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Maneras trágicas
de matar a una mujer
Literatura y debate crítico, 3
Colección dirigida por
Carlos Piera
y R oberta Q uance
T raducción de
R am ón Buenaventura
13
REPARTO*
20
NO TA DEL TRADUCTOR
21
Maneras trágicas
de matar a una mujer
23
H abiendo dado la vida por su ciudad, los atenienses caídos
en com bate recibían en pago «un elogio inalterable y una
sepultura que es la más digna. N o me refiero a aquélla en que
reposan, sino a aquélla en que su gloria sobrevive y es
recordada en toda ocasión [...]. Los hom bres ilustres tienen
po r tum ba la tierra enteia; no es sim plem ente una inscripción
sobre una tum ba que, en su país, recuerda su existencia, pues
incluso en un país extranjero, sin ninguna inscripción, cada
una de esas tum bas lleva grabada esa inscripción, no en la
piedra, sino en el corazón de los hom bres.»
[V ersión castellana de: Tucídides, Historia de la guerra del
Peloponeso, traducción y notas de V icente López Soto (Bar
celona: Editorial Juventud, 1975).]
«De tu valor, N icoptólem e, jamás el tiem po borrará el eterno
recuerdo, que en tu m arido dejaste»1.
Sirva esta cita tomada de un epitaphios, junto con otro
fragmento de epitafio, como introducción a lo que se dice,
en una ciudad griega —Atenas, en este caso—, cuando muere
un hombre y cuando muere una mujer. Los hombres mueren
en guerra, cumpliendo rigurosamente con el ideal de civismo;
sometida a su destino, la mujer muere en su cama —o esto,
por lo menos, parece lo más verosímil—. A los hombres, la
ciudad les concede por la vía oficial un hermoso sepulcro y
un elogio en forma de oración fúnebre pronunciada por el
más célebre de los hombres de Estado: y ya, como obede
ciendo al verbo elocuente de Pericles, el epitafio grabado en
el monumento del barrio Cerámico empieza a palidecer ante
la palabra de gloria y su promesa de recuerdo tan inalterable
como universal. Para Nicoptóleme —desconocida, aunque de
nombre guerrero, porque de victoria en el combate habla—,
basta con un poco de recuerdo privado: unas cuantas líneas
grabadas en una estela, con la afirmación de que su marido
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nunca la olvidará. Fuerte contraste, quizá demasiado bello
para ser exacto. Veamos. Sin duda que no todos los hombres
de Atenas mueren en combate, pero no hay ninguno cuyo
epitafio no confíe a la ciudad, de una u otra forma, el
recuerdo eterno de las cualidades del fallecido; tampoco se
extinguen en su lecho todas las mujeres de Atenas, pero
siempre es al marido (o, en el peor de los casos, a la familia)
a quien toca preservar el recuerdo de la fallecida.
Si nos situamos en el nivel paradigmático de los modelos
sociales, cierto es que la ciudad no tiene nada que decir con
respecto a la muerte de una mujer, aunque haya sido tan
perfecta como le estuviese permitido serlo: pues no hay para
la mujer otro logro que el de llevar sin ruido una existencia
ejemplar de esposa o de madre, junto al hombre que vivía su
vida de ciudadano. Sin ruido: tal es, en todo caso, la vida
que en el epitaphios aconsejaba Pericles a las viudas de los
atenienses caídos en combate. La gloria (kleos) de los hombres
es palabra viva, trasladada a oídos de la posteridad por las
mil voces de la fama: para decir la gloria de una mujer, no
hay —desde que Penélope afirma que sólo el regreso de
Ulises mejorará su kleos desmedrado— más orador que el
marido. La misma persona que, más allá del fallecimiento de
su esposa, será depositaría de su recuerdo. Una vez muerto
el marido, lo único que toca a las mujeres es no dar lugar a
que se hable de ellas entre los restantes varones, ni en tono
de censura ni en tono de elogio: la gloria de las mujeres
consiste en carecer de ella’. He aquí algo que está muy lejos
de facilitar la tarea de quien pretenda palpar la muda realidad
de la vida de las mujeres atenienses. Pero no estriba en tal
cosa mi propósito, de modo que me atendré decididamente al
logos, aun a riesgo de echar raíces en un género literario que,
en la ciudad, consagra a la muerte de las mujeres un discurso
muy diferente de este otro, tan privado, del secreto y el luto.
No obstante, aunque no sea más que por mor de
complicar la tarea, es menester demorarse un momento en la
lectura de los epitafios. Así alcanzaremos la convicción de
que ninguna mujer posee su muerte: para aquella cuyas
virtudes han de culminar en el bienestar de su esposo, no hay
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fallecimiento heroico (pensada sobre el módulo de la prueba
honorable, la «muerte gloriosa» sólo puede ser viril). Sencilla
mente, la muerte de la esposa da remate a una vida de
entrega y afecto, de buen humor y de reserva, de la cual el
marido, qué duda cabe, sabrá «hablar muy bien» en lo
porvenir.
En tales condiciones, ¿a qué palabra cívica iba a ocurrírsele
articular un discurso sobre la muerte de las mujeres? No, a
buen seguro, al género histórico, sobre todo si el historiador
se llama Tucídides y su objeto es Grecia: crónica de guerras
y de decisiones políticas, la historiografía tucididiana no
tiene por qué ocuparse de las mujeres, ni siquiera cuando
están vivas. Herodoto, como cabía esperar, era menos cate
górico en este aspecto, pero —de modo no menos previsible—
no se interesaba en las mujeres más que en cuanto bárbaras
o esposas de tiranos, o por su muerte violenta, o porque le
daban pretexto para relatar algún rito funerario anómalo'; y,
aun así, se trata de breves menciones, en las que nunca se
observa un alto grado de elaboración. Pero hay un género
cívico que se complace institucionalmente en difuminar la
frontera entre lo masculino y lo femenino, liberando la
muerte de la mujer de los lugares comunes en que la
acuartelaba el luto privado. Acabo de nombrar la tragedia,
donde —cierto es: al igual que en Herodoto— las mujeres
no mueren sino de muerte violenta4; pero es que en el
universo trágico la muerte, aunque acontezca en el campo de
batalla, siempre se sitúa bajo el signo de la violencia, por la
cual no padecen los hombres menos que las mujeres: así, por
un momento al menos, queda restablecido un a modo de
equilibrio entre los sexos.
Violentamente, pues, mueren las mujeres trágicas. Más
exactamente, es en la violencia donde la mujer conquista su
muerte. Una muerte que no sea tan sólo el final de una vida
de esposa ejemplar. Una muerte que le pertenezca en propie
dad, que, como la Yocasta de Sófocles, se haya infligido
«ella, por sí misma»', o que, de manera más paradójica, le
haya sido impuesta. Una muerte brutal, que se anuncia sin
grandes frases (así, para la esposa-madre de Edipo: «Las
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palabras más rápidas de decir y de entender: ha muerto la
divina Yocasta»), pero cuyas modalidades, dolorosas o cho
cantes, dan lugar a un largo relato. Pues, tan pronto como
queda enunciado en toda su desnudez el hecho bruto, el
acontecimiento suscita una pregunta, siempre la misma:
«¿Cómo? Díme cómo»6. Entonces cuenta el mensajero, y así
rompe la tragedia el silencio ampliamente observado en la
tradición griega sobre los caminos de la muerte.
Pero una precisión se impone: es cierto que, en la
tragedia griega, la muerte de las mujeres accede al discurso
igual que la de los hombres; pero conviene observar que,
dentro del espectro de las modalidades de la muerte violenta,
se opera de hecho un reparto entre hombres y mujeres —y
ya tenemos roto el equilibrio entre los sexos... Del lado de
los hombres, la muerte (con unas cuantas excepciones, como
la de Áyax y Hemón, que se suicidan, o la de Meneceo, que
se brinda al sacrificio) se manifiesta en forma de homicidio:
tal es, bien mirada, la muerte —oikeios phonos, homicidio
familiar— formalmente guerrera de los hijos de Edipo, que
se matan unos a otros en el campo de batalla. En cuanto a
las mujeres, algunas hay que mueren víctimas de homicidio
—como Clitemnestra, como Mégara—, pero son mucho más
numerosas las que apelan al suicidio como salida única para
sus rigurosas desdichas: Yocasta, por ejemplo, y sin apartarnos
de Sófocles, Deyanira, Antígona y Eurídice; Fedra y, también
en Eurípides, Evadne y, en el trasfondo de Helena, Leda; por
último, en lo referente a las más jóvenes, el instrumento
preferido de la muerte es el cuchillo sacrifical, y hay que
añadir, a la cohorte de esposas suicidadas, el grupo de las
vírgenes sacrificadas, desde Ifigenia a Políxena, pasando por
Macaria y por las hijas de Erecteo.
No vamos aquí a limitarnos al homicidio, aunque no por
ello dejaremos de invocar su formas trágicas: por repartirse
de modo más equitativo entre hombres y mujeres, el homicidio
constituye, sin duda, un criterio menos pertinente a la hora
de establecer las diferencias entre los sexos con relación a la
muerte. El lector ya ha tenido que adivinarlo: nuestra
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atención va a concentrarse, en cuanto muerte femenina, en el
suicidio de las esposas y en el sacrificio de las vírgenes.
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La soga y la espada
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propio fondo del desastre, se resigna a seguir viviendo10. En
lo que se refiere al ciudadano, las cosas están más claras
todavía: nada más ajeno al suicidio que el imperativo hoplita
de la «muerte gloriosa», que ha de ser aceptada, no buscada11
—sabemos que, por haber expresado con demasiada vehe
mencia su deseo de morir en Platea, los espartanos negaron
a Aristodamo la gloria postuma de verse incluido en el
elenco de los valientes. Espartano o no, ningún guerrero se
suicida más que por causa de deshonor (caso de Otríadas en
el libro I de Herodoto y de Pantites en el VII); de lo cual se
hace eco el Platón de las Leyes, pensador normativo, pero fiel
al interés ciudadano, que inflige al suicida, por «falta absoluta
de virilidad», la sanción institucional de una tumba tan
solitaria como olvidada, en las afueras de la ciudad y en la
noche del anonimato (IX, 873 c-d). Elabrá que añadir —y no
es dato trivial— que la lengua griegacarece de vocablo
específico para designar el acto del suicidio, y que utiliza las
mismas palabras que nombran el homicidio de los padres,
ignominia absoluta12.
El suicidio, pues: muerte trágica, quizá, que eligen,
abrumados por la desazón, aquellos sobre quienes recae «el
dolor excesivo de un infortunio irremediable»13. Pero, en la
propia tragedia, muerte de mujer, por encima de cualquier
otra cosa. Y resulta que una de las modalidades de esta
muerte —ya de por sí devaluada— está más señalada por la
infamia, más abocada al deshonor inapelable que todas las
demás: me refiero al ahorcamiento, muerte abominable o,
por decirlo más adecuadamente, muerte «sin forma» (askhe-
món), máximo agravio que nadie se inflige sino apremiado
por la vergüenza14. Y resulta también —¿será casualidad?—
que el ahorcamiento es muerte de mujer:muerte de Yocasta,
de Fedra y de Leda, muerte de Antígona (y, fuera de la
tragedia, muerte de innumerables muchachas que se cuelgan
para dar origen a un culto o para ilustrar los enigmas de la
fisiología femenina15).
El ahorcamiento, muerte femenina. Digo más: en él
puede duplicarse al infinito la expresión de la feminidad,
porque las mujeres y las muchachas saben sustituir el instru
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mentó habitual, la soga, por los aderezos con que se cubren,
emblemas de su sexo (así, Antígona se estrangula en el nudo
de su propio velo). Velos, cinturones, bandas: trebejos de
seducción que, virtualmente, tanto valen como trampas de
muerte para quienes las llevan, como hacen saber al rey
Pelasgo las danáides suplicantes16; en una palabra, fuerte
expresión tomada de Esquilo, hay en todo ello una hermosa
trampa, mekhané kale, donde la peithó (persuasión) erótica se
pone al servicio de la más siniestra de las amenazas.
No insistiré en el trato íntimo de las mujeres con este
ámbito de la metis, inteligencia astuta tan característica de
los griegos. No obstante, no dejaré pasar la ocasión de
recordar que no hay acción llevada a cabo por una mujer
—aunque emplee la espada, sea para darse muerte, sea para
matar— que no corra el riesgo de verse absorbida, inexora
blemente, por el vocabulario de la astucia. Así, en Agamenón,
para evocar los designios letales de Clitemnestra, mientras
afila la espada contra su esposo, Casandra, en contra de lo
que cabía esperar, recurre a la imaginería del veneno vertido
en la copa; en la Orestíada, en cambio, el veneno no tarda en
ser revezado por una trampa real y verdadera, el velo que
apresa a Agamenón como en una red, audaz materialización
de toda metáfora de metis. Idéntica lógica opera en las
Traquinias: sin desearlo así, Deyanira atrapa a Heracles en
la trampa envenenada de la túnica de Neso: ahora, por
mucho que se apresure a solicitar de la espada la salvación de
una muerte rápida, ya no podrá evitar que se piense, aunque
sea de modo fugaz, que su suicidio se inscribe en el registro
industrioso de la inteligencia astuta17.
A esta metis abarcadora, operante en-las palabras y en los
actos de las mujeres, y que teje las redes mortales o aprieta
el nudo de innumerables sogas, la tragedia opone todo lo que
corta o desgarra, en una palabra, lo que hace correr la sangre.
Lo cual nos lleva a las Suplicantes de Esquilo y a su pulsión
hacia el ahorcamiento. Postrer recurso en su fuga extraviada
ante los hijos de Egipto, el nudo corredizo de la muerte
habría protegido a las danáides contra el deseo violento del
macho, así como arrojarse desde lo alto de una roca escarpada
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—cosa que por un momento les pasa por la cabeza— las
habría redimido del matrimonio (vínculo donde el esposo no
es sino dueño). Y no es indiferente que den a este dueño el
nombre de daiktór, que en modo alguno significa «raptor»
(como quiere, en la edición de Belles Lettres, la muy auto
rizada traducción al francés de Paul Mazon), sino muy exac
tamente desgarrador1S. Para escapar de este desgarro —sin
duda el de la violación o desfloración— sólo dos caminos se
abren: la muerte de las danáides en el nudo corredizo de una
soga —y el deshonor para la ciudad—, o su vida a cambio de
una guerra en la que «por mujeres» se ha de derramar la
sangre de los hombres (Suplicantes, 476-477). No se colgarán
las danáides. Ya conocemos el final: matrimonio consumado,
bodas de sangre, mortales para los maridos, castigo posterior
en el Hades. Pero eso es otra historia.
Ahorcamiento o sphagé
Hay, no obstante, una palabra cuya enunciación no
podemos seguir aplazando, porque es obsesiva en el género
trágico y porque en éste se contrapone, insistentemente, al
vocabulario del ahorcamiento. Esta palabra es sphagé, nombre
de la degollación sacrifical, aunque también de la herida y de
la sangre que se vierte. Junto con el verbo sphazó y sus
derivados, se aplica evidentemente a los sacrificios: el de
Ifigenia en Esquilo y Eurípides, pero también, en Eurípides,
el de Macaria en los Heraclidas, y el de las hijas de Erecteo,
ofrecidas a la patria en calidad de sphagia (Ión, 178). Hasta
aquí, todo normal, o casi. Pero, de Esquilo a Eurípides,
pasando por Sófocles, sphazó y sphagé también se aplican al
homicidio en el seno de la familia de los Atridas. Y, sobre
todo, es también a estas palabras a las que se recurre para
designar el suicidio cruento: suicidio de Ayax, de Deyanira,
de Eurídice. ¿Cabe invocar, para justificar este uso un tanto
alejado, alguna supuesta ley de la inadecuación semántica,
característica de la tragedia en su empleo del lenguaje?
¿Habrá que rebajar sphazó a la categoría de palabra más
neutra o más descriptiva, como skhizó y daizó, que describen
el desgarramiento del cuerpo? Ello equivaldría a ignorar el
rigor del significante trágico, que no manipula la lengua sino
con fines muy concretos —como, por ejemplo, el de confundir
las órdenes. Más vale apostar por el sentido, observando que,
cargados de valores religiosos, sphazó, sphagé y sphagion no se
aplican en la tragedia a cualquier degollación religiosa, ni a
cualquier suicidio, sino a la larga sucesión de «asesinatos
resultante de la aplicación de la ley de la sangre» en la familia
de los Atridas, o a la muerte voluntaria de Eurídice al pie del
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altar de Zeus Herceo28. En términos más generales, sphage se
aplica a la muerte por hierro como muerte «pura», por
oposición al ahorcamiento29.
Pero tan pronto como mencionamos esta contraposición
entre dos modos de morir, el masculino y el femenino, hay
que decidirse a señalar que ya la hemos quebrantado, al
evocar la muerte «viril» de Deyanira o de Eurídice, que se
hunden una espada en el cuerpo. Y, en Eurípides, no son
escasas las heroínas que prefieren la espada a la soga cuando
la muerte les ronda la cabeza; así, mientras monta guardia
ante la puerta de la casa donde se lleva a efecto el crimen,
Electra sostiene una espada en las manos, dispuesta a volverla
contra sí misma si el empeño fracasa (Electra, 688, 695-696).
Y, a la inversa, hay también, en Eurípides, hombres a
quienes sobreviene la muerte por haber caído, como una
mujer, en lazos inextricables: caso de Hipólito, que, engan
chado en las riendas de su caballo, como en un par de trabas,
se estrella contra la peñas del camino30; pero, hay que
decirlo, entre los hombres es, con toda evidencia, más raro
este modo irregular de muerte.
A lo que íbamos: he de observar que el enmarañamiento
trágico consistente en atribuir muerte viril a una mujer no
depende de ninguna contingencia. Tomemos la muerte de
Yocasta en las Fenicias. En Sófocles, como sabemos, Yocasta
se ahorca tan pronto como averigua quién es Edipo —mujer
abrumada por una desdicha insuperable. La Yocasta de
Eurípides no se ahorca; habiendo logrado sobrevivir a la
revelación del incesto, es la muerte de sus hijos lo que
acarrea la suya, que se da a sí misma con la espada que a
ellos mató31. Qué duda cabe: se trata de una notable
desviación con respecto a una tradición muy sedimentada, ya
desde Homero y el ahorcamiento de Epicasta. ¿Tendremos
por ello que atribuir esta innovación, como algunos hacen, a
una evolución de las mentalidades, cada vez más hostiles a la
muerte por ahorcamiento?32 A decir verdad, no hay nada que
avale semejante hipótesis, porque ya en la Odisea (XXII, 462-
464) la muerte por soga es la más impura posible, y, por
consiguiente, no se ve bien en qué ha podido consistir el
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cambio de mentalidad. Pero, sobre todo, conviene leer el
texto de Eurípides en relación con el de Sófocles; entonces
comprenderemos que en las Fenicias hay una especie de
nueva interpretación de conjunto del personaje de Yocasta; y
la muerte viril de una mujer que ya no es, como en Sófocles,
esposa por encima de todo, sino exclusivamente madre33, ha
de anotarse en el haber de la recién mencionada reelaboración
crítica de la tradición.
A partir de este ejemplo y de algunos otros, esbocé
antaño, evocando la muerte trágica de las mujeres, una
generalización en que el ahorcamiento iba asociado al matri
monio —o, mejor, la excesiva valoración de la condición de
desposada (nymphé)— y el suicidio cruento a la maternidad,
mediante la cual, en los dolores «heroicos» del parto, se
realiza enteramente la esposa34. Me sigo ateniendo a esta
lectura. Pero no he de volver a ella, en este punto, sencilla
mente porque es el enmarañamiento lo que me interesa
ahora, y más concretamente las afirmaciones, tan frecuentes
en Eurípides, que parecen postular una especie de equivalencia
entre la soga y la espada.
La soga o la espada: en una sola palabra, la muerte a
cualquier precio, sean cuales sean los caminos que a ella
conduzcan. Así, en situación desesperada, razonan las mujeres
viriles (quienes, si se les diera ocasión, elegirían la espada), de
tal cosa hacen alarde las mujeres demasiado femeninas, que,
como Hermíone, ni siquiera osarán ahorcarse —pero, tanto
en un caso como en el otro, la continuación del texto deja
perfectamente en claro cuál sería, espada o soga, la verdadera
elección de la infortunada. Soga o espada: tal es también la
elección que, ante la inminencia de la muerte de Alcestis,
ofrece a Admeto su corazón, cuando afirma: «ante tamaña
desgracia, no cabe sino abrirse la garganta (sphagé) o introducir
el cuello en el nudo corredizo de un lazo colgante» — simple
manera de señalar que, por haber huido de la muerte, un
hombre feminizado no puede sustraerse a la desdicha que
destroza a las mujeres35.
Pero —ya lo sugieren estos ejemplos—, el enmarañamiento,
aun llevado a su colmo, no tiene más objeto que el de
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1
robustecer, por vía paradójica, el planteamiento ortodoxo de
la contraposición. Así, por ejemplo, en la tragedia que lleva
su nombre, cuando Helena hace votos por su propia muerte:
«lazos m ortales pondré en mi pobre cuello para de ellos
colgarme o haré que entre en mi garganta sangrante la espada
con golpe hom icida, m ortal que mis carnes traspase, una
ofrenda a las tres diosas...»
Tal como indica la resolución final, la única eventualidad
que Helena considera verdaderamente digna de ella es la
sphagé; pero, bien mirado, la elección ya despuntaba en las
propias palabras con que Helena hablaba de colgarse, y sobre
todo en el phonion aióréma, en esa intraducibie y contradic
toria «suspensión cruenta» que los traductores ocultan como
pueden, porque —piensan— lo propio del ahorcamiento es
que no se derrame la sangre ’6. Y, sin embargo, es precisamente
en este oxímoron donde hay que adivinar la elección de la
heroína, para quien no cabe concebir más muerte que la
cruenta, y cuyas palabras recusan el ahorcamiento en el
instante mismo en que evocan tal eventualidad. Phonion
aióréma: así, anunciando por anticipación la sangre de la
sphagé, la lengua de Helena se adelanta a sus pensamientos.
Como resultado de este examen, vuelve a plantearse, con
más fuerza que nunca, la contraposición entre la soga y la
espada. Excepto que, en lo sucesivo, hay evidencias que se
imponen con toda claridad. Un hombre nunca llegará a
ahorcarse, aunque la idea le haya rondado la cabeza37; el
hombre, cuando se mata, lo hace como tal, como hombre. A
la mujer, en cambio, se le ofrece opción: hallar en el lazo de
una soga un final muy femenino, o apoderarse de la espada,
robando su muerte a los hombres. ¿Cuestión de identificación,
es decir de coherencia interna del personaje trágico? Quizá.
No por ello resulta menos patente el desequilibrio, prueba
—por si hubiera necesidad de recordarlo— de que el género
trágico domina a la perfección el juego del enmarañamiento
y conoce los límites que no debe franquear. O, por decirlo
de otro modo: prueba de que la mujer está más autorizada a
40
hacer de hombre, para morir, que el hombre a apropiarse,
aunque sea en la muerte, de cualquier conducta femenina.
Libertad trágica de las mujeres: libertad en la muerte.
41
1
«H em e aquí, en lo alto de esta roca; sem ejante a un pájaro,
sobre la pira de Capaneo me alzo ligera, con un funesto
balanceo (aióréma)» (Suplicantes, 1045-1047).
42
cuantas vías de meditación sobre lo que, a propósito del ahor
camiento se dice de las mujeres41. Que, por su propensión al
vuelo, estas esposas (forzosamente sedentarias, según la orto
doxia de las representaciones cívicas), establecen un a modo de
relación de connaturalidad con los lugares aparte: y se arrojan
al aire y se suspenden entre el cielo y la tierra. Que basta
cualquier desdicha para que tales mujeres huyan del hombre,
saliendo de la vida, de la suya propia, como quien sale de es
cena: con brusquedad. Identificado como está con el modelo
hoplita, el hombre tiene el deber de quedarse en su sitio, de
arrostrar la muerte cara a cara, como Áyax, que, al morir, se
une con la tierra a que lo ata su espada, fija en el suelo,
hincada en su cuerpo.
Para las mujeres, la muerte es salida. Bebéke: «Se marchó»,
dícese de la mujer fallecida, o que se ha dado muerte. Se dice
de Alcestis, se dice de Evadne, que ha abandonado de un sal
to (bebéke pédésasa) la casa del padre, para alcanzar la roca
desde donde dará otro salto, el último (pédésasa), para arro
jarse al vacío. Y, llorando la muerte de Fedra, desaparecida,
«semejante a un pájaro que de las manos huye», Teseo excla
ma: «Un salto súbito (pédéma) te ha llevado hasta el Hades»42.
Pero no sigamos adelante sin recordar que, para las mujeres,
la muerte es movimiento: sólo vuelan las heroínas con exceso
de feminidad. De hecho, el anuncio de la muerte de Deyanira,
que ha optado por la espada, en lugar de la soga, se inicia del
modo que cabía esperar, pero concluye con una nota insólita:
«Deyanira ha recorrido el últim o de todos los viajes sin
m over los pies, con el pie inm óvil (Bebéke ex akinétou
podos)». (Traquinias, 874-875).
Silencio y secreto
El silencio es adorno en las mujeres:' siguiendo a Sófocles
nos lo ha de recordar Aristóteles; y, cuando interviene en la
acción, Macaria, en Eurípides, se empeña en demostrarnos
que lo sabe, observando que para una mujer lo ideal es no
abandonar el recinto cerrado de su casa44. Pero las mujeres
trágicas se inmiscuyen en el mundo viril de la acción: han de
44
pagar por ello. Y, en silencio, las heroínas de Sófocles vuel
ven a las moradas que antes abandonaron, para en ellas mo
rir. Silencio de Deyanira ante la acusación de Hilo; pesado
silencio de Eurídice, en el cual discierne el coro, con razón,
una oculta amenaza; silencio a medias de Yocasta, palabras
de doble sentido donde la voz acaba asfixiándose45.
Estos silencios, que se perciben como angustiosos signos,
son anticipo de una acción que la mujer desea ocultar de la
vista: Fedra se hace invisible (aphantos) y Deyanira desaparece
(diéistósen) —o pongamos que organiza una desaparición
definitiva por medio de la cual, apartada de los ojos mortales,
accede al mundo invisible del Hades, evitando todas las
miradas incluso en el interior del palacio donde buscó
refugio46. De modo similar, Yocasta y Fedra se ocultan tras
puertas muy cerradas, herméticamente enclaustradas con la
muerte; y cerrándose multiplican por dos la prisión del
cuerpo en el ahorcamiento: Edipo tendrá que ensañarse con
la puerta; Jasón solicitará con desgarrado grito que le desco
rran los cerrojos47 —sólo así lograrán ver a sus mujeres.
Muertas. Los espectadores no llegan a ver el cuerpo de
Yocasta, pero sí el de Fedra, y también el de Eurídice, que se
ofrece a la vista al mismo tiempo que el de Creonte. Toca
entonces al mensajero subrayar el juego escénico:
«Te es posible verlo, pues ya no está en su retiro (en
mykhois)»'*.
[N o se tom a para esta frase la versión española de Assela
Alamillo, que traduce en mykbois p o r ‘oculta’.]
Morir con
Tampoco cabe sorprenderse de que muchas de estas
muertes solitarias estén pensadas como maneras de morir con
el hombre. Morir con: modalidad letal del synoikein, el «vivir
con» que da al matrimonio griego una de sus más comunes
denominaciones57.
Morir con: no semejante cosa pretendía Clitemnestra,
quien habría, con mucho, preferido vivir en compañía de
Egisto; pero tal es la suerte que, con enloquecedora ironía, le
reserva Orestes cuando, antes de asestar el golpe, la invita a
48
«dormir» en la muerte «con» aquel a quien amaba más que a
su propio esposo. Justa inversión de las cosas en la lógica de
la Orestíada, justa compensación por la muerte de Casandra
al lado de Agamenón —que Clitemnestra había presentado
previamente como manera de morir adecuada a una amante58.
Morir con: lo que la lógica del crimen impone a la Orestíada
vendrá a ser, por parte de los suicidados, objeto de una
voluntad que se parece mucho al amor y a la desesperación.
Así, por ejemplo, Deyanira —tan pronto adivina la catástrofe
que ya está en marcha— anuncia a las mujeres de Traquis,
confidentes suyas, su intención de acompañar a Heracles en
la muerte: «Sin embargo, está decidido: si Heracles sufre
desgracia, con el mismo golpe moriré yo también con él»
(Traquinias, 719-720); firme intención, por cuatro veces
expuesta en el mismo verso, y a la cual se atendrá Deyanira
con todo rigor —salvo en lo tocante al «con», que sólo para
ella tendrá sentido: por haberle arrebatado la muerte de los
hombres, Heracles, héroe fulminado, la envía más allá de la
muerte, a la soledad que ya en vida le correspondió. También
cabe recordar a la Helena de Eurípides, que no muere, pero
habla de ello con frecuencia, y quien —igual en virtud a la
Helena del poeta Estesícoro, en su destierro egipciaco59—,
jura, si Menelao muriera, darse muerte con la misma espada,
para descansar junto a su marido. Por último, y si es verdad
que toda conducta trae consigo un exceso, Evadne es digna
de mención especial: loca por el matrimonio, bacante del
amor conyugal, hace tumba común de la pira de Capaneo y,
sin darse por satisfecha con el deseo de morir junto al
amado, sueña con la aniquilación en un mundo erotizado por
la unión de los cuerpos:
«En la llama ardiente, confundiré mi cuerpo con el de mi
esposo, yaciendo junto a él, carne con carne»50.
54
La sangre pura de las vírgenes
64
A este análisis cabe, sin duda* objetar lo siguiente: que
hay, al menos en Eurípides, un varón entre las jóvenes
víctimas sacrificales. Estamos refiriéndonos al hermano de
Hemón, Meneceo, cuya inmolación a la tierra de Tebas
reclama el encolerizado Ares —en las Fenicias. Pero hay que
ver en la muerte de Meneceo una versión viril —por tebana—
del sacrificio virginal: dentro del universo masculino de la
autoctonía de los espartanos (los «Semas»), ¿quién podría
morir por la patria —tierra de varones—, sino un varón?98
Por supuesto, el hecho de que la víctima sea un hombre
joven, en lugar de una virgen, no carece de consecuencias:
así, dado que empuñar el hierro es privilegio masculino, el
hijo de Creonte —a diferencia de las parthenoi, que sucumben
bajo el cuchillo del verdugo— se sacrifica a sí mismo, con lo
que resulta difícil distinguir con claridad entre este sacrificio
y un suicidio, o entre el suicidio y una gloriosa muerte de
guerrero99. Pero lo esencial está en la similitud, no en la
diferencia: aunque su comportamiento sea de guerrero, Me
neceo es elegido como víctima sacrifical por su virginidad de
potro que no conoce aún la doma del matrimonio1X. Buen
momento —para los interesados en la antropología del
matrimonio griego— de recordar que también para el hombre
constituye criterio de madurez esta institución101, aunque el
paso sea de mayor envergadura para las mujeres. Buen mo
mento, sobre todo, para reflexionar acerca de una ley según
la cual sólo la virginidad vale para el sacrificio, haciendo que
—magnificado por el verbo trágico— el sacrificio humano
pueda considerarse adecuado.
Así —dejando aparte el himen— Meneceo viene a colocarse
junto a Ifigenia, Políxena y Macaria. Pero —que no llegue a
ocultárnoslo la nobleza de su entrega— todo sacrificio
humano es aberrante; y, puesta a pensar en tal desviación, la
imaginación prefiere que sea a una muchacha a quien pasen a
cuchillo. La parthenos: víctima sumisa, pasiva, dócil. Cierta
mente.
65
1
Libertades virginales
Ya sabemos que, para ser fausto, en todo sacrificio
animal debe representarse la aquiescencia de la víctima102.
Aunque sea un trágico quien lo imagine, el sacrificio humano
no puede dejar de plegarse a tal regla. Ello, claro está, salvo
en el caso de que el sacrificio se trate de describir como
mero crimen, lo cual excluye por completo el consentimiento
de la muchacha a la inmolación. Tal es la vía103 por la que
opta Esquilo en Agamenón.
No cabe duda de que la palabra phonos no llega a pro
nunciarse explícitamente, pero, aun así, el sacrificio de la virgen
recibe los calificativos de mancilla, impureza, impiedad, incluso
antes de que —cuando se describe el traslado de Ifigenia al
lugar del suplicio— el texto empiece a acumular pruebas en
contra de ese padre que se ha atrevido a inmolar a su hija.
Hasta la condición virginal de la muchacha llega a aducirse
como circunstancia agravante («ni siquiera sus años virginales
le valieron de nada»). Pero lo esencial es que Esquilo no abre
ningún hueco al consentimiento de la víctima por el que
adquiere legalidad formal el sacrificio; tan luego como se da
la señal de proceder a la ejecución se desencadena la violencia:
llevada en volandas, atenazada, amordazada para que no se
oigan sus gritos104, Ifigenia lucha, se aferra a la vida, niega
desesperadamente su aquiescencia105 a una inmolación cuyo
carácter escandoloso Esquilo se complace en subrayar106.
Con excepción de Ifigenia entre los tauros, en cuya
heroína perdura el horrífico recuerdo de la violencia que le
fue infligida —muy a la manera de Esquilo—, muy otra es la
actitud de las tragedias euripidianas con respecto a las
vírgenes inmoladas. De hecho, Eurípides no acepta la ficción
del sacrificio humano más que para invertirle el significado.
Hábil forma de rechazar aquello mismo cuya puesta en
escena y realización se está describiendo concienzudamente.
So color de respetar la norma de la aquiescencia, se transforma
el asentimiento en elección libremente planteada, y la muerte
súbita en muerte voluntaria, por no decir gloriosa. Todo está
en su sitio, pero nada tiene ya el mismo sentido.
66
Una vez más, la hija de Agamenón se erige en paradigma,
ella que, en la Ifigenia en Aulide, acepta de buen grado morir
(,bekousa: v. 1555). Asida por manos brutales, la Ifigenia de
Esquilo es «alzada sobre el ara» (hyperthe bómou labein
aerden); y en ello —práctica sacrifical corriente con víctimas
animales— Esquilo no ve sino señal de violencia y fuerza107.
Aerden: en el aire. En la aióra del ahorcamiento las esposas
se elevan en el aire por su voluntad; aquí, sin embargo, la
muchacha sacrificada ni por un instante desea apartar los pies
del suelo. Pobre Ifigenia: Eurípides la recordará en Ifigenia
entre los tauros, donde, ya en los primeros versos de la
tragedia, la hija de Agamenón —en imitación muy aproximada
del texto de Esquilo— evoca el instante funesto en que,
«mísera, sobre el ara levantada» (hyper pyras metarsia leph-
theisa)'m, estuvo a punto de perecer por el cuchillo. A la
inversa, no debemos extrañarnos demasiado de que, al final
de Ifigenia en Aulide —donde la libertad de la heroína no
puede tolerar restricción alguna, ni siquiera de carácter
ritual—, se desvanezca toda señal de violencia pura. De
hecho, cuando, plantada ante su padre, Ifigenia anuncia que
—entregando libremente su cuerpo al sacrificio— tenderá el
cuello con valor y en silencio, por esas mismas palabras la
virgen prohíbe a los argivos que le pongan la mano encima
—modo de negarse a ser tratada como víctima y «alzada» de
conformidad con el ritual (Ifigenia en Aulide, 1551-1561). A
renglón seguido, la atención se concentra en los preparativos
de la inmolación; y el texto, en elocuente elipsis, no nos dice
cuál pudo ser la postura final de Ifigenia: ¿erguida con
altivez, o quizá de rodillas? En compensación —y no, sin
duda, por casualidad—, tan pronto se ha desplomado la
espada de Calcas cuando se nos describe con toda precisión
la cierva montaraz inmolada en lugar de la muchacha, que
está tendida en el suelo, pero cuya sangre salpica, hacia lo
alto (arden), el ara de Ártemis109: con la victima animal,
aunque sea aberrante, el ritual del sacrificio recupera todos
sus derechos, mientras la parthenos desaparece, inmovilizada
en su libre elección.
67
No obstante, la más cumplida figura de este rechazo
virginal a ser «asida y alzada» es, de nuevo, Políxena —de la
cual, sin embargo, el ejército griego esperaba que se debatiese,
porque se había asignado a los elegidos aqueos la tarea de
contener sus saltos"0. Princesa troyana, pero, en el infortunio,
hermana de Ifigenia y, como ella, sacrificada por el ejército
griego, Políxena acierta a detener el gesto del sacrificante,
que ya iba a hacer seña de que asieran (labein) a la muchacha:
al igual que Ifigenia, Políxena proclama su libertad y prohíbe
que le pongan la mano encima, declarando que tenderá el
cuello con valor. A partir de ese momento, la narración se va
haciendo más precisa: Agamenón —¡otra vez él!— ordena a
los jóvenes que suelten a la parthenos. Entonces, poniendo
una rodilla en tierra, la virgen Políxena se arrima con firmeza
al suelo para m orir'11. Esta rodilla hincada no debe hacernos
pensar en prácticas orientales, bárbaras, de prosternación
(proskynésis), porque, en su reivindicación de la libertad,
Políxena es digna de ser griega. Aún menos debe pensarse en
gesto alguno de súplica112: arrodillada, la Políxena de Eurípides
no está en esa actitud implorante en que la representa la
tradición iconográfica posterior, que se complace en las
interpretaciones más sentimentales de su actitud115; muy al
contrario: en esta postura, que viene acompañada por un
«discurso de incomparable valentía», lo que hay que adivinar
es la aceptación serena de la muerte y, sobre todo, el
rechazo, manifestado en el acto, a ser tratada como cuerpo
pasivo, «asida y alzada» como la Ifigenia de Esquilo, como la
Políxena que, mucho antes de Eurípides, los pintores gustaban
de representar en los jarrones, alzada horizontalmente por
encima del ara114.
Grande es la distancia entre la fuerza máxima padecida
por la Ifigenia de Esquilo —la misma que Eurípides se
complace en trasladar a Táuride— y la libertad heroica de
Políxena115: adecuada para calibrar las reinterpretaciones que
aportan a la tradición los distintos poetas y las diversas
mentalidades. Eurípides, en general, prefiere otorgar valentía
y libre albedrío a la parthenos: aquello que en la poco trágica
realidad de la vida niegan las instituciones a las muchachas
68
griegas. Valentía y decisión: valga lo mismo para Macaria,
con su afirmación de libertad —múltiples veces reiterada—;
Macaria, que tampoco deseaba perecer a manos de los
varones, pero a quien, de modo extraño, el texto de los
Heraclidas rehúsa el homenaje postumo de describir su
muerte116.
Macaria, Políxena, Ifigenia: liberadas del padre en el
momento mismo en que éste las condena a ser inmoladas
—porque invierten, para su propio uso, la libertad de
elección característica del kyrios117—, las vírgenes de Eurípides
se apropian del sacrificio que se les impone como muerte,
una muerte muy de ellas.
Una muerte muy de ellas: sin dudar un momento, hay
comentaristas que incluyen estas muertes reivindicadas en el
número de los suicidios118. Con ello reducen el alcance del
audaz desvío por el que la víctima sacrifical obtiene el
dominio de su propia muerte. ¿Suicidios, los sacrificios
voluntarios? Mejor cuadraría que viésemos en ellos una
variante —muy singular, por virginal— de la «muerte gloriosa»
que se acepta por la patria y/o por la gloria. Sólo se
distingue en el hekousa («por mi plena voluntad») con que las
parthenoi consagradas proclaman su libre aceptación del
sacrificio, que no se parece al lugar común retórico de la
muerte aceptada (ethelein apothnéiskein), designación cívica
del consentimiento al óbito. Porque la muerte bella no se
busca, sino que se acepta: del mismo modo en que los
ciudadanos de Atenas o Esparta se inclinan ante el imperativo
que les dicta su ciudad, las vírgenes aceptan el destino que se
reapropian119.
Pero, claro está, nada en Eurípides es nunca tan sencillo,
y resulta que el suicidio no es enteramente ajeno a la sabia
combinación de muerte gloriosa con sacrificio. Así, por
ejemplo, la muerte de las hijas de Erecteo. En el Ión —y
exceptuada Creusa, a la que se perdona por su poca edad
(277-278)—, estas parthenoi eran sphagia, víctimas sacrificales
que su padre «osó inmolar por la tierra» ateniense. En
Erecteo, todo indica que sólo fue sacrificada una de las hijas.
O, más exactamente, que halló muerte gloriosa en el sacrificio:
69
porque las instrucciones que da Atenea, al final de la obra,
de que la entierren «precisamente donde (houper) murió» se
parecen muchísimo al honor que, en Herodoto, otorgan los
atenienses a su conciudadano Telos, caído por la patria,
enterrándolo «precisamente donde había caído»120. Hasta
aquí, todo parece claro. Demasiado claro: en efecto —conti
nuando con su alocución—, Atenea ordena a Praxítea, mujer
del rey y madre de la muchacha, que entierre en la misma
tumba a las hermanas de la víctima, quienes, fieles a su
juramento, se han dado muerte sobre el cuerpo de la virgen
degollada. Y resulta que en sepultura colectiva —honor
reservado a los guerreros «pariguales en gloria»— se juntan
los cuerpos de las vírgenes y, lo que es más significativo, se
une la víctima sacrifical con las jóvenes suicidas121. Cierto
que —justificando las honras fúnebres por la nobleza (gen-
naiotes) de que han dado prueba las hermanas— la diosa
presenta el suicidio como forma virginal de muerte heroica.
De tal modo entran en contacto, entrecruzándose, el sacrificio,
el suicidio y la muerte gloriosa. Pero, ante una tragedia de
Eurípides, incurriríamos en excesivo atrevimiento si nos
limitáramos a una lectura unívoca. Porque el enmarañamiento
de géneros, instituciones y lenguajes es práctica eminentemente
euripidiana, sean cuales sean las «intenciones» del trágico, use
o no use de la ironía, pretenda o no pretenda situar ante la
crítica de los espectadores esos ejercicios viriles que hallan
salvación en la sangre de las vírgenes122.
71
Lugares del cuerpo
73
El punto débil de las mujeres
Ante los horrorizados ojos de Creonte y de su tropa
surge de pronto —visión brutal, imagen de lo irremediable—
el cuerpo sin vida de Antígona, «colgada por el cuello»,
kremastén aukhenos (Sófocles, Antígona, 1221). Eurípides, en
cambio, suele recurrir con preferencia al vocablo deré para
evocar a las tristes ahorcadas, con el nudo al cuello130.
Palabra más rica, sin duda alguna, porque está dotada de
mayor carga afectiva: la hija de Edipo, en el silencio de la
derelicción, aprisiona en el nudo de su velo, aukhén, el cuello
visto por el lado de la nuca: deré, por el contrario, es la
«parte delantera del cuello, la garganta», punto fuerte de la
belleza femenina (recordemos la «garganta hermosísima» por
la que Helena reconoce a Afrodita en el Canto III de la
Iliada, la «delicada garganta» que la amada de Safo se
complace en adornar con flores, el «cuello destellante de
blancura» que Medea muestra a la nodriza cuando lo inclina
para sollozar), pero también aquello que doncellas y esposas
se complacen en desgarrar, uñas llagadoras contra la tierna
garganta, llevadas por la sensualidad del dolor luctuoso131.
Todo esto es deré y, sobre todo, en la mujer, el punto de
mayor fragilidad. Por él se procede al ahorcamiento, por él
penetra la muerte en el cuerpo de las muchachas inmoladas.
Porque, en los relatos de sacrificios, deré designa exactamente
la parte del cuerpo donde los oficiantes, en el momento de
dar la muerte, aplican el cuchillo132. Recuerda Ifigenia, en
Táuride: «cuando mi pobre padre puso su espada en mi
garganta»... Advertencia de Aquiles a la hija de Agamenón:
«Cuando veas cerca de tu cuello la espada»... Garganta de
Ifigenia, garganta de Políxena, cubierta de oro, que pronto la
sangre teñirá de púrpura... De nada serviría multiplicar los
ejemplos, enumerando las infinitas apariciones de deré en un
contexto sacrifical133. Limitémonos a señalar que en deré
subsiste aún el aliento y la vida: en torno a esta palabra, más
de una vez se inmoviliza la evocación del sacrificio, amenaza
suspensa del cuchillo apoyado contra la garganta, mientras la
virgen sigue respirando. En cambio, cuando se trata de una
74
garganta ya seccionada, o en la que está hincándose la
espada, dere cede su lugar a laimos, nombre de la garganta en
cuanto gaznate"4, porque, una vez rasgada la hermosa superfi
cie del cuello, la muerte se desplaza hacia el interior del
cuerpo. Precisión, una vez más, como siempre, de la lengua
trágica. Y precisión en las descripciones: en el momento de
asestar el golpe a Ifigenia, el augur, mirándolacon ojos de
especialista en anatomía, examina el gaznate (laimos) de la
víctima, para localizar el punto de menor resistencia a la
penetración del cuchillo (Ifigenia en Aulide, 1579); en Orestes,
el héroe, en la creencia de que por fin va a poder inmolar a
Helena como víctima expiatoria, hace a ésta inclinar «el
cuello (dére) sobre el hombro izquierdo» y se dispone «a
hincarle en el gaznate (laimos) la» negra espada» —descripción
en la que más de un comentarista ha sabido identificar la
exacta evocación de un gesto de sacrificante"5.
Todo, pues, está en orden: el orden adecuado para la
ejecución. A menos que no haya en todo ello un orden
oculto, regulador del cuerpo femenino. En efecto: como si
—más allá de las prácticas rituales y de todos sus imperati
vos— la garganta de las mujeres invocara la muerte, Orestes,
para matar a Clitemnestra, también le asesta el golpe en la
garganta (así, sin duda, apostilla Eurípides la palabra sphagénb),
y es en el cuello, a través del cuello (día mesou aukhenos),
donde, en las Fenicias, se clava Yocasta la espada del suicidio
(v. 1457). Si recordamos la Yocasta de Sófocles —que,
siguiendo un procedimiento más normal, introduce el cuello
en el nudo corredizo—, podríamos ver en esta precisión un
guiño de Eurípides, resuelto a subrayar la desviación que el
suicidio guerrero de la heroína introduce en una tradición
muy establecida. De idéntico modo, y con relación a la
garganta seccionada de Clitemnestra, quizá venga a cuento
recordar su mentiroso discurso del Agamenón, cuando pre
tendía hacernos creer que eran muchas las veces que había
tenido el lazo al cuello (deré, v. 875), a punto de matarse.
Yocasta, Clitemnestra: dos maneras, para la mujer, de recibir
la muerte por el mismo lugar del cuerpo que debería haberles
servido para ahorcarse; tanto en uno como en otro caso,
75
cabe hablar de sobredeterminación. Pero qué extraña, a decir
verdad, esta sobredeterminación: en su virtud, las mujeres
—ahorcamiento, sphage, suicidio137, crimen o sacrificio— tienen
que morir por la garganta, y sólo por ella.
Cabe suponer que el lector, en este punto, se pregunte
qué es lo que la tragedia nos dice de la muerte de los
hombres. Y no hay más que una respuesta posible: es raro
que los hombres mueran por golpe asestado en la garganta,
ya sucumban en combate, ya caigan asesinados138. La muerte
de Clitemnestra pretende vengar la de Agamenón «por el
mismo conducto» (tropon ton auton), pero en esta expresión
hay que entender el parricidio, no las modalidades exactas
del homicidio, porque, si damos crédito a Sófocles, el rey
traicionado fue abatido de un hachazo en plena frente139.
Cierto que el cuello, en Homero, constituye uno de los
puntos más vulnerables del guerrero: en el de Héctor (di’
aukhenos) clava Aquiles su lanza, y no son escasos, en la
Iliada, los combatientes que expiran con la garganta seccio
nada140; pero es imposible hacer la misma observación en el
universo trágico. Cabe, como máximo, recordar un coro de
las Fenicias relativo al singular combate de los hijos de
Edipo, donde se habla de sangre que mana de la «garganta
fraterna» (homogene deran)w\ pero —aun prescindiendo del
detalle de que la muerte llega a Eteocles y a Polinices por
otros caminos— no hay más remedio que admitir que este
duelo fratricida, realización última de una guerra civil a
escala familiar, tiene más de sphage que de guerra.
No podemos evitar durante mucho más tiempo la conclu
sión que todos estos análisis nos imponen: en la garganta de
las mujeres, la muerte está agazapada, oculta en la propia
belleza que los textos, por otra parte, jamás describen con
tanta libertad como cuando en ella vacila la existencia,
amenazada. Blanquísimo cuello de la abrumada Medea, que la
nodriza observa con premonición de muerte; impecable,
blanquísimo cuello de Ifigenia, cuya muerte ya está maqui
nando la espada malhechora142: así, el fantasma euripidiano
del cuchillo en la garganta nos revela la visión trágica de la
76
seducción femenina, peligrosa, sobre todo, para quienes son
sus frágiles depositarías.
La opción de Políxena
Otra anomalía, levísima. Más bien una pregunta: Políxena
acaba de declararse dispuesta a «exponer mi garganta (derén)
con corazón valiente» (Eurípides, Hécuba, 549); ¿por qué
cambia de opinión cuando van a sacrificarla, proponiendo a
79
Neoptólemo que elija entre dos vías de penetración de la
muerte?
Cierto que, entre tanto, el caudillo del ejército aqueo ha
ordenado a los elegidos que suelten a la muchacha. Entonces,
aprovechando la poca libertad que le queda, Políxena toma la
iniciativa:
«una vez escuchados los m andatos del dueño, ella cogió y
rasgó su peplo desde lo alto del hom bro a la cadera y hasta
el om bligo m ism o, dejando ver con ello sus senos y su
adm irable pecho de estatua (mastous te... sterna th' hós
agalmatos / kallista); hincó después una rodilla en tierra y
pronunció palabras de incom parable bravura: “ Vam os, m u
chacho, hiere mi pecho (sternon), si tal golpe quieres dar; o,
si el cuello (hyp' aukbena) prefieres, aquí está mi garganta
(laimos) dispuesta” » (Hécuba, 557-565).
[Versión castellana de M anuel Fernández-G aliano, op. cit.,
con una ligera adaptación a la literalidad, im prescindible en la
traducción de mastous te... sterna th’ hós agalmatos / kallista.]
De hecho, Neoptólemo duda. Pero no es la elección que
le brinda Políxena lo que lo lleva a «querer y no querer»; es,
sencillamente, «la compasión por la muchacha». Y, sin más
vacilaciones, como sacrificante experto, «corta con el hierro
el canal de la respiración»158. Con lo cual, evidentemente,
opta por la norma: ningún sacrificante hiere a su víctima en
el pecho, pocas mujeres trágicas reciben la muerte en tal
zona del cuerpo159. ¿Qué pretendía, pues, Políxena, con las
palabras que dirige a Neoptólemo?
No cabe duda de que semejante problema no podría
plantearse de conformidad con la lengua aristotélica, porque
—siguiendo criterios anatómicos— sphage, nombre de la
garganta virtualmente abierta, se aplica, en concreto, a «la
parte común al cuello y al pecho»160. Pero, dentro del
universo trágico en que muere Políxena, no hay justo medio
que pueda resolver una opción, y —dada la fuerte carga
simbólica de las diferentes partes del cuerpo— ninguna
elección carece de sentido (sobre todo cuando no viene
impuesta desde el punto de vista de la tradición).
80
Sternon o laimos: dado que el «pecho» se opone a la
garganta cercenada en su designación tópica, será conveniente
—imitando a Eurípides— que nos detengamos un poco en el
detalle de la belleza desnuda de Políxena. Quizá no debamos
fijarnos, per se, en la desnudez de la parthhenos: las vírgenes
sacrificadas, por lo general, son despojadas de sus vestiduras161;
y Políxena, en su pretensión de mantenerse libre hasta el fin,
lleva por sí misma a cabo la tarea que a otras vírgenes
inmoladas se les impone por la fuerza162. Pero —descrita en
toda su belleza de estatua, y ofrecida a los ojos del ejército
aqueo— la desnudez de Políxena es, en Eurípides, un espec
táculo (imagen que persistirá luego en la pintura, desde el
helenismo hasta Pierre de Cortone161). Políxena, pues, se
descubre los senos (mastous) y el admirable pecho (sterna).
No hay pleonasmo en tal indicación, porque es raro que
Eurípides emplee al mismo tiempo las dos palabras, dotadas
de tan diferentes valores. Elermoso caso de objeto parcial,
mastos es el seno materno repleto de leche, pero también
—atisbado fugitivamente— el muy erótico seno de la bellísima
Helena, ante cuya visión, como gustan de referir los griegos,
dejó caer su espada a Menelao164. Los valores del sternon se
hallan más diversificados: en el hombre, el «pecho» es uno de
los lugares en que, cuando hay guerra, resulta aconsejable
hundir la espada —en todos los casos se da muerte al
adversario, que, por no haber huido, obtiene con ello una
muerte gloriosa165—, pero el pecho de las mujeres suele
evocarse, en cambio, como fuente de afecto, estético o
sentimental: sternon de Electra o de Ifigenia, dulcemente
fundidos con el de Orestes o Agamenón; tierno pecho
virginal, también de Ifigenia, que Agamenón, lamentando el
sacrificio de su hija, asocia con las suaves mejillas y los
cabellos rubios de la parthenos; pecho blanco, por último,
que las mujeres se descubren en el plañir del luto, para
golpeárselo o para desgarrárselo, en muy sugerente contraste166.
Asociando las dos palabras, mencionando el seno deseable
al mismo tiempo que el pecho de plástica hermosura167, cabe
imaginar que la descripción de la desnudez de Políxena no
tenga más objeto que el de erotizar la muerte de la virgen.
81
Pero habría que distinguir entre lo que ve el ejército (que el
mensajero transmite como fiel testigo) y lo que Políxena
desea. Pues la opción que se plantea a Neoptólemo es
iniciativa de la parthenos, y sólo para ella tiene sentido. Y el
caso es que, al dirigirse al hijo de Aquiles, Políxena no
menciona sus senos deseables —que el ejército griego ha
estado mirando con complacencia—, sino sólo el sternon:
«Vamos, muchacho, hiere mi pecho, si tal golpe quieres
dar»... Políxena no habla, pues, con el propósito de erotizar
sus últimos momentos: lo único que ella pretende, ya en el
Hades, es el reposo entre los muertos; y en el momento del
óbito sabrá expresar el más virginal de los pudores168. ¿Qué
es, entonces, lo que otorga sentido a sus palabras?
Si en esta pregunta nos detenemos, por miedo a llevar
más adelante la interpretación, para seguir avanzando podemos
hacer un recorrido por los relatos romanos de la muerte de
Políxena: en ellos observaremos que, a pesar de la multiplici
dad de variantes, todos coinciden en la misma lectura del
texto de Eurípides en cuanto se refiere a poner el final de la
muchacha bajo el signo del valor guerrero.
Así, por ejemplo, la Políxena de Séneca, que ha de
desposarse con Aquiles en la muerte, y cuya inmolación
viene acompañada de muy completas galas nupciales161'. Pero
he aquí que en el momento de morir, y para considerable
sorpresa del lector, que se disponía a asistir a un «sacrificio
nupcial»170, la virgen (virgo) se trueca en virago, la tierna
víctima se comporta igual que se comportaría un combatiente
en lid mortal:
«Lejos de retroceder, la audaz y viril m uchacha (audax
virago) afrontó el golpe m ortal, orgullosam ente erguida y con
la intrepidez en el rostro».
Y que la multitud admire su valor (tam fortis animus)
(Séneca, Troyanas, 1151-1153). Séneca es buen lector de
Eurípides: ¿será éste su modo de comentar la propuesta de
Políxena («hiere mi pecho, si tal golpe quieres dar»)?
82
No apresuremos la conclusión; veamos antes qué dice
Ovidio, lector de Eurípides aún más fiel que Séneca: en el
libro XII de las Metamorfosis se califica a Políxena de «vir
gen desdichada y más que mujer» (plus quam femina virgo),
conducida al sepulcro de Aquiles para ser degollada
sobre él. La hija de Príamo dirige a continuación al hijo del
héroe el mismo discurso que en la tragedia griega: «hunde tu
dardo en mi garganta o en mi pecho (iugulo uel pectore)»; y,
dicho esto, se descubre la garganta y el pecho. Como en
Eurípides «fue su cuidado velar sus partes cubribles cuando
caía, y conservar del casto pudor el decoro»171. Pero, al
preferir la vía de la herida mortal, Ovidio atribuye al
sacrificante el gesto que Eurípides había negado a Neoptólemo:
«incluso el m ism o sacerdote, llorando y sin gana rom pió los
ofrecidos pechos con el hierro m etido» (Metamorfosis, X III,
475-476).
[C itas de O vidio tom adas de O vidio, Metamorfosis, edición
bilingüe, versión rítm ica de R ubén Bonifaz Ñ u ñ o (M éxico:
U niversidad N acional A utónom a de M éxico, 1979), tom o II,
págs. 130-131.].
Para explicar esta desviación (tanto más notable cuanto
que se inserta sobre un fondo de gran fidelidad al modelo
griego), tal vez haya quien aduzca la tendencia del propio
Ovidio177, o de la poesía latina en general, a tal tipo de
muerte; y no sería desatino sacar a colación el hecho que la
Camila de la Eneida, con el pecho desnudo, cae mortalmente
herida en combate171. Pero basta con observar que, a conti
nuación, el texto de Ovidio insiste en comentar el valor de
Políxena, caída, como sus hermanos, por el hierro de Aquiles
(.M etamorfosis, XIII, 497-500), para convencerse de que no
todo está dicho. Así, me atrevo a proponer la hipótesis de
que el poeta latino, dando a la doncella el tipo de muerte
que, en Plurípides, ella misma sugería que se le diese,
pretende conferir todo su sentido a la opción euripidiana: en
la garganta, al modo de las víctimas sacrifícales, o en el
pecho, al modo de los guerreros.
83
Queda, pues, formulada la interpretación que antes nos
había hecho vacilar: el atractivo mujeril, en su desnudez, es
maravilla para los ojos de los soldados griegos; para la
parthenos, en cambio, la herida en el pecho no habría
significado sino que Neoptólemo rendía merecido homenaje
a su andreia. Pero, como ya sabemos, la andreia, nombre del
valor, es virtud de varones... Así, el recorrido por la poesía
latina nos ha servido para confirmar a contrario la afirmación
que ya nos creimos en condiciones de defender con relación
a Deyanira: por mucha que sea la libertad que el discurso
trágico griego ofrezca a las mujeres, jamás se permitirá a
éstas que traspasen del todo la frontera que separa y enfrenta
a los sexos. Cierto que la tragedia incurre en transgresión,
que enmaraña las cosas: tales son su ley y su orden. Pero
nunca hasta el punto de subvertir sin arreglo posible el orden
cívico de los valores, donde la mujer viril puede llamarse
Clitemnestra, pero no Políxena, porque la figura de la
primera tiene que ser amenazadora, sin seducir. Políxena
ofrece el pecho, como un guerrero; los soldados de Grecia no
ven sino a una doncella que les está mostrando sus pechos de
mujer.
Es, pues, según Eurípides, en la garganta donde Neoptó
lemo —como buen sacrificante— asesta el golpe, hiriendo a
la doncella en el punto débil de las mujeres174, reintegrándola,
en el último segundo, a la feminidad. De seguro que la
tragedia carecía de la fuerza necesaria para invertir un
discurso tan dominante: ¿no es también en la garganta —o, si
se quiere, en el cuello— donde Aquiles, en la época arcaica,
hiere a Pentesilea?l7S Una vez más, y siempre, la garganta; y
tanto en la guerra como en los sacrificios: significativa
elección, qué duda cabe, dentro de una tradición que se
nutre de la épica, donde el cuerpo viril se ofrece en su
integridad a las heridas fatales. Para aclarar el carácter regular
—¿o habrá que decir monótono?— de esta repetición, habría
sin duda alguna que buscar fuera del universo trágico la ley
por la que se rige: en las reflexiones ginecológicas de los
griegos, según las cuales la mujer se halla atrapada entre dos
84
bocas, entre dos cuellos176, según las cuales los desplazamientos
de la matriz entorpecen brutalmente la voz en la garganta de
las mujeres177, según las cuales hay muchas jovencitas en edad
de ser nymphe que se ahorcan para escapar del ahogo que,
afincado en las entrañas, las vuelve locas178. Entonces, quizá,
a poco que hayamos leído las Cinco conferencias sobre
psicoanálisis, nos acordaremos de Dora, de su tos sintomática
y de las observaciones de Freud acerca del «desplazamiento
de arriba a abajo» que adopta la garganta porque esta «parte
del cuerpo sigue en gran medida desempeñando, para la
muchacha, el papel de zona erógena»179. Pero si nos sumergi
mos en el pensamiento médico de los griegos, para luego
pasarnos con armas y bagajes al psicoanálisis, va a ser difícil
que regresemos al universo de lo trágico. Porque la tragedia
no quiere saber nada de esta imaginación ginecológica, o, por
lo menos, no de modo explícito. Bástenos con tomar nota de
este silencio, sin violentarlo; y apuntemos que, en el cuerpo
trágico, nada se deja al azar de la asociación libre, porque, en
él, todos los lugares de la muerte están en el sitio que les
corresponde.
88
I
NOTAS
Prólogo
1 Aristóteles, Poética, 1452 b, 11-13.
f
89
Maneras trágicas de matar a una mujer
1 Epitaphios (oración fúnebre) pronunciado por Pericles: Tucídides, II,
43, 2-3. El epitafio está extraído de la recopilación de W . Peek, Griechische
Vers-Inschriften, Berlín, 1955 (n.° 1491: Atenas, siglo iv). Más adelante
citaremos tam bién las inscripciones 1497, 1790, 1690, 890, 891, 1075 y 893.
2 Tucídides, II, 45, 2. Declaración infinitam ente com entada y discutida,
em pezando por Plutarco, quien, al comienzo de Virtudes de las mujeres, se
rebela contra tal concepto. Pero Plutarco —que ve «objeto de exposición
histórica» en las virtudes femeninas— pertenece a un período en que los
géneros literarios, menos centrados en la ciudad que los de la época
clásica, dejan sitio a la intervención de las mujeres en la historia.
3 H erodoto, II, 89 (el cuerpo de las beldades egipcias); II, 1 (Casandana),
129 (la hija de M icerino); III, 31-32 (la esposa-herm ana de Cambises); IV,
50 y V, 92 (Melisa); IV, 205 (Ferétima).
4 Eurípides (H ipólito, 813) califica de biaios thanatos (m uerte violenta)
el ahorcam iento de Fedra.
5 Edipo Rey, 1230: hekonta kouk akonta; vid. tam bién 1236-1237: auté
pros hautes. Al contrario que en el caso de Deyanira, cuya m uerte se
im puta a una responsabilidad (aitiaj exterior, la aitia de la m uerte de
Yocasta se le atribuye por entero. La cita siguiente se halla en 1234-1235.
6 Vid. Sófocles, Traquinias, 878 y 880, Antígona, 1174; Eurípides,
Hipólito, 801, Fenicias, 1354.
7 Com párese con Eurípides, Medea, 39-40 y 379.
8 El nudo del lazo (brokhos) actualiza el nudo m etafórico de la
desdicha: compárese con Eurípides, Hipólito, 671 y 781.
9 A. Katsouris («The Suicide M otive in Ancient Drama, Dioniso, 47
[1956], págs. 5-36) así lo afirma, aunque no puede dejar de reconocer (pág.
9) que el suicidio es m ayoritariam ente cosa de mujeres en la tragedia.
10 Recuérdese que Áyax, según la tradición, es el único héroe masculino
que lleva a térm ino un acto de suicidio. La interpretación de la elección de
Heracles que aquí proponem os es contrapunto a la de J. de Romilly («Le
refus du suicide dans Y Heracles d ’Euripide», Arkhaiognósia, 1 [1980], págs.
1- 10).
11 H ay en ello toda la distancia que separa la voluntad de la razón
(etheló) y la voluntad de la inclinación (boulomai). Vid. N . Loraux,
L 'ínvention d ’Athene, París-La Haya, 1981, págs. 99-104, y, con respecto
a A ristodam os (H erodoto, IX, 71), «La belle m ort spartiate», Ktema, 2
(1977), págs. 105-120. Nótese que en Le suicide (París, 1981, reedición)
Émile D urkheim interpreta como suicidio el óbito de Aristodam os.
O thryadas: H erodoto, I, 82; Pantites: Id., VII, 232.
12 Por ejemplo: autophonos y autokheir. La sobredeterm inación suici
dio/m uerte sobre el com bate/hom icidio familiar resulta especialmente clara
en el com bate singular de los hijos de Edipo: vid. Esquilo, Siete contra
90
!
91
22 Sobre este intercam bio, com entado por mí en «Blessures de virilité»
(Le Genre humain, 10 [1984], págs. 38-56), vid. Píndaro, 8.a Nemea, 38
sigs. (así como 7.a Nemea, 25 y sigs. y 4.a Istmica, 35 y sigs.). Recuérdese
que, en la tragedia de Sófocles, la espada, perteneciente a H éctor, es regalo
del enemigo; en cuanto a Áyax, muere com o «cae» el guerrero (piptó:
A yax, 828, 841, 1033).
23 A yax, 815 con la traducción y el com entario de J. Casabona,
Recherches sur le vocabulaire des sacrifices en Gréce, Aix-en-Provence, 1966,
pág. 179. N ótese que el hierro está alzado (hestéken), como lo está
norm alm ente el hoplita en su puesto. En 1026, T eucro hará del hierro un
phoneus, un homicida.
24 El escalpelo: 581-582, en un contexto al mismo tiem po médico y
sacrifical (cf. Traquinias, 1032-1033 y Antígona, 1308-1309); la lengua
punzante: 584; la carne herida por el relato: 786; la desdicha que atraviesa
el hígado: 938.
25 J. Starobinski, «L’épée d ’Ajax», en Trois Fureurs, París, 1974, en
especial págs. 27-29 y 61; vid. tam bién D. C ohén, «The Imagery of
Sophocles: A Study of A jax’ Suicide», Greece and Rome, 25 (1978), págs.
24-36, y Ch. Segal, «Visual Symbolism and Visual Effects in Sophocles»,
Classical W orld, 74 (1981), págs. 125-142.
26 H em ón: Antígona, 1175 (vid. tam bién 1239). Sobre haima como
nom bre del derram am iento de sangre, vid. H . Koller, «Haima», Glotta, 15
(1967), págs. 149-155.
27 Skhismos: Esquilo, Agamenón, 1149 (Casandra); skhizó: Sófocles,
Electra, 99 (homicidio de Agam enón).— Daizó: Esquilo, Agamenón, 207-
208 (sacrificio de Ifigenia), Coéforos, 860, 1071 (el homicidio).
28 La ley de la sangre: J. Casabona, Vocabulaire, pág. 160. Recuérdese,
en la Electra de Eurípides, la presencia del m aterial sacrifical (kanoun,
sphagis) durante la evocación de la m uerte de C litem nestra (1142; cf. 1222:
katarkhomai, com entado por P. Stengel, Opferbraüche der Griechen, Leipzig-
Berlín, 1910, pág. 42). Eurídice es sphagion: Antígona, 1291; vid. tam bién
las observaciones de la edición com entada del texto (Jebb, Cam bridge,
1900) sobre bómia (el suicidio al pie del ara) y la espada del suicida como
cuchillo sacrifical (v. 1301). t
29 Vid. por ejemplo Eurípides, Helena, 353-359.
30 Hipólito, 1236-1237, 1244-1245. A nte el dolor que en él hace presa,
H ipólito, m oribundo —atrapado en una tram pa, como Heracles— pedirá
que le entreguen el hierro liberador que penetra en la carne (1375; cf.
Sófocles, Traquinias, 1031-1033).
31 Empleo a propósito esta expresión lógicamente imposible, porque el
tex to de las Traquinias no especifica cuál de las dos espadas utiliza, sino
que incluso llega a sugerir, por el m odo en que se expresa, que se trata de
la espada genérica del hijo (vid. 1456 y 1577-1578).
92
32 R. H irzel, «Der Selbstm ord», Archiv fü r Religionswissenschaft, 11
(1908), en especial págs. 256-258.
33 C onfróntese Edipo Rey, donde Yocasta es paúteles dam ar (esposa
realizada) y las Fenicias, donde Yocasta muere «con» sus hijos y con ellos
será enterrada (1283, 1482, 1553-1554, 1635); del mismo m odo, Eurídice es
pammétór, toda ella m aternidad (Antígona, 1283).
34 «Le lit, la guerre», L'H om m e, 21 (1981), págs. 37-67; vid. tam bién
«Ponos. Sur quelques difficultés de la peine comme nom de travail»,
A nnali dell’ Istituto oriéntale di Napoli, 4 (1982), págs. 171-192
35 Soga o espada: para Helena, si hubiera sido gennaia gyné (Troyanas,
1012-1014), para Creúsa si fracasa su plan de m uerte (Ión, 1064-1065), para
Electra la viril (Orestes, 953), que preferiría la espada (1041, 1052), para
H erm íone la fanfarrona (Andrómaca, 811-813, 841-844), cuya nodriza
tem e, sobre todas las cosas, que llegue a ahorcarse (815-816), para A dm eto
(Alcestis, 227-229). Vid. tam bién Andrómaca, 412, así como Heracles, 319-
320 y 1147-1151.
36 Helena, 353-357; phonion aiórema (353): me aparto en este punto de
la interpretación de J. Casabona, Vocabulaire, op. cit., pág. 161; añádase
que el verbo oregomai, utilizado por la heroína, cuadra m ejor con la acción
de herir (numerosos ejemplos en la 7liada) que con la de anudar.
37 El ahorcam iento es evocado por O restes (Esquilo, Euménides, 746;
Eurípides, Orestes, 1062-1063) y por Edipo (Sófocles, Edipo Rey, 1374;
Eurípides, Fenicias, 331-333).
38'V id. P. C hantraine, Dictionnaire étymologique de la langue grecque,
artículo aeiró (I, pág. 23, en el derivado aióra). Eóra de Yocasta: Sófocles,
Edipo Rey, 1264.
39 Bathy ptóma: Esquilo, Suplicantes, 796-797; aeiró: por ejemplo,
Hipólito, 735 (oda de evasión) y 779 (értemené, de artaó, derivado de
aeiró). Andrómaca, 848, 861-862; la profundidad del éter: Medea, 1295.
40 Las alas, el vuelo: Medea, 1295, Heracles, 1158, Hécuba, 1110, Ión,
796-797 y 1239, Helena, 1516.— El pájaro: Hipólito. 733 (el coro), 759, 828
(Ledra), Andrómaca, 861-862 (H erm íone), Ifigenia entre los tauros, 1088,
1095-1096 (,ápteros ornis pothousa), Helena, 1478-1494; sobre ei pájaro
atrapado en el lazo y la mujer colgada, vid. N . Loraux «Le corps
étranglé», art. cit.
41 Y, en distinta m odalidad, los hom bres feminizados: Jasón, Heracles,
quien, habiendo com etido el crimen «femenino» consistente en m atar a
unos niños, sueña con arrojarse al vuelo (antes de renunciar al suicidio,
reintegrándose a su virilidad). Polim éstor mutilado por mujeres y esclavos.—
La huida: Esquilo, Suplicantes, 806, Eurípides, Ión, 1239.
42 Eurípides, Alcestis, 262-263 (imagen del camino), 392, 394; Suplicantes,
1039, 1043 y 1017; Hipólito, 828-829.
43 Sófocles, A yax, 815 y 833. Licofronte (Alexandra, 466) tam bién
habla de pédéma.
93
44 Aristóteles, Política, I, 13, 1260 a 30, según Sófocles, Ayax, 293 (es
el «eterno estribillo» con que Áyax responde a las preguntas de Tecmesa):
Eurípides, Heraclidas, 474-477.
45 Sófocles, Traquinias, 813-814, Antígona, 1244-1256, Edipo Rey, 1073-
1075 (con las observaciones de Jebb sobre siópé en cuanto diferente de sige).
46 Hipólito, 828; Traquinias, 881 (dieistósen se deriva de a'istos, invisible).
H abría m ucho que decir sobre el juego de la vista y de las miradas en el
relato de la m uerte de Deyanira.
47 Sobre el recinto cerrado y la apertura de las puertas, vid. Edipo Rey,
1261-1262 e Hipólito, 782, 793, 809-810 y 825 (nótese el empleo, a
propósito del descorrer de los cerrojos, del verbo khalán, que, en Edipo
Rey, 1266, describe la acción de desatar la cuerda de Yocasta.
48 Antígona, 1293 (y 1295, 1299). Sobre mykhos, el recinto más
encerrado de la casa, y las relaciones de esta palabra con la feminidad, vid.
J.-P. V ernant, «H estia-H erm és», M ythe et Pensée cbez les Grecs, I, París,
1971, pág. 152; habrá que observar a este respecto, con E. Vermeule
(Aspects o f Death in Early Greek A rt and Poetry, Berkeley, Los Ángeles y
Londres, 1979, págs. 167-169) que lo hueco, lo cerrado, lo profundo, atrae
la m uerte de las mujeres, siempre erotizada por implicación.
49 N ótese que el nom bre de Fedra no vuelve a mencionarse; para hacer
referencia a su cadáver, Teseo e H ipólito hablan de «aquélla» (958) o
acuden a la palabra soma (1009).
50 N o consta que tal haya sido el caso. C on relación a esta m uerte,
como a tantas otras m uerte clásicas, abundan las discusiones ásperas:
véase, por ejemplo A. M. Dale «Seen and Unseen on the G reek Stage», en
Collected Papers, Cambridge, 1969, págs. 120-121 y C. P. G ardiner, «The
Staging of the D eath of Ajax», Classical Journal, 75 (1979). 10-14.
si El cuerpo del héroe: Á yax, 915-919, 992-993, 1001, 1003-1004. El
cuerpo del guerrero caído en com bate es, por el contrario, «hermoso»: cf.
J.-P V ernant, «La belle m ort et le cadavre outragé», en C. Gnoli y J.-P
Vernant (editores), Ea Mort, les morts dans les sociétés anciennes, Cambridge-
París, 1982, págs. 45-76.
52 Alcestis muere en escena: 397-398; a partir de 606 está dispuesto el
cortejo fúnebre, pero la intervención del anciano padre de A dm eto
establece, de hecho, una prothesis (entre 608 y 740; vid. tam bién 1012).
53 El caso más evidente es el de Alcestis, que lleva la devoción conyugal
hasta el extrem o de m orir en lugar de su marido; y el texto de Eurípides
utiliza múltiples preposiciones (pro, hyper, peri o anti) para expresar esta
excesiva variante de la relación conyugal: Eurípides, Alcestis, 16, 37, 155,
178, 282-283, 284, 433-434, 460-463, 620, 682, 698, 1002. En toda esta
cohorte de mujeres que mueren por hom bres, Leda, m uerta a causa de su
hija, constituye una excepción que tal vez haya que relacionar con el tem a
de D ém eter y C ore en Helena.
94
54 Sófocles, Traquinias, 913; Eurípides, Alcestis, 175, 187 y 248-249,
Suplicantes, 980 (vid. 1022: el thalamos de Perséfone). Thalamos y
m atrim onio: vid. por ejemplo V. M agnien, «Le mariage chez les grecs
anciens. L’initiation nuptiale», L ’Antiquité classique, 5 (1936), págs. 115-
117.
55 Vid. Sófocles, Traquinias, 918-922, Edipo Rey, 1242-1243, 1249, así
com o Eurípides, Alcestis, 175, 177, 183, 182-188, 249.
56 Odisea, XI, 278: Epicasta ata el lazo aph’ hypséloio melatbrow,
Eurípides, Hipólito, 768-769: teramnón apo nymphidión. Melathron, viga
del techo: R . M artin, «Le palais d ’Ulysse et les inscriptions de Délos»,
Recueil Plassart, París, 1976, págs. 126-129 (con referencias); melathron
como m etonim ia del palacio: ¡liada, II, 414, Odisea, XV III, 150; melathron
como m etonim ia de la estancia nupcial: Eurípides, Ifigenia entre los tauros,
375-376. Melathron y novio: Safo, fragm ento 85, edición R odríguez
Adrados.
57 Así, A dm eto propone a Alcestis que lo aguarde en el H ades, para
allí «residir con» él: Eurípides, Alcestis, 364; por otra parte, expresa al
mismo tiem po el deseo, habitualm ente femenino, de que lo tiendan junto
a Alcestis (366, 897-902).
58 Esquilo, Coéforos, 905-907, así como 894-895 y 979 (Clitem nestra):
Agamenón, 1441-1447 (Casandra. quien, por otra parte, hacía suya esta
«m uerte con» (A gam enón, 1139 y 1313-1314).
59 Aludo a la Palinodia mediante la cual —tras haber «hablado mal» de
Helena, al m odo de H om ero—, el poeta Estesícoro hace que sea un
fantasm a quien acompañe a Paris hasta Troya, en lugar de la mujer
adúltera; la verdadera Helena, con la virtud intacta, se refugia en Egipto
durante la guerra de Troya. Juram ento de muerte: Eurípides, Helena, 837,
declaración de la que M enelao se hace eco en 985-986.
60 Sepulcro común: Eurípides, Suplicantes, 1002-1003; synthanein, 1007,
1040, 1063 (1071); la unión de los cuerpos: 1019-1021.
61 Fenicias, 1458-1459 (en toisi philtatois)-, en 1578, Y ocasta cae amphi
teknoisi («entre» o «alrededor de» sus hijos).
62 T om o esta expresión de un artículo de Cl. Nancy, «Euripide et le
parti des femmes», en E. Lévy (editor), La Femme dans les societés antiques
Estrasburgo, 1983.
63 La m ejor (aristé, esthlé, philtaté) de las mujeres: Eurípides, Alcestis,
83-85, 151-152, 200, 231, 235-236, 241-242, etc.; la últim a palabra: 391;
aceptación de la m uerte: 17 (thelein, verbo del im perativo hoplita; cf. 155);
la m uerte gloriosa: 150 (vid. 157 y 453-454); la audacia: 462, 623-624 y 741;
la nobleza: 742, 993.
64 Virilidad, gloria y audacia: Eurípides, Suplicantes, 987, 1013, 1014-
1016, 1055 (kleinori), 1059, 1067; aderezo nupcial/fúnebre de Evadne: 1055;
más allá de la feminidad: 1062-1063; más allá de la virilidad: 1075. O tros
ejemplos de gloria femenina en Eurípides: Helena, 302, Hécuba, 1282-1283.
65 T rato este tem a com más detenim iento en «La gloire et la m ort
d ’une femme», Sorciéres, 18 (1979), págs. 51-57.
66 Antígona, 773-780. En cuanto a las similitudes y diferencias entre la
ejecución de Antígona y la de la vestal incesta, me refiero al estudio aún
inédito de A ugusto Fraschetti.
67 En lo referente a sphazó, vid. nota 28; thyó y sus derivados: Esquilo,
Agamenón, 214-215, 224-225, 234-240, 1417, Sófocles, Electra, 531-532,
572-573.— Phonos y phoneuó; Eurípides, Ifigenia en Aulide, 512, 939 y
especialmente 1317-1318; C litem nestra, en esta obra, siempre califica el
sacrificio de Ifigenia de ejecución (ktanó). N ótese que en Esquilo la crítica
aparece por todas partes, a pesar del empleo del verbo thyó —pero el
sacrificio se vuelve contra Agamenón, «sacrificado» por C litem nestra
(Agam enón, 1503).
68 Vi. los trabajo de J.-L. Durand sobre Bouphonia (especialmente «Le
corps du délit», Communications, 26 [1977], págs. 46-61), asi como, en
relación con la «puesta en escena», las observaciones de J.-P. V ernant en
«Sacrifice et mise á m ort dans la thusia grecque», en Les Sacrifices dans
VAntiquité, Entretiens de la Fondation H ardt, t. 27, Vandoeuvres-Ginebra,
1981, págs. 1-18 y 22.
69 El sacrificio no se ofrece a la m irada de los espectadores, pero, en
cambio, tam poco se ve som etido a censura alguna desde el punto de vista
del logos, y el relato del mensajero aporta toda clase de detalles: tropezamos,
en el nivel del discurso, con lo que J.-L. D urand observaba con respecto
a las representaciones figuradas, que «el sacrificio hum ano puede mostrarse,
siempre que se relegue al campo de lo imaginario» («Bétes grecques», en
La Cuisine du sacrifice, op. cit., pág. 138). Acerca del sacrificio hum ano en
cuanto ficción, vid. tam bién las observaciones de A. H enrichs, «H um an
Sacrifice in G reek Religión. T hree Case Studies», en Le Sacrifice dans
l'Antiquité, op. cit., págs. 195-235.
70 Parthenos y guerra: J.-P V ernant, «La guerre des cités», M ythe et
société en Gréce ancienne, París, 1974, pág. 38.— D erram ar la sangre de una
sola muchacha para salvaguardar la comunidad de los andres: el razonamiento
viene explícito en el fragm ento del Erecteo de Eurípides citado por
Licurgo (Contra Leócrates, 100, vv. 22-39); vid. N . Loraux, «Le lit, la
guerre», op. cit., págs. 42-43.
71 Eurípides, Hécuha, 525-527, 544: lektoi t'Akhaión ekkritoi neaniai,
logades. N o todas las parthenoi sacrificadas se llaman Polícrita («la muy
escogida»: cf. W . Burkert, Structure and History in Greek M ythology and
Ritual, Los Ángeles-Londres, 1979, pág. 73), pero todas son «escogidas».
72 Eurípides, Hécuha, 537 (akraiphnes haima), Ifigenia en Áulide, 1574
(,akhranton haima); la pureza de la sangre es metonímica de la pureza de la
virgen, pero el relato de Pausantas sobre la hija de A ristodem o se ahorra
tal m etonim ia, y es la vigen sacrificada quien recibe la denom inación de
akhrantos, pura (IV, 9, 4). Khrainó: tocar, de donde mancillar, manchar...
96
73 Esquilo, Agamenón, 232 y 1414-1416 (que, dentro de la lógica de la
Orestíada, debe compararse con Euménides, 450: el ciclo de la mancilla se
cierra cuando sobre O restes se vierte la sangre de un joven animal (boton)
degollado).
74 Eurípides, Ifigenia entre los tauros, 359; Ifigenia en Aulide, 1080-
1083.
75 Acerca del sacrificio de H erm es en el H im no homérico dedicado a
este dios, vid. L. Kahn, Hermes passe, París, 1978, en especial páginas 41-
73.
76 C ita de P. Vidal-Naquet, «Chasse et sacrifice dans YOrestie d ’Eschyle»,
en J.-P. Vernant y P. V idal-N aquet, M ythe et tragédie en Gréce ancienne,
op. cit., págs. 135-158 (pág. 139). Sustitución de la muchacha por la cierva
{Ifigenia en Aulide, 1587-1589 y 1593): versión más antigua de la historia
(A. Henrichs, «H um an Sacrifice, art. cit., pág. 199), que se rem onta a los
C antos Ciprianos y a la que se opone otra versión más difundida (Esquilo,
Píndaro, Sófocles), donde la virgen es verdaderam ente objeto de sacrificio:
vid. F. Jouan, Euripide et les légendes des Chants Cypriens, París, 1966,
págs. 273-274.
77 Eurípides, Hécuba, 205-206 (comparación), 526 (metáfora; en la
Alexandra de Licofronte, en el verso 327, Políxena es stephéphoros bous,
ternera adornada con cintas); 142: polos.
78 Stella G eorgoudi me hace la observación de que pólodamnein se
refiere a la acción de educar un p otro para convertirlo en caballo; la lengua
griega no conoce el verbo 'hippodamnein.
79 Vid. V. M agnien, «Vocabulaire grec reflétant les rites du mariage»,
en Mélanges Desrousseaux, París, 1937, págs. 293-297, y «Le mariage chez
les Grecs anciens», L ’A ntiquité classique, 5 (1936), en especial págs. 129-
131, así com o Cl. Caíame, Les Choeurs de jeunes filies dans la Gréce
archaíque, I, Rom a, 1977, págs. 411-420 y M. D etienne, «Puissances du
mariage», en Y. Bonnefoy (editor) Dictionnaire des mythologies, II, París,
1981, pág. 67.
80 En el verso 1113 de Ifigenia en Aulide, Agamenón hace un juego de
doble sentido al anunciar que las moskhoi están dispuestas para el sacrificio
prenupcial de las proteleia.
81 La historia de la hija de A ristodem o (Pausanias, IV, 9, 4-10) es
iluminadora: negando que A ristodem o sea todavía kyrios con respecto a su
hija, el novio de la muchacha invoca el hecho de que —en la situación
interm edia en que se halla la nymphé— ya se ha com pletado el paso de un
kyrios al otro; A ristodem o ha «dado» su hija en m atrim onio, luego ya no
puede «darla» al sacrificio. Vid., a este respecto, P. Roussel, «Le role
d ’Achille dans l’lphigénie á Aulis», Revue des Etudes Grecques, 28 (1915),
en especial página 249, y «Le thém e du sacrifice volontaire dans la tragédie
d ’Euripide», Revue belge de Philologie et d ’Histoire, 1 (1922), en especial
97
páginas 234-235, así como las observaciones de J. Redfield, «N otes on
Greek W edding», Arethusa, 15 (1982), págs. 181-201 (pág. 187).
82 En voz media, agomai significa (para el hom bre) «llevarse» a una
m ujer, casarse con ella; pero la form a pasiva agomai puede aplicarse a la
muchacha, en cuanto significa «ser conducido», tratándose de la víctima
(agó en lenguaje sacrifical: Pórfiro, De abstinentia, II, 28, 1). Am bigüedad
trágica del verbo agein: Ifigenia en A ulide, 434, 714 —y passim, tan cierto
es que la principal característica de Ifigenia consiste en ser «conducida»);
Hécuba, 43-44, 222-223, 369, 432 (Políxena); vid. tam bién Sófocles,
A ntígona, 773, 885 (y 811, 916), y la «conducción» de Alcestis por T ánatos
(Eurípides, Alcestis, 259).
83 En Agamenón, el sacrificante es el padre (209-211, 224-225), aunque,
en el m om ento suprem o, se m ultiplique el núm ero de sacrificantes (239-
240); en el últim o m om ento, en Ifigenia en Aulide, lo sustituye Calcas:
vid. F. Jouan, Euripide, op. cit., págs. 277 y 288 y nota introductoria a la
edición de Ifigenia en Aulide, Les Belles Lettres, París, 1983, págs. 26-27
(con las referencias bibliográficas relativas al debate sobre la autenticidad
de este pasaje). Sobre el tem a literario del padre ejecutor, vid. E. Pellizer,
Favole d ’identitd, favole di paura, Roma, 1982, págs. 102-103.
84 Hécuba, 523: recordemos, con Cl. Leduc que engyé es originariamente
«palmada», «imposición de mano» («Réflexions sur le systéme m atrim onial
athénien á l’époque de la cité-Etat», en La dot. La valeur des fem mes,
G. R. I. E. F., Toulouse, 1982, pág, 13.
85 Vid. a este respecto W . Burkert, H om o necans, Berlín, 1972, págs.
78-80, así como la discusión entre J. R udhardt, A. H enrichs, G. Piccaluga
y W . Burkert en Le Sacrifice dans l ’ Antiquité, op. cit., págs. 236-238.
86 Vid. L Kahn y N . Loraux, «Mythes de la m ort», en Dictionnaire des
mythologies, II, págs. 121-124; semejanzas entre la ceremonia nupcial y la
de los funerales: J. Redfield, «Notes», art. cit., págs. 188-191.
87 Es, me parece, la tragedia quien efectúa esta inversión: el tem a del
himen en el Hades se retom ará en los epitafios a partir de la época
helenística y en diversos epigramas de la Antología Palatina, pero —excep
tuado el célebre y difícil epitafio de Frasicleya (W. Peek, Griechische Vers-
Inscbriften, n.° 68)— la poesía fúnebre de la época arcaica y clásica no
asocia este tem a a la m uerte de las muchachas.
88 Por su rechazo del m atrim onio, las danáides prefieren la cuerda al
contacto con el macho, y el reino de Hades al de su esposo (Esquilo,
Suplicantes, 787-791); ellas fingen ignorarlo, pero el espectador sabe muy bien
que trocando un dueño por o tro están, sencillamente, tom ando un
«esposo» en lugar de un esposo.
89 M atrim onio en el Hades: Antígona, 653-654; m atrim onio con el
Aqueronte: 810-816; litbostróton korés nympheion H aidou: 1204-1205; vid.
tam bién 568, 575, 796-797, 804 (thalamos), 891-892 (tymbos, nympheion).
98
Sobre A ntigona-Core, vid. las observaciones de Cli. P. Segal, Tragedy and
Civilization, Cam bridge (Mass.)— Londres, págs. 152-206.
90 Eurípides, Ifigenia entre los tauros, 369; vid. tam bién Ifigenia en
Aulide, 461, 540, 1278; el solapam iento de m atrim onio y sacrificio, ya
sensible en Ifigenia entre los tauros (216, 364-371: baim athon gamón, 818-
819, 856-861) predom ina de principio a fin en Ifigenia en Aulide: vid., por
ejemplo, H . P. Foley, «Marriage and Sacrifice in Eurípides’ Iphigenia in
Aulis», Arethusa, 15 (1982), págs. 159-180.
91 Desde Licofronte (Alexandra, 323 sigs.) a Séneca, y aún más tarde,
el tem a de la m uerte de Políxena com o «sacrificio nupcial» (A. Eontinoy,
«Le sacrifice nuptial de Polyxéne», L'A ntiquité classique, 19 (1950), págs.
383-396) es tanto helenístico com o romano.
92 Eurípides, Hécuba, 352-353 (nymphe), 414-416 y en especial 611-612.
93 L. M éridier, com entando el verso 612 (edición de Les bolles Lettres).
94 Macaria sacrificada a Core: Eurípides, Heraclidas, 409 410, 490, 601;
el Hades: 514; los esponsales por la vida de sus hermanos: 579-580; m uerte
para su genos: 590; los hijos y la partheneia: 591-592.
95 L. M éridier, com entando el verso 592: vid. tam bién la traducción de
Ph. V ellacott, Ironic Drama, Cam bridge (Mass.) -Londres, 1975, pág. 191
(«fo r babes unborn, maidenhood unfulfllcd»). H abrá que preferir la traduc
ción de Marie D elcourt (Gallimard, «La Pléiade»): «trésor qui me tient lieu
d ’enfants, de ma virginité offerte».
96 Este tem a aparece en el caso de los hijos varones: Eurípides,
Heracles, 481-484 (Megara ofreciendo las Ceres por esposas a sus hijos).
Troyanas, 1218-1220 (galas funerarias/nupciales de Astianactc).
97 Ello implica cierta representación del cuerpo femenino, donde la
garganta está dotada de valores sexuales: volveré sobre esto en las págs.
84-85.
98 U n gégenés por otro: en lengua autóctona, eso mismo se dice anti
karpou karpon (un fruto en lugar de otro fruto: Eurípides, Fenicias, 931-
'941); nótese que, com o hijo de padre y madre espartana (994-996),
Meneceo es, por así decirlo, hijo de la patria (996): en lengua espartana, la
única m adre es la tierra de los padres (mencionada tam bién en 913, 918,
947-948, 969, 1056).
99 Fenicias, 1009 (en pie, stas, como un hoplita), 1012 («liberaré mi
tierra») y 1090-1092.
100 Fenicias, 942-948, com entado por P. Roussel, «Le role d ’Achille»,
art. cit., pág. 243.
101 Para m atizar la frase de J.-P. V ernant según la cual «el m atrim onio
[es] a la joven lo que la guerra al joven» («La guerre des cités», art. cit.,
pág. 38), vid. las observaciones de P. Schm itt-Pantel, «H istoire de tyran»,
en B. Vicent (editor), Les M arginaux et les exclus dans ¡'histoire, París,
1979, págs. 217-231, en especial 226-227.
99
102 Si damos crédito a Plutarco (Questiones convivales, 8, 8, 3), fue
m enester orden expresa de Delfos para que los hom bres se pusieran a
sacrificar animales, «y aún ahora no se sacrifica animal alguno sin que antes
haya agachado la cabeza ante una libación de agua pura, m ostrando por
esta señal su aceptación del destino que se le depara»: vid., por ejemplo P.
Roussel, «Le thém e du sacrifice volontaire», art. cit., así com o W. Burkert,
«Greek Tragedy and Sacrifical Ritual», Greek, Román, and Byzantine
Studies, 7 (1966), en especial págs. 106-107.
103 Esta elección reitera la que consiste en hacer m orir efectivamente a
Ifigenia: cf. A. H enrichs, «H um an Sacrifice», pág. 199.
104 El sacrificio debe estar presidido por un silencio de buen augurio,
pero, muy al contrario, la euphémia rodea el sacrificio en Ifigenia en
Áulide: 1467-1469, 1560, 1564 (vid. tam bién Hécuba, 530 y 532-533:
sacrificio de Políxena).
105 Mancilla, impureza, impiedad: Esquilo, Agamenón, 209, 220; años
virginales: 228-230; violencia: 232-238.
106 O tra muchacha de Esquilo, Casandra, se niega a considerar su
asesinato com o sacrificio: sabiendo que, a m odo de altar, la espera el tajo
{Agamenón, 1277), trata de ser valiente (1289), pero no acepta que el coro
normalice su situación com parándola con una potranca movida por los
dioses, camino del altar (1297-1298 y 1299-1303).
107 Agamenón, 232-234; sobre Ifigenia buscando refugio en tierra, vid.
las observaciones de J. Bollack, L ’Agam emnon d'Escbyle, I, 2, Lille-París,
1981, págs. 295-298). N o hace falta suponer, con F. Jouan {Euripide, op.
cti., pág. 271, n. 5), que Esquilo se inspirara aquí en la representación del
sacrificio de Políxena en un ánfora tirrena conservada en Londres: de
hecho, es probable que, cada uno según su lenguaje, el pintor y el poeta
traduzcan, en función de una víctima humana, la práctica sacrifical
consistente en «alzar» {aeiró, airestbai) a la víctima: vid. P. Stengel,
Opferbraüche, op. cit., págs. 105-112 y J. Casabona, Vocabulaire, op. cit.,
pág. 162. Aerdén (o arden) es un adverbio derivado de aeiró. Si, con J.
Redfield («Notes», art. cit., págs. 191-192, y 198, n. 5), consideramos que
alzar del suelo a la novia durante los esponsales viene a ser una
dram atización de su necesaria negativa a otorgar consentim iento, quizá
localicemos en el texto de Esquilo otra interferepcia más entre sacrificio y
m atrim onio: no obstante, aquí sólo me parece pertinente la interpretación
sacrifical, porque la violencia no es en m odo alguno simulada.
108 Ifigenia entre los tauros, 26-27: se trata, literalm ente {metarsia,
adjetivo derivado de aeiró que rem ite a aerdén), de una «cita» de Esquilo
(sobre este problem a, vid. R. Aelion, Euripide héritier d ’Escbyle, París,
1983, I, págs. 106-107 y II, pág. 117).
109 Ifgenia en Aulide, 1487 1589 {arden). La traducción de F. Jouan
(«son sang ruisselait á flots sur l’autel de la déesse» [su sangre manaba a
chorros sobre el ara de la diosa]) no da su sentido tópico a la palabra
100
r
arden. [La traducción de Fernández-Galiano, op. cit., pág. 79, es «cuya
sangre manaba a borbonotes del altar de la diosa».]
110 Hécuba, 525-527: los elegidos aqueos (la flor de los jóvenes guerreros)
tenían que «estorbar con sus brazos los saltos (skirtéma) de la ternera»
Políxena; de hecho, skirtao (saltar) se dice de los animales jóvenes, poloi o
cabras (Teócrito, I, 152).
111 Hécuba, 545, 548-550, 554, 561. U n pasaje del Á ya x de Sófocles
indica claramente que en el arrodillarse —sea o no en postura suplicante—
lo esencial es pegarse al suelo (1180-1181). [De la traducción española de
Assela Alamillo, op. cit., pág. 173 no se desprende esta interpretación:
«... así como yo corto este rizo. T enlo, oh niño y cuídalo, y que nadie te
mueva, antes bien, arrodillándote, sujétate a él».]
112 Im plorante sí es, en contrapartida, la rodilla doblada de Casandra,
por encima de la cual, en el fondo de una copa, eleva C litem nestra el
hacha (cf. N. Alfieri, P. E. Arias, M. H irm er, Spina, M unich, 1958, pág.
59 y plancha 99: área 430 a. de C.): ¿ademán bárbaro o gesto de
desesperación? ¿O ambos al mismo tiem po, como en Esquilo, Persas, 929-
930?
113 Vid. Antología planudea, IV, 150 (descripción de Políxena arrodillada
e «im plorando por su vida»). De m odo similar, en Lucrecio, una Ifigenia
(Iphianassa) im plorante dobla la rodilla antes de ser «alzada por manos de
hom bres y conducida al ara» (De Rerum N atura, I, 92 y 95).
114 Además del ánfora tirrena de Londres (97-7-272), mencionem os la
de Berlín, (4841).
115 Eurípides, en su descripción de Políxena, invierte ciertos rasgos de
la Ifigenia de Esquilo (cf. J. Schm itt, Freiwilligen Opfertod bei Eurípides,
Giessen, 1921, págs. 57-58.
116 La libertad de Macaria (501-502, 528-529, 550, 559) pasa por su
negativa de supeditar su decisión al azar de un sorteo; negativa a m orir a
manos de los varones: 560-561, 565-566. N o voy a pronunciarm e con
respecto a los versos 821-822, ni al hecho de que no mencionen la
ejecución (¿Censura voluntaria? ¿Reelaboración posterior?).
117 El desvío puede calibrarse por comparación con la historia de la hija
de A ristodem o (Pausanias, IV, 9, 4 y 6), donde es el padre quien debe
entregar y voluntariam ente entrega a su hija (hekousios, hekon). Para
term inar, en Ifigenia en A ulide es Agamenón quien actúa contra su propia
voluntad, akón (1157).
118 Por ejemplo A. Katsouris, art. cit., n. 9, págs. 16 y 21.
1,9 Sobre la m uerte gloriosa como contrapuesta al suicidio, vid. N.
Loraux, L ’Invention d'Athénes, op. cit., págs. 100-105 y «La belle m ort
spartiate», art. cit., pág. 108.
120 Erecteo, fragm ento 65 A ustin, v. 67, que debe compararse con
H erodoto, I, 30 (Telos de Atenas).
101
121 Erecteo, fragm ento 65 Austin, vv. 68-70; el sepulcro com ún y la
gloria com partida eran, para Praxítea, recompensa específica de los andres:
Licurgo, Contra Leócrates, 100, vv. 32-33). Trágica ironía...
122 Vid. Cl. Nancy, «Euripide et le parti des femmes», art. cit., págs.
85-88, y Ph. V ellacott, Ironic Drama, op. cit., págs. 178-204.
123 M eneceo muere de pie (Fenicias, 1009, 1091) como los guerreros
(1001-1002); con ello se granjea la admiración del coro por su victoria
(1054-1057: kallinika; cf. 1314: onoma gennaion). En las Troyanas, Casandra
ve con antelación su llegada triunfal (niképhoros) a la tierra de los m uertos;
con respecto a la tolma y a la eukleia de Casandra, vid. Esquilo,
Agamenón, 1302, 1304.
124 Sófocles, Antígona, 817-822 (autónomas; vid. tam bién 502-504, 694-
695); pero esta gloria es ambigua, cosa que no escapa a la muchacha: 836-
839 y 853.
125 Macaria: Heraclidas, en especial 533-534, 627-628 (la m uerte de los
agathoi, designación tópica de la m uerte m ilitar).— Políxena: Hécuba, en
especial 348, 380-381 y 592 (nobleza).— Ifigenia: compárese Ifigenia en
Aulide, 1252 (rechazo de la m uerte gloriosa) y 1374-1375) (eukleós), 1398
(el recuerdo), 1423-1424 (nobleza), 1504 (gloria impercedera). El coro
entona el peán de Ártem is en honor de Ifigenia: mujeres en honor de una
virgen (el coro, norm alm ente, es masculino: Cl. Caíame, Les Choeurs de
jeunes filies, op. cit., I, págs. 148-149).
126 Vid. a este respecto las observaciones de G. B. W alsh, Classical
Philology, 69 (1974), págs. 241-248: arete para Ifigenia y, por contraposición,
aidos, virtud femenina, para Aquiles.
127 C on ocasión de una presentación de este texto, Ileana Chirassi-
C olom bo llamó mi atención sobre un pasaje de las Metamorfosis (X III,
692-699) donde Ovidio lleva a sus últim os extrem os la aplicación de esta
ley, m etam orfoseando en juvenes los cuerpos de las hijas de O rion que se
quitan la vida por la patria. Pero la m etam orfosis es ajena a la esencia de
la tragedia, que prefiere atenerse a los recursos del discurso.
128 Si la tragedia es feminista, lo será al m odo de las feministas a que
se Yefiere P. D arm on, que «regeneraron el género femenino en un baño de
sangre» (Mythologie de la fem m e dans l’ancienne France, París, 1983, pág.
59).
129 A título de ejemplo, recuérdese la traducción que hace M azon (Les
Belles Lettres) de los versos 271-272 de las Coéforos, donde el «foie chaud»
[hígado caliente] se trueca en «le sang de m on coeur» [la sangre de mi
corazón], por razones que, por otra parte, M azon aclara explícitam ente en
nota: se trata de decidir entre transposición y traducción «literal», y esta
últim a sólo puede indicarse a pie de página. Sobre estas cuestiones, vid.
tam bién las observaciones de J. D um ortier, discípulo de M azon, en la
introducción a su obra Le Vocabulaire medical d'Eschyle et les écrits
hippocratiques, París, 1935.
102
130 p or ejemplo: Helena, 354, Hipólito, 781.
131 Vid. P. C hantraine, Dictionnaire étymologique, artículos aukhén y
dere; garganta de Afrodita: Iliada, III, 396 (e H im no homérico a Afrodita,
88); garganta de la amada: Safo 216 edición Page, 16; cuello de Medea:
Eurípides, Medea, 30-31; el luto: Eurípides, Electra, 146-147.
132 Acerca de sphazó como acción de degollar, de la equivalencia entre
sphazó y deirotomeó (seccionar la garganta), y de sphage como nom bre de
la garganta, vid. J. Casabona, Vocabulaire, op. cit., págs. 155-156 y 175.
133 Ifigenia entre los tauros, 853-854 (cf. 1460); Ifigenia en Áulide, 1430
(y 1516, 1560, 1574); Hécuba, 151-153. Evidentem ente, la inmolación de
un hom bre, si tal caso se produjera, tam bién se efectuaría por herida en la
garganta: Heracles, 319-320 (pero resulta que nunca llegó a cumplirse tal
tipo de inmolación).
134 Deré y el cuchillo en la garganta: por ejemplo Orestes, 1194, 1349,
1575; laimos y el sacrificio perpetrado: Heraclidas, 822, Fenicias, 1421,
Ifigenia en Aulide, 1579; laimos es tam bién la garganta de Políxena pensada
como víctima sacrifical (Hécuba, 565; en 567, N eoptólem o secciona el
«conducto de la respiración»). Laimotomos (—tmétos) caracteriza a la
G orgona, con la garganta seccionada: Ión, 1054, Electra, 549, Fenicias, 455.
135 Eurípides, Orestes, 1471-1473, con la nota de F. C hapouthier (Les
Belles Lettres) y la de M. D elcourt (Gallimard, «La Pléiade»); sobre el
significado del gesto consistente en inclinar hacia arriba o hacia abajo el
cuello de la víctima, vid. P. Stengel, Opferbr'áuche, op. cit., págs. 113-125.
136 Eurípides, Electra, 1223, así como 485 (en 1222, O restes utiliza el
verbo «sacrifical» katarkhom ai, y en 1228, la herida de C litem nestra de
califica de sphagas). Ya Esquilo situaba la herida de C litem nestra en la
garganta: Euménides, 592 (pros derén temón), as! como Coéforos, 883-884
(aukhén).
137 Vid. Helena, 355-356 (en los planes de suicidio de Helena, laimotomou
sphagas es opción al ahorcam iento).
138 N i siquiera Egistc —cuya m uerte, en Eurípides, ocurre durante el
sacrificio que él mismo está llevando a cabo— , muere por herida en
la garganta, sino en las vértebras, por acción de O restes, que le quebranta
la espalda (Electra, 841-842).
139 Tropon ton auton: Coéforos, 274; el hachazo en plena frente:
Sófocles, Electra, 95-99 y 195.
140 El cuello, punto débil: Iliada, XX II, 321-327 (m uerte de H éctor),
así como V III, 325-326 y X X III, 821; guerreros con la garganta seccionada:
X III, 202, X V II, 49, XXI, 555 (deirotomeó). Vid. tam bién H esíodo, El
escudo, 418 (Cieno muere por herida en el cuello). En H om ero, Ch.
Darem berg (La Médecine dans Homére, París, 1865, págs. 14-15 y 38)
enum era seis heridas en la garganta y 62 en el cuello; las razones
puram ente funcionales invocadas por M. D. G rm ek (Les Maladies a Faube
103
de la civilisation accidéntale, París, 1983, pág. 55) no bastan para explicar
la repetición de tal tipo de herida en la épica.
141 Fenicias, 1288-1292; guerra civil (stasis) y sphage: vid. M. D etienne y
J. Svenbro, «Les loups au festin ou la cité imposible», en La Cuisine du
sacrifice, op. cit., pág. 231.
142 Eurípides, Medea, 30: Ifigenia en Áulide, 875. Valórese la diferencia
con la Iliada, donde es masculino el cuello calificado de blanco y tierno en
el m om ento de ser atravesado por el hierro, porque sólo se erotiza el
cuerpo del guerrero: vid. E. Vermeule, Aspects o f Death, op. cit., págs, 101-
105.
143 T odos estos lugares de m uerte están tom ados únicam ente del libro
IV (457-531). Acerca de la vulnerabilidad esencial del cuerpo masculino en
H om ero, vid. el ya citado libro de E. Vermeule (págs, 96-97).
144 El costado protegido: Eurípides, Troyanas, 1137, Heraclidas, 824; el
costado herido: Esquilo, Siete contra Tebas, 624 y en especial 888-890
(evocación que hace el coro de la m uerte de los hijos de Edipo por herida
en el costado izquierdo —costado anorm al, siniestro—, d i’ euónymón
tetymmenoi... homosplankhnón pleurómatón, pasaje que parodia Eurípides
en los versos de las Fenicias citados en la nota 141).
145 Eurípides, Andrómaca, 1150; en 1120, N eoptólem o no es «alcanzado
en el buen sitio» y, en 1132-1134, lo abrum an las heridas que le producen
diversos proyectiles (piedras, dardos, flechas, etc.).
146 H erido en el ombligo (Fenicias, 1412-1413), Polinices cae, recogiéndose
pleura kai nédyn.— Imagen de la espada que atraviesa el pulm ón/los
costados: compárese Esquilo, Coéforos, 639-640, Eurípides, Ión, 766-767 y
Esquilo, Euménides, 843.
147 Erecteo, frag. 65 A ustin, v. 15; Fenicias, 1421 y 1437-1441; Medea,
379.
148 Hemón: Antígona, 1236 (pleurais); Áyax: Sófocles, A yax, 834 (pleuran)
(cf. Píndaro, Nemeas, VII, 25 y sigs.: dia phrenón; sobre la herida en el
diafragma, vid. J. D um ortier, Le Vocabulaire medical d ’Eschyle, op. cit.,
pág. 11).
149 Eurípides, Heracles, 1149; Helena, 982-983; Orestes, 1062-1063
(eugeneia). Obsérvese que uno de los tem as del Orestes es la contraposición
entre la sphage, procedim iento de m uerte, y la m uerte voluntaria y noble
que proporciona la herida en el hígado.
150 Esquilo, Agamenón, 432, 792, Coéforos, 272, Euménides, 135 (y
158); Sófocles, A yax, 938; Eurípides, Suplicantes, 599, Hipólito, 1070.
131 Sófocles, Antígona, 1315-1316 (hyph’ hépar); 1291-1292 (sphagion),
1031 (bómia); 1283 (plégmasin), 1314 (en phonais; cf. 696, donde la m uerte
guerrera de Polinices se produce en phonais).
152 La nodriza ha asistido, estaba al lado (parastatis: Traquinias, 889) de
Deyanira en el m om ento del suicidio, que, sin embargo, se produjo en
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1
105
de los versos de Esquilo, habrá que pensar que la lectura tradicional de
este pasaje se rem onta ya a Eurípides.
162 En los Heraclidas, Macaria hace alusión a un descubrim iento (en el
sentido de desvelar el cuerpo (561). J. Heckenbach (De nuditate sacra
sacrisque vinculis, Giessen, 1911, págs. 9-10) se plantea dudas acerca de esta
práctica en el caso de Políxena. H ay que señalar que este descubrim iento
es como una parodia brutal del anakalypsis de la novia en el m atrim onio,
lo que a su manera afirma Séneca en Troyanas, 87-93.
163 Pintura griega: vid. Antología planudea, IV, 150; Pierre de C ortone;
me refiero al Sacrificio de Políxena del museo del C apitolio de Roma.
164 Hay, en Eurípides, veintisiete casos de mastos en el sentido de seno
materno, contra dos en el sentido erótico: Andrómaca, 629 (vid. Aristófanes,
Lisistrata, 155-156) y Cíclope, 170. T om o la noción de «objeto parcial» del
lenguaje psicoanalítico: vid. J. Laplanche y J.-B. Pontalis, Vocabulaire de la
psychanalyse, París, 1967, págs. 294-295.
165 Eurípides, Suplicantes, 604, Fenicias, 134, 162, 1375, 1397, 1437; ya
a partir de H om ero (Iliada, X III, 288-290, XX II, 282, 285), el guerrero
valeroso debe ser herido por delante, nunca por la espalda.
166 Electra: Eurípides, Orestes, 1049, Electra, 1321; Ifigenia: Ifigenia en
Aulide, 634; belleza virginal de Ifigenia: ibid., 681. (N ótese que: (1) lo que
se hace objeto de violencia física, en los lamentos luctuosos, es precisamente
las partes del cuerpo donde más se señala belleza: el pecho, las mejillas, los
cabellos; (2) en la Electra de Eurípides, C litem nestra resume todo el
escándalo del sacrificio en la evocación de la «mejilla blanca» de Ifigenia.)
Luto: Suplicantes, 87, 979, Troyanas, 794, Andrómaca, 832-834. El pecho
«como de estatua» (hós agalmatos) que constituye la belleza de Políxena
hace pensar, en un registro muy diferente, en la Ifigenia de Esquilo, joya
(agalma) de la casa paterna (Agamenón, 208).
167 N ótese que esta rarísima asociación entre mastoi y sternon surge
otra vez en Hécuba (424: adiós de Políxena a la ternura del cuerpo
m aterno).
168 Hécuba, 208-210 (mekrón meta); 568-570 (pudor).
169 Séneca, Troyanas, 195-196, 202, 361-364, 940-944 y 1132 (el relato
del sacrificio comienza con thalami more).
170 C. Fontinoy («Le Sacrifice nuptial», art. cit., pág. 386) manifiesta su
sorpresa por el hecho de que el tem a del m atrim onio —que en su opinión
es esencial— alcance tan escaso desarrollo en el relato del sacrificio.
171 Ovidio, Metamorfosis, X III, 451-452, 458-459, 479-480. Eurípides,
m odelo de Ovidio y de Séneca: R. Aelion, Eurípide héritier d'Eschyle, op.
cit., II, pág. 114, n. 9.
172 En el mismo libro de las Metamorfosis, una de las hijas de O rion
muere con «no femíneo valor», dando «la descubierta garganta» (XIII,
693).
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173 Vid. G . Arrigoni, Camilla, A m azzone e sacerdotessa di Diana,
Milán, 1982, en especial páginas 37-38 (seno derecho de Camila). Nótese
que tam bién es en el pecho donde se hiere Dido (Eneida, IV, 689); y
tam poco se abstiene la prosa de los historiadores: en el pecho hinca el
hierro Lucrecio (T ito Livio, I, 48, 11), en el pecho hiere Virginio a su hija,
para salvarle la virginidad (T ito Livio, III, 48, 5). Es conveniente observar,
con G. Devereux (Tragédie et poésie grecques, op. cit., pág. 123), que en los
textos latinos las mujeres, por lo general, acuden a la espada como
instrum ento de suicidio.
174 La otra rama de la opción empieza por hyp’aukbena (Hécuba, 564):
pero, en lo concerniente a Políxena, el yugo se coloca al m odo tradicional,
en la nuca (ibid., 376).
175 La m uerte de la amazona Pentesilea era ya, en la época arcaica y
luego en la clásica, un topos de representaciones figuradas: vid. por ejemplo
E. Vermeule, Aspects o f Deatb, op. cit., pág. 158, asi com o D. von
Bothm er, Am azons in Greek Art, Londres, 1957, IV, 2 y plancha LI, 1
(ánfora ática con figuras negras, Londres, B 10).
176 Me refiero aquí a los análisis de Giulia Sissa sobre el cuerpo de las
mujeres considerado entre la boca de arriba y la boca de abajo (Le corps
virginal, de próxim a aparición). Am bos cuellos, el del útero y el de la
cabeza, pueden denominarse del mismo m odo, aukbén: vid. H ipócrates,
Enfermedades de las mujeres, III, 230 (así como II, 169: trakhelos, otro
nom bre del cuello).
177 H ipócrates, Enfermedades de las mujeres, II, 127, 151 (así como 110,
126, 201, 203); sobre el lugar que ocupa esta «afonía histérica» dentro del
sistema hipocrático de los «silencios del cuerpo», vid. M. G. Ciani, en Le
Regioni del silenzio, Padua, 1983, págs. 157-172.
178 Es muy notable, a este respecto, el tratado hipocrático sobre las
Enfermedades de las muchachas-, en «Le corps étranglé» paso revista a sus
principales proposiciones.
179 S. Freud, C inq psychanalyses, trad. M. Bonaparte et R. M. Loewens-
tein, París, 1966, p. 61.
180 El psicoanálisis, por otra parte —debo esta observación a M onique
Schneider— nunca ha sabido muy bien qué hacer con la garganta de las
mujeres.
181 Im portante, a este respecto, la figura de Medea, en cuanto se niega
a volver la m uerte contra sí misma; m atando, en vez de matarse, pone en
marcha una lógica diferente, frente a la cual, sin duda, al espectador le
resulta bastante menos fácil llevar la cuenta de sus ganancias en el campo
de la imaginación.
182 T om o la expresión «interferencia» de P. V idal-N aquet, en J.-P.
V ernant y P. V idal-N aquet, M ythe et tragédie en Crece ancienne, op. cit.
183 Así acontece, al menos, en las obras que, en virtud de la elección
efectuada por los alejandrinos, nos han llegado en su integridad y
107
constituyen el corpas disponible; por no salimos de Eurípides, recuérdese
que, com o Fedra, tam bién su Laodmía y su Estenebea se suicidaban, en
tragedias perdidas.
184 La famosa katharsis (Aristóteles, Poética, VI, 1449 b 28 [que Aníbal
G onzález —en A ristóteles / H oracio, Artes poéticas, edición bilingüe
(M adrid: Taurus, 1987), pág. 55— traduce «purificación».]
I.A A U T O R A
Prólogo ......................... 9
R eparto ......................................................................
M aneras trágicas de m atar a una m ujer .................................................. 23
La soga y la espada ........ 31
Suicidio de m ujer por m uerte de hom bre ........................... 31
U na m uerte desprovista de ¡tndrt'ui ....................................... 32
El tajo en el cuerpo viril ........................................................ 35
A horcam iento o sphagé 37
La esposa que se lan/.a al vuelo ................................................ 41
Silencio y secreto ............... 44
En el thalamos: m uerte y m atrim onio ................................... 46
M orir con ................................ 48
La gloria de las mujeres ............. 50
La sangre pura de las vírgenes .............. 55
Sacrificios en que puede pensarse sin mal ........................... 56
T ernera, potranca: dom adas ...................................................... 58
De la ejecución com o m a trim o n io .......................................... 61
Libertades virginales ............................. 66
La gloria de las m uchachas ................ 7®
Lugares del c u e rp o ......................................................................... 73
El punto débil de las m ujeres .................................................... 74
Enum eración del cuerpo v ir il.................................................... 77
La opción de P o líx e n a ............................................................. 79
N otas .................................................................................................................... 89
111