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I. EL MUNICIPIO ROMANO
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DEL MUNICIPIO ROMANO AL MUNICIPIO MEDIEVAL
con 179 ciudades, entre ellas 12 colonias, 13 ciudades romanas y 18 latinas, una
confederada y 135 estipendiarias; la Bética, inicialmente la provincia de más
avanzada cultura romana, contaba con 175 núcleos urbanos, de los cuales tres
eran ciudades confederadas y seis libres, ocho municipios, nueve colonias, 29
municipios latinos y 120 ciudades estipendiarias. Respecto a la Lusitania, la
menos romanizada, había cinco colonias, un municipio, tres ciudades del anti-
guo derecho latino y 36 estipendiarias, sin referencias a la existencia de ciuda-
des libres (HINOJOSA, pág. 24).
Los núcleos de población conquistada se convirtieron en ciudades, gradua-
das según su índice de resistencia o pasividad a la conquista, en función de lo
cual fueron calificadas como ciudades inmunes o federadas, libres o estipen-
diarias. El proceso de conquista y romanización fue transformando las primiti-
vas estructuras políticas de acuerdo con las formas romanas y así aparecerían
colonias, constituidas por soldados licenciados, municipios latinos y romanos.
Por el contenido sustantivo de los estatutos reguladores de los municipios se
puede conocer la categoría de los mismos. En primer lugar estaban los munici-
pios de optime iure, en los que los munícipes eran ciudadanos romanos de pleno
derecho y disfrutaban de una amplia autonomía en su organización interna. Tal
situación no resultó frecuente y debe considerarse como excepcional, pues tal
privilegio 10 obtuvieron muy pocas ciudades fuera de Italia.
La generalidad de los municipios tenían la categoría de sine suffragio, que a
su vez podían ser Munícipes Caerites, dotados de autonomía, y los Munícipes
aerarii, carentes de autonomía y dependientes de la administración de Roma
bajo la jurisdicción de un delegado del magistrado romano. De forma excepcio-
nal, existieron en Hispania los Municipii civium Romanorul1l, asimilados a los
sine suffragio romanos; estaban organizados como entes autónomos, por lo que
disponían de consejo municipal y magistraturas anuales. Su número era escaso,
24, distribuidos 10 en la Bética, 13 en la Tarraconense y uno en la Lusitania.
En el caso de las provincias, siempre y cuando sus ciudades dispusieran de
una organización urbana aceptable, manifestaran su lealtad a Roma, tuviesen
suficiente número de habitantes ciudadanos romanos y se encontrasen en vías
avanzadas de romanización, fueron dotadas del Municipio de derecho latino ius
latii, lo que suponía que podían organizarse y regirse por el Derecho romano.
Después de las campañas de colonización y municipalización llevadas a cabo
primero por César y después por Augusto, en las provincias hispanas se extendió
este tipo de municipios, alcanzando 45 a mediados del siglo 1, distribuidos de la
siguiente manera: 27 en la Bética, 18 en la Tarraconense y tres en Lusitania.
El hecho es que los municipios constituían comunidades ciudadanas, dota-
das de un grado oscilante de autonomía y a las que se concedió la ciudadanía
romana. Al disfrutar de tal privilegio, las ciudades renunciaron a su soberanía
pero disfrutaban de una cierta capacidad de autoorganización. Simultáneamen-
te sus habitantes obtuvieron la categoría de ciudadanos romanos pero debieron
asumir las cargas que tal condición llevaba consigo.
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municipios y los Dunviros, duoviri iuricundo, en las colonias, aunque por las
múltiples excepciones la norma no debió ser absolutamente rígida. No obstan-
te, en todos los casos era obligatorio estar inscrito en el censo, como propieta-
rio de una fortuna cuya cuantía variaba según los municipios. Los magistrados
de una u otra asignación se agrupaban en collegia, el cargo era irrenunciable,
honorífico y gratuito. Además tenían que aportar una fianza para garantizar
patrimonialmente los posibles perjuicios que ocasionasen en el ejercicio de su
cargo, tanto a la ciudad como a los particulares. Las fianzas variaban de un
Municipio a otro, en el caso de Málaga, parece ser que consistía en una hipote-
ca sobre bienes inmuebles.
Desde los primeros tiempos del Imperio, al igual que sucedía en la Roma de
Augusto, al tomar posesión del cargo era habitual aportar cierta cantidad para
los gastos del común con destino a sufragar espectáculos, construcciones públi-
cas, etc. Más gravosa era la obligación de pagar una cantidad variable con des-
tino al erario municipal (HINOJOSA, pág. 31). Los bronces de Osuna fijaban el
mínimo de la cantidad que los Duumviros y Ediles habían de gastar de su patri-
monio particular en los juegos públicos. También era obligatorio dar al pueblo
pan barato y a ser posible gratuito (PÉREZ PUJOL, pág. 175).
En contrapartida el cargo de magistrado llevaba aparejado el disfrute de
importantes honores, tanto en su vestidura, la toga pretexta, como en la prela-
ción en actos públicos, acompañados siempre de dos lictores o alguaciles que
llevaban las faces o hachas metidas en un haz de varas, sin olvidar que los docu-
mentos municipales se databan con el nombre de los Dunviros que ostentaban
el cargo aquel año (GARCÍA VALDEAVELLANO, pág. 234).
En Hispania, después de las reformas, los magistrados supremos de los
Municipios eran los Dunviros, que convocaban y presidían los comicios, tenían
jurisdicción civil, criminal, que pasaría a fines del siglo I a la órbita de los fun-
cionarios imperiales y algunas competencias militares. En el orden civil enten-
dían en los litigios de cuantía inferior a 15.000 sextercios (Ley Rubria De Gallia
eisa/pina), cantidad análoga a la prevista en los bronces de Málaga; el nom-
bramiento de jurados para la resolución de conflictos, e instruir las diligencias
preliminares en los asuntos que no eran de su competencia, remitiendo las par-
tes al presidente de la provincia (HINOJOSA, pág. 29).
Posiblemente intervenían también en asuntos de jurisdicción voluntaria
como las manumisiones, emancipaciones y adopciones, aunque no existe con-
firmación al respecto. Administraban el patrimonio y los ingresos municipales,
tenían competencia para imponer sanciones, de límite desconocido, en casos de
alteraciones quedaban al cargo de la defensa de la ciudad, pudiendo recurrir al
reclutamiento de una milicia ciudadana.
Los dos Dunviros eran los magistrados de mayor rango en los Municipios,
equiparables a los cónsules romanos. En su ausencia de la ciudad eran sustitui-
dos por un delegado suyo denominado Praefectus. En el caso frecuente de que
el Emperador fuese nombrado Dunviro, lo era en solitario, en consecuencia el
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espectáculos, sin embargo al pasar a la actividad privada, aunque podían ser ree-
legidos, disfrutaban de una serie de privilegios y honores vitalicios, por lo que
se agruparon en una corporación denominada Orde seviralium.
Su importancia e implantación se debió a que el Gobierno imperial incenti-
vaba la institución, concediendo los permisos que solicitaban las ciudades, pues
por un lado se trataba de dar prestigio al Emperador y por otro dar entrada en los
municipios a los libertinos, abriéndoles el camino a la participación política. Esta
corporación u orden de los Augustales obtuvo el reconocimiento legal de su exis-
tencia y funcionamiento. La elección de los Seviros correspondía a los Decurio-
nes, pudiendo optar al cargo los íncolas y los libertinos, incluidos cómicos o pre-
goneros, pero siempre que dispusieran de medios de fortuna para hacer frente a
los considerables gastos reseñados. Al tomar posesión de su cargo debían hacer
un depósito en la Curia cuyo destino era decidido por los Decuriones.
Entre sus obligaciones estaban las de celebrar periódicamente sacrificios,
dar espectáculos y repartir víveres al pueblo, con los fondos procedentes del
depósito mencionado, salvo que los Decuriones lo hubiesen invertido en obras
públicas; usaban la toga pretexta, se hacían acompañar de dos lictores con fas-
ces, incluido el uso ocasional de las insignias decurionales edilicias. A partir del
siglo III disponían de un tesorero especial, que administraba los donativos, pose-
ían inmuebles y tenían a sus órdenes algunos funcionarios auxiliares, que ele-
gían ellos mismos. Estaban facultados para expedir decretos sobre la elección
de patronos y erección de estatuas, pudiendo establecer contribuciones a los ciu-
dadanos para costearlas.
La Curia
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EL M.UNICIPIO ROMANO
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cias, denunciando al Prefecto del Pretorio los actos contrarios a la ley cometi-
dos en el territorio municipal. Disponían de algunas atribuciones concretas en
materia de Hacienda, policía y jurisdicción. Entre las primeras, las más impor-
tantes, se contaban la vigilancia para que los contribuyentes no fueran perjudi-
cados en las declaraciones del padrón de la riqueza, para evitar exigencias no
previstas en el reparto Imperial, evitar los fraudes en los pesos y medidas, etc.
Como Jueces conocían en los asuntos civiles hasta cincuenta sueldo y quizá sin
límites en los pleitos de la plebe rústica (PÉREZ PUJOL, pág. 197).
Frente a la opinión mantenida por Pérez Pujol, de que este funcionario
alcanzó una gran prestigio y después del Código Teodosiano fue antepuesto a
todas las magistraturas municipales, por lo que siguió conservando una cierta
influencia en el nuevo municipio después de la invasión germánica (pág. 197),
quedan pocas dudas sobre el fracaso de sus funciones, convirtiéndose a la larga
en un nuevo agente imperial que no cumplía sus objetivos iniciales.
Este fracaso debe inscribirse en la crisis generalizada, existente en el Bajo
Imperio, que afectaba a los valores políticos, económicos y sociales, por lo que
era imposible evitar la ruina institucional del municipio romano, en aquellos
últimos tiempos sometido a la administración centralista del Palatium del
Emperador, quien a veces enviaba a las ciudades como delegado suyo a un
conde (GARCÍA VALDEAVELLANO, pág. 154).
La llegada de vándalos, alanos y suevos en 409, afectó casi de forma defi-
nitiva a las ciudades romanas, ya de por sí depauperadas y en absoluta crisis.
Los nuevos invasores extendieron su acción por toda la península, salvo la
Tarraconense, estableciendo sus asentamientos en zonas próximas a las ciuda-
des. La guerra duró prácticamente todo el siglo y recién expulsados unos inva-
sores llegaban otros que destruían lo poco que quedaba o que se había recons-
truido, por lo que una vez más Sánchez Albornoz sostiene que a principios del
siglo v las instituciones municipales habían quedado desarticuladas. Incluso en
las fuentes no existen referencias a las magistraturas tradicionales, probable-
mente los curator habían entrado en crisis y sólo se mantenía el defensor civi-
tatis.
Con estos antecedentes, el ilustre historiador de Avila deduce, pese a la
ausencia de fuentes, a la presencia en los municipios de un nuevo funcionario:
el comes civitatis mencionado en el Breviario de Alarico. Inicialmente el título
de comes se confería a los individuos de la comitiva imperial, pero ello no era
óbice para que, desde el siglo v, el Emperador destinase a una ciudad en calidad
de comes civitatis a un miembro de su comitiva (SánchezAlbornoz, pág. 1084).
Probablemente tenía un carácter militar y se podría al frente de la ciudad y su
territorio, asumiendo las competencias de los anteriores magistrados, como res-
puesta a la situación de inestabilidad generalizada (SÁNCHEZ ARCILLA, pág. 117).
Menos clara es aún la existencia en el siglo v de los judices civitatis y su
actuación en las ciudades, Las dudas de Sánchez Albornoz sobre su presencia
en las ciudades a la caída del Imperio son muy acusadas, aunque apunta la posi-.
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LA ORGANIZACION MUNICIPAL VISIGODA
El iudex
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LA ORGANIZACION MUNICIPAL VISIGODA
El comes
Pocos años después comienza a perfilarse la figura del comes vel iudex civi-
tatis, que aparece con funciones judiciales, atribuciones policiales, administra-
tivas e incluso militares. Por lo que Sánchez Albornoz se hace la obligada pre-
gunta ¿ Había el conde, por tanto, asumido el gobierno en todas las ciudades
espaFíolas, desplazando al iudex del Breviario? (pág. 1091). Su interpretación
es que hasta el año 500 el delegado real en las ciudades se denominaba gene-
ralmente iudex y específicamente comes si pertenecía a la comitiva real. En las
Antiquae del Líber Judiciorum, de cincuenta años más tarde, figuran el comes
y el iudex ejerciendo en las ciudades idénticas funciones judiciales y político
administrativas, lo que nos llevaría a la conclusión de que no existían noveda-
des en la antigua práctica de que el iudex civitatis fuese un contes civitatis, en
el caso bastante frecuente de que el rey enviase a uno de sus comites para regir
la ciudad.
Ahora bien, nunca coinciden en la misma ciudad ejerciendo sus funciones
los dos oficiales, cuya distinción en definitiva es la carencia de competencias
militares en el caso de los iudex. Probablemente la importancia de la ciudad o
determinados factores de índole político, influirían en el ánimo real para el
envío de un comes, que sin duda disfrutaba de un mayor grado de confianza y
proximidad a su persona. Significativamente, ninguna de las dos figuras tenían
a su cargo la recaudación de impuestos, encomendada tradicionalmente a los
numerarii, excepcionalmente figuraba el conde realizando la recaudación de la
annona precisa para el mantenimiento del ejército.
En el reinado de Recaredo (586-601), se detectan ciertas fisuras en esta
exclusión de las funciones fiscales, principalmente en los cánones del III Con-
cilio de Toledo del 589 y las reservas en una ley del propio Recaredo anterior al
601. De tales fuentes se deduce que la cuantía de los impuestos y que
debían pagarse se determinaban en una reunión anual de los obispos que se cele-
braba el día uno de noviembre de cada año. Existían iudices vel actores publici
dotados de competencias fiscales en las ciudades, que exigían contribuciones
abusivas a los obispos y clérigos, así como condes y vicarios que recaudaban en
su provecho tributos en las ciudades y territorios, por lo que el propio Recare-
do les prohibió el ejercicio de tales exacciones, al considerar que en su condi-
ción de jueces estaban remunerados por el rey.
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El glorioso rey Flavio Recesvinto. Sobre las leyes derogadas de otros pue-
blos - Permitimos y aceptamos que se estudie en las leyes de otros pueblos para
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LA ORGANIZACION MUNICIPAL VISIGODA
En el último cuarto del siglo VII, durante los reinados de Wamba y Ervigio,
se produjeron nuevas leyes, por lo que éste encomendó al Concilio XII de Tole-
do la revisión del Liber. La nueva versión suprimió algunas leyes, adicionó las
de los reyes indicados e introdujo diversas modificaciones que fueron interpo-
ladas en los textos legales, por lo que resultaron ampliamente corregidas (GAR-
CÍA GALLO, vol. 1, pág. 344).
Por último, situándolo a finales del período hispano godo, hay que recordar
la existencia en los territoria, bajo la autoridad del comes, de aldeas y vicos
libres de la dependencia señorial, dotada de una organización local muy rudi-
mentaria, manifestada en una reunión de la asamblea de vecinos, figura rural
que se conoció como: el conventus publicus vecinoru11l. Esta asamblea recogía
algunos aspectos de la solidaridad vecinal para tratar asuntos de importancia
menor relacionados con los usos comunales de carácter económico y agrario.
Entre las cuestiones objeto de su competencia se encontraban la determina-
ción de límites en los campos, rectificación de los mismos, distribución de las
décimas por los ganados que pastaban en los campos comunales, estimación de
daños causados por los animales en huertas, prados, viñedos, etc., persecución
de siervos fugitivos, devolución de los ganados, que se mezclaban en los reba-
ños, a sus propietarios. También ante el Conventus publicus vecinorum, se rea-
lizaban enajenaciones de tierra y la ejecución de castigos corporales.
Tal muestra incipiente de solidaridad local, se reunía en las encrucijadas de
los caminos, en las calles de un poblado o en los mercados, convocados los
vecinos a toque de bocina o cuerno, como consta en las Etimologías de San Isi-
doro. La actuación de esta asamblea vecinal en el aprovechamiento de los pra-
dos y bosques comunales, y que todos los propietarios rurales de la aldea pose-
ían comunalmente en calidad de ager compascuus, es posible según García
Valdeavellano, que fuese un vestigio de la solidaridad vecinal entre los comar-
canos de las primitivas asociaciones agrarias germánicas y que la tradición de
éstas tal vez se fundiese con los compascua del sistema agrario romano (GAR-
CÍA VALDEAVELLANO, pág. 208).
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cindibles para los ejércitos expedicionarios que vivían sobre el terreno. La alter-
nativa fue dirigirse hasta Nájera, última fortaleza musulmana en la vía de Astor-
ga a Zaragoza, para entrar por las Conchas de Raro y Amaya buscando el cami-
no más fácil hacia Asturias. Sin embargo, hemos de recordar que los intentos de
avanzar sobre las Galias quedaron frustrados por Carlos Martell después de la
batalla de Poitiers el 732 (SÁNCHEZ ALBORNOZ, Despoblación ... , pág. 165).
Los reinos embrionarios citados, iniciaron tempranamente su proceso de
expansión, recorriendo el camino inverso del que desde el 711 habían hecho,
primero los visigodos derrotados y después los cristianos hispanorromanos que
huían de los fundamentalismos árabes. En este orden, el reino de Asturias, que
ya en el 724 había derrotado en Covadonga a los musulmanes, fue el primero
en iniciar la expansión, aprovechando las crisis internas árabes y las revueltas
ocurridas en el 741, que supusieron la práctica desaparición del ardor conquis-
tador de los ocupantes, a lo que también colaboraron la escasez y el rigor cli-
matológico, que provocaron el hambre y finalmente el regreso a África de los
bereberes instalados en Galicia y en toda la meseta norte.
Durante los quince años siguientes, Alfonso I y su hermano Fruela, lucha-
ron con éxito fijando las fronteras árabes en la línea del Tajo, existiendo al norte
el verdadero desierto del Duero, en el que Alfonso I estableció una tierra de
nadie, sin ninguna organización administrativa y prácticamente deshabitada,
que por lo inhóspito, cumplía un importante papel disuasorio y defensivo para
la fortaleza asturiana. En los albores del año 811, reconstruido Oviedo, se ins-
taló en ella la corte, organizándose una incipiente administración y se restable-
ció la vigencia del Liber Judiciorum.
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LOS ORIGENES DEL CONCEJO ABIERTO Y DEL MUNICIPIO MEDIEVAL
por igual la cuestión y búsqueda de posibles soluciones. Es, sin duda, el Con-
cejo Abierto.
Otro motivo aglutinante de los aldeanos era su dependencia de una autori-
dad exterior (el Rey, el señor, etc.) el señor, secundado por sus agentes, los meri-
nos y sayones, trataba de crear y mantener una tupida red de obligaciones sobre
el hombre asentado en la aldea. Otra vez la reunión de todos los vecinos de
aldea el Concejo Abierto, constituyó el mecanismo de defensa que les permitió
presentar una actitud más o menos sólida y unitaria frente a las imposiciones y
demandas del señor y sus subalternos. La Asamblea Vecinal intervenía en múl-
tiples facetas de la vida social y económica de la comunidad, pero también
defendía los principios inspiradores de su condición jurídica, aquellos privile-
gios y exenciones concedidos por el Rey, o que pactaron al repoblar la aldea. En
definitiva, estaban defendiendo su derecho o fuero.
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monasterio», «el equivalente de una iglesia y sus feligreses». No hay que olvi-
dar que estas definiciones han sido extraídas de múltiples documentos maneja-
dos e indudablemente tienen el valor científico adecuado. También puede apa-
recer en los documentos de la época el concepto «collación», aludiendo a una
iglesia, que a la vez jugará un papel aglutinante de los habitantes de un territo-
rio concreto, lo que hará coincidir la «reunión de fieles» y la «entidad rural».
En ese caso, la «collación» será también Concilliul1l o Asamblea de esos mis-
mos habitantes (El origen ... , pág. 6).
Las comunidades de aldea, al tratar de resolver y hacer frente a los proble-
mas planteados por su gestión, en terminología de nuestros días, generaron el
nacimiento de las Asambleas Vecinales, con la característica ya mencionada de
constituir la reunión de todos los vecinos. Por lo que el Concillium, en caso de
confirmarse esta hipótesis era, en opinión de Valdeón, «la propia comunidad
convocada en Asamblea para autogobernarse». Y es indudable que en las
comunidades aldeanas de los siglos IX Yx eran el Concejo Abierto (El origen ... ,
pág. 5).
Este Concillium tendrá un carácter eminentemente local, en el sentido que
nosotros lo estamos utilizando, y como hemos visto será «la comunidad misma
actuando en la regulación de algunas actividades comunes». Lo que también
será cierto es que el Concilliu17l del incipiente Municipio estará constituido por
todos los vecinos, sin excepciones ni discriminaciones de ningún género, ya sea
de edad, sexo o condición social o jurídica con excepción de moros y judíos.
Ello se desprende del conocimiento de algunos textos, por ejemplo el del año
935 referente al Concejo de San Zadurní, Berdeia y Barrio, en el que se men-
ciona:
«nosotros todos, que somos del Concejo de Berdeja, Barrio y san Zadornil, varo-
nes y mujeres, jóvenes y viejos, máximos y mínimos, todos conjuntamente, que
somos habitantes, villanos e infanzones... ».
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LOS ORIGENES DEL CONCEJO ABIERTO Y DEL MUNICIPIO MEDIEVAL
mitivos reinos, por lo que Valdeón opina que el Concillium es una creación
específica de la Edad Media sin contactos directos con alguna herencia del
pasado» (El origen ... , pág. 3).
Dicha interpretación parece ser la más idónea, pues no podemos olvidar lo
argumentado posteriormente sobre el vínculo de solidaridad que ligaba a los
repobladores, protagonistas de un proceso inédito desde antes de la romaniza-
ción de Hispania. Tal espíritu solidario les impulsaba a la defensa de intereses
comunes, siempre por medio del Concillium, pues debieron descubrir su fuerza
ante la amenaza exterior, bien procediese del Rey, del señor, o incluso de los
próximos componentes de otro Concillium cercano. Ello supondrá la aparición
de una verdadera conciencia colectiva entre los vecinos, lo que, sin duda, pro-
dujo una mayor intervención de éstos en la ordenación y regulación de la vida
local.
y tal regulación, protagonizada por la comunidad de aldea, se desarrolló
desde la Alta Edad Media, a través del Concilliu11l, el cual dará lugar al Muni-
cipio cuando obtenga el grado de organización precisa y disfrute de una cierta
autonomía precedente de la obtención de derechos y fueros. A este Municipio o
Concejo lo calificará Valdeavellano como «la reunión de todos los vecinos», o
«Concejo Abierto», constituido en un régimen de democracia directa en el que
todos participaban por sí mismos (pág. 481).
La aparición de las comunidades rurales autónomas se produce en Castilla
a partir de la época de Fernán González. Son las células que generarán los muni-
cipios castellanos. Ya vimos con anterioridad que los primitivos reyes de Astu-
rias y León habían concedido privilegios de inmunidad a determinados lugares.
Por ello, nuestros viejos conocidos, los habitantes de San Zadurní, Berbeja y
Barrio, aquellos que eran iguales, en 955 atestiguarán ante el primer Conde de
Castilla que no tenían acceso a sus villas ninguno de los agentes del señor, ni
merinos ni sayones. El asentimiento del referido Conde a estas manifestaciones
que contenían una exención señalada, supuso el reconocimiento de la libertad
administrativa y judicial de tales comunidades. Deduciéndose que de todas
aquellas concesiones nació la figura jurídica del municipio castellano (SÁNCHEZ
ALBORNOZ, Espaíia ... , 11, pág. 407).
Este Concejo castellano no va a diferenciarse del surgido unos años antes en
los reinos de Asturias y León con motivo de las repoblaciones iniciadas. Se
mezclarán las personas, las costumbres y las instituciones. Así cuando lleguen
al primer límite repoblador del valle del Duero no habrá distinciones entre unos
municipios y otros y el sistema de Concejo Abierto, o la Asamblea General de
Vecinos será el procedimiento de autogobernarse las aldeas.
Si bien es verdad que aquellas aldeas y aquellos incipientes municipios esta-
ban formados en un principio por hombres libres, la igualdad de todos no pare-
ce que sea su característica. En primer lugar, se suscita la cuestión de la duda
cuando a una aldea repoblada llegan nuevos integrantes. ¿Qué sucede entonces?
Y si no hay tierra suficiente, ¿cómo se instalan los recién llegados, eminente-
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mente campesinos? Valdeón dice que «las nuevas gentes, al no poder tener tie-
rras propias, debían establecerse m,ediante contratos agrarios de diversa natu-
raleza» (Seiiores y campesinos ... , pág. 70).
Evidentemente, los documentos son explícitos a este respecto, aunque no
muy abundantes, y así del citado de 955 recordamos la fórmula inicial: «Máxi-
mos et mínimos, villanos et infanzones ... ». No caben, por tanto, muchas dudas
sobre el particular, y podemos afirmar sin temor a errores, que al menos en el
siglo x no existía ya una sociedad igualitaria, sino un entramado social marca-
do por el status económico, que en esta ocasión se reflejaba por la tenencia y
propiedad de la tierra, que a todas luces era desigual, máxime cuando esta desi-
gualdad aparece inicialmente en la adjudicación de tierras de labor en las zonas
repobladas. La configuración de esta estructura social en las comunidades de
aldea, dará lugar a la aparición de los boni homini, que serán aquellos vecinos
que tengan hereditate en la aldea y que poco a poco irán absorbiendo la repre-
sentación de la comunidad en el ConcilliUll1, con 10 que irá mermando la activi-
dad del Concejo Abierto, dando paso a un Concejo reducido, que analizaremos
después. Tal situación, pareja al crecimiento de la aldea, se producirá paulati-
namente a partir de los siglos XI y XII.
Los boni homini son, sin duda, los vecinos más destacados del Concejo, bien
por sus propiedades, bien por su posición social, y ellos serán los que evolucio-
nando el tiempo gobernarán en nombre de todos, ostentando la representación de
la Asamblea General de Vecinos, consolidándose la diferencia de clases sociales
basada en la desigualdad económica y en la incipiente influencia política.
En la estructura social medieval, los que se perfilaban como dirigentes,
señores, caballeros, etc., hasta finales del siglo XI, principios del XII, habían for-
mado parte de la población rural; a partir de entonces, las nuevas demandas y la
evolución social les impulsó hacia las incipientes ciudades, con lo que se insti-
tucionalizará un sometimiento de las aldeas de alfoz al Concejo urbano. El Con-
cejo Abierto seguirá practicándose por tiempo indefinido en las aldeas y perse-
verará en muchos casos hasta hoy. Pero es indudable que existirá una fuerte
dependencia del habitante de la aldea respecto al noble de la ciudad, marcada a
partir del siglo XIII, con un matiz más público, pues desde el Concejo de la ciu-
dad se dominaba a los Concejos de aldea, por el carácter hegemónico de aqué-
llos, «complementando, por esa vía institucional, el dominio, que a título indi-
vidual, ejercían ciertos seíiores sobre ciertos aldeanos de la tierra» (GARCÍA DE
CORTÁZAR, pág. 130).
Ello producirá en el futuro indudables conflictos, que serán debatidos en los
Concejos Abiertos, llegando los aldeanos hasta las más altas instancias del
poder de Estado en queja y recurso de sus pleitos. Unas veces será contra los
nobles o señores que olvidaban sus deberes, otras frente a instituciones como la
Mesta. Punto de fricción éste muy frecuente por la mayor localización de alde-
as de Concejo Abierto en las zonas altas donde el Honrado Concejo tenía sus
pastos.
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IV. LOS MUNICIPIOS URBANOS
El natural desarrollo de las aldeas hacia entidades locales más amplias o las
concentraciones de población con carácter urbano, dan también lugar a diversas
interpretaciones. Por un lado se piensa que las ciudades, al ser una transforma-
ción de las aldeas, heredan de éstas el Concillium y el sistema de Concejo
Abierto para regular la vida local. En otro sentido, se apunta que al producirse
la evolución urbana, no es simultáneo el mantenimiento institucional del Con-
cejo Abierto. Se piensa a este respecto, que al menos en alguna ocasión el COll-
cillium de las ciudades pudo derivar de las Asambleas Judiciales de carácter feu-
dal aparecidas en el reino asturleonés en la Alta Edad Media.
Hay que señalar también que al aparecer las ciudades castellanoleonesas
con sus incipientes municipios, se ubicaban la mayoría de las ocasiones dentro
de un recinto amurallado rodeadas de una extenso territorio, que hoy denomi-
naríamos término municipal y entonces se llamaba el alfoz, en el que a su vez
existían varios Concejos, formados por el de la urbe y los de las aldeas. La rea-
lidad es que no había diferencias entre los habitantes de una y otras; en el perí-
odo a que hacemos referencia, siglo x a XI, era realmente una sociedad iguali-
taria dentro de los de la misma condición, no existiendo inferioridad de los
habitantes llanos del alfoz, respecto a los de la urbe.
El componente común de las ciudades 10 encontraremos al tutelar éstas un
conjunto de aldeas de su alfoz, a través de los caballeros, que anteriormente
moraban en las aldeas y que ahora se han instalado en las ciudades, como hemos
indicado, con lo que se producirá un fenómeno de dependencia señorial aldea-
ciudad. De ésta, dice Cortázar, «el caballero y ganadero de Avila, Salamanca,
Segovia, Ca la tay ud, Daroca, o el noble interesado en los rendimientos agríco-
las del campo de Lérida o Zaragoza sobreimponen su hegemonía sobre el cam-
pesino arraigado en las aldeas de la tierra o del alfoz» (pág. 56).
León
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allí las medidas del pan, del vino y las carnes, así como el precio de los salarios
del campo, etc. Y también para asegurar el orden y justicia en «todo aquel al1o»,
con señalamiento de penas a los infractores (F. DíEZ GONZÁLEZ, El Concejo ... ,
pág. 579).
Sánchez Albornoz, refiriéndose a dicha población de León en el siglo x,
indica que «el Conde gobernaba a la ciudad, auxiliado por el merino y el
sayón. El Concillium o Asamblea General de Vecinos de León y su alfoz se reu-
nía bajo la presidencia de aquél» (Una ciudad... , pág. 29). Sin embargo, en la
misma ciudad, durante los siglos XI y XII, según la investigación realizadas por
el profesor Estepa, se llega a la conclusión de que el Concillium de León en la
época citada «era la asamblea judicial, presidida probablemente por el iudez
o integrada por los boni homini». La deducción la obtiene el autor tras el exa-
men de un documento del año 1037 que contiene un testamento. Si este COIl-
cillium no coincide con el que Sánchez Albornoz describe para el año 930
aproximadamente, quiere decir que un siglo después se ha transformado su
naturaleza. De acuerdo con Valdeón, el Concillium descrito por Estepa para la
ciudad de León, a mediados del siglo XI, está casi en las antípodas del Conce-
jo Abierto (pág. 10).
Es probable que cuando se produzca la evolución del Municipio incipiente
y aparezcan los municipios consolidados de las centurias siguientes, XII y XIII,
este Concillium, ajeno al Concejo Abierto del XI, sea el antecedente del Con-
cejo definido por Estepa como «Asamblea representativa de la comunidad, con
atribuciones fiscales y militares, personalidad jurídica y ejercicio de jurisdic-
ción como delegado del poder regio» (ESTEPA, Estructura ... , pág. 456).
Surgen las dudas sobre el particular y a la luz de los actuales conocimientos
no se puede afirmar que, a partir del siglo XI, las grandes ciudades del reino
estuviesen gobernadas por un sistema de Concejo Abierto. El crecimiento urba-
no, la variedad demográfica, el deambular de peregrinos y mercaderes, etc.,
harían cada vez más difícil el funcionamiento del Concejo Abierto. La evolu-
ción se irá produciendo paulatinamente y el Concejo se formará sobre la base
de la asamblea compuesta por algunos hombres de la ciudad, «una vez que éstos
se atribuyan la representación de toda la comunidad urbana» (ESTEPA,
pág. 456).
Si a ello unimos, en el caso de León, el crecimiento urbano producido por
la incorporación de nuevos barrios, como San Martín o el de los Francos, que-
darán pocas dudas para interpretar que cuando se habla de «concilio» en docu-
mentos de la época (1122) se está refiriendo indistintamente a una pequeña
Asamblea Judicial y a un grupo de personas también reducidas, representantes
de las nuevas comunidades. De cualquier forma se está el declive del
Concejo Abierto y como afirma Estepa se producirá «la actuación de unos
pocos personajes en la vida local» (pág. 457).
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LOS MUNICIPIOS URBANOS
Zanwra
Burgos
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Valladolid
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si éste sólo fuese «la asamblea general de los habitantes reunidos para confir-
mar las ventajas, donaciones, intercambios y para solucionar algunos aspectos
de la vida económica», cualquier individuo de la Asamblea podría actuar como
testigo y suscribir los documentos en nombre del resto de sus convecinos. Estas
circunstancias se repiten en las décadas posteriores, constando los hijos o ado-
lescentes de los anteriores, por lo que Adeline Rucquoi mantiene la existencia
de un reducido grupo de delegados representando al resto de la comunidad
incluso antes de 1150 (pág. 149).
Nuestra duda es si estos delegados eran electos por la Asamblea de Vecinos
o por el contrario se repetían los nombramientos de forma rutinaria probable-
mente, y por último se haría de forma vinculante. Es muy probable que en 1250
se eligiesen a los nuevos magistrados; nada aclara la documentación, ni tampo-
co se puede recurrir al primitivo Fuero con el que se dotó tempranamente a la
villa, pues sólo se reconoce su existencia por las referencias al mismo. Cuando
en 1265, Alfonso X concedió el Fuero Real a Valladolid, desaparecen estas dudas
y se inicia el ocaso de la autonomía e independencia local, porque el democráti-
co ejercicio del Concejo Abierto había desaparecido bastantes años antes.
Hemos descrito cómo el municipio rural nació en las tierras repobladas cuyo
límite marcaba el valle del Duero. Cronológicamente apareció muy temprano,
hacia los siglos IX y X, pero también se extendió y asentó con gran rapidez,
generalizándose institucionalmente por todo el territorio de los reinos de León
y Castilla, que también comprendía el norte de Portugal.
.La repoblación, que a continuación se acometerá, es la comprendida entre
el Duero y el Tajo con la aparición de las dos Extremaduras, la castellana y la
leonesa. El campo de batalla no volverá a estar al norte del Duero, por el con-
trario, la línea defensiva será el Tajo y la guerra se llevará hasta el corazón de
AndaluCÍa. Tal circunstancia supondrá la aparición de una tupida malla de
pequeños y grandes Concejos cuyo señor es el Rey, lo que en realidad produjo
un claro equilibrio frente a la voracidad feudal de nobles y altos clérigos.
Es preciso señalar, además, la fuerza de alguno de estos Concejos, los cua-
les ya no se regían por el sistema Abierto o de Asamblea General de sus veci-
nos. Esta fuerza económica y militar no será igualada por ningún señorío de la
época y habitualmente apoyará al poder real en detrimento de las instancias feu-
dales. Con razón se dirá que las milicias aportadas por los Concejos de ciuda-
des como Avila, Segovia, Burgos, etc., cuando el Rey las reclame para alguna
campaña militar, constituirán las fuerzas más importantes de su ejército, siendo
prácticamente en todas las ocasiones más fuertes que las aportadas por los seño-
ríos más relevantes.
A ello habrá que añadir la potencia económica de su alfoz, unas veces sólo,
otras institucionalizado en Comunidades de Villa y Tierra, lo que justificará la
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BIBLIOGRAFIA
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