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24/8/2019 Jean Baudrillard

JEAN BAUDRILLARD
El espíritu del terrorismo

De los acontecimientos mundiales que habíamos presenciado como la muerte de


Lady Di o el Mundial de Fútbol, o acontecimientos violentos y reales como guerras y
genocidios, ninguno había cobrado una envergadura simbólica global; es decir,
ningún acontecimiento de difusión mundial había puesto en jaque a la globalización
misma. A lo largo del estancamiento de los años noventa, lo que se impuso fue “la
huelga de acontecimientos” (parafraseando al escritor argentino Macedonio
Fernández). Pues bien, la huelga terminó. Los acontecimientos dejaron de estar en
huelga. Nos hallamos frente a los atentados de Nueva York y del World Trade
Center: el acontecimiento absoluto, la “madre” de los acontecimientos, el hecho puro
que concentra en sí todos los que jamás ocurrieron.

Todo el juego de la historia y del poder ha sido afectado, así como los supuestos de su
análisis. Pero hay que darse tiempo.

Durante la parálisis de acontecimientos era necesario anticipárseles, ser más rápidos


que ellos. En el momento en que se aceleran a esta escala, es necesario ir más lento,
sin dejarse sepultar bajo el fárrago de los discursos y el humo de la guerra; y, sobre
todo, preservar intacto el fulgor inolvidable de las imágenes.

Todos los discursos y los comentarios traicionan la gigantesca reacción frente al


acontecimiento y frente a la fascinación que ejerce. La condena moral, la unión
sagrada contra el terrorismo transcurren junto al júbilo prodigioso de ver la
destrucción de la superpotencia mundial. Y mejor verla destruirse a sí misma,
suicidarse bellamente. Es ella con su insoportable poder quien, infiltrándose en el
mundo, ha sembrado la violencia y (sin saberlo) la imaginación terrorista que habita
en todos nosotros.

Que algún día soñamos con ese acontecimiento, que cada uno sin excepción lo ha
soñado, porque nadie puede no soñar con la destrucción de un poder que ha
alcanzado tal grado de hegemonía, resulta inaceptable para la conciencia moral de
Occidente. Pero es un hecho, y un hecho a la medida justa de la patética violencia de
los discursos que quieren borrarlo.

En última instancia, son ellos quienes lo propiciaron, y nosotros los que lo quisimos.
Si no tomamos esto en consideración, el acontecimiento pierde toda su dimensión

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simbólica, y se convierte en un accidente puro, un acto puramente arbitrario: el


espectáculo asesino de unos fanáticos a los que bastaría con eliminar. Pero sabemos
que no es así. De ahí el delirio contrafóbico de exorcizar el mal, que está ahí, por
todas partes, como un oscuro objeto del deseo. Sin esa inconfesable complicidad, el
acontecimiento no habría tenido la repercusión que tuvo; y en su estrategia simbólica
los terroristas saben, sin duda, que pueden apostar a ella.

Esto rebasa por mucho el odio al poderío mundial que domina a los desheredados y
los explotados, los que cayeron en el lado equivocado del orden global. Ese maligno
deseo habita en el corazón de los que disfrutan de sus beneficios. La alergia a
cualquier orden definitivo, a cualquier poder definitivo es afortunadamente universal,
y las dos torres del World Trade Center encarnaban, perfectas en su gemelidad,
precisamente ese orden definitivo.
No se requiere una pulsión de muerte o de destrucción, tampoco un efecto perverso.
Resulta lógico e inexorable que el engrandecimiento del poder exacerbe la voluntad
de destruirlo, también que sea cómplice de su propia destrucción. Cuando las torres se
desmoronaron, daba la impresión de que respondían al suicidio de los aviones
suicidas, suicidándose. Se ha dicho: “¡Dios mismo! No puede declararse la guerra.”
Pues sí, Occidente, que ha tomado el lugar de Dios (de la divinidad todo poderosa y
de la legitimidad moral absoluta), se convierte en suicida, y se declara la guerra a sí
mismo. Las innumerables películas de catástrofes revelan esa fantasía que conjuran a
través de la imagen, sumergiendo todo bajo los efectos especiales. Pero la atracción
universal que ejercen, al igual que la pornografía, muestra que el paso al acto está
siempre cerca; es la veleidad de rechazar un sistema que, de tan poderoso, se acerca a
la perfección o a la omnipotencia.

De hecho, es probable que los terroristas (al igual que los expertos) no hayan previsto
el hundimiento de las Twin Towers que cifró, más que el ataque al Pentágono, el
shock simbólico contundente. El desmoronamiento simbólico del sistema fue el
resultado de una complicidad imprevisible; como si desmoronándose ellas mismas,
suicidándose, las torres hubieran entrado en el juego para rematar el acontecimiento.
En cierto sentido, es el sistema entero el que contribuye, por su fragilidad interna, con
el acto inicial.

Pero el sistema se concentra mundialmente, constituyendo al límite una red que se


vuelve vulnerable en un solo punto (así, un hacker filipino logró, desde su
computadora portátil, lanzar el virus I love you, que le dio la vuelta al mundo
devastando redes enteras). Aquí son los dieciocho kamikazes quienes, gracias al arma
absoluta de la muerte multiplicada por la eficiencia tecnológica, desencadenan un
proceso catastrófico global.

Cuando el poder mundial monopoliza a tal grado la situación, cuando enfrentamos


esta concentración desmedida de las funciones de la maquinaria tecnocrática y del
pensamiento único, ¿qué otra vía existe sino la de una transferencia terrorista de la
situación? Es el sistema mismo el que ha creado las condiciones objetivas para esa
represalia brutal. Al guardarse todas las cartas en la mano, obliga al Otro a cambiar
las reglas del juego. Y las nuevas reglas son despiadadas, porque la apuesta es
despiadada. A un sistema cuyo exceso de poder plantea un desafío irremediable, los
terroristas responden por medio de un acto definitorio, sin posibilidad de intercambio
alguno. El terrorismo es el acto que restituye una singularidad irreductible en el seno
de un sistema de intercambio generalizado. Todas las singularidades (las especies, los
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individuos, las culturas) que pagaron con su muerte la emergencia de la circulación


mundial –la cual ya obedece a un poder único–, hoy se vengan a través de esa
transferencia terrorista de la situación.

Terror contra terror –no hay ninguna ideología detrás–. A partir de esto, nos hallamos
más allá de la ideología y de la política. Ninguna ideología, ninguna causa, ni siquiera
la islámica puede reivindicar la energía que alimenta al terror. No apunta ni siquiera a
cambiar el mundo sino (como los herejes en su tiempo) a radicalizarlo a través del
sacrificio; el mismo que el sistema pretende imponer por la fuerza.

Al igual que un virus, el terrorismo está en todos lados. Hay un goteo permanente de
terrorismo en el mundo: es la sombra que proyecta todo sistema de dominación listo a
despertar en cualquier lugar como un agente doble. Ya no existe una línea de
demarcación que permita cercarlo. Se halla en el corazón mismo de la cultura que lo
combate. Y la fractura visible (y el odio) que opone en el plano mundial a los
explotados y los subdesarrollados con Occidente se une secretamente a la fractura
interna del sistema dominante. Éste puede hacer frente a cualquier antagonismo
visible. Pero contra ese otro antagonismo de estructura viral, contra esa forma de
reversión casi automática de su propio poder, el sistema es impotente –como si todo
aparato de dominación secretara su dispositivo de autodestrucción, su propio
fermento de desaparición–. Y el terrorismo es la onda de choque de esa reversión
silenciosa.

No se trata de un choque entre civilizaciones o religiones, sino de otro que sobrepasa


con creces al Islam y a Estados Unidos, en los que pretendemos focalizar el conflicto
para hacernos la ilusión de que existe un enfrentamiento visible y una solución por la
fuerza. Se trata de un antagonismo fundamental que señala, a través del espectro de
Norteamérica (que es quizás el epicentro de la globalización, pero que de ninguna
manera representa toda su encarnación) y a través del espectro del Islam (que
tampoco es la encarnación del terrorismo), la globalización triunfante enfrentada a sí
misma. En este sentido, se puede hablar de una guerra mundial; no la tercera sino la
cuarta y única verdaderamente mundial, pues lo que está en juego es la globalización
misma. Las dos primeras guerras mundiales respondían a la imagen clásica de la
guerra. La primera puso fin a la supremacía de Europa y a la era colonial. La segunda
puso fin al nazismo. La tercera, que tuvo lugar bajo la forma de la Guerra Fría y la
disuasión, puso fin al comunismo. De una a otra, nos hemos dirigido cada vez más
hacia un orden mundial único, que hoy ha llegado virtualmente a su consumación.
Un orden que se encuentra enfrentado a las fuerzas antagónicas diseminadas en el
corazón mismo de lo mundial, en todas sus convulsiones actuales. Guerra fractal de
todas las células, de todas las singularidades que se rebelan bajo la forma de
anticuerpos. Enfrentamiento a tal punto inasible que cada cierto tiempo es necesario
salvaguardar la idea de la guerra a través de puestas en escena espectaculares, como
las de la Guerra del Golfo o la de Afganistán. Pero la Cuarta Guerra Mundial está en
otra parte. Ella es la que inquieta a todo el orden mundial, a toda dominación
hegemónica –si el Islam dominara al mundo, el terrorismo se levantaría en su contra–.
El mundo mismo se resiste a la globalización.

El terrorismo es inmoral. El acontecimiento del World Trade Center, ese reto


simbólico, es inmoral, y responde a una globalización que en sí misma es inmoral.
Pues bien, seamos inmorales. Y si queremos comprender algo, miremos un poco mas
allá del Bien y el Mal. Por primera vez, nos hallamos frente a un acontecimiento que
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desafía no sólo la moral sino toda forma de interpretación Tratemos de hacernos de la


inteligencia del Mal.

El punto crucial está justo ahí: el contrasentido total de la filosofía occidental, la del
Siglo de las Luces en cuanto a la relación entre el Bien y el Mal. Creemos
ingenuamente que el progreso del Bien, su ascenso al poder en todos los ámbitos
(ciencia, tecnología, democracia, derechos humanos), corresponde a una derrota del
Mal. Nadie parece haber comprendido que el Bien y el Mal ascienden al poder al
mismo tiempo, y siguen el mismo movimiento. El triunfo del primero no conlleva la
desaparición del otro, sino al contrario. Al Mal lo consideramos, metafísicamente,
como un error accidental. Pero ese axioma, del que se desprenden todas las formas
maniqueas de la lucha entre el Bien y el Mal, es ilusorio. El Bien no reduce al Mal, ni
a la inversa: son irreductibles el uno para (con) el otro, y su relación es inextricable.
En el fondo, el Bien no podría darle jaque al Mal más que renunciando a ser el Bien,
puesto que al adjudicarse el monopolio mundial del poder lleva consigo un efecto de
retour de flamme de una violencia proporcional.

En el universo tradicional, existía un balance entre el Bien y el Mal, una relación


dialéctica que aseguraba de algún modo la tensión y el equilibrio moral del universo –
como en la Guerra Fría, donde el enfrentamiento de las grandes dos potencias
aseguraba el equilibrio del terror, anulando la supremacía de una sobre la otra–. Este
balance se quiebra a partir del momento en que se impone una extrapolación total del
Bien (hegemonía de lo positivo sobre cualquier forma de negatividad, exclusión de la
muerte y de toda fuerza adversa latente, triunfo de los valores del Bien en toda la
extensión). A partir de ahí, se rompe el equilibrio, como si el Mal retomara una
autonomía invisible, desarrollándose a partir de entonces en forma exponencial.

Toda proporción guardada, hay una semejanza con el orden político que se produjo a
raíz de la desaparición del comunismo y del triunfo mundial del liberalismo. Ha
surgido un enemigo fantástico, que se infiltra en el planeta como un virus, surgiendo
de todos los intersticios del poder: el Islam. Pero el Islam no es sino el frente móvil, la
cristalización de ese antagonismo, que está en todas partes y en cada uno de nosotros:
terror contra terror pero terror asimétrico. Esta asimetría desarma por completo a la
superpotencia mundial. Enfrentada a sí misma, no puede sino hundirse en su propia
lógica de la correlación de fuerzas, sin capacidad alguna para jugar en el terreno del
desafío simbólico y de la muerte, a los que ignora, pues los ha excluido de su propia
cultura.

Hasta ahora, esta potencia integradora ha logrado absorber y reabsorber todas las
crisis, toda negatividad. Con ello ha creado una situación profundamente
desesperante (no sólo para los condenados de la tierra, sino también para el confort de
los privilegiados). El acontecimiento fundamental es que los terroristas dejaron de
suicidarse en vano al poner en juego, de manera ofensiva y eficaz, su propia muerte.
Los guía una intuición estratégica simple: la inmensa fragilidad del adversario, la de
un sistema que ha llegado casi a su perfección y que, de pronto, se vuelve vulnerable
al más mínimo destello. Los terroristas lograron hacer de su propia muerte un arma
contundente en contra de un sistema que vive de excluir la muerte, y cuyo ideal es:
cero muertos. Todo sistema de cero muertos es un sistema de suma cero. Y cualquier
medio de disuasión y destrucción resulta impotente contra un enemigo que ya ha
hecho de la muerte un arma contraofensiva. “¡Qué importan los bombardeos
norteamericanos! ¡Nuestros hombres tienen tantas ganas de morir como los
americanos de vivir!” De ahí la desigualdad de las cuatro mil muertes infligidas de un
solo golpe a un sistema de cero muertos.

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Es así que se juega todo por la muerte. No sólo por la irrupción violenta, en directo,
en tiempo real de la muerte, sino por la irrupción de una muerte más que real:
simbólica, la muerte por sacrificio –es decir, el acontecimiento absoluto y definitivo–.

Tal es el espíritu del terrorismo.

Nunca atacar al sistema en términos de la correlación de fuerzas. Ése es el imaginario


(revolucionario) que impone el sistema mismo, el cual sólo sobrevive obligando a sus
adversarios a pelear en el terreno de la realidad, que siempre es su terreno. Y
desplazar la lucha a la esfera de lo simbólico; ahí donde la regla es el desafío, la
reversión, el frenesí. De tal manera que a la muerte no pueda respondérsele sino con
una muerte igual o superior. Desafiar el sistema con un don al que no puede
responder sino a través de su propia muerte y su propio desmoronamiento.

La hipótesis terrorista es que el sistema mismo se suicida como respuesta a los


diversos desafíos de la muerte y del suicidio, puesto que ni el sistema ni el poder
escapan a su condición simbólica –y sobre esa trampa descansa la posibilidad de su
destrucción–. En ese ciclo vertiginoso del intercambio imposible de la muerte, la del
terrorista representa un punto infinitesimal. Y no obstante provoca una aspiración, un
vacío, una gigantesca onda. Alrededor de ese ínfimo punto, todo el sistema, el de lo
real y el poder, se vuelve denso, se tetaniza, se repliega sobre sí mismo y se hunde en
su propia eficacia.

La táctica del modelo terrorista consiste en provocar un exceso de realidad, y hacer


que el sistema se desmorone bajo ese exceso. La ridiculez de la situación, así como la
violencia que el poder moviliza, se tornan en su contra. Los actos terroristas son una
lente de aumento de su propia violencia y, a la vez, un modelo de violencia simbólica
que le está vedada, la única que no puede ejercer: la de su propia muerte. Por esto
todo el poder visible es impotente frente a la muerte ínfima, pero simbólica, de unos
cuantos individuos.

Hay que admitir la evidencia de que ha nacido un nuevo terrorismo, una nueva forma
de actuar que juega el juego y se apropia de las reglas para manipularlas.

Esta gente no sólo lucha con armas desiguales, puesto que ponen en juego su propia
muerte, la cual carece de respuestas (“son ruines”), sino que han hecho suyas las
armas de la gran potencia. El dinero y la especulación en la Bolsa, las tecnologías
informáticas y aeronáuticas, la dimensión espectacular y las redes mediáticas: han
asimilado la modernidad y la globalización sin cambiar su rumbo, lo que implica
destruirlas.

Para colmo de la malicia, utilizan incluso la banalidad de la vida cotidiana


norteamericana como máscara y como doble juego: duermen en sus suburbios, leen y
estudian en familia antes de despertar de un día para otro como bombas de efecto
retardado. El conocimiento preciso, sin error, de esa clandestinidad tiene un efecto
casi tan terrorista como el espectacular evento del 11 de septiembre. Arroja la sombra
de la sospecha sobre cualquier individuo: ¿o no acaso cualquier ser inofensivo puede
ser un terrorista en potencia? Si ellos lograron pasar desapercibidos, cualquiera de
nosotros representa un criminal desapercibido (cada avión se convierte en
sospechoso), y en el fondo es verdad. Quizá corresponde a una forma inconsciente de
criminalidad potencial, disfrazada, y cuidadosamente reprimida, pero siempre
susceptible, si no de resurgir al menos de vibrar secretamente frente al espectáculo del
Mal. Así, el acontecimiento se ramifica hasta el detalle –propiciando un terrorismo
mental aún más sutil–.

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La gran diferencia es que los terroristas, al disponer de las armas del sistema,
disponen de otra arma letal: su propia muerte. Si se conformaran con combatir el
sistema mediante sus propias armas serían eliminados de inmediato. Si opusieran tan
sólo su muerte, desaparecerían de la escena tan rápido como en cualquier sacrificio
inútil –hasta ahora eso es lo que el terrorismo ha hecho casi siempre (como los
atentados de los palestinos), y por lo que ha estado condenado al fracaso–.

Todo cambió a partir de esa unión entre los medios modernos disponibles y el arma
mas simbólica; ésta multiplica infinitamente su potencial destructivo. Esa
multiplicación de los factores (que nos parecen irreconciliables) es lo que les da
semejante superioridad. Por el contrario, la estrategia de cero muertos, la guerra
“limpia”, tecnológica, pasa precisamente del lado frente a esa transfiguración del
poder “real” a través del poder simbólico.

El éxito prodigioso de un atentado como el del 11 de septiembre es un problema en sí.


Y para comprender algo hay que desprenderse de la visión occidental, y advertir lo
que sucede en la organización y la mente del terrorista. Una eficacia de tal grado
supondría en nosotros una capacidad de cálculo, de racionalidad, que difícilmente
podemos imaginar en otros. Y en caso de contar con esa capacidad, como cualquier
organización racional o de servicios secretos, habría fugas y errores.

El éxito está en otra parte. La diferencia es que, en el caso del terrorismo, no se trata
de un contrato laboral, sino de un pacto y de la obligación impuesta por el sacrificio.
Una obligación como ésa se halla protegida frente a toda deserción o corrupción. El
milagro reside en su capacidad para adaptarse a la red mundial, al protocolo técnico,
sin renunciar a la complicidad con la vida y la muerte. De manera opuesta al contrato,
el pacto no une individuos –ni siquiera su “suicidio” representa un acto de heroísmo
individual–. Es un sacrificio colectivo sellado por una exigencia ideal –la conjugación
de dos dispositivos: una estructura operativa y un pacto simbólico, lo que hace
posible un acto de tal desmesura–.

No tenemos idea de lo que significa el cálculo simbólico, como en el póker o las


máquinas traga monedas: apuesta mínima, resultado máximo. Es exactamente lo que
lograron los terroristas con el atentado en Manhattan, e ilustra bastante bien la teoría
del caos: un golpe inicial provoca consecuencias incalculables, mientras que el
despliegue gigantesco de los norteamericanos (Tormenta del Desierto) no obtiene sino
efectos insignificantes –por decirlo de alguna manera, el huracán termina en el aleteo
de una mariposa–.

El suicida representaba un terrorismo de pobres; el de ahora es un terrorismo de ricos.


Eso es lo que nos causa tanto miedo: que se hayan hecho ricos (poseen los medios
para ello) sin dejar de desear nuestra ruina. Según nuestro sistema de valores, ellos
hacen trampa: poner en juego la propia muerte no es correcto. Pero a ellos no les
importa, y las nuevas reglas del juego ya no nos pertenecen.

Todo resulta útil para desacreditar sus actos. Llamarlos “suicidas” y “mártires”. Se
agrega, de inmediato, que el martirio no prueba nada, que no tiene nada que ver con
la verdad, y que incluso (citando a Nietzsche) es el principal enemigo de la verdad.
Ciertamente, su muerte no prueba nada. Pero no hay nada que probar en un sistema
en el que la verdad es inalcanzable –o es que ¿somos nosotros quiénes pretendemos
ser los portadores de esa verdad?– Por otra parte, ese argumento notablemente moral
se revierte. Si el mártir voluntario, el kamikaze, no prueba nada, entonces el mártir
involuntario, la víctima del atentado, tampoco prueba nada; y hay algo de
inconveniente y obsceno en hacer de ello un argumento moral (sin prejuzgar en
absoluto su sufrimiento y su muerte).
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Otro argumento de mala fe: los terroristas cambian su muerte por un lugar en el
paraíso; su acto no es gratuito, por lo tanto no es auténtico. Sería gratuito sólo si ellos
no creyeran en Dios, si la muerte no entrañara, como lo hace para nosotros, una
esperanza (los mártires cristianos no esperaban otra cosa que esa sublime
equivalencia). No pelean con las mismas armas. Mientras que ellos tienen derecho a
la salvación, nosotros ni siquiera podemos albergar esa esperanza. Mientras que sólo
nos queda el duelo de nuestra muerte, ellos pueden hacer con ella una apuesta
ambiciosa.

En el fondo, todo esto –la causa, la prueba, la verdad, la recompensa, el fin y los
medios– representa una forma de cálculo típicamente occidental. Incluso a la muerte
la evaluamos con tazas de interés, en términos de calidad/precio. Cálculo económico
de pobres, y de quienes ni siquiera tienen el valor de ponerle un precio.

¿Qué puede pasar –salvo la guerra, que no es mas que una pantalla de protección
convencional?– Se habla de terrorismo biológico, de guerra bacteriológica o de
terrorismo nuclear. Pero todo esto no pertenece al orden del desafío simbólico, sino al
del aniquilamiento sin palabra, sin gloria, sin riesgo; al orden de la solución final.
Resulta un contrasentido ver en el acto terrorista una lógica puramente destructiva.
Me parece que sus actos, en los que la muerte va implícita (lo que precisamente la
hace un acto simbólico), no buscan la eliminación impersonal del otro. Todo
permanece en el terreno del desafío y el duelo, es decir, una relación dual, casi
personal, con la potencia adversa. Es ella quien los ha humillado, y ella debe ser
humillada y no simplemente exterminada. Es necesario degradarla. Esto jamás se
logra con la fuerza bruta o la eliminación del otro. Debe apuntársele y herirla en la
adversidad. Aparte del pacto que une a los terroristas, existe algo así como un pacto
en el duelo con el adversario. Es exactamente lo contrario de la cobardía de la que se
les acusa, y lo opuesto a lo que hicieron los norteamericanos en la Guerra del Golfo
(y que repiten actualmente en Afganistán): objetivo invisible, liquidación operativa.

De estos sucesos quedan las imágenes por encima de todo. Debemos preservarlas, así
como la fascinación que ejercen sobre nosotros, ya que ellas son, quiérase o no, la
escena primigenia. Al mismo tiempo que radicalizaron la situación mundial, los
acontecimientos de Nueva York han –habrán– radicalizado la relación entre la imagen
y la realidad. Acostumbrados a ver una profusión continua de imágenes banales y una
oleada de acontecimientos simulados, el acto terrorista de Nueva York resucita, a un
mismo tiempo, la imagen y el acontecimiento.

Entre las armas que los terroristas lograron volver en contra del propio sistema, una
de las que capitalizaron con mayor provecho fue el tiempo real de las imágenes, su
difusión instantánea a nivel mundial; al igual que la especulación en la Bolsa, la
información electrónica y la circulación aérea. El papel de la imagen es notablemente
ambiguo. Al mismo tiempo que exalta el acontecimiento lo toma como rehén. Juega,
de manera simultánea, a la multiplicación infinita, la diversión y la neutralización (así
sucedió con los acontecimientos de 1968). La imagen consume al acontecimiento, en
el sentido de que lo absorbe y lo ofrece al consumo.

En tanto acontecimiemto-imagen, le otorga un impacto hasta ahora inédito.

¿Qué queda del acontecimiento real si la imagen, la ficción, lo virtual se filtran por
doquier en la realidad? En este caso, creímos ver (quizá con cierto alivio) un
resurgimiento de lo real y de la violencia de lo real en un universo supuestamente
virtual. “¡Se acabaron sus historias virtuales, esto es la realidad!” Asimismo, fuimos
testigos de una resurrección de la historia más allá del fin que le fue anunciado. Pero,
¿la realidad rebasa la ficción? Si parece haberlo logrado, se debe a que absorbió su
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energía, y ella misma se convirtió en ficción. Casi podría decirse que la realidad siente
celos de la ficción, lo real está celoso de la imagen… Se trata de una suerte de duelo
entre ambos, entre quién resultará más inconcebible.

El desmoronamiento de las torres del World Trade Center es inimaginable, pero no es


suficiente para hacer de él un acontecimiento real. Un incremento de la violencia no
es suficiente para acceder a la realidad. La realidad es un principio, y ése es el
principio que se ha perdido.
Realidad y ficción son inextricables; lo fascinante del atentado reside en la imagen
(las consecuencias simultáneas de jubilo y catástrofe son en sí mismas imaginarias).

Es un caso en el que lo real se suma a la imagen como un excedente de terror, como


algo más estremecedor. No sólo es aterrador sino que además es real. En lugar de que
la violencia de lo real esté ahí y se sume al estremecimiento de la imagen, la imagen
se halla antes que nada, y a ella se suma el estremecimiento de lo real. Algo así como
una ficción que rebasa la ficción. Ballard (a partir de Borges) hablaba de reinventar lo
real como una ficción más temible y más sublime.

Esa violencia terrorista no representa un retour de flamme de la realidad, no más que


el de la historia. Esa violencia terrorista no es “real”. En cierto sentido es peor: es
simbólica. La violencia en sí puede ser perfectamente banal e inofensiva. Sólo la
violencia simbólica genera una singularidad. En ese acontecimiento, en la catastrófica
película de Manhattan se conjugan, en su mayor expresión, los dos elementos que
fascinan a las masas del siglo xx: la magia blanca del cine y la magia negra del
terrorismo. La luz blanca de la imagen y la luz negra del terrorismo.

Después del shock intentamos extraer algún sentido, encontrar una interpretación;
pero carece de él, y ese radicalismo, esa brutalidad del espectáculo es lo original y lo
irreductible. El espectáculo del terrorismo impone el terrorismo del espectáculo.
Contra esa fascinación inmoral (incluso si desencadena una reacción moral universal)
el orden político es impotente. Ése es nuestro teatro de la crueldad, el único que nos
queda –extraordinario por cierto, ya que alcanza el punto más álgido de
espectacularidad y desafío–. Al mismo tiempo, es el micromodelo fulgurante de un
nudo de violencia real en una cámara de máxima resonancia –la forma más pura de lo
espectacular–, y un modelo de sacrificio que opone al orden histórico y político la
forma simbólica más pura del desafío.

Cualquier masacre les habría sido perdonada, si hubiera tenido sentido, si pudiera
interpretarse como una violencia histórica –ése es el axioma moral de la buena
violencia–. Cualquier forma de violencia les habría sido perdonada, si ésta no hubiera
sido transmitida por los medios (“el terrorismo sin los medios no sería nada”). Pero es
una ilusión. No existe el buen uso de los medios, ellos forman parte del
acontecimiento, forman parte del terror y juegan en uno y otro bando.

El acto represivo sigue la misma espiral imprevisible del acto terrorista. Nadie sabe
dónde va a detenerse ni los virajes que van a producirse. En el plano de las imágenes
y de la información, no es posible distinguir entre lo espectacular y lo simbólico:
imposible distinguir entre el “crimen” y la represión. Ese desencadenamiento
incontrolable de la reversibilidad es la verdadera victoria del terrorismo. Victoria
visible en las ramificaciones y la infiltración subterránea del acontecimiento –no sólo
en la recesión económica directa, política, bursátil y financiera del conjunto del
sistema, y en la recesión moral y psicológica que resulta de ella, sino también en la
del sistema de valores, de toda ideología de la libertad, de la libre circulación, etc.,
que eran parte del orgullo del mundo occidental, y del que se valía para ejercer su
influencia sobre los demás–.
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La idea de la libertad, idea nueva y reciente, está en vías de extinguirse en las


conciencias y en las costumbres. La globalización liberal está a punto de consumarse
bajo la forma exactamente inversa: una mundialización policíaca, el control total, el
terror de la seguridad. La ausencia de reglas desemboca en una escalada de
obligaciones y restricciones equivalentes a las de una sociedad fundamentalista.

Disminución de la producción, del consumo, de la especulación, del crecimiento


(¡pero ciertamente no de la corrupción!): todo sucede como si en el sistema mundial
se operara un repliegue estratégico, una revisión desgarradora de sus valores –da la
impresión de una reacción defensiva ante el impacto del terrorismo, pero en el fondo
se trata de una respuesta a su disposiciones secretas–, regulación forzada como salida
al desorden absoluto que, de alguna manera, se impone sobre sí mismo interiorizando
su fracaso.

Otro aspecto de la victoria de los terroristas es que las demás formas de violencia y
desestabilización juegan a favor suyo: terrorismo informático, biológico, el ántrax y el
rumor. Todos le han sido imputados a Bin Laden, quien podría incluso reivindicar a
su favor las catástrofes naturales. Todas las formas de desorganización y de
circulación perversa le son útiles: hasta la estructura misma del intercambio mundial
generalizado a favor de un intercambio imposible. Se trata de una suerte de escritura
automática del terrorismo, (re)alimentada por el terrorismo involuntario de la
información, con todas las consecuencias de pánico que resultan de ella. Si en toda
esa historia del ántrax, la intoxicación ocurre por una cristalización instantánea, por el
simple contacto entre una solución química y una molécula, ello significa que el
sistema alcanzó un peso crítico que lo hace vulnerable a la más mínima agresión.

No existe una solución para una situación límite. No es de ninguna manera la guerra,
que ofrece una situación conocida: la avalancha habitual de fuerzas militares,
información fantasma, bombardeos inútiles, falsos y patéticos discursos, despliegue
tecnológico e intoxicación. Al igual que en la guerra del Golfo: un no-
acontecimiento, un acontecimiento que en realidad no tuvo lugar.

De hecho ahí está su razón de ser: sustituir un acontecimiento real y extraordinario,


único e imprevisible, con un pseudo-acontecimiento repetitivo y ya conocido. El
atentado terrorista corresponde a una precesión del acontecimiento en todos sus
modelos de interpretación, mientras que la guerra estúpidamente militar y tecnológica
corresponde, por el contrario, a una precesión del modelo sobre el acontecimiento, y
por lo tanto, a una apuesta ficticia y a un no-lugar. La guerra como continuación de la
ausencia de política con otros medios.

©Jean Baudrillard, L’ esprit du terrorisme, Éditions Galilée, Paris, 2002.


Traducción del francés: María Virginia Jaua-Alemán.

Jean Baudrillard, "El espíritu del terrorismo", Fractal n° 24, enero-marzo, 2002, año 6, volumen VII,
pp. 53-70.

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