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el libro El Fútbol a sol y sombra.

El futbol en el Perú, es el deporte con mayor fanaticada, creyentes y desconfianza entre la


población Limeña. Visto desde este punto, este deporte ha llegado a ser comparado con Dios.

Según Eduardo Galeano en su libro “ El futbol a sol y sombra”; el futbol se encuentra en todos
lados, se vive, se comenta y hasta se respira llegando a tal punto donde la sociedad lo cotidianiza;
ello se puede apreciar, sobre todo, en los medios de comunicación, quienes se dedican a hablar de
ello toda la semana e incluso se han incrementado canales donde solo se hablan de deporte
siendo el futbol el más mencionado.

El futbol esta visto como una fiesta donde interactúan muchos peruanos, es en esta donde un
individuo deja de lado, por 90 minutos, su propia vida y se convierte en parte de una masa en
donde se experimenta una unidad emocional, llamada “afición”.
Para entender este término, afición se refiere a un conjunto de personas vivamente interesadas
por un espectáculo o partidarias de una figura o un grupo que lo protagoniza1.

Cada uno de los integrantes de la masa establecen una sola emoción que puede ser de alegría o de
frustración, por ejemplo, estando en el estadio viendo un partido de futbol, el ánimo, emoción y
todo tipo de sentimiento transmitidos por los asistentes se convierte en un influenciado en los
sentimientos y acciones de las demás personas, además de ser integrador por unir a todos en un
solo aliento apoyando a un equipo. Considerándose de esta manera al futbol, como un deporte
igualitario, democrático, no excluyente; en el que no se toma en cuenta religiones ni posiciones
políticas.

Dicho anteriormente, el futbol puede ser considerado como una religión, siendo los jugadores, los
santos; y el balón, el icono simbólico; el gol visto como el milagro y símbolo de la fe de todos los
seguidores. El resultado es la celebración o frustración del espectador pues al tener un partido
ganado se genera una fiesta en los seguidores, estos serían los rituales de celebración ante la
victoria. Esta celebración no solo puede durar los minutos en que se realiza el deporte, además
este también se puede extender más días, semanas, etc; ello por la importancia y la viralidad que
se le da.

La durabilidad de la festividad dependerá mucho del encuentro y las emociones manejadas en él;
por ejemplo una clasificación al mundial, podrá tener una recordación extensa que con el tiempo
ira disminuyendo la intensidad de la celebración y comentarios; y donde los futbolista
participantes serán visto como héroes . Sin embargo, pasaría lo contrario cuando ocurre por
ejemplo, un encuentro amistoso, aburrido, sin goles, pues este tiene facilidad de olvido, y con el
tiempo la intensidad emocional disminuirá o podría pasar como inadvertida.

1
Rae
El mundo gira alrededor de un balón

El fútbol no escapa de esta ritualidad de todo espectáculo circense, las tribunas aullando de
emociones desfogadas, toda la comunidad formando una sola pasión –no es ajeno el grafiti Más
que un sentimiento, Nos une una pasión. La fiesta es siempre multitud catártica, expresiva,
multidiscursiva (la carnavalización incluye música, cantos, caras pintadas, máscaras, banderolas,
fuegos de colores, camisetas de ritual, etc.), el grupo representado se reafirma como una totalidad
social individualizada –todo lo que hace uno lo repite la masa, la masa repetitiva se individualiza
en acciones: si uno canta todos cantan, si uno insulta otro remachará el desánimo y se irá
repitiendo como un eco, o la máxima en la alegría del gol, produciéndose así una interacción entre
los involucrados en la carnavalización: tribuna (espectador) y jugadores. El diálogo entre jugador y
espectador está fijado en una tensión continua, palpitante, acordada. «Los jugadores actúan para
ser contemplados, apreciados o juzgados. El jugador ofrece su acciones memorables y el público le
paga con su afecto» (Medina Cano, Ibid:49). En el verde de la cancha la simbolización de un épica,
mientras que en las tribunas el espectáculo de la hinchada.
En el estadio, espacio sacralizado, el «punto máximo no es la altura, es la profundidad. No mira
hacia arriba, hacia lo superior; como las pirámides, es un cono invertido (como el infierno de la
Divina Comedia) que se proyecta hacia lo terrenal, hacia la materialidad. (…) Al ubicar su centro
hacia abajo permite que la afectividad se precipite, que la emotividad se concentre y encuentre
una salida. Los estadios son “sumideros de pasiones”» (Medina Cano, Ibid:53). Esta arquitectura
crea una desarticulación con el mundo circundante –pues el espectador se halla de espaldas al
mundo real (a la ciudad) y mira solo hacia abajo, en una fase de pausa a su cotidianidad, y al
involucrarse en el espectáculo, el estadio carga con fuerzas centrípetas que ajustan tensiones.
Los espectadores, en tensión perpetuamente cronometrada, desean que el compromiso se regule
con propiedad, y a la vez, en paradójica oposición, desean que éstas no sean tan reguladas al
menos para su equipo, un modo libertino y corrector, donde el azar juega un partido aparte en el
mismo encuentro, pues «el jugador tiene toda una gama de posibilidades que le permiten libertad
en su desempeño», y además de las aptitudes y actitudes de los seleccionados, «intervienen
muchos factores que hacen del fútbol un acontecimiento incierto. Es imposible controlar la buena
suerte, las lesiones de los jugadores, el estado del clima (la lluvia o el exceso de calor), las
condiciones del terreno, la presión del público, etc.». Cada partido es único y súper tenso: «sobre
la cancha se crean imposibles de repetir que parecen impuestas por el destino…» (Medina Cano,
Ibid:45).
El azar en el fútbol se da mientras el balón rueda por el césped, mientras la pelota se mueve
cualquier cosa puede suceder –o no suceder, los jugadores combaten por obtenerla, conservarla,
la redonda es el objeto del deseo, la que da vida al encuentro, el significado del fútbol se basa en
que ésta simplemente ruede por el verde, «para poseerla hay que luchar, para conservarla hay
que defenderla (…), elemento de poder (…), sensación de autoridad» (Medina Cano, Ibid:46). El
fútbol es incierto, impredecible, el jugador busca también el azar, la buena suerte, la providencia
que vuelva la probabilidad en oportunidad, la esperanza en realidad. De igual manera todos los
actantes del fútbol (sociedad + equipo) buscan la victoria a través del fatum o el folklore –así
surgen chamanes y limpias antes de cada encuentro futbolero:
«el fútbol supone la existencia del azar; (…) la suerte puede modificar el curso de un balón como
puede alterar el rumbo de una vida. (…) Pero no es sólo en la cancha donde el equipo debe asumir
su destino. Al comienzo de un campeonato (por un acuerdo entre las partes) los grupos de
equipos, la condición de visitante o de local, se define por sorteo. Al iniciar el partido, como parte
del protocolo, los capitanes de los dos equipos se juegan la cancha con una moneda (…)». (Medina
Cano, Ibid:63).
El fútbol es una fiesta de intensidades, dialogante, buscadora de destinos. También es
representación de una colectividad, portadora de signos para su significante –el equipo de sus
amores, la selección nacional: himnos, banderas, camisetas, anécdotas, ídolos, logros… fuentes de
relato épico que van acumulando el imaginario/sentimiento colectivo. Uno va vestido diferente al
estadio o al ver entre amigos por televisión un partido de selección, desde ya es un ritual distinto y
semejante también a otros de nuestra sociedad: por algo se lo asocia a la religión, el templo es el
estadio, la eucaristía es el partido… uno se comporta de otra manera a la consciente también, los
discursos asociados revelan libertad a disposiciones habituales, al menos por los noventa que dura
el encuentro la catarsis nos aleja a otro mundo que gira alrededor de un balón de fútbol.
Este ritual atípico y catártico es considerado como tal porque es una ruptura con lo cotidiano, uno
se desliga del mundo habitual por un tiempo determinado para penetrar en un espacio definido,
delineado, los comportamientos se liberan de moralidades, y el escenario y los actantes repiten
esta configuración simbólica periódicamente, cíclicamente, como los solsticios de la Tierra misma.

Jugando por el placer de jugar*


Para el fútbol se necesita práctica, inteligencia, buen físico, talento, conocimiento del cuerpo,
visión, capacidad de improvisación, creatividad, elasticidad… un jugador profesional no se hace de
la noche a la mañana ni se limita a una experiencia de noventa minutos solamente, el ser un
jugador profesional es la formación de una serie de experiencias físicas, emocionales, intelectuales
–muchos clubes europeos tienen una escuela para los juveniles, complementando actividad física
con los estudios (preparación integral en general: alimentación, nutrición).
«Para ser deportista hay que ser inteligente y, para ser un mejor deportista, hay que ser más
inteligentes aún. (…) Lo emocional y lo cognitivo interactúan directamente en la capacidad de
evolución de cualquier deportista. Los aspectos de la personalidad pero también los del entorno,
físico, familiar, etc. Intervienen para favorecer o limitar potenciales.» (Caravedo, 2008:52).
Un aspecto importante en el desempeño del jugador profesional es su talante emocional,
psicológico, el medio ambiente en el que se desarrolla y cómo se desarrolla. Una jugada
excepcional no solo se dan por chiripazos, sobre tod o se
logra con esfuerzo y práctica, mucho entrenamiento, asimilación de conocimientos, con una
capacidad excepcional para descifrar automáticamente problemas que se presentan en el
gramado y predecir las secuelas ante cualquier situación. Y además, convivir en un entorno
tranquilo que le ofrezca un equilibrio responsable en su vida para un óptimo desempeño
deportivo. El seleccionador nacional es, de entre todos estos profesionales, el más ducho y
comprometido, el orgullo por ser la representación de un sentimiento nacional –así se concibe
esta idea.
La profundidad de campo del seleccionado se verá influenciada por una continua acción
progresiva y regresiva de intensidades; lo que acontezca a su alrededor afectará también su
desempeño en el campo –hemos visto que no solo es un jugador con los pies en la cabeza,
también repercute su psicología emotiva para su profesionalización; los medios y el trato de la
tribuna marcará con mayor énfasis sus jugadas: la extroceptividad marcará su propioceptividad en
el calor de la lucha simbólica.
«Es una épica sustituta, una épica meramente representativa: los partidos son batallas ritualizadas
e incruentas en las que cada equipo defiende un territorio (inexistente en el espacio, pero
ritualmente presente en el estadio) y la derrota en la cancha es el equivalente a la muerte. (…) Los
jugadores son héroes que disponen de noventa minutos para alcanzar el heroísmo o la ignominia,
para elevar a su país a la gloria o precipitarlo al infierno.» (Medina Cano, Ibid:56-57).
El tiempo es otro factor determinante en el encuentro de fútbol, pues no solo se lucha contra el
equipo rival (o la barra contraria; en algunos casos, con el árbitro), también se lucha contra el
tiempo ignominioso. Con el tiempo no hay devoluciones, es irrecuperable, como la vida misma
que se trata de representar. El tiempo lo controla el árbitro vestido de negro (aunque ahora use
camisetas de colores, su simbología prevalece), el controlador del campo, el que más corre
persiguiendo el balón y la jugada, el único que puede paralizar las acciones y el representante de
la normatividad; por ello también el más odiado, porque nos remite a nuestra cotidianidad (nos
recuerda a las leyes que imperan en nuestro mundo real y habitual, laboral; además marca las
pausas y finales del espectáculo al que ingresamos para ser partícipes de excepcionalidades) con
permiso de ser partícipe de la fantasía, al menos el más cercano testigo e inquisidor. Esto crea una
tensión angustiante que solo el grito de gol puede aplacar.
En el fútbol, como representación de un lenguaje de comportamientos, el significado es la forma
como encara cada equipo el encuentro, la táctica formulada por el director técnico que es movible
por las variaciones de esquema que se dan ante la defensa o el ataque; los significantes, por su
parte, son los jugadores que certifican mediante su deporte la eficacia de la forma.
«Como en el mito, en la experiencia del partido se narra (se ven, se escuchan) una suerte de
hechos concatenados cuya “lectura”, más o menos ritualizada y colectiva según el caso, viene a ser
de la épica: desde la antigüedad griega las representaciones agonísticas desencadenan
catárticamente en las multitudes deseos de victoria y temores de derrota.» (Protzel, 1994: 50).

Los dueños de la pelota*: la voz de la narración


Actualmente, los comandantes del fútbol no solo son la FIFA sino sobre todo el massmedia,
merchandising, showbussines, la prensa, los medios de comunicación. La extrema mediatización
futbolística es resultante de un dominio económico más allá del balón rodando por e

l gramado. La dependencia entre fútbol y televisión,


democratiza y extiende las tribunas.
De esta manera no solo se desarrollan diálogos internos –entre los mismos jugadores,
entrenadores, tribuna- sino también diálogos externos –banderolas, camisetas, representación en
sí, massmedia. El discurso catastrófico, dramatizado en extremo por radio y televisión (así tenga la
imagen como comprobante), se luce por mantener la alocución más efectista, de manipulaciones y
ajustes, es más, se anulan diálogos internos (la tribuna puede escucharse como una masa con
cánticos como fondo musical, mientras que las voces de los jugadores son enmudecidos por
completo) dejándolos a la mera suposición u opiniones de los comentaristas deportivos.
«El discurso-fútbol es asumido por el discurso del fútbol. Lo que los actores pragmáticos
(jugadores) pueden hablar entre ellos ya no es pertinente. La institución mediática “los calla” para
hacerlos decir a otro nivel. Paradójicamente, el partido ya no es mudo: los locutores y
comentaristas se arrojan como lobos hambrientos sobre la imagen. La exprimen. Le sacan todo el
jugo semántico. La repiten desde varios puntos de vista. La comentan una y otra vez» (Quezada,
1999:165).
«La televisión construye narrativamente el evento, elaborando una galería inmensa de metáforas
y de arquetipos que se adhieren a la representación que todo público tiende a elaborar sobre sí
mismo» (Porro, 1999:97). Todo evento deportivo representa un discurso narrativo autónomo, más
si son competiciones mediáticas. En la cancha «por donde va la pelota va el discurso y, sobre todo,
el discurso del discurso, esto es la “narración” construida en el marco de sistemas de
representación auditivos (radio) o audiovisuales (TV)» (Quezada, Ibid:164).
«Quizá la gran contribución de la mass-mediación sea la de construir, por un lado, imaginarios
futbolísticos, vale decir conjuntos de percepciones, recuerdos y estados de ánimo, y por otro, un
discurso con formas de razonamiento y una retórica aceptada e incorporada al léxico común. (…)
Sin el rol informativo de la prensa los primeros campeonatos nacionales y también sudamericanos
que remontan a las primeras décadas del siglo, éstos no habrían tenido resonancia. Desde
entonces la competencia internacional ha nutrido las culturas futbolísticas de América Latina
dando referencia de comparación, construyendo imágenes de equipos y de goleadores y sobre
todo alimentando sentimientos nacionalistas» (Protzel, Ibid: 57).
La mediatización del fútbol ha creado un nuevo discurso, no solo el dramático del narrador de
fútbol o los que conviven dentro y fuera del estadio (grafitis, publicidad, banderolas, ambulantes,
etc.), sino además ha permutado a la cotidianidad, «la vida real “comentada” se nutre de la
discursividad deportiva» (Mangone, 1999:14). La voz narrativa futbolera se extiende en la realidad,
el massmedia otorga una necesidad: el fútbol, que endulza y nacionaliza. Aunque «El apogeo
financiero en el deporte mediático debilita las lealtades nacionalistas de los “protagonistas”»
(Mangone, Ibid:15), más importa a veces el club quien paga el fin de mes –y más que bien- que el
amor por la camiseta nacional. De la lealtad encomiable (y sufrida) de la fanaticada, surge por otro
lado, para saciar además la propia necesidad que crea para alimentar (con sentimiento de
traición), una tensión extrema entre eticidad y la realidad más cruda: el seleccionado nacional
ahora es dueño de percepciones mediáticas más que de sensaciones honorables, y todo para que
esta ritualidad que se cotidianiza cumpla una función cíclica, los campeonatos mundiales se
celebran cada cuatro años, con eliminatorias de clasificación continuas en el lapso intermedio, más
las copas interclubes son campeonatos anuales.
«El gran evento deportivo espectacular se inserta, pues, en un contexto de ritualidad cíclica (…). La
periodicidad del evento es una suerte de paso por la memoria colectiva, pero son las específicas
performances técnico-espectaculares, reelaboradas en clave épica, las que permiten la fijación en
la memoria individual de los espectadores (…). Lo cíclico del evento, con la alternancia de los
actores individuales, significa continuidad, construcción y refuerzo de una tradición.» (Porro,
Ibid:96).

La pelota lo busca, lo reconoce, lo necesita*


El fútbol involucra lealtad, afecto tribal, comunitario, humanitario, en cada partido se testifica la
identidad territorial, se reafirma el sentido de pertenencia, el equipo es la representación
idealizada de una comunidad que se halla alentando, en las buenas y en las malas, porque ofrece
fidelidad sin reservas y con toda confianza. Aunque tampoco es pasivo y receptivo solamente,
también entrega, y bastante, un equipo profesional no se concibe sin barra alentadora, es el
número doce alrededor de la cancha, tras la pantalla o parlante muy atento dando siempre alie
nto a su equipo.
«Para el fanático el fútbol se encuentra dentro del ámbito de su experiencia personal. Esto le
permite opinar sobre el encuentro» (Medina Cano, 1999:50). El hincha conoce de estadísticas, se
encuentra informado al detalle de los protagonistas, estrategias, ello le otorga un papel activo en
el espectáculo, le otorga vivacidad a la fiesta, se encuentra ducho para pronunciarse, se siente
experto en la materia, pues hace del fútbol una vía espléndida de comunicación, tanto dentro del
estadio –frente a los jugadores- como fuera de éste –entre fanáticos igual que él. Así, el lenguaje
del fútbol se cotidianiza, se vuelve parte de la comunicación habitual.
El espectador va al estadio o ve el fútbol por televisión simplemente porque quiere una fiesta,
busca una celebración –un escape a su realidad rutinaria. El estadio es el espacio de la ilusión, de
la carnavalización, y esos noventa minutos de juego luego se prolongan al espacio público y
privado, el recuerdo y las experiencias generadas en ese lapso de tiempo estipulado se vuelven en
imaginario colectivo, en representación absoluta: el cañonero Lolo Fernández, los Chumpigolazos,
los goles de Cubillas, México 70, Argentina 78, España 82 (y ahí nomás)… así van creándose los
mitos en el fútbol, el diálogo se va extiendo, se magnifica a la vez, se eterniza, ritualiza, mitifica,
otorgándosele un discurso democrático donde todos tenemos el derecho de ser entrenadores.
Aunque esta actividad sea una mera parodia, pues uno mismo sabe que la opinión del fanático no
va a cambiar en nada el resultado, podrán exacerbarse las pasiones y comentarios, pero a pesar de
esto, la voz del hincha es importante porque alimenta el encuentro, crea notoriedad y presencia al
fútbol mismo.
«La afición al fútbol debe ser entendida como un proceso urbano de comunicación cuyos rasgos
han ido transformándose conjuntamente con las culturas y la evolución general de las ciudades.
(…) Sus héroes, hazañas y fracasos forman por lo tanto parte de los imaginarios urbanos, vale
decir, de percepciones y valoraciones selectivamente elaboradas de la vida de la ciudad que al
encarnarse en la experiencia propia, estetizan los efectos y sirven de referente para la acción
cotidiana» (Protzel, Ibid: 50).
Ser hincha es sentirse representado simbólica y concretamente –signo y significante a la vez. El
fútbol compone un espacio de representación nacional, con profundidad semántica: el hincha se
identifica con el equipo en representación porque comparte experiencias geográficas y sociales,
por ello el fútbol permite diseñar la posibilidad de obtener disímiles significaciones imaginarias.
«El fútbol es importante, es nuestra cultura, entre otras razones, porque puede ser el reducto de
lo imprevisible» (Alabarces, 1999:36).
Con el mundo globalizándose, las diferencias culturales construyen identidades sociales que van
reubicándose también en busca de su afirmación. «Exigir el reconocimiento de una identidad
propia significa expresar una diferencia. Un grupo se afirma en oposición o contraste a otros
grupos. Las identidades son construcciones sociales formuladas a partir de diferencias reales o
inventadas que operan como signos diacríticos», es decir, como una marca registrada que va
creándose a partir de experiencias cotidianas. Así, para crear el imaginario de nación no solo
intervienen los criterios espaciales, también cultura y tradición, «una comunidad de sentimientos»
donde la lealtad pervive en la exigencia ciudadana, pues una nación es un conjunto de ciudadanos
a lo que uno mismo es y representa. (Oliven, 2001:17-19).
«Uno de los modos de explicar por qué el fútbol moviliza sentimientos profundos, al punto de que
a veces los hinchas apelen a la violencia, se debe al hecho de que los equipos en juego son mucho
más que once jugadores y representen sentimientos colectivos de aquéllos que los apoyan»
(Oliven, Ibid:20).

La pelota como bandera*


Actualmente el fútbol es uno de los últimos reductos para escapar de la pobreza. Jugar bien a la
pelota significa poder huir del destino trágico de muchos jóvenes, el ser contratado por un equipo
profesional significa poder acceder a un nuevo mundo de posibilidades, donde muchas veces el
auto del año y la ropa de diseñador puede ser considerado la llave del éxito, y si el jugador logra
salir al extranjero (sobre todo a Europa) el éxito será aún mayor, como una lotería donde el
entorno familiar está asegurado por generaciones (en el mejor de los casos, en las mejores
transferencias).
«El deporte es una fuente de distinción social y permite destacar la primacía de los mejores: el
deportista es el tipo humano que representa la excelencia, es el modelo que encarna el tipo de
vitalidad más pleno. Su belleza, su energía, su perfección corporal provocan, en los que lo rodean,
admiración y respeto» (Medina Cano, Ibid:44).
Para llegar a ser jugador de selección nacional, el criterio selectivo no solo pas

a por jugar en el extranjero (aunque siempre lo


parezca) sino el hecho de ser el mejor en su puesto. Toda selección nacional es representación de
los mejores –se supone. En el caso nacional, lo gravitante y de lastimosa realidad es que la buena
fortuna o mejores resultados no nos auguran hace mucho tiempo. El no clasificar a un Mundial de
Fútbol nos demuestra cada cierto tiempo la crisis de nuestro fútbol, y nos abre la brecha de una
herida latente que nos lleva a cuestionarnos preguntas casi metafísicas de por qué no ganamos,
teniendo como vertedero siempre el mal estado como sociedad, porque «el gran reto que
tenemos como nación es la construcción de un nosotros, en primera persona, sintiéndonos parte
de un mismo discurso que nos contenga y compartiendo un mismo sentimiento que nos entrelace,
es decir, que cree lazos entre nosotros» (Caravedo, 2008:57).
«La improductividad de la selección nacional frente al arco ha pasado a metaforizar para muchos
cierta incapacidad nacional para un desarrollo basado en criterios de eficiencia, en la medida en
que la inventiva y la picardía atribuidas tradicionalmente al juego criollo estarían obsoletas. El
autoengaño acerca de esas virtudes le cedería el paso a una desgarradora crítica» (Protzel, Ibid:
56). Como selección somos conscientes que antes de cada encuentro, se deja mayormente de lado
las detracciones personales para ser mediatizada abiertamente la grandísima ilusión en un nuevo
partido: esta vez sí la hacemos, los colores rojiblancos inundan por unos días (o solo unas horas) el
sentimiento patrio más que en fiestas patrias, y hasta es uno de los pocos momentos efímeros
donde al menos nos podemos sentir como nación –al menos hasta el primer gol en contra. «Las
derrotas de la selección nacional son situaciones particularmente propicias para hablar sobre el
“alma nacional”. “¿Por qué perdemos?” es la pregunta que todos se hacen, exigiendo una
respuesta.» (Oliven, Ibid:24). En este sentido, el alma nacional se traduce en la manera de jugar al
fútbol, que no es otra que una forma discursiva entre la multitud dialógica futbolera –no en el
sentido de cantidad de emisores, sino en la cantidad de tipos simbólicos en la representación del
fútbol.
Y en el caso nacional, buscamos mil chivos expiatorios para el desastre futbolístico:
«Por mucho tiempo se ha justificado los fracasos peruanos aduciendo los déficit que se acumulan
en los primeros 5 años de vida, en los que se conforman los fundamentos del desarrollo físico, los
cuales dependen de la nutrición, la salud y la estimulación motriz temprana. (…) Sin embargo, esa
explicación no alcanza para entender los fracasos (…). Una explicación alternativa la ofrece la
sociología. Se dice que el fútbol es una representación simbólica y lúdica de nuestra manera de ser
peruanos, que dependemos de cómo se desempeñe el caudillo, que somos muy individualistas y
no sabemos jugar como equipo. La desintegración entre peruanos, se reproduce en cada uno de
los jugadores y equipos del país». Por otro lado, «se han ensayado también algunas explicaciones
psicológicas que dicen que ganar es un asunto menos deportivo de lo que se cree y más un asunto
de salud mental social. Se dice que, como producto de nuestra historia de siglos de sumisión y
derrotas militares, los peruanos tenemos el complejo de derrotados; somos gente con poco
orgullo y baja autoestima nacional, que se doblega ante cualquier responsabilidad. Estando
acostumbrados a sentirnos “bien” perdiendo, que es lo normal; nos asustamos cuando vamos
ganando y, por eso, aunque empecemos ganando, pronto volveremos a perder.» (Trahtemberg,
2000).
Si esto fuera verídico y real, el deber es variar esa mentalidad perdedora en una mentalidad
ganadora –en todos los ámbitos públicos y privados. La continua frase Jugamos como nunca,
perdimos como siempre, nos muestra nuestra realidad más pobre y derrotista como sociedad, la
de ser conformistas con lo poco o nada de valía que podamos tener. O sea, nunca jugamos bien
porque nos sentimos más cómodos al perder, pues no nos otorga mayores responsabilidades. Esto
nos lleva a conjeturar que somos huérfanos de talento (selección) y amantes frustrados (hinchas).
En el esquema de búsqueda el fútbol mantiene los recorridos engarzados el uno con el otro. En el
recorrido 1: manipulación acción sanción, el director técnico (destinador) transfiere valores al
jugador (destinatario) para que éste realice las acciones sobre la base de los valores recibidos y
sancione la acción realizada; lastimosamente estas acciones por lo general nos hunden más en
cualquier tabla de posiciones –ya no hay equipos más abajo que nosotros, más bien la selección
peruana es el fango de la más recóndita profundidad –y pareciera que se sigue excavando más el
hoyo de nuestro infortunio. En el recorrido 2: competencia performance consecuencia, el jugador
adquiere la competencia necesaria para realizar la acción, la realiza (bien logra el objetivo o lo
pierde), para finalmente reciba las con secuencias por sus actos, lastimosamente también, por más
que la competencia de los deportistas sea de lo mejor (pues la mayoría de los seleccionados
juegan en el exterior, obteniendo mayor experiencia en el juego y en las técnicas), el resultado
siempre les es adverso.
Como espectadores, hinchas, fanáticos o simpatizantes de la blanquirroja, buscamos identificarnos
con nuestra selección, pero ésta nos muestra nuestra realidad más recalcitrante. «La inocencia
perdida ha dado lugar a una serie de actitudes cínicas en relación a la conducta de los jugadores
fuera del juego del terreno» (Sánchez León, 2008:22). Buscamos identificación en un seleccionado
que más se interesa en sus propios intereses que en lo colectivo. «No olvidemos que sin alma no
hay camiseta y que sin camiseta no hay selección» (Ibid).

El gol es el orgasmo del fútbol*


Para el fanático solo existe un gran discurso: el gol. Se va al estadio, se escucha por radio o se ve
por televisión solo para gritarlo, para experimentar una particular alegría, un sentimiento triunfal
más allá de la cotidianidad que tal vez no ofrezca. El gol es la distensión del

encuentro. «El gol como querer-ser


corresponde al espíritu del espectáculo» (Milton, 14.02.08).
Quien tiene la pelota, quien sabe recabarla, y comprometerse a llegar hacia el arco contrario, es
quien tiene mayores posibilidades para la victoria; «la conjunción con la pelota se presenta como
condición de posibilidad para anotar gol. En ese sentido, el valor de la posesión de la pelota como
objeto es modal, esto es, orientado a la conjunción con el gol que, en relación con dicho valor
modal, se perfila como valor de base. No obstante, a otra escala, dicho valor de base se redefine
como valor modal con relación al triunfo.» (Quezada, 1999:171).
Lo trágico en lo nacional es que escasea el gol del triunfo en cada encuentro. Y las falsas
esperanzas nos han convertido en una sociedad matemática para cotizar alguna chance
clasificatoria. «La esperanza que reposa en los cálculos matemáticos es sólo una venda en los ojos
colocada por el insaciable negocio de los periodistas deportivos, que alimentan la vana ilusión de
un pueblo» (Sánchez León, 2001: 29). Los medios de comunicación nos venden una falsa ilusión –
porque la herida futbolística necesita operación quirúrgica de urgencia- porque es una necesidad
que nos han creado y les otorga su propia existencia en pantalla o en titulares de periódicos.
«En los últimos diez años ese ha sido nuestro logro en el fútbol: colocar entre o a doce futbolistas
en algunos clubes decentes y gozar cuando ellos vencen o participan en alguna final importante.
(…) Triunfos individuales, sumamente personales –válidos, por cierto-, que no significan que el
fútbol peruano como sistema, organización, institución, torneo interno, semillero o capacidad de
formación haya mejorado y mantenga un estándar competitivo en la región.» (Sánchez León, Ibid).
La representación futbolística como simbología de vida y la esperanza en unos cuantos jugadores
de trascendencia global, nos conducen por linderos interrelacionados de la narratividad y la
pasión, aspectos de modalidad del querer-deber y el saber-poder no concretan un ideal
(esperanza), se quiere y se debe ganar como en todo juego, hay algunos que saben y pueden (al
menos más que el promedio del equipo), pero no se da. Y los artilugios se desprenden como
pandora, por todos lados, de todos los calibres, opiniones que alimentan un espejismo grato para
la ilusión pero discordante con la realidad: el árbitro, el entrenador, la cancha, los jugadores, la
prensa, los dirigentes, las vedettes… se trata de justificar un chivo expiatorio, pues las pasiones
exacerban la inutilidad en acciones violentas muchas veces. La impotencia de la frustración.
En el aspecto de la temporalidad el querer en pasado conduce a una nostalgia, a un todo tiempo
pasado fue mejor. Pues bien, el pasado no está mal tampoco. No se ganó una copa mundial pero
se crearon ídolos, se formaron formas semánticas de juego, se fundaron identidades, se creó toda
una mitología del fútbol peruano –que durará establecido porque el pasado no se desliga de/con
ningún tiempo tampoco. Pero tampoco se desea vivir solo de cada vez más viejas anécdotas o
valses alentadores de compositores en el Olimpo de criollos (porque hasta ellos también son
elementos mitológicos, para la música y el fútbol). Si se tiene esperanza se tiene fe, confianza en
que se necesita un cambio de actitud y de mecha goleadora –porque solo de actitudes ya no se
ganan las luchas modernas. El querer en futuro fomenta una pasión de la esperanza. Si hay
esperanza hay alguna posibilidad, nos dice el discurso cristiano, occidental. Lo lamentable que
querer en presente (si lo hubiera) nos muestra una falsa esperanza contraria a todo sueño, pues
éste se halla en las lides emocionales y lo otro con un pie más en la intención, aunque el resultado
de dirección no puede ser una realidad más cruda y desalentadora. Nuestra falsa esperanza nos
motiva a un sí se puede, mientras que nuestra realidad nos dice esto somos, esto hay.
La esperanza que podamos tener antes de un encuentro de selección se torna in crescendo
conjuntamente con el massmedia: televisión, radio, prensa, además de comentarios cotidianos;
manipulación de ajuste con esperanza victoriosa, el ansia de celebración, un motivo de orgullo
patriotero. Una esperanza que al desarrollarse el compromiso nos va confesando que es falsa,
mediática, y que nuestra pobreza de juego y anulación de goles, nos estampa con nuestra más
sencilla realidad: el fútbol peruano cambiará cuando el peruano cambie su manera de jugar al
fútbol, como representación simbólica de su vida misma.
Conclusiones
+ El fútbol, como juego profesionalizado vertido en deporte, es un elemento multidiscursivo de
representación de vida en la sociedad. Es una simbología de lucha de vida, enfrentamiento
agonístico: ethos y thánatos en el mismo juego.
+ El fútbol es un ritual de carnavalización. Por noventa minutos de juego se abandona el mundo
real (sin abandonarlo realmente) para ser partícipe de un mundo de fantasías.
+ El espacio futbolístico se halla inmerso de tensiones por todos lados con fuerzas centrípetas, una
olla a presión que al terminar el encuentro los discursos narrativos del fútbol se inmiscuye en la
cotidianidad, las intensidades pasionales se diluyen pero la extensión narrativa se desprende
democráticamente.
+ El jugador de fútbol es el nuevo héroe nacional. Tiene trascendencia internacional y es símbolo
de distinción, y además de alejar la pobreza a su entorno –por lo que también puede relacionarse
como un nuevo Atlas cargando su propio mundo. Es quien crea las excepcionalidades y quien crea
la ilusión. Son los protagonistas y la motivación principal por la que el espectador busca alejarse de
su cotidianidad.
+ El hincha es el jugador de las tribunas. Sentado, parado o alentando, fija siempre sus
expectativas en su ideal de representación: el jugador de fútbol. Entre tribuna y cancha el diálogo
es continuo, activo, a gritos.
+ Al identificarse una masa geográfica como un sentimiento cultural, una pasión activa, el
individuo –en este caso, espectador, simpatizante, hincha o fanático- busca una asociación como
nación en una representación ideal. Así, se crean aspiraciones representativas: el jugador es
seleccionado nacional por la implicancia que es el mejor de la sociedad (por eso ni el más hincha
no juega, por su ineptitud frente al balón, falto del saber-poder).
+ Las frustraciones ejecutadas reflejan un espejo de la realidad. Si el fútbol es reflejo de vida, y
nuestro fútbol es tan pésimo, entonces nuestra sociedad también anda de malas, por más falsas
esperanzas que nos proponga en manipulación la televisión o los demás.
Bilbliografia:

 Galeano, Eduardo. El fútbol a sol y sombra.


En: www.sololiteratura.com
 http://dle.rae.es/?id=0xSvnsO

Dosal Ulloa, Rodrigo. El fútbol: un juego de identidad. En: www.efdeportes.com/efd92/ident.htm


Gándara, Lelia. Las voces del fútbol. Análisis del discurso y cantos de cancha.
En: www.campogrupal.com/futbol.html
Milton. Fútbol, semiótica, antiperiodismo y otras cosas incómodas. Definición teórica y práctica del
Antiperiodismo. En: http://milton.bitacoras.com/
Morfología futbolística. Las oposiciones en el fútbol (5.09.06)
Un sistema conceptual del fútbol (5.09.06)
Los grandes goles. Una semiotización del gol (14.02.08)
Ponisio, Julián. El futbolista en la época de la profesionalización.
En: www.efdeportes.com/efd83/prof.htm
Rivera Gómez, Juan Fernando. ¿Quiénes hacen un partido de fútbol? En:
www.efdeportes.com/efd86/partido.htm
El partido de fútbol como ritual. En: www.efdeportes.com/efd85/ritual.htm

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