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Las

metáforas de la guerra en
tiempos de guerra

@chacsol/@andoyendo

Las metáforas de la guerra


en tiempos de guerra

por
@chacsol/@andoyendo
(2016)

Texto disponible en línea en:
http://dialogosaca.blogspot.com/2017/08/las-metaforas-
de-la-guerra-en-tiempos.html

Imagen de portada:
Fotomontaje de la serie de Martha Rosler: Bringing the war
home: House Beautiful

2018

RITA
líneas
para la
paranoia

3
Las metáforas, formas de vida

Las metáforas no son solamente palabras vinculadas a


determinados objetos y situaciones que luego son utilizadas
para representar otros objetos y situaciones. Las metáforas
no son solamente palabras que describen la realidad, son
algo más que representaciones. Son formas de hacer y de
habitar mundos. Son, en todo caso, palabras que prescriben
y ordenan la realidad según las distintas dimensiones que
esas mismas palabras suponen: espacial, temporal,
económica, política, etcétera. Las metáforas son formas de
entender que quienes decimos que están arriba en virtud de
los medios que controlan, es porque ciertamente se
encuentran en posición de aplastar –de desposeer— a
quienes están abajo. Y normalmente lo hacen, porque es la
propia acción de aplastamiento la que da sentido a tal
relación metafórico-espacial, exactamente de la misma
manera en que el despojo de los medios vitales de unos
supone la acumulación de esos medios por parte de otros.

Tanto Lakoff y Johnson como Sontag utilizan el ejemplo de


las metáforas de la guerra aplicadas a distintos campos de
experiencia para dar cuenta de los efectos nocivos que
conlleva utilizar el lenguaje bélico. Pensar –como
habitualmente hacemos en las sociedades occidentalizadas,
según Lakoff y Johnson— que “la discusión es una guerra”
hace del intercambio de puntos de vista una dinámica de

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ataque y contraataque que no puede culminar más que con
el triunfo de uno de los conversadores y la aniquilación
(deslegitimación) de los puntos de vista del otro. Sontag, por
su parte, evidencia que la enfermedad del cáncer es
concebida –a pesar de contar con el lenguaje “neutro” de la
medicina— como una invasión ante la que poco pueden
hacer las defensas del cuerpo. Los tratamientos médicos
habituales contra el cáncer actúan en el mismo sentido:
bombardean el cuerpo con rayos tóxicos para matar las
células que se reproducen de forma irregular. A decir de la
ensayista, ese es justo el problema con esta retórica: los
tratamientos tan agresivos para aniquilar a los invasores
dejan desolado al cuerpo que estaba enfermo en tanto
campo de batalla.

El análisis de las metáforas pone de manifiesto que hay un


vínculo inextricable entre las formas de la realidad y su
contenido. Las metáforas son formas de pensamiento, del
pensamiento de la vida en la que nos pensamos. Por tanto,
las metáforas son formas de vida.

La forma, por cierto, es una de las metáforas que por su


naturaleza difusa y a la vez omnipresente dibuja el campo
de comprensión de la psicología colectiva (Fernández
Christlieb). La forma es esa cosa que es distinta de sus
descripciones o medidas, que aparece como unidad y que
contiene a su observador/participante. Una forma es una
experiencia concreta e inmediata de la realidad. Una
experiencia real. Es el objeto pensado en presencia del

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sujeto pensante, un horizonte compartido de interpretación
atravesado por la tradición (Gadamer), que no deja lugar a
dudas de su realidad aunque sus descripciones sean
ambiguas. Porque la forma objeta, es decir, se presenta
como objeto, interfiere en el flujo de nuestra experiencia
como espacio pleno, como imagen, como magnitud distinta
del cuerpo que la percibe, que la tienta, sólo en la medida en
que el lenguaje metafórico de la mirada traza un límite, una
distancia y una distinción entre sujetos y objetos.

La idea de forma (Fernández Christlieb) confronta una de


las metáforas hegemónicas de la psicología social de los
años recientes: que la realidad es una construcción social.
Porque la metáfora de construcción da continuidad al ideal
racionalista que supone concebir la realidad como una
entidad lógica, imbricada en la estructura del lenguaje, un
tabique que se pone encima de otro, una palabra que va
después de la otra según la sintaxis correcta de la lengua. Las
palabras trazan los contornos, pero no agotan la experiencia
de la realidad; intentan ordenarla, pero no la aprehenden
por completo. ¿Qué ocurre entonces con las metáforas? Que
se trata de palabras-imágenes que evocan más de lo que
informan, que orientan las acciones que interceptan o dan
paso a los objetos que se realizan a nuestro alrededor. Las
metáforas no describen, sino que configuran la experiencia
compartida de estar en el mundo, pues se trata del lenguaje
de las experiencias comunes. Las formas no solamente
aparecen sino que comparecen (Nancy) respecto a
determinadas formas de vida.

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Una forma de vida es, en todo caso, irrupción: insuflar de
pensamiento una forma de modo que gane intensidad, se
colme de sentido, convirtiendo la vida en una fuerza que
objeta. En un objeto que afecta la situación, en un afecto que
trastoca la realidad completa, tal como se comprende desde
una psicología colectiva que se reconoce participante de la
situación, que se escribe/incorpora desde la frontera de la
primera persona y en plural. Es por eso que llamamos
formas de vida (Agamben, Tiqqun) a los modos en que
llegamos a ser aquello que somos, esto es, al proceso de
conformación de las metáforas en las que nos inscribimos:
individuos, hombres, mujeres, personas, sociedad,
ciudadanos, pueblo, población, cuerpos, organismos, que
responden a los distintos cortes que las relaciones de poder
efectúan sobre nuestra existencia. Cada una de estas
metáforas supone deseos, determinaciones, inclinaciones,
sometimientos que se materializan a golpe de las prácticas
de las proximidades y las distancias, de los afectos y de las
violencias, del habla y de los tocamientos, de los trabajos y
de las deserciones.

Es por obra de los lenguajes y epistemologías de la distancia


(Fernández Christlieb), como el de la ciencia que produce
objetos de investigación y posteriormente de devastación o
el de las religiones que impiden la transmutación de los
seres terrestres en celestiales (lenguajes metafóricos
también), que se lleva a cabo el artificio de separar las
metáforas de las formas de vida. Esta separación constituye
en sí misma una violencia, pues instaura regímenes

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lingüísticos no susceptibles de discusión más que en el
terreno de la corrección política, que reduce las metáforas a
categorías intercambiables para tener un mundo más
amable (a lo que Elejabarrieta llama “la retórica del
renombrar”) o a la ampliación de los catálogos de la
diversidad, repertorios de etiquetas que nunca llegan a
cobrar forma, por lo que tampoco pueden devenir deformes
(desbordando las formas), ni informales (confundiéndose
con otras formas), acaso informativas.

Las metáforas constituyen ya un terreno de combate, salvo


para aquellos para quienes la distancia entre forma y
representación continúa siendo insalvable. La insistencia en
mantener la distancia entre forma y representación, entre
forma y lenguaje, responde a la lógica del control de los
objetos circundantes desde las posiciones desde las que se
puede categorizar el mundo, y los efectos suelen ser la
pérdida de intensidad de las formas de vida. La perfecta
desvinculación de lo que se dice respecto de lo que se hace,
la conveniente oposición del discurso respecto de otras
prácticas, no se trata simplemente de contradicciones –las
cuales son inherentes a las formas de vida—, sino de la
despolitización de la existencia, de rehuir o de invisibilizar
los vínculos que tenemos con l*s otr*s, de los efectos que
tienen nuestras formas de vida.

Asumir determinadas metáforas significa tomar posición:


asumir una forma de vida y actuar en consecuencia.

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Tiempos de guerra


Hasta hace una década los análisis de la situación social,
política y económica de México se referían genéricamente a
las principales afectaciones de quienes habitamos este país
con el término crisis. Unos años después, la palabra crisis
también fue sustituyendo paulatinamente a precariedad en
los titulares de los medios informativos de varios países
europeos. En México, durante muchos años usamos la
palabra crisis para referirnos a la devaluación del peso
frente al dólar, al aumento del desempleo y el subempleo y
al escandaloso incremento de los índices de pobreza
extrema. La causa principal de la crisis –aún dicen hoy los
analistas— estriba en un sistema económico global basado
en la explotación laboral y el despojo por parte de quienes
controlan los medios de producción, el consumismo y la
sobreexplotación de recursos naturales. "Capitalismo
salvaje", "neoliberalismo" se ha llamado profusamente a
este sistema en textos académicos y columnas de opinión.
Desde que nosotros tenemos memoria –y nuestr*s
progenitores también— este país está en crisis, lo cual bien
podría habernos hecho caer ya en la cuenta de que, como
dice el Comité Invisible, este sistema económico ES la crisis
y se trata, de hecho, de una forma de gobernar.

Sin embargo en la última década, además de crisis, sabemos


que cada día hay personas que no vuelven a su casa porque

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son secuestradas o desaparecidas; que la precarización
laboral ha sido instituida y legalizada mediante reformas
laborales; que los mercados que mueven más dinero
incluyen la vulneración de los cuerpos de personas
mediante la trata y el trabajo infantil; que vivimos en medio
de fuegos cruzados entre cárteles, militares, policías y
cualquiera que desee hacer uso de la violencia garantizada
por el Estado; que en este país se asesina a mujeres por el
hecho de serlo; que la protesta y la denuncia son
criminalizadas. Que se refuerzan y se entrelazan las
posiciones de poder desde las cuales se puede decidir el
valor de una vida y el momento y la forma de su muerte: los
mercados, el crimen organizado, el estado y la masculinidad,
desde las que se verifican múltiples ataques hacia nuestros
cuerpos, nuestras posiciones, nuestras formas de vida,
recurriendo a medios físicos de daño, coacción y aislamiento
como las balas y los muros, pero principalmente mediante
las prácticas normativas del clasismo, el racismo y la
violencia de género.

Tan bien lo sabemos que no hace falta recurrir a las


estadísticas para dar cuenta de ello, pues respiramos una
atmósfera de pánico que se traduce en prácticas más
desmovilizadoras que defensivas: las calles se vacían, los
dispositivos de la individualidad y la expansión del espacio
privado se refuerzan y los vínculos se desgarran.

La crisis ha sido, con mucho, desbordada, y hace tiempo que


hablamos más bien de guerra. Desde la década de 1970

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Estados Unidos y su "guerra contra las drogas" y, junto con
otros estados europeos, su "guerra contra el terrorismo"
vaticinaba que países como Irak, Afganistán, Colombia o
México serían los campos de batalla sobre los cuales se
despliegan las estrategias militares y paramilitares más
sofisticadas del cambio de milenio.

En el caso de México el discurso de la guerra fue plenamente


asumido por el gobierno que declaró la "guerra contra el
narcotráfico", que ha cobrado la vida de decenas de miles de
personas y la desaparición forzada de otras tantas,
tratándose la mayoría de ellas de civiles que no tenían
vínculo alguno con las fuerzas armadas –estatales y del
crimen organizado— en pugna. Y lo sigue haciendo.

Nos hemos acostumbrado a reconocer un conjunto de


situaciones violentas, amenazantes y persistentes como una
guerra, pero desde una platea ilusoria y creyendo estar
refugiados detrás de la cuarta pared. Ésta no es más que una
estrategia enunciativa que nos permite establecer distancia
con l*s otr*s, aquellos que parecen ser l*s desafortunad*s
protagonistas de la puesta en escena bélica. Hablar de la
guerra desde la distancia del crítico de arte nos proporciona
un vacío semántico en el cual es justificable y verosímil
cualquier acto que sostenga la tensión; es más importante
sostener el relato y el alto grado de violencia y de brutalidad
dejan de ser relevantes. Los diarios sensacionalistas nos
muestran el espectáculo híper-violento de ciudades,
carreteras y localidades que parecen ser ajenas; pero basta

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con el menor guiño desde el escenario para recordar que las
balas y las vidas no son de utilería, para hacernos saber que
hemos sido vulnerados.

Más difícil es reconocernos en guerra, que hacemos parte de


la guerra, que esta guerra –declarada o no— no es en
realidad contra las drogas o contra el narcotráfico, sino
contra nosotr*s, que hay posiciones para las que bien
podemos ser blanco, mercancía, rehenes, carne de cañón o
daños colaterales de ser necesario.

Hasta aquí las noticias del Imperio. Bien sabemos que


nuestra vulnerabilidad en la guerra depende de ciertas
posiciones económicas, fisonómicas y espaciales gracias a
las cuales algunos podemos suspender el diagnóstico
desolador que sube y baja por las pantallas de las “redes
sociales” de Internet simplemente cerrando el monitor o
subiendo la ventanilla del coche. O eso quisiéramos creer.

Porque en realidad nos encontramos entrampados en el


terreno de la subjetividad individualizada, obligados a lidiar
con todo tipo de hostilidades para defender dicho terreno:
la descarnada competencia laboral, la inflación del ego, el
mantenimiento dentro de determinadas normas estéticas, la
persecución del patrimonio, el cercamiento de los espacios
urbanos y la recurrencia a ser gobernados por la familia, la
empresa, la escuela o el estado. Cualquier cosa que oculte o
exhiba el modo en el que somos despojados de aquellos
inventos cuya función es regularnos: el tiempo, la
sexualidad, la felicidad, la calidad de vida. Esa es la primera

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forma de hostilidad con la que lidiamos: estar conminados a
perseguir aquello que nos limita. Esas son las metáforas con
las cuales se nos ha hecho la guerra.

Existe la posibilidad de que al percibirnos afectados de


manera común a otr*s, nos asumamos pueblo, sociedad civil
y más recientemente ciudadanía. La conciencia de género,
de raza y de clase queda convenientemente diluida y no
necesariamente superada. También hemos asistido en los
últimos años a la emergencia de reivindicaciones que se
articulan para hacer frente al despojo y la aniquilación.
Zapatismo, Huelga General, Atenco, Paz con Justicia y
Dignidad, Yo Soy 132, Ayotzinapa han sido algunas de las
palabras más resonantes con las que identificamos esas
posiciones en los últimos años, frecuentemente de borrosas
delimitaciones (¿Quién es 132?, ¿quien utiliza el eslogan en
una pancarta para una marcha o quien asiste a las asambleas
en las que se configura un "colectivo"?). Palabras que han
convocado a la marcha, a la manifestación pública, a la
indignación colectiva, de forma más profusa a la catarsis en
las “redes sociales”.

Sin embargo, el posicionamiento más efectivo viene no sólo


del reconocimiento pleno de que estamos en guerra, sino de
que hacemos parte de la guerra. En ese sentido, proponemos
partir de la situación haciendo uso de las metáforas de la
guerra que, en tanto formas de vida, nos disponen a la acción
colectiva incrementando nuestra potencia.

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Tomar posición


Por supuesto que no es divertido hablar de guerra, fuera de
los pasatiempos inspirados por las ficciones
hollywoodenses, y lo que aquí pensamos está lejos de ser
una apología. Pero tampoco basta con no hablar de guerra
para que ésta desaparezca. Mientras, seguimos contando y
nombrando a l*s muert*s de esta guerra, difundiendo y
denunciando por la habitual vía de las "redes sociales" la
crueldad con la que se les ha asesinado, como si fuera lo
único a lo que deja lugar la impotencia. Quienes aquí
escribimos estamos deseando encontrar los modos para
habitar nuestras vidas de forma placentera, constituir un
nosotras expansivo que dé lugar a esas experiencias.
Intuimos que el primer paso es asumir la guerra y actuar en
consecuencia. Intuimos que sólo asumiendo la guerra es que
podremos hablar de "nuestr*s" muert*s y de "nuestr*s"
desaparecid*s y no al revés: no pretendemos un nosotros
que aún no hayamos puesto en marcha mediante la acción.

Lo primero que hemos entendido es que en medio del fuego


cruzado de la guerra quien no toma posición será fácilmente
aniquilado. Y quien toma posición clara en la guerra muy
probablemente será perseguido, a veces hasta ser
exterminado, por lo que hace falta tejer las tácticas y
estrategias pertinentes para actuar, quizá de forma oculta,
subrepticia, clandestina y sobre todo articulada.

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También intuimos que pensar con el lenguaje de la guerra


tiene implicaciones tácticas que incrementarán nuestra
potencia vital –y también defensiva— en medio del campo
de batalla. No se trata tanto de un análisis discursivo sino de
usar las palabras como herramientas para la acción
colectiva porque, como escribió Debord, "las palabras
trabajan en beneficio de la organización dominante de la
vida. Y sin embargo representan fuerzas que pueden dar al
traste con los cálculos más minuciosos" (citado por Plant).
Recurrimos al análisis metafórico (Lakoff y Johnson;
Lizcano) para comprender las operaciones de las palabras
como formas de vida pero nuestro método es ante todo
experimental. Más que un esbozo metodológico quisiéramos
que fuese una provocación. No aspiramos, por supuesto, a
trazar un mapa que desborde el territorio.

Ciertamente las metáforas de la guerra están presentes en


nuestras formas de comprender y habitar distintos ámbitos
de la vida cotidiana. El mundillo empresarial se ha valido
sistemáticamente de la planeación estratégica para
desplegar sus ganas de éxito hasta convertirla en una
psicología organizacional, en la que la misión, la visión y los
objetivos de la empresa han de coincidir con las
aspiraciones personales de quienes quieren ser alguien en
la vida. Por supuesto estas metáforas han servido para
hacernos la guerra.

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En el tan deseable terreno del amor romántico la guerra se
instaura, se legitima y se oculta como en ningún otro campo.
Las “relaciones” se constituyen a partir de una conquista,
que lejos de derivar en la complacencia y el mutuo cuidado
de los cuerpos abre paso a las hostilidades legitimadas por
el estatus que el amor goza en nuestra cultura. Nuestra
subjetividad es colonizada por aquello que más deseamos:
la lógica de la fábrica, con sus tiempos y sus cámaras de
vigilancia, es reproducida en el hogar. El amor romántico es
uno de los bastiones más poderosos del patriarcado y su
violencia de género, esa que nos delimita como hombres o
como mujeres (más recientemente también como gays,
lesbianas, transexuales y otras identidades
convenientemente absorbidas por un sistema normativo)
para situarnos en una jerarquía opresiva y cínicamente
"complementaria". El "hecho biológico" de la diferencia
sexual no es más que el diagnóstico que requiere un sistema
patriarcal –diseminado en todos los cuerpos— para
sostenerse, generando una clase social reproductora, "la
mujer", fábrica de mano de obra (Federici), encargada del
mantenimiento de los soldados y de la cultura (Simmel), por
tanto, el territorio más preciado para conquistar.

Esos recortes definen, por cierto, también nuestra posición


actual. Quienes aquí escribimos somos profesores varones
de psicología social en una universidad privada, trabajando
para formar en un supuesto “pensamiento crítico” a una
clase económicamente privilegiada. Tratamos de usar
tácticamente nuestros privilegios, aprovechando el espacio

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universitario para pensar en conjunto; mientras,
investigamos por nuestra cuenta e inventamos otros
espacios en la ciudad que nos obliguen a brincar los muros
académicos entrando en contacto con otras experiencias. A
veces fantaseamos con el contra-ideal dadaísta de hacer una
psicología destructiva (Hausmann) que implique poner el
cuerpo en la calle, en la trinchera, en la frontera. También
nos confrontan las acciones de nuestras compañeras
feministas. Nos incomodan, porque nos recuerdan que lo
primero con lo que hemos sido privilegiados es con la
palabra, la que proyecta y la que normaliza, la que infunde
orden a los imaginarios colectivos y al estatus material y
económico del mundo.

Hemos presumido de “pensamiento crítico” por "enseñar"


cuáles son los mecanismos de dominación sobre un mapa,
sin señalar en ese mapa cuál es nuestra posición, cuáles
nuestras operaciones, eximiéndonos de esa manera de
caminar el territorio al que supuestamente alude ese mapa,
preservando las torres de marfil de la universidad que nos
inmovilizan a base de mimos. Por eso ahora nos
reposicionamos. Afrontamos la contradicción de resistirnos
a aquello que nos subjetiva y nos privilegia: la masculinidad,
la familia, el capital, el saber-poder. El diagnóstico ha de
comenzar ilustrando cómo operan los mecanismos de
dominación desde nuestros cuerpos, a través de nuestras
palabras, de nuestro paso por la ciudad, del consumo de
nuestra mirada. Nos conmociona nuestro propio hastío,
pero también las luchas de quienes poco tienen que perder

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y nos recuerdan que los privilegios, nuestros privilegios,
están cimentados en la explotación y el despojo.
Evidentemente, por eso es la guerra.

Aceptamos seguir combatiendo en el territorio académico


por conveniencia, por gusto, por táctica, más no sin
replantear el uso de la teoría, de las palabras, de los espacios.
No sin desnudar las jerarquías. No sin esbozar un horizonte
en el que no solamente las clases dominantes participen del
saber-poder, lo cual nos obliga a acercarnos a otras
comunidades, a participar de redes heterogéneas en las que
nuestras palabras se articulen con el lenguaje de la
organización colectiva, si es que son de utilidad. Pero sobre
todo la apuesta es por sostener la vida de otras maneras
haciendo posible la comunidad, así sea de forma efímera. He
ahí nuestras trincheras.

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Campo de batalla


Todo posicionamiento se da dentro de un determinado
campo de batalla. Nos hemos referido a los espacios
académicos como uno de los campos dentro de los cuales
nos vemos impelidos a combatir. Pero este campo de batalla
se inscribe dentro de otro más amplio que de ningún modo
podemos eludir: el dispositivo ciudad, que actualmente se
configura como un conjunto de cercos que dotan de forma
material a las divisiones socio-económicas, las jerarquías de
género, del consumo capitalista, de la alienación entre los
cuerpos y sus experiencias: coches, fraccionamientos
cerrados, centros comerciales, violencia sexual,
camionetones, vías de alta velocidad, casetas de vigilancia,
trabajos basura, tiempos imposibles, hipermercados, zonas
metropolitanas, pasos a desnivel, periferias desabastecidas,
parques aislados, policía, miedo, terrenos baldíos, distancias
imposibles, carencia de transporte público, zonas
restringidas, cámaras de vigilancia, narcobloqueos, zonas
industriales, asaltos a mano armada, etc., propiciando un
desierto que se instala entre los cuerpos e individualiza las
subjetividades (@chacsol).

El dispositivo ciudad se trata de un campo sumamente


complejo al estar sujeto de forma constante al conflicto
entre actores sociales, que a su vez han sido
desterritorializados. Las identidades barriales y sus

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memorias colectivas desaparecen para dar paso a la
emergencia de redes digitales locales y globales que
presumen de mayor eficiencia para el funcionamiento de los
equipamientos urbanos, y de infinita conectividad para las
relaciones sociales, contando entre sus victorias la rápida
articulación de movilizaciones masivas en espacios
públicos. Mientras, los vecinos de los barrios históricos son
despojados de sus modos de habitar, y cada coto privado y
cada fraccionamiento de interés social en la periferia se
convierten en guetos fortificados contra toda forma de vida
que resulte extraña y por tanto amenazante.

Las estrategias desplegadas por la planificación urbana


cumplen su cometido en tanto que logran separar y
enfrentar las formas de vida al interior del dispositivo
ciudad. A contraflujo, las oportunidades de sobrevivencia y
contraataque será las alianzas inéditas, o la recuperación de
aquellas que habían sido olvidadas, aprovechando sus
grietas y generando nuevos espacios intersubjetivos.

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Hacer alianzas


Asumir una posición implica identificar esas otras
posiciones con las que podemos entrar en contacto y
vincularnos. Desde la academia de las ciencias sociales el
panorama suele ser vasto, en tanto que hemos convertido en
objeto de investigación a casi todas las formas de vida que
nos rodean. Incluso hemos contribuido a definir a otros
grupos y hemos engrosado nuestros currículums a costa de
ellos. Lo menos que podemos hacer ahora es utilizar tal
bagaje de información para identificar qué es aquello que
tenemos en común. Identificar los nodos en los que se
concentran y articulan problemas y malestares, ahí donde la
existencia ha de ser tomada como un asunto práctico.

Desde hace algún tiempo hemos venido trabajando en el


ámbito del transporte público y con personas que viven en
situación de encierro en centros penitenciarios. En el
transporte público de la zona metropolitana de Guadalajara,
del mismo modo que ocurre en muchas otras ciudades del
país, podemos ver que las violencias se dan de manera
frontal entre l*s usuari*s de los camiones urbanos y los
conductores de los camiones, quienes aparecen en medios
informativos como culpables de un sinnúmero de muertes y
lesiones, sin que se visibilice de forma clara las condiciones
en las que los conductores trabajan ni su relación con esos
siniestros: jornadas de más de doce horas sin tiempo para

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comer, descansar e ir al baño, exposición continua a asaltos
y extorsiones, sistema de pago basado en la competencia
entre camiones, etc. (Caracol urbano). Aquí vemos cómo
opera uno de los mecanismos de guerra más efectivos para
mantener sometidos a los cuerpos que circulan por la
ciudad: el enfrentamiento entre bandos de afectados,
imposibilitándoles ver qué es lo que tienen en común. En
este sentido, promovemos una alianza inédita entre
usuarios y conductores que parte del mutuo reconocimiento
en un mismo círculo de explotación. Estamos constituyendo
una posición, un frente común en el que confluyen usuari*s,
conductores, estudiantes, investigadores y familiares de
víctimas del transporte público.

Del mismo modo, en las cárceles mexicanas la psicología


ocupa un lugar central en la toma de decisiones que operan
sobre el cuerpo de l*s intern*s. Sin embargo se limita a
cumplir una función meramente operativa al servicio del
control de la población recluida: su accionar comienza
cuando el brazo de seguridad y custodia no alcanza.
Trastoca los cuerpos cuando la violencia directa es
imposible de justificar, de modo que desde el consultorio se
informa a las personas que serán sometidas a largos
periodos de segregación, que serán mudad*s de dormitorio,
que deberán tomar cierto fármaco para ayudar con el
insomnio, la ansiedad, la incomodidad del encierro.
Trabajamos junto a ell*s con la intención de tender vínculos
que no trascienden en la conformación de nuevos espacios
y tiempos institucionales, que en principio su duración es la

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de diez visitas por semestre, pero con el objetivo de
responder a la lógica del tratamiento psicológico
convencional. Tratamiento que se basa en la disposición y
encierro de las personas privadas de la libertad en su propia
individualidad como último horizonte de su voluntad.

En este esquema, las alianzas entre compañer*s son


trincheras desde las cuales es posible resistir en plural;
conforman temporalidades que -en principio- permiten
tomar la palabra sin que ello se traduzca en una respuesta
violenta por parte de la institución. Estas alianzas se basan
en el principio de uniformidad jerárquica que la ley
presupone para tod*s los intern*s, pero que se deja de lado
en favor de un esquema de gobierno penitenciario basado
en la administración de castigos y privilegios. Ante esta
forma de accionar en colectivo la institución no puede
valerse de las formas convencionales de coacción, se
encuentra imposibilitada de aplicar un castigo ejemplar
accionando contra un individuo que se pueda “reencauzar”
con un mes de segregación y tampoco frente una masa que
se acciona con violencia contra la autoridad justificando un
derroche de fuerza para eliminar el conato de motín. En esta
forma de acción colectiva que no opera contra el reglamento
sino contra las formas convencionales de gobierno se instala
una nueva instancia que permite a grupos de la población
afirmarse en negativo frente a una disposición institucional
o negociar con otros grupos de intern*s privilegiados por la
institución.

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Tácticas y estrategias


En tanto que ocupantes de un lugar de enunciación
legitimado por los ladrillos de una universidad, la hemos
asumido como un emplazamiento desde el cual partir hacia
nuestra siguiente acción. Es por ello que conviene entender
este 'lugar' de partida como una configuración espacial
momentánea, un corte temporal y parcial, que es punto de
partida contrario a una vía o destino. Quienes aquí
escribimos nos posicionamos frente al uso que desde la
academia se ha hecho de “lo popular”, aprovechándolo como
caldo nutritivo de la intelectualidad que aprende y produce
desde el hambre ajena.

Reconocer los saberes que operan fuera de los márgenes de


certificación académica nos lleva a poner en cuestión
planteamientos que proponen abordajes reduccionistas y
que imposibilitan la posibilidad de gustos y estilos “otros”
por fuera de las disposiciones dominantes. Estos esquemas
clausuran cualquier posibilidad de resistencia e innovación
en las prácticas subalternas. Ejemplo de esto son el gusto de
necesidad y el principio de conformidad (Bordieu). El
primero, definido como habitus hecho necesidad, implica
que los miembros de las clases sociales más bajas consumen
únicamente lo ineludible, donde todo es estrictamente
funcional y no hay opción para el gasto estilístico. La
segunda instancia refuerza la anterior, ya que en ella se

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califica al consumo como “razonable” cuando las
condiciones objetivas han clausurado de antemano
cualquier alternativa a la elección.

En contrasentido, Grignon y Passeron reconocen un ‘estilo


popular’ el cual es producto de una elección entre un
abanico de posibilidades que obedecen a una codificación
propia –ajena a la codificación de las posibilidades de los
sectores dominantes–. Una reducción a priori de las
posibilidades de las clases subalternas sólo llevaría a pensar
que cualquier elección no es tal, sino una respuesta
mecánica a un sistema de restricciones, equiparándolo con
una idea de gusto natural en oposición a un gusto artificial
propio de la burguesía en el que sí hay una amplia gama de
posibilidades a elegir. En términos de las metáforas de
guerra, adoptar esta posición -nombrar el
dominocentrismo- abre la puerta a luchas en frentes que
convencionalmente son ocultados tras el velo de la
explicación erudita; contando con la ventaja de ser invisibles
para el grupo que pretende explicarlas.

Reconocer la propia posición que nos mantiene con un pie


adentro de la institución y con el otro fuera permite
salvarnos del absurdo. Asumir los límites de la universidad
como situación de partida y ahí comenzar a poner en juego
el escamoteo (De Certeau), como forma del quehacer
universitario. Escamotear consiste en un poner en práctica
con agilidad y astucia la propia práctica, de modo que
produzca una velación u ocultamiento de lo que se hace; es

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una habilidad bien valorada entre practicantes de la magia y
el carterismo que prefieren la discreción antes que el
derroche de pirotecnias distractoras o intimidantes. El
carácter de estas “formas” o “artes de hacer” ha sido
incorporado con maestría al sistema de la producción
industrial, un espacio caracterizado por atar cualquier cabo
suelto que de pie a la variación o la improvisación; pero en
el que análogamente se reconfiguran prácticas
institucionalizadas que permiten el surgimiento de nuevas
formalidades de operación frente la línea de producción.
Estas formas de hacer son compartidas por quienes operan
la línea de producción pero resultan invisibles a los ojos de
supervisores y gerentes, en ocasiones se cristalizan en
periodos de descanso, de formas artesanales de enfrentar
los materiales o de un quehacer improductivo pero se
caracterizan por siempre hacer parecer que se sigue
operando de acuerdo a la normatividad que se ha dispuesto.
El escamoteo permite la introducción de formas artesanales
de antaño, o propias de otros espacios, en el marco temporal
y espacial de instituciones en las cuales no han sido
previstas. Si la lógica industrial ha sido adoptada por la
universidad, ¿por qué no adoptar las formas de resistencia
que en ella habitan?

Valerse del escamoteo abre la puerta para un juego más


complejo: el de las tácticas y las estrategias. Michel de
Certeau define las estrategias como el “cálculo de relaciones
de fuerzas que se vuelve posible a partir del momento en
que un sujeto de voluntad y de poder es susceptible de

26
aislarse en un ‘ambiente’”. En este sentido la estrategia debe
circunscribirse en un espacio que se ha delimitado como
propio y que, posteriormente, se configura como base para
el manejo de relaciones con una exterioridad distinta. La
táctica, en contraparte, es un cálculo que no cuenta con un
lugar propio, sino que se inscribe en el sitio del cual dispone
la estrategia, por lo tanto no tiene una frontera que la
distinga como una totalidad visible, “no tiene más lugar que
el del otro”. Al no contar con un espacio propio la táctica se
configura en el triunfo de la temporalidad, encuentra el
momento que más oportuno y toma al paso las posibilidades
de provecho. La operación táctica se presenta como una
oportunidad para rearticular las propias prácticas desde los
emplazamientos que nos circunscriben.

La táctica traza “trayectorias indeterminadas” que desoyen


las técnicas organizadoras pero que producen sentido en
este campo que no es nuestro. Si bien lo “propio”
institucional/estratégico constituye una “victoria del lugar
sobre el tiempo”, esta condición es la puerta al accionar
táctico que permite aprovechar los tiempos que más
convengan para conseguir victorias efímeras, victorias que
se materialicen en alianzas no previstas por la estrategia;
que cristalicen en la conquista -aunque sea temporal- de
nuevos territorios que nos permitan accionar junt*s hacia
un nuevo objetivo.

La lógica del escamoteo rebasa los límites de la producción


industrial y forma parte de los quehaceres cotidianos en la

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cadena de producción académica. Es en este marco donde es
posible aprovechar la ambigüedad que asigna el trabajo en
un territorio que ajeno (la universidad, el dispositivo ciudad
y el transporte público, la institución penitenciaria), para
trabajar con un estilo que se gobierna en acuerdo con el otro
y desde el cual se reporta hacia arriba de acuerdo a la
convención.

Si bien Gramsci señaló en sus escritos desde la cárcel que


para poder elegir el estilo de las batallas con las que se
librará una guerra hace falta tener una superioridad
aplastante sobre el enemigo, apostamos que mediante este
accionar táctico y subrepticio, podamos establecer las
alianzas necesarias para poder acercarnos a la idea de un
campo propio. La comparecencia táctica se articula como
una forma de vida, desde la cual hacer frente a la situación
actual.

La apuesta va por un reposicionamiento, no para


vanagloriarnos con explicaciones sobre “lo popular”, ni para
nutrir la academia desde la explicación de la otredad en
nuestros propios términos. Reposicionarnos para mirar y
escuchar con atención a quienes ya resisten; por el
encuentro fuera del coto de la institución universitaria y
dentro de los muros que desde aquí se han erigido. Para
objetar en alianza con aquell*s a quienes la institución había
asignado el rol de objetos. Pero sobre todo apuntamos a
sostener la vida de otras maneras. Si hay algo así como una
victoria, es el devenir de nuestras alianzas también en

28
formas de vida que comparecen, en la emergencia de la
comunidad.

Aquí se detiene provisionalmente nuestro parte de guerra,


que no hace más que plantear el estado actual de nuestras
inquietudes, elucubraciones y momentos de lucha, en el que
tratamos de romper los cercos de nuestras posiciones
habituales y gozar del encuentro con otras formas de vida;
momento en el que las alianzas y los movimientos tácticos
se presentan como victorias temporales, en el que
descubrimos que cuando hacemos la puesta en común
podemos algo más. Cuando lo hacemos estamos derrotando
in situ a las fuerzas que nos separan y nos aíslan. Nuestros
enemigos también tienen formas y nombres, pero no vamos
a decirlos aquí. Cada quien sabe perfectamente de dónde
provienen las hostilidades que le fustigan. Las alianzas
tienen su propia inercia y convocan a nuevos compromisos
que se acrecientan. La pregunta que se abre ahora para
nosotros es acerca de la necesidad de consolidar nuestras
tácticas y orientarlas deliberadamente hacia una estrategia,
con el temor de limitar nuestra espontaneidad pero sobre
todo de cerrar la posibilidad de múltiples caminos, de la
mutación de nuestras formas de vida.

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Referencias

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naturae

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RITA
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