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CAPITULO PRIMERO

DEL MUNICIPIO ROMANO


AL MUNICIPIO MEDIEVAL

I. EL MUNICIPIO ROMANO

Durante muchos años fue generalmente admitido que el municipio romano


de los siglos I a v y después el visigodp hasta el VIII, habían sido los antece-
dentes inspiradores del municipio genuinamente español de los siglos IX y
siguientes. Las rigurosas investigaciones del último tercio del siglo XIX y pri-
mero del XX, complementados con los trabajos de D. Claudio Sánchez Albor-
noz y sus discípulos, ampliaron los conocimientos, como veremos posterior-
mente, y se demostró que eran instituciones que en la práctica sólo tenían de
común el nombre.
El gobierno de la ciudad tuvo una gran tradición en Atenas de donde pasó a
Roma, consolidándose el municipio como forma de gobierno urbano (GARCÍA
VALDEAVELLANO). En la posterior expansión romana, sus legiones se encargaron
de extenderlo por los confines del Imperio, guiadas por un principio colonizador
y de homogeneidad para facilitar su administración. Inicialmente, en el caso de
Hispania, la presencia romana se centró en los territorios de la Bética, parcial-
mente en la Tarraconense y Lusitania. Tales zonas configuradas por una inci-
piente red urbana contrastaban con el resto de la Península, donde hasta avanza-
do el siglo 1 no fue superado el régimen de tribus. De hecho hasta la época de los
emperadores Flavios no se generalizó la romanización de Hispania.
Inicialmente, bajo el régimen provincial romano, según García Valdeavella-
no, las ciudades de las provincias hispánicas mantuvieron su particular régimen
político-administrativo, aunque existiese el control y la intervención de su régi-
men local por parte del gobernador romano de la provincia. Al evolucionar pos-
teriormente hacia la unificación el régimen de las ciudades, su organización
política adoptó el modelo romano de Colonias y Municipios
Plinio en su Historia Natural (III, 3.1), nos da una idea sobre el estado de
la romanización en España a principios del Imperio. La Tarraconense, contaba

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DEL MUNICIPIO ROMANO AL MUNICIPIO MEDIEVAL

con 179 ciudades, entre ellas 12 colonias, 13 ciudades romanas y 18 latinas, una
confederada y 135 estipendiarias; la Bética, inicialmente la provincia de más
avanzada cultura romana, contaba con 175 núcleos urbanos, de los cuales tres
eran ciudades confederadas y seis libres, ocho municipios, nueve colonias, 29
municipios latinos y 120 ciudades estipendiarias. Respecto a la Lusitania, la
menos romanizada, había cinco colonias, un municipio, tres ciudades del anti-
guo derecho latino y 36 estipendiarias, sin referencias a la existencia de ciuda-
des libres (HINOJOSA, pág. 24).
Los núcleos de población conquistada se convirtieron en ciudades, gradua-
das según su índice de resistencia o pasividad a la conquista, en función de lo
cual fueron calificadas como ciudades inmunes o federadas, libres o estipen-
diarias. El proceso de conquista y romanización fue transformando las primiti-
vas estructuras políticas de acuerdo con las formas romanas y así aparecerían
colonias, constituidas por soldados licenciados, municipios latinos y romanos.
Por el contenido sustantivo de los estatutos reguladores de los municipios se
puede conocer la categoría de los mismos. En primer lugar estaban los munici-
pios de optime iure, en los que los munícipes eran ciudadanos romanos de pleno
derecho y disfrutaban de una amplia autonomía en su organización interna. Tal
situación no resultó frecuente y debe considerarse como excepcional, pues tal
privilegio 10 obtuvieron muy pocas ciudades fuera de Italia.
La generalidad de los municipios tenían la categoría de sine suffragio, que a
su vez podían ser Munícipes Caerites, dotados de autonomía, y los Munícipes
aerarii, carentes de autonomía y dependientes de la administración de Roma
bajo la jurisdicción de un delegado del magistrado romano. De forma excepcio-
nal, existieron en Hispania los Municipii civium Romanorul1l, asimilados a los
sine suffragio romanos; estaban organizados como entes autónomos, por lo que
disponían de consejo municipal y magistraturas anuales. Su número era escaso,
24, distribuidos 10 en la Bética, 13 en la Tarraconense y uno en la Lusitania.
En el caso de las provincias, siempre y cuando sus ciudades dispusieran de
una organización urbana aceptable, manifestaran su lealtad a Roma, tuviesen
suficiente número de habitantes ciudadanos romanos y se encontrasen en vías
avanzadas de romanización, fueron dotadas del Municipio de derecho latino ius
latii, lo que suponía que podían organizarse y regirse por el Derecho romano.
Después de las campañas de colonización y municipalización llevadas a cabo
primero por César y después por Augusto, en las provincias hispanas se extendió
este tipo de municipios, alcanzando 45 a mediados del siglo 1, distribuidos de la
siguiente manera: 27 en la Bética, 18 en la Tarraconense y tres en Lusitania.
El hecho es que los municipios constituían comunidades ciudadanas, dota-
das de un grado oscilante de autonomía y a las que se concedió la ciudadanía
romana. Al disfrutar de tal privilegio, las ciudades renunciaron a su soberanía
pero disfrutaban de una cierta capacidad de autoorganización. Simultáneamen-
te sus habitantes obtuvieron la categoría de ciudadanos romanos pero debieron
asumir las cargas que tal condición llevaba consigo.

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EL MUNICIPIO ROMANO

El Emperador Vespasiano dio un impulso a la romanización de Hispania


intentando atraerse políticamente a la población indígena, por lo que concedió
el derecho latino a todas las ciudades para que en lo sucesivo se organizasen con
arreglo a la constitución romana, convirtiéndose en ciudadanos romanos aque-
110s vecinos que hubiesen ejercido alguna magistratura. Durante su reinado,
Ptolomeo menciona que la medida se había hecho efectiva a más de noventa
ciudades españolas.
La administración de estas ciudades se reguló posteriormente mediante
leyes especiales, de las que han l1egado hasta nosotros diversos textos y refe-
rencias que nos permiten conocer la organización municipal romana en España,
como las Leyes Municipales Flavia Salpensana, Fluvia Malacitana o la colonial
Genitiva Julia, así como consultas de municipios a gobernadores, caso de Pam-
plona, o cartas del César a los municipios, como la de Vespasiano al de Sabara
autorizándole a reconstruir la ciudad siguiendo las normas de policía urbanísti-
ca romana. Por ejemplo, la ley colonial de Osuna refleja la vida de una colonia
y la de Málaga la imagen de un municipio. El conocimiento de estos detalles fue
posible al descubrirse a mediados del siglo XIX inscripciones en bronce que con-
tenían diversos fragmentos de las referidas normas. Incluso el hallazgo en Ovie-
do de un fragmento de la ley municipal coincidente con el capítulo 66 de la Lex
coloniae Genetivae Juliae, favorece, según Sánchez Albornoz, «el supuesto de
que en el solar de los astures tranSl1wntanos hubo algún municipio»
(pág. 1081).
Coinciden prácticamente todos los autores en señalar que el período de flo-
recimiento de la vida municipal se mantiene con mayores o menores excepcio-
nes hasta fines del siglo" o principios del III. A partir de ese momento desapa-
recen los Comicios y aumentó la importancia de la Curia, no sólo por elegir a
los magistrados sino porque al invertirse el orden éstos procedían de aquélla.
También en este período los magistrados perdieron diversas competencias a
favor de los Decuriones, además los curiales asumieron muchas funciones del
Estado, que terminarían por superarles en el gobierno del Bajo Imperio, hasta el
extremo de convertirlos en funcionarios gratuitos del Estado (PÉREZ PUJOL,
págs. 202-203).
No obstante 10 anterior, estas medidas de Vespasiano no consiguieron la
completa romanización político-administrativa de Hispania, situación ésta que
no se alcanzará hasta la Constitución Antoniana, promulgada por el Emperador
Caracalla, inspirada tanto con el propósito de unificar la condición política y
jurídica de todos los habitantes del mundo romano como también por motivos
fiscales por el hecho del incremento del número de contribuyentes, pues deter-
minados impuestos sólo afectaban a los ciudadanos de Roma.
La realidad fue que todos los súbditos del Imperio alcanzaron la condición
de ciudadanos romanos, superando la fase de organización local anterior que
adscribía a sus habitantes a la tribu de origen, clasificando los vecinos en ciu-
dadanos, transeúntes o peregrinos y extranjeros, aunque todos sometidos políti-

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DEL MUNICIPIO ROMANO AL MUNICIPIO MEDIEVAL

camente al Estado romano, con lo que a la vez que se consiguió la romaniza-


ción definitiva de Hispania, se completó el proceso que transformó a Roma de
un Estado-Ciudad en un Estado universal.

a) La fundación de ciudades en Hispania

Para conseguir la adecuada asimilación de las poblaciones españolas al sis-


tema romano se recurrió a la fundación de colonias, configuradas como verda-
deros centros de influencia cultural y que en definitiva colaboraron eficazmen-
te a la romanización de la península, al tiempo que privilegiaban a soldados
licenciados con lo que se garantizaban no sólo la seguridad del territorio, sino
también la penetración de la cultura romana.
Las colonias o ciudades romanas creadas en España y habitadas por ciuda-
danos romanos, estaban organizadas de acuerdo con el modelo constitucional
marcado por el Estado-ciudad de Roma. La fundación de ciudades se hacía en
un lugar predeterminado, pero a veces se fundaba sobre un núcleo urbano exis-
tente, como fue el caso de Osuna. El acto fundacional suponía un transplante de
Roma a un territorio provincial, formalmente aprobado por una ley votada en
los comicios. Todo el proceso de fundación y organización de las ciudades
romanas estaba regulado por una ley general que servía de marco, especificán-
dose las cuestiones particulares de cada ciudad por una ley especial para cada
colonia (GARCÍA VALDEAVELLANO, pág. 128).
Al lugar elegido para la fundación se trasladaba una Comisión, a la que
acompañaban los futuros ciudadanos romanos que la iban a poblar; dicha Comi-
sión procedía a realizar el trazado urbano, con dos calles como ejes, uno de
norte a sur, llamado el cardo máximus, con una anchura de veinte pies, unos seis
metros, y otra de este a oeste, el decúnwnus maximus, con doble anchura del
anterior. Ambas se cruzaban en un espacio central abierto, elforum, plaza, mer-
cado, etc., y el resto de las calles discurrían paralelas a los ejes mencionados,
denominadas cárdines o decumani, con lo que se constituían cuadros o manza-
nas para las viviendas. En una palabra, una vez más se reproducía el plano de
cuadrícula urbana diseñado en Grecia en los siglos anteriores.
Posteriormente con una arado se trazaba un surco que determinaba el perí-
metro de la ciudad y la Comisión hacía el reparto de lotes de las tierras más pró-
ximas a los colonos. El resto de la tierra quedaba sin repartir como propiedad
de la colonia, para dedicarse a bienes de aprovechamiento común o reserva de
tierras propiedad del Estado romano (GARCÍA BELLIDO, págs. 30 Y sigs.).
En la descripción de colonias fundadás por Roma seguiremos, una vez más,
la relación efectuada por Hinojosa. La primera cronológicamente fue Itálica,
fundada por Publio Comelio Escipión en el año 206 antes de Cristo, después
Carteya en el 171 y, por último, Valencia fundada en el año 138 por el cónsul
Licinio Julio Bruto.

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EL MUNICIPIO ROMANO

La política más intensiva de fundaciones, correspondió a César y a su sobri-


no Augusto, en la que prevaleció el criterio tradicional de facilitar asentamien-
tos urbanos a los soldados romanos. Las luchas civiles entre César y Pompeyo
influyeron en las repoblaciones y fundaciones, pues en algunos casos las ciuda-
des fueron destruidas y posteriormente rehabilitadas, el caso de Sevilla y de
Valencia. Asimismo fundó colonias inmunes como Itucci (Virtus Julia), Attubi
(Claritas Julia), Cattago Nova o Cartagena, Tarragona, Celsa, Guadix (Acci), a
cuyos habitantes fueron agregados veteranos de las legiones 3. a y 6.\ o Sacla-
bis en la Lusitanía.
Augusto concedió el honor de colonias romanas a Córdoba, Asta, Asido,
Zaragoza (Caesaraugusta), fundada con veteranos de las legiones 4. a, 6. a y lo.a,
sobre la antigua ciudad ibérica de Salduvas; Ecija (Augusta Firma), Tucci
(Augusta Gemela), Ilici, Barcelona; Libisosa, ciudad de derecho latino; Salaria,
Clunia; Las cuatro colonias de Lusitania, después de la guerra de Cantabria:
Augusta Emérita, Mérida, residencia del gobernador de la provincia, Metelli-
num, MedelIín, Pax Julia, Béjar y Norba la actual Cáceres.
La fundación de ciudades quedó desde entonces limitada a un estrecho
marco, tanto por el norte como por el sur del Imperio, no siendo modificada esta
situación hasta la época de Vespasiano que, como ya dijimos, concedió la lati-
nidad en el año 75 a toda España y fundó Flavióbriga. En su política posterior
de concesión de honores y privilegios a diversos lugares del Imperio, encontra-
mos la española Flavium Brigantiu11l. Aunque no se crearon nuevas colonias en
la época de Adriano, se concedió tal honor a Itálica que era un municipio.

b) Organización y gobierno del Municipio hispanorrOlnano

Dos eran los elementos básicos de la organización del Municipio romano de


una parte, la urbs y el territorium o distrito rural, carente de personalidad jurí-
dica, formado por pequeños núcleos de habitantes conocidos como fora, conci-
liabula o vici y, de otra parte, la población ciudadana, el populus, compuesta por
cives o munícipes, ciudadanos, y coloni, los colonos nacidos en las ciudades o
que habían obtenido el derecho de ciudadanía en la misma, de acuerdo con una
designación o elección por la Curia municipal. También existían los incolae,
personas domiciliadas en la ciudad sin ciudadanía y los hospites con residencia
temporal en la ciudad. Las cargas municipales obligaban a ciudadanos y domi-
ciliados, pero sólo los primeros tenían posibilidad de acceso a las magistraturas
municipales.
El sistema electoral trataba de ser muy estricto, pues las leyes vigentes en
Roma sobre la inmoralidad electoral estaban en vigor en los Municipios del
Imperio, a lo que han de añadirse las disposiciones específicas de cada municipio
dedicadas a obtener una mayor transparencia del proceso electoral. En este sen-
tido, por ejemplo, la Ley colonial de Osuna prohibía a los candidatos hacer dona-

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DEL MUNICIPIO ROMANO AL MUNICIPIO MEDIEVAL

tivos, repattir víveres u organizar convites que excediesen de nueve personas,


siendo las transgresiones sancionadas rigurosamente, síntoma de que en el perío-
do de referencia los cargos municipales eran aún muy codiciados. Los comicios
municipales estaban presididos por el magistrado municipal más antiguo.
Hinojosa combina la Ley Julia municipal y la Ley colonial de Osuna
(pág. 31), para determinar los requisitos que debían reunir los candidatos a
magistrados: no haber sufrido ninguna condena; no haber desempeñado oficios
innobles; ser mayor de treinta años; o, por último, haber servido en el ejército
algún tiempo. Augusto rebajó la edad a veinticinco años. Por su parte, el Duum-
vi rato no podía desempeñarse sin haber ostentado previamente la Edilidad, ni
llegar a ésta sin ocupar previamente la Cuestura. No se permitía la reelección
hasta pasados cinco años.
Los candidatos a ocupar los cargos vacantes debían presentar con bastante
antelación sus candidaturas. Una vez comprobado que reunían las condiciones
legales exigidas, el Duumviro, presidente de los comicios, hacía anunciar los
nombres por medio de carteles en los lugares públicos. En la fecha determina-
da para la elección, la votación correspondiente se hacía por separado para cada
cargo (Dumviros, Ediles, Cuestores). La votación era por Curias yen ellas emi-
tían su voto, además de los ciudadanos, los íncolas que lo hacían, previo sorteo,
en una Curia determinada. Cada elector depositaba su tablilla en la urna electo-
ral (cista), éstas eran vigiladas por tres ciudadanos, procedentes de una Curia
distinta (quaestores), constituyendo lo que podríamos calificar en la actualidad
una mesa electoral, con el objeto de velar por la limpieza electoral. El escruti-
nio se realizaba por los diribitores y los candidatos podían designar un Cuestor
para que velase por sus intereses.
Los Cuestores, que no podían votar en su Curia de origen, lo hacían en la
que estaba adscritos; concluida la votación se hacía el recuento y los diribitores
entregaban el resultado del escrutinio al presidente, que después de reunir los
resultados de todas las Curias, proclamaba al candidato que hubiese obtenido
mayoría simple de votos. En caso de empate eran preferidos los casados con
hijos, en caso de igualdad de condiciones se sorteaba entre los afectados.
Con el paso del tiempo, el sistema entró en grave decadencia, los cargos se
hicieron poco estimados, por lo que faltaron candidatos, razón por la cual se
facultó al presidente para proponer candidatos cuando no los hubiese. El dete-
rioro del sistema condujo a finales del siglo 111 a un procedimiento de cooptación,
que obligó a promulgar una disposición legal para que los magistrados salientes
designasen a los entrantes, con la intervención del gobernador de la provincia.

Los magistrados municipales

Estas magistraturas municipales tomaban el modelo de las existentes en


Roma, incluida su duración anual. Habitualmente eran los quattorviri para los

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EL MUNICIPIO ROMANO

municipios y los Dunviros, duoviri iuricundo, en las colonias, aunque por las
múltiples excepciones la norma no debió ser absolutamente rígida. No obstan-
te, en todos los casos era obligatorio estar inscrito en el censo, como propieta-
rio de una fortuna cuya cuantía variaba según los municipios. Los magistrados
de una u otra asignación se agrupaban en collegia, el cargo era irrenunciable,
honorífico y gratuito. Además tenían que aportar una fianza para garantizar
patrimonialmente los posibles perjuicios que ocasionasen en el ejercicio de su
cargo, tanto a la ciudad como a los particulares. Las fianzas variaban de un
Municipio a otro, en el caso de Málaga, parece ser que consistía en una hipote-
ca sobre bienes inmuebles.
Desde los primeros tiempos del Imperio, al igual que sucedía en la Roma de
Augusto, al tomar posesión del cargo era habitual aportar cierta cantidad para
los gastos del común con destino a sufragar espectáculos, construcciones públi-
cas, etc. Más gravosa era la obligación de pagar una cantidad variable con des-
tino al erario municipal (HINOJOSA, pág. 31). Los bronces de Osuna fijaban el
mínimo de la cantidad que los Duumviros y Ediles habían de gastar de su patri-
monio particular en los juegos públicos. También era obligatorio dar al pueblo
pan barato y a ser posible gratuito (PÉREZ PUJOL, pág. 175).
En contrapartida el cargo de magistrado llevaba aparejado el disfrute de
importantes honores, tanto en su vestidura, la toga pretexta, como en la prela-
ción en actos públicos, acompañados siempre de dos lictores o alguaciles que
llevaban las faces o hachas metidas en un haz de varas, sin olvidar que los docu-
mentos municipales se databan con el nombre de los Dunviros que ostentaban
el cargo aquel año (GARCÍA VALDEAVELLANO, pág. 234).
En Hispania, después de las reformas, los magistrados supremos de los
Municipios eran los Dunviros, que convocaban y presidían los comicios, tenían
jurisdicción civil, criminal, que pasaría a fines del siglo I a la órbita de los fun-
cionarios imperiales y algunas competencias militares. En el orden civil enten-
dían en los litigios de cuantía inferior a 15.000 sextercios (Ley Rubria De Gallia
eisa/pina), cantidad análoga a la prevista en los bronces de Málaga; el nom-
bramiento de jurados para la resolución de conflictos, e instruir las diligencias
preliminares en los asuntos que no eran de su competencia, remitiendo las par-
tes al presidente de la provincia (HINOJOSA, pág. 29).
Posiblemente intervenían también en asuntos de jurisdicción voluntaria
como las manumisiones, emancipaciones y adopciones, aunque no existe con-
firmación al respecto. Administraban el patrimonio y los ingresos municipales,
tenían competencia para imponer sanciones, de límite desconocido, en casos de
alteraciones quedaban al cargo de la defensa de la ciudad, pudiendo recurrir al
reclutamiento de una milicia ciudadana.
Los dos Dunviros eran los magistrados de mayor rango en los Municipios,
equiparables a los cónsules romanos. En su ausencia de la ciudad eran sustitui-
dos por un delegado suyo denominado Praefectus. En el caso frecuente de que
el Emperador fuese nombrado Dunviro, lo era en solitario, en consecuencia el

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DEL MUNICIPIO ROMANO AL MUNICIPIO MEDIEVAL

municipio era gobernado por un Praefectus del Príncipe ante la imposibilidad


material de hacerlo éste personalmente.
Los dos Ediles eran funcionarios auxiliares de los Dunviros, encargados de
la policía de la ciudad, vigilancia de las calles y edificios públicos, mercados,
abastecimientos, espectáculos, etc. Dotados de atribuciones sancionadoras,
podían poner multas pecuniarias e infligir castigos. Mientras que en las colonias
Dunviros y Ediles formaban colegios diferenciados, en los municipios se inte-
graban en un colegio único: Quattuor viri, distinguiéndose dos categorías por
su denominación, Quattuor viri iuridicundo los primeros y Quattuor viri aedi-
les los segundos. En ambos casos la elección, hasta el siglo 11, como ya sabemos
se hacía por el pueblo en los comicios. Posteriormente a propuesta de los magis-
trados salientes los designaría la Curia el uno de marzo de cada año.
Los magistrados municipales eran auxiliados en sus funciones por diversos
subalternos, previstos en la ley colonial de Osuna, en cuyos bronces consta la
remuneración, para el caso de los Duumviros
2 lictores, ya mencionados, a 600 sextercios
1 accenso, alguacil a 700 sx.
2 escribas, secretarios contadores a 1.200 sx.
2 viatores, verederos a 400 sx.
1 librero, escribiente, archivero a 300 sx.
1 pregonero, o heraldo a 300 sx.
1 haruspice con 500 sx.
1 Tibicen, flautista sin sueldo marcado.
Estos tres últimos también eran oficios a disposición de los Ediles, con suel-
dos inferiores, además de cuatro siervos públicos (HINOJOSA, pág. 30).
Completaban la organización burocrática municipal los funcionarios encar-
gados de hacer cada cinco años el censo de ciudadanos, duoviri quinquellllales,
designados expresamente el año que correspondía la operación demográfica,
complementada con el catastro de la riqueza urbana. Además había dos Cuesto-
res que administraban la hacienda municipal. Por último hemos de incluir a los
sacerdotes que disfrutaban de carácter vitalicio y que tenían a su cargo el culto
local, además de otros seis, Seviros augustales, encargados del culto al Empe-
rador.
Los colegios sacerdotales de Pontífices y Augures estaban organizados igual
que en Roma y disfrutaban de análogos privilegios. Pese al carácter vitalicio del
cargo, en caso de indignidad, podían ser despedidos por los Dumviros. Los jefes
del culto municipal eran los Pontífices, auxiliados por cierto número de auxi-
liares denominados magistri, uno· por cada templo o capilla y a los que corres-
pondía hacer los sacrificios y preparar los juegos circenses acordados por la
Curia.
Mayor rango tenían los Seviros Augustales, que sólo existían en las ciuda-
des donde se practicaba el culto al Emperador. El cargo era anual y resultaba
gravoso, pues corrían a su cargo los gastos originados por los sacrificios y

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EL MUNICIPIO ROMANO

espectáculos, sin embargo al pasar a la actividad privada, aunque podían ser ree-
legidos, disfrutaban de una serie de privilegios y honores vitalicios, por lo que
se agruparon en una corporación denominada Orde seviralium.
Su importancia e implantación se debió a que el Gobierno imperial incenti-
vaba la institución, concediendo los permisos que solicitaban las ciudades, pues
por un lado se trataba de dar prestigio al Emperador y por otro dar entrada en los
municipios a los libertinos, abriéndoles el camino a la participación política. Esta
corporación u orden de los Augustales obtuvo el reconocimiento legal de su exis-
tencia y funcionamiento. La elección de los Seviros correspondía a los Decurio-
nes, pudiendo optar al cargo los íncolas y los libertinos, incluidos cómicos o pre-
goneros, pero siempre que dispusieran de medios de fortuna para hacer frente a
los considerables gastos reseñados. Al tomar posesión de su cargo debían hacer
un depósito en la Curia cuyo destino era decidido por los Decuriones.
Entre sus obligaciones estaban las de celebrar periódicamente sacrificios,
dar espectáculos y repartir víveres al pueblo, con los fondos procedentes del
depósito mencionado, salvo que los Decuriones lo hubiesen invertido en obras
públicas; usaban la toga pretexta, se hacían acompañar de dos lictores con fas-
ces, incluido el uso ocasional de las insignias decurionales edilicias. A partir del
siglo III disponían de un tesorero especial, que administraba los donativos, pose-
ían inmuebles y tenían a sus órdenes algunos funcionarios auxiliares, que ele-
gían ellos mismos. Estaban facultados para expedir decretos sobre la elección
de patronos y erección de estatuas, pudiendo establecer contribuciones a los ciu-
dadanos para costearlas.

La Curia

El gobierno municipal era ejercido por el pueblo, los magistrados y la Curia


o Senado municipal. En el primer bloque se integraban los ciudadanos y domici-
liados, divididos por tribus en las Colonias y curiae en los Municipios. Su inter-
vención en el gobierno local se limitaba a la elección de los magistrados, reu-
niéndose en los comicios o asambleas populares de acuerdo con su composición
original, en c01nitia tributa, o comitia curiata. A partir del siglo 11 la Curia muni-
cipal, formada por un pequeño consejo de principales Decuriones y los Magistra-
dos anularon las funciones electivas de los ciudadanos para designar a éstos, con-
figurándose la Curia como un poder oligárquico que sometió a los magistrados.
La Curia, Senado o Consejo municipal era una asamblea permanente, a
semejanza del Senado de Roma, y constaba de un número considerable de
miembros según las ciudades y las disposiciones de sus respectivos estatutos
municipales. Habitualmente, los Decuriones, nombre que recibían los miem-
bros de este Consejo hasta los últimos tiempos del Imperio en que serían susti-
tuidos por los Curiales, eran cien individuos pertenecientes a las clases más
altas, antiguos magistrados y otros ciudadanos.
En circunstancias normales, su renovación se producía cada cinco años y

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DEL MUNICIPIO ROMANO AL MUNICIPIO MEDIEVAL

eran designados por los magistrados supremos de la ciudad, consignando su


resultado en el Album decuriorum, donde figuraban los Decuriones inscritos en
el último censo, siempre que no hubiesen sido objeto de indignidad por senten-
cia criminal o por otra causa; los que con posterioridad a la redacción del ante-
rior Album hubiesen ejercido magistraturas municipales y por último, si no se
completaba el número requerido de miembros de la Curia, se completaba con
ciudadanos que reuniesen las condiciones legales exigidas para ser magistrados
(HINOJOSA, pág. 32). En definitiva era un sistema de cooptación entre los indi-
viduos de una lista formada previamente.
El lugar que ocupaban en la Curia y el orden en sus intervenciones estaba
previsto por el que constaban en el Album. El primer lugar era ocupado por los
patronos del municipio, que ejercían la defensa de los intereses municipales
ante el gobierno de Roma, cargo que era ocupado siempre por personas que
habían desempeñado algún cargo en Roma y eran senadores o caballeros roma-
nos. Ello no era obstáculo para que nombrasen patrono a algún caballero que
residiese en Italia, con la condición de que no desempeñase ningún cargo públi-
co, aunque también, según Hinojosa, solía haber alguna excepción. Acordado
por la Curias que se procediese a la elección de patrono, el pueblo reunido en
los comicios lo designaba para ostentar el cargo y el decreto del pueblo se con-
signaba por duplicado en un documento público, uno para el patrono y otro para
la ciudad (HINOJOSA, pág. 32).
Continuaba el orden de prelación en la Curia formado por los Quinquena-
les, los Duumvirales, los Edilicios y los Questores. A continuación los Allecti,
aquellos a quienes por sus méritos y en virtud de decreto de la Curia se les con-
cedía el honor de Decuriones, los Pedáneos, ciudadanos que reuniendo las con-
diciones para desempeñar cualquier magistratura eran elegidos para completar
el número de Decuriones. El último lugar lo ocupaban los Praetextati , hijos de
los Decuriones incluidos en el Album, que disfrutaban del uso de insignias y
demás privilegios, pero que no podían participar en las deliberaciones hasta lle-
gar a la edad legal, en cuyo momento abandonaban dicha categoría para inte-
grarse en alguna de las otras.
La Curia estaba configurada como una asamblea legislativa, consultiva y
deliberante, que entendía de los asuntos políticos, administrativos, judiciales y
militares de la ciudad, cuyos acuerdos eran vinculantes para los magistrados,
como órganos del poder ejecutivo municipal, y su inobservancia era objeto de
graves responsabilidades. Actuaban también como tribunal de apelación de los
particulares contra las multas impuestas por los Duumviros y Ediles. El núme-
ro de miembros cuya presencia era obligatoria para validar los acuerdos de la
Curia, oscilaba según los casos: mayoría simple, dos tercios, etc. La convoca-
toria y presidencia del Consejo municipal, correspondía a los magistrados muni-
cipales supremos. Las votaciones eran abiertas, aunque en ocasiones previstas
podían ser secretas. En las públicas, al emitir su voto los Decuriones debían
argumentar los fundamentos del mismo.

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EL M.UNICIPIO ROMANO

Las competencias de la Curia eran muy amplias, estaban consignadas en los


estatutos municipales conocidos y en los monumentos epigráficos que han lle-
gado a nosotros, entre ellas haremos mención a las siguientes:
En el orden religioso: Nombramiento de los custodios de los templos y capi-
llas, designación de los días festivos y formación del presupuesto del culto público.
En el político: nombramientos de los patronos y delegados de la ciudad.
En el económico: Percepción de las cantidades que por todos los conceptos
debían ingresar en el Senado municipal, la formación del presupuesto de la ciu-
dad y los cargos de legados de la ciudad al Emperador.
En el civil: Manumisión de esclavos por ciudadanos menores de veinte
años, y la aprobación del nombramiento de tutor hecho por los magistrados.
En el judicial: Las mencionadas apelaciones contra las multas y actuar
como defensores judiciales
En el de policía: Permiso para la demolición de edificios en la ciudad, uso
de los acueductos públicos, cuidado de las vías públicas y determinar las obras
con que debía contribuir cada ciudadano, según lo previsto en cadá estatuto,
para la construcción de edificios públicos, cuidar y calentar las termas públicas,
conservar los caballos destinados al circo.
En el orden militar debían armar y equipar a los ciudadanos para resistir los
ataques contra la integridad e independencia del territorio municipal. Estas últi-
mas competencias están recogidas detalladamente en la Ley colonial de Osuna
del año 44 antes de nuestra era, por la que se autoriza a los Decuriones a dispo-
ner las fortificaciones de la ciudad, pudiendo recurrir a todos los habitantes,
tanto colonos como extranjeros y armar a los ciudadanos, encomendando al
Duumviro o persona en la que delegase a ejercer el mando con las atribuciones
de tribuno militar (HINOJOSA, pág. 34).
Las múltiples obligaciones municipales, las dificultades de los magistrados
para cumplir sus compromisos económicos, la cada más escasa recaudación y
también los desmesurados gastos que excedían a los ingresos, fueron las causas
de que la hacienda de las ciudades entrase tempranamente en decadencia, razón
que sería aprovechada por los Emperadores para intervenir en el régimen muni-
cipal (PÉREZ PUJOL, pág. 175).

c) La Hacienda del Municipio romano

Las posibilidades de actuación de los Municipios romanos estaban supedi-


tadas a la organización de una verdadera Hacienda local. Ya hemos visto ante-
riormente las importantes aportaciones realizadas al erario común, por los
diversos magistrados, sacerdotes, etc. que resultaban una parte de dicha Hacien-
da, pues los ingresos principales estaban constituidos por las propiedades
inmuebles rústicas, como tierras de labor, dehesas, bosques, lagos, minas, etc.,
cuyas rentas eran ingresadas en las arcas municipales.

11
DEL MUNICIPIO ROMANO AL MUNICIPIO MEDIEVAL

Los arrendamientos decididos por el Consejo municipal podían ser tempo-


rales o a perpetuidad; en el caso de Málaga o en la colonia Genitiva, los Duum-
viros arrendaban los vectigales y encomendaban a un contratista la construcción
de edificios públicos, lo que llamó la atención del Estado. Por medio de la ley
Julia de 644, creó una magistratura especial para tales cometidos, cuya existen-
cia ya se ha mencionado: los quinquenales, que además de elaborar los censos
de población hacían la Lectio Senatus y entendían en los arrendamientos de las
propiedades del municipio y en las reparaciones de sus edificios. Electos por el
pueblo en número de dos, sus funciones se prolongaron hasta la época de Cons-
tantino, siendo sustituidos por los Curatores. Estos no podían ser elegidos entre
los ciudadanos del municipio donde desempeñaban sus funciones, la duración
de su cargo era indefinida y podían ejercer su cometido en varias ciudades, pues
no tenían obligación de residencia. En tiempos de Severo se institucionalizó el
cargo, siendo designados entre personas de elevada categoría social, primero
por el Emperador, posteriormente por los Decuriones entre ciudadanos que
hubiesen desempeñado otros cargos municipales con anterioridad.
Físicamente no era preciso que las propiedades rústicas estuviesen en el
territorio de la ciudad, yen cuanto a su procedimiento de adquisición lo era por
diversas vías, donaciones, compras, etc. incluso en algún caso, citado por Hino-
josa, el propio emperador alentaba a los ciudadanos a que se dirigiesen el gober-
nador de la provincia para que aumentase sus propiedades.
Además de los mencionados, hay que reseñar otros ingresos importantes,
como los capitales procedentes de fundaciones particulares, aplicables al obje-
to previsto en su origen; impuestos establecidos en caso de necesidad a los ciu-
dadanos e íncolas y el importe de las multas con que se sancionaba a los fun-
cionarios y a los particulares, previstas en una extensa relación de la Ley
colonial de Osuna.
La construcción y reparación de los edificios y caminos públicos, constituí-
an la partida más importante del capítulo de gastos municipales, a lo que deben
añadirse los impuestos aportados por los municipios al sostenimiento del Impe-
rio. La aprobación del presupuesto correspondía al gobernador en las ciudades
provinciales y a los magistrados municipales en las libres y en los municipios
itálicos.
Las dificultades de la Hacienda municipal comenzaron por el desequilibrio
presupuestario de los primeros siglos, y entró en crisis cuando el régimen impe-
rial agudizó su centralismo, y al ser los recursos del Estado insuficientes para
afrontar las obligaciones corrientes, muchas veces suntuosas, como ya indica-
mos, recurrieron a los fondos y bienes municipales. Constantino lo hizo en
varias ocasiones, Valentiniano y Valente se apoderaron de dos tercios de las ren-
tas que producían los títulos de la ciudad, Teodosio, Marciano, etc. tomaron
medidas análogas que se prolongaron hasta las postrimerías del Imperio (PÉREZ
PUJOL, pág. 218).

12
EL MUNICIPIO ROMANO

d) La decadencia del Municipio romano

En un proceso que se repetirá muchas veces en los siglos venideros, los


Municipios perdieron fuerza y autonomía, a causa de las crisis económicas, de
las guerras civiles y la decadencia de la población urbana. El principio del fin
se produjo con las invasiones germánicas iniciadas a mediados del siglo 111,
entre el 260 y el 264 llegaron a España las oleadas de francos que atacaron y
destruyeron las ciudades costeras del mediterráneo, aunque en sus algaradas
llegaron a conquistar Ilerda. La segunda oleada se produjo el 276, penetrando
por Navarra llegó hasta Lusitania, después de destruir Pamplona, las ciudades
del valle del Duero, Clunia, Augustóbriga, Uxama, Mérida, etc.
Al coincidir con la desorganización militar existente y no poder hacer fren-
te a los invasores, las ciudades fueron abandonadas produciéndose un despla-
zamiento de la ciudad hacia el campo, 10 que supuso la proliferación de latifun-
dios y la pérdida de su influencia a favor de éstos. Estas circunstancias
produjeron la desarticulación del territorio, hasta entonces dependiente de las
ciudades, por lo que éstas perdieron, no sólo su influencia, sino su condición de
centros administrativos y políticos. A principios del siglo IV ciudades como Iler-
da, Calagurris o Bilbilis estaban prácticamente desiertas (SÁNCHEZ ARCILLA,
pág. 110).
La población romana, hasta entonces de carácter urbano, fue sustituida por
la de extracción rural, que alcanzó gran fuerza a consecuencia de la concentra-
ción de la propiedad en latifundios y el incremento de éstos. Por lo que se creó
una clase social compuesta por poderosos latifundistas que paulatinamente fue-
ron sustrayendo poder al municipio, convirtiéndose éstos en organismos de la
administración periférica del centralismo imperial.
Por tanto se produjo una quiebra de la ciudad frente al medio rural, que cla-
ramente favoreció a éste, en de 10 urbano, es más, según Sánchez
Albornoz, en su estudio sobre la ruina y extinción del municipio romano,
entiende que en todas aquellas ciudades abandonadas por su habitantes, desa-
parecieron las tradicionales instituciones municipales romanas, es más al pare-
cer la crisis del régimen municipal afectó a todo el occidente del Imperio.
Además la participación del pueblo en los procesos electorales había sido
paulatinamente excluido, por 10 que la elección de magistrados municipales fue
asumida por la Curia o el Senado de la ciudad. La decadencia de las institucio-
nes municipales fue manifiesta, pues Duumviros y Ediles perdieron la mayoría
de sus atribuciones, incluso la misma Curia terminó convertida en un instru-
mento fiscal del Estado, al encomendarla recaudación de los tributos.
La nueva obligación de los Municipios tenía una peligrosa consecuencia
para los magistrados, pues estos eran responsables subsidiarios, respondiendo
con sus fianzas a la permanente morosidad, pues el pueblo empobrecido no
podía pagar los impuestos, pese a las coacciones de los magistrados. A causa de
tales motivos los cargos curiales eran rechazados, principalmente por parte de

13
DEL MUNICIPIO ROMANO AL MUNICIPIO MEDIEVAL

los pequeños propietarios o comerciantes, que preferían abandonar, incluso, sus


bienes que soportar las cargas municipales. En cuanto a los ricos propietarios se
retiraron durante el siglo 111 a sus posesiones rurales, lo que forzó al Estado a
incluir en el orden decurional a todos los ciudadanos que poseían bienes inmue-
bles o comerciantes, al tiempo que los Emperadores hicieron obligatorios y per-
petuos dichos cargos, para ellos y sus herederos, bajo amenaza de graves san-
ciones.
La decadencia de las instituciones municipales era una realidad. De momen-
to no desaparecieron los cargos, a causa de sus obligadas aportaciones econó-
micas, pero estaban vacíos de contenido; incluso Constantino legisló sobre los
Duumviros y recordó la obligación de hacer elecciones en las Curias anual-
mente en marzo, incluso en el caso de aquellos, su existencia se prolongó hasta
412, cuando Honorio les prohibió ejercer la potestad de las fasces fuera del
territorio de la ciudad y poco después perdieron la presidencia de la Curia, pero
todo debía ser poco menos que ficticio
El intervencionismo imperial dio un nuevo paso en el Bajo Imperio con la
introducción de nuevos funcionarios en la organización político-administrativa
municipal, lo que aceleró la decadencia de la institución. Un claro ejemplo lo te-
nemos en la generalización del CUl'ator, funcionario del Estado, aparecido en
tiempos de Trajano, para intervenir en situaciones excepcionales y casos de
corrupción en los municipios, se convierte en un magistrado municipal nombra-
do por la Curia y relegando en sus funciones a Duumviros, Ediles y Cuestores.
Estos Curator civitatis asumieron, además del control financiero de la ciu-
dad, el control de los registros de la propiedad de los contribuyentes, la elabo-
ración de listas de contribuyentes, la conservación del orden público, detención
de sospechosos de delitos y la instrucción del correspondiente proceso; en
diversos lugares desempeñaban funciones anteriormente encomendadas a los
ediles sobre aprovisionamientos, abastos y control de precios de mercancías.
Ya nos hemos referido a la presión fiscal y abusos que sobre la ciudadanía
ejercían los curiales, lo que producía frecuentes algaradas y conflictos. Para
remediar la situación, en el siglo IV, se instauró en los Municipios un funciona-
rio encargado de la protección y defensa de los habitantes de la ciudad, muy
especialmente de la plebe, que recibiría los nombre de Defensor civitatis y
Defensor plebis.
Inicialmente eran elegidos por el Prefecto entre personas del orden senato-
rial, Honorio encomendó su nombramiento al Obispo y Clero -téngase en
cuenta que desde Constantino el cristianismo había sustituido a la antigua reli-
gión romana y el culto al Emperador-, juntamente con la Curia que debía ser
ratificado por el Prefecto del Pretorio, pero Mayoriano anuló la intervención del
clero, limitando su elección a la Curia y a la plebe, El cargo duraba cinco años
y era irrenunciable, quedando excluidos los decuriones, aunque habían de ser
personas idóneas.
Su misión era proteger a la plebe y a los pobres contra los abusos y violen-

14
EL MUNICIPIO ROMANO

cias, denunciando al Prefecto del Pretorio los actos contrarios a la ley cometi-
dos en el territorio municipal. Disponían de algunas atribuciones concretas en
materia de Hacienda, policía y jurisdicción. Entre las primeras, las más impor-
tantes, se contaban la vigilancia para que los contribuyentes no fueran perjudi-
cados en las declaraciones del padrón de la riqueza, para evitar exigencias no
previstas en el reparto Imperial, evitar los fraudes en los pesos y medidas, etc.
Como Jueces conocían en los asuntos civiles hasta cincuenta sueldo y quizá sin
límites en los pleitos de la plebe rústica (PÉREZ PUJOL, pág. 197).
Frente a la opinión mantenida por Pérez Pujol, de que este funcionario
alcanzó una gran prestigio y después del Código Teodosiano fue antepuesto a
todas las magistraturas municipales, por lo que siguió conservando una cierta
influencia en el nuevo municipio después de la invasión germánica (pág. 197),
quedan pocas dudas sobre el fracaso de sus funciones, convirtiéndose a la larga
en un nuevo agente imperial que no cumplía sus objetivos iniciales.
Este fracaso debe inscribirse en la crisis generalizada, existente en el Bajo
Imperio, que afectaba a los valores políticos, económicos y sociales, por lo que
era imposible evitar la ruina institucional del municipio romano, en aquellos
últimos tiempos sometido a la administración centralista del Palatium del
Emperador, quien a veces enviaba a las ciudades como delegado suyo a un
conde (GARCÍA VALDEAVELLANO, pág. 154).
La llegada de vándalos, alanos y suevos en 409, afectó casi de forma defi-
nitiva a las ciudades romanas, ya de por sí depauperadas y en absoluta crisis.
Los nuevos invasores extendieron su acción por toda la península, salvo la
Tarraconense, estableciendo sus asentamientos en zonas próximas a las ciuda-
des. La guerra duró prácticamente todo el siglo y recién expulsados unos inva-
sores llegaban otros que destruían lo poco que quedaba o que se había recons-
truido, por lo que una vez más Sánchez Albornoz sostiene que a principios del
siglo v las instituciones municipales habían quedado desarticuladas. Incluso en
las fuentes no existen referencias a las magistraturas tradicionales, probable-
mente los curator habían entrado en crisis y sólo se mantenía el defensor civi-
tatis.
Con estos antecedentes, el ilustre historiador de Avila deduce, pese a la
ausencia de fuentes, a la presencia en los municipios de un nuevo funcionario:
el comes civitatis mencionado en el Breviario de Alarico. Inicialmente el título
de comes se confería a los individuos de la comitiva imperial, pero ello no era
óbice para que, desde el siglo v, el Emperador destinase a una ciudad en calidad
de comes civitatis a un miembro de su comitiva (SánchezAlbornoz, pág. 1084).
Probablemente tenía un carácter militar y se podría al frente de la ciudad y su
territorio, asumiendo las competencias de los anteriores magistrados, como res-
puesta a la situación de inestabilidad generalizada (SÁNCHEZ ARCILLA, pág. 117).
Menos clara es aún la existencia en el siglo v de los judices civitatis y su
actuación en las ciudades, Las dudas de Sánchez Albornoz sobre su presencia
en las ciudades a la caída del Imperio son muy acusadas, aunque apunta la posi-.

15
DEL MUNICIPIO ROMANO AL MUNICIPIO MEDIEVAL

bilidad de que los rectores provinciae delegaran ocasionalmente en un iudex la


jurisdicción sobre algunas ciudades (SÁNCHEZ ALBORNOZ, pág. 1083). De cual-
quier forma es un síntoma más de la práctica desaparición de las instituciones
municipales y su vacío pudo ser cubierto no sólo por un funcionario imperial,
el comes, sino por otro designado ejerciendo la delegación del rector provinciae
para este caso concreto, sin atribuciones militares. Se conoce una referencia
antiqua del Liber ludiciorutn, al parecer procedente del Código atribuido a
Eurico, a unos judices singularum civitatum, lo induce a pensar de su posible
existencia en los extertores del Imperio (SÁNCHEZ ALBORNOZ, pág. 1084, Y SÁN-
CHEZ ARCILLA, pág. 118).
Ninguna de estas posibilidades puede descartarse, pero ante la práctica ine-
xistencia de fuentes sobre el municipio romano del siglo V, debemos mantener
esta duda, siguiendo las opiniones de los grandes historiadores de nuestro tiem-
po, con la certeza de que la ruina de las instituciones municipales romanas en el
siglo mencionado era un hecho incontrastable.

Il. LA ORGANIZACIÓN MUNICIPAL VISIGODA

Las grandezas de un imperio se manifiestan por su resistencia a desaparecer


cuando llegan los momentos de crisis y la adopción de diversas instituciones en
el nuevo sistema que lo sustituye. Existen numerosos ejemplos a lo largo de la
historia de la Humanidad y algo parecido ocurrió en el caso de Roma. Iniciada
su decadencia, tardó años, más de dos siglos, en ser destruida su organización
política por los pueblos invasores, que llegaron a la práctica totalidad de los
territorios del Imperio -en el caso de Hispania los visigodos-, pero incluso
con éstos en el poder, los diversos ordenamientos tardaron en refundirse y algu-
nas instituciones, como el municipio, aunque sólo fuese nominalmente, sobre-
vivieron pese al entorno hostil, produciéndose su desaparición en fecha muy tar-
día con la quiebra del reino visigodo a principios del siglo VIII.
Cuando los visigodos se establecieron en España, respetaron la división
territorial de carácter provincial implantada por los romanos, incluso con los
límites territoriales anteriores, pero con los nuevos ostentadores del poder, sin
la importancia administrativa y judicial que habían tenido en el Bajo Imperio.
Incluso es muy posible que durante la primera mitad del siglo V, el clima polí-
tico resultó favorable a la continuidad de la organización municipal (SÁNCHEZ
ALBORNOZ, pág. 1082), pero la situación debió variar pronto y con los nuevos
conquistadores, la provincia perdió pronto su importancia dejando de ser la uni-
dad administrativa y judicial por excelencia.
La nueva provincia visigoda fue sustituida en sus funciones por nuevos dis-
tritos o territoria, englobados en un espacio geográfico más extenso que la anti-
gua provincia, que constituían circunscripciones administrativas y judiciales
dotadas de personalidad propia dentro de aquella y gobernadas por agentes

16
LA ORGANIZACION MUNICIPAL VISIGODA

especiales sometidos a la inspección del funcionario superior del territoria. La


moderna historiografía no duda en atribuir la existencia de los nuevos distritos
a la extrema decadencia del Municipio, institución fundamental de la adminis-
tración romana, por tanto, la base geográfica de este nuevo distrito estaba cons-
tituido por los antiguos territoria de las ciudades, con las aldeas o vicos inclui-
dos en ellos y su centro fue la propia ciudad, pero sin que tal distrito dependiese
de las agotadas instituciones municipales (GARCÍA VALDEAVELLANO, pág. 204).

a) Los agentes reales

El iudex

Esta crisis y los cambios introducidos en la división del tenitorio, realizada


por los nuevos dueños de la situación, se debió principalmente, a la decadencia
del municipio, que había permitido incluso la secesión parcial de su jurisdicción
en diversos territoria. Si a ello unimos la decadencia de las Curias y la escasa
personalidad de sus integrantes, entenderemos las causas que hicieron perder al
municipio su condición de órgano principal de la administración y centro admi-
nistrativo territorial, por lo que los visigodos situaron al frente de las ciudades a
un nuevo funcionario -el iudex citado reiteradamente en la Lex romana visi-
gothorum, Código de Alarico (506) o Breviario de Aniano- que ejercía su juris-
dicción junto a la curia o sobre los curiales, al tiempo que asumía el gobierno de
la nueva circunscripción formada por los antiguos territoria, las aldeas, etc.
Sus funciones, respecto a la curia, comprendían la tutoría o curatoría de
menores, así como todas las acciones y negocios referidos a ellos, aseguraban
los derechos póstumos de los reos, asistía a la validación de las donaciones.
Estaba facultado para liberar a los curiales de su oficio o castigarles en caso de
comisión de faltas. Conocía los procesos electorales de exactores y susceptores
de la urbe, pudiendo sancionar las irregularidades, por último los contribuyen-
tes podían recurrir a él para reclamar ante los excesos fiscales. Por ello, entien-
de Sánchez Albornoz la permanencia de la función de ese juez en la ciudad y
que sus poderes no eran sólo judiciales (pág. 1085).
Este funcionario, habitualmente un iudex Uuez), designado por el rey, al
frente de la nueva organización de los territoria, sustituyó al municipio roma-
no, como órgano de la administración, ya que no debemos perder de vista que
la organización judicial del estado hispano-visigodo estuvo confundida con la
administrativa, y todos los funcionarios, al participar en la administración de
justicia, recibían la designación general de iudices.
En el ya mencionado Breviario de Aniano, aparece un cuadro simple de la
organización municipal, propio de un período de transición. La presidencia
seguía ostentada por el curator, designado entre los cuariales que hubiesen
desempeñado todos los cargos de la curia y el defensor electo por el pueblo. El

17
DEL MUNICIPIO ROMANO AL MUNICIPIO MEDIEVAL

primero no tenía el significado de los tiempos anteriores, incluso el Breviario no


le atribuye ninguna función específica. Respecto al defensor, aunque mantenía
su cometido proteccionista de la curia y la plebe, sus competencias habían sido
muy disminuidas: su potestad jurisdiccional se limitaba a causas menores del
orden penal, sus competencias policiales fueron asumidas por los iudices, en el
Breviario se le cita asistiendo a los inventarios de menores, junto a la curia, aun-
que sus preceptos prevén al iudex y a la curia validando los actos de jurisdic-
ción voluntaria (SÁNCHEZ ALBORNOZ, pág. 1087).
Pero el municipio, aunque ya resultaba incompatible con la nueva organi-
zación, aún se mantuvo en ocaso, incluso en el siglo VI, al redactarse la ley
romana de los visigodos, la Curia Municipal conservaba algunas de sus funcio-
nes, como la recaudación de impuestos en la ciudad y en el distrito rural, ]a e]ec-
ción de los últimos Magistrados e incluso adquirió nuevas competencias como
]a autorización de los actos de jurisdicción voluntaria (emancipaciones, adop-
ciones, etc.) y una cierta jurisdicción civil.
Por otra parte, en esta época habían desaparecido los Dunviros, Ediles,
Cuestores, sustituidos por el curator y el defensor, pero la mayoría de las ciu-
dades estaban ya regidas por e] comes, que asumía incluso las funciones del
segundo. Durante el siglo VI ]a Curia fue extinguiéndose en muchas ciudades y
desde e] reinado de Recaredo]a recaudación de impuestos se encomendó a unos
agentes de ]a Hacienda Pública, ajenos a] municipio, llamados numerai. En con-
secuencia las instituciones municipales sustituidas por una nueva organización
visigoda se extinguieron lentamente. Por ello, Sánchez A]bornoz opina que e]
municipio dejó de existir realmente en e] siglo VI, y que en el último tercio del
siglo VII desapareció en todas las ciudades el defensor y la Curia era una som-
bra histórica.
Es evidente que a principios de] siglo VI hubo numerosas ciudades españo-
las sin curiales, proceso de extinción que no se detuvo y provocó la paulatina
desaparición de las curias, aunque es probable que desde el propio Estado visi-
godo no se decretó jamás la abolición del Orden curial, aunque tampoco debie-
ron hacer nada por detener su desaparición. Pero también es probable que al
producirse la caída de] estado visigodo, en algunas ciudades aún se detectase ]a
existencia del defensor civitatis e incluso algunos curiales. De cualquier forma
es indudable que a la caída del Estado ]a mayoría de las civitatis visigodas eran
sedes de antiguos municipios.
Además de los testimonios sobre ]a nueva organización local, ofrecidos por
e] Breviario, así como documentación mencionada por Sánchez A]bornoz refe-
rente a Teodorico el Grande, anterior a] 526 fecha de su muerte, hacen suponer
que en el primer tercio de] sig]ox VI, durante ]a regencia ejercida en España por
este rey ostrogodo, había funcionarios godos al frente de las ciudades españo-
las, aunque no se puede afirmar si tales funcionarios continuaban una tradición
o en realidad constituían una novedad institucional.

18
LA ORGANIZACION MUNICIPAL VISIGODA

El comes

Pocos años después comienza a perfilarse la figura del comes vel iudex civi-
tatis, que aparece con funciones judiciales, atribuciones policiales, administra-
tivas e incluso militares. Por lo que Sánchez Albornoz se hace la obligada pre-
gunta ¿ Había el conde, por tanto, asumido el gobierno en todas las ciudades
espaFíolas, desplazando al iudex del Breviario? (pág. 1091). Su interpretación
es que hasta el año 500 el delegado real en las ciudades se denominaba gene-
ralmente iudex y específicamente comes si pertenecía a la comitiva real. En las
Antiquae del Líber Judiciorum, de cincuenta años más tarde, figuran el comes
y el iudex ejerciendo en las ciudades idénticas funciones judiciales y político
administrativas, lo que nos llevaría a la conclusión de que no existían noveda-
des en la antigua práctica de que el iudex civitatis fuese un contes civitatis, en
el caso bastante frecuente de que el rey enviase a uno de sus comites para regir
la ciudad.
Ahora bien, nunca coinciden en la misma ciudad ejerciendo sus funciones
los dos oficiales, cuya distinción en definitiva es la carencia de competencias
militares en el caso de los iudex. Probablemente la importancia de la ciudad o
determinados factores de índole político, influirían en el ánimo real para el
envío de un comes, que sin duda disfrutaba de un mayor grado de confianza y
proximidad a su persona. Significativamente, ninguna de las dos figuras tenían
a su cargo la recaudación de impuestos, encomendada tradicionalmente a los
numerarii, excepcionalmente figuraba el conde realizando la recaudación de la
annona precisa para el mantenimiento del ejército.
En el reinado de Recaredo (586-601), se detectan ciertas fisuras en esta
exclusión de las funciones fiscales, principalmente en los cánones del III Con-
cilio de Toledo del 589 y las reservas en una ley del propio Recaredo anterior al
601. De tales fuentes se deduce que la cuantía de los impuestos y que
debían pagarse se determinaban en una reunión anual de los obispos que se cele-
braba el día uno de noviembre de cada año. Existían iudices vel actores publici
dotados de competencias fiscales en las ciudades, que exigían contribuciones
abusivas a los obispos y clérigos, así como condes y vicarios que recaudaban en
su provecho tributos en las ciudades y territorios, por lo que el propio Recare-
do les prohibió el ejercicio de tales exacciones, al considerar que en su condi-
ción de jueces estaban remunerados por el rey.

b) Recaredo y los Concilios de Toledo

Llegado este momento, no se puede ignorar el importante giro que tuvo


para el desarrollo político y social de la monarquía visigoda, la generalización
religiosa producida durante el reinado de Recaredo, que excluyó a los arrianos
y elevó a la categoría de religión oficial de] Estado al cristianismo. De hecho

19
DEL MUNICIPIO ROMANO AL MUNICIPIO MEDIEVAL

junto al Rey y sus agentes figurarán los sucesivos Concilios celebrados en


Toledo.
De acuerdo con tales cambios, Recaredo confirió a los obispos la compe-
tencia de rechazar o nombrar a numerarios como recaudadores de impuestos y
a los defensores, en su condición de jueces menores, ordenando que el ya men-
cionado uno de noviembre, los primeros se reuniesen conjuntamente con los
obispos para determinar la cuantía de los impuestos. Los sucesores posteriores
incrementaron estas potestades episcopales, por ejemplo Chindasvinto facultó a
los obispos para intervenir en los caso de que condes, jueces o vicarios fuesen
declarados sospechosos y Recesvinto otorgó al episcopado autoridad de crítica
sobre los jueces, incluso potestad para juzgar con la colaboración de jurados lai-
cos las causas de los pobres (SÁNCHEZ ALBORNOZ, pág. 1100).
El origen del nombramiento, tanto episcopal como judicial correspondía a
los reyes, por lo que tenían una dependencia de los agentes delegados inmedia-
tos del rey: los comites, tampoco parece que los obispos tuviesen a mediados del
siglo VII riquezas cuantiosas y poder territorial, en definitiva, unos agentes rea-
les sin autonomía económica lo que les hacía tener una dependencia muy acu-
sada del monarca. Pero no podemos ignorar su protagonismo político, después
del III Concilio de Toledo, y aunque su influencia resultase más de índole moral
que material, debemos interpretar su presencia en las ciudades como un instru-
mento del intervencionismo y de la acusada centralización de la monarquía visi-
goda.

Recesvinto y el Liber Judiciorum

En el proceso de transformación institucional y refundición legal, además


de las aportaciones mencionadas del Breviario de Alarico, Leovigildo o Reca-
redo, hay que destacar el mérito de uno de los reyes visigodos: Recesvinto, que
unificó el derecho al promulgar un nuevo Código que era aplicable a godos e
hispano romanos, aproximadamente hacia el año 654. El Código incluía más de
500 leyes distribuidas sus diversas materias en doce libros. Que recogían gran
parte de las Leyes de Leovigildo, denominadas antiquae y las posteriores pro-
mulgadas por Chindasvinto.
Esta compilación pasó a la historia con el nombre de Libro de los Jueces
(Liber Iudiciorum), es una pieza básica para el conocimiento del derecho de la
época y de la organización político-administrativa de los visigodos. Aunque
hemos de señalar la importancia que tuvo la derogación de las leyes romanas,
aunque autorizase su estudio y la prohibición de que los jueces sentenciasen en
los casos de vacío legal, debiendo recurrir al rey para que dictase el fallo:

El glorioso rey Flavio Recesvinto. Sobre las leyes derogadas de otros pue-
blos - Permitimos y aceptamos que se estudie en las leyes de otros pueblos para

20
LA ORGANIZACION MUNICIPAL VISIGODA

buscar su utilidad, pero las prohibimos y rechazamos para la discusión de los


negocios. Pues aunque brillen en la exposición, presentan por ello dificultades.
Por ello como hasta para la plenitud de la Justicia, el examen de las razones y
el orden debido de las palabras las que es sabido se contienen en el conjunto de
este código, no queremos sufrir ya más las leyes de los romanos o las institucio-
nes extraíias» (GARCíA GALLO, vol. 11, págs. 170-171).

En el último cuarto del siglo VII, durante los reinados de Wamba y Ervigio,
se produjeron nuevas leyes, por lo que éste encomendó al Concilio XII de Tole-
do la revisión del Liber. La nueva versión suprimió algunas leyes, adicionó las
de los reyes indicados e introdujo diversas modificaciones que fueron interpo-
ladas en los textos legales, por lo que resultaron ampliamente corregidas (GAR-
CÍA GALLO, vol. 1, pág. 344).

El conventus publicus vicinorum

Por último, situándolo a finales del período hispano godo, hay que recordar
la existencia en los territoria, bajo la autoridad del comes, de aldeas y vicos
libres de la dependencia señorial, dotada de una organización local muy rudi-
mentaria, manifestada en una reunión de la asamblea de vecinos, figura rural
que se conoció como: el conventus publicus vecinoru11l. Esta asamblea recogía
algunos aspectos de la solidaridad vecinal para tratar asuntos de importancia
menor relacionados con los usos comunales de carácter económico y agrario.
Entre las cuestiones objeto de su competencia se encontraban la determina-
ción de límites en los campos, rectificación de los mismos, distribución de las
décimas por los ganados que pastaban en los campos comunales, estimación de
daños causados por los animales en huertas, prados, viñedos, etc., persecución
de siervos fugitivos, devolución de los ganados, que se mezclaban en los reba-
ños, a sus propietarios. También ante el Conventus publicus vecinorum, se rea-
lizaban enajenaciones de tierra y la ejecución de castigos corporales.
Tal muestra incipiente de solidaridad local, se reunía en las encrucijadas de
los caminos, en las calles de un poblado o en los mercados, convocados los
vecinos a toque de bocina o cuerno, como consta en las Etimologías de San Isi-
doro. La actuación de esta asamblea vecinal en el aprovechamiento de los pra-
dos y bosques comunales, y que todos los propietarios rurales de la aldea pose-
ían comunalmente en calidad de ager compascuus, es posible según García
Valdeavellano, que fuese un vestigio de la solidaridad vecinal entre los comar-
canos de las primitivas asociaciones agrarias germánicas y que la tradición de
éstas tal vez se fundiese con los compascua del sistema agrario romano (GAR-
CÍA VALDEAVELLANO, pág. 208).

21
DEL MUNICIPIO ROMANO AL MUNICIPIO MEDIEVAL

111. LOS ORÍGENES DEL CONCEJO ABIERTO Y DEL MUNICIPIO MEDIEVAL

a) El fin del reino visigodo y la resistencia cristiana inicial

La presencia árabe en la España visigoda en el 711, supuso no sólo la derro-


ta militar del rey D. Rodrigo, sino la quiebra y liquidación del reino visigodo,
cuyos miembros no se habían integrado plenamente con la población hispano-
rromana de la época lo que resultó un factor decisivo para la rápida ocupación
de Hispania. Las expediciones y algaradas del ejército bereber recorrieron todos
los confines de la península, desde Guadalete hasta Gijón, exceptuando las bol-
sas formadas por los lugares más abruptos. Al margen de su presencia más o
menos permanente en el territorio, no hemos de olvidar que las campañas mili-
tares musulmanas aprovechaban las estaciones más favorables para sus avances.
Ocupadas inmediatamente las ciudades situadas al sur del Tajo y batidos por
las sucesivas campañas los territorios del norte, los límites de la guerra se situa-
rían en una ambigua frontera constituida por los núcleos de resistencia aislada
que se extendieron a lo largo de la cordillera Cantábrica y continuaba por los
Pirineos hasta el Mediterráneo, con unos puntos claves: Covadonga en Asturias,
Amaya en Álava, Alquézar en Sobrarbe, Roda en Ribagorza y Ager en Pallars,
que generaron los núcleos originales de los reinos asturiano, navarro, aragonés
y catalán. Pese a la dura resistencia ofrecida en estos lugares, los conquistado-
res bereberes sobrepasaron la frontera natural de los Pirineos.
En los años siguientes al 712 toda la península quedó dominada por los
musulmanes, con las excepciones mencionadas. La resistencia asturiana inicial
debió preocupar poco a los musulmanes de Córdoba, pues la posteriormente
magnificada batalla de Covadonga no debió pasar de un enfrentamiento entre
musulmanes procedentes de la guarnición árabe de Gijón y cristianos refugia-
dos en las montañas, pero que probablemente no superaron entre todos los dos-
cientos hombres. Los árabes, asentados en las tierras del sur más fértiles y de
climatología más suave, tampoco impidieron la desertización de las tierras del
Duero y el Ebro, relegando en último extremo a los norteafricanos a dichas tie-
rras, las que pronto abandonaron.
En la Meseta norte se produjo, en los años inmediatos, una dispersión total
de la población urbana que murió en las sucesivas algaradas, fue sometida al
cautiverio o se desplazó hacia el norte buscando los focos de resistencia cristia-
na. En cuanto a los habitantes del medio rural, sufrieron análogas dificultades,
con el agravante de que vieron desolados sus cultivos, arrasadas sus viviendas
y desposeídos de sus ganados, lo que les obligó también a dispersarse o buscar
refugio en lugares poco accesibles y aislados de las rutas habituales recorridas
por el invasor.
En lo sucesivo los musulmanes no podrían utilizar para sus campañas con-
tra Asturias la antigua vía romana de la plata desde Córdoba, Mérida, Cáceres,
Salamanca, Zamora y Astorga, por la falta de vituallas e intendencia, impres-

22
LOS ORIGENES DEL CONCEJO ABIERTO Y DEL MUNICIPIO MEDIEVAL

cindibles para los ejércitos expedicionarios que vivían sobre el terreno. La alter-
nativa fue dirigirse hasta Nájera, última fortaleza musulmana en la vía de Astor-
ga a Zaragoza, para entrar por las Conchas de Raro y Amaya buscando el cami-
no más fácil hacia Asturias. Sin embargo, hemos de recordar que los intentos de
avanzar sobre las Galias quedaron frustrados por Carlos Martell después de la
batalla de Poitiers el 732 (SÁNCHEZ ALBORNOZ, Despoblación ... , pág. 165).
Los reinos embrionarios citados, iniciaron tempranamente su proceso de
expansión, recorriendo el camino inverso del que desde el 711 habían hecho,
primero los visigodos derrotados y después los cristianos hispanorromanos que
huían de los fundamentalismos árabes. En este orden, el reino de Asturias, que
ya en el 724 había derrotado en Covadonga a los musulmanes, fue el primero
en iniciar la expansión, aprovechando las crisis internas árabes y las revueltas
ocurridas en el 741, que supusieron la práctica desaparición del ardor conquis-
tador de los ocupantes, a lo que también colaboraron la escasez y el rigor cli-
matológico, que provocaron el hambre y finalmente el regreso a África de los
bereberes instalados en Galicia y en toda la meseta norte.
Durante los quince años siguientes, Alfonso I y su hermano Fruela, lucha-
ron con éxito fijando las fronteras árabes en la línea del Tajo, existiendo al norte
el verdadero desierto del Duero, en el que Alfonso I estableció una tierra de
nadie, sin ninguna organización administrativa y prácticamente deshabitada,
que por lo inhóspito, cumplía un importante papel disuasorio y defensivo para
la fortaleza asturiana. En los albores del año 811, reconstruido Oviedo, se ins-
taló en ella la corte, organizándose una incipiente administración y se restable-
ció la vigencia del Liber Judiciorum.

b) La repoblación desde la cordillera cantábrica hasta el Duero

Con Ordoño n (850-866) se inicia el proceso de repoblación, reedificándo-


se Tuy y Astorga (855) y León (856). Con su hijo Alfonso nI (866-910) se con-
solidó el proyecto repoblador, constituyendo a lo largo del Duero una barrera
defensiva por lo que trasladó la capital del reino a León, cabeza de un territorio
limitado por los ríos Mondego, Duero, Pisuerga, Arlanza, incluyendo a Vizcaya
y Alava. En el reinado de Alfonso nI se produce también la consolidación del
territorio independiente de Cataluña bajo el gobierno de Wifredo el Velloso, que
agrupó en una entidad administrativa única al Rosellón, Cerdaña, Ampurias,
Urgel, Barcelona y Gerona. También coincidió en este período la transforma-
ción de Navarra en reino.
Los nuevos territorios conquistados por los reyes de Asturias y después de
León, obligaba a un proceso de repoblación, no sólo por razones de seguridad,
sino también de carácter económico, lo que supuso una colonización interior de
gran envergadura que se prolongó en toda la península hasta el siglo XIII. Alfon-
so In se apoyó en el principio jurídico de que toda la tierra abandonada era de

23
DEL MUNICIPIO ROMANO AL MUNICIPIO MEDIEVAL

propiedad real, por lo que la adjudicó a particulares laicos o eclesiásticos. De


acuerdo con el procedimiento, los nobles resultaron favorecidos al disponer de
mayores medios propios (aperos, colonos, siervos, etc.) para poner en explota-
ción más espacios, aunque en muchas ocasiones el rey o el señor entregaban a
los campesinos libres tierras yermas para su cultivo dándoles al tiempo la
correspondiente carta de población.
La toma de posesión de la tierra recibió el nombre de presura y terminó por
convertirse en un auténtico proceso de roturación y colonización de la tierra.
Con tales características de tipo social la estructura latifundista romana desapa-
reció, siendo sustituida por cultivadores directos y condicionada la propiedad de
la tierra a un rendimiento agrícola y a su ocupación permanente, lo que generó
una clase social de propietarios que tenían casa, huertos, sembrados propios y
una participación en los bienes comunes: el bosque, el monte, el río, el panta-
no, etc.
Sin embargo no debemos olvidar que salvo León o Barcelona, el resto de los
núcleos de población del siglo IX principios del X, mencionados en crónicas y
documentos, carecían de las condiciones materiales que podían atribuirse a un
núcleo urbano; eran lugares para la defensa, residencia de obispos o nobles y
refugio de campesinos. Estaban dispersos en las zonas montañosas y más con-
centrados en la meseta donde podía existir un centro urbano constituido paula-
tinamente alrededor de la iglesia y el mercado, con un territorio circundante
denominado alfoz, lo que confería la inserción de sus habitantes en el medio
rural. A partir de aquí surgieron una relaciones de vecindad, que conducía a los
moradores de un mismo lugar a organizarse para regular el aprovechamiento de
la tierra y su misma convivencia.
Como hemos visto el proceso repoblador de los monarcas asturiano-leone-
ses se realizó, primero tímidamente, después con más fuerza, hasta llegar a los
límites del Duero, lo que supuso la aparición de numerosos núcleos de pobla-
ción que fueran los futuros municipios. A estas entidades, eminentemente rura-
les, que a veces eran de carácter eclesiástico y otras laico, les otorgaron los
reyes de Asturias y León determinados privilegios de inmunidad, yen virtud de
los mismos quedó prohibida la entrada en ellos a los funcionarios reales.
Estos núcleos, producto de la repoblación, constituían las comunidades de
aldea. Sus pobladores, en principio, eran rústicos y campesinos que disponían
de parcelas y tierras propias transmisibles a sus herederos, según consta en los
documentos de la época, pero, además, tenían acceso y participaban en el uso
de los bienes comunitarios de la aldea como los pastos, los montes, el agua, el
molino, el pozo de la sal, etc. La regulación de estas cuestiones, por un lado, y
por otro, la defensa de sus derechos ante las intromisiones, la resolución de los
litigios entre ellos, la determinación de los límites, las tasaciones, el control de
los precios de los alimentos, etc., fueron problemas que se plantearon inmedia-
tamente asentados los repobladores de la aldea y la fórmula para resolverlos fue
por medio de la reunión de todos los vecinos, puesto que a todos les afectaba

24
LOS ORIGENES DEL CONCEJO ABIERTO Y DEL MUNICIPIO MEDIEVAL

por igual la cuestión y búsqueda de posibles soluciones. Es, sin duda, el Con-
cejo Abierto.
Otro motivo aglutinante de los aldeanos era su dependencia de una autori-
dad exterior (el Rey, el señor, etc.) el señor, secundado por sus agentes, los meri-
nos y sayones, trataba de crear y mantener una tupida red de obligaciones sobre
el hombre asentado en la aldea. Otra vez la reunión de todos los vecinos de
aldea el Concejo Abierto, constituyó el mecanismo de defensa que les permitió
presentar una actitud más o menos sólida y unitaria frente a las imposiciones y
demandas del señor y sus subalternos. La Asamblea Vecinal intervenía en múl-
tiples facetas de la vida social y económica de la comunidad, pero también
defendía los principios inspiradores de su condición jurídica, aquellos privile-
gios y exenciones concedidos por el Rey, o que pactaron al repoblar la aldea. En
definitiva, estaban defendiendo su derecho o fuero.

c) El Concejo Abierto: desde las comunidades


de aldea a las ciudades medievales

Aunque en el pasado, principalmente hasta los estudios realizados por


D. Eduardo de Hinojosa, se ha insistido en el origen romano y visigodo del
municipio medieval, estas teorías a la luz de las nuevas investigaciones históri-
cas, continuadas por don Claudio Sánchez Albornoz y el Centro de Estudios
Históricos, tienen escasa consistencia. En general se admite únicamente que
determinados elementos aislados del municipio romano subsistieron en la nueva
figura medieval, pero es evidente que su estructura, organización y principios
eran indudablemente nuevos.
En cuanto a las relaciones de las instituciones visigodas con el régimen
municipal del medievo, Muñoz y Romero a mediados del siglo XIX vinculó el
origen de éste con «la aplicación a la esfera del Municipio de las instituciones
judiciales de los pueblos germánicos, conservadas son duda alguna por los
visigodos». No parece que sea ésta una opinión muy sólida en nuestros días.
Quizá alguna institución visigoda como el conventus publicus vecinorul1l,
pueda lejanamente identificarse con algunos rudimentos de la asamblea vecinal
que regía nuestros Concejos Abiertos (pág. 225).
La aparición del Concejo Abierto está íntimamente ligada al origen del
municipio medieval, cuestión en la que están de acuerdo todos los autores.
Ahora bien, es preciso hacer algunas consideraciones al respecto para mayor
claridad del problema. El Concillium del reino asturleonés se fue haciendo rea-
lidad al ritmo del proceso repoblador del valle del Duero y, por tanto, en los
siglos IX y X tenía un carácter eminentemente rural. Debemos admitir que este
Concillium era el Concejo Abierto, y en tal sentido 10 utilizamos aquí, pero hay
que tener en cuenta las diversas acepciones señaladas por Valdeón para dicho
concepto, por ejemplo: «los integrantes del séquito real», «los monjes de un

25
DEL MUNICIPIO ROMANO AL MUNICIPIO MEDIEVAL

monasterio», «el equivalente de una iglesia y sus feligreses». No hay que olvi-
dar que estas definiciones han sido extraídas de múltiples documentos maneja-
dos e indudablemente tienen el valor científico adecuado. También puede apa-
recer en los documentos de la época el concepto «collación», aludiendo a una
iglesia, que a la vez jugará un papel aglutinante de los habitantes de un territo-
rio concreto, lo que hará coincidir la «reunión de fieles» y la «entidad rural».
En ese caso, la «collación» será también Concilliul1l o Asamblea de esos mis-
mos habitantes (El origen ... , pág. 6).
Las comunidades de aldea, al tratar de resolver y hacer frente a los proble-
mas planteados por su gestión, en terminología de nuestros días, generaron el
nacimiento de las Asambleas Vecinales, con la característica ya mencionada de
constituir la reunión de todos los vecinos. Por lo que el Concillium, en caso de
confirmarse esta hipótesis era, en opinión de Valdeón, «la propia comunidad
convocada en Asamblea para autogobernarse». Y es indudable que en las
comunidades aldeanas de los siglos IX Yx eran el Concejo Abierto (El origen ... ,
pág. 5).
Este Concillium tendrá un carácter eminentemente local, en el sentido que
nosotros lo estamos utilizando, y como hemos visto será «la comunidad misma
actuando en la regulación de algunas actividades comunes». Lo que también
será cierto es que el Concilliu17l del incipiente Municipio estará constituido por
todos los vecinos, sin excepciones ni discriminaciones de ningún género, ya sea
de edad, sexo o condición social o jurídica con excepción de moros y judíos.
Ello se desprende del conocimiento de algunos textos, por ejemplo el del año
935 referente al Concejo de San Zadurní, Berdeia y Barrio, en el que se men-
ciona:

«nosotros todos, que somos del Concejo de Berdeja, Barrio y san Zadornil, varo-
nes y mujeres, jóvenes y viejos, máximos y mínimos, todos conjuntamente, que
somos habitantes, villanos e infanzones... ».

La conclusión de Valdeón será clara: estamos ante la equiparación entre la


comunidad de aldea y el Concejo, que naturalmente tiene un carácter abierto.
El origen del Concillium es ciertamente oscuro, pues no se encuentra nin-
gún vestigio ni rastro de tal institución en las fuentes visigodas. Hinojosa pien-
sa que el Conventus publicus vicinorum pudo persistir en algunas regiones apar-
tadas del poder central (Toledo), favorecido por el Liber Judiciorum, y que pese
a su oscurecimiento en los primeros años de la invasión árabe, posteriormente
se fundió en el Concillium o Asamblea Judicial, con lo que encontramos este
dualismo identificado por las mismas personas, pese a la autoridad del ilustre
historiador, no es ésta la idea que se tiene al respecto a la luz de los últimos tra-
bajos, principios confirmados reiteradamente por la moderna historiografía de
Sánchez Albornoz, que afirman el origen medieval del Concillium, producto de
las circunstancias especiales basadas en la repoblación y la extensión de los pri-

26
LOS ORIGENES DEL CONCEJO ABIERTO Y DEL MUNICIPIO MEDIEVAL

mitivos reinos, por lo que Valdeón opina que el Concillium es una creación
específica de la Edad Media sin contactos directos con alguna herencia del
pasado» (El origen ... , pág. 3).
Dicha interpretación parece ser la más idónea, pues no podemos olvidar lo
argumentado posteriormente sobre el vínculo de solidaridad que ligaba a los
repobladores, protagonistas de un proceso inédito desde antes de la romaniza-
ción de Hispania. Tal espíritu solidario les impulsaba a la defensa de intereses
comunes, siempre por medio del Concillium, pues debieron descubrir su fuerza
ante la amenaza exterior, bien procediese del Rey, del señor, o incluso de los
próximos componentes de otro Concillium cercano. Ello supondrá la aparición
de una verdadera conciencia colectiva entre los vecinos, lo que, sin duda, pro-
dujo una mayor intervención de éstos en la ordenación y regulación de la vida
local.
y tal regulación, protagonizada por la comunidad de aldea, se desarrolló
desde la Alta Edad Media, a través del Concilliu11l, el cual dará lugar al Muni-
cipio cuando obtenga el grado de organización precisa y disfrute de una cierta
autonomía precedente de la obtención de derechos y fueros. A este Municipio o
Concejo lo calificará Valdeavellano como «la reunión de todos los vecinos», o
«Concejo Abierto», constituido en un régimen de democracia directa en el que
todos participaban por sí mismos (pág. 481).
La aparición de las comunidades rurales autónomas se produce en Castilla
a partir de la época de Fernán González. Son las células que generarán los muni-
cipios castellanos. Ya vimos con anterioridad que los primitivos reyes de Astu-
rias y León habían concedido privilegios de inmunidad a determinados lugares.
Por ello, nuestros viejos conocidos, los habitantes de San Zadurní, Berbeja y
Barrio, aquellos que eran iguales, en 955 atestiguarán ante el primer Conde de
Castilla que no tenían acceso a sus villas ninguno de los agentes del señor, ni
merinos ni sayones. El asentimiento del referido Conde a estas manifestaciones
que contenían una exención señalada, supuso el reconocimiento de la libertad
administrativa y judicial de tales comunidades. Deduciéndose que de todas
aquellas concesiones nació la figura jurídica del municipio castellano (SÁNCHEZ
ALBORNOZ, Espaíia ... , 11, pág. 407).
Este Concejo castellano no va a diferenciarse del surgido unos años antes en
los reinos de Asturias y León con motivo de las repoblaciones iniciadas. Se
mezclarán las personas, las costumbres y las instituciones. Así cuando lleguen
al primer límite repoblador del valle del Duero no habrá distinciones entre unos
municipios y otros y el sistema de Concejo Abierto, o la Asamblea General de
Vecinos será el procedimiento de autogobernarse las aldeas.
Si bien es verdad que aquellas aldeas y aquellos incipientes municipios esta-
ban formados en un principio por hombres libres, la igualdad de todos no pare-
ce que sea su característica. En primer lugar, se suscita la cuestión de la duda
cuando a una aldea repoblada llegan nuevos integrantes. ¿Qué sucede entonces?
Y si no hay tierra suficiente, ¿cómo se instalan los recién llegados, eminente-

27
DEL MUNICIPIO ROMANO AL MUNICIPIO MEDIEVAL

mente campesinos? Valdeón dice que «las nuevas gentes, al no poder tener tie-
rras propias, debían establecerse m,ediante contratos agrarios de diversa natu-
raleza» (Seiiores y campesinos ... , pág. 70).
Evidentemente, los documentos son explícitos a este respecto, aunque no
muy abundantes, y así del citado de 955 recordamos la fórmula inicial: «Máxi-
mos et mínimos, villanos et infanzones ... ». No caben, por tanto, muchas dudas
sobre el particular, y podemos afirmar sin temor a errores, que al menos en el
siglo x no existía ya una sociedad igualitaria, sino un entramado social marca-
do por el status económico, que en esta ocasión se reflejaba por la tenencia y
propiedad de la tierra, que a todas luces era desigual, máxime cuando esta desi-
gualdad aparece inicialmente en la adjudicación de tierras de labor en las zonas
repobladas. La configuración de esta estructura social en las comunidades de
aldea, dará lugar a la aparición de los boni homini, que serán aquellos vecinos
que tengan hereditate en la aldea y que poco a poco irán absorbiendo la repre-
sentación de la comunidad en el ConcilliUll1, con 10 que irá mermando la activi-
dad del Concejo Abierto, dando paso a un Concejo reducido, que analizaremos
después. Tal situación, pareja al crecimiento de la aldea, se producirá paulati-
namente a partir de los siglos XI y XII.
Los boni homini son, sin duda, los vecinos más destacados del Concejo, bien
por sus propiedades, bien por su posición social, y ellos serán los que evolucio-
nando el tiempo gobernarán en nombre de todos, ostentando la representación de
la Asamblea General de Vecinos, consolidándose la diferencia de clases sociales
basada en la desigualdad económica y en la incipiente influencia política.
En la estructura social medieval, los que se perfilaban como dirigentes,
señores, caballeros, etc., hasta finales del siglo XI, principios del XII, habían for-
mado parte de la población rural; a partir de entonces, las nuevas demandas y la
evolución social les impulsó hacia las incipientes ciudades, con lo que se insti-
tucionalizará un sometimiento de las aldeas de alfoz al Concejo urbano. El Con-
cejo Abierto seguirá practicándose por tiempo indefinido en las aldeas y perse-
verará en muchos casos hasta hoy. Pero es indudable que existirá una fuerte
dependencia del habitante de la aldea respecto al noble de la ciudad, marcada a
partir del siglo XIII, con un matiz más público, pues desde el Concejo de la ciu-
dad se dominaba a los Concejos de aldea, por el carácter hegemónico de aqué-
llos, «complementando, por esa vía institucional, el dominio, que a título indi-
vidual, ejercían ciertos seíiores sobre ciertos aldeanos de la tierra» (GARCÍA DE
CORTÁZAR, pág. 130).
Ello producirá en el futuro indudables conflictos, que serán debatidos en los
Concejos Abiertos, llegando los aldeanos hasta las más altas instancias del
poder de Estado en queja y recurso de sus pleitos. Unas veces será contra los
nobles o señores que olvidaban sus deberes, otras frente a instituciones como la
Mesta. Punto de fricción éste muy frecuente por la mayor localización de alde-
as de Concejo Abierto en las zonas altas donde el Honrado Concejo tenía sus
pastos.

28
IV. LOS MUNICIPIOS URBANOS

El natural desarrollo de las aldeas hacia entidades locales más amplias o las
concentraciones de población con carácter urbano, dan también lugar a diversas
interpretaciones. Por un lado se piensa que las ciudades, al ser una transforma-
ción de las aldeas, heredan de éstas el Concillium y el sistema de Concejo
Abierto para regular la vida local. En otro sentido, se apunta que al producirse
la evolución urbana, no es simultáneo el mantenimiento institucional del Con-
cejo Abierto. Se piensa a este respecto, que al menos en alguna ocasión el COll-
cillium de las ciudades pudo derivar de las Asambleas Judiciales de carácter feu-
dal aparecidas en el reino asturleonés en la Alta Edad Media.
Hay que señalar también que al aparecer las ciudades castellanoleonesas
con sus incipientes municipios, se ubicaban la mayoría de las ocasiones dentro
de un recinto amurallado rodeadas de una extenso territorio, que hoy denomi-
naríamos término municipal y entonces se llamaba el alfoz, en el que a su vez
existían varios Concejos, formados por el de la urbe y los de las aldeas. La rea-
lidad es que no había diferencias entre los habitantes de una y otras; en el perí-
odo a que hacemos referencia, siglo x a XI, era realmente una sociedad iguali-
taria dentro de los de la misma condición, no existiendo inferioridad de los
habitantes llanos del alfoz, respecto a los de la urbe.
El componente común de las ciudades 10 encontraremos al tutelar éstas un
conjunto de aldeas de su alfoz, a través de los caballeros, que anteriormente
moraban en las aldeas y que ahora se han instalado en las ciudades, como hemos
indicado, con lo que se producirá un fenómeno de dependencia señorial aldea-
ciudad. De ésta, dice Cortázar, «el caballero y ganadero de Avila, Salamanca,
Segovia, Ca la tay ud, Daroca, o el noble interesado en los rendimientos agríco-
las del campo de Lérida o Zaragoza sobreimponen su hegemonía sobre el cam-
pesino arraigado en las aldeas de la tierra o del alfoz» (pág. 56).

a) Los casos de León, Zamora, Burgos y Valladolid

León

En el temprano fuero de León de 1020 encontramos, en el capítulo 29, un


reconocimiento a la igualdad de los habitantes de la ciudad y a los del distrito
rural que constituían su término, pudiendo todos por igual intervenir en el
gobierno municipal con idénticos deberes y derechos. En ese mismo Fuero exis-
te otra disposición, la 30, que confirma la existencia de un Concejo General de
los ciudadanos de fuera y de dentro de la ciudad, su igualdad y sometimiento a
una misma norma. Tal precepto del Fuero leonés dispone que todos los habi-
tantes del alfoz y de la urbe tuviesen siempre un mismo Fuero, y que acudiesen
el primer día de Cuaresma al capítulo de Santa María de Regla para establecer

29
DEL MUNICIPIO ROMANO AL MUNICIPIO MEDIEVAL

allí las medidas del pan, del vino y las carnes, así como el precio de los salarios
del campo, etc. Y también para asegurar el orden y justicia en «todo aquel al1o»,
con señalamiento de penas a los infractores (F. DíEZ GONZÁLEZ, El Concejo ... ,
pág. 579).
Sánchez Albornoz, refiriéndose a dicha población de León en el siglo x,
indica que «el Conde gobernaba a la ciudad, auxiliado por el merino y el
sayón. El Concillium o Asamblea General de Vecinos de León y su alfoz se reu-
nía bajo la presidencia de aquél» (Una ciudad... , pág. 29). Sin embargo, en la
misma ciudad, durante los siglos XI y XII, según la investigación realizadas por
el profesor Estepa, se llega a la conclusión de que el Concillium de León en la
época citada «era la asamblea judicial, presidida probablemente por el iudez
o integrada por los boni homini». La deducción la obtiene el autor tras el exa-
men de un documento del año 1037 que contiene un testamento. Si este COIl-
cillium no coincide con el que Sánchez Albornoz describe para el año 930
aproximadamente, quiere decir que un siglo después se ha transformado su
naturaleza. De acuerdo con Valdeón, el Concillium descrito por Estepa para la
ciudad de León, a mediados del siglo XI, está casi en las antípodas del Conce-
jo Abierto (pág. 10).
Es probable que cuando se produzca la evolución del Municipio incipiente
y aparezcan los municipios consolidados de las centurias siguientes, XII y XIII,
este Concillium, ajeno al Concejo Abierto del XI, sea el antecedente del Con-
cejo definido por Estepa como «Asamblea representativa de la comunidad, con
atribuciones fiscales y militares, personalidad jurídica y ejercicio de jurisdic-
ción como delegado del poder regio» (ESTEPA, Estructura ... , pág. 456).
Surgen las dudas sobre el particular y a la luz de los actuales conocimientos
no se puede afirmar que, a partir del siglo XI, las grandes ciudades del reino
estuviesen gobernadas por un sistema de Concejo Abierto. El crecimiento urba-
no, la variedad demográfica, el deambular de peregrinos y mercaderes, etc.,
harían cada vez más difícil el funcionamiento del Concejo Abierto. La evolu-
ción se irá produciendo paulatinamente y el Concejo se formará sobre la base
de la asamblea compuesta por algunos hombres de la ciudad, «una vez que éstos
se atribuyan la representación de toda la comunidad urbana» (ESTEPA,
pág. 456).
Si a ello unimos, en el caso de León, el crecimiento urbano producido por
la incorporación de nuevos barrios, como San Martín o el de los Francos, que-
darán pocas dudas para interpretar que cuando se habla de «concilio» en docu-
mentos de la época (1122) se está refiriendo indistintamente a una pequeña
Asamblea Judicial y a un grupo de personas también reducidas, representantes
de las nuevas comunidades. De cualquier forma se está el declive del
Concejo Abierto y como afirma Estepa se producirá «la actuación de unos
pocos personajes en la vida local» (pág. 457).

30
LOS MUNICIPIOS URBANOS

Zanwra

Zamora, otro núcleo urbano de importancia en la primera repoblación por


su carácter fronterizo, sufrió a fines del siglo x la ofensiva de Almanzor. Tras
ella, sin obispado, semi destruida la ciudad y menguada su población, tardará un
siglo en recuperarse, hasta mediados del Xl. A partir de ese momento en opinión
de Represa «se irá definielldo Ull régimen de gobierno ciudadano», que ya, por
su dimensión urbana, no podía ser el del Concejo Abierto, procedimiento que
quizá había sido abandonado hacía tiempo (pág. 528).

Burgos

Respecto a Burgos, las primeras referencias documentales en las que cons-


ta el funcionamiento del Concejo aparecen en el siglo x, y se refieren a él como
una modesta Asamblea Vecinal, compuesta a veces por «todos y otras por un
grupo de vecinos que representa a la comunidad». Con ello surge una vez más
la duda de la presencia general de ciudadanos de todas las ocasiones en que se
reúne el COllcilliu111. y además, según González Díez, en las escasas ocasiones
documentales a que ha tenido acceso consta que los ciudadanos participan en el
tribunal del Conde (pág. 357), reiterándose lo que sucedía en León por época
coincidente, según nos describía Sánchez Albornoz.
En otro documento del 972, recogido por el mencionado González Díez
constará «vel omni concilio de Vurgentiu111 civ ita te, anima ad huc esse civitas.
et in ¡acie 111ultorum bonerum omniu111 a minimo usque ad m{LXillw». En esta
ocasión no queda duda de que participan todos los vecinos. Situación que se
reproduce en 1103, en un privilegio de Alfonso VI, eximiendo de la mañería que
se pagaba en la ciudad. Al referirse al Concejo lo hace por la generalidad de los
ciudadanos, detallando su situación jurídica: «ad todos homines de Burgos ... »,
«tan clerici quam layci, tam nobilis quam ignobiles, tan ¡ranci, quan castellani
seu de quacumque provincia fuerint» (pág. 359).
Pero nosotros, ciñéndonos al tema del Concejo Abierto, objeto de este tra-
bajo, no podemos admitir sin más la constancia de que el Concejo estuviese for-
mado por todos los hombres de Burgos, por lo cual debemos formular algunas
preguntas. Cierto que el Concejo de Burgos lo componían todos sus ciudadanos.
Hoy también el Municipio está compuesto por todos los residentes en él
(art. 12.2, Ley 7/1985). Pero a principios del siglo XII Burgos era una urbe de
considerable importancia en la época, con una numerosa población franca o de
otros lugares establecida en la ciudad y reseñada en el documento. Si estos
casos hubiesen constituido una corta o escasa representación, no se haría men-
ción de ellos; lo mismo es válida para clérigos, laicos, nobles, pueblo llano, etc.
¿No será una mera fórmula del procedimiento de elaboración del documento,
mencionar todos los hombres de Burgos?, ¿no estaría ya en desuso en tal aglo-

31
DEL MUNICIPIO ROMANO AL MUNICIPIO MEDIEVAL

meración urbana el sistema de Concejo Abierto? ¿Habría posibilidad de reunir


a todos los hombres de Burgos en el lugar habitual para celebrar el Concejo?
Mucho tememos encontrarnos ante un caso de Concejo reducido en que unos
pocos representan a todos. Y este Concejo reducido es probable que fuese en
realidad quien gobernase el municipio burgalés de principios del siglo XII.
Confirma nuestras dudas el profesor Estepa, cuando piensa que a partir del
siglo XI se va borrando esta realidad del Cocillium y que la configuración de ins-
tituciones municipales en la segunda mitad del siglo XII tenga lugar ya a partir
de la mera existencia de Asambleas Judiciales limitadas sólo a algunos hombres
de la ciudad, caracterizados como boni homines, y produciéndose prácticamen-
te en esta ocasión una situación análoga a la de León en la misma época
(C. ESTEPA, Burgos ... , pág. 83).

Valladolid

Un caso más tardío es el de Valladolid, lugar prácticamente inexistente


durante el siglo X y la mitad del XI, pues la primera referencia documental no
aparece hasta 1062, por la donación de un infantazgo hecho por Alfonso VI, que
se extendía hasta «Val1adolid». La aldea situada entre los ríos Esgueva y Pisuer-
ga tuvo durante poco tiempo carácter fronterizo, pues la conquista de Toledo en
1085 alejó el campo de batalIa más de 200 kilómetros al sur del Duero. Sin
embargo, debemos reconocer su carácter de encrucijada y su estratégica ubica-
ción como núcleo de población en los límites del antiguo territorio cristiano,
protegida por las cercanas fortalezas de Si mancas y Cabezón, lugares más anti-
guos y escenarios de duras luchas en la primera mitad del siglo x.
Loa hallazgos arqueológicos permiten suponer la existencia esporádica de
pequeños poblamientos anteriores dotados de la movilidad propia del proceso
reconquistador, pero la realidad es que hasta fines del siglo XI sólo se conoce su
nombre y la existencia de dos parroquias, San Julián y San Pelayo, de gran tra-
dición en la España cristiana, que quizá acogiesen a dos comunidades de origen
geográfico distinto y de las que tampoco se conoce el momento de su instala-
ción, pero es indudable que tenían un firme sentido comunitario. AquelIas
parroquias o collaciones tendrían una importancia fundamental en el incipiente
Concillium vallisoletano, que ya en 1095 estaba dotado de una relativa autono-
mía reconocida por el delegado regio, como figura en la carta dotal de la Cole-
giata de Santa María por el conde don Pedro Ansúrez (1. MAÑUECO y ZURITA,
pág. 27).
Tan destacado noble no fundó la ciudad, como vulgarmente se transmite,
sino que al lado del asentamiento de la comunidad ya existente, regida por un
Concejo Abierto, fundó dos iglesias: Santa María y Santa María de la Antigua
y un hospital, produciéndose en el futuro un desarrollo urbano considerable
hasta la actual plaza de Santa María desde la ori11a septentrional del Esgueva. A

32
LOS MUNICIPIOS URBANOS

partir de ese momento se incorporaron al lugar pobladores de diversos orígenes,


árabes, judíos y extranjeros, conocidos comúnmente como francos, o incorpo-
rándose éstos tempranamente a la condición de vecinos. También a finales del
siglo XI se produce la integración de los habitantes de las dos parroquias primi-
tivas y, por tanto, la consolidación del Concilliul1l, que se manifiesta como el
instrumento para gobernar la comunidad, formado por todos los habitantes con-
juntamente con el representante real, merino, sayón, etc. (Rucquoi ... , pág. 66).
Sin embargo, en Valladolid, como en otros lugares al norte del Duero, se
produjo un caso de doble jurisdicción, que dividió a la población a raíz de la
donación hecha por el conde don Pedro al abad D. Salto, de un barrio fuera de
los límites del Esgueva para que lo poblasen, constituyendo el señorío de la aba-
día y convirtiese a sus pobladores en vasallos (Maíiueco ... , 1, pág. 75). La situa-
ción perduraría durante los dos siglos siguientes con los conflictos y fricciones
que pueden suponerse. Pese a la dificultad de identificar a las personas o el terri-
torio de dicha jurisdicción abacial se suele situar al este de Santa María la Anti-
gua en el barrio de la Cabañuelas. Lógicamente, junto al ConcilliUln y el dele-
gado regio existió otro merino del abad y posteriormente, incluso, un judex
abacial.
A lo largo del siglo se crearon hasta 13 parroquias que, además de la consi-
deración religiosa, dieron lugar a la aparición de una entidad territorial denomi-
nada barrio en lugar del habitual de parroquias o colaciones, aunque se desco-
noce el papel que desempeñaban estas verdaderas divisiones urbanas en la
administración del Concejo. Durante todo el siglo XII ese Concilliul1l aparece
una y otra vez como la manifestación colectiva de todos los vecinos en los docu-
mentos de la Colegiata, refiriéndose siempre a asuntos de interés que afectaban
al gobierno de la comunidad o a las relaciones del Concillium con el abad. Su
evolución entre 1100 y 1150 es desconocida, ya que la documentación sólo
aporta el testimonio de su existencia, pero a partir de 1150 las referencias son
más frecuentes y mucho más amplias, apareciendo no sólo el Concillium, sino
diversos magistrados que desempeñaban funciones específicas, por ejemplo en
1158 aparece el Judex, como el primer oficial del Concillium, desempeñando
funciones judiciales militares (la milicia concejil), y políticas que afectaban al
Concejo. La evolución es lenta, pues hasta 1250 no aparecieron los alcaldes y
los jurados.
Quizá sea a mediados del siglo XII, cuando la complejidad de la administra-
ción y la existencia indudable de un sector oligárquico de boni homini, despla-
zase a la Asamblea Vecinal de las responsabilidades cotidianas en el gobierno
local, que en lo sucesivo se desempeñarán por un grupo reducido de represen-
tantes, aunque el Concillium y, por tanto, la Asamblea de Vecinos, como tal, siga
figurando en los documentos del período.
Ello se deduce por la estructura de los mismos, en los que aparece el Con-
cillium como protagonista de la urbana y en los que constan siempre una rela-
ción idéntica de personas que actúan en nombre de dicho Concilliul1l, por lo que

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DEL MUNICIPIO ROMANO AL MUNICIPIO MEDIEVAL

si éste sólo fuese «la asamblea general de los habitantes reunidos para confir-
mar las ventajas, donaciones, intercambios y para solucionar algunos aspectos
de la vida económica», cualquier individuo de la Asamblea podría actuar como
testigo y suscribir los documentos en nombre del resto de sus convecinos. Estas
circunstancias se repiten en las décadas posteriores, constando los hijos o ado-
lescentes de los anteriores, por lo que Adeline Rucquoi mantiene la existencia
de un reducido grupo de delegados representando al resto de la comunidad
incluso antes de 1150 (pág. 149).
Nuestra duda es si estos delegados eran electos por la Asamblea de Vecinos
o por el contrario se repetían los nombramientos de forma rutinaria probable-
mente, y por último se haría de forma vinculante. Es muy probable que en 1250
se eligiesen a los nuevos magistrados; nada aclara la documentación, ni tampo-
co se puede recurrir al primitivo Fuero con el que se dotó tempranamente a la
villa, pues sólo se reconoce su existencia por las referencias al mismo. Cuando
en 1265, Alfonso X concedió el Fuero Real a Valladolid, desaparecen estas dudas
y se inicia el ocaso de la autonomía e independencia local, porque el democráti-
co ejercicio del Concejo Abierto había desaparecido bastantes años antes.

V. LAS REPOBLACIONES HACIA EL SUR Y LOS GRANDES CONCEJOS

Hemos descrito cómo el municipio rural nació en las tierras repobladas cuyo
límite marcaba el valle del Duero. Cronológicamente apareció muy temprano,
hacia los siglos IX y X, pero también se extendió y asentó con gran rapidez,
generalizándose institucionalmente por todo el territorio de los reinos de León
y Castilla, que también comprendía el norte de Portugal.
.La repoblación, que a continuación se acometerá, es la comprendida entre
el Duero y el Tajo con la aparición de las dos Extremaduras, la castellana y la
leonesa. El campo de batalla no volverá a estar al norte del Duero, por el con-
trario, la línea defensiva será el Tajo y la guerra se llevará hasta el corazón de
AndaluCÍa. Tal circunstancia supondrá la aparición de una tupida malla de
pequeños y grandes Concejos cuyo señor es el Rey, lo que en realidad produjo
un claro equilibrio frente a la voracidad feudal de nobles y altos clérigos.
Es preciso señalar, además, la fuerza de alguno de estos Concejos, los cua-
les ya no se regían por el sistema Abierto o de Asamblea General de sus veci-
nos. Esta fuerza económica y militar no será igualada por ningún señorío de la
época y habitualmente apoyará al poder real en detrimento de las instancias feu-
dales. Con razón se dirá que las milicias aportadas por los Concejos de ciuda-
des como Avila, Segovia, Burgos, etc., cuando el Rey las reclame para alguna
campaña militar, constituirán las fuerzas más importantes de su ejército, siendo
prácticamente en todas las ocasiones más fuertes que las aportadas por los seño-
ríos más relevantes.
A ello habrá que añadir la potencia económica de su alfoz, unas veces sólo,
otras institucionalizado en Comunidades de Villa y Tierra, lo que justificará la

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BIBLIOGRAFIA

afirmación de Díez González sobre la existencia de un verdadero «sellaría» del


Concejo, opinión compartida por diversos medievalistas. El Concejo, efectiva-
mente, era un señorío, perteneciente al «sellaría del Rey» (F. DíEZ GONZÁLEZ,
El Concejo ... , pág. 580). Tal carácter señorial lo ostentaba el Concejo dada su
personalidad jurídica, no sólo porque era propietario, sino «porque también
ejercía una jurisdicción como delegado del poder regio y, por tanto, participa-
ba de su fiscalidad» (C. ESTEPA, Estructura ... , pág. 459). Tales municipios
aportaron nuevos contingentes humanos a los primitivos Concejos que habían
surgido al norte del Duero en las primeras repoblaciones de los siglos IX y X, Y
así, según Sánchez Albornoz, se constituyó «una extrwla comunidad histórica
alzada sobre una amplia base democrática, un pueblo único en Europa y Espa-
lla» (Espwla ... , pág. 409).
No parece que las opiniones de la actual investigación histórica al respecto,
resulten terminantes y tajantes en su contenido democrático, como expone el
ilustre profesor abulense, máxime desde que se constata la existencia de oligar-
quías urbanas precisamente a partir del mencionado siglo XII. Cuestión, por otra
parte inevitable, producida por la propia dinámica de la sociedad medieval. Lo
que es cierto, a los efectos de nuestro interés, es que el Concejo Abierto será
cada vez más restringido y creemos que prácticamente inexistente en estos
poderosos municipios medievales.

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