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Todo acto humano es libre y está encaminado a un fin; por tanto, si son libres pueden tener
un acto doble: un acto interior de la voluntad y uno exterior. Cada uno tiene su objeto
propio: el de los interiores es el fin en sí mismo y el de los exteriores, aquello sobre lo que
versa. La especie de un acto humano se considera formalmente según el fin, y
materialmente según el objeto del acto exterior. Se puede decir entonces que no es
accidental a los actos interiores estar ordenados a un fin, sino que constituye algo esencial.
No hay ningún acto interior de la voluntad que no esté dirigido a un fin, a un objeto.
Los actos de la voluntad son sujetos de moralidad siempre y cuando sean libres; es decir,
no haya en ellos algún tipo de coacción. Para determinar la moralidad de estos actos debe
tomarse en cuenta el objeto, el fin y las circunstancias. Estos elementos determinarán su
carga moral. Si uno de ellos está viciado, los actos serán moralmente malos. Sin embargo,
hay actos que son malos por sí mismos sin tomar en cuenta estos tres elementos antes
mencionados porque a ellos corresponde una maldad intrínseca que no se puede quitar (sí
se puede atenuar) aunque haya coacción u otro tipo de influjo externo.
Haciendo eco a lo que Santo Tomás dice, se puede constatar que los actos dirigidos a un fin
van determinando a la persona, lo que ahora se llama autorreferencialidad de la voluntad,
pero determina más a la persona aquel acto interno que formalmente se dirige a un fin que
uno externo. Por eso dice el Aquinate citando a Aristóteles que “quien roba para cometer
adulterio es, hablando propiamente, más adúltero que ladrón” 1. Porque el fin principal es
cometer adulterio y el robo es un fin intermedio.
1
Summa Theologiae, I, II, q. 18, a. 6
2
Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 1761
3
Veritatis Splendor, nn. 78