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En torno a la crisis de los modelos de intervención social (') HYPERLINK

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Fernando Álvarez-Uría

En la actualidad parece claro que existe un malestar entre los profesionales de los servicios
comunitarios. A primera vista se podría pensar que dicho malestar deriva de una crisis más
amplia que afecta a los modelos instituidos de cobertura social en las sociedades postindustriales
Para algunos analistas sociales la raíz de estas crisis se situaría aún más allá: radicaría en la
quiebra tendencial del trabajo asalariado en tanto que vía hegemónica instituida de integración
social en las sociedades industriales. Al escasear los contratos de trabajo, al crecer el paro y el
trabajo precario hasta el punto de convertirse el desempleo en un problema endémico –al
producirse el denominado «paro estructural»–, se estaría dibujando en las sociedades de
tecnología avanzada un futuro incierto, puesto que el nuevo orden social dejaría ya de estar
vertebrado en torno al trabajo productivo. Tras la práctica desaparición del campesinado y de su
cultura le llegaría ahora el turno a los productores de las grandes fábricas de chimenea y, por
tanto, a la cultura obrera tradicional forjada al ritmo del desarrollo de las sociedades industriales.
Sin duda los cambios que se están operando ante nuestros ojos desde la caída del muro de
Berlín son demasiado rápidos y demasiado intensos como para que podamos anticipar el futuro.
Vivimos en un momento de aceleración de la Historia al que concurre la rapidez con la que
circula la información a través de numerosos canales, de modo que los datos fragmentarios y
tantas veces sesgados que se agolpan ante nosotros más que clarificar nuestra situación nos
tienen sumidos en la perplejidad. Al ser incapaces de comprender nuestro mundo más
inmediato, tampoco conseguimos comprendemos a nosotros mismos. De ahí la proliferación de
los mercaderes de sueños y la facilidad con la que tantos ciudadanos se empeñan en recurrir,
como tabla de salvación, a la psicología, a la quiromancia, a los saberes esotéricos, o se aferran a
las creencias religiosas, a los sectarismos y fundamentalismos de todo tipo.
En el interior de las sociedades complejas y enormemente inestables los problemas no son
fáciles de objetivar. Trataremos aquí de intentar reflexionar acerca del malestar existe entre los
profesionales del trabajo social, un malestar que explícitamente se expresa bajo formas diversas
y que aparece como común denominador en una serie de entrevistas realizadas por estudiantes de
primer curso de la Facultad de Psicología de la Universidad Complutense a una serie de
profesionales de la asistencia social en activo de la Comunidad de Madrid.[1]
El objetivo de este trabajo es tratar de contribuir a una reflexión necesaria porque la
objetivación de los problemas puede ayudar a superar el desasosiego y la incertidumbre que
tantos especialistas de los servicios comunitarios manifiestan en la actualidad. Por mi parte
trataré de poner de relieve lo que considero que son las principales causas de ese malestar.
Mi hipótesis de partida es que la crisis del trabajo social, la crisis de los modelos de
intervención social, lejos de ser un problema reciente, está inscrita en la naturaleza misma de la
profesión desde su institucionalización a finales del siglo XIX. El malestar se alimenta, por tanto,
de una ambigüedad de base, de una ambivalencia fundamental que tiene viejas y profundas
raíces. Esto no quiere decir que ésta sea la única explicación de la perplejidad actual, pero, en
todo caso, es la matriz, o, si se prefiere, el marco coercitivo que actúa también como caja de
resonancia de nuevos y enormes problemas añadidos durante la última década.
¿En qué consiste esa ambigüedad a la vez constitutiva y constituyente? Se trata de una
ambigüedad múltiple, posicional y funcional, ya que el trabajo social nació en una especie de
tierra de nadie, en un espacio neutro, entre la economía y la política, es decir, en el denominado
espacio social. La intervención social tenía por objeto reparar las fracturas sociales –fracturas
asignadas a individuos de determinadas clases y grupos socia1men relegados– pero sin alterar en
profundidad la lógica de fondo que las generaba. En fin, el trabajo social se sustentó, a su vez, en
un principio, de unos códigos teóricos de intervención bastante ambiguos que fluctuaban entre
los saberes de las ciencias sociales y los valores propios de la filantropía.
Es como si el trabajo social se hubiese movido desde su institucionalización, en el último
tercio del siglo XIX (en el marco del Estado interventor), en el interior de una ambivalencia de
fondo que se ha perpetuado hasta la actualidad: era preciso promover el cambio pero sin alterar
el orden; era necesario intervenir pero sin que los especialistas de la práctica llegasen nunca a
poseer las claves últimas de su intervención. Estos especialistas han recibido para el ejercicio de
sus funciones un mandato social que responde al imperativo constitucional de la igualdad, pero a
la vez no pueden en realidad ir mas allá de unos límites preestablecidos que implican de hecho el
reconocimiento de las desigualdades. El trabajo social, los modelos de intervención social que
han existido desde el siglo XIX hasta la actualidad, han oscilado por tanto entre el control social
y la inserción, y es justamente este estatuto contradictorio lo que provoca el desánimo y lo que
será preciso superar en el futuro. Pero veamos más de cerca las bases hist6ricas de esa
ambigüedad constitutiva y las transformaciones que, a grandes rasgos, se han producido en los
países occidentales en el interior de las teorías y las prácticas dominantes del trabajo social,
desde su nacimiento hasta la actualidad. Ante la imposibilidad de avanzar aquí una genealogía
pormenorizada del trabajo social, me limitaré a presentar algunas «figuras» que a modo de tipos
ideales puedan servir para ilustrar los cambios del perfil profesional de los antiguamente.
denominados «visitadores del pobre», unos cambios que tienen a su vez intima relación con las
poblaciones «tratadas», desde los miserables del siglo XIX a los actuales «nuevos pobres».

La génesis del trabajo social


Los sociólogos clásicos, y en especial K. Marx, M. Weber y E. Durkhein, han puesto de
relieve que a la hora de analizar una institución o un determinado campo de la vida social no
siempre es conveniente plantear una aproximación al objeto de estudio de forma abierta y
directa, sino que es preciso desenterrar la génesis del ámbito que se pretende estudiar, analizar
los vectores en juego dando un rodeo por la Historia. Al adoptar esta estrategia de investigación
no se pretende tanto fomentar el prestigio de la erudición cuanto evitar el espejismo que
provocan 1as racionalizaciones que se van sedimentando con el paso del tiempo. Se recurre a la
Historia no tanto para conocer el pasado cuanto para dar cuenta del presente. La sociología se
convierte así en la ciencia que estudia la génesis y funcionamiento de las instituciones, el saber
que explica las funciones sociales. que desempeñan las instituciones así como los avatares que
les han conferido una determinada conformaci6n en el presente.
Si consideramos el trabajo social como una institución, es decir, en tanto que ámbito
específico de la realidad social en e] que se dan cita creencias, hábitos, formas de conducta,
agentes de la intervención, poblaciones asistidas, así como códigos teóricos y poderes materiales
o simbólicos, podemos preguntarnos por el conjunto de los factores que hicieron posible el
nacimiento de este ámbito institucional, así como por las funciones sociales desempeñadas por
esta profesión a lo largo de su historia. Deberíamos indagar también las condiciones que hicieron
posible su aparición. De hecho, el trabajo social presupone la existencia de un espacio específico
de intervención, un espacio especialmente acondicionado para la asistencia o tratamiento de los
problemas sociales que denominamos generalmente con el rótulo de espacio social. El sociólogo
francés Jacques Donzelot, en un lúcido libro titulado precisamente La invención de lo social,
puso claramente de manifiesto el importante papel que jugaron algunos sociólogos –como por
ejemplo el propio Emile Durkheim–, así como algunos socialistas de cátedra en la
institucionalización, en el último tercio del siglo XIX, de este territorio específico destinado a
restaurar las fracturas sociales.[2]
El espacio social surgió íntimamente ligado a la noción de solidaridad. EI movimiento
solidarista creó, tras la Comuna de París, este ámbito estratégico de primer orden con el fin de
superar la cruda y vieja dialéctica establecida entre el liberalismo y el socialismo. Se trataba de
buscar una tercera vía de solución al problema generado por las bolsas de miseria, de dar
respuestas a la cuestión palpitante de la época: la cuestión social. Frente al modelo liberal
inspirado en el laissez–faire, que hacía recaer sobre el funcionamiento expedito del mercado la
clave última de solución de los problemas sociales, y frente a las propuestas de los sindicalistas y
los socialistas, que pretendían abolir el derecho de propiedad y socializar la riqueza, una serie de
reformadores sociales –herederos de los economistas sociales de a mediados del siglo XIX, y al
igual que ellos convertidos en portavoces de la sociología científica– postularon un espacio
neutro para la intervención sin conmociones, un espacio que permitía el juego concertado de las
«reformas legítima»: nacía así el espacio diferenciado de lo social al margen de la política y de la
economía, al margen de la dictadura del proletariado y de los tan insondables como caprichosos
designios de la mano invisible. El objetivo era intervenir con medidas de previsión y protección
social en el seno de las trabajadoras, y ello no tanto en nombre del sacrosanto principio de la
igualdad cuanto en nombre de la solidaridad, es decir, sin necesidad de conceder a los asistidos
derechos sobre el espacio político, sobre el espacio de la soberanía. Lo que en realidad se
proponía, en nombre de la solidaridad, era ejercer una estrecha tutela del obrero a partir del
momento mismo en el que se producía la quiebra del modelo contractual.[3]
El nuevo dispositivo de seguridad social arraigó en la mayor parte de los países europeos en el
último tercio del pasado siglo, pero fue en la Alemania de Bismarck en donde las leyes sociales –
contra las que votaron en el Parlamento los partidos obreros– favorecieron el empuje del
catolicismo social y sentaron las bases de un nuevo modelo de Estado: el Estado interventor. No
es este el momento más indicado para dar cuenta de forma pormenorizada de este importante
proceso de cambio. Como he mostrado en Miserables y locos, la crisis de la ley de bronce de los
salarios fue una de sus condiciones de posibilidad ya que propició el giro reformista en las
propias filas socialistas. En todo caso, a principios del Siglo XX, en la mayor parte de los países
occidentales los dispositivos más duros de control –ejército, cárceles y manicomios
fundamentalmente– perdieron gran parte de su negro protagonismo, tan trabajosamente
conquistado tras la Revolución Francesa, para dejar paso a las instituciones de socialización –
familia y escuela principalmente– y a los nuevos mecanismos de previsión social. ¡Más vale
prevenir que curar! Las traumáticas medidas de represión, a las que con frecuencia acudían los
Gobiernos liberales para defender el orden social instituido, fueron sustituidas por medidas de
anticipación de los peligros, medidas reparadoras y preventivas articuladas ahora en torno a un
Estado que no abdicaba, como el liberal, de su capacidad de intervención. Es en este sesgado
marco en el que históricamente nace el trabajo social.[4]
Los principales agentes de la intervención social, los llamados visitadores del pobre, fueron
por lo general mujeres de la burguesía urbana acomodada, predominantemente solteras, con un
nivel de instrucción más bien elevado y animadas de una clara voluntad reformadora. Adoptaron
para su actividad sobre el terreno el modelo médico de la visita domiciliaria. Se pretendía de este
modo proporcionar una solución individualizada a las fracturas sociales. La intervención en el
terreno de lo social sin duda contribuyó a amortiguar las lacras de la pobreza, pero las ayudas
conferidas a los trabajadores tuvieron lugar sin que las clases dominantes cediesen derechos
políticos sobre el Estado. Correlativamente, el empuje de las políticas de prevención y el
establecimiento de una tutela moral sobre las clases populares confirieron a estas clases un
estatuto de minoría que legitimo el anclaje de los servicios sociales. Se trataba de educar a la
clase obrera, de asistirla e higienizarla; en suma, de regenerarla. Para ello era preciso tejer en
torno a los proletarios análogos cuidados a los que se ejercen sobre los menores y desvalidos. Era
preciso conferir a los obreros un estatuto de minoría que justificase el ejercicio unilateral de la
asistencia. A este programa de despotismo ilustrado encubierto prestaron su concurso las
pioneras de la asistencia secularizada. Las primeras trabajadoras sociales proyectaban fuera del
hogar sentimientos maternales producidos y reproducidos en la privacidad para sentar las bases
delas nuevas profesiones femeninas.[5]
La socióloga Jeannine Verdés-Leroux, integrada en el Centro de Sociología Europea
coordinado por Pierre Bourdieu, mostró en su libro titulado El Trabajo Social que la acción de
las pioneras de la asistencia se centró en un primer momento, de un modo especial, en las
mujeres y los niños de las clases trabajadoras, lo que explica la importancia que cobró la
enseñanza de la puericultura y del hogar en su programa reformador. En torno a esta relación
desigual eran dos mundos opuestos los que se enfrentaban como si se tratase de la oposición
cristiana entre el bien y el mal. En uno, en el de los pobres, reinaba, según el discurso oficial, la
contaminación, el vicio, la suciedad, la obscenidad, el desorden, la degeneración; en el otro,
representado por la burguesía reformista, prevalecía por el contrario la decencia, la limpieza, el
orden, el ahorro, la moralidad, la disciplina, la higiene, la regeneración. Las pioneras de la
asistencia social eran las portadoras de los valores morales propios de la civilización en un medio
desarraigado caracterizado por la enfermedad y la depravación, que aparecían como compañeras
inseparables de la miseria. Para su labor misional disponían de la entrevista codificada, del
cuestionario o encuesta a domicilio, en tanto que instrumento privilegiado de observación y
objetivación. Tales eran las condiciones de diagnóstico previas a la entrega de la ayuda
personalizada.[6]
El empuje del trabajo social coincidió con el desarrollo de la disciplina extensiva en las
fábricas, con la creación de las ciudades obreras y la política de casas, en fin, con la
institucionalización de la escuela obligatoria por ley, precedida a su vez por la prohibición del
trabajo de mujeres y niños. Las primeras trabajadoras sociales encontraron en la filantropía
patronal un aliado natural, pero su acción pretendía ir más lejos: trataba de superar !os estrechos
límites de la filantropía y de la caridad para convertirse en una actividad científica.
A partir de este esbozo sobre la génesis del trabajo social podemos detectar algunas
ambigüedades que se han perpetuado y que se encuentran, en gran medida, en la base del
malestar que manifiestan los profesionales de la asistencia: la neutralidad del espacio de la
intervención (que a su vez permite escamotear el grave problema político de legitimidad
planteado por la propia existencia de la pobreza), el objetivo marcado de tutelar e individualizar
a la población asistida; la feminización de lo privado en el espacio de lo público; en fin, el
ambiguo estatuto de un saber práctico ejercido a través del privilegiado modelo de intervención
médico-liberal con el fin no menos ambiguo de fiscalizar y a la vez ayudar a las poblaciones
“necesitadas”. Los trabajadores sociales nacieron, por tanto, vinculados a un programa político
de neutralización y a la vez de integración de las clases trabajadoras urbanas La dedicación de
los nuevos especialistas, la entrega a su vocación de socorrer a los pobres, no era del todo ajena a
nuevas estrategias de control de la peligrosidad social. Aún más, el 'ejercicio mismo de la
profesión, así como la carrera de ascenso profesional, implicaban subordinación a unos
programas de reforma diseñados por políticos y sesudos varones a espaldas de las propias
trabajadoras sociales, y a espaldas también, por supuesto, de los silenciosos y silenciados
asistidos.

Funciones sociales del trabajo social


Parece indudable que las visitadoras de los pobres no pueden ser desligadas de ese enjambre
de especialistas que en la mayor parte de los países industriales, especialmente a partir del último
tercio del pasado siglo, concurrieron a un amplio programa de moralización de las clases
trabajadoras. ¿Se agota la función del trabajo social en esa voluntad de control, de seguridad y
moralización ? A esta cuestión responden afirmativamente un buen número de analistas sociales
para quienes el trabajo social es sinónimo de asistencialismo. Por ejemplo, algunos críticos de
inspiración marxista consideran que las intervenciones tienen en general por objeto reparar y
reproducir con cargo a la comunidad a una fuerza de trabajo al margen. Los intereses de los
capitalistas serían en este sentido prioritarios ya que con recursos públicos, cargados a la cuenta
de la comunidad, se recicla en el mercado de trabajo a una fuerza de trabajo que va a incidir
tendencialmente en la baja salarial al incrementar la concurrencia laboral. Otros estudiosos,
desde una perspectiva más durkheimiana, consideran que la principal función del trabajo social
es acondicionar un territorio al margen que, al designar a unos sujetos como incapaces y
desviados, al etiquetarlos y tratarlos, define a la vez con trazos firmes, el espacio de la patología
social –desempleo, enfermedad, marginación, pobreza–, definición que es de una gran utilidad
para el orden establecido, puesto que sin ella no sería posible la demarcación de la normalidad en
tanto que ámbito legitimo de existencia, es decir, en tanto que marco reconocido de ejercicio de
los derechos políticos y ciudadanos. Lo normal no excluye lo patológico sino que lo precisa
como momento de demarcación, como transfondo que hace posible la definición misma de
normalidad y correlativamente sirve de coartada a las instituciones de normalización. Otros, en
fin, desde una perspectiva más weberiana, tienden a considerar a los trabajadores sociales como a
nuevos agentes del orden que vendrían a engrosar el ejército en continuo crecimiento de la
burocracia estatal. El Estado, en tanto que empresa de dominación, se vería así reforzado por
unos especialistas de la miseria que harían llegar los tentáculos de la maquinaria estatal hasta
aquellos confines en los que los funcionarios clásicos se detenían. Gracias a unos intrépidos
exploradores de la geografía de la miseria se extiende el espacio público y con él el control
público. El Estado invade los arrabales, extiende su monopolio de la violencia al entrar en
territorios vírgenes, allí –por servirnos de la expresión del escritor Francisco Candel– «donde la
ciudad cambia de nombre».
Sin duda, estas interpretaciones no parecen del todo falsas, pero en su parcialidad olvidan algo
que parece fundamental: y es que los servicios sociales juegan también un pape1 menos
fiscalizador y más positivo en relación con las poblaciones segregadas, una función de inserción
de sujetos desafiliados que no debe ser minusvalorada. En este sentido, cabe, por tanto, una
interpretación menos negativa de la asistencia oficializada: frente a los desajustes del mercado,
frente al capitalismo liberal y el imperio del mercado autorregulador que generan la anomía y la
desorganización social, se trataría restaurar las fracturas generadas por un modo de producción
regido por la lógica del egoísmo. El trabajo social, al intentar evitar que se rompan los vínculos
sociales, al intentar neutralizar los efectos devastadores de la lógica del mercado, prolonga
también la utopía igualitaria y trata de mantenerla viva.
Frente a las sociedades divididas por una abismal desigualdad entre ricos y pobres la
intervención de los especialistas de la pobreza señala una tendencia inversa que asigna a los
derechos humanos una posición de centralidad. Desde esta perspectiva, que se inspira en los
hermosos análisis de Karl Polanyi, el trabajo social tampoco supera, sin embargo, un estatuto
ambiguo. En realidad, participa de esa ambigüedad propia de las leyes sociales consideradas por
unos como conquistas obreras y, por otros, como meros medios de integración y de
neutralización de la amenaza representada por las clases laboriosas en tanto que clases
peligrosas. Para calibrar con mayor profundidad el significado de la asistencia social es preciso
salir de la dialéctica establecida entre orden y revolución para adentrarse en las implicaciones
sociales de los cambios puntuales, en las implicaciones sociales del denominado
«reformismo».[7]

La búsqueda de un nuevo estatuto


Tras la Gran Depresión, tras el New Deal y la derrota de los fascismos, con la implantación del
Estado de Bienestar, se producen importantes cambios en el régimen de protección social. Con
posterioridad a la Segunda Guerra Mundial el ámbito económico y el espacio social dejan de
superponerse como el agua y el aceite para imbricarse y pasar a funcionar orquestados, en la
mayoría de los países occidentales, bajo la batuta de los Gobiernos con el fin de hacer posible la
utopía igualitaria. De la derrota de los totalitarismos parecía renacer como el Ave Fénix el sueño
de una sociedad sin pobres. El Estado keynesiano, mediante mecanismos de redistribución y
asistencia, parecía convertirse en el motor de un complejo entramado maquínico destinado a
producir una sociedad integrada, una sociedad sin fracturas importantes, ni grandes
desequilibrios, es decir, una sociedad que respondiera al imperativo constitucional de la
igualdad.
En realidad, el nuevo Estado asistencial nació como antídoto del fascismo pero también del
liberalismo económico. Los programas, las políticas, seguían, no obstante, emanando desde
arriba. Se perpetuaba la distancia entre los planificadores de las políticas asistenciales y los
encargados de ponerlas en práctica, así como entre estos y las poblaciones asistidas.
El modelo de trabajo social imperante tras la Segunda Guerra Mundial en la mayoría de lo~
países industriales había sido puesto a punto en la época de la Gran Depresión por las asistentes
sociales norteamericanas y, de forma especial, por el equipo liderado en Chicago por Jane
Addams y sus colegas asistentes sociales en la obra social de Hull House. Su principal técnica de
intervención era el estudio de casos (case-work). En la actualidad sabemos que los sociólogos de
la Escuela de Chicago se sirvieron para sus modélicas monografías del rico material de primera
mano recopilado por estas primeras profesionales del trabajo de campo que fueron silenciadas
por los historiadores oficiales en su afán por encumbrar a la representación masculina de la
Escuela capitaneada por Robert Park.[8]
El estudio de casos seguía siendo una forma individualizada de abordar los problemas sociales
pero la superposición de casos permitía establecer tipologías y trayectorias, es decir, modelos
construidos para objetivar la compleja y siempre cambiante realidad social. Estas tipologías,
lejos de presentar analogías con las fotos fijas, permitían definir carreras de marginación o de
desviación. Nacían así las historias de vida, se ponían a punto a partir de la observación
participante y de las entrevistas en profundidad, modélicas monografías sobre los vagabundos o
las taxi-dance en las que la riqueza de cada historia personal servía para caracterizar a un grupo
de sujetos humanos en situación de «dificultad». Las trabajadoras sociales ya nada tenían que ver
con los tan combativos como confesionales ejércitos de salvación en lucha contra la pobreza y el
vicio. La batalla se centraba ahora en ir más allá del concepto de desorganización social. La
institucionalización del trabajo social se operó en relación de contigüidad con el desarrollo de
una sociología universitaria de carácter reformista vertida a demarcar las zonas de diferenciación
social de las grandes ciudades industriales.[9]
Con la implantación, durante el período de formación, del Estado de bienestar de un seguro
único capaz de servir de cobertura a las situaciones de riesgo, es decir, de la Seguridad Social,
ésta pasó a ser el sistema dominante de protección de los trabajadores. El optimismo keynesiano
implicaba la creencia en el crecimiento continuo y, por tanto, la tendencia al pleno empleo. La
asistencia social quedaba reservada para asistir mediante ayudas económicas, personales e
institucionales, a un grupo cada vez menor de personas individualizadas descolgadas del sistema
salarial en expansión así como para potenciar en el interior de las empresas la mejora de las
relaciones humanas y el apoyo a los trabajadores en dificultad. Fue así como el trabajo social
pasó a formar parte de los programas de desarrollo del potencial humano. Establecidos y
consolidados mediante leyes los mecanismos de redistribución, planificada la economía desde el
Estado, en fin, una vez institucionalizados para determinados riesgos los derechos sociales, los
casos de pobreza y marginación, lejos de cuestionar el sistema, planteaban más bien la necesidad
de encontrar en los sujetos descolgados del grueso de los trabajadores las raíces de los desajustes.
A partir de principios de los años sesenta la técnica del estudio de casos se vio «enriquecida», en
la mayor parte de los países industriales, con la incorporación de los códigos psicológicos y en
particular de los modelos de modificación de las conductas, así como de los códigos
psicoanalíticos de interpretación que sirvieron pretendidamente de soporte a un estatuto mas
científico del trabajo social. El psicoanálisis y la psicología humanista proporcionaban al
malestar de los profesionales una buena coartada ya que respondían a la demanda con una
intervención mínima: la escucha psicoanalítica la no directividad. Claro está que, al situar en las
profundidades del inconsciente o en los problemas de personalidad las claves de las respuestas a
los problemas sociales, a la vez que se dotaba a la profesión de nuevos recursos y
racionalizaciones, ésta se hacía más refractaria a la búsqueda de claves socio-políticas.[10]
El estallido de mayo del 68 planteó de forma abierta la crisis del modelo médico de relación
dual –del modelo designado por E. Goffman como de «relación personalizada de servicios»[11]–.
Se planteó entonces en muchos países occidentales un intenso debate en torno al estatuto del trabajo social. Para algunos profesionales de la
asistencia social había llegado el momento de subsumir la profesión en la militancia política. Los partidarios de esta opción cuestionaban todo el
proceso de ideologización, el moralismo y el reformismo, al que contraponían la necesidad de un compromiso explícito y directo de los
trabajadores sociales con las poblaciones segregadas. Otros grupos, sin embargo, reclamaban una mayor autonomía, la defensa de las formas
comunitarias de acción. A los asistentes sociales les correspondería ahora como principal función informar a los más discriminados y marginados
(que generalmente son también los más carentes de recursos, los menos informados y los más necesitados) de sus derechos, unos derechos de
ciudadanía que pueden y deben ser reclamados. En fin, un tercer grupo defendía la validez de la vía profesional. Con la ayuda de los códigos
psicoanalíticos de interpretación se podía responder a las demandas y, por tanto, contribuir a aminorar el sufrimiento de los más desasistidos y
sometidos. Fue este tercer grupo el que, si bien no salió del todo victorioso, si al menos prevaleció en los interminables y enconados debates que
surgieron en tomo al tan denostado como mistificado 68.

La victoria de un determinado profesionalismo contribuyó a la psicologización de los problemas


relativos al desarraigo, es decir, a diluir lo social en los psicológico. La feminización de los
servicios sociales continuaba siendo la norma. En Francia, por ejemplo, en 1970, el 99% de los
trabajadores sociales eran mujeres provenientes en su mayoría de clase media alta y educadas, en
un porcentaje del 90%, en el catolicismo. Estas trabajadoras sociales eran, en su mayor parte,
solteras (52%).[12] En la España franquista, en esa misma época, durante el curso 1969- 70 había un 4, 1% de alumnos varones en las
escuelas de Servicios Sociales (42 escuelas en total, de las que 29 dependían de la Iglesia
católica, 9 del Estado y 4 privadas).[13] EI peso del catolicismo, tanto en Francia como en España, aún era muy fuerte. Pero
en donde se fraguaban las figuras dominantes de la profesión seguía siendo en los EEUU; el país
más rico y poderoso de la Tierra, país en el que, por otra parte, nunca han dejado de proliferar los
pobres.
La crisis económica que se hizo patente a mediados de los años setenta puso de manifiesto las
insuficiencias del nuevo modelo psicológico profesional. La complejidad de los problemas
parecía cada vez más requerir un nuevo tipo de profesional capaz de ir más allá de la relación
dual. Fue en estos años cuando los trabajadores sociales se integraron en equipos mas amplios de
intervención formados por otros profesionales que trataban de cimentar su práctica a partir de
otros códigos interpretativos. En estos equipos multiprofesionales destinados a enfrentarse a la
complejidad de la pobreza y el desarraigo primaba la perspectiva relacional. La teoría de
sistemas tendía a sustituir al psicoanálisis en tanto que teoría de la práctica. Psiquiatras,
psicólogos, pedagogos, asistentes sociales y en menor medida sociólogos se integraban en
equipos comunitarios por áreas zonales sin que los problemas de fondo, relativos a la naturaleza
y las funciones del trabajo social, fuesen claramente explicitados. Durante los años ochenta,
cuando la crisis se hizo patente, las ambigüedades, las contradicciones y también las expectativas
y posibilidades de1 trabajo social salieron a flote y se hicieron palpables. Se produjo
et1toncesuna sacudida en los cimientos mismos de la profesión. La necesidad de objetivar los
problemas y de hacer un balance estaban puestas. Era preciso avanzar respuestas con una cierta
urgencia.

Década neoliberal y nuevos retos para el trabajo comunitario


Durante la denominada década neoliberal, la década de los ochenta, las diferencias sociales se
agudizaron en los países occidentales al tiempo que se agrandó el abismo de separación entre los
países del Norte y los países denominados del Tercer Mundo.[14] La internacionalización del mercado, potenciada
a su vez por el auge de las nuevas tecnologías y
la rapidez en las comunicaciones, favoreció la circulación del
capital multinacional. A diferencia de las viejas industrias de chimenea, la robótica, la
informática y la telemática, así como los nuevos imperios de la comunicación, no requerían la
implantación de gigantescos complejos industriales territorializados. Aún más, la rentabilización
de las inversiones estimuló la búsqueda de mercados en los que dominase el trabajo precario para
hacer recaer sobre el grueso de los trabajadores una parte importante de los riesgos empresariales
El capitalismo especulativo, auspiciado por las políticas neoliberales de Ronald Reagan y de la
dama de hierro, estimuló las jugadas de póquer, las opas hostiles, el uso y abuso de la
información confidencial, los enjuagues en las comisiones y la corrupción A la vez que se
enterraba al capitalista tradicional, usurero y calvinista, los magnates de las altas finanzas
trataban de levantar acta de defunción de la vieja clase obrera, la clase que había encarnado
desde el nacimiento de la Revolución Industrial los intereses universales de las poblaciones, unos
intereses condensados en los derechos humanos, así como en la esperanza en un futuro más justo
que el socialismo se encargaría de construir. El mercado de trabajo se segmentó en diversos
estratos de la población laboral con condiciones de vida e intereses muy diferenciados y en
muchas ocasiones contrapuestos desde los diferentes tipos de parados (los que aún no han
accedido al primer empleo, los de larga duración, etc.) y los trabajadores que se mueven en la
zona de la economía sumergida y el trabajo precario, hasta los trabajadores con contratos
«blindados», con contratos por tiempo indefinido. La flexibilización laboral rompió las rigideces
del mercado, pero los trabajadores pasaron a sufrir los golpes de los ajustes y reajustes, y en esos
golpes de acordeón en los que la pervivencia de la empresa pasa por la inseguridad y flexibilidad
de los asalariados muchos de ellos, despedidos y reconvertidos, pasaron a flotar como náufragos
en el mar de la desregulación. Desde las filas socialistas hasta los más engolados círculos
neoconservadores sonaba siempre, aunque con distinta orquestación, una y la misma monótona
cantinela: flexibilización, reconversión, nuevas tecnologías, productividad, industrias obsoletas,
competitividad, formación, informatización, rentabilidad, modernización. Cuanto más se
desestructuraba e1 mercado de trabajo protegido, más crecía sin cesar el trabajo precario y el
desempleo. La desregulación laboral alimentaba la fragilidad social, una fragilidad encubierta
por la cultura del diseño, por la cosmética y el estilo marcado por las nuevas clases medias en
ascenso.
En la Conferencia Europea contra la Exclusión Social recientemente celebrada en Copenhague
(junio 1993), al fin los responsables políticos parecen convenir en que lo social no puede seguir
siendo un mero apéndice de la economía. El problema es que para llegar a esta conclusión ha
sido preciso que la política económica de la CE se haya visto cuestionada y golpeada por la
mayor crisis producida tras la Segunda Guerra Mundial: 17 millones deparados (frente a tres
millones en los años sesenta) y 55 millones de pobres, es decir, de ciudadanos y ciudadanas que
cuentan con ingresos inferiores a la mitad de la media nacional de renta en cada país. La
Federación Europea de Asociaciones de Centros para la Atención y Rehabilitación de
Marginados estima que en toda Europa hay más de cinco millones de homlesss. Un informe de
Cáritas denuncia que en España malviven 40.000 transeúntes «sin techo ni derecho» y dos
millones y medio en la Unión Europea. El desempleo en los 24 países mas industrializados de la
OCDE ha pasado de diez millones en 1970 a cerca de los 35 millones en 1994. España presenta
en la actualidad las peores cifras de desempleo de la Comunidad (2l,75% de la población activa,
mientras que la media comunitaria se situaba en junio de 1993 en el 11,5% ). En más de un
millón de hogares españoles ninguno de sus miembros tiene empleo, según cifras oficiales. Las
previsiones para 1994 no parecen nada halagüeñas (se estima que el paro crecerá en nuestro país
hasta e1 23% de la población activa). La pobreza, por tanto, en continuo crecimiento, no es en
absoluto ajena al mercado laboral Como ha mostrado Robert Castel,1a nueva pobreza desafiliada
se nutre de la vulnerabilidad laboral y relacional que a su vez se alimenta de la crisis del viejo
modelo instituido en torno a los trabajadores integrados y estables.[15] El trabajador tradicional sindicado, con
competencia en el oficio, con conciencia de clase, orgullosos de la cultura de fábrica y de sus raíces populares, se ve sustituido por el trabajador
flexible, reciclable en distintos tipos de trabajo, móvil, con contrato temporal y a tiempo parcial, individualizado y temeroso del despido.

Nos encontramos en la actualidad en una situación de crítica ya que el crecimiento


exponencial de desafiliados, es decir, de ciudadanos sin trabajo y sin vínculos sociales estables,
pone de manifiesto la crisis de los sistemas de protección social nacidos tras la Segunda Guerra
Mundial y, por tanto, también la crisis de los modelos instituidos y en funcionamiento del
trabajo social. Urgen, pues, respuestas valientes, innovadoras, que propicien la inserción las
poblaciones segregadas. El problema es que esta urgencia se produce cuando cunde la
insatisfacción y la perplejidad, cuando la crisis del marxismo y de los grandes paradigmas que
animaron la función crítica de las ciencias sociales crea condiciones propicias para el auge del
pensamiento débil y la aceptación de las tan controvertidas tesis sobre el fin de la Historia. Será
preciso ensayar respuestas, experimentar .y avivar la imaginación para encontrar nuevas formas
de trabajo en cooperación. Nos encontramos, por tanto, en un momento histórico clave para
superar las ambigüedades de base que vienen arrastrando en la larga lucha contra la
desigualdades desde el pasado siglo.
Un nuevo perfil profesional
¿Se pueden detectar en la situación actual algunas tendencias alternativas o innovadoras, es
decir, síntomas de lo que podría ser un nuevo modelo de trabajo social? Si nos atenemos a los
nuevos dispositivos que parecen surgir en algunos países occidentales, se podrían señalar algunas
tendencias no exentas de problemas y riesgos.
La primera tendencia que se puede observar es el cuestionamiento del modelo establecido. La
crisis del modelo profesional parece hoy un punto de no retorno. Los servicios sociales
burocratizados, jerarquizados, domesticados, funcionando a base del predominio casi exclusivo
de la relación dual, no son ya un instrumento eficaz para luchar contra la desigualdad. El
«trabajo de despacho es insuficiente», como reconocen explícitamente, en las entrevistas
realizadas por los estudiantes de psicología, algunos trabajadores sociales de la Comunidad de
Madrid: el trabajo en la calle «permite un contacto directo», «permite llegar a la
gente»,«conoce, de forma directa los problemas». Y es que «hacer una entrevista es una cosa
muy fría, pero ir por la calle es otra historia». Sin embargo, ese trabajo prácticamente no se
hace. Muchos trabajadores hacen explícita la insatisfacción que les produce dedicarse
exclusivamente a trámites burocráticos, a que «el personal te cuente películas», a arreglar los
papeles de la gente, a realizar un trabajo que es de «parcheo» porque «dentro de una serie de
problemas de fondo no se tiende a asumir cuáles son las causa» .Les molesta también la
identificación que hacen los «usuarios» entre el trabajador social y la institución: «En vez de ver
que estás con ellos. vienen en plan defensivo y tú te tienes que poner a veces en plan defensivo
también». «Trabajar en la Administración supone encontrarte constantemente con normas, una
norma detrás de otra, y con una serie de papeles, papeles a mogollón, de forma que no tengo
tiempo para rellenarlos, y si los relleno, dejo de hacer trabajo social, y si hago trabajo social no
los relleno». Por su parte, las propias Administraciones públicas no parecen tener, a su vez; muy
claras las funciones de los trabajadores sociales. En la Comunidad Autónoma de Madrid, en
donde en teoría se plantean programas avanzados de lucha contra la pobreza, la Ley de Servicios
Sociales (6 de junio de 1984) afirma textualmente en la exposición de motivos: «Existe, como
puede apreciarse, una difícil definición del contenido de la "asistencia social" o "servicios
sociales" frente a otros campos específicos de actividad administrativa. como son los de cultura,
sanidad, seguridad social e incluso justicia».[16] Un modelo de trabajo tan confuso –por mucho que otros textos
propongan la profundización y desarrollo de los servicios sociales, como es el caso del Decreto por el que se aprueba el IMI (Decreto 73/19
de
julio de 1990)–impide llevar a cabo programas serios de prevención, ya que la intervención
social se ve reducida casi exclusivamente a medidas reparadoras de las que no siempre se
benefician los más necesitados ya que prácticamente son precisamente ellos quienes carecen de
información y de posibilidades para reclamar los subsidios y las ayudas.
En la medida en que la denominada «nueva pobreza» es la expresión visible y extrema de un
proceso de vulnerabilidad y de desafiliación que atraviesa toda la sociedad, los problemas
relativos a la desigualdad no pueden ya ser solucionados a partir de unos servicios creados en el
interior de un modelo de Estado del bienestar. Los defectos de la Administración son hoy
claramente perceptibles, pero las soluciones no parecen consistir, como propiciaron las políticas
neoliberales, en el desmantelamiento de los servicios dejando en la calle no ya sólo a los tirados,
al batallón cada vez mayor de los excluidos, sino también a los que han hecho de la lucha contra
la exclusión una profesión.
La tendencia en la mayor parte de los países occidentales apunta a intervenir sobre el terreno,
es decir, a sustituir o complementar las políticas administrativas y de carácter central con el
trabajo de campo de carácter local. Las alternativas que se dibujan pasan por una concepción más
ágil y eficaz de los servicios públicos animados por nuevos profesionales capaces de intervenir a
la vez con medidas preventivas y reparadoras ante problemas específicos que han de ser
neutralizados arbitrando también programas específicos. Una trabajadora social respondía a una
pregunta sobre las medidas alternativas a aplicar de un modo suficientemente elocuente y
representativo: «yo propondría cosas muy concretitas. Primero contratar a profesionales para
formar un equipo. No tenemos equipos porque no tenemos profesionales. Entonces yo seguiría la
política de formar un equipo interdisciplinar. En segundo lugar, proyectaría programas en
función de necesidades específicas por barrios, y programas con presupuesto real. Trataría de
combinar el trabajo de calle con el trabajo de despacho. Para ello necesitamos más personal
porque estamos agobiados en nuestro centro de la zona sur. ¡Para qué nos vamos a engañar,
todavía siguen existiendo las diferencias entre el Norte y el Sur! y es que Villaverde es un barrio
margina/,con unas carencias importantes de infraestructura, de drogas; marginación, incultura,
de... de todo, de todo lo que significa no integración». A partir de las urgencias de la práctica,
esta trabajadora señala la necesidad de un nuevo modelo de trabajo social que coincide con el
que se viene esbozando en estos últimos años en una gran parte de los países europeos. Esto
supone el planteamiento y la elaboración progresiva de un nuevo perfil profesional.
En diciembre de 1990, con ocasión de un congreso internacional celebrado en la Facultad de
Psicología de la universidad Complutense de Madrid sobre «Marginación social y políticas de
integración», tuve la ocasión de entrevistar al sociólogo Roberto Castel sobre las nuevas políticas
sociales. Una de las preguntas versaba justamente sobre los saberes y las técnicas que
actualmente se están implantando en relación con el trabajo social. Está fue textualmente su
esclarecedora respuesta:

Me parece que desde hace más o menos una decena de años también se han producido transformaciones
en relación a las técnicas. Se podría decir, simplificando mucho, que antes de esa época el ideal era la
tecnificación profesional, tratar los problemas sociales bajo la forma de una relación de servicio, de una
relación de reparación en el sentido goffmaniano del término, de poner frente a frente a un especia1ista
competente y a un cliente. De ahí la importancia que tuvo en Francia el psicoanálisis, que desbordó el
ámbito clínico para adentrarse en el del trabajo social.
En la actualidad se ha producido, a mi juicio, una crisis de esta relación de ayuda en tanto que servicio
personalizado, lo cual no quiere decir que se haya pasado a una especie de espontaneísmo, sino que las
nuevas técnicas y las nuevas competencias que es preciso poner en marcha son bastantes diferentes de la
competencia clínica, incluso entendida en un sentido amplio. La intervenciones sociales, al concentrarse
en el ámbito local, se han convertido al mismo tiempo en globales, son microglobales.
Como explicó Francis Bailleau, en lo que se refiere a las políticas de prevención de la delincuencia –y 1o
mismo podría decirse del desarrollo social de los barrios– están surgiendo cosas nuevas e interesantes a
nivel local. En Francia existe una comisión nacional que piensa las directrices generales y comisiones
locales. Se pide a los ayuntamientos que hagan un proyecto, por ejemplo, para la prevención de la
delincuencia, en función de sus necesidades concretas. Este proyecto debe ser aceptado por el poder
central aunque el ayuntamiento sea el responsable del mismo. En principio, y digo bien en principio,
debería de haber un mínimo de coherencia, de globalidad y de pluralidad. Dicho proyecto puede ser
apoyado y parcialmente financiado por el Estado central, lo que constituye un intento de lograr un cierto
equilibrio entre lo nacional y lo local, y al mismo tiempo un cierto control para evitar la dispersión total
de las iniciativas locales. Al frente de una operación de este tipo existe un jefe de proyecto, que no
pertenece a la Administración local y que debe de lograr el consenso de las distintas fuerzas para llevarlo
a cabo. Pero ¿qué es un jefe de proyecto? No se sabe muy bien y sin duda hay problemas de definición y
de formación en relación con este nuevo tipo de competencias, pero ya no es un especialista de la relación
de servicios ni un trabajador social clásico, sino alguien que debe ser capaz de movilizar competencias
muy diversas y poseer capacidades de negociación para aglutinar a los distintos inter1ocutores –
profesionales y no profesionales, administrativos, políticos. etc.–. Estamos, pues, ante un tipo de
innovación que pone en crisis el Estado central y a la vez pone en crisis la competencia especializada
basada en el modelo de la relación de los servicios. Actualmente existe una demanda real de formación en
relación con estas recientes iniciativas, formación que no va en el sentido de una psicologización. Ésta ha
dejado de ser predominante aunque no pueda decirse que esté totalmente superada. En términos de
modelos, estaríamos ahora ante un modelo de tipo «sistémetico» ya que sobre el terreno existen diferentes
participantes que exhiben sus propias competencias, lo que plantea un problema de ajustes y
negociaciones. Pero ya no existe un modelo hegemónico de conjunto que englobará a todos los otros,
como por ejemplo el modelo clínico ampliado, la relación de ayuda o la relación especializada de
servicios. Todo esto abre la situación y plantea nuevos retos para lo mejor y para lo peor.[17]

Castel avanzaba, por tanto, ya en esa época el esbozo de un nuevo perfil profesional del
trabajador social que otros analistas han intentado caracterizar posteriormente a partir de las
variables específicas que presentan los responsables de proyectos. El tipo ideal se caracterizaría
por los siguientes rasgos: hombre, de edad que oscila entre los 35-45 años, perteneciente a la
generación de Mayo de1 68, con experiencia profesional diversificada e intensa actividad
militante, posee un importante capital relacional –y también una gruesa agenda con direcciones y
teléfonos– y requiere para trabajar un amplio margen de autonomía. Estos nuevos especialistas
participarían de un tipo común de ideología que podríamos caracterizar con el término de
idealismo pragmático. Tienen como horizonte un ideal de igualdad pero su actuación se rige por
un reformismo práctico, con metas perfectamente calculadas. Rompen, por tanto, con el
coloquio singular e imponen como imperativo fundamental el trabajo en equipo. Sus
intervenciones están concebidas a corto o medio plazo y se articulan en tomo a proyectos
evaluables. Entre los rasgos singulares de estos jefes de equipo no falta la capacidad de
comunicación y de negociación, que les permite aunar a la vez un trabajo técnico y político.[18]
El objetivo principal de este nuevo profesional es el de animar equipos que trabajan en la
resoluci6n de problemas en el interior de dispositivos territorializados, En España, estos nuevos
«trabajadores sociales» que actúan de jefes de equipo han hecho su entrada en algunas
comunidades autónomas como la del País Vasco, Navarra y Madrid. También algunos
ayuntamientos han establecido contratos con grupos de intervención que se aproximan a la nueva
tipología señalada, con el fin de combatir problemas relativos a la delincuencia, el tráfico y
consumo de drogas duras, la mendicidad infantil o problemas relativos a salud y educación.

Los riesgos de la gestión


Estas serían algunas de las tendencias no exentas de peligros. El primer peligro se deriva de las
disfuncionalidades en relación con el trabajo social oficializado. Y es que los trabajadores
sociales tradicionales muchas veces se sienten desplazados y arrinconados por unos advenedizos
que, en su opini6n, carecen muchas veces de las credenciales necesarias para ejercer la profesión.
Los responsables de programas, seleccionados por los responsables políticos de forma directa y
como «hombres de confianza», saltan por encima de los organigramas establecidos en las
Administraciones, lo que provoca insatisfacciones en quienes legítimamente aspiraban
legítimamente a una carrera profesional. La guerra entre profesionales supone una pérdida de
tiempo, de recursos y de energías que se precisan para la resolución de problemas candentes. La
colaboración entre los profesionales contratados y los estables parece requerir de forma urgente
una desburocratización de los servicios sociales actualmente acantonados en los despachos.
Un segundo peligro se deriva de los límites que en ocasiones imponen los responsables de las
políticas sociales de intervención social. Y es que, en teoría, los objetivos de los nuevos
dispositivos comunitarios pueden ser la inserción de las poblaciones desafiliadas, la prevención
de riesgos, la promoción de la integración social, la respuesta al imperativo constitucional de la
igualdad, pero en la práctica se puede tratar también de acondicionar espacios para neutralizar,
sin suprimir, la marginación. En la práctica cabe la posibilidad de que determinadas políticas,
lejos de los mencionados ideales, traten en realidad de favorecer la dependencia y el clientelismo
de las poblaciones sometidas. «Dependemos mucho –señalaba en una entrevista una trabajadora
social– de los criterios políticos: cuando una directriz política decide que los que interesa son
los problemas de juventud, hay que trabajar ese tema aunque la necesidad sea otra, y así
continuamente».El localismo puede, de este modo, ir muy bien de: la mano del caciquismo, el
clientelismo y el electoralismo. La opacidad y la discrecionalidad con las que muchas
Administraciones han manejado hasta ahora los fondos públicos, y en particular los destinados, y
en particular los destinados a los «asuntos sociales», no nos ayudan precisamente a descartar ese
riesgo.
Un tercer peligro deriva del carácter multiprofesiona1 de los equipos. El trabajo en
cooperación requiere un proceso de aprendizaje y de rodaje, pero las dificultades se acentúan
cuando ese trabajo lo protagonizan técnicos que objetivan e intervienen sobre los problemas
desde diferentes ópticas profesionales no siempre fácilmente armonizables. Y así, por ejemplo,
en nuestro país los códigos psicológicos siguen teniendo un peso excesivo en el interior de los
nuevos dispositivos, un peso que no responde tanto a la necesidad de esos marcos de
interpretación para enfrentarse a los problemas cuanto a la ausencia de verdaderas alternativas
políticas a las cuestiones de fondo, y entre ellas a la crisis del viejo sistema de cobertura social.
En fin, un cuarto y último peligro estriba en que la necesaria profesionalización de los
programas pueda tecnificarse hasta tal punto que éstos se conviertan en la mejor expresión de
una racionalidad tecnocrática, en mera tecnocracia, es decir, que silencien o ignoren a los
destinatarios. Se corre así el riesgo, desgraciadamente tan frecuente, de que los programas sean
pensados y realizados por gestores a espaldas de los beneficiarios. Muestra de ellos son algunas
«empresas sociales» de carácter privado creadas para cubrir, por ejemplo la asistencia
psiquiátrica de determinadas zonas y financiadas con fondos públicos. En muchas de ellas los
códigos teóricos «fuertes» –por ejemplo, los conductistas– pretenden suplir la ausencia de
sensibilidad social. Para conjurar este peligro han nacido las denominadas «intervenciones en
red» mediante las cuales profesionales y voluntariado, junto con las poblaciones interesadas,
intercambian opiniones y recursos con el fin de potenciar al máximo la solución de unos
problemas que han sido conjuntamente objetivados.[19] De este modo la transversalidad en
sentido fuerte se convierte en el mejor antídoto a la verticalidad de las intervenciones sociales
arbitradas por expertos. La intensificación ,de los vínculos sociales que estas intervenciones
generan constituyen ya en sí mismas un principio de solución para unas poblaciones que se
caracterizan por la fragilidad relacional.

Hacia una pequeña «revolución»


Como hemos comprobado en las entrevistas, el grado de frustración de los asistentes sociales
en activo es muy elevado en la Comunidad de Madrid. Muchos se sienten quemados,
burocratizados, infrautilizados, infravalorados, escasamente reconocidos, desconectados de los
problemas reales. Se trata de una autopercepción que genera la decepción y la desmovilización
porque responde a una penosa realidad. Un colectivo enormemente rico en conocimientos, en
sensibilidad, y capacidad de actuación, está siendo relativamente relegado por las
Administraciones públicas quienes, en demasiadas ocasiones, lejos de estimular ponen freno a
sus iniciativas. Lo expresaba muy bien, con manifiesta claridad, una trabajadora social cuando se
le preguntaba si se sentía decepcionada de ejercer su profesión:
«Yo si me he sentido un poco decepcionada cuando empecé a trabajar, Bueno. es que el trabajo
social creo que ha pasado por muchas fases: pasó de ser una actividad de las señoras un poco
acomodadas. que no tenían otra cosa que hacer más que ayudar a los pobrecitos. para
convertirse en la actividad profesional de la nueva generación, Yo creo que nosotros somos un
poco la nuev'a generación desde que esto empezó a ser carrera universitaria, y que traíamos
todos unos ideales de izquierdas, por decirlo de alguna manera, de solidaridad. De formar gente
crítica. Pero cuando sales te das cuenta de que no formas gente crítica, de que. como los valores
se están perdiendo –porque se están perdiendo–, como la Administración nos ha asumido,
difícilmente podemos hacer una pequeña revolución (se ríe), una pequeña lucha, porque nos
tapan la boca con una nómina, es 'decir, que la Administración y el sistema capitalista se lo han
hecho muy bien y nos han asumido (...)Nosotros difícilmente podemos cambiar, ya no el sistema
político. que no es nuestro trabajo, sino toda la desigualdad social que hay, que eso sí es nuestro
trabajo: luchar contra la desigualdad».
¿Es posible en la actualidad asumir la lucha contra las desigualdades, es decir, la centralidad
de lo social como realidad «política» en el interior de instancias políticas? Hablamos de política
no tanto para referimos a la clase política cuanto a los problemas que afectan a todos los
ciudadanos, porque lo que está en juego con las bolsas de pobreza es la democracia misma, el
propio orden social constitucional. Esta es una cuestión clave que aún no ha recibido una
respuesta coherente desde la intervención social, desde el nacimiento mismo del trabajo
comunitario.
En tomo a la cuestión social surgieron teorías, instituciones, sistemas de cobertura social. Pero
la pobreza es un problema central que no puede ser reducido exclusivamente a organizaciones
administrativas y prácticas profesionales porque afecta a la naturaleza misma de unas sociedades
que dicen estar regidas por el principio de la igualdad. Al intentar eludir esta cuestión situándola
en el ámbito de la práctica profesional, alejada de la economía y de la política, se ha hecho recaer
sobre le trabajo en la comunidad, sobre el trabajo social, toda la responsabilidad. Es justamente
esta ambigüedad de base la que hoy es preciso superar planteando de forma abierta el problema
de las políticas sociales en el interior de un orden democrático nacional e internacional.
El objetivo de estas páginas es contribuir a avanzar algunas reflexiones sobre la crisis actual
del trabajo social, sobre el malestar que existe entre los profesionales de los servicios humanos
Se trata de proponer algunas líneas de reflexión para la discusión y para futuras reflexiones con
implicaciones prácticas. Me parece, sin embargo, que la importancia de la crisis se ha
intensificado en estos últimos años inducida por un cierto agotamiento de los discursos políticos,
agotamiento que algunos identifican con la «pérdida de valores» que en todo caso ha contribuido
al desprestigio de la política profesional. Y es que en la actualidad, tras el fracaso del
colectivismo, orquestado desde el Estado, y de1 neoliberalismo en tanto que religión del
mercado, en nuestras sociedades post-industriales no hemos sabido articular un discurso político
en torno a la idea de igualdad social. De un lado, los discursos políticos globales siguen aferrados
al modelo del Estado de bienestar y sus conquistas, como si los responsables políticos no
quisiesen reconocer o se empeñasen en ignorar que la crisis actual representa tanto la crisis del
keynesianismo como de las políticas neoliberales. Es cierto que estos viejos discursos se han
intentado remozar con enunciados tomados de los movimientos sociales, del ecologismo, del
feminismo y del pacifismo fundamentalmente. Pero e! problema estriba en que, al entrar en
recesión la integración por el trabajo, es decir, el sistema de integración social vigente desde
hace siglos, esos enunciados dispersos, lejos de proporcionar una articulación al discurso político
global, lo desmigajan y lo disuelven aún más. La crisis de los discursos políticos construidos en
torno a la igualdad ha propiciado tendencias de vertebración patológicas como las de la nueva
derecha, que hacen de la raza, la nación y la xenofobia los pilares de identidades fuertes
convertidos en punto de apoyo para salir de la crisis. Conocemos ya los terribles efectos de esas
viejas recetas gracias al carácter ejemplar de la solución totalitaria.
En otro polo. han surgido discursos políticos alternativos de carácter antiinstitucional. Han
surgido así críticas de los manicomios y de las políticas psiquiátricas, críticas de las relaciones de
poder en las cárceles, en las escuelas, en el ejército. Estas críticas de las instituciones totales y de
las políticas globales han sido importantes y positivas porque han obligado a encarar dc forma
más directa y pormenorizada los problemas sociales en tanto que problemas políticos. lejos de
las abstracciones globales que siempre se refieren a ese ente de razón que denominamos «el
conjunto de la sociedad». Estas críticas han roto con ideas recibidas, estereo- tipos,
racionalizaciones, que legitimaban violencias y perpetuaban sufrimientos. Pero, en contrapartida,
estos códigos críticos han sido hasta ahora locales, testimoniales, un tanto marginales respecto a
las políticas globales y a los propios partidos políticos. No se trata tanto aquí de reducir su
importancia teórica y práctica cuanto de reconocer sus límites operativos.
El gran reto en la actualidad estriba en articular un nuevo discurso político de la igualdad. en
articular discursos y prácticas críticas que aúnen lo local y lo global, que sin renunciar a lo
institucional impliquen también un compromiso de revitalización de las instituciones
democráticas. Es probable que ese nuevo discurso, lejos de surgir de forma abstracta y distante,
sólo pueda nacer de la comprobación de las desigualdades, de un compartido sentimiento de
rechazo de 1 pobreza, y de poner en marcha los más variados medios y estrategias para
combatirla. En este caso «la pequeña revolución de los trabajadores sociales estaría aún por
hacer, pero encontraría en los procesos de marginación y desafiliación que se están operando día
a día ante nuestros ojos un campo abonado. Las reflexiones y prácticas progresistas llevadas a
cabo por los especialistas del trabajo comunitario, liberadas ya de esa ambigüedad constitutiva,
de esa rémora heredada que tantas frustraciones genera, podrían dar alas a una nueva concepción
de la política, que lejos de hacer abstracción de los problemas sociales, asigna a la nueva
cuestión social una posición nuclear. La centralidad de las políticas sociales obligaría a una
remodelación de1a economía, de la política, de las pautas culturales establecidas. Es justamente
en tomo a esta centralidad en donde se podría situar en !a actualidad la experimentación y la
formulación de propuestas imaginativas que prolonguen esos anhelos de humanidad
tradicionalmente agrupados bajo e! rótulo del socialismo.

(')
VVAA, Desigualdad y pobreza hoy, Madrid, Talasa, 1995, pp. 5-39.

Este texto sintetiza intervenciones y discusiones que tuvieron lugar en la Fundacin Paideia, La Corua, en mayo
de 1992, en las II Jornadas de Poltica Social organizadas por la Escuela Universitaria de Trabajo Social de 13
Universidad de Oviedo en abril de 1993 y en las I Jornadas sobre La pobreza hoy realizadas los días 8 y 9 de mayo
de 1993 en el Instituto de la Juventud de Madrid. organizadas por el colectivo Liberación. Una primera versión
abreviada de este texto ha sido publicada en la revista Claves de la razón práctica, julio–agosto 1993. pp.49–53.
[1]
Las entrevistas, grabadas en magnetofón y debidamente transcritas, formaban parte de los trabajos prácticos de
Sociología realizados en grupo por los estudiantes de primer curso de Psicología de la Universidad Complutense y
estaban centradas en el estudio de diferentes profesiones. La mayor parte de las entrevistas tuvieron lugar entre
enero y mayo de 1992 y fueron realizadas por Daniel Corbalán. Blanca Fariña. Carmen Zapatero y Miriam
Benavente.

[2]
Cf. Jacques Donzelot. L’ invention du social, Essa sur le déclin des passions politiques, E. Fayard. Paris. 1984
[3]
Sobre la tutela del obrero y el papel estratégico jugado por 1a filantropía así como por la medicina mental véase el
magnifico libro de Robert Castel. L' Ordre psychiatrique. L 'age d'or del. Alienazme, Minuit. Paris, 1976 (trad. Ed.
La Piqueta). Un buen aná1isis del concepto de solidaridad y sus implicaciones puede verse en VVAA. La
solidarite: un sentiment republicain? PUF. Paris.1992. Cf. también J. Donzelot. op. cit.
[4] He propuesto este marco interpretativo del trabajo social en mi libro
Miserables y locos. Medicina mental y orden social en la España del
siglo XIX. Tusquets. Barcelona, 1983, así como en «Los visitadores del pobre, Caridad. economía social y asistencia
en la España del siglo XIX», en VVAA. De la beneficencia al bienestar social Siglo XXI. Madrid.1986. pp.117.146
Un magnífico análisis de los antecedentes de estos procesos en Francia puede verse en Giovanna Procacci,
Gouverner la misère.La question sociale en France. 1789–1848. Seuil. Paris.1993
[5]
Véase en este sentido cl polémico trabajo de Ch. Lasch Refugio en un mundo despiadado. La familia: ¿santuario
o institución asediada?, Gedisa. Barcelona. 1984. Véase también J. Donzelol. La police de familles, Minuit. Paris.
1977 (traducci6n española en la Edilorial Pretextos).

[6]
Cf. Jeannine Verdes-Leroux, Le travail social, Minuit, París, 1978
[7]
Cf, Karl Polanyi, La gran transformación. Crítica del liberalismo económico, La Piqueta, Madrid. 1990.
[8]
Véase eltrabajo de Mary Jo Deegan. Jane Addam.and the Men of Chicago School, 1892-1918. Transaction Books,
New Jersey, 1988 así como el comentario de Daniel Breslau. La science, le sexisme et l'Ecole de Chicago. Actes' de
la Recherche en Sciences Sociales, 85, nov, 1990. pp 94-95.
[9]
Ya hemos señalado la vinculación de la sociología de3 Chicago con el reformismo social de Jane Addams.
Siguiendo esta va un poco mas allá el trabajo de William F. White, La sociedad de las esquinas, Ed. Diana, México,
1971. Street Comer Society se publicó en Chicago en 1943 y conoció un gran éxito de ventas. En esta obra se
escribía: «La función primordial de la casa de servicios sociales (en Corneville) es estimular 1a movilidad social,
ofrecer normas y recompensas de clase media a las persona de clase inferior». Al estimular la movilidad los
trabajadores sociales contribuían en realidad, sin saberlo; a agrandar la distancia entre los muchachos de la esquina y
los de los colegios. W .F. White planteaba el problema de la distancia cultural entre los trabajadores sociales y las
poblaciones asistidas. Los problemas generados por la autonomía relativa de una subcultura de la pobreza serán
retomados también por Oscar Lewis en Los hijos de Sánchez y otros libros. En todo caso, estos trabajos van a
desplazar el problema de la patología social a los procesos de socialización (el grupo de iguales, la familia y la
escuela), por lo que no han servido de réplica a la psicologización del trabajo social.

[10] Cf. A. Campanini y F. Luppi, Servicio social y modelo sistémico. Una nueva perspectiva para la práctica cotidiana,. Paidos, Barcelona. 1991.

[11]
Erving Goffman presenta e! modelo en su libro Internados. Ensayos sobre la situación social de los enfermos
mentales. Amorrortu, Buenos Aires. 1988, pp. 315 y ss. He intentado mostrar la inadecuación de este modelo a
situaciones sociales alejadas de los valores de las clases medias urbanas, concretamente a partir del campesinado
gallego, en F. Alvarez-Uría, “Medicina rural: el marco y los límites de una relación de reparación”, en R. Huertas y
R. Campos Eds., Medicina social y clase obrera en España (Siglos XIX y XX), Fundación de Investigaciones
Marxislas, Madrid, 1992, pp. 177-214.
[12] Cf. J . Verdes-Leroux, op. cit.

[13] Cf. J. J .Llover y R. Usieto. Los trabajadores sociales. De la crisis de identidad a la profesionalización, Editorial Popular, Madrid, 1990, p. 31. Son datos que han sido
retornados del estudio de J. M. Vázquez.
Situación del Servicio Social en España, Madrid, 1971. Según Llovet y Usieto, durante el
curso 1986-87 el porcentaje de varones ascendía ya al 19.3%.
[14] Según cifras oficiales correspondientes a 1992 proporcionadas por el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo, en 1960 el 20 % de privilegiados acaparaban el 70 %
de los ingresos mundiales, mientras que en 1989 el 20 % de privilegiados acaparaban el 83 %. En el otro polo, el 20 % de los habitantes más pobres accedían en 1960 al 2,3 % de
los ingresos mundiales, mientras que este mismo porcentaje de los más pobres en 1989 solo tenían acceso al 1,4 % (Cf.
El País de los Negocios, 6.11.1994, p.
30).
[15] Cf. :Robert Caslel.
«La inserci6n y los nuevos retos de las intervenciones sociales", en F. Alvarez-Uría Ed.,
.Marginación e inserción. Los nuevos retos de las políticas sociales, Endimión, Madrid, 1992, pp. 25-36, y sobre
todo R. Castel “De indigence à l’exclusion”, en J. Doncelot Ed., Face à l’exlusion, Ed. Esprit, París, 1992.
[16] Comunidad de Madrid,
Normativa Autonómica Básica en Materia de Asistencia Social, Madrid, 1991.
[17] La entrevista fue parcialmente publicada por el diario
El País. Las conclusiones del Congreso han sido recogidas en F. Alvarez–
Uría, Ed. , Marginación e inserción. Los nuevos retos de las políticas sociales. op. C.
[18]
El nuevo perfil profesional de los trabajadores sociales esbozado por Robert Castel ha sido sistematizado por
Jacques Ion. Le travai1 social à D`épreuve du territoire., Ed. Privat, Paris, 1990
[19] Sobre las prácticas en red: Cf, M. Elkaimed,
Les pratiques de reseau Santé mentale et contexte social, Ed ESF, París, 1987 (trad.
Gedisa}.

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