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Maggie Nelson
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Versión de Isabel Zapata.
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Los argonautas (fragmentos)
Maggie Nelson
(Traduzco estas páginas para Emilio, mientras esperamos a que nos arreste la
policía de la buena suerte.)
Octubre 2007. Los vientos de Santa Ana están destruyendo la corteza de los árboles
de eucalipto en largos trozos blancos. Una amiga y yo desafiamos a las ramas
colgantes con un picnic al aire libre durante el cual ella sugiere que me tatúe las
palabras DURA DE ROER en los nudillos como un recordatorio de los posibles
frutos de esa actitud. Pero en lugar de eso salen de mi boca las palabras te
amo como un evocación de la primera vez que me cogiste por el culo, mi cara
aplastada en piso de cemento de tu húmedo y encantador departamento de soltero.
Tenías Molloy junto a la cama y un montón de pitos amontonados en un gabinete
del baño abandonado en las sombras. ¿Se puede poner mejor que eso? ¿Cuál es tu
placer?, me preguntaste, y luego te quedaste a escuchar la respuesta.
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Antes de conocernos, había pasado la vida entregada a la idea de Wittgenstein de
que lo inexpresable está contenido, ¡inexpresablemente!, en lo expresable. Esta idea
no es tan popular como su más reverencial de lo que no se puede hablar hay que
callar pero es, creo, más profunda. Su paradoja es, literalmente, por qué escribo, o
cómo es que me siento capaz de seguirlo haciendo.
No alimenta o exalta ninguna angustia que podamos sentir sobre la incapacidad de
expresar, en palabras, aquello que las elude. No castiga a aquello que puede ser
dicho por lo que, por definición, es indecible ni lo exagera imitando a una garganta
apretada: lo que diría, si las palabras fueran suficientemente buenas. Las palabras
son suficientemente buenas.
Es ocioso culpar a una red por tener hoyos, dice mi enciclopedia.
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Así puedes tener ambos: tu iglesia vacía con su piso de tierra perfectamente barrido
y tus espectaculares vitrales brillando junto a las vigas de la catedral. Porque nada
de lo que digas puede joderle el espacio a dios.
He explicado esto otras veces. Pero ahora estoy intentando decir algo distinto.
Pronto entendí que también tú te habías pasado la vida entregado a la convicción de
que las palabras no son suficientemente buenas. No sólo no son suficientemente
buenas, sino que son corrosivas de todo aquello que es bueno, de todo lo real, de
todo lo que fluye. Discutimos mucho sobre esto, llenos de brío, no de malicia. Una
vez que nombramos algo, dijiste, no podemos volverlo a ver como antes. Todo lo
innombrable se derrumba, se pierde, es asesinado. A esto le llamabas la función-
corta-galletas de nuestra mente. Decías saberlo no por haber esquivado al lenguaje
sino por estar sumergido en él, en la pantalla, en conversaciones, en el escenario, en
el papel. Yo argumentaba algo parecido a Thomas Jefferson con las iglesias –por la
plétora, por el movimiento del caleidoscopio, por el exceso. Insistía en que las
palabras hacían algo más que nombrar y te leía en voz alta el principio de
las Investigaciones filosóficas. ¡Losa!, gritaba, ¡losa!
Por un tiempo pensé que yo había ganado. Concediste que podía haber un humano
bueno, un animal humano bueno, incluso si ese animal humano usaba el lenguaje,
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incluso si su uso del lenguaje de alguna forma definía su humanidad, incluso si la
humanidad misma significaba destruir y prenderle fuego al planeta entero, así
precioso y vasto como es, junto con su (nuestro) futuro.
Pero yo también cambié. Miré las cosas innombrables de nuevo, al menos las cosas
cuya esencia vacila, fluye. Volví a admitir la tristeza de nuestra eventual extinción y
la injusticia de nuestro extinguir a otros. Dejé de repetir, presumida, que todo
aquello que puede ser pensado, puede ser pensado claramente[1] y me pregunté
otra vez si realmente todo puede ser pensado.
Y tú, hayas dicho lo que hayas dicho, jamás imitaste a una garganta apretada. De
hecho corriste delante de mí con al menos con una vuelta de ventaja, las palabras
fluyendo en tu estela. ¿Cómo hubiera podido alcanzarte (es decir, ¿cómo pudiste
desearme?)?
-
Uno o dos días después de mi pronunciamiento de amor, sintiéndome salvaje de tan
vulnerable, te mandé el fragmento de Roland Barthes por Roland Barthes en el que
Barthes describe cómo el sujeto que pronuncia la frase te amo es como el argonauta
que renueva su barco durante la travesía sin cambiarle el nombre. Así como las
partes del Argo pueden reemplazarse sin que la nave deje de ser el Argo, siempre
que el amante pronuncie la frase te amo su significado debe renovarse, porque la
tarea del amor y del lenguaje es justamente darle a una misma frase inflexiones
que serán por siempre nuevas.
Pensé que era un fragmento romántico, pero tú lo entendiste como una posible
retracción. En retrospectiva, supongo que era ambas cosas.
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Perforaste mi soledad, te dije. Había sido una soledad útil, construida alrededor de
una sobriedad reciente, de largas caminatas desde la Y a través de los sórdidos
callejones de Hollywood, llenos de buganvilias, de los recorridos sobre Mulholland
para matar las noches largas y, claro, de los maniáticos ataques de escritura,
aprendiendo a dirigirme a nadie. Siento que puedo darte todo sin perderme a mí
misma, susurré en tu cama del sótano. Ése es el premio de una soledad bien
trabajada.
Unos meses más tarde pasamos la navidad juntos en un hotel del centro de San
Francisco. Yo había reservado la habitación por internet con la esperanza de que mi
reservación de la habitación y el tiempo que pasáramos en ella te hiciera amarme
para siempre. Terminó siendo uno de esos hoteles que son baratos porque están
pasando por renovaciones sorprendentemente torpes y porque estaba en medio de
la nada. Pero nosotros teníamos cosas más importantes que atender. El sol se
filtraba por las viejas persianas venecianas apenas lo necesario para oscurecer a los
trabajadores que martillaban afuera mientras estábamos en lo nuestro. Sólo no me
mates, te pedí mientras te quitabas tu cinturón de cuero, sonriendo.
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Después de Barthes lo intenté de nuevo, esta vez con un fragmento de un poema de
Michael Ondaatje:
Besar tu vientre
besar el barco herido
de tu piel. La historia
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es donde viajas
y lo que llevas contigo
nuestros vientres han sido
besados por extraños
para el otro
por mi lado
yo bendigo a todo aquel
que te haya besado aquí.
No te mandé el fragmento porque hubiera, de ningún modo, alcanzado su
serenidad. Lo mandé más bien esperando, algún día, llegar a hacerlo: que mis celos
retrocedieran y que yo fuera capaz de considerar los nombres y las imágenes que
otros habían dibujado en tu piel sin sentir disolución o asco. (Al principio hicimos
una visita romántica al Dr. Tattoff en Wilshire Boulevard, entusiasmados con la idea
de borrar las marcas. Nos marchamos cabizbajos con los precios, con lo improbable
que era erradicar la tinta por completo.)
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Después de comer, mi amiga que propuso el tatuaje DURA DE ROER me invita a su
oficina, donde me ofrece googolear tu nombre por mí. Quiere saber si el internet nos
revela el pronombre que prefieres, porque aunque pasamos cada segundo de
nuestro tiempo libre juntos en la cama y ya hasta hablamos de mudarnos, o tal vez
por eso, no me atrevo a preguntar. Me he convertido en un estudio breve en evitar
pronombres. La clave está en acostumbrar al oído a escuchar el mismo nombre una
y otra vez. Aprender a refugiarse en cul-du-sacs gramaticales, relajarse en una orgía
de especificidad. Aprender a tolerar una instancia más allá de Dos, precisamente al
momento de intentar representar una asociación, incluso una nupcial. Las nupcias
son lo contrario de la pareja. Ya no hay más animales binarios: pregunta-
respuesta, masculino-femenino, hombre-animal, etcétera. Es posible que una
conversación sea simplemente eso: el contorno de un devenir.[2]
Uno puede volverse todo un experto en el arte de esa conversación así, pero hasta la
fecha es casi imposible para mí comprar un boleto de avión o negociar con el
departamento de recursos humanos sin destellos de vergüenza o desconcierto. No es
realmente mi vergüenza o desconcierto, más bien me avergüenza (o simplemente
me encabrona) la persona que se equivoca constantemente en lo que da por hecho y
tiene que ser corregida, pero a la que no puedo corregir porque las palabras no son
suficientemente buenas.
¿Cómo pueden las palabras no ser suficientemente buenas?
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Echada en el piso de la oficina de mi amiga y con el corazón roto, me asomo
mientras navega en un mar de información brillante que no tengo ganas de saber.
Yo quiero al tú que nadie más puede ver, al tú tan cercano que ni siquiera hace falta
aplicar la tercera persona. “Mira, aquí hay una cita de John Waters que dice ‘ella es
muy hermosa’, así que quizá deberías usar el femenino. ¡Digo, es John
Waters!”. Pero eso fue hace años. Puede ser que las cosas hayan cambiado.
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Versión de Isabel Zapata.