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REFLEXIONES PERSONALES

A PARTIR DE LA EXPERINEICA MÍSTICA DE LA MADRE ENCARNACIÓN ROSAL.

Los dolores internos del Corazón de Jesús, toca las fibras más profundas del Carisma
Bethlemita, desde el bello sentido que le da la Madre Encarnación a Belén como altar:

“… y habiendo manifestado por primera vez lo que sentía su corazón, llorando en


el pesebre de Belén en él debían contemplarse sus dolores como altar de sus primeros
sufrimientos y cátedra de sus más grandes virtudes”.

BELÉN ALTAR DE LOS PRIMEROS SUFRIMIETNOS DE CRISTO

Al pensar en Belén como el altar de los primeros sufrimientos de Cristo, podemos pensar que
es precisamente en Belén donde cobra sentido el altar, como lugar de ofrecimiento, de
encuentro entre Dios y el hombre, donde por primera vez se manifiesta a los ojos de la
humanidad el amor de Dios hecho carne, el dolor de Cristo precedió a su Encarnación, porque
es seguro que el Corazón dolorido de Jesús ya palpitaba en el “Corazón dolorido” del Padre,
entendiendo esta expresión como el dolor del Padre por la humanidad esclavizada a causa
del pecado. Por eso Belén cobra especial significado al ser el altar donde confluyen por
primera vez en la tierra, el dolor del Padre y del Hijo. Donde el Padre se desprende del Hijo
para ofrecerlo y entregarlo a la humanidad, y el dolor del Hijo al salir del seno del Padre
donde participaba de la vida Trinitaria, unido al llanto de todo neo nato, al salir del vientre
materno, sitio cálido y seguro donde se tejió la humanidad de Dios mismo al hacerse hombre.

Belén es ese primer altar donde el Padre ofrece el Hijo y el Hijo se ofrece así mismo. Lugar
en el que reposa el Niño de Belén y en su corazón palpitante confluyen el dolor del Padre y
del Hijo donde se oculta la plenitud de la divinidad y de la humanidad de Dios.

Razón tiene la Madre Encarnación al presentarnos a “Belén como altar de los primeros
sufrimientos de Cristo”; entonces ¿qué podremos decir del Getsemaní y del Calvario como
lugares donde Jesús renueva y alcanza su culmen en el ofrecimiento de sí mismo al Padre por
la humanidad?
Getsemaní es un nuevo altar, donde Jesús renueva su entrega, su fidelidad a la voluntad del
Padre: "Y les dice: «Mi alma está triste hasta el punto de morir; quedaos aquí y velad.» Y
adelantándose un poco, caía en tierra y suplicaba que a ser posible pasara de él aquella hora.
Y decía: «¡Abbá, Padre!; todo es posible para ti; aparta de mí esta copa; pero no sea lo que
yo quiero, sino lo que quieras tú.» (Mc 14, 34-36). Bien lo expresa nuestra Madre Encarnación
en la primera lámpara “Meditar en la agonía de Jesús en el huerto de Getsemaní, ofreciendo
sus sufrimientos por la conversión de los pecadores que por sus culpas no responden al amor
del Eterno Padre.”

Esta contemplación de nuestra Madre, evidencia cómo el Getsemaní se convierte en un nuevo


altar, donde Cristo se ofrece a sí mismo, ya no es sólo el pequeño cuerpo puesto en el pesebre,
signo del pan ofrecido; en la agonía del Getsemaní, Jesús renueva su entrega y acepta beber
el cáliz como ofrenda de su propia vida por nuestra redención, gruesas gotas de sangre que
recubren su cuerpo evidencian su ofrenda; el amor puesto nuevamente sobre el altar donde
confluyen una vez más el amor del Padre y del Hijo por la humanidad.

El ofrecimiento de Cristo en el Getsemaní, se prolonga durante toda su pasión hasta alcanzar


su total y máxima plenitud en el Calvario, la Cruz - altar en el que se consuma su entrega
definitiva, donde su costado traspasado por la lanza dejó escapar sangre y agua, y con ellos
su último latido en esta tierra.

Con esta imagen del corazón traspasado, podemos traer a nuestra memoria, las palabras que
el Corazón de Jesús le dijo a Santa Margarita María de Alacoque “He aquí el corazón que
tanto ha amado a los hombres” y que en nuestra Madre Encarnación da continuidad a esta
confesión de amor en un triste lamento “No celebran los dolores de mi corazón.”

Contemplar toda la pasión del Señor en las 10 lámparas como lo propone nuestra Madre
Encarnación, es descubrir ese amante corazón que dejó de palpitar en Su pecho aquel
doloroso Viernes Santo, para palpitar en el corazón de todo hombre y mujer que sufren.
Adentrarnos en cada lámpara desde la realidad de hoy, es contemplar la prolongación de la
pasión de Cristo en su cuerpo místico, la Iglesia en su carácter Universal, porque todos somos
hijos de Dios.

Los pañales que envolvieron a Jesús en aquel pequeño e incómodo altar del pesebre en Belén,
donde el Padre nos entregó a su Hijo, se convirtieron en el trozo de lienzo que lo cubrió en
altar de la Cruz, lugar del Calvario, donde consumó su entrega definitiva, para convertirse
hoy en el Corporal sobre nuestro altar que acoge diariamente el pan de la Eucaristía, al mismo
Jesús que se entregó por amor, porque no hay mayor acto de reparación que ser Eucaristía,
pan bueno, partido y compartido. ¿Cómo consolar y reparar aquel dolorido Corazón herido
por nuestros pecados?

CÁTEDRA DE SUS MÁS GRANDES VIRTUDES

Jesús mismo nos hace la invitación “Tomad sobre vosotros mi yugo, y aprended de mí, que
soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas. Porque mi yugo
es suave y mi carga ligera”. (Mateo 11,29). Belén no es solo el altar de los primeros
sufrimientos de Cristo, es también cátedra de sus más grandes virtudes: Mansedumbre y
humildad. Recordemos que la mansedumbre es la docilidad al querer de Dios. Las virtudes
que se aprenden en la catedra de Belén no son otra cosa que Obediencia y Humildad.

La Obediencia y Humildad de Belén preceden a aquella de la Cruz, tan necesarias en la vida


consagrada para alcanzar la entrega plena y total. Ambas virtudes nacen de un corazón pobre,
capaz de vaciarse de sí mismo, de los propios intereses para acoger siempre el querer de Dios,
el pobre es humilde y quien es humilde obedece siempre. Nuestra entrega para que sea
realmente reparadora, debe darse en la pobreza-humildad y obediencia que se dieron en
Jesús. Para ser realmente el pan Eucarístico partido y compartido.

Jesús hizo de Belén, del Getsemaní y del Calvario altares donde se ofreció por amor, en
obediencia y total humildad, itinerario espiritual para toda Bethlemita, dignas hijas de Pedro
y Encarnación Rosal. Queridas hermanas en esta experiencia Carismática tenemos una fuente
abundante y de inagotable riqueza de donde podemos beber la fuerza interior para dejarnos
transformar en hostias vivas, y reparar desde nuestra entrega incondicional.

Nuestros altares, donde ofrecemos diariamente la Eucaristía son nuestras comunidades,


nuestras misiones; lugares de la ofrenda concreta de lo que somos, de lo que Dios nos ha
dado para entregarlo en servicio y con generosidad. La comunidad es el más bello altar que
Dios ha elegido para nosotras, el lugar donde vivimos nuestra gozosa ofrenda cada vez que
acogemos y valoramos a las hermanas, cuando las escuchamos, cuando nos hacemos
realmente hermanas y compañeras de viaje, cuando sabemos disimular sus defectos, cuando
tratamos de ver en ella sus bondades, cuando no criticamos y comprendemos que cada
hermana, como yo, hemos sido llamas para vivir bajo la misma tienda de Belén, lo que nos
hace privilegiadas y nos compromete en la misma misión.

El altar de nuestras misiones donde concretizamos la vida que cultivamos en la comunidad,


todas juntas alrededor de la Eucaristía, del Señor que nos llamó y nos envía cada día. El lugar
privilegiado donde reparamos, donde compartimos la misión que el Señor nos ha dado,
reparar la humanidad alejada de Dios, a tantos niños, niñas, jóvenes, hombres y mujeres
vulnerables y heridos en su dignidad humana. Nuestras misiones son el lugar privilegiado para
hacernos ofrenda vivas en humildad y obediencia al proyecto de Dios.

Natalia Duque Zapata

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