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Limpios de corazón

Autora: Rebeca Reynaud

Jesús dijo: “Dichosos los limpios de corazón porque verán a Dios”, es decir, los que tienen la conciencia
limpia. La palabra “puro” significa “sin mancha, sin mezcla de lo malo, sin malas intenciones”. San Juan
Bosco vio en una visión a un alma limpia, en gracia, y exclamó: “Si supieras lo inmensamente hermosa
que es un alma sin pecados, preferirías mil muertes antes que manchar tu alma con un pecado”.

Cuando Jesús decía: “Vosotros sois la sal de la tierra”, sus oyentes entendían sal por “pureza”, por
exigencia de no corrupción. Hay que ser personas que brillan por la honestidad de sus costumbres. El
que sigue a Jesús no puede permitirse chistes de doble sentido, o ver o escuchar programas escabrosos,
o leer o divulgar lecturas inmorales, o aceptar trampas en los negocios, o comprar lo robado. Todo esto
huele a podrido, y excluye el ser sal de la tierra.

Qué grave sería dejar de ser sal que “preserva” para convertirse en “veneno” que destruye. Para
garantizar la verdadera doctrina es necesaria la piedad, es decir, la práctica religiosa: orar, cultivar la
amistad con la Virgen y los Santos, etc..

Todos estamos llamados a vivir una vida limpia, sincera, alegre. Para eso hay que evitar los malos
pensamientos y las malas compañías. Para vivir la pureza hay que hacer oración, es decir, hay que hablar
con Dios como se habla con un amigo, y procurar las buenas lecturas.

Los padres de familia han de estar atentos pues, actualmente, algunas clases de educación sexual
destrozan la modestia natural de los infantes, y tiran sus barreras protectoras contra lo obsceno.

La pureza como virtud exige un cuerpo limpio y un alma pura. No podemos ver todo, mirar todo, no
podemos oír todo. Lo que miramos influye en nuestro mundo interior. Aprender a mirar es también
aprender a no mirar. No conviene mirar lo indecente. Hay que dominar la curiosidad que no es sana.
Hay que guardar los ojos para ver las maravillas que Dios nos tiene preparadas en el Cielo.
La abstinencia es importante porque si no se dan la castidad, continencia y pudor no se da el amor. Y lo
único que puede hacernos felices es el amor.

Todo lo que penetra a nuestros sentidos —sobre todo por los ojos, el tacto y el oído—, penetra en
nuestra conciencia. Hay que saber qué está bien y que está mal, pero para reconocer el bien hay que
llevar una vida honesta, hay que ser virtuoso. En su último libro Juan Pablo II dice que sin Jesucristo no
hay bien.

Hemos de entender al otro como “otro yo” porque la persona vale por sí misma. El otro no es un objeto,
es “alguien”.

Y junto con la limpieza de vida es fácil fomentar la alegría, porque somos caminantes que van rumbo a
su felicidad terrena y eterna, sino, algunos nos podrán reprochar que dónde está nuestra fe, como el
filósofo Nietzsche, que decía: “Dice que les espera un paraíso de felicidad en el cielo, pero viven tan
tristes y de mal genio como si fueran caminando hacia el infierno”. Quien pierde su alegría, optimismo y
jovialidad, está dejando de ser “sal” en su ambiente.

Jesús dijo en la Última Cena: Y Yo os daré una alegría que nadie os podrá quitar (Juan 16, 22). La tristeza
tiene una íntima relación con la tibieza, con el egoísmo y la soledad. El Señor nos pide el esfuerzo para
desechar un gesto adusto o una palabra destemplada para atraer muchas almas hacia Él, con nuestra
sonrisa y paz interior, con garbo y buen humor. Si hemos perdido la alegría, la recuperamos con la
oración, con la Confesión y el servicio a los demás.

El hombre decide sobre sí mismo. |El ser humano tiene una capacidad grande de recapacitar y
regenerarse. Los psiquiatras se quedan estupefactos de lo que una buena confesión puede ayudar a una
persona.

“Dos son las necesidades del hombre: el amor y el sufrimiento. El amor le impide hacer el mal. El
sufrimiento repara el mal hecho”, dice María Valtorta.
La alegría verdadera, la que perdura por encima de las contradicciones y del dolor, es la de quienes se
encontraron con Dios. Y, entre todas, la alegría de María: Mi alma glorifica al Señor, y mi espíritu está
transportado de alegría en Dios, salvador mío (Lucas 1, 46-47). La alegría es la consecuencia inmediata
de cierta plenitud de vida. Y para la persona, esta plenitud consiste ante todo en la sabiduría y en el
amor. Dios nos ama y se preocupa de nosotros mucho más que de los pájaros. Un poeta escribió:

“Bienaventurados los pájaros

que agradecen a los espantapájaros

la información de que hay trigo cerca”

(Joaquín Antonio Peñalosa).

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