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SOCIOLOGIA DE LA EDUCACION Y SOCIOLOGIA DE LA CULTURA POPULAR

en AA.VV., Perspectivas actuales en sociología de la educación, Madrid, Instituto de Ciencias de la Educación,


Universidad Autónoma de Madrid, 1983, pp. 13-18.
Claude Grignon.

El análisis de los mecanismos de eliminación y de relegación aparece como un medio irreemplazable de ruptura con las
prenociones ligadas tanto a las representaciones meritocráticas de la escuela y sus relaciones con la justicia social
(representaciones especialmente tentadoras en el caso de Francia, dados los lazos existentes entre el mito de la
«escuela liberadora» y la causa de la escuela laica), como a la ilusión de la posibilidad de una transmisión, socialmente
neutra, de la competencia y de la herencia, cultural; precisamente, el estudio de dichos mecanismos, que tienden a
impedir a los niños provenientes de las clases populares el acceso a, los centros y a las secciones que proporcionan las
formas de cultura más prestigiosas y permiten obtener los títulos más selectivos, constituye un paso previo y primordial
en el análisis de las funciones sociales del sistema de enseñanza. El estudio de las relaciones que las clases populares
mantienen con la escuela y, a través de ella con la cultura «culta», quedaría irremediablemente falseado si no se tuviese
en cuenta, apoyándose en el examen y si fuese necesario en la producción de las relaciones estadísticas entre el origen
social y las trayectorias escolares, cómo los proyectos y las «opciones» de los niños y de sus familias tienden a ajustarse,
por anticipación, a los «destinos» escolares más probables y cómo las perspectivas de fracaso o de abandono prematuro
de los estudios orienta incluso las disposiciones y las actitudes más reductibles, en apariencia, hacia desigualdades
«naturales» entre los «dones».
Pero todo ocurre como si el primado epistemológico concedido, acertadamente, a poner en evidencia los procesos de
relegación, o, lo que viene a ser lo mismo, las jerarquías escolares, incitase a describir las instituciones que ocupan una
posición baja o marginal en la estructura del sistema de enseñanza (y su funcionamiento) refiriéndolas a las instituciones
que ocupan las posiciones más centrales y más altas de dicho sistema, lo que equivale, a fin de cuentas, a describirlas
por defecto contentándose con poner de relieve los desniveles que las separan en todos los dominios (mostrando así
que los programas son menos extensos e intensos, los profesores poseen menos títulos, los títulos son menos cotizados,
los saberes menos «sabios», etcétera). No es sorprendente pues, que en estas condiciones, se ponga el acento de un
modo casi exclusivo en las propiedades de posición negativas de las «escuelas del pueblo», reservando el análisis
interno, d estudio «concreto» de las condiciones y del modo de vida escolar (la relación pedagógica, las técnicas de
inculcación, etc.) a las instituciones que realizan y simbolizan «la excelencia» escolar, a través de las cuales se opera, al
mismo tiempo que la transmisión de la herencia cultural, la selección y la formación de la élite; no es sin duda, una
casualidad que los trabajos realizados en Francia en esta perspectiva (y particularmente los del «Centre de Sociologie
Européenne» hayan sido consagrados en su mayoría a los niveles superiores de la enseñanza superior. AI dejar de este
modo sin respuesta la cuestión de saber cómo la Escuela consigue reformar el habitas de aquellos que excluye
(«convertirlos», «moralizarlos» «domesticarlos», etc.), la sociología de la educación corre el riesgo de dejar el campo
libre a su caricatura, los clichés de moda que identifican superficialmente las escuelas de reclutamiento popular con el
cuartel, la fábrica o la prisión ahorrando la demostración; tenemos aquí un buen ejemplo de cómo la «problemática de
la reproducción» puede, como ha demostrado J. C. Chamboredon en este mismo Symposium, encontrarse contaminada
y desbordada por la «temática de la represión».
Semejante deslizamiento no puede más que contribuir a embrollar aún más los debates ideológicos y políticos que
tienen como blanco la Escuela. Al hacer bascular hacia la derecha, confusamente y en bloque, todo lo que puede ser
sospechoso de emanar del «Poden) y de la «Ideología dominante», aunque sea a riesgo de encontrar, bajo una forma
apenas disfrazada, los lugares comunes «ultra» inspirados por el odio característico de las fracciones en declive al
«Progreso» y a todo lo que éste pueda representar: la «Ciencia», la «Ciudad», la «Industria», la «Instrucción», las críticas
falsamente radicales que reducen la acción de la inculcación de la Escuela a un trabajo de vigilancia y de política, y que
hacen de ella el instrumento privilegiado de la «pérdida de identidad» de las minorías y de la alienación cultural de las
«masas», contribuyen a descalificar y a desarmar, asimilándolas a «posiciones conservadoras» y «superadas», las
investigaciones de aquellos que, en un contexto caracterizado -por el resurgimiento de las ideologías elitistas «duras»,
se esfuerzan, pese a todo, por combatir las desigualdades sociales ante la Escuela y ante la cultura; peor aún, la
multiplicación de críticas «provocadoras» y la ausencia de análisis reales corren el riesgo de conseguir reenviar a los
herederos de las «luces» del lado del «oscurantismo» privándolos de los medios de examinar los efectos no deseados de
la democratización de la enseñanza, la contribución de la Escuela a los mecanismos de dominación lingüística, a la
liquidación de las bases locales y regionales de la cultura popular, etc., al mismo tiempo que les proporcionan excelentes
razones para continuar eludiendo estas cuestiones tabú. En el caso menos desfavorable la dimisión de los sociólogos
contribuye a encerrar la «cuestión escolar» en una aproximación humanista tan estéril como vivaz, sí al menos se juzga
por los balances, mitad críticos mitad nostálgicos, que florecen en la actualidad en las revistas franceses con ocasión del
centenario de las «Leyes Ferry».
Los sociólogos estarían menos inclinados a ceder al maximalismo populista si controlasen mejor las afinidades
subterráneas, concretamente la de la celebración de la «sabiduría» o del «vasto buen gusto» populares, que los
esquemas que ellos utilizan pueden tener con las concepciones «aristocráticas» o «elitistas» de la cultura y si sintiesen
menos vivamente la necesidad de defenderse contra el reproche de tomar partido insidiosamente por la cultura
establecida y por el gusto dominante. Podemos preguntarnos si, y bajo qué condiciones, es posible proceder al
reconocimiento de las jerarquías culturales, en el sentido descriptivo y «objetivo» en el que lo entienden los navegantes,
sin verse obligado a «reconocer», indirectamente, la «legitimidad» de estas jerarquías; no es una casualidad si el espíritu
de seriedad con el que los menos lúcidos de los discípulos de Bourdieu se esfuerzan en hacer el inventario de los títulos
de los descendientes de las «Grandes Familles» o de los alumnos de las «Grandes Ecoles» les impide encontrar el tono
que, mejor que la alusión al «arbitrario cultural», les permitiría mantener sus distancias en relación al tema que tratan y
sobre todo haría ver al lector hasta qué punto los instrumentos de la dominación simbólica son a la vez armas
terriblemente eficaces y fetiches irrisorios. Más en profundidad conviene recordar que las «constataciones» relativas a
las jerarquías y a los desniveles sociales o culturales no se presentan nunca en estado puro; son también, e
indisociablemente, indicios, puntos de apoyo, cedazos de desciframiento, elementos de esquemas, como lo atestiguan
las oposiciones, «indígenas» y «prácticas» pero propias del uso culto, entre cultura general y cultura técnica o entre
trabajo intelectual y trabajo manual. En la medida en que las relaciones de dominación constituyen el rasgo dominante
de la realidad social, no es sorprendente que la llamada a la realidad corra el riesgo de parecer una llamada al orden;
pero se trata por ello de una razón suplementaria para controlar estrechamente todo aquello que de «etnocentrismo de
clase» corre el riesgo de reintroducirse en el análisis. Precisamente por esto, por ejemplo, habrá que preguntarse acerca
de la correspondencia entre la estructura del sistema de enseñanza francés y el «modelo halbwachsiano» al cual se hace
referencia implícitamente para describirlo en sus diversos «grados» irradiando en torno a un núcleo central reservado a
las formas más «altas» y más «depuradas» de la cultura tal como aparece, por ejemplo, en l'Esquisse d'une psychologie
des classes sociales; la concordancia entre el objeto y el instrumento de análisis no sería sin duda tan completa si no
fuesen uno y otro el producto de un mismo sistema de valores, de una misma tradición cultural caracterizada por el
predominio acordado a las humanidades clásicas, a ii enseñanza literaria, en suma, a las formas de cultura menos
directamente «utilizables», as más «gratuitas», y las más «desinteresadas». Únicamente ateniéndonos a esto es posible
desenmascarar la trampa tendida por semejante esquema y servirse de la «convivencia» que mantiene con la realidad;
en efecto, precisamente porque tal esquema excluye la posibilidad de una cultura «utilitaria», «materialista», «centrada
en las cosas», e! modelo halbwachsiano ayuda a comprender por qué el sistema de enseñanza francés tolera tan mal la
enseñanza técnica, por qué se ha necesitado tanto esfuerzo para que dicha enseñanza se abriese un hueco y por qué su
posición en relación a la enseñanza dominante permanece todavía incierta y relativamente indeterminada,
La cuestión esencial es saber si se puede reintroducir en el análisis de los procesos de dominación y de reproducción
cultural el estudio de las formas dominadas de la cultura —en el caso que ahora nos ocupa las «subculturas» escolares
características de las instituciones, de las disciplinas, de los agentes que ocupan posiciones bajas o marginales, los
comportamientos de los alumnos ligados a los mecanismos de relegación y a su ethos de origen—, o, si hay que limitarse
a tratar esas formas de cultura de una manera autónoma, considerándolas independientemente de la relación que
mantienen con la cultura dominante. Esta última aproximación, más etnográfica que sociológica, conduce a privilegiar
las situaciones de ruptura total y a poner el acento en las formas límites que puedan adoptar las reacciones de repulsa
de los alumnos provenientes de las clases populares —vandalismo, agresiones físicas a los profesores, rechazo de la
comunicación, etc.—. Procediendo de este modo no sólo se corre el riesgo de erigir en modelo universal un caso
especialmente crítico de las relaciones entre las clases populares y la Escuela (modelo caracteri2ado, para decirlo
brevemente, por la confluencia entre, por una parte, el crecimiento de la oferta formal de escolarización, el paso de
formas brutales de eliminación a formas de relegación menos visibles, y, de otra parte, la desinversión ligada a la
devaluación creciente de los títulos escolares en un mercado de trabajo dominado por el aumento del paro); se
abandonan de antemano los medios para captar esta relación, para comprender también el modo mediante el cual la
Escuela consigue, por caminos sinuosos, obtener el reconocimiento de sus valores a los que se oponen la diversidad y la
complejidad de reacciones de contraaculturación y las diferentes categorías de alumnos, provenientes de las clases
populares en función de sus respectivas culturas de origen. Todo sucede como si la celebración de la «resistencia
popular» fuese el complemento obligado de la denuncia del papel represivo de la Escuela; lejos de hacer avanzar los
problemas que plantea el estudio de las culturas dominadas a la sociología de la dominación cultural, la descripción de
los «motines escolares» permite continuar evacuándolos. Dicha descripción puede, en efecto, hermanarse con el
esquema de la desposesión radical que, haciendo de la exclusión cultural el principio exclusivo de los comportamientos
simbólicos de las clases populares, lleva a interpretar cualquier signo de contestación y de revuelta —y en particular los
más radicales—, como el signo de un reconocimiento usurpado y denegado en relación a la cultura legítima (siendo los
alumnos tanto más rebeldes cuanto más desposeídos estén y, sí se me permite este juego de palabras, tanto más
«poseídos» cuanto más rebeldes sean); puede asimismo armonizarse con su habitual contrapunto, la escenificación
populista de la cultura popular; la «violencia» de los alumnos aparece entonces como la expresión de una «Naturaleza»
social «salvaje» pero «espontánea», «brutal» pero «generosa», susceptible de oponerse, mediante una serie indefinida
de inversiones, a los «buenos» y a los «malos aspectos» de la Cultura «burguesa», «refinada» y «artificial» a la vez.
El sociólogo que pretende reintroducir en el análisis el punto de vista de los dominados no dispone de otra solución (al
menos sí pretende conservar un punto de vista sociológico) que volcarse en el estudio sistemático de las variaciones,
socialmente determinadas, de la relación que las clases populares mantienen, en particular a través de la Escuela, con la
cultura culta. Todo invita a pensar que las diferentes actitudes que las clases populares son capaces de adoptar respecto
a la Escuela (como sucede en materia de religión o de política) —interés o indiferencia, rebeldía o resignación, des-
confianza o «entrega», etc.—, no se reparten al azar entre las capas ni entre las fracciones del campesinado y de la clase
obrera; así el grado de «inversión» al que llegan los padres de alumnos de las clases populares en relación a la Escuela
está en función del grado en. que dependen, de ella en vistas a la formación y al puesto profesional de sus hijos, a su
inserción y a su éxito social y, más ampliamente, a su educación como pone de manifiesto, entre otros ejemplos, la
oposición entre la «mala voluntad» del pequeño y mediano campesinado y la «buena voluntad» de las capas superiores
de la clase obrera. Más que circunscribirse a recordar la inadecuación de las «estrategias», más o menos elaboradas y
más o menos conscientes, mediante las cuales los miembros de las clases populares se esfuerzan en utilizar la Escuela en
función de sus máximos intereses —intereses que van desde la utilización «subproletaria» como guardería y como
institución de asistencia hasta la utilización «pequeñoburguesa» con fines de evasión y de promoción social— sería
preciso mostrar como los efectos de los hándicaps culturales (malos resultados escolares, desconocimiento de la
posición y de las salidas reales que tienen las diferentes*filiales,' incapacidad para superar y compensar los «veredictos»
escolares, etc.) se combinan con gustos y «opciones» directamente ligados a las condiciones de vida y a los sistemas de
valores propios de los distintos grupos. De este modo, es imposible captar la relación que los alumnos de las clases
populares mantienen con las jerarquías escolares en los centros, las secciones, las disciplinas, los profesores, etc.) salvo
si se tienen en cuenta las diferentes jerarquías populares relativas a las profesiones (burguesas) y a los oficios
(populares), y, a través de ellas, lo criterios populares del éxito social, la idea que los diferentes grupos se hacen de la
jerarquía de prestigios, de su posición y de su pertenencia de clase; asimismo no se puede comprender la forma en que
las clases populares se resignan al fracaso escolar más que haciendo referencia a la concepción popular de la suerte (en
oposición al mérito pequeño burgués) y a los modelos populares de ascensión social (reenganche en el ejército, salida al
extranjero, «milagrosa» subida estelar en el mundo del deporte o del espectáculo, etc.). Sería igualmente necesario
mostrar como los diferentes rasgos mediante los cuales las familias de las clases populares captan el funcionamiento de
la escuela hacen confluir, estimulan o, por el contrario, decepcionan o bloquean las expectativas diferentes de los
diferentes grupos; se puede pensar, en efecto, que la manera en que las familias acogen las innovaciones pedagógicas,
particularmente en lo que se refiere a la disciplina, está en función de su apego a los valores «tradicionales» del trabajo
y del oficio; tampoco se pueden comprender el grado y la manera en que la feminización del cuerpo enseñante han
podido afectar a la imagen de la Escuela en las clases populares sin hacer referencia a la diversidad y a la evolución de
las representaciones populares relativas a la división del trabajo y a las aptitudes entre los sexos.
Tratándose por otra parte de estudiar las instituciones que ocupan una posición dominada o marginal en el interior del
sistema de enseñanza, el sociólogo debe evidentemente prohibirse evacuar los rasgos distintivos por los cuales se
oponen a los modelos dominantes, o, afinando más, no retener más que los aspectos «negativos»; debe, por el
contrario, abandonando toda «rigidez epistemológica», rivalizar con el etnólogo y no dejar escapar ningún índice
material -organización del espacio, vestimenta de alumnos y profesores, etc.-, ya que tales índices en un Centro de
aprendizaje o en un Colegio de enseñanza agrícola confirman el discurso espontáneo de los encuestados y le recuerdan
«que no está en un Instituto». Le corresponde igualmente poner en evidencia hasta qué punto se puede dar razón de las
diferencias que separan las instituciones dominadas de ¡as instituciones dominantes sin referirlas a la norma, pero
poniéndolas en relación con un sistema particular de coacciones (por ejemplo, la independencia administrativa de la
enseñanza agrícola francesa respecto al Ministerio de Educación, las relaciones que tos Colegios de enseñanza técnica
mantienen con el sistema económico por mediación de los patronos locales, el carácter inmediato y «concreto» de las
sanciones del aprendizaje en la enseñanza profesional, etc.), poniéndolas también en relación con el habitus ligado al
origen social de los profesores, con el tipo de formación que han recibido y el tipo de cultura que de ello se deriva. Pero
se volvería a caer en el error anteriormente señalado si se pretendiese establecer una relación entre la autonomía de la
que pueden disponer las instituciones dominadas y su capacidad «práctica» de «resistencia» a la imposición de las
normas dominantes, y disociar la descripción sistemática de las «subculturas» escolares del estudio de las propiedades
de posición de los agentes y de las instituciones dominadas. La especificidad, muy marcada, de la enseñanza primaria
francesa resulta incomprensible sin referirse a la ambivalencia de las barreras que, durante largo tiempo, la han
constituido en una especie de enseñanza «separada», con sus diplomas (le Certificar d'Etudes, le Brevet Elémentaire, le
Brevet supérieur, en oposición al bachillerato reservado a los alumnos de los Institutos), sus programas, sus escuelas y
sus filiales especificas (Ecoles primaires supérioures, Cours complémentaires, Ecoles Normales d'instituteurs). Todo
incita a pensar que estas especificidades actúan como obstáculos que impiden a los maestros el acceso a la cultura
clásica de los Institutos y a la enseñanza superior y los conducen, haciendo suyos los juicios de clase proferidos sobre
ellos desde el exterior y desde arriba, a considerarse a sí mismos, en el resentimiento y en la vergüenza cultural, como
«primarios»; pero tales especificidades operan, a la vez, como protecciones que les permiten poner límite a sus
ambiciones, ignorar o, al menos, olvidar el resto del universo escolar y social, y desarrollar, sobre la base de trayectorias
sociales frecuentemente ascendentes y sobre 'la base de la formación dispensada por las Escuelas Normales, una forma
particular de «suficiencia» cultural.

INDICACIONES BIBLIOGRÁFICAS
P. BOURDIEU, J. C. PASSERON: Les Héritiers, les étudiants et la culture. París, Ed. de Minuit, 1964.
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