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EL MENSAJERO DE LA CRUZ

Quisiéramos examinar la palabra que predicamos. No es necesario traer a colación a los


que predican un evangelio equivocado, pues éstos están en error de todos modos. Lo
que nosotros predicamos es la crucifixión del Señor Jesús y la forma en que ella salva a
los pecadores de la condenación del pecado y del poder del pecado. Al predicar,
prestamos mucha atención a la estructura, la lógica y al pensamiento central de nuestro
mensaje; hacemos lo posible por presentar claramente nuestras doctrinas, de manera que
aun la persona más sencilla pueda entender. También prestamos atención al intelecto
humano y procuramos arduamente que nuestra exégesis satisfaga su inteligencia.
Sabemos que lo que predicamos es bíblico y es la verdad, pues nuestro tema es la cruz
del Señor Jesús. Sabemos que El murió en la cruz por los pecadores para que todos los
que crean en El puedan ser salvos por la fe y no por las obras. Además, sabemos que en
la cruz no sólo murió el Señor Jesús, pues también en la cruz fue clavado el pecador y
su pecado. Conocemos el camino de la salvación; sabemos que morimos con el Señor;
sabemos aplicar Su muerte por la fe y permanecer en unión con El, y sabemos que
podemos poner fin al pecado y al yo. También entendemos otras doctrinas bíblicas que
se relacionan con la crucifixión. Presentamos nuestra predicación de manera detallada y
comprensible para que todos la puedan entender. Los que escuchan nos prestan atención
cuando proclamamos el mensaje de la cruz del Señor, lo reciben y son conmovidos. Tal
vez seamos elocuentes y podamos presentar la verdad de manera convincente, lo cual
nos hace pensar que nuestra obra es muy eficaz. Bajo tales circunstancias, esperamos
ver que mucha gente reciba la vida de Dios y que muchos creyentes obtengan la vida
abundante. Sin embargo, el resultado no es lo que esperábamos. Aunque los oyentes
pueden ser conmovidos en la reunión y el mensaje se quede en sus mentes, no se
produce en sus vidas lo que esperábamos. Ellos entienden lo que predicamos, pero no
afecta sus vidas. Sólo almacenan la predicación en su cerebro, pero no la aplican en sus
corazones.

En los últimos años, el Señor me ha dicho que debo tener cuidado con esta clase de
predicación. No queremos convertirnos en oradores fa mosos sino ser canales que lleven
vida (pues nuestro Señor es el Dador de vida) a los corazones de las personas. Cuando
predicamos el mensaje de la cruz, debemos hacer que la vida de la cruz fluya a las vidas
de los demás. Es lamentable que hoy tantas personas prediquen la cruz sin que los
oyentes reciban la vida de Dios. La gente da la impresión de estar de acuerdo con
nuestras palabras y hasta las reciben con gusto, pero no han recibido la vida de Dios.
Muchas veces cuando predicamos el aspecto substitutivo de la muerte de Cristo, las
personas parecen entender el significado y la razón por la cual El murió como nuestro
substituto; dan la impresión de ser conmovidos en ese momento. Aún así, no vemos que
la gracia actúe en los oyentes haciéndoles recibir la vida que regenera. También
predicamos que los creyentes fueron juntamente crucificados con Cristo y lo explicamos
de una manera conmovedora. En el momento que lo oyen, es posible que oren y decidan
morir juntamente con Cristo y que anhelen vencer el pecado y el yo. Pero después que
todo termina, no vemos que obtengan la vida abundante de Dios. Tales resultados me
afligen y hacen que me humille ante el Señor para buscar Su luz. Si ustedes tienen la
misma experiencia que yo, espero que también se aflijan dela nte del Señor y se
lamenten por los fracasos. Ciertamente, es necesario que se predique la cruz, pero es
aún más importante que se predique la cruz en el poder del Espíritu Santo.
Examinemos ahora en la Palabra de Dios lo que Pablo dijo: “Yo, hermanos, cua ndo fui
a vosotros, no fui anunciándoos el misterio de Dios con excelencia de palabras o de
sabiduría. Pues me propuse no saber entre vosotros cosa alguna sino a Jesucristo, y a
éste crucificado. Y estuve entre vosotros con debilidad, y temor y mucho temblor; y ni
mi palabra ni mi proclamación fue con palabras persuasivas de sabiduría, sino con
demostración del Espíritu y de poder” (1 Co. 2:1-4). En estos versículos vemos tres
cosas: (1) el mensaje que predicaba Pablo, (2) la clase de persona que él era, y (3) la
manera en que Pablo proclamaba su mensaje.

El mensaje que Pablo predicaba era el Señor Jesucristo y éste crucificado. El tema de su
predicación era el Cristo crucificado y la cruz de Cristo. El no sabía nada más. ¡Cuán
grande será la pérdida si nuestro tema no es Cristo y Su cruz! Nosotros ciertamente
predicamos la cruz.

Tal vez nuestro mensaje y nuestro tema sean buenos, pero sabemos que en ocasiones
hemos dado un buen mensaje sin impartir la vida de Dios en otros. Permítanme hacer
notar que por más importante que sea el mensaje que predicamos, si no infunde vida en
los demás, nuestra obra es prácticamente en vano. Debemos recordar que la meta de
nuestra obra es darle vida a la gente. Nosotros predicamos la muerte de Cristo por los
pecadores, pero nuestra meta es que Dios imparta Su vida en aquellos que creen. Si los
oyentes son conmovidos y se emocionan, incluso si se arrepienten y asienten a nuestra
predicación, si no reciben la vida de Dios de nada les aprovechará. Quizá muestren su
agradecimiento, pero en realidad no han sido salvos. Por consiguiente, nuestra meta no
es hacer que la gente se arrepienta por haber sido conmovida, ni convencer al público
intelectualmente, sino impartir la vida de Dios en los oyentes a fin de que sean salvos.
Inclusive cuando predicamos las verdades profundas o intentamos ayudar a otros a que
entiendan la verdad, como por ejemplo que fueron crucificados juntamente con Cristo,
el mismo principio sigue vigente. Es fácil hacer que la gente entienda lo que predicamos
y hacer que acepten nuestra enseñanza. Cualquier creyente que tenga algo de
conocimiento percibe si uno sabe explicar las verdades con claridad. Pero si uno desea
que la otra persona obtenga la vida y el poder de Dios y que experimente lo que uno
predica, sólo podrá lograrlo si Dios infunde Su vida abundante en dicha persona por
medio de uno. Debemos darnos cuenta de que nuestra labor consiste en ser los canales
de la vida de Dios por los cuales se trasmite la vida al espíritu de otra persona. Así
que, aun si el tema o el mensaje que predicamos es correcto, debemos examinar si
somos canales a través de los cuales Dios trasmite Su vida.

El mensaje de Pablo era la cruz del Señor Jesucristo y no era en vano debido a que él
era un canal vivo por el que corría la vida de Dios. El engendró muchas personas
mediante el evangelio de la cruz que predicaba. Hablando de sí mismo, dijo que estuvo
“con debilidad, y temor y mucho temblor”. ¡El era una persona crucificada! Sólo una
persona crucificada puede proclamar el mensaje de la cruz. No tenía confianza en sí
mismo ni dependía de sus capacidades. La debilidad, el temor, el temblor, la
desconfianza de sí mismo, considerarse totalmente inútil, son cosas que caracterizan a
una persona crucificada. El dijo: “Con Cristo estoy junta mente crucificado” (Gá. 2:20) y
“cada día muero” (1 Co. 15:31). Sólo el Pablo que ya estaba muerto podía predicar de la
crucifixión. Si Pablo no hubiese muerto en realidad, la vida que produce la muerte del
Señor no habría podido fluir por medio de él. Es fácil predicar acerca de la cruz, pero no
es fácil estar crucificado para poder hacerlo. Si uno no es una persona crucificada, no
puede predicar el mensaje de la cruz ni infundir en otros la vida que emana de la cruz.
De hecho, si una persona no tiene la experiencia de la cruz, no es digna de proclamarla.

Pablo predicaba la crucifixión y él mismo era una persona crucificada, que predicaba el
mensaje de la cruz con el espíritu de la cruz. ¡Muchas veces predicamos la cruz, pero
nuestra actitud, nuestras palabras y nuestro sentir no dan la impresión de que estemos
predicando la cruz! ¡Muchas personas que predican la cruz no lo hacen en el espíritu de
la cruz! Pablo dijo: “No fui anunciándoos el misterio de Dios con excelencia de palabras
o de sabiduría”. Este misterio se refiere a la palabra de la cruz. Pablo no predicaba la
cruz con excelencia de palabras ni de sabiduría. “Ni mi palabra ni mi proclamación fue
con palabras persuasivas de sabiduría, sino con demostración del Espíritu y de poder”.
Este es el espíritu de la cruz, la cual es sabiduría para Dios y necedad para el hombre (1
Co. 1:23-24). Cuando predicamos esta “necedad”, debemos tener la forma, la actitud y
la expresión de la misma. Pablo obtuvo la victoria porque era verdaderamente un
hombre crucificado. El predicaba la cruz con el espíritu y la actitud de la cruz. Quienes
no han experimentado la crucifixión no serán llenos del espíritu de la crucifixión, y no
son dignos de anunciar la palabra de la cruz.

La experiencia de Pablo deja claramente en evidencia el motivo de nuestros fracasos. El


mensaje que predicamos puede ser bueno, pero debemos examinarnos a nosotros
mismos a la luz del Señor: “¿Estamos en verdad crucificados? ¿Con qué espíritu, con
qué palabras y con qué actitud predicamos la cruz? Espe ro que al hacernos estas
preguntas nos humillemos para que Dios tenga misericordia de nosotros.

No nos referimos aquí a aquellos que predican “un evangelio diferente”, sino a quienes
predican el evangelio de la gracia de Dios. Las palabras no están erradas y el mensaje es
correcto, pero ¿por qué los demás no reciben la vida de Dios? ¡El problema reside en el
predicador! Es éste el que está mal y por eso carece de poder, no es necesariamente
problema del mensaje. Es el hombre el que impide que fluya la vida de Dios; no es que
la Palabra de Dios haya perdido su efecto. Cuando el hombre que predica la cruz no la
ha experimentado ni tiene el espíritu de la misma, no puede impartir en otros la vida de
la cruz. No podemos dar lo que nosotros mismos no tenemos. Si la cruz no llega a ser
nuestra vida, no podremos comunicar la vida de la cruz a los demás. Nuestra obra
fracasa cuando intentamos anunciar la cruz sin antes saber si nosotros mismos la
experimentamos. Aquellos que son buenos para predicar, primero deben predicarse a sí
mismos. De otro modo, el Espíritu no colaborará con ellos.

Aunque el mensaje que predicamos es importante, no debemos recalcarlo demasiado


desligándolo de nuestra propia persona. Podemos obtener conocimiento en los libros
que hablan de la cruz que anunciamos. Y podemos buscar muchas definiciones en la
Biblia. Pero todo ello será un montón de conceptos prestados que no nos pertenecen.
Aquellos que tienen una mente hábil son los más peligrosos. Un predicador así está en
mayor peligro que otros, porque es posible que todo lo que estudie, lea, indague y
escuche, lo dirija a los demás y no a sí mismo. Es posible que labore para los demás sin
darse cuenta de que él mismo se está muriendo de hambre espiritualmente. Podemos oír
palabras profundas acerca de los varios aspectos de la cruz o leer libros acerca de las
definiciones de la muerte substitutiva de Cristo y de nuestra condición de estar
juntamente crucificados con El. Si nuestra mente es hábil, es posible que podamos
ordenar sistemáticamente estas enseñanzas, de manera que cuando las compartamos
podamos desarrollar el tema con claridad y tenerlo todo bien organizado y presentar
claramente todos los puntos y dividir los argumentos de manera ordenada. Quizá
hagamos todo esto de tal manera que nuestros oyentes lo puedan entender bien. Sin
embargo, a pesar de que ellos entiendan el mensaje, no habrá un poder que los inste a
procurar experimentar lo que han entendido. Tal parece que para ellos basta con
entender la doctrina de la cruz. Se detienen en lo que entienden y no procuran obtener lo
que la cruz les promete. Aun si el orador percibe la medida de receptividad de la
audiencia y se dirige a ella con claridad y franqueza y la anima a que no sólo entienda la
doctrina sino a que experimente lo predicado, solamente logra estimular
momentáneamente a sus interlocutores. Estos todavía no han recibido vida. Se
conforman con la teoría y no buscan la experiencia. No debemos estar satisfechos
pensando que nuestra elocuencia puede dominar la audiencia. Es posible que ellos sean
conmovidos en el momento, pero ¿les hemos dado sólo ideas y doctrinas o les hemos
dado vida? Si no les damos vida, no les aportamos ningún beneficio espiritual. ¿De que
sirve darle al hombre sólo teorías o doctrinas? Que este pensamiento q uede plantado
profundamente en nuestro ser a fin de que nos arrepintamos de la labor que hemos
realizado.

Si nadie recibe la vida de Dios cuando predicamos acerca de la cruz, se debe a lo


siguiente: (1) nosotros mismos no hemos experimentado la cruz y (2) no usamos el
espíritu de la cruz al predicar el mensaje de la cruz.

Quienes no están crucificados no pueden predicar el mensaje de la cruz ni son dignos de


hacerlo. La cruz que predicamos debe actuar en nosotros primero. El mensaje que
predicamos debe arder en nuestra vida para que ésta y nuestro mensaje se mezclen. De
esta manera nuestra vida llegará a ser el mensaje vivo que predicamos. Diariamente
debemos expresar la cruz en nuestra vida. Lo que predicamos no debe ser simplemente
un mensaje sino el fruto de nuestra experiencia diaria. Al predicar, impartimos esta vida
en los demás. El Señor Jesús dijo que Su carne era verdadera comida y su sangre
verdadera bebida (Jn. 6:55). Participar de la cruz del Señor Jesús por la fe, equivale a
comer Su carne y beber Su sangre. Pero comer y beber no son sólo palabras. Cuando
comemos y bebemos, digerimos aquello que ponemos en nuestra boca y llega a ser parte
de nosotros, llega a ser parte de nuestra misma vida. Fracasamos porque muchas veces
estudiamos la Palabra de Dios valiéndonos de nuestra propia sabiduría, y preparamos
nuestras notas basándonos en nuestras propias ideas. Tomamos el conocimiento que
obtenemos de los libros y las doctrinas que oímos de nuestros maestros y amigos, y los
convertimos en nuestros sermones. Aunque tenemos muy buenas ideas y la audiencia
nos escuche con mucha atención e interés, toda la obra se detiene allí. No somos aptos
para infundir la vida de Dios. Aunque predicamos la palabra de la cruz, no podemos
impartir dicha vida. Sólo podemos impartir pensamientos e ideas. Pero lo que el hombre
necesita es vida, no buenas ideas.

No podemos dar a otros lo que nosotros mismos no tenemos. Si tenemos vida, entonces
podemos dar vida. Si sólo tenemos pensamientos, únicamente comunicaremos
pensamientos. Si no hemos experimentado la crucifixión en nuestra vida ni estamos
muertos junto con Cristo en victoria sobre el pecado y el yo, si no llevamos la cruz ni
seguimos al Señor sufriendo por El, y si sabemos de la cruz por los mensajes y libros de
otros, mas no tenemos la experiencia de la cruz por nosotros mismos, entonces sin duda
no seremos aptos para impartir vida. Solamente podremos comunicar las teorías de la
vida de la cruz. Sólo al ser transformados por la cruz y recibir la vida y el espíritu de la
cruz podremos impartir el mensaje de la cruz. La cruz debe hacer diariamente un obra
profunda en nuestra vida para que experimentemos el sufrimiento y la victoria que ella
proporciona. Entonces al predicar, nuestra vida espontáneamente brotará en nuestras
palabras, y el Espíritu derramará Su vida a través de la nuestra, para nutrir las vidas
marchitas de los oyentes. Las ideas sólo pueden llegar al cerebro del hombre y sólo
suscitan interrogantes. Sólo la vida puede llegar al espíritu del hombre y hacer que el
espíritu reciba la vida que regenera, la vida abundante.

Los pensamientos, las palabras, las expresiones y las teorías del hombre sólo pueden
tocar el alma y conmover la parte emotiva, la mente y voluntad del hombre. La obra del
Espíritu Santo se lleva a cabo en nuestro espíritu (Ro. 8:16; Ef. 3:16). Sólo al
experimentar las cosas del espíritu y al dejar que fluya la vida de nuestro espíritu, el
Espíritu Santo derramará Su vida en el espíritu de otros por medio de nosotros. Por
consiguiente, es vano tratar de salvar a los pecadores y edificar a los santos valiéndose
de la mente, las palabras y las teorías del hombre. A pesar de que lo expresado pueda
sonar muy convincente, debemos saber que el Espíritu Santo no respalda dicho
discurso; no apoya las palabras de dicho mensaje ni obrando junto con el orador ni
invistiéndolo de Su autoridad y poder. La audiencia solamente escucha sus palabras,
mas no se produce ningún cambio en las vidas de ellos. Es posible que en ocasiones
ellos hagan votos y resoluciones, pero esto no es más que una reacción de su alma. La
vida no respalda las palabras de un predicador que no ha experimentado la cruz. En
consecuencia, los oyentes carecen del poder para obtener lo que todavía no han
obtenido. Donde esté la vida, allí estará el poder. En asuntos espirituales, no hay poder
si no hay vida. Es por eso que si uno no permite que su vida sea usada por el Espíritu
Santo a fin de que El derrame Su vida en el espíritu de otros, éstos no tendrán la vida
del Espíritu ni el poder para practicar lo que uno les predique. Lo que deseamos no es
elocuencia sino el poder del Espíritu Santo. Que el Espíritu de Dios nos muestre que las
teorías sólo llegan al alma del hombre, y que sólo la vida puede llegar a su espíritu.

Al hablar de esta vida nos referimos a la experiencia que uno mismo tiene de la Palabra
de Dios y del mensaje que predica. La vida de la cruz es la misma vida del Señor Jesús.
Debemos permitir que nuestro mensaje pase la prueba en nuestra experiencia primero.
La doctrina que entendemos no es más que doctrina. Debemos permitir que la doctrina
actúe en nosotros primero para que lo que entendamos de ésta se convierta en parte de
nuestra vida y en el constituyente vital de nuestro andar diario y no sea simple teoría. Es
semejante al alimento que digerimos, el cual viene a ser carne de nuestra carne y hueso
de nuestros huesos. Por lo tanto, nos convertimos en la doctrina viva. De esta manera, lo
que predicamos deja de ser simplemente una teoría que conocemos y viene a ser nuestra
propia vida. A esto se refiere la Biblia cuando habla de que seamos “hacedores de la
palabra” (Jac. [Snt.] 1:22). Es posible que no entendamos la expresión “hacedores”;
pensamos que hacedores son aquellos que hacen todo lo posible por obedecer las
palabras que oyen y entienden. Pero esta clase de acción no es la que se encuentra en la
Biblia. Es cierto que debemos proponernos practicar lo que oímos, pero las obras a las
que alude la Biblia no son nuestras acciones, sino permitir que el Espíritu Santo exprese
en la vida de la persona, la doctrina que ésta conoce. Se trata de vivir no de llevar a
cabo acciones. Si uno tiene la vida, espontáneamente se manifestarán las acciones. La
obra que describe la Biblia no equivale a hacer algunas buenas obras esporádicamente.
Debemos usar nuestra voluntad para cooperar con el Espíritu Santo en nuestra vida
cotidiana a fin de poder expresar todo lo que tenemos en nuestra experiencia. De esta
manera podremos impartir la vida de Dios en los demás.

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