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ANTROPOLOGÍA DE LA SEXUALIDAD

IGNACIO FALGUERAS SALINAS

http://webpersonal.uma.es/~JIFALGUERAS/Antropologia_filo
sofica/Antropologia_filosofica/Antropologia-de-la-
sexualidad.html

LOS GRADOS DE LA SEXUALIDAD

Sumario: Introducción.- I. El grado biológico fundamental. -II. -El grado


biológico-antropológico. - III. - El grado exclusivamente humano del sexo.
- IV. - El grado cristiano del sexo. - Conclusión.

Este escrito pretende ser un ensayo filosófico-teológico sobre la sexualidad. Es


probable que sorprenda a algunos científicos la desenvoltura con que se formulan en
lo que sigue ciertas afirmaciones teóricas sobre la vida. Tal sorpresa, si llegare a
producirse, podría tener como origen, por una parte, la falta de costumbre y, por
otra, cierto desconocimiento de la historia de la ciencia. En efecto, el método
reflexivo de la filosofía moderna ha sido, por lo general, lamentablemente infecundo
para la teoría de la vida, a la que ha concebido o bien de manera mecánica
(racionalismo), o bien de manera preponderantemente lógica (idealismo), por lo que
ha podido ayudar muy poco a la comprensión de los ricos y sugerentes hallazgos de
las ciencias experimentales en torno a la vida. Pero no siempre había ocurrido así. La
filosofía aristotélica, por el contrario, fue todo un incentivo y una guía para la
comprensión y el desarrollo de la Biología en la antigüedad, en el medievo e incluso
en los inicios de la modernidad. Y precisamente desde ella cabe hoy esperar no sólo
que se establezcan nexos teóricos entre algunas ramas actuales del saber científico
-como la cibernética o la informática- y los abundantísimos datos de la Biología
experimental, sino incluso que pueda ser recuperado cierto grado de ordenación
teórica para los complejos fenómenos de esta última. Ruego, pues, al lector, que no
entienda el bagaje conceptual que aquí se propone como una intromisión ilegítima de
la filosofía dentro del campo de otros saberes, sino como el esfuerzo por renovar una
tarea ranciamente filosófica con la ayuda de algunos datos de la ciencia actual 1[1], y
completarla con los datos revelados pertinentes.

1[1]
Como ha sabido apreciar correctamente M.A.Arbib (Cerebros, máquinas y matemáticas,
trad. esp. E. Sánchez Mañes, Madrid, 1976, p.120), "los modelos matemáticos pueden estar
tan equivocados como los modelos no matemáticos"..."el mero uso de fórmulas no confiere
poderes mágicos a una teoría". Y de igual modo, aunque sea ciertamente admirable y
verdadera la capacidad de la Química para imponer nombres «cuasi-naturales» a las
substancias tanto inorgánicas como orgánicas que ella estudia, y para describir sus
comportamientos, su método -como acabo de decir del matemático- ni asegura ni agota las
posibilidades de comprensión teórica que ofrece la vida. Ese amplio margen que dejan las
ciencias para la explicación y comprensión de los fenómenos de la vida justifica que otros
saberes, sin entrar en conflicto con los resultados de aquéllas, sino más bien aprovechándolos,
puedan proponer teorías de otra índole que intenten aclarar y ordenar la riqueza de datos de
la vida orgánica.
Esto supuesto, el sexo presenta, al menos, cuatro grados de desarrollo distintos,
de los que dos tienen que ver directamente con el fundamento y otros dos con el
destino, a saber: el grado biológico fundamental y el biológico-antropológico, por una
parte, y el exclusivamente humano y el cristiano, por otra.

I.- El grado biológico fundamental.

El sexo está esencialmente ligado a la función vital reproductiva, de manera que


puede ser descrito como la especialización orgánica perfecta en la reproducción. No
toda vida, ni siquiera toda vida orgánica, es sexuada. Los protozoos, en general,
carecen de órganos fijos para la reproducción. En ellos las funciones vitales son
esencialmente temporales, de manera que una zona de su organismo, el núcleo, en
un determinado momento de su tiempo vital se dedica a la función reproductiva
distribuída en fases; otra zona, el citoplasma, se dedica fundamentalmente a la
función nutritiva, pero también distribuida en fases y con formación de orgánulos a
veces temporales. Sólo el mantenimiento de su propia temporalidad, que es lo que
en él puede considerarse como crecimiento, le ocupa de modo constante, jugando al
respecto un papel decisivo la membrana celular. Esta falta de órganos fijos para la
reproducción lleva consigo que en los protozoos no exista una diferencia orgánica
real entre el género y el individuo.

La especialización funcional orgánica comienza en la vida vegetativa, o sea,


precisamente cuando la vida empieza a crecer según la función reproductiva. Los
vegetales son aquellos seres vivos que crecen no sólo ganando para sí un tiempo
propio, como los protozoos, sino controlando su propia reproducción. Por «control de
la reproducción» entiendo aquella ordenación formal del código genético que junto
con su trasmisión transfiere información suficiente para producir un troceamiento o
reparto funcional del mismo. Así, células que tienen el mismo código genético
pueden llegar a realizar funciones distintas y complementarias. El fruto de semejante
control del código genético son los tejidos, órganos y sistemas, de tal manera que,
gracias a la diferenciación celular producida por el reparto funcional del código
genético, un conjunto numéricamente elevado de células puede integrar un todo
orgánico y unitario: un único ser viviente2[2].

El crecimiento según la función reproductiva se hace manifiesto en el


sorprendentemente rico despliegue de formas de multiplicación de la vida que
jalonan el crecimiento vegetal. Simplificando esa inmensa variedad de formas, se
puede afirmar que el mencionado control sobre la reproducción se ejerce de dos
maneras básicas: bien como una especialización funcional dentro del código
genético, que diferencia cromosómicamente gametos masculinos y femeninos para
una multiplicación sexual en individuos genéticamente distintos; bien como una
especialización funcional fuera del código genético, que crea y reserva ciertos
órganos para la mera multiplicación numérica de la especie, mediante la producción
de esporas. Ambos tipos de control aparecen separados en distintos tipos de
bacterias, mientras que, en cambio, aparecen combinados, aunque no a la vez, sino
en fases sucesivas, en los vegetales inferiores, que presentan tanto gametófitos
genéticamente sexuados como esporófitos asexuados. Esta doble vía, muy visible en
2[2]
Para una perspectiva general de la teoría de la vida que aquí se expone, cfr. I.Falgueras, El
crecimiento intelectual (CI), en El hombre: inmanencia y trascendencia, Pamplona, 1991, vol.
I, 590-598.
los vegetales más primitivos, se mantiene a lo largo de todo el curso de la vida
vegetal, aunque con desenvolvimiento desigual, pues mientras que el esporófito
adquiere cada vez un mayor desarrollo, el gametófito se va reduciendo de modo
progresivo. Y así los vegetales superiores llegan a diferenciar en el esporófito unas
micrósporas y unas macrósporas contenidas en estambres y carpelos
respectivamente, es decir, llegan a diferenciar órganos o gónadas claramente
separados dentro de un mismo individuo, en el interior de los cuales ejercen de
modo imperceptible su función los gametos masculinos y femeninos. El último paso
en esta evolución lo representa la reproducción dioica, que reserva órganos y genes
masculinos o femeninos para individuos vegetales distintos, y que, si bien es escasa
en el reino vegetal, marca ya propiamente la tendencia de todo el proceso hacia la
individuación orgánica.

En resumen, mediante el control sobre la reproducción tendría lugar la


especialización funcional de las células de un ser vivo complejo, que es lo que
caracteriza visiblemente al crecimiento vegetal. Naturalmente, antes de que las
funciones vitales queden repartidas entre partes distintas del vegetal, la propia
función reproductiva, sobre la que recae el control, habrá de quedar reservada para
un conjunto especializado de células que constituyan el órgano reproductor. Ahora
bien, esta especialización en la distribución orgánica de las funciones vitales que da
lugar en cada vegetal a un crecimiento típico, manifiesto en forma espacial, admite
una gradación perfectiva que recorre todo el mundo vegetal y da lugar a otro
crecimiento, al que puede denominarse también evolución, y que afecta al reino
entero de los vegetales. Por lo que respecta a la especialización orgánica sexual, ese
proceso se puede describir como un ensayo creciente por alcanzar la organización
reproductiva perfecta, a la cual se llega mediante la diferenciación individualizada de
genes y órganos para la reproducción. Sólo entonces tiene lugar la primera distinción
orgánica entre el género y el individuo, así como lo que propiamente se ha de
entender por sexo: una distribución individual distinta de la configuración
cromosómica y orgánica o gonadal, según el papel que se haya de ejercer en la
función reproductiva.

Así pues, en la vida vegetal se hace visible el inicio de un proceso hacia la


individualidad orgánica. Sin embargo, el reino vegetal termina su crecimiento
justamente con la diferenciación sexual individual, por eso digo que en ella se inicia,
y sólo se inicia, la manifestación del proceso orientado hacia la individuación
orgánica perfecta: en realidad ella carece de los medios para proseguir en ese
sentido. Toca a otro reino de la vida el proseguir la vía abierta terminativamente por
el crecimiento vegetal, a saber: a la vida animal.

La vida animal crece de otra manera, crece según la plenificación, o sea, dando
lugar a un aprovechamiento cualitativo de la entropía física en el modo de una
especialización en la información. Son frutos suyos los sentidos externos e internos y
el sistema nervioso que los integra y comunica. Semejante especialización aumenta
la capacidad de información, que es el elemento de toda vida, y permite diferenciar
cualitativamente las señales informativas tanto externas como internas. Gracias a
ello, el individuo animal queda dotado de imaginación y, consiguientemente, de la
posibilidad de la automoción, de que carecen los vegetales, de manera que su
autonomía resulta enormemente potenciada. Pero, al igual que ocurría con la vida
vegetal, el crecimiento según la plenificación no se agota en la mera especialización
de ciertos órganos individuales en la información, sino que se prosigue en su propia
línea mediante un proceso específico creciente de capacitación para la información,
que da lugar a la llamada cerebralización.
Por lo que hace a la reproducción, la vida animal integra y potencia el logro
propio de la evolución vegetal en este terreno, a saber, la reproducción
individualmente sexuada. Naturalmente, no afirmo que todos los animales se
reproduzcan de modo individualmente sexuado, pues los hay hermafroditas, pero sí
que el crecimiento animal recoge y refuerza la tendencia a la individualidad cuyo
inicio se ha visto en el crecimiento vegetal. La recoge, primero, aunque invirtiendo el
orden jerárquico de la multiplicación vegetal: si en los vegetales el desarrollo
correspondía de modo primordial a los órganos de multiplicación numérica, dentro de
los cuales se incluía y subordinaba funcionalmente a la multiplicación genético-
sexual, en los animales el sexo genético subordina y controla al sexo orgánico o
gonadal -lo que quizá pueda significar que aquello que en el reino vegetal era
término, ahora se ha convertido en comienzo-. La refuerza y prosigue, después,
cuando llega a determinar, en los mamíferos superiores, un código inmunológico que
define y distingue a cada individuo entre todos los de la especie, y que se forma por
reacción defensiva frente al organismo de la madre en cuyo seno se gesta la nueva
vida.

Conviene notar que en ningún caso la especialización sexual en la función


reproductiva lleva consigo una anulación de las formas inferiores de multiplicación,
sino un aprovechamiento de ellas que permite el modo de reproducción más alto. En
efecto, la reproducción asexuada se sigue manteniendo en el crecimiento espacio-
temporal de las partes u órganos del ser vivo, mientras que la reproducción
individualmente diferenciada se ocupa sólo de la reproducción formal del todo y del
mantenimiento y mejora de la especie, produciendo aquella semejanza formal entre
conjuntos celulares individuales, en la que reside realmente la razón de
procreación3[3], y que implica tanto una diferencia eficiente como una similitud
formal.

Las ventajas que reporta esta suprema especialización en la función reproductiva


benefician tanto al género como al individuo y al propio despliegue de la vida. El
género resulta fijado, de manera que, aunque cada individuo lo posea íntegramente,
su trasmisión sólo se efectúa en las mejores condiciones mínimas, evitando posibles
degeneraciones y mutaciones; o dicho de otro modo, las degeneraciones y
mutaciones sólo afectan directamente al individuo, pero no al género. El individuo,
por su parte, se destaca funcionalmente del género, de manera que se distingue
orgánicamente entre su propia subsistencia o adaptación y la subsistencia o
adaptación del género; por lo que si bien las deformaciones individuales no afectan
al género, sus éxitos le dan a éste gran numero de variedades, actuando de filtro
aquella diferencia. Tales ventajas no existen ni en los protozoos ni en las formas
sexuales hermafroditas. La diferenciación sexual otorga, pues, al individuo vivo un
protagonismo y una importancia crecientes, de manera que del propio bien del
individuo derive el del género. En definitiva, la distinción orgánica entre el individuo
y el género supone un claro progreso para la vida biológica, la cual consolida con
ello un crecimiento en las formas individuales de vida, que se orienta hacia la
consecución del individuo vivo perfecto.

Pues bien, en la reproducción individualmente sexuada del animal el individuo se


ve estimulado a la función por los instintos, es decir, por tendencias que se
desencadenan en él según una información interna que, a su vez, responde a una
información externa apropiada: ciertos ciclos internos, o periodos de celo y de

3[3]
Tomás de Aquino, Summa Theologiae (ST)III, q.32, a.3 c).
cuidados de la prole, que se corresponden con ciertas estaciones y ciclos temporales.
Estas tendencias garantizan en condiciones normales la conservación de la especie
por el individuo. De manera que en términos absolutos ha de decirse que el fin del
sexo en la vida biológica es la conservación y enriquecimiento de la especie mediante
la incorporación de diferencias individuales.

Los órganos sexuales, como cualquier otro órgano biológico, no tienen, pues,
otro fin que el buen ejercicio de la función que les está asignada dentro de la vida
biológica: la reproducción. Y como ocurre en el cumplimiento de toda función
biológica, cuando la ejercen bien, esos órganos producen placer y bienestar, que
será tanto mayor cuanta mayor sea la capacidad de información especializada del
individuo y cuanto mayor sea el riesgo de incumplimiento de la función por la
aleatoriedad y dificultad de la empresa. Por eso, los instintos sexuales han de tener
una fuerza de atracción suficiente ante el individuo animal como para vencer con
holgura los obstáculos reales introducidos por factores como el esfuerzo físico, la
lejanía en el espacio, la duración en el tiempo, etc. Pero en manera alguna tiene
sentido considerar a los órganos sexuales como órganos para el placer, como
tampoco lo tendría el considerar a los del gusto, o a los de cualquier otra función,
como órganos de placer, pues el placer orgánico es siempre consecutivo al ejercicio
adecuado de la función propia, o sea, es efecto final y natural del buen
funcionamiento orgánico; pero la función de los órganos sexuales es la reproducción
o conservación de la especie, luego su finalidad y sentido no es el mero placer del
individuo, como equivocadamente creyó entender Freud4[4].

II. El grado biológico-antropológico.

Incluso en el terreno meramente biológico, la sexualidad humana es distinta de


la puramente animal, pero bien sabido que esa distinción no anula en absoluto el
sentido fundamental del sexo, que, como acabo de exponer, es la reproducción de la
especie por los individuos. Cabe señalar, al menos, tres modificaciones diferenciales
al respecto: primero, la liberalización del sexo; segundo, la personalización de la
relación sexual, y tercero la constitución de la familia nuclear.

Ante todo, el ser humano no está sometido a ciclos biológicos de celo ni a


instintos inexorables, sino que tiene a su libre disposición, en términos generales, el
uso del sexo, pudiendo incluso no hacer uso de él por razones personales. Y en
consonancia con eso, el hombre reviste de formas artificiales (sociales, legales y
personales) -lo mismo que ocurre con otras funciones corporales, como la ingestión
de alimentos o la defensa contra las inclemencias meteorológicas- el cumplimiento
de la función reproductiva, de manera que quede humanizada.

En segundo lugar, la realización del acto sexual humano lleva consigo una
relación personal con el otro individuo del sexo distinto, tal como puede observarse
ya en la misma disposición fisiológica de los genitales, que, a diferencia de la de los
meros animales, pone cara a cara a quienes mantienen relación sexual, reuniéndolos
en un abrazo.
4[4]
"Tomando como punto central el acto sexual en sí mismo, podría calificarse de sexual todo
lo referente a la intención de procurarse un goce por medio del cuerpo y, en particular, de los
órganos genitales del otro sexo" Vorlesungen zur Einführung in die Psychoanalyse, III.Teil,
20., Frankfurt a.M., 1979, 239, trad. esp. L. López-Ballesteros, Madrid, 1971, 326.
Estas diferencias fisiológicas se prolongan en el enriquecimiento sentimental que
antecede, acompaña y subsigue a la realización de la unión sexual, pero tanto
aquéllas como éste tienen su sentido sistémico 5[5] en el descubrimiento exultante de
otra persona de distinto sexo con la que compartir la existencia o habitación
mundana, como se sugiere en el grito alborozado de Adán; “esto sí que son huesos
de mis huesos y carne de mi carne”6[6]. Un ejercicio de la sexualidad humana normal
lleva consigo el previo enamoramiento, que en vez del puro instinto o la búsqueda
egoísta del placer, inclina la voluntad libre de la persona a la entrega ilusionada de la
propia intimidad. La reciprocidad de tales afectos facilita y asienta la voluntad de
compartir establemente una vida en común, y es uno de los temas perennes de la
literatura universal. Cuando ni siquiera esta dimensión sentimental de las relaciones
sexuales es respetada, la degradación del carácter humano del sexo es tan repulsiva
que causa asco en quien la sabe y hastío en quien la practica. Con todo, es de notar
que la contravención de las condiciones naturales en las relaciones sexuales
humanas es indicio, aunque negativo y reprobable, del carácter libre del acto sexual
para el hombre.

Por último, es característico del hombre que sus relaciones sexuales sean
estables y familiares. Como ha explicado C.O. Lovejoy 7[7], el hombre se singulariza
entre los primates superiores por haber desarrollado una estrategia demográfica
peculiar, mediante el reparto estable de funciones entre el macho y la hembra en la
relación paterno-filial: al reservar para la hembra el cuidado y atención de los hijos,
y para el macho la búsqueda de alimentos, se evitaba lo que en los otros primates
era la causa del escaso desarrollo del cerebro, pues al tener que desplazarse la
hembra (generalmente entre árboles o arbustos) en busca de alimentos y portando a
los pequeños, a éstos habían de cerrárseles y consolidárseles prematuramente los
huesos del cráneo, si su organismo había de defenderse de lesiones cerebrales
graves. La familia nuclear, es decir, la relación sexual monogámica y el reparto de
funciones paternales, es, según esta teoría, lo que distingue al ser humano como
primate y explica todas sus singularidades básicas. Naturalmente, cabe apuntar
desde la filosofía que tal reparto de funciones no pudo ser meramente instintivo,
como de hecho no llegó a serlo en el resto de los póngidos, sino nacido de la libre
inteligencia, connatural al hombre, pues un reparto semejante de funciones supone
la existencia de una comunidad previa, y toda comunidad tiene su razón de
posibilidad en la apertura trascendente de la inteligencia 8[8].

Es, por tanto, propio de la relación sexual humana establecer la unidad de un


proyecto común y de por vida para la habitación del mundo. "Así pues el hombre
dejará a su padre y a su madre para unirse a su mujer, y serán los dos una sola
carne"9[9]. «Una sola carne» expresa la unidad sexual, afectiva y de proyecto de vida
para la habitación del mundo, que compete al matrimonio humano.

5[5]
La unidad del ser humano es a priori y sistémica, y ello quiere decir que sus diversas
partes forman un todo funcional al servicio de la persona, cuya verdad no es alcanzable por
reducción analítica (Cfr. Leonardo Polo, Quién es el hombre, Madrid, 1991, 43-46, 67 ss.).
6[6]
Gen. 2,23.
7[7]
"Science", vol.211, nº 4480, 1981, 342-350.
8[8]
Entender es «hacerse (noticialmente) otro», albergar en el propio acto de entender el acto
de lo entedido, compartir el propio acto con el acto de lo ajeno. Por eso, la razón de toda
posible comunidad radica en el entendimiento (Cfr. I. Falgueras, CI, 611-622).
9[9]
Gen 2,24.
En ese proyecto tiene principal interés la procreación, el cuidado y la educación
de los hijos. El mutuo amor y cuidado de los esposos entre sí tiene como fruto
natural y deseado la procreación de los hijos. Una relación sexual humana, o sea,
comprometida de por vida, que no esté abierta a la fecundidad es una relación a la
que le falla el proyecto común, pues la comunidad no radica en la mera coincidencia
de voluntades -cosa que puede darse en la búsqueda egoísta del placer-, sino en la
apertura a lo otro: en abrir en sí un espacio para lo ajeno y acogerlo
donalmente10[10].

Por otro lado, y contra lo que se suele creer, los padres no somos la causa
eficiente de la existencia de los hijos. Entender la relación paterno-filial como una
relación eficiente-efectuado fue uno de los errores, por ejemplo, de Espinosa 11[11]
-quien por lo demás creía que ser era causar-, aunque no es un error sólo suyo, sino
muy generalizado. En realidad, los padres no somos la causa eficiente de la vida,
sino sólo sus promotores.

En cualquier tipo de reproducción, el ser reproductor no hace otra cosa que


reunir las condiciones necesarias para que pueda surgir una nueva vida de su misma
especie, pues la vida no puede nunca ser producida desde fuera de ella, sino que
tiene su principio estrictamente en el mismo viviente. Precisamente esa es la
diferencia entre lo mecánico y lo vivo o teleológico: lo mecánico es siempre causado
eficientemente por otro, mientras que lo vivo es causa eficiente de su vivir. Es cierto
que todo hijo procede de sus padres por vía de generación, pero eso no implica que
la procedencia tenga razón causal eficiente ni productiva, sino que la iniciativa
natural del nuevo ser vivo contar para su desarrollo con la información ofrecida por
los códigos genéticos del padre y de la madre, y con una dotación energética inicial
suficiente para que él tenga desde el principio sobre qué ejercer por sí mismo su
gobierno formal de la materia inanimada. Los padres son, por tanto, sólo causas
formales de la naturaleza capaz de vida y aportadores de la materia que ha de ser
gobernada por la nueva vida, pero no causas eficientes de la misma.

Así pues, los padres orgánicamente no hacemos otra cosa que reunir las
condiciones necesarias y suficientes para que la naturaleza misma cause finalmente
una nueva vida orgánica de nuestra especie. Desde luego, a diferencia de los meros
animales, que son movidos por los instintos y, en esa medida, son meros
instrumentos de la naturaleza, los seres humanos somos libres para asumir, o no, el
proyecto de vida familiar, para elegir la persona con la que compartir nuestra
habitación del mundo, y para realizar ese proyecto en el tiempo y el espacio
concretos, de manera responsable, amorosa y generosa. Pero además de promotores
libres de la vida o colaboradores de la naturaleza, los padres humanos somos
colaboradores directos de Dios. En efecto, el ser humano no es un mero organismo
biológico, sino una persona, un ser destinado a Dios y dotado de entendimiento y
voluntad, una libertad abierta a lo trascendente. De manera que si es la naturaleza
la que pone en marcha su existencia corporal, es Dios mismo quien le otorga su
dignidad personal. Promover la vida es, pues, colaborar con Dios creador y elevador.

Justamente por la índole personal del ser humano la relación paterno-filial en el


hombre no es una relación transitoria, sino permanente. No me refiero aquí al simple
hecho biológico de la mayor duración de la infancia humana, que obliga sin duda a
10[10]
La apertura a lo otro en que consiste entender es intrínsecamente trascendente, tanto
que concibe en sí a lo otro. Es aquí donde tiene su raíz la paternidad humana, como
procreación libre y querida.
11[11]
Ethica I, pr. 17, sch., C. Gebhardt, Heidelberg, 1972, II, 63, líneas 18-20.
un mayor esmero y duración de los cuidados paternos, sino al hecho humano del
amor entre padres e hijos. Los meros animales ni siquiera reconocen a sus crías, una
vez cumplido el ciclo natural de crianza para el que sus instintos están preparados: si
se inhibe, por ejemplo, de modo artificial la función de las glándulas mamarias a una
gata, deja de reconocer y cuidar como suya a su cría 12[12]. Para un animal, las crías
son sólo los términos de su tendencia instintiva a la crianza: cuando la tendencia se
acaba por cumplimiento o inhibición, la relación de paternidad se acaba. No es, por
tanto, una relación permanente, sino sólo funcional y transitoria.

En cambio, como supo ver Tomás de Aquino, la relación paterno-filial humana es


una relación personal, no meramente natural13[13]. Ciertamente esa relación se funda
en la semejanza de naturaleza, pero no en la sola semejanza de naturaleza, puesto
que no todos los que tienen la misma naturaleza guardan entre sí relaciones
paterno-filiales, sino en la trasmisión formal de una naturaleza concreta. En los
animales la trasmisión de la naturaleza está gobernada por los fines de la especie
mediante los instintos; en los hombres, en cambio, es una relación personal, pues
hechos a imagen de Dios transmitimos la vida por iniciativa libre y aceptamos esa
trasmisión también de manera libre. Que sea personal significa que es una relación
donal, en la que libremente se otorga el reconocimiento y el amor mutuos, y en la
que lo que se da no se pierde ni por parte de los padres ni por parte de los hijos,
pues lo dado por Dios con esa ocasión excede con mucho de lo meramente orgánico.
También aquí la riqueza de sentimientos acompaña a la relación personal y tiene
como resultado la muestra más noble y pura, dentro del universo de lo humano, de
lo que es un afecto desinteresado y la más limpia alegría en el bien ajeno: el amor
de los padres por sus hijos.

Además, ésa es la primera relación humana de todo hombre, y la que más


hondamente nos marca. La gratuidad y generosidad del amor paterno suscita en los
hijos el sentido primordial del amor y del don, de la dignidad humana y del sentido
de nuestra vida: justicia y misericordia, bien y mal. La primera idea que uno se
forma de Dios y de la propia dignidad, y que para algunos es también la última, está
estrechamente vinculada con la idea que nos formamos de nuestros padres. Gratitud
y alegría en el dar, confianza en los demás y orgullo de sí mismo son algunas de las
disposiciones o hábitos cuyo descubrimiento y primer ejercicio depende en buena
parte de nuestros padres. Los cimientos de la personalidad humana se echan de
modo natural en el círculo familiar, que es la primera escuela de humanidad y de
humanización del mundo. En este sentido, los fallos básicos en la relación paterno-
filial son casi irreparables, si no fuera porque el hijo es también persona y, por
tanto, capaz de enmendarlos por sí mismo, pero la dificultad para hacerlo, e incluso
ciertas deformaciones, marcan a quienes no han recibido el don de tener unos
padres dignamente humanos.

III. El grado exclusivamente humano del sexo.

El sexo es una especialización orgánica en la función reproductiva que trae


consigo una diferenciación ad hoc entre los individuos de la especie. Pero los

12[12]
Cfr. Paul Guillaume, La Psicología animal, trad.esp. de P.Canto, Buenos Aires, 1973, 113.
13[13]
ST III, q. 23 , a.4 c.
individuos de la especie humana somos personas, es decir, seres libres que en vez
de estar al servicio del género, lo tenemos a nuestra disposición para poder
destinamos a un fin superior. Dicho de otra manera, si la vida orgánica sólo es
concebible mediante la introducción de una potencia formal 14[14], la vida humana sólo
es inteligible mediante la introducción de una potencia final: la causalidad final -el
género, en este caso- queda a disposición del hombre en vistas a su destino
superior. Así se perfecciona el proceso de individualización orgánica iniciado con la
diferenciación sexual, al convertir los signos de individualidad orgánica que
caracterizan al cuerpo humano, desde su indeterminación anatómica e instintiva
hasta la Configuración de su rostro 15[15], en auténticas expresiones propias de una
personalidad única.

Esto implica que, si como individuos orgánicos somos de un sexo determinado,


esa determinación sexual es algo de lo que también podemos disponer para
destinarnos. La distinción sexual nos afecta humanamente, pero no nos determina
como personas: sirve como medio para expresar diferencias personales, pero ella
misma no es una diferencia personal. La diferencia personal es la diferencia máxima,
tanto que por eso mismo toda persona es intransferible o incomunicable, es decir, no
caben dos personas iguales; en cambio, la diferencia sexual no es exclusiva de
ninguna persona, sino compartida por innumerables de ellas.

"La distinción hombre-mujer no es una distinción esencial dentro del orden de lo


humano, pero tampoco es una mera diferencia biológica, es decir, restringida a un
área parcial de nuestro ser que no afecta a lo propiamente humano del hombre:
todo cuanto hacemos los seres humanos está afectado por dicha distinción de una u
otra manera. Por ello, si se quiere hablar con cierta exactitud, ha de afirmarse que
la distinción hombre-mujer es una propiedad de la naturaleza humana, que deriva
de su condición biológica, pero que impregna todo lo humano, y tiene un sentido
humano"16[16].

El sexo no es la persona, sino de la persona en la medida en que tenemos una


naturaleza orgánica. Precisamente porque la distinción sexual es una propiedad de la
naturaleza humana que deriva de su condición biológica, el sexo masculino o
femenino pertenece a cada persona humana en cuanto que habita en el mundo,
siendo el habitar la peculiar forma de relación del hombre con el mundo, y el cuerpo
la base de dicha relación. Lo explico.

14[14]
Cfr. Leonardo Polo, Curso de Teoría del Conocimiento II, c. I. Aunque en este capítulo la
noción de potencia formal esté referida únicamente al cerebro y sus funciones, esa noción no
sólo es aplicable, sino exigida para toda vida orgánica, en la medida en que la vida orgánica
tiene como elemento la información.
15[15]
Cfr. A. Gehlen, El hombre, trad. esp. F. C. Vevia. Salamanca, 1980, 98-150; Leopoldo-
E. Palacios, El rostro y su anulación, Madrid, 1982. También el sexo es expresión y predicado
propio de la persona, así lo insinúa Tomás de Aquino (ST III, q.52, a.3 c; cfr. I, q.31, a.2, ad
4).
16[16]
I. Falgueras, El habitar y las funciones humanas de la masculinidad y de la feminidad
(HF), en "Philosophica" (Univ. Católica de Valparaiso), 11 (1988) 187-199. Aunque quizá
pueda estar de acuerdo con el fondo de lo que sugiere, discrepo de la terminología usada por
G. Simmel en su escrito Para una filosofía de los sexos, en el que vierte en categorías
metafísicas las diferencias entre los sexos («hacer» y «ser») y la cualificación de la feminidad
("esencia metafísica fundida con su ser vivido"), cfr. Sobre la aventura, trad. esp. de G. Muñoz
y S. Mas, Barcelona, 1988, 65 y 67. Como sostengo, la sexualidad no es más que una
propiedad de la persona que no alcanza ni a su ser ni a su esencia, sino que deriva de ellos.
Ya en el Opus postumum de Kant aparecen ciertas referencias al hombre como
habitante del mundo. El yo, el hombre, es la cópula entre Dios (sujeto) y el mundo
(predicado), y lo es en cuanto ser pensante mundano o como ser mundano
racional17[17]. Dios no es habitante del mundo, sino posesor del mundo 18[18], en tanto
que el hombre, como ente sensible racional, es cosmopolita, habitante del mundo y
cosmotheoros: cosmopolita, en cuanto que persona o ser moral; habitante del
mundo, en cuanto que ser sensible racional en el mundo; y cosmotheoros, en cuanto
que crea a priori los elementos del conocimiento del mundo y construye en la idea
del mundo su visión, al ser habitador del mundo19[19].

También Heidegger entiende el ser del hombre en el mundo como un habitar: la


manera en que nosotros los hombres somos sobre la tierra es la habitación. Ser
hombre quiere decir: estar sobre la tierra como mortal, es decir, habitar 20[20].
Precisamente esa esencial vinculación del habitar con la muerte cierra, en Heidegger,
su horizonte: porque somos seres para la muerte, el habitar es cuidado, clausura,
abrigo, de manera que se espacializa según la regionalidad de lo cuatripartito.
Habitar es estar encerrado dentro de lo cuatripartito y conducirse respecto de él en
la forma de distribuirlo según sus referencias.

A causa de la muerte, que se interpone en nuestra relación con el destino,


Heidegger confunde en parte el habitar con el guarecerse. La guarida es lo propio del
animal21[21]. Es verdad que el hombre también se protege al habitar, pero eso no es
ni lo primario ni lo esencial del habitar. El habitar humano tiene que ver primaria y
radicalmente con el destino inmortal, y sólo secundaria y derivadamente con la
muerte. El habitar no es un mero estar envuelto y encerrado por las cuatro paredes
de un habitáculo, es una relación de superioridad por parte del que habita respecto
de lo habitado: habitar es asociar el mundo a nuestro destino ultramundano, hacer
pasar por el espacio y el tiempo nuestros proyectos y tareas personales, de manera
que nuestra demora en el mundo sirva como medio para nuestra destinación
ultraterrena.

Tanto en Kant como en Heidegger la habitación es concebida como la esencia o


el ser, respectivamente, del hombre que vive sobre la tierra. Sin embargo, el habitar
no es ni nuestra esencia ni nuestro ser, sino la tarea que el hombre ha de realizar en
esta vida y de la que somos responsables ante el destino (Dios). Ciertamente, el
habitar humano en el mundo es esencialmente temporal, pero eso no significa otra
cosa, sino que no es un fin en sí para el hombre: es un medio que se subordina a un
destino superior.

Con todo, Kant y Heidegger acertaron a ver que la habitación humana es


corporal: es el cuerpo lo que nos vincula al mundo nos permite que lo asociemos a
nuestro destino. Pero el problema originario de la habitación humana del mundo no
es la muerte corporal, como cree Heidegger, sino la heterogeneidad, el
extrañamiento del hombre respecto del mundo. No se trata sólo de que, como ya
dije en otro escrito, "la falta de adaptación genética haga que el hombre nazca con
una absoluta carencia de información previa y de códigos de conducta respecto al

17[17]
I.Convolut, III.Bogen, 1.Seite, Ak. 21.Bd., 27.
18[18]
I.Convolut, III.Bogen, 2.Seite §7, Ak. 21.Bd., 30.
19[19]
I.Convolut, III.Bogen, 2.Seite §9, Ak. 21.Bd, 31.
20[20]
Bauen, Wohnen, Denken, en Vorträge und Aufsätze, Pfullingen, 4.Auflage, 1978, 141.
21[21]
Para una ampliación de todo este apartado remito al lector a mi escrito antes citado HF.
entorno"22[22], lo cual es verdadero pero meramente negativo por parte del hombre,
sino de que el entorno mundano no es inteligible en acto, no es inteligente ni
personal. El mundo no está a la altura del hombre, y por eso es tarea previa nuestra
el hacerlo inteligible y habitable para luego entenderlo y habitarlo efectivamente, o
sea, asociarlo de modo concreto a nuestros proyectos destinales 23[23].

Así pues, la habitación supone una irreductible diferencia entre el mundo y el


hombre, pero con una neta superioridad por parte del hombre, de manera que, si se
llega a producir, sólo podrá tener lugar como una libre relación cuya iniciativa corre
por entero a cargo de la operatividad humana, aunque desdoblándose, según sugería
en el párrafo anterior, en dos subtareas: hacer habitable o humanizar el mundo, y
uncirlo o someterlo a nuestros fines.

Pues bien, es justamente aquí donde entra en juego el sentido exclusivamente


humano de la diferencia de sexos.

Hacer habitable el mundo significa en concreto salvar la distancia que nos separa
de él, para lo cual se requiere, desde luego, interesarse realmente por él, labor que
puede ser desgranada en los siguientes pasos: ante todo, hacer habitable es morar,
demorarse o entretenerse en lo temporal y efectivo del mundo para hacer viable un
proyecto humano en él; pero, en segundo lugar, hacer habitable el mundo es tener
en cuenta y respetar su ordenación natural, de manera que quede a salvo respecto
de la arbitrariedad posible de nuestros fines, en una palabra, guardar el mundo.
Uniendo ambos extremos, esta primera subtarea puede ser resumida así: flexibilizar
los fines humanos de manera que sin perder su altura y dignidad queden distribuidos
en fases temporales capaces de convertir activa y respetuosamente las efectividades
naturales del mundo en posibilidades ordenadas a la habitación humana. El resultado
de esta primera y fundamental etapa de la habitación es la humanización del mundo
físico.

Naturalmente, el objetivo de hacer habitable el mundo es habitarlo o someterlo a


nuestros fines y proyectos destinales. La segunda subtarea de la habitación es, pues,
el dominio del mundo. Si la primera tenía un sentido fundamental o básico, esta
tiene un sentido destinal o perfectivo.

Someter el mundo significa convertirlo en medio de nuestros fines y proyectos.


El mundo tiene una existencia o fundamento propios, de manera que no es en sí
mismo medio para nada. Toca al hombre convertirlo en medio, si quiere habitarlo.
Esta segunda subtarea consiste ante todo en ordenar los procesos físicos según fines
extrínsecos a los mismos, pero insospechables e inalcanzables desde su intrínseca
temporalidad: al incluir los procesos físicos como medios para nuestros proyectos
destinales, el hombre pone en relación final al mundo con Dios. En este sentido, el
mundo resulta mejorado o cultivado. Pero para que el cultivo del mundo sea
verdaderamente tal, no basta con su mera e indiscriminado asociación a nuestro
destino, se requiere que el hombre respete, al convertirlo en medio, la ordenación
natural del mismo, es decir, se requiere la guarda antes mencionada, pues sólo así el
cultivo es una auténtica mejora del mundo y del hombre mismo, que no debe ser un
arbitrario ordenador del sentido del mundo, como quería Nietzsche, sino un justo y
ordenado ordenador de la entropía mundana.

22[22]
HF, 187.
23[23]
La distinción entre intelecto agente e intelecto paciente es lo que abre la posibilidad de un
sentido exclusivamente humano del sexo.
Queda claro, por tanto, que si bien la morada y guarda del mundo tienen sentido
sólo para someterlo, el cultivo o forma perfecta de sometimiento, por su lado, tiene
como condición intrínseca la guarda y el interés por el mundo. Con lo que se recogen
y aúnan funcionalmente las dos dimensiones esenciales del dominio: pues señor no
es el que simplemente puede disponer y dispone de una cosa o bien, sino el que
dispone de ella con interés en y por ella, es decir, aquel al que no es indiferente el
buen estado y la mejora de aquello de lo que dispone.

Pues bien, como decía antes, estas dos subtareas del habitar tienen relación
directa con la distinción sexual humana. En efecto, sostengo que el hacer habitable
es función connatural a la feminidad, mientras que el sometimiento es función
connatural a la masculinidad. La connaturalidad no indica aquí una especialización
excluyente, sino una inclinación natural y una mayor facilidad para realizar la
subtarea correspondiente, sin que ello implique, por tanto, la imposibilidad de
realizar la otra ni la necesidad de actuar descompensadamente en la realización de la
propia.

Las razones en que apoyo esta división de funciones son las siguientes:

1.-Lo femenino del ser humano tiene el sentido connatural del morar: el seno
materno es la primera y más humana morada para el ser humano. El sentido
maternal innato de la feminidad, como prolongación afectiva de la función de su
seno, encarna el interés por la habitación del mundo. En esa misma medida la
feminidad posee la captación de qué hace y cómo se hace habitable el cosmos, pues
no sólo su afectividad, sino sobre todo su inteligencia está especialmente atraída y
dotada para la captación y valoración de lo concreto, tanto de lo concreto humano,
por su capacidad de acogimiento maternal, como de lo concreto mundano, por su
capacidad de ordenación de lo singular. De esa peculiar atracción y dotación
intelectual nace su interés por el adorno y la belleza, y de todas ellas deriva la obvia
capacidad femenina para saber interesar al hombre en la morada y en el compromiso
para con la habitación del mundo, es decir, para hacer fecunda, efectiva y seria la
labor de la masculinidad en el mundo.

2.-Lo masculino del ser humano posee el sentido connatural de la mediación: lo


viril es la producción del medio de la fecundación. Como prolongación afectiva de esa
función sexual, el varón tiene un interés espontáneo por la producción y articulación
de los medios en general, interés que en principio sería puramente lúdico, si no fuera
atraído por la feminidad al compromiso para la habitación del mundo. La inteligencia
masculina está especialmente atraída y dotada para la captación y unificación de
abstractos, que abren precisamente la posibilidad de la producción de artefactos o
medios instrumentales. Pero, a su vez, la abundancia y heterogeneidad de los
medios introducen el problema de su organización, que requiere tratamiento y
soluciones comunes, los cuales, por congruencia con lo anterior, suelen interesar a la
inteligencia masculina. Por último, dado que los medios se caracterizan por mediar
para otros medios, el interés por la producción de los medios deriva así
inevitablemente en un interés por el progreso técnico ¡limitado. De manera que la
inteligencia masculina, tanto por el cabo de las organizaciones comunes, como por el
del progreso, se abre a lo universal e ilimitado y ayuda a la inteligencia femenina a
englobar lo concreto en lo universal.

Naturalmente, la unidad funcional de ambas dimensiones de la sexualidad


encuentra su más natural y adecuado cumplimiento en la familia, en la que tanto el
varón como la mujer son estimulados de modo natural, por las necesidades de los
hijos, a ejercer sus respectivas funciones mediante la división del trabajo y el
desarrollo de sus capacidades singulares, y se estimulan, además, mutuamente a la
habitación conjunta del mundo mediante el amor y el respeto recíproco a sus
personas y funciones, moderando así las posibles unilateralidades a que cada uno
pudiera propender. Para todo lo cual es imprescindible la unidad de un proyecto
destinal común ("Erunt duo in carne una"). El habitar humano en el mundo es, pues,
un cohabitar: no se habita en solitario, sino en compartida y unitaria división del
trabajo.

Pero sería un error pensar que, por ser la familia la forma más natural y básica
de cohabitación mundanal sea la única. La familia reclama y fomenta una
colaboración social, en la cual tiene necesaria e intrínseca proyección el juego de las
funciones masculina y femenina. El sentido humano de la masculinidad y de la
feminidad se prolonga en las relaciones sociales, las cuales pueden ser entendidas de
maneras muy distintas por varones y mujeres, y pueden ejercerse, como también en
la familia, de modo compensado o descompensado. De manera que hay períodos
históricos o demarcaciones geográficas en los que prevalece descompensadamente
un sentido feminista de la vida (matriarcados), frente a otros en los que prevalece
un sentido masculinista, como ocurre, por ejemplo, en la modernidad, en la que la
pretensión de dominio o sometimiento del mundo, mediante la producción de
medios, la sobrevaloración de las organizaciones y el afán de progreso, se hace tan
preponderante que la feminidad (acogimiento a la vida, interés por lo concreto del
mundo y respeto por la naturaleza) ha llegado finalmente a ser infravalorada incluso
por muchas mujeres. El ideal, en buena lógica, debe ser alcanzar un equilibrio entre
lo masculino y lo femenino tal que sin anularse lo uno a lo otro, puedan jugar
libremente su papel como dimensiones del habitar humano.

En cualquier caso, si se admite mi interpretación del sentido propiamente


humano del sexo, queda claro que, para el ser humano, el sexo tiene una peculiar
función relativa a la habitación del mundo y potenciadora de dos sentidos distintos
del trabajo: trabajar no es simplemente transformar el mundo, sino hacerlo
habitable y dominarlo. Para el ser humano, habitación del mundo, sexo y trabajo
están estrechamente vinculados, hasta el punto de poder decirse, de modo
resumido, que el sentido precisamente humano del sexo es la mutua ayuda para
habitar el mundo de manera digna y adecuada a nuestro destino, del que la
habitación mundana es medio.

IV. El grado exclusivamente humano del sexo.

De acuerdo con la revelación sobrenatural, la transmisión sexual de la vida es el


punto débil de la criatura humana, a cuyo través el pecado original de los primeros
padres ha sido trasmitido con todas sus consecuencias a todos sus descendientes.
Para entender adecuadamente esta doctrina, conviene tener en cuenta que, antes
del pecado, el matrimonio era medio indirecto de trasmisión de la gracia, pues al
promover la vida nuestros primeros padres daban ocasión no sólo a la iniciación de
una vida orgánica sana y perfecta, sino también a la creación de una persona
llamada destinalmente por Dios, así como a la donación, por parte de éste, de la
gracia sobrenatural y de ciertos dones preternaturales que nos permitieran el
cumplimiento debido de las tareas asignadas por la llamada destinal. La colaboración
de los padres con el creador era, pues, bendecida por él con la colación de la gracia
sobrenatural santificante y de dones especiales a los hijos, que habrían gozado de
esta manera de una situación en todo semejante a la de los primeros padres, los
cuales eran criaturas perfectas e hijos de Dios por haber sido hechos a su imagen y
semejanza24[24].

Esta ventaja inicial tenía como contrapartida que, si los primeros padres
quebrantaban personalmente la debida relación de obediencia a su creador y
elevador, perderán ellos, y -por razón de la trasmisión sexual de la naturaleza
humana- también sus hijos, la concesión gratuita por Dios tanto de los dones
preternaturales como de la gracia santificante, concesiones que iban antes
aparejadas a la trasmisión sexual de la vida. Dicho de otro modo, nuestros primeros
padres sólo podían promover la trasmisión de la naturaleza humana, mas, lo mismo
que con ocasión de ésta Dios crea un alma nueva y la destina a la eternidad, así por
don gratuito, Dios los asociaba originalmente a la trasmisión de la gracia y de los
dones preternaturales, de manera que por don de Dios eran no sólo promotores y
colaboradores de la vida humana, sino también de la gracia, obteniendo para sus
hijos a la vez que la comunidad de naturaleza y de vida humanas, la de la filiación
divina y una calidad de vida en todo semejante a la suya, con los mismos dones y
prerrogativas que a ellos les dio originalmente el creador. Pero, insisto, al perder
ellos el status original perdieron también la posibilidad donal de promover su
transmisión, aunque mantuvieron la capacidad natural de promover la vida humana.
Y de este modo los hijos de Adán recibimos de Dios por la mediación de nuestros
padres sólo la naturaleza y la llamada destinal, pero una naturaleza que no está en
armonía con esa llamada: una naturaleza que desobedece, o no se somete, a
nuestra razón, y una razón que carece de noticias previas acerca de su destino y
está abocada por la muerte a un dominio imperfecto sobre el mundo.

Al perder su dignidad originaria de cuasi-sacramento en el sentido restringido de


medio indirecto de transmisión de la gracia y de los dones preternaturales-, el papel
donal del sexo decayó y se transmutó, por razón de la muerte y de las necesidades
que de ella derivan, en una carga bastante onerosa -por lo que se refiere a la
paternidad- y en una fuente de luchas egoístas o necesitantes entre varón y mujer,
que explican el sentido erótico del sexo -por lo que hace al proyecto de vida en
común-. Seré más preciso en este último punto.

Si se entiende por eros la tendencia a objetivar a una persona humana por sus
cualidades sexuales y la consiguiente «necesidad» o «indigencia» respecto del otro
como objeto de placer, el eros es un defecto derivado del pecado original. No hay en
ninguno de los dos grados de la sexualidad humana vistos hasta ahora nada que
justifique ni una objetivación ni una relación de indigencia en la relación sexual, que,
en cambio, sí se encuentran claramente recogidas como castigo del pecado de
origen25[25]. De modo paralelo, creo que debe ser cuidadosamente matizada la tesis
de J. Pieper en su, sin duda, precioso libro El Amor. Precisando lo que en él se dice,
ha de afirmarse que, por muy finito que sea, el hombre no tiene, como criatura,
indigencia o carencia de Dios y, menos aún, de otras criaturas, sino que está
destinado a Dios y que, como tal sólo encuentra su sentido y su descanso finales en
Dios26[26]. No es lo mismo tener a Dios como fin o destino, que carecer de Dios: Adán
24[24]
Cfr. ST III, q.32, a.3 c.
25[25]
Gen 3,16.
26[26]
... "el hombre, dado su mismo carácter de criatura, (es) un ser por naturaleza
profundamente indigente, lo que podría llamarse pura indigencia en persona que clama por
apagar su ser, 'one vast need', el ser sediento por definición” (trad. esp. R. Jimeno Peña,
Madrid, 1972, 121). Además Pieper atribuye el eros indigente a la finitud creacional (Ibid.
no carecía del conocimiento ni de la amistad y el amor de Dios en su estado original;
es verdad que podía y debía crecer en ese conocimiento y amor, y que, por tanto,
todavía no había merecido alcanzar a Dios como a su destino, pero eso no implicaba
«falta» de Dios ni era efecto de su finitud. Para tener a Dios como destino es preciso
ser capax Dei, o sea, ser potencialmente infinito, lo cual, a su vez, no significa ser
mera potencia, sino ser acto potencialmente infinito. Quien tiene a Dios como su
destino y se orienta teórica y prácticamente hacia él no está separado de Dios, pues
está haciendo lo que él quiere y, en consecuencia, está todo lo unido que se puede y
debe estar a él, antes del premio. Ha de distinguirse, pues, entre la indigencia o
inquietud del corazón humano en tanto no descanse en Dios, hermosamente
enunciada por Agustín de Hipona -que no es carencia o falta de Dios, sino la natural,
pero infinita tensión de quien no ha alcanzado todavía el destino para el que ha sido
hecho27[27]- y aquella positiva indigencia o carencia de Dios, derivada del pecado
original, por la que los hijos de Adán nacemos en la ignorancia de Dios y nos
sentimos inclinados a alejamos de él28[28]. No distinguir claramente entre lo todavía
no definitivamente perfecto y lo positivamente imperfecto lleva o a entender que la
naturaleza humana está esencialmente corrompida (pecado = corrupción), o a
sobreentender que somos naturalmente incapaces de Dios (pecado = finitud). Pero el
pecado de origen no fue ni un pecado natural o necesario, ni un pecado
absolutamente irreparable salvo por extinción de la naturaleza, sino una
incapacitación funcional para alcanzar el propio destino, que se trasmite por vía de
generación.

Por eso fue conveniente que, nada más someterse el pecado original, el anuncio
del protoevangelio29[29] prometiera a los hombres la aparición futura de una nueva
generación: un nuevo linaje nacido de mujer, que se opondrá al poder del maligno y
eliminará su dominio sobre el hombre. Esa promesa le fue confirmada a Abrahán 30[30]
y a sus descendientes, de manera que los israelitas entendieron su vocación
precisamente como la llamada a promover la generación de un pueblo que había de
tener entre sus hijos al Mesías, por el que habría de venir la salvación al mundo.
Signo del despojo de la vieja generación y de la fe en el futuro advenimiento de una
nueva fue entre los judíos la circuncisión 31[31].

Esa nueva generación, que se opone a la presente generación, mala y perversa


-la de los hijos de Adán-, es el Hijo del hombre, o sea, la generación siguiente al
hombre, no a éste o aquél hombre, sino a todos los hombres, a los hijos de Adán. Es
ésta una generación constituida por un solo hombre, Cristo, que lleva a su término
absoluto la tendencia señalada en la vida orgánica hacia el individuo perfecto.

128), lo que, después de las doctrinas modernas, especialmente de las leibnicianas, requiere
ciertas precisiones aclaratorias.
27[27]
Confesiones I,1,1. S. Agustín denomina «indigencia» a la solicitud por las cosas
temporales que deriva de la muerte (Cfr. PL 35, 2073). Sin embargo, en La Ciudad de Dios
XII,1,3, denomina también «indigencia» a la relación del hombre con su destino (la felicidad o
Dios), pero nótese que esa indigencia no es sino la capacidad para unirse a Dios y, por tanto,
la raíz de la excelencia y grandeza de la criatura racional, la cual sólo es considerada
miserable cuando carece de Dios. Conviene, por tanto, distinguir entre dos tipos de indigencia,
una que se identifica con la inquietud del corazón, y otra que consiste en la miseria de estar
separado de Dios y anhelar las cosas temporales. Paralelamente, eros puede ser tanto amor,
como concupiscencia, pero sin confusión.
28[28]
Cfr. La Ciudad de Dios XXII,12,1.
29[29]
Gen 3,15.
30[30]
Gen 22,18; Gal 3,16.
31[31]
Cfr. ST III, q.37, a.1, c et ad 1.
La nueva generación se distingue de la anterior porque no procede del pecado de
Adán, ni del deseo de ser madre de una mujer, ni de la voluntad de un varón, sino
de Dios32[32]. La iniciativa y la realización de esta nueva generación no son las
naturales, sino el resultado de una acción directa de Dios: son una nueva creación
divina. Sólo que, al igual que en la creación del hombre, no se trata de una creación
ex nihilo, sino en la que se toma una «materia» previa, pero cuyo término, en
cambio, es muy superior al de la creación ex nihilo. Si en la creación de Adán tomó
Dios «materia» orgánica preexistente (no humana), en la del Hijo del hombre, tomó
«materia» humana preexistente: un óvulo de las entrañas de María. Mas, a diferencia
de la creación de Adán, antes de tomar esa «materia» quiso Dios contar con el
consentimiento libre de María, de manera que el Hijo del hombre fuera hijo de María,
ante todo, por su fe y por su obediencia, y luego por la transmisión formal de la
naturaleza: Cristo nació, como deberíamos nacer todos, de la libre decisión amorosa
de nuestros padres. Y además, a total diferencia de los hijos de Adán, Cristo nació
libremente y porque quiso, siendo éstas sus primeras palabras al entrar en el mundo
-en este caso, en el seno de María la virgen-: "He aquí que vengo para hacer, oh
Dios, tu voluntad"33[33]. La nueva generación es libre no sólo por parte de su
progenitora, sino por parte también del progenitado 34[34].

Esta nueva y excepcional criatura que es el Hijo del hombre no trae consigo la
creación de una nueva naturaleza, como ocurrió en el caso de la de Adán, porque en
realidad su término es sólo una nueva generación, un nuevo modo de engendrar o
transmitir la filiación divina. Esto implica, por un lado, que nuestra naturaleza no
estaba totalmente corrompida por el pecado, sino sólo privada por él de las
condiciones necesarias para su debida ,destinación, en razón del modo originario de
trasmisión de la naturaleza y de la gracia. Y, por otro lado, implica que Dios actuó
conforme a su voluntad misericordiosa y, en vez de partir de cero y hacer una
creación por completo distinta, no quiso quebrar la caña cascada ni apagar el pabilo
humeante35[35], sino aprovechar la naturaleza humana para hacer algo mucho más
generoso e inconcebible: unirla, sin confusión, a la divina, creando de esta manera
una nueva filiación divina, paralela a la de Adán, pero muy superior a ella.

Conforme a lo recién sugerido, la nueva generación no suprime de raíz a la vieja,


sino que la acoge y la trasforma. Por eso Cristo no suprime la sexualidad humana,
sino que le otorga un nuevo y más alto sentido. Y así no suprime la familia, antes
bien se procuró una a la que, sin eliminar su función de habitación mundana, le dio
un sentido especialmente sublime. Tampoco suprimió el sexo ni su función humana,
pues El mismo fue varón y nació de una mujer: tanto la virilidad de Cristo como la
feminidad de María son patentes en los evangelios. Por su parte, María hizo habitable
el mundo a Dios, al ofrecer su seno como primer cobijo al Verbo encamado. Si el
mundo no es de suyo habitable para el hombre, mucho menos aún lo es para Dios.
Dios está en el mundo por su ser, conocer y poder, pero no por habitación. María
hizo habitable el mundo a Dios. Y no sólo eso, sino que continuó haciéndolo
habitable, a Dios y a los otros, al ocuparse del bienestar de Jesús y José durante los
años que vivieron juntos. Dio, además, muestras de una finísima inteligencia
femenina al prestar atención a los pequeños detalles que facilitan la existencia al

32[32]
Jh. 1,13; cfr. Cathena Aurea in Johannem, lect. 13, Sti. Thomae Aquinatis Opera Omnia,
R. Busa, Stuttgart, 1980, vol. 5, 371.
33[33]
Hebr 10,5-9.
34[34]
Cfr. ST III, q.35, a.8 c.
35[35]
Mt 12,20
prójimo, concretamente a Santa Isabel y a los novios de las bodas de Caná. Su
fortaleza ante el dolor, al pie de la cruz, y su poder aglutinante tanto en los
momentos de desesperación, como en los de expectación, de la primitiva comunidad
apostólica son también rasgos de una perfecta feminidad.

En cuanto a Cristo, conserva también integro el sentido humano del sexo


masculino. Son patentes los trazos de su perfecta virilidad: su larga actividad como
artesano o dominador del mundo mediante la producción de medios, su enérgica
reacción frente al abuso de los mercaderes del Templo; su franca, valiente y abierta
critica a los escribas y fariseos; su dedicación sin reservas a las tareas de su
misión36[36], y su entrega libre y serena a la pasión y muerte. Además, Cristo admitió
y respetó la función humana de lo femenino: él no tenía un lugar donde reclinar su
cabeza, pero recibía el cuidado y la ayuda de las santas mujeres, que le hacían
habitable el mundo.

Sin embargo, el sexo cobra con Cristo una función nueva y superior. La nueva
generación, por nacer de la iniciativa asumidora y de la obra directa de Dios, da
lugar a un hombre que es Hijo de Dios. Igualmente, el Hijo de Dios transmite la
nueva generación no por obra de la carne y de la sangre, sino por su muerte, que,
transformando la muerte en cauce de vida, abrió para nosotros la posibilidad de una
nueva generación mediante el agua purificadora y el Espíritu santificador, el cual
capacita a los que creen en la divinidad de Cristo crucificado para llamar a Dios
nuestro Padre, en un sentido absolutamente nuevo. La nueva generación da origen,
pues, a hijos de Dios, no a hijos del hombre, y los genera sin destruirlos, es decir,
los regenera, los hace hombres nuevos: hombres, porque tienen la naturaleza de los
hijos de Adán, nuevos porque tienen la gracia y los dones del Espiritu de Cristo.

En congruencia con lo anterior, el sexo humano adquiere dos nuevos sentidos en


relación a Cristo: la generación espiritual, que lleva consigo una imitación práctica de
Cristo y de María mediante la virginidad, o la castración por el Reino de los Cielos,
signo y adelanto de la vida nueva; y la generación corporal como expresión del amor
de Cristo por la Iglesia, o sea, como imitación de la Encarnación y kenosis del Verbo
consumadas por amor al hombre en el sacrificio supremo de la cruz. Los dos nuevos
sentidos derivan, pues, de la humanidad de Cristo: uno, por vía directa, como lo que
es y trae la nueva generación; otro, por vía indirecta, como lo que expresa e implica
su pasión y muerte.

Habitar en virginidad el mundo como signo del amor de Dios por el mundo,
manifiesto en la encarnación de su Hijo, o habitar matrimonialmente el mundo como
signo del amor de Cristo por su Iglesia, son las dos nuevas Posibilidades abiertas al
sexo humano por el Hijo del hombre. La primera posibilidad está vinculada a la
misión de Cristo y a su generación misma, es como compartir el don inicial, no
merecido, de vivir ya como los hijos de Dios, tanto que sólo puede ser realizada
gracias a un don especial directo de la humanidad de Cristo. La Segunda posibilidad
es una posibilidad ganada o merecida por la pasión y muerte del Salvador, de ahí
que sea un sacramento que, a la vez que significa su amor hasta la muerte por la
humanidad, es fuente de gracias para poder vivir modo divino la, tras el pecado de
origen, difícil cohabitación humana de este mundo.

36[36]
Lc 2,46-49; Mc 3,20.
Salvo en el caso excepcional y portentoso de María, esas dos posibilidades
cristianas de la sexualidad (virginidad y procreación) no pueden ser consumadas a la
vez y, además, tienen duraciones distintas. En el caso de María, tanto su maternidad
física como su virginidad y maternidad espiritual son in aeternum, pues ella es
incluso en el cielo la theotocos y, desde luego, la madre de la Iglesia, mediadora de
todas las gracias. En cambio, el sentido humano y cristiano de la sexualidad
procreadora tiene su límite, en términos relativos, al menos con la muerte de cada
uno, y, en términos absolutos, con el fin del mundo, pues en el Reino de los cielos
los hombres serán como los ángeles de Dios 37[37], que no mantienen relaciones
sexuales de procreación.

Mas si el grado biológico-antropológico de la sexualidad en sus dos dimensiones


-la de reproducción biológica y la de cooperación activa con el creador- desaparecerá
después de esta vida y de este mundo, no ocurre lo mismo con sus resultados ni con
los resultados de los dos grados más altos, a saber, el exclusivamente humano y el
cristiano. Las relaciones paterno-filiales entre los hombres, que son relaciones
personales, se mantendrán más allá de la muerte, y de ello es buena prueba el que
María conserve plenamente el sentido humano y cristiano de su maternidad divina.
Pero también se mantendrán los resultados humanos y cristianos del sexo, por
ejemplo: el propio Cristo será Hijo del hombre, y Señor del orbe de la tierra 38[38], es
decir, conservará el sentido humano de su masculinidad -además del nuevo por él
aportado-, y los que hayan vivido, como él, la virginidad serán distinguidos
especialmente por ello en el Reino de los cielos, al ser constituidos en séquito
inseparable del Cordero39[39]. De igual manera, en la medida en que el sentido
humano y cristiano de la sexualidad es un carácter impreso en las obras humanas,
ambos acompañaran más allá de la muerte a los demás mortales junto con sus
obras40[40].

En definitiva, la nueva generación aportada por Cristo modifica las dimensiones


anteriores del sexo en dos pasos: en el primero conserva y amplifica su sentido, en
el siguiente perpetúa y eleva la vigencia de su dimensión humana y cristiana por
encima del límite de la muerte.

Conclusión

Como quise indicar en el título de este trabajo, los distintos sentidos de la


sexualidad se superponen entre sí como grados progresivos de la misma. El sentido
exclusivamente biológico del sexo está en la base de todos los demás, pero no tiene
que ver más que con el fundamento o causalidad natural mundana. El segundo
sentido tiene que ver directamente también con el fundamento mundano, pero lleva
consigo una cooperación con el Creador del alma humana, lo que le da una relación
indirecta con el destino y una primera y básica significación humana. El tercer grado
del sexo es una cualidad accidental que, aunque tiene una base o fundamento
biológico, constituye una propiedad de cada persona a la que hace idónea para
desarrollar una de las dos funciones del habitar humano en el mundo, y de esta

37[37]
Mt 22,30.
38[38]
Hebr 2,5.
39[39]
Apoc 14,4.
40[40]
Apoc 14,13.
manera condiciona la destinación efectiva de las personas y de la vida social. Por
último, el cuarto grado de la sexualidad es propio y exclusivo de un solo hombre, en
cuyo modo de generación se funda, pero es trasmitido por él a los demás seres
humanos de manera congruente con lo que es: es un sentido donal del sexo, por el
cual tiene que ver inmediatamente con el destino y adquiere un valor superior,
inasequible a su primitiva condición biológica.

Durante nuestra existencia terrena esos cuatro grados de la sexualidad se


ordenan y estratifican entre sí de manera que los primeros sirven de base a los
posteriores y superiores, pero eso no significa contra lo que suele opinarse
superficialmente- que los inferiores sean eliminados o sojuzgados por los superiores,
sino, antes al contrario, que son integrados y respetados por ellos. Así, el sentido
cristiano del sexo no sólo no elimina los grados humano y biológico-antropológico,
sino que los potencia para funciones superiores a las meramente biológicas y
humanas, e incluso conserva sus efectos más allá del límite, infranqueable al sexo
biológico, de la muerte. De igual modo, el sentido exclusivamente humano del sexo
no elimina el grado biológico-antropológico ni el grado sólo biológico, sino que los
supone y prolonga otorgándoles funciones especiales en relación con el medio de
destinación humana, que es la habitación del mundo. Lo mismo debe decirse, como
es obvio, de la dimensión biológico-antropológica respecto de la puramente
biológica: el uso del sexo no puede serdignamente humano, si no respeta y cumple
el fin biológico del mismo, la reproducción. La apertura del acto sexual a la
reproducción de la vida es condición sine qua non de su dignidad humana, aunque no
sea condición suficiente, pues además hace falta que se realice por amor y con
entrega de sí mismo, no tratando al otro como objeto o mero medio para el propio
placer. Y para que, adicionalmente, tenga valor sacramental cristiano se requiere que
se realice en gracia de Dios y con una generosa entrega personal que refleje el amor
de Cristo por su Iglesia.

He aquí, pues, la escala gradual de la sexualidad: de medio de


perfeccionamiento orgánico en su grado elemental pasa a ser medio de un proyecto
destinal humano en el segundo, y de ahí a ser expresión individual de cada persona
humana en la sociedad, para acabar pudiendo ser expresión final del don sin medida.
Sería insensato atribuir a la sexualidad la autoría de esta sucesiva ampliación de su
sentido, no menos que si se atribuyera al calzado la evolución histórica de sus
formas: el responsable de toda evolución es el término final al que se llega, en este
caso, el don sin medida.
LA PERSONALIZACION DE LA SEXUALIDAD

Sumario:
I. La persona humana.
1.-Descripción negativa.
2.-Descripción positiva.
3.-Persona y unidad del hombre.
II. Algunas obviedades sobre el sexo.
III. La personalización de la sexualidad.
1.-La ampliación diferencial de la sexualidad del cuerpo humano.
2.-La mediación sexual de la destinación personal.
3.-La integración personal de la sexualidad.

El presente escrito pretende ofrecer un estudio de la sexualidad en el marco de


una antropología trascendental. Con este nombre se alude no a una disciplina, en la
actualidad todavía inexistente, sino a un campo del saber que tiene como tema la
verdad trascendental acerca del hombre, tema abierto a la investigación desde
antiguo41[1] y en el que aquí se dan sólo algunos pasos. No se trata en manera alguna
de un escrito de metafísica, cuyo tema de estudio es el ser trascendental del mundo,
pues aunque dicho ser es verdadero, no es aquella verdad originaria a la que está
intrínsecamente vinculada la inteligencia humana, como inteligencia. Aunque, como
digo, su tema no es el ser del mundo, sino el ser del hombre, por su carácter
trascendental este nuevo campo ofrece algunos rasgos parecidos a los de la
metafísica: es una meta-antropología. Por ejemplo, no se tratará de un estudio que
recabe para sí la prueba de los hechos, de las estadísticas o del consenso universal
-ni siquiera del mayoritario- de los hombres, sino que, más bien, se trata de una
búsqueda de la verdad real de todo hombre, que sea válida para cada uno por
encima de demarcaciones particulares, biológicas, históricas o pragmáticas, en virtud
de su congruencia con la ilimitadamente amplia realidad humana.

Según lo dicho, este trabajo no debe ser interpretado como la elaboración de


una hipótesis o de un modelo teóricos desde los que se pueda reconstruir el
comportamiento observable humano o acoplar satisfactoriamente los datos empíricos
acerca del hombre y de la sexualidad; tampoco debe ser entendido como un conato
de demostración científica de ciertas tesis preconcebidas al respecto, y menos aún
como un intento retórico de convencer a alguien; antes bien, ha de ser entendido
como una propuesta de indagación acerca del ser que hace hipótesis,
demostraciones científicas y retórica. A tal indagación la denomino «trascendental»

41[1]
El tema fue enunciado por primera vez por S.Agustín con su famoso "noli foras ire, in
teipsum redi, in interiore homine habitat veritas..." (De vera religione, 39, 72). Los
medievales lo integraron en la metafísica, y los modernos han intentado desarrollarlo por
separado, pero de modo metódicamente simétrico al de la metafísica. La propuesta de una
separación temática y metódica de la Antropología filosófica respecto de la Metafísica, que no
sea ni una negación de la Metafísica ni una reducción de la una a la otra, sino el
reconocimiento de la índole trascendental de ambas, fue hecha por primera vez en El Acceso
al Ser (Pamplona, 1964, 381 ss.; cfr.357) de mi maestro L.Polo. Aunque él ha señalado el
método y ha publicado algunas orientaciones fecundísimas acerca de sus contenidos (Cfr. La
coexistencia del hombre, en El hombre: inmanencia y trascendencia, Pamplona 1991, I,33-
47; ¿Quién es el hombre?, Madrid, 1991; Presente y futuro del hombre, Madrid, 1993; Etica,
Méjico, 1993; La radicalidad de la persona, en "Thémata" 12 (1994) 209-224), todavía se
espera la publicación de su Antropología trascendental.
en la medida en que, sin despreciar los datos empíricos, las demostraciones
científicas o la formación de convicciones verdaderas, procura elevarse a aquella
altura en la que lo común no anula, sino que integra las diferencias, y desde la que
cabe alcanzar el ser del hombre sin restringir en nada sus infinitas posibilidades 42[2].
La verdad de los resultados de una indagación semejante sólo puede ser contrastada
por su congruencia con la realidad del hombre y de la sexualidad, así como por su
congruencia consigo misma.

En consonancia con las anteriores indicaciones, ordenaré mi exposición en tres


partes. La primera, dedicada a la persona humana, propondrá el marco
antropológico-trascendental de todo el trabajo. La segunda, dedicada al sexo
biológico, llamará la atención sobre algunos implícitos filosóficamente relevantes,
aunque a veces menos atendidos, del mismo. Y, por último, en la tercera parte, se
examinará la conjunción humana de persona y sexo, que es lo que se promete en el
título del trabajo.

I. La persona humana.

La persona es una realidad radicalmente original y que, por ello mismo, no es


susceptible de ser definida ni aclarada desde instancias anteriores; todo lo más, cabe
describirla por comparación negativa con otras instancias y por enumeración positiva
de sus características. Propondré, primero, su descripción negativa, y, luego, la
positiva.

1. Una de las grandes aportaciones de la filosofía kantiana a la antropología


filosófica ha sido la de deshacer, al menos parcialmente, la confusión medieval entre
persona y medio. Al definir a la persona como "fin en sí", Kant rechazaba toda
consideración medial de la persona. En cambio, los medievales, que proponían como
metáfora para entender a las criaturas la de ser instrumentos de Dios, se deslizaban
sin quererlo hacia una consideración medial de la persona. En realidad, esa metáfora
no es adecuada ni siquiera para la criatura no personal, pues hace derivar el
pensamiento hacia una consideración secundaria de la criatura que suprime su valor
de primer principio. Tal desviación propició a finales de la edad media la tesis de que
Dios puede producir por sí mismo todo aquello que puede producir mediante las
criaturas. En esa tesis, aparentemente inocua, va implícito, como luego explicitarán
Malebranche y Espinosa, que Dios es la única causa o el único principio eficaz, y que
las criaturas son sólo medios (ocasiones o modos) del poder de Dios. Este
planteamiento es falso, porque ni Dios necesita, como el hombre, de medios para
producir nada, ni crea a sus criaturas para utilizarlas. La creación es un don por

42[2]
Trascendentales son aquellos actos que pueden ser compartidos ilimitadamente sin
mengua alguna de su riqueza: son los actos supremos. El ser no se pierde por darlo; el
entender propio no se pierde por ofrecerlo a otros; el amar no se anula, antes bien se cumple
al compartirlo. Estos actos son, pues, comunes a todos o a muchos sin eliminar sus
diferencias. Un método será trascendental cuando se realice de modo congruente con tales
actos: cuando busque lo común y compartible por todos sin eliminar ninguna de sus
diferencias. La altura de lo trascendental, u optimidad real, sólo se alcanza por parte del
filósofo cuando entiende lo real de la manera mejor o más alta posible -y esto vale
especialmente para tratar el tema del hombre, pues como se verá el hombre es ser creciente
al infinito-. Dicho con otras palabras, la mayor o menor verdad de una investigación
trascendental depende de la mayor o menor excelencia que sepa descubrir en lo hallado; su
falsedad estriba en la negación de toda excelencia o trascendentalidad.
parte de Dios que hace a las criaturas seres autónomos y capaces de dar dones
nuevos, seres originalmente fecundos y sobrantes, cuyo fin es su propio
perfeccionamiento, no el de Dios.

Aunque Kant no llegó tan lejos como sugiero, sí supo darse cuenta de la diferencia
radical entre persona y medio, y derivadamente entre persona y objeto. Es verdad
que Kant habla de una persona phänomenon y una persona noumenon, pero es
obvio que para él el constitutivo de la persona es la libertad moral, y ésta es
nouménica. Sin llegar a desprenderse de la conciencia como componente esencial de
la persona, dio paso sin duda, a una consideración filosófica parcialmente adecuada
de su dignidad y diferencialidad.

Llevando más allá el hallazgo kantiano, lo primero y más obvio que debe decirse de
la persona es que no se trata de objeto o cosa alguna. De ello no sólo deriva la
descalificación moral de toda práctica objetivante o cosificante sobre la persona, sino
también la imposibilidad real de entenderla como un objeto o cosa. En efecto, no
sólo existe la muy extendida propensión a tratar a las personas como objetos, sino
también la aparentemente más ingenua, pero no menos peligrosa, pretensión de
entender a las personas como objetos -que es el primer paso y condición para luego
tratarlas como objetos-, y esta pretensión suele acontecer con mayor frecuencia
entre sujetos en nada malintencionados, sino que apelan en su favor a la condición
de «científicos». Es cuando menos sorprendente la acrítica espontaneidad con que, al
menos desde la aparición del ideal emancipatorio, muchos científicos se atreven a
generalizar más allá de sus límites propios tanto la vigencia de los métodos
científicos como el valor de los resultados de sus respectivas ciencias. Para muchos
físicos, todo se resuelve en energías y relaciones entre partículas subatómicas; para
muchos químicos, todo lo biológico se reduce a meras reacciones intermoleculares
(químicas); para muchos biólogos, todo lo humano se salda en procesos puramente
orgánicos. Y algo semejante sucede en las ciencias humanas: hay quien cree poder
explicar todo lo humano desde la sola historia, todo lo racional desde la psicología,
todo lo social desde la mera política, todo lo político desde la estricta economía, etc.

Aparte de los claros reduccionismos que hacen chocar a las ciencias entre sí, se
da un factor común en el que coinciden los mencionados cientificismos: la
consideración de la persona que hace la ciencia como uno más de los objetos por ella
estudiados y sobre los que están vigentes todas sus leyes y ninguna otra
superior43[3]. Así, muchos físicos se consideran a sí mismos como simples conjuntos
complejos de energías, partículas y átomos; muchos químicos se conciben a sí
mismos como meras combinaciones de substancias químicas; muchos biólogos,
como meras organizaciones celulares, etc44[4]. Pero todos estos pasan por encima de

43[3]
Entiendo por cientificismo u objetivismo la reducción de la realidad al objeto: sólo es real lo
objetivo. El objetivismo o bien encuentra sin sentido la noción de persona (Cfr. Espinosa,
Cogitata Metaphysica, Opera, Gebhardt, Heidelberg, 1925, I, 264), o bien la reduce a ciertas
características objetivables (uso del lenguaje, acciones prácticas, etc.; cfr.Hobbes, Leviatán,
trad. Moya y Escohotado, Madrid, 1979, I,16, 255), como veremos acontece frecuentemente
también hoy en día. De ninguna manera sugiero que haya de ser descalificada la objetividad
científica, pues, bien entendida, es ella misma un signo inequívoco de la persona. Lo que
denuncio es la ceguera que produce el objetivismo, sin duda la forma más común de
insipiencia, es decir, de negación de todo lo que no es inmediato y comprobable, de todo lo
trascendente y último. Esa ceguera impide darse cuenta de que para que haya objeto es
preciso que haya pensamiento, y de que el pensamiento que objetiva no es objeto. Esto no es
recurrir a cualidades ocultas, sino simplemente descubrir que no todo es objeto.
44[4]
Lo último en esta línea de objetivación de la persona humana viene representado por el
la evidencia de que ni las partículas ni los átomos ni las substancias químicas ni las
células, o sus conjuntos, se plantean a sí mismos problemas, ni formulan hipótesis,
ni se cuestionan o discuten acerca de métodos, ni realizan experimentos, ni
generalizan las leyes de su comportamiento; y, asimismo, pasan por encima de la
evidencia de que los problemas, las hipótesis, los métodos, la experimentación y las
leyes generales del comportamiento no están hechos de, ni consisten en energías,
partículas, átomos, moléculas, células, etc., sino en pensamientos que no perturban
ni modifican por sí mismos en la realidad, aunque versen sobre ella. Los objetos de
la ciencia pueden ser pensados todo lo reales como se quiera, pueden ser pensados
como efectivos o influyentes-en e influidos-por su entorno, pero ellos mismos no
piensan, no están abiertos a la alteridad como tal: no se hacen noticialmente otros.
Incluso si se aceptara hablar del conocimiento, imprecisamente, en términos
genéricos de recepción, y se pensara que en la realidad también esos objetos
pudieran recibir algo, lo que recibieran lo habrían de recibir al modo de una pasión, o
sea, imponiendo a lo otro la forma de lo propio, en vez de recibirlo en calidad de
otro. Es decir, no conocerían intelectualmente ni pensarían nada.

El saber es una actividad absolutamente unilateral por parte de la persona, hasta


el punto de que esa actividad sólo puede existir en la medida en que lo real no es
afectado por ella. Lo real no es inmutado por ser sabido, ni tan siquiera se «entera»,
si se me permite hablar coloquialmente, de que es conocido. El conocimiento
intelectual no altera la realidad, se altera a sí mismo: es él quien se hace otro, quien
da cabida en sí, sin anularse, a lo que es diferente de él, sin que deje de ser
diferente para él.

Es cierto que la ciencia empírica utiliza métodos experimentales que inmutan la


realidad, pero, precisamente por eso, ella misma ha relativizado en nuestro siglo su
valor cognoscitivo, reconociendo que no llega a averiguar más que el
comportamiento probable, y por tanto rodeado de indeterminación e incertidumbre,
de los fenómenos o, en su caso, realidades por ella estudiadas. El mero
establecimiento de una autocrítica por parte de la ciencia demuestra a todas luces
que el conocimiento científico es una actividad unilateral de la persona humana que
no inmuta la realidad, sino a sí misma. Pero es cierto también que hoy día existe
entre algunos físicos cuánticos la teoría de que el pensamiento humano produce por
su simple ejercicio en los métodos científicos una inmutación física del entorno que
influye efectivamente en el curso mismo de los sucesos cósmicos. En la medida en
que nuestro pensamiento tiene como condición un funcionamiento orgánico cerebral
con consumo y cambios de energía, podría admitirse que mientras pensamos nuestro
organismo influye en el entorno. Otra cosa sería la tesis directa de que el
pensamiento o el conocimiento son en sí mismos inmutaciones puramente físicas.
Detengamos un momento la atención sobre ella.

Darse cuenta de que la actividad científica o cerebral inmutan el entorno implica


una actividad que no inmuta el entorno, o de lo contrario sería imposible de
reconocer el cambio introducido: para conocer el cambio como tal es preciso que al
menos algo no cambie, a saber, el conocerlo. Si todo nuestro conocimiento se
redujera a modificaciones físicas, nunca tendríamos noticia de ninguna modificación
y no podríamos notar o sospechar cambio alguno en el entorno ni, mucho menos,
incluir tal inmutación en nuestras previsiones teóricas. Si la propia teoría inmutara la

speciesism, o corriente crítica aparecida en el mundo anglosajón por la que se niega todo
privilegio a la especie humana entre las especies animales. Cfr. J.V.Arregui, La importancia del
ser humano, en "Anuario Filosófico" 27 (1994) 37 ss.
realidad no podría pretender ser una teoría sobre la realidad. Dicho de modo más
incisivo, la pretensión de que el pensamiento teórico cambie la realidad sólo puede
ser verdadera si esa teoría se ajusta (no cambia) a la realidad; si por hipótesis la
cambiara, entonces ella misma no sería una teoría adecuada a la realidad, es más, ni
siquiera sería una teoría sobre la realidad: si la cambia no la conoce, si la conoce no
la cambia. Pero supongamos, contra toda verdad, que el pensamiento teórico
pudiera conocer la realidad ya inmutada previamente por él mismo, en ese caso no
la podría conocer como inmutada, pues carecería de todo fundamento y medio para
sospechar y detectar que la realidad haya sido inmutada por él. O sea: que, si la
inmuta, no puede conocerla como realidad, y si la pudiera conocer, inmutándola,
como realidad, no la podría conocer como inmutada. La teoría científica que afirme
que el conocimiento modifica físicamente la realidad es, pues, una teoría
incongruente e, incluso, sin sentido: si lo que dice es verdadero, como toda teoría es
pensamiento, entonces ella misma no es una teoría sobre la realidad, sino una
modificación física de ella, pero una modificación física no tiene otro valor que el de
una modificación particular más, entre el cúmulo indefinido de las que se producen
constantemente, es decir, carece de validez universal y de validez teórica; y sólo en
el caso de que sea falso que la teoría modifique la realidad puede pretender ser
verdadera. En conclusión: sólo si el pensamiento no inmuta la realidad puede
pensarse (equivocadamente) que la inmuta.

Todo cuanto hay de teoría en la ciencia empírica es unilateralmente desarrollado


por la persona, cuya mencionada apertura a lo otro sirve también de guía para lo
que haya de práctica en aquélla. En este sentido, insisto, la ciencia es hecha toda
ella por el científico, no por los objetos, de manera que los objetos son objetos para
el científico, pero el científico no es nunca un objeto. Es palmario, sin embargo, que
muchos científicos se piensan a sí mismos como objetos, pero eso sólo puede hacerlo
quien piensa. Sólo es posible errar para quien es capaz de conocer la verdad. En la
realidad física no hay errores. Nosotros podemos pensarnos a nosotros mismos,
equivocadamente, como lo que no somos, pero pensar equivocadamente es pensar.
Los objetos no se equivocan, porque no piensan: ni se piensan a sí mismos ni
piensan al científico. Y pensar es una forma de esa actividad abierta a lo «otro», que
no lo inmuta ni le influye físicamente, ni es objetivable, aunque pueda ser
objetivante.

Lo que trato de aclarar es tan importante y elemental que quisiera ilustrarlo con
algún otro ejemplo, aunque tomado en sentido traslaticio y aun a riesgo de complicar
lo simple e inmediato con comparaciones que pudieran empañarlo.

Sucede, en efecto, que algunos etnólogos y antropólogos, llevados de su afán,


netamente occidental, de interesarse por conocerlo y entenderlo todo, es decir,
estimulados por la universalidad del saber, se ocupan de estudiar modos de
pensamiento y culturas primitivas. Y lo hacen con tal esmero que, encandilados por
la verdad de lo estudiado, acaban concluyendo que el espíritu occidental es una
forma particular de pensamiento de la que es preciso prescindir para poder entender
a las culturas primitivas. No han caído en la cuenta de que, si ellos hubieran estado
sumidos en esos modos de pensamiento primitivos, no habrían podido interesarse
por la posible verdad de ninguna otra cultura, ni tan siquiera habrían tenido una
visión teórica de esas culturas, que en cambio ahora poseen. Tampoco han sabido
descubrir la auténtica superioridad de Occidente, que consiste en que la amplitud del
saber que se busca admite y promueve la autocrítica, sin que eso lo elimine como
saber, antes bien la capacidad de superar sus propios límites lo reafirma en su
calidad de saber irrestricto. Así pues, cuando parecen renegar de Occidente, dichos
estudiosos están siendo mucho más occidentales de lo que ellos mismos sospechan,
aunque desde luego de una manera incongruente, ya que dicen lo contrario de lo que
hacen45[5].

Nos encontramos, pues, en el ejemplo, con que la particularidad del objeto


estudiado induce a pensar en la particularidad del saber que lo estudia, al que niega
como saber universal en favor de lo por él estudiado, del mismo modo que la
objetividad de lo estudiado por el científico le induce a pensarse como un objeto, y a
negarse como científico o persona pensante, en favor de lo por él estudiado.
Asimismo, el científico, cuando se autointerpreta como objeto, no está siendo en
absoluto objeto y sí persona, contra todo lo que piensa: pues él puede pensarse
como objeto sin que por ello deje de pensar, pero si fuera mero objeto no podría
pensar nada. También éstos hacen lo contrario de lo que dicen.

Las razones de mi tesis no se fundan tan sólo en la evidencia de que el


pensamiento no es ninguna propiedad ni fenómeno físicos y objetivables, sino en una
verdad de mayor calado y que afecta al pensamiento mismo, a saber: que lo
pensado por el pensamiento humano no piensa. Mi maestro, Leonardo Polo, lo
expresa con esta fórmula: el yo pensado no piensa. En ella se lleva al límite, y, en
ese sentido, se expresa con la máxima claridad, el principio de que no sólo los
fenómenos físicos, sino cualquier clase de objeto, en cuanto que objeto, no piensa.
No sólo el yo de los demás, mi propio yo, en la medida en que lo hago objeto de mi
pensamiento, no es el yo que está pensando, sino un yo pensado que, en cuanto que
pensado, no piensa. No se trata de que sea correcta o incorrectamente pensado: si
es un yo pensado, nunca es el yo que (lo) piensa. Ese plus que tiene el yo pensante
sobre el yo pensado y sobre cualquier objeto es lo que le permite sobrevivir a su
propia negación (implícita en su objetivación), porque incluso cuando se piensa a sí
mismo como lo que no es, él es quien está pensando, no lo por él pensado.

El carácter inobjetivo de la persona es tan radical que ni tan siquiera puede ser
entendida como algo relativo al objeto. El objeto, en cuanto que objeto o pensado,
es ciertamente relativo a la persona, y esto induce a pensar que la persona haya de
ser, a su vez, relativa al objeto. Pero, al pensar así, se trasladan propiedades de los
objetos a la persona, que resulta, por tanto, indirectamente reducida a algo que no
es ella misma. Algo de esto sugiere el poeta cuando dice: "el ojo que ves no es/ ojo
porque tú lo veas/ es ojo porque te ve"46[6].

Cuando se entiende a la persona como relativa al objeto se la reduce a


conciencia, cosa harto común en la filosofía moderna y contemporánea 47[7], pero no

45[5]
No pretendo que todo lo occidental sea modélico, ni tan siquiera bueno. Lo único que es
superior de Occidente son sus modos de sabiduría (greco-romano; judeo-cristiano), y son tan
superiores que incluso los críticos de Occidente han de hacer uso de ellos para criticarlo. En
cuanto a la superioridad científico-técnica de Occidente, debe notarse que, aunque no tiene un
valor absoluto, deriva históricamente de la superioridad sapiencial antes mencionada y que
sólo cuando va acompañada de ésta es plenamente provechosa.

46[6]
A.Machado, Nuevas canciones, Proverbios y cantares I, Poesias completas, ed. M.Alvar,
Madrid, 1975, 289.

47[7]
La conciencia o la autoconciencia es concebida como el constitutivo del espíritu, que para
ellos es la persona, por la inmensa mayoría de los filósofos modernos, tanto racionalistas
(Malebranche, Recherche de la Vérité, III, I Partie, c. I, 1; Leibniz, Consecuencias metafísicas
del principio de razón, editado por E.de Olaso, Buenos Aires, 1982, 509 final) como empiristas
por eso verdadera. La conciencia es una operación, la primera operación de la
facultad cognoscitiva de la persona, pero ni es la única operación ni las operaciones y
facultades agotan el ser de la persona. La persona humana tiene desde luego,
mientras vive en esta vida, conciencia de objetos, pero no es mera conciencia de
objetos. No se intenta sugerir con esto que la persona sea, además, conciencia de sí,
pues ya hemos visto que el yo pensado no piensa, es decir, no se iguala al yo
pensante, y en consecuencia éste no puede tener un conocimiento de sí como el que
tiene de un objeto pensado. De los objetos puede tener conciencia, pero de sí misma
no puede tener conciencia (objetiva), y si tiene conocimiento de sí -que lo tiene- no
será un conocimiento objetivo, o, de lo contrario, se conocería como no
cognoscente48[8].

La persona tiene conciencia de objetos y tiene conocimiento de sí, pero ni es


mera conciencia ni es autoconciencia, es decir, que ni es intrínsecamente relativa a
objetos ni es conocible como objeto incluso para sí misma. Por tanto, no se trata sólo
de que no deba ser objeto para los demás, sino de que no puede serlo tampoco para
sí misma. Si se piensa como objeto, no se conoce como realmente es. Por eso, lo
que voy a proponer seguidamente como positiva descripción de la persona no
pretende ser una teoría sobre la persona, en la medida en que las teorías versen
sobre objetos, sino una averiguación supraobjetiva del ser personal.

2. De las precedentes consideraciones negativas, paso ahora a la descripción de


algunas de las características positivas de la persona humana.

Por lo pronto, ya hemos visto que la persona trasciende todo objeto, en la


medida en que es más que mero objeto y más que mera respectividad a lo objetivo,
es decir, que incluso se trasciende a sí misma en cuanto que formadora de objetos, o
lo que es más exacto, que trasciende su propia operación objetivante. Dicho
trascender es lo que le permite someter a crítica los resultados de su operación e
incluso su misma operación sin que la persona resulte anulada, sino más bien
reafirmada por la crítica. La persona trasciende, pues, no sólo los objetos, sino las

(Locke, Ensayo sobre el entendimiento humano, II, 27; Hume, Tratado de la naturaleza
humana, II, parte II, sec. I), pero sobre todo por el idealismo alemán, a partir de Kant. El
joven Schelling entendía por persona la unidad de la conciencia, y negaba la personalidad a
Dios, porque sabía que no hay conciencia sin objeto (Carta a Hegel 4-2-1795, Plitt I, 77). Para
Hegel, la personalidad es la independencia efectivamente vigente de la conciencia
(Phänomenologie des Geistes, Hegels Werke (HW), Suhrkamp Verlag, Frankfurt a.M., 1983, 3,
335), o, también, la unidad de autoconciencia y conciencia (HW 16,204). En mi propuesta la
persona humana no es la conciencia ni siquiera el espíritu ni el alma solos: alma es aquella
parte de la persona que informa al cuerpo; espíritu el aquella parte del alma tiene funciones
independientes del cuerpo; persona es la unidad destinal de espíritu, alma y cuerpo.
48[8]
La cerrazón que el objetivismo puede llegar a producir en algunas mentes quizá las aliente
a responder o bien que no sabemos si los objetos (entendidos como elementos, átomos,
substancias químicas, conjuntos celulares, animales, etc.) piensan -es decir, que a lo mejor
piensan sin que lo sepamos-; o bien que los objetos no necesitan saber, porque ellos son
reales. En el primer caso, se atribuye a los objetos la posibilidad de auténticas cualidades
ocultas -o sea, ocultas incluso a la mente, no sólo a los sentidos-, lo cual no sólo choca
abiertamente con el presupuesto radical del objetivismo, sino con la naturaleza misma del
objeto, que es totalmente presente al pensamiento. En el segundo caso, puesto que lo que se
llama persona se reduciría a mero objeto, tampoco ella necesitaría saber nada, o, de lo
contrario, no sería mero objeto. No hay escapatoria: sabemos que los objetos, en cuanto que
objetos, no piensan, y, por tanto que el pensar no puede ser reducido a objeto.
operaciones y las facultades propias.

Lo primero, pues, que cabe decir positivamente de la persona es que no sólo es


superior a los objetos y a la conciencia, sino que puede superar o trascender
cognoscitivamente su operación objetivante, de lo contrario no podría saber que es
más que objeto. En ese ser más, superar o trascender cognoscitivamente se contiene
ya la indicación decisiva acerca de la persona humana.

La persona humana puede trascender activamente sus propias operaciones y sus


logros: al trascenderlos los reconoce como límites, a la vez que los supera. Este
trascender lo suyo implica un trascenderse a sí misma, o, lo que es equivalente, a
estar abierta al ámbito de la amplitud irrestricta. En términos menos exactos, pero
más asequibles, lo que afirmo es que la persona está abierta a lo infinito. Téngase en
cuenta que el límite definitivo de la realidad finita no es tanto otra cosa finita -o
límite externo-, cuanto la limitación intrínseca o el límite interno que la liga a sí
misma. Si la persona es capaz de superar sus límites internos, y eso es lo que
implica la mencionada autotrascendencia, es que ella está abierta por completo, no
encapsulada ni encerrada en sí, sino intrinsecamente abierta sin restricción alguna.

Estar abierta a lo infinito, no es sin más ser infinita, lo mismo que ir más allá de
los propios límites no es carecer de ellos, sino no ser retenida por ellos. La persona
humana es intermedia entre lo finito y lo infinito: tiene límites, pero los supera. Por
eso su infinitud es potencial o relativa, no actual o absoluta. La indicación decisiva
acerca de la persona humana es, pues, su activo autotrascenderse.

Dos son, al menos, los grandes implícitos de la autotrascendencia. El primero es


la libertad. No se trata de que la persona sea libre, sino más bien de que es libertad.
O sea, la libertad no se toma aquí en el plano predicativo, como un atributo o
cualidad perteneciente a la persona, sino en el orden del ser. La libertad como ser es
el ser como crecimiento irrestricto: poder ser más de lo que se es. Es decir, no estar
predeterminado por el ser inicial, sino abierto a un ser futuro. Es obvio que eso está
implícito en el autotrascendimiento.

Pero autotrascenderse, si se toma en absoluto, es una patente contradicción: ser


más de lo que se es, sin otra referencia, carece de sentido, no se sabe qué quiere
decir. Incluso un autotrascenderse que sólo tenga como referente el ser inicial carece
también de sentido. La libertad respecto de lo que se es inicialmente, como mera
libertad-de o mera independencia es, en el orden del ser, una absolutización
imposible: toda independencia activa, o emancipación, depende intrínsecamente de
aquello de lo que se emancipa, por lo que no se trata de un verdadero
autotrascendimiento49[9]. Autotrascenderse sólo es realmente posible si existe una

49[9]
Schelling se percató en parte del problema latente en la noción de trascendencia: "todo
trascendente es propiamente relativo, existe sólo en relación a algo que es trascendido". La
propuesta de Schelling es que Dios es lo inmanente que se ha hecho trascendente (Schellings
Werke, M.Schröter, München, 1979, 6.Eb, 169-170). Es verdad, en efecto, que si no hay algo
trascendido no existe lo trascendente. Pero se dan varios tipos de trascendencia: la del ser del
mundo respecto de su esencia (imposibilidad para las operaciones de alcanzar el ser); la de
los seres que trascienden a otros seres y pueden trascenderse a sí mismos, entre los que se
halla la persona humana; y por último, está la trascendencia simple, o sea, la del ser que ni
trasciende sus operaciones, ni se trasciende a sí mismo ni es trascendido por nada. Esta
última trascendencia es la de Dios, la cual no es un atributo perteneciente a la esencia divina,
sino una pura denominación extrínseca que le damos las criaturas al ser trascendidas por él:
para nosotros Dios es trascendente, en sí mismo Dios es identidad.
trascendencia absoluta, un ámbito de amplitud irrestricta al que podamos abrirnos,
un infinito en acto que acoja nuestro crecimiento. La libertad como ser personal no
sólo ha de ser una libertad-de, sino, siguiendo la distinción de M. Scheler 50[10], sobre
todo y preponderantemente una libertad-para.

La libertad no puede ser entendida en la línea del fundamento, es decir, en la


línea de un acto que se despliega de antes a después, dado que así es inevitable el
problema de la predeterminación o premoción físicas, que la anularía 51[11]. En esta
línea cabeintentar que la libertad sea autofundamentación (causa sui,
autolegislación, autogénesis, autoproducción, autorrealización 52[12]); o, también, que
la libertad sea el fundamento (sin fundamento) del fundamento 53[13]. Pero aparte de
que todas esas autofundamentaciones son meras libertades-de, y aparte de los
insolubles problemas de congruencia que les afectan, queda siempre que la
fundamentación no puede dar lugar por sí misma a relaciones libres ni al
autotrascendimiento, ni da razón de la índole de la libertad. Por eso dije al comienzo

50[10]
Cfr. Phänomenologie und Metaphysik der Freiheit, II,1.

51[11]
La doctrina de la predeterminación o premoción físicas es una interpretación de la
predestinación en términos de causalidad o de la secuencia antes-después. Sin embargo, esta
interpretación es errónea, pues no deja lugar a la libertad, dado que todo queda fijado con
anterioridad a ella. En cambio, la predestinación es, en la interpretación que aquí se propone,
la iniciativa del destino, del que emana la llamada. La antecedencia de Dios respecto del
hombre no es una antecedencia en el tiempo ni la antecedencia del fundamento, sino la
primacía trascendental del futuro que nos llama. Dicha primacía no sólo deja lugar a la
libertad, sino que la suscita.

52[12]
La libertad es entendida como independencia absoluta respecto de todo otro poder, pero
como espontaneidad necesaria por Espinosa: ambos extremos se reúnen en la noción de
causa sui (que repele toda posible ingerencia externa, pero interpreta como necesario el ser).
En nuestro siglo Gentile definía la persona precisamente como causa sui (Teoria generale dello
Spirito come atto puro, Firenze, 1938, 249). Por otra parte, la autonomía es la característica
de la razón práctica y del yo nouménico en Kant. En esa misma línea, Fichte pone como
primer principio la autogénesis del yo, idea que es traspasada por Schelling y Hegel al Espíritu
Absoluto. En la doctrina del Marx joven, la independencia o libertad se alcanza cuando un ser
se debe a sí mismo su existencia; lo que, aplicado al hombre, se consigue en la historia
universal, que no es sino la producción del hombre por el trabajo humano. Por último, la
concepción de la libertad como autorrealización, tan vulgarizada hoy en día, no es más que
una consecuencia de las anteriormente descritas y afecta en parte incluso a autores como
Kierkegaard -para quien la meta de cada hombre consiste en llegar a ser uno mismo,
partiendo del factum de la composición, inmediatamente inconciliable para uno mismo, de
finitud e infinitud en cada hombre- y como Zubiri, quien define al hombre como una realidad
personal cuya vida y tarea consiste en llegar a ser su Yo, en hacer física y realmente su Yo
entre cosas reales y con cosas reales (El hombre y Dios, Madrid, 1985, 115-129).

53 [13]
En Vom Wesen des Grundes Heidegger afirma que la libertad humana es el fundamento
delfundamento y añade que, como tal, la libertad es el abismo (Ab-grund) del existente
(Cfr. V. Klostermann, Freiburg a.M., 1973, 53). Ser fundados les corresponde a los entes.
La libertad del existente descubre la diferencia ontológica entre ser y ente, precisamente
porque ella funda entes, pero no es fundada. Y es fundamento del fundamento, en la
medida en que, desde el implícito de la diferencia ontológica, formula el principio del
fundamento o razón suficiente, a saber: que todo ente tiene una razón suficiente. Es la
libertad del hombre la que ha de tener una razón suficiente al tratar con entes: la libertad
es el origen del fundamento (Ibid. 44). Sin embargo, en mi pro puesta lo propio de la
libertad no es fundar, sino destinar
que la persona no depende de instancias anteriores, lo que no excluye otro tipo de
dependencia, a saber la dependencia del futuro, y de un futuro que no se desfuturiza
o agota, y en ese sentido es infinito.

Para poder entender la persona como actividad autotrascendente o libertad en el


orden del ser es preciso descubrir la primacía de su referencia al futuro o destino. La
persona humana es trascendida por su destino, o lo que es igual, está destinada a lo
trascendente, y esa destinación es lo que le permite trascender, por su parte, los
objetos y las operaciones propias. La trascendencia relativa de la persona es abierta
desde la llamada de su destino absolutamente trascendente. Digo relativa, en un
caso, y absoluta, en otro, la trascendencia, porque la primera (la de la persona
humana) dice alguna referencia a lo trascendido, mientras que la segunda (la de lo
infinito) no dice referencia alguna a lo trascendido. Bien entendido esto, se
comprende que la persona humana esté llamada a autotrascenderse, o sea, a
superar lo propio para abrirse y ser sancionada en su ser, de modo definitivo, por lo
absolutamente trascendente54[14].

Autotrascenderse tiene, pues, sentido como respuesta a una solicitud o llamada


de lo infinito, es decir, del destino de la persona. El "trasciéndete a ti mismo"
agustiniano sólo es inteligible como búsqueda de la inmutabilidad y congruencia de la
Verdad o Dios55[15], y, asimismo, el pascaliano "el hombre sobrepasa infinitamente al
hombre"56[16], aunque con un planteamiento extremoso y menos equilibrado,
tampoco puede entenderse sin la referencia a Dios.Una autosuperación sin
destinación, o Bestimmung, (Nietzsche) da lugar a un ser para la muerte
(Heidegger), o a una libertad como nada (Sartre); más aún, es un absurdo o
imposible en el orden del ser, pues no se puede ser más de lo que se es, de no
existir un más allá (un futuro) que permita crecer y no quede mermado por dicho
crecimiento (no se desfuturice). Por lo tanto, el segundo implícito de la
autotrascendencia es la llamada del destino o la inclusión activa en el ámbito de la
máxima amplitud. Aunque en mi exposición esta llamada aparezca como segundo
implícito, debe advertirse que en el orden real es lo primero: la iniciativa que abre
realmente el orden personal pertenece al futuro infinito y absolutamente
trascendente.

Los dos implícitos señalados del autotrascendimiento se sitúan en el orden del


ser: la llamada elevadora del destino y la libertad como acto capaz de crecimiento
irrestricto. Sin embargo como la iniciativa del destino, o sea, lo primero en el orden
del ser, se toma en la forma de una llamada hecha desde el futuro, su primacía no
anula, sino que exige la posibilidad de una iniciativa subordinada, pero original, de
respuesta57[17]. Esta iniciativa subordinada y propia de respuesta es una libertad de
54[14]
Que la trascendencia, como he dicho en la nota 9, sea para Dios una denominación
extrínseca (o atributo ad extra), no significa que sea una denominación falsa, de ahí que
ahora, visto desde el hombre, me atreva a llamarlo el trascendente absoluto.

55[15]
De Vera Religione 39,72.

56[16]
Pensées, Oeuvres Complètes, Gallimard, Paris, 1969, 1207.

57[17]
La primacía y la trascendencia de Dios siendo incomprensibles en sí mismas, pueden no
obstante ser entendidas correctamente, aunque no siempre hayan sido bien entendidas. Por
ejemplo, Dios ha sido entendido generalmente como causa primera, lo que a mi juicio es una
atribución en falso, pues convierte a las criaturas en meros medios del poder de Dios: baste
con reparar en el ocasionalismo de Malebranche y en el panteísmo de Espinosa, que son
ejercicio, que no está en el orden del ser, sino en el del obrar. En la persona humana
el ser y el obrar no se identifican y eso implica que su ser es acto potencial y su
obrar es gradual. El obrar libre actualiza la potencia de crecimiento dotacional, y la
potencia infinita de crecimiento hace que el obrar libre sea sólo gradual. Pero, al
desarrollar activamente la capacidad de crecimiento dotacional, el obrar libre, por su
dependencia directa del destino, perfecciona, aunque sea sólo gradualmente, su
propio ser: el obrar supera activamente al ser 58[18]. Y eso es lo que he denominado
autotrascendencia activa.

Reuniendo ahora los implícitos de la autotrascendencia, la persona humana puede


ser descrita positivamente mediante dos características inseparables, aunque
distinguibles, como las dos caras de una misma moneda: libertad y destinación.
Respecto a los límites de su obrar, la persona humana es gradualmente libre;
respecto a lo infinito, está destinada. Por un lado, la libertad de la persona, tanto en
su ser como en su obrar, brota de la infinitud de su destino: ella no es infinita en
acto, pero está llamada por lo infinito en acto, y eso le abre la posibilidad de superar
gradual, pero infinitamente sus propios límites. Por otro lado, la destinación de la
persona humana no es fatal, sino libre, porque su sentido concreto viene marcado
por la activa superación, o no, de sus propias limitaciones. La persona humana es,
pues, libertad destinal y destinación libre: la libertad destinales libertad respecto de
nosotros mismos, la destinación libre es libertad respecto del destino. Pero en
ninguno de los casos se trata de una libertad de elección, como la que se ejerce
sobre los medios de nuestras acciones, pues no nos cabe no estar destinados al
infinito ni desligarnos de nuestro ser. Es, más bien, una libertad trascendental, por la
que somos responsables del sentido congruente o incongruente de nuestra
destinación e indirectamente del ser futuro que recibiremos; podemos superar
nuestras limitaciones o aferrarnos a ellas, pero el ejercicio de esta libertad nos
vincula internamente, de manera que, según sea ese ejercicio, seremos congruente
o incongruentemente abiertos a lo infinito, sin que podamos nunca dejar de estar
eternamente referidos a él.

Aunque distinto de su ser, el obrar personal en cuanto vinculado con el destino es


trascendental. Por esta vía venimos a dar con una nueva característica de la persona
humana, a saber: la alteridad. La persona humana es «otra» que su destino, o, lo
que es igual, está destinada a ser «otra» que ella. Dicha característica es altamente
compleja y requiere una especial atención para captarla y describirla.

consecuencias de esa mala atribución. Las indicaciones más adecuadas del modo de la
primacía y trascendencia divinas son el "en él vivimos, nos movemos y existimos" de S.Pablo
(Hechos 17, 28), el "intimior intimo meo, superior summo meo" de S.Agustín (Confesiones III,
6,11) y la sugerencia de R. Tagore de que Dios abre las flores por dentro (La cosecha, 18,
Obra Escojida, trad. Z.Camprubí, Bilbao, 1964, 237-238), si se ilumina desde las dos
indicaciones anteriores. Dios es la realidad que hace real a toda otra realidad sin convertirla en
medio o causa segunda, sin quitarle su novedad y propiedad, sino antes bien dándole el vivir,
el moverse y el ser por sí mismas.

58[18]
Sin embargo, el hombre no se da nunca a sí mismo el ser. Tanto el ser inicial o dotacional
como el definitivo o sancional le son dados al hombre. En ambos casos su ser es libertad o
acto creciente, pero el acto creciente inicial es sólo proyecto que nuestro obrar acrece o
decrece, mientras que el acto creciente sancionado es consolidado y guiado por el obrar
divino. Como proyecto que depende de nuesto obrar, el punto de referencia de nuestra
libertad es, en primer lugar, el destino como Verdad, y, derivadamente, el perfeccionamiento
del mundo y de los otros, que por donación (y perfeccionamiento) de nosotros mismos seamos
capaces de aportar, o sea, el destino como amor.
La persona es alteridad trascendental. No es simplemente algo distinto dentro de
un género, es decir, una especie o un individuo, ni tampoco es un predicable, o sea,
algo lógicamente distribuíble entre muchos, aunque de distintas maneras para cada
uno. En ese sentido decía yo, al principio, que la persona no era definible. Cuando
ahora digo que la persona es alteridad trascendental, no pretendo definir o englobar
a la persona dentro de otros términos más amplios, sino hacer uso del lenguaje de
manera que indique al intelecto de quien me lee lo que está por encima del lenguaje.
En efecto, mi enunciado parece hablar en términos generales: «la persona es», digo,
y esto es concesión necesaria al lenguaje, del que he de servirme para comunicar mi
pensamiento. La expresión parece suponer o bien que existe una sola persona, o
bien que, si existen muchas, tienen una esencia en común. Pero lo que añado a
continuación es justamente lo contrario: «alteridad trascendental», o sea, que es
radicalmente otra o diferente, que cada persona es un irreductible. La dificultad de lo
que pretendo sugerir estriba básicamente en que el término «persona» es un
nombre común, mientras que lo que con él se señala sólo puede ser recogido en
verdad con un nombre propio inconfundible, que el lenguaje humano no está en
condiciones de dar.

Lo que intento decir cuando afirmo que la persona es alteridad, y alteridad


trascendental, es que cada persona es radicalmente «otra», o sea, diferencia
inconfundible59[19]. No es simplemente «otra más» entre muchas, sino prístinamente
otra. Esta diferencia inconfundible, siempre nueva y a estrenar, es abierta desde la
irrepetibilidad de su destino. Cada persona es llamada en propio por lo infinito, y en
lo infinito no cabe la repetición. Como la llamada del destino hace ser a la persona,
establece entre ambos una comunicación directa e irrepetible. Esta relación directa
con su destino garantiza a cada persona un ámbito exclusivo, pero no
necesariamente excluyente, a saber: la intimidad. Dicho ámbito es inaccesible desde
fuera, pero no es necesariamente cerrazón; en la medida en que es relación con lo
infinito o, mejor, con el ámbito de la amplitud irrestricta, puede ser abierto desde
dentro, a iniciativa personal. De acuerdo con ello, la persona es intimidad o
diferencia radical o alteridad trascendental.

Los medievales apuntaban a dicha alteridad o carácter irreductible cuando


mencionaban como característica de la persona la incomunicabilidad, pero lo hacían
de modo defectuoso por no elevarla al plano trascendental, sumiéndola en meras
consideraciones lógicas. Ante todo, en vez de considerarla por encima de los
géneros, incluían a la persona bajo el género substancia, de lo que se derivaba una
59[19]
Aunque la terminología aquí usada sugiera conexiones con el pensamiento de Lévinas, la
verdad es que se trata de puras coincidencias verbales. Para Lévinas el Otro por antonomasia
es Dios, mientras que en mi propuesta sólo las personas creadas son "otras": otras que Dios y
otras que las demás criaturas. Dios es la identidad de la que se diferencian las criaturas, pero
él mismo no se diferencia de nada. Por lo mismo, en mi propuesta no es lo otro lo que abre la
clausura del Yo, sino la persona la que se hace otra y así abre un lugar en sí para lo otro: el
conocimiento es donación de la condición de acto a lo conocido, otorgamiento de la misma
altura y rango (igualdad) del conocer a lo conocido. La alteridad es activa tanto al conocer
como al amar. Además, el otro en Lévinas está presente como precepto y como
responsabilidad previas a la libertad, por lo que la coexistencia no es donal ni recíproca: la
alteridad es enigmática, predeterminante y negadora del Yo. Por oponerse frontalmente a la
metafísica subjetivadora de la modernidad, Lévinas cae en un eticismo del deber que elimina
la novedad creativa de la persona. Es cierto que la persona ha de ser tratada al margen de la
metafísica y también que la ética es muy importante, pero no por ello ha de ser desposeída de
iniciativa y actividad capaces de dar, y, dándose, mejorar a los otros y a sí misma.
noción de persona como cosa u objeto de especial naturaleza, a saber, de naturaleza
racional. Por otra parte, la incomunicabilidad era entendida según la unidad 60[20] y
calificaba directamente a la substancia, de manera que venía a reforzar el carácter
ya de por sí aislado de la misma, dando como resultado la unicidad de la persona,
que quedaba incomunicada o separada en un mundo aparte, de cuya reclusión sólo
podía salir impropiamente o per accidens.

La alteridad trascendental no sucumbe a sí misma, como la mera alteridad lógica


u objetiva. Lo objetivamente «otro» se reduce a una juxtaposición de «mismidades»:
«otro» es algo uno consigo mismo, pero separado de otro algo también uno consigo
mismo. La alteridad lógica no es más que distribución de mismidades; en tal sentido
sucumbe, pues, a la mismidad. En la alteridad objetiva o lógica, lo «otro» está
cerrado y separado de cualquier otro «otro», hasta el punto de que el tránsito hacia
lo «otro» lleva consigo alienación o pérdida de lo propio. En cambio, la llamada que
otorga a la persona su irrepetibilidad la destina a la vez al ámbito de la amplitud
irrestricta, invitándola a autotrascenderse, pero sin pérdida de su intimidad. En la
alteridad trascendental el núcleo irreductible y prístino se hace otro y se entrega a lo
otro, sin perder su irreductibilidad y ganando en amplitud irrestricta. Por eso digo
que no sucumbe a la mismidad o, en este caso, a sí misma. Si sucumbiera a la
mismidad, no sería trascendental, quedaría incomunicada, aislada, encerrada en sí
como diferencia, o sea, incurriría en solipsismo insuperable.

Pero la alteridad trascendental es una alteridad activa o un acto alterizante. La


llamada hace inconfundible a cada persona, ante todo porque la hace «otra» que su
destino: si no la hiciera, como digo, «otra» que su destino, no podría estar llamada
por él. Pero, a la vez, la llamada es invitación a hacer de la amplitud irrestricta la
vida de la persona, o sea, a que la persona humana se haga «otra» respecto de sí.
Hacerse otra respecto de sí no es alienarse, sino abrirse a lo «otro» y poder unirse
con lo «otro» ampliando irrestrictamente su ser, en vez de perderlo. La persona se
abre a lo «otro» como acto de entender, cuando se hace noticia suya en acto,
otorgando a lo «otro» un lugar en el propio acto (de entender) y acogiéndolo como
«otro» cabe sí. Y se une con lo «otro», cuando otorga a lo «otro» la iniciativa de un
acto en común. En el primer caso, de un acto se hacen dos (el del inteligente y el de
lo entendido), sin perder la unidad; en el segundo, de dos actos se hace uno (el acto
de amar), sin perder la dualidad 61[21]. Ni el inteligente en acto deja de ser por tener
un inteligido en acto, ni el amante en acto por donarse al amado en acto, antes bien
en ambos casos se incrementa o amplía irrestrictamente su acto. En este sentido,
60[20]
Cfr. Tomás de Aquino, In I Sent., dist.25, q.1, a.1 c y ad 6. En nuestros días, Zubiri ha
trasladado la incomunicabilidad, que Tomás de Aquino reservaba para la persona, a todo lo
real (Sobre la Esencia, Madrid, 1963, 484-486). Incluso si se entiende la incomunicabilidad
como irrepetibilidad -que no son lo mismo-, es preciso tener en cuenta que la irrepetibilidad
de todo lo real captable en impresión inteligente-sentiente sería la irrepetibilidad de lo fugaz, o
en movimiento (contingencia), en que decae el despliegue del fundamento, mientras que la de
la persona es la irrepetibilidad de lo perenne o eternamente llamado por el destino.
61[21]
La hermosa descripción del amor hecha por Pieper como afirmación del ser del amado
(Las Virtudes Fundamentales, ed. Rialp, Madrid, 1990, 435 ss.) se queda un poco corta
respecto de lo que debe entenderse por amor. En efecto, la afirmación complacida del ser del
amado es, sin duda, el inicio del amor o el amor precedente, lo mismo que la admiración es el
comienzo del saber, pero es unilateral: es más un acto del entendimiento amante, que de la
voluntad inteligente. En cambio, el amor consumado estriba sobre todo en la creación en
común de un acto común, previamente inexistente, y unitivo. Hay incremento de realidad en
el amor consumado tanto para el amante como para el amado, no así en el entender amante,
que es sólo incremento del cognoscente, no del ser de lo conocido.
trascenderse a sí mismo es entregarse a la ampliación irrestricta de lo propio, o lo
que es igual, abrirse al destino. Por decirlo con términos menos apropiados pero más
sugerentes, la alteridad trascendental que es la persona está llamada a vivir una vida
infinita, sin que sea vaciada o anulada su diferencia radical.

De todo lo dicho se sigue que la alteridad trascendental no excluye de sí, como


ocurre con la meramente lógica, a otras alteridades, sino que subsiste y existe-con
ellas. Subsistir es, por una parte, no sucumbir a la mismidad, sino ser siempre más
y, así, no disolver la alteridad ni ser disuelto por la alteridad, coexistiendo con ella.
Por otra parte, subsistir es mantenerse activamente ante la llamada del destino: un
futuro inagotable garantiza la perennidad de la respuesta personal. Subsistencia no
significa, pues, substancialidad, sino, en el caso de la persona humana, actividad sin
término relativa al destino. Mas la persona no sólo subsiste, sino que, como ya
adelanté, está llamada a abrirse y donarse a otras alteridades: ante todo al destino o
ámbito de la máxima amplitud, y por ello mismo, sin restricción, a toda otra
alteridad. Como alteridad activa, la persona es, además de subsistencia,
coexistencia: la relación a «otro» le es intrínseca. Una persona sola "sería una
tragedia ontológica. Y una tragedia ontológica es imposible: lo último, lo más
importante no puede ser lo trágico" 62[22]. Compromiso y donación son las actividades
características de la persona, que no se diluye o pierde al futurizarse o al entregarse,
antes bien subsiste y coexiste, y así es persona63[23].

En resumen, la persona es libertad destinal o destinación libre, intimidad o


alteridad irreductible, y alteridad activa o subsistencia y coexistencia, o, en una sola
expresión: diferencia trascendental, es decir, capaz de toda diferencia. Por donde
viene a apreciarse su separación radical de la existencia mundana, o ser metafísico,
que es persistencia y causalidad, es decir, ser como fundamento, no como
destinación libre.

Conviene destacar para los efectos perseguidos en este trabajo que, mientras
que los diferentes objetivo-lógicos se excluyen unos a otros, poniéndose fuera los
unos de los otros, las diferencias no anulan a la diferencia trascendental, antes bien
la diferencia trascendental, al ser activa o subsistente y coexistente, puede hacer
suyas toda clase de diferencias. Naturalmente, el modo de hacer suyas las
diferencias es muy diverso según de qué diferencias se trate. Respecto del destino,
que es una alteridad superior y originaria, la persona humana hace suya esa
diferencia en el modo de quedar sancionada por él, según hayan sido sus propios
actos, dado que dicha sanción no la disuelve, sino que la perpetúa para toda la
eternidad. Respecto de otras personas humanas, cada persona hace suyas las
diferencias, abriendo y estableciendo una comunidad progrediente (o retrogrediente)

62[22]
Leonardo Polo, Presente y futuro del hombre, Madrid, 1993, 177.

63[23]
Hegel supo ver algo del carácter relacional de la persona, al subrayar la necesidad de
reconocimiento para su existencia (cfr. Phänomenologie des Geistes, HW 3, 465;
Enzyklopädie der philosophischen Wissenschaften, HW 10, 221, 307). Sin embargo, su
propuesta se mueve en el plano objetivo y predicamental (cfr. Grundlinien der Philosophie
des Rechts §§ 35, 40, HW 7, 93,98), pues el reconocimiento se ha de realizar en términos de
conciencia. La coexistencia, en cambio, que se propone aquí no rechaza la conciencia, pero la
supera, en cuanto que el reconocimiento puede no existir, aun existiendo la persona (caso de
los abortos de escasas horas o días), mientras que la persona tal como la propongo es ser-
con, aunque no se la pudiera reconocer. El reconocimiento es extrínseco y a posteriori,
mientras que el ser-con es intrínseco y a priori (dado que lo otorga Dios).
hacia el infinito o destino, en la que tampoco queda anulada la propia diferencia. Por
último, respecto del mundo, la persona puede coexistir con él, haciendo
unilateralmente suyas las diferencias de éste, sin que, al contrario de lo que ocurre
en el caso de la coexistencia personal, haya reciprocidad por parte del mundo.
Coexistir es existir como diferente con lo diferente.

3. La recién descrita índole de la persona como alteridad o diferencia


trascendentales hace posible entender la unidad de un ser tan complejo como es el
hombre.

Si el hombre no fuera una persona, es decir, si no admitiera en su propio ser la


diferencia hasta el punto de no ser eliminado por ella, si su ser no fuera subsistir y
coexistir, él mismo no sería viable. Porque en la descripción del hombre aparecen
dos características muy diferentes: la animalidad y la racionalidad. La diferencia
entre cuerpo y alma puede haber sido malentendida en muchas ocasiones -porque
diferencia no significa contradicción u oposición-, pero no exagerada. La tensión
diferencial entre el mundo de la necesidad, representado por las causalidades físicas,
y la libertad sería inconciliable, si el ser personal del hombre no fuera capaz de toda
diferencia, incluso de una diferencia mayor que ésa, a saber: la diferencia con Dios.
Dios, de quien difiere sumamente toda criatura, es, con todo, el destino del hombre,
pero sólo puede ser destino del hombre, si el hombre es capaz de él, es decir, capaz
de aquél de quien difiere máximamente toda criatura y, por consiguiente, el hombre
mismo.

Por ser persona, el hombre no es meramente existente, sino coexistente, y


gracias a ello admite en sí una alta complejidad. No digo que el hombre coexista
consigo mismo ni con su cuerpo -lo que constituiría un sin sentido-, sino que, si su
ser no fuera capaz de toda diferencia o, lo que es igual, de coexistir con Dios, no
sería capaz de ser unitariamente hombre, porque las diferencias cuerpo-espíritu,
mortalidad-inmortalidad, temporalidad-atemporalidad, particularidad-universalidad,
sensibilidad-inteligencia, pasiones-razón, necesidad-libertad, etc., harían imposible
todo proyecto humano que no fuera la ruptura de esa unión de diferentes, a veces
aparentemente incompatibles, que o bien encarcelaría al alma en el cuerpo, o bien
tiranizaría al cuerpo con el alma. Pero si el hombre es persona, o diferencia
trascendental, puede incluir en sí esas diferencias sin quedar anulado por ellas, antes
bien haciéndolas suyas, es decir, haciéndolas expresiones de la diferencia irreductible
que él es. La persona, con todo, no es un tercero entre el cuerpo y el alma, sino
aquella referencia de ambos al destino, que la hace capaz de toda diferencia.

El hombre no es un ser quieto, estabilizado, asentado, no es una substancia 64[24],


según suele entenderse esta noción, sino un ser inquieto, en devenir, por hacer, un
acto creciente o, en otras palabras, un ser en proyecto, que se alcanza en su
destino. Ser en proyecto no significa aquí "no ser"(Sartre), ni tampoco "preserse ya"
o ser ya "lo que aún no es" (Heidegger), sino estar llamado a ser más de lo que se
es, y, por tanto, no ser todavía lo que se será. Ser en proyecto implica, de entrada,
que el hombre no es idéntico consigo mismo ni está llamado a serlo. Sólo Dios es
64[24]
Discrepo, pues, de la concepción de la persona humana de R. Guardini (Cfr. Mundo y
Persona, trad. F.González Vicen, Madrid, 1963), quien después de alinearse junto a S.Agustín
(183), sostiene de modo no muy consecuente que la persona consiste en el acuerdo consigo
mismo, en el reposo en sí mismo, en la autoposesión (186-187). También Zubiri, cuyo
substantivismo es incompatible con mi propuesta, define a la persona como autoposesión
trascendental (Sobre la Esencia,503-504).
idéntico. Pero hay al menos dos maneras de ser sin ser idéntico, es decir, sin que el
ser y el hacer se identifiquen: una consiste en ser más de lo que se hace, y otra en
ser menos de lo que se hace. La primera, cuya fecundidad activa es decreciente
respecto del ser, corresponde al ser del mundo; la segunda, cuya fecundidad activa
es creciente respecto del ser propio, corresponde por lo menos al ser humano 65[25].
Dicho en términos aristotélicos, aunque no sea ésta una doctrina de Aristóteles, el
acto de ser del mundo es superior a su potencia, en cambio el acto de ser del
hombre es inferior a su potencia, puesto que es capax Dei66[26].

Desde las precedentes consideraciones cabe aclarar algo la complejidad del


proyecto humano. Ante todo, el hombre es inidéntico, o sea, diferencia en el orden
del ser, dualidad de ser y esencia. No se trata de dialéctica u oposición alguna, sino
de real diferencia interna. No hay en esto ningún drama ni ruptura interior, como
todavía ocurría en Kierkegaard. Lo que acontece es que la unidad del hombre no es
simple ni inmediata: la unidad la consigue sólo en su destino, o en referencia a él
mediante la destinación. Por ser dualidad interna admite el hombre la composición
de diferentes; por ser acto creciente, la unidad de los componentes reviste la forma
de una integración destinal de tales diferencias.

Más en concreto, y a diferencia del ser del mundo, que es un solo acto
trascendental, en el hombre se han de dar dos actos trascendentales, el del alma y
el del cuerpo. El hombre es alma y cuerpo, y está llamado a serlos en congruencia y
unidad destinal. El cuerpo, siendo en sí mismo un puro trozo del cosmos (un efecto
tricausal), ha de ser elevado en el hombre a la categoría de acto trascendental. Pero
esa elevación es problemática, pues ahora lo es sólo como proyecto, o sea, en la
forma y medida en que el cuerpo sea asumido por la persona en su proceso de libre
destinación. Si el alma humana no fuera persona, es decir, si no estuviera destinada
a lo infinito, no podría elevar al cuerpo a la categoría de acto trascendental; pero, si
el alma humana no estuviera unida al cuerpo, la destinación del hombre no estaría
vinculada a un proceso temporal. El proyecto personal humano es un proceso de
crecimiento que asocia a la temporalidad y cuya meta trasciende tanto al alma como
al cuerpo, permitiendo una integración, por elevación activa, de ambos diferentes en
relación al destino67[27].
65[25]
Lo más alto y relevante en la criatura primera, o criatura "mundo", es el comienzo: su ser
es comienzo que ni cesa ni es seguido, comienzo in aeternum o persistencia. Lo más alto y
relevante en las criaturas segundas o elevadas (criaturas espirituales) es el destino o futuro:
su futuro no se desfuturiza, es futuro in aeternum o subsistencia. La diferencia entre ser
comienzo y estar futurizado se muestra también en sus desarrollos: lo primero permite un
desarrollo autárquico, pero decadente (respecto del comienzo), lo segundo permite crecer
irrestrictamente; lo primero viene directamente de Dios, lo segundo va también directamente
a Dios; la relación de lo primero con Dios es de exclusiva dependencia, la relación de lo
segundo con Dios es, además, de destinación libre.

66[26]
Nótese que en el hombre la potencia es superior al acto porque es potencia de un acto
superior e infinito (Dios) distinto de su ser que lo llama destinalmente, mientras que en el
mundo la potencia es inferior al acto porque es potencia respecto de su propio ser.
67[27]
La unidad dotacional de alma y cuerpo faculta a la primera para ocuparse de tareas
corporales, y al segundo para expresar sensiblemente los actos espirituales. Pero la
integración exigida por la destinación personal reclama una espiritualización del cuerpo y una
corporalización del espíritu hechas de tal manera que cada uno respete la naturaleza del otro.
Así, siendo los actos del espíritu (entender y amar) actos inmanentes de suyo y trascendentes
respecto del cuerpo, pueden y deben tener, no obstante, una manifestación operativa en el
cuerpo que sea adecuada a la naturaleza del espíritu. Y viceversa, las tareas corporales han
de ser espiritualizadas de tal manera que no quede menguada ninguna de sus característica
La elevación operada por la llamada destinal sobre el cuerpo humano cambia, por
un lado, su relación de dependencia con el mundo por una relación perfectiva del
mundo. Sin dejar de ser un trozo del cosmos, el cuerpo humano no se reduce a ser
sólo eso, sino que se convierte en una potencia de mejora del mundo, al poder
asociarlo al destino personal, que el mundo no tiene.

Pero, por otro lado, dicha elevación cambia también la disposición interna del
propio cuerpo. El cuerpo humano como todo organismo viviente tiene una dimensión
específica y otra individual, ambas indispensables para la vida orgánica. Sólo que en
el hombre el orden biológico, según el cual el individuo está sometido al servicio de
la especie, se invierte, y es la especie la que se pone al servicio de la persona. Al
asumir la persona al cuerpo, hace suyas las diferencias individuales y pone las
posibilidades de la especie a su servicio. La individualidad orgánica, tanto en sus
facetas positivas (posibilidades diferenciadoras, entre ellas el sexo propio) como en
las negativas (defectos o disfunciones), es convertida en ocasión para la expresión
de la diferencia personal irreductible según el ejercicio de cada libertad en orden al
destino (aceptación, aprovechamiento, mejora, o sus contrarios). En cuanto al
aprovechamiento de la especie por la persona, conviene advertir que dicho
aprovechamiento no suprime ni agota la especie, sino que también la eleva.

Siendo, como he dicho, capaz de Dios o de lo infinito, una sola persona que se
encarnara podría agotar todas las posibilidades de la especie, si en su propio cuerpo
no fuera elevada por ella la especie a la categoría de potencia de individuos
personales. La especie es convertida así en la posibilidad de una comunidad o
coexistencia entre personas humanas. Al ser elevada, la especie se transforma en
una fuente de «tipos» humanos diferentes, que son personalmente asumibles y
modulables y que han de ser compatibilizados entre sí en una libre convivencia
interpersonal, de manera que todos puedan obtener aquel desarrollo o crecimiento,
en el plano de la habitación mundana, que los haga dignos de alcanzar
congruentemente su destino. A diferencia de lo que en el reino animal son las
variedades, en el hombre los «tipos» son posibilidades de la especie en tanto que
elevada por la persona, por lo que en ellos lo biológico y lo histórico se
interpenetran. Hay una tipología humana de pueblos y culturas, y dentro de ellos
roles humanos diferentes dan lugar a tipos de hombres diferentes; e incluso en el
ejercicio de esos roles la humanidad (biotipo, carácter, inteligencia y voluntad) de
cada persona puede y suele crear distintos tipos humanos, que generan líderes,
modas, o verdaderos prototipos.

De todo lo cual resulta que la persona humana es una persona encarnada cuya
integración de diferencias está referida de manera distinta a tres coexistencias: la
coexistencia con Dios, la coexistencia con el mundo, la coexistencia con los otros
seres humanos, es decir, de la misma especie68[28].

propias y efectivas. Esa mutua adecuación y respeto garantiza que no por integrarse en
unidad haya de confundirse la manifestación sensible con el acto del espíritu: los actos del
espíritu, repito, son inmanentes y trascendentes, sus manifestaciones, en cambio, aunque
sean signos de tal inmanencia y trascendencia, son, en cuanto que sensibles, transitivas y
predicamentales.

68[28]
En Ich und Du M. Buber ha descrito también diferencias entre los referentes de la
persona: entre el Ello (mundo objetivo) y el Tú, y entre el Tú humano y el eterno. Existen
ciertamente algunas afinidades entre la doctrina de Buber y lo aquí expuesto. Sin embargo, en
mi propuesta el encuentro no es lo primordial, sino la llamada; paralelamente la presencia y la
Queda en el aire, sin embargo, una cuestión importante: si la persona es
diferencia irreductible, ¿qué sentido tiene que haga suyas diferencias inferiores?
¿qué le pueden aportar éstas, o qué falta le hacen? La solución no es simple, aunque
los criterios de la misma han sido ya avanzados. Que la persona sea irreductible no
impide, antes bien requiere la llamada a ser más de lo que es, a moverse en el
ámbito de la máxima amplitud. La respuesta a esa llamada es libre, pero no
prescindible ni arbitraria, sino que es tan vinculante y real como la llamada misma.
Pues bien, lo que hacemos de nosotros mismos, con el mundo y con los demás
constituye justamente nuestra personal destinación. Nosotros no podemos arrebatar
por nosotros mismos nuestro destino, pues nos trasciende: tan sólo podemos
merecer su sanción, según sea nuestra libre destinación a él, es decir, según
ejerzamos la libertad (que somos) respecto de lo que no es nuestro destino (mundo,
otros, corporalidad, facultades espirituales), pero está a nuestro alcance. El trato que
damos a nuestros semejantes e inferiores será la medida del trato que recibiremos
por el destino, y por tanto de lo que seremos. Las diferencias inferiores sirven, pues,
como medios de destinación a la diferencia trascendental que somos: al hacerlas
nuestras, podemos o bien erigirnos en su medida, haciendo de nuestros límites sus
límites, o bien autotrascendernos y, así, incluirlas congruentemente en el ámbito de
la máxima amplitud.

Con esta aclaración se puede vislumbrar la gran complejidad, antes aludida, del
proyecto destinal humano. Su relación con el destino, y, por tanto, consigo (con su
ser futuro), está condicionada (meritoriamente) por el modo de relación que tenga
con sus semejantes y con el mundo, relación ésta que, a su vez, viene mediada por
el desarrollo e integración de las facultades corporales y espirituales. Pero el
desarrollo e integración de las facultades espirituales y corporales han de
conseguirse en su ejercicio respecto de los demás y del mundo. Y, asimismo, el
modo de relación libre que guarde con su fin o destino orienta el modo de relación
que ejerce con todo lo demás y consigo mismo. Tal complejidad no es sinónimo de
confusión, pues en todas estas relaciones impera el orden.

El orden es introducido por la llamada del destino: el hombre es llamado a


hacerse otro, a vivir una vida infinita, que él no puede conseguir, pero sí merecer. El
merecimiento no es sino la respuesta congruente a esa llamada, que debe de ser
ejercida a la vez como un crecimiento integrador respecto de sí y como una
coexistencia perfectiva respecto del mundo y respecto de los demás. La intrínseca
relación de nuestro cuerpo con el mundo y con la especie humana es lo que vincula
nuestro crecimiento perfectivo a la coexistencia mundanal y humana.

centralidad no es lo más importante en la jerarquía del ser, sino el futuro y su excentricidad,


que lleva no al Yo humano, sino al autotrascendimiento. Por otra parte, calificar a Dios de Tú
eterno -cosa que ya había hecho Renouvier en el siglo pasado y que han hecho también en el
presente G.Marcel y Lévinas- es, en cierto modo, centralizar al Yo humano. De hecho, en
Buber la relación Yo-Tú parece tener su iniciativa en el Yo humano: primero se pronuncia el
Tú y luego se le oye. En cambio, el orden que yo sugiero es distinto: primero somos llamados,
luego buscamos a Dios, después Dios nos sale al encuentro y finalmente, le escuchamos o no.
La iniciativa es de Dios, y esa iniciativa nos crea como Yoes. Por otro lado, la relación Yo-Tú
sienta una reciprocidad, según Buber, que parece ser natural y en cierto modo paritaria, pues
propone una consubstancialidad Dios-hombre. Contra lo que parece sostener Buber, la
relación personal humana es una relación de dependencia respecto del destino: aceptar o no
la iniciativa del destino y merecer así su sanción es la única relación libre del hombre para con
él.
En resumen, la tesis central de esta parte del trabajo es que si el hombre no
fuera capaz de Dios, es decir, de subsistir ante lo infinito sin ser aniquilado, de
coexistir con Dios, no sería capaz de ser espíritu y cuerpo69[29]. Pero si es capaz de la
diferencia máxima, si es diferencia trascendental, entonces puede hacer suyas
cualesquiera diferencias, y haciendo suyas esas diferencias destinarse a lo infinito.

Como era el propósito de este apartado, hasta aquí no he hecho otra cosa que
proponer una noción descriptiva de la realidad de la persona humana, que es a mi
juicio lo primero que ha de hacerse. Para terminar, empero, he de advertir que una
cosa es la realidad de la persona y otra el problema de su reconocimiento objetivo.
Con anterioridad he indicado que hay quienes confunden la persona con sus
manifestaciones sensibles, de tal manera que cuando no se dan éstas se estima
como inexistente aquélla. Estos confunden el problema del reconocimiento objetivo
con la realidad de la persona. Si cuando no hay manifestación sensible de la
trascendencia personal no hubiera persona, entonces la persona sería sólo una
propiedad transitoria de ciertos organismos vivos: durante el sueño o bajo la acción
de la anestesia, por ejemplo, no seríamos personas; no digamos ya en el caso de los
dementes, de los no nacidos, etc. Como creo habrá quedado claro a lo largo de mi
exposición, la persona es una realidad trascendental, un acto creciente suscitado por
la llamada del destino. Ahora bien, ni la llamada del destino ni la realidad
trascendental de la persona (libertad, intimidad, subsistencia y coexistencia) son en
sí mismas sensibles u observables. Por eso la persona humana no se reduce a sus
manifestaciones físicas, como pretenden ciertas corrientes de raigambre empirista u
objetivista. Pero entonces ¿cómo reconocer la existencia de una persona, si la
persona como tal es inobservable? Insisto: éste es un problema claramente distinto
del ser de la persona. La solución a tal problema viene dada, en mi propuesta, por la
noción adecuada de persona humana: la iniciativa de la que surge la persona
corresponde a la llamada del destino, y siendo la persona humana espíritu-corporal,
es la llamada del destino lo que hace emerger a la persona humana entera en su
peculiar corporalidad y espiritualidad 70[30]. Por lo tanto, el signo externo necesario y
suficiente para reconocer a una persona es la existencia de un organismo humano,
pues -aunque sus operaciones a veces no manifiesten la trascendentalidad de
aquélla- si existe un organismo humano, es que ha habido una llamada del destino.
Pero esto no justifica que se reduzca el ser humano a la condición de mero
organismo biológico, ni que se distinga entre persona y ser humano 71[31]: que cuerpo

69[29]
Aunque el hombre sigue siendo siempre capax Dei, incluso después del pecado, sin
embargo la no activación congruente de esa capacidad por desobediencia al precepto divino lo
hizo inviable como hombre, y eso es la muerte, para cuya superación ha resultado
conveniente una nueva iniciativa divina.

70[30]
La llamada del destino no crea el cuerpo, pero sí lo hace humano. La humanización del
cuerpo, de la que ofreceré más adelante una muestra detallada por lo que se refiere al sexo,
consiste en hacerlo apto para el destino personal. Por eso, un cuerpo humano es un cuerpo
llamado. Naturalmente, Dios hace humano a cada cuerpo cuando crea su alma -lo que es
simultáneo con la concepción-, pero eso no implica que en este caso la acción de Dios sea
directa e inmediata, como en la creación del alma. Dios llama al cuerpo destinalmente
asociándolo a su llamada. El cuerpo queda implicado. La llamada dirigida en directo a los
cuerpos de Adán y Eva es trasmitida mediante su unión carnal a los cuerpos de los hijos. Por
tanto, los hombres en cuanto que corpóreos somos colaboradores de la llamada destinal de
Dios, para la generación de otros hombres. Dios llama a otros hombres en directo al crear su
alma e indirectamente por la llamada que dirigió a los cuerpos de Adán y Eva, la cual se
comunica por via de generación.
71[31]
Aunque estoy de acuerdo con la solución propuesta por J.V. Arregui en su trabajo ya
y alma sean distintos no impide que sean unificados destinalmente como una
persona o ser humano.

II. Algunas obviedades sobre el sexo.

Es una obviedad, sin duda, afirmar que el sexo es intrínsecamente orgánico o


corporal, pero es propio de la filosofía meditar sobre obviedades para llevar la
atención a lo que no es tan obvio, por ser más profundo. Prestaré atención, por eso,
en lo que sigue a la cualificación biológica del sexo.

Es obvio también que el sexo tiene relación inmediata y directa con la función
reproductiva de los seres orgánicos, cuya finalidad es la multiplicación de la vida, si
bien no es la única manera de reproducción posible, antes por el contrario hay
diversos tipos de reproducción asexuada. Por ello mismo ha de destacarse que el
sexo es un desarrollo especial y lujoso de la función reproductiva, no la simple
función reproductiva. El sexo es una ganancia o crecimiento de la vida en el orden de
la reproducción. Más en concreto, consiste en una especialización orgánica en la
reproducción externa, mediante la diferenciación, el reparto y la conjunción de roles
complementarios.

Inicialmente los seres vivos más primitivos tienen su información genética


dispersa entre el conjunto de substancias de que disponen. El primer paso en el
crecimiento de la vida según la reproducción consiste en la diferenciación y reserva
de una zona de la célula para la información genética: el núcleo (cuya dotación podrá
ser haploide o diploide), con lo que se separa orgánicamente la función informadora
interna del código genético respecto de su función reproductora. Luego se
desarrollarán los gametos, o células especializadas en la reproducción. Los gametos
suponen, como mínimo, una composición multicelular del ser vivo y una
diferenciación en el mismo entre células «vegetativas» y reproductoras. Ese reparto
introduce la primera separación orgánica entre el individuo y la especie, pues el
individuo podrá sobrevivir como individuo a la reproducción. Además, la reproducción
mediante gametos se realiza no por división celular, sino por unión de dos células
pertenecientes a organismos pluricelulares. Merced a los gametos se posibilita, pues,
el cumplimiento de una primera condición de la reproducción sexual, a saber: la
contribución genética de organismos distintos a la formación de uno nuevo, sin
desaparición de los primeros. El siguiente paso en el crecimiento de la vida por la vía
de la reproducción consiste en la diferenciación de dos tipos de reproducciones: la
interna, según fragmentos funcionales del propio código genético (que origina por
citado, La importancia de ser humano, al problema del reconocimiento de la persona, no
acepto su confusión de la cuestión del ser personal con el problema de su reconocimiento,
latente en sus planteamientos (49 y 57). Cuando sólo se admite como real y cognoscible lo
sensible, cual es el caso de cierto empirismo, el signo se confunde con la realidad, y la
persona queda reducida a determinados comportamientos, como el habla o las acciones
prácticas, o sea, en última instancia a lo corpóreo, anulándose su valor trascendental. Al
distinguir entre persona y ser humano, reservando el concepto de persona para las acciones
racionales y el de ser humano para el organismo biológico, y otorgando al organismo el papel
fundamental (ser), en tanto que se relega la persona al plano predicamental (obrar), como
hace el mencionado autor, no sólo no trata adecuadamente el ser personal, sino que acepta
subrepticiamente el planteamiento empirista y da pie al reduccionismo del hombre a la
biología. En mi propuesta, por el contrario, persona humana y ser humano coinciden sin
fisuras y sin tener que aminorar ninguna de sus dimensiones en favor de la otra, en la medida
en que el cuerpo es elevado por la persona al rango trascendental.
inhibición la formación de tejidos y órganos especializados dentro de un ser vivo
altamente complejo) y la externa, que es la mediada por los gametos o células
especializadas en la reproducción de nuevos organismos. De esta manera se refuerza
la separación entre individuo y especie, y se perfecciona el cumplimiento de la
primera condición de la reproducción sexual recién mencionada. Esto último sucede
claramente dentro del reino vegetal, y va acompañado de la diferenciación (según la
reproducción interna) de algún órgano especializado en la formación de gametos.

Pero el crecimiento de la vida en esta línea va más allá, e introduce una


diferenciación morfológica y fisiológica entre los gametos, que crea y reparte ciertas
tareas asociadas a la función reproductiva, reservando a unos la puesta en marcha
del proceso (los masculinos), y a otros la acumulación de la materia orgánica
necesaria para el primer desarrollo del futuro ser vivo (los femeninos). Esta
anisogamia o diferenciación de gametos, con la que se corresponde un desarrollo de
órganos diferenciados para la producción de los mismos, empieza a cumplir la
segunda condición requerida para la reproducción sexual, a saber: la
complementación orgánico-funcional de los gestores de la reproducción externa.
Tampoco, sin embargo, se detiene aquí el crecimiento vital según la reproducción,
sino que alcanza su plenitud cuando la tarea estrictamente generadora se realiza en
la forma de una verdadera complementación cromosómica entre los gametos
masculinos y femeninos, es decir, cuando, gracias a la meyosis gamética, las células
masculinas y femeninas reducen su dotación cromosómica de diploide a haploide,
para que el nuevo individuo (diploide) nazca necesariamente de la recombinación
cromosómica de los dos gametos (haploides) generantes. Se eleva así a su
perfección la segunda condición para la reproducción sexual antes señalada: la
íntegra complementación genética de las aportaciones de los generantes 72[32]. Este
último paso se da acabadamente en el reino animal y, a la necesaria diversificación
de órganos productores para cada tipo de gameto, suele añadir incluso una
distribución de aquéllos en individuos formalmente distintos.

Dos son los grandes implícitos del breve y simplificado bosquejo precedente,
ambos íntimamente relacionados. El primero es que la función reproductiva admite
grados crecientes: el crecimiento se introduce y rige en la reproducción. Y aunque
sólo el último grado reúna paradigmáticamente todas las condiciones de la
reproducción sexual, no parece que los grados de crecimiento reproductivo
anteriores -a partir del cumplimiento de la primera condición del sexo- deban ser
considerados como no sexuales, antes bien pueden ser considerados como formas
imperfectas del sexo. De ahí que, visto desde la amplitud del despliegue de la vida,
tampoco el sexo sea algo fijo y quieto, sino creciente y, en consonancia con ello, sea
susceptible de grados73[33].

El segundo gran implícito es que el crecimiento en la línea de la reproducción se


hace por diferenciaciones, repartos y conjunciones orgánico-funcionales, lo cual
implica un control o acción inmanente de la vida sobre sus propias funciones y
formas. En el despliegue de la vida según la función reproductiva tanto el
crecimiento como el control están entreverados: el crecimiento es diferenciador y la
diferenciación es creciente.

Este crecimiento diferenciador llega a grados de gran complejidad en los


mamíferos superiores, en los que pueden distinguirse los siguientes órdenes del

72[32]
Cfr. J. Chozas, Antropología de la Sexualidad, Madrid, 1991, 15-37.
73[33]
Cfr. I. Falgueras, Los grados de la sexualidad, en "Burgense" 33 (1992) 115-141.
sexo:

1. Sexo genético: diferenciación en la dotación genética entre cromosomas


masculinos y femeninos, a los que corresponde una peculiar configuración de las
células masculinas y femeninas, y que determina la formación del sexo gonadal.

2. Sexo gonadal: diferenciación de glándulas u órganos internos que generan


células masculinas o femeninas, respectivamente, en dependencia directa del sexo
genético, así como diferenciación de conductos de paso para esas células en
correspondencia con el sexo genético.

3. Sexo anatómico, u órganos sexuales externos diferenciados individualmente


cuya función es posibilitar la unión de las células de distinto sexo.

4. Sexo hormonal, o secreciones masculinas y femeninas producidas por las


respectivas gónadas, por las glándulas suprarrenales y por estímulos cerebrales, que
intervienen, respectivamente, en la formación de los órganos externos masculinos,
en el funcionamiento concreto del aparato genital, en la formación de los caracteres
sexuales secundarios y en la conducta diferenciada de machos y hembras.

5. A estos caracteres sexuales primarios, o inmediatamente relacionados con la


función reproductiva, se añaden, además, los caracteres sexuales secundarios, los
cuales no intervienen inmediatamente en la función reproductiva, sino que sólo la
facilitan y fomentan, o, cuando menos, expresan el rol reproductivo del individuo.
Son caracteres sexuales secundarios el tamaño, la complexión muscular, la
distribución del pelo, la forma de la pelvis, ciertos signos externos que sirven de
reclamo, etc. Debe destacarse que tales caracteres extienden a todo el organismo
individual las diferencias sexuales y, junto con la conducta correspondiente a cada
sexo, dan lugar a clases o tipos de individuos masculinos y femeninos, bien
diferenciados dentro de la misma especie.

Pero además de la diferenciación de caracteres sexuales primarios y secundarios,


el sexo es vehículo o medio de un proceso de diferenciación creciente que colabora
en la aparición de variedades dentro de la especie, impide la reproducción clónica o
genéticamente indiferenciada de individuos, y contribuye directa o indirectamente a
la formación de caracteres orgánicos absolutamente individualizados, como por
ejemplo el olor individual, el código inmunológico y las huellas dactilares. Aunque
mediados por el sexo, sin embargo estos caracteres individualizados no son
sexuales, lo que demuestra que el sexo no es en ningún caso fin del proceso que con
él se media. La potencia diferenciadora del sexo va más allá de la estricta
diferenciación sexual. De ahí que quepa distinguir entre la estricta función
reproductora y la función individualizante del sexo, aunque ambas concurran al
mismo fin.

El tercer gran implícito del sexo biológico es, por tanto, su asociación a un
proceso de individuación que crece con él y lo culmina. Esa asociación alcanza su
madurez cuando la diferenciación, el reparto y la conjunción de los roles
reproductivos externos se hacen entre individuos distintos y bien caracterizados
dentro de la misma especie. Pero el crecimiento de la vida no se detiene ahí, sino
que convierte el grado terminal del sexo en medio para una individuación
somáticamente completa. De esta manera, el sexo viene a ser el exponente de la
individuación reproductiva externa y el medio idóneo para la individuación somática
completa.
Este breve repaso de lo ya sabido, y en algunos casos obvio, nos permite
establecer que el proceso biológico de crecimiento vital en la línea de la reproducción
es un proceso gradual de diferenciaciones orgánico-funcionales, que empiezan con el
control sobre el código genético y acaban en la configuración de individuos
completamente discernidos. Los logros de tales diferenciaciones son la fijación y
conservación de la especie, la aparición de individuos formalmente distintos y el
enriquecimiento informativo de su código genético. La diferenciación orgánico-
funcional y la individualización somática están, pues, por entero al servicio de la
especie y son regulados desde ella de manera necesaria, aunque compatible con el
azar por tratarse de una necesidad final, que mueve de después a antes. Si la
diferenciación sexual apunta a la conservación y enriquecimiento de la especie, es
porque la especie actúa como causa final, es decir, como causa que determina el
punto de llegada, trazando sus caminos mediante la ordenación de los
antecedentes, cuya pluralidad de posibilidades es dirigida a buen término por la
efectividad atractora de aquélla. La especie promueve al individuo y el individuo
enriquece a la especie.

Si se me permite traducir las precedentes descripciones biológicas a categorías


filosóficas tendremos el siguiente resultado: la reproducción es una función del ser
vivo orgánico que se realiza a instancia final de la especie, por eficiencia del
individuo vivo, y según la causalidad formal. El sexo es un crecimiento y
especialización en la reproducción externa, que se produce según la causalidad
formal del ser vivo. Precisamente por eso, puede contribuir como medio para la
individuación completa de los seres vivos superiores, pues en general los seres vivos
no se individúan por razón de la causa material, como los seres inorgánicos, sino por
razón de la causa formal intrínseca a la vida. Sin embargo, en los seres orgánicos
reproductivamente primitivos la causalidad formal permanece indiscernida, hasta el
punto de que su pluralidad tiene todavía clara referencia a la causa material que
gobierna y aprovecha. El sexo, en cambio, introduce una diferenciación dentro de la
propia causalidad formal, a saber, una variedad de formas que se reparten entre sí la
causalidad formal reproductiva entera. Aparte de la distinción formal de una
información genérica y otra individual dentro del ser vivo, el sexo trae consigo la
aparición de formalidades individuales que abren el camino a la producción de
formas orgánicamente irrepetidas. El sexo es, pues, efecto y medio del crecimiento
diferencial de la vida según la causalidad formal, y consiste en una diferenciación,
reparto y conjunción de causalidades formales.

En conclusión, el sexo biológico se resuelve, ante todo, en un conjunto de


diferencias que en ningún caso alcanzan a ser diferencias ontológicas de rango
(todas son formales)74[34], sino tan sólo diferencias orgánico-funcionales,
gradualmente crecientes. Está, además, intrínsecamente vinculado a la función
reproductora, de la que es una especialización perfectiva, y, en consecuencia, está
por entero sometido a la conservación de la especie. Dentro de esta línea, el sexo
biológico potencia en la vida orgánica una via de individuación creciente que
beneficia la estabilidad y riqueza de la especie.

74[34]
Las diferencias de rango ontológico entre los sexos, como las de materia-forma
(Aristóteles), naturaleza-espíritu (Hegel), naturaleza-operación, acto primero-acto segundo
(cfr.Chozas, 123 ss.) y otras (actividad-pasividad) son exageradas. En realidad, y de acuerdo
con lo expuesto, todo se reduce a una diferenciación formal-eficiente (virilidad) y formal-
material (feminidad).
III. La personalización de la sexualidad.

Es verdad que somos cuerpo, pero no lo es que seamos sólo cuerpo, ni que todo
en el cuerpo sea sexo, aunque el cuerpo sea sexuado. Menos aún será verdad que el
sexo constituya a la persona, ni tan siquiera que la divida en dos clases, las
masculinas y las femeninas, por la sencilla razón de que la persona es indivisible e
inclasificable. La persona no es género alguno, sino diferencia radical e irreductible,
de manera que es siempre un quién, nunca un qué. Pero como lo más admite lo
menos, la persona humana admite una diferenciación somática específica e incluso
individual que ha de hacer suyas. Desde luego, el sexo divide al género, o mejor, a
la especie humana, en dos grupos de individuos con características diferenciales,
mas cuyo grado de diferencialidad es mucho menor que el personal.

Concretamente, las diferencias sexuales, que dividen a la especie en dos clases


de individuos, masculinos y femeninos, son diferencias compartidas por la mitad,
más o menos, de la especie humana, o sea, por muchísimos individuos. Incluso en el
plano orgánico hay diferenciaciones menos compartidas y, por tanto, más
diferenciadoras. Lo que se llama razas y etnias introduce diferencias que no dividen
en dos grupos a la especie, sino en muchos subgrupos. Y, como ya se vio, el código
inmunológico y las huellas dactilares son características más individualizadoras que
el sexo. Aunque mediadas todas ellas por el sexo, que es potencia altamente
individuante, como individuaciones progresivas son estas otras más diferenciadoras
que el sexo.

Las diferencias somáticas son diferencias orgánico-funcionales, es decir,


diferencias predicamentales, que admiten la apropiación selectiva de sólo algunos
diferentes, pudiendo ser modificadas y anuladas orgánico-funcionalmente; mientras
que, por el contrario, la diferencia personal es subsistente y trascendental, es el acto
de hacerse otro sin dejar de ser quien se es, y admite en sí cualquier otra diferencia
sin que pueda ser anulada su diferencia. Por eso, la diferencia personal puede hacer
suyas las diferencias corporales, de manera que las diferencias corporales sin ser
anuladas pueden ser elevadas al rango de diferencia personal.

La persona es tan radicalmente diferente que introduce en el cuerpo


modificaciones que, sin eliminar las diferencias somáticas individuales ya alcanzadas,
son capaces de expresar diferencias superiores e irreductibles. Es decir, la persona
induce en el cuerpo una ampliación irrestricta de su diferencialidad. Las manos, el
rostro y la voz, por ejemplo, son características somáticas cuyo uso personalizado en
el lenguaje (oral o escrito) diferencia irreductiblemente a cada individuo humano, en
la medida en que expresan su pensamiento y su voluntad. Del mismo modo, también
las diferencias sexuales, al ser apropiadas por la persona, sufren modificaciones que
amplían su sentido diferencial.

Denomino personalización del sexo al proceso por el que la persona hace suyas
las diferencias sexuales, ampliando su capacidad diferenciadora, convirtiéndolas en
medios para la destinación propia e integrándolas en la propia y radical diferencia
personal. Este proceso, dada la complejidad (generadora e individualizadora) de las
funciones del sexo, ha de ser entendido como una forma importante, aunque no
única, del proceso de personalización del cuerpo propio, el cual no es otra cosa que
la elevación del cuerpo humano y sus diferencias al rango del acto trascendental e
irreductible de la persona.
En la personalización del sexo se dan una ampliación de la capacidad
diferenciadora del mismo, una mediación sexual que temporaliza la destinación
personal, y una integración personal de las funciones sexuales. Por eso voy a
exponer por separado, ante todo, la ampliación de la diferencialidad sexual del
cuerpo humano, luego, la mediación sexual de la destinación personal, y, finalmente,
la integración personal de las funciones sexuales.

1. La ampliación de la diferencialidad sexual del cuerpo humano.

Puesto que la persona es libertad destinal, lo primero que induce en el sexo es


una liberalización funcional del mismo, que sin reducir en nada sus diferencias ni
ganancias somáticas, lo haga apto para recibir las diferencias personales.

La liberalización funcional del sexo se induce, al menos, en dos sentidos: retraso


del comienzo de la edad fértil y emancipación de los ciclos de celo animal 75[35].

En el ser humano, a diferencia de los primates superiores, el comienzo de la edad


fértil se retrasa notablemente respecto de la formación completa de los órganos
básicos para la reproducción y se adelanta, en cambio, respecto del desarrollo
íntegro del organismo en general. Se puede decir que ambos datos son indicio de
una cierta independización funcional del sexo respecto de las condiciones orgánicas,
independización que apunta a otro tipo de maduración, a saber, la de la libertad en
la personalización del sexo. En efecto, el retraso de la fertilidad impide que la
sexualidad se consolide al margen de la libertad personal, y su adelanto al pleno
desarrollo corporal humano impide que la personalidad fragüe sin tener en cuenta la
dimensión sexual de su corporalidad. Así la aparición de la fertilidad viene a coincidir
con la adolescencia o periodo de integración de la personalidad libre. Siendo
resultado de la mutua integración de cuerpo y alma, la madurez sexual humana no
es un estado meramente corporal, sino que ha de alcanzarse como fruto libre del
desarrollo personal.

Por su parte, la especie controla la conducta sexual del individuo animal maduro
mediante el desencadenamiento de instintos de gran fuerza ejecutora, que se
regulan cíclicamente según una programación contenida en el código genético, a fin
de hacer coincidir la copulación con la fertilidad de la hembra. La hominización del
sexo hace cesar esa regulación cíclica, de manera que extiende ampliamente la
capacidad de su uso, a la par que difumina su fuerza instintiva, la cual pasa de ser
apetito irrefrenable e indiscriminado a ser atracción individualizada entre varón y
mujer, y sometida al libre albedrío.

Como vemos, los dos cambios reseñados, el primero en el plano orgánico-


funcional, el segundo en el plano de la conducta, ponen a disposición de la persona
un sexo liberado de las imperiosas necesidades que la especie impone al individuo
animal.

Esta liberalización del sexo va concomitada, en el plano orgánico-funcional, por


una apertura del mismo a la relación personal. El bipedismo, la liberación de las
manos y la disposición vertical de la columna y la cabeza dejan el camino expedito
para que la copulación se realice en forma de abrazo. El abrazo marital, que reúne
frente a frente a dos seres humanos, convierte la cópula en una relación
comunicativa apta para una efusión de intimidades personales. La cópula entre

75[35]
Cfr. A.Gehlen, El hombre, trad. F-C. Vevia, Salamanca, 1980, 120.
humanos no es mera inseminación, sino una libre entrega del ser personal para
poner juntos un acto íntegramente humano en común, cuya intensidad gratificante
rebasa con mucho la mera satisfacción de una necesidad pulsional. La mediación del
lenguaje y el recato externo en que se envuelve dicho acto son signos, a la vez, de la
manifestación y de la intimidad personales que se buscan.

Asimismo, la liberalización conductual del sexo se adorna de una gama nueva e


inmensamente rica de sentimientos que anteceden, acompañan y siguen a la unión
marital. Estos sentimientos no eliminan los factores de atracción física naturales
entre los sexos, sino que los integran ennobleciéndolos. La belleza, el carácter, la
inteligencia, la bondad, los ideales de una persona, etc., se convierten -para otra- en
motivos de una poderosa atracción, que, si encuentra correspondencia por parte de
la persona atrayente, se consolida en el enamoramiento. Cuando las voluntades de
los enamorados se hacen cargo libremente de tales afectos, surge otro y de los más
fuertes afectos de la vida humana, el afecto amoroso 76[36]. Este afecto es exigitivo de
una mutua entrega en una vida común y hasta la muerte, y esa misma vida con su
crecimiento a lo largo del tiempo lo va consolidando en una amplia variedad de
formas.

Como puede advertirse fácilmente, estos afectos suponen una estimación de la


irreductibilidad personal del amado, al mismo tiempo que expresan la irreductibilidad
de la persona del amante: no sólo la peculiaridad de sus preferencias, sino su
inteligencia y voluntad propias, sin la que aquéllos y éstas no existirían. Por eso los
mencionados afectos desbordan la vigencia de los instintos y no se restringen a la
ejecución del acto conyugal, sino que inclinan a un compromiso personal para la
realización de un proyecto común libremente asumido.

De esta manera, el cuerpo humano es hecho apto para una coexistencia personal
que abarque la integridad del ser humano (alma y cuerpo). No se suprime nada de lo
corporal, tan sólo se lo capacita para un cometido superior: una coexistencia
personal íntegra.

Pero, además, el hombre es el único animal que conoce el nexo entre el acto
sexual y la procreación, de manera que cuando realiza el acto sexual se sabe abierto
a la posibilidad de la procreación. La paternidad es una iniciativa libre del hombre. La
biunivocidad de la entrega personal en el amor humano es natural y libremente
fecunda. De ahí que el proyecto de vida en común sea un proyecto naturalmente
abierto a la vida, un proyecto familiar. Lo común del proyecto es la apertura mutua a
la comunidad familiar: el amor matrimonial pleno, siendo exclusivo de dos personas,
no es excluyente ni egoísta, sino abierto a la alteridad personal por la vía de la
paternidad. En este sentido, el proyecto de una vida en común es, a la vez, el
proyecto de una tarea en común, la paternidad responsable. Y así la función
generadora del sexo es trasformada en una tarea personal.

De la misma manera que el ser humano llega a ser padre de forma personal, así
las relaciones paterno-filiales son relaciones también personales. La relación
geneálogica que comporta la trasmisión de la vida no sólo no es suprimida, sino que
es intensificada. Esto significa, en primer lugar, que dichas relaciones se hacen
relaciones estables. No ocurre en el hombre como en el resto de los seres orgánicos,
entre los que, cuando existen, las relaciones de paternidad y filiación se reducen a

76[36]
Acerca de las fases del amor y de las relaciones entre voluntad y sentimiento cfr.
T.Melendo, Ocho Lecciones sobre el Amor Humano, Madrid, 1992, 79-108.
un breve periodo de tiempo, fuera del cual desaparecen en absoluto. Las relaciones
paterno-filiales humanas duran toda la vida, incluso una vez que cesa la necesidad
de los cuidados paternos. En segundo lugar, eso significa que las relaciones humanas
padres-hijos son mucho más intensas que las puramente animales, pues van
naturalmente acompañadas de unos afectos nobilísimos -aunque modificables por la
libertad- que reflejan el vínculo donal de las personas, hasta el punto de poder llegar
a invertir la relación de protección cuando la vejez se adueña de los padres. Pero,
además, quiere decir que las relaciones son mucho más profundas que las de la
paternidad-filiación animales, pues no se limitan a subvenir ciertas necesidades
biológicas, sino que entrañan normalmente la comunicación de la propia fe, de la
propia cosmovisión, de la propia ética y de la propia cultura. También éstas son unas
relaciones que suponen una estimación de la irreductibilidad personal tanto de los
padres como de los hijos.

La ampliación diferencial del sexo humano implica, pues, en primer lugar, una
novedad absolutamente inédita hasta ahora en el sexo, un grado superior de la
sexualidad, a saber: la elevación de la sexualidad a la categoría de potencia de actos
de amor nacidos de la libertad; ante todo, de potencia de actos de amor entre
personas sexuadas (en cuanto que sexuadas), y, como consecuencia suya, también
de potencia de actos de amor paterno-filial.

Pero no sólo la función generadora del sexo, también su función individualizante


es ampliada por la llamada destinal, pues al dejar en libertad el uso del sexo se
suprime la subordinación final del individuo a la especie, y se desvinculan los
factores individualizantes respecto de la función generadora. Los distintivos sexuales
quedan así en franquía como posibilidades de expresión de la personalidad propia.
Hay un modo personalizado de integrar la sexualidad individual, que puede ser más
o menos acorde, o incluso discorde, con la dotación somática correspondiente.

En pocas palabras, la llamada destinal induce una liberalización y elevación


personales de todas las dimensiones del sexo.

2. La mediación sexual de la destinación de la persona.

Páginas arriba, he señalado la gran complejidad del ser personal humano. Ahora
voy a intentar mostrar parte de esa complejidad, procurando hacer destacar su
orden. El destino de la persona humana es lo infinito (Dios), el cual no puede ser
alcanzado en propio más que por la inteligencia y la voluntad, que son facultades
espirituales, no corporales, pero tampoco puede ser alcanzado sin el cuerpo, puesto
que somos alma y cuerpo. En cualquier caso, según indiqué anteriormente, el
destino no puede ser arrebatado por la libertad humana, sino tan sólo merecido. Y
precisamente la tarea mediante la cual ha de ser merecido ese destino es la de la
habitación del mundo, la cual se realiza a través del cuerpo. El mero hecho de ser
cuerpos nos vincula con el mundo, pero por ser personas encarnadas podemos y
debemos habitarlo. La habitación mundana no es el destino del hombre, sino la tarea
mediante la cual la persona se destina a su fin.

La habitación es una relación de superioridad por parte del habitante respecto de


lo habitado, en la que lo habitado es asociado a la vida y al destino del habitante.
Pero no se trata de una mera asociación extrínseca, sino de un hacer pasar los fines
del habitante por la mediación de lo habitado, en la forma de una demora en el
mundo que lo guarde y lo respete. El cuerpo es el punto de engarce entre la libertad
personal y el mundo. El cuerpo no es lo habitado, lo habitado es el mundo: tenemos
mundo, somos cuerpo y espíritu personales. Con el cuerpo la persona habita el
mundo, en el cuerpo el mundo condiciona temporalmente a la persona. La
sexualidad representa en esta relación el interés, para la persona, por la tarea de la
habitación mundana (esta tarea aunque sea medial, no es extrínseca al hombre, sino
connatural con él).

En efecto, en principio la habitación es una relación ontológicamente decadente:


al habitar, la persona ha de ocuparse de relaciones que no son personales, pues el
mundo no es persona, no está a la altura del hombre. Y no cabe mayor desgracia
para la persona que la soledad, o sea, que el no tener un referente personal de su
ser y hacer. Ya hemos visto, que la persona tiene intrínseca y necesariamente un
referente personal superior a ella, a saber: su destino, o Dios. Mas, en la vía para
alcanzar su destino, una relación sólo de persona a mundo carece de interés para la
persona, aunque sea buena para el mundo.

Pues bien, precisamente la sexualidad hace de la habitación mundana una


relación pluripersonal: varón-mujer-hijos-sociedad (pues la reproducción es la vía
para la multiplicación humana), y abre así el interés personal por la coexistencia con
el mundo, que se convierte ahora en ámbito para la coexistencia personal. Al ser
mediado por la sexualidad y tener ésta un diformismo funcional, ese interés personal
por la tarea de la habitación mundana es vivido de manera distinta por cada sexo.
Hay un modo masculino y otro femenino de habitar el mundo. La diferencia sexual
no afecta al destino ni a la radicalidad de la diferencia personal, que es
incomparablemente mayor que aquélla, sino a la tarea de la habitación humana del
mundo. Por eso no digo que haya, estrictamente hablando, personas masculinas o
femeninas, sino tareas o funciones masculina y femenina en la habitación del mundo
por las personas. O dicho en otros términos, no considero las diferencias sexuales
como diferencias en el orden del ser, sino como diferencias en el orden del obrar
personal intramundano77[37].

Por otro lado, aunque, como he indicado poco más arriba, en el hombre lo
generativo y lo individuante del sexo se separan drásticamente por mor de la
libertad, sin embargo eso no implica la anulación del vínculo natural que se da entre
ambas dimensiones del sexo. El sexo, como se vió, está biológicamente determinado
a la función reproductiva, de manera que en él lo individuante se subordina
funcionalmente a lo generativo. La liberalización personal del sexo no suprime esa
subordinación funcional, sólo la habilita para fines superiores. Quiero decir con esto
que el diformismo sexual humano debe ser entendido desde su original dimensión
biológica, aunque para la tarea humana de la habitación del mundo.

Por esa razón, partiendo de la función biológica que le corresponde a cada sexo,
voy a intentar elevarme hasta el sentido humano que alcanzan lo femenino y lo
masculino respecto de la habitación del mundo78[38].
77[37]
Las diferencias sexuales no son inicialmente diferencias en el orden del ser personal, pero
como nuestro hacer hace crecer o decrecer a nuestro ser y merece la sanción del destino,
llegan al final a ser también diferencias personales, en la misma medida en que llegan a serlo
nuestras obras, es decir, en la medida en que la vida de cada uno es diferente.
78[38]
Para un desarrollo más detenido véase I.Falgueras,El habitar y las funciones humanas de
la masculinidad y de la feminidad, conferencia pronunciada en el Club Adara de Granada el 21-
4-1983, y publicada en "Philosophica" (Univers. Cat. Valparaíso/Chile) 11 (1988) 187-199. Las
Lo propio del sexo femenino en el orden reproductivo es su receptividad, tanto
del semen masculino como de la nueva vida que se engendra. Según la estrategia
biológica que ha desarrollado la hominización, a la mujer le corresponde servir de
primera habitación para la nueva persona y atender a sus necesidades más
elementales y perentorias. De ahí que sea innato para ella el sentido de la morada y
de la acogida humanas.

En su función femenina la sexualidad es una fuerza centrípeta que se canaliza


hacia el intracuerpo y, en esa misma medida, la lleva a corporalizar el interés por la
habitación humana del mundo. Tanto por su preponderancia en la función
generadora y por su sentido de la morada, como por la vivenciación intracorporal de
su sexo, la feminidad se sabe centro de la relación sexual y centro de atracción para
el varón. Ella sabe cómo interesar al varón en la morada. Por eso, al contrario de lo
que ocurre generalmente en el reino animal, es ella la que se distingue y llama la
atención del varón por la belleza y el adorno del propio cuerpo. De manera que es la
feminidad la que encauza a la sexualidad masculina hacia una habitación
comprometida del mundo. Incluso fuera de la relación estrictamente sexual, la
feminidad tiene el sentido de la corporalidad como punto de unión de la persona con
la naturaleza: ella encarna el interés humano por el mundo.

A la feminidad le corresponde, por último, una peculiar dotación para iluminar y


ordenar lo más inhóspito o extraño del mundo para la persona, a saber, su
materialidad. Se trata de una facilidad práctica del entendimiento agente para elevar
lo plural, disperso y entrópico del mundo físico a la categoría de lo habitable. Lo
habitable añade a lo inteligible su capacitación para ser asociado a la morada y, a su
través, al fin del hombre. La feminidad no sólo hace connaturalmente inteligible a lo
perecedero del mundo, sino que sabe cómo asociarlo al sentido humano de la vida.
Su sensibilidad para lo concreto e individual le permite iluminar y analizar los
detalles pequeños y cotidianos para ordenar la naturaleza -sin desnaturalizarla- de
modo acogedor, bello y atrayente para la existencia humana. La feminidad es
humanizadora del mundo en la forma de hacerlo habitable.

Por su parte, la masculinidad aporta el semen o medio iniciador de la


fecundación. Y la función que le adjudica la hominización en su estrategia biológica
es también la de aportar los medios de subsistencia para la madre y los hijos. Por lo
que su naturaleza le faculta especialmente para la invención, producción y
organización de medios.

En la función masculina la sexualidad es una fuerza centrífuga que se expande al


exterior y que tiende a imponerse al otro sexo, pero también a dispersarse, por lo
que ha de ser centrada a fin de que resulte constante y fructífera. Incluso fuera de
la estricta relación sexual, la virilidad tiende a ser agresiva en su relación con la
naturaleza, y socialmente dominante. Cuando esa fuerza es cautivada y hecha
fecunda por la feminidad, redobla su interés por la invención, producción y
organización de medios, lo que le inclina a asociarse con otros para aumentarlas,
abriendo la familia al complemento social. Estas peculiaridades de la virilidad están
acompañadas de dotes especiales para la captación de las relaciones entre
abstractos. Se trata de una facilidad práctica del entendimiento agente para
descubrir posibles fines artificiales e introducirlos en el mundo mediante la conexión
de abstractos. Deriva de aquí una facilidad para las organizaciones abstractas y para
similitudes que en algunos puntos se dan con ideas de J.Marías deben ser entendidas como
coincidencias sugeridas por el mismo tema.
el progreso técnico, que resultan connaturales a la masculinidad. La virilidad
humaniza el mundo dominándolo.

La tarea de habitar el mundo es una tarea íntegramente humana: el hombre ha


de hacer habitable el mundo y de dominarlo. Los dos tramos de la tarea, acercar y
preparar el mundo para otros seres humanos y someter el mundo a nuestros fines
para otros, hacen interesante la morada en él de la persona, pero ambos han de
llevarse a cabo compensando cada uno con el otro. Y para cada tramo está
especialmente dotado cada uno de los sexos, de manera que habitar el mundo es
cohabitar.

El modo primero y natural de la cohabitación es el matrimonnio y la familia por él


abierta. Según ha sabido destacar C.O. Lovejoy 79[39], el reparto estable y
monogámico de funciones entre mujer y varón es una característica determinante
del Homo sapiens, sin la que nunca hubiera podido ser viable como especie; y sigue
siendo, aún en las complejas y avanzadas sociedades de nuestros días, un factor
indispensable para el buen funcionamiento de las mismas, como sostiene G.
Gilder80[40]. En la familia las diferencias sexuales son aprovechadas por la personas
integralmente, tanto en su dimensión generativa, como en su dimensión
individualizante.

Sin embargo, habida cuenta de que toda persona está llamada a una coexistencia
irrestricta, las relaciones personales humanas no pueden reducirse al área familiar,
sino que han de abrirse a comunidades más amplias, integradas por familias,
pueblos, naciones, etc. Respecto de estas comunidades la condición sexuada de cada
persona y la peculiar dotación para una de las subtareas del habitar, que la
acompaña, ofrecen la posibilidad y el deber de establecer una cohabitación que
proyecte socialmente el sentido descrito del sexo, que, aunque derivado del
biológico, no es ya biológico, sino estrictamente humano. Esa proyección social
deberá ser una cohabitación cultural del mundo en la que se compongan
armoniosamente los sentidos femenino y masculino de la habitación.

Según lo expuesto, las diferencias sexuales humanas no afectan inmediatamente


al destino del hombre ni a la radicalidad de la persona, sino a la tarea de la
habitación mundana, la cual, como creo haber explanado con suficiente claridad, es
una cohabitación: una cohabitación familiar y una cohabitación cultural. Cada
persona hace suyas las diferencias propias de lo masculino o de lo femenino para
humanizar la estancia en el mundo, que no es de suyo humano.

3. La integración personal de la sexualidad.

La complejidad del ser humano, a que aludí en el planteamiento inicial, obliga a


no desligar lo que hacemos con el mundo y con los demás respecto de lo que
hacemos con nosotros mismos. Hemos visto cómo la habitación o perfeccionamiento
del mundo adquiere rango de coexistencia interpersonal gracias a la diferenciación
de subtareas según el sexo, pero el modo de la habitación y de la coexistencia sirven
para la integración personal de alma y cuerpo, a la vez que dependen de ella. Nos
hacemos a nosotros mismos al mismo tiempo y según la manera en que habitamos

79[39]
The Origin of Man, "Science" vol. 221, nº 4480 (1981) 342-350.
80[40]
Riqueza y pobreza, trad. C.A.Gómez, Madrid, 1984.
el mundo y coexistimos con los demás, mas lo que hayamos llegado a ser es lo que
nos merece la sanción del destino. Ahora voy a atender a este haz de conexiones
enfoncándolo desde la integración personal del sexo.

En los dos subapartados precedentes he intentado describir el mutuo influjo de


persona y sexo: si la persona amplía el sentido del sexo, el sexo ampliado sirve a la
destinación de la persona. Pero la unidad de persona y sexo no es la de una suma de
iguales, sino la de una integración de diferencias, de la que una es diferencia radical
y otra sólo orgánico-funcional, o sea, la de una diferencia superior y otra inferior. Por
encima de las ampliaciones y mediaciones, la libertad personal impone su
superioridad: la personalización del sexo es un proceso libre.

La libertad del proceso se muestra palpablemente en su culturización e


historificación. El hombre rodea de formas culturales la sexualidad: el vestido, las
ceremonias de iniciación o de compromiso social, las costumbres (edad, cortejo,
intercambios, celebraciones), las normas legales, etc. Estas formas culturales son
distintas en los distintos pueblos e, incluso, cambiantes con los tiempos. Todo lo cual
queda fuera de las posibilidades de un simple animal, cuya conducta sexual está
completamente predeterminada por la especie.

Sin embargo, no debe pensarse que en el hombre, y por consiguiente en la


sexualidad humana, todo sea exclusivamente cultural e histórico. La tesis historicista
se yugula a sí misma al absolutizarse: si todo es puramente histórico y cambiante,
también esta tesis de que todo es histórico y cambiante habría de ser histórica y
cambiante, por lo que no sería verdadera, que es lo que pretende. La relativización
de todo es una totalización sin sentido.

La libertad es, sin duda, un factor de azar y de cambio, pero tiene también su
normativa y su congruencia, una normativa y una congruencia que se han de cumplir
libremente, y que son inexorables en sus consecuencias. Libertad no quiere decir
arbitrariedad. La libertad implica responsabilidad, y responsabilidad significa
vinculación intrínseca del propio ser a lo que se hace. Ser libre no es carecer de ser,
ni ser indiferente a todo, ni poder disponer como se quiera sin consecuencias, sino
repercutir en el ser lo que se hace libremente: venir a ser uno según sean sus obras.
Las normas y la congruencia de la libertad pueden ser trasgredidas, pero no
impunemente, puesto que esa trasgresión afecta a la propia libertad. Naturalmente,
las leyes y la congruencia de la libertad son de índole ética, no física ni lógica. La
libertad se hace buena o mala, mejor o peor de acuerdo con sus acciones. Y esto no
es algo extrínseco para nosotros, pues de cómo hayamos llegado a ser depende la
sanción del destino y la posibilidad de alcanzarnos congruentemente como personas
en el futuro. De ahí que todo ser libre sea intrínsecamente ético. Esta índole ética es
común a todos los seres humanos en el ejercicio de la libertad, y está por encima de
las formas históricas, que, por otro lado, tienden a expresarla y concretarla
socialmente.

En la medida en que la sexualidad humana está sometida a la libertad personal


es cambiante en sus formas de manifestación y constante en sus normas básicas. A
lo cambiante hemos hecho ya alguna referencia; en cuanto a lo constante, se tratará
siempre de normas éticas, como acabo de adelantar. Naturalmente, serán siempre
normas muy elementales, pero muy decisivas. Por ejemplo, la prohibición del
incesto. El sentido de esta norma no es biológico, ya que no rige en el resto del reino
animal, sino sólo en el ámbito humano. Incluso si se la interpretara como una
medida de mera eugenesia, esa prohibición supondría que se considera a la prole
humana como persona irrepetible cuya dotación somática ha de cuidarse y
mejorarse, pues si sólo se atendiera a la especie, bastaría con dejar morir al
malformado y multiplicar los nacimientos.

Con la prohibición del incesto se reconoce, al menos implícita e indirectamente, el


carácter personal tanto de las relaciones sexuales, como de las relaciones paterno-
filiales y fraternas, y se estiman como incompatibles 81[41]. Ninguna prohibición tiene
sentido salvo para un ser libre y responsable, de manera que cualquiera que fuere su
modo de entenderla -como tabú, como ley natural o como mandamiento divino 82[42]-,
y cualquiera que fuere la extensión que se le otorgue, el destinatario de la misma es
siempre una persona capaz de obedecerla o infringirla, hecho éste que persigue y
castiga la ley jurídica en las culturas más avanzadas.

Dada la universalidad de esta norma, al margen de los distintos modos de


entenderla, se puede inferir que se trata de una norma connatural al ser humano, y
asimismo, dado que su sentido no es estrictamente biológico, se puede también
inferir que lo recibe de la condición personal del ser humano 83[43].

Otra norma constante y «connatural» en este campo es la responsabilidad


sexual. La cópula establece un nexo moral entre varón y mujer, y entre ellos y sus
hijos, que lleva consigo obligaciones respectivas diversas y es reconocido de manera
universal, aunque reciba una infinidad de variaciones culturales en el modo de
cumplirla, y también una infinidad de infracciones libres por parte de los sujetos
humanos.

Tanto las variaciones como las constancias en el comportamiento sexual del


hombre tienen su raíz en la libertad humana, si bien en dimensiones distintas de la
misma: las variaciones traen su origen de la libertad en conexión con la relativa
indeterminación biológica del sexo humano, o sea, con la ampliación de la
diferencialidad sexual aludida más arriba y con la tarea de la habitación cultural del
mundo; las constancias, en cambio, nacen del destino al que está llamada la

81[41]
La prohibición del incesto implica el reconocimiento de que seres humanos de distinto
sexo pueden y deben convivir estrechamente sin que hagan uso de la dimensión generadora
del sexo entre sí. Esta separación práctica y efectiva entre la dimensión individualizante y la
generadora del sexo distingue a la familia de la camada y la convierte en el núcleo social
básico, o sea, en el origen de la cohabitación cultural del mundo. Es de notar que siempre y en
cada uno de los casos el reconocimiento y el cumplimiento, o no, de esa prohibición comienza
por la decisión de los padres, la cual antecede y guía el consiguiente respeto recíproco de los
hijos y de los hermanos.
82[42]
Estos u otros modos de entender la prohibición del incesto dependen sobre todo del modo
de sabiduría alcanzado por cada pueblo. En el caso, por ejemplo, de los pueblos que admiten
las relaciones sexuales entre el padre natural y las hijas, esa admisión está vinculada a una
muy elemental concepción mágica del universo en la que todavía no se ha descubierto la
conexión causal entre inseminación y fecundación, sino que se atribuye ésta última a un
conjunto de antecedentes arbitrariamente imaginados, y dependiente por entero del curso de
la naturaleza.
83[43]
Una cosa es la realidad efectiva del rechazo del incesto, otra su interpretación (tabú, ley
natural, mandato divino) y otra su justificación racional. La prohibición del incesto afecta tanto
al plano biológico de la sexualidad (coito) como al plano afectivo (enamoramiento) y al de la
libertad (amor conyugal), de manera que reviste una alta complejidad. Por ese motivo no voy
a entrar en la justificación racional del mismo, lo que sobrepasa los límites de este estudio;
únicamente señalaré una posible via para la misma, a saber, y dicho de modo muy sumario:
se podría tratar de una exigencia nacida del carácter irrestricto de la llamada a la coexistencia
personal humana.
libertad, de la naturaleza biológica del sexo, así como de la tarea de la habitación
familiar y social del mundo, que los media. Pero no olvidemos que también la
relación de la libertad con el destino es libre, no en el sentido de que pueda
prescindir de él, sino en el de que es ella la que determina que su destinación sea
congruente o incongruente con él.

Por eso no basta con aludir, como he hecho antes, a la libertad como factor de
variabilidad y constancia, es preciso referirse, sobre todo, a la libertad como
posibilidad de crecimiento o de decrecimiento personal y social, y en consecuencia a
la obligación de crecer y hacer crecer. También en la historia se observa un peculiar
incremento sapiencial que ha de referirse al potencial creciente de la libertad
humana.

La congruencia con el destino, que nos llama gratuitamente a elevarnos a su


condición infinita, es la donalidad. La llamada del destino es donal, puesto que tiene
la iniciativa total respecto a nuestra libertad, ofreciéndole su propia altura, pero sin
eliminarla; la respuesta congruente de la persona ha de ser también donal: una
entrega o alteración de sí misma que, sin perderse, le permita vivir infinitamente, es
decir, en el ámbito de la máxima amplitud o en apertura irrestricta. La incongruencia
con el destino es el cerrarse en sí misma, el egocentrismo que teme perder su vida
en lo infinito, se niega a la alteridad e interpreta la llamada como un egocentrismo
divino que impone sus condiciones a nuestra libertad.

Dicha entrega o reserva de la persona en congruencia o incongruencia con el


destino se ejecuta mediante la realización, o no, de una tarea compleja, pero
armónica: perfeccionamiento del mundo, perfeccionamiento de los demás,
perfeccionamiento o integración creciente de sí. Como he dicho antes, la integración
congruente de la persona es la donación, y la característica de la donación es, por un
lado, la elevación u otorgamiento de un acto superior, y, por otro, el respeto por la
naturaleza del receptor. Si el receptor es anulado, disminuído o «utilizado», no hay
donación, sino imposición del propio poder. En términos más precisos, la norma ética
se concreta en la acogida y elevación de la alteridad y en el respeto por la índole de
su naturaleza.

Aplicando al sexo lo dicho, la libertad integra el sexo, pero lo puede hacer de


forma congruente o incongruente con su destino. En última instancia, la libertad
hace siempre suyo el sexo, pero lo puede hacer descoyuntándolo (separándolo del
destino) o integrándolo congruentemente. Por ejemplo, el ser humano puede no
hacer uso de su potencia sexual, o hacer un buen o, incluso, un mal uso de ella,
como: hacer un uso antinatural del mismo, hacer un uso natural pero negando su
responsabilidad, renegar de su sexo concreto, etc. Por eso preferí hablar más arriba
de masculinidad y feminidad, más que de varón y mujer, pues se dan casos de
varones afeminados y mujeres masculinizadas. Nada de esto le es dado a un mero
animal. Pero una cosa es que el hombre pueda hacer todo eso, por ser libre, y otra
que lo que hace no repercuta en él mismo. De manera que una integración
congruente de la sexualidad redunda en la integración destinal de la persona; una
integración incongruente de la sexualidad desintegra tanto a la sexualidad como a la
persona84[44] y, derivadamente, a la sociedad. En este sentido, la integración de la
sexualidad es un asunto de especial relevancia ética.

Conviene aclarar, al respecto, que lo ético no es sólo la acción responsable ante

84[44]
Pieper, o.c., 239 ss.
el destino y que vincula en su ser al que la realiza. La responsabilidad ética tiene una
tercera dimensión: las acciones humanas repercuten también en la coexistencia
interpersonal, pudiendo favorecerla, entorpecerla y hasta impedirla, es decir, no sólo
hacen crecer o decrecer a la persona que las pone por obra, sino también a cuantos
coexisten con ella. Que las acciones libres sean un asunto personal no quiere decir
que sean cuestión meramente individual y que sólo afecte a quien las ejecuta:
afectan a todos los seres humanos, en la medida en que favorecen o impiden la
coexistencia personal. La persona no es el mero individuo, sino, como ya se vio en la
primera parte, subsistencia y coexistencia.

Por eso, si bien la integración debida de la sexualidad por la persona no parece


tener una especial relevancia ética, pues parece afectar a la persona, en principio, lo
mismo que le afectan la integración del dolor, del apetito irascible o de la nutrición,
sin embargo por entrañar tanto en su función generativa como en su función
individualizadora una esencial e inmediata referencia a otras personas, a saber, la
del cónyuge, las de los hijos y las de los otros cohabitadores culturales del mundo,
las consecuencias de una buena o mala integración de la sexualidad para la
coexistencia interpersonal son más inmediatas y directas que las de las otras
integraciones personales antes aludidas. En la sexualidad van implicadas relaciones
de cohabitación familiar y cultural entre personas, e incluso la propia transmisión de
la vida, que es el origen de toda sociedad humana, de ahí que la integración
ordenada o desordenada del sexo afecte también a la justicia85[45].

Los criterios éticos a que voy a hacer referencia seguidamente no se justifican -y


tampoco los antes aludidos- en observaciones históricas ni fácticas, sino en la índole
destinal de la persona humana, entre otras cosas porque, siendo variantes las
circunstancias históricas, no se puede encontrar en ellas la orientación para
situaciones nuevas, como las que las ciencias y la técnica han propiciado en nuestros
días.

Dos son, en concreto, las condiciones para una integración congruente de la


sexualidad humana: el sometimiento de la potencia sexual al fin destinal de las
personas, y el respeto de las personas hacia la integridad natural del sexo.

La libertad humana tiene a su disposición a la sexualidad, pero de distinta


manera según se trate de la función generativa o de la función individualizante del
sexo. La liberalización funcional del sexo en el hombre deja su uso como potencia
generadora a nuestro absoluto arbitrio: podemos usar o no usar del sexo. Sin
embargo, respecto de la función individualizante del mismo no gozamos de absoluta
libertad: somos sexuados masculina o femeninamente, y en mayor o menor grado,
según la dotación somática natural de cada uno. Hay que distinguir, por tanto, entre
la integración personal congruente de la potencia generativa sexual y la integración
personal del carácter sexuado. En ambos casos la norma ética es la misma: elevar y
respetar, pero su aplicación es diferente en cada caso. Por ejemplo, no usar del sexo
no es contra naturam, renegar del propio sexo sí que lo es.

Integrar congruentemente la propia sexualidad significa ante todo aceptar la


dotación sexual individual, respetándola por entero y haciéndola rendir al máximo
humanamente para la cohabitación matrimonialy/o cultural del mundo, según las
subtareas de hacerlo habitable o dominarlo. Es éticamente importante no sólo
desarrollar cada uno al máximo las funciones humanas correspondientes a su sexo,

85[45]
Pieper, o.c., 237.
sino permitir y respetar, e incluso fomentar, el ejercicio de las funciones humanas
correspondientes al otro sexo. La donalidad es preceptiva para toda integración
personal congruente. Por otra parte, la infinita casuística que pueden presentar las
dotaciones sexuales individuales, así como las circunstancias de educación y de
influencias ambientales, no debe alterar la norma del respeto por la naturaleza de la
dotación sexual propia86[46].

Pero, insisto, esta primera y básica exigencia moral de aceptación integradora de


la dotación sexual individual no ha de ser confundida con el uso del sexo como
potencia generativa, que sí depende por entero de nuestro albedrío. La total
dependencia del uso del sexo respecto de la libertad personal está intrínsecamente
vinculada con la destinación que hace la persona de sí. Si la persona se destina
incongruentemente, hace de sí misma el centro de referencia del uso del sexo: el uso
del sexo se convierte en puro medio de satisfacción egocéntrico, bien sea como
medio de placer, bien como medio de dominación entre personas.

A esos fines particulares el hombre puede desvincular la copulación no sólo de la


unidad natural humana de enamoramiento, compromiso, paternidad y fidelidad
personales, sino que puede incluso separar la unidad orgánico-funcional de coito,
placer y fecundidad que presenta la potencia sexual biológica. Así, a título de
ejemplo, se puede separar la copulación respecto del enamoramiento (prostitución),
respecto del compromiso (fornicación, amancebamiento), respecto de la fidelidad
(adulterio, divorcio), respecto de la libertad ajena (violación) o respecto del ser
humano mismo (bestialidad); pero también se puede separar el placer respecto del
coito (masturbación y homosexualidad), el coito respecto de la fecundidad y
viceversa (contracepción e inseminación artificial), y la fecundidad respecto de la
paternidad (aborto y madres de alquiler).

Todo esto y mucho más puede ser hecho por la libertad humana sobre la
potencia sexual, pero no impunemente, es decir, sin que repercuta en el propio ser,
en la coexistencia con los demás, en la habitación del mundo y, sobre todo, en el
futuro destinal que le aguarda. Al trasgredir la ordenación natural -sea humana o
meramente biológica- del sexo, la persona objetiva y se objetiva: rebaja su dignidad
personal y la de los otros, estableciendo relaciones de dominio sobre su cuerpo,
sobre el del otro, e incluso allí donde el don es más especialmente requerido, a
saber, en la trasmisión de la vida a otros seres humanos. La persona, aunque no con
igual gravedad en todos los casos, se disgrega como cosa entre cosas, y la sociedad
humana pasa a ser una tensa competición de poderes objetivantes.

Sin embargo, lo humanamente correcto es la integración congruente del sexo en


la unidad destinal del ser humano. Esa integración ha de consistir en una elevación
del sexo al rango trascendental de la persona, pero realizada de manera que la
naturaleza entera del sexo quede respetada, siendo este último extremo condición
para la verdad de la elevación del sexo. Según la condición recién indicada, la
integración congruente de la potencia generadora del sexo ha de ser realizada como
no separación de coito-placer-fecundidad, en el plano orgánico, y como no
separación de amor-compromiso-fidelidad, en el plano humano; por otra parte, la
integración congruente del carácter sexuado ha de ser realizada como no disociación
de la conducta humana respecto de la propia dotación somática natural. Pero
86[46]
En este sentido, ha de rechazarse la homosexualidad sin descalificar o despreciar a las
personas afeminadas o masculinizadas. En efecto, gracias a la distinción entre cohabitación
matrimonial y cohabitación cultural se puede respetar la función cultural de esas personas sin
aprobar su uso desviado de la función generativa del sexo.
obviamente no basta con no disociar lo naturalmente unido, la integración referida
ha de ser realizada de modo positivo como una ordenación del carácter sexuado y,
en su caso, de la potencia generadora al don de sí mismo a los demás y a Dios, si es
que se trata de una verdadera elevación. La unión estable de ambas exigencias
prácticas es lo que constituye la virtud de la castidad, por lo que puede afirmarse
que la integración congruente del sexo en la unidad destinal de la persona es la
castidad.

La virtud de la castidad es una de las formas de la virtud de la templanza, que es


el hábito que fomenta y protege el orden interior del hombre 87[47]. La templanza no
es, por tanto, la simple moderación en la satisfacción de las pulsiones o, mejor, de
los apetitos somáticos, sino su positiva ordenación a los fines últimos del hombre. En
este sentido, la castidad es la ordenación habitual de la sexualidad al destino de la
persona88[48].

Dicha ordenación requiere ciertamente un esfuerzo de autodominio para que se


convierta en hábito o virtud, pero la castidad no consiste ni en el esfuerzo ni en el
mero autodominio. No es lo mismo continencia que castidad: en la continencia hay
lucha, en la castidad facilidad89[49]; la continencia es actual, la castidad habitual. La
castidad no es, según lo ya dicho, la represión de la sexualidad, sino su orientación
integradora hacia los fines destinales de la persona. Esta orientación da un sentido
nuevo a la sexualidad, que no la desvirtúa ni la sublima o desvía, sino que la
humaniza plenamente y facilita su desarrollo: no es tanto la mera repetición de actos
de autodominio lo que engendra el hábito y, por tanto, la facilidad en que consiste la
castidad, cuanto la plenitud de sentido que otorga el destino a la vida humana, y
según la cual la sexualidad humana está llamada a ser don de sí a Dios, don de sí al
otro y don de la vida.

Gracias a la ordenación habitual que produce la castidad en el interior del hombre


se hace corpórea la fuerza del espíritu humano. La castidad impide el carácter
unilateral de las pasiones y hace presente el espíritu en el cuerpo. Cuando la mirada
del hombre no es proyección de sus propias tendencias y deseos queda limpia para
poder captar la realidad, la realidad mundana y la realidad humana, es decir,
espiritual-corporal. La acción humana, a su vez, puede ser entonces gobernada con
prudencia, evitando la inconsideración, la precipitación y la inconstancia, típicas de
los movimientos pasionales, y haciéndose responsable. Y también los otros pueden
entrar en su consideración en cuanto que otros a los que hay que respetar o dar lo
suyo, es decir, entonces se puede tener en cuenta la justicia o injusticia de nuestras
acciones. Responsabilidad prudencial y respeto justo son valores netamente
espirituales que implican la libertad propia y ajena, y que, como digo, se hacen
sexualmente corpóreos gracias, en este caso, a la castidad. De esta manera, la
castidad es aquella integración personal del sexo que condiciona la integración
unitaria de cuerpo y espíritu, que eleva al cuerpo haciéndolo apto para bienes
superiores y que permite atender a la tarea del perfeccionamiento del mundo, de sí

87[47]
En lo que sigue tomo como guía de mi exposición a J. Pieper, o.c., 224 ss., aunque desde
mis planteamientos.
88[48]
La moderación es necesaria, pero no suficiente para la castidad. Téngase en cuenta que
las virtudes cardinales sólo lo son en la medida en que son gobernadas por la prudencia, la
cual no es mera precaución, sino activa y práctica subordinación al fin último de la persona.
Del mismo modo, no es verdaderamente virtuoso el hombre que posee una sola o algunas de
las virtudes, sino el que, aunque en distintos grados, las posee todas (cfr. S.Agustín, Ep.
167), lo cual sólo es posible por la referencia al fin último.
89[49]
S.Tomás,Summa Theologica I-II, q.70, a.3 c.
mismo y de los demás.

Este último punto merece si quiera sea una breve aclaración. Lo propio del hábito
o virtud es que permite crecer al acto correspondiente. En esa misma medida, se
puede decir que la castidad tiene como meta positiva el desarrollo del amor
humano90[50]; o dicho con otros términos, gracias a la castidad puede darse la
coexistencia personal del ser humano.

Me explico. Siendo espíritu y cuerpo, la coexistencia personal humana no es sólo


asunto del alma, sino también del cuerpo. Ahora bien, la coexistencia personal, como
se expuso en la primera parte, supone la apertura en la persona de un espacio para
el otro en cuanto que otro, y se cumple acabadamente como donación mutua de un
acto en común con el otro. El egoísmo hace incongruente esa apertura y donación,
por cuanto que capta al otro, pero no le otorga un estatuto de igualdad ni lo
considera en su alteridad, sino que lo subordina a la propia medida y le impone
criterios restrictivos, interpretándolo reductivamente y haciéndolo objeto de sus
intereses y apetencias, en vez de sujeto de donación. La coexistencia ha de ser,
pues, abierta de modo positivo por el espíritu (entendimiento y voluntad), pero si no
es trasladada adecuadamente al cuerpo no es verdadera e integral coexistencia
humana.

Pues bien, la castidad posibilita el traslado al cuerpo de la coexistencia espiritual.


Al eliminar el egoísmo que erige en criterio del entender y del amar las tendencias
del apetito concupiscible sexual, la castidad hace posible la coexistencia integral, es
decir, corpóreo-espiritual de los seres humanos. Sin castidad no es posible el amor
congruente y duradero entre marido y mujer; sin castidad es imposible el amor entre
padres e hijos, y el amor fraternal (la prohibición del incesto es una forma elemental
de castidad); sin castidad no puede crecer la amistad, que es según Aristóteles lo
más necesario para la vida91[51], es decir, para la cohabitación humana del mundo.
Huelga decir que la castidad es también condición absoluta para todo tipo de
verdadera comunidad espiritual entre seres humanos.

Por último, si se tiene en cuenta que las dotaciones sexuales varían de individuo
a individuo, y que consiguientemente las personas sienten de manera distinta las
pasiones92[52]; si se tiene en cuenta que las leyes y costumbres de los hombres varían
con el tiempo y que no es posible establecer normas positivas universales -sí
negativas- acerca de la templanza, y más en concreto sobre la sexualidad 93[53]; si,
además, se tiene en cuenta que hay varias formas específicas de vivir la castidad
(castidad virginal, castidad conyugal y castidad viudal); y si, por último, se tiene en
cuenta que hay un modo irrepetible para cada persona de integrar su sexualidad en
los fines destinales humanos, se comprenderá fácilmente que la riqueza de formas
de la castidad supera la amplia gama de las desviaciones sexuales más arriba
esbozada, máxime cuando incluso en estas últimas siempre se conserva algún retazo
del orden interno que exige la templanza.

En resumen, la castidad otorga a la sexualidad su puesto ajustado en la vida


humana, a saber, como catalizador de la habitación terrenal del hombre y como
activa posibilitación de modos de cohabitación humanos superiores: la familia, la

90[50]
L.Polo, Etica, 151.
91[51]
Etica a Nicómaco 8, 1.
92[52]
Pieper, o.c.,245-246.
93[53]
S.Agustín, De bono conjugali 25, PL 40, 385.
asociación desinteresada, la amistad, la comunidad espiritual. La castidad es, pues,
virtud integradora del cuerpo con el alma, del alma con el mundo, de las personas
entre sí y de la persona con su destino. Pero del mismo modo que el sexo no es la
única ni la más importante dimensión del cuerpo, la castidad o integración personal
del sexo, con ser destacada, no es ni lo único ni lo más alto en la integración
personal de alma y cuerpo: es sólo un primer paso imprescindible para el desarrollo
congruente de la compleja personalidad humana.
Breve examen científico y filosófico de la teoría de la evolución

La teoría de la evolución no es más que eso, una teoría, pero que pretende ser
científica. Las teorías científicas son hipótesis cuya aceptabilidad depende tanto de la
congruencia de dichas hipótesis con los datos a explicar, como de la congruencia de
las hipótesis consigo misma.

Como decía Ortega y Gasset, a las teorías (científicas) hay que tratarlas como lo
que son, como hipótesis. Lo pertinente no es creer en ellas, sino someterlas a
examen, poner a prueba su pretendida validez. Por desgracia, la teoría de la
evolución es mantenida por muchos, incluso hoy, más como un dogma de fe que
como una hipótesis científica. En lo que sigue voy a intentar darle el trato que
merece, aunque de una manera tan simplificada que pueda tener cabida en el corto
espacio de unas páginas. Empezaré por resumir su contenido doctrinal, para
terminar examinando su validez.

La teoría de la evolución puede ser resumida, por lo que hace a lo básico, en tres
principios: el principio de continuidad, el principio de variación y el principio de
ajuste. Aunque los desarrollos que siguen se inspiran fundamentalmente en la
doctrina de Darwin, en realidad todas las teorías de la evolución al uso contienen de
una u otra manera esos tres principios.

A) El principio de continuidad, o principio genealógico, es una forma particular


del principio de causalidad. Se puede enunciar así: lo mismo que los individuos
proceden unos de otros por vía de generación, las especies proceden unas de otras
por vía de generación. Toda especie es antecedida por otra que la genera. La
explicación de las especies actuales radica, por tanto, en el pasado, es decir, en las
especies que las precedieron.

Naturalmente, este principio no sólo ordena las especies según una secuencia
temporal, sino que establece una continuidad necesaria entre ellas: del mismo modo
que entre padres e hijos, o entre causas y efectos, no cabe solución de continuidad,
así también entre las especies no cabe salto o interrupción de la cadena genética.
Claro que entonces las especies vienen a convertirse -como ocurre también con los
individuos respecto de las especies- en meros casos de un proceso genético único, a
saber, del proceso de la vida; y la vida se convierte, por su parte, en el género único
y común a todas las especies, con eliminación de las diferencias cualitativas entre los
llamados grados de la vida (vegetal, animal y racional).

En definitiva, la vida es concebida, de acuerdo con este principio, como un


proceso único y homogéneo cuyos momentos o puntos de vertebración son las
especies, las cuales se suceden de modo continuo o ininterrumpido y están
vinculadas entre sí por relaciones de origen o generación, de manera que las
especies anteriores determinan necesariamente a las siguientes. Un principio así es,
obviamente, de índole determinista.

B) El principio de variación, o de mediación individual, es el principio que


explica la pluralidad de formas o especies de la vida, a diferencia del primero, que
establece la unidad de origen y de proceso. Este principio puede ser anunciado como
sigue: por su relación con el medio físico, el individuo vivo introduce ciertas
variaciones en las características recibidas a través del proceso genético. Sea por
adaptación al medio, sea por mutaciones de la dotación genética causadas en él por
el medio, el individuo se convierte en el factor de cambio y heterogeneidad en el
proceso de la vida.

Las pequeñísimas variaciones introducidas por el individuo en la dotación


genética resultan enormemente potenciadas, si se combinan con el efecto propio del
primer principio, pues la transmisión genética conserva y multiplica las variaciones:
las conserva al transmitirlas, las multiplica al transmitirlas a un número mayor de
descendientes. Estos descendientes retienen junto con la base específica recibida las
variaciones precedentes, a las que añaden las propias, de manera que la acción
combinada de ambos principios arroja como resultado una potenciación del cambio
que da lugar con el tiempo a la aparición de formas o especies distintas, ya que tras
varias generaciones aparecerán propiedades inexistentes en las especies
inmediatamente precedentes.

El proceso de la vida marcha así de una especie a otra gracias a la mediación


mutadora de los individuos vivos, pero con un sentido muy característico: el proceso
marcha desde una situación de carencia de una propiedad a otra de posesión de la
misma, pues las generaciones mediatamente siguientes muestran características que
no tenían las precedentes.

De esta manera, la combinación de los dos primeros principios da lugar al


concepto exacto de evolución como proceso continuo de cambio progresivo. El
progreso implícito en la idea de evolución se produce en la forma de un paso
gradual, pero continuo, desde una situación de carencia a otra de posesión de una
propiedad o característica, o sea, en la forma de un paso necesario desde lo negativo
a lo positivo, desde lo menos a lo más, desde lo inferior a lo superior. En este
sentido, la evolución es materialista, entendiendo por materialismo la doctrina que
deduce lo superior de lo inferior por mero incremento cuantitativo, esto es, que
reduce cualitativamente lo superior a lo inferior.

Todo ello es posible o pensable gracias a la mediación del individuo viviente


como factor de cambio aleatorio en la transmisión genética de los caracteres de la
especie. Cuando el azar es incluido dentro de la cadena determinista de las
generaciones, surge la interpretación evolucionista de la vida. Queda, pues, claro
que este segundo principio es un principio de azar o aleatoriedad que por
combinación con el primero, o principio de determinación y necesidad, completa el
concepto de evolución.

Pero quiero hacer notar que, por tratarse de una combinación de principios, es
posible pensar la evolución de acuerdo con una segunda combinación entre ellos, a
saber, una combinación que en vez de incluir el azar dentro de la serie de las
generaciones, incluya la serie de las generaciones dentro del azar. Si se privilegia el
azar sobre la transmisión genética, cabe pensar que la primera especie viviente
surgió de la no viviente, con lo que del concepto de evolución de la vida se pasa al
de evolución general del universo. Y nada impide que ambas combinaciones se
realicen sucesivamente: primero incluir la vida dentro del azar general, el cual es a
su vez el principio de variación general que se subordina al principio de
determinación general (principio de causalidad), y luego incluir dentro de la vida un
azar particular y subordinado al principio genealógico.
En cualquier caso, se puede establecer, ya, que toda teoría evolucionista
requiere por lo menos dos principios, uno de causalidad determinante y otro de
variación; y también se puede establecer que el principio de variación es siempre un
principio de mediación cuantitativa entre lo negativo y lo positivo, lo inferior y lo
superior.

C) El principio de ajuste, especificación o selección. La tarea que ha de cumplir


este principio es la de justificar cómo, siendo la evolución un proceso continuo de
cambio, existen unas especies que son fijas o estables y por qué existen unas y no
todas. Se trata, pues, de ajustar la teoría de la evolución con la realidad de la vida
orgánica. Darwin pretende realizar dicho ajuste mediante la idea de selección
natural, que es, a juicio del mismo, su aportación más original. En verdad, el
principio de selección natural es un principio económico, ya que se funda en la
presuposición de la escasez: los recursos del medio en que se desenvuelve la vida
son escasos y ello desencadena una lucha por la supervivencia de los individuos
entre sí ycon el medio. La escasez de los recursos naturales determinaría la selección
natural de dos maneras, eliminando a los individuos -y con ellos a las variedades- no
adaptados al medio, y provocando una competencia entre los adaptados tal que sólo
sobrevivan los más aptos.

Las especies son explicadas por Darwin como aquellas variedades de individuos
mejor adaptadas al medio, es decir, como las variedades con éxito para la
supervivencia. Ahora se puede entender mejor el sentido de los dos primeros
principios: si Darwin aplica la relación de generación a las especies es porque, para
él, las especies no son más que variedades individuales con éxito; y si las
variaciones individuales cambian las especies, es porque las especies son sólo
cuantitativamente diferentes de las variedades. El éxito, por lo demás, no depende
de la variedad en sí, sino de un factor puramente externo, de manera que la
diferencia entre una especie y una variedad es meramente extrínseca.

El tercer principio, según lo dicho, es un principio mecánico mediante el cual se


elimina el exceso de variaciones o cambios y se ajusta con el número de especies
existentes.

Paso ahora al examen del valor teórico de la doctrina propuesta, para lo cual voy
a atender tanto a su coherencia interna como a su adecuación con la realidad, pero
haciéndolo primero desde una consideración científica y luego desde una
consideración filosófica. Realizo, pues, la valoración en cuatro momentos: valoración
científica de su coherencia interna, valoración científica de su adecuación con la
realidad, valoración filosófica de su coherencia interna y valoración filosófica de su
adecuación con la realidad.

1. Valoración científica de la coherencia interna de la teoría de la evolución

Para ser empíricamente científica, una teoría ha de cumplir por lo menos el


requisito de la refutabilidad exigido por Popper. Pero ni el primero ni el segundo de
los principios enunciados puede ser empíricamente refutable. En efecto, el primero
de los principios establece relaciones de generación entre las especies, o variedades
con éxito, pero no de un modo inmediato y directo -lo que sí sería fácilmente
refutado-, sino suponiendo la existencia de variedades individuales intermedias,
ahora extinguidas por selección natural. Ahora bien, es claro que la hipótesis de unas
variedades extinguidas o bien es imposible de refutar por absolutamente
extinguidas, o bien sólo es refutable mediante el estudio de sus restos fósiles. Pero
ocurre que, a su vez, la relación genealógica de restos fósiles entre sí y con especies
vivas no es susceptible de tratamiento empírico: sólo se pueden determinar
relaciones de genealogía entre individuos vivos. El procedimiento ordinario de
establecer relaciones de parentesco por parecido no está justificado en una teoría de
la evolución, puesto que al no haber diferencia cualitativa entre las especies y las
variedades, cuando existe simplemente parecido entre variedades podemos estar
seguros de que no estamos ante la misma variedad y, por tanto, tampoco ante la
misma especie. Sólo cuando los restos fósiles coincidan por completo entre sí o con
ejemplares vivos, se podrá saber con certeza que se trata de la misma variedad,
pero entonces el resto fósil no es un antepasado evolutivo de la variedad, sino un
ejemplar de la misma. En pocas palabras, no es posible establecer empíricamente la
relación de causalidad o de genealogía entre especies, ni tampoco refutarla.

Algo muy semejante ocurre con el segundo principio. Para que las variaciones
individuales puedan dar lugar a cambios específicos, es preciso suponer la existencia
de un sinnúmero de variaciones imperceptibles que en un momento dado, alcanzada
una determinada cantidad, se hacen perceptibles. Es obvio que, si esas variaciones
son imperceptibles, no cabe ni demostrarlas ni refutarlas empíricamente.

Por tanto, la teoría de la evolución no cumple los requisitos mínimos exigibles a


una teoría empíricamente científica, sus contenidos no son coherentes con su
pretensión de cientificidad empírica.

2. Valoración científica de la adecuación de la teoría de la evolución con la


realidad

El tercer principio básico de la teoría evolucionista, el principio de selección


natural, no concuerda con la realidad de la vida biológica tal como la entiende hoy la
ciencia. Por razón de brevedad, señalaré sólo dos inadecuaciones. La primera es que
el principio de selección es el único mecanismo de control admitido en la teoría de la
evolución, y es un principio de control exclusivamente externo respecto del ser vivo.
En cambio, la biología actual reconoce que los mecanismos de control son inherentes
al ser vivo, forman parte suya, y que la vida se basa en la información, principio no
mecánico de todo autocontrol. La segunda inadecuación consiste en que la vida
orgánica no es individualista, sino sistemática: se presenta en todos sus grados y
estratos organizada en conjuntos armónicos, de manera que unas especies
aprovechan los resultados o incrementos de otras, a la vez que ejercen un control
beneficioso sobre ellas. La vida no puede ser entendida en términos de economía de
mercado, sino en términos de ecología. Ni la escasez ni la lucha por la supervivencia
pasan de ser meras metáforas, o proyecciones del mundo humano, inapropiadas a la
realidad de la vida biológica. El dato fundamental de la vida orgánica es el de una
maravillosa concordancia de formas y funciones, lo que no armoniza en absoluto con
la versión belicosa e individualista que deriva del principio de selección natural.

La teoría de la evolución no se adecúa, pues, a los datos empíricos, los cuales


demuestran que la realidad de la vida es una realidad no mecánica, capaz de
autocontrol y organizada de modo armónico en todos sus niveles.

3. Valoración filosófica de la coherencia interna de la teoría de la evolución

Puede que alguien piense que, si la teoría de la evolución no alcanza a ser


científica, entrará por ello mismo dentro del campo de las teorías de índole filosófica.
Pero si la ciencia empírica tiene sus exigencias, la filosofía las tiene aún mayores y
más sutiles. Para que una teoría sea filosóficamente sostenible, ha de ser en primer
lugar congruente consigo misma. La teoría de la evolución propuesta no lo es, pues
el primero y segundo de sus principios chocan frontalmente entre sí.

La incompatibilidad de ambos principios no se funda en la incompatibilidad sin


más de azar y necesidad -que pueden ser compatibles-, sino en el carácter
determinista de la necesidad propuesta por el evolucionismo. En la teoría de la
evolución la necesidad es entendida como determinación genética o causal-eficiente,
o sea, como determinación de lo posterior por lo anterior, tal que lo posterior se
sigue con necesidad absoluta de lo anterior. Es claro que con semejante hipótesis o
bien ninguna variación específica sería posible, o bien cualquier variación llegaría
demasiado tarde para afectar positivamente a la especie. Digo que ninguna variación
específica sería posible, porque si la variación es posterior a la transmisión genética,
deberá ser determinada necesariamente por ella como por su causa o anterioridad,
es decir, deberá estar precontenida en la herencia genética y no ir nunca más allá de
lo en ella fijado. Pero admitiendo que llegara a producirse alguna variación, ésta
-digo- llegaría demasiado tarde, esto es: o bien no afectaría al núcleo de lo genético,
que por estar situado en la anterioridad está ya terminado y no es susceptible de
modificación, sino sólo de desarrollo; o bien, si le afectara, lo destruiría, pues por
estar terminado previamente la herencia genética sería incapaz de asimilar cambios
positivos. En estos dos últimos casos las modificaciones aleatorias marcharían en
sentido contrario al de la necesidad, dando lugar a un contrasentido funcional.

La única manera de hacer compatibles azar y necesidad consiste en entender la


necesidad como necesidad final, o sea, como una necesidad que actúa desde el
principio, pero en la medida en que todavía no está determinada o agotada como
causalidad, y justamente por eso admite incrementos o decrementos según
condiciones aleatorias.

Siendo imposible la combinación de los dos primeros principios en los términos


en que lo hace esta teoría, el concepto mismo de evolución, tal como fue expuesto
más arriba, resulta inviable. Ni lo negativo ni lo inferior pueden predeterminar
necesariamente a lo positivo y a lo superior.

4. Valoración filosófica de la adecuación de la teoría de la evolución con la


realidad

He dicho antes que, para merecer el calificativo de filosófica, una teoría tiene
que ser en primer lugar congruente como teoría, pero tengo que añadir ahora que
por no ser la filosofía mero juego, sino auténtica búsqueda de la verdad, para que
una teoría sea verdaderamente filosófica ha de ser, además, congruente con la
realidad. Sin embargo, el tercero de los principios de la teoría de la evolución no se
ajusta a la realidad de la vida.

El principio de selección natural es un principio puramente negativo que podría


explicar, todo lo más, por qué no existen ya determinadas variedades, pero no por
qué existen efectivamente las que existen y, menos aún, cómo pueden darse
realmente variedades (según ellos) que no hayan experimentado mutación alguna
desde hace millones de años. Responder «porque no han sido eliminadas»
equivaldría a no haberse enterado de la pregunta o, lo que es equivalente, a no
responder. Dicho de modo más directo: el problema reside en que una teoría de la
evolución, o variación continua, no puede explicar la estabilidad, que es la nota
característica de las especies, con un principio puramente negativo, como es la
selección natural. Sería como responder a la pregunta «¿por qué no cambian las
especies?» con un «porque no han sido eliminadas». Cualquiera puede entender que
si hubieran sido eliminadas tampoco habrían cambiado.

Como se sigue de lo dicho en el punto 2, la selección natural es incapaz también


de justificar la armonía que domina todas las manifestaciones específicas de la vida.

Pero, si no puede explicar lo uno y lo otro, ello se debe no tanto a haber


entendido la realidad vital de modo económico, cuanto a haber interpretado la
economía vigente en la vida según el modelo de la economía artificial humana. La
vida orgánica tiene ciertamente que ver con la economía, puesto que es el
aprovechamiento de la entropía física, pero precisamente por ello su economía es
muy diferente de la economía artificial humana. No se trata, en efecto, de un
aprovechamiento de medios o recursos, y no se aprovechan por su escasez, pues la
entropía no es en sí medio alguno y, menos aún puede decirse que sea escasa. La
escasez y los recursos entran en la economía humana por el cabo de la previsión de
la muerte o limitación temporal, pero las especies no tienen limitación de tiempo
intrínseca ni incluyen la previsión de su exterminio posible en su código de conducta:
la muerte orgánica afecta sólo a los individuos, no a las especies. En consecuencia,
hablar de lucha por la supervivencia sólo tiene sentido en referencia a los individuos
vivos, pero no a la especies, que no se enfrentan entre sí ni con el medio, antes bien
integran un conjunto armónico y benéfico para todos.

Que la vida orgánica sea el aprovechamiento de la entropía no significa que la


vida aproveche toda la entropía, sino que su aprovechamiento es integral, esto es,
que la vida funciona antientrópicamente o, lo que es igual, sin generar a su vez
residuos, pérdidas o entropía. Para ello se organiza sistemáticamente, de manera
que los residuos generados por unas especies sean aprovechados por otras y así,
entre todas, eliminen las pérdidas, obteniendo un rendimiento íntegro: «que ningún
rendimiento se pierda» es la ley que regula la vida orgánica. Se trata, por tanto, de
un aprovechamiento cualitativo, no cuantitativo, de la entropía.

Además, por no ser un aprovechamiento de medios o recursos, el rendimiento


que obtiene la vida orgánica no es un rendimiento de nuevos medios, o sea, un
proceso de mediación, como la humana, sino que su rendimiento es final: el
rendimiento de la vida orgánica es ella misma, es decir, el crecimiento y la
multiplicación. La vida orgánica no consiste en un proceso de mediación, sino en un
sistema de fines, lo que concuerda perfectamente con la índole cualitativa de su
aprovechamiento de la entropía.

Sé que las expresiones «sistema de fines» y «necesidad final» crearán


problemas de aceptación entre ciertos lectores. Habrá científicos que creerán
entender bajo esos términos veladas alusiones al mundo del espíritu o al reino del
ocultismo. Están equivocados, aunque no tanto por culpa de ellos mismos como por
la de algunos filósofos o la de pensadores que pasan por ser filósofos. Es corriente
confundir la causalidad final, que no es espíritu ni fuerza oculta alguna, sino la más
alta de la causalidades físicas, con el fin como destino, que sí es propio y exclusivo
de los espíritus. Cuantas referencias se han hecho a la finalidad en este escrito
deben entenderse como relativas a la causalidad final, primera causa del movimiento
físico, no al fin-destino de la libertad humana.

La propia ciencia actual, a medida que va desembarazándose de sus prejuicios


deterministas, materialistas y mecanicistas, está recuperando poco a poco, aunque
no sin recelos y cautelas, pero al fin y al cabo recuperando, la noción de finalidad
causal o telos, por respeto a la realidad evidente de la vida orgánica y del mundo
físico.

En definitiva, la teoría de la evolución como determinismo materialista y


mecanicista no está a la altura de la ciencia de nuestro tiempo ni a la altura de las
exigencias de la filosofía. La tarea que nuestra sazón histórica y filosófica reclama a
los teóricos de la vida es la de dar razón de la armonía, estabilidad y riqueza de las
formas de vida orgánica, recuperando y desarrollando para ello la función directiva y
unificante de la noción de causa final
EL HUEVO O LA GALLINA

Resumen
Un atento examen de la conocida y problemática cuestión «¿qué es antes el huevo o
la gallina?» sirve, en este breve escrito, de introducción metodológica al estudio
filosófico de la vida orgánica. Una vez señalado lo incorrecto de la disyunción, se
procede, mediante sucesivas ampliaciones, a una profundización teórica en sus
implícitos, y, finalmente, a la detección del supuesto que la problematiza y que
reside en el sentido pretendidamente unívoco del «antes». La multiplicidad de
sentidos reales de la anterioridad pone de manifiesto que el método adecuado para
entender la vida orgánica es el método sistémico.

Palabras clave
Teoría de la vida - Cosmología - Antropología - Método sistémico

¿Qué es antes el huevo o la gallina? Este archiconocido problema es un


archisupuesto problema, es decir, un problema no suficientemente pensado.

Se supone que la gallina es aquel individuo del género femenino (de la especie
«gallináceas») al que incumbe el poner los huevos, y que los huevos son los
individuos nuevos. Pero la gallina fue antes huevo. Por tanto, si la gallina es anterior
porque pone los huevos, el huevo es anterior porque sin huevo no hay gallina. El
problema no parece tener solución, pero sólo porque se plantea ingenua y
confusamente.

Ante todo, en la pregunta ¿qué es antes el huevo o la gallina? nada me obliga a


pensar que se trata de dos individuos distintos. En realidad, el huevo y la gallina son
dos fases de un mismo individuo orgánico. La gallina es sólo la maduración del
huevo, una fase posterior del mismo individuo. Como son dos fases de un mismo
individuo, no existe entre ellas ninguna oposición ni otra diferencia que la temporal.
Respecto del individuo no cabe duda: antes es huevo meramente fecundado que
huevo completamente desarrollado. En este caso, ni el huevo ni la gallina son
individuos distintos, uno anterior al otro, porque el huevo fecundado es ya la gallina,
sólo que en una fase de inicial inmadurez. Por todo lo cual no cabe la disyuntiva
«huevo o gallina», sino primero huevo y, después, gallina.

Sabemos que quienes plantean la pregunta suelen insistir diciendo: ¿y de dónde


procede el huevo, si no es de una gallina? Si es verdad, como he dicho, que la
pregunta no impide ser entendida en referencia a un mismo individuo, es también
cierto, sin embargo, que puede ser referida a individuos distintos. El huevo es ya la
gallina, pero esa gallina no se pone ella misma, sino que pone el huevo de otro
individuo gallináceo. De manera que, si la pregunta se plantea como relación entre
individuos distintos, resulta igualmente eliminada cualquier duda para su solución:
primero es la gallina, o individuo que pone el huevo, y luego es el huevo puesto, que
–si está fecundado– es otro individuo (posterior) de la misma especie. Tampoco aquí
cabe, pues, la disyuntiva «huevo o gallina», sino: primero el individuo (maduro)
gallina y después el individuo (que empieza en fase de) huevo.

Parece, pues, que, al considerarlo por partes, se nos ha disuelto el problema. Está
claro que, en un individuo, antes es la fase de huevo que la de adulto; está claro
que, entre individuos distintos, antes son los adultos que los huevos. El problema
surge sólo si, oscilando en mi atención, al referirme ora al desarrollo de un individuo
como tal, ora a la procreación de un nuevo individuo, creo seguir atendiendo a lo
mismo. Por eso el falso dilema «¿qué es antes el huevo o la gallina?» me paraliza.
Cuando, atiendo a que uno, antes de madurar como ser vivo, ha de haber
progresado desde la inmadurez vital, contesto a la pregunta diciendo que antes es el
huevo, pero entonces se me llama la atención sobre el hecho de que los individuos
vivos proceden unos de otros; y cuando, en atención a que los individuos vivos
procedemos unos de otros, contesto que antes es la gallina, entonces se me llama la
atención sobre el hecho de que los individuos vivos maduran desde el estado de
inmadurez. El engaño se produce cuando planteo como si fueran una misma y sola
dos cuestiones diversas. Al hacerlo, se introduce la disyuntiva, que no existe más
que en mi confusa unificación de cuestiones. La confusión consiste en la pretensión
de homogeneizar o totalizar los ingredientes de la vida, más en concreto en intentar
que crecimiento y generación se hayan de poner en una única fila, uno detrás de
otro, de manera que uno derive del otro. Tal confusión aparece en la pregunta como
un círculo implícito. Entre el huevo y la gallina reales el círculo no existe, puesto que
una cosa es el desarrollo o crecimiento de un ser vivo y otra su generación; y si no
existe el círculo, entonces tampoco existe la disyuntiva, de manera que, en vez de
poner como título «El huevo o la gallina», lo correcto habría sido titular este trabajo
«El huevo y la gallina».

Sin embargo, el problema no se ha agotado, pues admite formulaciones más


complejas. Para ampliar horizontes, introduciré ahora la variante (imaginaria) que
llamaré «sexista».

La variante «sexista» -permítaseme la broma- del problema del huevo y la gallina


sonaría así ¿qué es antes el gallo o la gallina? La solución (fingidamente) «feminista»
a la pregunta sería que la gallina, versión femenina de la especie, es anterior al
huevo, sea éste macho o hembra, y por tanto al gallo. Es obvio que la gallina es la
que pone el huevo del que nacerá otra gallina, y –en esta versión imaginariamente
«feminista»– sólo accidentalmente un gallito, al que le corresponde un papel
marginal en el mantenimiento de la especie, porque gracias a la función fundamental
de las gallinas existe y perdura la especie. En efecto –razonaría esta variante–, si
bien los huevos fecundados pueden ser machos o hembras, la continuidad de la
especie parece estar garantizada sólo por la línea de las hembras (ponedoras de
huevos), no así por la de los machos. En consecuencia, el individuo femenino es
anterior al masculino, y es aquel sobre el que gravita la continuidad de la especie.

Naturalmente, una cosa es que, en la tarea del mantenimiento de la especie de los


animales superiores, a lo femenino le competa cierto papel nutricio adicional
(formación del óvulo94[1], gestación, amamantamiento, etc.), y otra que en la estricta
reproducción lo femenino tenga un papel más importante. Dentro de la reproducción
sexuada más altamente desarrollada, las especies superiores se caracterizan por
tener dos tipos de individuos, los femeninos y los masculinos, igualmente necesarios
para la reproducción, en la medida en que contribuyen a ella a partes iguales, a
saber, con una trasmisión haploide del código genético que luego da lugar a un
94[1]
Nótese que el óvulo, aparte de contener el código genético, se compone de substancias
nutricias, que son las que le dan mayor volumen, para que a partir de ellas pueda comenzar
su andadura la nueva vida que surgirá tras la fecundación, o formación de una célula diploide
independiente, es decir, un nuevo individuo. Es una manera de resolver el problema de la
nutrición para la reproducción celular cuando aún no se la puede procurar el individuo, porque
no ha desarrollado todavía su organización.
individuo con una dotación genética diploide. Por tanto, sería falso decir que sólo la
gallina (individuo femenino) es anterior al huevo, lo anterior son los progenitores.
Pero para ser progenitores la condición inexcusable es la interfecundidad, o sea, el
pertenecer a la misma especie.

Como digo, en la reproducción, los individuos generantes aportan cada uno la


información genética (específica e individual), pero de modo simple, mientras que el
individuo generado ha de poseer la información genética por duplicado. Siendo así,
queda claro que los individuos vivos sexualmente diferenciados tienen el doble de
información genética que los gametos en los que se contiene la información de la
especie y por cuyo medio se realiza la reproducción. Por consiguiente, individuo y
especie difieren por lo que hace a la dotación genética: la especie (cada gameto) es
informativamente más simple que el individuo, o, lo que es equivalente, el huevo
fecundado es más rico en información que el huevo sin fecundar (gameto femenino).

Así pues, la versión «sexista», aunque propuesta sólo como hipótesis de trabajo, nos
ha servido para introducir una variante, a saber: una consideración más detallada de
la reproducción, con la cual entra en juego, se quiera o no, la consideración de la
especie. Pero entonces se nos abre el siguiente problema: ¿qué es anterior, el
individuo diferenciado sexualmente (masculino, femenino) o la especie? De nuevo
estamos ante un problema similar al del huevo o la gallina: el individuo es
diferenciado sexualmente por la especie, y la especie se trasmite por individuos
sexualmente diferenciados. Por lo tanto, la pregunta ¿qué es antes, la diferenciación
sexual o la especie? equivale a preguntar ¿qué es antes, el individuo o la especie? La
alternancia entre la consideración de la vida en un solo individuo y la consideración
de la trasmisión de la vida orgánica entre individuos distintos ha sido substituída por
una consideración de la vida orgánica en general. Se admite que la vida requiere
tanto lo individual como lo específico, pero se cuestiona cuál de esas dos
dimensiones de la vida es anterior. Ésta sí parece una cuestión con mayor calado.

La pregunta se puede verter del siguiente modo: ¿qué es lo primero en la evolución


de las especies, el huevo o la gallina, la especie o el individuo? La doctrina
evolucionista ha dado las dos respuestas. El evolucionismo de Darwin atribuye a las
variaciones adaptativas del individuo la formación de una especie nueva (cambio
continuo). Por tanto, para él, primero es la gallina o el individuo. En cambio, el
evolucionismo más actual atribuye a cambios aleatorios del código genético en el
gameto el salto entre especies (cambio discontinuo), por tanto para él antes es el
huevo, que –en el caso– vale por la especie.

Sólo que esta formulación del problema es ahora más compleja, pues hablamos a la
vez de la generación de especies y de individuos. Según el darwinismo, los individuos
generan a los individuos y a las especies por el mismo medio, a saber, mediante la
trasmisión del código genético, y además de modo no diferente, pues el cambio de
especie se debe a las pequeñas variaciones de los individuos singulares que se
transmiten por vía de reproducción junto con la información genética básica, hasta
que –por acumulación– en un momento dado se deja ver el cambio. El individuo,
aquí, es anterior a la generación de otro individuo y de la especie nueva. En cambio,
según la teoría evolucionista más actual, la generación de individuos se hace por
trasmisión del código genético sin cambios, y la de las especies por el mismo medio,
pero con cambios que afectan directamente a la información genética. La
información genética de la especie estaría expuesta al influjo del medio, quedando
situada en un estadio intermedio (gameto) entre el individuo progenitor y el
individuo generado95[2]. Lo que tienen en común ambos planteamientos es que, para
ellos, la evolución es posible gracias a la reproducción, y como la evolución es, para
ellos, la característica más notable de la vida, entonces la reproducción es la
operación más importante del ser vivo96[3].

Por tanto, el evolucionismo lleva implícitas cuestiones no suficientemente dilucidadas


como: ¿qué es antes, el gameto o el individuo?, ¿qué es antes, el código genético o
la reproducción? Ahora ya no preguntamos por relaciones externas, sino por
ingredientes de la vida: ¿es todo, en el individuo, puro despliegue del código
genético, o más bien el código genético es sólo un resultado de la vida individual?,
¿ha sido todo código genético mero término de un proceso reproductivo, o la
reproducción es sólo una función del código genético?

No por ser más complejas dejan de ser estas preguntas tan capciosas como las
primeras y más sencillas. El individuo y la especie, que en el fondo son el objeto de
discusión tras todos esos complicados interrogantes, no son opuestos ni disyuntos.
En la vida protozoica, la más primitiva, existen formas de reproducción asexuada,
como la bipartición, la gemación, etc., cuya característica es que en ellas lo
«específico» –si así puede llamarse– y lo individual no están separados: en unas
fases se atiende a la nutrición y en otras a la reproducción, permaneciendo constante
el crecimiento, como tiempo propio. En estas formas de vida queda, pues, manifiesto
que lo específico y lo individual son dos dimensiones distintas de la vida orgánica,
pero no opuestas o disyuntas, pues sin ellas no cabe su existencia. El (falso)
enfrentamiento o disyunción entre individuo y especie deriva de una confusión: la
pretensión de explicar la vida con uno solo de ellos y mediante la reducción del otro.
La tarea ha de ser, más bien, investigar cómo esas dos dimensiones se coordinan en
la unidad de la vida orgánica, sin reducción de ninguna de ellas. En la vida orgánica
existen tres funciones: el crecimiento, la reproducción y la nutrición. Como vimos, el
95[2]
En el planteamiento de Darwin no es necesario admitir ningún cambio aleatorio: el medio
es estable en cada habitat, los individuos vivos son estables. Lo único que puede variar es la
intersección individuo-habitat: al cambiar de habitat, el individuo se ha de adaptar. Sólo que
así no puede explicarse más que la existencia de variedades o razas, no de especies distintas.
La manera actual de entender la evolución introduce cambios aleatorios en el medio y en el
gameto para intentar explicar la aparición de nuevas especies, no de meras variedades o
razas. Ahora bien, si se admitiera que el habitat cambia aleatoriamente de modo continuo,
entonces las adaptaciones del individuo llegarían tarde y no podrían explicar ni su
superviviencia ni la existencia de especies, cuya característica es la estabilidad. Igualmente, si
los cambios azarosos afectaran de modo continuo a la información genética del individuo, y no
discontinuamente a los gametos, entonces estaríamos de nuevo ante la misma dificultad, pues
el individuo no podría sobrevivir –dado que la información genética es común a todo el
organismo–, y no podría existir una información estable propia de la especie. Por tanto, los
cambios aleatorios han de ser discontinuos, han de provenir del medio externo, no del
viviente, han de afectar sólo a los gametos, no al individuo, y han de inducir –siendo
discontinuos y aleatorios– en varios gametos distintos (masculinos y femeninos) una misma
mutación, pero una mutación tal que sea viable, a fin de que puedan ser interfecundos y den
lugar a una nueva especie. ¿No es pedir demasiadas coincidencias a factores que se dicen por
completo azarosos? (Para más detalles véase, I. Falgueras, Breve examen científico y
filosófico de la teoría de la evolución, en "Espíritu" 37 (1988), 111-118).
96[3]
El cambio genético proviene, en ambas formas de la teoría, de distintos factores exógenos
(medio al que ha de adaptarse el individuo; perturbación aleatoria del medio que induce un
cambio en la trasmisión genética) y actúa en momentos distintos (sobre el viviente maduro;
sobre el gameto), pero lo común es que ambas, desconsiderando el crecimiento, pretenden
que la reproducción es el medio de la evolución y que, en consecuencia, la evolución es
mecánica, en la medida en que está dirigida siempre desde fuera de la vida y sin causalidad
final alguna (a diferencia del crecimiento).
problema del huevo «o» la gallina propone que el crecimiento (la consideración del
huevo y la gallina en un mismo individuo) y la reproducción (la consideración en
individuos distintos) deben ser homogeneizados, pero no se sabe cómo, por ello
introduce entre ellos una disyuntiva. Para las teorías de la evolución (que son una
cierta versión del problema del huevo «o» la gallina), la vida se explica (casi)
exclusivamente mediante la reproducción y la nutrición, pues se la entiende como
lucha o interacción violenta con el medio externo, encubriendo y relegando el
crecimiento. Sin embargo, para entender la vida es preciso no dejar de tener en
cuenta ninguno de sus ingredientes ni funciones, y, teniéndolos en cuenta,
entenderlos coordinadamente.

Para ello, volvamos sobre nuestros pasos. Si de nuevo se atiende, aunque sea de un
modo no del todo preciso, a las primeras versiones propuestas, se advertirá que la
disyuntiva presente en la cuestión del huevo «o» la gallina se basa en una reducción
absurda del sentido de la prioridad, pues se confunde el antes temporal con el antes
causal: poner el huevo es, hablando de forma muy imprecisa, pero imaginativa,
causar el huevo; en cambio, hacerse gallina es sólo cuestión de tiempo para el
huevo. Parece que, temporalmente, el huevo es anterior a la gallina, mientras que
causalmente (de modo eficiente-formal) la gallina es anterior al huevo. Pero téngase
en cuenta que la paternidad no es temporalmente anterior a la filiación: no es padre
el padre antes que el hijo sea hijo, pues no cabe padre sin hijo, ni hijo sin padre. La
paternidad y la filiación son simultáneas. Por tanto, la prioridad del padre sobre el
hijo no es temporal, sino (por decirlo todavía de modo impreciso) causal. «Antes»
es, pues, equívoco en esa archiconocida pregunta. De igual modo, el carácter
disyuntivo de la pregunta ¿qué es antes el individuo o la especie? se basa en el error
de pensar que «antes» sólo admite un sentido. Por lo tanto, el afán de
homogeneización o totalización, al que aludí al principio, está contenido
implícitamente en el presupuesto de que el «antes» ha de ser unívoco. Si el sentido
de la anterioridad fuera unívoco, entonces sería inevitable el dilema, sea en la forma
de huevo o gallina, sea en la forma de individuo o especie, sea en la forma de
reproducción o crecimiento.

El equívoco estriba, repito, en el «antes». Es falso que el sentido de la anterioridad


sea unívoco. Existe cierta anterioridad propia de la causa material, otra de la causa
formal, otra de la causa eficiente y otra de la causa final. Pero, además, y sobre todo
en el plano en que nos movemos, existen anterioridades concausales 97[4]. El antes
temporalmente primero, en el sentido de mínimo, es el de la concausalidad formal-
material, pero respecto de él es superior, y por tanto jerárquicamente primera la
concausalidad eficiente-formal, y más alta aún, la eficiente-formal-material, etc.
Aparte de existir muchos tipos de prioridades causales, debe tenerse en cuenta que
de ninguna de ellas cabe prescindir, o que esas prioridades lo son relativamente unas
a otras, de manera que «antes» no significa algo absolutamente primero, sino
relativamente primero, por lo que para poder ser anterior en un sentido se requieren
también las otras anterioridades respecto de las cuales cada una pueda ser anterior
en otro sentido.

Pues bien, justo al advertir eso, podemos empezar a vislumbrar el absurdo de la


cuestiones propuestas, y con ello su solución: la existencia de distintos modos de la
anterioridad. El huevo puede ser anterior en dos sentidos: como una fase inicial
97[4]
Para entender a qué aludo de modo tan abreviado y críptico es preciso conocer las
investigaciones de L. Polo, Curso de Teoría del Conocimiento, tomo IV, vols. I y II, Eunsa,
Pamplona, 1994 y 1996, respectivamente. También puede verse I. Falgueras Salinas, Crisis y
renovación de la metafísica, c.II, Spicum, Málaga, 1997.
(huevo fecundado) del desarrollo o crecimiento de cada individuo gallináceo –
prioridad según el retraso de la causa material fundida–, y como uno de los
ingredientes para un nuevo individuo todavía posible (el huevo sin fecundar) –
causalidad formal-material dispuesta–. El individuo gallináceo puede ser anterior al
huevo en otros dos sentidos: como causa final o meta del desarrollo del huevo, es
decir, como fase madura del crecimiento de cada individuo gallináceo –y, por tanto,
de todo huevo fecundado–, y como generador eficiente-formal de otro individuo de la
misma especie. Ninguno de estos sentidos distintos implica exclusión ni disyuntiva
entre ellos, antes bien todos son requeridos por la vida orgánica. Por tanto, sin una
pluralidad de sentidos de la prioridad causal no cabe la vida –ni tampoco el mundo–.

Para aprovechar mejor la consideración de los implícitos del problema del huevo o la
gallina, conviene introducir finalmente una última ampliación del mismo,
trasladándolo a otras cuestiones más complejas, pero asequibles, para seguir
moviéndonos todavía en el ámbito de lo más sencillo. Por ejemplo, ¿qué es antes la
mano «o» el lenguaje? Algunos han definido al hombre por el lenguaje, otros lo han
definido por las manos, que son metáfora del trabajo. Parece que si consiguiéramos
determinar cuál de ellos es anterior, podríamos dar la razón a unos o a otros. Sin
embargo, ni la mano ni el lenguaje son temporalmente uno anterior al otro, pues en
realidad sólo pueden surgir con la postura erecta. La postura erecta abre la
posibilidad de la comunicación facial y al mismo tiempo libera las extremidades
anteriores de la tarea de andar, abriendo la posibilidad de la mano. Pero entonces
¿es antes el bipedismo, o postura erecta, que el lenguaje y que las manos? Pues
depende de qué se entienda por «antes». Si se habla de un antes temporal, el
bipedismo puede anteceder al lenguaje y a las manos, pero si se trata de un antes
causal-final, no, pues el sentido del bipedismo es el lenguaje y el trabajo. Además, el
bipedismo no es propiamente una causa, sino una condición previa, y ni tan siquiera
la única condición previa para el lenguaje y el trabajo, pues para que ellos sean
realmente posibles se requiere además el aumento del cerebro, o sea, el desarrollo
en el cerebro de grandes cantidades de conexiones neuronales libres.

Así que tenemos dos «antes» condicionantes y dos «después», pero los antes
condicionantes no pueden causar los después condicionados, ya que el lenguaje y el
trabajo humanos son lo que son, es decir, auténticas producciones, en virtud de la
inteligencia. La esencia y el sentido del lenguaje y del trabajo humanos los reciben
del espíritu (inteligencia y voluntad), pero no sin la previa disposición del cuerpo:
desarrollo del cerebro, bipedismo, rostro, aparato fonético y liberación de las manos.
Todo esto nos indica que la realidad es más compleja que las simplificaciones
reduccionistas implícitas en las disyuntivas.

El hombre, cuerpo y espíritu, o espíritu encarnado, no se puede entender


unilateralmente ni sólo por el cuerpo ni sólo por el espíritu. Tampoco el universo se
puede entender unilateralmente, con solo la causa material o formal, o eficiente,
hacen falta las cuatro causas. Por eso, si queremos entender al hombre y al mundo,
conviene empezar a pensar sistémicamente. Lo sistémico no es lo sistemático.
Aunque ambos términos deriven de la voz sistema, significan cosas dispares. Lo
sistemático es la concepción del sistema como conjunto o todo completo e
independiente: es el sistema cerrado. Lo sistémico es la consideración del sistema
como conjunción abierta, en movimiento, de una pluralidad de factores. La unicidad
excluyente y reduccionista (sistematicidad) no permite entender en directo ni al
hombre ni al mundo. El pensamiento sistémico es requerido para entender las
criaturas, que son seres inidénticos, compuestos de ser y esencia, y plurales. En vez
de pensamiento reductivo, se requiere pensamiento sistémico.
Polo, mi maestro, ha dicho que Hegel pensaba poniendo los problemas uno detrás de
otro, precisamente porque era monometódico. Eso es también lo que hace el
evolucionismo: intentar poner en fila india a los vivientes. En cambio, Polo piensa
sistémicamente98[5], o sea, coordinando los conocimientos y problemas. Insisto, lo
sistémico no es lo sistemático: lo sistemático es reductivo, pues pretende reducirlo
todo a un único aserto o intuición del que emanan los demás deductivamente; en el
caso del evolucionismo, la sistematización de los vivientes se pretende hacer desde
la sola reproducción con un factor de corrección azaroso. Lo sistémico es, en cambio,
la aceptación de que lo real creado es complejo tanto en el plano metafísico
(distinción real ser-esencia), como en el físico, no digamos en el humano, por lo que
no puede ser reducido a un único principio ni entendido con un único método; su
unidad sólo puede ser unidad de congruencia.

Ahora se entenderá por qué, aun siendo más correcto, no cambié el título «¿el huevo
o la gallina?» por «el huevo y la gallina»: huevo y gallina no se excluyen, son dos de
los momentos del ser vivo orgánico –el crecimiento y la reproducción, el individuo y
la especie–, pero en la vida orgánica han de ser consideradas más cosas. Incluso
«huevo y gallina» es poco, se requieren además: substancias elementales,
substancias compuestas, naturalezas, otros seres vivos, el universo y el ser. No
puede existir una gallina sin universo. Una gallina sola sería un universo, no una
gallina. Si por hipótesis la fingiéramos sola, entonces nada de lo que caracteriza a la
gallina permanecería intacto, pues cada una de sus funciones y partes pasarían a ser
las concausalidades requeridas por el universo: no habría en ella ni alas ni hígado ni
huevos, sino, justo como en el universo, substancias elementales, substancias
mixtas, naturalezas, substancias vivas, y unidad de orden. En lo cual va implícito que
tampoco el universo puede ser un individuo vivo o gallina: si lo fuera, tendría que
integrarse, como los seres vivos, en un universo o unidad de orden superior,
reiterándose así el problema hasta el infinito. El método sistémico recomienda, desde
luego, no considerar la vida al margen del universo, mas también no reducir lo
sistémico a la vida.

El universo es complejo. Sin la distensión entre lo que se adelanta en el tiempo


(causalidad material) y lo que preside en jerarquía (unidad de orden o causalidad
final) no es posible efectividad alguna. El adelanto temporal implica un retraso
cualitativo, una subordinación a una causa final, y viceversa la causa final requiere
un adelanto temporal. El puro y mero adelanto no aportaría nada si no fuera
compensado su retraso por una ordenación tal que desgranando el adelanto
temporal en gradaciones cualitativas haga aparecer un conjunto de formas
(causalidad formal) o/y eficiencias (causalidad eficiente) concausales con la materia
o con la causa final, que den lugar a la sobreabundante variedad de seres físicos.

Si no hay vida orgánica más que en el universo, entonces la vida orgánica no puede
ser entendida como una mera seriación de individuos independientes. Y como lo que
dentro del universo físico caracteriza a la vida orgánica es el movimiento inmanente
o crecimiento, ese crecimiento no será, desde luego, independiente, sino relativo a
otros movimientos, mostrándose tal dependencia en la necesidad de otras funciones
vitales, como la nutrición y la reproducción. Eso no obstante, en la medida en que,
sin ser independiente, reúne características propias, el movimiento inmanente da

98[5]
Cfr. ¿Quién es el hombre? Un espíritu en el mundo, Rialp, Madrid, 1991; y más en
concreto, La cibernética como lógica de la vida, en Studia Poliana, 4 (2002) 9-17.
lugar a los desarrollos peculiares manifiestos en los seres vivos. La vida orgánica es
una complejidad dentro de otra complejidad.

Por tanto, para poder atender a las cuestiones que suscita la vida es preciso: 1)
atender al carácter intramundano de la vida orgánica, y 2) atender a la complejidad
precisa de la vida orgánica. El primer tipo de consideraciones implica tener una
visión del (complejo) universo mundano, para situar la vida dentro de él. El segundo
tipo de consideraciones exige atender a la vida orgánica desde varios ángulos de
enfoque: a) como un peculiar modo de concausalidad, cuya característica esencial es
el crecimiento; b) como un crecimiento necesitado de otras funciones relativas al
entorno físico y al universo mismo; c) como un crecimiento capaz de
especializaciones en esas precisas funciones adicionales.

En resumen, lo que falsea todo el problema del «huevo o la gallina» en sus variadas
manifestaciones es la introducción de la mismidad y de la unicidad. Primer engaño:
el huevo es huevo y sólo huevo, la gallina es gallina y sólo gallina –en vez de: huevo
y gallina en varios sentidos. Segundo engaño: no existe más que un solo sentido del
antes, y por tanto la anterioridad es excluyente, si el huevo es anterior, la gallina no
puede ser anterior –en vez de: muchos sentidos de la anterioridad causal. Esto
equivale al empleo de un método totalizante, o sea, de un método reduccionista,
pues «total» equivale a «nada más que». Al decir «el huevo o la gallina», aunque se
admiten dos, se supone que la anterioridad sólo puede ser de uno, y por tanto única.
Una primera corrección del falso problema es eliminar la disyuntiva: en vez de
«huevo o gallina», «huevo y gallina». Pero para poder decir «huevo y gallina»
respecto de la anterioridad, es preciso entender que existen al menos varios sentidos
de la anterioridad causal, concretamente cuatro. Y pensar la anterioridad según
cuatro sentidos distintos requiere un modo de pensar nuevo, no reductivo, sino
sistémico, o integrador en movimiento. La sistemicidad del universo implica su
intrínseca distensión temporal, razón por la que un sistema cerrado o completo no
puede dar razón del universo físico. Si lo sistemático es totalidad, lo sistémico es
concausalidad; si lo sistemático es unicidad o simultaneidad, los sistémico es unidad
de muchos ordenados en el tiempo.

La moraleja de toda esta disquisición sobre el huevo o la gallina sólo pretende ser
ésta: que la vida orgánica no puede ser entendida, si se utilizan en su investigación
métodos reduccionistas. La vida es substancia en movimiento, trocearla –aislando
trozos y reuniendo lo aislado–, puede ser útil para controlarla y someterla, pero no
para entenderla y respetarla.
EL ASEDIO A LA FAMILIA99[1] Y SUS RECURSOS DEFENSIVOS

El hombre es la criatura personal que se dualiza. Dualizarse no es dividirse en


dos ni multiplicarse, sino expandirse o crecer en correlación dual jerarquizada. La
dualización más conocida por todos es la del cuerpo con el alma. Otras de las
dualizaciones originales del ser humano son la dualización en varón y mujer, así
como en padres e hijos. La paternidad, que en Dios es única tanto ad intra (Padre)
como ad extra (Trinidad), en el hombre se dualiza en varón y mujer. El matrimonio
es el modo activo de aprovechar la dualización varón-mujer que integra ya el mínimo
de sociedad posible, la unión conyugal de dos personas. En este núcleo mínimo de
sociedad las relaciones íntimas, privadas y discretas entre las personas del varón y la
mujer se transforman de modo natural, pero admirable, en fuente conjunta de vida
humana y de relaciones naturales entre padres e hijos, o sea, en las relaciones
sociales más sencillas y originarias. Y como el espíritu de los hijos procede de Dios,
la unión conyugal fecunda se dualiza también con el acto del creador, de manera que
los padres humanos no sólo se dualizan respecto del hijo, como padre y madre, sino
que se dualizan con el creador cuando colaboran unitariamente en la procreación de
los hijos. La dualización no es, pues, una actividad desintegradora de la unidad, sino
reunificadora de las diferencias sin eliminarlas. Matrimonio y familia son, a su vez,
una dualización típica del ser humano, según la cual la familia es la expansión social
interna del matrimonio, y el lugar primero, más fácil y misterioso en que se unen la
naturaleza y la libertad, lo privado y lo público, lo individual y lo social. La sociedad
nace, pues, de la familia, y no al revés, y además se dualiza con ella, pues es una
expansión de la familia que no la anula, sino que la abre a lo universal.

Sin embargo, la dualización de lo humano lleva consigo la apertura de flancos y


resquicios que admiten la disfunción y el desajuste, e incluso ciertas debilidades, que
la dejan expuesta al ataque de los posibles desvaríos de la libertad. Veámoslo en la
dualización padres-hijos. Como dice Leonardo Polo, todos somos completamente
hijos, pues somos hijos de nuestros padres, según el cuerpo, e hijos de Dios (por
creación directa), según el alma, mientras que ni todos los hombres son padres, ni
los que lo son lo son por completo, dado que los padres no generan el alma 100[2]. Eso
implica que la relación genealógica completa es Dios-padres-hijos, y sólo así es
intrínseca al ser humano. Pero, en la dualidad padres-hijo, tanto el flanco de la
paternidad humana como el de la filiación pueden ser objeto de desvaríos en la
libertad: cabe no querer ser padre, aun cohabitando matrimonialmente, y cabe no
querer ser hijo. Este último extremo es una de las características de nuestro tiempo,
“se puede decir –afirma Leonardo Polo– que en nuestros días el hombre no quiere
ser hijo. La conciencia de filiación se ha debilitado, e incluso el hombre se ha
rebelado contra su condición de hijo, porque quiere debérselo todo a sí mismo”101[3].
Pero no querer ser hijo es no querer admitir la dualización con los padres humanos ni
con Dios, es decir, no admitir la condición dualizante del hombre, y como eso no se
puede conseguir, por pertenecernos intrínsecamente, lo que se consigue más bien

99[1]
“Deseo recomendar igualmente a la reflexión del CELAM el cuidado de la pastoral de la
familia, asediada en nuestros tiempos por graves desafíos, representados por las diversas
ideologías y costumbres que minan los fundamentos del matrimonio y de la familia cristiana”
(Benedicto XVI, Carta al Señor Cardenal D. Javier Errázuriz Arzobispo de Santiago de Chile y
Presidente del CELAM [14/05/2005], en El Papa con las familias, B.A.C. Madrid, 2006, nº 15,
p. 53).
100[2]
Leonardo Polo, Ayudar a crecer, Eunsa, 2006, 42.
101[3]
Ibid. 44.
así es introducir dualizaciones impersonales y objetivantes en y entre los seres
humanos.

La dualización del matrimonio con la paternidad de Dios debe servir de garantía


del respeto por la naturaleza humana y por cada persona en la relación matrimonial
y genealógica, o sea, en la dualización matrimonio-familia. Todo hombre es hijo, y
sólo es reconocido como persona de modo completo en el seno de la familia. Hijo no
es sinónimo de débil más que en el hombre, precisamente porque el hombre se
dualiza en cuerpo y alma, y en tanto que se dualiza deja, como he dicho, flancos
abiertos que han de ser protegidos. La familia es la gestora y garante de la dignidad
del hombre, precisamente porque en ella es natural subvenir y ayudar la debilidad
del hombre hasta hacerlo adulto, en el caso del niño, o hasta morir en el caso del
anciano. La tarea de la familia no es sólo la procreación y el mantenimiento de la
vida de sus miembros, sino junto con eso la humanización y la transmisión del
sentido de la existencia. La familia que forma unidad con su núcleo, el matrimonio de
varón y mujer, es el modo imprescindible (aunque no sea suficiente) para una
habitación del mundo digna del hombre.

Pero de modo semejante a como la dualización paternidad-filiación abre un doble


flanco de posibles desajustes para la libertad humana (no querer ser padre, no
querer ser hijo), así también, puesto que la dualización familia-sociedad implica una
dependencia de la segunda respecto de la primera, cabe que la sociedad se rebele
contra su dependencia respecto de la familia, cosa que está sucediendo
precisamente hoy, y a la que quiero dedicar en este escrito mi atención.

La rebelión de la sociedad contra la familia se ha hecho escandalosamente grave


en nuestros días. Hoy se confabulan para atacar a la familia una ingente cantidad de
medios junto con una desorientación sapiencial, procurada y consentida, que dejan
en manos de la arbitrariedad de las opiniones individuales decisiones sobre la vida y
la muerte, el matrimonio y la familia, la técnica y la ética. Nunca a lo largo de la
historia se ha visto la familia sometida a más tipos de ataques.

Existen ataques técnicos, como la esterilización, la fecundación artificial, la


clonación y la manipulación genéticas, los anticonceptivos, los abortivos y el aborto
provocado. Existen ataques económicos, como lo son los trabajos inestables (en el
tiempo y en el espacio), y la necesidad de que trabajen fuera de casa padre y
madre, sin liberar a la mujer para su tarea de madre; como lo son la construcción de
viviendas sin espacio vital para la familia, y los precios imposibles para adquirirlas o
alquilarlas. Existen ataques políticos, como las leyes que igualan las aberraciones
sexuales con el matrimonio, las que destruyen la autoridad de los padres, las que
favorecen el divorcio, o las que penalizan tributariamente la paternidad. Existen
ataques morales, como la perversión de la infancia y juventud con enseñanzas o
informaciones que trivializan la relación sexual, fomentan las relaciones sexuales
pre- y extra-matrimoniales, inducen a la consideración del sexo como órgano de
placer, o desarrollan modas que tienden a la indiferenciación sexual; y como la
incitación a la ruptura generacional entre hijos y padres. A lo que cabe añadir un
largo etcétera, que Vds. podrán rellenar.

Si a estos ataques a la familia y al matrimonio, que vienen desde ciertos sectores


externos y dominantes de la sociedad, añaden Vds. los peligros internos que la
acechan, como son, aparte de los de siempre (el egoísmo, la incomprensión, la falta
de capacidad para el sacrificio, etc.), “una equivocada concepción teórica y práctica
de la independencia de los cónyuges entre sí; las graves ambigüedades acerca de la
relación de autoridad entre padres e hijos; las dificultades concretas que con
frecuencia experimenta la familia en la transmisión de los valores”102[4], etc., podrán
reconocer lo que está a la vista de todos, a saber, la crisis de la familia
occidental103[5].

Pero no es el fin de este trabajo anunciar la próxima desaparición de la


institución matrimonial y familiar en Occidente, antes al contrario, los muchos
ataques que sufre desde el exterior ponen de relieve su importancia para la
humanidad, así como la solidez de su resistencia frente a las arbitrariedades de una
loca libertad humana. Incluso la usurpación del nombre de matrimonio y familia para
la promiscuidad sexual antinatural demuestra el prestigio de ambos: como ocurre
con todo lo falso, arbitrario y engañoso, se quieren dignificar encubriéndose bajo el
nombre de lo que sí es valioso y necesario.

La familia está dotada de recursos propios que es preciso fortalecer y acrisolar en


estos malos tiempos. Paso a describir los más relevantes.

Los recursos de la familia tienen su primer bastión en su naturalidad104[6], la cual


deriva del acto creador. Como dice Chesterton: “La más antigua de las instituciones
humanas tiene una razón de ser que puede parecer tan descabellada como la
anarquía. Es la única entre todas las instituciones de su género cuyos principios se
fundan en una espontánea atracción, y puede decirse estricta y no sentimentalmente
que se basa en el amor y no en el miedo… el amor de una mujer y un hombre no es
institución que pueda abolirse ni contrato que pueda terminarse. Es algo más
antiguo que todos los contratos y las instituciones, algo que perdurará cuando unas
y otras ya no existan. Los levantamientos contra todo lo demás son reales porque
siempre cabe la posibilidad de destruir sus componentes o, cuando menos,
dividirlos…pero un hombre y una mujer tienen que estar unidos en una u otra forma
y tienen que aprender a tolerarse mutuamente, sea como sea”105[7].

La atracción entre varón y mujer no es algo arbitrario ni convencional, ni


tampoco meramente psicológico ni siquiera meramente sensual, sino tan fuerte
como una vocación por la cual ambos están dispuestos a ceder en su libertad
individual, para concederse una libertad común, un espacio de vida donde el mundo
se haga habitable, donde las leyes del universo no rijan, sino la lógica del amor. El
secreto más oculto de esa vocación está en la fecundidad del amor humano nacido
de la entrega de la intimidad. Varón y mujer son muy diferentes y tienen, por eso,
mucho que compartir, pero la raíz más honda de la atracción mutua es el don de la
fecundidad que ha recibido su unión y que entre ambos se dan. “El hijo es una

102[4]
Juan Pablo II, Familiaris consortio, 6, PPC, Madrid, 1981, 15.
103[5]
“Por desgracia, está creciendo el número de separaciones y divorcios, que rompen la
unidad familiar y crean muchos problemas a los hijos, víctimas inocentes de estas situaciones.
La estabilidad de la familia está hoy particularmente en peligro; para salvaguardarla es
necesario ir con frecuencia contra la corriente de la cultura dominante, y esto exige paciencia,
esfuerzo, sacrificio, y búsqueda incesante de la comprensión mutua” (Benedicto XVI: Discurso
a la Asamblea Plenaria del Consejo Pontificio de la Familia, en El Papa con las familias, n. 11,
p. 43)
104[6]
Benedicto XVI: “En el mundo de hoy, en el que se difunden concepciones equívocas sobre
el hombre, sobre la libertad, sobre el amor humano, no tenemos que cansarnos de volver a
presentar la verdad sobre la familia, tal como ha sido querida por Dios en la creación” (Ib. n.
11, p. 43)
105[7]
Chesterton, G.K., La superstición del divorcio, §La historia de la familia, Obras completas,
Plaza y Janés, Barcelona, 1967, vol. I, 897-898.
explicación del padre y de la madre; a decir verdad, el hijo es la explicación de los
antiguos nexos humanos que enlazan al padre y a la madre. Cuanto más humano,
esto es, cuanto menos bestial sea el hijo, más legales y duraderos serán los
nexos”106[8]. La vocación a la paternidad de los matrimonios es algo palmario, y se
hace ver y oír por encima de la sordera de nuestro tiempo: son miles los
matrimonios que buscan hijos en adopción, siguiendo el sentido natural de su vida
matrimonial. Tanto la atracción entre los esposos como la vocación a la paternidad
se comunican sin intermediaciones a la familia transformados en unos nexos
naturales de gran fuerza de cohesión, de modo que por el lado de su naturalidad, los
vínculos familiares entre esposos, padres-hijos, y hermanos determinan que a la
familia se pertenezca, mientras que en la sociedad se ingresa.

El segundo gran recurso de la familia es la libertad. Para formar una familia se


precisa una dosis muy grande de optimismo, de esperanza y de fe, y esas virtudes,
que son las que nos permiten afrontar el futuro, las transmite la familia, porque los
lleva en su energía originaria. El individualismo es o locamente aventurero o
enfermizamente apocado. El núcleo de la sociedad no puede estar integrado por
individuos inconexos que no se comprometen a nada, sino por familias estables que
están enteramente comprometidas en el incremento, la mejora, y el mantenimiento
de sus miembros.

Y como la historia es hija de la libertad, aunque la libertad humana no sea señora


de la historia, sino que ha de atenerse a las consecuencias de sus acciones y
omisiones, se puede afirmar sin temor a equivocarse que el futuro es de las familias,
pues en ellas es donde nacen, viven, y hacen sus proyectos de futuro los hombres
que vivirán con libertad responsable en el porvenir. Los sucedáneos de la familia no
tienen futuro, o porque no son fecundos, o porque no son suficientemente humanos,
al mermar la libertad y la naturaleza de los nacidos. “La mayoría de los reformadores
modernos son escépticos sin base sobre la que reedificar, y no estará de más que
sepan y comprendan que hay algo que no pueden reformar. Podréis derrocar al
poderoso de su altura; podréis cambiar por entero la faz de la tierra…pero no podréis
crear un mundo en el que el niño lleve a la madre; no podréis crear un mundo en el
que la madre carezca de autoridad sobre el niño…”107[9].

Y si, por hipótesis imposible, alguna vez se consiguiera igualar artificialmente la


fecundidad de la familia –como se sugiere en la obra de A. Huxley, Un mundo feliz–,
lo que nunca se podría sustituir es su función humanizadora, que empieza en el
claustro materno y dura toda la vida. El matrimonio y la familia no sólo proporcionan
un lugar humano en el mundo y una forma de habitarlo, sino también una forma de
incardinarse en la historia. A las tres grandes preguntas que se hace el hombre “de
dónde venimos, qué somos, adónde vamos”, la familia sana responde de manera
incoática: en ella conocemos nuestro origen inmediato, a nuestros padres y abuelos,
que nos incardinan en una cultura y en una concepción del mundo, los cuales nos
unen al pasado y nos abren el futuro; en ella somos reconocidos como diferentes en
nuestra peculiar personalidad y asociados a una tarea común, además de que en la
familia encontramos el impulso para nuestros propios proyectos. La familia no es
autosuficiente para la formación íntegra del hombre, pero es el cimiento de toda ella.

Por todo eso, la degradación de la familia equivale a la deshumanización de la


sociedad, mientras que la salud de la familia hace fuertes a los pueblos. “Este

106[8]
Ibidem, 898.
107[9]
Ibidem, 899.
triángulo de verismo, padre, madre, hijo, es indestructible, pero puede destruir a las
civilizaciones que lo menosprecien”108[10]. Aquellos pueblos cuyas familias sean más
sólidas y humanas prevalecerán sobre aquellos otros cuyas familias estén más
debilitadas. Más aún, si es que pudieran darse, los pueblos sin familia serían barridos
de la historia. Porque la sociedad se puede organizar de muchas maneras, pero si no
se integra desde la familia toda organización de la sociedad será efímera. El
atomismo individualista es parasitario, no puede constituirse en sociedad, caben
agregaciones o clubes de solitarios, pero carecen de empuje y fuerza como para
perpetuarse. En cambio, la familia es tan antigua como el hombre, y tan duradera
como él.

En resumen, los recursos de la familia son: (i) la naturaleza humana,


concretamente: el amor entre hombre y mujer, y el deseo de ser padres, los cuales
son más fuertes y naturales que todos los premios sociales, como la fama, el dinero
y la satisfacción de los caprichos; (ii) la humanización de la habitación del mundo y
de la vida en sociedad, pues gracias a su unidad, se conjugan armoniosamente amor
y sacrificio, jerarquía y servicio, necesidades y crecimiento en libertad. Tales
recursos son tan imprescindibles que si, por hablar de imposibles, la familia
desapareciera, habría que reinventarla.

Pero no habrá que reinventarla, porque al unir de manera tan natural y libre
cuerpo y alma, naturaleza y libertad, pasado y futuro, la familia crea lazos humanos
de afecto, fidelidad y fe, que la hacen fuerte, y en virtud de los cuales la familia
resiste y resistirá las acometidas de la arbitrariedad humana, que enloquece cuando
va contra su naturaleza. Precisamente porque resiste es por lo que las «progresías»
que intentan una sociedad sin filiación la atacan con todos sus artificios.

En fin, y volviendo al principio, las dualizaciones de lo humano dan lugar a


brechas por las que se pueden debilitar, pero tales dualizaciones no son una forma
arbitraria de expandirse que el hombre pueda suprimir. Se puede no querer ser hijo,
pero no se puede dejar de serlo. Se puede no querer política o sectariamente la
familia, pero no se la puede suprimir. Se la podrá atacar, envilecer, y se podrán
destruir muchas familias, pero la dualización familia-sociedad garantiza que no
pueda ser aniquilada sin que desaparezcan ambas.

Los ataques a la familia muestran su decisiva importancia antropológica, y exigen


de nosotros que, para afrontar la indudable crisis a la que está expuesta en nuestros
días por el acoso externo y las tentaciones internas, hagamos valer sus recursos de
generosidad, de solidaridad, de sacrificio y de amor, para ayudarla y fortalecerla en
nuestras vidas y en la vida social.

108[10]
Ibidem, 899.
EL HABITAR Y LAS FUNCIONES HUMANAS DE LA FEMINIDAD Y
LA MASCULINIDAD

La distinción hombre-mujer no es una distinción esencial dentro del orden de lo


humano, pero tampoco es una mera diferencia biológica, es decir, restringida a un
área parcial de nuestro ser que no afecta a lo propiamente humano del hombre: todo
cuanto hacemos los seres humanos está afectado por dicha distinción de una u otra
manera. Por ello, si se quiere hablar con cierta exactitud, ha de afirmarse que la
distinción hombre-mujer es una propiedad de la naturaleza humana, que deriva de
su condición biológica, pero que irnpregna todo lo humano, y tiene un sentido
humano.

Precisamente porque la distinción hombre-mujer no es una distinción esencial


pero sí propia del ser humano, el título de esta conferencia prefiere hablar de
«feminidad» mejor que de «mujer» y de «masculinidad» mejor que de «hombre», es
decir: prefiere utilizar sustantivos abstractos útiles para indicar propiedades, mejor
que sustantivos concretos, los cuales podrían sugerir una diferencia esencial entre
ellos. Lo nuclear en el hombre es la persona. Hombre y mujer son ante todo y sobre
todo personas, seres responsables ante la llamada de la ultimidad, y en cuanto tales
igualmente humanos.

El objetivo de esta conferencia es el de esclarecer el sentido humano, que no


meramente biológico, de la distinción feminidad-masculinidad. A ese fin se articulará
en tres partes: la primera estudiará el habitar del hombre en el mundo, o lo que es
igual, el sentido de la existencia humana sobre la tierra; la segunda definirá el modo
femenino y masculino del habitar, sus diferencias y funciones; la tercera subrayará la
unidad funcional de ambas.

1. El habitar humano

Habitar no es guarecerse. El animal se guarece, el hombre habita.

Guarecerse es defenderse, o sea: estar a la defensiva, desarrollar una actividad


subordinada o sometida al entorno. En este sentido, aunque tanto la vida vegetal
como la animal convierten al mundo físico en medio ambiente, lo hacen sólo por
integración en o adaptación a las circunstancias físicas concretas. De manera que,
para la vida meramente biológica vivir es vivir en un lugar geográfico determinado,
en un hábitat concreto.

La ley de la vida meramente biológica es la adaptación. Para que se pueda dar la


vida y la adaptación se requiere previamente que las circunstancias físicas no la
imposibiliten. Dicho más concretamente se requiere una cierta estabilización
frecuencial de la entropía o, con otras palabras, una cierta vigencia de la
probabilidad en el orden físico. Pero eso no es suficiente. La razón de la vida está en
ella misma: es el ser vivo el que activamente selecciona los estímulos externos, los
convierte en información, y ajusta su actividad a ellos, llegando incluso a
configurarse biológicamente en función de aquéllos. Todas las formas del bios
vegetal y animal no son más que el resultado de esa activa adaptación al perimundo
o mundo circundante. Por ello, tanto la morfología como la conducta vegetal y animal
son relativas a un entorno geográfico, a un hábitat, Ahora bien como el hábitat es
siempre éste o aquél, es siempre particular y circunstanciado, la vida vegetal y
animal es una vida circunstanciada y particularizada. A mi juicio, la circunstancia no
es un atributo del yo -como equivocadamente pretende Ortega-, sino un atributo del
bios vegetal y animal.

En resumidas cuentas, la vida vegetal y animal, aunque ella misma no sea física
o entrópica, no sólo cuenta con la entropía para nutrirse de ella, sino también para
adaptarse y someterse a ella de modo que le sea posible mantener su unidad
antientrópica. El organismo meramente biológico, es decir, el organismo vegetal y
animal, se integra por entero en el mundo circundante, hasta tal punto que puede
decirse que «la obra» o producto del animal es su propio organismo, fruto de su
adaptación a la entropía estabilizada del mundo físico. Guarecerse, como forma de
vida, significa, pues, vivir en un lugar o hábitat concreto mediante la adaptación del
organismo biológico al perimundo físico. La vida biológica se nutre de lo físico y se
adapta a lo físico: su 'soporte y su límite es el mundo físico, quedando abarcada por
él.

El hombre, en cambio, no vive así. Ante todo, el hombre no está adaptado ni


genética ni morfológicamente. El hombre no nace con un código de conducta
prefijado que le permita interpretar inmediatamente los estímulos externos y darles
una respuesta adecuada: carece de instintos. En cuanto a la morfología, el
organismo humano es un organismo de mamífero superior no evolucionado o
adaptado, y que, en vez de especializarse en algo conserva todas las posibilidades de
dicho tipo de organismos como tales posibilidades, a la par que potencia el desarrollo
del medio interno o sistema nervioso central109[1].

Dicho esto, ha de añadirse sin dilación que tampoco necesitaría el organismo


humano especializarse en nada, ya que el hombre es un ser libre e inteligente, es
decir, capaz de adaptar el entorno a sí mismo, en vez de adaptarse él al entorno. Lo
propio, por tanto, del hombre es dominar el mundo físico; el hombre es dueño o
señor del mundo en cuanto que puede y sabe disponer de él.

En consecuencia, ni el hombre se somete al mundo para encontrar en él su


guarida, ni el mundo abarca al hombre como su fundamento y límite. A la especial
relación que guarda el hombre con el mundo la llamo habitación. Habitar en el
mundo quiere decir: tener el mundo a disposición como medio para los propios fines.
El que habita es siempre superior a lo habitado por él, no al revés, lo mismo que el
que pone los fines es superior al que los recibe. En este sentido, para habitar se
requiere ser dueño del mundo, no de esta o aquella circunstancias particulares, no
de un lugar u otro, sino que se requiere ser dueño de lo universal del mundo, de su
esencia. En pocas palabras y formalmente hablando: habitar el mundo es asociarlo al
propio proyecto humano. uncirlo como medio a nuestro destino, y así otorgarle una
elevación y dignidad racionales que él no tiene.

Como vemos, habitar no es ni guarecerse ni pertenecer al mundo sino


dominarlo. Y precisamente porque el hombre no pertenece al mundo puede pensar

109[1]
Resumo aquí algunas ideas capitales de A. Gehlen, El hombre, trad. esp. de F.C.Vevia,
Salamanca 1980.
su habitar corno una pura denominación extrínseca, es decir, como una relación
meramente externa o fáctica, según sugiere el léxico corriente en el que se
entiende de ordinario por habitar el vivir de hecho en un lugar. Para una planta o
animal el lugar en que vive no es indiferente o extrínseco, para un humano sí,
porque el ser humano no se guarece en el hábitat, antes bien lo somete y dispone
de él como señor.

Sin embargo, conviene advertir que la falta de adaptación genética al entorno


hace que el hombre nazca con una absoluta carencia de información previa y de
códigos de conducta respecto al entorno. El hombre no nace ambientado, no nace
en una circunstancia mundana; es un extraño para el entorno y, a su vez, el
entorno es extraño para él. De ahí que la actitud primera y más elemental del ser
humano ante el mundo sea la del extrañamiento, la de la sorpresa o admiración,
que luego se transforma en investigación. No sólo el inicio de la filosofía, sino el
inicio mismo del saber humano es el extrañamiento y la admiración. El hombre es,
según lo que vengo diciendo, un extraño en el mundo y un ser que se extraña del
mundo, y por esa razón el mundo físico ni es su guarida ni puede ser su morada.
No es que exista enfrentamiento u oposición esencial entre hombres y mundo,
simplemente que entre ellos hay una diferencia irreductible, de acuerdo con la cual
el hombre puede estar en el mundo pero no ser del mundo.

De cuanto acabo de decir resulta patente que el mundo no es de suyo habitable


para el hombre y que, por tanto, antes de habitarlo ha de ser hecho habitable por
el hombre. Es ésta otra diferencia drástica con el bios animal y vegetal. Este tiene
prefijado genéticamente un entorno físico en el que vivir, respecto del cual dispone
de información y adecuación previas, es decir: cuenta con un mundo en el que
guarecerse y anidar. El hombre, por el contrario, ha de hacerlo todo por sí mismo,
la posibilidad de la habitación y su realidad dependen por entero de él. Habitar es
una tarea enteramente humana; o sea, condicionada ex integro por nuestra libre
operatividad. Es, por consiguiente, el hombre mismo el que aporta el proyecto de
vida humano y el modo en que el mundo puede ser asociado a dicho proyecto. El
hombre habita el mundo operativamente, esto es, mediante su trabajo.

La diferencia que acabo de establecer entre hombre y animal permite discernir


dos dimensiones en la operatividad humana: hacer habitable el mundo y someterlo.
Esta distinción es el eje central sobre el que gira el planteamiento íntegro de todo
cuanto voy a exponer a continuación y, en consecuencia, merece ser objeto de una
consideración suficientemente amplia.

La diferencia entre hombre y mundo es, por las múltiples razones antes
aducidas, una diferencia irreductible que conlleva una neta superioridad por parte
del hombre, y ello implica que si se ha de establecer una relación entre tales
diferentes, el único que está en condiciones de salvar la diferencia entre ambos es
el hombre mismo. En este sentido, hacer habitable equivale a encontrar el modo de
que el proyecto humano pase por la mediación de un mundo que no es, de entrada,
humano. Hacer habitable es, siguiendo la lógica de lo dicho, humanizar el mundo
físico o convertir lo temporal-efectivo mundano en medio para lo eterno-destinal
humano. La dificultad del tránsito es grande por cuanto el mundo tiene una
naturaleza distinta e inferior al hombre, y éste, como extraño al mundo, carece
inicialmente de interés humano por el mundo.

Hacer habitable el mundo es acercarlo al hombre para que posteriormente éste


lo asocie a sus fines propios. Pero, insisto, ambas tareas las realiza el hombre. Por
ello ha de afirmarse que, ante todo, hacer habitable el mundo es morar, o sea:
detenerse o demorarse en lo temporal-efectivo del mundo de manera que la
consecución del destino humano se vincule a él como el fin se vincula a los medios.

Ciertamente, para acercar el mundo al hombre hay que tenerlo en cuenta y


procurar unir de modo armonioso a las posibilidades de su naturaleza los fines y
proyectos humanos, razón por la cual hacer habitable es también guardar y
salvaguardar la realidad y la naturaleza mundanas ante el posible ataque de
nuestros fines y proyectos. El morar humano es, pues, a la vez un guardar el
mundo.

Ahora bien, el morar que guarda ha de ser puesto por obra mediante iniciativa
propia del hombre por lo que no puede decirse que el hombre more directa e
inmediatamente en el mundo, sino mediante sus obras: el hombre mora en sus
obras y mediante ellas en el mundo. El mundo humano no es el mero mundo físico,
sino el mundo físico humanizado por la operatividad en su primera función, la de
hacerlo habitable.

La segunda dimensión o función del trabajo humano es la de someter el mundo


o disponer de él como medio para nuestros fines. En rigor, esta función es la
directamente dominante, mientras que la función del morar que guarda lo es sólo
indirectamente. Someter el mundo significa realizar en él y por su medio nuestros
fines y destino. De suyo, puesto que el destino humano es lo infinito y eterno, el
sometimiento eleva al mundo a una dignidad superior a la que le corresponde
naturalmente. Pero sólo cuando el hombre se ha demorado adecuadamente y se ha
cuidado de establecer la vinculación del mundo a sus propios fines con íntegro
respeto o guarda de la naturaleza mundana, sólo entonces esa elevación de dignidad
estará acompañada de un efectivo desarrollo, promoción o cultivo del mundo dentro
del ámbito mismo de lo mundano. El sentido preciso de la segunda función del
habitar humano es la mejora del mundo y del hombre.

Guardar y cultivar, morar y someter, hacer habitable y perfeccionar son las dos
funciones que integran el habitar humano en el mundo, el cual resulta ser así una
actividad compleja y analizable, aunque ciertamente unitaria. A este respecto es
conveniente subrayar, ahora, la unidad de ambas funciones poniendo el acento en la
articulación de las mismas:

1. Sin el morar que guarda no cabe cultivo o perfeccionamiento del


mundo. Si no se encuentra el modo de hacer viable el proyecto humano en el
mundo y si no se descubre el modo de interesarse humanamente por el
mundo, el dominio del hombre no alcanza a ser nunca un cultivo, sino mero
juego y entretenimiento.

2. Pero si no se cultiva o mejora el mundo con el trabajo humano,


entonces se pierde la superioridad efectiva del proyecto humano: la guarda se
toma obsesión, la morada demora, la habitación cárcel.

3. La relación entre el morar que guarda y el someter que mejora es la misma


que hay entre lo posible y lo efectivo. Lo efectivo supone y confirma a lo
posible, lo posible abre el camino hacia lo efectivo, pero no lo alcanza por sí
mismo. Ni lo efectivo hace posible a lo posible, ni lo posible hace efectivo a lo
efectivo; pero sin posibilidad no hay efectividad, y sin efectividad la
posibilidad es vacua futuribilidad.
Permítanseme algunas precisiones más. Morar supone detener la atención y el
interés en el tiempo físico para adaptarlo al proyecto humano y hacer, así, viable la
posibilidad de éste. Pero ello implica que ha de prepararse el proyecto humano para
su temporalización sin que sufra menoscabo su carácter supratemporal. El morar
lleva consigo, por tanto, una previa distribución temporal del proyecto humano, una
flexibilización de sus fines tal que, sin perder su unidad y superioridad, quede
distendido en fases realizables temporalmente. Por su parte, el sometimiento tiene
puesta la mira en los fines humanos al margen de la consideración de la naturaleza
mundana: en sí mismo el sometimiento es supeditación del interés por el mundo y
afirmación de la propia superioridad sobre él. Para que el morar no conlleve una
pérdida de la unidad y superioridad del hombre, y el sometimiento alcance a ser una
mejora de sí y del mundo, es preciso que ambas funciones se realicen
armónicamente.

Pues bien, el modo más elemental y natural de morar por parte del hombre es la
familia: el hombre mora en el mundo familiarmente. La familia es aquella comunidad
estable que tiene como tarea el amor generoso en la forma de una mutua entrega
para la transmisión de la vida y para la educación de la prole. Ella ofrece la
posibilidad más sencilla de un proyecto humano en el mundo: el amor fecundo. La
procreación, nutrición y desarrollo humano de los propios hijos, es decir, de otros
seres humanos, son el incentivo más elemental para interesarse por el mundo físico.
Obviamente es éste también el modo más simple de guardar y de humanizar el
universo físico. Más bien que pura tendencia biológica, la familia es toda ella fruto de
la libertad operativo humana, es obra del hombre, y por eso es ella también la célula
y el inicio de la sociedad. La sociedad nace de la prolongación del interés familiar. El
hombre mora en familia, y sólo derivadamente en sociedad.

En cuanto al modo más elemental de sometimiento del mundo por el hombre,


hay que decir que se da en el lenguaje. En realidad, someter es ordenar el tiempo
físico desde los fines humanos, y el lenguaje es la producción de una cadena fónica,
organizada desde la unidad del concepto mediante un esquema imaginativo. Adán
sometía al mundo simplemente poniendo nombres; nosotros, que hemos perdido la
eficacia de la palabra de Adán, prolongamos nuestro lenguaje en la producción de
artefactos. El artefacto lleva el esquema lingüístico hasta la entraña de los procesos
físicos, aportando así aquella efectividad de que carece nuestra palabra. Pero, debido
a ello, el artefacto pierde la neutralidad física de la palabra, y modifica y perturba la
naturaleza al someterla; y tanto más perturbador será cuanto más efectivo sea su
sometimiento. El progreso técnico va acompañado necesariamente de un gasto
inevitable. Al ser una ordenación que conlleva intrínsecamente una perturbación, la
operatividad humana tiene que gastar tiempo y energías en eliminar ese efecto
negativo, so pena de dañar irreparablemente las condiciones actuales del mundo
físico. Por ello el progreso técnico no es necesariamente ni un perfeccionamiento del
mundo ni un perfeccionamiento del hombre.

2. La diferencia entre lo masculino y lo femenino

Una vez fijado el sentido y las funciones del habitar humano en el mundo cabe
acometer el estudio de la diferencia entre lo masculino y lo femenino. Como ya
sugería yo al principio de esta conferencia, es ésta una distinción funciona], no
esencial, dentro del orden de lo humano, y que mantiene estrecha relación con el
habitar y su dualidad de dimensiones. Entiendo, en efecto, que la función moradora
y de guarda corresponde a lo femenino, mientras que la función de sometimiento y
cultivo corresponde a lo masculino del ser humano. En otras palabras: lo femenino
es hacer habitable el mundo, lo masculino someterlo.

Hago hincapié de nuevo en que no me refiero aquí al hombre y a la mujer, sino


a lo masculino y a lo femenino, y no porque haya mujeres que piensan y obran
masculinamente y varones que hacen lo opuesto, sino porque en realidad estoy
hablando de dos funciones humanas y no de personas.

Bien entendido esto, sostengo que la esencia de la feminidad es hacer habitable


el mundo por estas tres razones:

1. Porque la feminidad tiene connaturalmente el sentido del morar. No en


vano el seno materno es la primera morada o habitáculo para el ser humano. El feto
humano es más ajeno einadaptado al mundo circundante que el propio hombre
adulto, y no sólo por razones biológicas -ya que no puede sobrevivir fuera del seno
materno-, sino también por razones humanas, dado que su desorientación en el
mundo físico, inhóspito e inhumano de suyo, es completa. Es función de la
maternidad transmitir la primera información humanizada del mundo al feto. A
través del torrente sanguíneo llegan a éste las primeras emociones (tranquilidad,
alegría, serenidad, sobresalto, miedo, tristeza, angustia etc.). Se puede decir que la
base afectiva del temperamento de cada ser humano se ha ido formando ya en el
útero materno. El feto recibe información de cómo se le acoge y se le estima. La
primera acogida humana al nuevo ser es, según esto, la que le proporciona lo
femenino. Por ello es tan importante la relación prenatal madre-hijo, y tan infame el
crimen del aborto: negarle su hogar al más grande desamparado.

2. Porque ella encarna en sí misma el interés por el mundo. La feminidad está


naturalmente dotada para captar lo concreto y el modo como el proyecto destinal
humano se puede cumplir en lo concreto del mundo.

"Dios ha enviado a la mujer [entiéndase: a la feminidad] para que


ame este mundo, que está hecho de cosas y hechos triviales",
decía Rabindranaz Tagore110[2]

El interés por lo concreto está acompañado en ella de una finísima inteligencia


para todo lo singular. Eso que se suele llamar intuición femenina es lo que, con más
rigor creo, llamaría inteligencia para lo concreto; para lo concreto humano, por su
función de acogimiento maternal, tanto como para lo concreto del mundo, por su
capacidad de ordenación de lo singular. De esta dotación natural para ordenar y
organizar lo concreto nace su interés por el adorno, la belleza y la decoración, tareas
cuyo fin es el de humanizar el universo físico. La inteligencia femenina ejerce su
dominio o superioridad sobre el mundo para hacerlo habitable al ser humano, no
para someterlo. Su dominio es, pues, respetuoso y lleno de amor por lo natural.

3. Porque ella atrae e interesa a lo masculino hacia la morada, es decir,


hacia el compromiso con la vida en el mundo. Por decirlo con terminología
kierkegaardiana: la feminidad incita al salto del estadio estético al estadio ético. El
quehacer masculino resultaría pura denominación extrínseca para el hombre, si lo

110[2]
Meditaciones, trad. esp. de E. Gascó. Madrid, 1961. p. 227
femenino no le hiciera interesarse por el morar. Antes de conocer a su mujer, Adán
no hizo más que poner nombres a los animales, cosa muy buena para los animales,
pero poco significativa para él; podríamos decir que el mundo le aburría, que carecía
de interés para él. Es la feminidad lo que fija y asienta la afectividad masculina, la
que da seriedad al puro jugar masculino. El fallo del D. Juan está en no dejarse fijar
por la feminidad y ello denota falta de masculinidad, como con acierto hizo notar
Marañón. El puro inteligir abstracto y el mero producir lúdico de la masculinidad
resulta, gracias a lo femenino, incitado e interesado por la guarda y el cultivo del
mundo. Por ello se dice, y con razón, que detrás de todo gran hombre hay siempre
una gran mujer. Es sumamente significativo el grito de alegría de Adán al conocer a
la mujer, así como el nombre que inmediatamente lo puso, el de Ishsha, esto es:
humana.

En segundo lugar, sostengo que la esencia de la masculinidad es el


sometimiento del mundo por el sometimiento, y esto también por tres razones:

1. Porque el hombre posee connaturalmente el sentido de la mediación.


Lo masculino del ser humano es lo productor tanto del medio de fecundación como
de los medios en general. Producir medios es, pues, la función propia de la
masculinidad.

Como productor de medios, lo masculino del ser humano posee el sentido del
artefacto y la habilidad para producir medios instrumentales. Ahora bien, el artefacto
o medio instrumental producido en sí mismo una síntesis o acumulación unitaria de
propiedades abstractas. Por ejemplo: duro y afilado permite cortar, ligero y alargado
constituye lo lanzable. Si se reúnen todas esas características abstractas, tendremos
una lanza, independientemente de los materiales que se usen en su confección. El
modo de la síntesis de esas propiedades dependerá, en cambio, de los materiales
que se usen, v. gr: si se hace de piedra y madera, la síntesis se obtendrá mediante
una unión a presión o mediante cuerda; si se hace de metal, puede ser obtenida
mediante una soldadura, etc. Es decir, la síntesis instrumental es siempre concreta.
En cambio, las propiedades -como dije- han de ser captadas en abstracto. El tipo de
inteligencia que se requiere para la producción de artefactos es, según esto, sintética
para lo concreto y analítica para lo abstracto, justamente lo inverso de la inteligencia
femenina, la cual -como sugerí antes- es sintética para lo abstracto y analítica para
lo concreto111[3].

La misma producción del artefacto como síntesis concreta y novedosa de


propiedades abstractas implica ya en sí misma un dominio como sometimiento u
ordenación a un fin externo, que no tiene en cuenta la naturaleza integra de los
materiales. De este modo, el instrumento no nace habitable el mundo, simplemente
lo convierte en medio. En y mediante el artefacto, el mundo queda a disposición de
fines humanos extrínsecos.

111[3]
Como puede verse, la distinción entre lo femenino y lo masculino en el orden de la
inteligencia se reduce a una mera diferencia funcional cuyo sentido se circunscribe por entero
al ámbito del habitar. Entendida así, se infiere fácilmente que en el campo de la práctica, que
es el campo del habitar, la inteligencia masculina tienda a la especialización, mientras que la
inteligencia femenina tiende a la integridad, y, en consonancia con ello, que la masculinidad
propenda a la camaradería democrática, en tanto que la feminidad propende a la
respetabilidad autocrática, tal como supo sugerir ingeniosamente Chesterton (Lo que está mal
en el mundo, Partes II y III, trad. esp. M. Amadeo, obras Completas, Barcelona, 1967, vol. I,
pp. 731-796). En el plano teórico no hay, en cambio, diferencias funcionales entre la
masculinidad y la feminidad.
2. Porque lo masculino del ser humano se interesa por las organizaciones
comunes. Por organización entiendo, en general, la articulación compleja de lo
abstracto capaz de actuar unitariamente en lo concreto, justo lo inverso del adorno
que sería, más bien, la articulación compleja de lo concreto capaz de actuar
unitariamente en lo abstracto. Pondré un ejemplo de cada uno: la ONU es una
articulación compleja de naciones (o entidades abstractas) capaz, sin embargo, de
actuar en lo concreto como un sujeto; un bouquet, en cambio, es una articulación
compleja de flores concretas que pueden simbolizar algo en abstracto (lkewana). Las
organizaciones como articulaciones muy complejas de lo abstracto que pueden
actuar en lo concreto permiten un mayor y mejor sometimiento del mundo, por todo
lo cual -entiendo- tienen que ver directamente con el tipo de inteligencia masculino.

Ante todo, la masculinidad se interesa en la organización abstracta de los


medios producidos por ella misma. los medios son muchos y heterogéneos por lo
cual están necesitadas de organización. Pero, por otra parte, al ser los artefactos
medios para el disponer humano, también ha de organizarse el disponer de los
medios. Y tanto la organización de los medios como la organización del disponer han
de ser hechas en común, o sea: de común acuerdo entre seres libres. Por su parte,
la organización común del disponer origina las comunidades políticas.

No afirmo en manera alguna que la feminidad no se interesa por este tipo de


organizaciones, sino que su modo de interesarse por ellas es distinto: la feminidad se
interesa por el morar que resulta de tales organizaciones, no por la constitución y
articulación de las mismas. Esto último es propio de la masculinidad.

3. Porque lo masculino aporta de suyo el sentido del progreso e interesa


y asocia a lo femenino en él. Los medios o productos humanos tienen como
característica abrir posibilidades, o lo que es igual, mediar para otros medios. Por
ejemplo: si a la idea de barco se le añade la idea de vela, el producto resultante
(barco de vela) abre la posibilidad de un transporte rápido y voluminoso de
mercancías, lo cual permite el desarrollo de emporios comerciales y con ellos la idea
del capitalismo, etc. Ahora bien, tales posibilidades generadas desde otras
posibilidades son también abstractas y han de ser sintetizadas con las ya producidas
para que abran nuevas posibilidades. Lo masculino del ser humano, que lleva en sí la
tendencia a la mediación, aporta de este modo el sentido del progreso técnico. Es
claro que los resultados de este progreso interesan también a lo femenino, pero para
lo femenino del ser humano progresar no significa lo mismo que para lo masculino,
es decir, lo que interesa a la feminidad no es el puro progreso técnico, sino la Mejora
humana y del mundo. Lo femenino modera y humaniza elprogreso, de manera que si
la feminidad es abierta a lo universal o ilimitado por la masculinidad, ella a su vez
otorga a lo masculino el sentido del progreso como mejora o cultivo.

Con ello nos estamos ya adentrando en el terreno de la tercera parte de este


trabajo, a saber: la unidad funcional de ambas dimensiones de lo humano.

3. La unidad funcional de las dos dimensiones del habitar.


El sentido de la existencia humana en el mundo es habitarlo. La masculinidad y
la feminidad, según se ha propuesto en las consideraciones precedentes, son
funciones diferenciadas que integran el habitar humano en el mundo. Ellas tienen
como cometido propio hacer habitable o humano el mundo y convertirlo en medio
para los fines humanos, respectivamente.

De suyo, pues, entre la feminidad y la masculinidad no hay una separación


dialéctica o negativa ni tampoco una oposición de complementarios. En la naturaleza
humana no se da ni lo masculino puro ni lo femenino puro, sino la mezcla de ambos
con preponderancia, y sólo con preponderancia, de lo uno o de lo otro, de acuerdo
con los datos de la biología actual. Ello es indicio de que, biológicamente incluso, la
diferencia entre ambos sexos es tan solo una diferencia funcional en orden a la
consecución de un fin. En el plano del habitar humano, difícilmente podría
considerarse esa diferencia como algo más que una diferencia funcional, puesto que,
tal como se adelantó desde el principio, masculinidad y feminidad son propiedades
de lo humano que derivan de su naturaleza biológica, y ésta, como acabo de decir,
las recoge como diferencias funcionales.

Por haberlo entendido así, he cuidado reiteradamente a lo largo de la


conferencia de aclarar que no me refería al varón o a la mujer, sino a la masculinidad
y a la feminidad112[4]. Y espero que ahora este cuidado sea comprendido: tanto en el
varón corno en la mujer hay masculinidad y feminidad, sólo que en proporciones
diferentes.

Por haberlo entendido así, recalqué también la relatividad funcional del cultivo y
de la guarda, y asimismo especifiqué que el morar humano era familiar y que el
cultivo era prirnordialmente lingüístico. Ni la familia ni el lenguaje son
exclusivamente masculinos o femeninos. Es cierto que la feminidad posee el sentido,
el interés y el estímulo para la familia, pero no puede haber familia sin masculinidad;
y supuesto que la hubiera, la familia sin la aportación humana de lo masculino
decaería en camada o guarida. Mora, pues, el ser humano por la función femenina,
pero no sin la masculina, ya que morar en este mundo no es el destino del hombre:
moramos en nuestras obras, que siempre nos acompañarán. De otro lado, el
lenguaje en su uso productivo es masculino, pero sin la feminidad no sería humano:
la invención lingüística para ser productiva se tiene que integrar en la tradición 113[5]. Y
es que la guarda es la medida del progreso y de la mejora.

En esta misma línea, las indicaciones hechas en la parte segunda de esta


conferencia nos permiten redondear por mera prolongación de sus sugerencias la
mutua aportación activa de la masculinidad y de la feminidad en su referencia
funcional. Si a lo femenino, en efecto, le corresponde el morar, ataviar e interesar
por lo concreto, la masculinidad lo perfecciona haciendo el morar fecundo, abriendo
el adorno a lo universal y elevando el interés por el mundo hacia lo inagotable o
infinito. En cambio, si la masculinidad aporta el producir, el organizar y el progresar,
la feminidad lo perfecciona procurando que el producir sea útil para el hombre y para
el mundo, el organizar sea justo y humano y el progresar sea ético.

112[4]
El planteamiento de este trabajo coincide en muchos puntos con ideas de Buytendijk (La
mujer, trad. esp. F. Vela, Madrid, 1970, pp. 227 y 335).
113[5]
Gadamer ha resaltado con cierta exageración, pero no sin verdad, el papel de la tradición
en el lenguaje y en la cultura. Yo quisiera anotar simplemente que la tradición humana tiene
como agente principal la feminidad y como lugar natural la familia, que es donde se trasmite
de generación a generación las mejores virtualidades del pasado.
Es, consecuentemente, la integración armónica de las funciones masculinas y
femenina lo que hace verdaderamente humano el habitar del hombre en el mundo, o
lo que es igual, sin una u otra de esas funciones nuestra existencia mundana
carecería de sentido humano.

Pero al mismo tiempo que sostengo la absoluta necesidad de un equilibrio


funcional entre lo masculino y lo femenino para el habitar humano, tengo que admitir
que, dada la libertad de hombre y mujer, el sentido de la masculinidad y de la
feminidad puede ser alterado. Eva lo hizo cuando interesó a Adán en la
desobediencia, es decir: contra la guarda, y Adán cuando comió del fruto prohibido,
es decir, cuando se propuso como meta un conocimiento limitado y limitante, cuando
negó en la práctica su apertura a lo infinito.

Si se desvinculan las funciones de la masculinidad y de la feminidad del fin


respecto del que son funciones, esto es, del habitar en el mundo, su sentido
respectivo cambia. He aquí algunas consecuencias:

1. Al abandonar la referencia común de ambos al habitar como a su fin,


su equilibrio respectivo se pierde y lo que es una preponderancia funcional
pasa a ser entendido ahora como una determinación esencial: se cree ser
esencialmente masculino o femenino.

2. La diferencia funcional masculino-femenino viene a ser entendida cual


oposición o repartición excluyente del ser humano.

3. La feminidad, que era una función donal -en cuanto que otorgaba a lo
masculino la habitabilidad del mundo y el interés- se convierte ahora en
una carencia, la carencia de masculinidad. Lo femenino se siente
necesitado e intenta poseer lo masculino. Esta relación necesitante puede
encontrar muchos cauces concretos, pero en abstracto podría señalar dos:
la intriga, o utilización de su inteligencia para lo concreto con el fin de
poseer indirectamente la masculinidad; y la imitación, o sea la suplantación
de la masculinidad.

4. Otro tanto ocurre con la masculinidad. Cuando lo masculino desvía del


mundo su interés por la producción y lo dirige hacia la feminidad, la
convierte en medio u objeto y pretende de este modo dominarla.

5. En realidad con ello lo único que se consigue es eliminar la diferencia


funcional entre ambos y, por tanto, la viabilidad del habitar. La
masculinidad imitada o poseída mediante la intriga es una masculinidad
incapaz de someter el mundo; la feminidad objetivada y poseída como
objeto es una feminidad vacía, sin estímulo para interesar por el mundo y
por la vida humana.

Por desgracia, las tensiones no armónicas entre lo masculino y lo femenino


predominan en la historia y en las instituciones. Hoy, por ejemplo, son especialmente
visibles porque la cultura occidental, al menos desde el s. XVII, es exclusivamente
masculinista. Mientras que la cultura medieval era una cultura equilibrada, en la que
el progreso y la guarda se compensaban hasta el punto de que los seres humanos
durante ese período de la historia ejercieron su pensamiento como el intento de
rescate de cuanto hubiera de verdadero y de bueno en el mundo antiguo, la cultura
moderna es descompensadamente masculinista. Para empezar, rechaza todo lo
anteriormente sabido como si de un prejuicio se tratara; pero, además, el saber
moderno se propone como objetivo, por el lado de la ciencia, vencer y someter al
mundo, y, por el lado de la filosofía, concretar lo universal, o sea, anular la diferencia
ente lo masculino y lo femenino. Se sobrevalora el progreso técnico sin cuidar la
ecología, se pretende que el mero progreso abstracto del saber y de la ciencia traerá
consigo el progreso ético y humano. No es de extrañar el movimiento feminista tan
acre, aunque también tan desorientado, ya que, si bien tiene razones para protestar,
da por buenos indiscernidamente los valores de la cultura moderna y sólo pretende
desfeminizarse.

Pero por encima de las circunstancias históricas, los cristianos sabemos que las
relaciones masculinidad-feminidad son dificultosas como consecuencia del pecado
original. De ser, varón y mujer, una sola carne es decir: una unidad armónica de
proyecto humano en el mundo, hemos pasado, después del pecado, a mantener una
relación de necesidad y dominio, es decir, de ruptura y oposición. Lo explicaré con
más detalle.

Ante todo, la función maternal de la feminidad ha quedado resentida. A lo


femenino le resulta doloroso y dificultoso ser madre. No es que haya perdido la
función, sino la facilidad, y el agrado en ocasiones, o sea: la congruencia entre la
función y su ejecución. El ser morada y el morar le resultan dificultosos al ser
humano. El morar en concreto cae fácilmente en la rutina y en el vacío de sentido del
eterno retorno. La guarda y el adorno se vuelven constante restauración y
reposición114[6], es decir, carecen de sentido abierto. Por último, el interés por lo
concreto del mundo, al convertirse en tarea eternamente retornante, merma y se
trueca fácilmente en interés por la masculinidad, de la que carece ahora.

Por su parte, lo masculino pierde también la congruencia y facilidad para


someter el mundo. El trabajo se le vuelve penoso y sus resultados exiguos e
insuficientes. El interés por el sometimiento del inundo, al volverse dificultoso éste,
se vierte en interés por dominar a la feminidad: la relación con lo femenino se trueca
así en utilización como medio para la propia satisfacción.

La diferencia de funciones da lugar en definitiva a una confrontación de fuerzas


entre lo masculino y lo femenino, e incluso entre unas personas y otras. De dueño
del mundo, el ser humano se transforma en un dominador de otros seres humanos,
y la tarea de habitar el mundo es sustituida por el afán de poder. El poder no es
masculino ni femenino, es neutra voluntad arbitraria.

Detrás de ello hay una clara pérdida del sentido de la existencia humana y de la
orientación final o destino del hombre, o sea: está presente la muerte. Si el
horizonte es la muerte, el hombre no tiene futuro y su habitar en este mundo es
encarcelamiento: todo nuestro hacer está condenado a ser vanidad de vanidades y
sólo vanidad. Es natural que en estas condiciones el interés femenino por lo concreto
del mundo y el masculino por la mediación y el progreso se conviertan en puro
pasatiempo o juego, en confrontación banal cuyo único resultado final es la
satisfacción de imponer el propio capricho.
114[6]
Tras el pecado original, la familia origina un inacabable quehacer de restauración y
reposición. No me refiero naturalmente a las dificultades de la procreación y de la educación,
sino a las incesantes tareas caseras que siempre retoman corno si nunca hubieran sido
hechas: manutención, limpieza, orden, adorno, etc. Pero sin ellas nuestro entorno se hace
inhumano y difícilmente habitable.
Pero también sabemos los cristianos que, entre un Viernes Santo y un Domingo
de Resurrección, el futuro nos ha sido devuelto y de manera sobreabundante. En
virtud de ello, la muerte ya no es fracaso y clausura del habitar, sino supremo don y
apertura, de manera que nuestra existencia en el mundo ha vuelto a tener sentido, y
un sentido incluso superior. La masculinidad y feminidad originarias han recuperado
igualmente su sentido funcional y han ganado la posibilidad de una armonía más
amplia y profunda.

Con todo, la naturaleza de la distinción masculino-femenino sigue siendo la


misma y sus funciones también. El fin de la masculinidad no es la feminidad, ni
viceversa, pero tampoco lo es respectivamente el dominio del uno sobre el otro, sino
realizar el habitar humano en el mundo. Para poder alcanzar este fin y evitar los
escollos que lo impiden, se requiere según se sigue de las consideraciones
precedentes, al menos estas tres condiciones:

1. Dejar de entender a ambas como determinaciones esenciales y


opuestas, suprimiendo así todo enfrentamiento mutuo y los consiguientes
intentos de anulación de alguna de ellas o de ambas a la vez.

1. Equilibrar nuestro comportamiento de modo que no desconsidere en


su actuación la necesidad de la otra función, antes bien la posibilite y
favorezca, pues sin ella es imposible realizar adecuadamente la tarea de la
habitación115[7]

2. Mantener, tanto dentro de la familia como fuera de ella, esa diferencia


en cuanto que diferencia funcional, y llevarla hasta sus últimas
consecuencias. La masculinidad y la feminidad que se afirman como
funciones del habitar humano no sólo no se excluyen ni merman entre sí,
sino que incluso incitan y fomentan el desarrollo dela actividad co-
armónica, por mucho que se afirmen en su propia línea.

En nuestros días es especialmente urgente revigorizar la función femenina del


ser humano y, con ella, defender la condición familiar de nuestro morar en el mundo.
Y el único modo de hacerlo de forma adecuada es educando masculina o
femeninamente, según la condición natural de cada persona, y dando ejemplo de
vida familiar. Un mundo sin feminidad es un mundo imposible de habitar en humano,
un mundo donde sólo hay derechos, pero falta la justicia, un mundo donde puede
haber progresos, pero no mejoras, donde quizás haya mucha organización, pero falta
la amabilidad. Es sorprendente que, siendo precisamente ese nuestro mundo no
hayamos caído todavía en la cuenta de que la raíz de sus defectos estriba en su
constante negación de la feminidad y de la familia.

115[7]
Como hace el buen padre de familia, ha de conjuntarse lo nuevo y lo viejo, es decir, el
progreso y la guarda, pero hay que hacerlo sin confundirlos, sin poner el vino nuevo en odres
viejos.
REFERENCIAS Y ENLACES DE LOS TEXTOS

1. El habitar y las funciones humanas de la masculinidad y la


feminidad
Artículo publicado en “Philosophica” 11 (1988) 187-199*
*Revista Revista del Instituto de Filosofía de la Universidad Católica de
Valparaíso –Chile

2. Los grados de la sexualidad


Artículo publicado en “Burgense” 33 (1992) 115-141*
* Revista de la Facultad de Teología del Norte de España –Sede de
Burgos–

3. La personalización de la sexualidad
Capítulo del libro Estudios sobre la sexualidad en el pensamiento
contemporáneo, AA.VV., Navarra Gráfica Ediciones, Pamplona, 2002,
859-915.

4. Breve examen científico y filosófico de la teoría de la evolución


Artículo publicado en “Espíritu” 17 (1988) 111-118*
*Revista del Instituto Balmesiano

5. El huevo o la gallina
Artículo publicado en “Contrastes” 7 (2002) 69-79*
*Revista del Departamento de Filosofía de la Universidad de Málaga

6.- El asedio a la familia y sus recursos defensivos


Artículo publicado en “Miscelánea Poliana” 10 (2007) 20-23.

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