro librero que recuerdo era un tal Viñas, que tenía la tienda en la calle de la
Luna, el cual solía contar anécdotas del tiempo en que había sido sargento en La
Habana.
XXIII

Siendo yo chico, fuimos a vivir la familia a la calle Real, en Chamberí,


prolongación de la calle de Fuencarral, más allá de la glorieta de Bilbao.
Enfrente de nuestra casa se levantaba la Era del Mico, cerro arenoso ocupado
por columpios y tiovivos.

Pasaban por allí muchos coches de muerto, con gualdrapas negras, penachos de
plumas y postillones con pelucas empolvadas. En ese tiempo todavía se veían,
sobre todo en los alrededores de la ciudad, calesas y calesines con el cochero en
una de las varas del vehículo, lo que daba a los suburbios un aire goyesco.

Por aquella época se habló mucho de dos regicidas: uno, Otero, y el otro, Oliva
Moncasí, que atentaron los dos contra Alfonso XII, y que fueron ejecutados en el
Campo de Guardias.

Los días anteriores a la ejecución vendían por los alrededores papeles con la
salve que cantan los presos al reo que está en capilla.

El día del suplicio pasaron por delante de casa muchas gentes en calesines,
como si fueran a una romería.

El verano de 1888 se apasionó Madrid con el crimen de la calle de Fuencarral,


que fue uno de los crímenes más famosos de España, no tanto por el hecho en
sí, que no era de gran importancia, sino por la repercusión que tuvo en la
prensa y en el público.

En el número 109 de la calle de Fuencarral, casa de apariencia modesta, que


todavía existe, en un segundo piso, mataron a una señora entre la criada,
Higinia Balaguer, y una amiga de ésta, Dolores Ávila. ¡Qué apasionamiento en
el público! Todo el mundo parecía atacado por una histeria colectiva.

El proceso de este crimen debió de durar mucho tiempo, y, sobre todo, en su


segunda época fue cuando produjo más curiosidad y mayor expectación.

Los periódicos se dividieron ante la opinión pública en sensatos e insensatos.


Sensatos eran los que pensaban que los autores principales habían sido las dos
mujeres citadas, una de ellas la protagonista principal, y la otra, su cómplice.

Los insensatos creían, como un dogma, que la señora que apareció muerta había
sido asesinada por su propio hijo, Vázquez Varela, el cual en la época del
crimen estaba recluido en la cárcel Modelo, aunque salía de ella, según la
opinión de alguna gente, por complacencia del director.
Yo vi a la protagonista del crimen de la calle de Fuencarral, a la Higinia, y hablé
con ella en un pasillo del hospital.

Tiempo después, por la insistencia de un condiscípulo que estudiaba medicina


como yo, presencié la ejecución de Higinia Balaguer desde los desmontes
próximos a la cárcel Modelo, a una distancia de trescientos o cuatrocientos
metros.

Hormigueaba el gentío por aquellos desmontes, que entonces no estaban ni


poblados ni urbanizados como están ahora. Soldados de a caballo formaban un
cuadro muy amplio delante de un muro. Sobre éste se hallaba el patíbulo.

La ejecución fue muy rápida. Salió al tablado una figura de mujer, vestida de
negro. El verdugo le sujetó los pies y las faldas; luego los hermanos de la Paz y
Caridad y el cura, con cruz alzada, formaron un semicírculo delante del
patíbulo y de espaldas al público. Se vio al verdugo que ponía a la mujer un
pañuelo negro en la cara, y que daba rápidamente vuelta a la rueda; luego
quitaba el pañuelo y desaparecía.

El cura y los hermanos de la Paz y Caridad se retiraron, y allí quedó una figura
negra muy pequeña, destacándose sobre la tapia roja de ladrillo, ante el aire
azul de una mañana luminosa de primavera.

Las cosas más absurdas se contaban y se decían.

Las fantasías del pueblo se desataron. Según algunos, la Higinia era inocente. El
verdugo se había prestado a una farsa, porque no era la Higinia a la que había
estrangulado, sino un muñeco al que sentaron en el patíbulo para que lo viera la
gente.

A esta mujer criminal la musa del pueblo maleante le había dedicado una
canción, un tango brutal y cínico, entonces conocido. En él se equiparaba el
crimen con una fiesta de toros, y comenzaba diciendo:

En la primera corrida

que demos en mi lugar

va a lidiarse una vaquilla, ¡chipén!,

del barrio de Fuencarral.

La Higinia será su nombre,


la Justicia el matador,

y para dar la puntilla

Viada será mejor, y para dar la puntilla, ¡chipén!,

Viada será mejor.

A mí me pareció esta copla una manifestación de barbarie y de crueldad. Viada


era el fiscal que había llevado la causa del crimen de la Higinia.
XXIV

Por la calle de Fuencarral como camino de Francia pasaban muchos carros y


galeras cargados de fardos y de viajeros, que iban camino de Alcobendas y de
pueblos del norte de Madrid; entonces no tenía el aire de calle comercial que
tiene ahora; parecía una carretera, sobre todo en la parte de cerca de los Cuatro
Caminos, en donde había muchos merenderos y bastante gente maleante.

En otra época posterior, y viviendo yo en el barrio de Argüelles, tomé la


costumbre de ir a pasear por las mañanas al Parque del Oeste. Al lado de ese
parque, que entonces se iba terminando, y a un lado del camino de la Moncloa,
se hallaba en medio de un bosquecillo de pinos el Instituto del doctor Rubio.

Este Instituto médico tenía alrededor de su terreno una tapia, y en la tapia un


boquete, por el que se podía pasar hacia unos altos descampados, uno de los
cuales se llamaba el cerro del Pimiento. Allí solía haber golfos que cazaban
pájaros para venderlos o se entretenían en jugar a las cartas.

En los alrededores de Madrid ha habido siempre cazadores furtivos.

En la Casa de Campo y en el Pardo ponían trampas entre los matorrales o


cazaban conejos con hurones y pescaban en el estanque.

El doctor Arteta cuenta que todavía hay hombres dedicados a la caza de perros,
gatos y lagartos, que llevan al Instituto Ramón y Cajal para el estudio de los
laboratorios.

Este cerro del Pimiento, de nombre tan madrileño, tan poco pomposo, tenía al
borde un sendero alto que daba a una parte baja del final de la Moncloa.
Siguiendo ese sendero y después de pasar por un hospital de infecciosos, que
estaba formado de varios pabellones, en una de las hondonadas se llegaba a las
proximidades del depósito de aguas del canal del Lozoya y a la calle de
Magallanes.

En un libro anterior de estas Memorias he contado un paseo que di por allí hace
cuarenta años en compañía de Pérez Galdós; yo, con mi boina; él, con su gabán
raído, bufanda y el sombrero blando. En este paseo hablamos de la técnica de
hacer novelas. Yo dije, quizá con cierta petulancia, que escribía mis libros sin
preocupación de técnica, y él me replicó que podría probarme que en algunos
de mis libros había mucha técnica.

No recuerdo si ese día llegué con Galdós hasta el comienzo de la calle de


Magallanes, donde había por esa época, cerca de la glorieta de Quevedo, una
plazuela, que ignoro si tenía nombre. Limitaban la plaza por un lado unas
cuantas casas sórdidas que formaban una curva, y, por el otro, un edificio
amarillo con una bóveda pizarrosa y un tinglado de hierro con su campana en
lo alto.

Este edificio amarillo era, a juzgar por el letrero medio borrado que tenía, la
parroquia de Nuestra Señora de los Dolores.

De la plazoleta partía hacia el campo una calle, y a la izquierda de esa calle


seguía una tapia medio derruida, por cuyas rendijas se veían cementerios
abandonados con los nichos abiertos y las arcadas ruinosas.

Por la derecha, la pared, después de limitar la plazoleta, se torcía, formando


uno de los lados de la calle de Magallanes, por la cual se veían los paredones y
cercas de aquellos cementerios, escalonados unos tras otros.

Estos cementerios eran el General del Norte, la Patriarcal, el de San Luis y el de


San Ginés.

Siguiendo la calle, entre dos tapias y avanzando por el antiguo camino de


Aceiteros, se salía delante de otro cementerio, la Sacramental de San Martín,
cementerio romántico con altos cipreses y estatuas funerarias.

Este cementerio romántico desapareció durante la última guerra civil, y de él no


queda más que un terreno cuadrado con agujeros en el suelo, donde a veces se
refugian para dormir los vagabundos.

Por un carpintero que trabajaba en mi casa y que vivía en la calle de Magallanes


yo supe algo de la vida de los maleantes que vivieron durante cierto tiempo
saqueando las tumbas y vendiendo las lápidas a los canteros y los adornos de
cobre y los trozos de plomo a los fontaneros. Había detalles macabros, como el
de la lápida de un sepulcro que se encontró, boca abajo, en el mostrador de una
tienda de quesos.

Todos estos cementerios, estos cerros, estas hondonadas, son en la actualidad


barrios de casas de vecinos con calles largas, en donde vive ese Madrid que yo
apenas conozco, con millón y medio de personas.
XXV

De las fiestas yo he sido poco entusiasta. Las verbenas y las romerías siempre
me parecieron muy aburridas. Hay que tener mucha ilusión y mucho
optimismo para creer que se puede uno divertir por pasear en una calle entre
churrerías o puestos de cacahuetes, oyendo una murga o el martilleo de las
notas de un organillo.

De las fiestas populares creo que la única que hubiera podido transformarse en
algo divertido era el Carnaval; pero los gobiernos reaccionarios y
revolucionarios han tirado sobre él y lo han suprimido.

El Carnaval tiene, evidentemente, un fondo de pánico y subversivo, y se


comprende que los gobiernos lo miren con antipatía.

El Carnaval exige cierta gracia e ingenio en el público, que la gente no tiene.

En cambio, el público de una corrida de toros o de un partido de fútbol no exige


ningún ingenio: es un público masa de espectadores.

El Carnaval, hace cincuenta o sesenta años, aún se defendía mal que bien en
Madrid. Era muy vario y un poco de clases. Había el rico, el de la clase media y
el pobre con una especialidad zarrapastrosa.

El rico, en Recoletos y en la Castellana, en coche; el pequeño burgués, en los


mismos paseos, a pie, y el pobre y el zarrapastroso, en el Prado, en las calles y
en el Canal.
SEGUNDA PARTE
MÚSICA CALLEJERA

ROMANZAS DEL SIGLO XIX

La música popular de principio del siglo XIX en España no tenía el aire


desgarrado que tomó más tarde. Era un poco más literaria y hasta un poco más
cursi. Parece que se veía el mundo con otros colores y con más ilusión en la
primera mitad del siglo que en la segunda y, sobre todo, que al final.

De los autores españoles de música popular del siglo XIX, yo conozco poco, casi
nada.

A mediados del siglo hubo un músico vasco, de Vitoria, Sebastián de Iradier,


que fue el autor de la habanera de la ópera Carmen. Iradier, hoy completamente
olvidado, escribió una porción de canciones, entre ellas La paloma, que todavía
se canta.

Otros por el estilo debió de haber también al correr del siglo XIX, cuyos
nombres y cuyas obras se han ido olvidando.

Sus canciones eran la mayoría de circunstancias, algunas buenas, otras


medianas y algunas francamente malas.

Yo recuerdo alguna que otra por haberlas oído a gente vieja; pero supongo que
no las recuerdo con exactitud.

Con ritmo de habanera se cantaba, cuando yo era chico todavía, una canción
dedicada a Isabel II, cuando fue desterrada de España, que decía así:

No te asustes, no temas, no llores,

que a tu lado me tienes a mí,

y empuñando trabuco y tosiendo,

ni uno solo se acercará a ti.

Tú te pones con sal la mantilla,


yo me calo andaluz calañé.

Y luego, con ritmo más acusado de habanera, se decía:

ya verás, Isabelita,

ya verás con qué ilusión

los robustos francesitos

te darán, te darán su corazón.

Las canciones de este tiempo, unas tenían aire de habanera, otras de polca y
algunas de vals.

Hay una dedicada a las modistas que trabajaban en talleres de la Puerta del Sol
y se reunían en la calle de Valverde. No sé por qué esta calle iba a ser el punto
de reunión de estas muchachas.

Una de las estrofas de la canción, la única que he oído cantar, decía así:

En la calle de Valverde

modistas hay más de mil,

todas esperando al novio

hasta que lo ven venir.

—Modista mía, dime, por Dios,

¿dónde trabajas?

—Puerta del Sol.

—Vente conmigo.

—¡Ay!, no señor;

llego muy tarde

todos los días

al obrador.
Algunos mendigos, hombres y mujeres, todavía a final del siglo pasado,
entonaban por calles y plazas canciones populares y sentimentales, algunas de
zarzuelas. Un español que viene a verme aquí, El último resplandor, etcétera.

Cuando yo vivía en la calle de la Independencia, cerca de la plaza de Isabel II,


pasaba por delante de casa un tipo de barbas y melenas, con anteojos negros, a
quien nosotros llamábamos «el Romántico», y cantaba con poca voz, pero con
afinación, acompañándose de la guitarra, algunas romanzas de zarzuelas y
otras populares.

A él le solíamos oír:

¡Ay, mamá, qué noche aquella

en que el falso me decía:

Niña mía, por lo bella,

has de ser la estrella mía!

Mamita mía, por compasión,

yo estoy malita, yo tengo amor.

Mamita mía, manda por él,

que si no viene, me moriré.

También entonaba con aire de pasacalle:

El flechero vende flechas

por las calles de Madrid.

«¿Qué flechas podrían ser éstas?», me preguntaba yo. No me lo figuraba; quizá


serían algunos pasteles o rosquillas, porque flechas para cazar tigres o leones,
no creo que necesitaran en Madrid.

Otra canción que cantaba el hombre tenía este estribillo:

Y desde entonces alumbrarán

los farolones de la igualdad.

Tengo una idea vaga de si estos farolones se referirían a los faroles de la calle
del Cuatro de Septiembre, de París, que debieron de tener mucha fama en la
época.

Más tarde, en la calle de la Esperancilla, hacia la calle de Santa Isabel o hacia la


de Atocha, donde yo vivía, una mujer gorda, con la guitarra encima del vientre,
abultado, cantaba al anochecer unas canciones románticas, alternando con otras
maliciosas.

Las románticas eran un poco tontas, y las demás, también.

Una de ellas decía:

Mucho polvo has recogido,

la iglesia muy sucia está.

Como siempre hagas eso,

haces más que el sacristán.

—¿Adónde vas, niña?

¿Adónde vas?

—Mamá, no me riña,

que voy a rezar

a la Virgen del Pilar.

También la mujer gorda cantaba:

Cuando la brisa errante,

blanda al pasar,

tu cabello elegante

venga a besar,

quién habrá que no quiera,

quién habrá, quién,

de esa hechicera
rubia cabellera

preso vivir.

Había en el repertorio de la mujer esta nota descriptiva con aire de viñeta,


dedicada al estanque del Retiro, que comenzaba así:

En un delicioso lago

de verde y frondosa orilla,

en una frágil barquilla

una tarde me embarqué.

Luego venía una parte un poco ridícula, en la cual el viajero de la frágil


barquilla le decía a su femenino nauta:

Deja el remo, batelera,

que me altera

tu manera

de remar;

deja el remo,

porque temo,

porque temo naufragar;

y al tiempo

que ella remaba

yo sentía un no sé qué.

Sin duda, en otro tiempo hubo bateleras en el estanque del Retiro, o el músico
las inventó, llevado por su imaginación volcánica.

Chueca, años después, quizá recordando que antiguamente se habían hecho


canciones románticas y náuticas sobre el estanque del parque madrileño, hizo la
canción cómica y, al mismo tiempo sentimental, de los marineritos del Retiro.
El susodicho estanque (y esta nota va dirigida a los no madrileños) tendrá de
trescientos a cuatrocientos metros de largo por doscientos o doscientos
cincuenta de ancho; pero esto no es obstáculo para la imaginación de un músico
humorista y burlón.

Los marineritos de la Gran Vía, coristas guapas, bien vestidas y coquetas,


vestidas de azul y blanco, cantaban a coro:

Ya nuestro barco, cual rauda gaviota,

las olas va rompiendo, de nuestra suerte en pos,

y allá en la playa, que ya se ve remota,

los pañuelos que se agitan sin cesar

nos mandan un adiós.

Las olas y la playa a doscientos cincuenta metros, estaba muy bien.

El maestro Chueca tenía gracia y una ironía, una ingenuidad burlona que
estaban muy en su punto.

Algunos decían que su música era demasiado populachera, pero no era cierto,
porque cuando quería le daba un aire elegante y, a veces, clásico.

II

CANCIONES DE NIÑAS

Ahora parece que las chicas no cantan apenas en las calles y en las plazas.

Antes, yo recuerdo haberlas visto cantar y jugar al corro en el Prado, cerca de la


fuente de las Cuatro Estaciones, y en la plaza de Oriente.

Yo ahora salgo poco de casa; pero cuando he salido no he visto los corros que en
otra época eran frecuentes.

En Madrid y en las capitales de provincia, en las plazas y en los paseos, las


chicas cantaban en corro.

En las calles de poco tráfico salían también al anochecer a jugar y a entonar sus
cantilenas, la mayoría antiguas:
A los siete colchones,

muy señora mía,

que me ha dicho mi madre

que me dé usted la niña.

También había la retahíla del milano:

Al milano que le dan

la corteza con el pan,

si no le dan otra cosa

las mujeres más hermosas.

También era clásico en los corros aquello de:

Me casó mi madre

chiquita y bonita, ay, ay, ay,

con un muchachito

que yo no quería;

a la medianoche,

a la medianoche el

picarón se iba,

la capa terciada

y la espada tendida.

La mayoría de estas canciones son muy gráficas.

Yo me figuro que estarán coleccionadas en tomos de folklore; pero yo no pienso


hablar más que de lo que he oído y visto.

El Prado era un paseo clásico de Madrid, con las dos fuentes barrocas, muy
decorativas: la de las Cuatro Estaciones y la de Neptuno. Hace años, el paseo no
tenía árboles, sino una barra de hierro a uno de los lados, que lo limitaba, en
donde los chicos hacían ejercicios gimnásticos. Las niñas solían cantar una
canción, que se refería al Prado, con música vasca, de la primera guerra civil: el
Ay, ay, mutillá («Ay, ay, muchacho»). La canción de las chicas de Madrid tenía
esta letra:

En el salón del Prado

no se puede jugar,

porque hay niños que gozan

en venir a estorbar;

con el cigarro puro

vienen a presumir;

más vale que les dieran

un huevo y a dormir.

También cantaban la canción de La viudita del conde de Cabra y del conde


Laurel:

Yo soy la viudita

del conde Laurel;

yo quiero casarme,

no tengo con quién.

Y la del conde de Cabra:

La viudita, la viudita,

la viudita se quiere casar

con el conde, conde de Cabra,

conde de Cabra se le dará.

Las chicas, en todos los pueblos, sabían muchas canciones antiguas, que
cantaban a coro. Ahora no se oyen esas canciones en el Prado ni en la plaza de
Oriente. Algunas parecían antiguas, como ésta:

Arroyo claró,

fuente serená,

quién te lava el pañuelo

saber quisierá.

Me lo ha lavadó

una serraná

en el río de Atocha,

que corre el aguá.

La fuente de los Siete Caños, de la calle Ancha, tenía también su canción.

La fuente estaba en la misma acera de la universidad. La trasladaron más tarde


a la plaza de San Marcial, delante del cuartel de la Montaña del Príncipe Pío, y
después no sé adónde ha ido a parar. La canción era de niños:

Calle Ancha

de San Bernardo

hay una fuente

de siete caños.

Luego se decía que la fuente se había caído, y se pedía el auxilio de los


estudiantes, de los militares, etcétera, para recomponerla. El auxilio de los
estudiantes era vano:

Los estudiantes

no tienen nada,

para mojama,

más que unos cuartos.

También había una canción sentimental, dedicada a Alfonso XII, por la muerte
de la reina Mercedes:

¿Dónde vas, Alfonso Doce,

dónde vas, triste de mí?

Voy en busca de Mercedes,

que ayer tarde no la vi.

También se hicieron canciones a Alfonso XIII y a la reina Victoria.

El treinta y uno de mayo

de mil novecientos seis

el anarquista Morral

quiso asesinar al rey.

En el balcón de Palacio

hay un tiesto de claveles

con un letrero que dice:

¡Viva el rey Alfonso Trece!

En el balcón de palacio

hay un tiesto de amapolas

con un letrero que dice:

¡Viva la reina Victoria!

En la calle de la Morería, cerca de la plaza del Alamillo, creo que oí por primera
vez una canción, de la que no recuerdo más que las primeras estrofas; es la
historia del caballero cristiano, que encuentra a su hermana lavando ropa, a la
orilla de un arroyo, como una cautiva. Debe de ser una variación de un romance
antiguo:

El día de los torneos

pasé por la Morería,


y vi a una mora lavando

al pie de una fuentecilla.

—Apártate, mora bella;

apártate, mora linda;

deja que beba el caballo

de esas aguas cristalinas.

—No soy mora, caballero,

que soy cristiana cautiva;

me cautivaron los moros

día de Pascua florida.

Yo les pregunté a las chicas por qué sabían estas canciones de aire antiguo, y me
dijeron que era la maestra del colegio la que se las enseñaba.
III

TANGOS

La música española más popular de final del siglo XIX fue el tango. Yo entiendo
poco de música, y no sabría definir lo que es el tango. La palabra parece latina,
y aún recuerda uno vagamente haber repetido de chico en clase: «Tango, tangis,
tetigi, tactum» (en castellano, «tocar» y otras varias significaciones).

El tango, ¿era de origen andaluz, medio árabe, o era de origen americano? Yo no


lo sé.

El caso es que apareció en la última mitad del siglo XIX, que tuvo un gran éxito
popular en España y que corrió por toda la península.

La música, según algunos, es de influencia árabe, y, según otros, americana. La


corriente que le impulsaba era el flamenquismo.

El tango era frecuente oírlo a los ciegos, que cantaban y se acompañaban con la
guitarra.

Con relación a su letra, se puede señalar un tango madrileño y político, un


tango torero, un tango andaluz y un tango cubano.

La mayoría son característicos, y tienen gracia y reflejan la historia local mejor


que nada.

Había tangos políticos, sentimentales, de toreros, de crímenes, etcétera, etcétera.

Los primeros no tenían origen conocido, salían a flote, no se sabía de dónde;


dominaban Madrid, se extendían por España y luego desaparecían.

Después ya se empezó a conocer su origen, y unos salieron del teatro y otros de


una sociedad de guitarristas, que se llamaba Las Viejas Ricas, de Cádiz, y de
una comparsa, grotesca y cómica, apodada La Murga Gaditana.

La boga del tango, creo, llegaría a durar treinta o cuarenta años.

De los tangos políticos, el más clásico se refería al movimiento revolucionario


de Villacampa, y a un denunciador se le increpaba, diciéndole:

Anda, so pillo, charrán,

asesino de mala estampa,


que quisiste regar las calles

con la sangre de Villacampa.

También semipolítico era el del submarino Peral, en donde había estas


reflexiones cómicas:

Hace tiempo que vamos notando

lo perdida que está la nación,

y las cosas se las van llevando

esos hombres de la situación;

y nosotros, como comprendemos

que en España no hay dinero ya,

nos vestimos con el traje de buzo

pa ver si lo hallamos en el fondo del mar.

El recurso de vestirse de buzo era, evidentemente, bastante cándido. Los tangos


toreros fueron, quizás, los que más corrieron por España. Se hablaba del toreo
como de una ciencia:

Granada estará orgullosa

con el Frascuelo,

porque cuenta entre sus hijos

un gran torero.

El tango del Espartero era una elegía popular. Los tirteos y los simónides de la
época se rasgaban las vestiduras ante la muerte del héroe.

Las canciones que llegaban de Cuba tenían una música de carácter nostálgico y
triste, y las letras estaban llenas de melancolía, como ésta:

Cuba, la isla hermosa,

del ardiente sol, bajo tu cielo azul.


También se cantaban mucho por entonces las guajiras, que las traían,
seguramente, los soldados.

En algunas canciones de teatro se imitaban estas músicas de aire tropical, y la


Lucía Pastor cantaba una, que tenía gran éxito.

La bella María Montes entonaba tangos muy expresivos. Entre ellos, uno, que
comenzaba.

Trabajaba una mulatita

la otra tarde en el cafetal,

y le dijo su amito Pancho

que la quería ayudar.

Por cierto que Luis Bonafoux escribió por entonces un artículo muy violento
contra la tiple, en una de las cóleras raras que le daban a este escritor agresivo.

El reinado del tango duró muchos años. Yo no sé qué origen tiene el tango. No
sé si es americano o español, de Andalucía; desde luego, el tango argentino es
diferente del tango que se cantaba entonces en España. El primer tango que oí,
en Pamplona, fue éste:

Al gobernador de Cádiz

le ha dado por la finura

de ponerle campanillas

al carro de la basura.

Yo me levanté temprano,

temprano,

y le dije al carretero,

salero:

«No toques la campanilla,

que mi niña está durmiendo».


También había otro bastante divertido sobre la carne, que tenía como estribillo:

¡Ay, qué vaquilla!

¡Ay, qué esqueleto!

Todo se vuelve

piltrafa y hueso.

Como me sigas trayendo

carne de la Morería,

no vuelvo a comer

más carne

en el resto de mi vida.

Entre los tangos, los gaditanos tenían una especialidad cómica y burlona. Al
principio eran anónimos. Luego aparecían como autores unos guitarristas, que
formaban una sociedad titulada Las Viejas Ricas de Cádiz.

Al principio eran más finos; luego se hicieron más groseros y brutales. Éste debe
de ser de los comienzos:

Yo no sé qué pasa en Cádiz,

yo no sé lo que allí pasa,

que las chiquitas se pierden

y las casadas se escapan;

hoy se pierde una chica bonita,

y mañana una casada salada;

no hay un marido tranquilo

ni una madre sosegada.

Después, uno muy célebre fue el de la bicicleta, que representa el Cádiz de hace
cincuenta años mejor que una descripción literaria:
Yo tengo una bicicleta

que costó dos mil pesetas

y que corre más que el tren;

por las tardes me monto

y me voy por la calle Ancha,

luciendo este cuerpecito,

encanto de las muchachas;

Voy al Prado, a la Alameda

y al Parque del Genovés,

y me pego cada trastazo

que tengo el cuerpo como yo sé.

Algunos tenían gracia, por la letra y por la música.

Como aquel que comenzaba diciendo:

Un cocinero de Cádiz,

muy afamao,

a las mujeres las compara

con el guisao.

Los que se ocupaban de toros trataban la cuestión como si fuera lo más


trascendental de la vida.

Lo mismo ocurriría, probablemente, en la Roma antigua, en donde el público


pensaría que el gladiador victorioso del circo era algo equiparable a Virgilio, a
Séneca o a Lucrecio.

Había también tangos misóginos, como aquel que comenzaba con estas
palabras:

De las grandes locuras


que el hombre hace,

no comete ninguna

como casarse.

O como otro, que decía:

Tienes cara de perro presa,

y a presumida no hay quien te gane.

Y, entre los sentimentales, se cantaba:

Cuando con pasión te vi,

para luego aborrecerme;

si no habías de quererme,

¿para qué me consentiste?

Y otro, en que, hablando de la mujer, decía:

Una traición va formando

al que le da de comer.

El sur es, generalmente, poco galante con las mujeres.

Los tangos alegres contrastaban con los tangos sentimentales del tiempo de la
guerra de Cuba, de un lado y de otro.

Éste es un tango de insurrectos cubanos que está bien. Da la impresión de lo


que sería oído en una noche de un país tropical:

Pinté a Matansa, confusa,

la playa de Viyamá,

y no he podido pintá

el nido de la lechusa;

yo pinté por donde crusa


un beyo ferrocarrí,

un machete y un fusí

y una lancha cañonera,

y no pinté la bandera

por la que voy a morí.

También se cantaba por entonces una habanera:

Cuba, la isla hermosa,

del ardiente sol.

La música popular española era melancólica y triste.

Al terminar la guerra con los Estados Unidos se oía en las callejuelas de Madrid
esta canción desolada:

¡Qué lástima de bandera,

de tan bonitos colores,

que se la llevan los yankis

siendo de los españoles!

Hubo otro tango gracioso, que tenía como letrilla esta pregunta:

—De la niña, ¿qué?

—De la niña, na.

—¿Pues no decían que…?

—Sí decían; pero ¡ca!

Este motivo se desarrolló en retahíla, que no dejaba de tener gracia:

De la niña, ¿qué?

De la niña, na;
y la niña dale que dale

dicen que ya está.

Yo quisiera que tú te murieras,

¡valiente guasita!;

yo quisiera que a ti te enterraran

en mi camita.

—¡Ay, qué sangre más gorda tendría

el que eso inventó!

—No conozco de nombre a ese señor;

pero a mí me parece que es un guasón.

Por estos refranes a cierta chiquilla

su padre le ha roto catorce costillas,

porque se decía que la niña ya…,

y mire usted si sería, que al poco tiempo

vieron llegar…

un ramillete de flores

que le traían de Puerto Real.

Con la misma música se hizo una canción sobre la guerra de Cuba:

De la Cuba, ¿qué?

De la Cuba, na;

y la Cuba dale que dale

dicen que ya está.

Había otra canción popular, bastante agresiva, contra los insurrectos, y no muy
amable para los españoles, de la que no recuerdo más que esto:

Parece mentira

que por unos mulatos

estemos pasando

tan malitos ratos;

a Cuba se llevan

la flor de la España,

y aquí no se queda

más que la morralla.

También era muy popular este otro tango:

En la nueva reforma de este año

será cosa curiosa de ver

que todas las mujeres desde quince

que tengan por fuerza marineras ser.

Las de quince a veinte, de grumete;

las de treinta, pilotos serán;

las que tengan cuarenta cumplidos,

las calderas tendrán que lavar,

y las viejas que huelen a polvos,

como nada tendrán que tocar,

en la nueva reforma del año

a todas las pondremos para barricar.

En los tangos misóginos, después de exponer los múltiples inconvenientes que


tenía el matrimonio, se iba a su trabajo y la mujer se quedaba charlando con
algún amigo, que era persona fina:

El pobre marido, a veces,

berrea como un carnero;

lleva la mano a la frente

y le está chico el sombrero.

Los chotis chulos han llegado hasta ahora, pero entonces no se cantaban;
empezaron hará unos treinta años a hacerse populares y algunos tenían carácter
y gracia.

En estas canciones no se notaba rencor ninguno. El rencor se exacerbó en


España con la política.

La Murga Gaditana aparecía por las calles en Carnaval; era muy estrepitoso; no
tenía instrumentos de música, sino clarinetes y trombones de cartón, con los
que los murguistas hacían como que tocaban.

Tenía gracia, indudablemente, e iban todos los de la cuadrilla desharrapados y


vestidos de una manera grotesca.

La Murga Gaditana era de chusma, de plebécula, y con sus aparatos de cartón y


algún rascador o rallador acompañaba las coplas con un ruido ratonero. Los
murguistas iban muy desharrapados y algunos vestidos de destrozona.

Las canciones que cantaba esta Murga eran cínicas y grotescas, y el estribillo era
con frecuencia lo que llamaban el «Chíbiri»:

Ay, chíbiri, chíbiri, chíbiri,

ay, chíbiri, chíbiri, chon;

ay, chíbiri, chíbiri, chíbiri,

a mí me gusta el café con ron.

Después de la Murga Gaditana hubo otras comparsas imitando a ésta: una se


llamaba Los Boqueras y la otra Los Cataplasmas.
IV

CUPLÉS DE TEATRO

Hacia el final de junio, en Madrid, se inauguraban los Jardines del Buen Retiro
y algún teatro de verano, como el de Felipe. En los Jardines, uno de los sitios
más agradables de la corte, se cantaba ópera italiana por compañías formadas
por segundas partes del Real o por gentes que querían debutar. Otras veces se
inauguraba con compañías de opereta italiana, bastante buenas, que cantaban
La geisha, La mascota, Boccaccio o I pompieri di servizio.

Con sentido satírico se hicieron muchos cuplés en zarzuelas y revistas


madrileñas desde hace tiempo, algunos muy bonitos por la música; otros, por la
letra, deliberadamente disparatados. Estas canciones eran a veces muy
divertidas.

En el teatro Eldorado, que estaba en un solar de la calle de Juan de Mena, se


representaba una revista, no recuerdo su nombre, en la que aparecía Manolo
Rodríguez, inflado como un globo, con un traje claro y un sombrero de paja,
imitando, sin duda, a los excéntricos de circo. Cantaba un cuplé disparatado,
que decía así:

Se dice que un ministr…

muy regenerador

no quiere que la trop…

se ponga más el ros,

pues dice su mercé

que todos los soldats…

lleven chapó de tej…

¡Qué gacheau es el tal

Polaviej…!

¡Ja, ja, ja!

Mesié Chambón
está a la votre

disposisión.

Adié, mesié,

me alegro de verle bien.

Estos cuplés disparatados eran a veces los más divertidos. Uno que conocía a
Manolo Rodríguez me dijo, refiriéndose al de Mesié Chambón: «Eso lo ha
inventado él».

La música de Chueca ha sido de lo más intrascendente y alegre que se ha escrito


en España.

Chueca escribía casi siempre la letra de sus canciones; muchas veces, el texto era
lo que se llama entre los libretistas un monstruo. Así, por ejemplo, el Dúo de los
paraguas, de una revista que tuvo muchísimo éxito, que se llamaba El año pasado
por agua, estaba escrito para que lo cantara un cómico, entonces muy famoso,
que se llamaba Julio Ruiz. El dúo es una conversación entre el propio Julio Ruiz,
que se las echa de conquistador, y una señora que se ríe de él. Comienza así:

—Hágame usted el favor de oírme dos palabras, sólo dos palabras.

—Va usted a saltarme un ojo, si se acerca, con la punta del paraguas.

—Yo le suplico que a mi poca precaución otorgue su perdón.

—Pues, desde luego, perdonado queda usted.

—Gracias, señora.

—No hay de qué.

La música de Chueca y sus cuplés no tienen nunca acritud. Nietzsche la oyó en


un pueblo del norte de Italia y le chocó por su ligereza. Verdi la conocía
también y le parecía hecha por un hombre genial sin conocimientos técnicos.

Chueca fue como el alma de Madrid —sonriente y sin encono— del siglo XIX.
Hacía la música y la letra de sus canciones y las ponía donde le parecía, sin
cuidarse gran cosa de la acción del sainete o de la revista. Toda la gente de la
época recuerda la Jota de los ratas, de La Gran Vía, con su principio un poco
mozartiano. La Menegilda quedó como un tipo clásico de la criada madrileña;
el vals del caballero de Gracia corrió medio mundo, y la música de la zarzuela
Cádiz, lo mismo que algo más tarde Agua, azucarillos y aguardiente, se tocó y
cantó por todas partes, aun cuando el día del estreno, en el teatro de Apolo, se
pateó por parte del público.

La Gran Vía es de lo mejor y de lo más madrileño de Chueca.

¡Qué característica la Jota de los ratas!:

Soy el rata primero.

Y yo el segundo.

Y yo el tercero.

En los tranvías y >ripperts,

y siempre que haya ocasión,

damos funciones gratuitas

de prestidigitación.

Esto de los >ripperts eran unos ómnibus que no sé por qué se llamaban así.

También está muy bien la canción de la criada madrileña, La Menegilda:

Pobre chica

la que tiene que servir;

más valiera que se llegara a morir,

porque si es que no sabe

por las mañanas brujulear,

aunque cien años viva

su paradero es el hospital.

Muy madrileño el paso de los matuteros en la zarzuela De Getafe al paraíso, o La


familia del tío Maromo:

Pasan por el puente


muchos matuteros,

y los dependientes

son muy embusteros.

¡Ay Manolé, ay Manolé,

ay Manolé,

qué guapito que es usted!

Había cuplés de otros autores que estaban muy bien, parte por la música y
parte por el cómico que los cantaba.

Julio Ruiz, haciendo de albañil borracho, con una voz ronca, en una zarzuela en
un acto, titulada Los trasnochadores, era típico:

He dejado a la parienta

dormida en el piso quinto,

y daremos una tienta

al vino tinto.

Yo me atraco de legumbres,

y padezco de calambres,

y me curo con fiambres

y un par de azumbres,

y aunque diga un mal amigo

que beber me causa estrago,

yo contesto: «Habiendo trigo,

venga otro trago».

Otro cuplé disparatado era uno que cantaba Riquelme sobre un ayunador
probablemente falso, que parece que era un manchego que se hacía llamar
Papús y que se había exhibido en el teatro Eslava, imitando a unos antiguos
Succi y Melati y metido en una urna de cristal. El cuplé tenía este estribillo:

¡Ay Jesús, ay Jesús,

vaya unas barbas más largas

que tiene Papús!

¡Ay Jesús, ay Jesús,

vaya unas barbas que tiene Papús!

Cuplés más o menos disparatados cantaban casi todos los cómicos de fama.
Carreras, vestido de moro, enseñaba a los chicos de un sultán los nombres de
las calles de Madrid:

Puerta del Sol, Trajineros,

Montera, Carbón, Florín,

paseo de Recoletos

y plaza de Antón Martín.

También era graciosa otra canción disparatada, en la que un morito enseñaba


una relación mixta de políticos, de calles y de plazas de Madrid, no sé con qué
objeto:

Moret, Moret, Moret,

Callao, Callao, Callao;

qué más quisiera él

que haberse equivocao.


V

EL CARNAVAL

El Carnaval era entonces bastante animado. Las calles se llenaban de


destrozonas, de hombres vestidos de mujer con trajes mugrientos, de chicos con
escobas envueltos en colchas de colores y parejas de cabezudos. Había con
frecuencia una pareja compuesta de uno vestido de oso, generalmente con una
estera vieja, y el otro de domador. También aparecía el que llevaba un higo
atado a una cuerda y ésta a un palo, rodeado de chiquillos, que andaban con la
boca abierta intentando comer el higo, y a los que se decía:

Al higuí, al higuí,

con la mano, no;

con la boca, sí.

El Carnaval elegante se celebraba en Recoletos y en la Castellana, adonde iba


toda la gente rica en sus coches en largas filas. Los pollos disfrazados subían al
pescante de los landós a galantear a las señoras.

La gente popular iba al Prado. Había bailes de máscaras en el Real, en la


Zarzuela y en otros teatros de menos categoría, que empezaban el día de Reyes.
VI

CUPLÉS CALLEJEROS

En 1913, antes de la primera guerra mundial, se cantaron mucho en Madrid


cuplés que en el teatro entonaba la Goya.

Después, durante algunos años, apareció como compositor popular Martínez


Abades.

Martínez Abades, pintor sin carácter, tenía a veces gracia como músico. Debía
de conocer bien las canciones populares asturianas, y lanzó varias de ellas que
produjeron grandes entusiasmos entre la gente. La molinera fue de las más
famosas.

Luego hizo canciones que no eran asturianas, como Ladrón, ladrón y También los
muñecos lloran, que fueron popularísimas.

Después apareció como >vedette la Raquel Meller.

La Raquel tuvo un éxito en París estruendoso con El relicario, del maestro


Padilla. No creo que lo estrenó, pero le dio una gran popularidad.

La Meller y Padilla, El relicario y Valencia, corrieron por todo el mundo.

Canciones taurinas con aire de tango hubo bastantes, sobre toreros modernos:

Cuando dicen los papeles

que el Reverte va a matar…

O el otro de:

Marcial, eres el más grande;

se ve que eres madrileño.

Del teatro llegó la canción sobre el extravagante don Tancredo, el rey del valor.
El cómico que imitaba a don Tancredo López en una piececilla de teatro
aparecía vestido, como él, de fantasma. En la plaza, don Tancredo se subía en
un banquillo, y con los brazos cruzados esperaba a que llegara el toro.

El animal se lanzaba sobre él, y al acercarse quedaba sin duda asombrado ante
aquella figura blanca que debía de parecerle sin vida; entonces la olfateaba,
resoplaba y se iba.

En el teatro, el cómico cantaba:

Don Tancredo, don Tancredo,

que en la vida tuvo miedo;

don Tancredo es un barbián.

Hay que ver a don Tancredo

subido en su pedestal.

Don Tancredo, que era zapatero, paseaba mucho por el centro de Madrid; no
debía de tener prestigio entre los taurófilos. Éstos pensaban seguramente que
desacreditaba la fiesta.

Más modernamente ha habido canciones graciosas de varios compositores, y


entre ellas las del maestro Rincón.

La Balbina, la Balbina,

ya no quiere la aspirina,

pues, según dice la Ugenia,

lo que tiene es neurastenia.

Colón, Colón, treinta y cuatro,

tiene usted su habitación…

Antes de la guerra española del 36 se hicieron chotis muy flamencos como


anuncios comerciales. De los más conocidos era el del café torrefacto marca La
Estrella.

Algunas de estas canciones parece que las hizo Álvaro Retana, que ha escrito
novelas, ha pintado decoraciones, ha hecho cuplés y, para tener más carácter de
hombre del Renacimiento, ha estado en presidio.

Él es el autor de esa canción de El Pekan y la Dalia, que ha sido muy popular:


Pekan y la Dalia

son las dos peleterías

de las más acreditadas

que tenemos en Madrid,

creo que sí.

En el ramo de las vicetiples y cupletistas pocas tenían alguna cultura, pero otras
apenas sabían leer.

No había que pedirles que hubieran estudiado metafísica en la Universidad


Central. Si tenían que pronunciar una palabra extranjera, siempre la
pronunciaban mal.

Pero eso ¿qué importa? Esto de la pronunciación me recuerda una historia que
yo he contado en alguna parte.

Una noche, dos estudiantes y yo, con la blusa de internos del Hospital General
recogida hasta la cintura debajo de la capa, fuimos a una buñolería de la calle de
Santa Isabel a altas horas de la noche. Estábamos sentados, cuando se
presentaron dos muchachas vistosas. Eran dos cómicas del teatro de
Variedades; iban con dos gomosos y con un viejo sainetero cínico y de voz
aguardentosa. La más joven trabajaba en una revista que se llamaba Luces y
sombras; hacía el papel de Bujía y cantaba con una voz de gata:

De las luces, soy la que tengo más >chic.

Soy la bujía elegante más afamada de Madrid.

No podía decir «chic»; decía «sic». No recuerdo cómo se llamaba. Mis


compañeros y yo empezamos a hablar con ellas de una manera petulante y a
decir que hacíamos autopsias en la sala de disección.

—¿Son ustedes del hospital?

—Sí.

—Es un oficio muy duro.

Yo charlé por los codos de operaciones cruentas, sin duda, excitado por el
alcohol, y en esto, la muchachita que hacía de Bujía y decía «sic» me dijo con su
lengua de trapo:

—Llevas una vida muy dura. Si quieres, deja el trabajo y ve a mi casa; vivo en la
calle de la Libertad, número tantos. Ahí tienes la llave de mi casa. Espérame.

Y me entregó la llave.

Yo me quedé asombrado. Un momento después, la de más edad de las dos


cómicas me dijo en un aparte:

—Deme usté la yave que le ha dao ésa. Con las novelas que lee está chalá.

Después no me ha pasado nada parecido.

Esto de la pronunciación correcta no ha sido muy cuidado entre cómicas y


cupletistas de poca monta.

Ha habido cupletista moderna que se lucía cantando:

¡Ay Nemesio, ay Nemesio!,

hasme un retrato al maznesio.

¿Para qué va a saber una cupletista que se dice «magnesio»? Si es guapa y canta
bien, lo demás importa poco.

La magnesia sabe todo el mundo lo que es. Ahora, lo que es el magnesio lo


sabemos unos cuantos pelmazos; hasta sabemos que lo descubrieron dos
químicos franceses: Deville y Carón.

De música callejera hubo una canción sobre el crimen del capitán Sánchez, de la
Escuela de Guerra, que decía así:

En la calle de Carretas,

esquina a la Puerta del Sol,

estaba María Luisa

esperándole a Jalón.

Yo no sé qué le diría,

que a su casa lo llevó,


y estando con él hablando,

fue su padre y lo mató.

Tápame, tápame, tápame,

tápame, que tengo frío.

¿Cómo quieres que te tape,

si yo no soy tu marido?

Otras veces el estribillo se transformaba y era así:

Cámbiale, cámbiale, cámbiale,

cámbiale, cámbiale,

cambia la ficha.

¿Cómo quieres que la cambie,

si yo tengo mucha prisa?

También había una relación que pretendía ser elegante, en la cual se lucía un
cantor:

Con el sombrero en la mano,

como persona de diplomacia,

he de contarles a ustedes las cosas grandes

que hay en España.

Alguno se preguntará para qué sacar tanta broza callejera a flote. ¿Por qué no?

Todo puede ser interesante, y yo creo que en la mayoría de las ocasiones lo


popular es más destacado y más original que lo culto.
TERCERA PARTE
DON SALVADOR (UN CASO DE MITOMANÍA)

Hay escritores a quienes gusta dar un último avatar a los tipos clásicos de la
literatura: Anfitrión, Don Juan, Otelo, Antígona o Salomé; hay otros a quienes
llama la atención la gente que pasa por delante de sus ojos, el hombre sin
historia, cuya personalidad quisieran fijar como un naturista una especie nueva
o una variedad desconocida. Yo soy de estos últimos.

La primera inclinación se da principalmente entre los dramaturgos, porque las


grandes figuras y los grandes conflictos humanos están realizados y expuestos
en el teatro antiguo. También se da la misma propensión entre los estilistas, que,
al trabajar sobre figuras creadas y acciones ya compuestas, pueden dedicarse
exclusivamente a la labor del detalle formal que les interesa.

La segunda tendencia es más propia de novelistas y de reporteros literarios.

En la vida se da con frecuencia el caso de comenzar a preocuparse y a sentir


curiosidad por algo cuando desaparece de nuestro campo visual.

Ha contemplado uno durante largo tiempo un tipo extraño, raro, misterioso.


Hemos hablado con él, hemos oído sus fantasías, le hemos dado algunas
bromas. Un día hemos sabido su muerte, y entonces la curiosidad nos asalta.
¿Quién demonios era este hombre? ¿De dónde venía? ¿Qué vida llevaba?

Esto me pasó con don Salvador Borbón. Ciertamente, yo no puedo garantizar


que se llamara Borbón.

Don Salvador era un señor alto, delgado, afeitado, con aire principesco. Yo le vi
por primera vez a principios del siglo. Le tomé por un extranjero. Gastaba traje
claro, abrigo claro, zapatos con polainas grises y, a veces, sombrero de copa.

En la librería de Meléndez, de la calle de Cedaceros, llamada Libros, había un


retrato al óleo de don Salvador, un poco esquemático, y por lo que me dijeron,
en casa de Macarrón se expuso otra figura fantaseada del tipo titulada Un
librero de Toledo.

Unos años después de conocerle yo, don Salvador, a juzgar por su porte, había
caído en la miseria; llevaba el gabán destrozado, las botas rotas, los pantalones
llenos de flecos, el sombrero raído y usaba una peluca rubia. Hasta el pelo le
había abandonado.

Tuvo más tarde un renacimiento en su indumentaria. Se presentó de nuevo


pulcro y elegante; pero, sin duda, no pudo defenderse en su esplendor mucho
tiempo, y se hundió definitivamente en la irremediable miseria. Por entonces se
le ve con su aire indiferente y absorto, andando despacio, llevando con
frecuencia libros y papeles bajo el brazo.

Yo le comencé a encontrar en las librerías de viejo, y la curiosidad me hizo


preguntar:

—¿Quién es este señor?

—Es don Salvador Borbón.

—Pero ¿es un Borbón de verdad?

—Algunos dicen que sí.

—Pero ¿cómo si es de la familia real está en la miseria?

—No se sabe. Dicen que es hijo de Isabel Segunda; que fue bautizado en la
iglesia de la Encarnación con un nombre supuesto; que fue llevado luego fuera;
que ha vivido en París, y que, como gastaba mucho, ha quedado en la miseria.

Puede que alguno estime que esta curiosidad por un tipo raro de la calle es una
muestra de un romanticismo trasnochado, pero creo que uno no puede ser más
de lo que es ni pasar de ahí.
II

El borbonismo de don Salvador siempre se puso en tela de juicio por algunos.


Isidro, el librero, decía que un cómico, Allens Perkins, sobrino de la infanta
Isabel, a quien había visto y hablado cuando estaba de dependiente en una
librería del pasadizo de San Ginés y el cómico trabajaba en el Teatro de Eslava,
le había asegurado que don Salvador era de verdad de la familia real.

Lo cierto era que don Salvador tenía un tipo acusado de Borbón, que parecía el
mismo Carlos III que hubiese salido del panteón de El Escorial para pasearse
con polainas blancas por Madrid.

Yo le hablé varias veces indirectamente de las distintas ramas de los Borbones,


de los descendientes del infante don Enrique, muerto en duelo por
Montpensier; de los del infante don Sebastián, que acabaron en la miseria, hasta
de los de Muñoz, pensando que don Salvador diría alguna vez: «Ésos son los
míos». Pero don Salvador no soltaba prenda.

Un señor, antiguo empleado de palacio, llamado de apellido Bote, decía que en


su tiempo se hablaba entre la servidumbre de un infante llamado don Salvador.

Si era hijo de Isabel II, no se comprendía por qué iba a ser expulsado del seno
de la familia.

Don Salvador decía que tenía setenta y cinco años poco antes de su muerte.
Alfonso XII era de 1857. Don Salvador tenía que ser, según él, de 1858 o 1859.

Todos los inviernos le veía a don Salvador por las calles del centro de Madrid,
frecuentemente por la del Arenal y la Puerta del Sol, abstraído, sin mirar a
nadie, como una pobre ruina humana, el cuello del gabán levantado y las
manos en los bolsillos.

Hablaba con voz un poco triste y quejumbrosa, pero tenía a veces un gesto de
hombre mundano y alegre. Se dedicaba a correr libros viejos, y si no vivía de
este pequeño comercio de intermediario, le servía para ir tirando.

Un anochecer de invierno muy frío y de niebla, hace muchos años, al ir yo hacia


mi casa, al barrio de Argüelles, le encontré en la calle de Arrieta, cerca del
Teatro Real. En la pared del edificio, sobre un reborde de piedra, ponía una fila
de libros, sostenidos por un bramante, el librero que ahora tiene un puesto en la
feria de Atocha, Julio Gómez.

Don Salvador, en la atmósfera brumosa, parecía un fantasma.


—Le estoy esperando a Julio —me dijo con voz desfallecida—, a ver si me
quiere comprar este libro. Tengo una gran debilidad. Hoy no he comido.

—Pero ¡hombre!

—No me dé usted nada —replicó—. En tal caso, si quiere usted, cómpreme este
libro. Le iba a pedir a Julio dos pesetas. Si me las da usted, mejor; no tendré que
esperar.

—¡Ah, muy bien!

Vi el libro, que era de un autor actual, que no me interesaba, y dije:

—Mire usted, don Salvador; yo le daré a usted las dos pesetas y un duro, si
quiere usted; pero con ese libro yo no me quedo. No me vaya a entrar la
veleidad de leerlo y tenga que pasar un mal rato.

Don Salvador se echó a reír con un arrullo de paloma, y me contestó:

—Bueno, deme usted las dos pesetas. No quiero más.

Desde entonces me mostraba cierta consideración. Un día dimos varias vueltas


a la plaza de Oriente y me recitó algunas poesías místicas que había escrito y
que sonaban bien.
III

Otro día le encontré en las proximidades del Rastro, y hablamos de París, donde
habíamos vivido él y yo en la misma época y en el mismo barrio, el último o el
penúltimo año del siglo XIX.

Él aseguraba que por este tiempo y antes había conocido a personajes y grandes
damas, cómicas y bailarinas célebres, a las que invitaba a cenar en su casa; había
tratado a la Sarah Bernhardt, a la Cleo de Mérode y a la Bella Otero.

Daba a entender que había tenido amistad con el general Galliffet, el de la


célebre carga de caballería de Sedán. Los españoles de gran posición de esta
época que frecuentaban los salones de París hablaban con entusiasmo del
general marqués de Galliffet, hombre amable, de un valor acreditado, cínico y
vividor. Contaban muchas anécdotas de él.

A don Salvador, según decía, le visitaba como médico el doctor Rodin, que era
muy amigo suyo. Este médico le aseguraba que tenía grandes condiciones para
la diplomacia y para el disimulo. Sus conocidos franceses, en broma y de una
manera cariñosa, le llamaban a él, según me dijo, Don Quichotte, y una dama
que me escribía cartas con el pseudónimo La Namouna, le daba siempre este
nombre.

Todo esto podía ser invención, no cabe duda, porque el hombre tenía tendencia
nativa hacia el embuste.

Una vez, viendo una antigua revista parisiense, El Teatro, en una librería de la
calle de Jacometrezo, apareció el retrato de una cómica o bailarina de París, muy
guapa, si mal no recuerdo: Lina Cavalieri.

—¡Qué mujer más guapa! —dijimos algunos.

—¡Ya lo creo! —saltó don Salvador, y añadió maliciosamente—: Yo la he


conocido mucho.

—¿La ha conocido usted?

—Sí, he cenado varias veces con ella.

Puede que fuera fantasía.

Otra vez don Salvador me llevó a casa de un cura, en cuyo despacho se


levantaba una barricada de legajos, que, al parecer, procedían de la Capitanía
General. Allí no había nada de curioso, porque alguien debió de espigar de
antemano, llevándose todo lo interesante.

Don Salvador sabía historias de los aventureros internacionales, y una vez me


habló de un tal Prado, asesino de París. Este Prado mató a una cortesana
llamada María Aguetant, el 14 de enero de 1886, para robarla, en la calle de
Caumartin. Prado decía que había nacido en México, que había estado en la
guerra carlista y que había viajado por el mundo entero. Se había casado con
una española, a quien había arruinado. En el contrato de matrimonio se había
hecho llamar conde Luis de Linska y Castillón, hijo de don Luis de Castillón,
conde de Linska, y de doña Esperanza Haro de Mendoza. No se supo quién era.
Vendió las joyas de la mujer asesinada en una tienda de la calle de Ciudad
Rodrigo, en Madrid.

No sé por qué motivo le interesaba este Prado a don Salvador; quizá sería por
su audacia.

Contaba que en el proceso dijo Prado, para afirmar algo, que ponía su cabeza, y
el presidente del tribunal, que era Quesnay de Beaurepaire, le contestó: «No
ponga usted su cabeza, porque la tiene usted poco segura sobre sus hombros».
Lo que hizo reír a Prado y celebrar la frase por ingeniosa.

Don Salvador tenía a veces cierto contento en su miseria.

Un día llegó muy satisfecho a la librería acompañado de un general de marina.

—Querido amigo —me dijo, haciendo sonar unos duros en el bolsillo del
pantalón—, hoy estamos en plena euforia. He comido opíparamente y me
quedan unas pesetas.

—Es una situación muy plausible —le contesté yo.

—Me gusta que sea usted independiente y libre con la monarquía como con la
república. Ya sabe usted que yo le estimo —me decía.

—Yo también, don Salvador —le contestaba, aunque pensaba que era un
embustero.

El hombre me despidió muy efusivamente, haciendo sonar unos duros en el


bolsillo.

Medio año después, mi amigo el pintor Juan Echevarría me dijo que le habían
hablado de un tipo que tenía un gran carácter, que era un aristócrata, un
Borbón, que andaba por las librerías de lance vendiendo libros para vivir, y que
le gustaría hacerle un retrato.
—¿Le conoce usted? —me preguntó Juan.

—Sí. Ahora nos enteraremos en las librerías en dónde se le puede encontrar.

Fuimos a la librería de la calle de Jacometrezo, y Tormos, el librero, nos dijo que


se decía que a don Salvador le habían llevado días antes al Hospital del Rey y
que estaba muy grave. Algunos aseguraban que había muerto.

Después, el pintor Echevarría y yo marchamos a casa de García Rico, y Ontañón


mandó preguntar por teléfono al Hospital del Rey, desde donde contestaron
que don Salvador vivía, que ya estaba mejor y que le iban a operar de cataratas.

Fue una lástima que Juan Echevarría no pudiera tener a don Salvador como
modelo; el artista hubiera pintado un tipo raro. El pobre bohemio hubiera
tenido un protector en un hombre generoso como Juan.

Don Salvador, que tenía siete vidas como los gatos, apareció después de su
enfermedad en las librerías de viejo el otoño de 1934. Estaba el pobre hombre
flaco, esquelético, destrozado. Vivía en una pensión de la calle de la Aduana y
comía como podía y donde podía. Muchas veces, probablemente, se acostaba
sin comer y sin cenar.

No tenía ni un pañuelo de bolsillo, y usaba papeles para sonarse.

Alguna vez, muy rara, me pedía una peseta.

«No necesito más que una peseta. Como dos huevos, uvas y pan. Es lo que
mejor me sienta.»

Don Salvador era de los que seguían la máxima del poeta latino: «Coge la flor
del día, sin cuidar demasiado de la de mañana». Para él, la flor del día era bien
pobre y bien raquítica.

IV

Poco antes de las algaradas de octubre de 1934, don Salvador comenzó a ir casi
todas las tardes a la librería de la calle de Jacometrezo.

Se sentaba y charlaba un rato. Le indignaba, según decía, el espíritu beocio y


roñoso de la gente acomodada, que a veces le llamaban a él para tasar una
colección de libros y le despedían después sin darle nada por el trabajo. Esto me
parecía un poco fantástico, porque no creo que nadie llame a un técnico para
vender unos cuantos libros. Don Salvador nos habló de su época de militar
carlista. Había entrado con sus fuerzas en Sabadell, según contaba; también nos
dijo que fue una vez comisionado para ver a Guillermo II en Berlín, y que la
reina regente, en tiempo de la guerra de Cuba, le envió con una misión especial
para entrevistarse con Máximo Gómez y proponerle una paz amplia de España
con los insurrectos. Según él, Máximo Gómez no aceptó porque dijo que, ya
muerto el cabecilla Maceo por los españoles, no había arreglo amistoso posible.

Esto tenía aire de fantasía. Por este tiempo se habló en la tertulia de la librería
de viejo de Tormos —«el Club del Papel» lo llamaba un amigo— más de las
ocurrencias de Asturias y Cataluña que de sucesos antiguos. Algunos pensaban
en la posibilidad de una dictadura militar.

Al entrar don Salvador en la librería, el doctor Val y Vera solía decirle:

—¡Hola, don Sahatore! ¿Cómo se atreve usted a andar por la calle estos días que
hay tiros? ¡Qué heroísmo!

—Yo no tengo miedo a los tiros ni a la muerte —decía don Salvador con cierta
pompa—. Lo que sí me asusta es la idea de que me atropellen.

Una de las tardes que estábamos en la librería don Salvador, Luis Fernández
Casas, el doctor Val y Vera, Tormos, su empleado Lino y yo, comenzaron a
sonar tiros en la plaza del Callao y en la Gran Vía. Se oían tres o cuatro disparos
de pistola, y después, fuego graneado de fúsil. Lino cerró las puertas de la
tienda, y estuvimos algún tiempo charlando y escuchando el tiroteo. Como éste
no cesaba, yo dije:

—Habrá que ir a casa, porque si no, se figurarán que a uno le ha pasado algo.
Así que yo me voy.

—Yo voy con usted —me dijo el doctor Val y Vera.

Salimos de la librería y fuimos los dos, como todo el mundo, con las manos en
alto, en actitud de banderilleros. Tuvimos que detenernos ante las voces de
algún guardia, que gritaba con furia, empuñando el fúsil: «¡Arriba las manos!»,
y llegamos sin detrimento a casa.

Al día siguiente, don Salvador nos contó que al pasar él por la plaza del Callao
habían estado a punto de atropellarle, y que una mujer del pueblo, llamándole
buen señor y pobre anciano, le había cogido del brazo y le había acompañado
hasta dejarle en la puerta de su pensión, en la calle de la Aduana.

Don Salvador volvió a asegurar que ni temía a las balas ni a la muerte ni a la


revolución; pero sí temía el barullo y el desorden callejero, porque no podía
realizar sus pequeños negocios y temía ser atropellado.
V

Después de aquella tarde, don Salvador no apareció ya más por la librería.

«¿Qué habrá hecho ese pobre hombre? ¿Dónde andará?», nos preguntábamos a
menudo.

Unas semanas después hablaba con el encargado de la librería El Libro Barato,


Cayo de Miguel, de la calle Ancha, de la desaparición de don Salvador.

—Si ha muerto o vive, el que seguramente lo sabrá es Alonso, el librero de la


plaza de Herradores —me dijo Cayo—. ¿Quiere usted que le pregunte por
teléfono?

—Sí, hombre.

Cayo hizo la pregunta, y Alonso contestó que don Salvador había dejado la
pensión de la calle de la Aduana, donde vivía, y había ido al Hospital
Provincial. No tenía más noticias. No sabía si vivía o si había muerto.

Comuniqué la noticia al Club del Papel. El doctor Val y Vera dijo:

—Yo preguntaré por teléfono a las monjas del hospital.

Hizo la pregunta, y una de las monjas contestó:

—Don Salvador Borbón ha muerto aquí el día trece de febrero de este año.

Hablaba poco después al doctor Marañón de aquel hombre extraño, y le decía


que quizás habría dejado algunos papeles o algún indicio de su personalidad.
Marañón me dijo: «Yo me enteraré en el hospital».

Efectivamente, se enteró; don Salvador no había dejado nada. Durante su


enfermedad se había mostrado obediente y sumiso.

Val y Vera fue también al hospital y pidió ver la inscripción en el registro de los
enfermos ingresados. La inscripción decía así: «Salvador Borbón y Borbón, de
setenta y seis años; hijo de Isabel y de Francisco».

Fuera cierta, fuera falsa, nuestro amigo don Salvador había defendido su
personalidad borbónica hasta el final.

VI
Ciertamente, a mí me hubiera gustado en este relato sobre don Salvador contar
algunas bellas acciones de nuestro héroe, matizadas de un aliento romántico y
quijotesco; pero, por ahora, no hemos podido encontrar en su pasado misterioso
más que algunas pocas aventuras, que no pueden servir de ejemplo ni en
Juanito ni en ningún otro tratado de moral. Verdad es que estas aventuras no
están comprobadas, no tienen un carácter incuestionable, y yo no puedo decir al
público lo que se atribuye al predicador portugués, cuando enterneció e hizo
llorar demasiado a las devotas, pintando con palabras elocuentes la pasión y los
dolores de un santo: «Non choréis, meninas, que isto fai muito tempo que pasou e
podería ser que fose mentira». (Como yo no sé portugués, no garantizo la exactitud
de la ortografía ni de la frase.)

Hemos preguntado a derecha e izquierda; hemos cumplido nuestros deberes


reporteriles pidiendo datos acerca de nuestro amigo don Salvador. Hay dos
opiniones tajantes sobre él: unos le creen un Borbón de verdad; otros le tienen
por un mitómano, por un impostor.

El doctor Muñagorri me contó que, hacía unos quince años, iba él con
frecuencia al Café de Zaragoza y al de la Concepción, cuando en estos cafés se
daban conciertos. Don Salvador aparecía en uno o en el otro. Se sentaba casi
siempre solo, oía la música y se marchaba cuando terminaban de tocar. Durante
unos días se reunió con dos judíos, que tenían una tienda de rosarios y de
medallas en la plaza Mayor, y habló con éstos animadamente.

Hay un hecho claro, y es que nadie ha conocido a don Salvador hace más de
treinta años. Más allá, su vida se hunde en el misterio.

Comentamos en el Club del Papel los datos escasos que tenemos de nuestro
misterioso amigo, al cual algunos quieren dar proporciones de Rocambole,
cuando aparece don Luis Valderrama.

Valderrama es ingeniero y bibliófilo, hombre decidido, expeditivo y en esta


época corpulento y rápido.

—¡Ah! Pero ¿ustedes quieren averiguar quién es don Salvador? —nos dice—.
Pues eso lo averiguo yo enseguida.

Efectivamente, a los pocos días, Valderrama ha conseguido una porción de


datos, que cuenta con una serie de detalles, de lugares y de fechas que nos
sorprende, porque a la mayoría se nos olvidan al poco tiempo de oírlos.

—Pero ¿usted recuerda todos esos detalles o los inventa? —le pregunto yo en
broma.
—Soy como un gramófono —contesta él.

—No le costaría a usted mucho estudiar la carrera.

—Nada. Un condiscípulo mío se desesperaba, y me decía: «Yo necesito todo el


día para aprender la lección, y tú, desde casa a la escuela la aprendes».

—Una retentiva tan grande, para un buen comunista, debe de ser un atentado a
la igualdad, un privilegio que habrá que suprimir con el tiempo.

—Vamos a don Salvador —dice Valderrama—. He hablado con varios libreros


que le han conocido. La opinión general comprobada es que oficialmente no se
llamaba Borbón, y que tenía dos apellidos catalanes: V. y B., y que tenía familia
en Barcelona.

—El que oficialmente no se llamaba Borbón era una cosa conocida —indico yo.

—Cierto. El librero del pasadizo de San Ginés habló con el hijo de don Salvador,
y éste le dijo que su padre no era Borbón. Otro librero cuenta que, no hace
mucho, don Salvador pensaba reclamar algo, como hijo de Isabel Segunda; que
después se arrepintió, y que le preguntaron: «¿Por qué no reclama usted?». Y él
contestó: «Porque no quiero desacreditar a mi madre». Según nuestro
informador, don Salvador había tomado parte en la guerra carlista, ascendió a
brigadier y entró con sus fuerzas en Sabadell. Decía que, al entrar en este
pueblo, dos soldados carlistas de su tropa quisieron violar a unas monjas; que él
los condenó a muerte, los tuvo veinticuatro horas en capilla y luego los indultó.
Que en esta época le llamaban el Generalito Loco y el Borbón Loco, y que firmaba
con el título de Duque de Atocha.

—Eso también lo ha contado aquí —dije yo.

—Probablemente son invenciones suyas que han corrido —indica Valderrama


—. También me han dicho que hace unos años, don Salvador tenía un ayudante
que se llamaba Fausto y que solía decir: «No es el Fausto de Goethe». No
sabemos qué honorarios tendría este escudero; no serían muy grandes. Una vez,
el Fausto y algunos otros le instaron a don Salvador a que se presentase en
palacio. Fue. No le dejaron pasar, y empezó a gritar y a protestar diciendo que
él tenía más derecho que nadie para estar allí. Según parece, el rey Alfonso XIII
mandó enviarle cinco duros, pero sin decir que se los mandaba él.

—Todo esto anda un poco alrededor de lo que sabemos —afirmo yo.

—Cierto —indica Valderrama—. Ahora hay dos versiones nuevas y


despampanantes: una, sobre el viaje a París de don Salvador; otra, sobre su
estancia en un penal. Las dos me parecen dignas de ponerse en cuarentena.

—Veámoslas.

—Dicen que un poeta peruano, de vida accidentada y trágica, y un falsificador


madrileño, que habían podido agenciarse la hoja de un talonario de la cuenta
corriente de un señor rico que vivía en provincias, se pusieron de acuerdo en
falsificar su firma y en cobrar en el Banco de España una gran cantidad:
cuarenta o cincuenta mil duros. El poeta no se atrevía a presentarse en el banco
al cobro, porque le conocían; el falsificador tampoco; éste tenía fama en el oficio,
y su retrato había corrido por todas partes. Ni uno ni otro podían suplantar al
propietario rico de provincias. Entonces hablaron a don Salvador y le ofrecieron
dos mil pesetas, si se prestaba a cobrar el cheque falso. Don Salvador aceptó la
combinación. Fue con los dos compinches hasta el banco, y éstos le esperaron a
la puerta de la plaza de la Cibeles. Él, en vez de salir por la puerta, salió por la
calle de los Madrazos, tomó un coche, se marchó a la estación del Norte y se fue
a París a vivir como un gran señor. ¿Qué les parece a ustedes?

—Muy ingenuo —dice Val y Vera, sonriendo.

—Sí, es mucha candidez para un falsificador y para un poeta —añado yo.

—Si hubiera sido verdad la maniobra, el falsificador y el poeta le siguen a París,


como dos perros de presa —dice uno de los oyentes.

—La segunda versión —sigue Valderrama— que he recogido, quizá tan


auténtica como la otra, es ésta: he oído decir a un librero que un tío suyo, al ver
por primera vez a don Salvador, exclamó: «Pero ¡si a éste le he conocido! Estaba
conmigo en el penal de Burgos, y allí era cabo de vara».

—Estamos en pleno Rocambole —aseguro yo.

—¡Qué puede haber de cierto en esto! —sigue diciendo Valderrama—. El tío del
librero, que estuvo en el penal de Burgos, según afirmaba él, fue porque se
escapó de entre las filas liberales y se marchó con los carlistas. El motivo no
parece suficiente para sufrir una condena en un presidio. Este hombre, cuando
volvió del penal, tenía una gran repulsión por comer sesos, y le molestaba ver
una cabeza de cordero abierta, y hasta una cabeza de pescado en un plato. No
se sabe qué le podía haber ocurrido, pero hay que sospechar que le había roto la
cabeza a alguno o visto que otro se la rompía. Este hombre era muy religioso y
respetaba las vigilias y los ayunos; pero, a pesar de ello, algunos días de Viernes
Santo le entraba un furor antirreligioso y se comía un chorizo. Preguntaré si
entre los presos de Burgos está el nombre de don Salvador, el oficial y el
supuesto. Por último, me han dicho que, durante la guerra de Cuba, don
Salvador tenía amistades con personajes políticos, y que formó una sociedad
para especular en la Bolsa. Al principio, la sociedad ganó con los informes de
don Salvador; pero luego vino la mala, y uno de los principales socios, un
ganadero, se arruinó y se suicidó. ¡Ah! Además tenemos la noticia de que hay
un general de marina que conoció a don Salvador hace más de treinta años.
Actualmente no está en Madrid; pero va a venir dentro de poco, y le
visitaremos.

Después de contar todo esto, con muchos más detalles de los que yo recuerdo,
Valderrama asegura que insistirá en el asunto hasta aclararlo; pregunta después
por una perdiz disecada, que ha llevado a la librería y que va a enviar al Museo
de Historia Natural, porque está tan bien disecada, que, si no hablando, parece
que está cantando.
VII

—Yo he oído una versión sobre la estancia de don Salvador en el penal de


Burgos, que probablemente será falsa —dice el doctor Val y Vera—. Según ésta,
don Salvador, en connivencia con un anticuario, se presentó con dos hombres,
de noche, en la ermita de Farlete, pueblo de la provincia de Zaragoza. Hay,
efectivamente, a poca distancia de la aldea, una ermita, dedicada a Nuestra
Señora de Farlete o de la Sabina. Don Salvador y sus acompañantes querían
sustraer unos cuadros de mérito que allí había. Salió la mujer del ermitaño al
encuentro de los asaltantes, y uno de ellos le dio un golpe con un bastón en la
cabeza y la dejó muerta. Éste fue, según algunos, el motivo de su prisión.

—De su prisión supuesta, porque eso no está comprobado.

—Es verdad, no está comprobado.

—¿Y es que don Salvador se dedicaba también a los cuadros? —pregunto yo.

—Sí —contestó el doctor—. Al lado de mi casa viven unas señoras que tenían
amistades con el conde de Parcent. Don Salvador, a quien ellas llamaban el
Pelucas, iba a casa de Parcent, y una vez se llevó un cuadro, con la intención
aparente de restaurarlo, pero luego lo empeñó. Las señoras estas, que lo
supieron, cuando volvió a su casa le encerraron en un cuarto y le dijeron: «De
aquí no sale usted sin dar la papeleta de empeño». Y el hombre la dio. Para
estas señoras, don Salvador era de Albalete de Cinca, del partido de Fraga. Una
de ellas había oído decir que se aseguraba que era hijo de Isabel Segunda y del
Pollo Real, Ruiz de Arana; es decir, hermanastro de la infanta Isabel. Don
Salvador, por entonces, andaba mucho por las iglesias.

—Sí —digo yo—, hacía versos místicos, que escribía en las primeras páginas de
los libros. Yo he leído algunos.

—Pues no creo que fuera muy creyente —contesta el doctor—. Hace pocos
meses, después de la República, cuando comenzaba la reacción del sentimiento
conservador y religioso, en una librería dijo: «¿No tendrían ustedes algún
crucifijo por aquí?». «No; pero si lo quiere usted, podemos pedirlo prestado a
un anticuario de la calle.» «Muy bien; pídanlo ustedes.» Le proporcionaron la
imagen. «Ahora, venga un cordón.» Cogió el crucifijo, le ató un bramante, se lo
puso al cuello, fue a casa de un marqués, y le dieron allí cinco duros y una
papeleta para hacer en ella una declaración de catolicismo en vida y a la hora de
la muerte. «Aquí traigo cinco duros», dijo a la vuelta; «ya tengo para comer
unos días. El papelito este se lo pueden regalar a algún cavernícola entusiasta.»
Después de contar esto, Val y Vera se marcha a hacer sus visitas, «a mover el
tacón», como dice él.

Yo me acerco a la librería de la calle del Desengaño, de García Rico, a ver unos


folletos, y, de paso, a preguntar por don Salvador, como reportero que quiere
cumplir los deberes del cargo.

—¡Don Salvador! —me dice Ontañón—. Era hombre de poco fiar. No hace
mucho se me presentó con un paquete debajo del brazo, y me dijo que tenía
magníficos documentos, auténticos, de personajes españoles célebres, entre
ellos de Cristóbal Colón. «¡Ah! ¿Es usted el que corre esos documentos falsos?»,
le pregunté; «le advierto a usted que hay una denuncia de Maggs Bross, el
librero de Londres, y una orden para que se detenga al que haya falsificado esos
documentos y al que los venda.»

Don Salvador se escapó al oír esto.

—¿Y es que hay una denuncia?

—Sí.

Al parecer, el librero londinense del Strand, Maggs Bross, había comprado


algunos de aquellos documentos, y habían resultado más falsos que Judas.

Estos detalles hacen pensar que nuestro amigo don Salvador no ponía un
cuidado escrupuloso en los medios de ganar; pero hay que tener en cuenta que
la miseria lleva muy lejos.

También podía sospecharse que el sedicente Borbón era un mitómano, que


había inventado una fantasía genealógica a su gusto. Si había hecho esto, hay
que reconocer que no le servía de mucho, pues en plena caducidad de la vejez
tenía que dedicarse a los modos de vivir que no dan para vivir, que decía Larra.

Además, el que don Salvador Borbón se dedicara a la impostura de una manera


deliberada y consciente no está claro. En su origen hay muchos puntos oscuros
que permiten sospechar y dudar.

Don Salvador no obtenía ventajas de su mistificación, si lo era. No le servía para


sus fines de ambición o de codicia, como a los falsos Demetrius, a los falsos
Delfines o a los falsos don Sebastián, que también fueron varios.

Si el borbonismo de don Salvador era una fantasía, era una fantasía inocente.
Después de todo, demuestra cierta virtud, al querer pertenecer a la familia de
los Borbones en plena República.
A pesar de sus pretensiones principescas, don Salvador solía decir, cuando se
hablaba de políticos con fama de venales o de gente de moral deficiente, esta
frase lapidaria: «Todos estamos formados por la misma arcilla».
VIII

«Cada casa es un mundo», suelen decir algunas gentes noveleras. Una librería
de lance es también un mundo pequeño, donde se dan desde el aristócrata más
vetusto al pollo que va a vender los libros de su padre; desde el duque bibliófilo
hasta el Flauta, o el Canena; desde el ricachón, inflado de dinero, hasta el
mangante, desinflado por el hambre.

Yo registré, hace años, en la librería de Tormos, los restos de la biblioteca de un


bibliófilo, al lado de un padre de la Compañía de Jesús, mientras el duque de
T’Serclaes miraba el último catálogo, y un vendedor de la calle compraba libros
para liquidarlos en el Rastro a perra gorda.

En este pequeño mundo que es una librería de lance aparece de cuando en


cuando un señor, a quien se llama el Conde. No sé quién es. Por su tipo es
delgado, fino, entrecano, poco hablador y un tanto ceremonioso, vive fuera de
Madrid y colecciona obras de genealogía y de blasón. Ha saludado alguna vez a
Fernando de la Quadra Salcedo, y por esto suponemos que será tradicionalista,
buen católico y monárquico.

Este señor, el Conde, es de los que saben oír, virtud bastante rara entre los
españoles, que necesitan hablar y dar enseguida su opinión acerca de lo que
entienden y de lo que no entienden.

El Conde escucha en silencio lo que se cuenta de don Salvador Borbón, y


después dice: «Yo conozco a una señora que ha protegido a don Salvador; le
hablaré y les contaré a ustedes lo que ella me diga».

Todos nos inclinamos ante esta colaboración espontánea.

Días después nos preguntamos: «¿Vendrá el Conde? ¿Nos contará algo que
valga la pena? Sospechamos que no».

Sin embargo, esta tarde, el Conde se ha presentado. No trae un aire sonriente ni


triunfante. Suponemos que ha fracasado en su entrevista. Hace unas preguntas
al librero sobre obras del catálogo, y después nos dice:

—Hablé con esa señora.

—¿Y contó muchas cosas? —pregunto yo.

—Contó demasiadas.

—¿Y se puede saber quién es ella?


—Es doña Leonor de Guzmán y la Cerda, abadesa mitrada de Santa Clara, de la
orden cisterciense.

—¡Demonio! Pero una señora así, ¿existe? ¿Tiene realidad objetiva, como
decimos los filósofos?

—Sí existe, porque he hablado yo con ella.

—¿Y dónde vive?

—Vive en un hotelito de la Prosperidad.

—Parece que debía de estar como una flor prensada en las páginas del
Romancero o del Poema del Cid. ¿Y existen también esas abadesas mitradas en
nuestros tiempos de una República de trabajadores más o menos auténtica?

—Sí; estas abadesas tienen jurisdicción en villas y lugares; eran antes señoras de
horca y cuchillo…

—Y hoy no disponen más que del cuchillo de la cocina.

—Cierto.

—¿Cómo fue la entrevista?

—Yo la fui a visitar, y la encontré en un gabinete pequeño, con un espejito y


unas mecedoras, haciendo, con largas agujas de acero, un jersey de lana para el
chico de la portera. Le expuse el motivo de la visita y la curiosidad de ustedes, y
ella me contestó que diría lo que sabía, porque no creía que pudiera perjudicar
la memoria de don Salvador, y porque suponía que tanto ustedes como yo
éramos unos caballeros.

—Esta señora tiene una opinión de nosotros que nos honra —afirma el doctor
Val y Vera, con una sonrisa y una inclinación de cabeza un tanto protocolar y
ceremoniosa.

—¿Y qué opinión tiene esa dama de don Salvador? —pregunto yo.

—Esa señora cree que don Salvador era de sangre real. El primer día que le vio,
se dijo: «No hay duda de que es un Borbón». Después, en la charla que tuvieron
los dos, discutieron sobre un punto, en el cual no estaban del todo conformes, y
ella, que tiene el genio vivo, le soltó a la cara al supuesto Borbón esta fiase
acerba: «Se ve que no es usted de la rama legítima de los reyes de España».
«¿Cómo que no, señora?», preguntó don Salvador, engallándose. «No; usted es
de los Trastámaras», replicó ella con energía.

Ante esta aparición de los Trastámaras nos quedamos todos apabullados. Algo
nos suena, esto de Trastámara; poco a poco recordamos el campo de Montiel, a
don Pedro el Cruel, a Men Rodríguez de Sanabria, a Bertrand Duguesclin, con
sus compañías blancas, a quien nuestros autores llamaron Beltrán Claquín, y la
célebre frase atribuida al condestable bretón: «Ni quito ni pongo rey; pero
ayudo a mi señor».

—¿Y qué dijo nuestro amigo ante esa acusación clara de trastamarismo? —
preguntamos al Conde.

—Se calló y bajó la cabeza, mientras doña Leonor de Guzmán aseguró con
altivez: «Yo procedo de don Pedro Primero de Castilla».

El verdadero ascendiente de su familia, según ella, es Bermudo el Gotoso, rey


de Asturias y León, nada menos que del siglo X. La abadesa no tiene miedo a la
herencia de artritismo que le ha podido dejar su antepasado, el de la gota.

Varios ascendientes suyos se lucieron: uno de ellos, en el sitio de Baeza, añadió


a su escudo unas aspas de oro; otro luchó en la batalla del Salado.

Ya colocados los rivales en sus respectivas jerarquías, la rama legítima y la


bastarda, doña Leonor favoreció en lo que pudo a don Salvador, el de
Trastámara. Ella sospecha si don Salvador será hijo del infante don Juan y de
Isabel II.

—¿El infante don Juan era hijo del llamado en el siglo diecinueve Carlos
Quinto? —pregunto yo.

—Eso es —contesta el Conde.

—Entonces, esto se va complicando.

—Pero, a pesar de su sospecha, la abadesa cree que don Salvador es hijo


legítimo. Dice que nació en Madrid y fue bautizado en la iglesia de la
Encamación, como hijo de un empleado de palacio, y unos días después, en la
iglesia de San Agustín, en Barcelona. Hay quien afirma que una azafata del
tiempo de Isabel Segunda, llamada Elvira B., cogió al niño y cuarenta o
cincuenta mil duros; le llevó primero a Barcelona y después le entregó a una
nodriza de un pueblo de Aragón.

—Pero si don Salvador era hijo tan legítimo como Alfonso Doce, según esa
señora, ¿por qué al uno le echaron de palacio y al otro no? Hubiera sido
conveniente hacer esta pregunta —indica uno de nosotros.

—Se la hice —contesta el Conde—. Ella cree que fue el general O’Donnell el que
dijo que no quería que hubiera dos varones en la familia real, no se fuera a dar
el caso de Femando Séptimo y de don Carlos, en la primera mitad del siglo
diecinueve, y la posibilidad de una guerra.

—Y la madre, ¿accedió? Es un caso inverosímil. Doña Leonor de Guzmán debe


de despreciar profundamente a Isabel Segunda.

—No; todo lo contrario. La compadece, y cree que tenía muy buen corazón. Ha
llegado a reñir por su fama póstuma. Poco después de la instauración de la
República entró doña Leonor con una amiga en un café a tomar un pastel. Se
sentó a una mesa, y cerca de ella había unos jóvenes irrespetuosos, que
insultaban a la familia real, y, sobre todo, a Isabel Segunda.

—Es un poco raro —dije yo—; porque no creo que a los jóvenes actuales les
preocupe la vida de Isabel Segunda.

—Es verdad —contestó el Conde—. Ateniéndome a lo que doña Leonor dijo al


oír hablar de esta reina, indicó a los jóvenes que tuvieran más caballerosidad y
más hidalguía. Los jóvenes le contestaron groseramente, y un extranjero se
acercó a doña Leonor y le dijo: «Si me necesita usted, aquí estoy yo para
defenderla», y ella le contestó: «Muchas gracias, caballero; pero me basto sola.
Soy doña Leonor de Guzmán y la Cerda, abadesa mitrada de Santa Clara».

—Los jóvenes quedarían estupefactos…

—Completamente estupefactos. Doña Leonor no cede en este punto un ápice de


sus prerrogativas. Cuenta que en palacio una vez le trajeron a firmar un
documento de pésame. Después de firmarlo, la mujer de un infante se quejó de
que ella tuviera que poner su nombre debajo del de una persona sin título, y
entonces la reina regente observó: «Es una abadesa mitrada, y tiene derecho a
firmar antes que las infantas».

—¿Y qué opinión tiene la abadesa de don Salvador?

—Ella cree que era un caballero, un verdadero hidalgo. De conocer a Don


Quijote, esta señora no hubiera sido como los duques, que se burlaron de él; por
el contrario, le hubiera admirado y reverenciado por su valor y su
caballerosidad y hubiera participado de sus ilusiones.

—¿Y tiene la abadesa mitrada algunos datos para creer que don Salvador era un
auténtico Borbón?
—Pocos. Dice que don Salvador firmaba Salvador Borbón en el libro que ponía
la infanta Isabel a la puerta de su palacio los días de su santo y de su
cumpleaños; que ha visto un oficio antiguo, dirigido a su alteza real el infante
don Salvador de Borbón. Según ella, los palaciegos que rodeaban al rey le
conocían bien; pero no querían que se acercara al monarca. Todo ello, como se
ve, no es gran cosa; ahora, si es cierta la conversación que doña Leonor tuvo con
la infanta Isabel, si no la ha soñado, es importante.

—Veamos la conversación.

—Según la abadesa mitrada, hace tres años don Salvador, que estaba muy
enfermo y próximo a quedarse ciego, le escribió una carta a ella, pidiéndole por
favor que se presentara a la infanta Isabel y le pidiera para él un pequeño
socorro. Doña Leonor se presentó en el palacio de la calle de Quintana, y
tropezó con una serie de dificultades y de inconvenientes para ver a la infanta.
No podía ser. Su alteza estaba enferma, no recibía. Nuestra abadesa venció
todas las dificultades y llegó hasta el gabinete en donde se encontraba la
infanta. Ésta la acogió con amabilidad, la hizo sentarse a su lado y le preguntó
qué deseaba. Ella le contó lo que le ocurría a don Salvador, y la situación mísera
en que se encontraba: viejo ya, casi ciego y sin más recurso que el hospital.
Entonces, según doña Leonor, la infanta se conmovió, y exclamó: «¡Pobre
hermano, qué desgraciado ha sido!». Al momento apareció en el gabinete una
señorita de compañía, y dijo: «Perdone su alteza que le diga, pero el médico ha
indicado que no le conviene hablar mucho». «Está bien», contestó ella, «pero
aún no estoy cansada.» Doña Leonor siguió hablando de don Salvador, y no
habrían pasado dos minutos, cuando un aristócrata intendente de la casa entró
de nuevo y, dirigiéndose a la infanta, le dijo: «Señora, no le conviene hablar
más». Este caballero ofreció después el brazo a doña Leonor, para hacerla salir
de la habitación, y la infanta, mientras tanto, dijo: «Hacéis mal en no dejarme
hablar con esta mujer».

—Y esto, ¿no lo habrá soñado esta señora?

—Parece que no. Ella lo cuenta como si lo hubiera oído, con toda clase de
detalles. Tampoco se vislumbra una intención especial en mentir; lo ha oído o lo
ha soñado, pero ella lo cree cierto.

—Y la infanta, ¿mandó algún socorro a don Salvador?

—Nada; absolutamente nada.

—Y esto, ¿no sorprendió a nuestra abadesa?

—Parece que no.


—¿Y cómo se lo explica?

—Ella cree que fueron intrigas de los palaciegos, de la gente que rodeaba a la
infanta.

—¿Y cómo recibió don Salvador la repulsa?

—Don Salvador era un sentimental, según la dama, y al comprender el


abandono al que le condenaban, lloró en su soledad. De joven fue a París, al
palacio de Castilla, vestido de uniforme, y cuando apareció Isabel Segunda, tiró
el tricornio al suelo y se arrodilló ante la reina madre y le besó las manos.

La abadesa mitrada de Santa Clara veía la escena dramática digna del


Romancero o de un poema épico.

—Después —añadió el Conde—, don Salvador estuvo respetuosamente


enamorado de la reina regente. Así lo asegura nuestra dama. No pensaba más
que en ella y en su hijo. La reina, que sabía que era su próximo pariente, le
hablaba de tú.

Un día —según nuestro Borbón—, al pasar en su coche por la calle de


Hortaleza, le llamó, le hizo sentarse a su lado, le explicó las causas misteriosas
que impedían la terminación de la guerra de Cuba, que podía producir la ruina
de la monarquía, y terminó diciéndole: «Vete a Cuba y salva el trono de mi
hijo». Ante este ruego, don Salvador no vaciló, y salió inmediatamente de
España para entrevistarse con Máximo Gómez.

Esto de conferenciar con Máximo Gómez, «el Chino Viejo», no es tan romántico
como hubiera sido el tener que verse con Alvar Fáñez de Minaya; pero en esta
época no había ningún Alvar Fáñez ni en la Península ni en sus colonias. Todos
eran Gómez, Pérez, Garcías, y no salíamos de ahí.

—Y doña Leonor, por su parte, ¿no socorrió a nuestro Borbón? —pregunté yo.

—Sí, le socorrió. Él le dijo que esperaba cobrar una cantidad de una herencia en
Barcelona, y que tenía, además, alhajas que habían pertenecido a Isabel
Segunda. Entonces, doña Leonor le hizo un préstamo.

—Y él, ¿se lo devolvió?

—No; no pudo. Eso no quita para que ella haya tenido siempre a don Salvador
como a un caballero, dice la dama.

—¡Qué hermosa fe! —indica Val y Vera, sonriendo.


—Después todavía —sigue diciendo el Conde—, cuando doña Leonor supo que
su amigo estaba en el hospital, le dijo que al salir le iba a preparar un sitio en
donde pudiera irse reponiendo y comenzar a trabajar. Con este objeto encontró
una pensión para él y pagó dos meses por adelantado. El Borbón, real o
supuesto, al parecer, no era partidario de las horas reglamentarias, y le dijo a la
patrona, muy finamente: «Mire usted, señora: mis trabajos no me permiten
venir a comer y a cenar con puntualidad. Si usted quiere, del dinero que le ha
dado doña Leonor, cóbrese usted el cuarto, y lo demás me lo da usted a mí». La
patrona aceptó la combinación, y don Salvador fue a los rincones de las
tabernas, tan queridas por él.

—Y la abadesa mitrada, ¿se enteró?

—Sí, se enteró.

—¿Y qué dijo?

—Dijo: «Sí; don Salvador quizá sea un poco golfo. Le viene de familia; pero eso
no le impide ser un caballero».

Después de contado este romance, el conde se fue, y el espíritu de la abadesa


mitrada de Santa Clara quedó flotando en la librería de viejo, por encima de los
descabalados tomos del diccionario Madoz y de La mujer adúltera, de Pérez
Escrich.

IX

—El almirante está en Madrid, ¿cuándo vamos a verle? —me pregunta


Valderrama, días después.

—Cuando usted quiera —contesto yo.

—¿Mañana?

—Lo que usted diga.

—¿A las doce en punto?

—Me parece muy bien.

Me indica la calle y número.

A las doce menos un minuto estoy a la puerta de la casa indicada.


A las doce en punto se presenta Valderrama.

—Amigo, ¡vaya exactitud! —digo yo.

—Somos gente del norte —contesta él.

Subimos las escaleras de una casa antigua, llamamos y pasamos a un saloncito


con dos balcones, uno de los cuales hace esquina a una plazoleta, por donde
entra el sol claro de mayo. Hay un armario con libros, dos retratos al óleo: uno
del siglo XVIII, y otro, de un militar, del XIX. Saludamos al almirante, que nos
recibe con amabilidad, y nos sentamos. Entramos enseguida en materia. El
general de marina nos cuenta cómo y dónde conoció a don Salvador. Sin duda,
le preocupó y le interesó la figura enigmática del supuesto Borbón. Habla el
almirante largo tiempo, y a veces Valderrama y yo le interrumpimos para
hacerle una pregunta.

—En mil ochocientos noventa —dice el general— vine a Madrid de un


apostadero, y fui a vivir a la casa de una señora, casada con un sobrino de Mañé
y Flaquer, a la cual los amigos llamábamos familiarmente Paca. Esta señora
vivía en la calle de las Infantas, número siete.

»Pocos días después apareció en la casa una amiga de la dueña, una señora de
Barcelona, llamada Luisa C., casada y con dos hijos. Una semana más tarde se
presentó el marido de Luisa. Era don Salvador. Venía de París. Se mostraba
muy elegante, vestía a la última moda y usaba con frecuencia sombrero de
copa. Tuve algún trato con marido y mujer; al parecer contaban con medios de
fortuna suficientes para vivir; pero él era gastador, pródigo y no sabía privarse
del menor de los caprichos. Todo lo que veía por la calle se le antojaba y lo
compraba, aunque estuviera convencido de que no le iba a servir para nada. Por
este tiempo nunca le oí decir que fuese Borbón.

»Le dejé de ver, me olvidé de él, y once años después, en 1901, le encontré de
nuevo en la calle de Alcalá, esquina a la de Peligros, desastrado, hecho un
mendigo, con unos pantalones arrugados y encogidos y unas botas rotas. Me
dijo que venía de París. Le acogí, le vestí, y entonces me empezó a hablar de que
era un Borbón. Vi pronto que había que tenerle a raya, porque tendía a abusar.
Me hizo algunas malas partidas; reñí con él varias veces, pero me reconcilié
otras tantas; como siempre, alegaba que no tenía trabajo; yo le indiqué que
podía intentar la venta de una biblioteca de un marino compañero mío, muerto,
hombre de gran inteligencia. Desde esa época comenzó a frecuentar las librerías
y a correr libros.

»Como ustedes —sigue diciendo el almirante—, tuve curiosidad por el tipo de


don Salvador, y quise averiguar su origen, aunque sin resultado. En esto, por
un cura bibliófilo, supe que don Salvador iba con mucha frecuencia a la iglesia
del Buen Suceso, y que era amigo del párroco de esta iglesia, don Joaquín Pérez
de San Julián. Se mostró devoto, se confesó con él, y en la confesión le dijo que
tenía motivos para creer que era hijo de Isabel Segunda, y que su partida de
bautismo debía de estar en la iglesia de la Encarnación, incluida en el libro
parroquial hacia los últimos días de enero o primeros de febrero de 1859. El
rector del Buen Suceso fue a la iglesia de la Encarnación, y sacó la partida de
bautismo de un niño llamado Salvador de Aguilera y Aranguren, nacido en
enero de 1859, en la calle de San Quintín, número 1, hijo póstumo de un
empleado de palacio, muerto hacía seis o siete meses. Para el párroco, era ésta
una prueba evidente de que don Salvador no era Borbón; pero para éste era un
indicio claro de que había algo irregular en su origen. Pocos días después de
esta fecha, don Salvador aparecía bautizado el 5 de febrero de 1859, como hijo
natural de Elvira B., en la parroquia de San Agustín, de Barcelona, con los
nombres de Salvador Paulino, y unos días más tarde, un pintor catalán, V., iba a
esta iglesia, reconocía al niño y le daba su nombre. Así, resulta que don
Salvador tenía tres apellidos, mejor dicho, cuatro: uno, que se atribuía, Borbón;
otro, con el que le registraron en la primera fe de bautismo, Aguilera; el de la
madre, y el del supuesto padre V. Don Salvador había oído hablar de las
oscuridades de su nacimiento; sabía que su madre adoptiva, Elvira B., había
sido dama de Isabel Segunda. Alguien había relacionado estos datos y había
urdido la historia, verdadera o falsa. Existe, además, un indicio bastante raro en
este asunto.

—¿Y es? —preguntamos nosotros.

—Es que la fe de bautismo de don Salvador, de la iglesia de la Encarnación, que


vio y copió el párroco San Julián, desapareció del registro de esta iglesia. Desde
entonces, don Salvador comenzó a firmar De Borbón. «Le van a llevar a usted a
la cárcel», le decía el párroco. «¡Que se atrevan!», contestaba él. Don Salvador,
muchas veces, cogía un papel, con algún membrete de cualquier parte, y decía:
«Voy a escribir a mi hermana», y escribía a la infanta Isabel. Firmaba
habitualmente Salvador Borbón, o sólo De Borbón. Don Salvador con frecuencia
se presentaba en la iglesia del Buen Suceso, cuando había alguna ceremonia a la
que acudían los reyes, y mostraba en la cintura una faja roja y amarilla con una
flor de lis. La gente le miraba con asombro, y algunos le tenían por un loco.

—Y si don Salvador se creía hijo de la reina Isabel, ¿a qué atribuía su


extrañamiento de palacio? —preguntamos.

—Aunque no le he oído hablar de esto con claridad —contesta el almirante—,


parece que él dio a entender al párroco del Buen Suceso que en la época del
nacimiento, el general O’Donnell temió una rivalidad futura de don Salvador
con Alfonso Doce.

—Es lo que contó la abadesa mitrada —digo yo.

—También se dejó decir que entre los palaciegos de la época había gente que
miraba con antipatía a don Alfonso, a quien muchos consideraban hijo del
oficial Puig Moltó, y que, imitando el apodo que se dio a Juana, la hija de
Enrique Cuarto, llamándola la Beltraneja, por suponerla de don Beltrán de la
Cueva, a Alfonso le llamaban el Puigmoltejo. Los partidarios de don Alfonso
podían ver en el porvenir un posible rival, una especie de máscara de hierro, en
don Salvador, como el vizconde de Bragelonne en la versión de Dumas. Luego,
con la revolución de septiembre, y después con la Restauración, todo aquello se
olvidó.
X

—Don Salvador solía decir que procedía del campo carlista —afirma
Valderrama—; no explicaba por qué.

—Cierto —contesta el almirante—. Su abuela, al menos su abuela oficial, había


tenido relaciones de amistad y no sé si parentesco, con el jefe carlista Galcerán,
que debía de ser gerundense. Don Salvador estudió en Zaragoza, en la
academia de un oficial de artillería retirado, que se llamaba Serrate, y que era
también carlista. Después debió de entrar en el ejército de don Carlos de
teniente. Quizá fuera a las órdenes de Galcerán. Este Galcerán peleó en
compañía de Tristany, Castells y Savalls, y murió después de un encuentro con
el coronel liberal Vega, en París, en mil ochocientos setenta y tres.

—Si don Salvador estuvo con él, tenía que ser muy joven; en mil ochocientos
setenta y tres tendría catorce años.

—Había muchachos muy jóvenes entre los oficiales carlistas.

—Puede ser que estuviera con ellos.

—Todo en su historia es inseguro. Al terminar la guerra, se casó en Barcelona


con doña Luisa C., hija de un comerciante, y, al parecer, la arruinó. Luego
formó con varias personas una sociedad vitícola en Zaragoza, y le nombraron
gerente de ella; pero, sin duda, su gestión no fue feliz: la sociedad no marchó
bien y tuvo que abandonarla, y entonces se largó a Francia. A su vuelta, como
les he dicho a ustedes, fue cuando yo le conocí. Poco después se hizo amigo de
un librero alemán, Arturo Beyer, que tenía una librería en un piso entresuelo de
la calle Ancha, en el número veinte. El alemán le tenía como sabueso para
levantar la caza; pero le pagaba muy poco, porque todo lo que ganaba el
tudesco se lo gastaba en trapicheos amorosos. Don Salvador, que tenía no sé
qué ilusiones, abandonó sus negocios de libros, se trasladó a París, y ya creía yo
que habría muerto o habría encontrado alguna ganga, cuando apareció más
derrotado que nunca. Por esta época había hecho su nido en el Café de
Platerías, donde se guardaban cuadros del pintor Villodas, que estaba
arruinado, y los vendía, y a veces se quedaba con los cuartos.

—Y usted, que le ha conocido más íntimamente que nosotros, ¿qué carácter


tenía? —le preguntamos.

—¿Don Salvador? —contesta el general—. La verdad, era un hombre egoísta.


Fue siempre desagradecido conmigo y con todos los que le favorecieron.

—Pero ¿usted no le rechazó, a pesar de ello?


—Le rechazaba y hasta le insultaba, pero el hombre venía con sus quejas, y no
tenía más remedio que admitirle. Estuve mucho tiempo sin hablarle. Era de una
insensibilidad indignante. Ya les he contado cómo vivíamos los dos en la calle
de las Infantas, en casa de su señora, a la que llamábamos familiarmente Paca, y
solíamos tener una tertulia agradable. Una vez salgo yo de Oviedo, camino de
San Fernando, y me detengo en Madrid, y voy a visitar a Paca, que vivía
entonces en un entresuelo de la calle de Carranza, y me encuentro con que esta
mujer, sin saber por qué, después de peinarse tranquilamente, se tira a la calle,
cae de cabeza y se mata. Se lo cuento a don Salvador, y lo toma a broma. Esta
indiferencia me sorprendió y me escandalizó; pero más tarde pude ver que
llegaba a más su ingratitud.

—¿Qué hizo?

—Yo tenía por entonces en mi casa un ama de llaves, y la madre de esta


muchacha era una pobre vieja que vivía en la mayor escasez; unas veces de
asistenta, otras de vendedora ambulante, vendiendo cacahuetes o garbanzos
torrados. Esta vieja tenía una buhardilla en la calle de Fernando el Católico. Don
Salvador, que lo sabe, se presenta allí, hace unas cuantas carantoñas y
zalamerías a la pobre mujer y la convence para que le ceda un cuartito en su
casa. Don Salvador no sólo no le pagaba, sino que a veces le comía el pucherito
a la vieja. Pues bien: a esta pobre, un día la llevan muerta al depósito, aplastada
por un carro de la carne que la había cogido en una calle de Vallehermoso. Al
saberlo, don Salvador no se conmovió. Únicamente dijo que era un fastidio,
porque tendría que encontrar un nuevo cuarto. Era hombre ingrato, y se creía
que lo merecía todo.

—El superhombre de Nietzsche en la miseria —decimos.

—Se creía dueño de las personas y de las cosas.

—Mentalidad de príncipe.

—En Barcelona, hace años, me encontré con él; me dijo que tenía una tía de
posición, doña Elvira B., y que fuera a verla y a pedirle un socorro para él. Yo no
sabía entonces que esta doña Elvira era oficialmente su madre. Doña Elvira me
dijo que su sobrino Salvador era un perdido y un embustero: «Es un hombre en
el que no se puede fiar, porque todo lo que dice es mentira. Yo le tengo tanto
miedo, que cuando sé que está aquí echo el cerrojo y la cadena de la puerta».
Cuando le conté a don Salvador lo que afirmaba su parienta, no le sorprendió, y
un día, confirmando lo que había dicho, aseguró: «Yo tengo un gran talento
para fingir y disimular; así me lo decía mi amigo de París, el doctor Rodin».

—¿Y respecto a su prisión en el penal de Burgos? —le preguntamos al


almirante.

—Eso es una fantasía o una confusión. Yo le dije a don Salvador lo que contaba
el pariente del librero V., y él se rió, y replicó: «En muchas cosas he hecho la
competencia al caballero de Casanova; pero en estar en la cárcel, no».

Nos despedimos del almirante, dándole las gracias por su amabilidad.

Al marcharnos nos dejó unas cartas de don Salvador.


XI

¿Vale la pena de hacer un resumen, una recapitulación, de la vida de don


Salvador? Para muchos, seguramente, no; para mí, sí.

La fecha de su nacimiento queda bien fijada. Nació en 1859.

Está aclarado que vivió en Barcelona y Zaragoza. No es tan claro que estuviese
de oficial en el ejército carlista, y si estuvo, no se sabe a qué grado llegó. Con
seguridad, no pudo ser brigadier, como afirmaba él.

En la época en que le conoció nuestro almirante, en 1890, a los treinta años, don
Salvador no hablaba de que fuera un Borbón. Dos lustros después, sí.

¿Quién le sugirió esta idea? ¿Nació de él espontáneamente? No lo sabemos.

Puede que en su vida en París, con alternativas de lujo y de miserias, alguien le


hiciera notar su gran parecido con los Borbones, como le sucedió a uno de los
falsos delfines de Francia, que pretendía ser el auténtico hijo de Luis XVI; puede
que la idea se le ocurriera a él y la aceptara como recurso para ir viviendo.

Después se aferró a ella de tal manera, que no quiso abandonarla, y prefirió


andar por Madrid a la cuarta pregunta que volver a Barcelona con su familia e
ir pasando la existencia con cierta comodidad. Le gustaba más la fantasía y el
sueño que lo real.

La vida brillante en París de don Salvador no está confirmada por ningún


testigo. Hace unos días he recibido una carta, que dice así:

«Bayona, 27 de junio de 1935

»Muy señor mío:

»Tengo que suponer que no es una intención muy piadosa la que le hace
ocuparse de ese personaje, a quien llama en sus artículos de Ahora don Salvador
Borbón. Comprendo que un escritor antimonárquico estampe con gusto detalles
mortificantes acerca de los individuos de la familia real expulsada. No como
monárquico, que lo soy fervientemente, sino como hombre que vivió en París
en la época en que usted asegura que vivió allí su personaje, de 1896 a 1902,
tengo que decirle que ninguno de los españoles que frecuentábamos el palacio
de Castilla para ofrecer nuestros respetos a la por entonces reina madre
conocimos al dicho don Salvador.

»Cierto que había compatriotas emigrados, republicanos, amigos de Ruiz


Zorrilla, que formaban rancho aparte y vivían en el Barrio Latino, y algunos
obreros catalanes a quienes no conocíamos; pero todos los españoles de alguna
posición que visitábamos a doña Isabel II sabíamos muy bien quiénes éramos, y
entre nosotros nunca se habló del tal don Salvador. Todo hace pensar, pues, que
este hombre de quien usted se ocupa con tal profusión de detalles era un
impostor.

»Le saluda s. s.,

»C. de B.».

Está bien; pero el señor C. de B., que me escribe desde Bayona, no puede tener
la pretensión de conocer a todos los españoles que estuvieron en París en esa
época. Además, que don Salvador, por su tipo y por sus relaciones, quizá no
pasaba por ser español en Francia. A esto podía colaborar el que, según el
almirante, hablaba muy bien el francés y algo también de alemán.

Respecto a la afirmación de la abadesa mitrada de que al visitar ella a la infanta


Isabel ésta llama a don Salvador su hermano, evidentemente hay que ponerla
en cuarentena, porque todo hace pensar que la señora abadesa estaba
sugestionada e influida por las dotes de captación que tenía el supuesto Borbón
bohemio.
XII

Lo que hace suponer que don Salvador, al menos al final de su vida, creía
pertenecer a la familia real era que firmaba Borbón, no ya en papeles privados,
sino en documentos oficiales.

El doctor Marañón me dijo: «En el hospital ha muerto como Borbón». El doctor


Val y Vera vio la ficha de ingreso en el Hospital Provincial, en la cual decía:
«Salvador Borbón y Borbón, hijo de Isabel y Francisco».

El médico del Hospital del Rey me ha mandado la inscripción de entrada de


don Salvador en este hospital, que hoy se llama de enfermedades infecciosas.
Dice así:

«Filiación 5251. Ingresó el 10 de octubre de 1930, a las diecinueve horas. Alta,


por alivio, el 10 de enero de 1931. Salvador Borbón Borbón, de setenta y dos
años, de estado casado, hijo de Francisco y de Isabel, natural de Madrid,
residente en Quesada, número 7; oficio, bibliógrafo. Destinado al pabellón
primero, piso primero izquierda, cuarto número 10».

Después se señalan los efectos que posee, y en metálico, 1,60 pesetas.

Como se ve por estas inscripciones, don Salvador no rehuía el llamarse Borbón


en sitios oficiales, ni se le ocurría emplear alguna ambigüedad para no
comprometerse.

Respecto a sus actividades diplomáticas, de las que hablaba con frecuencia, no


se sabe si son o no auténticas. El almirante nos aseguró que en sus buenos
tiempos don Salvador mostraba algunos conocimientos en política extranjera.

En las cartas que nos dejó el general de marina del presunto Borbón, por su
texto y por su grafía se puede colegir algo de la manera de ser de nuestro
hombre. Todas son de su vejez, y excepto una, las demás están dictadas.

Yo no tengo gran fe en la ciencia grafológica. No creo que cada signo indique un


sentimiento especial. En la letra se puede ver la fuerza nerviosa, la debilidad, la
decadencia, el sentido ornamental, la sencillez, el orden, etcétera; pero eso de
que un punto signifique esto y la tilde de una t fuerte o débil lo otro, no lo creo.

Sin embargo, al pensar en la grafología me apunto como tanto cierto el éxito


que tuve hace años.

Yo conocía a un señor, excelente persona, que tenía la debilidad de creer que su


hijo único, estudiante, ya mozo, era una maravilla. Unas veces, cuando se
discutía algo, decía con una extraña candidez paternal: «En esta cuestión mi
chico ha dicho…», y exponía la opinión de su hijo como un argumento sin
réplica. A mí, el muchacho me parecía vulgar, con una pedantería frecuente en
la juventud. Un día, mi amigo se presentó en casa, y con cierto misterio me
indicó:

—¿Sabe usted que mi hijo ha resultado escritor?

—¡Hombre! ¿Y no lo sospechaba usted?

—No; como ahora ha salido por unos días de Madrid, he registrado el cajón de
su mesa y he encontrado escritas cuartillas, y se las traigo a usted para que las
vea, porque creo que vale la pena.

—Muy bien.

Cogí las cuartillas y las leí. Lo primero que me chocó fue la letra, como
dibujada, algo inclinada hacia la izquierda, con unos adornos en las mayúsculas
artificiosos, petulantes y ridículos. El texto, en el cual aparecían todos los
lugares comunes del decadentismo, la perversidad, la tendencia sádica, la
toxicomanía, indicaba una fantasía pobre, unida a una suficiencia enorme y a
una soberbia y a un egotismo delirantes.

«Éste es un pobre tonto, mixto de loco que no puede acabar bien», pensé varias
veces al leer las cuartillas.

Cuando el padre me preguntó mi opinión acerca de la literatura de su hijo, le


contesté con claridad:

—Su hijo de usted tiene unas ideas tan morbosas, que lo que debe usted hacer
es vigilarle para que no haga un disparate.

A mi amigo le pareció esto un elogio, un reconocimiento de la genialidad de su


vástago. Tres o cuatro meses después, el mozo se suicidaba, dejando a su padre
sumido en la mayor desesperación.

Por este caso, que después de todo, no tiene nada de extraordinario


grafológicamente, porque la letra en él no hacía más que corroborar el texto y su
manera de comportarse, creo que puede tener algún valor la grafología.

La letra de la carta escrita por propia mano de don Salvador era de la familia de
la del joven suicida de hace años. Era una letra redonda, vertical, sin
inclinación, muy fastuosa, de mucho ringorrango y con una firma cruzada en
aspa. Era de abril de 1923; llamaba en ella al almirante su invariable y
nobilísimo amigo y le informaba de que el general Weyler no pertenecía al
Consejo. (Supongo que sería al Consejo de Guerra y Marina.)

Las demás estaban dictadas y firmadas por don Salvador, con la firma De
Borbón. Había también una poesía dedicada a Dios, en la primera página de un
libro, escrita con lápiz, y muy borrosa, que decía así:

Ya que, Señor, me redimes

y me evitas el abismo,

siente mi alma sublimes

reflejos de tu espejismo;

siento esa llama que prende

que de Ti constante brota,

ese fuego que desprende

el Calvario, gota a gota.

De Borbón

Como se ve, hay en estos versos el sonido de los clásicos; pero hablar del reflejo
del espejismo de Dios, debe de ser bastante herético, y decir de un fuego que se
desprende gota a gota de alguna parte es absurdo.

Las cartas, casi todas ellas, eran pidiendo socorro. La más larga y más
explicativa demuestra la incoherencia senil de don Salvador, y sus razones
parecen las del famoso Feliciano de Silva, autor del Amadís de Gaula y de Florisel
de Niquea, que tanto encantaban a Don Quijote. La carta esta, dirigida al
almirante, decía así:

«Madrid, 24 de enero de 1934

»Antiguo y noble amigo:

»Vayan estas líneas de íntimo afecto al de usted, tan leal siempre. Como
paréntesis debo manifestarle que la joven persona que le visitó a usted, hace ya
bastantes días, la he tenido que soslayar, pues mientras yo he estado
inmovilizado no perdió el tiempo.

»B. (su apellido catalán) responde en mi fuero legal, en todos los momentos,
que, como usted sabe bien, tiene la fuerza del testamento de mi madre, sin
omitir jamás la condición a que se refiere. En cuanto a Borbón, tiene la
cronología, como la tienen Azorín y otros. En España y en Europa se me ha
dado un crédito bibliográfico, del que no puedo prescindir dentro de la órbita
del término, pues no se adquiere la fama, sino a costa de mucho tiempo, para
aplicarla en las condiciones a que me alcanzan.

»Bibliografía, aunque algunos no lo crean, no es librería; el librero comercia con


los libros, cuya especulación es incompatible con mi mentalidad. Bibliógrafo es
el que abre las puertas del saber a todas las facultades. Así he resuelto el
mecanismo de mi vida, que ya no puedo variar.

»Sabe usted bien que jamás he sido partidista, y los servicios extraordinarios
que presté, sin esperar recompensa alguna, fueron solamente mirando a la
patria. Ejemplo, la cuestión de las Canarias, en la Conferencia de París, cuando
nuestro desastre colonial. Ahora que el anciano se ha encontrado enfermo y casi
solitario, aparte de la Academia Española, Baroja y algunos otros, si no he
sufrido desengaños, he sufrido la soledad.

»El afecto que usted tiene vive en mí como el crisol de una amistad, la más
extraordinaria, correspondida y veraz, para que usted tenga la placidez que
tanto le deseo.

»Menester era esta aclaración, que me alcanza, y a su respecto le doy como


testimonio, dentro de esta convalecencia.

»S. de Borbón

»Dirección: Aduana, 25, primero derecha. Pensión Burgos».

Como se ve, don Salvador era de la escuela de Feliciano Silva, y hubiera hecho
suya con gusto la frase aquella de «La razón de la sinrazón que a mi razón se
hace, de tal manera mi razón enflaquece, que con razón me quejo de vuestra
fermosura».

Por esta razón de la sinrazón, don Salvador, que tenía que ir a Barcelona a
recoger la herencia de su madre o madre adoptiva, doña Elvira B., no fue. Esto
no es fantasía, porque el almirante vio el testamento en manos del procurador
Z., y leyó una cláusula, que decía: «Reconozco que he tenido un hijo natural del
pintor V., y le dejo heredero de su legítima, si se presenta, o si no, mi fortuna
que pase a sus hijos».

Don Salvador no se presentó. Sin duda, no le tiraba la familia. Uno de sus hijos
vive en un pueblo próximo a Madrid, y quería llevárselo a su casa.
Don Salvador rehuía la domesticidad. Era como las gaviotas y los petreles, que
necesitan vivir entre las olas.
XIII

Ésta es una carta del médico de la sala del Hospital del Rey:

«Querido don Pío:

»Ayer leí el artículo de usted antes de recibir su carta. No me costó ningún


trabajo reconocer a doña M. tras el pomposo nombre que usted le ha
adjudicado y que le conviene perfectamente.

»Pienso que si don Salvador era un mentiroso, la abadesa mitrada pasa de


fantástica, y como yo no entiendo nada de estos asuntos mentales, le envío estos
escritos salidos de la pluma de nuestra abadesa, que, en vez de mitra, ostenta
un estrafalario gorro, del que cuelga un velo blanco, que le realza bastante. Tal
vez ellos le sirvan para hacer un diagnóstico.

»Otra cosa que tal vez hubiera podido arreglar los pleitos dinásticos habría sido
la unión de estos dos personajes; con ello, todas las ramas de la tradición
habrían quedado satisfechas, y tal vez ahora con un rey auténtico o, por lo
menos, con uno lo más parecido a los de la baraja.

»También me ha hablado de don Salvador una muchacha tuberculosa de uno de


los pabellones. Esta chica, que, por fortuna, ha salido curada, sirvió durante
bastantes años al almirante a cuya casa iba con frecuencia nuestro Borbón.

»Cuenta que los señores no estaban muy seguros del abolengo de don Salvador,
y que si algunas veces pensaban que, efectivamente, sería de sangre real, otras
creían que era un catalán embustero.

»Según esta chica, la herencia de Barcelona era de una señora que unas veces
era la madre de don Salvador y otras la que le había recogido.

»Don Salvador se negó a recoger esta herencia, afirmando que aquella señora
no era su madre.

»Cuenta también que don Salvador tiene dos hijos. Y que uno de ellos, al
regresar su padre a Barcelona, le dijo: “¡Pero, hombre, creíamos que ya te habías
muerto!”.

»Uno de estos cariñosos hijos me ha contado que vive en Carabanchel, y cuando


mi ex enferma averigüe su paradero me avisará.

»saluda, “B”».
Hay otra carta del doctor:

«Querido don Pío:

»El leer su artículo me ha hecho curiosear un poco para obtener datos que se
refieran al pobre don Salvador. He buscado primero su filiación en los libros de
la comisaría, encontrándola enseguida. Le envío una copia.

»Aparte de esto, he hablado con la enfermera que le atendió.

»Esta señora, por sí sola, es digna de una descripción. Es vieja, gorda,


empolvada, con el pelo teñido y un arbitrario uniforme, que creo que sea ideado
por ella. Ejerce aquí de ayudante del dentista y del otorrinolaringólogo.

»La gente huye, pues al que pesca por su cuenta no le suelta hasta contarle su
genealogía, a partir de Sancho el Gotoso, con las ramas, entronques y
bastardías, que no las desenreda ni Dios.

»Esta mañana he tenido con ella una larga conferencia, en la que


constantemente se desviaba del asunto de don Salvador, llevándome a la batalla
de Baeza, donde un antepasado suyo ganó cinco aspas de oro para añadirlas a
sus barras de plata, campo de gules, y luego a los diversos lances de su casa.

»En resumidas cuentas, lo que he sacado en limpio es que, según ella, don
Salvador era auténticamente Borbón, y que no sabe el porqué de su expulsión
de palacio.

»Ella le atendió durante su estancia aquí, le procuró ropa, y después de salir del
hospital, le llevó a que le operaran las cataratas a la clínica de la Cruz Roja. Aquí
la enfermera se ha extendido nuevamente en sus discusiones con la duquesa de
la Victoria y con no sé cuántas personas más. A don Salvador le operaron
solamente de un ojo, y después esta señora no sabe qué fue de él, aunque cree
que se marchó a Barcelona.

»Entre otras cosas, me ha contado también que después de grandes porfías con
el mayordomo de palacio, consiguió una audiencia de Alfonso XIII, en la que,
según ella afirma, recriminó al rey por la triste situación de su tío, obteniendo
por todo resultado cincuenta pesetas.

»Finalmente, y con mucho misterio, me ha dicho que guarda un maletín con


documentos de don Salvador. Procuraré averiguar si esto es verdad, aunque no
lo creo.

»Reciba un saludo de su devoto amigo,


»“B”».

Las últimas noticias de don Salvador son éstas:

Don Salvador vivió, hasta ponerse gravemente enfermo, en la pensión Burgos,


de Vicente Simón, Aduana 23, primero, Madrid. Encuentro una carta, dirigida a
un amigo, que dice así:

«7 de diciembre de 1934

»Desde aquel día me caí en la calle, y en cama estoy, habiendo echado mucha
sangre. Deseo con urgencia que venga usted o su hijo por motivos de vivir o
morir.

»Dirección: Calle de la Aduana, 23, primero derecha.

»Salvador Borbón».

Hay otras cartas en que don Salvador pide dinero y habla de su caballerosidad,
y una muy áspera del librero de Barcelona Salvador Babra, que dice así:

«24 de julio de 1929

»Sr. D. Salvador Borbón

»Muy señor mío:

»Debidamente contesté a su penúltima carta, en la que me pedía que


interviniese en sus asuntos particulares, pidiéndome, además, dinero
reembolsable.

»Debo manifestarle definitivamente que he sentido mucho que me tomase por


un usurero de la más baja índole. Por tanto, no quiero inmiscuirme en sus
asuntos.

»¿Le debo a usted algo?

»B.S.M.,

»Babra».

Ahora una explicación final.

En su vida, como en sus asuntos, se ve que don Salvador era un fantástico, con
un fondo de mitomanía y de afán por lo fabuloso. Hombres así llegan a creer en
sus invenciones, y éstas forman para ellos lo más serio y más grato de su vida.
En su laboratorio mental un poco crepuscular, mezclan lo verdadero y lo falso,
y si les convencieran de que debían vivir con la verdad escueta, no les sería
posible, tan unidas están en ellos las raíces de lo auténtico y de lo inventado. Se
puede asegurar que hombres como don Salvador son enigmas para los demás y
para sí mismos; enigmas y actores que Viven casi exclusivamente con la idea de
interesar y amenizar a su público.
CUARTA PARTE
IRADIER

EL TIPO

Hace unos años, antes de la guerra, charlaba en Vitoria con Gonzalo Manso de
Zúñiga, e íbamos a algunos pueblos de alrededor en su automóvil. Yo estaba
tomando datos para una novela de costumbres.

Iba con frecuencia a comer a un restaurante de la avenida de Dato, el


restaurante Bertrán, donde servía una guapa chica de Vera, oriunda de
Salvatierra, a quien, por su aspecto meridional y un poco samaritano, yo la
llamaba Rebeca.

Allí solía venir a buscarme Manso de Zúñiga.

—¿Y aquí no se sabe nada de Iradier, el músico? —le pregunté una vez.

—No; no he oído hablar nunca de él —me contestó.

—Pues debía de ser de Vitoria. Es extraño que no aparezca su nombre por


ninguna parte, y, en cambio, esa habanera suya, La paloma, sea todavía popular.
Ahora mismo la estaba yo oyendo por la radio.

Cuando salí de La Habana,

¡válgame Dios!,

una linda guachindanga,

que sí, señor.

—¿Y eso es de uno de Vitoria?

—Sí.

—Es una letra muy chabacana.

—Sí; algo como lo que llaman los libretistas «un monstruo»; pero la música está
bien y tiene mucho carácter. La paloma parece que ha sido sincronizada en los
Estados Unidos de cinco o seis maneras distintas. Ese Iradier debió de morir
hace mucho tiempo.

—No sé. En Vitoria hay una calle de Manuel Iradier, pero éste es el explorador
de Guinea y del Muni.

—Sí; creo que he leído su biografía. El otro, el músico, se llamaba Sebastián.

—Pues de éste no sé nada. Aquí nadie ha oído hablar de él; pero me enteraré.

Hace unos días, Manso de Zúñiga me ha enviado unas cuartillas con los datos
que ha podido encontrar sobre el músico, y de paso me ha indicado que me
dirija a don Teodoro Iradier, teniente coronel del ejército, que llamó la atención
de España hace tiempo con la organización de los exploradores o boy scouts.
Don Teodoro ha tenido la amabilidad de venir a mi casa y dejarme un cuaderno
de notas de la última época de su tío abuelo don Sebastián.

Estas referencias y alguno que otro dato me han servido para formarme una
idea, aunque no muy completa ni detallada, de la vida del autor de La paloma.

A Iradier le veo citado en el Larousse, en las Cartas de Mérimée a la condesa de


Montijo, en el Ensayo histórico de la zarzuela, de Cotarelo, y en algunas Memorias
del tiempo. Me aseguraban que se le nombra, no sé con qué motivo, en una
pieza cómica que se representaba hace años, titulada Château-Margaux.

Seguramente, insistiendo, aparecerían más detalles de la vida del músico, pero


uno es ya viejo para andar husmeando en bibliotecas y en archivos de
temperatura polar.

Las sugestiones que me han impulsado a tener curiosidad por el tipo de Iradier
son varias.

Una de ellas, la de haber oído con frecuencia a algún mozo petulante lucirse con
La paloma y cantar, alargando los calderones:

Ay, chinita, que sí.

Ay, chinita, que no.

Ay, que vente conmigo, chinita, a

donde vivo yo.


—¿De quién es esta habanera, que tanto se canta? —me preguntaba un
conocido mío.

Nadie sabía decir su procedencia.

Recuerdo también haber visto representar Las ventas de Cárdenas, pequeño


sainete, entremés o apropósito —no sé cómo se llama este género—, formado
por cuatro o cinco canciones reunidas, en beneficio de una cómica vieja, hace
más de cincuenta años, en el teatro de Recoletos. Ya no se cantaban estas Ventas
por entonces; pero la cómica lo hacía como obra de su juventud. Salía vestida
con traje de manola y calañés.

Las ventas de Cárdenas es un pasillo de Iradier. Después de oírla en Madrid, la


volví a oír en un café cantante de Sevilla. Comenzaba la relación con estos
versos:

Allá, en las ventas de Cárdenas,

cuando yo el mundo corría.

Después había una canción en francés:

Así hablaba el buen franchute:

«Les chansons de mon pays

sont les chansons de la France».

Tras el francés, venía un italiano:

Perdónate, mio signore

—le respondió el italiano—,

la canzone de Milano.

Luego no recuerdo cómo seguía. La obrita terminaba con un ¡ole! flamenco.

También de Iradier eran Los caracoles, aire que se bailaba hasta hace poco en
todos los cafés cantantes; El contrabandista y la célebre habanera de >Carmen,
L’amour est enfant de bohème, que ha recorrido el mundo entero bajo el pabellón
del músico francés Jorge Bizet.

Jamás se me ocurrió a mí que estas canciones andaluzas tan clásicas estuvieran


escritas por un vasco, por uno de Vitoria.
El alavés no dejó apenas rastro de su nombre. Muchas de sus composiciones se
las han apropiado otros músicos, y don Teodoro de Iradier me aseguraba que
en Vichy, adonde iba él con frecuencia años pasados, oía a las bandas de música
y a las orquestas tocar obras de su tío abuelo, atribuyéndolas en el programa a
otros compositores.

En cualquier país se hubieran conservado las canciones populares de un


hombre como Iradier, se le hubiese dedicado un recuerdo y quizás el tipo
serviría para una película. En el País Vasco no ha habido más que olvido.

Los vascos somos impenetrables para la cultura, magníficamente recauchutados


de indiferencia. A los treinta años se enteraron en el país de que se había escrito
una novela vasca: Ramuntcho, de Pierre Loti, que tuvo un enorme éxito. Este
descubrimiento se debió a que en Madrid se estrenó un arreglo para el teatro de
la obra, traducido del francés, que luego se representó como una novedad en
San Sebastián.

Años después quisieron poner una estatua a Loti en Fuenterrabía; pero algunas
señoras se opusieron, porque decían que Loti era de familia protestante.

El pobre Loti se pasó la vida elogiando a los vascos, sobre todo a los vascos
españoles, y le pagaron de esa manera. Si hubiera sido un futbolista, un tenor o
al menos un diputado y hubiese sabido estirar los puños en la tribuna y decir
con solemnidad: «Yo entiendo», el país se hubiera derretido de entusiasmo.

Loti, que era tradicionalista por espíritu literario, hizo más por el turismo del
País Vasco que los concejales de la parte de acá y de allá de la frontera, que no
creen posible más cultura que la de los puentes de cemento armado y los
retretes de porcelana. Esto es consecuencia de tener la vista baja y miope.

Se dirá que, en general, la gente es en todas partes lo mismo; pero hay


diferencias, no sólo entre nación y nación, sino entre provincia y provincia. El
castellano viejo del campo tiene una idea vaga del Cid y del Empecinado; el
castellano nuevo de la aldea habla de Don Quijote, de Sancho Panza y de
Quevedo; el andaluz sabe que hubo un pintor célebre que se llamó Murillo, y
unos poetas en su tierra; el campesino vasco no sabe nada de Elcano, de
Churruca o de Zumalacárregui. De la tradición no le llegan más que las
costumbres y las rutinas.

Dejando a un lado esta cuestión regional, vamos con Iradier, el músico. Éste se
llamaba Sebastián de Iradier y Samaniego. Firmaba su primer apellido con una
Y griega. La y griega al final de un apellido o de una palabra cualquiera, como
Echegaray, Monroy, Grey, me parece bien; pero al principio, como Yrizar,
Yriberri o Yradier, no lo encuentro nada bonito. No tiene tampoco su uso
alguna razón ni motivo especial para emplearse en una palabra vasca.
Únicamente si diera una grafía elegante o graciosa, valdría la pena de usarla.

Iradier es una figura atractiva, en gran parte por su curiosidad. Esta


desaparición, este hundimiento en el olvido, es muy vasco, muy característico
de un pueblo tan viejo y que no ha dejado apenas historia.

Hay muchos músicos famosos, y hasta ilustres, que tienen menos originalidad y
menos bagaje que el pobre Iradier. Hay roedores de lo antiguo y de lo popular
que sobreviven. Cuando se oyen composiciones de éstos hay que saludar, como
saludaba Rossini al oír algunas melodías de las óperas de Meyerbeer.

—Maestro, ¿se descubre usted ante el autor? —le preguntaban.

—No; me descubro ante los conocidos.

Los conocidos eran los viejos músicos, imitados o plagiados por el autor de Los
hugonotes, según Rossini.

El celebérrimo italiano, creador de El barbero de Sevilla, no se andaba tampoco


corto en llevarse a su campo los tesoros de los antiguos. En esto se podía decir,
parodiando las palabras del Evangelio: «Muchos son los saqueadores y pocos
los saqueados». Iradier fue de estos últimos.

Sebastián de Iradier, por su tipo —hay una litografía suya de cuando tenía
cuarenta años—, era un hombre elegante, esbelto, de cara larga, nariz bien
perfilada, ojos sonrientes, bigotes y melenas bien cuidadas. Parece por su planta
un compañero de Espronceda o de Zorrilla.

En el retrato viste de frac, lleva en la solapa la cruz de Isabel la Católica y una


corbata de muchas vueltas.

Por su tipo, por su vida y por algunas anécdotas suyas, que ahora conozco, se
ve que era un hombre alegre, imprevisor, que daba poca importancia a sus
obras, y que había conseguido llevar una existencia fácil y alegre.

Era la cigarra, que se pasó cantando el verano entero,

sin hacer provisiones

allá para el invierno,

como dijo, en la versión del viejo apólogo de Esopo, hecha por un fabulista
alavés, paisano y quizá pariente de Iradier, don Félix María Samaniego.
El joven Sebastián fue de mozo organista en Salvatierra, y se pasó allá parte de
la juventud. Era muy liberal y un poco libertino. Llegó en Madrid a ser profesor
del Conservatorio; después marchó a París, y anduvo con la Patti y la Alboni, en
excursión artística, por los Estados Unidos, México y Cuba. Aquí seguramente
escribió, nostálgico de una linda guachindanguita, la habanera de La paloma:

Cuando salí de La Habana,

¡válgame Dios!

Después, de vuelta de América, estuvo en Londres y en París. Fue amigo de la


condesa de Montijo y de la emperatriz Eugenia, de Mérimée, de Rossini, de
Monroy, de la Viardot, de la Malibrán y de las célebres bailarinas de la época.
Vivió a veces como un príncipe y a veces como un pobre bohemio.

Este dandy vasco, este Jorge Brummel de Vitoria, era un tanto trovador, y tenía
la tendencia de las falenas, de correr hacia las luces brillantes, aun a riesgo de
quemarse las alas.

Algunos me han dicho, hace poco, que Iradier no había nacido en el País Vasco.
No he visto su fe de bautismo. Su pariente, el coronel don Teodoro, lo
consideraba alavés. Sus dos apellidos eran también muy clásicos y muy
antiguos en la provincia de Álava.
II

DE ORGANISTA A HOMBRE DE MUNDO

En 1833, a la muerte de Femando VII, se preparaba en España la guerra carlista.


El país ardía de un extremo a otro. En el norte, en el centro y en levante iban
surgiendo partidas, con sus jefes famosos, desde la reacción de 1823, y algunos,
más famosos aún, del tiempo de la guerra de la Independencia, como el cura
Merino.

Eraso, Iturralde y el cura Echevarría, sublevados en Navarra, reconocían como


jefe único a don Tomás Zumalacárregui, escapado de Pamplona; don Santos
Ladrón se pronunciaba en la Rioja contra el gobierno, y don Valentín de
Verástegui y el brigadier Uranga organizaban los batallones realistas de Álava.

La situación de los liberales en los pueblos de las provincias del norte era muy
difícil y peligrosa; las familias que podían se escapaban a refugiarse en las
capitales.

De Salvatierra, pueblo por entonces levítico, próximo a Vitoria, habían huido los
pocos liberales de nota, dejando el campo libre a los absolutistas. Únicamente
quedaba allí, entre los partidarios de la Constitución, y eso porque no tenía
medios para marcharse, el organista de la iglesia de San Juan Bautista, don
Sebastián de Iradier y Samaniego.

Sebastián se había presentado al concurso de esta plaza en 1827, cuando no


contaba más que veinte años. Se decía que su familia era de Lanciego; pero él, al
presentarse como opositor al cargo, afirmaba en la solicitud que era hijo de
Vitoria.

A los exámenes acudieron once pretendientes: Sebastián fue considerado el


primero en el tañido a discreción, en el tañido forzado y en el acompañamiento.
Sólo en la voz fue diputado segundo. Con estas notas le dieron el cargo. La
plaza era una ganga; tenía seis reales diarios, pagaderos mensualmente, y
veinticuatro fanegas de trigo al año, «con otras utilidades de corta
consideración».

¿Era Sebastián un buen organista? Seguramente, no. Le faltaban muchas


condiciones para serlo. Primeramente, no era un místico, un espíritu religioso.
El órgano de la iglesia había sido bueno, y era ya antiguo, y estaba
recompuesto. Iradier comprendía, como músico, la grandeza del canto llano, de
la fuga y del contrapunto, que resplandecen en las obras magistrales de
Haëndel, de Bach o de Scarlatti; pero la majestad no le atraía. Menos que a él
llegaba a los fieles; así que, siempre que podía, se dedicaba a tocar melodías
más fáciles y de menor empeño.

Sebastián tenía también que improvisar en ciertas fiestas, y entonces introducía


subrepticiamente aires profanos, y tocaba en el órgano cachuchas, boleros y
seguidillas, con un ritmo que los disfrazaba. Según se dijo, llegó a tocar el
Himno de Riego, dándole un aire de canto religioso. Un verdadero escándalo.

Sebastián, que para las chicas del pueblo era Sebastianito, andaba siempre de
broma y de jaleo. Si había merienda o baile, allí estaba el organista, con su
amigo y discípulo Antonio Landazábal.

Iradier, en estas reuniones, tocaba la guitarra e improvisaba alguna seguidilla o


alguna cachucha, que luego se cantaba en el pueblo. Era un elemento, como se
decía allí.

El párroco de la iglesia de San Juan, que no veía con gusto esta vida alegre del
organista, le recomendaba que se casara pronto y sentara la cabeza. El músico
alegaba que no se había fijado en ninguna mujer.

«Claro. Te gustan todas», le decía el párroco, irónicamente.

Iradier no podía recitar con motivos fundados la canción que le gustaba repetir
a Francisco I como un reproche:

Souvent femme varie,

bien fol est qui s’y fie.

Qu’une femme souvent

n’est que une plume au vent.

Él era más voluble que nadie.

El organista de Salvatierra no se mostraba sólo calavera y disipado, sino que


presumía de ideas liberales. Esto ya, para el párroco de la iglesia de San Juan
Bautista, era demasiado.

Por entonces, Iradier cortejaba a una mujer, joven y coqueta, Juanita, casada con
un viejo. El viejo, celoso y carlista, estaba con la mosca en la oreja. Habló con los
suyos, y decidieron prender al músico y enviarle a uno de los batallones
realistas de Álava, para que le metieran en cintura o le pegaran cuatro tiros.
Sebastián, advertido por su amiga Juanita de lo que se tramaba contra él, escapó
de Salvatierra a uña de caballo, llegó a Vitoria y desde aquí escribió una carta
muy respetuosa al párroco de San Juan Bautista, diciéndole que iba a tomar una
licencia de cuatro meses y a marcharse a Madrid, con el fin de «imponerse en el
ramo de la composición».

Pasaron dos años. En el pueblo no se sabía de Iradier si se había impuesto en el


ramo de la composición; pero no había vuelto a Salvatierra, y entonces el
párroco nombró interinamente organista de la iglesia de San Juan Bautista a
Antonio Landazábal.

El cabildo escribió carta sobre carta a Sebastián; quizás había llegado a sus oídos
que el organista era un mundano, que alternaba y se divertía en los salones de
Madrid como un loco.

Iradier se disculpaba con distintos pretextos; unas veces decía que el estado de
seguridad del país con la guerra no era completo; otras, que el viaje desde
Madrid era largo y costoso; que tampoco el organista de Santa María se había
reintegrado a su puesto, etcétera, etcétera.

Los curas de Salvatierra le contestaron con imperio que volviera, y el músico


replicó que ya que su discípulo y amigo Antonio Landazábal desempeñaba a
satisfacción de todos el cargo de organista, debía seguir en él. Añadió, además,
que le debían, y que sabía que, por la miseria del tiempo, querían rebajarle el
sueldo, y en ese caso no le convenía la plaza.

Al fin, en julio de 1840, ya terminada la guerra, llegaron el cabildo e Iradier a un


acuerdo. Recibió éste la cantidad que se le adeudaba y renunció a su cargo de
organista de Salvatierra.

Las relaciones entre los curas y el músico quedaron en buenos términos, pues
para juzgar la competencia del futuro organista, el cabildo nombró como
examinador al propio don Sebastián, esperando de él, según fórmula
burocrática, obrara con la lealtad e imparcialidad que le acreditaban. El elegido
fue Antonio Landazábal.

En tanto, Iradier, en Madrid, presenciaba los muchos disturbios de la época: los


pronunciamientos, la matanza de frailes, la muerte del general Canterac en la
Puerta del Sol, el asesinato de Quesada en Hortaleza, la movilización de la
milicia nacional cuando el ejército del pretendiente se acercó a Madrid, en 1833,
y Cabrera se presentó en la Puerta de Atocha con sus guerrillas.

El músico era liberal, pero no político, y tenía bastante con pensar en su vida.
En este tiempo se hizo amigo de la gente que más bullía en la sociedad
madrileña: de Espronceda, de García Gutiérrez, de Miguel Agustín Príncipe, de
Luis González Bravo, de Ángel Fernández de los Ríos, de Campoamor, de
Agustín Azcona y de Gutiérrez de Alba.

Visitaba la casa de la marquesa de Campo Alange, de la marquesa de Perales,


de la de Legarda y de la de Castellanos. Por entonces comenzó a frecuentar el
palacio de la condesa de Montijo, en la plaza del Ángel, y su quinta de
Carabanchel.

En esta época, Iradier era ya casi un personaje. En un documento de 1840 figura


como primer maestro de solfeo para canto en el Real Conservatorio de María
Cristina, vicedirector de la Academia Filarmónica Matritense, socio de mérito
en la clase del maestro compositor y consiliario del Liceo de Madrid, catedrático
de Armonía y de Composición del Instituto Español y socio de honor de la
Academia Filarmónica de Bayona. Además de esto, daba muchas clases
particulares, con lo que debía de vivir espléndidamente.

Por entonces publicó el Album Filarmónico (1840), con dibujos de Jenaro Pérez
Villaamil, litografiados por Bachiller. Es una colección de canciones, en la que
figuran Pobre ciego, Agua va, Un adiós, Mi artillero, La esperanza, La avellanera.
Estas seis canciones tienen la letra de don Juan Peral. Hay, además, La liga de
Juana y El jubileo, letra de Campoamor; Él y ella, de Miguel Agustín Príncipe; La
beata, de Ramón Satorres; La valencia, de máscara, de García Gutiérrez, y cinco
valses.

El carácter de estas canciones es poco perfilado. En general, parecen lecciones


de canto, y quizás están escritas con tal objeto. En algunas se advierte el aire de
bailes andaluces, como el bolero, el fandango o el vito. En la letra hay una cierta
tendencia libre y volteriana. El estribillo de Mi artillero dice así:

Estas gentes de convento

jamás me han hecho tilín,

porque explican su tormento

con requiebros en latín.

Por su carácter malicioso, supongo que era del mismo Iradier una tonada del
tiempo, que yo oí cantar de chico a algunas señoras viejas, y que comenzaba
diciendo:

Mucho polvo has recogido,


la iglesia muy sucia está.

Por esta época, Iradier vivía con holgura, cobraba un buen sueldo, daba
lecciones de canto, muy bien pagadas, y vendía sus obras. Se casó y tuvo una
hija. Después se quedó viudo, y se volvió a casar. En Madrid comenzó a visitar
con más frecuencia a la condesa de Montijo. La condesa, doña María Manuela,
en su palacio de la plaza del Ángel, como en su posesión de Carabanchel,
reunía a toda la gente brillante de Madrid.

Esta señora, nacida en Málaga, tenía poco de española. Se llamaba Kirkpatrick


Closeburn y Grevigné, dos apellidos escoceses y uno galo.

Había estado casada con un militar afrancesado y tuerto. Doña Manuela no


debía de tener la intransigencia de la aristocracia tradicionalista y chapada a la
antigua. Recibía en sus salones una sociedad mezclada, en la que alternaban
títulos, políticos, escritores y artistas.

Las hijas de esta dama habían nacido con buena estrella. La mayor, Francisca,
fue con el tiempo duquesa de Alba, y la segunda, Eugenia, emperatriz de los
franceses.

Iradier dio a las dos lecciones de guitarra y de canto, y, al parecer, Eugenia era
su mejor discípula, la que daba más entonación y más gracia a las canciones
andaluzas.

Narváez, González Bravo y, cuando estaba en Madrid, el escritor francés


Próspero Mérimée, se mostraban asiduos contertulios de la condesa.

Una noche de verano se celebraba una gran verbena en la posesión de


Carabanchel. Iradier asistía a la fiesta de frac y de corbata blanca. Las señoras le
rodeaban. El músico se mostraba, como siempre, alegre y decidor. A
medianoche habían tenido un refrigerio con helados, y algunos, más castizos,
habían optado por el chocolate y los buñuelos.

La condesa se acercó a Iradier y le preguntó:

—¿Y no tiene usted ninguna canción nueva que cantarnos, maestro?

—A mi discípula, la señorita de Cueto, que está aquí, le he enseñado el otro día


unas boleras sevillanas. Si ella quiere cantarlas, yo la acompañaré, aunque aquí
no tengo instrumento para acompañarla.

—¿Y no le bastará a usted una guitarra?


—Sí; venga.

Llamaron a la señorita de Cueto, la convencieron para que cantase, templó el


maestro la guitarra y la discípula entonó estas coplas:

Échale a tus ojuelos

un picaporte,

para cuando los cierres

que yo oiga el golpe;

mas si los cierras,

nos quedaremos todos

como en tinieblas.

Es amor, en ausencia,

como la sombra,

que cuanto más se aleja,

más cuerpo toma;

ausencia es aire

que apaga el fuego chico

y enciende el grande.

En la verbena de Carabanchel, al terminar la canción, todos los invitados


aplaudieron estruendosamente, tanto a la señorita de Cueto como a Iradier.

Al despedirse el maestro y la discípula, para volver a Madrid, los que asistían a


la fiesta los acompañaron a los dos hasta la salida de la posesión, algunos con
antorchas encendidas en la mano, y al subir a la calesa que los esperaba, hubo
nuevos vítores y aclamaciones.

En uno de los primeros números de La Ilustración, de Madrid, se cuenta que al ir


la emperatriz Eugenia en un barco a la inauguración del canal de Suez, los
españoles se acercaron en lanchas a darle una serenata, y cantaron canciones
andaluzas.
La emperatriz, que los oía arrimada a la borda, les dijo:

—Cantad aquello que tiene la letra de:

Es el amor, bien mío,

como la sombra,

cuanto más apartado,

más cuerpo toma.

La ausencia es aire

que apaga el fuego chico

y enciende el grande.

No sé si esta seguidilla ha tenido música propia; supongo que la emperatriz


Eugenia, al recordarla, pensaba en Iradier, su maestro de canto, y en los boleros
sevillanos, que había oído en Carabanchel en su primera juventud.
III

CANCIONES

No tengo una cronología exacta ni aproximada de la vida de Iradier; no conozco


fechas.

Al parecer, desde 1840 al 1850 nuestro músico llevaba una vida fácil y cómoda
en Madrid. Daba sus clases en el Conservatorio y sus lecciones a particulares,
ganaba dinero en abundancia y lo gastaba alegremente.

Pasearía en el Prado, daría una vuelta por la calle de la Montera y la Carrera de


San Jerónimo; iría al café, cenaría con frecuencia fuera de casa y asistiría, por la
noche, al teatro con sus amigos músicos, Carnicer, Saldoni, Espín y Fuertes.

Es muy probable que en la tertulia de la condesa de Montijo conociera a Tomás


Rodríguez Rubí, archivero de la casa, malagueño, y que por entonces no
escribía comedias, sino que hacía versos, que publicó, con el título de Poesías
andaluzas, en 1841.

Por la misma época, aproximadamente, cultivaron un género popular parecido


Agustín Azcona, autor de comedias y sainetes madrileños, a estilo de don
Ramón de la Cruz; González Bravo, el político; L.M. de Azcutia, que escribió
varias obras en verso; Ramón Satorres, Ayguals de Izco, que era algo menos
malo como poeta que como novelista; J.B. Sandoval, Eulate, Bouligny y otro tipo
curioso: José María Gutiérrez de Alba, autor de la primera revista cómica que se
presentó en España, titulada Desde 1846 a 1865, y del drama Diego Corrientes.
También cultivaron el género andalucista Sanz Pérez, en Los celos del tío Macaco
y en El tío Canillitas, y Ramón Franquelo, en El corazón de un bandido.

Algunos de estos autores impulsaron a Iradier a cultivar la música flamenca.

En la colección de canciones suyas, publicadas por la Unión Musical Española,


que es de unas ciento diez a ciento quince, no consta la fecha en que se cantaron
por primera vez.

Algunas de éstas se publicaron en un semanario de Vitoria titulado El mosaico,


que debió de alcanzar vida corta.

De las canciones, las que tienen aire andaluz o madrileño, deben de ser, en su
mayoría, de esa época, de 1840 al 1850; las de motivos cubanos o mexicanos se
puede suponer que las escribió después de su viaje a América, porque tienen
una serie de palabras y modismos ultramarinos que no es muy probable que el
autor los oyera en Madrid.
Muchas de estas canciones andaluzas y madrileñas están dedicadas a gentes de
alta posición, entre ellas la condesa de Montijo, la duquesa de Villahermosa, la
marquesa de Campo Alange, el marqués de Santiago, etcétera; algunas a
señoritas extranjeras, como la de D’Arthez y la de Scott. Hay una dedicada «A
una morena muy gachona». Abundan en ella las palabras en caló. En todas se
especifica de quién es la letra. La mayoría es del mismo Iradier, que no repara
en ripio más o menos. Cuando al músico le falta una frase, pone: «¡Válgame
Dios!» o «¡Ay puñalá!», venga o no venga muy a cuento.

En todas sus composiciones se nota la alegría y la inconsciencia del autor.

Entre las de más éxito están dos, con letra de Azcona: El banderillero y La
cigarrera.

El banderillero comienza así:

La cabeza es siempre el norte

de quien rema en este mar;

se le da al bicho un recorte,

y ya no hay que recelar.

La letra de La cigarrera recuerda la de La Gran Vía y las del género chico de hace
años, en las cuales un tipo da explicaciones sobre su vida.

A las cuatro me levanto;

a las cinco, el chocolate;

a las seis, lío el petate;

a las siete, a trabajar,

y entero en un jornal saco

de cigarros un millar.

Pues pa repique, San Ginés,

me sale ya a mí el tabaco

por las plantas de los pies.


Hay otra canción andaluza, ¡Alza, puñalá!, con letra de B.J. Bouligny. Este señor,
de apellido francés, se dedicaba, sin duda, al flamenquismo más delicuescente.

Otra muanza, morena.

¡Ju, ju, qué piececito!

Otra copla, compadrito,

que está la gente pará.

¡Alza, puñalá!

¡Vaya un alma bien templá!

No tiene esto carácter de Teócrito ni de Anacreonte, pero quizás hiciera su


efecto.

Los baños de Carratraca, con versos filosóficos y pedregosos de Rodríguez Rubí,


tuvieron gran éxito en la época, y eso que la relación parece un catálogo de
objetos y de molestias:

Vosotras, que prendidas de rosas y albahacas,

venís a Carratraca, huyendo del calor;

pues con sus frescas aguas y límpidos raudales

curáis todos los males, menos el mal de amor;

vosotros, jugadores, que en esta mansión grata

el Río de la Plata buscáis con tanto afán;

vetustas antiguallas, que en prolongados años

halláis en estos baños las aguas del Jordán;

galanes macarenos, que andáis con calentura,

que aquí de una aventura venís siempre detrás,

y al fin de la jornada os vais de angustia llenos,

con una ilusión menos y un alifafe más.


Iradier, en la letra de sus canciones, no pretendía ni moralizar ni ser académico.
Las palabras le servían para cantarlas.

«De la musique avant toute chose», como decía Verlaine.

Hay varias muestras de la versificación de nuestro alavés, poco parnasiana.

Ahí está el Cataplún:

Los ojillos de la viuda

van diciendo por la calle:

«Este edificio se alquila,

porque no lo habita nadie».

¡Ay fortunilla!

¡Ay, quién fuera zapatito

de tu pulidito pie,

para ver las maravillas

que tu zapatito ve!

Otra manifestación poética del numen de nuestro músico son las seguidillas de
El picaporte, probablemente tomadas de alguna canción popular:

Tantas estrellas

no brillan en el cielo

como brillaban antes

que tú nacieras.

La causa es ésta:

que Dios puso en tus ojos

las dos más bellas.

Cajas de guerra
son tus ojos bribones,

que tocan retirada

cuando los cierras,

llamada y tropa

cuando al rabillo llegan.

Se puede hacer un ligero ensayo de clasificación de las canciones de Iradier por


sus asuntos.

De tipos populares hizo: La calesera, El charrán, El banderillero, El matón, El


melonero, El naranjero, La pamplinera, El requesonero, La manola, La molinera, El
carpintero, El sacristán, La moza, El estudiante, La criada, La naranjera, La cigarrera,
La coqueta, El picador, El torero, El contrabandista, El jaque, El mocito del barrio, La
gitana, Los pollos, El macareno, El londito, La Rita, María Dolores, La Lola, La rubia de
los lunares, Rosilla, La Juanita, La mala jembra, Currilla la serrana, Doña Facundia, La
rosa española, La Currela, Pedro La Cambra, etcétera.

Se ve aquí la influencia del amor de la época por lo pintoresco, reflejado en


libros como Los españoles pintados por sí mismos, en los dibujos de Alenza y de
Villaamil y después en los de Ortego.

Canciones regionales hay en la colección de Iradier varias: La Calahorra, La perla


de Andalucía, La sevillana, El valiente del Perchel, La perla de Triana, Las ventas de
Cárdenas.

De escenas populares: ¡Alza, puñalá!, Las amonestaciones, Café caliente, La bofetá,


El patatús, La estudiantina, Las calabazas, La cita, El miriñaque.

Con temas más o menos románticos: La inocencia, El recuerdo, Declaración, Una


ingrata, ¡Ay chinita!, El empalago, El goloso, Los ojos negros, Ni amo ni olvido, El
ruiseñor, Un imposible, El encanto, La del vestido azul, La mantilla de tisú, El arrullo,
Si será amor, El suspiro, La flor de la canela, La esperanza, A veces quien más mira,
menos ve.

A todo esto hay que añadir los bailes: Las boleras sevillanas, Los caracoles, Las
seguidillas del picaporte, Vals de amor, La rondalla, La Cachucha, La jota aragonesa, La
jota de los toros, etcétera.

Es curioso que a este alavés no se le ocurriera nunca hacer alguna canción o


algún baile vasco. Los ritmos de la tierra natal no le atraían.
De todas sus canciones, las que tuvieron más éxito fueron: La calesera, Las ventas
de Cárdenas, populares en España; El chiclanero, que cantaban Madame Rossio y
Didier Ronconi en los salones aristocráticos de Londres, y después La paloma.

Iradier, en 1850, debía de vivir bien en Madrid. Sin embargo, se dispuso a


marcharse a París. ¿Era por saber que la condesa de Montijo y sus hijas lucían
en las fiestas parisienses del palacio del Elíseo, y se decía que Eugenia se iba a
casar con Napoleón III? ¿Era cansancio? El caso fue que el músico se trasladó a
las orillas del Sena y que tuvo éxito en los salones.

Las primeras personas que conoció en París fueron los amigos de la condesa de
Montijo y de Mérimée: Luis Viardot, que había sido director del Teatro Italiano;
Toribio Calzado, el empresario; el escritor Luis Lurine, nacido en España; el
cantante Jorge Ronconi y el guitarrista Huerta.

Pronto el alavés levantó el vuelo, y conoció el París brillante del teatro y de los
salones. Fue amigo de María Taglioni, de la Fanny Essler, de Lola Montes, de
Carlota Crisi y de la Cerrito, las más famosas estrellas de la coreografía de la
época.

Paulina García, después Madame Vilardot, hermana de la Malibrán, hija del


famoso cantor sevillano Manuel García, le quiso dar a conocer entre sus
relaciones.

Las bailarinas le pedían bailes, cachuchas, boleros y fandangos.

Conoció también Iradier a la célebre tiple Marietta Alboni, que estaba


preparando una expedición artística a América. La Alboni iba a llevar con ella a
una niña prodigio, que cantaba maravillosamente, que no tenía más que ocho o
nueve años y que se llamaba Adelina Patti.

—¿Por qué no viene usted con nosotros, maestro? —le preguntó la Alboni a
Iradier.

—Pero ¿usted cree que puedo yo tener allí algún éxito, Marietta? —Claro que sí.
Puede usted venir con confianza. Si quiere usted, yo me encargo de todo. Yo soy
la empresaria.

—Pues entonces, nada. Me tiene usted a su disposición. Iré; tocaré, si es


necesario, el órgano, el piano, la guitarra o las castañuelas.

El alegre alavés se dispuso a dejar París, donde se encontraba bien, y a


marcharse a América a probar la ventura.
IV

ERRANTES

La niña prodigio que iba a acompañar a Marietta Alboni a dar conciertos en


América se llamaba Adelina. Era hija del Signor Salvador Patti y de la Signora
Barilli, ambos cantantes. Además Patti había nacido en Madrid en 1843.

La niña prometía. «Questa bambina fará una grandissima carriera», había dicho el
tenor veneciano Giorgio Ronconi. «Elle chante comme un rossignol», afirmó el
maestro Auber.

La Alboni tenía una voz magnífica de contralto, muy extensa, y una cierta
tendencia a la obesidad. No había posible rivalidad entre ella y la niña prodigio,
flaca como la estampa de la golosina, y que prometía, si no se malograba, ser
una tiple ligera, con una magnífica voz de soprano sfogato.

El grupo de músicos y cantantes patroneados por la Alboni, que poseía


condiciones prácticas de empresaria, marchó a Nueva York, y empezó sus
conciertos en el salón de Fripple-Hall.

La pequeña Patti tenía enormes éxitos. El pianista americano Gottschalk la


acompañaba en el piano. El Signor Patti se apoderaba del dinero de su hija —
por su bien, naturalmente—, y la Signora Barilli, su madre, la miraba con
admiración y melancolía, porque con el nacimiento de su hija había perdido
casi por completo la voz.

La Alboni no se sentía celosa. Cosechaba grandes aplausos y los éxitos de los


demás repercutían en su bolsillo de empresaria.

Iradier no pretendía competir con los divos y las estrellas, dirigía a veces la
orquesta, tocaba el piano y la guitarra; era con frecuencia invitado en las casas
particulares y gastaba su dinero a manos llenas.

Su condición de maestro de la que iba a ser emperatriz de los franceses,


conocida por el público, se cotizaba y le daba importancia. Realmente, no hay
gente tan partidaria de la aristocracia como los demócratas. Los yanquis se
derretían pensando que el elegante alavés era hombre que visitaba el palacio de
las Tullerías y alternaba con princesas y con damas de la alta crema parisiense.

Los de la compañía de la Alboni, después de actuar en Nueva York, fueron a


Boston, a Filadelfia, a Nueva Orleans, a México, y a La Habana. Aquí la voz de
la niña prodigio dio lugar a manifestaciones de entusiasmo delirante.
Iradier tuvo también gran éxito. Fue invitado a muchas casas particulares.

El maestro alavés se dedicó a escribir habaneras. Una de ellas es La mexicana,


dedicada a la Patti, con letra del autor:

Me llamo Aurora,

soy mexicana,

y allá en La Habana

yo me crié;

pero mis padres

con Dios se fueron,

pues se murieron,

sola quedé.

Compuso también otras habaneras, El arreglito, El chin, chin, chan, Las


amonestaciones, La paloma, todas ellas con letra un tanto descuidada y ripiosa.

El chin, chin, chan comienza así:

¿Qué tienes en esa cara,

que tanto gusto me da;

que si te ríes me río;

si me miras, puñalá?

Y cuando me haces un cariñito,

Ave María, lo que me da.

Las amonestaciones, un tanto sentimentales, tampoco son muy épicas:

Cuando a ti te estén ciñendo

la sortija de brillantes,

a mí me estarán poniendo
cuatro velas por delante.

Entre las habaneras de Iradier, La paloma es de las más clásicas. Eso de:

Si a tu ventana llega

una paloma,

trátala con cariño,

que es mi persona,

tiene, por la fuerza del consonante, cierto aire espiritista y de transmigración de


almas.

¡Un maestro de música convertido en paloma! Esto me recuerda un tanto la


aserción de la familia de un teósofo, muerto no hace mucho, que tenía noticias
de que su pariente había encarnado en un gallo de Madagascar. Se puede
suponer que el gallo en el país de los malgachos cantaría de una manera
teosófica.

Aunque la letra de La paloma sea un poco absurda, hay que pensar que la
música debe de estar bien en su género cuando ha sobrevivido más de ochenta
años.

¿Qué le pasó a nuestro Iradier con la linda guachindanga, cuando le llama su


chinita con tanto cariño?

¡Ay chinita, que sí!

¡Ay que dame tu amor!

¡Ay que vente conmigo, chinita,

a donde vivo yo!

No sabemos si el músico vitoriano, ya talludito, tuvo una aventura tropical de


amor, de zona tórrida, o si fue todo jarabe de pico.

De La Habana, la compañía filarmónica, que acompañaba a la Patti y a la


Alboni, pasó a la América del Sur, dejando por todas partes un reguero de
escalas y de gorgoritos. Llegaron músicos y cantantes a los pueblos del Pacífico,
anduvieron como cómicos de la legua e hicieron una vida de bohemios y de
aventureros.
Pasados muchos meses, volvieron todos los artistas a Nueva York. Aquí se hizo
el reparto de las ganancias, y el Signor Salvatore Patti debió de embolsarse una
magnífica cantidad de dinero. Siempre pensando, naturalmente, en el interés de
la niña prodigio.

En Nueva York, Iradier quedó algún tiempo dando lecciones de guitarra y de


canto a las hijas de comerciantes ricos, que querían imitar las gracias de la
emperatriz Eugenia. Cuando se cansó, nuestro músico retornó a Europa;
primero a Londres y después a París.

En Londres tuvo un momento de éxito. La Signora Rossio y Didier Ronconi


pusieron a la moda en las casas aristocráticas sus habaneras y sus aires
andaluces.

De Londres fue a París. Su antigua discípula de canto y de guitarra, Eugenia de


Guzmán, era ya la emperatriz de los franceses. Se había casado con Napoleón
III a principios de 1853.

«He visto a Iradier», dice Mérimée en una carta de junio de 1854, dirigida a la
condesa de Montijo; «está rodeado de damas, como en Madrid.»

La emperatriz nombró a Iradier oficialmente su profesor de canto.

Por entonces se empezaron a popularizar algunas canciones suyas, con letra en


francés. La letra francesa era mejor, un poco más literaria que la española. La
escribieron, entre otros, el marqués de Lonlay y Tagliafico. Eugenio de Lonlay,
personaje mundano, hacía versos, y había puesto letra a una cachucha que
cantaba y bailaba la célebre bailarina Fanny Essler. La calesera, con letra de
Lonlay, comienza así:

De tes deux mules coquettes

qu’avec espoir je regarde

j’entends le bruit des clochettes

qui retentit dans Grenade.

Luego hay una imitación clara del bolero La andaluza, de Alfredo de Musset.

Musset termina las coplas de su bolero, diciendo:

Allons!, la belle nuit d’eté!


Je veux ce soir des serénades!

À faire damner les alcades

de Tolose au Guadalété!

El marqués de Lonlay transcribe:

Tu pinces de la guitare

et donnes des sérénades

comme on le fait en Navarre

à dammer tous les alcades.

El contrabandista, con letra de Tagliafico, principia de este modo:

Lorsque flambent les cigares

que pétille le Xérez

j’aime a chanter aux guitares

les yeux noirs de Dolorès.

La segunda parte comienza:

Mais prends garde!, mais prends garde!

On s’avance dans l’ombre sans bruit.

C’est la garde, c’est la garde,

c’est la garde, la garde de nuit.

Todo eso, evidentemente, es la España de pandereta, pero inofensiva y graciosa.

Es una anticipación de la Carmen, de Bizet. La música tiene también aire


bizetiano, porque reúne el carácter y el ritmo vivo de lo español con la media
tinta francesa.

Un crítico, al hablar de El contrabandista, dice: «He aquí uno de esos cantos, de


un sabor completamente local, que el sencillo aficionado no sabrá abordar sin
peligro. Es algo que se debe cantar con el diablo en el cuerpo, con voz, postura y
gesto especial. Grandes artistas, como los que interpretan ordinariamente los
sainetes de Iradier, pueden únicamente dar a estas cálidas creaciones el relieve
y el acento exigidos».

De La calesera dice el mismo autor: «Madame Viardot y Madame Nantier-Didiée


han puesto a la moda las encantadoras creaciones de Iradier, tan llenas de
acento y de color local. Estas pequeñas obras maestras exigen la reunión del
talento mímico a la habilidad vocal, y son de una ejecución muy difícil, que las
hace casi inabordables a los aficionados de tercera clase y a los virtuosos
habituales a los salones».

Madame Nantier-Didiée era una cantante de fama. Comenzó en París en el


teatro de los italianos. Estuvo tres años en Londres, desde 1853. Después fue a
los Estados Unidos, y de aquí a la Ópera de San Petersburgo.

Madame Viardot —Paulina García— era una mujer muy inteligente y muy
atractiva, con una voz extraordinaria de mezzo-soprano. Sabía cuatro o cinco
idiomas; era muy amable; tenía una tertulia en su casa, a la que acudían
escritores y artistas, entre ellos el novelista ruso Turgueniev.

Seguramente Iradier conoció y habló con el autor de Humo y de Tierras vírgenes,


pero no le debió de interesar. Le parecería únicamente un señor alto, con unas
barbas y una voz atiplada.

Entre 1854 y 1864 no hay noticias concretas de Iradier. El hombre debió de ir y


venir de aquí para allá, de Madrid a París, de París a Londres. Daba lecciones en
capitales de provincias, y estaba siempre en movimiento.

Próspero Mérimée, en su correspondencia con la condesa de Montijo, dice, en


noviembre de 1859: «Espero que el pequeño Juanito esté restablecido del todo, y
que la señorita de Iradier haya sobrevivido a mi partida».

Unos meses después, en febrero de 1860, pregunta: «¿Cómo va la señorita de


Iradier?».

Nuestro músico, de sus dos matrimonios, tuvo un hijo y una hija. La hija,
Matilde, muy atractiva, se casó con un inglés rico, que se enamoró
perdidadamente de ella, y se fue con su marido a Cuba. El hijo, médico, se
marchó también a las Antillas.

Sin duda, los dos habían oído decir a su padre que aquello era un paraíso, la
flor de la canela, como el título de una de sus canciones.
V

EL FINAL DEL MÚSICO Y LA HABANERA DE CARMEN

En 1865, Iradier estaba en París. En el cuaderno de los últimos años de su


existencia, en donde escribía algunas notas, y que conservaba su pariente don
Teodoro, se le ve al músico visitando a algunos editores que publicaban sus
canciones, entre ellos uno de la Rué Vivienne.

Iradier vivía en bohemio, en un hotel de la Rué Fontaine, entre la Rué Pigalle y


el bulevar de Clichy. Enviaba sus camisas a planchar a una mujer de la
vecindad; compraba cuellos y corbatas blancas para presentarse en las casas
donde le invitaban, y comía unas veces en palacios y otras en tabernas.

El músico hablaba el francés de la calle y se entendía a la perfección con la


dueña del hotel y con Nanette o con Fifi, que le cosían los botones del chaleco
blanco o del frac, que llevaba a las reuniones elegantes o a la casa aristocrática
donde daba lección de canto o de guitarra.

En su cuaderno, Iradier escribe el borrador de una carta dirigida a una señorita,


cuyo nombre no indica.

«Yo quisiera saber», le dice, «correctamente el francés. Me encuentro obligado a


viajar por Francia y a escribir cartas a personas de la buena sociedad, y me
avergüenzo de hacerlo con faltas de ortografía. Yo quisiera que usted me diera
una lección diaria y me corrigiera severamente mis faltas ortográficas y de
pronunciación.»

En el cuaderno hay un proyecto de periódico que ha ideado Iradier, proyecto


verdaderamente cándido.

El periódico se llamaría El Parisién, diario universal en español, redactado en


París.

Esta hoja saldría a las cuatro de la tarde, y traería noticias de todos los países, y
hablaría principalmente de teatros, conciertos, bodas, bautizos, etcétera.

Para la creación de esta fantasía tipográfica no contaba más que con cuatro
redactores: don Víctor de Landaluce, don Sebastián Iradier, don Juan del Peral y
otro que guardaba el incógnito. Con tan pocos elementos no es raro pensar que
la empresa fracasara.

Nuestro músico parece que había tenido algún dinero en casa del banquero
Murriera, de Londres, y en la de Abaroa, de la calle de Richelieu, en París; pero
se le había acabado y el pobre hombre andaba a la cuarta pregunta.

Me figuro que escribiría sus canciones en la cama, y que muchas veces comería
también en ella y se levantaría para ponerse el frac e ir a alguna reunión.

En el cuaderno indica los libros que tenía en el hotel, en una maleta, que no eran
muchos.

De música guardaba el Don Juan de Mozart; El barbero de Sevilla y el Stabat


Mater, de Rossini; Lucía y Elixir de amor, de Donizetti, y algún método de solfeo.
De literatura tenía Las confesiones, de Juan Jacobo Rousseau, un tomo de poesías
de Alfredo de Musset y otro de Zorrilla, un volumen de Próspero Mérimée y
algunos versos italianos. Su biblioteca era bien pobre.

Algunos me han dicho que es posible que en esta época el compositor francés
Jorge Bizet conociera a Iradier. No hay dato alguno que lo compruebe. Por
entonces, el autor de Carmen, nacido en 1839, tendría veinticinco años.

La suposición del conocimiento de ambos músicos —el uno célebre después y el


otro oscuro— parte de que hay una influencia visible de Iradier en la música de
Carmen. Yo sospecho que Bizet no sólo aceptó la habanera del alavés para su
ópera, sino que le tomó también algunos pequeños detalles. Esto no tiene
importancia. De todos modos, el francés es de fama universal, y el vasco no ha
dejado ni siquiera su nombre en sus canciones, porque se lo han escamoteado.
Al hombre no se le ocurrió hacer una labor de conjunto; quizá no sabía bastante
para ello. Vivió al día con facilidad y sin la preocupación de la gloria. Para él la
gloria eran unos aplausos en un salón, una copa de champaña, una sonrisa de
bellas damas y nada más. Era un poco trovador.

Algo parecido a él fue Iparraguirre, el guipuzcoano; pero éste tenía otro


carácter, y, a pesar de vivir como un pobre, había en él un fondo de intuición y
de orientación por la gloria.

Iparraguirre, que no frecuentó más que tabernas y posadas, se sentía un bardo.


El guipuzcoano comprendía que el cantor de un pueblo, aunque fuera pequeño,
podía llegar a ser importante.

Para Iradier, la posteridad no contaba. Era de los que seguían el precepto de


Horacio: «Carpe diem quam minimum credula postero», que alguno ha traducido,
amplificándolo un poco: «Coge la flor del día, sin cuidar demasiado de la de
mañana».

Seguramente nuestro alavés no dio nunca importancia a sus canciones, ni las


tomó en serio. Era un tipo despreocupado y voluble. Si hubiera trabajado en su
arte con más perseverancia, hubiese sido un músico notable. Todo lo que hizo
tiene siempre un aire de distinción y de finura.

En el cuaderno de su época final de París se queja de padecer una enfermedad


de ojos, y quizá por este motivo se fue a Vitoria, pensando que en su tierra se le
curarían los achaques.

Se instaló en Vitoria, visitó a sus amigos, habló de sus viajes, contó anécdotas.

A su pueblo no había llegado su fama. No se le tomaba en serio. Se le


consideraba como un tipo «chirene», como dicen en Bilbao.

Un día se presentó en Salvatierra, en casa de su amigo y discípulo el organista


de la iglesia de San Juan, Antonio Landazábal. Le recibieron en triunfo, y todas
sus antiguas amigas —entre ellas doña Juanita, la que coqueteaba con él en sus
tiempos de juventud— fueron a saludarle. Hacía ya cuarenta años que no le
veían, y le encontraron muy viejo.

«El pobre Sebastianito no es ni la sombra de lo que era antes», dijeron.

A ellas, aunque no lo creyeran, les pasaba lo mismo.

Le dijeron que cantara algo de su repertorio. Landazábal trajo su guitarra, y don


Sebastián cantó con voz cascada La paloma.

Todas las señoras, hasta doña Juanita, encontraban que la letra era muy verde,
muy escandalosa. Doña Petra, doña Ramona y doña Tecla se hicieron cruces al
oír frases tan inmorales como esa de:

¡Ay, que vente conmigo, chinita,

a donde vivo yo!

Poco después, Iradier murió. Una nota del cuaderno de don Teodoro dice: «El
tío Sebastián murió en Vitoria el 6 de diciembre de 1865, y está enterrado en el
cementerio de Santa Isabel, en el panteón antiguo de la familia, donde están
asimismo el abuelo Benito y la abuela María».

Gonzalo Manso de Zúñiga me dice en su carta:

«Respecto a su muerte, he visto la lápida del cementerio, y en ella consta que


falleció el 6 de diciembre de 1865; pero como todo parece estar en contra de este
señor, no consta en el libro de registro del cementerio la entrada de su cuerpo
en aquel recinto. Por cierto que a pocos pasos está la tumba del general don
Bruno Villarreal, que me parece que saca usted en alguna de sus novelas de
Aviraneta».

No sé si algún erudito tendrá la curiosidad de aclarar la fecha exacta de la


muerte de Iradier.

A Iradier le pasó como a la cigarra en la historia de la cigarra y la hormiga, que


puso en versos maliciosos Samaniego, su lejano pariente, y que antes había
figurado en los apólogos de Esopo y de La Fontaine.

Cantando la cigarra

pasó el verano entero,

sin hacer provisiones

allá para el invierno.

Un punto difícil de explicar es por qué en la partitura de la ópera Carmen no


consta que el autor de la habanera L’amour est enfant de bohème es Iradier.

En una biografía francesa de Bizet se dice que éste compró la canción de Iradier
porque le parecía la más propia del momento en que la gitana seduce a don
José. Nunca se han hecho esta clase de compras. Bizet estrenó su ópera once
años después de marcharse Iradier de París. Es muy difícil creer que años antes
de estrenarla el compositor francés tuviese escrita su obra.

Otros han afirmado que la tiple que representó por primera vez la ópera, y que
hacía el papel de Carmen, fue la que eligió la habanera de Iradier, porque veía
en ella un motivo de lucimiento. Esto no parece muy probable en un teatro bien
organizado. No creo que un cantante tenga el arbitrio de elegir una canción a su
gusto y de ponerla en una ópera aquí o allí. La obra de Bizet se estrenó en París
el 3 de mayo de 1875. El papel de Carmen lo cantó la Galli-Marié.

Esta Galli-Marié parece que era una de las mejores cantantes y cómicas del
Teatro Lírico de París. Tenía entonces treinta y cinco años, y estaba en el
completo dominio de sus facultades.

La exuberancia y la violencia de su temperamento se prestaban mucho para el


papel de gitana instintiva y fogosa, y es muy posible que ella indicase la
habanera de Iradier para el momento en que Carmen seduce al sargento vasco y
le echa las flores que saca de su corsé; pero si ella lo indicó, la idea,
seguramente, la aceptó Bizet, porque no creo que haya la costumbre de que una
cantante intercale en una ópera una canción porque a ella se le ocurra.
Esta opinión la veo confirmada en una cita de un libro francés moderno,
titulado Initiation à la musique, que me envía Gonzalo Manso de Zúñiga. La cita
que se refiere a Bizet dice así:

«Habanera. El motivo musical fue tomado por Bizet a un cierto Iradier, maestro
de canto de la emperatriz de los franceses, compositor mediocre de canciones
españolas, a petición de la Galli-Marié, primera intérprete de Carmen, y que
había querido para su entrada una música de éxito. No hay que decir que si el
éxito llegó fue debido a los retoques que dio Bizet a una melodía banal y a las
armonías encantadoras expresadas por el acompañamiento».

Aquí el francés intransigente se muestra de cuerpo entero.

Se dice que en las partes, el plagio, es decir, el robo, debe ir seguido del
asesinato. Bastante muerto y asesinado estaba Iradier para ensañarse con él, ya
en su tumba; pero el francés patriotero no le perdona en este caso al músico
español el haber sido plagiado por un compatriota célebre, como el autor de
Carmen.

Ejemplos de estos plagios hay en los músicos más ilustres, y se dice que Mozart
tomó un trozo de la ópera, cosa rara, de un español, Martini, de Valencia, y lo
intercaló en su Don Juan.

Es una cosa curiosa la aportación de lo vasco a la ópera de Bizet, a pesar de ser


nosotros tan poco flamencos. Carmen es una gitana vasca, de Echalar; don José
y Micaela son vascos, de Elizondo; hay un oficial —Zúñiga— vasco de apellido,
y, por último, el autor de la habanera L’amour est enfant de bohème es un vasco, de
Vitoria o de un pueblo de los alrededores.

Esta colaboración vascónica en una obra flamenca, de sensualidad y de


erotismo, puede que les parezca a los vasquistas poco plausible. Se puede
suponer que a ellos y a mí nos hubiera gustado más colaborar en Freychutz o en
Oberon, de Weber, que no en este escenario de toreros y de gitanos.

Las raíces de la ópera Carmen, que da al espectador una impresión tan


homogénea, son un poco múltiples.

El inventor del mito es un parisiense, Próspero Mérimée; uno de los libretistas,


Halévy, es judío; los personajes principales, vascos, y el escenario, Sevilla y
Sierra Morena.

Entre las fuentes musicales de la obra, una de las ocultas es la de Iradier, el


alavés, oscuro, desconocido, que pasó por el mundo como un bohemio, dejando
por donde fue una sonrisa y una canción.
Ahora, mientras corrijo este libro de Memorias en que hablo del músico alavés,
oigo a una criada de la vecindad, que canta a voz en grito la habanera La paloma.

¡Qué extraño caso! Iradier, probablemente, creyó que sus cachuchas, boleros y
fandangos no tenían importancia, que no eran más que juegos, bromas
pasajeras, y, sin embargo, al cabo de los cien años, todavía se cantan sus
canciones por gentes que no saben quién es el autor ni han oído jamás su
nombre.

El caso contrario es más frecuente: el del hombre que cree que ha hecho algo,
algo que supone que es trascendental y perenne, como la pirámide de Cheops, y
en pocos años se desvanece su nombre y se olvida su obra.

En esto se puede decir la frase evangélica: «Unos son los llamados y otros los
elegidos».
QUINTA PARTE
LA EXPEDICIÓN DE GÓMEZ

EL PROTAGONISTA

Yo he tenido gran afición por el reporterismo. Si no lo he practicado en época


pasada fue, más que por otra cosa, porque no encontré periódico que me los
encargara. El reportaje que yo hubiera hecho con gusto hubiera sido el
semigeográfico, semisocial. Ahora, el reportaje político, ése ya no me interesa.
Tampoco me interesa el estético y el arqueológico.

No pude hacer reportajes más que ya de viejo, y por dentro de España, cuando
ya era uno algo conocido. De joven los hubiera hecho con mucho gusto; ahora,
si hubieran tenido éxito o no, eso, naturalmente, no lo puedo saber.

A principios de siglo escribí unos artículos en Los Lunes de «El Imparcial», sobre
tierras de Soria y el monte Urbión, y algún oficinista me escribió en un volante
de un ministerio una carta muy irritada, diciéndome que yo no había estado en
este monte y que no contaba más que mentiras.

¡Qué estupidez!

¡Ni que el pico de Urbión fuera el Kilimanjaro! Por cierto, Espinosa Echevarría,
hombre curioso, viajante de comercio de telas, que ahorraba durante unos
meses para ir después en la bodega de un barco a la India, al África o a las islas
Chinchas a pasar fatigas y trabajos, subió a la cima del Kilimanjaro. Se puede
suponer que estas fatigas y trabajos le gustaban.

Es muy agradable recorrer un país cualquiera con buen tiempo, siempre que no
sea una estepa árida y desierta. Teniendo conocimientos geográficos, geológicos
e históricos, es más agradable aún. En este caso, el país está impregnado de
recuerdos, de sugestión y de explicaciones, y hasta lo que parece desolación y
abandono se llena de figuras y de recuerdos.

Ya en unos viajes con J. Ortega y Gasset, entre discusiones literarias, le oíamos


al profesor Dantín Cereceda hablar de la formación geológica de unos terrenos
y de sus cambios y transformaciones como quien oye una anécdota dramática e
interesante.
II

La expedición de Gómez fue la más curiosa de las militares de la guerra carlista.


Ahora que han pasado más de cien años que se llevó a cabo, no queda de ella
más que un ligero rastro, un vago recuerdo, y eso en muy pocos lugares.

Gómez y sus fuerzas trazaron muchas vueltas y revueltas sobre el mapa de


España. Es difícil seguirlos en su trayectoria. Exigiría marchar a caballo y pasar
seis meses, como pasó él, haciendo zigzags por la península.

Don Miguel Gómez y Damas fue uno de los militares más célebres de la
primera guerra civil.

Muy discutido en su tiempo por su famosa expedición, después cayó su


recuerdo en la oscuridad y quedó completamente olvidado.

Tenía, al comenzar su marcha, en 1836, cuarenta y un años.

Borrow, que lo conoció, en su libro La Biblia en España dice que tenía estatura
regular, el tipo grave y sombrío.

Don Bruno Villarreal

En 1836, el general don Bruno Villarreal, ministro del pretendiente, al ver que el
jefe de las fuerzas liberales del norte, don Luis Fernández de Córdoba, pensaba,
en vez de aventurarse en pequeñas batallas, mantenerse en las márgenes del
Ebro y bloquear las provincias rebeldes, ideó enviar una columna a Asturias y
Galicia y provocar en ellas la guerra.

Villarreal expuso su proyecto al pretendiente don Carlos, que lo aprobó. Éste


llamó a don Miguel Gómez y le ofreció el mando de la columna. Don Nazario
Eguía y sus amigos consideraron que el proyecto no tendría éxito y que la
elección de Gómez como jefe era desacertada.

Los tres generales carlistas de la primera guerra civil española, los tres a su
modo geniales, fueron Zumalacárregui, Cabrera y Gómez.

Zumalacárregui era un gran técnico, el hombre reflexivo del norte de España;


Cabrera, fogoso y ardiente, el tipo del Mediterráneo, y Gómez, el del centro de
la península, medio castellano, medio andaluz, el que sabe sortear las
dificultades con arte y con malicia.

Narváez y Prim fueron también hombres de mucho talento, quizá más


destacados aún como políticos que como militares.
Gómez era de Torredonjimeno (Jaén).

Su inscripción de bautismo consta en la parroquia de Santa María, de esta


ciudad.

Nació Miguel Sancho Gómez y Damas el día 5 de junio de 1785. Era hijo de Juan
Francisco Gómez y de Juana Josefa de Damas.

Miguel Gómez, siendo aún niño, luchó contra los franceses en la guerra de la
Independencia, cuando el general Dupont invadió Andalucía. Gómez tardó
poco en distinguirse en el ejército por su valor y su ingenio, y tuvo la desgracia
de caer prisionero y de ser conducido a una ciudad francesa, de donde logró
escapar al cabo de un año, después de varias tentativas infructuosas.

En 1820 figuró entre los absolutistas. En 1825 era capitán de granaderos y


cazadores en el batallón que mandaba Zumalacárregui, y se batía en Navarra.

Al obtener los carlistas varios triunfos, fue nombrado Gómez comandante en el


mismo regimiento del que era coronel Zumalacárregui.

En 1822 se encontraron otra vez reunidos los dos jefes en Madrid, donde
estrecharon sus relaciones llevados por la simpatía de sus caracteres y la
identidad de situación y de ideas políticas.

Cuando enfermó Fernando VII, ofrecieron los dos sus servicios a don Carlos, y
a la muerte del monarca marcharon al campo a acaudillar a los absolutistas,
después de haber fomentado en el país el descontento y la rebeldía contra el
gobierno, que consideraban revolucionario.

Gómez se dirigió primeramente a Cuenca, donde intentó levantar a los carlistas.


Frustraron su tentativa, y, reunido con Zumalacárregui, éste le nombró su jefe
de Estado Mayor.

Muerto Zumalacárregui, siguió Gómez su carrera, y gracias a su inteligencia y a


su arrojo fue ascendido a mariscal de campo.

El tipo de Gómez era de hombre fino, a juzgar por el retrato que hizo de él el
dibujante francés Isidoro Magués. Era Gómez hombre de cara larga y correcta,
nariz bien perfilada, ojos claros y expresión melancólica. Vestía bien y llevaba la
boina con ballestilla y borla.

Gómez mandó durante mucho tiempo una brigada de guipuzcoanos.

Con esta brigada tuvo un primer encuentro con las tropas de la legión inglesa
liberal, mandada por Lacy Evans.

En 1836, Gómez hizo su fantástico recorrido por España, trazó en la península,


de norte a sur, como una zeta invertida, y tardó en su excursión cinco meses y
veinticuatro horas.

La expedición de Gómez no se estudió, al parecer, en las escuelas militares


españolas; en cambio, según se asegura, se ha estudiado en el extranjero, sobre
todo en Alemania y en Rusia.

La expedición de Gómez fue una improvisación a la española. Los militares del


tiempo, entre ellos Fernández de Córdoba, no quisieron darle importancia.

El barón Guillermo de Rahden, jefe del Estado Mayor del ejército carlista de
Aragón y de Valencia, publicó un suplemento a su libro Wanderungen eines Alten
Soldaten («Excursión de un viejo soldado»), en Berlín, 1850. En este suplemento,
Miguel Gómez (Ein Liebenslichtbild), hay una silueta muy perfilada del general.

En él insertó un itinerario de la expedición, traducido del español, y varios


comentarios y anécdotas.

Al llegar Gómez de vuelta de su viaje por Galicia, Castilla y Andalucía, a las


provincias vascongadas, fue sometido en Orduña a un proceso por no haber
cumplido las órdenes que le habían dado ni el objeto para el cual se organizó la
expedición.

Todavía duraba la causa en el tiempo de los preliminares del convenio de


Vergara.

Al firmarse este convenio, Gómez entró en Francia.

No debía de ser aficionado a escribir, porque no se le ocurrió jamás defenderse


en un periódico o en un folleto.

Otro cualquiera hubiera explicado su expedición y las causas de sus fallos. Esto,
sin duda, a él no le interesaba.

Por lo que dice Rahden, Gómez debió de ser un hombre indolente, que se las
echaba de andaluz perezoso.

El general prusiano cuenta que, a veces, sus ayudantes le preguntaban a su jefe:

—¿Desea usted algo, mi general?


—No; tengo lo que necesito —contestaba él, mostrando con cierta sorna la hoja
de papel de fumar, que doblaba entre sus dedos.

Gómez vivió después de la guerra en una guardilla de Burdeos, adonde iban a


visitarle sus antiguos compañeros de armas, Villarreal y Solepalan, y su amigo
Meyel, cónsul del reino de Nápoles en Burdeos. A Gómez le gustaba el sol, las
naranjas, las almendras y las granadas, el tabaco de La Habana y el vino blanco.

Gómez murió oscuramente en Burdeos, sin que nadie se enterase.

Se dice que el emperador de Rusia, Nicolás I, preguntaba con frecuencia a algún


agregado en San Petersburgo de la Embajada española: «¿Qué se hizo del bravo
Gómez?».

En España, después de su muerte, nadie se acordó de él.


III

COMIENZA LA EXPEDICIÓN

El día 25 de junio de 1836 se reunieron en Amurrio (Álava) todas las fuerzas de


las columnas que iba a mandar Gómez. Las pasó revista el pretendiente con
todo su Estado Mayor. Debió de ser una ceremonia muy decorativa y vistosa.

Salgo yo en automóvil de Vera, con un chófer y un fotógrafo, y voy a seguir la


ruta de Gómez.

Los dos compañeros de viaje míos son muy expeditivos. El chófer está siempre
pendiente de su aparato. Cuando se detiene éste, lo examina con atención, y
después canturrea.

Amurrio está cerca de la Sierra Salvada y de la Peña de Gorbea. No queda hoy


en el pueblo ni el más lejano recuerdo de la expedición de Gómez, que en su
tiempo sería sonada.

Ando de aquí para allí, pregunto a uno y a otro. Nadie sabe nada.

Un señor me dice que si alguien tiene algún dato sobre Gómez será un
procurador apellidado Llandera, que es de familia carlista y que tiene simpatía
por el tradicionalismo.

Voy a su casa, y me recibe amablemente.

El señor Llandera leyó hace tiempo la historia de la guerra civil, y sabe que de
este pueblo salió Gómez, pero no sabe en dónde revistó don Carlos a sus
fuerzas, aunque supone que sería en la carretera que cruza el pueblo y en un
campo que había antes cerca de la iglesia, y que se ha convertido en un paseo.

—¿Y cree usted que no habrá alguien en Amurrio que tenga, por tradición,
algún recuerdo lejano de lo sucedido entonces?

—Creo que no.

Le dejo al procurador en su despacho, y bajo a tomar el auto.

Nos adelantamos hacia el Norte, a buscar Respaldiza.

Una vieja desconfiada

Al pasar cerca de Respaldiza veo una casa solariega, magníficamente colocada


dentro de una huerta.

Me asomo a una saetera de la tapia y veo, a través de ella, a una mujer joven y a
una vieja. Las saludo, pero las dos desaparecen.

«Usted, que es joven», le digo al fotógrafo, «a ver si las conquista para que
digan algo.»

Mientras tanto, yo me siento en el tronco de un árbol.

El fotógrafo fracasa como yo. Hay que seguir adelante.

Quejana

El primer pueblo curioso por donde pasó Gómez y su expedición fue Quejana,
dentro de la zona alavesa.

Quejana es un grupo pequeño de caserones antiguos, al lado de un arroyo;


pueblo con varias torres almenadas, un castillo y una iglesia. Hay un puente
ojival para cruzar el río, y un edificio con unos soportales, que deben de servir
de mercado. Una mujer, considerándonos turistas, abre la puerta de la iglesia o
capilla, en donde hay varias sepulturas yacentes, y en un rincón unas cajas de
gaseosas para las fiestas próximas.

Los dos sepulcros del centro, aunque se dice que son de don Pedro López de
Ayala, el canciller historiador y poeta, y de su mujer, doña Leonor de Guzmán,
parece que son de los padres de él, don Fernán López de Ayala y de doña María
Sarmiento.

Salimos de la cripta, y en marcha.

Ahora vamos en una dirección paralela a la costa del Atlántico, camino de


Reinosa. Dejamos Quejana y entramos, por Menagaray, a Arciniega, pueblo de
más importancia y con ayuntamiento. Pasamos por una calle estrecha, con casas
antiguas, con jardines, y vemos un hermoso torreón de piedra. A un viejo, que
está en la puerta, le pregunto:

—¿Usted ha oído hablar de la guerra carlista?

—Sí.

—¿Y oyó contar que en este pueblo tuvo preso don Carlos, en la primera guerra
civil, a unos generales carlistas?
—No; no lo he oído nunca.

—Entonces, ¿no le sonará a usted el nombre de Gómez?

—¿Gómez? No; no me suena.

Indudablemente, son estas historias demasiado viejas para que quede un


recuerdo de viva voz en los pueblos.

Dejamos Arciniega y entramos en el valle de Mena. Mena no debe de ser


palabra vasca. No sé de dónde procede esta voz. En los naturales del valle hay
la idea de que antiguamente no pertenecían a Castilla, sino a Vizcaya. Esto
parece que no está claro. El aspecto físico del valle tiene más de vasco que de
castellano. Confina con Vizcaya, con Álava y con Santander.

Los montes que dominan este valle son el Ordunte o la Ordunte —según que le
llamen el monte o la peña— y algunos otros menos destacados.

De los ríos del valle, el principal es el Cadagua, pero hay otros más pequeños: el
Ordunte, el Angulo y el Sienés.

En el valle se ven todavía algunas casas y torreones, más o menos destrozados.

El valle de Mena

El valle de Mena, por su aspecto y por su frondosidad, es un valle vasco. Parece


que fue separado de Vizcaya a fines de la Edad Media. Antiguamente se
llamaba Maina, palabra que no suena a vasca.

El valle se extiende paralelamente a la costa del Cantábrico, y tendrá unos


treinta a cuarenta kilómetros de extensión.

El eje del valle de Mena es el río Cadagua, que baja desde la Sierra Salvada en
arroyos y cascadas, y después de recorrer el valle aparece cerca de Valmaseda, a
reunirse con el Nervión.

El comienzo del valle está entre los montes de Ordunte y la Sierra Salvada.
Ordunte es un monte vasco, y la Sierra Salvada es una sierra castellana
burgalesa. Ordunte tiene hayas y robles y helechos en abundancia. La Sierra
Salvada, en sus alturas, está sin vegetación, y presenta un aire severo y trágico.

Quizá los habitantes del valle de Mena presenten este mismo contraste del
paisaje seco y del frondoso, pero yo no he conocido bastante gente del país para
asegurarlo.
En Villasana de Mena nos detenemos un momento y examino el mapa de la
región.

El general Tello

Aquí cerca hubo un encuentro entre las tropas de Gómez y las del general Tello.

Cuando Tello supo el 29 de junio, por la noche, que Gómez había llegado a
Arciniega, avisó inmediatamente a Espartero.

A las dos de la mañana del día 30, Tello salió de Villasana.

Leciñana

Pasamos por Leciñana, el primer pueblo del valle de Mena hacia el este. El
pueblo se encuentra a la izquierda de la carretera. A la derecha hay un barrio,
llamado Laya. Me detengo a interrogar a un hombre.

—¿Usted ha oído hablar de que por aquí lucharon carlistas y liberales?

—¡Sí!, he oído, pero yo era pequeño cuando la carlistada.

—Y de la guerra anterior, ¿sabe usted algo?

—¿De la de los franceses?

—No; de otra carlista que hubo antes.

—No; de ésa no he oído nada.

¡Cómo se borra en los pueblos todo recuerdo histórico!

Seguimos adelante, y pasamos por Bercedo, que tiene una pequeña iglesia
románica. A través de una puerta nueva, con una reja también nueva, se ve el
arco de entrada.

La acción

El año 1836, por junio, la división liberal de Tello y las carlistas de Gómez
marchaban paralelamente por el valle de Mena. Al llegar a Bercedo, se avistaron
las divisiones y desplegaron frente al pueblo de Baranda, separadas por el
pequeño río de Trueba, que separaba las dos líneas.

Las fuerzas de Gómez eran mayores y mejor pertrechadas; las de Tello,


inferiores en número y en calidad. Tenían éstas un regimiento de quintos, el
provincial de Tuy, los cuales no sabían manejar el fúsil y no habían disparado
un tiro. El encuentro duró hasta el anochecer; se verificó en las cercanías de
Baranda, la Colina y las Rivas. Los carlistas dieron pruebas de que tenían
fuerzas bien preparadas. Entre los liberales hubo de todo.

Al pasar el río las fuerzas de Gómez, los quintos de Tuy tiraron las armas y
echaron a correr. Siempre ha pasado lo mismo en España. El reaccionario ha
sido reaccionario de veras; el liberal ha sido muchas veces liberal falso, de
pacotilla.

En el encuentro, el coronel del provincial de Tuy, don Atanasio Aleson, quedó


prisionero. De los cristinos se lucieron: Tello, el brigadier Castañeda y don
Saturnino Abuín, «el Manco», antiguo teniente del Empecinado, hombre duro, de
gran valor y de gran audacia.

El general Tello se retiró a Espinosa de los Monteros, y no encontrando aquí


municiones ni víveres, fue a Quintana de Soba. Cuando se apeó, el general
llevaba veintidós horas a caballo, sin haber comido ni bebido.

Las Siete Gemelas

Nos acercamos a Villasante, con el objeto de ver el campo de acción de las


tropas enemigas de hace un siglo. Ha comenzado a echarse la bruma sobre el
valle. Las nubes bajas no permiten ver las cimas, y en algunas partes no se
divisan ni aun las faldas de los montes.

Tomamos hacia Espinosa de los Monteros.

Al marchar camino de Espinosa se despeja el cielo un momento, y vemos, a la


izquierda del camino, una serie de picos, todos iguales. El fotógrafo nos dice
que se llaman las Siete Gemelas.

El fotógrafo capta dos de estas gemelas en su placa.

Las chicas bilbaínas de Espinosa

Al llegar a Espinosa de los Monteros me siento en un banco de piedra, donde


hay unas niñas.

—¿Cómo se llaman las chicas de Espinosa? —les pregunto a las mayores del
grupo.

—Nosotras no somos de Espinosa; somos de Bilbao —contestan ellas.


—¿Bilbao? Mal pueblo —les digo yo, en broma.

—Sí, malo. El mejor del mundo.

—Seréis un poco maketas, ¿verdad?

—Sí; mucho. Todas somos vascongadas.

—Pero no sabéis vascuence.

—¿Que no? Más que usted.

—Eta zu? —me pregunta una de ellas.

—Ni guchi.

—Yo no sé lo que quiere decir guchi —replica ella.

—¿Cómo decís vosotros «poco» en vascuence?

—Guichi.

—Pues nosotros decimos guchi, y creo que es lo verdadero. Bueno, chicas, hasta
el año que viene.

—¿No tiene usted nada que hacer en el pueblo?

—No. Yo soy un viajante que no tiene comercio.

Argomedo

Seguimos a Quisicedo, donde los carlistas, victoriosos de la acción de Baranda y


Colina, estuvieron acantonados. Pasamos por Argomedo. Aquí y en algunas
otras partes voy a poner algunos versos de las Canciones del suburbio, que, al
escribirlos, no he pretendido más que hacerlos característicos para divertirme.
No he pensado en la sonoridad, que es cosa que me preocupa poco.

La calavera del caballo

Paramos en Argomedo,

pueblo del valle de Mena,

delante de una iglesuca,


que se halla en la carretera.

El día, claro al comienzo,

se va llenando de niebla,

y no se ve a treinta pasos

el contorno de la aldea.

Aquella iglesia o ermita,

tan pobre como pequeña,

tenía delante un arco

con un cubierto de tejas,

y a ambos lados, dos pilastras,

que limitaban la puerta,

formada por seis listones,

cual las barras de una reja.

Desde ella advertí en la sombra

una imagen de madera

y ramilletes de flores

y candeleras con velas.

En un raso de la entrada,

sostenida entre dos piedras,

en un rincón se veía

una blanca calavera.

Me pareció de un caballo,

por su tipo de osamenta;


tenía un aspecto triste

de dolor y displicencia.

Probablemente algún chico,

quizás al salir de la escuela,

encontrándola en el campo

metida bajo tierra,

la había dejado en broma

a que los demás la vieran.

Esta calavera blanca,

puesta allá de centinela

en esta tarde brumosa

en son de burla y de befa,

me pareció una ironía,

un sarcasmo y una afrenta

para aquellos que trabajan

y no tienen recompensa.

La niebla

Al llegar a Soncillo, la niebla y la noche se nos echan encima, y vamos envueltos


en bruma gris. Los focos del auto no sirven para marcar bien los límites de la
carretera. Marchamos despacio durante varios kilómetros, en medio de estos
cendales de niebla. Hace frío. Nuestro fotógrafo, que no lleva gabán, tirita.

El auto debe de parecer un gusano de luz en la oscuridad de la noche.

—Sabe usted —le digo a nuestro chófer— que los amigos de Madrid decían que
esta excursión se podría hacer muy bien en enero o febrero.

—En enero o febrero —contesta él— nos hubiéramos helado o hubiera habido
que quedarse en el camino.

Al acercarnos a Reinosa la niebla se va desvaneciendo y se ven brillar las luces


del pueblo. Entramos en la fonda y vamos al comedor y cenamos.

Los alrededores de Reinosa

Me despierto por la mañana y me asomo al balcón del hotel. Día gris; ¡frío y
niebla en la cima de los montes! ¡Al final de junio! Enfrente, quizá por dar un
poco de calor a la atmósfera, se lee en la fachada de una casa:

«¡Camaradas! ¡Honremos a Matteoti acabando con el fascismo!

»Luchemos por la libertad de Thaelmann.

»Exijamos la libertad de Thaelmann.

»Queremos el comunismo.

»¡Viva la revolución social!».

Es cosa rara; yo no me acuerdo ya ni quién era Thaelmann ni Matteoti. Supongo


que Thaelmann era alemán y Matteoti italiano; pero no recuerdo qué eran ni
qué les pasó.

Reinosa es pueblo antiguo, con casas con escudos, y el Ebro es aquí como un
niño pequeño. Se ven más letreros revolucionarios en las calles.

Valenciaga, el vasco

Estamos en el hotel Valenciaga. El propietario actual nos habla del amo antiguo
de su fonda, un vasco maquinista del tren, que llegó a ser un gran cazador de
osos.

Tenía siempre en su casa oseznos y los cuidaba mejor que a sus huéspedes. Los
huéspedes no le interesaban, y tenía razón. Seguramente eran menos divertidos
que los osos y de peores intenciones.

¡Qué contraste el de este Valenciaga quitando la piel de los osos, y el otro


Valenciaga, modista de París, adornando con pieles las pieles de las señoras
elegantes!

Valenciaga, el cazador-fondista, al cabo de cincuenta años de vivir en Reinosa,


no sabía apenas castellano y hablaba sólo con infinitivos, estilo de negro de
zarzuela. Comía, cazaba y cantaba. Me lo figuro después de una cena
pantagruélica. Los vascos hemos cantado con mucho entusiasmo la comida, a
estilo de Iparraguirre, que compuso esta canción:

Viva Rioja! Viva Naparra!

Arcume onaren itztarra.

Emen guztioc anayac guera.

Uztu dezagun pitcharra.

(¡Viva Rioja! ¡Viva Navarra! La buena pierna de carnero. Aquí todos somos
hermanos. ¡Vaciemos la jarra!)

En el comedor del hotel, mientras desayunamos, un señor extremeño habla de


cuestiones de ganadería y de las cañadas, esas misteriosas cañadas para el paso
de los rebaños, que sólo conocen los pastores trashumantes.

Reinosa

Yo vuelvo a Gómez, que es el leit motiv de esta excursión. Es lástima que


utilizando una licencia poética no se le pueda llamar don Gómez al caudillo
andaluz.

Esto le daría un aire más épico y no sería un disparate, porque aunque Gómez
es probablemente un patronímico de Gomesano, se empleó también como
nombre de pila. Ahora, llamar a un español don Hijos, como le llama Balzac a
uno de sus personajes, esto ya sería excesivo.

El general Gómez, después del encuentro con Tello, supo que en la mañana del
30 de junio había una partida de doscientos hombres cerca de Soncillo, y envió
al brigadier Villalobos, jefe de caballería, a que la persiguiese. Los fugitivos
entraron en Reinosa y se dispersaron por el campo.

El general Gómez mandó que cada uno de los batallones de su división diera un
capitán y dos subalternos y se formara, a las órdenes de éstos, un cuerpo de
prisioneros.

Gómez, al salir de Vizcaya, se desentendió de las instrucciones que le habían


dado don Carlos y Villarreal, y comenzó a obrar por cuenta propia. Una de las
primeras órdenes que dio fue la de sustituir al tesorero de la división, Bocos,
por un cuñado suyo.
Fontibre

Salimos del hotel; se echa gasolina al auto y vamos a Fontibre, donde está el
nacimiento oficial del Ebro.

El agua sale por debajo de unas peñas, burbujeando, y forma un remanso verde.
A poca distancia, el río se hace caudaloso. Sobre las peñas, donde brota el
manantial subterráneo, hay un hito, con algunos letreros y fechas grabadas. Los
enemigos de nuestras venerandas tradiciones aseguran que el origen verdadero
de Ebro es el río Híjar.

El pueblo de Fontibre está más bajo que la carretera. Al salir a ésta encontramos
a un cura que ha bajado con la sotana y el sombrero llenos de polvo del
autobús.

Le pregunto yo si queda algún recuerdo por los alrededores de la guerra


carlista.

No lo sabe. Únicamente ha oído decir que hubo carlistas en el castillo de


Argüeso.

El castillo de Argüeso

Vamos camino de este castillo, con un tiempo húmedo y frío. Argüeso es un


pueblecito pequeño, situado en una hondonada, que forman varios cerros,
prolongación de la Sierra de Isar (probable y primitivamente Izar, en vasco
«estrella»). El nombre del Río Izarilla, próximo al pueblo, debe de venir también
de Izar. He aquí el Ebro, naciendo de una estrella vasca y muriendo en un mar
latino.

El castillo de Argüeso se nos aparece en un cerro, ya medio derruido y ruinoso.


Es un castillo fantasma. Podríamos asaltarlo con facilidad y entrar a verlo, pero
parece que por dentro está todo en ruinas.

Sopla un viento helado, y volvemos.

Montes Claros

Al día siguiente de la acción contra Tello, Gómez tuvo noticia de que el general
Espartero salía en su persecución. Espartero supo la derrota de Tello en Puente
Larra y marchó decidido a vengarle.

Llevaba a sus órdenes al brigadier Alaix, liberal fanático y acometedor brioso, y


al coronel Linage como ayudante de campo, militar culto y entendido.
Gómez inmediatamente decidió la retirada de su división. Los batallones suyos
salieron de Soncillo y de los pueblos de alrededor y marcharon por Santa Gadea
—que no es Santa Gadea del Cid, que está en la provincia de Burgos— a Arroyo
y a Montes Claros.

Arroyo es un pueblo que debió de tener alguna industria de fabricación de


cristal y minas de hulla; pueblo que va a desaparecer, porque en su terreno se
va a formar un pantano.

El próximo monasterio de Montes Claros es de fundación muy antigua, pero no


queda en él nada arcaico. A un fraile dominico con hábito blanco le pregunto si
no hay en el convento o en sus alrededores restos arqueológicos. Al parecer, no
queda nada.

La comunidad fue expulsada de su convento tres veces, y la última vez que


salió debió de ser cuando la desamortización; duró su ostracismo quince años y
desaparecieron muchos libros y objetos artísticos. Le pregunto al fraile por un
edificio grande que se ve en el alto, y me dice que es la hospedería.

Al bajar del cerro donde se encuentra Montes Claros, a las orillas del Ebro, hay
una familia vagabunda: dos mujeres y unos chicos, que se preparan a comer.

Los Carabeos

Seguimos marchando a orillas del Ebro. Llueve y la temperatura es baja. El río


va trazando una ese por una tierra árida y sin árboles, por entre piedras y
espadañas.

Los montes nevados, que se divisan a la derecha, son los Carabeos, y el de la


izquierda, el Oiguenzo. Ni unos ni otros tienen una etimología clara en
castellano; quizá más fácil sería encontrársela en vascuence, pero tampoco
parecería muy convincente ni muy exacta.

Los Carabeos, además de indicar unos montes, era el nombre de un municipio,


que comprendía varios lugares, y, entre ellos, el monasterio de Montes Claros.
A esta comarca se llamaba también los Rianchos.

Este nombre de Montes Claros es extraño; parece que en los poemas de la Edad
Media se llama Montes Claros a una región de África que se extiende al sur del
Atlas. En el poema de Alejandro se dice:

Trocir luego a África, conquerir estas yentes,

Marruecos con las tierras que son subiçientes,


ganar los Montes Claros, logares conuenientes,

que no son mucho fríos, nen son mucho calientes.

Al cruzar los Rianchos, el Ebro toma proporciones de río serio.

Según una relación carlista, el paso del Ebro fue una de las jornadas más
penosas de la expedición de Gómez. Tuvieron los soldados que vadear el río de
noche y después deslizarse por unos desfiladeros estrechos, que una persona
sola podía pasar.

Cruzando el río, Gómez y su gente tomaron el camino de Asturias, en dirección


del famoso puerto de Tarna.

Cervatos

Vamos nosotros a comer a Reinosa, y por la tarde salimos a recorrer sitios


próximos por donde pasó Gómez con sus fuerzas.

El general carlista seguía el borde de las sierras, buscando los sitios estratégicos,
buenos para la defensa en caso de ser atacado. Naturalmente, no le interesaría
lo arqueológico.

A nosotros, que padecimos hace mucho tiempo el morbo arqueológico, nos


queda algún pequeño brote de la enfermedad de la piedra.

En el camino que recorrió Gómez está Cervatos, con su colegiata.

El pueblo es un pueblo pequeño, próximo al Río Izarilla; la colegiata, edificio


amarillento, se yergue con una torre ancha y cuadrada.

La iglesia es románica, del siglo XII, como otras muchas de Asturias y de


Santander, con un portón y un ábside, al parecer, restaurados.

Las características de esta iglesia en el exterior es el predominio de las


representaciones lúbricas y fálicas.

En muchas iglesias de esta época se advierte la delectación de los autores en


representar alucinaciones sexuales; pero aquí, en Cervatos, en un país frío y
triste, es cosa extraña.

Se diría que un Oscar Wilde de la época o un Marcel Proust habían dirigido el


ornamento exterior de la fachada.
El fotógrafo, que no ha tenido tiempo ni luz para captar las figuras del exterior
de la iglesia, quiere pescar con su máquina la figura de un cerdo vivo, bravío,
con un aire salvaje y una jeta rara, quizás el espíritu familiar del ornamentador
de la colegiata; pero el animal se escapa y toma un trote cochinero por el campo
y se esconde entre matorrales.

Aguilar de Campoo

De Cervatos avanzamos a Quintanilla de las Torres. Por aquí estuvo también el


jefe carlista Gómez. Nos detenemos a contemplar un molino antiguo sobre el río
Camesa, que desemboca en el Pisuerga, y seguimos a Aguilar de Campoo
(Palencia).

Aguilar de Campoo es un hermoso pueblo. Tiene, a lo lejos, una peña alta, la


peña Bernovio, y un cerro con un castillo, con sus torres derruidas, muy
dramático.

Desde este cerro se divisa el caserío, agrupado alrededor de una iglesia, hoy la
principal.

En la misma cima, aislada y sin caseríos alrededor, está la iglesia románica de


Santa Cecilia, que antiguamente es muy probable que estuviera rodeada de
viviendas.

A la salida de Aguilar, camino de Cervera del Río Pisuerga, aparece uno de los
monumentos más importantes de la comarca: el monasterio, primero de
benedictinos y luego de premonstratenses. Su fachada da la impresión de que
se está arruinando por momentos.

Desde la puerta de la tapia, con tres arcos de entrada, se ven puertas sin
ventanas y tejados derruidos.

En este monasterio hay un magnífico claustro, que no he hecho más que


entrever, y una cueva, donde se dice que está enterrado Bernardo del Carpio, a
pesar de su inexistencia en la vida de los fenómenos y de su única realidad en
un poema de don Bernardo de Balbuena.

Esta figura de Bernardo del Carpió es, al parecer, invención literaria. El poema
de Balbuena lo leí, a trozos, de chico, y me pareció un poco pesado.

En el poema de Fernán González se dice:

Sopo Bernald del Carpyo que françeses pasaban


que a Fuente Rrabya todos y arrybauan

por conqueryr Espanna segunt que ellos cuydavan

que ge la conquerryan, mas non lo byen asmauan.

Cillamayor

Vamos a Cillamayor. Atravesamos un riachuelo por un puentecillo y entramos


en el pueblo.

En la plaza hay camiones, con vivienda, de titiriteros, del tipo de lo que se llama
en francés roulotte. Tienen letreros que dicen CIRCO-VARIETÉS.

Yo husmeo el pueblo y vuelvo a la plaza.

Los cómicos y gimnastas de los camiones tienen aire de aldeanos. Hay unas
chicas bastante bien vestidas y sonrientes.

—¿Por qué no nos hacen una fotografía? —nos dicen.

—La haremos.

Salen dos o tres chicas a las ventanas y aparecen dos o tres hombres. A una de
las chicas le pregunto yo:

—¿Os vais a quedar aquí?

—Sí; somos artistas —dice una de ellas con timidez—. ¿Y ustedes?

—Nosotros somos viajantes de comercio —contesta el fotógrafo.

—No; son ustedes periodistas.

Se ve que tienen penetración.

Pueblo de carbón

Llegando a Barruelo de Santullán se entra en una cuenca de minas de carbón.


Los pueblos estos tienen aire minero y grandes montones de escombros negros.
Seguimos a Brañosera, aldea pobre, en una barranca, entre robledales y
carrascas.

Por el camino vemos a un minero borracho. Va muy digno, haciendo grandes


eses por la carretera. Tiene la cara tan negra como los falsos negros que se ven
en Londres tocando la guitarra y cantando. El pecho se le ve blanco entre la
camisa abierta. Se le pregunta algo, pero no quiere contestar. Quizá va
demasiado intoxicado por el alcohol. Volvemos a Reinosa para dormir.

De Reinosa a Oviedo

Salimos por la mañana de Reinosa, con lluvia y tiempo frío. Vamos camino de
Cervera. Hemos cambiado de vertiente fluvial al avanzar por el camino. Estas
aguas ya no van al Mediterráneo, sino al Atlántico.

Sólo pensando cómo son los ríos de España se comprende que los españoles no
nos entendamos siempre bien. El Ebro es vasco, castellano, riojano, aragonés y
catalán. Los ríos grandes que van al Atlántico, en su curso alto son españoles y
en el bajo portugueses. Sólo el Guadalquivir es un gran río casi completamente
andaluz. Sus aguas cantan con el mismo acento. Los demás ríos españoles, al
menos los grandes, son un poco mezclados en su lenguaje y en su política.

Cervera del Río Pisuerga es un pueblo de mucho aspecto, con una plaza grande
rectangular, de soportales llenos de tiendas pequeñas. Hay en los alrededores
restos de tres castillos y un antiguo palacio del conde de Cervellón.

La abadía de Lebanza

De Cervera vamos a San Salvador de Cantamuga. Este pueblo tiene una iglesia
románica, que de lejos hace gran efecto. De cerca se ve que el campanario está
muy restaurado.

Nos dicen que a poca distancia está la abadía de Lebanza. Por estos pueblos
pasó Gómez. No se comprende en dónde se podría alojar con su tropa en aldeas
tan pequeñas. Tendría que acampar al aire libre. Era entonces verano y, al
parecer, hacía calor. Ahora también es verano, pero hace frío.

Llegamos a la aldea de Lebanza, y tomamos el camino de la abadía. Me figuro


que voy a encontrar un monasterio románico arruinado. En escrituras del siglo
XI se habla de Sanctis Salvatoris de Campo de Muga (San Salvador de
Cantamuga) y de Santa María de Lebanza, hoy sólo Lebanza.

La abadía de Lebanza, desde el punto de vista pintoresco, es un fiasco. El


edificio no tiene aire antiguo, parece del final del siglo XVIII.

En una campa, próxima a la abadía, hay una nube de chicas, con gorros blancos,
jugando al balón.
—¿Qué es esto? ¿Un colegio? —le pregunto yo a una de las chicas.

—No; es una colonia escolar.

—Pero vosotras sois madrileñas.

—Sí.

Tienen todas un aire de ronda de embajadores que trasciende. Me dicen que va


a llegar un diputado socialista por la tarde. Será algún pedagogo. Como no es
mi fuerte ni la pedagogía ni el socialismo, decido marcharme enseguida.

Volvemos a Cervera del Río Pisuerga, y vamos hacia Riaño, por una zona de
embalses de agua, recogida de los arroyos que vienen de los montes de León.

Los pantanos

El primer pantano que bordeamos es el de La Ventanilla. Inundados los campos


y las huertas con la obra, emergen del agua, como pequeñas islas, las copas de
los árboles, entre ellas las de algunos frutales.

Unos kilómetros más lejos aparece un pantano próximo a Triollo (Palencia),


muy grande, muy hermoso, de un azul admirable.

No sabemos qué pensaría Gómez, si viviera, al ver convertidos en lagos


románticos las tierras secas que recorrió él con su gente.

A Triollo, pueblo insignificante, le ha salido un lago como a quien le toca la


lotería; pero los vecinos no se han dado cuenta. No hay en él ni una lancha ni un
bote.

Se ve que a los de Triollo el agua les estorba.

Camporredondo

De Trillo vamos a Camporredondo. Este pueblo es una aldea colocada en un


hoyo circular, rodeado de alturas. Metidos en una cazuela, los
camporredondinos deben de tener mucho frío en invierno y mucho calor en
verano.

Antes, según dicen, en los alrededores del pueblo había rebecos, pero
desaparecieron hace años.

Riaño
De Camporredondo seguimos a Riaño (León), y como se nos ha retrasado la
hora de comer, vamos enseguida a la fonda.

Nos llevan a un cuarto con las paredes encaladas, separado por una cortina de
color de otra habitación, que es círculo o café, en donde varias personas hablan
y juegan al mus.

Nos sirve la comida una chica amable; probamos las truchas de Esla, y después
de comer saco yo mi mapa y pregunto a la chica si se puede pasar por el camino
de Tarna, a salir a Asturias. Ella no lo sabe. Llamará a un señor que está en el
café.

Este señor nos dice que no se puede pasar; pero uno más enterado nos asegura
que sí, que se puede subir pasando por delante de Tarna, tomando después por
Burón y desviándose luego a Cofiñal.

Datos del peón caminero

Tomamos el auto. Tenemos que ir un poco hacia el norte, a buscar Oviedo.

A la salida de Riaño hallamos un peón caminero, que nos explica que las peñas
que dominan Riaño se llaman Las Yordas.

Desde los altos podemos ver allí Peña Dorada. Al lado contrario, y a la derecha,
Peña Santa, Peña Prieta y Peña Vieja; y a la izquierda los picos de Mampodre,
por los que pasaremos cerca si vamos a Cofiñal.

—¿Y Escaro? —pregunto yo.

—Está cerca de Burón.

Al seguir el camino para Burón vemos el nombre de Escaro en un poste del


crucero.

—¿Está cerca el pueblo de Escaro? —pregunto yo a un hombre rojo e inyectado


que recoge leña.

—¿Escaro? —dice él, acentuando más la e inicial—. Está aquí, a un paso. Hasta
pueden ustedes ir en auto.

Escaro es la aldea donde Espartero atacó a Gómez, no al ir éste a Oviedo, sino al


volver a León.

Escaro es una pequeña aldea encerrada en un valle estrecho, cerrado de cerros y


de montes con robles y hayas. Es un lugar un poco sombrío. Tiene muchas casas
cubiertas de chamizo. Antiguamente la iglesia estaba en un altozano próximo,
y, sin duda, se derrumbó y no quedó de ella más que sus paredes destruidas y
el cementerio. Quizá la ruina comenzó tras de la lucha de las tropas de
Espartero contra las de Gómez.

Quedaron también en el altozano dos campanas, que colocaron en medio del


campo colgando de una viga sostenida por varios postes.

Gómez había pensado en batir a Espartero, que estaba acantonado en Guardo,


en el puerto de Tarna, no muy lejos de Riaño. La división liberal, cansada y
aspeada, no había podido encontrar rincones en los pueblos de alrededor para
comer y descansar. A pesar de esto, tenían los oficios y soldados tanto
entusiasmo, que fueron hacia el pueblo de Tarna, decididos a atacar a Gómez.

Alaix

Al llegar al alto del puerto encontraron a los carlistas, y el brigadier Alaix, con
sus fuerzas, se lanzó contra ellos sobre la marcha.

Don Isidoro Alaix era un militar decidido y valiente, de los que llegan desde
soldado a general a fuerza de batirse. Por los retratos que quedan de él, se veía
que era un hombre de pocos amigos. Alaix, con su ataque imprevisto,
desordenó a las fuerzas de Gómez, las obligó a tomar la defensiva y las detuvo
hasta que pudo llegar Espartero con el grueso de la división.

Los carlistas treparon a las alturas a tomar posiciones. El convoy que traían se
hallaba detenido en el estrecho valle de Burón, protegido por dos escuadrones.
La entrada en el valle estaba dominada por los carlistas. Entonces el bravo
Alaix, a la cabeza del regimiento de Almansa, en columna cerrada y en medio
de una granizada de balas, cruzó un estrecho barranco y se lanzó a desbaratar a
los escuadrones del convoy enemigo. Los soldados de Espartero se lanzaron
con entusiasmo a trepar a las cimas y a desalojar a los batallones carlistas.

La acción de Escaro trastornó los proyectos de Gómez.

El alto del cementerio

Desde lo alto, en que se encuentra el cementerio del pueblo, vemos los montes
próximos.

Contemplo el cementerio, medio derruido, con sus cruces entre hierbas


parásitas.
Cerca de él y de las antiguas campanas colgadas en una viga, a sus pies, se ven
montones de huesos humanos.

Algunos quizá de los carlistas y liberales que cayeron allí en la acción de hace
más de cien años.

Una vieja curiosa

Al bajar del cerro nos encontramos a una vieja, que dice que ella oyó que allí
habían peleado liberales y carlistas y que habían quedado muchos muertos en
el campo. Luego, la vieja nos pregunta, al ver la máquina fotográfica:

—Y ustedes, ¿para qué toman estas vistas?

—Nada. Por entretenimiento.

—No vayan ustedes a traer otra guerra al pueblo.

—No; no tenga usted cuidado. Dos somos poco para eso. Ahora, si fuéramos
quince o veinte, ya sería otra cosa.

Los puertos

Vamos a pasar por cerca del pueblo de Tarna, marchando hacia Cofiñal. Las
peñas de Mampodre están llenas de grandes manchones de nieve. Comienza a
dominar la niebla y el cielo está encapotado. Las perspectivas del paisaje son
tristes y melancólicas.

De Cofiñal pasamos a Isoba. Se ve el puerto de Tarna cerca, con una casa a lo


lejos, y al aproximarnos notamos que está deshabitada. Después seguimos a
Cabañaquinta, que ya pertenece a Asturias, y comenzamos a bajar una cuesta
larga y accidentada del puerto de San Isidro, por una carretera nueva todavía
mal arreglada, llena de guijarros y de grandes pedruscos.

Ya al llegar a la parte baja, en tierra de Asturias, vamos con rapidez, y a poca


distancia de Oviedo el auto, cansado de tantos vaivenes y traqueteos, se para.

—¿No podremos llegar? —le pregunto al chófer.

—Sí; creo que sí.

Efectivamente, por la noche llegamos a Oviedo.

En Oviedo
Oviedo, hermosa ciudad, con un parque frondoso en el mismo centro, una gran
catedral y esas dos iglesias primitivas en los alrededores: Santa María de
Naranco y San Miguel de Cilla, es una ciudad atractiva.

En Oviedo, por la mañana, mientras revisan y ponen el auto en punto, me


dedico a la inacción y a la pereza.

La muchacha de la fonda canta, mientras arregla el cuarto próximo:

Si se va la paloma,

ella volverá;

si se va la paloma,

ella volverá.

No se va la paloma, no.

No se va, que la traigo yo.

No me disgustaría vivir así; una temporada corriendo por los caminos, otra
dedicándome al comentario y a oír si la paloma vuelve o no.

Me llaman. El chófer necesita todavía una hora para arreglar el auto.

Me levanto y salgo de casa.

En Oviedo doy una vuelta por el Campo de San Francisco, y me encuentro a un


conocido, que me lleva a una bodega, en donde me ofrece sidra echada en un
vaso desde una altura de dos metros para que haga espuma.

Me parece un ejercicio de prestidigitación.

Pienso luego en el reportaje.

Al llegar los carlistas de Gómez a la capital de Asturias fueron recibidos por la


mayoría del pueblo con gran regocijo.

El general publicó un bando, en el cual hablaba de sus pacíficas intenciones, y


mandó que se disolviese el cuerpo formado por los prisioneros en la batalla de
Baranda, en el valle de Mena, y que cada cual hiciese lo que le pareciera.

Muchos de los soldados cristinos quisieron ingresar en las filas carlistas. Se


constituyó el primer batallón de Asturias, al mando del coronel don José Durán.
El botín de Gómez debió de ser enorme.

Al tercer día de estancia en Oviedo, los carlistas supieron que el general


Pardiñas estaba en el puente de Soto del Barco o Soto de la Ribera.

En el parte de Gómez se dice que Pardiñas tenía mil quinientos hombres, pero
parece que no contaba más que la mitad: un batallón, el Provincial de
Pontevedra, y milicianos.

Don Ramón Pardiñas era un gallego muy exaltado, muy valiente, que murió en
la batalla de Maella (provincia de Zaragoza), luchando solo y a pie contra los
soldados de Cabrera. Había nacido en Santiago.

Soto del Barco

Gómez envió a su segundo, el marqués de Bóveda, con cuatro batallones y un


escuadrón, a combatir a Pardiñas.

Soto del Barco o Soto de la Ribera es una pequeña aldea que está a orillas del
Nalón. El río, como casi todos los que van al Cantábrico, tiene orillas escarpadas
y árboles frondosos. El puente de Soto, aunque está restaurado, parece que es
antiguo. Pardiñas se encontraba en la aldea.

El marqués de Bóveda lanzó sus carlistas por el puente y por el vado, y pasó
con facilidad a la orilla opuesta. Los cristinos se dispersaron, y a no ser por la
niebla, hubieran caído la mayoría prisioneros.

Pardiñas hizo esfuerzos sobrehumanos para dominar a su gente.

No lo consiguió.

Jefes, oficiales y soldados todos desertaban.

Días más tarde de su fácil éxito, Gómez no podía sostenerse en Oviedo.


Espartero se acercaba. Gómez abandonó la capital asturiana, camino de Grado,
y poco después entraba en ella el general don José Manso, antiguo guerrillero
de la guerra de la Independencia.

Manso mandó fijar en las calles una proclama, ofreciendo el perdón, en nombre
de la reina, a los ilusos que habían creído en las promesas del pretendiente.

Tineo

Como hemos perdido el tiempo en el arreglo del automóvil y en averiguar si el


puente del Soto del Barco es este que vemos u otro que está cerca de Trubia, y
que algunos llaman con el mismo nombre, salimos por la tarde camino de
Galicia. Marchamos hacia el sur. Vamos por Grado y Salas, y en Tejero tomamos
hacia Tineo, que ya es Asturias.

En la carretera se ven algunos señores, con aire indiano, que pasean.

Tineo, pueblo nuevo, tiene buen aspecto; se destaca a nuestro paso en una
altura y brilla al sol poniente con un resplandor rojo.

El Puerto del Palo

Pasamos por Pola de Allende, pueblo de pocas casas, metido en un barranco, y


comenzamos a subir un monte y otro monte, hasta llegar a Grandas de Salime.

Estas series de cuestas que hay que subir y bajar constituyen el Puerto del Palo.

Grandas de Salime es un pueblo de sierra, cerca de un arroyo, con una iglesia


de piedra oscura y casas cuadradas, bajas, con tejados de pizarras, lo que le da
un aire nórdico y feudal. Acentúa el aspecto grave y siniestro del cielo del
crepúsculo, anubarrado y gris.

Un hombre nos dice que este invierno pasado han estado incomunicados mes y
medio por las nieves. Al salir de Grandas de Salime, la niebla y la noche se nos
echan encima.

—Amigo —le digo al chófer—, échese usted hacia el lado del monte.

—No tenga usted cuidado —me contesta—. Si no veo bien, me pararé. Usted
mire al otro lado de la carretera.

Se adivina entre brumas el fondo oscuro, lleno de niebla, de un barranco,


profundo y siniestro.

Hacemos algunos chistes acerca de lo que nos ocurriría si nos deslizáramos


hacia el lado del barranco.

—Ni con lente se nos encontraría —dice el fotógrafo.

El chófer tiene que abrir las ventanas del coche y sacar la cabeza para poder ver
algo. El fotógrafo pregunta:

—¿Y habrá osos por aquí?


—¡Bah! —le digo yo—. Un oso echaría a correr al ver nuestro auto.

Cuento, para amenizar la oscuridad, una historia que oí hace años, al subir el
Urbión, en Soria.

Un oso en libertad

Bajábamos el monte Urbión unos amigos y yo, en compañía de dos guardias


civiles. Uno de ellos nos contó una historia, una historia triste y lamentable,
acaecida en el monte: la de un oso.

Era un pobre oso que iba con unos titiriteros ganándose honradamente la vida,
bailando al son de una pandereta. Un día, en un pueblo no lejano del Urbión,
sintió pujos de independencia y se echó al monte.

El pobre animal, al encontrarse en libertad, entre la nieve, debió de creerse en el


paraíso. Se arrancó el bozal, rompió las cadenas que le oprimían, como
cualquier ciudadano libre, y se dedicó a robar ovejas. Se acercaba a los rebaños
en dos pies, palmoteaba como oso civilizado y se llevaba la oveja que mejor le
parecía. A veces, que la alimentación de la carne le hartaba, iba a coger el postre
a las colmenas.

Se bañaba previamente en un arroyo, se revolcaba después en el barro, para


cubrirse de una costra que no pudieran atravesar los aguijones de las abejas,
cargaba con una colmena y comía la miel en un sitio apacible y tranquilo.

A pesar de su inteligencia, y de que no se metía con nadie, el pobre oso,


perseguido y acorralado, fue muerto en Regumiel.

Fonsagrada

A paso de carreta llegamos a Fonsagrada (Lugo) a medianoche.

En la calle principal, continuación de la carretera, hay una posada, donde nos


dan de cenar. No es una fonda clásica de pueblo, es un hotel casi modernista. La
chica de la casa, que nos sirve la cena, ha leído libros modernos de literatura.
¡Qué decadencia! Conoce también a Pórtela Valladares, que ha sido diputado
por el distrito. En el piso bajo del hotel hay un café, y todavía hay algunos
concurrentes, con los cuales charlamos un rato.

De Fonsagrada salimos ya cerca de las dos de la noche, y llegamos una hora y


media después a Lugo.

Ahora se ha despejado el cielo y brilla la luna. Esta parte de camino, que


recorrió Gómez, tiene para mí un carácter espectral y fantástico.

Lugo

Por la mañana, que es domingo, se oyen campanas sonoras.

Salgo del hotel y paseo por la plaza Mayor, con sus soportales y su jardín en
medio. Hay bastante gente, señoras, señores, curas, aldeanos y mendigos.

Hay muchos campesinos con bigote y vestidos de ciudadanos. A mí me choca.


Está uno acostumbrado a verlos afeitados y con un traje sencillo.

Los hombres de la ciudad quizás están mejor algunos con barba y bigote, pero
los hombres del campo no. Parecían oficinistas pobres, obreros desastrados y
hasta mendigos. Con los pelos de la cara ocurre lo mismo que con la pizarra en
la arquitectura. La pizarra en una gran casa, con sus torres, está muy bien; en
una pequeña da una impresión pobre y mezquina.

Lugo es hermosa ciudad; la muralla es grandiosa, con sus torres altísimas; la


plaza tiene mucho empaque, y la catedral y su claustro son imponentes.

En Lugo no entró Gómez, pero estuvo varias horas a poca distancia de la


ciudad. El general Latre, que tenía algunas fuerzas, permaneció en actitud
expectante.

Gómez temía, sobre todo, a Espartero, pues conocía su intrepidez, su


acometividad habituales y su entusiasmo liberal.

Espartero estuvo el 16 de julio conferenciando con Latre, y el 17 dirigió al


gobierno una comunicación enérgica, relatando los antecedentes de la
expedición de Gómez. Al mismo tiempo exponía la miseria de las tropas
Cristinas, la escasa colaboración que encontraba en las gentes del campo, que le
hacía comprender que atajar en su marcha al jefe carlista, sin recursos y
abandonado de todos, era imposible.

La muralla de Lugo, que, según dicen, es de origen romano, en algunas partes


es soberbia. Desde sus torreones, que tendrán, creo yo, diez o doce metros de
altura, se descubren hermosos panoramas.

Mellid

Salimos nosotros por el antiguo camino real de Santiago, con un día de sol
caluroso.
Nos detenemos en Mellid (provincia de La Coruña), para tomar gasolina.

Hay en el pueblo gran mercado de domingo.

Mellid está a orillas del río Furelos, del que se canta una canción que comienza
diciendo:

Rio d’aguas nunca quedas

canta rusiño Furelos.

A orillas de este río Furelos parece que había un hermoso palacio. También nos
dicen que en las fiestas salen unos gigantes y un papamoscas. Hay en el pueblo
gran mercado de domingo.

Nuestro fotógrafo se lanza a impresionar placas entre los grupos de campesinos


y ciudadanos.

Contemplo la fuente de la plaza del pueblo, en donde noto que quedan aún
herradas antiguas, aunque éstas no son de madera, como las que conoció uno
en la infancia, sino de metal y con aros de hierro.

En un extremo de plaza, los campesinos examinan con cuidado, en los puestos


en donde se venden, el acero de las hoces y de las guadañas. El público lo
forman gentes que esperan a que salga algún autobús, mujeres que se preservan
del sol con un paraguas y muchachas con trajes y pañuelos de colores.

Excepción hecha de esta indumentaria, en general tiene poco carácter. Sobre


todo en los hombres no tiene ninguno.

El sombrero flexible y la boina dominan.

Romería en el camino

Salimos de Mellid, y poco después nos encontramos en la carretera con un


grupo de gentes que bailan en un campo. Se celebra la romería de Santa María
de Castañeda.

Santa María de Castañeda es una feligresía que pertenece al Ayuntamiento de


Arzúa. En un campo, adornado con follaje y con papeles de colores, debajo de
unos árboles, bailan los campesinos al son de una banda de músicos
encaramados en un pequeño tablado.

El público parece que está dividido; a un lado abundan las mujeres, y al otro,
los hombres.

Bailan las parejas, como en todas las ciudades, el pasodoble, con ciertas
complicaciones de charlestón yanqui.

De cuando en cuando, para respetar el color local, la música toca la muñeira,


que en el baile no se diferencia mucho de la jota o el fandango. Cerca de los
bailarines aparecen unos frailes, gruesos y bien vestidos. Nos dicen que son
pasionistas. Llevan unas placas blancas en el hábito. Están allí, sin duda, para
dar el visto bueno a la fiesta.

Dejamos la romería, avanzamos rápidamente, y una hora después, vemos de


lejos las torres de Santiago de Compostela.

Llegamos a Santiago ya entrada la tarde, y vamos a comer a un hotel grande y


pomposo. Son las cuatro.

Hace mucho calor, un sol de fuego. No hay apenas gente en las calles.

La hermosa ciudad, desierta y llena de luz, parece una decoración.

Contemplamos la plaza de las Platerías y la puerta del mismo nombre. Algunos


mendigos pintorescos dormitan en las escaleras.

Recorremos la plaza de los Literarios y descansamos a la sombra de unos arcos


próximos a la catedral.

El carlismo de los compostelanos

El 19 de julio de 1836, por la mañana, ocupó Gómez Santiago, y publicó una


alocución y un bando. En la alocución decía que iba a defender la libertad del
reino de Galia y la santa religión, y exhortaba a los gallegos leales a que
siguieran el ejemplo de constancia y valor de los vascos, navarros y castellanos
para que cesaran los sacrificios y las profanaciones de los templos.

Ésta era la parte romántica de su proclama.

En el bando ordenaba un alistamiento de los mozos solteros de diecisiete a


cuarenta años.

Gómez se apoderó, con la complicidad de los empleados, del dinero que había
en el ayuntamiento y en otras dependencias oficiales y de las armas y
municiones de los cuarteles.
El pueblo, absolutista en su mayoría, celebró con gran entusiasmo la entrada del
general carlista. El clero se mostró ilusionado y lleno de esperanzas.

La ilusión fue corta. Al día siguiente, a las ocho de la noche, Gómez, que tuvo la
noticia de que Espartero había llegado a San Tirso, a dos leguas de Santiago,
dispuso, para las diez de la noche, la salida de sus tropas por el camino de La
Coruña. De los doscientos voluntarios que se incorporan a las fuerzas de
Gómez, muchos, viejos militares, empleados y jovencitos débiles, tuvieron que
quedarse en los caminos aspeados y rendidos.

Al día siguiente, después de una ligera escaramuza, Espartero entraba en


Santiago, y variaba el aspecto y la decoración de la ciudad.

La marcha de Gómez desde Santiago de Galicia a Palencia fue bastante difícil y


complicada. Salió de nuevo a Asturias, pasó después a León, y en el camino,
Espartero le atacó, en Escaro.

No es posible seguir su ruta en automóvil. Habría que recorrerla a caballo.

A Orense

De Santiago tomamos el camino para Orense. La tarde es sofocante. Aldeanos y


aldeanas se los ve tendidos en los prados, algunos boca abajo, lo que da la
impresión de que estuvieran muertos. Marchamos a toda velocidad. El único
pueblo grande que pasamos es Lalín.

Me sorprende la cantidad de viñedos. Esta parte de Galicia debe de producir


mucho vino.

La gente que se ve al pasar en pueblos y aldeas no tiene carácter especial por su


indumentaria.

Las casas son de piedra; algunas, cubiertas de pizarra; otras, de teja; pero casi
todas sin alero saliente, como si no se hubiera querido emplear dinero en un
gasto superfluo. No digamos que lo superfluo es necesario, pero sí que es
muchas veces la flor de la vida.

La falta de aleros en las casas y la falta casi absoluta de escudos en las fachadas
me hace pensar que estos pueblos serían de grandes terratenientes, que
habitarían en las ciudades y no darían a sus pecheros más que lo indispensable
para vivir.

Llegamos a Orense al anochecer. Orense es una ciudad moderna, a orillas del


Miño, que es un río muy hermoso. Tiene un puente magnífico, de los más
grandes y monumentales de España.

Sobre Orense hay un cantar que dice así:

Tres cosas hay en Orense

que no las hay en España:

el Santo Cristo, la Puente

y La Burga, hirviendo el agua.

La Burga o Las Burgas son manantiales de agua que brotan del suelo a una
temperatura superior a la normal.

En el río no se ve una lancha. ¡Qué poco entusiasmo tiene el español por el


agua! En una ciudad del centro de Europa estaría el río lleno de botes y de
balandros.

En el comedor del hotel hay gran reunión de personajes conservadores, que


ocupan una larga mesa del centro del comedor.

Monforte de Lemos

Al día siguiente salimos de Orense, y nos desviamos del camino de León,


marchando a Monforte de Lemos, provincia de Lugo. Aquí también le
sorprende a uno la cantidad de viñedos.

Paramos un momento en Pantón, y entramos en el patio de un convento. No


hay nadie; reinan el silencio y la soledad.

Seguimos a Monforte. Monforte, sobre todo desde lejos, ofrece una silueta
arcaica, con un castillo cuadrado en una eminencia y sus torreones de la
muralla.

En el mismo cerro hay algunos edificios antiguos y grandes que tienen aire de
conventos; uno de ellos parece que es una abadía de benedictinos.

A la entrada del pueblo me sorprende una casa pequeña, en cuyo tejado crece
tanta hierba, que parece un jardín.

El río Cabe, que pasa bordeando el pueblo, se une con el Miño a no mucha
distancia. Es un río oscuro y sombrío, con un puente sólido y espacioso. Hay
árboles en las orillas, y lanchas y chalanas, en el agua.
Monforte de Lemos tiene aire de pueblo antiguo importante. Uno de los
grandes edificios que se ve en la altura es el Colegio de Humanidades, después
convento de frailes, donde se encontró el famoso cuadro de Van der Goes que se
vendió en Berlín.

El fotógrafo fija en sus placas la silueta de una muchacha, joven y fuerte, que
vuelve del río, y la de una vieja con cierto aire medieval.

De Monforte volvemos a la carretera, y cruzamos el río Sil, que corre en el


fondo de una garganta pedregosa.

Este río aurífero, por todo el cauce por donde lo he visto, marcha serpenteando
en el fondo de tajos y peñascales pizarrosos. Es un río dramático y teatral.

Castro-Caldelas

El camino termina en Castro-Caldelas (provincia de Orense), pueblo que era


cabeza de la jurisdicción del mismo nombre, de la cual era señor el conde de
Lemos.

El pueblo fue incendiado por los franceses en 1810, y de él quedan los restos de
un hermoso castillo.

El lago de Carucedo

De Castro-Caldelas marchamos a gran velocidad, bordeando el Sil, a Carucedo


(León). El lago de Carucedo se encuentra al lado de la carretera. El lago es
pequeño. Está entre montes áridos, y en las orillas hay muchas espadañas.

De este lago tenía yo un recuerdo romántico, por haber leído de chico una
novela de Enrique Gil, titulada El señor de Bembibre. Bembibre tiene un castillo
arruinado y una iglesia que fue sinagoga. El lago de Carucedo, al parecer, se
achica mucho en verano.

En la orilla hay una barca, ancha y plana, con su palo y su vela caída, y una
escalera, puesta horizontalmente, para pasar a la barca. Un muchacho nos invita
a dar una vuelta a la laguna.

Es tarde. Seguimos nuestro camino y llegamos a Ponferrada.

Ponferrada

Ponferrada, sobre el río Sil, tiene aire de ciudad señorial, con su iglesia gótica,
sus arboledas y su gran castillo con sus torreones en lo alto. Este castillo parece
que fue de los Templarios. La parte baja del pueblo, a orillas del río, es más
humilde y proletaria.

Comemos en una fonda, donde nos amenizan la existencia unos viajantes


catalanes, que no paran de hablar y de discutir a gritos.

De Ponferrada tomamos hacia el norte, hacia El Bierzo, por una excelente


carretera, y después vamos en busca de León, por otra calzada, ya peor, que
pasa por Villablino, Murias de Paredes, Riello, etcétera.

El cielo un poco gris y el ambiente nebuloso armonizan bien con las grandes
praderas verdes y con los montes lejanos, velados por ligeros cendales de niebla
en las cumbres.

Por aquí pasó Gómez, pero no dejó rastro de su paso.

Están recogiendo el heno en los prados.

Una bella campesina, fuerte y sonriente, de aire gótico, y una hilandera, vieja y
cabizbaja, se acercan a nuestro auto, y el fotógrafo las retrata.

Sariegos

Si Gómez siguió en línea recta, camino de León, debió de pasar por Sariegos.

Sariegos es un pueblo pobre, de adobes. Para llegar a entrar en esta aldea hay
que cruzar un paso a nivel, meter el auto por un charco y marchar por un
sendero detestable.

A la entrada hay una casa pequeña, moderna, tienda de comestibles y


panadería, llamada El Desengaño.

¡El Desengaño! ¡Qué título para una tienda! Hay que suponer que el que
construyó la casa y puso la tienda no tuvo éxito. Si hubiera sido escritor o poeta,
hubiera hecho una novela o un poema y atribuido su desengaño a una bella
dama.

De Sariegos, Gómez se dirigió al barrio de Trabajos, de León, y entró en esta


ciudad.

León

León, Legio septimia gemine, de los romanos, es hermosa ciudad, con una
magnífica catedral.
León no debió de recibir a Gómez con tanto regocijo como Oviedo y Santiago.
Los carlistas se incautaron de lo que pudieron. Se les presentaron doscientos
voluntarios, a quienes se les puso como mentor a don Marcelo Francisco García,
que les dio instrucciones.

Descansaron el 2 y 3 de agosto, y pensó Gómez en volver a Riaño y esperar allí


a Espartero, a pesar de que éste le había vencido, con Alaix, en las alturas de
Escaro.

Gómez, al abandonar León, se dirigió al norte, pensando en preparar una


emboscada a las tropas liberales en el puerto de Tarna, emboscada que no tuvo
éxito, y que terminó de manera poco feliz para él.

No es cosa de desandar lo andado, y le buscaremos al jefe carlista a su vuelta,


cuando se decidió a pasar a Castilla.

Marchamos por la carretera de Valladolid, y nos desviamos a Albices, para


seguir por Santorcaz del Campo a Carrión de los Condes (provincia de
Palencia).

Entre Zorita y Villada

Al acercarnos a Zorita de la Loma (Valladolid), la carretera es detestable, con


unos agujeros grandes, llenos de polvo, en donde se hunden las ruedas del
auto.

A la sombra de un árbol hay un peón caminero descansando.

Debe de descansar de no hacer nada.

Es un tipo un poco sanchopancesco.

—Pero cómo está esta carretera —le decimos.

—Sí; hace veintiocho años que no se ha echado aquí grava.

Dan ganas de preguntarle: «Y entonces, ¿qué hacen ustedes, los peones


camineros?».

El auto va dando saltos en los baches y tiene crujidos un tanto alarmantes.

Al llegar a un pueblo le preguntamos al chófer:

—¿No se habrá roto algo?


—Sí; me parece que sí.

Salta del coche al suelo, mira, y, efectivamente, se ha roto la ballesta.

Estamos delante de un pueblo, llamado Villada, de la provincia de Palencia.

Un hombre, vestido de mecánico, pasa con dos vacas, que lleva a beber a un
abrevadero.

—Oiga usted, maestro —le dice nuestro mecánico—: ¿no habrá por aquí algún
sitio de reparación de autos?

—Yo tengo un taller. Espere usted, vuelvo enseguida.

Vuelve, efectivamente, con sus vacas, las mete en un callejón; se sube en el


estribo del coche y lo dirige a un corral. Es el taller suyo.

Nuestro chófer se pone el mono; empujan entre él y el mecánico del pueblo el


auto hasta un pequeño foso, lo levantan con una grúa y andan los dos hasta que
sacan la ballesta rota.

La llevan a un tornillo de presión, y allí, añadiendo y quitando, improvisan otra


ballesta y la colocan.

El auto está presto. El del taller nos muestra el camino de Carrión.

—¿Y este pueblo se llama…? —pregunta el mecánico.

—Villada —dice el del taller—. ¿Es que quiere usted volver?

—No; al menos, en automóvil, no.

Carrión de los Condes

Carrión no conserva el menor recuerdo de estos condes emparentados con el


Cid.

En el puente, sobre el río que tiene el mismo nombre del pueblo, nos
encontramos un vecino, que nos obsequia con una disertación acerca de la
arqueología de esta ciudad.

Contemplamos la portada románica de la iglesia de Santa María del Camino, y


aquí, otro ciudadano nos da noticias de las casas antiguas que hay por estas
calles.
Dice que una de las más viejas, aunque restaurada, es una próxima, que está
enfrente de la iglesia, y cuyo zaguán es ahora taller de carros.

Villasirga

Pasamos por Villalcizar o Villasirga. Supongo que este nombre de Sirga será por
alguna maroma que se emplearía en el próximo canal de Castilla.

Esta aldea, en medio de campos polvorientos, tiene una iglesia magnífica, que
fue mencionada y elogiada por Alfonso X el Sabio en sus Cantigas. El pórtico es
inmensamente alto, y en el fondo se ve el arco románico de la entrada, y
encima, una serie de imágenes de piedra en varios tramos.

Son cerca de las dos de la tarde. El cielo está turbio por el calor. No se ve un
alma. A un chico le pregunto si se puede ver la iglesia. Me dice que sí, pidiendo
permiso al cura. Supongo que estará echando la siesta, y no es cuestión de
molestarle.

Salimos. Estamos en Tierra de Campos. Las casas de las aldeas son de adobes, y
en algunas partes, los pueblos parecen asentados sobre escombros. En medio de
esta llanura de ocre, los árboles, tupidos en el borde del canal de Castilla,
dibujan una cinta verdosa oscura.

Palencia

Nos detenemos en Frómista a contemplar su magnífica iglesia románica;


seguimos a Palencia por el mismo camino que siguió Gómez. Palencia, ciudad
antigua, a orillas del río Carrión, tiene gran aspecto y gran catedral.

El general carlista celebró aquí, en el pueblo, una junta de oficiales para resolver
si era más prudente, para continuar la guerra, volver a Asturias y a Galicia, y en
parte a las provincias vascongadas, o marchar hacia el sur de la península.

La opinión general fue que era mejor avanzar hacia el sur.

Con esta resolución, el 2 de agosto tomaron el camino de Palencia, pensando en


avanzar a Peñafiel.

Seguimos una ruta y pasamos por un pueblo con un hermoso palacio.

Vertavillo

Al pasar por Vertavillo supieron que el general Puig Samper iba camino de
Tariego. Puig Samper contramarchó en dirección de Valladolid, donde entró al
anochecer.

Los carlistas llegaron a Peñafiel y allí pernoctaron. Los nacionales se encerraron


en el castillo y propusieron no hacer fuego si no se los atacaba.

La división de Gómez pasó al pie de la fortaleza y no sonó un tiro. Los dos


bandos quedaron en sus posiciones.

Prosiguieron los invasores su avance, con la idea de dirigirse a Segovia, pero


supieron que algunos batallones habían entrado en la ciudad y reforzado su
guarnición.

Pensaron marchar por Somosierra y caer sobre Madrid. El gobierno había


concentrado fuerzas en Buitrago.

Jadraque

Entonces, los carlistas retrocedieron por Riaza y Atienza.

Riaza y Atienza no tenían condiciones para albergar mucha gente.

En vista de ello, marcharon a Jadraque (Guadalajara), en donde se alojó el


cuartel general de Gómez, la brigada de prisioneros, el hospital y varios
batallones. El castillo estaba ya en ruinas.

En las casas de Jadraque y en los pueblos próximos, Bujalaro y Villanueva de


Argecilla, se instalaron los carlistas, y algunas compañías tuvieron que ir a Hita
y a Cogolludo.

En estos pueblos, donde no había sufrido el vecindario ninguna depredación,


pensaron que dejarían pasar las tropas sin protesta, lo que así ocurrió.

Don Narciso López

Gómez supo que una columna enemiga, al mando del brigadier don Narciso
López, que se hallaba a dos leguas de distancia, por la parte de Sigüenza, venía
hacia ellos.

Comunicó la noticia a los jefes acantonados en los pueblos próximos para que
se replegaran en Jadraque. El jefe, que se hallaba en Bujalaro, oyó los primeros
tiros del enemigo al anochecer. López había venido por el monte y entró e hizo
veinticuatro prisioneros.

Narciso López era un venezolano, nacido a final del siglo XVIII, llegado a
España con el general Morales. Según el escritor militar B. Villegas, era valiente
y manejaba la lanza con tal habilidad que se le consideraba a la altura de don
Diego de León; pero López, al parecer, era un impulsivo, sin serenidad y sin
calma para dirigir una acción militar.

López, a quien el prusiano Rahden llamaba mulato de Costa Firme, era, como
todos los criollos que sirvieron en el ejército español, inquieto y de poco fiar.

En la batalla de Mendigorría pudo dar un golpe mortal a los carlistas, lanzar su


caballería y coger prisionero al mismo don Carlos, pero no lo hizo no se sabe
por qué; quizá para no dar un éxito a un rival joven, como don Luis Fernández
de Córdoba.

López murió agarrotado en Cuba como jefe de una intentona separatista en


1851.

Acción de Matillas

Por la mañana del 30 de agosto, el general Gómez, que había sabido que
Espartero, su contrincante más peligroso, estaba enfermo, y que Rivero no
podía llegar a tiempo al sitio de la lucha, mandó al coronel Fulgosio que, dando
un rodeo por el flanco, se acercara a Bujalaro. Él se presentó delante de la aldea,
a poco más de un tiro de bala, con su columna.

Don Narciso López emprendió una retirada precipitada a Matillas.

Matillas (Guadalajara) es un poblado en una colina, con un riachuelo y unos


montes que, por lo que nos dijeron, se llaman los Distercios. Esta voz, de
primera intención suena a palabra latina, como si significara límites.

Los de López creían que la posición era fuerte. No se comprende por qué,
porque es un poblado pequeño, a orilla del río, sin defensa natural.

Los carlistas envolvieron a los soldados de López y los hicieron prisioneros. No


se salvó ni uno.

Un francés, testigo presencial, que firmó un libro titulado Campañas y aventuras


de un voluntario realista en España, dice que todos los oficiales de Narciso López,
algunos americanos, eran exaltados, que llevaban en la solapa una cinta con
estas palabras: «Juré mi suerte a Isabel II. Constitución o muerte». Según el
francés realista, cuando se rindieron los oficiales cristinos se apresuraron todos
a quitarse aquellas cintas, a romperlas y algunos a tragárselas.

López, los comandantes, capitanes y subalternos de todas las armas, en número


de treinta y siete, e incluso los capellanes y cirujanos, cayeron en manos de los
carlistas.

Tuvieron buena suerte, porque, conducidos a Cantavieja, fueron rescatados


pronto por el general don Evaristo San Miguel cuando éste tomó la plaza.

Aunque no hubo muchas muertes en esta acción, se puede ver en un libro de la


época una lámina titulada Batalla de Matillas, pueblo que no aparece en la
mayoría de los mapas.

Marchan a Aragón

De Matillas, las tropas de Gómez fueron a Brihuega, y de aquí a Cifuentes,


perseguidas por la vanguardia de Alaix.

Al subir la cuesta que hay a la salida del pueblo, camino de Canredondo, vieron
que no era posible arrastrar la artillería que habían cogido el día anterior a
López, por lo escabroso y malo del sendero, y decidieron clavarla, es decir,
romper el oído de los cañones con una punta de acero a golpes de martillo.

Quisieron también destrozar las cureñas y los carros, pero uno de éstos,
cargado de municiones, estalló e hirió a varios artilleros.

Llegaron los carlistas a Esplegares, en donde Gómez supo que su compañero


Basilio García (don Basilio) repasaba el Ebro perseguido por los generales
Manso, Aspiroz y Buerens. Gómez se dirigió a Orihuela del Tremedal,
provincia de Teruel.

Pensaba seguir a Cantavieja; pero como supo que el general San Miguel estaba
en el camino, cambió de rumbo y se acercó a Utiel, adonde llegó el día 7 de
septiembre.

Utiel

A Utiel, pueblo castellano, que pertenece a la provincia de Valencia, llegamos


con tiempo oscuro y nebuloso.

El pueblo en este año 1935, en que lo visitamos, parece que se republicaniza. Se


ven rótulos en las calles dedicados a personajes republicanos y uno que tiene
este largo letrero: calle de don FRANCISCO FERRER GUARDIA, FUSILADO
POR LA REACCIÓN.

El que tenga que mandar un telegrama con estas señas está divertido.
¿Habrá en este pueblo alguien que sepa algo de Gómez y de su expedición? No
es muy probable.

Un viejo, que está sentado en la plaza, delante de la Alhóndiga, con quien


hablo, confunde a Cucala con Cabrera.

Me interno en la parte vieja del pueblo. He aquí la calle del Sarratillo, como una
decoración arcaica, y dos mujeres que se asoman a un balcón de una casa del
fondo.

Las mujeres de Utiel hablan un castellano descarnado y emplean con frecuencia


interjecciones de un aticismo dudoso.

Como no hay en las inmediaciones de la calle de Sarratillo informe verbal sobre


Gómez, daremos una noticia de sus pasos, lo más escueta posible.

Gómez llegó a Utiel el 11 de septiembre de 1836. Alaix, al saberlo, había


marchado con su columna a Cuenca, donde pudo pertrecharse.

Los cabecillas del Maestrazgo

Gómez escribió a los cabecillas Quílez y el Serrador desde Jadraque. Les decía
que tenía un número excesivo de prisioneros, que convendría internar en
Cantavieja, y les preguntaba si los dos jefes que se le incorporaban podrían
preparar las operaciones para entrar en Murcia.

De don Joaquín Quílez, cabecilla aragonés, no he visto nunca ningún retrato. El


Serrador (José Miralles), leñador y mozo de posada en la infancia, nacido en el
Maestrazgo, era un gigante, tosco, bárbaro e inculto.

Gómez propuso a Cabrera una conferencia. Temeroso de que Alaix le atacara en


Utiel, Gómez salió para Cantavieja, por Chelva; pero a la mitad de la jornada
recibió aviso de que Quílez y el Serrador llegaban a Utiel. Entonces retrocedió.

Quílez venía con tres batallones y el Serrador, con dos. En conjunto, dos mil
quinientos hombres de infantería y ochocientos caballos.

Cabrera y Forcadell

El día 12 apareció Cabrera, que, según algunos escritores, entre ellos Pirala, hizo
con su escolta cincuenta leguas en sólo veinte horas.

Cabrera era ya el ídolo de los carlistas, el azote de los impíos, el gran Macabeo.
Un cura de Maestrazgo le había dedicado estos versos inspirados:
¡Viva el ínclito Cabrera

y muera todo francmasón!

¡Viva la brillante lumbrera,

alma y prez de la religión!

Cabrera tenía la vitola de un gato montés. Era hombre genial, tipo neto del
Mediterráneo, sin el menor sentimentalismo; mixto de nervio, de energía y de
bilis.

Cabrera venía acompañado de Arnáu, Acevedo, el cura Cala y otros.

Con las fuerzas carlistas del Maestrazgo llegó poco después don Domingo
Forcadell, llamado de apodo Pebreroig («pimiento rojo» o «pimentón»), porque
tenía la cara muy encendida. Forcadell gozaba fama de ser más humano que su
jefe.

Cabrera, por estos días, estaba un tanto desanimado por el ataque sin éxito a
Grandesa.

El ejército que había reunido Gómez en Utiel era aguerrido, con buenos
técnicos, y al mismo tiempo con gente dura y fuerte.

Ataque a Requena

El primer propósito de los jefes carlistas fue embestir contra Requena. Cabrera
le tenía ganas a este pueblo, donde había fracasado el año anterior.

Actualmente, la muralla que circunda el pueblo está derruida. De los torreones


no queda más que algún montón de piedras que parecen no talladas y tapias de
huertos que quizás eran traveses en otro tiempo.

Entonces, durante esta guerra, tampoco la muralla estaba bien conservada y


había sitios tapados con trozos de árbol, cascote y alambres.

En el pueblo hay ahora dos barrios antiguos: el de la Villa, de casas empinadas,


viejas y estrechas, con una cúpula en lo alto, y el de las Peñas. Entre ambos está
el Arrabal, que, sin duda, no tiene categoría de barrio.

El de la Villa mostraba, entre las casas pequeñas de la calle de la Purísima y de


la Gomera, un viejo alcázar, que llamaban y que siguen llamando el palacio del
Cid.
A Requena la defendía un antiguo militar, el coronel Albornoz, y no tenía más
fuerzas que los milicianos y una compañía formada de convalecientes y gente
vieja de varios cuerpos del ejército.

En el pueblo había armas en abundancia y se repartieron en el vecindario.


Hombres, mujeres y niños fueron a la muralla, dispuestos a impedir la entrada
de los carlistas, porque sabían cómo las gastaba Cabrera, a quien le tenían
miedo.

Gómez y los demás jefes mandaron compañías de asalto a abrir brechas en los
muros, y comenzaron el fuego con dos piezas de artillería.

Fue inútil: no pudieron escalar la colina. Un oficial viejo de los cristinos, que
tenía un cañón en una galería del palacio del Cid, disparó con él varias veces y
llegó a desmontar uno de los cañones carlistas.

Gómez mandó un parlamentario con bandera blanca, y los de Requena


recibieron al parlamentario a tiros. Después envió al antiguo prior del convento
de franciscanos a decir a los requenenses que, si se rendían, respetaría la
población; que si no, entraría al saqueo.

Los requenenses contestaron: «¡Que vengan!».

Por la noche, Gómez y Cabrera se retiraron a Utiel. Esto es en conjunto lo que


ocurrió en la primera intentona de los carlistas reunidos.

Para adquirir algunos detalles y para comer, nos vamos a la fonda.

En Requena se habla castellano puro; no se oye el valenciano.

El fondista, a quien explico mi curiosidad y la razón de mi viaje, me indica dos


o tres personas a quien puedo dirigirme en el pueblo. Una de ellas está muy
enferma.

De los interrogados por mí, uno, con simpatías carlistas, dice que si Gómez no
entró en Requena fue porque temió que los generales cristinos anduvieran cerca
y porque el prior de los franciscanos le aseguró que el asalto costaría mucha
sangre. También afirma que el cañón de los nacionales no valía nada y que no
consiguió más que incendiar un pequeño batán, por lo cual lo llamaron luego
en broma el cañón del Batanejo.

El liberal dice que hombres, mujeres y chicos se defendieron heroicamente, que


los carlistas fusilaban a todos los que encontraban en el campo y que esto
acentuó la furia y el valor de los sitiados.
Asegura también que hasta hace poco se veían cruces en el campo, entre ellas la
de un liberal apodado el Gallo. A un molinero a quien fueron a prender disparó
el trabuco por la gatera, perniquebrando a varios, y luego escapó por la acequia
del molino.

No es cuestión de insistir más. Retrocedemos unos kilómetros hasta una aldea


llamada San Antonio, en la carretera de Utiel. Hay en el pueblecito dedicado al
santo un gran árbol, con el tronco hueco, cerca de un camino.

Un hombre del campo me cuenta que en la primera guerra carlista, un liberal


conocido, viéndose rodeado de carlistas, se subió al árbol, se escondió en el
hueco y se salvó.

Después, en recuerdo, restauró la ermita próxima.

Casas Ibáñez

Vamos ahora camino de Casas Ibáñez (Albacete). Cruzamos el río Cabriel.

En un pueblo, sobre la cúpula de la iglesia, ondea una gran bandera nacional.


Antes de llegar a Casas Ibáñez, los de Gómez encontraron en el campo los
cuerpos muertos de los voluntarios carlistas de la expedición de Batanero, y
como en esta clase de guerras, cuando se mata a la gente enemiga se mata
correctamente, y cuando matan a los del propio bando se considera que se los
asesina, pensaron que estaba muy legitimado el incendiar el pueblo.

En Casas Ibáñez se recuerda por tradición algo ocurrido allá hace cien años.

Hablo con la gente de la plaza y recojo algunos datos de poca monta, que no
quiero exponer, porque esto se alargaría demasiado.

Uno de los hombres recuerda haber oído a los viejos cuando era niño que se
quemaron la calle del Rosario y la de la Amargura. Dice que se llevaron tres
mujeres: una, la Morena; otra, la Colorá, y otra, la abuela de Paco Pereño. Añade que
los soldados a caballo, con las lanzas, cogían lo que había en las ventanas, y que
uno se llevó a un niño. También en Alborea hubo sus violencias.

Doy una vuelta por las calles de Casas Ibáñez, contemplo a una mujer gruesa,
sonriente, en un grado avanzado de embarazo, que está en la fuente. Al ver que
se la va a fotografiar, dice:

—¿Me van ustedes a llevar a Madrid así, con esta barriga?

—Eso pasará también —le digo yo—, y cuando se vea usted libre le hará gracia.
Me detengo en un portal en el que unas mujeres están haciendo colada.

—¿Nos van ustedes a sacar en algún periódico? —preguntan.

—Si no les importa, sí.

—Bueno.

Mahora

Salimos de Casas Ibáñez y vamos a Mahora.

Cerca de Mahora pasa un río, que debe de ser el Júcar. El pueblo no tiene
mucho que ver. En las afueras se destacan unas ruinas.

Mahora es un pueblo manchego clásico, con hermosas casas, con su portalón y


su escudo encima. Me detengo en la plaza y pregunto a los viejos algo de la
expedición de Gómez.

—Eso será para la política —dice un aldeano de gorra y bigote.

—No; es para un periódico de monos.

No creo que los convenzo.

La gente no sabe nada de la expedición de Gómez.

—Ahora, a los carlistas los llaman facciosos, ¿verdad, usted? —me pregunta
uno.

—El faccioso es siempre el enemigo —contesto yo.

—Ahora los llaman agrarios —replica un viejo de anteojos.

No parece que se ponen de acuerdo en cómo se los llama.

El hombre de los anteojos recuerda haber oído que en Sarradell, en la primera


guerra civil, hubo un encuentro entre carlistas y liberales.

Fue el descalabro del general don Francisco Valdés, hombre valiente, que tuvo
que batirse con fuerzas cuádruples a las suyas.

En el pueblo de Mahora mataron los carlistas a varios, y Cabrera debió de


quedar como tipo de hombre templado y valiente, porque de la gente audaz
decían los vecinos: «Éste es un Cabrera».
Recorro las calles del pueblo y veo en las paredes, escritos con pintura blanca y
negra, varios letreros políticos. Los hay revolucionarios y conservadores, para
todos los gustos.

Uno ha puesto: «¡Biba el comunismo!». Otro: «Votar a las izquierdas es votar a


Casas Viejas. ¡No votar! No os fiéis, españoles». Un monárquico ha escrito:
«¡Biba el clero y el rey XIII! ¡Abajo la República!».

Y un amigo de ésta, para completar la epigrafía, ha fijado esta inscripción:


«¡Fuera esos escalabajos cavernícolas!».

Una chica sensata

En una plazoleta encontramos a una muchachita que va a la fuente con un


cántaro pequeño.

—¿Quieres que te retratemos y aparecer en los periódicos?

—Bueno.

—Si se te ocurre algo así como que te gustaría ser actriz de película o aviadora,
lo dices, para que yo lo escriba.

—No se me ocurre nada —contesta la chica, riendo.

—Veo que tienes más talento que la mayoría de las cómicas y de las cupletistas.
Si sale bien el retrato, ya mandaremos aquí el periódico.

Albacete

De Mahora partimos para Albacete, adonde llegamos al anochecer.

Gómez entró en la ciudad el 16 de septiembre.

Huyeron del pueblo autoridades y particulares.

Se llevaron las tropas a varios albacetenses secuestrados para pedir rescate por
ellos y algunos miles de duros de la caja de la Administración del Canal.

El caudillo carlista, al saber que se acercaba Alaix con algunos escuadrones de


don Diego de León, salió de la ciudad.

Llevaban los carlistas el intento de apoderarse de Madrid. Tomaron por la


carretera general, y al día siguiente fueron a dormir a La Roda.
La Roda

La Roda es un pueblo manchego, plano, en medio del cual se destaca la iglesia,


con una torre de tejado puntiagudo. Está colocado en una extensa llanura, sobre
el declive de una pequeña colina. El pueblo se dedica principalmente a la
explotación de granos, de ganado y de azafrán.

Entramos al centro del lugar. En esta esquina que da hacia la plaza hay un
letrero no completamente amable, porque dice, con cierto laconismo:
COMIDAS Y PIENSOS.

Me dirijo a tres viejos sentados en la calle, en fila: el del centro está cubierto con
una manta y lleva una gorra como un solideo y un palo en la mano; tiene cara
de zorro malicioso y burlón. Le llaman, según me dicen, el tío Cuco.

El de la derecha es pequeño, con la misma clase de gorra, una especie de gabán


con cuello de pana y la colilla en la boca. El de la izquierda tiene el tipo
corriente del aldeano, con blusa negra y pañuelo en la cabeza.

El tío Cuco oyó algo en su juventud de lo que pasó en el pueblo en la primera


guerra carlista. Recuerda el nombre de Cabrera, pero no el de Gómez.

Al tío Cuco y a sus compañeros les interesa más lo que va a pasar que lo que
pasó.

«¿Qué dicen en Madrid? Las cosas se van poniendo muy malas.»

Esto, a uno, como reportero, no le interesa mucho.

Vamos a la posada del Sol. La posada tiene un vestíbulo, más bien corredor
abovedado, con un arco a la entrada con las letras del rótulo en las piedras de la
clave. En medio del arco, una estrella pintada de blanco, que es el sol.

Después de este corredor hay un patio. No encuentro a nadie dentro con quien
hablar. Recorremos las calles del pueblo. En algunos de estos lugares de La
Mancha hay la costumbre de que los novios adornen con un arco de pintura
ocre la puerta de la casa de su prometida.

Salimos de La Roda en dirección de Villarrobledo. Los carlistas de Gómez, al


partir de La Roda, pensaban que les harían torcerse a la derecha para atacar a
las tropas de Alaix; tenían más fuerzas que él; pero se vieron sorprendidos al
ver que volvían a la izquierda, es decir, que se alejaban del enemigo.

El mercado
Villarrobledo es pueblo de poco carácter, sin silueta. Hay pequeñas industrias y
mucho comercio. Llegamos a la plaza, a uno de cuyos lados se levanta una
iglesia grande, de estilo mixto y confuso.

Es la hora del mercado. La gente, curiosa, charla y toma el sol. Algunos puestos
despachan bastante, como este del pan; otros apenas venden, y parece que
exhiben las mercancías por pura fórmula, convencidos de que nadie las va a
comprar.

Entre el público hay grandes tipos, como unos sentados en un banquillo de


madera.

Un hombre, con el pañuelo en la cabeza, tiene el perfil de un senador romano.

Me hablan de un médico del pueblo, hombre aficionado a leer, que ha estado


varias veces en Alemania y en Rusia; voy a ver si le veo, y no le encuentro.

Bravo, o la tradición

Vuelvo a la plaza, entro en el ayuntamiento, interrogo al alguacil, que me dice


que está ocupado. Insisto y me recomienda que pregunte por el Bravo. El Bravo
es un empleado, que se llama así de apellido.

Sale Bravo y hablamos en la solana de la casa consistorial.

Bravo es el espíritu de la tradición del pueblo. Habla de su fundación en el siglo


XVIII, como aldea de Alcaraz; de los distintos estilos de la iglesia y de la batalla,
en 1836, entre Gómez y Alaix. Bravo explica la derrota de los carlistas por la
aparición de los liberales en los alrededores, una noche de niebla. En el
encuentro murió un paisano, del cual hay una lápida conmemorativa en la sala
de sesiones del ayuntamiento.

—¿Por dónde empezaría la lucha? —le pregunto yo.

—He oído decir que por la parte baja, por el Campo de San Cristóbal. Allí existe
todavía un torreón ruinoso, y en ese torreón, los carlistas tenían centinelas, a los
que sorprendieron y cercaron los liberales.

Me despido de Bravo y voy a ver lo que queda del torreón derruido de San
Cristóbal.

Este torreón, asentado en un cerro, domina la llanura, y desde él podía otearse


mucha tierra.
Ya no queda apenas nada del castillo, ermita o lo que fuera más que algunas
paredes amarillentas agujereadas.

Los carlistas de Gómez, unidos con los de Cabrera, Quílez, el Serrador, etcétera,
creían que no sería difícil apoderarse de Madrid. Los oficiales pensaban que
antes atacarían a Alaix y le vencerían fácilmente.

Salieron, como se ha dicho, de Albacete, durmieron en La Roda y entraron al


siguiente día en Villarrobledo.

Alaix había salido de Cuenca, y esperó en Carboneras con su gente y 150


húsares que venían de Lugo con el brigadier don Diego de León.

Con ellos marchó a campo traviesa durante varios días, y al amanecer del 20
estaban en los alrededores de Villarrobledo.

Gómez, al llegar al pueblo, en la tarde del 19, alojó la división y dispuso que sus
fuerzas quedasen en la parte baja, y las de Cabrera y los aragoneses de Quílez,
en la alta.

La intuición de Cabrera

Cabrera estaba irritado con el fracaso de Requena, y preveía otro descalabro. El


caudillo tortosino, que era un hombre genial, no durmió aquella noche. Andaba
como los gatos, de un lado a otro, inquieto.

A medianoche envió a uno de sus ayudantes, con una patrulla, a la descubierta,


y el ayudante volvió a las dos o tres horas, y dijo que por la parte de El
Provencio había visto, entre la niebla de la mañana, soldados que debían de
pertenecer a las fuerzas de Alaix.

Envió Cabrera la noticia a Gómez, pero la gente del alojamiento del jefe dijo que
tenía orden de no despertar al general con ningún motivo.

Cabrera, convencido de que se les acercaba Alaix, fue él mismo a ver a Gómez,
y éste le gritó desde la cama que no le molestaran; que no necesitaba avisos ni
preceptores.

Cabrera, exasperado, sin atreverse a mandar tocar las cometas y tambores,


reunió a sus oficiales y les ordenó que despertaran a la tropa, dejando a los de
Gómez que se las arreglaran como pudieran.

Al alba comenzaron en el pueblo a resonar toques de corneta, primero la


llamada a tropa, luego la redoblada y la generala, y se oyeron tiros por todas
partes.

Era el amanecer y había niebla. Alaix había sorprendido a los centinelas del
torreón de San Cristóbal y había rodeado el pueblo.

Alaix tenía menos tropas que Gómez. El liberal, unos cuatro mil hombres; el
carlista, de siete a ocho mil.

«El número no importa», había dicho el general cristino a sus oficiales; «lo
esencial es la posición y el valor.»

La gente de Alaix se lanzó contra el pueblo con entusiasmo, y dividió las


fuerzas carlistas en dos mitades.

El ímpetu de don Diego de León

Cabrera, con sus valencianos y aragoneses, iba a unirse con los castellanos y
vasconavarros de Gómez, para oponer juntos una resistencia decisiva; dos
escuadrones del Serrador luchaban contra los húsares de don Diego de León,
cuando éste les preparó una emboscada y cayó sobre ellos con tanto ímpetu,
que los dispersó.

Desde entonces se dijo que don Diego de León, hundiendo la punta de la lanza
en el pecho o en la espalda de los enemigos, los levantaba en el aire, los
desarzonaba y los tendía en tierra.

Los del Serrador tuvieron un momento de pánico ante aquel gigante bigotudo y
vestido de gala, y comenzaron a huir, atropellando a la infantería de Cabrera.

Desorden

El desorden producido lo aprovecharon Alaix y don Diego de León de tal


manera, que los carlistas tuvieron que dispersarse.

Con más gente hubieran acabado con ellos; pero eran pocos y se veían
embarazados con mil trescientos prisioneros, fusiles, bagajes y municiones.

Los carlistas, a pesar de sus grandes pérdidas y de su dispersión, pudieron


reorganizarse en el campo y tomaron el camino de Ossa de Montiel.

Tuvieron que abandonar el proyecto de acercarse a Madrid, a pesar de que


sabían que el pánico en el Palacio Real y en la corte era enorme, y estaban todos
los palaciegos y altos empleados dispuestos a huir.
Eran los días en que a los escritores se les preguntaba en la calle de la Montera,
según cuenta Larra: «Hola, poeta: ¿qué hay de Gómez?».

Ossa de Montiel

Seguimos la ruta del caudillo carlista y vamos a Ossa de Montiel (Albacete).

Ossa supone uno que podría proceder de la palabra vasca otsa («frío»), pero la
etimología esta no tiene muchas probabilidades.

Ossa de Montiel es un pueblo cuyas atracciones turísticas son hallarse cerca de


las lagunas de Ruidera y de la Cueva de Montesinos.

Entro en la botica y pregunto:

—¿No habrá ningún viejo en el pueblo que sepa historias antiguas?

—Sí —dicen—, hay una vieja que sabe algo de las guerras carlistas.

El practicante de la farmacia me acompaña a la puerta de la iglesia, y me indica


dónde vive esa mujer.

Me acerco a ella. Cuenta una relación sin fijar fechas. No se le puede exigir una
exactitud completa, porque habla de lo que ha oído. Tampoco se comprende si
su relato es de la primera o de la segunda guerra carlista.

Dice que en una casa blanca con balcones de la plaza, la casa de Pacheco, la
mejor del pueblo, estaba prisionero un capitán.

—Y le trataban muy bien, no crea usted —añade la vieja—. Le daban unas sopas
cominas, que nunca había comido mejores, y de postre, garbanzos tostados, que
los molía la dueña de la casa en un mortero. Esto no me lo han contado, que yo
lo he visto. Y un día llamaron al cura, para confesar al capitán, porque le
querían sacar a la plaza para tirotearle, y como él chillaba, le sacaron a rastras y
le tirotearon.

—¿Y quiénes eran los mejores: los carlistas o los cristinos?

—Eso, yo no lo sé. Todos tenían sus queridas.

Para esta mujer, la guerra civil había sido una cuestión del pueblo, y nos cuenta
cómo le mataron al Carbonero y al Moreno.

Vamos a comer a la posada, y el posadero nos trata de convencer de que


debemos ir a ver la Cueva de Montesinos. Allí van todos los turistas que llegan
a Ossa de Montiel.

—¿Cómo se va a ella? ¿Está en la misma carretera?

—No; está a un lado, no muy lejos.

—¿Es fácil de encontrar?

—Hay que llevar a alguno que conozca el terreno para poder entrar.

—¿Es excursión para todo el día?

—Sí.

—Entonces no vamos.

Uno que está en una mesa de al lado dice:

—Hacen ustedes bien; hay allí mucho cuento y no se ve nada.

Ruidera

Volvemos hacia Ruidera; nos detenemos a ver cómo construyen un homo de


carbón.

Ruidera es un puñado de casas sobre un cerro, dominado por un edificio


grande, que debe de ser la fábrica de pólvora que construyó el arquitecto
Villanueva.

Yo suponía, no sé por qué, que estas lagunas estarían a flor de tierra, pero no;
tienen cerros y montes en sus orígenes. Son el ensanchamiento de un río, que
supongo que es el Guadiana. Hay un camino que bordea esta laguna, que debe
de ser la que llaman del Rey. Al borde del agua no parece que haya cieno en
putrefacción.

Me paseo arriba y abajo, y a un mozo que pasa a caballo le pregunto si se puede


seguir el camino de la orilla.

—En auto, no —me dice.

—Habrá sitios bonitos por ahí.

—Está el castillo de Rochafrida.


—Y qué, ¿tiene algunas torres?

—No; unos paredones nada más; pero aquí se cuentan muchas cosas de ese
castillo. Hay también una canción, de la que yo no recuerdo más que el
principio:

En Castilla hay un castillo

que se llama Rochafrida;

al castillo llaman rocha

y a la fuente llaman frida.

Esto debe de ser algún romance de Montesinos.

Como ya se hace tarde, dejamos Ruidera y vamos a dormir a Manzanares, al


parador.

En esta fonda se destaca el contraste del aire sexual, erótico, de una francesa, de
unos treinta años, con sus faldas cortas y su coquetería exagerada, que debe de
ser la mujer de un ingeniero químico, y el tipo monjil, pálido y apagado de la
muchacha del país que sirve la mesa.

Infantes

Manzanares es un pueblo manchego clásico, con muchas calles, cincuenta o


sesenta; siete u ocho plazuelas y varios caserones, que parecen antiguos
conventos. Hay en las cercanías un río, el Azuel.

Dormimos en la fonda del pueblo; yo, en un cuarto grande, que da al patio.

Por la mañana oigo a un carretero que canta:

Aunque La Mancha

tenga muchos lugares,

no hay otro más salado

que Manzanares.

Por la mañana salimos de Manzanares para Infantes.

Gómez, que llegó al anochecer a Ossa de Montiel, después de la acción de


Villarrobledo, pasó revista a sus tropas. Al día siguiente salieron los carlistas del
pueblo, cruzaron por Villahermosa y fueron a dormir a Infantes (Ciudad Real).

Villahermosa tiene una iglesia de gran aspecto, al menos desde lejos.

Infantes, o Villanueva de los Infantes, pueblo colocado en el campo de Montiel,


y dominado por pequeñas colinas, tiene muy buen aspecto. La plaza Mayor,
con su iglesia y sus casas antiguas, es de gran estilo.

El hombre de la montera

Me acerco a los grupos de la plaza y hablo con un hombre tocado con una
montera antigua, tipo de aire satírico y socarrón.

Donde no ocurrió nada es imposible que se recuerde el paso de unas tropas,


habiendo pasado tantas al correr del tiempo.

El hombre de la montera no ha oído hablar del general Gómez.

No insisto en esta cuestión, y le pregunto cómo anda el pueblo. Me dice que


anda mal. Él sospecha que los automóviles han arruinado a La Mancha y a toda
la nación, porque esos cacharros —añade— no se construyen en España.

—Y el pueblo, ¿crece? —le pregunto.

—Poco.

—Y la gente rica antigua, ¿sigue en sus casas?

—No.

—Y la República, ¿la han notado ustedes?

—Poco. La hemos notado en algunos nombres de las calles y de las plazas. Esa
plaza, por donde han venido ustedes, antes se llamaba de las Monjas, luego se
llamó Alfonso Trece.

—¿Y ahora?

—Ahora se llama de don Alejandro Lerroux.

—Ahí tiene usted —le digo yo en broma— la historia moderna de España, en


tres lecciones. Total, cero.
Le pregunto después cómo andará la carretera de Villamanrique a Andalucía,
para ir hacia Úbeda.

—No creo que andará muy bien. Vale más ir a la carretera general, y por La
Carolina y por Bailén, torcer hacia Úbeda.

Seguiremos su consejo. Gómez fue hacia Andalucía por Chiclana de Segura y


Villanueva del Arzobispo.

Sierra Morena

Nosotros vamos a Valdepeñas y tomamos la carretera hacia el sur. En Venta de


Cárdenas ha aparecido en estos últimos años un poblado.

Hay muchas casas flamantes, que han surgido de la tierra, y excursionistas que
van y vienen a los picos próximos.

Yo escribo sobre este poblado un romance.

Ventas de Cárdenas, ventas

próximas a Almuradiel;

alto de Sierra Morena,

por donde atraviesa el tren

para pasar de La Mancha

al ibérico vergel;

lugar que nombra Cervantes

en su obra más de una vez,

y que ilustró con canciones

el alavés Iradier.

¿Dónde diablos os metéis,

que no os he podido ver?

¿Qué hicisteis de vuestras ruinas,


que no queda una pared

que tenga aspecto de antigua,

de algo que fue y que no es?

En cambio, de un pueblo nuevo,

con un elegante hotel,

se alzan las casas flamantes,

hechas en un dos por tres;

el pueblo tiende a ensancharse,

y extenderse y a crecer

y a subir Despeñaperros,

mientras se dan cita en él

arriscados deportistas

de Linares y Jaén.

Nada habla de Dorotea,

ni de Cardenio el doncel,

ni del cura o Don Quijote,

que iluminó su vejez,

sintiéndose enamorado

de una sombra de mujer.

¿Dónde estáis, Ventas de Cárdenas,

que no os he podido ver?

Al cruzar Las Navas de Tolosa, por donde he pasado varias veces, se me ocurre
que sería curioso confrontar con el terreno las relaciones históricas sobre la
batalla de ese nombre. Leída, siempre me ha parecido una batalla de teatro
entre moros y cristianos; visto el terreno de cerca, se comprende de su realidad
y su desarrollo.

Llegamos a La Carolina y pasamos por el centro del pueblo.

Como se sabe, Pablo Antonio José de Olavide, español de origen vasco, nacido
en Lima, fundó aquí una colonia, la colonia de Sierra Morena, y trajo a muchos
técnicos franceses, alemanes, belgas, y al principio hicieron progresar la
fundación. Luego decayó, y Olavide llevó una vida azarosa.

Lo raro es que en la colonia y en La Carolina no quede rastro del tipo extranjero.


Se ha evaporado.

De La Carolina torcemos a la derecha. Vilches (provincia de Jaén) aparece en


una colina, en medio de campos fértiles, con una silueta muy típica.

A la puerta de la estación del tren, por donde pasamos, hablo con un hombre,
que me dice que está esperando la llegada del correo para llevar un encargo al
pueblo. Le pregunto si cree que habrá alguien que tenga datos sobre la
excursión de Gómez.

«No. En Vilches no creo que haya nadie que sepa de eso.»

El veterinario de Arquilos

Pasamos por Arquilos. Arquilos tiene cierta fama, ya medio olvidada, en la


historia contemporánea de España, por haber sido el pueblo donde prendieron
a Riego, el año 1823.

A la entrada de Arquilos, en una plazoleta, veo un rebaño de cabras


descansando.

Cruzamos entre ellas, y subo a la plaza, que tiene una torre cuadrada, de piedra,
con un gran reloj y unas saeteras, y cerca, un abrevadero.

Pasa un jinete de buena pinta, con sombrero ancho, montado en un caballo


blanco, que lleva a beber.

—¿Quiere usted pararse un instante? —le pregunto al jinete.

—¿Para qué?

—Para hacerle un retrato.


—¿No se romperá la máquina?

—Creo que no. Una pregunta.

—Usted dirá.

—¿No hay en el pueblo algún viejo que sepa historias antiguas?

—Ahí enfrente vive uno: el veterinario.

Entro en el taller de este hombre, que supongo que no tiene muchas ganas de
hablar, porque al verme se retira.

—Espere usted, hombre, un momento.

—Es que soy sordo —contesta él—, tendrá usted que escribir en un papel lo que
quiere.

—Bueno.

Le escribo en mi cuaderno: «¿Ha oído usted decir que el general carlista Gómez
pasó por aquí con sus fuerzas en 1836?».

—No —contesta él, haciendo un movimiento enérgico de cabeza.

Recuerdo de la prisión de Riego

—Bien. Segunda pregunta: «¿Sabe usted detalles de la prisión de Riego?».

—Sí; de eso sé algo. Aquí estuvo hace tiempo un señor que era republicano, que
decía que el pueblo de Arquilos estaba deshonrado, porque habían prendido en
él al general Riego; pero los de Arquilos no tomaron la iniciativa de la prisión.
El general andaba ya despistado, con poca gente, cuando se encontró a un
santero del pueblo de Torreperogil y a un vecino de Vilches, López Lara. Quiso
que éstos le guiaran hasta La Carolina, y como no quisieron, les obligó a ello. El
santero, que se llamaba Guerrero, y López Lara le llevaron a Riego al cortijo de
Baquerizones, y como el caballo del general estaba desherrado, le pusieron las
herraduras del revés para, de ese modo, poderle seguir las huellas si se
escapaba. El López Lara, a la mañana siguiente, avisó a las autoridades del
pueblo, y fueron a prender a Riego al cortijo. Se repartieron mucho dinero y
prebendas entre los que tomaron parte en la captura; pero a ninguno de los
denunciadores le aprovechó su acto, porque la mayoría acabó mal.

Me despido del veterinario, dándole las gracias por sus informes, y salimos del
pueblo.

Los labradores están comiendo en el campo.

Llegamos a Úbeda tarde. Vamos a comer al parador de turismo, antiguo palacio


del condestable Dávalos. Úbeda es una hermosa ciudad. No hay en el pueblo
recuerdos de la expedición de Gómez.

Después de comer, en un bar del parador tomamos café y una copa.

Salimos a la calle. A la vuelta de la esquina, en una puerta, una muchacha


trabaja, tejiendo esteras.

Al parecer, ésta es una de las industrias típicas del pueblo, y en el mercado de la


plaza se ven grandes manojos de aneas y de juncos para la fabricación de esos
tejidos.

Pasamos por delante de algunos de los palacios del pueblo, que tienen gran
aspecto.

El castillo de Canena

De Úbeda vamos a Baeza, ciudad decorativa, con catedral y hermosos palacios,


y de aquí, por un camino de través por cerca de la ermita del Santo Cristo de la
Yedra, marchamos a Canena.

El porte del castillo, que se ve en un alto, por encima del pueblo, nos hace
detenernos.

El castillo es grande, con dos torreones cilíndricos, otros dos más pequeños y la
torre del homenaje. Parece que fue de la orden de Calatrava. Debe de ser de
planta gótica, y luego reedificado en estilo del Renacimiento.

No hay rastro por aquí del paso de Gómez. En su itinerario no se dice más, sino
que desde Baeza fue a Bailén.

Nosotros vamos por Linares. Cruzamos este pueblo de un extremo a otro. Es al


caer de la tarde. La gente sale a pasear después de un día de calor.

En este pueblo, industrial y minero, de casas nuevas y de gente de poca


tradición, parece que nadie debe acordarse de la expedición de Gómez.

Bailén
De Linares tomamos el camino de Bailén. Cerca del pueblo nos detenemos un
rato en la Venta de la Alegría. En el rótulo dice: COMESTIBLES Y VEVIDAS.

Desde un alto se domina una gran extensión de terreno. Se comprende que este
sitio, con Sierra Morena próxima, el desfiladero de Despeñaperros, el río y
luego la llanura hacia el sur, tiene que ser un punto estratégico importante.

Un joven aldeano, que ve que llevo en la mano un mapa, me pregunta si soy


militar.

«No», le digo, «soy un curioso.»

Asegura que él ha leído algo sobre la batalla de Bailén y sobre las tropas
francesas. Dice que el monumento a esta célebre batalla está en Jaén, en la
capital de la provincia, y que es un obelisco con la estatua de una matrona.

Yo le cuento algo de lo que recuerdo de la capitulación del general francés


Dupont y de lo que hicieron los generales Vedel y Castaños.

También le hablo de la batalla de Las Navas de Tolosa, que a mí, por lo poco
que he leído, me da la impresión de que no debió de ser una batalla sola, sino
una serie de encuentros entre Sierra Morena y la Andalucía alta. El joven se
marcha, y yo subo al raso de una ermita, con árboles, con una escalera de
piedra, y me siento en el borde de una tapia y contemplo un crepúsculo
esplendoroso.

Andújar

Desde Úbeda y Baeza, Gómez se acercó a Bailén, y de Bailén bajó a Andújar, a


Pedro Abad y al Carpió, y llegó al puente de Alcolea.

Nos cruzamos nosotros, al pasar la Sierra, con una caravana muy lucida de
gitanos.

Seguimos el camino, y al entrar en la gran calle de Andújar vemos una comitiva


de un entierro, cuyos individuos marchan muy sonrientes, llevando unas
banderas.

Nos detenemos a tomar gasolina. En un portal, próximo a la bomba, hay un


chico, enfermo y amarillo, a quien mecen en la cuna y llora.

En una casucha pequeña y humilde, de las afueras, se lee este cartel: EL


PARAÍSO. SE ALQUILA.
No parece este paraíso nada extraordinario, y aunque, en vez de alquilarse, se
regalara, no valdría la pena de tomarlo.

En estos pueblos abiertos de Andalucía, donde entra y sale mucha gente, no hay
que esperar una persistencia en los recuerdos, como en algunos lugares de
Castilla de más tradición.

Aquí la gente parece volandera.

Sin embargo, me dicen como una curiosidad: «Hay un señor en el pueblo que es
carlista; pero es muy viejo y está enfermo».

El puente de Alcolea

Al llegar al puente de Alcolea hay parada.

El puente de Alcolea es de piedra oscura, largo, de trescientos cuarenta metros y


de veinte ojos.

En las orillas del Guadalquivir se ven árboles altos, torcidos y rotos. Hay una
familia de gitanos, con un carro destoldado; y debajo de algunos arcos hay
viviendas provisionales de gente errante.

Es curioso cómo todas las multitudes y los ejércitos de un país, empujados por
la geografía, van por las mismas vías y se repiten en sus actos. En el siglo XIX,
los franceses de Napoleón, los de Angulema, los carlistas de Gómez en 1836 y
las tropas de Novaliches en 1868, intentaron forzar el puente de Alcolea.

Después de echar un vistazo por las orillas del Betis, nunca claro ni cristalino, al
menos cuando yo lo he visto, seguimos nuestra ruta. Nos cruzamos con arrieros
y con muchachas vistosas, que, sin duda, trabajan en el campo.

La entrada en Córdoba por la carretera de Madrid no es tan romántica como


por el puente de la Calahorra. Éste ha sido el lugar típico y pintoresco que han
buscado con preferencia dibujantes y pintores.

Le digo al chófer que vaya despacio, porque quiero comprar algún libro para
leer de noche. No pasamos por ninguna librería. El fotógrafo recuerda esta
cuarteta, que yo había oído, pero ya no recordaba:

Córdoba, ciudad bravía,

que, entre antiguas y modernas,


tiene trescientas tabernas

y ninguna librería.

En cambio, el mote de la antigua Córdoba era más distinguido. Decía así:

Córdoba, cuna de guerrera gente

y de sabiduría clara fuente.

En el hotel

Vamos a un hotel elegante. En el hall hay gran entrada de turistas ingleses y


franceses.

Oigo a una señora francesa, muy maquillada, que dice a una amiga suya una
frase que me sorprende:

—Es extraño. Encuentro al español más moderno que al francés.

—¡Ah, no! —dice la otra, categóricamente, y como si la hubieran pinchado.

Yo, desde cierto punto de vista, encuentro que esto puede ser cierto, lo que no
indica superioridad.

La muralla

Al día siguiente, por la mañana, mi propósito es averiguar cómo entró y por


dónde entró Gómez en Córdoba.

La carretera de Madrid termina en el campo de San Antón.

Cuando Córdoba se hallaba completamente rodeada por la muralla, el camino


de Madrid terminaba en la Puerta Nueva, cerca del convento del Carmen.

Gómez tenía inteligencias en la ciudad; los carlistas cordobeses le habían dado


detalles sobre las fuerzas gubernamentales que quedaban en el pueblo, que eran
la milicia nacional, en pequeño número y poco aguerrida, y algunos oficiales
del ejército.

Un escaso número de milicianos cordobeses habían divisado la vanguardia de


las tropas carlistas en la campiña y habían huido al centro de la ciudad. Los
persiguieron varias patrullas a caballo, al mando de Cabrera, Villalobos y
Arnáu, y ellos se acercaron al campo de San Antón, donde comienza la carretera
de Madrid.

La Puerta Nueva, que daba a este campo, estaba cerrada.

Córdoba tenía entonces catorce entradas, con sus portales correspondientes. Los
jefes carlistas rodearon las fortificaciones y pudieron ver todas las puertas y
murallas sin un centinela ni un soldado.

Los nacionales de la ciudad comenzaron a notar, a las tres de la tarde, que los
carlistas del interior del pueblo se echaban a la calle, y pensando que estaban de
acuerdo con Gómez, abandonaron murallas, garitas y almenas y fueron a
guarecerse a los edificios próximos a la orilla del río: al Alcázar Viejo, al Alcázar
Nuevo y al seminario.

Entran los carlistas

Mientras tanto, se dice que Cabrera, Villalobos y Arnáu, con pocos soldados y
algunos vecinos del arrabal del Carmen, comenzaron a abrir una brecha en el
postigo de la Puerta de Baeza (en un plano de la época aparece una puerta de
Baeza), y consiguieron arrancar el herraje del postigo, que quedó abierto.

Se internaron a caballo por la primera calle.

Yo supongo que si pasaron por la Puerta de Baeza, al campo de la Madre de


Dios, entrarían por la calle del Sol, calle que creo que ahora no se llama así, y
que la recuerdo por haberla puesto como centro de una novela mía, titulada La
feria de los discretos.

En esa calle me detengo un rato a hablar con los vecinos.

Entraron Cabrera y los suyos en la ciudad, y se toparon con unas compañías de


líneas del gobierno, que se les reunieron.

La confusión, el desorden y los gritos de triunfo hicieron pensar a los nacionales


rezagados que el pueblo estaba ya tomado por los carlistas, y huyeron a
refugiarse al Alcázar y al seminario.

Muerte de Villalobos

Algunos milicianos de Iznájar se encerraron en una posada próxima a la


catedral, y que daba al río, por no poder llegar al seminario. Allí se defendieron
desde los balcones y mataron de un tiro en la frente a uno de los jefes carlistas, a
Villalobos. Cuando llegó el grueso de las fuerzas con Gómez, Cabrera, más
duro que los demás, rodeó la posada próxima, la incendió y fusiló a todos los
milicianos de Iznájar. Entre tanto, los vecinos de los barrios de Santa Marina y
de San Lorenzo se entregaron al pillaje.

La mayoría de los milicianos se había establecido en la barriada que desde la


columna del Triunfo va hasta las afueras del pueblo, y en donde hoy están
instalados la cárcel y el hospital militar.

Debajo de ellos se extiende la huerta del Alcázar, y más abajo, junto al río, unos
árboles y la Alameda del Corregidor. Al final de la huerta del Alcázar hay dos
torres: la de la Paloma y la del Diablo.

Los carlistas atacaron desde el palacio del obispo y edificios intermedios a los
milicianos. Los nacionales se defendieron varios días bien y al último se
rindieron y quedaron prisioneros.

Uno de ellos fue el comandante de artillería don Francisco Díaz Morales, uno de
los más destacados jefes carbonarios del tiempo.

Algunos de los milicianos siguieron la margen izquierda del Guadalquivir,


ocuparon el castillo de la Calahorra, y, viéndose atacados, cruzaron el río,
hicieron barricadas cerca de la cárcel y del seminario, y por el paseo de la
Victoria llegaron a alcanzar la sierra.

Los carlistas quedaron dueños del pueblo. Gómez sacó mucho dinero de
Córdoba. La ciudad era más carlista que liberal.

Gómez se apoderó de los fondos públicos y de algunos de los particulares, e


impuso una contribución a las personas más ricas. Sacaron unos cuatro millones
de pesetas.

Recogió también cinco mil fusiles, tres cañones y muchas municiones. Se le


unieron dos mil voluntarios. Creó el batallón de Córdoba. Fundó una junta de
gobierno y celebró un Tedéum en la catedral y unas exequias solemnes en
honor de Villalobos.

Después de haber marchado y contramarchado por la provincia y de haber


dispersado en las inmediaciones de Alcaudete a una columna de malagueños al
mando del jefe de carabineros don Juan Antonio Escalante, Gómez volvió a
Córdoba el 13 de octubre y la abandonó aquella misma noche, al saber que se
acercaba Alaix, quien picó su retaguardia y en parte la deshizo.

El tesoro de la catedral

Se dijo en la ciudad, después de la marcha de Gómez, que habían desaparecido


alhajas del ayuntamiento y de algunas personas acaudaladas. Estas alhajas se
hallaban escondidas en la catedral.

Debajo de la capilla de Villaviciosa, antiguo purificatorio de los califas, hay una


bóveda, y, más abajo de ella, un subterráneo, que parece ser un antiguo templo
de Jano.

El secreto fue descubierto por un prisionero carlista. El juez de primera


instancia, don José Trillo, hizo los primeros reconocimientos.

«La Mezquita es facciosa», dijeron los periódicos liberales después.

Era más bien como Jano, la antigua deidad que había reinado allí: de cara
carlista cuando mandaba Gómez y de cara nacional cuando mandaban los
generales de María Cristina.

También se descubrió una gran cantidad de dinero, en sacos, de oro y de plata,


en los cimientos del panteón de mujeres de Santa Victoria, custodiado por el
deán don Antonio Sánchez del Villar, que era vicepresidente de la junta,
titulada real, del gobierno de la provincia.

Los carlistas de Córdoba quedaron defraudados con la marcha rápida de


Gómez.

Borrow cuenta, en la Biblia en España, que su posadero, carlista fanático, se


lamentaba de que los liberales cordobeses le saludaran, diciendo: «¡Eh,
carlista!». Y hasta le amenazaban con pegarle.

Naturalmente, esto era después de la partida de Gómez, porque cuando su


mando, serían los liberales los que se lamentarían si alguno les dijera en la calle:
«¡Eh, liberal!».

Almadén

Las evoluciones estratégicas de Gómez en las proximidades de Córdoba no


tuvieron gran importancia; intentó fortificar algunos pueblos, como Iznájar;
pero al ver que faltaba agua y que la reparación de las murallas costaría mucho
tiempo, abandonó el proyecto.

Por entonces debió de conocer el estado en que se encontraba Almadén, pueblo


rico por las minas de mercurio, y en el cual se podría coger un buen botín de
guerra.

Marchamos camino de Almadén. Vemos un grupo de braceros, que dejamos


atrás pronto.

Nuestro chófer recita:

Ya se van los pastores

a la Extremadura;

ya se queda la tierra

triste y oscura.

Gómez pasó rápidamente por Conquista, Paradas, Pozoblanco y Torremilanos,


y se acercó a Santa Eufemia, donde preparó el ataque al pueblo del azogue.

Al saber el gobernador militar de Almadén, brigadier don Manuel de la Puente


y Aranguren, la entrada de los carlistas en Córdoba, pensó que no tardarían en
acercarse. Comunicó sus temores al ministro de la Guerra, marqués de Rodil, y
éste ordenó que el general irlandés Flinter, comandante de la línea de La
Mancha, acudiera al pueblo minero con sus batallones extremeños.

El ministro quería que si los atacaban se sostuvieran en la plaza por lo menos


dos o tres días y esperaran a ser socorridos.

Los dos jefes, Flinter y Puente, hicieron un reconocimiento del vasto e irregular
recinto del pueblo y estudiaron los recursos con que se podía contar para
defenderlo.

Convinieron en que salvarían mejor el establecimiento minero desde las


posiciones inmediatas, que no intentando la resistencia dentro de los muros.

Conformes los dos en esta idea, y sabiendo por los confidentes que Gómez se
disponía a acercarse a Almadén, salieron con los caudales y todas las fuerzas y
acamparon en la confluencia de los caminos de Alamillo y Santa Eufemia hasta
que supieron que los carlistas habían emprendido su marcha a Fuencaliente.
Entonces regresaron a Almadén.

Los generales discuten

Rodil, hombre terco y doctrinario, general de escuadra y de compás, ordenó a


Puente que defendiera a todo trance Almadén, y le aseguró que él iría a su
socorro, lo más tarde, a las cuarenta y ocho horas.

El brigadier Puente comunicó al ministro que las murallas del pueblo eran unas
miserables paredes, rotas en muchas partes, de tapias de corrales con bardas,
que tenían una circunferencia de tres cuartos de legua.

Añadió que entre Flinter y él no tenían tropas suficientes para una defensa
seria. Rodil exigió la defensa, y Puente dijo que tanto él como Flinter estaban
dispuestos a morir sepultados bajo los miserables escombros de aquellas tapias.

Gómez tenía por entonces de siete a ocho mil infantes, soldados aguerridos; mil
doscientos caballos y varias piezas de artillería. Puente no contaba más que con
unos mil quinientos hombres, casi todos milicianos, hombres viejos, y ciento
ochenta caballos.

Disposiciones para la defensa

Al saber la proximidad de Gómez, Puente dividió la defensa del recinto.

Él se hizo cargo del fuerte Cristina.

El fuerte, que existe aún, tiene una torre, con su reloj; es lo que se llama el
castillo de Retamar. Está empotrado en las calles del pueblo.

El brigadier Flinter defendería, desde la entrada del establecimiento minero, un


fuerte, ya desaparecido, llamado La Enfermería, y el comandante de los
tiradores de Extremadura, don Fernando Cojo, el centro de la villa, la plaza de
la Constitución y la iglesia de San Juan.

Se hicieron barricadas y se designaron jefes de ellas.

Un problema para las tropas era el agua, que escasea en Almadén en tiempo
normal.

Santa Eufemia

Gómez se acercaba y repartía su gente entre Alamillo y Santa Eufemia.

Gómez y su Estado Mayor se instalaron en Santa Eufemia.

Este pueblo, en la raya de la provincia de Córdoba, a quince leguas de la capital,


está en un cerro pedregoso, a orilla del Gualdamar.

El riachuelo y otro próximo llamado el Valdeazogue, se encuentran en el


momento cubiertos de flores acuáticas blancas. A pesar de que en los dos
arroyos hay un puente, lo vadean los hombres, metiéndose en el agua a pie y a
caballo.
Cerca de Santa Eufemia, en una calle, en una altura, se yergue el castillo de
Miramontes, al que no le queda más que un torreón desmochado.

Lo principal de Santa Eufemia es una calle en cuesta, que termina en un arco de


una antigua muralla. La gente hace tertulia a la puerta de las casas.

Voy al ayuntamiento. Nadie sabe nada de los carlistas de Gómez.

El recuerdo se ha borrado por completo.

Me invitan a subir a la sala del municipio, y me enseñan montones de papeles


que hay en un armario. Pero ¿quién descifra en poco tiempo lo que puede haber
en estos legajos?

Nos acercamos a la plaza de la iglesia, en donde probablemente formarían los


hombres de Gómez.

Salimos del pueblo por la carretera.

Nos detenemos a contemplar cómo pasan por el vado del río, cuajado de flores,
una recua de machos, con sus arrieros.

Una mujer goyesca

Una mujer, pequeña y rara, se cruza con nosotros. Parece, por su tipo, una
bufona de los Caprichos, de Goya; con una cara hombruna, alelada.

A esta mujer goyesca le pregunto yo:

—¿Y por qué pasa la gente metiéndose en el río, y no por el puente?

—Por no perder tiempo —me contesta ella.

Me choca la economía de dos o tres minutos.

Esta mujer me dice que no ha montado nunca en auto ni en cambriones y que


ojalá cayera un rayo en cada uno de ellos. ¡Qué misoneísmo más absurdo!,
como diría un sociólogo.

El campo próximo a Almadén está formado por cerros áridos y pedregosos, de


cuarzo y pizarra de color gris. En todos los alrededores hay construcciones
arruinadas al lado de escombreras oscuras.

Almadén, sin agua


El pueblo de Almadén no es gran cosa, sobre todo pensando que es uno de los
centros mineros importantes de Europa.

Se ve la negligencia habitual del Estado. En el pueblo no hay agua. Las mujeres


tienen que esperar la vez en la fuente de la plaza, quizá la única, para llenar sus
cántaros.

Marchan después con ellos, llevándolos a la cabeza y en la cintura. Con el


dinero que habrá salido de estas minas podrían tener fuentes con cañerías, no
de hierro, sino de oro.

Por la epigrafía callejera de paseos y de muros parece que Almadén es un


pueblo poco socialista. Hemos visto muchos letreros que se refieren a hechos
políticos de actualidad.

Dejando lo moderno por lo antiguo, buscamos los puntos de defensa de los


sitiados por Gómez en Almadén.

Al fuerte Cristina o castillo de Retamar, donde se instalaron Puente y


Aranguren, se llega pasando hasta el fondo de una casa y atravesando varios
patios; el fuerte llamado de La Enfermería, del que se hizo cargo Flinter, estaba
en la plaza y no existe ya.

El ataque

El 23 de octubre las tropas de Gómez rodearon rápidamente la villa y


comenzaron el ataque por todas partes. En los primeros momentos los
batallones carlistas no pudieron escalar las tapias de los corrales, a pesar de sus
esfuerzos: tan vivo era el fuego de los que defendían los muros. Gómez mandó
colocar dos piezas de artillería, que fueron batiendo el postigo de Carranza.

A las cuatro horas de fuego las municiones comenzaron a faltar a los sitiados.

Como el ataque era tan general y tan constante, muchas partes quedaron sin
defensa. Al anochecer, patrullas de carlistas valencianos y aragoneses lograron
entrar en el pueblo, y poco después pasó el ejército regular de vascos y
castellanos.

Puente y Flinter se encerraron cada uno en su fuerte, dispuestos a defenderse


hasta el final. Quizás esperaban el auxilio prometido por Rodil.

Flinter había quemado la calle próxima al recinto que defendía. La situación iba
haciéndose cada vez peor. El capitán de provinciales de Córdoba, con su
compañía de cristinos, se había pasado al enemigo.
Los carlistas iban horadando los tabiques de las casas y pasando de una a otra.

Advertido Gómez de que por las bóvedas de la iglesia podía dominar con
mayor ventaja el reducto de Flinter, mandó abrir algunas troneras por el ala del
tejado.

Ya a los defensores les faltaban municiones y no respondían al fuego. Los dos


brigadieres tuvieron que capitular, entregándose en condiciones honrosas, que
luego Gómez no respetó.

Al día siguiente, los carlistas, con los prisioneros y el botín, que era enorme,
fueron a Chillón.

Chillón

Chillón es un pueblo bastante grande, en el cual había a principios del siglo XVI
una Isabel Sánchez, que se ocupaba en hacer pesquisas entre los sospechosos de
herejía y los delataba a la Inquisición. Quizás había en el pueblo, más que
heréticos, judaizantes.

A esta mujer la llamaban «la Inquisidora».

Se dice que hay una estatua suya en la plaza. Yo no la he visto.

Las chozas de Vacar

Si no satisfecha la curiosidad, al menos señalados y vistos algunos lugares de la


defensa de Almadén, volvemos a Córdoba por la carretera. Pasamos por
pueblos en cuyas calles se ven rótulos de Galán, García Hernández y Alcalá
Zamora. También hay muchas calles con el nombre de Ramón y Cajal.

«En la práctica, nos atenemos a los nombres antiguos», dice un joven; «porque
si no, no hay manera de entenderse.»

En un poblado de barracas, hay una avenida del Catorce de Abril. En las calles
de los pueblos por donde pasamos, las muchachas se ponen flores en la cabeza.

Al llegar cerca de Vacar, pueblo que tiene un castillo en un cerro, nos


detenemos un instante a cambiar una rueda con el neumático desinflado.

Comienza el crepúsculo. Al anochecer es cuando el campo andaluz tiene


encanto. Algunas nubes rojas brillan, incendiadas, en el horizonte. Se oye el
chirriar de los grillos y el balido de las ovejas. Cerca de la carretera hay un
grupo de chozas que forman casi una aldea.
Me acerco a sus habitantes, que quizá me toman por político. Me dicen que ya
son muchos en este barrio improvisado, y que quisieran que el gobierno les
concediese una escuela.

Hablamos de cómo se vive dentro de las chozas. Ellos dicen chozos.

—No crea usted, que esto está limpio —dice el que vive en una de ellas—,
porque el humo mata a todos los bichos.

El fotógrafo quiere hacer una foto, y saca la máquina, con una lámpara blanca y
un reflector.

—No vayan ustedes a creer que es un aparato de radio.

—¿Radio? —exclama el hombre del chozo—. Yo no zé lo que ez ezo. Rayo, zí,


porque vi caé hace díaz uno en el siminterio.

—Allí no haría mucho daño —indico yo.

—Pue le diré a uzté, deshiso un panteón que había coztao má de sinco mil duro.
Por mí, que destrose ayí a todo lo que encuentre.

—Tiene usted razón. Allí no puede destrozar más que a muertos.

Dejamos al hombre del chozo y vamos rápidamente a Córdoba.

Tras de la toma de Almadén, Gómez, que veía que Alaix se le acercaba por
Córdoba y que Rodil le acechaba por el norte, dispuso pasar el Tajo por Puente
del Arzobispo y marchar a Extremadura.

En Guadalupe había mil quinientos movilizados por el Gobierno de María


Cristina, de la milicia extremeña, que al divisar a los carlistas tiraron los fusiles
al aire.

Puente del Arzobispo estaba vigilado por dos mil hombres, a las órdenes de
Carratalá, y Gómez decidió cambiar de dirección, pasar por el puente de
Alcántara y dirigirse a Trujillo.

En Trujillo descansaron un día, y se celebró una junta, en la cual se trató de las


operaciones militares, y Cabrera propuso al jefe de la expedición que se le
dejase marchar al Maestrazgo, para socorrer Cantavieja.

Gómez despide a Cabrera


Al día siguiente, 31 de octubre, llegaron a Cáceres, punto escogido por Gómez
para deshacerse de las importunidades de Cabrera. Ordenó que los batallones
vasco-navarros y castellanos marchasen a la vanguardia y los aragoneses y
valencianos a retaguardia, con dos horas de distancia unos de otros. Cabrera y
varios jefes habían sido llamados por Gómez para conferenciar con él.

Al llegar al lugar elegido, el general en jefe mandó formar su tropa en orden de


batalla, y llamó a Cabrera y a sus compañeros al frente, y ordenó a un capitán
que les leyera un oficio.

En este oficio se les mandaba que se separaran de la columna expedicionaria, y


con una pequeña escolta de caballería marchasen a Aragón.

Cabrera, ardiendo de rabia y de despecho, pidió que le dejasen llevar su


infantería. Gómez le replicó: «Siga usted su itinerario, y no tiene necesidad de
infantería alguna».

Cabrera salió al galope con su ayudante. El Serrador, Arnáu y otros pidieron a


Gómez que les permitiera volver a la retaguardia para recoger sus equipajes.

«Sin hablar una palabra más, sigan ustedes a Cabrera, o si no, los fusilo a todos
aquí mismo.»

El sentimentalismo de Cabrera

Cabrera se reunió con Sanz y Palillos, que acampaban en tierra manchega y


eran perfectos bandidos. En Arévalo fue atacado por la brigada de Abuín, «el
Manco», y quedó herido y medio muerto.

El coronel carlista Rodríguez Cano, alias «la Diosa», le salvó y le llevó a caballo
a una casa conocida.

El caballo relinchaba. Cabrera quería matarlo y la Diosa se oponía. Entonces


Cabrera, herido y todo, tumbó al animal en el suelo, y con una piedra, dándole
golpes en la cabeza, acabó por matarlo.

El levantino de Tortosa no era precisamente un sentimental. No hay que pensar


que, como Gómez Pereyra y Descartes, tuviese la absurda idea de que los
animales son máquinas.

En esta fuga estuvo también el caudillo levantino a punto de ser víctima de un


rayo.

Utrera y Jerez
Dejando a Cabrera en el Maestrazgo, entregado a sus fechorías, seguiremos a
Gómez. Éste marchó a la Andalucía baja y pasó por una infinidad de pueblos,
de los cuales los más principales fueron Écija, Osuna, Marchena, Gaucín, San
Roque, Algeciras, etcétera.

En ninguno de ellos le pasó nada importante; pudo escapar de la persecución


de los generales cristinos, hasta que después del encuentro en Arcos, se dirigió,
medio fracasado, al norte.

Nosotros tomamos el camino de Algeciras. Comemos en una fonda, a la entrada


de Utrera. Esta Andalucía baja parece un país un tanto monótono.

Sin duda, es rico y fértil, pero poco variado. Ese gusto del blanco, esos pueblos
almidonados, con las casas, los tejados, los bancos, todo revocado de cal, no me
producen entusiasmo, me hacen daño a la vista. Utrera me recuerda al abate
Marchena, revolucionario en París, poeta místico y profesor de ateísmo por
principios.

También recuerdo haber oído de Utrera esta frase: «Mata al rey, y vete a
Utrera».

Lo mismo se dice de Lorca: «Mata al rey, y vete a Lorca». «Mata al rey, y vete a
Murcia.»

No sé qué medios de ocultarse habría antes en estos pueblos; pero alguna razón
folklórica debe de tener esa frase.

Jerez es un pueblo hermoso, pero parece también un pueblo más de fachada


que de interiores. Es lo que caracteriza a todo el sur.

En las paredes de las casas de Jerez hay ahora muchos letreros revolucionarios:
«¡Guerra al fascio!», «¡Viva la CNT!», «¡Viva el comunismo libertario!», «¡Viva la
huelga!», etcétera.

San Fernando y Chiclana

Pasamos por el Puerto de Santa María y por San Fernando. Éste debe de ser un
pueblo muy republicano, a juzgar por sus letreros. Al marchar por una avenida
ancha, por uno de los lados, todas las bocacalles presentan lápidas dedicadas a
personajes de la República. Pi y Margall, Salmerón, Zorrilla, Costa, Nákens,
tienen recuerdo. Entre ellos aparece también el fogonero Sánchez Moya, del
Numancia.

Antes de llegar a un pueblo veo cómo una gitana prepara la comida en el


campo.

—Pero ¿está usted sola? —le pregunto.

—Ahora, sí —contesta ella, lacónicamente—. No temo a nadie.

El pueblo próximo es Chiclana, pueblo grande, hermoso, lleno de sol, y en


cuyas calles se ve muy poca gente.

Me gustaría saber si queda aquí algún recuerdo del general don Juan Van-
Halen, que vivió en Chiclana en su vejez. Pregunto en una tienda, y me oyen
con tanta extrañeza como si pidiera noticias de la luna. No insisto. En estos
campos de Chiclana se libró una batalla muy importante en la guerra de la
Independencia.

Seguimos, y pasamos por cerca de Vejer, que se ve en un alto.

Luego comenzamos a bordear la laguna de la Janda. Esta laguna es hermosa y


grande. A lo largo debe de tener doce o catorce kilómetros, y a lo ancho, siete u
ocho. Según algunos historiadores, fue aquí donde se dio la batalla entre moros
y cristianos, que se llamó del Guadalete, y que fue el comienzo de la invasión
árabe.

La laguna de la Janda debe de ser de propiedad particular, porque está cercada


y alambrada. Esto hace un poco antipática la propiedad andaluza en su forma
de latifundio. Es una propiedad exclusivista, sin el menor sentido social. En las
aguas turbias de este lago se ven grandes toros, medio hundidos, que miran con
curiosidad lo que pasa por la carretera.

Tarifa

Seguimos hasta la punta de Tarifa, y comenzamos a ver, a la derecha, el


Atlántico, y después, Tarifa, pueblo blanco, con los torreones de Guzmán el
Bueno, en donde don Francisco Valdés hizo la quijotada de entrar con pocos
hombres, en 1824, para hacer la revolución.

Seguimos por la carretera hacia el sur, viendo, a la derecha, el Atlántico y las


costas de España, que se dibujan en la superficie azul. Pasamos junto a la punta
Marroquí y después vemos Tarifa y su isla.

Tarifa es un pueblo con torreones antiguos, algunos quizá del tiempo de


Guzmán el Bueno.

Aquí, en Tarifa, se creía que había nacido la amazona realista Josefina


Commerford.

Por lo que me ha escrito un arquitecto sevillano, cuya carta publico después,


don Pedro Fernández Núñez, la amazona realista no nació en Tarifa, sino en
Ceuta.

Esta carta de Sevilla tiene interés para mí, y puede tenerla para algunos lectores,
porque aclara la dirección de la famosa en el tiempo Josefina Commerford. Yo
tenía algunas notas y un libro novelesco sobre ella; pero como éstos se
perdieron, ya no tengo medios para aclarar la figura curiosa de esta dama.

«Pedro Fernández Núñez

»Arquitecto

»Montevideo, 10

»Tel. 32603

»Sevilla, 25 de diciembre de 1942

»Señor don Pío Baroja:

»Distinguido señor mío: Le incluyo certificado de inhumación de la famosa


amazona realista Josefina Commerford, del que se deduce que nació en Ceuta
en 1794, y no en Tarifa en 1798, como hasta ahora se creyó.

»También poseo el certificado de defunción, expedido por el cura de la


parroquia de San Vicente, a que pertenecía la casa número 8 de la calle Garzo,
en que falleció, y he logrado identificar la casa, que hoy lleva el número 17 de la
calle García y Ramos.

»He obtenido copia de su testamento, otorgado el 30 de diciembre de 1863, en el


que aparece su firma en esta forma: “M.ª Jpha. de Commerford Mac Croon
Sales y O’Rien, Csa. de Sales”.

»Si consigo algún retrato de esta extraordinaria mujer y dispongo de tiempo,


acaso intente hacer un ensayo biográfico, en el que se rectifiquen los errores que
hasta hoy se consignan en cuantos autores se han ocupado de ella.

»Le ruego que me indique cómo podría adquirir un ejemplar de A. de


Letamendi, Josefina de Commerford o el fanatismo.

»En espera de su contestación, si, como creo, le interesan estas noticias, quedo
suyo, affmo. y asiduo lector,

»P. Fernández Núñez

»P.D. —Si lo desea, le enviaré copia del certificado de defunción y del


testamento, que no le mando ahora por no tener seguridad de su residencia
actual.

-Vale.»

De Tarifa seguimos por los altos de Algeciras hasta dominar la bahía. Comemos
en un restaurante, y salimos camino de Gibraltar. La Isla Verde, a la entrada de
la bahía, tiene ahora un puente de madera que la une a tierra.

Gibraltar

Seguimos por San Roque al Campamento y a La Línea.

La columna de Gómez salió de Gaucín y se acercó a San Roque.

Dejaron aquí unos batallones y fueron con otros hacia Gibraltar. Una fragata
inglesa y varios guardacostas españoles lo recibieron a cañonazos.

Gómez pensaba surtirse de calzado en la plaza inglesa. Pero el haberse metido


el general Ordóñez en La Línea le impidió hacer las compras, y tuvo que
retroceder.

La junta carlista de Córdoba se propuso entrar en Gibraltar y se acogió al


pabellón francés presentándose al cónsul. En una falúa partió a las once de la
mañana, y a dos tiros de fusil del puerto fue apresada por dos guardacostas. Se
los llevó a los individuos de la junta a Sevilla y se los metió en la cárcel.

No se puede esperar que por estos sitios, en que la gente vive al día, haya el
más ligero recuerdo de la expedición de Gómez. Efectivamente, no lo hay.

La Línea

Nos detenemos en La Línea, delante de la aduana, al lado de unos cochecitos


abiertos que emplean los turistas para visitar Gibraltar.

Hay delante de la aduana una multitud de gente mísera, campesinos


desharrapados, con un saco azul; obreros con la chaqueta al hombro, cestas y
capachos, y grupos de gitanos. Nuestro chófer y el fotógrafo se van a Gibraltar;
yo me quedo en La Línea. A la entrada de la aduana hay un cartel en español,
inglés y francés, para que los automóviles se detengan allí.

Los contrabandistas

Cuando me fijo, noto que es siempre la misma gente la que pasa por la aduana,
es decir, que hay muchos que entran por un lado y salen por otro. He visto a un
cojo, y a un mudo, con los brazos y el pecho bronceados, un sombrero
puntiagudo en la cabeza y un pantalón negro.

—Oiga usted, ¿qué demonio hace esta gente y por qué entran y salen? —le
pregunto a un curioso.

—Pues esta gente va a terreno de Gibraltar. Les dejarán pasar por la aduana
cierta cantidad de azúcar y de tabaco, y entran y salen constantemente. Algunos
dan hasta veinte vueltas en las ocho horas que les autorizan a esto y sacan
mejores jornales que si hicieran alguna otra cosa.

—Lo que inventa el hombre para no trabajar.

Un carabinero me dice que avance un poco por el arenal y vea los preparativos
del contrabando; esto se hace ante el Peñón, amenazador, lleno de bocas de
fuego.

Después, la gente que practica este trabajo, al parecer legal, pasa por la plaza,
donde deja sus fardillos, y vuelve de nuevo a pasar por delante de la aduana a
recoger otros.

Parece que los españoles hemos arreglado este pueblo de La Línea con un
sentido masoquista. Mientras los ingleses entran en terreno español en
hermosos automóviles, nosotros enviamos mendigos, lisiados, escuálidos,
enfermos y gitanos.

Entre tanto espero con el auto, y un viejo ex carabinero me cuenta historias


antiguas de los contrabandistas, de las alambradas, de los perros que pasaban
tabaco en la espalda, etcétera.

También el ex carabinero tararea una copla antigua, que dice así:

Dicen los contrabandistas

cuando salen del Peñón:

«Dios nos libre, compañeros,


de la boca de un soplón».

Después canta:

A los carabineros

no les des agua,

porque con el bigote

rompen la jarra.

esta copla de otra canción:

—Contrabandista valiente,

¿qué tienes que tanto lloras?

—Que me han matado el caballo

y no me quiere mi novia.

acaba su relación con otra copla, que termina diciendo:

¡Viva mi jaca castaña,

la perla del contrabando!

Miro a Gibraltar desde la plaza y comparo la silueta actual con la de un grabado


del siglo XVIII.

Cádiz

Vamos ahora a dormir a Cádiz.

Un hombre nos recomienda un hotel.

Es un hotel grande, que hace cuarenta años sería lujosísimo, pero que ahora es
incómodo.

Los cuartos, de un techo muy alto, no tienen ventilación adecuada, porque dan
sólo por una puerta a un patio con el techo de cristal. Cada cuarto tiene dos
camas y aun tres.

—Pero ¿para qué estos cuartos tan grandes y con tanta cama? —le pregunto a la
muchacha.

—Es que, más que personas sueltas vienen familias enteras.

En el cuarto hay muchos mosquitos, y pienso que tendrá uno que pasar parte
de la noche dándose bofetadas en la cara para no dejarse sorber por estos
fastidiosos insectos.

Esta imposibilidad me impulsa a marcharme a la calle a pasear, y después de


dar unas vueltas me siento en un café. Le hago algunas preguntas al mozo, y
éste me dice:

—¿Es usted marino?

—No.

—Pues yo le había tomado por un marino vasco.

—Vasco, soy; marino, no.

—Pues ahí tiene usted un paisano.

—¿Quién?

—Ese viejo.

—Pues dígale usted que si quiere tomar conmigo algo, le convido.

El hombre viene a mi mesa y charlamos. Me cuenta que navegó unos años;


luego estuvo en Cuba, donde hizo una pequeña fortuna; volvió a España joven
y se quedó en Cádiz, y desde entonces no ha salido del pueblo. No ha vuelto a
Vizcaya, que es su país. No tiene relaciones con nadie. Vive como una ostra. Le
pregunto si recuerda canciones vascas. Me dice que no.

Le canto ésta, en voz baja:

Ni naiz capitán pillotu.

Neri bear zait obeditu.

Bestela zembaiten casqueta,

bombillum bat eta, bombillum bi.

Burumban jartzen bezait neri.


Bombillum bat eta, bombillum bi.

Eraguiyoc Shanti arraun ori.

(Yo soy el capitán piloto. Hay que obedecerme a mí. Si se me pone en la cabeza,
una botella grande o dos botellas. Mueve, Santiago, ese remo.)

El viejo marino se ríe, y me dice con melancolía: «Algo entiendo, pero he


olvidado casi todo el vasco, que antes hablaba».

Después se acerca a nuestra mesa un gaditano, conocido del marino, y se sienta


y comienza a charlar.

Le pregunto si en Cádiz se siguen haciendo canciones, como a principios del


siglo. Me dice que el cante jondo está muy en decadencia y que se cultiva más
por la parte de Málaga y de Almería que por Sevilla y Cádiz. Quizás él sea
malagueño. Canta a media voz algunas canciones, que yo no he oído nunca, y
que recuerdo la letra. Una dice:

Tú tienes muy poca sá,

anda y vete a la salina,

que te la acaben de echá.

Corre y merca un incensario

y sahúmate ese cuerpo,

mira que tienes mal fario.

La sal y el mal fario es una preocupación de los andaluces.

Vuelvo al hotel, a luchar con los mosquitos. Por la mañana, en el salón, la gente
entra y sale y habla por los codos.

Arcos de la Frontera

La carretera de Jerez a Arcos tiene dos filas de eucaliptos, lo que le da un


aspecto un poco australiano.

Por el camino se ven aldeanos, que pasan con el hatillo al hombro deslizándose
como fantasmas.
Arcos de la Frontera es un pueblo en anfiteatro, colocado en una colina elevada,
a la que van escalando las casas, y rodeado en parte por las aguas amarillentas
del Guadalete.

Tiene Arcos calles estrechas y pendientes, algunas con escaleras, una plaza
pequeña, una iglesia, con una fachada de estilo gótico florido. Tiene también
otra iglesia más moderna, barroca y alegre.

Las casas, por la parte del río, están como colgadas en el cerro, donde se
asientan, y parece que se van a desmoronar.

Yo hice, recordando a Arcos, un pequeño romance, que comienza así:

Sobre una roca, que va

deshaciendo el Guadalete,

y no lejos de la cuenca

del río de Majaceite,

se alza la ciudad de Arcos,

bajo un cielo refulgente,

con sus torres y sus casas,

sus muros y contrafuertes,

que el sol dora e ilumina

cuando nace y cuando muere.

Como cantinela de pueblo, en que se muestran las excelencias de la ciudad, hay


ésta:

Tres detalles tiene Arcos

que no los tiene Jerez:

Torremocha, Puente el Alto

y el Hoyo de San Miguel.

Nos hablan de Napoleón


Llegamos a la plaza del pueblo. Entramos en una taberna. El tabernero, un poco
charlatán, no ha oído hablar de Gómez ni de Narváez; en cambio, dice que le
han dicho que en el palacio del duque de Arcos, de la plaza del Ayuntamiento,
durmió Napoleón. Es notorio que Napoleón I no estuvo en Arcos; pero es
también evidente que estas tradiciones populares siempre tienen alguna base.

La razón de ésta la encuentro leyendo, con intención de aclarar la noticia, el


libro de don Adolfo de Castro Cádiz en la guerra de la Independencia. Habla el
autor de un viaje de José Napoleón, José I o Pepe Botellas, y dice:

«Llega a la ciudad de Arcos, pasa en ella una noche. El siguiente día, 27 de


febrero, antes de partir oye, con su ministro Urquijo, y varios generales y otros
magnates de su comitiva, una misa en la parroquia de Santa María. Al salir un
leñador o carbonero, llamado Juan Girón, arrojóse a sus pies y le pide una
gracia; pregúntale José qué solicita. El leñador le dice que su mujer, Antonia
López, ha parido en la noche anterior un niño y una niña que desea que su
majestad sea padrino del bautismo de ambos.

»Aquella tarde, con gran pompa, en la misma parroquia de Santa María, es el


bautismo de los hijos del leñador o carbonero, poniéndose al niño el nombre de
José Bonaparte y a la niña el de Josefina Julia».

Callejeamos

El tabernero me habla del convento de las monjas mercedarias. Tiene un jardín


y un patio. Cuando se estableció la República se dijo que iban a desocuparlo, y
el tabernero ayudó a las monjas a recoger y a embalar sus efectos.

Después de charlar delante del convento, salgo por las calles del pueblo,
seguido por algunos chicos.

Bajo por la cuesta del Socorro, y me detengo en una callejuela solitaria, con
casas blancas con rejas y una puerta de iglesia al fondo. Muchas casas las están
enjalbegando las mujeres.

Un viejo soldado

Entro en un pequeño taller de aperos de labranza, y pregunto si no habría algún


viejo en el pueblo que sepa algo de la guerra carlista. Me dicen que hay uno,
que suele contar historias antiguas.

Voy a su casa, hablo con dos muchachas y me hacen entrar en la alcoba de una
señora, enferma y gruesa, que está en la cama y que no se puede incorporar en
ella.
Me dice que su marido estará en una casa de al lado.

Voy a verle. Este viejo tiene unos ochenta años. Estuvo con el general Moñones
en la última guerra. No ha oído hablar de Gómez ni de Narváez.

No cree que nadie en el pueblo sepa esto que yo le pregunto.

En busca del Majaceite

En vista de ello, bajamos el puente del Guadalete, con la idea de acercarnos al


río Guadalcacín o Majaceite.

El Majaceite es un afluente del Guadalete, donde Narváez dio una gran


embestida a Gómez, que hizo que éste se retirara del mediodía de España y se
dirigiera definitivamente al norte.

Nos cruzamos en el puente de hierro del Guadalete con carboneros, que vienen
con burros cargados de carbón, y con aldeanos que vuelven al pueblo.

Un peón caminero nos dice que si queremos ir a la orilla del Majaceite tenemos
que dirigirnos a un pueblo que se llama Algar o Río Algar.

Seguimos la carretera, pregunto a unos campesinos, que van montados en un


burro.

—¿Éste es el camino de Algar?

—No; éste va al pueblo de Guadalcacín, que está cerca del pantano.

Para ir a Algar hay que desandar un poco lo andado y tomar a la izquierda.

Volvemos de nuevo hacia el puente y encontramos el camino de Algar.

El campo está poblado de monte bajo y de matorrales con algunos olivos. A lo


lejos se ven montañas grandes, que deben de ser de la sierra del Aljibe y de la
serranía de Ronda. En esto se rompe un neumático y hay que componerlo y
arreglarlo. Se sigue hacia Rio Algar, y vamos poco después al pueblo.

Algar

Algar tiene una calle importante, de casas bajas. Es ya el anochecer. En las


puertas hacen tertulia las gentes, sentadas en sillas y bancos.

La entrada del auto en el pueblo produce cierta sorpresa.


—¿Adónde van ustedes? —pregunta el alguacil.

—Vamos a ver el río Majaceite.

—Pero… si no se puede pasar.

—¿Cómo que no se puede pasar?

—Están haciendo la carretera y no está terminada.

—¿Y a pie?

—No está tan cerca para ir a pie.

Se nos va a echar la noche encima y no vamos a salir de aquí. Unos dicen que
han pasado camiones por la carretera a medias construida.

Pues pasaremos nosotros también.

—En tal caso, pidan ustedes permiso al contratista.

—¿Y dónde está el contratista?

—Allí está, en aquella puerta.

Hablo con el contratista, y me dice que el paso está muy difícil, pero que vaya,
si quiero.

—Pues vámonos.

Tomamos por una cuesta llena de cascotes; es casi, más que marchar, subir por
una pared. Atravesamos una serie de obstáculos, y tenemos que detenernos un
momento y dejar el auto sin peso. Es un espectáculo para todo el pueblo.

«¿Para qué quiere pasar esta gente absurda y alocada?», se debe preguntar la
gente.

—Pero ¡si no debierais ustedes ir por ahí! —dice un hombre.

—Bien; pero ya hemos ido. No es cosa de volver.

Nos dicen cómo debemos seguir. Pasamos cerca de un pozo, y por un pedregal
llegamos al puente nuevo. Comienza a oscurecer. En las aguas brilla el
resplandor de las luces del crepúsculo.
El ataque de Narváez

En las orillas del Majaceite fue donde Narváez atacó, con su brío acostumbrado,
a Gómez.

Narváez había prometido al gobierno acabar con la expedición de Gómez en un


mes.

Llevaba como lugarteniente a Ros de Olano; una brigada de caballería, al


mando del coronel don Hipólito de Silva, que fue el primero que obtuvo en
España la cruz laureada de San Fernando, y como jefe de Estado Mayor al
célebre abogado sevillano don Manuel Cortina. Narváez quería vencer a todo
trance.

Contaba, además, con la división de Rivero, que estaba a retaguardia de


Gómez.

Narváez atacó a los carlistas en aquel terreno escabroso, y aunque no consiguió


hacerles muchos muertos ni prisioneros, los dispersó por el monte.

La acción no tuvo lugar fijo para desenvolverse. Después del encuentro de


Arcos, riñeron Narváez y Alaix por rivalidades del oficio. Los soldados
preferían a Alaix que a Narváez.

Mendizábal y Calatrava habían elegido a Narváez para ver si daba el golpe de


gracia a Gómez, y el ministro de la Guerra, García Camba, le había dado
atribuciones extraordinarias, hasta la de obligar a Alaix que le cediera su
división, cosa que produjo, días después de la acción de Majaceite, un altercado
violento entre los dos generales y un motín militar. Si llegan a ponerse de
acuerdo los dos generales, exterminan a las fuerzas de Gómez; pero Alaix no
cedía, y siguió en el mando; después persiguió a Gómez. Ya solo, le sorprendió
en Alcaudete, circunvaló el pueblo, lo atacó a la bayoneta y derrotó y dispersó a
los carlistas, apoderándose de equipajes y caudales y haciendo cientos de
prisioneros.

Desde entonces Gómez no hizo más que huir, hasta que llegó a Orduña, el 19 de
diciembre de 1836.

Un pantano romántico

Seguimos el camino ya de noche. Pasamos cerca de la orilla del pantano de


Guadalcacín. Tiene éste ahora un aire romántico, un color de plata brillante bajo
el cielo incendiado. Es un lago fantasma. Parece un fiordo. En medio del agua se
destacan unas islillas y un promontorio oscuro. Hay una parte que refleja el
fulgor rojo del cielo. Las esquilas de los rebaños suenan misteriosamente.

Vuelta

Al día siguiente emprendemos la vuelta para Madrid a la carrera; atravesamos


los campos andaluces como una exhalación.

No nos paramos más que un momento para tomar gasolina. Nuestro fotógrafo
lo aprovecha para impresionar placas. Marchamos a gran velocidad. Casas,
pueblos, encrucijadas… quedan atrás. Aquí, unos labradores que están
escardando; allí, la silueta moruna de la entrada de Marchena. Plaza ancha,
palacio hermoso, con una torre en forma rara.

Al pasar cerca de Marchena y detenernos un momento en la carretera ante un


grupo de mulas, que, sin duda, llevan a beber al río, nuestro chófer canta:

De los cuatro muleros

que van al río,

el de la mula torda

es mi marío.

En la plaza de La Carolina el fotógrafo recoge en su placa el monumento de la


batalla de Las Navas, y en Ocaña, la gran picota.

Después seguimos a marchas forzadas, y en pocas horas estamos en Madrid.


SEXTA PARTE
TIPOS OSCUROS

MENDIGO SINIESTRO

En una excursión muy amena en automóvil que hicimos con J. Ortega y Gasset
varios amigos por el bajo Aragón, antes de llegar a un pueblo llamado Orihuela
del Tremedal, vimos a una mujer y a un hombre con un borriquillo. Iban por la
carretera.

La mujer, vestida de negro, montaba en el asno; el hombre, también de negro,


marchaba apoyando sus manos en las ancas del animal. Tenían el hombre y la
mujer una silueta fatídica, siniestra.

Paramos en el mesón de Orihuela, hablamos con el médico del pueblo,


dispusimos la comida, y al pasar por el patio vimos al hombre del camino.
Tenía la cara llena de cicatrices y los ojos medio cerrados y enfermos, quizá por
la explosión de algún barreno.

—¿Quién es este hombre? —le preguntamos a la posadera.

—Es un mendigo y dicen que es también saludador.

Me decidí a interrogarle. Me acerqué a él y le di un cigarro.

—¿Se queda usted en este pueblo? —le dije.

—¿Y ustedes? —me contestó él enseguida.

—No. Nosotros nos vamos, seguimos adelante. Parece que dicen que es usted
saludador.

—¿Y quién lo dice?

—Pues todo el pueblo. Nosotros no lo hemos inventado. ¿Sabe usted lo que es


necesario para ser saludador?

—Yo, no. ¿Y usted?


—Yo, sí; una de las cosas que hay que tener es la rueda de Santa Catalina en el
paladar. ¿La tiene usted?

—¿Eso en qué se conoce?

—Se conoce al verla. ¿Sabe usted muchos conjuros?

—¿Y usted?

—Yo sé muchos. Los hay para curar la rabia, para el amor, para las
enfermedades, para hacer aparecer el diablo…

—¿Y dónde los ha aprendido usted?

—En los libros.

El hombre me miró con curiosidad, luego se acercó a la mujer, estuvo hablando


con ella por lo bajo. Después sacaron al burro del patio al zaguán y se fueron.
Sin duda, mis preguntas les habían alarmado.
II

EL NATURALISTA

Don José Echegaray, de Vera de Bidasoa, antiguo maestro de obras y minero,


era acérrimo naturista.

—¿Es usted pariente de Echegaray el dramaturgo? —se le preguntaba.

—No sé si será de la familia —contestaba él.

Echegaray, el de Vera, creía todo lo contrario de lo que cree la gente. No se


acatarraba nadie, según él, con el aire frío, ni la humedad producía el
reumatismo, ni el calor del sol las insolaciones. Lo natural era siempre bueno.
Echegaray comía muchas ensaladas, había oído hablar de las vitaminas, andaba
con los pies desnudos sobre la hierba húmeda y se bañaba en los charcos. Una
noche se metió en un abrevadero de la carretera de Francia, y al levantarse para
vestirse, una campesina le vio erguido en el abrevadero con una toalla en los
hombros y le tomó por un fantasma o un aparecido y echó a correr
despavorida.

Echegaray hacía gimnasia, medio desnudo, en un balcón de madera de su casa,


lo que producía el escándalo de alguna solterona de la vecindad. Los
malintencionados aseguraban que este escándalo provenía de que era viejo y
feo, y enseñaba unos pellejos amarillos y desagradables; que si hubiera sido
joven y guapo y con la piel tersa, estas mujeronas basa-andriac («mujeres del
bosque») no se hubieran indignado tanto.

Echegaray era propietario de varias minas que por el tiempo no se explotaban.


Unos decían que estas minas valían mucho; otros que no valían nada.

Echegaray hacía excepciones a su naturismo con frecuencia. Si le convidaban, se


comía un bistec con todas sus purinas y se bebía tres o cuatro copitas de licor
artificial sin pestañear. Otra de sus traiciones al naturismo era pintarse el pelo y
la barba de negro con un tinte bastante malo. Como era viejo y cegato, el betún
que se daba en la cabeza le corría casi siempre por la calva.

Vivía en una casa del barrio de Alzate y la dueña quiso hacer obra en ella.
Echegaray se empeñó en no salir. La dueña tuvo que ir al juzgado y ponerle los
trastos en la calle. Entre éstos había unas muestras de minerales, una onza de
oro falsa, una colección de zapatillas y otra de magníficas y complicadas
lavativas.

Había también llaves que no abrían ninguna puerta, medallas y otras cosas
igualmente útiles.
III

CEFERINO, EL MINERO

Ceferino era ancho, cuadrado, y picado de viruelas, de unos cincuenta a sesenta


años, cuando yo le conocí. Había estado en la guerra carlista, no sé en qué
bando, y había sido jugador de oficio en La Rioja y trocista. Allí dan este
nombre al contratista que se encarga de un trozo de carretera para repararlo. En
el pueblo puso una tahona y se dedicó con pasión a la minería.

Yo le conocí hace sesenta años, yendo en compañía de mi padre. Solía vérsele


por las mañanas, a la puerta de su casa, tomando café con leche en un azucarero
en el que cabía un litro o dos de líquido.

Ceferino tenía unos parientes que vivían con él: un sobrino jorobado, una
sobrina soltera y otra casada con un belga, a quien todo el mundo llamaba «el
Belgicano».

Este Belgicano, fundidor de oficio, en vez de llamar tío a Ceferino, le llamaba


padre. «¡Patre!», solía gritar, lo que al panadero hacía fruncir el ceño y apretar
los puños.

Ceferino tenía casi siempre mal humor y unos arranques de barbarie


espantosos. Una vez que una de sus sobrinas le contestó con malos modos y se
burló de él, cogió un cuchillo y se lo tiró a la cabeza, y el cuchillo quedó clavado
en una puerta.

Entonces el jorobadillo, sentado a la mesa, empezó a reírse, «¡ji…, ji…, ji…!», y


Ceferino le dijo, foscamente: «¿Qué te ríes tú, con esa cara de conejo?».

A veces Ceferino tenía rachas de buen humor, y cogía la guitarra y cantaba, y


acompañaba las canciones con unos ronquidos muy burlones.

Una de sus gracias era cuando daba en su casa una comida, y venía en la
cazuela alguna liebre guisada, decir, fingiendo sorpresa:

—Yo no sé de dónde sacan los carabineros estos gatos de tan buen gusto.

—¡Ah! Pero ¿esto es gato?

—Sí, hombre.

Otras veces aseguraba que las chuletas que se estaban comiendo eran de perro.
Ceferino tenía varios amigos y compinches. Uno era el Arranchale, un pescador
que vivía en Chacur-Chulo y que era uno de los hombres más fantásticos de las
orillas del Bidasoa.

Ceferino le hacía hablar para oírle, sobre todo si había algún forastero. Le
mostraba como un tipo de fantasía volcánica.

Ceferino particularmente tenía la manía minera; vivía con el sueño de encontrar


una mina. Uno de sus compinches era Shanchón el capataz. Allí decían, en el
pueblo, Capatás. Shanchón había encontrado hacía años una mina de plata muy
buena, que dio mucho dinero.

A Shanchón, se le consideraba especialista en estas cuestiones mineras, como un


hombre de olfato para descubrir filones.

Ceferino era un fantástico; se creía un hombre razonable y un escéptico, pero


tenía la mentalidad de un buscador de tesoros.

El dinero que ganaba en la panadería lo perdía en las minas.

Tras él iban, con la ilusión de los filones soberbios, Shanchón, un tal Trino, que
era de Lesaca y tocaba la guitarra, y un compinche de éste, hombre muy alegre,
que tocaba la flauta.

Ceferino se arruinó. Yo creo que los últimos cuartos se los llevó un cura francés
de babero blanco, que aseguraba que tenía un misterioso aparato para descubrir
los yacimientos de mineral. Este cura, o lo que fuera, a pesar de su aire
respetable, debía de ser un mistificador y un farsante.

Llevaba una especie de paraguas enorme, con unos colgantes que le dejaban
cerrado, y allí dentro, sin que le viera nadie, maniobraba.

Decían que se oían ruidos extraños cuando estaba dentro.

Fuera con el cura francés o con algún otro, el panadero perdió sus últimas
pesetas, vendió la casa y abandonó el pueblo.
IV

EL ARRANCHALE

El Arranchale, el pescador, vivía hace muchos años a orillas del Bidasoa; era
uno de los hombres más imaginativos del país. Hablando de las nutrias no
paraba.

La nutria, para él, era el animal más extraordinario del mundo. Trepaba a los
árboles como los monos, hacía galerías en la tierra, hasta leía los papeles que
encontraba en las orillas.

La nutria se llama en vasco igabera y ugabera, palabra que tiene que ver algo con
el agua, y que quiere decir, probablemente, «animal acuático». Otro nombre de
la nutria en vasco es uruchacurra, «perro del agua».

Las nutrias eran los enemigos de los pescadores; naturalmente, también de él.
Eran antiarranchalianas por excelencia. Esto no era obstáculo para que el
Arranchale las mirase con gran respeto.

Tenían aquellos animales, según el pescador, una malicia extraordinaria. Eran


los piratas de los ríos. A él le habían asegurado que las nutrias leían los papeles
que encontraban en las orillas.

—Eso no puede ser —le dijo alguno.

—¿Por qué no?

—¡Es imposible!

—Pues eso es lo que dicen. ¿Tú has visto la cara que tienen?

—No.

—Pues es una cara de persona, con bigotes y todo.

—Tengan bigotes o barbas, no pueden leer.

—Pues qué, ¿los loros no hablan?

—Sí; pero no entienden.

—¿Quién lo sabe? A mí también me han dicho —afirmó el pescador— una vez


que uno de Endarlaza tuvo hace tiempo una nutria domesticada, que la
empleaba para cazar salmones; pero esto ya no me parece fácil.

—Yo no veo por qué. Que estén domesticadas me parece más fácil que no que
lean.

—¡La nutria! —exclamó el pescador—. Es más inteligente que una persona.


Nada contra la corriente mejor que los peces, trepa por los árboles mejor que los
gatos y comprende las cosas mejor que los hombres.

—¿Tú crees?

—¡Uf! ¡Ya lo creo! Caza en tierra como en el agua. Se come de los salmones la
mejor parte del lomo. Aunque tú dices que no, yo creo que saben leer, porque
yo las he visto varias veces, mirando los papeles en la orilla del río.

—Les llamará la atención lo blanco.

—O la letra. ¿Quién lo sabe? Luego silban también, para entenderse con las
otras, y como animal valiente, no hay quien la gane. Si se le ataca, se tira a la
cara de las personas.

—¿Quién lo ha visto?

—Yo, yo lo he visto. Aquí, en este trozo de río, hemos estado luchando con una
pareja de nutrias hasta que matamos al macho, pero la hembra se nos escapó.
Yo me he hecho esta gorra con la piel de la que matamos.
V

OLABERRI, EL MACABRO

Olaberri era un pesimista jovial. No encontraba en el mundo más que vanidad y


aflicción de espíritu. No tenía fe más que en la cal hidráulica y en el cemento
armado. Para él, detrás de toda satisfacción venía algo negro y doloroso, que
eran principalmente las facturas.

—¿Ve usted esa chica que se ha casado con el carabinero? —me preguntó hace
tiempo con aire de profunda conmiseración.

—Sí.

—¡Qué infelices! Ahora mucha alegría, ¿eh?, y de viaje, pero luego ya vendrán
las facturas.

A Olaberri le preocupaban las facturas. Para Olaberri, que era contratista en


pequeño, las facturas eran como la sombra de Banco, que aparece en el
banquete de la vida.

Si Olaberri hubiera tenido el sentido estadístico de nuestro amigo Berecoche, ya


difunto, diría que en la vida hay un setenta y cinco por cien de facturas.

«Ya le he dicho al párroco», me contó una vez; «usted, con un cubo de agua y
un hisopo, ya tiene para todo el año, y a vivir bien; nosotros, en cambio, pobres
contratistas, siempre a vueltas con las facturas.»

Olaberri tenía gustos macabros. Había construido en el cementerio varios


sepulcros y trasladado cadáveres y huesos y algunos cuerpos recién muertos.

Al hacer la descripción de estos traslados sentía, sin duda, un ardor explicativo


de artista medieval y macabro. Los huesos, las calaveras revueltas con tierra, los
trozos de hábito o de ropa, la madera podrida de los ataúdes, todo daba pábulo
a su charla pintoresca.

Al relatar el traslado de algún cuerpo recién enterrado, se lucía; entonces los


detalles realistas eran tan terribles, que a cualquier persona sencilla le ponía los
pelos de punta.

Salían a relucir los busanos blancos y las gurgujas verdes, y al último la gente no
sabía si temblar de asco o echarse a reír.

Él no tenía repugnancia por nada.


«Los mejores caracoles que hay comido», solía decir; «los hay cogido en la tumba
del difunto párroco. Nunca los hay comido mejores.»
VI

UN TENORINO

El año 1904, en París, había un periodista, amigo de Bonafoux, que quería que
fuéramos a ver a un cantante, que, al parecer, según decía, era vasco, y cantaba,
entre otras cosas, el Guernicaco Arbola muy bien.

—Yo he oído hablar de ese tenorio —le decía— cuando estuve de médico en
Cestona.

—Usted le ha debido de conocer —me indicó Bonafoux—, porque ha vivido en


Cestona, donde usted parece que ejerció de médico.

—Yo no lo he conocido, pero he oído hablar de él. Vivía, según decían, en un


pueblo próximo, que se llama Arrona, con su mujer, que era austríaca.

—Pues yo le llevaré a su academia. Aquí, en París, tiene un salón elegantísimo,


donde va la gente más chic.

Algún tiempo después, Bonafoux no hablaba del cantor. Alguno, delante de mí,
se refirió al divo, y Bonafoux hizo como si no lo oyera.

Entonces yo le pregunté a un violinista, que a veces iba al bar:

—¿Quién es ese tenorio que antes Bonafoux le elogiaba con entusiasmo y ahora
no quiere hablar de él?

—Es un tipo extravagante que tiene bastante mala fama.

—¿De qué?

—De afeminado.

—¿Y de dónde es?

—Unos dicen que es italiano, otros que es gallego, otros que es vasco.

—El apellido no parece vasco.

—Ni el tipo tampoco.

Luego, dos o tres años después, en París, volví a oír hablar del cantante. Le
pregunté a Bonafoux, en el bar Criterion:
—¿Qué hizo aquel tenorio de quien usted habló en un artículo con elogio?

—No sé. No le conocía apenas —me contestó de mal humor—. Sé que tiene
aquí, en París, una academia de canto, adonde va la gente rica. ¿Por qué tiene
usted interés por él? ¿Es que quiere usted aprender a cantar?

—No; pero en el pueblo que estuve de médico, en Cestona, se decía que vivía en
una aldea pequeña, en Arrona, con una señora de la aristocracia y que era un
tipo raro.

Me pareció que Bonafoux no tenía muchas ganas de hablar del divo.

Unas semanas después, al ir a acompañar a Bonafoux a la estación de San


Lázaro, se despidió de un tipo, moreno y cetrino, vestido elegantemente.
Supuse que sería un americano.

Días después, uno de los contertulios del bar me dijo:

—La otra tarde le vi a usted ir a la estación con Bonafoux y con el maestro de


canto.

—¿Con el tenor?

—Sí.

—¿Aquel tipo moreno y charlatán era el tenor?

—Sí.

—Pues no me dijo nada Bonafoux.

—Es que Bonafoux no le puede ver ahora ni en pintura.

—Pues ¿por qué?

—Porque ha resultado que el tenorio es uno de los homosexuales más


conocidos de París. Bonafoux escribió uno o dos artículos elogiosos sobre él, y
ahora no quiere que le hablen del divo.

—¿Y es de los homologados, como se dice ahora?

—Completamente homologado. Ha sido la tante de una porción de golfos, que


hablan de él como de un tipo simpático y alegre.

—Y puede que sea verdad.


—Es un perfecto cínico. Un invertido de los más señalados de París.

—¿Y es vasco?

—No sé; pero ha vivido allí.

—El apellido no es vasco.

—Y el tipo, tampoco.

—¿Y canta bien?

—Así, medianamente.

—¿Y cómo ha llegado a tener fama de profesor y una casa, al parecer,


magnífica?

—Pero ¿usted no lo sabe?

—No.

—Pues éste se casó con una querida de don Carlos, a quien los liberales
llamaban Carlos Chapa.

—¿Y quién era ella?

—Creo que era una austríaca, antigua tiple.

—¿Y él sabía esto?

—Sí.

—Entonces es un sinvergüenza.

—Sí. Perfecto. Le llamó el Borbón y le expuso el caso con claridad. La tiple tenía
dinero, él le daría más y podrían poner entre los dos una academia de canto.

—¿Y el hombre aceptó?

—Aceptó tranquilamente.

—Por eso comprendo la actitud de Bonafoux, que, a pesar de su parisianismo y


de su cinismo aparente, en el fondo es muy rígido.

Bonafoux contaba que en La Habana cantaban una copla sobre el general


Weyler, que decía así:

General de mi vida,

mi general,

como te llamas Ueiler

me hueiles mal.

Bonafoux se engañó con el tenorino, y, aunque por otros motivos, podía decir
del maestro de canto: «Me hueiles mal».
VII

EL CURA DE HAMBURGO

Hace ya quince o veinte años, mi amigo Paul Schmitz y yo salíamos de Basilea y


pasamos varios días en Hamburgo. Vimos lo que nos pareció interesante en la
ciudad y descansamos dos o tres veces en el café Alster Pavillon, donde
encontramos a algunos españoles. Uno de ellos vivía dando lecciones de
castellano.

Éste me dijeron luego que era cura. Se sentía judeófilo; al parecer, le habían
tratado mejor los judíos que los cristianos.

El ex cura y judeófilo me contó que hacía meses se le había presentado, en su


casa de Hamburgo, Casanella, el que mató al presidente Dato. El ex cura le
había protegido y proporcionado los papeles para dejar Alemania y entrar en
Rusia por Reval.

Yo siempre creía que el tal Casanella era un poco mítico; no digo que no
existiera un Casanella auténtico, pero no creo que tuviese las proporciones
rocambolescas que se le dieron por entonces, ni que fuera él el más importante
en el complot que costó la vida a Dato. En Barcelona se dijo que los dos
principales organizadores del complot contra Dato murieron en un encuentro
en la calle con la policía. A uno de ellos se le conocía como comisionista de
vinos.

Respecto a que el protegido por el ex cura fuese el verdadero Casanella, cabía


sus dudas, porque parece que a Rusia pasaron ocho o diez personas, y allí
pretendieron ser los auténticos Casanellas.

Dejamos Hamburgo mi amigo Paul Schmitz y yo; yo estuve una semana en


Dinamarca y volví a París.

Al llegar a París, fui a visitar a unos amigos aristócratas españoles.

No se encontraban en casa.

—El señor marqués no está —me dijo el criado—. La señora marquesa y su hija
han ido a misa, a la iglesia de la Magdalena.

Fui hacia allá, paseando, y subí las gradas del templo.

Al llegar, el público comenzaba a bajar la escalinata.


Encontré a la marquesa y a su hija; las saludé y me presentaron a la duquesa de
Dato.

Estaba hablando con aquellas damas, al pie de la escalera, cuando me dieron


una ligera palmada en el hombro. Me volví. Era el ex cura filosemita de
Hamburgo.

¡La hija de Dato y el protector de Casanella a pocos pasos! Esta idea me


confundió un tanto.

—¿Es de la familia de usted? —me preguntó el ex cura, refiriéndose a las


señoras.

—No, no. Apenas las conozco. Les tengo que dar un encargo. —Bueno. Me
marcho. Le dejo.

—Este señor, ¿es español? ¿Es amigo de usted? —me preguntó, a su vez, la
marquesa—. Parece que quería hablar con usted.

—No, no; de ninguna manera.

—¿Por qué?

—Ya se lo explicaré a usted.

Hubiera sido extraño que se hubieran reunido a comer, en la misma mesa, la


hija del presidente muerto y el protector de uno de sus asesinos. La vida da a
veces combinaciones raras.
VIII

SUGARRET

Sugarret era un hombre alto y barbudo, que vivía en un pueblo vasco-francés


de la frontera. Sugarret era un místico que tenía apariciones.

Sugarret puso una tiendecita en la cima del monte Larrún, donde vendía
estampitas y medallas, y en un caserío de Vera, que era suyo o estaba
administrado por él, colocó en un nicho de una esquina una imagen de la
Virgen de Lourdes.

Algunos decían que en su pueblo había tenido una tienda de comestibles, con el
título de Épicerie de la République, y en vista de que no tenía éxito, la había
llamado después Épicerie de la Vierge.

Así se juzgan las evoluciones espirituales por el vulgo.

Hace varios años, más de veinte, Sugarret estuvo en las fiestas de Vera. La
señora del doctor Juaristi, de Pamplona, que estaba pasando unos días en
nuestra casa, quiso que Sugarret hablara un poco de sus apariciones, y le invitó
a ello; pero el músico no quiso dar detalles de cosas tan serias entre la gente que
gritaba en el tiovivo y el sonido de la charanga.

Únicamente averiguamos que algunas voces misteriosas le hablaban a Sugarret


de distintas cuestiones, hasta de política; pero que le ponían plazos para contar
lo que le decían a la gente, plazos de dos o tres meses, un poco como a los
pagarés.

Una noche que Sugarret había entrado en una taberna de un francés, a la que
llamaban en el pueblo el Consulado de Francia, se intoxicó con exceso con toda
clase de alcoholes, y los jóvenes del barrio de Alzate, sin respeto a sus fantasías
místico-político-comerciales, le adornaron la barba patriarcal con una orla de
ajos y de cebollas.
IX

CHICHITO

Chichito, a quien vi luego en Madrid, estuvo en Vera, en mi casa, un día de


julio, con un acompañante que trascendía a Ribera de Curtidores.

Un error de psicología, ir a visitar a un escritor con el fin de engañarle, porque


el escritor, si tiene algo, es la intuición del tipo. Chichito fue con su
acompañante, al que llamaba su secretario. Daba la impresión todo aquello de
enredo y de estafa.

Habló, de una manera pedantesca, de unos planes fantásticos. Yo pensé: «Este


hombre es tonto, que no comprende que, por torpe que sea uno, ha tenido que
ver muchos tipos así».

Él tardó en darse cuenta de que no se le creía; pero, al último, sin duda, lo


comprendió y se fue.

Después, en el invierno siguiente, en El Libro Barato, librería de la calle Ancha,


apareció una tarde todo un tablero con cuatrocientos o quinientos libros,
encuadernados con buenas pastas. Se veía que no eran libros elegidos por algún
motivo, sino libros de mogollón, para llenar un armario.

—¿Y quién ha vendido estos libros? —le pregunté al encargado de la librería,


Cayo de Miguel, antiguo amigo mío.

—Pues un tipo que anda por ahí.

—Es una colección rara. ¿No se ha fijado usted?

—No.

—Pues parece una colección escogida por el tamaño de los libros, y no por otra
cosa.

—Yo no los he mirado uno a uno. Son libros corrientes, que se han comprado
baratos y que se venderán.

Una noche, que estaba en la misma librería con un amigo bibliófilo, se presentó
el vendedor de los libros. Era Chichito. Nos habló como si nos conociera, y se
las echó de hombre importante.

Yo intenté poner en guardia al amigo e insinuarle quién era el pájaro aquel;


pero como el amigo no se daba por enterado, me despedí y me fui.

Chichito era un farsante, sin gracia, amanerado y pomposo.

Si hubiera sido un pícaro con chispa, le hubiera oído con gusto.

Varios meses después, Chichito andaba con un álbum político, sacando dinero
de aquí y de allá.

Después preparó un robo por delegación, cosa rara y estrambótica.

El hombre no tenía, evidentemente, humor, pero sí audacia y decisión.

Solía visitar las casas como comisionista o agente de algo.

Conoció a una señora rica que vivía en la calle del Caballero de Gracia, y para
robarla se agenció un ladrón, como se puede agenciar uno un mozo de cuerda,
y lo buscó anunciándose en la cuarta plana de El Liberal. Era un procedimiento
verdaderamente extraño en los anales del robo.

Tiempo antes se había presentado Chichito en casa de la señora como agente de


negocios, y vio que tenía una gran carpeta con valores guardada en un armario.
Entonces necesitó un ladrón, como si esto fuera un género que se pueda
encontrar en el mercado, y tuvo la audacia de pedirlo en la cuarta plana de un
periódico, y lo encontró. Se ve que el mundo es todavía muy cándido. El ladrón
le hizo la faena, robó a la señora y fue tan ingenuo que le dio lo robado a
Chichito.

Cuando prendieron al inductor y al ladrón, los llevaron a la cárcel Modelo; los


periódicos publicaron la fotografía de Chichito, y él se las arregló para que no
fuera fácil que le reconocieran las personas que le habían visto en la calle.

El Chichito de la calle era atildado, emperifollado y un poco cursi, y el de la


cárcel, de aire fosco, despeinado, con las cejas fruncidas, sin afeitar y con el
cuello de la camisa abierto.

Probablemente se había retratado así con la intención deliberada de no


parecerse al hombre de la calle, y para que, si se publicaba su estampa en los
periódicos, no se le pudiera identificar con facilidad.

Este Chichito parece que tuvo gran predicamento en Barcelona durante la


revolución. Se dijo que había muerto, pero luego apareció en París, y se fue, por
lo que dijeron, a América, a chitear por allí.
Chichito era pequeño, grueso, petulante, con cierta elegancia de advenedizo;
usaba sortijas, polainas blancas y un secretario particular. Hablaba con
frecuencia de sociología y de política. Había viajado, según él, por el mundo
entero. Indudablemente, había estado en América, porque daba datos y noticias
que se pudieron comprobar.

Chichito tenía, según algunos, un libro en folio con recortes de periódicos que
hablaban de él, de sus discursos y conferencias. Estos recortes estaban
señalados con unas grandes flechas rojas y negras, que destacaban la
importancia de los artículos publicados en El Eco de Popocatepetl o en El Diario
del Pichincha. Todo en él eran artes de mangante.

Estaba preparando un álbum en honor de un político, con fotografías y


autógrafos. De él se contaban muchas cosas, fueran verdad o fueran mentira.

Por lo que aseguraban, Chichito estuvo durante su juventud de auxiliar de un


equilibrista llamado el padre Vidal, que durante algún tiempo tuvo una especie
de circo en un solar de la parte de la calle de Carretas, más arriba de la antigua
Casa de Correos, y delante del antiguo edificio del Banco de España. En este
solar, el padre Vidal, que era muy viejo, tenía como un gimnasio y un museo
anatómico. Por allí Chichito, que hacía de speaker, paseaba con un uniforme y
una gorrita con galones, y peroraba ante un público de paletos, de chicos y de
soldados. De entonces le debió de brotar su afición a la oratoria y a la farsa, y,
sin duda, se creyó un hombre convincente e insinuante.

Con la debilidad que ha habido siempre en España por la palabrería y por el


gesto, la gente creía en él.

El padre Vidal, además de su museo anatómico y de la oratoria de Chichito,


contaba con varios atractivos más. Uno de ellos era el hombre-museo, un pobre
viejo con todo el cuerpo tatuado con dibujos. El viejo solía estar sentado en una
barraca, con un gabán destrozado, y cuando entraba el público, el padre Vidal
le hacía levantarse, y para demostrar que el tatuaje no era pintado, sino grabado
en la piel, le echaba cubos de agua a la espalda para que se viese que allí no
había pintura y que los dibujos en la piel eran auténticos.

El pobre hombre sufría este baño desagradable siempre que había público.
Supongo que el desdichado moriría de una bronquitis.

Chichito solía andar por los dominios del padre Vidal con su gorra de visera
dando explicaciones pedantescas al público. El hombre se crecía al sentirse
orador.

Chichito usaba cuatro o cinco nombres, y poseía el arte de escabullirse. Estuvo


en la cárcel después del robo por delegación, y no se le pudo probar nada. Unas
veces decía que era gallego, otras que era catalán, otras americano.

Contaba anécdotas de falsificadores célebres, y cuando el juez le interrogaba,


decía que eran cuentos oídos por aquí y por allá.

Hizo una porción de chantajes y de falsificaciones.

Chichito, cuando la revolución, salió de la cárcel y se marchó a Barcelona,


donde no le conocían, y estuvo allí ejerciendo de terrible, dedicándose a la
oratoria revolucionaria.

Luego se fue a París, donde no podía tener público, y de aquí se marchó a


América.

Puede que, gracias a su palabrería, llegue a ser ministro o embajador de alguna


pequeña república americana.

¡Qué prestigio cómico este de la palabrería en España!

Como aditamento a lo contado por mí acerca de Chichito, copio esta carta que
me han enviado de Santiago, de Galicia, y que supongo que al que me ha escrito
no le parecerá mal que la publique.

«Santiago, 8 de enero de 1949

»Sr. D. Pío Baroja

»Muy señor mío:

»En el último libro de sus Memorias hay un artículo sobre Chichito, el conocido
estafador, cuyas peripecias en Madrid fueron muy conocidas antes de la guerra.

»Yo he conocido bastante a don Eduardo —sus amigotes le llamaban así—, y


me parecen acertadas sus ideas sobre el citado personaje. Como usted dice bien,
Chichito tenía poco interés. Era un hombre hueco, fláccido, sin personalidad
acusada. En el fondo, creo que a los que sacaba más cuartos era a las carreristas
de la Gran Vía, a quienes observaba desde un bar llamado El Trasatlántico, que
después se llamó Anduriña. Este bar era de un catalán llamado Rofols, conocido
de Chichito, y después pasó a manos de un gallego, que le puso el nombre de
Anduriña. Debía de tener nostalgia de viajes.

»Chichito me dijo en una ocasión que había estado en el desastre de Annual, el


año 1921, y que escribió un libro sobre aquel triste episodio. El libro yo no lo
conozco. También me contó que fue gobernador de Córdoba o Sevilla. Esto ya
puede ser cierto, porque ha habido gobernadores de este país de la traza y
mañas de Chichito.

»Pero esto no tiene interés. Usted dice que Chichito, después de la guerra
española, se fue a París, y es cierto. Lo que no sé si usted sabe es que en París
obtuvo triunfos económicos considerables. Según mis noticias, se dedicó a
abastecer de mulas al ejército alemán de ocupación, y una de sus martingalas
era el trueque de mulas españolas por francesas, negocio que, en opinión de los
conocedores del asunto, tiene que ser copioso, ya que la mula francesa es
inferior en calidad y precio a la española.

»Claro que a lo mejor hay en todo esto algo de exageración; pero se puede
afirmar que se dedicó en Francia a la venta de mulas al ejército alemán. Después
de esto, hace ya cinco años, no he vuelto a saber nada de él.

»Y nada más. Esto es lo que quería comunicarle, por si no lo sabía y tiene para
usted algún interés.

»Le saluda muy cordialmente su seguro servidor,

»A.R.»
X

CASERO

Conocí al capitán Casero, pero no lo recuerdo bien; yo, por entonces, tenía una
idea bastante pobre de los republicanos españoles, principalmente de los
zorrillistas, que me parecían los menos inteligentes de todos.

Mi antipatía en republicanismo iba en este orden: primero, los zorrillistas;


luego, los salmeronianos, y después, los pimargallistas.

Casero era zorrillista partidario exaltado de don Manuel, que yo creo que era
como algunos de los extremeños de que habla Quevedo, cerrado de barba y de
mollera.

Recuerdo que estuve en algunos cafés del Barrio Latino, en donde, al parecer,
estuvo el capitán Casero, que por entonces tocaba la flauta en el Jardín de París,
que yo no sé dónde estaba.

«Pero ¿usted le ha visto a Casero?», me decía Bonafoux.

«No sé», pensaba yo; «pero no le recuerdo. No tengo seguridad de haberle


visto.»

Me decían que le había encontrado en el Café de Cluny y en la taberna de El


Panteón, pero no recordaba su figura.
XI

TIPOS DE LAS AFUERAS

En los distintos idiomas, los alrededores de una población tienen nombres


característicos, que indican un concepto de la ciudad y de las cercanías.

En latín, la zona próxima a la urbe se llamó suburbium, bajo de la ciudad o


ciudad baja (cercanías). Lo perteneciente al suburbio se denomina suburbano.
En cuestiones eclesiásticas, lo que dependía de la diócesis se conocía por
suburbicarius.

En francés, idioma formado en época feudal, para los alrededores de la ciudad


se emplea la palabra banlieue, que quiere decir la jurisdicción del ban, la lengua
de territorio que abarcaba el poder del señor y luego del municipio.

En las urbes españolas, que la mayoría han tenido poco espíritu ciudadano y
casi ninguno feudal, a los alrededores se los llama afueras, palabra que no tiene
ningún sentido jurídico ni histórico. Los literatos emplean la voz aledaño; pero
esta locución sabia, de origen latino, no la usa el pueblo, y tiene un aire un poco
pedante.

Afueras son lo que ya no es ciudad, aunque su extensión esté influida por ella.
Los madrileños de poco sentido ciudadano han empleado otra palabra
administrativa para sus alrededores: el extrarradio.

Las afueras de Madrid constituyen una serie de paisajes de lo más característico


de España. La zona del norte y oeste, con su muralla del Guadarrama, es noble
y majestuosa; la parte este y sur es el páramo castellano, con unos cerros
monótonos en el horizonte y el erial desolado, zarrapastroso y triste.

Yo no conozco pueblos cuyas afueras den una sensación tan aguda, tan trágica,
tan angustiosa como esas zonas que se divisan de algunas rondas meridionales
madrileñas. El panorama de las Vistillas, el del paseo de Rosales, el de los altos
de la Moncloa, con la sierra enfrente, es magnífico; el que se divisa desde el
Retiro, por la parte que da hacia Atocha, y el del Campillo del Gil Imón, es
miserable. Al Manzanares le pasa como al paisaje madrileño: hacia el norte,
hacia los alrededores del puente de los Franceses, tiene aire goyesco y
velazqueño; en cambio, en las inmediaciones del Canal, es feo, trágico, siniestro,
maloliente; río negro que lleva detritos de alcantarillas, fetos y gatos muertos.

Elementos esenciales del paisaje de las afueras madrileñas son esos cerros
formados por arenas arcillosas, que deben de ser de una época diluvial, del
periodo pleistoceno.
Al extenderse la ciudad, estas arenas se cortan en desmontes, en los que se
abren solares. Dejan al descubierto en sus paredones hendiduras y cuevas, y en
el suelo, hondonadas, que en invierno, llenas de agua, forman charcos como
pequeñas lagunas.

Por encima de estos cerros arenosos corría en algunos sitios el Canalillo, canal
insignificante, en algunas partes romántico y en otras siniestro, que, al
anochecer, cuando reflejaba las nubes incendiadas del crepúsculo, parecía que
iba a mostrar, flotando sobre su cinta de agua, el cadáver de algún suicidado. Yo
dediqué al canalillo un romance, en las Canciones del suburbio, que comenzaba
así:

Este pequeño canal,

alejado y fugitivo,

que bordea en los suburbios

los huertos y los chamizos,

y que el pueblo de Madrid

denomina el Canalillo,

va trazando sus meandros,

sin ningún murmullo y ruido,

por los campos arenosos

y los dorados cerrillos.

Tiene el canal un encanto,

entre cordial y maligno,

como un sendero simbólico

de la vida y del destino.

Las afueras madrileñas no han producido gran curiosidad entre los escritores
españoles.

Galdós tiene alguna nota descriptiva de las afueras madrileñas en la novela


Misericordia; pero es la descripción del que se asoma a ver algo que no le
produce interés.

He leído esta novela hace poco, por el consejo de una señora, que me decía que
yo tenía una idea algo falsa de Galdós, y que debía leer, por lo menos, La
incógnita, Realidad y Misericordia. Leí los tres libros y no me produjeron gran
entusiasmo; me parecieron trabajo, si se quiere sabio, de taller, con un sabor de
época un tanto amanerado.

Por cierto que la señora entusiasta leyó de nuevo las tres novelas, y me confesó
que en la última lectura no le habían gustado tanto.

Las afueras de Madrid no han tenido escritor que las haya explorado y descrito.
Únicamente yo he intentado hacerlo en las novelas La busca, Mala hierba y Aurora
roja, novelas un tanto deshilvanadas, poco hábiles, pero que tienen cierta
autenticidad sentimental. La horda, de Blasco Ibáñez, pensada a base de una idea
falsa, es algo como imitación de estos libros míos, fabricada en frío. Quiere ser
un copo de lo pintoresco de los alrededores madrileños, pero tiene el aire
industrial y un tanto vulgar de casi todo lo escrito por el novelista valenciano.

Durante mucho tiempo, por las mañanas, mi paseo favorito era ir a la calle de
Rosales, pasar por delante de la Moncloa, seguir por un camino en cuesta del
Instituto Rubio, entre eucaliptos, y, atravesando una tapia rota, salir a unos
cerros, a cuyo borde seguía una estrecha senda. Desde ella se divisaba la vista
espléndida del Guadarrama, con sus cimas azules y sus crestas nevadas, en
invierno. Por allí cerca había un hospital de infecciosos, con pabellones: el
Hospital del Cerro del Pimiento, nombre madrileño neto, típico, como de
pueblo enemigo de toda solemnidad.

Cruzando estos cerros, avanzaba yo hasta el romántico cementerio de San


Martín, con sus cipreses, y después volvía a mi calle.

Las afueras me preocupaban entonces mucho. Había por allí gente rara,
miserable, desharrapada; casuchas de lata y chozas de tierra; merenderos,
ventorros, casillas de Consumos; tipos degenerados, de aire mogoloide y una
vida oscura y misteriosa.

Los días de fiesta se veía que aún perduraban juegos que uno creía olvidados.
Mientras tocaban los organillos en los merenderos, los hombres se dedicaban a
la rana, a la rayuela y al chito; los muchachos daban saltos con una pértiga por
encima de una cuerda, y los golfos intentaban engañar a los incautos con las
chapas y el juego de las tres cartas. En los días de verano, alguno levantaba una
cometa; dos o tres veces vi el manteamiento del pelele, como en uno de los
tapices de Goya.
No era fácil hablar con aquella gente, porque el hombre de las afueras es
desconfiado y suspicaz; sin embargo, conocí a algunos.

Uno de éstos era un jorobadito, cazador de pájaros. Con su hermano y otro,


iban en cuadrilla por los alrededores. Uno llevaba un gran bulto, que era la red
arrollada a la espalda; el otro, las jaulas de los reclamos atadas con unas correas;
el tercero, una cazuela, una bota de vino y unas cuantas astillas para hacer
fuego. En medio del campo preparaban sus aparatos, y a cierta distancia de
ellos hacían la comida. El jorobadito era locuaz, y le gustaba hablar de las
costumbres de los jilgueros, de los verderones y de las urracas.
XII

JOAQUÍN, EL CARPINTERO

Otro conocido mío era Joaquín, el carpintero que trabajaba con frecuencia en mi
casa.

Joaquín vivía primero en la calle de Magallanes, antes que desaparecieran los


cementerios, próximos a la calle Ancha; la Patriarcal y el Cementerio General
del Norte. Luego, el carpintero fue a vivir más lejos, hacia los Cuatro Caminos.
Joaquín era un entusiasta de las afueras madrileñas. Joaquín había estado en
París tres o cuatro años, y había trabajado allí en la construcción de una plaza
de toros y creo que en un frontón para el empresario Berriatúa; pero las orillas
del Sena no le entusiasmaban; aquello no era lo suyo.

Joaquín me hablaba de los merenderos: de La Raza Latina, del de Canuto y de


los del Partidor; de la gente maleante del Ventorro del Cojo y del Ventorro del
Maroto; de los contrabandistas y consumeros. Me hablaba también del campo
del Tío Mereje. Yo, como de más edad que él, le explicaba las diversiones de la
Era del Mico, con sus columpios, tiovivos y trapecios, en la época en que había
todavía calesines.

Como el buen Joaquín tenía tanta curiosidad por la vida suburbana, le di una
novela mía, Aurora roja, y la leyó y la tomó como historia. Me decía, en serio,
que había conocido a los principales personajes de mi libro.

Cuando se deshizo el Cementerio General del Norte, Joaquín me invitó a que


fuera a verlo. No fui, y lo sentí después. Había estado enterrado allí don
Eugenio de Aviraneta. Al empezar a ocuparme de la vida del conspirador
pariente mío, el cementerio estaba destruido y los huesos aventados. Me
hubiera gustado tener en la mano la calavera de don Eugenio, y ver si era
braquicéfalo o dolicocéfalo.

A Joaquín le he hecho aparecer en mi novela Las noches del Buen Retiro.


XIII

EL TOPISTA Y EL POLICÍA

También creo que salía en mi libro Aurora roja otro tipo de las afueras, a quien
no conocí personalmente, y que me preocupó. Fue un cliente de un médico
amigo mío. El cliente del doctor era sencillamente un ladrón de casas, de esos a
los que en lenguaje policíaco llaman topistas. Este hombre vivía en un hotelito
de la Prosperidad, aislado, como en guardia. El topista se llamaba don José. No
salía apenas de casa. No hablaba con nadie. Solamente con el médico amigo mío
se franqueaba y expansionaba. Al parecer, era menudo, pequeño, calvo, de aire
amable. Tenía mujer y dos hijos, varón y hembra. Contaba con alguna fortuna,
no se sabe si producto del robo o de qué.

Por lo que me dijo el médico, este hombre no preparaba sus robos ni tenía
cómplices. Trabajaba solo. En sus buenos tiempos, una tarde de domingo se
decidía, vestía con cierta elegancia, tomaba una palanqueta y algún otro
artefacto; iba a un barrio lejano y llamaba en el timbre de los hoteles. Si no
respondían en alguno, se preparaba para el trabajo. Descerrajaba la puerta y se
metía dentro. Echaba después el cerrojo. Si le sorprendían, él mismo decía al
vecino alarmado que llamara a la policía, y se entregaba sin resistencia.

Por lo que le decía al médico amigo mío, no había emoción como la de robar. Yo
pasé varias veces por delante del hotelito del topista, pero no llegué a conocerle.

Tenía curiosidad por el tipo, y le dije al doctor amigo:

—¿Quiere usted darme una tarjeta para ir a visitar a ese hombre?

—Sí, se la daré a usted; pero creo que no le recibirá. Es muy desconfiado, y no


sale de casa. Los hijos no le dejan ya dedicarse a sus aficiones.

Yo fui. La casa era un hotelito corriente; tenía una escalera para subir al portal.
Llamé, y una voz de mujer me dijo:

—El señor está enfermo, y los hijos han salido.

—¿Quiere usted darle una tarjeta?

—Bueno. Échela usted en ese buzón.

La eché y esperé. Al poco tiempo la voz de la mujer dijo:

—El señor está descansando ahora, porque no ha podido dormir esta noche.
Examiné la casa por fuera. Era de ladrillo, de tejado casi plano, con una azotea.
Tenía un portal pequeño, con un corredor con arcos, y en el fondo la puerta, a la
que se llegaba subiendo unos escalones. La puerta tenía una rejilla y una
hendidura de cobre, como de un buzón.

Otro tipo curioso del barrio era un policía destituido, que vivía en una casucha
pobre. Yo le conocía de la tertulia de un café.

Contaba unas anécdotas de gente miserable y de mala vida verdaderamente


horrorosas. Era un hombre flaco, apergaminado, afeitado, con la cara larga y
escuálida, los ojos sin expresión y los dientes de caballo.

Todos los días, que hiciera bueno o mal tiempo, el hombre marchaba al centro
de Madrid a pretender algo, a pedir algo. Mañana y tarde andaba por las calles,
con la cabeza baja y un paso de paralítico. Se paraba en los escaparates de las
tiendas, en los portales de las fotografías, y luego seguía su marcha, con su aire
triste y sus ojos apagados.

Yo pensaba, al verle, en el hombre de las multitudes de Edgar Poe. Esta marcha


constante, este andar horas y horas, al parecer sin objeto, me producían horror.
XIV

LAS CÁRCELES FILANTRÓPICAS

En tiempo de la guerra pasada, leí, en París, en un periódico francés, una


explicación de los proyectos del ministro del Gobierno rojo, García Oliver, para
transformar los presidios y cárceles.

El ministro anarcosindicalista quería convertir las prisiones en edificios


higiénicos. Las celdas serían habitaciones cómodas, con cuarto de baño. Podrían
entrar en la cárcel a visitar a los distinguidos delincuentes sus amigos y sus
amigas; por la tarde y por la noche tendrían los presos funciones de teatro y de
cinematógrafo.

—¿Qué le parece a usted este proyecto? —me preguntaron.

—Me parece una estupidez.

—¿Por qué?

—Porque si esto fuera posible, para cualquiera sería mejor porvenir que trabajar
como un perro, pegarle una puñalada trapera al primero que se le encontrase en
la calle, y después ir a vivir a un gran hotel, gratis et amore.

Yo no creo que sea necesario el sadismo y la crueldad en una cárcel; pero sí la


indiferencia. No se puede hacer de un presidio una abadía de Thélème, como la
que soñó Rabelais, la cual tenía como lema: «Haz lo que te dé la gana», «Fay ce
que vouldras».

Como utopía contraria a la de García Oliver, hizo hace años Luis Taboada otra,
que, para mí, tenía mucha chispa.

Se había hablado en los periódicos de que se iban a implantar en los trenes unos
vagones de cuarta clase.

Como Taboada, y la mayoría del público, pensaba que los vagones de tercera
clase eran ya bastante malos e incómodos, el periodista festivo se puso a pensar
cómo sería la cuarta clase para hacer buena a la tercera, y una de las cosas que
suponía era que los viajeros tendrían que ir con la cabeza para abajo y con los
pies desnudos y en alto, a los que se dirigía una corriente de aire frío.

La cárcel de García Oliver sería un paraíso doblado en abadía de Thélème; pero


puede ser que las gentes allí cogidas salieran renegando, y de ellas pudieran
decir lo que decía una vieja señora de mi tiempo de algunas mujeres muy
consentidas:

Entre tres la tenían

y ella m…,

y aún no estaba contenta

la condenada.

No; la mayoría no pedimos esas gollerías. Que se viva en las cárceles


pobremente y sin comodidades, es lógico, porque preparar delicias para los
asesinos mientras la gente honrada tenga que vivir mal, es una estupidez.
SÉPTIMA PARTE
UN GRAN AVENTURERO VASCO MODERNO

Yo escribí un artículo contando las andanzas de Enrique Ibarreta con los datos
que encontré, y pocos meses después de coleccionarlo en un volumen, titulado
Siluetas románticas, recibí esta carta de Buenos Aires de su amigo y colaborador
Carmelo de Uriarte, que copio aquí:
II

«Buenos Aires, 30 de agosto de 1934

»Sr. D. Pío Baroja. Madrid

»Muy distinguido señor:

»No soy hombre que en la actualidad haga rico a los libreros; mis ocupaciones
no me dejan mucho tiempo para leer, y mi vista, ya muy cansada, no me
permite exigirle muchos esfuerzos más que lo hace mi trabajo diario; pero, de
todos modos, algo leo, y entre ese algo ocupan el primer puesto sus libros.

»Es usted el vasco que más alto ha llegado en el mundo de las letras. Su original
estilo, los temas y la manera con que los trata, entrañan la más fiel y hermosa
representación del carácter vasco, y aunque yo, de igual manera que otros
muchos, he rodado un año y otro por el mundo, me siento a veces inclinado a
borrar del diccionario la palabra nacionalidad y considerarme ciudadano de la
gran República universal; quiera o no quiera, no puedo olvidar que he nacido
en aquella bendita tierra, y que de ella soy y seré siempre en cuerpo y alma.

»Por eso leo sus libros con tanto placer como gratitud y admiraron; y si he de
ser completamente sincero, con la más íntima satisfacción de amor propio,
porque me parece que son algo mío. Al recibir su último libro, publicado por
Calpe, Siluetas románticas, he leído la relación que hace usted de la aventura de
Ibarreta, en la que también hace referencia a la parte que me tocó en el triste
epílogo.

»Muchas gracias, señor, en nombre de la memoria de mi pobre Enrique y en el


mío propio.

»La hazaña de Ibarreta ha sido consagrada por usted en forma digna de ella. Le
ha dado usted una celebridad que merecía, sin duda alguna; pero que por
circunstancias, que no son del caso, no había conseguido.

»La importancia del pensamiento de Enrique era muy grande. Su viaje hubiera
terminado como él proyectó; no sólo había resuelto un interesantísimo
problema científico, sino también otro político de la mayor trascendencia. La
salida de Bolivia al Atlántico. Puede darse por cierto que si hubiese triunfado en
su empeño, la actual guerra que desangra y arruina a Bolivia y al Paraguay no
se hubiese producido.

»Por lo que a mí respecta, no hice más que cumplir un deber elemental con un
amigo muy querido, que, por lo menos, habría hecho por mí otro tanto.
»Enrique era un hombre excepcional, cuya principal desgracia fue haber nacido
en una época en que el mundo había perdido toda su poesía. Ya no eran
posibles los grandes descubrimientos ni las grandes conquistas a base de valor
y de entusiasmo.

»Tres siglos antes, su nombre se habría colocado a la altura de Hernán Cortés,


Pizarro y otros locos por el estilo de ésos, que parece que han nacido con la
misión de demostrar con sus hechos que lo imposible es no sólo posible, sino
que casi podían realizarse a título de simple diversión.

»Cuando Enrique, después de recoger una herencia cuantiosa, se alistó


voluntariamente como soldado voluntario para la campaña de Cuba, fue
destinado a la división del general Lachambre, que era, por cierto, gran amigo
suyo.

»Como es natural, no se le consideró como uno de tantos soldados, y se le


concedió cierta libertad, que aprovechó para salir casi todas las noches del
campamento, solo o acompañado de su criado Martín, a buscar mambises por
las espesuras de la manigua. Para cualquiera esto era atrozmente peligroso;
pero Enrique era sordo como una piedra, conque calcule.

»Tuvo varios encuentros, de los que salió vivo, sin que nadie pueda explicarse
cómo, y como llegase la noticia de estas salidas a oídos de Lachambre, le
amonestó cariñosamente, haciéndole ver lo mucho que se arriesgaba.

»“Ya sé”, le contestó Enrique, “la caza mayor tiene sus peligros, pero sin ellos,
maldita la gracia que tendría.”

»De Juan de Garay, el fundador de Buenos Aires, dijo Del Barco Centenera, en
su poema La Argentina: “Garay fue de prudencia siempre falto”

»La respuesta que Enrique dio a Lachambre revela bien claro que de él podía
decirse exactamente lo mismo.

»Y a esa falta de prudencia o exceso de confianza se debió, en gran parte, su


trágico fin.

»Los peones no le abandonaron. Fue él quien, al ver que las provisiones


escaseaban y que le era imposible pasar adelante con las chalanas, por la
vegetación del estero, los despachó con encargo de ir a la Asunción y volver con
víveres, y, sobre todo, con guadañas y otros útiles para abrirse paso entre la
vegetación parásita. Les dio un trazado del camino que deberían llevar, y que
no tenía pérdida, y les entregó casi todos los víveres que quedaban, y que eran
más que suficientes para llegar a la Asunción; pero cuando llegaron a la primera
estancia, que está a cuatro leguas de la Asunción, vieron tantas huellas de
haciendas, que creyeron que era una toldería muy grande, y cambiaron de
rumbo y anduvieron perdidos dos meses. Sólo dos, Leiva y salteño Giralde,
boliviano, llegaron a la Asunción; los otros murieron de hambre y de sed.

»Telegrafiaron de Buenos Aires, les hicimos venir, y entre un par de amigos


solamente, pues los demás, que antes se llenaban la boca llamándole así, se
hicieron el muerto en cuanto llegó el momento de hacer algo, conseguimos del
presidente de la República, general Roca, mandase las dos expediciones por
agua y tierra, que, desgraciadamente, fracasaron. En la primera, mandada por
el teniente de Marina Montero, se hizo cuanto humanamente era posible hacer;
la segunda, al mando del coronel Bauchard, se quedó en la mitad del camino,
pudiendo haber llegado a los esteros. Su jefe, una vez que le dijeron que
Ibarreta había sido asesinado, sin meterse en más averiguaciones, hizo una
atroz matanza de indios, y se volvió satisfecho con la idea de haberles castigado
cumplidamente. Es natural que el castigo no llegó a los asesinos de Ibarreta.

»Y llegó la muerte de éste. Habiendo quedado en el estero solamente con


Martín y un chiquito boliviano, que recogió en Crevaux, durante un tiempo
vivió en buena armonía con los indios de una tribu cercana, que le llevaban
víveres a cambio de diversos objetos que él les daba.

»En la descripción que hace usted de Enrique, por cuenta de su pariente señor
Goñi, y en la que el único dato que hay algo equivocado es el de la estatura,
pues no era muy alto, sino más bien mediano.

»Cuando ya no le quedaban más cosas para darles a los indios a cambio de


alimentos, éstos dejaron de llevárselos. Esperaron unos días, y tuvieron que
salir a cazar, y mataron un caballo, que era de los indios, lo salaron, y cuando ya
se les acabó esto también, mataron un perro de los indios.

»Pero el espíritu del hombre salvaje les azuzó la codicia y les hizo pensar en las
mil cosas tentadoras que tenían en las chalanas: instrumentos de precisión,
anteojos, teodolitos, armas, etcétera. Como él estaba acompañado por Martín y
el chiquitín, lo primero que procuraron los indios fue separarlos. Juntos Martín
y él, la empresa habría sido de no fácil realización.

»Una mañana se presentaron varios indios en el campamento en son de paz, les


dijeron que habían visto un ciervo, y le invitaron a acompañarlos con el rifle
para darle caza. Enrique les dio crédito, y mandó a Martín que fuera con ellos
armado.

»Marchó la partida, pero quedaron varios conversando con Enrique. Cuando


aquélla ya se hubo alejado bastante, uno de los indios procuró atraer la atención
de Enrique con una confidencia importante, que le obligó a mirarle fijamente
para entenderle, a causa de su sordera, y en tanto otro, que se le había colocado
a su espalda, le asestó un terrible golpe con una maza, que le destrozó el
parietal derecho, causándole la muerte instantánea.

»Enseguida mataron al pobre chiquito boliviano y se entregaron de lleno al


saqueo, quemando lo que no quisieron o no pudieron llevar.

»Martín, el criado, fue asesinado de igual manera, de un mazazo asestado por


detrás, mientras marchaba confiado en busca del ciervo.

»Yo pude conseguir que el mismo indio Juancito, jefe de la tribu, me condujese
al lugar que fue campamento de Enrique, donde estaban sus restos. Allí,
además de los huesos, que pude identificar perfectamente, sobre todo los de
Ibarreta, que tenían características inconfundibles: una muela empastada, el
desgaste de los dientes, porque la mandíbula inferior tenía sobre la superior el
hueso mentalis bastante pronunciado. Encontré y recogí trozos, medio
quemados, de un ejemplar de la Connaissance des temps, y también un
cuaderno, escrito con lápiz de su puño y letra, en el que había tomado los datos
relativos al relevamiento de Pilcomayo, y su diario de viaje. El fuego, que había
consumido más de la mitad de cada hoja, hizo que esos apuntes, del mayor
valor, sin duda, no pudieran ser aprovechados.

»Los restos de Ibarreta no quedaron en la Asunción. Los conduje, desde luego, a


Buenos Aires, juntamente con los de Martín y el chico, aunque en urnas
separadas. A los de Enrique, después de tenerlos un par de días en el Instituto
Geográfico, les di sepultura en el Cementerio del Norte, más conocido por la
Recoleta.

»Los otros fueron enterrados en el Cementerio del Oeste. La relación del viaje
de Enrique y de los míos fueron publicados, en parte, en El Correo Español, de
Buenos Aires, y en la pequeña revista semanal Miniaturas, y con más extensión
en un almanaque, también de Buenos Aires, del año 1900. La Ilustración
Artística, de Barcelona, y La Ilustración Española y Americana, de Madrid,
también publicaron relatos más o menos extensos. Yo no conservo ninguna de
esas publicaciones.

»Ahora usted ha consagrado, de una manera notable y definitiva, la gran


empresa de Enrique, y ha realzado en forma inmerecida mi proceder en esas
circunstancias. Le repito las gracias en nombre de aquél y en el mío propio.

»Creo innecesario decir a usted que estoy completamente a sus órdenes, y que
sería para mí un verdadero placer poderle ser útil en cualquier forma.
»Disponga, pues, de este su affmo. y agradecido admirador,

»C. de Uriarte

»S/c., Uruguay, 747».


PÍO BAROJA (San Sebastián, 28 de diciembre de 1872 - Madrid, 30 de octubre
de 1956). Novelista español, considerado por la crítica el novelista español más
importante del siglo XX. Nació en San Sebastián (País Vasco) y estudió
Medicina en Madrid, ciudad en la que vivió la mayor parte de su vida. Su
primera novela fue Vidas sombrías (1900), a la que siguió el mismo año La casa de
Aizgorri. Esta novela forma parte de la primera de las trilogías de Baroja, «Tierra
vasca», que también incluye El mayorazgo de Labraz (1903), una de sus novelas
más admiradas, y Zalacaín el aventurero (1909). Con Aventuras y mixtificaciones de
Silvestre Paradox (1901), inició la trilogía «La vida fantástica», expresión de su
individualismo anarquista y su filosofía pesimista, integrada además por
Camino de perfección (1902) y Paradox Rey (1906). La obra por la que se hizo más
conocido fuera de España es la trilogía «La lucha por la vida», una
conmovedora descripción de los bajos fondos de Madrid, que forman La busca
(1904), La mala hierba (1904) y Aurora roja (1905). Realizó viajes por España, Italia,
Francia, Inglaterra, los Países Bajos y Suiza, y en 1911 publicó El árbol de la
ciencia, posiblemente su novela más perfecta. Entre 1913 y 1935 aparecieron los
22 volúmenes de una novela histórica, Memorias de un hombre de acción, basada
en el conspirador Eugenio de Aviraneta, uno de los antepasados del autor que
vivió en el País Vasco en la época de las Guerras carlistas. Ingresó en la Real
Academia Española en 1935, y pasó la Guerra Civil española en Francia, de
donde regresó en 1940. A su regreso, se instaló en Madrid, donde llevó una vida
alejada de cualquier actividad pública, hasta su muerte. Entre 1944 y 1948
aparecieron sus Memorias, subtituladas Desde la última vuelta del camino, de
máximo interés para el estudio de su vida y su obra. Baroja publicó en total más
de cien libros.

Usando elementos de la tradición de la novela picaresca, Baroja eligió como


protagonistas a marginados de la sociedad. Sus novelas están llenas de
incidentes y personajes muy bien trazados, y destacan por la fluidez de sus
diálogos y las descripciones impresionistas. Maestro del retrato realista, en
especial cuando se centra en su País Vasco natal, tiene un estilo abrupto, vivido
e impersonal, aunque se ha señalado que la aparente limitación de registros es
una consecuencia de su deseo de exactitud y sobriedad. Ha influido mucho en
los escritores españoles posteriores a él, como Camilo José Cela o Juan Benet, y
en muchos extranjeros entre los que destaca Ernest Hemingway.
Pío Baroja

Reportajes
Desde la última vuelta del camino - 6
Pío Baroja, 1948

Imagen de cubierta: Pío Baroja (1901), Pablo Ruiz Picasso


PRIMERA PARTE

LO QUE DESAPARECE EN ESPAÑA

EXP
LICA
CIÓ
N

He escrito bastantes reportajes, la mayoría con la idea de que me sirvieran


de fondo de un libro novelesco. Algunos pocos los escribí sin ese objeto, y los
publico aquí por si tienen un pequeño interés. No creo que el género sea lo que
dé amenidad a una obra, y puede un epigrama tener con el tiempo más
importancia que un poema, y una caricatura más trascendencia que un cuadro.
Con esta idea doy paso libre a algunos de mis ensayos reporteriles.
I

En una conmoción tan fuerte como la que ha sufrido España, una serie de
productos materiales y espirituales de la historia y de la cultura han tenido que
transformarse y otros muchos desaparecer. En algunos pueblos en donde las
batallas han sido reñidas y ha tronado el cañón y ha estallado la dinamita, calles
pintorescas, rincones típicos y viejos edificios han quedado destruidos y
arruinados. Debido a ello, restos importantes de arqueología se habrán perdido
para siempre.

Manifestaciones de menos fuste, que el arqueólogo y el historiador no


toman apenas en cuenta, y, sin embargo, curiosas e interesantes para el
costumbrista, iban perdiéndose ya hacía tiempo y acabarán de perderse
definitivamente. Entre esas manifestaciones se pueden contar las costumbres y
las prácticas de algunos oficios. El fondo de la etiología se renueva porque
cambian los usos y procedimientos que probablemente no se podrán convertir
en tradicionales, porque lo que se inspira en la ciencia no permite ni la tradición
ni la rutina.

Haciendo para mí mismo un cuadro comparativo de usos y costumbres de


España desde hace sesenta años, es decir, de la época ya remota en que yo
dejaba la adolescencia y comenzaba a fijarme y a darme cuenta de lo que pasaba
ante mis ojos, veo lo que ha cambiado y cómo se han transformado los hábitos
del país.

En algunas cosas, España ha dado saltos, por ejemplo, en cuestiones de


iluminación; en muchos pueblos, no sólo aldeas, sino en pueblos granados, se
ha ido del candil y de la tea a la luz eléctrica.

En Madrid, por este tiempo, en algunos barrios más o menos pobres, no


había agua en las casas. Existía el aguador, un tipo totalmente desaparecido.

El aguador era un personaje que daba cierto aire campesino a la calle. Casi
siempre asturiano o gallego, vestía con calzón corto, chaqueta pequeña, un
trozo rectangular de cuero sobre el pantalón en el muslo derecho, para apoyar
la cuba antes de echársela al hombro, y una montera en la cabeza. El traje del
aguador era de un paño que ya no se ve en ninguna parte: macizo y duro como
la piedra. A veces, el hombre llevaba patillas, y a veces, sotabarba; solía estar
sentado esperando la vez sobre la cuba, alrededor de las fuentes viejas que se
llamaban de los antiguos viajes de Madrid, que eran de agua salina, agua gorda,
que se consideraba, por puro misoneísmo, mejor que el agua casi destilada del
canal de Lozoya.
Los madrileños siempre han sido catadores y bebedores de agua. Hasta
principios del siglo había en Madrid, en verano, puestos de agua, aguaduchos,
generalmente en el Prado y en Recoletos. En ellos se bebía agua con azucarillo,
servida por una buena moza. Esa costumbre dio origen a una zarzuela, Agua,
azucarillos y aguardiente, con una música admirable del maestro Chueca.

Estas fuentes clásicas, que solían estar rodeadas de aguadores sentados


sobre sus cubas, eran, entre otras, la de las Descalzas, las de Pontejos,
Fuentecilla, etcétera.

Otro tipo desaparecido de la corte, con una desaparición rápida, fue el


maragato. El maragato era pescadero. Habitando una región que no tiene costa,
no se comprende por qué se había dedicado a esta especialidad marítima.
Seguramente alguna relación habría por cuestión del paso de carreteras entre el
Cantábrico y Madrid. A la puerta de todas las pescaderías de la villa se le veía al
maragato con su traje regional, de aire antiguo. Éste consistía en unos calzones
anchos, verdes, a rayas negras, atados con cintas a las polainas, un chaleco de
cuero o de ante, un jubón de color con botones de filigrana y un sombrero de
alas anchas y copa chata, con dos cintas para atrás. Por sus trazas se parecía un
poco a los bretones.

Los maragatos un día se decidieron a abandonar esta indumentaria


patriarcal, y de su carácter y de su antigua vestimenta no les quedó más que el
peto y un mandil negro y verde. Fue una ruptura violenta de la tradición con su
traje, que hubiera podido producir largas reflexiones retóricas en un hombre
elocuente y maestro en la materia vestuaria, como Carlyle.

En mi tiempo de chico en Madrid daba sus últimas boqueadas el oficio de


memorialista. El memorialista era el escribiente del pueblo ínfimo, el secretario
particular de criadas, nodrizas, pinches, cigarreras. Yo recuerdo uno de la calle
de la Luna, en un tugurio oscuro, con un cartel blanco escrito con letras negras,
y dos o tres en portales estrechos de las proximidades del Rastro, que hace
sesenta años, por su confusión, por su abigarramiento y su chulería desgarrada,
era cosa seria y pintoresca.

En Barcelona había también memorialistas en el centro de la ciudad, en la


Rambla, al lado de una antigua casa barroca llamada de la Virreina.

Mucha de la indumentaria popular lleva el camino de desaparecer, de


arrinconarse en los museos etnográficos, lo cual quiere decir que no tiene ya
vida. ¿Por qué? No lo sabemos. Algunos piensan: «Es que se va a la sencillez».
¡Ca! Lo más probable es que se cambia sin saber por qué, por variar de postura,
como los enfermos. En algunos cambios influye mucho la industria; pero en
otros, no.

Un tipo, aunque muy escaso, también desaparecido, es el hombre del


tutilimundi. Se llamaba tutilimundi a un cosmorama, casi siempre portátil,
como un cajón largo, con techo de madera, que tenía en las paredes laterales
varios agujeros redondos de cristal, por donde se veían paisajes, vistas de
ciudades y escenas fantásticas iluminadas. Este cajón solía ir tirado por un
caballo o un burro.

El tutilimundi se llamaba también Mundo Nuevo. De aquí el nombre de un


campo de Madrid, próximo a la Fábrica del Gas, intitulado Campillo del
Mundo Nuevo.

El tutilimundi aparecía en los pueblos durante las fiestas. En Madrid se


estacionaba en alguna plaza, con frecuencia en la plaza Mayor, y a veces el
hombre que lo exhibía redoblaba en un tambor y explicaba las vistas de su
pequeño escenario.

El último que recuerdo pasaba hace catorce o quince años por la calle Ancha
de San Bernardo tirado por un borriquillo. No se sabe dónde podía ir. Tenía un
aire tan pobre, tan humilde, que me producía melancolía. El doctor Val y Vera,
que conoce al dedillo la calle Ancha, me ha dicho que todavía sigue pasando el
carrito.

En la niñez me había parecido una cosa tan atractiva este cosmorama, que
cuando lo vi luego arrastrarse en la general indiferencia, por contraste, me dio
una sensación de tristeza y humildad.

No había soñado nunca con asomarme a la Ópera de París, al Real de


Madrid o al Covent Garden de Londres, y estuve en estos teatros; en cambio,
había soñado con mirar por aquellos agujeros del cosmorama, y no sé si alguna
vez lo conseguí.

Otro personaje curioso y muy poco frecuente era uno a quien los chicos
llamábamos Do-re-mi-fa-sol.

Éste llevaba una porción de instrumentos: acordeón, platillos, bombo,


campanillas, etcétera.

El bombo lo cargaba en la espalda y lo tocaba tirando de una cuerda que


llevaba atada al tobillo de un pie. Creo que en Francia le llamaban el Hombre-
Orquesta.
Desde esa época lejana acá, la mayoría de las profesiones de vagabundo, si
así se pueden llamar las que ejercen estas gentes, han desaparecido.

El medio, sin duda, no las permite.

Otros oficios, si no han hecho variar el tipo de los que las practican, por lo
menos les han hecho cambiar de vestimenta. Los cajistas iban en esa época
pasada con una blusa azul, larga y, encima, una capa, en el invierno. Había dos
clases de cajistas: los más antiguos, partidarios del vino, y los más modernos,
del café. Entre éstos comenzaban a bullir los socialistas.

Los albañiles vestían de blanco en verano, y en invierno, y con frecuencia,


una zamarra o pelliza. Los panaderos, muchos asturianos y gallegos, llevaban
todavía monteras de cuero, y algunos castellanos, otras de piel de zorra con el
pelo para afuera.

Los chulos clásicos, que los había, al menos a juzgar por el tipo, usaban unas
gorras altas, de seda negra, con botoncitos blancos en un lado, chaquetillas muy
cortas y pantalón ceñido y el pelo peinado con tufos, como los ratas de La Gran
Vía.

Las mujeres del pueblo usaban toda clase de mantones, y, en invierno, un


pañuelo de seda de color en la cabeza, muy empingorotado sobre el moño, que
les daba mucho carácter. Los mantones de invierno eran fuertes, de colores
oscuros; las viejas los llevaban puestos en pico, y las jóvenes, en forma de chal.
Algunas carniceras y verduleras ricas lucían en los días de fiesta pañuelos
alfombrados, y en verano, de crespón negro, con largos flecos de seda.

Por esa época, en que se usaba mucho el mantón, se cantó aquello de:

Con una falda de percal planchá

y unos zapatos bajos de charol,

en el mantón de fleco arrebujá,

por esas calles va la gracia de Dios.

Todavía por entonces parecía que la gente tenía gusto por señalar su tipo y
su oficio. Ese pañuelo en la cabeza de las mujeres en tiempo anterior a la última
guerra mundial se volvió a emplear entre las señoras que iban en automóvil.

En la época en que yo era joven, Madrid no tenía ya esos tipos


extravagantes, que se daban aún en las capitales de provincia.
Madrid se iba haciendo grande, y la gente no se conocía.

Muchos de los tipos, más o menos auténticos, procedían del teatro. Hace
sesenta años, al estrenarse La Gran Vía, revista de letra mediocre y de música
encantadora, que no sólo corrió por toda España, sino por medio mundo, la
gente madrileña adoptó aquellos tipos, se los apropió y los consideró como
suyos. Eran éstos el de la criada, la Menegilda; los chulos del terceto de los ratas,
el caballero de Gracia, elegante y desocupado. Algo de esto ocurrió años
después con otro gran éxito del género chico, el de la zarzuela La verbena de la
Paloma: con el Julián, tipo de obrero un poco chulo; la Susana, la señá Rita y don
Hilarión, el boticario viejo verde.

Entre los obreros no creo que se pueda mencionar al verdugo. Yo he visto


dos en un largo espacio de tiempo. Al uno le vi en una ejecución, en una capital
de provincias, hace sesenta años. La carreta del reo pasó por la mañana por
delante de mi casa. El verdugo iba tras ella, a pie. Vestía como un campesino:
pantalón corto, chaqueta corta, faja y sombrero ancho. Al otro verdugo le vi en
Madrid, y éste vestía como un empleado modesto.

Los pregones de los vendedores de la capital tenían su carácter. Algunos


eran muy bonitos, y pasaban al teatro, como el de los claveles dobles de la
zarzuela El santo de la Isidra.

Muchos de ellos le recordaban al madrileño las estaciones, como ese de los


tiestos de flores que comenzaba a oírse en primavera; el del requesón de
Miraflores de la Sierra, y el de las lilas de la Casa de Campo. Después venía el
de los botijos, que pasaba con su burro cargado de jarras de barro colorado de
Andújar. Más tarde se cantaba el de las «moras, moritas, moras».

De noche, entre los gritos de los vendedores de periódicos, en el barrio de


Chamberí, donde yo pasé parte de mi infancia, se oían dos anuncios
melancólicos: el de una mujer que vendía cañamones tostados: «¡La
cañamonera, tostaditos!», y otra, que decía: «¡La rosera, rosas, a cuarto rosas!».

Estas «rosas» parece que son tortas de maíz frito, con miel.

Otros pregones se oían todos los días, poco más o menos, a la misma hora.
La retahíla del que componía las tinajas: «A componer tinajas y artesones,
barreños, platos y fuentes»; el que compraba libros y papel, el trapero-botellero,
el afilador, con su flauta; el grito del que, al anochecer, pregonaba con voz
lúgubre las chuletas de huerta y las castañas asadas, en otoño y en invierno; el
que vendía «perdices, perdices»; el de los rábanos, el de los zorros y plumeros,
o las tortas, qué ricas, a cinco y a diez, etcétera.
Otro tipo, al cual no se le veía más que muy de tarde en tarde en alguna
plaza lejana, era el hombre de los pajaritos sabios. Sin duda, era solicitado en
pueblos de alrededor, y salía de Madrid y viajaba con frecuencia.

Llevaba una especie de silla de tijera, alta, donde ponía la jaula grande con
sus pájaros, jaula de varios compartimientos, y al lado se sentaba él, en otra silla
más pequeña, también de tijera.

Era un tipo raído, moreno, chato, vestido de negro, con gorra y cara de
pocos amigos; parecía un mono viejo. Solía hacer observaciones muy secas a la
gente del público, con un acento medio andaluz, medio manchego, y espantaba
a los chicos que se acercaban demasiado a la jaula. Cuando alguien quería saber
su porvenir, cosa trascendental, salía el pajarito, generalmente verderón o
jilguero, daba unas cuantas vueltas con gran ligereza, y con el pico sacaba un
papel doblado de una cajita, que entregaba al cliente. El amo de la grey de los
pequeños adivinadores con alas pagaba el trabajo de su subordinado con un
cañamón o un trocito de azúcar.

Lo que a mí me chocaba al ver a aquel hombre era que había en una


ilustración de Madrid, del año 1860 al 1866, creo que en el Museo Universal, un
dibujo de Ortego del exhibidor de los pajaritos sabios de su época, que se
parecía mucho al que veíamos.

«No puede ser el mismo», pensaba yo, «porque si el año sesenta y tantos el
hombre que dibujó Ortego tenía ya, a juzgar por su aspecto, más de cincuenta
años, ahora tendría que tener ciento.»

No pude comprender cuál sería la razón de la semejanza entre el hombre


vivo y el dibujado; quizás era un hijo o un pariente del antiguo, que había
imitado su tipo y su traje.

El gremio de los charlatanes era rico en las plazas madrileñas. Vendían toda
clase de productos medicinales, específicos contra la tenia y el dolor de muelas,
ungüentos, pomadas para los callos, aceite de alacrán y manteca de la serpiente
de cascabel.

Después desaparecieron. Por su oratoria podían haberse refugiado en las


academias, en los ateneos y en las reuniones populares.

Un oficio más de ciudad de provincia que de capital era el del galonero.

El galonero, tipo sospechoso, tenía mala fama. Se le consideraba como


hombre de negocios turbios. Se decía que compraba objetos robados en las
iglesias y ermitas y que engañaba a la gente. En general, los que practicaban
este oficio eran hombres talludos, fuertes, de treinta a cuarenta años, de barba
crecida, con la piel atezada de andar por los caminos al sol y al aire. Llevaban
una cartera. Su grito era: «Oro, plata y galones… que vender».

Otro personaje, campesino y curioso, que yo, al menos, nunca he visto en


Madrid, era el santero.

En las capitales de provincias pasaba alguno que otro. Hace cincuenta años
solía ir todavía de pueblo en pueblo, a pie, con la imagen de un santo o de la
Virgen, sacada de alguna ermita. Esta imagen, muy adornada, que llamaban la
demanda, iba dentro de una caja de madera con uno de los lados de cristal.

Alguna gente besaba en el cristal, y daba un cuarto, y los más rumbosos, una
moneda de cuatro maravedises.

Los santeros entonaban una relación de los milagros del santo, en verso, que
recitaban como una salmodia. Estos santeros, los pocos que recuerdo yo,
estaban rojos por el aire y el sol, y se los tenía por unos redomados truhanes.
Vestían capotes de paño, fuertes polainas y llevaban algún garrote de espino en
la mano.

Más que por las calles de las ciudades, se los veía por los alrededores.
También aparecían por estos parajes peregrinos con capa y sombrero lleno de
conchas, y su báculo con su calabaza, que iban, generalmente, hacia Santiago de
Compostela. El último que vi de estos tipos fue uno que se estableció a orillas
del Bidasoa, en la casucha de una mina abandonada. Vendía rosarios.

El mendigo, que no ha desaparecido, pero que, en lo que cabe, ha cambiado


de indumentaria, era entonces más pintoresco. Iba, como ahora, descuidado,
con la barba larga y con las guedejas grises enmarañadas.

Usaba con frecuencia la anguarina. La anguarina, según el Diccionario de la


Academia, es un gabán de paño pardo y sin mangas, que empleaban los
labradores de algunas comarcas españolas.

Por lo que he visto yo en el norte de España, lo que llamaban anguarina no


sólo tenía mangas, sino que éstas eran muy largas, y, además, cosa que
caracterizaba el abrigo llamado así, los que lo llevaban ataban una de las
mangas en el puño con un bramante y les servía de zurrón. Allí guardaban los
pedazos de pan, las mazorcas de maíz o lo que fuera, que les daban en los
caseríos o en las posadas.

Este gabán largo, que aseguran que primitivamente se llamaba hungarina,


por proceder de Hungría, no tenía cuello ni talle; era de paño de sayal, y a veces
creo que tenía una esclavina corta. También había entre los campesinos algunos
que usaban gabanes toscos, sin mangas.

El año 1902, en Soria, un ganadero de Villaciervos, en la cocina de una


posada, nos decía que los pastores de su tierra ya no empleaban la capa blanca
con capucha que usaban antes.

—¿Y por qué? —le preguntamos.

—Porque cuesta tres o cuatro veces más que un capote comprado en una
tienda.

En las aldeas y en el campo vasco, que yo pude observar en el tiempo que


fui médico de Cestona, en Guipúzcoa, la gente un poco misteriosa, un tanto
próxima a la hechicería, no había desaparecido. Quedaban algunos herbolarios
que vendían hierbas medicinales, emplastos que pretendían curar
enfermedades fantásticas, y curanderos, hombres y mujeres, que reducían
fracturas y dislocaciones en personas y animales. También había algunos que
hacían ensalmos para evitar las epidermis del ganado. Tiempo después supe de
uno de ellos, navarro, que estuvo en América y volvió rico y pasó algunos
meses de temporada en Vera, con su familia.

El herbolario más curioso que recuerdo fue uno que conocí en San Juan de
Pie de Puerto. Era un hombre de unos cuarenta o cincuenta años, de cara ancha,
pelo rojizo y anteojos de plata. Hablaba español, francés y vasco, y se mostraba
irónico y burlón. Vestía traje de dril, y llevaba una caja de metal, bastante
grande, colgada del cuello por una correa en bandolera.

De la caja solía sacar cosas raras: un bocal con víboras secas y otro con
víboras vivas, aunque aletargadas. Decía que él las cogía con los dedos y las
echaba al frasco, y si protestaban mucho, las estrangulaba. También llevaba dos
o tres pequeños escorpiones en una botella de cristal.

Este herbolario, muy petulante, se creía un químico y un botánico sabio. No


me hubiera chocado nada que el tal tipo hiciera algún contrabando de cocaína o
de morfina entre España y Francia.

Emplasteras, que a veces hacían de comadronas, había en todas las aldeas.


El médico se encontraba a veces con un enfermo con un parche que olía a perros
y que nadie sabía con qué inmundicia estaba compuesto.

Un gremio importante del campo, aunque muy perseguido, era el de los


curanderos, que reducían fracturas y dislocaciones. Mucha gente creía más en
ellos que en los médicos. Después se ha dado con frecuencia el caso de que,
denunciados algunos curanderos por ejercicio ilegal de la medicina, han
presentado su título de licenciado en la facultad.

—Y entonces, ¿por qué ejercían de esa manera recatada y subrepticia? —les


han dicho.

—Porque así teníamos más trabajo.

Cuando yo era chico, en San Sebastián, casi todo el mundo lesionado con
una fractura o dislocación iba a ver a un curandero llamado Periquillo, que era
pariente de otro del mismo oficio y mote que fue llamado a curar a
Zumalacárregui, cuando éste fue herido en la primera guerra carlista, en el
balcón del palacio de Begoña, durante el sitio de Bilbao.

En Valencia y en el sur de España he visto algunos zahoríes, que empleaban


la varilla de avellano para descubrir, según ellos, el agua subterránea, y algunos
saludadores, que curaban las enfermedades con pases misteriosos y conjuros.
Generalmente, eran mistificadores y pillos.

Volviendo a Madrid, recuerdo otros tipos extravagantes y absurdos. Uno de


ellos se hacía llamar Musiú Rodolfo del Castillo, o el Musiú. Él daba por seguro
que, en francés, señor se decía musiú.

Este Musiú se colocaba en alguna plaza lejana, con un gabán en invierno o


verano y un fez rojo en la cabeza. Había vivido, según decía, mucho tiempo en
Argelia, y de ahí le vino que le llamaran el Musiú. Tocaba una campanilla para
anunciarse, y ponía en el suelo unas láminas iluminadas de un libro de
enfermedades de la piel, del doctor Olavide.

Otros tipos callejeros célebres hubo en Madrid en los últimos años del siglo
XIX y en el XX. Uno de ellos era un mendigo catalán, borracho, a quien
llamaban de apodo Garibaldi, porque en sus arengas populares siempre hablaba
del héroe italiano.

Garibaldi se ponía un tricornio y una serie de cintas en la chaqueta, que


hacían de condecoraciones, y gritaba a los chicos que le seguían: «¡Adelante!
¡Arriba, caballo moro!».

Otro tipo, ésta una mujer muy conocida, era Madame Pimentón. Los chicos
eran quienes la habían bautizado con este mote. Madame Pimentón era una
vieja mal vestida, que cantaba por los paseos con una voz muy engolada, a la
que quería dar mucho estilo.
Los chicos acompañaban su canto dando berridos, y ella les hacía
observaciones de manera ridícula y altisonante, echándoselas de gran señora.

A estos dos tipos se les dio un banquete en la Bombilla, que, jaleado por la
prensa, parece que estuvo muy concurrido.

Un tipo poco frecuente, pero que yo vi alguna vez, era el Gachó del Arpa. El
Gachó del Arpa, sacado en la zarzuela de Chueca Agua, azucarillos y aguardiente,
era un chiquillo vagabundo, italiano, que iba con un arpa pequeña. Solía
aparecer de repente, sobre todo en las noches de verano, por Recoletos o el
Prado, sentarse y cantar, acompañándose con el arpa, alguna tonadilla popular
italiana. Chueca le hace cantar en su zarzuela unas coplas absurdas y graciosas,
que alguna recuerdo, probablemente sin exactitud:

Una fanchiula in Barchelona

de un soldatini se enamoró.

Luego, después del preámbulo, seguía:

Tutti li chiorni

le demandaba,

que cosa é fato

que plora así,

e la fanchiula

li respondeba

il soldatini …

ji, ji, ji, ji.

Al mismo tiempo que los tipos se han ido esfumando, ha cambiado la gente
su indumentaria tradicional en campos y ciudades. Ya apenas hay hilanderas en
España, aunque parece que con la guerra pasada se empezó a cultivar de nuevo
el lino. Casi todo el traje antiguo ha ido sustituyéndose por el moderno, que,
naturalmente, tiene más condiciones de comodidad y de baratura.

El sombrero calañés, muy gracioso, que duró, al parecer, hasta la


Restauración de 1875, yo no lo he alcanzado; pero he visto de estudiante a un
torero viejo, el Regatero, que solía estar en el Café de Las Columnas, de la Puerta
del Sol, de Madrid, vestido de majo, con ese sombrerito andaluz, el traje de
alamares y el pantalón corto. También le vi una vez a Frascuelo en la calle, con la
misma indumentaria, aunque con pantalón largo.

El sombrero ancho, con una copa en forma de cono truncado y un aro


alrededor, que se veía mucho hasta hace treinta años en tierra castellana, ha
desaparecido casi por completo. En algunas partes lo llamaban de zaranda; en
otras, de cedazo, porque se parecía a ese utensilio para cribar el grano; en otras,
de Pedro Bernardo, y en Salamanca, la gorrilla. También algunos le decían el
catite, denominación inexacta, porque el catite era, al parecer, una especie de
calañés, con la copa más alta y el ala más corta. Yo a gente con catite no he visto
más que en el teatro y en láminas de viajes por España. El sombrero ancho de
los campesinos castellanos daba a sus cabezas el aire del planeta Saturno de las
estampas de los libros de geografía y astronomía de las escuelas.

El gran sombrero de teja de los curas, como el usado por don Basilio en El
barbero de Sevilla, también ha desaparecido, porque el que ahora emplean los
clérigos es microscópico.

Los trajes de los ciegos, guitarristas, mendigos, etcétera, tenían fuera de las
ciudades un aire casi campesino, arcaico. Usaban, por lo general en invierno,
grandes capas, con esclavina larga o sin ella y con el cuello alto, de un paño
pardo y burdo, y algunos llevaban monteras de piel de conejo o sombreros
anchos de fieltro.

Como se ve claramente, mucha de la indumentaria popular lleva camino del


museo etnográfico. Los zaragüelles valencianos, las monteras gallegas, los
zorongos aragoneses, las barretinas catalanas, la larga capa de los campesinos,
los calzones estrechos, adornados con monedas de plata; las chorreras
almidonadas, y las camisas bordadas de colores, son cosas que pertenecen al
pasado ya y pueden servir solamente para la atracción turística.

Cuando el hombre acepta la idea de que su indumentaria choca con el


ambiente se repliega en sí mismo y la abandona. El espíritu gregario es muy
fuerte en cuestiones de vestimenta; pero la idea del ridículo es tan grande, y en
ocasiones, mayor.

Yo recuerdo dos casos de personas seguras de su actitud. Una era un viejo


de Coria, a quien vi en una excursión que hicimos por Extremadura con Ortega
y Gasset. Este viejo, que vestía a la antigua, tenía una presencia que imponía.
Otro era un leñador de Soria, que vi hace cincuenta años. Llevaba un abrigo
como una dalmática, con capucha de lana blanca, y hablaba y se movía con un
aire de gran dignidad.

La tradición, la ciencia y la moda lucharán en el campo de la vestimenta, y,


naturalmente, triunfará la ciencia y se perderá lo pintoresco.
II

En las aldeas y pueblos de España, desde hace muchísimo tiempo no hay


barracas con figuras de cera. Este espectáculo era uno de los más sensacionales
y folletinescos de la época. En algunas partes se sustituían las barracas por unos
carteles horriblemente pintados, en donde se representaban escenas de
crímenes, inundaciones, rayos, pedriscos y otras calamidades públicas.

Generalmente, tales carteles estaban pintados por los dos lados: en uno de
ellos se veían los personajes de un crimen, el asesino que mataba a una mujer o
a sus propios hijos, y volvía después tranquilamente a su casa, y luego se le veía
preso en la cárcel, y al último aparecía sentado en el banquillo fatal, donde le
habían dado garrote. En el otro lado se trataba de un fenómeno cósmico o
atmosférico, de un eclipse o de una aurora boreal con los colores del arco iris.

El más característico que recuerdo de estos carteles es uno que vi en


Sigüenza, hace treinta y tantos años.

A un lado se representaba el crimen de Don Benito, en varias escenas, con el


trágico fin en el patíbulo de los dos criminales importantes: García de Paredes,
hijo de una familia noble de Extremadura, y el amigo y compinche suyo, tipo
shakespeariano, llamado Castejón. Entre los dos mataron a una pobre costurera,
Inés María, y a su madre.

El hombre que comentaba el cartel recitaba con voz lastimera un romance,


del que no recuerdo más que estos dos versos, puestos en boca del asesino y
dirigidos a la víctima:

Entrégate, Inés María,

que tu madre ya murió.

Los romances explicativos de asesinatos que recitaban los hombres que


llevaban carteles no eran casi nunca antiguos, porque los horrores lejanos
interesaban poco al público. Eran, en general, de hechos recientes.

Yo he oído romances sobre ese crimen de Don Benito, sobre el del huerto del
Francés, Rosaura la de Trujillo, Cintabelde, Higinia Balaguer, protagonista del
suceso de la calle de Fuencarral, que fue famosísimo en España, y de otros,
como el del expreso de Andalucía.

Además, en esos carteles se comentaban asuntos políticos de actualidad.


Uno de ellos estaba dedicado a la sublevación del general Villacampa, y se
contaba cómo la hija de éste se presentaba en casa de Sagasta, jefe del gobierno
por entonces, vestida de negro, a pedir el indulto de su padre, y el viejo político
lloraba, enternecido.

También había un cartelón del submarino Peral, con las conquistas que
íbamos a hacer los españoles cuando este submarino anduviera por el fondo de
los mares y encontrara en él restos de naufragios, como el de los galeones de
Vigo. Una de las estrofas de la canción que cantaba el hombre del cartel decía:

Y nosotros, como comprendemos

que en España no hay dinero ya,

nos vestimos con el traje de buzo

para ver si lo hallamos en el fondo del mar.

¡Qué optimismo! Así como el anverso del cartel de feria se dedicaba a la


representación expresionista de un crimen o de un hecho famoso, en el reverso
era frecuente dar al respetable público una lección astronómica, más o menos
apocalíptica.

En ciertos carteles solía verse como primera figura algún nigromántico, con
larga barba en punta, túnica azul y cucurucho en la cabeza. El astrónomo
barbudo solía observar, con un anteojo puesto sobre un trípode, la luna, las
estrellas o algún cometa con cola. La gente contemplaba con cierta atención y
ansia.

A pesar de lo malos que eran como pinturas estos carteles, siempre hubiera
sido interesante, para la curiosidad popular y folklórica, fotografiar y guardar
los dibujos y las relaciones que los comentaban.

De tales relaciones, la que recuerdo más completa es la aparición de la fiera


corrupia.

Varias veces estuve escuchando las narraciones horripilantes, y a veces


cínicas, de dicha fiera fantástica.

La corrupia tenía forma de dragón rojo, con siete cabezas, siete cuernos y
unos candeleros con velas en cada cabeza. Era, evidentemente, la bestia del
Apocalipsis, más o menos camuflada, que venía a la plaza pública a presentar
sus respetos a la gente.
El que había escrito el romance había leído, sin duda, algo del libro
fantástico y enigmático del Apocalipsis. Le recordaba a uno la pintura, con el
dragón rojo y los ángeles tocando la trompeta, el antiguo poema del Alexandre:

Vyeron aquella noche una muy fyera cosa,

venya por el ayre una syerpe rabiosa

dando muy fuertes gruytos la fantasma astrosa,

toda venya sangryenta vermeia como rosa.

Esta fiera corrupia, otras veces correpia, descendiente espúrea de la bestia


del Apocalipsis, tenía diversos avatares. Perdía, sin duda, en otros carteles y
romances el carácter de su origen bíblico.

Había varios romances en que la fiera presentaba otros aspectos en el cartel:


era un monstruo negro, con tres cabezas: la de en medio, de hombre, y las de los
lados, una de oso y otra de serpiente. Tenía seis manos, seis patas y seis velas
encendidas en la cabeza. Uno de los papeles que la anunciaba se titulaba:
«Nueva y curiosa relación de las horrorosas muertes, estragos y desgracias que
ejecutó una fiera silvestre el día 1 de marzo del presente año en la ciudad de
Urbén, inmediata a Tierra Santa, matando a más de ciento cincuenta personas, y
el fin que ésta tuvo».

Además, existía la fiera Maltrana, caso notable y espantoso que sucedió en la


ciudad de Alicante con un animal feroz y nunca visto. Dase cuenta de cómo,
por la Providencia divina, arrebataba todos los días tres niños de casa de sus
padres, llevándoselos a la cueva de un monte. Declárase también cómo, al cabo
de cierto tiempo, se descubrió la causa de este castigo por un niño de pecho,
que lo supo por inspiración divina.

La fiera Maltrana, a juzgar por el dibujo, era un dragón de tres cabezas y


uñas de usurero. Este animal fabuloso venía a la tierra a castigar a las familias
que no daban a sus hijos una educación cristiana.

El monstruo evolucionó con el tiempo, y en otros romances se lo llamó


Crupecia o Curpecia: «Horrorosos estragos ocasionados por la fiera Curpecia,
que apareció en Melilla en el Río de la Plata».

No sabemos qué río será éste, o si el autor del letrero confundió Melilla con
Buenos Aires.
A juzgar por el grabado que encabezaba el romance, la fiera Curpecia era un
monstruo femenino, con cuatro cuernos, alas de murciélago, dos patas y dos
garras suplementarias a cada lado. Su voracidad era terrible. El hombre del
cartel que vendía los romances, hombre, sin duda, de gran cultura histórica,
aseguraba que la fiera comía más que el animal llamado Heliogábalo.

El mismo dibujo de la fiera Curpecia sirvió para representar «el fenómeno


del Pez-Mujer», o «La maldición de una madre», y para otras narraciones
cómicas y absurdas sobre el fin del mundo.

Al lado de estas historias, donde intervenía en parte lo sobrenatural, había


otras de hechos corrientes, más o menos exagerados, fieras que mataban niños o
pastores, como el Lobo de Peñarroya o el Oso del Urbión, que se escapó rompiendo
la cadena con la que lo llevaba atado un bohemio.

Otras leyendas parecidas amenizaban las ferias de los pueblos.

Había también relaciones irónicas, en prosa y en verso, como «Los cuarenta


y nueve motivos que tiene el hombre para no casarse», «Los apuros de un
gallego al llegar a Madrid», «Las picardías de las mujeres la primera noche de
bodas», «La desesperación» y «El arrepentimiento», de don José Espronceda,
«La muerte del Guaja Chico en la plaza de toros de Albacete», «El arte de no
pagar al casero y encima ganar dinero», y otras cosas por el estilo.
III

Algo parecido a estos carteles y relaciones de feria eran los pliegos de


literatura de cordel, de los cuales tengo yo tres o cuatro carpetas, y de los que
pude tener una colección completa.

Cuando estudiaba medicina y vivía en Madrid, en la antigua casa anexa a


las Descalzas, en una esquina de la calle de Capellanes, que luego se llamó de
Mariana Pineda, había una librería de viejo de un señor, también viejo y canoso,
que era amigo mío.

Solía ir yo a la tienda a ver libros, y recalaban en ella algunos intermediarios,


medio libreros, medio traperos, que hacían sus pequeños negocios de
compraventa. Uno de ellos, con quien solía hablar, era un tipo del que no
recuerdo el nombre, a quien llamaban el tío Calendario. Yo saqué un tipo
parecido en una novela mía, titulada Las mascaradas sangrientas.

El tío Calendario era un hombre alto, corpulento, fuerte, de pelo rojo ya


cano, con ojos semiverdes, estrábicos. Hablaba de manera muy expresiva, y
sabía mucho de su oficio. Vendía libros en los cafés de noche, y supongo que
ofrecía la Llave de oro, del padre Claret, novelas pornográficas, y otras cosas por
el estilo.

En la librería de la calle de Capellanes hacía sus negocios y cambalaches de


obras de bibliófilo, consistentes en romances, vidas de santos y aleluyas con
grabados toscos.

A mí me parecía todo aquello bastante pueril, y no me interesaba. Un día, el


hombre me dijo que se marchaba al pueblo, y que lo que le quedaba no se lo
quería dar al viejo librero, porque, según decía, era un camastrón y un avaro, y
prefería dármelo a mí por cuatro cuartos.

Yo no hice caso del ofrecimiento. Pocos días después me marché de Madrid,


y, años más tarde, cuando volví, el viejo librero había traspasado la tienda y no
se sabían sus señas.

Tiempo más tarde, recordando al tío Calendario, quise ver si era posible
encontrar los romances, las vidas de santos, las novelas que él coleccionaba;
pero entonces era ya muy difícil dar con ellas, porque el género escaseaba.

Había todavía literatura de cordel, que aún se publicaba; pero de lo antiguo


se encontraba muy poco, casi nada.
Esta literatura se llamaba de cordel porque se imprimía en pliegos que se
anunciaban para venderlos doblados sobre un bramante, como se hace ahora en
algunas esquinas con los periódicos.

La literatura de cordel cultivó varios géneros: verso, teatro y prosa. El verso


abarcó romances, canciones y sainetes. Los romances eran, muchos, religiosos,
vidas de santos y héroes, relaciones históricas, legendarias; noticias de interés o
de actualidad, y observaciones humorísticas sobre usos, modas, costumbres,
etcétera.

Los pliegos eran de papel de hilo, impresos, generalmente, a dos columnas y


con una viñeta. Estos dibujos variaban mucho, según la época en que se
imprimieron.

Algunos parecían hechos en el siglo XVII, y hasta en el XVI. Las planchas


debieron de servir durante mucho tiempo, porque se comprendía que estaban
gastadas, y encabezaban romances o historias, y muchas veces el asunto no
tenía nada que ver con la viñeta de la portada.

En este género de cordel había también canciones burlescas y amorosas.

Los sainetes eran cortos, parecidos a los antiguos pasos, como los de Lope
de Rueda.

Las historias inspiradas en los libros de caballerías estaban abreviadas y


recortadas.

Había también biografías de personajes más o menos reales. Los héroes


legendarios antiguos, representados y cantados por estas hojas, eran casi
siempre Carlomagno, con sus doce Pares de Francia; Roldán, Genoveva de
Brabante, los cuatro hijos de Aymón, Roberto «el Diablo», Bernardo del Carpió
y los siete infantes de Lara.

De las novelas de caballería habían pasado a la literatura de cordel La nueva


historia de Oliveros de Castilla y Artús del Algarbe, El conde de Flandes Iderico, El
caballero Tablante de Ricamonte y otras obras.

Las viñetas representaban guerreros armados de punta en blanco, con


grandes plumeros en los yelmos y la espada en alto, y otros derribados en el
suelo, con la punta de la espada del vencedor entre los dos ojos.

Con relación a las leyendas medievales extranjeras, la mayoría de los


personajes provenían del ciclo Carlovingio. El ciclo Bretón, de los caballeros de
la Tabla Redonda, fue, sin duda, menos conocido en España, y de él no quedó
en la literatura de cordel más que la historia de Tablante de Ricamonte y la de
Joffre Donason.

Al ciclo Carolingio pertenecieron las historias de Oliveros y Artús de


Algarbe con la del Muy Noble y Esforzado Caballero Conde Partinoples, el cual
llegó a ser, según la leyenda, emperador de Constantinopla.

Cuentos fantásticos que figuraban en esas colecciones eran: La redoma


encantada del marqués de Villena, El toro blanco, El caballo de madera o El casamiento
de Clémades y Claramunda, novela francesa del siglo XIII, escrita por la reina
María, e Idórico, primer conde de Flandes, etcétera.

Había también una relación anticlerical muy famosa: La nueva historia de


Cornelia, horriblemente mutilada. Esta historia se refería a Cornelia Bororquia o
Bohorques, y fue escrita a principios del siglo XIX por Luis González Cerdá,
afrancesado y bonapartista, que fue ahorcado. De este escrito no quedaban
ejemplares.

Los franceses llaman a esta clase de literatura de cordel de colportage, de


buhonería, porque antes había buhoneros que vendían libros y papeles por los
pueblos, o recitaban lo que en ellos se explicaba.

En La vida y hechos de Estebanillo González, novela de autor desconocido, hay


un pasaje en el cual el protagonista cuenta cómo llegó a una ciudad andaluza a
tiempo de que, con un numeroso senado y un copioso auditorio, estaba sobre
una silla de sólo tres pies, con banquete, un ciego a nativitate con un cartapacio
de coplas harto mejores que las famosas del Perro del alba, por ser ejemplares de
mucha doctrina y ser él el autor, el cual, chirriando como garrucha y como un
carro, y cantando como un becerro, sacaba el pescuezo, encogía los hombros y
coreaba con el pueblo.

Las coplas empezaban de esta suerte:

Cristianos y redimidos

por Jesús, suma clemencia,

los que en vicios sois metidos

despertad bien los oídos

y examinad la conciencia.
Estebanillo, que andaba de buhonero hampón, envidió tanto la industria del
ciego, que pensó en asociarse a él y servirle de lazarillo. En efecto, las coplas se
vendían como el pan.

Al fin, pensando el pro y el contra, determinó proponer al buhonero la


compra de bastantes papeles. Llegándose a él, le dijo que como le hiciera
conveniencia el precio de las coplas, que le compraría una gran cantidad,
porque era un pobre mozo extranjero, que andaba de tierra en tierra buscando
dónde ganar un pedazo de pan. Enternecido el viejo, y de no verle, le respondió
que la imprenta le llevaba un ochavo por cada copla, además de la costa que le
tenían de traerlas desde Córdoba, y que así, para que todos pudiesen vivir, que
se las pagase a tres maravedises. Estebanillo le respondió que se había puesto
en razón y en lo que era justo.

El ciego dijo a Estebanillo que le siguiera para consumar el trato.

Acaso lo que viene a continuación, es decir, la pintura de la vida del ciego


con su mujer, vieja, sorda y horrenda, sea uno de los trozos más logrados, como
diría un crítico de arte, de una novela picaresca.

Se hizo la venta, y Estebanillo se llevó dos paquetes de coplas, «de cincuenta


pares cada uno», de la última producción del poeta de plazuela, pagando por
ellos doce maravedises por los dos.

Estebanillo, aquella noche, fue a dormir al hospital de pobres, y a la mañana


siguiente salió para Aguilar, donde estuvo varios días, y pasó luego a Cabra y
Lucena. Vendía las «agujas» a las mozas. Yo no sé lo que son las agujas en
literatura. Supongo que serán composiciones satíricas. Cantaba las coplas a las
viejas; pero, aunque se las alababan mucho, apenas compraban una. Así que
pronto dio fin a su caudal. No tuvo la suerte del autor de las coplas.

¡Cuántos ciegos de éstos salen en las obras clásicas de la literatura castellana!

Hay ciegos rezadores, ciegos copleros, ciegos ensalmadores, desde los que
sirvieron de modelo al Lazarillo de Tormes hasta los que sacaron a flote
novelistas más modernos.

En general, este tipo de pobre aventurero y vagabundo, que iba de pueblo


en pueblo y de feria en feria, tenía mala fama. Se le consideraba falso,
engañador, ladrón, capaz de hacer mil trastadas.

Hay una obra española, titulada El azote de tunantes, holgazanes y vagabundos.


Yo tengo este librito en una edición impresa en Madrid por Mateo Repullés, en
1803.
En la obra se señalan y caracterizan toda esa clase de mendigos por sus
actividades especiales. Los llama el autor con diversos nombres: biantes, falsos,
frailes o frailes fingidos, abordones o falsos peregrinos, acaptivos, afarfantes,
acapones, lagrimantes, aturdidos, acayentes, cañabaldos, tembladores,
admirantes o milagreros, aconios que llevan imágenes, atarantados que se
fingen picados por la tarántula, mendrugueros que piden mendrugos de pan,
crujientes que tiritan, clerizontes que fingen ser curas rebautizados, palpadores,
harineros, lampareros que piden aceite para las lámparas de las iglesias,
reliquieros, paulianos, colisarios, lavanderas, croceantes o vendedores de
azafrán, compradoreros, familiosos, pobres vergonzantes, morganeros,
testadores, atrasados, hormiguetes o soldados fingidos, ensalmadores y
claveros o vendedores de amuletos.

Según el autor del Azote de tunantes, el lema de todos estos picaros se


expresa así:

Con arte y con engaño

se vive medio año;

con ingenio y con arte

se vive la otra parte.

Ya en el Turiana, de Timoneda, hay un pasillo: «Entremés de un ciego, de un


mozo y de un pobre», muy gracioso, en el que aparece el típico ciego rezador,
que, por encargo, pronuncia oraciones especiales.

También en la farsa de El molinero, de Diego Sánchez de Badajoz, sale otro


farsante con su lazarillo.

Lope de Vega, en el primer acto de Los peligros de la astucia, hace que un


criado de cierto noble sevillano, llamado Martín, salga disfrazado de ciego, y
diga:

¿Hay quien me mande rezar

la oración del Justo Juez,

de los mártires de Fez,

san Telmo para el mar,

de la vista de Lucía,
de la Magdalena el llanto,

y del Espíritu Santo

hoy, en su bendito día?

Un ciego fingido, muy bien caracterizado, dice lo siguiente, en la jornada


segunda de Pedro de Urdemalas:

Soy poeta de obra gruesa,

hago en verso lo que rezo,

canto y alargo el pescuezo

sobre la más alta mesa.

Imprimo coplas de cuentos

del diablo y mil mentiras,

dando al mundo como miras

con aqueste fingimiento.

Lope de Vega, que no podía reprochar a nadie la tendencia a la ficción,


satiriza la literatura de obra gruesa con un criterio que no es exclusivamente
artístico. Esto se advierte en la crítica que hay en el acto primero de La octava
maravilla.

En el capítulo X de la Vida del gran tacaño, de Quevedo, sale un clérigo


ignorante y malísimo poeta, que compone versos para ciegos y pasillos para el
día del Corpus y otras fiestas, sobre el cual el autor carga una serie de ironías.

Herederos de los picaros del siglo XVII son los que saca Juan Ignacio
González del Castillo en la Casa de vecindad. Uno de ellos mezcla coplas y
oraciones y anuncia entre lo que vende:

La cueva de san Patricio,

el Trisagio, la Gaceta,

la Ordenanza Currutaca

y otras cuantas frioleras.


La literatura de cordel ha seguido publicándose en España desde el siglo
XVII, en distintos pueblos. Había pasillos andaluces editados en Córdoba y en
Carmona, por Hidalgo y Compañía, en 1838; otros, en Madrid, en la calle del
Oso, y en la de Juanelo. El famoso Payo de la carta, El nuevo pasillo, El diálogo
entre el emperador de Marruecos y Muley Abbas, el primero vestido con manto y
corona de rey de baraja, y el segundo apoyado en una decorativa arpa.

Últimamente, estos pliegos los publicaba la Casa Hernando, de Madrid. Se


vendían aún novenas, vidas de santos, historias de apariciones milagrosas,
jaculatorias a la Virgen, etcétera. También había viñetas bárbaras del Cristo del
perdón, con unas largas enagüillas y una serie de exvotos alrededor, manos y
piernas cortadas y, a veces, en el suelo, una persona metida en un ataúd, que se
levantaba, o un cojo que soltaba sus muletas. También se vendían La desgraciada
Jacinta, que se maldijo a sí misma; Cómo Dios castigó a un labrador; El alarbe de
Marsella, que, por haber dado muerte a su padre, permitió la divina Providencia
que se viera:

Todo cubierto de pelo,

con los dos pies de caballo,

las manos de león fiero,

la cabeza de dragón,

las orejas de jumento.

Alarbe es el hombre tosco y brutal.

En algunos papeles de éstos hay versos bonitos; otros, no; son monótonos,
porque las fórmulas y muletillas se repiten con frecuencia. Así, por ejemplo, los
gozos de Nuestra Señora del Buen Aire:

Oh Divina Emperadora,

más que rosa en hermosura;

hacednos merced, Señora,

Virgen del Buen Aire pura;

recuerdan los loores a la Virgen del Arcipreste de Hita.


De los versos de las novenas, los que recuerdo con más fruición son los de
san Antonio de Padua, traducidos del latín, y la canción de Los pajaritos, en
donde se describe al padre del santo:

Su padre era un caballero

cristiano, honrado y prudente,

que mantenía su casa con

el sudor de su frente;

luego se habla del huerto que tenía y de los pájaros, a quienes, después de
haberlos encerrado, se los manda salir como para pasarles revista:

Salga el cuco y el milano,

burlapastor y andarríos,

canarios y ruiseñores,

tordos, garrafón y mirlos.

Salgan verderones,

y las cardelinas,

y las cogujadas,

y las golondrinas.

En Valencia, cuando yo era joven, se cantaba y se vendía por los ciegos una
oración que empezaba así:

Cuando el ángel san Gabriel

vino a darnos la embajada

que María electa es,

al punto quedó turbada.

María le dice: «Esclava soy yo

del Eterno Padre,


que a mí os envió».

En un libro francés sobre literatura popular se cita esta relación española de


la novena de santa Polinia, como muestra de extravagancia. A mí me parece
muy bien:

A la puerta del cielo

Polonia estaba,

y la Virgen María

allí pasaba.

—Diz, Polonia, ¿qué haces?

¿Duermes o velas?

—Señora mía, ni duermo ni velo,

que de un dolor de muelas

me estoy muriendo.

—Por la estrella de Venus

y el Sol poniente.

Por el Santo Sacramento

que llevé en el vientre,

que no te duela más ni muela ni diente.

Además de estos loores, gozos y novenas, se publicaron en pliegos de cordel


resúmenes de novelas y dramas célebres: El judío errante, Los viajes de Gulliver,
La historia de doña Blanca de Navarra, la del Gran Capitán, la de María Estuardo,
la de Ana Bolena, la del general Prim, y, después, biografías de bandidos: José
María «el Tempranillo», Diego Corrientes, Jaime «el Barbudo», Miguelito
Caparrota, Los siete Niños de Ecija, El guapo Francisco Esteban, El Pernales, El
Vivillo y otros.
IV

A una dama inglesa, amiga mía, se le ocurrió hacer un libro sobre Madrid,
tomando para ello fotografías de los sitios más característicos, encargándome a
mí de escribir el texto.

—Pero ¡yo soy escritor ya viejo y agotado! —le dije.

—No. Usted conoce bien Madrid y lo puede hacer; tiene usted buena
memoria, y mis amigas y yo hemos salido por los rincones madrileños y hemos
tomado algunas fotografías, a las que pondremos como explicación algunas
notas suyas y dos o tres de sus Canciones del suburbio.

—Bueno, lo intentaré —dije yo—. Ya veremos lo que sale.

—Yo creo que saldrá bien. Usted tiene cierta claridad en la cabeza.

—No sé. Hace algún tiempo que mandaron un artículo de una revista
norteamericana en donde me llamaban puzzling basque, que yo creo quiere decir
enmarañado o complicado vasco.

—Puede ser que desde allí parezca usted confuso y desde aquí parezca
claro.

—¿Usted no querrá hacer un libro histórico y arqueológico, en donde se


hable de los Austrias y de la ejecución de don Rodrigo Calderón en la plaza
Mayor? —le pregunté yo.

—No. Yo quisiera recoger lo pintoresco actual y que usted contara algo de lo


que ha visto de joven y lo que ha oído contar a personas de la segunda mitad
del siglo XIX. Yo quisiera una pequeña relación anecdótica de la vida de
Madrid, con sus canciones, sus dichos y, principalmente, su carácter.

—No sé cómo saldrá —respondí yo—. Mi memoria va fallando, y algunas


impresiones de la juventud todavía las recuerdo bien; pero las recientes, a pesar
de haber sido de más importancia, no me han dejado tanta huella. Madrid ha
variado en estos sesenta años, material y espiritualmente. Otras capitales, que
parecen más revueltas, fueron más conservadoras, empezando por París. En
París se han derribado barrios viejos, de calles estrechas; pero todo lo que tenía
algún pequeño carácter lo han conservado.

—Por eso —dijo mi amiga inglesa— hay que recordar un poco lo que tenga
cierta originalidad.
Como la señora inglesa y sus amigas no creo que persistan en su empeño,
voy a publicar lo que he escrito sobre Madrid, sin que ello sea obstáculo para
que lo amplíe y lo lance a la imprenta más tarde, si vale la pena, con sus
ilustraciones correspondientes.
V

Madrid es un pueblo extraño, al que nosotros estamos acostumbrados;


pueblo de contrastes, a más de seiscientos metros sobre el nivel del mar, situado
en una planicie alta, más bien árida que fértil. No hay otra capital europea que
esté colocada a esa altura.

El aire de Madrid mata a un hombre y no apaga un candil. El contraste más


grande de Madrid está en su geografía: a lo lejos, el Guadarrama, grave,
ceñudo, noble; cerca, y sobre todo al sur, la pobretería, la miseria y la tierra
árida.

Madrid, hace más de cien años, debía de ser un pueblo armónico, no una
gran ciudad de industria y comercio, sino una ciudad pintoresca, con su centro
en la Puerta del Sol, sus paseos del Prado y la Castellana; su jardín, el Retiro, y
su vida ligera y amable.

Modernamente, Madrid se ha desquiciado, y los que vengan más tarde


verán el carácter que vaya tomando, que nosotros hoy no podemos suponer con
exactitud.

Madrid ha variado. Inmovilidad y tradición en las ideas, cambio y


modificación en las cosas. A mí me parece que lo contrario sería mejor.
Movilidad y cambio en las ideas y tradición en las cosas.

Yo soy un tipo más del siglo XIX que del siglo XX, porque toda la época de
formación mía ha transcurrido en la centuria pasada, en ese siglo al cual un
escritor francés aparatoso ha llamado el estúpido siglo XIX.

Bien. En la literatura, todo el mundo tiene el derecho de decir lo que le dé la


gana; pero es difícil convencernos que desde Napoleón a Bismarck, desde Kant
a Nietzsche, desde Lord Byron y Edgar Poe a Verlaine, desde Laplace a Pasteur,
desde Goya a Degas, desde Dickens a Dostoyevski y desde Beethoven a
Wagner, no hayan sido más que unos pobres insignificantes, y que, en cambio,
Hitler, Mussolini, Edgar Wallace y Pierre Benoit hayan sido grandes hombres.
VI

Al final del siglo XIX me empapé yo de la vida callejera de Madrid, y luego


también de la de París, en donde pasé una larga temporada. Casi toda la vida
mía ha transcurrido en Madrid, excepto algunos pocos años que estuve en el
País Vasco y otros en el extranjero.

Vine por primera vez a Madrid el año 1879. Mi padre estaba empleado como
ingeniero de minas en el Instituto Geográfico y Estadístico.

La vida en este tiempo creo que era más miserable que ahora, pues, aunque
todo fuera muy barato, los sueldos eran pequeñísimos. Yo no recuerdo bien,
pero creo que un ingeniero jefe, que constituía la aristocracia burocrática, tenía
cuatro mil pesetas al año. Yo, de médico de pueblo, ganaba mil doscientas
pesetas anuales, ciento al mes.

La burguesía en mi tiempo, como clase, no creo que tuviera mucho interés


novelesco. En esta cuestión, yo no estaba muy de acuerdo con Galdós.

La gente pobre de la calle me parecía de más interés y más pintoresca que


los burócratas y los tenderos. Quizás esta idea me hizo aficionado a recorrer los
suburbios.

Las afueras de Madrid constituyen una serie de paisajes de los más


sugestivos de España. La zona del norte y oeste, con su muralla del
Guadarrama, es noble y majestuosa. La parte este y sur es el páramo castellano,
con sus cerros monótonos en el horizonte y el cielo ardoroso y desolado.

El panorama de las Vistillas, el del paseo de Rosales, el de los altos de la


Moncloa, con la Sierra enfrente, es magnífico; el que se divisa desde el Retiro
hacia el sur y el este, por la parte que da hacia Atocha y hacia Vicálvaro y
Vallecas, es miserable.

Al Manzanares le pasa como al paisaje madrileño. Hacia el norte, hacia los


alrededores del puente de los Franceses, es un riachuelo de jardín para un tapiz
de Goya; en cambio, al sur, pasando el puente de la Princesa, es feo, trágico,
siniestro, maloliente, como una alcantarilla negra que arrastra detritos de fetos y
de gatos muertos.

Lo que ha contribuido mucho a cambiar el espíritu de ciudad de Madrid ha


sido la Gran Vía. La avenida grande se ha llevado algo de lo más vivo y de lo
más pintoresco del pueblo, principalmente desde un punto de vista de
costumbrismo y de hábitos. Las callejuelas del centro de la capital eran terribles,
sórdidas, estrechas, oscuras, pero muy pintorescas. ¡Qué barrio el formado por
las calles de Mesonero Romanos, llamada antes del Olivo; por las de
Jacometrezo, Tudescos, Homo de la Mata, Silva, la Abada, los alrededores del
comienzo de la calle Ancha de San Bernardo, con el callejón del Perro, el de
Peralta, el de la Justa, etcétera!

Era el rincón de Madrid, el pólipo ciudadano, donde había más prostíbulos,


más tabernas, cafetuchos, casas de citas, talleres de peinadoras, con sus balcones
adornados con cabezas de cartón, que tenían ojos de cristal y pelo de mujer;
tiendas oscuras, en las que no se sabía lo que se vendía; peluquerías con globos
de cristal en el escaparate, llenos de sanguijuelas; consultas de enfermedades
secretas. También había por aquellos andurriales muchas librerías de viejo.

La calle de Tudescos, ya medio renovada, era clásica de pobretería


matritense; todavía quedan dos o tres casas amarillentas, con sus buhardillas y
sus balcones con flores. El callejón de Tudescos, que aún existe en parte, era
muy característico. Hoy está cerrado y no tiene salida.

En algún libro mío he hablado yo de una imprenta que había hace años en
un patio con losas entre la calle de Tudescos y la del Horno de la Mata, al que se
llegaba por un corredor embaldosado, por el cual corría una alcantarilla fétida
al descubierto.

En medio del patio había un pozo de piedra con un arco de hierro


ornamentado y su polea para subir y bajar el cubo.

De este patio, que tenía su entrada más aparente por Tudescos, se salía por
varios corredores oscuros al Homo de la Mata.

No sé cuál de estas calles tortuosas y siniestras del centro madrileño se


hubiera llevado la palma en estrechez, en sordidez y en negrura. ¡Qué portales
oscuros, con un farol mísero de aceite! ¡Qué corredores, en los que nunca
entraba la luz del sol! ¡Qué escaleras mugrientas! ¡Qué casas de huéspedes!

Casi todas las calles estas han desaparecido al abrirse la Gran Vía, y lo poco
que queda de ellas está transformado y tan descamado, que no recuerda nada
su antiguo aspecto.

La Puerta del Sol era el foro de la ciudad. En la Puerta del Sol hervía la
multitud de día y de noche; se comentaban las noticias, se conspiraba, se citaba
la gente, se hacían negocios, se preparaban manifestaciones, se vendían
periódicos, décimos de lotería, se daban citas amorosas, etcétera.

La Gran Vía acabó con la actividad de la Puerta del Sol, que hoy, para las
once de la noche, está desierta.
VII

La Puerta del Sol, todavía al final del siglo XIX, era el foco de Madrid. El
foco y el foro. No estaba nunca vacía. Siempre se veía gente en ella, y toda clase
de vendedores ambulantes y toda clase de grupos.

Había ladronzuelos, descuideros, estafadores de oficio, políticos de


callejuela, vendedores de alhajas falsas, de perros, de libros, de hojas políticas,
músicos ambulantes, gentes que no hacían nada, que leían los bandos pegados
en la pared, cesantes, vendedores de juguetes, de lapiceros, de gomas para los
paraguas…

Un amigo de mi padre tuvo la fantasía de querer ver alguna vez la Puerta


del Sol durante un momento vacía, en un día de invierno, sin ninguna persona
y sin ningún coche. No lo pudo conseguir.

Próximamente, en invierno, cuando iba a amanecer, había un momento en el


que sólo se veía algún grupo de personas, y cuando ya parecía que la plaza iba
a quedarse desierta del todo, aparecían gentes de esta o de la otra bocacalle, y
empezaba de nuevo a llenarse de público.

Roger y Beauvoir escribió un libro de impresiones sobre España con el título


de La Puerta del Sol, fantástico, como todo lo que hizo este escritor, que se dedicó
a la vida disipada.

La Puerta del Sol era el foco popular, donde se discutía de política y se


comentaban los acontecimientos. Se formaban grupos de vagos, cesantes y
vendedores de baratijas; los tullidos ofrecían cerillas sentados en un carrito
como una caja, que empujaban con dos palos en el suelo; las floristas ofrecían
sus claveles o sus nardos, y otras vendedoras, números de la lotería.

En el medio, la fuente echaba un gran surtidor a la altura de los tejados de


las casas.

Todo el aire estaba lleno por los gritos de los vendedores de periódicos, de
los que ofrecían hojas impresas con Los apuros de un gallego al llegar a Madrid y
los Cuarenta y cinco motivos que tiene el hombre para no casarse, El arrepentimiento y
La desesperación, de don José Espronceda; el Calendario Zaragozano, de don
Mariano Castillo y Osciero, con todas las calles, plazas y plazuelas que tiene
Madrid, y otras obras igualmente trascendentales.

En la acera de Gobernación se vendían El ratón y el gato, Don Jenaro


saludando, Don Nicanor tocando el tambor, Toribio saca la lengua, La ratona
que anda sola, El gallo que muere hincando el pico, El rápido de Arganda, que
pita más que anda… y otras obras clásicas.

La Puerta del Sol fue siempre un lugar alborotado, y los que sabían un
poquillo de historia recordaban que en ella había estado el Café de Lorencini,
uno de los primeros centros revolucionarios españoles; que allí, delante de la
puerta del Ministerio de la Gobernación, habían matado al general Canterac en
época de revuelos y algaradas, y que, muy cerca, había estado la célebre
Fontana de Oro, el club más popular del tiempo de las reuniones que llamaban
patrióticas.

Algunos cafés de la Puerta del Sol y Fornos quedaban abiertos durante toda
la noche; las buñolerías, también; muchas tiendas del centro se cerraban muy
tarde. Esto daba al pueblo un aire de turbulencia y de misterio y de alegría.
Mucha de la gente rica y de clase media era noctámbula. Algunos cafés tenían
su especialidad. La decoración por dentro era muy característica. En casi todos
ellos había grandes espejos con marcos dorados, mesas con el tablero de
mármol y largos divanes de terciopelo rojo.

La casa que hace el chaflán entre la calle Mayor y la Puerta del Sol era
entonces un caserón de los condes de Oñate. Al portal de esta casa llevaron,
según la tradición, el cadáver de Villamediana, el poeta muerto cerca de dicho
palacio, según la voz popular, por instigación del rey. En la décima que le
dedicó Lope de Vega dijo:

Dicen que le mató el Cid por ser el conde «lozano».

¡Disparate soberano!

La verdad del caso ha sido que el matador fue Bellido, y el impulso,


«soberano».

En esa época de la muerte del conde la calle Mayor era, con la Puerta del Sol,
el centro de Madrid, donde estaban los palacios de la gente más encopetada.

En la Puerta del Sol, delante del escaparate de la librería de San Martín, que
se hallaba en el mismo sitio que ahora, mataron a Canalejas el año 1912. La
gente comentó el atentado. El autor del crimen fue un tal Pardina, que se
suicidó después. El motivo del atentado no creo que se puso en claro.

VIII

Las calles entre la Puerta del Sol y la plaza Mayor estaban llenas de tiendas
muy frecuentadas. Allí se concentraba el comercio principal de lienzos y de
mercería. La calle de Esparteros y la de Postas todavía tenían algo del antiguo
carácter del barrio.

La plaza Mayor, con su estatua de Felipe III, y la plaza de Oriente, con la de


Felipe IV, son dos plazas hermosas y decorativas.

La estatua ecuestre de la plaza Mayor, modelada por Juan de Bolonia sobre


un dibujo de Pantoja de la Cruz; la de la plaza de Oriente, escorzada, según
dicen, por Velázquez, y modelada por el florentino Pedro Tacca, son de las
estatuas ecuestres mejores que se ven en las plazas de las ciudades de Europa.

Se contemplan estas dos estatuas y no se les encuentra un punto de vista que


sea raro o vulgar. Se ve que en cuestión de monumentos públicos no hay
romanticismo que valga. No hay más que lo clásico, el Renacimiento y el arte
barroco; lo demás no acierta. En Italia se ve aún esto con más claridad; allí
donde hay tantas estatuas magníficas, las estatuas modernas son grotescas. No
basta el talento para hacer un monumento público, ni aun el genio. Rodin era
un escultor genial, y, sin embargo, su Balzac da una impresión de
monstruosidad casi desagradable.

Indudablemente, ha pasado la época de las estatuas, como ha pasado la


época de los poemas épicos.

Yo no recuerdo ninguna estatua moderna de Madrid que me parezca bien. Si


hay alguna de contemporáneos que consiguen tener un punto de vista bueno,
ya es bastante; de ahí no pasan.

Con la arquitectura sucede algo parecido. La arquitectura tiene formas que


no hay manera de variar. Naturalmente, se puede hacer un edificio no
pensando en el efecto que causa desde fuera, sino en su función interna. Esto
quizá con el tiempo dé un resultado de armonía; pero ahora no lo da.

El Palacio Real, con su color blanco, respaldando la estatua de Felipe IV, con
los árboles alrededor y la colección de reyes viejos dándole guardia, es uno de
los espectáculos agradables y suntuosos.

En la calle de Ciudad Rodrigo, contigua a la plaza Mayor, había hace años


muchos comercios de oro y plata. En uno de ellos vendió un asesino de París,
con nombre español, Prado, que se hacía llamar conde de Linska, las alhajas de
una mujer a quien mató.

En una de estas calles próximas a la plaza Mayor vivió el cura Merino,


regicida riojano de un temple terrible, que quiso matar a la reina Isabel II
dándole una puñalada en un costado. Esto ocurrió en febrero de 1852.
Don Martín Merino era un tipo raro, impasible, de gran sangre fría. La
Ilustración Francesa publicó su retrato. Parecía un hombre de cara correcta y
noble, con el pelo blanco. El arma apareció también reproducida en La
Ilustración, debajo del retrato. Era un puñal empavonado bastante largo y con la
hoja grabada.

Merino era un regicida de teatro clásico; fanático, sin nervios. Era, según
dijeron, lector de los autores romanos, de Tácito, Suetonio y Juvenal, y él mismo
tenía aire de romano antiguo; podría haber sido un cómplice de Bruto o de
Casio.

Merino parece que fue agarrotado hacia la puerta de Fuencarral, y su


cadáver despedazado y luego quemado en el antiguo quemadero de los
cuerpos de los criminales, que estuvo en otro tiempo cerca de la actual glorieta
de San Bernardo.

Muchas historias se podrían contar de la plaza Mayor; pero yo me refiero


principalmente a hechos próximos a mí, vistos o contados de viva voz.
IX

El año 1886 fuimos mi familia y yo a vivir a la calle de la Independencia, una


calle pequeña que sale de la plaza de Isabel II, al lado del Teatro Real. Entonces
yo comenzaba el último año del bachillerato en el Instituto de San Isidro. Me
gustaba husmear, vagabundear por las calles próximas a mi casa, las calles del
Espejo, Amnistía, Unión, la de Santa Clara, donde se suicidó Larra, la calle de la
Escalinata y la del Bonetillo. Algo más lejos estaba el barrio de Santa María,
donde se hallaba el antiguo cuartel de Alabarderos, y sus calles próximas, como
la del Rebeque, de los Autores, la de Requena y la del Viento. Esta última,
colocada en un alto desmontado, tenía entonces dos o tres casas como al borde
de un precipicio y parecían a punto de caerse al abismo próximo.

Por la parte baja del barrio se llegaba a la calle de la Almudena, donde


estuvo antiguamente el palacio de la princesa de Éboli, cerca del cual mataron a
Escobedo, palacio que por entonces estaba ocupado por la redacción e imprenta
del periódico El Liberal. Casi todos estos callejones tenían un aire arcaico, con
casas antiguas, muchas siempre cerradas, de aspecto misterioso.

Bajaba yo por la calle Mayor hacia la cuesta de la Vega, a la izquierda de la


Capitanía General, enfrente de la casa desde cuyo cuarto piso arrojó años
después el anarquista Morral la bomba cuando pasaban los reyes Alfonso XIII y
Victoria Eugenia al volver de su boda en los Jerónimos.

La iglesia de Santa María está en la calle del Estudio de la Villa, que termina
en la plaza de la Cruz Verde, que no es más que un ensanchamiento de la calle
de Segovia. En esta plaza hay una fuente antigua.

La calle del Estudio de la Villa es una callejuela simpática. En ella nació, en


el número 10, don Eugenio de Aviraneta. Murió en otra también clásica, en la
calle del Barco. Aviraneta padre, que era abogado, había defendido antes que su
hijo naciera un pleito a favor de las monjas del Sacramento, y éstas, como pago
de sus honorarios, le cedieron para habitarla una casa próxima al convento,
contigua a él. El tipo de este barrio ha debido de cambiar muy poco con los
años.

A la entrada de la calle estuvo la Academia de Humanidades, que regentó


Juan López de Hoyos, cuando asistió a sus aulas Cervantes. Esa vieja Academia
dio nombre a la calle. La casa donde nació Aviraneta se derribó no hace mucho;
se conocía con el nombre de casa de las monjas del Sacramento, y era un edificio
grande, de tres pisos, con vuelta al Pretil de los Consejos. En el piso bajo hubo
establecida algún tiempo una casa editorial de novelas por entregas.
Esa casa y otras varias, unidas al convento de las monjas, componían una
sola manzana, que limitaban las calles de la Villa, del Sacramento, del Pretil de
los Consejos, del Rollo y la ya mencionada plaza de la Cruz Verde.

Este barrio, donde nació Aviraneta, sintetizaba la vida de la antigua corte;


era el barrio más castizo de Madrid, el más antiguo, el más típico y pintoresco
de la villa del Oso y del Madroño.

La Inquisición tenía su hogar en la plaza Mayor y en la de la Cruz Verde; en


la primera, el sitio de los autos de fe en gran escala, y en la segunda, de los
autillos. Estos autillos debieron de ser célebres en otra época, y como recuerdo
quedó durante algún tiempo en la plaza de la Cruz Verde, al decir de la gente,
una cruz de madera pintada de este color. La monarquía tenía en ese barrio el
Palacio Real, y la aristocracia, el enorme caserón de Osuna.

También conocía yo muy bien el barrio de las Descalzas; la plaza tenía hace
años una fuente, en donde tomaban agua los clásicos aguadores de Madrid; las
calles que rodeaban la plaza eran la de Preciados, la del Arenal, la del Olivo,
hoy Mesonero Romanos, y la de Capellanes. Las dos últimas estaban llenas de
prostíbulos.

La plaza tenía el monasterio del mismo nombre, que al parecer es del tiempo
de Carlos V, y una puerta muy bella, con un arco y dos columnas.
X

Yo iba todas las mañanas al Instituto de San Isidro, en la calle de Toledo,


antiguo Colegio de los Jesuítas. El Instituto de San Isidro, como centro de
barrios bajos, tenía muchos chicos de gente pobre de los alrededores.

Una mañana, en los corredores del instituto, un condiscípulo propuso hacer


novillos y marchar a ver la ejecución de los reos de la Guindalera.

Fuimos unos cuantos. Los reos eran dos hombres y una mujer, que entre los
tres habían asesinado al marido de esta última.

Llegamos tarde a la ejecución. Tres siluetas negras de agarrotados se


destacaban en la luz clara de la mañana, sobre un tablado puesto al ras de la
tapia exterior de la cárcel Modelo. La mujer estaba en medio; la habían matado
la última, al decir de la gente, por ser la más culpable. El espectáculo era trágico,
siniestro y brutal.

Para ir de casa al Instituto de San Isidro salía por la calle del Espejo a la de
Milaneses, cruzaba la calle Mayor y, por un costado de la plaza de San Miguel,
aparecía en la plaza del Conde de Miranda. Allí estaba la Escuela de Guerra, y
en ésta, años después, el capitán Sánchez mató al señor Jalón, lo partió en trozos
y metió sus restos en la pared. No se puede decir que lo enterró, porque más
bien lo emparedó.

La antigua Escuela de Guerra, sitio donde creo que está ahora el cine de San
Miguel, formaba un callejón muy estrecho, con un arco que comunicaba con un
edificio de al lado. Pasando por debajo de este arco se llegaba a la plaza del
Conde de Miranda, a la izquierda de la calle de la Pasa, y luego a la plazuela del
Conde de Barajas, y por Puerta Cerrada se entraba en la calle de Toledo, ya a la
vista del instituto.

Otras veces, por un ángulo de la plaza Mayor, por la escalerilla de piedra del
Púlpito, bajaba a la calle de Cuchilleros.

En un solar de esta calle había por entonces una barraca, en la que se exhibía
la joven Thauma, que, según el cartel anunciador, no tenía ni brazos ni piernas.
Era una mujer que aparecía en medio de un artefacto de espejos, que
disimulaban su cuerpo desde el vientre para abajo. No era nada extraordinario
el espectáculo, porque se comprendía enseguida la trampa.

Al principio de la calle de Cuchilleros, a la izquierda, estaba el Bodegón del


Infierno, donde se decía que la gente mísera comía un cocido y dormía durante
la noche tirada en el suelo, apoyados los hombres todos con los brazos en una
cuerda.

Por la mañana el bodegonero soltaba la cuerda, y los que estaban apoyados


en ella caían de bruces, se despertaban y se disponían a echarse a la calle.

El nombre de Infierno que tenía el bodegón estaba adscrito a la plaza Mayor,


porque había en ella y hay un túnel oscuro, que tiene el título de callejón del
Infierno, y del cual hacía tiempo se escribió esta cuarteta:

Había anuncios raros, como uno de un portal de la calle de las Veras, escrito
en un pedazo de cartón, que decía: «Se venden galápagos y otros animales
domésticos».

Cómo estarán de perdidas

las costumbres de este pueblo,

que han tenido que ensanchar

el callejón del Infierno.


XI

Algunos días que hacíamos los del instituto novillos, íbamos los compañeros
hasta el Rastro.

Entonces, para llegar allí, al final de la calle de los Estudios, en lo que se


llamó Cabecera del Rastro y ahora está la estatua del héroe de Cascorro, había
una manzana de casas viejas y decrépitas, que interceptaban el paso a la Ribera
de Curtidores y que llamaban el «tapón del Rastro».

Por la derecha se abría el callejón del Cuervo. El callejón del Cuervo era
oscuro, estaba lleno de prenderías negras, que tenían en su interior colgados,
alrededor de las paredes, chaquetas y pantalones usados, sombreros viejos y
grasientos, trajes de campesino, capas pardas, galeones y maniquíes de mujer,
de cartón, con las caras pintadas y los ojos de vidrio, con pelo largo natural,
maniquíes que habían servido de anuncios en los escaparates o en los salones
de peluquerías de las peinadoras.

Entrar por estos callejones en el Rastro para un estudiante, vestido de niño


pera, con bombín y traje nuevo, era algo temerario. Estaba uno expuesto a que
le tirasen algún tomate podrido a la cabeza.

El Rastro era entonces un lugar muy curioso, de aire casi medieval. Allí se
vendía todo lo imaginable: ropas usadas, cuadros, dentaduras postizas, libros,
medicinas, castañas, ruedas de coche, bragueros, zapatos. Allí se encontraban
tipos de toda España y de fuera de ella: moros, judíos, negros, charlatanes
ambulantes, domesticadores de ratas y de pajaritos sabios, etcétera, etcétera.

Había también jugadores fuleros de las tres cartas y pequeños estafadores y


timadores.

En los grandes patios de las Américas se vendían muebles y hierros viejos,


puertas y ventanas. Algunos puestos tenían delante una terracita con unas
cuantas plantas verdes, como un pequeño jardín; unos se cerraban con puertas
nuevas y otros con empalizadas viejas y trozos de saco. No tenía el Rastro ese
aire de tienda de antigüedades que le han dado ahora, después de la guerra, ni
iba allí la gente elegante, sino chamarileros, algún que otro aficionado a
encontrar cosas viejas o gente de pueblo que adquiría ropas usadas.
XII

La calle de Toledo ha perdido todo su carácter. Esta calle estaba llena de


tiendas, donde se vendían alforjas y cosas de esparto; había también tiendas de
mantas y enjalmas para las caballerías; posadas, tabernas, figones y comercios
varios. Toda la calle tenía un aire rural y provincial a propósito para los que
venían a comprar a Madrid de los pueblos de los alrededores.

La acera de la izquierda bajando de la plaza Mayor estaba toda ella llena de


puestos ambulantes… A lo largo de la pared del instituto, hacia la iglesia de San
Isidro, se ponían varias vendedoras, que ofrecían trenzas de pelo de mujer de
todos los colores, telas, ropas, palillos, garras, cacahuetes, mojama, etcétera,
etcétera. En la otra acera, algo más abajo, aparecía la portada gótica del antiguo
Hospital de la Latina, también rodeado de puestos de toda clase de pequeño
comercio.

Por esta época fui yo con un sacristán de la iglesia de San Sebastián, que
cursaba el último año del bachillerato conmigo, al entierro del novelista popular
don Manuel Fernández y González al cementerio de San Isidro.

Mi padre tenía amigos escritores y solía ir al café Suizo a reunirse con ellos.
Un domingo que me llevó mi padre con él vi a Fernández y González y fuimos
en su compañía hasta la Puerta del Sol.

Aquel día del entierro de Fernández y González creo que fue el primero en
que me asomé a las afueras de Madrid, vi el Manzanares y el puente de Toledo.

Anduve también de chico por el Campo del Moro, que entonces no estaba
cerrado al público. Se podía entrar libremente allí, sin que nadie le preguntara a
uno nada, de día y de noche. Ello hacía que fuera asilo de maleantes y de golfos.
Esa primera vez que entré fue a coger un poco de tierra en un saquito para
poner en un tiesto pequeño una semilla rara que alguien me había dado.

Otras veces los chicos del instituto nos quedábamos en las Vistillas, que
tenían por un lado el caserón palaciego del duque de Osuna; luego este palacio
lo derribaron y en su emplazamiento se construyó el actual seminario.

Desde aquellas alturas, a cuyos pies pasaba la ronda de Segovia, se veía el


campo amarillento que se extendía hasta Getafe y Villaverde, los cementerios y
una ermita con sus tapias grises y sus cipreses negros. El cauce relativamente
ancho del Manzanares, de color de ocre, aparecía surcado por algún que otro
hilillo de agua negra. El Guadarrama destacaba de un modo vago la línea noble
de sus alturas en el aire empañado.
Los árboles del Campo del Moro aparecían rojizos, esqueléticos en invierno,
entre el follaje de los de hoja perenne; humaredas negruzcas salían rasando la
tierra para ser pronto barridas por el viento. Al paso de las nubes la llanura
cambiaba de color; era sucesivamente morada, plomiza, amarilla, de cobre; la
carretera de Extremadura trazaba una línea quebrada, con sus dos filas de casas
grises y pobres. Era severo y triste aquel paisaje de los alrededores madrileños,
con su hosquedad torva y fría, mirando desde la altura de las Vistillas.

En el libro mío Canciones del suburbio hay un romance descriptivo sobre las
Vistillas, que comienza así:

El alto de las Vistillas,

un día claro de junio,

es un sitio de Madrid

como no se encuentran muchos.

Luego sigue diciendo:

El alto de las Vistillas tiene sus días de lujo,

en que se colocan puestos

con sus opulentos frutos

de sandías y melones,

avellanas e higos chumbos

para pobretes menguados

y gente de alto coturno.

Suele haber, además de éstos,

algún otro puesto intruso,

algún tiro de pistola,

algún tiovivo sucio,

algún taller de fotógrafo,


cochambroso y vagabundo,

y algún columpio que cruje

por desnivelado y zurdo.

También fui una vez a la Pradera de San Isidro, pero me pareció una romería
muy aburrida. Todavía se cantaba por este tiempo esta canción petulante:

De San Isidro vengo

y he merendao.

Más de cuatro quisieran

lo que ha sobrao.

Ha sobrao jigote

y albondiguillas,

dos capones, un pavo

y tres tortillas.

Me gustaban también mucho las calles próximas a la de Segovia. Eran


callecitas estrechas, solitarias y melancólicas; la calle del Duque de Nájera, la del
Nuncio, la del Rollo, algunas con escaleras, como la del Conde; la mayoría con
unos balcones poco salientes y alguna tiendecilla con su toldo descolorido.
También me parecía muy simpática la plaza de la Morería, con un farol en la
esquina de una callejuela y algunas chicas que jugaban al corro.

La mayoría de los nombres de las calles en Madrid y en las otras capitales


españolas van tomando unos nombres vulgares y difíciles de recordar. La calle
de García Fernández, de Pérez Sánchez, de González Martínez. Eso no hay
nadie que lo recuerde, imposible. Pasa igual con esas vías que tienen como
nombre una fecha: calle del Catorce de Marzo, calle del Diecisiete de
Septiembre. La gente no sabe historia para recordar hechos pasados. La
mayoría se encuentra con una fecha de esas que no le dice nada.

Los nombres antiguos estaban mucho mejor: la calle de Carretas, la del


Desengaño, la del Pez, la de Peligros, la de la Flor, la del Sombrerete, etcétera, se
recuerdan muy bien; pero esos nombres de personajes o de fechas no los
recuerda nadie.
XIII

La calle de Alcalá, entonces y aun ahora la más ancha e importante de


Madrid, también ha variado mucho desde aquellos tiempos.

En la esquina de la calle de Sevilla, donde está el Banco de Bilbao, abría sus


puertas el café Suizo, que entonces tenía al lado del salón grande otro más
pequeño, adonde iban las pocas señoras que entonces frecuentaban los cafés.

Marchando de la Puerta del Sol hacia la Cibeles, a mano derecha, aparecía la


casa de Riera, con su jardín, que ponía una nota de verdura en la calle. De este
palacio se contaba una historia dramática.

En la próxima calle del Turco le mataron a Prim.

A Prim le mataron un anochecer de invierno —el 27 de diciembre de 1870,


me apunta un amigo que tiene más memoria que yo—. Madrid estaba cubierto
de nieve. Prim era el hombre de más talento político de España. Era lógico que
sucediera aquello. Un hombre que se creía popular, querido por el pueblo,
debía de comprender que este afecto no podía ser tan completo para no tener
cientos y miles de enemigos. Son las ilusiones que se hacen los mejores tipos de
un país.

La Cibeles, cuando yo era joven, no estaba en medio de la plaza donde ahora


está; quedaba un poco hundida en la tierra delante del Ministerio de la Guerra,
a la entrada del paseo de Recoletos. Casi enfrente, dando la vuelta a la plaza,
estaban los Jardines del Buen Retiro, que tenían su verja.

Las fuentes antiguas de Madrid son muy decorativas. La Cibeles, la de


Neptuno, y la de las Cuatro Estaciones, la del Prado, sobre todo.

El Prado antes no tenía jardinillos por tierra. Estaba enarenado. La gente


salía a tomar el fresco en verano, a sentarse en las sillas de hierro que allí había,
mientras los chiquillos jugaban y hacían gimnasia en una barra que limitaba el
paseo. La presencia de los catadores y bebedores de agua en los aguaduchos de
este paseo inspiró el asunto de una zarzuela que, debido a su música, aún
aparece de tiempo en tiempo en los carteles de los teatros.
XIV

La calle Ancha de San Bernardo es de las calles más graciosas de Madrid, y


en las callejuelas siniestras que tenía a su alrededor, barridas por la apertura de
la Gran Vía, había profusión de tiendas, tabernas y cafetuchos con letreros
pintorescos.

De estos letreros de tiendas madrileñas recuerdo algunos. En una de la calle


de Cedaceros decía: EL SOL SALE PARA TODOS. En otra de la de Relatores:
LA AURORA TRATA DE MADERAS. En otra de la de Hortaleza, que todavía
sigue: EL COLMILLO DEL ELEFANTE. En la calle del Arenal había una tienda
que se llamaba LA TORMENTARIA.

En las afueras muchos ventorros tenían en una pared de la esquina este


letrero: VINO DE BALDE…, y al volver la esquina decía PEÑAS. En una
casquería se podía leer: SE VENDEN IDIOMAS Y TALENTOS, y en otra: OI NO
SE FIA AQUÍ, MAÑANA, SÍ. Había tahona que se anunciaba con este letrero:
SE CUEZE EL PAN Y LO QUE BENGA.

Hace más de medio siglo había posadas con aire de aldea, a las cuales iban a
parar arrieros y gitanos que andaban por las ferias de los pueblos de alrededor
de Madrid. La Posada de Medina, en la calle de Toledo; la de San Blas, en la de
Atocha; la del Dragón, en la Cava Baja, y la del Peine, cerca de la calle de Postas.
De algunas casas de estos barrios se contaban historias de crímenes.

De un palacio de la calle de la Luna se hablaba del asesinato de la mujer del


general Pierrard, y en la misma calle, en otra casona, de la muerte de la infanta
Luisa Carlota, de quien se dijo la habían envenenado.

En la plaza de los Mostenses estaba el palacio del conde de Trastamara y


después del general Narváez, de donde sacaron, en 1854, al policía Francisco
Chico en unas angarillas, tendido sobre un colchón, para llevarlo a fusilar
delante de la Fuentecilla de la calle de Toledo. Este jefe de policía era hombre de
gran serenidad y de gran valor, y fue a morir con una indiferencia de espartano,
abanicándose tranquilamente.

También recuerdo por ese barrio la fuente de los Siete Caños, que estaba en
la calle Ancha.

Esta fuente la llevaron después a la plaza de España, que entonces se


llamaba de San Marcial, y de allí también la han quitado y la han trasladado a
otra parte.
XV

El Madrid que ha desaparecido, y que no tenía nada de arqueológico,


corresponde un poco al Madrid de Espronceda, de Larra, de Zorrilla y de
Fernández y González. Corresponde también a los hombres famosos del tiempo
en que yo era joven, a la época de Galdós y de Echegaray, de la cuarta función
del teatro de Apolo, de la calle de Alcalá, donde está ahora el Banco de Vizcaya;
del Café de Fornos, lleno hasta la madrugada, con Granés, que insultaba; con
Cavia, que bebía, y con Dicenta, que disputaba.

Para nosotros, escritores noveles que comenzábamos, el barrio siniestro de


los alrededores de la calle de Tudescos tenía un algo atractivo. Era la redacción
de El Imparcial, en la calle de Mesonero Romanos. Este periódico publicaba unos
«Lunes literarios», y daba por entonces una pequeña consagración al que en
ellos escribía.

Las ciudades de todo el mundo van marchando a olvidar su carácter arcaico


y modernizarse. «Vamos», como decía el conde Gobineau, «a la era de la unidad
y de la monotonía.» A este efecto deben concurrir muchas causas, casi todas
más fuertes que las que produce la diversidad natural: causas económicas,
higiénicas, de imitación y de moda.

Si la casa de cemento armado es más barata y más rápida de construir que la


de piedra o la de ladrillo, se construirá con cemento; si el tabique delgado se
hace más deprisa que el grueso, se empleará éste. En contra de la utilidad puede
prevalecer únicamente, en algunas ocasiones, la moda.

La preocupación por lo práctico y lo moderno impulsa a la monotonía de las


ciudades, que cada día se van haciendo más parecidas unas a otras.

No se comprende cómo puede haber quien encuentre en la arquitectura de


Le Corbusier un gran hallazgo. En ella no hay nada nuevo; en los mejores casos,
es la invención del traje de baño o la del mono del mecánico con relación al traje
de etiqueta. Todo ello es a base de la supresión de lo superfluo. Esto, como se
ve, no es muy nuevo. La supresión de lo superfluo es difícil; cuando el hombre
ha hecho algo de cierta categoría siempre lo hizo a base de lo superfluo; no lo
podía hacer de otra manera.

El hombre comprende muy bien que cuando se mira tal como es, por dentro,
se siente mediocre. Para tomar proporciones tiene que proyectarse hacia afuera.
El faraón dirigirá su mausoleo; el emperador romano, su templo o su estatua;
Felipe II, su Escorial; Napoleón, sus Inválidos y su columna de Vendôme; el
fabricante de chocolate, su parque; pero si el príncipe egipcio, el emperador
romano, el Austria, el Bonaparte o el fabricante de chocolate se contemplaran, si
fuera posible, en un espejo de carácter moral, se verían que seguían, antes y
después de sus grandes obras, siendo los mismos, es decir, poca cosa.

En parte esta transmutación la preside el sentido del lujo que tiene el


hombre y que le impulsa a verse no como es, sino como quisiera ser.
XVI

Las noches que había función en el Teatro Real se veían coches charolados,
elegantes, rodando por el piso de madera que tenía entonces la calle del Arenal,
con un suave ruido que hacían las ruedas y el trotar de los caballos.

Dentro, las señoras, envueltas en pieles claras con aderezos de brillantes y


plumeros en la cabeza; a su lado, un señor de gran uniforme o de frac, con la
blanca pechera tapada a medias, con abrigo de pieles. La gente pobre se reunía
a la puerta del teatro para ver bajar a los potentados de sus coches, pensando,
quizás, como decía Voltaire, que era un gran consuelo para los pobres ver a los
cortesanos llenos de alhajas y de plumas. El prestigio de los cantantes de ópera
era en este tiempo muy grande.

Al paraíso del Real, que entonces costaba una peseta, iban los estudiantes,
los empleados y la chusma filarmónica. La burguesía modesta llenaba los
palcos por asientos. La gente de las butacas y la de los palcos, generalmente
abonados, era la de la aristocracia y de la política. Los periodistas constituían el
tifus. Al público de las alturas se le consideraba como el más inteligente. Era el
que comparaba la manera de cantar de este o del otro divo, los primeros que
fueron vagneristas, los que sabían cuándo había que aplaudir para no estropear
el aria del tenor o la filigrana de la tiple. Entre los de abajo, muchos no iban más
que a verse y a saludarse en los entreactos. Desde arriba se atalayaba a los
palcos a la reina madre con sus dos niñas a los lados y a la infanta Isabel,
vestida de verde, con otra vieja chiquita que la acompañaba. Se comentaba el
escote de alguna decorativa dama de palacio, que aparecía en el palco de la alta
servidumbre con su lazo rojo prendido en el lado izquierdo del pecho
exuberante.

Algo parecido ocurría en los días de moda del Español, en donde la


Guerrero y su marido, Díaz de Mendoza, reunían ciertos días de la semana a la
misma gente elegante de Madrid.

Los otros teatros tenían también su importancia, sobre todo el de Apolo, que
animaba la calle de Alcalá mucho más que el actual Banco de Vizcaya, que ha
ocupado el solar dejado por aquél. En Apolo se daban por la noche cuatro
funciones, a las que se podía ir por separado, por secciones, como entonces se
decía. La «cuarta de Apolo» tuvo durante mucho tiempo gran fama. Por allí
pasaron todas las cómicas célebres del género chico: la Lucía Pastor, la Pretel, la
Bru, la Joaquina Pino, los Mesejos, Rodríguez, Carreras, etcétera. Se
representaron la mayoría de las obras que tuvieron más fama en Madrid
durante muchísimas noches seguidas.
En el Cómico estuvieron temporadas seguidas la Loreto Prado y Chicote.

En Eslava había género chico, y en Romea, varietés. A principios del siglo


empezaron a tener fama en este género la Fornarina, la Imperio, las hermanas
Camelias, etcétera, que cantaban y bailaban en el teatro de la calle de Alcalá,
que se llamaba el Japonés.
XVII

Una noche de Carnaval, hace cerca de cincuenta años, fui con un antiguo
amigo a un baile de máscaras del Teatro de la Alhambra. Mi amigo era hombre
cándido, entusiasta, al que le hago salir con el nombre de Julián de Isasi en una
novela que se llama Locuras de Carnaval. Tenía un poco de manía aristocrática,
pero era una excelente persona. Estaba empleado en la Embajada de Francia y
por mimetismo hablaba el francés como un francés.

Salimos del baile a las tres o las cuatro de la madrugada, entre un grupo
numeroso de máscaras, y al pasar por una esquina de la calle del Arco de Santa
María y de la Libertad vimos todos en la acera a un hombre caído en el suelo.

No había bastante luz para advertir si el hombre estaba borracho, herido o


muerto.

Las primeras máscaras que salieron en grupo, al ver el cuerpo caído se


apartaron bruscamente de él con sobresalto, escaparon y se diseminaron por la
calle arriba; los demás que íbamos tras ellos hicimos lo mismo.

Después, al llegar a casa, estuvimos hablando mi amigo y yo del egoísmo y


de la barbarie que habíamos demostrado todos ante aquel hombre, a quien
quizá nuestro socorro hubiera salvado de algo grave.

Mi amigo, que no tomaba muy en serio estas cuestiones éticas, me dijo:

—Probablemente, si hubiera sido en tiempo ordinario, todos nos


hubiéramos acercado al hombre; pero de noche y en Carnaval no era nada
prudente.

—¿Qué nos podía haber pasado? —dije yo.

—Si el hombre estaba herido o muerto, hubiera habido que ir a la inspección


de policía, quizá declarar, quizá quedar incomunicados algún tiempo, y el que
más o el que menos no quiere meterse en esos asuntos.

Yo pensé que, más que por reflexión, todos habíamos huido del hombre
caído por instinto.
XVII
I

Cuando yo empecé a estudiar medicina, para los estudiantes y para mí


constituyó una gran curiosidad la sala de disección, adonde llevaban los
cadáveres desde el Hospital General en un carrito.

El estudiante se iba insensibilizando ante la muerte, tenía una curiosidad


malsana, y en algunos poquísimos casos llegaba su curiosidad a ser puramente
científica.

Por entonces, San Carlos, la Facultad de Medicina, tenía un puentecillo


encristalado que comunicaba con el Hospital Clínico por encima de un callejón
estrecho, y este Hospital Clínico se comunicaba a su vez por otro viaducto de la
misma clase con el Hospital General. El pasillo encristalado entre la facultad y
la Clínica de San Carlos existe todavía.

Los muertos de los dos hospitales los llevaban al depósito de cadáveres de la


facultad, en donde estaba la sala de disección.

Por entonces conocimos en la clínica del Hospital Provincial a un tipo raro,


que llamó mucho la atención y del que se contaban extrañas historias. Le
llamaban el hermano Juan.

Este hombre, que no se sabía de dónde había venido, andaba con una blusa
negra, alpargatas y un crucifijo de cobre pendiente del cuello.

Era un tipo bajito, moreno, enjuto, cetrino, de ojos negros y profundos y


barba negra y espesa. Tenía modales suaves, la voz meliflua y algo afeminada y
cuidaba a tíficos y variolosos sin miedo al contagio. Hablaba como un
iluminado.

Un día desapareció y no se volvió a tener noticias de él.

Sabíamos que en el hospital había lo que llamaban «calandrias», falsos


enfermos que lograban pasar por verdaderos y estaban en una cama varios días
comiendo algo y durmiendo hasta que ya el médico se cansaba y los obligaba a
marcharse y a dejar la cama a un enfermo verdadero.

Los amigos míos y yo, no muy buenos estudiantes, solíamos faltar a clase
con bastante frecuencia e íbamos al Retiro, a los altos del Observatorio
Astronómico y a los paseos y rondas de los suburbios.
Desde ese alto del Observatorio se oían silbidos de las locomotoras de la
estación del Mediodía próxima; hacia Carabanchel se extendía la llanura
madrileña en suaves ondulaciones, por donde nadaban las neblinas del
amanecer; serpenteaba el Manzanares, estrecho como un hilo de plata; se
acercaba al cerrillo de los Ángeles, cruzando campos yermos y barriadas
humildes, para curvarse después y perderse en el horizonte gris. Por encima de
Madrid, el Guadarrama aparecía como una alta muralla azul, con las crestas
blanqueadas por la nieve; sobre los altos y hondonadas del barrio del Pacífico se
mostraba el campo yermo, las eras inciertas, pardas, que se alargaban hasta
fundirse en las colinas onduladas del horizonte bajo el cielo gris, en la enorme
desolación de los alrededores madrileños.

Muchas veces nos encontrábamos con algún grupo de golfos que nos
invitaban a tomar parte en el juego de las tres cartas, pero lo eludíamos porque
sabíamos que se trataba de un juego de engaño.

Llegábamos rara vez hasta la orilla del Manzanares, nos asomábamos al


paseo de los Melancólicos y veíamos el barrio de las Cambroneras y el de las
Injurias.
XIX

Entonces en Madrid había muchos organilleros que tocaban su piano de


manubrio en la calle, delante de los talleres de modistas y de las casas de
huéspedes. Yo he descrito en versos pobres, en un tomo que se llamaba
Canciones del suburbio, el tipo del organillero madrileño de esa época:

Con el pelo muy planchado

y unas brillantes botinas,

con una gorrilla chata

y un pantalón de odalisca,

marcho por esas callejas

al frente de mi cuadrilla

a dar música a la gente

que tiene gusto de oírla.

Los organilleros tocaban los trozos de las zarzuelas más en boga; la chulilla
madrileña aprendía así las canciones del día y dejaba un momento su trabajo
para oír y para ver al músico garboso de la calle.

También había por entonces en Madrid muchos cantantes callejeros, unos


ciegos y otros con vista, que entonaban tangos acompañados de la guitarra,
satirizando la política o las costumbres del tiempo.

Los domingos solía ir yo con frecuencia a las afueras. En las afueras alguna
gente se dedicaba al humorismo en los rótulos de tiendas y de posadas.

En el camino de las Ventas, próximo a uno de los cementerios más grandes


de Madrid, el Cementerio del Este, había antes gran número de merenderos, y
en uno de ellos ponía: MEJOR SE ESTÁ EN ÉSTE QUE EN EL ESTE.

En una tienda del barrio de los Cuatro Caminos decía un cartel: AQUÍ
FABRICAMOS TODO LO QUE VENDEMOS: SALCHICHÓN DE VICH,
MANTECA ASTURIANA, BUTIFARRA CATALANA, JAMÓN DE LA SIERRA
Y CHORIZO DE SALAMANCA.
Todavía quedaban algunos torreones derruidos en los alrededores de
Madrid, uno en el camino de las Ventas a Vallecas.

En los días en que escamoteábamos la clase, unas veces íbamos por cerca del
Manzanares, pasábamos por delante del puente de Segovia y de la ermita de la
Virgen del Puerto, con dos torres de pizarra, y después por la capilla del
Socorro.

Otras veces marchábamos a la montaña del Príncipe Pío y veíamos a los


golfos dedicarse a ejercicios gimnásticos.

Me chocó, en ocasiones, la persistencia de los juegos populares. Yo he visto


hace bastantes años, en la carretera que va a la Prosperidad, a unos jóvenes que
manteaban a un muñeco. Supongo que era costumbre antigua, del día de
Carnaval, y sabido es que hay una escena pintada por Goya que representa esto,
el manteamiento del pelele.

En la Casa de la Labor, de la Moncloa, cerca de la Escuela de Ingenieros


Agrónomos, se encontraban algunos chicos del Hospicio, saltando en el
trampolín sobre el estiércol, y algunos de aquellos chicos resultaban buenos
gimnastas.

El Retiro ha cambiado poco desde entonces, se ha hermoseado en parte y se


ha achabacanado al mismo tiempo. Ya no se ven al anochecer por el paseo de
coches a las señoras elegantes en sus victorias y a otras pasear a pie por los
andenes. Al Retiro ya no van más que los quintos, que se reúnen alrededor del
estanque, donde hay hasta canoas automóviles, y alguna pareja que se sienta en
un banco solitario. Las fuentes viejas, tan decorativas, se destacan entre los
monumentos modernos, algunos de pésimo gusto.
XX

Años más tarde de ser estudiante, la curiosidad por la vida pobre me hizo
asomarme de nuevo a los alrededores de Madrid.

Las afueras de la ciudad constituyen una serie de paisajes de lo más típico


de España, en lo bueno y en lo malo.

El Viaducto da una impresión bastante auténtica del antiguo Madrid; hacia


el campo abarca la llanura madrileña, el Manzanares, los cementerios de San
Isidro y los otros próximos, el camino de Carabanchel y el Cerro de los Ángeles.
Hacia la ciudad, el espectador cree asomarse a una pequeña capital de
provincia, no desprovista de gracia. Se ven los tejados de las casas próximas; a
la derecha, la torre cuadrada de San Pedro, que debe de ser muy antigua, y a la
izquierda, los campanarios de la iglesia de Santa María y de San Justo.

Elementos esenciales de algunas zonas del paisaje de los alrededores


madrileños son esos cerros formados por arenas arcillosas. Al querer extenderse
la ciudad, los contratistas cortaron estos terrenos arenosos, dejando al
descubierto solares para la construcción, que formaban paredones con
hendiduras y cuevas, en las que a veces vivían los vagabundos y golfos. Estas
hondonadas en invierno se llenaban de agua, formando charcos y pequeños
lagos.

Desde las lomas altas de Madrid que dan hacia la depresión del
Manzanares, se ve el río, con el puente de Toledo y varios cementerios de la
orilla derecha, que me han dicho que fueron destruidos durante la guerra.
Antes había el de San Isidro, el de Santa María, el de San Lorenzo, el General y
el Cementerio Británico. Esta parte del sur siempre me pareció triste, sombría y
poco simpática. En cambio, la del norte, con su muralla del Guadarrama, es
noble y majestuosa.

En la glorieta del puente de Toledo fue fusilado el general Diego de León,


con cuyo nombre el ayuntamiento bautizó una calle. Don Diego de León estuvo
en capilla en el cuartel de los Nacionales de la calle de Atocha, que se
encontraba donde se halla ahora la Dirección General de la Deuda, junto a la
plaza de Benavente.

Roger de Beauvoir, en su libro La Puerta del Sol, contó con detalles la salida
de don Diego y su conducción hasta donde fue fusilado.

En esa parte sur de la ciudad había antes muchas casas con un patio central,
con galerías todo alrededor, adonde daban las puertas y las ventanas de los
cuartos.
A muchas de estas casas, verdaderos hormigueros humanos, las llamaban
las «corralas», las «piltras», y les daban otros calificativos desdeñosos, como si
los que las habitaban se hubiesen pasado las horas pensando motes
despreciativos para ellas. Todavía deben de quedar muchas viviendas de éstas
por los barrios bajos y los otros alrededores.

Dentro del casco de Madrid había una córrala, entre la calle del Sombrerete
y la del Tribulete.

Vivían en estas córralas cincuenta o sesenta vecinos, y cada uno de ellos


tenía lo más dos cuartos y una cocina. La mayoría era gente abandonada y
resignada. En tales microcosmos se encontraba uno de todo: familias activas
que llegaban a hacerse independientes y a salir de aquellos rincones infectos;
tipos resignados, que un día se emborrachaban, se sentían iracundos y rebeldes
contra todo y chillaban y blasfemaban. Entre ellos había albañiles, leñadores,
vendedores ambulantes, expendedores de moneda falsa, gitanos y tipos que no
tenían profesión conocida. Hoy eran una cosa y mañana otra, cambiaban de
oficio para ver si encontraban una ocasión propicia para seguir adelante.
También vivían en esas córralas muchos mendigos. En la mayor parte de
aquellas madrigueras saltaban a los ojos la miseria resignada y perezosa, unida
al empobrecimiento orgánico y el empobrecimiento moral.

Estas córralas eran casi todas iguales y sin carácter; un edificio largo y bajo,
de un piso o de dos, con muchas puertas iguales, unas ventanas pequeñas y una
serie de chimeneas pintadas de cal.

Algunas de estas casas tenían hasta tres pisos. Una de ellas me sirvió de
escenario para algunos episodios de la novela La busca.

Esta madriguera descrita por mí daba al paseo de las Acacias, aunque no


estaba en su línea misma, sino algo retirada hacia atrás. La fachada de la casa
era baja, estrecha, enjalbegada de cal, abriéndose en ella muchos ventanucos y
agujeros simétricamente combinados, y un arco sin puerta, que daba acceso a
un callejón empedrado con cantos, el cual, ensanchándose después, formaba un
patio, circunscrito por altas paredes negruzcas.

De los lados del callejón de entrada subían escaleras de ladrillo o galerías


abiertas, que corrían a lo largo de la casa en los tres pisos, dando vuelta al patio.
Abríanse, en el fondo de estas galerías, filas de puertas pintadas de azul, con su
número negro en el dintel de cada una.

Entre la cal y los ladrillos de las paredes asomaban, como huesos puestos al
descubierto, largueros y travesaños, rodeados de tomizas resecas. Las columnas
de las galerías debían de haber estado en otro tiempo pintadas de verde; pero a
consecuencia de la acción constante del sol y de la lluvia, ya no les quedaba más
que alguna que otra zona con su primitivo color.

Hallábase el patio siempre sucio; en un ángulo se levantaba un montón de


trastos inservibles, cubierto de chapas de cinc; se veían telas puercas, tablas
carcomidas, escombros, ladrillos, tejas y cestos; un revoltijo de mil diablos.

Por las tardes solían algunas vecinas lavar en el patio, y los grandes charcos,
al secarse, dejaban manchas blancas y regueros azules del agua de añil.

Solían echar también los vecinos por cualquier parte la basura, y cuando
llovía, como se obturaba casi siempre la boca del sumidero, se producía una
pestilencia insoportable de la corrupción del agua negra que inundaba el patio,
y sobre la cual nadaban hojas de col y papeles pringosos.

A cada vecino le quedaba para sus menesteres el trozo de galería que


ocupaba su casa; por el aspecto de este espacio podía colegirse el grado de
miseria o de relativo bienestar de cada familia, sus aficiones y sus gustos. En
alguno de esos trozos del balcón se advertía cierta limpieza y curiosidad; la
pared blanqueada, una jaula, algunas flores en pucheretes de barro; allá se
traslucía cierto sentido utilitario en las ristras de ajos puestas a secar, en las uvas
colgadas; en otra parte, un banco de carpintero, la caja de herramientas,
denunciaban al hombre laborioso que trabajaba en las horas libres.

Pero, en general, no se veían más que ropas sucias, colgadas en las


barandillas; cortinas hechas con esteras, colchas llenas de remiendos de
abigarrados colores, harapos negruzcos puestos sobre mangos de escobas o
tendidos en cuerdas atadas de un pilar a otro, para interceptar más aún la luz y
el aire.

Cada trozo de galería era manifestación de una vida distinta dentro del
comunismo del hambre; había en aquella casa todos los grados y matices de la
miseria: desde la heroica, vestida con el harapo limpio y decente, hasta la más
nauseabunda y repulsiva.

Un farol metido dentro de una alambrera, para evitar que lo rompiesen los
chicos a pedradas, colgada de una de las negras paredes de la córrala. En el
patio interior, los cuartos costaban mucho menos que en el grande; la mayoría
eran de veinte y treinta reales; pero los había de dos y tres pesetas al mes:
chiscones oscuros, sin ventilación alguna, construidos en los huecos de las
escaleras y debajo del tejado.
En otro clima más húmedo, estas córralas habrían sido terribles focos
infecciosos; el viento y el sol de Madrid, ese sol que saca ronchas en la piel, se
encargaba de desinfectar aquellas madrigueras.

En el tiempo en que yo observé la córrala como escenario de mi novela, a su


entrada había algo terrible y trágico. En el portal o en el pasillo, una mujer
borracha y delirante, que pedía limosna e insultaba a todo el mundo, a quien
llamaban «la Muerte». Debía de ser muy vieja, o lo parecía al menos; su mirada
era extraviada; su aspecto, huraño; la cara llena de costras; uno de sus párpados
inferiores, retraído por alguna enfermedad, dejaba ver el interior del globo del
ojo, sangriento y turbio. Solía andar la Muerte cubierta de harapos, en chanclas,
con una lata y un cesto viejo, donde recogía lo que encontraba.
XXI

Cruzada la ronda, se iba por el paseo de las Acacias y el de Yeserías al barrio


de las Injurias.

Desde lo alto del paseo de los Pontones, junto a la puerta de Toledo, bajando
en dirección al puente, se descubrían los campos de San Isidro, a la derecha, y el
Campillo de Gil Imón, frecuentemente cubierto a trechos de ropas puestas a
secar, que centelleaban al sol. Allí, las vecinas solían salir a peinarse a la calle, y
los colchoneros vareaban la lana, a la sombra, mientras las gallinas correteaban
y escarbaban en el suelo.

Al caer la tarde, el aire y la tierra quedaban grises, polvorientos; a lo lejos,


cortando el horizonte, ondulaba la línea del campo árido, una línea ingenua,
formada por la enarcadura suave de las lomas; una línea como la de los paisajes
dibujados por los chicos, con sus casas aisladas y sus chimeneas humeantes.
Sólo algunas arboledas manchaban a trechos la llanura amarilla, tostada por el
sol y bajo el cielo pálido, blanquecino, turbio por los vapores del calor; ni un
grito, ni un leve ruido hendía el aire.

Transparentábase, anochecido, la neblina, y el horizonte se alargaba hasta


verse muy a lo lejos vagas siluetas de montañas no entrevistas de día, sobre el
fondo rojo del crepúsculo. Las luces de gas empezaban a brillar en el aire
polvoriento; filas de carros pasaban con lentitud, y a lo largo de las rondas
marchaban en cuadrillas los obreros de los talleres próximos.

El barrio de las Injurias era una hondonada en donde había unas míseras
casuchas que estaban al borde de una carretera. En esta carretera, que debía de
ser la ronda de Toledo, al borde del mismo estaba la taberna de la Blasa, en una
barraca que solía estar llena de cojos, mancos y lisiados que iban a pasar allí la
noche.

En la misma hondonada se alzaba la Casa del Cabrero. Esta Casa del


Cabrero, concurrida por algunos golfos piratas de los que desfilan por las
páginas de mi novela La busca, estaba formada por un grupo de edificaciones
bajas, con un patio estrecho y largo en medio. En el verano, en las horas del
calor, dormían allí a la sombra, como aletargados, tendidos en el suelo, hombres
y mujeres medio desnudos. Algunas mujeres en camisa, acurrucadas y en corro
de cuatro o cinco, fumaban el mismo cigarro, pasándoselo una a otra y dando
cada una su chupada.
Pululaba una nube de chiquillos desnudos, de color de tierra, la mayoría
morenos, algunos rubios, de ojos azules. Como si sintieran ya la degradación de
su miseria, aquellos chicos no alborotaban ni gritaban.

Más lejos, hacia la Dehesa de la Arganzuela, en un pinar raquídeo, había un


depósito de cadáveres y un sitio donde se guardaban perros. Este depósito de
cadáveres era un pabellón blanco, inmediato al río, casi siempre exhausto; se
deslizaba formado por unos cuantos hilillos de agua negra y charcos encima del
barro.

El próximo tejar de Mata Pobres se veía habitado por traperos que vivían
con sus familias. Las casuchas estaban formadas con escombros y restos de
todas clases, y las corralizas, limitadas por vallas hechas con latas viejas,
roñosas, extendidas y clavadas sobre postes de madera. En un solar de área
extensa veíanse carros de riego, barrederas mecánicas, bombas de extraer pozos
negros, montones de escobas y otra porción de menesteres y utensilios de la
limpieza urbana.

Al lado del tejar de Mata Pobres había otro barrio que llamaban de los
Hojalateros, construido todo él con estiércol y paja, un verdadero aduar
africano.

Se mezclaba allí la miseria urbana con la campesina; en los suelos de los


corrales, cestas viejas y cajas de las sombrererías alternando con la hoz mellada
y con el rastrillo desdentado. Algunas de las casas daban la impresión de un
relativo bienestar, y su aspecto era ya labradoriego; en sus corralizas se
levantaban grandes montones de paja; las gallinas picoteaban en la tierra.

Cruzábase el río por un puente por donde pasaba la línea del tren de
circunvalación; en las praderas próximas al Manzanares pastaban las vacas;
algunos andrajosos, en verano, solían andar por allí despacio, con cautela,
buscando grillos.

Había por ese lado, no lejos, unas casas que llamaban la China. Desde ellas,
Madrid, anochecido, surgía amarillo, rojizo, con sus torres y sus cúpulas,
iluminado con la última palpitación del sol poniente. Relucían las vidrieras del
Observatorio. Una bola grande, de cobre, del remate de algún edificio,
centelleaba como un sol sobre los tejados mugrientos; alguna que otra estrella
resplandecía en la bóveda azul de Prusia del cielo; el Guadarrama, de color
violeta oscuro, rompía con sus picachos blancos el horizonte lejano.
XXII

En esta época consideraba yo de importancia el capítulo de las librerías de


viejo.

Estas librerías eran mucho más pintorescas y más bien surtidas que las de
ahora. El librero de viejo con frecuencia no sabía lo que tenía en su rincón.
Había posibilidad de gangas. Lo que levantó la caza e hizo que se enteraran los
libreros fue un catálogo que publicó la casa García Rico hacia el año 10 o 12 de
este siglo. Allí aprendieron la mayoría de los libreros el valor que tenían los
libros, no sólo los importantes, sino los de menos categoría.

Recuerdo algunos tipos pintorescos de libreros que tenían tiendas o puestos


por entonces. Uno de ellos era un viejo, con una tiendecita pequeña en un
esquinazo que hacía la calle de Capellanes, antes de ser ensanchada, cerca de la
calle de Preciados.

En la iglesia del Carmen, que entonces tenía unas covachuelas, había una
librería con un hombre flaco, de antiparras, con unas barbuchas medio rubias.

Era un volteriano y mostraba gran entusiasmo por el autor de Cándido y por


Pigault-Lebrun.

También había puestos en la esquina de la iglesia de Santo Tomás, de la calle


de Atocha, donde se levantó después la iglesia de Santa Cruz, con su torre, y
junto a la parroquia de San Luis, en la fachada de la calle de la Montera. El
dueño de este puesto era un asturiano, Pepín; en invierno, siempre envuelto en
la capa. El hombre apenas sabía leer. Todavía le vi hace quince o veinte años,
siempre con su aire receloso, en un puesto próximo a la antigua Bolsa.

Este librero y un manco de la travesía del Arenal, después empleado en la


librería de Molina, siguieron durante muchos años, desde mis tiempos de
estudiante, hasta hace relativamente poco tiempo. El Manco, como Pepín,
tampoco sabía leer.

También solía ir yo de joven a una librería de la calle de Preciados, próxima


a la plaza de Santo Domingo, de un tal Laviña, que estaba en un sótano, en el
que al mismo tiempo había un horno de pan y olía a bollos. Este Laviña era un
viejo alto, grueso y rojo; vendía muchos libros, algunos pornográficos, a precios
ínfimos.

Otro librero que recuerdo era un tal Viñas, que tenía la tienda en la calle de
la Luna, el cual solía contar anécdotas del tiempo en que había sido sargento en
La Habana.
XXII
I

Siendo yo chico, fuimos a vivir la familia a la calle Real, en Chamberí,


prolongación de la calle de Fuencarral, más allá de la glorieta de Bilbao.
Enfrente de nuestra casa se levantaba la Era del Mico, cerro arenoso ocupado
por columpios y tiovivos.

Pasaban por allí muchos coches de muerto, con gualdrapas negras, penachos
de plumas y postillones con pelucas empolvadas. En ese tiempo todavía se
veían, sobre todo en los alrededores de la ciudad, calesas y calesines con el
cochero en una de las varas del vehículo, lo que daba a los suburbios un aire
goyesco.

Por aquella época se habló mucho de dos regicidas: uno, Otero, y el otro,
Oliva Moncasí, que atentaron los dos contra Alfonso XII, y que fueron
ejecutados en el Campo de Guardias.

Los días anteriores a la ejecución vendían por los alrededores papeles con la
salve que cantan los presos al reo que está en capilla.

El día del suplicio pasaron por delante de casa muchas gentes en calesines,
como si fueran a una romería.

El verano de 1888 se apasionó Madrid con el crimen de la calle de


Fuencarral, que fue uno de los crímenes más famosos de España, no tanto por el
hecho en sí, que no era de gran importancia, sino por la repercusión que tuvo
en la prensa y en el público.

En el número 109 de la calle de Fuencarral, casa de apariencia modesta, que


todavía existe, en un segundo piso, mataron a una señora entre la criada,
Higinia Balaguer, y una amiga de ésta, Dolores Ávila. ¡Qué apasionamiento en
el público! Todo el mundo parecía atacado por una histeria colectiva.

El proceso de este crimen debió de durar mucho tiempo, y, sobre todo, en su


segunda época fue cuando produjo más curiosidad y mayor expectación.

Los periódicos se dividieron ante la opinión pública en sensatos e


insensatos. Sensatos eran los que pensaban que los autores principales habían
sido las dos mujeres citadas, una de ellas la protagonista principal, y la otra, su
cómplice.

Los insensatos creían, como un dogma, que la señora que apareció muerta
había sido asesinada por su propio hijo, Vázquez Varela, el cual en la época del
crimen estaba recluido en la cárcel Modelo, aunque salía de ella, según la
opinión de alguna gente, por complacencia del director.

Yo vi a la protagonista del crimen de la calle de Fuencarral, a la Higinia, y


hablé con ella en un pasillo del hospital.

Tiempo después, por la insistencia de un condiscípulo que estudiaba


medicina como yo, presencié la ejecución de Higinia Balaguer desde los
desmontes próximos a la cárcel Modelo, a una distancia de trescientos o
cuatrocientos metros.

Hormigueaba el gentío por aquellos desmontes, que entonces no estaban ni


poblados ni urbanizados como están ahora. Soldados de a caballo formaban un
cuadro muy amplio delante de un muro. Sobre éste se hallaba el patíbulo.

La ejecución fue muy rápida. Salió al tablado una figura de mujer, vestida de
negro. El verdugo le sujetó los pies y las faldas; luego los hermanos de la Paz y
Caridad y el cura, con cruz alzada, formaron un semicírculo delante del
patíbulo y de espaldas al público. Se vio al verdugo que ponía a la mujer un
pañuelo negro en la cara, y que daba rápidamente vuelta a la rueda; luego
quitaba el pañuelo y desaparecía.

El cura y los hermanos de la Paz y Caridad se retiraron, y allí quedó una


figura negra muy pequeña, destacándose sobre la tapia roja de ladrillo, ante el
aire azul de una mañana luminosa de primavera.

Las cosas más absurdas se contaban y se decían.

Las fantasías del pueblo se desataron. Según algunos, la Higinia era


inocente. El verdugo se había prestado a una farsa, porque no era la Higinia a la
que había estrangulado, sino un muñeco al que sentaron en el patíbulo para que
lo viera la gente.

A esta mujer criminal la musa del pueblo maleante le había dedicado una
canción, un tango brutal y cínico, entonces conocido. En él se equiparaba el
crimen con una fiesta de toros, y comenzaba diciendo:

En la primera corrida

que demos en mi lugar

va a lidiarse una vaquilla, ¡chipén!,

del barrio de Fuencarral.


La Higinia será su nombre,

la Justicia el matador,

y para dar la puntilla

Viada será mejor, y para dar la puntilla, ¡chipén!,

Viada será mejor.

A mí me pareció esta copla una manifestación de barbarie y de crueldad.


Viada era el fiscal que había llevado la causa del crimen de la Higinia.
XXI
V

Por la calle de Fuencarral como camino de Francia pasaban muchos carros y


galeras cargados de fardos y de viajeros, que iban camino de Alcobendas y de
pueblos del norte de Madrid; entonces no tenía el aire de calle comercial que
tiene ahora; parecía una carretera, sobre todo en la parte de cerca de los Cuatro
Caminos, en donde había muchos merenderos y bastante gente maleante.

En otra época posterior, y viviendo yo en el barrio de Argüelles, tomé la


costumbre de ir a pasear por las mañanas al Parque del Oeste. Al lado de ese
parque, que entonces se iba terminando, y a un lado del camino de la Moncloa,
se hallaba en medio de un bosquecillo de pinos el Instituto del doctor Rubio.

Este Instituto médico tenía alrededor de su terreno una tapia, y en la tapia


un boquete, por el que se podía pasar hacia unos altos descampados, uno de los
cuales se llamaba el cerro del Pimiento. Allí solía haber golfos que cazaban
pájaros para venderlos o se entretenían en jugar a las cartas.

En los alrededores de Madrid ha habido siempre cazadores furtivos.

En la Casa de Campo y en el Pardo ponían trampas entre los matorrales o


cazaban conejos con hurones y pescaban en el estanque.

El doctor Arteta cuenta que todavía hay hombres dedicados a la caza de


perros, gatos y lagartos, que llevan al Instituto Ramón y Cajal para el estudio de
los laboratorios.

Este cerro del Pimiento, de nombre tan madrileño, tan poco pomposo, tenía
al borde un sendero alto que daba a una parte baja del final de la Moncloa.
Siguiendo ese sendero y después de pasar por un hospital de infecciosos, que
estaba formado de varios pabellones, en una de las hondonadas se llegaba a las
proximidades del depósito de aguas del canal del Lozoya y a la calle de
Magallanes.

En un libro anterior de estas Memorias he contado un paseo que di por allí


hace cuarenta años en compañía de Pérez Galdós; yo, con mi boina; él, con su
gabán raído, bufanda y el sombrero blando. En este paseo hablamos de la
técnica de hacer novelas. Yo dije, quizá con cierta petulancia, que escribía mis
libros sin preocupación de técnica, y él me replicó que podría probarme que en
algunos de mis libros había mucha técnica.

No recuerdo si ese día llegué con Galdós hasta el comienzo de la calle de


Magallanes, donde había por esa época, cerca de la glorieta de Quevedo, una
plazuela, que ignoro si tenía nombre. Limitaban la plaza por un lado unas
cuantas casas sórdidas que formaban una curva, y, por el otro, un edificio
amarillo con una bóveda pizarrosa y un tinglado de hierro con su campana en
lo alto.

Este edificio amarillo era, a juzgar por el letrero medio borrado que tenía, la
parroquia de Nuestra Señora de los Dolores.

De la plazoleta partía hacia el campo una calle, y a la izquierda de esa calle


seguía una tapia medio derruida, por cuyas rendijas se veían cementerios
abandonados con los nichos abiertos y las arcadas ruinosas.

Por la derecha, la pared, después de limitar la plazoleta, se torcía, formando


uno de los lados de la calle de Magallanes, por la cual se veían los paredones y
cercas de aquellos cementerios, escalonados unos tras otros.

Estos cementerios eran el General del Norte, la Patriarcal, el de San Luis y el


de San Ginés.

Siguiendo la calle, entre dos tapias y avanzando por el antiguo camino de


Aceiteros, se salía delante de otro cementerio, la Sacramental de San Martín,
cementerio romántico con altos cipreses y estatuas funerarias.

Este cementerio romántico desapareció durante la última guerra civil, y de


él no queda más que un terreno cuadrado con agujeros en el suelo, donde a
veces se refugian para dormir los vagabundos.

Por un carpintero que trabajaba en mi casa y que vivía en la calle de


Magallanes yo supe algo de la vida de los maleantes que vivieron durante cierto
tiempo saqueando las tumbas y vendiendo las lápidas a los canteros y los
adornos de cobre y los trozos de plomo a los fontaneros. Había detalles
macabros, como el de la lápida de un sepulcro que se encontró, boca abajo, en el
mostrador de una tienda de quesos.

Todos estos cementerios, estos cerros, estas hondonadas, son en la


actualidad barrios de casas de vecinos con calles largas, en donde vive ese
Madrid que yo apenas conozco, con millón y medio de personas.
XXV

De las fiestas yo he sido poco entusiasta. Las verbenas y las romerías


siempre me parecieron muy aburridas. Hay que tener mucha ilusión y mucho
optimismo para creer que se puede uno divertir por pasear en una calle entre
churrerías o puestos de cacahuetes, oyendo una murga o el martilleo de las
notas de un organillo.

De las fiestas populares creo que la única que hubiera podido transformarse
en algo divertido era el Carnaval; pero los gobiernos reaccionarios y
revolucionarios han tirado sobre él y lo han suprimido.

El Carnaval tiene, evidentemente, un fondo de pánico y subversivo, y se


comprende que los gobiernos lo miren con antipatía.

El Carnaval exige cierta gracia e ingenio en el público, que la gente no tiene.

En cambio, el público de una corrida de toros o de un partido de fútbol no


exige ningún ingenio: es un público masa de espectadores.

El Carnaval, hace cincuenta o sesenta años, aún se defendía mal que bien en
Madrid. Era muy vario y un poco de clases. Había el rico, el de la clase media y
el pobre con una especialidad zarrapastrosa.

El rico, en Recoletos y en la Castellana, en coche; el pequeño burgués, en los


mismos paseos, a pie, y el pobre y el zarrapastroso, en el Prado, en las calles y
en el Canal.
SEGUNDA PARTE

MÚSICA CALLEJERA

ROMANZAS DEL SIGLO XIX

La música popular de principio del siglo XIX en España no tenía el aire


desgarrado que tomó más tarde. Era un poco más literaria y hasta un poco más
cursi. Parece que se veía el mundo con otros colores y con más ilusión en la
primera mitad del siglo que en la segunda y, sobre todo, que al final.

De los autores españoles de música popular del siglo XIX, yo conozco poco,
casi nada.

A mediados del siglo hubo un músico vasco, de Vitoria, Sebastián de Iradier,


que fue el autor de la habanera de la ópera Carmen. Iradier, hoy completamente
olvidado, escribió una porción de canciones, entre ellas La paloma, que todavía
se canta.

Otros por el estilo debió de haber también al correr del siglo XIX, cuyos
nombres y cuyas obras se han ido olvidando.

Sus canciones eran la mayoría de circunstancias, algunas buenas, otras


medianas y algunas francamente malas.

Yo recuerdo alguna que otra por haberlas oído a gente vieja; pero supongo
que no las recuerdo con exactitud.

Con ritmo de habanera se cantaba, cuando yo era chico todavía, una canción
dedicada a Isabel II, cuando fue desterrada de España, que decía así:

No te asustes, no temas, no llores,

que a tu lado me tienes a mí,

y empuñando trabuco y tosiendo,

ni uno solo se acercará a ti.

Tú te pones con sal la mantilla,


yo me calo andaluz calañé.

Y luego, con ritmo más acusado de habanera, se decía:

ya verás, Isabelita,

ya verás con qué ilusión

los robustos francesitos

te darán, te darán su corazón.

Las canciones de este tiempo, unas tenían aire de habanera, otras de polca y
algunas de vals.

Hay una dedicada a las modistas que trabajaban en talleres de la Puerta del
Sol y se reunían en la calle de Valverde. No sé por qué esta calle iba a ser el
punto de reunión de estas muchachas.

Una de las estrofas de la canción, la única que he oído cantar, decía así:

En la calle de Valverde

modistas hay más de mil,

todas esperando al novio

hasta que lo ven venir.

—Modista mía, dime, por Dios,

¿dónde trabajas?

—Puerta del Sol.

—Vente conmigo.

—¡Ay!, no señor;

llego muy tarde

todos los días

al obrador.
Algunos mendigos, hombres y mujeres, todavía a final del siglo pasado,
entonaban por calles y plazas canciones populares y sentimentales, algunas de
zarzuelas. Un español que viene a verme aquí, El último resplandor, etcétera.

Cuando yo vivía en la calle de la Independencia, cerca de la plaza de Isabel


II, pasaba por delante de casa un tipo de barbas y melenas, con anteojos negros,
a quien nosotros llamábamos «el Romántico», y cantaba con poca voz, pero con
afinación, acompañándose de la guitarra, algunas romanzas de zarzuelas y
otras populares.

A él le solíamos oír:

¡Ay, mamá, qué noche aquella

en que el falso me decía:

Niña mía, por lo bella,

has de ser la estrella mía!

Mamita mía, por compasión,

yo estoy malita, yo tengo amor.

Mamita mía, manda por él,

que si no viene, me moriré.

También entonaba con aire de pasacalle:

El flechero vende flechas

por las calles de Madrid.

«¿Qué flechas podrían ser éstas?», me preguntaba yo. No me lo figuraba;


quizá serían algunos pasteles o rosquillas, porque flechas para cazar tigres o
leones, no creo que necesitaran en Madrid.

Otra canción que cantaba el hombre tenía este estribillo:

Y desde entonces alumbrarán

los farolones de la igualdad.


Tengo una idea vaga de si estos farolones se referirían a los faroles de la calle
del Cuatro de Septiembre, de París, que debieron de tener mucha fama en la
época.

Más tarde, en la calle de la Esperancilla, hacia la calle de Santa Isabel o hacia


la de Atocha, donde yo vivía, una mujer gorda, con la guitarra encima del
vientre, abultado, cantaba al anochecer unas canciones románticas, alternando
con otras maliciosas.

Las románticas eran un poco tontas, y las demás, también.

Una de ellas decía:

Mucho polvo has recogido,

la iglesia muy sucia está.

Como siempre hagas eso,

haces más que el sacristán.

—¿Adónde vas, niña?

¿Adónde vas?

—Mamá, no me riña,

que voy a rezar

a la Virgen del Pilar.

También la mujer gorda cantaba:

Cuando la brisa errante,

blanda al pasar,

tu cabello elegante

venga a besar,

quién habrá que no quiera,

quién habrá, quién,


de esa hechicera

rubia cabellera

preso vivir.

Había en el repertorio de la mujer esta nota descriptiva con aire de viñeta,


dedicada al estanque del Retiro, que comenzaba así:

En un delicioso lago

de verde y frondosa orilla,

en una frágil barquilla

una tarde me embarqué.

Luego venía una parte un poco ridícula, en la cual el viajero de la frágil


barquilla le decía a su femenino nauta:

Deja el remo, batelera,

que me altera

tu manera

de remar;

deja el remo,

porque temo,

porque temo naufragar;

y al tiempo

que ella remaba

yo sentía un no sé qué.

Sin duda, en otro tiempo hubo bateleras en el estanque del Retiro, o el


músico las inventó, llevado por su imaginación volcánica.
Chueca, años después, quizá recordando que antiguamente se habían hecho
canciones románticas y náuticas sobre el estanque del parque madrileño, hizo la
canción cómica y, al mismo tiempo sentimental, de los marineritos del Retiro.

El susodicho estanque (y esta nota va dirigida a los no madrileños) tendrá


de trescientos a cuatrocientos metros de largo por doscientos o doscientos
cincuenta de ancho; pero esto no es obstáculo para la imaginación de un músico
humorista y burlón.

Los marineritos de la Gran Vía, coristas guapas, bien vestidas y coquetas,


vestidas de azul y blanco, cantaban a coro:

Ya nuestro barco, cual rauda gaviota,

las olas va rompiendo, de nuestra suerte en pos,

y allá en la playa, que ya se ve remota,

los pañuelos que se agitan sin cesar

nos mandan un adiós.

Las olas y la playa a doscientos cincuenta metros, estaba muy bien.

El maestro Chueca tenía gracia y una ironía, una ingenuidad burlona que
estaban muy en su punto.

Algunos decían que su música era demasiado populachera, pero no era


cierto, porque cuando quería le daba un aire elegante y, a veces, clásico.

II

CANCIONES DE NIÑAS

Ahora parece que las chicas no cantan apenas en las calles y en las plazas.

Antes, yo recuerdo haberlas visto cantar y jugar al corro en el Prado, cerca


de la fuente de las Cuatro Estaciones, y en la plaza de Oriente.

Yo ahora salgo poco de casa; pero cuando he salido no he visto los corros
que en otra época eran frecuentes.

En Madrid y en las capitales de provincia, en las plazas y en los paseos, las


chicas cantaban en corro.
En las calles de poco tráfico salían también al anochecer a jugar y a entonar
sus cantilenas, la mayoría antiguas:

A los siete colchones,

muy señora mía,

que me ha dicho mi madre

que me dé usted la niña.

También había la retahíla del milano:

Al milano que le dan

la corteza con el pan,

si no le dan otra cosa

las mujeres más hermosas.

También era clásico en los corros aquello de:

Me casó mi madre

chiquita y bonita, ay, ay, ay,

con un muchachito

que yo no quería;

a la medianoche,

a la medianoche el

picarón se iba,

la capa terciada

y la espada tendida.

La mayoría de estas canciones son muy gráficas.

Yo me figuro que estarán coleccionadas en tomos de folklore; pero yo no


pienso hablar más que de lo que he oído y visto.
El Prado era un paseo clásico de Madrid, con las dos fuentes barrocas, muy
decorativas: la de las Cuatro Estaciones y la de Neptuno. Hace años, el paseo no
tenía árboles, sino una barra de hierro a uno de los lados, que lo limitaba, en
donde los chicos hacían ejercicios gimnásticos. Las niñas solían cantar una
canción, que se refería al Prado, con música vasca, de la primera guerra civil: el
Ay, ay, mutillá («Ay, ay, muchacho»). La canción de las chicas de Madrid tenía
esta letra:

En el salón del Prado

no se puede jugar,

porque hay niños que gozan

en venir a estorbar;

con el cigarro puro

vienen a presumir;

más vale que les dieran

un huevo y a dormir.

También cantaban la canción de La viudita del conde de Cabra y del conde


Laurel:

Yo soy la viudita

del conde Laurel;

yo quiero casarme,

no tengo con quién.

Y la del conde de Cabra:

La viudita, la viudita,

la viudita se quiere casar

con el conde, conde de Cabra,

conde de Cabra se le dará.


Las chicas, en todos los pueblos, sabían muchas canciones antiguas, que
cantaban a coro. Ahora no se oyen esas canciones en el Prado ni en la plaza de
Oriente. Algunas parecían antiguas, como ésta:

Arroyo claró,

fuente serená,

quién te lava el pañuelo

saber quisierá.

Me lo ha lavadó

una serraná

en el río de Atocha,

que corre el aguá.

La fuente de los Siete Caños, de la calle Ancha, tenía también su canción.

La fuente estaba en la misma acera de la universidad. La trasladaron más


tarde a la plaza de San Marcial, delante del cuartel de la Montaña del Príncipe
Pío, y después no sé adónde ha ido a parar. La canción era de niños:

Calle Ancha

de San Bernardo

hay una fuente

de siete caños.

Luego se decía que la fuente se había caído, y se pedía el auxilio de los


estudiantes, de los militares, etcétera, para recomponerla. El auxilio de los
estudiantes era vano:

Los estudiantes

no tienen nada,

para mojama,

más que unos cuartos.


También había una canción sentimental, dedicada a Alfonso XII, por la
muerte de la reina Mercedes:

¿Dónde vas, Alfonso Doce,

dónde vas, triste de mí?

Voy en busca de Mercedes,

que ayer tarde no la vi.

También se hicieron canciones a Alfonso XIII y a la reina Victoria.

El treinta y uno de mayo

de mil novecientos seis

el anarquista Morral

quiso asesinar al rey.

En el balcón de Palacio

hay un tiesto de claveles

con un letrero que dice:

¡Viva el rey Alfonso Trece!

En el balcón de palacio

hay un tiesto de amapolas

con un letrero que dice:

¡Viva la reina Victoria!

En la calle de la Morería, cerca de la plaza del Alamillo, creo que oí por


primera vez una canción, de la que no recuerdo más que las primeras estrofas;
es la historia del caballero cristiano, que encuentra a su hermana lavando ropa,
a la orilla de un arroyo, como una cautiva. Debe de ser una variación de un
romance antiguo:

El día de los torneos


pasé por la Morería,

y vi a una mora lavando

al pie de una fuentecilla.

—Apártate, mora bella;

apártate, mora linda;

deja que beba el caballo

de esas aguas cristalinas.

—No soy mora, caballero,

que soy cristiana cautiva;

me cautivaron los moros

día de Pascua florida.

Yo les pregunté a las chicas por qué sabían estas canciones de aire antiguo, y
me dijeron que era la maestra del colegio la que se las enseñaba.
III

TANGOS

La música española más popular de final del siglo XIX fue el tango. Yo
entiendo poco de música, y no sabría definir lo que es el tango. La palabra
parece latina, y aún recuerda uno vagamente haber repetido de chico en clase:
«Tango, tangis, tetigi, tactum» (en castellano, «tocar» y otras varias
significaciones).

El tango, ¿era de origen andaluz, medio árabe, o era de origen americano?


Yo no lo sé.

El caso es que apareció en la última mitad del siglo XIX, que tuvo un gran
éxito popular en España y que corrió por toda la península.

La música, según algunos, es de influencia árabe, y, según otros, americana.


La corriente que le impulsaba era el flamenquismo.

El tango era frecuente oírlo a los ciegos, que cantaban y se acompañaban con
la guitarra.

Con relación a su letra, se puede señalar un tango madrileño y político, un


tango torero, un tango andaluz y un tango cubano.

La mayoría son característicos, y tienen gracia y reflejan la historia local


mejor que nada.

Había tangos políticos, sentimentales, de toreros, de crímenes, etcétera,


etcétera.

Los primeros no tenían origen conocido, salían a flote, no se sabía de dónde;


dominaban Madrid, se extendían por España y luego desaparecían.

Después ya se empezó a conocer su origen, y unos salieron del teatro y otros


de una sociedad de guitarristas, que se llamaba Las Viejas Ricas, de Cádiz, y de
una comparsa, grotesca y cómica, apodada La Murga Gaditana.

La boga del tango, creo, llegaría a durar treinta o cuarenta años.

De los tangos políticos, el más clásico se refería al movimiento


revolucionario de Villacampa, y a un denunciador se le increpaba, diciéndole:

Anda, so pillo, charrán,


asesino de mala estampa,

que quisiste regar las calles

con la sangre de Villacampa.

También semipolítico era el del submarino Peral, en donde había estas


reflexiones cómicas:

Hace tiempo que vamos notando

lo perdida que está la nación,

y las cosas se las van llevando

esos hombres de la situación;

y nosotros, como comprendemos

que en España no hay dinero ya,

nos vestimos con el traje de buzo

pa ver si lo hallamos en el fondo del mar.

El recurso de vestirse de buzo era, evidentemente, bastante cándido. Los


tangos toreros fueron, quizás, los que más corrieron por España. Se hablaba del
toreo como de una ciencia:

Granada estará orgullosa

con el Frascuelo,

porque cuenta entre sus hijos

un gran torero.

El tango del Espartero era una elegía popular. Los tirteos y los simónides de
la época se rasgaban las vestiduras ante la muerte del héroe.

Las canciones que llegaban de Cuba tenían una música de carácter


nostálgico y triste, y las letras estaban llenas de melancolía, como ésta:

Cuba, la isla hermosa,


del ardiente sol, bajo tu cielo azul.

También se cantaban mucho por entonces las guajiras, que las traían,
seguramente, los soldados.

En algunas canciones de teatro se imitaban estas músicas de aire tropical, y


la Lucía Pastor cantaba una, que tenía gran éxito.

La bella María Montes entonaba tangos muy expresivos. Entre ellos, uno,
que comenzaba.

Trabajaba una mulatita

la otra tarde en el cafetal,

y le dijo su amito Pancho

que la quería ayudar.

Por cierto que Luis Bonafoux escribió por entonces un artículo muy violento
contra la tiple, en una de las cóleras raras que le daban a este escritor agresivo.

El reinado del tango duró muchos años. Yo no sé qué origen tiene el tango.
No sé si es americano o español, de Andalucía; desde luego, el tango argentino
es diferente del tango que se cantaba entonces en España. El primer tango que
oí, en Pamplona, fue éste:

Al gobernador de Cádiz

le ha dado por la finura

de ponerle campanillas

al carro de la basura.

Yo me levanté temprano,

temprano,

y le dije al carretero,

salero:

«No toques la campanilla,


que mi niña está durmiendo».

También había otro bastante divertido sobre la carne, que tenía como
estribillo:

¡Ay, qué vaquilla!

¡Ay, qué esqueleto!

Todo se vuelve

piltrafa y hueso.

Como me sigas trayendo

carne de la Morería,

no vuelvo a comer

más carne

en el resto de mi vida.

Entre los tangos, los gaditanos tenían una especialidad cómica y burlona. Al
principio eran anónimos. Luego aparecían como autores unos guitarristas, que
formaban una sociedad titulada Las Viejas Ricas de Cádiz.

Al principio eran más finos; luego se hicieron más groseros y brutales. Éste
debe de ser de los comienzos:

Yo no sé qué pasa en Cádiz,

yo no sé lo que allí pasa,

que las chiquitas se pierden

y las casadas se escapan;

hoy se pierde una chica bonita,

y mañana una casada salada;

no hay un marido tranquilo

ni una madre sosegada.


Después, uno muy célebre fue el de la bicicleta, que representa el Cádiz de
hace cincuenta años mejor que una descripción literaria:

Yo tengo una bicicleta

que costó dos mil pesetas

y que corre más que el tren;

por las tardes me monto

y me voy por la calle Ancha,

luciendo este cuerpecito,

encanto de las muchachas;

Voy al Prado, a la Alameda

y al Parque del Genovés,

y me pego cada trastazo

que tengo el cuerpo como yo sé.

Algunos tenían gracia, por la letra y por la música.

Como aquel que comenzaba diciendo:

Un cocinero de Cádiz,

muy afamao,

a las mujeres las compara

con el guisao.

Los que se ocupaban de toros trataban la cuestión como si fuera lo más


trascendental de la vida.

Lo mismo ocurriría, probablemente, en la Roma antigua, en donde el


público pensaría que el gladiador victorioso del circo era algo equiparable a
Virgilio, a Séneca o a Lucrecio.
Había también tangos misóginos, como aquel que comenzaba con estas
palabras:

De las grandes locuras

que el hombre hace,

no comete ninguna

como casarse.

O como otro, que decía:

Tienes cara de perro presa,

y a presumida no hay quien te gane.

Y, entre los sentimentales, se cantaba:

Cuando con pasión te vi,

para luego aborrecerme;

si no habías de quererme,

¿para qué me consentiste?

Y otro, en que, hablando de la mujer, decía:

Una traición va formando

al que le da de comer.

El sur es, generalmente, poco galante con las mujeres.

Los tangos alegres contrastaban con los tangos sentimentales del tiempo de
la guerra de Cuba, de un lado y de otro.

Éste es un tango de insurrectos cubanos que está bien. Da la impresión de lo


que sería oído en una noche de un país tropical:

Pinté a Matansa, confusa,

la playa de Viyamá,
y no he podido pintá

el nido de la lechusa;

yo pinté por donde crusa

un beyo ferrocarrí,

un machete y un fusí

y una lancha cañonera,

y no pinté la bandera

por la que voy a morí.

También se cantaba por entonces una habanera:

Cuba, la isla hermosa,

del ardiente sol.

La música popular española era melancólica y triste.

Al terminar la guerra con los Estados Unidos se oía en las callejuelas de


Madrid esta canción desolada:

¡Qué lástima de bandera,

de tan bonitos colores,

que se la llevan los yankis

siendo de los españoles!

Hubo otro tango gracioso, que tenía como letrilla esta pregunta:

—De la niña, ¿qué?

—De la niña, na.

—¿Pues no decían que…?

—Sí decían; pero ¡ca!


Este motivo se desarrolló en retahíla, que no dejaba de tener gracia:

De la niña, ¿qué?

De la niña, na;

y la niña dale que dale

dicen que ya está.

Yo quisiera que tú te murieras,

¡valiente guasita!;

yo quisiera que a ti te enterraran

en mi camita.

—¡Ay, qué sangre más gorda tendría

el que eso inventó!

—No conozco de nombre a ese señor;

pero a mí me parece que es un guasón.

Por estos refranes a cierta chiquilla

su padre le ha roto catorce costillas,

porque se decía que la niña ya…,

y mire usted si sería, que al poco tiempo

vieron llegar…

un ramillete de flores

que le traían de Puerto Real.

Con la misma música se hizo una canción sobre la guerra de Cuba:

De la Cuba, ¿qué?

De la Cuba, na;
y la Cuba dale que dale

dicen que ya está.

Había otra canción popular, bastante agresiva, contra los insurrectos, y no


muy amable para los españoles, de la que no recuerdo más que esto:

Parece mentira

que por unos mulatos

estemos pasando

tan malitos ratos;

a Cuba se llevan

la flor de la España,

y aquí no se queda

más que la morralla.

También era muy popular este otro tango:

En la nueva reforma de este año

será cosa curiosa de ver

que todas las mujeres desde quince

que tengan por fuerza marineras ser.

Las de quince a veinte, de grumete;

las de treinta, pilotos serán;

las que tengan cuarenta cumplidos,

las calderas tendrán que lavar,

y las viejas que huelen a polvos,

como nada tendrán que tocar,


en la nueva reforma del año

a todas las pondremos para barricar.

En los tangos misóginos, después de exponer los múltiples inconvenientes


que tenía el matrimonio, se iba a su trabajo y la mujer se quedaba charlando con
algún amigo, que era persona fina:

El pobre marido, a veces,

berrea como un carnero;

lleva la mano a la frente

y le está chico el sombrero.

Los chotis chulos han llegado hasta ahora, pero entonces no se cantaban;
empezaron hará unos treinta años a hacerse populares y algunos tenían carácter
y gracia.

En estas canciones no se notaba rencor ninguno. El rencor se exacerbó en


España con la política.

La Murga Gaditana aparecía por las calles en Carnaval; era muy estrepitoso;
no tenía instrumentos de música, sino clarinetes y trombones de cartón, con los
que los murguistas hacían como que tocaban.

Tenía gracia, indudablemente, e iban todos los de la cuadrilla desharrapados


y vestidos de una manera grotesca.

La Murga Gaditana era de chusma, de plebécula, y con sus aparatos de


cartón y algún rascador o rallador acompañaba las coplas con un ruido
ratonero. Los murguistas iban muy desharrapados y algunos vestidos de
destrozona.

Las canciones que cantaba esta Murga eran cínicas y grotescas, y el estribillo
era con frecuencia lo que llamaban el «Chíbiri»:

Ay, chíbiri, chíbiri, chíbiri,

ay, chíbiri, chíbiri, chon;

ay, chíbiri, chíbiri, chíbiri,

a mí me gusta el café con ron.


Después de la Murga Gaditana hubo otras comparsas imitando a ésta: una
se llamaba Los Boqueras y la otra Los Cataplasmas.
IV

CUPLÉS DE TEATRO

Hacia el final de junio, en Madrid, se inauguraban los Jardines del Buen


Retiro y algún teatro de verano, como el de Felipe. En los Jardines, uno de los
sitios más agradables de la corte, se cantaba ópera italiana por compañías
formadas por segundas partes del Real o por gentes que querían debutar. Otras
veces se inauguraba con compañías de opereta italiana, bastante buenas, que
cantaban La geisha, La mascota, Boccaccio o I pompieri di servizio.

Con sentido satírico se hicieron muchos cuplés en zarzuelas y revistas


madrileñas desde hace tiempo, algunos muy bonitos por la música; otros, por la
letra, deliberadamente disparatados. Estas canciones eran a veces muy
divertidas.

En el teatro Eldorado, que estaba en un solar de la calle de Juan de Mena, se


representaba una revista, no recuerdo su nombre, en la que aparecía Manolo
Rodríguez, inflado como un globo, con un traje claro y un sombrero de paja,
imitando, sin duda, a los excéntricos de circo. Cantaba un cuplé disparatado,
que decía así:

Se dice que un ministr…

muy regenerador

no quiere que la trop…

se ponga más el ros,

pues dice su mercé

que todos los soldats…

lleven chapó de tej…

¡Qué gacheau es el tal

Polaviej…!

¡Ja, ja, ja!

Mesié Chambón
está a la votre

disposisión.

Adié, mesié,

me alegro de verle bien.

Estos cuplés disparatados eran a veces los más divertidos. Uno que conocía
a Manolo Rodríguez me dijo, refiriéndose al de Mesié Chambón: «Eso lo ha
inventado él».

La música de Chueca ha sido de lo más intrascendente y alegre que se ha


escrito en España.

Chueca escribía casi siempre la letra de sus canciones; muchas veces, el texto
era lo que se llama entre los libretistas un monstruo. Así, por ejemplo, el Dúo de
los paraguas, de una revista que tuvo muchísimo éxito, que se llamaba El año
pasado por agua, estaba escrito para que lo cantara un cómico, entonces muy
famoso, que se llamaba Julio Ruiz. El dúo es una conversación entre el propio
Julio Ruiz, que se las echa de conquistador, y una señora que se ríe de él.
Comienza así:

—Hágame usted el favor de oírme dos palabras, sólo dos palabras.

—Va usted a saltarme un ojo, si se acerca, con la punta del paraguas.

—Yo le suplico que a mi poca precaución otorgue su perdón.

—Pues, desde luego, perdonado queda usted.

—Gracias, señora.

—No hay de qué.

La música de Chueca y sus cuplés no tienen nunca acritud. Nietzsche la oyó


en un pueblo del norte de Italia y le chocó por su ligereza. Verdi la conocía
también y le parecía hecha por un hombre genial sin conocimientos técnicos.

Chueca fue como el alma de Madrid —sonriente y sin encono— del siglo
XIX. Hacía la música y la letra de sus canciones y las ponía donde le parecía, sin
cuidarse gran cosa de la acción del sainete o de la revista. Toda la gente de la
época recuerda la Jota de los ratas, de La Gran Vía, con su principio un poco
mozartiano. La Menegilda quedó como un tipo clásico de la criada madrileña;
el vals del caballero de Gracia corrió medio mundo, y la música de la zarzuela
Cádiz, lo mismo que algo más tarde Agua, azucarillos y aguardiente, se tocó y
cantó por todas partes, aun cuando el día del estreno, en el teatro de Apolo, se
pateó por parte del público.

La Gran Vía es de lo mejor y de lo más madrileño de Chueca.

¡Qué característica la Jota de los ratas!:

Soy el rata primero.

Y yo el segundo.

Y yo el tercero.

En los tranvías y >ripperts,

y siempre que haya ocasión,

damos funciones gratuitas

de prestidigitación.

Esto de los >ripperts eran unos ómnibus que no sé por qué se llamaban así.

También está muy bien la canción de la criada madrileña, La Menegilda:

Pobre chica

la que tiene que servir;

más valiera que se llegara a morir,

porque si es que no sabe

por las mañanas brujulear,

aunque cien años viva

su paradero es el hospital.

Muy madrileño el paso de los matuteros en la zarzuela De Getafe al paraíso, o


La familia del tío Maromo:

Pasan por el puente


muchos matuteros,

y los dependientes

son muy embusteros.

¡Ay Manolé, ay Manolé,

ay Manolé,

qué guapito que es usted!

Había cuplés de otros autores que estaban muy bien, parte por la música y
parte por el cómico que los cantaba.

Julio Ruiz, haciendo de albañil borracho, con una voz ronca, en una zarzuela
en un acto, titulada Los trasnochadores, era típico:

He dejado a la parienta

dormida en el piso quinto,

y daremos una tienta

al vino tinto.

Yo me atraco de legumbres,

y padezco de calambres,

y me curo con fiambres

y un par de azumbres,

y aunque diga un mal amigo

que beber me causa estrago,

yo contesto: «Habiendo trigo,

venga otro trago».

Otro cuplé disparatado era uno que cantaba Riquelme sobre un ayunador
probablemente falso, que parece que era un manchego que se hacía llamar
Papús y que se había exhibido en el teatro Eslava, imitando a unos antiguos
Succi y Melati y metido en una urna de cristal. El cuplé tenía este estribillo:

¡Ay Jesús, ay Jesús,

vaya unas barbas más largas

que tiene Papús!

¡Ay Jesús, ay Jesús,

vaya unas barbas que tiene Papús!

Cuplés más o menos disparatados cantaban casi todos los cómicos de fama.
Carreras, vestido de moro, enseñaba a los chicos de un sultán los nombres de
las calles de Madrid:

Puerta del Sol, Trajineros,

Montera, Carbón, Florín,

paseo de Recoletos

y plaza de Antón Martín.

También era graciosa otra canción disparatada, en la que un morito


enseñaba una relación mixta de políticos, de calles y de plazas de Madrid, no sé
con qué objeto:

Moret, Moret, Moret,

Callao, Callao, Callao;

qué más quisiera él

que haberse equivocao.


V

EL CARNAVAL

El Carnaval era entonces bastante animado. Las calles se llenaban de


destrozonas, de hombres vestidos de mujer con trajes mugrientos, de chicos con
escobas envueltos en colchas de colores y parejas de cabezudos. Había con
frecuencia una pareja compuesta de uno vestido de oso, generalmente con una
estera vieja, y el otro de domador. También aparecía el que llevaba un higo
atado a una cuerda y ésta a un palo, rodeado de chiquillos, que andaban con la
boca abierta intentando comer el higo, y a los que se decía:

Al higuí, al higuí,

con la mano, no;

con la boca, sí.

El Carnaval elegante se celebraba en Recoletos y en la Castellana, adonde iba


toda la gente rica en sus coches en largas filas. Los pollos disfrazados subían al
pescante de los landós a galantear a las señoras.

La gente popular iba al Prado. Había bailes de máscaras en el Real, en la


Zarzuela y en otros teatros de menos categoría, que empezaban el día de Reyes.
VI

CUPLÉS CALLEJEROS

En 1913, antes de la primera guerra mundial, se cantaron mucho en Madrid


cuplés que en el teatro entonaba la Goya.

Después, durante algunos años, apareció como compositor popular


Martínez Abades.

Martínez Abades, pintor sin carácter, tenía a veces gracia como músico.
Debía de conocer bien las canciones populares asturianas, y lanzó varias de
ellas que produjeron grandes entusiasmos entre la gente. La molinera fue de las
más famosas.

Luego hizo canciones que no eran asturianas, como Ladrón, ladrón y También
los muñecos lloran, que fueron popularísimas.

Después apareció como >vedette la Raquel Meller.

La Raquel tuvo un éxito en París estruendoso con El relicario, del maestro


Padilla. No creo que lo estrenó, pero le dio una gran popularidad.

La Meller y Padilla, El relicario y Valencia, corrieron por todo el mundo.

Canciones taurinas con aire de tango hubo bastantes, sobre toreros


modernos:

Cuando dicen los papeles

que el Reverte va a matar…

O el otro de:

Marcial, eres el más grande;

se ve que eres madrileño.

Del teatro llegó la canción sobre el extravagante don Tancredo, el rey del
valor. El cómico que imitaba a don Tancredo López en una piececilla de teatro
aparecía vestido, como él, de fantasma. En la plaza, don Tancredo se subía en
un banquillo, y con los brazos cruzados esperaba a que llegara el toro.
El animal se lanzaba sobre él, y al acercarse quedaba sin duda asombrado
ante aquella figura blanca que debía de parecerle sin vida; entonces la olfateaba,
resoplaba y se iba.

En el teatro, el cómico cantaba:

Don Tancredo, don Tancredo,

que en la vida tuvo miedo;

don Tancredo es un barbián.

Hay que ver a don Tancredo

subido en su pedestal.

Don Tancredo, que era zapatero, paseaba mucho por el centro de Madrid; no
debía de tener prestigio entre los taurófilos. Éstos pensaban seguramente que
desacreditaba la fiesta.

Más modernamente ha habido canciones graciosas de varios compositores, y


entre ellas las del maestro Rincón.

La Balbina, la Balbina,

ya no quiere la aspirina,

pues, según dice la Ugenia,

lo que tiene es neurastenia.

Colón, Colón, treinta y cuatro,

tiene usted su habitación…

Antes de la guerra española del 36 se hicieron chotis muy flamencos como


anuncios comerciales. De los más conocidos era el del café torrefacto marca La
Estrella.

Algunas de estas canciones parece que las hizo Álvaro Retana, que ha escrito
novelas, ha pintado decoraciones, ha hecho cuplés y, para tener más carácter de
hombre del Renacimiento, ha estado en presidio.
Él es el autor de esa canción de El Pekan y la Dalia, que ha sido muy
popular:

Pekan y la Dalia

son las dos peleterías

de las más acreditadas

que tenemos en Madrid,

creo que sí.

En el ramo de las vicetiples y cupletistas pocas tenían alguna cultura, pero


otras apenas sabían leer.

No había que pedirles que hubieran estudiado metafísica en la Universidad


Central. Si tenían que pronunciar una palabra extranjera, siempre la
pronunciaban mal.

Pero eso ¿qué importa? Esto de la pronunciación me recuerda una historia


que yo he contado en alguna parte.

Una noche, dos estudiantes y yo, con la blusa de internos del Hospital
General recogida hasta la cintura debajo de la capa, fuimos a una buñolería de
la calle de Santa Isabel a altas horas de la noche. Estábamos sentados, cuando se
presentaron dos muchachas vistosas. Eran dos cómicas del teatro de
Variedades; iban con dos gomosos y con un viejo sainetero cínico y de voz
aguardentosa. La más joven trabajaba en una revista que se llamaba Luces y
sombras; hacía el papel de Bujía y cantaba con una voz de gata:

De las luces, soy la que tengo más >chic.

Soy la bujía elegante más afamada de Madrid.

No podía decir «chic»; decía «sic». No recuerdo cómo se llamaba. Mis


compañeros y yo empezamos a hablar con ellas de una manera petulante y a
decir que hacíamos autopsias en la sala de disección.

—¿Son ustedes del hospital?

—Sí.

—Es un oficio muy duro.


Yo charlé por los codos de operaciones cruentas, sin duda, excitado por el
alcohol, y en esto, la muchachita que hacía de Bujía y decía «sic» me dijo con su
lengua de trapo:

—Llevas una vida muy dura. Si quieres, deja el trabajo y ve a mi casa; vivo
en la calle de la Libertad, número tantos. Ahí tienes la llave de mi casa.
Espérame.

Y me entregó la llave.

Yo me quedé asombrado. Un momento después, la de más edad de las dos


cómicas me dijo en un aparte:

—Deme usté la yave que le ha dao ésa. Con las novelas que lee está chalá.

Después no me ha pasado nada parecido.

Esto de la pronunciación correcta no ha sido muy cuidado entre cómicas y


cupletistas de poca monta.

Ha habido cupletista moderna que se lucía cantando:

¡Ay Nemesio, ay Nemesio!,

hasme un retrato al maznesio.

¿Para qué va a saber una cupletista que se dice «magnesio»? Si es guapa y


canta bien, lo demás importa poco.

La magnesia sabe todo el mundo lo que es. Ahora, lo que es el magnesio lo


sabemos unos cuantos pelmazos; hasta sabemos que lo descubrieron dos
químicos franceses: Deville y Carón.

De música callejera hubo una canción sobre el crimen del capitán Sánchez,
de la Escuela de Guerra, que decía así:

En la calle de Carretas,

esquina a la Puerta del Sol,

estaba María Luisa

esperándole a Jalón.

Yo no sé qué le diría,
que a su casa lo llevó,

y estando con él hablando,

fue su padre y lo mató.

Tápame, tápame, tápame,

tápame, que tengo frío.

¿Cómo quieres que te tape,

si yo no soy tu marido?

Otras veces el estribillo se transformaba y era así:

Cámbiale, cámbiale, cámbiale,

cámbiale, cámbiale,

cambia la ficha.

¿Cómo quieres que la cambie,

si yo tengo mucha prisa?

También había una relación que pretendía ser elegante, en la cual se lucía un
cantor:

Con el sombrero en la mano,

como persona de diplomacia,

he de contarles a ustedes las cosas grandes

que hay en España.

Alguno se preguntará para qué sacar tanta broza callejera a flote. ¿Por qué
no?

Todo puede ser interesante, y yo creo que en la mayoría de las ocasiones lo


popular es más destacado y más original que lo culto.
TERCERA PARTE

DON SALVADOR (UN CASO DE MITOMANÍA)

Hay escritores a quienes gusta dar un último avatar a los tipos clásicos de la
literatura: Anfitrión, Don Juan, Otelo, Antígona o Salomé; hay otros a quienes
llama la atención la gente que pasa por delante de sus ojos, el hombre sin
historia, cuya personalidad quisieran fijar como un naturista una especie nueva
o una variedad desconocida. Yo soy de estos últimos.

La primera inclinación se da principalmente entre los dramaturgos, porque


las grandes figuras y los grandes conflictos humanos están realizados y
expuestos en el teatro antiguo. También se da la misma propensión entre los
estilistas, que, al trabajar sobre figuras creadas y acciones ya compuestas,
pueden dedicarse exclusivamente a la labor del detalle formal que les interesa.

La segunda tendencia es más propia de novelistas y de reporteros literarios.

En la vida se da con frecuencia el caso de comenzar a preocuparse y a sentir


curiosidad por algo cuando desaparece de nuestro campo visual.

Ha contemplado uno durante largo tiempo un tipo extraño, raro, misterioso.


Hemos hablado con él, hemos oído sus fantasías, le hemos dado algunas
bromas. Un día hemos sabido su muerte, y entonces la curiosidad nos asalta.
¿Quién demonios era este hombre? ¿De dónde venía? ¿Qué vida llevaba?

Esto me pasó con don Salvador Borbón. Ciertamente, yo no puedo


garantizar que se llamara Borbón.

Don Salvador era un señor alto, delgado, afeitado, con aire principesco. Yo le
vi por primera vez a principios del siglo. Le tomé por un extranjero. Gastaba
traje claro, abrigo claro, zapatos con polainas grises y, a veces, sombrero de
copa.

En la librería de Meléndez, de la calle de Cedaceros, llamada Libros, había


un retrato al óleo de don Salvador, un poco esquemático, y por lo que me
dijeron, en casa de Macarrón se expuso otra figura fantaseada del tipo titulada
Un librero de Toledo.
Unos años después de conocerle yo, don Salvador, a juzgar por su porte,
había caído en la miseria; llevaba el gabán destrozado, las botas rotas, los
pantalones llenos de flecos, el sombrero raído y usaba una peluca rubia. Hasta
el pelo le había abandonado.

Tuvo más tarde un renacimiento en su indumentaria. Se presentó de nuevo


pulcro y elegante; pero, sin duda, no pudo defenderse en su esplendor mucho
tiempo, y se hundió definitivamente en la irremediable miseria. Por entonces se
le ve con su aire indiferente y absorto, andando despacio, llevando con
frecuencia libros y papeles bajo el brazo.

Yo le comencé a encontrar en las librerías de viejo, y la curiosidad me hizo


preguntar:

—¿Quién es este señor?

—Es don Salvador Borbón.

—Pero ¿es un Borbón de verdad?

—Algunos dicen que sí.

—Pero ¿cómo si es de la familia real está en la miseria?

—No se sabe. Dicen que es hijo de Isabel Segunda; que fue bautizado en la
iglesia de la Encarnación con un nombre supuesto; que fue llevado luego fuera;
que ha vivido en París, y que, como gastaba mucho, ha quedado en la miseria.

Puede que alguno estime que esta curiosidad por un tipo raro de la calle es
una muestra de un romanticismo trasnochado, pero creo que uno no puede ser
más de lo que es ni pasar de ahí.
II

El borbonismo de don Salvador siempre se puso en tela de juicio por


algunos. Isidro, el librero, decía que un cómico, Allens Perkins, sobrino de la
infanta Isabel, a quien había visto y hablado cuando estaba de dependiente en
una librería del pasadizo de San Ginés y el cómico trabajaba en el Teatro de
Eslava, le había asegurado que don Salvador era de verdad de la familia real.

Lo cierto era que don Salvador tenía un tipo acusado de Borbón, que parecía
el mismo Carlos III que hubiese salido del panteón de El Escorial para pasearse
con polainas blancas por Madrid.

Yo le hablé varias veces indirectamente de las distintas ramas de los


Borbones, de los descendientes del infante don Enrique, muerto en duelo por
Montpensier; de los del infante don Sebastián, que acabaron en la miseria, hasta
de los de Muñoz, pensando que don Salvador diría alguna vez: «Ésos son los
míos». Pero don Salvador no soltaba prenda.

Un señor, antiguo empleado de palacio, llamado de apellido Bote, decía que


en su tiempo se hablaba entre la servidumbre de un infante llamado don
Salvador.

Si era hijo de Isabel II, no se comprendía por qué iba a ser expulsado del
seno de la familia.

Don Salvador decía que tenía setenta y cinco años poco antes de su muerte.
Alfonso XII era de 1857. Don Salvador tenía que ser, según él, de 1858 o 1859.

Todos los inviernos le veía a don Salvador por las calles del centro de
Madrid, frecuentemente por la del Arenal y la Puerta del Sol, abstraído, sin
mirar a nadie, como una pobre ruina humana, el cuello del gabán levantado y
las manos en los bolsillos.

Hablaba con voz un poco triste y quejumbrosa, pero tenía a veces un gesto
de hombre mundano y alegre. Se dedicaba a correr libros viejos, y si no vivía de
este pequeño comercio de intermediario, le servía para ir tirando.

Un anochecer de invierno muy frío y de niebla, hace muchos años, al ir yo


hacia mi casa, al barrio de Argüelles, le encontré en la calle de Arrieta, cerca del
Teatro Real. En la pared del edificio, sobre un reborde de piedra, ponía una fila
de libros, sostenidos por un bramante, el librero que ahora tiene un puesto en la
feria de Atocha, Julio Gómez.

Don Salvador, en la atmósfera brumosa, parecía un fantasma.


—Le estoy esperando a Julio —me dijo con voz desfallecida—, a ver si me
quiere comprar este libro. Tengo una gran debilidad. Hoy no he comido.

—Pero ¡hombre!

—No me dé usted nada —replicó—. En tal caso, si quiere usted, cómpreme


este libro. Le iba a pedir a Julio dos pesetas. Si me las da usted, mejor; no tendré
que esperar.

—¡Ah, muy bien!

Vi el libro, que era de un autor actual, que no me interesaba, y dije:

—Mire usted, don Salvador; yo le daré a usted las dos pesetas y un duro, si
quiere usted; pero con ese libro yo no me quedo. No me vaya a entrar la
veleidad de leerlo y tenga que pasar un mal rato.

Don Salvador se echó a reír con un arrullo de paloma, y me contestó:

—Bueno, deme usted las dos pesetas. No quiero más.

Desde entonces me mostraba cierta consideración. Un día dimos varias


vueltas a la plaza de Oriente y me recitó algunas poesías místicas que había
escrito y que sonaban bien.
III

Otro día le encontré en las proximidades del Rastro, y hablamos de París,


donde habíamos vivido él y yo en la misma época y en el mismo barrio, el
último o el penúltimo año del siglo XIX.

Él aseguraba que por este tiempo y antes había conocido a personajes y


grandes damas, cómicas y bailarinas célebres, a las que invitaba a cenar en su
casa; había tratado a la Sarah Bernhardt, a la Cleo de Mérode y a la Bella Otero.

Daba a entender que había tenido amistad con el general Galliffet, el de la


célebre carga de caballería de Sedán. Los españoles de gran posición de esta
época que frecuentaban los salones de París hablaban con entusiasmo del
general marqués de Galliffet, hombre amable, de un valor acreditado, cínico y
vividor. Contaban muchas anécdotas de él.

A don Salvador, según decía, le visitaba como médico el doctor Rodin, que
era muy amigo suyo. Este médico le aseguraba que tenía grandes condiciones
para la diplomacia y para el disimulo. Sus conocidos franceses, en broma y de
una manera cariñosa, le llamaban a él, según me dijo, Don Quichotte, y una
dama que me escribía cartas con el pseudónimo La Namouna, le daba siempre
este nombre.

Todo esto podía ser invención, no cabe duda, porque el hombre tenía
tendencia nativa hacia el embuste.

Una vez, viendo una antigua revista parisiense, El Teatro, en una librería de
la calle de Jacometrezo, apareció el retrato de una cómica o bailarina de París,
muy guapa, si mal no recuerdo: Lina Cavalieri.

—¡Qué mujer más guapa! —dijimos algunos.

—¡Ya lo creo! —saltó don Salvador, y añadió maliciosamente—: Yo la he


conocido mucho.

—¿La ha conocido usted?

—Sí, he cenado varias veces con ella.

Puede que fuera fantasía.

Otra vez don Salvador me llevó a casa de un cura, en cuyo despacho se


levantaba una barricada de legajos, que, al parecer, procedían de la Capitanía
General. Allí no había nada de curioso, porque alguien debió de espigar de
antemano, llevándose todo lo interesante.

Don Salvador sabía historias de los aventureros internacionales, y una vez


me habló de un tal Prado, asesino de París. Este Prado mató a una cortesana
llamada María Aguetant, el 14 de enero de 1886, para robarla, en la calle de
Caumartin. Prado decía que había nacido en México, que había estado en la
guerra carlista y que había viajado por el mundo entero. Se había casado con
una española, a quien había arruinado. En el contrato de matrimonio se había
hecho llamar conde Luis de Linska y Castillón, hijo de don Luis de Castillón,
conde de Linska, y de doña Esperanza Haro de Mendoza. No se supo quién era.
Vendió las joyas de la mujer asesinada en una tienda de la calle de Ciudad
Rodrigo, en Madrid.

No sé por qué motivo le interesaba este Prado a don Salvador; quizá sería
por su audacia.

Contaba que en el proceso dijo Prado, para afirmar algo, que ponía su
cabeza, y el presidente del tribunal, que era Quesnay de Beaurepaire, le
contestó: «No ponga usted su cabeza, porque la tiene usted poco segura sobre
sus hombros». Lo que hizo reír a Prado y celebrar la frase por ingeniosa.

Don Salvador tenía a veces cierto contento en su miseria.

Un día llegó muy satisfecho a la librería acompañado de un general de


marina.

—Querido amigo —me dijo, haciendo sonar unos duros en el bolsillo del
pantalón—, hoy estamos en plena euforia. He comido opíparamente y me
quedan unas pesetas.

—Es una situación muy plausible —le contesté yo.

—Me gusta que sea usted independiente y libre con la monarquía como con
la república. Ya sabe usted que yo le estimo —me decía.

—Yo también, don Salvador —le contestaba, aunque pensaba que era un
embustero.

El hombre me despidió muy efusivamente, haciendo sonar unos duros en el


bolsillo.

Medio año después, mi amigo el pintor Juan Echevarría me dijo que le


habían hablado de un tipo que tenía un gran carácter, que era un aristócrata, un
Borbón, que andaba por las librerías de lance vendiendo libros para vivir, y que
le gustaría hacerle un retrato.

—¿Le conoce usted? —me preguntó Juan.

—Sí. Ahora nos enteraremos en las librerías en dónde se le puede encontrar.

Fuimos a la librería de la calle de Jacometrezo, y Tormos, el librero, nos dijo


que se decía que a don Salvador le habían llevado días antes al Hospital del Rey
y que estaba muy grave. Algunos aseguraban que había muerto.

Después, el pintor Echevarría y yo marchamos a casa de García Rico, y


Ontañón mandó preguntar por teléfono al Hospital del Rey, desde donde
contestaron que don Salvador vivía, que ya estaba mejor y que le iban a operar
de cataratas.

Fue una lástima que Juan Echevarría no pudiera tener a don Salvador como
modelo; el artista hubiera pintado un tipo raro. El pobre bohemio hubiera
tenido un protector en un hombre generoso como Juan.

Don Salvador, que tenía siete vidas como los gatos, apareció después de su
enfermedad en las librerías de viejo el otoño de 1934. Estaba el pobre hombre
flaco, esquelético, destrozado. Vivía en una pensión de la calle de la Aduana y
comía como podía y donde podía. Muchas veces, probablemente, se acostaba
sin comer y sin cenar.

No tenía ni un pañuelo de bolsillo, y usaba papeles para sonarse.

Alguna vez, muy rara, me pedía una peseta.

«No necesito más que una peseta. Como dos huevos, uvas y pan. Es lo que
mejor me sienta.»

Don Salvador era de los que seguían la máxima del poeta latino: «Coge la
flor del día, sin cuidar demasiado de la de mañana». Para él, la flor del día era
bien pobre y bien raquítica.

IV

Poco antes de las algaradas de octubre de 1934, don Salvador comenzó a ir


casi todas las tardes a la librería de la calle de Jacometrezo.

Se sentaba y charlaba un rato. Le indignaba, según decía, el espíritu beocio y


roñoso de la gente acomodada, que a veces le llamaban a él para tasar una
colección de libros y le despedían después sin darle nada por el trabajo. Esto me
parecía un poco fantástico, porque no creo que nadie llame a un técnico para
vender unos cuantos libros. Don Salvador nos habló de su época de militar
carlista. Había entrado con sus fuerzas en Sabadell, según contaba; también nos
dijo que fue una vez comisionado para ver a Guillermo II en Berlín, y que la
reina regente, en tiempo de la guerra de Cuba, le envió con una misión especial
para entrevistarse con Máximo Gómez y proponerle una paz amplia de España
con los insurrectos. Según él, Máximo Gómez no aceptó porque dijo que, ya
muerto el cabecilla Maceo por los españoles, no había arreglo amistoso posible.

Esto tenía aire de fantasía. Por este tiempo se habló en la tertulia de la


librería de viejo de Tormos —«el Club del Papel» lo llamaba un amigo— más de
las ocurrencias de Asturias y Cataluña que de sucesos antiguos. Algunos
pensaban en la posibilidad de una dictadura militar.

Al entrar don Salvador en la librería, el doctor Val y Vera solía decirle:

—¡Hola, don Sahatore! ¿Cómo se atreve usted a andar por la calle estos días
que hay tiros? ¡Qué heroísmo!

—Yo no tengo miedo a los tiros ni a la muerte —decía don Salvador con
cierta pompa—. Lo que sí me asusta es la idea de que me atropellen.

Una de las tardes que estábamos en la librería don Salvador, Luis Fernández
Casas, el doctor Val y Vera, Tormos, su empleado Lino y yo, comenzaron a
sonar tiros en la plaza del Callao y en la Gran Vía. Se oían tres o cuatro disparos
de pistola, y después, fuego graneado de fúsil. Lino cerró las puertas de la
tienda, y estuvimos algún tiempo charlando y escuchando el tiroteo. Como éste
no cesaba, yo dije:

—Habrá que ir a casa, porque si no, se figurarán que a uno le ha pasado


algo. Así que yo me voy.

—Yo voy con usted —me dijo el doctor Val y Vera.

Salimos de la librería y fuimos los dos, como todo el mundo, con las manos
en alto, en actitud de banderilleros. Tuvimos que detenernos ante las voces de
algún guardia, que gritaba con furia, empuñando el fúsil: «¡Arriba las manos!»,
y llegamos sin detrimento a casa.

Al día siguiente, don Salvador nos contó que al pasar él por la plaza del
Callao habían estado a punto de atropellarle, y que una mujer del pueblo,
llamándole buen señor y pobre anciano, le había cogido del brazo y le había
acompañado hasta dejarle en la puerta de su pensión, en la calle de la Aduana.
Don Salvador volvió a asegurar que ni temía a las balas ni a la muerte ni a la
revolución; pero sí temía el barullo y el desorden callejero, porque no podía
realizar sus pequeños negocios y temía ser atropellado.
V

Después de aquella tarde, don Salvador no apareció ya más por la librería.

«¿Qué habrá hecho ese pobre hombre? ¿Dónde andará?», nos


preguntábamos a menudo.

Unas semanas después hablaba con el encargado de la librería El Libro


Barato, Cayo de Miguel, de la calle Ancha, de la desaparición de don Salvador.

—Si ha muerto o vive, el que seguramente lo sabrá es Alonso, el librero de la


plaza de Herradores —me dijo Cayo—. ¿Quiere usted que le pregunte por
teléfono?

—Sí, hombre.

Cayo hizo la pregunta, y Alonso contestó que don Salvador había dejado la
pensión de la calle de la Aduana, donde vivía, y había ido al Hospital
Provincial. No tenía más noticias. No sabía si vivía o si había muerto.

Comuniqué la noticia al Club del Papel. El doctor Val y Vera dijo:

—Yo preguntaré por teléfono a las monjas del hospital.

Hizo la pregunta, y una de las monjas contestó:

—Don Salvador Borbón ha muerto aquí el día trece de febrero de este año.

Hablaba poco después al doctor Marañón de aquel hombre extraño, y le


decía que quizás habría dejado algunos papeles o algún indicio de su
personalidad. Marañón me dijo: «Yo me enteraré en el hospital».

Efectivamente, se enteró; don Salvador no había dejado nada. Durante su


enfermedad se había mostrado obediente y sumiso.

Val y Vera fue también al hospital y pidió ver la inscripción en el registro de


los enfermos ingresados. La inscripción decía así: «Salvador Borbón y Borbón,
de setenta y seis años; hijo de Isabel y de Francisco».

Fuera cierta, fuera falsa, nuestro amigo don Salvador había defendido su
personalidad borbónica hasta el final.

VI
Ciertamente, a mí me hubiera gustado en este relato sobre don Salvador
contar algunas bellas acciones de nuestro héroe, matizadas de un aliento
romántico y quijotesco; pero, por ahora, no hemos podido encontrar en su
pasado misterioso más que algunas pocas aventuras, que no pueden servir de
ejemplo ni en Juanito ni en ningún otro tratado de moral. Verdad es que estas
aventuras no están comprobadas, no tienen un carácter incuestionable, y yo no
puedo decir al público lo que se atribuye al predicador portugués, cuando
enterneció e hizo llorar demasiado a las devotas, pintando con palabras
elocuentes la pasión y los dolores de un santo: «Non choréis, meninas, que isto fai
muito tempo que pasou e podería ser que fose mentira». (Como yo no sé portugués,
no garantizo la exactitud de la ortografía ni de la frase.)

Hemos preguntado a derecha e izquierda; hemos cumplido nuestros


deberes reporteriles pidiendo datos acerca de nuestro amigo don Salvador. Hay
dos opiniones tajantes sobre él: unos le creen un Borbón de verdad; otros le
tienen por un mitómano, por un impostor.

El doctor Muñagorri me contó que, hacía unos quince años, iba él con
frecuencia al Café de Zaragoza y al de la Concepción, cuando en estos cafés se
daban conciertos. Don Salvador aparecía en uno o en el otro. Se sentaba casi
siempre solo, oía la música y se marchaba cuando terminaban de tocar. Durante
unos días se reunió con dos judíos, que tenían una tienda de rosarios y de
medallas en la plaza Mayor, y habló con éstos animadamente.

Hay un hecho claro, y es que nadie ha conocido a don Salvador hace más de
treinta años. Más allá, su vida se hunde en el misterio.

Comentamos en el Club del Papel los datos escasos que tenemos de nuestro
misterioso amigo, al cual algunos quieren dar proporciones de Rocambole,
cuando aparece don Luis Valderrama.

Valderrama es ingeniero y bibliófilo, hombre decidido, expeditivo y en esta


época corpulento y rápido.

—¡Ah! Pero ¿ustedes quieren averiguar quién es don Salvador? —nos dice
—. Pues eso lo averiguo yo enseguida.

Efectivamente, a los pocos días, Valderrama ha conseguido una porción de


datos, que cuenta con una serie de detalles, de lugares y de fechas que nos
sorprende, porque a la mayoría se nos olvidan al poco tiempo de oírlos.

—Pero ¿usted recuerda todos esos detalles o los inventa? —le pregunto yo
en broma.
—Soy como un gramófono —contesta él.

—No le costaría a usted mucho estudiar la carrera.

—Nada. Un condiscípulo mío se desesperaba, y me decía: «Yo necesito todo


el día para aprender la lección, y tú, desde casa a la escuela la aprendes».

—Una retentiva tan grande, para un buen comunista, debe de ser un


atentado a la igualdad, un privilegio que habrá que suprimir con el tiempo.

—Vamos a don Salvador —dice Valderrama—. He hablado con varios


libreros que le han conocido. La opinión general comprobada es que
oficialmente no se llamaba Borbón, y que tenía dos apellidos catalanes: V. y B., y
que tenía familia en Barcelona.

—El que oficialmente no se llamaba Borbón era una cosa conocida —indico
yo.

—Cierto. El librero del pasadizo de San Ginés habló con el hijo de don
Salvador, y éste le dijo que su padre no era Borbón. Otro librero cuenta que, no
hace mucho, don Salvador pensaba reclamar algo, como hijo de Isabel Segunda;
que después se arrepintió, y que le preguntaron: «¿Por qué no reclama usted?».
Y él contestó: «Porque no quiero desacreditar a mi madre». Según nuestro
informador, don Salvador había tomado parte en la guerra carlista, ascendió a
brigadier y entró con sus fuerzas en Sabadell. Decía que, al entrar en este
pueblo, dos soldados carlistas de su tropa quisieron violar a unas monjas; que él
los condenó a muerte, los tuvo veinticuatro horas en capilla y luego los indultó.
Que en esta época le llamaban el Generalito Loco y el Borbón Loco, y que firmaba
con el título de Duque de Atocha.

—Eso también lo ha contado aquí —dije yo.

—Probablemente son invenciones suyas que han corrido —indica


Valderrama—. También me han dicho que hace unos años, don Salvador tenía
un ayudante que se llamaba Fausto y que solía decir: «No es el Fausto de
Goethe». No sabemos qué honorarios tendría este escudero; no serían muy
grandes. Una vez, el Fausto y algunos otros le instaron a don Salvador a que se
presentase en palacio. Fue. No le dejaron pasar, y empezó a gritar y a protestar
diciendo que él tenía más derecho que nadie para estar allí. Según parece, el rey
Alfonso XIII mandó enviarle cinco duros, pero sin decir que se los mandaba él.

—Todo esto anda un poco alrededor de lo que sabemos —afirmo yo.


—Cierto —indica Valderrama—. Ahora hay dos versiones nuevas y
despampanantes: una, sobre el viaje a París de don Salvador; otra, sobre su
estancia en un penal. Las dos me parecen dignas de ponerse en cuarentena.

—Veámoslas.

—Dicen que un poeta peruano, de vida accidentada y trágica, y un


falsificador madrileño, que habían podido agenciarse la hoja de un talonario de
la cuenta corriente de un señor rico que vivía en provincias, se pusieron de
acuerdo en falsificar su firma y en cobrar en el Banco de España una gran
cantidad: cuarenta o cincuenta mil duros. El poeta no se atrevía a presentarse en
el banco al cobro, porque le conocían; el falsificador tampoco; éste tenía fama en
el oficio, y su retrato había corrido por todas partes. Ni uno ni otro podían
suplantar al propietario rico de provincias. Entonces hablaron a don Salvador y
le ofrecieron dos mil pesetas, si se prestaba a cobrar el cheque falso. Don
Salvador aceptó la combinación. Fue con los dos compinches hasta el banco, y
éstos le esperaron a la puerta de la plaza de la Cibeles. Él, en vez de salir por la
puerta, salió por la calle de los Madrazos, tomó un coche, se marchó a la
estación del Norte y se fue a París a vivir como un gran señor. ¿Qué les parece a
ustedes?

—Muy ingenuo —dice Val y Vera, sonriendo.

—Sí, es mucha candidez para un falsificador y para un poeta —añado yo.

—Si hubiera sido verdad la maniobra, el falsificador y el poeta le siguen a


París, como dos perros de presa —dice uno de los oyentes.

—La segunda versión —sigue Valderrama— que he recogido, quizá tan


auténtica como la otra, es ésta: he oído decir a un librero que un tío suyo, al ver
por primera vez a don Salvador, exclamó: «Pero ¡si a éste le he conocido! Estaba
conmigo en el penal de Burgos, y allí era cabo de vara».

—Estamos en pleno Rocambole —aseguro yo.

—¡Qué puede haber de cierto en esto! —sigue diciendo Valderrama—. El tío


del librero, que estuvo en el penal de Burgos, según afirmaba él, fue porque se
escapó de entre las filas liberales y se marchó con los carlistas. El motivo no
parece suficiente para sufrir una condena en un presidio. Este hombre, cuando
volvió del penal, tenía una gran repulsión por comer sesos, y le molestaba ver
una cabeza de cordero abierta, y hasta una cabeza de pescado en un plato. No
se sabe qué le podía haber ocurrido, pero hay que sospechar que le había roto la
cabeza a alguno o visto que otro se la rompía. Este hombre era muy religioso y
respetaba las vigilias y los ayunos; pero, a pesar de ello, algunos días de Viernes
Santo le entraba un furor antirreligioso y se comía un chorizo. Preguntaré si
entre los presos de Burgos está el nombre de don Salvador, el oficial y el
supuesto. Por último, me han dicho que, durante la guerra de Cuba, don
Salvador tenía amistades con personajes políticos, y que formó una sociedad
para especular en la Bolsa. Al principio, la sociedad ganó con los informes de
don Salvador; pero luego vino la mala, y uno de los principales socios, un
ganadero, se arruinó y se suicidó. ¡Ah! Además tenemos la noticia de que hay
un general de marina que conoció a don Salvador hace más de treinta años.
Actualmente no está en Madrid; pero va a venir dentro de poco, y le
visitaremos.

Después de contar todo esto, con muchos más detalles de los que yo
recuerdo, Valderrama asegura que insistirá en el asunto hasta aclararlo;
pregunta después por una perdiz disecada, que ha llevado a la librería y que va
a enviar al Museo de Historia Natural, porque está tan bien disecada, que, si no
hablando, parece que está cantando.
VII

—Yo he oído una versión sobre la estancia de don Salvador en el penal de


Burgos, que probablemente será falsa —dice el doctor Val y Vera—. Según ésta,
don Salvador, en connivencia con un anticuario, se presentó con dos hombres,
de noche, en la ermita de Farlete, pueblo de la provincia de Zaragoza. Hay,
efectivamente, a poca distancia de la aldea, una ermita, dedicada a Nuestra
Señora de Farlete o de la Sabina. Don Salvador y sus acompañantes querían
sustraer unos cuadros de mérito que allí había. Salió la mujer del ermitaño al
encuentro de los asaltantes, y uno de ellos le dio un golpe con un bastón en la
cabeza y la dejó muerta. Éste fue, según algunos, el motivo de su prisión.

—De su prisión supuesta, porque eso no está comprobado.

—Es verdad, no está comprobado.

—¿Y es que don Salvador se dedicaba también a los cuadros? —pregunto


yo.

—Sí —contestó el doctor—. Al lado de mi casa viven unas señoras que


tenían amistades con el conde de Parcent. Don Salvador, a quien ellas llamaban
el Pelucas, iba a casa de Parcent, y una vez se llevó un cuadro, con la intención
aparente de restaurarlo, pero luego lo empeñó. Las señoras estas, que lo
supieron, cuando volvió a su casa le encerraron en un cuarto y le dijeron: «De
aquí no sale usted sin dar la papeleta de empeño». Y el hombre la dio. Para
estas señoras, don Salvador era de Albalete de Cinca, del partido de Fraga. Una
de ellas había oído decir que se aseguraba que era hijo de Isabel Segunda y del
Pollo Real, Ruiz de Arana; es decir, hermanastro de la infanta Isabel. Don
Salvador, por entonces, andaba mucho por las iglesias.

—Sí —digo yo—, hacía versos místicos, que escribía en las primeras páginas
de los libros. Yo he leído algunos.

—Pues no creo que fuera muy creyente —contesta el doctor—. Hace pocos
meses, después de la República, cuando comenzaba la reacción del sentimiento
conservador y religioso, en una librería dijo: «¿No tendrían ustedes algún
crucifijo por aquí?». «No; pero si lo quiere usted, podemos pedirlo prestado a
un anticuario de la calle.» «Muy bien; pídanlo ustedes.» Le proporcionaron la
imagen. «Ahora, venga un cordón.» Cogió el crucifijo, le ató un bramante, se lo
puso al cuello, fue a casa de un marqués, y le dieron allí cinco duros y una
papeleta para hacer en ella una declaración de catolicismo en vida y a la hora de
la muerte. «Aquí traigo cinco duros», dijo a la vuelta; «ya tengo para comer
unos días. El papelito este se lo pueden regalar a algún cavernícola entusiasta.»
Después de contar esto, Val y Vera se marcha a hacer sus visitas, «a mover el
tacón», como dice él.

Yo me acerco a la librería de la calle del Desengaño, de García Rico, a ver


unos folletos, y, de paso, a preguntar por don Salvador, como reportero que
quiere cumplir los deberes del cargo.

—¡Don Salvador! —me dice Ontañón—. Era hombre de poco fiar. No hace
mucho se me presentó con un paquete debajo del brazo, y me dijo que tenía
magníficos documentos, auténticos, de personajes españoles célebres, entre
ellos de Cristóbal Colón. «¡Ah! ¿Es usted el que corre esos documentos falsos?»,
le pregunté; «le advierto a usted que hay una denuncia de Maggs Bross, el
librero de Londres, y una orden para que se detenga al que haya falsificado esos
documentos y al que los venda.»

Don Salvador se escapó al oír esto.

—¿Y es que hay una denuncia?

—Sí.

Al parecer, el librero londinense del Strand, Maggs Bross, había comprado


algunos de aquellos documentos, y habían resultado más falsos que Judas.

Estos detalles hacen pensar que nuestro amigo don Salvador no ponía un
cuidado escrupuloso en los medios de ganar; pero hay que tener en cuenta que
la miseria lleva muy lejos.

También podía sospecharse que el sedicente Borbón era un mitómano, que


había inventado una fantasía genealógica a su gusto. Si había hecho esto, hay
que reconocer que no le servía de mucho, pues en plena caducidad de la vejez
tenía que dedicarse a los modos de vivir que no dan para vivir, que decía Larra.

Además, el que don Salvador Borbón se dedicara a la impostura de una


manera deliberada y consciente no está claro. En su origen hay muchos puntos
oscuros que permiten sospechar y dudar.

Don Salvador no obtenía ventajas de su mistificación, si lo era. No le servía


para sus fines de ambición o de codicia, como a los falsos Demetrius, a los falsos
Delfines o a los falsos don Sebastián, que también fueron varios.

Si el borbonismo de don Salvador era una fantasía, era una fantasía inocente.
Después de todo, demuestra cierta virtud, al querer pertenecer a la familia de
los Borbones en plena República.
A pesar de sus pretensiones principescas, don Salvador solía decir, cuando
se hablaba de políticos con fama de venales o de gente de moral deficiente, esta
frase lapidaria: «Todos estamos formados por la misma arcilla».
VIII

«Cada casa es un mundo», suelen decir algunas gentes noveleras. Una


librería de lance es también un mundo pequeño, donde se dan desde el
aristócrata más vetusto al pollo que va a vender los libros de su padre; desde el
duque bibliófilo hasta el Flauta, o el Canena; desde el ricachón, inflado de dinero,
hasta el mangante, desinflado por el hambre.

Yo registré, hace años, en la librería de Tormos, los restos de la biblioteca de


un bibliófilo, al lado de un padre de la Compañía de Jesús, mientras el duque
de T’Serclaes miraba el último catálogo, y un vendedor de la calle compraba
libros para liquidarlos en el Rastro a perra gorda.

En este pequeño mundo que es una librería de lance aparece de cuando en


cuando un señor, a quien se llama el Conde. No sé quién es. Por su tipo es
delgado, fino, entrecano, poco hablador y un tanto ceremonioso, vive fuera de
Madrid y colecciona obras de genealogía y de blasón. Ha saludado alguna vez a
Fernando de la Quadra Salcedo, y por esto suponemos que será tradicionalista,
buen católico y monárquico.

Este señor, el Conde, es de los que saben oír, virtud bastante rara entre los
españoles, que necesitan hablar y dar enseguida su opinión acerca de lo que
entienden y de lo que no entienden.

El Conde escucha en silencio lo que se cuenta de don Salvador Borbón, y


después dice: «Yo conozco a una señora que ha protegido a don Salvador; le
hablaré y les contaré a ustedes lo que ella me diga».

Todos nos inclinamos ante esta colaboración espontánea.

Días después nos preguntamos: «¿Vendrá el Conde? ¿Nos contará algo que
valga la pena? Sospechamos que no».

Sin embargo, esta tarde, el Conde se ha presentado. No trae un aire


sonriente ni triunfante. Suponemos que ha fracasado en su entrevista. Hace
unas preguntas al librero sobre obras del catálogo, y después nos dice:

—Hablé con esa señora.

—¿Y contó muchas cosas? —pregunto yo.

—Contó demasiadas.

—¿Y se puede saber quién es ella?


—Es doña Leonor de Guzmán y la Cerda, abadesa mitrada de Santa Clara,
de la orden cisterciense.

—¡Demonio! Pero una señora así, ¿existe? ¿Tiene realidad objetiva, como
decimos los filósofos?

—Sí existe, porque he hablado yo con ella.

—¿Y dónde vive?

—Vive en un hotelito de la Prosperidad.

—Parece que debía de estar como una flor prensada en las páginas del
Romancero o del Poema del Cid. ¿Y existen también esas abadesas mitradas en
nuestros tiempos de una República de trabajadores más o menos auténtica?

—Sí; estas abadesas tienen jurisdicción en villas y lugares; eran antes


señoras de horca y cuchillo…

—Y hoy no disponen más que del cuchillo de la cocina.

—Cierto.

—¿Cómo fue la entrevista?

—Yo la fui a visitar, y la encontré en un gabinete pequeño, con un espejito y


unas mecedoras, haciendo, con largas agujas de acero, un jersey de lana para el
chico de la portera. Le expuse el motivo de la visita y la curiosidad de ustedes, y
ella me contestó que diría lo que sabía, porque no creía que pudiera perjudicar
la memoria de don Salvador, y porque suponía que tanto ustedes como yo
éramos unos caballeros.

—Esta señora tiene una opinión de nosotros que nos honra —afirma el
doctor Val y Vera, con una sonrisa y una inclinación de cabeza un tanto
protocolar y ceremoniosa.

—¿Y qué opinión tiene esa dama de don Salvador? —pregunto yo.

—Esa señora cree que don Salvador era de sangre real. El primer día que le
vio, se dijo: «No hay duda de que es un Borbón». Después, en la charla que
tuvieron los dos, discutieron sobre un punto, en el cual no estaban del todo
conformes, y ella, que tiene el genio vivo, le soltó a la cara al supuesto Borbón
esta fiase acerba: «Se ve que no es usted de la rama legítima de los reyes de
España». «¿Cómo que no, señora?», preguntó don Salvador, engallándose. «No;
usted es de los Trastámaras», replicó ella con energía.

Ante esta aparición de los Trastámaras nos quedamos todos apabullados.


Algo nos suena, esto de Trastámara; poco a poco recordamos el campo de
Montiel, a don Pedro el Cruel, a Men Rodríguez de Sanabria, a Bertrand
Duguesclin, con sus compañías blancas, a quien nuestros autores llamaron
Beltrán Claquín, y la célebre frase atribuida al condestable bretón: «Ni quito ni
pongo rey; pero ayudo a mi señor».

—¿Y qué dijo nuestro amigo ante esa acusación clara de trastamarismo? —
preguntamos al Conde.

—Se calló y bajó la cabeza, mientras doña Leonor de Guzmán aseguró con
altivez: «Yo procedo de don Pedro Primero de Castilla».

El verdadero ascendiente de su familia, según ella, es Bermudo el Gotoso,


rey de Asturias y León, nada menos que del siglo X. La abadesa no tiene miedo
a la herencia de artritismo que le ha podido dejar su antepasado, el de la gota.

Varios ascendientes suyos se lucieron: uno de ellos, en el sitio de Baeza,


añadió a su escudo unas aspas de oro; otro luchó en la batalla del Salado.

Ya colocados los rivales en sus respectivas jerarquías, la rama legítima y la


bastarda, doña Leonor favoreció en lo que pudo a don Salvador, el de
Trastámara. Ella sospecha si don Salvador será hijo del infante don Juan y de
Isabel II.

—¿El infante don Juan era hijo del llamado en el siglo diecinueve Carlos
Quinto? —pregunto yo.

—Eso es —contesta el Conde.

—Entonces, esto se va complicando.

—Pero, a pesar de su sospecha, la abadesa cree que don Salvador es hijo


legítimo. Dice que nació en Madrid y fue bautizado en la iglesia de la
Encamación, como hijo de un empleado de palacio, y unos días después, en la
iglesia de San Agustín, en Barcelona. Hay quien afirma que una azafata del
tiempo de Isabel Segunda, llamada Elvira B., cogió al niño y cuarenta o
cincuenta mil duros; le llevó primero a Barcelona y después le entregó a una
nodriza de un pueblo de Aragón.
—Pero si don Salvador era hijo tan legítimo como Alfonso Doce, según esa
señora, ¿por qué al uno le echaron de palacio y al otro no? Hubiera sido
conveniente hacer esta pregunta —indica uno de nosotros.

—Se la hice —contesta el Conde—. Ella cree que fue el general O’Donnell el
que dijo que no quería que hubiera dos varones en la familia real, no se fuera a
dar el caso de Femando Séptimo y de don Carlos, en la primera mitad del siglo
diecinueve, y la posibilidad de una guerra.

—Y la madre, ¿accedió? Es un caso inverosímil. Doña Leonor de Guzmán


debe de despreciar profundamente a Isabel Segunda.

—No; todo lo contrario. La compadece, y cree que tenía muy buen corazón.
Ha llegado a reñir por su fama póstuma. Poco después de la instauración de la
República entró doña Leonor con una amiga en un café a tomar un pastel. Se
sentó a una mesa, y cerca de ella había unos jóvenes irrespetuosos, que
insultaban a la familia real, y, sobre todo, a Isabel Segunda.

—Es un poco raro —dije yo—; porque no creo que a los jóvenes actuales les
preocupe la vida de Isabel Segunda.

—Es verdad —contestó el Conde—. Ateniéndome a lo que doña Leonor dijo


al oír hablar de esta reina, indicó a los jóvenes que tuvieran más caballerosidad
y más hidalguía. Los jóvenes le contestaron groseramente, y un extranjero se
acercó a doña Leonor y le dijo: «Si me necesita usted, aquí estoy yo para
defenderla», y ella le contestó: «Muchas gracias, caballero; pero me basto sola.
Soy doña Leonor de Guzmán y la Cerda, abadesa mitrada de Santa Clara».

—Los jóvenes quedarían estupefactos…

—Completamente estupefactos. Doña Leonor no cede en este punto un


ápice de sus prerrogativas. Cuenta que en palacio una vez le trajeron a firmar
un documento de pésame. Después de firmarlo, la mujer de un infante se quejó
de que ella tuviera que poner su nombre debajo del de una persona sin título, y
entonces la reina regente observó: «Es una abadesa mitrada, y tiene derecho a
firmar antes que las infantas».

—¿Y qué opinión tiene la abadesa de don Salvador?

—Ella cree que era un caballero, un verdadero hidalgo. De conocer a Don


Quijote, esta señora no hubiera sido como los duques, que se burlaron de él; por
el contrario, le hubiera admirado y reverenciado por su valor y su
caballerosidad y hubiera participado de sus ilusiones.
—¿Y tiene la abadesa mitrada algunos datos para creer que don Salvador era
un auténtico Borbón?

—Pocos. Dice que don Salvador firmaba Salvador Borbón en el libro que
ponía la infanta Isabel a la puerta de su palacio los días de su santo y de su
cumpleaños; que ha visto un oficio antiguo, dirigido a su alteza real el infante
don Salvador de Borbón. Según ella, los palaciegos que rodeaban al rey le
conocían bien; pero no querían que se acercara al monarca. Todo ello, como se
ve, no es gran cosa; ahora, si es cierta la conversación que doña Leonor tuvo con
la infanta Isabel, si no la ha soñado, es importante.

—Veamos la conversación.

—Según la abadesa mitrada, hace tres años don Salvador, que estaba muy
enfermo y próximo a quedarse ciego, le escribió una carta a ella, pidiéndole por
favor que se presentara a la infanta Isabel y le pidiera para él un pequeño
socorro. Doña Leonor se presentó en el palacio de la calle de Quintana, y
tropezó con una serie de dificultades y de inconvenientes para ver a la infanta.
No podía ser. Su alteza estaba enferma, no recibía. Nuestra abadesa venció
todas las dificultades y llegó hasta el gabinete en donde se encontraba la
infanta. Ésta la acogió con amabilidad, la hizo sentarse a su lado y le preguntó
qué deseaba. Ella le contó lo que le ocurría a don Salvador, y la situación mísera
en que se encontraba: viejo ya, casi ciego y sin más recurso que el hospital.
Entonces, según doña Leonor, la infanta se conmovió, y exclamó: «¡Pobre
hermano, qué desgraciado ha sido!». Al momento apareció en el gabinete una
señorita de compañía, y dijo: «Perdone su alteza que le diga, pero el médico ha
indicado que no le conviene hablar mucho». «Está bien», contestó ella, «pero
aún no estoy cansada.» Doña Leonor siguió hablando de don Salvador, y no
habrían pasado dos minutos, cuando un aristócrata intendente de la casa entró
de nuevo y, dirigiéndose a la infanta, le dijo: «Señora, no le conviene hablar
más». Este caballero ofreció después el brazo a doña Leonor, para hacerla salir
de la habitación, y la infanta, mientras tanto, dijo: «Hacéis mal en no dejarme
hablar con esta mujer».

—Y esto, ¿no lo habrá soñado esta señora?

—Parece que no. Ella lo cuenta como si lo hubiera oído, con toda clase de
detalles. Tampoco se vislumbra una intención especial en mentir; lo ha oído o lo
ha soñado, pero ella lo cree cierto.

—Y la infanta, ¿mandó algún socorro a don Salvador?

—Nada; absolutamente nada.


—Y esto, ¿no sorprendió a nuestra abadesa?

—Parece que no.

—¿Y cómo se lo explica?

—Ella cree que fueron intrigas de los palaciegos, de la gente que rodeaba a
la infanta.

—¿Y cómo recibió don Salvador la repulsa?

—Don Salvador era un sentimental, según la dama, y al comprender el


abandono al que le condenaban, lloró en su soledad. De joven fue a París, al
palacio de Castilla, vestido de uniforme, y cuando apareció Isabel Segunda, tiró
el tricornio al suelo y se arrodilló ante la reina madre y le besó las manos.

La abadesa mitrada de Santa Clara veía la escena dramática digna del


Romancero o de un poema épico.

—Después —añadió el Conde—, don Salvador estuvo respetuosamente


enamorado de la reina regente. Así lo asegura nuestra dama. No pensaba más
que en ella y en su hijo. La reina, que sabía que era su próximo pariente, le
hablaba de tú.

Un día —según nuestro Borbón—, al pasar en su coche por la calle de


Hortaleza, le llamó, le hizo sentarse a su lado, le explicó las causas misteriosas
que impedían la terminación de la guerra de Cuba, que podía producir la ruina
de la monarquía, y terminó diciéndole: «Vete a Cuba y salva el trono de mi
hijo». Ante este ruego, don Salvador no vaciló, y salió inmediatamente de
España para entrevistarse con Máximo Gómez.

Esto de conferenciar con Máximo Gómez, «el Chino Viejo», no es tan


romántico como hubiera sido el tener que verse con Alvar Fáñez de Minaya;
pero en esta época no había ningún Alvar Fáñez ni en la Península ni en sus
colonias. Todos eran Gómez, Pérez, Garcías, y no salíamos de ahí.

—Y doña Leonor, por su parte, ¿no socorrió a nuestro Borbón? —pregunté


yo.

—Sí, le socorrió. Él le dijo que esperaba cobrar una cantidad de una herencia
en Barcelona, y que tenía, además, alhajas que habían pertenecido a Isabel
Segunda. Entonces, doña Leonor le hizo un préstamo.

—Y él, ¿se lo devolvió?


—No; no pudo. Eso no quita para que ella haya tenido siempre a don
Salvador como a un caballero, dice la dama.

—¡Qué hermosa fe! —indica Val y Vera, sonriendo.

—Después todavía —sigue diciendo el Conde—, cuando doña Leonor supo


que su amigo estaba en el hospital, le dijo que al salir le iba a preparar un sitio
en donde pudiera irse reponiendo y comenzar a trabajar. Con este objeto
encontró una pensión para él y pagó dos meses por adelantado. El Borbón, real
o supuesto, al parecer, no era partidario de las horas reglamentarias, y le dijo a
la patrona, muy finamente: «Mire usted, señora: mis trabajos no me permiten
venir a comer y a cenar con puntualidad. Si usted quiere, del dinero que le ha
dado doña Leonor, cóbrese usted el cuarto, y lo demás me lo da usted a mí». La
patrona aceptó la combinación, y don Salvador fue a los rincones de las
tabernas, tan queridas por él.

—Y la abadesa mitrada, ¿se enteró?

—Sí, se enteró.

—¿Y qué dijo?

—Dijo: «Sí; don Salvador quizá sea un poco golfo. Le viene de familia; pero
eso no le impide ser un caballero».

Después de contado este romance, el conde se fue, y el espíritu de la abadesa


mitrada de Santa Clara quedó flotando en la librería de viejo, por encima de los
descabalados tomos del diccionario Madoz y de La mujer adúltera, de Pérez
Escrich.

IX

—El almirante está en Madrid, ¿cuándo vamos a verle? —me pregunta


Valderrama, días después.

—Cuando usted quiera —contesto yo.

—¿Mañana?

—Lo que usted diga.

—¿A las doce en punto?

—Me parece muy bien.


Me indica la calle y número.

A las doce menos un minuto estoy a la puerta de la casa indicada.

A las doce en punto se presenta Valderrama.

—Amigo, ¡vaya exactitud! —digo yo.

—Somos gente del norte —contesta él.

Subimos las escaleras de una casa antigua, llamamos y pasamos a un


saloncito con dos balcones, uno de los cuales hace esquina a una plazoleta, por
donde entra el sol claro de mayo. Hay un armario con libros, dos retratos al
óleo: uno del siglo XVIII, y otro, de un militar, del XIX. Saludamos al almirante,
que nos recibe con amabilidad, y nos sentamos. Entramos enseguida en
materia. El general de marina nos cuenta cómo y dónde conoció a don Salvador.
Sin duda, le preocupó y le interesó la figura enigmática del supuesto Borbón.
Habla el almirante largo tiempo, y a veces Valderrama y yo le interrumpimos
para hacerle una pregunta.

—En mil ochocientos noventa —dice el general— vine a Madrid de un


apostadero, y fui a vivir a la casa de una señora, casada con un sobrino de Mañé
y Flaquer, a la cual los amigos llamábamos familiarmente Paca. Esta señora
vivía en la calle de las Infantas, número siete.

»Pocos días después apareció en la casa una amiga de la dueña, una señora
de Barcelona, llamada Luisa C., casada y con dos hijos. Una semana más tarde
se presentó el marido de Luisa. Era don Salvador. Venía de París. Se mostraba
muy elegante, vestía a la última moda y usaba con frecuencia sombrero de
copa. Tuve algún trato con marido y mujer; al parecer contaban con medios de
fortuna suficientes para vivir; pero él era gastador, pródigo y no sabía privarse
del menor de los caprichos. Todo lo que veía por la calle se le antojaba y lo
compraba, aunque estuviera convencido de que no le iba a servir para nada. Por
este tiempo nunca le oí decir que fuese Borbón.

»Le dejé de ver, me olvidé de él, y once años después, en 1901, le encontré
de nuevo en la calle de Alcalá, esquina a la de Peligros, desastrado, hecho un
mendigo, con unos pantalones arrugados y encogidos y unas botas rotas. Me
dijo que venía de París. Le acogí, le vestí, y entonces me empezó a hablar de que
era un Borbón. Vi pronto que había que tenerle a raya, porque tendía a abusar.
Me hizo algunas malas partidas; reñí con él varias veces, pero me reconcilié
otras tantas; como siempre, alegaba que no tenía trabajo; yo le indiqué que
podía intentar la venta de una biblioteca de un marino compañero mío, muerto,
hombre de gran inteligencia. Desde esa época comenzó a frecuentar las librerías
y a correr libros.

»Como ustedes —sigue diciendo el almirante—, tuve curiosidad por el tipo


de don Salvador, y quise averiguar su origen, aunque sin resultado. En esto, por
un cura bibliófilo, supe que don Salvador iba con mucha frecuencia a la iglesia
del Buen Suceso, y que era amigo del párroco de esta iglesia, don Joaquín Pérez
de San Julián. Se mostró devoto, se confesó con él, y en la confesión le dijo que
tenía motivos para creer que era hijo de Isabel Segunda, y que su partida de
bautismo debía de estar en la iglesia de la Encarnación, incluida en el libro
parroquial hacia los últimos días de enero o primeros de febrero de 1859. El
rector del Buen Suceso fue a la iglesia de la Encarnación, y sacó la partida de
bautismo de un niño llamado Salvador de Aguilera y Aranguren, nacido en
enero de 1859, en la calle de San Quintín, número 1, hijo póstumo de un
empleado de palacio, muerto hacía seis o siete meses. Para el párroco, era ésta
una prueba evidente de que don Salvador no era Borbón; pero para éste era un
indicio claro de que había algo irregular en su origen. Pocos días después de
esta fecha, don Salvador aparecía bautizado el 5 de febrero de 1859, como hijo
natural de Elvira B., en la parroquia de San Agustín, de Barcelona, con los
nombres de Salvador Paulino, y unos días más tarde, un pintor catalán, V., iba a
esta iglesia, reconocía al niño y le daba su nombre. Así, resulta que don
Salvador tenía tres apellidos, mejor dicho, cuatro: uno, que se atribuía, Borbón;
otro, con el que le registraron en la primera fe de bautismo, Aguilera; el de la
madre, y el del supuesto padre V. Don Salvador había oído hablar de las
oscuridades de su nacimiento; sabía que su madre adoptiva, Elvira B., había
sido dama de Isabel Segunda. Alguien había relacionado estos datos y había
urdido la historia, verdadera o falsa. Existe, además, un indicio bastante raro en
este asunto.

—¿Y es? —preguntamos nosotros.

—Es que la fe de bautismo de don Salvador, de la iglesia de la Encarnación,


que vio y copió el párroco San Julián, desapareció del registro de esta iglesia.
Desde entonces, don Salvador comenzó a firmar De Borbón. «Le van a llevar a
usted a la cárcel», le decía el párroco. «¡Que se atrevan!», contestaba él. Don
Salvador, muchas veces, cogía un papel, con algún membrete de cualquier
parte, y decía: «Voy a escribir a mi hermana», y escribía a la infanta Isabel.
Firmaba habitualmente Salvador Borbón, o sólo De Borbón. Don Salvador con
frecuencia se presentaba en la iglesia del Buen Suceso, cuando había alguna
ceremonia a la que acudían los reyes, y mostraba en la cintura una faja roja y
amarilla con una flor de lis. La gente le miraba con asombro, y algunos le tenían
por un loco.
—Y si don Salvador se creía hijo de la reina Isabel, ¿a qué atribuía su
extrañamiento de palacio? —preguntamos.

—Aunque no le he oído hablar de esto con claridad —contesta el almirante


—, parece que él dio a entender al párroco del Buen Suceso que en la época del
nacimiento, el general O’Donnell temió una rivalidad futura de don Salvador
con Alfonso Doce.

—Es lo que contó la abadesa mitrada —digo yo.

—También se dejó decir que entre los palaciegos de la época había gente que
miraba con antipatía a don Alfonso, a quien muchos consideraban hijo del
oficial Puig Moltó, y que, imitando el apodo que se dio a Juana, la hija de
Enrique Cuarto, llamándola la Beltraneja, por suponerla de don Beltrán de la
Cueva, a Alfonso le llamaban el Puigmoltejo. Los partidarios de don Alfonso
podían ver en el porvenir un posible rival, una especie de máscara de hierro, en
don Salvador, como el vizconde de Bragelonne en la versión de Dumas. Luego,
con la revolución de septiembre, y después con la Restauración, todo aquello se
olvidó.
X

—Don Salvador solía decir que procedía del campo carlista —afirma
Valderrama—; no explicaba por qué.

—Cierto —contesta el almirante—. Su abuela, al menos su abuela oficial,


había tenido relaciones de amistad y no sé si parentesco, con el jefe carlista
Galcerán, que debía de ser gerundense. Don Salvador estudió en Zaragoza, en
la academia de un oficial de artillería retirado, que se llamaba Serrate, y que era
también carlista. Después debió de entrar en el ejército de don Carlos de
teniente. Quizá fuera a las órdenes de Galcerán. Este Galcerán peleó en
compañía de Tristany, Castells y Savalls, y murió después de un encuentro con
el coronel liberal Vega, en París, en mil ochocientos setenta y tres.

—Si don Salvador estuvo con él, tenía que ser muy joven; en mil ochocientos
setenta y tres tendría catorce años.

—Había muchachos muy jóvenes entre los oficiales carlistas.

—Puede ser que estuviera con ellos.

—Todo en su historia es inseguro. Al terminar la guerra, se casó en


Barcelona con doña Luisa C., hija de un comerciante, y, al parecer, la arruinó.
Luego formó con varias personas una sociedad vitícola en Zaragoza, y le
nombraron gerente de ella; pero, sin duda, su gestión no fue feliz: la sociedad
no marchó bien y tuvo que abandonarla, y entonces se largó a Francia. A su
vuelta, como les he dicho a ustedes, fue cuando yo le conocí. Poco después se
hizo amigo de un librero alemán, Arturo Beyer, que tenía una librería en un
piso entresuelo de la calle Ancha, en el número veinte. El alemán le tenía como
sabueso para levantar la caza; pero le pagaba muy poco, porque todo lo que
ganaba el tudesco se lo gastaba en trapicheos amorosos. Don Salvador, que
tenía no sé qué ilusiones, abandonó sus negocios de libros, se trasladó a París, y
ya creía yo que habría muerto o habría encontrado alguna ganga, cuando
apareció más derrotado que nunca. Por esta época había hecho su nido en el
Café de Platerías, donde se guardaban cuadros del pintor Villodas, que estaba
arruinado, y los vendía, y a veces se quedaba con los cuartos.

—Y usted, que le ha conocido más íntimamente que nosotros, ¿qué carácter


tenía? —le preguntamos.

—¿Don Salvador? —contesta el general—. La verdad, era un hombre


egoísta. Fue siempre desagradecido conmigo y con todos los que le
favorecieron.
—Pero ¿usted no le rechazó, a pesar de ello?

—Le rechazaba y hasta le insultaba, pero el hombre venía con sus quejas, y
no tenía más remedio que admitirle. Estuve mucho tiempo sin hablarle. Era de
una insensibilidad indignante. Ya les he contado cómo vivíamos los dos en la
calle de las Infantas, en casa de su señora, a la que llamábamos familiarmente
Paca, y solíamos tener una tertulia agradable. Una vez salgo yo de Oviedo,
camino de San Fernando, y me detengo en Madrid, y voy a visitar a Paca, que
vivía entonces en un entresuelo de la calle de Carranza, y me encuentro con que
esta mujer, sin saber por qué, después de peinarse tranquilamente, se tira a la
calle, cae de cabeza y se mata. Se lo cuento a don Salvador, y lo toma a broma.
Esta indiferencia me sorprendió y me escandalizó; pero más tarde pude ver que
llegaba a más su ingratitud.

—¿Qué hizo?

—Yo tenía por entonces en mi casa un ama de llaves, y la madre de esta


muchacha era una pobre vieja que vivía en la mayor escasez; unas veces de
asistenta, otras de vendedora ambulante, vendiendo cacahuetes o garbanzos
torrados. Esta vieja tenía una buhardilla en la calle de Fernando el Católico. Don
Salvador, que lo sabe, se presenta allí, hace unas cuantas carantoñas y
zalamerías a la pobre mujer y la convence para que le ceda un cuartito en su
casa. Don Salvador no sólo no le pagaba, sino que a veces le comía el pucherito
a la vieja. Pues bien: a esta pobre, un día la llevan muerta al depósito, aplastada
por un carro de la carne que la había cogido en una calle de Vallehermoso. Al
saberlo, don Salvador no se conmovió. Únicamente dijo que era un fastidio,
porque tendría que encontrar un nuevo cuarto. Era hombre ingrato, y se creía
que lo merecía todo.

—El superhombre de Nietzsche en la miseria —decimos.

—Se creía dueño de las personas y de las cosas.

—Mentalidad de príncipe.

—En Barcelona, hace años, me encontré con él; me dijo que tenía una tía de
posición, doña Elvira B., y que fuera a verla y a pedirle un socorro para él. Yo no
sabía entonces que esta doña Elvira era oficialmente su madre. Doña Elvira me
dijo que su sobrino Salvador era un perdido y un embustero: «Es un hombre en
el que no se puede fiar, porque todo lo que dice es mentira. Yo le tengo tanto
miedo, que cuando sé que está aquí echo el cerrojo y la cadena de la puerta».
Cuando le conté a don Salvador lo que afirmaba su parienta, no le sorprendió, y
un día, confirmando lo que había dicho, aseguró: «Yo tengo un gran talento
para fingir y disimular; así me lo decía mi amigo de París, el doctor Rodin».
—¿Y respecto a su prisión en el penal de Burgos? —le preguntamos al
almirante.

—Eso es una fantasía o una confusión. Yo le dije a don Salvador lo que


contaba el pariente del librero V., y él se rió, y replicó: «En muchas cosas he
hecho la competencia al caballero de Casanova; pero en estar en la cárcel, no».

Nos despedimos del almirante, dándole las gracias por su amabilidad.

Al marcharnos nos dejó unas cartas de don Salvador.


XI

¿Vale la pena de hacer un resumen, una recapitulación, de la vida de don


Salvador? Para muchos, seguramente, no; para mí, sí.

La fecha de su nacimiento queda bien fijada. Nació en 1859.

Está aclarado que vivió en Barcelona y Zaragoza. No es tan claro que


estuviese de oficial en el ejército carlista, y si estuvo, no se sabe a qué grado
llegó. Con seguridad, no pudo ser brigadier, como afirmaba él.

En la época en que le conoció nuestro almirante, en 1890, a los treinta años,


don Salvador no hablaba de que fuera un Borbón. Dos lustros después, sí.

¿Quién le sugirió esta idea? ¿Nació de él espontáneamente? No lo sabemos.

Puede que en su vida en París, con alternativas de lujo y de miserias, alguien


le hiciera notar su gran parecido con los Borbones, como le sucedió a uno de los
falsos delfines de Francia, que pretendía ser el auténtico hijo de Luis XVI; puede
que la idea se le ocurriera a él y la aceptara como recurso para ir viviendo.

Después se aferró a ella de tal manera, que no quiso abandonarla, y prefirió


andar por Madrid a la cuarta pregunta que volver a Barcelona con su familia e
ir pasando la existencia con cierta comodidad. Le gustaba más la fantasía y el
sueño que lo real.

La vida brillante en París de don Salvador no está confirmada por ningún


testigo. Hace unos días he recibido una carta, que dice así:

«Bayona, 27 de junio de 1935

»Muy señor mío:

»Tengo que suponer que no es una intención muy piadosa la que le hace
ocuparse de ese personaje, a quien llama en sus artículos de Ahora don Salvador
Borbón. Comprendo que un escritor antimonárquico estampe con gusto detalles
mortificantes acerca de los individuos de la familia real expulsada. No como
monárquico, que lo soy fervientemente, sino como hombre que vivió en París
en la época en que usted asegura que vivió allí su personaje, de 1896 a 1902,
tengo que decirle que ninguno de los españoles que frecuentábamos el palacio
de Castilla para ofrecer nuestros respetos a la por entonces reina madre
conocimos al dicho don Salvador.
»Cierto que había compatriotas emigrados, republicanos, amigos de Ruiz
Zorrilla, que formaban rancho aparte y vivían en el Barrio Latino, y algunos
obreros catalanes a quienes no conocíamos; pero todos los españoles de alguna
posición que visitábamos a doña Isabel II sabíamos muy bien quiénes éramos, y
entre nosotros nunca se habló del tal don Salvador. Todo hace pensar, pues, que
este hombre de quien usted se ocupa con tal profusión de detalles era un
impostor.

»Le saluda s. s.,

»C. de B.».

Está bien; pero el señor C. de B., que me escribe desde Bayona, no puede
tener la pretensión de conocer a todos los españoles que estuvieron en París en
esa época. Además, que don Salvador, por su tipo y por sus relaciones, quizá no
pasaba por ser español en Francia. A esto podía colaborar el que, según el
almirante, hablaba muy bien el francés y algo también de alemán.

Respecto a la afirmación de la abadesa mitrada de que al visitar ella a la


infanta Isabel ésta llama a don Salvador su hermano, evidentemente hay que
ponerla en cuarentena, porque todo hace pensar que la señora abadesa estaba
sugestionada e influida por las dotes de captación que tenía el supuesto Borbón
bohemio.
XII

Lo que hace suponer que don Salvador, al menos al final de su vida, creía
pertenecer a la familia real era que firmaba Borbón, no ya en papeles privados,
sino en documentos oficiales.

El doctor Marañón me dijo: «En el hospital ha muerto como Borbón». El


doctor Val y Vera vio la ficha de ingreso en el Hospital Provincial, en la cual
decía: «Salvador Borbón y Borbón, hijo de Isabel y Francisco».

El médico del Hospital del Rey me ha mandado la inscripción de entrada de


don Salvador en este hospital, que hoy se llama de enfermedades infecciosas.
Dice así:

«Filiación 5251. Ingresó el 10 de octubre de 1930, a las diecinueve horas.


Alta, por alivio, el 10 de enero de 1931. Salvador Borbón Borbón, de setenta y
dos años, de estado casado, hijo de Francisco y de Isabel, natural de Madrid,
residente en Quesada, número 7; oficio, bibliógrafo. Destinado al pabellón
primero, piso primero izquierda, cuarto número 10».

Después se señalan los efectos que posee, y en metálico, 1,60 pesetas.

Como se ve por estas inscripciones, don Salvador no rehuía el llamarse


Borbón en sitios oficiales, ni se le ocurría emplear alguna ambigüedad para no
comprometerse.

Respecto a sus actividades diplomáticas, de las que hablaba con frecuencia,


no se sabe si son o no auténticas. El almirante nos aseguró que en sus buenos
tiempos don Salvador mostraba algunos conocimientos en política extranjera.

En las cartas que nos dejó el general de marina del presunto Borbón, por su
texto y por su grafía se puede colegir algo de la manera de ser de nuestro
hombre. Todas son de su vejez, y excepto una, las demás están dictadas.

Yo no tengo gran fe en la ciencia grafológica. No creo que cada signo


indique un sentimiento especial. En la letra se puede ver la fuerza nerviosa, la
debilidad, la decadencia, el sentido ornamental, la sencillez, el orden, etcétera;
pero eso de que un punto signifique esto y la tilde de una t fuerte o débil lo
otro, no lo creo.

Sin embargo, al pensar en la grafología me apunto como tanto cierto el éxito


que tuve hace años.
Yo conocía a un señor, excelente persona, que tenía la debilidad de creer que
su hijo único, estudiante, ya mozo, era una maravilla. Unas veces, cuando se
discutía algo, decía con una extraña candidez paternal: «En esta cuestión mi
chico ha dicho…», y exponía la opinión de su hijo como un argumento sin
réplica. A mí, el muchacho me parecía vulgar, con una pedantería frecuente en
la juventud. Un día, mi amigo se presentó en casa, y con cierto misterio me
indicó:

—¿Sabe usted que mi hijo ha resultado escritor?

—¡Hombre! ¿Y no lo sospechaba usted?

—No; como ahora ha salido por unos días de Madrid, he registrado el cajón
de su mesa y he encontrado escritas cuartillas, y se las traigo a usted para que
las vea, porque creo que vale la pena.

—Muy bien.

Cogí las cuartillas y las leí. Lo primero que me chocó fue la letra, como
dibujada, algo inclinada hacia la izquierda, con unos adornos en las mayúsculas
artificiosos, petulantes y ridículos. El texto, en el cual aparecían todos los
lugares comunes del decadentismo, la perversidad, la tendencia sádica, la
toxicomanía, indicaba una fantasía pobre, unida a una suficiencia enorme y a
una soberbia y a un egotismo delirantes.

«Éste es un pobre tonto, mixto de loco que no puede acabar bien», pensé
varias veces al leer las cuartillas.

Cuando el padre me preguntó mi opinión acerca de la literatura de su hijo,


le contesté con claridad:

—Su hijo de usted tiene unas ideas tan morbosas, que lo que debe usted
hacer es vigilarle para que no haga un disparate.

A mi amigo le pareció esto un elogio, un reconocimiento de la genialidad de


su vástago. Tres o cuatro meses después, el mozo se suicidaba, dejando a su
padre sumido en la mayor desesperación.

Por este caso, que después de todo, no tiene nada de extraordinario


grafológicamente, porque la letra en él no hacía más que corroborar el texto y su
manera de comportarse, creo que puede tener algún valor la grafología.

La letra de la carta escrita por propia mano de don Salvador era de la familia
de la del joven suicida de hace años. Era una letra redonda, vertical, sin
inclinación, muy fastuosa, de mucho ringorrango y con una firma cruzada en
aspa. Era de abril de 1923; llamaba en ella al almirante su invariable y
nobilísimo amigo y le informaba de que el general Weyler no pertenecía al
Consejo. (Supongo que sería al Consejo de Guerra y Marina.)

Las demás estaban dictadas y firmadas por don Salvador, con la firma De
Borbón. Había también una poesía dedicada a Dios, en la primera página de un
libro, escrita con lápiz, y muy borrosa, que decía así:

Ya que, Señor, me redimes

y me evitas el abismo,

siente mi alma sublimes

reflejos de tu espejismo;

siento esa llama que prende

que de Ti constante brota,

ese fuego que desprende

el Calvario, gota a gota.

De Borbón

Como se ve, hay en estos versos el sonido de los clásicos; pero hablar del
reflejo del espejismo de Dios, debe de ser bastante herético, y decir de un fuego
que se desprende gota a gota de alguna parte es absurdo.

Las cartas, casi todas ellas, eran pidiendo socorro. La más larga y más
explicativa demuestra la incoherencia senil de don Salvador, y sus razones
parecen las del famoso Feliciano de Silva, autor del Amadís de Gaula y de Florisel
de Niquea, que tanto encantaban a Don Quijote. La carta esta, dirigida al
almirante, decía así:

«Madrid, 24 de enero de 1934

»Antiguo y noble amigo:

»Vayan estas líneas de íntimo afecto al de usted, tan leal siempre. Como
paréntesis debo manifestarle que la joven persona que le visitó a usted, hace ya
bastantes días, la he tenido que soslayar, pues mientras yo he estado
inmovilizado no perdió el tiempo.

»B. (su apellido catalán) responde en mi fuero legal, en todos los momentos,
que, como usted sabe bien, tiene la fuerza del testamento de mi madre, sin
omitir jamás la condición a que se refiere. En cuanto a Borbón, tiene la
cronología, como la tienen Azorín y otros. En España y en Europa se me ha
dado un crédito bibliográfico, del que no puedo prescindir dentro de la órbita
del término, pues no se adquiere la fama, sino a costa de mucho tiempo, para
aplicarla en las condiciones a que me alcanzan.

»Bibliografía, aunque algunos no lo crean, no es librería; el librero comercia


con los libros, cuya especulación es incompatible con mi mentalidad.
Bibliógrafo es el que abre las puertas del saber a todas las facultades. Así he
resuelto el mecanismo de mi vida, que ya no puedo variar.

»Sabe usted bien que jamás he sido partidista, y los servicios extraordinarios
que presté, sin esperar recompensa alguna, fueron solamente mirando a la
patria. Ejemplo, la cuestión de las Canarias, en la Conferencia de París, cuando
nuestro desastre colonial. Ahora que el anciano se ha encontrado enfermo y casi
solitario, aparte de la Academia Española, Baroja y algunos otros, si no he
sufrido desengaños, he sufrido la soledad.

»El afecto que usted tiene vive en mí como el crisol de una amistad, la más
extraordinaria, correspondida y veraz, para que usted tenga la placidez que
tanto le deseo.

»Menester era esta aclaración, que me alcanza, y a su respecto le doy como


testimonio, dentro de esta convalecencia.

»S. de Borbón

»Dirección: Aduana, 25, primero derecha. Pensión Burgos».

Como se ve, don Salvador era de la escuela de Feliciano Silva, y hubiera


hecho suya con gusto la frase aquella de «La razón de la sinrazón que a mi
razón se hace, de tal manera mi razón enflaquece, que con razón me quejo de
vuestra fermosura».

Por esta razón de la sinrazón, don Salvador, que tenía que ir a Barcelona a
recoger la herencia de su madre o madre adoptiva, doña Elvira B., no fue. Esto
no es fantasía, porque el almirante vio el testamento en manos del procurador
Z., y leyó una cláusula, que decía: «Reconozco que he tenido un hijo natural del
pintor V., y le dejo heredero de su legítima, si se presenta, o si no, mi fortuna
que pase a sus hijos».

Don Salvador no se presentó. Sin duda, no le tiraba la familia. Uno de sus


hijos vive en un pueblo próximo a Madrid, y quería llevárselo a su casa.

Don Salvador rehuía la domesticidad. Era como las gaviotas y los petreles,
que necesitan vivir entre las olas.
XIII

Ésta es una carta del médico de la sala del Hospital del Rey:

«Querido don Pío:

»Ayer leí el artículo de usted antes de recibir su carta. No me costó ningún


trabajo reconocer a doña M. tras el pomposo nombre que usted le ha
adjudicado y que le conviene perfectamente.

»Pienso que si don Salvador era un mentiroso, la abadesa mitrada pasa de


fantástica, y como yo no entiendo nada de estos asuntos mentales, le envío estos
escritos salidos de la pluma de nuestra abadesa, que, en vez de mitra, ostenta
un estrafalario gorro, del que cuelga un velo blanco, que le realza bastante. Tal
vez ellos le sirvan para hacer un diagnóstico.

»Otra cosa que tal vez hubiera podido arreglar los pleitos dinásticos habría
sido la unión de estos dos personajes; con ello, todas las ramas de la tradición
habrían quedado satisfechas, y tal vez ahora con un rey auténtico o, por lo
menos, con uno lo más parecido a los de la baraja.

»También me ha hablado de don Salvador una muchacha tuberculosa de


uno de los pabellones. Esta chica, que, por fortuna, ha salido curada, sirvió
durante bastantes años al almirante a cuya casa iba con frecuencia nuestro
Borbón.

»Cuenta que los señores no estaban muy seguros del abolengo de don
Salvador, y que si algunas veces pensaban que, efectivamente, sería de sangre
real, otras creían que era un catalán embustero.

»Según esta chica, la herencia de Barcelona era de una señora que unas veces
era la madre de don Salvador y otras la que le había recogido.

»Don Salvador se negó a recoger esta herencia, afirmando que aquella


señora no era su madre.

»Cuenta también que don Salvador tiene dos hijos. Y que uno de ellos, al
regresar su padre a Barcelona, le dijo: “¡Pero, hombre, creíamos que ya te habías
muerto!”.

»Uno de estos cariñosos hijos me ha contado que vive en Carabanchel, y


cuando mi ex enferma averigüe su paradero me avisará.

»saluda, “B”».
Hay otra carta del doctor:

«Querido don Pío:

»El leer su artículo me ha hecho curiosear un poco para obtener datos que se
refieran al pobre don Salvador. He buscado primero su filiación en los libros de
la comisaría, encontrándola enseguida. Le envío una copia.

»Aparte de esto, he hablado con la enfermera que le atendió.

»Esta señora, por sí sola, es digna de una descripción. Es vieja, gorda,


empolvada, con el pelo teñido y un arbitrario uniforme, que creo que sea ideado
por ella. Ejerce aquí de ayudante del dentista y del otorrinolaringólogo.

»La gente huye, pues al que pesca por su cuenta no le suelta hasta contarle
su genealogía, a partir de Sancho el Gotoso, con las ramas, entronques y
bastardías, que no las desenreda ni Dios.

»Esta mañana he tenido con ella una larga conferencia, en la que


constantemente se desviaba del asunto de don Salvador, llevándome a la batalla
de Baeza, donde un antepasado suyo ganó cinco aspas de oro para añadirlas a
sus barras de plata, campo de gules, y luego a los diversos lances de su casa.

»En resumidas cuentas, lo que he sacado en limpio es que, según ella, don
Salvador era auténticamente Borbón, y que no sabe el porqué de su expulsión
de palacio.

»Ella le atendió durante su estancia aquí, le procuró ropa, y después de salir


del hospital, le llevó a que le operaran las cataratas a la clínica de la Cruz Roja.
Aquí la enfermera se ha extendido nuevamente en sus discusiones con la
duquesa de la Victoria y con no sé cuántas personas más. A don Salvador le
operaron solamente de un ojo, y después esta señora no sabe qué fue de él,
aunque cree que se marchó a Barcelona.

»Entre otras cosas, me ha contado también que después de grandes porfías


con el mayordomo de palacio, consiguió una audiencia de Alfonso XIII, en la
que, según ella afirma, recriminó al rey por la triste situación de su tío,
obteniendo por todo resultado cincuenta pesetas.

»Finalmente, y con mucho misterio, me ha dicho que guarda un maletín con


documentos de don Salvador. Procuraré averiguar si esto es verdad, aunque no
lo creo.

»Reciba un saludo de su devoto amigo,


»“B”».

Las últimas noticias de don Salvador son éstas:

Don Salvador vivió, hasta ponerse gravemente enfermo, en la pensión


Burgos, de Vicente Simón, Aduana 23, primero, Madrid. Encuentro una carta,
dirigida a un amigo, que dice así:

«7 de diciembre de 1934

»Desde aquel día me caí en la calle, y en cama estoy, habiendo echado


mucha sangre. Deseo con urgencia que venga usted o su hijo por motivos de
vivir o morir.

»Dirección: Calle de la Aduana, 23, primero derecha.

»Salvador Borbón».

Hay otras cartas en que don Salvador pide dinero y habla de su


caballerosidad, y una muy áspera del librero de Barcelona Salvador Babra, que
dice así:

«24 de julio de 1929

»Sr. D. Salvador Borbón

»Muy señor mío:

»Debidamente contesté a su penúltima carta, en la que me pedía que


interviniese en sus asuntos particulares, pidiéndome, además, dinero
reembolsable.

»Debo manifestarle definitivamente que he sentido mucho que me tomase


por un usurero de la más baja índole. Por tanto, no quiero inmiscuirme en sus
asuntos.

»¿Le debo a usted algo?

»B.S.M.,

»Babra».

Ahora una explicación final.


En su vida, como en sus asuntos, se ve que don Salvador era un fantástico,
con un fondo de mitomanía y de afán por lo fabuloso. Hombres así llegan a
creer en sus invenciones, y éstas forman para ellos lo más serio y más grato de
su vida. En su laboratorio mental un poco crepuscular, mezclan lo verdadero y
lo falso, y si les convencieran de que debían vivir con la verdad escueta, no les
sería posible, tan unidas están en ellos las raíces de lo auténtico y de lo
inventado. Se puede asegurar que hombres como don Salvador son enigmas
para los demás y para sí mismos; enigmas y actores que Viven casi
exclusivamente con la idea de interesar y amenizar a su público.
CUARTA PARTE

IRADIER

EL TIPO

Hace unos años, antes de la guerra, charlaba en Vitoria con Gonzalo Manso
de Zúñiga, e íbamos a algunos pueblos de alrededor en su automóvil. Yo estaba
tomando datos para una novela de costumbres.

Iba con frecuencia a comer a un restaurante de la avenida de Dato, el


restaurante Bertrán, donde servía una guapa chica de Vera, oriunda de
Salvatierra, a quien, por su aspecto meridional y un poco samaritano, yo la
llamaba Rebeca.

Allí solía venir a buscarme Manso de Zúñiga.

—¿Y aquí no se sabe nada de Iradier, el músico? —le pregunté una vez.

—No; no he oído hablar nunca de él —me contestó.

—Pues debía de ser de Vitoria. Es extraño que no aparezca su nombre por


ninguna parte, y, en cambio, esa habanera suya, La paloma, sea todavía popular.
Ahora mismo la estaba yo oyendo por la radio.

Cuando salí de La Habana,

¡válgame Dios!,

una linda guachindanga,

que sí, señor.

—¿Y eso es de uno de Vitoria?

—Sí.

—Es una letra muy chabacana.


—Sí; algo como lo que llaman los libretistas «un monstruo»; pero la música
está bien y tiene mucho carácter. La paloma parece que ha sido sincronizada en
los Estados Unidos de cinco o seis maneras distintas. Ese Iradier debió de morir
hace mucho tiempo.

—No sé. En Vitoria hay una calle de Manuel Iradier, pero éste es el
explorador de Guinea y del Muni.

—Sí; creo que he leído su biografía. El otro, el músico, se llamaba Sebastián.

—Pues de éste no sé nada. Aquí nadie ha oído hablar de él; pero me


enteraré.

Hace unos días, Manso de Zúñiga me ha enviado unas cuartillas con los
datos que ha podido encontrar sobre el músico, y de paso me ha indicado que
me dirija a don Teodoro Iradier, teniente coronel del ejército, que llamó la
atención de España hace tiempo con la organización de los exploradores o boy
scouts. Don Teodoro ha tenido la amabilidad de venir a mi casa y dejarme un
cuaderno de notas de la última época de su tío abuelo don Sebastián.

Estas referencias y alguno que otro dato me han servido para formarme una
idea, aunque no muy completa ni detallada, de la vida del autor de La paloma.

A Iradier le veo citado en el Larousse, en las Cartas de Mérimée a la condesa de


Montijo, en el Ensayo histórico de la zarzuela, de Cotarelo, y en algunas Memorias
del tiempo. Me aseguraban que se le nombra, no sé con qué motivo, en una
pieza cómica que se representaba hace años, titulada Château-Margaux.

Seguramente, insistiendo, aparecerían más detalles de la vida del músico,


pero uno es ya viejo para andar husmeando en bibliotecas y en archivos de
temperatura polar.

Las sugestiones que me han impulsado a tener curiosidad por el tipo de


Iradier son varias.

Una de ellas, la de haber oído con frecuencia a algún mozo petulante lucirse
con La paloma y cantar, alargando los calderones:

Ay, chinita, que sí.

Ay, chinita, que no.

Ay, que vente conmigo, chinita, a


donde vivo yo.

—¿De quién es esta habanera, que tanto se canta? —me preguntaba un


conocido mío.

Nadie sabía decir su procedencia.

Recuerdo también haber visto representar Las ventas de Cárdenas, pequeño


sainete, entremés o apropósito —no sé cómo se llama este género—, formado
por cuatro o cinco canciones reunidas, en beneficio de una cómica vieja, hace
más de cincuenta años, en el teatro de Recoletos. Ya no se cantaban estas Ventas
por entonces; pero la cómica lo hacía como obra de su juventud. Salía vestida
con traje de manola y calañés.

Las ventas de Cárdenas es un pasillo de Iradier. Después de oírla en Madrid, la


volví a oír en un café cantante de Sevilla. Comenzaba la relación con estos
versos:

Allá, en las ventas de Cárdenas,

cuando yo el mundo corría.

Después había una canción en francés:

Así hablaba el buen franchute:

«Les chansons de mon pays

sont les chansons de la France».

Tras el francés, venía un italiano:

Perdónate, mio signore

—le respondió el italiano—,

la canzone de Milano.

Luego no recuerdo cómo seguía. La obrita terminaba con un ¡ole! flamenco.

También de Iradier eran Los caracoles, aire que se bailaba hasta hace poco en
todos los cafés cantantes; El contrabandista y la célebre habanera de >Carmen,
L’amour est enfant de bohème, que ha recorrido el mundo entero bajo el pabellón
del músico francés Jorge Bizet.
Jamás se me ocurrió a mí que estas canciones andaluzas tan clásicas
estuvieran escritas por un vasco, por uno de Vitoria.

El alavés no dejó apenas rastro de su nombre. Muchas de sus composiciones


se las han apropiado otros músicos, y don Teodoro de Iradier me aseguraba que
en Vichy, adonde iba él con frecuencia años pasados, oía a las bandas de música
y a las orquestas tocar obras de su tío abuelo, atribuyéndolas en el programa a
otros compositores.

En cualquier país se hubieran conservado las canciones populares de un


hombre como Iradier, se le hubiese dedicado un recuerdo y quizás el tipo
serviría para una película. En el País Vasco no ha habido más que olvido.

Los vascos somos impenetrables para la cultura, magníficamente


recauchutados de indiferencia. A los treinta años se enteraron en el país de que
se había escrito una novela vasca: Ramuntcho, de Pierre Loti, que tuvo un
enorme éxito. Este descubrimiento se debió a que en Madrid se estrenó un
arreglo para el teatro de la obra, traducido del francés, que luego se representó
como una novedad en San Sebastián.

Años después quisieron poner una estatua a Loti en Fuenterrabía; pero


algunas señoras se opusieron, porque decían que Loti era de familia
protestante.

El pobre Loti se pasó la vida elogiando a los vascos, sobre todo a los vascos
españoles, y le pagaron de esa manera. Si hubiera sido un futbolista, un tenor o
al menos un diputado y hubiese sabido estirar los puños en la tribuna y decir
con solemnidad: «Yo entiendo», el país se hubiera derretido de entusiasmo.

Loti, que era tradicionalista por espíritu literario, hizo más por el turismo
del País Vasco que los concejales de la parte de acá y de allá de la frontera, que
no creen posible más cultura que la de los puentes de cemento armado y los
retretes de porcelana. Esto es consecuencia de tener la vista baja y miope.

Se dirá que, en general, la gente es en todas partes lo mismo; pero hay


diferencias, no sólo entre nación y nación, sino entre provincia y provincia. El
castellano viejo del campo tiene una idea vaga del Cid y del Empecinado; el
castellano nuevo de la aldea habla de Don Quijote, de Sancho Panza y de
Quevedo; el andaluz sabe que hubo un pintor célebre que se llamó Murillo, y
unos poetas en su tierra; el campesino vasco no sabe nada de Elcano, de
Churruca o de Zumalacárregui. De la tradición no le llegan más que las
costumbres y las rutinas.
Dejando a un lado esta cuestión regional, vamos con Iradier, el músico. Éste
se llamaba Sebastián de Iradier y Samaniego. Firmaba su primer apellido con
una Y griega. La y griega al final de un apellido o de una palabra cualquiera,
como Echegaray, Monroy, Grey, me parece bien; pero al principio, como Yrizar,
Yriberri o Yradier, no lo encuentro nada bonito. No tiene tampoco su uso
alguna razón ni motivo especial para emplearse en una palabra vasca.
Únicamente si diera una grafía elegante o graciosa, valdría la pena de usarla.

Iradier es una figura atractiva, en gran parte por su curiosidad. Esta


desaparición, este hundimiento en el olvido, es muy vasco, muy característico
de un pueblo tan viejo y que no ha dejado apenas historia.

Hay muchos músicos famosos, y hasta ilustres, que tienen menos


originalidad y menos bagaje que el pobre Iradier. Hay roedores de lo antiguo y
de lo popular que sobreviven. Cuando se oyen composiciones de éstos hay que
saludar, como saludaba Rossini al oír algunas melodías de las óperas de
Meyerbeer.

—Maestro, ¿se descubre usted ante el autor? —le preguntaban.

—No; me descubro ante los conocidos.

Los conocidos eran los viejos músicos, imitados o plagiados por el autor de
Los hugonotes, según Rossini.

El celebérrimo italiano, creador de El barbero de Sevilla, no se andaba


tampoco corto en llevarse a su campo los tesoros de los antiguos. En esto se
podía decir, parodiando las palabras del Evangelio: «Muchos son los
saqueadores y pocos los saqueados». Iradier fue de estos últimos.

Sebastián de Iradier, por su tipo —hay una litografía suya de cuando tenía
cuarenta años—, era un hombre elegante, esbelto, de cara larga, nariz bien
perfilada, ojos sonrientes, bigotes y melenas bien cuidadas. Parece por su planta
un compañero de Espronceda o de Zorrilla.

En el retrato viste de frac, lleva en la solapa la cruz de Isabel la Católica y


una corbata de muchas vueltas.

Por su tipo, por su vida y por algunas anécdotas suyas, que ahora conozco,
se ve que era un hombre alegre, imprevisor, que daba poca importancia a sus
obras, y que había conseguido llevar una existencia fácil y alegre.

Era la cigarra, que se pasó cantando el verano entero,


sin hacer provisiones

allá para el invierno,

como dijo, en la versión del viejo apólogo de Esopo, hecha por un fabulista
alavés, paisano y quizá pariente de Iradier, don Félix María Samaniego.

El joven Sebastián fue de mozo organista en Salvatierra, y se pasó allá parte


de la juventud. Era muy liberal y un poco libertino. Llegó en Madrid a ser
profesor del Conservatorio; después marchó a París, y anduvo con la Patti y la
Alboni, en excursión artística, por los Estados Unidos, México y Cuba. Aquí
seguramente escribió, nostálgico de una linda guachindanguita, la habanera de
La paloma:

Cuando salí de La Habana,

¡válgame Dios!

Después, de vuelta de América, estuvo en Londres y en París. Fue amigo de


la condesa de Montijo y de la emperatriz Eugenia, de Mérimée, de Rossini, de
Monroy, de la Viardot, de la Malibrán y de las célebres bailarinas de la época.
Vivió a veces como un príncipe y a veces como un pobre bohemio.

Este dandy vasco, este Jorge Brummel de Vitoria, era un tanto trovador, y
tenía la tendencia de las falenas, de correr hacia las luces brillantes, aun a riesgo
de quemarse las alas.

Algunos me han dicho, hace poco, que Iradier no había nacido en el País
Vasco. No he visto su fe de bautismo. Su pariente, el coronel don Teodoro, lo
consideraba alavés. Sus dos apellidos eran también muy clásicos y muy
antiguos en la provincia de Álava.
II

DE ORGANISTA A HOMBRE DE MUNDO

En 1833, a la muerte de Femando VII, se preparaba en España la guerra


carlista. El país ardía de un extremo a otro. En el norte, en el centro y en levante
iban surgiendo partidas, con sus jefes famosos, desde la reacción de 1823, y
algunos, más famosos aún, del tiempo de la guerra de la Independencia, como
el cura Merino.

Eraso, Iturralde y el cura Echevarría, sublevados en Navarra, reconocían


como jefe único a don Tomás Zumalacárregui, escapado de Pamplona; don
Santos Ladrón se pronunciaba en la Rioja contra el gobierno, y don Valentín de
Verástegui y el brigadier Uranga organizaban los batallones realistas de Álava.

La situación de los liberales en los pueblos de las provincias del norte era
muy difícil y peligrosa; las familias que podían se escapaban a refugiarse en las
capitales.

De Salvatierra, pueblo por entonces levítico, próximo a Vitoria, habían huido


los pocos liberales de nota, dejando el campo libre a los absolutistas.
Únicamente quedaba allí, entre los partidarios de la Constitución, y eso porque
no tenía medios para marcharse, el organista de la iglesia de San Juan Bautista,
don Sebastián de Iradier y Samaniego.

Sebastián se había presentado al concurso de esta plaza en 1827, cuando no


contaba más que veinte años. Se decía que su familia era de Lanciego; pero él, al
presentarse como opositor al cargo, afirmaba en la solicitud que era hijo de
Vitoria.

A los exámenes acudieron once pretendientes: Sebastián fue considerado el


primero en el tañido a discreción, en el tañido forzado y en el acompañamiento.
Sólo en la voz fue diputado segundo. Con estas notas le dieron el cargo. La
plaza era una ganga; tenía seis reales diarios, pagaderos mensualmente, y
veinticuatro fanegas de trigo al año, «con otras utilidades de corta
consideración».

¿Era Sebastián un buen organista? Seguramente, no. Le faltaban muchas


condiciones para serlo. Primeramente, no era un místico, un espíritu religioso.
El órgano de la iglesia había sido bueno, y era ya antiguo, y estaba
recompuesto. Iradier comprendía, como músico, la grandeza del canto llano, de
la fuga y del contrapunto, que resplandecen en las obras magistrales de
Haëndel, de Bach o de Scarlatti; pero la majestad no le atraía. Menos que a él
llegaba a los fieles; así que, siempre que podía, se dedicaba a tocar melodías
más fáciles y de menor empeño.

Sebastián tenía también que improvisar en ciertas fiestas, y entonces


introducía subrepticiamente aires profanos, y tocaba en el órgano cachuchas,
boleros y seguidillas, con un ritmo que los disfrazaba. Según se dijo, llegó a
tocar el Himno de Riego, dándole un aire de canto religioso. Un verdadero
escándalo.

Sebastián, que para las chicas del pueblo era Sebastianito, andaba siempre
de broma y de jaleo. Si había merienda o baile, allí estaba el organista, con su
amigo y discípulo Antonio Landazábal.

Iradier, en estas reuniones, tocaba la guitarra e improvisaba alguna


seguidilla o alguna cachucha, que luego se cantaba en el pueblo. Era un
elemento, como se decía allí.

El párroco de la iglesia de San Juan, que no veía con gusto esta vida alegre
del organista, le recomendaba que se casara pronto y sentara la cabeza. El
músico alegaba que no se había fijado en ninguna mujer.

«Claro. Te gustan todas», le decía el párroco, irónicamente.

Iradier no podía recitar con motivos fundados la canción que le gustaba


repetir a Francisco I como un reproche:

Souvent femme varie,

bien fol est qui s’y fie.

Qu’une femme souvent

n’est que une plume au vent.

Él era más voluble que nadie.

El organista de Salvatierra no se mostraba sólo calavera y disipado, sino que


presumía de ideas liberales. Esto ya, para el párroco de la iglesia de San Juan
Bautista, era demasiado.

Por entonces, Iradier cortejaba a una mujer, joven y coqueta, Juanita, casada
con un viejo. El viejo, celoso y carlista, estaba con la mosca en la oreja. Habló
con los suyos, y decidieron prender al músico y enviarle a uno de los batallones
realistas de Álava, para que le metieran en cintura o le pegaran cuatro tiros.
Sebastián, advertido por su amiga Juanita de lo que se tramaba contra él,
escapó de Salvatierra a uña de caballo, llegó a Vitoria y desde aquí escribió una
carta muy respetuosa al párroco de San Juan Bautista, diciéndole que iba a
tomar una licencia de cuatro meses y a marcharse a Madrid, con el fin de
«imponerse en el ramo de la composición».

Pasaron dos años. En el pueblo no se sabía de Iradier si se había impuesto en


el ramo de la composición; pero no había vuelto a Salvatierra, y entonces el
párroco nombró interinamente organista de la iglesia de San Juan Bautista a
Antonio Landazábal.

El cabildo escribió carta sobre carta a Sebastián; quizás había llegado a sus
oídos que el organista era un mundano, que alternaba y se divertía en los
salones de Madrid como un loco.

Iradier se disculpaba con distintos pretextos; unas veces decía que el estado
de seguridad del país con la guerra no era completo; otras, que el viaje desde
Madrid era largo y costoso; que tampoco el organista de Santa María se había
reintegrado a su puesto, etcétera, etcétera.

Los curas de Salvatierra le contestaron con imperio que volviera, y el músico


replicó que ya que su discípulo y amigo Antonio Landazábal desempeñaba a
satisfacción de todos el cargo de organista, debía seguir en él. Añadió, además,
que le debían, y que sabía que, por la miseria del tiempo, querían rebajarle el
sueldo, y en ese caso no le convenía la plaza.

Al fin, en julio de 1840, ya terminada la guerra, llegaron el cabildo e Iradier a


un acuerdo. Recibió éste la cantidad que se le adeudaba y renunció a su cargo
de organista de Salvatierra.

Las relaciones entre los curas y el músico quedaron en buenos términos,


pues para juzgar la competencia del futuro organista, el cabildo nombró como
examinador al propio don Sebastián, esperando de él, según fórmula
burocrática, obrara con la lealtad e imparcialidad que le acreditaban. El elegido
fue Antonio Landazábal.

En tanto, Iradier, en Madrid, presenciaba los muchos disturbios de la época:


los pronunciamientos, la matanza de frailes, la muerte del general Canterac en
la Puerta del Sol, el asesinato de Quesada en Hortaleza, la movilización de la
milicia nacional cuando el ejército del pretendiente se acercó a Madrid, en 1833,
y Cabrera se presentó en la Puerta de Atocha con sus guerrillas.

El músico era liberal, pero no político, y tenía bastante con pensar en su


vida. En este tiempo se hizo amigo de la gente que más bullía en la sociedad
madrileña: de Espronceda, de García Gutiérrez, de Miguel Agustín Príncipe, de
Luis González Bravo, de Ángel Fernández de los Ríos, de Campoamor, de
Agustín Azcona y de Gutiérrez de Alba.

Visitaba la casa de la marquesa de Campo Alange, de la marquesa de


Perales, de la de Legarda y de la de Castellanos. Por entonces comenzó a
frecuentar el palacio de la condesa de Montijo, en la plaza del Ángel, y su
quinta de Carabanchel.

En esta época, Iradier era ya casi un personaje. En un documento de 1840


figura como primer maestro de solfeo para canto en el Real Conservatorio de
María Cristina, vicedirector de la Academia Filarmónica Matritense, socio de
mérito en la clase del maestro compositor y consiliario del Liceo de Madrid,
catedrático de Armonía y de Composición del Instituto Español y socio de
honor de la Academia Filarmónica de Bayona. Además de esto, daba muchas
clases particulares, con lo que debía de vivir espléndidamente.

Por entonces publicó el Album Filarmónico (1840), con dibujos de Jenaro


Pérez Villaamil, litografiados por Bachiller. Es una colección de canciones, en la
que figuran Pobre ciego, Agua va, Un adiós, Mi artillero, La esperanza, La avellanera.
Estas seis canciones tienen la letra de don Juan Peral. Hay, además, La liga de
Juana y El jubileo, letra de Campoamor; Él y ella, de Miguel Agustín Príncipe; La
beata, de Ramón Satorres; La valencia, de máscara, de García Gutiérrez, y cinco
valses.

El carácter de estas canciones es poco perfilado. En general, parecen


lecciones de canto, y quizás están escritas con tal objeto. En algunas se advierte
el aire de bailes andaluces, como el bolero, el fandango o el vito. En la letra hay
una cierta tendencia libre y volteriana. El estribillo de Mi artillero dice así:

Estas gentes de convento

jamás me han hecho tilín,

porque explican su tormento

con requiebros en latín.

Por su carácter malicioso, supongo que era del mismo Iradier una tonada
del tiempo, que yo oí cantar de chico a algunas señoras viejas, y que comenzaba
diciendo:

Mucho polvo has recogido,


la iglesia muy sucia está.

Por esta época, Iradier vivía con holgura, cobraba un buen sueldo, daba
lecciones de canto, muy bien pagadas, y vendía sus obras. Se casó y tuvo una
hija. Después se quedó viudo, y se volvió a casar. En Madrid comenzó a visitar
con más frecuencia a la condesa de Montijo. La condesa, doña María Manuela,
en su palacio de la plaza del Ángel, como en su posesión de Carabanchel,
reunía a toda la gente brillante de Madrid.

Esta señora, nacida en Málaga, tenía poco de española. Se llamaba


Kirkpatrick Closeburn y Grevigné, dos apellidos escoceses y uno galo.

Había estado casada con un militar afrancesado y tuerto. Doña Manuela no


debía de tener la intransigencia de la aristocracia tradicionalista y chapada a la
antigua. Recibía en sus salones una sociedad mezclada, en la que alternaban
títulos, políticos, escritores y artistas.

Las hijas de esta dama habían nacido con buena estrella. La mayor,
Francisca, fue con el tiempo duquesa de Alba, y la segunda, Eugenia,
emperatriz de los franceses.

Iradier dio a las dos lecciones de guitarra y de canto, y, al parecer, Eugenia


era su mejor discípula, la que daba más entonación y más gracia a las canciones
andaluzas.

Narváez, González Bravo y, cuando estaba en Madrid, el escritor francés


Próspero Mérimée, se mostraban asiduos contertulios de la condesa.

Una noche de verano se celebraba una gran verbena en la posesión de


Carabanchel. Iradier asistía a la fiesta de frac y de corbata blanca. Las señoras le
rodeaban. El músico se mostraba, como siempre, alegre y decidor. A
medianoche habían tenido un refrigerio con helados, y algunos, más castizos,
habían optado por el chocolate y los buñuelos.

La condesa se acercó a Iradier y le preguntó:

—¿Y no tiene usted ninguna canción nueva que cantarnos, maestro?

—A mi discípula, la señorita de Cueto, que está aquí, le he enseñado el otro


día unas boleras sevillanas. Si ella quiere cantarlas, yo la acompañaré, aunque
aquí no tengo instrumento para acompañarla.

—¿Y no le bastará a usted una guitarra?


—Sí; venga.

Llamaron a la señorita de Cueto, la convencieron para que cantase, templó el


maestro la guitarra y la discípula entonó estas coplas:

Échale a tus ojuelos

un picaporte,

para cuando los cierres

que yo oiga el golpe;

mas si los cierras,

nos quedaremos todos

como en tinieblas.

Es amor, en ausencia,

como la sombra,

que cuanto más se aleja,

más cuerpo toma;

ausencia es aire

que apaga el fuego chico

y enciende el grande.

En la verbena de Carabanchel, al terminar la canción, todos los invitados


aplaudieron estruendosamente, tanto a la señorita de Cueto como a Iradier.

Al despedirse el maestro y la discípula, para volver a Madrid, los que


asistían a la fiesta los acompañaron a los dos hasta la salida de la posesión,
algunos con antorchas encendidas en la mano, y al subir a la calesa que los
esperaba, hubo nuevos vítores y aclamaciones.

En uno de los primeros números de La Ilustración, de Madrid, se cuenta que


al ir la emperatriz Eugenia en un barco a la inauguración del canal de Suez, los
españoles se acercaron en lanchas a darle una serenata, y cantaron canciones
andaluzas.
La emperatriz, que los oía arrimada a la borda, les dijo:

—Cantad aquello que tiene la letra de:

Es el amor, bien mío,

como la sombra,

cuanto más apartado,

más cuerpo toma.

La ausencia es aire

que apaga el fuego chico

y enciende el grande.

No sé si esta seguidilla ha tenido música propia; supongo que la emperatriz


Eugenia, al recordarla, pensaba en Iradier, su maestro de canto, y en los boleros
sevillanos, que había oído en Carabanchel en su primera juventud.
III

CANCIONES

No tengo una cronología exacta ni aproximada de la vida de Iradier; no


conozco fechas.

Al parecer, desde 1840 al 1850 nuestro músico llevaba una vida fácil y
cómoda en Madrid. Daba sus clases en el Conservatorio y sus lecciones a
particulares, ganaba dinero en abundancia y lo gastaba alegremente.

Pasearía en el Prado, daría una vuelta por la calle de la Montera y la Carrera


de San Jerónimo; iría al café, cenaría con frecuencia fuera de casa y asistiría, por
la noche, al teatro con sus amigos músicos, Carnicer, Saldoni, Espín y Fuertes.

Es muy probable que en la tertulia de la condesa de Montijo conociera a


Tomás Rodríguez Rubí, archivero de la casa, malagueño, y que por entonces no
escribía comedias, sino que hacía versos, que publicó, con el título de Poesías
andaluzas, en 1841.

Por la misma época, aproximadamente, cultivaron un género popular


parecido Agustín Azcona, autor de comedias y sainetes madrileños, a estilo de
don Ramón de la Cruz; González Bravo, el político; L.M. de Azcutia, que
escribió varias obras en verso; Ramón Satorres, Ayguals de Izco, que era algo
menos malo como poeta que como novelista; J.B. Sandoval, Eulate, Bouligny y
otro tipo curioso: José María Gutiérrez de Alba, autor de la primera revista
cómica que se presentó en España, titulada Desde 1846 a 1865, y del drama Diego
Corrientes. También cultivaron el género andalucista Sanz Pérez, en Los celos del
tío Macaco y en El tío Canillitas, y Ramón Franquelo, en El corazón de un bandido.

Algunos de estos autores impulsaron a Iradier a cultivar la música flamenca.

En la colección de canciones suyas, publicadas por la Unión Musical


Española, que es de unas ciento diez a ciento quince, no consta la fecha en que
se cantaron por primera vez.

Algunas de éstas se publicaron en un semanario de Vitoria titulado El


mosaico, que debió de alcanzar vida corta.

De las canciones, las que tienen aire andaluz o madrileño, deben de ser, en
su mayoría, de esa época, de 1840 al 1850; las de motivos cubanos o mexicanos
se puede suponer que las escribió después de su viaje a América, porque tienen
una serie de palabras y modismos ultramarinos que no es muy probable que el
autor los oyera en Madrid.
Muchas de estas canciones andaluzas y madrileñas están dedicadas a gentes
de alta posición, entre ellas la condesa de Montijo, la duquesa de Villahermosa,
la marquesa de Campo Alange, el marqués de Santiago, etcétera; algunas a
señoritas extranjeras, como la de D’Arthez y la de Scott. Hay una dedicada «A
una morena muy gachona». Abundan en ella las palabras en caló. En todas se
especifica de quién es la letra. La mayoría es del mismo Iradier, que no repara
en ripio más o menos. Cuando al músico le falta una frase, pone: «¡Válgame
Dios!» o «¡Ay puñalá!», venga o no venga muy a cuento.

En todas sus composiciones se nota la alegría y la inconsciencia del autor.

Entre las de más éxito están dos, con letra de Azcona: El banderillero y La
cigarrera.

El banderillero comienza así:

La cabeza es siempre el norte

de quien rema en este mar;

se le da al bicho un recorte,

y ya no hay que recelar.

La letra de La cigarrera recuerda la de La Gran Vía y las del género chico de


hace años, en las cuales un tipo da explicaciones sobre su vida.

A las cuatro me levanto;

a las cinco, el chocolate;

a las seis, lío el petate;

a las siete, a trabajar,

y entero en un jornal saco

de cigarros un millar.

Pues pa repique, San Ginés,

me sale ya a mí el tabaco

por las plantas de los pies.


Hay otra canción andaluza, ¡Alza, puñalá!, con letra de B.J. Bouligny. Este
señor, de apellido francés, se dedicaba, sin duda, al flamenquismo más
delicuescente.

Otra muanza, morena.

¡Ju, ju, qué piececito!

Otra copla, compadrito,

que está la gente pará.

¡Alza, puñalá!

¡Vaya un alma bien templá!

No tiene esto carácter de Teócrito ni de Anacreonte, pero quizás hiciera su


efecto.

Los baños de Carratraca, con versos filosóficos y pedregosos de Rodríguez


Rubí, tuvieron gran éxito en la época, y eso que la relación parece un catálogo
de objetos y de molestias:

Vosotras, que prendidas de rosas y albahacas,

venís a Carratraca, huyendo del calor;

pues con sus frescas aguas y límpidos raudales

curáis todos los males, menos el mal de amor;

vosotros, jugadores, que en esta mansión grata

el Río de la Plata buscáis con tanto afán;

vetustas antiguallas, que en prolongados años

halláis en estos baños las aguas del Jordán;

galanes macarenos, que andáis con calentura,

que aquí de una aventura venís siempre detrás,

y al fin de la jornada os vais de angustia llenos,


con una ilusión menos y un alifafe más.

Iradier, en la letra de sus canciones, no pretendía ni moralizar ni ser


académico. Las palabras le servían para cantarlas.

«De la musique avant toute chose», como decía Verlaine.

Hay varias muestras de la versificación de nuestro alavés, poco parnasiana.

Ahí está el Cataplún:

Los ojillos de la viuda

van diciendo por la calle:

«Este edificio se alquila,

porque no lo habita nadie».

¡Ay fortunilla!

¡Ay, quién fuera zapatito

de tu pulidito pie,

para ver las maravillas

que tu zapatito ve!

Otra manifestación poética del numen de nuestro músico son las seguidillas
de El picaporte, probablemente tomadas de alguna canción popular:

Tantas estrellas

no brillan en el cielo

como brillaban antes

que tú nacieras.

La causa es ésta:

que Dios puso en tus ojos

las dos más bellas.


Cajas de guerra

son tus ojos bribones,

que tocan retirada

cuando los cierras,

llamada y tropa

cuando al rabillo llegan.

Se puede hacer un ligero ensayo de clasificación de las canciones de Iradier


por sus asuntos.

De tipos populares hizo: La calesera, El charrán, El banderillero, El matón, El


melonero, El naranjero, La pamplinera, El requesonero, La manola, La molinera, El
carpintero, El sacristán, La moza, El estudiante, La criada, La naranjera, La cigarrera,
La coqueta, El picador, El torero, El contrabandista, El jaque, El mocito del barrio, La
gitana, Los pollos, El macareno, El londito, La Rita, María Dolores, La Lola, La rubia de
los lunares, Rosilla, La Juanita, La mala jembra, Currilla la serrana, Doña Facundia, La
rosa española, La Currela, Pedro La Cambra, etcétera.

Se ve aquí la influencia del amor de la época por lo pintoresco, reflejado en


libros como Los españoles pintados por sí mismos, en los dibujos de Alenza y de
Villaamil y después en los de Ortego.

Canciones regionales hay en la colección de Iradier varias: La Calahorra, La


perla de Andalucía, La sevillana, El valiente del Perchel, La perla de Triana, Las ventas
de Cárdenas.

De escenas populares: ¡Alza, puñalá!, Las amonestaciones, Café caliente, La


bofetá, El patatús, La estudiantina, Las calabazas, La cita, El miriñaque.

Con temas más o menos románticos: La inocencia, El recuerdo, Declaración,


Una ingrata, ¡Ay chinita!, El empalago, El goloso, Los ojos negros, Ni amo ni olvido, El
ruiseñor, Un imposible, El encanto, La del vestido azul, La mantilla de tisú, El arrullo,
Si será amor, El suspiro, La flor de la canela, La esperanza, A veces quien más mira,
menos ve.

A todo esto hay que añadir los bailes: Las boleras sevillanas, Los caracoles, Las
seguidillas del picaporte, Vals de amor, La rondalla, La Cachucha, La jota aragonesa, La
jota de los toros, etcétera.
Es curioso que a este alavés no se le ocurriera nunca hacer alguna canción o
algún baile vasco. Los ritmos de la tierra natal no le atraían.

De todas sus canciones, las que tuvieron más éxito fueron: La calesera, Las
ventas de Cárdenas, populares en España; El chiclanero, que cantaban Madame
Rossio y Didier Ronconi en los salones aristocráticos de Londres, y después La
paloma.

Iradier, en 1850, debía de vivir bien en Madrid. Sin embargo, se dispuso a


marcharse a París. ¿Era por saber que la condesa de Montijo y sus hijas lucían
en las fiestas parisienses del palacio del Elíseo, y se decía que Eugenia se iba a
casar con Napoleón III? ¿Era cansancio? El caso fue que el músico se trasladó a
las orillas del Sena y que tuvo éxito en los salones.

Las primeras personas que conoció en París fueron los amigos de la condesa
de Montijo y de Mérimée: Luis Viardot, que había sido director del Teatro
Italiano; Toribio Calzado, el empresario; el escritor Luis Lurine, nacido en
España; el cantante Jorge Ronconi y el guitarrista Huerta.

Pronto el alavés levantó el vuelo, y conoció el París brillante del teatro y de


los salones. Fue amigo de María Taglioni, de la Fanny Essler, de Lola Montes,
de Carlota Crisi y de la Cerrito, las más famosas estrellas de la coreografía de la
época.

Paulina García, después Madame Vilardot, hermana de la Malibrán, hija del


famoso cantor sevillano Manuel García, le quiso dar a conocer entre sus
relaciones.

Las bailarinas le pedían bailes, cachuchas, boleros y fandangos.

Conoció también Iradier a la célebre tiple Marietta Alboni, que estaba


preparando una expedición artística a América. La Alboni iba a llevar con ella a
una niña prodigio, que cantaba maravillosamente, que no tenía más que ocho o
nueve años y que se llamaba Adelina Patti.

—¿Por qué no viene usted con nosotros, maestro? —le preguntó la Alboni a
Iradier.

—Pero ¿usted cree que puedo yo tener allí algún éxito, Marietta? —Claro
que sí. Puede usted venir con confianza. Si quiere usted, yo me encargo de todo.
Yo soy la empresaria.

—Pues entonces, nada. Me tiene usted a su disposición. Iré; tocaré, si es


necesario, el órgano, el piano, la guitarra o las castañuelas.
El alegre alavés se dispuso a dejar París, donde se encontraba bien, y a
marcharse a América a probar la ventura.
IV

ERRANTES

La niña prodigio que iba a acompañar a Marietta Alboni a dar conciertos en


América se llamaba Adelina. Era hija del Signor Salvador Patti y de la Signora
Barilli, ambos cantantes. Además Patti había nacido en Madrid en 1843.

La niña prometía. «Questa bambina fará una grandissima carriera», había dicho
el tenor veneciano Giorgio Ronconi. «Elle chante comme un rossignol», afirmó el
maestro Auber.

La Alboni tenía una voz magnífica de contralto, muy extensa, y una cierta
tendencia a la obesidad. No había posible rivalidad entre ella y la niña prodigio,
flaca como la estampa de la golosina, y que prometía, si no se malograba, ser
una tiple ligera, con una magnífica voz de soprano sfogato.

El grupo de músicos y cantantes patroneados por la Alboni, que poseía


condiciones prácticas de empresaria, marchó a Nueva York, y empezó sus
conciertos en el salón de Fripple-Hall.

La pequeña Patti tenía enormes éxitos. El pianista americano Gottschalk la


acompañaba en el piano. El Signor Patti se apoderaba del dinero de su hija —
por su bien, naturalmente—, y la Signora Barilli, su madre, la miraba con
admiración y melancolía, porque con el nacimiento de su hija había perdido
casi por completo la voz.

La Alboni no se sentía celosa. Cosechaba grandes aplausos y los éxitos de los


demás repercutían en su bolsillo de empresaria.

Iradier no pretendía competir con los divos y las estrellas, dirigía a veces la
orquesta, tocaba el piano y la guitarra; era con frecuencia invitado en las casas
particulares y gastaba su dinero a manos llenas.

Su condición de maestro de la que iba a ser emperatriz de los franceses,


conocida por el público, se cotizaba y le daba importancia. Realmente, no hay
gente tan partidaria de la aristocracia como los demócratas. Los yanquis se
derretían pensando que el elegante alavés era hombre que visitaba el palacio de
las Tullerías y alternaba con princesas y con damas de la alta crema parisiense.

Los de la compañía de la Alboni, después de actuar en Nueva York, fueron a


Boston, a Filadelfia, a Nueva Orleans, a México, y a La Habana. Aquí la voz de
la niña prodigio dio lugar a manifestaciones de entusiasmo delirante.
Iradier tuvo también gran éxito. Fue invitado a muchas casas particulares.

El maestro alavés se dedicó a escribir habaneras. Una de ellas es La mexicana,


dedicada a la Patti, con letra del autor:

Me llamo Aurora,

soy mexicana,

y allá en La Habana

yo me crié;

pero mis padres

con Dios se fueron,

pues se murieron,

sola quedé.

Compuso también otras habaneras, El arreglito, El chin, chin, chan, Las


amonestaciones, La paloma, todas ellas con letra un tanto descuidada y ripiosa.

El chin, chin, chan comienza así:

¿Qué tienes en esa cara,

que tanto gusto me da;

que si te ríes me río;

si me miras, puñalá?

Y cuando me haces un cariñito,

Ave María, lo que me da.

Las amonestaciones, un tanto sentimentales, tampoco son muy épicas:

Cuando a ti te estén ciñendo

la sortija de brillantes,

a mí me estarán poniendo
cuatro velas por delante.

Entre las habaneras de Iradier, La paloma es de las más clásicas. Eso de:

Si a tu ventana llega

una paloma,

trátala con cariño,

que es mi persona,

tiene, por la fuerza del consonante, cierto aire espiritista y de transmigración


de almas.

¡Un maestro de música convertido en paloma! Esto me recuerda un tanto la


aserción de la familia de un teósofo, muerto no hace mucho, que tenía noticias
de que su pariente había encarnado en un gallo de Madagascar. Se puede
suponer que el gallo en el país de los malgachos cantaría de una manera
teosófica.

Aunque la letra de La paloma sea un poco absurda, hay que pensar que la
música debe de estar bien en su género cuando ha sobrevivido más de ochenta
años.

¿Qué le pasó a nuestro Iradier con la linda guachindanga, cuando le llama


su chinita con tanto cariño?

¡Ay chinita, que sí!

¡Ay que dame tu amor!

¡Ay que vente conmigo, chinita,

a donde vivo yo!

No sabemos si el músico vitoriano, ya talludito, tuvo una aventura tropical


de amor, de zona tórrida, o si fue todo jarabe de pico.

De La Habana, la compañía filarmónica, que acompañaba a la Patti y a la


Alboni, pasó a la América del Sur, dejando por todas partes un reguero de
escalas y de gorgoritos. Llegaron músicos y cantantes a los pueblos del Pacífico,
anduvieron como cómicos de la legua e hicieron una vida de bohemios y de
aventureros.
Pasados muchos meses, volvieron todos los artistas a Nueva York. Aquí se
hizo el reparto de las ganancias, y el Signor Salvatore Patti debió de embolsarse
una magnífica cantidad de dinero. Siempre pensando, naturalmente, en el
interés de la niña prodigio.

En Nueva York, Iradier quedó algún tiempo dando lecciones de guitarra y


de canto a las hijas de comerciantes ricos, que querían imitar las gracias de la
emperatriz Eugenia. Cuando se cansó, nuestro músico retornó a Europa;
primero a Londres y después a París.

En Londres tuvo un momento de éxito. La Signora Rossio y Didier Ronconi


pusieron a la moda en las casas aristocráticas sus habaneras y sus aires
andaluces.

De Londres fue a París. Su antigua discípula de canto y de guitarra, Eugenia


de Guzmán, era ya la emperatriz de los franceses. Se había casado con
Napoleón III a principios de 1853.

«He visto a Iradier», dice Mérimée en una carta de junio de 1854, dirigida a
la condesa de Montijo; «está rodeado de damas, como en Madrid.»

La emperatriz nombró a Iradier oficialmente su profesor de canto.

Por entonces se empezaron a popularizar algunas canciones suyas, con letra


en francés. La letra francesa era mejor, un poco más literaria que la española. La
escribieron, entre otros, el marqués de Lonlay y Tagliafico. Eugenio de Lonlay,
personaje mundano, hacía versos, y había puesto letra a una cachucha que
cantaba y bailaba la célebre bailarina Fanny Essler. La calesera, con letra de
Lonlay, comienza así:

De tes deux mules coquettes

qu’avec espoir je regarde

j’entends le bruit des clochettes

qui retentit dans Grenade.

Luego hay una imitación clara del bolero La andaluza, de Alfredo de Musset.

Musset termina las coplas de su bolero, diciendo:

Allons!, la belle nuit d’eté!


Je veux ce soir des serénades!

À faire damner les alcades

de Tolose au Guadalété!

El marqués de Lonlay transcribe:

Tu pinces de la guitare

et donnes des sérénades

comme on le fait en Navarre

à dammer tous les alcades.

El contrabandista, con letra de Tagliafico, principia de este modo:

Lorsque flambent les cigares

que pétille le Xérez

j’aime a chanter aux guitares

les yeux noirs de Dolorès.

La segunda parte comienza:

Mais prends garde!, mais prends garde!

On s’avance dans l’ombre sans bruit.

C’est la garde, c’est la garde,

c’est la garde, la garde de nuit.

Todo eso, evidentemente, es la España de pandereta, pero inofensiva y


graciosa.

Es una anticipación de la Carmen, de Bizet. La música tiene también aire


bizetiano, porque reúne el carácter y el ritmo vivo de lo español con la media
tinta francesa.

Un crítico, al hablar de El contrabandista, dice: «He aquí uno de esos cantos,


de un sabor completamente local, que el sencillo aficionado no sabrá abordar
sin peligro. Es algo que se debe cantar con el diablo en el cuerpo, con voz,
postura y gesto especial. Grandes artistas, como los que interpretan
ordinariamente los sainetes de Iradier, pueden únicamente dar a estas cálidas
creaciones el relieve y el acento exigidos».

De La calesera dice el mismo autor: «Madame Viardot y Madame Nantier-


Didiée han puesto a la moda las encantadoras creaciones de Iradier, tan llenas
de acento y de color local. Estas pequeñas obras maestras exigen la reunión del
talento mímico a la habilidad vocal, y son de una ejecución muy difícil, que las
hace casi inabordables a los aficionados de tercera clase y a los virtuosos
habituales a los salones».

Madame Nantier-Didiée era una cantante de fama. Comenzó en París en el


teatro de los italianos. Estuvo tres años en Londres, desde 1853. Después fue a
los Estados Unidos, y de aquí a la Ópera de San Petersburgo.

Madame Viardot —Paulina García— era una mujer muy inteligente y muy
atractiva, con una voz extraordinaria de mezzo-soprano. Sabía cuatro o cinco
idiomas; era muy amable; tenía una tertulia en su casa, a la que acudían
escritores y artistas, entre ellos el novelista ruso Turgueniev.

Seguramente Iradier conoció y habló con el autor de Humo y de Tierras


vírgenes, pero no le debió de interesar. Le parecería únicamente un señor alto,
con unas barbas y una voz atiplada.

Entre 1854 y 1864 no hay noticias concretas de Iradier. El hombre debió de ir


y venir de aquí para allá, de Madrid a París, de París a Londres. Daba lecciones
en capitales de provincias, y estaba siempre en movimiento.

Próspero Mérimée, en su correspondencia con la condesa de Montijo, dice,


en noviembre de 1859: «Espero que el pequeño Juanito esté restablecido del
todo, y que la señorita de Iradier haya sobrevivido a mi partida».

Unos meses después, en febrero de 1860, pregunta: «¿Cómo va la señorita de


Iradier?».

Nuestro músico, de sus dos matrimonios, tuvo un hijo y una hija. La hija,
Matilde, muy atractiva, se casó con un inglés rico, que se enamoró
perdidadamente de ella, y se fue con su marido a Cuba. El hijo, médico, se
marchó también a las Antillas.

Sin duda, los dos habían oído decir a su padre que aquello era un paraíso, la
flor de la canela, como el título de una de sus canciones.
V

EL FINAL DEL MÚSICO Y LA HABANERA DE CARMEN

En 1865, Iradier estaba en París. En el cuaderno de los últimos años de su


existencia, en donde escribía algunas notas, y que conservaba su pariente don
Teodoro, se le ve al músico visitando a algunos editores que publicaban sus
canciones, entre ellos uno de la Rué Vivienne.

Iradier vivía en bohemio, en un hotel de la Rué Fontaine, entre la Rué


Pigalle y el bulevar de Clichy. Enviaba sus camisas a planchar a una mujer de la
vecindad; compraba cuellos y corbatas blancas para presentarse en las casas
donde le invitaban, y comía unas veces en palacios y otras en tabernas.

El músico hablaba el francés de la calle y se entendía a la perfección con la


dueña del hotel y con Nanette o con Fifi, que le cosían los botones del chaleco
blanco o del frac, que llevaba a las reuniones elegantes o a la casa aristocrática
donde daba lección de canto o de guitarra.

En su cuaderno, Iradier escribe el borrador de una carta dirigida a una


señorita, cuyo nombre no indica.

«Yo quisiera saber», le dice, «correctamente el francés. Me encuentro


obligado a viajar por Francia y a escribir cartas a personas de la buena sociedad,
y me avergüenzo de hacerlo con faltas de ortografía. Yo quisiera que usted me
diera una lección diaria y me corrigiera severamente mis faltas ortográficas y de
pronunciación.»

En el cuaderno hay un proyecto de periódico que ha ideado Iradier,


proyecto verdaderamente cándido.

El periódico se llamaría El Parisién, diario universal en español, redactado en


París.

Esta hoja saldría a las cuatro de la tarde, y traería noticias de todos los
países, y hablaría principalmente de teatros, conciertos, bodas, bautizos,
etcétera.

Para la creación de esta fantasía tipográfica no contaba más que con cuatro
redactores: don Víctor de Landaluce, don Sebastián Iradier, don Juan del Peral y
otro que guardaba el incógnito. Con tan pocos elementos no es raro pensar que
la empresa fracasara.
Nuestro músico parece que había tenido algún dinero en casa del banquero
Murriera, de Londres, y en la de Abaroa, de la calle de Richelieu, en París; pero
se le había acabado y el pobre hombre andaba a la cuarta pregunta.

Me figuro que escribiría sus canciones en la cama, y que muchas veces


comería también en ella y se levantaría para ponerse el frac e ir a alguna
reunión.

En el cuaderno indica los libros que tenía en el hotel, en una maleta, que no
eran muchos.

De música guardaba el Don Juan de Mozart; El barbero de Sevilla y el Stabat


Mater, de Rossini; Lucía y Elixir de amor, de Donizetti, y algún método de solfeo.
De literatura tenía Las confesiones, de Juan Jacobo Rousseau, un tomo de poesías
de Alfredo de Musset y otro de Zorrilla, un volumen de Próspero Mérimée y
algunos versos italianos. Su biblioteca era bien pobre.

Algunos me han dicho que es posible que en esta época el compositor


francés Jorge Bizet conociera a Iradier. No hay dato alguno que lo compruebe.
Por entonces, el autor de Carmen, nacido en 1839, tendría veinticinco años.

La suposición del conocimiento de ambos músicos —el uno célebre después


y el otro oscuro— parte de que hay una influencia visible de Iradier en la
música de Carmen. Yo sospecho que Bizet no sólo aceptó la habanera del alavés
para su ópera, sino que le tomó también algunos pequeños detalles. Esto no
tiene importancia. De todos modos, el francés es de fama universal, y el vasco
no ha dejado ni siquiera su nombre en sus canciones, porque se lo han
escamoteado. Al hombre no se le ocurrió hacer una labor de conjunto; quizá no
sabía bastante para ello. Vivió al día con facilidad y sin la preocupación de la
gloria. Para él la gloria eran unos aplausos en un salón, una copa de champaña,
una sonrisa de bellas damas y nada más. Era un poco trovador.

Algo parecido a él fue Iparraguirre, el guipuzcoano; pero éste tenía otro


carácter, y, a pesar de vivir como un pobre, había en él un fondo de intuición y
de orientación por la gloria.

Iparraguirre, que no frecuentó más que tabernas y posadas, se sentía un


bardo. El guipuzcoano comprendía que el cantor de un pueblo, aunque fuera
pequeño, podía llegar a ser importante.

Para Iradier, la posteridad no contaba. Era de los que seguían el precepto de


Horacio: «Carpe diem quam minimum credula postero», que alguno ha traducido,
amplificándolo un poco: «Coge la flor del día, sin cuidar demasiado de la de
mañana».
Seguramente nuestro alavés no dio nunca importancia a sus canciones, ni las
tomó en serio. Era un tipo despreocupado y voluble. Si hubiera trabajado en su
arte con más perseverancia, hubiese sido un músico notable. Todo lo que hizo
tiene siempre un aire de distinción y de finura.

En el cuaderno de su época final de París se queja de padecer una


enfermedad de ojos, y quizá por este motivo se fue a Vitoria, pensando que en
su tierra se le curarían los achaques.

Se instaló en Vitoria, visitó a sus amigos, habló de sus viajes, contó


anécdotas.

A su pueblo no había llegado su fama. No se le tomaba en serio. Se le


consideraba como un tipo «chirene», como dicen en Bilbao.

Un día se presentó en Salvatierra, en casa de su amigo y discípulo el


organista de la iglesia de San Juan, Antonio Landazábal. Le recibieron en
triunfo, y todas sus antiguas amigas —entre ellas doña Juanita, la que
coqueteaba con él en sus tiempos de juventud— fueron a saludarle. Hacía ya
cuarenta años que no le veían, y le encontraron muy viejo.

«El pobre Sebastianito no es ni la sombra de lo que era antes», dijeron.

A ellas, aunque no lo creyeran, les pasaba lo mismo.

Le dijeron que cantara algo de su repertorio. Landazábal trajo su guitarra, y


don Sebastián cantó con voz cascada La paloma.

Todas las señoras, hasta doña Juanita, encontraban que la letra era muy
verde, muy escandalosa. Doña Petra, doña Ramona y doña Tecla se hicieron
cruces al oír frases tan inmorales como esa de:

¡Ay, que vente conmigo, chinita,

a donde vivo yo!

Poco después, Iradier murió. Una nota del cuaderno de don Teodoro dice:
«El tío Sebastián murió en Vitoria el 6 de diciembre de 1865, y está enterrado en
el cementerio de Santa Isabel, en el panteón antiguo de la familia, donde están
asimismo el abuelo Benito y la abuela María».

Gonzalo Manso de Zúñiga me dice en su carta:


«Respecto a su muerte, he visto la lápida del cementerio, y en ella consta que
falleció el 6 de diciembre de 1865; pero como todo parece estar en contra de este
señor, no consta en el libro de registro del cementerio la entrada de su cuerpo
en aquel recinto. Por cierto que a pocos pasos está la tumba del general don
Bruno Villarreal, que me parece que saca usted en alguna de sus novelas de
Aviraneta».

No sé si algún erudito tendrá la curiosidad de aclarar la fecha exacta de la


muerte de Iradier.

A Iradier le pasó como a la cigarra en la historia de la cigarra y la hormiga,


que puso en versos maliciosos Samaniego, su lejano pariente, y que antes había
figurado en los apólogos de Esopo y de La Fontaine.

Cantando la cigarra

pasó el verano entero,

sin hacer provisiones

allá para el invierno.

Un punto difícil de explicar es por qué en la partitura de la ópera Carmen no


consta que el autor de la habanera L’amour est enfant de bohème es Iradier.

En una biografía francesa de Bizet se dice que éste compró la canción de


Iradier porque le parecía la más propia del momento en que la gitana seduce a
don José. Nunca se han hecho esta clase de compras. Bizet estrenó su ópera
once años después de marcharse Iradier de París. Es muy difícil creer que años
antes de estrenarla el compositor francés tuviese escrita su obra.

Otros han afirmado que la tiple que representó por primera vez la ópera, y
que hacía el papel de Carmen, fue la que eligió la habanera de Iradier, porque
veía en ella un motivo de lucimiento. Esto no parece muy probable en un teatro
bien organizado. No creo que un cantante tenga el arbitrio de elegir una canción
a su gusto y de ponerla en una ópera aquí o allí. La obra de Bizet se estrenó en
París el 3 de mayo de 1875. El papel de Carmen lo cantó la Galli-Marié.

Esta Galli-Marié parece que era una de las mejores cantantes y cómicas del
Teatro Lírico de París. Tenía entonces treinta y cinco años, y estaba en el
completo dominio de sus facultades.

La exuberancia y la violencia de su temperamento se prestaban mucho para


el papel de gitana instintiva y fogosa, y es muy posible que ella indicase la
habanera de Iradier para el momento en que Carmen seduce al sargento vasco y
le echa las flores que saca de su corsé; pero si ella lo indicó, la idea,
seguramente, la aceptó Bizet, porque no creo que haya la costumbre de que una
cantante intercale en una ópera una canción porque a ella se le ocurra.

Esta opinión la veo confirmada en una cita de un libro francés moderno,


titulado Initiation à la musique, que me envía Gonzalo Manso de Zúñiga. La cita
que se refiere a Bizet dice así:

«Habanera. El motivo musical fue tomado por Bizet a un cierto Iradier,


maestro de canto de la emperatriz de los franceses, compositor mediocre de
canciones españolas, a petición de la Galli-Marié, primera intérprete de Carmen,
y que había querido para su entrada una música de éxito. No hay que decir que
si el éxito llegó fue debido a los retoques que dio Bizet a una melodía banal y a
las armonías encantadoras expresadas por el acompañamiento».

Aquí el francés intransigente se muestra de cuerpo entero.

Se dice que en las partes, el plagio, es decir, el robo, debe ir seguido del
asesinato. Bastante muerto y asesinado estaba Iradier para ensañarse con él, ya
en su tumba; pero el francés patriotero no le perdona en este caso al músico
español el haber sido plagiado por un compatriota célebre, como el autor de
Carmen.

Ejemplos de estos plagios hay en los músicos más ilustres, y se dice que
Mozart tomó un trozo de la ópera, cosa rara, de un español, Martini, de
Valencia, y lo intercaló en su Don Juan.

Es una cosa curiosa la aportación de lo vasco a la ópera de Bizet, a pesar de


ser nosotros tan poco flamencos. Carmen es una gitana vasca, de Echalar; don
José y Micaela son vascos, de Elizondo; hay un oficial —Zúñiga— vasco de
apellido, y, por último, el autor de la habanera L’amour est enfant de bohème es un
vasco, de Vitoria o de un pueblo de los alrededores.

Esta colaboración vascónica en una obra flamenca, de sensualidad y de


erotismo, puede que les parezca a los vasquistas poco plausible. Se puede
suponer que a ellos y a mí nos hubiera gustado más colaborar en Freychutz o en
Oberon, de Weber, que no en este escenario de toreros y de gitanos.

Las raíces de la ópera Carmen, que da al espectador una impresión tan


homogénea, son un poco múltiples.
El inventor del mito es un parisiense, Próspero Mérimée; uno de los
libretistas, Halévy, es judío; los personajes principales, vascos, y el escenario,
Sevilla y Sierra Morena.

Entre las fuentes musicales de la obra, una de las ocultas es la de Iradier, el


alavés, oscuro, desconocido, que pasó por el mundo como un bohemio, dejando
por donde fue una sonrisa y una canción.

Ahora, mientras corrijo este libro de Memorias en que hablo del músico
alavés, oigo a una criada de la vecindad, que canta a voz en grito la habanera La
paloma.

¡Qué extraño caso! Iradier, probablemente, creyó que sus cachuchas, boleros
y fandangos no tenían importancia, que no eran más que juegos, bromas
pasajeras, y, sin embargo, al cabo de los cien años, todavía se cantan sus
canciones por gentes que no saben quién es el autor ni han oído jamás su
nombre.

El caso contrario es más frecuente: el del hombre que cree que ha hecho
algo, algo que supone que es trascendental y perenne, como la pirámide de
Cheops, y en pocos años se desvanece su nombre y se olvida su obra.

En esto se puede decir la frase evangélica: «Unos son los llamados y otros
los elegidos».
QUINTA PARTE

LA EXPEDICIÓN DE GÓMEZ

EL PROTAGONISTA

Yo he tenido gran afición por el reporterismo. Si no lo he practicado en


época pasada fue, más que por otra cosa, porque no encontré periódico que me
los encargara. El reportaje que yo hubiera hecho con gusto hubiera sido el
semigeográfico, semisocial. Ahora, el reportaje político, ése ya no me interesa.
Tampoco me interesa el estético y el arqueológico.

No pude hacer reportajes más que ya de viejo, y por dentro de España,


cuando ya era uno algo conocido. De joven los hubiera hecho con mucho gusto;
ahora, si hubieran tenido éxito o no, eso, naturalmente, no lo puedo saber.

A principios de siglo escribí unos artículos en Los Lunes de «El Imparcial»,


sobre tierras de Soria y el monte Urbión, y algún oficinista me escribió en un
volante de un ministerio una carta muy irritada, diciéndome que yo no había
estado en este monte y que no contaba más que mentiras.

¡Qué estupidez!

¡Ni que el pico de Urbión fuera el Kilimanjaro! Por cierto, Espinosa


Echevarría, hombre curioso, viajante de comercio de telas, que ahorraba
durante unos meses para ir después en la bodega de un barco a la India, al
África o a las islas Chinchas a pasar fatigas y trabajos, subió a la cima del
Kilimanjaro. Se puede suponer que estas fatigas y trabajos le gustaban.

Es muy agradable recorrer un país cualquiera con buen tiempo, siempre que
no sea una estepa árida y desierta. Teniendo conocimientos geográficos,
geológicos e históricos, es más agradable aún. En este caso, el país está
impregnado de recuerdos, de sugestión y de explicaciones, y hasta lo que
parece desolación y abandono se llena de figuras y de recuerdos.

Ya en unos viajes con J. Ortega y Gasset, entre discusiones literarias, le


oíamos al profesor Dantín Cereceda hablar de la formación geológica de unos
terrenos y de sus cambios y transformaciones como quien oye una anécdota
dramática e interesante.
II

La expedición de Gómez fue la más curiosa de las militares de la guerra


carlista. Ahora que han pasado más de cien años que se llevó a cabo, no queda
de ella más que un ligero rastro, un vago recuerdo, y eso en muy pocos lugares.

Gómez y sus fuerzas trazaron muchas vueltas y revueltas sobre el mapa de


España. Es difícil seguirlos en su trayectoria. Exigiría marchar a caballo y pasar
seis meses, como pasó él, haciendo zigzags por la península.

Don Miguel Gómez y Damas fue uno de los militares más célebres de la
primera guerra civil.

Muy discutido en su tiempo por su famosa expedición, después cayó su


recuerdo en la oscuridad y quedó completamente olvidado.

Tenía, al comenzar su marcha, en 1836, cuarenta y un años.

Borrow, que lo conoció, en su libro La Biblia en España dice que tenía estatura
regular, el tipo grave y sombrío.

Don Bruno Villarreal

En 1836, el general don Bruno Villarreal, ministro del pretendiente, al ver


que el jefe de las fuerzas liberales del norte, don Luis Fernández de Córdoba,
pensaba, en vez de aventurarse en pequeñas batallas, mantenerse en las
márgenes del Ebro y bloquear las provincias rebeldes, ideó enviar una columna
a Asturias y Galicia y provocar en ellas la guerra.

Villarreal expuso su proyecto al pretendiente don Carlos, que lo aprobó.


Éste llamó a don Miguel Gómez y le ofreció el mando de la columna. Don
Nazario Eguía y sus amigos consideraron que el proyecto no tendría éxito y que
la elección de Gómez como jefe era desacertada.

Los tres generales carlistas de la primera guerra civil española, los tres a su
modo geniales, fueron Zumalacárregui, Cabrera y Gómez.

Zumalacárregui era un gran técnico, el hombre reflexivo del norte de


España; Cabrera, fogoso y ardiente, el tipo del Mediterráneo, y Gómez, el del
centro de la península, medio castellano, medio andaluz, el que sabe sortear las
dificultades con arte y con malicia.

Narváez y Prim fueron también hombres de mucho talento, quizá más


destacados aún como políticos que como militares.
Gómez era de Torredonjimeno (Jaén).

Su inscripción de bautismo consta en la parroquia de Santa María, de esta


ciudad.

Nació Miguel Sancho Gómez y Damas el día 5 de junio de 1785. Era hijo de
Juan Francisco Gómez y de Juana Josefa de Damas.

Miguel Gómez, siendo aún niño, luchó contra los franceses en la guerra de
la Independencia, cuando el general Dupont invadió Andalucía. Gómez tardó
poco en distinguirse en el ejército por su valor y su ingenio, y tuvo la desgracia
de caer prisionero y de ser conducido a una ciudad francesa, de donde logró
escapar al cabo de un año, después de varias tentativas infructuosas.

En 1820 figuró entre los absolutistas. En 1825 era capitán de granaderos y


cazadores en el batallón que mandaba Zumalacárregui, y se batía en Navarra.

Al obtener los carlistas varios triunfos, fue nombrado Gómez comandante


en el mismo regimiento del que era coronel Zumalacárregui.

En 1822 se encontraron otra vez reunidos los dos jefes en Madrid, donde
estrecharon sus relaciones llevados por la simpatía de sus caracteres y la
identidad de situación y de ideas políticas.

Cuando enfermó Fernando VII, ofrecieron los dos sus servicios a don Carlos,
y a la muerte del monarca marcharon al campo a acaudillar a los absolutistas,
después de haber fomentado en el país el descontento y la rebeldía contra el
gobierno, que consideraban revolucionario.

Gómez se dirigió primeramente a Cuenca, donde intentó levantar a los


carlistas. Frustraron su tentativa, y, reunido con Zumalacárregui, éste le
nombró su jefe de Estado Mayor.

Muerto Zumalacárregui, siguió Gómez su carrera, y gracias a su inteligencia


y a su arrojo fue ascendido a mariscal de campo.

El tipo de Gómez era de hombre fino, a juzgar por el retrato que hizo de él el
dibujante francés Isidoro Magués. Era Gómez hombre de cara larga y correcta,
nariz bien perfilada, ojos claros y expresión melancólica. Vestía bien y llevaba la
boina con ballestilla y borla.

Gómez mandó durante mucho tiempo una brigada de guipuzcoanos.


Con esta brigada tuvo un primer encuentro con las tropas de la legión
inglesa liberal, mandada por Lacy Evans.

En 1836, Gómez hizo su fantástico recorrido por España, trazó en la


península, de norte a sur, como una zeta invertida, y tardó en su excursión
cinco meses y veinticuatro horas.

La expedición de Gómez no se estudió, al parecer, en las escuelas militares


españolas; en cambio, según se asegura, se ha estudiado en el extranjero, sobre
todo en Alemania y en Rusia.

La expedición de Gómez fue una improvisación a la española. Los militares


del tiempo, entre ellos Fernández de Córdoba, no quisieron darle importancia.

El barón Guillermo de Rahden, jefe del Estado Mayor del ejército carlista de
Aragón y de Valencia, publicó un suplemento a su libro Wanderungen eines Alten
Soldaten («Excursión de un viejo soldado»), en Berlín, 1850. En este suplemento,
Miguel Gómez (Ein Liebenslichtbild), hay una silueta muy perfilada del general.

En él insertó un itinerario de la expedición, traducido del español, y varios


comentarios y anécdotas.

Al llegar Gómez de vuelta de su viaje por Galicia, Castilla y Andalucía, a las


provincias vascongadas, fue sometido en Orduña a un proceso por no haber
cumplido las órdenes que le habían dado ni el objeto para el cual se organizó la
expedición.

Todavía duraba la causa en el tiempo de los preliminares del convenio de


Vergara.

Al firmarse este convenio, Gómez entró en Francia.

No debía de ser aficionado a escribir, porque no se le ocurrió jamás


defenderse en un periódico o en un folleto.

Otro cualquiera hubiera explicado su expedición y las causas de sus fallos.


Esto, sin duda, a él no le interesaba.

Por lo que dice Rahden, Gómez debió de ser un hombre indolente, que se las
echaba de andaluz perezoso.

El general prusiano cuenta que, a veces, sus ayudantes le preguntaban a su


jefe:
—¿Desea usted algo, mi general?

—No; tengo lo que necesito —contestaba él, mostrando con cierta sorna la
hoja de papel de fumar, que doblaba entre sus dedos.

Gómez vivió después de la guerra en una guardilla de Burdeos, adonde iban


a visitarle sus antiguos compañeros de armas, Villarreal y Solepalan, y su amigo
Meyel, cónsul del reino de Nápoles en Burdeos. A Gómez le gustaba el sol, las
naranjas, las almendras y las granadas, el tabaco de La Habana y el vino blanco.

Gómez murió oscuramente en Burdeos, sin que nadie se enterase.

Se dice que el emperador de Rusia, Nicolás I, preguntaba con frecuencia a


algún agregado en San Petersburgo de la Embajada española: «¿Qué se hizo del
bravo Gómez?».

En España, después de su muerte, nadie se acordó de él.


III

COMIENZA LA EXPEDICIÓN

El día 25 de junio de 1836 se reunieron en Amurrio (Álava) todas las fuerzas


de las columnas que iba a mandar Gómez. Las pasó revista el pretendiente con
todo su Estado Mayor. Debió de ser una ceremonia muy decorativa y vistosa.

Salgo yo en automóvil de Vera, con un chófer y un fotógrafo, y voy a seguir


la ruta de Gómez.

Los dos compañeros de viaje míos son muy expeditivos. El chófer está
siempre pendiente de su aparato. Cuando se detiene éste, lo examina con
atención, y después canturrea.

Amurrio está cerca de la Sierra Salvada y de la Peña de Gorbea. No queda


hoy en el pueblo ni el más lejano recuerdo de la expedición de Gómez, que en
su tiempo sería sonada.

Ando de aquí para allí, pregunto a uno y a otro. Nadie sabe nada.

Un señor me dice que si alguien tiene algún dato sobre Gómez será un
procurador apellidado Llandera, que es de familia carlista y que tiene simpatía
por el tradicionalismo.

Voy a su casa, y me recibe amablemente.

El señor Llandera leyó hace tiempo la historia de la guerra civil, y sabe que
de este pueblo salió Gómez, pero no sabe en dónde revistó don Carlos a sus
fuerzas, aunque supone que sería en la carretera que cruza el pueblo y en un
campo que había antes cerca de la iglesia, y que se ha convertido en un paseo.

—¿Y cree usted que no habrá alguien en Amurrio que tenga, por tradición,
algún recuerdo lejano de lo sucedido entonces?

—Creo que no.

Le dejo al procurador en su despacho, y bajo a tomar el auto.

Nos adelantamos hacia el Norte, a buscar Respaldiza.

Una vieja desconfiada


Al pasar cerca de Respaldiza veo una casa solariega, magníficamente
colocada dentro de una huerta.

Me asomo a una saetera de la tapia y veo, a través de ella, a una mujer joven
y a una vieja. Las saludo, pero las dos desaparecen.

«Usted, que es joven», le digo al fotógrafo, «a ver si las conquista para que
digan algo.»

Mientras tanto, yo me siento en el tronco de un árbol.

El fotógrafo fracasa como yo. Hay que seguir adelante.

Quejana

El primer pueblo curioso por donde pasó Gómez y su expedición fue


Quejana, dentro de la zona alavesa.

Quejana es un grupo pequeño de caserones antiguos, al lado de un arroyo;


pueblo con varias torres almenadas, un castillo y una iglesia. Hay un puente
ojival para cruzar el río, y un edificio con unos soportales, que deben de servir
de mercado. Una mujer, considerándonos turistas, abre la puerta de la iglesia o
capilla, en donde hay varias sepulturas yacentes, y en un rincón unas cajas de
gaseosas para las fiestas próximas.

Los dos sepulcros del centro, aunque se dice que son de don Pedro López de
Ayala, el canciller historiador y poeta, y de su mujer, doña Leonor de Guzmán,
parece que son de los padres de él, don Fernán López de Ayala y de doña María
Sarmiento.

Salimos de la cripta, y en marcha.

Ahora vamos en una dirección paralela a la costa del Atlántico, camino de


Reinosa. Dejamos Quejana y entramos, por Menagaray, a Arciniega, pueblo de
más importancia y con ayuntamiento. Pasamos por una calle estrecha, con casas
antiguas, con jardines, y vemos un hermoso torreón de piedra. A un viejo, que
está en la puerta, le pregunto:

—¿Usted ha oído hablar de la guerra carlista?

—Sí.

—¿Y oyó contar que en este pueblo tuvo preso don Carlos, en la primera
guerra civil, a unos generales carlistas?
—No; no lo he oído nunca.

—Entonces, ¿no le sonará a usted el nombre de Gómez?

—¿Gómez? No; no me suena.

Indudablemente, son estas historias demasiado viejas para que quede un


recuerdo de viva voz en los pueblos.

Dejamos Arciniega y entramos en el valle de Mena. Mena no debe de ser


palabra vasca. No sé de dónde procede esta voz. En los naturales del valle hay
la idea de que antiguamente no pertenecían a Castilla, sino a Vizcaya. Esto
parece que no está claro. El aspecto físico del valle tiene más de vasco que de
castellano. Confina con Vizcaya, con Álava y con Santander.

Los montes que dominan este valle son el Ordunte o la Ordunte —según
que le llamen el monte o la peña— y algunos otros menos destacados.

De los ríos del valle, el principal es el Cadagua, pero hay otros más
pequeños: el Ordunte, el Angulo y el Sienés.

En el valle se ven todavía algunas casas y torreones, más o menos


destrozados.

El valle de Mena

El valle de Mena, por su aspecto y por su frondosidad, es un valle vasco.


Parece que fue separado de Vizcaya a fines de la Edad Media. Antiguamente se
llamaba Maina, palabra que no suena a vasca.

El valle se extiende paralelamente a la costa del Cantábrico, y tendrá unos


treinta a cuarenta kilómetros de extensión.

El eje del valle de Mena es el río Cadagua, que baja desde la Sierra Salvada
en arroyos y cascadas, y después de recorrer el valle aparece cerca de
Valmaseda, a reunirse con el Nervión.

El comienzo del valle está entre los montes de Ordunte y la Sierra Salvada.
Ordunte es un monte vasco, y la Sierra Salvada es una sierra castellana
burgalesa. Ordunte tiene hayas y robles y helechos en abundancia. La Sierra
Salvada, en sus alturas, está sin vegetación, y presenta un aire severo y trágico.
Quizá los habitantes del valle de Mena presenten este mismo contraste del
paisaje seco y del frondoso, pero yo no he conocido bastante gente del país para
asegurarlo.

En Villasana de Mena nos detenemos un momento y examino el mapa de la


región.

El general Tello

Aquí cerca hubo un encuentro entre las tropas de Gómez y las del general
Tello.

Cuando Tello supo el 29 de junio, por la noche, que Gómez había llegado a
Arciniega, avisó inmediatamente a Espartero.

A las dos de la mañana del día 30, Tello salió de Villasana.

Leciñana

Pasamos por Leciñana, el primer pueblo del valle de Mena hacia el este. El
pueblo se encuentra a la izquierda de la carretera. A la derecha hay un barrio,
llamado Laya. Me detengo a interrogar a un hombre.

—¿Usted ha oído hablar de que por aquí lucharon carlistas y liberales?

—¡Sí!, he oído, pero yo era pequeño cuando la carlistada.

—Y de la guerra anterior, ¿sabe usted algo?

—¿De la de los franceses?

—No; de otra carlista que hubo antes.

—No; de ésa no he oído nada.

¡Cómo se borra en los pueblos todo recuerdo histórico!

Seguimos adelante, y pasamos por Bercedo, que tiene una pequeña iglesia
románica. A través de una puerta nueva, con una reja también nueva, se ve el
arco de entrada.

La acción
El año 1836, por junio, la división liberal de Tello y las carlistas de Gómez
marchaban paralelamente por el valle de Mena. Al llegar a Bercedo, se avistaron
las divisiones y desplegaron frente al pueblo de Baranda, separadas por el
pequeño río de Trueba, que separaba las dos líneas.

Las fuerzas de Gómez eran mayores y mejor pertrechadas; las de Tello,


inferiores en número y en calidad. Tenían éstas un regimiento de quintos, el
provincial de Tuy, los cuales no sabían manejar el fúsil y no habían disparado
un tiro. El encuentro duró hasta el anochecer; se verificó en las cercanías de
Baranda, la Colina y las Rivas. Los carlistas dieron pruebas de que tenían
fuerzas bien preparadas. Entre los liberales hubo de todo.

Al pasar el río las fuerzas de Gómez, los quintos de Tuy tiraron las armas y
echaron a correr. Siempre ha pasado lo mismo en España. El reaccionario ha
sido reaccionario de veras; el liberal ha sido muchas veces liberal falso, de
pacotilla.

En el encuentro, el coronel del provincial de Tuy, don Atanasio Aleson,


quedó prisionero. De los cristinos se lucieron: Tello, el brigadier Castañeda y
don Saturnino Abuín, «el Manco», antiguo teniente del Empecinado, hombre
duro, de gran valor y de gran audacia.

El general Tello se retiró a Espinosa de los Monteros, y no encontrando aquí


municiones ni víveres, fue a Quintana de Soba. Cuando se apeó, el general
llevaba veintidós horas a caballo, sin haber comido ni bebido.

Las Siete Gemelas

Nos acercamos a Villasante, con el objeto de ver el campo de acción de las


tropas enemigas de hace un siglo. Ha comenzado a echarse la bruma sobre el
valle. Las nubes bajas no permiten ver las cimas, y en algunas partes no se
divisan ni aun las faldas de los montes.

Tomamos hacia Espinosa de los Monteros.

Al marchar camino de Espinosa se despeja el cielo un momento, y vemos, a


la izquierda del camino, una serie de picos, todos iguales. El fotógrafo nos dice
que se llaman las Siete Gemelas.

El fotógrafo capta dos de estas gemelas en su placa.

Las chicas bilbaínas de Espinosa


Al llegar a Espinosa de los Monteros me siento en un banco de piedra,
donde hay unas niñas.

—¿Cómo se llaman las chicas de Espinosa? —les pregunto a las mayores del
grupo.

—Nosotras no somos de Espinosa; somos de Bilbao —contestan ellas.

—¿Bilbao? Mal pueblo —les digo yo, en broma.

—Sí, malo. El mejor del mundo.

—Seréis un poco maketas, ¿verdad?

—Sí; mucho. Todas somos vascongadas.

—Pero no sabéis vascuence.

—¿Que no? Más que usted.

—Eta zu? —me pregunta una de ellas.

—Ni guchi.

—Yo no sé lo que quiere decir guchi —replica ella.

—¿Cómo decís vosotros «poco» en vascuence?

—Guichi.

—Pues nosotros decimos guchi, y creo que es lo verdadero. Bueno, chicas,


hasta el año que viene.

—¿No tiene usted nada que hacer en el pueblo?

—No. Yo soy un viajante que no tiene comercio.

Argomedo

Seguimos a Quisicedo, donde los carlistas, victoriosos de la acción de


Baranda y Colina, estuvieron acantonados. Pasamos por Argomedo. Aquí y en
algunas otras partes voy a poner algunos versos de las Canciones del suburbio,
que, al escribirlos, no he pretendido más que hacerlos característicos para
divertirme. No he pensado en la sonoridad, que es cosa que me preocupa poco.
La calavera del caballo

Paramos en Argomedo,

pueblo del valle de Mena,

delante de una iglesuca,

que se halla en la carretera.

El día, claro al comienzo,

se va llenando de niebla,

y no se ve a treinta pasos

el contorno de la aldea.

Aquella iglesia o ermita,

tan pobre como pequeña,

tenía delante un arco

con un cubierto de tejas,

y a ambos lados, dos pilastras,

que limitaban la puerta,

formada por seis listones,

cual las barras de una reja.

Desde ella advertí en la sombra

una imagen de madera

y ramilletes de flores

y candeleras con velas.

En un raso de la entrada,

sostenida entre dos piedras,


en un rincón se veía

una blanca calavera.

Me pareció de un caballo,

por su tipo de osamenta;

tenía un aspecto triste

de dolor y displicencia.

Probablemente algún chico,

quizás al salir de la escuela,

encontrándola en el campo

metida bajo tierra,

la había dejado en broma

a que los demás la vieran.

Esta calavera blanca,

puesta allá de centinela

en esta tarde brumosa

en son de burla y de befa,

me pareció una ironía,

un sarcasmo y una afrenta

para aquellos que trabajan

y no tienen recompensa.

La niebla

Al llegar a Soncillo, la niebla y la noche se nos echan encima, y vamos


envueltos en bruma gris. Los focos del auto no sirven para marcar bien los
límites de la carretera. Marchamos despacio durante varios kilómetros, en
medio de estos cendales de niebla. Hace frío. Nuestro fotógrafo, que no lleva
gabán, tirita.

El auto debe de parecer un gusano de luz en la oscuridad de la noche.

—Sabe usted —le digo a nuestro chófer— que los amigos de Madrid decían
que esta excursión se podría hacer muy bien en enero o febrero.

—En enero o febrero —contesta él— nos hubiéramos helado o hubiera


habido que quedarse en el camino.

Al acercarnos a Reinosa la niebla se va desvaneciendo y se ven brillar las


luces del pueblo. Entramos en la fonda y vamos al comedor y cenamos.

Los alrededores de Reinosa

Me despierto por la mañana y me asomo al balcón del hotel. Día gris; ¡frío y
niebla en la cima de los montes! ¡Al final de junio! Enfrente, quizá por dar un
poco de calor a la atmósfera, se lee en la fachada de una casa:

«¡Camaradas! ¡Honremos a Matteoti acabando con el fascismo!

»Luchemos por la libertad de Thaelmann.

»Exijamos la libertad de Thaelmann.

»Queremos el comunismo.

»¡Viva la revolución social!».

Es cosa rara; yo no me acuerdo ya ni quién era Thaelmann ni Matteoti.


Supongo que Thaelmann era alemán y Matteoti italiano; pero no recuerdo qué
eran ni qué les pasó.

Reinosa es pueblo antiguo, con casas con escudos, y el Ebro es aquí como un
niño pequeño. Se ven más letreros revolucionarios en las calles.

Valenciaga, el vasco

Estamos en el hotel Valenciaga. El propietario actual nos habla del amo


antiguo de su fonda, un vasco maquinista del tren, que llegó a ser un gran
cazador de osos.
Tenía siempre en su casa oseznos y los cuidaba mejor que a sus huéspedes.
Los huéspedes no le interesaban, y tenía razón. Seguramente eran menos
divertidos que los osos y de peores intenciones.

¡Qué contraste el de este Valenciaga quitando la piel de los osos, y el otro


Valenciaga, modista de París, adornando con pieles las pieles de las señoras
elegantes!

Valenciaga, el cazador-fondista, al cabo de cincuenta años de vivir en


Reinosa, no sabía apenas castellano y hablaba sólo con infinitivos, estilo de
negro de zarzuela. Comía, cazaba y cantaba. Me lo figuro después de una cena
pantagruélica. Los vascos hemos cantado con mucho entusiasmo la comida, a
estilo de Iparraguirre, que compuso esta canción:

Viva Rioja! Viva Naparra!

Arcume onaren itztarra.

Emen guztioc anayac guera.

Uztu dezagun pitcharra.

(¡Viva Rioja! ¡Viva Navarra! La buena pierna de carnero. Aquí todos somos
hermanos. ¡Vaciemos la jarra!)

En el comedor del hotel, mientras desayunamos, un señor extremeño habla


de cuestiones de ganadería y de las cañadas, esas misteriosas cañadas para el
paso de los rebaños, que sólo conocen los pastores trashumantes.

Reinosa

Yo vuelvo a Gómez, que es el leit motiv de esta excursión. Es lástima que


utilizando una licencia poética no se le pueda llamar don Gómez al caudillo
andaluz.

Esto le daría un aire más épico y no sería un disparate, porque aunque


Gómez es probablemente un patronímico de Gomesano, se empleó también
como nombre de pila. Ahora, llamar a un español don Hijos, como le llama
Balzac a uno de sus personajes, esto ya sería excesivo.

El general Gómez, después del encuentro con Tello, supo que en la mañana
del 30 de junio había una partida de doscientos hombres cerca de Soncillo, y
envió al brigadier Villalobos, jefe de caballería, a que la persiguiese. Los
fugitivos entraron en Reinosa y se dispersaron por el campo.
El general Gómez mandó que cada uno de los batallones de su división
diera un capitán y dos subalternos y se formara, a las órdenes de éstos, un
cuerpo de prisioneros.

Gómez, al salir de Vizcaya, se desentendió de las instrucciones que le habían


dado don Carlos y Villarreal, y comenzó a obrar por cuenta propia. Una de las
primeras órdenes que dio fue la de sustituir al tesorero de la división, Bocos,
por un cuñado suyo.

Fontibre

Salimos del hotel; se echa gasolina al auto y vamos a Fontibre, donde está el
nacimiento oficial del Ebro.

El agua sale por debajo de unas peñas, burbujeando, y forma un remanso


verde. A poca distancia, el río se hace caudaloso. Sobre las peñas, donde brota el
manantial subterráneo, hay un hito, con algunos letreros y fechas grabadas. Los
enemigos de nuestras venerandas tradiciones aseguran que el origen verdadero
de Ebro es el río Híjar.

El pueblo de Fontibre está más bajo que la carretera. Al salir a ésta


encontramos a un cura que ha bajado con la sotana y el sombrero llenos de
polvo del autobús.

Le pregunto yo si queda algún recuerdo por los alrededores de la guerra


carlista.

No lo sabe. Únicamente ha oído decir que hubo carlistas en el castillo de


Argüeso.

El castillo de Argüeso

Vamos camino de este castillo, con un tiempo húmedo y frío. Argüeso es un


pueblecito pequeño, situado en una hondonada, que forman varios cerros,
prolongación de la Sierra de Isar (probable y primitivamente Izar, en vasco
«estrella»). El nombre del Río Izarilla, próximo al pueblo, debe de venir también
de Izar. He aquí el Ebro, naciendo de una estrella vasca y muriendo en un mar
latino.

El castillo de Argüeso se nos aparece en un cerro, ya medio derruido y


ruinoso. Es un castillo fantasma. Podríamos asaltarlo con facilidad y entrar a
verlo, pero parece que por dentro está todo en ruinas.

Sopla un viento helado, y volvemos.


Montes Claros

Al día siguiente de la acción contra Tello, Gómez tuvo noticia de que el


general Espartero salía en su persecución. Espartero supo la derrota de Tello en
Puente Larra y marchó decidido a vengarle.

Llevaba a sus órdenes al brigadier Alaix, liberal fanático y acometedor


brioso, y al coronel Linage como ayudante de campo, militar culto y entendido.

Gómez inmediatamente decidió la retirada de su división. Los batallones


suyos salieron de Soncillo y de los pueblos de alrededor y marcharon por Santa
Gadea —que no es Santa Gadea del Cid, que está en la provincia de Burgos— a
Arroyo y a Montes Claros.

Arroyo es un pueblo que debió de tener alguna industria de fabricación de


cristal y minas de hulla; pueblo que va a desaparecer, porque en su terreno se
va a formar un pantano.

El próximo monasterio de Montes Claros es de fundación muy antigua, pero


no queda en él nada arcaico. A un fraile dominico con hábito blanco le pregunto
si no hay en el convento o en sus alrededores restos arqueológicos. Al parecer,
no queda nada.

La comunidad fue expulsada de su convento tres veces, y la última vez que


salió debió de ser cuando la desamortización; duró su ostracismo quince años y
desaparecieron muchos libros y objetos artísticos. Le pregunto al fraile por un
edificio grande que se ve en el alto, y me dice que es la hospedería.

Al bajar del cerro donde se encuentra Montes Claros, a las orillas del Ebro,
hay una familia vagabunda: dos mujeres y unos chicos, que se preparan a
comer.

Los Carabeos

Seguimos marchando a orillas del Ebro. Llueve y la temperatura es baja. El


río va trazando una ese por una tierra árida y sin árboles, por entre piedras y
espadañas.

Los montes nevados, que se divisan a la derecha, son los Carabeos, y el de la


izquierda, el Oiguenzo. Ni unos ni otros tienen una etimología clara en
castellano; quizá más fácil sería encontrársela en vascuence, pero tampoco
parecería muy convincente ni muy exacta.
Los Carabeos, además de indicar unos montes, era el nombre de un
municipio, que comprendía varios lugares, y, entre ellos, el monasterio de
Montes Claros. A esta comarca se llamaba también los Rianchos.

Este nombre de Montes Claros es extraño; parece que en los poemas de la


Edad Media se llama Montes Claros a una región de África que se extiende al
sur del Atlas. En el poema de Alejandro se dice:

Trocir luego a África, conquerir estas yentes,

Marruecos con las tierras que son subiçientes,

ganar los Montes Claros, logares conuenientes,

que no son mucho fríos, nen son mucho calientes.

Al cruzar los Rianchos, el Ebro toma proporciones de río serio.

Según una relación carlista, el paso del Ebro fue una de las jornadas más
penosas de la expedición de Gómez. Tuvieron los soldados que vadear el río de
noche y después deslizarse por unos desfiladeros estrechos, que una persona
sola podía pasar.

Cruzando el río, Gómez y su gente tomaron el camino de Asturias, en


dirección del famoso puerto de Tarna.

Cervatos

Vamos nosotros a comer a Reinosa, y por la tarde salimos a recorrer sitios


próximos por donde pasó Gómez con sus fuerzas.

El general carlista seguía el borde de las sierras, buscando los sitios


estratégicos, buenos para la defensa en caso de ser atacado. Naturalmente, no le
interesaría lo arqueológico.

A nosotros, que padecimos hace mucho tiempo el morbo arqueológico, nos


queda algún pequeño brote de la enfermedad de la piedra.

En el camino que recorrió Gómez está Cervatos, con su colegiata.

El pueblo es un pueblo pequeño, próximo al Río Izarilla; la colegiata, edificio


amarillento, se yergue con una torre ancha y cuadrada.
La iglesia es románica, del siglo XII, como otras muchas de Asturias y de
Santander, con un portón y un ábside, al parecer, restaurados.

Las características de esta iglesia en el exterior es el predominio de las


representaciones lúbricas y fálicas.

En muchas iglesias de esta época se advierte la delectación de los autores en


representar alucinaciones sexuales; pero aquí, en Cervatos, en un país frío y
triste, es cosa extraña.

Se diría que un Oscar Wilde de la época o un Marcel Proust habían dirigido


el ornamento exterior de la fachada.

El fotógrafo, que no ha tenido tiempo ni luz para captar las figuras del
exterior de la iglesia, quiere pescar con su máquina la figura de un cerdo vivo,
bravío, con un aire salvaje y una jeta rara, quizás el espíritu familiar del
ornamentador de la colegiata; pero el animal se escapa y toma un trote
cochinero por el campo y se esconde entre matorrales.

Aguilar de Campoo

De Cervatos avanzamos a Quintanilla de las Torres. Por aquí estuvo también


el jefe carlista Gómez. Nos detenemos a contemplar un molino antiguo sobre el
río Camesa, que desemboca en el Pisuerga, y seguimos a Aguilar de Campoo
(Palencia).

Aguilar de Campoo es un hermoso pueblo. Tiene, a lo lejos, una peña alta, la


peña Bernovio, y un cerro con un castillo, con sus torres derruidas, muy
dramático.

Desde este cerro se divisa el caserío, agrupado alrededor de una iglesia, hoy
la principal.

En la misma cima, aislada y sin caseríos alrededor, está la iglesia románica


de Santa Cecilia, que antiguamente es muy probable que estuviera rodeada de
viviendas.

A la salida de Aguilar, camino de Cervera del Río Pisuerga, aparece uno de


los monumentos más importantes de la comarca: el monasterio, primero de
benedictinos y luego de premonstratenses. Su fachada da la impresión de que
se está arruinando por momentos.

Desde la puerta de la tapia, con tres arcos de entrada, se ven puertas sin
ventanas y tejados derruidos.
En este monasterio hay un magnífico claustro, que no he hecho más que
entrever, y una cueva, donde se dice que está enterrado Bernardo del Carpio, a
pesar de su inexistencia en la vida de los fenómenos y de su única realidad en
un poema de don Bernardo de Balbuena.

Esta figura de Bernardo del Carpió es, al parecer, invención literaria. El


poema de Balbuena lo leí, a trozos, de chico, y me pareció un poco pesado.

En el poema de Fernán González se dice:

Sopo Bernald del Carpyo que françeses pasaban

que a Fuente Rrabya todos y arrybauan

por conqueryr Espanna segunt que ellos cuydavan

que ge la conquerryan, mas non lo byen asmauan.

Cillamayor

Vamos a Cillamayor. Atravesamos un riachuelo por un puentecillo y


entramos en el pueblo.

En la plaza hay camiones, con vivienda, de titiriteros, del tipo de lo que se


llama en francés roulotte. Tienen letreros que dicen CIRCO-VARIETÉS.

Yo husmeo el pueblo y vuelvo a la plaza.

Los cómicos y gimnastas de los camiones tienen aire de aldeanos. Hay unas
chicas bastante bien vestidas y sonrientes.

—¿Por qué no nos hacen una fotografía? —nos dicen.

—La haremos.

Salen dos o tres chicas a las ventanas y aparecen dos o tres hombres. A una
de las chicas le pregunto yo:

—¿Os vais a quedar aquí?

—Sí; somos artistas —dice una de ellas con timidez—. ¿Y ustedes?

—Nosotros somos viajantes de comercio —contesta el fotógrafo.

—No; son ustedes periodistas.


Se ve que tienen penetración.

Pueblo de carbón

Llegando a Barruelo de Santullán se entra en una cuenca de minas de


carbón. Los pueblos estos tienen aire minero y grandes montones de escombros
negros. Seguimos a Brañosera, aldea pobre, en una barranca, entre robledales y
carrascas.

Por el camino vemos a un minero borracho. Va muy digno, haciendo


grandes eses por la carretera. Tiene la cara tan negra como los falsos negros que
se ven en Londres tocando la guitarra y cantando. El pecho se le ve blanco entre
la camisa abierta. Se le pregunta algo, pero no quiere contestar. Quizá va
demasiado intoxicado por el alcohol. Volvemos a Reinosa para dormir.

De Reinosa a Oviedo

Salimos por la mañana de Reinosa, con lluvia y tiempo frío. Vamos camino
de Cervera. Hemos cambiado de vertiente fluvial al avanzar por el camino.
Estas aguas ya no van al Mediterráneo, sino al Atlántico.

Sólo pensando cómo son los ríos de España se comprende que los españoles
no nos entendamos siempre bien. El Ebro es vasco, castellano, riojano, aragonés
y catalán. Los ríos grandes que van al Atlántico, en su curso alto son españoles y
en el bajo portugueses. Sólo el Guadalquivir es un gran río casi completamente
andaluz. Sus aguas cantan con el mismo acento. Los demás ríos españoles, al
menos los grandes, son un poco mezclados en su lenguaje y en su política.

Cervera del Río Pisuerga es un pueblo de mucho aspecto, con una plaza
grande rectangular, de soportales llenos de tiendas pequeñas. Hay en los
alrededores restos de tres castillos y un antiguo palacio del conde de Cervellón.

La abadía de Lebanza

De Cervera vamos a San Salvador de Cantamuga. Este pueblo tiene una


iglesia románica, que de lejos hace gran efecto. De cerca se ve que el campanario
está muy restaurado.

Nos dicen que a poca distancia está la abadía de Lebanza. Por estos pueblos
pasó Gómez. No se comprende en dónde se podría alojar con su tropa en aldeas
tan pequeñas. Tendría que acampar al aire libre. Era entonces verano y, al
parecer, hacía calor. Ahora también es verano, pero hace frío.
Llegamos a la aldea de Lebanza, y tomamos el camino de la abadía. Me
figuro que voy a encontrar un monasterio románico arruinado. En escrituras del
siglo XI se habla de Sanctis Salvatoris de Campo de Muga (San Salvador de
Cantamuga) y de Santa María de Lebanza, hoy sólo Lebanza.

La abadía de Lebanza, desde el punto de vista pintoresco, es un fiasco. El


edificio no tiene aire antiguo, parece del final del siglo XVIII.

En una campa, próxima a la abadía, hay una nube de chicas, con gorros
blancos, jugando al balón.

—¿Qué es esto? ¿Un colegio? —le pregunto yo a una de las chicas.

—No; es una colonia escolar.

—Pero vosotras sois madrileñas.

—Sí.

Tienen todas un aire de ronda de embajadores que trasciende. Me dicen que


va a llegar un diputado socialista por la tarde. Será algún pedagogo. Como no
es mi fuerte ni la pedagogía ni el socialismo, decido marcharme enseguida.

Volvemos a Cervera del Río Pisuerga, y vamos hacia Riaño, por una zona de
embalses de agua, recogida de los arroyos que vienen de los montes de León.

Los pantanos

El primer pantano que bordeamos es el de La Ventanilla. Inundados los


campos y las huertas con la obra, emergen del agua, como pequeñas islas, las
copas de los árboles, entre ellas las de algunos frutales.

Unos kilómetros más lejos aparece un pantano próximo a Triollo (Palencia),


muy grande, muy hermoso, de un azul admirable.

No sabemos qué pensaría Gómez, si viviera, al ver convertidos en lagos


románticos las tierras secas que recorrió él con su gente.

A Triollo, pueblo insignificante, le ha salido un lago como a quien le toca la


lotería; pero los vecinos no se han dado cuenta. No hay en él ni una lancha ni un
bote.

Se ve que a los de Triollo el agua les estorba.


Camporredondo

De Trillo vamos a Camporredondo. Este pueblo es una aldea colocada en un


hoyo circular, rodeado de alturas. Metidos en una cazuela, los
camporredondinos deben de tener mucho frío en invierno y mucho calor en
verano.

Antes, según dicen, en los alrededores del pueblo había rebecos, pero
desaparecieron hace años.

Riaño

De Camporredondo seguimos a Riaño (León), y como se nos ha retrasado la


hora de comer, vamos enseguida a la fonda.

Nos llevan a un cuarto con las paredes encaladas, separado por una cortina
de color de otra habitación, que es círculo o café, en donde varias personas
hablan y juegan al mus.

Nos sirve la comida una chica amable; probamos las truchas de Esla, y
después de comer saco yo mi mapa y pregunto a la chica si se puede pasar por
el camino de Tarna, a salir a Asturias. Ella no lo sabe. Llamará a un señor que
está en el café.

Este señor nos dice que no se puede pasar; pero uno más enterado nos
asegura que sí, que se puede subir pasando por delante de Tarna, tomando
después por Burón y desviándose luego a Cofiñal.

Datos del peón caminero

Tomamos el auto. Tenemos que ir un poco hacia el norte, a buscar Oviedo.

A la salida de Riaño hallamos un peón caminero, que nos explica que las
peñas que dominan Riaño se llaman Las Yordas.

Desde los altos podemos ver allí Peña Dorada. Al lado contrario, y a la
derecha, Peña Santa, Peña Prieta y Peña Vieja; y a la izquierda los picos de
Mampodre, por los que pasaremos cerca si vamos a Cofiñal.

—¿Y Escaro? —pregunto yo.

—Está cerca de Burón.


Al seguir el camino para Burón vemos el nombre de Escaro en un poste del
crucero.

—¿Está cerca el pueblo de Escaro? —pregunto yo a un hombre rojo e


inyectado que recoge leña.

—¿Escaro? —dice él, acentuando más la e inicial—. Está aquí, a un paso.


Hasta pueden ustedes ir en auto.

Escaro es la aldea donde Espartero atacó a Gómez, no al ir éste a Oviedo,


sino al volver a León.

Escaro es una pequeña aldea encerrada en un valle estrecho, cerrado de


cerros y de montes con robles y hayas. Es un lugar un poco sombrío. Tiene
muchas casas cubiertas de chamizo. Antiguamente la iglesia estaba en un
altozano próximo, y, sin duda, se derrumbó y no quedó de ella más que sus
paredes destruidas y el cementerio. Quizá la ruina comenzó tras de la lucha de
las tropas de Espartero contra las de Gómez.

Quedaron también en el altozano dos campanas, que colocaron en medio


del campo colgando de una viga sostenida por varios postes.

Gómez había pensado en batir a Espartero, que estaba acantonado en


Guardo, en el puerto de Tarna, no muy lejos de Riaño. La división liberal,
cansada y aspeada, no había podido encontrar rincones en los pueblos de
alrededor para comer y descansar. A pesar de esto, tenían los oficios y soldados
tanto entusiasmo, que fueron hacia el pueblo de Tarna, decididos a atacar a
Gómez.

Alaix

Al llegar al alto del puerto encontraron a los carlistas, y el brigadier Alaix,


con sus fuerzas, se lanzó contra ellos sobre la marcha.

Don Isidoro Alaix era un militar decidido y valiente, de los que llegan desde
soldado a general a fuerza de batirse. Por los retratos que quedan de él, se veía
que era un hombre de pocos amigos. Alaix, con su ataque imprevisto,
desordenó a las fuerzas de Gómez, las obligó a tomar la defensiva y las detuvo
hasta que pudo llegar Espartero con el grueso de la división.

Los carlistas treparon a las alturas a tomar posiciones. El convoy que traían
se hallaba detenido en el estrecho valle de Burón, protegido por dos
escuadrones. La entrada en el valle estaba dominada por los carlistas. Entonces
el bravo Alaix, a la cabeza del regimiento de Almansa, en columna cerrada y en
medio de una granizada de balas, cruzó un estrecho barranco y se lanzó a
desbaratar a los escuadrones del convoy enemigo. Los soldados de Espartero se
lanzaron con entusiasmo a trepar a las cimas y a desalojar a los batallones
carlistas.

La acción de Escaro trastornó los proyectos de Gómez.

El alto del cementerio

Desde lo alto, en que se encuentra el cementerio del pueblo, vemos los


montes próximos.

Contemplo el cementerio, medio derruido, con sus cruces entre hierbas


parásitas.

Cerca de él y de las antiguas campanas colgadas en una viga, a sus pies, se


ven montones de huesos humanos.

Algunos quizá de los carlistas y liberales que cayeron allí en la acción de


hace más de cien años.

Una vieja curiosa

Al bajar del cerro nos encontramos a una vieja, que dice que ella oyó que allí
habían peleado liberales y carlistas y que habían quedado muchos muertos en
el campo. Luego, la vieja nos pregunta, al ver la máquina fotográfica:

—Y ustedes, ¿para qué toman estas vistas?

—Nada. Por entretenimiento.

—No vayan ustedes a traer otra guerra al pueblo.

—No; no tenga usted cuidado. Dos somos poco para eso. Ahora, si fuéramos
quince o veinte, ya sería otra cosa.

Los puertos

Vamos a pasar por cerca del pueblo de Tarna, marchando hacia Cofiñal. Las
peñas de Mampodre están llenas de grandes manchones de nieve. Comienza a
dominar la niebla y el cielo está encapotado. Las perspectivas del paisaje son
tristes y melancólicas.
De Cofiñal pasamos a Isoba. Se ve el puerto de Tarna cerca, con una casa a lo
lejos, y al aproximarnos notamos que está deshabitada. Después seguimos a
Cabañaquinta, que ya pertenece a Asturias, y comenzamos a bajar una cuesta
larga y accidentada del puerto de San Isidro, por una carretera nueva todavía
mal arreglada, llena de guijarros y de grandes pedruscos.

Ya al llegar a la parte baja, en tierra de Asturias, vamos con rapidez, y a poca


distancia de Oviedo el auto, cansado de tantos vaivenes y traqueteos, se para.

—¿No podremos llegar? —le pregunto al chófer.

—Sí; creo que sí.

Efectivamente, por la noche llegamos a Oviedo.

En Oviedo

Oviedo, hermosa ciudad, con un parque frondoso en el mismo centro, una


gran catedral y esas dos iglesias primitivas en los alrededores: Santa María de
Naranco y San Miguel de Cilla, es una ciudad atractiva.

En Oviedo, por la mañana, mientras revisan y ponen el auto en punto, me


dedico a la inacción y a la pereza.

La muchacha de la fonda canta, mientras arregla el cuarto próximo:

Si se va la paloma,

ella volverá;

si se va la paloma,

ella volverá.

No se va la paloma, no.

No se va, que la traigo yo.

No me disgustaría vivir así; una temporada corriendo por los caminos, otra
dedicándome al comentario y a oír si la paloma vuelve o no.

Me llaman. El chófer necesita todavía una hora para arreglar el auto.

Me levanto y salgo de casa.


En Oviedo doy una vuelta por el Campo de San Francisco, y me encuentro a
un conocido, que me lleva a una bodega, en donde me ofrece sidra echada en
un vaso desde una altura de dos metros para que haga espuma.

Me parece un ejercicio de prestidigitación.

Pienso luego en el reportaje.

Al llegar los carlistas de Gómez a la capital de Asturias fueron recibidos por


la mayoría del pueblo con gran regocijo.

El general publicó un bando, en el cual hablaba de sus pacíficas intenciones,


y mandó que se disolviese el cuerpo formado por los prisioneros en la batalla
de Baranda, en el valle de Mena, y que cada cual hiciese lo que le pareciera.

Muchos de los soldados cristinos quisieron ingresar en las filas carlistas. Se


constituyó el primer batallón de Asturias, al mando del coronel don José Durán.
El botín de Gómez debió de ser enorme.

Al tercer día de estancia en Oviedo, los carlistas supieron que el general


Pardiñas estaba en el puente de Soto del Barco o Soto de la Ribera.

En el parte de Gómez se dice que Pardiñas tenía mil quinientos hombres,


pero parece que no contaba más que la mitad: un batallón, el Provincial de
Pontevedra, y milicianos.

Don Ramón Pardiñas era un gallego muy exaltado, muy valiente, que murió
en la batalla de Maella (provincia de Zaragoza), luchando solo y a pie contra los
soldados de Cabrera. Había nacido en Santiago.

Soto del Barco

Gómez envió a su segundo, el marqués de Bóveda, con cuatro batallones y


un escuadrón, a combatir a Pardiñas.

Soto del Barco o Soto de la Ribera es una pequeña aldea que está a orillas del
Nalón. El río, como casi todos los que van al Cantábrico, tiene orillas escarpadas
y árboles frondosos. El puente de Soto, aunque está restaurado, parece que es
antiguo. Pardiñas se encontraba en la aldea.

El marqués de Bóveda lanzó sus carlistas por el puente y por el vado, y pasó
con facilidad a la orilla opuesta. Los cristinos se dispersaron, y a no ser por la
niebla, hubieran caído la mayoría prisioneros.
Pardiñas hizo esfuerzos sobrehumanos para dominar a su gente.

No lo consiguió.

Jefes, oficiales y soldados todos desertaban.

Días más tarde de su fácil éxito, Gómez no podía sostenerse en Oviedo.


Espartero se acercaba. Gómez abandonó la capital asturiana, camino de Grado,
y poco después entraba en ella el general don José Manso, antiguo guerrillero
de la guerra de la Independencia.

Manso mandó fijar en las calles una proclama, ofreciendo el perdón, en


nombre de la reina, a los ilusos que habían creído en las promesas del
pretendiente.

Tineo

Como hemos perdido el tiempo en el arreglo del automóvil y en averiguar si


el puente del Soto del Barco es este que vemos u otro que está cerca de Trubia, y
que algunos llaman con el mismo nombre, salimos por la tarde camino de
Galicia. Marchamos hacia el sur. Vamos por Grado y Salas, y en Tejero tomamos
hacia Tineo, que ya es Asturias.

En la carretera se ven algunos señores, con aire indiano, que pasean.

Tineo, pueblo nuevo, tiene buen aspecto; se destaca a nuestro paso en una
altura y brilla al sol poniente con un resplandor rojo.

El Puerto del Palo

Pasamos por Pola de Allende, pueblo de pocas casas, metido en un barranco,


y comenzamos a subir un monte y otro monte, hasta llegar a Grandas de
Salime.

Estas series de cuestas que hay que subir y bajar constituyen el Puerto del
Palo.

Grandas de Salime es un pueblo de sierra, cerca de un arroyo, con una


iglesia de piedra oscura y casas cuadradas, bajas, con tejados de pizarras, lo que
le da un aire nórdico y feudal. Acentúa el aspecto grave y siniestro del cielo del
crepúsculo, anubarrado y gris.
Un hombre nos dice que este invierno pasado han estado incomunicados
mes y medio por las nieves. Al salir de Grandas de Salime, la niebla y la noche
se nos echan encima.

—Amigo —le digo al chófer—, échese usted hacia el lado del monte.

—No tenga usted cuidado —me contesta—. Si no veo bien, me pararé. Usted
mire al otro lado de la carretera.

Se adivina entre brumas el fondo oscuro, lleno de niebla, de un barranco,


profundo y siniestro.

Hacemos algunos chistes acerca de lo que nos ocurriría si nos deslizáramos


hacia el lado del barranco.

—Ni con lente se nos encontraría —dice el fotógrafo.

El chófer tiene que abrir las ventanas del coche y sacar la cabeza para poder
ver algo. El fotógrafo pregunta:

—¿Y habrá osos por aquí?

—¡Bah! —le digo yo—. Un oso echaría a correr al ver nuestro auto.

Cuento, para amenizar la oscuridad, una historia que oí hace años, al subir
el Urbión, en Soria.

Un oso en libertad

Bajábamos el monte Urbión unos amigos y yo, en compañía de dos guardias


civiles. Uno de ellos nos contó una historia, una historia triste y lamentable,
acaecida en el monte: la de un oso.

Era un pobre oso que iba con unos titiriteros ganándose honradamente la
vida, bailando al son de una pandereta. Un día, en un pueblo no lejano del
Urbión, sintió pujos de independencia y se echó al monte.

El pobre animal, al encontrarse en libertad, entre la nieve, debió de creerse


en el paraíso. Se arrancó el bozal, rompió las cadenas que le oprimían, como
cualquier ciudadano libre, y se dedicó a robar ovejas. Se acercaba a los rebaños
en dos pies, palmoteaba como oso civilizado y se llevaba la oveja que mejor le
parecía. A veces, que la alimentación de la carne le hartaba, iba a coger el postre
a las colmenas.
Se bañaba previamente en un arroyo, se revolcaba después en el barro, para
cubrirse de una costra que no pudieran atravesar los aguijones de las abejas,
cargaba con una colmena y comía la miel en un sitio apacible y tranquilo.

A pesar de su inteligencia, y de que no se metía con nadie, el pobre oso,


perseguido y acorralado, fue muerto en Regumiel.

Fonsagrada

A paso de carreta llegamos a Fonsagrada (Lugo) a medianoche.

En la calle principal, continuación de la carretera, hay una posada, donde


nos dan de cenar. No es una fonda clásica de pueblo, es un hotel casi
modernista. La chica de la casa, que nos sirve la cena, ha leído libros modernos
de literatura. ¡Qué decadencia! Conoce también a Pórtela Valladares, que ha
sido diputado por el distrito. En el piso bajo del hotel hay un café, y todavía hay
algunos concurrentes, con los cuales charlamos un rato.

De Fonsagrada salimos ya cerca de las dos de la noche, y llegamos una hora


y media después a Lugo.

Ahora se ha despejado el cielo y brilla la luna. Esta parte de camino, que


recorrió Gómez, tiene para mí un carácter espectral y fantástico.

Lugo

Por la mañana, que es domingo, se oyen campanas sonoras.

Salgo del hotel y paseo por la plaza Mayor, con sus soportales y su jardín en
medio. Hay bastante gente, señoras, señores, curas, aldeanos y mendigos.

Hay muchos campesinos con bigote y vestidos de ciudadanos. A mí me


choca. Está uno acostumbrado a verlos afeitados y con un traje sencillo.

Los hombres de la ciudad quizás están mejor algunos con barba y bigote,
pero los hombres del campo no. Parecían oficinistas pobres, obreros desastrados
y hasta mendigos. Con los pelos de la cara ocurre lo mismo que con la pizarra
en la arquitectura. La pizarra en una gran casa, con sus torres, está muy bien; en
una pequeña da una impresión pobre y mezquina.

Lugo es hermosa ciudad; la muralla es grandiosa, con sus torres altísimas; la


plaza tiene mucho empaque, y la catedral y su claustro son imponentes.
En Lugo no entró Gómez, pero estuvo varias horas a poca distancia de la
ciudad. El general Latre, que tenía algunas fuerzas, permaneció en actitud
expectante.

Gómez temía, sobre todo, a Espartero, pues conocía su intrepidez, su


acometividad habituales y su entusiasmo liberal.

Espartero estuvo el 16 de julio conferenciando con Latre, y el 17 dirigió al


gobierno una comunicación enérgica, relatando los antecedentes de la
expedición de Gómez. Al mismo tiempo exponía la miseria de las tropas
Cristinas, la escasa colaboración que encontraba en las gentes del campo, que le
hacía comprender que atajar en su marcha al jefe carlista, sin recursos y
abandonado de todos, era imposible.

La muralla de Lugo, que, según dicen, es de origen romano, en algunas


partes es soberbia. Desde sus torreones, que tendrán, creo yo, diez o doce
metros de altura, se descubren hermosos panoramas.

Mellid

Salimos nosotros por el antiguo camino real de Santiago, con un día de sol
caluroso.

Nos detenemos en Mellid (provincia de La Coruña), para tomar gasolina.

Hay en el pueblo gran mercado de domingo.

Mellid está a orillas del río Furelos, del que se canta una canción que
comienza diciendo:

Rio d’aguas nunca quedas

canta rusiño Furelos.

A orillas de este río Furelos parece que había un hermoso palacio. También
nos dicen que en las fiestas salen unos gigantes y un papamoscas. Hay en el
pueblo gran mercado de domingo.

Nuestro fotógrafo se lanza a impresionar placas entre los grupos de


campesinos y ciudadanos.

Contemplo la fuente de la plaza del pueblo, en donde noto que quedan aún
herradas antiguas, aunque éstas no son de madera, como las que conoció uno
en la infancia, sino de metal y con aros de hierro.
En un extremo de plaza, los campesinos examinan con cuidado, en los
puestos en donde se venden, el acero de las hoces y de las guadañas. El público
lo forman gentes que esperan a que salga algún autobús, mujeres que se
preservan del sol con un paraguas y muchachas con trajes y pañuelos de
colores.

Excepción hecha de esta indumentaria, en general tiene poco carácter. Sobre


todo en los hombres no tiene ninguno.

El sombrero flexible y la boina dominan.

Romería en el camino

Salimos de Mellid, y poco después nos encontramos en la carretera con un


grupo de gentes que bailan en un campo. Se celebra la romería de Santa María
de Castañeda.

Santa María de Castañeda es una feligresía que pertenece al Ayuntamiento


de Arzúa. En un campo, adornado con follaje y con papeles de colores, debajo
de unos árboles, bailan los campesinos al son de una banda de músicos
encaramados en un pequeño tablado.

El público parece que está dividido; a un lado abundan las mujeres, y al


otro, los hombres.

Bailan las parejas, como en todas las ciudades, el pasodoble, con ciertas
complicaciones de charlestón yanqui.

De cuando en cuando, para respetar el color local, la música toca la muñeira,


que en el baile no se diferencia mucho de la jota o el fandango. Cerca de los
bailarines aparecen unos frailes, gruesos y bien vestidos. Nos dicen que son
pasionistas. Llevan unas placas blancas en el hábito. Están allí, sin duda, para
dar el visto bueno a la fiesta.

Dejamos la romería, avanzamos rápidamente, y una hora después, vemos de


lejos las torres de Santiago de Compostela.

Llegamos a Santiago ya entrada la tarde, y vamos a comer a un hotel grande


y pomposo. Son las cuatro.

Hace mucho calor, un sol de fuego. No hay apenas gente en las calles.

La hermosa ciudad, desierta y llena de luz, parece una decoración.


Contemplamos la plaza de las Platerías y la puerta del mismo nombre.
Algunos mendigos pintorescos dormitan en las escaleras.

Recorremos la plaza de los Literarios y descansamos a la sombra de unos


arcos próximos a la catedral.

El carlismo de los compostelanos

El 19 de julio de 1836, por la mañana, ocupó Gómez Santiago, y publicó una


alocución y un bando. En la alocución decía que iba a defender la libertad del
reino de Galia y la santa religión, y exhortaba a los gallegos leales a que
siguieran el ejemplo de constancia y valor de los vascos, navarros y castellanos
para que cesaran los sacrificios y las profanaciones de los templos.

Ésta era la parte romántica de su proclama.

En el bando ordenaba un alistamiento de los mozos solteros de diecisiete a


cuarenta años.

Gómez se apoderó, con la complicidad de los empleados, del dinero que


había en el ayuntamiento y en otras dependencias oficiales y de las armas y
municiones de los cuarteles.

El pueblo, absolutista en su mayoría, celebró con gran entusiasmo la entrada


del general carlista. El clero se mostró ilusionado y lleno de esperanzas.

La ilusión fue corta. Al día siguiente, a las ocho de la noche, Gómez, que
tuvo la noticia de que Espartero había llegado a San Tirso, a dos leguas de
Santiago, dispuso, para las diez de la noche, la salida de sus tropas por el
camino de La Coruña. De los doscientos voluntarios que se incorporan a las
fuerzas de Gómez, muchos, viejos militares, empleados y jovencitos débiles,
tuvieron que quedarse en los caminos aspeados y rendidos.

Al día siguiente, después de una ligera escaramuza, Espartero entraba en


Santiago, y variaba el aspecto y la decoración de la ciudad.

La marcha de Gómez desde Santiago de Galicia a Palencia fue bastante


difícil y complicada. Salió de nuevo a Asturias, pasó después a León, y en el
camino, Espartero le atacó, en Escaro.

No es posible seguir su ruta en automóvil. Habría que recorrerla a caballo.

A Orense
De Santiago tomamos el camino para Orense. La tarde es sofocante.
Aldeanos y aldeanas se los ve tendidos en los prados, algunos boca abajo, lo
que da la impresión de que estuvieran muertos. Marchamos a toda velocidad.
El único pueblo grande que pasamos es Lalín.

Me sorprende la cantidad de viñedos. Esta parte de Galicia debe de producir


mucho vino.

La gente que se ve al pasar en pueblos y aldeas no tiene carácter especial por


su indumentaria.

Las casas son de piedra; algunas, cubiertas de pizarra; otras, de teja; pero
casi todas sin alero saliente, como si no se hubiera querido emplear dinero en
un gasto superfluo. No digamos que lo superfluo es necesario, pero sí que es
muchas veces la flor de la vida.

La falta de aleros en las casas y la falta casi absoluta de escudos en las


fachadas me hace pensar que estos pueblos serían de grandes terratenientes,
que habitarían en las ciudades y no darían a sus pecheros más que lo
indispensable para vivir.

Llegamos a Orense al anochecer. Orense es una ciudad moderna, a orillas


del Miño, que es un río muy hermoso. Tiene un puente magnífico, de los más
grandes y monumentales de España.

Sobre Orense hay un cantar que dice así:

Tres cosas hay en Orense

que no las hay en España:

el Santo Cristo, la Puente

y La Burga, hirviendo el agua.

La Burga o Las Burgas son manantiales de agua que brotan del suelo a una
temperatura superior a la normal.

En el río no se ve una lancha. ¡Qué poco entusiasmo tiene el español por el


agua! En una ciudad del centro de Europa estaría el río lleno de botes y de
balandros.

En el comedor del hotel hay gran reunión de personajes conservadores, que


ocupan una larga mesa del centro del comedor.
Monforte de Lemos

Al día siguiente salimos de Orense, y nos desviamos del camino de León,


marchando a Monforte de Lemos, provincia de Lugo. Aquí también le
sorprende a uno la cantidad de viñedos.

Paramos un momento en Pantón, y entramos en el patio de un convento. No


hay nadie; reinan el silencio y la soledad.

Seguimos a Monforte. Monforte, sobre todo desde lejos, ofrece una silueta
arcaica, con un castillo cuadrado en una eminencia y sus torreones de la
muralla.

En el mismo cerro hay algunos edificios antiguos y grandes que tienen aire
de conventos; uno de ellos parece que es una abadía de benedictinos.

A la entrada del pueblo me sorprende una casa pequeña, en cuyo tejado


crece tanta hierba, que parece un jardín.

El río Cabe, que pasa bordeando el pueblo, se une con el Miño a no mucha
distancia. Es un río oscuro y sombrío, con un puente sólido y espacioso. Hay
árboles en las orillas, y lanchas y chalanas, en el agua.

Monforte de Lemos tiene aire de pueblo antiguo importante. Uno de los


grandes edificios que se ve en la altura es el Colegio de Humanidades, después
convento de frailes, donde se encontró el famoso cuadro de Van der Goes que se
vendió en Berlín.

El fotógrafo fija en sus placas la silueta de una muchacha, joven y fuerte, que
vuelve del río, y la de una vieja con cierto aire medieval.

De Monforte volvemos a la carretera, y cruzamos el río Sil, que corre en el


fondo de una garganta pedregosa.

Este río aurífero, por todo el cauce por donde lo he visto, marcha
serpenteando en el fondo de tajos y peñascales pizarrosos. Es un río dramático
y teatral.

Castro-Caldelas

El camino termina en Castro-Caldelas (provincia de Orense), pueblo que era


cabeza de la jurisdicción del mismo nombre, de la cual era señor el conde de
Lemos.
El pueblo fue incendiado por los franceses en 1810, y de él quedan los restos
de un hermoso castillo.

El lago de Carucedo

De Castro-Caldelas marchamos a gran velocidad, bordeando el Sil, a


Carucedo (León). El lago de Carucedo se encuentra al lado de la carretera. El
lago es pequeño. Está entre montes áridos, y en las orillas hay muchas
espadañas.

De este lago tenía yo un recuerdo romántico, por haber leído de chico una
novela de Enrique Gil, titulada El señor de Bembibre. Bembibre tiene un castillo
arruinado y una iglesia que fue sinagoga. El lago de Carucedo, al parecer, se
achica mucho en verano.

En la orilla hay una barca, ancha y plana, con su palo y su vela caída, y una
escalera, puesta horizontalmente, para pasar a la barca. Un muchacho nos invita
a dar una vuelta a la laguna.

Es tarde. Seguimos nuestro camino y llegamos a Ponferrada.

Ponferrada

Ponferrada, sobre el río Sil, tiene aire de ciudad señorial, con su iglesia
gótica, sus arboledas y su gran castillo con sus torreones en lo alto. Este castillo
parece que fue de los Templarios. La parte baja del pueblo, a orillas del río, es
más humilde y proletaria.

Comemos en una fonda, donde nos amenizan la existencia unos viajantes


catalanes, que no paran de hablar y de discutir a gritos.

De Ponferrada tomamos hacia el norte, hacia El Bierzo, por una excelente


carretera, y después vamos en busca de León, por otra calzada, ya peor, que
pasa por Villablino, Murias de Paredes, Riello, etcétera.

El cielo un poco gris y el ambiente nebuloso armonizan bien con las grandes
praderas verdes y con los montes lejanos, velados por ligeros cendales de niebla
en las cumbres.

Por aquí pasó Gómez, pero no dejó rastro de su paso.

Están recogiendo el heno en los prados.


Una bella campesina, fuerte y sonriente, de aire gótico, y una hilandera,
vieja y cabizbaja, se acercan a nuestro auto, y el fotógrafo las retrata.

Sariegos

Si Gómez siguió en línea recta, camino de León, debió de pasar por Sariegos.

Sariegos es un pueblo pobre, de adobes. Para llegar a entrar en esta aldea


hay que cruzar un paso a nivel, meter el auto por un charco y marchar por un
sendero detestable.

A la entrada hay una casa pequeña, moderna, tienda de comestibles y


panadería, llamada El Desengaño.

¡El Desengaño! ¡Qué título para una tienda! Hay que suponer que el que
construyó la casa y puso la tienda no tuvo éxito. Si hubiera sido escritor o poeta,
hubiera hecho una novela o un poema y atribuido su desengaño a una bella
dama.

De Sariegos, Gómez se dirigió al barrio de Trabajos, de León, y entró en esta


ciudad.

León

León, Legio septimia gemine, de los romanos, es hermosa ciudad, con una
magnífica catedral.

León no debió de recibir a Gómez con tanto regocijo como Oviedo y


Santiago. Los carlistas se incautaron de lo que pudieron. Se les presentaron
doscientos voluntarios, a quienes se les puso como mentor a don Marcelo
Francisco García, que les dio instrucciones.

Descansaron el 2 y 3 de agosto, y pensó Gómez en volver a Riaño y esperar


allí a Espartero, a pesar de que éste le había vencido, con Alaix, en las alturas de
Escaro.

Gómez, al abandonar León, se dirigió al norte, pensando en preparar una


emboscada a las tropas liberales en el puerto de Tarna, emboscada que no tuvo
éxito, y que terminó de manera poco feliz para él.

No es cosa de desandar lo andado, y le buscaremos al jefe carlista a su


vuelta, cuando se decidió a pasar a Castilla.
Marchamos por la carretera de Valladolid, y nos desviamos a Albices, para
seguir por Santorcaz del Campo a Carrión de los Condes (provincia de
Palencia).

Entre Zorita y Villada

Al acercarnos a Zorita de la Loma (Valladolid), la carretera es detestable, con


unos agujeros grandes, llenos de polvo, en donde se hunden las ruedas del
auto.

A la sombra de un árbol hay un peón caminero descansando.

Debe de descansar de no hacer nada.

Es un tipo un poco sanchopancesco.

—Pero cómo está esta carretera —le decimos.

—Sí; hace veintiocho años que no se ha echado aquí grava.

Dan ganas de preguntarle: «Y entonces, ¿qué hacen ustedes, los peones


camineros?».

El auto va dando saltos en los baches y tiene crujidos un tanto alarmantes.

Al llegar a un pueblo le preguntamos al chófer:

—¿No se habrá roto algo?

—Sí; me parece que sí.

Salta del coche al suelo, mira, y, efectivamente, se ha roto la ballesta.

Estamos delante de un pueblo, llamado Villada, de la provincia de Palencia.

Un hombre, vestido de mecánico, pasa con dos vacas, que lleva a beber a un
abrevadero.

—Oiga usted, maestro —le dice nuestro mecánico—: ¿no habrá por aquí
algún sitio de reparación de autos?

—Yo tengo un taller. Espere usted, vuelvo enseguida.

Vuelve, efectivamente, con sus vacas, las mete en un callejón; se sube en el


estribo del coche y lo dirige a un corral. Es el taller suyo.
Nuestro chófer se pone el mono; empujan entre él y el mecánico del pueblo
el auto hasta un pequeño foso, lo levantan con una grúa y andan los dos hasta
que sacan la ballesta rota.

La llevan a un tornillo de presión, y allí, añadiendo y quitando, improvisan


otra ballesta y la colocan.

El auto está presto. El del taller nos muestra el camino de Carrión.

—¿Y este pueblo se llama…? —pregunta el mecánico.

—Villada —dice el del taller—. ¿Es que quiere usted volver?

—No; al menos, en automóvil, no.

Carrión de los Condes

Carrión no conserva el menor recuerdo de estos condes emparentados con el


Cid.

En el puente, sobre el río que tiene el mismo nombre del pueblo, nos
encontramos un vecino, que nos obsequia con una disertación acerca de la
arqueología de esta ciudad.

Contemplamos la portada románica de la iglesia de Santa María del


Camino, y aquí, otro ciudadano nos da noticias de las casas antiguas que hay
por estas calles.

Dice que una de las más viejas, aunque restaurada, es una próxima, que está
enfrente de la iglesia, y cuyo zaguán es ahora taller de carros.

Villasirga

Pasamos por Villalcizar o Villasirga. Supongo que este nombre de Sirga será
por alguna maroma que se emplearía en el próximo canal de Castilla.

Esta aldea, en medio de campos polvorientos, tiene una iglesia magnífica,


que fue mencionada y elogiada por Alfonso X el Sabio en sus Cantigas. El
pórtico es inmensamente alto, y en el fondo se ve el arco románico de la
entrada, y encima, una serie de imágenes de piedra en varios tramos.

Son cerca de las dos de la tarde. El cielo está turbio por el calor. No se ve un
alma. A un chico le pregunto si se puede ver la iglesia. Me dice que sí, pidiendo
permiso al cura. Supongo que estará echando la siesta, y no es cuestión de
molestarle.

Salimos. Estamos en Tierra de Campos. Las casas de las aldeas son de


adobes, y en algunas partes, los pueblos parecen asentados sobre escombros. En
medio de esta llanura de ocre, los árboles, tupidos en el borde del canal de
Castilla, dibujan una cinta verdosa oscura.

Palencia

Nos detenemos en Frómista a contemplar su magnífica iglesia románica;


seguimos a Palencia por el mismo camino que siguió Gómez. Palencia, ciudad
antigua, a orillas del río Carrión, tiene gran aspecto y gran catedral.

El general carlista celebró aquí, en el pueblo, una junta de oficiales para


resolver si era más prudente, para continuar la guerra, volver a Asturias y a
Galicia, y en parte a las provincias vascongadas, o marchar hacia el sur de la
península.

La opinión general fue que era mejor avanzar hacia el sur.

Con esta resolución, el 2 de agosto tomaron el camino de Palencia, pensando


en avanzar a Peñafiel.

Seguimos una ruta y pasamos por un pueblo con un hermoso palacio.

Vertavillo

Al pasar por Vertavillo supieron que el general Puig Samper iba camino de
Tariego. Puig Samper contramarchó en dirección de Valladolid, donde entró al
anochecer.

Los carlistas llegaron a Peñafiel y allí pernoctaron. Los nacionales se


encerraron en el castillo y propusieron no hacer fuego si no se los atacaba.

La división de Gómez pasó al pie de la fortaleza y no sonó un tiro. Los dos


bandos quedaron en sus posiciones.

Prosiguieron los invasores su avance, con la idea de dirigirse a Segovia, pero


supieron que algunos batallones habían entrado en la ciudad y reforzado su
guarnición.

Pensaron marchar por Somosierra y caer sobre Madrid. El gobierno había


concentrado fuerzas en Buitrago.
Jadraque

Entonces, los carlistas retrocedieron por Riaza y Atienza.

Riaza y Atienza no tenían condiciones para albergar mucha gente.

En vista de ello, marcharon a Jadraque (Guadalajara), en donde se alojó el


cuartel general de Gómez, la brigada de prisioneros, el hospital y varios
batallones. El castillo estaba ya en ruinas.

En las casas de Jadraque y en los pueblos próximos, Bujalaro y Villanueva


de Argecilla, se instalaron los carlistas, y algunas compañías tuvieron que ir a
Hita y a Cogolludo.

En estos pueblos, donde no había sufrido el vecindario ninguna


depredación, pensaron que dejarían pasar las tropas sin protesta, lo que así
ocurrió.

Don Narciso López

Gómez supo que una columna enemiga, al mando del brigadier don Narciso
López, que se hallaba a dos leguas de distancia, por la parte de Sigüenza, venía
hacia ellos.

Comunicó la noticia a los jefes acantonados en los pueblos próximos para


que se replegaran en Jadraque. El jefe, que se hallaba en Bujalaro, oyó los
primeros tiros del enemigo al anochecer. López había venido por el monte y
entró e hizo veinticuatro prisioneros.

Narciso López era un venezolano, nacido a final del siglo XVIII, llegado a
España con el general Morales. Según el escritor militar B. Villegas, era valiente
y manejaba la lanza con tal habilidad que se le consideraba a la altura de don
Diego de León; pero López, al parecer, era un impulsivo, sin serenidad y sin
calma para dirigir una acción militar.

López, a quien el prusiano Rahden llamaba mulato de Costa Firme, era,


como todos los criollos que sirvieron en el ejército español, inquieto y de poco
fiar.

En la batalla de Mendigorría pudo dar un golpe mortal a los carlistas, lanzar


su caballería y coger prisionero al mismo don Carlos, pero no lo hizo no se sabe
por qué; quizá para no dar un éxito a un rival joven, como don Luis Fernández
de Córdoba.
López murió agarrotado en Cuba como jefe de una intentona separatista en
1851.

Acción de Matillas

Por la mañana del 30 de agosto, el general Gómez, que había sabido que
Espartero, su contrincante más peligroso, estaba enfermo, y que Rivero no
podía llegar a tiempo al sitio de la lucha, mandó al coronel Fulgosio que, dando
un rodeo por el flanco, se acercara a Bujalaro. Él se presentó delante de la aldea,
a poco más de un tiro de bala, con su columna.

Don Narciso López emprendió una retirada precipitada a Matillas.

Matillas (Guadalajara) es un poblado en una colina, con un riachuelo y unos


montes que, por lo que nos dijeron, se llaman los Distercios. Esta voz, de
primera intención suena a palabra latina, como si significara límites.

Los de López creían que la posición era fuerte. No se comprende por qué,
porque es un poblado pequeño, a orilla del río, sin defensa natural.

Los carlistas envolvieron a los soldados de López y los hicieron prisioneros.


No se salvó ni uno.

Un francés, testigo presencial, que firmó un libro titulado Campañas y


aventuras de un voluntario realista en España, dice que todos los oficiales de
Narciso López, algunos americanos, eran exaltados, que llevaban en la solapa
una cinta con estas palabras: «Juré mi suerte a Isabel II. Constitución o muerte».
Según el francés realista, cuando se rindieron los oficiales cristinos se
apresuraron todos a quitarse aquellas cintas, a romperlas y algunos a
tragárselas.

López, los comandantes, capitanes y subalternos de todas las armas, en


número de treinta y siete, e incluso los capellanes y cirujanos, cayeron en manos
de los carlistas.

Tuvieron buena suerte, porque, conducidos a Cantavieja, fueron rescatados


pronto por el general don Evaristo San Miguel cuando éste tomó la plaza.

Aunque no hubo muchas muertes en esta acción, se puede ver en un libro de


la época una lámina titulada Batalla de Matillas, pueblo que no aparece en la
mayoría de los mapas.

Marchan a Aragón
De Matillas, las tropas de Gómez fueron a Brihuega, y de aquí a Cifuentes,
perseguidas por la vanguardia de Alaix.

Al subir la cuesta que hay a la salida del pueblo, camino de Canredondo,


vieron que no era posible arrastrar la artillería que habían cogido el día anterior
a López, por lo escabroso y malo del sendero, y decidieron clavarla, es decir,
romper el oído de los cañones con una punta de acero a golpes de martillo.

Quisieron también destrozar las cureñas y los carros, pero uno de éstos,
cargado de municiones, estalló e hirió a varios artilleros.

Llegaron los carlistas a Esplegares, en donde Gómez supo que su


compañero Basilio García (don Basilio) repasaba el Ebro perseguido por los
generales Manso, Aspiroz y Buerens. Gómez se dirigió a Orihuela del Tremedal,
provincia de Teruel.

Pensaba seguir a Cantavieja; pero como supo que el general San Miguel
estaba en el camino, cambió de rumbo y se acercó a Utiel, adonde llegó el día 7
de septiembre.

Utiel

A Utiel, pueblo castellano, que pertenece a la provincia de Valencia,


llegamos con tiempo oscuro y nebuloso.

El pueblo en este año 1935, en que lo visitamos, parece que se republicaniza.


Se ven rótulos en las calles dedicados a personajes republicanos y uno que tiene
este largo letrero: calle de don FRANCISCO FERRER GUARDIA, FUSILADO
POR LA REACCIÓN.

El que tenga que mandar un telegrama con estas señas está divertido.

¿Habrá en este pueblo alguien que sepa algo de Gómez y de su expedición?


No es muy probable.

Un viejo, que está sentado en la plaza, delante de la Alhóndiga, con quien


hablo, confunde a Cucala con Cabrera.

Me interno en la parte vieja del pueblo. He aquí la calle del Sarratillo, como
una decoración arcaica, y dos mujeres que se asoman a un balcón de una casa
del fondo.

Las mujeres de Utiel hablan un castellano descarnado y emplean con


frecuencia interjecciones de un aticismo dudoso.
Como no hay en las inmediaciones de la calle de Sarratillo informe verbal
sobre Gómez, daremos una noticia de sus pasos, lo más escueta posible.

Gómez llegó a Utiel el 11 de septiembre de 1836. Alaix, al saberlo, había


marchado con su columna a Cuenca, donde pudo pertrecharse.

Los cabecillas del Maestrazgo

Gómez escribió a los cabecillas Quílez y el Serrador desde Jadraque. Les decía
que tenía un número excesivo de prisioneros, que convendría internar en
Cantavieja, y les preguntaba si los dos jefes que se le incorporaban podrían
preparar las operaciones para entrar en Murcia.

De don Joaquín Quílez, cabecilla aragonés, no he visto nunca ningún retrato.


El Serrador (José Miralles), leñador y mozo de posada en la infancia, nacido en
el Maestrazgo, era un gigante, tosco, bárbaro e inculto.

Gómez propuso a Cabrera una conferencia. Temeroso de que Alaix le


atacara en Utiel, Gómez salió para Cantavieja, por Chelva; pero a la mitad de la
jornada recibió aviso de que Quílez y el Serrador llegaban a Utiel. Entonces
retrocedió.

Quílez venía con tres batallones y el Serrador, con dos. En conjunto, dos mil
quinientos hombres de infantería y ochocientos caballos.

Cabrera y Forcadell

El día 12 apareció Cabrera, que, según algunos escritores, entre ellos Pirala,
hizo con su escolta cincuenta leguas en sólo veinte horas.

Cabrera era ya el ídolo de los carlistas, el azote de los impíos, el gran


Macabeo. Un cura de Maestrazgo le había dedicado estos versos inspirados:

¡Viva el ínclito Cabrera

y muera todo francmasón!

¡Viva la brillante lumbrera,

alma y prez de la religión!

Cabrera tenía la vitola de un gato montés. Era hombre genial, tipo neto del
Mediterráneo, sin el menor sentimentalismo; mixto de nervio, de energía y de
bilis.
Cabrera venía acompañado de Arnáu, Acevedo, el cura Cala y otros.

Con las fuerzas carlistas del Maestrazgo llegó poco después don Domingo
Forcadell, llamado de apodo Pebreroig («pimiento rojo» o «pimentón»), porque
tenía la cara muy encendida. Forcadell gozaba fama de ser más humano que su
jefe.

Cabrera, por estos días, estaba un tanto desanimado por el ataque sin éxito a
Grandesa.

El ejército que había reunido Gómez en Utiel era aguerrido, con buenos
técnicos, y al mismo tiempo con gente dura y fuerte.

Ataque a Requena

El primer propósito de los jefes carlistas fue embestir contra Requena.


Cabrera le tenía ganas a este pueblo, donde había fracasado el año anterior.

Actualmente, la muralla que circunda el pueblo está derruida. De los


torreones no queda más que algún montón de piedras que parecen no talladas y
tapias de huertos que quizás eran traveses en otro tiempo.

Entonces, durante esta guerra, tampoco la muralla estaba bien conservada y


había sitios tapados con trozos de árbol, cascote y alambres.

En el pueblo hay ahora dos barrios antiguos: el de la Villa, de casas


empinadas, viejas y estrechas, con una cúpula en lo alto, y el de las Peñas. Entre
ambos está el Arrabal, que, sin duda, no tiene categoría de barrio.

El de la Villa mostraba, entre las casas pequeñas de la calle de la Purísima y


de la Gomera, un viejo alcázar, que llamaban y que siguen llamando el palacio
del Cid.

A Requena la defendía un antiguo militar, el coronel Albornoz, y no tenía


más fuerzas que los milicianos y una compañía formada de convalecientes y
gente vieja de varios cuerpos del ejército.

En el pueblo había armas en abundancia y se repartieron en el vecindario.


Hombres, mujeres y niños fueron a la muralla, dispuestos a impedir la entrada
de los carlistas, porque sabían cómo las gastaba Cabrera, a quien le tenían
miedo.

Gómez y los demás jefes mandaron compañías de asalto a abrir brechas en


los muros, y comenzaron el fuego con dos piezas de artillería.
Fue inútil: no pudieron escalar la colina. Un oficial viejo de los cristinos, que
tenía un cañón en una galería del palacio del Cid, disparó con él varias veces y
llegó a desmontar uno de los cañones carlistas.

Gómez mandó un parlamentario con bandera blanca, y los de Requena


recibieron al parlamentario a tiros. Después envió al antiguo prior del convento
de franciscanos a decir a los requenenses que, si se rendían, respetaría la
población; que si no, entraría al saqueo.

Los requenenses contestaron: «¡Que vengan!».

Por la noche, Gómez y Cabrera se retiraron a Utiel. Esto es en conjunto lo


que ocurrió en la primera intentona de los carlistas reunidos.

Para adquirir algunos detalles y para comer, nos vamos a la fonda.

En Requena se habla castellano puro; no se oye el valenciano.

El fondista, a quien explico mi curiosidad y la razón de mi viaje, me indica


dos o tres personas a quien puedo dirigirme en el pueblo. Una de ellas está muy
enferma.

De los interrogados por mí, uno, con simpatías carlistas, dice que si Gómez
no entró en Requena fue porque temió que los generales cristinos anduvieran
cerca y porque el prior de los franciscanos le aseguró que el asalto costaría
mucha sangre. También afirma que el cañón de los nacionales no valía nada y
que no consiguió más que incendiar un pequeño batán, por lo cual lo llamaron
luego en broma el cañón del Batanejo.

El liberal dice que hombres, mujeres y chicos se defendieron heroicamente,


que los carlistas fusilaban a todos los que encontraban en el campo y que esto
acentuó la furia y el valor de los sitiados.

Asegura también que hasta hace poco se veían cruces en el campo, entre
ellas la de un liberal apodado el Gallo. A un molinero a quien fueron a prender
disparó el trabuco por la gatera, perniquebrando a varios, y luego escapó por la
acequia del molino.

No es cuestión de insistir más. Retrocedemos unos kilómetros hasta una


aldea llamada San Antonio, en la carretera de Utiel. Hay en el pueblecito
dedicado al santo un gran árbol, con el tronco hueco, cerca de un camino.
Un hombre del campo me cuenta que en la primera guerra carlista, un
liberal conocido, viéndose rodeado de carlistas, se subió al árbol, se escondió en
el hueco y se salvó.

Después, en recuerdo, restauró la ermita próxima.

Casas Ibáñez

Vamos ahora camino de Casas Ibáñez (Albacete). Cruzamos el río Cabriel.

En un pueblo, sobre la cúpula de la iglesia, ondea una gran bandera


nacional. Antes de llegar a Casas Ibáñez, los de Gómez encontraron en el campo
los cuerpos muertos de los voluntarios carlistas de la expedición de Batanero, y
como en esta clase de guerras, cuando se mata a la gente enemiga se mata
correctamente, y cuando matan a los del propio bando se considera que se los
asesina, pensaron que estaba muy legitimado el incendiar el pueblo.

En Casas Ibáñez se recuerda por tradición algo ocurrido allá hace cien años.

Hablo con la gente de la plaza y recojo algunos datos de poca monta, que no
quiero exponer, porque esto se alargaría demasiado.

Uno de los hombres recuerda haber oído a los viejos cuando era niño que se
quemaron la calle del Rosario y la de la Amargura. Dice que se llevaron tres
mujeres: una, la Morena; otra, la Colorá, y otra, la abuela de Paco Pereño. Añade que
los soldados a caballo, con las lanzas, cogían lo que había en las ventanas, y que
uno se llevó a un niño. También en Alborea hubo sus violencias.

Doy una vuelta por las calles de Casas Ibáñez, contemplo a una mujer
gruesa, sonriente, en un grado avanzado de embarazo, que está en la fuente. Al
ver que se la va a fotografiar, dice:

—¿Me van ustedes a llevar a Madrid así, con esta barriga?

—Eso pasará también —le digo yo—, y cuando se vea usted libre le hará
gracia.

Me detengo en un portal en el que unas mujeres están haciendo colada.

—¿Nos van ustedes a sacar en algún periódico? —preguntan.

—Si no les importa, sí.

—Bueno.
Mahora

Salimos de Casas Ibáñez y vamos a Mahora.

Cerca de Mahora pasa un río, que debe de ser el Júcar. El pueblo no tiene
mucho que ver. En las afueras se destacan unas ruinas.

Mahora es un pueblo manchego clásico, con hermosas casas, con su portalón


y su escudo encima. Me detengo en la plaza y pregunto a los viejos algo de la
expedición de Gómez.

—Eso será para la política —dice un aldeano de gorra y bigote.

—No; es para un periódico de monos.

No creo que los convenzo.

La gente no sabe nada de la expedición de Gómez.

—Ahora, a los carlistas los llaman facciosos, ¿verdad, usted? —me pregunta
uno.

—El faccioso es siempre el enemigo —contesto yo.

—Ahora los llaman agrarios —replica un viejo de anteojos.

No parece que se ponen de acuerdo en cómo se los llama.

El hombre de los anteojos recuerda haber oído que en Sarradell, en la


primera guerra civil, hubo un encuentro entre carlistas y liberales.

Fue el descalabro del general don Francisco Valdés, hombre valiente, que
tuvo que batirse con fuerzas cuádruples a las suyas.

En el pueblo de Mahora mataron los carlistas a varios, y Cabrera debió de


quedar como tipo de hombre templado y valiente, porque de la gente audaz
decían los vecinos: «Éste es un Cabrera».

Recorro las calles del pueblo y veo en las paredes, escritos con pintura
blanca y negra, varios letreros políticos. Los hay revolucionarios y
conservadores, para todos los gustos.
Uno ha puesto: «¡Biba el comunismo!». Otro: «Votar a las izquierdas es votar
a Casas Viejas. ¡No votar! No os fiéis, españoles». Un monárquico ha escrito:
«¡Biba el clero y el rey XIII! ¡Abajo la República!».

Y un amigo de ésta, para completar la epigrafía, ha fijado esta inscripción:


«¡Fuera esos escalabajos cavernícolas!».

Una chica sensata

En una plazoleta encontramos a una muchachita que va a la fuente con un


cántaro pequeño.

—¿Quieres que te retratemos y aparecer en los periódicos?

—Bueno.

—Si se te ocurre algo así como que te gustaría ser actriz de película o
aviadora, lo dices, para que yo lo escriba.

—No se me ocurre nada —contesta la chica, riendo.

—Veo que tienes más talento que la mayoría de las cómicas y de las
cupletistas. Si sale bien el retrato, ya mandaremos aquí el periódico.

Albacete

De Mahora partimos para Albacete, adonde llegamos al anochecer.

Gómez entró en la ciudad el 16 de septiembre.

Huyeron del pueblo autoridades y particulares.

Se llevaron las tropas a varios albacetenses secuestrados para pedir rescate


por ellos y algunos miles de duros de la caja de la Administración del Canal.

El caudillo carlista, al saber que se acercaba Alaix con algunos escuadrones


de don Diego de León, salió de la ciudad.

Llevaban los carlistas el intento de apoderarse de Madrid. Tomaron por la


carretera general, y al día siguiente fueron a dormir a La Roda.

La Roda
La Roda es un pueblo manchego, plano, en medio del cual se destaca la
iglesia, con una torre de tejado puntiagudo. Está colocado en una extensa
llanura, sobre el declive de una pequeña colina. El pueblo se dedica
principalmente a la explotación de granos, de ganado y de azafrán.

Entramos al centro del lugar. En esta esquina que da hacia la plaza hay un
letrero no completamente amable, porque dice, con cierto laconismo:
COMIDAS Y PIENSOS.

Me dirijo a tres viejos sentados en la calle, en fila: el del centro está cubierto
con una manta y lleva una gorra como un solideo y un palo en la mano; tiene
cara de zorro malicioso y burlón. Le llaman, según me dicen, el tío Cuco.

El de la derecha es pequeño, con la misma clase de gorra, una especie de


gabán con cuello de pana y la colilla en la boca. El de la izquierda tiene el tipo
corriente del aldeano, con blusa negra y pañuelo en la cabeza.

El tío Cuco oyó algo en su juventud de lo que pasó en el pueblo en la


primera guerra carlista. Recuerda el nombre de Cabrera, pero no el de Gómez.

Al tío Cuco y a sus compañeros les interesa más lo que va a pasar que lo que
pasó.

«¿Qué dicen en Madrid? Las cosas se van poniendo muy malas.»

Esto, a uno, como reportero, no le interesa mucho.

Vamos a la posada del Sol. La posada tiene un vestíbulo, más bien corredor
abovedado, con un arco a la entrada con las letras del rótulo en las piedras de la
clave. En medio del arco, una estrella pintada de blanco, que es el sol.

Después de este corredor hay un patio. No encuentro a nadie dentro con


quien hablar. Recorremos las calles del pueblo. En algunos de estos lugares de
La Mancha hay la costumbre de que los novios adornen con un arco de pintura
ocre la puerta de la casa de su prometida.

Salimos de La Roda en dirección de Villarrobledo. Los carlistas de Gómez, al


partir de La Roda, pensaban que les harían torcerse a la derecha para atacar a
las tropas de Alaix; tenían más fuerzas que él; pero se vieron sorprendidos al
ver que volvían a la izquierda, es decir, que se alejaban del enemigo.

El mercado
Villarrobledo es pueblo de poco carácter, sin silueta. Hay pequeñas
industrias y mucho comercio. Llegamos a la plaza, a uno de cuyos lados se
levanta una iglesia grande, de estilo mixto y confuso.

Es la hora del mercado. La gente, curiosa, charla y toma el sol. Algunos


puestos despachan bastante, como este del pan; otros apenas venden, y parece
que exhiben las mercancías por pura fórmula, convencidos de que nadie las va a
comprar.

Entre el público hay grandes tipos, como unos sentados en un banquillo de


madera.

Un hombre, con el pañuelo en la cabeza, tiene el perfil de un senador


romano.

Me hablan de un médico del pueblo, hombre aficionado a leer, que ha


estado varias veces en Alemania y en Rusia; voy a ver si le veo, y no le
encuentro.

Bravo, o la tradición

Vuelvo a la plaza, entro en el ayuntamiento, interrogo al alguacil, que me


dice que está ocupado. Insisto y me recomienda que pregunte por el Bravo. El
Bravo es un empleado, que se llama así de apellido.

Sale Bravo y hablamos en la solana de la casa consistorial.

Bravo es el espíritu de la tradición del pueblo. Habla de su fundación en el


siglo XVIII, como aldea de Alcaraz; de los distintos estilos de la iglesia y de la
batalla, en 1836, entre Gómez y Alaix. Bravo explica la derrota de los carlistas
por la aparición de los liberales en los alrededores, una noche de niebla. En el
encuentro murió un paisano, del cual hay una lápida conmemorativa en la sala
de sesiones del ayuntamiento.

—¿Por dónde empezaría la lucha? —le pregunto yo.

—He oído decir que por la parte baja, por el Campo de San Cristóbal. Allí
existe todavía un torreón ruinoso, y en ese torreón, los carlistas tenían
centinelas, a los que sorprendieron y cercaron los liberales.

Me despido de Bravo y voy a ver lo que queda del torreón derruido de San
Cristóbal.
Este torreón, asentado en un cerro, domina la llanura, y desde él podía
otearse mucha tierra.

Ya no queda apenas nada del castillo, ermita o lo que fuera más que algunas
paredes amarillentas agujereadas.

Los carlistas de Gómez, unidos con los de Cabrera, Quílez, el Serrador,


etcétera, creían que no sería difícil apoderarse de Madrid. Los oficiales
pensaban que antes atacarían a Alaix y le vencerían fácilmente.

Salieron, como se ha dicho, de Albacete, durmieron en La Roda y entraron al


siguiente día en Villarrobledo.

Alaix había salido de Cuenca, y esperó en Carboneras con su gente y 150


húsares que venían de Lugo con el brigadier don Diego de León.

Con ellos marchó a campo traviesa durante varios días, y al amanecer del 20
estaban en los alrededores de Villarrobledo.

Gómez, al llegar al pueblo, en la tarde del 19, alojó la división y dispuso que
sus fuerzas quedasen en la parte baja, y las de Cabrera y los aragoneses de
Quílez, en la alta.

La intuición de Cabrera

Cabrera estaba irritado con el fracaso de Requena, y preveía otro descalabro.


El caudillo tortosino, que era un hombre genial, no durmió aquella noche.
Andaba como los gatos, de un lado a otro, inquieto.

A medianoche envió a uno de sus ayudantes, con una patrulla, a la


descubierta, y el ayudante volvió a las dos o tres horas, y dijo que por la parte
de El Provencio había visto, entre la niebla de la mañana, soldados que debían
de pertenecer a las fuerzas de Alaix.

Envió Cabrera la noticia a Gómez, pero la gente del alojamiento del jefe dijo
que tenía orden de no despertar al general con ningún motivo.

Cabrera, convencido de que se les acercaba Alaix, fue él mismo a ver a


Gómez, y éste le gritó desde la cama que no le molestaran; que no necesitaba
avisos ni preceptores.

Cabrera, exasperado, sin atreverse a mandar tocar las cometas y tambores,


reunió a sus oficiales y les ordenó que despertaran a la tropa, dejando a los de
Gómez que se las arreglaran como pudieran.
Al alba comenzaron en el pueblo a resonar toques de corneta, primero la
llamada a tropa, luego la redoblada y la generala, y se oyeron tiros por todas
partes.

Era el amanecer y había niebla. Alaix había sorprendido a los centinelas del
torreón de San Cristóbal y había rodeado el pueblo.

Alaix tenía menos tropas que Gómez. El liberal, unos cuatro mil hombres; el
carlista, de siete a ocho mil.

«El número no importa», había dicho el general cristino a sus oficiales; «lo
esencial es la posición y el valor.»

La gente de Alaix se lanzó contra el pueblo con entusiasmo, y dividió las


fuerzas carlistas en dos mitades.

El ímpetu de don Diego de León

Cabrera, con sus valencianos y aragoneses, iba a unirse con los castellanos y
vasconavarros de Gómez, para oponer juntos una resistencia decisiva; dos
escuadrones del Serrador luchaban contra los húsares de don Diego de León,
cuando éste les preparó una emboscada y cayó sobre ellos con tanto ímpetu,
que los dispersó.

Desde entonces se dijo que don Diego de León, hundiendo la punta de la


lanza en el pecho o en la espalda de los enemigos, los levantaba en el aire, los
desarzonaba y los tendía en tierra.

Los del Serrador tuvieron un momento de pánico ante aquel gigante


bigotudo y vestido de gala, y comenzaron a huir, atropellando a la infantería de
Cabrera.

Desorden

El desorden producido lo aprovecharon Alaix y don Diego de León de tal


manera, que los carlistas tuvieron que dispersarse.

Con más gente hubieran acabado con ellos; pero eran pocos y se veían
embarazados con mil trescientos prisioneros, fusiles, bagajes y municiones.

Los carlistas, a pesar de sus grandes pérdidas y de su dispersión, pudieron


reorganizarse en el campo y tomaron el camino de Ossa de Montiel.
Tuvieron que abandonar el proyecto de acercarse a Madrid, a pesar de que
sabían que el pánico en el Palacio Real y en la corte era enorme, y estaban todos
los palaciegos y altos empleados dispuestos a huir.

Eran los días en que a los escritores se les preguntaba en la calle de la


Montera, según cuenta Larra: «Hola, poeta: ¿qué hay de Gómez?».

Ossa de Montiel

Seguimos la ruta del caudillo carlista y vamos a Ossa de Montiel (Albacete).

Ossa supone uno que podría proceder de la palabra vasca otsa («frío»), pero
la etimología esta no tiene muchas probabilidades.

Ossa de Montiel es un pueblo cuyas atracciones turísticas son hallarse cerca


de las lagunas de Ruidera y de la Cueva de Montesinos.

Entro en la botica y pregunto:

—¿No habrá ningún viejo en el pueblo que sepa historias antiguas?

—Sí —dicen—, hay una vieja que sabe algo de las guerras carlistas.

El practicante de la farmacia me acompaña a la puerta de la iglesia, y me


indica dónde vive esa mujer.

Me acerco a ella. Cuenta una relación sin fijar fechas. No se le puede exigir
una exactitud completa, porque habla de lo que ha oído. Tampoco se
comprende si su relato es de la primera o de la segunda guerra carlista.

Dice que en una casa blanca con balcones de la plaza, la casa de Pacheco, la
mejor del pueblo, estaba prisionero un capitán.

—Y le trataban muy bien, no crea usted —añade la vieja—. Le daban unas


sopas cominas, que nunca había comido mejores, y de postre, garbanzos
tostados, que los molía la dueña de la casa en un mortero. Esto no me lo han
contado, que yo lo he visto. Y un día llamaron al cura, para confesar al capitán,
porque le querían sacar a la plaza para tirotearle, y como él chillaba, le sacaron
a rastras y le tirotearon.

—¿Y quiénes eran los mejores: los carlistas o los cristinos?

—Eso, yo no lo sé. Todos tenían sus queridas.


Para esta mujer, la guerra civil había sido una cuestión del pueblo, y nos
cuenta cómo le mataron al Carbonero y al Moreno.

Vamos a comer a la posada, y el posadero nos trata de convencer de que


debemos ir a ver la Cueva de Montesinos. Allí van todos los turistas que llegan
a Ossa de Montiel.

—¿Cómo se va a ella? ¿Está en la misma carretera?

—No; está a un lado, no muy lejos.

—¿Es fácil de encontrar?

—Hay que llevar a alguno que conozca el terreno para poder entrar.

—¿Es excursión para todo el día?

—Sí.

—Entonces no vamos.

Uno que está en una mesa de al lado dice:

—Hacen ustedes bien; hay allí mucho cuento y no se ve nada.

Ruidera

Volvemos hacia Ruidera; nos detenemos a ver cómo construyen un homo de


carbón.

Ruidera es un puñado de casas sobre un cerro, dominado por un edificio


grande, que debe de ser la fábrica de pólvora que construyó el arquitecto
Villanueva.

Yo suponía, no sé por qué, que estas lagunas estarían a flor de tierra, pero
no; tienen cerros y montes en sus orígenes. Son el ensanchamiento de un río,
que supongo que es el Guadiana. Hay un camino que bordea esta laguna, que
debe de ser la que llaman del Rey. Al borde del agua no parece que haya cieno
en putrefacción.

Me paseo arriba y abajo, y a un mozo que pasa a caballo le pregunto si se


puede seguir el camino de la orilla.

—En auto, no —me dice.


—Habrá sitios bonitos por ahí.

—Está el castillo de Rochafrida.

—Y qué, ¿tiene algunas torres?

—No; unos paredones nada más; pero aquí se cuentan muchas cosas de ese
castillo. Hay también una canción, de la que yo no recuerdo más que el
principio:

En Castilla hay un castillo

que se llama Rochafrida;

al castillo llaman rocha

y a la fuente llaman frida.

Esto debe de ser algún romance de Montesinos.

Como ya se hace tarde, dejamos Ruidera y vamos a dormir a Manzanares, al


parador.

En esta fonda se destaca el contraste del aire sexual, erótico, de una francesa,
de unos treinta años, con sus faldas cortas y su coquetería exagerada, que debe
de ser la mujer de un ingeniero químico, y el tipo monjil, pálido y apagado de la
muchacha del país que sirve la mesa.

Infantes

Manzanares es un pueblo manchego clásico, con muchas calles, cincuenta o


sesenta; siete u ocho plazuelas y varios caserones, que parecen antiguos
conventos. Hay en las cercanías un río, el Azuel.

Dormimos en la fonda del pueblo; yo, en un cuarto grande, que da al patio.

Por la mañana oigo a un carretero que canta:

Aunque La Mancha

tenga muchos lugares,

no hay otro más salado

que Manzanares.
Por la mañana salimos de Manzanares para Infantes.

Gómez, que llegó al anochecer a Ossa de Montiel, después de la acción de


Villarrobledo, pasó revista a sus tropas. Al día siguiente salieron los carlistas del
pueblo, cruzaron por Villahermosa y fueron a dormir a Infantes (Ciudad Real).

Villahermosa tiene una iglesia de gran aspecto, al menos desde lejos.

Infantes, o Villanueva de los Infantes, pueblo colocado en el campo de


Montiel, y dominado por pequeñas colinas, tiene muy buen aspecto. La plaza
Mayor, con su iglesia y sus casas antiguas, es de gran estilo.

El hombre de la montera

Me acerco a los grupos de la plaza y hablo con un hombre tocado con una
montera antigua, tipo de aire satírico y socarrón.

Donde no ocurrió nada es imposible que se recuerde el paso de unas tropas,


habiendo pasado tantas al correr del tiempo.

El hombre de la montera no ha oído hablar del general Gómez.

No insisto en esta cuestión, y le pregunto cómo anda el pueblo. Me dice que


anda mal. Él sospecha que los automóviles han arruinado a La Mancha y a toda
la nación, porque esos cacharros —añade— no se construyen en España.

—Y el pueblo, ¿crece? —le pregunto.

—Poco.

—Y la gente rica antigua, ¿sigue en sus casas?

—No.

—Y la República, ¿la han notado ustedes?

—Poco. La hemos notado en algunos nombres de las calles y de las plazas.


Esa plaza, por donde han venido ustedes, antes se llamaba de las Monjas, luego
se llamó Alfonso Trece.

—¿Y ahora?

—Ahora se llama de don Alejandro Lerroux.


—Ahí tiene usted —le digo yo en broma— la historia moderna de España,
en tres lecciones. Total, cero.

Le pregunto después cómo andará la carretera de Villamanrique a


Andalucía, para ir hacia Úbeda.

—No creo que andará muy bien. Vale más ir a la carretera general, y por La
Carolina y por Bailén, torcer hacia Úbeda.

Seguiremos su consejo. Gómez fue hacia Andalucía por Chiclana de Segura


y Villanueva del Arzobispo.

Sierra Morena

Nosotros vamos a Valdepeñas y tomamos la carretera hacia el sur. En Venta


de Cárdenas ha aparecido en estos últimos años un poblado.

Hay muchas casas flamantes, que han surgido de la tierra, y excursionistas


que van y vienen a los picos próximos.

Yo escribo sobre este poblado un romance.

Ventas de Cárdenas, ventas

próximas a Almuradiel;

alto de Sierra Morena,

por donde atraviesa el tren

para pasar de La Mancha

al ibérico vergel;

lugar que nombra Cervantes

en su obra más de una vez,

y que ilustró con canciones

el alavés Iradier.

¿Dónde diablos os metéis,

que no os he podido ver?


¿Qué hicisteis de vuestras ruinas,

que no queda una pared

que tenga aspecto de antigua,

de algo que fue y que no es?

En cambio, de un pueblo nuevo,

con un elegante hotel,

se alzan las casas flamantes,

hechas en un dos por tres;

el pueblo tiende a ensancharse,

y extenderse y a crecer

y a subir Despeñaperros,

mientras se dan cita en él

arriscados deportistas

de Linares y Jaén.

Nada habla de Dorotea,

ni de Cardenio el doncel,

ni del cura o Don Quijote,

que iluminó su vejez,

sintiéndose enamorado

de una sombra de mujer.

¿Dónde estáis, Ventas de Cárdenas,

que no os he podido ver?


Al cruzar Las Navas de Tolosa, por donde he pasado varias veces, se me
ocurre que sería curioso confrontar con el terreno las relaciones históricas sobre
la batalla de ese nombre. Leída, siempre me ha parecido una batalla de teatro
entre moros y cristianos; visto el terreno de cerca, se comprende de su realidad
y su desarrollo.

Llegamos a La Carolina y pasamos por el centro del pueblo.

Como se sabe, Pablo Antonio José de Olavide, español de origen vasco,


nacido en Lima, fundó aquí una colonia, la colonia de Sierra Morena, y trajo a
muchos técnicos franceses, alemanes, belgas, y al principio hicieron progresar la
fundación. Luego decayó, y Olavide llevó una vida azarosa.

Lo raro es que en la colonia y en La Carolina no quede rastro del tipo


extranjero. Se ha evaporado.

De La Carolina torcemos a la derecha. Vilches (provincia de Jaén) aparece en


una colina, en medio de campos fértiles, con una silueta muy típica.

A la puerta de la estación del tren, por donde pasamos, hablo con un


hombre, que me dice que está esperando la llegada del correo para llevar un
encargo al pueblo. Le pregunto si cree que habrá alguien que tenga datos sobre
la excursión de Gómez.

«No. En Vilches no creo que haya nadie que sepa de eso.»

El veterinario de Arquilos

Pasamos por Arquilos. Arquilos tiene cierta fama, ya medio olvidada, en la


historia contemporánea de España, por haber sido el pueblo donde prendieron
a Riego, el año 1823.

A la entrada de Arquilos, en una plazoleta, veo un rebaño de cabras


descansando.

Cruzamos entre ellas, y subo a la plaza, que tiene una torre cuadrada, de
piedra, con un gran reloj y unas saeteras, y cerca, un abrevadero.

Pasa un jinete de buena pinta, con sombrero ancho, montado en un caballo


blanco, que lleva a beber.

—¿Quiere usted pararse un instante? —le pregunto al jinete.

—¿Para qué?
—Para hacerle un retrato.

—¿No se romperá la máquina?

—Creo que no. Una pregunta.

—Usted dirá.

—¿No hay en el pueblo algún viejo que sepa historias antiguas?

—Ahí enfrente vive uno: el veterinario.

Entro en el taller de este hombre, que supongo que no tiene muchas ganas
de hablar, porque al verme se retira.

—Espere usted, hombre, un momento.

—Es que soy sordo —contesta él—, tendrá usted que escribir en un papel lo
que quiere.

—Bueno.

Le escribo en mi cuaderno: «¿Ha oído usted decir que el general carlista


Gómez pasó por aquí con sus fuerzas en 1836?».

—No —contesta él, haciendo un movimiento enérgico de cabeza.

Recuerdo de la prisión de Riego

—Bien. Segunda pregunta: «¿Sabe usted detalles de la prisión de Riego?».

—Sí; de eso sé algo. Aquí estuvo hace tiempo un señor que era republicano,
que decía que el pueblo de Arquilos estaba deshonrado, porque habían
prendido en él al general Riego; pero los de Arquilos no tomaron la iniciativa de
la prisión. El general andaba ya despistado, con poca gente, cuando se encontró
a un santero del pueblo de Torreperogil y a un vecino de Vilches, López Lara.
Quiso que éstos le guiaran hasta La Carolina, y como no quisieron, les obligó a
ello. El santero, que se llamaba Guerrero, y López Lara le llevaron a Riego al
cortijo de Baquerizones, y como el caballo del general estaba desherrado, le
pusieron las herraduras del revés para, de ese modo, poderle seguir las huellas
si se escapaba. El López Lara, a la mañana siguiente, avisó a las autoridades del
pueblo, y fueron a prender a Riego al cortijo. Se repartieron mucho dinero y
prebendas entre los que tomaron parte en la captura; pero a ninguno de los
denunciadores le aprovechó su acto, porque la mayoría acabó mal.
Me despido del veterinario, dándole las gracias por sus informes, y salimos
del pueblo.

Los labradores están comiendo en el campo.

Llegamos a Úbeda tarde. Vamos a comer al parador de turismo, antiguo


palacio del condestable Dávalos. Úbeda es una hermosa ciudad. No hay en el
pueblo recuerdos de la expedición de Gómez.

Después de comer, en un bar del parador tomamos café y una copa.

Salimos a la calle. A la vuelta de la esquina, en una puerta, una muchacha


trabaja, tejiendo esteras.

Al parecer, ésta es una de las industrias típicas del pueblo, y en el mercado


de la plaza se ven grandes manojos de aneas y de juncos para la fabricación de
esos tejidos.

Pasamos por delante de algunos de los palacios del pueblo, que tienen gran
aspecto.

El castillo de Canena

De Úbeda vamos a Baeza, ciudad decorativa, con catedral y hermosos


palacios, y de aquí, por un camino de través por cerca de la ermita del Santo
Cristo de la Yedra, marchamos a Canena.

El porte del castillo, que se ve en un alto, por encima del pueblo, nos hace
detenernos.

El castillo es grande, con dos torreones cilíndricos, otros dos más pequeños y
la torre del homenaje. Parece que fue de la orden de Calatrava. Debe de ser de
planta gótica, y luego reedificado en estilo del Renacimiento.

No hay rastro por aquí del paso de Gómez. En su itinerario no se dice más,
sino que desde Baeza fue a Bailén.

Nosotros vamos por Linares. Cruzamos este pueblo de un extremo a otro. Es


al caer de la tarde. La gente sale a pasear después de un día de calor.

En este pueblo, industrial y minero, de casas nuevas y de gente de poca


tradición, parece que nadie debe acordarse de la expedición de Gómez.

Bailén
De Linares tomamos el camino de Bailén. Cerca del pueblo nos detenemos
un rato en la Venta de la Alegría. En el rótulo dice: COMESTIBLES Y VEVIDAS.

Desde un alto se domina una gran extensión de terreno. Se comprende que


este sitio, con Sierra Morena próxima, el desfiladero de Despeñaperros, el río y
luego la llanura hacia el sur, tiene que ser un punto estratégico importante.

Un joven aldeano, que ve que llevo en la mano un mapa, me pregunta si soy


militar.

«No», le digo, «soy un curioso.»

Asegura que él ha leído algo sobre la batalla de Bailén y sobre las tropas
francesas. Dice que el monumento a esta célebre batalla está en Jaén, en la
capital de la provincia, y que es un obelisco con la estatua de una matrona.

Yo le cuento algo de lo que recuerdo de la capitulación del general francés


Dupont y de lo que hicieron los generales Vedel y Castaños.

También le hablo de la batalla de Las Navas de Tolosa, que a mí, por lo poco
que he leído, me da la impresión de que no debió de ser una batalla sola, sino
una serie de encuentros entre Sierra Morena y la Andalucía alta. El joven se
marcha, y yo subo al raso de una ermita, con árboles, con una escalera de
piedra, y me siento en el borde de una tapia y contemplo un crepúsculo
esplendoroso.

Andújar

Desde Úbeda y Baeza, Gómez se acercó a Bailén, y de Bailén bajó a Andújar,


a Pedro Abad y al Carpió, y llegó al puente de Alcolea.

Nos cruzamos nosotros, al pasar la Sierra, con una caravana muy lucida de
gitanos.

Seguimos el camino, y al entrar en la gran calle de Andújar vemos una


comitiva de un entierro, cuyos individuos marchan muy sonrientes, llevando
unas banderas.

Nos detenemos a tomar gasolina. En un portal, próximo a la bomba, hay un


chico, enfermo y amarillo, a quien mecen en la cuna y llora.

En una casucha pequeña y humilde, de las afueras, se lee este cartel: EL


PARAÍSO. SE ALQUILA.
No parece este paraíso nada extraordinario, y aunque, en vez de alquilarse,
se regalara, no valdría la pena de tomarlo.

En estos pueblos abiertos de Andalucía, donde entra y sale mucha gente, no


hay que esperar una persistencia en los recuerdos, como en algunos lugares de
Castilla de más tradición.

Aquí la gente parece volandera.

Sin embargo, me dicen como una curiosidad: «Hay un señor en el pueblo


que es carlista; pero es muy viejo y está enfermo».

El puente de Alcolea

Al llegar al puente de Alcolea hay parada.

El puente de Alcolea es de piedra oscura, largo, de trescientos cuarenta


metros y de veinte ojos.

En las orillas del Guadalquivir se ven árboles altos, torcidos y rotos. Hay
una familia de gitanos, con un carro destoldado; y debajo de algunos arcos hay
viviendas provisionales de gente errante.

Es curioso cómo todas las multitudes y los ejércitos de un país, empujados


por la geografía, van por las mismas vías y se repiten en sus actos. En el siglo
XIX, los franceses de Napoleón, los de Angulema, los carlistas de Gómez en
1836 y las tropas de Novaliches en 1868, intentaron forzar el puente de Alcolea.

Después de echar un vistazo por las orillas del Betis, nunca claro ni
cristalino, al menos cuando yo lo he visto, seguimos nuestra ruta. Nos cruzamos
con arrieros y con muchachas vistosas, que, sin duda, trabajan en el campo.

La entrada en Córdoba por la carretera de Madrid no es tan romántica como


por el puente de la Calahorra. Éste ha sido el lugar típico y pintoresco que han
buscado con preferencia dibujantes y pintores.

Le digo al chófer que vaya despacio, porque quiero comprar algún libro
para leer de noche. No pasamos por ninguna librería. El fotógrafo recuerda esta
cuarteta, que yo había oído, pero ya no recordaba:

Córdoba, ciudad bravía,

que, entre antiguas y modernas,


tiene trescientas tabernas

y ninguna librería.

En cambio, el mote de la antigua Córdoba era más distinguido. Decía así:

Córdoba, cuna de guerrera gente

y de sabiduría clara fuente.

En el hotel

Vamos a un hotel elegante. En el hall hay gran entrada de turistas ingleses y


franceses.

Oigo a una señora francesa, muy maquillada, que dice a una amiga suya una
frase que me sorprende:

—Es extraño. Encuentro al español más moderno que al francés.

—¡Ah, no! —dice la otra, categóricamente, y como si la hubieran pinchado.

Yo, desde cierto punto de vista, encuentro que esto puede ser cierto, lo que
no indica superioridad.

La muralla

Al día siguiente, por la mañana, mi propósito es averiguar cómo entró y por


dónde entró Gómez en Córdoba.

La carretera de Madrid termina en el campo de San Antón.

Cuando Córdoba se hallaba completamente rodeada por la muralla, el


camino de Madrid terminaba en la Puerta Nueva, cerca del convento del
Carmen.

Gómez tenía inteligencias en la ciudad; los carlistas cordobeses le habían


dado detalles sobre las fuerzas gubernamentales que quedaban en el pueblo,
que eran la milicia nacional, en pequeño número y poco aguerrida, y algunos
oficiales del ejército.

Un escaso número de milicianos cordobeses habían divisado la vanguardia


de las tropas carlistas en la campiña y habían huido al centro de la ciudad. Los
persiguieron varias patrullas a caballo, al mando de Cabrera, Villalobos y
Arnáu, y ellos se acercaron al campo de San Antón, donde comienza la carretera
de Madrid.

La Puerta Nueva, que daba a este campo, estaba cerrada.

Córdoba tenía entonces catorce entradas, con sus portales correspondientes.


Los jefes carlistas rodearon las fortificaciones y pudieron ver todas las puertas y
murallas sin un centinela ni un soldado.

Los nacionales de la ciudad comenzaron a notar, a las tres de la tarde, que


los carlistas del interior del pueblo se echaban a la calle, y pensando que
estaban de acuerdo con Gómez, abandonaron murallas, garitas y almenas y
fueron a guarecerse a los edificios próximos a la orilla del río: al Alcázar Viejo,
al Alcázar Nuevo y al seminario.

Entran los carlistas

Mientras tanto, se dice que Cabrera, Villalobos y Arnáu, con pocos soldados
y algunos vecinos del arrabal del Carmen, comenzaron a abrir una brecha en el
postigo de la Puerta de Baeza (en un plano de la época aparece una puerta de
Baeza), y consiguieron arrancar el herraje del postigo, que quedó abierto.

Se internaron a caballo por la primera calle.

Yo supongo que si pasaron por la Puerta de Baeza, al campo de la Madre de


Dios, entrarían por la calle del Sol, calle que creo que ahora no se llama así, y
que la recuerdo por haberla puesto como centro de una novela mía, titulada La
feria de los discretos.

En esa calle me detengo un rato a hablar con los vecinos.

Entraron Cabrera y los suyos en la ciudad, y se toparon con unas compañías


de líneas del gobierno, que se les reunieron.

La confusión, el desorden y los gritos de triunfo hicieron pensar a los


nacionales rezagados que el pueblo estaba ya tomado por los carlistas, y
huyeron a refugiarse al Alcázar y al seminario.

Muerte de Villalobos

Algunos milicianos de Iznájar se encerraron en una posada próxima a la


catedral, y que daba al río, por no poder llegar al seminario. Allí se defendieron
desde los balcones y mataron de un tiro en la frente a uno de los jefes carlistas, a
Villalobos. Cuando llegó el grueso de las fuerzas con Gómez, Cabrera, más
duro que los demás, rodeó la posada próxima, la incendió y fusiló a todos los
milicianos de Iznájar. Entre tanto, los vecinos de los barrios de Santa Marina y
de San Lorenzo se entregaron al pillaje.

La mayoría de los milicianos se había establecido en la barriada que desde la


columna del Triunfo va hasta las afueras del pueblo, y en donde hoy están
instalados la cárcel y el hospital militar.

Debajo de ellos se extiende la huerta del Alcázar, y más abajo, junto al río,
unos árboles y la Alameda del Corregidor. Al final de la huerta del Alcázar hay
dos torres: la de la Paloma y la del Diablo.

Los carlistas atacaron desde el palacio del obispo y edificios intermedios a


los milicianos. Los nacionales se defendieron varios días bien y al último se
rindieron y quedaron prisioneros.

Uno de ellos fue el comandante de artillería don Francisco Díaz Morales,


uno de los más destacados jefes carbonarios del tiempo.

Algunos de los milicianos siguieron la margen izquierda del Guadalquivir,


ocuparon el castillo de la Calahorra, y, viéndose atacados, cruzaron el río,
hicieron barricadas cerca de la cárcel y del seminario, y por el paseo de la
Victoria llegaron a alcanzar la sierra.

Los carlistas quedaron dueños del pueblo. Gómez sacó mucho dinero de
Córdoba. La ciudad era más carlista que liberal.

Gómez se apoderó de los fondos públicos y de algunos de los particulares, e


impuso una contribución a las personas más ricas. Sacaron unos cuatro millones
de pesetas.

Recogió también cinco mil fusiles, tres cañones y muchas municiones. Se le


unieron dos mil voluntarios. Creó el batallón de Córdoba. Fundó una junta de
gobierno y celebró un Tedéum en la catedral y unas exequias solemnes en
honor de Villalobos.

Después de haber marchado y contramarchado por la provincia y de haber


dispersado en las inmediaciones de Alcaudete a una columna de malagueños al
mando del jefe de carabineros don Juan Antonio Escalante, Gómez volvió a
Córdoba el 13 de octubre y la abandonó aquella misma noche, al saber que se
acercaba Alaix, quien picó su retaguardia y en parte la deshizo.

El tesoro de la catedral
Se dijo en la ciudad, después de la marcha de Gómez, que habían
desaparecido alhajas del ayuntamiento y de algunas personas acaudaladas.
Estas alhajas se hallaban escondidas en la catedral.

Debajo de la capilla de Villaviciosa, antiguo purificatorio de los califas, hay


una bóveda, y, más abajo de ella, un subterráneo, que parece ser un antiguo
templo de Jano.

El secreto fue descubierto por un prisionero carlista. El juez de primera


instancia, don José Trillo, hizo los primeros reconocimientos.

«La Mezquita es facciosa», dijeron los periódicos liberales después.

Era más bien como Jano, la antigua deidad que había reinado allí: de cara
carlista cuando mandaba Gómez y de cara nacional cuando mandaban los
generales de María Cristina.

También se descubrió una gran cantidad de dinero, en sacos, de oro y de


plata, en los cimientos del panteón de mujeres de Santa Victoria, custodiado por
el deán don Antonio Sánchez del Villar, que era vicepresidente de la junta,
titulada real, del gobierno de la provincia.

Los carlistas de Córdoba quedaron defraudados con la marcha rápida de


Gómez.

Borrow cuenta, en la Biblia en España, que su posadero, carlista fanático, se


lamentaba de que los liberales cordobeses le saludaran, diciendo: «¡Eh,
carlista!». Y hasta le amenazaban con pegarle.

Naturalmente, esto era después de la partida de Gómez, porque cuando su


mando, serían los liberales los que se lamentarían si alguno les dijera en la calle:
«¡Eh, liberal!».

Almadén

Las evoluciones estratégicas de Gómez en las proximidades de Córdoba no


tuvieron gran importancia; intentó fortificar algunos pueblos, como Iznájar;
pero al ver que faltaba agua y que la reparación de las murallas costaría mucho
tiempo, abandonó el proyecto.

Por entonces debió de conocer el estado en que se encontraba Almadén,


pueblo rico por las minas de mercurio, y en el cual se podría coger un buen
botín de guerra.
Marchamos camino de Almadén. Vemos un grupo de braceros, que dejamos
atrás pronto.

Nuestro chófer recita:

Ya se van los pastores

a la Extremadura;

ya se queda la tierra

triste y oscura.

Gómez pasó rápidamente por Conquista, Paradas, Pozoblanco y


Torremilanos, y se acercó a Santa Eufemia, donde preparó el ataque al pueblo
del azogue.

Al saber el gobernador militar de Almadén, brigadier don Manuel de la


Puente y Aranguren, la entrada de los carlistas en Córdoba, pensó que no
tardarían en acercarse. Comunicó sus temores al ministro de la Guerra,
marqués de Rodil, y éste ordenó que el general irlandés Flinter, comandante de
la línea de La Mancha, acudiera al pueblo minero con sus batallones
extremeños.

El ministro quería que si los atacaban se sostuvieran en la plaza por lo


menos dos o tres días y esperaran a ser socorridos.

Los dos jefes, Flinter y Puente, hicieron un reconocimiento del vasto e


irregular recinto del pueblo y estudiaron los recursos con que se podía contar
para defenderlo.

Convinieron en que salvarían mejor el establecimiento minero desde las


posiciones inmediatas, que no intentando la resistencia dentro de los muros.

Conformes los dos en esta idea, y sabiendo por los confidentes que Gómez
se disponía a acercarse a Almadén, salieron con los caudales y todas las fuerzas
y acamparon en la confluencia de los caminos de Alamillo y Santa Eufemia
hasta que supieron que los carlistas habían emprendido su marcha a
Fuencaliente. Entonces regresaron a Almadén.

Los generales discuten


Rodil, hombre terco y doctrinario, general de escuadra y de compás, ordenó
a Puente que defendiera a todo trance Almadén, y le aseguró que él iría a su
socorro, lo más tarde, a las cuarenta y ocho horas.

El brigadier Puente comunicó al ministro que las murallas del pueblo eran
unas miserables paredes, rotas en muchas partes, de tapias de corrales con
bardas, que tenían una circunferencia de tres cuartos de legua.

Añadió que entre Flinter y él no tenían tropas suficientes para una defensa
seria. Rodil exigió la defensa, y Puente dijo que tanto él como Flinter estaban
dispuestos a morir sepultados bajo los miserables escombros de aquellas tapias.

Gómez tenía por entonces de siete a ocho mil infantes, soldados aguerridos;
mil doscientos caballos y varias piezas de artillería. Puente no contaba más que
con unos mil quinientos hombres, casi todos milicianos, hombres viejos, y
ciento ochenta caballos.

Disposiciones para la defensa

Al saber la proximidad de Gómez, Puente dividió la defensa del recinto.

Él se hizo cargo del fuerte Cristina.

El fuerte, que existe aún, tiene una torre, con su reloj; es lo que se llama el
castillo de Retamar. Está empotrado en las calles del pueblo.

El brigadier Flinter defendería, desde la entrada del establecimiento minero,


un fuerte, ya desaparecido, llamado La Enfermería, y el comandante de los
tiradores de Extremadura, don Fernando Cojo, el centro de la villa, la plaza de
la Constitución y la iglesia de San Juan.

Se hicieron barricadas y se designaron jefes de ellas.

Un problema para las tropas era el agua, que escasea en Almadén en tiempo
normal.

Santa Eufemia

Gómez se acercaba y repartía su gente entre Alamillo y Santa Eufemia.

Gómez y su Estado Mayor se instalaron en Santa Eufemia.

Este pueblo, en la raya de la provincia de Córdoba, a quince leguas de la


capital, está en un cerro pedregoso, a orilla del Gualdamar.
El riachuelo y otro próximo llamado el Valdeazogue, se encuentran en el
momento cubiertos de flores acuáticas blancas. A pesar de que en los dos
arroyos hay un puente, lo vadean los hombres, metiéndose en el agua a pie y a
caballo.

Cerca de Santa Eufemia, en una calle, en una altura, se yergue el castillo de


Miramontes, al que no le queda más que un torreón desmochado.

Lo principal de Santa Eufemia es una calle en cuesta, que termina en un arco


de una antigua muralla. La gente hace tertulia a la puerta de las casas.

Voy al ayuntamiento. Nadie sabe nada de los carlistas de Gómez.

El recuerdo se ha borrado por completo.

Me invitan a subir a la sala del municipio, y me enseñan montones de


papeles que hay en un armario. Pero ¿quién descifra en poco tiempo lo que
puede haber en estos legajos?

Nos acercamos a la plaza de la iglesia, en donde probablemente formarían


los hombres de Gómez.

Salimos del pueblo por la carretera.

Nos detenemos a contemplar cómo pasan por el vado del río, cuajado de
flores, una recua de machos, con sus arrieros.

Una mujer goyesca

Una mujer, pequeña y rara, se cruza con nosotros. Parece, por su tipo, una
bufona de los Caprichos, de Goya; con una cara hombruna, alelada.

A esta mujer goyesca le pregunto yo:

—¿Y por qué pasa la gente metiéndose en el río, y no por el puente?

—Por no perder tiempo —me contesta ella.

Me choca la economía de dos o tres minutos.

Esta mujer me dice que no ha montado nunca en auto ni en cambriones y


que ojalá cayera un rayo en cada uno de ellos. ¡Qué misoneísmo más absurdo!,
como diría un sociólogo.
El campo próximo a Almadén está formado por cerros áridos y pedregosos,
de cuarzo y pizarra de color gris. En todos los alrededores hay construcciones
arruinadas al lado de escombreras oscuras.

Almadén, sin agua

El pueblo de Almadén no es gran cosa, sobre todo pensando que es uno de


los centros mineros importantes de Europa.

Se ve la negligencia habitual del Estado. En el pueblo no hay agua. Las


mujeres tienen que esperar la vez en la fuente de la plaza, quizá la única, para
llenar sus cántaros.

Marchan después con ellos, llevándolos a la cabeza y en la cintura. Con el


dinero que habrá salido de estas minas podrían tener fuentes con cañerías, no
de hierro, sino de oro.

Por la epigrafía callejera de paseos y de muros parece que Almadén es un


pueblo poco socialista. Hemos visto muchos letreros que se refieren a hechos
políticos de actualidad.

Dejando lo moderno por lo antiguo, buscamos los puntos de defensa de los


sitiados por Gómez en Almadén.

Al fuerte Cristina o castillo de Retamar, donde se instalaron Puente y


Aranguren, se llega pasando hasta el fondo de una casa y atravesando varios
patios; el fuerte llamado de La Enfermería, del que se hizo cargo Flinter, estaba
en la plaza y no existe ya.

El ataque

El 23 de octubre las tropas de Gómez rodearon rápidamente la villa y


comenzaron el ataque por todas partes. En los primeros momentos los
batallones carlistas no pudieron escalar las tapias de los corrales, a pesar de sus
esfuerzos: tan vivo era el fuego de los que defendían los muros. Gómez mandó
colocar dos piezas de artillería, que fueron batiendo el postigo de Carranza.

A las cuatro horas de fuego las municiones comenzaron a faltar a los


sitiados.

Como el ataque era tan general y tan constante, muchas partes quedaron sin
defensa. Al anochecer, patrullas de carlistas valencianos y aragoneses lograron
entrar en el pueblo, y poco después pasó el ejército regular de vascos y
castellanos.
Puente y Flinter se encerraron cada uno en su fuerte, dispuestos a
defenderse hasta el final. Quizás esperaban el auxilio prometido por Rodil.

Flinter había quemado la calle próxima al recinto que defendía. La situación


iba haciéndose cada vez peor. El capitán de provinciales de Córdoba, con su
compañía de cristinos, se había pasado al enemigo.

Los carlistas iban horadando los tabiques de las casas y pasando de una a
otra.

Advertido Gómez de que por las bóvedas de la iglesia podía dominar con
mayor ventaja el reducto de Flinter, mandó abrir algunas troneras por el ala del
tejado.

Ya a los defensores les faltaban municiones y no respondían al fuego. Los


dos brigadieres tuvieron que capitular, entregándose en condiciones honrosas,
que luego Gómez no respetó.

Al día siguiente, los carlistas, con los prisioneros y el botín, que era enorme,
fueron a Chillón.

Chillón

Chillón es un pueblo bastante grande, en el cual había a principios del siglo


XVI una Isabel Sánchez, que se ocupaba en hacer pesquisas entre los
sospechosos de herejía y los delataba a la Inquisición. Quizás había en el
pueblo, más que heréticos, judaizantes.

A esta mujer la llamaban «la Inquisidora».

Se dice que hay una estatua suya en la plaza. Yo no la he visto.

Las chozas de Vacar

Si no satisfecha la curiosidad, al menos señalados y vistos algunos lugares


de la defensa de Almadén, volvemos a Córdoba por la carretera. Pasamos por
pueblos en cuyas calles se ven rótulos de Galán, García Hernández y Alcalá
Zamora. También hay muchas calles con el nombre de Ramón y Cajal.

«En la práctica, nos atenemos a los nombres antiguos», dice un joven;


«porque si no, no hay manera de entenderse.»
En un poblado de barracas, hay una avenida del Catorce de Abril. En las
calles de los pueblos por donde pasamos, las muchachas se ponen flores en la
cabeza.

Al llegar cerca de Vacar, pueblo que tiene un castillo en un cerro, nos


detenemos un instante a cambiar una rueda con el neumático desinflado.

Comienza el crepúsculo. Al anochecer es cuando el campo andaluz tiene


encanto. Algunas nubes rojas brillan, incendiadas, en el horizonte. Se oye el
chirriar de los grillos y el balido de las ovejas. Cerca de la carretera hay un
grupo de chozas que forman casi una aldea.

Me acerco a sus habitantes, que quizá me toman por político. Me dicen que
ya son muchos en este barrio improvisado, y que quisieran que el gobierno les
concediese una escuela.

Hablamos de cómo se vive dentro de las chozas. Ellos dicen chozos.

—No crea usted, que esto está limpio —dice el que vive en una de ellas—,
porque el humo mata a todos los bichos.

El fotógrafo quiere hacer una foto, y saca la máquina, con una lámpara
blanca y un reflector.

—No vayan ustedes a creer que es un aparato de radio.

—¿Radio? —exclama el hombre del chozo—. Yo no zé lo que ez ezo. Rayo,


zí, porque vi caé hace díaz uno en el siminterio.

—Allí no haría mucho daño —indico yo.

—Pue le diré a uzté, deshiso un panteón que había coztao má de sinco mil
duro. Por mí, que destrose ayí a todo lo que encuentre.

—Tiene usted razón. Allí no puede destrozar más que a muertos.

Dejamos al hombre del chozo y vamos rápidamente a Córdoba.

Tras de la toma de Almadén, Gómez, que veía que Alaix se le acercaba por
Córdoba y que Rodil le acechaba por el norte, dispuso pasar el Tajo por Puente
del Arzobispo y marchar a Extremadura.
En Guadalupe había mil quinientos movilizados por el Gobierno de María
Cristina, de la milicia extremeña, que al divisar a los carlistas tiraron los fusiles
al aire.

Puente del Arzobispo estaba vigilado por dos mil hombres, a las órdenes de
Carratalá, y Gómez decidió cambiar de dirección, pasar por el puente de
Alcántara y dirigirse a Trujillo.

En Trujillo descansaron un día, y se celebró una junta, en la cual se trató de


las operaciones militares, y Cabrera propuso al jefe de la expedición que se le
dejase marchar al Maestrazgo, para socorrer Cantavieja.

Gómez despide a Cabrera

Al día siguiente, 31 de octubre, llegaron a Cáceres, punto escogido por


Gómez para deshacerse de las importunidades de Cabrera. Ordenó que los
batallones vasco-navarros y castellanos marchasen a la vanguardia y los
aragoneses y valencianos a retaguardia, con dos horas de distancia unos de
otros. Cabrera y varios jefes habían sido llamados por Gómez para conferenciar
con él.

Al llegar al lugar elegido, el general en jefe mandó formar su tropa en orden


de batalla, y llamó a Cabrera y a sus compañeros al frente, y ordenó a un
capitán que les leyera un oficio.

En este oficio se les mandaba que se separaran de la columna


expedicionaria, y con una pequeña escolta de caballería marchasen a Aragón.

Cabrera, ardiendo de rabia y de despecho, pidió que le dejasen llevar su


infantería. Gómez le replicó: «Siga usted su itinerario, y no tiene necesidad de
infantería alguna».

Cabrera salió al galope con su ayudante. El Serrador, Arnáu y otros pidieron


a Gómez que les permitiera volver a la retaguardia para recoger sus equipajes.

«Sin hablar una palabra más, sigan ustedes a Cabrera, o si no, los fusilo a
todos aquí mismo.»

El sentimentalismo de Cabrera

Cabrera se reunió con Sanz y Palillos, que acampaban en tierra manchega y


eran perfectos bandidos. En Arévalo fue atacado por la brigada de Abuín, «el
Manco», y quedó herido y medio muerto.
El coronel carlista Rodríguez Cano, alias «la Diosa», le salvó y le llevó a
caballo a una casa conocida.

El caballo relinchaba. Cabrera quería matarlo y la Diosa se oponía. Entonces


Cabrera, herido y todo, tumbó al animal en el suelo, y con una piedra, dándole
golpes en la cabeza, acabó por matarlo.

El levantino de Tortosa no era precisamente un sentimental. No hay que


pensar que, como Gómez Pereyra y Descartes, tuviese la absurda idea de que
los animales son máquinas.

En esta fuga estuvo también el caudillo levantino a punto de ser víctima de


un rayo.

Utrera y Jerez

Dejando a Cabrera en el Maestrazgo, entregado a sus fechorías, seguiremos


a Gómez. Éste marchó a la Andalucía baja y pasó por una infinidad de pueblos,
de los cuales los más principales fueron Écija, Osuna, Marchena, Gaucín, San
Roque, Algeciras, etcétera.

En ninguno de ellos le pasó nada importante; pudo escapar de la


persecución de los generales cristinos, hasta que después del encuentro en
Arcos, se dirigió, medio fracasado, al norte.

Nosotros tomamos el camino de Algeciras. Comemos en una fonda, a la


entrada de Utrera. Esta Andalucía baja parece un país un tanto monótono.

Sin duda, es rico y fértil, pero poco variado. Ese gusto del blanco, esos
pueblos almidonados, con las casas, los tejados, los bancos, todo revocado de
cal, no me producen entusiasmo, me hacen daño a la vista. Utrera me recuerda
al abate Marchena, revolucionario en París, poeta místico y profesor de ateísmo
por principios.

También recuerdo haber oído de Utrera esta frase: «Mata al rey, y vete a
Utrera».

Lo mismo se dice de Lorca: «Mata al rey, y vete a Lorca». «Mata al rey, y


vete a Murcia.»

No sé qué medios de ocultarse habría antes en estos pueblos; pero alguna


razón folklórica debe de tener esa frase.
Jerez es un pueblo hermoso, pero parece también un pueblo más de fachada
que de interiores. Es lo que caracteriza a todo el sur.

En las paredes de las casas de Jerez hay ahora muchos letreros


revolucionarios: «¡Guerra al fascio!», «¡Viva la CNT!», «¡Viva el comunismo
libertario!», «¡Viva la huelga!», etcétera.

San Fernando y Chiclana

Pasamos por el Puerto de Santa María y por San Fernando. Éste debe de ser
un pueblo muy republicano, a juzgar por sus letreros. Al marchar por una
avenida ancha, por uno de los lados, todas las bocacalles presentan lápidas
dedicadas a personajes de la República. Pi y Margall, Salmerón, Zorrilla, Costa,
Nákens, tienen recuerdo. Entre ellos aparece también el fogonero Sánchez
Moya, del Numancia.

Antes de llegar a un pueblo veo cómo una gitana prepara la comida en el


campo.

—Pero ¿está usted sola? —le pregunto.

—Ahora, sí —contesta ella, lacónicamente—. No temo a nadie.

El pueblo próximo es Chiclana, pueblo grande, hermoso, lleno de sol, y en


cuyas calles se ve muy poca gente.

Me gustaría saber si queda aquí algún recuerdo del general don Juan Van-
Halen, que vivió en Chiclana en su vejez. Pregunto en una tienda, y me oyen
con tanta extrañeza como si pidiera noticias de la luna. No insisto. En estos
campos de Chiclana se libró una batalla muy importante en la guerra de la
Independencia.

Seguimos, y pasamos por cerca de Vejer, que se ve en un alto.

Luego comenzamos a bordear la laguna de la Janda. Esta laguna es hermosa


y grande. A lo largo debe de tener doce o catorce kilómetros, y a lo ancho, siete
u ocho. Según algunos historiadores, fue aquí donde se dio la batalla entre
moros y cristianos, que se llamó del Guadalete, y que fue el comienzo de la
invasión árabe.

La laguna de la Janda debe de ser de propiedad particular, porque está


cercada y alambrada. Esto hace un poco antipática la propiedad andaluza en su
forma de latifundio. Es una propiedad exclusivista, sin el menor sentido social.
En las aguas turbias de este lago se ven grandes toros, medio hundidos, que
miran con curiosidad lo que pasa por la carretera.

Tarifa

Seguimos hasta la punta de Tarifa, y comenzamos a ver, a la derecha, el


Atlántico, y después, Tarifa, pueblo blanco, con los torreones de Guzmán el
Bueno, en donde don Francisco Valdés hizo la quijotada de entrar con pocos
hombres, en 1824, para hacer la revolución.

Seguimos por la carretera hacia el sur, viendo, a la derecha, el Atlántico y las


costas de España, que se dibujan en la superficie azul. Pasamos junto a la punta
Marroquí y después vemos Tarifa y su isla.

Tarifa es un pueblo con torreones antiguos, algunos quizá del tiempo de


Guzmán el Bueno.

Aquí, en Tarifa, se creía que había nacido la amazona realista Josefina


Commerford.

Por lo que me ha escrito un arquitecto sevillano, cuya carta publico después,


don Pedro Fernández Núñez, la amazona realista no nació en Tarifa, sino en
Ceuta.

Esta carta de Sevilla tiene interés para mí, y puede tenerla para algunos
lectores, porque aclara la dirección de la famosa en el tiempo Josefina
Commerford. Yo tenía algunas notas y un libro novelesco sobre ella; pero como
éstos se perdieron, ya no tengo medios para aclarar la figura curiosa de esta
dama.

«Pedro Fernández Núñez

»Arquitecto

»Montevideo, 10

»Tel. 32603

»Sevilla, 25 de diciembre de 1942

»Señor don Pío Baroja:


»Distinguido señor mío: Le incluyo certificado de inhumación de la famosa
amazona realista Josefina Commerford, del que se deduce que nació en Ceuta
en 1794, y no en Tarifa en 1798, como hasta ahora se creyó.

»También poseo el certificado de defunción, expedido por el cura de la


parroquia de San Vicente, a que pertenecía la casa número 8 de la calle Garzo,
en que falleció, y he logrado identificar la casa, que hoy lleva el número 17 de la
calle García y Ramos.

»He obtenido copia de su testamento, otorgado el 30 de diciembre de 1863,


en el que aparece su firma en esta forma: “M.ª Jpha. de Commerford Mac Croon
Sales y O’Rien, Csa. de Sales”.

»Si consigo algún retrato de esta extraordinaria mujer y dispongo de tiempo,


acaso intente hacer un ensayo biográfico, en el que se rectifiquen los errores que
hasta hoy se consignan en cuantos autores se han ocupado de ella.

»Le ruego que me indique cómo podría adquirir un ejemplar de A. de


Letamendi, Josefina de Commerford o el fanatismo.

»En espera de su contestación, si, como creo, le interesan estas noticias,


quedo suyo, affmo. y asiduo lector,

»P. Fernández Núñez

»P.D. —Si lo desea, le enviaré copia del certificado de defunción y del


testamento, que no le mando ahora por no tener seguridad de su residencia
actual.

-Vale.»

De Tarifa seguimos por los altos de Algeciras hasta dominar la bahía.


Comemos en un restaurante, y salimos camino de Gibraltar. La Isla Verde, a la
entrada de la bahía, tiene ahora un puente de madera que la une a tierra.

Gibraltar

Seguimos por San Roque al Campamento y a La Línea.

La columna de Gómez salió de Gaucín y se acercó a San Roque.

Dejaron aquí unos batallones y fueron con otros hacia Gibraltar. Una fragata
inglesa y varios guardacostas españoles lo recibieron a cañonazos.
Gómez pensaba surtirse de calzado en la plaza inglesa. Pero el haberse
metido el general Ordóñez en La Línea le impidió hacer las compras, y tuvo que
retroceder.

La junta carlista de Córdoba se propuso entrar en Gibraltar y se acogió al


pabellón francés presentándose al cónsul. En una falúa partió a las once de la
mañana, y a dos tiros de fusil del puerto fue apresada por dos guardacostas. Se
los llevó a los individuos de la junta a Sevilla y se los metió en la cárcel.

No se puede esperar que por estos sitios, en que la gente vive al día, haya el
más ligero recuerdo de la expedición de Gómez. Efectivamente, no lo hay.

La Línea

Nos detenemos en La Línea, delante de la aduana, al lado de unos


cochecitos abiertos que emplean los turistas para visitar Gibraltar.

Hay delante de la aduana una multitud de gente mísera, campesinos


desharrapados, con un saco azul; obreros con la chaqueta al hombro, cestas y
capachos, y grupos de gitanos. Nuestro chófer y el fotógrafo se van a Gibraltar;
yo me quedo en La Línea. A la entrada de la aduana hay un cartel en español,
inglés y francés, para que los automóviles se detengan allí.

Los contrabandistas

Cuando me fijo, noto que es siempre la misma gente la que pasa por la
aduana, es decir, que hay muchos que entran por un lado y salen por otro. He
visto a un cojo, y a un mudo, con los brazos y el pecho bronceados, un
sombrero puntiagudo en la cabeza y un pantalón negro.

—Oiga usted, ¿qué demonio hace esta gente y por qué entran y salen? —le
pregunto a un curioso.

—Pues esta gente va a terreno de Gibraltar. Les dejarán pasar por la aduana
cierta cantidad de azúcar y de tabaco, y entran y salen constantemente. Algunos
dan hasta veinte vueltas en las ocho horas que les autorizan a esto y sacan
mejores jornales que si hicieran alguna otra cosa.

—Lo que inventa el hombre para no trabajar.

Un carabinero me dice que avance un poco por el arenal y vea los


preparativos del contrabando; esto se hace ante el Peñón, amenazador, lleno de
bocas de fuego.
Después, la gente que practica este trabajo, al parecer legal, pasa por la
plaza, donde deja sus fardillos, y vuelve de nuevo a pasar por delante de la
aduana a recoger otros.

Parece que los españoles hemos arreglado este pueblo de La Línea con un
sentido masoquista. Mientras los ingleses entran en terreno español en
hermosos automóviles, nosotros enviamos mendigos, lisiados, escuálidos,
enfermos y gitanos.

Entre tanto espero con el auto, y un viejo ex carabinero me cuenta historias


antiguas de los contrabandistas, de las alambradas, de los perros que pasaban
tabaco en la espalda, etcétera.

También el ex carabinero tararea una copla antigua, que dice así:

Dicen los contrabandistas

cuando salen del Peñón:

«Dios nos libre, compañeros,

de la boca de un soplón».

Después canta:

A los carabineros

no les des agua,

porque con el bigote

rompen la jarra.

esta copla de otra canción:

—Contrabandista valiente,

¿qué tienes que tanto lloras?

—Que me han matado el caballo

y no me quiere mi novia.

acaba su relación con otra copla, que termina diciendo:


¡Viva mi jaca castaña,

la perla del contrabando!

Miro a Gibraltar desde la plaza y comparo la silueta actual con la de un


grabado del siglo XVIII.

Cádiz

Vamos ahora a dormir a Cádiz.

Un hombre nos recomienda un hotel.

Es un hotel grande, que hace cuarenta años sería lujosísimo, pero que ahora
es incómodo.

Los cuartos, de un techo muy alto, no tienen ventilación adecuada, porque


dan sólo por una puerta a un patio con el techo de cristal. Cada cuarto tiene dos
camas y aun tres.

—Pero ¿para qué estos cuartos tan grandes y con tanta cama? —le pregunto
a la muchacha.

—Es que, más que personas sueltas vienen familias enteras.

En el cuarto hay muchos mosquitos, y pienso que tendrá uno que pasar
parte de la noche dándose bofetadas en la cara para no dejarse sorber por estos
fastidiosos insectos.

Esta imposibilidad me impulsa a marcharme a la calle a pasear, y después


de dar unas vueltas me siento en un café. Le hago algunas preguntas al mozo, y
éste me dice:

—¿Es usted marino?

—No.

—Pues yo le había tomado por un marino vasco.

—Vasco, soy; marino, no.

—Pues ahí tiene usted un paisano.

—¿Quién?
—Ese viejo.

—Pues dígale usted que si quiere tomar conmigo algo, le convido.

El hombre viene a mi mesa y charlamos. Me cuenta que navegó unos años;


luego estuvo en Cuba, donde hizo una pequeña fortuna; volvió a España joven
y se quedó en Cádiz, y desde entonces no ha salido del pueblo. No ha vuelto a
Vizcaya, que es su país. No tiene relaciones con nadie. Vive como una ostra. Le
pregunto si recuerda canciones vascas. Me dice que no.

Le canto ésta, en voz baja:

Ni naiz capitán pillotu.

Neri bear zait obeditu.

Bestela zembaiten casqueta,

bombillum bat eta, bombillum bi.

Burumban jartzen bezait neri.

Bombillum bat eta, bombillum bi.

Eraguiyoc Shanti arraun ori.

(Yo soy el capitán piloto. Hay que obedecerme a mí. Si se me pone en la


cabeza, una botella grande o dos botellas. Mueve, Santiago, ese remo.)

El viejo marino se ríe, y me dice con melancolía: «Algo entiendo, pero he


olvidado casi todo el vasco, que antes hablaba».

Después se acerca a nuestra mesa un gaditano, conocido del marino, y se


sienta y comienza a charlar.

Le pregunto si en Cádiz se siguen haciendo canciones, como a principios del


siglo. Me dice que el cante jondo está muy en decadencia y que se cultiva más
por la parte de Málaga y de Almería que por Sevilla y Cádiz. Quizás él sea
malagueño. Canta a media voz algunas canciones, que yo no he oído nunca, y
que recuerdo la letra. Una dice:

Tú tienes muy poca sá,

anda y vete a la salina,


que te la acaben de echá.

Corre y merca un incensario

y sahúmate ese cuerpo,

mira que tienes mal fario.

La sal y el mal fario es una preocupación de los andaluces.

Vuelvo al hotel, a luchar con los mosquitos. Por la mañana, en el salón, la


gente entra y sale y habla por los codos.

Arcos de la Frontera

La carretera de Jerez a Arcos tiene dos filas de eucaliptos, lo que le da un


aspecto un poco australiano.

Por el camino se ven aldeanos, que pasan con el hatillo al hombro


deslizándose como fantasmas.

Arcos de la Frontera es un pueblo en anfiteatro, colocado en una colina


elevada, a la que van escalando las casas, y rodeado en parte por las aguas
amarillentas del Guadalete.

Tiene Arcos calles estrechas y pendientes, algunas con escaleras, una plaza
pequeña, una iglesia, con una fachada de estilo gótico florido. Tiene también
otra iglesia más moderna, barroca y alegre.

Las casas, por la parte del río, están como colgadas en el cerro, donde se
asientan, y parece que se van a desmoronar.

Yo hice, recordando a Arcos, un pequeño romance, que comienza así:

Sobre una roca, que va

deshaciendo el Guadalete,

y no lejos de la cuenca

del río de Majaceite,

se alza la ciudad de Arcos,

bajo un cielo refulgente,


con sus torres y sus casas,

sus muros y contrafuertes,

que el sol dora e ilumina

cuando nace y cuando muere.

Como cantinela de pueblo, en que se muestran las excelencias de la ciudad,


hay ésta:

Tres detalles tiene Arcos

que no los tiene Jerez:

Torremocha, Puente el Alto

y el Hoyo de San Miguel.

Nos hablan de Napoleón

Llegamos a la plaza del pueblo. Entramos en una taberna. El tabernero, un


poco charlatán, no ha oído hablar de Gómez ni de Narváez; en cambio, dice que
le han dicho que en el palacio del duque de Arcos, de la plaza del
Ayuntamiento, durmió Napoleón. Es notorio que Napoleón I no estuvo en
Arcos; pero es también evidente que estas tradiciones populares siempre tienen
alguna base.

La razón de ésta la encuentro leyendo, con intención de aclarar la noticia, el


libro de don Adolfo de Castro Cádiz en la guerra de la Independencia. Habla el
autor de un viaje de José Napoleón, José I o Pepe Botellas, y dice:

«Llega a la ciudad de Arcos, pasa en ella una noche. El siguiente día, 27 de


febrero, antes de partir oye, con su ministro Urquijo, y varios generales y otros
magnates de su comitiva, una misa en la parroquia de Santa María. Al salir un
leñador o carbonero, llamado Juan Girón, arrojóse a sus pies y le pide una
gracia; pregúntale José qué solicita. El leñador le dice que su mujer, Antonia
López, ha parido en la noche anterior un niño y una niña que desea que su
majestad sea padrino del bautismo de ambos.

»Aquella tarde, con gran pompa, en la misma parroquia de Santa María, es


el bautismo de los hijos del leñador o carbonero, poniéndose al niño el nombre
de José Bonaparte y a la niña el de Josefina Julia».
Callejeamos

El tabernero me habla del convento de las monjas mercedarias. Tiene un


jardín y un patio. Cuando se estableció la República se dijo que iban a
desocuparlo, y el tabernero ayudó a las monjas a recoger y a embalar sus
efectos.

Después de charlar delante del convento, salgo por las calles del pueblo,
seguido por algunos chicos.

Bajo por la cuesta del Socorro, y me detengo en una callejuela solitaria, con
casas blancas con rejas y una puerta de iglesia al fondo. Muchas casas las están
enjalbegando las mujeres.

Un viejo soldado

Entro en un pequeño taller de aperos de labranza, y pregunto si no habría


algún viejo en el pueblo que sepa algo de la guerra carlista. Me dicen que hay
uno, que suele contar historias antiguas.

Voy a su casa, hablo con dos muchachas y me hacen entrar en la alcoba de


una señora, enferma y gruesa, que está en la cama y que no se puede incorporar
en ella.

Me dice que su marido estará en una casa de al lado.

Voy a verle. Este viejo tiene unos ochenta años. Estuvo con el general
Moñones en la última guerra. No ha oído hablar de Gómez ni de Narváez.

No cree que nadie en el pueblo sepa esto que yo le pregunto.

En busca del Majaceite

En vista de ello, bajamos el puente del Guadalete, con la idea de acercarnos


al río Guadalcacín o Majaceite.

El Majaceite es un afluente del Guadalete, donde Narváez dio una gran


embestida a Gómez, que hizo que éste se retirara del mediodía de España y se
dirigiera definitivamente al norte.

Nos cruzamos en el puente de hierro del Guadalete con carboneros, que


vienen con burros cargados de carbón, y con aldeanos que vuelven al pueblo.
Un peón caminero nos dice que si queremos ir a la orilla del Majaceite
tenemos que dirigirnos a un pueblo que se llama Algar o Río Algar.

Seguimos la carretera, pregunto a unos campesinos, que van montados en


un burro.

—¿Éste es el camino de Algar?

—No; éste va al pueblo de Guadalcacín, que está cerca del pantano.

Para ir a Algar hay que desandar un poco lo andado y tomar a la izquierda.

Volvemos de nuevo hacia el puente y encontramos el camino de Algar.

El campo está poblado de monte bajo y de matorrales con algunos olivos. A


lo lejos se ven montañas grandes, que deben de ser de la sierra del Aljibe y de la
serranía de Ronda. En esto se rompe un neumático y hay que componerlo y
arreglarlo. Se sigue hacia Rio Algar, y vamos poco después al pueblo.

Algar

Algar tiene una calle importante, de casas bajas. Es ya el anochecer. En las


puertas hacen tertulia las gentes, sentadas en sillas y bancos.

La entrada del auto en el pueblo produce cierta sorpresa.

—¿Adónde van ustedes? —pregunta el alguacil.

—Vamos a ver el río Majaceite.

—Pero… si no se puede pasar.

—¿Cómo que no se puede pasar?

—Están haciendo la carretera y no está terminada.

—¿Y a pie?

—No está tan cerca para ir a pie.

Se nos va a echar la noche encima y no vamos a salir de aquí. Unos dicen


que han pasado camiones por la carretera a medias construida.

Pues pasaremos nosotros también.


—En tal caso, pidan ustedes permiso al contratista.

—¿Y dónde está el contratista?

—Allí está, en aquella puerta.

Hablo con el contratista, y me dice que el paso está muy difícil, pero que
vaya, si quiero.

—Pues vámonos.

Tomamos por una cuesta llena de cascotes; es casi, más que marchar, subir
por una pared. Atravesamos una serie de obstáculos, y tenemos que detenernos
un momento y dejar el auto sin peso. Es un espectáculo para todo el pueblo.

«¿Para qué quiere pasar esta gente absurda y alocada?», se debe preguntar la
gente.

—Pero ¡si no debierais ustedes ir por ahí! —dice un hombre.

—Bien; pero ya hemos ido. No es cosa de volver.

Nos dicen cómo debemos seguir. Pasamos cerca de un pozo, y por un


pedregal llegamos al puente nuevo. Comienza a oscurecer. En las aguas brilla el
resplandor de las luces del crepúsculo.

El ataque de Narváez

En las orillas del Majaceite fue donde Narváez atacó, con su brío
acostumbrado, a Gómez.

Narváez había prometido al gobierno acabar con la expedición de Gómez en


un mes.

Llevaba como lugarteniente a Ros de Olano; una brigada de caballería, al


mando del coronel don Hipólito de Silva, que fue el primero que obtuvo en
España la cruz laureada de San Fernando, y como jefe de Estado Mayor al
célebre abogado sevillano don Manuel Cortina. Narváez quería vencer a todo
trance.

Contaba, además, con la división de Rivero, que estaba a retaguardia de


Gómez.
Narváez atacó a los carlistas en aquel terreno escabroso, y aunque no
consiguió hacerles muchos muertos ni prisioneros, los dispersó por el monte.

La acción no tuvo lugar fijo para desenvolverse. Después del encuentro de


Arcos, riñeron Narváez y Alaix por rivalidades del oficio. Los soldados
preferían a Alaix que a Narváez.

Mendizábal y Calatrava habían elegido a Narváez para ver si daba el golpe


de gracia a Gómez, y el ministro de la Guerra, García Camba, le había dado
atribuciones extraordinarias, hasta la de obligar a Alaix que le cediera su
división, cosa que produjo, días después de la acción de Majaceite, un altercado
violento entre los dos generales y un motín militar. Si llegan a ponerse de
acuerdo los dos generales, exterminan a las fuerzas de Gómez; pero Alaix no
cedía, y siguió en el mando; después persiguió a Gómez. Ya solo, le sorprendió
en Alcaudete, circunvaló el pueblo, lo atacó a la bayoneta y derrotó y dispersó a
los carlistas, apoderándose de equipajes y caudales y haciendo cientos de
prisioneros.

Desde entonces Gómez no hizo más que huir, hasta que llegó a Orduña, el
19 de diciembre de 1836.

Un pantano romántico

Seguimos el camino ya de noche. Pasamos cerca de la orilla del pantano de


Guadalcacín. Tiene éste ahora un aire romántico, un color de plata brillante bajo
el cielo incendiado. Es un lago fantasma. Parece un fiordo. En medio del agua se
destacan unas islillas y un promontorio oscuro. Hay una parte que refleja el
fulgor rojo del cielo. Las esquilas de los rebaños suenan misteriosamente.

Vuelta

Al día siguiente emprendemos la vuelta para Madrid a la carrera;


atravesamos los campos andaluces como una exhalación.

No nos paramos más que un momento para tomar gasolina. Nuestro


fotógrafo lo aprovecha para impresionar placas. Marchamos a gran velocidad.
Casas, pueblos, encrucijadas… quedan atrás. Aquí, unos labradores que están
escardando; allí, la silueta moruna de la entrada de Marchena. Plaza ancha,
palacio hermoso, con una torre en forma rara.

Al pasar cerca de Marchena y detenernos un momento en la carretera ante


un grupo de mulas, que, sin duda, llevan a beber al río, nuestro chófer canta:

De los cuatro muleros


que van al río,

el de la mula torda

es mi marío.

En la plaza de La Carolina el fotógrafo recoge en su placa el monumento de


la batalla de Las Navas, y en Ocaña, la gran picota.

Después seguimos a marchas forzadas, y en pocas horas estamos en Madrid.


SEXTA PARTE

TIPOS OSCUROS

MENDIGO SINIESTRO

En una excursión muy amena en automóvil que hicimos con J. Ortega y


Gasset varios amigos por el bajo Aragón, antes de llegar a un pueblo llamado
Orihuela del Tremedal, vimos a una mujer y a un hombre con un borriquillo.
Iban por la carretera.

La mujer, vestida de negro, montaba en el asno; el hombre, también de


negro, marchaba apoyando sus manos en las ancas del animal. Tenían el
hombre y la mujer una silueta fatídica, siniestra.

Paramos en el mesón de Orihuela, hablamos con el médico del pueblo,


dispusimos la comida, y al pasar por el patio vimos al hombre del camino.
Tenía la cara llena de cicatrices y los ojos medio cerrados y enfermos, quizá por
la explosión de algún barreno.

—¿Quién es este hombre? —le preguntamos a la posadera.

—Es un mendigo y dicen que es también saludador.

Me decidí a interrogarle. Me acerqué a él y le di un cigarro.

—¿Se queda usted en este pueblo? —le dije.

—¿Y ustedes? —me contestó él enseguida.

—No. Nosotros nos vamos, seguimos adelante. Parece que dicen que es
usted saludador.

—¿Y quién lo dice?

—Pues todo el pueblo. Nosotros no lo hemos inventado. ¿Sabe usted lo que


es necesario para ser saludador?

—Yo, no. ¿Y usted?


—Yo, sí; una de las cosas que hay que tener es la rueda de Santa Catalina en
el paladar. ¿La tiene usted?

—¿Eso en qué se conoce?

—Se conoce al verla. ¿Sabe usted muchos conjuros?

—¿Y usted?

—Yo sé muchos. Los hay para curar la rabia, para el amor, para las
enfermedades, para hacer aparecer el diablo…

—¿Y dónde los ha aprendido usted?

—En los libros.

El hombre me miró con curiosidad, luego se acercó a la mujer, estuvo


hablando con ella por lo bajo. Después sacaron al burro del patio al zaguán y se
fueron. Sin duda, mis preguntas les habían alarmado.
II

EL NATURALISTA

Don José Echegaray, de Vera de Bidasoa, antiguo maestro de obras y


minero, era acérrimo naturista.

—¿Es usted pariente de Echegaray el dramaturgo? —se le preguntaba.

—No sé si será de la familia —contestaba él.

Echegaray, el de Vera, creía todo lo contrario de lo que cree la gente. No se


acatarraba nadie, según él, con el aire frío, ni la humedad producía el
reumatismo, ni el calor del sol las insolaciones. Lo natural era siempre bueno.
Echegaray comía muchas ensaladas, había oído hablar de las vitaminas, andaba
con los pies desnudos sobre la hierba húmeda y se bañaba en los charcos. Una
noche se metió en un abrevadero de la carretera de Francia, y al levantarse para
vestirse, una campesina le vio erguido en el abrevadero con una toalla en los
hombros y le tomó por un fantasma o un aparecido y echó a correr
despavorida.

Echegaray hacía gimnasia, medio desnudo, en un balcón de madera de su


casa, lo que producía el escándalo de alguna solterona de la vecindad. Los
malintencionados aseguraban que este escándalo provenía de que era viejo y
feo, y enseñaba unos pellejos amarillos y desagradables; que si hubiera sido
joven y guapo y con la piel tersa, estas mujeronas basa-andriac («mujeres del
bosque») no se hubieran indignado tanto.

Echegaray era propietario de varias minas que por el tiempo no se


explotaban. Unos decían que estas minas valían mucho; otros que no valían
nada.

Echegaray hacía excepciones a su naturismo con frecuencia. Si le


convidaban, se comía un bistec con todas sus purinas y se bebía tres o cuatro
copitas de licor artificial sin pestañear. Otra de sus traiciones al naturismo era
pintarse el pelo y la barba de negro con un tinte bastante malo. Como era viejo
y cegato, el betún que se daba en la cabeza le corría casi siempre por la calva.

Vivía en una casa del barrio de Alzate y la dueña quiso hacer obra en ella.
Echegaray se empeñó en no salir. La dueña tuvo que ir al juzgado y ponerle los
trastos en la calle. Entre éstos había unas muestras de minerales, una onza de
oro falsa, una colección de zapatillas y otra de magníficas y complicadas
lavativas.
Había también llaves que no abrían ninguna puerta, medallas y otras cosas
igualmente útiles.
III

CEFERINO, EL MINERO

Ceferino era ancho, cuadrado, y picado de viruelas, de unos cincuenta a


sesenta años, cuando yo le conocí. Había estado en la guerra carlista, no sé en
qué bando, y había sido jugador de oficio en La Rioja y trocista. Allí dan este
nombre al contratista que se encarga de un trozo de carretera para repararlo. En
el pueblo puso una tahona y se dedicó con pasión a la minería.

Yo le conocí hace sesenta años, yendo en compañía de mi padre. Solía


vérsele por las mañanas, a la puerta de su casa, tomando café con leche en un
azucarero en el que cabía un litro o dos de líquido.

Ceferino tenía unos parientes que vivían con él: un sobrino jorobado, una
sobrina soltera y otra casada con un belga, a quien todo el mundo llamaba «el
Belgicano».

Este Belgicano, fundidor de oficio, en vez de llamar tío a Ceferino, le


llamaba padre. «¡Patre!», solía gritar, lo que al panadero hacía fruncir el ceño y
apretar los puños.

Ceferino tenía casi siempre mal humor y unos arranques de barbarie


espantosos. Una vez que una de sus sobrinas le contestó con malos modos y se
burló de él, cogió un cuchillo y se lo tiró a la cabeza, y el cuchillo quedó clavado
en una puerta.

Entonces el jorobadillo, sentado a la mesa, empezó a reírse, «¡ji…, ji…, ji…!»,


y Ceferino le dijo, foscamente: «¿Qué te ríes tú, con esa cara de conejo?».

A veces Ceferino tenía rachas de buen humor, y cogía la guitarra y cantaba,


y acompañaba las canciones con unos ronquidos muy burlones.

Una de sus gracias era cuando daba en su casa una comida, y venía en la
cazuela alguna liebre guisada, decir, fingiendo sorpresa:

—Yo no sé de dónde sacan los carabineros estos gatos de tan buen gusto.

—¡Ah! Pero ¿esto es gato?

—Sí, hombre.

Otras veces aseguraba que las chuletas que se estaban comiendo eran de
perro.
Ceferino tenía varios amigos y compinches. Uno era el Arranchale, un
pescador que vivía en Chacur-Chulo y que era uno de los hombres más
fantásticos de las orillas del Bidasoa.

Ceferino le hacía hablar para oírle, sobre todo si había algún forastero. Le
mostraba como un tipo de fantasía volcánica.

Ceferino particularmente tenía la manía minera; vivía con el sueño de


encontrar una mina. Uno de sus compinches era Shanchón el capataz. Allí
decían, en el pueblo, Capatás. Shanchón había encontrado hacía años una mina
de plata muy buena, que dio mucho dinero.

A Shanchón, se le consideraba especialista en estas cuestiones mineras,


como un hombre de olfato para descubrir filones.

Ceferino era un fantástico; se creía un hombre razonable y un escéptico, pero


tenía la mentalidad de un buscador de tesoros.

El dinero que ganaba en la panadería lo perdía en las minas.

Tras él iban, con la ilusión de los filones soberbios, Shanchón, un tal Trino,
que era de Lesaca y tocaba la guitarra, y un compinche de éste, hombre muy
alegre, que tocaba la flauta.

Ceferino se arruinó. Yo creo que los últimos cuartos se los llevó un cura
francés de babero blanco, que aseguraba que tenía un misterioso aparato para
descubrir los yacimientos de mineral. Este cura, o lo que fuera, a pesar de su
aire respetable, debía de ser un mistificador y un farsante.

Llevaba una especie de paraguas enorme, con unos colgantes que le dejaban
cerrado, y allí dentro, sin que le viera nadie, maniobraba.

Decían que se oían ruidos extraños cuando estaba dentro.

Fuera con el cura francés o con algún otro, el panadero perdió sus últimas
pesetas, vendió la casa y abandonó el pueblo.
IV

EL ARRANCHALE

El Arranchale, el pescador, vivía hace muchos años a orillas del Bidasoa; era
uno de los hombres más imaginativos del país. Hablando de las nutrias no
paraba.

La nutria, para él, era el animal más extraordinario del mundo. Trepaba a
los árboles como los monos, hacía galerías en la tierra, hasta leía los papeles que
encontraba en las orillas.

La nutria se llama en vasco igabera y ugabera, palabra que tiene que ver algo
con el agua, y que quiere decir, probablemente, «animal acuático». Otro nombre
de la nutria en vasco es uruchacurra, «perro del agua».

Las nutrias eran los enemigos de los pescadores; naturalmente, también de


él. Eran antiarranchalianas por excelencia. Esto no era obstáculo para que el
Arranchale las mirase con gran respeto.

Tenían aquellos animales, según el pescador, una malicia extraordinaria.


Eran los piratas de los ríos. A él le habían asegurado que las nutrias leían los
papeles que encontraban en las orillas.

—Eso no puede ser —le dijo alguno.

—¿Por qué no?

—¡Es imposible!

—Pues eso es lo que dicen. ¿Tú has visto la cara que tienen?

—No.

—Pues es una cara de persona, con bigotes y todo.

—Tengan bigotes o barbas, no pueden leer.

—Pues qué, ¿los loros no hablan?

—Sí; pero no entienden.


—¿Quién lo sabe? A mí también me han dicho —afirmó el pescador— una
vez que uno de Endarlaza tuvo hace tiempo una nutria domesticada, que la
empleaba para cazar salmones; pero esto ya no me parece fácil.

—Yo no veo por qué. Que estén domesticadas me parece más fácil que no
que lean.

—¡La nutria! —exclamó el pescador—. Es más inteligente que una persona.


Nada contra la corriente mejor que los peces, trepa por los árboles mejor que los
gatos y comprende las cosas mejor que los hombres.

—¿Tú crees?

—¡Uf! ¡Ya lo creo! Caza en tierra como en el agua. Se come de los salmones
la mejor parte del lomo. Aunque tú dices que no, yo creo que saben leer, porque
yo las he visto varias veces, mirando los papeles en la orilla del río.

—Les llamará la atención lo blanco.

—O la letra. ¿Quién lo sabe? Luego silban también, para entenderse con las
otras, y como animal valiente, no hay quien la gane. Si se le ataca, se tira a la
cara de las personas.

—¿Quién lo ha visto?

—Yo, yo lo he visto. Aquí, en este trozo de río, hemos estado luchando con
una pareja de nutrias hasta que matamos al macho, pero la hembra se nos
escapó. Yo me he hecho esta gorra con la piel de la que matamos.
V

OLABERRI, EL MACABRO

Olaberri era un pesimista jovial. No encontraba en el mundo más que


vanidad y aflicción de espíritu. No tenía fe más que en la cal hidráulica y en el
cemento armado. Para él, detrás de toda satisfacción venía algo negro y
doloroso, que eran principalmente las facturas.

—¿Ve usted esa chica que se ha casado con el carabinero? —me preguntó
hace tiempo con aire de profunda conmiseración.

—Sí.

—¡Qué infelices! Ahora mucha alegría, ¿eh?, y de viaje, pero luego ya


vendrán las facturas.

A Olaberri le preocupaban las facturas. Para Olaberri, que era contratista en


pequeño, las facturas eran como la sombra de Banco, que aparece en el
banquete de la vida.

Si Olaberri hubiera tenido el sentido estadístico de nuestro amigo Berecoche,


ya difunto, diría que en la vida hay un setenta y cinco por cien de facturas.

«Ya le he dicho al párroco», me contó una vez; «usted, con un cubo de agua
y un hisopo, ya tiene para todo el año, y a vivir bien; nosotros, en cambio,
pobres contratistas, siempre a vueltas con las facturas.»

Olaberri tenía gustos macabros. Había construido en el cementerio varios


sepulcros y trasladado cadáveres y huesos y algunos cuerpos recién muertos.

Al hacer la descripción de estos traslados sentía, sin duda, un ardor


explicativo de artista medieval y macabro. Los huesos, las calaveras revueltas
con tierra, los trozos de hábito o de ropa, la madera podrida de los ataúdes,
todo daba pábulo a su charla pintoresca.

Al relatar el traslado de algún cuerpo recién enterrado, se lucía; entonces los


detalles realistas eran tan terribles, que a cualquier persona sencilla le ponía los
pelos de punta.

Salían a relucir los busanos blancos y las gurgujas verdes, y al último la gente
no sabía si temblar de asco o echarse a reír.

Él no tenía repugnancia por nada.


«Los mejores caracoles que hay comido», solía decir; «los hay cogido en la
tumba del difunto párroco. Nunca los hay comido mejores.»
VI

UN TENORINO

El año 1904, en París, había un periodista, amigo de Bonafoux, que quería


que fuéramos a ver a un cantante, que, al parecer, según decía, era vasco, y
cantaba, entre otras cosas, el Guernicaco Arbola muy bien.

—Yo he oído hablar de ese tenorio —le decía— cuando estuve de médico en
Cestona.

—Usted le ha debido de conocer —me indicó Bonafoux—, porque ha vivido


en Cestona, donde usted parece que ejerció de médico.

—Yo no lo he conocido, pero he oído hablar de él. Vivía, según decían, en un


pueblo próximo, que se llama Arrona, con su mujer, que era austríaca.

—Pues yo le llevaré a su academia. Aquí, en París, tiene un salón


elegantísimo, donde va la gente más chic.

Algún tiempo después, Bonafoux no hablaba del cantor. Alguno, delante de


mí, se refirió al divo, y Bonafoux hizo como si no lo oyera.

Entonces yo le pregunté a un violinista, que a veces iba al bar:

—¿Quién es ese tenorio que antes Bonafoux le elogiaba con entusiasmo y


ahora no quiere hablar de él?

—Es un tipo extravagante que tiene bastante mala fama.

—¿De qué?

—De afeminado.

—¿Y de dónde es?

—Unos dicen que es italiano, otros que es gallego, otros que es vasco.

—El apellido no parece vasco.

—Ni el tipo tampoco.

Luego, dos o tres años después, en París, volví a oír hablar del cantante. Le
pregunté a Bonafoux, en el bar Criterion:
—¿Qué hizo aquel tenorio de quien usted habló en un artículo con elogio?

—No sé. No le conocía apenas —me contestó de mal humor—. Sé que tiene
aquí, en París, una academia de canto, adonde va la gente rica. ¿Por qué tiene
usted interés por él? ¿Es que quiere usted aprender a cantar?

—No; pero en el pueblo que estuve de médico, en Cestona, se decía que


vivía en una aldea pequeña, en Arrona, con una señora de la aristocracia y que
era un tipo raro.

Me pareció que Bonafoux no tenía muchas ganas de hablar del divo.

Unas semanas después, al ir a acompañar a Bonafoux a la estación de San


Lázaro, se despidió de un tipo, moreno y cetrino, vestido elegantemente.
Supuse que sería un americano.

Días después, uno de los contertulios del bar me dijo:

—La otra tarde le vi a usted ir a la estación con Bonafoux y con el maestro de


canto.

—¿Con el tenor?

—Sí.

—¿Aquel tipo moreno y charlatán era el tenor?

—Sí.

—Pues no me dijo nada Bonafoux.

—Es que Bonafoux no le puede ver ahora ni en pintura.

—Pues ¿por qué?

—Porque ha resultado que el tenorio es uno de los homosexuales más


conocidos de París. Bonafoux escribió uno o dos artículos elogiosos sobre él, y
ahora no quiere que le hablen del divo.

—¿Y es de los homologados, como se dice ahora?

—Completamente homologado. Ha sido la tante de una porción de golfos,


que hablan de él como de un tipo simpático y alegre.

—Y puede que sea verdad.


—Es un perfecto cínico. Un invertido de los más señalados de París.

—¿Y es vasco?

—No sé; pero ha vivido allí.

—El apellido no es vasco.

—Y el tipo, tampoco.

—¿Y canta bien?

—Así, medianamente.

—¿Y cómo ha llegado a tener fama de profesor y una casa, al parecer,


magnífica?

—Pero ¿usted no lo sabe?

—No.

—Pues éste se casó con una querida de don Carlos, a quien los liberales
llamaban Carlos Chapa.

—¿Y quién era ella?

—Creo que era una austríaca, antigua tiple.

—¿Y él sabía esto?

—Sí.

—Entonces es un sinvergüenza.

—Sí. Perfecto. Le llamó el Borbón y le expuso el caso con claridad. La tiple


tenía dinero, él le daría más y podrían poner entre los dos una academia de
canto.

—¿Y el hombre aceptó?

—Aceptó tranquilamente.

—Por eso comprendo la actitud de Bonafoux, que, a pesar de su


parisianismo y de su cinismo aparente, en el fondo es muy rígido.
Bonafoux contaba que en La Habana cantaban una copla sobre el general
Weyler, que decía así:

General de mi vida,

mi general,

como te llamas Ueiler

me hueiles mal.

Bonafoux se engañó con el tenorino, y, aunque por otros motivos, podía


decir del maestro de canto: «Me hueiles mal».
VII

EL CURA DE HAMBURGO

Hace ya quince o veinte años, mi amigo Paul Schmitz y yo salíamos de


Basilea y pasamos varios días en Hamburgo. Vimos lo que nos pareció
interesante en la ciudad y descansamos dos o tres veces en el café Alster
Pavillon, donde encontramos a algunos españoles. Uno de ellos vivía dando
lecciones de castellano.

Éste me dijeron luego que era cura. Se sentía judeófilo; al parecer, le habían
tratado mejor los judíos que los cristianos.

El ex cura y judeófilo me contó que hacía meses se le había presentado, en su


casa de Hamburgo, Casanella, el que mató al presidente Dato. El ex cura le
había protegido y proporcionado los papeles para dejar Alemania y entrar en
Rusia por Reval.

Yo siempre creía que el tal Casanella era un poco mítico; no digo que no
existiera un Casanella auténtico, pero no creo que tuviese las proporciones
rocambolescas que se le dieron por entonces, ni que fuera él el más importante
en el complot que costó la vida a Dato. En Barcelona se dijo que los dos
principales organizadores del complot contra Dato murieron en un encuentro
en la calle con la policía. A uno de ellos se le conocía como comisionista de
vinos.

Respecto a que el protegido por el ex cura fuese el verdadero Casanella,


cabía sus dudas, porque parece que a Rusia pasaron ocho o diez personas, y allí
pretendieron ser los auténticos Casanellas.

Dejamos Hamburgo mi amigo Paul Schmitz y yo; yo estuve una semana en


Dinamarca y volví a París.

Al llegar a París, fui a visitar a unos amigos aristócratas españoles.

No se encontraban en casa.

—El señor marqués no está —me dijo el criado—. La señora marquesa y su


hija han ido a misa, a la iglesia de la Magdalena.

Fui hacia allá, paseando, y subí las gradas del templo.

Al llegar, el público comenzaba a bajar la escalinata.


Encontré a la marquesa y a su hija; las saludé y me presentaron a la duquesa
de Dato.

Estaba hablando con aquellas damas, al pie de la escalera, cuando me dieron


una ligera palmada en el hombro. Me volví. Era el ex cura filosemita de
Hamburgo.

¡La hija de Dato y el protector de Casanella a pocos pasos! Esta idea me


confundió un tanto.

—¿Es de la familia de usted? —me preguntó el ex cura, refiriéndose a las


señoras.

—No, no. Apenas las conozco. Les tengo que dar un encargo. —Bueno. Me
marcho. Le dejo.

—Este señor, ¿es español? ¿Es amigo de usted? —me preguntó, a su vez, la
marquesa—. Parece que quería hablar con usted.

—No, no; de ninguna manera.

—¿Por qué?

—Ya se lo explicaré a usted.

Hubiera sido extraño que se hubieran reunido a comer, en la misma mesa, la


hija del presidente muerto y el protector de uno de sus asesinos. La vida da a
veces combinaciones raras.
VIII

SUGARRET

Sugarret era un hombre alto y barbudo, que vivía en un pueblo vasco-


francés de la frontera. Sugarret era un místico que tenía apariciones.

Sugarret puso una tiendecita en la cima del monte Larrún, donde vendía
estampitas y medallas, y en un caserío de Vera, que era suyo o estaba
administrado por él, colocó en un nicho de una esquina una imagen de la
Virgen de Lourdes.

Algunos decían que en su pueblo había tenido una tienda de comestibles,


con el título de Épicerie de la République, y en vista de que no tenía éxito, la
había llamado después Épicerie de la Vierge.

Así se juzgan las evoluciones espirituales por el vulgo.

Hace varios años, más de veinte, Sugarret estuvo en las fiestas de Vera. La
señora del doctor Juaristi, de Pamplona, que estaba pasando unos días en
nuestra casa, quiso que Sugarret hablara un poco de sus apariciones, y le invitó
a ello; pero el músico no quiso dar detalles de cosas tan serias entre la gente que
gritaba en el tiovivo y el sonido de la charanga.

Únicamente averiguamos que algunas voces misteriosas le hablaban a


Sugarret de distintas cuestiones, hasta de política; pero que le ponían plazos
para contar lo que le decían a la gente, plazos de dos o tres meses, un poco
como a los pagarés.

Una noche que Sugarret había entrado en una taberna de un francés, a la


que llamaban en el pueblo el Consulado de Francia, se intoxicó con exceso con
toda clase de alcoholes, y los jóvenes del barrio de Alzate, sin respeto a sus
fantasías místico-político-comerciales, le adornaron la barba patriarcal con una
orla de ajos y de cebollas.
IX

CHICHITO

Chichito, a quien vi luego en Madrid, estuvo en Vera, en mi casa, un día de


julio, con un acompañante que trascendía a Ribera de Curtidores.

Un error de psicología, ir a visitar a un escritor con el fin de engañarle,


porque el escritor, si tiene algo, es la intuición del tipo. Chichito fue con su
acompañante, al que llamaba su secretario. Daba la impresión todo aquello de
enredo y de estafa.

Habló, de una manera pedantesca, de unos planes fantásticos. Yo pensé:


«Este hombre es tonto, que no comprende que, por torpe que sea uno, ha tenido
que ver muchos tipos así».

Él tardó en darse cuenta de que no se le creía; pero, al último, sin duda, lo


comprendió y se fue.

Después, en el invierno siguiente, en El Libro Barato, librería de la calle


Ancha, apareció una tarde todo un tablero con cuatrocientos o quinientos libros,
encuadernados con buenas pastas. Se veía que no eran libros elegidos por algún
motivo, sino libros de mogollón, para llenar un armario.

—¿Y quién ha vendido estos libros? —le pregunté al encargado de la


librería, Cayo de Miguel, antiguo amigo mío.

—Pues un tipo que anda por ahí.

—Es una colección rara. ¿No se ha fijado usted?

—No.

—Pues parece una colección escogida por el tamaño de los libros, y no por
otra cosa.

—Yo no los he mirado uno a uno. Son libros corrientes, que se han
comprado baratos y que se venderán.

Una noche, que estaba en la misma librería con un amigo bibliófilo, se


presentó el vendedor de los libros. Era Chichito. Nos habló como si nos
conociera, y se las echó de hombre importante.
Yo intenté poner en guardia al amigo e insinuarle quién era el pájaro aquel;
pero como el amigo no se daba por enterado, me despedí y me fui.

Chichito era un farsante, sin gracia, amanerado y pomposo.

Si hubiera sido un pícaro con chispa, le hubiera oído con gusto.

Varios meses después, Chichito andaba con un álbum político, sacando


dinero de aquí y de allá.

Después preparó un robo por delegación, cosa rara y estrambótica.

El hombre no tenía, evidentemente, humor, pero sí audacia y decisión.

Solía visitar las casas como comisionista o agente de algo.

Conoció a una señora rica que vivía en la calle del Caballero de Gracia, y
para robarla se agenció un ladrón, como se puede agenciar uno un mozo de
cuerda, y lo buscó anunciándose en la cuarta plana de El Liberal. Era un
procedimiento verdaderamente extraño en los anales del robo.

Tiempo antes se había presentado Chichito en casa de la señora como agente


de negocios, y vio que tenía una gran carpeta con valores guardada en un
armario. Entonces necesitó un ladrón, como si esto fuera un género que se
pueda encontrar en el mercado, y tuvo la audacia de pedirlo en la cuarta plana
de un periódico, y lo encontró. Se ve que el mundo es todavía muy cándido. El
ladrón le hizo la faena, robó a la señora y fue tan ingenuo que le dio lo robado a
Chichito.

Cuando prendieron al inductor y al ladrón, los llevaron a la cárcel Modelo;


los periódicos publicaron la fotografía de Chichito, y él se las arregló para que
no fuera fácil que le reconocieran las personas que le habían visto en la calle.

El Chichito de la calle era atildado, emperifollado y un poco cursi, y el de la


cárcel, de aire fosco, despeinado, con las cejas fruncidas, sin afeitar y con el
cuello de la camisa abierto.

Probablemente se había retratado así con la intención deliberada de no


parecerse al hombre de la calle, y para que, si se publicaba su estampa en los
periódicos, no se le pudiera identificar con facilidad.

Este Chichito parece que tuvo gran predicamento en Barcelona durante la


revolución. Se dijo que había muerto, pero luego apareció en París, y se fue, por
lo que dijeron, a América, a chitear por allí.
Chichito era pequeño, grueso, petulante, con cierta elegancia de advenedizo;
usaba sortijas, polainas blancas y un secretario particular. Hablaba con
frecuencia de sociología y de política. Había viajado, según él, por el mundo
entero. Indudablemente, había estado en América, porque daba datos y noticias
que se pudieron comprobar.

Chichito tenía, según algunos, un libro en folio con recortes de periódicos


que hablaban de él, de sus discursos y conferencias. Estos recortes estaban
señalados con unas grandes flechas rojas y negras, que destacaban la
importancia de los artículos publicados en El Eco de Popocatepetl o en El Diario
del Pichincha. Todo en él eran artes de mangante.

Estaba preparando un álbum en honor de un político, con fotografías y


autógrafos. De él se contaban muchas cosas, fueran verdad o fueran mentira.

Por lo que aseguraban, Chichito estuvo durante su juventud de auxiliar de


un equilibrista llamado el padre Vidal, que durante algún tiempo tuvo una
especie de circo en un solar de la parte de la calle de Carretas, más arriba de la
antigua Casa de Correos, y delante del antiguo edificio del Banco de España. En
este solar, el padre Vidal, que era muy viejo, tenía como un gimnasio y un
museo anatómico. Por allí Chichito, que hacía de speaker, paseaba con un
uniforme y una gorrita con galones, y peroraba ante un público de paletos, de
chicos y de soldados. De entonces le debió de brotar su afición a la oratoria y a
la farsa, y, sin duda, se creyó un hombre convincente e insinuante.

Con la debilidad que ha habido siempre en España por la palabrería y por el


gesto, la gente creía en él.

El padre Vidal, además de su museo anatómico y de la oratoria de Chichito,


contaba con varios atractivos más. Uno de ellos era el hombre-museo, un pobre
viejo con todo el cuerpo tatuado con dibujos. El viejo solía estar sentado en una
barraca, con un gabán destrozado, y cuando entraba el público, el padre Vidal
le hacía levantarse, y para demostrar que el tatuaje no era pintado, sino grabado
en la piel, le echaba cubos de agua a la espalda para que se viese que allí no
había pintura y que los dibujos en la piel eran auténticos.

El pobre hombre sufría este baño desagradable siempre que había público.
Supongo que el desdichado moriría de una bronquitis.

Chichito solía andar por los dominios del padre Vidal con su gorra de visera
dando explicaciones pedantescas al público. El hombre se crecía al sentirse
orador.
Chichito usaba cuatro o cinco nombres, y poseía el arte de escabullirse.
Estuvo en la cárcel después del robo por delegación, y no se le pudo probar
nada. Unas veces decía que era gallego, otras que era catalán, otras americano.

Contaba anécdotas de falsificadores célebres, y cuando el juez le interrogaba,


decía que eran cuentos oídos por aquí y por allá.

Hizo una porción de chantajes y de falsificaciones.

Chichito, cuando la revolución, salió de la cárcel y se marchó a Barcelona,


donde no le conocían, y estuvo allí ejerciendo de terrible, dedicándose a la
oratoria revolucionaria.

Luego se fue a París, donde no podía tener público, y de aquí se marchó a


América.

Puede que, gracias a su palabrería, llegue a ser ministro o embajador de


alguna pequeña república americana.

¡Qué prestigio cómico este de la palabrería en España!

Como aditamento a lo contado por mí acerca de Chichito, copio esta carta


que me han enviado de Santiago, de Galicia, y que supongo que al que me ha
escrito no le parecerá mal que la publique.

«Santiago, 8 de enero de 1949

»Sr. D. Pío Baroja

»Muy señor mío:

»En el último libro de sus Memorias hay un artículo sobre Chichito, el


conocido estafador, cuyas peripecias en Madrid fueron muy conocidas antes de
la guerra.

»Yo he conocido bastante a don Eduardo —sus amigotes le llamaban así—, y


me parecen acertadas sus ideas sobre el citado personaje. Como usted dice bien,
Chichito tenía poco interés. Era un hombre hueco, fláccido, sin personalidad
acusada. En el fondo, creo que a los que sacaba más cuartos era a las carreristas
de la Gran Vía, a quienes observaba desde un bar llamado El Trasatlántico, que
después se llamó Anduriña. Este bar era de un catalán llamado Rofols, conocido
de Chichito, y después pasó a manos de un gallego, que le puso el nombre de
Anduriña. Debía de tener nostalgia de viajes.
»Chichito me dijo en una ocasión que había estado en el desastre de Annual,
el año 1921, y que escribió un libro sobre aquel triste episodio. El libro yo no lo
conozco. También me contó que fue gobernador de Córdoba o Sevilla. Esto ya
puede ser cierto, porque ha habido gobernadores de este país de la traza y
mañas de Chichito.

»Pero esto no tiene interés. Usted dice que Chichito, después de la guerra
española, se fue a París, y es cierto. Lo que no sé si usted sabe es que en París
obtuvo triunfos económicos considerables. Según mis noticias, se dedicó a
abastecer de mulas al ejército alemán de ocupación, y una de sus martingalas
era el trueque de mulas españolas por francesas, negocio que, en opinión de los
conocedores del asunto, tiene que ser copioso, ya que la mula francesa es
inferior en calidad y precio a la española.

»Claro que a lo mejor hay en todo esto algo de exageración; pero se puede
afirmar que se dedicó en Francia a la venta de mulas al ejército alemán. Después
de esto, hace ya cinco años, no he vuelto a saber nada de él.

»Y nada más. Esto es lo que quería comunicarle, por si no lo sabía y tiene


para usted algún interés.

»Le saluda muy cordialmente su seguro servidor,

»A.R.»
X

CASERO

Conocí al capitán Casero, pero no lo recuerdo bien; yo, por entonces, tenía
una idea bastante pobre de los republicanos españoles, principalmente de los
zorrillistas, que me parecían los menos inteligentes de todos.

Mi antipatía en republicanismo iba en este orden: primero, los zorrillistas;


luego, los salmeronianos, y después, los pimargallistas.

Casero era zorrillista partidario exaltado de don Manuel, que yo creo que
era como algunos de los extremeños de que habla Quevedo, cerrado de barba y
de mollera.

Recuerdo que estuve en algunos cafés del Barrio Latino, en donde, al


parecer, estuvo el capitán Casero, que por entonces tocaba la flauta en el Jardín
de París, que yo no sé dónde estaba.

«Pero ¿usted le ha visto a Casero?», me decía Bonafoux.

«No sé», pensaba yo; «pero no le recuerdo. No tengo seguridad de haberle


visto.»

Me decían que le había encontrado en el Café de Cluny y en la taberna de El


Panteón, pero no recordaba su figura.
XI

TIPOS DE LAS AFUERAS

En los distintos idiomas, los alrededores de una población tienen nombres


característicos, que indican un concepto de la ciudad y de las cercanías.

En latín, la zona próxima a la urbe se llamó suburbium, bajo de la ciudad o


ciudad baja (cercanías). Lo perteneciente al suburbio se denomina suburbano.
En cuestiones eclesiásticas, lo que dependía de la diócesis se conocía por
suburbicarius.

En francés, idioma formado en época feudal, para los alrededores de la


ciudad se emplea la palabra banlieue, que quiere decir la jurisdicción del ban, la
lengua de territorio que abarcaba el poder del señor y luego del municipio.

En las urbes españolas, que la mayoría han tenido poco espíritu ciudadano y
casi ninguno feudal, a los alrededores se los llama afueras, palabra que no tiene
ningún sentido jurídico ni histórico. Los literatos emplean la voz aledaño; pero
esta locución sabia, de origen latino, no la usa el pueblo, y tiene un aire un poco
pedante.

Afueras son lo que ya no es ciudad, aunque su extensión esté influida por


ella. Los madrileños de poco sentido ciudadano han empleado otra palabra
administrativa para sus alrededores: el extrarradio.

Las afueras de Madrid constituyen una serie de paisajes de lo más


característico de España. La zona del norte y oeste, con su muralla del
Guadarrama, es noble y majestuosa; la parte este y sur es el páramo castellano,
con unos cerros monótonos en el horizonte y el erial desolado, zarrapastroso y
triste.

Yo no conozco pueblos cuyas afueras den una sensación tan aguda, tan
trágica, tan angustiosa como esas zonas que se divisan de algunas rondas
meridionales madrileñas. El panorama de las Vistillas, el del paseo de Rosales,
el de los altos de la Moncloa, con la sierra enfrente, es magnífico; el que se
divisa desde el Retiro, por la parte que da hacia Atocha, y el del Campillo del
Gil Imón, es miserable. Al Manzanares le pasa como al paisaje madrileño: hacia
el norte, hacia los alrededores del puente de los Franceses, tiene aire goyesco y
velazqueño; en cambio, en las inmediaciones del Canal, es feo, trágico, siniestro,
maloliente; río negro que lleva detritos de alcantarillas, fetos y gatos muertos.
Elementos esenciales del paisaje de las afueras madrileñas son esos cerros
formados por arenas arcillosas, que deben de ser de una época diluvial, del
periodo pleistoceno.

Al extenderse la ciudad, estas arenas se cortan en desmontes, en los que se


abren solares. Dejan al descubierto en sus paredones hendiduras y cuevas, y en
el suelo, hondonadas, que en invierno, llenas de agua, forman charcos como
pequeñas lagunas.

Por encima de estos cerros arenosos corría en algunos sitios el Canalillo,


canal insignificante, en algunas partes romántico y en otras siniestro, que, al
anochecer, cuando reflejaba las nubes incendiadas del crepúsculo, parecía que
iba a mostrar, flotando sobre su cinta de agua, el cadáver de algún suicidado. Yo
dediqué al canalillo un romance, en las Canciones del suburbio, que comenzaba
así:

Este pequeño canal,

alejado y fugitivo,

que bordea en los suburbios

los huertos y los chamizos,

y que el pueblo de Madrid

denomina el Canalillo,

va trazando sus meandros,

sin ningún murmullo y ruido,

por los campos arenosos

y los dorados cerrillos.

Tiene el canal un encanto,

entre cordial y maligno,

como un sendero simbólico

de la vida y del destino.


Las afueras madrileñas no han producido gran curiosidad entre los
escritores españoles.

Galdós tiene alguna nota descriptiva de las afueras madrileñas en la novela


Misericordia; pero es la descripción del que se asoma a ver algo que no le
produce interés.

He leído esta novela hace poco, por el consejo de una señora, que me decía
que yo tenía una idea algo falsa de Galdós, y que debía leer, por lo menos, La
incógnita, Realidad y Misericordia. Leí los tres libros y no me produjeron gran
entusiasmo; me parecieron trabajo, si se quiere sabio, de taller, con un sabor de
época un tanto amanerado.

Por cierto que la señora entusiasta leyó de nuevo las tres novelas, y me
confesó que en la última lectura no le habían gustado tanto.

Las afueras de Madrid no han tenido escritor que las haya explorado y
descrito. Únicamente yo he intentado hacerlo en las novelas La busca, Mala
hierba y Aurora roja, novelas un tanto deshilvanadas, poco hábiles, pero que
tienen cierta autenticidad sentimental. La horda, de Blasco Ibáñez, pensada a
base de una idea falsa, es algo como imitación de estos libros míos, fabricada en
frío. Quiere ser un copo de lo pintoresco de los alrededores madrileños, pero
tiene el aire industrial y un tanto vulgar de casi todo lo escrito por el novelista
valenciano.

Durante mucho tiempo, por las mañanas, mi paseo favorito era ir a la calle
de Rosales, pasar por delante de la Moncloa, seguir por un camino en cuesta del
Instituto Rubio, entre eucaliptos, y, atravesando una tapia rota, salir a unos
cerros, a cuyo borde seguía una estrecha senda. Desde ella se divisaba la vista
espléndida del Guadarrama, con sus cimas azules y sus crestas nevadas, en
invierno. Por allí cerca había un hospital de infecciosos, con pabellones: el
Hospital del Cerro del Pimiento, nombre madrileño neto, típico, como de
pueblo enemigo de toda solemnidad.

Cruzando estos cerros, avanzaba yo hasta el romántico cementerio de San


Martín, con sus cipreses, y después volvía a mi calle.

Las afueras me preocupaban entonces mucho. Había por allí gente rara,
miserable, desharrapada; casuchas de lata y chozas de tierra; merenderos,
ventorros, casillas de Consumos; tipos degenerados, de aire mogoloide y una
vida oscura y misteriosa.

Los días de fiesta se veía que aún perduraban juegos que uno creía
olvidados. Mientras tocaban los organillos en los merenderos, los hombres se
dedicaban a la rana, a la rayuela y al chito; los muchachos daban saltos con una
pértiga por encima de una cuerda, y los golfos intentaban engañar a los
incautos con las chapas y el juego de las tres cartas. En los días de verano,
alguno levantaba una cometa; dos o tres veces vi el manteamiento del pelele,
como en uno de los tapices de Goya.

No era fácil hablar con aquella gente, porque el hombre de las afueras es
desconfiado y suspicaz; sin embargo, conocí a algunos.

Uno de éstos era un jorobadito, cazador de pájaros. Con su hermano y otro,


iban en cuadrilla por los alrededores. Uno llevaba un gran bulto, que era la red
arrollada a la espalda; el otro, las jaulas de los reclamos atadas con unas correas;
el tercero, una cazuela, una bota de vino y unas cuantas astillas para hacer
fuego. En medio del campo preparaban sus aparatos, y a cierta distancia de
ellos hacían la comida. El jorobadito era locuaz, y le gustaba hablar de las
costumbres de los jilgueros, de los verderones y de las urracas.
XII

JOAQUÍN, EL CARPINTERO

Otro conocido mío era Joaquín, el carpintero que trabajaba con frecuencia en
mi casa.

Joaquín vivía primero en la calle de Magallanes, antes que desaparecieran


los cementerios, próximos a la calle Ancha; la Patriarcal y el Cementerio General
del Norte. Luego, el carpintero fue a vivir más lejos, hacia los Cuatro Caminos.
Joaquín era un entusiasta de las afueras madrileñas. Joaquín había estado en
París tres o cuatro años, y había trabajado allí en la construcción de una plaza
de toros y creo que en un frontón para el empresario Berriatúa; pero las orillas
del Sena no le entusiasmaban; aquello no era lo suyo.

Joaquín me hablaba de los merenderos: de La Raza Latina, del de Canuto y


de los del Partidor; de la gente maleante del Ventorro del Cojo y del Ventorro
del Maroto; de los contrabandistas y consumeros. Me hablaba también del
campo del Tío Mereje. Yo, como de más edad que él, le explicaba las diversiones
de la Era del Mico, con sus columpios, tiovivos y trapecios, en la época en que
había todavía calesines.

Como el buen Joaquín tenía tanta curiosidad por la vida suburbana, le di


una novela mía, Aurora roja, y la leyó y la tomó como historia. Me decía, en
serio, que había conocido a los principales personajes de mi libro.

Cuando se deshizo el Cementerio General del Norte, Joaquín me invitó a


que fuera a verlo. No fui, y lo sentí después. Había estado enterrado allí don
Eugenio de Aviraneta. Al empezar a ocuparme de la vida del conspirador
pariente mío, el cementerio estaba destruido y los huesos aventados. Me
hubiera gustado tener en la mano la calavera de don Eugenio, y ver si era
braquicéfalo o dolicocéfalo.

A Joaquín le he hecho aparecer en mi novela Las noches del Buen Retiro.


XIII

EL TOPISTA Y EL POLICÍA

También creo que salía en mi libro Aurora roja otro tipo de las afueras, a
quien no conocí personalmente, y que me preocupó. Fue un cliente de un
médico amigo mío. El cliente del doctor era sencillamente un ladrón de casas,
de esos a los que en lenguaje policíaco llaman topistas. Este hombre vivía en un
hotelito de la Prosperidad, aislado, como en guardia. El topista se llamaba don
José. No salía apenas de casa. No hablaba con nadie. Solamente con el médico
amigo mío se franqueaba y expansionaba. Al parecer, era menudo, pequeño,
calvo, de aire amable. Tenía mujer y dos hijos, varón y hembra. Contaba con
alguna fortuna, no se sabe si producto del robo o de qué.

Por lo que me dijo el médico, este hombre no preparaba sus robos ni tenía
cómplices. Trabajaba solo. En sus buenos tiempos, una tarde de domingo se
decidía, vestía con cierta elegancia, tomaba una palanqueta y algún otro
artefacto; iba a un barrio lejano y llamaba en el timbre de los hoteles. Si no
respondían en alguno, se preparaba para el trabajo. Descerrajaba la puerta y se
metía dentro. Echaba después el cerrojo. Si le sorprendían, él mismo decía al
vecino alarmado que llamara a la policía, y se entregaba sin resistencia.

Por lo que le decía al médico amigo mío, no había emoción como la de robar.
Yo pasé varias veces por delante del hotelito del topista, pero no llegué a
conocerle.

Tenía curiosidad por el tipo, y le dije al doctor amigo:

—¿Quiere usted darme una tarjeta para ir a visitar a ese hombre?

—Sí, se la daré a usted; pero creo que no le recibirá. Es muy desconfiado, y


no sale de casa. Los hijos no le dejan ya dedicarse a sus aficiones.

Yo fui. La casa era un hotelito corriente; tenía una escalera para subir al
portal. Llamé, y una voz de mujer me dijo:

—El señor está enfermo, y los hijos han salido.

—¿Quiere usted darle una tarjeta?

—Bueno. Échela usted en ese buzón.

La eché y esperé. Al poco tiempo la voz de la mujer dijo:


—El señor está descansando ahora, porque no ha podido dormir esta noche.

Examiné la casa por fuera. Era de ladrillo, de tejado casi plano, con una
azotea. Tenía un portal pequeño, con un corredor con arcos, y en el fondo la
puerta, a la que se llegaba subiendo unos escalones. La puerta tenía una rejilla y
una hendidura de cobre, como de un buzón.

Otro tipo curioso del barrio era un policía destituido, que vivía en una
casucha pobre. Yo le conocía de la tertulia de un café.

Contaba unas anécdotas de gente miserable y de mala vida verdaderamente


horrorosas. Era un hombre flaco, apergaminado, afeitado, con la cara larga y
escuálida, los ojos sin expresión y los dientes de caballo.

Todos los días, que hiciera bueno o mal tiempo, el hombre marchaba al
centro de Madrid a pretender algo, a pedir algo. Mañana y tarde andaba por las
calles, con la cabeza baja y un paso de paralítico. Se paraba en los escaparates de
las tiendas, en los portales de las fotografías, y luego seguía su marcha, con su
aire triste y sus ojos apagados.

Yo pensaba, al verle, en el hombre de las multitudes de Edgar Poe. Esta


marcha constante, este andar horas y horas, al parecer sin objeto, me producían
horror.
XIV

LAS CÁRCELES FILANTRÓPICAS

En tiempo de la guerra pasada, leí, en París, en un periódico francés, una


explicación de los proyectos del ministro del Gobierno rojo, García Oliver, para
transformar los presidios y cárceles.

El ministro anarcosindicalista quería convertir las prisiones en edificios


higiénicos. Las celdas serían habitaciones cómodas, con cuarto de baño. Podrían
entrar en la cárcel a visitar a los distinguidos delincuentes sus amigos y sus
amigas; por la tarde y por la noche tendrían los presos funciones de teatro y de
cinematógrafo.

—¿Qué le parece a usted este proyecto? —me preguntaron.

—Me parece una estupidez.

—¿Por qué?

—Porque si esto fuera posible, para cualquiera sería mejor porvenir que
trabajar como un perro, pegarle una puñalada trapera al primero que se le
encontrase en la calle, y después ir a vivir a un gran hotel, gratis et amore.

Yo no creo que sea necesario el sadismo y la crueldad en una cárcel; pero sí


la indiferencia. No se puede hacer de un presidio una abadía de Thélème, como
la que soñó Rabelais, la cual tenía como lema: «Haz lo que te dé la gana», «Fay
ce que vouldras».

Como utopía contraria a la de García Oliver, hizo hace años Luis Taboada
otra, que, para mí, tenía mucha chispa.

Se había hablado en los periódicos de que se iban a implantar en los trenes


unos vagones de cuarta clase.

Como Taboada, y la mayoría del público, pensaba que los vagones de tercera
clase eran ya bastante malos e incómodos, el periodista festivo se puso a pensar
cómo sería la cuarta clase para hacer buena a la tercera, y una de las cosas que
suponía era que los viajeros tendrían que ir con la cabeza para abajo y con los
pies desnudos y en alto, a los que se dirigía una corriente de aire frío.

La cárcel de García Oliver sería un paraíso doblado en abadía de Thélème;


pero puede ser que las gentes allí cogidas salieran renegando, y de ellas
pudieran decir lo que decía una vieja señora de mi tiempo de algunas mujeres
muy consentidas:

Entre tres la tenían

y ella m…,

y aún no estaba contenta

la condenada.

No; la mayoría no pedimos esas gollerías. Que se viva en las cárceles


pobremente y sin comodidades, es lógico, porque preparar delicias para los
asesinos mientras la gente honrada tenga que vivir mal, es una estupidez.
SÉPTIMA PARTE

UN GRAN AVENTURERO VASCO MODERNO

Yo escribí un artículo contando las andanzas de Enrique Ibarreta con los


datos que encontré, y pocos meses después de coleccionarlo en un volumen,
titulado Siluetas románticas, recibí esta carta de Buenos Aires de su amigo y
colaborador Carmelo de Uriarte, que copio aquí:
II

«Buenos Aires, 30 de agosto de 1934

»Sr. D. Pío Baroja. Madrid

»Muy distinguido señor:

»No soy hombre que en la actualidad haga rico a los libreros; mis
ocupaciones no me dejan mucho tiempo para leer, y mi vista, ya muy cansada,
no me permite exigirle muchos esfuerzos más que lo hace mi trabajo diario;
pero, de todos modos, algo leo, y entre ese algo ocupan el primer puesto sus
libros.

»Es usted el vasco que más alto ha llegado en el mundo de las letras. Su
original estilo, los temas y la manera con que los trata, entrañan la más fiel y
hermosa representación del carácter vasco, y aunque yo, de igual manera que
otros muchos, he rodado un año y otro por el mundo, me siento a veces
inclinado a borrar del diccionario la palabra nacionalidad y considerarme
ciudadano de la gran República universal; quiera o no quiera, no puedo olvidar
que he nacido en aquella bendita tierra, y que de ella soy y seré siempre en
cuerpo y alma.

»Por eso leo sus libros con tanto placer como gratitud y admiraron; y si he
de ser completamente sincero, con la más íntima satisfacción de amor propio,
porque me parece que son algo mío. Al recibir su último libro, publicado por
Calpe, Siluetas románticas, he leído la relación que hace usted de la aventura de
Ibarreta, en la que también hace referencia a la parte que me tocó en el triste
epílogo.

»Muchas gracias, señor, en nombre de la memoria de mi pobre Enrique y en


el mío propio.

»La hazaña de Ibarreta ha sido consagrada por usted en forma digna de ella.
Le ha dado usted una celebridad que merecía, sin duda alguna; pero que por
circunstancias, que no son del caso, no había conseguido.

»La importancia del pensamiento de Enrique era muy grande. Su viaje


hubiera terminado como él proyectó; no sólo había resuelto un interesantísimo
problema científico, sino también otro político de la mayor trascendencia. La
salida de Bolivia al Atlántico. Puede darse por cierto que si hubiese triunfado en
su empeño, la actual guerra que desangra y arruina a Bolivia y al Paraguay no
se hubiese producido.
»Por lo que a mí respecta, no hice más que cumplir un deber elemental con
un amigo muy querido, que, por lo menos, habría hecho por mí otro tanto.

»Enrique era un hombre excepcional, cuya principal desgracia fue haber


nacido en una época en que el mundo había perdido toda su poesía. Ya no eran
posibles los grandes descubrimientos ni las grandes conquistas a base de valor
y de entusiasmo.

»Tres siglos antes, su nombre se habría colocado a la altura de Hernán


Cortés, Pizarro y otros locos por el estilo de ésos, que parece que han nacido con
la misión de demostrar con sus hechos que lo imposible es no sólo posible, sino
que casi podían realizarse a título de simple diversión.

»Cuando Enrique, después de recoger una herencia cuantiosa, se alistó


voluntariamente como soldado voluntario para la campaña de Cuba, fue
destinado a la división del general Lachambre, que era, por cierto, gran amigo
suyo.

»Como es natural, no se le consideró como uno de tantos soldados, y se le


concedió cierta libertad, que aprovechó para salir casi todas las noches del
campamento, solo o acompañado de su criado Martín, a buscar mambises por
las espesuras de la manigua. Para cualquiera esto era atrozmente peligroso;
pero Enrique era sordo como una piedra, conque calcule.

»Tuvo varios encuentros, de los que salió vivo, sin que nadie pueda
explicarse cómo, y como llegase la noticia de estas salidas a oídos de
Lachambre, le amonestó cariñosamente, haciéndole ver lo mucho que se
arriesgaba.

»“Ya sé”, le contestó Enrique, “la caza mayor tiene sus peligros, pero sin
ellos, maldita la gracia que tendría.”

»De Juan de Garay, el fundador de Buenos Aires, dijo Del Barco Centenera,
en su poema La Argentina: “Garay fue de prudencia siempre falto”

»La respuesta que Enrique dio a Lachambre revela bien claro que de él
podía decirse exactamente lo mismo.

»Y a esa falta de prudencia o exceso de confianza se debió, en gran parte, su


trágico fin.

»Los peones no le abandonaron. Fue él quien, al ver que las provisiones


escaseaban y que le era imposible pasar adelante con las chalanas, por la
vegetación del estero, los despachó con encargo de ir a la Asunción y volver con
víveres, y, sobre todo, con guadañas y otros útiles para abrirse paso entre la
vegetación parásita. Les dio un trazado del camino que deberían llevar, y que
no tenía pérdida, y les entregó casi todos los víveres que quedaban, y que eran
más que suficientes para llegar a la Asunción; pero cuando llegaron a la primera
estancia, que está a cuatro leguas de la Asunción, vieron tantas huellas de
haciendas, que creyeron que era una toldería muy grande, y cambiaron de
rumbo y anduvieron perdidos dos meses. Sólo dos, Leiva y salteño Giralde,
boliviano, llegaron a la Asunción; los otros murieron de hambre y de sed.

»Telegrafiaron de Buenos Aires, les hicimos venir, y entre un par de amigos


solamente, pues los demás, que antes se llenaban la boca llamándole así, se
hicieron el muerto en cuanto llegó el momento de hacer algo, conseguimos del
presidente de la República, general Roca, mandase las dos expediciones por
agua y tierra, que, desgraciadamente, fracasaron. En la primera, mandada por
el teniente de Marina Montero, se hizo cuanto humanamente era posible hacer;
la segunda, al mando del coronel Bauchard, se quedó en la mitad del camino,
pudiendo haber llegado a los esteros. Su jefe, una vez que le dijeron que
Ibarreta había sido asesinado, sin meterse en más averiguaciones, hizo una
atroz matanza de indios, y se volvió satisfecho con la idea de haberles castigado
cumplidamente. Es natural que el castigo no llegó a los asesinos de Ibarreta.

»Y llegó la muerte de éste. Habiendo quedado en el estero solamente con


Martín y un chiquito boliviano, que recogió en Crevaux, durante un tiempo
vivió en buena armonía con los indios de una tribu cercana, que le llevaban
víveres a cambio de diversos objetos que él les daba.

»En la descripción que hace usted de Enrique, por cuenta de su pariente


señor Goñi, y en la que el único dato que hay algo equivocado es el de la
estatura, pues no era muy alto, sino más bien mediano.

»Cuando ya no le quedaban más cosas para darles a los indios a cambio de


alimentos, éstos dejaron de llevárselos. Esperaron unos días, y tuvieron que
salir a cazar, y mataron un caballo, que era de los indios, lo salaron, y cuando ya
se les acabó esto también, mataron un perro de los indios.

»Pero el espíritu del hombre salvaje les azuzó la codicia y les hizo pensar en
las mil cosas tentadoras que tenían en las chalanas: instrumentos de precisión,
anteojos, teodolitos, armas, etcétera. Como él estaba acompañado por Martín y
el chiquitín, lo primero que procuraron los indios fue separarlos. Juntos Martín
y él, la empresa habría sido de no fácil realización.

»Una mañana se presentaron varios indios en el campamento en son de paz,


les dijeron que habían visto un ciervo, y le invitaron a acompañarlos con el rifle
para darle caza. Enrique les dio crédito, y mandó a Martín que fuera con ellos
armado.

»Marchó la partida, pero quedaron varios conversando con Enrique.


Cuando aquélla ya se hubo alejado bastante, uno de los indios procuró atraer la
atención de Enrique con una confidencia importante, que le obligó a mirarle
fijamente para entenderle, a causa de su sordera, y en tanto otro, que se le había
colocado a su espalda, le asestó un terrible golpe con una maza, que le destrozó
el parietal derecho, causándole la muerte instantánea.

»Enseguida mataron al pobre chiquito boliviano y se entregaron de lleno al


saqueo, quemando lo que no quisieron o no pudieron llevar.

»Martín, el criado, fue asesinado de igual manera, de un mazazo asestado


por detrás, mientras marchaba confiado en busca del ciervo.

»Yo pude conseguir que el mismo indio Juancito, jefe de la tribu, me


condujese al lugar que fue campamento de Enrique, donde estaban sus restos.
Allí, además de los huesos, que pude identificar perfectamente, sobre todo los
de Ibarreta, que tenían características inconfundibles: una muela empastada, el
desgaste de los dientes, porque la mandíbula inferior tenía sobre la superior el
hueso mentalis bastante pronunciado. Encontré y recogí trozos, medio
quemados, de un ejemplar de la Connaissance des temps, y también un
cuaderno, escrito con lápiz de su puño y letra, en el que había tomado los datos
relativos al relevamiento de Pilcomayo, y su diario de viaje. El fuego, que había
consumido más de la mitad de cada hoja, hizo que esos apuntes, del mayor
valor, sin duda, no pudieran ser aprovechados.

»Los restos de Ibarreta no quedaron en la Asunción. Los conduje, desde


luego, a Buenos Aires, juntamente con los de Martín y el chico, aunque en urnas
separadas. A los de Enrique, después de tenerlos un par de días en el Instituto
Geográfico, les di sepultura en el Cementerio del Norte, más conocido por la
Recoleta.

»Los otros fueron enterrados en el Cementerio del Oeste. La relación del


viaje de Enrique y de los míos fueron publicados, en parte, en El Correo
Español, de Buenos Aires, y en la pequeña revista semanal Miniaturas, y con
más extensión en un almanaque, también de Buenos Aires, del año 1900. La
Ilustración Artística, de Barcelona, y La Ilustración Española y Americana, de
Madrid, también publicaron relatos más o menos extensos. Yo no conservo
ninguna de esas publicaciones.
»Ahora usted ha consagrado, de una manera notable y definitiva, la gran
empresa de Enrique, y ha realzado en forma inmerecida mi proceder en esas
circunstancias. Le repito las gracias en nombre de aquél y en el mío propio.

»Creo innecesario decir a usted que estoy completamente a sus órdenes, y


que sería para mí un verdadero placer poderle ser útil en cualquier forma.

»Disponga, pues, de este su affmo. y agradecido admirador,

»C. de Uriarte

»S/c., Uruguay, 747».


PÍO BAROJA (San Sebastián, 28 de diciembre de 1872 - Madrid, 30 de
octubre de 1956). Novelista español, considerado por la crítica el novelista
español más importante del siglo XX. Nació en San Sebastián (País Vasco) y
estudió Medicina en Madrid, ciudad en la que vivió la mayor parte de su vida.
Su primera novela fue Vidas sombrías (1900), a la que siguió el mismo año La casa
de Aizgorri. Esta novela forma parte de la primera de las trilogías de Baroja,
«Tierra vasca», que también incluye El mayorazgo de Labraz (1903), una de sus
novelas más admiradas, y Zalacaín el aventurero (1909). Con Aventuras y
mixtificaciones de Silvestre Paradox (1901), inició la trilogía «La vida fantástica»,
expresión de su individualismo anarquista y su filosofía pesimista, integrada
además por Camino de perfección (1902) y Paradox Rey (1906). La obra por la que
se hizo más conocido fuera de España es la trilogía «La lucha por la vida», una
conmovedora descripción de los bajos fondos de Madrid, que forman La busca
(1904), La mala hierba (1904) y Aurora roja (1905). Realizó viajes por España, Italia,
Francia, Inglaterra, los Países Bajos y Suiza, y en 1911 publicó El árbol de la
ciencia, posiblemente su novela más perfecta. Entre 1913 y 1935 aparecieron los
22 volúmenes de una novela histórica, Memorias de un hombre de acción, basada
en el conspirador Eugenio de Aviraneta, uno de los antepasados del autor que
vivió en el País Vasco en la época de las Guerras carlistas. Ingresó en la Real
Academia Española en 1935, y pasó la Guerra Civil española en Francia, de
donde regresó en 1940. A su regreso, se instaló en Madrid, donde llevó una vida
alejada de cualquier actividad pública, hasta su muerte. Entre 1944 y 1948
aparecieron sus Memorias, subtituladas Desde la última vuelta del camino, de
máximo interés para el estudio de su vida y su obra. Baroja publicó en total más
de cien libros.

Usando elementos de la tradición de la novela picaresca, Baroja eligió como


protagonistas a marginados de la sociedad. Sus novelas están llenas de
incidentes y personajes muy bien trazados, y destacan por la fluidez de sus
diálogos y las descripciones impresionistas. Maestro del retrato realista, en
especial cuando se centra en su País Vasco natal, tiene un estilo abrupto, vivido
e impersonal, aunque se ha señalado que la aparente limitación de registros es
una consecuencia de su deseo de exactitud y sobriedad. Ha influido mucho en
los escritores españoles posteriores a él, como Camilo José Cela o Juan Benet, y
en muchos extranjeros entre los que destaca Ernest Hemingway.
Pío Baroja
Ilusión o realidad
Desde la última vuelta del camino - 5.1
PRIMERA PARTE

ILUSIÓN O REALIDAD

En 1913 fui yo a París con un médico amigo de Vera de Bidasoa, llamado


Rafael Larumbe.

Había estado antes cuatro o cinco veces en la ciudad del Sena. Fuimos los
dos a vivir a una calle próxima al bulevar Port-Royal.

Solía visitar con frecuencia a don Nicolás Estévanez, que era un hombre
corpulento de ojos azules, buena persona, pero muy fanático en política, de un
republicanismo intransigente.

Iba a verle después de comer, al Café de Flora, donde solían ir escritores,


entre ellos Remy de Gourmont, Marius André, Henri de Régnier, León Daudet
y varios otros que tomaban un aire de superioridad sobre los demás
extraordinario. Era un poco excesiva tanta petulancia. Aquel areópago no
funcionaba al aire libre como el de los griegos, sino en un salón lleno de humo
de tabaco.
I

LOS ESPIRITISTAS

La primera vez que estuve en París al final del siglo XIX, hice el viaje desde
San Sebastián con un amigo que se llamaba Campos.

En otra parte he contado el pequeño tropiezo que tuve con un gendarme en


la estación de Austerlitz, gendarme que pretendía curiosear el contenido de mi
maleta, por si en ella llevaba tabaco. Mi compañero Campos había olvidado en
la frontera devolverme la llave, y como se hubiese adelantado en el barullo de la
salida, tuve que dejar la maleta en el andén a los pies del guardia y correr para
alcanzar al amigo y pedirle la llave. Cuando, ya en posesión de ésta, volví para
abrir mi pequeño equipaje, el guardia no quiso molestarse en mirar de qué color
eran mis calcetines, lo cual me hizo seguir confirmándome en la estupidez de
tantas y tantas prevenciones fiscalesque sólo sirven para fastidiar a la gente y
hacer vivir a los holgazanes.

Al llegar a la capital francesa alquilé un cuarto barato en la calle de Flatters,


travesía pobre, bastante corta, situada entre la calle de Berthollet y el bulevar de
Port-Royal, en el distrito quinto. La callejuela formaba una especie de codo, en
el que resonaban los trompetazos bélicos de un cuartel próximo. Apenas si
tendría entonces la calle de Flatters ochenta metros de longitud.

La dueña de la casa, Marina de nombre, era una mujer gruesa, rubia, no


recuerdo si su rubicundez era natural o teñida; tenía un cuerpo de líneas
bastante desarrolladas. Como estábamos en pleno verano y hacía bastante calor,
mi patrona solía andar por su casa medio desnuda. A mí no me producían
ningún efecto agradable las abundancias adiposas de aquella mujer
despechugada, que pesaría más de ochenta kilos. Resultaban demasiados kilos
para un hombre como yo, que en su juventud no pasaría de los cincuenta y
tantos, más bien menos que más.

De todas maneras, como aquel saco de carne al parecer era buena persona,
pronto entablamos charlas y nos hicimos nuestras confidencias, más o menos
atrevidas, que a mí me sirvieron para irme soltando en el francés, con el que en
España me había familiarizado leyendo muchas novelas en este idioma.

No tardó mucho Marina «la hôtesse» en sus conversaciones en mostrar su


gran afición al misterio, estimulada por la frecuente lectura de folletines. Sin
duda, como consecuencia de esas aficiones, pensaba que en París todavía
existían tipos misteriosos como los de las novelas de Alejandro Dumas, Eugenio
Sue, Xavier de Montepin y Ponson de Terrail.
Tenía mi patrona la gorda fe en la influencia de los amuletos, creía en toda
clase de presagios y supersticiones y se hacía la ilusión de que alguna vez
podría llegar a ser rica, e incluso a encontrar de la noche a la mañana, como por
arte de birlibirloque, un hombre ardoroso, capaz de encender en ella el fuego
devorador de la pasión que fundiera los ochenta kilos mediante el empleo de
combinaciones mágicas, usando para ello y con acierto las recetas de algunos
libros cabalísticos.

Generalmente yo me pasaba la mayor parte del tiempo recorriendo las


orillas del Sena, curioseando los tenderetes de los bouquinistes, donde iba
adquiriendo algunos libros capaces de despertar mi curiosidad de lector y,
aunque no todos esos libros que llevaba a casa fueran del gusto de la robusta
patrona, el hecho de que le prestase algunas novelas, y hasta algunos tratados
de brujería, sirvió para que pronto me considerase como persona entendida en
ciencias ocultas.

Así fue que un día, entrando en mi cuarto, me sorprendió hojeando un


volumen encuadernado en pergamino, adquirido aquella misma mañana por
pocos francos. La patrona me informó de que pensaba ir, anochecido, a
presenciar una sesión de espiritismo, que se iba a celebrar en un hotelucho del
bulevar Batignolles, y me preguntó si no querría ir con ella.

Yo, movido por la curiosidad, acepté la invitación. La patrona me dejó solo


enfrascado en mi lectura, y horas después, cuando la luz del sol se iba
amortiguando, vino en mi busca. Se había puesto sus mejores galas,
encarcelando sus carnes abundantes, y al verla entrar en mi cuarto comprendí
que debía abandonar mi lectura para encaminarme con ella al antro del
misterio.

Yo no conocía bien de París más que una zona pequeña y por eso no me es
fácil precisar cuál fue el itinerario que seguimos. Sólo recuerdo que tardamos
bastante en llegar a una calle estrecha y oscura, y que una vez allí nos
detuvimos ante una casa de aspecto viejo y pobre, con las ventanas y
contraventanas cerradas.

Penetramos en un zaguán poco alumbrado y comenzamos a subir una


escalera estrecha, de peldaños con los bordes de madera desgastados. Subimos
hasta alcanzar el piso tercero o cuarto.

La patrona se mostraba un tanto nerviosa y excitada, se la veía respirar con


cierta dificultad, cosa más que natural dado su peso y que habíamos venido por
las calles a buena marcha. En cuanto a mí, yo me sentía algo pesaroso de haber
aceptado el ser su acompañante, yéndome a meter en un sitio que podía ser
peligroso.

Recuerdo que nos abrió la puerta del piso una vieja con gafas, de aspecto
sarcástico y doctoral, a la que mi patrona saludó con gran respeto, y que, al
descubrir que no llegaba sola, al darse cuenta de mi presencia inesperada, creí
notar en su rostro la impresión de manifiesta desconfianza. Esta misma vieja
nos introdujo en un cuarto en el que habría una docena de personas, entre
hombres y mujeres, todos ellos sentados en un círculo en torno a una mesa.

La mayoría de aquella gente tenía un aire suspicaz. Se destacaban por una


unanimidad de aspecto raro, todos ellos parecían de poco fiar. Las mujeres, casi
todas viejas, caricaturescas, mal pergeñadas, se hablaban en voz baja. Los
hombres se revelaban como individuos venidos a menos por un motivo o por
otro. Entre ellos, al aparecer nosotros, se destacó uno que, según dijo mi patrona
después, había sido seminarista, el cual nos indicó que ya no esperaban más y
que iba a comenzar la sesión.

Antes de sentarnos, el ex seminarista cambió conmigo algunas palabras,


después de haberme presentado a él mi patrona, y recuerdo que a poco de
comenzar su conversación, me manifestó que, con el tiempo, todas las religiones
se fundirían en el espiritismo. Yo no le dije nada, pero comprendí que aquella
convicción no se la habrían enseñado en San Sulpicio.

Nos sentamos, por fin, en torno al velador, con las manos extendidas, los
pulgares juntos y los meñiques tocando los dedos del vecino o vecina, yo al lado
de mi exuberante patrona. Se invocó a un espíritu, al que la misma quería
preguntar algunas cosas. A poco el velador comenzó a moverse, lo cual no me
sorprendió.

Para mí resultaba claro que el movimiento del velador provenía de los


empujones que le daban algunos de los asistentes.

Pero esto, que saltaba a la vista, no se podía decir. A pesar de los


movimientos, la comunicación con el espíritu resultaba completamente ridícula.
Ni una vez siquiera respondía con sentido a lo que con tanta ansiedad se le
preguntaba. Cualquiera hubiera pensado que la mesa pretendía burlarse de su
interrogador. Dejaba muy atrás, en cuanto a incoherencia de las respuestas, al
famoso método de Ahm.

Por fin, el ex seminarista, con aire de sabio, dijo que la incongruencia de las
respuestas era debida a que, indudablemente, entre los concurrentes había
algún incrédulo; y al decir esto, se me quedó mirando con un aire avieso, en
vista de lo cual se decidió dar por terminada la sesión en el mismo momento en
que entraba un nuevo personaje, al que todos saludaron. A mí me lo
presentaron con el nombre de Gastón de Valois, y cuando supo que yo era
español, se felicitó mucho de ello y comenzó a tratarme con una gran
familiaridad.

La tónica del público convocado por la curiosidad de la sesión espiritista era


rara. Las mujeres, un poco zarrapastrosas, tenían un aire brutal, y los labios de
algunas de ellas parecían plegarse con una sonrisa de burla.

En la sesión espiritista se vio claramente que todo aquello era una broma sin
gracia. Había un tipo mal encarado que achacaba el que los espíritus no
respondiesen bien a que se mostraba demasiada impaciencia.

Había también una estatua que, al parecer, servía para lo que llaman el
envoütement o maleficio. Era una estatua de yeso, probablemente adquirida en
algún tenderete o prendería del pintoresco Mercado de las Pulgas. La habían
pintado de negro, con objeto de cubrir la materia de que estaba formada, pero
no con tanto esmero que no descubriese en algunos sitios el color del yeso y del
barro. A mí me pareció que todo aquello no tenía nada de particular, pero los
demás ponían cierto interés en darle importancia. No se habría hecho más,
según ellos, si la hubiese modelado Miguel Ángel o el Donatello.
II

VANIDAD CÓMICA

Al terminar la tenida se acercó a mi patrona y a mí el joven Gastón de Valois.


Dijo este joven, que presumía de aristócrata, que las bromas intempestivas
habían producido que los espíritus no quisieran comunicarse con las personas.
Después el joven Gastón añadió que era de la familia real vasco-francesa. Todo
debía de ser mentira. Vivía en un cuarto alquilado en una calle próxima al
cementerio del Père-Lachaise. Gastaba muy poco, y sus principales gastos eran
los del lujo. Un conocido suyo habló en broma del supuesto Valois y de sus
costumbres caseras.

Se hacía él mismo la comida en un infiernillo eléctrico, y cuando descubría


algún siete en su ropa, él mismo se lo zurcía, así como la camisa, los calcetines y
los calzoncillos. Todo en él era querer lucir y darse tono. Al parecer, solía
frecuentar, de tiempo en tiempo, algunas casas aristocráticas, en las que
presumía de rico y de aristócrata.

No le gustaba aparecer en sitios donde se reunieran españoles emigrados,


porque de hacerlo, pronto se hubiera puesto en claro su situación misteriosa y
su carencia de medios económicos. Así, envuelto en la oscuridad, podía seguir
dando la tostada y pasando por un hombre de medios regulares y poseedor de
una renta mediana.

Las visitas a la gente distinguida, las alternaba con los paseos por el
cementerio del Père-Lachaise y con las reuniones espiritistas, como aquella en la
que lo habíamos conocido, reuniones a las cuales le gustaba asistir.

La mayoría de sus medios de vida los empleaba sobre todo en vestirse bien
y en ir a reuniones elegantes, a las que acudían gran número de homosexuales.

Con algunos conocidos era francamente cínico, con otros solía reportarse y
cumplir todo el protocolo social amable y de buen gusto.

Según me dijo un amigo suyo, tenía en su casa una estatuita, atravesada por
una espada como de juguete. No sé qué quería decir eso, pero todo hacía pensar
que se trataba de alguna superstición antigua o moderna.

Era un tipo el Valois un poco misterioso, fuera porque se sentiría así de


verdad o porque le gustara hacerse el interesante.

Gastón era en el fondo un cómico, que deseaba aparecer como un


aristócrata, fino e interesante, en el pequeño mundo suyo. Se pasaba el tiempo
pensando en el efecto que podría producir en los demás, cuando salía a tomar
un coche o recibía a alguno en el saloncito de su casa, sobre cuyas paredes
colgaba retratos de marquesas y condesas comprados en alguna feria, a los
cuales ponía una dedicatoria afectuosa, dirigida a él.

Después oí decir a algunos que el nombre que se daba era una superchería,
que no se llamaba así. El De Valois tenía una especie de criado o de secretario.

En la casa del supuesto Valois balzaquiano, el criado o lo que fuera tenía un


aire de Vautrin. Yendo a casa de Valois, se notaba que allí había un ambiente
raro. Patrón y criado daban la impresión de que tanto el uno como el otro
representaban una comedia. Ahora ¿para qué, con qué objeto? Eso no lo
sabíamos, pero todo daba a entender que algo había en la casa que no era claro.

Valois, que se las echaba de fino, había inventado para su uso una
genealogía fantástica. Era pariente de Cario Magno, pero éste era de los menos
próximos a él, porque por otro conducto era sobrino de Diocleciano, de Nerón y
de Marco Aurelio. No se comprendía si estaba un poco perturbado o hablaba en
serio, quizás él mismo no lo sabía.

Estuvo en la librería de viejo de la Rue de Seine, regentada por una señora.


En la tienda había montones de estampas que en diez o doce años se vendieron
y desaparecieron.

Solía ir Valois con mucha frecuencia a esa librería, que tenía muchas
estampas, donde aparecía Anatole France y toda la gente de la tienda se
deshacía en elogios y en saludos. A mí no me pareció un tipo simpático, el
France. Era un hombre muy alto, con una cabeza periforme y una petulancia
extraordinaria.

Yo solía, al llegar a la casa de la calle de Flatters, pasar algunas horas


leyendo libros comprados en los muelles del Sena. Por entonces leía unos versos
de Laforgue, entre ellos la Complainte sur certains ennuis:

Un couchant des Cosmogonies!

Ah! que la vie est quotidienne…

Et, du plus vrai qu’on se souvienne,

Comme on fut piètre et sans génie.

Valois y su criado, en casa, se hablaban de tú, sin perjuicio de que,


encontrándose entre la gente, le llamase «el señor». El criado se apellidaba
sencillamente Fernández, pero cuando hacía de caballero se llamaba Donoso.
Algunas personas que conocían de cerca al secretario lo tenían por un tipo de
sainete, cínico y capaz de todo, lo cual a él le importaba muy poco.

Este Fernández, o Donoso, tocaba la guitarra y cantaba con frecuencia:

Puerto de Santa María,

No te volveré a ver más,

yo que tanto te quería.


III

HAMBRE

Cuando salimos del antro espiritista, Valois se empeñó en acompañarnos a


mi patrona y a mí. Noté que a ella le hacía ilusión encontrarse de repente entre
dos hombres, un español como yo de pocos medios y un supuesto aristócrata
que tampoco tenía dos reales. La patrona volvió sumamente alegre a la casa,
aunque la sesión en que había puesto esperanzas hubiese resultado fallida, una
verdadera birria.

Tenía yo un poco de apuro cuando llegamos a casa, pensando en que no


podríamos evitar la invitación de subir a aquel señor, al parecer distinguido, a
conocer los dominios por donde Madame Mariana solía pasearse, de ordinario,
en paños menores. Pero el descendiente de los reyes de Navarra subió con
nosotros y, al poco tiempo de llegar, se hallaba sentado en un comedor que yo
apenas conocía, despachando una cena que mi patrona Mariana improvisó, y
que, a juzgar por la forma como la devoraba, debía parecer opípara al Valois. La
conversación de aquel hombre era, sin duda, la más apropiada para cosquillear
en los oídos de mi patrona. Tenía el tal una erudición fantástica en materia de
ocultismo, e insensiblemente el tiempo se fue deslizando por sus carriles, dando
ocasión a que sonasen las altas horas de la madrugada antes de que se
marchara.

Los días siguientes vi con gran sorpresa que el señor De Valois seguía
apareciendo por el piso de la calle de Flatters, que me tomaba a mí como
pretexto para llamar a nuestra puerta; pero que, al fin, lo que buscaba era que la
patrona, siempre tan amable, le invitara a algo. Él hacía grandes elogios de sus
condiciones de ménagère, y comenzaba con tal motivo una larga disertación
sobre los libros de Pierre de Lancre o sobre las virtudes de la cábala.

Poco a poco se hizo el hombre indispensable en la casa, y trajo consigo a un


pintor muy listo, entusiasta de El Bosco y de Patinir. Yo comprendía que no se
podía volver a eso. Era algo imposible. Habría sido como volver en la vida a
una época de inocencia, de simpatía y de imaginación. Con este pintor yo solía
hablar bastante, mientras el aristócrata Valois charlaba aparte con madama
Mariana, la mujer de los ochenta kilos, cada vez más interesada por las cosas
que él le decía.

Gastón cultivaba todo lo que podía dar brillo.

Por qué Valois se marchó de España a Francia y qué hacía en Madrid antes
de ese viaje, no lo supimos.
Había escrito en algunos periódicos y se había distinguido por sus ideas
reaccionarias. No era posible que se estableciera en la ciudad universitaria,
porque había en la casa refugiados republicanos y socialistas.
IV

A final del siglo XIX fui yo a París a pasar una temporada, con la idea de
echar un vistazo por los muelles del Sena y comprar en los tenderetes de los
bouquinistes algunos libros que me pareciesen interesantes. Solía comer en los
restaurantes baratos. Mi cartera estaba bastante exhausta. En uno de esos
restaurantes conocí a un señor que me dijo que era espiritista, y que debía ir a
cierta casa que él me llevaría, próxima al parque de Montsouris, donde se
celebraban sesiones muy curiosas de espiritismo.

Yo era entonces un hombre flaco y huesudo, con poco dinero. Después he


logrado tener algo más de carne, lo bastante para cubrir mis huesos, y también
he conseguido poder manejar algún dinero, aunque no mucho.

El sitio de aquellas sesiones estaba bastante lejos. Fui allá con mi patrona,
que se sentó al lado de un señor bien vestido, y yo tenía a mi izquierda a una
mallorquina que hablaba el francés muy mal, como yo, y decidimos que ella se
explicase en mallorquín, porque era posible que de ese modo la entendiese con
más facilidad que si empleaba la lengua de Moliere.

El público era de gente extraña que vivía sin saber de qué.

Uno, en vez de una alcoba, tenía un armario y se metía dentro de él y allí


dormía.

Muchos de ellos, que habían vivido siempre mal, se encontraban mejor en el


extranjero.

Después de la reunión espiritista de la casa del bulevar de Batignolles, se


presentó el presunto Valois donde yo vivía, a pedirme dinero. Yo le mandé a
paseo.

—Si usted no tiene dinero, yo tampoco. A mí me tiene sin cuidado —le dije.
V

Al parecer, el falso Valois, después de acomodarse en la calle de Flatters,


siguió cultivando los misterios espiritistas. Alguna vez le veía y se me acercaba.
Por este tiempo parecía tener la manía de hablar de la Empusa.

Valois vivió feliz, pudiendo comer todos los días, durante algunos años, y
contando todas las mentiras posibles. Su viuda inconsolable abandonó las
toilettes y se dedicó a celebrar con él grandes conversaciones, mediante el
velador que había sido causante de su conocimiento y celestina de su boda. Así,
aquellas fantasías sirvieron para satisfacer los anhelos del misterio y el
romanticismo exacerbado de mi patrona, y para equilibrar un poco la vida de
nuestro amigo, el descendiente de los reyes de Navarra.

—¿Usted cree que el espiritismo es algo? —me preguntó una vez el pintor.

—Yo creo que sí. Es una palabra como otra cualquiera, sirve para sacar unos
cuartos, ya es algo.

—Entonces, ¿cómo se comprende que gente culta haya llegado a pensar que
podía tener alguna importancia?

—La cultura no es una cosa sola, sino que hay muchas. Yo creo que puede
comprenderse por la tontería humana, unida quizás a la necesidad de mucha
gente de suponer el mundo lleno de cosas extrañas, lo que, claro es, hace la vida
más interesante y pintoresca que creyendo lo que cree todo el mundo. El
hombre normal piensa, siempre que pone su recuerdo en una persona querida
que ha muerto: «Se fue ya y no lo volveré a ver…». Eso, naturalmente, no es
cosa alegre.

En cambio, la idea de que el espíritu de un hombre muerto puede


manifestarse dando golpes en el suelo con las patas de un velador, es una idea
grotesca, pero puede dar ilusiones a gente sencilla, sin ninguna cultura, capaz
de creer y de tomarlo como una cosa seria. La más elemental malicia debería
hacer pensar: se escoge un velador por ser un artefacto que se mueve con
facilidad, se sientan a su alrededor varias personas, y basta que una sin querer,
o queriendo, tropiece con él, para que el velador se mueva. Ahora, explicar que
tantos golpes quiera decir esto o lo otro, es el colmo del absurdo, la más
absurda superchería. Y la interpretación de ese sistema Morse de los espíritus,
esas telegrafías desde el otro mundo, se ha creído hasta por hombres de algún
talento.

En suma, lo más lógico es creer que no es nada, simplemente una invención


pintoresca, que no puede ofrecer un solo hecho comprobado.
Fue una mixtificación que se extendió por todo el mundo. Era raro el que
hombres de ciencia y de prestigio tomaran en serio tan ridícula patraña,
recibiéndola y acogiéndola como una verdad palmaria. Claro que hubo los que
no quisieron admitir la broma, y creyeron siempre que se trataba de una
mixtificación urdida por unos cucos que perseguían un turbio e inconfesable
interés. La idea del espiritismo tuvo tanto éxito, se aceptó con tanto entusiasmo,
que algunos supuestos médiums, como Eusepia Paladino, alcanzaron una
celebridad mundial.

El espiritismo del siglo XIX fue una locura religiosa, como el anarquismo en
la política. También éste es cosa muy eficaz, como un panecillo tostado y untado
con una grasa sustanciosa.

Las teorías espiritistas se han venido abajo hace ya muchísimos años, y


nadie ya las toma en cuenta. De todos modos, resulta curioso ver cómo todavía
vive una mixtificación que lleva de existencia más de un siglo, aunque cada vez
más oscuramente.

No hay como las tonterías para conquistar a un público. Se dice que un


microbio produce una enfermedad, como el tifus o el cólera, y la gente al
principio se niega a creerlo, piensa que quieren engañarla. Pero se dice que una
mesa da saltos en el aire para expresar las opiniones de una persona a la que se
vio morir, y esto ya les parece a algunos mucho más sensato.

¿Cómo se puede creer que las leyes conocidas por el hombre, como la ley de
la gravedad y otras parecidas, son falsas? Es absurdo creerlo.

Había hace años en París muchas adivinadoras, que tenían un cuarto


elegante y sabían por medio de las cartas de la baraja el destino que iba a tener
el que iba a consultarlas. No sólo convencían, sino que se hacían pagar
espléndidamente, más o menos, según los posibles del consultante. Había gente
que creía en esas pitonisas, porque eran mujeres listas, que habían afinado sus
condiciones de intuición y de malicia, y entre el público parisiense se conocía
gente que hablaba de esas adivinadoras, y aseguraba que a él o a otro, según los
casos, les habían adivinado el porvenir e indicado el procedimiento para vencer
todas las dificultades.

La gente lo creía y lo creía de buena fe. Una señora vieja y pedante de las
que asistían a las misas negras aseguraba que tuvo el don de adivinar, sobre
todo cuando caía en trance.
VI

LA EMPUSA

La Empusa es un terrible espectro que Hécate hacía ver a los condenados en


el Tártaro, que era el infierno.

Muchos historiadores intentan probar que el Diablo aparece en todas partes


y que suele mostrarse con más frecuencia precisamente en dos días de la
semana, el viernes y el sábado, bajo la forma de una mujer llamada Empusa. La
palabra griega parece que quiere decir «fantasma». La Empusa no tiene pies,
mas tiene alas y cabeza de dragón.

El Diablo se divierte mucho en bromear. Se lleva a los demoníacos con él y


les hace cosquillas en la planta de los pies. Algunos autores han sostenido la
tesis de que hay diablos buenos, pero esos autores suponen que no hay más que
unos dos mil, que viven en el aire y se ocupan de las necesidades de los
hombres.

Hay también demonios terrestres que se conocen con el nombre de gnomos,


los cuales son embusteros y caprichosos, se enamoran de las mujeres y
custodian los tesoros. Los silfos están compuestos de partículas de aire,
disfrutan de libertad y suelen consumir el tiempo de que disponen en perseguir
a los demonios. Las ninfas y las ondinas están compuestas de la parte más
delicada del agua, y a veces se dejan ver y hablan con las personas. Las
salamandras están compuestas de las partes más sutiles del fuego universal, y
habitan en el aire. Las hadas son inmortales. Danzan a la luz de la luna, tienen
relaciones con los druidas y asisten al nacimiento de los príncipes para hacerles
algún regalo.

Los ogros todavía viven en sus lugares tenebrosos. Les gusta comer la carne
fresca de los niños, y hay algunos que gozan de ciertos privilegios, como el que
se calzaba con las botas de siete leguas, que aparece en un cuento de Perrault.

Es un error grande el pensar que en el sábado demoníaco todo se hacía sin


orden y de una manera precipitada. No hay tal cosa. Satanás es ordenancista,
tiene buen cuidado de nombrar maestro del sábado, y esgrime un bastón de
mando. Cuando llega el final de la junta, devuelve el bastón al jefe, y después
va marcando a los niños y a las niñas en el ojo izquierdo.

El diablo da a cada brujo o bruja un nombre de guerra para distinguirlo.

VII
Todas estas noticias las hallé yo en un manuscrito que compré en la Feria del
Libro de Atocha hace veinte años, y me costó dos o tres pesetas. Luego vi que
todo ello estaba copiado de los libros de Pierre de Lancre, magistrado de
Burdeos, hombre bastante torpe de cabeza, que fue juez de la brujería del país
de Labourd, en Francia, y se mostró excesivamente bruto con unas gentes
medio locas.

De los tres libros que ese magistrado francés publicó, uno se titula Tableau de
l’inconstance des mauvais anges et démons (París, 1612), el otro, L’Incrédulité et
mescréance du sortilége pleinement convaincue (París, 1622), y un tercero, Le Sabbat.
Los adquirí en París hace muchos años, por diez o doce francos cada uno. Hoy
se cotizan en precios muy altos.

En el mes de mayo de 1609, Enrique IV de Francia dio la comisión a Pierre


de Lancre, consejero en el Parlamento de Burdeos, y al presidente D’Espagnet,
de limpiar de brujos el país de Labourd. La verdad es que no se comprende que
Enrique IV, que al parecer era hombre inteligente y poco cruel, diera ese
encargo a unos tipos fanáticos, pedantes y ridículos.

En las sesiones del sábado, en el Labourd, los brujos se decían en castellano:

—Alegrémonos, alegrémonos, que a éste ya tenemos.

Los detalles de las Empusas no me produjeron más que risas. Yo no veía en


esas empusas gran diferencia con los espectros enviados por Hécate, y atacaban
sobre todo a los viajeros. Eran como vampiros femeninos que sorbían la sangre
de la gente sin fe. Podían cambiar de forma cuando querían. Al parecer, era un
avatar de Hécate en los dominios siniestros de Plutón.

La Empusa era una individualidad antropófaga, que tenía la condición de


variar hasta el infinito de forma ante las personas bajo las cuales se presentaba.

El pueblo antiguo aseguraba que esta divinidad aparecía con frecuencia con
un pie de acero y el otro formado con excrementos de asno.

Los insultos terribles hacían huir a la Empusa, que daba gritos estridentes al
alejarse por el aire.

Aristófanes le da el apodo de Onoscelis.

VIII

En París la magia subsiste aún, no sólo en el espiritismo, sino aparte de él.


Yo creía que esto había desaparecido, pero al parecer quedan aún brujos.
Estos brujos no se dedican, como otros, a las musas que brincan y se explican
con los pies; no, los magos éstos son individualistas y solitarios y aclaran, al
parecer, las dudas, indicando dónde hay una zona de misterio. Tampoco estos
ciudadanos son demoníacos. De lo que blasonan es de tener una sensibilidad
especial, y por lo que he oído, ha habido algunos de estos ciudadanos que se
han hecho ricos, y también han llegado a hacer curas extrañas.

Yo no sé si estas mistificaciones y adivinaciones procuran tener personas


muy enteradas de la vida de unos y de otros.

La dueña de la casa me quiso vender un anillo de cobre por poco dinero;


pero yo le dije que no era aficionado a lucir preseas en los dedos, ni tampoco
ponía confianza ninguna en que aquello sirviese para algo.

Unos días después me enviaron un libro, ya viejo, para que lo comprara. Le


dije al empleado de la librería que viniera seis días después, y cuando vino se lo
devolví. Se trataba de una obra publicada en 1853, de Alian Kardec, que, según
parece, se llamaba Hipólito Rivail, que parece haber sido quien fundó la
filosofía espiritista, filosofía que, todo lo más que es, es un cuento para porteras.

El señor Valois me prestó uno de los libros más interesantes que se han
escrito sobre la brujería. Se titula Historia de la Magia en Francia, desde el comienzo
de la Monarquía hasta nuestros días, por Jorge Garinet, publicado en París el año
1818. El libro está muy bien, resulta muy claro, muy imparcial y muy
sintetizado.

Hay otro libro, el Diccionario Infernal, de Collin de Plancy. El de Garinet


parece que tiene una documentación muy completa. No creo que en ningún
otro país de Europa o de América se pueda hallar una documentación así.

Bacon afirmó que al hombre le gusta más creer que examinar: «Naturae
intellectus magis ojficitur affirmativis quam negativis et privativis».

¡Qué medio para comunicar el pensamiento, hacer que razonen las patas de
un velador! ¡Qué extraño, también, que todas las partes de la mesa opinen igual,
al mismo tiempo, y que no haya entre ellas ninguna discrepancia!

En otras investigaciones, que tienen algo de observación, hay un fondo de


verdad; en la grafología, en la craneocospia, etcétera. No se puede confundir
esto con teorías falsas que no tienen ni un hecho comprobable. Cuando me
hablaban de espiritismo, yo canturreaba esta copla de los Ratas de La Gran Vía:

No hay portamonedas
que seguro esté,

cuando lo diquela

uno de los tres.

Yo he leído poco sobre el espiritismo, no he ido más que una vez a


presenciar una sesión espiritista, y en principio me pareció todo ello una farsa.
Algo cómico. Un pensamiento que se manifiesta por las patas de un velador no
puede tener mucha altura, tiene que estar al nivel del suelo.
SEGUNDA PARTE

LAS GENERACIONES

No sé si el carácter de estas generaciones es cosa exclusiva de España, pero


cada país le da su carácter.

No se ve claramente si esto de la generación del 98 es una realidad o una


invención. Entre los que se reunieron por la crítica, en ese grupo, Benavente no
se mostró nunca ni medio político, y Maeztu comenzó en radical y terminó en
ultraconservador. Azorín hizo lo mismo, pasando de individualista a
conservador, y Valle-Inclán, en un tiempo lejano, decía que era carlista, aunque
más tarde llegase a admitir ser designado para un cargo por la República. A
Unamuno, gran egotista, no se le podía considerar como incluido en un grupo
especial, no era nunca más que unamunista, y yo tampoco creo haber sido, ni
antes ni después, hombre de ninguna clase de partido.

En la música creo que se notan más las generaciones que en la literatura. En


el siglo XIX hay épocas clásicas. Hasta la mitad del siglo triunfan Rossini,
Donizetti, Bellini, Mercadante, Verdi.

A final de siglo aparece Wagner, después la ópera decae. Ya no hay música


universal ni en Italia, ni en Alemania, ni en Francia.

La generación de la primera mitad del siglo XX es entusiasta del cine y del


fútbol.
II

—Yo soy un hombre —decía el doctor Arregui— que ha vivido siempre solo,
sin amistades, fuera de la familia.

Tenía fama, cuando era estudiante, de ser un tipo malhumorado, y


misántropo.

—Yo creo que no he intrigado nunca contra los unos ni los otros —
aseguraba—. No he tenido rivalidad con nadie, ni hostilidad tampoco.

»En la juventud iba muy poco al café, y poco también a los teatros. El ideal
mío hubiera sido viajar, ver toda Europa. Los demás continentes, África, Asia,
América u Oceanía, no me interesaban mucho.

»Para conocer bien Europa se necesitaba dinero, y yo no lo tenía en la


juventud.

»No creo que haya sido un hombre de mal genio, pero muchos me han
considerado así. Probablemente hay personas que dan mucha importancia a las
fórmulas de cortesía. Yo he creído siempre que estas frases significaban poco y a
veces nada.

»Yo tenía una novia que estudió medicina dos años después de mí. Esta
muchacha, al principio de conocerla, era amable, sonriente, alegre. A los dos o
tres años de conocerla cambió de carácter, se hizo muy suspicaz, malhumorada
y agria. Era raro este cambio. ¿Por qué se había despertado esta fobia?

»No lo comprendo. No era una fantasía, era una realidad. Tenía odio por mí,
por mi familia, y por mis amigos. ¿Le habrían contado algo de mí? No lo sé.

»Mercedes era una chica morena que estudiaba medicina en San Carlos. Al
parecer, era una buena muchacha. Estudiaba con cierta rabia, para poder llegar
a concluir la carrera. El padre era dueño de una tienda de un pueblo de la
provincia de Soria.

»Yo iba a terminar la carrera y pensaba hacer el doctorado, tenía tres años
más que Mercedes.

»Mercedes parecía a primera vista una chica amable y sonriente. Era


bastante estudiosa y salía bien en los exámenes.

Alguien le dijo a Ramón:


—A mí no me gusta esa chica.

Él contestó como bromeando:

—A quien tiene que gustar es a mí. —Pero otra cosa le quedaba en el cuerpo.
Por suspicacia le preguntó—: Bueno, pero ¿por qué dices que no te gusta?

—Porque encuentro en ella intenciones raras, simpatías y antipatías


extrañas, poco legitimadas. No sé si acierto o no acierto, cuando la juzgo de ese
modo, pero la encuentro así.

—Pues a mí no me da esa impresión.

—Porque la miras con ojos interesados. Sin embargo… ¡Qué se va a hacer!


Ya veremos quién acierta.

A los tres o cuatro años de terminar la carrera, la Mercedes, en el pueblo, se


puso muy en contra de la madre de Ramón. Hablaba mal constantemente de
ella.

—Mi madre no ha dicho nada de ti —decía el novio.

—Pero lo deja decir.

El otro amigo era un joven guapo, de buen aspecto, pero que tenía la
costumbre de decir cuanto le parecía a la gente, sin pensar si le podía molestar o
no.

Lola Trías le había llamado varias veces la atención sobre esto, pero él no se
daba cuenta. El decir a una muchacha joven que tenía las manos grandes y
rojas, o que bizqueaba un poco, no le parecía que le podía molestar.

—Ya se sabe que la amistad no es un sentimiento absolutamente puro —


decía el señor Arias—, como nada humano lo es, en todo hay intereses más o
menos velados. Es lógico.

El joven estudiante quería abandonar la carrera y marcharse a vagabundear


por el mundo. Decía que la vida era estúpida y que no le interesaba la guerra.

Se había despertado en ella un odio violento y de mala intención. El odio


oculto, ¿por qué? Todo eso se producía porque la muchacha era de familia
pobre y la de Ramón era una familia acomodada. El caso fue que ella comenzó a
desacreditarle, y a decir perrerías de su novio y de su familia. Eran
acaparadores, prestamistas, usureros.
Era extraña esa cólera que se había desarrollado en ella. Se consideraba
ofendida por cualquier cosa, por lo más mínimo, por una observación sin
malicia que se le hiciera, sin importancia. Se enfadaba sin darle para ello motivo
ninguno.

El amigo estudiante le decía a Ramón:

—Es una mujer que se encamina, sin que ella misma se dé cuenta, a una
perturbación psicológica, y eso es algo muy difícil de curar.

—Sí, yo también me temo lo mismo —contestaba su compañero—. Va


agriándose cada vez más, sin motivo, y ese proceso probablemente no se
detendrá, seguirá adelante.

—¿Qué le pasó a esa chica?

—No sé, tiene un fondo de mala sangre que fue descubriendo ahora. Puede
usted creer que yo no le he dicho nunca nada desagradable, y, sin embargo, la
veo conmigo agria, como si tuviera ofensas que vengar, y con todo el mundo.
Algo tiene, pero no lo quiere decir. Se nota que ha cambiado. Unicamente con
una muchacha de su pueblo habla con animación y con cierta alegría; con los
demás, nada. No sé, alguna cosa rara hay en ella. Algo ha ocurrido que no
confiesa. Yo no puedo acertar qué es lo que le pasa. Desde que yo la conocí,
hasta hace un año, era una chica alegre, divertida, y luego, de pronto, la veo que
empieza a mostrarse de mal humor. Ahora, para ella, todo es malo,
desagradable; las ocho o diez chicas que estudian en San Carlos le parecen
estúpidas, los hombres resultan tan tontos como ellas, los profesores son unos
señores indigestos y pensantes.Yo siempre he tenido curiosidad por los casos
raros y he intentado aclararlos, pero no lo he conseguido siempre, ni tomando
datos, ni dejándolos de tomar.

No se comprendía cómo y por qué había pasado a sentirse siempre de mal


humor y de desesperación. ¿Qué le había ocurrido?

No lo sabía nadie. Había estado en San Sebastián, y después había visitado


la cueva de Zugarramurdi en Navarra. Pensaba en lamias, en monstruos
imaginarios y caprichosos que devoraban a los niños. Las amigas que veían su
rara transformación, la ruptura de sus relaciones con el novio, le preguntaban:

—¿Es que no quieres casarte?

—No.

—¿Por qué?
—Porque me he trastornado. Tengo una mala idea de todo el mundo.

—Y eso, ¿por qué?

—Porque sí. Me he convencido de que soy muy mala, y de que todos los que
me rodean lo son también.

—¿Y qué vas a hacer?

—Me iré lejos, lo más lejos posible, donde no conozca a nadie.

—Lamento tu estado espiritual —le dijo un amigo de su novio el médico—,


creo que es una enfermedad que te podrías curar.

—No, no es una enfermedad. ¡Adiós!


III

Él no pudo aguantar más y se marchó de Madrid a París. Estuvo allí un año,


practicando con un profesor afamado, enterándose de la práctica de los rayos X.
Después compró todo el instrumental y aparatos necesarios para establecerse
como radiólogo, y puso en Madrid un gabinete de esa especialidad, que le
producía mucho dinero.

De su antigua novia no supo nada. Se había marchado del pueblo, al parecer


había ido a Valencia, y no se sabía de ella más.

¿Qué le pudo pasar a Mercedes? No se supo. Era chica graciosa, alegre,


Ramón le dijo que le contara lo que había pasado, si es que había pasado algo;
pero ella no quiso hablar, ni decir si le había pasado alguna cosa o no. Parece ser
que más adelante se casó y se marchó a América.

Ramón también se casó, y no tuvo más noticias de su novia.


IV

Eduardo Trías Velasco era un joven de veintidós años que había terminado
la carrera de medicina y que iba al hospital con su padre.

Tenía dos amigos, uno era un tanto gigante, había estudiado para ser
arquitecto y le faltaba un año para terminar la carrera; pero tenía tan poco
entusiasmo por ella, que pensaba, cuando acabase la guerra, marcharse a
América y vivir una vida de aventurero.

El joven estudiante era amigo de algunos escritores ya viejos y en la


juventud había conocido a Galdós y había paseado con él en el paseo de
Rosales. Había escrito una novela realista, demasiado agria, que no gustó a la
mayoría del público, que la había leído sin entusiasmo.

Ya se figuraba que el escribir novelas no daba para vivir.

El joven había leído todos los folletines y libros que había encontrado y tenía
una gran avidez de lectura.

Después quiso dejar el derecho y dedicarse sólo a la literatura. Escribió


artículos en los periódicos, y después publicó una novela que no tuvo éxito.
Muchos decían que la novela estaba bien, pero no se vendía.
V

En una librería de la calle de Jacometrezo, durante la República, se reunían


algunos bibliófilos a charlar de lo que pasaba en Madrid y en España. Por
mucho optimismo que tuvieran era difícil que convencieran a los demás. La
política marchaba completamente mal.

Entre las personas que frecuentaban la librería de ocasión se contaba un


parroquiano que aparecía muy de tarde en tarde. Compraba algún libro de
ciencia o de literatura con muchos grabados, se marchaba y no volvía a vérsele
hasta dos o tres meses después. Entre los contertulios había uno, optimista, que
se decía ingeniero. Con el tiempo llegó a saberse que no lo era. Había estudiado
unos años la carrera y había fracasado en su intento de entrar. Tenía muchas
estampas que le dejó un tío suyo, algunas de ellas muy bonitas, pintadas a
mediados del siglo XIX por Brambilla y litografiadas por Asselineau.

Estas estampas le producían al viejo un gran entusiasmo. Le habían pedido


algunos que les regalara o les vendiera algunas; pero el viejo no quería en modo
alguno desprenderse de ellas.A la muerte del padre recogió una cantidad de
dinero bastante crecida que le permitió darse el lujo de cenar en buenos
restaurantes y de seguir acariciando la ilusión de llegar a ser ingeniero, ilusión
concebida en los años mozos. Como los amigos suyos, y aunque fueran torpes
de mollera, se pasaban la vida estudiando, aprobaron los cursos y llegaron a ser
ingenieros.

Javier les dejó de ver sin ninguna pena. Entonces empezó a frecuentar la
peña de un café de la Gran Vía, a la que asistían arquitectos, abogados y algún
médico, que fue el que le presentó allí. También apareció en la librería un señor
alto, flaco, que se llamaba, según él, Salvador Borbón. Unos creían que era
verdad su apellido y otros pensaban que era un invento de un pobre diablo
para ir viviendo.

Aquello era tétrico en todo, pues aun en pleno día no era fácil pasar sin
sentir el miedo y la tristeza desolada de la calleja que acompaña al portillo de
Gil Imón. Al marcharse el grupo y salir al paseo Imperial, aún se oía que
cantaban todos juntos:

Aquí a beber, a beber,

aquí a cantar a cantar;

aquí viene mi chatunga

que ya me quiere buscar.


La falta de luz, algún farol ya en la calle de Toledo, pintado de azul, y
algunas voces de chico daban al paseo Imperial un aspecto extraño y desolador,
con el muro de la estación a la derecha y los secadores de piel en la ronda de
Segovia a la izquierda. Estos secadores impregnaban el ambiente de un olor
nauseabundo.

Por aquellos días, el dueño de La Corrala, viendo que uno de los borriquillos
se había puesto malo, se adelantó en el pronóstico y mandó matar al solípedo,
que fue comido en una noche de fiesta, con gran bullicio y alegría de los
asistentes. El borrico lo comieron asado, se trasegó vino en abundancia, y
aquella noche, por petición exclusiva de los milicianos, se consintió la entrada a
las mujeres que por allí pululaban y de los golfillos que recogían carbonilla para
venderla. El miliciano se aniñaba en estas complacencias y exigía de una
manera rotunda que el borrico no se comía si no entraban aquellos elementos a
disfrutar del manjar. Realmente que después de asado parecía una ternera, y
entre la alegría que allí había, el humo del tabaco, los asturianos con sus eternas
discusiones sobre la labor en las minas y algún que otro vasco poniendo como
contra el trabajo en el mar, la noche fue pasando y el día dejó ver cómo la
córrala, los pasillos y todo el bodegón estaban llenos de gente que esperaba con
placidez la salida del sol.

Esta taberna era frecuentada de vez en cuando por algún señorito


trasnochador y mala cabeza, que encontraba cierta diversión en el contacto de
aquella gente alborotada.

No se jugaba en la taberna; sólo alguna que otra partida de mus o tute. Los
milicianos no tenían un recuerdo grato que les compensara de las miserias y
desdichas que tenían que presenciar con frecuencia, de los fusilamientos.

Este grupo de milicianos no asistía ni veía con gusto, más bien con
repugnancia, esas muertes que no se llevaban a cabo por aquellos milicianos,
sino por los que venían en camiones de las checas de Madrid.

Algunos grupos de gitanos, que luego vivieron en los nichos de los


cementerios, pasaban deprisa, con un pánico terrible. Las mujeres se tapaban
los ojos con el pañuelo cuando cruzaban el puente de Toledo, para no ver ni oír
nada de lo que sucedía. Ellos ladeaban el sombrero echándoselo por la cara,
aceleraban el paso y subían con un aire cansino por la calle de la Arganzuela a
desembocar en La Fuentecilla.
VI

Andrés Fernández, muchacho que frecuentaba el bodegón del paseo


Imperial, era muy querido por todos los concurrentes. Iba bien puesto y
conservaba el empaque, a pesar de la miseria de la guerra. El padre del chico,
según decían, era asturiano, residía en Buenos Aires y gozaba de gran posición
y fortuna. Mandaba a su hijo bastante dinero todos los meses, lo que le permitía
al joven Andrés vivir holgadamente. Jugaba el chico muy bien al mus y hacía
muchos años, y sin saber por qué, frecuentaba el trato de los ferroviarios, que le
estimaban y le querían.

No era pendenciero, y vivía en una casa próxima al paseo Imperial, cerca de


la esquina de la ronda de Segovia. Se reunía con los mozos de la estación y era
muy conocido por todos los traficantes, corredores y chóferes.

Se hizo gran amigo de los milicianos que deambulaban por allí. Muchas
veces la partida se prolongaba. Cuando esto pasaba, mandaba preparar una
tortilla para todos, y el tabernero, que le tenía cariño, le ponía en un rincón, en
una mesa de pino, un mantel y unas chuletas; hasta que la guerra vino a reducir
estas pequeñas expansiones y hacerlas míseras.

Asiduo concurrente, cuando faltaba a la taberna, se le echaba enseguida de


menos. Hombre pacífico y tranquilo, nunca entró en discusiones y allí se
aseguraba que tenía aficiones literarias y estaba escribiendo un sainete de
costumbres madrileñas.

Muy conocido de los taxistas, alguien hablaba de haberle visto por el barrio
de Argüelles con mujeres elegantes y gente bien. De los muchos rumores que de
él corrían, sólo pudo confirmarse el de que era aficionado a escribir. Una noche
se presentó en la taberna con un rollo de papel, anunciando la lectura de una
cosa que iba a leer y luego a publicar. Se hizo un silencio absoluto y el joven
Andrés empezó a leerles el sainete en el cual salían muchos personajes y tipos
de los de allí presentes, y que fue recibido con mucha alegría y algazara. La
lectura se hizo larga, porque las situaciones de cierta trascendencia se
celebraban con rondas de vino, habiendo dispuesto el autor, al llegar hacia la
mitad del sainete, suspender la lectura para continuarla al día siguiente.

Se hicieron los preparativos para el próximo día, pero el muchacho tardaba


en llegar, causando preocupación en el auditorio expectante. El tabernero,
intrigado también, se fue a la ronda de Segovia, buscó la casa del muchacho y le
dijeron que había salido a eso de las once y no había vuelto a comer, pero que
pensaban sí lo habría hecho en la taberna de La Corrala. El tabernero, ya muy
preocupado, empezó a sospechar que Andrés no estuviera ya en su casa ni en la
taberna. Habló con un miliciano de los puestos próximos, fueron al puente de
Toledo, subieron al punto más alto, se encaminaron hacia los gasómetros, y ya
por la mañana del día siguiente, se decidió dar cuenta a la comisaría y al puesto
de vigilancia próximo de la desaparición de Andrés.

El muchacho seguía sin dar señales de vida. A los cuatro o cinco días, al
seguir sin noticias del mozo, se empezó a sospechar si habría caído en malas
manos. El tabernero, que conocía algo de su vida íntima, se personó en la
Embajada argentina, habló con el cónsul y le expuso sus sospechas. Teniendo
fama de hombre de dinero y yendo vestido como iba, al tabernero le asaltó el
temor de que hubiera sido cogido y se encontrara en mala situación.

Como se trataba de un súbdito argentino, el consulado hizo activar gestiones


para el encuentro de aquel joven. Hubo quien afirmó que en el pueblo de
Villaverde habían matado a un muchacho joven, bien vestido, que al ir a
sentarse en un café céntrico del pueblo le vieron la cartera llena de billetes.

El hecho fue que no se volvió a tener noticia alguna de aquel hombre.


VII

LA TABERNA

La taberna del paseo Imperial tenía un aire más campesino que de suburbio
ciudadano. No era muy grande. Habría cinco o seis veladores esparcidos en el
local. A la izquierda, entrando, estaba el mostrador, y en la parte baja de los
muros, un friso de baldosas defendía las paredes de los rozamientos de los
habituales. Unos bancos adosados a la pared servían para que los clientes que
daban la espalda al muro pudieran sentarse; los de fuera se acomodaban en
sillas.

Un poco más al fondo de la taberna había un cuarto pequeño con una


puerta, que comenzaba con una escalera de caracol y subía a un pasillo donde
estaban las habitaciones. Este pasillo daba a un patio donde había algún
borriquillo y dos cabras. Dentro de la córrala se veían algunas cuadras
estrechas, que en el invierno servían de refugio al ganado vacuno que llegaba
de la estación próxima.

La taberna era frecuentada por obreros ferroviarios y por carboneros.


Predominaban los asturianos. Había también algunos consumeros del puesto
de la estación. Conservaba la clientela cierta uniformidad de tipo, a pesar de lo
diverso de sus actividades. Se veían también por los alrededores chicos
pequeños, golfillos que se dedicaban a coger trozos de carbón y de escoria, y
busconas que tenían su punto de cita y de trabajo en el portillo de Gil Imón y en
las callejas próximas.

Los milicianos del puente de Toledo, algunos de los cementeros y los


vigilantes de la estación eran puntos asiduos a esta taberna. Se bebía mucho, se
cantaba también, se fumaba, porque a los milicianos pocas veces les faltaba
tabaco, entablándose discusiones a propósito de los milicianos y de su
comportamiento, y de cómo vivían los de ciertas checas del centro de Madrid y
que, según decía uno de ellos, era muy de señoritos e iban en coche a la sierra,
donde algunas veces mataron alguna vaca para comérsela asada.

El vino corría en la tasca, las discusiones subían de tono, pero nunca


pasaban de cierto límite. No llamaba el establecimiento la atención de la policía.
La taberna estaba abierta casi toda la noche. Tanto el tabernero, hombre joven
burgalés con un espíritu fuerte y tranquilo, como la mujer, que llevaba parte de
la cocina y de las habitaciones de arriba de la córrala, vieron un negocio claro en
fomentar durante la guerra todo aquel zafarrancho.
Algunas busconas se colocaban a la salida de la taberna y, llamando a los
hombres, los arrastraban al callejón. Muchas noches se oían las risas y cantares
que, en la oscuridad del portillo de Gil Imón, tenían algo de lúgubre y de
tétrico. Se oían algunas coplas de los milicianos que en el silencio de la noche
resonaban de una manera estridente:

Si quieres venir conmigo,

aprende la redondela

y verás una mujer

enseñando la chinela.

Los milicianos solían ser gente de la afueras y de los pueblos próximos que
no conocían Madrid, ni les interesaba conocerlo. Vivían sólo en aquel círculo
cuyos puntos principales eran el río y el bodegón: lo demás les importaba muy
poco.

A eso de las cuatro o las cinco de la mañana, el burgalés dueño de la


taberna, daba una voz y decía a la parroquia: «¡Hala!, compañeros, ir aliviando,
que viene el día y me van a decir algo», «Tú, Chato, despierta». Todavía se oía
en el callejón algún hombre, que, con voz cansada, cantaba:

¡Ay miliciano del puente,

fíjate que ya es de día

y van a tocar la diana

en esta mañana fría!


VIII

LOS MÚSICOS

Chueca era un hombre genial que no se había preocupado nunca de su


personalidad ni de su fama. La letra de sus canciones era casi siempre un
monstruo y la hacia él al mismo tiempo que la música. Así, las palabras eran
con frecuencia absurdas y no venían a cuento.

—¿Usted lo conoció?

—Sí, en el Círculo de Bellas Artes, cuando éste se hallaba al principio de la


calle de Alcalá, cerca del Ministerio de Hacienda, hacia el año 1905 y 1906.

—¿Cómo era Chueca?

—Era un hombre pequeño, sonriente, vestido un poco a lo chulo.

—¿Y tenía amigos?

—Sí, porque había entre los socios gente de teatro. El bibliotecario era un
navarro, Fiacro Iráizoz, que había escrito La Vuelta del Vivero, un sainete que no
estaba mal. El que se mostraba contra Chueca era Felipe Pérez y González. Éste
reprochaba al músico que las letras de las canciones eran a veces disparatadas,
las ponía el músico y se atribuían al autor de la letra de las canciones. Chueca
solía pasar la tarde en el Círculo de Bellas Artes, que estaba en un piso alto de la
calle de Alcalá saliendo de la Puerta del Sol, camino de la Cibeles, a mano
izquierda. Era el músico un hombre genial. Esto al público le tenía sin cuidado.

—¿Y pasó esa música de Chueca al extranjero?

—Es la única música española que ha pasado. Yo la vi anunciada en un


cartel de teatro en Roma, y llevaba más de mil cuatrocientas representaciones en
Italia, y en el cartel decía LA GRAN VÍA, MÚSICA del MAESTRO VALVERDE y
no nombraba a Chueca. Yo se lo dije y a él no le importó nada.

—¡Que tipo indiferente!

—Y ya ve usted, de él hablaron Nietzsche y Verdi.

—¿Y tú qué crees de la música?

—Yo creo que, si sigue así, desaparece.


—¿Tanto como eso?

—Así se me figura. Después de dos siglos tan musicales como el XVIII y el


XIX, viene este siglo y nada. Se acabaron los músicos.

—¿Pero es posible?

—Yo creo que es un hecho. Figúrate la cantidad de músicos admirables que


tuvieron Alemania e Italia durante siglos. Todavía en el final del siglo XIX hay
Mascagni, Leoncavallo, Puccini y sus óperas corren por el mundo entero; pero
viene el siglo XX y se acabó, ya no hay ni un músico. En Alemania pasa lo
mismo. Es el país de los más grandes compositores del mundo, y llega el siglo
XX y la vena musical ha desaparecido. Porque hace cincuenta años se podía
decir en Viena: «No hay un Mozart, pero hay un Franz Lehar». Pues ahora no
hay nada.

Hay mucha gente que tiene una idea un poco estúpida de las categorías
artísticas y cree que siempre tiene más importancia una mala tragedia que un
sainete, y no hay tal. Un sainete, como algunos de Moliere, vale más que todas
las tragedias que se han hecho en Francia, y algunos sainetes de Labiche
quedarán más que los dramas de sus contemporáneos.

El poco éxito que han tenido los escritores españoles con las mujeres da un
poco de risa, decía el viejo Arias Bertrand. No han tenido ninguno. Porque entre
los franceses y los ingleses, se recuerdan algunos amores más o menos famosos;
los de Byron, los de Alfredo Musset.
IX

La imprescindible necesidad en que se veía el viejo Arias Bertrand,


queriendo matar el tiempo para no aburrirse durante las horas de obligada
reclusión en el segundo piso del Chalet Gris, le había hecho volver a las lecturas
de la época de su juventud; pero como su sobrino no había tenido los mismos
gustos que él, halló que entre los libros que llenaban los estantes de la
biblioteca, en promiscuidad extraña con los tratados de medicina y psiquiatría,
faltaba mucho de lo que él hubiera deseado releer.

De novelas se encontró con Balzac, con Dickens y con Dostoyevski,


releyendo lo que más le había gustado en la producción de esos tres genios de
la literatura universal. Le pareció mentira que hubiese tan poca distancia en el
tiempo entre aquellos colosos. Los libros primeros de Dickens resultaban
contemporáneos de los de Dostoyevski y de los de Balzac; apenas si contaban
veinte años menos de vida que los del autor de La comedia humana.

¡Y qué diferencia de actualidad entre unos y otros! Balzac le sabía ya a viejo,


le parecía amanerado, rancio. Dickens vivía en Inglaterra como en su tiempo, a
pesar de los estetas, y Dostoyevski resultaba actual en todo el mundo civilizado.

Por eso en Francia, según había oído en algunas discusiones del casino en
los últimos meses, la gente ya no leía a Balzac, a pesar de que, de tiempo en
tiempo, los periódicos literarios resucitaban anécdotas, generalmente
relacionadas con sus apremios de dinero, y algunos mantenedores fieles a su
culto daban a luz biografías para exaltar y mantener viva su memoria. Los
demás novelistas franceses, que habían surgido después del autor de Le Père
Goriot, no tuvieron la fama de Balzac. Todo lo latino iba resultando viejo y
marchito.

El tío del doctor, que había vivido mucho tiempo en París, y adquirido a
orillas del Sena gustos e inclinaciones de bohemio, había sido también en ese
tiempo lector asiduo de Huysmans y de Jean Lorrain, y por esnobismo o por
distraerse, se había mostrado un tanto partidario de la magia, y hasta había
tomado parte en algunas sesiones de espiritismo, aunque no le habían llegado a
convencer.

Se había acercado, por curiosidad, en esos tiempos de París, a los escritores


decadentistas y perversos, exceptuando a Baudelaire, al que juzgaba por las
infidelidades de sus amadas, tropiezos de su ingenuidad natural contra la
malquerencia de los extraños, envidiosos de su genio.
Más tarde Arias Bertrand sospechó que París ya no se le daba bien, sus
amistades habían desaparecido, y pensó en intentar vivir en Londres, donde
tenía un amigo empleado en la embajada con un destino modesto.

Al principio no le fue mal a orillas del Támesis; pero vio a los dos o tres años
que no se podía desenvolver allí. El amigo que estaba en la embajada se
marchaba a una capital de provincia española con gran pena; pero no tenía más
remedio.

De su vida en Londres, el viejo Arias contaba cosas curiosas. Había hecho un


reportaje sobre Jack «el Destripador», que tuvo cierto éxito. Decía que había
conocido a un zapatero que era hijo de resurrection men. Así se llamaba en
Inglaterra a los que desenterraban los muertos para vender el cadáver a los
médicos en la sala de disección.

Arias Bertrand contaba historias muy complicadas y detalladas. Había


ejercido de corresponsal en un periódico de poca importancia, y para cumplir
su profesión había presenciado ejecuciones en la horca de Londres, en la
guillotina de París y en el garrote de Madrid.

Al comienzo de la revolución había presenciado también en los alrededores


madrileños varios fusilamientos.
X

A la cultura le ha costado muchos esfuerzos complicar los sentimientos,


hacer del instinto sexual el amor platónico, sacar de una pasión física algo
espiritual, sacar del miedo a la soledad, la amistad. Subir es difícil, pero dejarse
caer hacia abajo es muy fácil.

Hay épocas en que la humanidad ha ido como el explorador del monte, cada
vez más arriba, con una tendencia heroica, y hay otras en que se deja amilanar y
no hace más que ir para abajo. Sacar del fetichismo la metafísica, y del miedo a
la muerte la idea de la religión, también tiene su mérito.

Hoy, con un criterio simplista, a la gente le gusta hundirse en la


muchedumbre, vestir un uniforme, marchar al paso con los demás y cantar la
misma canción.

La verdad es que la humanidad actual da una impresión bastante mala.


Cuando el hombre se entusiasma y quiere hacer algo de provecho, lo único que
se le ocurre es pelearse unos contra otros y matarse.

Una de las cosas que se le ocurrió al viejo Arias en el Chalet fue encargarle a
su sobrino, el doctor, que le trajera del hospital algunas sales de fósforo, y
cuando se las trajo las echó disueltas en agua, en el campo, a más de un
kilómetro de la casa, donde se decía que había habido un encuentro de trasgos
hacía ya tiempo. La maniobra surtió efecto, porque durante muchos días
aquellas fosforescencias brillaron en el campo de noche, produciendo el terror
de la gente.
XI

EL HIJO DEL DOCTOR

El hijo del doctor Guzmán, Eduardo, con sus dieciocho años, dejándose
llevar por sus amistades, estuvo una temporada cargado con un máuser en la
sierra del Guadarrama, luchando contra los nacionales, y cuando le hirieron,
con una herida en el brazo de suerte, pues por fortuna para el muchacho el
balazo carecía de importancia, se volvió donde los suyos y llegó a su casa.

Con objeto de poner en claro su personalidad y la personalidad del teniente


de su compañía, empezó a leer historias de aventureros y de criminales
franceses, recogidas en algunos libros, para ver si encontraba que su amigo se
parecía algo a ellos.

Como tenía tiempo de sobra, leyó las Memorias de Goron, antiguo jefe de la
policía de París, libros comprados por su padre años atrás; los últimos
volúmenes, el doctor no había llegado a leerlos, sin duda porque los primeros
habían bastado para satisfacer su curiosidad, y le habían aburrido; el hijo los
halló sin abrir y tuvo que cortar pliegos, utilizando una plegadera pequeña de
marfil que tenía su padre sobre la mesa, en el despacho que el padre tenía en la
planta baja del hotelito.

Con esas lecturas el muchacho conoció lo que fueron las vidas de Vacher, el
destripador de Borgoña, que, al ser guillotinado, el público ovacionó al
verdugo, como las gentes de nuestros tendidos celebran en la plaza de toros el
término de una brillante faena. Luego la historia de Landrú, asesino de mujeres,
que unía el crimen con el humorismo.

Landrú, como se sabe, después de matar a las mujeres que iban a su casa en
un pueblecito francés, las quemaba en la chimenea. El abogado del asesino de
mujeres era Moro Giafferi.

Por el tiempo se publicó una caricatura en la que aparecían Landrú y Moro


Giafferi, abogado corso muy célebre como criminalista.

Landrú le decía amablemente a su defensor algo así. Ya no me fío mucho de


mi francés, se me olvida por días:

—II faut reconnaître, mon cher Moro Giafferi, que dans aucun lieu se trouve mieux
la femme que dans le foyer.

Este foyer es al mismo tiempo el hogar familiar que el de la chimenea.


A mí me produjo mucha curiosidad la Tarnovska, la envenenadora que vivía
en Venecia y a quien tenían que cambiar de vigilantes, porque los seducía a
todos.

También era otro tipo de cuidado Madame Steinheil, casada con un pintor
de este apellido, a quien mató.
XII

HISTORIAS DE CRIMINALES

En Francia tuvieron siempre público las memorias de los jefes de policía, no


sólo las últimas de Goron, sino las más antiguas escritas por Vidocq, Andrieux,
Canler, Gisquet y Gustavo Macé, y aún antes de éstas, las de Jacobo Peuchet,
archivero de la policía de París durante el tiempo que siguió a los Cien Días.
Este Peuchet supo aprovechar su cargo, que ponía entre sus manos un vasto y
rico arsenal de documentos sobre sucesos diversos, personajes de valía y
célebres malhechores, para fijar en sus Memorias todo un mundo de anécdotas y
de casos curiosos. Don Jacobo tomó datos en los diccionarios que había en la
casa y se los leyó a su sobrino.

Jacobo Peuchet nació en París en 1760, el mismo año que Camilo Demoulins
y al siguiente de Robespierre y Danton. Pertenecía a una familia burguesa,
honorable y bien emparentada.

La familia quería que fuera médico, pero al parecer no tenía afición a esta
profesión y se hizo abogado.

Un abate que conocía al joven le aconsejó que se dedicara al estudio de la


Economía Política y entre los dos hicieron un libro. Más entretenido que éste es
el titulado Memorias sacadas de los Archivos de la Policía de París.

Peuchet conoció y trató a los hombres más ilustres de su tiempo; a Babeuf,


Mirabeau, Saint-Simon, el abate Siéyes, Fouché y Carlos Fourier. Sus
preferencias le inclinaron a solventar los intereses materiales más difíciles de
dirigir y de manejar. La vida privada, que él llamaba la vida privada de luz, era
sobre todo su texto crítico, y las relaciones tenebrosas de la antigua policía le
habían puesto en situación de poder buscar en ese cenagal, cuyas
fermentaciones producen fiebres pútridas y varios males sociales.

Hombre de circunspección durante su vida y cortés con exceso en sus


escritos, sus últimas palabras fueron para decir que la generación de su época
era el estercolero del porvenir, y que de la dispersión sobre el suelo nacería, al
fin, en medio de los dolores, el árbol de la ciencia del bien y del mal.

Además de sus Memorias, que dentro de su producción es la obra más


entretenida, escribió gran número de libros de comercio, geografía y política.
Dio también a la imprenta, en tres volúmenes, una Vida privada, política y
literaria de Honorato Riquetti, conde de Mirabeau, y, según le atribuye Barbier en su
Diccionario de los Pseudónimos, se debe a él la publicación de las Memorias del
marqués de Argens.
También alcanzaron gran difusión en Francia otras obras relacionadas con
los asuntos policiacos, como Le livre noir, ou répertoire alphabétique de la pólice
politique, de Delavau y Franchet, especie de diccionario de sospechosos
políticos, con notas del tiempo del Ministerio Deplorable, de 1820 a 1830; El
cancionero criminal; La historia de la Policía de París, de Raisson, y Las prisiones de
París, por un antiguo detenido, anónimo.
XIII

CRÍMENES CÉLEBRES

Eduardo leyó historias de crímenes, para ver si hallaba entre sus autores
algo parecido a los sentimientos que habían despertado.

Yo he leído de chico historias de crímenes famosos que me ponían los pelos


de punta, pero aun así y todo los leía.

Más interesantes eran los crímenes políticos que los vulgares que tenían
como impulso el robo o el odio personal. De los políticos, la mayoría de ellos
tenían como base la utopía del anarquismo.

Yo recuerdo algunas canciones, pocas, en las que se glorificaba la anarquía.


Una de ellas que sí cantaban a coro era ésta:

Dans la grande ville de Paris

I y a des bourgeois bien nourris,

il y a des miséreux

qui ont le ventre creux.

Ceux-là ont les dents longues.

Vive le son!

Vive le son!

Vive le son de l’explosion!

Los anarquistas Emilio Henry y Vaillant arrojaron una bomba en plena


Cámara de los Diputados, siendo los dos guillotinados. Eran tiempos en que el
anarquismo, tendencia político-social que ofrecía una mezcla bastante rara de
misticismo y de criminalidad, estaba a la moda. Cosa que no puede sorprender
a los que, en otro orden de cosas, han visto la boga del cubismo, del surrealismo
y ahora del existencialismo, que, si no producen crímenes, no dejan de ser
orientaciones no menos absurdas, ni menos seguidas por gentes de esas a las
que falta algún tornillo.

Entre los anarquistas que recuerdo están Ravachol, que fue guillotinado en
1892 y que fue al suplicio cantando; luego el atentado de Emilio Henry Vaillant
y el de Caserío, que mató al presidente de la República, Sadi Carnot, en julio de
1894.

Hacia fines de 1894 o principio de 1895 se celebraron en Francia las sesiones


del proceso que se llamó de los Treinta, entablado contra una titulada
Asociación de Malhechores, entre cuyos componentes figuraban los escritores
Pablo Reclus, Juan Grave, Sebastián Fauré y algunos ladrones. También
figuraron en la causa el poeta Laurent Tailhade, que había estudiado para cura
y traducido, después de colgar los hábitos, con el latín que había aprendido en
el seminario, nada menos que el Satiricón, de Petronio, a quien llamaron arbiter
elegantiarum.

Después de ese proceso, Tailhade, quien por su nacimiento era vasco-


español, pues había nacido en Pasajes de San Juan, resultó herido en otro
atentado anarquista, ocurrido en el restaurante Foyot.

En ese tiempo, la misma aristocracia, por esnobismo, pareció interesarse por


la anarquía, sobre todo por sus afiliados. En Francia, la duquesa de Uzés, que
había sido partidaria del general Boulanger, fue después amiga de la célebre
anarquista Luisa Michel, la Virgen roja, y protectora de una hija de Sebastián
Fauré, el autor de El dolor universal.

Las frecuentes ejecuciones de anarquistas hicieron famoso al verdugo


Deibler, que acababa con ellos, cuando se los entregaban atados sobre la terraza
de la guillotina.

Es corriente tener más simpatía por las personas cuanto más estúpidas son y
de sentimientos más bajos. Parece que estas condiciones malas producen
confianza en la gente. En cambio, las buenas alarman y se piensa que pueden
producir conflictos y dificultades.

Toda esa gente obesa tiene un carácter común. Es en su mayoría apática,


corriente y decidida. Ven como nadie el pro y el contra de todos los asuntos. No
son, en general, violentos como los flacos y los esquizofrénicos, sino tranquilos
y más inclinados a la sorna y al humorismo que a la acción.

Yo he leído de chico muchas historias de crímenes famosos y recuerdo entre


ellos la historia de un norteamericano que se dedicó a asesinar. Este hombre se
llamaba Williams y creo que mató a tres mujeres. La primera fue una a la que
vio vuelta de espaldas. Se echó sobre ella. Después el asesino vio a la criada que
se encontraba arrodillada limpiando el suelo. Se precipitó velozmente sobre ella
y, antes de que pudiera llamar, le dio en la cabeza el golpe mortal.
Comprendiendo las fatales consecuencias de una poco probable curación
momentánea de alguna de las dos víctimas, les cortó luego el cuello, a pesar de
que le faltaba el tiempo para terminar su obra criminal.

Después registró los bolsillos del ama de la casa, en busca de las llaves de los
armarios, y aquello le absorbió de modo que no oyó la respiración de un obrero,
que le contemplaba, mirando su gabán con forro de seda, y sus botas recién
estrenadas.

Quince o veinte minutos, todo lo más, gastó Williams en la ejecución de los


asesinatos. Rápidamente, ya en posesión de las llaves, buscó el dinero que podía
haber en los armarios, y dio con él. El obrero, en tanto, al encontrarse en la calle,
habló a tres o cuatro personas y les dijo: «¡El asesino de Marr trabaja de
nuevo… allí!». Los informados de la terrible noticia se reunieron con otros e
invadieron la casa en persecución del criminal Williams, que los oyó, saltó a la
calle por una ventana del primer piso y desapareció entre la bruma.

Dos días después, lograron descubrir su rastro, echarle mano y encerrarle en


un calabozo, donde se ahorcó, sin haber querido contestar a las preguntas del
juez que le interrogó.

Por fortuna, Eduardo, hijo del doctor Arias, ni en los relatos que leyó ni en lo
que le contó su tío Javier, descubrió indicio ninguno por donde pudiera
suponer que sus amigos de la Sierra tenían algún parecido con gente como
Williams.

El asunto de los crímenes, de las intrigas y de las estafas tomaba allí un


relieve extraordinario; aunque algo se hubiera perdido del brillo antiguo, la
decadencia no era tan profunda como la advertida en las actividades nobles,
científicas, literarias y artísticas.

Antes de que la barbarie hubiese invadido el planeta, las reseñas de los


crímenes de París se leían con interés en el mundo entero. El folletín, que había
tenido tanta resonancia en los tiempos de Javier Montepin, había llegado a
inficionar las plumas de los periodistas franceses, y cuando surgía un crimen
famoso, durante semanas y semanas los reporteros mantenían en carne viva,
palpitante, el sentido morboso de los lectores.

—Ahí en España ha habido también crímenes de importancia —me decía un


periodista francés en París.

—Sí, pero la mayoría no han sido ciudadanos. Los crímenes más


característicos y bárbaros de España no han ocurrido en Madrid, sino en
pueblos de provincia: el crimen de don Benito, el de Gador, el del Huerto del
Francés.
—Pero en Madrid ha habido crímenes notables. El de la calle de Fuencarral,
el de la Guindalera, el del capitán Sánchez, el de don Nilo…

—Nada. Todo eso no vale nada.

Eduardo se echó a reír.

—¿Y en las otras ciudades?

—París en eso, como en todo, ha sido una especialidad; desde Papavoine a


Petiot, pasando por Landrú, hay tela larga que cortar.

—No sé quién era ese Papavoine.

—Papavoine era un tipo que en el primer cuarto del siglo XIX conmovió a
París con un crimen ilógico y absurdo.

Este hombre era hijo de un fabricante de paños. Dedicado al comercio como


su padre, había viajado en barco bastante y residido algún tiempo en Brest.
Como empleado se había mostrado hombre celoso, ganando la estimación de
sus jefes. Al establecerse en París, se hospedó en el Hotel de la Providencia, que
abría sus puertas en la calle de San Pedro de Montmartre.

Un día, después de desayunar, pensó Papavoine en dar un paseo por el


campo y se dedicó a matar a todo el que veía.

Era un caso de patología del crimen. El hombre fue a la guillotina como si


hubiera ido a dar un paseo.

Otro tipo, Lacenaire, fue un criminal sádico. Lacenaire se hizo amigo de otro
perfecto canalla llamado Avril, y entre los dos prepararon varios crímenes, que,
por fortuna para aquellos que pudieran haber resultado víctimas de ellos, no
llegaron a realizar.

No tuvo esa suerte Chardon, joven inválido, ni su madre viuda que vivía
con su hijo en el pasaje del Dragón Rojo. Este joven había sido detenido por
atentado a las costumbres y se le conocía en el barrio donde vivía por el apodo
de «la tía María». El joven Chardon se dedicaba a la venta de objetos religiosos:
escapularios, medallas, rosarios, etcétera.

Lacenaire había oído decir que el joven Chardon llevaba los bolsillos llenos
de monedas de oro. Comunicó la noticia a su compinche Avril, y éste le propuso
fabricar unas llaves falsas y entrar a robar en casa de la viuda; pero Lacenaire
aseguró que era mucho más seguro y habría de dejar menos rastro el matar a la
madre y al hijo.

Así lo hicieron y después marcharon a la calle de Montorgueil, donde


vivían.
XIV

Verlaine no llegó a escribir ninguna carta de esas que pueden llamarse


literarias. La vida le acosaba con demasiada insistencia, y desde demasiado
cerca, para que pudiera dedicarse a fantasear. Sus realidades tristes pesaban
sobre él con terquedad inclemente. Vivió apurado toda su vida, lleno de
apremios, de angustias, de miserias. Pagó la gloria que al fin tuvo, en la moneda
más cara, con pedazos arrancados de su propia carne. La pobreza nunca le
espantó, supo sufrirla con paciencia. Hombre de buen conformar, le habría
bastado para sentirse satisfecho con tener salud.

No sólo habían atraído a Guzmán los versos de Verlaine, sino también sus
cartas, redactadas en las camas de los hospitales, donde pasó su vida en el
destierro, o en la cárcel, en cuyas cartas habla del hambre, del frío y de la
miseria de que fue víctima.

Del único tiempo del que no hay mención en su correspondencia, es de la


época en que desempeñó una plaza de profesor de francés en un colegio de
Inglaterra, en plena city de Londres. El haber sido profesor no le detuvo para
convertirse en campesino e ir a vivir a una granja para trabajar la tierra, cosa
que era en él deseo antiguo, y donde al principio se encontró como en la gloria.
Pronto, sin embargo, se cansó, cosa que no puede extrañar, ya que los poetas
suelen vivir en un constante deseo de cambiar de ambiente hasta que logran
convencerse de que en ninguna parte se encuentran satisfechos.

—¿Y tú por qué no te has casado? —le preguntaba a veces el tío a Javier.

—No he llegado a encontrar a una mujer a quien le gustase exclusivamente


hablar conmigo.

—¿Nada más que por eso?

—Nada más.

Cantaba un cuplé que debía de tener música francesa y que lo cantaba Luis
Esteso, que era un chansonnier madrileño que no tenía mucha gracia.

Marieta es una chica que

tiene un genio atroz.

El que había acompañado a la Otero, a la Cleo de Merode y a Liane de


Pougy cantaba esta canción:
No irás al Folies Bergères

cuando llegues a París,

que la Otero allí está

y la Liane de Pougy.

También cantaba con su sobrino el dúo de La Mascota: Je sens lors-que je


t’aperçois, y otras romanzas de operetas y de zarzuelas españolas.

El viejo don Jorge cantaba la Marcha de Boulanger, que había oído en su


juventud en París, y la Internacional, las dos, canciones en francés. Sobre todo le
parecía bien el final de una copla que decía:

Debout! les damnés de la terre,

debout les forçats de la faim!

La raison torne en son cratère,

c’est l’éruption de la fin

y terminaba la estrofa diciendo:

C’est la lutte finale,

groupons nous et demain,

l’Internationale sera

le genre humain.

Otras veces entonaba canciones de las callejuelas de Roma al anochecer, que


había oído hacía cincuenta años, al son de la guitarra. ¡Qué cosa triste y
nostálgica!
XV

BARRIOS BAJOS: EL RANCHO GRANDE

Al Rancho Grande algunos le llamaban La Corrala.

El Rancho era como un pequeño pueblo limitado por varios edificios.


Mirando de la carretera, a la izquierda estaba la iglesia con su cruz en el tejado,
después la entrada de la colonia en arco, luego un edificio que era lavadero, con
su puerta y sus ventanas al exterior, y otras casas que formaban como una plaza
en el centro del poblado.

El Rancho Grande estaba en los alrededores de Madrid y amurallado como


una antigua ciudad.

Yo hice un plano de este pequeño barrio; pero se me perdió y ya no lo


recuerdo bien.

El Rancho Grande lo inauguraron hace varios años. Tenía una porción de


cuartos donde vivía gente pobre.

Dando parte a la puerta principal y pasando un rellano, había y debe haber


aún tres pabellones de una sola planta, y paralelo a ellos, un pequeño paso; a la
izquierda, estaba la capilla con puertas al exterior y alguna al interior.

Los laterales tenían un piso y el desnivel del suelo lo salvaban unas escaleras
de ladrillo. Los pisos bajos tenían poca luz, y los retretes estaban a la turca; las
puertas de madera pintadas de verde oscuro dejaban un espacio grande sin
llegar al suelo. Desde fuera se veían los pies del que ocupaba el retrete.

En el Rancho habitaba gente muy pobre que tenía huéspedes, que todo lo
llevaban y todo lo rompían. El agua no llegaba a los retretes, que eran pocos, las
puertas no cerraban y los viejos, los enfermos y los chicos llenaban los pasillos,
pareciendo todo un rincón de hospital o de manicomio, pues los gritos, las riñas
y el escándalo eran frecuentes entre parejas. Se albergaba en la barriada la mujer
asistenta que iba a hacer sus chapuzas y volvía para dormir y contaba los líos de
la casa.

Entre los hombres había de todo, algunos que trabajaban, otros que hacían
sus chapuzas y algunos descuideros. Todos los días se celebraba una misa
temprano, e iban algunos viejos.

En el Rancho Grande por la parte norte y saliendo de Madrid por una calle
ancha arriba, al llegar a la parte que llaman el Estrecho, a un lado dando frente
a la estación del Metro, había unas tapias de ladrillo que cerraban un gran
espacio amurallado, que tenía construcciones en su interior también de ladrillo.

Enfrente de éste se hallaba el Rancho Chico, más pequeño que el otro y con
menos vecinos. Los del Grande consideraban a los del Chico como gente pobre
y mísera.

El Grande tenía entrada amplia, explanadas y paseos espaciosos, lo que


permite cierta libertad.

Los pabellones constaban de planta baja y un piso, sus cuartos eran


pequeños, tenían ventanas y en las puertas un número.

Los pabellones estaban señalados por letras mayúsculas en negro y de gran


tamaño. Indicaban al cartero, al guardián o al médico dónde podía estar la
persona que buscaban. Muchas veces el que buscaba a alguna persona no la
encontraba, porque no había nadie en la casa a ciertas horas del día.

A la entrada y a la izquierda, pasando una explanada, había una chabola y


en el montante de la puerta un letrero que decía OFICINA, y a su derecha otro
que indicaba LAVADERO.

A la izquierda de la entrada está la capilla que hacía esquina y no tenía


puerta al exterior, sino únicamente al Rancho Grande.

En general entraba mucha gente que no habitaba allí.

Los pabellones laterales, sobre todo los pisos bajos, tenían ventanas de
trastos rotos, tarimas, sillas y basura, pues el pretil de la calle de Bravo Murillo
servía de vertedero a los vecinos y a los que pasaban por la calle. El conjunto,
por la mañana y con mucho sol, tenía aspecto de zoco medieval. Al anochecido,
con las bombillas rotas, sin luz y charcos, la cosa cambiaba; y ya de noche, se
ponía sombrío y triste. Los chicos medio desnudos jugaban en los patios de La
Corrala y andaban solos todo el día por el barrio y los alrededores. Las
pedradas y las heridas de cabeza eran muy frecuentes. Las viejas discutían por
cualquier cosa con violencia, y los chicos se pegaban con frecuencia de una
manera brutal. Se tiraban piedras con furia. Se oían canciones viejas y un
zapatero repetía con frecuencia este trozo de la zarzuela de Chueca que se
refiere a los Ratas:

En los tranvías y ripperts,

en los tranvías y ripperts,


y siempre que haya ocasión,

damos funciones gratuitas

de prestidigitación.

No hay portamonedas,

que seguro esté

cuando lo diquela

uno de los tres.

Y si cae un primo

que tenga metal,

se le da el gran timo,

aunque sea el primo

un primo carnal.

Uno de los vecinos que más daba que hablar en el Rancho Grande era un
zapatero, el tío Gaspar, hombre de unos cincuenta años, que tenía mujer y dos
hijos, un joven de unos veinticinco años y una muchacha de veintitrés o
veinticuatro.

El tío Pascual tenía el defecto de emborracharse con demasiada frecuencia, y


sentirse en la embriaguez reñidor y bárbaro. Su mujer, la Bruna, no era tonta ni
mucho menos, y marchaba de asistenta a casas ricas, y trabajaba y volvía a La
Corrala al anochecer, con quince pesetas en el bolsillo que le daban por el
trabajo algunas familias ricas.

La hija de la Bruna, la Puri, era buena chica, muy trabajadora. Decían


siempre en la familia que debían de dejar La Corrala y marcharse a vivir a otro
sitio mejor. El padre no quería más que dejar el trabajo e ir a la taberna, y el hijo,
Manolo, andaba siempre con chulos de malas trazas y de malas obras. Éste era
un golfo mal acostumbrado que llegaba a casa a las últimas horas de la
madrugada. ¿Que hacía? Pronto se supo que era un carterista y que se dedicaba
a robar únicamente.
A la familia, al enterarse de esto, no le hizo gran efecto, excepto a la Puri,
que decidió dejar La Corrala e ir de doncella a una casa rica.

Veía claramente que, a su hermano, el mejor día le iban a llevar preso, y


decidió cambiar de nombre y llamarse Soledad.

La chica acertó, tuvo éxito y un año después se casó con un empleado atento
y buena persona que la trataba muy bien.

La familia siguió la vida absurda en La Corrala, y pronto se enteró de que su


hermano se había hecho carterista y que cada tres o cuatro semanas le llevaba
detenido la policía al Ministerio de la Gobernación y después a la cárcel, donde
estaba preso siete u ocho días.

A su hermana le hizo aquello muy mal efecto. Un domingo fue a visitar a la


familia y se encontró con que todos aceptaban la vida de Manolo, ya
descuidero, como un hecho que no tenía nada de particular.

—¿Qué se le va a hacer, si es su oficio? —dijo la madre con indiferencia.

—Eso no puede ser un oficio —replicó la chica.

—¡Qué le vamos a hacer! A ver cómo se arregla esto.

La Puri salió del Rancho sin saber qué pensar ni qué decir.
XVI

RELATIVIDAD Y ÁTOMOS

—El hombre es como una máquina —dijo don Eduardo.

—No creo —contestó don Javier—. Una máquina indica de antemano que es
algo pensado y construido por el hombre. Nadie puede decir que un perro o un
caracol está construido por el hombre. Después, una máquina, mientras no se
desarregle, siempre funciona lo mismo; el animal se muestra lleno de caprichos.
El perro, por ejemplo, a este chico le quiere y le acaricia, al otro le ladra y le
enseña los dientes; el caballo se deja montar por uno, en cambio no se deja
montar por otro; el gato se acurruca en el regazo de una persona y no quiere
estar en el de otra. Decir que todo eso es una cosa maquinal y automática, es
ligereza incomprensible. Como dice la Biblia, el suceso del hombre y el suceso
del animal, el mismo suceso es; como mueren los unos, así mueren los otros, y
una misma respiración tienen todos.

—Eso es cierto, pues para un médico es casi como una máquina.

—¿Qué le parece a usted eso que dice Einstein, que espacio y tiempo son lo
mismo?

—Yo, claro, sin saber matemáticas ni física, comprendo que no puede haber
espacio fuera del tiempo, ni tiempo fuera del espacio; pero en fin, para
entendernos, los hombres hablamos del espacio sin ocuparnos del tiempo, y del
tiempo sin ocuparnos del espacio. «¿Qué tamaño tendrá el Partenón?», le
preguntamos a un griego. «Tendrá unos sesenta y ocho metros de longitud por
treinta de anchura.» «¿Y cuándo se hizo?» «Se terminó unos cuatrocientos
treinta y tantos años antes de Cristo.» Unas veces el tiempo nos es necesario
para aclarar lo que vemos y otras no. Así, vemos una mesa, un plato corriente y
no se nos ocurre preguntar: «Y esto, ¿cuándo se hizo?». En cambio, vemos una
ermita rara en el campo y decimos al que nos acompaña: «¿Y esto qué es? ¿Es
antiguo o moderno?». «Es antiguo.»

»La ciencia, cosa extraña. En sus consecuencias produce orgullo por una
pequeña cosa insignificante y al mismo tiempo el amor a la humildad en el
hombre de genio como Einstein, que ha dicho hace poco a unos periodistas: “Si
volviera a nacer, preferiría ser fontanero que ser profesor. Sería más feliz”.

—Y sobre eso de la teoría de la relatividad, ¿qué idea tienes tú?

—Pues mira, chico, tengo una idea muy pobre. Yo así, espontáneamente,
pensaba que el átomo no existía y que la materia sería divisible hasta el infinito.
La divisibilidad de los cuerpos parece matemáticamente indefinida. ¿Cómo
pensar en un cuerpo, teóricamente, que no se puede romper ni dividir? No es
concebible.

—Entonces, el átomo no es lo que se creía antes de él. Ha quedado el


nombre. ¿Para qué usar una palabra inexacta?

—Ahora no me preocupan nada esas cuestiones.

—Pues para un curioso como tú, Javier, sería interesante insistir y llegar a
una conclusión.

—Sí, pero para ahondar un poco en una cuestión así, se necesita saber
muchas matemáticas y yo no sé ni muchas ni pocas. ¿Si creo que la materia se
convierte en fuerza?, me pregunto enseguida. Pero ¿cómo? Vivimos todos con
unos conceptos viejos. Materia para nosotros es algo que se toca, que pesa; que
es inerte; fuerza es algo que se siente y nos empuja. Si me dicen: «Este viento se
va a convertir en un pedazo de piedra», no lo podemos creer. Ha leído uno algo
acerca de átomos, de los neutrones, de los protones, de los fotones, de los
positrones, y me he armado un lío y no he llegado a concebir una idea que
valga. Yo no creo más que cosas comprobables y comprobadas. En lo demás no
creo.

—¿Tan escéptico eres?

—Sí, yo me figuro que lo que se llamaba átomo (es decir, indivisible,


incontable), no es tal cosa. Entonces, ¿para qué llamarlo así?

—Sí, tienes razón. Ahora, que la mayoría no sabe lo que quiere decir átomo.

—Yo creo que los antiguos lo sabían.

—Sí, es probable.

—Lo lógico sería quitarle ese nombre. Es como un soltero que se casa, pues
no es soltero.

—¿Y vosotros habéis leído algo sobre la relatividad? —preguntó el tío Javier
a Eduardo, su sobrino.

—Yo sí.

—¿Y lo has entendido?


—Profundamente, no. Podría hablar de eso saltando la explicación de las
bases de la teoría; pero dar una idea clara de lo que es, no podría hacerlo. Lo
único que veo con claridad es que el átomo antiguo no es el átomo actual.

—Lo demás lo comprendes; por ejemplo, ¿la identificación del tiempo y del
espacio?

—No.

—Eso yo no lo puedo concebir. Quizá por matemáticas se pueda llegar a ese


resultado; por puro razonamiento, no. Son dos conceptos que proceden de los
sentidos: el espacio de la vista y el tiempo del oído. Para el hombre corriente los
dos conceptos están siempre separados. Ahora, quizás en las matemáticas
pueda considerárselos como idénticos.
XVII

LA PALABRA Y EL PENSAMIENTO

Se ha atribuido a Talleyrand la frase: «La palabra ha sido dada al hombre


para disimular su pensamiento». Cuando se le atribuyó la paternidad, la aceptó
con gusto, porque representaba su propia filosofía.

La frase sobre la palabra es de Voltaire y está en el cuento suyo «Le Chapón


et la Poularde» («El Capón y la Pularda»; «pularda» no es palabra española. Es
la gallina joven cebada).

El Capón en el cuento dice: «Los hombres no hacen leyes más que para
violarlas y, lo que es peor, es que las violan a conciencia. Ellos no se sirven del
pensamiento más que para legitimar sus injusticias y para disfrazar sus ideas y
sus proyectos».

Talleyrand había dicho a un secretario de embajada: «Desconfíe usted del


primer momento, es el bueno».

Un político francés decía de Talleyrand:

—Sí, él desprecia mucho a los hombres; se ve que se ha estudiado a sí


mismo.

Baldrian, contemporáneo de Calvino, decía de este reformista siniestro que


había sido su condiscípulo en un colegio de Orleans, en donde denunciaba a sus
compañeros:

—Juan Calvino no hace más que declinar el acusativo.

Auvigné, de setenta años, se casó con una jovencita de dieciséis. El cura que
tenía que echar un discurso en la boda tomó como enseña esta frase evangélica:
«Perdónales, porque no saben lo que se hacen».

Al reformador Saint-Simon no le gustaba leer libros de entretenimiento, ni


novelas, ni canciones ni versos. En cuestión de novelas decía que le gustaban las
más tontas. Así escribía cosas tan vulgares y tan huecas.

Un joven que se reconocía a sí mismo sin gracia para escribir fue a una
librería a buscar una guía de modelos de cartas de amor.

En la guía encontró lo que buscaba, lo copió con una hermosa letra y se lo


envió a la dama a quien pretendía.
Ésta, que guardaba el mismo libro de modelos de cartas de amor, le
contestó:

—He recibido su carta, y como tengo el mismo libro que usted, vuelva la
hoja y allí encontrará usted mi contestación.

Un aristócrata decía a un banquero:

—Tenga usted en cuenta que yo soy un hombre de calidad.

—No dudo —replicó el banquero— de que usted sea un hombre de calidad;


pero yo soy un hombre de cantidad.

Un pastor protestante predicaba y no gustaba a nadie su sermón.

Uno de los fieles dijo:

—Estuvo mucho mejor el año pasado.

—Pero si el año pasado no predicó —replicó alguno de los oyentes.

—Por eso mismo estuvo mucho mejor.

Parece como muy posible que los países latinos no tengan ya gran interés
para la novela. La vida en ellos es repetición. Siempre se podrá hacer una
novela de carácter folklórico; pero esto, en general, es de un interés muy
limitado.

La novela, por ahora, la ha dado, más que nada, la ciudad. De ahí vienen sus
personajes y sus lectores.

La vida bien escrita de una región muy cerrada, al ciudadano no le llega a


interesar.

Un meridional que fue a Francia en tiempo de invierno se encontró rodeado


de perros que le ladraban. Fue a coger una piedra para tirar a los perros, éstas
se hallaban pegadas a la tierra por el hielo. El meridional dijo:

—Qué desgraciada tierra que deja a los perros libres y sujeta las piedras en
el suelo.

De los escritores y moralistas decían a propósito de las tonterías


ministeriales de su tiempo: «Sin el gobierno, ya no se reiría en Francia».

Un misántropo tenía para manifestar su desprecio una fórmula favorita:


—Es el penúltimo de los hombres —decía.

—¿Y por qué el penúltimo? —le preguntaban.

—Es para no desilusionar a las damas —contestaba.

Un juez preguntaba a un vagabundo:

—¿Cuál es su profesión?

—Yo no tengo ninguna.

—Entonces, ¿de qué vive usted?

—Vivo de privaciones.
XVII
I

UN POCO DE POLÍTICA

Largo Caballero es un hombre mediocre, un caminero ordenancista, hombre


de balduque, un petulante que se cree la esencia de la sabiduría.

Ha estado en el Ministerio un militar que venía a contarle lo que pasaba en


Pamplona. No le quiso escuchar y mientras tanto se sublevó la guarnición y la
ciudad.

A un jefe de la guardia civil que vino con el mismo objeto tampoco le oyó. El
jefe volvió a Pamplona y le costó la vida.

Luego le quiso visitar un oficial que llegaba del Norte para explicarle lo que
ocurría en Irún y cómo se había perdido este pueblo fronterizo que podía ser
importante para el aprovisionamiento de la provincia de Guipúzcoa. Largo
Caballero no le quiso escuchar al militar. Según él, tenía cosas más importantes
que resolver. ¡Qué hombre más torpe! ¡Que hombre más negado!

En el despacho de Casares Quiroga estuvieron militares que le dijeron:

—Si cree usted que vamos a sublevarnos, no nos permita salir de Madrid.

—¡Yo cómo voy a creer eso! —contestó Casares—. Yo tengo la seguridad


puesta en ustedes.

Qué falta de comprensión, cuando se veía que se iban a echar al campo


inmediatamente.

El Gobierno rojo no tuvo fuerza en sus manos, o no supo emplearla. No fue


capaz de meter en cintura, no ya a toda España, sino ni siquiera a Madrid. No
era hábil. En España, evidentemente, los reaccionarios son más inteligentes que
los republicanos y los socialistas.

Ver que hubo ministros que dejaban a cualquier maleante constituir una
partida formada por ladrones y por asesinos que iban a registrar las casas y a
llevarse lo que les parecía, es incomprensible.

Los que vivían en el extranjero creían que debajo de la vida española en


plena revolución aparecerían muchas violencias pero con cierta grandeza. No
apareció más que miseria y crimen. España se ha bañado en sangre para nada.
El mundo civilizado ya no quiere tener relaciones con ella.
¡Qué gente! Casares Quiroga ni siquiera tenía la malicia y la suspicacia del
aldeano gallego. ¡Qué desastre de Gobierno! Y mientras tanto, la gente joven se
batía con valor en las trincheras de la ciudad universitaria.

Durruti era un hombre valiente como pocos. Lo mataron por la espalda los
mismos suyos, quizá los socialistas o los comunistas.
XIX

CONVERSACIÓN

—¿Y era más pomposo Madrid que ahora?

—Sí.

—Y ¿por qué?

—Yo creo que lo era sencillamente por la idea que tenía la gente de sí misma.
Una función del Teatro Real, un estreno en el Español, o en la Comedia, o en el
Apolo, el paseo de Coches del Retiro, las reuniones en casa de la señora de
Tal… tenía aire, tenía prestigio.

—¿Y ahora crees que esas cosas no lo tienen?

—Naturalmente que no lo tienen. ¿Qué aire va a tener el estreno de una


película? Ninguno. ¿Una sala a oscuras y una gente a quien no se ve? Nada.

—Y el carácter, ¿era exclusivo de Madrid?

—No, todas las ciudades del mundo en ese aspecto, en grande o en


pequeño, se han venido abajo, han perdido su prestigio. Pon tú el joven que
venía a Madrid con algún dinero, hace sesenta años. La ciudad le daba una
impresión de misterio y de complicación. Hoy no le da aire de nada. Entre
Madrid y la capital de provincia no hay diferencia, y entre París y Burdeos o
Lión, tampoco. Es igual. El cinematógrafo es el mismo, la película es
norteamericana…

—Y ¿tú crees que todo lo demás es por el estilo?

—Idéntico. El prestigio de la gran ciudad se va a venir abajo. La gente se irá


a vivir al campo y desde su casa, en un tren rápido o en un aeroplano, irá a la
ciudad a ver películas.

—Poco dará eso de sí para la literatura.

—Nada, absolutamente nada. Ya se está viendo. Toda la literatura viene de


la oscuridad, de la media tinta. Si fuera posible reunir los personajes de Balzac o
de Dickens y lanzar sobre ellos a H. S. Chamberlain, el autor de La génesis del
siglo XIX, que al hablar de san Ignacio habla de los vascos ibéricos, que han
quedado hasta ahora puros de toda mezcla, y dice que Loyola era hijo de esta
raza vasca enigmática, cerrada, enérgica y fantástica. No creo que hoy se pueda
decir esto de los vascos, que no tienen nada de fantásticos ni de enigmáticos.
TERCERA PARTE

LOS ESTETAS Y EL PASEANTE SOLITARIO

«Estoy convencido —dice Baroja— de que el arte, la pintura, música,


escultura no sirven para nada en la cultura general. Eso de que la gente vaya a
los museos, es solamente útil para los pintores y los escultores. El pobre de la
clase burguesa, el tendero, el oficinista, no se entera de nada. La pintura no
tiene valor cultural ninguno; el libro sí, forzosamente, porque tiene a veces
ideas y hasta ideología, pero la pintura y la música tienen abstracciones, sin más
explicación de otra índole que la técnica, y la técnica es para los pintores y los
músicos solos, ya que el público no la entiende. Sin embargo, aquí en España, el
escritor no puede vivir de su trabajo, porque la mayoría de la gente no lee,
mientras que los pintores tienen siempre un público para comprar sus cuadros
y los músicos tienen sus oyentes; los conciertos están siempre llenos de una
multitud que aplaude. Luego hay una pedantería absurda de la crítica del arte y
de la música. Estas pitonisas cursis que son los críticos escriben columnas y
columnas interpretando un cuadro o una sonata como si fuesen sueños bíblicos,
y no se puede decir nunca lo que ha pensado un pintor o un músico cuando ha
hecho tal cuadro o tal sonata; lo más probable es que los hayan soñado,
efectivamente. Solamente la técnica de la pintura y de la música se presta a la
crítica; lo demás es una serie de lucubraciones basadas en la nada, como las
teorías de Freud. No hay nada más absurdo que las cosas que escriben nuestros
ilustres críticos de arte en España. Hay que verlos con el dedo gordo extendido,
haciendo dibujos en el aire delante de un cuadro, discutiendo sobre el matiz de
un pliegue en la manta de una madona o la luz en la punta de la nariz de un
santo, y sacando de allí unas consecuencias trascendentales para la cultura
mundial.

»¿Qué se puede decir de la pintura y de la música más que tal pintor me


gusta, tal música no me dice nada y otra me emociona? En las cosas del
sentimiento, cuanto menos se habla, más se siente. Eso de dar explicaciones de
las Sinfonías de Beethoven en el programa me parece una estupidez. ¿Qué sabe
nadie en lo que estaba pensando Beethoven cuando compuso?

»Yo antes iba mucho a los museos: creí que era necesario para la cultura;
pero ahora veo que no tiene importancia ninguna. He visto a algunos viendo los
cuadros de Botticelli o Velázquez que son en realidad unos nerones. Les tiene
sin cuidado que se muera la humanidad entera mientras ellos hacen sus frases
sobre la intención de una media tinta o la curva del muslo de un querubín».
Expresa Baroja en César o nada: «A mí me parece natural y lógico el esfuerzo
que supone el aprender con relación a lo útil; pero no con relación a lo
agradable. Aprender medicina o mecánica es lógico, pero aprender a ver un
cuadro u oír una sinfonía es una ridiculez».

¿Por qué?

Al menos a mí, esos neófitos que van con la exclamación preparada a ver el
cuadro de Rafael o a oír la sonata de Bach, me dan la impresión de borregos
muy triste. Ahora, esos sublimes pedagogos del tipo de Ruskin son la flor de la
cursilería universal, de la pedantería y del burguesismo más antipático.

«A mí esos pedagogos artísticos me indignan; me recuerdan a los pastores


protestantes y a esos frailes que van vestidos de paisano, que creo se llaman
hermanos de la Doctrina Cristiana. Esos pedagogos son hermanos de la
Doctrina Estética, una de las invenciones más estólidas que se les ha ocurrido a
los ingleses.»

En las novelas de Baroja, los pintores tienen algunas veces tipo de charlatán,
de farsante, de conquistador. Se inicia esta tendencia en Vidas Sombrías, en un
cuento intitulado «La Enamorada del talento». Se trata de una muchacha de un
gran atractivo, de una simpatía extraordinaria. Conoce en una fiesta a un joven
pálido, de ojos oscuros, con un mechón de pelo cayéndole sobre la frente. Es
pintor. La muchacha, siempre a la busca de un hombre interesante, desdeñosa
con los de tipo corriente, se enamora de aquél mientras hace su retrato o finge
hacerlo, ya que lo de pintar el retrato se trueca en dar lecciones de arte, y luego
de amor, aprovechando el sueño de la carabina. Un día, ésta se despierta en un
momento inoportuno y cuenta todo al padre de la muchacha, quien hace
investigaciones, de las que resulta que el pintor es un aventurero sin escrúpulos
y sin un cuarto. La chica se consuela diciendo que se enamoró de su gran
talento; pero cuando al fin se entera de que tampoco tiene talento, su moral se
desmorona por completo y cae enferma.

Este tipo de muchacha orgullosa, con aficiones estéticas, que se deja alucinar
por un farsante de las bellas artes, se encuentra también en la María Karoly de
El mundo es ansí. Es una muchacha húngara que se enamora de un virtuoso
italiano, un violinista muy enfático, que le hace la corte con grandes gestos y
discursos y que toca mientras un mechón de pelo negro le baila sobre la frente.
En esto, María recibe de la querida del violinista una carta amenazadora. El
padre de María hace investigaciones y resulta que el violinista vive en un barrio
bajo de Florencia, en la calle del Purgatorio, con aquella querida de la que tiene
varios hijos, en medio de una gran miseria. María Karoly vuelve a su patria con
sus sueños artísticos algo rotos.
En César o Nada hay un violinista húngaro que se gana las simpatías de las
mujeres ricas fingiéndose un hombre perdido en el vicio. A ellas les encanta el
papel de ángel salvador que él les atribuye, y les da la ilusión de que cada una
de ellas es capaz de hacerle levantarse del fango en que se halla sumergido para
ser un gran músico.

Otro pintor es el Sportsman, pintor Juanito Velasco, de El mundo es ansí.


Tiene opiniones tajantes sobre la pintura, no admite más que el casticismo
lúgubre de Goya y Solana, a base de sangre y llagas de Cristos. Practica, no
obstante, poco sus teorías. Su estudio le sirve como punto de cita de bailarinas
con el pretexto de hacerles un retrato. Discute violentamente con otro pintor —
reflejo del pensamiento de Baroja— sobre la luz del mediodía. Hace éste su
afirmación de que la luz del mediodía absorbe todos los matices y que sólo se
puede pintar en el sur a la aurora y a la puesta del sol, y que es mucho más
interesante la luz tamizada del norte con sus nieblas, sus tonos grises y sus
verdes ácidos.

Si Baroja se hubiese dedicado a la pintura y logrado con el pincel la


representación de paisajes, al modo de como lo lleva hecho con la pluma, sería
un pintor a la altura de Constable, de Turner, de Goya.

Las descripciones paisajísticas que abundan en las novelas de Baroja son de


una poesía y de una exactitud que se graban en la memoria despertando una
honda nostalgia en el espíritu del lector sensible.

El ambiente prevalece en sus novelas. Las pasiones, los sentimientos, la vida


de los personajes están saturadas del ambiente, mezcladas en el paisaje,
inmensas en la naturaleza. «Souvenir d’horizons, qu’est-ce que la vie?», pregunta
Mallarmé.

Y ¿no es la vida una serie de horizontes poblados por figuras que los llenan,
durante unos instantes, como los primeros planos del cine, pero que cuando
van tomando perspectiva desaparecen casi en el paisaje de donde han surgido?

«Nosotros moriremos; pero estas piedras seguirán brillando al sol


amarillento de otras tardes otoñales», piensa César en César o Nada,
contemplando las piedras de la Ciudad Eterna.

Esta preocupación del paisaje es el secreto de la maravillosa manera de


hacer revivir el pasado que Baroja tiene, secreto que posee desde su primer
libro. En Vidas Sombrías hay un cuento que es como un camino de horizontes
elegiacos, «Playa de Otoño». Una mujer visita una playa vasca, que fue escena
de sus amores, diez años atrás. Aquella playa está llena de la nostalgia del
amado muerto. Es el primer paisaje marítimo de los muchos que ha hecho
Baroja. «El mar terso y ceñudo se obstinaba en rechazar la caricia del sol.
Amontonaba sus brumas, pero en balde la luz dominaba y los rayos del sol
empezaban a brillar sobre la piel ondulada del monstruo de las olas verdosas.
De repente el sol parecía adquirir más fuerza; el mar fue alargando y alargando
hasta reunirse en línea recta con el horizonte. Entonces se vieron llegar las olas,
unas oscuras, redondas, impenetrables; otras llenas de espumas; algunas, como
alardeando de sinceridad mostraban a la luz del día sus interiores turbios; allá,
en las puntas, se estrellaban furiosamente contra las rocas; a la playa llegaban
suaves, con languideces de mujer convaleciente, bordando una puntilla blanca
sobre la playa; al retirarse dejaban en la arena negruzcas algas, y obscuras
medusas, que brillaban con destellos a la luz del sol.

»La mañana parecía de verano y, sin embargo, en los colores del mar, en el
suspiro del viento, en los murmullos indefinibles de la soledad sentía María
Luisa la voz del otoño. El mar le enviaba en sus olas la vaga sensación de su
grandeza y al compás del ritmo del mar le llevaba a la memoria los recuerdos
de sus amores.»

Una evocación así llena el alma de melancolía de la íntima satisfacción de


haber vivido unos instantes que luego repercuten suavemente en el gran vacío
de aquellas tristes vidas de mujeres superfluas, abandonadas a secarse como las
medusas en la arena.

Unamuno ha querido suprimir el ambiente en sus novelas para hacer


resaltar mejor el personaje. Su equivocación ha sido grande y como novelista ha
fracasado. ¿Quién se acuerda de sus criaturas flotando en un éter psicológico?
Es como intentar recordar.

Aquéllos, los doctrinarios, ven las cosas a través de una nube de prejuicios y
no se atreven a emitir un pensamiento claro por miedo a equivocarse; resultan
unos balidos de consigna en pro o en contra, según sopla el viento prevaleciente
de la época o del momento que se viva.

El paseante solitario de Baroja da su opinión de una manera sencilla, sea


donde sea, Roma, en Rotterdam o en la Cuesta de los Cojos.

Lo romántico no está vinculado a lo histórico, como la belleza no está


vinculada a la alcurnia. Pero hay gente que no se fija en la más poética
plazoleta, en el más hermoso puente, sin saber primero si tiene o no valor
histórico; o en una mujer bonita sin saber quién es, como los dos franceses,
quienes viendo pasar a una fea y rica heredera, exclamaron: «Vue de dot elle n’est
pas mal!». Lo mismo les pasa a los estetas: teniendo dote histórica, cualquier
mediocridad arquitectónica está bien. Siempre le encuentran algo. Pero admirar
una cosa por su valor intrínseco es «carecer de sentido histórico», defecto grave
achacado a don Pío.
Posfacio para Ilusión o realidad

El original mecanografiado de Ilusión o realidad, único texto de estos


recuerdos conservado por la familia Baroja, ocupa 94 folios y presenta muchas
correcciones y añadidos manuscritos de Pío Baroja, así como numerosos
fragmentos recortados y pegados en evidente desorden. En algunos párrafos y
títulos de capítulo la densidad de los borrones impide rescatar la primera
escritura. Los párrafos tachados renglón a renglón van redactados de nuevo en
el interlineado. La numeración de los folios, 91 en el original mecanoscrito, no
tiene en cuenta las hojas intercaladas.

La corrección afecta al título mismo. La conjunción disyuntiva «o» sustituye


a la copulativa «y». Ilusión y realidad, que queda en Ilusión o realidad, lleva bajo el
nombre del autor una indicación autógrafa en mayúsculas: «Primera parte».
Aquí hemos conservado el título tanto para la primera parte como para el
conjunto de los folios, siguiendo la anotación que se lee en el exterior de la
carpeta de Itzea.

Según la relación completa que preparó Julio Caro Baroja de los inéditos
guardados en la casa familiar y que publicó en Guía de Pío Baroja (1987), una
carpeta grisácea, numerada con el 5, contenía, además de este original, los folios
con los que se pensó nutrir el último tomo de las Obras Completas en Biblioteca
Nueva, más un mazo de artículos y, finalmente, textos debidos a otra mano.
Uno de éstos, incompleto, titulado «Los estetas y el paseante solitario», que
analiza rasgos y temas barojianos, cubre los folios 82 a 88 de la numeración
final. Resulta un añadido inexplicable a Ilusión o realidad y no muestra ninguna
corrección. Hoy, la carpeta, azul, sólo contiene el texto cuyo título figura en la
cubierta.

El lector puede comprobar que Baroja, fiel a su costumbre, enjareta en la


segunda parte de este inédito páginas reelaboradas en varias obras de su última
época y aprovecha, como en «Bagatelas de otoño», anécdotas de diversa
procedencia. Las referentes a Largo Caballero o Casares Quiroga reflejan la
lectura de Con el general Mola, de José María Iribarren (1937), libro tan rico en
información directa como molesto, condición esta que explica la reacción
fulminante que provocó y su posterior condición de rareza bibliográfica. En la
primera parte, al hilo de su única experiencia espiritista, que cuenta de dos
formas, recuerda andanzas, rebuscas bibliográficas y lecturas que no declara,
pero que es fácil certificar. Cuando habla de la Empusa y cita a Aristófanes,
demuestra que ha manejado Las ranas. El comediógrafo, dice Baroja, llama al
espectro onoscelis. En realidad, onoskelés, «de pies de asno».
Ilusión o realidad no forma parte de las Memorias como tales. El autor no lo
dice ni lo insinúa. Pero, si este inédito puede encajar sin reservas en algún
bloque de la extensa obra, es en uno de recuerdos y de carácter, como decía él,
autobiográfico.

El lector de estos tomos sabe ya que París fue la capital europea más
visitada por Baroja. También la más transitada y conocida. En La sensualidad
pervertida (1920), Luis Murguía, contrafigura del novelista, confiesa y define así
su adicción a la ciudad: «El ambiente físico de París me ha gustado siempre
mucho. Comprendo que ese cielo, un poco gris, no tiene la majestad de los
cielos del Mediodía, pero es un cielo muy suave y muy amable. El Sena es un
río delicioso. Yo no podría estar en París sin contemplar una o dos veces al día
el Sena. El ambiente moral de París ya no me seduce tanto».

Pío Baroja, incansable coleccionista de guías de viaje, como atestigua su


biblioteca, quemó muchos kilómetros de caminata callejera para que le entrasen
por los ojos las calles, los rincones y los tipos humanos cuyas descripciones
acumuló desde sus lecturas infantiles. Flâner era para él un verbo
indudablemente transitivo. «Mis tres estancias en París, hechas como un objeto
de exploración, fueron: la primera, en 1899 (…); la segunda, en 1904 (…), y la
tercera en 1906. Estas tres etapas fueron para mí como quien lee un folletín en
tres tomos. Después yo no fui a París con objeto histórico o folletinesco, sino
unas veces de paso o por ver a alguien. En aquella primera estancia mía quise
ver París como quien se pone a leer Los miserables o las hazañas de Rocambole».

Conviene recordar lo que Baroja detalla en «París, fin de siglo», tercera parte
del tercer capítulo del primer tomo de estas Memorias. La estancia de 1899, tres
meses de verano, respondía a un interés nada victorhuguesco y más azaroso:
«No sabía bien a qué iba. Unicamente a probar fortuna. Si hubiera sido más fácil
ir a América del Norte, hubiera ido allí con el mismo objeto. Pensaba buscar
trabajo en alguna empresa editorial, como traductor o como colaborador en
algún diccionario español. Sabía que en París existían casas editoriales que se
dedicaban a editar traducciones españolas de obras extranjeras y diccionarios
castellanos con vistas a los mercados de América. Muchos españoles emigrados
vivían de esta clase de trabajo». Pero no lo logró. Emprendió el viaje con
quinientas pesetas, convertidas en francos, alguna recomendación inútil y un
amigo, identificado con una letra y el segundo apellido, G. Campos. Se llamaba
Antonio Gil Campos, quien al año siguiente saludó con un artículo laudatorio
La casa de Aizgorri, como ha recordado Miguel Sánchez-Ostiz.

«Al ir a París a buscar trabajo, ya comprendía yo que no sería fácil


establecerse allí; sabía muy poco francés, pero creía que si encontraba una
ocupación, llegaría a aprenderlo. El problema era tener algo para vivir.» Baroja
repite que no dominaba esa lengua, ni hablada ni escrita, aunque inserta con
frecuencia versos y citas en francés, incluso de jerga. Más aún. Confiesa que no
está dotado para los idiomas. Aunque toda su vida entonó canciones
tradicionales vascas, lo que se dice hablar, confiesa que no hablaba euskera.

En Juventud, egolatría (1917), al referirse al viaje de 1899, lo atribuyó al deseo


de conocer y tratar a los emigrados reunidos en torno a Nicolás Estévanez
Calderón (Murphy), ya sesentón, figura de la Gloriosa, ex ministro republicano
de Piy Margally pieza clave en el atentado nupcial a Alfonso XIII. Aquí, aparece
en las líneas iniciales.

Aquellos días nutrieron los seis artículos titulados «Desde París», remitidos
a La Voz de Guipúzcoa, que se publicaron entre el 20 de julio y el 4 de septiembre.
El segundo, inserto el 9 de agosto, lo recicló cinco años después como «Un viaje
a Lagny», capítulo de El tablado de Arlequín, recortado en las doscientas treinta
primeras palabras, ocho párrafos cortos. A Lagny, pueblo a cuarenta kilómetros
de la capital, fue a ver si conseguía un puesto de profesor en el colegio donde
Gil Campos, que hizo personalmente la gestión, había enseñado antes. En el
viaje de ida, Campos se mostró eufórico. En el de vuelta, silencioso. «Estuve en
dos o tres sitios más en busca de trabajo. No encontré nada, absolutamente
nada, para ganarme la vida. (…) Nada, absolutamente nada.»

Años después, durante la guerra civil, según recoge en la tercera parte de


Paseos de un solitario (Relatos sin ilación) (1955), llevado de su afición «a ver
barrios lejanos y tratando de pasear mi curiosidad por los recovecos de esta
ciudad tan llena de sorpresas», se encamina al distrito quinto y da con las calles
de Flatters y de Berthollet. «Este recorrido ha provocado en mí un recuerdo ya
casi borrado. En esa callejuela en ángulo, absolutamente vulgar y sin
pretensiones, tuve mi primer apeadero la primera vez que vine a París, en un
piso bajo con balcón a la calle. Creo haber dicho ya, en alguna parte, que la casa
no tenía del todo en su exterior un mal aspecto, y he visto que, a pesar del
mucho tiempo transcurrido, no han pasado años por ella. Seguro que no le ha
ocurrido lo mismo a la patrona de entonces, una mujerona con el pelo rubio, de
cuerpo muy abultado, dotado de protuberancias excesivas. Como yo llegué a
París en verano, en los primeros días de julio, y hacía un calor de mil demonios,
mi patrona andaba de un lado para otro poco menos que en paños menores,
casi desnuda, y los bultos de su cuerpo se agitaban con una petulancia que a mí
me parecía excesiva. Si hubiera ido a hospedarme a un hotel de la calle de
Rivoli, es seguro que las camareras hubieran resistido con más empeño el deseo
de aligerarse de ropa para evitar en lo posible el calor reinante.» La descripción
en Ilusión o realidad resulta idéntica, en ambos casos más plástica que la de
«París, fin de siglo», publicada en el primer tomo de esta edición.
Las semanas transcurridas en París le dejaron tiempo para visitar a Gómez
Carrillo, quien le presentó a Antonio y Manuel Machado; para acercarse al Père-
Lachaise en busca del rastro de unos parientes ricos, los Errazu —encargo de la
tía Cesárea de Goñi—, cuyo panteón encontró; para ver a Zola, Oscar Wildey
Erik Satie, así como para presenciar desfiles y asistir a mítines en una ciudad
zarandeada por el affaire Dreyfus. Ilusión o realidad aporta otros descubrimientos
personales del viajero guipuzcoano. Regresó derrotado y sin un céntimo. En la
estación de Irún le tomaron por un pobre. Y encontró que en su ciudad natal
sus artículos habían molestado a quienes sólo veían en París el mundo de las
avenidas y los bulevares.

«Al volver de Francia tenía veintiséis años; pensaba que ya no era joven, y
veía también que no tenía ni buena suerte ni condiciones para hacerme rico.»
Hay otro resumen no menos desmayado: «A mí esta estancia en París no me
entusiasmó, porque tuve que vivir y tratar con españoles y con
hispanoamericanos poco interesantes, que tenían una idea convencional de
todo». Pero aprendió algo permanente: «Si fuera verdad eso del espiritismo, que
yo creo que no es verdad ni puede serlo, yo no llamaría nunca al espíritu de
Napoleón. Me parece que me aburriría con sus discursos más que
Chateaubriand».

El viaje de 1913, el quinto a París, al que se refiere en la primera página de


este texto, reunió circunstancias especiales. Lo hizo en septiembre, acompañado
por Rafael Larumbe, pediatra e hijo de una familia con la que trabó fuerte
amistad al comprar e instalarse en Itzea, en la villa del Bidasoa. El padre de
Rafael, Manuel Larumbe Zapelena, baztanés de Arizkun, enriquecido en Cuba,
se casó en diciembre de 1880 con Javiera Leguía Indart, natural de Oiartzun
pero hija de beratarra. Rafael nació en octubre de 1881. Así pues, Baroja le
llevaba casi nueve años. La amistad no le impidió al escritor hablar de la afición
del médico a la bebida.

Baroja reveló en «Bohemia o seudobohemia», capítulo segundo de Final del


siglo XIX y principios del XX, publicado en el primer tomo de estas Memorias,
cómo vivía la aparición de sus libros: «No es por alabarme, pero yo la rivalidad
literaria no la experimenté fuertemente. Tenía mi técnica para huir de ella. Por si
llegaba a caer en la torpeza de sentirla cuando publicaba algún libro, tomaba el
dinero que me daba el editor y me largaba de Madrid a hacer un viaje. Al volver
ya había olvidado el libro mío que había salido y pensaba únicamente en el que
iba a escribir». Porque, como declara en este mismo tomo, se dedicó a la
literatura, «primero, por entretenerme, y después, para ganar dinero». Así que
cobraba lo suficiente para poner tierra de por medio, aunque la distancia no le
evitaba enterarse de las críticas y reacciones a su obra.
Aquel 1913 señala hitos importantes en la vida del escritor. Su hermana
Carmen se casó con Rafael Caro Raggio, luego su editor durante años, coeditor
más bien habría que decir, porque él tomó parte activa en el negocio de la
imprenta. Y Baroja publicó El aprendiz de conspirador y El escuadrón del brigante,
los dos primeros títulos de los veintidós que compondrían las «Memorias de un
hombre de acción».

Fue también en 1913 cuando vio la luz Les idylles et les songes, haz de siete
cuentos suyos traducidos y presentados por Lucien-Paul Thomas, publicado
por Eugéne Figuiére et Cié. No hay riesgo alguno en decir que Les idylles et les
songes es hoy una pieza inencontrable. Baroja tendría que esperar a 1924 para
ver otro libro suyo, La sensualidad pervertida, vertido al francés. La novela, última
de la trilogía «Las ciudades», llevaba el subtítulo Ensayos amorosos de un hombre
ingenuo en una época de decadencia, usado como título en la traducción de
Margarita Nelken, editada por Rieder et Cie, Essais amoureux d’un homme ingénu.
La obra es en buena parte autobiográfica y parisina. El episodio ambientado en
la capital refleja las vivencias amorosas de Baroja con una dama rusa, Ana de
Lomonosojf en la ficción. En Galería de tipos de la época, que abre este volumen de
Memorias, Baroja anota que «ningún español conocido vio a la dama rusa, más
que el doctor Larumbe», pero acaso la relación no se produjo en ese viaje, sino
en el anterior de 1911. En cualquier caso, Edmond Jaloux vapuleó en Les
Nouvelles Littéraires de 1924 la novela: «El París de Pío Baroja se parece al París
de Eugéne Sue, visto por un sacristán patagón. Resulta cómico». Pío Baroja se
revolvió contra tal juicio veinte años más tarde.

La estancia de 1913 en París tuvo un epílogo social. Larumbe, con Javier


Bueno, le organiza en La Closerie des Lilas un banquete homenaje para el que
encarga unos kilos de angulas que llegan desde Irún. Asisten medio centenar de
ingenios. Entre ellos, Blasco Ibáñez, Penagos, Zuloaga y Ciges Aparicio. Y la
fiesta termina mal, aunque Larumbe toca al txistu el fiestero, taurino y
melancólico Idiyarena, que no debía de decir nada a casi ninguno de los
presentes, pero sí y mucho al homenajeado. Quien puso letra euskérica a
Idiyarena fue el padre de Pío Baroja, Serafín.

De París volvió aprovisionado de libros, grabados y litografías, material de


la primera guerra civil española del siglo XIX, asunto de la serie histórica
protagonizada por Eugenio de Aviraneta. Hay de esos meses en París alguna
foto que muestra a un Baroja elegante a la rebusca en los puestos de bouquinistes
del Sena.

Fernando Pérez Ollo,

abril de 2006.
PÍO BAROJA (San Sebastián, 28 de diciembre de 1872 - Madrid, 30 de
octubre de 1956). Novelista español, considerado por la crítica el novelista
español más importante del siglo XX. Nació en San Sebastián (País Vasco) y
estudió Medicina en Madrid, ciudad en la que vivió la mayor parte de su vida.
Su primera novela fue Vidas sombrías (1900), a la que siguió el mismo año La casa
de Aizgorri. Esta novela forma parte de la primera de las trilogías de Baroja,
«Tierra vasca», que también incluye El mayorazgo de Labraz (1903), una de sus
novelas más admiradas, y Zalacaín el aventurero (1909). Con Aventuras y
mixtificaciones de Silvestre Paradox (1901), inició la trilogía «La vida fantástica»,
expresión de su individualismo anarquista y su filosofía pesimista, integrada
además por Camino de perfección (1902) y Paradox Rey (1906). La obra por la que
se hizo más conocido fuera de España es la trilogía «La lucha por la vida», una
conmovedora descripción de los bajos fondos de Madrid, que forman La busca
(1904), La mala hierba (1904) y Aurora roja (1905). Realizó viajes por España, Italia,
Francia, Inglaterra, los Países Bajos y Suiza, y en 1911 publicó El árbol de la
ciencia, posiblemente su novela más perfecta. Entre 1913 y 1935 aparecieron los
22 volúmenes de una novela histórica, Memorias de un hombre de acción, basada
en el conspirador Eugenio de Aviraneta, uno de los antepasados del autor que
vivió en el País Vasco en la época de las Guerras carlistas. Ingresó en la Real
Academia Española en 1935, y pasó la Guerra Civil española en Francia, de
donde regresó en 1940. A su regreso, se instaló en Madrid, donde llevó una vida
alejada de cualquier actividad pública, hasta su muerte. Entre 1944 y 1948
aparecieron sus Memorias, subtituladas Desde la última vuelta del camino, de
máximo interés para el estudio de su vida y su obra. Baroja publicó en total más
de cien libros.

Usando elementos de la tradición de la novela picaresca, Baroja eligió como


protagonistas a marginados de la sociedad. Sus novelas están llenas de
incidentes y personajes muy bien trazados, y destacan por la fluidez de sus
diálogos y las descripciones impresionistas. Maestro del retrato realista, en
especial cuando se centra en su País Vasco natal, tiene un estilo abrupto, vivido
e impersonal, aunque se ha señalado que la aparente limitación de registros es
una consecuencia de su deseo de exactitud y sobriedad. Ha influido mucho en
los escritores españoles posteriores a él, como Camilo José Cela o Juan Benet, y
en muchos extranjeros entre los que destaca Ernest Hemingway.

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