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Los curiosos impertinentes y de mirada de otro

Tom Burns Marañón

1. La idealización de lo foráneo

Hace ya más de treinta años, cuando llegué de Londres para acudir de oyente a
determinadas clases en la Universidad Complutense en espera de ir al college que me había
ofrecido una plaza en Oxford, pasaba algunos ratos en la biblioteca del British Council, en la
madrileña calle de Almagro. El British Council ocupa ahora otro edificio en Madrid y aquella
bien dotada biblioteca dejó de existir con el fin de crear más espacio para la enseñanza del
inglés. Cuando la conocí y la utilicé, me recordaba a la lending library municipal del distrito
de Westminster, cerca de la casa de mis padres en Londres. Pero al parecer de los amigos
que me iba haciendo en Madrid, la biblioteca del British, además de ser un civilizado oasis de
silenciosa lectura y de estudio, representaba un lugar emblemático de tolerancia y libertad.
No tardé en darme cuenta de que estos amigos tenían una «idea» de Inglaterra. El
reverencial respeto que ellos albergaban por las estanterías de aquella casa solariega de la
calle Almagro incluso sugería que tenían un «ideal», más que una mera idea, de lo que es lo
inglés. La imagen, poblada de estereotipos, que tenían mis amigos sobre Inglaterra me
impresionó. Fue mi primer encuentro con la «mirada del otro», con la percepción forastera
de algo que a uno no le resulta especialmente destacable por ser del todo familiar.

Por aquella época, un conocido catalán de Mario Vargas Llosa, un hombre normal y corriente,
anónimo entonces y anónimo ahora, viajaba a Londres todos los años para presenciar, a
pesar de su deficiente inglés, debates parlamentarios. Nada más llegar a Londres, se iba
directamente a Parliament Square y ahí, a la sombra de la torre del Big Ben, se ponía en la
cola que forman quienes quieren acudir a las tribunas públicas de la Cámara de los
Comunes. No iba al teatro, no visitaba museos, no compraba libros. Se pasaba su semana
anual en Londres escuchando rifirrafes entre diputados británicos que escasamente entendía
y se volvía a Barcelona más feliz que unas pascuas.

Le escuché a Vargas Llosa contar este curioso ejemplo de turismo político cuando ambos
compartíamos, no hace mucho, una mesa redonda con ocasión de la inauguración del
Instituto Cervantes en Manchester. Decía que su conocido le explicaba que las sesiones que
presenciaba en la Cámara de los Comunes le permitían respirar democracia; cada
interpelación, cada cruce de palabras entre el gobierno y la «leal» oposición, era una nueva
bocanada de aire fresco. Este entusiasta del parlamentarismo inglés volvía a su Barcelona
natal con un balón de oxígeno bajo el brazo y sobrevivía con sus recuerdos del Parlamento
británico hasta su siguiente viaje a Londres. Me imagino que, de vivir en Madrid, este buen
hombre hubiera sido un asiduo de la biblioteca del British Council.

Los entusiasmos por Inglaterra, por su sociedad y por sus instituciones, que profesaban mis
amigos madrileños y el conocido catalán de Vargas Llosa, han sido estudiados por el
inteligente escritor anglo-holandés Ian Buruma. En aquellas fechas, cuando nos juntamos
varios en Manchester para festejar la apertura de un nuevo Instituto Cervantes, Buruma
estaba rematando una preciosa obra que se titulaba Anglomanía en su edición americana,
y Voltaire’ s Coconuts, en el Reino Unido. En este libro, Buruma examinó, en sendos
ensayos, la fascinación que ejerció Inglaterra sobre determinados intelectuales europeos,
empezando con Voltaire y acabando con Isaiah Berlin.
Todos ellos admiraron el buen ordenamiento de las «cosas de Inglaterra», la tolerancia y el
sentido de fair play de la sociedad británica, y su visión empírica de las instituciones y de las
relaciones humanas. El muy anglófilo Voltaire quería trasladar todo aquello que admiró
durante su estancia londinense a la Europa continental, lo cual provocó el comentario —y de
paso el título del volumen de Buruma en su edición inglesa— de que aquel traslado tendría el
mismo éxito que la plantación de cocoteros en el Reino Unido.
El hilo común de mis amigos madrileños en la desaparecida biblioteca del Británico, del
conocido catalán de Vargas Llosa y de los intelectuales europeos que desfilan por los ensayos
de Buruma, es aquello que apunté al comienzo como la «mirada del otro»; lo que les une es
la idea, el ideal en algunos casos, repleto, siempre, de tópicos, que el de fuera se forma
sobre un país que no es el suyo. De hecho, los madrileños de la biblioteca del Británico y el
barcelonés de la Cámara de los Comunes caminaban, con su descomunal admiración por las
«cosas de Inglaterra» a cuestas, por el canon de «anglomanía» que Voltaire y compañía
habían creado un par de siglos antes.

2. España y lo español: tópicos, ideales y «miradas»

El Reino Unido, y no digamos el British Council, ha sacado mucho partido del poderoso
atractivo del english way of life a través de los tiempos. Algo parecido puede y debe ocurrir
con la enorme fascinación que ejerce España. Y es aquí donde quisiera entrar en materia.
El no-español que se acerca a su Instituto Cervantes más próximo, cruza el umbral del
edificio porque tiene una «idea», un «ideal» de España. La clientela del Instituto Cervantes
demanda, al igual que la del British Council y demás instituciones análogas, una docencia del
idioma en cuestión impartida por nativos, pero también exige una oferta cultural. Lo que me
parece muy interesante es que en el caso del español, como en el caso del inglés, esta oferta
cultural que busca el cliente está especialmente enmarcada por un canon, por unas «ideas»
heredadas y por unos «ideales» preconcebidos. Resulta intrigante cómo en los dos casos que
conozco bastante bien, en el inglés y en el español, existe una muy definida «mirada del
otro» que se formó hace muchas generaciones, que fue traspasada de una generación a otra
y que sigue presente, con todos sus estereotipos y tópicos, en la generación de uno mismo.
Como medio inglés, nacido, criado y educado en Inglaterra, y como medio español que se
hizo adulto en España, he estudiado algo sobre ambas «miradas» y me ha fascinado, en
particular, la visión del anglosajón sobre España.

Los anglófilos, los que padecen «anglomanía», tienen muy claro que lo que valoran es ese
temple británico que deja todo regulado en su justa medida; admiran esa sociedad que
jamás levanta la voz. Los hispanófilos, y en el caso que me ocupa los anglosajones que se
entusiasman por lo español, son los que padecen lo que yo he dado en llamar
«hispanomanía». Éstos están igualmente seguros de que la esencia de España es justamente
lo contrario de la que representa esa Inglaterra tan admirada por los anglófilos: España es el
gran espacio abierto, ruidoso, ahí donde se concentran los nativos, donde todo es posible. La
gran atracción para los anglosajones de las «cosas de España» va en el sentido inverso de la
fascinación que el Reino Unido ejercía y ejerce para los no-británicos.
La pasión del de fuera por un lugar que no es el suyo frecuentemente es consecuencia de un
rechazo hacia su propio país; su «mirada del otro» expresa lo que echa en falta en su lugar
de origen. Claramente, Voltaire y los demás componentes de la tropa de anglófilos que
investigó Buruma huían del oscurantismo, de las persecuciones y de los
fanatismos. Anglomanía reúne a quienes encontraron en Inglaterra un luminoso lugar de
reposo intelectual para sus fatigados espíritus. El estudio de Hispanomanía es la otra cara de
la moneda. Versa sobre aquellos que huían de Inglaterra a la Europa continental y se
refugiaban en España. Ambos estudios se centran en quienes rechazaban el entorno que les
vio nacer y tenían una necesidad vital de realizarse en un lugar distinto. El contraste entre
las venidas de los unos y las idas de los otros es llamativo. Para el inglés del siglo XVIII y
sobre todo del XIX —que fue el siglo de la Pax Britannica—, lo más normal del mundo era que
una serie de extranjeros ilustrados y cualificados viniesen a beber de las fuentes empíricas
del constitucionalismo británico, de su poderío económico, de su capacidad inventiva y de
sus altos niveles cívicos y científicos. El atractivo del racional ordenamiento social del Reino
Unido era tan obvio como indiscutible. Sin embargo, el viaje en sentido inverso, entonces y
ahora, era y es más difícil de explicar. ¿Cómo se ha de entender el hecho de que una serie
de inquietos y refinados anglosajones de los siglos XIX y XX se sintiesen atraídos por una
España convulsa en acciones guerrilleras, pronunciamientos e insurrecciones, en disputas
dinásticas, en experimentos políticos y, a la postre, en el aislacionismo internacional?
Se me ocurren dos explicaciones. La primera es que esta serie de hispanófilos se aburrían
hasta límites insospechados en el entorno donde les tocó nacer. Estaban (y están) hastiados
de esa misma rutinaria y medida moderación que tanto alababan (y alaban) determinados
extranjeros de su propio país y paisanaje. El grand tour, viaje obligado para
los gentlemen de los siglos XVIIIy XIX, era un camino conocido cuyos amables rincones
estaban bien documentados. Eligieron por ello lo que más contrastaba con lo que de sobra
conocían. Hispanomanía es así el estudio de quienes vieron (y ven) en España un lugar
diferente, caracterizado por lo sorpresivo y envuelto en emociones fuertes, en el cual
intrépidos viajeros podrían desenvolverse a gusto.
La otra explicación tiene que ver con la melancolía. Los que padecieron (y padecen)
«hispanomanía» fueron (y son) por lo general, unos individuos que creyeron ver en las
«cosas de España» lo que ya no encontraban en una sociedad desarrollada como la suya
propia. Es la melancolía que infunde el saber que se ha perdido la inocencia y esta tristeza
sólo se cura «descubriendo» un pueblo como el español que se cree que aún la conserva.
Esta sensación la describió perfectamente un sociólogo judío-austríaco, agente en una época
del Komintern, llamado Franz Borkenau, que en 1937 publicó The Spanish Cockpit,un
excelente testimonio sobre los comienzos de la guerra civil española. Para Borkenhau, más
allá de la lucha ideológica, lo que atraía a los extranjeros que combatieron por salvar la
República era una percepción de que España era un lugar «especial», un entorno «distinto»,
un país, en suma, «diferente».
La importancia de España, según Borkenau, era que «la vida todavía no es eficiente; eso
quiere decir que no está mecanizada; que la belleza es todavía más importante para el
español que la acción; que el honor es muchas veces más importante que el éxito; que el
amor y la amistad son más importantes que el trabajo. En una palabra, es el aliciente de una
civilización cercana a la nuestra que está muy conectada con el pasado histórico de Europa,
pero que no ha participado en nuestro último desarrollo hacia la mecanización, la adoración
de la cantidad y el sentido utilitario de las cosas».

Si se lee atentamente esta lírica evocación de España y de lo español que brinda Borkenau al
lector para concluir su testimonio de la guerra civil, se llega a la conclusión de que no está
contando lo que descubrió acerca de las «cosas de España», sino que está describiendo lo
que ha dejado de encontrar, muy a su pesar, en la modernidad.

Esta misma melancolía y este mismo entusiasmo por una «idea» de España fue lo que
invadió a la generación de poetas románticos ingleses como Shelley, Wordsworth y
Tennyson, que se volcaron con los doceañistas de Cádiz y con Espoz y Mina, Torrijos y
demás refugiados liberales españoles que se exilaron en Londres en 1823. Y mucha de esta
melancolía la sentían los jóvenes intelectuales ingleses, Julian Bell, John Cornford y George
Orwell, por ejemplo, que poco más de un siglo después estuvieron con Borkenau en la
España de 1936. Bell, sobrino de Virginia Woolf y el potencial continuador de la estética de
Bloomsbury, murió en la batalla de Brunete, Cornford un prometedor poeta y posible relevo
generacional de W. H. Auden, murió en el frente de Córdoba, y Orwell, herido en Aragón,
escribió Homage to Catalonianada más volver a Londres.
Cuando Orwell se licenció de las milicias del POUM con las cuales había combatido, se paseó
por las callejuelas de Lérida y de Barbastro, y cuenta en Homage to Catalonia que «con el
documento de mi licencia absoluta en el bolsillo me sentía como una persona humana otra
vez y también un poco como un turista. Casi por primera vez sentí que estaba realmente en
España, un país que había ansiado visitar toda mi vida». Y es entonces, en aquellos paseos,
cuando le llegó «una especie de rumor venido de lejos de esa España que existe en la
imaginación de todos». ¿Qué imagen sugerían esos rumores? Pues la que cabe esperar,
porque la imaginación de Orwell era parecida a la de Borkenau, con quien compartía
amistades y complicidades: «Sierras blancas, las mazmorras de la Inquisición, palacios
moros, filas de mulas formando serpentinas a su paso por los cerros, olivares grisáceos y
limonares, mujeres jóvenes con mantillas negras, los vinos de Málaga y de Alicante,
catedrales, cardenales, corridas de toros, serenatas —en resumen— España».
Se compara, por lo tanto, la «anglomanía» con la «hispanomanía», uno tropieza con
diferencias radicales en cada «mirada del otro». La primera es una mirada racional hacia un
futuro. La segunda, es rebelde por definición, y mira hacia un pasado.

En el siglo XIX, los que padecían «hispanomanía» se ganaron a pulso y merecidamente el


calificativo de «curiosos impertinentes». Fueron cultos y muy literatos viajeros cuyas
andanzas y visiones sobre España crearon una singular imagen romántica acerca de lo
hispano que a grandes rasgos sigue en pie. Los grandes popes de los «curiosos
impertinentes» fueron los ingleses George Borrow, que alcanzó gran celebridad con su Bible
in Spain (1843), y Richard Ford, que consiguió un similar éxito de ventas y reediciones con
su Handbook for Travellers in Spain and Readers at Home(1845). En el siglo XX, los fieles
seguidores del canon hispánico creado por Borrow y por Ford fueron Ernest Hemingway y
Gerald Brenan.
Los anglosajones de hoy en día que traspasan el umbral del Instituto Cervantes atraídos por
España y lo español se entusiasmaron en gran medida por lo hispano leyendo al novelista
americano —Fiesta, Death in the Afternoon, For Whom the Bell Tolls, The Dangerous
Summer— y al memorialista inglés —South from Granada, The Spanish Labyrinth, The Face
of Spain, A Life of one’ s Own, Personal Record. El mero hecho de abrazar tales lecturas
indica una predisposición por las emociones fuertes que, según el canon de «hispanomanía»,
florecen y dan sus frutos en España como si de un bosque de higueras silvestres se tratase.
El claustro del Instituto Cervantes de turno que opera en el ambiente anglosajón haría bien,
a mi juicio, en conocer, digerir y actuar sobre esto que acabo de apuntar. La cuestión es que
su clientela, aquella creciente muchedumbre que llama a la puerta del Cervantes más
próximo ávida de cultura hispana, cruza el umbral de la Institución con una «idea» de
España, con un «ideal», en la mente y en el macuto. «Su» España es un país ancestral, no
mecanizado y arcaico donde la belleza prima sobre la acción, el honor sobre el éxito, y el
amor y la amistad sobre el trabajo. Es un país «diferente» según el canon que rebeldes
ideológicos como Borkenau y Orwell heredaron de los «curiosos impertinentes».

Me propongo, por lo tanto, ofrecer algunas pinceladas sobre Brenan y Hemingway, los dos
principales «curiosos impertinentes» del siglo XX, para acabar con algunas ideas sobre sus
antecesores Borrow y Ford, que fueron los primeros propagandistas profesionales de aquello
que he dado en llamar «hispanomanía». Hago esta propuesta con el modesto motivo de
contribuir a un debate sobre la «mirada del otro» que, a la vista de los ciclos de conferencias
y de los seminarios que se prodigan, organizados por el propio Instituto Cervantes, por la
Universidad Nacional de Educación a Distancia (UNED) y por otras instituciones, está ya
bastante en la calle. Por mi parte, estoy convencido de que algún conocimiento de lo que
informa esa «mirada» debería contribuir a explicar España y lo español. Al menos servirá
para que sepan la labor que tienen por delante quienes pretendan explicar que España no es
un país especialmente «distinto» ni particularmente «problemático».

4. ¿Culturas políticas de la lengua en Francia y Alemania?

Resulta tentador (como quizás ambicioso) poner en relación las actitudes ante las lenguas
extranjeras con las culturas nacionales y, en particular, con los procesos históricos de
gestación de las identidades nacionales, en los cuales las lenguas son una clave de bóveda.
En este sentido los países que vamos a comparar en este trabajo, Francia y Alemania,
representan dos experiencias históricas contrapuestas de construcción del Estado-Nación y
de su relación con la «lengua nacional» que conviene explicitar.17
Así encontramos, de una parte, el modelo francés de construcción del plexo Estado-Nación-
Lengua, modelo que, partiendo de la preexistencia del Estado absoluto francés (trastocado
por los revolucionarios de 1789 en voluntad del pueblo), construye la nación francesa
imponiendo la lengua desde el mismo Estado, y utilizando como instrumentos privilegiados la
escuela y el cuartel, de modo que ser francés —más allá de razas, religiones u otros símbolos
identificadores— es pertenecer a la nación francesa, cuyo rasgo determinante es hablar una
lengua específica (e incluso hacerlo de una cierta manera). Y, de otra parte, el modelo
alemán de nacionalidad étnica, que parte de otra experiencia histórica: la nación precede al
Estado —no al revés, como Francia—, de modo que se es alemán porque se habla alemán, y
la pertenencia a esa nación (o «comunidad», para ser más precisos) hace a uno ciudadano.
Francia es Estado ya en el siglo XVII, mucho antes de ser nación, cosa que sólo alcanza a lo
largo del XIX; Alemania es ya nación a comienzos del XIX —véanse los Discursos a la nación
alemana de Fichte—, mucho antes de la unificación de Bismarck de 1870.
Sería interesante analizar los dos conceptos tan diversos de Razón que se esconden debajo
de esas dos fórmulas: la raison francesa ilustrada, natural e idéntica en todo tiempo y lugar
y vanguardia de la civilización, o la razón alemana, histórica, propia de cada pueblo, y que se
manifiesta en su lengua, vinculada al Volksgeist y a la diversidad de culturas. Bastaría, pues,
comparar a Montesquieu o los philosophes con Herder y Humboldt. Tous les hommes ont un
esprit également juste, escribe Helvetius; hay una sola razón, idéntica en todo tiempo y en
todo lugar y, sólo por eso, todos los hombres, sea cual fuere su origen, religión, etnia o
lengua original, pueden ser civilizados, lo que equivale a decir que pueden ser franceses.
Justo lo contrario de lo que alegará Herder: cada pueblo tiene su razón y la pretendida razón
universal de Montesquieu o Helvetius es una burda generalización del pseudocosmopolitismo
parisino. Por el contrario, sólo se puede ser alemán si se nace alemán. Pues —como señalará
Humboldt— cada lengua define un universo de experiencias propias, un mundo singular,
una Weltanschauung o concepción específica del mundo, de modo que sólo los hablantes de
una misma lengua viven en el mismo mundo. Y por ello, es francés quien asimila
el esprit francés incorporado en la lengua, y deviene así citoyen de la République, un estatus
que puede adquirirse viviendo en Francia (ius soli). Y por ello también es alemán quien sea
hijo de alemán y hable alemán, al margen de donde haya nacido (ius sanguinis). Es la
distancia que hay entre concebir el mundo como una única civilización (occidental, por
supuesto) que se extiende como una mancha de aceite sobre la barbarie; o concebirlo como
el espacio de coexistencia de diversas culturas, más o menos en pie de igualdad. Pero
dejemos aquí el comentario pues lo que interesa es preguntarse en qué medida los procesos
históricos de construcción de los Estados-Nación tienen su reflejo en las culturas políticas de
los ciudadanos en la actualidad y, por esta vía, en su actitud hacia las lenguas.
Efectivamente, las comparaciones internacionales revelan que la dicotomía cívico/étnico que
apuntábamos antes al comparar Alemania y Francia cristaliza en dos dimensiones opuestas
en las actitudes nacionales de los ciudadanos. Es decir, si podemos hablar de «culturas
políticas sobre la lengua», parece claro que la francesa caería del lado de considerar la
lengua (propia, entiéndase) como un instrumento de civilización, claramente jerarquizada
por encima de otras, mientras que para la alemana la lengua sería un producto orgánico y
espontáneo, sin jerarquías entre ellas. Pues si todos los pueblos de la humanidad están
igualmente cerca de Dios —como dijo el historiador alemán Ranke—, otro tanto debe ocurrir
con sus lenguas, expresión de sus diversos modos de razonar y concepciones del mundo. Y si
ésa pudiera ser la cultura política de la lengua de esos dos grandes países, la consecuencia
debería ser una menor predisposición francesa hacia el aprendizaje de otras lenguas (¿para
qué?: ¡si ya se dispone de la mejor!), al menos comparada con la mayor predisposición
alemana. No sorprenderá saber que la realidad, al menos en este caso, es racional y se
ajusta a la hipótesis (o mejor, conjetura): según los resultados del Eurobarómetro 52
(2000)18 , el porcentaje de personas con conocimiento de otras lenguas —«capaces de tomar
parte en una conversación en una lengua distinta de la materna», tal como se formulaba la
pregunta en el cuestionario de la encuesta— es significativamente mayor en Alemania (50%)
que en Francia (40%). Al parecer los alemanes son pues más proclives a aprender otras
lenguas que los franceses.

5. Mercados y culturas lingüísticas en Francia y Alemania

La conjunción de todas las variables anteriores hará que una lengua tenga un carácter más
marcadamente expresivo o instrumental para el hablante. En este sentido, los datos
existentes revelan que al menos en el ámbito de la UEel español no se considera una lengua
tan útil como el inglés, el francés o el alemán.
En varios eurobarómetros se ha incluido la siguiente pregunta: «Aparte de la lengua propia,
¿qué otras dos considera usted que son las más útiles?» (respuesta espontánea, máximo
dos). En el Eurobarómetro 54 (encuestas realizadas en noviembre-diciembre de 2000),19 se
obtuvieron los siguientes porcentajes para cada lengua: 75%, el inglés; 40%, el francés;
23%, el alemán; 18%, el español; y 5%, el italiano. Los resultados fueron similares a los de
un Eurobarómetro anterior (52, 2000; encuestas realizadas en octubre-noviembre de 1999):
70%, el inglés; 37%, el francés; 23%, el alemán; 16%, el español; y 3%, el italiano.
Por países, los resultados de la última encuesta mencionada indican que la utilidad percibida
del inglés es mayor en Holanda (96%), Dinamarca (91%), Suecia (87%), Grecia (88%) y
España (87%), y menor en Luxemburgo (62%).

Pasando al francés, su utilidad percibida es mayor en Luxemburgo (69%), Irlanda (65%),


Reino Unido (61%), Portugal (54%) y España (51%), y menor en Holanda (24%), Finlandia
(16%), Suecia (16%) y Dinamarca (19%).

Siguiendo con el alemán, su utilidad percibida es mayor en Irlanda (54%), Dinamarca


(50%), Suecia (49%), y Grecia, Reino Unido y Holanda (todos con un 40%); por el contrario,
es menor en Bélgica (9%), España (16%) y Portugal (11%).

Finalmente, tenemos que la media de utilidad percibida del español —recordemos, del 16%—
se supera con un 20% en Holanda, con un 22% en el Reino Unido y, sobre todo, con más del
doble en Francia (36%). Por el contrario, hay varios países muy por debajo de esa media:
4% en Finlandia, 9% en Italia. En Alemania, el porcentaje es del 12% (13% en el oeste,
10%en el este) (Véase el gráfico 1).
Los resultados indican, por lo tanto, que se da una clara relación de sustitución en los países
nórdicos del francés por el inglés y el alemán, lo que nos permitiría hablar de la importancia
de la proximidad geográfica. De hecho, parece importar más la vecindad física que la
familiaridad lingüística: en el caso del español, eso explica que la utilidad percibida sea
mayor en Francia que en Italia.
A partir de los datos anteriores, el análisis estadístico de conglomerados nos permite
delimitar áreas de influencia lingüística —según la utilidad percibida de las lenguas francesa,
alemana y española (excluyendo el inglés, por ser dominante en todos los países). Según los
resultados de este análisis habría cinco grupos de países claramente diferenciados:

 conglomerado n.º 1: Dinamarca, Suecia, Holanda y Finlandia;

 conglomerado n.º 2: Grecia, Italia y Francia;


 conglomerado n.º 3: Alemania, Austria y Bélgica;

 conglomerado n.º 4: España y Portugal;


 conglomerado n.º 5: Reino Unido, Irlanda y Luxemburgo.
Es patente, por lo tanto, el papel de la vecindad y el territorio. En el marco de este artículo
no podemos profundizar en la explicación de estas diferencias, pero cabe aventurar la
hipótesis de que, también para entender la demanda de los idiomas extranjeros, además de
considerar las variables económicas y/o culturales, hay que tener en cuenta los argumentos
generales sobre la ecología de las lenguas20.
En cualquier caso, a efectos de lo que aquí nos interesa, que es la demanda de español, es
evidente que nuestro idioma se considera más útil en Francia que en Alemania.

Abundando en lo anterior, en el mismo Eurobarómetro se preguntaba por las motivaciones


para estudiar una lengua extranjera. La siguiente tabla recoge, junto a la media de la UE, los
porcentajes obtenidos en Francia y Alemania para cinco opciones distintas (véase la tabla
4).
Sorprendentemente, y en apoyo de una valoración expresiva más que instrumental de las
lenguas, para el conjunto de la UE las motivaciones son, en primer lugar, hablarla en el
extranjero en vacaciones, y, en segundo lugar, por satisfacción personal. La opción de
«mejorar profesionalmente» es la última de las opciones elegidas. Si consideramos
instrumentales los ítems 1 y 3, y expresivos los otros tres, el predominio de los segundos es
de 1 a 2,2. Hay una clara preferencia por las lenguas en función de su valor expresivo, lo
que contrasta obviamente con la realidad. Encontramos, sin embargo, diferencias
significativas entre Francia y Alemania: en Francia es mayor el porcentaje de quienes
estudian por motivos de trabajo y por satisfacción personal, y en Alemania es mayor el de
quienes estudian más para usarla en las vacaciones. En conjunto, las preferencias de los
alemanes son más «expresivas» que las de los franceses (2,5 frente a 2,2), preferencias
que, por otra parte, coinciden con las de la UE en su conjunto (también 2,2). Podríamos,
pues, concluir que, comparando a Alemania de una parte, y a Francia y el resto de la UE de
otra, en aquel país se valoran las lenguas más por su valor expresivo y en el resto más por
su valor instrumental. Datos que de nuevo se ajustan a la conjetura antes formulada sobre
las «culturas políticas de la lengua».

El mercado de las lenguas


La globalización ha hecho del mundo una babel de lenguas en competencia. Y, al tiempo que
este mercado dificulta el desarrollo de algunas, favorece a otras. Por factores
demolingüísticos (estancamiento de las lenguas maternas) y económico-políticos
(globalización e interdependencia internacional), cada vez es más importante descifrar cuáles
son los factores que determinan la demanda de las lenguas como idioma extranjero. Con
este trabajo hemos pretendido dar un primer paso en esta dirección y hemos estudiado la
demanda de español como segunda lengua en Alemania y Francia.

En cada mercado, el tipo de lengua que sea cada idioma en virtud de una serie de factores
culturales, económicos y geográficos determina el tipo de demanda como segunda lengua.
Ello se reflejará tanto en el aspecto cuantitativo del volumen de la demanda como en el
cualitativo de su segmentación sociodemográfica y las modalidades de estudio.

Como puede observarse, el líder del mercado de los idiomas extranjeros es, sin lugar a
dudas, el inglés. El español es la segunda o la tercera lengua estudiada. El primer
competidor actual y potencial del español es el italiano —en Francia incluso nos supera en
demanda—. Y en caso de que el español consiguiera superar al italiano se encontraría
entonces con las segundas lenguas extranjeras: en Francia el alemán, y en Alemania el
francés. Si seguimos la terminología del marqués de Tamarón, el español es una lengua
internacional, a diferencia del inglés, que se ha convertido en una lingua franca.23 Pero
incluso ese estatuto sería discutible en Europa donde ese adjetivo correspondería más bien al
francés y (de modo creciente) al alemán, mientras que el español (como el italiano) sería
una lengua de cultura.
En todo caso, sí parece claro que el español es un tipo de lengua distinto en Alemania y
Francia: básicamente expresiva y de ocio, en el primer caso, pero más instrumental y útil en
el segundo. En este sentido, el mercado del español en Francia se parece al mercado
norteamericano (donde es, claramente, una lengua instrumental), mientras que el mercado
del español en Alemania parece seguir una pauta más marcadamente europea.

En consonancia con nuestro argumento, hemos demostrado que lo anterior se traduce en


una segmentación sociodemográfica de la demanda de español en ambos países: más ligada
al mercado de trabajo en Francia, y menos en Alemania. Finalmente, también hemos
corroborado que todo lo anterior es relevante para entender las diferencias en la modalidad
de estudio, más formal en Francia y menos en Alemania.

En otro orden de cosas, desde el punto de vista de la estrategia a seguir en la competencia


con otras lenguas por los mercados europeos, hemos subrayado la enorme potencialidad del
español, sobre todo en Alemania. El techo de la gran demanda potencial de nuestro idioma
en este país está precisamente en su carácter puramente vacacional. Esto, hasta cierto
punto, la hace dependiente de las oscilaciones de los mercados turísticos, lo cual por sí solo
no sería tan problemático, dada la posición de liderazgo de España en éstos. El problema de
este posicionamiento del español radica, sobre todo, en que no invita al hablante a
profundizar en su conocimiento más allá de los rudimentos necesarios para desenvolverse
(cursos en niveles básicos). A la larga, esto impediría mantener una demanda continuada y,
sobre todo, diversificar la oferta con productos más diferenciados —cursos o programas
avanzados o dirigidos a segmentos más específicos.

Ahora bien, si la fuerza de lo expresivo se encauza hacia otros aspectos «cálidos» o


emocionales, poniendo el acento en el español como lengua de tradición literaria, de arte y
de cultura —frente al inglés o el alemán como lenguas «frías», de trabajo y de economía—,
lo expresivo puede ser una ventaja competitiva, y no un obstáculo endógeno al crecimiento.
Se trataría una vez más de la estrategia clásica de la imagen de España: el español como
lengua de cultura o incluso de «civilización» en un emergente «mercado de civilizaciones»
(paralelo a su eventual conflicto), con un aura singular de prestigio, lo cual va más asociado
a lo expresivo que a lo económico.25 En este sentido —y esto no pasa de ser otra conjetura—
, la «alianza estratégica» en el mercado europeo con el francés, más que con el italiano,
puede redundar en un crecimiento conjunto frente al inglés y al alemán. En definitiva, las
estrategias de marketing del español no se pueden desligar de las de la «marca España» en
general.

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