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UNIVERSIDAD DE CHILE CENTRO DE ESTUDIOS JUDAICOS

En defensa del niño como sujeto en el


Chile de posdictadura.

Cfg: “Identidad, memoria e historia”.

Laura A. Leal Mella.


Licenciatura en Lengua y Literatura Hispánicas, mención Literatura.

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Cómo van a quererte
me pregunto
Cuando son unos tristes funcionarios
Grises como las piedras del desierto
¿No te parece?

En cambio tú
Violeta de los Andes
Flor de la cordillera de la costa
Eres un manantial inagotable
De vida humana.
 Nicanor Parra.

Parte del gran problema que ha aquejado a quien escribe estas palabras, es la dificultad, la
sensación de incapacidad de definir-se como sujeto ante y entre los otros. Por años he
intentado responderme a mí misma, intentado insertarme y ser integrada en el colectivo y
ser parte de algo por una vez en la vida, pero siempre surge una incomodidad o una
deficiencia en mis relaciones sociales, algo que me dice “esto no es parte de lo que tú eres”.
La mujer en el desarraigo social, la niña in-conexa con las demás niñas del país que la ha
llevado a un encarcelamiento mental.

Hubo un tiempo en el que me sentí parte de algo.

Cuando era niña, nací y crecí dentro de los límites de una pequeña casa ubicada en la
comuna de Lo Prado. Rodeada del narco y los enfrentamientos por los dominios de las calles
del sector, mi madre y mi padre decidieron que mi abuela cuidara de mi hermano y de mí
para que nada nos pasara. Era el fin de la década de los noventa. Chile creía que el terror
de la recientemente derrocada Dictadura había desaparecido. Pero en casa no solo nos
cuidaban del narco y sus balas, sino también de los ex miembros de la CNI, que no
bastándoles con haber torturado a una familia de cuatro en Diciembre de 1985, ahora iban
en busca del amedrentamiento de la prolongación de esta sangre que no pudieron
envenenar. Sí, aunque papá tuviera trabajo, aunque mamá podía salir sola, seguían
teniendo miedo por sus niños que cruelmente eran amenazados con mensajes telefónicos y
ataques a la casa. Bolsas negras con materias desconocidas que eran dejadas en la puerta
principal de la casa. Golpes en las ventanas con piedras. Llamadas telefónicas que
amenazaban a mi hermano mayor (que en ese entonces no tenía más de siete años). Todo

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valía ahora que la dictadura no existía, ahora que nadie le iba a creer a una familia que
había quedado traumada con la violencia y el acoso. El acoso se debía a las denuncias y
participación activa en procesos de investigación de desaparición de personas y por la
posible apertura de un proceso legal en contra de uno de los grandes criminales de la
dictadura: Álvaro Corbalán.

Pero dentro de una atmósfera de temor y paranoia condenadas socialmente, teníamos a


otros que también atravesaban por lo mismo: agrupaciones de familiares de ex presos
políticos, antiguos militantes en retiro y colectivos que velaban por la salud física y mental
de las víctimas vivas de una dictadura que no perdonó a nadie. Ahí, en esas reuniones y
fiestas, conocí a otros niños que pasaban por lo mismo que yo, niños que no conocían a los
niños de la calle donde vivían, que no respondían preguntas de extraños, que estaban
relegados a jugar en el patio interior de la casa o en alguna habitación (mas por ningún
motivo, a jugar en el jardín o en la calle, porque desde allí podrían ser secuestrados o
agredidos). Con estos niños se jugaba a pintar, a cantar, a hacer manualidades, a los
deportes (mixtos, por supuesto, porque en estos espacios no se menospreciaba a las
“compañeritas” más pequeñas) y a las historias. En este último juego yo participaba como
oyente, ya que solo era permitido el papel del “narrador” para aquellos que habían tomado
un avión para llegar a Chile. A través de los relatos de mis amiguitos visité Francia, Italia,
Dinamarca, la llorada Unión Soviética y la vieja República Democrática Alemana.

Pero la entrada a la escuela me hizo conocer la realidad de un país que había dado vuelta
más de una página.

Se escuchaba el “Axé” y la “cumbia villera”. Los papás pegaban a los hijos. Las mamás no
trabajaban a menos que fuesen solteras. ¡Los papás y mamás estaban casados! (y yo, la
primera vez que escuché ese término, me imaginé a un papá y una mamá colgados como
trofeos de caza). Los papás tenían el pelo corto, se afeitaban todo el rostro y usaban traje.
Las mamás no trabajaban y no leían más que el horóscopo en el diario.

Y ahí estaba yo, una niña proveniente de una familia a la que creía común. Aislada por sus
pares que la violentaban verbalmente por el hecho de aprender rápido a leer y a escribir,
por hablar en volumen bajo y por ponerse “roja” cuando le tocaba hablar en público. Ni
siquiera me sabía el himno nacional de Chile y fui motivo de burla y rechazo por ello. Me iba
bien en la escuela porque mi madre y mi padre nos leían libros infantiles y poemas. Decía

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palabras como “pene” y “vagina”, lo que generó un escándalo por parte de los padres
católicos conservadores del mejor colegio de una de las comunas periféricas del gran
Santiago.

¿Qué había de mal en mí? Nada. ¿Había algo malo en los otros? No lo sé con seguridad.
Pero puedo intentar buscar una respuesta a ese sentimiento de desarraigo que me invadió
al momento de entrar a la vida en contacto con otros niños que, en su gran mayoría, eran
hijos de personas un tanto más jóvenes que mis padres. Y si digo esto es porque considero
que el problema de la definición de los conceptos sociales de “normalidad” y “anormalidad”
provienen desde las familias y los círculos que éstas frecuentan.

Nosotros eramos “chilenos”, éramos “blancos”, comíamos empanadas, aspirábamos la -s


final y usábamos la muletilla “poh” al final de cada enunciado. Sin embargo, eramos
“diferentes”, generábamos extrañeza y miedo, en primer lugar, por la diferencia sustancial
entre nuestros padres y los de mis compañeros (como ya he dicho, mis padres eran unos
“hippies-revolucionarios” a quienes no les importaban mucho los protocolos sociales de
vestimenta, mientras que los padres de mis compañeros cumplían al pie de la letra en lo
formal), mis padres eran “el lunar que siempre desentona”, como decía una de mis
profesoras, porque defendían cuestiones tan básicas como la regulación de la exigencia
académica según los casos particulares de cada alumno (consideremos que en mi escuela
no eramos más de veintiocho niños por sala de clases) y exigían la mantención de la lectura
obligatoria, mientras que los padres de los otros niños solían reclamar por el hecho de que
“las pruebas eran muy difíciles” o que “los libros no tenían dibujos”. Y los padres contaban
estas cosas a sus hijos: “el papá de Laura pidió que a ella le hicieran la prueba del libro
porque ella sí lo leyó”, “el papá de Laura no quiso aceptar la revisión de mochilas”, “el papá
de Laura de nuevo reclamó por los cobros de cuotas”. Mi padre los incomodaba, o tal vez,
les generaba miedo, porque sin ser un profesional era un hombre letrado con formación
política notoria al momento de tomar la palabra, y ello desentonaba en los padres de la
generación del “no estoy ni ahí” (frase de nuestro ex numero uno del mundo “Chino” Ríos).
Mi padre generaba miedo en el resto de los padres, un miedo al conocimiento que se
materializaba en las opiniones de esos padres y los mensajes que daban a sus hijos. Porque
los niños repiten lo que hacen y dicen los padres. A mí me segregaban abiertamente porque
mi papá “hablaba de más en las reuniones” o porque pedía que a mí, en particular, se me
permitiese hacer otras cosas mientras estaba en clases (porque yo era una niña que

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terminaba rápido las actividades y tendía a leer o a dibujar, cosa que tanto a mis compañeros
como a mis profesoras, molestaba enormemente (¿Cuántas niñas de siete años quieren leer
en lugar de pararse a jugar?). Yo rompía un orden social construído a partir del miedo al
rechazo-segregación y de la ridiculización pública. Mi profesora, la señora Erika Vent, quien
se escudaba en ser de “apellido alemán” para justificar sus arrebatos de ira en mi contra,
me ridiculizaba públicamente por faltar a clases y obtener excelentes calificaciones
(“seguramente copiaste todo”) y le decía a mis compañeros que yo era un lunarcito rebelde
que había que extirpar del curso. No “desordenaba” el curso, pero hacía algo peor, pensaba
y preguntaba el por qué de muchas injusticias que sucedían en esa sala de clases. Cuando
un compañero era ridiculizado por no saber leer (en lugar de ser ayudado a aprender), yo
le ayudaba a leer las preguntas de las evaluaciones, cuando se omitían datos históricos de
ciertos conflictos o se pasaban rápido algunos temas, yo preguntaba cosas como “¿No
vamos a hablar de las hienas? Son animales poderosos que en grupo pueden matar al león”
o “Profesora, ¿usted cree que O’higgins usaba esa ropa con la que lo pintan? Porque he
leído que no era así”.

El cuestionamiento del sistema choca y llena de temor a los líderes. El sistema era el colegio,
los líderes, sus profesores. El individuo, dentro de la colectividad, cuestiona el sistema, ve
una fisura y la expone ante el grupo de pares. El grupo lo observa, y ve que tal vez el
sistema puede cambiar. Los líderes se enfadan. Los líderes deben mantener la estabilidad
del sistema eliminando al sujeto desestabilizador, y eso intentaron conmigo.

Aquí me gustaría traer a colación (con el recato y resguardos necesarios) la idea de


“Totalitarismo” propuesta por Hannah Arendt, a quien trabajamos y discutimos en las clases
de este curso. Y es que, al repasar aquella etapa de mi vida en la que me sentí como un
agente extraño en un mundo cohesionado, recuerdo las explicaciones de mis padres: “no
es tu culpa, tú les das miedo, tu los extrañas porque no te dejas reprimir, tú eres libre, eres
creativa, es un sistema que te tiene miedo porque lo cuestionas”. ¿Puede el sistema escolar
temer a una niña? Yo no lo creía, pero ¿Y si el sistema educacional chileno de aquellos años
se asemejase a los proyectos de gobiernos totalitaristas que intenta diseccionar y explicar
Hannah Arendt? Consideremos que, ante todo, yo entré a la escuela en el comienzo de la
década del dosmil, cuando el proyecto de “La Concertación” era el progreso y la justicia “en
la medida de lo posible”, como dijera Patricio Aylwin. Mi escuela era católica, fue fundada
en los inicios de la dictadura de Pinochet, y el cuerpo docente (en su mayoría conformado

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por mujeres) promediaba los sesenta años de edad. Era un colegio conservador dirigido por
mujeres formadas bajo los antiguos parámetros educativos, mujeres que añoraban los
tiempos en los que se castigaba a los niños con golpes en las manos, y que evocaban los
años en los que “cuando sus papás (los nuestros) estudiaban en este colegio los teníamos
derechitos y no se les permitía hablar así”. Tiempos de dictadura en los que los niños, por
ser niños, no tenían opinión, en los que el silencio era el mejor aliado para ti y para tu
familia. Creo que bajo este paradigma y proyecto educativo de, como decía mi padre,
“destruir a los niños y reconstruirlos en forma de robot”, yo sí desestabilizaba el esquema.
No fui educada bajo ninguna religión, no sabía rezar (ni lo intenté, porque un decreto
ministerial me resguardaba bajo la libertad de culto y la defensa de la educación laica) y
había sido educada por un padre y una madre que me consideraban y conversaban las cosas
conmigo. “¿Qué te parece que nos cambiemos de casa?” “¿Qué opinas de ponerte esta
ropa?” “¿Qué opinas de lo que dijeron en la televisión?” eran preguntas comunes, formas
de “hacer la revolución”, dice mi padre. El integrar al niño en las decisiones sobre su vida,
preguntarle qué opina, qué piensa y qué siente. El colegio no enseñaba eso y le tenía miedo
a esas formas tildándolas de faltas de respeto.

Pues, digamos que cometí varias “faltas de respeto” a lo largo de mi estadía en la escuela.
Y para reprenderme, la escuela, y sobre todo la profesora que mencioné un poco atrás,
comenzaron a “castigarme” aplicando métodos que bajo las definiciones que vimos en
clases, se acercan bastante a las etapas del mal radical. En un principio, pretendieron
marginarme y convertirme en una paria del sistema educativo, el “lunar” que desentonaba,
la que molestaba y ponía un “pero” siempre que todo estaba “bien”. La profesora contaba
historias a los niños en las que yo inventaba enfermedades de familiares para faltar a clases
(aclaro que en aquella época yo faltaba mucho a clases porque mi abuela se encontraba
hospitalizada con una hepatitis fulminante), por lo que cuando yo iba a clases, quizás una
vez a la semana, mis compañeros se burlaban de mí y me atacaban directamente
llamándome mentirosa y “patúa” por ir cuando quería y sacar buenas notas a costa de
mentiras. Fui siendo anulada paulatinamente, llegando al punto de llorar antes de ir a clases.
En ese momento mi mamá comprendió que algo pasaba, le confesé que la profesora decía
esas cosas a mis compañeros y que abiertamente me llamaba mentirosa y aprovechadora.
Me sentía como una persona indefensa, sola en el mundo, sin pertenencia dentro de un
grupo que me rechazaba por ser diferente, por tener la capacidad de tener buenas

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calificaciones aún cuando no podía ir a clases y estudiar desde mi casa o la sala de espera
del hospital. Esto me recuerda el segundo paso de la “dominación total” que postula Arendt:
el asesinato de la persona moral que se logra por medio del martirio. Porque así me sentía,
como una persona que en casa tenía voz, voto y derechos, pero que en la escuela era una
escoria sin derechos, una cosa que por desentonar y tener opinión dentro de un sistema de
autómatas merecía ser castigada psicológicamente y ser humillada por mi cara de tristeza
“fingida” y por mi inteligencia “sobrevalorada” por unos padres “permisivos que no tienen
idea de cómo educar a los niños”. Y, en parte, si lo vemos con el respeto y recato que
merecen los casos que inspiraron a Arendt a desarrollar un estudio y teoría sobre la
Banalidad del mal, la dominación total y los totalitarismos, creo que en cierta medida, el
sistema escolar de aquellos años buscaba la anulación del ser humano y convertirlo en un
autómata prescindible. Y creo que mis compañeritos eran las víctimas perfectas, pequeños
muñecos que no cuestionaban a la profesora y que se cortaban el cabello bajo la misma
moda, que solo bailaban “Axé” y luego “reggaetón”, y que por supuesto, no tenían idea de
las cosas que a mí me interesaban, por ser aburridas (como los programas de animales y
las noticias). Entonces, si llegó un individuo que desentonaba de esa forma, y aquellos
personajes colectivos y homogéneros eran informados de ello tanto por la alerta de la
profesora como por el castigo público del que era víctima la niña “diferente” (entregando
de ese modo una amenaza indirecta hacia ellos), ellos no tendían a cooperar con la pequeña
víctima. Ellos habían perdido su libertad y el principio de solidaridad.

Pero no todo es malo. Mis padres, en defensa de mi individualidad y de mi calidad de


persona y sujeto, expusieron su ira ante las autoridades.

Y la profesora fue sancionada.

Y luego llegó un profesor, Fernando Soto, quien no solo me aceptó con mis “diferencias”,
sino que me validó dentro del grupo, me integró indicando que mis conocimientos e
inquietudes nutrían la clase y al grupo, y no al revés. Es curioso, porque gestos tan simples
como la validación de un adulto hicieron que mis pares me aceptaran nuevamente, que me
integraran en el grupo y ya no me segregaran dentro del mismo. Aunque ese trabajo tardó
dos años, se pudo romper el círculo vicioso del encarcelamiento mental de mis compañeros
de la enseñanza básica.

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Sin embargo, durante la enseñanza media atravesé por otra crisis, una crisis Histórica. Entré
a un colegio poblado mayoritariamente por hijos de obreros (o como dicen ahora, “de clase
media”) que, ante el movimiento estudiantil del año 2011, exclamaban cosas como
“nosotros defenderemos el colegio de una toma porque aquí venimos a estudiar”, y “si
quieren educación gratis váyanse al colegio del lado” (entiéndase, el colegio con número
que no valía cincuenta mil pesos mensuales). En ese momento se vinieron a mi mente la
seguidilla de sucesos que habían marcado a mi familia y a mi clase social antes, durante y
después de la dictadura. Niños que pudieron desayunar e ir a la escuela gracias a las
gestiones gubernamentales de Allende, niños que dejaron de ir a la escuela para trabajar y
ayudar en sus casas con la llegada de la dictadura, campesinos que delataban a otros
campesinos de ser “comunistas” (aunque no lo fuesen) para que las fuerzas militares se
encagaran de ellos, personas que no podían reunirse en la calle por temor a ser asesinados
por Carabineros, mi madre en la escuela, encapuchándose para repartir panfletos, mi padre,
que no pudo entrar a la universidad porque fue encarcelado por la CNI a los diecinueve
años. Sentí rabia. Y la sangre de mi familia y sus enseñanzas se reactivaron en mí, comencé
a organizar a muchos de mis compañeros, a dar discursos en los que hablaba de “ser
desclasado” al defender los intereses del empresariado y en los que abría las espectativas
de mis compañeros para un futuro universitario. Porque si paralizábamos junto a los
universitarios se podría ampliar la cantidad de becas y “hasta nosotros”, que no
estudiábamos en un colegio de excelencia ni teníamos dinero para pagar nuestro ingreso a
la educación superior, podríamos entrar a la universidades más prestigiosas del país. Fui
tildada de comunista por las autoridades escolares (que decidieron expulsarme por
“revoltosa”, aunque me reintegraron luego de una delicada amenaza de denuncia ante la
superintendencia de educación), pero el colegio se sumó a las movilizaciones y no solo se
amplió el espectro de ingreso a universidades en todo el país, se ampliaron las becas y los
créditos, se flexibilizaron algunos criterios de ingresos (como la consideración del “ranking”
que, en mi caso particular, fue un gran apoyo para entrar a la universidad) e inclusive,
nuestro propio establecimiento se replanteó una serie de irregularidades que vulneraban los
derechos de los estudiantes. No, no quiero llevarme todo el crédito, porque nunca he sido
una protagonista en la esfera sociopolítica, pero sí puse de mi parte para apoyar una causa
que creí justa.

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¿Cómo ser indiferente ante los procesos sociales del país? ¿Lo habré hecho porque en la
enseñanza básica no pudieron anularme?

Creo que, en parte, la respuesta está en la educación que me entregó mi familia, en la


integración de mi persona dentro de las conversaciones de los adultos desde que era muy
pequeña, en la reconfiguración del esquema vertical padre-hijo, que se transformó en un
esquema horizontal en el que ambos tenían el derecho de opinión y respeto dentro de los
márgenes de la “revolución” del hogar.

La historia me amenazó a lo largo de mi vida. Porque ser hija de dos ex miristas y ser a la
vez, nieta de ex presos políticos (uno de ellos, dirigente sindical), conllevó que yo fuese
amenazada tanto por los ex aparatos de represión (como he contado anteriormente, cuando
los antiguos miembros de la CNI nos amenazaban a mi hermano y a mí de ser secuestrados
y de que nuestros padres serían asesinados) y por las policías vigentes en democracia
(porque un “terrorista” como mi padre fue monitoreado por años tanto por Carabineros
como por PDI en busca de delitos que no cometía y, por supuesto, con el deseo de
amedrentarnos a todos nosotros). Pero mi familia siguió en un círculo que por un lado se
alejó de la actividad política-de-partido para proteger a sus hijos y nietos, principalmente
los círculos de ex presos velaban por la defensa de los derechos de sus miembros y la
defensa de su salud y su re-inserción en una sociedad que los exilió y encarceló, más que
por una actividad política de “partido” dentro del congreso y gobierno. Para mis padres y
sus amigos fue más importante proteger a sus hijos y nietos a la vez que nos educaron bajo
la verdad de todos los hechos históricos recientes del país; y creo que en ese aspecto, la
sinceridad y transparencia, la reformulación de los supuestos parentales tiránicos que
seguían reinando en otras familias chilenas, para convertir su “revolución” en la “revolución
familiar” no solo construyó seres humanos que se comprendieron como sujetos de derechos
desde sus primeros años, sino que, a la vez, construyeron identidades que perdieron el
miedo a la represión y a la libre expresión. Porque se nos crió bajo la alabanza del saber,
de la libre expresión y del respeto de la voz individual y colectiva. Nunca se nos enseñó a
burlarnos ni a discriminar (cómo burlarnos, cómo discriminar, si estábamos rodeados de
niños de todas partes del mundo que volvían a lo que se suponía “su patria”), ni mucho
menos a abusar de otros niños. A mis compañeros se les castigaba a golpes. A mí nunca se
me castigó, simplemente se me hacía ver que estaba cometiendo un error (cuando supe

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que le pegaban a los niños me asusté y pedí no ir más al colegio por miedo a que sus padres
me pegaran).

¿Y qué es el respeto a la Memoria sino el hecho de aprender y aprehender la historia nacional


y familiar comprendiendo su peso en la conformación de nuestra identidad y de la válida
construcción de las otras identidades dentro de la sociedad? Porque, yo crecí en este círculo
privilegiado de letrados sin profesión, mientras que mis compañeritos no aprendían más que
lo estrictamente necesario para “trabajar” (¿en qué va a pretender trabajar un niño a los
diez años?) en su futuro. Creo que, en parte, estas identidades conformadas fuera del círculo
que me guió y enseñó en la esfera privada y en mis primeros años de vida, es la
consecuencia ideal de los proyectos dictatoriales de América Latina, la anulación de la libre
expresión, el temor al saber, la repulsión a la lectura (recordemos que el portar un libro en
aquellos años era motivo de detención) por miedo a ser delatado y rechazado, el miedo al
saber por temor a ser segregado (o inclusive, a ser entregado a las autoridades) ahora
transformaba a la clase obrera en lo que siempre se quiso que fuera, una manada que
reproduce el temor a la rebeldía y a la diferencia, que lucha por mantener un trabajo aún
cuando la denigra y paga una miseria, el miedo a no querer exigir los derechos laborales y
sociales por miedo a perder el preciado trabajo que, en en una gran cantidad de casos a
nivel nacional, entrega el mínimo para sostener la vida y la productividad.

Es por eso que, tanto la identidad personal como colectiva entran en conflicto y tensión
constantes. Es por eso que los agentes disidentes de este sistema son “peligrosos” pero a
la vez, son necesarios para romper las estructuras que reprimen a la ciudadanía y la
convierten en una masa homogénea sin subjetividades ni individualidades. Las
subjetividades son construídas en base a una reflexión y convivencia de memoria e historia,
en la que ambas, constantemente, reaparecen en el sujeto, llevándolo a la reflexión y
participación. El mundo funciona bajo estos parámetros aún cuando el sistema quiera
anularlos. Porque somos seres humanos, no computadoras que trabajan según la
programación en código binario.

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