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Con el fin de introducir la Cosa, en su relación con la función del objeto perdido, Lacan examina
en detalle la experiencia de satisfacción y la de dolor, la experiencia hostil. Sobre ese fondo
freudiano, Lacan delimita la Cosa, tomando como punto de partida la oposición entre dos
términos alemanes: das Ding y die Sache. Señala que en las lenguas romances una única
palabras dice la cosa, palabra derivada del latín causa. Ambas palabras tienen en alemán un
mismo origen jurídico.
Sache es la cosa, producto de la industria o de la acción humana, pertenece al orden del discurso
preconciente y se relaciona estrechamente con la Wort, propia de la representación de palabra
freudiana.
Das Ding se vincula con el Nebenmensch (el prójimo), término que resume a la vez la separación
y la identidad. Sobre ese complejo del Nebenmensch opera la función del juicio primario,
dividiéndolo en dos partes: (1) una reunión permanente que sigue unida como cosa: das Ding,
elemento que el sujeto aísla como siendo de naturaleza extranjera, ajena, extraña, Fremde, un
componente inasimilable; (2) todo lo que en el Nebenmensch es cualidad y puede ser
comprendido por la memoria a través de una remisión al cuerpo propio, a la experiencia propia
del sujeto; es definido como atributo. El atributo constituye las representaciones primitivas
alrededor de las que se jugará el destino de las vías que permitirán a veces acercarse al objeto.
La Cosa, empero, está allí, perdida, y nunca se la volverá a encontrar. Esta distinción entraña,
señala Lacan, «una división original de la experiencia de la realidad».
Das Ding, el objeto en tanto que Otro absoluto del sujeto, es lo que se trata de volver a
encontrar. Sólo se lo reencuentra como saudade, nostalgia, pues se vuelve a encontrar sus
coordenadas de placer, cuyos caminos trazan los atributos. Sin la estructura de la alucinación
desiderativa, que constituye un sistema referencial, la percepción humana no llega a
organizarse. La percepción de la realidad depende, en última instancia, de esa alucinación
fundamental.
Ese primer exterior inasimilable que define la Cosa puede ser calificado como un fuera-de-
significado. La relación del sujeto con ese fuera-de-significado es una relación patética, respecto
de la que el sujeto mantiene siempre cierta distancia. Ese pathos asume la forma del afecto
primario (cabe recordar la definición citada de Freud en lo concerniente al afecto como huella de
la experiencia de dolor en el Proyecto), anterior a la represión misma. La Cosa es una realidad
muda, que escapa a las ligaduras significantes, no obstante, comanda, ordena. ¿Cómo, si es
muda? Para entenderlo es necesario internarse en la articulación que Lacan realiza entre Kant y
Sade. Este acercamiento conlleva dos dimensiones, una es la de la Cosa misma, la otra el asomo
de la voz como objeto propio del sadismo y del masoquismo que sustituye pues al tradicional
dolor de la descripción freudiana. En el lugar mismo de das Ding «[…] se organiza algo que es a la
vez lo opuesto, lo inverso y lo idéntico y que, en último término, se sustituye a esa realidad
muda que es das Ding – a saber la realidad que comanda, que ordena. Esto es lo que asoma en la
filosofía de alguien que, mejor que nadie, entrevió la función de das Ding por las vías de la
filosofía de la ciencia, a saber, Kant. Es […] como trama significante pura, como máxima
universal, como la cosa más despojada de relaciones con el individuo, como deben presentarse
los términos de das Ding».
Esa orden es la trama significante pura que se articula como la máxima universal kantiana
regida, no por el Wohl del principio del placer, sino por das Gute, el bien propio de la ley moral:
«Pero decir el bien es ya una metáfora, un atributo. Todo lo que califica las representaciones en
el orden del bien está preso en la refracción, en el sistema de descomposición que le impone la
estructura de las facilitaciones inconscientes, la complejificación del sistema significante de los
elementos. Sólo así el sujeto se relaciona con aquello que, en el horizonte, se presenta para él
como su bien. Su bien propio ya está indicado como la resultante significativa de una
composición significante que es llamada en el nivel inconsciente, es decir, allí donde él no
domina para nada el sistema de las direcciones, de las cargas, que reglan en profundidad su
conducta».
El término kantiano Wohl, bienestar, designa aquello que conforta al sujeto en la medida en que
«se refiere a das Ding como su horizonte, funciona para él el principio del placer, que da la ley
en la que se resuelve una tensión ligada […] a señuelos logrados o sea a signos, que la realidad
honra o no.
El signo confina aquí con la moneda representativa […] presentes en el fondo de la estructura
inconsciente que se regla según la ley del Lust (placer) y del Unlust (displacer) según la regla del
Wunsch (deseo) indestructible, ávido de repetición, de repetición de signos. Por esta vía el
sujeto regla su distancia primera con das Ding, fuente de todo Wohl en el nivel del principio del
placer, que brinda ya, pero en su núcleo, lo que siguiendo la referencia kantiana […] podemos
calificar de das Gute des Objekt, el objeto bueno».
En Más allá del principio del placer, se esboza «el Gute, das Ding, introduciendo en el nivel
inconsciente lo que debería obligarnos a volver a plantear la cuestión propiamente kantiana de la
causa noumenon. Das Ding se presenta en el nivel de la experiencia del inconsciente como lo que
ya hace la ley […] ley de capricho, arbitraria, también de oráculo, una ley de signos donde el
sujeto no tiene garantía alguna, […] Por eso […] es también y en su fondo, el objeto malo. […] en
este nivel, das Ding no se distingue como malo».
Del cotejo de las dos últimas citas se deduce con claridad que das Ding puede devenir el objeto
malo y el objeto bueno, pero que no es ninguno de ellos. Lo bueno y lo malo recordemos se
desprenden de ella como atributos, como lo cognoscible. Esta no es una distinción cualquiera,
pues entraña una «división originaria de la experiencia de la realidad». Esta distinción sitúa el
campo de das Ding en una anterioridad lógica a la divisoria del bien y del mal, precisamente
porque en él la división entre el más allá del principio del placer y el principio del placer se
desdibuja. La Cosa entraña para el sujeto un bien, el goce, que desborda hacia el campo del más
allá, un bien en el que es difícil desentrañar el mal que éste conlleva.
En este punto de su desarrollo Lacan nos sorprende pues introduce un énfasis, nuevo en su obra,
respecto del síntoma e introduce, asimismo, una dimensión otra de la defensa, vinculadas
ambas con las cargas no ligadas del más allá del principio del placer. Frente a ese bien que es el
goce el sujeto: «Puede gemir, estallar, y maldecir, no comprende –nada se articula aquí, ni
siquiera la metáfora. Hace síntomas […] que están en el origen de los síntomas de defensa».
En el capítulo anterior al citado se examina el límite del dolor en su relación con la defensa. El
dolor surge asociado a la imposibilidad de la fuga motora, situación en la que el animal se
automutila, lo que indica, para Lacan «[…] la fundamental homología de la relación del dolor con
la reacción motora. […] el dolor tampoco debe ser considerado […] como una simple cualidad de
la reacción sensorial. El carácter complejo del dolor, su carácter […] intermedio entre lo aferente
y lo eferente. [se debería concebir] el dolor como un campo que, en el orden de la existencia, se
abre precisamente en el límite en que el ser no tiene posibilidad de moverse».
Freud señaló en Más allá del principio del placer, que el dolor rompía la barrera protectora
contra los estímulos y lo comparó con el trauma, a menudo aparece en su pluma la alusión a
«una herida abierta» por la que fluye la energía, que pone en marcha la defensa, una defensa
cuya tarea es anterior al régimen del placer, pues su labor es ligar el quántum desencadenado
de energía no ligada.1
Ese síntoma que es el origen de los síntomas de defensa es la huella dejada por la experiencia de
dolor, el afecto del Proyecto, que asume un papel determinante en la así llamada elección de
neurosis. Las tres que toma Freud en sus inicios llevan la marca del tono peculiar del que se tiñe el
afecto. En la histeria asume la forma de la aversión en tanto se vincula con un objeto de
insatisfacción, en la neurosis obsesiva el objeto brinda demasiado placer lo que conduce al
sujeto a la evitación del mismo y, finalmente, en la paranoia el sujeto no cree en ella.
1
Por la repetición se ligan los elementos traumáticos y luego se descargan placenteramente por el principio
de placer.
2
La cosa tiene una relación patética con el sujeto, ya que este conserva su distancia y se constituye en un
modo de relación de afecto primario, es decir, en la relación se intenta ligar lo inligable, no puede haber
ligazón significante, La Cosa es una realidad muda, que escapa a las ligaduras significantes, no obstante,
comanda, ordena; y el sujeto lo que hace es conservar su distancia. Y como la relación de la huella del dolor
con la defensa, es anterior a toda represión.
Debemos interrogarnos sobre la relación de la identificación del sujeto con lo que es
una dimensión diferente de todo lo que es del orden de la aparición y de la
desaparición, a saber, el estatuto del significante.
Es del efecto del significante que surge como tal el sujeto.
Es entre las dos extremidades de la cadena significante que el sujeto puede surgir.
"Mi abuelo es mi abuelo” no es una tautología. Si planteo que no hay tautología posible,
no es en tanto la primera a y la segunda a quieran decir cosas distintas; es en el mismo
estatuto de a que está inscripto que a no puede ser a. “a” como significante se define
como no siendo lo que los otros significantes son.
Para soportar lo que se designa, es necesario una letra. Por la letra, el significante
se distingue del signo. La letra es el soporte del significante.
El significante no es un signo. Un signo es representar algo para alguien; el alguien
está allí como soporte del signo. Un significante se distingue de un signo en lo siguiente:
los significantes manifiestan la presencia, en primer lugar de la diferencia como tal y
ninguna otra cosa. La primera cosa que implica entonces es que la relación del signo a
la cosa está borrada.
Los diversos "borramientos” nos darán los modos capitales de la manifestación del
sujeto. Lacan recuerda las fórmulas de la función de la metonimia
[(f (S, S', S"...) = S (-) s], función S grande en la medida en que está en una
cadena que se continúa por S', S ", S "', etc.
El significante, al revés del signo, no es lo que representa algo para alguien es lo que
representa precisamente al sujeto para otro significante; mi perra está a la búsqueda de
esos signos y luego, habla como ustedes saben, ¿por qué su hablar no es un lenguaje?
Porque justamente yo soy para ella algo que puede darle signos, pero no puede darle
significantes. La distinción de la palabra consiste en la emergencia de la función del
significante.
Clase 5
El 1 es la unidad como designación del rasgo unario; el rasgo unario en tanto
soporte de la diferencia. Por intermedio de la unidad cada uno de los seres viene a ser
Uno.
Lacan relaciona el rasgo unario con la identificación. Se trata de la segunda especie
de identificación de Freud, aquella que él denomina regresiva 3, en tanto ligada a algún
abandono de objeto que define como objeto amado. Es siempre en alguna medida
ligado al abandono o a la pérdida de ese objeto, que se produce, dice Freud, esta
especie de estado regresivo de donde surge esta identificación que él subraya. En esta
especie de identificación en la que el yo copia tanto la situación del objeto no amado,
como la del objeto amado, en los dos casos esta identificación es parcial pero está
acentuada en un rasgo único de la persona objetalizada4.
3
Ferenczi utiliza la palabra “Introyección”.
4
El rasgo unario sería el rasgo único que se introyecta durante la identificación.
La identificación de la primera especie, ambivalente, se produce sobre el fondo de
la imagen de la devoración asimilante5; la tercera es la identificación al otro medida
por el deseo6.
La cadena significante modifica la estructura de toda relación del sujeto con cada
una de sus necesidades.
En lo que concierne a la función de la identificación se toma el sentido de esta
fórmula: lo que ocurre, ocurre esencialmente a nivel de la estructura; y la estructura es
lo que hemos introducido como especificación del registro de lo simbólico.
El ciclo de repetición de un paciente equivale a un cierto significante. Es a título de
esto que el comportamiento se repite para hacer resurgir ese significante.7
Cuando se habla de la incidencia repetitiva en la formación sintomática, es en la
medida en que lo que se repite está allí, es para llenar la función del signo que es
representar una cosa que estaría aquí actualizada y para presentificar el significante
del que ha devenido esta acción. Es, en tanto que lo que está reprimido es un
significante, que ese ciclo de comportamiento real se presenta en su lugar.
5
Identificación canibalice, desarrollada en Tótem y Tabú.
6
Identificación por proyección, es la que está en las comunidades, Freud las ve en las histéricas
originalmente, una de ellas se identifica a la otra porque percibe el mismo problema con el deseo, de ahí a
que Lacan dice “medida por el deseo”.
7
El rasgo unario es el que se repite en la búsqueda del objeto perdido y que inconscientemente se lo
encuentra en los objetos elegidos.
proceso. Es el ser de sí consciente, omniconsciente. Ojalá fuese así, pero la historia de la
ciencia se presenta más bien en desviaciones con respecto a esto.
Sea como sea, nuestra doble referencia al sujeto absoluto de Hegel y al sujeto
abolido de la ciencia da la iluminación necesaria para formular en su verdadera
medida el dramatismo de Freud: regreso de la verdad al campo de la ciencia, con el
mismo movimiento con que se impone en el campo de su praxis: reprimida, retorna.
8
La palabra se da con el paso de la ficción al orden significante. De la palabra la verdad saca su garantía pero
también su estructura de ficción.
Efecto de retroversión por el cual el sujeto en cada etapa se convierte en lo que era como
antes y no se anuncia: habrá sido, en el futuro anterior.
Todo lo que el sujeto puede dar por seguro, en esa retrovisión, es, viniendo a su
encuentro, la imagen, anticipada, que tomó de sí mismo en su espejo.
Lo que el sujeto encuentra en esa imagen alterada de su cuerpo es el paradigma de
todas las formas del parecido que van a aplicar sobre el mundo de los objetos un tinte
de hostilidad, proyectando en él el avatar de la imagen narcisista, que, por el efecto
jubilatorio de su encuentro en el espejo, se convierte, en el enfrentamiento con el
semejante, en el desahogo de la más íntima agresividad9.
Es esta imagen, yo ideal, la que se fija desde el punto en que el sujeto se detiene
como ideal del yo. El yo es desde ese momento función de dominio, juego de
prestancia, rivalidad constituida. En la captura que experimenta de su naturaleza
imaginaria, enmascara su duplicidad, a saber, que la conciencia en la que se asegura de
una existencia innegable le es trascendente puesto que se apoya en el trazo unario del
ideal del yo.
Este proceso imaginario que de la imagen especular [i (a)] va a la constitución del
yo, por el camino de la subjetivación por el significante, está significado en el grafo,
por el vector i (a) - m de sentido único, pero articulado doblemente, una primera vez
en cortocircuito sobre $ - I (A), una segunda vez en la vía de regreso sobre S - s(A). Lo
cual demuestra que el yo sólo se acaba al articularse no como Yo [Je] del discurso, sino
como metonimia de su significación.
De hecho, es desde el lugar del Otro donde se instala, de donde sigue el juego,
haciendo inoperante todo riesgo, especialmente el de cualquier justa, en una
"conciencia-de-sí" para la cual sólo esté muerto de mentiritas.
Algún tiempo después de su nacimiento, la dependencia del sujeto se mantiene por
un universo de lenguaje, por el hecho de que por él y a través de él, las necesidades se
han diversificado y desmultiplicado hasta el punto de que su alcance aparece como de
un orden totalmente diferente, según que se le refiera al sujeto o a la política. Para decirlo
todo: hasta el punto de que esas necesidades han pasado al registro del deseo.
Lo que el psicoanálisis demuestra referente al deseo en su función que podemos llamar
más natural puesto que es de ella de la que depende el mantenimiento de la especie, no es
únicamente que está sometido en su instancia, su apropiación, su normalidad, a los
accidentes de la historia del sujeto (noción del traumatismo como contingencia), es además
que todo esto exige el concurso de elementos estructurales que, para intervenir, prescinden
perfectamente de esos accidentes, y cuya incidencia inarmónica, inesperada, difícil de
reducir, parece sin duda dejar a la experiencia un residuo que pudo arrancar a Freud la
confesión de que la sexualidad debía de llevar el rastro de alguna rajadura poco natural.
Freud impone a nuestra reflexión; pues regresan a la cuestión de donde él mismo partió:
¿qué es un Padre? Es el Padre muerto, responde Freud, pero nadie lo escucha, y
Lacan lo prosigue bajo el capítulo de Nombre-del-Padre.
Partamos de la concepción del Otro como lugar del significante. Todo enunciado de
autoridad no tiene allí más garantía que su enunciación misma, pues es inútil que lo
busque en otro significante, el cual de ninguna manera podría aparecer fuera de ese
lugar. Lo que formulamos al decir que no hay metalenguaje que pueda ser hablado, o
9
Transitivismo, véase “La pasión imaginaria”.
más aforísticamente: que no hay un Otro del Otro. Es como impostor como se presenta
para suplirlo el legislador (el que pretende erigir la ley). Pero no la ley misma, como
tampoco el que se autoriza en ella. El Padre puede ser considerado como el
representante original de esa autoridad de la ley. Se sostiene más allá del sujeto que se
ve arrastrado a ocupar realmente el lugar del Otro, a saber de la Madre.
Es de un modo muy simple, en cuanto deseo del Otro, como el deseo del hombre
encuentra forma, pero en primer lugar conservando una opacidad subjetiva para
representar en ella la necesidad. Opacidad que constituye en cierta forma la sustancia
del deseo.
El deseo se esboza en el margen donde la demanda se desgarra de la necesidad:
margen que es el que la demanda, cuyo llamado no puede ser incondicional sino dirigido al
Otro, abre bajo la forma de la falla posible que puede aportarle la necesidad, por no tener
satisfacción universal (lo que suele llamarse: angustia). El capricho del Otro es sin
embargo el que introduce el fantasma de la Omnipotencia no del sujeto, sino del Otro
donde se instala su demanda y con ese fantasma la necesidad de su refrenamiento por
la ley.
El deseo se presenta como autónomo con relación a esa mediación de la ley, por la
razón de que es por el deseo por el que se origina, en el hecho de que invierte lo
incondicional de la demanda de amor, donde el sujeto permanece en la sujeción del
Otro, para llevarlo a la potencia de la condición absoluta (donde lo absoluto quiere
decir también desasimiento). Por la ganancia obtenida sobre la angustia para con la
necesidad, este desasimiento es un logro ya desde su modo más humilde: el objeto
transicional. Esto no es más que emblema; el representante de la representación en la
condición absoluta está en su lugar en el inconsciente, donde causa el deseo según la
estructura de la fantasía que se va a extraer de él.
La nesciencia en que queda el hombre respecto de su deseo es menos nesciencia de lo
que pide, que puede después de todo cernirse, que nesciencia de dónde desea.
Y a esto es a lo que responde nuestra fórmula de que el inconsciente es el discurso del
Otro. Pero también añadiendo que el deseo del hombre es el deseo del Otro. En cuanto
Otro como desea (lo cual da el verdadero alcance de la pasión humana).
Por eso la cuestión del Otro que regresa al sujeto desde el lugar de donde espera un
oráculo, bajo la etiqueta de un Che vuoi? ¿qué quieres?, es la que conduce mejor al
camino de su propio deseo, si se pone a reanudar en el sentido de un: ¿Qué me quiere?
Es este piso sobreimpuesto de la estructura el que va a empujar a nuestro grafo hacia
su forma completada, por introducirse en ella en primer lugar como el dibujo de un
punto de interrogación plantado en el círculo de la A mayúscula del Otro [Autre],
simbolizando con una homografía desalentadora la pregunta que significa.
Puede encontrarse un indicio en la clara enajenación que deja al sujeto el favor de
tropezar sobre la cuestión de su esencia: en la medida en que puede no desconocer que
lo que desea se presenta a él como lo que no quiere, forma asumida de la negación 10
(donde se inserta singularmente el desconocimiento de sí mismo ignorado), por el cual
transfiere la permanencia de su deseo a un yo intermitente; e inversamente, se protege
de su deseo atribuyéndole esas intermitencias mismas.
10
Negación: lo que desea se presenta a él como lo que no quiere. Entonces transfiere su deseo a un yo
intermitente. Y se protege de su deseo atribuyéndole esas intermitencias mismas.
Para volver a encontrar la pertinencia de todo esto, es preciso completar la estructura
de la fantasía ligando esencialmente en ella a la condición de un objeto el momento de
un eclipse11 del sujeto, estrechamente ligado a la escisión que sufre por su
subordinación al significante. Es lo que simboliza la sigla $ ◊ (a) que hemos introducido
a título de algoritmo. Este algoritmo y sus análogos no desmienten la imposibilidad de un
metalenguaje. No son significantes trascendentes; son los índices de una significación
absoluta, noción que, aparecerá adecuada a la condición de la fantasía.
El grafo inscribe que el deseo se regula sobre la fantasía así establecida, homólogo a
lo que sucede con el yo con respecto a la imagen del cuerpo, con la salvedad de que
señala además la inversión de los desconocimientos en que se fundan respectivamente
uno y otro. Así se cierra la vía imaginaria, por la que debo advenir en el análisis, allí
donde el inconsciente se estaba.
La fantasía es propiamente "paño" de ese Yo [Je] que se encuentra
primordialmente reprimido, por no ser indicable en la enunciación. La cadena
significante tiene entonces un estatuto subjetivo en el inconsciente, o mejor en la
represión primordial.
Es difícil designar al sujeto del inconsciente como sujeto de un enunciado, por
consiguiente como articulándolo, cuando no sabe ni siquiera que habla.
11
Forclusión, el sujeto se forcluye.
significantes constituyentes de la cadena superior, dicho de otra manera en términos
de pulsión. La falta de que se trata es ciertamente lo que hemos formulado ya: que no
hay un Otro del Otro.
Lo que articula la sigla S (A) es ser en primer lugar un significante. El significante es
lo que representa al sujeto para otro significante Este significante será pues el
significante por el cual todos los otros significantes representan al sujeto: es decir que
a falta de este significante todos los otros no representarían nada.
Ahora bien puesto que la batería de los significantes, en cuanto que es, está por eso
mismo completa, este significante no puede ser sino un trazo que se traza de su círculo
sin poder contarse en él. Simbolizable por la inherencia de un (-1) al conjunto de los
significantes. Es como tal impronunciable, pero no su operación, pues esta es lo que se
produce cada vez que un nombre propio es pronunciado. Su enunciado se iguala a su
significación. De donde resulta que al calcular ésta, según el álgebra que utilizamos, a
saber:
S (significante)
-------------------- = s (el enunciado), con S= ( - 1),
s (significado)
tenemos: s= - 1.
Es lo que falta al sujeto para pensarse agotado por su cogito: lo que es impensable.
Se puede en rigor probar al Otro que existe, amándolo.
¿Qué soy Yo [Je]? Soy en el lugar desde donde se vocifera que "el universo es un
defecto en la pureza del No Ser". De conservarse, ese lugar hace languidecer al Ser mismo.
Se llama el Goce, y es aquello cuya falta haría vano el universo. ¿Está pues a mi cargo? Sin
duda que sí. Ese goce cuya falta hace inconsistente al Otro, ¿es pues el mío? la experiencia
prueba que ordinariamente me está prohibido, por la culpa del Otro si existiese. Como el
Otro no existe, no me queda más remedio que tomar la culpa sobre Yo [Je], es decir creer
en el pecado original.
Encontramos en el complejo de castración el resorte mayor de la subversión.
El goce está prohibido a quién habla como tal, o también, que no puede decirse sino
entre líneas para quienquiera que sea sujeto de la ley, puesto que la ley se funda en esa
prohibición misma.
Pero no es la ley misma la que le cierra al sujeto el paso hacia el goce, ella hace
solamente de una barrera casi natural un sujeto tachado. Pues es el placer el que
aporta al goce sus límites, el placer como nexo de la vida, incoherente, hasta que otra
prohibición, ésta no impugnable, se eleve de esa regulación descubierta por Freud
como proceso primario y ley pertinente del placer.
La mera indicación de ese goce en su infinitud implica la marca de su prohibición,
y, por constituir esa marca, implica un sacrificio: el que cubre en un único y mismo acto
con la elección de su símbolo: el falo. Esta elección es permitida por el hecho de que el
falo, o sea la imagen del pene, es negatividad en su lugar en la imagen especular. Esto
es lo que predestina al falo a dar cuerpo al goce, en la dialéctica del deseo.
Hay que distinguir pues del principio del sacrificio, que es simbólico, la función
imaginaria que se consagra a él, pero que lo vela al mismo tiempo que le da su instrumento.
La función imaginaria es la que Freud ha formulado que preside a la carga del objeto
como narcisista. La imagen especular es el canal que toma la transfusión de la libido
del cuerpo hacia el objeto. Pero en la medida en que queda preservada una parte de esta
inmersión, concentrando en ella lo más íntimo del autoerotismo, su posición "en punta" en
la forma la predispone a la fantasía de caducidad en el que viene a acabarse la exclusión en
que se encuentra de la imagen especular y del prototipo que constituye para el mundo de los
objetos.
Es así como el órgano eréctil viene a simbolizar el sitio del goce, no en cuanto él
mismo, ni siquiera en cuanto imagen, sino en cuanto parte faltante de la imagen
deseada: por eso es igualable a la raíz cuadrada de -1, del goce al que restituye por el
coeficiente de su enunciado a la función de falta de significante: (-1). Si le es dada
anular así la interdicción del goce, no por ello es debido a esas razones de forma, sino que
es ciertamente que su rebasamiento significa lo que reduce todo goce codiciado a la
brevedad del autoerotismo: las vías perfectamente trazadas por la conformación anatómica
del ser hablante.
El paso de la (-φ) (fi minúscula) de la imagen fálica de uno a otro lado de la
ecuación de lo imaginario a lo simbólico, lo hace positivo en todo caso, incluso si viene
a colmar una falta. Por muy sostén que sea del (-1), se convierte allí en Φ (Fi
mayúscula), el falo simbólico imposible de hacer negativo, significante del goce. Y es
este carácter de la Φ el que explica tanto las particularidades del abordaje de la sexualidad
por la mujer, como lo que hace del sexo masculino el sexo débil respecto de la perversión.
La perversión apenas acentúa la función del deseo en el hombre, en cuanto que
instituye la dominancia, en el sitio privilegiado del goce, del objeto a del fantasma que
sustituye al A (Barrado). La perversión añade una recuperación de la φ que apenas
parecería original si no interesase al Otro como tal de manera muy particular. Solo nuestra
fórmula de la fantasía permite hacer parecer que el sujeto aquí se hace instrumento del goce
del Otro.
A esta fórmula el neurótico la falsea. El neurótico identifica la falta del Otro con su
demanda, Φ con D. Resulta de ello que la demanda del Otro toma función de objeto
en su fantasma, es decir que su fantasma se reduce a la pulsión: ($ ◊ D). Por eso el
catálogo de las pulsiones ha podido establecerse en el neurótico. Pero esta
preeminencia dada por el neurótico a la demanda oculta su angustia del deseo del
Otro.
La verdadera función del Padre es la de unir un deseo a la ley. El Padre deseado
por el neurótico es el Padre muerto.
Para volver a la fantasía, digamos que el perverso se imagina ser el Otro para
asegurar su goce, y que esto es lo que revela el neurótico imaginando ser un perverso:
él para asegurarse del Otro. Lo cual da el sentido de la pretendida perversión
colocada como principio de la neurosis. Está en el inconsciente del neurótico en cuanto
fantasía del Otro. Pero esto no quiere decir que en el perverso el inconsciente esté a
cielo abierto. Se defiende a su manera con su deseo. Pues el deseo es una defensa,
prohibición de rebasar un límite en el goce.
El fantasma contiene el (-φ), función imaginaria de la castración, bajo una forma
oculta y reversible de uno de sus términos al otro. Es decir que a la manera de un
número complejo, imaginariza alternativamente uno de esos términos en relación con el
otro. Tal es la mujer detrás de su velo: es la ausencia de pene la que la hace falo, objeto
del deseo.
En el neurótico, el (-φ) .se desliza bajo la S/ del fantasma favoreciendo la
imaginación que le es propia, la del yo. Pues la castración imaginaria el neurótico la
ha sufrido en el punto de partida, es ella la que sostiene ese yo fuerte, que es el suyo,
tan fuerte, puede decirse, que su nombre propio lo importuna, el neurótico es en el
fondo un Sin-Nombre. Sí, ese yo que algunos analistas escogen reforzar todavía más, es
aquello bajo lo cual el neurótico encubre la castración que niega. Pero a esa castración,
contra esa apariencia, se aferra. Lo que el neurótico no quiere, y lo que rechaza hasta el
final del análisis, es sacrificar su castración al goce del Otro, dejándola servir para
ello.
¿Por qué sacrificaría su diferencia (todo menos eso) al goce de Otro que, no lo
olvidemos, no existe? Sí, pero si por azar existiese, gozaría de ello. Y a eso lo que el
neurótico no quiere. Pues se figura que el Otro pide su castración. Lo que la experiencia
analítica atestigua es que la castración es en todo caso lo que regula el deseo, en el
normal y en el anormal.
A condición de que oscile en alternar de $ a a en la fantasía, la castración hace de la
fantasía esa cadena flexible e inextensible a la vez por la cual la detención de la carga
objetal, que no puede rebasar ciertos límites naturales, toma la función trascendental
de asegurar el goce del Otro que me pone esa cadena en la ley. A quien quiere
verdaderamente enfrentarse a ese Otro, se le abre la vía de experimentar no su
demanda, sino su voluntad. Y entonces: o de realizarse como objeto, hacerse la momia
de tal iniciación budista, o de satisfacer la voluntad de castración inscrita en el Otro,
lo cual desemboca en el narcisismo supremo de la Causa.
La castración quiere decir que es preciso que el goce sea rechazado, para que
pueda ser alcanzado en la escala invertida de la ley del deseo.
Todo discurso toma sus efectos del inconsciente.
XI - Desmontaje de la pulsión
Trieb es usado como la designación de una especie de dato radical de nuestra experiencia.
Freud dice al principio que la pulsión es un concepto fundamental y añade que el término
introducido en la ciencia se podría mantener o rechazar. Prevé que el conocimiento no tolera
ninguna fascinación de las definiciones. En alguna otra parte dice que la pulsión forma parte de
nuestros mitos. Lacan descarta el término mito. Freud emplea, en el mismo texto, la palabra
convención, que se aproxima más a lo que aquí está en juego, pero Lacan designa a ese juego
como una ficción.
Tomemos la noción de necesidad y por otro lugar el hambre y la sed. Freud se refiere a esto
cuando distingue la excitación interna de la externa. El Trieb no se trata de la presión de una
necesidad como el hambre (Hunger) o la sed (Durst). Para examinar el Trieb se requiere del
campo freudiano, específicamente del ich, el real-ich. El real-ich está hecho de tal forma que su
soporte es el sistema nervioso. Tiene carácter de sujeto planificado, objetivado.
El Triebreiz es la razón de que ciertos elementos de este campo estén investidos pulsionalmente
(triebbesetzt). Esta investigación nos sitúa en el terreno de una energía potencial, ya que la
característica de la pulsión es la de ser una fuerza constante (konstante Kraft). No la puede
concebir como una fuerza de choque momentánea (momentane Stosskraft).
En la pulsión no se trata de energía cinética, de algo que se regule según el movimiento. La índole
de la descarga en cuestión es distinta y está en un plano diferente.
La constancia del empuje impide cualquier asimilación de la pulsión a una fuerza biológica, la cual
tiene siempre un ritmo. La pulsión –Dice Freud- no tiene día ni noche, ni primavera ni otoño, ni
alza ni baja. Es una fuerza constante.
Entre ambos términos se establece una antinomia extrema que pone en tela de juicio este
asunto de la satisfacción.
Hablando de personas con síntomas. Los síntomas también tienen que ver con la satisfacción.
Satisfacen algo que sin duda va en contra de lo que podría satisfacerlos, lo satisfacen en el
sentido de que cumplen con lo que ese algo exige. No se contentan con ese estado pero aun así
se contentan. Aquello que satisfacen por la vía del displacer es la ley del placer. Para una
satisfacción de esta índole, penan demasiado. Hasta cierto punto este penar de más es la única
justificación de nuestra intervención.
Entonces en lo que toca a la satisfacción si alcanza la meta. Esta no es una toma de posición ética
definitiva. En el análisis tenemos ante nosotros un sistema donde todo se acomoda y que alcanza
su propio tipo de satisfacción. Los analistas nos metemos en el asunto en la medida en que
creemos que hay otras vías. Nos referimos a la pulsión porque el estado de satisfacción se ha de
rectificar a nivel de la pulsión.
Esta satisfacción es paradójica. Cuando se le presta atención entra en ella la categoría de lo
imposible. Esta es radical. El camino del sujeto pasa entre dos murallas de lo imposible. Este
imposible no es lo contrario de lo posible. Está presente también en el otro campo12, como
esencial. El principio de placer hasta se caracteriza por estar lo imposible presente en él. La idea
de que la función del principio de placer es satisfacerse mediante la alucinación lo ilustra.13
Al dar con su objeto la pulsión se entera de que no es así como se satisface. Dice Freud – En
cuanto al objeto en la pulsión, que quede bien claro que no tiene, a decir verdad, ninguna
importancia. Es enteramente indiferente.
A la función de objeto de pecho –de objeto a causa del deseo – tenemos que concebirla de
modo que nos permita decir el lugar que ocupa en la satisfacción de la pulsión. La pulsión le da
la vuelta, lo contornea. Vuelta (Tour) ha de tomarse como punto en el cual se gira.
La fuente14. Si quisiéramos incluir la regulación vital en la función de la pulsión hay que tomar las
cosas por este lado.
La pulsión se parece a un montaje. Las cuatro cualidades que especifican a la pulsión deben ser
concebidas como elementos discontinuos.
Lo tocante al empuje (Drang) de la pulsión es algo que se puede connotar en relación a la fuente
(Quelle), en la medida en que la fuente inscribe en la economía de la pulsión esta estructura de
borde.
Diccionario de psicoanálisis:
Lacan va a insistir en el hecho de que lo propio del objeto pulsional es no estar jamás a la altura
de lo esperado. Este carácter de objeto tiene una serie de consecuencias:
Hace que sea imposible realizar directamente el fin pulsional, y por motivos no
contingentes sino estructurales.
Sitúa la razón de la naturaleza parcial de la pulsión en este carácter inacabado.
Permite poder describir el trayecto de la pulsión: al errar su objeto, la pulsión escribe una
especie de bucle alrededor de él que la lleva de nuevo a su lugar de origen y la dispone a
reactivar su fuente, es decir, la prepara para iniciar entonces un nuevo trayecto casi
idéntico al primero.
12
Se refiere a que lo real (lo imposible) está tanto en el principio de realidad como el principio de placer.
13
La pulsión es uno de los principales modo de acceso teórico al campo de lo real, término que designa en la
estructura lacaniana lo que para el sujeto es lo imposible.
14
Freud dice que la fuente es corporal, procede de la excitación de un órgano.
Permite agregar otros dos objetos pulsionales a la lista establecida por Freud: la voz y la
mirada.
La pulsión constituye el punto límite donde captar la especificidad del deseo del sujeto, del que
revela, por su estructura en bucle, la aporía. Permite además erigir una verdadera topología de los
bordes y aparece, por último, como uno de los principales modos de acceso teórico al campo de lo
real, ese término de la estructura lacaniana que designa para el sujeto lo imposible.
La transferencia solo puede pensarse a partir del sujeto a quien se le supone saber. Ese que se
supone que sabe la significación, eso de lo que nadie escapa una vez formulado. Esta implica el
que no pueda rehusarse a ella.
Al sujeto se le supone saber por el hecho de ser sujeto de deseo. Entonces ocurre el efecto de
transferencia. Este efecto es el amor y como todo amor se ubica en el campo del narcisismo.
Amar es querer ser amado.
En tanto está sujeto al deseo del analista, el sujeto desea engañarlo acerca de esa sujeción
haciéndose amar por él, proponiendo esa falsedad esencial que es el amor. El efecto de
transferencia es ese efecto de engaño que se repite en el aquí y ahora. Es repetición de lo
ocurrido, aislamiento en el presente de su puro funcionamiento de engaño.
Detrás del amor de transferencia está la afirmación del vínculo del deseo del analista con el
deseo del paciente. Freud dijo a modo de engañabobos– después de todo, no es más que el deseo
del paciente. Sí, es el deseo del paciente pero en su encuentro con el deseo del analista.
En la identificación hay enigmas. Freud se asombra de que la regresión del amor ocurra con tanta
facilidad en términos de identificación.
Citando el texto psicología de las masas y análisis del yo Lacan hace hincapié sobre la segunda
forma de identificación para situar en ella y poner aparte el rasgo unario, el fundamento, el
núcleo del ideal del yo.
El rasgo unario, en la medida en que el sujeto se aferra a él, está en el campo del deseo. Este
campo sólo se constituye en el reino del significante, allí donde hay relación entre el sujeto y el
Otro. El campo del Otro es lo que determina la función del rasgo unario, ya que por él se
inaugura un tiempo mayor de la identificación en la tópica que entonces desarrollaba Freud, la
idealización, el ideal del yo.
Hay otra identificación de índole diferente. Se trata de ese objeto privilegiado al que la pulsión
le da vuelta: el objeto a. Este objeto sirve de soporte en la pulsión, a lo que queda definido y
especificado por el hecho de que la entrada en juego del significante en la vida del hombre le
permite dar su sentido al sexo. A saber que, para el hombre, el sexo y sus significaciones
siempre pueden llegar a hacer presente a la muerte.
Las condiciones por las que la muerte, significante, puede surgir armada en la cura sólo pueden
comprenderse con nuestra manera de articular las relaciones.
El sujeto, por la función del objeto a, se separa, deja de estar ligado a la vacilación del ser, al
sentido que constituye lo esencial de la alienación. Es imposible concebir la fenomenología de la
alucinación verbal si no se comprende el término empleado para designarla – Voces.
En tanto está presente en ella el objeto de la voz, está presente el percipiens (percibiente activo
y agente). La alucinación verbal es un percipiens desviado. El sujeto es inmanente a su
alucinación verbal. Esta posibilidad debe llevarnos a preguntar por lo que tratamos de obtener en
el análisis en lo que respecta a la acomodación del percipiens.
Antes del psicoanálisis la vía del conocimiento ha sido la de una purificación del sujeto, del
percipiens. Por nuestra parte decimos que fundamos la seguridad del sujeto en su encuentro con
la porquería que le sirve de soporte, el objeto a, cuya presencia es necesaria
En ti más que tu
Sería muy peculiar que ese sujeto al que se le supone saber, de quien se supone que sabe algo de
uno y que de hecho nada sabe de eso, pueda considerarse como liquidado en el momento en que
al final del análisis empieza precisamente a saber algo, al menos sobre uno.
El sujeto al que se supone saber debería suponerse vaporizado cuando cobra mayor consistencia. Si
el termino liquidación ha de tener sentido solo puede tratarse de liquidación permanente de ese
engaño debido al cual la transferencia tiende a ejercerse en el sentido del cierre del inconsciente.
Les expliqué su mecanismo, refiriéndolo a la relación narcisista mediante la cual el sujeto se hace
objeto amable. A partir de su referencia de aquel que debe amarlo, intenta inducir al Otro a una
relación de espejismo en la que lo convence de ser amable.
Freud designa su culminación natural en esa función llamada la identificación. La identificación en
cuestión no es la identificación especular, inmediata. La identificación es su soporte, sirve a la
perspectiva elegida por el sujeto en el campo del Otro, desde donde la identificación especular
puede ser vista bajo un aspecto que procura satisfacción. El punto del ideal del yo es el punto
desde el cual el sujeto se verá visto por el otro, esto le permite sostenerse en una situación dual
satisfacción desde el punto de vista del amor.
Como espejismo especular, el amor tiene esencia de engaño. Se sitúa en el campo instituido por la
referencia al placer, por ese significante único requerido para introducir una perspectiva centrada
en el punto ideal, I mayúscula, que está en el Otro, desde donde el Otro me ve tal como me gusta
que me vean.
Justo en este punto de convergencia, en la cual el análisis es empujado por el engaño que encierra
la transferencia, se produce el descubrimiento del analista. Este descubrimiento se entiende en el
nivel de la relación de la alienación.
El analizado le dice al analista –Te amo, pero porque inexplicablemente amo en ti algo más que
tú, el objeto a minúscula, te mutilo. Me entrego a ti –Dice – Pero ese don de mi persona se trueca
inexplicablemente en regalo de una mierda.
Se entiende entonces ese vértigo de la página en blanco. Si literalmente no puede tocar la página
en blanco contra la que se detienen sus efusiones intelectuales es porque sólo puede aprehenderla
como papel higiénico. ¿Cómo exponer la incidencia en el movimiento de la transferencia de la
presencia del objeto a?
Cuando el sujeto comienza a hablar al analista, le ofrece algo que necesariamente cobra primero
forma de demanda. Esto llevó al análisis al reconocimiento de la función de la frustración, ¿pero
qué demanda? Demanda amor pero recibe algo que no es.
El objeto a no franquea esa hiancia. La mirada es el termino más característico para captar la
función propia del objeto a. a se presenta en el campo del espejismo de la función narcisista del
deseo como el objeto intragable, que queda atorado en la garganta del significante. En ese punto
de falta tiene que reconocerse el sujeto.
Todo análisis cuyo fin es la identificación con el analista revela que su motor está elidido. Hay un
más allá de esta identificación y está definido por la relación y distancia existente entre el objeto
a minúscula y la I mayúscula idealizante de la identificación.
Freud distingue a la hipnosis del estado de enamoramiento. Hay una diferencia entre el objeto
definido como narcisista, i(a), y la función del a. En el esquema que dibuja en psicología de las
masas y análisis del yo, señala lo que él llama el objeto –donde han de reconocer lo que Lacan llama
el a- el yo y el ideal del yo. Las curvas marcan la conjunción de a con el ideal del yo.
El objeto a puede ser idéntico a la mirada. Freud indica que en la hipnosis el objeto, difícil de captar,
es la mirada del hipnotizador.
La hipnosis es la confusión del significante ideal desde donde se localiza el sujeto (I mayúscula)
con la a.
La transferencia es aquello que de la pulsión aparta la demanda, el deseo del analista es aquello
que la vuelve a llevar a la pulsión. Y por esta vía, aísla el objeto a, lo sitúa a la mayor distancia
posible del I, que el analista es llamado por el sujeto a encarnar. El analista debe abandonar esa
idealización para servir de soporte al objeto a separador, en la medida en que su deseo le permite,
mediante una hipnosis a la inversa, encarnar al hipnotizado.
Ir más allá de la identificación es posible. Más allá de la función del a la curva vuelve a cerrarse,
donde nunca se dice. Después de la ubicación del sujeto respecto de a, la experiencia del fantasma
fundamental deviene la pulsión.
El a que aparece aquí, fue introducido dentro de la fórmula del fantasma como soporte del
deseo, $ <> a), $ deseo de a.
De este objeto a es de donde surge la dimensión cuya elusión en la teoría del sujeto ha
constituido la insuficiencia de toda esa coordinación cuyo centro se manifiesta como teoría del
conocimiento, gnoseología. Por otra parte, la novedad estructural que exige la función del objeto
es perfectamente sensible en las formulaciones de Freud, especialmente en relación con la
pulsión.
La distinción entre la meta de la pulsión y su objeto es bien distinta de lo que se ofrece de
entrada al pensamiento (que meta y objeto estarían en el mismo lugar). Es la misma palabra que
sirve para el desplazamiento. Lo que se indica es que el objeto es, en su función esencial, algo
que se escapa en el plano de nuestra aprehensión.
Por otra parte, en este plano existe una oposición entre dos términos: ausseres (externo-
exterior) e inneres (interior). Se precisa que el objeto debe situarse en el ausseres (exterior) y
por otra parte, que la satisfacción de la tendencia sólo consigue realizarse cuando alcanza algo
en el inneres (en el interior del cuerpo), donde encuentra su satisfacción.
Para resolver este problema Lacan propone una variante del estadio del espejo.
Es la noción de un exterior antes de una cierta interiorización, que se sitúa en a, antes de que el
sujeto (en el lugar del Otro) se capte bajo la forma especular (en X) lo que introduce para él la
distinción entre el yo y el no-yo.
A este exterior, lugar del objeto, anterior a toda interiorización, pertenece la noción de causa.
Para ilustrar voy a servirme del fetiche, ya que en él se devela la dimensión del objeto como
causa del deseo.
¿Qué es lo que desea? No es el zapato, ni el seno, ni ninguna otra cosa en la que encarnen ustedes
el fetiche. El fetiche causa el deseo. El deseo se va a agarrar de donde puede. No es necesario
que sea ella quien lleve el zapato, el zapato puede estar a sus alrededores. Ni siquiera es
necesario que sea ella la portadora del seno, el seno puede estar en la cabeza. Pero todos saben
que, para el fetichista, es preciso que el fetiche esté ahí. El fetiche es la condición en la que
sostiene su deseo.
Lacan habla de una palabra que es, en lo que respeta la angustia, la relación que Freud indica
mediante Libidohaushalt (sostén de la libido). Esta relación con el objeto, que menciona antes
Lacan, permite llevar a cabo la síntesis entre la función de señal de angustia y su relación con
algo que podemos llamar, en el sostenimiento de la libido, una interrupción.