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Si tuviese la potestad de influir en las decisiones de los lectores, nada me gustaría

más que este artículo fuese leído en voz alta, en el seno de las familias. Si la
cuestión del calentamiento global fuese motivo de conversaciones entre padres,
hijos y nietos, alguna esperanza se levantaría entre nosotros. Noticias y reportajes
publicados en días recientes, que nos informan que el recién finalizado 2016 ha
sido el año más caluroso desde que se hacen estas mediciones, no deberían
dejarnos indiferentes. Si lográsemos que el calentamiento del planeta se sumara a
nuestras preocupaciones corrientes, entonces ya habremos dado un paso
adelante. La cuestión, según me parece, es que a pesar de ser un tema constante
en libros, revistas y noticieros, sigue siendo una materia sobre la que calificadas
audiencias no toman conciencia y, pese a ser un asunto tan grave, no alcanza el
lugar relevante que merece en la opinión pública. No sentimos que nos amenace
en lo más inmediato. Es de las cosas que siempre dejamos para los demás y para
más tarde. Y en la que todavía nos debatimos en flagrantes contradicciones. Por
ejemplo, mientras Alemania y Holanda anuncian planes legislativos para proscribir
los vehículos con gasolina para el 2030 y 2025 respectivamente, Trump se asoma
con un gabinete que parece privilegiar a la energía petrolera sobre las alternativas
verdes desarrolladas en la última década.

Cuando se habla de las Islas Maldivas –República de Maldivas, constituida por


casi 1.200 islas, de las que apenas un poco más de 200 están habitadas–,
ubicadas en el corazón del océano Índico, es posible que nos resulten una
referencia muy alejada. De continuar las subidas de la temperatura, el
calentamiento del planeta las borrará de los mapas y, con ello, el lugar donde
viven casi 400 mil personas como nosotros. Pero si esto llegase a ocurrir, no sería
un fenómeno aislado.

Casi la mitad de la población del mundo, más de 3.000 millones de personas,


habita en costas o en las proximidades de hasta 200 kilómetros. Si una parte de
los hielos del Ártico desaparece, y se produce el rompimiento de las placas de
Groenlandia y el Antártico Occidental, las inundaciones que se producirán
modificarán el perfil de las costas. Al menos un tercio de esa población, más de
1.000 millones de personas, deberá cambiar de domicilio. Sus vidas serán
radicalmente afectadas. Por si fuera poco, el mismo riesgo se cierne sobre el
sudeste de la Florida, en la ciudad de Miami concretamente, hasta el punto que
conservadores incrédulos ya aceptan hablar de la “subida de la marea” en sus
costas.

La lista de consecuencias es de tal magnitud que todos los días se suman a ella
nuevas consideraciones. Me limitaré aquí a recordar que las cosechas de trigo y
maíz han disminuido alrededor de 5% en las últimas tres décadas, producto del
calentamiento planetario y cambios climáticos. Las proyecciones hacia el 2040 son
verdaderamente alarmantes: las cosechas, afectadas por las variaciones
climáticas, podrían disminuir hasta 20% en comparación con las alcanzadas en
2014, con lo cual, un kilo de pasta podría aumentar su precio hasta cuatro o cinco
veces su precio de hoy.

Tal como se ha repetido, se trata de una problemática de profunda complejidad,


porque tiene relación directa con nuestro modo de vivir. La totalidad de nuestras
vidas depende, de forma directa, del consumo de energía. Más aún, el crecimiento
productivo y económico de los pueblos, especialmente de los países más pobres,
es inseparable de un aumento de la cantidad de energía que consumen. En otras
palabras, el bienestar y el progreso son indisociables de la energía. Un estudio
realizado en la India en 2012 demostró que familias pobres, a partir del momento
en que adquirían una nevera y un televisor, aumentaban su consumo de energía,
cinco veces.

Con frecuencia los expertos señalan que las medidas y propósitos que los países
suscriben en las cumbres mundiales dedicadas al clima no son realistas. Las
revisiones que tendríamos que hacer para detener el calentamiento global
sobrepasan las simples medidas de ahorro y de uso responsable de la energía,
que es la práctica con la que contribuyen aproximadamente 15% de las familias
del mundo. No solo hace falta aumentar este porcentaje a gran velocidad, sino que
es necesario prepararnos para cambios de carácter estructural. Cada vez son más
alarmantes los síntomas de los peligros que nosotros mismos estamos creando
para nuestros hijos y nietos.

El paso de una sociedad del consumo a una sociedad de la frugalidad está en el


núcleo del debate sobre el futuro próximo de nuestro planeta. Mi impresión es que
ni siquiera nos hemos preparado lo suficiente para contestar a la pregunta sobre
los sacrificios que estaríamos dispuestos a realizar. Estamos, me parece, en la
fase en la que debemos hacernos conscientes de la gravedad de lo que significa
el calentamiento del planeta y cómo nos afectará, lo queramos o no. Por ello es
que creo que se trata de un asunto sobre el que debemos conversar en el seno de
nuestras familias.

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