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Homo suadens y el bienestar en la cultura: los respiraderos del

arte.

Aunque pueden citarse algunas importantes y honrosas excepciones, lo cierto es que las
humanidades y las ciencias sociales han reflexionado más sobre el malestar en la cultura
que sobre el bienestar. Es más, el bienestar ha resultado, habitualmente, un concepto
molesto, sospechoso y hasta ofensivo para la mirada humanista y sociológica. Qué bello
pasaje aquel en el que el protagonista de “El nombre de la rosa”, Guillermo de
Baskerville –que recrea la personalidad de Guillermo de Ockham- discute con el
hermano Jorge acerca de un texto de Aristóteles dedicado a la risa. El viejo y ciego
Jorge recrimina y censura a fray Guillermo por reverenciar un texto en el que se alude a
la expresión de un sentimiento alegre, incompatible con el rigor y el pathos de un
religioso. La risa es cosa de plebeyos, de gente sin conciencia y sin moral, deforma el
rostro y nos hace olvidar el tremendo dolor y sufrimiento que Jesucristo soportó por el
perdón de los pecados de toda la humanidad. Este pasaje, obra de U. Eco, ilustra bien la
incomodidad que ha acompañado al bienestar dentro de los discursos intelectuales en
nuestra cultura occidental.

Pueden alegarse muchas razones en favor de un tratamiento tan asimétrico de una y


otra realidad emocional. Por ejemplo, podría señalarse que las ciencias sociales
mantienen una vocación y un compromiso profundo con los valores de justicia y
progreso y que, en consecuencia, deben identificar y denunciar las fuentes del
sufrimiento y dominación que se despliegan por todas partes. Que la felicidad de los
happy few suele ocultar y proceder, casi siempre, de alguna forma de explotación
económica, social o política. Que el bienestar, cuando se extiende como bálsamo por la
sociedad, es cosa de simples, enajenados, niños y hombres masa, pues resulta
incompatible con una existencia auténtica y comprometida, verdaderamente consciente
del precio de la dignidad humana. Que la felicidad personal, cuando se muestra robusta
e inasequible a los embates de la vida, suele fundarse en la falsa conciencia, en el opio
del pueblo o en las fantasías inconscientes de nuestra mente, que, débil e impotente, se
protege de los fríos vientos de la vida y de la muerte. Desde luego, nuestra raíces
judeocristianas serían también, por sí mismas, suficientes para justificar la centralidad
que el malestar –culpa, pecado, labilidad, finitud...- tiene en nuestro mundo intelectual.
Las obras de Nietzsche, Freud, Marx y Heidegger, por citar sólo algunos nombres,
evidencian el peso de esta preocupación por los orígenes del malestar.

Sin embargo, como en otras ocasiones, se hace imprescindible una reconsideración de


nuestro enfoque. Tomando prestada una expresión del Programa Fuerte de la sociología
del conocimiento, podríamos decir que hace falta aplicar el principio de simetría a la
explicación del bienestar en la cultura. Si las ciencias sociales y las humanidades,
movidas por razones poderosas, según parece, han otorgado un papel central al malestar
–malestar estructural, psicológico, socioeconómico y político- es hora de afrontar el
bienestar con las mismas herramientas, y no meramente como un residuo psicológico
incómodo o como una conducta desviada –inauténtica, alienada, neurótica o nihilista.
Sólo desde una genuina fenomenología de las creencias desarrollada desde las entrañas
de Homo suadens puede comprenderse el significado del bienestar y el papel que juega
en la dinámica social. El bienestar, antes que una forma de conducta desviada –que
puede serlo sólo cuando se juzga desde una determinada axiomática antropológica o
política- es una parte constitutiva de nuestra experiencia psicobiológica, el fluido que

1
lubrifica nuestros vínculos sociales primordiales, que los impulsa motivacionalmente y
que les confiere seguridad cognitiva. Si Homo suadens representa nuestra naturaleza,
aprender como Verdadero, Bueno y Bello aquello que se me transmite como tal bajo el
poder de las experiencias de placer y displacer que acontecen en las relaciones de
aprobación y reprobación –sean estas las más elementales y privadas, o las más
sofisticadas y públicas-, entonces el bienestar, por incómoda que nos parezca la idea a
los herederos del ideal emancipatorio, es una variable central, estructural, del
mantenimiento de las formas sociales y culturales, la energía misma que sustenta las
plikas que reúnen a los individuos en sus interacciones burbujeantes, esas en que
ponemos toda la carne en el asador.

Sólo si contemplamos el caleidoscopio cultural desde la óptica del bienestar como


experiencia primordial encastrada en nuestra naturaleza, podremos dar razón de aquello
que no la tiene desde ninguna otra: la infinita, desbordante e irracional variedad de
implikaturas sociales, de diminutas formas de interacción en las que acontece de forma
local, contingente y fugaz eso que los filósofos han llamado ampulosamente “el sentido
de la vida”, y que no es más que esas pequeñas gotas de bienestar que administramos en
los espacio-tiempos en los que interactuamos con aquellos (o aquello) cuya mirada
aprobatoria deseamos, con cuya complicidad contamos tejiendo nuestra más inmediata
realidad de sentido y nuestro particular sentido de la realidad.

La ilusión de todos los días

El bienestar en la cultura puede definirse como cierto estado de feliz inmediatez


con/entre nuestras prácticas, nuestros deseos, emociones, pensamientos y decires. Nos
referimos a esa condición que todos tenemos de aborígenes o nativos1 cuando damos
por sentado el carácter natural, espontáneo y entrañable de nuestros gustos, sensaciones
y sentimientos, es decir, cuando olvidamos su carácter radicalmente social, de
inclinaciones, goces y deleites, objeto de aprendizaje sociocultural.

Tal inopia se produce cuando se crean poderosas sinergias entre lo que hacemos
(socius), lo que sentimos (corpus) y lo que decimos, pensamos e imaginamos (animus)
en intima complicidad con otros. Ya hemos visto cómo en la vida cotidiana, a muchos
parece gustarles natural, espontánea y entrañablemente el pasodoble, los culebrones
televisivos y los paisajes con ciervos y a otros, no menos naturalmente, la música de
Schönberg, los Escritos de J Lacan y los últimos cuadros de bañistas de P Cézanne.
Unos y otros, si le hacemos caso a Bourdieu, parecen olvidar que sus gustos son un
simple producto del habitus y que el gusto se halla determinado socialmente. Nosotros
preferimos constatar que si los gustos (con todas las salvedades y cautelas ya
comentadas a La distinción de Bourdieu) se hallan influidos decisivamente por habitus,
siempre pueden transformarse sometidos a los azares y vértigos de fluxus.

La mayor parte del pensamiento ilustrado ha despachado el bienestar en la cultura en


términos de ignorancia, alienación, ilusión o ideología; una situación de miseria

1
En su excelente La regla del juego, J L Pardo desarrolla todas las metáforas posibles en torno al
explorador de Wittgenstein y el nativo (PARDO, J L, La regla del juego, Círculo de lectores, Madrid,
2004, pp 127 y ss). Nuestra posición, sin embargo, difiere radicalmente sobre las reglas del juego iniciado
por los griegos y que, desde entonces, se llama metafísica.

2
psíquica (supuestamente) corregible en todo caso por la educación, la revolución o
alguna comunidad virtual de diálogo. Otros, como el propio Bourdieu, han insistido, por
el contrario, en su pretendida fatalidad al traducirlo como destino inexorable de
cualquier reproducción social, concebida al modo de un habitus entrópico, más o
menos rígido y determinista.

Los verdaderos espacio-tiempos de la experiencia humana, son im-pliegues


radicalmente locales, cotidianos y pragmáticos, -y tantas veces efímeros-, y no pueden
confundirse con improbables artefactos holísticos y clonadores diseñados por filósofos
de las ciencias sociales como (Grandes) Imaginarios, Ideologías o Epistemes sino que
constituyen pequeños auto-receptáculos virtuales, abiertos, magmáticos, de topología
variable (a veces, como muestra Sloterdijk, son quebradizas espumas, hervores, grumos
o coágulos) y en permanente (virtual) metamorfosis, que compartimos con amantes,
amigos, cómplices o cualesquiera demonios (daímones) reales o imaginarios con los
que entramos en flujo.
La alegría, bienestar e ilusión verdaderamente humanas nada tienen que ver con los
contenidos (de Verdad) de esas plikas y plegaduras, sino con la articulación y
consistencia de las delicadas texturas, tramas y fibras que urden sus frágiles paneles en
cuyo seno respiramos y sentimos el mundo. Espacio-tiempos como los de la vieja
filosofía estoica, el cristianismo primitivo, el budismo zen o el sufismo-, operan como
burbujas high tec o burbujas de diseño para subrayar el carácter altamente elaborado,
articulado, autorregulado y codificado de sus flujos y prestaciones. Sin embargo, la
mayoría de los hombres habita espontáneamente en plegaduras-im-pliegues muy
parecidos, aunque menos formalizados y ritualizados, en cuyo ámbito se desenvuelve su
vida con aquellos que les son próximos e indispensables emocionalmente.
Ahora bien, ya es hora de decirlo de una vez por todas: la fatal ilusión (y el peligro
latente) que anida en esos im-pliegues, grumos y espumas en los que, poéticamente,
habita el hombre, consiste en procesar las intensas sensaciones de placer, alegría,
plenitud y bienestar derivadas exclusivamente del reconocimiento de (y la complicidad
con) los otros, como si tuviesen la misma evidencia (la misma verdad y objetividad
orgánicas) que las intensas sensaciones derivadas de la satisfacción de necesidades
físicas como el sexo, la protección o la nutrición ligadas a conductas sexuales y de
búsqueda de amparo o alimento.
Así, -y esto ha resultado tragicómico para la vida de cada hombre y para el destino
histórico de nuestra especie-, lo cierto es que a la hora de procurarse esas sensaciones
(esenciales para los seres humanos) de ser aceptados, acogidos y reconocidos, vale
cualquier individuo, pareja o grupo al margen de su catadura moral e intelectual. Uno
puede entrar en flujo (componiendo burbujas y plikas con altísimas prestaciones de
simpatía, autorrealización y bienestar) con mafiosos, sectas satánicas, fundamentalistas
de todo pelaje, racistas, machistas, grafiteros, videoartistas, modelos de pasarela,
psiocanalistas lacanianos, arquitectos deconstructivistas o militantes de grupos
terroristas.
A la mayoría de los hombres les resulta muy difícil imaginarse que acciones y conductas
que desencadenan emociones corporales profundas (con elevación de los niveles de
serotonina, endorfinas, dopamina, y/o noaradrenalina) fundadas en la sintonía,
aprobación, reconocimiento y/o envidia de los otros, en las que el cuerpo vibra y se
deshace de placer no posean en sí mismas algún tipo de bondad, belleza, verdad y
exclusividad (intrínsecas y objetivas) tan incontestables como las que adornan a

3
aquellas otras mencionadas acciones y conductas que proporcionan satisfacciones
orgánicas que compartimos con el resto de primates.
La razón de todo ello es que en cualquier experiencia de bienestar en la cultura subyace
una confusión categorial entre la satisfacción obtenida por la consecución de lo bueno
orgánico (sexo, protección o alimento) que compartimos con el resto de los primates, y
lo bueno cultural (propio del sabio epicúreo, del monje budista, del revolucionario, del
especulador bursátil, del rockero o del pensador posmoderno). El delirio de la
inconsciencia imaginaria ignora que aquello que determina lo bueno cultural y sus
placeres y éxtasis característicos (a menudo, como escribió C Castoriadis más intensos
que los orgánicos) es objeto de aprendizaje social (mediado límbicamente por
emociones exclusivamente humanas como la simpatía, la culpa o la vergüenza) y se
produce sólo cuando el sujeto entra en flujo con ciertos deseos, emociones y placeres
culturales de pareja o de pequeños grupos componiendo vertiginosas (caleidoscópicas)
burbujas im-pliegues y plikas.
(Por ello, la aparente fatalidad de la transmisión cultural no se basa tanto en la
imposición coactiva de ninguna conciencia colectiva, ideología o habitus como en la
necesidad que tiene cualquier ser humano de habitar y resonar con otros, de hacer
méritos (de asumir, perseguir y realizar los deseos, emociones y placeres propios del
grupo) para poder gozar de las delicias indispensables del reconocimiento, la
admiración, el amor, la lealtad y/o envidia de los otros).
El bienestar en la cultura, en fin, es ese poder embrujador que rezuman ciertos im-
pliegues (en cuyo ámbito nos empaquetamos a nosotros mismos con amores, amigos y
cómplices reales o imaginarios) cuando la densidad y calidad de flujo entre lo que
hacemos, lo que sentimos y lo que pensamos es lo bastante alta. El verdadero bienestar
en la cultura requiere una inconfundible fascinación activa y creadora que se produce
cuando el sujeto percibe, con especial agudeza e intensidad, que lo que hace con
aquellos que le son próximos emocionalmente, lo que siente y lo que piensa son
aspectos inseparables que revelan un mismo mundo intrinsecamente valioso, bello,
verdadero y único. Algo, por lo demás, que constituye una experiencia universal en
ciertas etapas del ser humano, no sólo en la infancia y en la adolescencia, sino también
en los amores, amistades y compromisos religiosos, políticos y laborales y que, sin
duda, reproduce esquemas filogenéticos universales ilustrados a la perfección por la
historia de las religiones y las viejas escuelas de la antigua metafísica.

Más allá de la metafísica


Es notable que tanto los deconstructores como los realistas opinen que la metafísica-
ese género de literatura que intentó crear vocabularios únicos, totales y cerrados- es
muy importante. Ninguno de ellos puede permitirse admitir que, al igual que la épica,
es un género que tuvo una distinguida evolución y una importante función histórica,
pero que actualmente sobrevive sustancialmente en la forma de una parodia de sí
misma2.
Ya es hora, quizás, de practicar sobre los discursos de la metafísica una operación que
recuerda un poco aquellas perplejidades con las que enfrentó Kuhn a los viejos
metodólogos popperianos, creyentes en la oposición contexto de
2
RORTY, R.: Heidegger, contingencia y pragmatismo, en Ensayos sobre Heidegger y otros pensadores
contemporáneos, Paidós Básica, Barcelona, 1993, pp 150-151.

4
descubrimiento/contexto de justificación. En efecto, Kuhn reveló la ilusión de separar
ambos contextos en la ciencia realmente existente tal como ha sido efectivamente
practicada por las comunidades históricas de científicos, y nosotros, de un modo
semejante, ponemos de manifiesto la imposibilidad de una visión puramente
gnoseológica de los discursos de las viejas escuelas de metafísica al margen de sus
urdimbres y resonancias morales, estéticas, ético-políticas y praxeológicas. Pues bien,
del mismo modo que la llamada falsación popperiana era inseparable de sus contextos
locales rabiosamente imaginarios e históricos, los regímenes de verdad que gobiernan
los viejos discursos de la metafísica eran y son (en un grado infinitamente mayor e
incomparable) indiscernibles de sus envolturas atmopoiéticas y sinneónticas: fuera de
ellas los atletas del Lógos y de la épimeleia sencillamente dejan de respirar
Por ello mismo, hasta ahora, todas las críticas de/a la metafísica (incluidas las de
Sloterdijk) han sido igualmente metafísicas y logocéntricas, absolutamente incapaces de
captar su verdadero carácter de envoltura, impliegue y plika espacial. Desde Hume y
Kant hasta el primer Wittgenstein, Carnap y Popper por un lado, y desde Heidegger y
Derrida, por el otro, la crítica siempre ha versado sobre la ilusión de la presencia,
objetividad e inmediatez de ciertos contenidos conceptuales. En el caso de los primeros,
para exigir un conocimiento basado en la experiencia sensible, y en el caso de los
segundos, para negar la posibilidad misma de acceso a esos pretendidos (ilusorios)
constituyentes últimos de lo real.
Ni siquiera el sabueso Nietzsche que a menudo parecía pensar con la nariz, pudo
superar el hechizo metafísico al proponer nuevas/viejas metáforas a las que irse a vivir
como eterno retorno, voluntad de poder o superhombre. Metáforas que no son otra cosa
que una simple inversión vitalista de las tóxicas envolturas nihilistas y que jamás
cuestionan propiamente su carácter habitacional. De ahí, también, que sus discípulos
(libertarios o nazis) no hayan comprendido las (sin) razones profundas del hechizo que
les producía el maestro y a las que él mismo, quizás, acabó por sucumbir.

Modus suadens y metafísica


Desde Hume y A Smith, Hegel, Kojève o R Girard, las ciencias humanas siempre han
barruntado que el deseo del hombre es un deseo aprendido, es el deseo del otro, el deseo
de poseer y exhibir aquello que suscita el deseo de los otros y ser reconocido por ellos.
Todos han pensado el deseo desde el aura que envuelve/disuelve al objeto deseado,
desde aquello que lo constituye como objeto deseable: la simpatía (Hume y A Smith), la
dialéctica de la autoconciencia (Hegel) o la rivalidad mimética (Girard). Sin embargo,
quizás lo esencial del hombre sea su condición de Assessor u Homo Suadens3. Los
actuales estudios sobre psicología evolutiva y transmisión cultural insisten en que la
verdadera clave de la hominización no ha sido la aparición de la razón y el lenguaje
sino, mucho antes, las poderosas, entrañables, vertiginosas y ciegas sensaciones de
placer que cargan o invisten ciertas conductas objeto de aprendizaje social cuando son
objeto de aprobación por el grupo.
El desarrollo de la razón y el lenguaje sólo fue posible, quizás, como subproducto
evolutivo de aquel primer homínido mutante capaz de aprobar/reprobar la conducta de
los otros y, sobre todo, de embriagarse de goce/sufrimiento con la
aprobación/reprobación ajena. Desde entonces, los seres humanos, incapaces de
comprender, metabolizar y gestionar aquella alegría que nos invade, nos habita, nos

3
Cf, Laureano Castro Nogueira et alia, A la sombra de Darwin, Siglo XXI, Madrid, 2003

5
piensa, nos hace y nos deshace, vivimos (en el amor, en la amistad y en la ciudad), en
una inopia de burbujas y envolturas compartidas ligadas por el deseo del deseo de los
otros.
Por ello mismo, tampoco la metafísica ha podido pensar, sin disolverse, el verdadero
punto ciego del deseo; aquello que al mismo tiempo hace y deshace al hombre y que
resulta ser el espacio mismo abierto por su peculiar escritura, el espacio atmopoiético y
sinneóntico que constituye el bienestar en la cultura propio de toda la metafísica
occidental. La inopia constitutiva de la metafísica, de la inconsciencia imaginaria que
anida en los discursos que pretenden dar sentido a la existencia humana, no sólo
procede de su delirio instrumental con la Presencia (con el Uno, la Idea o el Bien) sino,
y muy especialmente, de su incapacidad de pensarse como espacios discursivos de
subjetivación, como espacios psicotrópicos de placer, como envolturas del deseo del
deseo de los otros a la que retirarse a vivir.
Lo que jamás ha podido pensar la metafísica es que las jaimas para esquizos nómadas
ofertadas por Deleuze en poco se diferencian como artilugios y habitáculos
atmopoiéticos o soluciones habitacionales de las apolíneas mansiones cristalinas de
Platón o que las prestaciones de los suntuosos palacios barrocos de Lacan, aun cuando
parecen escenificar la agonía del sujeto, albergan, confortan, alivian y protegen bastante
más que aquellos pequeños grises y pequeños azules con los que el pintor P Cézannne
eligió envolverse y arroparse hasta el final de sus días.

Arte, terapias y metafísica (para Xosé Lois Gutierrez)

Pero existe otra tradición más luminosa, según la cual el nombre secreto no es tanto la
cifra del sometimiento de la cosa a la palabra del mago, cuanto, en todo caso, el
monograma que sanciona su liberación del lenguaje…El nombre secreto es, en
realidad, el gesto mediante el cual la criatura es restituida a lo inexpresado

G Agamben

La ventaja de leer a Lacan y a los lacanianos es que nos invita a explorar este momento
del capitalismo de ficción (el capitalismo como cualquier otro sistema socioeconómico
siempre ha sido de ficción: siempre se ha mantenido por sus soportes imaginarios en el
sentido de Castoriadis) en el que la oferta de psicoterapias a la carta y la banalidad de la
cultura mediática harían inevitable un regreso (esta vez sí) verdaderamente terapéutico y
salvador del arte verdadero y del análisis.

Y la ventaja del discurso lacaniano es que muestra toda esta supuesta necesidad mejor
que nadie mediante la transparencia equívoca, elusiva y barroca de sus suntuosas
gramma-ontologías discursivas. Al fin y al cabo, parece susurrarnos Lacan, a diferencia
de la actual podredumbre mediática del discurso capitalista y sus lacayos del diseño, la
publicidad y el marketing, los verdaderos artistas como P Cézanne todavía exhibían
síntomas como dios manda (todavía podía leerse en ellos, oblicuamente, la sombra de

6
lo real) y los neuróticos se curaban en su gabinete articulando el discurso de su vacío,
castración y falta.

Ahora, sin embargo, ni los artistas parecen querer oír hablar de síntomas ni los
trastornados quieren parlotear sobre sí mismos en el diván de un psicoanalista, sino que
se curan (¡!) hablando entre ellos y en el supermercado superficial de las terapias
farmacológicas, cognitivo-conductuales, asertivas, gestálticas, bioenergéticas o
cibersistémicas. Hace ya mucho tiempo que los trastornados se dedican a oler flores de
Bach, o se entregan a la musicoterapia, al Tai chi, al yoga, la meditación, a la cháchara
o al inacabable cotorreo (heideggeriano). Ya casi nadie cree que la salud mental consista
en algún tipo de relación seria o trascendental con alguna Verdad que se inscriba en el
pío acceso a la palabra plena o a su lacaniana imposibilidad que no deja de ser su exacta
inversión simétrica.

El ainos del ainigma de la Esfinge (el enigma del arte) no busca una solución final
como la de Edipo (héroe del alfabeto y de la hermenéutica: fundador de ciudades), una
solución que deletree el espacio de Cézanne y lo reduzca a significantes elementales,
sino, como reconoce Agamben, un respeto y piedad por el misterio, la Lichtung, la
invisibilidad, el destino, los dioses y los demonios que hechizan la experiencia
cotidiana. No conviene olvidar que Edipo, como héroe lacaniano de la clausura y
urbanización del significante, es, también, el primer metafísico dispuesto a crear lugares
y ciudades capaces de cobijar al hombre y dar un sentido (ligado a ciertos deseos,
emociones y placeres) a las palabras, más allá de la tutela de los dioses. Es, por ello
mismo, el héroe capaz de domesticar y urbanizar los viejos significantes enigmáticos
(los significantes del arte) a través de la creación sinérgica de contextos políticos
(socius) y contextos emocionales (corpus) vinculados a todo género de significantes
(animus)

Algo que, desde entonces, constituye el secreto mejor guardado de la metafísica,


incluida la versión lacaniana: su probada capacidad de suscitar poderosos deseos,
emociones y placeres cosidos a complicidades, prácticas y rituales, creando poderosos
ámbitos amnioestéticos y cielos protectores imaginarios que, sin embargo, ocultan su
tramoya (hacen la trampa, como dice MH de Ossorno y buscan el juego que la
contenga) atribuyendo todas sus mágicas (psicotrópicas) propiedades a la acción
exclusiva de los propios significantes reterritorializados como Verdad. Como decíamos
en un viejo texto sobre el ajedrez y Duchamp 4, el arte, sin embargo, construye lugares
sin vocación edípica que celebran más que resuelven el enigma de la Esfinge. El arte es
siempre anterior al pensamiento ya que es aquello que crea el lugar mismo que permite
pensar y que el pensamiento termina clausurando y enseñoreando. De ahí, también, que
el lugar del pensamiento sea aquello que el pensamiento no sólo no puede pensar sino
que, por ello mismo, tiene que negar, tachar y borrar.

En la última modernidad, pasadas las vanguardias, Edipo ha vuelto a hacer de las suyas
convirtiendo definitivamente a la enigmática Esfinge (el arte) en un animal doméstico,

4
CASTRO NOGUEIRA, L, H DE OSSORNO, M.: Ensayo general para un ballet anarquista,
Libertarias, Madrid, 1986.

7
recluido en museos, galerías y salas de concierto, mientras, por otro lado, desarrolla un
programa en gran escala de estetización total y, a menudo, totalitaria de la existencia.

¿Qué puede hacer el arte en esta época que reconoce, finalmente, en la Esfinge un viejo
fetiche del que no quiere enteramente prescindir pero cuyos efectos cree poder producir
ya técnicamente a la carta, dispuesta como está a administrar los flujos sinneónticos de
los propios procesos de subjetivación (las burbujas mismas de la radiante inopia
cotidiana), desde el diseño de lugares, experiencias y objetos hasta la producción de
estilos de vida, cuerpos, sofisticados ciborgas y todo género de aventuras y derivas
psicofarmacológicas? ¿Qué puede hacer el arte para estar a la altura de una sociedad
capaz de dotar de aura a los propios flujos amnioestéticos diseñando incesantemente
nuevos deseos y placeres funcionalmente más auráticos que todos aquellos desplegados
por el arte y la vieja metafísica? ¿Qué puede hacer el arte, en fin, que siempre supo
oscuramente esto, para aceptar la (para muchos) desoladora, insoportable, verdad de
nuestro tiempo y, al mismo tiempo, no sucumbir al cinismo dominante ni invocar
nuevamente el espectro del Gran Arte o de una nueva Lichtung capaz de salvarnos?

Ya hemos dicho que poco podemos esperar de la vieja metafísica, pues si por dentro se
oponen radicalmente (en sus conceptos y visiones del mundo) los logoi de Platón y
Deleuze o los de la tradición cristiana y Nietzsche, por fuera en tanto que intervenciones
y recursos habitacionales, funcionan todos ellos como confortables (burbujeantes)
soluciones alternativas capaces de cobijar al hombre. Y ya hemos dicho, también, que
sólo el arte, es aquella práctica y experiencia que, en sus mejores momentos, puede
revelar algo de esas afueras. Pues sólo el arte tiene que ver con verdaderos exteriores,
formas, sonidos, canciones, sueños, ritmos, delirios, figuras e imágenes.

Heidegger (siguiendo, en el fondo, a Hegel) lo entendió al revés. Para el gran filósofo,


el arte no era sino una de las formas esenciales de manifestarse o desocultarse el Ser, la
Lichtung o el claro donde se revela un Mundo histórico que hace época: el templo
griego, por ejemplo o los zapatos de Van Gogh, (señor, su pintura parece la de un loco)
comparables por su poder de revelación con la decisión de un pueblo o el pensar de un
filósofo sobre la Lichtung del Ser.

La materialidad sensible de un templo griego (la Tierra) que despeja y abre un Mundo y
el pensar conceptual sobre el Ser serían distintas formas de revelarse y abrirse la
Verdad: dimensiones de un mismo misterio, de un despejamiento, donde irrumpe y
brota el embrujo de la Verdad.

Sin embargo, el arte jamás ha pretendido revelar ninguna Verdad comparable a las de
la religión, la filosofía o la ciencia. Ni falta que le hace. El arte explora, desanuda y
desenreda a veces las afueras de esa ilusión de Verdad. El arte apunta siempre a ese
afuera amnioestético, sensible, imaginario y entrañable que otorga consistencia, tramas
y ritmos espaciotemporales a la Verdad (vertiginosamente diversa) en la que habitamos
los hombres. El arte promete un acceso a los forros y entretelas de esos tenuísimos
paneles imaginarios (burbujas, como las llama Sloterdijk) dentro de las que respiramos
(por dentro y por fuera de nosotros mismos) los seres humanos. Por eso el arte alcanza a
veces a mostrar las afueras desde donde los hombres dicen sus decires.

La sustancia de ese magma post uterino espaciotemporal, donde se inscribe lo


imaginario (siempre compartido con el pequeño otro, con los cómplices), tampoco es

8
menester buscarla, al modo de Sloterdijk, en especulaciones psicoacústicas fetales,
ginecologías negativas o formaciones fantasmáticas pre/especulares, pues esa sustancia
constituye la urdimbre misma de los jugos post-amnióticos (jugos amnioestéticos) que
lubrican y aderezan las percepciones, representaciones y discursos de la experiencia
ordinaria siempre compartida (cuerda o insensata) de todos y cada uno los hombres.

Nadie discute, por todo ello, que también la metafísica pueda volverse del revés como
un calcetín y desvelar algo de sus cubiertas, envolturas, forros y costuras, mostrando, en
términos de Wittgenstein, las afueras de sus decires. Algo de eso hemos intentando
hacer en este libro.

Se nos dirá que en la experiencia ordinaria de los hombres (en sus canciones, vestidos,
gestos, chistes, ritornelos, risas, silencios y suspiros) también se muestran las afueras de
sus decires, y la exterioridad y las afueras de sus burbujas compartidas. Y es cierto,
absolutamente cierto para aquél o aquella que pueda verlo.

Pero sólo el arte merodea, crece y se pierde en las afueras

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