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Revista Metapolítica num.

47, mayo-junio 2006


Fundación mítica de una literatura
La literatura, desde una perspectiva borgeana, no es sino una dimensión que se instaura y se
debate entre las armas y las letras, alimentada en ambos casos por gestos únicos, definitivos y de
sentido infinito que nada tienen que ver con el prosaísmo novelesco, sino ante todo con las leyes
últimas de la ficción y la lectura.

Liliana Weinberg[*]

A partir de la incorporación radical de dos componentes, ficción y lectura, como cifra secreta del
quehacer del escritor, Jorge Luis Borges desencadena un hondo proceso de reestructuración del
campo de las letras y del orden de los géneros. Borges nos enseñó a leer y escribir de otro modo
la literatura, al dar un lugar fundamental a las leyes estrictas de la ficción y las claves íntimas de
la lectura, y llevó a cabo una serie de operaciones que la emanciparon para siempre de los lastres
contenidistas y de las versiones anecdóticas de la realidad, al mostrar que el ámbito literario
tiene su propia lógica. El gesto fundacional de Borges tuvo así repercusiones de tal magnitud que
pueden compararse con las que a fines del siglo XIX y principios del XX implicó el ingreso de la
noción de arte puro al campo de las letras seguido por el fuerte sacudón representado por la
emergencia de las vanguardias.

Ficción y lectura existían ya, qué duda cabe, como quehaceres propios del ámbito literario. Sin
embargo, la primera ocupaba aún en el imaginario de muchos un puesto ancilar respecto de la
novela y el propio concepto de ficción no acababa de abstraerse de otro concepto general: el de
narración. A su vez, las nociones de lectura y de lector ocupaban un lugar secundario y derivado
en un modelo estético centrado en el artista creador y su obra y en un modelo comunicativo que
les atribuía una mera función receptiva. Ruptura, originalidad, creatividad eran todavía, a
despecho de algunos signos en contrario propiciados por las vanguardias y los experimentalismos,
valores altamente considerados.

En cierto modo Borges no hace sino releer las prodigiosas operaciones presentes en el Quijote,
uno de los primeros libros que él mismo transitó deslumbrado, y al que rindió diversos homenajes
a lo largo de su vida. Comencemos por su soneto “Lectores”:

De aquel hidalgo de cetrina y seca

tez y de heroico afán se conjetura

que, en víspera perpetua de aventura,

no salió nunca de su biblioteca.

La crónica puntual que sus empeños

narra y sus tragicómicos desplantes

fue soñada por él, no por Cervantes,

y no es más que una crónica de sueños.

Tal es también mi suerte. Sé que hay algo

inmortal y esencial que he sepultado

en esa biblioteca del pasado

en que leí la historia del hidalgo.


Las lentas hojas vuelve un niño y grave

sueña con vagas cosas que no sabe.

En cuanto lectores tanto del Quijote como de Borges reparamos en que hemos quedado atrapados
por un universo autosubsistente que es a la vez el de la lectura que Borges hace de la obra de
Cervantes y el de las lecturas que don Quijote hace de sus propios libros. Este repliegue de la
obra de creación sobre sí misma incluye dos elementos primordiales: el cierre de la lectura
parangonado al encierro en la biblioteca y el traspaso así, por la lectura, de un umbral que, como
A través del espejo, nos lleva a otro mundo, un mundo organizado por las propias leyes de la
ficción: por la lectura se tiene acceso al secreto de la aventura y la aventura se conjetura como
efecto de lectura. Para instaurar dicha ley se ha debido previamente instaurar la ley de la
lectura, pero a su vez sólo la lectura habilita la posibilidad de la aventura.

Esta prodigiosa composición no hace sino presentarse como asombrado homenaje de lectura, a un
tiempo reiteración y recreación, de operaciones presentes en la obra de Cervantes, que había
nacido a su vez como lectura de otras lecturas y crítica sarcástica del mundo de caballerías.[1]
Don Quijote se construye como postulación de un personaje transformado por las propias
lecturas, que hace a partir de ellas infinitas variaciones y aperturas a otras tantas infinitas
aventuras posibles, [2] a las que sin embargo se presenta, antes que como creación de Cervantes,
como fragmentos de una historia verídica cifrada y fragmentada en distintos cartapacios: el autor
del Quijote prefiere apoyarse en la convención de unas aventuras ya consignadas en libro de las
que él tiene noticia, y de los pasajes y fragmentos de un manuscrito que él descubre por azar y
contienen a su vez los hechos verdaderos y memorables de un personaje que efectivamente vivió
y es al mismo tiempo engendro de sus propias lecturas de novelas de caballerías…

No hay entonces creación ex nihilo: todo está dicho ya, en una infinita imbricación de los hechos
de las armas y de las letras. Esto último tiene que ver con la genealogía de don Quijote, pero
también con
la del propio Cervantes y con la propia genealogía que para su propia figura reconstruye Borges:
una doble tradición como descendiente de refinados lectores ciudadanos y guerreros valientes de
gestos fundamentales, que el escritor argentino repiensa como herencia de la civilización y la
barbarie.[3]

Toda la literatura de Borges, y toda la literatura posterior a Borges, puede leerse como la
penúltima versión de esta clave que él mismo instaura: ensayos, relatos, poesías son la prodigiosa
variación de una relectura de la literatura desde la lectura y desde la ficción. Toda la obra de
Borges se ins-tituye a sí misma como contemplada por el “Discurso de las armas y de las letras”,
de sabor dramáticamente autobiográfico y que un autor mal pagado como soldado pone en boca
de su personaje.

La literatura, desde una posible perspectiva, no es sino una dimensión que se instaura y se
debate entre las armas y las letras, alimentada en ambos casos por gestos únicos, definitivos y de
sentido infinito que nada tienen que ver con el prosaísmo novelesco, sino ante todo con las leyes
últimas de la ficción y la lectura. Esto implica dos operaciones: aquello que surge en el tiempo de
manera novedosa puede ser repensado y releído como efecto de una fundación mítica y como
efecto de ficción. Así se entiende el remate de ese otro poema admirable, “Fundación mítica de
Buenos Aires”:

A mí se me hace cuento que empezó Buenos Aires,

la juzgo tan eterna como el agua y el aire.

Hija de las armas y de las letras, hija de un hecho de conquista que es a la vez hijo de un tan
ingenuo como descomunal imaginario de conquista (se buscaba la plata y se fundó el Plata), la
hazaña de los primeros pobladores resultó en un imaginario de fundación hecho para él por otros:
“los barquitos pintados” venían “a fundarme la patria”. Pero una vez hecha la fundación, ésta
“se me hace cuento”: se hace mito: rompe amarras con la historia y las amenazas de prosaísmo
para instaurarse a sí misma como mito (un mito que, insisto, fue él mismo antes historia).

En el “Epílogo” a Otras inquisiciones (1952), Borges, el autor, convertido ahora en su primer


lector, cierra y coloca en otra dimensión los textos que él mismo escribió, cuando declara que ha
descubierto dos tendencias en los trabajos que integran esa obra: “Una, a estimar las ideas
religiosas y filosóficas por su valor estético y aun por lo que encierran de singular y maravilloso.
Otra, a presuponer (y a verificar) que el número de fábulas o de metáforas de que es capaz la
imaginación de los hombres es limitado, pero que esas contadas invenciones pueden ser todo para
todos, como el Apóstol” (Borges, 1994, p. 153).

Esta “modesta proposición” habría de transformar radicalmente el modo de leer y escribir la


literatura. El viejo pacto de representación realista da lugar a un nuevo pacto, basado en la
representación artística y en las claves significativas propias de la literatura. Por otra parte, al
proponer un repertorio finito de temas, fábulas y metáforas, la imaginación de los hombres se
cierra sobre sí misma como un gran libro que es a la vez una gran biblioteca donde todo queda
contenido y conjeturado. Escribir es reescribir; leer es releer: la literatura es el mundo; el mundo
es la literatura. El carácter decisivo de esta relación fuerte entre lectura y escritura fue anotado
ya por autores como Beatriz Sarlo, quien se refiere en su caso a “la fundación de la escritura
desde la lectura” (Sarlo, 1995, p. 18).

Paradójicamente, ese mundo de la literatura que parece cerrarse sobre sí mismo, absolutamente
emancipado
de las condiciones concretas de producción, dice al mismo tiempo, de manera oblicua, de dichas
condiciones. ¿Hasta qué punto la obra de Borges no tuvo relación mediata con ese mundo de alta
densidad cultural y editorial que el propio Borges habitó?

El ejercicio de abstraer y aligerar la ficción del lastre narrativo —es proverbial el rechazo
de Borges por el género novelesco, con la sola salvación de algunos ejemplos notables, como el
de Faulkner— fue una tarea que llevaron a cabo los miembros de una avanzada de geniales
escritores, a la vez que traductores, lectores, correctores, anotadores, comentaristas, una de
cuyas más prominentes cabezas fue Julio Cortázar. Habitantes de un mundo de libros, editoriales
y máquinas de escribir, constituían un verdadero ejército al servicio del libro y la revista en la
época de oro de la industria editorial argentina cuyos integrantes mal pagados inventaban
universos en las oficinas estrechas y muchas veces mal iluminadas de Losada, Sur o
Sudamericana. La tarea era la misma: los esclavos de las galeras querían echarse a volar y
paradójicamente las propias restricciones materiales eran las condiciones básicas para despegar
el vuelo. De este modo, el campo simbólico de la literatura es la traducción en clave de un
universo
poblado por imprentas, editoriales y librerías, cajones con tipos, escritorios, mesas de ofertas y
novedades, donde la más absoluta materialidad del libro y la más absoluta cercanía con la
vertiente monetaria del trabajo editorial se tocaban con los laberintos de la imaginación.

Si el “Pierre Menard” fue considerado como uno de los textos clave para la teoría de la recepción
y citado una y otra vez como ejemplo de la recuperación del papel creativo de la lectura, muchos
olvidaron las consecuencias que trae aparejado el hecho de que la tarea de transcripción que
emprende dicho personaje esté ya contemplada por el propio autor. Menard es, como don
Quijote, como Borges y como nosotros, un tan novedoso como viejo resultado de una genial
operación originariamente cervantina, que el autor a su vez atribuye a otros autores.

Otro de los maravillosos textos de Borges donde se puede encontrar de manera elocuente estos
elementos es “La muralla y los libros”. Borges lee, y por tanto redescubre, un caso preexistente:
se trata de la noticia de un emperador chino que efectivamente vivió y efectivamente mandó
construir la muralla a la vez que mandó quemar todos los libros. Nada hay, hasta aquí, de cosa
inventada, aunque sí de caso inverosímil. A partir de datos tan estrictamente históricos como
impensables nuestro autor emprende un curioso reexamen del orden y las consecuencias de los
hechos mediante una combinatoria matemáticamente irreprochable: si a sucedió antes que b,
entonces c; si a fue posterior a b, entonces d; si a y b fueron simultáneos, entonces e…

Sólo después de dicha operación llega, en una nueva vuelta de la espiral, el asomo a otra posible
dimensión: tal vez lo notable no consiste en la combinatoria de los contenidos de esos hechos y
sus consecuentes ilustraciones morales, psicológicas, políticas, sino en el puro y duro carácter
descomunal y abstracto de los mismos: lo que más nos sorprende al grado de la fascinación es la
magnitud de esas decisiones: quemar todos los libros, sitiar todo el imperio. Y esto a su vez
presagia el salto a una nueva dimensión, que nada tiene que ver con la forma de la moral, sino
con la moral de la forma. Se trata ahora de la dimensión estética:

Es verosímil que la idea nos toque de por sí, fuera de las conjeturas que permite. (Su virtud
puede estar en la oposición de construir y destruir, en enorme escala…). La música, los estados
de felicidad, la mitología, las caras trabajadas por el tiempo, ciertos crepúsculos y ciertos
lugares, quieren decirnos algo, o algo dijeron que no hubiéramos debido perder, o están por decir
algo; esta inminencia de una revelación que no se produce, es, quizás, el hecho estético (Borges,
1989, p. 13).

No deben sorprendernos entonces esas tan recordadas palabras que “Un lector” declara en Elogio
de la sombra (1969): “Que otros se jacten de las páginas que han escrito, a mí me enorgullecen
las que he leído”. No se trata de un gesto de modestia excesiva o de un guiño irónico por parte
de un escritor que se precia de ser ante todo lector, sino de la justa y honesta declaración de
quien construyó un mundo nuevo a partir de su renovada forma de leer y entender la literatura.

Si hemos comenzado con el Quijote, cerremos también con él nuestras reflexiones. En “Magias
parciales del Quijote” vuelve nuestro autor a un tema recurrente en el ámbito literario: el
problema de la originalidad o la novedad de un tema, contraparte de la “angustia de las
influencias”. Ese ensayo se construye a partir de una constatación: en la segunda parte del libro,
los protagonistas se convierten en lectores de la propia obra que les dio vida. Una vez inventados
por la ficción, don Quijote y Sancho se muestran como preexistentes a la ficción (Cfr. Ayala,
2004, pp. XXIX-XLIII).

Este descubrimiento conduce a Borges a la evocación de otros casos parangonables, en los que se
da una representación dentro de una representación: el Hamlet, el Ramayana, Las mil y una
noches. El gran tema que surge es entonces el de la relación entre idea y representación del
mundo: un tema que preocupa también a la filosofía, cuyas invenciones “no son menos
fantásticas que las del arte”, y que resultan a su vez, en cuanto invenciones y no en cuanto a su
pretensión de verdad, formas certeras de atisbar el mundo. Concluye el autor:

¿Por qué nos inquieta que el mapa esté incluido en el mapa y las mil y una noches en el libro de
Las mil y una noches? ¿Por qué nos inquieta que Don Quijote sea lector del Quijote, y Hamlet,
espectador de Hamlet? Creo haber dado con la causa: tales inversiones sugieren que si los
caracteres de una ficción pueden ser lectores o espectadores, nosotros, sus lectores o
espectadores, podemos ser ficticios. En 1833, Carlyle observó que la historia universal es un
infinito libro sagrado que todos los hombres escriben y leen y tratan de entender, y en el que
también los escriben (Borges, 1989, p. 47).

El único modo de remontar el peso de la sucesión temporal y desmentir el principio de causalidad


es, como escribe en Discusión (1932), postular “un vínculo inevitable entre cosas distantes” y
pasar al orden de la ficción.

En el penúltimo giro de una espiral siempre abierta, ese niño que, cautivado por la lectura
de las aventuras de don Quijote, prefigura el destino de un lector-escritor, no hace sino
perseverar en el mismo gesto que su modelo, esto es, capturado en un mundo de ficción que es a
la vez el de una biblioteca y sorbido el seso por la mucha lectura, inventar mundos y lanzarse a
aventuras ya contempladas en las lecturas previas. El recinto cerrado de la biblioteca y las
páginas de un libro contenidas entre dos pastas duras son el paréntesis extraordinario en el seno
de un mundo ordinario. Puertas, libros, espejos, umbrales cierran y abren al mismo tiempo la
posibilidad de un breve encuentro infinito.

REFERENCIAS

Ayala, Francisco (2004), “La invención del Quijote”, en Miguel de Cervantes, Don Quijote de la
Mancha, edición del IV centenario preparada por Francisco Rico, Madrid, Real Academia Española.
Borges, Jorge Luis (1994), Obras completas, 20a edición, Buenos Aires, Emecé.
Borges, Jorge Luis (1989), Obras completas, vol. 2, Buenos Aires, Emecé.
Kundera, Milan (2005), El telón; ensayo en siete partes, Barcelona,
Tusquets.
Piglia, Ricardo (2001), Crítica y ficción, Barcelona, Anagrama.
Sarlo, Beatriz (1995), Borges, un escritor de las orillas, Buenos Aires, Ariel.
Segovia, Tomás (2005), Recobrar el sentido, Madrid, Trotta.

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