Sie sind auf Seite 1von 305

2

3
4
5
6
7
Consulte nuestra página web: www.sintesis.com
En ella encontrará el catálogo completo y comentado
Diseño de cubierta: Fernando Vicente
Reservados todos los derechos. Está prohibido, bajo las sanciones penales
y el resarcimiento civil previstos en las leyes, reproducir, registrar o transmitir
esta publicación, íntegra o parcialmente, por cualquier sistema de recuperación
y por cualquier medio, sea mecánico, electrónico, magnético, electroóptico,
por fotocopia o por cualquier otro, sin la autorización previa por escrito
de Editorial Síntesis, S. A.
© Antonio Valdecantos
© EDITORIAL SÍNTESIS, S. A.
Vallehermoso, 34 - 28015 Madrid
Teléf.: 91 593 20 98
http://www.sintesis.com
ISBN: 978-84-995802-3-4
Impreso en España - Printed in Spain
8
Índice
Prólogo
I. La moral como metonimia
1. Lo inventado y lo dado
2. El efecto Maquiavelo
3. El efecto Mandeville
4. La inversión del mal
5. Géneros artificiales y metonimias disciplinares
6. La autonomía de la doctrina moral
7. Unas cuantas dudas para quien no crea que la naturaleza imite al arte
8. Metonimias y anomalías
9. Plantas que aprenden botánica
10. La teoría como interrupción
II. Ars aestimativa
11. Conceptos encabalgados
12. Lo natural y lo artificial
13. Lo natural y lo excepcional
14. La moral y la estimativa
15.La paradoja de la doctrina perfecta
16. La estructura de la experiencia estimativa
9
17. Defensa de lo inestimable
III. El bien y la fábrica del mundo
18. Orden, virtud y fortuna
19. Appetitus discendi incognitam
20. Momentos sin tiempo
21. Lo nuevo y lo igual
22. La construcción moral de la realidad
23. La verdad como coincidencia y como desajuste
24. El mundo mal hecho
25. Defectos de fábrica
10
Prólogo
El bien, el mal y el conocimiento son las tres palabras decisivas del diccionario
común de
Occidente, pero no lo son por la robustez de su contenido ni por la armonía de sus
combinaciones. Occidente es aquel lugar donde el conocimiento del bien está
perpetuamente sitiado por el del mal –y hasta confundido muchas veces con él– y
donde
el saber mismo puede llegar a juzgarse el mayor de los bienes y también el mayor de
los
peligros. Los esfuerzos más insignes de la historia intelectual occidental se han
empleado
en la edificación de una ciencia que enseñe cómo es el mundo y que al hacerlo
muestre la
lista completa de los males y los bienes, con especial atención a los más eminentes
de
unos y otros. La posesión de dicha ciencia y su aprovechamiento se han tomado desde
antiguo precisamente como el más admirable de los bienes humanos o por lo menos
como una empresa a cuyo servicio sólo cabía admitir a las más honorables de las
virtudes. Pero conocer el bien, distinguirlo del mal y obrar de modo acorde con ese
conocimiento es tan sólo una mitad de la historia del espíritu. Porque la otra
mitad ha
consistido en enfrentarse –unas veces con grandeza, otras sólo con dignidad y las
más
con cobardía, con capitulación o con autoengaño– a los fracasos y peligros de esa
ciencia, a sus excesos, sus fraudes, sus vanidades y sus falacias, como si en el
conocimiento del bien estuviera siempre entrometida alguna porción de mal y a veces
el
peor de todos ellos.
La ciencia del bien y del mal es el más antiguo de todos los saberes prohibidos –e
incluso de los saberes humanos en general– y también el más celebrado y el más
temido.
Sobre las consecuencias que tuvo probar el fruto del árbol correspondiente más vale
no
insistir en lo que ya se sabe: que todos tenemos muchas razones para haber perdido
esa
clase de apetito pero el que más y el que menos se resiste a quedarse con las
ganas. Es
probable que la historia del saber occidental consista en la ingestión sucesiva de
diversas
especies de frutos lo bastante semejantes al del árbol prohibido para que quepa
hacerse
una idea suya aproximada y lo bastante distintos para que las secuelas de su
consumo
sean inofensivas. A pesar de estos cuidados, no hemos llegado a conocer a ciencia
cierta
aquel sabor y seguimos expuestos al poder destructor de gran número de tentaciones.
El
resultado es que en la ciencia del bien y del mal se guarda el conocimiento más
antiguo
de todos pero nadie ha llegado a poseerlo nunca, ni siquiera en una cantidad
mínimamente apreciable. Esta ciencia tiene, sin embargo, un rasgo todavía más
inquietante, y es que, si a alguien se le ofreciese de verdad su posesión, la
respuesta
11
sería, lo más seguro, negativa. De poder aprenderse, la ciencia del bien y del mal
no
pertenecería a los manjares más apetecidos, por lo menos en paladares normales. Si
un
bocado bastó para traer la perdición al mundo, mejor no imaginar qué habría
ocurrido en
caso de que la dieta ordinaria de nuestros primeros padres se hubiera basado en esa
especie frutal. Seguramente lo decisivo del relato del Génesis no está en que Eva
probara
y Adán la secundase, sino en que ninguno de los dos perseveró en la prueba, aun
antes
de que Yahvé les pidiera cuentas. Aunque las Escrituras no aclaran nada al
respecto, es
verosímil la sospecha de que el fruto en cuestión se quedó sin terminar de comer.
No se
sabe si la vergüenza posterior vino de haber comido o de haberse limitado a probar;
lo
único que sabemos es que “fueron abiertos los ojos de ellos ambos y conocieron que
estaban desnudos; entonces cosieron hojas de higuera y hiciéronse delantales”,
según la
traducción de la Biblia del Oso. Una hipótesis que quizá convendría explorar –
aunque
no será objeto de este libro, por lo menos explícitamente– es que la vergüenza fue
debida
a la parte de fruto que se despreció y no a la que se había tomado1.
Como se sabe, a la ciencia de lo que hay en cuanto que lo hay la llamaba
Aristóteles
“la ciencia buscada”, es decir, la ciencia que no se tiene, que se anhela tener y
cuyo
hallazgo compensaría con creces los trabajos de la búsqueda. Desde luego
Aristóteles
desconfiaba mucho de que alguien llegase a encontrar una ciencia así, aunque no es
fácil
imaginarlo disculpando a quien la abandonara después de haberla encontrado. La
ciencia
buscada de Aristóteles es deseable sin restricción, pero con la del bien y el mal
no sucede
lo mismo. Porque la ciencia del bien y del mal incita sin vergüenza a poseerla –y
lo hace
incluso entre las más ignaras criaturas de la especie– pero refrena pudorosamente
la
propensión a aprenderla del todo. Alguien podría afirmar que con su fruto sucede
como
en la fábula de la zorra y las uvas: que, por haberse visto las consecuencias de
probarlo,
muchos se convencen de que está verde. Ha de advertirse, sin embargo, que la
analogía
no resulta pertinente, y eso se debe a que en realidad el fruto es amargo de por
sí, sin
necesidad de autoengaño, y se distingue porque siempre estará verde. No atrae como
los
placeres, sino como ciertos objetos prohibidos que se supone no resultarán
agradables al
gusto o a la vista pero suscitan un interés mórbido. La ciencia del bien y del mal
no
produce ninguna recompensa, es inútil para la práctica –cuando no
contraproducente–,
no mejora a quien la posee y tampoco parece ayudar a la obtención de otros
conocimientos; no hay ninguna otra ciencia que imponga o aconseje aprenderla ni
ninguna razón que la haga deseable, salvo las proporcionadas por ella misma. Quien
llegase a dominarla quedaría seguramente inhabilitado para el aprendizaje de
cualquier
otra cosa y se convertiría en un ser maldito y apestado.
12
Se sabe desde muy antiguo –o no se sabe, pero tiende a saberse– que la filosofía no
es una ciencia genuina ni un saber verdadero, sino más bien una ciencia frustrada o
una
tendencia al saber, tendencia que nunca logra ni logrará alcanzar su objeto. Es
cierto que
de manera periódica surgen doctrinas según las cuales la ciencia y la filosofía
deberían
ser una sola cosa, o lo son de hecho en determinados casos ejemplares, o lo serán
cuando la filosofía desarrolle la ciencia que lleva dentro, es decir, cuando deje
de ser
filosofía o cuando lo sea en un sentido que haga inapropiado el seguirla llamando
así. Lo
que la experiencia enseña, sin embargo, es que los anuncios de que la filosofía
está a
punto de convertirse en ciencia –ya vengan de Hegel, ya de Quine– son pronósticos
que
se autorrefutan. Para bien o para mal la filosofía sigue estando muy lejos de la
ciencia,
no ha llegado a alcanzarla o no ha tenido tiempo de hacerlo, y quizá esté destinada
a
seguir así en todas partes y para siempre. En realidad, si la filosofía versa sobre
algo es
sobre su propia frustración. Nacida para saberlo todo y para regir soberanamente la
acción, a lo que se dedica es a examinar por qué no logra ni lo uno ni lo otro, por
qué no
es verosímil que vaya a lograrlo alguna vez y por qué, sin embargo, no dejará nunca
de
proponérselo.
La filosofía se ocupa esencialmente de investigar qué ha pasado para que su
vocación de ser ciencia haya tenido que frustrarse. Muchos pensadores de todas las
épocas han creído, sin embargo, que podían burlar hasta cierto punto este aciago
destino
de la filosofía rebajando sus pretensiones o cambiándolas. En lugar de querer
saberlo
todo y en especial lo más difícil, lo más universal y lo más sagrado, la filosofía
habría de
limitarse, según ellos, a tratar de saber algo sobre los saberes realmente
existentes, y en
lugar de querer regir la acción humana de modo que la razón llegase a ser la norma
del
mundo, debería contentarse con reflexionar sobre las normas realmente vigentes (en
la
ciudad o en la conciencia) tratando, si acaso, de mejorarlas.
En cierto modo, la tarea más excelsa de la filosofía tendría que ser aprender la
ciencia del bien y del mal sin que estuviese ya prohibida y sin que procurase la
condenación; hacernos como dioses, pero con el beneplácito de éstos o quizá con su
ayuda, después de mostrarles que nos hemos hecho merecedores de su ciencia. A todo
adulto mentalmente sano le resultará natural creer que nada de esto es posible,
pero la
tarea de la filosofía –una tarea que frecuentemente acaba en la insania– consiste
en
pensar que sí lo es y por qué, lo que implica, antes y al mismo tiempo, pensarlo,
es
decir, hacer como si lo fuera y creer que lo es. Cuando no puede lograrse la
posesión de
un objeto porque está prohibido o porque echaría a perder cualquier otro logro –y
la
ciencia del bien y del mal reúne ambas propiedades–, es frecuente buscar un
sustituto
13
que posea algunos de los rasgos deseables de la cosa proscrita y ninguno de los que
la
vician. La ciencia del bien y del mal dispone de un ventajoso sucedáneo de ese
tipo, un
sucedáneo al que llamamos moral.
La moral es la forma moderna de la ciencia del bien y del mal, aunque el resultado
sea una ciencia adelgazada, medrosa y cabizbaja. A ella le incumbe en los tiempos
modernos la administración del mal y del bien; ella dice lo que ha de hacerse y
evitarse
(aunque sólo en un ámbito acotado de asuntos), dignifica a quien la posee,
contribuye
notablemente a la salvación del alma según algunas versiones y según otras a la
mejora y
el progreso del género humano, produce cierto género de satisfacción (aunque de una
clase peculiar, llamada precisamente moral) y está llena de posibles aplicaciones.
La
moral tiene todo lo bueno del fruto prohibido sin tocarle ninguno de sus vicios, y
ocuparse de la moral es como cultivar la ciencia proscrita sólo que sin condenarse
y sin
paladear sus amargores. A la filosofía no le faltan nunca sucedáneos de sus propios
deseos imposibles, y la moral resulta ser uno de ellos. La moral es como la
penicilina,
como los cepillos de dientes o como las pensiones para la vejez; los argumentos en
favor
de su desaparición o en contra de su conveniencia resultan inaceptables del todo y
apenas
son dignos de tomarse en serio. Es un fruto tardío de la civilización y está entre
sus
productos más apreciables; abogar contra el altruismo, contra el interés por el
prójimo,
contra la imparcialidad o contra el arreglo razonado de los conflictos es propio de
gentes
cínicas y desalmadas o de personas con muchas ganas de llamar la atención. Si la
moral
no se hubiese inventado (aunque en este libro se sostendrá que la moral no fue
exactamente un objeto de invención), el mundo sería sin duda ninguna más inhóspito
y
más desapacible. Pero la filosofía no tiene ningún deber de mirar con veneración
las
cosas imprescindibles. Es su tarea pensar lo que hubo de ocurrir para que aquello
que
llamamos moral proporcionase la manera canónica de tratar con los bienes y los
males.
Eso implica, desde luego, extrañarse de por qué esto es así y en cierto modo
dejarse
perturbar por ello: no ver en la moral la casa que uno habita y con la que está
familiarizado, sino un hospicio fortuito en el que ha acabado instalándose por
cierta
concatenación de azares, como cuando uno cree que va a dormir un par de noches en
un
lugar y se queda allí toda la vida.
Según un prejuicio muy frecuente, la tarea filosófica esencial que cabe respecto de
los bienes y los males es perfeccionar, pulir, enriquecer y fortalecer el conjunto
de
normas, principios, criterios u orientaciones al que suele llamarse moral. Sin duda
ninguna, el perfeccionamiento o reforma de la moral es una tarea digna de la mayor
estima, pero eso no significa que se trate de una empresa necesariamente
filosófica. Es
14
verdad que muchos filósofos han contribuido asiduamente a dicha tarea y algunos lo
han
hecho de manera destacada, aunque ni esta tarea les está destinada a ellos en
exclusiva ni
mucho menos es la única que pueden efectuar con la moral. A veces los constructores
y
reformadores morales han sido buenos filósofos y es cierto que la construcción y
reforma
de los sistemas morales genera a veces buena filosofía, pero la buena filosofía es
en esos
casos un producto lateral y no intencionado. La moral, como la luz eléctrica,
resulta
imprescindible para vivir con cierto decoro, pero no todo lo imprescindible en la
vida ha
de estar al cuidado de los filósofos; si los apagones y los cortocircuitos hubieran
de ser
arreglados por profesores de Filosofía, es bastante probable que la civilización
tuviera
que regresar al poco tiempo al candil o a la lámpara de gas. En realidad, la
historia de la
filosofía muestra más casos de almas retorcidas, tercas, vanidosas, protervas e
insensibles que de sus contrarios, y no está claro que se saliera ganando gran cosa
con
que todos los clásicos resultasen haber sido dechados de virtud.
No está ni mucho menos claro que el filósofo tenga grandes cosas que decir sobre
eso que se acostumbra a llamar los desafíos morales de nuestro tiempo2. Tal cosa no
implica, sin embargo, que la filosofía haya de dejarlo todo como está o pueda
desentenderse de toda preocupación pública; de hecho, no deja casi nada como
estaba,
aunque los efectos de su actividad casi nunca son los previstos ni los deseados. El
filósofo no es el señor de la praxis (ni siquiera su sirviente o ayudante); es un
extraño
compañero de viaje en los trayectos más variopintos, un viajero extravagante que no
sabe a ciencia cierta adónde va y que de pronto abandona el tren de la manera más
inopinada. Resulta curioso que no se suscite casi nunca la cuestión de por qué la
filosofía
moral no trata su objeto de manera semejante a como la estética trata al arte.
Quien haya
hecho alguna vez este parangón habrá comprobado que suele incomodar por igual a los
profesores de una y otra disciplina. Si un filósofo del arte se empeñara de pronto
en
aconsejar a los artistas sobre cómo conducirse en su práctica y en dar soluciones a
las
dudas que éstos tienen sobre qué hacer o dejar de hacer, no parece que ese
individuo
pudiese cosechar muchos éxitos, ni filosóficos ni prácticos. No en vano, lo que
llamamos
estética se funda en que una pretensión así sería ilegítima y nadie la tomaría en
serio. La
razón de esta circunstancia estriba, sin duda, en lo que se conoce como la
autonomía del
arte, una autonomía que excluye del todo la tutela filosófica (y quizá cualquier
otra, salvo
la comercial). Pero la moral también se distingue por ser autónoma, o eso se dice,
y sin
embargo no le ocurre lo que al arte en sus relaciones con la filosofía. Más bien
parece
que le sucede lo contrario, es decir, que si dejase de estar atendida por los
filósofos
correría el riesgo de degenerar y echarse a perder. De volverse, en una palabra,
15
heterónoma. Una razón de esta disparidad entre el arte y la moral proviene de que
el
primero no fue inventado por los filósofos mientras que de la segunda no se puede
proclamar esa negación sin muchísimas cautelas.
Se cree que la filosofía es la guardiana de la moral y quien la cuida y alimenta;
sin
filosofía, la moral caería en manos desaprensivas que la pervertirían y la matarían
de
inanición. La filosofía –se supone– no puede dejar sola a la moral ni un instante
porque
el mundo está lleno de gentes interesadas en que desaparezca. Retirarle a la moral
sus
cuidados filosóficos sería según esta manera de pensar, como animar al mal a que se
enseñorease por completo del mundo. Todas estas suposiciones son erróneas, pero se
fundan en una que no lo es. No es cierto que la moral necesite de la filosofía para
perpetuarse porque, en efecto, es autónoma, pero quizá no lo sea en el sentido que
los
filósofos suelen dar a dicha palabra. La moral es autónoma porque camina por su
propio
pie sin necesidad de filosofía en la que apoyarse, y de hecho lleva algunos siglos
caminando de ese modo. Es un producto civilizatorio como otros, y al igual que
otros
durará lo que esté escrito en el destino de la civilización. Sin embargo, la moral
surgió
como el efecto no intencionado de ciertas preocupaciones filosóficas, según se
tratará de
mostrar en la primera parte de este libro. Fue una hechura de filósofos que pronto
cobró
consistencia propia, y es un error suponer que sigue dependiendo de quienes la
concibieron.
En realidad, lo que la filosofía suele afirmar de la moral es que se trata de una
tarea
inacabada y de una promesa incumplida o que, por lo menos, falta todavía mucho para
que se acabe o se cumpla. Mientras esté sin terminar –y nadie cree por ahora que su
fin
quede muy próximo–, no se la puede abandonar a su propia suerte, y menos que nadie
podrían hacerlo los filósofos, a los cuales se supone que les incumbe, antes de
nada,
explicar por qué está inacabada la moral y sacar de esa explicación motivos para
concluirla. Sin embargo, hay un sentido importante en el cual la moral ya está
cumplida.
Porque afirmar que la moral moderna se formó para ser llevada a la práctica no es
decir
toda la verdad. Hasta cierto punto podría decirse que la moral se formó para lo
contrario:
para definir qué es lo que todos convienen en considerar máximamente deseable y
obligado con independencia de los hechos y en contra suya. La moral moderna está
pensada, entonces, para que se cumpla, pero no para que se cumpla del todo o, si se
quiere, contando con que no se cumplirá. La moral necesita tener partes importantes
sin
cumplir, incluso partes que sean de cumplimiento imposible. Está concebida de tal
manera que al mundo le falte siempre algo por moralizar, es decir, de tal modo que
el
triunfo de la moral sea siempre parcial e insuficiente. Pero eso no quita –al
contrario–
16
para que la moral haya triunfado del todo en el interior de las cabezas de los
hombres
modernos. Con independencia de sus éxitos mundanos, se supone que la moral es la
que
enseña cómo sería la realidad en caso de que ésta fuera como debe ser. En la
batalla por
decidir cuáles son los ideales merecedores de argumentación racional el triunfo de
la
moral ha sido pleno: abandonarla o enfrentarse a ella equivale a despreciar el
razonamiento y la argumentación.
La moral ha logrado el monopolio de la legitimidad cuando de deliberar y juzgar se
trata, o por lo menos cuando se trata de deliberar y juzgar en conciencia y de
manera
imparcial. No en vano, la imparcialidad y la conciencia son hechuras de la moral
moderna y tienen su lugar asegurado en la civilización como lo tiene el hábito de
saludar
o el de no escupir en el sue-lo. Lo que le ocurre a la moral es que su vigencia se
reduce a
su propia esfera y esa esfera es limitada, pero de semejante condición limitada no
se libra
ninguna de las esferas de valor en que está fragmentada la cultura moderna. La
moral no
rige para pintar o hacer crítica de pintura, ni tampoco a la hora de buscar pareja,
de
pensar en la muerte, de hacer excursiones o de mudarse de casa. Es verdad que tiene
vocación imperialista y que siempre anda mirando de reojo a otras esferas para
avasallarlas, pero cualquier adelanto en una dirección implicará el retroceso en
otras.
Hace setenta y cinco o cien años muchos europeos asociaban espontáneamente la
palabra “moral” con la contención sexual y casi ninguno con la abstinencia de comer
carne, mientras que hoy día lo primero suena anacrónico y hasta grotesco y lo
segundo
figura en programas morales de rigurosa vanguardia académica y política. Las
fronteras
del ámbito moral son mudables, pero lo que importa es que no falten, estén donde
estén,
de manera que no todo sea moralmente relevante.
En este libro predomina lo destructivo y lo negativo pero, contrariamente a lo que
podrían creer algunos lectores, no todo en él son disoluciones y destrozos. Sí es
cierto,
desde luego, que no contiene nada semejante a lo que se suele llamar “una
propuesta”, e
incluso podría leerse como un alegato contra la conveniencia de hacer propuestas o
como
un escarmiento de las burlas que las propuestas infligen a sus proponentes. En las
páginas
que siguen se invitará al lector a que tome cierta distancia respecto de sus ideas
ordinarias
sobre el bien y sobre el mal y a que las vea como un cuerpo extraño que sin
advertirlo se
le ha metido dentro. La tesis principal de este libro es que los males y los bienes
no son
lo que la moral dice que son; para hacerse una idea del bien y del mal que no
resulte
engañosa es necesario salirse de la moral y mirarla con cierta turbación; quizá no
con el
pasmo de un místico, sino con el del anatomista que al abrir un cuerpo ve que no
están
las vísceras que aparecen en los libros de anatomía y encuentra extraños órganos
sin
17
nombre conocido. Al diseccionar la moral, es probable que el resultado diste mucho
del
que se suponía, tanto que lo más frecuente será correr un tupido velo sobre él.
Según se sostendrá aquí, los bienes y los males no tienen forma de norma sino de
excepción, y tampoco el conocimiento correspondiente es normal ni regular. Los
bienes
no son las instrucciones con las que se levanta la fábrica del mundo ni los males
sus
infracciones. El mundo es un delicado encaje de piezas precariamente acopladas,
pero el
bien y el mal son desencajes de esa fábrica, rarezas que no cuadran con sus
previsiones
ni con sus alrededores y que no pueden ser vistas ni entendidas mientras se ve y se
entiende el mundo. Al igual que en los bienes y los males no importan las reglas
sino sus
suspensiones, el saber del bien y del mal tampoco es un cuerpo doctrinal
articulado, sino
cierta clase de interrupción o de quiebra de las doctrinas morales admitidas. Tener
una
visión del mundo implica fundarse en una robusta serie de supuestos sobre lo bueno
y lo
malo, en particular sobre si el mundo está bien o está mal hecho y sobre cuándo la
visión
que de él se tiene es buena y es mala. Pero lo que merece llamarse teoría consiste
en
ciertos modos de interrumpir las visiones que se tienen del mundo. Y, si la teoría
es una
interrupción de la visión, entonces quizá haya que concluir que la teoría moral es,
por su
parte, cierta forma de moral interrumpida o puesta en suspenso. Este libro podría
leerse
como una invitación a la teoría si no fuera porque resulta de muy mala educación
invitar a nadie a episodios tenebrosos que complican innecesariamente la vida, que
hacen
per-der la orientación y que apartan de las buenas costumbres. La teoría no siempre
es
luminosa, se deleita a menudo en el mal y a veces no contribuye mucho a la
perfección
de quien la cultiva. Lo anterior, que se sabe desde muy antiguo, ha sido con
frecuencia
objeto de disimulo desde que se tuvo noticia de ello. A quien vaya buscando virtud
o
felicidad –o la buena conjunción de ambas– se le puede invitar a gran número de
banquetes, pero no al de la teoría.
Hay, por lo menos, un tipo de lector a quien este libro defraudará hasta la
indignación: ese tipo humano, tan abundante en todas las épocas y todos los lugares
–y
no sólo, ni mucho menos, entre los profesionales del pensamiento–, que ve los males
del
mundo como una pertinaz desdicha debida a la falta de buena filosofía. A este
lector no
hay aquí nada que ofrecerle como no sea un intento de aclarar qué ha tenido que
ocurrir
para que sus creencias suenen tan respetables. Lamento mucho tener que desengañar a
muchas personas, pero este libro parte del convencimiento de que la filosofía es
inútil,
anacrónica y no siempre propensa a la sociabilidad. Cuando es buena no está al
servicio
de nada o traiciona, a menudo sin querer, aquello a cuyo servicio está. Es cierto
que, por
razones de supervivencia, necesita decir lo contrario de cuando en cuando. En
realidad
18
necesita disimular tan a menudo que corre un riesgo muy severo de llegar a creerse
con
el mayor candor sus propias mentiras (mucho más, desde luego, que aquéllos a
quienes
éstas van destinadas). La historia de la filosofía es, y sigue siendo en grandísima
medida,
la de los efectos de ese disimulo, aunque no conviene en absoluto que semejante
noticia
llegue a oídos de la opinión pública ni de los redactores de planes de estudios.
Me complace agradecer a Javier Gomá Lanzón el haber dedicado, en noviembre de
2005, uno de los seminarios de filosofía de la Fundación Juan March a la
presentación de
una parte de este libro y a su discusión con colegas y amigos. Son varias las
personas que
han tenido la amabilidad de glosar o criticar borradores de algunas partes del
volumen.
En la medida de lo posible recojo en notas algunos intentos de respuesta a sus
comentarios. El libro se ha escrito durante una temporada relativamente larga y ha
sufrido interrupciones, aceleraciones y arrepentimientos. Conviene advertir que no
todo
lo que aquí se sostiene habría podido ser suscrito por el autor en el momento de
empezar
a escribirlo. Ahora quizá sí, pero no porque me reconozca en lo que el libro dice,
sino
porque tiendo a verlo como la obra de un extraño con quien estoy más o menos de
acuerdo en unos cuantos puntos, los bastantes para no tener reparos en estampar la
firma
debajo. Quizá no sea oportuno pedirle mucho más a quien termina de escribir un
libro, ni
en general al que da por concluida alguna cosa.
19
Parte I
La moral como metonimia
20
Capítulo 1
Lo inventado y lo dado
Cuando se oye que alguien ha inventado algo hay varias maneras de entender la
noticia:
puede que se haya logrado concebir un objeto nuevo o una nueva manera de actuar más
o menos provechosa gracias al talento, al esfuerzo o a la suerte, y también es
posible que
alguien haya urdido una ficción, ya sea para deleitar o instruir, ya para engañar.
Se
inventan recetas de cocina, teléfonos sin cable y marcapasos para el corazón, pero
también coartadas verosímiles, historias disparatadas y rumores falsos. Aunque con
suspicacia mutua y procurando no mezclarse, se juntan de ordinario en la invención
instrumentos con que sobrevivir y perversiones casi pueriles. La utilidad y el
despilfarro,
la averiguación y el engaño, el rigor y el capricho son los propósitos más comunes
de los
fabricantes de invenciones. Ciertos inventos se concibieron en pro de la salud,
otros para
procurar placer y algunos para hacer daño, aunque a menudo las invenciones de cada
clase fracasan en la obtención de sus propios fines y logran eficazmente los
ajenos.
Inventar algo es alterar el orden del mundo produciendo o concibiendo lo que antes
no
estaba, o sólo fingiéndolo. Haber inventado cierta cosa puede ser la mayor ocasión
de
gloria y también el modo más expeditivo de convertirse en un bellaco, pero todas
las
formas de invención tienen en común el dar como resultado un producto con el que no
se contaba hasta entonces o algo que ni siquiera llega a ser un producto y con lo
que no
se puede ni contar. Algunas invenciones fueron durante mucho tiempo objetos de
deseo,
otras sorprenden por su novedad y otras son puro engaño, pero lo que resultaría
absurdo
es afirmar que alguien ha inventado algo ya existente antes de la invención. Si
acaso
creerá haberlo hecho, porque las invenciones siempre son nuevas; son, no en vano,
la
fábrica de novedades más formidable que hay. Los autores de invenciones coinciden
en
dejar el mundo, para bien o para mal, distinto de como lo encontraron; por eso
pertenecen unas veces a la clase más elevada de personas y otras a la más
despreciable.
La cultura moderna ha sido una cultura de la invención, y la historia moderna una
historia de invenciones: la historia de lo que antes no estaba. Las invenciones han
proporcionado lo mejor y lo peor; son las ocasiones más señeras de gloria y de
perdición
y muchas veces no se sabe con certeza si pertenecen a lo primero o a lo segundo. El
bien
y el mal siempre han estado muy cerca el uno del otro y por eso hubo que inventar
una
21
ciencia que los distinguiera, pero los tiempos modernos no sólo han de distinguir
el bien
del mal, sino también lo mejor de lo peor. Que algo haya sido inventado implica que
nunca terminaremos de saber lo que es, y también que la mayor parte de nuestros
juicios
sobre el particular pueden estar equivocados.
Inventar significa todo lo anterior, pero semejante significación es puramente
inventada, y además lo fue no hace mucho. Porque antes de que el inventar fuera
asunto
de ingenieros que amueblan el mundo y de poetas que lo exorcizan, lo consagran o lo
maldicen, invención equivalía sin más a hallazgo, a aparición o a cosa encontrada.
Como
es bien sabido, inuenire quería decir descubrir o hallar, e inuentum era lo
encontrado o
descubierto y la acción de encontrar o descubrir1. Así, el ars inueniendi que tanto
obsesionó a Leibniz no era propiamente una técnica de la invención en casi ninguno
de
los sentidos que hoy se dan a este término, sino un arte de descubrir todo aquello
que la
naturaleza se complace en esconder o en disimular; se suponía que cualquier objeto
que
alguien inventase estaba ya presente antes de la invención, aunque nadie se hubiese
dado
cuenta de ello todavía. Con el concepto de invención ha ocurrido algo francamente
llamativo; mientras que hoy día resulta del todo natural oponer lo inventado a lo
descubierto, hace tan sólo un par de siglos esa oposición habría resultado
imposible de
entender, porque inventar algo equivalía a haberlo encontrado. Antes de que
inventar
pasara a ser lo contrario de descubrir, a lo que se oponía el inuenire era a algo
que hoy
pertenece de lleno a la turbia semántica de la invención: lo referido por el verbo
fingere,
o sea, el figurar cosas o hacer figuras2. Si alguien fingía algo, se entendía que
lo había
urdido con el pensamiento como quien compone figuras de arcilla con las manos, y
eso
ya era señal bastante de que no lo había inventado. Cuando inventar equivalía a
descubrir, se creía que los mejores hallazgos son aquellos que le salen a alguien
al paso
como resultado del método o de la fortuna3; lo que hacía falta para inventar bien
era,
sobre todo, adiestrarse en el arte de prestar atención. Pero esa creencia se vino
abajo en
cuanto triunfaron dos tipos humanos –el inventor tecnológico y el inventor poético–
aparentemente reñidos entre sí. La eficacia técnica y la imaginación transgresora
se
repartieron amistosamente el concepto de invención y ninguna de las dos partes se
quedó
con ganas de invadir el territorio de la otra. Según este pacto entre ingenieros y
poetas,
sólo se admitiría como valioso lo inventado, y sólo se juzgaría inventado lo
resultante del
ingenio de los unos y del genio de los otros. Fuera de la fantasía y fuera de la
técnica,
nada habría que mereciese la pena inventar. Hablo, claro está, de la época que
empieza
con la revolución industrial y termina con la surrealista.
Aunque la palabra “invención” no ha perdido nunca vigencia, la oposición entre lo
22
descubierto y lo inventado se transformó en muchas ramas de las humanidades y las
ciencias sociales de la segunda mitad del siglo XX en otra muy semejante pero
distinta: la
de lo dado y lo construido. Muchos de los esfuerzos culturales más destacables de
dicho
período se distinguieron por mostrar que ciertas prácticas, creencias o propósitos
tenidos
habitualmente por cosa dada, subsistente desde siempre y quizá imposible de variar,
eran
en realidad el resultado de una invención o construcción llevada a cabo en cierto
momento por gentes que servían a determinados fines o que procuraban satisfacer el
interés propio4. El catálogo de los objetos construidos creció formidablemente
mientras
iba menguando el de los objetos dados, y lo mejor que cabía hacer con un joven
estudioso en busca de tema de tesis era recomendarle que mostrase cómo algo
tradicionalmente tenido por perteneciente a lo dado correspondía en puridad a lo
construido; se entendía, no en vano, que la principal tarea de la cultura letrada
era
aumentar el primer catálogo y empequeñecer el segundo. Es posible que el día de
mañana los historiadores llamen a la época mencionada “la era de lo construido”.
Una
secuela de este furor inventivo o constructivo fue el amplio crédito que obtuvo la
doctrina según la cual todo es, en distintos grados y maneras, el resultado de una
construcción o invención y no hay propiamente nada dado que quepa descubrir. Aquí
las
palabras “todo” y “nada” deben entenderse en su sentido más amplio y también en el
más literal; absolutamente cualquier objeto de estudio podía ser descrito como algo
construido, y en especial debían serlo todos aquellos que para el sentido común
pertenecían sin discusión al reino de lo dado: ser es haber sido construido. Pero
esta
desmesura amenaza en seguida con quitarle toda relevancia a la idea misma de
construcción; allí donde todo está construido, nada lo estará de un modo que
suscite
mucho interés. Para que sea pertinente desenmascarar algo mostrando su carácter
construido, resulta indispensable que el éxito del desenmascaramiento no esté
asegurado
de antemano porque cuando no es posible fracasar el triunfo carece de todo valor.
Si merece la pena dedicarse a estas tareas es porque la condición construida de los
objetos culturales –es decir, de todos los objetos, pues todo resulta ser cultura–
no es
algo palpable ni que se declare a simple vista; la naturaleza construida de las
cosas gusta
de ocultarse. Si lo construido no pareciera dado, el desenmascaramiento sería
ocioso;
nadie se complace en decirle a otro “esta cara no es la tuya” cuando lleva puesta
una
careta de mala calidad y se le nota la goma detrás de las orejas. La idea de que
hay
alguien a quien desenmascarar se halla estrechamente emparentada con la idea misma
de
descubrimiento. Así, cuando se desenmascara algo como construido, lo que se hace es
descorrer cierto velo o cobertura (como quien le quita a alguien una máscara que
oculta
23
sus facciones) y poner al descubierto lo que hay por debajo (o lo que hay detrás,
según la
metáfora espacial que se prefiera). Se supone que las construcciones están
recubiertas de
capas protectoras que ocultan su carácter construido. Una vez quitado lo que se
había
añadido encima, quedan las cosas en su desnudez, tal como efectivamente son, es
decir,
tal como fueron hechas. La ontología de la construcción se asemeja a una forma de
platonismo algo estrafalaria pero no por ello menos primitiva: sostiene que las
cosas
tienen una verdadera esencia enmascarada por velamientos muy tupidos y cree que esa
verdad puede llegar a conocerse si uno aprende el arte de desconfiar de las
apariencias.
Los objetos construidos lo están de tal modo que parecen naturales y dados; han
sido
preparados para no ahorrar el placer de desenmascararlos y lo único que se puede
hacer
con ellos es esforzarse cuanto antes en mostrar que son meras construcciones.
Sin embargo el construccionismo no es, ni mucho menos, platónico del todo, pues lo
que queda después de desnudar a las cosas no es algo mejor que su cobertura (la
Idea o
Forma no es más noble que la apariencia sensible), sino justamente al contrario; a
los
objetos culturales se los desenmascara para quitarles el prestigio de que
inmerecidamente
gozaban, para poner de manifiesto que estaban sobrevalorados y que el aprecio en
que se
los tenía resultaba de la superstición, del mito y de la ignorancia, cuando no de
intereses
espurios o criminales. En efecto, las humanidades y las ciencias sociales de la
segunda
mitad del siglo XX fueron, en parte muy importante, un enorme empeño devaluativo.
Al
aprendiz de mandarín se le ha venido adiestrando, casi desde la infancia, para que
se
convenciera de que en realidad no hay razones para admirar ninguna obra, época,
personaje ni episodio. Desde entonces, las facultades de letras y humanidades
parecen
diseñadas para que sus alumnos se convenzan de que todo lo que apreciaban cuando
entraron en ellas carece en realidad de valor. Resulta natural que entre los
cultivadores de
las ciencias humanas y sociales haya un número de resentidos superior al de otras
profesiones; la metafísica construccionista incluye, no en vano, el destacado
corolario de
que para devaluar a alguien no hace falta ser mejor que él.
El mundo del desenmascarador es un orden muy bien concertado en el que todas las
construcciones encajan. No en vano, si todo es construcción, el mundo mismo también
tiene que serlo. Según esta cosmología, el mundo está, desde luego, construido o,
mejor
dicho, lo están los distintos mundos que han ido elaborándose con propósitos varios
y en
circunstancias diversas. Un mundo construido no da, desde luego, sorpresas; basta
con
encontrar el plan de la construcción para desentrañar la función de cada pieza y
explicar
la economía del conjunto. Si los mundos no hubieran resultado de una construcción,
no
habría nada que averiguar acerca de ellos, porque conocer algo es saber cómo se
24
construyó y con qué fines. No cabe, entonces, la ingenuidad de conocer el mundo
como
si uno pudiese encontrarse con él de golpe o de descubrirlo como algo dado; lo
único a lo
que se puede aspirar es a desentrañar construcciones del mundo como se desentraña
la
construcción de cualquier otra cosa. En realidad, la idea de un mundo construido
(un
todo que tiene la misma hechura que cada una de sus partes) es la forma
contemporánea
que adopta la sempiterna ilusión de un mundo ordenado y hecho a la medida de la
comprensión humana. Es la última versión disponible de la vieja idea según la cual
todo
lo que hay puede llegar a ser comprendido, es decir, abarcado, entendido y
justificado. A
sabiendas o no, con gusto o sin él, los construccionistas son criptoparmenídeos
adictos a
la doctrina de que pensamiento y ser son lo mismo: si algo interesa de verdad, más
tarde
o más temprano llegaremos a conocerlo, y si no sabemos cómo podría llegar a
conocerse, eso es indicio de que no debe interesar. Cada vez que ves algo hubo
alguien
que lo construyó: todo es como tú podrías descubrir que es. Además, el mundo y sus
partes se construyen según fines, de modo que sólo prosperan las construcciones que
son
rentables para sus autores. Esta regla de oro puede aplicarse también a quien se
esfuerce
en conocer los mundos construidos: no trae cuenta perder el tiempo en
construcciones
que no se puedan desenmascarar. La metafísica construccionista es pura economía
aplicada.
El mundo está hecho por gente como nosotros que, al construirlo, actúa como
nosotros solemos actuar; es como nuestro apartamento o como nuestro chalet adosado,
quizá un poco mayor y más antiguo, pero no mucho más. Nada extraña que la idea de
un
dios creador del mundo se haya secularizado dando lugar a una entidad
cuasiteológica –la
episteme, el paradigma, el esquema conceptual, el inconsciente social o, en
términos más
populares, la cultura o el sistema– que es quien propiamente construye el mundo. Al
igual que la teodicea explica por qué aquello que no parece ser obra o creación
divina
también lo es de hecho, aunque de modo astuto o alambicado, la cosmodicea muestra
que aun lo que en el mundo no parece construido también lo está. La teodicea ha
cumplido en la historia funciones muy destacables y variadas, pero la verdad es que
la
cosmodicea construccionista resulta inmejorable como ideología para la clase media.
Es un enigma el porqué de la poca fortuna académica y publicística que ha tenido el
tema de la moral como invención o construcción. Por razones que se derivan
fácilmente
de la evolución de la historia de las ideas en el último tercio del siglo XX, la
filosofía
moral se ha mantenido libre del fervor construccionista preponderante en las
humanidades y en gran parte de las ciencias sociales y, salvo en sentidos de la
palabra
“construcción” que nada tienen que ver con el que ahora nos ocupa, el mostrar que
la
25
moral es cosa inventada o construida no forma parte de los programas de
investigación
habituales en el ramo. Nunca faltará, es cierto, un puñado de nietzscheanos y de
psicoanalistas que reiteren las viejas sospechas contra la moral, pero lo habitual
es que lo
hagan extramuros del gremio y quizá con desgana y sin mucho convencimiento. El
teórico moral, y no digamos quien se ocupa de ética aplicada, está lo
suficientemente
seguro de la robustez, importancia y actualidad de su oficio para que nadie se
atreva a
sugerirle que sus ocupaciones son materia de invención o una construcción que puede
desenmascararse. Por suerte o por desgracia, la moral es una excepción en las
humanidades y en la propia filosofía.
Nadie en 1960 o 1970 habría podido imaginar una disciplina académica que
comprendiese al mismo tiempo en su objeto de estudio la justicia internacional, el
significado de las proposiciones valorativas, las desigualdades en la asignación de
recursos, la clonación humana, la corrupción de los gobernantes, el trato a los
animales,
la participación política, la dieta alimenticia, la cronología de los escritos de
Aristóteles, el
cuidado de las generaciones futuras, el amor a los bosques, parques y jardines, la
cuestión de si las ideas políticas de Heidegger dispensan o no de su lectura, los
conflictos
de identidades, los escrúpulos de conciencia de los empresarios, el uso de
fertilizantes, de
drogas y de preservativos, la desobediencia civil, la deontología de los dentistas,
la
eugenesia y la eutanasia, y todo ello rehuyendo la mera especulación y con vistas a
elaborar soluciones prácticas que respondan a cada uno de los grandes retos
contemporáneos. Pero, sin duda, lo que menos se hubiera podido concebir hace tan
sólo
cuarenta años es que semejante disciplina fuese socialmente tomada en serio y
creciese,
no en vano, a partir de las apremiantes solicitudes de toda clase de
organizaciones, de
minorías culturales, empresas, movimientos sociales alternativos y poderosos grupos
eclesiásticos, filantrópicos y financieros. La principal característica de esta
extraña
disciplina académica es que no puede explicarse tan sólo a partir de la hybris y la
voluntad expansiva de sus cultivadores. Al contrario: el especialista en ética
suele trabajar
cubriendo demanda, y con frecuencia demanda de mercado.
La moral, que se había quedado fuera del pacto cultural entre tecnólogos y artistas
por ser un añejo residuo premoderno, ha cobrado un protagonismo académico y social
que nadie se esperaba. Confinada durante décadas, y aun durante siglos, en una
provincia periférica de la filosofía, un terreno colindante con el de los manuales
de
confesión, las normas de etiqueta y la jurisprudencia penal, lo que hoy suele
llamarse
ética (la ética es el nombre de moda de la moral) goza de un prestigio social
avasallador.
Se cultiva preferentemente en las facultades de filosofía, de derecho y de ciencias
26
sociales, pero no sólo en ellas ni mucho menos. Su vocación no reconoce límites; ya
no
es una mera rama de la filosofía –algunos cultivadores de la ética se enojan cuando
se
reduce a tan poca cosa el objeto de sus empeños– y ni siquiera una especialidad
académica más, sino una compleja práctica social de la que la teoría sólo
constituye un
aspecto. No es objeto de este libro explicar por qué la moral ha llegado a
hipertrofiarse de
forma tan inmoderada, pero sí es oportuno señalar que el viejo pacto cultural entre
artistas y tecnólogos (aquél por el que se consagraron los tipos de invención
socialmente
legítimos) ha de complementarse en nuestros días con uno nuevo entre los
practicantes
del desenmascaramiento y los de la edificación. Que estos dos tipos de profesores
se
hayan repartido las asignaturas humanísticas de las universidades es casi
anecdótico; lo
que más importa es que han definido los dos modelos relevantes de personalidad
intelectual, los dos tipos posibles de aquello que tradicionalmente se llamó
conciencia.
En efecto, el intelectual letrado contemporáneo puede elegir entre parecerse al
tipo del
desenmascarador –y manejar entonces todos los recursos de la visión
construccionista
del mundo– o parecerse al del moralista edificante y responder a alguno o a varios
de los
retos más candentes a que se enfrenta la época5.
Éstas son las dos grandes formas que nuestro tiempo ha elegido para comprenderse
a sí mismo en pensamientos (o por lo menos en declaraciones y consignas), y la
verdad
es que los cultivadores de cada una de dichas formas se conducen con el mayor
respeto
hacia quienes promueven la otra. Lo que aquí se reparte no son ya dos formas de
invención, porque ninguno de los dos héroes culturales aspira a inventar nada (el
uno
desenmascara invenciones y el otro se enfrenta a retos). Lo que propiamente se
establece
son las dos formas canónicas de entender el mundo contemporáneo: en la forma del
desenmascarador, el mundo tal como está construido (esto es, hecho a la medida de
nuestra comprensión); en la forma del moralista, el mundo tal como sería si
estuviera
bien hecho (es decir, cortado a la medida de nuestros mejores deseos). Resulta muy
difícil saber de antemano cuánto durará este pacto cultural. Aunque la época ha
hecho
bandera de lo efímero, sus aspiraciones de eternidad están muy acendradas y el
pronóstico es francamente difícil6.
“¿Quién querría introducir un nuevo principio de toda moralidad e inventar ésta por
vez primera?”, se preguntaba Kant en una nota de la Crítica de la razón práctica7.
Es
improbable que alguien suscite preguntas así sin tener preparada de antemano una
respuesta más o menos censoria y muy tranquilizadora: la moral no pertenece a las
cosas
que se inventan, sino a las que se descubren o se encuentran dadas, aunque luego
quepa,
eso sí, pulirlas, reformarlas o mejorarlas. Si la moral resultara ser cosa
inventada, muchas
27
personas caerían en una severísima desazón; tal resultado autorizaría a pensar con
coherencia un mundo ajeno a toda moral, a suponer que la aparición de ésta se dio
en
cierto momento histórico –como la del arado romano, el mesmerismo o el sufragio
censitario– y a temer que, antes o después, la moral acabará convertida en materia
obsoleta, arrinconada por nuevas y más oportunas invenciones.
Para mucha gente, esta tesis no sólo es que sea falsa, sino que tiene que serlo a
la
fuerza. Según una manera muy frecuente de razonar, ciertas afirmaciones no pueden
ser
verdad, y no pueden serlo por el muy respetable motivo de que entonces saldrían
ganando los malvados, los poderosos o algún otro género de enemigos. En nuestro
caso,
nunca podría ser verdad aquello que agradase a los inmoralistas o que les trajese
algún
beneficio; si la moral resulta de la contingencia histórica, entonces habrá habido
épocas
en que todo estuvo permitido (moralmente permitido, hay que apresurarse a añadir) y
vendrán siglos en que volverá a estarlo. De acuerdo con esta doctrina, el
descubrimiento
de que la moral es una invención tendría que producir el regocijo de los elementos
más
corruptos y degenerados de la sociedad. Entre quienes se desasosiegan imaginando
cosas
así, la peor de las amenazas para la supervivencia de la moral sería el que ésta
fuese
contingente y que pudiera no haber existido nunca, que lo moral y lo humano
estuviesen
emparentados tan sólo por obra del azar y que el vínculo entre ellos fuese
incierto. Por
regla general, conviene desconfiar de los argumentos que intentan desacreditar una
tesis
en virtud de las consecuencias nocivas que su verdad traería para alguna buena
causa;
más bien invitan a sospechar que la causa en cuestión quizá no era tan buena como
se
creía. Hay causas muy nobles a las que la verdad no sienta del todo bien. Es
posible que
la tarea de la filosofía moral no consista en devolverle la tranquilidad al mundo
sino en
quitársela del todo, pero, en cualquier caso, no nos ocuparemos ahora de las
desgracias
que podrían sobrevenir si cundiese la creencia de que la moral es cosa inventada;
es
probable que no tuvieran mucha influencia –ni muy buena ni muy mala– fuera de las
discusiones filosóficas8. La tesis de que la moral está inventada la pueden
sostener almas
delicadísimas y también la más torpe especie de gentes, y no volverá mejores a los
unos
ni peores a los otros. No guarda mucha relación con la felicidad de la humanidad ni
con
su ruina; tan sólo, si acaso, con las maneras en que se usan determinados
conceptos, algo
que forma parte, ciertamente, de la felicidad y de la ruina, pero que quizá no
constituya
la parte principal de ninguna de las dos.
Cuando la cultura contemporánea multiplica sus demandas moralizantes, lo que hace
es exacerbar sin freno dos querencias humanas antiquísimas: la de tener a alguien a
quien
acusar de que las cosas no son como deben ser y la de contar con alguien que no sea
28
ciego a lo que está bien si el autor de lo que está bien es uno mismo. Estos dos
impulsos
pueden brotar de fuentes muy limpias y de otras que no lo estén tanto, pero en
cualquiera de los casos exigen poseer la idea más clara y autorizada posible de un
mundo
moralmente bien hecho. Por “moralmente bien hecho” debe entenderse que se trata de
un mundo ideal pero, sobre todo, que ha de ser comparable con el que hay: apto para
señalar los males y los vicios de este mundo y apto también para mostrar sus
glorias. Que
un mundo esté moralmente bien hecho significa en última instancia que proporciona
autoridad para desacreditar la mala factura de cualquier mundo peor que él y para
proclamar con satisfacción que algún otro se le asemeja en parte. Es esencial para
un
mundo así salir ganando con las comparaciones, pero también consentir que haya
empate
de cuando en cuando. Y, sin duda, es necesario que este mundo ideal no constituya
una
mera invención para que su autoridad tenga vigencia. Si alguien se rebela contra
esa
autoridad, lo primero que dirá será que la moral es una invención de unos pocos y
que él
no se somete a invenciones; la rebeldía será ilegítima sólo en la medida en que
todo el
mundo entienda que el revoltoso estaba equivocado en sus juicios.
Pero cuando se cree que la moral pertenece a lo dado, esta creencia tiene que
matizarse un tanto. Porque lo cierto es que casi nadie equipara la moral a los
objetos que,
sin más, están dados y aptos para su hallazgo o descubrimiento. Se supone que la
moral
está dada, pero se supone que lo está de una manera peculiar: no se encuentra ahí
afuera,
donde están esperándonos los objetos habituales de hallazgo, sino más bien en el
interior
de cada cual, en un interior lo bastante sagrado para que sea inviolable, pero lo
bastante
transparente para que todos nos podamos hacer una idea cabal de lo que hay en la
interioridad ajena. La moral se encuentra en una cierta interioridad común, en un
espacio íntimo compartido en el que todos encontramos lo mismo (lo interior fue, no
en
vano, el objeto de las ciencias morales o del espíritu). Cuando Kant decía admirar
el cielo
estrellado, admiraba algo exterior a él que, sin embargo, le era dado (aunque desde
luego
en un sentido peculiar del verbo “dar” que excluía el que Kant pasase a ser dueño
del
cielo). Pero cuando sentía admiración por la ley moral, lo que admiraba era algo
encontrado en su interioridad, y encontrado de tal modo que el donante había de ser
él
mismo. Tal circunstancia también era, desde luego, incompatible con que Kant fuese
dueño de promulgar la ley moral que le viniera en gana. Porque lo que sí está, para
Kant,
desnudamente dado es el hecho mismo de tener que obrar como donante de cierto tipo
de ley. Lo que uno descubre, halla o encuentra es que tiene que pensarse como el
autor
de determinada ley grabada en el interior de uno; uno descubre la ley al advertir
que fue
promulgada por uno mismo, al sorprenderse a sí mismo en el momento de promulgarla.
29
Pero por fortuna no es obligatorio elegir entre la idea de que la moral pertenece a
lo
dado y la ominosa cosmodicea construccionista. Uno se puede librar de ambas
supersticiones y si lo hace quizá comprenda que aquello a lo que llamamos moral
llegó a
formarse de manera más bien azarosa y sin que nadie hubiera podido predecir dicha
formación. No en vano, lo que entendemos por moral resultó de lo que hicieron y
pensaron gentes que creían hacer algo muy distinto de lo que hacían. La moral no es
un
objeto construido con arreglo a cierto propósito ejemplar o aborrecible; es, como
suelen
ser las obras humanas, el resultado de una coincidencia de cálculos, despistes,
astucias,
confusiones y torpezas mezcladas con unas cuantas buenas intenciones y otras tantas
villanías. Saber que la acción humana constituye el fruto de semejante desorden es
quizá
lo más esencial que cabe saber sobre ella. Pero la moral forma parte de ese mismo
desorden, y esto sólo puede ignorarlo quien crea la piadosa historia que la moral
moderna
inventa sobre sí misma. La tarea no es sencilla, pero sería muy saludable pensar un
poco
qué otra historia podría contarse; una historia que no trate de ocultar ese
desorden y que
se esfuerce por describirlo, aunque sólo sea en parte.
30
Capítulo 2
El efecto Maquiavelo
Niccolò Machiavelli y Bernard Mandeville son dos insignes ejemplos de inmoralistas
desahogados, confesos y recalcitrantes. Nunca le han faltado al mal servidores
eminentísimos cuyo olvido sería injusto, pero el mérito de estos dos autores
sobrepasa
con mucho al de los malvados más espantables. Resulta francamente difícil encontrar
a
alguien que esté en condiciones de desdeñar a cualquiera de ambos personajes: los
malos
porque lo son menos que ellos y los buenos porque su noción de la bondad consiste
en
esencia, como se tratará de mostrar aquí, en volver del revés lo que Mandavila y
Maquiavelo dijeron sobre el bien y el mal1. En efecto, los servicios prestados por
estos
dos escritores a la formación del concepto moderno de la moral son tan
sobresalientes
como poco reconocidos. La idea moderna de moralidad no habría podido formarse sino
como respuesta a los ataques procedentes de individuos como Maquiavelo o como
Mandeville, aunque limitarse a afirmar esto sería quedarse corto; lo que ocurrió
propiamente fue que la moral moderna –esto es, la moral sin más, tal como se
entiende
de ordinario esta palabra– no habría llegado a adquirir consistencia de no ser
porque, en
lugares y momentos diversos, se sintió la necesidad de identificar qué era
exactamente lo
que gentes como Bernardo de Mandavila y Nicolás Maquiavelo habían atacado con
tantísima saña.
No siempre que alguien se escandaliza por algo está en condiciones de determinar
con precisión cuál es la materia y la razón del escándalo; para escandalizarse
basta a
menudo con ceder a hábitos muy rutinarios, sobre los que quizá no convenga nunca
preguntar demasiado. Algunos casos de escándalo apremian, sin embargo, a hacer
explícito aquello que el escandalizado ya cree saber de sobra; esto sucede
principalmente
cuando interesa convencer a otros de que deberían sentir u opinar lo mismo que uno.
Hay moralidad, tal como la conocemos, porque en cierto momento se creyó que ni el
secretario florentino ni el médico holandés podían llevar razón en lo que sostenían
y se
juzgó necesario explicitar los motivos del escándalo que suscitaban. La mayor parte
de
sus contemporáneos creyeron que Maquiavelo y Mandeville habían atacado, más que un
cuerpo de doctrina, un punto de vista sobre el mundo, un punto de vista que –tal
como
se lo concebía– tenía que preexistir necesariamente a dichos ataques aunque nadie
lo
31
hubiera reconocido hasta entonces como tal. Lo que distingue al uso moderno del
término “moral” de sus empleos medievales y antiguos es que a partir de cierto
momento
lo moral pasó a ser un punto de vista entre otros alternativos o, si se prefiere
decirlo así,
la moralidad pasó a ser una esfera autónoma, algo que hasta entonces habría
resultado
ininteligible.
Desde muy antiguo, el ámbito de lo moral estaba borrosamente definido como la
suma de una serie de asuntos, relacionados con la motivación de la acción, el
juicio sobre
el bien y el mal, los afectos o pasiones, los objetos merecedores de mayor estima,
cierto
tipo de deberes y una lista variable de cuestiones conexas. Véase por ejemplo la
relación
de temas que, según Diógenes Laercio, entraban en la moral de los estoicos: “La
parte
moral de la filosofía la dividen en los asuntos de los móviles o impulsos, de los
bienes y
males, de las pasiones, de la virtud, de la finalidad, de lo máximamente digno o
valioso,
de las acciones y de los deberes (lo que ha de hacerse y lo que está prohibido)”2.
Cabría
replicar que el ámbito de lo moral, modernamente considerado, no se distingue
demasiado de todo lo anterior, pero lo que importa aquí no son las materias a las
que la
moral se refiere, sino cierta manera especial de ordenarlas y de pronunciarse sobre
ellas,
una manera al lado de la cual todo lo anterior resulta inaceptablemente prolijo y
confuso.
Para entender la formación de la idea moderna de moral conviene empezar por
Maquiavelo y, más que por él mismo, por su temprana leyenda diabólica. Suele
considerarse un momento decisivo de la historia de los conceptos políticos aquél en
el
que el nuncio Giovanni della Casa, en un memorial dirigido a Carlos V (algo después
de
1547), acuña la expresión ragione di stato, ya usada por Guicciardini sin intención
terminológica. El emperador se había apoderado de Plasencia y se negaba a
devolvérsela
a su señor natural, el duque de Parma, Octavio Farnesio, lo que incomodó
profundamente al abuelo del duque, el papa Pablo III, a quien Della Casa
representaba
en Venecia. El nuncio exhorta al césar a conducirse con sinceridad y equidad, pues,
si
terminara guiándose por la torcida ragione di stato, que lo sacrifica todo al logro
del
provecho, entonces ya no habría manera de distinguir entre los reyes y los tiranos
ni
entre los hombres y los animales3. Semejante “razón de Estado” vino a identificarse
en
las décadas posteriores, como es sabido, con algunas de las enseñanzas de Nicolás
Maquiavelo, doctor del crimen y órgano de Satanás4, que tan honda inquietud habían
causado ya en la Europa de entonces y cuya tenebrosa reputación no se había
extinguido
todavía doscientos años después, cuando Voltaire editase el bienintencionado y algo
cándido Antimaquiavelo o refutación del “Príncipe”, de Federico el Grande5.
A pesar de la mala fama de la razón de Estado, no faltaron desde muy temprano
32
intentos de aprovechar esta doctrina con fines nada malditos e incluso edificantes.
Si no
el primero ni el mejor, el más representativo de quienes trataron de domesticar
teológicamente la razón de Estado fue el clérigo católico Juan Botero, secretario
de
Carlos Borromeo y conocido sobre todo por su libro Della ragione di Stato, de 1589.
Lo
más característico de la obra de este autor ecléctico fue su tendencia a mostrar
que, si se
la entiende correctamente, la razón de Estado es compatible con la doctrina
cristiana y
con los intereses de un príncipe católico. La figura de Botero, cuyo perfil
intelectual es
romo y no puede suscitar mucho interés, llama la atención por ser el precursor de
una
larga serie de conciliadores, de gentes que se esfuerzan por quedarse con lo mejor
de dos
mundos, una actitud, más o menos admirable, que se funda en la idea de que existen,
en
efecto, dos mundos diferenciados. El caso de Botero deberá recordarse más adelante,
cuan do nos ocupemos de lo que llamaré el programa moderado de la moral moderna6.
Pero volvamos a Maquiavelo. Desde muy antiguo, es un tópico afirmar que al
florentino debe considerársele el padre de la “autonomía de la política”, una
autonomía
lograda, desde luego, a expensas de la moral, que sería precisamente aquello de lo
que la
política tuvo que emanciparse para hacerse autónoma. Es ocioso discutir si, en caso
de
que fuese cierto que Maquiavelo hizo lo que se le atribuye, merece por ello la
gloria o la
condenación; lo único que interesa ahora mostrar es que Maquiavelo no podía tener
ninguna idea de “la moral” como algo de lo que “la política” hubiera de
distinguirse para
lograr la autonomía. Quien haya leído el célebre estudio de Isaiah Berlin sobre “La
originalidad de Maquiavelo” estará familiarizado con la idea de que el florentino
propuso
una especie de encrucijada o dilema: o tomas el camino del cristianismo y de las
costumbres y valores tradicionales (y entonces podrás creer en la salvación del
alma y
hallar consuelo a tus angustias, aunque no vivirás nunca en un régimen político
libre), o
tomas la vía de la virtù pagana, en cuyo caso podrás gozar, si eres príncipe, de
las
cualidades necesarias para conservar tu estado y darle esplendor y, si eres
ciudadano, de
lo que se requiere para defender la libertad de la ciudad o para ganarla. Pero lo
que no
cabe, y en esto radica según Berlin la lección principal de Maquiavelo, es tratar
de
obtener los dos fines al mismo tiempo: ser buen cristiano y ser libre, asegurarse
la
salvación y ganar la gloria, disfrutar de la caridad y merecer la admiración o
causar el
estremecimiento7. El intento del florentino no fue, si Berlin lleva razón,
emancipar a la
política de la religión o de la moral, ni distinguir entre los valores
específicamente
políticos y los morales, sino, más bien “entre dos ideales de vida incompatibles, y
por
tanto dos moralidades”8. En el universo moral de Maquiavelo tiene que rechazarse la
moral cristiana porque lo que se trata de defender es otro mundo –el de Pericles,
el de
33
Escipión y el de César Borgia–, un mundo en el que no importa obtener la salvación,
sino
la gloria. En un mundo así, dice Berlin, los hombres “no están eligiendo una esfera
de
medios (llamada política) como opuesta a una esfera de fines (llamada moral), sino
que
optan por una moralidad rival (romana o clásica), una esfera alternativa de fines.
En otras
palabras, el conflicto es entre dos moralidades, cristiana y pagana (o, como
algunos
desean llamarla, estética), no entre esferas autónomas de moral y política”9. En
efecto, el
florentino opuso lo que muy bien podríamos llamar dos moralidades. Pero el
resultado
fue que a partir de entonces pasó a llamarse “moral” a lo contrario de una de las
dos.
Lo que Maquiavelo llevó a cabo fue un reajuste extraordinariamente audaz del
repertorio moral heredado. Ese repertorio se componía de una larga serie de
cuestiones
tocantes a los asuntos, ya referidos, de la virtud, las pasiones y los vicios, lo
debido y lo
prohibido, los fines de las acciones, y los bienes y los males (en particular, el
bien
supremo y el mal radical), una lista de cuestiones que había variado relativamente
poco
desde la antigüedad. Para las respuestas a los problemas comprendidos en ese
repertorio
se suponía vigente cierto canon, constituido, entre otras obras, por las
Escrituras, los
libros de los padres de la Iglesia, de los doctores escolásticos, de Aristóteles y
sus
comentaristas y de los historiadores y moralistas romanos, y lo que Maquiavelo se
empeñó en mostrar fue que cierta manera de leer y citar a esta última parte del
canon
podía poner patas arriba la mayor parte de las respuestas habituales a muchos
problemas
del repertorio. La tarea de Maquiavelo fue persuadir de que en el canon hay
conflictos a
los que no se había prestado atención, y dispensarles la atención tanto tiempo
negada. El
resultado es una encrucijada, aunque no entre la moral y otra cosa, sino entre dos
opciones posibles dentro de lo que hasta entonces había sido la philosophia
moralis.
Podrían citarse centenares de pasajes para ilustrar el modo en que Maquiavelo se
queda con ciertos elementos del canon y rechaza otros, pero acaso sea útil acudir a
la
conocida y muy escandalosa proclama del final de los Discursos en la que sostiene
que a
la patria se la puede servir con ignominia: dove si dilibera al tutto della salute
della
patria, dice, non vi debbe cadere alcuna considerazione né di giusto né d’ingiusto,

di piatoso né di crudele, né di laudabile né d’ignominioso; y lo único que
corresponde
es, posposto ogni altro rispetto, seguire al tutto quel partito che le salvi la
vita e
mantenghile la libertà10. El florentino defiende aquí que se prescinda de toda
consideración sobre la justicia, sobre la piedad y, lo que parece más grave, sobre
“lo
laudable y lo ignominioso”, o sea, sobre lo que es objeto de honor y de vergüenza.
Quizá
Maquiavelo no estaba tratando con esto de destruir la moral, pero sí se llevaba por
delante un buen pedazo de las creencias más habituales acerca de los temas
recogidos en
34
el repertorio tradicional. Además, las palabras citadas deben entenderse en un
contexto
más amplio, del que también forma parte lo dicho en la sección 40.ª del libro III
de los
Discursos sobre los fraudes que son ocasión de gloria. Maquiavelo cree que nunca
resulta loable defraudar a quienes creen que uno obrará de buena fe, aunque del
fraude
se derive la conquista de un reino o un estado: io non intendo quella fraude essere
gloriosa che ti fa rompere la fede data ed i patti fatti11. Pero si el enemigo
cuenta ya de
antemano con que uno no es de fiar, entonces el fraude sí que es digno de
aprobación, y
aun de alabanza y gloria: ancora che lo usare la fraude in ogni azione sia
detestabile,
nondimanco nel maneggiare la guerra è cosa laudabile e gloriosa12.
Maquiavelo parece interesado en sostener una cadena de tres aseveraciones. La
primera es que los fraudes pueden ser lícitos o no según las expectativas que
tengan
vigencia en cada momento; la segunda, que los fraudes lícitos pueden proporcionar
gloria, y la tercera que no se debe anteponer la obtención de la gloria a la
libertad de la
patria. A la libertad se la puede servir, por tanto, con gloria y con ignominia, y
esto
dependerá de las circunstancias de cada caso. Desde luego, Maquiavelo no ha
inventado
los conceptos de gloria, de libertad, de ignominia, de fraude ni de fede data; lo
único que
hace es combinarlos de tal modo que la ignominia y la gloria se tomen como medios
potestativos para el logro de la libertad y, a su vez, también el fraude y el
cumplimiento
de la palabra dada sean medios opcionales para el logro de la gloria. Quizá lo
mejor sería
tener juntas la libertad, la gloria y la fede data, pero esos ideales funcionan de
tal suerte
que a menudo debe sacrificarse alguno de ellos; él cree que la libertad no debe ser
nunca
objeto de sacrificio (ésta es su tesis sustantiva), aunque da por supuesto que,
cualquiera
que sea la tesis sustantiva que se sostenga, tendrá que sacrificarse siempre alguna
opción
(ésta es su tesis formal).
Las tesis de Maquiavelo resultaron por doquier abominables y malditas, aunque eso
no implica (más bien ocurrió al contrario) que fueran excluidas de toda discusión.
En una
tradición agonal y dialéctica, como sin duda lo ha sido la de la filosofía y la
teología
resultantes de la herencia griega y judeocristiana, ni siquiera las tesis más
escandalosas
han estado por regla general excluidas de la palestra argumentativa. Buena parte de
la
historia del pensamiento occidental consiste en apologías y defensas o en intentos
de
refutación y de reducción al absurdo que exigen tomarse muy en serio los argumentos
de
los adversarios, sin excluir los más extremados. Sólo en una cultura así ha podido
tener
éxito una institución tan refinadamente perversa como la del “abogado del Diablo”,
una
práctica que a nadie sorprende y que resulta del todo natural a cualquiera que esté
familiarizado con las artes dialécticas, es decir, casi a cualquier europeo culto.
Lo
35
característico del caso Maquiavelo no fue que las ortodoxias culturales y
religiosas –tanto
la católica como las protestantes, tanto las modernizantes como las
neoescolásticas–
condenaran ferozmente al florentino, y eso que ciertamente lo hicieron, y sin
ahorrar
ferocidad. Importa mucho destacar que, de haber ocurrido solamente tal cosa, las
doctrinas maquiavélicas habrían sido opiniones morales inaceptables, aunque morales
al
fin y al cabo.
Pero, por raros azares de la historia de las ideas, el escándalo suscitado por
Maquiavelo hizo que sus doctrinas no se tomaran como tesis condenables proferidas
dentro del género de la disputa tradicional sobre cuestiones heredadas, sino como
fundadoras de un género de argumentación nuevo –el que pronto se llamaría razón de
Estado– que no debía confundirse ni mezclarse con el tradicional. La razón de
Estado era
una manera de argumentar más que una materia; se trataba de un modo, un estilo y un
contexto de argumentación que no iba encaminado a establecer la verdad o la
ortodoxia
sobre cuestiones librescas transmitidas por una larga tradición oral y escrita,
sino a
determinar lo conveniente en cada caso para el príncipe o el reino (o para los
caudillos
republicanos y sus virtuosos seguidores, cada vez más numerosos unos y otros
conforme
se extendían las guerras de religión). Discutir lo dicho por Maquiavelo
constituiría por
tanto una actividad distinta de comentar los Salmos o los Proverbios, o las obras
de
Cicerón o Aristóteles, o de disputar sobre la contumelia, la vesania o la
intemperancia. Y
no porque el secretario florentino hubiera inventado una nueva materia de disputas
sino
porque, cuando se discutía sobre lo exigido por la razón de Estado, de lo que se
trataba
era de dar consejo al príncipe (o al jefe de los insurrectos) para lograr el
triunfo más
definitivo o la maniobra más astuta, y no de brillar en la comunidad de los doctos
como
el dialéctico más implacable o el comentador más sutil13.
Maquiavelo había querido defender ciertas tesis muy corrosivas y escandalosas
sobre una porción de asuntos que resultaban fáciles de identificar en el repertorio
tradicional. Había querido, usando los términos de Berlin, defender cierto tipo de
moralidad, pretendidamente neopagana, oponiéndola a lo que según él habían sido las
aportaciones cristianas al espíritu y a las costumbres, y estaba interesado, sobre
todo, en
mostrar que una y otra manera de conducirse eran incompatibles y no se debía buscar
su
conciliación. La desaprobación que suscitaron las tesis de Maquiavelo podría
haberse
reducido a una condena más o menos severa, y eso habría implicado admitirlo como un
interlocutor que habla de los mismos asuntos que uno, un interlocutor abominable al
que
quizá se pueda mandar a la hoguera, y si se lo condena o se lo quema vivo es
precisamente porque afirma tesis que no pueden consentirse en el tipo de disputas
del
36
que uno participa. Pero no fue esto lo que se hizo con el Doctor del Crimen ni con
su
memoria. El hecho de que surgiera muy pronto una razón de Estado cristiana es
expresivo de la curiosa maniobra mental que se llevó a cabo con el maquiavelismo.
Porque muy pronto se decidió que Maquiavelo hacía algo distinto de lo conocido y
acostumbrado. Eso que Maquiavelo se traía entre manos era ciertamente abominable,
era
impío y ensalzaba los peores vicios; sin embargo, lo que más importa es que aquello
que
Maquiavelo hacía también podía llevarse a cabo de manera cristianamente correcta.
Cabía determinar en cada caso la conveniencia del príncipe cristiano conforme a
razonamientos exclusivamente políticos, en un sentido de la palabra “política” que
tan
sólo un siglo antes no habría resultado fácil de entender. Razonar políticamente ya
no
significaba determinar lo exigido por el bien común y la ley natural, sino
descubrir lo que
conviene en cada caso para mantener el poder, para aumentarlo o para conquistarlo.
Maquiavelo no había sido el inventor de este género de razonamiento, aunque sí su
cultivador más destacado y también el de mejores dotes persuasivas. El
maquiavelismo
resultaba espantoso, pero mostraba un modo de proceder cuyas ventajas eran muy
difíciles de ignorar; era al mismo tiempo un escándalo terrible y un descubrimiento
promisorio. La cuestión de si cabía razonar de manera sólo “política” sin caer en
las
monstruosidades del florentino resultó una pregunta inevitable; tan inevitable
resultaba
suscitarla como responderla con la afirmativa14.
Cultivar el género argumentativo de la razón de Estado no implicaba, desde luego,
pasar a referirse a asuntos distintos de los que habían ocupado a la tradición de
la
philosophia moralis y del derecho natural; los temas eran ciertamente los mismos, y
lo
que variaba era sólo la manera de tratarlos o, como antes se ha dicho, el punto de
vista.
Lo más importante de la razón de Estado es precisamente esa condición de punto de
vista, algo hasta entonces desconocido. Ahora bien: que algo sea un punto de vista
implica que no es el único. En la idea misma de una razón de Estado está contenida
la
suposición de que hay otras perspectivas desde las que tratar la misma materia de
que
ella se ocupa. Sin embargo, la definición de la razón de Estado no implica
meramente la
existencia de otros puntos de mira distintos del suyo. Lo que define de manera más
precisa a la razón de Estado no es que constituya aquel lugar desde el que se
examinan
las acciones humanas conforme a la conveniencia del príncipe (esto último no sería
ninguna novedad apreciable), sino que lleva a cabo dicho examen prescindiendo de
consideraciones morales, con un uso de la palabra “moral” que, según es fácil de
advertir, habría resultado imposible antes de que existiese la razón de Estado. Lo
propio
de la razón de Estado es razonar autónomamente sobre las conveniencias del poder,
pero
37
esa autonomía no puede pensarse sin más como independencia de cualquier otro punto
de vista, sino de uno particular que se toma como alternativo. La razón de Estado
no se
define enfrentándose a la totalidad del repertorio y el canon tradicionales (esto
habría
sido absurdo, además de falso), sino por su oposición a cierto punto de vista
alternativo
desde el cual las acciones humanas presentan otro aspecto, llamativamente
diferente, en
el que las conveniencias del poder y los modos de satisfacerlas no son lo que
importa.
Ese punto de vista alternativo al de la razón de Estado no existía ni podía existir
antes de
ella; la razón de Estado se inventó a ella misma e inventó al mismo tiempo a su
opuesto.
Que una rara conspiración de elementos se haya empeñado en llamar moral a ese
punto de vista pertenece a los más arbitrarios decretos del azar. Desde luego,
Maquiavelo
no tenía ninguna idea clara de que él fuese precisamente un inmoral, pero esto es
lo que
menos importa de todo. En el período que abarca desde el Príncipe al Antimaquiavelo
se fue elaborando poco a poco la idea de que, entre las muchas formas posibles de
volver
del revés lo sostenido por Maquiavelo, había una muy fácil de reconocer y de
defender,
y que ese maquiavelismo invertido merecía el nombre de moral en un sentido que no
era
el anterior a la aparición de la razón de Estado. Que Maquiavelo defendiese a
menudo la
astucia y la doblez, que recomendase cambiar de juicio cada vez que se estimase
necesario hacerlo y que todos sus razonamientos pudieran ser leídos como la secuela
de
un franco egoísmo eran elementos bastantes para que, adecuadamente vueltos del
revés,
definiesen todo un punto de vista coherente. Allí donde Maquiavelo sostenía, según
se ha
visto, que a veces deben omitirse las consideraciones sobre la justicia, la piedad
y la
honra, se defenderá con vehemencia que esos valores son incondicionales y no pueden
subordinarse a otros, como en general ningún valor propiamente “moral” puede
supeditarse a otro de otra clase; allí donde Maquiavelo recomienda entregarse a
aquella
facción que asegure la vida propia o la de la ciudad y un vivir libre, se afirmará
que ni la
vida ni la libertad tienen verdadero significado moral como no se defiendan de
manera
digna y honrosa; allí donde los fraudes, la ruptura unilateral de los pactos y el
faltar a la
palabra dada se consideran episodios poco gloriosos en circunstancias normales
aunque
dignos de la mayor estima cuando la ocasión lo exige y en particular en la guerra,
el
punto de vista moral apreciará sobremanera la veracidad, los contratos, las
promesas y
los pactos, y los tendrá incluso por instituciones muy representativas de lo que
debe
entenderse por moral y de lo que no debe estar sujeto a mudanzas de opinión ni a
consideraciones de conveniencia. Ése fue el punto de vista de lo que modernamente
se
ha venido entendiendo por moral, aunque para que llegara a definirse con claridad
tuvieron que surgir después nuevas doctrinas desafiantes y nuevos motivos de
escándalo.
38
Podría replicarse que todo lo anterior, más que un punto de vista, lo que
constituye
propiamente es una doctrina alternativa a la de Maquiavelo: que no sólo es una
manera
de ver las cosas, sino las cosas mismas que se ven. Hay que señalar, sin embargo,
que la
formación de la idea moderna de moral resultó un tanto inconsecuente. Aunque se
supuso que la moral había de proporcionar mandatos claros y vinculantes (incluso
inapelables y categóricos) y que las obligaciones morales se oponían a menudo a las
conveniencias políticas, pronto se descubrió que el proceder político y el moral
podían
coexistir siempre que se ejecutasen en ámbitos distintos. La disputa entre la moral
y la
política no versaba sobre la validez absoluta de las tesis de una y otra, sino
sobre las
ocasiones en que debía seguirse cada una y las actividades que debían estar sujetas
a la
una y a la otra. Que la razón de Estado había de tener vigencia en algún ámbito, y
que
con la moral había de ocurrir otro tanto (de manera que sus ámbitos respectivos
debían
separarse con el mayor celo), esto no era nada fácil de negar, salvo por gentes muy
pugnaces e intransigentes. Los conflictos entre el punto de vista político y el
moral no lo
han sido normalmente sobre su legitimidad en términos absolutos, sino sobre cuál de
ellos
ha de aplicarse a cierta ocasión particular o a cierto género de ocasiones.
Para que la razón de Estado dejase de ser una tesis y se convirtiese en un punto de
vista fue preciso, por tanto, elaborar versiones moderadas del maquiavelismo,
versiones
que, como la de Juan Botero, la de los llamados tacitistas, o la de tantísimos
escritores
políticos del Barroco, fueran aceptables por la ortodoxia de las distintas
confesiones
cristianas o fueran, por lo menos, compatibles con ella. En su cruda desnudez, las
doctrinas de Maquiavelo habrían estado condenadas por siempre a quedarse en lo que
el
florentino quiso que fueran, a saber, un conjunto de tesis morales escandalosas.
Pero en
cuanto llegó a descubrirse –y eso ocurrió bastante pronto, como ya se ha visto– que
cabía una razón cristiana de Estado y que ese modo de razonar no se aplicaba a la
totalidad de las acciones humanas, sino sólo a ámbitos cuidadosamente tasados,
empezó
a resultar tentador el considerar el razonamiento “político” como una manera de
argumentar que podía alternarse con otras en momentos y ocasiones distintas, a
semejanza de lo que ocurre cada vez que sobre un mismo objeto coexisten varios
puntos
de vista15.
Ni Maquiavelo ni aquellos de sus contemporáneos que se turbaron con sus doctrinas
fueron los fundadores de la moral moderna. El uno creyó ser un moralista
escandaloso y
los otros creyeron asistir a un escándalo moral. Pero ninguno de los dos bandos
sabía
que estaba colaborando en una empresa cuyo resultado no habría satisfecho a
ninguno.
Si se la mitigaba un poco en sus partes más truculentas y se aseguraba su
conciliación
39
con las enseñanzas cristianas, la razón de Estado dejaría de ser motivo de
escándalo y
pasaría a mostrar cierto tipo de verdad sobre la acción humana, una verdad
pertinente
sólo en algunas circunstancias y que se oponía a lo que había de admitirse en otras
ocasiones. Que se oponía, en particular, a otro punto de vista, impensable sin la
razón de
Estado. Nadie admitiría haber nacido para que otro tuviera un adversario al que
oponerse, aunque ésa es precisamente la verdadera condición fundacional de la moral
moderna: un contrario con el que luchar y con el que repartirse el territorio en
momentos
de tregua.
40
Capítulo 3
El efecto Mandeville
Entre las quejas contra Maquiavelo y la razón de Estado que terminaron por fundar
el
ámbito autónomo de la moral era frecuente la identificación escandalizada entre
aquella
manera de razonar y el crudo y desnudo interés. Así, Federico el Grande atribuyó al
secretario florentino la opinión de que “el interés es el alma de este mundo, y a
él debe
someterse todo, incluidas las propias pasiones”1, de forma no muy distinta a la que
siglo
y medio antes había empleado Botero en su propósito de cristianizar el
maquiavelismo:
“los príncipes, que no poseen afectos por naturaleza, se inclinan a éste o aquel
lado,
según que el interés mueva su espíritu y su afecto; porque, en fin de cuentas,
razón de
Estado es, poco más o menos, razón de interés”2, de ese mismo interés, quizá, que
según
La Rochefoucauld “a unos los ciega y para otros es la luz”, que “habla toda clase
de
lenguas y representa toda clase de personajes, incluso el del desinteresado”3. La
noción
moderna del interés es, podría decirse, constitutivamente excesiva: los intereses
que en
verdad importan son casi siempre inmoderados, insaciables y fuera de toda medida, y
semejantes fuerzas del alma pueden desencadenarse en la adquisición del poder y en
la
de las riquezas, en la administración del Estado y en la de la casa. Lo que desde
Weber
viene llamándose ética protestante fue una estrategia para poner el exceso al
servicio del
orden, para servirse del afán de obtener ganancias convirtiéndolo en el móvil de
una
conducta metódicamente reglada. El ethos económico del protestantismo ascético fue
una
manera (y no la última, ciertamente) de reconducir el interés al reino de la
virtud, pero
Mandeville no sentía ningún aprecio por el puritanismo: ni por la verdad de sus
supuestos
ni mucho menos por la bondad de sus fines.
Hay razones para atribuir a la obra de Bernardo de Mandavila y a su recepción un
papel semejante al que tuvo Maquiavelo en la formación de la idea moderna de la
moral:
el efecto Mandeville es homólogo al efecto Maquiavelo, aunque quizá sea más
complejo
(no en vano, supone dado el primero). La esfera moral moderna está montada a partir
del supuesto de que el punto de vista de la razón de Estado no puede ser el único
pero,
de igual manera, se mantiene a fuerza de creer que razonamientos por el estilo de
los de
la Fábula de las abejas están moralmente equivocados o son, si se prefiere, ajenos
a
toda moral. Sin duda ninguna, la mayor parte de las mentes modernas (incluidas las
de
41
quienes se escandalizan) han creído que estos dos autores estaban acertados en
multitud
de asuntos, pero lo que importa es que, si se les da la razón en algo a Maquiavelo
o a
Mandeville, habrá de dárseles siempre desde otro punto de vista distinto del moral.
Nunca han dejado el toscano y el bátavo de suscitar una mezcla variable de
escándalo,
fascinación, morbosidad y pavor, aunque nadie duda de que, si uno se expresa en
términos propiamente morales, esa confusión de sentimientos tiene que resolverse
con la
mayor premura; quizá las enseñanzas de dichos autores sean recomendables para saber
cómo funciona de hecho la sociedad, o para ilustrarse sobre rasgos turbios de la
condición humana o como lecturas agridulces para adultos un poco escépticos; nada
de
esto puede, sin embargo, confundirse con lo específicamente moral porque, en
relación
con lo moral, Mandeville y Maquiavelo son mitos fundacionales; sin ellos, la moral
no
podría distinguirse de todo lo demás.
Lo que Mandeville sostuvo en su Fábula de las abejas, publicada en 1705, resulta
inseparable de la forma expositiva de este opúsculo de apenas una docena de hojas
en
octavo. Aunque las ediciones posteriores del escrito llegaron a alcanzar las
quinientas
páginas largas, lo cierto es que todos los añadidos giran en torno a la Fábula
primitiva y a
su estructura retórica4. Para captar lo que quizá sea uno de los rasgos más
profundos de
la obra, conviene no desatender el subtítulo de la primera edición: Los bribones
que se
vuelven honrados. Mientras que el título propiamente dicho (El panal rumoroso) no
anticipa nada del contenido (se limita a servir de etiqueta identificadora, como
quien dice
“La tortuga y la liebre” o “La cigarra y la hormiga”), el subtítulo sí que lo hace,
o eso,
por lo menos, hay que deducir de las convenciones vigentes. Quien conociera el
subtítulo
sin haber leído aún la fábula no estaba, ciertamente, en condiciones de adivinar la
moraleja, aunque sí podía hacerse cargo del topos o asunto que se iba a tratar:
sinvergüenzas que –no se sabe todavía de qué manera– adquieren la honradez; ésa es
la
historia que se ha prometido contar, y lo que queda por ver es el modo en que
ocurre la
anunciada mudanza. Como se da por supuesto que los lectores tienen que reprobar la
bribonería y estimar la honradez (nadie escribiría fábulas sin esa premisa), se los
supone
también interesados en extraer alguna lección sobre el paso de la primera condición
a la
segunda, una lección de momento ignota que quizá llegue a ser útil a algún bribón
para
convertirse en persona respetable. Pero gran parte del sentido de la obra radica
precisamente en la violación de esa expectativa.
Como es sabido, la fábula describe un panal en el que cunden las costumbres más
inmoderadas, mendaces y cínicas que a la imaginación de la época le cupiese
imaginar.
Entre los habitantes de esa cloaca moral no faltan, sin embargo, quienes se
escandalizan
42
por el mundo en que viven y, gracias a esas críticas, el panal acaba perdiendo su
depravada condición y se convierte en un panal honrado. La secuela es el
empobrecimiento y la ruina; convertidas en virtuosas, las abejas tienen que volar a
otra
parte porque el panal ya no ofrece condiciones de vida. La moraleja de la fábula
concluye advirtiendo contra la pretensión de que “gozar de los beneficios del
mundo, y
ser famosos en la guerra, y vivir con holgura” sean fines que puedan lograrse “sin
grandes vicios”5; la virtud resulta ser contraproducente en una sociedad de cierto
tamaño
que aspire a la prosperidad, porque las vías que conducen al beneficio público
transitan
más bien por entre el lujo, el orgullo, el fraude y la vanidad. El objeto de la
sátira de
Mandeville es, desde luego, la sempiterna legión de censores que se rasgan las
vestiduras
por los vicios de sus contemporáneos, pero hay que notar que dicha sátira se
extiende
también al lector desprevenido: quien acudiera a la fábula esperando enseñanzas
sobre el
paso de una sociedad viciosa a otra honrada (que era lo prometido por el subtítulo)
no
sólo quedará defraudado en sus expectativas, sino también desairado y escarnecido.
Tanto los moralistas de la fábula como el incauto lector que se esperaba otra cosa
son
víctimas del efecto cómico de ignorancia; la fábula perdería toda su gracia si los
personajes supieran lo que va a pasar y si los lectores conocieran el final6.
Hasta donde llegan mis noticias, no se ha advertido que, en realidad, la tesis
mandevilliana de que los agentes sociales ignoran el significado de sus acciones
porque
éstas llevan a consecuencias no intencionadas está ya implícita en la estructura de
toda
narración cómica y también en la de la mayor parte de las sátiras. Las acciones
cómicas
y las que son objeto de sátira resultan irrisorias porque el agente no sabe
propiamente lo
que hace y porque esa ignorancia mueve a risa y a sarcasmo o –si la ignorancia se
juzga
merecida– a menosprecio y desdén. Tampoco conviene olvidar que el poner en ridículo
a
alguien que cree ser dueño de las consecuencias de sus actos, o por lo menos
conocedor
de ellas, es una forma fundamental de la ironía; no en vano, el tema del aprendiz
de
brujo o el del alguacil alguacilado son casos muy célebres de las inversiones del
curso
esperado de los acontecimientos en que consisten las ironías de destino o de
situación7.
La tesis de Mandeville podría parafrasearse diciendo que los agentes sociales son,
en
general, personajes de sátira a la espera de un escritor que se complazca en
escarnecerlos. Esta barroca suposición había sido muy frecuente a lo largo de todo
el
siglo anterior a la Fábula, pero la manera mandevilliana de expresarla resultó
inusualmente provocativa. Lo que Mandeville quiso dar a entender podría recogerse,
como antes ocurrió con Maquiavelo, en una tesis sustantiva y otra formal. Antes de
pasar
a enunciarlas, debe advertirse que Mandeville comparte plenamente y da por supuesta
la
43
tesis formal de Maquiavelo: que la virtud y la prosperidad sean incompatibles es un
indicio de que, en general, no resulta posible conciliar todos los propósitos que
se
consideran valiosos. Téngase presente que quienes se escandalizan por el vicio no
suelen
aspirar a una sociedad de la que se hayan eliminado comodidades y ventajas; más
bien
aspiran a que la virtud y la prosperidad reinen juntas, que es precisamente lo que
los
convierte en tipos risibles una vez conocido el resultado de sus empeños.
La tesis sustantiva de Mandeville defiende que, en sociedades de cierta
envergadura,
la prosperidad social es el resultado de acciones individuales movidas por resortes
egoístas, por la búsqueda compulsiva de placeres suntuarios (y, en general,
desordenados
y excesivos) y por la satisfacción de pasiones pertenecientes a las
tradicionalmente
tenidas por más bajas y deshonestas. Esta tesis debe atemperarse un poco señalando
que
no todos los miembros de la sociedad han de conducirse así; acaso baste con que lo
hagan los agentes socialmente protagonistas, representados en la Fábula por
juristas,
médicos, sacerdotes y militares. De igual modo que, según Maquiavelo, la humildad y
la
resignación cristianas no pueden conducir a la gloria ni a la libertad, Mandeville
está
convencido de que no hay ningún motivo para creer que la prosperidad sea la
recompensa de la virtud. Maquiavelo creía que si uno aspira a la libertad ciudadana
(o a
mantener y engrandecer su estado, en caso de que sea príncipe) entonces debe
deshacerse de la mayor parte de los valores propios de quien busca la salvación del
alma,
pero nunca se habría preocupado por esta incompatibilidad de no ser porque creía
firmemente que el vivir civil y el vivir libre son superiores a la esclavitud
cristiana. Por su
parte, Mandeville sostenía que quien aprecie la prosperidad pública tiene que
renunciar a
cualquiera de los ideales de virtud conocidos (y aquí debe suponerse que no sólo se
excluye el ideal ascético cristiano, sino también el republicano clásico, que
Mandeville no
podía ignorar), aunque, como en el caso de Maquiavelo, eso se afirma porque ya se
tiene
el convencimiento de que una vida de prosperidad material en una nación grande y
populosa es superior a los modos tradicionales de vivir.
De las dos tesis de Mandeville, la formal ha sido quizá la que más atención ha
merecido en los tres últimos siglos. Sostiene que, en general, las acciones humanas
individuales conducen a efectos no previstos por los agentes y, en particular, que
las
acciones movidas por propósitos de los considerados malos o despreciables producen
regularmente consecuencias pertenecientes a las tenidas por buenas o valiosas, y
viceversa. Esta última parte de la tesis de Mandeville se presta a una versión más
restringida. Como las cosas valiosas o buenas no son todas ellas compatibles entre
sí y se
agrupan, valga la expresión, en familias de bienes, muchas veces enfrentadas con
otras
44
familias, lo que Mandeville creía era que a menudo el buscar un bien de cierta
familia –
por ejemplo, la honradez– acaba conduciendo al logro de algo que –como la ruina
económica– es un mal en relación con otra familia enfrentada de bienes, en este
caso la
formada en torno a la prosperidad. Puede que esta versión modesta corresponda
fielmente a lo que quiso dar a entender el autor de la Fábula de las abejas, pero
también
caben lecturas más ambiciosas e inquietantes. Acaso esta alquimia de bienes y males
(o
esta “heterogonía de los fines”, como a veces se la llama hoy día, con expresión de
Wilhelm Wundt) se dé también, y no de manera puramente episódica, entre propósitos
y
logros que tienen signo valorativo opuesto en el seno de una misma familia de
bienes:
que los propósitos del amor al propio linaje no sólo conduzcan a ser odiado por la
ciudad,
sino que sean también la semilla de odios domésticos cruentos. Aunque parece claro
que
Mandeville sostuvo la versión modesta, la de que somos como Antígona cuando se
desgarra entre la ley de la ciudad y la de la sangre, resulta difícil dejar de
atribuirle la
ambiciosa: la de que dentro de la propia ley de la sangre o de la ciudad pueden
suscitarse
conflictos tan trágicos como entre una y otra ley8.
A semejanza de lo que ocurrió con la razón de Estado, la manera de razonar de
Mandeville constituyó todo un punto de vista sobre la acción humana, un punto de
vista
cercano al de Maquiavelo aunque diferenciado en sus propósitos (políticos los del
florentino, propios del homo oeconomicus los del holandés) y opuesto también, sin
duda
ninguna, a esa inversión de la política autónoma que llamamos moral. En efecto, la
moral
moderna es el resultado de ver la acción humana de manera opuesta a lo que
Mandeville
y Maquiavelo tienen en común. Debe destacarse algo que comparten los puntos de
vista
de Maquiavelo y de Mandeville y en lo que ambas se oponen a lo que acabó siendo la
moral moderna. Los puntos de vista de la razón de Estado y del homo oeconomicus
examinan, desde luego, la acción humana de manera normativa, creyendo estar en
condiciones de recomendar en cada caso lo más acertado para los fines del poder (o
del
vivere libero) y de la prosperidad. Pero es esencial a uno y otro punto de vista el
pretender fundarse en un conocimiento muy sólido y seguro de las propiedades de la
conducta humana e incluso de sus leyes. Las normas de actuación que cabe extraer de
estos dos puntos de vista tienen que derivarse, para ser válidas, de un
conocimiento
profundo de cómo es el poder y la sociedad humana y de cómo se manejan, o de un
conocimiento cierto –por usar el término clave– de los hechos, entendiéndose por
“hechos” todo aquello cuya verdad puede establecerse sin tener en cuenta la
aprobación
o desaprobación que suscita. La mayoría de los herederos de Maquiavelo y de
Mandeville ha hallado una satisfacción enorme (y huelga decir que casi siempre
45
infundada) en verse a sí mismos como científicos naturales que tratan los hechos
humanos con la misma exactitud y capacidad predictiva de que hacen gala los
investigadores del mundo físico. Eso no significa, sin embargo, que los saberes
herederos
de estos dos puntos de vista dejen de ser normativos. Al contrario: sus
cultivadores
siempre han pretendido derivar sus recomendaciones de la autoridad de los hechos,
convencidos de que el conocimiento positivo de las cosas humanas no se justifica
sólo
por la curiosidad que satisface, sino también y sobre todo por las utilidades que
procura.
A mayor acribia y frialdad en el conocimiento de los hechos –es decir, cuanto menos
se
rija uno por consideraciones sobre el bien y el mal–, tanta mayor eficacia práctica
tendrá
el conocimiento que se obtenga. Se trata de esa vieja manera de razonar según la
cual los
hechos son los hechos y no hay más cera que la que arde, guste o no guste, un
estilo de
razonamiento correspondiente a un saber con fama (mala o buena) de desapacible y
poco
lisonjero, casi diabólico a veces o por lo menos propio de una dismal science.
Por el contrario, el punto de vista moral se concibió como una manera de juzgar
rigurosamente contrafáctica, como un modo de ver las cosas dentro del cual estaba
prohibido deducir normas a partir de hechos. Sin la idea de que una cosa son los
hechos
y otra los valores, una el ser y otra el deber, sin la vieja idea sistematizada por
Hume,
Kant, Weber y Moore, probablemente el punto de vista moral no habría llegado a
existir.
Es característico de la moral moderna el examinar las acciones humanas tal como
éstas
se cree que deben ser o que es bueno, justo o recomendable que sean, y el hecho de
que
no lleguen nunca a ser así no constituye una objeción moral. El punto de vista
moral
cobra su autonomía desentendiéndose del conocimiento de los hechos y negándoles a
éstos toda autoridad sobre los deberes y los valores. En el tipo ideal de la moral
moderna
(o, como pronto se verá, de su versión radical, que no es la única), todo lo
tocante a
hechos se considerará propio de otros puntos de vista, y si un hecho justifica una
norma,
la autoriza o la respalda, eso ya será señal bastante de que la norma en cuestión
no es
propiamente moral, sino tan sólo una regla prudencial o pragmática, una
recomendación
sin fuerza normativa suficiente9. No es un episodio marginal que las fuentes
principales
de hechos sobre la acción humana fuesen precisamente Maquiavelo y Mandeville y
otros
autores por el estilo.
46
Capítulo 4
La inversión del mal
Cabe entender la idea de la moral que la cultura europea elaboró durante los siglos
XVII
y XVIII –desde luego sin conciencia cierta de lo que hacía y a base de efectos no
queridos y de azares inopinados– como el resultado de la obsesión por librarse de
las
funestas enseñanzas de Maquiavelo y de Mandeville sin renunciar a las promisorias
ventajas que tales doctrinas ofrecían para el conocimiento de la sociedad, la
política y la
naturaleza humana. Falta por ver los elementos esenciales de dicha idea de la moral
o,
mejor, de lo que debería llamarse el programa radical de la moral moderna. Porque,
como se mostrará, hay también un programa moderado consistente en buscar, bajo
formas a las que apenas me he referido hasta ahora, alguna componenda o arreglo
entre
el programa radical y ciertas tesis afines a Maquiavelo o a Mandavila que,
debidamente
rebajadas, se juzgaban aceptables. El programa radical y el moderado cuentan con
una
misma idea de lo que es la moral y de lo que cae dentro y fuera de ella, aunque el
moderado se esfuerza en probar que la conducta moral puede fundarse en la que no lo
es
o derivarse de ella, mientras que el radical es intransigente en esta materia.
El primer supuesto, y quizá el más decisivo, del programa radical es que, si la
actuación humana ha de merecer la calificación de moral, tendrá que ser, casi por
definición, una actuación altruista y desinteresada. Con esto no se quiere dar a
entender
meramente que las doctrinas morales modernas hayan abogado por el altruismo o se
hayan opuesto a sus adversarios, sino algo más profundo (y hasta los tiempos
modernos
ininteligible), a saber, que el que una acción humana sea moralmente pertinente, y
tenga
sentido por tanto disputar sobre su corrección o su ilicitud propiamente morales,
depende
de si es o no es una acción en la que el altruismo constituya una opción en liza;
las
acciones que no guarden relación alguna con la posibilidad de obrar de manera
altruista o
egoísta, por destacables que sean para otros propósitos, no serán nunca moralmente
relevantes. El egoísta es el estereotipo moderno del hombre inmoral, y lo es de un
modo
que ni la antigüedad ni la edad media podrían haber concebido; el egoísta moderno
no se
define por andar escaso de la virtud de la liberalidad o de la magnanimidad ni por
faltarle
el amor caritativo y fraterno a sus semejantes, sino por tener como principal
motivación
el interés propio, calculado como lo haría un príncipe maquiavélico o una abeja
47
mandevilliana antes de que el panal se echase a perder. Lo que la moral moderna
recomienda no es la largueza ni la caridad, sino el altruismo reglado y
sistemático. La
moral no exige que uno sea generoso con los bienes propios ni obliga a profesar
amor a
nadie; le basta con que uno cumpla ciertos deberes generalizables. Con nadie hay
que ser
más altruista que con otros, ni tampoco puede el altruismo depender del amor, de la
inclinación o de algún género de parcialidad, pues entonces quedaría invalidado. El
desinterés por uno mismo del que la moral moderna blasona se prolonga en realidad
en
un desinterés semejante por cualquier rasgo que individualice a otro ser humano
destacándolo de entre los demás.
Pero, como ya se ha dicho, lo que más importa aquí no es que una acción sea moral
o inmoral, sino su condición moralmente relevante, el hecho mismo de que tenga
sentido
someterla a discusión moral en lugar de abandonarla como materia indiferente,
privada e
indecidible. La principal novedad de la moral moderna es que no todos los tipos de
acciones poseen interés desde su punto de vista; la visión que se obtiene en la
atalaya
moral permite distinguir ciertas acciones de perfil nítido y muy destacadas –bien
para
aprobarlas, bien para condenarlas– y deja a otras muchas confusas y desvaídas, sin
que
el ojo encuentre en ellas ocasión alguna de juicio. Lo que el punto de vista moral
selecciona son acciones aptas para juzgar sobre su condición egoísta o altruista,
precisamente el mismo tipo de acciones que los seguidores de Maquiavelo o de
Mandeville juzgaban relevantes cuando examinaban la acción humana. A la perspectiva
moral le saltan a la vista las mismas cosas que a Maquiavelo o a Mandeville; a la
primera
para condenar y a los dos últimos para alabar, pero esto es lo que menos importa
aquí; lo
esencial de la moralidad moderna no es lo que aprueba o rechaza, sino lo que está
interesada en examinar1. Al igual que la teoría del conocimiento surgió para dar
razones
de por qué no había que ser escéptico, la moral nació para refutar al egoísta y
desprestigiarlo2.
El segundo elemento de la moral moderna, en su programa radical, puede obtenerse
volviendo del revés la estima que Maquiavelo y Mandeville dispensaban a la astucia.
Para uno y otro la capacidad de disimular la verdadera intención y de simular otras
falsas
era una facultad muy sobresaliente en el logro de los fines más valiosos; no en
vano, la
mayor parte de los que son dignos de aprecio parecen obtenerse a base de astucia, y
además, por lo menos según Mandeville, el mundo mismo tiene una naturaleza astuta,
que tuerce las acciones de los individuos burlándose de su intención. No todo,
desde
luego, puede decirse conforme uno lo siente o lo piensa, si quiere tener éxito en
la vida, y
ésa es la regla de oro de la razón política y de la económica: justamente lo
contrario de lo
48
que el punto de vista moral exige a las acciones humanas. Kant vio, como es sabido,
en
la supeditación de la ley moral al amor propio la manifestación más clara del mal
radical3,
pero podría haber sido más consecuente todavía y haber proclamado que la
encarnación
de dicho mal es el individuo egoísta que además actúa con astucia y engaño. El
programa
radical de la moral moderna es enemigo de la astucia en más de un sentido: cree, en
primer término, que el engaño, el fraude y el velamiento de la intención
constituyen,
como el egoísmo, ejemplos estereotípicos de inmoralidad; cree además que ni en la
deliberación de las acciones ni tampoco en su juicio puede presuponerse una
naturaleza
social astuta que tuerza las intenciones –hay, más bien, moralidad en la medida en
la que
los agentes son dueños de sus actos y pueden imputárseles; en la medida, por tanto,
en
que las acciones son huellas fieles de sus agentes– y cree en fin que lo
característico de la
moral son ciertas intenciones sinceramente albergadas en el fuero interno de las
personas
y aptas para ser expresadas con transparencia, bien mediante la palabra veraz, bien
mediante una acción limpia que hable verazmente de su autor. El espacio de la moral
es
el de una interioridad transparente y aquello que tiene que ocultarse es, por ello
mismo,
inmoral. La moralidad moderna exige pureza de intención en un sentido doble: que la
intención no esté contaminada y que se exprese de manera nítida.
Pero, además, lo que distingue al valor propiamente moral de otras formas de valor
es el tener su sede en un convencimiento íntimo que no sea fruto de la coacción
externa.
Actuar correctamente porque uno haya interiorizado cierta obligación exterior –
acatando,
por ejemplo, el mandato de quien tiene poder por la sola razón de que lo tiene–
carece de
valor moral; dicho valor radica en la exteriorización sincera de una interna
voluntad
transparente. “Sólo existe un medio seguro e infalible para conservar una buena
reputación en el mundo”, puede leerse en el ya citado Antimaquiavelo del rey
Federico
de Prusia, “y no consiste sino en ser de hecho tal como uno quiere aparecer ante
los ojos
del público”4. Al no tener fuerza exterior, la moral es inerme: si faltas a ella,
tendrás que
ser tú mismo quien se imponga la pena desde tu propio fuero interno, que moralmente
no
podrá negarse a hacerlo. En el mundo de Maquiavelo y de Mandeville, un mundo al que
llamaríamos barroco de no ser porque el uno vivió demasiado pronto y el otro
demasiado
tarde para pertenecer a esa época, se daba por hecho que las intenciones humanas
son
regularmente opacas y que el éxito en la vida se deriva de la posesión de semejante
arte
de la opacidad. Pero el punto de vista desde el cual se divisa una humanidad de
sospechosas figuras enmascaradas no es en manera alguna el punto de vista moral; si
alguien cree que la astucia constituye el rasgo principal de la naturaleza humana,
tendrá
que dejar de creerlo en cuanto actúe o piense en términos morales. Hay que
advertir,
49
como ya se ha apuntado, que esta alternancia de puntos de vista no es ni mucho
menos
una rareza: la formación del punto de vista moral no sólo se llevó a cabo al mismo
tiempo que se formaban otros puntos de vista, sino también bajo la condición de que
pudieran alternarse.
El tercer componente de la idea moderna de moral puede descubrirse pensando en la
negación de la tesis formal de Maquiavelo, o pensando, más bien, en lo que ocurre
cuando se acepta la tesis del conflicto entre bienes y, acto seguido, se acota un
ámbito de
acciones libre de dicho conflicto. Que los bienes humanos se hallan peleados entre
sí y
son a menudo incompatibles unos con otros es casi un lugar común de la modernidad,
a
diferencia de la mayor parte de la filosofía premoderna, para la cual el conflicto
era señal
inequívoca de error5. Pero la moral moderna se formó excluyendo de su jurisdicción
todas aquellas formas de valor y de bien que pudieran entrar en conflicto con los
mandatos de altruismo desinteresado surgidos de un fuero interno transparente. Sin
duda
ninguna, una moralidad edificada con los materiales que se acaban de ver estará
reñida
con la razón de Estado, con el mercado capitalista, con las propensiones suntuarias
y con
la visión de la vida humana como una obra de arte, y también con todo aquello que
resulta aconsejable para el discreto, para el libertino, para el cortesano, para el
prestamista y para el héroe. Pero esto no quiere decir que la moral sea
inconsistente en
su interior; tan sólo significa que lo es con otras esferas de valor que no son la
suya y que
además es bueno que no se confundan con ella. Precisamente porque la moral resulta
incompatible con otros puntos de vista (puede alternarse con ellos, pero nunca
coincidir
con alguno de ellos al mismo tiempo) es por lo que puede ser ella misma un sistema
coherente y sin fisuras. No en vano, su territorio se acotó para evitar el
conflicto, como
cuando se delimita un Estado étnicamente puro o se hace gerrymandering6. Dentro de
la
esfera moral no hay contradicciones, inconsecuencias ni conflictos, ni tampoco
podría
haberlos. A menudo parece que la moral está enfrentada consigo misma y presenta
conflictos internos a ella, pero esta impresión es el resultado de no haber sido
capaz, o de
no serlo todavía, de resolver los conflictos en cuestión; todo aparente conflicto
tiene su
solución en caso de que pertenezca a la moralidad, aunque muchas veces no se sepa
cómo resolverlo.
Sin embargo, la idea moderna de la moral no se conforma con la mera coherencia;
aspira a formar un sistema riguroso cuyas partes estén mutuamente implicadas y que
excluya la arbitrariedad, la excepción y la duda. Ha de tenerse en cuenta que en un
sistema así deberían entrar elementos tan difíciles de ensamblar como bienes,
intenciones, fines, obligaciones, ejemplos, pasiones, virtudes, pecados,
prohibiciones,
50
creencias sobre la naturaleza humana, la muerte o los dioses (y también sobre la
usura, la
fornicación o la mendacidad) y una abigarradísima ristra de variopintas criaturas
morales.
En medio de tanta confusión no resultaba fácil idear sistemas dotados de cierto
rigor
deductivo porque no se sabía propiamente cuáles serían las piezas de una
arquitectura
así. A la compulsión sistemática del espíritu europeo se le deben intentos sublimes
como
la revisión more geometrico de la doctrina de las pasiones acometida por Espinosa,
que
constituyó una rareza cultural sin precedentes y sin sucesores. Pero la mejor
manera de
acercarse al ideal de un sistema riguroso, simple y de uso reglado era convertir la
moral
en un análogo del derecho, esto es, en un sistema de obligaciones, autorizaciones y
prohibiciones (derivadas todas ellas de cierto conjunto sistemático de principios)
que, de
acuerdo con los elementos ya vistos, se especializase en acciones
desinteresadamente
altruistas –y asimismo, desde luego, en sus contrarias– y rehuyese los premios y
castigos
exteriores, otorgando la potestad de alabar y censurar tan sólo a la conciencia, su
predilecta y muy delicada hija. Esto quería decir que, si bien las normas morales
podían
coincidir con las del derecho positivo, sus fuentes y vigencia eran distintas, como
también
ocurría con los mandatos divinos. La obligación moral se debe tan sólo a la
conciencia y
ha de estar adecuada y completamente secularizada, aunque después pueda servir de
fundamento a los deberes jurídicos y religiosos, un fundamento que sólo puede
proporcionar quien antes se ha ganado una heroica autonomía7.
La idea de moralidad que surgió de la negación de las concepciones inmoralistas se
distingue por un conjunto de aserciones o tesis y, sobre todo, por una serie de
supuestos
sobre lo que es moralmente pertinente y lo que no. La moral autónoma es en
sustancia
un sistema de deberes no religiosos ni jurídicos (aunque a menudo coincidentes con
algunos de los unos y de los otros), surgidos del fuero interno (aunque de
obligatoria
exteriorización y explicitación), incondicionados (aunque con expectativas de
reciprocidad), universales y de altruismo desinteresado. Semejantes deberes han de
surgir
de un tipo especial de motivación, distinta de la ordinaria, y van unidos a ciertas
creencias, deseos, intenciones y pasiones (a ciertos “movimientos del alma”, por
usar los
términos de las Leyes de Platón)8.
Por todo lo anterior la moral ha de adoptar la forma de un sistema de normas
interiorizadas dispuesto de tal manera que nadie pueda admitir una de ellas sin
hacerlo
con todas las demás; en ese sistema normativo no cabe hacer excepciones ni sería
lícito
(moralmente lícito) cumplir con él sólo en parte. Cada uno de sus componentes
depende,
de manera más próxima o más remota, de todos los restantes y el no acatar alguno es
como desobedecer a todos a la vez. Pero el rasgo más destacable de este sistema
51
normativo es que, por dirigirse al fuero interno de la conciencia (un fuero que se
supone
todos comparten y que es igual para todos) obliga a todos por igual, sin distinción
posible
entre personas y sin excepciones ni acepciones. La vigencia de un sistema normativo
como ése ha de ser por fuerza universal y es natural que lo sea, ya que ha sido
previamente definido como lo que cualquier conciencia (cualquier conciencia moral)
encuentra dentro de sí cuando se hace cargo de sí misma, y algo no es una
conciencia si
no es una fuente de mandatos que cualquiera puede hallar en su interior. La
conciencia es
una interioridad impersonal y precisamente por esto resulta ser universal. El
asiento de la
moral moderna es cierta clase de personalidad que al mirar hacia dentro de sí misma
descubre la obligación de sacrificar todo lo que no sea impersonal en ella. Nada
puede ser
materia de la moral como no lo sea de esta impersonal personalidad.
Pero lo mostrado hasta ahora es tan sólo el programa radical de la moral moderna.
Algo convendría decir, aunque de ello se hablará más adelante, sobre el carácter
esencialmente programático de la idea misma de moral; en efecto, tanto en su
versión
radical como en la moderada, se ha dado por supuesto que la moralidad habría de
irse
desarrollando en el tiempo por medio de una lenta evolución de las ideas y las
costumbres, una marcha despaciosa pero capaz de dar a veces saltos de gigante.
Quítese
la idea de que la moral está sujeta a progreso, y dejará de entenderse todo, porque
la
moral es un programa de futuro, y el futuro mismo es un tiempo moralmente
concebido.
Pero puede dejarse ahora de lado esta condición progresiva o programática para
exponer
de manera sucinta la versión moderada de la moral moderna. Mientras que el programa
radical fue intransigente con las tesis inmoralistas de raigambre maquiavélica y
mandevilliana, el moderado se mostró siempre favorable a buscar componendas que
muchos radicales han tenido siempre por claudicaciones. Para ver en qué ha venido
consistiendo el programa moderado, será provechoso el mismo esquema del radical,
pues
a cada uno de los tres grandes supuestos de éste les corresponde una versión
moderada.
El programa moderado no está tan convencido como el radical de que las acciones
morales correspondan por esencia a un desinterés altruista. Los moralistas
moderados
aprecian sobremanera el altruismo –no menos que los radicales– y les resultaría del
todo
repugnante un mundo de individuos entregados a sí mismos y a su provecho
particular,
pero se distinguen de los radicales en que conciben el altruismo como la
prolongación o la
culminación del propio interés cuando de éste se logra tener una idea adecuada; uno
es
altruista no porque sacrifique sus intereses ni los deplore o maldiga (como
torvamente
propugnan los radicales) sino porque tiene una idea adecuada de ellos, dentro de la
cual
está contenida la preocupación por los demás y por su bienestar. El altruismo es el
interés
52
propio bien entendido, y para convencerse de ello basta con reparar, según los
defensores del programa moderado, en lo poco satisfactoria y gratificante y en lo
poco
provechosa a medio y largo plazo que resulta la vida del egoísta. Cualquier
concepción
inteligente y coherente del interés propio deberá entonces incluir la preocupación
por el
interés ajeno, como una de sus partes más importantes. No es necesario, por tanto,
y ni
siquiera es recomendable, desentenderse del propio provecho para cumplir con las
exigencias morales. Hace falta tan sólo moderarlo y templarlo, y a semejante tarea
colabora muy eficazmente el interés mismo cuando está correctamente elaborado. La
moralidad se compone, ciertamente, de acciones altruistas, pero el altruismo es una
flor
que tiene sus raíces en el autointerés; esto ocurre porque los intereses humanos
son en
cierto modo homeopáticos: ellos mismos proporcionan el remedio contra los males que
acarrean9.
Al igual que Juan Botero había domesticado la razón de Estado adaptándola a la
conveniencia del príncipe cristiano, toda una legión de escritores morales,
políticos y
económicos se aplicó, desde Hobbes hasta los clásicos del utilitarismo, a mostrar
cómo es
posible fundar la conducta cooperativa en móviles egoístas. En sustancia, el
programa
moderado se fundó en dos supuestos: por un lado, los seres humanos tienen
inteligencia
bastante para darse cuenta de que un autointerés desbocado (ese vórtice avasallador
tan
temido por Federico el Grande) es en realidad dañino y contraproducente; por otro,
no
faltan entre sus pasiones más arraigadas algunas que los llevan a gozar de la
cercanía del
prójimo y a refrenar en favor suyo otras pasiones. Con una adecuada capacidad de
cálculo –eso a lo que se viene llamando, no se sabe con qué motivo, “razón” o
“racionalidad” en las Islas Británicas y en Norteamérica de Hobbes en adelante– y
con
unas pasiones en las que no falte cierta dosis de benevolencia, con todo eso ya es
bastante, según el programa moderado, para que la moral tenga asegurado su
fundamento, un fundamento mucho más sólido que el que se obtendría cediendo a la
pretensión, tan inhumana como insensata, de negar los propios intereses. Lo
anterior no
quiere decir de ninguna manera que los moderados aprecien el altruismo menos que
los
radicales ni que tengan dudas sobre el hecho de que lo moralmente pertinente es lo
sensible a la confrontación de altruismo y egoísmo; al contrario: en esto último
muestran
una claridad todavía mayor. Radicales y moderados han estado completamente de
acuerdo, cualesquiera que hayan sido sus diferencias, en que la moral es eso sobre
lo que
ellos están divididos.
Por lo que atañe al segundo elemento de la idea moderna de moral, el programa
moderado difiere del radical en dos asuntos muy significativos. No cree, en primer
53
término, que la pureza de intención tenga mucha importancia moral y tampoco opina
que
la astucia sea el mayor de los males. Esto último se desprende con facilidad de la
concepción homeopática que los moderados tienen de la moral. Por su capacidad de
convertir males en bienes –y, cosa peor, de tener en el mal la principal fuente del
bien– lo
menos que puede decirse de la naturaleza humana es que está astutamente dispuesta.
Mandeville había imaginado la sociedad como una formidable máquina que convertía el
egoísmo desenfrenado en prosperidad general, extrayendo por tanto de los males
individuales más despreciables cierto tipo particular de bienes sociales. Al
programa
moderado de la moral moderna, desde David Hume a David Gauthier, le ha bastado con
unas pocas modificaciones para encontrar las virtudes ocultas en el vicio
mandevilliano10.
Cámbiese la sociedad por el individuo y póngase un autointerés templado donde
Mandeville ponía desenfreno y se obtendrá como resultado la más moral de las
prosperidades: una conducta cooperativa, la práctica de la justicia, la obediencia
y la
laboriosidad y el aprecio por la felicidad pública. La estofa moral humana es
constitutivamente astuta y si no lo fuese no habría manera de asegurar una
actuación
conforme a la moralidad. Lo que le ocurre es que dicha astucia resulta servicial y
benefactora: no es un demonio, sino un hada11. Limítate, dice, a buscar tu propio
interés
con inteligencia, que yo me encargaré de todo lo demás. Si no fuera por las
astucias de
nuestra naturaleza, muy poco es lo que habría que esperar del género humano, según
los
moderados de la moral.
Es muy comprensible que al programa moderado no le importen las intenciones y
prefiera las consecuencias. No en vano, son éstas últimas las únicas propiamente
morales. Si sólo tuviéramos intenciones, los moderados no serían capaces de
encontrar la
moral en ninguna parte; el programa moderado no sólo es consecuencialista, sino
que, de
acuerdo con él, la moral misma es consecuencia de otra cosa. Ha de notarse que, en
una
manera de hablar que atienda a las consecuencias y cure muy poco de las
intenciones, la
noción misma de altruismo invita a ser sustituida por otra. O, mejor dicho, a ser
vista no
desde el punto de vista de las ideas que tiene quien lleva a cabo determinado tipo
de
acciones, sino más bien desde el de aquél a quien afectan las acciones en cuestión.
De
este modo, quizá el altruismo haya de ser sustituido por la beneficencia, es decir,
no
importará el que yo beneficie a otros en virtud de ciertas intenciones que poseo,
sino el
que otros resulten beneficiados a causa de mis acciones, aunque esta causalidad
esté
sometida a astucias y sea difícil encontrar en ella pureza de intención. Una vez
eliminada
la idea de un tránsito diáfano de las intenciones a las consecuencias, ha perdido
todo
interés atender a la pureza de aquéllas. El espacio de la moral no es ya el de una
54
interioridad que se exterioriza, sino tan sólo el de ciertos resultados, que en sí
mismos
apenas dicen nada sobre las intenciones que los motivaron.
El programa moderado logra lo mismo que el radical, aunque cree lograrlo mejor y a
menor precio. El moderado claudica pero, como suele ocurrir en estos casos, no
claudica
a disgusto. Si hubiese que comparar la clase de episodios humanos que el programa
moderado considera morales –o, mejor dicho, las dos clases que han de tenerse en
cuenta: la de los episodios moralmente correctos y la de los moralmente relevantes–
con
lo seleccionado como moral por el programa radical, uno se encontraría con la
sorpresa
de que son casi coincidentes. Auxiliar a los heridos, socorrer a los pobres,
defender a los
humillados, moderar el gasto, pensar en el día de mañana, ser limpio en las
cuentas,
pagar el coste de decir la verdad, cumplir las promesas pudiendo evitarlo, y otras
acciones análogas son sin disputa los paradigmas de la moralidad, y lo son por
igual para
los radicales intransigentes y para los moderados claudicantes; la analogía entre
todas
estas acciones se capta con tanta facilidad que resultaría natural poner un
“etcétera” al
final de la lista recién expresada; todos sabemos que lo moral es aproximadamente
eso,
aunque después discrepemos sobre las fuentes de dicho tipo de conductas o lleguemos
incluso a dudar sobre si merece la pena obrar moralmente. También pueden surgir
discrepancias sobre qué es lo que en puridad tienen las acciones morales que las
convierta en partes de la moralidad; los partidarios del programa radical dirán que
todas
esas acciones surgen de una motivación altruista, mientras que los moderados
sostendrán
que producen consecuencias favorables para personas distintas del agente (aunque el
agente mismo no resulte excluido). Pero la clase de los episodios moralmente
relevantes
se halla muy bien delimitada, y lo está en unos términos que antes de la razón de
Estado
y del homo oeconomicus, antes de Maquiavelo y de Mandeville, antes de que las
esferas
política y económica cobrasen autonomía, habrían sido imposibles de establecer con
tanta claridad. Es cierto que la virtud premoderna comprendía todo lo enumerado,
pero
lo comprendía junto a muchos más elementos, no hacía especial hincapié en todos
ellos y
nunca habría podido identificar justo esa clase, tan robustamente definida que
parece
natural a la mayor parte de los europeos y americanos posteriores al siglo de la
Ilustración.
Para examinar el modo en que el programa moderado trató al tercer elemento de la
moral moderna conviene tener en cuenta que su afición por un Derecho altamente
formalizado no era tanta como la que distinguía a los partidarios del programa
radical.
Más que una codificación, el programa moderado prefiere una colección de reglas de
prudencia, de ejemplos y de precedentes por el estilo de los que tienen vigencia en
el
55
derecho consuetudinario. El programa moderado también aspira a construir un sistema
de
normas, pero la racionalidad de ese sistema es, por emplear los términos de Weber,
más
material que formal12. Es fácil de comprender la querencia consuetudinaria del
programa
moderado; mientras que la mayor parte de los radicales solían creer en un mundo de
nueva planta iluminado por el formidable resplandor de la antorcha de la moral,
muchos
moderados creían que el progreso consiste en mejorar paulatinamente lo que las
generaciones humanas han ido legando a sus sucesoras. Las ideas de Edmund Burke
sobre la revolución francesa son muy representativas de la pugna entre los
programas
moderado y radical. Los moderados han estado siempre persuadidos de que existe algo
a
lo que llamar con toda propiedad la moral, pero han confiado más en el saber hacer
de
las personas juiciosas que en códigos articulados y declaraciones de principios. Su
afición
por el cálculo sereno y desapasionado y por la búsqueda discreta de la conveniencia
les
ha hecho siempre más afines a la inmemorial tradición del juicio prudente que sus
impacientes colegas radicales. El programa moderado confía en que las gentes tienen
un
saber tácito, por lo común fiable, sobre qué sea la moral y qué lo moralmente
correcto, y
no cree que se gane nada encerrando ese saber en fórmulas definitivas. El programa
radical creyó en leyes morales; el moderado en regularidades. Los radicales sólo
apreciaban las normas estrictas cumplidas por mor de ellas mismas; los moderados
desconfiaron de todo lo que no fueran hábitos largamente arraigados. Pero los unos
y los
otros concibieron la moral como una robusta estructura normativa cuyas partes
habían de
estar fuertemente vinculadas unas con otras, bien con cadenas de hierro, bien con
lazos
de seda13. Esa poderosa estructura llamada moral adoptó, como se verá más adelante,
la
forma de una naturaleza paralela a la constituida por los hechos y sus leyes.
Cuando algo
se considera natural y no resultado del artificio (aunque no se trate de la
naturaleza
primariamente dada, sino de otra que se superpone a la primera), es fácil creer que
preexiste a toda actuación y pensamiento humano. Lo primero que hubo que hacer con
el
punto de vista moral nada más inventarlo fue proclamar que había existido siempre.
Seguramente ningún concepto podría sobrevivir sin cierta cantidad de olvido o de
ignorancia sobre cómo se formó y sin cierto grado de amnesia sobre cómo fue
aprendido.
Usar un concepto exige muchas veces acordarse de algunos usos anteriores, pero a
menudo implica también haberse olvidado de la mayor parte de su historia. El
conocedor
cuidadoso de la genealogía de todos sus conceptos apenas podría usar ágilmente
ninguno,
porque acertar con un concepto es haber dado con la forma de amnesia que le
corresponde.
56
57
Capítulo 5
Géneros artificiales y metonimias disciplinares
Un género de entidades puede llamarse natural cuando aquello que tienen en común
sus
miembros precede al acto clasificatorio de fijar dicho género y es independiente de
ese
acto de clasificación y quizá de cualquier otro acto humano1. Así, se dice del oro
o del
agua que constituyen géneros naturales porque lo que hace que todas las muestras
particulares de oro sean oro o que sean agua todas las muestras particulares de
agua es
anterior al momento en que alguien usó por primera vez para designar a ciertos
tipos de
materia las palabras “oro” o “agua” –o sus equivalentes en lenguas arcaicas– y es
anterior
también al momento en que alguien vio y tocó por primera vez el agua o el oro, los
cuales también habrían sido lo que son aunque nadie les hubiera prestado atención
ninguna, o en un mundo en el que rigieran clasificaciones peregrinas y no hubiera
una
denominación para el oro ni para el agua, y desde luego seguirían siendo agua y oro
aunque las correspondientes palabras cayeran en desuso o desapareciera el lenguaje
humano entero, siempre que se mantuvieran indemnes el agua y el oro2. Algunos
autores
muy apreciados –desde Aristóteles en los Tópicos y en los Segundos analíticos hasta
Saul Kripke en Naming and Necessity– han afirmado que hay géneros definidos de
manera esencial, esto es, que el afirmar de ciertas entidades particulares que
pertenecen a
cierta especie o ciertas especies a cierto género implica afirmar que pertenecen de
manera
necesaria o, si se prefiere, que la entidad o especie en cuestión no podría ser lo
que es sin
pertenecer a esa especie o a ese género3. El asunto de los géneros naturales
suscita
cuestiones ontológicas apasionantes, profundas y escurridizas, que aquí apenas
habrá
ocasión ni siquiera de vislumbrar. Muchas gentes creen que estos géneros son una
suerte
de portillo por medio del cual el mundo bruto, preconceptual e independiente de
todo
pensamiento penetra en el lenguaje y en los conceptos –a menudo con insolencia y
siempre con terquedad–, obligando a usar las palabras y a pensar de manera muy
determinada. Es posible que así sea, pero la creencia en que existen géneros
naturales no
necesita suponer estas intromisiones furtivas de la bruta naturaleza en el muy
civilizado
orden conceptual. Basta con afirmar –y esto puede creerse sin ninguna violencia–
que al
formarse algunos géneros se forman suponiendo que el género ya existía antes de la
formación. Sería muy insensato un mundo en el que todo aquel que formase un género
58
presumiera de que sus miembros no tenían nada en común antes de que él lo
decidiese.
Si acaso, ese lujo puede permitírselo el Dios de la teología filosófica tradicional
en
algunas de sus versiones. Ciertos géneros se erigen de manera constituyente y
performativa, como cuando al fundarse un club o asociación se forma al mismo tiempo
el
género de sus miembros; ni el esencialista más extremoso se atreverá a decir que la
clase
de los afiliados a la Real Sociedad Económica Matritense de Amigos del País existía
–salvo
para un dios presciente– antes de la fundación de dicha sociedad. Pero otros
géneros
poseen una vocación muy acendrada de echar raíces en el pasado y, cuando se fundan,
no pueden dejar de hacerlo sin efectos retroactivos. Por muy nominalistas que
llegase a
ser –y seguramente lo era– el primer europeo que vio un ornitorrinco, habría
profesado
un nominalismo de lo más extravagante si hubiese creído que tan notanda bestezuela
no
existía antes de ser descubierta por él. El uso humano de los conceptos y de las
palabras
está organizado de tal suerte que determinadas innovaciones conceptuales o léxicas
tienen
que presentarse como novedades exigidas por algo más antiguo, no conceptual ni
verbal.
No hace falta sostener la vertiginosa doctrina según la cual es un rasgo profundo y
esencial del mundo el poseer géneros naturales captables por nosotros para afirmar
que
nuestras maneras razonables de formar géneros permiten formar algunos con intención
retrocedente, como cosa descubierta o encontrada más bien que construida o –en el
sentido moderno de la palabra– inventada.
Puede ahora definirse la moral, según ha venido usándose este concepto en el
capítulo anterior, como un género compuesto por diversas entidades y especies de
entidades. Lo que llamamos moral es una reunión de obligaciones, prohibiciones y
permisos, de razones o principios que validan a las tres especies anteriores, de
juicios de
valor favorables, desfavorables y condenatorios, de nociones generales sobre el
valor, el
bien, lo debido, lo correcto, lo justo o lo aceptable y sus contrarios, y también
de cierto
tipo de deseos, creencias, intenciones y pasiones. Trátase de una reunión
francamente
abigarrada, pero lo cierto es que, según la corriente principal del pensamiento
moderno,
la moral es un género natural, semejante al agua o al oro. Es decir: que para la
mayor
parte de los pensadores modernos y para las creencias ordinarias influidas por
ellos todas
esas especies se encuentran enlazadas entre sí de un modo que no depende de quien
las
reúna. Cuando se forma el género de la moral, de la moralidad o de lo moral (y
parece
preferible esta última denominación, que indica mejor su carácter colectivo o
compuesto,
o sea, su condición misma de género), se forma de manera retrogresiva y ex post
factum.
Parece que el género de lo moral estaría mal formado si se hubiese establecido en
forma
instituyente; eso quitaría todo valor a lo instituido porque obligaría a pensar en
un pasado
59
ayuno de moral. Lo cierto es que el pensar en un pasado así podría haber resultado
muy
atractivo para los tiempos modernos, tan felices de ser los primeros en todo, pero
dichos
tiempos han estado empeñados desde siempre en ocultar que la moral está formada a
su
imagen y semejanza. Por motivos culturales profundos y muy curiosos, la modernidad
se
ha empeñado en que la moral fuese eterna; el pacto cultural moderno tiene que dar
por
buenas algunas cosas que no sean modernas y una de ellas es la moral. Si se llegase
a la
conclusión de que la moral no es un género natural, nadie le daría mucha
importancia o
por lo menos no se la trataría con el respeto que de ordinario se le tributa. Lo
peor que
tienen los géneros naturales es que a veces pueden formarse algunos que no lo son y
que,
sin embargo, reciben carta de naturaleza por motivos muy diversos4.
El género de lo moral se compone, según se ha visto, de especies variadas de
elementos, unidas entre sí por participar de ciertos rasgos que son los ya
mencionados de
desinterés o imparcialidad, transparencia y universalidad sistemática. Habría
resultado
imposible, desde luego, formar dicho género de no haber sido por la urgencia de
responder a doctrinas tenidas por escandalosas. Antes de producirse el efecto
Maquiavelo
y el efecto Mandeville, la moral tal como la entendemos no es que no hubiera sido
posible: es que nadie habría entendido su pertinencia u oportunidad, lo que
equivale a
decir que nadie la habría entendido. Pero lo más característico de esos dos efectos
fue
que, una vez producidos, borraron concienzudamente toda huella veraz de su papel en
la
formación de la idea moderna de moral. Hay géneros que no son naturales en absoluto
pero cuyos autores están muy interesados en hacer creer que lo son; en realidad es
poco
frecuente salirse con la suya en este tipo de propósitos porque el hombre moderno
suele
ser suspicaz y celoso, y no concede fácilmente el privilegio de la naturalidad.
Pero, una
vez que la operación ha triunfado, es dificilísimo persuadir a nadie –incluso estar
uno
mismo persuadido del todo– de que el género que se muestra como natural no lo es y
se
limita a parecerlo. De entre las habilidades de los autores de géneros, la más
apreciable (y
quizá también la más temible) es la de for-mar a veces géneros que parecen
naturales y
no lo son. El efecto Maquiavelo y el efecto Mandeville triunfaron en la medida en
que
lograron ocultarse: lo que se opone a la razón de Esta do y al homo oeconomicus
tiene
que ser a la fuerza previo a ellos, se piensa, porque tiene que ser lo mismo que
aquello a
lo que dichos errores se oponían. Maquiavelo y Mandeville son escandalosos, se
cree,
porque violan la moral, algo que, se supone, ya existía antes que ellos, ya que de
lo
contrario no habrían violado nada y no serían escandalosos en ningún sentido.
El principal éxito de la formación de la idea moderna de moral radica en que todos
hemos dado por bueno su fraudulento delirio retroyectivo. El primero que usó, en la
60
lengua que fuese, una palabra traducible por “agua” pensó que todos sus
predecesores
ignoraban esa palabra pero podían designar cualquier muestra de lo que a partir de
aquel
momento iba a llamarse agua diciendo “eso” o señalando con el dedo de determinadas
maneras que implicaban una neta distinción entre eso y todas las otras cosas.
“Agua” es,
entonces, un nombre para eso, y ciertamente habría valido cualquier otro, con tal
de
haber servido para todas las muestras de eso y sólo para ellas. Es característico
de todas
las fundaciones de géneros naturales el imaginar un pasado así, pero no siempre las
imaginaciones honradas reciben la recompensa de que su género sea aceptado.
Conviene
acostumbrarse a que algunos de los géneros que tenemos por naturales sean el
producto
de una ilusión naturalizante y retrocesiva desbocada más allá de toda sensatez.
Para que
tal cosa no se diera sería preciso tener el raro don de que todos los géneros que
formáramos como naturales coincidiesen con los que la naturaleza tenía ya formados
de
antemano. Pero hay que contar con que por lo menos algunos de nuestros géneros
naturales no lo son en realidad. Suponer lo contrario sería quizá suponer
demasiado; sólo
los defensores de una versión muy primitiva del idealismo sostendrán que para que
un
género sea natural basta con que nosotros lo hayamos formado creyendo honradamente
que lo es.
Ya se ha visto en el capítulo anterior que la formación de la idea moderna de moral
no fue el resultado de ninguna conspiración más o menos oscura. Al contrario, fue
un
proceso muy largo cuyos agentes apenas sabían lo que hacían y muchas veces estaban
gravemente engañados sobre lo que se traían entre manos. Nadie tuvo el empeño de
desacreditar a Maquiavelo o a Mandeville inventando toda una moral anterior a ellos
que
se compusiera precisamente de la negación de sus tesis. Lo que hizo de la formación
de
la moral moderna un proceso perverso no fue que hubiese gente sin escrúpulos
dedicada
al empeño de inventar mentiras, sino que las ilusiones en que se funda la idea
moderna
de moral fueron sinceramente creídas por quienes las forjaron. Si la moral ha sido
un
engaño, los primeros en caer en él fueron sus propios autores. En particular, la
moral
moderna resultó, como se ha visto, de una ilusión de naturalidad, de la creencia en
que
aquello que se estaba formando era un género cabalmente natural. Pregúntesele a
cualquier filósofo moderno por lo que pasaba en el mundo antes de que se acuñase el
más antiguo equivalente de la palabra “moral”; todos convendrán en que la invención
de
la palabra es lo que menos importa, porque antes de que se poseyese el término, ya
sabían todos identificar eso que después se llamó moral. Tal cosa no tuvo nada de
extraño: los animales humanos se creen con frecuencia sus propias ilusiones con
mayor
empeño que las verdades.
61
De todas las creencias que tenemos por verdaderas, muchas son fruto de la
obcecación, de la pereza y del error; una vida lúcida cincuenta años más larga le
proporcionaría a cualquiera un número considerable de retractaciones, desengaños y
arrepentimientos (piénsese en cuántas falsedades se habría llevado cada cual al
otro
mundo de haber muerto hace diez años o quince), aunque también, sin duda, la
ocasión
de muchísimos errores nuevos. Nuestras creencias son falibles no porque puedan
estar
equivocadas, sino porque muchas de ellas lo están de hecho y nunca nos enteraremos
de
ello; seguramente, hemos de contentarnos con saber que algunas lo están, sin que
nos sea
dado siempre averiguar cuáles. Esto ocurre también con los géneros naturales; no
siempre acertaremos al considerar natural un género: en la idea misma de género
natural
está comprendido el que si los géneros son naturales no lo son porque así lo decida
quien
los forma o reconoce.
Hay una razón muy profunda para que la moral tenga que parecer natural y se
resista tenazmente a reconocer que es una ilusión. Esa razón, que ya se ha sugerido
y
habrá de desarrollarse más adelante, estriba en que la moral se ha entendido como
una
naturaleza paralela, como un orden distinto del primariamente tenido por natural:
natural
también a su manera y, distinto, por tanto, en número y no en especie5. Aquello a
lo que
se llama moral ha de pertenecer a lo encontrado y descubierto porque su forma misma
es
una forma natural, aunque corresponda a otra naturaleza6. La moral será por fuerza
un
orden sistemático: será toda una naturaleza o de lo contrario no será nada. Vista
desde
dentro, la moral es una segunda naturaleza. Sin embargo, mirándola desde fuera,
desde la
bruta naturaleza exterior, la moral no tiene nada natural que la individualice. El
género de
lo moral no se identifica del mismo modo que el de los melocotones, los escarabajos
o
los volcanes. Una mirada que fuera puramente natural sería ciega para reconocer lo
moral porque en el mundo natural la moral pasa inadvertida y se confunde con otras
cosas. Desde el punto de vista físico, dar de comer al hambriento y quitarse una
mosca
de encima son simplemente dos formas muy parecidas de mover el brazo. Ahora bien:
cuando se la mira desde dentro, el aspecto que presenta la moral no es que sea un
aspecto natural, sino que es el de toda una naturaleza. No se trata entonces de que
lo
moral sea natural por oposición a otras cosas que no lo son; el asunto radica en
que se dé
esa naturaleza llamada moral. Y, en efecto, si algo es naturaleza (tanto si
pertenece a ella
como, a fortiori, si es ella), poca duda puede caber de que pertenece a lo
descubierto y
encontrado. Estas expresiones resultan además llamativamente defectuosas, porque la
naturaleza no forma parte de lo encontrado, sino que es el conjunto de lo
encontrado.
Pero si naturaleza es lo encontrado y si lo moral es otra naturaleza (o sea, es
una),
62
entonces lo moral será también lo encontrado, sólo que bajo otro orden de las cosas
encontradas. La condición natural de lo moral se halla establecida a partir de la
moral
misma, sin que la naturaleza exterior pueda decidir nada acerca de ello. Faltan,
sin
embargo, varios pasos todavía para poder hacerse cargo de la escurridiza
contranaturalidad de lo moral. Baste, de momento, con advertir que la condición
natural
de lo moral está inducida desde dentro; si no fuera natural, la moral no sería
nada, y
tampoco sería nada si esa naturalidad fuera simplemente la condición que tiene todo
lo
perteneciente a la naturaleza.
Es frecuente encontrarse con críticas más o menos malhumoradas de un tropo que,
hasta donde llega mi conocimiento, carece de denominación especial y que propongo
llamar metonimia disciplinar7. Son conocidos tanto el fenómeno como las críticas
que
recibe: piénsese cuántas veces se dice “climatología adversa” en lugar de “tiempo
desapacible” o, para designar al territorio nacional, se hace mención de “la
geografía
española”. La hechura pretenciosa y ridícula de estas expresiones las ha
desprestigiado
con toda justicia; como ejemplos de lo kitsch en el lenguaje, quizá sean
inmejorables.
Normalmente se deben a periodistas semicultos y su uso delata una fastidiosa
hinchazón
de espíritu; constituyen, en efecto, locuciones muy representativas de ese aburrido
espécimen del hombre bien informado y que está al día, alguien con quien nadie
prudente
querría compartir un almuerzo y que se referirá invariablemente a “los eventos
consuetudinarios que acontecen en la rúa” cada vez que las personas juiciosas dicen
“lo
que pasa en la calle”. La metonimia disciplinar es fácil de definir: toma la
disciplina, la
ciencia o rama del conocimiento que estudia cierto objeto o conjunto de objetos por
los
objetos mismos. Las metonimias disciplinares resultan contagiosas y muy
proselitistas;
seguramente son expresión elocuente de una cultura satisfecha de sí misma y
encantada
de conocerse. “Ningún objeto sin su rama de saber” es el lema que más felices
podría
hacer a los entusiastas de la metonimia disciplinar. Se engañaría, sin embargo,
quien
creyese que este tropo es una moda frívola impuesta por periodistas con afán de
alargar
los artículos8. En realidad se trata de una práctica muy antigua y, como se verá,
hay
creencias respetables y muy apreciadas que dependen de metonimias disciplinares.
Como
a menudo sucede con los tropos, la metonimia disciplinar pasa inadvertida en muchas
ocasiones. La geografía española y la climatología adversa son casos más bien
caricaturescos que llaman la atención por lo superfluo y gratuito; en
circunstancias así no
hay ninguna necesidad de echar mano de metonimias, pero esto no pasa siempre, según
se verá.
Un ejemplo muy viejo, y creo que ya desusado por completo, es el del nombre
63
“notomía” (esto es, “anatomía”) aplicado al esqueleto humano. La anatomía, o arte
de
abrir el cuerpo, pasaba a designar, por metonimia disciplinar, el resultado de su
ejercicio
o, mejor dicho, lo que puede verse después de dicho ejercicio. Pero no dicha visión
en su
totalidad (la “notomía” no es, sin más, el cuerpo humano anatomizado), sino una
parte
suya –el esqueleto– que de entre todo lo que puede hallarse al abrir un cuerpo es
lo que
más recuerda a la forma del cuerpo entero. A la metonimia se le superpone, por
tanto,
una sinécdoque. Es notable que el cuerpo humano dé lugar a más de una metonimia de
este tipo; así, para ponderar la belleza de alguien se dice que tiene una fisonomía
agraciada9 y, desde luego, resulta frecuente llamar a las enfermedades y a otros
males
“patologías”, así como decir que alguien tiene problemas psiquiátricos en lugar de
mentales (en esta metonimia puede que haya algo de eufemismo). Afirmar de una
persona muy tímida (enfermizamente tímida, como quizá se dirá) que su timidez es
patológica constituye un caso de hipérbole reduplicada. Porque, por acendrada que
esté,
la timidez no se suele considerar en sentido propio una enfermedad cuando se dice
de
alguien que es “enfermizamente tímido” (no suele decirse, desde luego, de nadie que
padece una varicela enfermiza o una enfermiza cardiopatía). Lo que se quiere decir
no es
nada tocante a la enfermedad de la timidez, sino que la timidez de que se habla es
como
si fuera una enfermedad. Ahora bien, adjetivar la timidez como patológica implica
dar un
paso más allá de lo meramente enfermizo. Que la timidez sea patológica quiere decir
que
constituye un objeto muy preciso y tipificado de consideración por parte de cierto
tipo de
especialistas, o que podría serlo10.
A nadie se le habría ocurrido echar mano de una hipérbole así de no vivir en un
mundo en el que la atribución de cierto objeto a un campo del saber (o su toma de
posesión por dicho campo) constituye el mejor procedimiento para determinar lo que
la
cosa es en su género. Nuestra clasificación de las cosas se lleva a cabo por medio
de una
paralela clasificación de los saberes existentes sobre las cosas. El árbol de
Porfirio, que
ordena los entes en géneros y especies, no da sombra como no sea mirando al de
Raimundo Lulio, que clasifica las ciencias, artes y disciplinas. Hay, sin embargo,
un salto
posterior, que es el que se produce cuando en lugar de decir que la timidez de
fulano es
patológica se dice que esa timidez es “una patología”, o que es una patología el
racismo,
o la afición inmoderada al teléfono, o cualquier otra circunstancia desagradable
que caiga
bajo la jurisdicción o dominio de algún especialista médico, o que se supone que
pudiera
caer o que merecería caer11. La formación de la metonimia “patología” consta, pues,
de
varios pasos, todos ellos justificados. No es, por tanto, una metonimia gratuita o
caprichosa, por el estilo de la climatología o la geografía12.
64
Un caso muy claro de metonimia caprichosa es la de “metodología” por “método”.
Constituye algo semejante a una hipérbole el llamar “método” a lo que no suele ser
más
que un conjunto desordenado de ejemplos, trucos, rutinas y ardides de los que se
acostumbra a echar mano para lograr cierto fin, ya sea práctico, productivo o
teórico. Y
postular la existencia de una disciplina llamada metodología y dedicada al estudio
de tan
dudoso y lábil objeto constituye un exceso que sólo toman en serio (o tomaban) los
autores de planes de estudios de las facultades de filosofía y algunos profesores
de
tendencia neopositivista. Tratar, por tanto, de la “metodología” de algo (sea la
mecánica
cuántica, sea la preparación de meriendas) implica incurrir en una metonimia de las
que
podrían llamarse “de prestigio”. Mi método para hacer tal o cual cosa será una
metodología cuando esté tan convencido de sus bondades que juzgue inexcusable
enseñarlo públicamente. Es una desmesura parecida a la de quien dice que tiene una
teoría sobre el catarro de Jenara o sobre la infidelidad de Rufino. Consecuencia
muy
frecuente de estos usos es crear la ilusión de la existencia real de una doctrina,
disciplina
o teoría muy sólida allí donde no existe nada de esto o tan sólo existe como
proyecto más
o menos voluntarista de algunos individuos o escuelas.
Un caso interesante y no del todo fácil es el de la tecnología. A primera vista,
“tecnología” es puro archisílabo por “técnica”, concebido quizá con el propósito de
realzar la importancia de la técnica o su dignidad (como “metodología” hace con el
método). En efecto, puede hablarse muy en serio de la técnica del zapatero remendón
y
sólo en broma de su tecnología. “Tecnología” es una especialización de “técnica”,
usada
para referirse a técnicas sofisticadas, muy modernas y recientes (o, como suele
preferirse
decir, “avanzadas” o “punteras”) y que se ejecutan sin apenas esfuerzo físico, con
predominio del utillaje de precisión y ausencia de materiales pesados. Si no estoy
en un
error, el plural hace aumentar considerablemente el prestigio de lo designado: las
tecnologías siempre serán más importantes que la tecnología13. Además, en la
expresión
“nuevas tecnologías”, el adjetivo es redundante siempre que el sustantivo se
pronuncie
con la debida solemnidad. La formación del término “tecnología” es anómala, pues
nunca ha habido, que se sepa, una disciplina llamada “tecnología” que tomase como
objeto a la técnica. Lo más seguro es que la palabra se formase por medio de una
mímesis respecto de aquellos términos que, como “patología”, designan disciplinas
existentes o, como “metodología”, ideales disciplinares imaginarios14.
Todos los casos vistos lo son de metonimias cuyo abandono no habría de tener
consecuencias irreparables. Si se quisiera, a la palabra formada mediante dicho
tropo se
la podría susituir por otras que no constituyesen metonimia. Esto resulta muy claro
en los
65
casos caprichosos de las metonimias de sala de redacción, pero también en todos los
demás ejemplos mencionados. Si sustituimos “anatomía” por “cuerpo”, “fisonomía” por
“rostro”, “patología” por “enfermedad” y “tecnología” por “técnica” no diremos
exactamente lo mismo (pues el sentido, aquí como casi siempre, determina la
referencia),
pero ciertamente seguiremos entendiéndonos sin grave quebranto. Hay casos, sin
embargo, en que no sucede así. Porque algunas metonimias disciplinares son
constitutivas. Quiere decirse con esto que no modifican objetos preexistentes, sino
que
crean ellas mismas el objeto al producirse la metonimia15.
Contrariamente a la hipérbole foucaultiana, el hombre existía antes de que se
inventasen las ciencias humanas, pero hay ocasiones en las que lo que parece previo
resulta de algo posterior16. Como sabe cualquier hablante del castellano,
“historia”
designa tanto el curso de los acontecimientos sucedidos como la narración de esos
acontecimientos y la disciplina que estudia su curso. El distingo entre
historiografía e
historia (la primera de las cuales se dedicaría al estudio de la segunda) es útil y
pertinente,
aunque su uso resulta puramente gremial y el hablante ordinario se desempeña
perfectamente sin él. Que algo había de anómalo en la palabra “historia” es
conocido
desde antiguo, a partir del momento en que se popularizó la idea de que historia
son las
res gestae o acontecimientos llevados a cabo de manera memorable y también lo es la
narración ordenada y racional de dichos acontecimientos, la historia rerum
gestarum17.
Quien quiera definir “historia” como el conjunto de las cosas ocurridas y no como
su
relato o estudio tendrá, más tarde o más temprano, que acudir al segundo sentido.
Acaso
pueda definirse la historia como el curso general de los acontecimientos de un
determinado ámbito espacial (o del mundo en su totalidad) durante determinado lapso
de
tiempo (o durante todos los tiempos conocidos), y cabe añadir a continuación que la
ocupación intelectual dedicada a lo anterior se llama también historia, pero eso
sería
proceder seguramente al revés de lo debido. Lo de menos aquí es que “historia” en
el
sentido de historia rerum gestarum sea anterior cronológicamente a su sentido de
res
gestae (esto no pasaría de ser una cuestión “histórica”, por cierto en los dos
sentidos de
la palabra). Lo que importa es que no habríamos tenido el segundo sentido si no
hubiéramos tenido también el primero, proposición cuya contraria no es verdadera.
Cabe
imaginar perfectamente un mundo en el que a aquello de lo que trata la narración y
la
ciencia históricas no se le hubiese llamado nunca “historia” (se le podría haber
llamado
de otra manera, o de ninguna, o de varias); en un mundo así, la palabra “historia”
no
tendría ningún misterio y si a un periodista se le ocurriese de pronto llamar
también
“historia” a aquello que estudia la historia, eso parecería tan rebuscado como
llamar “la
66
geografía española” al territorio español, aunque todo el mundo entendería de qué
se
trata. Sería éste un mundo un poco libresco en el que las cosas se clasifican según
ramos
del saber, aunque un mundo así no podría resultar extraño apenas a ningún habitante
del
nuestro. Si imaginamos otro mundo en el que “historia” se refiriese sólo a las res
gestae y
a nadie se le hubiese ocurrido usar esa palabra para designar la narración o el
estudio de
dichas res, probablemente ese mundo sería igual de feliz o de desgraciado que el
primero,
pero lo que no podría entenderse es el proceder de alguien que de pronto usa la
misma
palabra para designar la narración o estudio de las res gestae. Eso sería como
llamar
“flor” al estudio de las flores o decidir que los relatos de homicidios son también
un
homicidio. Podemos, sin duda, imaginar un mundo así, aunque ese mundo apenas
tendría nada que ver con el nuestro.
Lo cierto es que no tendríamos res gestae si no tuviéramos historia rerum
gestarum. Existiría probablemente el recuerdo y el registro de muchos
acontecimientos
pasados, de largos procesos de cambio y de fases más o menos prolongadas de
invariancia o de estancamiento, pero lo que no existiría es la trama peculiar de
todos esos
ingredientes a la que se llama historia. La historia es un objeto de estudio para
el
historiador porque éste ha atribuido a la realidad la peculiar estructura que tiene
la
actividad que él lleva a cabo. Lo ocurrido tiene la forma de los relatos o
explicaciones de
lo ocurrido; como es dócilmente afín a nuestras historias, muy bien podemos
denominarlo historia, confundiéndolo con aquéllas y sin que parezca mal la
confusión.
Llamar así al curso de los acontecimientos, de los procesos y de las épocas es el
resultado de una metonimia disciplinar. Pero las mejores metonimias son las que no
lo
parecen, y a esta operación metonímica le acompañó el mayor de los éxitos. A todo
el
mundo le parece natural que “historia” designe al mismo tiempo lo ocurrido y el
examen
de lo ocurrido, y normalmente hay que hacer cierto esfuerzo para aclararse sobre la
condición anómala de la palabra. Para que funcione conforme a lo que se espera de
ella,
es conveniente olvidarse de que aquello es una metonimia y obrar como si fuera un
término propio, o de los tomados por propios.
Éste es el modo, ciertamente enrevesado, en que la palabra “historia” constituye
una
metonimia disciplinar. Es, desde luego, una metonimia que se oculta, como si los
historiadores estuvieran empeñados en persuadir de que a las res gestae ya se las
llamaba
“historia” antes de que existiese ninguna historia rerum gestarum. Y como si,
además,
los historiadores hubiesen tenido éxito en esa empresa. El caso de la historia
invita a
pensar en el viejo tema de la naturaleza imitando al arte. Es una metonimia muerta,
y
quizá sea provechoso hacerla viva. No es, sin embargo, el único caso. La siguiente
67
metonimia disciplinar que podría examinarse posee una estructura parecida: es la de
la
moral, como el lector habrá sospechado ya18.
68
Capítulo 6
La autonomía de la doctrina moral
La moral moderna se formó de la manera más azarosa imaginable, fantaseando sobre su
origen, dependiendo de sus adversarios, acomodándose a lo que se suponía contrario
a
ellos y ocultando su dependencia. Lo que es la moral no viene determinado por sí
misma,
sino por lo que se empeña en creer de sus rivales. Sin unos contrarios tan malvados
la
moral no habría adquirido consistencia propia ni se habría persuadido de que era
más
antigua y genuina que ellos. A la moral le complace sobremanera presumir de
autónoma,
pero su autonomía, como se tratará de mostrar, no puede ser más tortuosa. La
palabra
“autonomía” la usan personas muy variadas y puede emplearse con muchos sentidos.
Quienes se dedican a la filosofía moral la usan en sus clases y sus escritos con
notable
profusión, aunque no siempre con claridad. Porque hay por lo menos tres sentidos de
la
palabra “autonomía” que conviene distinguir cuando la usan los filósofos morales.
El primero, y quizá el más fácil de entender, se refiere a cierta propiedad
peculiar
que se supone tenemos los individuos humanos a diferencia de los animales o que se
cree
deberíamos alcanzar o debería reconocérsenos por corresponder a la dignidad de la
condición humana. Cuando se sostiene, por ejemplo, que los individuos humanos nos
autolegislamos racionalmente (no como los mandriles) o que algunos individuos
humanos
se autorrealizan en la vida (no como la gente alienada o adocenada) o que es bueno
dejar
a las personas que elijan su propio plan de vida (no como sucede y ha sucedido casi
siempre en la historia humana), a eso que se defiende se lo llama “autonomía”1.
Muchas
veces se cree que alguna de estas nociones de la autonomía individual merece
llamarse
autonomía “moral” para no confundirla, por ejemplo, con la autonomía de
movimientos,
de la que carecen los impedidos, o con la autonomía económica, de la que carecen
los
pobres o los menores de edad. Si se sostiene, como sostenía Kant, que la autonomía
moral es la obediencia a leyes racionales que uno se da a sí mismo, entonces los
animales
son heterónomos y también lo somos las personas cada vez que obramos por móviles
distintos del respeto a esas leyes2. Si se afirma que la autonomía moral consiste
en la
autorrealización personal, entonces hay heteronomía moral cuando uno no es autor de
su
propia personalidad y está al albur de la propaganda, de la manipulación o de
inclinaciones envilecidas. Si se cree que tiene autonomía moral quien está libre de
69
impedimentos para la elección de su propio plan de vida, entonces padecerá
heteronomía
moral quien sufra tales limitaciones (lo que sin duda ocurre con la inmensa mayoría
de
los miembros de nuestra especie). No es necesario por ahora seguirse ocupando de
este
primer sentido de la autonomía moral. Baste con insistir en que se refiere a cierto
tipo de
propiedad que pueden tener o dejar de tener o que deben tener o que se supone que
tienen, los individuos humanos.
El segundo de los sentidos en que se habla de autonomía (y de heteronomía) en
contextos morales es quizá el más frecuente. Aparece cuando se discute sobre cuál
es la
fuente última de la moral, es decir, del conjunto de valores, concepciones del bien
y
normas no jurídicas que el cuerpo social o un individuo admiten como los mejores
valores, bienes y normas. Según algunos, la moral está determinada por la religión
o se
deriva de ella; lo que uno debe hacer si quiere obrar moralmente es adoptar los
valores,
bienes y normas que recomiendan ciertos textos sagrados o sus intérpretes. Puede
ser
que a uno le parezca mejor o peor esa moral, pero, la quiera o no, tiene que
aceptarla.
De quienes así piensan se dice que son partidarios de una moral heterónoma. La
religión
no es, sin embargo, la única fuente de heteronomía. Muchas gentes creen que la
moral
de una sociedad (y con ella la de los individuos que son miembros suyos) está
determinada por la historia, o por ciertas condiciones climáticas o ambientales, o
por la
estructura social, o quizá por ese desordenado almacén de objetos múltiples al que
se
llama cultura. Se posee entonces cierta moral, o se participa de ella, en virtud de
alguno
de esos factores o de todos ellos juntos, y esa moral que se tiene es ciertamente
heterónoma, ya que no ha sido uno quien la ha elegido; se la han dado a uno hecha.
Otras personas están convencidas de que la moral es producto de la determinación
biológica o por lo menos está muy condicionada por los rasgos naturales de nuestra
especie. Cuando creemos que la moral la hemos hecho nosotros estamos, según estas
doctrinas, engañados por nuestro afán de protagonismo; al igual que otros animales
se
conducen como lo hacen porque están determinados a hacerlo, así nosotros nos
limitamos a actuar dentro de lo permitido por nuestra naturaleza o de lo exigido
por ella.
Una moral así resulta francamente heterónoma.
Pero éstos son ejemplos de heteronomía, y falta por saber qué es lo que ha de tener
una moral si quiere ser de veras autónoma. En realidad la idea de una moral
autónoma se
define negativamente; la moral es autónoma cuando no es heterónoma o, dicho de
manera menos desesperante, cuando no depende de nada ajeno a ella misma y no
reconoce ninguna instancia superior. Que no haya nada ajeno que la determine
significa
que los usuarios de la moral correspondiente estarán en condiciones, cada vez que
se les
70
solicite, de dar justificaciones de las normas, valores y bienes que aceptan.
Pongamos
por ejemplo una moral en la que exista la norma de no decir mentiras o, si se
prefiere, en
la que se juzgue que el mentir es malo y deshonroso. Para saber si esa moral es
autónoma o heterónoma lo mejor que se puede hacer es preguntar a sus usuarios por
qué
es malo mentir o por qué no se debe. Caben, desde luego, varias respuestas a esta
pregunta. Algunos contestarán que mentir no es lícito porque lo dice el octavo
mandamiento de la ley de Dios; otros que está mal porque siempre ha estado mal y
así se
enseña y se admite desde siempre; otros que no trae cuenta hacerlo porque cuando
uno
miente se ruboriza y los demás lo notan; otros argüirán que no se debe mentir
porque, si
la mentira pudiera justificarse, entonces no se sabría si la justificación de la
mentira es o
no es mentira y la idea misma de justificación perdería todo valor, y otros
proclamarán
que el respeto a las personas exige no mentir y que con eso basta para que la
mentira sea
ilícita3.
De esas cinco respuestas, las tres primeras son variedades de los tipos de
justificación que se dan en las morales heterónomas; sólo las dos últimas
corresponden a
una moral autónoma. Para que la moral merezca esta calificación es preciso que
posea
fuentes propias de justificación y de validez: una norma, una valoración o una
concepción del bien es aceptable dentro de una moral autónoma si su admisión no
depende de instancias decisorias ajenas a la propia moral. Sin embargo, la moral
autónoma dice fundamentarse casi siempre en principios o en reglas de
procedimiento. El
que las personas poseen una dignidad no sujeta a discusión o el que una norma de
rango
general tiene validez en todos los casos y no sólo en aquéllos en los que la norma
beneficia a uno son ejemplos, respectivamente, de dichos principios y de dichas
reglas.
Pero si estos principios o normas son lo que fundamenta a una moral autónoma,
entonces cabe preguntar qué autonomía es ésa que necesita depender de algo, aunque
sean principios y reglas. La pregunta no es baladí, y quien quiera tratar de
responderla
debe prepararse para complicaciones filosóficas bastante procelosas. Una de las
respuestas que se le puede dar es que, aun siendo los principios y reglas
fundamentadores algo externo a la moral, la aceptación de dichos principios y
reglas es
genuinamente autónoma, de manera que también lo será la moral que se funde en
ellos.
Otra manera de responder consiste en corregir la idea de que la moral autónoma
tiene
propiamente fundamentos. Los principios y las reglas no serían en ese caso algo
externo
a la moral, sino un componente suyo. No serían como los cimientos encima de los
cuales
se construye un edificio, sino la parte central de una malla o una red. Aquello a
lo que se
llama fundamentos es entonces algo genuinamente moral, tanto o más que aquello que
se
71
supone fundamentado por ellos. Pero esa discusión, que no es ni mucho menos ociosa,
puede ahora pasarse por alto; lo que importa es que la aceptación de una moral
autónoma no puede depender de ninguna decisión que los usuarios de dicha moral
hayan
de adoptar heterónomamente.
El cuadro de la moral autónoma que acaba de darse necesita una corrección de
cierta importancia. Porque cabe la posibilidad de que haya una sobredeterminación
en
las fuentes de validez de una moral así, y esto no debe extrañar a nadie. No será
difícil
entender qué quiere decir que una moral autónoma esté sobredeterminada en cuanto a
su
validez y para ello es provechoso volver al ejemplo de la mentira. La mentira puede
censurarse moralmente porque es desagradable a Dios, porque la pigmentación de
nuestro rostro la desenmascara con facilidad (y eso provoca inconveniencias) y
también
porque atenta contra la dignidad de las personas; según se ha visto ya, sólo la
tercera
justificación es autónoma. Todo esto es cierto, pero a menudo ocurre que quien echa
mano de la tercera justificación puede también valerse de las otras dos; que acuda
a unas
o a otras (o a la coincidencia entre ellas) dependerá del contexto en que
justifique sus
acciones. ¿De modo que una moral autónoma puede ser también heterónoma, según
cómo se mire? Pues quizá sí, porque la autonomía o heteronomía de una moral se
refiere
al modo en que sus usuarios describen y justifican dicha moral, y a veces la
descripción
de ésta como autónoma es compatible (o lo es en muchos aspectos) con la descripción
que la pinta como heterónoma. Para que una moral sea autónoma no es condición
necesaria, por tanto, la inexistencia de fuentes externas de validez; puede haber
fuentes
externas con tal de que coincidan con las internas en aquello a lo que prestan
validez o de
que, en caso de conflicto, prevalezca lo determinado por las fuentes internas.
Queda un tercer y último sentido en que se usa el término “autonomía” en relación
con los asuntos que nos ocupan. Basta para verlo con cambiar un poco el título de
cierto
artículo célebre de John Rawls, uno de los filósofos morales más influyentes de la
segunda mitad del siglo XX en buen número de países. Lo que sostuvo Rawls, en
efecto,
en su escrito de 1974 “The Independence of Moral Theory”4 quizá pueda expresarse de
manera parecida hablando de la autonomía de la doctrina moral. Que la doctrina
moral
sea autónoma o independiente quiere decir que es una empresa intelectual dotada de
identidad propia, que puede cultivarse sin tener que cultivar otras al mismo tiempo
y que
es considerablemente indiferente a los logros y los fracasos de las demás. El
término
“autonomía” parece más prudente que el de “independencia”, porque disciplinas o
doctrinas independientes del todo no las hay ni va a haberlas nunca. Quizá no esté
exento
de interés investigar la relación entre el primer sentido de la autonomía moral y
el
72
segundo, pero en lo sucesivo prescindiremos de esta relación y nos ocuparemos tan
sólo
de la que puede establecerse entre los otros dos, o sea, entre la autonomía de la
moral y
la autonomía de su doctrina5.
Hay una manera muy natural de establecer la filiación entre la autonomía de la
moral
y la autonomía de la doctrina moral, una manera tan aceptable para el sentido común
como para la ortodoxia de la filosofía académica contemporánea: la doctrina moral
es
autónoma porque la moral lo es también, de modo que la autonomía de la ethica
docens
es una secuela de la autonomía de la ethica utens. Pero, según trataré de mostrar,
dicha
filiación es incorrecta a más no poder. Su plausibilidad le viene de una creencia
supersticiosa: la de que las propiedades de los objetos de estudio, o por lo menos
algunas,
se transmiten a los estudios mismos –y quizá también a los estudiosos– por una
suerte de
contagio. Las disputas sobre la autonomía de las disciplinas o de los campos del
saber
suelen ser rebatiñas de política académica más o menos maquilladas; no en vano es
muy
raro dedicar esfuerzos ingentes a mostrar que la disciplina de uno es
manifiestamente
heterónoma o dependiente6. Eso no significa, sin embargo, que haya que
desentenderse
de los quehaceres que ahora nos ocupan; no todas las razones que dan los académicos
para afirmar su autonomía gremial son siempre igual de malas, y hasta puede que
algunas
sean a veces parcialmente aceptables. Lo que sostendré es que esto no ocurre con la
doctrina moral.
Aunque desde luego sí parece que ocurre. ¿O no está social y culturalmente
consagrada la autonomía de la moral tanto como pueda estarlo la de lo que más? Es
curioso que las dificultades para definir la especificidad de lo moral no sean
obstáculo –
más bien al contrario– para afirmar su autonomía. Pueden ser autónomas,
ciertamente,
entidades de las cuales todavía no se sabe bien las razones para que sean autónomas
y
con la moral ocurre precisamente eso: que no se sabe cuál es su diferencia
específica,
pero se sabe perfectamente que ha de haberla. Todo esto es muy de filósofos –sobre
todo alemanes o germanizantes, para quienes la distinción entre daß y was no tiene
ningún secreto– pero también incurren en ello personas que no son ni alemanas ni
filósofas. Se piensa a menudo que, aunque no lo conozcamos todavía, tiene que haber
algo en lo que la moral se distinga de todo lo otro; quizá no lo descubramos nunca,
pero
esto no es ninguna contrariedad, porque lo que importa no es descubrirlo o dejar de
hacerlo, sino no interrumpir la empresa de seguirlo buscando. Y, siendo éstas las
reglas
del juego, lo cierto es que nunca va a surgir una razón poderosa para abandonar la
busca
de la diferencia específica de lo moral. Por muchas razones que se den en contra
del
proyecto, siempre cabrá pensar que entre todas las razones que no se han encontrado
73
todavía habrá una mucho mejor que cualquiera de las conocidas.
Pero cabe pensar también que quizá ocurra al revés y que se admite con naturalidad
que la moral es autónoma porque antes se ha admitido que lo es su doctrina. Quizá
esto
sea verdad, aunque de serlo escandalizará a mucha gente, y no sin razón, porque
entonces puede que sean ciertas –se temerá– más cosas que no se tienen por tales.
¿O es
que los objetos en general son un producto de las doctrinas que se elaboran sobre
ellos?
Esto último no parece muy plausible, pues hay entidades como las ratas, la
tuberculosis y
la muerte (y también, claro, las orquídeas, los ruiseñores y quizá el amor) que,
claramente, seguirían existiendo en ausencia de toda doctrina sobre ellas. Incluso
es
probable –aunque nunca se sabe– que el hombre existiera antes de que se formasen
las
ciencias humanas. Lo que ocurre es que una cosa no lleva a la otra; puede suceder
que la
moral sea un producto de su doctrina y de aquí no ha de seguirse que a las
orquídeas y a
las ratas –ni siquiera al hombre– tenga que sucederles lo mismo. Es verdad que para
algunos lo anterior es generalizable y aun está pensado para servir a alguna
generalización
desmadrada, pero también lo es que se puede ser más circunspecto y prudente al
respecto.
En lo sucesivo se sostendrá la tesis de que sin autonomía de la doctrina moral no
hay autonomía de la moral (aunque quizá se debiera haber escrito, en lugar de
“hay”,
“habría habido” o “habría”). Como se sabe, no siempre es el arte el que imita a la
naturaleza, sino que a veces sucede al revés: la naturaleza misma produce casos de
lo
que cabría llamar antimímesis7. Para la mayor parte del pensamiento poético y
estético
anterior al siglo XIX, habría resultado un escándalo admitir que la imitación se
produce
de manera inversa, prepóstera o cefalópoda: lo natural es objeto de mímesis por lo
artístico y tal circunstancia es precisamente lo que permite que esto último se
convierta
en genuina obra de arte. Quiere ello decir que, si el arte ha de ser arte, necesita
de toda
necesidad imitar, e imitar precisamente a la naturaleza (que, correlativamente,
puede
definirse como lo que puede ser imitado, aunque no necesite serlo). El arte no
imita,
pues, a toda la naturaleza (quedan siempre residuos de naturaleza aún no imitada, y
algunos de naturaleza que nunca merecerá imitación), pero todo arte imita, desde
luego, a
la naturaleza. De manera parecida a la poética obró la epistemología moderna. Al
igual
que las obras de arte representaban la naturaleza, así lo hacían también las ideas
alojadas
en la mente de los seres que están dotados de esta facultad. El arte reemplaza o
sustituye
a la naturaleza y lo mismo ocurre con el conocimiento verdadero compuesto de
articulaciones adecuadas de ideas. La epistemología moderna es como la poética
clásica:
no toda la naturaleza está representada en la mente del sujeto de conocimiento
(salvo
74
según algunos heterodoxos, como Leibniz) pero, desde luego, todo lo que está en la
mente del sujeto tiene su antecedente en la naturaleza, ya sea en la exterior, ya
en el
material innato que trae consigo desde antes de nacer el propio sujeto de
conocimiento8.
Hay una alternativa muy vieja a todo esto; es la doctrina según la cual el mundo
constituye una especie de mente o espíritu o se corresponde con cierta mente o
espíritu
o, si se prefiere decirlo al revés, la idea de que nuestras mentes individuales
(aunque no
sólo ellas) son una parte o momento de la Mente o Espíritu en general. Esta
doctrina
audaz y vertiginosa resulta estimable por más de un motivo y ha gozado de prestigio
en
ciertos momentos históricos, pero el nuestro no se encuentra entre ellos. Tanto los
partidarios de la metáfora del espejo como los adictos a la de la lámpara creen
normalmente que sus metáforas sólo son buenas si son aplicables a todo9. Más que
metáforas, lo que quieren es hacer alegorías. Para ellos sería inadmisible la
opinión de
que en el mundo hay espejos, hay también lámparas y hay cosas que no son ni lo uno
ni
lo otro; que resulta recomendable ver qué es cada cosa y no confundir unas con
otras.
Una conclusión tan prudente resulta prosaica y roma, muy poco propia de filósofos,
que son gente, no hace falta aclararlo, amante de lo general. Pero quizá sea esto
lo
primero que conviene poner en tela de juicio, porque ¿de dónde viene la idea de que
si
algo es un espejo entonces todo debe ser espejo y todo ha de ser lámpara si algo es
lámpara? Semejante concepción, pese a sus visos de modernidad, tiene un aspecto
casi
presocrático; parece suponer, desde luego, que la totalidad de lo que hay puede
reducirse
a un solo principio o elemento. La mímesis generalizada podría ser sustituida por
la
poíesis generalizada (como si todas las cosas hubieran sido forjadas a partir de
cierto
concepto previo), y entonces las acusaciones de idealismo serían frecuentes y quizá
violentas. Pero semejante imputación sólo sería justa si la doctrina de que la
naturaleza
imita al arte valiera como una ontología total de la naturaleza y proclamase la
tesis de
que, allí donde hay naturaleza, antes hubo un arte (humano o divino) al que aquélla
copió
con mejor o peor fortuna. Tal cosa es falsa, desde luego, si bien su falsedad no
puede
nada contra la afirmación de que sí se dan esas copias (o esos intentos de copia
fiel)
aunque sólo ocurra a veces; aquí el asunto no es cómo son las cosas en general
(porque
en general las cosas no tienen una sola manera de ser), sino cómo es cada una y qué
grupos o tipos forman. La antimímesis no es norma, sino excepción o anomalía. De
modo que muy bien la moral puede ser producto de la doctrina moral sin que otras
cosas
sean producto de la doctrina correspondiente. Cuando Mefistófeles dijo que, si gris
es la
teoría, verde y dorado es el árbol de la vida, ignoraba la existencia de árboles
que son un
poco grises.
75
Variante destacada de esta idea según la cual la naturaleza (por ejemplo la moral,
tomada como sustantivo) imita al arte (por ejemplo “moral”, como adjetivo que va
con
“doctrina”) es la afirmación de que las doctrinas morales se encarnan en la
sociedad, o
quizá en instituciones o prácticas particulares suyas10. No siempre está claro qué
quiere
decirse cuando se afirma que las doctrinas morales se encarnan socialmente, pero lo
que
sostienen los partidarios de la tesis de la encarnación (un concepto, por cierto,
seguramente criptoteológico) es que muchas veces las normas, los valores o las
concepciones del bien que tienen vigencia en una sociedad, y también algunas
instituciones y prácticas suyas, son como son porque así lo establecieron doctrinas
morales que han triunfado. En realidad es bastante confusa la idea que una forma de
vida
“se encarna” en instituciones y éstas en creencias o en normas. En la cultura
filosófica
anglosajona de finales del siglo XX y comienzos del XXI, el verbo “to embody”
designa
algo parecido a lo que designaban “ausdrücken” o “aussprechen” en el alemán de los
historicistas de fines del siglo XIX y comienzos del XX. Que alguien crea en la
verdad de
algo o que alguien tenga algo por bueno o por debido es, se dice, la “encarnación”
(hablando a la anglosajona de hoy) o la “expresión” (a la alemana de ayer), de una
“forma de vida” o de cierta totalidad organizada. La idea de que algo se encarna o
se
expresa en otra cosa y de que es esencial tomar eso en consideración para no
engañarse
sobre la naturaleza de lo encarnado o expresado y lograrla explicar es
intuitivamente
poderosa, pero oculta un fallo conceptual de no poca importancia: mientras que lo
expresado o encarnado es fácil de identificar –mi creencia de que la tierra es
esférica o mi
juicio normativo de que todos tienen derecho a un mínimo de recursos–, aquello que
se
expresa o encarna es algo esencialmente indeterminado que se resiste a toda
descripción
satisfactoria. ¿Es el liberalismo político? ¿Es la ontoteología, el logocentrismo o
el olvido
del ser? ¿Es la apropiación matemática o tecnológica del mundo? ¿Es alguna
construcción ideológica típica del capitalismo tardío? ¿Es acaso todo lo anterior
al mismo
tiempo? Resulta fructífero creer que pueden descubrirse relaciones entre
enunciados,
instituciones, visiones del mundo, valores y prejuicios y que el adecuado
conocimiento de
dichas relaciones puede procurar (aunque no lo hará siempre ni necesariamente) un
aumento de conocimiento sobre una creencia o una norma, pero no puede ser más falaz
(falacia de la expresión podría llamarse a esto) creer que algo sin determinar
explica
cabalmente algo que está determinado11.
Quizá una manera más modesta y razonable de afirmar lo anterior es decir que la
sociedad no sería como es si no hubieran triunfado las doctrinas que han triunfado
o si el
triunfo se hubiera producido en otros términos. La doctrina, en efecto, introduce,
por
76
decirlo al modo de Peirce, “diferencias en la práctica”12. Muchas veces resulta
difícil
seguirles la pista a las encarnaciones de una doctrina, que no suelen ser sencillas
ni
transparentes; saber reconocer un trozo de práctica como una huella doctrinal es
labor
que se presta a todo tipo de dificultades. Pero si hay algo que esté fuera de duda
es que
no se conoce ninguna doctrina moral encarnada de manera exhaustiva y fiel el cuerpo
social. En caso de que las doctrinas se encarnen, lo harán en forma fragmentaria y
a
menudo en un sentido no previsto ni preconizado por su autor. Esto, cuya verdad no
deja
lugar a dudas, conduce a un atolladero de lo más cenagoso. Porque tampoco ofrece
dudas el que, por regla general, los autores de doctrinas morales trabajan con el
propósito
de que las gentes les hagan caso, acepten sus doctrinas y actúen conforme a ellas:
uno no
puede ocuparse de doctrina moral sustantiva siendo indiferente a la recepción que
van a
tener sus conclusiones. El filósofo moral está entonces en una tesitura un poco
trágica,
porque tiene que concebir doctrinas para que se encarnen de manera recta y
exhaustiva
aun a sabiendas de que le acabarán siendo infieles: quien presuma de poder imaginar
lo
que el mundo hará con sus ideas no sabe seguramente lo que dice. La mejor lección
práctica que puede impartir quien se ocupa de proclamar cómo debe ser el mundo (o
cómo no debe ser) es estar preparado para que la recepción de sus tesis tenga
consecuencias inverosímiles y quizá desagradables para su inspirador. La
responsabilidad
del intelectual no es la de quien tiene dominio sobre sus obras, sino la de quien
lo ha
perdido antes de terminar de hablar. Cabe, desde luego, tratar de ser más astuto
que el
destino y, advirtiendo que el mundo no le hará caso a uno del modo previsto,
procurar
que se lo haga de alguna otra manera más adaptada al curso esperable de las cosas.
Pero
esta listeza, tan frecuente en los intelectuales de todas las épocas, no siempre
resulta
aconsejable. Ni revela mucha dignidad ni tampoco una inteligencia demasiado
luminosa:
¿o es que el haberse adaptado uno a las circunstancias es indicio de que las
circunstancias
se adaptarán a lo que uno ha llegado a creer sobre ellas?
77
Capítulo 7
Unas cuantas dudas para quien no crea
que la naturaleza imite al arte
Los fenómenos de antimímesis son por lo general muy enrevesados y a menudo resultan
perversos. Según se ha visto ya, invitan a generalizaciones delirantes, como si por
haber
una antimímesis tuviese que haber muchísimas y cada trozo de naturaleza hubiera
resultado en forma premeditada de algún ejercicio artístico. Pero de la relación
entre la
naturaleza y el arte ya habrá ocasión de volver a ocuparse. Ahora conviene llamar
la
atención sobre un caso notable de antimímesis, de cuya existencia no se sigue que
semejantes fenómenos abunden más de lo que sue-le creerse, aunque tampoco menos.
Como ya se ha adelantado, la creencia en que la moral es autónoma es una secuela de
la
pretensión de autonomía de ciertas doctrinas morales. Digo, nótese bien, la
creencia (que
puede ser verdadera o falsa y estar o no estar justificada) en que la moral es
autónoma y
me refiero a doctrinas morales con pretensión de autonomía más o menos cumplida o
frustrada. Pero antes de razonar esta afirmación y algunas de sus implicaciones,
permítaseme destacar un rasgo esencial de la idea misma de que la moral es
autónoma.
Si alguien aboga por la autonomía de la moral, parece que ha de sostener al mismo
tiempo que dicha autonomía es cosa conocida por sus usuarios: si los agentes
morales
carecen de toda noticia de dicha autonomía, entonces quizá ya no tenga ningún
sentido el
que la moral sea autónoma o deje de serlo.
Para que mi moral sea autónoma, tengo que saberlo; nadie puede ser autónomo
ignorándolo, porque la autonomía excluye por definición esta forma de ignorancia.
La
autonomía, para ser tal, tiene que ser autoconsciente; del usuario de una moral
autónoma
no sólo se espera que admita cierto conjunto de nor-mas o de valores o de
concepciones
del bien, sino, sobre todo, que ese conjunto de elementos no esté impuesto por una
autoridad humana o divina o por la inapelable autoridad de la naturaleza. Uno puede
quizá obedecer los mandatos de una moral heterónoma desconociendo su fuente o
estando confundido en torno a ella (puede, por ejemplo, abstenerse de robar aun sin
saber que el séptimo mandamiento prohíbe robar, o ser compasivo desconociendo que
eso es producto de cierto proceso hormonal), pero en las morales autónomas una
ignorancia así tiene que estar excluida del todo. Si alguien con propensión al
hurto deja
78
de cometerlo en virtud de una moral que es autónoma, eso significa que su acción ha
estado motivada por la aceptación de ciertos principios (o criterios, o modelos, o
ejemplos, o lo que fuere) pertenecientes a un tipo especial, conscientemente
diferenciado de las motivaciones heterónomas y bien identificado por quien actúa
con
autonomía. Quien diga que su moral siempre ha sido autónoma y que no se había
enterado de ello hasta ahora usa alguna palabra de manera incorrecta.
Desde luego, no todos los usuarios de las morales autónomas conocen la palabra
“autonomía” ni saben emplearla, pero hay algo que ninguno de ellos puede ignorar si
ha
de ser tenido por partícipe de una moral autónoma. Lo que deben saber son
seguramente
dos verdades muy elementales. La primera es que esa motivación (llamada “moral” o
como se la llame) que los lleva a no cometer hurto es del mismo tipo peculiar que
aquella
que en otras ocasiones los lleva a, pongamos por caso, no abrir los cajones de la
mesa
del despacho de un colega antipático cuando éste se ha ausentado un momento, a
auxiliar
a los heridos de las carreteras o a sentir admiración por personas y hechos
ejemplares. La
segunda es que ese tipo peculiar de motivaciones es distinto de otras (aunque a
veces
pueda tener cierta conexión con ellas): de las religiosas, de las fundadas en el
acatamiento
a los poderes establecidos, o de las derivadas de impulsos primarios. Actuar
moralmente
de manera autónoma es cosa propia de gentes que están al tanto de lo que la moral
autónoma es, una noticia que según algunos sistemas filosóficos resulta ser
consecuencia
inmediata de la posesión de determinadas facultades o cualidades: la razón, ciertas
pasiones o un peculiar sentido moral. El usuario de una moral autónoma tie-ne,
pues, que
saber descubrir la semejanza que hay entre las motivaciones de distintos tipos de
conducta y lo que distingue a esas motivaciones de otras que ha de aceptar a la
fuerza. Si
no supiera lo primero sería una especie de autómata moral, pero ignorar lo segundo
o
tener dudas profundas sobre ello significaría algo peor, a saber, que para él las
formas
morales de motivación (las que ha llamado “morales” o con el nombre que quiera, una
vez que ha descubierto la analogía que hay entre ellas) no son cosa que se distinga
esencialmente de otras motivaciones1. El usuario de la moral autónoma sabe que su
moral posee ese rasgo y tiene que saberlo aunque de su vocabulario esté ausente la
palabra “autonomía”. Tener una moral autónoma significa, entonces, saber agrupar
las
motivaciones humanas de cierta manera y saber distinguir cierto grupo de
motivaciones
de otros grupos rivales. Pero estar metido de lleno en una moral autónoma es, como
se
advertirá, más difícil de lo que a primera vista parece. Porque una vez mostrado lo
anterior se han de dar todavía unos cuantos pasos para advertir que la autonomía de
la
moral es un caso de antimímesis.
79
El usuario de la moral autónoma sabe lo que sabe (es decir, agrupar y separar)
porque lo ha aprendido o porque se ha habituado a darlo por supuesto. Una autonomía
innata resultaría sobremanera extraña, aunque es cierto que muchas veces los
animales
humanos tendemos a remontarnos todo lo posible en la antigüedad de lo que más
estimamos, como si la condición reciente o adquirida de algo fuera en su menoscabo.
Si
la moral ha de ser autónoma, tiene que ser fruto del aprendizaje (o quizá de la
habituación), pero además ha de ser opcional y contingente. Que las morales
autónomas
sean opcionales quiere decir tan sólo que sus usuarios pueden concebirse a sí
mismos y a
sus sociedades sin ningún rastro de dicha moral. Su falta se vendrá a considerar
quizá
como una pérdida, aunque como una pérdida de un tipo no muy distinto al de la
ausencia
de industria láctea, de instrumentos de viento o de pasta dentífrica, cosas de las
que sería
una desgracia tener que prescindir, aunque se inventaron en un momento dado y sin
ellas
el mundo resultaría empobrecido pero sería concebible. Que las morales autónomas
sean
contingentes significa, por su parte, que su aparición no fue un episodio necesario
(aunque estuviera dotado quizá de la potestad de crear necesidades)2. Hubo un día
en
que no existían morales autónomas y ese día puede regresar. La moral autónoma es
cosa
que uno ha aprendido y que podría no tener, cosa inventada y no descubierta. Tiene
que
ser, por cierto, todo eso si quiere ser autónoma. Una moral, para ser autónoma,
necesita
serlo con alternativas –porque de lo contrario sería la única moral posible en ese
contexto, vale decir, vendría impuesta y por tanto sería heterónoma– y necesita
también
poder haber sido de otro modo. Si la moral que tengo es la única que puedo tener y
que
podría haber tenido, entonces ya no la poseo de manera autónoma. Nada hay de
escandaloso en que las morales autónomas tengan historia ni en que su autonomía sea
un
episodio histórico. Lo escandaloso sería más bien lo contrario.
Que la autonomía de la moral constituya una secuela de la existencia y del triunfo
de
doctrinas morales con pretensión de autonomía es cosa que suena a heterodoxa porque
se tiende a creer que si la moral es autónoma ha de serlo por motivos más sólidos,
más
trascendentales y más profundos. Esta torcida antimímesis tiene el aspecto de ser
una
casualidad o una especie de anomalía y aun de trampa. Pero la autonomía de la moral
no
ha de deberse necesariamente a una génesis necesaria, y, lo que es más, no puede
tener
una génesis necesaria si es que ha de ser autónoma de veras. En caso de que esto
sea
cierto, debilita mucho la principal objeción que puede hacerse a la tesis de que la
autonomía de la moral es antimimética. Porque el reproche principal resulta ser de
principio: si en verdad la moral es autónoma, semejante hecho posee tanta
importancia y
dignidad que no puede deberse a que simplemente ha habido gente interesada en que
la
80
disciplina que cultiva es autónoma respecto de las demás. Es una objeción del mismo
tipo
de la que antes se vio contra cualquier sospecha de que la moral no fuera algo
dado. Una
vez vencida dicha objeción, sólo queda probar que, en efecto, ha sido la autonomía
de la
doctrina la que ha producido la autonomía de su objeto, y mostrar, desde luego,
cómo ha
ocurrido semejante cosa3.
La autonomía de la doctrina moral es un extraño episodio de la historia intelectual
europea. El efecto Maquiavelo y el efecto Mandeville produjeron, como se ha visto,
la
formación de un punto de vista –el que azarosamente se acabó llamando “moral”–
definido por oposición a las esferas de la razón de Estado y de la razón económica,
previamente autónomas por su parte. Pero la edificación de toda una moral tan
autónoma
como la política y la economía, de todo un cuerpo de normas, valores y bienes
específicamente morales e independientes de otros puntos de vista (o, mejor dicho,
la
creencia de que ese cuerpo normativo ya se ha empezado a construir e irá
progresando y
robusteciéndose de manera irreversible) no habría podido darse de no ser por el
surgimiento de cierto tipo de saber que decía tomar a la moral como su objeto y que
era
reconocible como un tipo autónomo de doctrina4. Semejante autonomía doctrinal no
fue,
desde luego, un logro sencillo. En realidad, lo resultante del efecto Maquiavelo y
el efecto
Mandeville podría haber dado lugar a algo muy distinto, y también habría podido
perderse del todo. Para que uno y otro efecto produjesen lo que llamamos moral fue
preciso que el saber europeo se organizase a lo largo del siglo XVIII de un modo un
tanto
anómalo y peregrino.
Si la historia intelectual europea hubiera sido de otro modo, es probable que la
suma
de lo que (según tradiciones y lugares) se llama humanidades, ciencias sociales,
ciencias
humanas o ciencias del espíritu recibiera hoy el nombre de ciencias morales, una
denominación que a la altura de finales del siglo XVIII gozaba de un futuro
francamente
prometedor. En grandísima medida, la cuestión de la autonomía de la doctrina moral
es la
misma que la del fracaso de las ciencias morales o, si se quiere, de su
fragmentación. La
mayor parte de quienes se ocuparon de moral en el siglo de la Ilustración anhelaban
construir un cuerpo de conocimiento que transfiriese a los asuntos humanos el éxito
obtenido por la física de Newton. Casi cualquier hombre dieciochesco que opinase de
cuestiones “morales” podía aspirar al título de “filósofo moral”, pero en un
sentido
semejante a aquél en el que cualquier investigador de la naturaleza reclamaría la
condición de “filósofo natural”5. Filosofía natural y ciencia natural eran
prácticamente
sinónimas, y también lo eran entre sí filosofía moral y ciencia moral. Lo que aquí
debe
explicarse –un enigma no carente de interés– es por qué pervivieron el segundo y el
81
tercer término y por qué el primero y el cuarto acabaron convertidos en
antiguallas. Para
esto resulta crucial el destino de lo que se llamó ciencias morales, y su diver-sa
fortuna
en unas y otras culturas nacionales.
El propósito y el resultado del Tratado sobre la naturaleza humana, de Hume, son
en esto muy reveladores. Como es de sobra sabido, Hume presentaba el Treatise como
“un intento de introducir el método experimental de razonamiento en asuntos
morales” y,
desde luego, la obra no puede entenderse sin ese subtítulo. El tratado ofrece, en
efecto,
el mapa de lo que podría ser una ciencia natural de la moral, en el programático
sentido
que el joven Hume podía dar a semejante idea. Hume suponía que “moral” designaba
aproximadamente el territorio acotado por el efecto Maquiavelo y el efecto
Mandeville, y
estaba convencido de que, examinadas sin prejuicios, las pasiones humanas podían
proporcionar un fundamento suficiente a ese tipo de conducta –altruista,
transparente y
universalizable– a la que cabía considerar “moral”. Al hilo de ese proyecto, Hume
creyó
oportuno exponer una serie de consideraciones sobre las ideas, el espacio y el
tiempo, el
conocimiento y la probabilidad, el escepticismo, la causalidad, la identidad
personal, la
justicia y otras materias, y mostrar, desde luego, que lo que él llamaba “moral” –
un
ámbito consistente en ciertas pasiones de las que se derivaban ciertos deberes– era
algo
totalmente independiente de la razón y que en modo alguno podía estar determinado o
gobernado por ella.
El célebre lugar del Tratado en el que se declara inválida toda inferencia de
conclusiones normativas a partir de premisas fácticas ha interesado mucho más a los
lectores del siglo XX que a los del XVIII; desde luego para Hume no tenía nada de
inquietante ni implicaba un desafío el que no se pudiera pasar deductivamente de
hechos
a normas. La filosofía moral o ciencia de la naturaleza humana adoptaría como
objeto
principal de estudio la facultad de experimentar pasiones y de regirse por algunas
de ellas,
y no la facultad de razonar conectando unos hechos con otros, algo en lo que nadie
vio
un motivo particular de escándalo o de extrañeza. Aunque esa ciencia estudiara
hechos –
el hecho, por ejemplo, de que se poseen ciertas pasiones–, Hume estaba empeñado en
convertir a esa ciencia en una guía para la acción, y no porque la ciencia en
cuestión
ordenase nada a nadie, sino porque mostraba cuál era la conducta moralmente
correcta,
o por lo menos hacía ver que aquella manera de proceder a la que la mayor parte de
las
personas a las que se concede crédito consideran moralmente correcta se deriva en
realidad del hecho de que los seres humanos experimentan, por regla general,
determinados sentimientos de determinada manera. Sin necesidad de ir más lejos,
Hume
creía que del descubrimiento de que no se puede transitar de “es” a “debe” se
seguirían
82
trastornos muy severos para la moral tradicional6.
La idea de una ciencia moral consistía a fin de cuentas en la creencia de que
podían
descubrirse los resortes (físicos o sociales) de la conducta tenida por moralmente
correcta
o ejemplar. Una vez explicados por la ciencia moral esos motores y mecanismos, la
conducta moral quedaba científicamente ilustrada (o filosóficamente, tanto da). No
por
ello iba a ser más correcta que antes, pero sí que extraería beneficios indirectos
del
espíritu científico (o filosófico); si la moral hubiera resultado inexplicable, eso
habría
equivalido a declarar el fracaso de la ilustración científico-filosófica y a
reducir la moral a
una entidad oscurantista y un objeto de superstición; una moral sin ilustración no
sería en
manera alguna una moral ilustrada. La ciencia moral es el descubrimiento de los
hechos
que nos llevan a tener la moral que tenemos. Sin embargo, el siglo de las Luces no
fue
unánime en cuanto al significado de la palabra “hecho” ni en cuanto a la relación
de este
término con la moral. Si Hume no hubiera estado convencido de que su ciencia de la
naturaleza humana se limitaba a descubrir y esclarecer la moral como un objeto
preexistente a dicha ciencia –de manera rigurosamente semejante a como el mundo
estudiado por Newton ya existía antes de la mecánica newtoniana–, apenas nada de su
empresa intelectual habría tenido ningún sentido, aunque tampoco lo habría tenido
si
Hume y sus lectores no hubiesen esperado nada –si no hubiesen esperado ningún
resultado práctico y moral– de la tarea de una ciencia así. Tratar de estudiar una
moral
que uno no ha visto en ninguna parte o hacer como si fuera irrelevante el que esa
moral
estuviese realizada en algún momento y lugar o dejase de estarlo serían empresas
del
todo vanas para Hume y para la mayor parte de sus lectores.
Cuando Kant aseguraba haber sido despertado por Hume de su sueño dogmático, es
probable que no pensara tan sólo en que todo conocimiento tiene que provenir de la
experiencia. Seguramente estaba pensando también –aunque se tratase de un
pensamiento confuso de los que se tienen en los despertares, y que no se sabe si
corresponden al mundo de la vigilia o al del sueño– que en ninguna parte puede
encontrarse con certeza una actuación humana movida por la razón. Ciertamente, lo
que
Kant entendía por razón apenas tiene nada que ver –salvo en esto– con lo que
entendía
Hume. En esto y en que la razón es un hecho, aunque para Kant el Faktum der
Vernunft
consiste tan sólo en que la facultad racional tiene que poseer de manera necesaria
jurisdicción sobre algo (y también en que ese algo no puede ser el mismo que Hume
sostenía). Pero Kant creyó que de la moral no había propiamente nada que saber,
salvo
su forma. En la medida en que cupiese describir la conducta de alguien como una
conducta moral, esa descripción estaría condenada a una vacilación tan corrosiva
como
83
la duda escéptica. Sobre la moral no hay hecho alguno que poder mostrar, ningún
hecho
que no sea el Faktum mismo de la razón. En la idea de la moral que tiene Kant, algo
es
moralmente obligatorio con independencia de cualquier hecho, y ningún hecho puede
tener papel alguno a la hora de establecer lo moralmente correcto o válido. Una vez
que
se ha llegado a una conclusión como la anterior, podría decirse que los hechos son
precisamente aquello que nunca podría intervenir en la decisión de lo moralmente
correcto. Pero esto es tanto como afirmar que no hay ciencia moral alguna. La
doctrina
moral será normativa sin poder ser descriptiva de nada; si fuera descriptiva, sería
menos
autónoma. Lo que ahora resulta es que la doctrina moral tiene que ser autónoma no
sólo
con respecto al derecho y a la religión, sino también con respecto a la ciencia
moral7.
Al igual que antes, también ahora deben distinguirse un programa radical y otro
moderado en lo tocante a la autonomía de la doctrina moral. También como antes, el
programa moderado puede encontrar inspiración en Hume y el radical en Kant, aunque
ni mucho menos sólo en ellos. La solución radical es clara y terminante: la
doctrina moral
es una empresa intelectual que no debe nada a ninguna otra rama del saber y que en
cierto modo ha de ser soberana sobre todas ellas. Hay disciplinas –todas las demás–
que
se dedican concienzudamente al descubrimiento y cuidado de los hechos, pero cabe
concebir una –una por lo menos– que se desentienda del todo de esta tarea; si esa
disciplina es concebible, será desde luego autónoma en el sentido más estricto de
la
palabra. No sólo no dependerá de ninguna otra, sino tampoco de aquello de lo que
cualquier disciplina depende; será autónoma con respecto a las otras ramas del
árbol de
las ciencias y, lo que es más importante, también con respecto a la férrea
constricción de
los hechos. Cuando la doctrina moral se pronuncia en favor de cierta obligación,
cuando
declara que algo es lícito o lo prohíbe, aunque alguna otra doctrina normativa (de
índole
jurídica o religiosa, o fundada en algún género de conveniencia o cálculo social,
político o
económico) invalide esos pronunciamientos, la doctrina moral es soberana y se
traicionaría si entrase en negociaciones con las otras doctrinas normativas, si les
ofreciera
transacciones o si les aceptase componendas. Quiere esto decir, y no es poca cosa,
que la
doctrina moral resulta ser autónoma respecto de cualquier otra construcción
normativa,
pero lo que más importa es que esa misma autonomía faculta a la doctrina moral para
hacer oídos sordos a cualquier reconvención que provenga del mundo de los hechos.
En
caso de conflicto entre los hechos y la moral, tiene que prevalecer esta última,
pero decir
lo anterior sería decir poca cosa; que la moral vaya por su lado y los hechos por
el suyo
no tiene nada de anómalo y es lo que ocurrirá en circunstancias normales, salvo que
la
actuación humana logre domeñar a los hechos y reducirlos a lo que la moral ordena,
algo
84
desde luego obligado pero de infrecuente cumplimiento.
Este ideal de una doctrina normativa genuinamente moral pertenece a la tradición de
la historia intelectual europea desde el siglo XVIII. Es el ideal de un cuerpo de
doctrina
netamente diferenciado de cualquier ciencia de hechos –incluidas las ciencias que
se
llamaron morales y después sociales, humanas o del espíritu–, el ideal de un uso
del
razonamiento libre de toda sujeción a la servidumbre de la experiencia. Un cuerpo
de
doctrina así tendrá que coexistir, desde luego, con otras doctrinas normativas y
con el
conocimiento fáctico normal; el mundo en el que la moral ha de ser soberana (la
moral
entendida ahora como doctrina moral, como aquello por lo que la práctica se debe
regir)
es un mundo en el que hay derecho y seguramente religión, y del que la ciencia no
puede
faltar, incluida la ciencia moral (con este nombre o con otro), pero lo que importa
es que
en un mundo así todos esos departamentos de la cultura están netamente separados de
la
doctrina moral, o por lo menos que la doctrina ha de ser autónoma con respecto a
ellos.
A la inversa no ocurrirá, sin embargo, lo mismo. Así, se sostendrá a veces que el
derecho
tiene que estar subordinado, por lo menos en parte, a la moral; otras veces se
dirá, como
el propio Kant lo hizo, que la religión no es el fundamento de la moral, sino al
revés, y,
conforme adelanten los tiempos y sus progresos, se empezará a creer que la moral
tiene
mandatos que imponerle a la ciencia. Pero nada de esto menoscaba –más bien ocurre
al
revés– la autonomía de la doctrina moral y con ella la de la moral misma. Que la
doctrina
moral haya de tener vigencia en un mundo en el que rigen también doctrinas
normativas
de otro tipo (y doctrinas que no son normativas) obliga a un reparto de
jurisdicciones y a
cierta división del trabajo, o por lo menos al intento de una distribución así. La
cláusula
más decisiva es, desde luego, de principio: los hechos no son nada menos que
hechos,
pero tampoco nada más. Lo anterior lleva a trazar una robusta muralla que separe el
territorio de los hechos del de la moral, un espacio éste que estará poblado por
deberes,
por normas, por valores, por preferencias, por bienes o por lo que quiera que sea,
aunque no consentirá intromisión de hechos. Y una vez establecida dicha cláusula,
ya
cabe trazar fronteras interiores que separen lo moral de otras formas de lo
normativo.
Ésta es la doble autonomía de la doctrina moral, autónoma respecto de los hechos y
también respecto de los deberes que no son morales, aunque quizá sea mejor
exponerla
en sentido inverso: fue cierta especie de normas, valores y deberes la que se
preocupó
con éxito de afirmarse como una jurisdicción netamente normativa y en modo alguno
fáctica. La clase de las normas, valores y deberes que convenía distinguir de su
correspondiente forma de conocimiento (la “ciencia moral”) podía ser así claramente
identificada como objeto de una doctrina que ya sólo podía ser normativa. A esta
última
85
se la acabó llamando filosofía moral (o ética). Que junto al adjetivo “moral” los
sustantivos “ciencia” y “filosofía” quisiesen decir cosas distintas fue el origen
de la
autonomía de la moral.
Según la versión moderada de la autonomía de la doctrina moral, no existe una
parcela normativa netamente distinguida de lo que no es normativo, o por lo menos
no
existe tal como lo enuncia la versión radical. Para la versión moderada, la
doctrina moral
es autónoma, pero lo es con no pocas limitaciones. Será una rama de la psicología
de las
emociones, o de la psicología social, o de la sociobiología o de la etología, una
rama que
podrá distinguirse de otras de la misma disciplina pero que estará determinada en
gran
parte por ellas o, por lo menos, mantendrá con algunas de ellas lazos de mutua
dependencia. Interesa notar que la versión moderada de la autonomía de la doctrina
moral está subordinada a la radical. Es ésta la que erige una disciplina netamente
identificable y la que, al erigirla, define un objeto claro, fundando propiamente
lo que se
llama moral. Si la versión radical de la autonomía no se hubiera dado, habría
habido, qué
duda cabe, versiones moderadas (la moderada de Hume fue, no en vano, anterior a la
radical de Kant), y habrían sido esas versiones las que hubieran definido la moral,
las que
hubieran identificado con claridad el resultado del efecto Maquiavelo y del efecto
Mandeville. Esa identificación habría sido más vaga y difusa que la producida por
las
versiones radicales, pero ciertamente se habría dado. Ahora bien, lo cierto es que,
una
vez producida la versión radical, es ella la que se convierte en hegemónica. El
efecto
Maquiavelo y el efecto Mandeville acabaron dando de sí lo que conocemos como moral
porque hay doctrinas con pretensiones de autonomía radical que así lo establecen.
Sin
embargo, una vez fundado ese objeto –una vez, si se quiere, formado, es decir,
constituido no a propio intento sino como efecto lateral–, queda disponible para
que otros
tipos de doctrina lo adopten como suyo. Ese “punto de vista” que el efecto
Maquiavelo y
el efecto Mandeville convirtieron en una necesidad cultural cristaliza en lo que
llamamos
moral gracias a que ciertas doctrinas suscitaron por antimímesis la impresión
generalizada
de que su objeto era anterior a ellas. Para que ese proceder tuviera éxito, los
autores de
dichas doctrinas tuvieron que convencerse previamente de que no estaban inventando
nada –en ninguno de los sentidos modernos de lo que es el inventar– y de que se
limitaban a descubrir algo eterno y a explicarlo; tuvieron que persuadirse de que
era el
arte el que imitaba a la naturaleza y no la naturaleza al arte. No cabe duda de que
eran
sinceros en esta apreciación, aunque ciertamente estaban engañados; un rasgo muy
notable de lo que llamamos moral es que está formada de tal modo que resultaría
inquietante creer que aquello no existió siempre. Y para definir un objeto así, las
86
doctrinas radicalmente autónomas eran inmejorables. Si uno posee una doctrina que
no
puede deber nada a ninguna otra, es fácil concluir que el objeto sobre el que versa
es
igualmente autosubsistente, pues de lo contrario no lo sería la doctrina.
Los partidarios moderados de doctrinas morales autónomas van casi siempre a
remolque de los radicales, como si su tarea fuese tomar la versión de la moral que
dan
éstos y atemperarla un poco. La moral es para ellos un licor apreciable pero de
excesiva
graduación alcohólica y tiene que ser cuidadosamente rebajado8. Una doctrina moral
autónoma en su versión moderada es siempre parte de otra doctrina más amplia: de
alguna doctrina de tipo naturalista o quizá de alguna construcción histórica (o de
alguna
combinación histórico-evolutiva de ambas). Lo que se llama moral es,
correlativamente,
cierta parte de la conducta humana –y en algunos casos también de la de algunos
animales no humanos–o cierto resultado de la evolución o de la historia universal o
del
proceso de modernización. Los cultivadores de doctrinas morales moderadamente
autónomas suelen creer que su tarea aventaja con mucho a la de los teóricos
radicales;
tienden a pensar que se quedan con lo mejor de éstos rehuyendo sus defectos, y que
la
moral que describen es más rica y más realista, más flexible y más humana que la
que
obsesiona a sus aprioristas colegas radicales. Según los moderados, la autonomía de
la
moral es cosa tasada y limitada, tanto como lo está la de la doctrina. Eso no quita
para
que lo moral –y al mismo tiempo la doctrina que versa sobre ello– sea fácil de
identificar
y no se preste a confusiones; en realidad, moderados y radicales llaman moral a lo
mismo.
La metonimia disciplinar de la moral no presenta, como se ve, una estructura
sencilla. Aquello a lo que con falsa inocencia denominamos moral no podría ser
objeto de
designación alguna sin viejas y frondosas doctrinas que lo identificaran, lo
definieran y lo
reglaran. Que un explorador imponga su propio nombre al territorio que acota no
tiene
nada de sorprendente; lo que resulta más llamativo es que con el tiempo llegue a
creerse
que el explorador tomó su nombre del territorio explorado. Lo que llamamos moral es
una doble anomalía: surgió como lo opuesto a la inmoralidad y es el resultado de
doctrinas que dan su nombre al objeto que estudian. Ambas anomalías tienen que ser
cuidadosamente disimuladas para que la moral pueda hacerse valer; la moral parece
fundarse en la transparencia, pero ella misma no puede permitirse ese lujo. Con
frecuencia el moralista abomina del retórico o por lo menos lo mira con prevención,
y no
es raro que así sea; la moral tiene mucho que temer de la retórica porque ella
misma es
una metonimia muerta.
87
88
Capítulo 8
Metonimias y anomalías
Al lector atento del De anima de Aristóteles las metonimias disciplinares no pueden
resultarle extrañas. En un lugar decisivo y muy conocido del libro III se afirma,
no en
vano, con toda franqueza que “la ciencia en acto y su objeto son la misma cosa”1, y
en
otro se proclama sin rebozo que “tratándose de seres inmateriales lo que intelige y
lo
inteligido se identifican, toda vez que el conocimiento teórico y su objeto son
idénticos”2.
Una y otra tesis, obsoletas y quizá escandalosas para el lector contemporáneo,
resultan
para Aristóteles de lo más plausible y fácil de admitir. Que la epistéme haya
alcanzado su
enérgeia, es decir, que se haya desarrollado hasta la perfección que le es propia,
significa
que ha logrado saber aquello que le corresponde saber –su prâgma, objeto o asunto–
y
que lo conoce no meramente en potencia, sino de manera completa, cumplida y
perfecta,
es decir, que lo conoce del todo y no le queda nada por saber sobre él. Si la
captación no
hubiera sido perfecta, quedaría algo de prâgma, mucho o poco, sin aprehender, como
cuando uno ve un árbol pero no lo ve del todo porque su vista no llega a algunas
partes o
no las ve todas al mismo tiempo. Sin embargo, la ciencia no obra igual que la
sensación
(aunque sea análoga a ella), y de la epistéme que no ha llegado a alcanzar su
enérgeia no
puede decirse que haya dejado fuera ninguna parte de su objeto; habrá partes del
árbol
que estén fuera de la vista, es decir, en un lugar al que la vista no llega, pero
no hay
ningún lugar fuera de la ciencia que a ésta se le hurte. Lo que ocurre cuando la
ciencia
es imperfecta es que algunas de sus partes, ciertos trozos de su propio interior,
no se han
desarrollado aún. Aquello que no se ha llegado a inteligir en acto está dentro del
entendimiento, sólo que de manera potencial, y en ese caso se dirá que la ciencia
(todavía parcial y rudimentaria) no coincide con su objeto; la coincidencia se
efectuará
cuando la ciencia se actualice del todo, es decir, cuando llegue a la perfección
todo lo que
tenía dentro de sí, y en ese momento resultaría absurdo afirmar que hay objetos de
conocimiento no conocidos. La relación de la ciencia especulativa con su objeto no
debe
entenderse como la que hay, por ejemplo, entre la geografía y el territorio; en
este último
caso, la ciencia perfecta y el asunto sobre el que versa serán siempre entidades
distintas
(salvo quizá en la historia contada por Borges) porque el territorio es cosa
externa al
saber sobre él, pero en la ciencia especulativa no se da esa exterioridad, de
manera que
89
su perfección será la coincidencia con el objeto, y decir que ciencia y objeto no
coinciden
equivale a afirmar que hay todavía dentro de la ciencia potencias sin actualizar,
como el
café que aún no ha subido hasta llenar la totalidad de la cafetera y por tanto no
coincide
con ella.
Pese a haber proporcionado durante siglos el modelo de todo conocimiento científico
válido, la epistéme aristotélica es una provincia anómala y exótica de la república
de las
ciencias, casi una comarca sin administración y sin censo, de la que se ignora si
está
poblada y por quién podría llegar a estarlo. El régimen normal del conocimiento
científico
es el de un objeto externo a quienes lo conocen y al resultado de su actividad, y
ésta es la
razón de que las metonimias disciplinares sean metonimias; si la ciencia
coincidiera con
su objeto, una y otro podrían designarse con el mismo nombre, que no constituiría
en
manera alguna un tropo, sino la designación más propia de ambas entidades o, dicho
con
rigor, de la única entidad que una y otro son. Las ciencias o saberes que echan
mano de
metonimias disciplinares no son ciertamente como la epistéme de Aristóteles, pero
las
metonimias que emplean se fundan en la ilusión de que pueden parecerse a ese tipo
de
ciencia. Cuando se usa un tropo de manera consciente se supone que aquello que se
dice
no es literalmente cierto (no se habla de rubíes, de perlas o de estrellas con
todas las de la
ley; se habla de otras cosas, o se habla de ellas pero de manera anómala, sin
hablar del
todo de ellas y sin terminar de decir lo que se dice, o terminándolo pero
suspendiéndolo a
continuación), y así ocurre con las metonimias disciplinares. Sin embargo, éstas
son
metonimias muertas, fósiles o ciegas: los tropos de los que hablaba Nietzsche, “que
se
han desgastado y han perdido su fuerza sensible, monedas que se han desfigurado y
ya
no cuentan como monedas, sino como metal”3. Seguramente quien habla de la
climatología adversa o quien dice haber recorrido la geografía española sabe que
habla de
manera un tanto especial –acaso se enorgullezca de lo que cree una expresión
elegante,
propia de los periodistas y de la gente de mundo–, pero no está claro que le suceda
lo
mismo a quien dice que cierto hecho está motivado por la historia o que fulano
carece de
moral o está falto de ética. Las metonimias disciplinares de la historia y de la
moral son
tropos muertos que no se reconocen como tales, y que además no pueden reconocerse
si
han de tener vigencia. De advertirse su condición de metonimias, la historia y la
moral
perderían toda la terrorífica santidad de lo absoluto, se convertirían en cosa
relativa y
variable, dependiente de ciertos relatos y de ciertas doctrinas, de accidentes tan
azarosos
como que las disciplinas delimiten su objeto a base de imponerle el nombre de la
propia
disciplina.
En su Retórica o Arte de hablar, publicada por primera vez en 1675, Bernard Lamy
90
se adelantaba a quien quisiera criticar el uso de metonimias proclamando la total
inocencia de dicho tropo. La metonimia no será nunca fuente de confusión porque la
relación entre el término literal y el término trópico es tan estrecha e inmediata
que
pensar en el segundo es casi como pensar en el primero. Así, cuando se afirma que
César
ha devastado las Galias, que todo el mundo lee a Cicerón o que París está
atemorizado,
hay, dice el padre Lamy, “un vínculo tan grande entre el jefe y su ejército, entre
un autor
y sus escritos, entre una villa y sus ciudadanos, que no puede pensarse en lo uno
sin que
se presente de inmediato la idea de lo otro, de modo que este cambio de nombre no
causa confusión alguna”4. Pero las metonimias no siempre son tan candorosamente
inocentes. La proximidad de los conceptos es a menudo un tanto truculenta; hay, no
en
vano, proximidades que matan.
La metonimia, hipálage o denominatio ha tenido diversas definiciones en la historia
de la retórica, aunque la mayor parte de ellas son deudoras de las de Cicerón y la
Retórica a Herenio. Así, esta última llama denominatio a “la figura con la cual
tomamos
de elementos próximos o vecinos una expresión que permita comprender algo que no
haya sido designado con su propio nombre”5, mientras que Cicerón caracterizó la
hypallagé o metonymía de los rétores y gramáticos griegos como “palabras cambiadas”
(uerba mutata), en oposición a las “palabras transferidas” (uerba tralata) de la
metáfora;
así, la metáfora transfiere el significado de una palabra a otra por semejanza (per
similitudinem), mientras que la metonimia cambia la palabra propia por “otra que
signifique lo mismo tomada a partir de algo que se siga de ella (ex re aliqua
consequenti)”6. Si la metáfora es un salto hacia lo semejante, la metonimia es una
suerte
de corrimiento o deslizamiento que no reconoce los límites fijados de las cosas y
se
apropia de lo que está al lado. En el árbol de Porfirio, una metáfora consiste en
injertar
en una rama un trozo de otra muy lejana aunque parecida por su aspecto, mientras
que
una metonimia consiste en atar una rama a la más próxima. De hacer caso a Lamy, las
metonimias se revelan siempre como tales, dan la cara y no ocultan su condición.
Nadie
creerá que ha sido César en persona quien ha devastado las Galias, porque una
persona
sola no está en condiciones de acometer un empeño así; de modo que, al ver la
metonimia, el entendimiento se dirige de manera inmediata, sin necesidad de pararse
a
pensarlo, hacia aquello de entre lo más próximo a César que sí es capaz de devastar
las
Galias, a saber, su ejército. La metonimia es lícita porque el movimiento recién
descrito
resulta completamente natural; quien creó el mundo puso las cosas unas junto a
otras
para facilitar que nos expresáramos con metonimias, pero las distinguió lo bastante
para
que, cada vez que lo hiciéramos, nos diésemos cuenta de que cometemos metonimia y
91
de que nos conducimos de manera anómala.
Muchas de las metonimias más habituales son en realidad catacresis de metonimia.
Se llama catacresis (es decir, uso de algo más allá de lo propiamente debido o
correcto, o
sea, abuso: abusio es el nombre de la catacresis en latín) al fenómeno que se da
cuando
no existe ninguna palabra que designe propiamente cierta cosa y se echa mano de una
metáfora, una metonimia o una sinécdoque para colmar la laguna (aunque aquí las
lagunas sean sólo metafóricas). Si hubiese un término que designase el
estrechamiento de
una botella en su parte superior o las apoyaturas que, colocadas encima del suelo,
sostienen una mesa o una silla, no hablaríamos del cuello de la botella ni de las
patas de
la mesa o de la silla –que son dos casos muy claros y hasta triviales de catacresis
de
metáfora–, pero el lenguaje humano es con frecuencia más menesteroso de lo que
debiera, y necesita abusar de palabras que se concibieron con otros propósitos,
como
cuando se emplean los calcetines para guardar el dinero o se aloja a los huéspedes
en la
habitación que fue del servicio. Quien lea los ejemplos de catacresis de metonimia
dados
por Pierre Fontanier en Les figures du discours –una de las sistematizaciones más
notables de toda la historia de la retórica, publicada entre 1821 y 1830– se
encontrará
con casos tales como “un Rubens” o “un Miguel Ángel” (por los correspondientes
cuadros, claro está), “una máscara” (por el enmascarado) o “la toga” (por las
gentes del
derecho), “la Corte” (por los cortesanos), “la Comedia” (como designación del
edificio y
no de lo representado en él) o “la Maternidad” (también como edificio)7. Hay dos
ejemplos de Fontanier a primera vista extraños: el del colegio y el del tribunal.
Lo
primero que conviene señalar a este propósito es que ninguno de los dos casos
tiene, por
lo menos en nuestra época, apariencia de metonimia; no suenan a lenguaje figurado
(Fontanier tituló, no en vano, el capítulo correspondiente “Des tropes comme pures
catachrèses, et, par conséquent, comme non vraies figures”)8 y su aspecto no indica
nada que se aparte del lenguaje literal. Sin embargo, llamar tribunal al conjunto
de los
jueces o examinadores que juzgan sobre un asunto es propiamente una metonimia de
continente, que designa al grupo de personas o a la institución que forman con el
nombre
del lugar donde, expuestos a la mirada pública, se reúnen para juzgar. De manera
inversa,
“colegio” constituye una metonimia de contenido, que designa cierto edificio con el
nombre de la corporación de maestros que tiene a su cargo determinadas enseñanzas
en
aquel lugar (aunque “colegio” designaba en realidad, y sigue haciéndolo, más tipos
de
corporaciones)9.
Lo cierto es que nadie lleva a cabo razonamientos así cuando se refiere a un
tribunal
o a un colegio, y sería bastante difícil que ocurriese ya que, por lo general,
nadie
92
recuerda cuál era el sentido originario y literal del término en cuestión. Se trata
de
metonimias muertas o fósiles, como suele llamárselas, o por lo menos mortecinas,
moribundas o agonizantes. Otra calificación para estas metonimias –y en general
para las
expresiones trópicas cuando se usan como lenguaje literal– podría ser, sin duda, la
de
ciegas: son tropos que no se ven a sí mismos como tropos y que ocultan su condición
(si
vale la prosopopeya), aunque acaso la mejor calificación es la de metonimias
desfiguradas10. Aquí se rompe con el mayor estrépito lo que Lamy veía en las
metonimias: ya no es que sea transparente o inmediata –como quería Lamy– la
relación
entre el término trópico y el propio, sino que no hay término literal alguno y así
el trópico
puede pasar por literal sin que eso produzca ningún tipo de extrañeza: “tribunal” y
“colegio” se toman como los nombres naturales del tribunal y del colegio, y se
necesitaría
un violento ejercicio de anámnesis social para poder recuperar aquel significado
literal
originario, y captar entonces no la relación entre lo literal y lo trópico, sino la
que hay
entre una palabra que funcionaba literalmente y un objeto desprovisto o exento de
palabra.
Esta suerte de olvido de la condición metonímica de un término no está
determinado, sin embargo, por el hecho de que se trate de una catacresis. Si lleva
razón
Fontanier en que “la Comedia”, “una máscara” y “un Rubens” son catacresis de
metonimia, no parece que eso obligue a calificarlas de metonimias muertas, ciegas o
desfiguradas. Ni todas las catacresis son ciegas ni todos los tropos ciegos son
catacresis.
Lo que distingue propiamente a estas últimas es, como ya se ha señalado, su
carácter
supletorio o auxiliar, esto es, el hecho de que, si no se hubiera echado mano de un
término que se usaba para designar otra entidad, entonces la entidad designada
habría
quedado sin denominación, no sería tal o cual cosa, sino un mudo o balbuciente
“esto”.
Son tropos a la fuerza y por necesidad (inopiae causa, según los términos de
Cicerón)11,
no como los demás, que siempre están movidos en mayor o menor medida por una
intención lúdicra, suntuaria o de ornato (suauitatis causa)12. Pero lo que
distingue a los
tropos muertos, fósiles o ciegos es precisamente el olvido de su condición trópica,
el que
se empleen sin conciencia de que son tropos y sin advertir en su significado ningún
carácter excepcional o anómalo, aunque debe señalarse que, desde luego, dicha
“conciencia” no es un fenómeno privado, acontecido en profundas interioridades; el
señalar algo como un tropo y el retirarle esa condición pertenece a las capacidades
comunes de los hablantes, entre las que se encuentra, desde luego, la de detectar
la
condición anómala de cierta palabra y también la de decidir que esa anomalía no
impide
su uso porque lo convierte tan sólo en un uso anómalo13.
93
Que no todas las catacresis son tropos desfigurados ni todos los tropos
desfigurados
son catacresis puede ilustrarse con los dos ejemplos que vienen a continuación. Si
se
piensa en el ala radical o en la moderada de un partido político, grupo de presión
o
escuela de doctrina, resultará claro que la palabra “ala” funge como una metáfora
muerta. En efecto, nadie imaginará en ningún rincón de la mente que el partido es
como
un ave ni que vuele, ni habrá inconveniente, llegado el caso, en atribuirle más de
dos alas
–cosa muy difícil o quizá imposible si la metáfora estuviera viva–, ni tampoco se
pondrá
en relación la cuestión de las alas moderada y radical del partido con el asunto de
si éste
vuela muy alto o muy bajo en los pronósticos electorales o con el de si tal o cual
dirigente
es persona de altos vuelos (el vuelo del partido, por el contrario, es una metáfora
viva
cuyo empleo exige pensar al mismo tiempo en aves, ángeles o aviones, pero
rarísimamente en las alas del partido, a las que es ajeno cualquier componente
volador).
Ahora bien, no parece claro en absoluto que “ala” constituya aquí catacresis, pues
basta
con pensar en las palabras “sector” o “facción” para darse cuenta de que aquello
que
quería designarse no está ayuno de claras y adecuadas denominaciones14.
Para hallar una catacresis que no está muerta ni desfigurada, piénsese en los dos
componentes que se hacen encajar en un enchufe y a los que se suele designar como
“macho” y “hembra”. Se trata sin duda ninguna de una catacresis de metáfora, pues
de
no haberse producido la extensión o abusio de significado a partir de los nombres
de los
dos sexos (considerados a partir de su disposición para la cópula), no se tendrían
denominaciones separadas para cada una de las partes del enchufe. Pero eso no
implica
en absoluto que el macho y la hembra del enchufe sean metáforas muertas. Algo
francamente extraño debería ocurrir para que un hablante olvidase la condición
metafórica de estas dos palabras, un olvido que podría implicar, no en vano, la
posibilidad de confusión entre la una y la otra. En efecto, se trata de un par de
términos
diferenciados y opuestos que en modo alguno podrían intercambiarse entre sí, y la
imposibilidad de confusión depende de que el hablante tenga presente un contexto en
que
la relación entre el macho y la hembra no es la de las dos partes de un enchufe,
sino la
que se da en la cópula entre los dos sexos de los animales superiores. Que en algún
grado
y medida debe tenerse presente ese contexto literal resulta claro no bien se repare
en lo
que le ocurriría a quien confundiese uno con otro el macho y la hembra del enchufe.
Nótese lo difícil que resulta imaginar a alguien confundiendo de manera pertinaz el
macho del enchufe con la hembra o titubeando sobre el particular. La rareza de esa
confusión o vacilación proviene sin duda de que no se trataría de un error
ordinario, sino
claramente debido a no haber relacionado el significado metafórico con el literal,
una
94
relación que no parece suscitar ninguna posibilidad razonable de titubeo, salvo
para quien
desconociese del todo las funciones del macho y la hembra en la cópula sexual. Si
el
error resulta tan poco verosímil es porque se supone que el hablante se traslada él
mismo
al otro contexto cada vez que habla de enchufes y no puede dejar de tomar este
contexto
en consideración15. Compárese lo anterior con el uso de la expresión “apretar los
machos”, una metáfora ciega en la que el significado literal ha quedado olvidado
del todo
y es un enigma para la mayor parte de los hablantes. Pero la hembra y el macho del
enchufe son catacresis que para poder usarse necesitan avisar a gritos de su
condición de
tropo. Puede haber, desde luego, catacresis estando el tropo en carne viva.
Es útil comparar los tropos desfigurados con las transposiciones infantiles que ha
estudiado Rafael Sánchez Ferlosio en su escrito sobre este asunto16. Cuando la niña
a la
que se refiere Ferlosio llama “afluente” a la bocacalle que va a parar a una vía
principal,
“tubería” al camino por el que un gusano ha tenido que abrirse paso para penetrar
al
interior de la manzana, o “gato” al tigre visto por primera vez en la casa de
fieras17, no
hay ciertamente metáfora en el sentido habitual, porque la transposición no ha
tenido en
cuenta la existencia de esferas de significado separadas entre las cuales cupiera
un
traslado o transporte. Esas transposiciones infantiles son previas a la
constitución de las
mencionadas esferas o provincias de la realidad, y así el tigre es gato porque
“gato” viene
a funcionar como un nombre de todo lo que sea felino (vale decir, de todo animal
que
tenga cierto aspecto), sin atender a la distinción –desconocida para la niña, o muy
confusa– entre la esfera de lo doméstico y la de lo salvaje, y lo mismo ocurre con
las
tuberías de la manzana y los afluentes urbanos, respectivamente previos a la
distinción
entre los contextos de la fontanería y la fruta y de la hidrografía y el urbanismo.
Para que
se dé metáfora (o en general tropo), se ha de hacer una excepción en el régimen
normal
de la ordenación de la realidad en géneros y especies. Tiene que darse cierta
invasión o
allanamiento de propiedad que se apodere de una palabra perteneciente a otra esfera
y la
traslade a aquélla en que se la quiere usar, como cuando se toman los dientes de
alguien
y, arrancándoles con daño unas cuantas notas de su significado, se las traslada a
las
partes salientes de una rueda o engranaje, desnaturalizando al diente y
despojándolo de
su género nativo (las partes del cuerpo) para entrometerlo en otro (las partes de
la
máquina). Pero allí donde todavía no haya división de contextos o de géneros y
especies
no habrá tropos tampoco.
Ahora podría compararse el gato de la casa de fieras de Ferlosio con otro caso
infantil del que seguramente dará fe el testimonio de muchos lectores. Se trata de
lo que
le ocurre al niño al que de pronto se le enseña que la especie de palanca con la
que se
95
levanta un coche para que el mecánico pueda manipularlo por debajo recibe
precisamente el nombre de “gato”. Lo más probable es que el niño no entienda al
principio esa extraña manera de hablar consistente en llamar “gato” a un objeto
metálico
y haya que explicarle que, en efecto, se trata de un modo de hablar un poco
peculiar,
fundado en que los gatos de verdad son capaces de meterse debajo de los coches y
ese
aparato también, de manera que hasta cierto punto puede llamarse gato a la palanca.
En
la medida en que el niño logre captar la analogía (nada afortunada, desde luego,
pues
tratará de imaginar un gato –animal– levantando un coche al meterse debajo de él,
cosa
francamente poco imaginable), admitirá “gato” como el nombre de cierta palanca,
pero lo
tomará por una palabra rara y artificiosa que no es como las demás, y lo
considerará
quizá un fastidio, una palabra que hay que aprenderse, no como las otras, que son
las
que cada cosa tiene de por sí. Es posible que se complazca con lo que juzga un uso
caprichoso y también cabe que le incomode esa manera tonta de hablar o que no
entienda por qué hay cosas sin nombre que se lo quitan a los animales. El tigre de
la casa
de fieras es un gato grande y malencarado, pero el gato del mecánico no es en
manera
alguna un gato, aunque se lo llame así: ésta es la diferencia entre la
transposición infantil,
previa a la constitución definitiva del orden de las especies, y la metáfora que
desbarata
ese orden prevaliéndose de la indigencia ajena. Sin embargo, la metáfora ciega –al
igual
que en general los tropos ciegos o desfigurados– es el resultado de un
quebrantamiento
del orden que ha sido perdonado, olvidado o condonado, o al que nadie ha prestado
mucha atención, como si se tratase del allanamiento de una morada cuyo propietario
no
tiene ningún interés en reclamarla, la abandona, y hace que el usurpador se revista
de la
honradez del dueño legítimo18.
Lo que ocurre con las metáforas ciegas ocurre también con las metonimias que
tienen esta condición, y el caso de las disciplinares es muy ilustrativo. Las
metonimias
son uerba mutata, palabras deslizadas en un corrimiento que invade territorios
ajenos19,
ya estén ocupados, ya se hallen, en caso de catacresis, sin legítimo propietario.
Nada hay
de reprensible, salvo para los encargados del Registro de la Propiedad, en que las
palabras se metan en esfera ajena por corrimiento o por traslado. Pero lo
característico
de algunos tropos ciegos es ocultar cuidadosamente las circunstancias en que se
produjo
la adquisición de propiedad y esforzarse por mostrar que dicha adquisición tiene
tanta
antigüedad como el reparto originario de títulos que se efectuó cuando la
naturaleza
decidió organizarse en géneros y especies. Cualquier defensor del orden establecido
que
tenga un mínimo de pundonor tratará de poner a cada cual en su sitio y de hacer ver
que
ciertas gentes hacen pasar por propiedades inmemoriales adquisiciones muy
recientes, no
96
todas obtenidas honradamente. Movidos por el amor a la propiedad y la suspicacia
ante
las adquisiciones dudosas, estos defensores del orden tradicional se esforzarán por
desacreditar al advenedizo y por restablecer la dignidad de los propietarios más
antiguos
y honorables. Por el contrario, quien esté convencido de que la mayor parte de las
propiedades de este mundo se adquieren por la rapiña y la violencia o por el azar y
el
abandono no mostrará excesiva disposición a salir en defensa de los títulos de
propiedad
más vetustos. Pero sí que cabe encontrar a alguien que, persuadido de que las
propiedades antiguas tienen un origen tan poco glorioso como las modernas, se
empeñe
en desenmascarar a quien presuma de limpieza, y en particular a quien, denunciando
con
escándalo la pervertida distribución de los bienes de este mundo, proclame sin
embargo
que el origen de los suyos se libra de la mancha ordinaria.
La moral sí es una metonimia ciega y una catacresis a la vez. Es el resultado de la
naturalización de una anomalía de la construcción de un orden sistemático a partir
de una
rareza en el orden de las cosas. La moral quiere para sí una ventajosa condición de
segunda naturaleza y, al mismo tiempo, la mención de honor como género natural en
la
naturaleza primera, como si el dudar sobre esto último pusiera en peligro el
disfrute de lo
anterior. La moral es una metonimia ciega, y urge recordar que lo es. Constituye el
resultado de borrar furtivamente los límites entre una disciplina y su contenido,
como si
alguien se empeñase en decir que “copa” significa primariamente la cantidad de
bebida
alcohólica que es recomendable echar en un vaso abombado y de ahí viniese la
curiosa
costumbre de llamar también “copa” a esa clase de recipientes. Habría que aguardar
a la
llegada de un espectador muy desvinculado de los usos y costumbres del país y muy
conocedor de los ancestros olvidados de la tribu para enterarse de que las cosas
ocurrieron al revés: que hubo un momento en que sólo se llamaba “copa” a cierto
recipiente de vidrio en el que se vertía lo que después se llamó copa. Pero sería
muy
difícil que ese espectador encontrase buena acogida. Hablar aquí de “contenido” es
desde
luego un uso metafórico –ciego a más no poder– que se funda en la consideración
figurada de las disciplinas como recipientes (o “continentes”) que pueden llenarse
con sus
respectivos objetos. Cuando quiera que alguien se empeñe en devolver la visión a
algún
tropo ciego se encontrará con otros que, como éste del contenido, habrán de seguir
sin
recobrar la vista. Reconocer anomalías en palabras que se usan de manera ordinaria
sólo
puede llevarse a cabo dentro de un modo de hablar tenido por ordinario, aunque esto
se
logre a fuerza de ignorar la condición anómala de muchos términos y de trozos muy
importantes de la práctica que se lleva a cabo. Quien llama la atención sobre el
carácter
trópico de una palabra tenida por normal, lo que hace es señalarla con el dedo y
hacer
97
que se destaque del fondo indiferenciado con el que estaba confundida, como quien
pinta
de colores vivos algo rodeado de gris. Para ello, claro está, es necesario mantener
el
fondo pintado de gris y dar por supuesto que cada vez que uno habla de tropos habla
en
la manera normal y literal de hablar. Esto último resulta en verdad imposible,
aunque sólo
sea porque las propias palabras “metáfora” y “tropo” son ellas mismas metáforas y
tropos20. Sin embargo, el hablar de tropos se funda en el supuesto de que mientras
se
habla de ellos no se hace uso de ellos; de lo contrario, la distinción entre lo que
es trópico
y lo que no lo es habría empezado a borrarse, y con ella algunos supuestos
demasiado
esenciales en el pensamiento y en la práctica21. La moral, sin ir más lejos.
Para que la idea moderna de moral siga erguida como una institución respetable, es
necesario olvidar su pasado y su formación. Ciertas instituciones sólo se mantienen
con
la creencia de que han existido siempre, y describir una época en la que no
existieron es
invitar a que dejen de existir. “Moral” constituye una rara y enrevesada metonimia
de
incierta naturaleza. Tiene de natural lo que tienen los objetos muy artificiosos
cuando se
ha olvidado su procedimiento de fabricación; los hombres y mujeres modernos han
dado
por buena la moralidad –o la han repudiado por mala– creyendo que era algo que uno
se
encontraba hecho. Pero la única naturaleza de la moral moderna es la resultante de
haber
imitado al arte. La moral se presenta como una forma particular de naturaleza, y la
primera obligación del teórico es desnaturalizarla. No está claro, como se verá,
que
semejante tarea sea compatible con el adecuado cumplimiento de las exigencias de la
práctica moral. Ver la moral como un artificio que se hace pasar por natural
interrumpe y
boicotea muchas prácticas sociales, y seguramente se juzgará como una desviación
por
las autoridades morales competentes. A todos se nos ha enseñado que la obligación
moral
tiene que tomarse al pie de la letra, de modo que quien vea en semejante obligación
el
resultado de un uso figurado de las palabras comete un pecado mortal merecedor de
severísima penitencia. Si aspira a regir vidas y fortunas y a ser acatada como una
autoridad respetable, lo primero que tiene que hacer la moral es disimular su
anómala y
metonímica fábrica.
98
Capítulo 9
Plantas que aprenden botánica
La metonimia disciplinar que dio origen a la moral fue un deslizamiento inopinado,
como
cuando se extiende una mancha o los continentes van a la deriva, pero tuvo que
hacerse
pasar por natural para que produjese el efecto que convenía; si la moral hubiera
contado
de sí misma su propia historia metonímica habría quedado al punto gravemente
desacreditada. Aquí no se trata, sin embargo, de restablecer el orden anterior a la
aparición de la metonimia de la moral –un orden en el que supuestamente se hablase
sin
tropos y de manera propia o natural, por lo menos en lo tocante a esto–, ni ninguna
otra
clase de orden. Se trata tan sólo de mostrar que la idea de que la moral es algo
natural y
dado se funda en una ficción –una ficción de la que quizá sea imposible deshacerse
del
todo– y que la historia de la moral no es una historia natural, aunque sin duda lo
parezca
y en cierto modo haya que seguirlo creyendo1. Lo que viene a continuación no es más
que un caso particular de lo que sucede cuando se descubre que algo que se tenía
por
verdadero e inconmovible es puramente ficticio y se advierte, sin embargo, que ese
descubrimiento ha de ser olvidado de inmediato porque la ficción que desenmascara
resulta ser imprescindible en la práctica. Es éste, sin duda, un viejo asunto que
siempre
dará motivos para volver a ponerlo de moda. Apenas habrá nadie libre de dicho
pecado
para tirar la primera piedra a quien lo cometa de manera flagrante. Resulta muy
habitual
olvidar ciertas verdades de las que uno se ha enterado inoportunamente; esto es
cosa
bien sabida y no hará falta probarla ahora. Lo que interesará es ver cómo, a pesar
de
todo, esos olvidos no son siempre totales y si la moral se encuentra en esa
tesitura.
Cada uno de mis actos considerados moralmente es un episodio más de una
larguísima cadena: un episodio de la historia de la moral (por emplear dos
metonimias al
mismo tiempo). Cada vez que alguien profiere juicios morales, delibera moralmente o
lleva a cabo alguna consideración perteneciente al ámbito de lo que se llama moral
añade
su grano de arena a un montón que viene formándose desde hace casi cinco siglos.
Somos fabricantes involuntarios de un aparatoso artefacto que nos obliga a seguirlo
fabricando y a creer al mismo tiempo que no es resultado del arte fabril, sino de
la pura
naturaleza, casi como si levantásemos una torre de adobe y creyésemos cuidar del
crecimiento de un árbol. Pero quienes iniciaron la fabricación de la moral no
estaban en
99
una tesitura muy distinta de la nuestra. No eran, desde luego, gentes mendaces que
hubieran logrado engañar a sus contemporáneos y a la posteridad; más bien se
engañaban
a sí mismos sobre lo que hacían (con una forma, por cierto, muy candorosa de
autoengaño) y nosotros los secundamos. Ellos tampoco creían fabricar nada y estaban
convencidos de que lo que se traían entre manos era plenamente natural.
La historia de la moral moderna es la historia de la formación de una metonimia y
del olvido de su condición de metonimia, la historia de unos personajes que creen
obrar
de manera libre, autónoma y soberana habiendo olvidado que esa manera de actuar es
precisamente la que está escrita en cierto tipo de doctrinas sobre cómo actúa
cualquier
personaje cuando lo hace con libertad y autonomía. Para el agente moral cada una de
sus
acciones será un comienzo absoluto, como si en él estuviera la única causa de lo
que hará
y como si no hubiera todo un mundo detrás de él (dicho agente cree ser, no en
balde,
autónomo), pero ésa es precisamente la manera en que hace mucho tiempo se
estableció
que actúan los animales humanos cuando actúan como agentes morales. Cada personaje
de la moral tiene que creer que es él quien comienza la historia, pero tiene que
creerlo
porque alguien escribió una historia cuyos personajes se conducen así. Para obrar
como
espera de mí el autor del relato cuyo curso quiero seguir tengo que olvidarme de
que soy
el personaje de una historia y tengo que obrar, por tanto, con autonomía, como obra
alguien que no es un personaje sino una persona, una auténtica personalidad moral.
La
moral moderna es un formidable repertorio de normas, pero no sólo es eso; es, antes
que
nada, la descripción de cómo obrará alguien que actúe de determinada manera, a
saber,
de un modo lo bastante desinteresado, imparcial y transparente para que cualquiera
tenga
que obrar así y nadie pueda librarse de tener que imitarlo. La actuación moral
consiste en
imitar esa conducta, pero no como quien copia la actuación de otra persona, sino
como
quien encuentra su propia norma dentro de sí mismo. La moral tiene que reproducir
cierto modelo sin copiarlo; ha de lograr componer algo igual al modelo, pero sin
tener el
modelo delante: tan sólo pensando en que lo que hace tiene que ser modelo para
otros. Si
triunfa en lo segundo, también acertará en lo primero.
La moral no tiene historia natural. Su formación no es como la de los géneros
naturales, sino como la de los tropos muertos, y su historia es de la de una
anomalía
cuyo carácter anómalo tiene que ser olvidado. Esto quiere decir que la historia de
la
moral ha de contarse como una historia natural, aunque ciertamente no lo sea y a
sabiendas de que no lo es. Las historias naturales poseen una estructura muy
distinta a la
de las historias de tropos muertos: por ejemplo, la historia de las alas de las
aves es una
historia natural, pero la de la moral se parece más a la de qué hubo de ocurrir
para que
100
las gentes se acostumbraran a llamar “ala” a una parte de una casa o a una facción
de un
partido o escuela. Esta última historia es esencialmente la de un olvido; se parece
al
testimonio de quien está viendo caer algo en el olvido y lo cuenta, como quien ve
una
gota de cera resbalar por la superficie de una vela hasta confundirse con ella pero
antes
de que se confunda da cuenta de lo que ve. Contar la historia de un olvido implica
contar
qué es lo olvidado, y contar de alguien que se ha olvidado de algo exige
ciertamente
nombrar lo que se olvidó. No cabe, en efecto, contar un olvido sin mostrar lo
olvidado,
es decir, sin recordarlo, salvo que el narrador tampoco conozca lo que se olvidó o
quiera
colaborar en su ocultamiento. Ha de tenerse en cuenta, sin embargo, que las
historias
anómalas narran episodios en los que el propio narrador y el lector también
tendrían que
intervenir en cierto modo, aunque sólo fuese como personajes futuros supuestos por
el
relato. Puedo leer con toda coherencia una historia según la cual los habitantes de
cierta
isla se olvidaron hace mucho de la existencia de un país con el que hasta entonces
tenían
comercio frecuente y nunca más se acordó ya de él ninguna de las generaciones
venideras. Pero si ocurre que he vivido siempre en esa isla, entonces perteneceré a
aquéllos de quienes habla la correspondiente historia, es decir, a los condenados
al olvido
perpetuo, un olvido que se quebranta, por lo menos en parte, cuando conozco la
historia
en cuestión.
Leer historias anómalas de este tipo implica haber dejado de olvidar algo que,
según
la historia, tiene que seguir olvidándose. En ellas uno adopta el papel de
personaje futuro
que se supone no leerá nunca la historia que trata de él (porque entonces el olvido
no
sería eterno), pero ése es el personaje que uno sería si la historia no hubiera
llegado a
escribirse, no el que uno es mientras la lee. Leerla y verse uno leyéndola es
destruir ese
supuesto y conocer, no en vano, otra historia, una cuyo final es distinto y
contrario al que
se cuenta en lo que uno lee. Esto no significa, sin embargo, que la segunda
historia anule
a la primera o la desmienta, ni que la primera sea mera ficción y la segunda una
realidad
que desenmascara a la ficción. De hecho, para que uno pueda verse como alguien que
desmiente la profecía contenida en el libro que lee es necesario comprenderlo en el
género de los libros proféticos; si lo que uno está leyendo se compone sólo de
fantasías,
entonces uno no desmiente ni deja de desmentir nada2. Lo importante es que, en la
medida en que el lector lea esa historia como algo que habla de él, tiene que
asumir al
mismo tiempo que habla de dos personajes distintos, aunque los dos sean uno. Otra
manera de decir lo mismo es afirmar que el lector entra en la historia anómala de
dos
maneras: como personaje que la está leyendo y como personaje que no la leerá nunca
o
que vive en un mundo en el que esa historia no se ha escrito. La mejor historia de
un
101
olvido sería la de un narrador que, según escribiera, fuese olvidándose poco a poco
de lo
que quería con-tar y acabase contando otra cosa, aunque al principio hubiera dejado
constancia escrita de aquello que no quería hacer caer en el olvido. Si el lector
(e incluso
el narrador) tuviese que retroceder en la lectura para poderlo recordar y
experimentase al
volver a leerlo la impresión de novedad de quien lee algo por primera vez, muy bien
podría decirse que ese narrador casi milagroso se ha salido con la suya.
La retórica clásica agrupó bajo el nombre de metalepsis (en latín transumptio)3una
gama no muy bien definida de casos que, por lo menos a primera vista, se confunde
fácilmente con la metonimia4. No interesa ahora la esencia ni la casuística de la
metalepsis, sino sólo una de las modalidades que puede adoptar, tal como la expuso
Fontanier. Esta metalepsis es la que se da cuando “a un poeta o a un escritor se lo
representa produciendo por sí mismo aquello que en realidad se limita a describir o
narrar”5. Cada vez que se dice que Cervantes decidió matar a don Quijote o Sófocles
a
Yocasta se comete una de estas metalepsis que Gérard Genette ha llamado “de autor”,
como si la realidad se metiera en la ficción y transgrediera la distinción entre lo
real y lo
imaginario. La retórica clásica llamaba metalepsis a “la transgresión ascendente,
la del
autor que se inmiscuye en su ficción (como figura de su capacidad creativa) y no a
la
inversa, a una injerencia de su ficción en su vida empírica”6, y Genette propone
llamar
antimetalepsis a esta última transgresión, tan frecuentemente en la literatura
contemporánea: piénsese en “Continuidad de los parques”, de Cortázar, o de manera
más
sencilla en el personaje de Niebla que se presenta en casa de Unamuno7.
Es magnífico, y muy significativo para nuestro propósito, el ejemplo de Voltaire
aducido por Fontanier, donde la metalepsis convierte a Newton en el autor casi
divino de
lo explicado por su filosofía natural:
Comètes, que l’on craint à l’égal du tonnerre,
Cessez d’épouvanter les peuples de la terre:
Dans une ellipse immense achevez votre cours,
Remontez, descendez, près de l’astre des jours:
Lancez vos feux, volez, et revenant sans cesse,
Des mondes épuisés ranimez la faiblesse...
Terre, change de forme, et que la pesanteur,
En abaissant le pole, élève l’équateur.
Pole immobile aux yeux, si lent dans votre course,
Fuyez le char glacé des sept astres de l’Ourse:
Embrassez dans le cours de vos longs mouvemens
Deux cents siècles entiers par delà six mille ans8.
No tiene desperdicio esta irónica divinización de Newton, que pasa a ser una visto
102
como especie de vicario o lugarteniente de Dios para cuestiones cosmológicas. El
movimiento de los astros, es decir, el objeto de la física celeste, se toma como
causado y
ordenado por la disciplina que lo estudia y, lo que es más, por el creador de la
teoría
física que se supone verdadera (en la misma tradición del “God said, Let Newton be!
and all was light”, de Pope). Descubrir las leyes del movimiento es como haberlas
promulgado, de manera que lo que hace la naturaleza es secundar al científico y
hacer
cumplir lo que éste ha tenido a bien establecer. Se trata, desde luego, de un caso
de
antimímesis, aunque aquí sea una antimímesis irónica. Hay un neto efecto irónico en
suponer que los teóricos mandan a los hechos obrar de manera que sus teorías lleven
razón, y la ironía se funda seguramente en la profunda ambivalencia de una
suposición
así. Quien imagina al filósofo natural impartiendo órdenes a los astros lo concibe,
por un
lado, como una especie de dios o semidiós, o por lo menos como la personificación
de
los sobrehumanos poderes que previamente se han atribuido a la ciencia. Para que se

la metalepsis han de acumularse una antonomasia (Newton es el filósofo natural),
una
prosopopeya (el sabio personifica la ciencia) y una hipérbole (los poderes de la
ciencia,
de suyo formidables, se amplifican hasta resultar omnímodos), pero lo anterior no
es
bastante, porque el efecto que se logra no corresponde a lo que cabría esperar de
semejante acumulación –que proporcionaría una especie de apoteosis de Newton, algo
muy tentador para algunos ilustrados, aunque todo ilustrado tenga que reprimir la
tentación no bien ésta se insinúe9–, sino más bien al disparate y la desmesura que
resultan de ella: si la ciencia es tan poderosa que ella misma promulga las leyes
que dice
haber descubierto, entonces su descubrimiento ya no es una tarea muy meritoria y el
científico se limitará a descubrir sus propias ocurrencias. La hipérbole del
científico como
demiurgo lleva a la hipóbole del científico como un pobre hombre infatuado que sólo
es
capaz de descubrir lo que él mismo ha escondido debajo del mantel, y el orden que
adopta la sucesión de las dos figuras (en el que inevitablemente la hipóbole viene
después
de la hipérbole) hace que prevalezca la figura final, que es un cruel rebajamiento
irónico
de las pretensiones demiúrgicas del sabio. Desde luego, este final no es definitivo
porque
muchas gentes volverán a la primera figura, pero la ironía del texto radica
precisamente
en la imposibilidad de evitar este movimiento pendular.
Si bien se mira, muchas expresiones que en manera alguna inducen a sospecha
pueden interpretarse como metalépticas con mucha más facilidad de la que se cree.
Alguien puede leer u oír que Lerodinda le ha bajado los humos muy notoriamente a
Duñogoico y, dejando aparte el carácter figurado de la expresión “bajar los humos”,
nada
hay en esto que resulte anómalo o contrario a los usos corrientes. Quienquiera que
diga o
103
escriba “Lerodinda logró bajarle los humos a Duñogoico de la manera más expeditiva”
se
referirá a algún episodio de la vida de estas personas, sin importar mucho que su
vida sea
real o ficticia, porque Lerodinda y Duñogoico pueden ser dos amigos o parientes
míos y
también dos personajes de la novela que estoy leyendo. O son reales o son de
ficción,
pero esto no implica que ambos tengan que pertenecer a la misma clase; que uno
posea
una de las dos condiciones no exige que el otro haya de poseer la misma. Muy bien
pueden ser real uno y de ficción el otro aunque, si no se conoce nada más, entonces
lo
único que sabemos es que puede haber metalepsis o antimetalepsis, no cuál de las
dos
figuras es la que de hecho se da. Ignoramos, en efecto, si Lerodinda es la
novelista y
Duñogoico un personaje suyo (y entonces lo que ocurre es que ella ha escrito
ciertas
páginas en las que suceden episodios que le hacen perder a él la altanería de la
que estaba
poseído, o que se la reducen un poco) o si es Duñogoico el escritor y Lerodinda su
personaje, en cuyo caso la expresión tendrá que interpretarse de manera inversa:
Duñogoico se proponía desarrollar un argumento muy ambicioso y audaz en cierta
novela de la que ya tenía bastantes páginas escritas, pero en determinado momento
se ha
dado cuenta de que el personaje de Lerodinda, ya muy bien perfilado y hasta
definido –
tanto que no podía permitirse el lujo de sacrificarlo–, le estropeaba del todo el
argumento
y lo obligaba a cambiar el plan de la novela en beneficio de otro más modesto y no
tan
estridente. Desde luego, decir que Lerodinda le estropea algo a Duñogoico o que lo
obliga
a tal o cual cosa se convierten, una vez se sabe que Lerodinda es un personaje y
Duñogoico su autor, en casos de antimetalepsis.
Otra manera de decir que los personajes de las obras alteran el curso de lo que su
autor tenía previsto –y una manera, por cierto, bastante habitual– consiste en
afirmar que
dichos personajes han cobrado autonomía. Hay mucho de irónico en esta autonomía
antimetaléptica. Declarar que un personaje ficticio ha cobrado autonomía supone
admitir
que el régimen normal de los personajes de ficción es heterónomo, vale decir, que
la ley
vigente en la ficción es la promulgada por el autor y ninguna otra posible, de
manera que
lo que da a entender quien afirme que los personajes se vuelven autónomos es que el
autor ha perdido soberanía, algo que para éste constituirá al mismo tiempo una
derrota y
una victoria. En efecto, el autor queda doblegado por los resultados de su propia
obra al
no poder ejecutar el plan de ésta tal como lo tenía proyectado, pero también
experimenta
un triunfo gloriosísimo al ver que los personajes que creó poseen consistencia y
verosimilitud bastantes para imponer un curso narrativo distinto del previsto. Todo
buen
narrador –y quizá en general todo buen escritor– tiene que estar dispuesto a
soportar
estas derrotas porque sus mejores victorias son inseparables de ellas. Cuando se
dice que
104
cierto personaje de ficción es autónomo, ya se ha cometido antimetalepsis. El
personaje
ficticio autonomizado se distingue por su soberana indocilidad; es una criatura
ficticia que
se conduce como las reales y se olvida de que tenía un destino narrativo que
cumplir.
Como es fácil de notar, esta “autonomía” de los personajes de ficción es justamente
la inversión de lo que les ocurre a las personalidades morales modernas, las cuales
fueron
concebidas precisamente como autónomas porque estaban obligadas a actuar de manera
libre conforme al punto de vista moral. La personalidad moral moderna es autónoma
porque hay ciertas doctrinas autónomas que dicen que lo es (o que tiene que serlo).
Se
trata, a la inversa de lo que antes ocurría, de personajes dóciles que están
contentísimos
de parecerse a lo que se ha escrito sobre ellos. La personalidad moral es tan
autónoma
que se halla convencida de que seguiría siéndolo aun en ausencia de toda doctrina
moral;
si verdaderamente estoy persuadido de que debo no tomar a la humanidad sólo como un
medio o de que he de procurar la felicidad del mayor número, estaré convencido de
que
también debería hacerlo en caso de no haber existido ciertos autores que exhortaban
a
esas conductas. Que yo sea quien soy no depende de que haya historias que hablen de
mí; se habla de mí porque soy como soy, no soy como soy por lo que se cuente de mí,
algo de lo que ya era consciente don Quijote cuando decía que él sabía muy bien
quién
era...10.
Las anteriores consideraciones, y en general la definición de esta forma de la
metalepsis y de su contraria, han dado por supuesto que siempre hay una neta
distinción
entre los personajes reales y los ficticios, y que precisamente por eso semejante
distinción puede transgredirse. Pero es probable que en la mayor parte de los
relatos que
el género humano ha producido en régimen de ficción (o por lo menos sin el
propósito de
contar hechos efectivamente ocurridos) haya aparecido, aunque de forma disimulada o
trastornada –con otro nombre o mudándose alguno de sus rasgos– por lo menos algún
personaje de los tenidos con razón o sin ella por reales. La introducción de
personajes
reales en la ficción no es un caso de metalepsis ni corresponde a ningún tropo o
figura, y
de tan habitual como resulta no merece ninguna denominación especial. Las
narraciones
ficticias no lo son nunca del todo (y quizá tampoco lo sean del todo las reales,
aunque
ahora esto puede dejarse aparte). Toda narración tiene algún grado de ficción, y
esto
lleva a una pregunta muy sencilla: ¿qué ocurre cuando decimos que Shakespeare mata
a
Ricardo II o que Dante salva y manda al cielo a Sigerio de Brabante o a Joaquín de
Fiore? ¿acaso dejan de ser metalépticas estas afirmaciones porque los personajes
mentados sean históricos y no ficticios? La verdad es que sería muy extraño que así
ocurriera, porque matar a Ricardo II (en este sentido poco cruento de lo que es
matar)
105
resulta, para Shakespeare o para cualquiera, una tarea muy semejante a la de matar
a
Otelo.
A cualquier narrador, y no sólo a los de ficción, nos podemos referir con
metalepsis
(y también desde luego con antimetalepsis, si decimos que Leibniz le está amargando
la
vida a un biógrafo de Newton). Para que haya posibilidad de metalepsis basta con
hablar
de alguien que se refiere a cierto episodio o circunstancia y, en lugar de
atribuirle el
referirse a ello, imputarle su causación. Pero la noción de metalepsis puede
ensancharse
todavía un poco más, de modo que las narraciones –ficticias o históricas– no sean
los
únicos lugares en que puedan aparecer. Si se afirma, por ejemplo, que cierta
doctrina
racista hace de los arios una raza superior o que determinada teoría social
convierte a
todos los pequeñoburgueses en unos ignorantes y en unos desdichados, resulta claro
que
las expresiones “hace” y “convierte” no deben tomarse en sentido literal, sino de
manera
estrictamente metaléptica; los arios no son superiores ni los pequeñoburgueses
desdichados salvo dentro de esas doctrinas o según ellas, y estos casos no se
distinguen
apenas en nada de lo que ocurre cuando se dice que tal o cual narración, ficticia o
no,
hace de los ladrones gente virtuosa o convierte a los aristócratas en unos
fantoches. Aquí
como en otras ocasiones, la metalepsis consiste en hacer pasar por enunciación de
re lo
que sólo es enunciación de dicto.
Conviene advertir en seguida sobre una posibilidad nada extravagante y tampoco
inusitada: la de que el personaje real referido en una narración lea la narración o
tenga
noticia de ella (según el conocido esquema de los personajes de la segunda parte
del
Quijote que han leído la primera) y que esa noticia tuerza el rumbo de sus acciones
futuras –aunque sea de modo nimio y casi imperceptible–, bien porque el personaje
actúe
dándole la razón al relato, bien porque se la quite, en particular cuando el relato
se sitúa
en un tiempo no acontecido aún. Esto último se parece mucho, desde luego, al viejo
asunto de la profecía que se cumple a sí misma y la que se autodestruye. Quien se
refiere
a otros –narrativamente o de otro modo– enunciando lo que harán no alterará con eso
la
conducta futura de los agentes referidos (la enunciación carece de propiedades
mágicas),
pero sí que podrá llegar a hacerlo si es precisamente la noticia que el agente
tiene de lo
referido la que causa, del todo o en parte, el que la acción se realice del modo en
que se
enunció. Muchas predicciones llegan a resultar acertadas a causa de su conocimiento
por
quienes ejecutan lo predicho y también pueden falsarse conforme al mismo esquema, a
saber, cuando el agente obra de cierta manera precisamente para evitar que se
cumpla lo
que se ha vaticinado acerca de él. En muchas ocasiones, las doctrinas sociales,
políticas y
económicas –y también ciertamente las morales– contienen un buen número de
106
predicciones, tanto que no resulta inadecuado concebir dichas doctrinas como
predicciones en grande11. Pero la naturaleza de las cosas y de las personas es,
como se
sabe, muy amiga de imitar el arte de los teóricos, y no resulta nada extraño que
las
doctrinas sobre el comportamiento humano se vuelvan verdaderas precisamente a causa
de su difusión, es decir, a causa de que los objetos sobre los que versan son
también
sujetos que las conocen y, como plantas que aprenden botánica, pueden actuar
movidos
por su afán de parecerse a lo que han aprendido o de distinguirse de ello12. Si
fuese
cierto, por ejemplo, que la persuasión entre individuos de diferentes culturas es
un
fenómeno infrecuente a causa de la difusión de ideas relativistas que predicen la
improbabilidad de la persuasión intercultural13, entonces podría decirse también
que el
relativismo hace de las culturas compartimientos estancos. Pero, desde luego, el
verbo
“hacer” tiene que entenderse aquí de dos maneras distintas al mismo tiempo. Por un
lado
está el sentido metaléptico en virtud del cual las culturas son, según el
relativismo,
compartimientos estancos y por otro el sentido literal, conforme al cual el
relativismo
“hace” literalmente a las culturas compartimientos estancos por obra de su
difusión. Este
uso de “hace” es una silepsis o conceptio, de modo que el término no podría
entenderse
cabalmente si se perdiera de vista alguno de sus dos sentidos. Aunque “silepsis”
puede
adoptar en retórica varios significados14, aquí se usa en su sentido quizá más
habitual, a
saber, el que designa a una palabra que debe tomarse al mismo tiempo en dos
sentidos,
uno recto y otro figurado, o figurados ambos, como cuando en el Buscón se dice que
el
padre de don Pablos “era de muy buena cepa, y, según él bebía, es cosa para creer”,
en
donde “cepa” tiene que tomarse como “vid”, en sentido recto, y también como
“abolengo”, en sentido figurado15.
Importa reparar en lo anterior para hacerse cargo de una propiedad muy notable de
las metalepsis, a saber, su capacidad de literalizarse, de perder su condición de
tropo y de
pasar a designar algo totalmente literal. Y no se trata, nótese bien, de que
alguien haya
querido jugar con las palabras empleándolas con doble sentido para hacer silepsis,
sino de
que el mundo mismo ha jugado con los usuarios de las palabras de modo que tengan
que
cometer silepsis sin proponérselo. Una palabra que comenzó usándose en sentido
figurado ha pasado a tener que usarse de manera recta, y no conforme al esquema
según
el cual algunos tropos se desfiguran y se vuelven ciegos, sino según otro más
anómalo y
retorcido; la palabra se usa con dos sentidos distintos que tienen vigencia a la
vez aunque
la tengan por separado. Uno de esos dos sentidos es el metaléptico y el otro el
sentido
recto, aunque este último no sea anterior a la metalepsis sino posterior a ella.
Quizá haya
motivos para denegarle la condición de término recto, propio o literal a lo que no
es más
107
que la anomalía de una anomalía, pero también es probable que todo lo normal tenga
que
definirse a fin de cuentas como un fallo o desvío de lo anormal. Lo cierto es que
la moral
nos hace autónomos y nos obliga a prestarle acatamiento autónomo; esto es algo que
ha
de ser creído y obedecido por todo el que se instale en el punto de vista moral, y
tiene
que serlo sin perturbaciones ni anomalías que distraigan de la obediencia o que
disuadan
de ella. Todo lo que uno haya aprendido sobre metonimias, metalepsis, silepsis y
otras
anomalías conviene que sea olvidado tan pronto como se pueda, porque apenas nadie
es
capaz de obedecer a autoridades que se fundan en ficciones. Para hacerse valer, la
autoridad de la moral tiene que presentarse como la menos artificial de todas.
108
Capítulo 10
La teoría como interrupción
Recordar el origen de un tropo muerto no acaba con el tropo y tampoco lo resucita.
Una
metonimia desfigurada que en verdad lo sea se seguirá usando del mismo modo antes y
después de reparar en que está desfigurada. Para devolverle la vida a un tropo
muerto
habría que suprimir la designación que se lleva a cabo con él: hacer que las
botellas
dejaran de estrecharse en su parte superior o que las mesas ya no se apoyasen en el
suelo. Quien no esté dispuesto a pagar este tributo, será mejor que no caiga en la
infatuación sacrílega de querer resucitar a los muertos, porque la tarea de
devolver la
figura a todos los tropos que la han perdido puede resultar interminable. Para
designar
cosas y en general para hablar es preciso correr un velo de ignorancia que oculte
la
condición trópica de las palabras que se usan sin valor de tropo. Ese velo puede
levantarse algunas veces, pero con la condición de que sean pocas y de que uno se
olvide
de lo que ha visto detrás de él. Quien quiera ser un hablante normal no puede verse
al
mismo tiempo como el personaje de una historia anómala.
Las historias anómalas producen, como ya se ha visto, el ominoso efecto de que uno
tenga que olvidarse de lo que ha aprendido, haciendo como si el haberse enterado de
que
el tropo es tropo no tuviera ninguna importancia y apenas fuese verdad. Y lo más
seguro
es que se triunfe en este empeño olvidadizo, porque la totalidad de las prácticas a
las que
uno está vinculado y de los conceptos que usa –que definen, no en vano, todo
aquello
que puede atribuírsele a uno, vale decir, aquello que uno es– conspiran para que
uno
obre como si no se hubiese enterado de nada. Quien persistiera en tomar como vivas
las
metáforas o las metonimias muertas que emplea correría el riesgo de no poder
articular
más de una docena de palabras seguidas sin quedar trabucado, sin tartamudear o sin
quedarse en silencio. Pensar seriamente en águilas o en palomas cuando uno actúa
como
portavoz del ala moderada o en orejas y vientres pequeños mientras opera del
corazón y
manipula aurículas y ventrículos no son ejercicios recomendables para quien se
dedique a
la política o a la cirugía. Si alguien se empeñase en tener presente la anómala
historia de
todos los conceptos que usa, sería alguien prácticamente incapaz de hacer nada y de
llegar a ningún resultado provechoso. Cualquier capacidad que conduzca al éxito
pragmático lleva incorporada la atrofia de la capacidad de resucitar tropos vivos;
lo más
109
seguro es que si hubiese algún experto en devolver a la vida todos los tropos
muertos que
se encuentra en el camino, se trataría de un individuo con dificultades muy severas
de
supervivencia.
El tropo muerto es la secuela de un olvido, y el darse cuenta de que el tropo es
tropo
constituye un triunfo de la memoria sobre ese olvido. Pero semejante victoria, de
poder
darse con todas sus consecuencias, lo reduciría a uno a la inacción y al silencio
(y, si uno
fuera sistemático del todo, al silencio de por vida). El resultado es un olvido
reduplicado,
que conviene procurar sea definitivo. Así pues, la eficiencia práctica (y a la
moral le
gustaría ser una de las formas, aunque la mejor y más distinguida, y por tanto la
más
disimulada, de dicha eficiencia) se asienta sobre un olvido doble: en primer
término, el de
aquella condición figurada que convierte a ciertos tropos en tropos muertos; en
segundo,
el de todas las historias anómalas que tratan de recordar esa condición figurada1.
La
historia habitualmente concebida es, desde luego, maestra de la vida, y de no poder
serlo
apenas podría aspirar a ningún título de legitimidad. Pero no parece claro en
absoluto
cuál es el sentido en que podría llegar a ser maestra de algo –y menos de la vida–
esa
historia anómala que, tratando de resucitar ciertos objetos, paraliza y casi mata a
quien se
esfuerza en resucitarlos. Las enseñanzas de esa historia no son sólo inútiles, sino
también
pervertidoras y corruptoras, o por lo menos contraproducentes para la vida, si
hacemos
caso de una larga serie de testimonios que transcurre desde Cicerón a Nietzsche2.
Forma parte de la práctica ordinaria de la moral el suponer que su historia
pertenece
a las historias naturales. Jugar a la moral moderna a sabiendas de que se trata de
una
anomalía lo convertiría a uno en un jugador pervertido y seguramente no muy
diestro, en
alguien con creencias turbadoras acerca de lo que hace, como quien, teniendo que
excavar una roca, cree que está encima de una ciénaga. Sobre la moral hay que creer
una
historia inventada para poder practicar su juego. En realidad, estas maneras de
proceder
son bastante frecuentes; no en vano, numerosas acciones humanas como la danza, la
política o el cortejo suponen conocimientos olvidados, recordados y vueltos a
olvidar.
Para que la práctica moral resulte practicable, es obligatoria una dosis muy alta
de olvido
y de resistencia a los recuerdos inoportunos. La práctica moral funciona así, pero
tiene,
como quizá todas las prácticas, momentos paralizadores en los que quien la ejercita
queda fijado en cierta imagen, obsesión o sospecha que detiene la práctica y la
congela
durante cierto tiempo, un tiempo casi siempre muy breve, aunque interminable o
eterno
en algunos casos trágicos. La historia de la moral como anómala metonimia producirá
seguramente esa fijación, y también su olvido. La anomalía durará apenas un
momento,
el momento en el que se ha llegado a comprender que lo que uno está haciendo ha de
110
tomarse como natural pero es en realidad el resultado de una anomalía cuya
consciencia
durará probablemente muy poco, lo bastante poco como para que resulte fácil no
recordarla. El momento en el que se advierte que todo resulta ser anómalo es un
momento paralizador; mientras dura quizá no se pueda hacer otra cosa, y si se hace
se
hará mal o se ejecutará con éxito por pura casualidad (quizá porque uno no está
paralizado del todo). “Unas veces pienso, otras veces existo”, decía Paul Valéry
según la
conocida cita de Hannah Arendt3. Los momentos en que uno no es sino que piensa
suelen ser efímeros aunque se quiera prolongarlos como quien quiere proseguir con
un
sueño cuando se da cuenta de que está a punto de despertarse o de que ya se ha
despertado. A menudo resulta tentador quedarse detenido en ese momento paralizador
en
el que se ha comprendido que todo es anómalo, pero es casi seguro que el deseo de
seguir paralizado constituya un deseo imposible, porque si surge es señal de que ya
se ha
puesto algo en movimiento.
Esas interrupciones de la práctica merecen el nombre de teoría con más justicia que
las doctrinas normativas empeñadas en inventar la moral y en hacer pasar esa
invención
por el descubrimiento de un género natural. Haríamos bien en llamar teoría moral a
lo
que se ve o se adivina en ciertos momentos de interrupción de la práctica moral. La
teoría así entendida no es contemplación porque contemplar significa tener la
mirada fija
en un objeto durante un tiempo prolongado, un tiempo que da de sí para mirar y
volver a
mirar, para comparar la visión presente con las pasadas y hasta para dejarse vencer
por el
tedio o por el embotamiento de seguir viendo algo que aturde, que enajena y que
puede
consumir al contemplador. Quien contempla suele tener todo el tiempo que quiere y a
veces más del que necesita, mientras que al teórico el tiempo se le escapa tan
deprisa
como todo lo demás. Parecidas son las razones por las que la teoría no es la visión
de un
espectáculo. Si lo fuese, tendría que estar interesada en visiones previamente
anunciadas,
repetibles y programadas a voluntad, visiones preparadas con cuidado para ser
vistas de
determinada manera y para ser descritas a otros, los cuales podrán verificar la
bondad de
la descripción acudiendo a nuevas ejecuciones del mismo espectáculo.
Pero la teoría no tiene nada que ver con esto. No es un espectáculo porque ningún
teórico estará interesado en contemplar algo que ha sido preparado a propósito para
que
él lo vea, una visión cuyo principio y cuyo final están dispuestos de antemano y
que ha
sido concebida para que al espectador le entren por los ojos ciertos objetos y
otros se le
hurten, como dando a entender que hay cosas que no pueden pasar sin ser vistas y
otras
que deben quedar ocultas, y que esto se decidió de manera definitiva cuando se
concluyó
el plan del espectáculo, un plan en el que el propio espectador está incluido
precisamente
111
en condición de espectador y no en otra. La lucidez de la teoría no es fácil de
soportar
más allá de unos cuantos instantes raros e imprevisibles. El teorizar no es un
estar
mirando, sino un entrever efímero y accidentado, y los intentos (casi siempre
infructuosos) de recordar semejante visión o entrevisión. Más que cualquier otra
cosa, la
teoría es una interrupción de la visión ordinaria, y suele terminar con un regreso
al orden,
con una reanudación de las prácticas normales y con la negación o el olvido de los
muy
efímeros episodios anómalos en los que la normalidad se vio bajo una luz
inquietante y
extraña. La teoría se desvanece pero vuelve, aunque retorna en momentos igualmente
efímeros, instantes que uno cree van a poderse perpetuar, a diferencia de sus
predecesores, y que también se perderán a continuación, porque la continuación de
la
teoría siempre es algo distinto de ella.
De ordinario, la expresión “teoría moral” se usa para designar lo que en los
capítulos
anteriores se ha llamado “doctrinas”. Conforme a este arraigado uso, una teoría
moral es
un conjunto razonado de mandatos, prohibiciones y juicios de valor que trata de
reglar la
práctica humana en alguno de los ámbitos pertenecientes a lo que se llama moral o
en
todos ellos. Pero una vez que se comprende que la moral es el resultado de una
anomalía
y que su historia tiene muy poco de natural, la expresión “teoría” puede usarse
para
designar precisamente la visión que surge de la acción humana cuando se comprende
que
lo llamado de ordinario “moral” es el efecto de anomalías históricas y conceptuales
cuidadosamente disimuladas. Aquí se abogará en lo sucesivo por este segundo uso.
No está del todo claro que la teoría moral así concebida sea una actividad
moralmente recomendable. Sólo a partir de un rancio prejuicio intelectualista puede
afirmarse de cualquier cosa que, si ella es buena, también lo será el pensar
adecuadamente sobre ella. Al igual que el pensamiento correcto sobre el mal no es
malo
sino bueno (o eso por lo menos es lo que suele decirse), tampoco hay nada en los
bienes
que haga a su teoría participar de su bondad. Más bien ocurre al contrario: es
verosímil
que en algunas ocasiones el pensamiento o consciencia del bien termine por
desvirtuarlo,
distraiga de su fruición y lo eche inicuamente a perder. Lo más probable es que la
moral
exija casi cualquier otra cosa antes de ponerse a teorizar sobre ella, en lugar de
entregarse
a esa disipación suntuaria y ociosa, egoísta y difícil de exigir a todos por igual,
ese
capricho que distrae de las verdaderas urgencias morales. Desde el punto de vista
moral,
la teoría es una desviación y una impertinencia: no sirve para nada ni a nada, ni
se
somete a ninguna condición, pero no por ello es un imperativo incondicionado,
porque en
realidad no puede ordenársele a nadie. La teoría no termina nunca de afirmar
aquello que
parecía iba a afirmar: tan sólo lo muestra como algo que no acaba de decirse, como
algo
112
que, en caso de ser verdad, no lo podríamos admitir como tal más allá de un
momento.
La teoría, en efecto, no acaba de decirse, y esto significa por lo menos que se
interrumpe y queda inacabada y también que retornará muchas veces; la teoría queda
sin
terminar, vuelve a aparecer y, nada más desvanecerse, es como si hiciese mucho
tiempo
que no se sabe nada de ella. La mayor parte de la filosofía valiosa (en moral y en
cualquier otro asunto) es un intento de enunciar con normalidad algo de lo que uno
vio
en los raros momentos en que –abandonándolo o siendo abandonado por él– creyó
entender el decurso normal de las cosas de modo hasta entonces insospechado.
Momentos de sobresalto o de sosegada extrañeza en los que se ve lo normal como algo
inverosímil e inaudito, aunque lo inquietante y anormal sea el momento mismo.
Declarar lo que uno ha visto es una de las ceremonias más importantes y
prestigiosas de la cultura occidental; por eso resulta conveniente llevarla a cabo
con la
debida pureza y por eso la mentira es uno de los pecados morales más vergonzosos.
Parece que la tarea de la filosofía debería consistir en tratar de expresar de
manera
ordenada y precisa aquello que uno ha visto o comprendido cuando ha examinado las
cosas con lucidez, es decir, en perpetuar esos momentos o exprimirlos, sacando de
ellos
todo lo que de pronto acertaron a elucidar. Si algo es verdad tendrá que serlo
siempre, no
sólo durante un momento, porque la fugacidad no es el signo de la verdad sino el de
la
apariencia. Resulta probable que la filosofía sea algo parecido a eso y que los
buenos
textos filosóficos tengan que medirse por su fidelidad a cierto momento y a lo que
todavía puede dar de sí. Pero lo anterior quizá es más que nada el resultado de una
ilusión, porque el buen filósofo está acostumbrado a haber perdido el estado de
gracia y a
fingir competentemente momentos y lugares en los que no estuvo. En realidad eso no
constituye ningún desastre porque nadie está presente en momentos así y sería
fraudulento exponerlos como propios: el que está presente en ellos no es nunca uno
mismo. El filósofo está especializado en explicar cómo serían esos momentos en caso
de
que efectivamente se dieran: dibuja los planos de una ciudad en la que no ha estado
nunca o que sólo ha visto durante instantes brevísimos4. La diferencia entre haber
estado
en persona y haber oído relatos o visto representaciones no es decisiva, porque a
la
teoría le importa poco la experiencia directa. La teoría no es una vivencia que uno
pueda
tener o no tener; es una anomalía que les puede ocurrir a las cosas y que uno puede
concebir o imaginar, sin que la concepción y la imaginación sean propiamente cosa
de
uno. La teoría no le ocurre a uno al ver ciertas cosas; les ocurre a las cosas al
ser vistas
de cierto modo por cualquiera.
La teoría moral en el sentido que estamos dándole consiste en ver cómo serían
113
ciertas suspensiones o interrupciones de la moral habitual, ciertos momentos
anómalos en
los que la moral se ve de un modo incompatible con su práctica. Pero esto no
significa,
claro está, que toda transgresión o quebrantamiento de la moral reglamentaria sea
un
caso de teoría moral. Para serlo no basta con que uno infrinja ciertos deberes o
conculque ciertas normas; es necesario que se haya formado –aunque sea por un
momento y al hilo de otros quehaceres, y quizá sin haber calibrado bien el sentido
de lo
que hacía– una visión de lo moral distinta de la que la moral oficial produce sobre

misma. Es probable que la expresión “teoría moral” sea contradictoria o por lo
menos
conflictiva, porque la moral es un hábito y la teoría una interrupción del hábito.
Teorizar
sobre la moral implica salirse de ella, aunque la escapada sea muy breve; implica
ver en
la moral acostumbrada un rostro inquietante, o verla violentamente fuera de su
contexto,
o ver el aspecto que ofrece el mundo cuando la moral se retira de él o cuando aún
no ha
llegado a aparecer. Desde la antigüedad se ha creído muchas veces que la teoría es
una
forma de vida, pero ese juicio consiste más que nada en la expresión de un deseo.
De un
deseo, por cierto, imposible de cumplir, porque la vida del teórico carece
propiamente de
forma, y si la tiene es tan poco teórica como la de cualquiera: la teoría es en
realidad el
intento de recuperación de momentos en los que se perdió la forma que se poseía o
apareció una que en seguida se escapó; la teoría puede ocupar una vida entera, pero
a
condición de quitarle a la vida su forma5.
Podrían distinguirse por lo menos tres formas de lo que llamo teoría, tres modos en
los que cierta visión de algo se impone de manera efímera y se desvanece sin poder
recuperarse nunca del todo. La primera es la más elemental y sencilla de exponer,
aunque
al mismo tiempo la menos edificante de todas y la más corrosiva que la teoría puede
alcanzar. Es la visión que se tiene de las cosas cuando, viéndolas de la manera
habitual y
sin ningún ingrediente nuevo que distinga esa visión de las anteriores, lo visto se
muestra,
sin embargo, como falso, como insatisfactorio o como inaceptable. Esos momentos
producen la interrupción de un hábito muy arraigado que se adquirió con esfuerzo y
quizá con suerte. Son, por ejemplo, los momentos en que uno, de pronto, ve en
determinada persona, por la que ha sentido estima o incluso afectos muy profundos y
apasionados, a un bellaco o a alguien desprovisto de toda valía. No se trata de una
revelación súbita que muestre de pronto lo que las cosas son ni que le haga a uno
cambiar de juicio de manera repentina, porque no es ninguna conversión lo que está
en
juego aquí. No es un cambio de visión, sino el mantenimiento de la que había, pero
percibida de un modo que se ve como inmantenible. Es una visión angustiada y quizá
melancólica que no deja de tomar en consideración a ninguno de los elementos que ya
se
114
conocían, pero que los ve de pronto como algo que no merece ningún aprecio.
Lo más frecuente en momentos como éste no es la conversión ni la huida, sino una
prudente –y también melancólica– vuelta a la normalidad, como cuando uno despierta
de
una pesadilla en la que, sin embargo, cree haber reconocido rasgos verdaderos del
mundo
real. Se trata de no aceptar aquello que se reconoce, y precisamente porque se lo
reconoce muy bien. Esas interrupciones del hábito (en este caso no de un hábito del
corazón, sino del espíritu) se distinguen desde luego por su brevedad y porque
quien las
experimenta negará haber tenido cualquier cosa que ver con ellas, aunque no dejará
de
temer que en el momento más inoportuno vuelva a desencadenarse una interrupción
semejante. Son visiones ominosas que a veces pueden atrapar a quien las
experimenta,
dejándolo detenido en ellas o perturbándolo de por vida, pero lo más frecuente y lo
mentalmente más higiénico es que uno no se deje afectar y recupere el hábito nada
más
sobreponerse a la invasión. Todo aquel que haya emprendido alguna vez un empeño
intelectual de cierta longitud y ambición sabe que hay momentos en los que de
pronto se
comprende que la tarea está fundada sobre un error o sobre una trivialidad, y esos
momentos son capaces de desbaratar la obra entera, que pasa a ser vista como una
empresa condenada al fracaso. El escritor, investigador o artista maduro se
sobrepondrá
en seguida a semejantes irrupciones; toda obra acabada es el resultado de haber
ahogado
esos momentos ominosos y de haber tenido la fortaleza (o quizá la debilidad) de
olvidarse de ellos6. Es el propio hábito que lo familiariza a uno con la obra que
se trae
entre manos lo que hace que se borren esos fantasmas abominables. Lo anterior no
quiere decir, sin embargo, que aquello que se percibe en momentos así sea falso o
disparatado; que sea efímero e insoportable no le quita nada de su verdad, sólo la
convierte en una verdad efímera e insoportable. En realidad, los hábitos del
espíritu que
llevan a convencerse de la idoneidad de la propia obra están urdidos a base de
olvido y
de autoengaño; quien sea fiel a los momentos antes referidos no podrá admitir nunca
el
final o acabamiento de nada.
La segunda de las formas de la “teoría” de algo es la que corresponde a la visión
de
la cosa desprovista o desgajada de todo lo que la rodea, o por lo menos de aquello
que la
acompaña de manera habitual. De ordinario, las cosas se presentan asediadas por sus
alrededores, sus circunstancias, sus contextos y sus trasfondos, y la cultura
contemporánea nos ha enseñado hasta la saciedad –hasta la trivialidad muchas veces–
que sin esos alrededores la cosa no es nada, o por lo menos no habría en ella nada
que
entender. Porque entender algo es, sin duda ninguna, hacerlo encajar con su
contexto, y
los frutos del entendimiento son tanto mejores cuanto mejor sea dicho encaje. Pero
no
115
siempre la teoría es una forma del entendimiento. En ciertas ocasiones puede verse
a la
cosa descoyuntada del marco en el que cobra sentido, como cuando a algo se lo saca
de
su uso y se lo coloca en un desván o en un lugar que no le corresponde7. Aquí no
interesan los actos en que alguien se deshace de cierto objeto y lo desactiva, sino
aquellos
episodios en los que se ha cobrado una visión inusitada y se ha establecido una
contextualización inverosímil, casi imposible8. Piénsese en un objeto y en todos
los
puntos de vista desde los que ha sido mirado alguna vez (la historia de sus
visiones) y
desde los que puede mirarse (la geografía de sus perspectivas). Esa historia y esa
geografía son la circunstancia de la cosa, pero la cosa tiene a veces puntos de
vista casi
inaccesibles, puntos de vista que nadie acertará a imaginar o en los que apenas
nadie
podrá colocarse para ver nada, puntos de vista que no pertenecen a la circunstancia
de la
cosa aunque quizá sí a la de otras.
El aspecto que presenta la cosa desde esos puntos de mira es el objeto de la teoría
en este segundo sentido. El objeto sacado de quicio y llevado a un contexto que no
es el
suyo deja de ser el objeto que es porque, como se nos ha enseñado, las cosas son lo
que
son sólo en su contexto. Y no se trata de hacerles adquirir uno nuevo ni de lo que
con
cierta ligereza se llamaría recontextualizarlas, sino literalmente de verlas como
si fueran
otra cosa, o por lo menos de imaginarlas en un contexto tan inverosímil que les
haría
perder su identidad, sólo que imaginándolas mientras la están perdiendo. Muy a
menudo
se postula, por ejemplo, como el principal objetivo del conocimiento histórico la
actualización o reactualización de un personaje o de una idea9. Esto equivaldría,
desde
luego, a sacar algo de su contexto, aunque quizá no del modo más provechoso ni más
afortunado. Pero piénsese en el caso contrario, cuando el presente se imagina visto
por el
pasado, es decir, examinado desde un punto de vista literalmente inaccesible. Esta
visión
del presente que lo despresentifica del todo es efímera a la fuerza y tiene que
desvanecerse con la mayor celeridad. Los hábitos que lo llevan a uno a saber
desempeñarse en el tiempo presente excluyen desde luego el quedarse clavado en un
punto de vista inaccesible, de modo que el retorno a la normalidad ya se habrá
efectuado
cuando se empiece a reflexionar un poco sobre lo ocurrido. Las efímeras estancias
que
uno efectúa en estos puntos de vista inaccesibles no están por regla general
buscadas a
propósito. Se trata de lugares fuera de todo itinerario, a los que uno se acerca
mientras va
de paso con otra dirección o quizá sin ninguna, porque de ordinario la búsqueda
deliberada de puntos de vista inverosímiles está condenada al fracaso.
Queda por mencionar la tercera especie, que quizá sea la más fecunda para nuestros
propósitos. Se trata de una forma indirecta de “teoría” de algo, que no corresponde
a
116
ninguna visión de la cosa correspondiente, sino a lo que sería el aspecto de todo
lo demás
sin ella. Es en cierta manera una inversión de la segunda especie. Al igual que
antes se
examinaba la cosa sin nada de lo que de manera natural la rodea, ahora se capta la
imagen de lo que sería el mundo sin la cosa, un mundo del que forman parte los
alrededores inmediatos de ella y también parajes alejados. Esta visión es muy
violenta y
difícil de mantener; recuerda a los esfuerzos infructuosos que alguien puede llegar
a
hacer para olvidarse de una persona, acontecimiento u objeto: si me convenzo de que
tengo que olvidarme de algo, lo haré teniendo presente aquello de lo que me tengo
que
olvidar, y el resultado será mantenerlo en la memoria, quizá con más viveza que
otros
objetos. Imaginar todo lo demás sin algo es también una tarea casi paradójica, y
sin
embargo hay ocasiones en que esta visión surge de manera inopinada, cuando uno de
pronto e involuntariamente se olvida de la cosa o no repara en ella. No es que haya
habido un esfuerzo deliberado por prescindir de la cosa, sino que por puro descuido
o
abandono se obra sin contar con ella, como si no existiera, como cuando se pone la
mesa
con un cubierto de menos porque se ha olvidado a uno de los invitados. Pensar en la
comida que se habría celebrado sin ese comensal (cuyo servicio ha sido desde luego
añadido, con rubor y remordimiento, nada más advertir el despiste) es una manera
muy
eficaz de pensar en él y de captar lo poco o mucho que significa, las razones de su
presencia y la variación que él introduce en el almuerzo o en el mundo. Al
celebrarse la
comida, se reprimirá seguramente el recuerdo de ese ominoso momento en que su
cubierto no estaba presente en la mesa. En este caso, los causantes de que la
visión de la
mesa con un comensal menos sea efímera y hasta nefanda son el rubor y el
remordimiento, pero en otras ocasiones tampoco faltarán motivos para abreviar al
máximo la visión. Cualquier persona que se precie de su virtud negará haber tenido
visiones así, porque el haber llegado a tenerlas, aun de manera fugaz, no es
indicio de
buena condición moral.
Algo parecido ocurre cuando lo sustraído no son personas: los olvidos y las
exclusiones son siempre reprobables y faltan al deber de tener en cuenta todo lo
relevante. No está claro, por ejemplo, que se pueda acometer en serio el esfuerzo
de
imaginar el siglo XIV sin la Divina Comedia, porque la mayor parte de lo que se
sabe
sobre ese siglo supone la existencia de dicha obra. En las operaciones del
entendimiento
no es lícito poner y quitar lo que uno quiera en el momento que estime más
oportuno.
Seguramente, pensar en un conjunto de cinco elementos como si lo fuera de cuatro es
una manera incorrecta e injustificable de pensar, salvo, claro está, que se piense
a título
contrafáctico o de ficción, es decir, como algo destinado a cancelarse más tarde o
más
117
temprano. Estas excepciones del entendimiento pueden resultar muy útiles siempre
que
se las use como licencias, pero aquí no se trata de jugar regladamente al juego de
las
ficciones o al de las hipótesis, sino de sopesar el papel que tienen ciertas
interrupciones
no regladas del juego normal del entendimiento. Más que las ficciones elaboradas a
propio intento importan aquí las interrupciones involuntarias que durante un
momento
parecen verdad y se imponen como una amenaza, aunque la amenaza se olvide en
seguida y se crea que no llegó nunca a darse. No se trata de una ficción
continuada, sino
de una realidad alternativa que asalta al entendimiento y que se impone como
realidad
mientras dura el asalto. Esta forma de teoría consiste en acertar a ver cómo sería
el
mundo sin la cosa y ver a continuación el mundo que efectivamente hay no tanto como
un mundo distinto de aquél cuanto como algo que todavía está distinguiéndose de él,
convirtiéndose en lo que es sin haber terminado todavía de hacerlo: ver por tanto
lo
ordinario como el agotamiento de una interrupción.
Puede llamarse teoría a cierta visión de las cosas en alguno de los sentidos que se
han mencionado, pero sobre todo a los intentos de hablar o escribir acerca de esa
visión;
a los intentos, si se quiere decir así, de rememorarla y reproducirla. Hablar,
escribir o
pensar acerca de visiones anómalas de las cosas es un intento de resucitar la
visión –la
cual se tuvo, claro está, con palabras, aunque quizá con palabras que no terminaron
de
encontrarse (que no se hallaron del todo y que no acertaron a juntarse unas con
otras)–,
un intento que seguramente se juzgará como frustrado, porque se dirá que la
recuperación no ha estado a la altura de lo visto. En realidad, la teoría es esta
elaboración
de la visión, porque no habría visiones sin palabras que hablasen de ellas. Más que
experimentar ciertas interrupciones, teorizar es hablar y escribir acerca de ellas.
El teórico
que dice lo que ha visto acaba, naturalmente, diciendo otra cosa, porque mucho de
lo
visto se perderá al decirlo y también aparecerá materia no vista, producto tan sólo
del
afán fracasado de recuperación. El teorizar no es ver, sino decir lo que se ha
visto y con
ello dejar de decirlo e inventar otras cosas (tanto en el sentido antiguo como en
el
moderno de las invenciones). Entre la teoría y su objeto de visión no habrá nunca
coincidencia porque nadie estará en condiciones de llegar a verificarla.
Desde luego, toda teoría resulta anómala desde el punto de vista de las prácticas
que
están relacionadas con ella. La teoría de una cosa consiste en ver algo que la cosa
es –o,
mejor dicho, haberlo visto sin poder recordarlo del todo– y que resulta
incompatible con
las prácticas que la cosa exige. Parece humano y muy estimable el propósito de ser
fiel
en la práctica a los anómalos momentos de teoría; lo que vale en la teoría también
ha de
ser bueno para la práctica, según se nos ha enseñado. Y en verdad es falso que la
teoría
118
esté exenta de toda consecuencia o efecto en la práctica. La teoría influye de mil
modos
en la práctica, aunque apenas ninguno de ellos sea el que el teórico hubiera
previsto o
querido. La fidelidad a la teoría es un piadoso deseo que honra a quien lo posee,
pero
produce con frecuencia la ilusión de creer que semejante virtud puede contarse
entre las
habituales de las prácticas. De ordinario, el teórico que va en busca de
fidelidades está
atrapado en un dilema: o la práctica se doblega y se ciñe a la teoría tal como el
teórico
desea (y entonces la práctica está salvada) o la desatiende y desobedece, en cuyo
caso es
infiel y está perdida. Pero resulta llamativo cuánto egocentrismo hay en el teórico
que
inventa este dilema, como si la teoría perteneciera a quien la alumbró y esa
propiedad
facultara también para adueñarse legítimamente de la práctica. El teórico prefiere
que la
práctica no le haga ningún caso antes de que tome su teoría de manera arbitraria,
caprichosa, ciega, parcial, incoherente o perversa, que son las maneras habituales
en que
la práctica atiende a la teoría. De casi toda teoría puede predecirse que
repercutirá en la
práctica, pero casi nunca cómo ni cuándo, y la teoría moral no es una excepción. Lo
más
frecuente es que no ocurra ninguno de los dos episodios comprendidos en el anterior
dilema: la práctica no suele atenerse a lo que piensan los teóricos, pero tampoco
procede
de espaldas a toda teoría. De ordinario, las prácticas reflejan trozos deslavazados
de
teoría, interpretaciones fragmentarias, mendaces, desvaídas, truncadas, ajenas a
los
propósitos originarios, entendidas a medias, traídas por los pelos, tomadas por lo
que no
son, contaminadas de doctrinas varias o de superstición y prejuicio, mezcladas
torpemente o llenas de erratas, de confusiones y de lagunas. Esto ocurre con las
teorías
en los dos sentidos de la palabra: con la teoría como doctrina y también con la
teoría
como interrupción. Los teóricos quieren modelar una práctica que se les escurre de
entre
las manos y que ni siquiera lleva impresas sus huellas dactilares, sino tan sólo
deformaciones suyas difíciles de reconocer, mientras que los agentes andan
compulsivamente a la busca de una teoría que oriente o que legitime su práctica,
sin
saber que eso no hay teórico que pueda proporcionárselo. La relación entre la
teoría y la
práctica es esencialmente irónica, como la que habría entre alguien que se
propusiera
mandar y unos subordinados que, aun estando ávidos de recibir órdenes, las
malentendieran sistemáticamente.
La teoría y la práctica son anómalas la una para la otra, y nada tiene de extraño
que
así sea. Eso que llamamos la moral fue el resultado anómalo del triunfo de cierto
tipo de
doctrinas, unas doctrinas que, por su parte, surgieron como efecto no intencionado
de
ejemplos escandalosos de inmoralidad. No habría moral sin anomalías que disimular y
esconder, pero el efecto de estas últimas es doble y en cierto modo trágico:
tenerlas en
119
cuenta paraliza cualquier práctica, y pasarlas conscientemente por alto implica
pagarle a
la ignorancia un tributo que acabaría con la hacienda de cualquiera. La teoría
moral es
una anomalía de la moral, pero no es la única, según se tratará de mostrar en las
dos
partes siguientes de este libro. Si la formación de la moral fue anómala, su
interior mismo
también lo es. Aquello a lo que se llama el bien es una anomalía con vocación de
normalidad y una normalidad ansiosa de absorber todas las anomalías. El bien es un
compuesto de lo uno y de lo otro, pero no es un compuesto armonioso ni
equilibradamente distribuido; no es, como sostendré, la conciliación de esos dos
polos,
sino el espacio en el que pelean, o quizá la pelea misma. Tener normas admirables y
quebrantarlas de manera ejemplar son quizá los dos grandes impulsos en torno a los
cuales se ha montado en los últimos veinticinco siglos la idea del bien, y es
probable que
la historia del bien consista sobre todo en una sucesión de esfuerzos por mostrar
que esos
dos impulsos son el mismo. En realidad, todo esto es bastante natural, porque las
historias no suelen inventarse para hacer crecer el desasosiego. Pero el bien no se
inventó
para dejar a nadie complacido; todos los indicios apuntan a que fue pensado para lo
contrario.
120
Parte II
Ars aestimativa
121
Capítulo 11
Conceptos encabalgados
Como la paz, la prosa y la vigilia, y como quizá la vida misma, la naturaleza
pertenece al
linaje, exquisito y abigarrado, de los conceptos prepósteros. Antes de definir qué
conceptos sean éstos y de poner algún ejemplo más que los ilustre, resulta obligado
justificar en lo posible su nombre. Es prepóstero el poner delante aquello que
estaba o
debía estar detrás y viceversa, trastornando la manera recta en que se ordenan las
cosas
y sus partes, y obra de manera prepóstera quien convierte lo principal en apéndice
de lo
subordinado, quien llama la atención sobre lo fútil haciéndolo pasar por importante
o
quien, valiéndose del descuido, la costumbre o el exceso de confianza, presenta a
algo
como anterior a otra cosa y más esencial u originario que ella, cuando en realidad
lo
postulado como previo surgió como la negación de aquello que se tiene por
posterior,
accidental y adventicio, y no podría haberse pensado nunca en ello de no haber
existido
esto último. A menudo, el resultado de las actuaciones prepósteras es que lo
principal y
primitivo llega a parecer adventicio. Al haberse vuelto las cosas del revés, lo
principal es
secundario respecto a lo secundario y lo primitivo pasa a verse como derivado: ésta
es la
razón por la que con frecuencia la guerra, el verso y el sueño, y quizá también la
muerte,
tienden a verse como la ausencia de sus contrarios1.
Repárese, por ejemplo, en la palabra “conservador” tal como ha venido usándose en
la política y la cultura europea de los últimos dos siglos. Parece que nadie puede
ser
“conservador” si no se declara partidario de conservar lo que hay o cree que hay,
pero el
empeño mismo de conservar depende de la posibilidad (no meramente lógica, sino
encarnada en alguna amenaza verosímil) de una mudanza brusca o de una corrupción de
lo existente. “Conservador” se opone entonces a “revolucionario”, a “rebelde” o a
“revoltoso” y sería muy difícil imaginar qué tipo de conservadores podría haber en
un
mundo en el que nadie hubiese sentido nunca la amenaza de una mudanza radical del
orden político o económico2. El hecho de que apenas nadie sea capaz hoy día de dar
crédito a esta oposición y vea más natural la de “conservador” con “progresista”
(donde
el primer término tiende a fundirse cada vez más con “reaccionario”) trastorna las
cosas
lo bastante para dejar el asunto y buscar otros terrenos menos escabrosos. En
efecto, el
conservador no suele oponerse en las circunstancias presentes a ninguna sacudida
122
revolucionaria, sino, si acaso, a la aceleración excesiva de la marcha del
progreso, una
marcha que, debidamente atemperada, muchos conservadores son los primeros en dar
por buena. La eliminación de la expectativa o amenaza revolucionaria altera de
manera
definitiva el concepto de lo conservador, pero, aun en este caso un tanto anómalo,
fue
necesario para que hubiese conservadores el que, por lo menos en una fase pasada,
existiese la amenaza de revolución o de alteración grave de las cosas.
Así pues, un concepto es prepóstero cuando, habiéndose formado tan sólo como la
negación o el opuesto de otro, se presenta, sin embargo, como término principal o
primitivo. Lo prepóstero es, desde luego, una categoría relativa, salvo para quien
crea
que hubo una ordenación originaria de las cosas y de sus partes y que esa
ordenación
puede describirse fielmente. Para todas las demás personas, las actuaciones y los
conceptos son prepósteros tan sólo en relación con cierto estado anterior. Esta
relatividad
de lo prepóstero no ha de llevar, sin embargo, a sostener que todo puede ser
prepóstero
según como se lo mire. De los conceptos prepósteros cabe decir, en principio, que
no
habrían podido formarse sin su contrario, pero esto no dejará contento a todo el
mundo
porque es fácil replicar que el depender de sus contrarios es algo que les pasa en
realidad
a todos los conceptos que poseen antónimo. ¿Acaso “día” no se opone a “noche” en un
sentido muy semejante a aquél en el que “hombre” lo hace con “mujer”, y de un modo
sin el cual no habría ni días ni noches ni hombres ni mujeres? Poca duda cabe de
que los
conceptos tienen el contenido que tienen en virtud de su pertenencia a una red de
conceptos, dentro de la cual siempre se han de distinguir, para individualizarse,
de
aquellos que están más próximos. Si tuviéramos un solo concepto, no tendríamos
ninguno, y tampoco lo tendríamos si no estuviera pegado a otros o asediado por
ellos.
Para que la liebre sea liebre tiene que distinguirse de todos los demás animales y
de
géneros que no son animales, pero tiene, sobre todo, que distinguirse de los
conejos.
Por regla general, los usuarios normales de cualquier lengua saben distinguir las
palabras que tienen contrario de las que no. “Alto” se opone a “bajo” como “largo”
a
“corto” y lo habitual es aprender juntos los dos pares de conceptos. Estos pares
son
rígidos, pero la rigidez es compatible con la variedad porque, desde luego, “alto”
también
se opone a “profundo” y “largo” a “ancho”. Hay, además, términos difíciles como
“dulce”: si se nos pregunta qué es lo contrario de lo dulce, casi todos diremos que
lo
amargo, pero no es disparatado imaginar a alguien que sepa emplear competentemente
la
palabra “dulce” ignorando el uso de “amargo”. Que la miel o las galletas de
chocolate
sean dulces depende, qué duda cabe, de lo amargos que sean el café y las aceitunas,
pero
no depende de ello de manera esencial. Para usar el concepto de lo dulce basta con
123
saberlo colocar dentro de una serie en la que también figuren lo salado y lo
picante y
muchos sabores más. Podría decirse que la antonimia de lo dulce y amargo es
accidental:
estos dos conceptos pueden aprenderse (y usarse, sin más) como partes de cierta
oposición y también sin recurrir a ella. Es verdad que cuando un concepto se
aprende al
mismo tiempo que su antónimo, resulta muy difícil llegar a borrar la antonimia; si
hemos
aprendido que lo dulce es lo contrario de lo amargo (aunque quizá lo que hayamos
aprendido es que lo contrario de lo dulce es lo amargo), ya nos costará mucho
trabajo
olvidarnos de esa manera de organizar los conceptos. En realidad, el concepto mismo
de
“lo contrario” se aprende tomando como paradigmas pares de cosas cercanos a los que
parecen esenciales y extendiéndolo poco a poco a los inesenciales. Pero lo
prepóstero es
más que todo esto.
Un caso fecundo para el rastreo de conceptos prepósteros lo constituyen los pares
de palabras que designan una virtud y su correspondiente falta, o viceversa. Como
se
advertirá con facilidad, un “viceversa” así no está ni muchísimo menos fuera de
disputa
porque en las virtudes y vicios es muy difícil que se dé la paridad. Puede tomarse
como
ejemplo el término “pereza”. Un rasgo que llama la atención de la palabra “pereza”
es su
condición turbia3. Por un lado, la pereza puede definirse sin dificultad de forma
parecida
a la de los términos que suelen llamarse fácticos o descriptivos, términos que no
parecen
necesitar de valoración para poder usarse (y nótese que “fáctico” y “descriptivo”
son a
su vez términos prepósteros). Tengo pereza cuando me resisto a ejecutar acciones
que
me exigen esfuerzo o que me resultan fastidiosas o incómodas, o cuando mi falta de
ganas hace que las lleve a cabo tarde o no las concluya o las termine con descuido.
Pero,
naturalmente, si llamo perezoso a fulano o lamento lo perezoso que soy, no me
limito a
declarar lo anterior; lo que hago es afirmarlo dando a entender al mismo tiempo que
tal
cosa no debe aprobarse y que sería mejor tener ganas de hacer aquello que uno hace
con
pereza. Podría decirse que la pereza tiene dos componentes, uno fáctico o
descriptivo y
el otro normativo o valorativo, pero dichos ingredientes existen de forma tan sólo
idealizada, pues lo que más importa es que andan inseparablemente acoplados. En
caso
de que la separación de los dos componentes pudiera llevarse a cabo, ya no
tendríamos
el término en cuestión, sino otros dos distintos de él.
Cabe replicar que el significado de la palabra “pereza” podría variarlo alguien que
tuviese un juicio favorable sobre lo que la palabra significa, de modo que, por
ejemplo, la
pereza de Paul Lafargue fuese un concepto distinto de la pereza de un puritano o la
del
suegro de Paul Lafargue. Allí donde los lafarguianos dicen “pereza” habría que
entender
lo mismo que entendemos cuando lo dice el hablante normal, sólo que cambiando el
124
signo de la valoración y tomando como bueno lo que el hablante normal tiene por
malo4.
Pero lo que hace el lafarguiano no es propiamente cambiar el significado de la
palabra,
sino usarla, por así decir, entre comillas, suspendiendo el compromiso habitual que
los
hablantes tienen con lo que dicen5. Si me refiero a Nicolai Ceaucescu como “Danubio
del
pensamiento” (era éste, al parecer, uno de los epítetos oficiales del inestimable
mandatario rumano) y lo hago de manera irónica o con sarcasmo, emplearé, desde
luego,
las mismas palabras de alguien que hablase en serio, pero negándome a comprometerme
(o suspendiendo el compromiso) con lo que se espera que se sigue de esa atribución.
Si
hablo con ironía, mis palabras pueden parafrasearse por “‘Danubio del pensamiento’,
como diría un partidario frenético de Ceaucescu”. Y algo semejante ocurre con la
pereza
en boca de quien pronuncia su apología: cada vez que diga “la pereza” querrá decir
“lo
que los tontos de los puritanos llaman ‘pereza’”, o algo semejante. La supresión de
compromiso o su debilitamiento son anomalías frecuentes en el lenguaje y en el uso
de
los conceptos, y éste es un caso de esa anomalía6.
Casi nunca es posible practicar un corte limpio entre los dos ingredientes de un
término y quedarse con el descriptivo volviendo el valorativo del revés. Lo típico
de los
términos turbios es que un cambio en un componente no puede llevarse a cabo sin
cambios en el otro; cualquier mudanza tiene repercusiones cerca de donde se produce
y
también muy lejos. Todo esto puede quedar ilustrado por los usos de términos
peyorativos formados en medio de comunidades de usuarios gazmoñas o muy
pudibundas para referirse a actos o hábitos sexuales tenidos por reprensibles. Así,
términos como “lascivo”, “licencioso” o “salaz” desaparecen en cuanto se muda su
carga
valorativa, como si el cambio de signo se llevara la palabra entera por delante.
Una vez
que ser lascivo deja de ser un vicio, no es que el término “lascivia” se pase a
usar en
sentido neutro o favorable, sino que deja de usarse, salvo de manera irónica,
entrecomillada o paródica, es decir, sin comprometerse el hablante con los valores
evocados por su ironía.
Lo que más importa, sin embargo, de un término como “pereza” es que va asociado
de manera constante a su correspondiente concepto positivo o favorable, en este
caso a
“diligencia”. En la oposición de pereza y diligencia, la primera es una falta de la
segunda,
una insuficiencia o ausencia suya. Lo digno de elogio o lo que, por ser normal, no
exige
mención ni comentario es la diligencia, y sólo cuando ésta flaquea ha lugar a
hablar del
vicio o aberración de la pereza7. Aquí el vicio se concibe en términos parecidos a
los de
la falsificación de la moneda. En efecto, una moneda es falsa cuando, dados ciertos
criterios sobre lo que es moneda de curso legal, la pieza en cuestión incumple
alguno de
125
ellos. Puede haber innumerables modos de falsificar moneda: la aleación, mezcla o
ejemplar correcto señala lo que puede valer como buena moneda, mientras que todo lo
demás será fraudulento. Seguiría habiendo moneda de curso legal aunque hubiese
desaparecido la falsa –aun a falta de todo vicio, lo correcto seguiría siendo
correcto
porque basta con que esté definido como tal– pero la diligencia no es como la
moneda
válida, porque de no haber perezosos no habría nadie diligente8. Determinar la
recta
composición de una moneda es un acto performativo que establece las reglas de
cierta
práctica, reglas que naturalmente tienen que ser explícitas, sin embargo, nunca
hubo
nadie que instituyera la práctica de la diligencia ni de la moderación ni de la
valentía. La
busca compulsiva de fundamentos en moral es la superstición consistente en suponer
que
todas las prácticas humanas –o las que se consideran moral-mente pertinentes–
fueron
instituidas mediante un performativo así, o pueden verse como si lo hubieran sido.
La
autenticidad anticipa sus posibles transgresiones, pero la diligencia sólo puede
venir
después de ser efectivamente transgredida.
Hay muy buenas razones para que el individuo humano que camina con menos de
cinco extremidades inferiores no reciba ninguna denominación especial. Nadie ha
visto
nunca a alguien con cinco o más piernas, y sería muy extravagante designar a
alguien
distinguiéndolo de seres así. Naturalmente, andar con menos de cinco piernas es una
virtud, y no pequeña, si bien pertenece a las que no tienen nombre; en caso de que
existiera el vicio correspondiente, existiría con toda certeza el correspondiente
nombre de
virtud: la cualidad de los minusquintúpedos, por ejemplo. Cabría, sin embargo,
obrar de
tal modo que se considerase primitiva la noción de “caminar con menos de cinco
piernas”, y derivada o posterior la de “caminar con cinco”. Quienes hicieran lo
primero
serían, por ejemplo, rectípedos y los segundos oblicuípedos. Así se habría borrado
toda
huella de que primero vino la excepción y luego la norma. Estará ya claro que el
término
“diligente” es como el término “rectípedo”; una palabra como, pongamos,
“desperezoso”, semejante a “minusquintúpedo”, habría sido más transparente, pero es
difícil que los términos de virtud cedan la primacía conceptual a palabras que
designen
vicios a los que ellos se oponen. Como si el reconocimiento de que la virtud es
cosa
derivada del vicio y no al revés desvirtuase a la virtud y la hiciese sospechosa9.
“Diligente” se llama, entonces, a quien no es perezoso o a quien logra vencer a la
pereza,
mas, una vez establecido así su significado, muy bien puede optarse por decir que
el
perezoso es el falto de diligencia. Los nombres de virtudes son tan prepósteros
como
celosos de ocultar su condición prepóstera. Es probable que, si se descubriese que
todas
las virtudes son parasitarias de, por lo menos, un vicio, las virtudes quedasen, en
efecto,
126
desvirtuadas, casi tanto como la prosa lo está en relación con el verso10.
Porque donde esta alteración no se produce es, desde luego, en las nociones de
verso y prosa. Cualquiera que sea la definición que del verso se dé o la noción
tácita que
se tenga, parece claro que “prosa” ha de significar “aquel escrito que no está en
verso”.
Más adelante habrá ocasión de ocuparse de la condición obligatoriamente escrita de
la
prosa; baste por ahora con hacer un poco de caso al sentido común y tomar nota de
que
la prosa es, sin duda, lo que no es verso, y prosaico, por su parte, lo que
manifiesta de
modo llamativo propiedades contrarias a las del verso o a las que suelen asociarse
a él
como características suyas. La prosa se toma, por oposición al verso, como la
manera
natural o espontánea de escribir (y aun de hablar, si se ha de hacer caso del viejo
chiste
de monsieur Jourdain, aunque, como se verá más adelante, nadie habla estrictamente
en
prosa), aquella que todos usamos de oficio, por defecto de otra cosa y cuando no
está
vigente ninguna constricción particular. Buscar qué palabra ha de usarse atendiendo
a
dónde se acentúa, a cuáles son sus dos sílabas finales (o la última en ciertos
casos) o al
monto total de sílabas del conjunto que forma esa palabra con algunas de las que la
preceden –no sin antes haber dispuesto las anteriores de modo que faciliten el
hallazgo de
una palabra afortunada– quizá sea una tarea apasionante, pero natural lo es muy
poco.
Cuando este ejercicio se desempeña con éxito, y sobre todo cuando parece
espontáneo,
resulta singularmente admirable; quizá esta producción cuasiespontánea de lo que
parece
milagroso sea la fuente del aurático prestigio, cercano muchas veces a lo sagrado,
que los
poetas han tenido en ciertos momentos y ambientes11. El verso es artificioso y la
prosa es
natural, pero a veces lo artificioso, si es de una artificiosidad excelente, puede
llegar a
parecer natural. A esta forma de naturalidad vicaria o derivada le resulta esencial
el tener
que contentarse con parecer naturaleza, aunque en ocasiones la imitación supere al
original, sea copiada por éste y termine confundiéndose con él. En esto se asemeja
a la
noción de una “segunda naturaleza” de la que habrá ocasión de tratar más adelante.
Cuando se examina el arte del versificador, se halla por contraste que la prosa es
natural; si uno no está sometido al yugo de la convención métrica y habla con
naturalidad, hablará o escribirá en prosa. Semejante descubrimiento tiene mucho de
engañoso, como va a verse en seguida, pero la idea de que hay un escribir natural
no
habría podido formarse sin la experiencia de que a veces el escribir está forzado;
quítensele las cadenas y quedará la prosa, que es propiamente lo que había antes de
que
las cadenas se inventasen. El mérito del verso radica entonces en su dificilísima
violencia,
en escribir o hablar –o “cantar”, como con toda razón se dice– admitiendo
obligaciones
que no pertenecen al hablar o escribir normal, pero de tal suerte que se mantenga
el
127
resultado como cosa escrita o hablada, y por tanto inteligible. Si se quiere
definir el verso
hay que definirlo como cierta anomalía o desvío con respecto a la prosa, que es lo
normal y natural. Sin embargo, la noción misma de “prosa” no habría llegado a
formarse
de no ser por la existencia previa de lo que constituye, según esta concepción, una
anomalía suya. Lo desviado tiene que definirse en virtud de lo recto, pero a nada
se
podría llamar recto si no hubiera algo que se desviase. Cierta manera de escribir,
de
narrar o de cantar, dotada de peculiaridades que podrían describirse de muchas
maneras,
pasa a ser señalada precisamente como un desvío o excepción con respecto a todas
las
demás formas de escribir, narrar o cantar, a las cuales se atribuye el nombre
general de
“prosa” y la condición de término por defecto12.
Debe añadirse, sin embargo, un par de advertencias. La primera es que no resulta
inevitable ni necesario poseer un término para “todo lo que no es verso”, de igual
forma
que no lo es tener una palabra para designar todos los animales que no tienen pico
o
todas las ciudades que no tienen catedral. “Lenguaje en verso” podría ser como
“animal
con pico” o como “ciudad con catedral”, clases que no exigen un nombre particular
para
su complementaria. Que haya o no haya de hecho un nombre así resulta de lo más
contingente. La segunda observación es que la palabra “prosa” constituye en muchos
de
sus usos una sinécdoque. Todo el mundo sabe que prosa es cualquier cadena de
palabras
que no forman verso, pero desde luego hay que aclarar muy cuidadosamente lo que se
entiende aquí por cadena de palabras. Resulta, por ejemplo, disonante decir que una
conversación telefónica ordinaria, un telegrama o un mensaje de correo electrónico
de
tres líneas son muestras de prosa, por poco verso que haya en ellas. “Prosa” parece
referirse sólo a lo escrito, y de manera especial a aquellos escritos que, no
sometidos a
las servidumbres del verso, muestran sin embargo un cuidado verbal semejante hasta
cierto punto al de éste (un cuidado que puede llegar a incluir, como se verá, el
uso
ocasional y disimulado de sartas de palabras correspondientes al esquema de un
verso)13.
De manera que la prosa estará constituida por escritos sometidos a ciertas
constricciones
distintas de las del verso; no es prosa, por tanto, toda clase de escritura
desatada14.
Dejaremos ahora este sentido especialísimo de la prosa (un sentido
predominantemente
estimativo15, que obliga a cualificar el nombre con un adjetivo de valor: se habla
de la
prosa de fulano para decir que es buena o torpe, pretenciosa o fluida) y nos
quedaremos
con el más general de composición escrita que no está en verso. Interesa advertir
que,
queriéndose oponer a “verso” sin más, a lo que se opone propiamente es a “verso
escrito”. Pero el verso no es siempre materia de escritura –según algunos sólo lo
es de
modo accidental y vicario, aunque no hace falta entrar ahora en tan asendereada
128
cuestión–, de modo que lo que se considera “opuesto al verso” se opone tan sólo a
ciertos episodios, más o menos frecuentes, de verso. No debe desatenderse esta
circunstancia, que quizá se encuentre también en otras parejas de conceptos
semejantes a
la del verso y la prosa y, sobre todo, conviene parar mientes en que la selección o
especialización del significado de “prosa” no pasa inadvertida para el usuario
habitual de
la palabra, aunque sí para los diccionarios. Nadie llama prosa a una conversación
telefónica, aunque así debería ocurrir de hacer caso a las definiciones oficiales
de la
prosa16.
Pero es conocido desde antiguo el artificio consistente en introducir en medio de
la
prosa palabras que obedecen al esquema métrico de algún tipo de verso. Aunque la
aparición de rima en medio de la prosa se considera muchas veces vicio –y razones
hay
para ello–, no lo es en absoluto el empleo en prosa de esquemas métricos
pertenecientes
a la tradición literaria o a la poesía popular de la lengua correspondiente. Así,
en
castellano, el octosílabo o el endecasílabo pueden producir efectos rítmicos que el
lector
u oyente advierte de ordinario con agrado, aunque no los reconozca de manera
espontánea como propios del verso. Unos párrafos más arriba, el lector habrá
encontrado
la expresión “antes que las cadenas se inventasen”, que es un endecasílabo o lo
sería si
hubiese aparecido junto a otros versos y no intercalado en mitad de prosa. Quizá en
este
caso –que estaba, todo sea dicho, preparado a propio intento– el lector puede notar
cierto
efecto de extrañeza en lo inhabitual (para el castellano escrito, que no para el
hablado) de
“antes que”, en lugar de “antes de que”. El efecto que se busca no es el de que el
lector
descubra el endecasílabo, sino el de procurarle una sensación de extrañeza que no
tenga
por qué reconocer como un caso de endecasílabo. Se habrá de leer aquello como si
fuera
un endecasílabo, pero sin que lo sea en verdad, porque los endecasílabos no se dan
en
prosa. El prosista que introduce un verso subrepticio es un embaucador que juega a
la
confusión; para usar del verso, antes hay que haber dicho “esto es verso” o haberlo
dejado claro mediante algún procedimiento inequívoco. Una protesta así es tan vieja
como el Fedro. En el discurso de Lisias que figura al comienzo de dicho diálogo
pueden
encontrarse ejemplos de isocolon que, desde luego, Platón aduce como muestra de las
malas artes de la retórica. La lengua hablada ha de ser natural, mientras que
semejantes
artificios constituyen una suerte de transposición –fraudulenta porque pasa
inadvertida–
de las maneras propias de la escritura. El fraude de Lisias consistiría en no haber
avisado
sobre el género empleado, el haberse callado arteramente la necesaria cláusula
“¡ojo, que
esto es verso!”
¿Cabe llamar propiamente verso a las fugaces intromisiones de sílabas contadas en
129
mitad de la prosa? De ninguna manera, porque esas interferencias anómalas son verso
que se oculta y que necesita ser entendido como cosa distinta del verso. Parecen
verso
por su esquema métrico, pero no lo son porque no tiene vigencia la convención que
exige
leer u oír aquello teniendo presente semejante esquema (más bien, al contrario:
como se
ha visto ya, es preciso no tener presente la convención para que el artificio dé el
resultado apetecido). Se necesita entonces una noción del verso que excluya estas
anomalías y las considere como lo que son: prosa anómala que tiene que ocultar toda
huella de sus devaneos. En realidad una definición así no resulta nada difícil.
Giorgio
Agamben ha propuesto una idea muy sorprendente de las condiciones del verso
acudiendo a aquella anomalía de la versificación en la que el verso parece prosa: a
lo que
suele llamarse encabalgamiento17. En los dos primeros versos de este cuarteto de
Garcilaso:
¿Quién me dijera, cuando las pasadas
horas que’n tanto bien por vos me vía
que me habiades de ser en algún día
con tan grave dolor representadas?18
o cuando se lee, en el ejemplo que trae Agamben,
…La porta
bianca …
La porta
che, dalla trasparenza, porta
nell’opacità…
el lector está obligado a leer violentando, desde luego, las pausas exigidas por la
sintaxis
de la oración. De ordinario, los finales de verso –que señalan un corte
estrictamente
métrico– coinciden con algún final de oración o de sintagma, pero esta expectativa
es
precisamente la que no cumple el encabalgamiento, al obligar a un corte métrico que
no
es sintáctico. Como es de rigor advertir en cuanto se repare mínimamente,
semejantes
cortes están excluidos por principio de la prosa que echa mano de esquemas
métricos. En
ella, los fines de “verso” tienen que coincidir a la fuerza, para surtir efecto
rítmico, con
finales de unidad sintáctica, y resultaría inconcebible lo contrario. No cabe el
encabalgamiento en la prosa más o menos rítmica, porque entonces se perdería toda
apariencia de verso. El encabalgamiento sólo puede darse en el verso de verdad y es
imposible en el verso aparente; de ahí que su posibilidad sea, según Agamben, lo
que
más propiamente distingue al verso de la prosa19. Pero el encabalgamiento, como el
propio Agamben se complace en reconocer, es un mecanismo que en cierto modo
130
prosifica al verso o hace que se pierda su rasgo más característico. Lo que
distingue al
verso es una anomalía que en cierto modo lo acerca a la prosa: si oyéramos un poema
cuyos versos estuvieran todos encabalgados, sólo las pausas artificiales entre
verso y
verso permitirían caer en la cuenta de que aquello no es prosa. Pero es
precisamente esta
anomalía dentro de la anomalía lo que permite distinguir al verso de la prosa; si
no
existiera el encabalgamiento, entonces todos los cortes métricos coincidirían con
algún
corte sintáctico y el verso sería equivalente a cierto tipo de prosa en la que, por
casualidad o artificio, los finales de unidad sintáctica se dispusieran conforme a
cierta
medida. Esta descripción, sin embargo, no puede convenir a la naturaleza del verso,
porque lo único que importa en éste es que se satisfaga cierto esquema métrico; que
el
final de esquema coincida con un final de unidad sintáctica es cosa del todo
irrelevante, y
para que se ponga de manifiesto que lo es resulta preciso “cortar el verso” con
encabalgamiento, con un corte dispuesto para mostrar a las claras que, aunque a
veces
puedan coincidir, las divisiones del verso son distintas de las de la prosa20.
Comentando el cuarteto de Garcilaso arriba citado, señalaba Fernando de Herrera
que “cortar el verso” del modo que se lleva a cabo para iniciar el segundo
no es vicio sino virtud, i uno de los caminos principales para alcançar l’alteza i
hermosura del estilo, como en el
eroico latino, que romper el verso es grandeza del modo de dezir. Refiero esto
porque se persuaden algunos que
nunca dizen mejor que cuando siempre acavan la sentencia con la rima. I oso afirmar
que ninguna maior falta se
puede casi hallar en el soneto que terminar los versos d’este modo, porque aunque
sean compuestos de letras
sonantes i de sílabas llenas casi todas, parecen de mui umilde estilo i
simplicidad, no por la flaqueza i desmaio de
letras, sino por sola esta igual manera de passo, no apartando ningún verso, que
iendo todo entero a acabarse en
su fin, no puede tener alguna cumplida gravedad ni alteza ni hermosura de estilo,
si bien concurriessen todas las
otras partes. Pero cuando quiere alguno acompañar el estilo conforme con la
celsitud i belleza del pensamiento,
procura desatar los versos, i muestra con este deslazamiento i partición cuánta
grandeza tiene i hermosura en el
sugeto, en las vozes i en el estilo, porque lo hace levantado, compuesto i
bellíssimo en la forma i figura del dezir
esta división i lo aparta de la vulgaridad de los otros. Mas este rompimiento no á
de ser contino, porque engendra
fastidio la perpetua semejança21.
Los encabalgamientos tienen una enorme importancia poética y merecen plenamente
el elogio de Herrera. También la tienen, como se verá en seguida, conceptual. Pero
recapitulemos un poco. El concepto de la prosa define en primera instancia su
extensión
como la complementaria de la del verso, un concepto de extensión menor que, además,
constituye una anomalía de la prosa. Así pues, el verso es un concepto al que
cabría
llamar anómalo, mientras que la prosa es un concepto prepóstero. Como los demás
conceptos prepósteros, el de la prosa tiene que usarse olvidando que es prepóstero,
y
este fin se logra justamente gracias a la condición anómala de su complementario:
si el
verso es anómalo, entonces la prosa –o sea, lo que no es verso– es lo natural y
normal.
131
Semejante circunstancia no es privativa de la prosa y el verso; puede hallarse en
todo par
de conceptos de los que uno sea prepóstero y el otro anómalo.
Ahora bien, aquello a lo que se refieren los conceptos prepósteros muestra en
ocasiones, de manera más o menos fragmentaria, apariciones de lo designado por el
correspondiente concepto anómalo. Toda paz tiene momentos de agitación belicosa, en
la
vigilia no faltan las cabezadas, las ensoñaciones y los desmayos, y en la prosa
también
hay más de una vez verso subrepticio o advenedizo, o lo que parece tal. Nada de
esto
implica, sin embargo, que a deslices episódicos así se los pueda llamar guerra,
sueño ni
propiamente verso. Lo que en puridad distingue al sueño es admitir sobresaltos y
duermevelas y seguir siendo sueño y otro tanto sucede con la guerra y la suspensión
provisional de hostilidades: los encabalgamientos son la tregua del verso, pero lo
que
distingue a la guerra de los disturbios que ocurren en tiempo de paz es que sólo la
primera admite treguas; una guerra de la que estuviera excluida toda posibilidad de
tregua
sería un conjunto de hostilidades quizá muy violento y destructivo, pero le
faltaría la
formalidad de la guerra, que consiste en poder suspenderse a sí misma de manera
limitada. Los conceptos anómalos tienen también sus propias anomalías; el
encabalgamiento, la tregua y la duermevela pertenecen a la clase de los conceptos
que,
en homenaje al primero de ellos, pueden llamarse encabalgados. Como a continuación
se
tratará de mostrar, hay más casos de conceptos prepósteros, anómalos y
encabalgados.
Quizá el más destacable de todos sea el que se mencionó al comienzo mismo de este
capítulo.
132
Capítulo 12
Lo natural y lo artificial
El verso es anómalo y la prosa prepóstera, al igual que ocurre con la guerra y la
paz, el
sueño y la vigilia, la montaña y el llano y el trabajo y el ocio. La tregua, el
sonambulismo,
el altiplano y las vacaciones son los respectivos encabalgamientos de estos cuatro
pares
de conceptos, aunque no siempre que hay un término anómalo y otro prepóstero puede
descubrirse también uno encabalgado. Ahí están, no en vano, la enfermedad y la
salud, la
muerte y la vida, el matrimonio y la soltería o el judío y el gentil, cuyas
oposiciones
carecen de encabalgamiento. Podría alegarse que las mejorías pasajeras, la fama
inmortal
–la “tercera vida” de Manrique–, el matrimonio blanco y el judío asimilado
constituyen
los respectivos términos encabalgados de estas oposiciones, aunque ni mucho menos
parecen tan indiscutibles como los que se mencionaron hace un momento. Cabe
replicar
también que el ejemplo sueño-vigilia-sonambulismo admite una alternativa
vigiliasueño-
ensoñación, en la que el término anómalo sería la vigilia y el prepóstero el sueño.
A pesar de lo contraintuitivo del caso (que presupone la antigua y venerable
paradoja
según la cual lo normal es estar dormido y la vigilia constituye una mera
interrupción del
sueño), el ejemplo no es un disparate. La ensoñación sería un término encabalgado
porque proporcionaría la excepción “normal” de lo anormal, algo que no puede
extrañar
a nadie que se haya entregado alguna vez a ensoñaciones.
Pero precisamente uno de los conceptos que aquí están en juego es el de la
naturaleza, una noción que pertenece a las más ingratas de definir de todo nuestro
aparato conceptual, y no sólo a causa de su condición medular, indispensable y
primitiva.
Como ya se ha adelantado, es un concepto prepóstero, pero su mayor dificultad
estriba
en que pertenece al mismo tiempo a dos oposiciones de términos: lo natural y lo
artificial por un lado y lo natural y lo monstruoso o contranatural por otro. El
asunto
sería más sencillo si alguna de esas dos oposiciones pudiera tomarse por anterior o
principal, pero no resulta nada claro que eso sea posible, de modo que
probablemente
estemos condenados a tener en cuenta a las dos sin poder llegar a dirimir nunca la
cuestión de la primacía. Comenzaremos, sin que esto implique una toma de partido,
por
la oposición entre lo natural y lo artificial.
Es sin duda muy antigua la oposición de naturaleza y arte, que enfrenta lo natural
a
133
lo sometido a algún artificio o regla humana deliberadamente seguida. Desde luego,
el
arte y lo artificial son aquí abreviaturas de una gran variedad de actividades; la
técnica, la
política, la artesanía, el derecho o las artes consideradas bellas son formas del
arte, pero
también lo son la guerra, la agricultura, el juego, la pesca y los buenos modales.
Lo
primero que llama la atención es que la oposición no parece tan nítida como la del
verso
y la prosa; tanto que no sería insensata la objeción de quien propusiese que se
llamara
“artificial” simplemente a todo lo que no es “natural”, con lo que se obtendría un
par de
términos prepósteros, pero de relación inversa a la que pensaba encontrarse. Quizá
cabría salir del apuro limitándose a decir que “artificial” es lo que se sigue de
la actuación
humana y “natural” todo lo demás. Eso es muy cierto, pero deja sin contestar la
pregunta
de por qué a lo que resulta de la actuación humana se lo llama precisamente
“artificial” y
no de otro modo. La denominación es una flagrante sinécdoque, que recuerda mucho al
caso de la prosa, sólo que aquí se produce en el término anómalo y no en el
prepóstero.
Seguramente, la oposición de lo artificial y lo natural tiene como caso
estereotípico la
comparación de un objeto físico cuya génesis consta que ha sido humana con otro
cuya
génesis se sabe que no lo ha sido. La naturaleza es antes que nada un vasto
conjunto de
objetos materiales que están ahí sin intervención humana y habrían estado aunque
nadie
los hubiera visto. Lo artificial se hace en último término a base de piezas no
artificiales y
es al conjunto de estas últimas a lo que se llama a fin de cuentas “naturaleza”. La
naturaleza es una enorme colección de géneros naturales y el artificio un vasto
repertorio
de invenciones. El paradigma de lo artificial es un objeto material construido con
arreglo
a cierto propósito y que sirve regularmente a él, aunque sea para fabricar otros
objetos
artificiales. A veces se producen artificios inútiles o estúpidos que pueden
desecharse
o que constituyen un estorbo, pero por regla general se cree que las artes humanas
son inteligentes y providentes y cuando no lo son se las reconviene por no serlo.
La
naturaleza es, por tanto, todo aquello que no deriva de ningún artificio humano, y
el
artificio humano se distingue por obrar a sabiendas de lo que se hace y con arreglo
a
procedimientos razonables. Si esto es así, muy bien podría haberse dado el caso de
suponer que la naturaleza, es decir, lo que no es artificial, constituye un amasijo
desordenado de cosas sin propósito, una agregación informe de objetos y trozos de
objetos inasequible a todo plan humano o de algún otro ser sensato y previsor, una
mezcolanza inarmónica –o, si armónica, tan sólo a trozos y por casualidad–,
deslavazada,
estridente, arbitraria, peligrosa y torpe. No en vano, el concepto de naturaleza ha
sido un
cajón de sastre en el que se ha depositado de todo a lo largo de los siglos, y no
ha de
extrañar que lo anterior abunde considerablemente, bien por medio de la idea de una
134
materia informe –la hyle o la sylua– bien mediante las visiones turbadoras y
abismáticas
de la estética de lo sublime, esa invención de quienquiera que fuese el pseudo
Longino
recuperada por el hipersensato Edmundo Burke, un hombre dado sobre todo a las
pláticas de club y temeroso de todo exceso revolucionario (que era lo más
desmesurado,
turbador y asombroso que a un caballero dieciochesco podía tocarle conocer en esta
vida)1.
Pero en la historia de las concepciones de la naturaleza ha predominado, casi desde
sus orígenes, el supuesto de que lo natural constituye una totalidad ordenada, algo
apto
para ser tomado como la obra de un artífice sabio y previsor. Que se haya creído o
no en
la existencia de tal artífice es lo de menos en la historia del concepto; importa
sobre todo
la aptitud que la naturaleza presuntamente muestra para ser obra de un artífice
así. Es
característico de los conceptos prepósteros el definir algunas de sus propiedades
valiéndose de rasgos del correspondiente término anómalo. Al igual que la prosa es
el
discurso no versificado que tiene propiedades semejantes por su cuidado y esmero a
las
que muestra el verso, así la naturaleza, para ser genuina naturaleza y no un caos,
necesita
también mostrar rasgos propios del arte2. Y, a semejanza de lo que ocurre con la
prosa,
surge aquí también la ambigüedad: muchas veces lo natural es lo mera y brutalmente
natural, lo que, al contrario de los artificios humanos, ignora toda ley y es
incapaz de
orden alguno. Será entonces naturaleza todo aquello que, no habiendo sido causado
por
un artífice humano, muestra propiedades que podrían corresponder, sin embargo, a la
obra consciente de un artífice no humano. En la formación del concepto interviene
una
operación lógica que es desde luego falaz pero que pertenece al tipo de
paralogismos
gracias a los cuales los conceptos pueden formarse y los animales humanos tenemos
aparato o sistema conceptual. El paso consiste en que, una vez que alguien se ha
persuadido de que hay partes de la naturaleza obedientes a lo que podría ser un
designio
demiúrgico o artificial, puede concluir que todos los demás objetos se atienen
también a
ese designio, aunque advertirlo no sea fácil. Se trata entonces de justificar lo
que parece
menesteroso de justificación; la tarea que se impone es la de una fisiodicea o
justificación de la naturaleza por alojar criaturas que parecen indignas de un
artífice
inteligente y providente. La idea de que la naturaleza como tal tiene una finalidad
formal
–y no sólo la tiene el color de este camaleón o la tela de esta araña– es el
supuesto más
frecuente de los autores de fisiodiceas3.
Como bien se ve, la noción de naturaleza muestra rasgos característicos de los
conceptos prepósteros. La existencia de objetos artificiales se convierte en la
anomalía de
un mundo que ha quedado definido como aquél en el que lo natural es que las cosas
no
135
se produzcan de manera artificiosa. Por mucho que la naturaleza pueda tomarse como
si
fuese producto de un artífice, es obligado distinguir entre el artífice humano que
desde
luego no proyectó el plan de la naturaleza y el hipotético artífice no humano que
podría
haberlo proyectado. Lo propiamente natural será aquello que, pareciendo en
fragmentos
más o menos amplios la obra de un artífice, no lo es sin embargo, o por lo menos su
artífice no es humano. Si la naturaleza no pareciera a menudo artificial sería un
desorden
inasequible a todo concepto y seguramente a toda intuición –no podría ser nombrada,
examinada ni contemplada, ni siquiera experimentada–, pero si fuera artificial de
verdad
entonces ya no sería naturaleza. Al igual que la prosa contiene a veces fragmentos
de
verso, así la naturaleza, inartificial por definición, presenta a veces trozos que
parecen
producto del designio de un artífice inteligente. Tienen, sin embargo, tan poco de
arte
estos fragmentos de naturaleza como de verso tiene la prosa de sílabas contadas, y
por
razones parecidas.
La anomalía reduplicada que era en el verso el encabalgamiento lo es en la
artificiosidad humana la noción, antigua y perdurable, de una segunda naturaleza.
En
efecto, lo que distingue al arte propiamente dicho de aquellas apariciones más o
menos
fugaces en la naturaleza de lo que parece ser arte es el carácter indeclinablemente
consciente y premeditado de lo artificioso. Es cierto que los panales de abeja y
las telas
de araña son lo más parecido que hay a objetos artísticos, pero les falta toda
presencia
del concepto del arte, que es lo que distingue a las operaciones propiamente
artificiosas4.
Ahora bien, pertenece al concepto mismo del arte el tener que ejercerse como
resultado
de un hábito, adquirido mediante la disciplina o perfilado a partir de cierta
capacidad
natural5. El artista, como el técnico y el artesano, produce objetos de manera
consciente
y reflexiva, pero sin que esa consciencia pueda estar presente en todos los
momentos del
operar. Aquel artista o artesano que tiene que pensar todo lo que hace antes de
hacerlo es
todavía un artista o artesano en ciernes, que no domina su oficio. Poseer el
concepto del
arte significa haber aprendido que a veces hay que operar sin dicho concepto. Los
objetos técnicos y artísticos, como también las instituciones humanas invisibles,
constituyen una especie de naturaleza paralela y son en ese sentido una segunda
naturaleza externa que se independiza de la voluntad de su autor. Pero no es éste,
como
es conocido, el único sentido ni el principal de la idea de una segunda naturaleza.
Es la segunda naturaleza del artista la que hace de su obra propiamente arte, en
los
sentidos más amplios de “arte” y de “artista”. Para que el artista actúe como tal,
resulta
necesario que su actuación muestre una cierta regularidad habitual, de un género
distinto
a la que rige los procesos naturales, pero análoga a ella. Si se quiere entender lo
que
136
hace el artista no podrá olvidarse ni que actúa en cierto modo por naturaleza ni
que esa
naturaleza es distinta de la naturaleza primera6. Desde luego, semejante atribución
de una
segunda naturaleza al artista favorece mucho la hipótesis de una naturaleza primera
dotada también de condición artista. Explotar las consecuencias de esta analogía
fue la
tarea de Kant en la tercera Crítica y un resultado de su empresa es que la crítica
del
juicio estético y la del teleológico se muestren inseparables. En cuanto al artista
se le
atribuye una segunda naturaleza, el concepto mismo de naturaleza pasa factura por
haber
sido usado así. Al haber una segunda, la primera tiene que compartir algunos de sus
rasgos; la idea de una segunda naturaleza impide mirar con inocencia a la primera
como
si fuese la única.
Pero, como es sabido, el concepto de una segunda naturaleza suele aplicarse sobre
todo al ámbito de la moral. El lugar fundacional de este concepto se halla en el
libro VII
de la Ética Nicomáquea, donde Aristóteles cita dos versos de Eveno de Paros según
los
cuales “el hábito es cosa duradera y termina por ser naturaleza”7. Aristóteles
creía que
quien posee las virtudes o excelencias del carácter posee un modo de ser
consistente en
cierto hábito o costumbre. Estas consideraciones, de las que se deriva lo esencial
del
vocabulario de la filosofía moral posterior a Aristóteles, definen al virtuoso como
poseedor o partícipe de algo que es análogo a la naturaleza. El virtuoso no
necesita
esforzarse para obrar virtuosamente (en esto se distingue del meramente enkratés,
el
continente o fuerte de voluntad), de modo que su conducta muestra una apariencia de
naturalidad. Pero semejante naturalidad, como se ha visto, sólo es aparente porque
constituye a fin de cuentas una naturalidad adquirida y porque además el virtuoso
obra a
sabiendas de lo que hace y podría, por así decirlo, suspender el automatismo del
hábito y
dar razón de la motivación de sus acciones. Los manuales escolares suelen presentar
a
Aristóteles y a Kant como figuras enfrentadas y aun como los respectivos caudillos
de lo
que al parecer son las dos grandes escuelas o tendencias de la filosofía moral: la
teleológica y la deontológica (dos tendencias que, hasta cierto punto, se
corresponden
respectivamente con los programas moderado y radical de la moral moderna). Pero
estas
contraposiciones quizá sólo tengan interés para los autores de dichos manuales y
para
quienes tienen que examinarse de ellos. Según la visión ordinaria, Kant es un
filósofo
moral antinaturalista y esto quiere decir, sobre todo, adversario de la pretensión
de que
las leyes morales puedan reducirse a leyes naturales. Es cierto que Kant
desaprobaba por
entero esta pretensión, pero no porque creyese que las leyes estrictamente morales
son
antinaturales, sino precisamente porque configuran, según él, una especie de
naturaleza
paralela que los seres racionales están obligados a implantar en la naturaleza
comúnmente
137
entendida (y que de hecho van implantando aun sin proponérselo). Lo esencial de la
metafísica moral de Kant no es que elimine la noción aristotélica de una segunda
naturaleza, sino que la transforme de una manera que para Aristóteles habría
resultado
muy difícil de entender. Aristóteles y Kant no se oponen por echar mano de la
naturaleza
el primero y abjurar de ella el segundo, sino más bien por las distintas nociones
de
naturaleza de que se sirve cada uno8.
La diferencia principal entre Aristóteles y Kant radica en que para el primero la
naturaleza muestra un orden informal o espontáneo mientras que para Kant el único
orden posible de la naturaleza es el definido por un sistema de leyes. Pero lo que
importa
ahora es que ambos comparten la idea de que hay un ámbito cuyo rasgo más señalado
es
precisamente el constituir una naturaleza paralela. Sin ello lo moral no sería
moral, como
el verso no sería verso sin el prosaico encabalgamiento. Al igual que la prosa
tiene a
veces fragmentos de verso sin por ello dejar de ser prosa, así el actuar por
inclinación
natural posee a veces según Kant rasgos de los tenidos tradicionalmente por morales

cuando se atiene a los consejos de la sagacidad, prudencia o astucia–, mientras
que,
según Aristóteles, caben también destellos de vida virtuosa o de vida feliz que,
sin
embargo, no son virtud ni felicidad al igual que una golondrina no hace verano.
Pero los
consejos de la sagacidad son, desde luego, ajenos a la forma de la ley, mientras
que la
bondad y la dicha fugaces son ajenos a la forma del hábito, y de ahí que carezcan
de
valor. Tanto para Aristóteles como para Kant, la virtud es un artificio con forma
de
naturaleza e importa mucho que no falte ninguno de los dos elementos: si careciese
de
esa forma no sería virtud, pero si no fuese artificio tampoco lo sería, porque
entonces no
podría distinguirse de la inexorable naturaleza física, admirable como lo es el
cielo
estrellado pero no como la ley interior ni como los bienes sublunares.
La naturaleza es prepóstera porque se forma a partir de la anomalía del artificio,
pero entre el término prepóstero y el anómalo hay otro encabalgado: el artificio
que
parece natural. Gracias a que se dan artificios que aun siéndolo de manera
inequívoca
parecen sin embargo naturales, puede definirse con claridad lo artificial: si no
existieran,
resultaría posible tomar cualquier objeto artificial como un ser natural más, como
uno de
tantos seres naturales que se muestran como si fuesen artificio. La segunda
naturaleza
parece naturaleza porque no lo es. Su nota más destacada estriba en la confusión
que
suscita: si uno no está atento, puede llegar a tomarla como naturaleza sin más. El
artificio
es una anomalía de la naturaleza, pero el artificio cuasinatural es una anomalía
reduplicada. Es por ver artificios que parecen naturaleza sin serlo por lo que uno
puede
cerciorarse de que hay objetos que son realmente artificiales; imitar a alguien
sólo es
138
posible para otro distinto del imitado, y así la existencia de algo que imita a la
naturaleza
constituye una señal cierta de que hay algo que es distinto de ella. La segunda
naturaleza
del artista y la que corresponde a lo que llamamos moral son las dos
manifestaciones más
destacadas del término encabalgado que permite distinguir el anómalo artificio de
la
prepóstera naturaleza. La moral consiste entonces en cierta naturalización de lo
artificial:
en un orden sistemático de actuaciones razonadas y providentes que adopta la misma
forma sistemática del orden natural, o una forma análoga al de éste.
Conceptos como el de una segunda naturaleza, son la anomalía redoblada que se
agazapa en los conceptos anómalos, y merecen el nombre de “encabalgados” no sólo
por
rendir honor al encabalgamiento del verso, que sorprendentemente define a éste por
oposición a la prosa. También lo merecen porque en cierto modo se sitúan a caballo
entre
el término prepóstero y el anómalo, y permiten que el segundo se distinga no por
aquello
que parece alejarlo del primero, sino por aquello que más lo acerca a él. Los
términos
encabalgados son como puentes, aunque quizá lo más exacto sea decir que son puentes
cortados. Dichos términos parecen permitir un fructífero comercio entre un lado y
otro
del foso salvado por ellos, pero tal cosa no es más que un señuelo, porque lo que
establecen en verdad es una frontera imposible de cruzar, una aduana cerrada a cal
y
canto con un vigilante inflexible y cruel. Es como si, por creer que los fosos se
vadean
con facilidad, a los dos territorios no les bastase con un foso para estar
separados y
necesitasen un puente –algo que se inventó para facilitar el tránsito–, pero un
puente
pensado para que de ningún modo pudiera recorrerse. La moral es esto, pero antes de
extraer las conclusiones a las que ello invita es preciso atender al otro par de
conceptos
opuestos en que cobra definición la idea de naturaleza. Como en seguida se verá, lo
natural no se opone sólo a lo artificial, sino también a lo excepcional y
monstruoso. El
destino del concepto de naturaleza está sellado por este par de oposiciones, pero,
según
se tratará de mostrar, el de la moral también lo está. El de una moral que muy bien
podría apellidarse, como en adelante se hará aquí, “deuterofisita” (de deútera,
segunda, y
phy´sis, naturaleza).
139
Capítulo 13
Lo natural y lo excepcional
La naturaleza comenzó siéndolo de las cosas1. La idea de naturaleza parece implicar
la
de un conjunto de seres o entidades que pertenecen a ella y, al mismo tiempo, la de
cierta
propiedad de cada ser –precisamente la más esencial de todas– que lo convierte en
miembro de ese conjunto de entidades. Tal duplicidad de sentidos no tiene nada de
misteriosa ni de casual: con “naturaleza” se designa la extensión de cierta clase
y, al
mismo tiempo, cierto rasgo de cada uno de sus miembros. La naturaleza de algo no
es,
desde luego, cualquier cualidad suya, sino aquélla en virtud de la cual posee las
demás
cualidades que posee. La naturaleza de algo es aquello que lo distingue del resto
de las
entidades y permite, al mismo tiempo, comprender su relación con ellas y el lugar
que
ocupa en la totalidad de las cosas. Y a esa totalidad puede llamársela también
“naturaleza”, pues constituye una totalidad de entidades ordenadas y dotadas cada
una
de ellas de su propia naturaleza2.
La estructura de esta noción de la naturaleza resulta ser plenamente la de un
concepto prepóstero. Natural es aquello que se corresponde con su verdadera
naturaleza,
pero la invención de un concepto así tuvo que llevarse a cabo con la vista puesta
en
entidades que no corresponden a su naturaleza, que se salen de ella o que la poseen
de
manera defectuosa o torcida. Cuando Aristóteles, por ejemplo, se refiere a la
theriótes o
brutalidad, está claro que piensa en conductas humanas semejantes a las de las
fieras,
pero eso no quiere decir que el animal humano haya pasado de pronto a otro género
de
animales –tal cosa sería una inconcebible metábasis eìs állo génos–, sino que
ocurre en
cierto modo como si el hombre hubiera perdido algunas de las notas esenciales del
género
o de la especie a que pertenece: quien muestra brutalidad es como si hubiera negado
su
genuina condición y se hubiera quedado sin género al que pertenecer propiamente3.
Naturaleza es, así pues, lo que se opone a lo monstruoso. Distintamente a los
monstruos, ella está bien hecha, lo está como es debido y como corresponde: da a
cada
entidad lo que es suyo, y lo suyo de cada entidad es precisamente su naturaleza.
Nada de
lo que hay propiamente en ella –y todo cuanto está en ella está allí propiamente–
es
monstruoso o contrario a la naturaleza, y por eso es natural, porque no posee nada
contrario a lo que la naturaleza es, o sea, a lo que las cosas son en cuanto
miembros de
140
una clase o género, es decir, en cuanto poseedoras de una naturaleza. La naturaleza
es,
entonces, el conjunto de todo aquello que se ajusta a su género y que está libre,
por
tanto, de las monstruosidades u horrores de lo degenerado. Cada una de las partes
de la
naturaleza son, pues, naturaleza en sí mismas. Si no hubiera monstruos, no habría
naturaleza a la que poder reconocer. Pero los monstruos no son la única
interrupción
anómala del orden natural. Porque, junto a los monstruos, aunque opuestos a ellos
en el
aprecio que se les dispensa, se encuentran también las maravillas y los milagros, y
se
halla asimismo lo que unifica estos últimos episodios en un concepto común: la
huidiza y
apreciada categoría de la gracia.
Conviene ir, sin embargo, un poco más despacio. Si por algo se distinguen lo
degenerado y lo monstruoso es por sacudir la atención con el más profundo de los
desagrados; la vista cree que no soportará el espectáculo monstruoso, un panorama
que
se rehúye de inmediato deseando no volver a encontrarse nunca con una visión así.
Importa destacar que lo monstruoso propiamente dicho solivianta el ánimo por no
parecerse a nada de lo que se tiene visto, se conoce o se recuerda. Lo más
destacable del
monstruo es el no saber a qué género pertenece –que parezca no pertenecer a ninguno
es
lo que convierte a algo en antinatural–, o el advertir que el género al que el
monstruo
podría pertenecer lo expulsa fuera de sus fronteras y lo condena a errar sin
domicilio
lógico conocido. Ha de notarse el diverso sentido que poseen las experiencias de la
recurrencia y de la repetición, pues desde luego tiene un sentido netamente
distinto el ver
de nuevo el mismo monstruo (o creer que se trata del mismo, aun no siéndolo) que el
ver
otro ejemplar del género correspondiente. Sin embargo, lo que la vista quiere es no
volver a encontrarse nunca con ese mismo monstruo y tampoco con ninguno parecido a
él4. Que aquello no se repita nunca, ni por sí ni tampoco en forma de cosa que se
le
parezca, salvo quizá como remembranza morbosa o irónica. Ver lo monstruoso –y
llamarlo monstruoso– equivale a no querer volver a verlo y en cierto modo a suponer
que
lo que se ha visto es como si no se hubiese visto; uno estaría dispuesto a dar lo
que fuera
por no haberlo llegado nunca a ver. Si, de acuerdo con la etimología, saber o
conocer es
haber visto, el conocimiento de lo monstruoso lo es de aquello en lo que uno nunca
habría querido fijar la vista. Pero esto pasa en puridad con el conocimiento de
muchas
otras cosas.
Desde luego, lo maravilloso o prodigioso se asemeja no poco a lo monstruoso. Tanto
lo uno como lo otro se han entendido, y a menudo se entienden, como algo destinado
a
reintegrarse en el orden de la naturaleza. Tratar algo como un portento o como una
anomalía monstruosa equivale, según esta frecuente concepción, a no haber entendido
lo
141
que es, o, por lo menos, a no haberlo entendido todavía. A menudo se cree, no en
vano,
que una de las formas canónicas del progreso del conocimiento es precisamente la
conversión de lo misterioso y anómalo en plenamente natural. Si algo te parece
monstruoso –o un prodigio, tanto da para el caso–, eso es señal de que no lo has
entendido, quizá a causa de estar cegado por supersticiones, y adviértase que el
estar
cegado se refiere a una alteración de la visión. Pero siempre que hay
reconocimiento de
algo como antinatural lo hay porque la vista se comporta de manera distinta de la
ordinaria. El monstruo es aquello que exige imperativamente apartar la vista cuando
está
presente y la memoria cuando está pasado, pero lo prodigioso o maravilloso es lo
que
demanda mantener la visión o fijar la reminiscencia tanto tiempo como sea posible.
La
crítica ilustrada de los milagros es muy representativa de esta tarea normalizadora
(o, lo
que es lo mismo, naturalizadora) de lo anómalo. Reintegrar al monstruo en la
naturaleza
es siempre un triunfo, mientras que reintegrar al milagro lo será tan sólo para
quien no
crea en los milagros5.
Que lo anómalo esté destinado a naturalizarse parece una tesis deudora de la noción
de progreso, de modo que no obligaría a nada a quien abjurase de dicha noción. Pero
esto quizá no sea cierto del todo. No es necesario albergar bajo el cráneo una
mente
progresista para advertir que lo anómalo corre siempre el riesgo de ser absorbido
por la
insaciable voracidad de la naturaleza o, de lo contrario, el de ser olvidado.
Conviene
examinar lo anterior con algo de detalle. Naturalizar lo monstruoso es seguramente
una
tendencia muy profunda y respetable del espíritu. Se trata con ella en definitiva
de buscar
que pueda soportarse lo insoportable, de reducir a orden y concierto lo que
inquieta fuera
de toda medida y de convertir todo paraje inhóspito en una habitación acogedora.
Que
sea una tendencia muy profunda no significa, claro está, que se trate de una
empresa
sencilla, pues hay monstruos que rehúyen tenazmente su naturalización. Pero, en
caso de
lograrse, la naturalización de lo monstruoso tranquiliza y devuelve a la
normalidad:
aquello que tanto te incomodaba y sobre lo que no podías tener la vista puesta sin
un
sobresalto muy convulso lo puedes mirar ahora como un simple caso de cierto género
más amplio, que tiene su sitio dispuesto en el orden general del mundo; míralo como
una
parte de éste y verás que la vista ya no se te escapa: podrás mirar hacia otro lado
con
toda tranquilidad. Si, por lo menos en parte, no pudiéramos naturalizar lo
monstruoso, la
vida sería muy difícil de soportar. Esta notable ventaja tiene, sin embargo, un
precio que
quizá no todo el mundo pague con agrado. Resulta fácil adivinar de qué precio se
trata,
pues por un mecanismo del todo paralelo a aquél con el que se naturaliza lo
monstruoso
y se lo acomoda en una casilla del orden establecido se vuelve igualmente normal lo
142
admirable y maravilloso. Cuando se ha aprendido a naturalizar, ya no es posible
reservar
en exclusiva los mecanismos de naturalización para aquello de lo que se quiere
huir. La
naturalización nos arrastra contra nuestra voluntad, reduciendo también a orden a
aquello
que quizá gustaría que estuviese fuera de él y debiera estarlo. La extrañeza de
este deber
consiste en que, cuando lo excepcionalmente admirable queda explicado por leyes
naturales, parece que eso constituye un atentado contra ciertos imperativos
exigidos por
lo admirable. Bien está la psicopatología para explicar los parricidios, pero
después
explica también la obra de Shakespeare, y lo peor es que lo hace de manera análoga.
En la sociología de la dominación de Max Weber aparece un concepto, sobresaliente
y célebre, que se asemeja mucho a la naturalización de la gracia. Weber creía, como
es
sabido, que la dominación carismática (Charisma, de kháris, “gracia”) se
transforma,
una vez perdida la gracia del caudillo carismático, en dominación tradicional o
legalracional.
Eso sucede por medio de lo que Weber llamaba Veralltäglichung, o sea,
conversión del carisma en Alltag, o reducción a la cotidianidad o rutina6. Pero la
rutinización del carisma equivale, desde luego, a su pérdida. Según Weber, el
carisma es
objeto de atribución o de “don”, y la rutinización implica una suerte de desgaste
de esa
atribución. Lo que el propio Weber llamó Entzauberung o “desencantamiento” ha de
verse como algo paralelo a la pérdida de la gracia; los tiempos modernos habrían
perdido,
según él, todo encantamiento, incluido el que ellos mismos produjeron mediante un
“carisma de la razón”. Es característico del racionalismo occidental el producir
una
reducción de todo a lo mensurable y calculable, e interesa notar que el diagnóstico
de
Weber puede entenderse precisamente en los términos a que me he referido más
arriba:
la modernidad comenzó queriendo someter a control las aberraciones de la naturaleza

Benjamin Franklin, uno de los puritanos típicos para el Weber de La ética
protestante,
inventó, como todo el mundo sabe, el pararrayos– pero esa misma voluntad de control
la
llevó a quererlo dominar todo y a lograrlo. La llamada “jaula de hierro” podría
redescribirse como la prisión de aquellos que, por querer naturalizar el mal, están
condenados a hacer lo propio con el bien7. Así pues, la naturalización de lo
monstruoso y
la de lo prodigioso poseen la misma estructura, pero resulta un escándalo que la
compartan cuando esto se advierte desde el punto de vista de quien admira un
prodigio.
Difícilmente puede caberle, en efecto, condena más ominosa. Pertenece a la lógica
de la
admiración el querer sustraer lo admirado a la serie de las otras cosas admirables.
La
naturalización de lo prodigioso es su devaluación; equivale a una suerte de
reconocimiento de que uno estaba equivocado cuando admiraba algo o a alguien fuera
de
toda medida. Lo que con los monstruos es consuelo, con los prodigios es desencanto.
143
Lo expuesto en este capítulo y en el anterior invita a una conclusión sencilla y
gratificante. Parece fácil concluir que el concepto de naturaleza se fragua en dos
oposiciones de términos: la que enfrenta lo natural y lo artificial y la que opone
lo natural
a lo excepcional, aunque en esta última lo excepcional adopta a su vez dos formas
opuestas, que son lo monstruoso y lo portentoso. Por lo que atañe a la primera de
las dos
oposiciones, ya se ha visto que lo natural posee la forma de un concepto de los que
hemos llamado prepósteros, mientras que lo artificial corresponde a un término de
los
que pueden llamarse anómalos. La relación entre lo natural y lo artificial podía
tomarse
de manera análoga a la que hay entre la prosa y el verso, y entonces cabía
encontrar un
fenómeno semejante al del encabalgamiento, al de la anomalía reduplicada en la que
estriba la posibilidad misma de distinguir con propiedad lo que es verso de lo que
no. En
el caso de lo natural y lo artificial, esa anomalía reduplicada –merecedora de la
denominación de concepto encabalgado o de encabalgamiento conceptual– es la noción
de una “segunda naturaleza”, y no faltan razones para entender la moral moderna
precisamente como la edificación de una segunda naturaleza, más robusta e
inexorable
que la que Aristóteles había imaginado. Y si todo esto es lo que ocurre con la
oposición
de naturaleza y artificio, es fácil aplicar el mismo proceder a la oposición de
naturaleza y
excepción, o a las dos oposiciones de naturaleza y monstruo y naturaleza y
portento.
Como antes, “naturaleza” será un término prepóstero definido gracias a su oposición
con los términos anómalos del monstruo y el portento y, al igual que antes, podrá
buscarse algún concepto que proporcione el deseable término encabalgado. La empresa
no parece difícil, porque las ideas de lo monstruoso y lo portentoso naturalizados,
la idea
tranquilizadora de lo uno y la desencantada de lo otro resultan muy aptas para
proporcionar el ansiado concepto puente. Conviene advertir que, en caso de que este
esquema resultase coherente, no estaría falto de ventajas para definir algunas
notas
destacables de la moral moderna. Acabar con supersticiones vanas y derribar ídolos
falsos son, no en vano, partes esencialísimas de los fines de cualquiera que se
atenga a lo
que se supone son los ideales morales de la modernidad, de manera que muy bien
cabría
tomar el monstruo y el portento naturalizados –o, por mejor decir, la reducción a
naturaleza de lo que erróneamente se tenía por monstruos y portentos– como partes
medulares del programa moral deuterofisita. Muy bien podrían unirse estos dos
términos
encabalgados al que ya se tenía, y entonces resultará un conjunto bien armónico: la
moral
moderna toma de la naturaleza física su principio organizador y se encamina a la
eliminación de toda parcialidad, algo que necesita fundarse en una visión del mundo
de la
que se han eliminado –o están en proceso de eliminación– los temores infundados y
las
144
esperanzas vanas. El mundo de la moral moderna no reconoce particularidades ni
jerarquías: todos somos iguales en él y también están igualados todos los deberes y
todas
las prohibiciones. En ese mundo no hay prodigios ni milagros, ni tampoco
abominaciones
espantables; lo bueno es lo debido (o lo útil) y lo malo lo indebido (o lo
perjudicial), y en
esto se comprende todo lo moralmente pertinente.
Este esquema resulta atractivo porque tiene una parte no pequeña de verdad. Es
cierto que en la moral moderna, sistemática y uniformizadora, no tienen ningún
lugar los
monstruos ni los portentos, y que esta naturalización o normalización de lo
excepcional
fue decisiva para que la moral moderna pudiera llegar a darse. Ni la devoción ni la
abominación son en los tiempos modernos categorías propiamente morales; son
residuos
de la época en que se admitían milagros, maravillas, destinos aciagos y maldiciones
fatales, creencias todas ellas que van perdiendo importancia conforme crece la
explicación racional de la naturaleza y su dominio técnico, el refinamiento de las
costumbres y la institución de un sistema de mandatos íntimos, imparciales y
altruistas,
primero para el trato de los burgueses entre sí y después para las personas en
general.
Aunque todo lo anterior está muy cerca de la verdad, lo que interesa ahora mostrar
es
algo un poco más modesto, a saber, que la oposición de naturaleza y excepción –una
oposición en la que el primer término es netamente prepóstero y el segundo
claramente
anómalo– carece en rigor de término encabalgado en el sentido que hemos dado a
estas
palabras, y que el concepto de una excepción naturalizada o normalizada no
desempeña
ese papel ni podría hacerlo. Nada tiene esto de particular ni de sorprendente,
porque los
encabalgamientos de términos son rarezas que no se prodigan en el orbe de los
conceptos. Ni todos los términos de una lengua son, desde luego, prepósteros, ni
junto a
todos los prepósteros es posible encontrar uno encabalgado; la existencia de estas
clases
de conceptos es en sí misma una anomalía, y no es sensato esperar que las anomalías
se
apoderen de la lengua si es que ha de seguir habiendo lengua. Tampoco debe
sorprender
que un concepto como el de naturaleza surja en dos oposiciones de las cuales sólo
una
tenga término encabalgado, aunque este hecho no se halla, según se verá en seguida,
exento de consecuencias.
La excepción normalizada o naturalizada no es un término encabalgado por una
razón sencilla: cuando un monstruo o un portento pasa a integrarse en lo natural,
en esa
misma operación deja de ser monstruo o portento. Se reduce a naturaleza, y esto
significa que es capturado y adoptado por ella, proclamándose en ese acto no sólo
su
condición natural, sino también que dicha condición es anterior al acto mismo. La
reducción a naturaleza es un acto performativo que se presenta sin embargo como una
145
constatación: aquello que se tomaba por monstruo o portento no lo era en puridad;
constituía un error el creerlo así, al igual que constituye un error el seguir
creyendo en
otros monstruos y portentos, aunque todavía no se haya logrado reintegrarlos a la
naturaleza y reducirlos a ella, es decir, aunque todavía no se haya mostrado que
aquello
que parece del todo irregular tiene su sitio en la regla de las cosas y no implica
ningún
desafío ni ninguna infracción del orden regular del mundo, del orden de una
naturaleza
en la que a nada le falta su propia naturaleza. Distintamente a los exorcismos y
las
secularizaciones, la reducción de la excepción a naturaleza no expulsa demonios ni
priva
a nada de su carácter sagrado; es como si los demonios o lo divino no hubieran
estado
nunca en aquello que se exorciza o seculariza.
El encabalgamiento es verso que se parece a la prosa, al igual que la tregua es
guerra
semejante a la paz o la segunda naturaleza artificio que imita a lo natural, pero
cuando un
monstruo o un portento imita a la norma de la naturaleza o se parece a ella, eso
basta
para que ya sea naturaleza sin más, porque ser un monstruo o un portento consiste
sólo
en parecerlo, en manifestarse como tal y suscitar el tipo de reacción, espantada o
devota,
que suscitan esos seres o esas apariencias. Cuando una excepción se asimila a la
naturaleza deja de ser excepción porque el serlo consiste tan sólo en resistirse a
una
asimilación así, en no parecerse a lo que es normal o natural. Si se tiende un
puente entre
naturaleza y excepción, no podrá impedirse que las excepciones lo recorran sin
obstáculos, porque poner un pie en el puente es como haberlo puesto ya en el otro
lado
del foso; puede haber algo a caballo entre la naturaleza y la excepción, pero si lo
hay será
naturaleza y habrá que proclamar que siempre lo ha sido.
Una consecuencia de todo lo anterior es que no cabe pensar seriamente en lo que
sería un sistema de excepciones. Quien intente ver lo que las excepciones tienen en
común tratará de formar un género con ellas a base de captar las semejanzas que
muestran, pero en caso de que lo logre habrá mostrado que las excepciones tienen su
propio lugar en el orden natural, un lugar dotado de su propia naturaleza,
semejante a
otros lugares y en el que se alojan entidades semejantes entre sí. Si algo
distingue a las
excepciones es que no forman género y no son naturaleza; su diferencia no es la que
define a los géneros ni a las especies, ni tampoco la que distingue a un individuo
de otro
de la misma especie. Si a algo se asemejan las excepciones es a las especies que
sólo
pueden constar de un individuo –según les ocurre, como es conocido, a los ángeles
en la
metafísica tradicional–, aunque no resulta claro que esas especies puedan, por su
parte,
agruparse en un solo género. En rigor, tratar de excepciones como se trata de
cualquier
otra clase de cosas es en sí mismo una anomalía, porque implica tomar como género a
146
algo que no lo es.
No tendríamos naturaleza si no hubiera dos oposiciones en las que ella funge como
término prepóstero, pero sólo en una hay un tercer término, un término encabalgado
o
puente que une y separa al mismo tiempo a los dos opuestos. En la primera
oposición, la
de naturaleza y artificio, el concepto encabalgado proporciona un alojamiento muy
cómodo y espacioso a la moral moderna tal como ésta se formó a partir del efecto
Maquiavelo y el efecto Mandeville. La moral moderna quiere ser, en efecto, una
naturaleza paralela, algo que, sin ser naturaleza propiamente dicha –porque eso
corresponde al dominio de lo que se llama los hechos, y la moral es autónoma con
respecto a ellos– muestre sin embargo un orden equiparable al suyo y contenga las
leyes
de lo que debe ser con tanta claridad y robustez como la naturaleza física contiene
las
leyes de los hechos. La naturaleza no es la materia de la moral moderna, pero sí es
su
forma. La materia de la moral está compuesta por deberes desinteresados,
altruistas,
imparciales, íntimos e iguales para todos y por cuantas pasiones, deseos,
creencias,
intenciones y juicios sirven a esos deberes, pero su forma es la de una ley
vinculante que
se impone inexorablemente a toda pasión, deseo, creencia, intención o juicio, de
manera
semejante a como las leyes físicas se imponen a la singularidad de los hechos y los
convierten en naturaleza. Que ésta sea mi apetencia, mi capricho o mi albedrío
particular
nada cuenta en la moral, de manera semejante a como en la física no importa que un
cuerpo sea sagrado, antipático, atractivo, desagradable o kitsch.
Lo natural es, pues, la forma de la moral, y eso impide de raíz que lo excepcional
tenga algún lugar en ella. Las razones son sencillas: las excepciones no tienen
forma de
naturaleza, salvo que dejen de ser excepciones. Hay motivos muy profundos para que
el
concepto del bien de la moral moderna no haya correspondido al bien portentoso,
sobresaliente y extraordinario, ni tampoco el del mal a lo monstruoso, abominable y
siniestro. Semejantes ideas del bien y del mal no habrían podido formar nunca un
sistema
de bienes y males; no habrían podido formar en rigor nada dotado de forma, porque
no
existe modo de que configuren un análogo de la naturaleza. En la moral moderna, el
único destino de las anomalías monstruosas y portentosas es pasar a ser naturaleza
y
dejar de ser anomalía. La moral moderna se impone a sí misma dos tareas
fundamentales: hacer que la segunda naturaleza moralice progresivamente a la
primera y
lograr que todo monstruo y todo portento se disuelva y naturalice. Es preciso
reconocerle
un éxito más que notable en el último de estos propósitos. Poca duda puede caber de
que
la cultura moderna ha normalizado y trivializado lo portentoso y lo admirable hasta
atrofiar casi por completo la capacidad de experimentarlo, y otro tanto ocurre con
los
147
males descomunales, cuya estructura más profunda se distingue por la banalidad.
Pero
estos odiosos triunfos son en realidad los únicos, porque todo lo demás es fracaso.
Desde
luego, el mundo no parece caminar hacia su moralización: la primera naturaleza no
se
parece en nada a la segunda ni se advierten señales de que eso vaya a ocurrir. Se
parece
ciertamente al artificio, tanto que el artificio puede que sea su genuina forma en
un
sentido literal, pero se trata de un artificio que nada tiene de moral ni de
artístico tal
como lo moral y lo artístico se definieron cuando se les dio la forma de una
segunda
naturaleza. La moral moderna tiene, en efecto, forma de naturaleza, pero tal cosa
casi
equivale a afirmar que tiene forma de derrota.
Sólo casi, ciertamente. Porque la moral moderna, que no ha triunfado en el siglo,
que ha fracasado al renaturar la naturaleza física, que no rige, conforme a su
ambición,
como la señora natural de acciones y pasiones, que no se sienta a la mesa de los
poderosos del mundo salvo cuando éstos quieren santificarse con una invitada pobre,
ha
gozado sin embargo de su propia forma particular de victoria. La moral ha fracasado
en
los cuerpos, pero ha triunfado en las cabezas y quizá ése es el triunfo que
correspondía a
su destino. La moral ha decidido sin disputa cuál es el canon del bien. La moral
deuterofisita ha organizado un astuto reparto de ámbitos y esferas de valor y se ha
quedado con una parte para administrarla directamente o, mejor dicho, para reclamar
el
derecho de su administración. La moral moderna ha inventado todo un dominio de
hechos objetivos en los que ella no tiene potestad y todo un ámbito de preferencias
subjetivas en el que ella renuncia a intervenir; así es como se ha ganado el
derecho a una
jurisdicción propia, distinta de las dos anteriores, y lo cierto es que ese derecho
nadie se
lo regatea. Que los hechos son los hechos y que mis gustos son mis gustos no forma
parte de lo que la cultura contemporánea esté dispuesta a discutir, pero lo que
importa
sobre todo es que tampoco está dispuesta a poner en tela de juicio la existencia de
un
tercer reino que no se compone de hechos ni de gustos, sino de cierto tipo de
obligaciones y exigencias (más sus correlativos derechos), y ese tercer reino se
delimita
conforme a lo que la moral deuterofisita moderna reclama para sí8. Para semejante
victoria lo de menos es que las mencionadas obligaciones se cumplan o no, de igual
forma que para la existencia de la esfera de los hechos no es necesario que éstos
lleguen
a conocerse en una proporción elevada ni para la existencia de la esfera de los
gustos se
requiere que a uno le agrade efectivamente lo que come, lo que compra o el sitio al
que
va de veraneo. La moral ha triunfado en dos empresas no poco esforzadas: ha
triunfado
al fijar el catálogo de lo que verdaderamente interesa para arreglárselas en el
mundo –tres
cosas y sólo tres, a saber: hechos, normas y gustos– y ha triunfado desde luego
148
persuadiéndonos a todos de que lo único que cabe decir con sentido sobre el bien y
el
mal se sitúa en el segundo apartado.
149
Capítulo 14
La moral y la estimativa
Una de las cuestiones que más preocupan a los tratadistas de moral es la del género
al
que ésta pertenece, y, según la respuesta canónica, la moral constituye una especie
del
género de lo normativo, del que formarían parte también el derecho, las
convenciones
políticas y sociales, las reglas de los juegos y en general todos los sistemas de
instrucciones, prohibiciones, consentimientos y permisos, así como los hábitos y
usos no
estrictamente reglados que contienen estructuras normativas implícitas. Conforme a
la
manera habitual de pensar, la moral es la joya de la corona normativa; los demás
tipos de
normas tienen desde luego su propia dignidad y obligan dentro de su jurisdicción
respectiva, pero lo que está moralmente exigido lo está con carácter absoluto o
soberano:
la moral manda en ella misma y a menudo se sostiene que debe tutelar también todas
las
demás normas.
Esta suposición es sin duda ninguna una secuela de la moral deuterofisita y no hay
que profesarle más aprecio que a ella. Quien se convenza de que lo moral tal como
lo
conocemos no es una especie natural sino un anómalo resultado histórico estará muy
bien dispuesto a abandonar semejante compulsión normativa. Muchos desengañados de
la moral moderna tendrán quizá la tentación de buscar otro género que no esté
invadido
por las normas, y a algunos les resultará prometedor el formado por lo que podría
llamarse valores. El sueño de una Teoría General de los Valores es sin duda muy
atractivo y gratificante, aunque tropieza con dos obstáculos de importancia: el
primero es
que los valores no constituyen un género y el segundo es que la teoría de algo
nunca
proporciona, si es buena, el resultado que se buscaba con ella. A pesar de todo
ello, la
idea de una teoría general del valor puede prestar algún servicio indirecto de no
poca
importancia. Puede suministrar, como se tratará de exponer a continuación, algún
auxilio
terminológico, con la condición de esforzarse un poco en volver las palabras contra

mismas. En un artículo de 1923, Ortega propuso el nombre de “Estimativa” –una de
las
potencias del alma en la psicología escolástica– para designar la “ciencia de los
valores”
concebida como un saber “a priori de verdades absolutas”1. Noes necesario dar la
razón
a Ortega en su defensa de una ciencia así –ni siquiera estar familiarizado con las
distintas
corrientes de “filosofía de los valores” tan en boga en la Europa de comienzos del
siglo
150
XX– para sacar provecho del término “estimativa”. Ortega lo usaba como nombre de
una ciencia o disciplina, pero ya sabemos que las metonimias disciplinares pueden
llegar a
ser fecundísimas definiendo objetos; nada hay de irregular en llamar también
“estimativa” a aquello de lo que se ocupa la estimativa. Aparte de unas cuantas
consideraciones muy agudas sobre la objetividad de los juicios de valor y sobre la
condición “turbia” de algunos términos2, el escrito de Ortega invita a subsumir lo
moral
(el ámbito entre cuyos valores se encuentran lo bueno y lo malo, lo bondadoso y lo
malvado, lo justo y lo injusto, lo escrupuloso y lo relajado, lo leal y lo desleal)
en un
ámbito más amplio que constituiría el objeto de la estimativa, un ámbito en el que
entran,
por ejemplo, lo capaz y lo incapaz, lo caro y lo barato, lo abundante y lo escaso,
el
conocimiento y el error, lo exacto y lo aproximado, lo evidente y lo probable, lo
bello y lo
feo, lo gracioso y lo tosco, lo elegante y lo inelegante, lo armonioso y lo
inarmónico, lo
sagrado y lo profano, lo divino y lo demoníaco, lo supremo y lo derivado, o lo
milagroso
y lo mecánico3. Cuando se pierde el temor reverencial por la moral deuterofisita,
es fácil
ver en los valores llamados morales tan sólo un grupo limitado de casos –y quizá no
el
más interesante– de un conjunto mucho más amplio y rico: el de las palabras que
aparecen típicamente en los juicios de valor.
Muy bien puede llamarse estimativa al estudio de los usos de estas palabras y a
aquello de lo que se ocupa dicho estudio, es decir, a lo que se hace cuando se
emplean
palabras como ésas. No está claro que la estimativa sea la ciencia del bien y del
mal que
nos costó la expulsión del paraíso, pero sí es el conjunto de saberes –y de
ignorancias–
que sustituye a esa ciencia imposible. La estimativa es una vieja y destartalada
hacienda
con todo tipo de pabellones, estancias, corredores, desvanes, sotabancos, patios y
jardines, muchos de ellos abandonados y no pocos a medio construir. Es difícil
hacerse
una idea precisadel tamaño de una finca como ésa, porque los planos que se poseen
son
muy pocos y están manifiestamente obsoletos. Para hacer un plano nuevo habría que
haber recorrido la hacienda en su integridad y esa tarea no está al alcance de
nadie.
Además, algunas partes tienen una planta tan complicada y laberíntica que cualquier
plano fiel tendría que aproximarse al tamaño de la dependencia en cuestión, casi
como
les ocurrió a los cartógrafos de Borges. A mayor abundamiento, si uno no cree del
todo
en la división entre los juicios de valor y los de hecho (y el propio Ortega
animaba a esa
increencia), entonces los límites de la estimativa se expanden vertiginosamente.
Desde antiguo, el sentido común y la mayor parte de los filósofos están habituados
a
tomar los desacuerdos y los conflictos como un indicio cierto de que las cosas no
van
bien en la moral. Cuando dos personas disienten sobre lo que hay que hacer o cuando
151
alguien advierte incoherencias llamativas en las ideas que posee sobre el bien, el
deber o
la justicia, se supone que urge dejar cualquier otro empeño y procurar que
semejantes
trastornos duren lo menos posible4. Tan arraigado se halla este supuesto que, muy a
menudo, lo distintivo de la empresa moral se hace coincidir sin más con el logro
razonado de acuerdos y la eliminación feliz de toda anomalía. ¿De qué iba a tratar,
si no,
la filosofía moral?5Este axioma divide a los filósofos y a gran parte de la gente
común en
dos bandos: el de los que creen que los desacuerdos son eliminables o pueden serlo
a la
larga y el de los que sostienen que dicha limpieza ética es imposible o hay que
abandonarla como si lo fuese. A estos últimos resultaría natural llamarlos
escépticos si no
fuera porque entonces los primeros podrían recibir el siniestro nombre de
dogmáticos y el
mundo estaría casi lleno de partidarios del dogmatismo, algo capaz de quitar el
sueño a
cualquiera. En lo que sigue se alimentará la sospecha de que la disputa puede y
debe
evitarse, aunque no acudiendo a una tercera vía más o menos conciliadora –en
filosofía
las conciliaciones sólo se han de admitir en casos de extrema necesidad–, sino
buscando
motivos para poder desengancharse de la insidiosa adicción a los acuerdos.
Según se ha mostrado ya, la idea de moral que cobró forma entre los siglos XVI y
XVIII –la moral deuterofisita entendida como una naturaleza paralela– estaba
pensada
para arrojar cualquier desacuerdo fuera de sus fronteras. Entre la moral y sus
esferas
rivales podía haber disputas y conflictos y, lo que es más, debía haberlos (pues de
lo
contrario la esfera moral no habría podido distinguirse y autonomizarse), pero era
condición de dichos desacuerdos exteriores el que de puertas adentro reinase un
orden
inquebrantable. Si algo es de verdad un conflicto, lo será entre la moral y alguna
otra
cosa; los conflictos internos a la esfera moral son provisionales y durarán tan
sólo el
tiempo necesario para adquirir la visión genuinamente moral del problema de que se
trate
o para elaborar una doctrina moral que elimine tales perturbaciones. En la visión
moral
de un problema es inadmisible que haya otra visión del problema, incompatible con
ella,
y que esa visión sea también moral. Conviene reiterar, sin embargo, que dicha
esfera
libre de conflictos internos sólo ha existido en forma de proyecto, aunque eso no
constituye ningún escollo serio –quizá suceda al contrario– para las concepciones
oficiales de la moralidad deuterofisita. La eliminación de todo desacuerdo no es un
logro
del que la moral pueda presumir, sino una meta a la que irá acercándose
progresivamente
aunque nunca llegue a alcanzarla del todo. El cuadro que la moral deuterofisita ha
pintado de la deliberación y el juicio humanos ha sido, desde luego, enormemente
influyente en la cultura moderna: el acuerdo es por sí solo señal de éxito o está
en camino
de serlo, y el desacuerdo lo es siempre de fracaso. Los acuerdos se consiguen, se
152
alcanzan, se culminan e incluso se cierran; una vez logrado un acuerdo nunca faltan
razones para la celebración. Los desacuerdos, por el contrario, se deben a la
incapacidad,
a la confusión, al ensimismamiento o a la mala fe, o quizá a la falta de
procedimientos
adecuados de diálogo; el desacuerdo es la semilla del enfrentamiento y a menudo de
la
violencia, cuando no un castigo o una maldición del destino.
El abandono de esta pertinaz afición a los acuerdos es una política muy
recomendable para obtener un cuadro de la deliberación y el juicio mejor que el
proporcionado por la moral deuterofisita, un cuadro de lo que de verdad hacemos
cuando
deliberamos y juzgamos y también de cuándo y por qué las deliberaciones y juicios
son
más estimables. En la estimativa humana, lo que llamamos moral no tiene una
importancia muy destacada. No la tiene, desde luego, de hecho, y esto lo concederán
de
buen grado casi todos los deuterofisitas, según los cuales todavía ha de quedar
mucho
para moralizar adecuadamente el mundo, pero tampoco la tiene de derecho, pues la
idea
de que la moralidad es la joya de la corona de la estimativa humana –la esfera
destinada
a regir soberanamente la conducta– constituye el resultado de creer con
precipitación lo
que la moral deuterofisita dice de sí misma: que semejante moral es algo dado que
uno
puede encontrar en su fuero interno y que todos encontraremos por igual en la
medida en
que nos desprendamos de motivaciones e intereses espurios (o, lo que es lo mismo,
inmorales). Para curarse del morbo deuterofisita y despojar a la moral moderna de
la
arrogancia con que se reviste, no es necesario, sin embargo, extirpar del todo la
moralidad de nuestras cabezas. Basta mirarla con el distanciamiento con que se mira
a
los objetos históricamente formados, como el canto gregoriano, el teatro isabelino
o los
salones dieciochescos; basta con verla como el resultado de un cúmulo de episodios
que
se dieron accidentalmente y cuyos autores les confirieron muchas veces un sentido
inapropiado o arbitrario, o que pasaron completamente inadvertidos. Lo que llamamos
moral es simplemente un episodio más de la historia de la estimativa, no algo que
radique
en las profundidades de la naturaleza humana y pueda descubrirse en ellas.
Se tratará de mostrar en adelante que, si uno se enfrenta a la estimativa humana
como algo de lo que la moral es un mero episodio, el papel de los desacuerdos y de
los
conflictos pasa a ser muy distinto y mucho más decisivo. Hasta ahora se ha usado el
concepto de estimativa de manera informal y más bien borrosa, como el conjunto de
todos los fenómenos valorativos de no importa qué tipo. La noción de estimativa –
seguramente para grave disgusto de muchas clases de personas– comprende en una
misma categoría elementos que de ordinario se toman por separado: los gustos
pictóricos,
la reprobación llamada moral, las afinidades de carácter o de temperamento, el
juicio que
153
merece una novela, una teoría científica o un discurso parlamentario, la
fascinación
erótica, las cavilaciones sobre la profesión que uno va a escoger o la duda sobre
si
merece la pena seguir con su religión, su pareja o su ideología son todos ellos
episodios
estimativos, y el calificarlos así de manera indistinta se debe a que tienen en
común notas
que resulta aconsejable destacar. Es posible que el pensamiento sea, antes que
cualquier
otra cosa, un arte de hacer distinciones –una actividad consistente en separar lo
que
estaba unido–, pero muy a menudo las buenas distinciones exigen reagrupar
previamentela materia que dividen; antes de ponerse a distinguir, se necesita
muchas
veces juntar materiales de diversa procedencia para llevar a cabo separaciones que
antes
no se habían intentado. Esto es precisamente lo que sucede con la estimativa.
Distinguir
dentro de ella lo que en verdad tiene importancia o relevancia –lo estimativamente
relevante, si se quiere llamarlo así– exige haberse deshecho antes de distinciones
desafortunadas, como lo es la que opone lo propiamente moral a aquello que no lo
es.
Decía Wittgenstein hablando de Hegel que nunca podría entenderle, porque se
empeñaba
en poner junto lo separado, mientras que él prefería lo contrario6. Pero separar
las cosas
y juntarlas puede que sean dos formas de la misma operación.
Debería ahora intentarse una definición más exigente y precisa del término
“estimativa”, aunque en parte se ha anticipado ya lo principal de lo que aparecerá
a
continuación. Por estimativa no sólo cabe entender, de manera negativa o genérica,
todo
lo correspondiente a la valoración humana sin importar sus clases. Una manera más
provechosa de referirse a lo mismo sería decir que la estimativa tiene como dominio
o
jurisdicción las deliberaciones y los juicios que llevan a cabo las personas, es
decir,
todos aquellos episodios en que alguien se ocupa de cosas tales como qué hacer o
dejar
de hacer, de creer, de preferir, de odiar o de enorgullecerse y en que alguien
piensa en
algo pasado, posible, imaginario o futurible tomándolo como objeto de aprobación,
de
condena, de asco, de envidia, de emulación, de veneración, de desdén, de exigencia,
de
burla, de ejemplo, de ocultamiento o quizá de tolerancia7. Según una vieja
tradición, sólo
sedelibera sobre lo que, por poder ser de otra manera, consiente que uno decida
cómo ha
de ser 8. Correlativamente, sólo se juzga sobre aquello que, antes de que se
produjese,
pudo tener otro aspecto distinto del que finalmente tuvo. Esta misma tradición, o
una
muy afín a ella, proclama que la deliberación y el juicio lo son siempre de
acciones o de
su posibilidad o resultado. Pero quizá convenga ser un poco menos estrictos a
propósito
de los objetos de juicio y deliberación. Porque muchas veces también aquello que
sólo
podrá ser de una manera solicita la atención y su examen como acontecimiento
futuro.
En cierto modo, sobre lo inevitable también se delibera cada vez que se piensa
sobre si se
154
acepta o no, si uno se engaña o no acerca de ello o simplemente si uno está
equivocado o
no lo está al tomarlo como inevitable. Y el juicio tampoco se reduce, sin duda
ninguna, a
lo que pudo ser de otro modo; normalmente, no se deja de juzgar algo porque se sepa
o
se sospeche que fue el resultado del destino; muchas veces, son objeto de juicio
episodios o estados de cosas en los que la autoría libre es desconocida o resulta
irrelevante. Que algo pudiera haber sido de otra manera no es siempre lo que más
importa para apreciarlo o para abominar de ello. Las deliberaciones y los juicios
raramente se producen como episodios independientes, autocontenidos y fácilmente
reconocibles; de ordinario, se delibera y se juzga al hilo de otras acciones y como
parte
de ellas, sin conciencia clara de estar precisamente deliberando o juzgando y sin
que
pueda ponérsele principio o fin de manera terminante a la operación de deliberar o
de
juzgar, una operación que es parasitaria de otras y que no siempre puede separarse
netamente de ellas.
El ámbito de la estimativa es, entonces, el de las operaciones de deliberación y de
juicio tomadas en su sentido más amplio. Ese ámbito puede dividirse, desde luego,
en
varias provincias o parcelas. Pero la idea misma de una estimativa como conjunto de
las
deliberaciones y juicios de valor (todos los juicios y deliberaciones son en cierto
modo de
valor) parece implicar que no todos sus elementos componentes tienen el mismo peso
o
valen lo mismo. Hablar de valor es pertinente sólo cuando unas cosas valen más o
valen
menos que otras; allí donde todo da igual, el valor deja de tener importancia y
nadie
hablaría de él. Es constitutivo de la idea misma de una estimativa el que haya
elementos
(es decir, objetos de deliberación o de juicio) especialmente relevantes, objetos
sobresalientes que se destacan, a veces con claridad y otras después de una
minuciosa
búsqueda, de entre el fondo de las demás cosas estimables. Además, mejor que de
objetos valiosos, convendría hablar de objetos evaluables o sensibles al valor. Las
valoraciones no siempre llevan un inequívoco signo positivo o negativo; muchísimas
veces el valor de las cosas radica precisamente en su ambigüedad o en su ineptitud
para
la decisión valorativa terminante. No siempre que uno valora ha dicho la última
palabra
sobre el objeto que valora. Algunos objetos de juicio, como los libros que uno lee,
las
personas que uno conoce o los países que uno visita, deben precisamente gran parte
del
valor que se les da a que su evaluación nunca podrá cancelarse de una vez por todas
ni
darse por agotada; juzgar de manera definitiva y reducirlo todo a un par de
enunciaciones
terminantes se consideraría con razón un caso claro de mal juicio9.
Pero todo es, en definitiva, evaluable y sensible al valor. Que no haya juicios de
hecho ayunos de toda carga valorativa10 (libres de valores, por emplear la vieja
manera
155
de hablar)11, que no pueda describirse la nuda facticidad de nada sin alguna idea
sobre lo
que es una buena y una mala descripción de facticidades, que los valores estén
derramados por doquier y entremezclados inseparablemente con los hechos, no implica
en modo alguno que todos los valores sean de la misma hechura. La condición ubicua
del
valor se funda, por el contrario, en que en cualquier parte puede surgir un objeto
sobresaliente que solicite imperativamente una valoración. Esa valoración será
favorable,
desfavorable, ambivalente o incierta (no siempre es posible cumplir con el
imperativo y
casi nunca lo es cumplir del todo), pero lo que importa es que no admite la
indiferencia.
Lo evaluable puede serlo en términos ordinarios –y en este sentido todo es en
alguna
medida evaluable– y puede ser objeto de una evaluación singularmente relevante. Un
objeto de evaluación es singularmente relevante cuando la atención que demanda
obliga a
variar la evaluación con que contaban otros muchos objetos, ordinarios y
extraordinarios;
algo es tanto más relevantemente valioso, despreciable, ambiguo, inquietante o
incierto
cuantas más mudanzas obliga a llevar a cabo en la evaluación de otros objetos y en
la
consideración de otros objetoscomo relevantes o irrelevantes. El día en que se
descubre
que algo vale la pena más que ninguna otra cosa (o que pertenece a lo más odioso y
repugnante, o a lo que nos obligará a cambiar alternativamente de juicio durante
mucho
tiempo) es una fecha memorable no por lo que haya sucedido en ella, sino porque
cambia los días venideros y la memoria de los anteriores. Que algo tenga la mayor
importancia se nota, sobre todo, en su repercusión sobre las cosas triviales y que
importaban poco.
Hay estimativa porque no todo vale igual y lo que importa de ella son, por
consiguiente, las desigualdades de valor. Según una vieja y poderosa querencia
humana,
si algo es bueno o valioso tiene que ser concorde con el resto de las cosas que
también lo
son; algo es bueno cuando forma parte del sistema de los bienes y tiene su lugar
establecido en él12. A partir de la tesis de la conciliabilidad de los bienes es
fácil llegar a
una conclusión todavía más audaz –aunque igualmente familiar–, aquélla según la
cual lo
que importa de las cosas valiosas es lo que tienen en común: lo que las identifica
como
miembros homogéneos de una única clase o, en forma menos exagerada, lo que funda
las
varias analogías que entre los bienes pueden descubrirse. Según la concepción del
valor
que ha sido hegemónica en el pensamiento occidental desde mucho antes de la
aparición
de la moral deuterofisita, los valores son diversos entre sí, pero no se los
aprecia por su
diversidad –eso es un accidente irrelevante en el mejor de los casos y lamentable
en el
peor– sino por lo que cada uno tiene en común con todos los demás. La normalización
del bien que la moral moderna llevó a su último extremo tenía sin duda raíces muy
156
profundas y muy platónicas. Que dos bienes sean valiosos de maneras
perturbadoramente distintas, que no se acierte a percibir lo que puedan tener en
común y
que sean bienes sin tener nada que ver entre sí es probablemente el escándalo más
inaceptable con que la metafísica occidental puede llegar a encontrarse. La mayor
parte
de la historia del pensamiento es, no en vano, un esforzado intento de mostrar que
ese
escándalo está mal concebido y no puede acontecer. Pero no hay estimativa gracias a
estos dogmas, sino a pesar de ellos y porque lo que enuncian no es verdad.
Lo que importa en la estimativa es lo que sobresale y se destaca, ora por su
bondad,
ora por su maldad, ora por algún otroelemento que lo sustraiga a la norma de las
cosas o
por rasgos excepcionales que no se sabe a qué cualidades corresponden. Si lo que
importa en la estimativa es lo que se sale de las estimaciones normales, es natural
la
tentación de afirmar que la estimativa es un conjunto o sistema de excepciones.
Pero ya
se ha visto cuán precipitada y engañosa es una tesis así, porque quien quiera
formar un
género a base de excepciones se quedará sin excepciones o sin género. De manera que
si
la estimativa es un sistema de estimaciones, no parece que pueda incluir dentro de
sí lo
que más importa de ella, sino sólo lo que importa menos: lo que, aun queriéndose
parecer
a lo importante, no logra parecerse lo suficiente y se queda en normal. La
estimativa no
se define, pues, por lo que tiene dentro, sino por lo que no cabe en ella.
La estimativa no se divide en la clase de lo moral y la de lo que no lo es; se
divide en
la clase de lo que tiene relevancia y la que no. Pero, mientras que la clase de lo
moral era
hija del inmoderado aprecio por los acuerdos, la de lo estimativamente relevante
surge de
lo contrario: está formada gracias a lo que ciertas disensiones y discordias pueden
llegar a
dar de sí. Se mostrará a continuación cuánto se sale ganando si se deja de pensar
que las
discrepancias y desarreglos estimativos son objetos de prevención o de cura, virus
más o
menos dañinos que conviene eliminar y que se recordarán como desgracias. Porque en
la
estimativa los estados de orden son sólo transiciones más o menos precarias entre
conflicto y conflicto. La empresa estimativa no triunfa cuando acaba con el
desorden de
cierta manera ejemplar; triunfa cuando produce desórdenes singularmente
afortunados.
Las disonancias entre individuos humanos y entre las creencias, deseos, pasiones y
propósitos de un mismo individuo no son perturbaciones o cuerpos extraños que hayan
entrado de matute en la estimativa humana. Son piezas esenciales de su mecanismo y,
sobre todo, son la sede de lo que más importa en ella, a saber, de aquellos
episodios
especialmente relevantes y sobresalientes que son capaces de alterar la valoración
de una
cantidad numerosísima de objetos.
Para seguir adelante habrá de perfilarse todavía un poco más lo que hay que
157
entender por estimativa. Pensemos qué ocurriría si se sostiene que la estimativa de
una
persona es cierta clase (no importa de momento cuál) de las creencias de esa
persona.
Aunque insuficiente y muy tosco, lo anterior no yerra del todo el blanco; sin duda,
parte
esencial de la diferencia entre los valores del cardenal Newman y los de Oscar
Wilde
radica en que creían cosas muy dispares sobre cierto número de asuntos. Puede
exigirse
además, y la exigencia es sensata, que a las creencias tenga que acompañarlas su
justificación: la estimativa de alguien sería cierta clase de sus creencias unida a
la
justificación que reciben o a cierto tipo de justificaciones. Mi estimativa
consistirá en las
creencias que tengo acerca de lo que está bien y mal, de lo que merece y no merece
la
pena, de lo que he de hacer para no pasar vergüenza y de un número muy crecido de
asuntos –todos ellos relacionados con mis deliberaciones y juicios y con lo que
creo son
las buenas deliberaciones y los buenos juicios– pero todas esas creencias, o por lo
menos
muchas de ellas, irán acompañadas de justificaciones, es decir, de defensas ante
posibles
ataques, verosímiles o sólo imaginarios. Que a las creencias tengan que
acompañarlas sus
justificaciones se debe a que no todo el mundo tendrá la creencia correspondiente y
a
que habrá quien repruebe que yo la tenga y me solicite su abandono. En general, el
tener
creencias implica creer que a menudo habrá que renunciar a alguna de ellas porque
no se
será capaz de salir airoso de los ataques recibidos, pero implica también la
confianza en
que muchas de las creencias propias están lo bastante guarnecidas para resistir
ataques de
la mayor envergadura.
Entre otras muchas, hay dos objeciones solventes a que la estimativa sea eso. La
primera objeción impugnará que pueda hablarse de estimativa en términos tan
individuales: las creencias son de naturaleza colectiva porque, aunque algunas sean
poseídas por un solo individuo (al igual que hay aserciones que sólo uno ha
pronunciado)
conviene darse cuenta de que los materiales con que trabajan creencias y aserciones
son
públicos y están al alcance de cualquiera. Que mi estimativa sea mía es, entonces,
lo que
menos importa de ella; podría haber sido de otro y además está formada por
creencias en
su mayoría poseídas por otros. La segunda objeción es que, si algunas de las
creencias
humanas versan sobre lo que está bien o mal y sobre lo que se debe hacer o dejar de
hacer, estas creencias guardan una relación estrecha, aunque a veces oscura, con lo
que
sus poseedores hacen y dejan de hacer. Tomar la estimativa como un conjunto
(individual o, rindiéndose a la primera objeción, colectivo) de creencias, o de
creencias
unidas a justificaciones, es entonces el producto de un corte muy precipitado.
Cualquier
cosa que sea lo que haya de entenderse por estimativa, parece sensato incluir en
ella no
sólo lo que se cree, sino también lo que se quiere hacer (así como quizá ciertos
158
sentimientos o pasiones) y, desde luego, lo que efectivamente se hace y se omite.
Ante
esta segunda objeción me parece que no quedamás remedio que rendirse. Invita a
abandonar la idea de que la estimativa de alguien es un conjunto de creencias y a
sustituirla por la de que es cierto conjunto, mejor o peor articulado, de creencias
(y sus
justificaciones), deseos, propósitos y pasiones y de las acciones y omisiones
ligadas a
ellas. Algo semejante a esto, aunque no del todo coincidente, puede expresarse
diciendo
que la estimativa de alguien es un conjunto de articulaciones de elementos tales
como
creencias (y sus justificaciones), deseos, propósitos, pasiones, acciones y
omisiones. Las
articulaciones estimativas son sincategoremáticas: son esquemas de la forma
“__porque__”, “__para que__”, “__ya que__”, “__al igual que__”, “__a semejanza
de__”, “__contrariamente a__”, “__a causa de__”, “__de modo que__” (y otras, desde
luego), cuyos espacios en blanco pueden ser ocupados por términos categoremáticos
como creencias, deseos, propósitos, pasiones y acciones.
Pero pasemos a la objeción mostrada en primer lugar: que si las creencias (las
articulaciones, podría rectificarse ahora) son colectivas, entonces la estimativa
tendría
que ser también algo de naturaleza pública y no tendría mucho sentido hablar
enfáticamente de mi estimativa ni de la de ningún individuo en particular. Algunos
no
resistirán a la tentación de inferir de aquí que nadie es muy original en asuntos
estimativos, y que el afán de rebeldía conviene dejarlo para otros quehaceres. Lo
que
afirmaba, sin embargo, la objeción no es que no pueda haber creencias poseídas de
hecho por un solo individuo, sino que no hay creencias que sólo pueda poseer cierto
individuo particular. Así, por muy sociales que sean las articulaciones de todos,
nada
quita para que Bernáldez tenga una estimativa que, de hecho, sólo la tenga
Bernáldez. La
suya es tan social como la que más (será antisocial, pero lo que es antisocial en
cada caso
está, desde luego, socialmente definido). El rebelde estimativo es rebelde no
porque lo
diga él, sino porque se lo dicen aquellos contra quienes se insubordina13.
De momento podemos desempeñarnos razonablemente bien con la idea de que la
estimativa de una persona o de un grupo es cierto conjunto articulado de creencias,
acciones, pasiones y deseos. Pero en caso de que esto tenga sentido, parece que
exige
admitir dos conclusiones: que nadie puede carecer de estimativa, porque no es
opcional el
tenerla o dejar de tenerla, y que una cosa es eso y otra el tener una estimativa
explícita14. En efecto, resulta imposible imaginar cómo sería un adulto ajeno a
toda
estimativa: deliberar y juzgar no son actividades opcionales que uno pueda cultivar
o, si
quiere, dejar de lado, y no lo son porque la práctica normal de las otras
operaciones
humanas exige la deliberación y el juicio. A primera vista, el deliberar y el
juzgar no
159
exigen que se posea una doctrina muy elaborada sobre la deliberación ni sobre el
juicio;
ni siquiera exige el conocimiento de palabras como “deliberación” o “juicio”, u
otras
emparentadas con ellas. No todo el mundo que delibera y juzga tiene por costumbre
hablar de sus deliberaciones y juicios contemplándolos como si fuesen objetos de
doctrina. Las estimativas explícitas (de las que las doctrinas estimativas
constituyen los
ejemplos más sofisticados) aparecen, según se verá, cuando se advierte que la
estimativa
tácita propia no es la única posible y se decide distinguirla de las otras. Parece
mediar
todo un abismo entre la burda estimativa de quien, no conociendo otros valores que
los
suyos, tiene por cosa reprobable el reflexionar sobre ellos y las sofisticadas
doctrinas
estimativas de los filósofos y de los reformadores sociales, religiosos y
culturales.
Toda doctrina estimativa intenta ordenar la deliberación y el juicio recomendando
ciertos ejemplos y rechazando otros, o proporciona una relación de objetos o
estados
valiosos y de otros que han de ser evitados, o quizá una lista de criterios de lo
bueno, lo
malo y lo indiferente, o de principios a los que la deliberación y el juicio han de
someterse. Las doctrinas estimativas no se limitan a dar vueltas alrededor de las
deliberaciones y de los juicios, sino que procuran señalar cómo son cuando son
buenos.
Una doctrina estimativa no sólo proporciona una visión; proporciona, sobre todo,
una
guía que puede usarse en momentos de tribulación, de perplejidad o de duda. Las
doctrinas estimativas llevan siempre incorporado un manual de instrucciones para
cuando
no se sabe qué juicio sostener o cómo concluir las deliberaciones. Al igual que las
estimativas tácitas andan entremezcladas con otras muchas articulaciones de
creencias,
de deseos o de pasiones, así también las doctrinas estimativas suelen encontrarse
en
medio de otras clases de cuerpos doctrinales: muchas veces van unidas a religiones
más o
menos secularizadas, a ideologías, a visiones científicas del mundo, a
supersticiones o a
resultados de la propaganda, y de ordinario a mezclas de todo lo anterior.
Muchas veces, y por motivos sobremanera variados, los individuos y los grupos
explicitan su estimativa implícita. Una manera muy natural de hacerlo consiste
simplemente en enumerar articulaciones de creencias, deseos, pasiones o acciones:
referir
aquello que uno cree o desea, o de lo que se avergüenza o indigna, lo que teme u
odia, lo
que ha hecho y evitado hacer, unido a otros objetos de creencia, deseo o pasión o a
ciertas acciones. Si esa enumeración se lleva a cabo con buen tino, entonces quizá
ya no
haga falta explicitar nada más. Pero aquí el buen tino equivale a la capacidad de
seleccionar lo más significativo y saber reconocerlo. Exponer la estimativa propia
no es
una operación inocente: implica haber reflexionado sobre ella o hacerlo al hilo de
la
exposición. Naturalmente, la mera exposición no es lo único que uno puede hacer con
160
sus articulaciones estimativas. Muchas personas se esforzarán en dar cuenta de esas
articulaciones procurando destacar su coherencia, mostrando a qué consecuencias
llevan,
argumentando que son mejores que otras articulaciones rivales, contextualizándolas
o
tratando de derivarlas de ciertos ejemplos de buena deliberación o de cierto
conjunto de
supuestos, principios o leyes. En verdad, las explicitaciones estimativas pueden
llegar a
ser muy complicadas. Algunas de ellas pertenecen, no en balde, al canon de la
historia de
la filosofía; así, el contenido de las Éticas aristotélicas puede interpretarse
como el
resultado de una tal explicitación, según lo sugiere el propio Aristóteles cuando
dice que
lo que hace es tithénai tà phainómena o “hacer que el parecer común se sostenga”15.
Algunas doctrinas estimativas son, si vale la expresión, explicitaciones de
articulaciones
estimativas implícitas de un individuo o, como en el caso de lo que quizá pretendió
Aristóteles, de todo un grupo social. Pero, desde luego, no todas las
explicitaciones dan
lugar a doctrinas de las que se recogen en la historia de la filosofía. En la vida
ordinaria
de los individuos y de los grupos humanos se dan multitud de episodios
explicitadores
más o menos afortunados y provechosos. Aun entre gentes que no han oído nunca la
palabra “doctrina” ni nada que tenga que ver con ella se dan estos episodios, y se
dan en
dos tipos fundamentales de contextos.
El primero es interpersonal o intersocietal. Gentes que nunca se habían tomado muy
en serio la explicitación de nada pasan de pronto a hacerlo porque se encuentran
con
estimativas rivales que las apremian. Yolísiga, que es la mujer menos propensa en
este
mundo a explicitar nada, ha cobrado un trato estrecho con Derinolda, cuyas
articulaciones difieren mucho de las suyas. Ya sea amistoso su comercio con dicha
persona, ya sea hostil, apenas podrá Yolísiga eludir el explicitar algo, bien para
reafirmarse en su estimativa bien para dejarse influir por la de Derinolda o
convertirse a
ella (y lo que vale de las dos amigas vale también de pueblos enteros, de modo que
en
lugar de hablar de estos dos personajes podríamos referirnos sin mucha variación a
los
galbiodinitas cuando entran en contacto con los herfiócidas). El segundo contexto
es
intrapersonal o intrasocietal. Los galbiodinitas, que nunca tuvieron mucha gana de
variar
nada en sus articulaciones estimativas, sufren de pronto mudanzas severas en sus
creencias, deseos, pasiones y acciones. Para ello no han tenido ninguna necesidad
de
tratar con los herfiócidas, porque la revuelta ha sido endógena. Han empezado a
surgir
conflictos donde parecía que no iba a haberlos nunca. El acuerdo que reinaba sobre
las
buenas articulaciones se ha roto, y ahora los galbiodinitas ya no saben a qué carta
quedarse. Hay entre ellos varias facciones en disputa y no se sabe cuál saldrá
victoriosa:
si la de, por ejemplo, los galbiodinitas favorables a las costumbres tradicionales
o la de
161
los proclives a abolir la herencia y a consentir el adulterio (al que ellos ya no
llaman,
ciertamente, adulterio). Mientras ocurría todo esto, muchos galbiodinitas se han
dado
cuenta de que eran adversos al adulterio y partidarios de la herencia, algo en lo
que nadie
había reparado antes por creer que todo esto eran cosas que iban de suyo. Gracias a
que
alguien ha puesto en tela de juicio algo, se ha visto que había algo que poner en
tela de
juicio y se ha tenido que determinar qué es. Lo que vale de los galbiodinitas vale
también, desde luego, de las cuitas íntimas de Yolísiga o Derinolda.
Importa aquí que todos estos casos lo son de conflicto y, más en particular, de
desacuerdo. Una consecuencia de todo ello es que, por lo menos en lo que toca a la
tarea
de explicitar, los desacuerdos no son algo accidental, adventicio o que convenga
eliminar
cuanto antes. Al contrario: sin desacuerdos, ni Derinolda ni los galbiodinitas se
habrían
tomado el trabajo de explicitar nada y su estimativa estaría condenada a un
silencio
vitalicio. No es que haya estimativa porque los individuos o los grupos seamos
capaces
de ponernos de acuerdo sobre nuestras deliberaciones y juicios; si la hay es porque
a
menudo estamos en desacuerdo unos con otros y con nosotros mismos16. Uno se da
cuenta de la estimativa que tiene –y de que tiene estimativa– cuando advierte algún
tipo
de quiebra en sus articulaciones. Una estimativa libre de anomalías pasaría
completamente inadvertida a su poseedor, pero una estimativa inadvertida es un bien
mostrenco que a nadie puede suscitar interés.
162
Capítulo 15
La paradoja de la doctrina perfecta
Lo que acaba de exponerse ocurre, decíamos, con las explicitaciones estimativas que
hace la gente común, ignorante de toda doctrina. Pero hay por lo menos dos motivos
para corregir una conclusión así. El primero es que en la mayor parte de las
sociedades
modernas no hay apenas nadie ignorante de toda doctrina estimativa; en modos muy
variados, el que más y el que menos sabe algo de moral edificante, de cruda
economía,
de política astuta o de estética transgresora1. A sabiendas o no, casi todo el
mundo
explicita sus articulaciones estimativas echando mano de alguna doctrina,
normalmente
vulgarizada, de modo que no resulta nada fácil encontrar personas en estado de
inocencia
o candor predoctrinal. El segundo es que, aun los mismos autores de doctrinas
estimativas se desempeñan cuando se consagran a explicitar en forma parecida a la
de los
individuos y los grupos no profesionalizados. Ningún autor de doctrinas explicita
nada
como no sea con la vista puesta en explicitar articulaciones alternativas o en
explicitar de
otra manera las mismas articulaciones. Sin desacuerdo no sólo no habría estimativa
explícita; tampoco habría doctrinas sobre ella.
Ciertamente, no todas las doctrinas estimativas son explicitadoras en el sentido
que
le he dado a esta expresión, o, mejor dicho, no todas ellas son meramente
explicitadoras.
Junto a estas doctrinas están, desde luego, las que no se proponen como fin último
explicitar nada, sino sustituir las articulaciones que se supone vigentes por otras
mejores.
Cuando Sócrates se esfuerza por trastornar las convicciones de sus conciudadanos o
cuando Espinosa propone una doctrina de las pasiones y las acciones ásperamente
contraria a los supuestos más profundos de la conciencia ordinaria dan el modelo de
lo
que es una doctrina moral revisionista2. Buscar el desacuerdo parece un rasgo
constitutivo de toda doctrina así (aunque sólo sea como primer paso para instaurar
un
nuevo acuerdo posterior), de modo que quizá no haya demasiado que discutir: sin el
propósito del desacuerdo no habría propósito de revisión. Pero lo que acaba de
decirse
provocará seguramente objeciones parecidas a ésta: si un revisionista, tal como ha
sido
descrito, desea combatir las articulaciones vigentes de modo que queden sustituidas
por
otras nuevas, cabe pensar que no podrá ser revisionista con respecto a estas
últimas ni
tampoco lo deseará. El revisionista tiene que serlo, entonces, provisionalmente o,
mejor
163
dicho, mientras no triunfe, de modo que a lo que aspirará es propiamente al
acuerdo,
aunque dicho logro exija el desacuerdo como paso previo. Parece claro que hay y
habrá
siempre revisionistas así, pero eso no significa que todos hayan de reconocerse en
ese
retrato. Por lo que toca a Sócrates (aunque no a Platón), sería un despropósito
atribuirle
la creencia en lograr un estado de cosas social o político en que su mayéutica
fuera ya
innecesaria. Y por lo que hace a Espinosa quizá pueda afirmarse otro tanto: el
triunfo de
su doctrina sólo podría darse en medio de una humanidad más excelsa, algo tan
difícil, ya
se sabe, como raro.
En estado puro, las doctrinas explicitadoras son las que buscan meramente
reconstruir articulaciones. Sin embargo, es muy difícil encontrar en alguna parte
semejante estado puro. Lo habitual es que las doctrinas que se proponen explicitar
no lo
consigan del todo y logren fines que no se proponían. No siempre que uno quiere
explicitar algo es del todo fiel a lo que estaba implícito, y esto no pasa sólo con
las
doctrinas estimativas; es muy frecuente (quizá es inevitable) en todo paso de lo
tácito a lo
expreso. Basta con darse cuenta de lo que ocurre en casos triviales; imaginemos que
nunca he expresado a nadie mis opiniones sobre Floricinio y que de pronto se me
presenta una circunstancia muy propicia para hacerlo. Diré, por ejemplo, que
Floricinio
es un individuo atroz y desconsiderado, falto de todo escrúpulo e insensible a lo
que no
sean sus propios intereses, bastante viles por cierto; además, para apoyar lo
anterior
aduzco unos cuantos ejemplos. Bien; todo esto lo creía yo sobre Floricinio desde
hace
mucho y lo que hago ahora es explicitar mis creencias en forma de afirmaciones.
Pero lo
que más interesa es que, desde luego, resultaría muy difícil afirmar que mi
declaración ha
sido exhaustiva. Alguien me hace la inoportuna pregunta de si con lo que he dicho
he
expresado todo lo que creía sobre Floricinio y casi nadie en esas circunstancias
contestaría que sí. El expresar deja siempre residuos3.
Caben, sin embargo, preguntas todavía más incómodas. Un interlocutor suspicaz
podría interrogarme por ejemplo de la manera siguiente: “está bien, pero ¿todo lo
que
acaba usted de decir sobre Floricinio lo creía ya antes de decirlo?” Es probable
que no
me sienta muy halagado por este proceder de mi interlocutor y que le conteste que
sí con
enojo o incluso con malos modales, pero esto quizá no evite su pregunta posterior,
un
poco más venenosa: “¿de verdad nada, absolutamente nada de lo que acaba de decir,
aunque sea un leve y nimio matiz sobre la atrocidad de Floricinio o sus
manifestaciones,
le ha venido a la cabeza según lo decía?”4. Ahora bien: a esta inoportuna pregunta
sólo
se puede responder con un sonoro “¡nada en absoluto!” cuando el acto de expresar
creencias haya sido muy breve y nada significativo. A poco complejo que sea mi acto
de
164
explicitar, añadiré en él detalles que enriquezcan –y que en muchas ocasiones
alterarán y
en algunas corromperán– las calladas creencias que tenía sobre Floricinio. Yo nunca
había dado mucha importancia, por ejemplo, al hecho de que Floricinio trata a los
dependientes de comercio con muy poca consideración y a menudo con despotismo,
pero, según hablaba, me he dado cuenta de que este detalle podía venirme bien en
apoyo
de mis afirmaciones, ya que –lo he recordado en ese momento– Floricinio estuvo
empleado en una honrada tienda de coloniales cuando cursaba el bachillerato y esto
constituyó para él y para sus delirios de grandeza un trauma severísimo; a partir
de
ahora, el resentimiento de este individuo contra su propio pasado se convierte para
mí no
sólo en un agravante de su brutalidad sino también en un ingrediente esencial de
ella. Las
explicitaciones dejan, pues, residuo inexplícito y además aportan novedades de su
propia
cosecha. Desde luego, toda acción verbal guarda relaciones más o menos estrechas
con
alguna intención, pero sólo las acciones más rudimentarias reproducen sin residuo y
sin
añadido cierta intención originaria5.
En determinadas circunstancias las explicitaciones no sólo reconstruyen; también
revisan. Si dejamos de hablar de la atrocidad de Floricinio y nos ocupamos de la
elaboración de doctrinas estimativas, el asunto puede que siga teniendo su interés.
Porque lo que hacen estas doctrinas es o explicitar o revisar, pero la dicotomía de
explicitación y revisión es útil sobre todo cuando se comprende que no vale siempre
y
que los casos más interesantes son mestizos. En las explicitaciones hay mucha
revisión y
también hay en las revisiones más explicitación de la que se cree. Lo que distingue
a las
buenas explicitaciones no es que sean fieles a lo que estaba implícito, sino que
aporten
novedades de interés con las que no se había contado. Acaso es éste un uso algo
extraño
de la palabra “buenas”, pero quizá sea el mejor. Cuando alguien explicita lo que
creía,
puede preguntársele si ha ganado algo con su explicitación (aparte del explicitar
mismo),
y la única manera de afirmar que se ha ganado algo es reconocer que la
explicitación ha
aportado novedades. En algunos casos, dichas novedades son desacuerdos de cierto
tipo
y estos casos son los más valiosos de todos. Desde luego, entre explicitar de
manera muy
pobre articulaciones que merezcan la pena y hacer explicitaciones muy ricas de
articulaciones deleznables, vale más quedarse con lo primero, pero en tal caso
parece
claro que la virtud no lo es del arte de explicitar, sino de algún otro. En su
condición de
explicitaciones, las mejores son las novedosas, y son tanto mejores cuanto menos se
hubiera podido predecir su resultado antes de que llegara a darse. La capacidad de
producir desacuerdo entre lo que se barruntaba que iba a ser la explicitación de
algo y lo
que al fin llega a explicitarse es una virtud del autor de doctrinas, y una virtud
no
165
pequeña.
El desacuerdo es entonces un ingrediente obligatorio de las doctrinas estimativas
explícitas, tanto de las oficiales como de las espontáneas. Los motivos son dos:
porque
sin desacuerdos no podrían desarrollarse explicitaciones dignas de interés y porque
un
rasgo destacado de las explicitaciones interesantes es que producen, por su parte,
nuevos
desacuerdos. Están, en cierto modo, antes de las explicitaciones y después de
ellas, lo
que invita a ver las doctrinas estimativas como momentos de tránsito entre unos
conjuntos de disensiones y otros que vendrán después. Sólo quien esté muy
enganchado
a la compulsiva adicción del acuerdo tenderá a creer que nada de esto tiene en
realidad
demasiada importancia. Pero las razones contra el desprestigio de los desacuerdos
que
han aparecido hasta ahora no son las únicas ni quizá las más poderosas.
Para hacer plausible lo que quiero sostener será útil un sencillo experimento
mental.
De entre quienes se dedican a estas tareas, a los más audaces los anima el
propósito de
elaborar nuevas doctrinas de la deliberación y el juicio, mejores que las conocidas
y que
las refuten o dejen obsoletas. Otros, de ambición más templada, toman de entre las
doctrinas disponibles aquella que les parece la mejor o la menos mala y se
esfuerzan por
perfeccionarla, por criticar a sus rivales o por aplicarla a diversos ámbitos de la
práctica.
Un tercer grupo prefiere intentar mixturas o componendas entre doctrinas ya
existentes,
añadiendo a veces algo de su propia cosecha. Ninguno de ellos, salvo en momentos de
delirio, cree estar en posesión de la doctrina perfecta y muy pocos piensan que les
falta
poco para alcanzarla; no se conoce, por ejemplo, a ningún filósofo moral que tenga
sobre
su disciplina la curiosa idea que tenía Kant de la lógica de su tiempo. Pero,
cuando se les
pregunte a cualquiera de ellos por si vale la pena buscar una doctrina estimativa
máximamente robusta y perfeccionada, la mayoría responderá que sí, que eso va de
suyo
y que además el progreso doctrinal puede describirse en la forma de una
aproximación
paulatina a una doctrina de esas características. Lo que está en juego aquí no es
otra cosa
que la noción misma de progreso, sin duda una de las palabras más prestigiosas en
la
jerga de las doctrinas morales.
En lugar de darle vueltas a la utopía de la doctrina perfecta, se podría barajar
una
hipótesis algo más humilde. El experimento mental que se necesita no es nada
rebuscado;
consiste en imaginar lo que ocurriría con una doctrina estimativa que, sin llegar a
ser ni
muchísimo menos perfecta, fuese notoriamente más poderosa y mejor que cualquiera de
las que conocemos o podemos vislumbrar. Desde luego, poca cosa cabe decir del
contenido de una doctrina así, porque dar muchos detalles de ella equivaldría a
elaborarla. Pero lo que de ningún modo está prohibido es pensar en aquellos rasgos
y
166
efectos suyos que la convertirían en una doctrina mucho mejor que las conocidas.
Algo
que desde luego sí tendría que seguirse de ella es una disminución del estado de
indefensión en que sus usuarios se encuentran ante gran número de problemas y
dilemas
prácticos: perplejidades de las que ahora no sabemos librarnos pasarían de pronto a
mejor vida; intuiciones en las que creemos a ciegas cristalizarían en conceptos
claros;
normas hasta entonces confusas, o quizá insospechadas, empezarían a parecer de
obligado cumplimiento; viejas ideas muy arraigadas y tenidas por valiosas se
vendrían
abajo por la fuerza de la evidencia; deliberaciones y juicios que de ninguna manera
se
nos podrían haber ocurrido antes surgen ahora con toda naturalidad y se convierten
en
algo tan trivial que apenas admite discusión.
Es corriente creer que nuestros malestares estimativos son, por lo menos en parte,
la
secuela de no tener una doctrina suficientemente robusta o de no tenerla todavía:
si
desconocemos lo que se debe hacer y lo que no, si tenemos dudas sobre lo bueno y lo
malo, si no sabemos a qué carta quedarnos en numerosas cuestiones prácticas de
interés,
si no estamos seguros de cuál es la mejor manera de vivir, todo esto se debería
principalmente a nuestra desdichada carestía doctrinal. Es cierto que las doctrinas
por sí
solas no hacen el mundo feliz ni justo, pero lo que se trata de imaginar aquí no es
una
filosofía moral para uso exclusivo de estudiosos y comentaristas, sino una que
posea
mucho más éxito social que cualquiera de las conocidas (tal cosa podría deberse en
parte
a las bondades de la propia doctrina y en parte a la suerte; pero séanos dado
imaginar
que además la doctrina tiene suerte). Una nota importante de esta doctrina mejorada
es
que su fuerza motivadora sería capaz de vencer casi cualquier resistencia. Ni la
pereza o
la desidia ni ninguna pasión que milite contra la doctrina, ni ninguna creencia o
deseo de
signo contrario estará normalmente en condiciones de enfrentarse con éxito a las
deliberaciones y juicios que la doctrina mejorada recomienda. A falta de filosofías
morales perfectas, parece que una doctrina como ésa es lo mejor a que podría
aspirarse;
quien sostuviera que no vale la pena ir en su busca lo tendría muy difícil para
convencer
a cualquier autor de doctrinas estimativas que fuese mínimamente consecuente. Una
afirmación así se parecería mucho a la de que ha de abandonarse toda esperanza de
doctrina; acaso pudiera contar con buenas razones, pero no con razones válidas
dentro
de lo que es la práctica de elaborar doctrinas estimativas y discutirlas.
Esto, que parece evidente, no carece, sin embargo, de dificultades. Nos encontramos
en la tesitura de tener que procurarnos doctrinas cada vez mejores a sabiendas de
que
nunca encontraremos una que sea perfecta. La heroica tarea consiste en aproximarse
poco a poco a un ideal doctrinal que nunca se logrará en su plenitud. Quien esté
167
familiarizado con la filosofía de Kant verá muy natural todo esto. La doctrina
perfecta se
verá como un “ideal regulativo” gracias al cual pueden elaborarse doctrinas
imperfectas
cada vez mejores. Aunque resulte imposible el logro de un estado en que la
indefensión
estimativa haya desaparecido del todo, es obligado, sin embargo, tomarlo como fin
último. La mejora parcial de las doctrinas es, entonces, un resultado que se
obtiene como
efecto lateral de buscar algo que se sabe no va a poder lograrse. Eso no quiere
decir que
cualquier objetivo sea bueno con tal de que sus efectos laterales resulten
favorables
(quizá el pensar en una doctrina monstruosa podría tener consecuencias
provechosísimas), pero imaginar la doctrina perfecta produce logros beneficiosos
precisamente porque produce aproximaciones a ella. Pensar en la doctrina perfecta
no es
un simple truco para ir mejorando doctrinas, porque un esbozo anticipatorio de la
doctrina perfecta proporcionará un valioso criterio de evaluación de doctrinas, las
cuales
serán tanto mejores cuanto más se acerquen a dicho ideal.
Esta concepción vagamente kantiana del desarrollo de las doctrinas estimativas en
general y morales en particular goza de gran prestigio en la filosofía y en el
sentido
común. Unida a ideas muy arraigadas acerca del progreso científico y técnico y de
la
superioridad de lo posterior sobre lo anterior, instituye un trasfondo de creencias
poderosísimo en las sociedades modernas. No me propongo aquí, desde luego, decir
nada sobre cómo podrían socavarse –en caso de que pudieran serlo– convicciones tan
sólidamente cimentadas; tan sólo me referiré a lo que son algunas deficiencias de
esta
concepción en lo que toca al progreso de las doctrinas estimativas. Una premisa
tácita de
la concepción progresista de la estimativa humana es que el triunfo de la doctrina
perfecta es imposible y otra, tan tácita como esencial, la de que, en caso de que
resultase
posible, sería obviamente deseable6. Sobre la verdad de la primera no le cabe a
nadie
ninguna duda, y ésta es quizá la causa de que la segunda se dé por buena sin
demasiado
examen: como es sabido, sobre lo imposible no cabe deliberación. Pero por fortuna
no
siempre ha de lamentarse que las cosas no puedan ser, y ésta es una de las veces en
que
el lamento carece de razones. La deseabilidad de la doctrina perfecta puede, en
efecto,
impugnarse y merece el esfuerzo de argumentar en su contra.
A primera vista, esta declaración apenas es de recibo y se juzgará paradójica por
razones semejantes a las que desaconsejan el negarse a buscar doctrinas mejores.
Piénsese por un momento en alguien que afirmara la conveniencia de mejorar las
doctrinas estimativas (ya se ha visto que esto no es sensato no tomarlo en serio)
pero
negara al mismo tiempo que la doctrina perfecta es deseable y valiosa. Un
argumentador
así no sólo sostendría que se puede prescindir de todo ideal regulativo (quizá
porque
168
según él tales ideales no desempeñan ningún papel de importancia en el progreso de
las
doctrinas estimativas). Vendría a afirmar algo más, a saber, que –no sabemos
todavía por
qué– la doctrina perfecta es indeseable. Pero nuestro argumentador habría de
sostener, o
así parece, algo de muy desaseada hechura: que las doctrinas tienen que ser
mejoradas,
aunque sólo un poco y hasta cierto punto, no vayan a aproximarse demasiado a la
indeseable doctrina perfecta. Esto tan extravagante es, si bien se mira, lo que han
de
sostener los prudentes y moderados defensores del progreso de las doctrinas morales
a
los que la buena educación filosófica impide amar la doctrina perfecta. El progreso
de las
doctrinas habría de detenerse en cierto momento (aunque ignoremos cuál sea) porque
a
partir de ahí ya no habría continuación del progreso, sino involución; se habría
obtenido
ya la doctrina mejor que la cual ninguna otra doctrina puede ser pensada. Pero
semejante
experimento mental parece llevar a una conclusión un tanto incómoda.
Desde luego, tratar de argumentar contra la conveniencia de doctrinas mejores que
las conocidas se asemejaría a un ejercicio sofístico no poco artificioso (¿acaso lo
que
procede es buscarlas peores?) Ni siquiera las mentes más conformistas harían ascos
a
innovaciones de las que, por hipótesis, sólo resultaría ganancia. Desdeñar
doctrinas que
aminoren nuestra indefensión estimativa es como negar que las doctrinas estimativas
pueden ser mejoradas, cosa que sólo puede permitirse quien sostenga que posee una
inmejorable. Sin embargo, la doctrina perfecta es indeseable, y creerlo no
constituye
disparate alguno. Aunque, al igual que antes, no quepa afirmar apenas nada de su
contenido (decir cuál sería éste equivaldría a elaborar la doctrina), sí que es
posible
pensar con sentido en ciertas condiciones que habría de cumplir. La doctrina
perfecta lo
sería, desde luego, por haber acabado con todo síntoma de menesterosidad y por
dotar a
sus usuarios de una fuerza motivadora netamente superior a la proporcionada por
cualquier otra fuente alternativa de motivación. Esta segunda exigencia cabría
cumplirla,
eso sí, de manera indirecta, pues la doctrina podría inducir la formación de
hábitos muy
admirables o de sentimientos excelentemente ordenados que hiciesen innecesario el
recurso directo a ella. Si es adecuado atribuir a la doctrina perfecta estos dos
poderes de
eliminación de la perplejidad y de fuerza motivadora máxima –y no parece insensato
hacerlo, habida cuenta de que la creciente satisfacción de esas exigencias
acostumbra a
valer como criterio de progreso–, acaso sea útil acudir a alguna doctrina realmente
existente que permita observar de cerca y sin ficciones esos dos poderes
ejerciéndose
juntos. Aunque seguramente no exista ninguna doctrina semejante, sí que se conoce
una
familia de doctrinas oficiales y espontáneas (o quizá un estilo) muy útil para
examinar los
dos poderes en cuestión.
169
Semejante familia resulta fácil de reconocer: es la familia de los rigoristas7. Los
tipos ideales de control racional de la vida que expuso Max Weber son, sin duda, la
mejor
ilustración que puede encontrarse de lo que habitualmente se llama rigorismo
moral8. Y
por su parte la búsqueda de la doctrina estimativa perfecta tiene que encontrar
siempre
en el rigorismo un clima grato y hospitalario. Lo que distingue al rigorista es
precisamente
que cree gozar de un conjunto de principios y normas máximamente seguros (y dignos
de
aplicación irrestricta) aptos para regir la vida individual en todos sus aspectos
imaginables. Quien lleva una vida rigorista –y hay que advertir, desde luego, que
las
creencias religiosas no son aquí lo decisivo– es un individuo rígido, seguro de sí
hasta la
exageración (aunque esa seguridad resulte a veces de su radical incertidumbre
teológica
en particular o cognoscitiva en general), inflexible e intolerante. Además, el buen
rigorista
tiene otra formidable facultad: es capaz de hacer derivar cada una de sus acciones
de una
norma o principio: una y una sola acción para cada principio y un solo principio
para
cada acción. El rigorista es alguien que tiene prohibido decir “no sé por qué lo
hago” y
también “no sé lo que he de hacer”.
Parece que si el rigorista es merecedor de censura lo es por su inflexibilidad y
por la
exhaustividad con que ordena su vida. Lo que resulta odioso en esta clase de
estimativa
es su resistencia tenaz a todo cambio de articulaciones; en realidad, el rigorista
que ha
logrado serlo con excelencia no conoce ninguna razón para variar nada; lo que le
distingue es precisamente creer que ha alcanzado una condición en la que cualquier
cambio sería, según él, un cambio para peor9. La pregunta de porqué parece
repugnante
el rigorismo es similar a la de por qué resulta reprensible la doctrina perfecta:
todo
depende de que se considere deseable o no un estado en el que ya no sean necesarios
los
cambios sustanciales de articulaciones estimativas. Conviene notar que un mundo en
el
que hubiese triunfado la Gran Doctrina atrofiaría sobremanera el juicio práctico de
sus
habitantes y llevaría a una sarcástica paradoja: en caso de que alguna acción fuera
singularmente valiosa en ese mundo lo sería en la medida en que se sustrajera al
poder
motivador de dicha doctrina, es decir, en la medida en que ésta fuera incumplida o
simplemente ignorada. Es cierto que en la gran doctrina podría estar contenida la
posibilidad o la licitud de poner en suspenso la doctrina de vez en cuando, pero
esto
tampoco arreglaría mucho las cosas, porque las transgresiones que interesan son
precisamente aquellas que la doctrina no habría podido anticipar10. Para las
doctrinas
realmente existentes la hipótesis de la estimativa perfecta es útil sobre todo
porque de la
respuesta que se dé a la pregunta de si es deseable o no depende casi todo lo demás
que
a ellas les es dado afirmar.
170
Lo que distingue a la doctrina perfecta es precisamente la eliminación de toda
anomalía. Pero es esto, y no otra cosa, lo que la convierte en algo indeseable, y
tanto
más indeseable cuanto más perfecta sea11. Nada hay que lamentar en el
descubrimiento
de que la moral se hace pedazos y esos pedazos son anomalías. Tal cosa será una
pérdida para quien crea que la vida humana está incompleta sin un sistema que le
dicte su
norma, pero no es obligatorio creer una cosa así, y en caso de que lo fuera sería
mejor
no cumplir esa obligación. Sólo dentro de una compulsión deóntica desatada es fácil
creer
que lo más valioso son las normas y lo peor sus quebrantamientos. Se malentiende
del
todo lo que son los bienes cuando se toma por paradigma del bien el cumplimiento de
una norma, y lo mismo ocurre con los males cuando se cree que el peor mal que puede
haber es la desobediencia a cierto mandato obligatorio. En realidad, cuando a algo
o a
alguien se lo juzga o percibe como valioso en un sentido seriamente relevante del
valor –
cuando encarna un valor de los que verdaderamente importan– las normas no cuentan
nada, o importa muy poco lo que puedan contar, y otro tanto ocurre con los males
máximamente relevantes. La fábrica moral del bien nos da un producto manufacturado
cuya elaboración industrial nos resulta opaca, y es hora de desmontar sus piezas.
Otro
tanto ocurre con la del mal.
171
Capítulo 16
La estructura de la experiencia estimativa
El atolladero de la doctrina perfecta –ese ominoso lugar en el que todos los
deuterofisitas
tienen que embarrancarse alguna vez, aunque siempre presumirán de haberlo evitado–
invita a un drástico cambio de punto de vista sobre lo estimativo: a no mirarlo
desde las
articulaciones ya constituidas y organizadas ni tampoco desde las que sería
deseable
lograr, sino desde sus momentos de cambio o mudanza; no desde un sistema conocido
ni
desde la expectativa de otro por conocer, sino desde las ocasiones en que los
sistemas se
rompen. Al igual que lo que más importa en los sistemas de creencias son sus
cambios (y
eso lleva a prestar atención, sobre todo, a las anomalías de dichos sistemas y a
los
desacuerdos que ellas producen)1, el objeto más destacado de la filosofía moral
pasa a
estar formado, en cuanto uno empieza a mirar con prevención los dogmas
deuterofisitas,
por mudanzas de articulaciones estimativas, mudanzas a veces perturbadoras y casi
siempre inopinadas. Un prejuicio lamentable de la mayor parte de las doctrinas
estimativas es que lo que importa son las ya hechas o las que podrían hacerse. Pero
ese
prejuicio se funda en el supuesto de que ya tenemos en esencia la doctrina adecuada
(o
que nuestras articulaciones estimativas están bien como están) o en el de que es
posible y
deseable encontrar la doctrina perfecta. Nadie está obligado, sin embargo, a tener
que
elegir entre ser conservador y ser perfeccionista. Aquello de lo que más orgulloso
puede
estar uno en materia estimativa no es ninguna de estas dos cualidades, sino los
cambios
que lleva a cabo en las articulaciones que tiene (eso, claro está, en caso de que
el orgullo
sea una pasión digna de estima y de que lo estimativo pueda mover a orgullo,
cuestiones
ambas no poco contenciosas). Lo esencial radica en dejar de mirar los cambios como
el
momento de transición de una doctrina a otra –o de un conjunto de articulaciones a
otros– para mirar las doctrinas y las articulaciones como aquello que precede y que
sucede a las mudanzas estimativas. Porque no es que los cambios sean momentos de
tránsito entre estados de orden; más bien ocurre al revés: los estados de orden son
lo que
hay entre cambio y cambio. Si se altera de este modo el punto de vista, también se
alterará casi todo lo demás en materia estimativa. Cambiar de articulaciones no son
accidentes que hayamos de sufrir (hasta que vengan épocas mejores) por culpa de las
malas doctrinas que tenemos; los momentos de esplendor de la estimativa no son los
de
172
normalidad, sino los de cambio2. Cabe replicar que con todo esto no se llega quizá
muy
lejos y preguntar acto seguido si basta acaso con que algo constituya una mudanza
para
que ésta sea deseable o buena. Sería muy insensato, sin duda, responder que sí a
esta
quisquillosa cuestión, aunque es probable que quien la suscite tampoco esté libre
de
creencias poco justificadas: casi con seguridad una pregunta así estará movida por
la
nomolatría y por el convencimiento de que, si hay excepciones o arrepentimientos,
por
algo malo será. Es cierto que hasta ahora no nos hemos preocupado de distinguir las
buenas mudanzas de las malas, sino sólo de sugerir que son los cambios lo que en
verdad
importa y no lo que hay entre ellos. Quien se duela de este vicio quizá pueda
hallar algún
lenitivo en las consideraciones que vienen a continuación acerca de la manera en
que se
producen las mudanzas estimativas –o por lo menos algunas de ellas–, aunque también
es
posible que los efectos no sean calmantes, sino todo lo contrario.
La mayor parte de las doctrinas, tanto oficiales como espontáneas, poseen, por
voluntad de sus autores o en contra suya, tendencias conservadoras muy arraigadas.
Lo
único que quiere decirse con esto es que todo el mundo posee cierto instinto (no
particularmente digno de elogio ni de vituperio) favorable a no mudar sus
articulaciones
estimativas. Esta tendencia es compulsiva en algunas personas y grupos, pero no
necesita
serlo en todos los casos para que constituya, en efecto, una tendencia
inveteradísima.
Quienes tienen creencias, deseos, pasiones, intenciones y propiedades parecidas
gozan de
todos esos bienes, entre otros motivos, porque lo que poseen muestra un alto nivel
de
coherencia, y el nivel es alto porque si no lo fuera no habría creencias, deseos ni
nada de
lo anterior. La coherencia no es una norma que alguien nos imponga desde fuera; la
cumplimos sin darnos cuenta, aunque podemos advertir esta circunstancia, darla por
buena y esforzarnos por seguirla. Nos damos cuenta de que obedecemos regularmente
la
norma de la coherencia cada vez que advertimos que hay veces en que la quebrantamos
sin querer y, sobre todo, cuando advertimos que somos capaces de romperla
deliberadamente, aunque sólo sea de manera parcial o local3. Las articulaciones
estimativas de los animales humanos tienden a ser coherentes y lo son casi siempre,
pero
nunca del todo. Aunque son coherentes, tienen anomalías, y las anomalías de las
articulaciones estimativas pueden entenderse como fallos de coherencia que uno
puede
reconocer como tales. En presencia de una anomalía, cabe esforzarse por anularla y
reducirla a la armonía del conjunto, cosa que se logrará muchas veces, pero no
siempre.
Pero las mudanzas de articulaciones estimativas ocurren cuando ha habido una
anomalía
o unas cuantas que no han podido eliminarse. En esos casos, puede decirse que uno –
o
cierta sociedad– está en desacuerdo consigo mismo.
173
Propongo usar la noción de “experiencia estimativa” para designar la memoria
individual y social de las mudanzas de articulaciones estimativas ocurridas. La
experiencia estimativa individual de alguien será su elaboración del registro de
las
mudanzas estimativas que ha llevado a cabo y también de aquellas otras de las que
tiene
noticia (y adviértase que no hay en esto prioridad ninguna de la experiencia
personal: la
memoria es de naturaleza pública, y así uno recuerda tanto lo que le pasó como las
cosas
que le han contado). La experiencia estimativa colectiva o social es el acervo
común de
mudanzas de que se tiene noticia y hay, naturalmente, muchos modos de elaborarla.
Puede parecer que este uso de la palabra “experiencia” es un tanto heterodoxo, pero
quizá sea un buen sucesor de los empleos tradicionales del término una vez que se
han
descubierto razones poderosas para creer que el empirismo no es más que un episodio
de
la historia de las ideas, relativamente largo pero poco interesante (aunque quizá
no tan
largo: sólo abarca del siglo XVII al XX o quizá al XXI)4. Que se puedan registrar y
recordar las anomalías no implica, sin embargo, que exista un sistema de anomalías
o
algo semejante. La experiencia es más bien “un mosaico sin pegamento, con múltiples
piezas sueltas, libres, que tienen valor en sí mismas, por sí mismas y en relación
con las
demás, formando diferentes asociaciones y conexiones cambiantes”, como ha dicho
Ramón del Castillo hablando de William James5. Hay gentes con mucha y muy buena
experiencia estimativa (y nótese que es difícil resistirse a la tentación de
sustituir
“experiencia” por “sabiduría”), pero eso no significa que las mudanzas felices
puedan ser
objeto de predicción, y ni siquiera significa que las mudanzas valiosas tengan que
parecerse entre sí.
Los dos rasgos principales de toda experiencia estimativa son, pues, que su forma
es
la de una historia o narración y que se compone esencialmente de anomalías. Si
cupiera
imaginar un individuo humano que nunca hubiese experimentado un cambio severo de
estimaciones, no quedaría más remedio que imaginarlo desprovisto de experiencia. La
memoria se organiza a base de acontecimientos o episodios que establecen hitos en
medio de los cuales pueden situarse períodos de continuidad o de reposo. Si el
pasado no
hubiese experimentado ninguna mudanza en su interior, apenas podría ser recordado.
El
arte de la memoria consiste en saber manejar muchos hitos que permitan escandir la
materia de recuerdo y así identificar recuerdos singulares. El pasado de quien
tiene una
buena memoria se distingue del pasado del amnésico en que se halla cuidadosamente
fragmentado, repartido entre un número muy grande de segmentos; al memorioso le
viene a la cabeza cierto momento o circunstancia y de inmediato sabe colocarla en
el
segmento que le corresponde, sin confundirla con algo que vino antes o después –el
174
tiempo es para él materia de distinciones–, mientras que el individuo de memoria
quebradiza tiende a ver el pasado como una continuidad apenas interrumpida; los
acontecimientos se le confunden unos con otros porque no sabe propiamente dónde
está
cada uno.
La experiencia estimativa es histórica y funciona como la memoria. En la
experiencia
estimativa de un individuo particular, lo relevante son los episodios en que ha
tenido que
variar sus articulaciones y sus hábitos de deliberación y juicio, los “hábitos del
corazón”
y los “hábitos del espíritu” de que hablaba Tocqueville. La experiencia estimativa
está
formada, como la memoria, a base de lugares y de hitos6. Conviene advertir que la
experiencia estimativa individual no se distingue en nada importante de la
colectiva. A
primera vista, la colectiva es más incierta y conflictiva que la individual, y eso
anima a
verla como un amasijo desordenado de memorias individuales, pero –según se sabe
desde muy antiguo– la experiencia individual es tan conflictiva y a menudo tan
violenta
como la colectiva. Puede que sea útil concebir al depositario de la experiencia
individual
no como un yo, sino como una república de yoes, pero lo esencial de este símil no
radica
en que el yo compuesto se divida en yoes individuales, sino en que estos últimos
tampoco podrían ser vistos como átomos. Una vez que el yo se concibe como
divisible,
resulta muy difícil que la división no lo sea ad infinitum. El individuo y la
colectividad
(o, mejor dicho, las muchas maneras de identificar individuos y colectividades) son
simplemente niveles de enfrentamiento, escenarios de conflicto más angostos o más
dilatados.
La experiencia estimativa es el modo que tienen individuos y colectividades de
percibir sus conflictos internos –también, sin duda, los externos– y de
organizarlos.
Naturalmente, las percepciones y organizaciones de los conflictos son ellas mismas
conflictivas, y se opondrán muy a menudo a otras que uno mismo o sus contemporáneos
hayan llevado a cabo o vayan a producir en el futuro; no hay, desde luego, una
única
manera de describir un conflicto, su valor y su significado, pero en cualquier caso
los
lugares de la experiencia estimativa tienen que ser anomalías: gracias a ellas
pueden
identificarse los segmentos de coherencia y de orden y se encuentra disponible el
acervo
de deliberaciones y juicios del que cabe echar mano para modelar la estimativa
futura. La
experiencia estimativa de un individuo o de una sociedad vale lo que valen sus
anomalías.
Las doctrinas estimativas –del tipo y rango que fueren, desde las muy rudimentarias
y
espontáneas a las de más exquisita factura– toman como objeto la experiencia, o una
selección más o menos artificiosa de ella, para reconstruirla o revisarla, y así
puede
decirse que la experiencia forma parte de la doctrina (al igual que las multitudes
forman
175
parte de lo que alguien dice cuando habla de las multitudes). Pero sería un delirio
pensar
que las doctrinas se sustraen a la experiencia estimativa; ellas también son trozos
de
experiencia, grandes o pequeños, importantes o triviales, memorables o apenas
dignos de
recuerdo. Hablar de las multitudes no libra a nadie de pertenecer a ellas, y cada
vez que
se contempla la experiencia propia con un gesto –veraz o impostado– de
distanciamiento,
ese mirar teórico está destinado a mezclarse con los objetos que percibe.
De la experiencia estimativa forman parte también los episodios en que hubo que
explicitarla para dar cuenta de ella o para someterla a revisión. Algunas anomalías
de la
experiencia adoptan, como se ha visto, la forma de doctrinas y esto significa que
las
doctrinas que merecen la pena son valiosas, a fin de cuentas, por el valor que
tuvieron
como anomalías con respecto a la experiencia estimativa que las precedió. De la
experiencia estimativa de una persona formará parte muy destacada aquella
deliberación
que la llevó a abjurar del patriotismo o de la estima por determinado confesor y
aquel
violento juicio adverso sobre el origen de su fortuna familiar o sobre alguien que
hasta
entonces había sido amigo suyo, aquella noche en que decidió afiliarse al Partido y
la
mañana en que resolvió abandonarlo, el momento en el que rompió su matrimonio y el
momento en que se arrepintió de ello, pero también sus lecturas de Sade, de
Tolstói, de
Orwell o de Lacan y la asimilación, más o menos tormentosa, del feminismo de la
diferencia, el vegetarianismo, las enseñanzas de De Maistre o el marxismo
althusseriano.
Y, desde luego, no sólo las doctrinas oficiales y librescas forman parte de la
experiencia
estimativa; muy a menudo, las gentes llevan a cabo arreglos más o menos habilidosos
de
las doctrinas de que tienen noticia y las adaptan a circunstancias e intereses
variadísimos,
presumiendo muchas veces de tener su propia doctrina sobre algo. Cualquier
individuo
que haya adquirido una formación intelectual media en algún momento de la historia
moderna y contemporánea ha tenido noticia de doctrinas estimativas muy variadas y
casi
siempre opuestas unas a otras. Claro está, sin embargo, que no hay necesidad de
formación libresca para que quien tiene una estimativa elabore doctrinas sobre
ella; ya se
ha visto que casi cualquier ocasión de conflicto estimativo lo es de
distanciamiento
teórico –en varios de grados de sofisticación de lo teórico– con respecto a la
experiencia
propia.
En la historia europea y americana de los últimos trescientos años, la moral se ha
enseñado y divulgado como algo dado –no inventado ni construido– y como una clase
natural de articulaciones estimativas. No es, como he tratado de mostrar, ni lo uno
ni lo
otro, pero eso no significa, desde luego, que los conceptos surgidos de esa
concepción de
la moral hayan carecido de importancia. El uso de muchos de ellos ha sido y es
asiduo en
176
el mundo moderno; muy raro sería encontrar a un adulto socializado que no estuviera
en
condiciones de argumentar moralmente, de emplear un buen puñado de conceptos
morales y aun de dar alguna explicación sobre qué cosas son morales y cuáles no.
Gran
parte de la educación de los europeos y americanos modernos ha sido una educación
moral. La moral es una institución social como lo son el boxeo, las casas de
empeño, el
bachillerato y las sociedades gastronómicas. Pero a las instituciones sociales –
incluidas las
más honorables y ejemplares– no es sensato creerles todo lo que dicen de sí mismas.
Los
conceptos morales tienen vigencia, qué duda cabe, aunque la que tienen no es del
tipo
que reclama la moral.
La moral sólo ha cobrado autonomía a partir de los relatos justificatorios que da
de
sí misma, y no hay mejor síntoma de ello que el hecho de que casi todas las
palabras que
se usan en sentido moral se usan también en otros, sin que sea posible siempre
deslindar
el sentido propiamente moral evitando que se confunda con cualquiera de los demás.
Lo
que en realidad se usa en muchos conceptos estimativos es una abigarrada mezcolanza
de sentidos morales y no morales, con una falta de disciplina que debería
escandalizar a
quienes creen que la moral es una naturaleza paralela. Para ser una naturaleza, lo
es de la
manera más desarreglada imaginable. La pretendida naturaleza paralela que debería
ser la
moral es en puridad un amasijo de anomalías, y sólo constituye una naturaleza
ordenada
–o está en vías de serlo– para la visión optimista de los autores de doctrinas
morales y su
piadoso público. El papel de la moral deuterofisita en la cultura contemporánea se
parece
al que tendría una religión cuyo culto y dogma fueran un completo desorden, cuyos
mandatos no fueran seguidos apenas por nadie y cuyos textos sagrados pudieran
interpretarse en multitud de sentidos caóticos, pero todo lo anterior con el
extraño
añadido de que mucha gente dijera apreciar altamente dicha religión en su fuero
interno y
sostuviera que todos deberíamos regirnos por lo que manda su atribulado clero. En
realidad el rey va desnudo, pero muchos súbditos se visten con prendas parecidas a
las
que se atribuyen al rey. En la estimativa que verdaderamente se da, la moral
aparece sólo
de manera fragmentaria: aquí una sortija cuya piedra no se sabe dónde está, ahí un
bolígrafo de propaganda con la tapa de una estilográfica de oro, allá un manto con
la cola
tan larga que hay que usarlo de alfombra, acullá una corona de cartón.
Cualquiera que sea el mapa de lo estimativo con el que se cuente –y ya se ha
advertido contra la tentación de buscar un mapa que sea exacto–, la moral
deuterofisita
ocupará en él un lugar seguramente muy pequeño. De entre las casi infinitas maneras
de
estimar y despreciar, de admirar y espantarse, de tomar algo por imprescindible,
por
obligado, por abominable, por intocable o por perfecto, de preferir y negligir, de
177
enorgullecerse y avergonzarse, de añorar y proyectar, de odiar, permitir, tolerar,
recomendar, transigir, desatender, quebrantar, indignarse o profesar devoción, las
prácticas propias de la moral deuterofisita son un rincón angostísimo y recóndito.
Sólo
los azares de la historia han dado a la moral deuterofisita un protagonismo y una
importancia que probablemente no merezca. Y no porque sea despreciable o tenga que
abolirse; al contrario: poseer un conjunto de reglas, criterios, normas y
principios sobre la
actuación altruista, transparente y generalizable es una gran suerte, y no cabe
ninguna
duda de que las épocas que gozan de todo eso son más afortunadas que las que están
ayunas de bienes así. Pero lo anterior no es óbice para que la moral deuterofisita
haya
estado poseída de una infatuación torpe y destemplada, como si el resto de lo
estimativo
no fuese más que una serie de fenómenos sin importancia (es decir, sin importancia
propiamente moral) y pudieran dejarse a las preferencias privadas o tribales de
personas
y grupos, a la inspiración arbitraria de escritores y artistas y a la libertad de
cada cual,
una libertad sin más cortapisas que las estrictamente “morales”, es decir, las
derivadas de
los posibles perjuicios que uno pudiera infligir a otros en el uso de su libertad.
La moral deuterofisita es un violentísimo empequeñecimiento de la estimativa. Que
no haya apenas palabras para designar aquello que se ha empequeñecido es, desde
luego,
un síntoma elocuente del éxito que ha acompañado a la jibarización; una miniatura
de
cabeza pasa por ser una cabeza de tamaño natural sólo allí donde nadie recuerda el
tamaño normal de las cosas. Conviene esforzarse en mostrar que la moral
deuterofisita es
una rara metonimia y el efecto de procesos ciegos e inopinados, mostrando que el
género
al que pertenece no es el de lo “normativo”, un género que parece cortado a su
medida.
No es lo normativo y apenas es un género: es lo estimativo, un amasijo de géneros
formado por la acumulación de todo tipo (de todo género) de materiales, un témpano
insondable cuya punta, mínima aunque llena de presunción, es la moral
deuterofisita.
Restablecer los fueros de lo estimativo constituye una tarea filosófica ineludible
y
también una empresa cultural urgente, aunque quizá condenada al fracaso.
Se trata principalmente de denunciar que la moral deuterofisita fue la reducción de
algo muchísimo mayor y de comprender y dividir de otro modo esa inasible enormidad.
No es cuestión tan sólo de defender la estimativa contra la moral deuterofisita,
sino sobre
todo de señalar que lo que importa de la estimativa y aquello de lo que la
filosofía moral
tiene que hacerse cargo es de los desacuerdos, de las excepciones y las
irregularidades,
de lo que no cuadra en las ideas que se tienen sobre la estimativa propia y ajena,
de lo
que se aprecia, recomienda, aprueba, estima o aconseja fuera de los criterios
habituales
de la estimación, el aprecio, la recomendación, la aprobación o el consejo, y
también de
178
lo que irrumpe como un mal que no se adapta a las maneras establecidas del mal.
Pero
no se trata solamente –aunque también se trata de ello, porque no carece de
importancia–
de borrar los efectos de la reducción de la estimativa a moral deuterofisita. Los
estragos
de esta moral, que reduce lo estimable a la coincidencia de ciertas normas con
acciones
que las cumplen, son tan sólo un caso particular de otros vicios más antiguos: los
derivados de juzgar que lo bueno es esencialmente una adaptación, una
correspondencia
o una coincidencia. Se trata de atender a lo contrario: al bien como algo que se
sale de su
quicio, que no cuadra ni encaja, pero acaso baste con desatender la coincidencia,
con
dejar de obsesionarse con ella y tomarla como un episodio más de la experiencia
estimativa. Que el bien –como la verdad– es una adaptación, una correspondencia o
ajuste, forma parte de aquellas ideas sobre el bien (y curiosamente también sobre
el mal)
que más difíciles resultan de erradicar, no ya del sentido común, sino sobre todo
de ese
otro sentido interior que queda cuando uno se libra de la comunicación ordinaria.
Que el
adaptarse es bueno y que el bien es una adaptación (a una norma o a algo que aún no
se
sabe lo que es, o a lo que quiere algún dios), esto es lo que apenas nadie podrá
quitarle
de la cabeza a casi nadie que piense y hable sobre el bien, en la plaza pública o
en el
retiro interior. Que la forma del bien es, por el contrario, la inadaptación
constituye el
patrimonio de una herencia acaso muy antigua, pero reprimida, una herencia de ésas
que
mucha gente se avergüenza de tener y de las que es dificilísimo hacerse cargo
debidamente.
Como ya se ha visto, son el desajuste y la anomalía lo que organiza dicha
experiencia, más que las normas y los criterios. “Moral” es un título de honor que
se
aplica a lo más importante de la estimativa humana, y quizá no pase nada malo por
perder este hábito y eliminar la palabra, pero en caso de no hacerlo puede que el
término
“moral” merezca estar sometido a un régimen de significado bipolar, semejante a lo
que
ocurría en griego con el término phármakon o en latín con altus o con ualetudo, los
cuales podían adoptar significados opuestos en distintas circunstancias. Opuestos,
eso sí,
en virtud de esquemas de pensamiento muy determinados, en los cuales tiene que
regir
una polaridad terminante entre remedio y veneno, alto y profundo, o salud y
enfermedad. En este tipo de esquemas resulta claro que la palabra phármakon es la
cancelación de una oposición, como si fuera lícito prescindir del hecho de que el
phármakon cure o mate, algo que para los hablantes del griego (al menos por la
época
que refleja el Fedro de Platón)7 no se consideraba pertinente, bastando con señalar
aquel
campo al que apuntaba la palabra phármakon o dando si acaso un significado
“disyuntivo”: tal palabra se refiere a esto, o bien a esto otro8. De manera
semejante,
179
“moral” podría designar “disyuntivamente” las regularidades y sus rupturas.
Si se piensa en la estimativa a partir de sus lugares de quiebra y si se toman en
serio
los desacuerdos y las excepciones –es decir, los casos en los que un grupo o un
mismo
individuo sostienen juicios contrarios sobre un mismo asunto o sobre asuntos
estrechamente vinculados entre sí, y las ocasiones en que la vigencia de una norma,
regla, criterio o principio tiene que ser suspendida porque se cree que resultaría
desaconsejable mantenerla en esas circunstancias particulares–, el panorama que se
divisa apenas tiene nada que ver con el que habían pintado los herederos del efecto
Maquiavelo y el efecto Mandeville. Los fundadores de la moral deuterofisita
descubrieron, como ya se ha expuesto, todo un “punto de vista”, pero sin duda hay
más
lugares desde los que mirar la estimativa, al igual que puede verse un territorio
desde las
alturas y desde los llanos, o una época histórica desde los momentos de conflicto y
desde
los períodos de calma. En efecto, es esencial a la estimativa humana el componerse
de
llanuras y de accidentes. Lo excepcional o accidental no podrían definirse sin
presuponer
la existencia de lo normal, pero tampoco al revés (ya se ha visto cómo la formación
de la
moral deuterofisita fue el resultado de cierto juego de conceptos prepósteros y
encabalgados). Y en realidad la moral deuterofisita también podría verse como un
sistema en el que lo que más importa son las anomalías. Esto, que puede parecer
disparatado o caprichoso, lo parecerá menos si se presta atención al hecho, casi
trivial, de
que la moral deuterofisita está obsesionada –¿cómo no iba a estarlo?– por su propio
cumplimiento. Pero el concepto de cumplimiento no puede formarse sin el de
frustración
o falta: se dice de algo que está cumplido o completo distinguiéndolo de modos
fragmentarios o malogrados de la misma cosa y se habla del cumplimiento de algo al
advertir su contraste con el incumplimiento de otras cosas; un mundo en el que todo
estuviese cumplido no permitiría captar cumplimiento alguno.
Sabemos lo que es la moral no porque triunfa, sino porque fracasa. Para que se
formara la moral deuterofisita fue preciso convencerse de que las maneras en que
Maquiavelo y Mandeville dieron cuenta de la acción humana eran buenas
descripciones,
aunque la moral estaba obligada a convertirlas en malas. El triunfo de la moral es
siempre
la derrota de fuerzas opuestas –fuerzas normalmente protofisitas9– que en ausencia
de la
moral vencerían siempre de manera inexorable. Para la moral deuterofisita, todo lo
que,
cayendo dentro de su jurisdicción, no está modelado por ella es un accidente o una
anomalía, algo que la moral está obligada a corregir, porque quien no está con ella
está
contra ella. La moral deuterofisita es una manera de evitar incumplimientos, un
formidable procedimiento para enderezar la conducta indebida de personas, grupos e
180
instituciones, una portentosa maquinaria con la que derribar alturas y cubrir
hondonadas,
procurando que el relieve del territorio sea lo más uniforme posible. Ahora bien:
la moral
deuterofisita no sería nada sin este relieve. El día en que ella triunfase del
todo, ya no
habría manera de apreciar su triunfo ni de reconocerlo, salvo echando mano de la
memoria y recordando cómo era el mundo cuando la moral no había triunfado todavía.
Pero si la moral tiene que ver sobre todo con el relieve, conviene reparar en que
la
palabra misma “relieve” también es bipolar: denota altura tanto como llanura o
hundimiento (y es, por tanto, una palabra “disyuntiva”), pero denota sobre todo el
hecho
de que algo sobresalga o no. Decir que la moral se ocupa, sobre todo, de lo normal
es lo
mismo que decir que se ocupa sobre todo de lo anómalo. Una norma cumplida es lo
mismo que una anomalía corregida.
Así pues, la estimativa humana se halla organizada a base de anomalías, lo cual no
debería resultar muy costoso de reconocer para nadie, ni siquiera para los abogados
más
concienzudos de la moral deuterofisita. Sin embargo, nadie ha afirmado nunca que lo
importante (lo relevante) en moral sea cualquier tipo de normas o normalidades,
sino
precisamente un género particular de ellas o, lo que es lo mismo, cierto tipo de
incumplimientos, los incumplimientos de los que, de hacer caso a Maquiavelo y a
Mandeville, está llena la acción humana. Se trataría de mirar qué relación hay
entre las
anomalías y las normalidades cuando se le quita importancia a la moral
deuterofisita,
cuando se la mira como un episodio estimativo más y no el más destacable de todos.
A
partir de ese momento empieza a ser fácil comprender que los bienes y los males más
destacados –o por lo menos muchísimos de ellos– tienen forma de anomalía. Esto no
significa ni mucho menos que todas las anomalías sean dignas de aprecio, al igual
que la
moral deuterofisita tampoco sostenía que todas las normalidades fueran morales. Lo
que
sí sostenía y sostiene la moral deuterofisita es que los bienes, los únicos bienes
que
pueden interesar, tienen forma de norma, y una vez que este torvo y malencarado
supuesto pierda prestigio (en parte porque se comprenda que tiene una génesis
azarosa y
que la historia intelectual europea podría haber discurrido de otro modo), será
fácil
advertir que en realidad los bienes más destacables no se pueden comprender como el
cumplimiento de un mandato, el seguimiento de un principio o la aplicación de un
criterio
o de una regla.
Las joyas de la corona estimativa pueden ser todo eso, pero describirlas así,
apreciarlas en virtud de eso, equivaldría a devaluarlas. En efecto, cuando algo se
considera singularmente apreciable es posible que se someta a ciertas
regularidades, pero
sería inadecuado afirmar que debe su singularidad a ese sometimiento. Aquello que
se
181
admira especialmente o a lo que se profesa singular devoción no es estimable por la
norma que cumple en caso de que la cumpla, sino más bien por las expectativas y
regularidades que rompe; más por no parecerse a lo normal y acostumbrado que por
pertenecer a algún hábito o regla. Lo bueno extraordinario y lo bueno típico o
normal son
dos modalidades del bien, y no es ninguna extravagancia ni un capricho filosófico
afirmar
que en la experiencia estimativa humana tiene más relieve lo primero que lo
segundo.
Casi se trata de una tautología, dado lo que parece significar la palabra
“relieve”.
“L’homme, comme être physique”, escribió Montesquieu al comienzo del Espíritu de
las
leyes, “est, ainsi que les autres corps, gouverné par des lois invariables; comme
être
intelligent, il viole sans cesse les lois que Dieu a établies, et change celles
qu’il établit
luimême”10.
Ahora bien: algo muy parecido ocurre con los males desusadamente relevantes.
Cuando un mal resalta por su insoportable desmesura, cuando constituye un serio
candidato a la condición de mal descomunal o absoluto, es probable que haya una o
muchas normas, principios, criterios y reglas violadas por ese mal, pero lo que
importa
sobre todo es que semejante violación resulta muy poco o nada elocuente en relación
con
la condición desmesurada del mal: al contrario, se refiere a las maneras de medirlo
cuando lo esencial es que no es mensurable por ninguna escala y que se sale de
todas
ellas. Cualquier regla, norma, criterio o principio tiene que esforzarse por
anticipar sus
propios cumplimientos y sus propias infracciones y por prever con mayor o menor
clarividencia cómo serán, a qué obedecerán y a qué tendrán que oponerse. Pero los
bienes y los males extraordinarios se distinguen por no haber sido previstos ni
como
cumplimiento ni como infracción, y es precisamente en esa imprevisión –más aún: en
esa
imprevisibilidad; nadie podría haberlos anticipado tal como se presentaron– donde
radica
su bondad o maldad particular. Lo más peculiar de los bienes extraordinarios radica
en
que introducen el desacuerdo obligando a revisar el catálogo de bienes que hasta
entonces se aceptaba y dividiendo a las gentes en sus juicios, pues un bien
excepcional
raras veces es apreciado de manera unánime.
La señal de las excepciones que importan radica, entonces, en el efecto que
producen en lo normal. Para saber lo que interesa sobre una anomalía lo mejor es
mirar a
lo ordinario y ver la repercusión que en ello ha dejado lo anómalo. Una tendencia
muy
arraigada de los animales humanos los lleva a querer naturalizar y allanar toda
anomalía,
tratando de reducirla a lo normal o, cuando la anomalía se juzga valiosa, de
ajustar lo
normal a ella. No es sensato creer que esta propensión vaya a desaparecer alguna
vez,
aunque sí conviene oponerle resistencia mientras sea posible. Porque los lugares
182
decisivos de la experiencia estimativa no son las anomalías que se normalizaron,
sino las
que siguieron siendo excepcionales o las que como tales se recuerdan. Puede ser que
en
muchas formas de la experiencia humana haya que dar la mayor importancia a los
episodios de asimilación, a ciertas ocasiones en las que se aprendió de una
irrupción con
la que no se contaba y se fue capaz de incorporarla a la trama de lo normal. Sin
esta
capacidad de aprendizaje seríamos quizá seres torpes, opacos y hasta brutales, y no
sobreviviríamos mucho tiempo. Pero en la experiencia estimativa la asimilación
importa
poco porque lo que más valor tiene y el lugar desde el que se estima todo lo demás
es
aquello que no puede asimilarse. El principal efecto de lo anómalo sobre lo
ordinario no
consiste en huellas o en transformaciones, sino precisamente en que no ha llegado a
haberlas. Llamamos lo normal a una esponjosa materia que se esfuerza en asimilar a
toda costa lo extraordinario, pero no lo llamamos normal porque logre asimilarlo
muchas
veces, sino porque fracasa algunas. Los hitos de la memoria estimativa son siempre
cuerpos extraños que desgarran el tejido normal de la experiencia. Ésa es la
genuina
forma –o falta de forma– del bien y del mal, y de igual modo que ella no se parece
a
nada más, tampoco hay nada que logre parecerse a ella.
En la experiencia estimativa, como en cualquier otra forma de experiencia, no
importa sólo aquello que sobresale para mal o para bien, pero únicamente en
relación con
lo que sobresale puede identificarse todo lo demás. Hay experiencia estimativa
porque
hay cambios en aquello que se da por bueno y malo y porque el régimen normal de los
males y los bienes sufre desmesuras, excesos, quiebras y excepciones. La mudanza y
la
excepción son los dos grandes lugares de la experiencia. Cambiar lo que había y
salirse
de lo que hay son lo que permite que haya habido algo y que lo haya. Tanto la
mudanza
como la excepción están destinadas a resolverse en normalidad –la mudanza es el
prólogo
de algo destinado a perdurar mucho o poco– y así la normalidad y la norma están
condenadas a ser entendidas en virtud de otra cosa muy poco normal que se resolvió
en
ellas (que se deshizo en ellas al consumarse). La permanencia y la regularidad son
hijas
de la anomalía y acabarán produciendo anomalías nuevas; ése es su sino. Resulta
natural
que toda estimativa aprecie sobremanera lo que perdura y lo que se somete a una
sola
regla o a un único sistema de reglas. Pero toda estimativa vacilará siempre entre
lo
normal y lo anómalo; cada vez que estime lo primero podrá recordársele que esa
normalidad constituye el fruto de viejas mudanzas y está definida como normal sólo
en
virtud de ciertas excepciones, y cada vez que aprecie lo segundo habrá de saber que
semejante estimación será brevísima y se interrumpirá de muy mala manera. Lo
esencial
de la estimativa es lo que menos perdura en ella, pero resulta muy raro que la
esencia de
183
algo, si es que es esencia, sea tan efímera. En realidad, la experiencia estimativa
se
compone de momentos decisivos que están a punto de concluir en normalidad y de
larguísimos trechos normales que ya han olvidado su dependencia de momentos
decisivos. Es corriente creer que la esencia de algo pertenece al corazón mismo de
la
cosa o por lo menos a su interior y que es lo que más perdura de ella. Pero en la
estimativa de los animales racionales lo esencial se distingue por desaparecer en
seguida y
por estar fuera del orden normal de las estimaciones.
184
Capítulo 17
Defensa de lo inestimable
Se define lo inestimable como aquello que nunca podría llegar a apreciarse como
corresponde1. Lo inestimable es constitutivamente excesivo y convierte en
insuficiente a
toda estimación que de ello se haga; el aprecio que le corresponde no podrá
tributársele
nunca, salvo sólo en parte, y a esa parte siempre le faltará mucho para poder
corresponder, esto es, para alcanzar cierto nivel que resulte suficiente, un nivel
que debe
existir pero se ignora dónde está. Se tiene, pues, conocimiento de que hay algo que
falta,
e incluso de que falta mucho, pero nada más puede decirse de ello, porque de
poderse
decir ya se habría recorrido en cierto modo la distancia que queda por recorrer.
Cualquier
estimación que se haga de lo inestimable será, así pues, inadecuada, aunque sea la
más
generosa de todas las posibles. Esto es lo que quiere decir “inestimable”: no
aquello al
lado de lo cual toda estimación sería excesiva –que habría sido quizá el
significado
esperable de la palabra– sino aquello para lo que cualquier estimación es pequeña y
casi
no llega a valer como estimación.
En la estimativa de los animales humanos el concepto de lo inestimable ha de
desempeñar sin duda ninguna algún papel, quizá misterioso y anómalo. Puede que ese
papel sea fundamental en cierto sentido de esta palabra –y eso es precisamente lo
que
aquí se sostendrá–, pero de lo que no hay duda es de que las estimaciones
habituales, las
que sí pueden llevarse a cabo y no se enfrentan a excesos ni a defectos
insuperables,
dependen en cierto modo de la estimación que no puede darse. Cuando se estima algo
del modo ordinario y se le aplican los predicados habituales con que se forman
juicios de
valor –ya sean predicados positivos o negativos, favorables o desfavorables–, esa
estimación se lleva a cabo mediante una ponderación más o menos cuidadosa entre
cuyas
pesas y medidas las de lo inestimable son las más destacadas del sistema. Pero
ocurre
que lo más importante del sistema no pertenece a él; está en sus márgenes o sus
afueras
y no podría obtener nunca carta de naturaleza. Las estimaciones comunes,
ordinarias,
normales y posibles dependen entonces de las descomunales, extraordinarias y
anormales, lo cual es otra manera de decir que las posibles dependen de las
imposibles.
Desde luego, semejante dependencia no puede ser más paradójica. A la hora de
estimar,
los ejemplos más poderosos son los de lo inestimable, y quizá en última instancia
toda
185
valoración favorable se justifique en virtud de cierta semejanza con lo inestimable
positivo –con aquello que nunca se estimará lo bastante–, mientras que toda
depreciación
acaso sea un intento de comparar aquello que quiere devaluarse con lo inestimable
negativo, con lo que, por mucho que se desprecie, hará pequeña cualquier
abominación.
Pero lo inestimable es precisamente lo que no se parece a nada de lo estimable, y
esto quiere decir que la comparación no puede en rigor llevarse a cabo; lo
inestimable no
puede ser en modo alguno la norma de lo estimable porque es lo menos normal que
hay:
entre lo inestimable y lo que puede estimarse no hay comparación. Decir que entre
dos
entidades no hay comparación posible es un caso muy destacado de preterición2: digo
que no son comparables cosas que de hecho sí que estoy comparando, aunque las juzgo
incomparables porque la comparación que me gustaría no me sale; los objetos se
resisten
a ella y me desmentirían cada vez que intentase persuadir de que he tenido éxito.
He
fracasado en la comparación que buscaba y concluyo que ninguna otra es una
verdadera
comparación. Sin embargo, hay comparaciones que terminan en fracaso y esto no las
hace peores. Si comparo un pato con un águila en su aptitud para volar, en seguida
diré
que son incomparables o que no hay comparación, pero lo único que significa esto es
que
no lleva razón quien sostenga que dichas aves vuelan de manera parecida. El águila
y el
pato son en realidad estrechamente comparables porque el resultado de su parangón
apenas lo pondrá nadie en tela de juicio; proporcionan una lección de disparidad y
de
aproximación fracasada y sirven de escarmiento a quien crea que las semejanzas
entre las
cosas son siempre indicio de que unas están cerca de otras. La semejanza es muy a
menudo mera condición necesaria de la más violenta disparidad.
Si no careciésemos de lo inestimable no podríamos estimar nada, porque a veces las
estimaciones exitosas parecen depender de las que no pueden ejercerse. Esto se
advierte
muy bien cada vez que se comete hipérbole con el término. Se dice de tal o cual
cosa o
persona que es inestimable, y con eso se quiere dar a entender que, aunque sí que
pueda
ser estimado, se lo toma como si no pudiera serlo, como si la estimación que se
está
ejerciendo estuviese condenada al fracaso y al defecto. Algo puede ser estimado con
plena justeza, pero se deplora que así sea porque dicho bien valdría mucho más (o
mucho menos) si la apreciación hubiera sido insuficiente. La estimativa humana
parece
erigirse sobre el supuesto de que los objetos de deliberación y juicio reciben la
valoración
que les corresponde cuando la estimación es adecuada, pero la creencia en la
posibilidad
de una adecuación no existiría si no se supusiera que las estimaciones más
importantes y
sobresalientes tienen que ser inadecuadas a la fuerza. Resulta, pues, que lo
inestimable
no es comparable con nada, pero lo estimable goza de la condición que tiene por
186
compararse en vano con lo inestimable, con algo que sólo se estima (bien o mal) por
defecto, como si el canon al que algo ha de atenerse fuera más incierto y confuso
que
aquello que ha de atenerse a él. Lo que más importa, lo decisivo de la estimativa
es
entonces algo que no se estima lo bastante, como si lo que está mal estimado fuese
la
norma de lo que se estima adecuadamente.
Importa mucho advertir que esta forma defectuosa de lo inestimable se asemeja
mucho a la que posee la memoria o, por mejor decir, lo memorable. La categoría de
lo
memorable es, desde luego, estimativa, pues lo memorable es lo que merece ser
recordado, aquello a lo que se infligiría un daño y en cierto modo una injusticia
si se lo
olvidase o si no se lo recordase adecuadamente. Conviene añadir, sin embargo, que
sería
una equivocación situar lo memorable sólo en el pasado. Uno puede tener consciencia
de
que algo que está viendo o haciendo –algo, por tanto, del todo presente– es ya
memorable; no sólo que lo será en el futuro cuando se haya convertido en pasado,
sino
que es memorable ahora, es decir, ya ahora merece ser recordado. Pero que algo
merezca ser recordado ahora no significa tan sólo que hay que preservarlo del
olvido que
puede llegar a sufrir el día de mañana (y este temor está unido al nacimiento mismo
de la
historia), sino también que cualquier atención que se le dispense es pequeña porque
merecería ser recordado en la totalidad de sus detalles. Dejar de percibir alguno
de ellos
es no estar a la altura del objeto, no corresponder a la suerte (buena o mala) de
haberlo
conocido.
Memorable es aquello respecto de lo cual toda imperfección del recuerdo se juzga
como una desgracia que uno sufre y como una injusticia para con su objeto. Y debe
advertirse nuevamente que esto no es cosa exclusiva del pasado, sino que lo es
también,
y quizá sobre todo, del presente y del futuro. El ansia de que ocurran hechos
memorables aún no vistos –hechos que uno ni siquiera acierta a imaginar– y el afán
de
producirlos por cuenta propia son quizá las pasiones humanas que más relación
guardan
con la memoria. Se supone que la memoria está sometida a un régimen normal dentro
del
cual se recuerda adecuadamente aquello que es provechoso o que está próximo y otro
extraordinario en el que se recuerda aquello cuyo olvido no podría uno perdonarse.
Ciertamente el régimen normal de la memoria tiene también sus propios accidentes, y
muchos de ellos serán fastidiosos e incluso trágicos; hay fallos de memoria que
pueden
acarrear perjuicios grandes, como ocurre si uno no recuerda el número de teléfono
de los
bomberos en el momento en que se está empezando a quemar su casa. Semejante olvido
puede llegar a ser funesto, pero no por eso se dirá que el número de teléfono en
cuestión
es memorable. Al olvidarlo me he hecho daño a mí mismo y quizá a otros, pero no a
187
aquello que he olvidado, que es lo que precisamente ocurre cuando se olvida lo
memorable. Los fallos en la memoria ordinaria son accidentes, pero los fallos de la
memoria que cabe llamar extraordinaria –la que atiende a objetos memorables– son
constitutivos de esa clase de memoria3. Lo raro de la memoria extraordinaria sería
recordar lo memorable de manera completa. En cierto modo, semejante cosa
constituiría
una impiedad, aunque sería el cumplimiento de lo que la cosa merece y de aquello
que le
corresponde. Quien recordase lo memorable y lo recordase del todo presumiría de
haber
agotado el valor de la cosa y de haberse apoderado o apropiado completamente de él,
algo que no puede estar al alcance de la memoria de nadie; el recuerdo completo es,
en
efecto, una apropiación, pero lo memorable no puede ser objeto de apropiación o por
lo
menos de una apropiación completa4.
Este no poder agotarse de lo memorable se presenta tanto en objetos o episodios
cuyo recuerdo resulta grato como en aquellos que, aun siendo desagradables o
incluso
espantosos, reclaman también un acto de memoria que no puede satisfacerse del todo.
Tal cosa puede resultar paradójica, pues lo espantoso y lo monstruoso pueden
definirse,
según se ha visto ya, como lo que hace apartar violentamente la vista y con ella el
recuerdo. Lo espantoso vendría a ser entonces lo contrario de lo memorable, aunque
debe señalarse que, si eso es verdad, no lleva en modo alguno a incluir la memoria
de lo
espantoso en la memoria ordinaria. Quizá sea cierto que lo espantoso es justamente
lo
contrario de lo memorable, pero entonces se habrá de concluir que lo memorable
guarda
relaciones muy estrechas con su contrario. Es verdad que lo espantoso mueve a
torcer la
vista y a no querer mirar ni recordar, pero también lo es que la vista y el
recuerdo están,
al mismo tiempo, inquietantemente solicitadas por lo espantoso. Lo están de un modo
muy sutil en el que es preciso detenerse un momento.
Piénsese en un caso muy elemental y hasta trivial de aparición de un objeto
repugnante o espantoso, un animal que suscite asco y miedo, por ejemplo. Sin duda
ninguna, los ojos rehuirán la visión de ese animal en la mayor parte de las
ocasiones,
pero eso no significa que la memoria tenga que comportarse de la misma manera.
Muchas veces el recuerdo de lo espantoso buscará de manera mórbida la
reactualización
de aquella aparición espantosa, y lo hará como una especie de sustituto catártico o
purgado de esa visión que no pudo soportarse. El recuerdo completo de lo espantoso
se
tomaría como una liberación y será frecuente que quien lleva a cabo dicha
remembranza
lamente no poder recordar del todo. Eso no significa que lo espantoso sea
memorable,
pero sí que posee una estructura semejante a la de aquello que llamamos memorable.
Tanto en un caso como en el otro, el objeto reclama una rememoración completa y en
188
ambos casos esa rememoración es imposible5. Cuando se trata de lo que es memorable
en sentido estricto, el recuerdo completo sería una especie de profanación, pero
algo muy
semejante sucede con su opuesto, porque el recuerdo completo de lo espantoso –un
recuerdo que se llevase a cabo sin insuficiencia alguna– resultaría quizá tan
insoportable
como la visión misma que se rehuyó. En los dos casos se quiere algo que no puede
alcanzarse y que si se obtuviera provocaría el mayor de los arrepentimientos, pero
tanto
en uno como en el otro caso el impulso de lograr el recuerdo completo es
poderosísimo.
Sin estos desvaríos de la capacidad de recordar, la memoria no sería lo que es6.
La estructura de lo memorable se reproduce en lo inestimable. En ambos casos se da
una imposibilidad de saturación o de coincidencia entre lo exigido y deseado y lo
que
puede lograrse, aunque eso no lleve a dejar de buscar la coincidencia. Y lo que
menos
importa es que aquello que no puede estimarse o recordarse se identifique con el
mal o
con el bien. Hay una raíz común del mal y del bien que puede hallarse en ciertos
bienes y
males extraordinarios, incapaces de estimarse y recordarse como debieran. No se ha
señalado en las anteriores consideraciones que lo inestimable negativo –lo
inestimable que
corresponde a lo “desestimable”, aunque esta denominación es inadecuada del todo7:
se
trata más bien de lo despreciable8, y no en el sentido de aquello que puede no
tomarse
en consideración, sino en el de aquello que siempre podrá ser objeto de un
desprecio
mayor que el que hasta ahora se le ha dispensado–, que lo inestimable negativo,
digo, se
distingue también por no poder ser estimado como debiera, aunque aquí “estimado”
valga en puridad por “desestimado”. Pero estimar significa propiamente ponderar y,
aunque se trata de un término inherentemente valorativo, es en su origen neutro en
cuanto al signo del valor. Hay que apresurarse a añadir que la expresión “neutro en
cuanto al signo del valor” es muy artificiosa y quizá desafortunada, porque ese
signo es
algo que viene después y aparte de la condición “estimable” de algo, estimable en
el
sentido de que reclama valoración, y una valoración muy intensa que repercutirá
seguramente en muchas otras. Algo es inestimable –en un sentido, por lo demás, del
todo
literal– también cuando solicita una estimación tan negativa que excede la
capacidad de
despreciar o desestimar. En realidad importa relativamente poco que aquello que no
pueda satisfacerse sea la estimación positiva o el desprecio; lo que importa es que
el
objeto reclama una valoración –cualquiera que ésta sea– que excede las capacidades
habituales de valorar, de modo que la valoración que se termine haciendo será
siempre
defectuosa y no corresponderá a lo exigido por el objeto. En los bienes y males
sobresalientes lo que importa no es que se trate precisamente de bienes o
precisamente
de males, sino su condición excesiva, inasequible para la capacidad estimativa de
que se
189
dispone y que se conoce. Resulta, pues, que la estimativa de los animales humanos
se
distingue sobre todo por no poder satisfacer aquello que con más seriedad se
propone; no
puede, en efecto, estimar lo inestimable, y esta resistencia a una estimación
adecuada
toca por igual a bienes y males excepcionales: en lo inestimable –que es lo más
importante de la estimativa– la diferencia entre bienes y males importa menos que
lo que
tienen en común.
Rasgo esencial de lo inestimable (tanto positivo como negativo) es que establece la
prohibición más tajante de asimilar los objetos inestimables a los de estimación
ordinaria.
Si lo inestimable se normaliza y se reduce a un objeto o episodio más, se ha
violentado
con ello su condición inestimable y no se le ha hecho justicia. En realidad no cabe
justicia
con lo inestimable porque nunca se le llegará a tributar el aprecio o desprecio que
propiamente merece, pero esa injusticia es menor que la producida al rutinizarlo y
convertirlo en cosa ordinaria y perteneciente a las normalmente aptas para la
estimación.
Esta prohibición de asimilar resulta muy clara cuando lo inestimable es un bien
(sería una
profanación como también lo sería el recuerdo completo, aunque aquí sería una
profanación vil, que no podría tener como excusa el exceso de devoción), pero
también
lo es cuando se trata de un mal, porque la asimilación de los males descomunales a
los
ordinarios es, además de una falsificación que rebaja inadmisiblemente la cantidad
de mal
poseída por aquello que se asimila, un daño que se le inflige a quien sufrió el mal
y un
beneficio inmerecido que se regala a quien lo perpetró.
Algo semejante a lo anterior ocurre cada vez que alguien, con fortuna o sin ella,
intenta explicar cierto mal descomunal, normalmente tratando de desentrañar sus
causas.
Cuando se dice que las causas de un mal excepcional fueron éstas o aquéllas, puede
sospecharse que por debajo de la explicación se esconde el propósito de exculpar o
de
mitigar un tanto la magnitud del daño. Se supone –y no siempre supersticiosamente–
que
un mal es tanto más espantoso cuanto más inexplicable sea, y que descubrir causas
viene
a equivaler a descubrir excusas. Este beneficio de la causalidad, como lo ha
llamado
Javier Muguerza9, trivializa el mal y lo devuelve a lo cotidiano y ordinario; por
eso tiende
a verse a veces, con razón o sin ella, como una manifestación de impiedad, de una
impiedad muy parecida a aquélla en la que incurre quien explica o encuentra las
causas
de algo tenido por admirable. Hay, como ya se vio en el capítulo 13, buenas razones
para
este malestar, porque explicar algo entraña necesariamente una normalización de lo
explicado: explicar algo es hallarle un sitio en cierta serie de causas y efectos,
de leyes y
casos o de fines y medios, una serie inexorable que es ciega a las diferencias
individuales
y que convierte, no en vano, a lo explicado en parte indiscutible de la naturaleza.
Pero
190
con la prohibición de asimilar se trata precisamente de impedir –aunque desde luego
a la
desesperada– semejante naturalización de lo que en ningún caso debe
naturalizarse10.
Puede verse ahora con claridad que la moral autónoma cortada por el patrón de una
segunda naturaleza, la moral surgida del efecto Maquiavelo y del efecto Mandeville,
la
moral resultante de una formación azarosa que oculta sus azares y se presenta como
si
fuese algo dado, constituye una infracción flagrante de esa prohibición de asimilar
lo
inestimable a lo ordinario. La moral moderna ordena naturalizar toda excepción y,
en
caso de que la naturalización no se logre, aconseja desatenderla del todo. La moral
deuterofisita es una camisa de fuerza aplicada a la estimativa humana para evitar
que se
mueva por los impulsos que le son más propios. Pero lo cierto es que muchos de los
objetos (y también los sujetos) más dignos de aprecio y más valiosos, incluso los
que son
valiosos y apreciables de un modo tan incondicionado que uno tiene la tentación de
colocar el correspondiente valor en las cercanías de lo moral, pertenecen más
claramente
al género de lo inestimable –o sea, a ese género que no es propiamente un género–
que a
la clase de lo moralmente pertinente. Lo más estimable de todo, lo que es tan
estimable
que resulta ser inestimable, se sale fuera de los límites de la moral, ese triste y
oscuro
rincón. Pero la importancia de las excepciones se advertirá con mucha mayor
claridad si,
dejando de lado los bienes y su esperanza, se desciende a los infiernos de aquello
a lo
que se llama el mal cuando del mal se habla en serio, los males que de puro
abominables
y despreciables, resultan también, como ya se ha visto, inestimables.
La moral moderna surgió como una esfera más de valor, pero quiso ser la esfera de
valor hegemónica. No nació para ser un modo particular de la estimativa, sino la
manera
seria de efectuar estimaciones. La moral no admitía autoridad por encima de ella –
ése es
uno de los rasgos de su condición autónoma– y en ningún caso podría admitir que de
fuera llegasen bienes o males más destacables que los suyos11. Sin embargo, el mal
que
verdaderamente importa se sale fuera del ámbito de lo moral; lo que importa del mal
no
es nada que la moral deuterofisita esté en condiciones de proporcionar, y para el
bien
sucede otro tanto. En caso de que tenga que seguir habiendo moral, habrá que hacer
sitio
a otra esfera (o a más de una, o a algo que no será una esfera) de valoraciones
excepcionales. Pero entonces la moral deuterofisita se reducirá a algo en verdad
muy
poco importante. Hay, sin embargo, como se ha mostrado ya, un punto de vista desde
el
cual las anomalías de lo monstruoso y de lo prodigioso son precisamente lo que más
importa en la estimativa. Desde ese punto de vista miramos con frecuencia los
humanos
nuestras acciones y, si tuviéramos que prescindir de él, no sería posible la
comprensión
de nada. Ése es el punto de vista según el cual hay bienes que no admiten parangón
y
191
que rompen el sistema de los bienes. Ese punto de vista puede coincidir con aquél
según
el cual algunos males exceden también la medida de lo que cabe llamar “mal” de
manera
regular o sistemática. Llamar bienes a algunas cosas implica hacerlas de menos;
llamar
males a otras implica trivializarlas o reducirlas a los males ordinarios o
cotidianos y al
lado de estas experiencias del mal y del bien radicales, todo lo demás es cosa sin
mucho
interés, y sin mucho interés de un tipo que cabe caracterizar como propiamente
moral.
La pertinencia de este último adjetivo se justifica porque las experiencias en
cuestión
obligan a revisar de golpe aquello a lo que hasta entonces se le dispensaba interés
o
atención moral. Sin duda ninguna, esto rompería la consideración de lo moral como
una
segunda naturaleza y lo colocaría en un ámbito que no puede ser en ningún caso
natural,
ni en sentido propio ni paralelo o figurado.
Pero el asunto de si cabe entender la moral de otra manera para que en ella tenga
sitio lo inestimable no es, como ya se ha visto, una cuestión demasiado importante.
Si la
palabra “moral” ha de usarse para designar a lo que los tiempos modernos han
entendido
por moral, entonces no servirá, desde luego, como nombre de lo que más importa en
la
estimativa humana. Ahora bien: si la palabra “moral” es una especie de título de
honor
que se le concede a lo estimativamente más decisivo, entonces hay excelentes
motivos
para entender por moral algo muy distinto de lo ordinario: la moral sería otro
nombre de
lo inestimable, esa especie que no es una especie. La moral deuterofisita ha dejado
y
seguirá dejando una impronta tan fuerte en los modos de hablar, de pensar y de
actuar
que sería muy ingenuo creer en que una cómoda estipulación sobre el uso de ciertas
palabras lograse contrarrestar la fuerza de esa impronta. Quizá la mejor manera de
servirse del término “moral” es una manera irónica, que no se comprometa con el
sentido
habitual de la palabra y la deje continuamente entrecomillada, un uso parecido al
de la
expresión “teoría moral” tal como antes apareció.
Si lo que importa de la estimativa es la anomalía, si las anomalías que interesan
son
las memorables, si la anomalía es la forma del bien y del mal y lo memorable o
inestimable su materia, y si se acude ahora a la idea de la teoría moral como
interrupción
que antes se expuso, se advertirá fácilmente que la teoría moral y la memoria de lo
inestimable poseen un aspecto muy semejante. En realidad la teoría es una memoria,
inevitablemente frustrada, de ciertas anomalías; es un tipo especial de memoria de
interrupciones. A primera vista, esos momentos de interrupción no corresponderán
necesariamente a episodios prodigiosos o monstruosos ni serán siempre momentos
inestimables, pero su relevancia para la teoría es semejante a la que lo
inestimable tiene
para la vida. En la estimativa humana lo portentoso no termina nunca de estimarse,
192
mientras que en la teoría no termina nunca de recuperarse la interrupción de la
visión
ordinaria. Por su parte, la prohibición de asimilación a lo ordinario tiene también
su
parangón en la teoría: el pecado mortal del teórico (un pecado en el que no deja de
caer
una vez y otra) es trivializar la interrupción reduciéndola a lo interrumpido por
ella. El
teórico moral maneja, al igual que todos sus contemporáneos, un manual de
instrucciones
para entender las acciones y las pasiones humanas pero, a diferencia de la mayor
parte
de sus contemporáneos, logra ver esas acciones y pasiones como si el manual no
existiera, y procura dejar un registro, oral y casi siempre escrito (la teoría es
antes que
nada una forma de escritura) de esas interrupciones en el uso del manual. Con ello
el
teórico no hace nada muy distinto de lo que hacen sus contemporáneos cuando se
enfrentan a objetos inestimables, porque la teoría es una suerte de memoria de lo
anómalo, aunque una memoria ciertamente defectuosa. Todo aquel que trata con lo
inestimable ejecuta una actividad hasta cierto punto semejante a la del teórico. Es
cierto:
reconocer algo como inestimable y pensar en ello o hablar de ello es como elaborar
una
especie de teoría de la cosa inestimable. Al igual que hay doctrinas estimativas
oficiales y
espontáneas, doctrinas formalmente elaboradas a cargo de profesionales del ramo y
doctrinas informales más o menos anónimas y constituidas por la coincidencia de
materiales variados, también la teoría moral puede ser más o menos oficial y más o
menos espontánea.
Estimar lo inestimable se parece mucho a entregarse a la teoría deteniendo la
práctica. Sin la posibilidad de este género de interrupciones es probable que la
vida
humana no se distinguiera de la de los brutos, y resulta fácil de comprender que
cada
cual procure, en la medida de sus fuerzas, perseverar en sus propias interrupciones
y
alargarlas a la desesperada. El destino de lo inestimable es como el de la teoría:
durar
poco y quedar fuera del orden de las cosas. Pero semejante destino puede adoptar
dos
formas: de acuerdo con la primera se desvanecerá sin dejar rastro y conforme a la
segunda tratará inútilmente de perpetuarse y se empeñará en hacer de lo normal algo
también inestimable. Huelga decir que en las numerosas ocasiones en que sucede esto
último, el efecto no es el que se buscaba, sino su ruina o su caricatura, o quizá
el
advenimiento de algo, más o menos digno de aprecio, que no estaba comprendido en
las
expectativas ni en las intenciones de nadie. Es vocación de todo lo inestimable
querer
normalizarse a cualquier precio, y el precio suele consistir, qué duda cabe, en
dejar de ser
inestimable. La excepción normalizada es una de las figuras más frecuentes del bien
y del
mal ordinarios, tanto que casi podría decirse que todas nuestras normas, hábitos y
rutinas
tienen su origen en alguna anomalía. Retener el último momento de lo anómalo antes
de
193
que terminase en normalidad es quizá el empeño más difícil de toda experiencia
estimativa. Quien se acostumbra a ver en cada norma, en cada regla y en cada
criterio el
último momento de la anomalía precedente llevará mucho adelantado en el aprendizaje
del arte de lo inestimable, aunque esta habilidad no le servirá de gran cosa para
desempeñarse exitosamente en la vida: todo eso es, en efecto, muy bueno en la
teoría
pero no sirve para la práctica (salvo si se quiere estropearla), ni sirve
propiamente a nada.
Quien asiente a una norma pensando en la anomalía de la que surgió aceptará la
norma irónicamente y de manera poco ejemplar: sin duda ninguna, la exigencia de
respetar los derechos civiles de todos surgió en los tiempos modernos unida a la
idea
republicana de que el servicio militar tenía que corresponder a la totalidad de los
varones
aptos y no sólo a los privilegiados y a los mercenarios. A una nación de ciudadanos
le iba
aparejado un ejército de ciudadanos, y la creencia en la igualdad era inseparable
de la
tesis, tan radical como extravagante, de que a la guerra habían de ir todos, una
tesis de
extrema izquierda que socavaba sañudamente los cimientos del orden tradicional12.
Sin
esta quiebra de una normalidad tan arraigada no habría surgido la normalidad
igualitaria
hoy imperante, o por lo menos su historia habría sido otra. Reconocer lo anterior
no
resultará del agrado de apenas ningún defensor de la igualdad, pero no está escrito
que la
experiencia estimativa vaya a ser siempre agradable para todos.
Si todo lo inestimable está destinado a rutinizarse, lo principal de la experiencia
estimativa consistirá en recorrer al revés ese camino disipatorio, procurando
remontarse
de la norma a las anomalías que la precedieron. Semejante recorrido no es lo mejor
que
cabe aconsejar desde el punto de vista moral: hace perder confianza en valores
acreditadísimos, los pone entre comillas sacándolos de su contexto y desnaturaliza
la
trama normativa de la que forman parte. Fomenta también el desapacible
convencimiento
de que todo lo que ahora se admira está destinado a olvidarse o a trivializarse más
tarde o
más temprano e invita a creer que las huellas de los bienes más valiosos traicionan
siempre a aquello de lo que son huella. Es cierto que no todo resulta así de
tenebroso,
pues también los males descomunales participan de la misma condición disipatoria:
en
cuanto el mal absoluto trata de consolidarse en el mundo, la regularidad y el
hábito lo
amansan en mayor o menor medida. La norma civiliza a la barbarie y convierte en
rutina
a lo más venerable; ésa es su ambigua faz. Pertenece al destino de los animales
humanos
pasar la mitad del tiempo normalizando sus excepciones y la otra mitad tratando
infructuosamente de recordarlas.
194
195
Parte III
El bien y la fábrica del mundo
196
Capítulo 18
Orden, virtud y fortuna
En la tradición filosófica el pensamiento sobre el bien y el mal ha dependido
siempre –
antes y después de que se inventase o formase la moral deuterofisita moderna– de la
creencia en un sistema ordenado de bienes, un sistema con defectos y con lugares
vacíos
(llamados males) y con una suerte de clave de bóveda o elemento unificador: el bien
de
bienes por relación con el cual todo lo debido, valioso o exigible goza de la
condición que
tiene. En la mayor parte de las versiones de la moral moderna el único bien que
interesa
es el que puede expresarse en normas, pero esas normas suelen estar jerarquizadas
de tal
manera que la validez de una cualquiera de ellas se debe tan sólo a que se deriva
de otras
que son del todo evidentes y cuya fuerza de obligación resulta racional o
pasionalmente
irresistible. A veces se ha creído que lo ordenado por estas normas incondicionales
coincide con lo que tendría que querer una voluntad racional pura, y ello lleva en
seguida
a atribuirle a dicha voluntad la condición de un bien irrestricto (el único, no en
vano, de
dichos bienes según Kant, lo único “bueno sin restricción” en este mundo y fuera de
él).
Sin embargo, aun estas versiones radicales y extremas de la moral moderna han
pagado
su tributo a la idea del supremo bien humano tal como las tradiciones anteriores a
la
modernidad lo habían concebido. Para Kant, como es harto sabido, la felicidad no
era el
supremo bien pero sí que formaba parte de él: la felicidad merecida por el
virtuoso, o si
se quiere la virtud recompensada por la felicidad o coaligada con ella, constituía
el más
alto de los bienes, aquel que había de ser posible (o, si se quiere, no imposible)
como
secuela de la vigencia de la ley moral. La moral kantiana concluía ordenando que
las
leyes morales fueran pensadas como algo que tendría que convertirse en ley de la
naturaleza física o, lo que es lo mismo, exigiendo la edificación de todo un mundo
moral
encima de las ruinas del existente; ese mundo moral sería, conforme a su propia
idea, un
mundo racionalmente ordenado, y sólo él lo sería.
Pero antes de que surgiese la moral deuterofisita las doctrinas clásicas del bien
ya
habían unido estrechamente el más alto de los bienes humanos a la idea de un mundo
racionalmente ordenado: la felicidad, beatitud o bienaventuranza era, en la mayor
parte
de sus versiones, cierto reconocimiento del orden del mundo o cierta comunión con
él.
Un mundo bien hecho o bien ordenado podía ser adecuadamente disfrutado por los
197
animales racionales mediante su comprensión o contemplación, y tal disfrute era, no
en
vano, el mayor de los bienes propios de dicha clase de seres, aquél con el que
éstos se
completaban o cumplían y una parte muy señalada, por tanto, de la bondad del mundo,
un ingrediente esencial de su razonabilidad y bienhechura. La moral deuterofisita
había
heredado de las doctrinas antiguas y medievales de la felicidad una concepción de
la
estimativa humana en la que cualquier bien (o cualquier norma) tomaba su valor (o
su
validez) de su inserción en la trama de un mundo bien hecho, ya fuese éste el mundo
por
descubrir o el mundo por edificar. Para aquilatar mejor la idea de la estimativa
humana
que podría acompañar a la pérdida de confianza en la moral deuterofisita, es
preciso
detenerse un poco en algunos episodios de la historia de la felicidad. Como se
tratará de
mostrar, en el interior mismo de este concepto están presentes elementos que
amenazan
con hacer saltar por los aires la idea de un orden racional del mundo y la del bien
humano como un reconocimiento de ese orden y una inserción en él. Es posible, según
se sugerirá, que en la historia del bien supremo no importe tanto el camino
principal que
nace del orden y conduce nuevamente hacia él como los desvíos que apartan del
destino
obligado. En efecto, en el concepto mismo de la felicidad están guardadas desde
antiguo
las semillas de otra concepción del bien, aquélla según la cual sólo cabe llamar
bienes a
ciertas anomalías del orden del mundo o a ciertas quiebras de su normalidad. Pero
antes
de llegar a esas anomalías es preciso recorrer algunos trechos de la historia de la
felicidad
en su curso regular y ordinario.
Conforme a una larga tradición, lo que se llama felicidad es el más alto de los
bienes
que el hombre puede alcanzar, o por lo menos un ingrediente necesario del bien
humano
más elevado1. Seguramente la historia conceptual de la felicidad es más fácil de
contar
que la de otras nociones morales y metafísicas. Con lo anterior a esto colabora no
poco
el que en la filosofía y la cultura de los últimos dos siglos el concepto de
felicidad haya
estado ausente del catálogo de los lugares comunes de la época –esas ideas a las
que con
tanta pedantería como exactitud se califica de emblemáticas– y muchas veces ni
siquiera
al de las palabras que son dignas de tomarse del todo en serio. Si hubiese que
contar la
historia de la felicidad en los últimos doscientos años, el esfuerzo quizá fuese
grande,
pero estaría recompensado por la brevedad. Este concepto no ha formado parte
significativa de ningún sistema de filosofía académica, y su papel en la cultura
literaria y
en el pensamiento extraoficial tampoco ha sido muy memorable. Hay razones para
ello.
Por un lado, el pensamiento contemporáneo ha creído tener motivos suficientes para
verse a sí mismo como una filosofía del mal: el pensamiento que legítimamente debía
corresponder a una cultura de la frustración y el desengaño, cuando no del desastre
y de
198
la catástrofe (aunque todas las épocas son malas por igual, la contemporánea se ha
distinguido por atribuirse a sí misma un comercio privilegiado con el mal). Pero
por otro
lado –y esto quizá a la larga importe más– las elaboraciones contemporáneas de las
nociones tradicionales de la felicidad apenas han tenido ninguna enjundia
especulativa.
De tener que encontrar un sucesor de la noción de felicidad, habría que acudir
quizá al
bienestar o a la calidad de vida, dos conceptos que interesan mucho en la economía
y en
la propaganda, pero que apenas han heredado nada de la riqueza y el espesor
teorético de
la eudaimonía o la beatitudo2. A quien esté interesado por el sentido que tenía la
palabra
“felicidad” cuando se usaba de manera consistente o a quien se le interrogue por su
decadencia o su desuso, no es probable que los términos “bienestar” o “calidad de
vida”
vayan a interesarle gran cosa; o le sabrán a poco –a algo que apenas coincide con
una
parte pequeñísima de la vieja felicidad– o los desechará del todo y los cederá
gustosamente a profesores de economía y a traficantes de ideología. Seguramente hay
muchos ingredientes de las formas clásicas de felicidad que nada tienen que ver con
ningún bienestar y que son contrarios a cualquier calidad de vida. El bienestar y
la calidad
de vida mantienen con la felicidad una relación parecida a la que la racionalidad
guarda
con la razón y las hamburguesas de McDonald’s con el hígado de pato; siempre hay
gustos para todo, pero no es fácil que un mismo paladar apetezca por igual los dos
manjares3.
Los usos contemporáneos de la noción de felicidad son casi siempre póstumos, de
manera parecida a lo que ocurre cuando por motivos suntuarios, piadosos u
ornamentales
se saca del armario la vestimenta de un difunto y uno se la pone. Es cierto que a
veces
los conceptos póstumos recobran inesperadamente su vigencia, pero tales episodios
son
accidentes muy desdichados –motivados mayormente por la falta de líquido
disponible–
y se procura que sean efímeros. Es como cuando uno se pone la ropa de un finado
porque no tiene otra; lo mejor será que se note poco y que sea la última vez. A los
conceptos póstumos pueden tocarles muy diversas clases de fortuna; no en vano,
algunos
de ellos son capaces de mantenerse durante siglos. Cuando un concepto ha quedado
obsoleto o póstumo, es frecuente considerar todo su pasado como si fuese la víspera
de
su desaparición4. Una vez fuera de uso, los conceptos parecen tener una historia
sencilla
y lineal, consistente en la reiteración de unos pocos elementos constantes.
Mientras los
conceptos se mantienen con vida, acaban por desmentir todas las historias que se
cuentan sobre ellos (y si las autorizan lo hacen por equivocación), porque de
ordinario
cada nuevo uso de una palabra obliga a revisar lo que se sabía sobre sus usos
anteriores.
Las palabras vivas responden a quienes hablan de ellas, mientras que las póstumas
se
199
limitan a repetirse, encapsuladas e iguales a sí mismas5. En esto los conceptos
recuerdan
a las personas; cuando alguien muere, es como si todos los momentos de su vida
empezasen a parecerse muchísimo unos a otros, algo que, por supuesto, no podría
haber
ocurrido en vida, porque la vida de los conceptos se distingue por una pluralidad o
conflicto de interpretaciones que no decaerá hasta que el concepto muera.
En lo que toca a la felicidad, puede intentarse establecer no una constante, sino
quizá dos. Cabe afirmar que hay dos ingredientes esenciales en el concepto de la
felicidad
desde que empezó a usarse hasta que se convirtió irremediablemente en moneda
desgastada. Por un lado, la felicidad parece exigir cierta conformidad: para ser
feliz es
necesario conformarse, ceñirse o adaptarse a algo exterior a uno, y se llama
felicidad a
esa conformidad o conveniencia. Lo exterior que hace feliz al feliz consiste, por
su parte,
en cierto orden, que a veces es sin más el orden del mundo o el del ser. Nadie
puede ser
en verdad feliz adaptándose a algo accidental, pasajero, adventicio o asistemático,
porque
entonces la felicidad carecería del debido respaldo, y las garantías de la
felicidad
conviene que sean lo más seguras posible. La felicidad es conformidad con un orden,
pero no con cualquiera; no, desde luego, con un orden local que sea una isla dentro
de un
caos, ni tampoco con un orden borroso o incierto, sino con el orden verdadero de
las
cosas captado en su mayor amplitud posible. La conformidad será, entonces, el
hallazgo
del lugar o momento, del quicio preciso que a uno le corresponde en dicho orden. Es
probable que la idea misma de que las cosas o el ser tienen un orden propio,
independiente de la voluntad ordenada o desordenada de las mentes, no sea más que
una
secuela de la necesidad de encontrar algo con lo que el feliz tenga que convenir o
conformarse. El mundo ordenado es aquello a lo que uno tiene que adaptarse para que
pueda ser llamado feliz y nace de la necesidad de una adaptación o ajuste perfecto,
surgida casi siempre de la experiencia de la desdicha como dislocación o desajuste.
Alguien amigo de la terminología podría llamar a esto la doctrina de la felicidad
como
correspondencia.
Pero lo anterior es solamente la primera parte del ingrediente principal de la
felicidad, porque la otra es una cierta concordia interior, una conveniencia entre
sí o
ajuste recíproco de las partes o momentos de uno, una concepción de la felicidad,
podría
decirse, como coherencia. La idea de que la felicidad es concordia se funda en el
temor a
la ruptura interior y en la sospecha de que la unidad de uno consigo mismo es
delicadamente frágil. Quien tienda a ver en el rompimiento del yo la mayor de las
desgracias será muy favorable a la doctrina de la felicidad como coherencia. Para
que se
dé la felicidad es preciso que cada momento y cada parte del yo ocupe su sitio de
manera
200
pacífica. Lo contrario de la felicidad es la contienda del yo contra sí mismo o
guerra civil
interior, una figura de la desdicha tan poderosa y frecuente por lo menos como lo
es la
del desquiciamiento o la ausencia de pertenencia al orden exterior de las cosas. En
el
infeliz todo es sedición interna, turbación, descoyuntamiento y furia
autodestructiva,
mientras que el hallazgo de la felicidad proporciona el apaciguamiento de las
hostilidades
íntimas y la esperanza de que esa concordia será eterna o muy duradera.
Hay según esta concepción un orden interno del yo como lo hay en el mundo
exterior, y esos dos órdenes pueden romperse. El primero puede suspenderse e
incluso
destruirse, a veces de manera definitiva; el segundo, por su parte, es irrompible,
pero uno
puede desacoplarse de él, dejar de acatarlo y asimismo ignorarlo del todo. Es
frecuente
que corran parejas las dos formas de desdicha, porque la sedición interior es una
secuela
inmediata de la falta de ajuste con el orden de las cosas y también a la inversa.
La
felicidad consistirá entonces en lograr al mismo tiempo esas dos formas de ajuste y
en
cobrar consciencia de ese acoplamiento, apreciándolo y gozando de él, y teniendo
cualquier otro goce por algo inferior, por un vulgar y desordenado placer. Por
felicidad
tiene que entenderse, si es que uno quiere usar la palabra o hacerse la ilusión de
que la
usa con sentido, el logro simultáneo de una unión con el orden del mundo y una
unión
con el orden interno propio. Como la felicidad es una y no dos, exige pensar que
los dos
órdenes son el mismo, algo que sería poco verosímil de no darse esta exigencia.
Para que
pueda pensarse la felicidad tienen que coincidir una coincidencia y la otra.
Pero conviene añadir ahora otros dos elementos que resultaron necesarios para que
el concepto de felicidad pudiera llegar a formarse. A diferencia de los anteriores,
no son
componentes esenciales ni accidentales del concepto, sino amenazas que ponen en
peligro la existencia misma de la felicidad. Se trata de dos escándalos: el de la
desdicha
del justo y el de la felicidad del malvado. Uno y otro escándalo tienen fácil
escapatoria,
por lo menos en apariencia: si se dice del justo que es desdichado, esa atribución
no es
verdadera ni puede serlo, y lo mismo ocurre con el malvado feliz, porque la
felicidad es
la secuela o premio de la virtud, y de ninguna manera puede faltarle al bueno ni
sobrarle
al malo. La doble coincidencia, consigo mismo y con el orden del mundo, que le
acontece al feliz, ha de guardar relaciones muy íntimas con la virtud, tanto que en
algunos casos se creerá que virtud y felicidad son dos nombres de lo mismo. Pero si
esta
identificación de felicidad y virtud hubiera sido la regla general, entonces no
tendríamos
dos conceptos sino uno y la historia de la estimativa humana sería muy distinta de
lo que
es.
La formación del concepto de felicidad es el resultado de una solución moderada o
201
de compromiso al problema de los dos escándalos. La solución, francamente
inestable,
en que se funda la acuñación del concepto, consiste en que el escándalo del malvado
feliz
resulta inaceptable del todo, mientras que el caso del justo desdichado no podrá
llegar a
eliminarse nunca. La felicidad está pensada para que el malvado no pueda ser feliz
jamás, pero no para que el justo y el virtuoso sean felices siempre. La aparente
felicidad
del malvado no es felicidad; ésta es la solución estipulativa del primero de los
escándalos.
Pero la cruz de la felicidad radica en que el virtuoso puede ser desdichado aunque
no
deba, y de esta cruz penden las principales dificultades del concepto de felicidad.
La
filosofía griega antigua echó mano de la fortuna para evitar este escándalo,
mientras que
el cristianismo intentó salir airoso del trance acudiendo a la gracia. Gracia o
fortuna son
lo que le falta a quien obra con justicia –o a quien parece hacerlo– para alcanzar
la
felicidad o la bienaventuranza6. Resulta entonces que la felicidad es una doble
conformidad o ajuste, en el sentido que antes se veía, pero esa conformidad no
coincide
sin más con la del virtuoso a su virtud.
Para comprender todo el significado de este arreglo de los dos escándalos es útil
pensar en lo que habría sido el compromiso contrario. Pues muy bien podría haber
ocurrido que la felicidad del malvado se declarase posible y que, sin más, se
hubiese
decidido por estipulación que el justo es siempre feliz. El resultado habría sido
una
felicidad que el justo obtiene siempre por su propia virtud y que el vicioso
alcanza
algunas veces a causa de la fortuna o de un don especial. Aunque a primera vista
una
idea así parece un tanto extravagante, no hay en realidad motivos para que resulte
ininteligible. Al contrario: un mundo en el que el justo recibiera siempre su
recompensa
sería indudablemente un mundo justo, y sería además un mundo generoso y
magnificente en el que a veces se pasaría por alto que el malvado es malvado, se le
condonaría su vicio, se lo tomaría como si fuera un virtuoso –el virtuoso que
podría
haber sido– y se consentiría su felicidad. No hay ninguna contradicción en imaginar
una
felicidad así, pero lo cierto es que eso ya no sería la felicidad tal como la hemos
conocido, sino algo distinto de ella, algo que quizá hubiese resultado más duradero
y más
resistente a las tormentas morales de los tiempos modernos, pero que no
correspondería,
desde luego, a lo que por felicidad ha llegado a entenderse.
Aun no resultando contradictorio, es difícil imaginar que ese concepto nonato
hubiera podido gozar de mucho éxito. La razón estriba en que a partir del momento
en
que se piensa que la felicidad sobreviene a la virtud y es su secuela segura, y se
elimina,
por tanto, cualquier elemento de incertidumbre, de fortuna o de gracia, a partir de
ese
mismo momento se pierde un ingrediente que quizá resulte esencial en el concepto de
la
202
felicidad, a saber, la irrupción de lo novedoso y sorpresivo, el advenimiento de
algo que
rompe expectativas y que no es sin más la confirmación de lo que se esperaba, el
surgimiento de algo que su poseedor no puede considerar propiamente como un
producto
o una secuela de la actuación propia, sino más bien como cosa adventicia que llega
de
lejos (aunque uno pueda acomodarse y adaptarse a ello, sin duda ninguna: de lo
contrario
no habría felicidad), como algo que uno no fabrica, sino con lo que se encuentra.
Resulta
entonces que ese acomodo al orden de las cosas y al orden propio ha de guardar una
relación importante con la actuación del feliz, pero no puede equivaler a la obra
de éste ni
al resultado de sus obras, ni siquiera del conjunto de todas ellas. En la medida en
que la
felicidad socrática o la estoica se identifiquen con la virtud, defenderán una
concepción
de la felicidad muy vigorosa, pero algo disminuida al lado de, por ejemplo, la
aristotélica.
Encontrar lo que uno no esperaba –aunque hubiese albergado enormes esperanzas de
felicidad y acumulado méritos sobresalientes para ella– o lo que muy bien podría
haberse
roto por el camino o podría no haberse dado (pues en efecto la felicidad es un don)
constituye un ingrediente esencial de la felicidad, tanto que si se sacrifica se
obtendrá una
felicidad alicorta y cercenada: la felicidad controlable, previsible y anticipable
propia de
quien puede conocerla como el autor conoce su obra. Importa advertir que en una
concepción como ésa la felicidad del malvado se convierte en cosa inverosímil. Un
mundo en el que el supremo bien se reduzca a la secuela de la virtud quizá no deje
ningún sitio a la indulgencia, el perdón, la magnanimidad o el olvido; quien
llevase a cabo
alguna de esas excepciones no sería probablemente un virtuoso.
La eliminación de la posibilidad de que sea feliz el malo resulta decisiva para
dignificar la felicidad afortunada del justo. Porque, si es imposible que el malo
sea feliz,
entonces cualquiera que se descubriese dotado de felicidad adquiriría con ello la
certidumbre de que la suya es plenamente merecida. La felicidad es un regalo, pero
un
regalo que, si se quiere, puede verse como una retribución. Quien pudiera ver su
propia
dicha como indigna la vería como cosa que no le corresponde, como algo no sólo
tramposo, sino ajeno a él e inconveniente, casi como si correspondiera a otro y él
la
hubiera robado. Viéndose feliz, el feliz ya sabría que ha sido virtuoso, de manera
que
experimentaría propiamente la coincidencia –una coincidencia más– de virtud y
fortuna,
cierta virtud afortunada a la que le ha tocado un premio que podría haber perdido y
cierta
fortuna virtuosa que se niega a quienes no la merecen.
Una definición de la felicidad que fuera compatible con la felicidad del malvado no
podría aceptarse porque rompería un tabú de enorme envergadura. En la medida en que
se piense que al malvado le puede ir bien y que hay un tipo especial de felicidad
que es la
203
suya –de modo que el malo es feliz a su manera y puede, por tanto, tributársele
cierto
tipo especial de honores, circunstancia ésta por la que Maquiavelo y Mandeville
estaban
muy interesados–, en la medida, pues, en que el malvado represente alguno de los
tipos
posibles de cumplimiento de los fines humanos y su vida sea reconocible como
ejemplar,
en esa medida el concepto mismo de la felicidad pasará a ser inmanejable. La muerte
de
la felicidad sobreviene cuando resulta natural honrar al malvado y admirarlo. No en
vano,
se había creído durante siglos con honda convicción que el vicioso no guardaba
coherencia en su conducta ni en sus pensamientos ni correspondía propiamente a
ningún
lugar en el orden de las cosas, salvo quizá (y aquí ha de advertirse el tremendo
peligro de
toda teodicea) a aquellos males que algún dios consiente para que pueda apreciarse
el
bien. Pero a partir de cierto momento –un momento de la historia de la separación
entre
hechos y valores o de la fundación de los unos y de los otros– comenzó a resultar
del
todo natural la idea de que el malvado pudiese ser un hombre coherente y admirable
a su
manera. El problema del malvado ya no era que careciese de lugar, sino precisamente
lo
contrario: que lo poseía sin remedio y que el suyo era un lugar como cualquier
otro. O, lo
que es peor todavía, que el desempeño correcto de algunas de las prácticas más
importantes y apreciadas de la vida civil, como el comercio, la industria y el
crédito o
como la mismísima política, exigían que quien se dedicase a ellas se convirtiera en
un
malvado y hacían de quien triunfara en ellas un malvado altamente honorable.
Pero eso significa que se deshace la idea misma de un orden moral del mundo –un
mundo bien dispuesto y bien hecho–, y que se deshace también la de una paz o
concordia interior que dote al yo de consistencia. Como el mundo ha quedado hecho
pedazos, la moral es sólo uno de ellos, de modo que quien aspire a la virtud no
puede
aspirar al mismo tiempo a la integridad ni a la paz, sino más bien a lidiar
violentísimamente con sus propias pasiones e intereses, y a hacerlo de por vida. La
disolución del orden del bien y de su reflejo subjetivo hizo pedazos el mundo bien
hecho
en el que los hombres europeos estaban acostumbrados a confiar, pero promovió en
seguida la formación de un orden autónomo paralelo y alternativo, un mundo bien
hecho
que estaba por hacer y que había empezado a erigirse el mismo día en que el antiguo
se
dio por cancelado. En ese día oscuro, tormentoso y agobiante aconteció precisamente
la
invención de la moral moderna. La idea de felicidad de las doctrinas clásicas –
entendiendo ahora por clásicas las anteriores a la moral deuterofisita– se vino
abajo en el
momento en que se vio que la acción y el juicio ya no podían confiar en un orden
dado
del mundo.
Desde luego se podía seguir confiando en dicho orden, y quizá con más seguridad
204
que nunca, cuando de lo que se trataba era de conocer el mundo conforme a los
cánones
de la filosofía natural y experimental, pero nunca cuando el mundo hubiera de
tomarse
en sentido moral conforme al nuevo sentido que se le había encontrado a esta vieja
palabra. De acuerdo con este significado, el orden del mundo tenía que ser un
diseño de
nueva planta producido por la propia moral y distinto del encontrado en los hechos.
La
felicidad tenía que dejar de ser el reflejo subjetivo de un mundo bien construido
para
convertirse en el reflejo objetivo de un yo rectamente autolegislado, pero, una vez
convertida en eso, ya no había muchos motivos para seguir llamándola felicidad. La
moral deuterofisita necesitaba sin duda ninguna una idea del mundo bien hecho,
aunque
necesitaba más todavía que no se la confundiese con las tradicionales ni tampoco
con el
mundo bien ordenado cuyo conocimiento correspondía a la ciencia. Sin una
dislocación
severa del concepto de felicidad como la llevada a cabo por Kant no habría sido
posible
llegar a pensar en el mundo bien hecho de la moral moderna, pero seguir pensando
después de Kant en la felicidad pasó a ser un obstáculo para concebir el mundo
moral, e
incluso para tratar de imaginarlo. La confianza en el progreso, y en particular esa
confianza altiva y sangrienta a la que se llamó filosofía de la historia,
dispensaba de
preocuparse por la felicidad; el mundo bien hecho apuntaba luminosamente en el
horizonte y nadie sensato querría designarlo con las mismas palabras que se
empleaban
entre las tinieblas. La felicidad era como la escalera de mano que se tira de un
puntapié
después de haber subido por ella y que en ese mismo momento se convierte en un
objeto
inútil y quizá suntuario, una joya para los coleccionistas –pero sólo para ellos– y
un
estorbo para las gentes prácticas. En el mundo bien hecho anhelado por el hombre
moderno apenas se hallaría nada de lo que pudiera haber hecho feliz a ninguno de
sus
antecesores. El mundo feliz de la cultura moderna es un mundo en progreso continuo
hacia lo mejor, un mundo que cambia constantemente de rostro, que nunca puede
detener su marcha y que cumple su destino moral mediante la rivalidad, la guerra,
la
astucia, el pillaje, la disciplina de los cuerpos y la doma de los espíritus. Ése
es el mundo
que los modernos querían edificar y nada tiene de extraño que resultase disonante
llamarlo feliz.
205
Capítulo 19
Appetitus discendi incognitam
Como se ha visto, la felicidad era según sus concepciones clásicas la repercusión
del
orden del mundo en el individuo humano y el ajuste de éste con dicho orden. Hay
muchas razones para que la doctrina clásica de la felicidad no sólo se fundase en
lo
anterior, sino que adoptase precisamente la forma de una doctrina de la
contemplación.
La figura de quien mantiene la mirada fija en algo y se deleita con ello sin desear
otro
placer mayor es quizá la mejor representación que puede darse de un mundo apto para
ser disfrutado mediante su entendimiento y de un yo que alcanza su plenitud cuando
se
adapta a sus alrededores; el ojo contemplador es seguramente el mejor órgano de la
adaptación y del ajuste. Tampoco tiene nada de extraño que la moral moderna se
desinterese del todo por la contemplación; en realidad tiene muy poco o nada que
contemplar porque todo lo deseable para ella está todavía por hacer y no podría
encontrarse en ningún lugar visible. Se contempla lo que uno ha encontrado y lo
que, por
lo menos mientras dura la contemplación, pemanece igual a sí mismo, pero el mundo
bien hecho de la moral moderna no es un objeto de hallazgo y además exige acercarse
a
él de manera progresiva e incesante, sin poder detener nunca la marcha y sin
pararse en
ningún sitio. La única manera de contemplar que tiene el hombre moderno es hacerlo
mientras sigue andando, algo que quizá no sea lo más recomendable para una buena
contemplación. Es esencial al progreso el no poder ser contemplado porque cada
momento es distinto del siguiente, y el gozo que cada uno de ellos procura sólo se
puede
experimentar acompasándose con su trepidante frenesí; un mundo en progreso no se
queda quieto nunca y nadie puede quedarse quieto dentro de él. Ajustarse o
conformarse
al mundo bien hecho de la moral moderna es, así pues, renunciar a todo ajuste y
toda
conformidad.
Cuando Aristóteles proclamó que el sumo bien es la unión del bien vivir y el bien
obrar estaba pensando sin duda, según se ha visto ya, en que la desdicha consiste
en una
forma de desajuste, precisamente el que sobreviene si vive mal uno que obra bien:
“Los
que van diciendo que quien sufre torturas o quien ha caído en infortunios muy
grandes es
feliz con tal de que sea bueno”, dejó dicho Aristóteles, “hablan por hablar, a
sabiendas o
no”1. El desafortunado es eso y poco más: un desdichado al que nadie querrá
convertir
206
en objeto de honor. Lo será sin duda de compasión y podrá serlo de elogio si es un
hombre virtuoso –aunque lo más seguro es que no le resulte fácil adquirir virtud–,
pero
elogio y honor son ciertamente movimientos del alma muy distintos. Nótese que para
Aristóteles la felicidad no es, distintamente a la virtud, objeto de elogio o
alabanza
(épainos), sino de honor (timé)2, que es cosa “más grande y mejor”3. Las cosas
dignas
de elogio lo son “por ser de cierta cualidad y por guardar cierta relación con
algo”4, y así
se elogia al bueno y a la virtud “por sus acciones y sus obras”, y a quien es ágil
o robusto
porque su constitución física es de cierta cualidad y por servir para lo bueno y lo
noble5.
Pero la felicidad no tiene, literalmente, relación con nada distinto de sí misma ni
sirve,
desde luego, para nada distinto de ella, y por eso no se la elogia –no se dice de
ella que es
buena por esto o por lo otro–, “sino que se la exalta y bendice (makarízei) como a
cosa
más divina y mejor”6. Y para Aristóteles habría resultado absurdo dispensar honores
así
al hombre desventurado. Que el más infeliz de los hombres no sea sólo objeto de
compasión, sino que le correspondan en cierto modo atributos sagrados habría
resultado
incomprensible para Aristóteles y quizá para cualquier griego: es cosa si acaso de
Jerusalén, pero no ciertamente de Atenas. Sin duda ninguna fue Aristóteles quien
erigió
esa robusta institución cultural de la que está expulsado el malo y en la que al
virtuoso,
sin embargo, no se lo admite siempre.
Para Aristóteles no es que la felicidad tenga que conformarse a nada, sino que ella
misma consiste en una conformidad y además exige una concordia nada menos que entre
todos los momentos de la vida humana o entre la mayor parte de ellos. Así ocurre
por lo
menos antes de llegar al libro X de la Ética Nicomáquea, en el que de pronto pasa a
ser
cierta contemplación, es decir, una operación consistente en adaptarse o ceñirse a
algo
exterior perfecto, que hace perfecto a quien lo contempla. Semejante felicidad es
la de
alguien que, al mirar la perfección, está tan fuertemente atraído por lo
contemplado que
casi pasa a formar parte de ello. A lo mirado, que es perfecto, le ocurre el ser
mirado por
un contemplador, de manera que éste es alguien que se ha acoplado o adaptado al
mejor
orden o a lo mejor de ese orden. El mejor acoplamiento que puede caberle a un
animal
humano7 es el de quien se relaciona con la perfección ocupando el mejor punto a su
alcance, a saber, un punto de vista. Resulta claro que, cuando pensaba en una
felicidad
contemplativa, Aristóteles creía que el sabio teorético entregado a esta actividad
u
operación autosuficiente lograba un ajuste suyo consigo mismo y con el orden de las
cosas netamente más perfecto y duradero que lo que podría corresponder a la
felicidad
del valiente o a la felicidad del templado. No es que el feliz aristotélico se
entregue a la
contemplación para encontrarse principalmente a sí mismo (eso sería demasiado
207
cartesiano y moderno), sino que aquello que el feliz contempla puede contemplarse
porque lo visto y quien lo ve tienen en común lo suficiente para que la visión sea
verdadera y no arbitraria. Esa actividad, “la única que parece ser amada por sí
misma,
pues nada se extrae de ella salvo el contemplar”8 solicita ser ejercida de manera
continua
y sin las interrupciones a que se prestan otras actividades, y lo que en ella actúa
es “lo
más poderoso de todo lo que hay en nosotros y gira alrededor de lo más digno de
conocimiento”9, o sea que actúa el noûs o intelecto, algo que, por su parte,
“parece
poseer la comprensión de lo valioso y lo divino”10. La felicidad es contemplación
porque
la contemplación es lo que permite obtener la más alta de las adecuaciones o
conformidades. Pero la función del intelecto no es otra, y en caso de que los
dioses se
preocupen de las cosas humanas (esto no lo pone en duda Aristóteles, que presume de
ser un reelaborador del parecer común), entonces “será razonable que celebren más
lo
mejor y más congenial a ellos (y esto sería el intelecto) y que premien a quienes
más lo
aman y más honores le dispensan”11.
Que entre el intelecto y lo divino tenga que haber una afinidad o congenialidad
para
que se dé la visión del hombre feliz constituye un caso particular de una exigencia
más
amplia, a saber, la de que sean afines o congeniales lo felizmente contemplado y
quien
contempla felizmente, cualquier cosa que sea el objeto de la contemplación (divino
o no)
y cualquiera que sea la facultad con que se lo contempla (el intelecto u otra).
Tomás de
Aquino, alguien más cercano a nosotros que a Aristóteles si hay que hacer caso de
la
cronología, advirtió muy perspicazmente cuán necesaria era dicha afinidad. Pero ni
los
rasgos de lo divino aristotélico ni los de lo divino tomista serán aquí los temas
principales
de atención; lo que verdaderamente importa es la semejanza, la familiaridad y la
cercanía
que se da entre el contemplador y su visión. En la exposición tomista de la
beatitudo
humana hay un punto en el que se suscita la cuestión de si aquello que contempla el
bienaventurado es completamente desconocido para él12. Dicha opinión está
representada por el pseudo Dionisio, quien afirmaba que el hombre se une a la
divinidad
“como a cosa del todo desconocida”13. Esto es ciertamente inaceptable para el de
Aquino, que le opone la autoridad de la primera epístola de Juan: “cuando él
apareciere,
seremos semejantes a él, porque lo veremos como él es”14. La beatitud que concibe
Tomás de Aquino es una en la que lo contemplado produce cierta semejanza en quien
lo
contempla; el bienaventurado no está extrañado ni fuera de sitio –como tendría que
ocurrir de hacer caso a la teología negativa–, sino que la contemplación provoca
precisamente ese efecto de semejanza o de ajuste que resulta imprescindible para
que
haya beatitud. A quien no ha visto todavía la cara de Dios (aunque haya poseído en
alto
208
grado la virtud teologal de la esperanza) le resulta imposible cualquier anticipo
de
semejante visión, pero cabría afirmar que el bienaventurado que contempla el rostro
divino lo contempla como algo familiar. Hasta cierto punto, podría decirse que lo
reconoce, en el sentido de lo déjà vu o de la agnición poética. El bienaventurado
tiene la
visión de algo afín o semejante a él, de algo que no habría podido describir antes
de verlo
pero que, una vez empezado a ver, se percibe como emparentado con uno. Al igual que
Aristóteles, Tomás tampoco puede admitir una bienaventuranza que consista en la
ruptura de toda expectativa y en la contemplación de algo totalmente
desproporcionado
en relación con quien contempla; lo que el bienaventurado contempla no puede ser
nunca
lo absolutamente otro.
El platónico Agustín de Hipona ya había señalado muy vigorosamente que, para
haber felicidad, ésta tiene que ser objeto de recuerdo o reminiscencia. No la
amaríamos
ni aspiraríamos a ella si no la conociésemos; al oír el nombre de la felicidad,
“reconocemos todos apetecer la cosa misma significada”15, y esto no ocurriría
“salvo que
la cosa misma cuyo nombre es ése se hallase contenida en la memoria”. Según esta
concepción, no se puede poseer la felicidad hasta que no se logre reconocerla como
justamente aquello que se buscaba. Agustín propone dos modos de búsqueda de la
felicidad: el primero es “por medio del recuerdo, como ocurre si me he olvidado de
ella y
aún retengo el haberme olvidado”; el segundo, “por apetito de aprenderla como cosa
desconocida (appetitus discendi incognitam), ya porque nunca hubiese tenido noticia
suya, ya porque me hubiese olvidado de ella tanto que ni siquiera recordase haberme
olvidado”16. Ahora bien, semejante apetito pondría el afán de encontrar la
felicidad a la
altura de la curiosidad vana, como si la felicidad nos resultase completamente
ajena17.
Pero no es ése el anhelo de felicidad que poseemos. El anhelo de felicidad es el de
cierto
tipo de reconocimiento o agnición, y conviene advertir que Agustín distingue entre
dos
modos de reminiscencia. Una consiste en reconocer algo tan olvidado que ni siquiera
queda el recuerdo de ese olvido, de modo que con el reconocimiento se reconoce al
mismo tiempo la cosa olvidada y el olvido de la cosa. La otra consiste en reconocer
algo
y en reconocerlo precisamente como el objeto de cierto olvido que se recordaba,
aunque
se recordaba sin objeto. Podría parecer que Agustín está pensando en un imposible
conceptual cuando habla de recordar un olvido. Puedo recordar haberme olvidado de
algo o de alguien, pero esto sólo puedo hacerlo después de que el olvido
desaparezca; lo
que no puedo es recordar que me he olvidado de fulano o de cierta cosa y seguir en
el
olvido; esto último es una imposibilidad, que recuerda a la contradicción
pragmática de
hacer esfuerzos por olvidarse de algo.
209
Pero queda todavía otra opción, que es en la que sin duda piensa el africano. Uno
se
ha olvidado de algo y recuerda ese olvido; lo que recuerda, entonces, es cierta
pérdida de
la que se siguió el no poder decir qué fue exactamente lo que se perdió. Se
recuerda que
hubo pérdida sin recordar lo perdido; de ello sólo queda el nombre y queda también
el
impulso de recuperarlo, con el convencimiento de que, una vez que se recupere, no
habrá ninguna duda sobre la identidad entre lo que se recupera y lo que se dejó de
tener.
Es como la agnición de alguien de quien se recuerda el nombre y cuándo y cómo se
olvidó su semblante pero no el semblante mismo (y téngase en cuenta que la beatitud
consiste precisamente en la contemplación de cierto rostro) hasta que se lo vuelva
a ver,
momento en el que ya no habrá duda de quién es. La felicidad constituye entonces
una
forma del reconocimiento, pero debe advertirse que en su enunciación aristotélica
el
reconocimiento se fundaba en algo incompatible con el tipo de agnición que aquí se
da.
En efecto, los reconocimientos de que habla la Poética de Aristóteles lo son
siempre de
personas que han mudado severamente de aspecto, por lo general a causa de la edad o
del paso del tiempo. La forma canónica de la agnición consiste en descubrir –y en
hacerlo de manera súbita, como si se tratara de una revelación– que cierto rostro
corresponde a la misma persona que en otro tiempo se conoció con otra faz; el
reconocimiento es una suerte de superposición de los dos rostros, el recordado y el
presente, haciéndolos coincidir en uno solo. Pero semejante cosa resultaría
imposible en
la felicidad agustiniana, pues hay que suponer que aquello que el bienaventurado
contempla se mantiene inmutable y no puede sufrir envejecimiento ni deterioro. El
rostro
de Dios tiene que ser siempre el mismo; no es él lo que ha cambiado, sino uno el
que ha
experimentado un olvido culpable y un rememoramiento feliz18.
Este reconocimiento de lo familiar nunca está, sin embargo, libre de ambigüedades,
porque se trata de una familiaridad a la que puede costar trabajo acostumbrarse. Es
como
quien se deslumbra por una luz demasiado poderosa, según le ocurría a alguien que
casi
fue contemporáneo de Tomás. En efecto, en la séptima esfera del cielo, Beatriz le
sonríe
a Dante y le advierte que si riese abiertamente no podría soportar la visión y
quedaría
reducido a cenizas como Sémele cuando quiso contemplar directamente a Zeus. Si mi
belleza no se atemperase, le dice Beatriz, produciría tanto resplandor que
perecerías
como cuando un rayo quema el ramaje:
se non mi temperasse, tanto splende,
che ’l tuo mortal podere, al suo fulgore,
sarebbe fronda che trono scoscende19
Y al final de ese mismo canto sobreviene el trueno ensordecedor, tan altisonante
que
210
no se asemeja a nada de lo que hay en el mundo y resulta del todo ininteligible:
e fero un grido di sì alto suono,
che non potrebbe qui assomigliarsi;
né io lo ’ntesi, sì mi vince il tuono20
Ya en el octavo cielo, Dante ve de pronto la legión de los bienaventurados,
semejante a una multitud de estrellas luminosas, y en medio de ellas un sol que las
ilumina a todas, a semejanza de lo que, según la cosmología medieval, ocurre
respecto
del sol con las estrellas; por entre esa viva luz aparecía la divina sustancia
luciente, tan
clara que Dante no puede sostener la mirada:
vid’ i’ sopra migliaia di lucerne
un sol che tutte quante l’accendea,
come fa ’l nostro le viste superne;
e per la viva luce trasparea
la lucente sustanza tanto chiara
nel viso mio che non la sostenea21
La capacidad de contemplar sin deslumbramiento es entonces la más característica
del bienaventurado, y va ligada al cumplimiento de todos los demás deseos, según
revelación de Benito de Nursia en el séptimo cielo: tu alto deseo de ver mi rostro,
Dante,
se cumplirá en la última esfera, que es donde se cumplen todos; allí, en la única
parte en
donde todo está donde siempre ha estado, cada deseo es perfecto, maduro y entero:
Ond’ elli: Frate, il tuo alto disio
s’ adempierà in su l’ ultima spera,
ove s’ adempion tutti li altri e ’l mio.
Ivi è perfetta, matura e intera
ciascuna disïanza; in quella sola
è ogne parte là ove sempr’ era 22
Puede verse ahora que ese apetito de aprender la felicidad como algo ignoto y nunca
visto, que Agustín reprueba, se aviene estupendamente con la idea, inapropiada
también
para Tomás de Aquino, de unirse a un dios que fuese “cosa absolutamente
desconocida”,
a la manera del pseudo-Dionisio. Quien anhela la felicidad sabe que desea algo y
que
desea algo perdido, pero no sabe exactamente qué es lo que desea, porque el saberlo
con
claridad equivaldría a poseerlo y a haber vencido ya al olvido. El desasosiego de
no
poder hallar lo perdido es expresión de una turbación generalizada. Nada tiene
entonces
de raro que la infelicidad sea como una guerra y la bienaventuranza como la paz;
obtenida ya la felicidad, el hombre “permanece apaciguado con su deseo en calma”,
dice
211
Tomás23. Y por su parte el deleite que constitutivamente debe acompañar a la
beatitud
trae causa del aquietamiento o calma de cierto apetito. “En el hecho mismo de
devolverle
a alguien lo merecido”, afirma el de Aquino, “la voluntad del merecedor se aquieta,
y
esto es deleitarse”24. Resulta muy significativo, desde luego, que se diga “lo
merecido”
(merces) y “el merecedor” (merens). En cierto modo, parece como si el
bienaventurado
experimentase deleite –y la consiguiente calma de su turbación, la consiguiente
pacificación– porque recobra algo suyo que se le quitó y se le debía; no en otra
cosa
consiste, en efecto, ser retribuido. Sin embargo, el dios cristiano no es de los
que se
complacen quitándoles a los mortales lo que es suyo para después darles el placer
de
devolvérselo. Quien alcanza la bienaventuranza se experimenta a sí mismo
reintegrado,
es decir, restaurado en una condición perdida, y por tanto retribuido, aunque esa
retribución podría perfectamente no haberse dado, y en ningún caso habría resultado
exigible.
El deleite del bienaventurado no sólo proviene de que termina su desasosiego, sino
también de que no se podía contar en modo alguno con que fuese a terminar, por
muchos méritos que se hubiesen acumulado para ello. Casi podría decirse que Dios
multiplica la incertidumbre para poder acrecentar la fruición de quien alcanza la
beatitud;
una felicidad probable o sujeta a revisión sería quizá más acorde con los criterios
ordinarios de la justicia, pero causaría sin duda ninguna menos deleite, o, por lo
menos,
no causaría cierto tipo de placer que es el que parece convenir al supremo bien: el
deleite
propio de quien experimenta su autorrecuperación cuando había olvidado en qué
consistía su integridad y cuando nada lo llevaba a poder hacerse a la idea de que
iba a
obtener su reintegración. El deleite que proporciona la bienaventuranza es el
debido a una
recuperación e incluye, aunque no se reduzca a él, el causado por el paso a la
beatitud a
partir de un estado de miseria y caída. El bienaventurado lo es más por no haberlo
sido
siempre y por no haber tenido seguridad ninguna en la recuperación de su olvidada
concordia primera, de su, por decirlo con fray Luis de León, origen primera
esclarecida. Al igual que el pecado original se convierte en una felix culpa, así
también la
incertidumbre de la espera y la impredecibilidad del resultado son ingredientes de
la
felicidad. La beatitud tiene que guardar alguna relación con la justicia, pero si
no
guardase ninguna con la gracia –que es el nombre teológico de la fortuna–, entonces
no
habría lugar a hablar de felicidad o beatitud.
La felicidad consiste en cierto tipo de paz, pero la paz es un término prepóstero
que
no podría entenderse sin la guerra. El hombre, una vez lograda la beatitud,
prosigue
pacífico en la satisfacción de su deseo; prosigue, por tanto, en un régimen de paz
212
perpetua en el que no sólo disfruta de la paz sino también de todos los demás
bienes
deseables. Según se dice, Cicerón había escrito en el Hortensius que “es
bienaventurado
el que tiene todo lo que desea, o a quien todo sucede a la medida de su deseo.”
Agustín
hubo de corregir esta definición aclarando que “es bienaventurado el que tiene todo
lo
que quiere y no hay nada que quiera mal”25, aunque Tomás de Aquino lleva a cabo una
glosa decisiva: si se trata “de lo que el hombre quiere según aprehensión de la
razón,
entonces el tener todo aquello que se quiere no corresponde a la beatitud sino más
bien a
la miseria, ya que lo que se tiene de este modo estorba al hombre para tener lo que
quiere por naturaleza”26. Sin embargo, si se trata simpliciter de todo lo que el
hombre
quiere por su apetito natural, entonces sí es cierto que es feliz quien tiene todo
cuanto
quiere, pues resulta que “nada hay que sacie el apetito natural del hombre salvo el
bien
perfecto, que es la beatitud”27. En cierto modo el de Aquino cree que es
innecesaria la
restricción de Agustín “…y nada quiere mal”, porque si el hombre alcanza todo
cuanto
quiere, entonces tendrá que alcanzar, entre otras cosas, la beatitud. Ciertamente,
decir
que alcanzará la beatitud entre otras cosas parece una manera inapropiada de
hablar,
habida cuenta de que la beatitud no es un deseo cualquiera, sino la más alta de las
cosas
deseables.
Pero basta con alcanzar la beatitud para que ya no haya nada que uno quiera mal, de
modo que entonces sí es cierto que el feliz tiene todo cuanto quiere, a la manera
ciceroniana que Agustín creía tener que corregir. El feliz no puede tener malos
deseos,
porque todos sus deseos están en paz, y nuevamente esta paz será fuente de deleite
y lo
será en medida importante por el recuerdo de las épocas de guerra civil entre
deseos. El
desorden de los deseos y la incompatibilidad entre ellos resultan ser entonces una
circunstancia antecedente que hace a la beatitud más deleitable. Hay entre los
deseos
desordenados y la búsqueda de la verdad una analogía cierta; así como la razón
“concibe
no pocas veces como verdadero lo que en realidad le impide conocer la verdad”,
igualmente se desean cosas que impiden obtener todo cuanto naturalmente se apetece.
La
satisfacción conjunta de todos los deseos es como el hallazgo conjunto de todas las
verdades: una y otro están impedidos por ciertos deseos y por ciertas cosas tenidas
por
verdaderas. Pero esto ocurre tan sólo mientras el alma no obtiene la quietud de la
bienaventuranza. La beatitud “tiene por sí estabilidad y la tiene por siempre”28 y
“no es
compatible con mal alguno”29; es un bien completo y “de ella no puede provenir mal
alguno a quien la posea”30. La doctrina tomista de la beatitudo versa, así pues, en
esencia sobre la contemplación como efecto de un orden interior recuperado y
reintegrado. El supremo bien humano es entonces un ajuste feliz con el objeto de
cierta
213
visión perfecta, pero ese ajuste lo es al mismo tiempo con aquello que a uno le
correspondía ser. La visión perfecta es deleitable porque resulta familiar; una vez
que se
obtiene, se disfruta de ella como de algo que muestra afinidad con uno aunque muy
bien
podría haberle sido negada. Sin embargo se trata de una retribución justa que uno
podría
no haber recibido: quien creyéndose justo se condena percibirá que su noción de la
justicia y la verdadera noción que está en poder de Dios no coinciden en absoluto,
pero
quien goza de la beatitud gozará también advirtiendo que Dios le ha otorgado un
sentido
de la virtud concorde con el suyo.
Si el rostro de Dios se viese como cosa del todo desconocida no se reconocería
como el rostro de Dios aunque se revelase patentemente que es suyo, y eso no sería
beatitud. Para Tomás de Aquino, al igual que para Agustín, el supremo bien humano
tiene que adoptar la forma de un reconocimiento porque de lo contrario habría otro
bien
superior a él. En efecto, si veo a Dios y no lo reconozco puedo concebir todavía un
bien
mayor, que es ver a Dios y además reconocerlo. Una creación en la que el mayor de
los
bienes humanos fuera la visión de Dios como un desconocido (aunque la visión lo
mostrase inequívocamente como Dios) sería una creación imperfecta e implicaría un
desorden difícil de admitir. En ella, el mundo sería totalmente ajeno a la
presencia de
Dios y a cualquier rastro suyo, tanto que quien lo viese al alcanzar la beatitud
sería
incapaz de enlazarlo con ninguna idea que antes tuviera sobre él. Lo visto en la
visión
beatífica trastornaría por completo cualquier noción que uno poseyese de Dios, de
manera que todas las que se pudieran haber formado en el mundo serían inadecuadas y
falsas por igual. Pero eso significaría que en el mundo no es posible formar noción
alguna
de Dios (si siquiera aproximada) y si ese mundo se considera a pesar de ello un
mundo
ordenado, entonces su orden presunto es una pura ilusión humana y un error. La
comparación entre un mundo ordenado sin ninguna huella de Dios y otro, ordenado
también, en el que pueda formarse alguna imagen suya –reconocible como tal al
alcanzar
la beatitud– da como resultado que no se puede llamar propiamente orden a lo que
reina
en el primero. Si la visión beatífica no tuviese nada de reconocimiento,
acontecería
totalmente aparte del orden del mundo y a contrapelo suyo. Acontecería a pesar de
dicho orden, es decir, quebrantándolo o ignorándolo, de manera que el bien humano
supremo provendría de una quiebra del orden de los demás bienes, o de su
ignorancia.
Pero esto equivale a decir que el orden en cuestión no sería tal: si el mayor de
los bienes
no forma parte de la serie ordenada de ellos, entonces ésta no será propiamente una
serie
ordenada.
Una beatitud como ésa consistiría, de hecho, en una suspensión o una excepción del
214
orden normal de las cosas o, lo que es lo mismo, del orden normal de los bienes.
Podría
darse sólo en la medida en que ese orden fuera imperfecto, vale decir, en la medida
en
que el mundo no estuviera ordenado del todo o padeciera desórdenes llamativos. Es
natural que la doctrina tomista se preocupe por mostrar que la beatitudo no puede
ser
eso; en caso de que lo fuera, el resto de la fábrica del bien se vendría abajo con
estrépito.
Pero es de la mayor importancia el que las doctrinas clásicas de la felicidad hayan
temido
la amenaza de una confusión semejante, un error que para ellas es imperdonable.
Desde
luego, la moral deuterofisita no podría mostrar nunca ningún interés por este
asunto, que
según su punto de vista carecería de sentido y resultaría invisible. Pero puede que
todo
ello sea muy distinto en una estimativa dentro de la cual no tengan validez ni el
orden
deuterofisita ni el tradicional. Porque, allí donde no hay un mundo bien hecho
sistemáticamente ordenado, el bien más memorable que puede concebirse sí que
adoptará la forma de una visión que no sea el reconocimiento de nada, que carezca
de
precedentes y que se salga del curso normal de las cosas. Lo decisivo de un bien
así
radica en que siempre exigirá ser recordado sin que esa exigencia pueda
satisfacerse en su
plenitud y en que cualquier parecido con otros bienes anteriormente estimados se
juzgará
nimio y poco significativo31. Ese bien será descomunal precisamente porque todos
sus
antecedentes y todas sus rememoraciones tendrán que fracasar, aunque estas últimas
se
sigan intentando por siempre. Será descomunal e inestimable y no será, sin embargo,
un
bien supremo porque los demás bienes no están en una relación reglada con él ni en
rigor
se le parecen. Contrariamente al bien supremo tradicional, el bien descomunal no
consiste en ajuste alguno ni lo implica; más bien tiene la forma de la suspensión y
del
desacoplamiento y es en esa forma en donde radica su condición memorable.
La felicidad de las doctrinas clásicas, ese resto anacrónico sin uso posible para
la
moral deuterofisita, tiene sin embargo un régimen peculiar de pervivencia. Desde
luego,
para una estimativa que desconfíe del mundo bien hecho resulta todo un tesoro,
aunque
no por lo que afirma sino por lo que niega: no por ser la coronación del orden de
los
bienes sino por su proverbial temor a que alguien pueda entenderla como cierta
interrupción o quiebra de ese orden. Allí donde la felicidad, la eudaimonía o la
beatitudo
son antiguallas fuera de contexto, lo que importa de ellas ya no son los usos
habituales
que recibieron mientras tuvieron vigencia; puede que importen más algunas amenazas
y
algunos peligros que estaban agazapados por entre aquellos usos. Tras la aparición
de la
moral moderna, la felicidad perdió casi todo contexto serio posible, y una de las
secuelas
de que un concepto se descontextualice es que sus desvíos, sus malentendidos y sus
incorrecciones pueden cobrar más importancia que sus usos canónicos. La felicidad
215
como desacoplamiento memorable es un memorable desvío de la doctrina clásica del
supremo bien humano. Es un cuerpo extraño en nuestro esquema conceptual, como un
mueble de otra época dejado por los anteriores habitantes de la casa que ocupamos,
un
objeto extemporáneo que se conserva porque han fracasado los intentos de deshacerse
de él o porque nadie se ha propuesto en serio su abandono. Quien guarda enseres
viejos
en casa se expone a que le condicionen la elección de los nuevos que haya de
comprar y
para que esto ocurra no es necesario mantener las antiguallas en su uso primitivo;
basta
con no tirarlas y con que ocupen algún espacio. El principal servicio que la
historia de las
ideas puede hacerle a la actualidad no es el de actualizar el pasado, pero tampoco
el de
restituirle su verdadero contexto. Es, más bien, el de preservar lo que queda de
pasado
de modo que puedan surgir descontextualizaciones insospechadas que sacudan la
tranquilidad del presente tanto como lo habrían hecho con la del pasado. Hay una
forma
de pervivencia de los conceptos consistente en que, después de muchos siglos, se
vislumbra en cierta palabra anacrónica un uso posible que fue desechado, reprimido
u
olvidado cuando la palabra era usual, o que ni siquiera llegó a concebirse pese a
estar del
todo disponible. No está fuera de disputa que a eso haya de llamárselo pervivencia
–ni
siquiera recuperación o rescate– aunque sí se trata sin lugar a dudas de episodios
felices;
la mejor historia de las ideas es la que de cuando en cuando produce logros así,
casi
siempre sin haberlos buscado. Puede que la felicidad sea uno de esos residuos
felices,
pero en caso de que lo sea nadie debe esperar de ella que le ordene la vida ni el
mundo.
216
Capítulo 20
Momentos sin tiempo
Quien lea el De uita beata de Séneca encontrará allí que la felicidad es “una vida
que
conviene a su propia naturaleza”, y que eso sólo puede acontecer “si el alma está
sana y
en posesión perpetua de su propia salud” y si además “es fuerte e impetuosa, si
padece
con nobleza, si es cuidadosa con el cuerpo y con lo que a él pertenece y lo es sin
desazón, si atiende a las demás cosas que constituyen la vida y si aprovecha los
regalos
de la fortuna sin ponerse a su servicio”1. Es también dicha uita beata –y lo es de
un
modo que, como se verá, no puede dejar de suscitar perplejidad– apta temporibus, o
sea, adecuada a los tiempos o adaptada a ellos2. No faltará quien esté tentado de
traducir
incluso, de la manera más literal, “apta para los tiempos”. Que la felicidad sea
cosa
adaptable o ceñida a los tiempos significa en primer lugar que está acompasada al
cambio
de las circunstancias y a toda novedad que pueda surgir, por inopinada que resulte.
La
felicidad se adapta a lo que hay entre cesura y cesura, pero esto es otra manera de
decir
que a lo que propiamente está adaptada es a lo que hay entre tiempo y tiempo, o
sea, a la
ruptura de los tiempos entre sí, algo a lo que sólo cabe una adaptación
dificilísima, casi
paradójica. La felicidad se ciñe entonces a la variación de los tiempos, pero sin
variar con
ellos ni romperse; más que quebrarse con los tiempos, los une o los ata unos con
otros de
modo que sean propiamente tiempos, es decir, muestras particulares de tiempo, el
cual
podrá por tanto convertirse en especie (hasta entonces había sido un enorme y
dilatado
particular: el tiempo, el único tiempo que cabía). Porque, si los tiempos son
volubles y la
felicidad se ciñe a ellos, entonces la felicidad también será algo sobremanera
tornadizo,
pero la felicidad se distingue precisamente por lo contrario, es decir, por no
poder ser
inconstante3.
Parece, pues, que para que haya tiempos en cuanto muestras de tiempo, y no en
cuanto puro destrozo suyo, tiene que suponerse vigente cierta noción de la
felicidad, una
noción que asegure que los distintos tiempos son todos de la misma jerarquía. El
desdichado no ve los tiempos como miembros de una sola especie, sino tan sólo como
trozos descoyuntados que no son partes de nada, y el verlos así es signo de
desdicha,
elemento constituyente suyo o quizá su contenido mismo, mientras que el feliz los
ve
217
como partes de un orden, como piezas bien dispuestas de una vida ordenada4. Esto no
significa en modo alguno que sólo el feliz pueda concebir la vida como una
ordenación de
los tiempos ni que el orden sea lo que de hecho contempla el hombre dichoso; lo
único
que quiere decir es algo mucho más modesto, a saber, que el tiempo no descoyuntado
ha
de pensarse como aquello que concebiría la persona feliz si la hubiera. Porque la
felicidad
no es el nombre de ninguna entidad a la que se pueda señalar con el dedo; la
felicidad
está tan sólo en el pasado de alguien que ha muerto o en la perturbación, muchas
veces
irónica, que produce la palabra misma cuando se la compara con el lugar y el
momento
en que se la pronuncia. Hay, por tanto, propiamente tiempo porque cabe pensar en la
felicidad, pero como algo precario, incierto, fantasmal y propiamente imposible, o
por lo
menos huidizo y traicioneramente breve.
La palabra “felicidad” nace puesta entre comillas, porque decir felicidad equivale
a
decir algo semejante a “lo que sería la felicidad en caso de que existiese” o
“aquello a lo
que se llamaría felicidad en caso de que fuera concebible del todo” o “aquello a lo
que en
ciertos momentos, no se sabe por qué, da en llamarse felicidad”. Aquello, en suma,
que
convertiría en tiempo a los tiempos, que es, si bien se mira, todo lo contrario de
adaptarse a ellos. Sin felicidad no habría un tiempo ordenado (y tampoco a la
inversa),
pero ocurre que el tiempo se desordena en cuanto se lo mira con atención y entonces
la
idea de felicidad se descompone con él. Se desintegra como lo hace la palabra
“hircocervo” o la palabra “flogisto” cuando pasan a ser nombres de errores o de
ilusiones; uno puede hablar del flogisto y del hircocervo todo el tiempo que
quiera, pero
cada vez que lo haga se limitará a hablar de palabras mal pronunciadas, de signos
que no
designan nada o, mejor dicho, que se equivocan al tratar de designar algo, que
dejan la
designación a medio hacer y tienen que abandonarla. La palabra “felicidad” se usa
sin
saber si designa algo o no; desde luego, no denota nada presente ni que pueda
mostrarse
y siempre estará por ver si tiene algo que designar. Nunca puede hacerla suya quien
la
pronuncia o, por lo menos, no puede hacerse propia en el momento mismo en que es
pronunciada. La idea de felicidad implica que los tiempos están rotos pero que van
a
componerse o ya han empezado a hacerlo. Se empieza a pronunciar o a escribir la
palabra “felicidad” creyendo que los tiempos van a ordenarse y la palabra misma los
ordena durante un momento, pero en cuanto se termina de pronunciar o de escribir ya
ha
dado tiempo a que vuelvan a descomponerse. La felicidad es el nombre de una
designación frustrada, aunque esto no constituye un argumento contra la palabra ni
contra su empleo; en realidad, casi todas las designaciones están frustradas o
terminan
por malograrse alguna vez.
218
Un caso instructivo de entrecomillamiento irónico de la noción de felicidad puede
encontrarse en “De Vita Beata”, un poema muy conocido de Jaime Gil de Biedma.
Como todo el mundo sabe, Gil de Biedma es autor de un libro llamado Moralidades, y
algunos lectores de las memorias de Carlos Barral recordarán quizá que la primera
conversación entre los dos poetas trató de literatura los ratos en que llevó este
último la
voz cantante “y de filosofía moral cuando era Jaime quien mandaba”5. Lo que Barral
recuerda sobre el asunto con más claridad es “una afirmación curiosa y
significativa: que
la inteligencia moral era la última forma epistemológica que se sedimentaba y la
capa
superior del conocimiento”. Otra muestra del interés de Jaime Gil por las
cuestiones
estimativas puede hallarse en una entrevista de 1981, concedida a Arcadi Espada y
Ramón Santiago: “Lo fundamental”, dice allí, “es que la poesía intenta recrear una
realidad donde el divorcio, que es un divorcio sin concesiones a partir del siglo
XVII,
entre las significaciones y los valores, por un lado, y las cosas y los hechos por
otro, ha
desaparecido”. Y prosigue:
La poesía debe aspirar a dar una imagen del mundo que no sea una interpretación
única de la realidad, en
que exista una identidad entre la cosa y su significación, entre el valor y el
hecho. La poesía moderna tiene que
crear una identidad y, al tiempo, un mecanismo comunicativo con el lector que le
permita tener la conciencia de
que esa identidad es subjetiva y precaria, que no se extiende más allá del poema6.
Lo señalado por estas palabras quizá equivalga a sostener que la identidad entre
cierta cosa y el valor que se le confiere –esto es, el que la cosa no pueda
pensarse sin ese
valor y el que dicho valor tampoco pueda propiamente concebirse fuera de dicha
cosa–
es un efecto poético capaz de subvertir lo que a partir del siglo XVIII constituye,
según
Gil de Biedma, el supuesto de toda designación y de toda enunciación: que los
hechos (o
las cosas) van por su lado y los valores (o las significaciones) por el suyo. Si la
poesía
consiste en ese efecto estimativo de presentar los valores fundidos con los hechos
y los
hechos con los valores, mostrando al mismo tiempo que tal cosa sólo ocurre dentro
de
esa especie de paréntesis que es la poesía, puede ser útil ver qué ocurre cuando el
poema
trata de un concepto estimativo, como ocurre en “De Vita Beata”:
En un viejo país ineficiente,
algo así como España entre dos guerras
civiles, en un pueblo junto al mar,
poseer una casa y poca hacienda
y memoria ninguna. No leer,
no sufrir, no escribir, no pagar cuentas,
y vivir como un noble arruinado
entre las ruinas de mi inteligencia7.
219
Estos versos deben de estar escritos entre 1961 y 1963 y su título no carece de
importancia. Se podía haber titulado “Verano” o “Jubilación” o “Fin de semana” (o
quizá
“Un amigo de Llafranc va a prestarme su casa”), y entonces se leería, sin duda, de
modo
distinto. Todos estos nombres son temporales, o tienen implicaciones temporales (el
título que efectivamente lleva el poema también las tiene, si se ha de hacer caso
de
Séneca), pero hay una nota de cierta importancia para medir el intervalo de tiempo
en
que ocurre la vita beata del autor. No hace falta que el pueblo marítimo esté en
España,
aunque es esencial que esté en un país tan viejo y tan ineficiente como el
mencionado y
que la beatitud acontezca entre dos guerras civiles, seguramente muy sangrientas8.
Lo
anterior no quiere decir, desde luego, que el tiempo del poema abarque desde el
final de
la primera guerra al comienzo de la segunda; basta con que se sitúe entre las dos y
que
comprenda un período relativamente largo, lo bastante largo para que en él quepa el
lento
habituamiento a cierto modo de vida. De ese modo de vida ha de señalarse que
importan
muy poco el principio y el final: no sabemos muy bien cuándo empezó a vivir el
poeta en
esa casa y ese pueblo, aunque sí sospechamos que se va a quedar a vivir allí ya
para
siempre.
El comienzo coincide quizá con el momento en que su inteligencia se declaró en
ruina, pero las ruinas (o quizá habría que decir los arruinamientos) son procesos
muchas
veces paulatinos. Cuando el techo de una vivienda se viene de pronto abajo, se dice
que
hay que declararla en ruina, pero normalmente dicha ruina ya se ha visto venir
antes en
forma de amenaza. Las de la inteligencia da la impresión de que pertenecen al tipo
de
ruinas que se temen desde hace mucho y que basta con que se vean venir durante
cierto
tiempo para que ya sean irreversibles del todo, aunque no se declaren de manera
explícita. Uno de los efectos de esta manera de ver las cosas –que es una manera de
ver
el tiempo– estriba en llegar a creer que las cosas siempre fueron así, cosa que
quizá
suceda cada vez que uno se habitúa a algo. Los hábitos no sólo señalan la
expectativa de
que todo seguirá siendo igual; cada vez que lo logran (y lo logran cuando se
consolidan, o
sea, cuando de verdad son hábitos) es porque al mismo tiempo hacen imaginar un
pasado
que no fue; si estás habituado a algo lo estás como si lo hubieses estado desde
siempre.
Esto le ocurre al habitante de la casa de Jaime Gil de Biedma; sin duda se mudó a
vivir
allí en un momento dado, pero a él le parece –y ha de parecerle también a todo
aquel que
vea inteligentemente lo que le pasa– como si siempre hubiera vivido en aquel lugar.
Es
natural que en circunstancias así no se posea “memoria ninguna”9.
El poema parece estar escrito antes de que el habitante se haya mudado a esa casa y
como deseando ese momento o, dicho de un modo que quizá sea más exacto,
220
preconizándolo. En cierto modo se trata de una especie de programa: esto es lo que
yo
sostengo que hay que hacer, esto es lo que propiamente quiero hacer, o lo que
querría
hacer si me fuese posible. Quizá más que un programa es un plan apenas entrevisto y
en
seguida desechado, aunque con visos de que vuelva a suscitarse. Pero veamos lo que
cabe hacer en una casa semejante. O, más bien, lo que no se hace en ella: leer,
sufrir,
escribir y pagar cuentas, cuatro actividades que seguramente el habitante ejercía
con
harta asiduidad antes de vivir en régimen de vita beata. Un lector atolondrado
tenderá a
ver aquí a un señor que está harto de hacer determinadas cosas (esas cuatro y quizá
alguna otra más) y que es feliz viviendo al lado del mar sin tener que hacerlas, es
decir,
habiéndose librado de ellas. Incluso un lector así se sorprenderá de que leer y
escribir
estén en el mismo plano que sufrir y pagar cuentas, pero quizá a la voz que se
expresa no
le gustase leer ni escribir, o le gustase pero sufriese a la larga con ello.
Esta lectura es incorrecta porque lo más destacado que le pasa al habitante es que
no
se acuerda de cuando leía, escribía, sufría y pagaba cuentas (no añora, por tanto,
el
placer, propio de los bienaventurados, de mirar de cuando en cuando al infierno). Y
no es
que no se recuerde a sí mismo leyendo, escribiendo, sufriendo o pagando cuentas,
sino
que se ha olvidado de lo que pasaba a su alrededor mientras él se dedicaba a tales
empeños. Algún goce experimentará, qué duda cabe, pero no parece que sea el placer
de
la liberación. Hacer no hace este hombre propiamente nada, salvo disfrutar de haber
perdido la memoria de las cosas malas, lo que quizá equivalga a haber dejado
incluso de
disfrutar. En efecto: si gozar implica tener conciencia de ello, entonces este
hombre no
disfruta propiamente de nada, porque en la conciencia del disfrute está el que eso
es
disfrute y no dolor –o sea, que en lugar de lo primero se pudo haber dado lo
segundo–,
pero este señor ya no guarda memoria de daño ninguno. Vive, eso sí, como viven los
nobles arruinados: distintamente a los ricos (cuya ruina implica la desaparición o
aniquilación de la riqueza), los nobles poseen curiosas y paradójicas ruinas de
nobleza.
Pero el poeta explicita en seguida los términos de la analogía: él vive, o se
propone vivir,
entre las ruinas de su inteligencia. La memoria lo ha abandonado por completo, pero
la
inteligencia ha dejado algo, ha dejado ruinas, piezas incompletas sacadas de su
contexto.
No es una inteligencia pulverizada o aniquilada, sino una inteligencia que ha
dejado
residuos (y esto lo escribe, si llevo razón, una inteligencia todavía no
arruinada). Una
inteligencia puede ser feliz siempre que esté incompleta y hecha pedazos y con tal
de que
le falte la memoria: eso es lo que parece proclamar el poema. Es decir, que lo malo
de la
inteligencia es su estructura o arquitectura y su acompañamiento por la memoria (o
acaso
es la memoria la que le da estructura, de modo que sin memoria la inteligencia es
221
propiamente un puñado de ruinas).
Por lo demás, la inteligencia del hombre feliz es como la del desdichado, sólo que
la
del primero es ruinosa. En ella cabe encontrar (o en algún trozo de ella, mejor
dicho) lo
mismo que en algún trozo de la inteligencia del desdichado. Pero lo que le pasa a
éste es
que dicho trozo está articulado con otros, mientras que en el feliz de Gil de
Biedma se ha
quedado suelto. El feliz entiende las cosas con claridad, pero no es capaz de
juntar unas
con otras, porque las comprende separadas y no se acuerda (“memoria ninguna”) de lo
que ha comprendido otras veces. Es como si la memoria fuera la cola de contacto de
la
inteligencia y cuando se deteriora o derrite el pegamento se va cada pieza por su
lado y
muchas se caen y se rompen. Hay muchos lujos que una inteligencia así puede
permitirse, pero hay uno (en caso de que sea lujo) que desde luego le está vedado:
no
puede ser una inteligencia práctica, y no puede serlo en ninguno de los sentidos
que el
pensamiento europeo y americano ha dado a esta expresión durante siglos. El
habitante
de la casa del poema de Jaime Gil de Biedma no debe de ser un hombre muy
consistente
en sus preferencias, ni muy coherentemente autointeresado, ni tampoco un prudente
aristotélico o cristiano ni un moralista ilustrado o un artista de su propio yo.
Sabe cosas
porque tiene fragmentos de sabiduría, pero no sabe lo que ha de hacer porque este
tipo
de conocimiento no puede ser un saber fragmentario. Las ruinas de inteligencia,
acompañadas de desmemoria, no podrían dar de sí nunca una inteligencia práctica.
Acaso este hombre tiene la facultad de iniciar acciones, pero no la de terminarlas,
ni
siquiera la de prolongarlas mínimamente; para obrar en sentido pleno, uno tiene que
acordarse de lo que quiere hacer. Las ruinas de inteligencia de Jaime Gil impiden
la
actuación inteligente, pero impiden también la contemplación, si por tal hay que
entender
una mirada sostenida. El inteligente ruinoso no puede contemplar nada. Puede, si
acaso,
tener fogonazos de visión, cada uno de los cuales se agotará en sí mismo, y ello
sin ser
consciente en absoluto de que hubo otro tiempo en que sí contemplaba. La felicidad
del
habitante de la casa no es ni activa ni contemplativa; le basta con empezar a obrar
o con
empezar a mirar, o sea con lo que nosotros llamamos empezar, que para él no es un
comienzo interrumpido porque no es ni siquiera un comienzo. Y cabe suponer, por
cierto, que lo que hoy está en ruinas fue en su día un edificio robusto y
esplendoroso,
algo que ignora el habitante de la casa.
Una vez admitido que todo lo anterior es una especie de programa estimativo, uno
puede preguntarse si el autor se lo toma suficientemente en serio. La pregunta
pertinente
quizá sea doble; por un lado: ¿de verdad cree usted que la felicidad es esto? y por
otro:
¿de verdad le gustaría a usted vivir así? Me parece que lo que el poema hace es
decir que
222
sí a las dos preguntas; en efecto, eso es lo que el poeta quiere para cuando sea
feliz. El
lector se enfrenta ahora a una secuencia de movimientos. En el primero de ellos lo
más
normal es que piense que el poeta no está hablando en serio, que la felicidad
(anacrónicamente llamada, además, vita beata, con sus connotaciones, en el
castellano
contemporáneo, de levítica mojigatería) es cualquier cosa menos eso y que el poeta
está
hablando en broma, quizá para poner en evidencia que la felicidad misma es un
imposible
o algo que nunca se sabe lo que es. O que está hablando, mejor dicho, con ironía,
es
decir, diciendo algo en cuya verdad literal no cree, pero que, al decirlo, posee
efectos
saludables, bien de tipo cómico, bien de mostración de perfiles inéditos de las
cosas, bien
de invención fantástica de aspectos alternativos de ellas. A los enunciados
irónicos no se
los da por verdaderos, pero su principal resultado es que inducen a no dar tampoco
por
verdaderos a otros que hasta entonces sí que se tenían por tales. Puede que éste
sea, a
fin de cuentas, el efecto buscado: la felicidad no es, naturalmente, eso, pero
tampoco es
nada de lo demás que se supone que es. El poema es irónico, aunque su ironía es de
las
que se ponen en duda a sí mismas.
Supongamos, en efecto, que el lector se toma el poema irónicamente. Eso significará
que, según el lector, el poeta no se tomaba en serio lo de irse a vivir al lado del
mar y
todo lo demás. Fue un propósito que el poeta no concibió de veras, salvo si acaso
para
escribir un poema que tratase irónicamente de la felicidad o de la vita beata. Hay
una
posibilidad muy seria de que la interpretación del poema tenga que detenerse aquí;
esto
ocurrirá, desde luego, si el poema no gusta especialmente. En ese caso, uno da por
buena
esa lectura y ya no hay más que leer: se trata de un juego irónico (ciertamente
bien
pensado), y el lector tiene bastante con el descubrimiento de las reglas de ese
juego. Pero
puede ser que el poema guste, lo que quiere decir que se leerá varias veces, quizá
también que se quedará en la memoria (si el lector no la ha perdido y todavía no es
feliz),
y que ese concepto –irónico o no, ahora es lo de menos– de la felicidad se ha
incorporado al repertorio que el lector tiene de visiones o definiciones de dicha
palabra.
Quien lee ya no está tan seguro como al principio de que la felicidad no puede ser
en
modo alguno eso que allí se dice; lo más probable es que no lo sea, pero también es
fácil
que le ronde durante mucho tiempo la sospecha de que sí, lo cual es mucho decir
tratándose de un concepto de los llamados morales. Lo anterior tiene una
consecuencia
para la interpretación del poema, y es que al autor le tuvo que pasar algo muy
parecido a
lo que le pasa al lector. El poeta quiso ensayar irónicamente con la felicidad,
pero la
ironía le salió demasiado bien, de modo que a la larga tuvo que pensar que el
programa
estimativo trazado resultaba, tomado en serio, mejor que cualquier alternativa. Ha
de
223
notarse, no hace falta aclararlo, que aquí lo de menos es que Jaime Gil de Biedma
se
propusiera de hecho hacer todo esto; lo que importa es que el poema habla de
alguien a
quien le pasa esto10.
La ironía que aquí está en juego es intermitente. Su secuencia es la de un vaivén
entre interpretación irónica e interpretación literal, aunque cada turno sea
distinto de
todos los anteriores. Esta estructura alternante permite, por cierto, prescindir de
por
dónde se empieza, es decir, de si la propia intención es irónica o no lo es. Tal
cosa
importa muy poco porque los resultados vendrán a ser más o menos los mismos, con la
única diferencia de que la ironía estará en un caso en los turnos pares y en el
otro en los
impares. Y el resultado verosímil de este ir y venir de la ironía a la seriedad y
de la
seriedad a la ironía es que llega un momento en que una y otra terminan por
aproximarse
tanto que llegan a confundirse. El creer en serio que la felicidad es tal o cual
cosa no
parece ser ya lo mismo que al empezar la intermitencia irónica, como tampoco lo es
el
jugar a imaginarse conceptos alternativos de la felicidad. El resultado es que, por
lo
menos en lo que toca a la felicidad, la seriedad y la ficción andan muy próximas la
una de
la otra. Tener un buen concepto de la felicidad es, entonces, haber logrado
imaginar uno
que no se sepa si es bueno en el sentido serio de la palabra o sólo en el sentido
de una
buena ficción.
Hay un matiz en “De Vita Beata” que se presta bien a este juego irónico y creo que
lo ejemplifica. Al lector que ve el título y que tiene la expectativa de que los
versos que
vienen debajo van a tratar de la felicidad (entendida quizá de una manera más o
menos
estoica y senequista), el que después la felicidad sea un asunto de vivir al lado
del mar en
régimen de apartamiento le ha de parecer una buena confirmación de las
expectativas.
También que el hombre feliz viva despreocupado de lo que atormenta a las demás
gentes. Para eso vendrá bien, por cierto, la “poca hacienda” de la que se habla.
Cosas
que parecen, desde luego, muy estoicas y que invitan a ver estoicismo senequista en
todo
lo demás, incluyendo lo que no tiene nada de estoico. Porque, desde luego, a Séneca
le
habría repugnado el que alguien relacionase la felicidad con no se sabe qué ruinas
de la
inteligencia. Lo que ocurre aquí es que el poema ha logrado crear una atmósfera en
la
que el peculiar sacrificium intellectus del poeta parece casar sin dificultad con
todo lo
demás. Pero no tendría por qué hacerlo, y además es bastante extraño que lo haga.
La
noción de la felicidad que impregna, por así decir, la atmósfera del poema es una
en la
que se da por de contado la identificación de felicidad, virtud y conocimiento,
algo
completamente ajeno a lo que el poeta propone como felicidad. La tesis de que la
felicidad tiene que ver con el conocimiento no puede sostenerla nadie que abogue
por
224
una inteligencia en ruinas y por la desaparición de la memoria, dos circunstancias
que
desde luego tiran por tierra la posibilidad de virtud. El estoico de Gil de Biedma
no podría
ser más heterodoxo; no es, de hecho, en modo alguno un estoico, aunque, al final,
uno se
imagina mejor a este personaje que a los estoicos de verdad: es como si a partir de
ahora
lo natural fuese que quien vive con poca hacienda en una casa al lado del mar sin
leer,
escribir ni pagar deudas, viva también entre las ruinas de su inteligencia.
Contra la tradición estoica según la cual el aumento de conocimiento es aumento de
felicidad, el poeta parece creer con el libro de los Proverbios que quien
acrecienta ciencia
acrecienta dolor. Rasgo muy notable de esta anormal felicidad lo es su cabal falta
de
autoconsciencia; sólo puedo ser feliz si no sé que lo soy. Aquí no se trata tan
sólo de que
la felicidad sea esencialmente un subproducto, sino –como dándole una vuelta más a
esta
misma tuerca– que ni siquiera puede el feliz tener noción alguna de sí mismo como
alguien feliz. La felicidad sólo puede lograrse con la condición de que esa palabra
desaparezca del vocabulario de uno o que por lo menos su empleo no suscite ningún
interés, que se haya convertido en un término desgastado, trivial e indigno de toda
estimación. Como ya se ha visto, la ironía de Jaime Gil de Biedma estriba en
afirmar
sobre la felicidad cosas que no se pueden sostener en serio, pero mostrando al
mismo
tiempo que tampoco puede sostenerse nada de lo que hasta entonces se creía en serio
sobre el particular. Es una ironía contaminante que se hace hasta cierto punto
verdad
porque acaba con cualquier otra verdad. La noción de felicidad que aquí se propone
se
disuelve a sí misma, pero lo importante es que disuelve también cualquier otra que
se
esgrima como alternativa.
Podría quizá encontrarse en “De Vita Beata” una negación de lo que a juicio de su
autor ocurre con las identidades entre hecho y valor propias de la poesía. Porque,
según
Gil de Biedma, esa identidad es efímera y no trasciende nunca los límites del poema
(o
por lo menos el lector tiene que quedar persuadido de que eso es así). El poema
sería un
reducto o coto particular en el que las significaciones y las cosas no están
divorciadas, un
contexto en el que, por ejemplo, un pueblo, el mar, una hacienda menguada y la
falta de
memoria han de ir unidas de manera necesaria a cierta idea de la felicidad, sin que
sea
posible romper ese vínculo dentro del poema y siendo necesario, en cambio, hacerlo
en
cuanto se sale de él. Pero lo que en este poema se dice de la felicidad quizá
implique
obrar de manera contraria, quebrando el vínculo dentro y restableciéndolo fuera.
Porque,
en efecto, todo aquello de lo que el poema habla habiendo avisado de antemano de
que
iba a tratar de la felicidad no está relacionado con ese valor más que irónicamente
y en
una forma, por tanto, sobremanera precaria. En el interior del poema el vínculo
entre
225
hechos y valores –entre el contenido del poema y el título que le precede– tiene
que
suponerse roto o pendiente de un hilo y, sin embargo, una vez terminada la lectura,
el
lector advertirá que su noción de la felicidad ha quedado seriamente tocada por el
poema: hasta cierto punto se anuda fuera del poema el vínculo que dentro se había
roto,
porque el lector ha pasado a creer que cada vez que a partir de entonces piense en
la
felicidad va a hacerlo en virtud de unos vínculos tan precarios con las cosas como
los
que dentro del poema se manifestaban. Gil de Biedma estaba empeñado en mostrar que
la poesía dice lo que en la vida no vale pero, como a menudo ocurre, la ironía es
un
mecanismo que se escapa de las manos de quien lo maneja.
En unas anotaciones de Juan Benet sobre Baroja escritas apenas una década
después del poema de Jaime Gil puede hallarse lo que quizá sea una inversión de
esta
ironía de la felicidad. No es verosímil encontrar en alguna parte de las obras de
Baroja
una definición de la felicidad que el autor pudiera hacer suya, pero sí que puede
hallar
algo muy parecido quien lea la magnífica “Barojiana” de Benet, publicada en 197211.
En
un lugar de este escrito, mientras Benet cuenta cómo vivía Baroja por la época en
que él
lo visitaba en Madrid, en su piso de Ruiz de Alarcón, 12, se refiere la inoportuna
llegada
de cierto untuoso periodista que se propone entrevistar al viejo escritor. El
visitante está
empeñado en que todo va bien en el mundo, en España y desde luego en la vida de su
entrevistado, y Baroja no hace más que llevarle la contraria; sin duda ninguna,
este
hombre le resulta proverbialmente antipático y quizá despreciable. No importa que
Baroja le diga que padece insomnio, que la casa donde vive es fría, que el carbón
está
caro, que ha perdido el interés por todo, que a su edad tiene que seguir
escribiendo para
ganarse la vida y una porción de declaraciones caústicas y melancólicas; según su
visitante todo eso es signo de que a Baroja, en definitiva, le va muy bien en la
vida.
“Pero a fin de cuentas en general se encuentra usted bien, ¿no es así?”, dice el
periodista,
a quien Benet no llega a llamar nunca estúpido, mamarracho o cretino, que es lo que
habría hecho Baroja de tener que contar este sucedido o uno semejante. “No, señor”,
le
replica Baroja, ya un poco alterado, “en general me encuentro mal, bastante mal”. Y
concluye: “Pero me da lo mismo encontrarme bien que encontrarme mal”12. Según
Benet, no cabe hallar mejor caracterización de la beatitud –Benet evita la palabra
“felicidad”– que ésta. En casa de Baroja “enseñaban que no había que prestar
atención a
una serie de palabras altisonantes; sobre todo a aquellas que vienen a definir
ciertos
objetivos que se reputan como primarios, como la felicidad, el éxito, la fortuna,
el
poder”13. El lector quizá advierta cierto parecido de familia entre la
caracterización de
Baroja y la de Gil de Biedma. Pero conviene ver todo esto un poco más despacio.
226
Supondremos en adelante algo que Baroja no dice pero que Benet se apresura a
apostillar, a saber, que la declaración barojiana es un intento de caracterización
de la
felicidad (aunque seguramente a Baroja debía de darle igual saber qué es la
felicidad o no
saberlo). En caso de que lo sea, sucede desde luego algo semejante a lo que pasa
con el
poema de Gil de Biedma: la primera impresión es de ironía porque, literalmente,
nadie
puede decir en serio que le dé igual que las cosas, en general, le vayan bien o mal
y, a
continuación, llamar felicidad a eso. Merece la pena pararse un momento a pensar en
lo
que ocurriría si Baroja o cualquiera proclamase de pronto que les da igual que a
cierta
persona –o, por subir el nivel retórico, a la humanidad en su conjunto– le vaya mal
o le
vaya bien. Sin duda ninguna, eso sería un enunciado cínico e inmoral, y no
merecería
más reflexión que la necesaria para la condena, para el desprecio o para el pago
con la
misma moneda. Pero no es esto, desde luego, lo que se ha dicho.
Baroja parece convencido de que, por lo menos en determinadas circunstancias,
resultaría grotesco –y quizá inmoral– usar con sentido la palabra “felicidad” u
otra de
parecido significado. Una de las principales desgracias de la vida humana es, no en
vano,
precisamente ésa: que algo tan quimérico, y si bien se mira tan atolondrado y necio
como
la felicidad, algo que pertenece al vocabulario de los periodistas untuosos y de
las
señoritas cursis (y acaso también de algunos tribunos sanguinarios), tenga vigencia
como
aspiración y perturbe la vida de las gentes. De tenerse que usar esa palabra, sólo
cabría
hacerlo, en la forma ya vista, entre comillas. En el poema de Gil de Biedma se
sugiere
que, si felicidad es lo que allí se dice que es, entonces la palabra tiene que
dejar de usarse
porque apenas corresponde a lo que allí se dice ni tampoco a ningún otro uso
coherente.
Pero lo que se señala en la “Barojiana” de Benet es que, una vez eliminado del todo
cualquier uso razonable de la palabra “felicidad”, entonces sí que cabe llamar a
algo
felicidad (o propiamente “beatitud”): a la eliminación misma de la palabra. Que a
alguien
le dé igual estar bien que estar mal implica a fortiori que no tiene ningún interés
en ser
feliz, y una felicidad en la que no está interesado su poseedor no puede recibir
este
nombre. A quien dice no tener interés por la felicidad cabe replicarle que usa mal
por lo
menos una de las palabras que usa. Sin embargo, cabe perseverar en ese vicio verbal
y
persuadirse de que la distinción entre encontrarse uno bien y encontrarse mal
carece
totalmente de interés y es algo que sólo aprovecha a los periodistas untuosos. Uno
puede
desentenderse de las reglas de uso de ciertas palabras, con la condición, eso sí,
de no
usarlas y de no prestarles ninguna atención al oírlas, tomándolas como sonidos
desgastados que significan mucho para cierta gente pero que pasan inadvertidas para
cualquier persona sensata. La conclusión de Benet es que a esto puede llamársele
227
“beatitud” y que ésta es la única beatitud posible, una beatitud sin concepto o
palabra que
pueda referirse propiamente a ella, porque en cuanto se trate de definir qué es la
beatitud
o se fije el significado de este término habrá que hacerlo con arreglo al
vocabulario
habitual de los bienes y los males, y eso llevará en seguida a decir que ser
indiferente al
bien y al mal es lo mejor que hay o lo más deseable, algo que tira por tierra todos
los
esfuerzos anteriores. Pero entonces la beatitud no es decible, sino sólo mostrable:
es lo
que acontece cuando se niega la pertinencia de hablar de felicidad.
Tanto en la visión de Gil de Biedma como en la de Baroja y Benet el concepto de
felicidad desmonta implacablemente sus propios supuestos. O bien el hablar de la
felicidad lleva a no poder decir nada aceptable sobre ella (de manera que nunca
puede
decirse que la felicidad sea algo) o bien la única felicidad posible es la que se
sigue de
eliminar del todo el concepto (de modo que eso tampoco es felicidad). En cualquiera
de
los dos casos lo que resulta es que el mayor de los bienes humanos no puede
literalmente
concebirse y que la única manera de hacerlo es entre comillas, como algo que al
decirlo
no se está diciendo del todo e incluso se está negando que se diga. Quien tome en
serio a
Gil de Biedma y a Baroja y Benet no puede ya tomarse en serio la felicidad, y eso
equivale a tener que sostener que la idea misma de un bien humano sistemáticamente
ordenado es como el flogisto o como el hircocervo, vale decir, que la idea de que
los
bienes humanos presentan una estructura coherente está destinada a autodestruirse
en
cuanto termine de ser enunciada. Pero que la felicidad sea sólo ironía resulta una
conclusión tan inaceptable para las doctrinas premodernas del bien como para la
propia
moral deuterofisita.
En realidad, la moral deuterofisita se funda en que la felicidad ha de ser
sacrificada
y tal cosa exige, naturalmente, que haya algo que sacrificar. Según el programa
radical, la
felicidad tiene que postergarse en relación con la virtud y según el moderado tiene
que
sacrificarse en parte para producir una felicidad más segura y mejor; conforme al
primero, el bien supremo humano es, como ya se ha visto, la felicidad merecida y
conforme al segundo la mayor posible para el mayor número. Es cierto que una vez
que
la moral deuterofisita echa a andar ya no necesita a la felicidad para nada, pero
también
es verdad que sin ésta no habría podido inventar su propio vocabulario14. El
concepto de
la felicidad es una escalera de mano con la que subir al promontorio donde la moral
moderna está encaramada y que puede tirarse a continuación, pero si la escalera
está
hecha de madera carcomida puede que la ascensión no sea posible o por lo menos que
no resulte fácil. Sin la felicidad o con una que fuese sólo irónica, la moral
moderna no
sólo habría perdido la posibilidad de concebir el más alto de los bienes, sino
también la de
228
ordenar las formas del bien en un sistema coherente. Con las ironías conviene tener
cuidado, sobre todo al deshacerse de ellas: uno cree haberle pegado un puntapié a
una
escalera y quizá lo que ha pasado es que, de rebote, la escalera le ha pegado a uno
un
golpe muy traicionero en la cabeza.
Es posible que el bien y el mal no sean lo que la moral deuterofisita dijo que son
y,
por si faltaran razones para sospecharlo, la condición irónica de la felicidad
invita a ello
con premura. Si la felicidad se desmonta a sí misma, entonces los bienes
particulares ya
no son una parte, un aspecto o un modo de cierto sistema general del bien; si a ese
sistema se le quita la idea de felicidad no sólo se lo despoja de su parte más
preciada,
sino también del criterio con que se jerarquizan los bienes y del principio con que
se
ordenan. Gracias a la felicidad, en efecto, los bienes podían organizarse en una
escala y
en toda una red de dependencias; cuanta más proximidad mostrase su concepto al de
la
felicidad, más jerarquía habría de poseer y cuanto mayor fuera el alejamiento de
ella
mayor razón habría para que esos bienes tan disminuidos pudieran llamarse males.
Conviene advertir que cuando Kant subordinó la felicidad a la dignidad de su
merecimiento –permitiendo con ello al programa deuterofisita radical gozar de una
noción
del bien supremo impecablemente secularizada– no atacó en modo alguno la idea de
que
todos los bienes han de estar referidos al mayor de todos ellos. Al contrario: la
colocó en
el corazón mismo de la moral, todos cuyos mandatos tenían que apuntar en último
término hacia el soberano bien posible en el mundo.
Pero si la felicidad era una ironía, entonces lo será también todo aquello de lo
que la
felicidad ha acabado formando parte, y el bien supremo de Kant no se librará de
este
sino. A la idea de un mundo moralizado le tocará la misma suerte que a la
felicidad, y
quizá también a la idea misma de un mundo ordenado, concebible y representable, lo
que
casi equivale a la idea misma de un mundo. Es posible que el mundo bien hecho haya
pasado a la triste categoría de los conceptos grandilocuentes que sólo pueden
emplearse
cuando se los pone en boca de otros o cuando se mira el resultado de su
descomposición.
Un resultado de la historia del supremo bien es que la idea de un mundo bien hecho
no
puede tomarse en serio: que se ha convertido en una broma y que no es serio seguir
hablando de ella como si no hubiera pasado nada. Uno habla de un mundo bien hecho,
pero a continuación no sólo tiene que arrepentirse, sino que no puede ser coherente
con
sus anteriores palabras. Creyendo haber digerido la vieja felicidad, haberla
asimilado y
haberla traducido a su propio voca bulario, puede que la moral moderna haya sido
objeto
de unas cuantas burlas despiadadas por parte de esa astuta zorra irónica15.
229
230
Capítulo 21
Lo nuevo y lo igual
La principal excepción, y quizá la única de envergadura, al justificado desinterés
por la
felicidad que ha mostrado la filosofía contemporánea puede encontrarse en unos
cuantos
momentos de la obra de Walter Benjamin. Como en seguida se verá, las iluminaciones
de
Benjamin sobre la felicidad no son sencillas de glosar ni de entender. Nada tiene
de
extraño que no hayan pasado a formar parte del canon de la filosofía moral del
siglo XX;
hay, sin duda ninguna, muchas razones para que la historia disciplinar de la moral
niegue
su hospitalidad a este tipo de discurso.
Gershom Scholem menciona tres lugares en los que Benjamin se refiere a “la
dialéctica entre lo nuevo y lo siempre igual”1. El primero es una recensión de 1929
titulada “El regreso del flâneur”2. El segundo es el escrito “Sobre la imagen de
Proust”,
de 19333. El tercero es una carta a Adorno, de 9 de diciembre de 19384, donde
expone
que dicha dialéctica debería ser la culminación del tercer capítulo de su
proyectado libro
sobre Baudelaire. La reseña de 1929 defiende una vigorosa oposición entre vivencia
y
experiencia5, en un contexto en el que Benjamin parece tomar partido por la
segunda:
“La vivencia apetece lo que sólo ocurre una vez y lo sensacional; la experiencia lo
que
siempre es igual a sí mismo.” El paseante baudeleriano parisino o berlinés es un
ejemplo
de lo segundo, porque lleva a cabo un aprendizaje de lo que no cambia. “Aprender”,
dice
Benjamin, “sólo puede hacerlo quien va en busca de lo duradero”, quien posee “una
soberana inclinación a lo que permanece” y, por añadidura, una “repugnancia
aristocrática contra los matices.” El paseante “recuerda como un niño y se aferra
fuertemente” a ese recuerdo “como la vejez a la sabiduría”, a un recuerdo único que
sustituye a la pluralidad y a lo singular: cierta reja en lugar de miles de
ventanas, cierta
caja de cigarros en lugar de un millar de estancos, el rótulo de cinc de un
tugurio, la gata
de una portera6. Nada se dice aquí sobre la felicidad, pero esa antinomia de
vivencia y
experiencia, de lo efímero y lo duradero, tiene una estructura muy semejante a lo
que en
el escrito sobre Proust de 1933 se llamará la “dialéctica de la felicidad”. La
“voluntad de
felicidad” tiene doble filo, dice, porque hay una “forma hímnica” y una “forma
elegíaca”
de la felicidad. La felicidad hímnica corresponde a “lo inaudito, lo nunca
acontecido, la
231
cima de la bienaventuranza”; la felicidad elegíaca a “la repetición eterna, la
eterna
restauración de la felicidad originaria, primera”, una felicidad que cabría
calificar de
“eleática” y que Proust metamorfosea en recuerdo7. Finalmente, en la carta a Adorno
anuncia Benjamin que la tercera parte de su libro sobre Baudelaire expondrá una
“caracterización filosófica de lo moderno” mediante el estudio de “la dialéctica de
lo
nuevo y siempre idéntico”8.
Si hay que hacer caso de estas declaraciones, lo que se dibuja es el perfil de una
felicidad ambivalente, un concepto con dos rostros dotado de cierta “dialéctica”.
Podría
pensarse que la felicidad es una articulación de vivencias y experiencias, de
himnos y
elegías, de irrupciones y repeticiones, que comprende a cada uno de esos
ingredientes
como momentos, unos momentos destinados quizá a cierta superación reintegradora.
Parece natural concebir una “dialéctica de la felicidad” en la que la vivencia de
lo
novedoso y lo inaudito pase a ser absorbida por un recuerdo restaurador y en la que
los
recuerdos puedan ser siempre materia de renovación. Aquello que sucede contra todo
pronóstico, que por su condición efímera se desintegra nada más ocurrir y que sólo
ocurre una vez, podría sin embargo, conforme a esa dialéctica, convertirse en
materia
para la repetición rememorativa. Podría pasar a ser objeto de apropiación,
reintegrarse y
convertirse en experiencia, cobrar los rasgos de lo duradero y estar disponible
para su
feliz repetición siempre que hiciera falta: que todo lo que a uno le guste recordar
esté
disponible para poder recordarlo a gusto cada vez que uno quiera. Y que, al igual
que lo
efímero puede hacerse duradero y la vivencia experiencia, también quepa recorrer el
camino inverso. Que cada vez que uno repita sus recuerdos, éstos traigan alguna
novedad y no sean iguales a las anteriores repeticiones. Que la experiencia sea una
caja
de sorpresas con un depósito inagotable de nuevas vivencias. Se trataría, qué duda
cabe,
de una dialéctica feliz: poder repetir siempre los buenos momentos haciendo que
cada
vez aporten una novedad.
Hay, sin embargo, buenas razones para afirmar que la idea de Benjamin no es tan
feliz como ésa. La dialéctica de la felicidad no tiene mucho que ver con tan dulces
ensoñaciones y sí, por el contrario, con lo que ocurre en el acto, desapacible,
inoportuno
y violento, del despertar. En un fragmento de Los pasajes habló Benjamin, en
efecto, del
despertar como “el giro dialéctico, copernicano, de la rememoración”9, pero
despertarse
no es, desde luego, mantener el sueño sino interrumpirlo. Si cuando se recuerdan
las
cosas es al despertar, entonces el recordar algo no consiste en insertarlo en su
propio
contexto y recuperar al mismo tiempo el contexto y la cosa, sino más bien en
encontrarse
con la cosa dislocada de su contexto, fuera del pasado en el que estaba. Si las
cosas se
232
recuerdan al despertar, entonces no se recuerdan cuando su contexto es objeto de
recuperación, sino cuando se pierde definitivamente; en la trama presente de la
vigilia lo
recordado no tiene sitio y tiene que ganárselo con violencia, mientras que la trama
pasada
del sueño es precisamente lo que acaba de perderse y lo que acaba de expulsar al
recuerdo. Semejante recuerdo no es una recuperación, sino una invasión; no una
visita,
sino un asalto; no repite ni restaura ninguna felicidad originaria ni tampoco
proporciona la
cima inaudita de la bienaventuranza. Más que traer la felicidad o mostrarla, la
niega y la
escatima. Antes de ese giro copernicano que también es dialéctico, se creía –dice
otro
fragmento de Los pasajes– que lo “sido” del pasado era un punto fijo al que el
presente
tenía que acercarse por medio de tanteos, como si el pasado estuviera quieto y
tuviera
que ser objeto de una lenta y respetuosa aproximación. Pero el resultado del giro
copernicano consiste, mediante lo que Benjamin llama una “inversión” dialéctica, en
que
ahora es “lo sido” quien ha de perpetrar un asalto o irrupción invasora, todo un
accidente
inoportuno y violento en la conciencia que se ha despertado. El despertar es
entonces el
“caso ejemplar del recuerdo”, vale decir, un caso en el que aquello que se recuerda
se
hace pertenecer, como ya se ha visto, a un contexto irrecuperable desde el presente
despierto, como algo que irrumpe en el ahora, pero en lo que el ahora no podría
nunca
irrumpir10. El recuerdo asalta como algo que es ajeno y que sin embargo entra a
saco en
lo propio, y no lo asalta instándonos a que nos apropiemos de ello, sino
colocándose
furtivamente entre lo propio sin serlo, y de un modo que impide su expulsión. Con
tal
clase de recuerdos da igual querer ser hospitalario que no serlo, porque se trata
de
huéspedes a la fuerza. Ésta es, no en vano, la vuelta del pasado y esto es lo
inaudito.
Benjamin copió y glosó un par de veces sendos trozos de La vida de las formas, una
obra del historiador y crítico francés Henri Focillon. En el primer trozo, Focillon
define
así el estilo clásico del arte: “Un breve minuto de plena posesión de las formas.
Se
presenta como una rápida felicidad, como la akmé o florecimiento de los griegos: el
fiel
de la balanza oscila sólo debilísimamente. Lo que espero no es verla oscilar de
nuevo, ni
mucho menos el momento de la fijeza absoluta, sino, en el milagro de esta
inmovilidad
vacilante, el temblor ligero, imperceptible, que me indique que vive”11. He aquí la
otra
cita: “En el instante en que ella nace [la obra de arte], es un fenómeno de
ruptura. Hay
una expresión corriente que nos lo hace sentir de manera muy viva: ‘hacer época’
(faire
date); eso no es intervenir pasivamente en la cronología, eso es violentar el
momento”12.
En efecto, la irrupción violenta y efímera de lo novedoso no puede limitarse, si
verdaderamente ha sido una irrupción, a alterar la cronología. No sabemos lo que
podría
venir después de dicha irrupción, pero lo que sí podemos imaginar es que, después
de
233
ella, nada podría ser recordado tal como lo recordamos ahora; algunos hechos del
pasado
alterarían completamente su forma y otros no podrían recordarse en absoluto. No
sabemos si esa irrupción sería propiamente recordable pero, en caso de serlo, quizá
nos
quedaríamos sin la mayor parte de los recuerdos que tenemos ahora y habríamos de
adoptar otros que ahora no consideramos nuestros, ni consideramos cosa ocurrida.
Cuando Benjamin piensa en la irrupción de esta “rápida felicidad” piensa, desde
luego, en el advenimiento mesiánico. En el “Fragmento teológico-político” de 1920 o
192113, dejó dicho que el reino de Dios no es meta, sino final (no Ziel, sino
Ende), y “el
orden de lo profano no puede construirse sobre el pensamiento del reino de Dios”.
Nada
de esto parece en principio muy difícil de comprender: la irrupción mesiánica es un
corte
o quebrantamiento general de los tiempos que no puede tomarse como aquello a lo que
los tiempos tienden o se acercan, porque los tiempos como tales no se acercan a
ello –
más bien se alejan– y es la irrupción mesiánica la que sale al encuentro de ellos
en el
momento menos pensado, en un momento que propiamente nadie podría pensar. Ahora
bien: si esto es así, entonces “la búsqueda de felicidad de la humanidad libre
tiende
ciertamente a alejarse de aquella dirección mesiánica; pero al igual que una fuerza
puede,
en su camino, favorecer a otra [que está] en el camino contrario, así el orden de
lo
profano [puede favorecer, por su parte,] la venida del reino mesiánico”14. Es
decir, que
cuanto más se esfuerce la humanidad en la conquista profana de su felicidad –y
seguramente no hay para la humanidad nada profano que no pueda ser objeto de
conquista–, más lejos se hallará del logro mesiánico de esa felicidad.
Benjamin cree que lo profano no es una “categoría del reino de Dios”, y
seguramente hace muy bien en creerlo, aunque también cree que es una categoría, y
que
lo es mucho, “de la más silenciosa de sus aproximaciones”. Ello es así “porque en
la
felicidad todo lo terreno aspira a su ocaso, y sólo en la felicidad le está
destinado hallar el
ocaso”. Pero mientras ocurre todo lo anterior, hay nada menos que una “intensidad
mesiánica inmediata del corazón, del hombre individual interior”, y esta
interioridad tiene
como único camino el sufrimiento. Lo que probablemente quiso decir Benjamin con lo
anterior es que quien busca la felicidad mundana no puede querer al mismo tiempo el
advenimiento del Mesías –y en eso la felicidad y la redención son opuestas–, si
bien,
extrañamente, “en la felicidad todo lo terreno aspira a su ocaso, y sólo en la
felicidad le
está destinado hallar el ocaso”15. La dificultad de entender a Benjamin radica en
que
aparentemente la felicidad profana y terrena no tiene nada que ver con ningún
ocaso,
sino más bien con todo lo contrario, con la culminación y la sobreabundancia de los
dones de la tierra. Pero, de hecho, ocurre que la búsqueda de felicidad terrena
prepara el
234
ocaso de lo terrenal, porque en la felicidad profana el cumplimiento y el ocaso son
propiamente lo mismo. El disfrute feliz de un bien terrenal es en realidad el
consumo de
ese bien o su agotamiento; los bienes terrenos se consuman consumiéndose, esto es,
anulándose. La felicidad mundana es cosmofágica, conduce “a la eternidad de un
ocaso”,
a estar consumiéndose por siempre y hacer eterna su caducidad. La felicidad mundana
es
“el ritmo de esta mundanidad eternamente caduca”, el modo según el cual la
caducidad
de las cosas va ordenándose y repitiéndose. Ahora bien, a mayor progreso de la
caducidad, más proximidad (“silenciosísima proximidad”) del Mesías. Ésta es quizá
la
única forma de progreso que tiene valor para Benjamin (aunque dicho valor no pueda
ser
más irónico): la del progreso constante en el desgaste y consunción del mundo16.
En el escrito sobre “Destino y carácter” se contiene una pista muy valiosa para
adivinar algunos de los ingredientes que Benjamin atribuía a la felicidad. Después
de
sostener que la noción de carácter lleva inevitablemente a la de destino –un eco de
la
sentencia de Heráclito: êthos ánthropoi daímon–, Benjamin apunta que los griegos
relacionaron muy perversamente el destino y la felicidad. Que alguien esté
destinado a la
felicidad o que la felicidad de alguien sea obra de su destino (por ejemplo, de esa
manifestación del destino que es el carácter, y en este ejemplo está comprendida la
felicidad del virtuoso) no implica de ninguna manera que dicha felicidad sea la
confirmación de la inocencia del feliz. El destino va unido de manera inexorable a
la
desdicha y a la culpa, y prueba de ello es que si alguien está destinado a la
felicidad, ese
destino significa antes que nada que estará expuesto a la tentación de la peor de
las
culpas, la hybris o infatuación desbocada que acompaña a la felicidad. Los dioses
hacen
felices a los hombres para que tengan ocasión de ensoberbecerse y de caer así en la
peor
de las culpas, y ésta es la relación entre la felicidad y el destino: allí donde
hay destino,
no puede haber inocencia.
De lo antedicho podría deducirse que la felicidad es esencialmente una trampa del
destino, que es tan sólo una añagaza de los dioses griegos para volver contra los
hombres
su infinita capacidad de ensoberbecerse; los hombres irían en busca de felicidad
para
tener así algo de lo que infatuarse, y no hay duda de que la felicidad es lo mejor
para
alguien propenso a la hybris. Si esto es así, la felicidad misma sería algo
parasitario del
destino, una odiosa excrecencia suya. Pero a juicio de Benjamin la verdadera
felicidad
está completamente aparte de toda noción de destino (y, debe añadir a continuación
el
lector, de toda noción de carácter), porque “lo que la felicidad hace al feliz es
justamente
sustraerlo al engranaje de los destinos y a la red de lo propio.” La felicidad sí
que está
entonces del lado de la inocencia; “felicidad (Glück) y bienaventuranza (Seligkeit)
235
conducen, pues, al igual que la inocencia, fuera de la esfera del destino”. No en
vano,
Hölderlin decía de los dioses bienaventurados que eran schicksallos, “carentes de
destino”17.
La felicidad consiste, por tanto, en no depender del destino, a semejanza de una
pieza que está suelta, desatada de un engranaje o descoyuntada de él, pero también
en
sustraerse a cierta “red de lo propio”18. Soltarse de un engranaje no parece ser,
sin
embargo, lo mismo que librarse de esa misteriosa “red de lo propio”, metáfora que
podría sugerir quizá una especie de tela de araña tejida a base de las secreciones
del
propio yo, una suerte de exteriorización de materiales interiores que no es difícil
asimilar
a la idea de carácter. La felicidad consistiría entonces en librarse de un férreo
destino
exterior o de un enmarañado carácter interior: dejar de ser lo que uno tenía que
ser por
estar donde está colocado y por estar hecho de lo que está hecho. Es, por tanto, un
descolocarse respecto del orden de las cosas y respecto del orden interior, dos
órdenes
con forma de destino. Librarse del destino e ignorarlo, o, si se prefiere, que el
destino no
sepa nada de uno ni de sus culpas, que uno no tenga nada por lo que estar destinado
a
nada: eso es la inocencia y la felicidad.
Puede que la felicidad sea eso, pero entonces nada o muy poco parece tener que ver
con la manera clásica de concebir dicha noción. Se diría incluso que la niega
clamorosamente, pues la felicidad benjaminiana es justo lo contrario de aquel
ajuste o
acoplamiento con el orden del mundo o del ser y de aquella buena disposición de las
partes y momentos del yo en que, según se ha visto, consistía la felicidad cuando
este
concepto se usaba con sentido. Si la felicidad es romper amarras con el orden y
destino
de las cosas y con uno mismo y si el feliz se convierte en un fragmento
desacoplado, sin
tiempo ni lugar, entonces muy bien podría decirse que Benjamin ha vuelto
completamente del revés lo que la ortodoxia del pensamiento occidental ha venido
llamando felicidad. Cabría preguntarse entonces qué motivos tiene Benjamin, y
cuáles
podrían tener sus lectores, para llamar felicidad justamente a algo contrario a lo
que una
inmemorial tradición ha llamado así. Sin embargo, ya se ha visto que para Benjamin
la
felicidad no es simplemente eso. Si bien se mira, la noción de felicidad que
aparece en
“Destino y carácter” es un resultado, o mejor un momento suelto y efímero, de la
“dialéctica de la felicidad” que había aparecido en el escrito sobre Proust.
Porque, si se
atiende ahora a la inocencia o carencia de culpa, no será difícil identificarla con
la
felicidad originaria o “eleática” de la que se hacía mención en “Sobre la imagen de
Proust”. Resultará que por un lado el yo se sustrae al destino exterior y a las
cadenas o
redes de su propio destino interior, pero por otro cada momento de felicidad le
hace
236
recobrar un origen inocente. A primera vista, estos dos elementos actúan en
direcciones
contrarias, pues en apariencia la restauración del origen es el restablecimiento de
una
identidad perdida, nada que tenga que ver con abandonar las redes de lo propio. Sin
embargo, ocurre que las redes de lo propio son una hechura del destino y por tanto
una
secuela de la culpa. Uno tiene carácter y destino porque se le pueden atribuir
culpas; la
historia del carácter propio es la historia de las culpas que uno ha llegado a
tener y de las
que ha logrado evitar que pudieran atribuírsele. Por tanto, la felicidad originaria
es aquella
en la que uno no tiene todavía una identidad culpable, lo que probablemente
equivalga a
decir que no tiene identidad en el sentido habitual del término.
El feliz está carente de destino, como los dioses de Hölderlin, y por eso mismo
carece de culpa. En definitiva, la identidad de alguien consigo mismo consiste en
que son
una misma persona quien transgredió la ley, quien es culpable de ello, quien está
destinado a pagar la culpa correspondiente y quien debe esforzarse en no cometer
nuevas
transgresiones. Pero si el feliz es inocente, ya no ha lugar a preguntarse si es el
mismo:
¿el mismo que quién? La pregunta no es pertinente porque la respuesta no sería
significativa para nadie. Esas respuestas sólo tienen valor para alguien que tema
que
cierta persona se está librando o queriendo librar de cierta culpa, del destino que
le
corresponde: no creas que eres distinto y que por serlo vas a librarte: no, eres el
mismo19. Pero si no hay necesidad de atribuir culpa tampoco la hay de atribuir
identidad.
Uno está libre de esa pregunta, y no es, naturalmente, que uno sea un ventajista,
un
polizón o un aprovechado, es decir, un culpable que finge no serlo; lo único que le
ocurre
es que es inocente, que está libre de juicio.
Se puede volver ahora a la dialéctica de la felicidad a partir de un texto muy
difícil y
enigmático de Benjamin, la breve nota “Agesilaus Santander”, escrita en Ibiza en
193320.
No procede aquí dar cuenta de todas las dificultades y recovecos de este texto en
sus dos
versiones, y me limitaré a discutir aquellos asuntos que atañen directamente al
tema de la
felicidad y su dialéctica. El ángel que dejó fijada su imagen en la pared de la
casa de
Agesilaus Santander, en Berlín, se parece, dice, “a todo aquello de lo que debí
separarme: personas y sobre todo cosas”21 y tiene el don de hacer transparentes las
cosas
en un sentido especialísimo: viéndolas se ve al mismo tiempo quién es aquel para
quien
tendrían que constituir un regalo o un don, a quien tendrían que estar, por tanto,
destinadas. El ángel regala ese don: el de ver las cosas como si fueran dones. Sin
esa
visión transparente, que sólo él puede proporcionar, no se sabe qué son las cosas
o, lo
que es lo mismo, para quién son. “Por eso soy superior a cualquiera en hacer
regalos”22.
Efectivamente, Agesilaus Santander juega con ventaja, porque cada vez que tiene que
237
regalarle algo a alguien, tiene en efecto algo que regalarle, que siempre será el
mejor
regalo. Las cosas, por su propia condición, están destinadas a cierta persona
aunque esto
no lo sepa nunca el destinatario del don, para el cual la dádiva acontece siempre
de
manera gratuita. Nótese que el obsequio y lo obsequiado estaban destinados
mutuamente, aunque el obsequiado ignorase su destino. Pero quien es experto en esa
clase de regalos se queda con las manos vacías en seguida, de manera que ya no
tiene
propiamente qué regalar. Ironía notoria: quien podría otorgar dones no tiene nada
que
dar.
El ángel le clava la vista a Agesilaus Santander y, pudiendo lanzarse sobre él, se
limita a mirarlo fijamente durante mucho tiempo y se marcha por donde ha venido,
sin
dejar de mirarlo y sin necesidad de darse la vuelta. Lo que quiere el ángel es
arrastrar a
Agesilaus Santander “por el camino al futuro por donde él vino”; quiere “la
felicidad: el
conflicto en el que se une el éxtasis de lo único, de lo nuevo, de lo aún no
vivido, con el
júbilo de lo reiterado, del volver a tener, de lo vivido.” Y el escrito agrega: “No
tiene por
esto que esperar nada nuevo en ningún camino que no sea el del retorno, cuando se
lleva
consigo un nuevo hombre”. Parece que la felicidad es un conflicto, y un conflicto
en el
que se unen dos polos o dos series de elementos. Pero antes de examinar qué ocurre
con
este conflicto y con la correspondiente unión, interesa cada serie por separado. En
la
primera aparecen lo único, lo nuevo y lo aún no vivido. No se trata, ciertamente,
de una
serie de tres elementos, sino de uno solo, dotado de tres atributos. Desde luego es
algo
único en su especie, sin nada que se le iguale, como en la angelología cristiana23.
Y
ciertamente es nuevo, pero lo es en un sentido reñido con un valor asociado a
menudo a
lo nuevo: el de lo reciente; lo que quiera que sea no es reciente porque no se ha
dado –
no está regalado– todavía. Es una novedad que envejece, que deja de ser nueva en
cuanto ocurre o propiamente es. Si algo es nuevo, lo será porque todavía no ha
sido.
Bien: ése es el éxtasis que corresponde a la felicidad. Pero veamos ahora el
tocante al
júbilo. Producirá júbilo lo ya vivido, algo, por tanto, perteneciente al pasado y
que no es
en modo alguno nuevo. Eso vivido y pasado se reitera ahora, y quien lo tuvo (y
quizá lo
perdió) lo vuelve a poseer ahora. Esta recuperación jubilosa tiene la estructura de
un
regalo, y quizá de un regalo con el que no se contaba.
Corresponde ahora tratar de desentrañar qué significa el que en un conflicto se
unan
el éxtasis y el júbilo. Que entre uno y otro ha de haber conflicto parece fuera de
toda
duda: si el éxtasis sobreviene por la irrupción de la novedad y el júbilo por la
recuperación de lo ya ocurrido, si el éxtasis es cosa de la entrada en lo futuro y
el júbilo
de la vuelta de lo pasado, y si el ángel quiere lo uno y lo otro, entonces tiene
propósitos
238
contradictorios o por lo menos conflictivos, de manera que la felicidad será más
que nada
la expresión de un conflicto o el nombre de una pugna entre opuestos, algo
ciertamente
muy alejado de la idea clásica de la felicidad como concordia. Quizá fuese posible
llamar
felicidad a algo semejante a esto –tomándola, por ejemplo, como una alternancia de
victorias de uno y otro bando–, pero lo que dice Benjamin es que en el conflicto
“se
unen” los dos polos y que eso es la felicidad: no la unión que acontece después del
conflicto o por medio de él, sino el conflicto mismo en el cual se da la unión.
Para
entender esta expresión ha de advertirse que el ángel ha emprendido un trayecto
desde el
futuro hasta Agesilaus Santander mirándolo a éste de cara y buscando su mirada. El
ángel viene del futuro, y esto significa que viene de algún lugar en el que a
Agesilaus
Santander le tocará estar en cierto momento, un momento para el que todavía falta
tiempo, mucho o poco. Si lo que se propone el ángel es llevar consigo al hombre
hacia
ese lugar, entonces parece claro que lo que quiere es mostrarle algo que para el
hombre
es único, nuevo y aún no vivido y llevarlo hacia ello. Pero semejante viaje
equivale en
realidad a precipitar a Agesilaus Santander en su propio destino. Que alguien
quiera
conducirlo a uno al futuro significa que quiere ahorrarle tiempo y transportarlo de
inmediato hacia algún lugar por el que uno tendría que llegar a pasar en algún
momento,
y esta conducción equivale a adelantarse al destino y a anticiparlo. Si la
felicidad
consistiera sólo en esto, no merecería propiamente el nombre de felicidad porque lo
único, lo nuevo y lo no vivido serían tan sólo el señuelo tras el que se escondería
el
destino, y para mayor miseria un destino sufrido por adelantado.
Nótese, sin embargo, cuál es la manera –o más exactamente la postura– en la que el
ángel emprendería ese viaje al que quiere arrastrar al hombre. El ángel se sabe la
ruta con
tanta pericia que para llegar al sitio de donde vino camina de espaldas. No es
necesario
reparar en esto para darse cuenta de que el viaje del ángel con el hombre es un
retroceso
pero, por si hiciera falta aclararlo, hay que imaginar al ángel yendo hacia atrás y
transportando al hombre consigo, es decir, transportándolo también hacia atrás. Lo
más
natural sería quizá imaginar al hombre viajando hacia el futuro con la vista puesta
en él,
aunque acompañado de un ángel que mira hacia atrás. Pero esta visión –la primera,
seguramente, que acude a la imaginación– tiene que corregirse en seguida, porque es
fruto de la misma ilusión que cree hallar la felicidad de lo nuevo donde no se
encontrará
más que la desdicha del destino. Lo que en realidad quiere el ángel es arrastrar al
hombre
de manera que el propio hombre vaya también de espaldas: que ese viaje no sea de
progreso sino de regreso y que, creyendo ir en busca de novedad, lo que halle sea
recuperación. O, si se prefiere, que la novedad proporcione la recuperación de lo
pasado
239
y la recuperación irrumpa como una novedad. El ángel regresa del futuro del que
partió,
pero en realidad ese futuro sólo era tal para el hombre; para el ángel que regresa
es
propiamente pasado, porque lo que hace ahora el ángel es volver con la cabeza
vuelta y
recuperar el punto y hora en que emprendió el viaje de ida con la mirada hacia
delante.
Lo que quiere el ángel es que al hombre le ocurra lo mismo que a él: que regrese a
la novedad de lo pasado, o si se prefiere, que regrese a la inocencia de aquél a
quien no
se le piden cuentas por sus culpas. Para el ángel el conflicto es francamente
liviano y fácil
de resolver o de superar. Como Heráclito, podría decir que “camino arriba y abajo,
uno y
el mismo”24. Es un ángel dialéctico que no falla en ninguna de sus superaciones,
pero el
hombre quizá no sea como él, por mucho que él lo quiera. Al querer arrastrarlo, el
ángel
le enseña al hombre lo que sería la felicidad. Para el hombre, sin embargo, el
conflicto
no puede resolverse; los dos polos están ciertamente juntos y hasta unidos, y lo
están
porque son inseparables, pero su unión es la de quienes tratan de destruirse sin
cesar y
no terminan nunca de hacerlo. En el hombre no son felices ni la novedad ni la
repetición:
la novedad porque es traidoramente fugaz y la repetición porque lo único que
produce es
tedio o sujeción al destino. El ángel no logra darle al hombre lo que quisiera
darle,
aunque quizá sí el regalo que le corresponde, que es el de hacerse ideas de la
felicidad en
las que esté junto todo aquello que tendría que cohonestarse sin poder hacerlo. El
ángel
muestra un futuro que no sea destino y un pasado que no sea culpa, pero pertenece
al
destino y a la culpa humana el que futuro y pasado no sean lo que el ángel muestra.
El
regalo del ángel es entonces una palabra que sólo significa la imposibilidad de su
significado.
La felicidad sería para Benjamin que de pronto el pasado fuese distinto de como
fue,
eso que según una larguísima tradición occidental no está ni siquiera en poder de
ningún
dios25. Benjamin parece creer que en algunas ocasiones la felicidad se muestra como
posible o incluso como presente –cada vez que el curso del destino se interrumpe y
uno
se libra de él–, pero la felicidad es una interrupción rápidamente interrumpida.
Para que
la felicidad permaneciera, ése tendría que ser su destino, aunque entonces ya no
sería
felicidad. Que la felicidad parezca posible es, por tanto, sólo un error. Es la
consecuencia
de no haber entendido (o, mejor dicho, de haber dejado de entender durante un
momento) cómo se mueven los hilos del destino del mundo. Allí donde hay mundo no
hay felicidad porque la felicidad no es más que un breve desacoplamiento, un
incidente
pasajero que no afecta al curso normal de las cosas y que de hecho no llega a
ocurrir del
todo. Cuando Aristóteles se hizo eco del dicho según el cual ni siquiera un dios
puede
convertir lo pasado en cosa no ocurrida, difícilmente le podría haber entrado en la
cabeza
240
la idea de que a la violación de esa imposibilidad pudiera llamársela felicidad
algún día.
La felicidad de Benjamin es una ruptura del orden del mundo: del orden en su
sentido
propio de disposición adecuada y concorde de sus partes y también en el sentido más
restringido de secuencia ordenada de los acontecimientos en el tiempo. Es la
quiebra de
lo uno y de lo otro, y por tanto no es propiamente nada, porque no tiene lugar ni
momento en el orden de las cosas. Allí donde hay algo y cuando lo hay no hay
felicidad,
y la felicidad no tiene allí ni tiene cuándo. El más alto de los bienes está reñido
con el
orden del ser y una consecuencia de esta pelea es que nada de lo que hay (y, sobre
todo,
nada de lo que puede haber) guarda ninguna relación ni semejanza con el bien que en
verdad interesa. Si la felicidad no tiene nada que ver con el mundo, entonces el
mundo
tampoco tiene nada que ver con el bien, salvo quizá con bienes poco decisivos y
valiosos.
241
Capítulo 22
La construcción moral de la realidad
Durante un buen puñado de siglos, el espíritu europeo estuvo persuadido de que el
orden
del ser y el del bien eran coincidentes en su extensión. Que algo tuviera ser o
existencia
implicaba que de ese ser podían afirmarse ciertos atributos o predicados, los
cuales le
corresponderían de manera adecuada si la afirmación resultaba verdadera, siendo la
existencia misma también un predicado, según una parte considerable de esta
tradición.
Pero decir lo que algo es y decirlo con verdad era declarar al mismo tiempo la
bondad de
ese ser, ya que la afirmación verdadera de los predicados de algo era lo mismo que
la
inclusión de la entidad en cuestión en un orden bien constituido de géneros y
especies. El
bien no añadía nada nuevo al ser; era tan sólo otra manera de designarlo. Para que
una
entidad estuviese completamente desprovista de bondad resultaba necesario que no
existiera, es decir, que no fuera una entidad. Si se compara la verdad, aunque sea
la más
humilde o la más funesta de todas, con una falsedad, habrá de proclamarse siempre
que
lo verdadero es mejor que lo falso, y lo será por cierto en términos absolutos, ya
que la
verdad es buena sin más y la falsedad (el decir de lo que es que no es o de lo que
no es
que es) mala o carente de bien o, lo que es lo mismo, carente de ser. Y si fuese
posible
comparar una entidad cualquiera con algo que no es (es decir, si la expresión “algo
que
no es” no fuera contradictoria), entonces podría advertirse que cualquier entidad,
aun la
más insignificante o despreciable y hasta la más depravada y maldita, es mejor que
la
ausencia de entidad. El ser es mejor que la nada porque si en la nada hubiera algún
bien
eso ya sería ser.
“La cosa, cualquiera que ella sea”, puede leerse en una de las obras canónicas de
la
ontoteología clásica, “aun siendo inferior y hasta la más baja de la tierra, al ser
una
naturaleza y una esencia es buena fuera de toda duda, ya que posee su propio modo y
especie en su propio género y orden.” La mayor parte de los lectores modernos
reprimirán con dificultad una mueca de fastidio, o quizá de indignación, ante estas
palabras de Agustín de Hipona en la Ciudad de Dios1. Resulta difícil encontrar una
expresión más elocuente de supuestos violentamente contrarios a los que el espíritu
moderno ha adoptado sobre el bien y el mal: la declaración no sólo es antipática,
desconsiderada, dogmática y conformista –todo lo que no debe tener una declaración
si
242
quiere halagar a un número grande de oídos–, sino que se opone a lo que quizá
constituya uno de los principios esenciales de la concepción moderna del mundo. No
cabe ninguna duda de que es dificilísimo afirmar de pronto la existencia de
semejante
“concepción moderna del mundo”, pero la lectura de una proclama como la agustiniana
invita a confiar en que sí: todos estamos en contra de eso y empezamos a estar en
contra
a partir de cierto momento histórico; ese momento fue sin duda el inicio de la
historia
moderna y todos los que están en contra son aquéllos a los que nos referimos cuando
hablamos enfáticamente de nosotros. Nosotros, los modernos, no creemos que algo sea
bueno por el solo hecho de ser o de existir. Para nosotros el orden del ser y el de
la
bondad –y quien dice la bondad puede decir lo correcto, lo aceptable, lo debido o
lo que
merece aprobación– son netamente distintos, aunque a veces puedan solaparse. De
entre
lo que existe, algunas entidades son buenas (o aceptables, debidas, correctas o
justas) y
otras no lo son, mientras que de entre lo que es bueno (o aceptable, debido,
correcto o
justo), creemos que algo de todo eso existe en la realidad y mucho de ello no. Nada
hay
de extraño en lo anterior para el espíritu moderno; lo raro sería lo contrario.
Para
nosotros los modernos es casi ininteligible la pretensión de que cualquier entidad
sea
mejor que la ausencia de ser; resulta obvio que muchas cosas que tienen existencia
sería
mejor que no la tuvieran, y nadie se lamentaría por esa mutilación o reducción del
orden
del ser. Los modernos miramos si algo existe o no y después juzgamos si es bueno o
es
malo. O al revés: hacemos juicios de valor o de preferencias y después vemos si hay
algo
en el mundo que satisface nuestros deseos. Pero en cualquiera de los dos casos la
cuestión del ser (lo que los modernos llamamos cuestiones fácticas o de hecho) y la
del
bien (lo que nos gusta llamar juicios valorativos o normativos) son netamente
distintas,
no se suscitan al mismo tiempo y no pueden en modo alguno confundirse.
Quien esté convencido de todos estos principios del espíritu moderno tenderá a
creer
que la tesis agustiniana (y otras muchas que la precedieron y siguieron) es
sencillamente
fruto del oscurantismo y del atraso. Al igual que las mejores mentes de la
antigüedad
afirmaron tesis completamente erróneas sobre cuestiones astronómicas, geográficas,
biológicas o físicas –tesis que se han probado falsas gracias al progreso de las
teorías, de
las observaciones y de la experimentación científica– también en lo tocante a la
moral ha
realizado la humanidad un progreso cierto que nos coloca en un plano de neta
superioridad con respecto a Platón, Aristóteles, Agustín de Hipona o Tomás de
Aquino.
Se dirá, por ejemplo, que el estudio de las obras de estos autores resulta muy
recomendable para apreciar sus ocasionales aciertos –harto laudables y meritorios,
si se
comparan con el atraso de la época– pero también para advertir sus yerros y captar
sus
243
fuentes de error, así como para admirar más y valorar mejor el lento progreso de la
humanidad hacia la verdad, el bienestar y la justicia. Si se mira sin prejuicios,
no tiene
nada de extraño que los antiguos creyeran tesis tan disparatadas sobre el bien y el
mal; de
hecho, sostenían también creencias misóginas, esclavistas, antidemocráticas,
intolerantes,
elitistas, retrógradas y muchos de ellos homófobas; no es extraño que quien se
equivoca
en sus juicios de valor tenga igualmente una concepción inaceptable de lo que en
general
significan el bien y el mal. La concepción de bienes y males propia de la
ontoteología
clásica sería el resultado tenebroso de una lamentable –aunque a menudo culpable–
falta
de ilustración.
Haríamos muy mal en fiarnos de esta manera whig, petulante y filistea de juzgar la
concepción del bien de la metafísica clásica. Como se tratará de mostrar, no es
nada fácil
apartarse francamente de ese modo de ver las cosas y, de hecho, la moral
deuterofisita
moderna no es más que una pequeñísima variación en el esquema conceptual de la
vieja
ontoagatología2. Pero antes es preciso detenerse un poco en las ideas sobre el mal
propias de esta tradición de pensamiento. También en esto Agustín de Hipona es un
exponente inmejorable. Para Agustín fue una obsesión, según es conocido, el combate
con las doctrinas maniqueas que tanto le habían atraído en su juventud. Su afán de
doblegar al maniqueísmo –una doctrina que atribuía al mal realidad propia y que
consideraba el mundo como un combate entre el bien y el mal, entendidos como dos
principios reales y antagónicos– lo llevó a expresar de una manera singularmente
vigorosa
algo que ya había estado presente en la filosofía antigua desde Platón y quizá
desde
Parménides, a saber, que el mal no tiene entidad propia y que debe entenderse tan
sólo
como una privación del bien. Así, cuando Agustín habla de la ceguera o de la
sordera, las
toma no sólo como una privación del genuino bien del ojo y del oído (o, mejor
dicho,
como una disminución muy grande de la plenitud de su ser) sino como una suerte de
manifestación indirecta del propio bien. Si vemos un ojo ciego, vemos con admirable
claridad que la perfección del ojo es la vista, y sin esto no sabríamos qué es la
ceguera ni
nos parecería un mal. De la misma manera que el bien es la perfección de una
entidad, el
mal es una privación suya, es decir, la posesión muy disminuida, quizá
infinitesimal, de
las perfecciones propias de esa entidad. Agustín tenía muy buenas razones
teológicas
para sostener esta noción del mal. Después del pecado original, la naturaleza que
Dios
había creado en toda su plenitud y dotado de toda perfección, quedó severamente
disminuida en sus perfecciones. Pero esto no significa que dejase de ser
naturaleza, ni
que cada entidad dejara de ser, por su parte, natura et essentia y pasase a carecer
de
modus et species3. Lo que resulta de la caída no es un mundo pervertido en el que
las
244
cosas hayan dejado de ser lo que son o estén confundidas o desordenadas; el orden
de
las cosas se ha conservado para que puedan volver a su plenitud en la consumación
de
los tiempos, pero se ha conservado, por así decir, dejando a cada entidad singular
en un
estado defectuoso o de deterioro. El mal no aniquila la perfección de la cosa:
simplemente la reduce, aunque la reducción puede resultar severísima. El mal es una
suerte de desgaste, pero no puede llegar a ser tan destructivo que haga perder a la
cosa
su forma o especie, es decir, su lugar en el orden de las cosas. El mal quita,
deteriora y
daña, pero no desfigura ni deforma: esto es propiamente lo que significa privación.
Podría parecer que una metafísica de la privación será siempre menos pesimista o
más
clemente que una metafísica de la destrucción o de la aniquilación, pero tal cosa
sería un
error. En realidad basta con que las perfecciones de una entidad estén disminuidas,
aunque no necesariamente de manera violenta, para que la entidad correspondiente
sea
un trozo del mal. No es que Agustín quiera encerrar al mal en unos confines lo más
angostos posible proclamando que todo lo demás es bueno, sino más bien al
contrario: el
mal es insoportablemente ubicuo porque está allí donde el ser de las cosas sufre
alguna
privación, por pequeña que sea, es decir, el mal está presente por doquier aunque
no
haya propiamente nada que esté presente, salvo el bien mismo disminuido y
frustrado.
En el mundo de la ontoagatología clásica cada entidad tenía su propio grado de
perfección (o de privación, si se prefiere). Todas las entidades eran buenas, pero
no
había dos que tuvieran justamente el mismo grado de bondad, de modo que el juzgar o
estimar consistía en acertar con la medida exacta de bien propia de cada entidad o,
si se
quiere, con el puesto que ocupaba en la jerarquía de los entes. Para establecer
cuánta
bondad tenía algo era necesario comparar la cosa con lo que ella verdaderamente es,
con
su idea o forma, o con lo que sería si cumpliera plenamente su finalidad, o con lo
que era
originariamente, en la mente de Dios, o en el mundo anterior a la caída. Juzgar
sobre el
bien de algo implicaba poder recordar o conocer –de manera imperfecta y defectuosa,
claro está– la perfección y plenitud de la entidad de que se tratase, el original
del que lo
percibido y juzgado es una copia más o menos fiel.
La metafísica clásica creyó casi siempre en la existencia de un mundo máximamente
verdadero, bueno y bello, distinto del familiar y acostumbrado. Ese mundo podía ser
el
de las ideas o formas, o el que precedió a la caída y sobrevendrá con la
consumación de
los tiempos, o el de las esferas supracelestes donde los movimientos son perfectos,
pero
en cualquiera de los casos ese mundo superior es la sede de la verdad, la bondad y
la
belleza –la sede, por tanto, del genuino ser– y debe distinguirse del ámbito en el
que se
mueve la experiencia ordinaria de los mortales, un ámbito en el que los entes no
alcanzan
245
su perfección, aunque participen de ella, tiendan a ella o la imiten. Pero la
metafísica
clásica fue, por lo general, hostil a la creencia de que este ámbito ordinario de
experiencia
constituía un completo caos, un desorden disparatado y absurdo o un pozo sin fondo
rebosante de podredumbre óntica. Un absoluto desorden en el que a ninguna entidad
le
correspondiese ningún predicado esencial, un precipicio vertiginoso sin géneros ni
especies, sin primeros principios del conocimiento y sin ninguna sombra, huella o
signo
de la perfección, es del todo inconcebible y carecería de ser. No constituiría,
desde luego,
un mundo, lo que para la metafísica clásica es cosa de capital importancia, ya que,
aunque caído, imperfecto y frustrado, el ámbito común de la vida mortal es
precisamente
un mundo, otro mundo distinto del verdadero, pero mundo como él.
Con frecuencia se cree que la idea moderna del mundo es el resultado del
desencantamiento de la visión tradicional, una visión constituida por la metafísica
clásica,
por ciertas creencias religiosas, por residuos y reactualizaciones mitológicas y
por
fantasías de pintores y poetas. La física matemática, la circunnavegación del
globo, el
liberalismo político, la secularización del cristianismo, el racionalización formal
del
derecho, la administración burocrática, y finalmente la democracia de masas, la
guerra
nuclear, la telecomunicación planetaria y la ingeniería genética serían el
resultado de una
mudanza radical en la imagen que se tiene del mundo de la experiencia ordinaria, un
mundo que a juicio de millones de almas modernas es el único que hay. Para
construir la
imagen de un mundo así fue necesario, según se dice, eliminar toda jerarquía
metafísica
y toda escala de perfecciones. Los entes ya no gozan de cierto grado de proximidad
a su
genuina plenitud ni sufren cierto grado de privación; su ser no está determinado
por su
semejanza o diferencia con réplicas existentes en otro mundo ni por lo que les
falta para
alcanzar la perfección. Los únicos predicados verdaderamente relevantes de
cualquier
entidad son los proporcionados por determinaciones cuantitativas de tipo aritmético
o
geométrico, las únicas que deben descubrirse si se quiere conocer el mundo en su
verdadero ser y manipularlo con verdadero aprovechamiento. En este mundo
desencantado ya no es cierto que todo lo que hay sea bueno, bello y verdadero en
modos
distintos; todo lo que hay en este mundo lo hay por igual y nada tiene más ni menos
ser
que ninguna otra cosa. Para cada cosa, el ser es lo mismo que para cualquier otra.
Esta
imagen del mundo es indiferente a la bondad, la belleza y la verdad, las cuales
pasan a
ser impresiones subjetivas que se tienen acerca de un mundo homogéneo.
En un mundo como éste, resulta claro que el ser no implica el bien ni el bien el
ser, y
que el conocer cómo es el mundo y el juzgar si está bien o mal han de ser
operaciones
netamente diferenciadas. Lo que parece claro –o por lo menos así ha parecido muchas
246
veces– es que el mundo de los modernos no necesita de otro mundo paralelo, es el
único
mundo, y de ahí su soberbia y su melancolía. La modernidad no necesita mundos
aparte
del único que hay, salvo en la imaginación de los poetas, en el delirio de los
esquizofrénicos y en los turbios intereses de unos cuantos sacerdotes oscurantistas
y su
resentida parroquia. Creer en otros mundos será lícito o tolerable cuando no quede
más
remedio (a causa de tendencias irracionales de la naturaleza humana, que el
progreso irá
domeñando y educando poco a poco hasta que resulten insignificantes) o siempre que
se
trate de ideas inofensivas que no dañen a nadie más que a su poseedor y que no sean
un
insulto para el decoro público, para la ilustración y para el provecho social. Esta
concepción tiene sus detractores –gentes para quienes ese tipo de creencias son las
responsables de los peores males que la humanidad ha sufrido y puede sufrir– y
también
sus abogados, convencidos de que basta ser consecuentes del todo con estas
creencias
para que se terminen por erradicar todos los males, de cualquier especie que sean.
Pero, como en seguida se verá y ya se ha anticipado, no es necesario pronunciarse
sobre si esta concepción es digna de celebración o de lamento, porque en realidad
una
concepción así no tuvo vigencia nunca. La moral deuterofisita moderna surgió
también
del contraste entre dos mundos y de la forja de un mundo perfecto, no deteriorado,
plenamente racional y sometido a un orden exhaustivo. Este mundo o naturaleza
paralela
no residía, sin embargo, como ocurrió en la metafísica clásica, más allá del mundo
físico
de la experiencia ordinaria, sino más acá, en la interioridad subjetiva, en sus
razones o en
sus pasiones. El verdadero mundo, el mundo tal como tiene que ser, puede colocarse
en
el reino de las ideas o en los cielos, en la mente de un dios, en el comienzo de
los
tiempos o en su final, y también en el interior del yo. Las diferencias entre unos
lugares y
otros no son cosa baladí, pero importan más las semejanzas entre ellos; todos se
conciben como perfectos, como distintos del mundo físico familiar y opuestos a él,
y
como el origen o el destino –o ambas cosas– del imperfecto mundo ordinario. Nos
ocuparemos ahora de la versión moderna de ese Mundo Bien Hecho, que es el mundo
moral de la interioridad.
El orden racional de la naturaleza física moderna es un orden de hechos que se
impone a las criaturas humanas como a cualquier otro cuerpo sometido a leyes
naturales.
En ese mundo matematizado no hay diferencias esenciales entre el cuerpo de los
seres
racionales y cualquier otro trozo de materia que estuviera dotado de las mismas
propiedades físicas. Sin embargo, el descubrimiento de que el mundo es así, el
hallazgo
de que el libro de la naturaleza está escrito en caracteres matemáticos y el
propósito de
sacar partido de ese conocimiento para aumentar la capacidad de intervenir en el
mundo
247
físico y transformarlo no lo han llevado a cabo entidades físicas cualesquiera: de
las
matemáticas no se ocupan los cuerpos, sino las mentes. Por la misma época en que la
física matemática daba los primeros pasos en su esforzada empresa de conocimiento y
de
control del mundo, el espíritu europeo se agitaba angustiado por peligros
desconocidos.
La traducción y difusión de los textos principales del escepticismo antiguo, unida
a las
perplejidades suscitadas por la ruptura de la unidad confesional de Europa y por el
descubrimiento en las Indias Occidentales de modos de vida del todo inopinados,
hizo
que las fuentes de certeza racional de las que había bebido secularmente el
conocimiento
del mundo amenazasen con secarse. Es verdad que quedaba expedita la vía fideísta
consistente en entregarse exclusivamente a la certeza de la fe despreciando las
insidias
seductoras del conocimiento racional –la puta razón a cuyas solicitudes Martín
Lutero
presumía de haber permanecido sordo– y quizá habría sido ése el destino del
espíritu
europeo de no haberse inventado un procedimiento ingenioso y atractivo para vencer
racionalmente al escepticismo en su mismo terreno y arrebatándole sus armas. Cuando
Descartes fundamentó los nuevos conocimientos de la física matemática y los viejos
de
la metafísica (desprovistos ya éstos de la noción tradicional del bien y reducidos
a la
demostración de la existencia de Dios y de la inmortalidad del alma), lo hizo en el
más
puro estilo escéptico y acentuando hasta la exageración los motivos de duda que los
partidarios antiguos y modernos del escepticismo habían encontrado para desconfiar
de la
validez del conocimiento. Como es bien sabido, la duda cartesiana se disuelve
precisamente radicalizándose al máximo. Cuando del edificio del conocimiento no
queda
nada en pie, se descubre que esa destrucción se funda precisamente en un yo que no
puede dudar de que la destrucción es obra suya y que tiene de esa destrucción y de

mismo una idea insuperablemente clara y segura. La claridad y distinción con que el
yo
advierte que piensa será precisamente el criterio con el que se mida el resto de
las ideas
de ese yo, el resto de los pensamientos que el yo forma en su interior sobre sí
mismo,
sobre Dios y sobre el mundo externo. Basta con retirarse a profundizar en la propia
interioridad para descubrir ideas tan claras y distintas que no pueden pensarse
como
falsas y que se imponen con la mayor de las evidencias, y esas ideas resultan ser
admirablemente aptas para entender la física matemática y perfeccionarla. Al
enemigo
escéptico se lo doblega con una victoria mucho más despiadada de lo que nadie
hubiera
podido imaginar, y se lo vence precisamente con el arsenal escéptico.
Descartes concluyó con toda naturalidad que podemos estar seguros del orden
racional del mundo externo porque nuestra interioridad está ordenada de tal suerte
que
basta con someterse a su propia disciplina para que el conocimiento de lo exterior
caiga
248
como un fruto maduro. El mundo exterior es una colosal maquinaria en la que todas
las
piezas encajan conforme a leyes sabias e inexorables, pero esto lo sabemos gracias
tan
sólo a que nuestro interior es un prodigioso anudamiento de claridades, un orden de
razones que se articulan ágilmente y conduce de unas a otras con facilidad y sin
violencia. Sin el orden de la interioridad, el del mundo externo seguiría
existiendo, pero
no sabríamos nada de él, o por lo menos no podríamos estar seguros de lo que
creyéramos. Una vez descubierto el orden de la interioridad como fundamento de
certeza, puede discutirse si las ideas de que se compone son innatas o adquiridas,
si están
producidas por la propia mente a partir de la reflexión sobre sí misma o si lo que
hacen
es ordenar impresiones del mundo exterior obtenidas mediante los sentidos. Puede
disputarse hasta los menores detalles sobre la trama que forman esas ideas y sobre
sus
relaciones con las cosas a que se refieren, pero lo que no está en tela de juicio
es que
esas ideas están en el interior de uno (aunque a veces las posea también Dios, un
dios
con disfraz de geómetra o de ingeniero, sospechosamente cortado por el mismo patrón
del yo pensante) y que configuran una totalidad armoniosa y bien ordenada, todo un
mundo de ideas con una hechura semejante a la del mundo exterior.
El mundo de ideas forjado por las doctrinas modernas del conocimiento es una
especie de duplicación o de reflejo interior del mundo exterior. En la metafísica
clásica
había un mundo exterior perfecto compuesto de las cosas tal como verdaderamente
son;
en la epistemología moderna hay un mundo interior compuesto de réplicas de las
cosas
hechas a nuestra medida. Quizá no pueda decirse que este mundo interior es
perfecto,
pero sí que presta servicios francamente admirables; dado el tipo de seres que
somos, la
interioridad que tenemos es lo mejor a lo que podríamos aspirar. Ha de advertirse
que el
desafío escéptico desempeñó en la edificación de este orden de la interioridad un
papel
hasta cierto punto semejante al del efecto Maquiavelo y el efecto Mandeville en la
formación de la idea moderna de la moral. El orden de la interioridad se descubre
cuando
las fuentes habituales de certeza han caído en el descrédito y cuando además hay
formas
de conocimiento rigurosamente nuevas, para las que los modos clásicos de conocer
resultan inapropiados. Por su parte, la moral moderna surge, según se ha visto,
como una
contrafigura de lo que Maquiavelo y Mandeville recomendaban para la actuación
humana. El orden de la interioridad es lo que resulta de la duda escéptica vuelta
contra
ella misma, de tomar como paradigma de la certeza aquel estado mental que se posee
cuando se acaba de superar la duda. La moral moderna, por su parte, es lo que
resulta de
dar por buenas las definiciones de lo que Maquiavelo y Mandeville consideraron
relevante en la actuación humana y descubrir a continuación que si se toma como
objeto
249
de la moral lo que ellos tomaron como objeto de la antimoral, si se abandona todo
lo
demás y si se sostiene sobre tales asuntos lo contrario de lo que creyeron estos
dos
autores, entonces resulta un orden de ideas mucho más robusto, coherente y claro de
lo
que la filosofía tradicional había enseñado al respecto. Pero falta por ver todavía
cómo
del orden de la interioridad propio de la doctrina moderna del conocimiento pudo
surgir el
diseño del mundo de la moral deuterofisita.
Según ha quedado dicho, el mundo interior del individuo moderno se constituyó
como una suerte de reflejo o copia del mundo exterior. Las ideas se entendían como
representaciones de las cosas, justamente al contrario de lo que ocurría en algunas
versiones de la ontoteología clásica, como la platónica, donde las cosas eran copia
de las
ideas. La flecha de la representación iba, así pues, de las ideas a las cosas en el
esquema
clásico y de las cosas a las ideas en el moderno, si bien la palabra “idea” había
cambiado
de significado lo bastante para permitir dicha inversión con toda naturalidad. Sin
embargo, el mundo interior moderno aspiró pronto a que la flecha de sus
representaciones pudiera apuntar en los dos sentidos. También se ha visto ya que el
orden de la interioridad es un todo bien ordenado –nada menos que todo un mundo–
aunque, según las versiones, puede estar constituido por ciertos efectos o huellas
que
dejan las cosas exteriores en la mente o por resultados de la actividad espontánea
y
soberana de esa mente. Tanto una versión como la otra, tanto la del Filaletes
lockeano de
los Nouveaux Essais de Leibniz como la del Teófilo por cuya boca habla el autor de
la
obra, corresponden fielmente a un orden de la interioridad: en lo que no discrepan
Teófilo y Filaletes es en que los dos hablan del mismo mundo, aunque uno diga
tenerlo
metido en su integridad dentro de un alma sin ventanas y el otro esté convencido de
que
su mente estaba vacía antes de que los objetos exteriores empezasen a dejar sus
reflejos
en ella.
Debe advertirse que esta noción de un orden de la interioridad apto para ser
entendido como un sistema a la vez espontáneo y receptivo, se presta admirablemente
a
servir de armazón a un orden moral que suceda al viejo esquema de lo bueno
convertible
con el ser. En cualquiera de las versiones de la teoría moderna del conocimiento,
la
interioridad es un mundo paralelo que representa el mundo exterior; sólo falta un
paso
para concebir un mundo interior de ideas, un mundo paralelo al exterior y concebido
con
vistas a que éste lo copie o lo represente. Basta con recuperar el esquema clásico
en el
que las ideas no copian a las cosas, sino al revés, sin que esta recuperación
afecte al
ámbito donde la flecha apunta en sentido inverso. La solución es sobria y sencilla:
se
llamará conocimiento al conjunto de las ideas que representan debida o
adecuadamente
250
las cosas y se llamará moral al conjunto de las ideas que deberían ser copiadas o
representadas por las cosas. En uno y otro caso se trata de órdenes de la
interioridad;
ambos son internos, pero por fuerza son órdenes distintos. Una vez definida la
relación
de la interioridad con la exterioridad como una relación consistente en copias o
representaciones, no queda más remedio que admitir las dos direcciones en que esas
copias pueden darse: necesariamente dos y nada más que dos. El conocimiento es el
orden interior de las ideas formadas; la moral el de las formantes. Que las ideas
formadas
constituyen todo un mundo, un orden total y autosubsistente, o que lo constituyen
las
ideas formantes, parece un uso metafórico o figurado de la palabra “mundo”. El
mundo
literal parece ser siempre el exterior, al igual que en la metafísica clásica se
creía que el
mundo de verdad era el de las ideas, siendo el de las cosas algo puramente vicario
o
delegado, como el uso metafórico de una palabra con respecto a su uso literal.
Mundo en
sentido propio lo es el mundo real; lo demás son metáforas más o menos aceptables,
al
igual que el gato es cierto felino y además hay un gato metafórico con el que se
levantan
los coches en los talleres, y otro en el que se guardaba el dinero, y otro que es
el natural
de Madrid. La división de lo literal y lo metafórico resulta aquí esencial para
determinar
cuál es la jerarquía de los mundos; la decisión de qué ha de tomarse como literal y
qué
como metafórico es lo que importa para decidir qué es lo que propiamente hay; sin
embargo, la moral moderna es inherentemente contrafáctica o contraóntica, y lo es
por
razones históricas bien precisas, pues se formó como una alternativa a ciertos
esquemas
sobre cómo actúan de hecho los seres humanos.
La moral deuterofisita es un mundo metafórico que debe convertirse en un mundo
literal. Está constituida, por lo menos en su programa radical, como un mundo
perfecto,
un mundo puramente concebido que, en su concepto, ha de resultar intachable; si se
acepta la crítica a un elemento del mundo paralelo de la moral, eso basta para
desacreditarlo como parte de ese mundo, porque en dicho mundo está todo lo que debe
ser y sólo lo que debe ser4. La moral deuterofisita ha trasladado al interior del
yo lo que
la metafísica tradicional tenía colocado en los cielos, en el principio de los
tiempos o en la
consumación de éstos. En realidad, la idea de que la moralización del mundo
advendrá al
final de los tiempos o se desarrollará paulatinamente tendiendo a una realización
final,
aun sin estar presente en todas las versiones de la moral deuterofisita, es una
querencia
casi constante en ella. No en vano, la moral moderna fue inventada por gentes
ávidas de
encontrar sustitutos secularizados del reino de Dios en la tierra y de la
resurrección de la
carne. Si a la moral deuterofisita se le resta la filosofía progresista de la
historia seguirá
conservando su coherencia, pero perderá la mayor parte de su fuerza y casi todos
los
251
motivos que la hicieron atractiva a ojos de muchas gentes. Para la moral
deuterofisita, el
mundo físico muestra todo el orden racional que la interioridad cognoscente es
capaz de
reflejar y está llamado a mostrar todo el orden racional que la interioridad moral
sea
capaz de proyectarle. La moral deuterofisita no habita un único mundo; se mueve
entre
el que hay y el que debe haber ahí fuera y emprende sus viajes a través de mundos
interiores; por lo menos a través de dos mundos interiores: uno reflejo y el otro
reflejante. Seguramente esos cuatro mundos están bien hechos, pero lo que importa a
la
moral deuterofisita es que el mundo moral interior no es bueno, sino perfecto, y
que una
especie que lleva en sus adentros un mundo así está obligada a convertir el mundo
exterior en un espejo de esa perfecta interioridad.
252
Capítulo 23
La verdad como coincidencia
y como desajuste
La tarea de la moral moderna consiste en hacer que el turbio y desarreglado mundo
exterior –un mundo que está bien hecho para quien lo conoce pero no para quien lo
juzga– pase a reflejar la límpida interioridad humana, ese manojo de leyes
racionales
aptas para mover a la acción o de pasiones apacibles capaces de poner a la razón a
su
servicio. Ningún moderno habría podido sobrevivir en el mundo si ese mundo fuera el
único; para el hombre moderno, tener un solo mundo es como no tener ninguno. El
conocimiento y la moral –quizá las dos instituciones más prestigiosas en el
Occidente de
los últimos siglos– constituyen sendas maneras de hacer coincidir entre sí los
mundos
divididos de la modernidad. Cuando las ideas que se for-man en el interior humano
se
acoplan o coinciden con lo que ocurre de hecho en el mundo exterior, el hombre
moderno suele decir que eso es la verdad, y, cuando los hechos del mundo se adaptan
a
las normas imparciales, altruistas, transparentes y universales que uno tiene en su
interior,
a ese acoplamiento se lo suele llamar justicia. Pero la justicia es, como se
tratará de
mostrar, una suerte de verdad a la inversa. Quien quiera saber algo de las
relaciones entre
el bien y el mundo no podrá despreocuparse de la cuestión de la verdad, y convendrá
que desconfíe de algunos prejuicios muy nocivos que el pensamiento contemporáneo ha
puesto en circulación con éxito.
Se admite de ordinario que un juicio es verdadero cuando lo afirmado por él ocurre
realmente en el mundo. Sea o no verdadero lo que acaba de decirse, es menester
detenerse un momento en dos de las expresiones recién empleadas: “de ordinario” y
“realmente”. Si alguien dice que de ordinario pasa esto o lo otro, resulta muy
aconsejable mirar el contexto de la expresión y preguntarse cuál es la carga
valorativa que
lleva incorporada esta locución adverbial. “De ordinario” puede usarse en sentido
favorable, como apoyo de la aserción que viene después o en la que esta locución
está
incrustada, y también en sentido peyorativo, dando a entender que la afirmación en
cuestión merece revisarse. Todo depende de si se cree que lo ordinario es bueno o
es
malo y de las creencias que se les supongan sobre el particular a los destinatarios
de la
expresión correspondiente. Quien esté convencido de que las opiniones co-munes que
se
253
comparten sobre cierto tipo de asuntos o las costumbres vigentes son en general
correctas y quien crea que regirse por la opinión común es un buen procedimiento
para
resolver dudas y eliminar perplejidades, tenderá a usar la expresión “de ordinario”
como
una locución de autoridad, mientras que los adversarios del común parecer o quienes
desconfíen del valor que tienen las creencias habituales sobre determinadas
cuestiones
pronunciarán esa expresión en sentido censorio, y casi siempre como prólogo de un
juicio
propio adverso a lo que se tiene por común y habitual. Una misma persona podrá
pronunciar, sin duda, la locución “de ordinario” dándole alternativamente, incluso
dentro
de una misma conversación, uno y otro sentido, aunque es cierto que quien propende
a
tener la mayor estima por lo ordinario hasta tanto no se le den argumentos en
contra (y a
veces aun contra los mejores argumentos) suele estar reñido con quien cree que todo
lo
ordinario es sospechoso o digno de desprecio (incluso si las razones que se le dan
en
contra son impecables). Además la expresión “de ordinario” se usa suponiendo que se
entiende cuál es el ámbito en el que lo ordinario resulta serlo. Si digo que de
ordinario se
come a las dos y media de la tarde, hay que suponer que no me refiero a lo que es
habitual en Alemania o en Inglaterra, y ni siquiera en Italia o Portugal. “De
ordinario”
lleva incorporada la referencia a un contexto tácito, que normalmente no hace falta
explicitar.
Pero no resulta nada fácil determinar cuál es el contexto tácito al que se refiere
la
expresión “se admite de ordinario…”, usada al comierzo del párrafo anterior. Podría
pensarse que la admisión en cuestión se produce de manera habitual y común entre
los
lectores de libros de filosofía de comienzos del siglo XXI, o entre las personas
adultas de
cualquier tiempo y lugar, o que es frecuente entre los europeos y americanos
relativamente cultos, o entre gentes de clase media, o quizá que es una constante
de la
tradición filosófica occidental, desde no se sabe qué momento remoto. Quizá la
especificación del contexto en que lo ordinario es ordinario tiene mucho que ver
con el
valor favorable o desfavorable que se le dé a la expresión, y también a la inversa.
A poco
que se piense vendrán fácilmente a la cabeza ejemplos en los que la estimación
reduce o
ensancha el ámbito de lo ordinario, y también casos en que la ampliación o
reducción de
ese ámbito hace mudar de valoración. En el caso que ahora interesa las palabras
objeto
de examen pueden usarse de más de una manera, y conviene prestar cierta atención a
ello. La manera más sencilla de entender la admisión ordinaria de que nos ocupamos
consiste en suponer que se da por buena la concepción referida de la verdad y que,
en
apoyo de sus bondades, se aduce la aceptación generalizada de esa concepción, una
aceptación que probablemente se atribuya a muchos filósofos contemporáneos
distintos
254
del que habla, al sentido común de las personas ilustradas de hoy día, a muchas
mentes
de otras épocas y en general a las personas sensatas o a la mayor parte de quienes
se han
parado a pensar sin prejuicios sobre cuestiones así. Si se le da crédito a esta
interpretación, se tendrá la expectativa de que en seguida viene una defensa de esa
concepción de la verdad contra todos sus atacantes.
Cabe, sin embargo, una segunda interpretación, en la que el autor de las palabras
mencionadas se dispone a iniciar un combate contra el parecer ordinario en lo
tocante a
la verdad. En este segundo caso, el contexto tácito estará formado probablemente
por
colegas dogmáticos, adocenados y perezosos, por la opinión mostrenca de gente poco
cultivada, manipulada o confundida y quizá también por lo que fue el parecer
unánime en
épocas muy rancias y atrasadas. Quien quiera defender la concepción de la verdad
que se
menciona defenderá al mismo tiempo la conveniencia de hacer caso de las creencias
ordinarias y tenderá a sostener que éstas son las naturales y esperables en
cualquier
persona normalmente constituida, mientras que aquéllos para quienes la verdad no es
lo
que ahí se dice darán por sentado que las opiniones mayoritarias no son siempre
fiables
(un motivo para sospechar que no lo son a menudo, o casi nunca) y añadirán quizá
que
tampoco está tan claro que tanta gente y tan variada haya pensado eso sobre la
verdad (a
pesar de que lo parezca).
En breve habrá ocasión de volver a lo anterior, pero ahora es imprescindible
preguntarse por el sentido que posee la palabra “realmente” para quien dice que una
proposición o juicio es verdadera cuando lo que afirma el juicio ocurre realmente
en el
mundo. Hay muchas razones para creer que no pasa nada significativo si se suprime
el
adverbio “realmente” en esa afirmación. Quizá se trate tan sólo de una expresión
enfática
o redundante, como si las palabras “ocurre” y “en el mundo” se escribiesen en
cursiva o
en negrita o se pronunciasen alzando la voz o haciendo más lenta la pronunciación,
con
interés en que no pasaran inadvertidas. Quítese, pues, “realmente” y nos
entenderemos
todos mejor, además de ganar tiempo y espacio. Pero, aparte de que el tiempo y el
espacio ganados es francamente poco, todo lo anterior apoya justo lo contrario de
lo que
afirma. En efecto, si esa palabra cumple tan sólo la función de advertir y de
llamar la
atención, el eliminarla resultará tan inaceptable como quitar avisos de peligro en
una
carretera con el argumento de que el peligro es siempre más claro que cualquiera de
sus
señales. Para la compulsión eliminativa casi todo es eliminable salvo ella misma,
pero el
problema de la verdad surge precisamente a partir de señales de aviso, a partir del
acto
de detener o demorar la atención en algo que muy bien podría pasar inadvertido. Si
se
elimina el adverbio “realmente”, que sin duda no añade nada muy sustantivo a la
255
proposición en la que está, el problema de la verdad no estaría en condiciones de
suscitar
interés; se resolvería de una manera totalmente satisfactoria para todos, tan
satisfactoria
que todo el mundo quedaría convencido de que en realidad no habría merecido la pena
ocuparse de este asunto. Es cierto que para muchos profesores de filosofía ése es
precisamente el paradigma de solución de un problema filosófico: un estado en el
que se
crea con tranquilidad que habría sido mucho mejor para todos no tener que ocuparse
del
problema en cuestión. Todas estas personas suelen ser profesionales muy
concienzudos y
exitosos, pero lo que hacen no tiene apenas nada que ver con la filosofía porque
los
problemas filosóficos suelen surgir de expresiones superfluas, complicaciones
innecesarias, lujos gratuitos y devaneos irresponsables, precisamente todo aquello
que
evitaría un buen administrador de su tiempo y un inspector conceptual mínimamente
severo.
La mayor parte de las cuestiones en torno a la verdad se suscitan en cuanto se
piensa un poco por qué es necesario añadir “realmente” a “lo que afirma el juicio
ocurre
en el mundo”. Porque muy bien podría suceder que un juicio afirmase algo y lo
afirmado
ocurriese en el mundo, pero ocurriese de manera desvaída, incierta, vaga, parcial o
dudosa, o que ocurriera en el mundo, pero en esa parte suya constituida por las
fantasías,
delirios, deseos o esperanzas de ciertos animales superiores, o que ocurriese en el
mundo
pero de manera vicaria, a saber, en los mecanismos de percepción de esos animales,
y
quizá sólo en tales mecanismos. “Realmente” es un aviso para no despeñarse por
ninguno de estos traicioneros precipicios y una advertencia de que, si uno no
extrema la
disciplina más de lo acostumbrado, lo normal será precipitarse por alguno de ellos.
Es un
recordatorio de todas las víctimas, algunas culpables pero muchas inocentes, que ha
causado el exceso de confianza en el orden de la interioridad.
Si lo anterior es cierto, entonces no está claro del todo que esta concepción de la
verdad sea tan de sentido común y tan ordinaria como se decía. A menudo, desde
luego,
el acuerdo con el sentido común se esgrime como razón en pro de una doctrina
filosófica; la condición intuitiva de éstas vendría a ser una virtud de las más
destacables y
aun podría decidir en casos difíciles sobre la tesis filosófica que uno debería
aprobar.
Pero la idea misma de un sentido común o de una conciencia ordinaria es ajena al
sentido
común y a la conciencia ordinaria. A semejanza de términos como “payo” o “gentil”,
el
sentido común tiene que caracterizarse desde fuera de él; del mismo modo que los
payos
son quienes no son gitanos mirados desde el punto de vista de éstos –y nadie podrá
nunca definirse como payo salvo que esté hablando de gitanos o con ellos–, así el
sentido
común tiene que definirse a partir de sus excepciones1. La filosofía no es la única
de
256
entre ellas: seguramente, la idea del sentido común surgió por contraposición a la
locura y
la extravagancia y para impugnar éstas. Pero lo cierto es que, una vez formada
dicha
categoría, los filósofos han hecho un uso muy asiduo de ella, bien para vituperarla
como
aquello de lo que la filosofía ha de separarse, bien para proponerla como aquello
que los
filósofos deben imitar o restablecer. Cuando se da esta segunda circunstancia hay
que
temer casi siempre que el filósofo está inventando un sentido común en beneficio
propio.
El pecado de soberbia menos venial del filósofo es suponer que quienes están fuera
o por
debajo de las maneras filosóficas de pensar constituyen un grupo homogéneo y
uniforme
en sus creencias. No es que sean aquellos que no piensan como nosotros (con
independencia de lo que efectivamente crean), sino aquellos que piensan de
determinado
modo que nosotros debemos imitar o rehuir.
Por algún motivo enigmático y quizá supersticioso los filósofos tienden a creer que
el
sentido común es espontáneamente realista. Se supone que las personas sin
conocimientos filosóficos no sólo creen en la existencia del mundo exterior, sino
que
además opinan que el conocimiento que poseen de las distintas partes del mismo lo
es de
esas partes propiamente (y no, por ejemplo, de ideas, imágenes o datos
sensoriales), que
dichas partes del mundo son, desde luego, independientes de la mente y que el decir
la
verdad sobre algo significa que las cosas son en sí mismas como se dice que son, y
seguirían siendo así con independencia de lo que uno creyera o dijera. Pueden
multiplicarse las dudas sobre si las personas llamadas ordinarias creen todo lo
anterior o
no, pero lo cierto es que eso es lo que cree sobre las personas ordinarias la mayor
parte
de los filósofos, ya sea para alabarlo, ya para vituperarlo. Y cabe sospechar que
la
atribución de un realismo espontáneo al “sentido común” forma parte de toda una
estrategia para pasarle al adversario la carga de la prueba. Comoquiera que, de
oficio y
por defecto, todo el mundo es realista, se necesitan muy robustos y poderosos
argumentos para mudar semejante estado de cosas; hacen falta quizá argumentos
nuevos, pues si los hasta ahora disponibles hubieran sido de buena calidad,
entonces el
sentido común no sería como es.
Pero todo lo anterior interesa principalmente en relación con la verdad en moral,
es
decir, con aquello en lo que consista la verdad de los juicios morales (y, en
general, de los
juicios estimativos) o, si se quiere, la validez objetiva, y no meramente
intramuros de
cada persona, de las normas moralmente válidas. Si bien se mira, la moral
deuterofisita
moderna ha sido constitutivamente idealista, y no es fácil interpretarla en
términos
favorables al realismo2. Su noción de la verdad no es, en efecto, la de un ajuste o
correspondencia con el mundo tal como éste es (con el mundo físico o primera
257
naturaleza) porque a la moral deuterofisita no le interesa la verdad sin más, sino
lo que
tiene que ser verdad; su asunto no son los hechos que se dan, sino los que deberían
darse o sería bueno que se diesen, de manera que los ajustes y correspondencias de
que
se ocupa la moral apuntan bien a los hechos que se darían en un mundo moralizado.
Esta variante de la doctrina de la verdad como correspondencia no es una herejía ni
una
rareza; es simplemente una de las dos mitades de la versión moderna de dicha
doctrina.
La versión habitual de la verdad como una correspondencia con lo que realmente se
da
es retrospectiva: se piensa que los juicios vienen después de los hechos, que éstos
quedan
atrás, disponibles para poder ser consultados, y que, para ver si un juicio es
verdadero,
hay que volverse de espaldas y cotejar los hechos con el juicio que se tiene
delante. Pero
en la otra mitad de los casos la correspondencia es prospectiva y lo que hace es
cotejar el
juicio con su realización futura en el mundo. Algo será moralmente verdadero cuando
sea
digno de ocurrir en un mundo moralizado; de ser moralmente falso, el mundo
moralizado
rechazará ese juicio y no consentirá que se produzca el hecho correspondiente. El
juicio
no se compara con lo que tiene detrás, sino con lo que le espera delante, de modo
que
para rechazar algo se dirá que eso en un mundo moral no podría ocurrir nunca, esto
es,
que si ocurre es porque este mundo está mal hecho, pero en un mundo bien hecho eso
no podría ser verdad.
Quien crea que esta concepción no es muy sólida ni muy científica hará bien en
abandonar igualmente la doctrina retrospectiva de la verdad como correspondencia
porque en realidad no tiene mucha importancia el que los hechos se coloquen detrás
o se
coloquen delante. En ambos casos se cree que los hechos configuran un mundo (el
mundo es el conjunto de todos los hechos), que puede determinarse el ajuste o
desajuste
entre los juicios y los hechos y que, para que haya verdad, el ajuste tiene que
darse
realmente. Sin duda, el sentido del adverbio “realmente” es distinto en la doctrina
prospectiva, pero puede que no tan distinto como a primera vista parece.
“Realmente” es
un aviso para exigir que lo que dice el juicio ocurra de verdad y no se quede en
una
ilusión, una fantasía, un mero dato sensorial o un delirio. Pero hay que advertir
que esto
vale también –y vale literalmente– para la moral deuterofisita, la cual impone
desde luego
la exigencia de que lo moralmente mandado no se quede en buenos deseos, en
esperanzas piadosas o en cumplimientos a medias. Las obligaciones morales tienen
que
cumplirse de verdad, tienen que obedecerse realmente, y es preciso avisar sobre
esto
cuantas veces haga falta, sin temor a la redundancia, porque hay muchas veces en
que
parece que las obligaciones se han cumplido y en realidad están sin cumplir. En esa
compulsión repetitiva y en ese temor a que creamos estar en un mundo moral sin
estar
258
realmente en él, en esa sospecha sobre el bajo nivel de nuestras exigencias, radica
la
relación entre la moral y la verdad.
Cabe replicar que lo anterior no es lo que habitualmente se entiende por realismo
moral, y la réplica es del todo oportuna. El realismo moral, tal como esta
expresión se
emplea en la filosofía contemporánea y en particular en la académica angloparlante,
es un
conjunto de doctrinas según las cuales la validez o corrección de los juicios de
valor y de
las normas morales ha de estar respaldada por el mundo, entendiéndose aquí por
mundo
no el moral que debe ser sino el que efectivamente hay, es decir el mundo físico de
la
primera naturaleza. Para los realistas morales la validez normativa no se inventa,
sino que
se descubre. Aunque ese descubrimiento sea distinto, desde luego, de los
científicos y
geográficos, es análogo a ellos en que el descubrir la validez normativa de algo
equivale a
reconocer que el mundo exterior nos fuerza a admitirlo y prestarle acatamiento, de
manera semejante a lo que ocurre cuando nuestras facultades perceptivas nos obligan
a
admitir algo como un hecho. Muy bien puede uno negarse a acatar lo que el mundo nos
obliga a acatar moral y cognoscitivamente, pero los realistas creen que esto no es
más
que un acto de autoengaño, tan censurable si afecta a un ámbito como si afecta al
otro:
negarse a aceptar que la violación es mala sería como negarse a admitir que la
nieve es
blanca. El realismo moral constituye una expresión de la tendencia, poderosa a
veces en
la cultura moderna, a unificar la imagen del mundo y someter todo lo que se tiene
por
válido, sean las leyes de Mendel o la regla de la mayoría, a una única
jurisdicción. Pero
la cruz más pesada con que ha de cargar el realista moral es que su realismo
resulta muy
poco acorde con el sentido común prevaleciente. En efecto, la idea de que la verdad
de
las leyes científicas es análoga a la de la ley moral constituye una idea
contraintuitiva y
forzada, propia de filósofos académicos con aficiones científicas (o con prejuicios
cientificistas) pero sin mucho trato con las otras parcelas de la cultura
contemporánea y
con el sentir de la gente corriente. Tal cosa quizá no sea un vicio, pero sí ha de
parecérselo a quien defienda el realismo precisamente por sus buenas relaciones con
el
sentido común. De hecho, uno de los acuerdos tácitos de la cultura moderna es que
la
imagen científica del mundo, aun siendo en cierto modo emblemática –es decir, la
principal enseña o estandarte de los tiempos modernos–, no tiene una validez
irrestricta
en todos los asuntos de la vida humana, y ha de coexistir con la esfera moral, con
la
estética, con la política o con la erótica3. La ciencia moderna, al igual que la
moral, fue el
resultado de una división de esferas de validez y no es fácil que siga habiendo
moral si no
está en una esfera propia. Esto no es asunto de juicios de valor, sino de hechos
históricos
muy tercos, difíciles de volver del revés.
259
El realismo moral, fundado en una analogía entre la verdad del conocimiento y la
validez normativa, puede tener la tentación de ir más allá de la analogía y querer
convertir la validez moral en una forma de la verdad como correspondencia con el
mundo, y también la de reducir la analogía a la mera proclamación de que la validez
moral es objetiva y no se reduce a lo que se quiere hacer de ella en cada
circunstancia,
que se impone por sí, muchas veces contra los deseos de las personas, y que uno se
encuentra a menudo con sus mandatos como se enfrenta a hechos con los que no
contaba y que tiene que admitir. Cuando el realismo moral cae en esta segunda
tentación
se torna una doctrina plausible y sensata a la que, sin embargo, no se ve con
claridad por
qué llamarla realismo ni en qué sentido afirma que las relaciones de la moral con
el
mundo físico son especialmente estrechas. Cuando, por el contrario, cae en la
primera
tentación, el realismo moral se convierte en una amenaza que, por lo menos a
primera
vista, no es para tomar a broma. El programa realista consistiría en hallar una
serie de
normas o de juicios de valor debidamente asentados en hechos y, por tanto, de
validez
garantizada. En caso de que este realismo prospere, la discusión moral habrá
terminado o
se reducirá al adecuado descubrimiento de hechos; después ya no habrá más disputas
morales y si las hay serán ridículas o despreciables, como lo sería el discutir si
la nieve es
blanca o si los huracanes son realmente peligrosos o meras discusiones de detalle.
Por
regla general, el realista moral es alguien tan convencido de ciertas ideas o
intuiciones
sobre lo que está bien y mal o sobre lo que debe hacerse y evitarse que desea
fervientemente elevarlas a la categoría de la verdad objetiva, de una verdad lo más
parecida posible a la que reina en lo que llama “la ciencia”. Afortunadamente esta
versión
cruda y malencarada del realismo moral se queda en un mero programa y sus amenazas
no se cumplen, aunque no por ello dejan de proferirse.
Pero la verdad propia de la moral deuterofisita es la correspondencia con un mundo
bien hecho que no coincide, naturalmente, con el mundo físico. Quien quiera
librarse
para siempre de la doctrina de la verdad como correspondencia hará bien en abjurar
de la
moral deuterofisita y su mundo ideal destinado a realizarse. Es posible, no
obstante, que
algunos deuterofisitas melancólicos desconfíen de la posibilidad de realizar
verdaderamente la moral y crean que el mundo bien hecho está destinado a no salir
nunca del orden de la interioridad. Para esta clase de modernos desengañados, el
mundo
moral puede prestar excelentes servicios cada vez que se quiera criticar o execrar
algún
trozo del mundo realmente existente; más aún: si no existiera el mundo moral en el
orden
de la interioridad, entonces no cabría someter nada a juicio y habría que limitarse
a dar
por buena la realidad tal como es, en todos sus detalles y manifestaciones. Estos
260
deuterofisitas no son irrealistas; se limitan a creer que es muy difícil o quiza
imposible
realizar la moral de verdad, y se ocupan sobre todo de señalar el error y de
criticarlo con
la mayor constancia posible. Desde luego sus críticas tienen que llevarse a cabo
desde el
mundo bien hecho, por contraste con él y en nombre suyo, por lo menos si quieren
ser
críticas realmente morales, morales de verdad, y no simples opiniones o expresiones
de
mera preferencia. No hay que confundir, sin embargo, a estos deuterofisitas
melancólicos
con los verdaderos idealistas morales. Tanto en la moral como en el conocimiento la
cuestión del realismo surge a propósito de la atención compulsiva que se dispensa a
locuciones como “de verdad” y adverbios como “realmente”. El deuterofisita
desengañado sostiene que la moral debe realizarse en el mundo –o la teoría en la
práctica, como se dice a veces–, pero tiende a creer que tal cosa no ocurre de
verdad casi
nunca; es, podría decirse, un realista insatisfecho o pesimista, como lo sería un
realista
cognoscitivo que desconfiase de las capacidades humanas para conocer el mundo como
realmente es. Contra lo que pudiera parecer, ninguno de estos dos realistas
frustrados
tiene nada de escéptico, salvo quizá algunos gestos melancólicos. El uno está
persuadido
de que el mundo es como es, independientemente de que lo conozcamos o no, y el otro
cree con firmeza que el mundo debe ser de cierto modo, independientemente de que se
satisfagan o no sus pretensiones. Sólo se distinguen de los realistas habituales en
el
pesimismo, y comparten desde luego la creencia en un mundo bien hecho al que debe
ajustarse el orden de la interioridad.
Pero pensemos ahora en un personaje distinto: en un idealista cognoscitivo a quien
le
basta con que su interioridad haya elaborado adecuadamente cierta creencia conforme
a
las leyes propias del orden interior del yo para que dicha creencia se tome sin más
como
verdadera. Este idealista se opone a quien cree que no basta con esa elaboración
adecuada de puertas adentro y que el mundo exterior tiene que respaldar la creencia
correspondiente4. En puridad, la concepción realista de la verdad está montada
precisamente en contra del primero de estos personajes. El filósofo norteamericano
Donald Davidson definió muy bien el espíritu de lo que él llamaba y suele llamarse
antirrealismo: el antirrealismo, dice Davidson, “es una manifestación del impulso,
irreprimible en la filosofía occidental, de asegurarse de que todo lo que es real
puede ser
conocido: el antirrealismo trata de lograr esto negándole la existencia a todo
aquello que,
según él, está más allá de donde llega el conocimiento humano”5. Se podría ahora
tratar
de imaginar a qué tipo humano corresponde el antirrealismo en la moral. Si el
antirrealismo cognoscitivo sostiene que todo lo real puede conocerse y que nada que
no
pueda ser conocido es real, no resulta difícil pensar en alguien propenso a
sostener que
261
todo lo bueno puede ser apreciado y que nada que no pueda apreciarse o estimarse es
bueno. Otra versión de este antirrealismo moral sería la de quien dijera que todo
lo
normativamente exigible puede ser reconocido y obedecido y que, si algo no puede
obedecerse, entonces no es normativamente exigible. Lo cierto es que estas dos
últimas
tesis están muy cerca del principio “si debo, entonces puedo”, un principio sin el
cual la
moral deuterofisita nunca habría llegado a erigirse. Puede que el antirrealismo
moral sea
esto, pero de ser así quizá muchos piensen que resulta inevitable ser
antirrealista.
Lo que aquí se suscita es el problema de si puede haber bienes o deberes de los que
nunca lleguemos a enterarnos, bienes o deberes que sobrepasen las capacidades
humanas
de reconocer algo como un deber o un bien y de actuar consecuentemente con ello.
Esto
último necesita, desde luego, de cierta aclaración, puesto que muy bien pudiera
ocurrir
que entrara dentro de nuestras capacidades el reconocer o acatar algo como un bien
o un
deber y, sin embargo, excediese a dichas capacidades el actuar en consecuencia. La
respuesta del antirrealista sería quizá que si en verdad se da ese desajuste y no
se trata
meramente de un caso de incontinencia, entonces el deber o bien en cuestión no se
reconoce en puridad, sino tan sólo de manera ficticia o hipotética: lo que sería
bueno o
sería un deber en caso de que estuviéramos hechos de otra manera. Pero, si se
admite
este modo de razonar, entonces ya no hay forma de salir del antirrealismo, porque
cualquier bien o deber que nos sobrepasara podría ser declarado a continuación un
bien o
deber meramente aparente. Sin embargo, la cuestión que se ventila aquí es la de un
supuesto sobrepasamiento de nuestras capacidades estimativas por bienes que no se
estimarían como tales. Lo que hace el antirrealista es precisamente negar que dicho
sobrepasamiento pueda darse, pero importa señalar que esta tesis antirrealista no
es ni
mucho menos incompatible con las dos formas de realismo moral que antes se han
señalado. No lo es con el realismo moral de la primera naturaleza porque el
partidario de
esta doctrina creerá por regla general que nuestra mente está perfectamente
preparada
para el conocimiento de verdades morales objetivas y que los hechos morales no son
de
condición huidiza ni andan escondidos o inaccesibles, sino que su conocimiento es
fácil
para la conciencia ordinaria a poca ilustración que tenga, y será tanto más fácil
cuanto
más se hagan sentir los adelantos del progreso moral. El realista moral no cree que
los
hechos vayan a darle sorpresas ni vayan a desbaratar sus convicciones; al
contrario,
piensa que las robustecerán y las harán intocables. Y, por su parte, parece claro
que el
realismo moral de la segunda naturaleza tampoco tiene grandes objeciones que oponer
al
antirrealista del que hace un momento hablábamos. Al contrario: quien crea en un
mundo
moral bien hecho en el que ciertos juicios tienen que ser verdaderos creerá
también, por
262
regla general, que ese mundo está sacado del orden moral de nuestra interioridad y
coincide con él, pues de lo contrario no tendríamos ningún derecho a llamar moral a
un
mundo así.
Todo lo anterior lleva a la conclusión de que lo que importa no es la disputa entre
el
realismo y el antirrealismo moral (una disputa que a menudo se limita a un
ejercicio
escolástico sin mucha enjundia filosófica), sino otra distinta. La disputa que
verdaderamente interesa es la que enfrenta al antirrealista (o idealista) tal como
antes ha
sido descrito con su más genuino rival, un oponente al que quizá no quede más
remedio
que calificar de antiidealista o anti-antirrealista6. Lo que sostiene este oponente
es que no
podemos estar en absoluto seguros de que los bienes (y también los males) no
sobrepasen nuestras capacidades estimativas y lo que seguramente sospecha es que
esos
sobrepasamientos son más frecuentes de lo que suele creerse. El antiidealista cree
que
hay más bienes y más males de los que él y sus contemporáneos (e incluso sus
congéneres) están dispuestos a admitir y de los que pueden soñar sus filosofías,
aunque
no sea capaz desde luego de señalar qué bienes y qué males son ésos. O dicho de
otro
modo: cree que la bondad y la maldad de las cosas no siempre se ciñen a nuestras
nociones del bien y del mal, de modo que para apreciar debidamente ciertos bienes o
para advertir ciertos males necesitaríamos capacidades que no tenemos y que no
somos
capaces de imaginar adecuadamente. Esta manera de exponer la tesis del
sobrepasamiento parecerá a muchas gentes toda una provocación. En efecto, parece
afirmar la existencia –quizá en cierto lugar inaccesible– de unos bienes y males
misteriosos que nadie va a conocer ni estimar nunca adecuadamente y que exigirían
de
nosotros cualidades imposibles o inverosimiles. O por lo menos parece negar la
posibilidad de desembarazarse de esa hipótesis.
Sin embargo, esta hipótesis es necesaria en determinados momentos de la
experiencia estimativa humana y, lo que es más, no cabe prescindir de ella si dicha
experiencia ha de ser valiosa y memorable. Los individuos y las comunidades suelen
tener su repertorio de bienes y males, así como ideas más o menos claras y
normalmente
tácitas sobre lo que podría llegar a incorporarse a dicho repertorio. La novedad en
la
experiencia estimativa consiste en hacer reformas en el repertorio, aunque esta
clase de
catálogos suelen estar protegidos contra cambios demasiado severos. La experiencia
estimativa humana contiene expectativas sobre lo que podría pasarle, y semejantes
expectativas son, por regla general, profecías que se cumplen a sí mismas. Pero a
veces
sobrevienen quiebras de esa experiencia producidas fuera de toda expectativa.
Muchos
juicios sobre acciones, personas, creencias o acontecimientos –así como los
263
compromisos que con tales juicios se adquieren– habrían parecido del todo
inverosímiles
en momentos anteriores de la vida de quien los profiere, tanto que a veces son casi
ironías del destino. No son pocas, ni siempre misteriosas o extravagantes, las
mudanzas
estimativas que, antes de producidas, habrían merecido en quien las ejecuta el
juicio más
desfavorable. Supongamos además que se nos pide que imaginemos mudanzas radicales
de nuestra estimativa futura, cambios que ahora no seríamos capaces de acometer
pero
que quizá puedan darse alguna vez y que en caso de producirse se llevarían por
delante
toda la regularidad de nuestra estimativa. Estos usos de la imaginación no son nada
sencillos y resultan poco gratificantes, porque exigen imaginarse a uno mismo
apreciando
cosas que juzga despreciables o, lo que es peor, despreciando aquello que más
admira.
Pero todavía cabe pedirle más a la imaginación, aunque ella no pueda responder
tampoco aquí a lo que se le demanda. Se le puede solicitar que piense en bienes (o
en
males) que hoy ni siquiera se está en condiciones de imaginar ni de concebir,
bienes y
males que sobrepasen las capacidades presentes de aprecio y censura estimativa, o
tan
sutiles y difíciles de advertir que no lleguen a ser percibidos por las capacidades
de que se
dispone. Por definición no cabe concebir bienes y males así antes de
experimentarlos, si
bien no resulta inconcebible llegarlos a experimentar y tener que variar entonces
la idea
que se tiene de lo concebible; si esto no se diera alguna vez, la experiencia
estimativa
sería una rutina muy mostrenca. No cabe decir, desde luego, qué bienes o qué males
están fuera de nuestra capacidad de reconocimiento, pero sí que puede darse alguna
vez
la irrupción de bienes o males así; negar la verosimilitud o la posibilidad de que
ocurra tal
cosa equivale a presumir de tener la estimativa propia sometida a un control que
quizá no
pueda llegar a estar nunca en las manos de nadie. Pero una vez que se admita lo
anterior
es difícil negarse a nuevas y poco cómodas concesiones. Admitamos, en efecto, que a
veces pueden darse alteraciones radicales en la escala de los bienes y los males,
mudanzas que no sólo hacen variar la lista de lo que uno tiene por malo y por
bueno,
sino también el sentido que ha de dársele al bien y al mal. Y convengamos también
en
que el experimentar dichas alteraciones suele pertenecer, aunque de manera
excepcional
y anómala, a la experiencia estimativa humana. Postulemos incluso que mucha gente
está
en condiciones de contar tres o cuatro irrupciones semejantes de la novedad
estimativa
acaecidas en su vida. Si se admite todo esto, resultará muy arbitrario y caprichoso
dictaminar acto seguido que cada persona experimenta precisamente las irrupciones
novedosas que le corresponde experimentar –ni una más ni una menos– y que esas
irrupciones estaban en la lógica de su estimativa, tanto como lo estaban los
momentos de
orden y de funcionamiento regular. Eso es tanto como recuperar a última hora el
264
antirrealismo y afirmar de pronto que está en nuestras capacidades el poder ser
superadas
algunas veces, tres quizá o acaso cuatro.
Pero no es esto de lo que se estaba hablando. Porque, para tomarse en serio lo que
significa una irrupción de bienes o males con los que no cabía contar, no basta con
pensar en las irrupciones conocidas; es preciso tener en cuenta que algunas no se
han
dado y que otras no se darán nunca, aunque esto resulte paradójico porque entonces
no
habría nada que tener propiamente en cuenta. Con las palabras “algunas” y “otras”,
lo
único que se quiere decir es que no se sabe nada del aspecto que habrían llegado a
tener
esas irrupciones, de cómo habrían podido ser. Lo que importa es afirmar que nuestro
saber sobre irrupciones es francamente modesto y que son pocas las que conocemos y
también las que podemos imaginar. A continuación de “son pocas”, es fácil añadir
“en
comparación con las que podrían darse”, y quizá no haya que hacer ascos al añadido,
siempre que este “podrían” se refiera a un poder que nos sobrepasa y no a una
posibilidad presente en nuestro repertorio modal. Hablar de pronto de un poder que
nos
sobrepasa puede parecer extravagante o muy poco ilustrado (y hasta místico), pero
estas
acusaciones son hijas, en realidad, de la confianza en que no hay nada importante
que no
tenga a nuestras capacidades por medida. Pertenece, sin embargo, a la experiencia
más
vieja del bien y del mal que uno no decide sobre lo que es malo y lo que es bueno,
o por
lo menos que no decide siempre. Hay muchos más males y bienes que los
experimentados, y tal cosa es imprescindible para que haya males y bienes que
realmente
se experimenten. Pero si ha de haber irrupciones así, es preciso afirmar que no
todas
ellas pueden anticiparse ni de todas ellas cabe afirmar nada muy preciso antes de
que se
produzcan. El pensar en bienes y males que no lleguen a conocerse es en realidad
una
extensión de la idea según la cual ciertos bienes y males son inestimables.
Si alguien afirma que a los individuos, a las colectividades y a la humanidad les
quedarán siempre bienes y males por experimentar y bienes y males sin estimar
adecuadamente, la afirmación resultará extraña, aunque quien la niegue tiene que
comprometerse del todo con la tesis de que la experiencia del bien y del mal puede
agotarse alguna vez, una tesis inverosímil y desmesurada. Seguramente la muerte
individual consiste entre otras cosas en una especie de agotamiento de la
experiencia del
bien y del mal –todos gozaremos de un bien y padeceremos un mal que serán
respectivamente los últimos de su clase– y, por su parte, el pensar en la extinción
de la
humanidad lleva a imaginar al mismo tiempo una suerte de cancelación de toda
experiencia, estimativa y de cualquier otro tipo. Sin embargo, tanto la muerte
individual
como la de la especie son episodios de amputación, truncamiento o cercenamiento, y
no
265
de cumplimiento ni de plenitud. Son amputaciones (y aun cuando estén anunciadas
siguen siéndolo) porque producen en la experiencia un corte súbito por medio del
cual el
individuo o la humanidad quedan arrancados de lo que va a venir después. Al muerto
o a
la humanidad extinta ya no le queda nada por experimentar, ciertamente, e incluso
puede
decirse que lo ha experimentado todo, pero afirmar tal cosa es el resultado de ver
la
muerte o la extinción como algo ya ocurrido que clausura la experiencia pasada y la
convierte en una totalidad, y quizá en una totalidad ordenada. Ahora bien: el
pensar la
muerte individual o colectiva como una amputación lleva a colocarse en el momento
mismo de la extinción y a concebir ésta como separación con respecto a lo que está
sin
experimentar o por experimentar. Decir que a alguien o a la humanidad no le quedaba
nada por experimentar en el momento de la muerte equivale casi a dar ésta por buena
o a
decir que ha llegado a la hora apropiada. Implica que lo sabemos todo sobre aquello
que
podría haber venido después, lo cual no habría sido más que repetición de lo
conocido.
No parece, sin embargo, que todas las muertes individuales se ajusten a un esquema
tan
halagüeño, ni que la extinción de la especie pueda pensarse en términos tan
tranquilizadores.
La muerte es amputación y no cumplimiento, y lo que hacen las amputaciones es
cortar la irrupción de toda novedad. Las amputaciones no truncan propiamente lo que
vino antes que ellas, sino lo que ya no va a venir después. El agonizante ve el
relámpago,
pero ya no oirá el trueno ni verá el amanecer del día siguiente, porque todo eso es
lo que
se le ha sustraído: true-nos, amaneceres e irrupciones de todas clases, que el
muerto ya
no podrá contar. La interrupción sustrae experiencias, se las lleva consigo y las
deja sin
experimentar. Las experiencias que faltan son las que quedan. Es del todo habitual
en
castellano, y no sólo en tono coloquial, usar de manera intercambiable los verbos
“faltar”
y “quedar”; puede decirse que faltan veinte minutos para el final de la clase y
también
que quedan veinte minutos, y se dice lo mismo en los dos casos. Lo que queda es lo
que
falta por consumir o por usar o experimentar. Lo que queda de whisky en el vaso es
lo
que me falta por beber, y una vez terminado el vaso ya no faltará ni quedará nada.
Pero
no es fácil representar la experiencia estimativa humana como si fuera una hora de
clase
o un vaso de whisky, porque a esa experiencia siempre le quedará algo, y eso que le
quede no siempre podrá describirse como una forma de lo ya experimentado. El creer
que hay sin experimentar o por experimentar implica creer también que no se tiene
una
idea suficientemente clara de ellos. La ausencia de dicha idea no debe conducir,
sin
embargo, a dejar de contar con episodios así. Cuando a un objeto no le corresponde
ni
puede corresponderle ninguna idea clara, puede dejar de prestársele toda atención,
pero
266
eso es el producto de un dogma cartesiano; en realidad, hay objetos inherentemente
confusos y de los que sólo caben nociones negativas que no dejan de solicitar una
atención destacada, incluso obsesiva, aunque semejante atención no pueda encontrar
nunca algo en lo que quedar satisfecha. De los males y bienes no experimentados y
que
sobrepasan nuestras capacidades no cabe, desde luego, formar una idea mínimamente
clara, pero esta imposibilidad se debe a la condición excedente o supernumeraria de
dichos males o bienes; lo más que puede decirse es que, en caso de irrumpir, no
podremos sustraernos a ellos y que algunos de ellos probable-mente obligarán a
revisar el
orden habitual de nuestros bienes y males o a romperlo.
La moral deuterofisita y las doctrinas clásicas de la felicidad son maneras de
concebir el bien como un ajuste y el bien supremo como un ajuste perfecto. El
modelo
de la primera y de las segundas es el de la verdad como adecuación, un modelo que,
de
igual forma que puede aplicarse al ajuste cognoscitivo del yo con el mundo, vale
también
para la coincidencia moral del mundo con el yo. Realistas y antirrealistas han
proporcionado distintas versiones del conocimiento y la moral como coincidencia,
pero lo
primero que se piensa cuando se le pierde el respeto a la moral deuterofisita y a
la idea
misma de un mundo bien hecho es que la estimativa humana está gobernada por la
regla
del desajuste y no por la de la adecuación. Ya se ha vis-to que los males y los
bienes
relevantes constituyen fracasos del ajuste a los esquemas estimativos comunes, y de
la
verdad puede decirse algo muy semejante. La verdad, o por lo menos las verdades que
no son triviales y que poseen relevancia, son antes que cualquier otra cosa faltas
de
coincidencia entre lo que uno creía y aquello que tiene que pasar a creer, o entre
lo que
uno tiene que creer y lo que le gustaría, o entre lo que cree de manera caprichosa
y
precipitada y lo que ha de creer de manera sensata, o entre lo que cree por rutina
y lo
que comprende con lucidez, o entre lo que cree quien está equivocado y lo que cree
quien no lo está. No cabe ninguna duda de que existe también la verdad sin
quiebras, sin
negaciones, sin alternativas y sin amenazas, la aceptada siempre, por todos y en
todas
partes; no hay duda de que la verdad también es eso, pero tam-poco la hay de que
esas
verdades no tienen demasiado interés desde el punto de vista de la verdad. Puede
que
para la vida resulten muy útiles y hasta sagradas, pero sólo se las llamará
verdades
cuando se tema que no lo sean, cuando haya alguien empeñado en que no lo son o
cuando se recuerde el momento en que todavía no se aceptaban. La verdad es lo que
surge después de estar engañado o de haber fracasado en su logro. No es, por tanto,
el
nombre de nuestras certidumbres más seguras, sino el de lo que ha de venir cuando
algunas de ellas –quizá sacrosantas e irrenunciables ahora– tengan que abandonarse
sin
267
piedad.
Para algunas gentes, el descubrir la verdad de cierta cosa y abandonar el error
correspondiente no sólo es motivo de gozo, sino también señal de progreso. Se
supone
que si alguien descubre una nueva verdad ya está más cerca que antes de la verdad
general de las cosas, porque tiene las verdades que tenía más una nueva. Pero esta
creencia es fruto de una superstición muy pueril, porque no hay nada en la
naturaleza de
la verdad que la convierta en una potencia inmunizadora. Nadie adquiriría ciertas
verdades sin cometer al mismo tiempo errores imperdonables y sonrojantes. No se
sabe
de ninguna verdad a la que sólo pueda llegarse sin cometer ningún error y que sólo
pueda
producir consecuencias verdaderas, pero ésta es, de hecho, la extraña creencia que
suele
tenerse sobre la verdad. A cualquiera de nuestras verdades más queridas está pegado
un
enorme enjambre de errores, y no de errores que sólo se revelarán como tales en un
día
lejano, sino de errores crasos y crudos, tan poco presentables que si se mostrasen
nos
desacreditarían por completo. Para confiar del todo en las verdades que tenemos es
mejor no preguntar por los errores que las rodean. La verdad de algo no es un trozo
de
ningún mundo bien hecho; es sólo el fracaso de otras maneras de pronunciarse sobre
trozos del mundo, y nada hay en la verdad que le asegure el éxito de por vida. Un
dogma
muy acreditado sobre la verdad manda creer que si algo es verdadero lo es por
formar
parte del sistema de todas las verdades y por tener su sitio en él. Probablemente
sea
necesario aprobar un dogma así para desempeñarse con provecho en la vida, pero se
trata de un error manifiesto, un error de la misma familia que aquél según el cual
algo es
bueno cuando forma parte de un mundo bien hecho, habido o por haber, y malo cuando
es un defecto de dicho mundo.
268
Capítulo 24
El mundo mal hecho
Según he tratado de argumentar, en el trasfondo de la moral moderna y de las
doctrinas
que la precedieron hay cierta idea del mundo sin la cual habrían resultado
imposibles las
nociones del bien y del mal que el pensamiento occidental ha ido formando y
destruyendo. El mundo es un supuesto de todos los objetos, pero a veces pasa a
tomarse
como un objeto más. En distintas maneras el juicio estimativo versa sobre bienes y
males
(o sobre lo bueno y lo malo en sus múltiples variedades, así sustantivas como
adjetivas y
adverbiales), pero hay ocasiones en las que entre la materia de semejante modo del
juzgar puede hallarse también el mundo mismo, esa elusiva materia de esperanzas y
temores tan familiar como desmesurada. El mundo no es sólo una creencia en la que
se
está; a veces se convierte en una idea que se tiene. Que el mundo sea bueno o malo,
un
bien o un mal (quizá el bien o el mal), o que esté bien o mal hecho, son
afirmaciones que
se profieren a menudo, pero resultan un tanto extrañas si se las compara con el
resto de
los usos que se hace de los conceptos estimativos.
El mundo es un objeto de juicio, pero quizá sea un objeto anómalo. Es el conjunto
de todas las cosas (o acaso de todos los hechos), pero su bondad no es la de todas
las
cosas. Nada puede ser una cosa y estar fuera del mundo, pero sí puede haber cosas
malas en un mundo bueno, y también al revés. El mundo no es exhaustivamente bueno
ni exhaustivamente malo. Quien sostiene que el mundo está bien hecho (o quien
experimenta esa sensación o impresión) puede reconocer males en él, y no sólo
puede,
sino que tiene inevitablemente que hacerlo, y también encontrará bienes quien crea
que el
mundo está mal. Nada más decir que el mundo está bien hecho, uno encuentra motivos
para pensar seriamente lo contrario, y nada más afirmar que está mal, uno se da
cuenta
de que quizá tenga que desdecirse de ello más tarde o más temprano, o por lo menos
hacer como si nunca lo hubiera dicho o pensado en serio. La mayor parte de los
juicios
estimativos tienden a perpetuarse y ayudan a buscar razones para su
fortalecimiento,
pero esto no parece ocurrirles a los que tienen el mundo por objeto. El mundo es un
concepto estimativamente anómalo porque, nada más ser objeto de juicio, dicho
juicio
parece disolverse, como si nadie pudiese proclamarlo sin arrepentirse a
continuación.
La respuesta a la pregunta por si el mundo es bueno no está determinada del todo
269
por las demás estimaciones que puedan hacerse sobre trozos del mundo. Cuando se
suscita esta cuestión nadie espera en realidad convencer de nada a quien no lo
estuviera
de antemano. Es como preguntar si la botella está medio llena o medio vacía. El
partidario de la bondad del mundo admitirá desde luego la existencia del mal, y la
explicará, por cierto, en términos parecidos a aquéllos con los que la teodicea
justifica a
Dios por los males del mundo. Su mundo es un mundo bueno con vetas de mal; a veces
las vetas son extensas y profundas, pero ése es el precio que hay que pagar por la
preponderancia de la bondad. Por su parte, el defensor de que el mundo está mal
hecho
razonará justamente al revés: el mundo en general es un disparate, aunque no falten
islas
u oasis de bien; la bondad existe, aunque como excepción o anomalía. ¿Se puede
elegir
entonces –cabe preguntarse–, entre ver el mundo como algo bueno con partes malas y
como algo malo con partes buenas? Desde luego, ni el meliorista ni el peyorista son
normalmente gente dada a medir bienes y males, y la pregunta no puede contestarse
diciendo “calculemus!”. En cierto modo se parece a la que suscitan los dibujos que
pueden representar según como se los mire a una vieja cascarrabias y una joven
seductora o a dos rostros y una vasija. Por supuesto que podemos mirar el mundo de
las
dos maneras, pero lo que importa es que, distintamente a los dibujos de los
pasatiempos,
hay contextos en que una de las maneras de mirar es obligatoria y la otra tiene que
sacrificarse.
La elección entre las dos visiones del mundo que se han mencionado no puede dejar
a nadie indiferente. Pero sobre todo hay una enorme diferencia entre lo que le
ocurre a
uno después de haberse tomado en serio una concepción y después de experimentar la
otra. La experiencia de haber pensado o sentido que el mundo está bien hecho forma
parte seguramente del repertorio de experiencias aconsejables para los individuos
humanos maduros, tanto que quien no la ha tenido nunca quizá sea una persona
malograda o frustrada. Lo notable aquí es que esa experiencia tiende por sí misma a
perpetuarse o por lo menos a prolongarse mucho; cuando se interrumpe es porque
aparece algo que se empeña en interrumpirla y en mostrar que a la larga el mundo no
está tan bien hecho como la experiencia quería. En cierto modo, la experiencia de
satisfacción con el mundo queda “refutada” por experiencias posteriores que le
dicen a
uno: “en realidad no tenía usted tantas razones para experimentar lo que estaba
experimentando”, algo muy semejante a decir “se equivocaba usted del todo cuando
creía que el mundo estaba bien hecho”. El convencimiento de que el mundo está mal
hecho resultaría imposible sin la previa experiencia de que está bien, o, por lo
menos, sin
la previa expectativa de semejante experiencia. Siento que el mundo está mal hecho
270
cuando no encuentro razones para ver que es bueno y, sobre todo, cuando juzgo que
he
estado equivocado cada vez que creía que estaba bien y descubro que yerra quien
cree
que está bien. La idea de que el mundo está mal hecho puede surgir, entonces, como
una
suerte de “crítica” a la idea de que es bueno, es decir, como una crisis o
rompimiento de
dicha idea.
Es característico de la experiencia de la bienhechura del mundo el que, si se la
intenta alargar, perderá en seguida su valor. Puedo, a pesar de todo, seguir
creyendo que
el mundo está bien hecho, pero tenderé a verlo como algo que me cuesta muchísimo
trabajo mantener contra viento y marea, y quizá termine viendo mi creencia como un
fruto del autoengaño. Si se intenta retrasar el final de experiencias así, perderán
todo
valor, porque su valor está precisamente en su brevedad. Pero hay otro elemento de
interés en este asunto. Un rasgo que distingue al rigorista moral es la proclividad
a
considerarse culpable, en determinadas circunstancias, por haber experimentado el
sentimiento de que el mundo está bien hecho. En todas las épocas hay individuos y
corporaciones especializadas en provocar el sentimiento de culpa de las personas y
a
veces esas gentes son poderosísimas; no en vano, en ciertos ambientes es sólito
afear a
cualquiera –con preferencia a alguien no demasiado feliz– el disfrute de bienes de
los que
otros han carecido o carecen. Como el mundo es siempre de condición miserable,
nunca
faltará ocasión de exigirle a cualquiera que pida toda clase de disculpas por no
pertenecer
a los más desgraciados de los hombres. En los ambientes en que estos usos tienen
preponderancia, es frecuente que las gentes desarrollen técnicas hipócritas y
fariseas de
simulación del sentimiento de culpa; los golpes de pecho y otras penitencias de
esta clase
de personas llaman la atención por su histrionismo, pero semejantes hábitos se
consolidan muy a menudo y a fuerza de perdurar se vuelven veraces. Si me paso
demasiado tiempo fingiendo sentimiento de culpa por tener calefacción en casa,
acabaré
sufriéndolo de veras. La generación masiva de sentimiento de culpa entre las
personas es
propia de una de las peores especies de individuos que ha producido el género
humano.
Estos amantes compulsivos de la culpa y la penitencia, abundantes en ciertas
ideologías
políticas y corrientes religiosas, estarían dispuestos a dar cualquier cosa para
evitar que la
miseria desapareciese del mundo. Viven de ella y sacan de ella su propia virtud y
la
potestad de conferírsela a otros y, sobre todo, de denegársela1. El amante de la
culpa
adora la existencia de males que poder echar en cara del prójimo y lo peor es que a
esta
ominosa clase de personas nunca le faltarán argumentos para mostrar que han
sorprendido a cualquiera en la más espantable de las faltas. Desde antiguo es
sabido que
la naturaleza y la razón humanas son sensibles, y hasta hipersensibles, a las
imputaciones
271
más variadas de responsabilidad.
Pero veamos ahora el caso de la petición de responsabilidades por haber
experimentado un sentimiento de aprobación del mundo. Si damos por de contado, como
creo debe hacerse, que los sentimientos de satisfacción con el mundo son efímeros,
lo
más esperable en un momento aleatorio de la vida de una persona es encontrarla con
la
vaga y tácita disposición a afirmar que no es verdad que el mundo sea bueno.
Supongamos además que, por algún motivo, uno ejercita la disposición en cuestión y
explicita la impresión correspondiente. En un momento así no será difícil que
llegue
alguien a recordarte, con intención probablemente farisea, que no siempre has
pensado ni
dicho lo que ahora piensas y dices, y que en cierta ocasión llegaste a expresar tu
impresión de que el mundo sí estaba bien hecho. Imaginemos que la acusación es
justa.
Cabe la posibilidad, y con ella cuenta el repartidor de culpas, de que uno se
avergüence
francamente de su proceder pasado. Y puede contarse con ella porque, en efecto, no
es
necesario que alguien vaya buscando la exaltación en otros de dicho sentimiento
para que
éste se desencadene; en algunas ocasiones puedo sentir vergüenza por haber visto el
mundo con ojos demasiado favorables y también puedo llegar a sentirla por no
haberla
sentido en su momento ni tampoco después. Este sentimiento de vergüenza se
desencadena típicamente en tesituras en las que uno no puede hacer suyas razones
que
tuvo en un momento dado; se trata sin duda de una vergüenza un tanto enrevesada si
se
la compara con la que siento por haber roto un jarrón sin querer2. Quizá forme
también
parte de la decencia de las personas y de la dignidad de su experiencia el
avergonzarse
por haber experimentado satisfacción con el mundo. Esto no significa, sin embargo,
que
dicho sentimiento deba fomentarse, porque en realidad carece de razones. En
ocasiones
así la vergüenza se desencadena porque la circunstancia es hasta cierto punto
semejante
a la de muchos casos en que uno se ruboriza de manera justificada: casos en los que
a
uno se le atribuyen –y se le atribuyen con verdad– acciones o pasiones con cuyo
agente
o paciente no quisiera identificarse. Pertenece a la buena elaboración de la
vergüenza el
aprender a domeñar la que se siente en semejantes casos aun sin extirparla del
todo, pues
alguien que careciera por entero de estas debilidades estaría expuesto quizá a
taras
estimativas que no le gustaría padecer.
Es tarea imposible pronunciarse de manera fundada en pro de una de las dos
visiones: o un buen mundo con su parte mala o uno malo con su parte buena. Alguien
podría alegar que son visiones equivalentes y que la elección es cosa de
preferencia
subjetiva, como quien cuenta los cajones de un aparador empezando por arriba o por
abajo. Pero éste no es el mismo caso, como ya se ha visto. La orientación que puede
272
dársele a quien vaya buscando una buena elección entre la botella medio llena y
medio
vacía es que no desperdicie las ocasiones de ver el mundo como algo bien hecho;
esas
ocasiones se dan de cuando de cuando, aunque son muy breves y terminan en el
momento menos pensado. En los sueños agradables sucede a veces que uno se da cuenta
de que aquello es un sueño y de que está próximo el momento de despertarse; quien
sueña –y en ese momento ya no puede decirse del todo que esté soñando– hará todos
los
esfuerzos posibles para retrasar el despertar, pero ninguno de ellos le servirá de
nada.
Algo muy semejante sucede con el sentimiento o juicio de que el mundo está bien
hecho;
uno quisiera seguir teniéndolo durante todo el tiempo, pero el sentimiento o juicio
se
empeña en desvanecerse. Con semejantes momentos lo único que puede hacerse es no
desconfiar de que vuelvan (aunque no procurarlos a propio intento, porque la
empresa
fracasaría) y recordar los que uno disfrutó (aunque ese recuerdo será seguramente
agridulce).
Conviene distinguir entre el sentimiento o juicio de que el mundo está mal hecho y
el
correspondiente a la idea de que no es verdad que esté bien. El primero de ellos
tiene
unas propiedades semejantes al de que el mundo es bueno, aunque sólo sea su
condición
efímera y transitoria. El sentimiento de que el mundo está, en un sentido radical,
mal
hecho tiende a disiparse porque su mantenimiento sería incompatible con la
actuación
humana ordinaria; su consolidación es poco verosímil porque nadie sabría vivir así
mucho tiempo. Como en el caso del sentimiento anterior, resulta muy recomendable
que
los individuos humanos hayan tenido alguna vez este sentimiento o juicio. Quien
nunca lo
haya experimentado será un individuo disminuido y carecerá seguramente de toda
lucidez; el sentimiento de que el mundo está mal hecho forma parte también, al
igual que
su opuesto, de las experiencias humanas indispensables. El principal dato de
experiencia
en relación con todo lo anterior era que la consideración del mundo como algo que
está
bien hecho se hallaba condenada a la provisionalidad más perentoria. En caso de que
uno
tuviera esa experiencia, debería prepararse para dejar de tenerla. O, dicho de otro
modo,
la representación del mundo como algo que está bien hecho es una representación que
en
cierto modo tiene que cancelarse a sí misma porque lleva puesta una etiqueta con
fecha
de caducidad. Consiste en representar algo diciendo al mismo tiempo que la
representación no es buena, en un mecanismo parecido al de la ironía (y quizá
también al
de la tolerancia)3, que es sólo provisional y desde luego defectuosa. La lección
que se
extrae de lo anterior es que, cualquiera que sea la representación del mundo que
uno
haga, esa representación tiene que quedar truncada, y esto ocurrirá si uno se
representa
el mundo como algo ordenado, razonable y bueno igual que si se lo representa como
el
273
lugar de todas las tinieblas. Resulta entonces que una representación completa y
cabal del
mundo sólo puede hacerse de manera estimativa, dando el mundo por bueno o dándolo
por malo mientras se lo representa, pero semejantes construcciones estimativas
tienen
que quedar a la fuerza inacabadas porque se interrumpen a sí mismas, y en esto el
mundo bien hecho se parece muchísimo al mal hecho.
Cosa distinta es, sin embargo, pensar que no es verdad que el mundo esté bien. Este
juicio ya no es efímero y perecedero como lo son los dos anteriores, sino que,
adecuadamente asentado, puede durar una vida entera. Un juicio así es en cierto
modo el
punto de equilibrio en que termina el vaivén entre los sentimientos de aprobación y
desaprobación del mundo. Cuando se apaga el sentimiento de que el mundo está bien
hecho, lo que sobreviene no es normalmente el contrario, sino esta percepción
desengañada y melancólica. A quien no ha experimentado nunca la bondad del mundo le
faltan seguramente recursos para juzgar el mundo como algo que no es verdad que
esté
bien hecho, y también a quien no ha experimentado nunca su maldad. Porque, si bien
se
mira, ésta es también la resolución o conclusión de la experiencia de un mundo
malo, y lo
es por el propio carácter provisional y precario de dicha experiencia. La sensación
de que
el mundo está mal hecho ha de ser por fuerza breve porque tomada en serio –y no hay
manera de no tomar en serio ciertas cosas; tenerlas es tomarlas en serio– resulta
insoportable, pero no equivale ni mucho menos a la de que no es cierto que el mundo
esté bien hecho.
Una añeja doctrina del significado de los términos morales proclama que dichos
términos son en última instancia cierta expresión de sentimientos o estados del
ánimo.
Esta doctrina apenas hay nadie ya que la defienda, salvo precisamente para usos
como
éstos de “bueno” y “malo” en relación con el mundo y cosas parecidas. Lo que la
doctrina enseña es francamente sencillo: que si digo que el mundo está mal hecho lo
que
quiero decir en realidad es que estoy triste, melancólico o en horas bajas,
mientras que si
digo que el mundo está bien hecho semejante cosa es una abreviatura (o una
perífrasis
larga) de que estoy contento, jocundo, pletórico, inmoderadamente optimista o algo
por
el estilo. Puede que todo esto sea cierto, pero en caso de que lo sea no hay ningún
motivo para aplicárselo en exclusiva a usos de “bueno” como éste y no al de “ésta
sí que
es una buena manzana” o “Baldomera sí que es una buena persona”. O somos
emotivistas o no lo somos, pero es un poco raro serlo sólo en los casos difíciles.
Alguien
podría replicar que, cuando digo que eso de que el mundo está bien hecho no es
verdad,
no hablo en puridad del mundo mismo, sino probablemente de mí, o acaso de mi mundo.
Sin embargo, ninguna de las dos afirmaciones es cierta al pie de la letra. Quien se
expresa
274
de esta manera no pretende, desde luego, contar hechos que le hayan ocurrido a él,
ni se
refiere tampoco a un mundo privativo suyo. Ésta es una nueva forma de resucitar la
objeción emotivista, y la manera de hacerle frente es la misma que acaba de
esbozarse:
en la medida en que sea verdad que al decir cosas así hablo de mí mismo en lugar de
hablar del mundo, también hablaré de mí mismo y no de las cosas en los usos más
triviales del término “bueno” (usos que el esquema emotivista consideraría
meramente
fácticos, semejantes a “un buen gorro de dormir” o “una buena estilográfica”).
Según
esta doctrina, habría que admitir la extravagante idea de que si digo que éste es
un buen
abrecartas no estoy hablando propiamente de ningún abrecartas sino de mí (aunque
desde luego en mi relación con los abrecartas).
Pero si el mundo no fuera un objeto de estimación, seguramente ningún otro objeto
lo sería, ni siquiera los abrecartas o los gorros de dormir. Cualquier juicio
estimativo y
seguramente también cualquier deliberación acaba entablando tarde o temprano
relaciones muy estrechas (aunque no siempre fáciles y a veces tormentosas) con los
juicios que se llevan a cabo sobre la bienhechura o maldad del mundo. Y no porque
el
mundo funde los juicios estimativos ni funde propiamente nada. Para la tradición
ontoteológica occidental y para su revisión ilustrada, el que algo sea bueno,
estimable o
valioso depende de su adecuada inserción en el orden de las cosas: en el ya
existente o en
uno por venir. Quítese la idea de un mundo que está bien ordenado o que puede y
debe
llegar a estarlo y se habrá perdido del todo la gramática que permite hablar de
bienes y
males. La fábrica del bien es la misma que la del mundo, ya sea éste el mundo
encontrado o el que está por encontrar. Es posible seguir creyendo, qué duda cabe,
en el
mundo de la ontoteología o en el de la ilustración, pero una creencia y la otra
están
seriamente reñidas con la experiencia del mundo mal hecho tal como antes se ha
expuesto, y también –lo que es más importante– con la de que el mundo no está bien
hecho. Mantener el bien de la ontoteología o la moral deuterofisita después de la
experiencia de la malhechura del mundo es mantener lo uno o lo otro a pesar de
dicha
experiencia, cancelándola u olvidándola. Pero tomar en serio dicha experiencia
obliga a
otra metafísica moral, si cabe llamar así a lo que se cree sobre el lugar de los
bienes y los
males en la fábrica del mundo.
La experiencia del mundo mal hecho, que es el episodio capital de toda experiencia
estimativa, hunde sus raíces en ciertos males inasimilables, males desmesurados que
no
pueden integrarse ni siquiera en un sistema coherente de prohibiciones. Afirmar de
cierto
mal descomunal que debería estar prohibido o que constituye una infracción del buen
proceder de las cosas o de las personas sería pecar por defecto y expresarse de
manera
275
casi frívola. Por supuesto que los males descomunales son una infracción –aunque la
norma infringida tenga que instituirse ad hoc y ex post factum–, pero afirmar eso
es
quedarse irresponsablemente corto, porque tal cosa podría afirmarse de cualquier
mal
ordinario. Lo característico del mal descomunal es que, cualesquiera que sean los
otros
males y bienes del mundo presente o venidero, hace imposible pensar
consistentemente
en un mundo bien hecho, en un mundo que absorba ese mal, lo atempere, lo haga
desaparecer o lo redima. Ese mundo bien hecho del que el mal descomunal hubiese
desaparecido pasaría a ser un mundo mal hecho por la sencilla razón de que estaría
mal
concebido: se habría formado sin atender a elementos que exigen atención y
malentendiendo cosas esenciales. El mal descomunal no es una privación ni es la
“partera
del bien”, como la ontoteología y la ilustración habrían podido pretender4. Su
esencia es
infecciosa y contaminante; no puede dejar como estaba lo que tiene a su alrededor,
y ni
siquiera lo que tiene lejos, en el espacio o en el tiempo. No es tampoco, por las
razones
vistas, una infracción. Sin duda ninguna, los males descomunales se olvidan y se
trivializan porque de lo contrario apenas podría hacerse otra cosa que pensar en
ellos. Si
hubiese que hacerse cargo constantemente de su desmesura, resultaría un mundo
insoportablemente espantoso, un mundo desaforado y descomunalmente malo. Pero lo
que resulta del mal descomunal no es eso, sino tan sólo la negación de que el mundo
esté
bien hecho. El mal descomunal no está siempre presente, pero sí que puede
comparecer
de manera vicaria, en forma de memoria más o menos intensa. Ahora bien: basta con
una memoria puramente intelectual y libresca del mal descomunal para que la
bienhechura del mundo tenga que ser cancelada. El agente de esa cancelación es la
memoria del mal descomunal (la memoria de dicho mal, pues su experiencia directa,
que
necesariamente es efímera, lleva a algo más: lleva de manera directa al mundo mal
hecho), pero conviene advertir que semejante mal descomunal no es patrimonio
exclusivo de ciertos episodios históricos del siglo XX que fueron los que
suscitaron el que
este género de cuestiones reclamase oportunidad.
En realidad, el mal descomunal es frecuente, existía bastante antes de que se
produjese lo que llamamos Auschwitz; la principal novedad de Auschwitz no son los
acontecimientos mismos, sino más bien su elaboración: no tanto lo ocurrido cuanto
su
percepción como algo insoportable, a semejanza –sólo que a la inversa– de lo que
ocurrió
según Kant con la revolución francesa, en la que lo esencial resultaba ser el
entusiasmo
suscitado, más que la fuente de semejante entusiasmo. Antes del siglo XX se habían
producido muchos horrores a los cuales sería impío declarar más soportables que
Auschwitz, pero ninguno se percibió como algo rigurosamente descomunal o que
276
quebrase toda la experiencia anterior5. Al contrario: los grandes males de la
historia
universal han solido elaborarse en forma épica y han proporcionado un caudal
inagotable
de gloria a tronos y civilizaciones. La estructura estimativa profunda del mal
descomunal
y de su elaboración consiste en que la experiencia de un mal así repercute negando
toda
plausibilidad al juicio de que el mundo está bien hecho. Ése es el verdadero lugar
del mal
descomunal en el mundo, un lugar ubicuo que se lleva por delante la concepción o
representación del mundo como algo bueno: el mal descomunal acaba diseminándose y
dejando huella en todas partes.
El mundo es un objeto de estimación, aunque lo sea muy anómalo. Constituye, de
hecho, un objeto estimativo sin el cual probablemente no podría estimarse ningún
otro
bien. Esta afirmación es literalmente cierta tanto para la moral moderna como para
las
doctrinas tradicionales del bien, puesto que en la una y en las otras cualquier
mandato y
cualquier juicio de valor dependen de un mundo bien hecho en el que todos los
mandatos
se cumplen o en el que todos los entes alcanzan su plenitud. Pero el juicio y la
experiencia de que no es verdad que el mundo esté bien hecho repercuten también en
todos los rincones de la estimativa. No en vano, la posibilidad misma de la
estimativa
humana radica en este juicio y en esta experiencia. Hay en general bienes y males
porque
no es verdad que el mundo esté bien hecho, y es la suspensión de la aceptación
estimativa del mundo como totalidad buena lo que precisamente permite descubrir
fragmentos de bien. Ciertas excepciones salen a veces al paso a contrapelo de esa
ordenada ausencia de bien que recibe el nombre de mundo, y a esas excepciones se
las
llama bienes. Contrariamente a lo que supusieron la moral moderna y las doctrinas
clásicas del bien, los bienes son raros, efímeros, desordenados, incompletos y
precarios
porque no están dentro del mundo –ni del presente ni de otro que esté por venir–
sino en
sus bordes, en sus desperfectos y en sus inconsecuencias. Los bienes que importan
no
forman un sistema ni un género; a algo se lo llama en serio “bien” cuando se lo
saca del
género a que pertenece y se niega la conveniencia de formar uno nuevo con ese bien
y
con otros o, lo que es lo mismo, cuando se juzga que es inestimable. Otro tanto
ocurre,
según se ha visto ya, con los males verdaderamente dignos de ser tomados en serio.
A
esos episodios descomunales los llamamos bienes cuando se nos muestran como una
anomalía en la fábrica del mundo y los llamamos males cuando proporcionan
confirmación de que no puede ser verdad que el mundo sea bueno. Ésa es en rigor la
diferencia entre el bien y el mal, una diferencia que para mostrarse necesita
suponer todo
un mundo, si bien un mundo imposible de representar adecuadamente, truncado e
incompleto. El pensamiento occidental ha creído de ordinario que para que hubiera
277
bienes y males había que concebir al mismo tiempo un mundo y concebirlo bien. Este
viejo dogma está muy cerca de la verdad, pero lo que importa es la distancia (corta
aunque decisiva) que lo separa de ella. No habría bienes ni males ni habría
posibilidad de
estimarlos (ni de verlos como inestimables) sin un mundo que concebir. Pero el bien
y el
mal no dependen de que ese mundo se conciba bien. Tampoco en puridad de que se
conciba mal. Se muestran, por el contrario, al dejar de concebirlo bien y en el
momento
mismo en que la representación del mundo como algo bien ordenado tiene que
abandonarse.
278
Capítulo 25
Defectos de fábrica
Los bienes no son partes del buen orden de las cosas, sino al contrario: el bien es
un
desperfecto de la fábrica del mundo. No sólo la experiencia del bien puede darse en
un
mundo que no sea bueno, sino que el rasgo más característico de aquello a lo que
llamamos bienes es el de no poder pertenecer a un mundo bien hecho. Se capta lo
esencial del bien cuando se comprende que los bienes son ínsulas extrañas en medio
de
un océano de mal o de sorda indiferencia estimativa; más que una manifestación de
ningún orden, el bien es una rareza que surge no se sabe cómo y que llama la
atención
por su contraste con aquello que lo rodea. Pero la aparición del bien, su hallazgo
o su
logro producen a menudo la impresión de una restauración del orden perdido del
mundo,
como si se hubiera dejado de pensar que el mundo estuviera bien hecho pero después
surgiesen elementos que animasen a creer de nuevo en ello. La aparición del bien es
la
promesa de una restauración del bien perdido y aun de una redención de los males
pasados, aunque esa impresión –que seguramente es inevitable y pertenece a la
condición
misma del bien– resulta ser tan breve como engañosa. El advenimiento de un bien
suele
llevar también dentro de sí una pro-mesa de eternidad: esto que ahora surge no
podrá
desaparecer nunca porque merece formar parte de la fábrica del mundo. Pero
semejante
supuesto es una ilusión cruel, tan despiadada como inevitable en la estimativa
humana.
Los bienes no redimen ni restauran nada, ni se quedan en el mundo como
disonancias eternas; se limitan a irrumpir, a perdurar más o menos y a anunciar su
desaparición o marcharse sin previo aviso. Su modo de existir es múltiple, porque
son
bienes mientras duran, mientras se los espera y mientras se los recuerda, y también
mientras se los imagina o concibe sin haber existido nunca. Pero el conjunto de
todas sus
maneras de ser tiene principio y fin. Pertenece a la condición del bien el estar
severamente limitado, y no sólo en el tiempo, sino también en su extensión a trozos
de
mundo distintos del suyo. Contrariamente a ciertas formas del mal, que contaminan
sus
alrededores y repercuten en lugares remotos, el bien suele ser desesperadamente
local. A
su lado pueden surgir, de hecho, los males más espantosos y los más extraños a toda
bondad; de hecho, los bienes y los males se entreveran y muchas veces se confunden.
El
bien es raro y fugitivo, pero a veces deja huellas de su desaparición. Las deja,
sobre
279
todo, en forma de ambigüedad o ambivalencia. Algo que fue bueno de manera fugaz o
que ni siquiera llegó a serlo (o que lo es ocasionalmente, en un breve fogonazo)
muestra
el rostro de lo ambiguo, de aquello que puede persuadir de su bondad pero acaba
haciendo deseable –de manera equivocada y a menudo mórbida– precisamente lo que no
tiene de bueno, que es casi todo. Las chispas de bien, que pueden suscitarse entre
los
males más terribles, prometen salvar lo que tienen a su alrededor, y con ello al
mundo en
el que surgen. Pero esa ilusión no sólo es perecedera, sino también muy dañina. Con
frecuencia los males se burlan de los hombres y los maltratan haciéndoles creer en
un
bien más prolongado, más frecuente y más fiable del que hay y puede haber.
Que el bien sea una excepción o una anomalía de la fábrica del mundo implica quizá
que el concepto de mundo no puede emplearse con tanta facilidad como se cree.
Porque,
si bien se mira, la idea misma de mundo exige en cierto modo el supuesto de que el
mundo está o puede estar bien hecho, o por lo menos que alguien lo haya concebido
así
alguna vez y haya tenido cierto éxito en su concepción: el suficiente para que
mereciera
la pena tratar de refutarla. Pensar que hay mundo (más bien que un desordenado
surtido
de impresiones falsas y alucinaciones caprichosas, un amasijo que apenas se deja
describir y que varía de persona en persona, de lugar en lugar y de instante en
instante)
exige pensar a la vez que aquello en que se piensa tiene orden y concierto y que
corresponde de manera adecuada a una totalidad de objetos y de acontecimientos
razonablemente ordenados y concertados. Pensar que hay mundo es haber empezado a
pensar que el mundo está bien hecho, aunque uno pueda, desde luego, abandonar ese
pensamiento sin terminar de aceptarlo. Cuando uno se representa o se figura el
mundo y
su representación es buena, eso significa que el mundo la autoriza o la aprueba
como
buena, lo cual casi equivale a que la admite en su seno como una parte más de su
orden
bien concertado.
Esto último suscita, sin embargo, una objeción muy sencilla y a la vez muy sólida:
¿es que el valor de lo representado tiene siempre que transferirse a la
representación? ¿es
que acaso no cabe una buena representación de un mundo malo (igual que una mala de
un mundo bueno)? ¿es que Aristóteles estaba completamente despistado cuando
escribió
la Poética y ahora nos damos cuenta de que todas las figuras de algo que sea malo
tienen
que ser malas figuras? La objeción no sólo tiene de su parte a Aristóteles y al
sentido
común; su mejor baza proviene de que quien experimenta la malhechura del mundo o no
acierta a encontrar su bienhechura suele estar convencido de que semejante
experiencia
no es un mero estado de ánimo sino toda una pintura de las cosas, y una pintura
mejor
que otras alternativas (mejor, por ejemplo, que otra en la que el mundo resultase
estar
280
bien hecho, la cual no sería buena, ciertamente). Lo que ocurre es que las buenas
representaciones de un mundo que no es bueno no son buenas porque encajen con él,
sino al contrario: porque constituyen anomalías de su malhechura. Al mundo no le
gusta
que lo pinten como algo mal hecho y procura evitar contratiempos así. Prefiere,
desde
luego, oír cantar sus alabanzas, aunque en realidad tales alabanzas suelen dar
motivos
adicionales para persuadirse de que el mundo es bastante lamentable.
El mundo no está bien hecho, pero eso no significa en manera alguna que esté
desordenado. Su orden no es el que establecería un gobernante sabio, benévolo,
discreto
y previsor, sino el que impondría un mandatario ventajista que ha logrado el poder
de
manera poco honrosa, que teme perderlo en seguida y que se atiene a los productos
más
arbitrarios de su voluntad, unos decretos de los que el orden, desde luego, no
estará
ausente, porque es propio de los malos gobernantes ahormar personas y cosas para
que
quepan en sus caprichos, a menudo muy geométricos y sistemáticos y no poco
ordenados. El orden del mundo se parece a lo que sería el resultado de una larga
historia
de infeliz gobernación en la que se hubieran sucedido innumerables versiones del
orden:
órdenes pueriles, vesánicos, delirantes o autistas, pero también atolondradamente
bienintencionados y sanguinariamente virtuosos. Los restos de todo eso no
configuran un
caos, sino cierta forma de orden, una forma, desde luego, ominosísima.
No ha sido posible en el pensamiento occidental concebir el bien ni estimarlo sin
el
supuesto de que forma parte de un mundo bien hecho. Sin embargo, la estructura de
la
experiencia estimativa parece obligar a eliminar dicho supuesto, por lo menos en el
caso,
quizá no obligatorio, de querer seguir teniendo una concepción del bien. Los bienes
son
anomalías y no forman parte de ninguna regla sistemática. A lo sumo se agrupan en
constelaciones más o menos dichosas y más o menos raras; irrumpen en la experiencia
ordinaria y a menudo se entremezclan con los males, pero casi podría decirse que no
son
de este mundo. El bien es una anomalía y no tiene un orden al que pertenecer, pero
va
buscando desaforadamente la inauguración de un orden nuevo en el que perpetuarse.
Ésta es la vocación y el destino de la mayor parte de los bienes, una cruz con la
que
tienen que cargar inexorablemente y en la que está escrita su condena. Pensar de
algo
que es un bien es casi lo mismo que desear que se extienda y que perdure, que deje
de
ser fugaz y azaroso y que –puesto que indudablemente lo merece– adquiera la
consistencia de lo robusto y lo resistente, de lo regular y lo necesario. Todos los
bienes
fomentan afanes de perpetuación o por lo menos de conservación segura.
La moral deuterofisita y las construcciones estimativas que le precedieron –aunque
aquélla de manera destacadísima– son estrategias de perpetuación del bien.
Pertenece a
281
la naturaleza de la estimativa humana el querer hacer de los bienes un ingrediente
necesario de la fábrica del mundo (de éste o de otro), pero a ese deseo debería
irle unida
la conciencia de que en él se encuentra precisamente la ruina del bien. No es nada
difícil
para el entendimiento, la imaginación ni la voluntad formar robustos sistemas de
bienes
(lo difícil sería más bien resistirse a esa tendencia), sistemas que no dejen
ningún cabo
suelto y procuren abarcar la totalidad de lo que se considera relevante en la vida
humana
o en el mundo. La moral deuterofisita es uno de los muchos sistemas posibles que se
han
erigido para reducir el bien a una regla permanente. Su miseria es la misma que la
de
todo intento de asegurarse del bien: construir sistemas es fácil, pero cosa muy
distinta es
que lo que ellos sistematicen sea el mismo bien que se quería preservar a toda
costa. Al
dejar de ser anómalo, el bien pierde lo que le hacía ser estimable; sería
incorrecto decir
que se desnaturaliza, porque lo que le ocurre es justamente lo contrario: que se
integra en
la naturaleza ordinaria de las cosas o trata de fundar una naturaleza paralela. En
la
condición del bien está el querer hacerse mundo, un querer inevitable que no pocas
veces
se sale con la suya. En ese tránsito los bienes dejan de ser lo que eran, aunque es
verdad
que en lo que eran ya estaba comprendida la vocación de mundanizarse y hacerse
naturaleza. El destino del bien, como ya se ha visto, es naturalizarse o
desaparecer.
La moral deuterofisita es una estrategia de perpetuación del bien porque para los
creyentes en ella sería un escándalo admitir que los actos sobresalientes de
altruismo, de
entrega al beneficio público y de servicio apasionado a la causa de la verdad, de
la
igualdad o de la justicia tienen que ser rarezas excepcionales, sólo posibles a
contracorriente del orden del mundo. Que esas excepciones dejen de serlo y pasen a
ser
norma ordenada o naturaleza paralela es precisamente el propósito de la moral
deuterofisita. En esto la moral moderna no es más que una de las muchas formas
posibles bajo las que cabe concebir el destino normalizador del bien. Sería muy
arduo,
además de despiadado, extirpar de la condición humana la tendencia a preservar el
bien y
a inventar estructuras que traten de convertirlo en norma y de perpetuarlo. La
experiencia enseña que de los intentos de normalización del bien han surgido
ventajas
muy apreciables como el seguro obligatorio de enfermedad, los derechos civiles de
los
negros o la escolarización general, atrocidades siniestras como los campos de
concentración soviéticos, la revolución cultural china o la reforma agraria de Pol
Pot, y
resultados inquietantemente ambiguos como la generalización de la televisión, el
turismo
o la internet. Pertenece a la experiencia estimativa humana que el tránsito de las
excepciones a las normas produzca glorias, crímenes y ambivalencias, y sobre todo
que
no se sepa asegurar las primeras, evitar los segundos y enderezar las terceras. Los
282
animales humanos seguirán creyendo por siempre que las aberraciones y las
ambigüedades son sólo accidentes desgraciados, padecidos por haberse desviado de la
actuación justa –de la línea recta que señala el rumbo de la conversión de las
buenas
excepciones en buenas normas– y se resistirán candorosamente a admitir que quizá no
haya ventajas sin crímenes ni glorias sin horrores. Semejante resistencia irá
produciendo,
como es natural, nuevas ambigüedades, nuevos crímenes y nuevas deliciosas ventajas,
algunas de ellas tan gloriosas que taparán el lado oscuro de las ambigüedades y
harán
olvidar los crímenes, los disculparán o los justificarán; ésta es, guste o no, la
costumbre
inmemorial y no hay motivos para pensar que vaya a mudarse. Esconder con el mayor
cuidado el lado siniestro y odioso del bien constituye el principal imperativo de
la
civilización, un imperativo que en general se cumple ejemplarmente; el día en que
la
transparencia sustituya del todo al disimulo, la humanidad tendrá un trago muy
amargo
que beber. Un trago quizá mortal.
Puede verse ahora con cierta claridad que la moral deuterofisita es sólo una de las
formas que adopta la normalización mundana del bien. Antes de que aquélla surgiera,
la
ontoteología clásica había desarrollado ya mecanismos muy sutiles y admirables para
asegurarse de que el bien –y en particular el bien supremo humano– tuviera un lugar
en
el orden del mundo. Que es concebible un bien máximo al que puede designarse con el
nombre de felicidad, que ese bien constituye la cúspide de un sistema ordenado de
bienes
entre los que se encuentran todos los objetos de aprecio, de elogio y de honor (de
tal
suerte que cada uno de dichos objetos se manifiesta como un bien en cuanto resulta
ser
un componente del bien máximo) y que semejante bien resulta de la coherencia entre
los
demás bienes y aun consiste en ella fueron creencias indiscutibles durante siglos y
todavía perviven en confusa mixtura con las propias de la moral deuterofisita. La
idea
misma de un bien máximo, sumo o supremo lleva incluida la creencia en el carácter
perdurable de dicho bien, en la posibilidad de una victoria sobre lo efímero y
tornadizo y
en la redención, absorción o compensación de los males padecidos. Quítese el
concepto
de la felicidad y lo que se obtendrá será un repertorio de bienes desordenado y
confuso,
un amasijo de objetos a los que se llama bienes por motivos incompatibles entre sí,
a
veces injustificados y desde luego diversos, objetos tan disímiles y variopintos
que
convertirán al bien en un desdichado concepto equívoco.
Tanto la moral deuterofisita como lo que queda de las doctrinas tradicionales sobre
la felicidad o la vita beata engañan sobre el bien –y al mismo tiempo sobre el
mal–, pero
también muestran alguna de sus señas más destacables. Engañan desde luego al hacer
creer que la forma del bien es la norma o el orden (y la del mal la infracción o el
283
quebrantamiento), pero prestan un alto servicio al poner de manifiesto que el
destino del
bien está en querer normalizarse y el del mal en tratar de convertirse en mero
incumplimiento de normas. Lo que llamamos bienes son en puridad las excepciones,
las
anomalías o las rarezas de un mundo que no está bien hecho, y no se comprenderían
como bienes sin la previa experiencia de que la bienhechura del mundo no es cierta;
si el
mundo estuviera bien hecho no tendríamos bienes, porque no habría nada a lo que
designar de ese modo. Los bienes son flores raras de un páramo inhóspito, y para
cobrar
la figura del bien necesitan destacarse de un fondo descolorido, sucio y mal
pintado. El
bien es, como ya se ha visto, una anomalía que resulta de la excepción en la
ausencia de
bienes y dicha ausencia es, por su parte, el resultado de males sobresalientes que
no han
sido capaces de cancelarse. Pero hay en el pensamiento de las épocas más variadas –
y
no faltará quien se atreva a añadir que la hay en la condición humana– una
resistencia
invencible a pensar en el bien como excepción o anomalía. La experiencia del bien,
y con
ella su pensamiento, es efímera y fugaz, aunque apenas nunca se la reconocerá como
tal.
Para edificar una doctrina del bien, y en particular una doctrina moral, es preciso
olvidarse de que los bienes son excepciones y persuadirse de que existen maneras –o
tienen que existir– de estar en posesión del bien y de acoplarlo a la armazón del
mundo.
Ya se ha visto que la moral se funda en el olvido de su propia formación, pero ese
olvido
no es ni mucho menos el único; para la fabricación de cualquier doctrina
sistemática de
los bienes y los males es preciso anular toda la experiencia que se posee de los
unos y de
los otros: hacer como si nunca se hubiera tenido noticia de que los bienes que más
importan son materia de disonancia, no recordar los instantes en que ciertos males
hicieron desmoronarse los cimientos mismos de la comprensión de las cosas y
proclamar
que el bien anidará en la tierra o anunciar que lo ha hecho ya, sosteniendo con
todo
convencimiento que el destino del bien es instalarse en la fábrica del mundo y el
del mal
reducirse a desperfectos de fábrica. La experiencia enseña que al bien pueden
acontecerle
dos destinos: el de desaparecer pronto y el de perdurar transfigurado en
normalidad, y
que, de sucederle lo segundo, lo normal apenas guardará, salvo por azar, mucha
huella
del bien. Pero esto último también tiene que olvidarse, desde luego, para creer que
la
norma es la forma del bien y la infracción la forma del mal.
Tanto la moral deuterofisita como la doctrina antigua y moderna de la felicidad se
fundan en este olvido. Son casos de autoengaño sobre lo que uno ya sabe y de
resistencia al aprendizaje muy representativos de lo que ocurre en otros muchos
ámbitos.
Seguramente el mundo no está hecho para que nadie sobreviva en él sin una dosis muy
cuantiosa de olvido y sin tener que desaprender la mayor parte de lo que le ha sido
284
enseñado; sería muy farisaico rasgarse las vestiduras por esto y presumir de estar
libre de
culpa. Es probable que el mantenimiento del orden público, del decoro civil y del
progreso social exijan de consuno el olvido y el autoengaño sobre la composición de
la
fábrica del bien y sobre cómo llegó ésta a levantarse. Pero no está nada claro que
la
filosofía guarde relaciones muy estrechas con los tres valores recién mencionados,
ni en
realidad con ninguno de los que los hombres más aprecian en su vida común. La
filosofía
se distingue por socavar los cimientos de las convicciones más profundas, y no sólo
de
las que son antipáticas ni de las que gustaría ver desprestigiadas. De ordinario se
cree que
la filosofía es un medio para fortalecer lo que uno cree y desacreditar lo que
repudia,
pero todo el mundo sabe que ésa es una concepción ventajista y que apenas puede
hallarse una muestra de buena filosofía que satisfaga propósitos tan benévolos. Si
la
filosofía se distingue por algo es por estropearlo todo, incluso cosas que se
tienen por
sagradas, y especialmente estas últimas.
Al descubrir que la historia de la moral moderna está falseada –necesariamente ha
de
estarlo mientras siga habiendo moral– y que la idea de un bien máximo o supremo se
disuelve a sí misma y al disolverse descoyunta el sistema de los bienes, al
descubrir esto
y tener que invalidar después uno y otro descubrimiento y al pensar lo que implican
el
descubrimiento y su invalidación, la filosofía hace con la moral y con el bien lo
único que
está en su mano hacer: sacarlos fuera del lugar en el que cómodamente reposan,
suspender su régimen normal, mirar qué pasa cuando se produce esa interrupción, ver
cómo termina y contarlo todo de la manera más exacta posible. La teoría es el
relato de
una interrupción, y la teoría moral son las observaciones que cabe anotar sobre las
interrupciones del régimen normal de la moral, de los males y de los bienes. Sin
duda
ninguna, la fábrica del bien trabaja normalmente a pleno rendimiento, pero a veces
puede
sufrir sabotajes que la paralicen durante un rato. Son esos ratos los que permiten
examinarla por dentro, aunque las naves se queden a oscuras y haya que entrar con
linternas casi apagadas, procurando no llamar la atención. La teoría moral es el
informe
que puede escribirse de ese tipo de entradas furtivas. Teorizar sobre el bien es
referir lo
que se entrevió en momentos excepcionales, momentos en los que el bien estaba a
punto
de extinguirse o a punto de transformarse en norma, y lo más natural es que esos
relatos
sean balbucientes, titubeantes y un tanto fragmentarios. Innumerables veces se ha
llamado teoría a la visión de un mundo en orden, un mundo en el que cada cosa está
en
su sitio y que exige perentoriamente ser celebrado y glorificado. Pero la teoría no
es algo
que se lleve a cabo para mayor gloria del mundo.
En realidad, la teoría del bien y del mal es como la de cualquier otra cosa, y lo
mejor
285
que puede recomendársele a quien desee desempeñarse bien con las cosas es que se
dedique a ellas y prescinda de su teoría. El bien es un desorden que se escapa sin
dejar
huella o que cristaliza en macizas estructuras normativas. La gramática y los
hábitos de
los mortales racionales están concebidos para seguir reconociendo bienes allí donde
éstos
se han extinguido y allí donde han cristalizado en otra cosa (a veces apreciable y
a veces
no, esto es asunto del azar). Ver bajo la especie del bien todo lo realmente
visible es una
tendencia humana muy anterior al primero de los filósofos que se atrevió a defender
este
género de tesis, y probablemente sea una tendencia digna de preservarse. Pero quizá
la
teoría sea una ocupación esencialmente inhumana. La teoría no consiste en entender
el
mundo, sino en ciertas secuelas que resultan de no entenderlo y de perseverar hasta
el
final en dicha falta de entendimiento. También en dar razón de esa empresa
frustrada de
la manera más exacta posible y con la menor solemnidad, la mayor modestia, el mejor
humor y el menor patetismo de que uno sea capaz.
286
Prólogo
1 Terminada ya la escritura de este libro, he leído con aprovechamiento Ciencia del
bien y del mal, de Javier
Echeverría (Barcelona, Herder, 2007), cuyo original tuvo su autor la amabilidad de
enviarme y muchas de cuyas
preocupaciones comparto, empezando, claro está, por la que le da título.
2 Por algún extraño motivo la cultura contemporánea ha cobrado una afición tan
inmoderada a los retos que
nada tiene ni puede tener la menor importancia si no adopta la forma, literal o
figurada, de un desafío. Merecería
la pena algún esfuerzo para combatir esta agotadora moda, aunque el empeño excede
con mucho las fuerzas de
un individuo particular. Por mi parte me he ocupado del asunto en mi escrito “Sobre
la naturaleza de los retos y
desafíos y su inmerecido prestigio en la filosofía moral”, en Retos pendientes en
ética y política, editado por José
Rubio Carracedo, José M.ª Rosales y Manuel Toscano Méndez, Madrid, Trotta, 2002,
pp. 331-342.
Capítulo 1 – Lo inventado y lo dado
1 Inuenire es hallar algo que le sale a uno al paso o que iba buscando, y tiene
prácticamente el mismo valor
que reperire, aunque el primero de los términos era más popular y el segundo no
perduró en la baja latinidad.
Véase el Dictionnaire étymologique de la langue latine. Histoire des mots, de A.
Ernout y A. Meillet, 4.ª edición,
París, Klincksieck, 1967, s. v. Resulta curioso que la pervivencia de reperire sea
también anómala: desde luego,
“repertorio” no denota nada que tenga ver con encontrar o hallar algo. Quien hable
de un repertorio de
invenciones o un repertorio de hallazgos no tendrá, desde luego, ninguna conciencia
de estar diciendo lo mismo
en ambos casos, ni tampoco de cometer redundancia.
2 Fingere es originariamente modelar alguna sustancia plástica, dándole figura. No
en vano, el fingir y la
figura comparten raíz. El término latino figura pasó relativamente pronto a ser
casi sinónimo de forma, y a servir
como traducción de la palabra griega eídolon y sobre todo de skhêma. “Fictor cum
dicit fingo figuram imponit”,
dice Varrón en De lingua latina, 6, 78. Véase el ya citado Dictionnaire
étymologique, de Ernout y Meillet, s. v. Es
imprescindible sobre este asunto Figura, de Erich Auerbach, traducción de Yolanda
García y Julio A. Pardos, con
estudio preliminar de José Manuel Cuesta Abad, Madrid, Trotta, 1998.
3 Por prejuicios fáciles de explicar, la historia de los progresos de la invención
se ha contado habitualmente
como la historia de los triunfos del método. Hay, sin embargo, toda una historia
paralela, que es la de la fortuna.
El lugar clásico de la vindicación de esta última es la obra de Robert K. Merton y
Elinor G. Barber, esperada
durante decenios, y aparecida primeramente en italiano, Viaggi e avventure della
serendipity. Saggio di semantica
sociologica e sociologia della scienza, Milán, Il Mulino, 2002. Puede verse sobre
este y otros aspectos de la
sociología de la ciencia de Merton la tesis doctoral de Ana Fernández Zubieta,
Génesis y desarrollo
interdisciplinar del programa mertoniano para la ciencia, Universidad Carlos III de
Madrid, 2003.
4 La bibliografía contemporánea sobre invenciones es tan copiosa y variada que
sería una temeridad
presumir de saber cuándo surgió la invención de la invención. Una candidatura
sólida –y anterior a la proclama
foucaultiana de que el hombre es una invención reciente– la constituye el libro de
Jean Starobinski, L’invention de
la liberté. 1700-1789, Ginebra, Skira, 1964, aunque quizá el hito decisivo fue,
casi veinte años después, la
compilación de Eric Hobsbawm y Terence Ranger, The Invention of Tradition,
Cambridge, Cambridge University
Press, 1983 (con ecos en todas partes, incluso muy pronto en España a cargo de Jon
Juaristi: El linaje de Aitor.
La invención de la tradición vasca, Madrid, Taurus, 1987). El amante de las
invenciones tiene lectura para una
temporada si reúne, por ejemplo, los escritos póstumos de Michel de Certeau,
L’invention du quotidien (dos
volúmenes, el segundo de ellos con Luce Giard y Pierre Mayol; París, Gallimard,
1990 y 1994), La invención de
la literatura, por Florence Dupont (de 1994, traducción de Juan A. Matesanz,
Madrid, Debate, 2001), La
287
invención del color, por Philip Ball (de 2003, traducción de José Adrián Vitier,
México, Turner/Fondo de Cultura
Económica, 2005), La invención del arte. Una historia cultural, por Larry Shiner
(también de 2003, traducción
de Eduardo Hyde y Elisenda Julibert, Barcelona, Paidós, 2004), y La invención de
Irlanda, por Declan Kiberd (de
1996, traducción de Gerardo Gamborini, Buenos Aires, Adriana Hidalgo, 2005). Desde
luego, la lista se podría
alargar mucho, y alguna invención más aparecerá en páginas venideras. En los
asuntos que más atañen a este
libro el clásico es sin duda The Invention of Autonomy: A History of Modern Moral
Philosophy, de J. B.
Schneewind (Cambridge, Cambridge University Press, 1997), aunque quizá el pionero
del fervor inventivo en
materia moral fue Ethics: Inventing Right and Wrong, de J. L. Mackie (Nueva York,
Viking Press, 1977). No
siempre, sin embargo, la invención va seguida de genitivo objetivo, y para eso está
La invención de Caín, de Félix
de Azúa (Madrid, Alfaguara, 1999). Claro que entonces la invención probablemente
más antigua sería una muy
parecida a la de la moral: la de Morel, por Bioy Casares en 1940.
5 Puede verse sobre lo anterior mi artículo “El uso público de las humanidades”, en
el volumen colectivo Del
pensar y su memoria. Ensayos en homenaje al profesor Emilio Lledó, compilado por
Luis Vega, Eloy Rada y
Salvador Mas, Madrid, Uned, 2001, pp. 519-546.
6 Sin duda, el ingeniero ha quedado fuera del pacto cultural porque ya no es
necesario tener gente con
inventiva técnica. La máquina de inventar se mueve por sí sola; es automática del
todo. Un reparto parecido al
que promovió Rorty en Contingencia, ironía y solidaridad. Véase mi nota “La goma de
borrar y el cortaplumas.
Algunas dificultades de la noción de privacidad en la filosofía política de Richard
Rorty”, comunicación
presentada a la IX Semana de Ética y Filosofía Política, Valencia, 1992.
7 “Como si el mundo hubiese permanecido hasta él ignorante de lo que sea el deber o
hubiera estado sumido
en un continuo error a este respecto”, agregaba Kant después de hacerse la
interrogación retórica que se acaba de
reproducir (traducción de Roberto R. Aramayo, Madrid, Alianza, 2000, p. 59; edición
de la Academia, vol. V, p.
8). [La cursiva es mía, A. V.]
8 Aunque ciertamente los efectos sociales de la filosofía no dependen de quienes
cultivan esta disciplina.
Véase mi artículo “Defensio Philosophiae contra Apologistas”, en J. A. Estrada, J.
A. Pérez Tapias, eds., ¿Para
qué filosofía?, Granada, Universidad de Granada, 1996, pp. 149-161.
Capítulo 2 – El efecto Maquiavelo
1 No hay ninguna razón en contra de castellanizar el apellido Mandeville conforme
al precedente de su
homónimo el viajero inglés del siglo XIV Jehan de Mandeville o sir John Mandeville,
conocido siempre en España
como Juan de Mandavila. El transcribir nombres propios y apellidos según sus
lenguas de origen es una
costumbre tan discutible como reciente, que a veces encubre la ignorancia de la
propia lengua y no siempre es
garantía de conocimiento de las ajenas. Alternaré en lo sucesivo el uso tradicional
y el habitual.
2 Stoicorum Veterum Fragmenta, recopilados por J. von Arnim, vol. III, fr. 1 (Diog.
Laërt., VII, 84),
Leipzig, Teubner, 1905, p. 3. Existe una reimpresión reciente con traducción al
italiano y aparato crítico de
Roberto Radice, e introducción de Giovanni Reale, Milán, Bompiani, 2002.
3 Véase la clásica obra de Friedrich Meinecke, La idea de la razón de Estado en la
Edad Moderna,
traducción de Felipe González Vicén, con estudio preliminar de Luis Díez del
Corral, Madrid, Centro de Estudios
Constitucionales, 1983, pp. 48-50.
4 Doctor sceleris es expresión que recoge Isaiah Berlin en “La originalidad de
Maquiavelo”, Contra la
corriente. Ensayos sobre historia de las ideas, traducción de H. Rodríguez Toro,
México, Fondo de Cultura
Económica, 1983, pp. 85-143. “Sceleratum Satanae organum” es expresión de 1592 del
jesuita Antonio
Possevino, citada, como otras del mismo jaez, por Francisco Javier Conde, El saber
político en Maquiavelo,
Madrid, Ministerio de Justicia/CSIC, 1948. “Peste del Renacimiento” lo llamó
Menéndez Pelayo en los
288
Heterodoxos, 5.ª edición de la Bac, Madrid, 1998, vol. 1.º, p. 791.
5 Sobre la variedad de interpretaciones y lecturas de las obras de Maquiavelo es
imprescindible el libro de
Claude Lefort, Le travail de l’oeuvre Machiavel, París, Gallimard, 1972.
6 Un buen ensayo sobre Botero, con amplios apéndices documentales, se encontrará en
los Escritos sobre el
Renacimiento, de Federico Chabod, México, Fondo de Cultura Económica, 1990, pp.
228-408. Los avatares de la
formación de la idea de una razón de Estado cristiana están muy bien expuestos en
la obra clásica de Francisco
Murillo Ferrol, Saavedra Fajardo y la política del Barroco, Madrid, Instituto de
Estudios Políticos, 1957.
7 “La originalidad de Maquiavelo”, cit.
8 Ob. cit., p. 105.
9 Ob. cit., pp. 115-116. Es posible que la encrucijada en la que se separan los
mandatos de la religión
cristiana y los no menos exigentes del vivere libero republicano y pagano no fuese
alcanzada por los europeos ni
los americanos de los siglos posteriores; la mayor parte de los republicanos
modernos fueron cristianos radicales
más amantes del retorno a la pureza evangélica que a la antigüedad pagana de la
pólis o la ciuitas y el
republicanismo moderno quizá sea tanto o más savonaroliano que maquiaveliano.
Aparte del imprescindible The
Machiavellian Moment: Florentine Political Thought and the Atlantic Republican
Tradition, de J. C. A. Pocock,
Princeton (Nueva Jersey), Princeton University Press, 1971 (hay traducción
castellana de Eloy García, Madrid,
Tecnos, 2002), no deben dejar de leerse los ensayos recogidos en el segundo volumen
(Renaissance Virtues) de
las Visions of Politics, de Quentin Skinner, Cambridge, Cambridge University Press,
2002, y en particular el
quinto y el sexto (“Republican Virtues in an Age of Princes” y “Machiavelli on
Virtù and the Maintenance of
Liberty”).
10 N. Machiavelli, Discorsi sopra la prima deca di Tito Livio, seguiti dalle
Considerazioni intorno ai
Discorsi del Machiavelli di Francesco Guicciardini, edición de Corrado Vivanti,
Turín, Einaudi, 2000, III, 41, p.
323. “[P]ues en las deliberaciones en que está en juego la salvación de la patria”,
reza la traducción castellana de
Ana Martínez Arancón, Madrid, Alianza, 1987, p. 411, “no se debe guardar ninguna
consideración a lo justo o lo
injusto, lo piadoso o lo cruel, lo laudable o lo vergonzoso, sino que dejando de
lado cualquier otro respecto, se ha
de seguir aquel camino que salve la vida de la patria y mantenga su libertad.”
11 III, 40, p. 322. “[N]o me parece loable el fraude que rompe la fe y los pactos”,
traducción citada, p. 409.
12 Ibíd. “Aunque el fraude es siempre detestable en cualquier acción, sin embargo
en la guerra es un recurso
digno de alabanza y de gloria.” Es muy provechoso el comentario sobre estos pasajes
de Harvey C. Mansfield en
su obra Machiavelli’s New Modes and Orders. A Study of the “Discourses on Livy”,
Chicago, The University of
Chicago Press, 2001, pp. 424-427. Hay que advertir que, cuando Maquiavelo censura
el defraudar a quienes
confían en uno, lo hace probablemente porque considera un acto de bajeza y poca
virilidad (algo, por tanto,
contrario a cualquier código de virtù) el suscitar expectativas de conducta franca
y veraz para después
defraudarlas. Lo mejor y más virtuoso será no fomentar nunca expectativas así y
presentarse siempre como
alguien que se conducirá con el adversario como los adversarios suelen conducirse
entre sí, y no de otra extraña
manera.
13 Véase el ensayo de Rafael del Águila, “Modelos y estrategias del poder en
Maquiavelo”, en R. R.
Aramayo, J. L. Villacañas Berlanga, eds., La herencia de Maquiavelo. Modernidad y
voluntad de poder, México,
Fondo de Cultura Económica, 1999, pp. 209-239. Del mismo autor puede verse La senda
del mal. Política y
razón de Estado, Madrid, Taurus, 2000. Acabado de escribir el presente libro, he
tenido ocasión de leer con
provecho La república de Maquiavelo, del propio Rafael del Águila y Sandra
Chaparro, Madrid, Tecnos, 2006.
14 Del mismo año de la obra de Botero son los Politicorum sive civilis doctrinae
libri sex, de Justo Lipsio,
tan influyentes en la Monarquía Católica a partir de su traducción en 1604 por
Bernardino de Mendoza (hay una
edición reciente de esta traducción, con prólogo y notas de Javier Peña y Modesto
Santos, Madrid, Tecnos,
1997). Quien leyera las Políticas de Lipsio o, unas décadas después, la Política o
razón de estado sacada de
289
Aristóteles, de Pérez de Mesa, o las Introducciones a la política o la Razón de
estado del rey católico don
Fernando, de Saavedra Fajardo, o la celebérrima Idea de un príncipe político
cristiano representada en cien
empresas, del mismo, sabía con toda certeza que “política” tenía un significado
escurridizo, como si fuese el
nombre de algo propenso al descarrío que convenía tener atado y que, una vez
sometido a la religión, podía
ponerse al servicio de ésta y del príncipe católico. No puede ser más elocuente el
que “razón de Estado” y
“política” se convirtieran pronto, con la mayor naturalidad, en términos
intercambiables.
15 Cuando Gracián promete en la introducción de El héroe una “razón de Estado de ti
mismo”, la promesa
era francamente audaz, pues extender a la conducta individual ordinaria la
“política y reglas con que se dirigen y
gobiernan las cosas pertenecientes al interés y utilidad de la república” (que es
como el Diccionario de
Autoridades definirá en el siglo siguiente la razón de Estado), implicaba sin duda
ninguna suponer que la esfera
política podía adueñarse sin ningún reparo de la moral. Nótese, sin embargo, que
Gracián está pensando en la
cristianísima versión de Botero, cuya traducción de los Diez libros de la Razón de
Estado le resultaba familiar.
Véase la edición de El héroe y el Oráculo manual y arte de prudencia, por Antonio
Bernat Vistarini y Abraham
Madroñal, Madrid, Castalia, 2003, p. 67. Debe verse sobre este asunto el estudio de
Elena Cantarino, De la razón
de Estado a la razón de estado del individuo. Tratados político-morales de Baltasar
Gracián (1637-1647),
Valencia, Universidad de Valencia, 1996.
Capítulo 3 – El efecto Mandeville
1 Federico II de Prusia, Antimaquiavelo o refutación del “Príncipe” de Maquiavelo,
traducción,
introducción y notas por Roberto R. Aramayo, Madrid, Centro de Estudios
Constitucionales, 1995, p. 104, cfr.
pp. 16-17. Esta afirmación le habría sido, creo, de cierto provecho a Albert O.
Hirschman en su ya clásico Las
pasiones y los intereses. Argumentos políticos en favor del capitalismo previos a
su triunfo, traducción de J. Solé
Solé, Barcelona, Península, 1999. Lo más interesante de la crítica de Federico a
Maquiavelo es la acusación de
sostener una psicología extravagante y poco realista, como si el interés estuviera
en condiciones de sobreponerse
a las pasiones y de regirlas, a semejanza de lo que hacen con la materia física la
ley de la gravitación de Newton o
los vórtices de Descartes. Pero Maquiavelo –como Adam Smith conforme a la
interpretación de Hirschman– sí
que creía que hay un impulso pasional netamente dominante, y estaba, desde luego,
muy lejos de la concepción
atribuida por Hirschman a Montesquieu y a Steuart, según la cual el interés suaviza
y civiliza las pasiones. El
llamado Capitolo dell’ambizione es quizá uno de los tratamientos más completos de
esa “mente humana
insaciable, altiva/ falsa y cambiante, y sobre toda cosa/ maligna, injusta,
impetuosa y fiera” (vv. 55-57 del
“Capítulo de la Ambición”, Antología de Maquiavelo, editada por Miguel Ángel
Granada, Barcelona, Península,
1987, p. 225).
2 G. Botero, Aggiunte fatte alla sua ragione si stato, Venecia, 1606, pp. 67 y ss.,
cit. por F. Meinecke, La
idea de la razón de Estado en la edad moderna, cit., pp. 70-71.
3 La Rochefoucauld, Réflexions morales, máximas 39 y 40, en Moralistes du XVIIe
siècle, édition établie
sous la direction de Jean Lafond, París, 1992, p. 138. Resulta más que probable que
el concepto moderno de
interés, tal como aparece, por ejemplo, en las caracterizaciones de la razón de
Estado que acaban de citarse, tenga
su origen en el vocabulario estrictamente económico y sus elaboraciones teóricas
más precisas en las condenas
morales de la usura. Véase, por ejemplo, Usura: del uso económico de la religión en
la historia, de Bartolomé
Clavero, Madrid, Tecnos, 1984.
4 El título original de la Fábula de 1705 fue The Grumbling Hive: or, Knaves Turn’d
Honest (o sea, El panal
rumoroso, o los bribones que se vuelven honrados), y a ella se añadieron una
“Investigación sobre el origen de la
virtud moral”, unas “Observaciones”, un “Ensayo sobre la caridad”, una
“Investigación sobre la naturaleza de la
caridad”, una “Reivindicación” y seis “Diálogos”. Todo ello se encontrará en la
traducción castellana de José
290
Ferrater Mora, La fábula de las abejas, o Los vicios privados hacen la prosperidad
pública, editada por el Fondo
de Cultura Económica (México, 1982), que recoge también el valioso comentario de F.
B. Kaye. Ni que decir
tiene que la historia de la recepción e interpretación de Mandeville no es tan
enrevesada ni tan tormentosa como la
de Maquiavelo, ni ha dado lugar a obras tan notables en la historiografía de las
ideas.
5 La fábula de las abejas, cit., p. 21.
6 En realidad, el mecanismo puede que sea un poco más perverso: el lector avisado
se ríe del lector incauto
que esperaba otra cosa, tanto como de los personajes escarnecidos. He expuesto
algunas ideas que completan lo
anterior en “La burla según Kant”, capítulo 3.º de Apología del arrepentido y otros
ensayos de teoría moral,
Madrid, Mínimo Tránsito/Antonio Machado Libros, 2006.
7 Una buena exposición se encontrará en la Poétique de l’ironie, de Pierre
Schoentjes, París, Seuil, 2001, pp.
48-74.
8 Véase sobre el conflicto trágico en Antígona el capítulo 4.º de Rocío Orsi, El
saber del error. Filosofía y
tragedia en Sófocles, Madrid, Plaza y Valdés, 2008.
9 La cuestión de la vigencia o desmantelamiento de la dicotomía entre hechos y
valores es uno de los pocos
asuntos de interés (el otro es el de las pasiones, denominadas emotions o
“emociones”, a la manera psicologista)
que la filosofía académica anglosajona de los últimos años ha tratado en materia de
moral. En varias obras de
Hilary Putnam puede encontrarse su tesis, al mismo tiempo profunda y clara, sobre
la dependencia mutua de
hechos y valores. Véanse por ejemplo los escritos recogidos en Realism with a Human
Face, edición de James
Conant, Cambridge (Massachusetts), Harvard University Press, 1992, y El desplome de
la dicotomía hecho-valor
y otros ensayos, traducción de Francesc Forn i Argimon, Barcelona, Paidós, 2004. Me
he ocupado de este género
de cuestiones en mi artículo “Entre Leviatán y Cosmópolis. Kant, Hobbes, la
dicotomía hecho/valor y los efectos
no intencionados de las teorías políticas”, recogido en el volumen colectivo La paz
y el ideal cosmopolita de la
Ilustración. A propósito del bicentenario de “Hacia la paz perpetua” de Kant,
compilado por Roberto R.
Aramayo, Javier Muguerza y Concha Roldán, Madrid, Tecnos, 1996, pp. 275-324.
Capítulo 4 – La inversión del mal
1 De una manera más general, podría afirmarse que el lugar de este primer elemento
de la moral moderna no
ha de ser ocupado por el altruismo, sino por la imparcialidad, una actitud más
elaborada y abstracta que el
altruismo y que se aplica a contextos más amplios. Es posible que así sea, pero lo
cierto es que históricamente el
altruismo vino antes, aunque en realidad lo que precedió a todo lo demás fue el
egoísmo: basta con atender a la
palabra “desinterés”, que no es otra cosa que el interés a la inversa. Dos de las
obras más representativas (aunque
no de las más apasionantes) de la filosofía moral y política contemporánea, The
Possibility of Altruism, de
Thomas Nagel, y la edición ampliada de Justice as Fairness, de John Rawls (a las
que hay que añadir Equality
and Partiality, del primero) se han dedicado, no por casualidad, al examen de estas
cuestiones. En enorme
medida, y seguramente en exceso, la filosofía moral de finales del siglo XX ha sido
una meditación en torno a la
imparcialidad, de igual modo que la del siglo XVIII lo fue en torno al altruismo.
Las tres obras mencionadas
pueden encontrarse en traducción castellana, respectivamente de Ariel Dilon
(México, Fondo de Cultura
Económica, 2004), de Andrés de Francisco (Barcelona, Paidós, 2002) y de Francisco
Álvarez (Barcelona,
Paidós, 1996). De la última me he ocupado en mi nota “Thomas Nagel, de la mente a
la política”, Revista de
Libros, 11 (1997), pp. 18-19.
2 La tesis de que la epistemología es el producto de tomar demasiado en serio el
desafío escéptico ha sido
desarrollada, a mi modo de ver convincentemente, por Michael Williams, Unnatural
Doubts. Epistemological
Realism and the Basis of Scepticism, Princeton (Nueva Jersey), Princeton University
Press, 1996. El caso de la
moral es, si no estoy equivocado, asombrosamente análogo.
291
3 En La Religión dentro de los límites de la mera razón, traducción de Felipe
Martínez Marzoa, Madrid,
Alianza, 1969, p. 46: “[E]l hombre (incluso el mejor) es malo solamente por cuanto
invierte el orden moral de los
motivos al acogerlos en su máxima: ciertamente acoge en ella la ley moral junto a
la del amor a sí mismo; pero
dado que echa de ver que no pueden mantenerse una al lado de la otra, sino que una
tiene que ser subordinada a la
otra como a su condición suprema, hace de los motivos del amor a sí mismo y de las
inclinaciones de éste la
condición del seguimiento de la ley moral, cuando es más bien esta última la que,
como condición suprema de la
satisfacción de lo primero, debería ser acogida como motivo único en la máxima
universal del albedrío.”
Agradezco a la profesora María José Callejo una sustanciosa e iluminadora
conversación sobre este pasaje de
Kant.
4 Federico el Grande, Antimaquiavelo, cit., p. 93.
5 Los trabajos de Martha C. Nussbaum en los años ochenta y primeros noventa del
siglo XX mostraron, sin
embargo, que en la antigüedad hay toda una tradición alternativa –no la de los
filósofos, pero sí la de los poetas
trágicos– en la que la excelencia humana es intrínsecamente conflictiva. Véase
sobre todo La fragilidad del bien.
Fortuna y ética en la tragedia y la filosofía griega, traducción de Antonio
Ballesteros, Madrid, Visor Dis, 1995.
Me he ocupado de esta obra, la más importante de la primera etapa de Nussbaum, en
“La otra genealogía de la
moral”, La balsa de la Medusa, 38/39 (1996), pp. 183-190. Es imprescindible sobre
esto el libro ya citado de
Rocío Orsi, El saber del error. Filosofía y tragedia en Sófocles.
6 La vieja práctica consistente en trazar de manera artificiosa los límites de los
distritos para favorecer la
probabilidad de cierto resultado electoral.
7 Javier Muguerza me ha sugerido la conveniencia de añadir a los efectos Maquiavelo
y Mandeville un
tercero, el efecto Kant, con el que la moral moderna se independizaría de la
religión de manera semejante a como
con los dos anteriores lo hizo de la política y de la economía. En verdad es
tentador añadir la religión a los
adversarios de la moral gracias a los cuales ésta se constituye como algo
autosubsistente. Lo cierto es, por lo
menos, que al igual que la moral moderna se esforzó desde el principio en doblegar
y reducir a su dominio las
esferas política y económica gracias a cuya oposición se había constituido –y así
las empresas de moralizar la
política y la economía son irrenunciables para cualquier moralista que se precie–,
también la moralización de la
religión es un programa típicamente moderno que habría resultado inconcebible antes
de que la moral cobrase
autonomía por medio de los efectos que hemos señalado. En puridad, semejante
moralización de la religión no
sólo es una empresa kantiana, sino que con ella puede definirse también cualquier
otra de las ideas de religión
natural que proliferaron en la Ilustración.
8 “El alma conduce, sin duda, todo lo que se encuentra en el cielo, la tierra y el
mar con sus movimientos,
cuyos nombres son querer, analizar, cuidar, aconsejar, opinar correcta,
equivocadamente, cuando se alegra, sufre
dolor, se atreve, teme, odia, ama, y todos los que son movimientos relacionados con
éstos o primeros agentes”,
Leyes, X, 896e-897a, traducción de Francisco Lisi, Madrid, Gredos, 1999. La
enrevesada expresión “actitudes
proposicionales” es frecuente en la filosofía académica anglosajona desde Russell,
pero además de artificiosa es
opaca; apenas nadie sabrá lo que significa como no conozca muchas más cosas que la
expresión ni siquiera
insinúa. Que una creencia o un deseo sea una “actitud proposicional” quiere decir,
someramente expuesto, que los
verbos de creencia o de deseo rigen, aunque no siempre, proposiciones subordinadas
sustantivas (“cree que las
liebres son reptiles” o “desea que el marido de su amiga se rompa un brazo”), de
modo que tales verbos expresan
en realidad cierta actitud con respecto a las proposiciones regidas por ellos.
9 Un clásico sobre este asunto es Remedio en el mal. Crítica y legitimación del
artificio en la era de las
luces, de Jean Starobinski, traducción de J. L. Arántegui, Madrid, Visor Dis, 2000.
10 Seguramente es David Gauthier el heredero contemporáneo más destacado del
programa moderado de la
moral moderna. Véase su obra esencial, La moral por acuerdo, traducción de Alcira
Bixio, Barcelona, Gedisa,
1994.
292
11 El Mefistófeles del Fausto de Goethe: “Una parte de aquella fuerza que quiere
siempre el mal y siempre
crea el bien” (vv. 11614-11615), expresión que Max Weber volvió del revés: “Die
Kraft, die stets das Gute will
und stets das Böse schaft”, cfr. José María González García, Las huellas de Fausto.
La herencia de Goethe en la
sociología de Max Weber, Madrid, Tecnos, 1992, p. 166.
12 Los conceptos de racionalidad formal y material son francamente difíciles de
definir con precisión. Véase
sobre todo Economía y sociedad, traducción de J. Medina Echavarría, J. Roura
Parella, E. Ímaz, E. García
Máynez y J. Ferrater Mora, México, Fondo de Cultura Económica, 1964, pp. 64 y ss. y
80 y ss. Por mi parte he
tratado de dar una definición de una y otra noción en “Cómo encajar acciones en
contextos. Sobre la
‘comprensión explicativa’ en la filosofía de la ciencia social de Max Weber”, en A.
Estany, D. Quesada, eds.,
Actas del II Congreso de la Sociedad de Lógica, Metodología y Filosofía de la
Ciencia en España, Bellaterra,
Universidad Autónoma de Barcelona, 1997, pp. 374-377.
13 J. G. A. Pocock ha estudiado en varios ensayos la decisiva importancia de las
manners (en oposición
algunas veces y en alianza otras con las leyes) en la formación de la idea moderna
de virtud. Las “maneras” de la
virtud, resultantes casi siempre del dulce y honrado comercio, son decisivas, desde
luego, en los dos programas
de la moral moderna, aunque lo sean de modo distinto. Es cosa cierta que el poder
civilizador y amanerador del
comercio está en el corazón mismo del programa moderado, pero eso no implica que el
radical se funde siempre
en una austeridad clasicista adversa a todo tráfico de riquezas econoómicas y de
delicadezas sociales. Puede que
la filosofía práctica de Kant sugiera aquí y allá una contención tan espartana en
la vida del virtuoso y un aprecio
tan desmesurado por la veracidad de su palabra y por la severidad de su ley que
cualquier pulimiento del trato y
las costumbres resulte ensombrecido y postizo, cuando no sospechoso. Pero lo cierto
es que semejante forma de
virtud es tan sólo una de las caras de la moneda kantiana; la otra, no siempre bien
acoplada con la anterior,
corresponde a una “historia filosófica” en la que el progreso material guía al
moral o lo arrastra astutamente. Las
tormentosas relaciones entre la moral y la historia kantianas son ejemplo de una
tensión entre escasez y
prosperidad y entre leyes y modales de cuya administración –más generosa o más
austera, más normativa o más
consuetudinaria– surge la virtud moderna en sus distintas y no siempre armoniosas
variedades. Los mencionados
análisis del historiador y teórico neozelandés pueden encontrarse, por ejemplo, en
los dos últimos ensayos de los
reunidos por Julio A. Pardos en su edición de J. G. A. Pocock, Historia e
Ilustración. Doce estudios, Madrid,
Marcial Pons, 2002: los titulados “Virtudes, derechos y manners: un modelo para
historiadores del pensamiento
político” y “Los límites políticos de la economía premoderna”, pero también en los
restantes de esta compilación.
Véase asimismo la obra ya citada de A. O. Hirschman y el muy recomendable libro de
Fernando Díez, Utilidad,
deseo y virtud: la formación de la idea moderna del trabajo, Barcelona, Península,
2001.
Capítulo 5 – Géneros artificiales y metonimias disciplinares
1 Puede pasarse ahora por alto la distinción tradicional entre géneros y especies,
que ya aparece en
Aristóteles (y aun en el propio Platón) y que fue objeto de atención filosófica más
escrupulosa a partir de la
Isagogé o “Introducción” de Porfirio a las Categorías de Aristóteles. De este
último texto, decisivo en la historia
de la filosofía (y aun en la de la cultura sin más) habrá ocasión de ocuparse más
veces en este capítulo. Hay una
reciente edición, con traducción castellana y la latina de Boecio, más
introducción, notas y apéndices, por Juan
José García Norro y Rogelio Rovira, Barcelona, Ánthropos, 2003. Se consultará con
provecho la introducción de
Alain de Libera a la edición trilingüe francesa (suya y de Alain-Philippe Segonds),
París, Vrin, 1998, y el extenso
comentario de Jonathan Barnes a la preparada por él (Oxford, Clarendon Press,
2003).
2 Se suele preferir “clase natural” como traducción de natural kind, que es el
término habitual en la filosofía
analítica. La bibliografía sobre los géneros o clases naturales es copiosísima,
sobre todo en la filosofía académica
anglosajona de los últimos cuarenta años.
293
3 En realidad, Aristóteles afirmó que todos los géneros, si es que en verdad son
géneros, tenían que ser así:
“Pues el género”, se dice en el libro VI de los Tópicos, 142 b 27-29, “quiere
significar la esencia y de lo que se
dice en la definición es lo primero que se supone (tò dè génos boúletai tò tí esti
semaínein, kaì prôton
hypotíthetai tôn en tôi horismôi legoménon)”. La determinación del género aparece
también en Segundos
analíticos, 98 a 1-24. Sobre estos últimos, que no se encuentran entre los textos
más fáciles ni más elegantes del
Filósofo, se manejará con provecho el comentario del ya mencionado Jonathan Barnes
en el volumen
correspondiente de la Clarendon Aristotle Series: Aristotle, Posterior Analytics,
segunda edición, Oxford,
Clarendon Press, 1993. Un estudio muy completo, sobre estas cuestiones aunque
fastidioso por su jerga, es el de
David Charles, Aristotle on Meaning and Essence, Oxford, Clarendon Press, 2002. La
obra clásica de Saul
Kripke –sus conferencias de Princeton de 1970– puede encontrarse en traducción
castellana de Margarita Valdés:
El nombrar y la necesidad, 2.ª edición revisada, México, Universidad Nacional
Autónoma de México, 1995 (el
asunto de las clases naturales aparece en la tercera conferencia). Otra
presentación de las tesis de Kripke se
encontrará en su ensayo “Identidad y necesidad”, recogido en la compilación de Luis
M. Valdés Villanueva, La
búsqueda del significado. Lecturas de filosofía del lenguaje, Madrid, Tecnos, 1991,
pp. 98-130. Otro texto casi
igualmente decisivo en la tradición analítica es “The Meaning of ‘Meaning’”, de
Hilary Putnam, un artículo de
1975 (hay traducción castellana de Juan José Acero: “El significado de
‘significado’”, en la compilación recién
citada de Luis M. Valdés, pp. 131-194). Los lectores que quieran iniciarse en estas
cuestiones, y muchos de los
iniciados, no se arrepentirán de leer Kant y el ornitorrinco, de Umberto Eco,
traducción de Helena Lozano,
Barcelona, Lumen, 1999.
4 Ha de advertirse, dicho sea de paso, que la cuestión de si algo es o no es un
género natural se solapa
notablemente –tanto que casi equivale a ella– con la de si el género se establece
de manera constativa o
performativa. Tanto que quienes crean que esta última oposición puede debilitarse o
desconstruirse tenderán por
su parte a pensar que en definitiva lo moral es tan natural o poco natural como
cualquier otra cosa.
5 La diferencia en número o numérica es, en la lógica tradicional, aquella que
distingue a dos particulares de
una misma especie no divisible en otras especies, de una species ultima o
specialissima (así, este hombre
respecto de aquel otro), mientras que la diferencia específica distingue a una
especie del género próximo al que
pertenece (el hombre respecto del animal). Véase el apartado IV de la Isagogé de
Porfirio (pp. 24-36 de la citada
edición de García Norro y Rovira).
6 Puede verse sobre esto “La naturaleza por duplicado”, ensayo 1.º de mi libro La
moral como anomalía,
Barcelona, Herder, 2007.
7 Se ocupó de estas metonimias Fernando Lázaro Carreter en El dardo en la palabra,
Barcelona, Galaxia
Gutenberg, 1997, pp. 364-367. Lázaro menciona “climatología”, “geografía”,
“anatomía” y “etimología”; “no
deben de ser muchos más”, añade (pp. 364-365), “los casos en que el nombre de una
ciencia designa también el
objeto por ella estudiado”.
8 En un memorable artículo, “La moda del archisílabo” (El País, 21 de septiembre de
1995), Aurelio Arteta
propuso este término para designar los términos artificial e innecesariamente
alargados, concebidos para darles a
las palabras –o a quien las pronuncia– un plus de importancia o de seriedad. “Si al
desgraciado circo del chiste le
crecían los enanos, en nuestro circo verbal nos crecen a ojos vistas las palabras”,
dice Arteta, y “por alguna regla
que al psicólogo del lenguaje le tocaría desvelar, el blablablá ya no lo parece
tanto cuando se torna en
blablablabla.” Así se dirá ejercitar, y no ejercer, complementar por completar,
problemática por problema,
finalidad por fin, credibilidad por crédito, peligrosidad por peligro, fundamentar
por fundar, utilización por uso,
ejemplarizante por ejemplar o generalizado por general, y también, por cierto,
ética en lugar de moral. Arteta ha
vuelto sobre la cuestión y ha proporcionado nueva copia de ejemplos en “Arrecian
los archisílabos”, El País, 10
de agosto de 2005.
9 En realidad, “fisonomía” es también una etimología popular, que forma esta
palabra en lugar de
294
“fisiognomía”, como si se tratase de una “ley (nómos) de la naturaleza” cuando en
realidad no es más que un
“discernimiento” (gnóme), el propio del buen discernidor (gnómon). “Fisiognómica” y
“fisiognomónica” han sido
los vocablos cultos tradicionales, y de la vacilación entre la adaptación correcta
y la etimología popular da fe la
variedad en las lenguas: physionomie en francés, fisionomia en italiano,
physiognomy en inglés o Physiognomik en
alemán. Véase la Historia de la Fisiognómica. El rostro y el carácter, de Julio
Caro Baroja, Madrid, Istmo, 1988.
Belén Altuna prepara un ambicioso y muy prometedor estudio sobre el rostro y la
moral, del que puede verse un
anticipo en su ensayo “Las preguntas morales del rostro”, presentado al encuentro
“Moral, ciencia y sociedad en
la Europa del siglo XXI” que se celebró en San Sebastián en marzo de 2005. El texto
está recogido en el deuvedé
de dicho encuentro, compilado por Roberto R. Aramayo y Txetxu Ausín (Madrid, CSIC,
2005).
10 El origen de la idea de Estado guarda, si bien se mira, una relación muy
estrecha con este procedimiento
metonímico de formación de conceptos. Dos estudios de Quentin Skinner resultan muy
iluminadores sobre el
particular: “From the State of the Princes to the Person of the State” (revisión de
un texto de 1989) y “Hobbes
and the Purely Artificial Person of the State” (revisión de otro texto de 1999),
que se encontrarán
respectivamente en los volúmenes 2.º (pp. 368-413) y 3.º (pp. 177-208) del ya
citado Visions of Politics.
11 El uso en que acabo de incurrir –que no había sido deliberado– de la palabra
“jurisdicción” es una
catacresis mediante cambio de disciplina u oficio. “Jurisdicción” no es meramente
“competencia”; es la
competencia legítima y oficialmente acreditada como consecuencia de un reparto
reglado.
12 Aunque desconozco este uso, “patología” puede designar además al paciente de una
enfermedad, según
Lázaro, El dardo en la palabra, cit., p. 410.
13 De manera parecida a como “las libertades” son siempre más apreciables que la
libertad. Es difícil
averiguar cuál es la razón de esta preferencia por el plural. Quizá tenga que ver –
aunque se trata de una humilde
conjetura– con el supuesto de que si algo es bueno tiene que comprender dentro de
sí diversas opciones que se
acomoden a las preferencias de cada persona o grupo. Se trataría en ese caso de la
concepción del bien como un
menú o, mejor dicho, del bien a la carta, algo muy de moda y muy respetuoso con las
identidades.
14 Según he oído sostener a Javier Echeverría, “tecnología” se distingue de
“técnica” en que designa,
además de a la técnica misma, al discurrir o discutir sobre ella. Pero la
tecnología, para él, no equivale sin más a
la suma de la técnica por un lado y el discurso sobre la técnica por otro (como
quien dice los dinosaurios y el
discurso sobre ellos), sino que comprende a las dos cosas como unidad, ya que el
discurso sobre la técnica no
sería ajeno a la técnica misma. La propuesta de Echeverría es ingeniosa, aunque me
parece que racionaliza lo que
se acuñó de otro modo, haciendo de la casualidad virtud.
15 Dejo de lado, por no tratarse estrictamente de metonimias disciplinares, casos
tan frecuentes como los del
desastre ecológico o la catástrofe humanitaria. El primero de ellos parece muy
próximo a la metonimia disciplinar,
aunque lo que propiamente mienta ahí “ecológico”, más que algo relacionado con la
disciplina de la ecología, es
“que cae dentro del conjunto de intereses propio de los ecologistas”, de la misma
manera que una catástrofe es
“humanitaria” cuando afecta sobre todo a bienes de cuyo cuidado o recuperación se
ocupan las organizaciones
humanitarias, o quizá cuando se cree que recibirá muestras de solidaridad
procedentes, sobre todo, de personas
con talante o hábitos humanitarios.
16 Son muy apropiadas a este respecto las nociones de “posterioridad anterior” y
“anterioridad posterior”, tal
como las ha usado José Luis Pardo, La regla del juego. Sobre la dificultad de
aprender filosofía, Barcelona,
Galaxia Gutenberg, 2004.
17 Es imprescindible sobre este asunto el opúsculo de Reinhart Koselleck,
historia/Historia, traducción e
introducción de Antonio Gómez Ramos, Madrid, Trotta, 2004. Véase también la
Reivindicación del centauro.
Actualidad de la filosofía de la historia, del propio Gómez Ramos, Madrid, Akal,
2003.
18 No poseo conocimientos suficientes para estar seguro de que el caso de la
economía sea otra metonimia
disciplinar, aunque muchas veces parecen animar a ello los análisis de Deirdre N.
McCloskey en The Rhetoric of
295
Economics, 2.ª ed., Madison, The University of Wisconsin Press, 1998.
Capítulo 6 – La autonomía de la doctrina moral
1 Mi artículo “¿Es posible lograr un equilibrio reflexivo en torno a la noción de
autonomía?”, en el libro
colectivo, compilado por Roberto R. Aramayo, por Javier Muguerza y por mí, El
individuo y la historia.
Antinomias de la herencia moderna, Barcelona, Paidós, 1995, contiene una discusión
de estos sentidos de la
autonomía individual. Es muy fructífera la exposición del concepto de autonomía (en
sus relaciones con el de
autenticidad) que lleva a cabo Carlos Thiebaut en su Vindicación del ciudadano,
Barcelona, Paidós, 1998, pp. 83-
97. Puede verse una crítica del argumento de Thiebaut por Benjamín Alcalá en La
balsa de la Medusa, 45-46
(1998), pp. 216-225. No debe dejar de leerse el texto de Gerard Vilar, “Autonomía y
teorías del bien”, capítulo 11
de su libro La razón insatisfecha, Barcelona, Crítica, 1999. Sigue siendo muy
recomendable, de Gerald Dworkin,
su Theory and Practice of Autonomy, Cambridge, Cambridge University Press, 1988.
2 Más adelante se verá que esto no es del todo cierto. Lo que probablemente quiso
decir Kant es que uno es
autónomo aunque no ejerza su autonomía. Lo esencial de la autonomía kantiana es que
ha de ser atribuida a las
personas aunque su comportamiento no anime mucho a hacerlo. Quien obra de manera
heterónoma no es por ello
alguien heterónomo. Al contrario: se le imputa su falta de autonomía por ser
precisamente una falta, vale decir,
un desajuste con respecto a lo que él es en verdad, o sea, un ser autónomo. Como ha
dicho Carlos Thiebaut en el
texto a que se refiere la nota anterior, la autonomía es “presuntiva”. Una muy
oportuna desconstrucción de la
oposición entre lo autónomo y lo heterónomo es la que ha llevado a cabo Carmen
González Marín en “Autonomía
y heteronomía”, Isegoría, 30 (2004), pp. 203-217. Piénsese, dice, en el caso de don
Quijote como paradigma de
sujeto heterónomo (el loco es, sin duda, la heteronomía colmada) que, sin embargo,
“en el fondo representa muy
bien la unidad interna y la falta de fracturas que parece tan deseable desde la
postulación de la autonomía” (p.
213). La heteronomía pasa a ser una especie de ironía de la autonomía, pero algo
muy semejante es lo que le
ocurre, según González Marín, al veraz incondicionado kantiano, una suerte de loco
quijotesco “incapacitado para
percibir conflictos de valores o entre principios […], un miope moral, un ciego
ético” (ibíd.). En efecto, lo
heterónomo es para la moral moderna una enfermedad o un vicio –algo que desvía de
la verdadera naturaleza de
las cosas–, pero conviene advertir que la propia moral también se concibe a sí
misma como un desvío con
respecto al tipo de conducta que de hecho predomina entre los mortales, y como un
desvío ciertamente radical.
El resultado es que tanto la autonomía como la heteronomía son máximamente
“naturales” y máximamente
“antinaturales”, en dos sentidos de un término y del otro que, aun queriendo ser
opuestos, mantienen un grado
inquietante de analogía.
3 La mentira es, no en vano, una de las grandes cuestiones morales de todos los
tiempos. Debe leerse sobre
el particular el libro de Carmen González Marín, De la mentira, Madrid, La balsa de
la Medusa/Antonio Machado
Libros, 2002.
4 Recogido ahora en sus Collected Papers, Cambridge (Massachusetts), Harvard
University Press, 1999.
Hay traducción castellana de este artículo, por Miguel Ángel Rodilla: “La
independencia de la teoría moral”, en
Justicia como equidad, Madrid, Tecnos, 1987.
5 El lector encontrará una buena exposición de los problemas conceptuales
suscitados por los términos
“moral” y “ética” y de las relaciones entre la moral vivida (o ethica utens) y la
moral pensada (o ethica docens) –
o, si se quiere, entre la moral y su doctrina– en la Ética de José Luis L.
Aranguren, vol. 2.º de sus Obras
completas, Madrid, Trotta, 1994, pp. 160-502.
6 O quizá no lo sea tanto. Muy a menudo los cultivadores de una disciplina se
vuelven locos probando que la
suya es reductible a otra más amplia o más “científica”. Esto, que es muy frecuente
entre filósofos y otras gentes
de humanidades, suele ser indicio de procesos de arrepentimiento o de transfuguismo
disciplinar. Lo que sí resulta
296
rarísimo es encontrarse con alguien empeñado en mostrar que su disciplina puede
reducirse a otra con menos
prestigio social o poder académico, o menos adelantada y, por emplear la horrísona
expresión de moda, menos
puntera. Que cierta rama de la filosofía es reductible a una ciencia o a la
intersección entre varias o que alguna de
las disciplinas humanísticas debe subsumirse en alguna ciencia natural son
consignas muy habituales, y lo son
sobre todo entre los cultivadores de las disciplinas aspirantes al alto honor de
poder ser reducidas. Si uno cultiva
una disciplina tenida por rancia y obsoleta hará bien en tratar de mostrar que ese
saber puede convertirse en una
parte de cierta disciplina más científica o más de moda, o por lo menos esto es lo
que habrá de proclamar cuando
rellene formularios para solicitar fondos de I + D + i. Declararse, por ejemplo,
cultivador de la retórica no es
demasiado recomendable, pero si se razona que esta disciplina debe tomarse toda
ella como una aplicación o
extensión de la ciencia cognitiva, entonces las cosas cambian considerablemente,
igual que si alguien dedicado a
la heráldica presenta sus quehaceres como una rama de la semiótica o un
especialista en Porfirio se proclama
cultivador de los estudios de género.
7 La enunciación más conocida de la idea de que la naturaleza imita al arte es la
de Oscar Wilde en “La
decadencia de la mentira”, que se encontrará en sus Intenciones, traducción y notas
de Ricardo Baeza e
introducción de Salvador Clotas, Madrid, Taurus, 2000, pp. 11-48.
8 Es el “espejo de la naturaleza” que hizo célebre Richard Rorty en su libro del
mismo título. Leibniz dijo,
como se sabe, que cada mónada es un espejo del resto del universo (y algunas hasta
de ellas mismas). El caso de
Leibniz es el de una generalización total de la metáfora del espejo, que la
destruye, pues si todo son espejos en el
mundo entonces ya no se sabe lo que distingue a un espejo de otra cosa ni lo que
significa propiamente que algo
sea un espejo.
9 Según la ha expuesto Robert B. Brandom, La articulación de las razones. Una
introducción al
inferencialismo, traducción de Eduardo de Bustos y Eulalia Pérez Sedeño, Madrid,
Siglo XXI, 2002.
10 “[En las tradiciones] la indagación intelectual […] forma parte de la
elaboración de un modo de vida social
y moral del cual la indagación intelectual misma [es] un elemento integrante, y en
cada tradición las formas de esa
vida [están] encarnadas (embodied) con grados de imperfección mayores o menores en
instituciones sociales y
políticas que también extraen su vida de otras fuentes.” La cita es de Alasdair
MacIntyre (Whose Justice? Which
Rationality?, Notre Dame (Indiana), University of Notre Dame Press, 1988, p. 349),
pero muy bien podría
deberse a una amplísima gama de filósofos morales, epistemólogos y filósofos o
sociólogos de la ciencia, no
todos ellos de filiación relativista, neoaristotélica o comunitarista.
11 Me he ocupado de estas cuestiones en mi tesis doctoral El mito del contexto.
Tres argumentos sobre el
ideal contextualista en la filosofía moral contemporánea, Universidad Autónoma de
Madrid, 1994, y en Contra el
relativismo, Madrid, La balsa de la Medusa/Visor Dis, 1999.
12 Véase Charles Sanders Peirce, “Cómo esclarecer nuestras ideas”, en El hombre, un
signo. El
pragmatismo de Peirce, edición de José Vericat, Barcelona, Crítica, 1988, p. 210.
Capítulo 7 – Unas cuantas dudas para quien no crea
que la naturaleza imite al arte
1 Parecería que puede cumplirse la segunda condición sin la primera. Lo que le
ocurriría entonces a este
individuo es que sabría distinguir una a una las motivaciones que son morales de
las que no lo son, pero sin ser
capaz de conectar las primeras entre sí. Creo, empero, que esto es conceptualmente
imposible. Sabe, por
ejemplo, que no hay que robar con independencia de lo que digan los Mandamientos o
el Código Penal o el código
genético y sabe también que no hay que cometer adulterio con independencia… de lo
que digan los
Mandamientos o el Código Penal o el código genético. Con esto creo que ya se ha
establecido una conexión muy
apropiada entre las dos motivaciones. Después se podrá llamar al conjunto
resultante “la moral” o como se
297
prefiera.
2 La moral autónoma muestra, en efecto, propiedades semejantes a las de los
procesos que suelen llamarse
de “dependencia de la senda”. Véase sobre esta noción el libro de Juan Antonio
Rivera, El gobierno de la fortuna,
Barcelona, Crítica, 2000. En cierto modo se opera aquí una “síntesis de la
fatalidad”, según expresión de Rafael
Sánchez Ferlosio, en “Cuando la flecha está en el arco, tiene que partir” (José
María González García y Carlos
Thiebaut, eds., Convicciones políticas, responsabilidades éticas, Barcelona,
Anthropos, 1990, pp. 245-278,
recogido también en R. Sánchez Ferlosio, Ensayos y artículos, vol. II, Barcelona,
Destino, 1992, pp. 475-513).
Sobre los temas de este último escrito, puede ver el lector mi ensayo “El sujeto
construido”, en el volumen
compilado por Manuel Cruz, Tiempo de subjetividad, Barcelona, Paidós, 1996, pp.
199-220.
3 Véase el magnífico libro de J. B. Schneewind, ya citado aquí con otro propósito,
The Invention of
Autonomy. Será también muy provechosa la lectura de un artículo del mismo autor,
“De l’historiographie de la
philosophie morale”, en Yves-Charles Zarka, ed., Comment écrire l’histoire de la
philosophie?, París, Puf, 2001,
pp. 171-184. En la excelente tesis doctoral de la profesora Marta García Alonso,
Una comprensión teocéntrica de
la realidad: Juan Calvino (Madrid, Facultad de Filosofía de la Uned, 2004) se
encontrará una versión de la
historia de la autonomía moderna alternativa a las concepciones tradicionales, tan
proclives a ver en la Reforma la
matriz del yo autónomo.
4 La palabra “doctrina” es anómala en castellano por lo que hace a su papel en el
mapa de los conocimientos
y de las prácticas. Una doctrina no suele ser exclusivamente teórica, ni tampoco
exclusivamente práctica. Suele
ser más bien una combinación de ambos ingredientes, aunque eso no significa que
consista en un conjunto de
afirmaciones de hecho de las que se sigan normas o valoraciones. Puede consistir,
por ejemplo, en un conjunto
de mandatos unido a cierta interpretación sobre el significado de dichos mandatos,
y entonces ya no será, desde
luego, una colección de deberes derivados de hechos. “Doctrina” tiene, salvo en el
campo del derecho, cierto
sabor arcaizante que la convierte quizá en una palabra atractiva, salvo, desde
luego, para paladares estragados por
la ingesta masiva de actualidad.
5 Sólo semejante, pues en este segundo campo las exigencias eran sin duda más
severas. Mientras la
filosofía natural se profesionalizaba a marchas forzadas y se convertía en una
disciplina ascética (abandonando
como alma que lleva el diablo el espíritu dilettante y casi recreativo de los
primeros tiempos de la Royal Society
londinense), los cultivadores de las ciencias morales pertenecían todavía a la
plácida y nada profesional república
de las letras, esa comunidad universal de hombres discretos, benéficos e ingeniosos
que, no en vano, proporcionó
a Kant el apacible modelo del “uso público de la razón”.
6 Recuérdese lo que dice Hume al respecto: “[E]stoy seguro de que una pequeña
reflexión sobre esto
subvertiría todos los sistemas corrientes de moralidad, haciéndonos ver que la
distinción entre vicio y virtud ni
está basada meramente en relaciones de objetos ni es percibida por la razón.”
Tratado de la naturaleza humana,
libro III, parte 1.ª, sección III, traducción de Félix Duque, Madrid, Editora
Nacional, 1977, p. 690.
7 Un clásico sobre estas cuestiones es La razón sin esperanza (Siete trabajos y un
problema de ética), de
Javier Muguerza, Madrid, Taurus, 1977.
8 Esto no significa, por cierto, que todos los radicales sean más rigoristas que
todos los moderados; como
suele ocurrir en casos así, unos llevan la fama y otros cardan la lana. El radical
es rigorista por definición, pero
muchos moderados superan en rigorismo a algunos radicales. Quien haya leído la
Autobiografía de Mill sabe de
sobra que el utilitarista consecuente puede alcanzar unos grados de terrorismo
moral muy superiores a los de
cualquier kantiano. Desde luego, la obsesión por el altruismo como paradigma de la
conducta moral es quizá
mayor entre los moderados que entre los radicales.
Capítulo 8 – Metonimias y anomalías
298
1 […] tò autò dé estin he kat’enérgeian epistéme tôi prágmati, Acerca del alma,
III, 431 a 1, traducción de
Tomás Calvo Martínez, Madrid, Gredos, 1978.
2 […] epì mèn gàr tôn áneu hy´les tò autó esti tò nooûn kaì tò nooúmenon, he gàr
epistéme he theoretikè kaì
tò hoútos epistetòn tò autó estin, III, 430 a 3-5, también según la traducción de
Tomás Calvo.
3 F. Nietzsche, Ueber Wahrheit und Lüge im aussermoralischen Sinne, en Sämtliche
Werke, eds. Giorgio
Colli y Mazzino Montinari, Múnich-Berlín, Deutscher Taschenbuch Verlag-Walter de
Gruyter, 1980, vol. 1.º, p.
881. Estas palabras se refieren a la metáfora, pero Nietzsche también prestó
atención a la metonimia, y lo hizo en
unos términos de inconfundible sabor nominalista: “los abstracta”, dice en unas
notas de 1872, “provocan la
ilusión de que ellos son la esencia, es decir, la causa de las propiedades,
mientras que sólo a consecuencia de esas
propiedades reciben de nosotros una existencia figurada. Es muy instructivo en
Platón el tránsito del eíde a las
idéai: aquí tenemos la metonimia, la sustitución radical de la causa y del efecto”
(“Descripción de la retórica
antigua. Semestre de invierno de 1872”, en Escritos sobre retórica, edición de Luis
Enrique de Santiago Guervós,
Madrid, Trotta, 2000, p. 110). En el mismo texto, identifica Nietzsche literalidad
o ausencia de figuración con
“naturalidad”: “No hay ninguna ‘naturalidad’ no retórica del lenguaje a la que se
pueda apelar: el lenguaje mismo es
el resultado de artes puramente retóricas”. Y un par de páginas más adelante: “Los
tropos no se añaden
ocasionalmente a las palabras, sino que constituyen su naturaleza más propia. No se
puede hablar en absoluto de
una ‘significación propia’ que es transpuesta a otra cosa sólo en determinados
casos” (ob. cit., pp. 91 y 93). Son
imprescindibles sobre este asunto los capítulos 5.º y 6.º de la primera parte de
Alegorías de la lectura. Lenguaje
figurado en Rousseau, Nietzsche, Rilke y Proust, de Paul de Man, traducción de
Enrique Lynch, Barcelona,
Lumen, 1990, pp. 126-157.
4 Bernard Lamy, La rhétorique ou l’art de parler, libro II, capítulo 3.º, edición
crítica de Benoît
Timmermans, París, Puf, 1998, p. 163.
5 Retórica a Herenio, IV, 32, 43, según la traducción castellana de Salvador Núñez,
Madrid, Gredos, 1997,
p. 276. Cfr. el Manual de retórica literaria. Fundamentos de una ciencia de la
literatura, de Heinrich Lausberg,
traducción de José Pérez Riesco, Madrid, Gredos, 1967, § 565.
6 Tralata dico, ut saepe iam, quae per similitudinem ab alia re aut suauitatis aut
inopiae causa
transferuntur, mutata, in quibus pro uerbo proprio subicitur aliud, quod idem
significet, sumptum ex re aliqua
consequenti. Cicerón, Orator ad M. Brutum, XVII, 92-93, ed. A. Yon (Les Belles
Lettres), cfr. Lausberg, ob. cit.,
§ 566.
7 Pierre Fontanier, Les figures du discours, con introducción de Gérard Genette,
París, Flammarion, 1977,
pp. 214-215. Lo que más llama la atención de estas metonimias es que apenas son
distinguibles de las normales.
8 Capítulo 1.º de la 3.ª parte de Les figures du discours, cit., p. 213.
9 Las corporaciones colegiales reciben a veces el nombre de “claustro” mediante
otra metonimia de
estructura nada sencilla. Por su frecuente uso de términos medievales cuyo sentido
originario apenas resulta
transparente, el lenguaje académico es muy pródigo, de hecho, en catacresis de
metonimia. Un caso muy
semejante al de “colegio” es el de “facultad” (según pervive, por ejemplo, en el
inglés faculty), que designaba al
conjunto de los doctores facultados para una de las cinco enseñanzas de la
universidad tradicional: la inferior, o de
Artes, y las superiores, de Teología, Cánones, Leyes y Medicina.
10 Desde luego, tanto “muerto” como “fósil” y “ciego” son usos metafóricos que, por
su parte, no están
muertos ni son fósiles o ciegos, como si el nombre de estos tropos expresara el
temor supersticioso a poseer la
misma condición de aquello que designa.
11 Orator ad M. Brutum, loc. cit.
12 “Métaphores forcées”, llama Fontanier a las catacresis de metáfora (Les figures
du discours, p. 217 de la
edición mencionada). Resulta tentador afirmar que la palabra “tropo” se usa de
manera literal, propia o natural
299
cuando se refiere a los tropos llamados vivos, y que llamar tropo a un tropo muerto
es incurrir en uso figurado de
la palabra. Quien cayese en esta tentación no andaría muy desacertado, pues pensar
un tropo muerto como tropo
es tratarlo como si estuviese vivo, y sacarlo por tanto del régimen normal de uso
que le corresponde. Porque
ciertamente la palabra “tropo” designa palabras sacadas fuera de su régimen normal,
y sólo violentando su uso
puede empleársela para designar palabras normales (que, a su vez, son sacadas fuera
de la norma, por lo menos
mientras dure su consideración como tropos, antes de que sean devueltas a su empleo
“muerto”).
13 “Esta licencia”, dice Rafael Sánchez Ferlosio, “o autodispensa ocasional de las
reglas de juego del tráfico
lingüístico, o, mejor todavía, este recurso eventual a reglas de emergencia, que,
como tales, se encuentran a otro
nivel de convención y de legalidad (al igual que esos dispositivos de seguridad,
igualmente reglamentados en las
constituciones del Estado moderno, que se llaman expresamente ‘estados de
excepción’), tiene incluso en la
emisión oral de la palabra su propio signo indicador, que consiste en una no por
leve menos inequívoca inflexión
en el tono de voz, acompañada casi siempre de una pausa de valor relativo doble,
que precede inmediatamente a la
palabra metafórica, como indicando el cambio de nivel significante a que el oyente
tiene que atenerse para la
correcta interpretación del texto”. (“Sobre la transposición”, Ensayos y artículos,
vol. II, Barcelona, Destino,
1992, p. 49).
14 Contra el parecer de Fontanier, quien sí aduce el nombre aile como ejemplo de
catacresis de metáfora
(Les figures du discours, p. 216 de la edición citada). Ha de advertirse que el
empleo de “facción” que acabo de
hacer –tomándolo sin más como equivalente a cierta parcialidad de un grupo más
amplio– es una sinécdoque, y
que el sentido propio de esta palabra es, según la Academia, el de “bando,
pandilla, parcialidad o partido violentos
o desaforados en sus procederes o en sus designios” (Diccionario de la lengua
española, 21.ª edición). Si no
estoy engañado, “facción” ha pasado a ampliar su uso hasta referirse a cualquier
sector (o “corriente”, otra
metáfora) de un grupo más amplio; de otro modo resultaría llamativa (cosa que no
creo que ocurra) una
expresión como “facción moderada”. El originario sentido restringido sí que
pervive, en cambio, en el adjetivo
“faccioso”, al que la Academia define con razón como “inquieto, revoltoso,
perturbador de la quietud pública”.
Sobre catacresis y tropos vivos, véase Michele Prandi, Gramática filosófica de los
tropos. Configuración formal
e interpretación discursiva de los conflictos conceptuales, traducción de M.ª del
Camino Girón y Marta
Tordesillas, Madrid, Visor Dis, 1995, capítulo 3.º.
15 Tanto que, de tener que escribirlo, muchos hablantes pondrán seguramente entre
comillas “macho” y
“hembra” referidos a enchufes y en la expresión oral es probable que acompañen la
emisión de alguna señal que
marque anomalía, extrañeza, impropiedad o acaso picardía.
16 “Sobre la transposición”, cit. Hay un excelente comentario de este texto, por
José Luis Pardo: “El
concepto vivo o ¿dónde están las llaves? Ensayo sobre la falta de contextos”,
Archipiélago, 31 (1997), pp. 40-49.
17 El tigre que, en efecto, podía verse en Madrid, en la primera jaula a mano
izquierda según se entraba a la
Casa de Fieras del Retiro (en la misma fila, por tanto, que concluía, ya casi en la
verja de Menéndez Pelayo, con
el ancianísimo elefante, el discreto y avisado Perico, superviviente de la Guerra
de la Independencia y quizá de
sobresaltos más antiguos), hasta que una reforma modernizadora desmanteló, calculo
que en 1971 o 1972, aquel
espléndido jardín de olores indescriptibles, y levantó en sustitución suya el muy
didáctico, higiénico y absurdo
parque zoológico que hoy pervive en los extremos de la Casa de Campo, un lugar tan
desabrido y tan a trasmano
que su visita es totalmente excusable y que no creo pueda suscitar en nadie
destello alguno de inteligencia.
18 Salvo mejor parecer, el gato del mecánico es –como el macho y la hembra del
enchufe– un ejemplo de
catacresis viva, que designa algo carente de otra designación y que, sin embargo,
no pierde la condición figurada.
19 Con “deslizamiento de referencia”, según expresión de Michel Le Guern, La
metáfora y la metonimia,
traducción de A. Gálvez-Cañero, Madrid, Cátedra, 1990, p. 17.
20 Como bien saben los lectores de Derrida. Véase sobre todo “La mitología blanca.
La metáfora en el texto
filosófico”, en Márgenes de la filosofía, traducción de Carmen González Marín,
Madrid, Cátedra, 1998, pp. 247-
300
311.
21 El lector que simpatice poco con Derrida podrá acercarse con provecho a lo que
ha expuesto y mostrado
Blumenberg sobre la metafórica “de fondo” a lo largo de toda su obra. Véase una
presentación muy esclarecedora
en sus Paradigmas para una metaforología, traducción y estudio introductorio de
Jorge Pérez de Tudela, Madrid,
Trotta, 2003.
Capítulo 9 – Plantas que aprenden botánica
1 Sobre el concepto de “historia natural” y su disolución, véase Wolf Lepenies, Das
Ende der
Naturgeschichte, Fráncfort del Meno, Suhrkamp, 1976. En la segunda parte de sus
Juegos de duelo. La historia
según Walter Benjamin, Madrid, Abada, 2004, José Manuel Cuesta Abad ha examinado
cuidadosamente algunos
avatares de este concepto, a partir sobre todo del uso que Adorno hizo de él en
“Die Idee der Naturgeschichte”,
Gesammelte Schriften, I. Philosophische Frühschriften, edición de R. Tiedemann,
Fráncfort del Meno,
Suhrkamp, 1973, pp. 345-365.
2 Es necesario comprenderlo como profecía por lo menos mientras dura el acto de
leer tomado en serio.
Entre el lector de ficción que confunde ésta con la realidad y el que lee por puro
entretenimiento o evasión y sin
incurrir por tanto en confusión alguna hay una tercera clase de lectores para los
cuales la ficción es algo
completamente serio mientras dura la lectura o mientras ésta se recrea, algo dotado
del tipo especial de seriedad
que corresponde a lo que se sabe tiene que cancelarse o suspenderse. Al lado de
este tercer tipo, que es el
verdadero lector de ficciones, los otros dos son ineptos por igual, aunque siempre
tenga más grandeza quien
confunde las fantasías con la realidad que quien las emplea para matar el tiempo.
3 Podría usarse el cultismo “trasunción”, que tendría en su favor la existencia,
amplísimamente aceptada, del
término “trasunto”. Y efectivamente la metalepsis consiste, según se verá en
seguida, en sustituir la mención de
una cosa por la de su trasunto, copia o imitación, con todos los ecos miméticos que
esta palabra tiene.
4 Véanse los dos ejemplos que proporciona José Antonio Mayoral en su
sistematización de la doctrina
retórica clásica española (Figuras retóricas, Madrid, Síntesis, 1994, pp. 248-249).
Son éste de Garcilaso: “La
sombra se veía/ venir corriendo apriesa/ ya por la falda espesa/ del altísimo
monte”, y este otro de Quevedo:
“¿Qué te han hecho, mortal, de estas montañas/ las escondidas y ásperas entrañas?/
¿Qué fatigas la tierra?/ Deja
en paz los secretos de la sierra/ a quien defiende apenas negra hondura”.
5 Fontanier, ob. cit., p. 128.
6 Gérard Genette, Metalepsis. De la figura a la ficción, traducción de Luciano
Padilla, México, Fondo de
Cultura Económica, 2004, p. 31.
7 Y a fin de cuentas, dice Genette, cada vez que decimos que tal hombre “es un
auténtico Don Juan” nos
metemos de lleno en la antimetalepsis (ob. cit., p. 154).
8 Fontanier, loc. cit.
9 El 18 de floreal del año II (7 de mayo de 1794), Robespierre dirigió a la
Convención el discurso que se ha
transmitido bajo el título “Sobre las relaciones de las ideas religiosas y morales
con los principios republicanos y
sobre las fiestas nacionales” (se encontrará en Maximiliano Robespierre, Discursos
e informes en la Convención,
traducción, introducción y cuadro cronológico de Agustín García Tirado, Madrid,
Ciencia Nueva, 1968). En la
propuesta de disposición con que acaba dicho discurso se proclama que “el pueblo
francés reconoce la existencia
del Ser supremo y de la inmortalidad del alma” y se establece una prolija serie de
fiestas que la República habrá de
celebrar: “Al Ser Supremo y a la Naturaleza. Al Género humano. Al Pueblo francés. A
los Bienhechores de la
humanidad. A los Mártires de la libertad. A la Libertad y a la Igualdad. A la
República. A la Libertad del Mundo. Al
amor a la Patria. Al odio a los tiranos y a los traidores. A la Verdad. A la
Justicia. Al Pudor. A la Gloria y a la
301
Inmortalidad. A la Amistad. A la Frugalidad. A la Buena fe. Al Desinterés. Al
Estoicismo. Al Amor. A la Fe
conyugal. Al Amor paternal. A la Ternura maternal. A la Piedad filial. A la
Infancia. A la Juventud. A la Vejez. A la
Desgracia. A la Agricultura. A la Industria. A nuestros Progenitores. A la
Posteridad. A la Felicidad” (pp. 204-205
de la citada edición). En el mismo discurso, el Incorruptible había pontificado que
“el verdadero ministro del Ser
supremo es la Naturaleza; su templo, el universo; su culto, la virtud; sus fiestas,
el júbilo de un gran pueblo
reunido bajo sus ojos para estrechar los dulces nudos de la fraternidad universal y
para ofrecerle el homenaje de
los corazones puros y sensibles” (p. 195). Esta proclama de Robespierre,
inmejorable como expresión del
programa radical de la moral moderna, es la antístrofa de los episodios del 20 de
brumario del año II (10 de
noviembre de 1793), cuando, en lo que había sido Notre Dame, y evitándose el uso de
estatuas para rehuir la
idolatría, la Razón fue erigida como objeto de culto, representada por la joven
mademoiselle Maillard. “La
Raison”, dice sin respeto ninguno Michelet, “vêtue de blanc avec un manteau d’azur,
sort du temple de la
Philosophie, vient s’asseoir sur un siège de simple verdure. Les jeunes filles lui
chantent son hymne; elle traverse
au pied de la montagne en jetant sur l’assistance un doux regard, un doux sourire.
Elle rentre, et l’on chante
encore… On attendait… C’était tout. Chaste cérémonie, triste, sèche, ennuyeuse”
(Michelet, Histoire de la
Révolution française, ed. Gérard Walter, Bibliothèque de la Pléiade, París,
Gallimard, 1952, vol. 2.º, libro XIV,
capítulo III, p. 646). Max Weber escribió algunas líneas imperecederas sobre la
“glorificación carismática de la
razón” en Economía y sociedad, cit., p. 937. Me he referido a estas cuestiones en
“La moral como profesión”, 4.ª
parte de la ya citada Apología del arrepentido y otros ensayos de teoría moral.
10 “Sólo un loco como don Quijote es capaz de decir: ‘Yo sé quién soy’”, o por lo
menos eso es lo que cree
el profesor Juan Miguel Palacios –a mi modo de ver con acierto– que es la doctrina
de Kant sobre el
conocimiento del propio yo: “Al declarar incognoscibles las cosas en sí, el
idealismo trascendental ha de reducir a
la persona moral al espectáculo de su mera mueca fenoménica; y al recusar la
posibilidad de un conocimiento al
menos analógico de la realidad misma a partir de sus fenómenos, esa mueca se ha de
mostrar siempre inexpresiva
y desconcertante” (“Del conocimiento de sí mismo en la filosofía trascendental de
Kant”, en J. M. Palacios, El
pensamiento en la acción. Estudios sobre Kant, Madrid, Caparrós, 2003, p. 39).
11 Y ello sin necesidad de acudir a la vieja tesis, tan habitual en la ortodoxia de
la filosofía de la ciencia del
siglo XX, de la simetría entre explicación y predicción –que vendrían a fungir como
las dos caras de una misma
moneda–, una tesis según la cual la sustancia de toda explicación científica
satisfactoria radica en los
acontecimientos futuros que logra predecir con éxito. Ya sea que se admita dicha
complementariedad de
explicación y predicción, ya sea que se tome la capacidad predictiva de las teorías
científicas como un valor de
entre los que la ciencia tiene que obeceder, resulta muy difícil no tomar las
predicciones cumplidas como una de
las señales más esenciales, si no la que más, por las que la ciencia es apreciable.
12 La profecía que se cumple a sí misma y la que se destruye a sí misma son viejos
temas de la teoría social.
La reflexión contemporánea sobre el tema fue iniciada por dos artículos clásicos de
Robert K. Merton: “The
Unanticipated Consequences of Social Action”, en Sociological Ambivalence and Other
Essays, Nueva York, The
Free Press, 1976, y “La profecía que se cumple a sí misma”, en Teoría y estructura
sociales, México, Fondo de
Cultura Económica, 1974. Deben verse sobre el particular dos estudios de Emilio
Lamo de Espinosa: el capítulo
4.º de La sociedad reflexiva. Sujeto y objeto del conocimiento sociológico, Madrid,
Centro de Investigaciones
Sociológicas, 1990, y el 24.º de La sociología del conocimiento y de la ciencia,
Madrid, Alianza, 1994 (con José
María González García y Cristóbal Torres Albero).
13 Según he sostenido en mi libro, ya citado, Contra el relativismo.
14 Véase Lausberg, ob. cit., §§ 519 y 701-708.
15 Tomo el ejemplo del Manual de retórica española, de Antonio Azaustre y Juan
Casas, Barcelona, Ariel,
1997, p. 108. Fontanier distinguió cuidadosamente entre silepsis de metonimia,
silepsis de sinécdoque y silepsis
de metáfora (ob. cit., pp. 105-108), según el tropo a que correspondiera el sentido
figurado de la palabra. En
302
nuestro caso se trataría de una silepsis de metalepsis.
Capítulo 10 – La teoría como interrupción
1 Olvidando las figuras, es decir, olvidando los fingimientos o ficciones y obrando
como si todo fuese
natural y exento de figuración. Semejante normalidad del lenguaje es, desde luego,
una mera ilusión, pero una
ilusión necesaria que se vuelve verdad a fuerza de confiar en ella. La lucha contra
la retórica se parece mucho, no
en vano, a la actitud prematuramente adulta del niño que se insubordina contra el
carácter figurado y fantástico de
los pensamientos infantiles y que aboga por el disciplinado rigor del hablar y el
pensar de los mayores. Para el
niño, el adulto es alguien que no juega nunca, ni con las palabras ni con las
cosas, salvo que esté entre niños. La
ficción y la figuración, en efecto, cobran carta de naturaleza en la conducta
infantil, y la cobran muy a menudo
porque el adulto está convencido de que eso es lo que corresponde al proceder del
niño y lo que el adulto fomenta
y logra con el mayor de los éxitos. El adulto inventa un niño ficticio –en el doble
sentido de que está inventado y
de que se entretiene perpetuamente con ficciones– y el niño comprende perfectamente
la imagen que el adulto se
ha hecho de él y se rebela contra ella, abogando por un rigor imaginado (o sea,
ficticio) muy superior al que
cualquier adulto podría ser capaz de alcanzar aun con la mayor y más fortunada de
las fortunas. Otras veces,
quizá la mayoría, copia dicha imagen, y eso es a lo que llamamos infancia. Además
resulta habitual que los
adultos también se acostumbren a parecerse a la idea que los niños se hacen de
ellos, y al triunfo en ese propósito
es a lo que suele llamarse madurez.
2 Véase el escrito, merecidamente célebre, de Reinhart Koselleck, “Historia
magistra vitae”, en Futuro
pasado. Para una semántica de los tiempos his tóricos, traducción de N. Smilg,
Barcelona, Paidós, 1993.
Convendría añadir, recordando la segunda Intempestiva de Nietzsche que en términos
modernos “vida” es casi
todo lo que no es historia, en lugar de ocurrir al revés.
3 “Tantôt je pense et tantôt je suis”, cit. por Hannah Arendt, La vida del
espíritu, traducción de Ricardo
Montoro y Fernando Vallespín, Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1984, p.
228. “El Yo pensante
carece de edad y no está en ninguna parte” (p. 236). “El pensar está […] ‘fuera del
orden’ [por usar la expresión
de Heidegger en Einführung in die Metaphysik], no sólo porque detenga todas las
otras actividades, tan
necesarias para el hecho de vivir y sobrevivir, sino también porque invierte todas
las relaciones normales: lo que
está cerca y se manifiesta directamente a los sentidos se halla ahora lejos, y lo
que está distante deviene en
realidad presente. Cuando pienso no me encuentro donde estoy en realidad; no estoy
rodeado de objetos percep
tibles a los sentidos, sino de imágenes invisibles para todos los demás” (p. 105).
4 “En los terrenos que nos ocupan”, dejó apuntado Walter Benjamin en los materiales
de Los Pasajes, “sólo
hay conocimiento a modo de relámpago. El texto es el largo trueno que después
retumba” (Libro de los Pasajes,
N: Teoría del conocimiento, teoría del progreso, N, 1, 1, edición de Rolf
Tiedemann, traducción de Luis
Fernández Castañeda, Isidro Herrera y Fernando Guerrero, Madrid, Akal, 2005, p.
459). En efecto, la teoría es el
largo trueno de un relámpago brevísimo, un relámpago que el teórico no siempre ha
logrado ver.
5 Puede verse sobre este asunto mi opúsculo “El hombre que se equivocaba de
conversación. En torno a las
notas sobre Wittgenstein de Oets Kolk Bouwsma”, Isegoría, 31 (2004), pp. 151-164.
6 El óptimo género de los intérpretes está compuesto quizá por quienes se han
ejercitado en el arte de
descubrir esos momentos de desplome de la escritura, aunque su habilidad no
consista en averiguar cuándo
flaqueó el pulso de quien escribía –esto tiene un interés si acaso psicológico–
sino en ser fiel a sus propios
momentos de flaqueza lectora, momentos en los que el empeño de seguir leyendo se
muestra como una tarea
imposible o como el objeto de una maldición. La principal diferencia entre quien
escribe y quien lee radica en que
el segundo tiene, por regla general, muchos libros a su alcance si abandona el que
le irrita, aburre o atormenta,
cosa de la que el primero suele carecer. Un lector puritanamente responsable con su
lectura sería aquel que sólo
303
dispusiera de tres o cuatro libros, sin posibilidad de hacerse con más, y para
quien el abandono de la lectura fuese
como el abandono de un hijo o la abdicación de un trono. Difícilmente cabe imaginar
mejor intérprete y mejor
crítico que un lector así, un lector que declarase el momento exacto en el que la
lectura de un texto se vuelve una
maldición y que con ello renunciase a toda autoridad para seguir interpretando
nuevos escritos.
7 “Fuera de quicio”, como lo está el mundo según Hamlet (acto 1.º, escena 5.ª,
traducción de Luis Astrana
Marín: Grandes tragedias, vol. IV de las Obras de Shakespeare, Madrid, Espasa,
2000, p. 126), o el hombre
según Hannah Arendt (“Introducción a la política I”, en ¿Qué es la política?,
introducción de Fina Birulés,
traducción de Rosa Sala Carbó, Barcelona, Paidós, 1997, p. 56), o con los mismos
ecos shakespearianos, el
tiempo histórico según Antonio Gómez Ramos (Reivindicación del centauro, Madrid,
Akal, 2003, p. 37).
8 “Al coleccionar”, escribió Walter Benjamin, “lo decisivo es que el objeto sea
liberado de todas sus
funciones originales para entrar en la más íntima relación pensable con sus
semejantes” (Libro de los Pasajes,
cit., H 1 a, 2, p. 223). El proceder del coleccionista consiste según Benjamin en
sacar las cosas de su contexto
usual (que es tanto el habitual como aquél en el que resultan útiles) para
proporcionarles uno nuevo al que en
cierto modo estaban destinadas. Pero no está claro que el teórico actúe exactamente
así. Procede más bien como
un coleccionista frustrado que no lograse reunir las piezas en una colección
coherente porque las perdiese en el
camino, se las quitasen o las tuviese que empeñar para seguir comprando piezas.
9 Pueden verse mis trabajos “Denuesto de la actualidad”, en el volumen colectivo
Que piensen ellos.
Microensayos, Madrid, Ópera Prima, 2001, pp. 81-90, y “El alma encapsulada”, 6.ª
parte de Apología del
arrepentido y otros ensayos de teoría moral, cit. A lo que sugiero puede
encontrársele un contrapunto muy
oportuno de Benjamin: “El verdadero método para hacerse presentes las cosas es
plantarlas en nuestro espaci〈o〉
(y no nosotros en el suyo). (Eso hace el coleccionista, y también la anécdota.) Las
cosas, puestas así, no toleran
la mediación de ninguna construcción a partir de ‘amplios contextos’. La
contemplación de grandes cosas
pasadas –la catedral de Chartres, el templo de Paestum– también es en verdad (si es
que tiene éxito) una
recepción de ellas en nosotros. No nos trasladamos a ellas, son ellas las que
aparecen en nuestra vida” (Libro de
los Pasajes, cit., H 2, 3, p. 224).
Capítulo 11 – Conceptos encabalgados
1 En “Los lectores del ayer. Introducción de Ogai el Viejo”, recogido en El geco.
Cuentos y fragmentos,
Barcelona, Destino, 2005, p. 43, cuenta Rafael Sánchez Ferlosio: “Se propagó
[cierta opinión] tardía y repentina
como el cardo de mayo entre el pasto de febrero, solamente a mediados de la quinta
paz, esto es, la que sucedió a
la quinta guerra, puesto que no se contaba como paz la concordia primitiva,
anterior a toda guerra, repugnando la
idea de que el propio nombre ‘paz’ pudiese preexistir a la guerra y a su nombre ni,
por tanto, convenir
retrospectivamente a aquel estado mudo todavía de semejante voz (al modo en que la
caricia, según lo que ella es,
no habría necesitado ni aun podido concebirse si primero la mano y la mejilla no se
hubiesen reunido en la opuesta
figura de la ofensa corporal)”.
2 “Es un tópico afirmar”, ha escrito J. G. A. Pocock en un lúcido ensayo, “que lo
conservador, rectamente
entendido, sólo puede darse como respuesta a un desafío radical, de manera que no
ha de sorprender hallar
latente en el propio conservador un radicalismo en potencia”. Véase “Josiah Tucker
on Burke, Locke, and Price.
A Study in the Varieties of Eighteenth-Century Conservatism”, en Virtue, Commerce,
and History. Essays on
Political Thought and History, Chiefly in the Eighteenth Century, Cambridge,
Cambridge University Press, 1985,
p. 158.
3 “Términos turbios” es quizá la mejor traducción de “thick terms”, denominación
que suele emplearse en
inglés para designar palabras en las que, como ocurre con “amable”, “torvo”,
“solícito” o “asilvestrado”, la
condición fáctica y la valorativa se encuentran confusamente mezcladas. Sobre estos
términos pueden verse The
304
Sovereignity of Good, de Iris Murdoch, Londres, Routledge, 2001, y de Hilary
Putnam, entre otras obras, Razón,
verdad e historia, traducción de J. M. Esteban, Madrid, Tecnos, 1987; Realism with
a Human Face, ed. por J.
Conant, Cambridge (Massachusetts), Harvard University Press, 1990, y Words and
Life, ed. por J. Conant,
Cambridge (Massachusetts), Harvard University Press, 1994.
4 Nótese que aquí “signo” es una metáfora, como lo ha sido “componente” unas líneas
más arriba. Es
notable, y merece la pena reparar en ello, que el uso de términos científicos en
contextos no científicos suele
ocultar su carácter metafórico o figurado. “Los conceptos”, dice Iris Murdoch con
más razón de la que ella
podía sospechar, “son en sí mismos profundamente metafóricos y no pueden analizarse
en componentes no
metafóricos sin perder sustancia”. (The Sovereignity of Good, cit., p. 75. [La
cursiva es mía, A. V.]). Si un físico
habla de cuerdas, nadie duda de que usa una metáfora, pero si un parlamentario
habla de las tres dimensiones que
tiene el tratado con Abisinia –o si lo hace el practicante de alguna disciplina
humanística– eso pasa por señal de
lenguaje muy depurado que rehúye la imprecisión. Como lo metafórico se supone que
es de suyo inexacto y
licencioso, hay que suponer también que las metáforas usadas por la ciencia son
siempre cuerpos extraños
provenientes de otros lugares. Pero, cuando en discursos no científicos aparecen de
pronto metáforas tomadas
de la ciencia, éstas no se entenderán normalmente como metáforas, sino como
terminología depuradísima que
hace crecer el rigor y combate a la imprecisión (tareas éstas totalmente impropias
de una metáfora). Adviértase
además que la metáfora matemática del “signo” no es en absoluto inocente y que
alimenta la doctrina de que
“bueno” y “malo” se reducen a la condición de una suerte de operadores del álgebra
moral, lo que parece suponer
que son conceptos morales primitivos (siendo los demás derivados) o que pertenecen
a una categoría aparte. El
lector interesado por estas cuestiones sacará provecho del libro de Jeanne
Fahnestock, Rhetorical Figures in
Science, Oxford, Oxford University Press, 2002.
5 Según ocurre con las ironías, o por lo menos con muchas de ellas. Algunos
teóricos han sostenido –a mi
modo de ver con acierto– que la ironía es una especie de mención. Véase de Dan
Sperber y Deirdre Wilson, “Les
ironies comme mentions”, Poétique, 36 (1978), pp. 399-412. Me he ocupado de este
asunto en “El ironista y el
tolerante”, ensayo 2.º de La moral como anomalía, cit.
6 Estas suspensiones de compromiso son pretericiones: me comprometo y no me
comprometo con lo que
digo. Aunque quizá estuvieran mejor descritas como antipretericiones: digo que me
comprometo cuando en
realidad no lo hago, o lo hago de un modo muy raro. Se encontrará una discusión
algo extensa de la figura de la
preterición en mi artículo “Yoes pretéritos”, recogido en la compilación de
Mariflor Aguilar Rivero, Los límites de
la subjetividad, México, Fontamara/Unam, 1999, pp. 103-135.
7 Una diferencia destacable entre la filosofía moral moderna y la antigua, si puede
tomarse a Aristóteles
como representativo de la antigua, es que en ésta el elogio (épainos) es esencial,
mientras que en la moderna no
puede serlo. La filosofía moral moderna se inventó para condenar o para eximir de
condena, y en ella el elogio,
como también la admiración, es cosa prescindible. Véase sobre esta última Aurelio
Arteta, La virtud en la mirada.
Elogio de la admiración moral, Valencia, Pre-Textos, 2002.
8 Aunque ciertamente toda definición de la corrección de algo sea en puridad una
censura, denuncia o
castigo anticipado de sus posibles infracciones. Sin infracción que perseguir o que
concebir no hay corrección,
pero eso no impide distinguir entre criterios de corrección que van a la zaga de
sus infracciones y otros que se
adelantan a ellas.
9 Resulta tentador, como el lector advertirá fácilmente, señalar en este momento
que la moral moderna es un
concepto prepóstero definido a partir de sus anomalías maquiaveliana y
mandevilliana. Aunque la moral aparecerá
más adelante, baste por ahora con afirmar tan sólo que los términos prepósteros y
el resultado del efecto
Maquiavelo y del efecto Mandeville son casos paralelos de amnesia en la formación
de conceptos, aunque se trata
de amnesias estructuralmente distintas.
10 Naturalmente, las presentes consideraciones están pensadas para el esquema más
simple de oposición
305
virtud/vicio (o vicio/virtud, como sería más aconsejable denominarlo). No cuadran,
por tanto, o lo hacen de
manera tan sólo parcial, con el esquema aristotélico vicio/virtud/vicio en el que
la virtud desempeña el papel de
mesótes o, como suele decirse, “término medio”. Pero, dejando a un lado los casos
en que los vicios carecen de
nombre y por tanto la tríada puede reducirse a una oposición binaria, lo que hacen
las virtudes aristotélicas no es
más que complicar un poco el esquema binario.
11 En páginas certeras de Ulysses Unbound (Cambridge, Cambridge University Press,
2000), Jon Elster ha
dado una buena visión de ciertas prácticas artísticas como ejercicios de
autoconstricción, en un sentido análogo
al del ardid de Odiseo con las sirenas. El verso, por ejemplo, sería la asunción –
libre como la de Odiseo– de
ciertas constricciones métricas. Alguien que podría escribir en prosa se autolimita
y lo hace en verso, como el
fotógrafo que decide ceñirse a la fotografía en blanco y negro o quien vende el
ordenador y decide escribir sólo a
mano. Elster lleva razón, pero sería erróneo pensar que quien asume una
autoconstricción se halla en estado de
virginidad compromisoria. Todo compromiso es, sin duda ninguna, una deposición de
libertad, pero de una
libertad ya enajenada y desgastada. El comprometerse con algo produce siempre una
ilusión de libertad que hace
recordar falsamente los tiempos anteriores al compromiso como no sometidos a
ninguna constricción, y huelga
decir que se trata de un recuerdo falso: en realidad, nadie se comprometería con
nada si en el acto del
compromiso no viera una liberación de anteriores ataduras, tanto más constrictivas
cuanto más drástico y
exigente sea el compromiso.
12 Los términos prepósteros tienen vocación de ocupar la clase complementaria a la
de los anómalos, pero
antes importa mucho definir cuál es la suma lógica de las dos clases, ya que la
oposición no suele ser exhaustiva.
13 Véase el magnífico ensayo de Carlos Piera, “La conveniencia de la prosa”, en su
libro Contrariedades del
sujeto, Madrid, La balsa de la Medusa/Visor Dis, 1993. No faltan buenos y
abundantes estudios sobre la
naturaleza de la prosa, desde el clásico de Eduard Norden, Die antike Kunstprosa
vom VI. Jahrhundert v. Chr. bis
in die Zeit der Renaissance, Leipzig, Teubner, 1898, hasta los de Wlad Godzich y
Jeffrey Kittay, The Emergence
of Prose: An Essay in Prosaics, Minneapolis, University of Minnesota Press, 1987, o
(una muestra más de la
afición contemporánea a ver invención en todas partes) Simon Goldhill, The
Invention of Prose, Oxford, Oxford
University Press, 2002.
14 Según la expresión del Quijote que ha usado José Carlos Mainer en su libro del
mismo título, La escritura
desatada, Madrid, Temas de Hoy, 2000. Pero véase también, más adelante, el valor
que tiene “desatado” para
Fernando de Herrera, pp. 181-182, infra.
15 En el sentido de lo estimativo que se empleará a partir del capítulo 14.º de
este libro.
16 Véase la primera acepción de “prosa” que da la Academia: “Estructura o forma que
toma naturalmente el
lenguaje para expresar los conceptos, y no está sujeta, como el verso, a medida y
cadencia determinadas.” La
segunda es: “Lenguaje prosaico en la poesía”. DRAE, 21.ª edición, Madrid, Espasa,
1992, s. v. “prosa”.
17 Giorgio Agamben, Idea de la prosa, traducción de Laura Silvani, Barcelona,
Península, 1989, pp. 21-23.
18 Garcilaso de la Vega, Soneto X, 2.º cuarteto, en Obra poética y textos en prosa,
edición de Bienvenido
Morros con estudio preliminar de Rafael Lapesa, Biblioteca Clásica, n.º 27,
Barcelona, Crítica, 1995, p. 25.
19 “[N]inguna definición del verso es totalmente satisfactoria, a excepción de la
que certifica su identidad
respecto de la prosa a través de la posibilidad del enjambement”, ob. cit., p. 21.
Agamben usa siempre la palabra
francesa.
20 La cuestión de los encabalgamientos es otro motivo para volver al ya citado
libro de José Luis Pardo La
regla del juego. Sobre la dificultad de aprender filosofía, en particular pp. 283 y
ss.
21 Fernando de Herrera, Anotaciones a la poesía de Garcilaso, edición de Inoria
Pepe y José M.ª Reyes,
Madrid, Cátedra, 2001, pp. 269-270. La grafía de Herrera es peculiar; así la y
queda sustituida siempre por la i,
aunque de un modo que no he respetado plenamente, pues Herrera le quita
sistemáticamente a la i el punto. Puede
306
verse un facsímil de las Obras de Garci Lasso de la Vega con anotaciones de
Fernando de Herrera, al
Ilustrissimo i Ecelentissimo Señor Don Antonio de Guzman, Marques de Ayamonte,
Governador del Estado de
Milan i Capitan General de Italia, en Sevilla por Alonso de la Barrera, Año de
1580, reproducción editada por
las Publicaciones de la Universidad de Sevilla en 1998.
Capítulo 12 – Lo natural y lo artificial
1 La pasión suscitada por lo grande y sublime de la naturaleza es la turbación, y
“la turbación (astonishment)
es aquel estado del alma”, dice Burke en la Investigación sobre lo sublime y lo
bello, “en el que todos los
movimientos están suspendidos, con cierto grado de horror. En este caso, la mente
está tan enteramente llena de
su objeto que no puede atender a ningún otro, ni en consecuencia razonar sobre el
objeto que la embarga. De aquí
dimana el grande poder de lo sublime, que lejos de ser producido por nuestros
razonamientos, los anticipa y nos
arrastra con fuerza irresistible”. A Philosophical Enquiry into the Sublime and the
Beautiful, and Other Pre-
Revolutionary Writings, parte 3.ª, sección 1.ª, Harmondsworth, Penguin, 1998, p.
101.
2 Este carácter artista de la naturaleza debe distinguirse, desde luego, de los
fenómenos de antimímesis de
que se hizo mención en el capítulo 6. Los casos en los que “la naturaleza imita al
arte” son casos de imitación no
preconcebida y tan antimimética como antiartística. Véase mi escrito “La naturaleza
por duplicado”, ensayo 1.º de
La moral como anomalía, cit.
3 Los conceptos prepósteros constituyen una forma de olvido. Se hace como si uno se
hubiese olvidado de
cómo eran las cosas antes de volverlas del revés, según la manera que ya se ha
visto en la primera parte de este
libro. Cada concepto prepóstero lleva siempre incluida su propia forma particular
de amnesia.
4 Robert B. Brandom ha distinguido entre el actuar por reglas y el actuar por
conceptos de reglas. Esta
segunda capacidad sería específicamente humana, en el sentido de que sólo los
humanos la tenemos por tener
capacidad de lenguaje, “sapiencia” y no mera “sentiencia”. Véase Making It
Explicit: Representing, Reasoning
and Discursive Commitment, Cambridge (Massachusetts), Harvard University Press,
1994.
5 La teoría kantiana del genio es decisiva para este propósito, por proponer la
idea de que es la naturaleza
misma (la primera naturaleza) quien se expresa en la obra de arte genial por la
mediación del genio. Es muy
notable que Kant concibiese una cosa así, en la que la huella del genio en la obra
parece inequívoca, tan
distintamente a lo que ocurre con la acción movida por la ley moral, cuya huella es
siempre disputable.
6 Debe destacarse que el término “naturalidad” se ha degradado considerablemente.
En un primer momento,
probablemente significaba la posesión de una segunda naturaleza (como
“autenticidad” es ser irreductible a los
demás). Hoy día, auténtico y dotado de naturalidad es sin más quien hace lo primero
que se le ocurre o lo que le
resulta más fácil exigiendo que los otros lo respeten y aun lo aprecien como cosa
excelente. Esto se funda, desde
luego, en una presunción de reciprocidad.
7 Ética Nicomáquea, VII, 1152 a 32-33.
8 Pueden verse distintos lugares de la Crítica de la razón práctica. Mírense, por
ejemplo, las pp. 116, 156 y
157-58 de la traducción de Roberto R. Aramayo, Madrid, Alianza, 2000 (Kants Werke,
Akademie-Textausgabe,
Berlín, Walter de Gruyter, 1968, vol. V, pp. 43, 69 y 70).
Capítulo 13 – Lo natural y lo excepcional
1 La expresión latina rerum natura, literalmente “naturaleza de las cosas” debe
traducirse sin más por
“naturaleza” (o incluso por “realidad”, como lo ha hecho Agustín García Calvo en el
título de su edición del De
rerum natura de Lucrecio, Zamora, Lucina, 1997; véanse explicaciones en la p. 29 de
sus “Prolegómenos”).
307
2 Merece la pena tomar en consideración la palabra castellana “naturaleza”,
derivada de “natural” al revés de
lo que ocurría en latín y ocurre en las demás lenguas. En esto el castellano es
como el latín con la derivación
ciuisciuitas respecto del griego polítes-pólis.
3 El lector interesado en estos asuntos leerá con provecho Wonders and the Order of
Nature, de Lorraine
Daston y Katharine Park, Nueva York, Zone Books, 1998. Son instructivos también los
materiales compilados por
Annie Ibrahim, Qu’est-ce qu’un monstre?, París, Puf, 2005. Abundante e
interesantísima copia de teratología
española se hallará en Antonio Lafuente y Javier Moscoso, eds., Monstruos y seres
imaginarios en la Biblioteca
Nacional, Madrid, Doce Calles, 2000.
4 Esto no sólo ocurre con lo propiamente monstruoso, sino también, como ha expuesto
Carlos Thiebaut
comentando el Desastre n.º 44 de Goya, también con lo intolerable en general: “El
yo lo vi de Goya recupera lo
intolerable de entre nuestros olvidos y nuestras cegueras y su ancla de realidad
hace surgir a borbotones, como
hemorragia incontenible, un grito, un ¡nunca más! que reiteramos cada vez que esa
realidad nos abofetea, cada
vez que nos topamos con eso que no creíamos posible, que no nos resignamos a creer
posible, o cada vez que,
cansados de percibirlo, dejamos de verlo” (De la tolerancia, Madrid, La balsa de la
Medusa/Visor Dis, 1999, p.
12).
5 En el desenlace del episodio de las bodas de Camacho, del Quijote, está
compendiado todo lo que la cultura
moderna ha hecho y pensado con los milagros. Cuando todos creían moribundo a
Basilio el pobre, que había
fingido una sangrienta herida para casarse in articulo mortis con la bella Quiteria
y arrebatársela a Camacho el
rico, y cuando todos juzgan sobrenatural la súbita recuperación, gritando
“¡Milagro, milagro!”, Basilio replica con
justiciero cinismo pragmático “¡No milagro, milagro, sino industria, industria!”, y
manifiesta al mismo tiempo que
los milagros son a menudo cosa fingida y que la industriosidad y el ingenio pueden
ser más eficaces que el
milagro en todo lo que de él ha solido esperarse tradicionalmente (Don Quijote,
capítulo XXI de la 2.ª parte,
edición del Instituto Cervantes dirigida por Francisco Rico con la colaboración de
Joaquín Forradellas, Barcelona,
Crítica, 1998, p. 806).
6 Puede verse sobre todo esto “La moral como profesión”, en mi ya citada Apología
del arrepentido y otros
ensayos de teoría moral.
7 Volviendo del revés la caracterización de Mefistófeles en el Fausto de Goethe
(vv. 1335-1336) y leyendo
como hizo Weber “la fuerza que quiere constantemente el bien y constantemente crea
el mal (die stets das Böse
will und stets das Gute schaft)”. Véase José M.ª González García, Las huellas de
Fausto. La herencia de Goethe
en la sociología de Max Weber, Madrid, Tecnos, 1992.
8 Alguien podría replicar que lo anterior no es cierto, por lo menos en su
integridad. ¿O es que la creencia en
que los hechos son independientes de cualquier valoración y construcción social no
es de las más desprestigiadas
de la cultura de hoy? ¿Y no ocurre algo semejante con la idea de que los gustos son
cosa espontánea,
impermeable y que va de suyo? Ciertamente es así, pero no resulta menos cierto que
los defensores del carácter
construido de los hechos gustan por lo general de presentarse como descriptores
objetivos de una realidad terca
–es un hecho que los hechos están construidos– o como portavoces de algún conjunto
de intereses que se toma
como cosa dada y a la que se trata de servir con la mayor obediencia: ésta es la
hora, se dirá, de contar las cosas
tal como de hecho interesan a tal o cual punto de vista, por lo general propio de
algún grupo de identidad. En lo
que se refiere al tópico contemporáneo de que el gusto resulta de una elaboración
social –un lugar común tan
desgastado que apenas quiere decir nada– conviene señalar que los defensores de
esta idea nunca estarán
dispuestos a afirmar que los gustos pueden ser objeto de crítica. Tengo los gustos
que tengo porque he estado
expuesto a tales y cuales condicionamientos, y ya está: esto es todo lo que hay que
decir al respecto. Pero algo
muy semejante a lo anterior es lo que ha defendido desde hace varios siglos (en su
versión popular) la doctrina
moderna de la división de esferas de valor: tengo los gustos que tengo por los
motivos que sea, y esos motivos
pueden exponerse pero no criticarse.
308
Capítulo 14 – La moral y la estimativa
1 “Introducción a una Estimativa –¿Qué son los valores?”, Obras completas de José
Ortega y Gasset,
Madrid, Taurus, 2004, pp. 531-549. El texto se publicó por primera vez en 1923, en
el número 4 de Revista de
Occidente. La fortuna posterior de este término no ha sido demasiado grande, aunque
algún autor muy ajeno a la
tradición orteguiana ha vindicado algunas tesis del texto. Me refiero a Hilary
Putnam, en “Pragmatism and
Relativism: UniversalValues and Traditional Ways of Life”, texto recogido en el
volumen ya citado Words and Life,
pp. 188-189. Es afín también a la tradición de la estimativa la axiología de la
ciencia que Javier Echeverría viene
desarrollando en los últimos años. Véanse sobre todo los dos primeros capítulos de
su libro Ciencia y valores,
Barcelona, Destino, 2002.
2 Véase la nota 3 del capítulo 11.
3 Ortega, “Introducción a una Estimativa”, cit., p. 548.
4 Es abundante la bibliografía contemporánea sobre el tema de si existe “una única
respuesta correcta” a los
problemas morales. Este tema suscita disputas muy acaloradas entre los partidarios
de la respuesta única –gentes
de tendencia cognitivista y a veces realista– y quienes dudan de la posibilidad de
esa respuesta o la niegan.
Encontrará el lector una presentación de estos debates en el libro de Jürgen
Habermas, Verdad y justificación,
traducción de Pere Fabra y Luis Díez, Madrid, Trotta, 2002. El presente asunto
guarda una relación muy estrecha
con el que se expondrá más adelante, en el capítulo 23.º.
5 Una defensa muy pugnaz de esta tesis se encontrará en el libro de Tom Sorell,
Moral Theory and Anomaly,
Oxford, Blackwell, 2000.
6 “No creo que pudiera progresar en la lectura de Hegel. Me parece que Hegel
siempre quiere decir que las
cosas que parecen diferentes en realidad son lo mismo, mientras que mi interés es
mostrar que las cosas que
parecen lo mismo son en realidad diferentes”. Se trata de una nota del otoño de
1948 tomada por M. O’C. Drury,
“Conversaciones con Wittgenstein”, en Rush Rhees, Recuerdos de Wittgenstein,
traducción de R. Vargas, México,
Fondo de Cultura Económica, 1989, p. 252. Ramón del Castillo ha glosado esta
observación de Wittgenstein en
su libro, de muy recomendable lectura, Conocimiento y acción. El giro pragmático de
la filosofía, Madrid, Uned,
1995, pp. 229 y ss.
7 Como sabe el lector de la Retórica de Aristóteles, la deliberación y el juicio
son fenómenos estrechamente
unidos: epeì dè héneka kríseós estin he rhetoriké (kaì gàr tàs symboulàs krínousi
kaì he díke krísis estín)… La
traducción de Quintín Racionero (Madrid, Gredos, 1990, p. 307) es como sigue:
“Puesto que la retórica tiene
como objeto 〈formar〉 un juicio (dado que también se juzgan las deliberaciones y la
propia acción judicial es un
〈acto de〉 juicio)…”, traduciendo krísis por “formar un juicio” o por “acto de
juicio”, díke por “acción judicial” y
krínein por “juzgar”. Resulta tentador echar mano aquí de una estipulación hasta
cierto punto semejante a la
empleada en su traducción de la tercera Crítica de Kant (Madrid, Mínimo
Tránsito/Antonio Machado Libros,
2003), por Roberto R. Aramayo y Salvador Mas, quienes vierten Urteil por “juicio” y
Urteilskraft por
“discernimiento”. Con una convención análoga podría resultar en Aristóteles lo
siguiente: “Puesto que la retórica
tie-ne como objeto el discernimiento (ya que también se discierne sobre las
deliberaciones y el propio juicio es un
discernimiento)…” Sin embargo, no creo que ninguna estipulación, por elegante que
sea, suprima el hecho de que
“juicio” se refiere en castellano al mismo tiempo a krísis y a díke, ni cancele
tampoco la íntima relación entre uno
y otro término. En cualquiera de los casos, lo que importa es señalar que para
Aristóteles las deliberaciones
implican juicio, y lo hacen en un sentido quizá más profundo del muy elemental
consistente en que alguien juzgue
sobre si tal o cual deliberación es buena o mala; al igual que una sentencia
judicial implica el juicio de que la
sentencia es justa (tanto que el distinguir aquí “juicio” de “sentencia” parece
artificioso), así también el deliberar
(o mejor el haber deliberado) implica “juzgar” que la deliberación es conveniente o
adecuada. En el krínein estaría
entonces la raíz común de juicios y deliberaciones. En relación con estos asuntos
el lector consultará con
309
provecho el artículo de Jèssica Jaques Pi, “Sobre la traducció del terme
Urteilskraft”, Enrahonar: Quaderns de
Filosofia, 36 (2004), pp. 127-138.
8 Ética Nicomáquea, VI, 1139 b 6-10.
9 Antonio Gómez Ramos me ha reprochado que este esquema se funda en un supuesto
implícito que quizá
convendría poner en duda: el de la simetría del mal y del bien, como si cada uno de
ellos fuera sin más la imagen
invertida del otro. Es bastante probable que lleve razón, pero el poner en duda ese
supuesto llevaría, me parece, a
una subversión muy radical de las maneras habituales de concebir el bien y el mal,
una subversión quizá
recomendable pero de consecuencias muy destructivas. Da vértigo pensar qué
ocurriría con una estimativa en la
que lo bueno y lo malo fueran tan sólo dos predicados estimativos más, y no
especialmente destacables ni
netamente opuestos; una estimativa para la que quizá todo fuera ambivalente en
distintos grados y maneras (y por
tanto bueno y malo a la vez) y en la que los predicadosmás destacables fueran,
pongamos por caso, lo raro, lo
fugaz y lo enigmático. Sin embargo, pensar en serio en una estimativa así sería muy
instructivo para comprender
mejor la que de hecho tenemos, y no necesariamente para cobrarle más aprecio del
ordinario, sino quizá para
vislumbrar algunas de las razones por las que estamos condenados a conservarla.
10 Tampoco hay, naturalmente, puras deliberaciones de hecho, si se me permite la
expresión. El mito de la
existencia de puros juicios de hecho parece corresponderse con aquellas
deliberaciones en las que alguien
presume de limitarse a constatar hechos –normalmente con tanto cinismo como
complacencia: los hechos son los
hechos– y decidir aquello que se acomoda a ellos o que éstos exigen. Nótese, sin
embargo, que casi siempre que
se razona así, queriendo hacer de la necesidad virtud, proclamando que no hay más
cera que la que arde o que la
vida es dura, el razonamiento no puede ser más valorativo: acaba, en efecto, dando
por bueno lo que hay y le falta
poco para exclamar que en definitiva está bien que las cosas sean como son, porque
las ilusiones son siempre
inferiores a la realidad, además de una irresponsable pérdida de tiempo.
11 Véanse los célebres escritos de Max Weber al respecto, sobre todo “La
‘objetividad’ del conocimiento en
la ciencia social y la política social” y “El sentido de la ‘libertad de valor’ de
las ciencias sociológicas y
económicas”, que se encontrarán en castellano en M. Weber, Ensayos sobre
metodología sociológica, traducción
de José Luis Etcheverry, Buenos Aires, Amorrortu, 1973.
12 El supuesto al que tantas veces se ha referido Isaiah Berlin. Véase por ejemplo
“The Pursuit of the Ideal”,
en The Crooked Timber of Humanity. Chapters in the History of Ideas, ed. Henry
Hardy, Nueva York, Alfred A.
Knopf, 1991.
13 Caben, desde luego, y me parece que son frecuentes, los casos en los que alguien
reivindica su condición
rebelde o contestataria, pero lo hace sin apenas probabilidades de éxito. Debería
ser una verdadera tragedia
proclamarse rebelde y encontrarse la solicitud denegada, pero episodios así son muy
frecuentes en un mundo en
el que la rebeldía es casi una actitud oficial.
14 No sé si la idea de que el tener una estimativa no es algo opcional constituye
una elaboración adecuada de
la tesis de Aranguren sobre la “moral como estructura” (véase el capítulo 7.º de su
Ética, en el volumen 2.º de las
Obras completas, Madrid, Trotta, 1994, pp. 206-217). En cualquiera de los casos, la
lectura de Ortega por
Aranguren es del mayor interés para este asunto (en su trabajo de 1958, La ética de
Ortega, pp. 503-539 del
mismo volumen). Sobre las relaciones de lo implícito y lo explícito es
imprescindible el ya citado libro de José
Luis Pardo, La regla del juego. Sobre la dificultad de aprender filosofía.
15 Ética Nicomáquea, VII, 1145 b 2. Véase sobre este pasaje el capítulo 8.º de La
fragilidad del bien.
Fortuna y ética en la tragedia y la filosofía griega, de Martha C. Nussbaum,
traducción de A. Ballesteros,
Madrid, Visor Dis, 1995, y el muy clásico artículo de G. E. L. Owen, “Tithenai ta
phainomena”, en S. Mansion,
ed., Aristote et les problèmes de méthode, Lovaina, Publications de l’Université de
Louvain, 1961, pp. 83-103.
Puede verse sobre esto mi escrito “Teodicea, nicotina y virtud”, ensayo 3.º de La
moral como anomalía, cit.
16 De la estimativa en general puede decirse algo semejante a lo que decía Isaiah
Berlin de la teoría política
310
en particular: que sólo tiene sentido cuando hay conflicto entre fines (“¿Existe
aún la teoría política?”, en
Conceptos y categorías. Ensayos filosóficos, traducción de H. González Aramburo,
México, Fondo de Cultura
Económica, 1983). Puede ser instructivo contrastar el parecer de Berlin con el de
Leo Strauss, para quien la
filosofía política parece ser simplemente imposible en los tiempos modernos por
falta de acuerdos sustanciales
sobre el bien. Estamos condenados, en esto, a ser seguidores de Berlin o de Strauss
(salvo, claro está, que uno
decida sumarse a la piadosa procesión de quienes creen que nuestro tiempo sí que
proporciona acuerdos, o por lo
menos su base, la tendencia hacia ellos o la consciencia de su necesidad).
Capítulo 15 – La paradoja de la doctrina perfecta
1 Véanse sobre el particular los trabajos de Emilio Lamo de Espinosa citados en la
nota 12 del capítulo 9.
2 Según el uso establecido por Peter F. Strawson. Una selección útil de algunos
textos suyos sobre el
particular es la titulada “Análisis y metafísica descriptiva”, en B. Russell, R.
Carnap, W. V. O. Quine y otros, La
concepción analítica de la filosofía, selección e introducción de Javier Muguerza,
Madrid, Alianza, 1981, pp.
597-644.
3 Éste es precisamente el asunto de que se ha ocupado José Luis Pardo en La regla
del juego, cit., bajo la
forma de un “juego 2” que nunca logra explicitar del todo lo que ocurre en el
“juego 1”.
4 El razonamiento estimativo procede por medio de mecanismos semejantes al
anacoluto. Puede verse sobre
esto el primer ensayo de mi ya citada Apología del arrepentido.
5 Esto, que es crucial en el lenguaje hablado, lo es todavía más en la escritura.
No se puede escribir un texto
de más de cinco o seis líneas a base de decir sólo lo que uno quería decir y todo
ello. La coincidencia entre un
texto escrito y la intención que lo guió sólo podría ser certificada por quien
tuviera disponible algún testimonio de
la intención que fuera comparable con el texto, es decir, por quien tuviera
disponible otro texto previo, el cual a su
vez necesita un tercer texto para dar fe de su respectiva intención, y así hasta el
infinito. Todo lo anterior es cosa
muy sabida, tanto que la ilusión de haber escrito justo lo que uno quería pertenece
a las más pueriles de todas y
debería ser objeto de severa represión en las aulas, aunque más bien parece que
ocurralo contrario: que el afán
insensato de “expresión” se tome por un ideal pedagógico y hasta estético y social.
Es probable que el atribuir
esta propiedad a las explicitaciones estimativas me haga ganar méritos a ojos de
algunas personas para pasar a ser
tenido por un practicante de la desconstrucción (en particular a ojos de la
profesora Carmen González Marín, a
juicio de la cual este libro se inscribe de lleno en dicha práctica).
6 Sería un error suponer que el progresismo es una ideología o una opción que puede
tomarse, rechazarse o
abandonarse. En realidad, todos los contemporáneos somos progresistas sin haberlo
decidido nunca, y no está en
nuestro poder dejar de serlo. Cuando Wittgenstein escribió en 1930, a mi modo de
ver con razón, que “nuestra
civilización se caracteriza por la palabra ‘progreso’” y añadió que “el progreso es
su forma, no una de sus
cualidades”, no se refería desde luego a algo de lo que participaran ciertas
personas o visiones del mundo y otras
no. Es del todo falaz suponer que el progresismo sea un bando o partido cultural o
político opuesto a otros,
porque cualquiera que se mueva dentro de lo que Wittgenstein llamaba “nuestra
civilización” está obligado a ser
progresista y a serlo con el mayor convencimiento. Esa civilización es una colosal
empresa que consiste, prosigue
Wittgenstein, “en construir un producto cada vez más complicado”, y se distingue
porque nadie puede sobrevivir
en ella si no colabora en la complicación del producto. Hacer profesión de
progresismo o presumir de eso que se
llama “convicciones progresistas” es como enorgullecerse de ser mortal o creer que
uno usa sujeto y predicado
porque ha decidido hacerlo a causa de cierta opción ideológica. Pertenece a la
superstición progresista creer que
el progresismo es un resultado de la voluntad. La anotación de Wittgenstein forma
parte de sus Vermischte
Bemerkungen; véase en castellano Aforismos. Cultura y valor, edición de Georg
Henrik von Wright y Heikki
Nyman, traducción de Elsa Cecilia Frost y prólogo de Javier Sádaba, Madrid, Espasa,
1995, p. 40.
311
7 El nombre de “puritana” viene a las mientes con apresuramiento, pero no es
afortunado del todo.
Contrariamente a lo que sugieren algunos usos populares de la palabra, el puritano
no es alguien sujeto a un
código explícito –no es, con palabras de Antonio Machado, “un hombre al uso que
sabe su doctrina”–, sino más
bien un creyente en el rigor profundo de la interioridad o, lo que es lo mismo, de
lo que está íntimamente
implícito. El progreso del peregrino, de John Bunyan, es el mejor clásico de esta
tradición. Puede leerse una muy
solvente edición castellana, por Javier Alcoriza y Antonio Lastra, Madrid, Cátedra,
2003.
8 Véase sobre todo, como es natural, La ética protestante y el “espíritu” del
capitalismo, editada entre otros
lugares en el volumen 1.º de los Ensayos sobre sociología de la religión,
traducidos por José Almaraz y Julio
Carabaña (Madrid, Taurus, 1987) aprovechando la anterior versión de Luis Legaz
Lacambra. Sobre estas
cuestiones sigue siendo fundamental la obra clásica de José Luis L. Aranguren: El
protestantismo y la moral, que
se encontrará en el vol. 2.º de sus Obras completas, Madrid, Trotta, 1994. Pero,
desde luego, quien quiera
hacerse una idea de cómo el rigorismo más acerbo constituye una tentación de alguno
de los clásicos más
venerables de la historia de la filosofía moral, debe leer sin demora el conmovedor
opúsculo de Kant “Sobre un
presunto derecho a mentir por filantropía”, cuya traducción por Juan Miguel
Palacios se encontrará en la
recopilación de Roberto R. Aramayo, Teoría y práctica, Madrid, Tecnos, 1986. Del
propio Aramayo puede verse
con provecho “El enfoque jurídico de la mendacidad según Kant”, en Crítica de la
razón ucrónica. Estudios sobre
las aporías morales de Kant, prólogo de Javier Muguerza, Madrid, Tecnos, 1992.
Sobre el rigorismo de la
veracidad, véase también el ya citado artículo de Carmen González Marín, “Autonomía
y heteronomía”, Isegoría,
30 (2004), pp. 203-217.
9 Claro que el rigorista suele creer que todavía le queda mucho camino por delante
para convertirse en un
rigorista cabal: más bien se verá como un pecador que todavía tiene que
mortificarse y perfeccionarse mucho. El
rigorista que crea estar muy adelantado en el camino de la perfección es desde
luego un mal rigorista, como
también debería serlo el ilustrado que cree hallarse cerca de la definitiva
iluminación de los tiempos. No era esta
última, ciertamente, la idea que tenía Kant, quien se limitaba a tomar su propia
época como un conjunto
excepcional de indicios de la existencia de un proceso de ilustración, y no en modo
alguno de que ésta se
estuviese acercando a la cima.
10 En el seno de cualquier doctrina estimativa resulta pertinente preguntarse si es
lícito obrar de manera
contraria a la que la doctrina exige o preconiza o quizá de un modo que ella no sea
capaz de determinar con
precisión (o quizá en unos términos que no sería bueno que ninguna doctrina
estableciera). A esta pregunta han
contestado muchas doctrinas estimativas, y de entre sus respuestas cabe señalar
ahora dos muy características.
De la primera es buena muestra cierto tipo de ideas recurrentes en la filosofía de
finales del siglo XX, y que
pueden encontrarse de maneras distintas en autores como Habermas o Rorty; es la
consistente en dividir el
ámbito de la acción humana en dos apartados, uno de los cuales es pertinente para
la vigencia de la doctrina y el
otro no (que el primero sea el de lo público o el de lo “moral” y el segundo el de
lo privado o lo “ético” es aquí lo
de menos desde el punto de vista de la estructura de las doctrinas; lo importante
es que se dé el deslinde, que
ciertamente podría establecerse de otros modos y con otras palabras). La segunda
merece ser llamada aristotélica
por encontrarse su mejor ilustración en la discusión de la virtud de la justicia o
dikaiosy´ne del libro V de la Ética
Nicomáquea. Según esta respuesta, la determinación de lo que es bueno hacer está
sujeta a anomalías o
excepciones (en el caso de Aristóteles, la llamada epieikeía o equidad), de modo
que no siempre resulta adecuado
obrar según lo que la doctrina establece con carácter general; además la doctrina
no señala cuándo ha de ser
puesta en suspenso, sino que lo deja al arte de la ocasión (un arte, eso sí, que
sólo posee quien por regla general
obra según la doctrina). Para la primera respuesta el summum ius es siempre summum
ius, aunque haya ámbitos
en donde no quepa aplicar semejante norma;para la segunda, el summum ius puede ser
a veces summa iniuria.
Como muy bien ha mostrado Antoni Domènech (De la ética a la política, Barcelona,
Crítica, 1988, pássim), una
diferencia esencial entre la filosofía moral antigua y la moderna estriba en que la
primera puede permitirse la
transgresión ocasional de las normas y la segunda es rigorista del todo.
312
11 Lo cual no implica, sin embargo, la falaz conclusión de que necesitemos
doctrinas menos perfectas o más
humanas y fáciles de cumplir. La idea de que las doctrinas morales tienen que ser
adaptadas a cumplidores poco
exigentes resulta tan poco plausible como la defensa de una epistemología que
recomendase a los científicos
dedicarse a hechos fáciles de explicar y de entender por todos, rehuyendo los
difíciles. Francamente no se sabe
cuál de las dos opciones del dilema es la peor.
Capítulo 16 – La estructura de la experiencia estimativa
1 He defendido una tesis semejante a ésta en mi libro, ya citado, Contra el
relativismo.
2 Es probable, como me ha sugerido Javier Muguerza, que este modelo de la dinámica
de las doctrinas
estimativas deba mucho al propuesto por Kuhn en La estructura de las revoluciones
científicas. En caso de que
así sea, no creo que la dependencia vaya a procurarme muchos elogios entre los
filósofos de la ciencia de hoy
día, para la mayor parte de los cuales Kuhn ya no pertenece al repertorio de
autores dignos de cita. Felices
tiempos –y breves– aquéllos en los que la filosofía de la ciencia era una
disciplina culturalmente iconoclasta y
especulativamente estimulante.
3 La coherencia no es una mera regularidad en el sentido en que Robert Brandom
habla de “regularismo” ni
tampoco una compulsión “regulista” (en la jerga de Brandom). Basta con que los
animales humanos sean capaces
de tener ciertos conceptos de la coherencia para eliminar la posibilidad de una
coherencia meramente “regular”.
Véase la primera parte del ya citado Making It Explicit. Representing, Reasoning,
and Discursive Commitment.
4 Una vez, vale decir, que uno ha leído a Sellars y ha visto que lleva razón. Todo
esto podría entenderse
como una continuación del cuento sellarsiano de Jones. Véase “El empirismo y la
filosofía de lo mental”, en
Ciencia, percepción y realidad, traducción de Víctor Sánchez de Zavala, Madrid,
Tecnos, 1971.
5 Ramón del Castillo prólogo a William James, Pragmatismo. Un nuevo nombre para
viejas formas de
pensar, Madrid, Alianza, 2000, p. 15.
6 El estudio clásico sobre este asunto es el justamente célebre de Frances A.
Yates, The Art of Memory,
Londres, Routledge y Kegan Paul, 1966.
7 Es clásico sobre la cuestión el texto de Jacques Derrida, “La pharmacie de
Platon”, en La Dissémination,
París, Seuil, 1972, pp. 77-213.
8 Que el significado de una palabra sea “disyuntivo”, es decir, que tenga la
estructura opcional de un
conjunto de referencias a las que poder aplicarse, no debería resultar escandaloso.
En realidad muchas palabras
son, en una forma o en otra, “disyuntivas”, y lo son siempre que haya algún tipo de
polisemia (algo ciertamente
muy difícil de evitar en las palabras). Ahora bien, la condición “disyuntiva” de
palabras como phármakon, altus o
ualetudo es algo más inquietante, puesto que se trata, no en balde, de una opción
entre algo y su contrario. Sin
embargo, lo disyuntivo de este significado puede mantenerse a condición de que se
entienda “disyunción” en el
sentido “inclusivo” del conector lógico “∨”, que expresa el que se dé lo que
aparece a su derecha, o lo que
aparece a su izquierda o ambas cosas. A este fenómeno se lo llama a veces
enantiosemia y su discusión goza de
mucha raigambre. Recuérdese el escrito de Freud de 1910 sobre “El doble sentido
antitético de las palabras
primitivas” (Obras completas, traducción de Luis López-Ballesteros, Madrid,
Biblioteca Nueva, 1997, vol. 5.º, pp.
1620-1624), fundado en un estudio de Carl Abel con el mismo título: “Über den
Gegensinn der Urworte”,
recogido en sus Sprachwissenschaftliche Abhandlungen, Leipzig, Verlag von Wilhelm
Friedrich, 1885. Buenos
estudios sobre la enantiosemia son los de Giulio Lepschy, “Enantiosemy and irony in
Italian lexis”, en The
Italianist, 1 (1981), pp. 82-88, y “Freud, Abel e gli opposti”, en Sulla
lingüistica contemporanea, Bolonia, Il
Mulino, 1989, pp. 349-378.
9 En el programa moderado de la moral moderna no hay propiamente una “segunda
naturaleza”, sino que es
313
la primera la que, debidamente entendida, proporciona todo lo que la moral
necesita. Pero lo que eso significa
propiamente es que la naturaleza misma (la primera y única, sin necesidad de
desdoblamiento) se basta para
contrarrestar las tendencias perversas e inmorales que ella misma posee. De ahí que
en rigor el programa
moderado sea más bien “protofisita” o fundado sólo en una naturaleza primera.
10 De l’esprit des lois, I, 1, OEuvres complètes de Montesquieu, París, Didot,
1838, p. 191. Sobre estos
asuntos es imprescindible el libro, ya clásico, de Carmen Iglesias, El pensamiento
de Montesquieu. Ciencia y
filosofía en el siglo XVIII, Madrid, Alianza, 1984. Véase también, de la misma
autora, “La teoría del
conocimiento en Montesquieu”, en su libro Razón y sentimiento en el siglo XVIII,
Madrid, Real Academia de la
Historia, 1999, pp. 365-422.
Capítulo 17 – Defensa de lo inestimable
1 “Tan valioso que no puede ser estimado como corresponde”. Por su parte es
estimable lo “que admite
estimación y aprecio”, lo “digno de aprecio y estima” (DRAE, 21.ª edición, Madrid,
Espasa, 1992).
2 Puede revisarse mi texto ya citado “Yoes pretéritos” (véase nota 6 del capítulo
11).
3 He anticipado parte de lo que aquí digo en el epílogo de mi ya citada Apología
del arrepentido.
4 Manuel Cruz me ha objetado que muchas veces se llama memorable a algo que no
sufre ninguna mengua
de memoria, sino al contrario: a aquello que se recuerda con un grado máximo de
devoción o relevancia y que por
eso mismo se juzga digno de ser recordado siempre. La objeción es desde luego muy
atinada, pero quizá pueda
respondérsele que al juzgar algo como digno de perpetuo recuerdo se está ya
anticipando la posibilidad de olvido,
aunque sólo sea como amenaza. Que algo sea memorable supone que no todo podrá ser
recordado siempre, y que
eso a lo que se llama memorable tiene que librarse de pertenecer a las cosas
olvidadas. La categoría de lo
memorable se refiere a la justicia de la memoria futura y se funda en la
experiencia de que la memoria no es
siempre justa; llamar memorable a algo es reclamar justicia el día de mañana, pero
toda reclamación de justicia
futura está animada por el temor o la amenaza de un futuro injusto.
5 En realidad, la rememoración completa de un objeto o de un episodio es imposible
siempre, aunque lo que
hace la memoria ordinaria es instituir escalas dentro de las cuales el recuerdo
puede satisfacerse de manera
suficiente (así el recordar un número de teléfono: quien recuerda un número lo
recuerda completamente). Para
considerar completo un recuerdo basta con tomar como superfluos ciertos elementos y
no tenerlos en cuenta a la
hora de establecer lo que ha de recordarse (por ejemplo, la ocasión en la que
tomamos nota de ese número de
teléfono).
6 “Podría hablarse”, dejó escrito Walter Benjamin, “de una vida o de un instante
inolvidables, aun cuando
toda la humanidad los hubiese olvidado. Si, por ejemplo, su carácter exigiera que
no pasase al olvido, dicho
predicado no representaría un error, sino sólo una exigencia a la que los hombres
no responden, y quizá también
la indicación de una esfera capaz de responder a dicha exigencia: la del
pensamiento divino”, “La tarea del
traductor”, en Angelus Novus, traducción de H. A. Murena con prólogo de Ignacio de
Solá-Morales, Barcelona,
Edhasa, 1970, pp. 128-129. Benjamin parangona este sentido de lo inolvidable con lo
que, en virtud de su forma,
es traducible y debe por tanto ser traducido aunque nunca lo sea de hecho. La idea
de lo memorable a la que me
he referido coincide, desde luego, con lo inolvidable a lo que se refiere Benjamin.
En efecto, está en la esencia de
ciertas cosas el tener que ser recordadas, como está en la esencia de ciertos
textos el tener que ser traducidos, y
conviene reparar en que esta exigencia de traducción es seguramente imposible de
satisfacer del todo: siempre
faltarán lenguas a las que traducir y siempre podrá haber (es decir, deberá haber)
nuevas traducciones a una
lengua determinada. Que es justo lo que le ocurre a lo inolvidable y lo memorable:
siempre faltarán ocasiones de
recordarlo y repeticiones del recuerdo. Debo a Antonio Gómez Ramos haberme llamado
la atención sobre la
pertinencia de estas líneas de Benjamin para el asunto que ahora nos ocupa.
314
7 Desestimar es según la Academia “no hacer bastante aprecio de alguien o de algo”
y “denegar, desechar”,
DRAE, 21.ª edición, cit.
8 Repárese un momento en lo que significa que algo sea inapreciable. Se considera
inapreciable a aquello que
no puede distinguirse o identificarse por medio de la percepción, aunque el término
vale también como sinónimo
de “inestimable”. El matiz que introduce lo inapreciable es el de lo demasiado
pequeño y quizá demasiado sutil
para la capacidad perceptiva que se posee. Si se trata de la vista, lo inapreciable
es lo que no puede verse y, por
tanto, no merece la pena verlo. Hay aquí desde luego una suposición completamente
falaz y subjetivista: puesto
que mis ojos no dan de sí para ver cierto objeto, el verlo no debe de ser tan
importante y el objeto muy bien puede
quedarse sin gozar de visión. Algo que casi equivale a declarar que sólo merece la
pena ver lo que uno puede ver,
es decir, que lo bueno está hecho a la medida de la capacidad de reconocimiento de
lo bueno que tiene uno, o
cierta comunidad, o todos en general. Hay toda una metafísica implícita en este uso
de la palabra “inapreciable”,
una metafísica opuesta por cierto a la de lo “inestimable”.
9 En varios trabajos inéditos que compondrán próximamente su libro La ética a la
intemperie. Puede verse
mientras tanto su trabajo “Sobre la condición ‘metafísica’ y/o ‘postmetafísica’ del
sujeto moral”, en María
Herrera Lima, ed., Jürgen Habermas: moralidad, ética y política. Propuestas y
críticas, México, Alianza, 1993,
pp. 173-191.
10 Puede ser instructivo examinar lo que se quiere decir cuando se afirma (sobre
todo en primera persona
del singular, pero no sólo) que uno “no se explica” cierta cosa. No explicarse algo
significa juzgar algo como
incomprensible, inverosímil y disparatado, pero no cualquier cosa, sino una que se
desaprueba o que constituye
una desgracia. Cuando alguien dice que no se explica algo y otro le responde que sí
se lo explica, es probable que
el primero se sienta atacado en su dignidad de persona contrariada o herida, y con
harta razón, pues explicarse
algo es haber empezado a aceptarlo, y muchas veces haberlo terminado de aceptar.
Conviene añadir, por cierto,
que “explicarse algo” sólo tiene sentido como negación de “no explicarse algo”:
sería absurdo que alguien dijera
de pronto que se explica tal o cual cosa sin que nadie hubiera proclamado antes que
no se lo explica.
11 Cosa muy distinta fue, como es natural, el resultado de este proceso. El punto
de vista moral surgió,
según se ha mostrado ya, como un punto de vista diferenciado de otros –
señaladamente el político y el
económico, correspondiente a una política y una economía inmorales– pero destinado
a prevalecer sobre ellos.
Ese destino se reveló, sin embargo, bien pronto como falso y la moral se hubo de
convertir en una esfera
valorativa más, condición en la que aún pervive para disgusto de todo tipo de
maximalistas morales remisos a
poner límites a su aplicación.
12 Véase Rafael Sánchez Ferlosio, Campo de Marte 1. El Ejército Nacional, Madrid,
Alianza, 1986, §§
XXV-XXXVII.
Capítulo 18 – Orden, virtud y fortuna
1 Sobre la utilidad y desventaja del descontento para la felicidad o, si se quiere,
sobre la dependencia mutua
de la felicidad y su contrario, debe verse el breve “Elogio de la infelicidad”, de
Emilio Lledó, en su libro del mismo
título, Valladolid, Cuatro Ediciones, 2005, pp. 13-15.
2 Véase por ejemplo –y el ejemplo no es de los filosóficamente peores– la
compilación de Martha Nussbaum
y Amartya Sen, Calidad de vida, traducción de Roberto Reyes Mazzoni, México, Fondo
de Cultura Económica,
1996.3
La palabra “calidad” acompaña muchas veces a la palabra “excelencia” en la
propaganda comercial,
incluida la de las instituciones universitarias y académicas públicas que darían lo
que fuera por ser privadas y
gustan de imaginarse a sí mismas como empresas. Al igual que ocurre en toda
propaganda, estos términos no se
315
usan con la vista puesta en la verdad, sino en la captación de clientes: los
alumnos y sus padres, las empresas en
sentido estricto de la palabra, los bancos, la bolsa y distintas instancias de lo
que se llama “la sociedad”
(entendiéndose por sociedad el conjunto de todos los potenciales clientes y
copartícipes del negocio) son quienes
han de apreciar la excelencia y la calidad del producto académico de que se trate
en cada caso, una excelencia y
una calidad que además serán periódicamente evaluadas (en realidad evaluadas sin
cesar) por agencias
encargadas de este fin. Lenguaje estimativo en estado puro, como bien se ve.
4 El fenómeno se asemeja a lo que expone Javier Marías en Negra espalda del tiempo
sobre la muerte
imprevista o adelantada, esa muerte que “contamina hacia atrás y esparce sus llamas
retrospectivas que todo lo
alteran, no sólo el día: nos damos cuenta de que el indiferente anteayer se
convierte de golpe en ‘los últimos
años’, según la fórmula de las crónicas y biografías, que a menudo dicen eso del
muerto, ‘durante sus últimos
años…’, como si hubiera podido anticiparlo nadie; y el anodino ayer se estiliza por
el filo de las repeticiones, que
lo veneran y cincelan y fijan ya para siempre porque de pronto ha adquirido la
ominosa condición de víspera que
en su hoy no tenía” (Negra espalda del tiempo, Madrid, Alfaguara, 1998, pp. 209-
210). Con los conceptos no es
necesario que la muerte sea imprevista o adelantada para que su historia adquiera
la “ominosa condición de
víspera”; todo su pasado puede llegar a convertirse con facilidad en una víspera
del presente. Puede verse un
análisis agudísimo de la mencionada obra en “La negra espalda de Javier Marías”,
por Juan Antonio Rivera,
Claves de Razón Práctica, 111 (2001), pp. 68-76.
5 Puede ser útil para este propósito acudir a lo que R. G. Collingwood llamaba
incapsulation. Véase sobre
ello “El alma encapsulada”, capítulo 6.º de mi ya citada Apología del arrepentido.
6 Sobre las transformaciones del concepto de fortuna y de sus imágenes véase José
M. González García, La
diosa fortuna. Metamorfosis de una metáfora política. Madrid, Mínimo
tránsito/Antonio Machado Libros, 2006.
Capítulo 19 – Appetitus discendi incognitam
1 Ética Nicomáquea, VII, 1153 b 19-21.
2 EN, I, 1101 b 12.
3 EN, I, 1101 b 22-23.
4 EN, I, 1101 b 13-15: “phaínetai dè pân tò epainetòn tôi poión ti eînai kaì prós
ti pôs ékhein epainésthai”.
Adviértase que el poión y el prós ti son dos de las diez categorías, y que
Aristóteles había intentado, tan sólo unas
pocas páginas atrás (en 1096 a 19-36) una suerte de tabla de las categorías del
bien.
5 EN, I, 1101 b 17-18: “(epainoûmen) tòn iskhyròn dè kaì tòn dromikòn […] tôi poión
tina pephykénai kaì
ékhein pos pròs agathón ti kai spoudaîon”, es decir, que el robusto y el ágil son
por naturaleza de cierta manera y
están dispuestos (ékhein) en relación con algo bueno y noble. Hay como se advierte
tres categorías en juego.
6 EN, I, 1101 b 27. Aristóteles habló con tanto convencimiento en lo que hoy
llamamos Metafísica de la
sustancia o entidad (la primera de las categorías) como algo divino que resulta
tentador parangonar a la felicidad
con la sustancia y erigirla en el primero de los bienes. De la sustancia primera se
predican, como se sabe, las
demás categorías, mientras que ella no se predica de ninguna. Análogamente, los
demás bienes están enderezados
a la felicidad, pero la felicidad no está enderezada a ningún otro distinto de ella
misma. La sustancia individual es
en puridad inefable, pero la felicidad también lo es; se la honra y bendice, pero
no se sabría decir por qué ni tiene
para qué.
7 María José Callejo me ha reconvenido por el uso excesivo de la expresión “animal
humano” y no le falta
razón en su censura. Es verdad que los hombres somos animales y también lo es que
esta expresión permite
adoptar un tono suavemente escéptico que rebaja en ocasiones el exceso de
concentración del lenguaje filosófico.
También es cierto que la facultad estimativa era poseída, según la concepción
tradicional de las facultades del
316
alma, tanto por los brutos como por los hombres. Otra razón en pro es que quien
dice “animal humano” despierta
fundadas sospechas de estar afiliado a alguna variedad de naturalismo, cosa que
será siempre motivo de perverso
regocijo para alguien que, como el que suscribe, está muy lejos de profesar esa
errónea y antipática doctrina.
Todas estas razones apoyan el uso de la expresión en cuestión, pero quizá no un uso
tan frecuente como el que
yo le daba antes del reproche de la profesora Callejo. Ella prefiere hablar, más
que de los animales que son
humanos –o por lo menos con tanta frecuencia– de los racionales que son mortales,
de modo que el hombre se
distinguiera no sólo de los brutos, sino también de dioses y ángeles. Me parece, en
efecto, que es esencial para
concebir lo que sean los hombres distinguirlos de estas dos últimas clases de
entidades, y me parece además que
con esta distinción cuenta también una y otra vez todo aquel que dice no tomarla
como un objeto serio de
pensamiento. Que no somos dioses ni ángeles es quizá lo más importante de lo que
somos, en caso de que
seamos algo, y huelga decir que las creencias o la falta de creencias religiosas de
cada cual son lo de menos en
este asunto. “Il ne faut pas”, escribió Pascal, “que l’homme croie qu’il est égal
aux bêtes ni aux anges, ni qu’il
ignore l’un et l’autre, mais qu’il sache l’un et l’autre” (Pensées, 121, en OEuvres
complètes, préface d’Henri
Gouhier, présentation et notes de Louis Lafuma, París, Seuil, 1963, p. 513).
8 EN, X, 1177 b 2-3.
9 EN, X, 1177 a 20-21.
10 EN, X, 1177 a 15.
11 EN, X, 1179 a 25-28. Nótese de paso que el intelecto se convierte aquí en objeto
de amor (agapésthai) y
de honor, no de elogio. El intelecto es, por tanto, un fin en sí mismo que no se
justifica por sus resultados, quizá
porque lo que de él resulta ya está comprendido en él.
12 Tomás de Aquino, Summa Theologiae, edición crítica Leonina, IaIIae, q. 3, a. 8
(en adelante, S Th).
13 “Dicit enim Dionysius, in 1 cap ‘Myst. theol.’, quod id quod est supremum
intellectus homo Deo
coniungitur sicut omnino ignoto” (S Th, loc. cit.).
14 I Jn, 3, 2: “oídamen hóti eàn phanerothêi hómoioi autôi esómetha, hóti opsómetha
autòn kathós estin.”
Vulgata: “scimus quoniam cum ipse apparuerit, similes ei erimus; quoniam videbimus
eum sicuti est” (Nuevo
Testamento trilingüe, ed. José María Bover y José O’Callaghan, 5.ª edición, Madrid,
Biblioteca de Autores
Cristianos, 2001). He dado la traducción de Casiodoro de Reina (Biblia del Oso),
edición de José María González
Ruiz, Madrid, Alfaguara, 1986.
15 Confesiones, X, XX, 29, 29-36, edición de P. de Labriolle, París, Les Belles
Lettres, 1994.
16 Confesiones, X, XX, 29, 25-40.
17 Es difícil sustraerse a la tentación de evocar aquí aquellos lugares del libro V
de las Confesiones en los
que Agustín desprecia la curiosa peritia y la inpia superbia de quien se entrega a
predecir eclipses, o a aestimare
saeculum (libro V, III, 3-4). Debe verse sobre esto la tercera parte de Die
Legitimität der Neuzeit, de Hans
Blumenberg (Fráncfort del Meno, Suhrkamp, 1976).
18 Hannah Arendt se ocupó de este asunto en El concepto del amor en san Agustín,
traducción de Agustín
Serrano de Haro, Madrid, Encuentro, 2002, pp. 74 y ss.
19 Dante, Commedia, con el comentario de Anna Maria Chiavacci Leonardi, Milán,
Arnoldo Mondadori,
1997, Paradiso, XXI, 10-12. “Y si no la templase, tanto esplende/ que tu mortal
poder, a su fulgor,/ fronda sería
a la que el trueno hiende”, según la traducción de Ángel Crespo (Barcelona, Seix
Barral, 1977) que aparecerá
también en notas posteriores.
20 Paradiso, XXI, 140-142: “y tal grito arrancaron de su seno/ que con nada podía
compararse:/ ni lo
entendí, vencido por el trueno.”
21 Paradiso, XXIII, 28-33: “yo vi sobre millares de lucernas/ un sol que a todas
ellas encendía/ como el
nuestro a las mil vistas supernas;/ y por la viva luz transparecía/ la luciente
sustancia, que tan clara/ dio en mi
317
vista, que no la sostenía.”
22 Paradiso, XXII, 61-66: “Y él dijo: ‘Hermano, tu deseo pío/ pronto te colmará la
última esfera/ donde se
calman los demás y el mío./ Allí es perfecta, madura y entera/ toda esperanza; allí
sólo es hallada/ cada parte do
siempre ya estuviera.”
23 S Th, IaIIae, q. 3, a. 4: “Al fin último del hombre le corresponde la paz,
aunque no como si lo fuese la
propia beatitud esencialmente, sino porque se relaciona con ella de manera
antecedente y de manera consecuente.
Antecedente en cuanto ya se ha apartado todo lo que causaba perturbación y lo que
estorbaba al fin último.
Consecuente porque el hombre, alcanzado ya su fin último, permanece apaciguado con
su deseo en calma. (Pax
pertinet ad ultimum hominis finem, non quasi essentialiter sit ipsa beatitudo; sed
quia antecedenter et
consequenter se habet ad ipsam. Antecedenter quidem, inquantum iam sunt remota
omnia perturbantia, et
impedientia ab ultimo fine. Consequenter vero, inquantum iam homo, adepto ultimo
fine, remanet pacatus, suo
desiderio quietato.)”
24 S Th, IaIIae, q. 4, a. 1: “Ex hoc ipso quod merces alicui redditur, voluntas
merentis requiescit, quod est
delectari. Unde in ipsa ratione mercedis redditae delectatio includitur”.
25 “Beatus est qui habet omnia quae vult, et nihil male vult”. De Trinitate, I, 13,
c. 5 (Migne, Patrologia
Latina, 42, 1020).
26 S Th, IaIIae, q. 5, a. 8: “Si vero intelligatur de his quae homo vult secundum
apprehensionem rationis, sic
habere quaedam quae homo vult, non pertinet ad beatitudinem, sed magis ad miseriam,
inquantum huiusmodi
habita impediunt hominem ne habeat quaecumque naturaliter vult”.
27 S Th, ibíd.: “Si enim intelligatur simpliciter de omnibus quae vult homo
naturali appetitu, sic verum est
quod qui habet omnia quae vult, est beatus: nihil enim satiat naturalem hominis
appetitum, nisi bonum
perfectum, quod est beatitudo”.
28 S Th, IaIIae, q. 2, a. 3: “Sed beatitudo habet per se stabilitatem, et semper”.
29 S Th, IaIIae, q. 2, a. 4: “Cum beatitudo sit summum hominis bonum, non
compatitur secum aliquod
malum”.
30 S Th, ibíd.: “Cum beatitudo sit bonum perfectum, ex beatitudine non potest
aliquod malum alicui
provenire”.
31 Se juzgará literalmente nimio, es decir, se juzgará al mismo tiempo en los dos
sentidos opuestos de la
palabra enantiosémica “nimio”, pues se estimará un parecido irrelevante, de poca
importancia y traído por los
pelos y, por ello mismo, un parecido excesivo y desmesurado en relación con la
semejanza que realmente hay
entre un bien y el otro.
Capítulo 20 – Momentos sin tiempo
1 Séneca, De uita beata, III, 3 (Dialogues, vol. II, edición de A. Bourgery, París,
Les Belles Lettres, 1923).
Hay traducción castellana de Julián Marías: De la felicidad, Madrid, Revista de
Occidente, 1943.
2 Ibíd. “Adaptable a las circunstancias” en la traducción de Marías, “prête à tout
évenément” en la de
Bourgery.
3 No en vano, al feliz se le atribuye a menudo la indiferencia al paso de los
tiempos o a su ciclo; la
satisfacción del pensamiento contemplativo hace a los felices no advertir apenas
los calores ni los hielos, ni el
ciclo de los unos y los otros: lievemente passava caldi e geli,/ contento ne’
pensier contemplativi, se decía en el
Paradiso, XXI,116-117: “Levemente pasé calor y hielo/ en mi vida feliz
contemplativa”.
4 “Ahora ya sabemos”, dice Antonio Gómez Ramos, “que el tiempo histórico está en sí
mismo roto –
318
descoyuntado, out of joint, que diría Hamlet– por el inacabamiento del pasado y por
la exigencia del recuerdo”
(Reivindicación del centauro. Actualidad de la filosofía de la historia, Madrid,
Akal, 2003, p. 37), pero el
desdichado sabe más de lo que sabemos todos: sabe que tampoco merecería la pena
dejar acabado el pasado (o
acabar con él) y está convencido de que no hay grandes cosas que recordar.
5 Carlos Barral, Años de penitencia, Madrid, Alianza, 1975, pp. 210-213.
6 Jaime Gil de Biedma, Conversaciones, edición y prólogo de Javier Pérez
Escohotado, Barcelona, El Aleph,
2002, p. 125.
7 Jaime Gil de Biedma, Las personas del verbo, Barcelona, Seix Barral, 1982, p.
173.
8 Las historias de la España contemporánea han escatimado un asunto que el poema
suscita con irónico
velamiento. La pregunta podría ser: ¿creía la intelectualidad progresista española
en torno a mediados de los años
sesenta que su generación iba a conocer una nueva guerra civil? Si el testimonio de
Gil de Biedma ha de tener
algún valor, habría que concluir quizá que se trataba de una pregunta reprimida y
que nadie estaba en condiciones
de suscitarla con claridad. Los españoles dedicaron muy poco tiempo a preparar la
segunda de las guerras civiles
en que pensaba Jaime Gil y ésta es quizá una de las causas de que no llegara a
producirse (quizá tengamos otras,
pero no ésa). No llama nada la atención, por cierto, algo que, si se repara un
poco, debería resultar un tanto
chocante, a saber, la adjetivación del país como “ineficiente”. El término se lee,
desde luego, de manera irónica y
como un guiño antipatriótico: todos sabemos –viene a suponerse– que España es un
desastre y un dechado de
ineficiencias, y el poema se lo recuerda a quien crea lo contrario. Sin embargo, no
está claro –o por lo menos no
lo está cuarenta y tantos años después– qué valor hay que darle a dicha
declaración: si el irónico de quien no tiene
en mucha estima los países y las cosas eficientes y se complace mórbidamente en la
ineficiencia del propio país,
o el propio de un mensaje de “protesta” contra el atraso nacional y el triunfalismo
vacuo del régimen imperante.
Es harto probable que la segunda lectura resulte del todo válida: al fin y al cabo,
a la poesía no le está prohibido
llorar la falta de eficacia ni añorar un mundo (o por lo menos un país) en el que
se cumplan los plazos y se
respeten los horarios. La vita beata del poema es, desde luego, la vida
“ineficiente” de alguien cansado de su país
y cansado quizá de esforzarse por su modernización y su racionalización, dos
valores que gozaban del mayor
prestigio, incluso poético, en la España de los años sesenta del siglo XX. Nada que
deba sorprender sobre un
lugar y un momento increíblemente prosaicos y pacíficos, más aptos para iniciarse
en la racionalidad burocrática
y económica que para preparar guerras civiles.
9 Como señaló Dionisio Cañas en su antología anotada de Gil de Biedma (Volver,
Madrid, Cátedra, 1986), es
posible que el poema rinda homenaje al “Prólogo-epílogo” de El mal poema, de Manuel
Machado (1909). Allí dice
escribir M. Machado, desde luego, “[e]n un pobre país viejo y semisalvaje, / mal de
alma y de cuerpo y de facha
y de traje”, y se propone abandonar la pluma tanto “por quitarle a la sola palabra
su amargura” como “porque
España no puede mantener sus artistas” (Manuel Machado, Poesía (Opera Omnia
Lyrica), Barcelona, Delegación
Nacional de Prensa y Propaganda, 1940, p. 106).
10 Sobre la ironía en Gil de Biedma puede verse Pere Ballart, Eironeia. La
figuración irónica en el discurso
literario moderno, Barcelona, Quaderns Crema, 1994, pp. 507-533.
11 En un número monográfico de la revista Triunfo, dedicado al centenario del
nacimiento de Baroja. El texto
está recogido en Otoño en Madrid hacia 1950, Madrid, Alianza, 1987, pp. 15-51.
12 “Barojiana”, cit., p. 29.
13 Ibíd.
14 El caso de la felicidad se asemeja al de la virtud, otro término imprescindible
para la formación de la moral
deuterofisita aunque innecesario y hasta molesto una vez que ésta adquiere
autonomía. Ciertamente hay nociones
modernas de la virtud, y no poco robustas, pero resulta llamativo que quienes
abogan por restablecer la plena
vigencia de su uso sean defensores de la rehabilitación de doctrinas antiguas o
medievales.
319
15 Sobre el zorro como animal irónico véase el ya citado libro de Pierre
Schoentjes, Poétique de l’ironie, pp.
31-32.
Capítulo 21 – Lo nuevo y lo igual
1 G. Scholem, “Walter Benjamin y su ángel”, en Los nombres secretos de Walter
Benjamin, traducción de
Ricardo Ibarlucía y Miguel García-Baró, Madrid, Trotta, 2004, p. 90, n. 33.
2 “Die Wiederhehr des Flaneurs”, Gesammelte Schriften, vol. III: Kritiken und
Rezensionen, Fráncfort del
Meno, Suhrkamp, 1972, pp. 194-199. Se trata de un comentario del libro de Franz
Hessel, Spazieren in Berlin,
Leipzig y Viena, Verlag Dr. Hans Epstein, 1929.
3 “Zum Bilde Prousts”, Gesammelte Schriften, vol. II-1: Aufsätze. Essays. Vorträge,
Fráncfort del Meno,
Suhrkamp, 1977, pp. 310-324.
4 Es la carta –la larga carta– n.º 111 de la Correspondencia (1928-1940) de Adorno
y Benjamin, editada por
Henri Lonitz. Hay traducción castellana, por la que cito, de Jacobo Muñoz y Vicente
Gómez Ibáñez, con
introducción del primero, Madrid, Trotta, 1998, pp. 278-285.
5 Erlebnis y Erfahrung, respectivamente, vid. “Die Wiederkehr des Flaneurs”, cit.,
p. 98. Nótese que en
castellano Erlebnis puede traducirse por “experiencia”, y así habría de hacerse
probablemente siempre si Ortega
no hubiera inventado “vivencia”.
6 “Die Wiederkehr des Flaneurs”, loc. cit.
7 “Zum Bilde Prousts”, cit., p. 313.
8 “Benjamin a Adorno. París, 9 de diciembre de 1938”, en Correspondencia (1928-
1940), cit., p. 280.
9 Passagen-Werk, K 1 1 (p. 394 de la ya citada traducción castellana).
10 “Instancia ejemplar del recordar”, según la traducción castellana citada.
Passagen-Werk, K 1 2 (Libro de
los Pasajes, loc. cit.).
11 La cita es de Henri Focillon, La vie des formes, París, 1934, p. 18. En uno de
los materiales preparatorios
para las “Tesis sobre la historia” (Gesammelte Schriften, cit., pp. 1229-1252),
Benjamin anota: “Podría asociarse
a la interrupción mesiánica del acontecer la definición del ‘estilo clásico’ en
Focillon”. (“Apuntes sobre el
concepto de historia”, ms. 1095, según la traducción de Pablo Oyarzun Robles, en
Walter Benjamin, La dialéctica
en suspenso. Fragmentos sobre la historia, Santiago de Chile, Lom-Arcis, 1996, p.
71).
12 “Apuntes sobre el concepto de historia”, ms. 1096. La vie des formes, cit., p.
94 (traducción de Pablo
Oyarzun, loc. cit.).
13 Según la opinión de los editores Tiedemann y Schweppenhäuser, y contra Adorno,
quien siempre sostuvo
que el texto fue compuesto hacia 1938, que es cuando Benjamin se lo leyó a él.
14 “Fragmento teológico-político”, según la traducción de Pablo Oyarzun en La
dialéctica en suspenso, cit.,
p. 182. El texto se encontrará en el vol. II-1 de los Gesammelte Schriften, pp.
203-204.
15 Esta y las anteriores citas pertenecen al “Fragmento teológico-político”, loc.
cit.
16 “Todo consiste en advertir”, ha escrito José Manuel Cuesta Abad, “que para
Benjamin la idea de felicidad
(telos de lo profano) se relaciona con la de redención (telos de lo mesiánico)
‘como’ una cosa se refiere a otra,
esto es: como representación. La felicidad es aquí, antes de recibir cualquier
determinación ética, apariencia
referida a otra cosa, imagen y representación, Bild y Vorstellung. Aquello otro que
la felicidad representa –y a lo
que se refiere y con lo que se relaciona– no es sino la Redención, que pondrá fin a
la historia consumando su
vinculación con lo mesiánico.” J. M. Cuesta Abad, Juegos de duelo. La historia
según Walter Benjamin, cit, p.
141.
320
17 “Schicksal und Charakter”, Gesammelte Schriften, vol. II-1, cit., p. 174. Hay
traducción castellana, por la
que cito: “Destino y carácter”, en Angelus novus, cit. Rafael Sánchez Ferlosio es
autor de dos textos muy
destacables que hacen pie en este escrito de Benjamin y que desde luego he tenido
presentes: el § 23 de “La señal
de Caín”, en El alma y la vergüenza, Barcelona, Destino, 2000, pp. 101-107; y el
discurso de recepción del
premio Cervantes en 2005, “Destino y carácter”, Claves de Razón Práctica, 153
(julio de 2005), pp. 4-12.
18 “Das Glück ist es vielmehr”, dice Benjamin, “welches den Glücklichen aus der
Verkettung der Schicksale
und aus dem Netz des eignen herauslöst” (loc. cit.). No es baladí que lo que haga
la felicidad sea herauslösen, o
sea, desatar o sustraer, una especie de potenciación del auslösen, es decir, del
redimir o salvar mesiánico.
19 Véase Rafael Sánchez Ferlosio, “El reincidente”, en Vendrán más años malos y nos
harán más ciegos,
Barcelona, Destino, 1993, pp. 143-148.
20 Una traducción castellana se encontrará en el texto de Scholem, “Walter Benjamin
y su ángel”, recogido
en su libro ya citado, Los nombres secretos de Walter Benjamin, pp. 59-64.
21 G. Scholem, “Walter Benjamin y su ángel”, cit., p. 63.
22 Ibíd.
23 Tomás de Aquino, S Th, Ia, q. 50, a. 4.
24 Hodòs áno káto mía kaì outé. Diels-Kranz, fr. 60.
25 “Nadie delibera sobre lo pasado, sino sobre lo futuro y lo posible, y a lo
pasado no le cabe no haber
sucedido (tò dè gegonòs ouk endékhetai mè genésthai); por eso dijo con razón
Agatón: ‘de una sola cosa está
privado el dios:/ de convertir lo ya hecho en cosa no ocurrida (mónou gàr autoû kaì
theòs sterísketai,/ agéneta
poieîn háss’ àn êi pepragména)’” (Aristóteles, Ética Nicomáquea, VI, 1139 b 7-11).
Capítulo 22 – La construcción moral de la realidad
1 “Res ipsa quaecumque et inferior usque ad infimam terram, quoniam natura et
essentia est, procul dubio
bona est, habens modum et speciem suam in genere atque ordine suo” (De ciu. Dei,
XII, 6, 354).
2 El nombre de ontoagatología, que no he visto usado, puede emplearse
ventajosamente para designar la
tradición de pensamiento en la que, por usar la fórmula escolástica, ens et bonum
conuertuntur. Es muy difícil,
como se verá, considerar la ontoagatología un puro resto del pasado.
3 En el texto antes citado (nota 1 de este capítulo), modum et speciem suam es
probablemente un caso de
hendíadis. De ser así, habría de leerse “su propio modo de hermosura” o “su propio
modo de belleza”, valiendo
species por “hermosura a la vista”. Pero no hay una gran diferencia entre leer esto
y leer “modo y especie”, sin
hendíadis. No en vano, de la hendíadis (sustitución de “A de B” por “A y B”, o sea,
hèn día d´ys: uno mediante
dos) se predica una inestabilidad semejante a la característica de otras figuras
retóricas ya vistas en este libro.
4 Es disputable la licitud del uso del verbo “estar” que acaba de hacerse.
Ciertamente, no cabe decir sin más
que en ese mundo paralelo “sean” las cosas (aunque si por “ser” hay que entender lo
que es objeto de la
metafísica y si la única metafísica posible es la de las costumbres, entonces eso
es lo que propiamente es, y
ninguna otra cosa), pero sí que cabe, probablemente, decir que “están”, a semejanza
de cuando algo está
transitoria o accidentalmente en un sitio que no le corresponde. En efecto, el
lugar que les corresponde es otro,
no ése; el lugar que les corresponde es aquél en el que propiamente serán, han de
ser o deben ser, o es su destino
racional que sean.
Capítulo 23 – La verdad como coincidencia y como desajuste
321
1 El sentido común es prepóstero, conforme a lo que por “conceptos prepósteros” se
ha entendido en el
capítulo 11.º.
2 La oposición pertinente es, sin lugar a dudas, la de los términos “realismo” e
“idealismo”. La filosofía
académica angloparlante, que es el contexto en donde más atención se ha prestado a
este asunto en los últimos
lustros, es partidaria de oponer “realismo” y “antirrealismo”. Quizá semejante
elección de palabras no sea más que
una maniobra para excluir de la discusión cualquier referencia a tradiciones
europeas no angloparlantes, en
particular el idealismo especulativo alemán, que, por su lejanía cultural, su
elevado grado de dificultad y su estilo
escasamente paratáctico suele resultar desconocido para la mayor parte de la
profesión filosófica anglosajona.
Creo, sin embargo, que merece la pena, por las razones que se verán, aprovechar la
expresión “antirrealismo”.
3 Se suele situar en la llamada Zwischenbetrachtung de Max Weber la principal
exposición de esta división de
esferas de valor: “Excurso. Teoría de los estadios y direcciones del rechazo
religioso del mundo”, en Ensayos
sobre sociología de la religión, vol. I, traducción de José Almaraz y Julio
Carabaña, Madrid, Taurus, 1984, pp.
527-562.
4 El idealista cognoscitivo opina –por decirlo con la jerga de la filosofía
académica anglosajona– que la
justificación de una creencia implica su verdad y es bastante para que la creencia
sea conocimiento. En la
gnoseología que suelen practicar los filósofos analíticos es habitual definir el
conocimiento –haciendo pie en un
momento del Teeteto de Platón– como “creencia verdadera justificada”, es decir,
como aquella creencia que
cumple el requisito de tener un respaldo en el mundo (tal cosa es la verdad) y
también el de atenerse a los
procedimientos aceptables de formación de creencias (a eso se lo llama
justificación). Que la creencia tenga que
ser verdadera y justificada excluye de la condición de conocimiento a las creencias
verdaderas que se han
obtenido por casualidad (y por tanto sin justificación) y a las creencias que, aun
gozando de toda justificación,
resultan desmentidas por los hechos (y no son, por tanto, verdaderas). A partir de
un brevísimo artículo de dos
páginas publicado en 1963 en la revista Analysis por Edmund Gettier –un profesor de
la Universidad de
Massachusetts en Amherst, nacido en 1927 y conocido sólo por este artículo, pero
sin duda el autor más citado
en toda la epistemología anglosajona contemporánea– comenzaron a proliferar los
debates, todavía en curso,
sobre la conveniencia de revisar la definición del conocimiento como creencia
verdadera justificada. Si se toman
en serio los dos ejemplos que proporciona Gettier (y que no es necesario detallar
ahora), se advertirá que una
creencia puede ser verdadera y estar justificada aunque eso no baste para admitirla
como conocimiento. Puedo
creer, inventando ahora un ejemplo distinto de los de Gettier, que en el despacho
de al lado hay un hombre y una
mujer y puedo creerlo de manera justificada por haber oído durante largo rato una
voz femenina y otra masculina
que discutían acaloradamente (incluso les he llamado la atención a través del
tabique y me han pedido perdón los
dos, ella con muy buenos modales y él de mala gana). Al cabo de un rato, irrumpo en
la sala en cuestión y veo
que, en efecto, hay un hombre y una mujer, pero me entero de que el hombre ha
estado callado durante todo el
tiempo, y lo que pasaba era sencillamente (o no tan sencillamente) que la mujer
tenía una enorme capacidad
dramática y de imitación de voces, y ha estado entreteniendo a su compañero durante
un rato larguísimo con una
discusión fingida. En este caso un poco estrambótico (aunque los ejemplos de
Gettier y sus comentaristas son
todavía más enrevesados) es verdad lo que creo porque hay dos personas de distinto
sexo en la habitación, y
también estoy justificado en creerlo porque he estado oyendo dos voces de distinto
sexo durante un rato
prolongado (lo que suele bastar para cerciorarse de que hay un hombre y una mujer
cerca), aunque no parece
aceptable decir que yo tenía propiamente conocimiento, porque la verdad y la
justificación estaban totalmente
desligadas la una de la otra. Durante los últimos cuarenta años, los estudiosos
anglosajones de la gnoseología han
dedicado la mayor parte de sus empeños a tratar de resolver este tipo de
rompecabezas.
5 D. Davidson, “Indeterminism and Antirealism”, en Subjective, Intersubjective,
Objective, Oxford,
Clarendon Press, 2001, p. 69.
6 Las discusiones sobre el recto uso de las palabras acabadas en -ismo son por
regla general tediosas y
322
baldías, aunque mucha filosofía académica (en particular analítica) emplea ingentes
esfuerzos en discusiones así.
El lector que con toda razón se enoje por esta manera de hablar hará bien en llamar
a la tesis antirrealista tesis del
ajuste y a la anti-antirrealista tesis del sobrepasamiento.
Capítulo 24 – El mundo mal hecho
1 Es imprescindible sobre esto R. Sánchez Ferlosio, “Rayado como una cebra”, en
Ensayos y artículos, vol.
I, Barcelona, Destino, 1992, pp. 748-757.
2 Avergonzarse de no estar avergonzándose es un imposible conceptual (si bien lo es
con una restricción que
se mostrará en seguida), pero avergonzarse de la falta pasada de vergüenza sí que
constituye un episodio plenamente
concebible y hasta frecuente, como si aquella vergüenza que se debió experimentar
en su momento hubiera
quedado a la espera de poder manifestarse y se desencadenase ahora con mayor
crudeza. Por su parte, la
vergüenza por la desvergüenza presente parece cosa imposible, pero lo que no
resulta imposible es juzgar (y hasta
sentir con oprobio y desazón) que uno debería avergonzarse y no lo hace, es decir,
reconocer como vergonzosa
la propia actuación presente. Conviene advertir, sin embargo, que la contrición
atribulada por lo vergonzoso de la
conducta propia en el momento presente se halla muy cercana a la vergüenza de
verdad, si es que no equivale en
algunos casos a ella, de manera que la imposibilidad conceptual de avergonzarse de
la desvergüenza debería
atenuarse un tanto.
3 He tratado de exponer las semejanzas entre uno y otro fenómeno en “El ironista y
el tolerante”, ensayo 2.º
del ya citado La moral como anomalía, Barcelona, Herder, 2007.
4 Véanse sobre el mal como privación y como “partera del bien” las conferencias
pronunciadas por Carlos
Thiebaut en el Seminario de Filosofía de la Fundación Juan March en diciembre de
2002, publicadas con el título
“Concepciones del mal en la filosofía política contemporánea” en el n.º 7 de la
revista Azafea (Universidad de
Salamanca, 2005). Por mi parte he respondido a ese texto con otro titulado “El mal
común”, aparecido en el
mismo número de Azafea, pp. 87-103, y que recoge mi intervención en el debate que
siguió a las conferencias de
Thiebaut.
5 Aunque viene fácilmente a las mientes el terremoto de Lisboa de 1755 como la gran
sacudida que hizo
saltar por los aires el apacible lugar que ocupaba el mal en el espíritu europeo.
En cierto modo, Lisboa fue el
Auschwitz del siglo de las Luces; las tenebrosas acusaciones que una humanidad tan
dolorosamente herida y
atemorizada como orgullosa de su virtud dirigía a un Dios poco ilustrado son del
mismo tenor que las de la
humanidad del siglo XX contra sí misma. El modelo de esta queja escandalizada
empieza siendo el ilustrado, pero
en seguida se advierte que intentar una antropodicea sería igualmente escandaloso,
y que no cabe lamentarse de
Auschwitz como de Lisboa, es decir, no cabe proclamarse ilustrado sino impostando
muchísimo la voz.
323
Índice
Título de la página 5
Derecho de Autor Página 8
Índice 9
Prólogo 11
I. La moral como metonimia 20
Capítulo 1 Lo inventado y lo dado 21
Capítulo 2 El efecto Maquiavelo 31
Capítulo 3 El efecto Mandeville 41
Capítulo 4 La inversión del mal 47
Capítulo 5 Géneros artificiales y metonimias disciplinares 58
Capítulo 6 La autonomía de la doctrina moral 69
Capítulo 7 Unas cuantas dudas para quien no crea que la naturaleza imite al arte 78
Capítulo 8 Metonimias y anomalías 89
Capítulo 9 Plantas que aprenden botánica 99
Capítulo 10 La teoría como interrupción 109
II. Ars aestimativa 121
Capítulo 11 Conceptos encabalgados 122
Capítulo 12 Lo natural y lo artificial 133
Capítulo 13 Lo natural y lo excepcional 140
Capítulo 14 La moral y la estimativa 150
Capítulo 15 La paradoja de la doctrina perfecta 163
Capítulo 16 La estructura de la experiencia estimativa 172
Capítulo 17 Defensa de lo inestimable 185
III. El bien y la fábrica del mundo 196
Capítulo 18 Orden, virtud y fortuna 197
Capítulo 19 Appetitus discendi incognitam 206
Capítulo 20 Momentos sin tiempo 217
Capítulo 21 Lo nuevo y lo igual 231
Capítulo 22 La construcción moral de la realidad 242
Capítulo 23 La verdad como coincidencia y como desajuste 253
Capítulo 24 El mundo mal hecho 269
Capítulo 25 Defectos de fábrica 279
324
Notas 287
325

Das könnte Ihnen auch gefallen