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arte.
Aunque pueden citarse algunas importantes y honrosas excepciones, lo cierto es que las
humanidades y las ciencias sociales han reflexionado más sobre el malestar en la cultura
que sobre el bienestar. Es más, el bienestar ha resultado, habitualmente, un concepto
molesto, sospechoso y hasta ofensivo para la mirada humanista y sociológica. Qué bello
pasaje aquel en el que el protagonista de “El nombre de la rosa”, Guillermo de
Baskerville –que recrea la personalidad de Guillermo de Ockham- discute con el
hermano Jorge acerca de un texto de Aristóteles dedicado a la risa. El viejo y ciego
Jorge recrimina y censura a fray Guillermo por reverenciar un texto en el que se alude a
la expresión de un sentimiento alegre, incompatible con el rigor y el pathos de un
religioso. La risa es cosa de plebeyos, de gente sin conciencia y sin moral, deforma el
rostro y nos hace olvidar el tremendo dolor y sufrimiento que Jesucristo soportó por el
perdón de los pecados de toda la humanidad. Este pasaje, obra de U. Eco, ilustra bien la
incomodidad que ha acompañado al bienestar dentro de los discursos intelectuales en
nuestra cultura occidental.
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lubrifica nuestros vínculos sociales primordiales, que los impulsa motivacionalmente y
que les confiere seguridad cognitiva. Si Homo suadens representa nuestra naturaleza,
aprender como Verdadero, Bueno y Bello aquello que se me transmite como tal bajo el
poder de las experiencias de placer y displacer que acontecen en las relaciones de
aprobación y reprobación –sean estas las más elementales y privadas, o las más
sofisticadas y públicas-, entonces el bienestar, por incómoda que nos parezca la idea a
los herederos del ideal emancipatorio, es una variable central, estructural, del
mantenimiento de las formas sociales y culturales, la energía misma que sustenta las
plikas que reúnen a los individuos en sus interacciones burbujeantes, esas en que
ponemos toda la carne en el asador.
Tal inopia se produce cuando se crean poderosas sinergias entre lo que hacemos
(socius), lo que sentimos (corpus) y lo que decimos, pensamos e imaginamos (animus)
en intima complicidad con otros. Ya hemos visto cómo en la vida cotidiana, a muchos
parece gustarles natural, espontánea y entrañablemente el pasodoble, los culebrones
televisivos y los paisajes con ciervos y a otros, no menos naturalmente, la música de
Schönberg, los Escritos de J Lacan y los últimos cuadros de bañistas de P Cézanne.
Unos y otros, si le hacemos caso a Bourdieu, parecen olvidar que sus gustos son un
simple producto del habitus y que el gusto se halla determinado socialmente. Nosotros
preferimos constatar que si los gustos (con todas las salvedades y cautelas ya
comentadas a La distinción de Bourdieu) se hallan influidos decisivamente por habitus,
siempre pueden transformarse sometidos a los azares y vértigos de fluxus.
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En su excelente La regla del juego, J L Pardo desarrolla todas las metáforas posibles en torno al
explorador de Wittgenstein y el nativo (PARDO, J L, La regla del juego, Círculo de lectores, Madrid,
2004, pp 127 y ss). Nuestra posición, sin embargo, difiere radicalmente sobre las reglas del juego iniciado
por los griegos y que, desde entonces, se llama metafísica.
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psíquica (supuestamente) corregible en todo caso por la educación, la revolución o
alguna comunidad virtual de diálogo. Otros, como el propio Bourdieu, han insistido, por
el contrario, en su pretendida fatalidad al traducirlo como destino inexorable de
cualquier reproducción social, concebida al modo de un habitus entrópico, más o
menos rígido y determinista.
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aquellas otras mencionadas acciones y conductas que proporcionan satisfacciones
orgánicas que compartimos con el resto de primates.
La razón de todo ello es que en cualquier experiencia de bienestar en la cultura subyace
una confusión categorial entre la satisfacción obtenida por la consecución de lo bueno
orgánico (sexo, protección o alimento) que compartimos con el resto de los primates, y
lo bueno cultural (propio del sabio epicúreo, del monje budista, del revolucionario, del
especulador bursátil, del rockero o del pensador posmoderno). El delirio de la
inconsciencia imaginaria ignora que aquello que determina lo bueno cultural y sus
placeres y éxtasis característicos (a menudo, como escribió C Castoriadis más intensos
que los orgánicos) es objeto de aprendizaje social (mediado límbicamente por
emociones exclusivamente humanas como la simpatía, la culpa o la vergüenza) y se
produce sólo cuando el sujeto entra en flujo con ciertos deseos, emociones y placeres
culturales de pareja o de pequeños grupos componiendo vertiginosas (caleidoscópicas)
burbujas im-pliegues y plikas.
(Por ello, la aparente fatalidad de la transmisión cultural no se basa tanto en la
imposición coactiva de ninguna conciencia colectiva, ideología o habitus como en la
necesidad que tiene cualquier ser humano de habitar y resonar con otros, de hacer
méritos (de asumir, perseguir y realizar los deseos, emociones y placeres propios del
grupo) para poder gozar de las delicias indispensables del reconocimiento, la
admiración, el amor, la lealtad y/o envidia de los otros).
El bienestar en la cultura, en fin, es ese poder embrujador que rezuman ciertos im-
pliegues (en cuyo ámbito nos empaquetamos a nosotros mismos con amores, amigos y
cómplices reales o imaginarios) cuando la densidad y calidad de flujo entre lo que
hacemos, lo que sentimos y lo que pensamos es lo bastante alta. El verdadero bienestar
en la cultura requiere una inconfundible fascinación activa y creadora que se produce
cuando el sujeto percibe, con especial agudeza e intensidad, que lo que hace con
aquellos que le son próximos emocionalmente, lo que siente y lo que piensa son
aspectos inseparables que revelan un mismo mundo intrinsecamente valioso, bello,
verdadero y único. Algo, por lo demás, que constituye una experiencia universal en
ciertas etapas del ser humano, no sólo en la infancia y en la adolescencia, sino también
en los amores, amistades y compromisos religiosos, políticos y laborales y que, sin
duda, reproduce esquemas filogenéticos universales ilustrados a la perfección por la
historia de las religiones y las viejas escuelas de la antigua metafísica.
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descubrimiento/contexto de justificación. En efecto, Kuhn reveló la ilusión de separar
ambos contextos en la ciencia realmente existente tal como ha sido efectivamente
practicada por las comunidades históricas de científicos, y nosotros, de un modo
semejante, ponemos de manifiesto la imposibilidad de una visión puramente
gnoseológica de los discursos de las viejas escuelas de metafísica al margen de sus
urdimbres y resonancias morales, estéticas, ético-políticas y praxeológicas. Pues bien,
del mismo modo que la llamada falsación popperiana era inseparable de sus contextos
locales rabiosamente imaginarios e históricos, los regímenes de verdad que gobiernan
los viejos discursos de la metafísica eran y son (en un grado infinitamente mayor e
incomparable) indiscernibles de sus envolturas atmopoiéticas y sinneónticas: fuera de
ellas los atletas del Lógos y de la épimeleia sencillamente dejan de respirar
Por ello mismo, hasta ahora, todas las críticas de/a la metafísica (incluidas las de
Sloterdijk) han sido igualmente metafísicas y logocéntricas, absolutamente incapaces de
captar su verdadero carácter de envoltura, impliegue y plika espacial. Desde Hume y
Kant hasta el primer Wittgenstein, Carnap y Popper por un lado, y desde Heidegger y
Derrida, por el otro, la crítica siempre ha versado sobre la ilusión de la presencia,
objetividad e inmediatez de ciertos contenidos conceptuales. En el caso de los primeros,
para exigir un conocimiento basado en la experiencia sensible, y en el caso de los
segundos, para negar la posibilidad misma de acceso a esos pretendidos (ilusorios)
constituyentes últimos de lo real.
Ni siquiera el sabueso Nietzsche que a menudo parecía pensar con la nariz, pudo
superar el hechizo metafísico al proponer nuevas/viejas metáforas a las que irse a vivir
como eterno retorno, voluntad de poder o superhombre. Metáforas que no son otra cosa
que una simple inversión vitalista de las tóxicas envolturas nihilistas y que jamás
cuestionan propiamente su carácter habitacional. De ahí, también, que sus discípulos
(libertarios o nazis) no hayan comprendido las (sin) razones profundas del hechizo que
les producía el maestro y a las que él mismo, quizás, acabó por sucumbir.
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Cf, Laureano Castro Nogueira et alia, A la sombra de Darwin, Siglo XXI, Madrid, 2003
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piensa, nos hace y nos deshace, vivimos (en el amor, en la amistad y en la ciudad), en
una inopia de burbujas y envolturas compartidas ligadas por el deseo del deseo de los
otros.
Por ello mismo, tampoco la metafísica ha podido pensar, sin disolverse, el verdadero
punto ciego del deseo; aquello que al mismo tiempo hace y deshace al hombre y que
resulta ser el espacio mismo abierto por su peculiar escritura, el espacio atmopoiético y
sinneóntico que constituye el bienestar en la cultura propio de toda la metafísica
occidental. La inopia constitutiva de la metafísica, de la inconsciencia imaginaria que
anida en los discursos que pretenden dar sentido a la existencia humana, no sólo
procede de su delirio instrumental con la Presencia (con el Uno, la Idea o el Bien) sino,
y muy especialmente, de su incapacidad de pensarse como espacios discursivos de
subjetivación, como espacios psicotrópicos de placer, como envolturas del deseo del
deseo de los otros a la que retirarse a vivir.
Lo que jamás ha podido pensar la metafísica es que las jaimas para esquizos nómadas
ofertadas por Deleuze en poco se diferencian como artilugios y habitáculos
atmopoiéticos o soluciones habitacionales de las apolíneas mansiones cristalinas de
Platón o que las prestaciones de los suntuosos palacios barrocos de Lacan, aun cuando
parecen escenificar la agonía del sujeto, albergan, confortan, alivian y protegen bastante
más que aquellos pequeños grises y pequeños azules con los que el pintor P Cézannne
eligió envolverse y arroparse hasta el final de sus días.
Pero existe otra tradición más luminosa, según la cual el nombre secreto no es tanto la
cifra del sometimiento de la cosa a la palabra del mago, cuanto, en todo caso, el
monograma que sanciona su liberación del lenguaje…El nombre secreto es, en
realidad, el gesto mediante el cual la criatura es restituida a lo inexpresado
G Agamben
La ventaja de leer a Lacan y a los lacanianos es que nos invita a explorar este momento
del capitalismo de ficción (el capitalismo como cualquier otro sistema socioeconómico
siempre ha sido de ficción: siempre se ha mantenido por sus soportes imaginarios en el
sentido de Castoriadis) en el que la oferta de psicoterapias a la carta y la banalidad de la
cultura mediática harían inevitable un regreso (esta vez sí) verdaderamente terapéutico y
salvador del arte verdadero y del análisis.
Y la ventaja del discurso lacaniano es que muestra toda esta supuesta necesidad mejor
que nadie mediante la transparencia equívoca, elusiva y barroca de sus suntuosas
gramma-ontologías discursivas. Al fin y al cabo, parece susurrarnos Lacan, a diferencia
de la actual podredumbre mediática del discurso capitalista y sus lacayos del diseño, la
publicidad y el marketing, los verdaderos artistas como P Cézanne todavía exhibían
síntomas como dios manda (todavía podía leerse en ellos, oblicuamente, la sombra de
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lo real) y los neuróticos se curaban en su gabinete articulando el discurso de su vacío,
castración y falta.
Ahora, sin embargo, ni los artistas parecen querer oír hablar de síntomas ni los
trastornados quieren parlotear sobre sí mismos en el diván de un psicoanalista, sino que
se curan (¡!) hablando entre ellos y en el supermercado superficial de las terapias
farmacológicas, cognitivo-conductuales, asertivas, gestálticas, bioenergéticas o
cibersistémicas. Hace ya mucho tiempo que los trastornados se dedican a oler flores de
Bach, o se entregan a la musicoterapia, al Tai chi, al yoga, la meditación, a la cháchara
o al inacabable cotorreo (heideggeriano). Ya casi nadie cree que la salud mental consista
en algún tipo de relación seria o trascendental con alguna Verdad que se inscriba en el
pío acceso a la palabra plena o a su lacaniana imposibilidad que no deja de ser su exacta
inversión simétrica.
El ainos del ainigma de la Esfinge (el enigma del arte) no busca una solución final
como la de Edipo (héroe del alfabeto y de la hermenéutica: fundador de ciudades), una
solución que deletree el espacio de Cézanne y lo reduzca a significantes elementales,
sino, como reconoce Agamben, un respeto y piedad por el misterio, la Lichtung, la
invisibilidad, el destino, los dioses y los demonios que hechizan la experiencia
cotidiana. No conviene olvidar que Edipo, como héroe lacaniano de la clausura y
urbanización del significante, es, también, el primer metafísico dispuesto a crear lugares
y ciudades capaces de cobijar al hombre y dar un sentido (ligado a ciertos deseos,
emociones y placeres) a las palabras, más allá de la tutela de los dioses. Es, por ello
mismo, el héroe capaz de domesticar y urbanizar los viejos significantes enigmáticos
(los significantes del arte) a través de la creación sinérgica de contextos políticos
(socius) y contextos emocionales (corpus) vinculados a todo género de significantes
(animus)
En la última modernidad, pasadas las vanguardias, Edipo ha vuelto a hacer de las suyas
convirtiendo definitivamente a la enigmática Esfinge (el arte) en un animal doméstico,
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CASTRO NOGUEIRA, L, H DE OSSORNO, M.: Ensayo general para un ballet anarquista,
Libertarias, Madrid, 1986.
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recluido en museos, galerías y salas de concierto, mientras, por otro lado, desarrolla un
programa en gran escala de estetización total y, a menudo, totalitaria de la existencia.
¿Qué puede hacer el arte en esta época que reconoce, finalmente, en la Esfinge un viejo
fetiche del que no quiere enteramente prescindir pero cuyos efectos cree poder producir
ya técnicamente a la carta, dispuesta como está a administrar los flujos sinneónticos de
los propios procesos de subjetivación (las burbujas mismas de la radiante inopia
cotidiana), desde el diseño de lugares, experiencias y objetos hasta la producción de
estilos de vida, cuerpos, sofisticados ciborgas y todo género de aventuras y derivas
psicofarmacológicas? ¿Qué puede hacer el arte para estar a la altura de una sociedad
capaz de dotar de aura a los propios flujos amnioestéticos diseñando incesantemente
nuevos deseos y placeres funcionalmente más auráticos que todos aquellos desplegados
por el arte y la vieja metafísica? ¿Qué puede hacer el arte, en fin, que siempre supo
oscuramente esto, para aceptar la (para muchos) desoladora, insoportable, verdad de
nuestro tiempo y, al mismo tiempo, no sucumbir al cinismo dominante ni invocar
nuevamente el espectro del Gran Arte o de una nueva Lichtung capaz de salvarnos?
Ya hemos dicho que poco podemos esperar de la vieja metafísica, pues si por dentro se
oponen radicalmente (en sus conceptos y visiones del mundo) los logoi de Platón y
Deleuze o los de la tradición cristiana y Nietzsche, por fuera en tanto que intervenciones
y recursos habitacionales, funcionan todos ellos como confortables (burbujeantes)
soluciones alternativas capaces de cobijar al hombre. Y ya hemos dicho, también, que
sólo el arte, es aquella práctica y experiencia que, en sus mejores momentos, puede
revelar algo de esas afueras. Pues sólo el arte tiene que ver con verdaderos exteriores,
formas, sonidos, canciones, sueños, ritmos, delirios, figuras e imágenes.
La materialidad sensible de un templo griego (la Tierra) que despeja y abre un Mundo y
el pensar conceptual sobre el Ser serían distintas formas de revelarse y abrirse la
Verdad: dimensiones de un mismo misterio, de un despejamiento, donde irrumpe y
brota el embrujo de la Verdad.
Sin embargo, el arte jamás ha pretendido revelar ninguna Verdad comparable a las de
la religión, la filosofía o la ciencia. Ni falta que le hace. El arte explora, desanuda y
desenreda a veces las afueras de esa ilusión de Verdad. El arte apunta siempre a ese
afuera amnioestético, sensible, imaginario y entrañable que otorga consistencia, tramas
y ritmos espaciotemporales a la Verdad (vertiginosamente diversa) en la que habitamos
los hombres. El arte promete un acceso a los forros y entretelas de esos tenuísimos
paneles imaginarios (burbujas, como las llama Sloterdijk) dentro de las que respiramos
(por dentro y por fuera de nosotros mismos) los seres humanos. Por eso el arte alcanza a
veces a mostrar las afueras desde donde los hombres dicen sus decires.
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menester buscarla, al modo de Sloterdijk, en especulaciones psicoacústicas fetales,
ginecologías negativas o formaciones fantasmáticas pre/especulares, pues esa sustancia
constituye la urdimbre misma de los jugos post-amnióticos (jugos amnioestéticos) que
lubrican y aderezan las percepciones, representaciones y discursos de la experiencia
ordinaria siempre compartida (cuerda o insensata) de todos y cada uno los hombres.
Nadie discute, por todo ello, que también la metafísica pueda volverse del revés como
un calcetín y desvelar algo de sus cubiertas, envolturas, forros y costuras, mostrando, en
términos de Wittgenstein, las afueras de sus decires. Algo de eso hemos intentando
hacer en este libro.
Se nos dirá que en la experiencia ordinaria de los hombres (en sus canciones, vestidos,
gestos, chistes, ritornelos, risas, silencios y suspiros) también se muestran las afueras de
sus decires, y la exterioridad y las afueras de sus burbujas compartidas. Y es cierto,
absolutamente cierto para aquél o aquella que pueda verlo.