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LECTURAS PARA 26/08 (PADRE JP SANCHO)

Sagrada Escritura – Ef. 2, 11-21

"Así que, recordad cómo en otro tiempo vosotros, los gentiles según la carne, llamados
incircuncisos por la que se llama circuncisión - por una operación practicada en la carne -,
estabais a la sazón lejos de Cristo, excluidos de la ciudadanía de Israel y extraños a las alianzas
de la Promesa, sin esperanza y sin Dios en el mundo. Mas ahora, en Cristo Jesús, vosotros, los
que en otro tiempo estabais lejos, habéis llegado a estar cerca por la sangre de Cristo. Porque
él es nuestra paz: el que de los dos pueblos hizo uno, derribando el muro que los separaba, la
enemistad, anulando en su carne la Ley de los mandamientos con sus preceptos, para crear en
sí mismo, de los dos, un solo Hombre Nuevo, haciendo la paz, y reconciliar con Dios a ambos
en un solo Cuerpo, por medio de la cruz, dando en sí mismo muerte a la Enemistad. Vino a
anunciar la paz: paz a vosotros que estabais lejos, y paz a los que estaban cerca. Pues por él,
unos y otros tenemos libre acceso al Padre en un mismo Espíritu. Así pues, ya no sois extraños
ni forasteros, sino conciudadanos de los santos y familiares de Dios, edificados sobre el
cimiento de los apóstoles y profetas, siendo la piedra angular Cristo mismo, en quien toda
edificación bien trabada se eleva hasta formar un templo santo en el Señor, en quien también
vosotros estáis siendo juntamente edificados, hasta ser morada de Dios en el Espíritu."

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Del Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica

LA REVELACIÓN DE DIOS

6. ¿Qué revela Dios al hombre?

Dios, en su bondad y sabiduría, se revela al hombre. Por medio de acontecimientos y palabras,


se revela a sí mismo y el designio de benevolencia que él mismo ha preestablecido desde la
eternidad en Cristo en favor de los hombres. Este designio consiste en hacer partícipes de la
vida divina a todos los hombres, mediante la gracia del Espíritu Santo, para hacer de ellos hijos
adoptivos en su Hijo Unigénito.

7. ¿Cuáles son las primeras etapas de la Revelación de Dios?

Desde el principio, Dios se manifiesta a Adán y Eva, nuestros primeros padres, y les invita a una
íntima comunión con Él. Después de la caída, Dios no interrumpe su revelación, y les promete
la salvación para toda su descendencia. Después del diluvio, establece con Noé una alianza que
abraza a todos los seres vivientes.

8. ¿Cuáles son las sucesivas etapas de la Revelación de Dios?

Dios escogió a Abram llamándolo a abandonar su tierra para hacer de él «el padre de una
multitud de naciones» (Gn 17, 5), y prometiéndole bendecir en él a «todas las naciones de la
tierra» (Gn12,3). Los descendientes de Abraham serán los depositarios de las promesas divinas
hechas a los patriarcas. Dios forma a Israel como su pueblo elegido, salvándolo de la esclavitud
de Egipto, establece con él la Alianza del Sinaí, y le da su Ley por medio de Moisés. Los Profetas
anuncian una radical redención del pueblo y una salvación que abrazará a todas las naciones
en una Alianza nueva y eterna. Del pueblo de Israel, de la estirpe del rey David, nacerá el
Mesías: Jesús.

9. ¿Cuál es la plena y definitiva etapa de la Revelación de Dios?

La plena y definitiva etapa de la Revelación de Dios es la que Él mismo llevó a cabo en su Verbo
encarnado, Jesucristo, mediador y plenitud de la Revelación. En cuanto Hijo Unigénito de Dios
hecho hombre, Él es la Palabra perfecta y definitiva del Padre. Con la venida del Hijo y el don
del Espíritu, la Revelación ya se ha cumplido plenamente, aunque la fe de la Iglesia deberá
comprender gradualmente todo su alcance a lo largo de los siglos.

«Porque en darnos, como nos dio a su Hijo, que es una Palabra suya, que no tiene otra, todo
nos lo habló junto y de una vez en esta sola Palabra, y no tiene más que hablar» (San Juan de la
Cruz)

10. ¿Qué valor tienen las revelaciones privadas?

Aunque no pertenecen al depósito de la fe, las revelaciones privadas pueden ayudar a vivir la
misma fe, si mantienen su íntima orientación a Cristo. El Magisterio de la Iglesia, al que
corresponde el discernimiento de tales revelaciones, no puede aceptar, por tanto, aquellas
“revelaciones” que pretendan superar o corregir la Revelación definitiva, que es Cristo.

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101. ¿En qué sentido toda la vida de Cristo es Misterio?

Toda la vida de Cristo es acontecimiento de revelación: lo que es visible en la vida terrena de


Jesús conduce a su Misterio invisible, sobre todo al Misterio de su filiación divina: «quien me ve
a mí ve al Padre» (Jn 14, 9). Asimismo, aunque la salvación nos viene plenamente con la Cruz y
la Resurrección, la vida entera de Cristo es misterio de salvación, porque todo lo que Jesús ha
hecho, dicho y sufrido tenía como fin salvar al hombre caído y restablecerlo en su vocación de
hijo de Dios.

102. ¿Cuáles han sido las preparaciones históricas a los Misterios de Jesús?

Ante todo hay una larga esperanza de muchos siglos, que revivimos en la celebración litúrgica
del tiempo de Adviento. Además de la oscura espera que ha puesto en el corazón de los
paganos, Dios ha preparado la venida de su Hijo mediante la Antigua Alianza, hasta Juan el
Bautista, que es el último y el mayor de los Profetas.

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Knox: “Creo en Jesucristo”

Ahora hemos llegado al punto capital del Credo; éste es el tema del Credo. No debemos
pronunciar apresuradamente las palabras Jesús y Cristo. Si damos a una persona dos nombres,
puede ser por uno de tres motivos; puede ser un mero adorno. Al bautizarte, no pasa nada si
te dan el nombre de María. Pero, si tu padrino y madrina lo profieren, te pueden bautizar con
los nombres de María, Juana, Matilde, Blanca, Sofía, Ludmila, Beatriz, Rosa... Y todos esos
nombres son, simplemente, maneras diferentes de designar a la misma persona. A veces, se le
da un nombre más a una persona para distinguirla de los demás. Hablamos de Guillermo el
Conquistador para distinguirle de todos los demás Guillermos. Pero otras veces, cuando se le
llama a una persona por dos nombres, o un nombre y un título —en el fondo es lo mismo—, se
aporta de veras alguna información sobre ella. Podéis hablar del Señor «Jiménez, el cartero»
para señalar a un concreto Sr. Jiménez, que es cartero que, en ese momento, pasa por la acera
de enfrente sin uniforme que lo distinga. También se puede decir, «allí va María Snorks», y así
se explica que ella es la hija del famoso actor de cine Sr. Snorks. Un nombre puede ser
meramente decorativo, o puede simplemente ser una etiqueta, o puede decirnos algo acerca
de la persona a quien se le aplica.

No vayamos a pensar que hablar de «Jesucristo» es una manera complicada de referirnos a


nuestro Señor, ya que se podría decir sencillamente «Jesús» o «Cristo». Y tampoco es una
manera de distinguirle del famoso general israelita que conquistó Palestina, que también se
llamaba Jesús, aunque lo llamamos Josué. No, al decir «Jesucristo» no estamos simplemente
nombrando a nuestro Señor, estamos diciendo algo sobre Él. «Cristo» no es nombre, es más
bien un título, y por eso «Jesucristo» es la verdadera clave del Credo, porque, cuando los
primeros Apóstoles salieron a predicar la fe cristiana, la palabra «Jesucristo» encerraba el
contenido básico de su mensaje. Dijeron a sus amigos judíos que «Jesús es el Cristo» y aquéllos
entendieron perfectamente a qué se referían.

Si no sabéis qué querían decir los Apóstoles, es debido a que leéis poco el Antiguo Testamento.

¿Adónde habíamos llegado el último día? «Creo en Dios Padre Todopoderoso, Creador del
Cielo y de la Tierra». Dios podía no habernos revelado más que esto, podía haberse parado
aquí; esto sería todo lo que sabríamos acerca de Él: en realidad, lo que podemos llegar a saber
con las solas posibilidades de nuestra inteligencia, sin otra ayuda. ¿Qué es lo que podría
ayudarnos para ir más allá de esas posibilidades de nuestra inteligencia?: la revelación. Ahora
que sabemos acerca de Dios todo lo que podemos saber empleando nuestra inteligencia,
vamos a echar un vistazo a nuestro alrededor para comprobar si Dios se nos ha revelado.
Vamos a remontar el curso de la Historia, y no me refiero a la nuestra, sino a la del mundo
entero, con el fin de tener una visión de ella más abierta y más completa que la que
habitualmente tenemos.

Al hacer esto, nos encontramos con una raza que es única; me refiero a los judíos. Única por
muchos motivos; ¿qué otra raza partiendo de tan menguado territorio se ha extendido tanto
por el mundo? ¿Qué otra raza ha podido mantenerse tan inalterada en sus características?
¿Qué otra raza ha hecho tan pocas conquistas y ha influido tanto en la Historia? Los judíos,
desde cualquier punto que se les considere, no son como los demás. Y esto, creo, es una de sus
más curiosas características. El judío siempre piensa en el futuro, no en el pasado; siempre
mira hacia el tiempo bueno que ha de venir, en vez de lamentarse de los buenos tiempos que
ya pasaron.

Hoy día esto no nos sorprende; todos hemos llegado a creer en esa cosa llamada progreso que,
al parecer, significa que el mundo mejora constantemente. Pero quizá no sabéis que ésta es
una idea muy moderna, que, según creo, se le ocurrió a un sacerdote en el siglo XVIII. ¿Qué
pensaría él ahora de esa idea suya? Antes estaba muy extendido el pensamiento de que ya no
había épocas doradas, que nunca las volveríamos a ver. Lo podemos encontrar incluso
remontándonos a Homero, cuando, al parecer, el mundo debería sentirse todavía muy joven.
En toda la literatura clásica siempre se habla de cómo era la vida de espléndida en la edad de
oro, la era de Saturno, cuando la gente, tumbada bajo los árboles, se alimentaba de bellotas y
nunca había guerra. En la literatura hebrea no sucede así, y pensad en la cantidad de esa
literatura que conocemos: todo el Antiguo Testamento. Los judíos sabían perfectamente bien
que el hombre había perdido el Paraíso; estaba claramente escrito en el tercer capítulo del
Génesis. Mas no se ponían a darle vueltas lamentándose; y esto es lo típico de ellos. «He aquí
que el tiempo vendrá, dice el Señor», éste es el estribillo de la literatura hebrea. Siempre
esperan el futuro con esperanza y no miran hacia atrás con lamentaciones.

Vamos a hacer un rápido repaso de la historia de ese pueblo extraordinario. Empieza con los
Patriarcas Abraham, Isaac y Jacob. Ya los conocéis de oídas y habéis visto pintorescos cuadros
que los representan; nos imaginamos a Abraham como un anciano vestido de púrpura, con el
aspecto de quien se ha echado una cortina por encima para disfrazarse; siempre salía a dar un
paseo con un bastón en una mano y un incensario en la otra. Yo no creo que tuviera realmente
ese aspecto, era simplemente un rudo jefe del desierto, que había ocupado Canaán con sus
rebaños, y tendría unos trescientos hombres en su tribu, bajo sus órdenes; exteriormente era
como cualquier otro jefecillo de la comarca. Pero si cualquiera de nosotros nos hubiéramos
tropezado con él, una cosa sí nos habría llamado la atención: ese hombre vivía cara al futuro.
Nos diría que Dios le había prometido a él y a los suyos toda la tierra de Canaán, y, lo que es
más, Dios había prometido que en su posteridad todas las naciones del mundo serían
bendecidas.

Él transmitió ese sueño a su hijo Isaac y éste a su hijo Jacob. Jacob, hacia el final de su vida,
emigró con toda su familia a Egipto y allí todo le fue mejor; por concesión real disfrutaba de
algunos de los mejores pastos. No obstante, cuando murió hizo jurar a sus hijos que
devolverían sus huesos tarde o temprano a la tierra de Canaán; para él también aquélla era
tierra sagrada, aquel trozo de tierra calcinada, y no quería que le enterraran en otro lugar; iba
a ser importante algún día.

Sus descendientes se hicieron impopulares en Egipto. Fueron reducidos a la esclavitud y se les


obligó a trabajar en las pirámides. Moisés, su gran héroe nacional, les libró de esa esclavitud y
les llevó al desierto de Arabia; al cabo de cuarenta años, conquistaron y poblaran esa misma
tierra de Canaán en donde sus antepasados no habían sido más que unos insignificantes
ganaderos. Justo antes de morir, Moisés hizo un comentario curioso. Dijo que algún día Dios
suscitaría un profeta como él; a él, dijo Moisés, debéis escuchar. Y a partir de ese momento,
los judíos estaban siempre esperando que apareciese el Profeta que sería un segundo Moisés.
Y sí que tuvieron grandes profetas, Elías, Eliseo y todos los demás. Pero nunca, ni por un
momento, pensaron que el Profeta había venido. No, el Profeta sería alguien que iba a salvar
Israel, liberado de sus enemigos igual que Moisés.

Bien, pasó el tiempo y los judíos pensaron que sería bueno que tuvieran un Rey. El primero no
fue un gran éxito, pero el segundo, el rey David, llegó a ser un gran héroe nacional. Sucede una
cosa curiosa, en toda la poesía que él escribió y en los versos que se escribieron quizá por
imitadores suyos, se concede a David importancia por un solo motivo: en su familia, años más
tarde, surgiría un Rey que sería mucho más importante que el propio David y que reinaría de
un extremo de la tierra al otro. En aquella época, cuando se coronaba a los reyes, se les ungía
con óleos; y por eso llamaron a ese gran Rey que iba a venir, el Mesías el Ungido.

Más tarde, cuando los judíos aprendieron griego, tradujeron esa palabra al griego, y en esta
lengua Ungido se dice christos. Y a partir de entonces los judíos no esperaban simplemente a
un Profeta que les iba a liberar, sino un Rey descendiente de la familia de David y que se
llamaría Cristo.

El Rey David es poco más o menos contemporáneo de Homero, o sea, lo que llamamos unos
mil años antes de nuestra era. El milenio que siguió fue difícil para los judíos. El reino terrestre
de los judíos no fue un gran éxito; siempre sufrían invasiones de ejércitos poderosos,
procedentes de Asiria y Babilonia, y, al final, casi todo el pueblo fue llevado cautivo al exilio.
Cuando, aproximadamente en el año quinientos antes de nuestra era, volvieron de ese exilio,
los judíos se encontraron con que eran una nación muy insignificante, comparada con lo que
fueron anteriormente. A lo largo de todo ese período de cautividad, las principales figuras de
la literatura judía fueron los que llamamos Profetas. Y tampoco los Profetas se ponían a
lamentarse diciendo: «¡Cuán mejores eran aquellos tiempos de los Reyes David y Salomón!».
No, sino que miraban hacia el futuro; y decían: «¡Qué espléndido será todo cuando venga
Cristo a liberarnos!».

Y de lo que dijeron los Profetas, tomando un poco de aquí y otro de allá —porque no es
demasiado fácil entender a los Profetas—, los judíos aprendieron muchas cosas en las que no
habían reparado antes. Descubrieron que la principal razón por la que siempre sufrían derrotas
con sus enemigos era por ser tan malvados; no guardaban la ley de Dios, oprimían a los
pobres, adoraban a dioses falsos, etc. Llegaron a darse cuenta de que Cristo tendría que
liberarles, no de sus enemigos, sino de sus propios pecados; que su reino iba a ser de paz y de
justicia, no una especie de fiesta en la que podrían alegrarse de la derrota de sus enemigos.
Además, había una extraña historia, algo que les costaba mucho entender: que este Rey, este
Cristo que iba a venir, tendría que sufrir, que expiar los pecados de su pueblo. Y también
empezaron a darse cuenta de que este Rey, este Cristo, no sería un hombre corriente. Iba a ser
Alguien que bajaría del Cielo para juzgar al mundo; parecería, dijeron los Profetas, como el Hijo
del Hombre, lo cual quiere decir, por supuesto, que no sería un Hijo de hombre, porque, de lo
contrario, ¿qué objeto tendría decir que lo parecería? Durante esa época, las esperanzas de los
judíos se habían hecho más bien confusas, pero seguían tan firmes como siempre. Y alrededor
del año que llamamos año cero, los judíos piadosos eran llamados «gente que esperaba la
consolación de Israel»; esperaban la venida del Cristo, porque el Profeta Daniel había predicho
que aquélla sería la época en que Él vendría.

¿Sabéis lo que es intentar abrir un cajón y ensayar con un manojo de llaves hasta dar con la
adecuada?, y lo maravilloso que es, cuando, por fin, una de las llaves encaja, como si la
hubieran hecho para esa cerradura, y el mecanismo cede sin dificultad. Así sucedió; la llave
encajó en la cerradura, aconteció algo que coincidía con todo lo que esperaban los judíos.
Nació en Belén el hijo de una pobre mujer, quien lo llamó Jesús. Ella era pobre, pero descendía
de la estirpe de David y eso llegó a ser sabido hasta tal punto que los ciegos mendigos, cuando
Él era adulto, le gritaban: «ten compasión de nosotros, Hijo de David». Pero Él no se llamó Hijo
de David; Él se llamaba Hijo del Hombre, para que la gente recordase aquel Hijo del Hombre
que iba a venir a ser juez. Y afirmaba que Él era un Profeta como Moisés, —más grande— que
Moisés, pues de otro modo no podía haber dicho: «Moisés dijo tal cosa, pero Yo os digo esto
otro». Y cuando Él preguntaba a sus amigos quién pensaban que era, los más íntimos decían:
«tú eres Cristo».

Por entonces, Él no les dejaba que se lo dijeran a nadie; pero más tarde, cuando los Sumos
Sacerdotes le llevaron al tribunal y le preguntaron: «¿eres el Cristo?», Él respondió: «Lo soy, y
cuando me volváis a ver será porque vendré a juzgar al mundo». El hijo de Abraham, el Hijo de
David, que se llamaba a sí mismo el Hijo del Hombre, que afirmaba ser más grande que los
Profetas, que decía que había venido a fundar un Reino, que decía ser el Cristo y el Juez del
mundo, ése era Jesús de Nazaret. Y porque creemos en esta afirmación, decimos: «Jesús es el
Cristo». El Niño que nació en Belén es ese Cristo, ese Rey Ungido que viene del Cielo, a quien
los judíos esperaron durante todos aquellos siglos. La llave había encajado en la cerradura, la
puerta se abrió y nos reveló todo lo que necesitábamos saber acerca del mundo sobrenatural,
el cielo, el infierno y el perdón de nuestros pecados.
G.K. Chesterton: “El Dios en la Caverna”

Este bosquejo de la historia humana comenzó en una caverna: la ciencia popular asocia la
caverna con el hombre de las cavernas, y en ellas se han descubierto arcaicos dibujos de
animales. La segunda mitad de la historia humana, que equivale a una nueva creación del
mundo, comienza también en una caverna. Y para que la semejanza sea mayor, también en
esa caverna hay animales. Porque se trata de una cueva usada como establo por los
montañeses que habitan las tierras altas de los alrededores de Belén, y que todavía, en estos
tiempos, recogen en cuevas su ganado al llegar la noche.

A ella llegó, una noche, una pareja sin hogar, y tuvo que compartir con las bestias aquel refugio
subterráneo, después de que las puertas de todas las casas del pueblo se habían cerrado ante
sus súplicas. Aquí fue, debajo de la tierra pisada por los indiferentes, donde nació Jesucristo.
Pero en esta segunda Creación había, sin duda, algo de simbólico, como en las rocas primitivas.
Dios fue también un hombre de las cavernas; también Él dibujó figuras extrañas de criaturas
de caprichoso colorido sobre los muros del mundo; pero a estas figuras les dio vida luego.

La leyenda y la literatura, inagotables, han repetido hasta la saciedad las variantes de esta
paradoja: que las manos que hicieron el sol y las estrellas fueron tan pequeñas que no
pudieron siquiera llegar a las cabezotas de las bestias, que estaban en torno a su cuna. Sobre
esta paradoja, sobre esta humorada, diríamos mejor, se funda toda la literatura de nuestra fe.
La humorada escapa a toda crítica científica; tiene todas las virtudes de la verdad, salvo que no
es verdad.

El contraste entre la creación cósmica y el nacimiento infantil y minúsculo, ha sido repetido,


reiterado, subrayado, cantado y salmodiado en cientos de miles de himnos, ritos, cánticos,
poemas, descripciones y pinturas. Por ello se necesita un espíritu crítico muy superior para
emanciparse de la sugestión constante de la asociación de ideas. Algo debemos decir a este
propósito, porque en ello está fundada la tesis del libro. Los críticos modernos conceden una
gran importancia a la educación en la vida y a la psicología en la educación. Están hartos de
oírnos que las primeras impresiones son las que fijan un carácter, y señalan, como ejemplos
angustiosos, el del muchacho que turba su sentido visual con los colores falsos de un prisma, o
cuyos nervios son, prematuramente, sacudidos por un estridor cacofónico. Nosotros fundamos
una diferencia fundamental entre nacer cristiano o nacer judío, musulmán o ateo.

Los católicos han aprendido todo en los cuadernos, en las estampas. Los niños protestantes lo
han aprendido en los relatos, y una de las primeras impresiones que ha recibido su
imaginación ha sido esta combinación increíble de ideas contrastadas. No se trata,
simplemente, de una diferencia teológica: es una diferencia psicológica.

Los agnósticos y los ateos, que en su niñez han conocido el Nacimiento, que han asistido a esta
fiesta cristiana, no podrán nunca impedir, por muchos esfuerzos que hagan, que en su mente
se opere esta asociación de ideas la idea de un niño y la idea de una fuerza desconocida capaz
de sostener las estrellas. Su instinto y su imaginación realizarán, inmediatamente, esta
asociación de ideas, por mucho que su razón trate de convencerse de que no hay necesidad de
realizarla. Más aún: la simple visión de un cuadro, que represente una madre con un niño;
tendrá para él un sabor de religión, y de la misma manera experimentará una sensación de
piedad, de ternura, con la sola mención del nombre de Dios. Aunque ambas ideas no tengan
necesaria ni naturalmente que ir combinadas. Necesariamente, no irán asociadas en la
imaginación de un chino o de un griego antiguo, aunque se tratara de Aristóteles o Confucio.
Sin embargo, se han creado en nuestra mente porque somos cristianos y a consecuencia de la
Natividad. Es decir, que, psicológicamente, somos cristianos, aun cuando, teológicamente, no
queramos serlo. Hay una gran diferencia entre el hombre que sabe y el que no sabe. Es
indispensable que esa diferencia exista entre el musulmán o el judío y nosotros, porque en
nuestro particular horóscopo se verifica ese cruce de dos luces particulares, esa conjunción de
dos estrellas. Omnipotencia e impotencia, o divinidad e infancia, forman, definitivamente, una
especie de epigrama, que no puede borrarse ni desfigurarse por millones y millones de veces
que se repita. Belén es, enfáticamente hablando, el lugar donde los extremos se tocan.

Aquí comienza —no hace falta decirlo— una nueva influencia para la humanización del
Cristianismo.

Si el mundo necesitara tomar un aspecto del Cristianismo que no diera lugar a controversias,
seguramente elegiría la Natividad. Y no hace falta hablar de lo que podría estimarse un aspecto
controvertible (no quiero en ningún momento de mi razonamiento imaginar por qué): del
respeto a la Santísima Virgen. Cuando yo era niño, una generación más puritana se opuso a la
colocación sobre una iglesia parroquial, de una estatua que representaba a la Virgen y al Niño.
Después de muchas controversias, se transigió con que se suprimiera al Niño. Se creía que la
Madre era menos peligrosa al desposeerla de lo que constituía una especie de defensa suya.
Pero es inútil. No se puede arrancar de los brazos de la estatua de una madre la figura de su
recién nacido. No se puede alejar de ella. De la misma manera, no se puede suspender en el
aire la idea de un recién nacido, aislarla, desmenuzarla. No se puede llegar al hijo sino a través
de la madre. Si pensamos en Cristo en este aspecto, la idea le sigue, como en la historia. No se
puede arrancar la idea de Cristo de la idea de la Natividad, y, como en los cuadros antiguos,
estas dos cabezas están demasiado juntas, demasiado unidas, para que sea posible establecer
una separación entre los halos luminosos que las circundan.

Todas las miradas de admiración y de adoración que estaban desparramadas hacia afuera,
hacia las cosas grandes, se vuelven ahora hacia dentro, hacia las cosas pequeñas. Dios, que
había sido una circunferencia, es considerado como centro; y un centro es infinitamente
pequeño. La espiral espiritual procede de afuera hacia adentro, no de adentro hacia afuera. Es
centrípeta, no centrífuga. La fe se convierte, en muchísimos aspectos, en una religión de cosas
pequeñas. Pero sus tradiciones, consagradas, certifican, suficientemente, esa maravillosa
paradoja que significa la Divinidad en la cuna. Quizá no se ha concebido tan claramente la
significación de la Divinidad en la caverna.

Se ha tratado de reproducir la escena de Belén con la mayor puntualización del tiempo y del
lugar, del paisaje y de la arquitectura. Pero mientras todos han coincidido en que se trataba de
un establo, no muchos han sabido que se trataba también de una caverna. Algunos críticos han
creído ver una contradicción entre el establo y la caverna, con lo que demuestran saber muy
poco de las cavernas y los establos de Palestina. Y como se han visto diferencias donde no las
hay, no hay que decir que no se han visto donde las había. Mito o misterio, Cristo nació en una
caverna, principalmente porque esto señalaba su posición entre los pobres y los abandonados.

Lo evidente es, como decía antes, que la caverna no ha sido interpretada tan común y
claramente como un símbolo, como las demás realidades que rodean a la primera Natividad.

La explicación puede encontrarse en la dificultad que representa el hallazgo de una nueva


dimensión. Cristo nació, no sólo en la superficie del mundo, sino “dentro” del mundo. El
primer acto del divino drama se desarrolló, no ya en el escenario superficial a la vista del
espectador, sino en un escenario obscuro y escondido, lejos de la luz; y ésta es una idea muy
difícil de expresar de una manera artística. Lo extraño, en el caso de Belén, es que el cielo
estaba debajo de la tierra.

Sería inútil el tratar de decir nada original, nada nuevo, acerca de la concepción de una
divinidad nacida como Jesucristo, un caído sin hogar y sin ley, y precisamente con los atributos
de la máxima ley y del máximo deber hacia los pobres y hacia los sin ley. En aquel momento es
cuando adquiere profunda y real significación la verdad de que no hay ya esclavos. Habrá
todavía gentes que lleven este título legal, en tanto que la Iglesia no tenga poder suficiente
para rescatarlos; pero ya no existirá el estado de servilismo de los paganos. El individuo
adquiere una importancia nueva. Un hombre no puede ser ya un simple medio para un fin. De
ninguna manera, el medio para el fin de otro hombre.

Este hecho popular y fraterno tiene su analogía con la historia de los Pastores, que se
encuentren un día hablando cara a cara con el Rey de los Cielos. Pero hay otro aspecto del
elemento popular representado por los Pastores, que no se ha desarrollado debidamente, y
que de un modo más directo se refiere a lo que estamos diciendo.

Los hombres del pueblo, los hombres humildes, como los pastores, han sido en todas partes
los que crearon los mitos. Ellos fueron los que sintieron de un modo más directo, sin que la
filosofía enfriara su sentimiento, lo que ya hemos dicho antes: que las imágenes eran
productos de la imaginación, que la mitología era una especie de búsqueda, que había en la
naturaleza algo sobrehumano. Ellos supieron descifrar que el alma de un paisaje es una
historia, y el alma de una historia es una personalidad. Pero el racionalismo había destrozado
ya estos tesoros de imaginación, realmente irracionales, del hombre rústico, al que con un
procedimiento sistemático de esclavitud se le arrancaba de su casa y de su hogar. Sobre todas
estas ingenuidades, ha caído un crepúsculo de desilusión. Las Arcadias desaparecen al sacarlas
del bosque, Pan ha muerto, y los pastores se han desparramado como sus ovejas. Y, sin
embargo, la hora estaba próxima en que todo iba a cambiar, y aunque nadie lo había oído
todavía, un grito lejano, en lengua desconocida, iba a hacerse oír sobre las montañas. Los
pastores habían encontrado al fin a su Pastor.

Lo que encontraron entonces estaba a tenor con las cosas que veían todos los días. El
populacho se ha equivocado en muchas cosas; pero no se ha equivocado al creer que las cosas
sagradas tendrían una habitación, y que la Divinidad no necesitaba desdeñar los límites de
tiempo y espacio. Los bárbaros que concibieron la fantástica idea del sol captado y encerrado
en una caja, o el mito salvaje de aquel dios que era rescatado con la piedra con que se abatía a
su enemigo, estaban más cerca del sublime secreto de la caverna y sabían más de las
vicisitudes del mundo que todos aquellos hombres de las ciudades mediterráneas, que se
habían contentado con frías abstracciones o con generalizaciones cosmopolitas; más que
todos los que hilaban delgadísimo el pensamiento con la rueca del trascendentalismo de
Plauto o el orientalismo de Pitágoras. Lo que encontraron los pastores no era una academia o
una república, no era un sitio donde se hacía la alegoría de los mitos, se los diseñaba o se los
desechaba. No; era el lugar donde los sueños eran realidad. Desde aquel día, no hubo más
mitologías en el mundo.

Al convertir la comedia de Belén en una égloga latina, no se hizo más que unir los dos
eslabones más importantes de la historia humana. Virgilio, como ya hemos visto, representa el
paganismo sensato, frente al paganismo insensato que sacrifica al hombre; pero las virtudes
virgilianas y su paganismo sensato estaban en incurable decadencia, planteando un problema
cuya solución no llegó hasta la revelación a los Pastores.
Si el mundo hubiera podido escoger, al cansarse de ser demoníaco, se hubiera curado,
simplemente, con ser sensato. Pero si también se hubiera cansado de ser sensato, ¿qué
hubiera sucedido? El suceso esperado es lo que regocija a los pastores de la égloga arcádica.
Una de las églogas hasta está considerada como una profecía de lo que iba a producirse. Pero
donde encontramos mayor identificación con el gran acontecimiento, es en el tono y en la
dicción del gran poeta, y más aun en las propias frases humanas de los pastores virgilianos:
Incipe parve puer, risu cognoscere matrem... En ellas se encuentra lo mejor que existe en las
remotas tradiciones latinas. Algo más que un ídolo de madera, presidiendo para siempre la
familia humana: un Dios y su Hogar. La mitología tiene muchos errores; pero no ha andado
equivocada al ser tan carnal como la Encarnación. Con voz parecida a la que se supone resonó
en las grutas, puede gritar otra vez: “¡Lo hemos visto, nos ha visto un Dios visible!”, a cuya voz
los pastores bailan, alegremente, en las cimas, sobre la frialdad de los filósofos. Pero los
filósofos también han oído.

Todavía queda otra extraña y bella historia. Los filósofos han llegado de las tierras de Oriente,
coronados con la majestad de reyes y vestidos con el misterio de los magos. Su misterio es tan
melodioso como sus nombres: Melchor, Gaspar y Baltasar. Los acompaña toda la sabiduría,
que han mirado en las estrellas de Caldea y el sol de Persia. En ellos vemos la misma curiosidad
que impulsa a todos los sabios. Los anima el mismo ideal humano que los animaría si sus
nombres fueran Confucio, Pitágoras o Platón. Eran de los que buscan no la leyenda, sino la
verdad de las cosas. Su sed de verdad era sed de Dios, y tuvieron su recompensa. El premio fue
ver completo lo que estaba incompleto. En sus propias tradiciones y en sus propios
razonamientos, encontraban confirmado que aquello era la Verdad. Confucio habría
encontrado un nuevo fundamento de la familia, en la Sagrada Familia. Buda hubiera visto
nuevas renunciaciones: de estrellas, mejor que de joyas; de divinidades, más que de realeza.

Todos los sabios hubieran tenido el derecho de decir, o mejor un nuevo derecho a decir que
sus antiguas enseñanzas eran verdad. Pero los sabios habían venido a aprender, habían venido
a completar sus conceptos con algo que antes no se concebía. Buda hubiera descendido de su
impersonal paraíso, para adorar a una persona. Confucio habría dejado sus templos de
adoración al pasado, para adorar a un Niño.

El nuevo cosmos era más amplio que el viejo cosmos, porque el Cristianismo es mayor que la
creación, tal y como era antes de Cristo; porque en él se incluyen las cosas que eran y las que
no eran. Vale la pena insistir en este punto, estableciendo una comparación con la creencia
piadosa de los chinos, que es semejante a las virtudes de otras creencias paganas. Nadie ignora
que forma parte de nuestras doctrinas un razonable respeto a los padres; del que participó
Dios mismo durante su niñez en lo que atañe a sus padres terrenales. Pero en lo que respecta
al amor de los padres hacia Él, la idea es completamente distinta a la de la creencia confuciana.
El niño Cristo no es nunca semejante al niño Confucio: nuestro misticismo le concibe en una
eterna infancia. A Confucio no se le hubiera aparecido nunca el Niño, como llegó a los brazos
de San Francisco.

La Iglesia contiene todo lo que el mundo no contiene. La propia vida no atiende tan bien como
la Iglesia a todas las necesidades del vivir. La Iglesia puede enorgullecerse de su superioridad
sobre todas las religiones y todas las filosofías.

¿Dónde tienen los estoicos y los adoradores del pasado un Santo Niño? ¿Dónde está la Nuestra
Señora de los Musulmanes, la mujer que no fue hecha para ningún hombre, y que está sentada
por encima de todos los ángeles? (…)
Y lo mismo en las filosofías o herejías modernas. ¿Cómo lo hubiera pasado Francisco el
Trovador entre los calvinistas y aún entre los utilitarios de la escuela de Mánchester? ¿Cómo lo
hubiera pasado Santa Juana de Arco, una mujer que esgrimía la espada y conducía a los
hombres a la guerra, entre los cuáqueros o la secta tolstoiana de los pacifistas? Y, sin embargo,
hombres como Pascal y Bossuet son tan lógicos y tan analistas como cualquiera de los
calvinistas o utilitaristas, e innumerables Santos católicos han pasado su vida predicando la paz
y evitando la guerra.

Otro tanto sucede con las ultramodernas tentativas de nuevas religiones. Ninguna ha sido
capaz de hacer una cosa que, aun siendo mayor que el Credo, no deje algo afuera (…)

Hay que registrar, además, el importante hecho de que los Magos, que representan en el
Nacimiento el misticismo y la filosofía, están impulsados por el afán de indagar algo nuevo, y
encuentran, realmente, algo inesperado. Porque en esta idea de búsqueda y de
descubrimiento que inspira la Natividad, se llega, en efecto, al descubrimiento de una verdad
científica. En las otras figuras místicas de la milagrosa comedia —en el ángel y en la Madre, en
los pastores y en los soldados de Herodes—, podrán verse aspectos a la vez más sencillos y
sobrenaturales, más elementales o más emocionantes. Pero a los Reyes de Oriente hay que
considerarlos en su afán de sabiduría; la luz que van a recibir va, derechamente, al intelecto. Y
la luz es ésta: que el credo católico es el único católico y nada más que católico. La filosofía de
la Iglesia es universal. La filosofía de los filósofos no lo es. Si Platón o Pitágoras o Aristóteles
hubieran podido recibir un instante la luz que salía de la pequeña cueva, se hubieran
convencido ellos mismos de que su propia luz no era universal. El descubrimiento de esta gran
verdad, es lo que da su tradicional majestad y misterio a las figuras de los Reyes; el
descubrimiento de que la religión abarca más que la filosofía, y que esta religión es la que más
abarca de todas las religiones. La gran paradoja del grupo que contemplamos en la caverna es
que mientras nuestra emoción tiene una simplicidad infantil, nuestros pensamientos se
enlazan en una complejidad sin fin, y nunca podemos llegar al fin de nuestras propias ideas,
acerca de la paternidad del niño y de la niña madre.

Contentémonos con decir que la mitología vino con los pastores, y la filosofía con los filósofos,
y que ambas se fundaron en el reconocimiento de la religión.

Hubo un tercer elemento que no debe ser ignorado. Estuvo presente, en efecto, desde las
primeras escenas del drama, aquel Enemigo que ensució las leyendas con el pecado y congeló
las teorías con el ateísmo del modo que hemos visto cuando tratamos del culto consciente a
los demonios. Al describir este culto y su devorador odio por la inocencia, según se ve en las
artes de la brujería y en sus inhumanos sacrificios humanos, ya he descrito alguno de los
modos indirectos con que penetró en el paganismo sano; cómo manchó la imaginación
mitológica con la lujuria, cómo convirtió en locura el orgullo imperial. Estas dos influencias se
hacen sentir en el drama de Belén. Un gobernador del Imperio romano, de sangre oriental,
aunque se vista y se conduzca como un romano, siente, en aquella hora, dentro de sí, el
horrible espíritu.

Herodes, alarmado por los rumores de que había surgido un misterioso rival, revive el gesto
salvaje de los caprichosos déspotas de Asia, y ordena el asesinato de la nueva generación.
Todo el mundo sabe la historia, pero no todos han visto su significado. Cuando el tenebroso
plan empieza a hacer brillar los ojos de Herodes, puede advertirse que una sombra gris se
proyecta detrás de él y mira por encima de su hombro. Su mirada es la de Moloch. Es el
Demonio que aguarda el último tributo de la raza de Sem, que en este primer festival de
Navidades quiere celebrar también su propia fiesta.
Si no comprendemos bien la presencia del Enemigo, estamos expuestos a falsear la
significación de la Navidad. La Navidad, para nosotros los cristianos, ha llegado a ser una cosa
dulce, apacible, sencilla, cuando en realidad es algo muy complejo; no es una nota sola, sino el
sonido simultáneo de muchas notas: la humildad, la alegría, la gratitud, el miedo místico; pero
al mismo tiempo, el alerta y el drama. No es sólo una conmemoración para los pacíficos y los
romeros; no es una conferencia de paz hindú. Hay en ella también algo de lucha, de desafío.
Algo que hace que cuando las campanas tañen a media noche, su tañido sea tan horrísono
como los cañonazos de una batalla, de una batalla que acaba de ganarse. La atmósfera de
fiesta que respiramos en las Navidades, como una reminiscencia de la fiesta de aquel sagrado
día, no puede hacernos olvidar que la fiesta del Nacimiento se celebró en una caverna.

Verdad es que esa caverna era un refugio contra los enemigos, y que esos enemigos recorrían
ya la pradera pedregosa que se extendía sobre ella, como un cielo. Que los cascos de los
caballos de Herodes pasaron como un trueno sobre la cabeza de Cristo. Pero esa caverna era
como una fortaleza subterránea, adelantaba en el campo enemigo. Herodes, inquieto, sentía
que el ataque venía de debajo de tierra, y que como en un terremoto, su palacio se hundía con
él.

Este es, acaso, el mayor de los misterios de la caverna. Aunque los hombres busquen el
infierno debajo de la tierra, en esta ocasión era el cielo lo que buscaban. Algo así como un
cataclismo de los cielos, la paradoja de la posición completa; que desde entonces, lo más
excelso trabaja en el interior. La realeza sólo puede volver a su ser por una especie de rebelión.
Así, pues, la Iglesia, en sus comienzos, no es una soberanía, sino más bien una rebelión contra
el príncipe del mundo. Luchaba, en realidad, contra una usurpación obscura e inconsciente,
que fue la que originó la rebelión. El Olimpo permanecía suspendido en el firmamento, como
una nube blanca y quieta de formas suntuosas. La filosofía estaba aún encumbrada en lo más
alto, en los tronos reales, mientras Cristo nacía en una cueva y la Cristiandad en las
catacumbas. Los orígenes de la rebelión eran obscuros.

La gran paradoja de la caverna es ésta: por un lado, es un agujero, un rincón despreciable,


donde los sin patria se amontonan como escorias; por otro, es como un palacio encantado,
como algo muy valioso que los tiranos buscan como un tesoro. El posadero envía a ese rincón
a los parias, porque no quiere acordarse de ellos; el rey va a buscarlos allí, porque no los puede
olvidar. Esta paradoja es la iniciación de la vida de la Iglesia. Era importante, cuando era aún
insignificante, cuando era aún impotente. Y era importante porque era intolerable, y justo es
decir que era intolerable porque, a su vez, era intolerante. Se la odiaba, porque secreta y
calladamente había declarado la guerra, porque se había alzado para destrozar los cielos y la
tierra del paganismo. No es que quisiera destruir esa creación de oro y mármol, pero pensaba
que el mundo podía pasarse sin ella, y miraba a través del oro y el mármol, como si hubieran
sido cristal. Los que calumniaron a los cristianos, acusándolos del incendio de Roma, estaban
más cerca de la verdadera naturaleza de la Iglesia, que los modernos profesores que nos dicen
que los cristianos son una especie de sociedad ética, y que fueron martirizados por predicar de
un modo lánguido el amor a nuestros semejantes.

Herodes tiene su papel en la comedia milagrosa de Belén, porque significa la amenaza a la


Iglesia militante y nos la representa, desde un principio, perseguida y obligada a luchar por su
vida.

Y los que piensen que esto es una nota discordante, recuerden que esta nota suena,
simultáneamente, con las campanas de Navidad; y si piensan que la idea de la Cruzada hace
daño a la idea de la Cruz, les diremos que la idea de la Cruz está dañada sólo para ellos,
dañada, digámoslo así, desde la Cuna.

Y esto es lo que nos proponíamos en este lugar. Reunir la combinación de ideas que edifican la
idea cristiana y católica, y hacer notar que todas ellas han cristalizado en la bella historia de la
Navidad. Hay dos cosas distintas que forman, sin embargo, una sola cosa. La primera es el
intento humano de que un cielo ha de ser algo tan local y recogido como un hogar. Es la idea
que persiguen todos los poetas y todos los mitos paganos: que un paraje cualquiera pueda ser
el altar de un dios o la habitación de un bienaventurado. Yo no comprendo por qué el
racionalismo se niega a satisfacer esta necesidad.

El segundo elemento de este estudio, es la realización de una filosofía más vasta que las demás
filosofías: más vasta que la de Lucrecio, e infinitamente más vasta que la de Spencer. Por ella
se mira el mundo a través de miles de ventanas, mientras los antiguos estoicos y los modernos
agnósticos no disponen más que de una.

El tercer punto es que, al mismo tiempo que reúne la localización de la poesía y la amplitud
mayor de la más amplia filosofía, es también una lucha y un reto. Porque si, deliberadamente,
está dispuesta a abrazar cualquier aspecto de la verdad, está inflexiblemente dispuesta a
batallar contra cualquier aspecto del error. Requiere a todo hombre para que luche por ella, y
requiere toda clase de armas para esa lucha. Proclama la paz en la tierra, pero no olvida nunca
por qué hubo guerra en los cielos.

Esta es la trinidad de verdades simbolizadas aquí por tres personajes de la vieja historia de la
Navidad: los pastores y los Reyes y aquel otro rey que asesinó a los niños.

Sencillamente, no es verdad que las otras religiones y las filosofías sean, en este aspecto,
rivales suyas. No es verdad tampoco, que cualquiera de ellas reúna esa combinación de
caracteres. El budismo se jacta de ser en igual grado místico, pero no aspira a ser en igual
grado militante. El islamismo se jacta de ser en igual grado militante, pero no quiere ser en
igual grado metafísico y sutil. El confucianismo se jacta de satisfacer la sed de orden y de razón
de los filósofos, pero no puede satisfacer la sed de los místicos de milagro, sacramento y
consagración de cosas concretas. Son muchas las evidencias de la presencia de un espíritu, a la
vez universal y único.

Resumiendo: no hay ningún motivo en la leyenda pagana, ni en el anecdotario filosófico, ni en


el acontecimiento histórico, capaz de impresionarnos tan profundamente como la palabra
Belén; que ningún nacimiento o niñez de un Niño Dios o de un sabio puede emocionarnos
como la Navidad. Porque aquellos serán siempre o demasiado formales y clásicos o demasiado
sencillos y salvajes o demasiado cultos y complicados. Nadie, cualesquiera que sean sus ideas,
aceptará esos hechos como algo íntimo y propio.

La verdad es ésta: que en este episodio de la naturaleza humana, que es el Nacimiento, hay un
carácter individual y peculiarísimo, algo psicológicamente sustancial, que no puede
interpretarse como una mera leyenda o la simple historia de la vida de un gran hombre.
Porque no inclina nuestras mentes, sistemáticamente, a la grandeza, hacia esa admiración
ampulosa y exagerada de los reyes y de los dioses, a que, en todas las edades, se encontró
propicia la mente humana, sino que es algo consustancial en nosotros, que nos sorprende
desde dentro de nuestro propio ser, como si, explorando nuestra habitación espiritual,
diéramos, de pronto, con un aposento ignorado hasta entonces, del que saliera una clara
luminosidad. Algo que, aun a los más endurecidos corazones, traiciona con una irresistible
atracción hacia el bien. Algo que no está hecho con lo que el mundo llamaría “materia fuerte”.
Algo que es todo lo que hay en nosotros de ternura eterna. Algo que es la palabra rota y la
razón perdida, que se concretan y se hacen positivas. Algo por lo que los reyes exóticos
llegaron de un país lejano y por lo que los pastores dejaron sus correrías por la montaña, y por
lo que la noche y la caverna imperaron solas, recibiendo algo que era más humano que la
Humanidad misma.

(G.K. Chesterton, El hombre eterno, LEA, Bs. As., 1987, pp. 201-221)

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