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http://webpersonal.uma.es/~JIFALGUERAS/Antropologia_filo
sofica/Antropologia_filosofica/Antropologia-de-la-
sexualidad.html
1[1]
Como ha sabido apreciar correctamente M.A.Arbib (Cerebros, máquinas y matemáticas,
trad. esp. E. Sánchez Mañes, Madrid, 1976, p.120), "los modelos matemáticos pueden estar
tan equivocados como los modelos no matemáticos"..."el mero uso de fórmulas no confiere
poderes mágicos a una teoría". Y de igual modo, aunque sea ciertamente admirable y
verdadera la capacidad de la Química para imponer nombres «cuasi-naturales» a las
substancias tanto inorgánicas como orgánicas que ella estudia, y para describir sus
comportamientos, su método -como acabo de decir del matemático- ni asegura ni agota las
posibilidades de comprensión teórica que ofrece la vida. Ese amplio margen que dejan las
ciencias para la explicación y comprensión de los fenómenos de la vida justifica que otros
saberes, sin entrar en conflicto con los resultados de aquéllas, sino más bien aprovechándolos,
puedan proponer teorías de otra índole que intenten aclarar y ordenar la riqueza de datos de
la vida orgánica.
Esto supuesto, el sexo presenta, al menos, cuatro grados de desarrollo distintos,
de los que dos tienen que ver directamente con el fundamento y otros dos con el
destino, a saber: el grado biológico fundamental y el biológico-antropológico, por una
parte, y el exclusivamente humano y el cristiano, por otra.
La vida animal crece de otra manera, crece según la plenificación, o sea, dando
lugar a un aprovechamiento cualitativo de la entropía física en el modo de una
especialización en la información. Son frutos suyos los sentidos externos e internos y
el sistema nervioso que los integra y comunica. Semejante especialización aumenta
la capacidad de información, que es el elemento de toda vida, y permite diferenciar
cualitativamente las señales informativas tanto externas como internas. Gracias a
ello, el individuo animal queda dotado de imaginación y, consiguientemente, de la
posibilidad de la automoción, de que carecen los vegetales, de manera que su
autonomía resulta enormemente potenciada. Pero, al igual que ocurría con la vida
vegetal, el crecimiento según la plenificación no se agota en la mera especialización
de ciertos órganos individuales en la información, sino que se prosigue en su propia
línea mediante un proceso específico creciente de capacitación para la información,
que da lugar a la llamada cerebralización.
Por lo que hace a la reproducción, la vida animal integra y potencia el logro
propio de la evolución vegetal en este terreno, a saber, la reproducción
individualmente sexuada. Naturalmente, no afirmo que todos los animales se
reproduzcan de modo individualmente sexuado, pues los hay hermafroditas, pero sí
que el crecimiento animal recoge y refuerza la tendencia a la individualidad cuyo
inicio se ha visto en el crecimiento vegetal. La recoge, primero, aunque invirtiendo el
orden jerárquico de la multiplicación vegetal: si en los vegetales el desarrollo
correspondía de modo primordial a los órganos de multiplicación numérica, dentro de
los cuales se incluía y subordinaba funcionalmente a la multiplicación genético-
sexual, en los animales el sexo genético subordina y controla al sexo orgánico o
gonadal -lo que quizá pueda significar que aquello que en el reino vegetal era
término, ahora se ha convertido en comienzo-. La refuerza y prosigue, después,
cuando llega a determinar, en los mamíferos superiores, un código inmunológico que
define y distingue a cada individuo entre todos los de la especie, y que se forma por
reacción defensiva frente al organismo de la madre en cuyo seno se gesta la nueva
vida.
3[3]
Tomás de Aquino, Summa Theologiae (ST)III, q.32, a.3 c).
cuidados de la prole, que se corresponden con ciertas estaciones y ciclos temporales.
Estas tendencias garantizan en condiciones normales la conservación de la especie
por el individuo. De manera que en términos absolutos ha de decirse que el fin del
sexo en la vida biológica es la conservación y enriquecimiento de la especie mediante
la incorporación de diferencias individuales.
Los órganos sexuales, como cualquier otro órgano biológico, no tienen, pues,
otro fin que el buen ejercicio de la función que les está asignada dentro de la vida
biológica: la reproducción. Y como ocurre en el cumplimiento de toda función
biológica, cuando la ejercen bien, esos órganos producen placer y bienestar, que
será tanto mayor cuanta mayor sea la capacidad de información especializada del
individuo y cuanto mayor sea el riesgo de incumplimiento de la función por la
aleatoriedad y dificultad de la empresa. Por eso, los instintos sexuales han de tener
una fuerza de atracción suficiente ante el individuo animal como para vencer con
holgura los obstáculos reales introducidos por factores como el esfuerzo físico, la
lejanía en el espacio, la duración en el tiempo, etc. Pero en manera alguna tiene
sentido considerar a los órganos sexuales como órganos para el placer, como
tampoco lo tendría el considerar a los del gusto, o a los de cualquier otra función,
como órganos de placer, pues el placer orgánico es siempre consecutivo al ejercicio
adecuado de la función propia, o sea, es efecto final y natural del buen
funcionamiento orgánico; pero la función de los órganos sexuales es la reproducción
o conservación de la especie, luego su finalidad y sentido no es el mero placer del
individuo, como equivocadamente creyó entender Freud4[4].
En segundo lugar, la realización del acto sexual humano lleva consigo una
relación personal con el otro individuo del sexo distinto, tal como puede observarse
ya en la misma disposición fisiológica de los genitales, que, a diferencia de la de los
meros animales, pone cara a cara a quienes mantienen relación sexual, reuniéndolos
en un abrazo.
4[4]
"Tomando como punto central el acto sexual en sí mismo, podría calificarse de sexual todo
lo referente a la intención de procurarse un goce por medio del cuerpo y, en particular, de los
órganos genitales del otro sexo" Vorlesungen zur Einführung in die Psychoanalyse, III.Teil,
20., Frankfurt a.M., 1979, 239, trad. esp. L. López-Ballesteros, Madrid, 1971, 326.
Estas diferencias fisiológicas se prolongan en el enriquecimiento sentimental que
antecede, acompaña y subsigue a la realización de la unión sexual, pero tanto
aquéllas como éste tienen su sentido sistémico 5[5] en el descubrimiento exultante de
otra persona de distinto sexo con la que compartir la existencia o habitación
mundana, como se sugiere en el grito alborozado de Adán; “esto sí que son huesos
de mis huesos y carne de mi carne”6[6]. Un ejercicio de la sexualidad humana normal
lleva consigo el previo enamoramiento, que en vez del puro instinto o la búsqueda
egoísta del placer, inclina la voluntad libre de la persona a la entrega ilusionada de la
propia intimidad. La reciprocidad de tales afectos facilita y asienta la voluntad de
compartir establemente una vida en común, y es uno de los temas perennes de la
literatura universal. Cuando ni siquiera esta dimensión sentimental de las relaciones
sexuales es respetada, la degradación del carácter humano del sexo es tan repulsiva
que causa asco en quien la sabe y hastío en quien la practica. Con todo, es de notar
que la contravención de las condiciones naturales en las relaciones sexuales
humanas es indicio, aunque negativo y reprobable, del carácter libre del acto sexual
para el hombre.
Por último, es característico del hombre que sus relaciones sexuales sean
estables y familiares. Como ha explicado C.O. Lovejoy 7[7], el hombre se singulariza
entre los primates superiores por haber desarrollado una estrategia demográfica
peculiar, mediante el reparto estable de funciones entre el macho y la hembra en la
relación paterno-filial: al reservar para la hembra el cuidado y atención de los hijos,
y para el macho la búsqueda de alimentos, se evitaba lo que en los otros primates
era la causa del escaso desarrollo del cerebro, pues al tener que desplazarse la
hembra (generalmente entre árboles o arbustos) en busca de alimentos y portando a
los pequeños, a éstos habían de cerrárseles y consolidárseles prematuramente los
huesos del cráneo, si su organismo había de defenderse de lesiones cerebrales
graves. La familia nuclear, es decir, la relación sexual monogámica y el reparto de
funciones paternales, es, según esta teoría, lo que distingue al ser humano como
primate y explica todas sus singularidades básicas. Naturalmente, cabe apuntar
desde la filosofía que tal reparto de funciones no pudo ser meramente instintivo,
como de hecho no llegó a serlo en el resto de los póngidos, sino nacido de la libre
inteligencia, connatural al hombre, pues un reparto semejante de funciones supone
la existencia de una comunidad previa, y toda comunidad tiene su razón de
posibilidad en la apertura trascendente de la inteligencia 8[8].
5[5]
La unidad del ser humano es a priori y sistémica, y ello quiere decir que sus diversas
partes forman un todo funcional al servicio de la persona, cuya verdad no es alcanzable por
reducción analítica (Cfr. Leonardo Polo, Quién es el hombre, Madrid, 1991, 43-46, 67 ss.).
6[6]
Gen. 2,23.
7[7]
"Science", vol.211, nº 4480, 1981, 342-350.
8[8]
Entender es «hacerse (noticialmente) otro», albergar en el propio acto de entender el acto
de lo entedido, compartir el propio acto con el acto de lo ajeno. Por eso, la razón de toda
posible comunidad radica en el entendimiento (Cfr. I. Falgueras, CI, 611-622).
9[9]
Gen 2,24.
En ese proyecto tiene principal interés la procreación, el cuidado y la educación
de los hijos. El mutuo amor y cuidado de los esposos entre sí tiene como fruto
natural y deseado la procreación de los hijos. Una relación sexual humana, o sea,
comprometida de por vida, que no esté abierta a la fecundidad es una relación a la
que le falla el proyecto común, pues la comunidad no radica en la mera coincidencia
de voluntades -cosa que puede darse en la búsqueda egoísta del placer-, sino en la
apertura a lo otro: en abrir en sí un espacio para lo ajeno y acogerlo
donalmente10[10].
Por otro lado, y contra lo que se suele creer, los padres no somos la causa
eficiente de la existencia de los hijos. Entender la relación paterno-filial como una
relación eficiente-efectuado fue uno de los errores, por ejemplo, de Espinosa 11[11]
-quien por lo demás creía que ser era causar-, aunque no es un error sólo suyo, sino
muy generalizado. En realidad, los padres no somos la causa eficiente de la vida,
sino sólo sus promotores.
Así pues, los padres orgánicamente no hacemos otra cosa que reunir las
condiciones necesarias y suficientes para que la naturaleza misma cause finalmente
una nueva vida orgánica de nuestra especie. Desde luego, a diferencia de los meros
animales, que son movidos por los instintos y, en esa medida, son meros
instrumentos de la naturaleza, los seres humanos somos libres para asumir, o no, el
proyecto de vida familiar, para elegir la persona con la que compartir nuestra
habitación del mundo, y para realizar ese proyecto en el tiempo y el espacio
concretos, de manera responsable, amorosa y generosa. Pero además de promotores
libres de la vida o colaboradores de la naturaleza, los padres humanos somos
colaboradores directos de Dios. En efecto, el ser humano no es un mero organismo
biológico, sino una persona, un ser destinado a Dios y dotado de entendimiento y
voluntad, una libertad abierta a lo trascendente. De manera que si es la naturaleza
la que pone en marcha su existencia corporal, es Dios mismo quien le otorga su
dignidad personal. Promover la vida es, pues, colaborar con Dios creador y elevador.
12[12]
Cfr. Paul Guillaume, La Psicología animal, trad.esp. de P.Canto, Buenos Aires, 1973, 113.
13[13]
ST III, q. 23 , a.4 c.
individuos de la especie humana somos personas, es decir, seres libres que en vez
de estar al servicio del género, lo tenemos a nuestra disposición para poder
destinamos a un fin superior. Dicho de otra manera, si la vida orgánica sólo es
concebible mediante la introducción de una potencia formal 14[14], la vida humana sólo
es inteligible mediante la introducción de una potencia final: la causalidad final -el
género, en este caso- queda a disposición del hombre en vistas a su destino
superior. Así se perfecciona el proceso de individualización orgánica iniciado con la
diferenciación sexual, al convertir los signos de individualidad orgánica que
caracterizan al cuerpo humano, desde su indeterminación anatómica e instintiva
hasta la Configuración de su rostro 15[15], en auténticas expresiones propias de una
personalidad única.
14[14]
Cfr. Leonardo Polo, Curso de Teoría del Conocimiento II, c. I. Aunque en este capítulo la
noción de potencia formal esté referida únicamente al cerebro y sus funciones, esa noción no
sólo es aplicable, sino exigida para toda vida orgánica, en la medida en que la vida orgánica
tiene como elemento la información.
15[15]
Cfr. A. Gehlen, El hombre, trad. esp. F. C. Vevia. Salamanca, 1980, 98-150; Leopoldo-
E. Palacios, El rostro y su anulación, Madrid, 1982. También el sexo es expresión y predicado
propio de la persona, así lo insinúa Tomás de Aquino (ST III, q.52, a.3 c; cfr. I, q.31, a.2, ad
4).
16[16]
I. Falgueras, El habitar y las funciones humanas de la masculinidad y de la feminidad
(HF), en "Philosophica" (Univ. Católica de Valparaiso), 11 (1988) 187-199. Aunque quizá
pueda estar de acuerdo con el fondo de lo que sugiere, discrepo de la terminología usada por
G. Simmel en su escrito Para una filosofía de los sexos, en el que vierte en categorías
metafísicas las diferencias entre los sexos («hacer» y «ser») y la cualificación de la feminidad
("esencia metafísica fundida con su ser vivido"), cfr. Sobre la aventura, trad. esp. de G. Muñoz
y S. Mas, Barcelona, 1988, 65 y 67. Como sostengo, la sexualidad no es más que una
propiedad de la persona que no alcanza ni a su ser ni a su esencia, sino que deriva de ellos.
Ya en el Opus postumum de Kant aparecen ciertas referencias al hombre como
habitante del mundo. El yo, el hombre, es la cópula entre Dios (sujeto) y el mundo
(predicado), y lo es en cuanto ser pensante mundano o como ser mundano
racional17[17]. Dios no es habitante del mundo, sino posesor del mundo 18[18], en tanto
que el hombre, como ente sensible racional, es cosmopolita, habitante del mundo y
cosmotheoros: cosmopolita, en cuanto que persona o ser moral; habitante del
mundo, en cuanto que ser sensible racional en el mundo; y cosmotheoros, en cuanto
que crea a priori los elementos del conocimiento del mundo y construye en la idea
del mundo su visión, al ser habitador del mundo19[19].
17[17]
I.Convolut, III.Bogen, 1.Seite, Ak. 21.Bd., 27.
18[18]
I.Convolut, III.Bogen, 2.Seite §7, Ak. 21.Bd., 30.
19[19]
I.Convolut, III.Bogen, 2.Seite §9, Ak. 21.Bd, 31.
20[20]
Bauen, Wohnen, Denken, en Vorträge und Aufsätze, Pfullingen, 4.Auflage, 1978, 141.
21[21]
Para una ampliación de todo este apartado remito al lector a mi escrito antes citado HF.
entorno"22[22], lo cual es verdadero pero meramente negativo por parte del hombre,
sino de que el entorno mundano no es inteligible en acto, no es inteligente ni
personal. El mundo no está a la altura del hombre, y por eso es tarea previa nuestra
el hacerlo inteligible y habitable para luego entenderlo y habitarlo efectivamente, o
sea, asociarlo de modo concreto a nuestros proyectos destinales 23[23].
Hacer habitable el mundo significa en concreto salvar la distancia que nos separa
de él, para lo cual se requiere, desde luego, interesarse realmente por él, labor que
puede ser desgranada en los siguientes pasos: ante todo, hacer habitable es morar,
demorarse o entretenerse en lo temporal y efectivo del mundo para hacer viable un
proyecto humano en él; pero, en segundo lugar, hacer habitable el mundo es tener
en cuenta y respetar su ordenación natural, de manera que quede a salvo respecto
de la arbitrariedad posible de nuestros fines, en una palabra, guardar el mundo.
Uniendo ambos extremos, esta primera subtarea puede ser resumida así: flexibilizar
los fines humanos de manera que sin perder su altura y dignidad queden distribuidos
en fases temporales capaces de convertir activa y respetuosamente las efectividades
naturales del mundo en posibilidades ordenadas a la habitación humana. El resultado
de esta primera y fundamental etapa de la habitación es la humanización del mundo
físico.
22[22]
HF, 187.
23[23]
La distinción entre intelecto agente e intelecto paciente es lo que abre la posibilidad de un
sentido exclusivamente humano del sexo.
Queda claro, por tanto, que si bien la morada y guarda del mundo tienen sentido
sólo para someterlo, el cultivo o forma perfecta de sometimiento, por su lado, tiene
como condición intrínseca la guarda y el interés por el mundo. Con lo que se recogen
y aúnan funcionalmente las dos dimensiones esenciales del dominio: pues señor no
es el que simplemente puede disponer y dispone de una cosa o bien, sino el que
dispone de ella con interés en y por ella, es decir, aquel al que no es indiferente el
buen estado y la mejora de aquello de lo que dispone.
Pues bien, como decía antes, estas dos subtareas del habitar tienen relación
directa con la distinción sexual humana. En efecto, sostengo que el hacer habitable
es función connatural a la feminidad, mientras que el sometimiento es función
connatural a la masculinidad. La connaturalidad no indica aquí una especialización
excluyente, sino una inclinación natural y una mayor facilidad para realizar la
subtarea correspondiente, sin que ello implique, por tanto, la imposibilidad de
realizar la otra ni la necesidad de actuar descompensadamente en la realización de la
propia.
Las razones en que apoyo esta división de funciones son las siguientes:
1.-Lo femenino del ser humano tiene el sentido connatural del morar: el seno
materno es la primera y más humana morada para el ser humano. El sentido
maternal innato de la feminidad, como prolongación afectiva de la función de su
seno, encarna el interés por la habitación del mundo. En esa misma medida la
feminidad posee la captación de qué hace y cómo se hace habitable el cosmos, pues
no sólo su afectividad, sino sobre todo su inteligencia está especialmente atraída y
dotada para la captación y valoración de lo concreto, tanto de lo concreto humano,
por su capacidad de acogimiento maternal, como de lo concreto mundano, por su
capacidad de ordenación de lo singular. De esa peculiar atracción y dotación
intelectual nace su interés por el adorno y la belleza, y de todas ellas deriva la obvia
capacidad femenina para saber interesar al hombre en la morada y en el compromiso
para con la habitación del mundo, es decir, para hacer fecunda, efectiva y seria la
labor de la masculinidad en el mundo.
Pero sería un error pensar que, por ser la familia la forma más natural y básica
de cohabitación mundanal sea la única. La familia reclama y fomenta una
colaboración social, en la cual tiene necesaria e intrínseca proyección el juego de las
funciones masculina y femenina. El sentido humano de la masculinidad y de la
feminidad se prolonga en las relaciones sociales, las cuales pueden ser entendidas de
maneras muy distintas por varones y mujeres, y pueden ejercerse, como también en
la familia, de modo compensado o descompensado. De manera que hay períodos
históricos o demarcaciones geográficas en los que prevalece descompensadamente
un sentido feminista de la vida (matriarcados), frente a otros en los que prevalece
un sentido masculinista, como ocurre, por ejemplo, en la modernidad, en la que la
pretensión de dominio o sometimiento del mundo, mediante la producción de
medios, la sobrevaloración de las organizaciones y el afán de progreso, se hace tan
preponderante que la feminidad (acogimiento a la vida, interés por lo concreto del
mundo y respeto por la naturaleza) ha llegado finalmente a ser infravalorada incluso
por muchas mujeres. El ideal, en buena lógica, debe ser alcanzar un equilibrio entre
lo masculino y lo femenino tal que sin anularse lo uno a lo otro, puedan jugar
libremente su papel como dimensiones del habitar humano.
Esta ventaja inicial tenía como contrapartida que, si los primeros padres
quebrantaban personalmente la debida relación de obediencia a su creador y
elevador, perderán ellos, y -por razón de la trasmisión sexual de la naturaleza
humana- también sus hijos, la concesión gratuita por Dios tanto de los dones
preternaturales como de la gracia santificante, concesiones que iban antes
aparejadas a la trasmisión sexual de la vida. Dicho de otro modo, nuestros primeros
padres sólo podían promover la trasmisión de la naturaleza humana, mas, lo mismo
que con ocasión de ésta Dios crea un alma nueva y la destina a la eternidad, así por
don gratuito, Dios los asociaba originalmente a la trasmisión de la gracia y de los
dones preternaturales, de manera que por don de Dios eran no sólo promotores y
colaboradores de la vida humana, sino también de la gracia, obteniendo para sus
hijos a la vez que la comunidad de naturaleza y de vida humanas, la de la filiación
divina y una calidad de vida en todo semejante a la suya, con los mismos dones y
prerrogativas que a ellos les dio originalmente el creador. Pero, insisto, al perder
ellos el status original perdieron también la posibilidad donal de promover su
transmisión, aunque mantuvieron la capacidad natural de promover la vida humana.
Y de este modo los hijos de Adán recibimos de Dios por la mediación de nuestros
padres sólo la naturaleza y la llamada destinal, pero una naturaleza que no está en
armonía con esa llamada: una naturaleza que desobedece, o no se somete, a
nuestra razón, y una razón que carece de noticias previas acerca de su destino y
está abocada por la muerte a un dominio imperfecto sobre el mundo.
Si se entiende por eros la tendencia a objetivar a una persona humana por sus
cualidades sexuales y la consiguiente «necesidad» o «indigencia» respecto del otro
como objeto de placer, el eros es un defecto derivado del pecado original. No hay en
ninguno de los dos grados de la sexualidad humana vistos hasta ahora nada que
justifique ni una objetivación ni una relación de indigencia en la relación sexual, que,
en cambio, sí se encuentran claramente recogidas como castigo del pecado de
origen25[25]. De modo paralelo, creo que debe ser cuidadosamente matizada la tesis
de J. Pieper en su, sin duda, precioso libro El Amor. Precisando lo que en él se dice,
ha de afirmarse que, por muy finito que sea, el hombre no tiene, como criatura,
indigencia o carencia de Dios y, menos aún, de otras criaturas, sino que está
destinado a Dios y que, como tal sólo encuentra su sentido y su descanso finales en
Dios26[26]. No es lo mismo tener a Dios como fin o destino, que carecer de Dios: Adán
24[24]
Cfr. ST III, q.32, a.3 c.
25[25]
Gen 3,16.
26[26]
... "el hombre, dado su mismo carácter de criatura, (es) un ser por naturaleza
profundamente indigente, lo que podría llamarse pura indigencia en persona que clama por
apagar su ser, 'one vast need', el ser sediento por definición” (trad. esp. R. Jimeno Peña,
Madrid, 1972, 121). Además Pieper atribuye el eros indigente a la finitud creacional (Ibid.
no carecía del conocimiento ni de la amistad y el amor de Dios en su estado original;
es verdad que podía y debía crecer en ese conocimiento y amor, y que, por tanto,
todavía no había merecido alcanzar a Dios como a su destino, pero eso no implicaba
«falta» de Dios ni era efecto de su finitud. Para tener a Dios como destino es preciso
ser capax Dei, o sea, ser potencialmente infinito, lo cual, a su vez, no significa ser
mera potencia, sino ser acto potencialmente infinito. Quien tiene a Dios como su
destino y se orienta teórica y prácticamente hacia él no está separado de Dios, pues
está haciendo lo que él quiere y, en consecuencia, está todo lo unido que se puede y
debe estar a él, antes del premio. Ha de distinguirse, pues, entre la indigencia o
inquietud del corazón humano en tanto no descanse en Dios, hermosamente
enunciada por Agustín de Hipona -que no es carencia o falta de Dios, sino la natural,
pero infinita tensión de quien no ha alcanzado todavía el destino para el que ha sido
hecho27[27]- y aquella positiva indigencia o carencia de Dios, derivada del pecado
original, por la que los hijos de Adán nacemos en la ignorancia de Dios y nos
sentimos inclinados a alejamos de él28[28]. No distinguir claramente entre lo todavía
no definitivamente perfecto y lo positivamente imperfecto lleva o a entender que la
naturaleza humana está esencialmente corrompida (pecado = corrupción), o a
sobreentender que somos naturalmente incapaces de Dios (pecado = finitud). Pero el
pecado de origen no fue ni un pecado natural o necesario, ni un pecado
absolutamente irreparable salvo por extinción de la naturaleza, sino una
incapacitación funcional para alcanzar el propio destino, que se trasmite por vía de
generación.
Por eso fue conveniente que, nada más someterse el pecado original, el anuncio
del protoevangelio29[29] prometiera a los hombres la aparición futura de una nueva
generación: un nuevo linaje nacido de mujer, que se opondrá al poder del maligno y
eliminará su dominio sobre el hombre. Esa promesa le fue confirmada a Abrahán 30[30]
y a sus descendientes, de manera que los israelitas entendieron su vocación
precisamente como la llamada a promover la generación de un pueblo que había de
tener entre sus hijos al Mesías, por el que habría de venir la salvación al mundo.
Signo del despojo de la vieja generación y de la fe en el futuro advenimiento de una
nueva fue entre los judíos la circuncisión 31[31].
128), lo que, después de las doctrinas modernas, especialmente de las leibnicianas, requiere
ciertas precisiones aclaratorias.
27[27]
Confesiones I,1,1. S. Agustín denomina «indigencia» a la solicitud por las cosas
temporales que deriva de la muerte (Cfr. PL 35, 2073). Sin embargo, en La Ciudad de Dios
XII,1,3, denomina también «indigencia» a la relación del hombre con su destino (la felicidad o
Dios), pero nótese que esa indigencia no es sino la capacidad para unirse a Dios y, por tanto,
la raíz de la excelencia y grandeza de la criatura racional, la cual sólo es considerada
miserable cuando carece de Dios. Conviene, por tanto, distinguir entre dos tipos de indigencia,
una que se identifica con la inquietud del corazón, y otra que consiste en la miseria de estar
separado de Dios y anhelar las cosas temporales. Paralelamente, eros puede ser tanto amor,
como concupiscencia, pero sin confusión.
28[28]
Cfr. La Ciudad de Dios XXII,12,1.
29[29]
Gen 3,15.
30[30]
Gen 22,18; Gal 3,16.
31[31]
Cfr. ST III, q.37, a.1, c et ad 1.
La nueva generación se distingue de la anterior porque no procede del pecado de
Adán, ni del deseo de ser madre de una mujer, ni de la voluntad de un varón, sino
de Dios32[32]. La iniciativa y la realización de esta nueva generación no son las
naturales, sino el resultado de una acción directa de Dios: son una nueva creación
divina. Sólo que, al igual que en la creación del hombre, no se trata de una creación
ex nihilo, sino en la que se toma una «materia» previa, pero cuyo término, en
cambio, es muy superior al de la creación ex nihilo. Si en la creación de Adán tomó
Dios «materia» orgánica preexistente (no humana), en la del Hijo del hombre, tomó
«materia» humana preexistente: un óvulo de las entrañas de María. Mas, a diferencia
de la creación de Adán, antes de tomar esa «materia» quiso Dios contar con el
consentimiento libre de María, de manera que el Hijo del hombre fuera hijo de María,
ante todo, por su fe y por su obediencia, y luego por la transmisión formal de la
naturaleza: Cristo nació, como deberíamos nacer todos, de la libre decisión amorosa
de nuestros padres. Y además, a total diferencia de los hijos de Adán, Cristo nació
libremente y porque quiso, siendo éstas sus primeras palabras al entrar en el mundo
-en este caso, en el seno de María la virgen-: "He aquí que vengo para hacer, oh
Dios, tu voluntad"33[33]. La nueva generación es libre no sólo por parte de su
progenitora, sino por parte también del progenitado 34[34].
Esta nueva y excepcional criatura que es el Hijo del hombre no trae consigo la
creación de una nueva naturaleza, como ocurrió en el caso de la de Adán, porque en
realidad su término es sólo una nueva generación, un nuevo modo de engendrar o
transmitir la filiación divina. Esto implica, por un lado, que nuestra naturaleza no
estaba totalmente corrompida por el pecado, sino sólo privada por él de las
condiciones necesarias para su debida ,destinación, en razón del modo originario de
trasmisión de la naturaleza y de la gracia. Y, por otro lado, implica que Dios actuó
conforme a su voluntad misericordiosa y, en vez de partir de cero y hacer una
creación por completo distinta, no quiso quebrar la caña cascada ni apagar el pabilo
humeante35[35], sino aprovechar la naturaleza humana para hacer algo mucho más
generoso e inconcebible: unirla, sin confusión, a la divina, creando de esta manera
una nueva filiación divina, paralela a la de Adán, pero muy superior a ella.
32[32]
Jh. 1,13; cfr. Cathena Aurea in Johannem, lect. 13, Sti. Thomae Aquinatis Opera Omnia,
R. Busa, Stuttgart, 1980, vol. 5, 371.
33[33]
Hebr 10,5-9.
34[34]
Cfr. ST III, q.35, a.8 c.
35[35]
Mt 12,20
prójimo, concretamente a Santa Isabel y a los novios de las bodas de Caná. Su
fortaleza ante el dolor, al pie de la cruz, y su poder aglutinante tanto en los
momentos de desesperación, como en los de expectación, de la primitiva comunidad
apostólica son también rasgos de una perfecta feminidad.
Sin embargo, el sexo cobra con Cristo una función nueva y superior. La nueva
generación, por nacer de la iniciativa asumidora y de la obra directa de Dios, da
lugar a un hombre que es Hijo de Dios. Igualmente, el Hijo de Dios transmite la
nueva generación no por obra de la carne y de la sangre, sino por su muerte, que,
transformando la muerte en cauce de vida, abrió para nosotros la posibilidad de una
nueva generación mediante el agua purificadora y el Espíritu santificador, el cual
capacita a los que creen en la divinidad de Cristo crucificado para llamar a Dios
nuestro Padre, en un sentido absolutamente nuevo. La nueva generación da origen,
pues, a hijos de Dios, no a hijos del hombre, y los genera sin destruirlos, es decir,
los regenera, los hace hombres nuevos: hombres, porque tienen la naturaleza de los
hijos de Adán, nuevos porque tienen la gracia y los dones del Espiritu de Cristo.
Habitar en virginidad el mundo como signo del amor de Dios por el mundo,
manifiesto en la encarnación de su Hijo, o habitar matrimonialmente el mundo como
signo del amor de Cristo por su Iglesia, son las dos nuevas Posibilidades abiertas al
sexo humano por el Hijo del hombre. La primera posibilidad está vinculada a la
misión de Cristo y a su generación misma, es como compartir el don inicial, no
merecido, de vivir ya como los hijos de Dios, tanto que sólo puede ser realizada
gracias a un don especial directo de la humanidad de Cristo. La Segunda posibilidad
es una posibilidad ganada o merecida por la pasión y muerte del Salvador, de ahí
que sea un sacramento que, a la vez que significa su amor hasta la muerte por la
humanidad, es fuente de gracias para poder vivir modo divino la, tras el pecado de
origen, difícil cohabitación humana de este mundo.
36[36]
Lc 2,46-49; Mc 3,20.
Salvo en el caso excepcional y portentoso de María, esas dos posibilidades
cristianas de la sexualidad (virginidad y procreación) no pueden ser consumadas a la
vez y, además, tienen duraciones distintas. En el caso de María, tanto su maternidad
física como su virginidad y maternidad espiritual son in aeternum, pues ella es
incluso en el cielo la theotocos y, desde luego, la madre de la Iglesia, mediadora de
todas las gracias. En cambio, el sentido humano y cristiano de la sexualidad
procreadora tiene su límite, en términos relativos, al menos con la muerte de cada
uno, y, en términos absolutos, con el fin del mundo, pues en el Reino de los cielos
los hombres serán como los ángeles de Dios 37[37], que no mantienen relaciones
sexuales de procreación.
Conclusión
37[37]
Mt 22,30.
38[38]
Hebr 2,5.
39[39]
Apoc 14,4.
40[40]
Apoc 14,13.
manera condiciona la destinación efectiva de las personas y de la vida social. Por
último, el cuarto grado de la sexualidad es propio y exclusivo de un solo hombre, en
cuyo modo de generación se funda, pero es trasmitido por él a los demás seres
humanos de manera congruente con lo que es: es un sentido donal del sexo, por el
cual tiene que ver inmediatamente con el destino y adquiere un valor superior,
inasequible a su primitiva condición biológica.
Sumario:
I. La persona humana.
1.-Descripción negativa.
2.-Descripción positiva.
3.-Persona y unidad del hombre.
II. Algunas obviedades sobre el sexo.
III. La personalización de la sexualidad.
1.-La ampliación diferencial de la sexualidad del cuerpo humano.
2.-La mediación sexual de la destinación personal.
3.-La integración personal de la sexualidad.
41[1]
El tema fue enunciado por primera vez por S.Agustín con su famoso "noli foras ire, in
teipsum redi, in interiore homine habitat veritas..." (De vera religione, 39, 72). Los
medievales lo integraron en la metafísica, y los modernos han intentado desarrollarlo por
separado, pero de modo metódicamente simétrico al de la metafísica. La propuesta de una
separación temática y metódica de la Antropología filosófica respecto de la Metafísica, que no
sea ni una negación de la Metafísica ni una reducción de la una a la otra, sino el
reconocimiento de la índole trascendental de ambas, fue hecha por primera vez en El Acceso
al Ser (Pamplona, 1964, 381 ss.; cfr.357) de mi maestro L.Polo. Aunque él ha señalado el
método y ha publicado algunas orientaciones fecundísimas acerca de sus contenidos (Cfr. La
coexistencia del hombre, en El hombre: inmanencia y trascendencia, Pamplona 1991, I,33-
47; ¿Quién es el hombre?, Madrid, 1991; Presente y futuro del hombre, Madrid, 1993; Etica,
Méjico, 1993; La radicalidad de la persona, en "Thémata" 12 (1994) 209-224), todavía se
espera la publicación de su Antropología trascendental.
en la medida en que, sin despreciar los datos empíricos, las demostraciones
científicas o la formación de convicciones verdaderas, procura elevarse a aquella
altura en la que lo común no anula, sino que integra las diferencias, y desde la que
cabe alcanzar el ser del hombre sin restringir en nada sus infinitas posibilidades 42[2].
La verdad de los resultados de una indagación semejante sólo puede ser contrastada
por su congruencia con la realidad del hombre y de la sexualidad, así como por su
congruencia consigo misma.
I. La persona humana.
42[2]
Trascendentales son aquellos actos que pueden ser compartidos ilimitadamente sin
mengua alguna de su riqueza: son los actos supremos. El ser no se pierde por darlo; el
entender propio no se pierde por ofrecerlo a otros; el amar no se anula, antes bien se cumple
al compartirlo. Estos actos son, pues, comunes a todos o a muchos sin eliminar sus
diferencias. Un método será trascendental cuando se realice de modo congruente con tales
actos: cuando busque lo común y compartible por todos sin eliminar ninguna de sus
diferencias. La altura de lo trascendental, u optimidad real, sólo se alcanza por parte del
filósofo cuando entiende lo real de la manera mejor o más alta posible -y esto vale
especialmente para tratar el tema del hombre, pues como se verá el hombre es ser creciente
al infinito-. Dicho con otras palabras, la mayor o menor verdad de una investigación
trascendental depende de la mayor o menor excelencia que sepa descubrir en lo hallado; su
falsedad estriba en la negación de toda excelencia o trascendentalidad.
parte de Dios que hace a las criaturas seres autónomos y capaces de dar dones
nuevos, seres originalmente fecundos y sobrantes, cuyo fin es su propio
perfeccionamiento, no el de Dios.
Aunque Kant no llegó tan lejos como sugiero, sí supo darse cuenta de la diferencia
radical entre persona y medio, y derivadamente entre persona y objeto. Es verdad
que Kant habla de una persona phänomenon y una persona noumenon, pero es
obvio que para él el constitutivo de la persona es la libertad moral, y ésta es
nouménica. Sin llegar a desprenderse de la conciencia como componente esencial de
la persona, dio paso sin duda, a una consideración filosófica parcialmente adecuada
de su dignidad y diferencialidad.
Llevando más allá el hallazgo kantiano, lo primero y más obvio que debe decirse de
la persona es que no se trata de objeto o cosa alguna. De ello no sólo deriva la
descalificación moral de toda práctica objetivante o cosificante sobre la persona, sino
también la imposibilidad real de entenderla como un objeto o cosa. En efecto, no
sólo existe la muy extendida propensión a tratar a las personas como objetos, sino
también la aparentemente más ingenua, pero no menos peligrosa, pretensión de
entender a las personas como objetos -que es el primer paso y condición para luego
tratarlas como objetos-, y esta pretensión suele acontecer con mayor frecuencia
entre sujetos en nada malintencionados, sino que apelan en su favor a la condición
de «científicos». Es cuando menos sorprendente la acrítica espontaneidad con que, al
menos desde la aparición del ideal emancipatorio, muchos científicos se atreven a
generalizar más allá de sus límites propios tanto la vigencia de los métodos
científicos como el valor de los resultados de sus respectivas ciencias. Para muchos
físicos, todo se resuelve en energías y relaciones entre partículas subatómicas; para
muchos químicos, todo lo biológico se reduce a meras reacciones intermoleculares
(químicas); para muchos biólogos, todo lo humano se salda en procesos puramente
orgánicos. Y algo semejante sucede en las ciencias humanas: hay quien cree poder
explicar todo lo humano desde la sola historia, todo lo racional desde la psicología,
todo lo social desde la mera política, todo lo político desde la estricta economía, etc.
Aparte de los claros reduccionismos que hacen chocar a las ciencias entre sí, se
da un factor común en el que coinciden los mencionados cientificismos: la
consideración de la persona que hace la ciencia como uno más de los objetos por ella
estudiados y sobre los que están vigentes todas sus leyes y ninguna otra
superior43[3]. Así, muchos físicos se consideran a sí mismos como simples conjuntos
complejos de energías, partículas y átomos; muchos químicos se conciben a sí
mismos como meras combinaciones de substancias químicas; muchos biólogos,
como meras organizaciones celulares, etc44[4]. Pero todos estos pasan por encima de
43[3]
Entiendo por cientificismo u objetivismo la reducción de la realidad al objeto: sólo es real lo
objetivo. El objetivismo o bien encuentra sin sentido la noción de persona (Cfr. Espinosa,
Cogitata Metaphysica, Opera, Gebhardt, Heidelberg, 1925, I, 264), o bien la reduce a ciertas
características objetivables (uso del lenguaje, acciones prácticas, etc.; cfr.Hobbes, Leviatán,
trad. Moya y Escohotado, Madrid, 1979, I,16, 255), como veremos acontece frecuentemente
también hoy en día. De ninguna manera sugiero que haya de ser descalificada la objetividad
científica, pues, bien entendida, es ella misma un signo inequívoco de la persona. Lo que
denuncio es la ceguera que produce el objetivismo, sin duda la forma más común de
insipiencia, es decir, de negación de todo lo que no es inmediato y comprobable, de todo lo
trascendente y último. Esa ceguera impide darse cuenta de que para que haya objeto es
preciso que haya pensamiento, y de que el pensamiento que objetiva no es objeto. Esto no es
recurrir a cualidades ocultas, sino simplemente descubrir que no todo es objeto.
44[4]
Lo último en esta línea de objetivación de la persona humana viene representado por el
la evidencia de que ni las partículas ni los átomos ni las substancias químicas ni las
células, o sus conjuntos, se plantean a sí mismos problemas, ni formulan hipótesis,
ni se cuestionan o discuten acerca de métodos, ni realizan experimentos, ni
generalizan las leyes de su comportamiento; y, asimismo, pasan por encima de la
evidencia de que los problemas, las hipótesis, los métodos, la experimentación y las
leyes generales del comportamiento no están hechos de, ni consisten en energías,
partículas, átomos, moléculas, células, etc., sino en pensamientos que no perturban
ni modifican por sí mismos en la realidad, aunque versen sobre ella. Los objetos de
la ciencia pueden ser pensados todo lo reales como se quiera, pueden ser pensados
como efectivos o influyentes-en e influidos-por su entorno, pero ellos mismos no
piensan, no están abiertos a la alteridad como tal: no se hacen noticialmente otros.
Incluso si se aceptara hablar del conocimiento, imprecisamente, en términos
genéricos de recepción, y se pensara que en la realidad también esos objetos
pudieran recibir algo, lo que recibieran lo habrían de recibir al modo de una pasión, o
sea, imponiendo a lo otro la forma de lo propio, en vez de recibirlo en calidad de
otro. Es decir, no conocerían intelectualmente ni pensarían nada.
speciesism, o corriente crítica aparecida en el mundo anglosajón por la que se niega todo
privilegio a la especie humana entre las especies animales. Cfr. J.V.Arregui, La importancia del
ser humano, en "Anuario Filosófico" 27 (1994) 37 ss.
realidad no podría pretender ser una teoría sobre la realidad. Dicho de modo más
incisivo, la pretensión de que el pensamiento teórico cambie la realidad sólo puede
ser verdadera si esa teoría se ajusta (no cambia) a la realidad; si por hipótesis la
cambiara, entonces ella misma no sería una teoría adecuada a la realidad, es más, ni
siquiera sería una teoría sobre la realidad: si la cambia no la conoce, si la conoce no
la cambia. Pero supongamos, contra toda verdad, que el pensamiento teórico
pudiera conocer la realidad ya inmutada previamente por él mismo, en ese caso no
la podría conocer como inmutada, pues carecería de todo fundamento y medio para
sospechar y detectar que la realidad haya sido inmutada por él. O sea: que, si la
inmuta, no puede conocerla como realidad, y si la pudiera conocer, inmutándola,
como realidad, no la podría conocer como inmutada. La teoría científica que afirme
que el conocimiento modifica físicamente la realidad es, pues, una teoría
incongruente e, incluso, sin sentido: si lo que dice es verdadero, como toda teoría es
pensamiento, entonces ella misma no es una teoría sobre la realidad, sino una
modificación física de ella, pero una modificación física no tiene otro valor que el de
una modificación particular más, entre el cúmulo indefinido de las que se producen
constantemente, es decir, carece de validez universal y de validez teórica; y sólo en
el caso de que sea falso que la teoría modifique la realidad puede pretender ser
verdadera. En conclusión: sólo si el pensamiento no inmuta la realidad puede
pensarse (equivocadamente) que la inmuta.
Lo que trato de aclarar es tan importante y elemental que quisiera ilustrarlo con
algún otro ejemplo, aunque tomado en sentido traslaticio y aun a riesgo de complicar
lo simple e inmediato con comparaciones que pudieran empañarlo.
El carácter inobjetivo de la persona es tan radical que ni tan siquiera puede ser
entendida como algo relativo al objeto. El objeto, en cuanto que objeto o pensado,
es ciertamente relativo a la persona, y esto induce a pensar que la persona haya de
ser, a su vez, relativa al objeto. Pero, al pensar así, se trasladan propiedades de los
objetos a la persona, que resulta, por tanto, indirectamente reducida a algo que no
es ella misma. Algo de esto sugiere el poeta cuando dice: "el ojo que ves no es/ ojo
porque tú lo veas/ es ojo porque te ve"46[6].
45[5]
No pretendo que todo lo occidental sea modélico, ni tan siquiera bueno. Lo único que es
superior de Occidente son sus modos de sabiduría (greco-romano; judeo-cristiano), y son tan
superiores que incluso los críticos de Occidente han de hacer uso de ellos para criticarlo. En
cuanto a la superioridad científico-técnica de Occidente, debe notarse que, aunque no tiene un
valor absoluto, deriva históricamente de la superioridad sapiencial antes mencionada y que
sólo cuando va acompañada de ésta es plenamente provechosa.
46[6]
A.Machado, Nuevas canciones, Proverbios y cantares I, Poesias completas, ed. M.Alvar,
Madrid, 1975, 289.
47[7]
La conciencia o la autoconciencia es concebida como el constitutivo del espíritu, que para
ellos es la persona, por la inmensa mayoría de los filósofos modernos, tanto racionalistas
(Malebranche, Recherche de la Vérité, III, I Partie, c. I, 1; Leibniz, Consecuencias metafísicas
del principio de razón, editado por E.de Olaso, Buenos Aires, 1982, 509 final) como empiristas
por eso verdadera. La conciencia es una operación, la primera operación de la
facultad cognoscitiva de la persona, pero ni es la única operación ni las operaciones y
facultades agotan el ser de la persona. La persona humana tiene desde luego,
mientras vive en esta vida, conciencia de objetos, pero no es mera conciencia de
objetos. No se intenta sugerir con esto que la persona sea, además, conciencia de sí,
pues ya hemos visto que el yo pensado no piensa, es decir, no se iguala al yo
pensante, y en consecuencia éste no puede tener un conocimiento de sí como el que
tiene de un objeto pensado. De los objetos puede tener conciencia, pero de sí misma
no puede tener conciencia (objetiva), y si tiene conocimiento de sí -que lo tiene- no
será un conocimiento objetivo, o, de lo contrario, se conocería como no
cognoscente48[8].
(Locke, Ensayo sobre el entendimiento humano, II, 27; Hume, Tratado de la naturaleza
humana, II, parte II, sec. I), pero sobre todo por el idealismo alemán, a partir de Kant. El
joven Schelling entendía por persona la unidad de la conciencia, y negaba la personalidad a
Dios, porque sabía que no hay conciencia sin objeto (Carta a Hegel 4-2-1795, Plitt I, 77). Para
Hegel, la personalidad es la independencia efectivamente vigente de la conciencia
(Phänomenologie des Geistes, Hegels Werke (HW), Suhrkamp Verlag, Frankfurt a.M., 1983, 3,
335), o, también, la unidad de autoconciencia y conciencia (HW 16,204). En mi propuesta la
persona humana no es la conciencia ni siquiera el espíritu ni el alma solos: alma es aquella
parte de la persona que informa al cuerpo; espíritu el aquella parte del alma tiene funciones
independientes del cuerpo; persona es la unidad destinal de espíritu, alma y cuerpo.
48[8]
La cerrazón que el objetivismo puede llegar a producir en algunas mentes quizá las aliente
a responder o bien que no sabemos si los objetos (entendidos como elementos, átomos,
substancias químicas, conjuntos celulares, animales, etc.) piensan -es decir, que a lo mejor
piensan sin que lo sepamos-; o bien que los objetos no necesitan saber, porque ellos son
reales. En el primer caso, se atribuye a los objetos la posibilidad de auténticas cualidades
ocultas -o sea, ocultas incluso a la mente, no sólo a los sentidos-, lo cual no sólo choca
abiertamente con el presupuesto radical del objetivismo, sino con la naturaleza misma del
objeto, que es totalmente presente al pensamiento. En el segundo caso, puesto que lo que se
llama persona se reduciría a mero objeto, tampoco ella necesitaría saber nada, o, de lo
contrario, no sería mero objeto. No hay escapatoria: sabemos que los objetos, en cuanto que
objetos, no piensan, y, por tanto que el pensar no puede ser reducido a objeto.
operaciones y las facultades propias.
Estar abierta a lo infinito, no es sin más ser infinita, lo mismo que ir más allá de
los propios límites no es carecer de ellos, sino no ser retenida por ellos. La persona
humana es intermedia entre lo finito y lo infinito: tiene límites, pero los supera. Por
eso su infinitud es potencial o relativa, no actual o absoluta. La indicación decisiva
acerca de la persona humana es, pues, su activo autotrascenderse.
49[9]
Schelling se percató en parte del problema latente en la noción de trascendencia: "todo
trascendente es propiamente relativo, existe sólo en relación a algo que es trascendido". La
propuesta de Schelling es que Dios es lo inmanente que se ha hecho trascendente (Schellings
Werke, M.Schröter, München, 1979, 6.Eb, 169-170). Es verdad, en efecto, que si no hay algo
trascendido no existe lo trascendente. Pero se dan varios tipos de trascendencia: la del ser del
mundo respecto de su esencia (imposibilidad para las operaciones de alcanzar el ser); la de
los seres que trascienden a otros seres y pueden trascenderse a sí mismos, entre los que se
halla la persona humana; y por último, está la trascendencia simple, o sea, la del ser que ni
trasciende sus operaciones, ni se trasciende a sí mismo ni es trascendido por nada. Esta
última trascendencia es la de Dios, la cual no es un atributo perteneciente a la esencia divina,
sino una pura denominación extrínseca que le damos las criaturas al ser trascendidas por él:
para nosotros Dios es trascendente, en sí mismo Dios es identidad.
trascendencia absoluta, un ámbito de amplitud irrestricta al que podamos abrirnos,
un infinito en acto que acoja nuestro crecimiento. La libertad como ser personal no
sólo ha de ser una libertad-de, sino, siguiendo la distinción de M. Scheler 50[10], sobre
todo y preponderantemente una libertad-para.
50[10]
Cfr. Phänomenologie und Metaphysik der Freiheit, II,1.
51[11]
La doctrina de la predeterminación o premoción físicas es una interpretación de la
predestinación en términos de causalidad o de la secuencia antes-después. Sin embargo, esta
interpretación es errónea, pues no deja lugar a la libertad, dado que todo queda fijado con
anterioridad a ella. En cambio, la predestinación es, en la interpretación que aquí se propone,
la iniciativa del destino, del que emana la llamada. La antecedencia de Dios respecto del
hombre no es una antecedencia en el tiempo ni la antecedencia del fundamento, sino la
primacía trascendental del futuro que nos llama. Dicha primacía no sólo deja lugar a la
libertad, sino que la suscita.
52[12]
La libertad es entendida como independencia absoluta respecto de todo otro poder, pero
como espontaneidad necesaria por Espinosa: ambos extremos se reúnen en la noción de
causa sui (que repele toda posible ingerencia externa, pero interpreta como necesario el ser).
En nuestro siglo Gentile definía la persona precisamente como causa sui (Teoria generale dello
Spirito come atto puro, Firenze, 1938, 249). Por otra parte, la autonomía es la característica
de la razón práctica y del yo nouménico en Kant. En esa misma línea, Fichte pone como
primer principio la autogénesis del yo, idea que es traspasada por Schelling y Hegel al Espíritu
Absoluto. En la doctrina del Marx joven, la independencia o libertad se alcanza cuando un ser
se debe a sí mismo su existencia; lo que, aplicado al hombre, se consigue en la historia
universal, que no es sino la producción del hombre por el trabajo humano. Por último, la
concepción de la libertad como autorrealización, tan vulgarizada hoy en día, no es más que
una consecuencia de las anteriormente descritas y afecta en parte incluso a autores como
Kierkegaard -para quien la meta de cada hombre consiste en llegar a ser uno mismo,
partiendo del factum de la composición, inmediatamente inconciliable para uno mismo, de
finitud e infinitud en cada hombre- y como Zubiri, quien define al hombre como una realidad
personal cuya vida y tarea consiste en llegar a ser su Yo, en hacer física y realmente su Yo
entre cosas reales y con cosas reales (El hombre y Dios, Madrid, 1985, 115-129).
53 [13]
En Vom Wesen des Grundes Heidegger afirma que la libertad humana es el fundamento
delfundamento y añade que, como tal, la libertad es el abismo (Ab-grund) del existente
(Cfr. V. Klostermann, Freiburg a.M., 1973, 53). Ser fundados les corresponde a los entes.
La libertad del existente descubre la diferencia ontológica entre ser y ente, precisamente
porque ella funda entes, pero no es fundada. Y es fundamento del fundamento, en la
medida en que, desde el implícito de la diferencia ontológica, formula el principio del
fundamento o razón suficiente, a saber: que todo ente tiene una razón suficiente. Es la
libertad del hombre la que ha de tener una razón suficiente al tratar con entes: la libertad
es el origen del fundamento (Ibid. 44). Sin embargo, en mi pro puesta lo propio de la
libertad no es fundar, sino destinar
que la persona no depende de instancias anteriores, lo que no excluye otro tipo de
dependencia, a saber la dependencia del futuro, y de un futuro que no se desfuturiza
o agota, y en ese sentido es infinito.
55[15]
De Vera Religione 39,72.
56[16]
Pensées, Oeuvres Complètes, Gallimard, Paris, 1969, 1207.
57[17]
La primacía y la trascendencia de Dios siendo incomprensibles en sí mismas, pueden no
obstante ser entendidas correctamente, aunque no siempre hayan sido bien entendidas. Por
ejemplo, Dios ha sido entendido generalmente como causa primera, lo que a mi juicio es una
atribución en falso, pues convierte a las criaturas en meros medios del poder de Dios: baste
con reparar en el ocasionalismo de Malebranche y en el panteísmo de Espinosa, que son
ejercicio, que no está en el orden del ser, sino en el del obrar. En la persona humana
el ser y el obrar no se identifican y eso implica que su ser es acto potencial y su
obrar es gradual. El obrar libre actualiza la potencia de crecimiento dotacional, y la
potencia infinita de crecimiento hace que el obrar libre sea sólo gradual. Pero, al
desarrollar activamente la capacidad de crecimiento dotacional, el obrar libre, por su
dependencia directa del destino, perfecciona, aunque sea sólo gradualmente, su
propio ser: el obrar supera activamente al ser 58[18]. Y eso es lo que he denominado
autotrascendencia activa.
consecuencias de esa mala atribución. Las indicaciones más adecuadas del modo de la
primacía y trascendencia divinas son el "en él vivimos, nos movemos y existimos" de S.Pablo
(Hechos 17, 28), el "intimior intimo meo, superior summo meo" de S.Agustín (Confesiones III,
6,11) y la sugerencia de R. Tagore de que Dios abre las flores por dentro (La cosecha, 18,
Obra Escojida, trad. Z.Camprubí, Bilbao, 1964, 237-238), si se ilumina desde las dos
indicaciones anteriores. Dios es la realidad que hace real a toda otra realidad sin convertirla en
medio o causa segunda, sin quitarle su novedad y propiedad, sino antes bien dándole el vivir,
el moverse y el ser por sí mismas.
58[18]
Sin embargo, el hombre no se da nunca a sí mismo el ser. Tanto el ser inicial o dotacional
como el definitivo o sancional le son dados al hombre. En ambos casos su ser es libertad o
acto creciente, pero el acto creciente inicial es sólo proyecto que nuestro obrar acrece o
decrece, mientras que el acto creciente sancionado es consolidado y guiado por el obrar
divino. Como proyecto que depende de nuesto obrar, el punto de referencia de nuestra
libertad es, en primer lugar, el destino como Verdad, y, derivadamente, el perfeccionamiento
del mundo y de los otros, que por donación (y perfeccionamiento) de nosotros mismos seamos
capaces de aportar, o sea, el destino como amor.
La persona es alteridad trascendental. No es simplemente algo distinto dentro de
un género, es decir, una especie o un individuo, ni tampoco es un predicable, o sea,
algo lógicamente distribuíble entre muchos, aunque de distintas maneras para cada
uno. En ese sentido decía yo, al principio, que la persona no era definible. Cuando
ahora digo que la persona es alteridad trascendental, no pretendo definir o englobar
a la persona dentro de otros términos más amplios, sino hacer uso del lenguaje de
manera que indique al intelecto de quien me lee lo que está por encima del lenguaje.
En efecto, mi enunciado parece hablar en términos generales: «la persona es», digo,
y esto es concesión necesaria al lenguaje, del que he de servirme para comunicar mi
pensamiento. La expresión parece suponer o bien que existe una sola persona, o
bien que, si existen muchas, tienen una esencia en común. Pero lo que añado a
continuación es justamente lo contrario: «alteridad trascendental», o sea, que es
radicalmente otra o diferente, que cada persona es un irreductible. La dificultad de lo
que pretendo sugerir estriba básicamente en que el término «persona» es un
nombre común, mientras que lo que con él se señala sólo puede ser recogido en
verdad con un nombre propio inconfundible, que el lenguaje humano no está en
condiciones de dar.
Conviene destacar para los efectos perseguidos en este trabajo que, mientras
que los diferentes objetivo-lógicos se excluyen unos a otros, poniéndose fuera los
unos de los otros, las diferencias no anulan a la diferencia trascendental, antes bien
la diferencia trascendental, al ser activa o subsistente y coexistente, puede hacer
suyas toda clase de diferencias. Naturalmente, el modo de hacer suyas las
diferencias es muy diverso según de qué diferencias se trate. Respecto del destino,
que es una alteridad superior y originaria, la persona humana hace suya esa
diferencia en el modo de quedar sancionada por él, según hayan sido sus propios
actos, dado que dicha sanción no la disuelve, sino que la perpetúa para toda la
eternidad. Respecto de otras personas humanas, cada persona hace suyas las
diferencias, abriendo y estableciendo una comunidad progrediente (o retrogrediente)
62[22]
Leonardo Polo, Presente y futuro del hombre, Madrid, 1993, 177.
63[23]
Hegel supo ver algo del carácter relacional de la persona, al subrayar la necesidad de
reconocimiento para su existencia (cfr. Phänomenologie des Geistes, HW 3, 465;
Enzyklopädie der philosophischen Wissenschaften, HW 10, 221, 307). Sin embargo, su
propuesta se mueve en el plano objetivo y predicamental (cfr. Grundlinien der Philosophie
des Rechts §§ 35, 40, HW 7, 93,98), pues el reconocimiento se ha de realizar en términos de
conciencia. La coexistencia, en cambio, que se propone aquí no rechaza la conciencia, pero la
supera, en cuanto que el reconocimiento puede no existir, aun existiendo la persona (caso de
los abortos de escasas horas o días), mientras que la persona tal como la propongo es ser-
con, aunque no se la pudiera reconocer. El reconocimiento es extrínseco y a posteriori,
mientras que el ser-con es intrínseco y a priori (dado que lo otorga Dios).
hacia el infinito o destino, en la que tampoco queda anulada la propia diferencia. Por
último, respecto del mundo, la persona puede coexistir con él, haciendo
unilateralmente suyas las diferencias de éste, sin que, al contrario de lo que ocurre
en el caso de la coexistencia personal, haya reciprocidad por parte del mundo.
Coexistir es existir como diferente con lo diferente.
Más en concreto, y a diferencia del ser del mundo, que es un solo acto
trascendental, en el hombre se han de dar dos actos trascendentales, el del alma y
el del cuerpo. El hombre es alma y cuerpo, y está llamado a serlos en congruencia y
unidad destinal. El cuerpo, siendo en sí mismo un puro trozo del cosmos (un efecto
tricausal), ha de ser elevado en el hombre a la categoría de acto trascendental. Pero
esa elevación es problemática, pues ahora lo es sólo como proyecto, o sea, en la
forma y medida en que el cuerpo sea asumido por la persona en su proceso de libre
destinación. Si el alma humana no fuera persona, es decir, si no estuviera destinada
a lo infinito, no podría elevar al cuerpo a la categoría de acto trascendental; pero, si
el alma humana no estuviera unida al cuerpo, la destinación del hombre no estaría
vinculada a un proceso temporal. El proyecto personal humano es un proceso de
crecimiento que asocia a la temporalidad y cuya meta trasciende tanto al alma como
al cuerpo, permitiendo una integración, por elevación activa, de ambos diferentes en
relación al destino67[27].
65[25]
Lo más alto y relevante en la criatura primera, o criatura "mundo", es el comienzo: su ser
es comienzo que ni cesa ni es seguido, comienzo in aeternum o persistencia. Lo más alto y
relevante en las criaturas segundas o elevadas (criaturas espirituales) es el destino o futuro:
su futuro no se desfuturiza, es futuro in aeternum o subsistencia. La diferencia entre ser
comienzo y estar futurizado se muestra también en sus desarrollos: lo primero permite un
desarrollo autárquico, pero decadente (respecto del comienzo), lo segundo permite crecer
irrestrictamente; lo primero viene directamente de Dios, lo segundo va también directamente
a Dios; la relación de lo primero con Dios es de exclusiva dependencia, la relación de lo
segundo con Dios es, además, de destinación libre.
66[26]
Nótese que en el hombre la potencia es superior al acto porque es potencia de un acto
superior e infinito (Dios) distinto de su ser que lo llama destinalmente, mientras que en el
mundo la potencia es inferior al acto porque es potencia respecto de su propio ser.
67[27]
La unidad dotacional de alma y cuerpo faculta a la primera para ocuparse de tareas
corporales, y al segundo para expresar sensiblemente los actos espirituales. Pero la
integración exigida por la destinación personal reclama una espiritualización del cuerpo y una
corporalización del espíritu hechas de tal manera que cada uno respete la naturaleza del otro.
Así, siendo los actos del espíritu (entender y amar) actos inmanentes de suyo y trascendentes
respecto del cuerpo, pueden y deben tener, no obstante, una manifestación operativa en el
cuerpo que sea adecuada a la naturaleza del espíritu. Y viceversa, las tareas corporales han
de ser espiritualizadas de tal manera que no quede menguada ninguna de sus característica
La elevación operada por la llamada destinal sobre el cuerpo humano cambia, por
un lado, su relación de dependencia con el mundo por una relación perfectiva del
mundo. Sin dejar de ser un trozo del cosmos, el cuerpo humano no se reduce a ser
sólo eso, sino que se convierte en una potencia de mejora del mundo, al poder
asociarlo al destino personal, que el mundo no tiene.
Pero, por otro lado, dicha elevación cambia también la disposición interna del
propio cuerpo. El cuerpo humano como todo organismo viviente tiene una dimensión
específica y otra individual, ambas indispensables para la vida orgánica. Sólo que en
el hombre el orden biológico, según el cual el individuo está sometido al servicio de
la especie, se invierte, y es la especie la que se pone al servicio de la persona. Al
asumir la persona al cuerpo, hace suyas las diferencias individuales y pone las
posibilidades de la especie a su servicio. La individualidad orgánica, tanto en sus
facetas positivas (posibilidades diferenciadoras, entre ellas el sexo propio) como en
las negativas (defectos o disfunciones), es convertida en ocasión para la expresión
de la diferencia personal irreductible según el ejercicio de cada libertad en orden al
destino (aceptación, aprovechamiento, mejora, o sus contrarios). En cuanto al
aprovechamiento de la especie por la persona, conviene advertir que dicho
aprovechamiento no suprime ni agota la especie, sino que también la eleva.
Siendo, como he dicho, capaz de Dios o de lo infinito, una sola persona que se
encarnara podría agotar todas las posibilidades de la especie, si en su propio cuerpo
no fuera elevada por ella la especie a la categoría de potencia de individuos
personales. La especie es convertida así en la posibilidad de una comunidad o
coexistencia entre personas humanas. Al ser elevada, la especie se transforma en
una fuente de «tipos» humanos diferentes, que son personalmente asumibles y
modulables y que han de ser compatibilizados entre sí en una libre convivencia
interpersonal, de manera que todos puedan obtener aquel desarrollo o crecimiento,
en el plano de la habitación mundana, que los haga dignos de alcanzar
congruentemente su destino. A diferencia de lo que en el reino animal son las
variedades, en el hombre los «tipos» son posibilidades de la especie en tanto que
elevada por la persona, por lo que en ellos lo biológico y lo histórico se
interpenetran. Hay una tipología humana de pueblos y culturas, y dentro de ellos
roles humanos diferentes dan lugar a tipos de hombres diferentes; e incluso en el
ejercicio de esos roles la humanidad (biotipo, carácter, inteligencia y voluntad) de
cada persona puede y suele crear distintos tipos humanos, que generan líderes,
modas, o verdaderos prototipos.
De todo lo cual resulta que la persona humana es una persona encarnada cuya
integración de diferencias está referida de manera distinta a tres coexistencias: la
coexistencia con Dios, la coexistencia con el mundo, la coexistencia con los otros
seres humanos, es decir, de la misma especie68[28].
propias y efectivas. Esa mutua adecuación y respeto garantiza que no por integrarse en
unidad haya de confundirse la manifestación sensible con el acto del espíritu: los actos del
espíritu, repito, son inmanentes y trascendentes, sus manifestaciones, en cambio, aunque
sean signos de tal inmanencia y trascendencia, son, en cuanto que sensibles, transitivas y
predicamentales.
68[28]
En Ich und Du M. Buber ha descrito también diferencias entre los referentes de la
persona: entre el Ello (mundo objetivo) y el Tú, y entre el Tú humano y el eterno. Existen
ciertamente algunas afinidades entre la doctrina de Buber y lo aquí expuesto. Sin embargo, en
mi propuesta el encuentro no es lo primordial, sino la llamada; paralelamente la presencia y la
Queda en el aire, sin embargo, una cuestión importante: si la persona es
diferencia irreductible, ¿qué sentido tiene que haga suyas diferencias inferiores?
¿qué le pueden aportar éstas, o qué falta le hacen? La solución no es simple, aunque
los criterios de la misma han sido ya avanzados. Que la persona sea irreductible no
impide, antes bien requiere la llamada a ser más de lo que es, a moverse en el
ámbito de la máxima amplitud. La respuesta a esa llamada es libre, pero no
prescindible ni arbitraria, sino que es tan vinculante y real como la llamada misma.
Pues bien, lo que hacemos de nosotros mismos, con el mundo y con los demás
constituye justamente nuestra personal destinación. Nosotros no podemos arrebatar
por nosotros mismos nuestro destino, pues nos trasciende: tan sólo podemos
merecer su sanción, según sea nuestra libre destinación a él, es decir, según
ejerzamos la libertad (que somos) respecto de lo que no es nuestro destino (mundo,
otros, corporalidad, facultades espirituales), pero está a nuestro alcance. El trato que
damos a nuestros semejantes e inferiores será la medida del trato que recibiremos
por el destino, y por tanto de lo que seremos. Las diferencias inferiores sirven, pues,
como medios de destinación a la diferencia trascendental que somos: al hacerlas
nuestras, podemos o bien erigirnos en su medida, haciendo de nuestros límites sus
límites, o bien autotrascendernos y, así, incluirlas congruentemente en el ámbito de
la máxima amplitud.
Con esta aclaración se puede vislumbrar la gran complejidad, antes aludida, del
proyecto destinal humano. Su relación con el destino, y, por tanto, consigo (con su
ser futuro), está condicionada (meritoriamente) por el modo de relación que tenga
con sus semejantes y con el mundo, relación ésta que, a su vez, viene mediada por
el desarrollo e integración de las facultades corporales y espirituales. Pero el
desarrollo e integración de las facultades espirituales y corporales han de
conseguirse en su ejercicio respecto de los demás y del mundo. Y, asimismo, el
modo de relación libre que guarde con su fin o destino orienta el modo de relación
que ejerce con todo lo demás y consigo mismo. Tal complejidad no es sinónimo de
confusión, pues en todas estas relaciones impera el orden.
Como era el propósito de este apartado, hasta aquí no he hecho otra cosa que
proponer una noción descriptiva de la realidad de la persona humana, que es a mi
juicio lo primero que ha de hacerse. Para terminar, empero, he de advertir que una
cosa es la realidad de la persona y otra el problema de su reconocimiento objetivo.
Con anterioridad he indicado que hay quienes confunden la persona con sus
manifestaciones sensibles, de tal manera que cuando no se dan éstas se estima
como inexistente aquélla. Estos confunden el problema del reconocimiento objetivo
con la realidad de la persona. Si cuando no hay manifestación sensible de la
trascendencia personal no hubiera persona, entonces la persona sería sólo una
propiedad transitoria de ciertos organismos vivos: durante el sueño o bajo la acción
de la anestesia, por ejemplo, no seríamos personas; no digamos ya en el caso de los
dementes, de los no nacidos, etc. Como creo habrá quedado claro a lo largo de mi
exposición, la persona es una realidad trascendental, un acto creciente suscitado por
la llamada del destino. Ahora bien, ni la llamada del destino ni la realidad
trascendental de la persona (libertad, intimidad, subsistencia y coexistencia) son en
sí mismas sensibles u observables. Por eso la persona humana no se reduce a sus
manifestaciones físicas, como pretenden ciertas corrientes de raigambre empirista u
objetivista. Pero entonces ¿cómo reconocer la existencia de una persona, si la
persona como tal es inobservable? Insisto: éste es un problema claramente distinto
del ser de la persona. La solución a tal problema viene dada, en mi propuesta, por la
noción adecuada de persona humana: la iniciativa de la que surge la persona
corresponde a la llamada del destino, y siendo la persona humana espíritu-corporal,
es la llamada del destino lo que hace emerger a la persona humana entera en su
peculiar corporalidad y espiritualidad 70[30]. Por lo tanto, el signo externo necesario y
suficiente para reconocer a una persona es la existencia de un organismo humano,
pues -aunque sus operaciones a veces no manifiesten la trascendentalidad de
aquélla- si existe un organismo humano, es que ha habido una llamada del destino.
Pero esto no justifica que se reduzca el ser humano a la condición de mero
organismo biológico, ni que se distinga entre persona y ser humano 71[31]: que cuerpo
69[29]
Aunque el hombre sigue siendo siempre capax Dei, incluso después del pecado, sin
embargo la no activación congruente de esa capacidad por desobediencia al precepto divino lo
hizo inviable como hombre, y eso es la muerte, para cuya superación ha resultado
conveniente una nueva iniciativa divina.
70[30]
La llamada del destino no crea el cuerpo, pero sí lo hace humano. La humanización del
cuerpo, de la que ofreceré más adelante una muestra detallada por lo que se refiere al sexo,
consiste en hacerlo apto para el destino personal. Por eso, un cuerpo humano es un cuerpo
llamado. Naturalmente, Dios hace humano a cada cuerpo cuando crea su alma -lo que es
simultáneo con la concepción-, pero eso no implica que en este caso la acción de Dios sea
directa e inmediata, como en la creación del alma. Dios llama al cuerpo destinalmente
asociándolo a su llamada. El cuerpo queda implicado. La llamada dirigida en directo a los
cuerpos de Adán y Eva es trasmitida mediante su unión carnal a los cuerpos de los hijos. Por
tanto, los hombres en cuanto que corpóreos somos colaboradores de la llamada destinal de
Dios, para la generación de otros hombres. Dios llama a otros hombres en directo al crear su
alma e indirectamente por la llamada que dirigió a los cuerpos de Adán y Eva, la cual se
comunica por via de generación.
71[31]
Aunque estoy de acuerdo con la solución propuesta por J.V. Arregui en su trabajo ya
y alma sean distintos no impide que sean unificados destinalmente como una
persona o ser humano.
Es obvio también que el sexo tiene relación inmediata y directa con la función
reproductiva de los seres orgánicos, cuya finalidad es la multiplicación de la vida, si
bien no es la única manera de reproducción posible, antes por el contrario hay
diversos tipos de reproducción asexuada. Por ello mismo ha de destacarse que el
sexo es un desarrollo especial y lujoso de la función reproductiva, no la simple
función reproductiva. El sexo es una ganancia o crecimiento de la vida en el orden de
la reproducción. Más en concreto, consiste en una especialización orgánica en la
reproducción externa, mediante la diferenciación, el reparto y la conjunción de roles
complementarios.
Dos son los grandes implícitos del breve y simplificado bosquejo precedente,
ambos íntimamente relacionados. El primero es que la función reproductiva admite
grados crecientes: el crecimiento se introduce y rige en la reproducción. Y aunque
sólo el último grado reúna paradigmáticamente todas las condiciones de la
reproducción sexual, no parece que los grados de crecimiento reproductivo
anteriores -a partir del cumplimiento de la primera condición del sexo- deban ser
considerados como no sexuales, antes bien pueden ser considerados como formas
imperfectas del sexo. De ahí que, visto desde la amplitud del despliegue de la vida,
tampoco el sexo sea algo fijo y quieto, sino creciente y, en consonancia con ello, sea
susceptible de grados73[33].
72[32]
Cfr. J. Chozas, Antropología de la Sexualidad, Madrid, 1991, 15-37.
73[33]
Cfr. I. Falgueras, Los grados de la sexualidad, en "Burgense" 33 (1992) 115-141.
sexo:
El tercer gran implícito del sexo biológico es, por tanto, su asociación a un
proceso de individuación que crece con él y lo culmina. Esa asociación alcanza su
madurez cuando la diferenciación, el reparto y la conjunción de los roles
reproductivos externos se hacen entre individuos distintos y bien caracterizados
dentro de la misma especie. Pero el crecimiento de la vida no se detiene ahí, sino
que convierte el grado terminal del sexo en medio para una individuación
somáticamente completa. De esta manera, el sexo viene a ser el exponente de la
individuación reproductiva externa y el medio idóneo para la individuación somática
completa.
Este breve repaso de lo ya sabido, y en algunos casos obvio, nos permite
establecer que el proceso biológico de crecimiento vital en la línea de la reproducción
es un proceso gradual de diferenciaciones orgánico-funcionales, que empiezan con el
control sobre el código genético y acaban en la configuración de individuos
completamente discernidos. Los logros de tales diferenciaciones son la fijación y
conservación de la especie, la aparición de individuos formalmente distintos y el
enriquecimiento informativo de su código genético. La diferenciación orgánico-
funcional y la individualización somática están, pues, por entero al servicio de la
especie y son regulados desde ella de manera necesaria, aunque compatible con el
azar por tratarse de una necesidad final, que mueve de después a antes. Si la
diferenciación sexual apunta a la conservación y enriquecimiento de la especie, es
porque la especie actúa como causa final, es decir, como causa que determina el
punto de llegada, trazando sus caminos mediante la ordenación de los
antecedentes, cuya pluralidad de posibilidades es dirigida a buen término por la
efectividad atractora de aquélla. La especie promueve al individuo y el individuo
enriquece a la especie.
74[34]
Las diferencias de rango ontológico entre los sexos, como las de materia-forma
(Aristóteles), naturaleza-espíritu (Hegel), naturaleza-operación, acto primero-acto segundo
(cfr.Chozas, 123 ss.) y otras (actividad-pasividad) son exageradas. En realidad, y de acuerdo
con lo expuesto, todo se reduce a una diferenciación formal-eficiente (virilidad) y formal-
material (feminidad).
III. La personalización de la sexualidad.
Es verdad que somos cuerpo, pero no lo es que seamos sólo cuerpo, ni que todo
en el cuerpo sea sexo, aunque el cuerpo sea sexuado. Menos aún será verdad que el
sexo constituya a la persona, ni tan siquiera que la divida en dos clases, las
masculinas y las femeninas, por la sencilla razón de que la persona es indivisible e
inclasificable. La persona no es género alguno, sino diferencia radical e irreductible,
de manera que es siempre un quién, nunca un qué. Pero como lo más admite lo
menos, la persona humana admite una diferenciación somática específica e incluso
individual que ha de hacer suyas. Desde luego, el sexo divide al género, o mejor, a
la especie humana, en dos grupos de individuos con características diferenciales,
mas cuyo grado de diferencialidad es mucho menor que el personal.
Denomino personalización del sexo al proceso por el que la persona hace suyas
las diferencias sexuales, ampliando su capacidad diferenciadora, convirtiéndolas en
medios para la destinación propia e integrándolas en la propia y radical diferencia
personal. Este proceso, dada la complejidad (generadora e individualizadora) de las
funciones del sexo, ha de ser entendido como una forma importante, aunque no
única, del proceso de personalización del cuerpo propio, el cual no es otra cosa que
la elevación del cuerpo humano y sus diferencias al rango del acto trascendental e
irreductible de la persona.
En la personalización del sexo se dan una ampliación de la capacidad
diferenciadora del mismo, una mediación sexual que temporaliza la destinación
personal, y una integración personal de las funciones sexuales. Por eso voy a
exponer por separado, ante todo, la ampliación de la diferencialidad sexual del
cuerpo humano, luego, la mediación sexual de la destinación personal, y, finalmente,
la integración personal de las funciones sexuales.
Por su parte, la especie controla la conducta sexual del individuo animal maduro
mediante el desencadenamiento de instintos de gran fuerza ejecutora, que se
regulan cíclicamente según una programación contenida en el código genético, a fin
de hacer coincidir la copulación con la fertilidad de la hembra. La hominización del
sexo hace cesar esa regulación cíclica, de manera que extiende ampliamente la
capacidad de su uso, a la par que difumina su fuerza instintiva, la cual pasa de ser
apetito irrefrenable e indiscriminado a ser atracción individualizada entre varón y
mujer, y sometida al libre albedrío.
75[35]
Cfr. A.Gehlen, El hombre, trad. F-C. Vevia, Salamanca, 1980, 120.
humanos no es mera inseminación, sino una libre entrega del ser personal para
poner juntos un acto íntegramente humano en común, cuya intensidad gratificante
rebasa con mucho la mera satisfacción de una necesidad pulsional. La mediación del
lenguaje y el recato externo en que se envuelve dicho acto son signos, a la vez, de la
manifestación y de la intimidad personales que se buscan.
De esta manera, el cuerpo humano es hecho apto para una coexistencia personal
que abarque la integridad del ser humano (alma y cuerpo). No se suprime nada de lo
corporal, tan sólo se lo capacita para un cometido superior: una coexistencia
personal íntegra.
Pero, además, el hombre es el único animal que conoce el nexo entre el acto
sexual y la procreación, de manera que cuando realiza el acto sexual se sabe abierto
a la posibilidad de la procreación. La paternidad es una iniciativa libre del hombre. La
biunivocidad de la entrega personal en el amor humano es natural y libremente
fecunda. De ahí que el proyecto de vida en común sea un proyecto naturalmente
abierto a la vida, un proyecto familiar. Lo común del proyecto es la apertura mutua a
la comunidad familiar: el amor matrimonial pleno, siendo exclusivo de dos personas,
no es excluyente ni egoísta, sino abierto a la alteridad personal por la vía de la
paternidad. En este sentido, el proyecto de una vida en común es, a la vez, el
proyecto de una tarea en común, la paternidad responsable. Y así la función
generadora del sexo es trasformada en una tarea personal.
De la misma manera que el ser humano llega a ser padre de forma personal, así
las relaciones paterno-filiales son relaciones también personales. La relación
geneálogica que comporta la trasmisión de la vida no sólo no es suprimida, sino que
es intensificada. Esto significa, en primer lugar, que dichas relaciones se hacen
relaciones estables. No ocurre en el hombre como en el resto de los seres orgánicos,
entre los que, cuando existen, las relaciones de paternidad y filiación se reducen a
76[36]
Acerca de las fases del amor y de las relaciones entre voluntad y sentimiento cfr.
T.Melendo, Ocho Lecciones sobre el Amor Humano, Madrid, 1992, 79-108.
un breve periodo de tiempo, fuera del cual desaparecen en absoluto. Las relaciones
paterno-filiales humanas duran toda la vida, incluso una vez que cesa la necesidad
de los cuidados paternos. En segundo lugar, eso significa que las relaciones humanas
padres-hijos son mucho más intensas que las puramente animales, pues van
naturalmente acompañadas de unos afectos nobilísimos -aunque modificables por la
libertad- que reflejan el vínculo donal de las personas, hasta el punto de poder llegar
a invertir la relación de protección cuando la vejez se adueña de los padres. Pero,
además, quiere decir que las relaciones son mucho más profundas que las de la
paternidad-filiación animales, pues no se limitan a subvenir ciertas necesidades
biológicas, sino que entrañan normalmente la comunicación de la propia fe, de la
propia cosmovisión, de la propia ética y de la propia cultura. También éstas son unas
relaciones que suponen una estimación de la irreductibilidad personal tanto de los
padres como de los hijos.
La ampliación diferencial del sexo humano implica, pues, en primer lugar, una
novedad absolutamente inédita hasta ahora en el sexo, un grado superior de la
sexualidad, a saber: la elevación de la sexualidad a la categoría de potencia de actos
de amor nacidos de la libertad; ante todo, de potencia de actos de amor entre
personas sexuadas (en cuanto que sexuadas), y, como consecuencia suya, también
de potencia de actos de amor paterno-filial.
Páginas arriba, he señalado la gran complejidad del ser personal humano. Ahora
voy a intentar mostrar parte de esa complejidad, procurando hacer destacar su
orden. El destino de la persona humana es lo infinito (Dios), el cual no puede ser
alcanzado en propio más que por la inteligencia y la voluntad, que son facultades
espirituales, no corporales, pero tampoco puede ser alcanzado sin el cuerpo, puesto
que somos alma y cuerpo. En cualquier caso, según indiqué anteriormente, el
destino no puede ser arrebatado por la libertad humana, sino tan sólo merecido. Y
precisamente la tarea mediante la cual ha de ser merecido ese destino es la de la
habitación del mundo, la cual se realiza a través del cuerpo. El mero hecho de ser
cuerpos nos vincula con el mundo, pero por ser personas encarnadas podemos y
debemos habitarlo. La habitación mundana no es el destino del hombre, sino la tarea
mediante la cual la persona se destina a su fin.
Por otro lado, aunque, como he indicado poco más arriba, en el hombre lo
generativo y lo individuante del sexo se separan drásticamente por mor de la
libertad, sin embargo eso no implica la anulación del vínculo natural que se da entre
ambas dimensiones del sexo. El sexo, como se vió, está biológicamente determinado
a la función reproductiva, de manera que en él lo individuante se subordina
funcionalmente a lo generativo. La liberalización personal del sexo no suprime esa
subordinación funcional, sólo la habilita para fines superiores. Quiero decir con esto
que el diformismo sexual humano debe ser entendido desde su original dimensión
biológica, aunque para la tarea humana de la habitación del mundo.
Por esa razón, partiendo de la función biológica que le corresponde a cada sexo,
voy a intentar elevarme hasta el sentido humano que alcanzan lo femenino y lo
masculino respecto de la habitación del mundo78[38].
77[37]
Las diferencias sexuales no son inicialmente diferencias en el orden del ser personal, pero
como nuestro hacer hace crecer o decrecer a nuestro ser y merece la sanción del destino,
llegan al final a ser también diferencias personales, en la misma medida en que llegan a serlo
nuestras obras, es decir, en la medida en que la vida de cada uno es diferente.
78[38]
Para un desarrollo más detenido véase I.Falgueras,El habitar y las funciones humanas de
la masculinidad y de la feminidad, conferencia pronunciada en el Club Adara de Granada el 21-
4-1983, y publicada en "Philosophica" (Univers. Cat. Valparaíso/Chile) 11 (1988) 187-199. Las
Lo propio del sexo femenino en el orden reproductivo es su receptividad, tanto
del semen masculino como de la nueva vida que se engendra. Según la estrategia
biológica que ha desarrollado la hominización, a la mujer le corresponde servir de
primera habitación para la nueva persona y atender a sus necesidades más
elementales y perentorias. De ahí que sea innato para ella el sentido de la morada y
de la acogida humanas.
Sin embargo, habida cuenta de que toda persona está llamada a una coexistencia
irrestricta, las relaciones personales humanas no pueden reducirse al área familiar,
sino que han de abrirse a comunidades más amplias, integradas por familias,
pueblos, naciones, etc. Respecto de estas comunidades la condición sexuada de cada
persona y la peculiar dotación para una de las subtareas del habitar, que la
acompaña, ofrecen la posibilidad y el deber de establecer una cohabitación que
proyecte socialmente el sentido descrito del sexo, que, aunque derivado del
biológico, no es ya biológico, sino estrictamente humano. Esa proyección social
deberá ser una cohabitación cultural del mundo en la que se compongan
armoniosamente los sentidos femenino y masculino de la habitación.
79[39]
The Origin of Man, "Science" vol. 221, nº 4480 (1981) 342-350.
80[40]
Riqueza y pobreza, trad. C.A.Gómez, Madrid, 1984.
el mundo y coexistimos con los demás, mas lo que hayamos llegado a ser es lo que
nos merece la sanción del destino. Ahora voy a atender a este haz de conexiones
enfoncándolo desde la integración personal del sexo.
La libertad es, sin duda, un factor de azar y de cambio, pero tiene también su
normativa y su congruencia, una normativa y una congruencia que se han de cumplir
libremente, y que son inexorables en sus consecuencias. Libertad no quiere decir
arbitrariedad. La libertad implica responsabilidad, y responsabilidad significa
vinculación intrínseca del propio ser a lo que se hace. Ser libre no es carecer de ser,
ni ser indiferente a todo, ni poder disponer como se quiera sin consecuencias, sino
repercutir en el ser lo que se hace libremente: venir a ser uno según sean sus obras.
Las normas y la congruencia de la libertad pueden ser trasgredidas, pero no
impunemente, puesto que esa trasgresión afecta a la propia libertad. Naturalmente,
las leyes y la congruencia de la libertad son de índole ética, no física ni lógica. La
libertad se hace buena o mala, mejor o peor de acuerdo con sus acciones. Y esto no
es algo extrínseco para nosotros, pues de cómo hayamos llegado a ser depende la
sanción del destino y la posibilidad de alcanzarnos congruentemente como personas
en el futuro. De ahí que todo ser libre sea intrínsecamente ético. Esta índole ética es
común a todos los seres humanos en el ejercicio de la libertad, y está por encima de
las formas históricas, que, por otro lado, tienden a expresarla y concretarla
socialmente.
81[41]
La prohibición del incesto implica el reconocimiento de que seres humanos de distinto
sexo pueden y deben convivir estrechamente sin que hagan uso de la dimensión generadora
del sexo entre sí. Esta separación práctica y efectiva entre la dimensión individualizante y la
generadora del sexo distingue a la familia de la camada y la convierte en el núcleo social
básico, o sea, en el origen de la cohabitación cultural del mundo. Es de notar que siempre y en
cada uno de los casos el reconocimiento y el cumplimiento, o no, de esa prohibición comienza
por la decisión de los padres, la cual antecede y guía el consiguiente respeto recíproco de los
hijos y de los hermanos.
82[42]
Estos u otros modos de entender la prohibición del incesto dependen sobre todo del modo
de sabiduría alcanzado por cada pueblo. En el caso, por ejemplo, de los pueblos que admiten
las relaciones sexuales entre el padre natural y las hijas, esa admisión está vinculada a una
muy elemental concepción mágica del universo en la que todavía no se ha descubierto la
conexión causal entre inseminación y fecundación, sino que se atribuye ésta última a un
conjunto de antecedentes arbitrariamente imaginados, y dependiente por entero del curso de
la naturaleza.
83[43]
Una cosa es la realidad efectiva del rechazo del incesto, otra su interpretación (tabú, ley
natural, mandato divino) y otra su justificación racional. La prohibición del incesto afecta tanto
al plano biológico de la sexualidad (coito) como al plano afectivo (enamoramiento) y al de la
libertad (amor conyugal), de manera que reviste una alta complejidad. Por ese motivo no voy
a entrar en la justificación racional del mismo, lo que sobrepasa los límites de este estudio;
únicamente señalaré una posible via para la misma, a saber, y dicho de modo muy sumario:
se podría tratar de una exigencia nacida del carácter irrestricto de la llamada a la coexistencia
personal humana.
libertad, de la naturaleza biológica del sexo, así como de la tarea de la habitación
familiar y social del mundo, que los media. Pero no olvidemos que también la
relación de la libertad con el destino es libre, no en el sentido de que pueda
prescindir de él, sino en el de que es ella la que determina que su destinación sea
congruente o incongruente con él.
Por eso no basta con aludir, como he hecho antes, a la libertad como factor de
variabilidad y constancia, es preciso referirse, sobre todo, a la libertad como
posibilidad de crecimiento o de decrecimiento personal y social, y en consecuencia a
la obligación de crecer y hacer crecer. También en la historia se observa un peculiar
incremento sapiencial que ha de referirse al potencial creciente de la libertad
humana.
84[44]
Pieper, o.c., 239 ss.
el destino y que vincula en su ser al que la realiza. La responsabilidad ética tiene una
tercera dimensión: las acciones humanas repercuten también en la coexistencia
interpersonal, pudiendo favorecerla, entorpecerla y hasta impedirla, es decir, no sólo
hacen crecer o decrecer a la persona que las pone por obra, sino también a cuantos
coexisten con ella. Que las acciones libres sean un asunto personal no quiere decir
que sean cuestión meramente individual y que sólo afecte a quien las ejecuta:
afectan a todos los seres humanos, en la medida en que favorecen o impiden la
coexistencia personal. La persona no es el mero individuo, sino, como ya se vio en la
primera parte, subsistencia y coexistencia.
85[45]
Pieper, o.c., 237.
sino permitir y respetar, e incluso fomentar, el ejercicio de las funciones humanas
correspondientes al otro sexo. La donalidad es preceptiva para toda integración
personal congruente. Por otra parte, la infinita casuística que pueden presentar las
dotaciones sexuales individuales, así como las circunstancias de educación y de
influencias ambientales, no debe alterar la norma del respeto por la naturaleza de la
dotación sexual propia86[46].
Todo esto y mucho más puede ser hecho por la libertad humana sobre la
potencia sexual, pero no impunemente, es decir, sin que repercuta en el propio ser,
en la coexistencia con los demás, en la habitación del mundo y, sobre todo, en el
futuro destinal que le aguarda. Al trasgredir la ordenación natural -sea humana o
meramente biológica- del sexo, la persona objetiva y se objetiva: rebaja su dignidad
personal y la de los otros, estableciendo relaciones de dominio sobre su cuerpo,
sobre el del otro, e incluso allí donde el don es más especialmente requerido, a
saber, en la trasmisión de la vida a otros seres humanos. La persona, aunque no con
igual gravedad en todos los casos, se disgrega como cosa entre cosas, y la sociedad
humana pasa a ser una tensa competición de poderes objetivantes.
87[47]
En lo que sigue tomo como guía de mi exposición a J. Pieper, o.c., 224 ss., aunque desde
mis planteamientos.
88[48]
La moderación es necesaria, pero no suficiente para la castidad. Téngase en cuenta que
las virtudes cardinales sólo lo son en la medida en que son gobernadas por la prudencia, la
cual no es mera precaución, sino activa y práctica subordinación al fin último de la persona.
Del mismo modo, no es verdaderamente virtuoso el hombre que posee una sola o algunas de
las virtudes, sino el que, aunque en distintos grados, las posee todas (cfr. S.Agustín, Ep.
167), lo cual sólo es posible por la referencia al fin último.
89[49]
S.Tomás,Summa Theologica I-II, q.70, a.3 c.
mismo y de los demás.
Este último punto merece si quiera sea una breve aclaración. Lo propio del hábito
o virtud es que permite crecer al acto correspondiente. En esa misma medida, se
puede decir que la castidad tiene como meta positiva el desarrollo del amor
humano90[50]; o dicho con otros términos, gracias a la castidad puede darse la
coexistencia personal del ser humano.
Por último, si se tiene en cuenta que las dotaciones sexuales varían de individuo
a individuo, y que consiguientemente las personas sienten de manera distinta las
pasiones92[52]; si se tiene en cuenta que las leyes y costumbres de los hombres varían
con el tiempo y que no es posible establecer normas positivas universales -sí
negativas- acerca de la templanza, y más en concreto sobre la sexualidad 93[53]; si,
además, se tiene en cuenta que hay varias formas específicas de vivir la castidad
(castidad virginal, castidad conyugal y castidad viudal); y si, por último, se tiene en
cuenta que hay un modo irrepetible para cada persona de integrar su sexualidad en
los fines destinales humanos, se comprenderá fácilmente que la riqueza de formas
de la castidad supera la amplia gama de las desviaciones sexuales más arriba
esbozada, máxime cuando incluso en estas últimas siempre se conserva algún retazo
del orden interno que exige la templanza.
90[50]
L.Polo, Etica, 151.
91[51]
Etica a Nicómaco 8, 1.
92[52]
Pieper, o.c.,245-246.
93[53]
S.Agustín, De bono conjugali 25, PL 40, 385.
asociación desinteresada, la amistad, la comunidad espiritual. La castidad es, pues,
virtud integradora del cuerpo con el alma, del alma con el mundo, de las personas
entre sí y de la persona con su destino. Pero del mismo modo que el sexo no es la
única ni la más importante dimensión del cuerpo, la castidad o integración personal
del sexo, con ser destacada, no es ni lo único ni lo más alto en la integración
personal de alma y cuerpo: es sólo un primer paso imprescindible para el desarrollo
congruente de la compleja personalidad humana.
Breve examen científico y filosófico de la teoría de la evolución
La teoría de la evolución no es más que eso, una teoría, pero que pretende ser
científica. Las teorías científicas son hipótesis cuya aceptabilidad depende tanto de la
congruencia de dichas hipótesis con los datos a explicar, como de la congruencia de
las hipótesis consigo misma.
Como decía Ortega y Gasset, a las teorías (científicas) hay que tratarlas como lo
que son, como hipótesis. Lo pertinente no es creer en ellas, sino someterlas a
examen, poner a prueba su pretendida validez. Por desgracia, la teoría de la
evolución es mantenida por muchos, incluso hoy, más como un dogma de fe que
como una hipótesis científica. En lo que sigue voy a intentar darle el trato que
merece, aunque de una manera tan simplificada que pueda tener cabida en el corto
espacio de unas páginas. Empezaré por resumir su contenido doctrinal, para
terminar examinando su validez.
La teoría de la evolución puede ser resumida, por lo que hace a lo básico, en tres
principios: el principio de continuidad, el principio de variación y el principio de
ajuste. Aunque los desarrollos que siguen se inspiran fundamentalmente en la
doctrina de Darwin, en realidad todas las teorías de la evolución al uso contienen de
una u otra manera esos tres principios.
Naturalmente, este principio no sólo ordena las especies según una secuencia
temporal, sino que establece una continuidad necesaria entre ellas: del mismo modo
que entre padres e hijos, o entre causas y efectos, no cabe solución de continuidad,
así también entre las especies no cabe salto o interrupción de la cadena genética.
Claro que entonces las especies vienen a convertirse -como ocurre también con los
individuos respecto de las especies- en meros casos de un proceso genético único, a
saber, del proceso de la vida; y la vida se convierte, por su parte, en el género único
y común a todas las especies, con eliminación de las diferencias cualitativas entre los
llamados grados de la vida (vegetal, animal y racional).
Pero quiero hacer notar que, por tratarse de una combinación de principios, es
posible pensar la evolución de acuerdo con una segunda combinación entre ellos, a
saber, una combinación que en vez de incluir el azar dentro de la serie de las
generaciones, incluya la serie de las generaciones dentro del azar. Si se privilegia el
azar sobre la transmisión genética, cabe pensar que la primera especie viviente
surgió de la no viviente, con lo que del concepto de evolución de la vida se pasa al
de evolución general del universo. Y nada impide que ambas combinaciones se
realicen sucesivamente: primero incluir la vida dentro del azar general, el cual es a
su vez el principio de variación general que se subordina al principio de
determinación general (principio de causalidad), y luego incluir dentro de la vida un
azar particular y subordinado al principio genealógico.
En cualquier caso, se puede establecer, ya, que toda teoría evolucionista
requiere por lo menos dos principios, uno de causalidad determinante y otro de
variación; y también se puede establecer que el principio de variación es siempre un
principio de mediación cuantitativa entre lo negativo y lo positivo, lo inferior y lo
superior.
Las especies son explicadas por Darwin como aquellas variedades de individuos
mejor adaptadas al medio, es decir, como las variedades con éxito para la
supervivencia. Ahora se puede entender mejor el sentido de los dos primeros
principios: si Darwin aplica la relación de generación a las especies es porque, para
él, las especies no son más que variedades individuales con éxito; y si las
variaciones individuales cambian las especies, es porque las especies son sólo
cuantitativamente diferentes de las variedades. El éxito, por lo demás, no depende
de la variedad en sí, sino de un factor puramente externo, de manera que la
diferencia entre una especie y una variedad es meramente extrínseca.
Paso ahora al examen del valor teórico de la doctrina propuesta, para lo cual voy
a atender tanto a su coherencia interna como a su adecuación con la realidad, pero
haciéndolo primero desde una consideración científica y luego desde una
consideración filosófica. Realizo, pues, la valoración en cuatro momentos: valoración
científica de su coherencia interna, valoración científica de su adecuación con la
realidad, valoración filosófica de su coherencia interna y valoración filosófica de su
adecuación con la realidad.
Algo muy semejante ocurre con el segundo principio. Para que las variaciones
individuales puedan dar lugar a cambios específicos, es preciso suponer la existencia
de un sinnúmero de variaciones imperceptibles que en un momento dado, alcanzada
una determinada cantidad, se hacen perceptibles. Es obvio que, si esas variaciones
son imperceptibles, no cabe ni demostrarlas ni refutarlas empíricamente.
He dicho antes que, para merecer el calificativo de filosófica, una teoría tiene
que ser en primer lugar congruente como teoría, pero tengo que añadir ahora que
por no ser la filosofía mero juego, sino auténtica búsqueda de la verdad, para que
una teoría sea verdaderamente filosófica ha de ser, además, congruente con la
realidad. Sin embargo, el tercero de los principios de la teoría de la evolución no se
ajusta a la realidad de la vida.
Resumen
Un atento examen de la conocida y problemática cuestión «¿qué es antes el huevo o
la gallina?» sirve, en este breve escrito, de introducción metodológica al estudio
filosófico de la vida orgánica. Una vez señalado lo incorrecto de la disyunción, se
procede, mediante sucesivas ampliaciones, a una profundización teórica en sus
implícitos, y, finalmente, a la detección del supuesto que la problematiza y que
reside en el sentido pretendidamente unívoco del «antes». La multiplicidad de
sentidos reales de la anterioridad pone de manifiesto que el método adecuado para
entender la vida orgánica es el método sistémico.
Palabras clave
Teoría de la vida - Cosmología - Antropología - Método sistémico
Se supone que la gallina es aquel individuo del género femenino (de la especie
«gallináceas») al que incumbe el poner los huevos, y que los huevos son los
individuos nuevos. Pero la gallina fue antes huevo. Por tanto, si la gallina es anterior
porque pone los huevos, el huevo es anterior porque sin huevo no hay gallina. El
problema no parece tener solución, pero sólo porque se plantea ingenua y
confusamente.
Parece, pues, que, al considerarlo por partes, se nos ha disuelto el problema. Está
claro que, en un individuo, antes es la fase de huevo que la de adulto; está claro
que, entre individuos distintos, antes son los adultos que los huevos. El problema
surge sólo si, oscilando en mi atención, al referirme ora al desarrollo de un individuo
como tal, ora a la procreación de un nuevo individuo, creo seguir atendiendo a lo
mismo. Por eso el falso dilema «¿qué es antes el huevo o la gallina?» me paraliza.
Cuando, atiendo a que uno, antes de madurar como ser vivo, ha de haber
progresado desde la inmadurez vital, contesto a la pregunta diciendo que antes es el
huevo, pero entonces se me llama la atención sobre el hecho de que los individuos
vivos proceden unos de otros; y cuando, en atención a que los individuos vivos
procedemos unos de otros, contesto que antes es la gallina, entonces se me llama la
atención sobre el hecho de que los individuos vivos maduran desde el estado de
inmadurez. El engaño se produce cuando planteo como si fueran una misma y sola
dos cuestiones diversas. Al hacerlo, se introduce la disyuntiva, que no existe más
que en mi confusa unificación de cuestiones. La confusión consiste en la pretensión
de homogeneizar o totalizar los ingredientes de la vida, más en concreto en intentar
que crecimiento y generación se hayan de poner en una única fila, uno detrás de
otro, de manera que uno derive del otro. Tal confusión aparece en la pregunta como
un círculo implícito. Entre el huevo y la gallina reales el círculo no existe, puesto que
una cosa es el desarrollo o crecimiento de un ser vivo y otra su generación; y si no
existe el círculo, entonces tampoco existe la disyuntiva, de manera que, en vez de
poner como título «El huevo o la gallina», lo correcto habría sido titular este trabajo
«El huevo y la gallina».
Así pues, la versión «sexista», aunque propuesta sólo como hipótesis de trabajo, nos
ha servido para introducir una variante, a saber: una consideración más detallada de
la reproducción, con la cual entra en juego, se quiera o no, la consideración de la
especie. Pero entonces se nos abre el siguiente problema: ¿qué es anterior, el
individuo diferenciado sexualmente (masculino, femenino) o la especie? De nuevo
estamos ante un problema similar al del huevo o la gallina: el individuo es
diferenciado sexualmente por la especie, y la especie se trasmite por individuos
sexualmente diferenciados. Por lo tanto, la pregunta ¿qué es antes, la diferenciación
sexual o la especie? equivale a preguntar ¿qué es antes, el individuo o la especie? La
alternancia entre la consideración de la vida en un solo individuo y la consideración
de la trasmisión de la vida orgánica entre individuos distintos ha sido substituída por
una consideración de la vida orgánica en general. Se admite que la vida requiere
tanto lo individual como lo específico, pero se cuestiona cuál de esas dos
dimensiones de la vida es anterior. Ésta sí parece una cuestión con mayor calado.
Sólo que esta formulación del problema es ahora más compleja, pues hablamos a la
vez de la generación de especies y de individuos. Según el darwinismo, los individuos
generan a los individuos y a las especies por el mismo medio, a saber, mediante la
trasmisión del código genético, y además de modo no diferente, pues el cambio de
especie se debe a las pequeñas variaciones de los individuos singulares que se
transmiten por vía de reproducción junto con la información genética básica, hasta
que –por acumulación– en un momento dado se deja ver el cambio. El individuo,
aquí, es anterior a la generación de otro individuo y de la especie nueva. En cambio,
según la teoría evolucionista más actual, la generación de individuos se hace por
trasmisión del código genético sin cambios, y la de las especies por el mismo medio,
pero con cambios que afectan directamente a la información genética. La
información genética de la especie estaría expuesta al influjo del medio, quedando
situada en un estadio intermedio (gameto) entre el individuo progenitor y el
individuo generado95[2]. Lo que tienen en común ambos planteamientos es que, para
ellos, la evolución es posible gracias a la reproducción, y como la evolución es, para
ellos, la característica más notable de la vida, entonces la reproducción es la
operación más importante del ser vivo96[3].
No por ser más complejas dejan de ser estas preguntas tan capciosas como las
primeras y más sencillas. El individuo y la especie, que en el fondo son el objeto de
discusión tras todos esos complicados interrogantes, no son opuestos ni disyuntos.
En la vida protozoica, la más primitiva, existen formas de reproducción asexuada,
como la bipartición, la gemación, etc., cuya característica es que en ellas lo
«específico» –si así puede llamarse– y lo individual no están separados: en unas
fases se atiende a la nutrición y en otras a la reproducción, permaneciendo constante
el crecimiento, como tiempo propio. En estas formas de vida queda, pues, manifiesto
que lo específico y lo individual son dos dimensiones distintas de la vida orgánica,
pero no opuestas o disyuntas, pues sin ellas no cabe su existencia. El (falso)
enfrentamiento o disyunción entre individuo y especie deriva de una confusión: la
pretensión de explicar la vida con uno solo de ellos y mediante la reducción del otro.
La tarea ha de ser, más bien, investigar cómo esas dos dimensiones se coordinan en
la unidad de la vida orgánica, sin reducción de ninguna de ellas. En la vida orgánica
existen tres funciones: el crecimiento, la reproducción y la nutrición. Como vimos, el
95[2]
En el planteamiento de Darwin no es necesario admitir ningún cambio aleatorio: el medio
es estable en cada habitat, los individuos vivos son estables. Lo único que puede variar es la
intersección individuo-habitat: al cambiar de habitat, el individuo se ha de adaptar. Sólo que
así no puede explicarse más que la existencia de variedades o razas, no de especies distintas.
La manera actual de entender la evolución introduce cambios aleatorios en el medio y en el
gameto para intentar explicar la aparición de nuevas especies, no de meras variedades o
razas. Ahora bien, si se admitiera que el habitat cambia aleatoriamente de modo continuo,
entonces las adaptaciones del individuo llegarían tarde y no podrían explicar ni su
superviviencia ni la existencia de especies, cuya característica es la estabilidad. Igualmente, si
los cambios azarosos afectaran de modo continuo a la información genética del individuo, y no
discontinuamente a los gametos, entonces estaríamos de nuevo ante la misma dificultad, pues
el individuo no podría sobrevivir –dado que la información genética es común a todo el
organismo–, y no podría existir una información estable propia de la especie. Por tanto, los
cambios aleatorios han de ser discontinuos, han de provenir del medio externo, no del
viviente, han de afectar sólo a los gametos, no al individuo, y han de inducir –siendo
discontinuos y aleatorios– en varios gametos distintos (masculinos y femeninos) una misma
mutación, pero una mutación tal que sea viable, a fin de que puedan ser interfecundos y den
lugar a una nueva especie. ¿No es pedir demasiadas coincidencias a factores que se dicen por
completo azarosos? (Para más detalles véase, I. Falgueras, Breve examen científico y
filosófico de la teoría de la evolución, en "Espíritu" 37 (1988), 111-118).
96[3]
El cambio genético proviene, en ambas formas de la teoría, de distintos factores exógenos
(medio al que ha de adaptarse el individuo; perturbación aleatoria del medio que induce un
cambio en la trasmisión genética) y actúa en momentos distintos (sobre el viviente maduro;
sobre el gameto), pero lo común es que ambas, desconsiderando el crecimiento, pretenden
que la reproducción es el medio de la evolución y que, en consecuencia, la evolución es
mecánica, en la medida en que está dirigida siempre desde fuera de la vida y sin causalidad
final alguna (a diferencia del crecimiento).
problema del huevo «o» la gallina propone que el crecimiento (la consideración del
huevo y la gallina en un mismo individuo) y la reproducción (la consideración en
individuos distintos) deben ser homogeneizados, pero no se sabe cómo, por ello
introduce entre ellos una disyuntiva. Para las teorías de la evolución (que son una
cierta versión del problema del huevo «o» la gallina), la vida se explica (casi)
exclusivamente mediante la reproducción y la nutrición, pues se la entiende como
lucha o interacción violenta con el medio externo, encubriendo y relegando el
crecimiento. Sin embargo, para entender la vida es preciso no dejar de tener en
cuenta ninguno de sus ingredientes ni funciones, y, teniéndolos en cuenta,
entenderlos coordinadamente.
Para ello, volvamos sobre nuestros pasos. Si de nuevo se atiende, aunque sea de un
modo no del todo preciso, a las primeras versiones propuestas, se advertirá que la
disyuntiva presente en la cuestión del huevo «o» la gallina se basa en una reducción
absurda del sentido de la prioridad, pues se confunde el antes temporal con el antes
causal: poner el huevo es, hablando de forma muy imprecisa, pero imaginativa,
causar el huevo; en cambio, hacerse gallina es sólo cuestión de tiempo para el
huevo. Parece que, temporalmente, el huevo es anterior a la gallina, mientras que
causalmente (de modo eficiente-formal) la gallina es anterior al huevo. Pero téngase
en cuenta que la paternidad no es temporalmente anterior a la filiación: no es padre
el padre antes que el hijo sea hijo, pues no cabe padre sin hijo, ni hijo sin padre. La
paternidad y la filiación son simultáneas. Por tanto, la prioridad del padre sobre el
hijo no es temporal, sino (por decirlo todavía de modo impreciso) causal. «Antes»
es, pues, equívoco en esa archiconocida pregunta. De igual modo, el carácter
disyuntivo de la pregunta ¿qué es antes el individuo o la especie? se basa en el error
de pensar que «antes» sólo admite un sentido. Por lo tanto, el afán de
homogeneización o totalización, al que aludí al principio, está contenido
implícitamente en el presupuesto de que el «antes» ha de ser unívoco. Si el sentido
de la anterioridad fuera unívoco, entonces sería inevitable el dilema, sea en la forma
de huevo o gallina, sea en la forma de individuo o especie, sea en la forma de
reproducción o crecimiento.
Para aprovechar mejor la consideración de los implícitos del problema del huevo o la
gallina, conviene introducir finalmente una última ampliación del mismo,
trasladándolo a otras cuestiones más complejas, pero asequibles, para seguir
moviéndonos todavía en el ámbito de lo más sencillo. Por ejemplo, ¿qué es antes la
mano «o» el lenguaje? Algunos han definido al hombre por el lenguaje, otros lo han
definido por las manos, que son metáfora del trabajo. Parece que si consiguiéramos
determinar cuál de ellos es anterior, podríamos dar la razón a unos o a otros. Sin
embargo, ni la mano ni el lenguaje son temporalmente uno anterior al otro, pues en
realidad sólo pueden surgir con la postura erecta. La postura erecta abre la
posibilidad de la comunicación facial y al mismo tiempo libera las extremidades
anteriores de la tarea de andar, abriendo la posibilidad de la mano. Pero entonces
¿es antes el bipedismo, o postura erecta, que el lenguaje y que las manos? Pues
depende de qué se entienda por «antes». Si se habla de un antes temporal, el
bipedismo puede anteceder al lenguaje y a las manos, pero si se trata de un antes
causal-final, no, pues el sentido del bipedismo es el lenguaje y el trabajo. Además, el
bipedismo no es propiamente una causa, sino una condición previa, y ni tan siquiera
la única condición previa para el lenguaje y el trabajo, pues para que ellos sean
realmente posibles se requiere además el aumento del cerebro, o sea, el desarrollo
en el cerebro de grandes cantidades de conexiones neuronales libres.
Así que tenemos dos «antes» condicionantes y dos «después», pero los antes
condicionantes no pueden causar los después condicionados, ya que el lenguaje y el
trabajo humanos son lo que son, es decir, auténticas producciones, en virtud de la
inteligencia. La esencia y el sentido del lenguaje y del trabajo humanos los reciben
del espíritu (inteligencia y voluntad), pero no sin la previa disposición del cuerpo:
desarrollo del cerebro, bipedismo, rostro, aparato fonético y liberación de las manos.
Todo esto nos indica que la realidad es más compleja que las simplificaciones
reduccionistas implícitas en las disyuntivas.
Ahora se entenderá por qué, aun siendo más correcto, no cambié el título «¿el huevo
o la gallina?» por «el huevo y la gallina»: huevo y gallina no se excluyen, son dos de
los momentos del ser vivo orgánico –el crecimiento y la reproducción, el individuo y
la especie–, pero en la vida orgánica han de ser consideradas más cosas. Incluso
«huevo y gallina» es poco, se requieren además: substancias elementales,
substancias compuestas, naturalezas, otros seres vivos, el universo y el ser. No
puede existir una gallina sin universo. Una gallina sola sería un universo, no una
gallina. Si por hipótesis la fingiéramos sola, entonces nada de lo que caracteriza a la
gallina permanecería intacto, pues cada una de sus funciones y partes pasarían a ser
las concausalidades requeridas por el universo: no habría en ella ni alas ni hígado ni
huevos, sino, justo como en el universo, substancias elementales, substancias
mixtas, naturalezas, substancias vivas, y unidad de orden. En lo cual va implícito que
tampoco el universo puede ser un individuo vivo o gallina: si lo fuera, tendría que
integrarse, como los seres vivos, en un universo o unidad de orden superior,
reiterándose así el problema hasta el infinito. El método sistémico recomienda, desde
luego, no considerar la vida al margen del universo, mas también no reducir lo
sistémico a la vida.
Si no hay vida orgánica más que en el universo, entonces la vida orgánica no puede
ser entendida como una mera seriación de individuos independientes. Y como lo que
dentro del universo físico caracteriza a la vida orgánica es el movimiento inmanente
o crecimiento, ese crecimiento no será, desde luego, independiente, sino relativo a
otros movimientos, mostrándose tal dependencia en la necesidad de otras funciones
vitales, como la nutrición y la reproducción. Eso no obstante, en la medida en que,
sin ser independiente, reúne características propias, el movimiento inmanente da
98[5]
Cfr. ¿Quién es el hombre? Un espíritu en el mundo, Rialp, Madrid, 1991; y más en
concreto, La cibernética como lógica de la vida, en Studia Poliana, 4 (2002) 9-17.
lugar a los desarrollos peculiares manifiestos en los seres vivos. La vida orgánica es
una complejidad dentro de otra complejidad.
Por tanto, para poder atender a las cuestiones que suscita la vida es preciso: 1)
atender al carácter intramundano de la vida orgánica, y 2) atender a la complejidad
precisa de la vida orgánica. El primer tipo de consideraciones implica tener una
visión del (complejo) universo mundano, para situar la vida dentro de él. El segundo
tipo de consideraciones exige atender a la vida orgánica desde varios ángulos de
enfoque: a) como un peculiar modo de concausalidad, cuya característica esencial es
el crecimiento; b) como un crecimiento necesitado de otras funciones relativas al
entorno físico y al universo mismo; c) como un crecimiento capaz de
especializaciones en esas precisas funciones adicionales.
En resumen, lo que falsea todo el problema del «huevo o la gallina» en sus variadas
manifestaciones es la introducción de la mismidad y de la unicidad. Primer engaño:
el huevo es huevo y sólo huevo, la gallina es gallina y sólo gallina –en vez de: huevo
y gallina en varios sentidos. Segundo engaño: no existe más que un solo sentido del
antes, y por tanto la anterioridad es excluyente, si el huevo es anterior, la gallina no
puede ser anterior –en vez de: muchos sentidos de la anterioridad causal. Esto
equivale al empleo de un método totalizante, o sea, de un método reduccionista,
pues «total» equivale a «nada más que». Al decir «el huevo o la gallina», aunque se
admiten dos, se supone que la anterioridad sólo puede ser de uno, y por tanto única.
Una primera corrección del falso problema es eliminar la disyuntiva: en vez de
«huevo o gallina», «huevo y gallina». Pero para poder decir «huevo y gallina»
respecto de la anterioridad, es preciso entender que existen al menos varios sentidos
de la anterioridad causal, concretamente cuatro. Y pensar la anterioridad según
cuatro sentidos distintos requiere un modo de pensar nuevo, no reductivo, sino
sistémico, o integrador en movimiento. La sistemicidad del universo implica su
intrínseca distensión temporal, razón por la que un sistema cerrado o completo no
puede dar razón del universo físico. Si lo sistemático es totalidad, lo sistémico es
concausalidad; si lo sistemático es unicidad o simultaneidad, los sistémico es unidad
de muchos ordenados en el tiempo.
La moraleja de toda esta disquisición sobre el huevo o la gallina sólo pretende ser
ésta: que la vida orgánica no puede ser entendida, si se utilizan en su investigación
métodos reduccionistas. La vida es substancia en movimiento, trocearla –aislando
trozos y reuniendo lo aislado–, puede ser útil para controlarla y someterla, pero no
para entenderla y respetarla.
EL ASEDIO A LA FAMILIA99[1] Y SUS RECURSOS DEFENSIVOS
99[1]
“Deseo recomendar igualmente a la reflexión del CELAM el cuidado de la pastoral de la
familia, asediada en nuestros tiempos por graves desafíos, representados por las diversas
ideologías y costumbres que minan los fundamentos del matrimonio y de la familia cristiana”
(Benedicto XVI, Carta al Señor Cardenal D. Javier Errázuriz Arzobispo de Santiago de Chile y
Presidente del CELAM [14/05/2005], en El Papa con las familias, B.A.C. Madrid, 2006, nº 15,
p. 53).
100[2]
Leonardo Polo, Ayudar a crecer, Eunsa, 2006, 42.
101[3]
Ibid. 44.
así es introducir dualizaciones impersonales y objetivantes en y entre los seres
humanos.
102[4]
Juan Pablo II, Familiaris consortio, 6, PPC, Madrid, 1981, 15.
103[5]
“Por desgracia, está creciendo el número de separaciones y divorcios, que rompen la
unidad familiar y crean muchos problemas a los hijos, víctimas inocentes de estas situaciones.
La estabilidad de la familia está hoy particularmente en peligro; para salvaguardarla es
necesario ir con frecuencia contra la corriente de la cultura dominante, y esto exige paciencia,
esfuerzo, sacrificio, y búsqueda incesante de la comprensión mutua” (Benedicto XVI: Discurso
a la Asamblea Plenaria del Consejo Pontificio de la Familia, en El Papa con las familias, n. 11,
p. 43)
104[6]
Benedicto XVI: “En el mundo de hoy, en el que se difunden concepciones equívocas sobre
el hombre, sobre la libertad, sobre el amor humano, no tenemos que cansarnos de volver a
presentar la verdad sobre la familia, tal como ha sido querida por Dios en la creación” (Ib. n.
11, p. 43)
105[7]
Chesterton, G.K., La superstición del divorcio, §La historia de la familia, Obras completas,
Plaza y Janés, Barcelona, 1967, vol. I, 897-898.
explicación del padre y de la madre; a decir verdad, el hijo es la explicación de los
antiguos nexos humanos que enlazan al padre y a la madre. Cuanto más humano,
esto es, cuanto menos bestial sea el hijo, más legales y duraderos serán los
nexos”106[8]. La vocación a la paternidad de los matrimonios es algo palmario, y se
hace ver y oír por encima de la sordera de nuestro tiempo: son miles los
matrimonios que buscan hijos en adopción, siguiendo el sentido natural de su vida
matrimonial. Tanto la atracción entre los esposos como la vocación a la paternidad
se comunican sin intermediaciones a la familia transformados en unos nexos
naturales de gran fuerza de cohesión, de modo que por el lado de su naturalidad, los
vínculos familiares entre esposos, padres-hijos, y hermanos determinan que a la
familia se pertenezca, mientras que en la sociedad se ingresa.
106[8]
Ibidem, 898.
107[9]
Ibidem, 899.
triángulo de verismo, padre, madre, hijo, es indestructible, pero puede destruir a las
civilizaciones que lo menosprecien”108[10]. Aquellos pueblos cuyas familias sean más
sólidas y humanas prevalecerán sobre aquellos otros cuyas familias estén más
debilitadas. Más aún, si es que pudieran darse, los pueblos sin familia serían barridos
de la historia. Porque la sociedad se puede organizar de muchas maneras, pero si no
se integra desde la familia toda organización de la sociedad será efímera. El
atomismo individualista es parasitario, no puede constituirse en sociedad, caben
agregaciones o clubes de solitarios, pero carecen de empuje y fuerza como para
perpetuarse. En cambio, la familia es tan antigua como el hombre, y tan duradera
como él.
Pero no habrá que reinventarla, porque al unir de manera tan natural y libre
cuerpo y alma, naturaleza y libertad, pasado y futuro, la familia crea lazos humanos
de afecto, fidelidad y fe, que la hacen fuerte, y en virtud de los cuales la familia
resiste y resistirá las acometidas de la arbitrariedad humana, que enloquece cuando
va contra su naturaleza. Precisamente porque resiste es por lo que las «progresías»
que intentan una sociedad sin filiación la atacan con todos sus artificios.
108[10]
Ibidem, 899.
EL HABITAR Y LAS FUNCIONES HUMANAS DE LA FEMINIDAD Y
LA MASCULINIDAD
1. El habitar humano
En resumidas cuentas, la vida vegetal y animal, aunque ella misma no sea física
o entrópica, no sólo cuenta con la entropía para nutrirse de ella, sino también para
adaptarse y someterse a ella de modo que le sea posible mantener su unidad
antientrópica. El organismo meramente biológico, es decir, el organismo vegetal y
animal, se integra por entero en el mundo circundante, hasta tal punto que puede
decirse que «la obra» o producto del animal es su propio organismo, fruto de su
adaptación a la entropía estabilizada del mundo físico. Guarecerse, como forma de
vida, significa, pues, vivir en un lugar o hábitat concreto mediante la adaptación del
organismo biológico al perimundo físico. La vida biológica se nutre de lo físico y se
adapta a lo físico: su 'soporte y su límite es el mundo físico, quedando abarcada por
él.
109[1]
Resumo aquí algunas ideas capitales de A. Gehlen, El hombre, trad. esp. de F.C.Vevia,
Salamanca 1980.
su habitar corno una pura denominación extrínseca, es decir, como una relación
meramente externa o fáctica, según sugiere el léxico corriente en el que se
entiende de ordinario por habitar el vivir de hecho en un lugar. Para una planta o
animal el lugar en que vive no es indiferente o extrínseco, para un humano sí,
porque el ser humano no se guarece en el hábitat, antes bien lo somete y dispone
de él como señor.
La diferencia entre hombre y mundo es, por las múltiples razones antes
aducidas, una diferencia irreductible que conlleva una neta superioridad por parte
del hombre, y ello implica que si se ha de establecer una relación entre tales
diferentes, el único que está en condiciones de salvar la diferencia entre ambos es
el hombre mismo. En este sentido, hacer habitable equivale a encontrar el modo de
que el proyecto humano pase por la mediación de un mundo que no es, de entrada,
humano. Hacer habitable es, siguiendo la lógica de lo dicho, humanizar el mundo
físico o convertir lo temporal-efectivo mundano en medio para lo eterno-destinal
humano. La dificultad del tránsito es grande por cuanto el mundo tiene una
naturaleza distinta e inferior al hombre, y éste, como extraño al mundo, carece
inicialmente de interés humano por el mundo.
Ahora bien, el morar que guarda ha de ser puesto por obra mediante iniciativa
propia del hombre por lo que no puede decirse que el hombre more directa e
inmediatamente en el mundo, sino mediante sus obras: el hombre mora en sus
obras y mediante ellas en el mundo. El mundo humano no es el mero mundo físico,
sino el mundo físico humanizado por la operatividad en su primera función, la de
hacerlo habitable.
Guardar y cultivar, morar y someter, hacer habitable y perfeccionar son las dos
funciones que integran el habitar humano en el mundo, el cual resulta ser así una
actividad compleja y analizable, aunque ciertamente unitaria. A este respecto es
conveniente subrayar, ahora, la unidad de ambas funciones poniendo el acento en la
articulación de las mismas:
Pues bien, el modo más elemental y natural de morar por parte del hombre es la
familia: el hombre mora en el mundo familiarmente. La familia es aquella comunidad
estable que tiene como tarea el amor generoso en la forma de una mutua entrega
para la transmisión de la vida y para la educación de la prole. Ella ofrece la
posibilidad más sencilla de un proyecto humano en el mundo: el amor fecundo. La
procreación, nutrición y desarrollo humano de los propios hijos, es decir, de otros
seres humanos, son el incentivo más elemental para interesarse por el mundo físico.
Obviamente es éste también el modo más simple de guardar y de humanizar el
universo físico. Más bien que pura tendencia biológica, la familia es toda ella fruto de
la libertad operativo humana, es obra del hombre, y por eso es ella también la célula
y el inicio de la sociedad. La sociedad nace de la prolongación del interés familiar. El
hombre mora en familia, y sólo derivadamente en sociedad.
Una vez fijado el sentido y las funciones del habitar humano en el mundo cabe
acometer el estudio de la diferencia entre lo masculino y lo femenino. Como ya
sugería yo al principio de esta conferencia, es ésta una distinción funciona], no
esencial, dentro del orden de lo humano, y que mantiene estrecha relación con el
habitar y su dualidad de dimensiones. Entiendo, en efecto, que la función moradora
y de guarda corresponde a lo femenino, mientras que la función de sometimiento y
cultivo corresponde a lo masculino del ser humano. En otras palabras: lo femenino
es hacer habitable el mundo, lo masculino someterlo.
110[2]
Meditaciones, trad. esp. de E. Gascó. Madrid, 1961. p. 227
femenino no le hiciera interesarse por el morar. Antes de conocer a su mujer, Adán
no hizo más que poner nombres a los animales, cosa muy buena para los animales,
pero poco significativa para él; podríamos decir que el mundo le aburría, que carecía
de interés para él. Es la feminidad lo que fija y asienta la afectividad masculina, la
que da seriedad al puro jugar masculino. El fallo del D. Juan está en no dejarse fijar
por la feminidad y ello denota falta de masculinidad, como con acierto hizo notar
Marañón. El puro inteligir abstracto y el mero producir lúdico de la masculinidad
resulta, gracias a lo femenino, incitado e interesado por la guarda y el cultivo del
mundo. Por ello se dice, y con razón, que detrás de todo gran hombre hay siempre
una gran mujer. Es sumamente significativo el grito de alegría de Adán al conocer a
la mujer, así como el nombre que inmediatamente lo puso, el de Ishsha, esto es:
humana.
Como productor de medios, lo masculino del ser humano posee el sentido del
artefacto y la habilidad para producir medios instrumentales. Ahora bien, el artefacto
o medio instrumental producido en sí mismo una síntesis o acumulación unitaria de
propiedades abstractas. Por ejemplo: duro y afilado permite cortar, ligero y alargado
constituye lo lanzable. Si se reúnen todas esas características abstractas, tendremos
una lanza, independientemente de los materiales que se usen en su confección. El
modo de la síntesis de esas propiedades dependerá, en cambio, de los materiales
que se usen, v. gr: si se hace de piedra y madera, la síntesis se obtendrá mediante
una unión a presión o mediante cuerda; si se hace de metal, puede ser obtenida
mediante una soldadura, etc. Es decir, la síntesis instrumental es siempre concreta.
En cambio, las propiedades -como dije- han de ser captadas en abstracto. El tipo de
inteligencia que se requiere para la producción de artefactos es, según esto, sintética
para lo concreto y analítica para lo abstracto, justamente lo inverso de la inteligencia
femenina, la cual -como sugerí antes- es sintética para lo abstracto y analítica para
lo concreto111[3].
111[3]
Como puede verse, la distinción entre lo femenino y lo masculino en el orden de la
inteligencia se reduce a una mera diferencia funcional cuyo sentido se circunscribe por entero
al ámbito del habitar. Entendida así, se infiere fácilmente que en el campo de la práctica, que
es el campo del habitar, la inteligencia masculina tienda a la especialización, mientras que la
inteligencia femenina tiende a la integridad, y, en consonancia con ello, que la masculinidad
propenda a la camaradería democrática, en tanto que la feminidad propende a la
respetabilidad autocrática, tal como supo sugerir ingeniosamente Chesterton (Lo que está mal
en el mundo, Partes II y III, trad. esp. M. Amadeo, obras Completas, Barcelona, 1967, vol. I,
pp. 731-796). En el plano teórico no hay, en cambio, diferencias funcionales entre la
masculinidad y la feminidad.
2. Porque lo masculino del ser humano se interesa por las organizaciones
comunes. Por organización entiendo, en general, la articulación compleja de lo
abstracto capaz de actuar unitariamente en lo concreto, justo lo inverso del adorno
que sería, más bien, la articulación compleja de lo concreto capaz de actuar
unitariamente en lo abstracto. Pondré un ejemplo de cada uno: la ONU es una
articulación compleja de naciones (o entidades abstractas) capaz, sin embargo, de
actuar en lo concreto como un sujeto; un bouquet, en cambio, es una articulación
compleja de flores concretas que pueden simbolizar algo en abstracto (lkewana). Las
organizaciones como articulaciones muy complejas de lo abstracto que pueden
actuar en lo concreto permiten un mayor y mejor sometimiento del mundo, por todo
lo cual -entiendo- tienen que ver directamente con el tipo de inteligencia masculino.
Por haberlo entendido así, recalqué también la relatividad funcional del cultivo y
de la guarda, y asimismo especifiqué que el morar humano era familiar y que el
cultivo era prirnordialmente lingüístico. Ni la familia ni el lenguaje son
exclusivamente masculinos o femeninos. Es cierto que la feminidad posee el sentido,
el interés y el estímulo para la familia, pero no puede haber familia sin masculinidad;
y supuesto que la hubiera, la familia sin la aportación humana de lo masculino
decaería en camada o guarida. Mora, pues, el ser humano por la función femenina,
pero no sin la masculina, ya que morar en este mundo no es el destino del hombre:
moramos en nuestras obras, que siempre nos acompañarán. De otro lado, el
lenguaje en su uso productivo es masculino, pero sin la feminidad no sería humano:
la invención lingüística para ser productiva se tiene que integrar en la tradición 113[5]. Y
es que la guarda es la medida del progreso y de la mejora.
112[4]
El planteamiento de este trabajo coincide en muchos puntos con ideas de Buytendijk (La
mujer, trad. esp. F. Vela, Madrid, 1970, pp. 227 y 335).
113[5]
Gadamer ha resaltado con cierta exageración, pero no sin verdad, el papel de la tradición
en el lenguaje y en la cultura. Yo quisiera anotar simplemente que la tradición humana tiene
como agente principal la feminidad y como lugar natural la familia, que es donde se trasmite
de generación a generación las mejores virtualidades del pasado.
Es, consecuentemente, la integración armónica de las funciones masculinas y
femenina lo que hace verdaderamente humano el habitar del hombre en el mundo, o
lo que es igual, sin una u otra de esas funciones nuestra existencia mundana
carecería de sentido humano.
3. La feminidad, que era una función donal -en cuanto que otorgaba a lo
masculino la habitabilidad del mundo y el interés- se convierte ahora en
una carencia, la carencia de masculinidad. Lo femenino se siente
necesitado e intenta poseer lo masculino. Esta relación necesitante puede
encontrar muchos cauces concretos, pero en abstracto podría señalar dos:
la intriga, o utilización de su inteligencia para lo concreto con el fin de
poseer indirectamente la masculinidad; y la imitación, o sea la suplantación
de la masculinidad.
Pero por encima de las circunstancias históricas, los cristianos sabemos que las
relaciones masculinidad-feminidad son dificultosas como consecuencia del pecado
original. De ser, varón y mujer, una sola carne es decir: una unidad armónica de
proyecto humano en el mundo, hemos pasado, después del pecado, a mantener una
relación de necesidad y dominio, es decir, de ruptura y oposición. Lo explicaré con
más detalle.
Detrás de ello hay una clara pérdida del sentido de la existencia humana y de la
orientación final o destino del hombre, o sea: está presente la muerte. Si el
horizonte es la muerte, el hombre no tiene futuro y su habitar en este mundo es
encarcelamiento: todo nuestro hacer está condenado a ser vanidad de vanidades y
sólo vanidad. Es natural que en estas condiciones el interés femenino por lo concreto
del mundo y el masculino por la mediación y el progreso se conviertan en puro
pasatiempo o juego, en confrontación banal cuyo único resultado final es la
satisfacción de imponer el propio capricho.
114[6]
Tras el pecado original, la familia origina un inacabable quehacer de restauración y
reposición. No me refiero naturalmente a las dificultades de la procreación y de la educación,
sino a las incesantes tareas caseras que siempre retoman corno si nunca hubieran sido
hechas: manutención, limpieza, orden, adorno, etc. Pero sin ellas nuestro entorno se hace
inhumano y difícilmente habitable.
Pero también sabemos los cristianos que, entre un Viernes Santo y un Domingo
de Resurrección, el futuro nos ha sido devuelto y de manera sobreabundante. En
virtud de ello, la muerte ya no es fracaso y clausura del habitar, sino supremo don y
apertura, de manera que nuestra existencia en el mundo ha vuelto a tener sentido, y
un sentido incluso superior. La masculinidad y feminidad originarias han recuperado
igualmente su sentido funcional y han ganado la posibilidad de una armonía más
amplia y profunda.
115[7]
Como hace el buen padre de familia, ha de conjuntarse lo nuevo y lo viejo, es decir, el
progreso y la guarda, pero hay que hacerlo sin confundirlos, sin poner el vino nuevo en odres
viejos.
REFERENCIAS Y ENLACES DE LOS TEXTOS
3. La personalización de la sexualidad
Capítulo del libro Estudios sobre la sexualidad en el pensamiento
contemporáneo, AA.VV., Navarra Gráfica Ediciones, Pamplona, 2002,
859-915.
5. El huevo o la gallina
Artículo publicado en “Contrastes” 7 (2002) 69-79*
*Revista del Departamento de Filosofía de la Universidad de Málaga