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JEAN BAUDRILLARD
El espíritu del terrorismo
Todo el juego de la historia y del poder ha sido afectado, así como los supuestos de su
análisis. Pero hay que darse tiempo.
Que algún día soñamos con ese acontecimiento, que cada uno sin excepción lo ha
soñado, porque nadie puede no soñar con la destrucción de un poder que ha
alcanzado tal grado de hegemonía, resulta inaceptable para la conciencia moral de
Occidente. Pero es un hecho, y un hecho a la medida justa de la patética violencia de
los discursos que quieren borrarlo.
En última instancia, son ellos quienes lo propiciaron, y nosotros los que lo quisimos.
Si no tomamos esto en consideración, el acontecimiento pierde toda su dimensión
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Esto rebasa por mucho el odio al poderío mundial que domina a los desheredados y
los explotados, los que cayeron en el lado equivocado del orden global. Ese maligno
deseo habita en el corazón de los que disfrutan de sus beneficios. La alergia a
cualquier orden definitivo, a cualquier poder definitivo es afortunadamente universal,
y las dos torres del World Trade Center encarnaban, perfectas en su gemelidad,
precisamente ese orden definitivo.
No se requiere una pulsión de muerte o de destrucción, tampoco un efecto perverso.
Resulta lógico e inexorable que el engrandecimiento del poder exacerbe la voluntad
de destruirlo, también que sea cómplice de su propia destrucción. Cuando las torres se
desmoronaron, daba la impresión de que respondían al suicidio de los aviones
suicidas, suicidándose. Se ha dicho: “¡Dios mismo! No puede declararse la guerra.”
Pues sí, Occidente, que ha tomado el lugar de Dios (de la divinidad todo poderosa y
de la legitimidad moral absoluta), se convierte en suicida, y se declara la guerra a sí
mismo. Las innumerables películas de catástrofes revelan esa fantasía que conjuran a
través de la imagen, sumergiendo todo bajo los efectos especiales. Pero la atracción
universal que ejercen, al igual que la pornografía, muestra que el paso al acto está
siempre cerca; es la veleidad de rechazar un sistema que, de tan poderoso, se acerca a
la perfección o a la omnipotencia.
De hecho, es probable que los terroristas (al igual que los expertos) no hayan previsto
el hundimiento de las Twin Towers que cifró, más que el ataque al Pentágono, el
shock simbólico contundente. El desmoronamiento simbólico del sistema fue el
resultado de una complicidad imprevisible; como si desmoronándose ellas mismas,
suicidándose, las torres hubieran entrado en el juego para rematar el acontecimiento.
En cierto sentido, es el sistema entero el que contribuye, por su fragilidad interna, con
el acto inicial.
Terror contra terror –no hay ninguna ideología detrás–. A partir de esto, nos hallamos
más allá de la ideología y de la política. Ninguna ideología, ninguna causa, ni siquiera
la islámica puede reivindicar la energía que alimenta al terror. No apunta ni siquiera a
cambiar el mundo sino (como los herejes en su tiempo) a radicalizarlo a través del
sacrificio; el mismo que el sistema pretende imponer por la fuerza.
Al igual que un virus, el terrorismo está en todos lados. Hay un goteo permanente de
terrorismo en el mundo: es la sombra que proyecta todo sistema de dominación listo a
despertar en cualquier lugar como un agente doble. Ya no existe una línea de
demarcación que permita cercarlo. Se halla en el corazón mismo de la cultura que lo
combate. Y la fractura visible (y el odio) que opone en el plano mundial a los
explotados y los subdesarrollados con Occidente se une secretamente a la fractura
interna del sistema dominante. Éste puede hacer frente a cualquier antagonismo
visible. Pero contra ese otro antagonismo de estructura viral, contra esa forma de
reversión casi automática de su propio poder, el sistema es impotente –como si todo
aparato de dominación secretara su dispositivo de autodestrucción, su propio
fermento de desaparición–. Y el terrorismo es la onda de choque de esa reversión
silenciosa.
El punto crucial está justo ahí: el contrasentido total de la filosofía occidental, la del
Siglo de las Luces en cuanto a la relación entre el Bien y el Mal. Creemos
ingenuamente que el progreso del Bien, su ascenso al poder en todos los ámbitos
(ciencia, tecnología, democracia, derechos humanos), corresponde a una derrota del
Mal. Nadie parece haber comprendido que el Bien y el Mal ascienden al poder al
mismo tiempo, y siguen el mismo movimiento. El triunfo del primero no conlleva la
desaparición del otro, sino al contrario. Al Mal lo consideramos, metafísicamente,
como un error accidental. Pero ese axioma, del que se desprenden todas las formas
maniqueas de la lucha entre el Bien y el Mal, es ilusorio. El Bien no reduce al Mal, ni
a la inversa: son irreductibles el uno para (con) el otro, y su relación es inextricable.
En el fondo, el Bien no podría darle jaque al Mal más que renunciando a ser el Bien,
puesto que al adjudicarse el monopolio mundial del poder lleva consigo un efecto de
retour de flamme de una violencia proporcional.
Toda proporción guardada, hay una semejanza con el orden político que se produjo a
raíz de la desaparición del comunismo y del triunfo mundial del liberalismo. Ha
surgido un enemigo fantástico, que se infiltra en el planeta como un virus, surgiendo
de todos los intersticios del poder: el Islam. Pero el Islam no es sino el frente móvil, la
cristalización de ese antagonismo, que está en todas partes y en cada uno de nosotros:
terror contra terror pero terror asimétrico. Esta asimetría desarma por completo a la
superpotencia mundial. Enfrentada a sí misma, no puede sino hundirse en su propia
lógica de la correlación de fuerzas, sin capacidad alguna para jugar en el terreno del
desafío simbólico y de la muerte, a los que ignora, pues los ha excluido de su propia
cultura.
Hasta ahora, esta potencia integradora ha logrado absorber y reabsorber todas las
crisis, toda negatividad. Con ello ha creado una situación profundamente
desesperante (no sólo para los condenados de la tierra, sino también para el confort de
los privilegiados). El acontecimiento fundamental es que los terroristas dejaron de
suicidarse en vano al poner en juego, de manera ofensiva y eficaz, su propia muerte.
Los guía una intuición estratégica simple: la inmensa fragilidad del adversario, la de
un sistema que ha llegado casi a su perfección y que, de pronto, se vuelve vulnerable
al más mínimo destello. Los terroristas lograron hacer de su propia muerte un arma
contundente en contra de un sistema que vive de excluir la muerte, y cuyo ideal es:
cero muertos. Todo sistema de cero muertos es un sistema de suma cero. Y cualquier
medio de disuasión y destrucción resulta impotente contra un enemigo que ya ha
hecho de la muerte un arma contraofensiva. “¡Qué importan los bombardeos
norteamericanos! ¡Nuestros hombres tienen tantas ganas de morir como los
americanos de vivir!” De ahí la desigualdad de las cuatro mil muertes infligidas de un
solo golpe a un sistema de cero muertos.
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Es así que se juega todo por la muerte. No sólo por la irrupción violenta, en directo,
en tiempo real de la muerte, sino por la irrupción de una muerte más que real:
simbólica, la muerte por sacrificio –es decir, el acontecimiento absoluto y definitivo–.
Hay que admitir la evidencia de que ha nacido un nuevo terrorismo, una nueva forma
de actuar que juega el juego y se apropia de las reglas para manipularlas.
Esta gente no sólo lucha con armas desiguales, puesto que ponen en juego su propia
muerte, la cual carece de respuestas (“son ruines”), sino que han hecho suyas las
armas de la gran potencia. El dinero y la especulación en la Bolsa, las tecnologías
informáticas y aeronáuticas, la dimensión espectacular y las redes mediáticas: han
asimilado la modernidad y la globalización sin cambiar su rumbo, lo que implica
destruirlas.
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La gran diferencia es que los terroristas, al disponer de las armas del sistema,
disponen de otra arma letal: su propia muerte. Si se conformaran con combatir el
sistema mediante sus propias armas serían eliminados de inmediato. Si opusieran tan
sólo su muerte, desaparecerían de la escena tan rápido como en cualquier sacrificio
inútil –hasta ahora eso es lo que el terrorismo ha hecho casi siempre (como los
atentados de los palestinos), y por lo que ha estado condenado al fracaso–.
Todo cambió a partir de esa unión entre los medios modernos disponibles y el arma
mas simbólica; ésta multiplica infinitamente su potencial destructivo. Esa
multiplicación de los factores (que nos parecen irreconciliables) es lo que les da
semejante superioridad. Por el contrario, la estrategia de cero muertos, la guerra
“limpia”, tecnológica, pasa precisamente del lado frente a esa transfiguración del
poder “real” a través del poder simbólico.
El éxito está en otra parte. La diferencia es que, en el caso del terrorismo, no se trata
de un contrato laboral, sino de un pacto y de la obligación impuesta por el sacrificio.
Una obligación como ésa se halla protegida frente a toda deserción o corrupción. El
milagro reside en su capacidad para adaptarse a la red mundial, al protocolo técnico,
sin renunciar a la complicidad con la vida y la muerte. De manera opuesta al contrato,
el pacto no une individuos –ni siquiera su “suicidio” representa un acto de heroísmo
individual–. Es un sacrificio colectivo sellado por una exigencia ideal –la conjugación
de dos dispositivos: una estructura operativa y un pacto simbólico, lo que hace
posible un acto de tal desmesura–.
Todo resulta útil para desacreditar sus actos. Llamarlos “suicidas” y “mártires”. Se
agrega, de inmediato, que el martirio no prueba nada, que no tiene nada que ver con
la verdad, y que incluso (citando a Nietzsche) es el principal enemigo de la verdad.
Ciertamente, su muerte no prueba nada. Pero no hay nada que probar en un sistema
en el que la verdad es inalcanzable –o es que ¿somos nosotros quiénes pretendemos
ser los portadores de esa verdad?– Por otra parte, ese argumento notablemente moral
se revierte. Si el mártir voluntario, el kamikaze, no prueba nada, entonces el mártir
involuntario, la víctima del atentado, tampoco prueba nada; y hay algo de
inconveniente y obsceno en hacer de ello un argumento moral (sin prejuzgar en
absoluto su sufrimiento y su muerte).
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Otro argumento de mala fe: los terroristas cambian su muerte por un lugar en el
paraíso; su acto no es gratuito, por lo tanto no es auténtico. Sería gratuito sólo si ellos
no creyeran en Dios, si la muerte no entrañara, como lo hace para nosotros, una
esperanza (los mártires cristianos no esperaban otra cosa que esa sublime
equivalencia). No pelean con las mismas armas. Mientras que ellos tienen derecho a
la salvación, nosotros ni siquiera podemos albergar esa esperanza. Mientras que sólo
nos queda el duelo de nuestra muerte, ellos pueden hacer con ella una apuesta
ambiciosa.
En el fondo, todo esto –la causa, la prueba, la verdad, la recompensa, el fin y los
medios– representa una forma de cálculo típicamente occidental. Incluso a la muerte
la evaluamos con tazas de interés, en términos de calidad/precio. Cálculo económico
de pobres, y de quienes ni siquiera tienen el valor de ponerle un precio.
¿Qué puede pasar –salvo la guerra, que no es mas que una pantalla de protección
convencional?– Se habla de terrorismo biológico, de guerra bacteriológica o de
terrorismo nuclear. Pero todo esto no pertenece al orden del desafío simbólico, sino al
del aniquilamiento sin palabra, sin gloria, sin riesgo; al orden de la solución final.
Resulta un contrasentido ver en el acto terrorista una lógica puramente destructiva.
Me parece que sus actos, en los que la muerte va implícita (lo que precisamente la
hace un acto simbólico), no buscan la eliminación impersonal del otro. Todo
permanece en el terreno del desafío y el duelo, es decir, una relación dual, casi
personal, con la potencia adversa. Es ella quien los ha humillado, y ella debe ser
humillada y no simplemente exterminada. Es necesario degradarla. Esto jamás se
logra con la fuerza bruta o la eliminación del otro. Debe apuntársele y herirla en la
adversidad. Aparte del pacto que une a los terroristas, existe algo así como un pacto
en el duelo con el adversario. Es exactamente lo contrario de la cobardía de la que se
les acusa, y lo opuesto a lo que hicieron los norteamericanos en la Guerra del Golfo
(y que repiten actualmente en Afganistán): objetivo invisible, liquidación operativa.
De estos sucesos quedan las imágenes por encima de todo. Debemos preservarlas, así
como la fascinación que ejercen sobre nosotros, ya que ellas son, quiérase o no, la
escena primigenia. Al mismo tiempo que radicalizaron la situación mundial, los
acontecimientos de Nueva York han –habrán– radicalizado la relación entre la imagen
y la realidad. Acostumbrados a ver una profusión continua de imágenes banales y una
oleada de acontecimientos simulados, el acto terrorista de Nueva York resucita, a un
mismo tiempo, la imagen y el acontecimiento.
Entre las armas que los terroristas lograron volver en contra del propio sistema, una
de las que capitalizaron con mayor provecho fue el tiempo real de las imágenes, su
difusión instantánea a nivel mundial; al igual que la especulación en la Bolsa, la
información electrónica y la circulación aérea. El papel de la imagen es notablemente
ambiguo. Al mismo tiempo que exalta el acontecimiento lo toma como rehén. Juega,
de manera simultánea, a la multiplicación infinita, la diversión y la neutralización (así
sucedió con los acontecimientos de 1968). La imagen consume al acontecimiento, en
el sentido de que lo absorbe y lo ofrece al consumo.
¿Qué queda del acontecimiento real si la imagen, la ficción, lo virtual se filtran por
doquier en la realidad? En este caso, creímos ver (quizá con cierto alivio) un
resurgimiento de lo real y de la violencia de lo real en un universo supuestamente
virtual. “¡Se acabaron sus historias virtuales, esto es la realidad!” Asimismo, fuimos
testigos de una resurrección de la historia más allá del fin que le fue anunciado. Pero,
¿la realidad rebasa la ficción? Si parece haberlo logrado, se debe a que absorbió su
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energía, y ella misma se convirtió en ficción. Casi podría decirse que la realidad siente
celos de la ficción, lo real está celoso de la imagen… Se trata de una suerte de duelo
entre ambos, entre quién resultará más inconcebible.
Después del shock intentamos extraer algún sentido, encontrar una interpretación;
pero carece de él, y ese radicalismo, esa brutalidad del espectáculo es lo original y lo
irreductible. El espectáculo del terrorismo impone el terrorismo del espectáculo.
Contra esa fascinación inmoral (incluso si desencadena una reacción moral universal)
el orden político es impotente. Ése es nuestro teatro de la crueldad, el único que nos
queda –extraordinario por cierto, ya que alcanza el punto más álgido de
espectacularidad y desafío–. Al mismo tiempo, es el micromodelo fulgurante de un
nudo de violencia real en una cámara de máxima resonancia –la forma más pura de lo
espectacular–, y un modelo de sacrificio que opone al orden histórico y político la
forma simbólica más pura del desafío.
Cualquier masacre les habría sido perdonada, si hubiera tenido sentido, si pudiera
interpretarse como una violencia histórica –ése es el axioma moral de la buena
violencia–. Cualquier forma de violencia les habría sido perdonada, si ésta no hubiera
sido transmitida por los medios (“el terrorismo sin los medios no sería nada”). Pero es
una ilusión. No existe el buen uso de los medios, ellos forman parte del
acontecimiento, forman parte del terror y juegan en uno y otro bando.
El acto represivo sigue la misma espiral imprevisible del acto terrorista. Nadie sabe
dónde va a detenerse ni los virajes que van a producirse. En el plano de las imágenes
y de la información, no es posible distinguir entre lo espectacular y lo simbólico:
imposible distinguir entre el “crimen” y la represión. Ese desencadenamiento
incontrolable de la reversibilidad es la verdadera victoria del terrorismo. Victoria
visible en las ramificaciones y la infiltración subterránea del acontecimiento –no sólo
en la recesión económica directa, política, bursátil y financiera del conjunto del
sistema, y en la recesión moral y psicológica que resulta de ella, sino también en la
del sistema de valores, de toda ideología de la libertad, de la libre circulación, etc.,
que eran parte del orgullo del mundo occidental, y del que se valía para ejercer su
influencia sobre los demás–.
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Otro aspecto de la victoria de los terroristas es que las demás formas de violencia y
desestabilización juegan a favor suyo: terrorismo informático, biológico, el ántrax y el
rumor. Todos le han sido imputados a Bin Laden, quien podría incluso reivindicar a
su favor las catástrofes naturales. Todas las formas de desorganización y de
circulación perversa le son útiles: hasta la estructura misma del intercambio mundial
generalizado a favor de un intercambio imposible. Se trata de una suerte de escritura
automática del terrorismo, (re)alimentada por el terrorismo involuntario de la
información, con todas las consecuencias de pánico que resultan de ella. Si en toda
esa historia del ántrax, la intoxicación ocurre por una cristalización instantánea, por el
simple contacto entre una solución química y una molécula, ello significa que el
sistema alcanzó un peso crítico que lo hace vulnerable a la más mínima agresión.
No existe una solución para una situación límite. No es de ninguna manera la guerra,
que ofrece una situación conocida: la avalancha habitual de fuerzas militares,
información fantasma, bombardeos inútiles, falsos y patéticos discursos, despliegue
tecnológico e intoxicación. Al igual que en la guerra del Golfo: un no-
acontecimiento, un acontecimiento que en realidad no tuvo lugar.
Jean Baudrillard, "El espíritu del terrorismo", Fractal n° 24, enero-marzo, 2002, año 6, volumen VII,
pp. 53-70.
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