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Encontrar a Dios
en una sociedad individualista
Juan A. GUERRERO ALVES, SJ*
a) La promesa de felicidad
Que el fin de la vida es buscar la propia felicidad por encima de todo,
parece un dogma indiscutible; «si no eres feliz así, cambia»; «si no
eres feliz en ese estado de vida, déjalo y busca otro»... En el
Renacimiento comenzó el desplazamiento de la búsqueda de
salvación, o vida bienaventurada del más allá, a la de la felicidad en el
más acá. Mientras había cohesión social, se buscaba la felicidad con
otros, la «felicidad pública». Luego la búsqueda pasó a centrarse en la
«felicidad privada», a pretender una pequeña sociedad con la familia y
los amigos para el propio uso particular, abandonando a sí misma a la
grande2. En nuestros días hemos pasado a buscar una felicidad aún
más pequeña, a la búsqueda del «sentirse bien» uno mismo, aquí y
ahora. Y, como señalan algunos ensayistas actuales, esta felicidad se
ha convertido en un deber que nos obliga a estar siempre cool, a tener
siempre algo exciting que hacer o contar, y a aparecer como eufóricos
triunfadores. «El deber de ser felices» nos intimida hasta el punto de
que «probablemente somos las primeras sociedades de la historia que
han hecho a la gente infeliz por no ser feliz»3.
El resultado palpable, como ha diagnosticado Bruckner, es que
«estamos heridos graves de vida gris», nuestra vida se cubre de «un
cansancio abstracto (...) que sería equivocado combatir a base de
descanso, porque es hijo de la rutina» 4. El yo pletórico y confiado en
sus posibilidades, que empezaba a buscar la felicidad, se ha convertido
en un «yo mínimo» que sólo busca «sobrevivir»5.
c) La promesa de autonomía
¿Quién se atreve a discutir que cada cual puede moldear hoy su vida
como le guste? No se encuentran argumentos aceptables por los que,
para modelar nuestras vidas, tengamos que someternos a criterios y
voluntades que no sean los nuestros. Nos resulta incomprensible, y
con razón, una vida que no hayamos elegido. ¿Quién, ante
determinadas elecciones peregrinas por parte de jóvenes, no ha oído
decir a sus padres: «lo ha elegido él (o ella), y tenemos que
respetarlo»?
Sin embargo, este tipo de respuestas va configurando sujetos cada
vez más débiles, cuyas opciones son menos confrontadas o
dialogadas. En el Renacimiento no había miedo a chocar con otros por
llevar la vida que uno quería llevar 8. John-Stuart Mill sostiene en el
siglo XIX que cada cual es libre para modelar su vida a su gusto
mientras no moleste a otros; pero, al mismo tiempo, también defiende
la libertad de los demás para criticar las formas de vida que les
parezcan extrañas o extravagantes 9. La tendencia hoy es a eliminar la
interacción con frases del tipo: «Lo que haga cada uno es cosa
suya...»; «¿Con qué derecho vamos a meternos en la vida de otros?»...
Algunos no sólo creen que los planes de vida no pueden ser
sometidos a la crítica de los demás, sino que van más allá: afirman que
no hay planes de vida mejores que otros 10 y, además, defienden que
hay apoyar a los demás en sus planes de vida –por peregrinos y
absurdos que sean–, porque no aguantarían la indiferencia o la crítica
y porque tenemos un deber natural de sostener la autoestima de los
demás11.
Como resultado, tenemos un sujeto frágil y temeroso... y lo que
Pascal Bruckner diagnostica como la nueva enfermedad del
individualismo, la tentación de la inocencia: esa especie de
infantilismo victimista que consiste en tratar de escapar de las
consecuencias de los propios actos, es decir, «gozar de los beneficios
de la libertad sin sufrir ninguno de sus inconvenientes»: una especie
de «irresponsabilidad bienaventurada»12.