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COLEGIO SAN FELIPE CORPORACIÓN EDUCACIONAL A Y G


RBD 24966-1
Avda. Laguna Sur 7241 “Familia y Colegio, pilar de formación de nuestros
Fono: 232753100 niños y jóvenes”
PUDAHUEL
direccion24966@gmail.com
LENGUA Y LITERATURA
UNIDAD 3: RELATOS DE MISTERIO.
GUÍA N° 2: “EL CRIMEN CASI PERFECTO”
“EL ALMOHADÓN DE PLUMAS”
Alumno (a): Curso: 8vo. Básico
Profesor(a): Oriela Tello Romero. Fecha: 2 de Agosto 2019

OBJETIVO DE APRENDIZAJE:
OA12 -Aplicar estrategias de comprensión de acuerdo con sus propósitos de lectura: resumir, formular preguntas, analizar los distintos tipos
de relaciones que establecen las imágenes o el sonido con el texto escrito (en textos multimodales), identificar los elementos del texto que
dificultan la comprensión (pérdida de los referentes, vocabulario desconocido, inconsistencias entre la información del texto y los propios
conocimientos) y buscar soluciones.
OA2 -Reflexionar sobre las diferentes dimensiones de la experiencia humana, propia y ajena, a partir de la lectura de obras literarias y
otros textos que forman parte de nuestras herencias culturales, abordando los temas estipulados para el curso y las obras sugeridas para
cada uno.
EJE TEMÁTICO: Lectura
HABILIDADES POR MEDIR:
 Analizar obras narrativas
 Aplicar estrategias de comprensión lectora.

LEA EL SIGUIENTE CUENTO Y LUEGO RESPONDA LAS PREGUNTAS DADAS:

EL CRIMEN CASI PERFECTO

Roberto Arlt

La coartada de los tres hermanos de la suicida fue verificada. Ellos no habían mentido. El mayor, Juan,
permaneció desde las cinco de la tarde hasta las doce de la noche (la señora Stevens se suicidó entre siete y diez de la
noche) detenido en una comisaría por su participación imprudente en una accidente de tránsito. El segundo hermano,
Esteban, se encontraba en el pueblo de Lister desde las seis de la tarde de aquel día hasta las nueve del siguiente, y, en
cuanto al tercero, el doctor Pablo, no se había apartado ni un momento del laboratorio de análisis de leche de la Erpa
Cía., donde estaba adjunto a la sección de dosificación de mantecas en las cremas.
Lo más curioso de caso es que aquel día los tres hermanos almorzaron con la suicida para festejar su
cumpleaños, y ella, a su vez, en ningún momento dejó de traslucir su intención funesta. Comieron todos alegremente;
luego, a las dos de la tarde, los hombres se retiraron.
Sus declaraciones coincidían en un todo con las de la antigua doméstica que servía hacía muchos años a la
señora Stevens. Esta mujer, que dormía afuera del departamento, a las siete de la tarde se retiró a su casa. La última
orden que recibió de la señora Stevens fue que le enviara por el portero un diario de la tarde. La criada se marchó; a
las siete y diez el portero le entregó a la señora Stevens el diario pedido y el proceso de acción que ésta siguió antes
de matarse se presume lógicamente así: la propietaria revisó las adiciones en las libretas donde llevaba anotadas las
entradas y salidas de su contabilidad doméstica, porque las libretas se encontraban sobre la mesa del comedor con
algunos gastos del día subrayados; luego se sirvió un vaso de agua con whisky, y en esta mezcla arrojó aproximadamente
medio gramo de cianuro de potasio. A continuación se puso a leer el diario, bebió el veneno, y al sentirse morir trató
de ponerse de pie y cayó sobre la alfombra. El periódico fue hallado entre sus dedos tremendamente contraídos.
Tal era la primera hipótesis que se desprendía del conjunto de cosas ordenadas pacíficamente en el interior del
departamento pero, como se puede apreciar, este proceso de suicidio está cargado de absurdos psicológicos. Ninguno
de los funcionarios que intervinimos en la investigación podíamos aceptar congruentemente que la señora Stevens se
hubiese suicidado. Sin embargo, únicamente la Stevens podía haber echado el cianuro en el vaso. El whisky no contenía
veneno. El agua que se agregó al whisky también era pura. Podía presumirse que el veneno había sido depositado en el
fondo o las paredes de la copa, pero el vaso utilizado por la suicida había sido retirado de un anaquel donde se hallaba
una docena de vasos del mismo estilo; de manera que el presunto asesino no podía saber se la Stevens iba a utilizar
éste o aquél. La oficina policial de química nos informó que ninguno de los vasos contenía veneno adherido a sus
paredes.
El asunto no era fácil. Las primeras pruebas, pruebas mecánicas como las llamaba yo, nos inclinaban a aceptar
que la viuda se había quitado la vida por su propia mano, pero la evidencia de que ella estaba distraída leyendo un
periódico cuando la sorprendió la muerte transformaba en disparatada la prueba mecánica del suicidio.
Tal era la situación técnica del caso cuando yo fui designado por mis superiores para continuar ocupándome
de él. En cuanto a los informes de nuestro gabinete de análisis, no cabían dudas. Únicamente en el vaso, donde la señora
Stevens había bebido, se encontraba veneno. El agua y el whisky de las botellas eran completamente inofensivos. Por
otra parte, la declaración del portero era terminante; nadie había visitado a la señora Stevens después que él le alcanzó
el periódico; de manera que si yo, después de algunas investigaciones superficiales, hubiera cerrado el sumario
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informando de un suicidio comprobado, mis superiores no hubiesen podido objetar palabra. Sin embargo, para mí
cerrar el sumario significaba confesarme fracasado. La señora Stevens había sido asesinada, y había un indicio que lo
comprobaba:¿ dónde se hallaba el envase que contenía el veneno antes de que ella lo arrojara en su bebida?
Por más que nosotros revisáramos el departamento, no nos fue posible descubrir la caja, el sobre o el frasco
que contuvo el tóxico. Aquel indicio resultaba extraordinariamente sugestivo. Además había otro: los hermanos de la
muerta eran tres bribones.
Los tres, en menos de diez años, habían despilfarrado los bienes que heredaron de sus padres. Actualmente sus
medios de vida no eran del todo satisfactorios.
Juan trabajaba como ayudante de un procurador especializado en divorcios. Su conducta resultó más de una
vez sospechosa y lindante con la presunción de un chantaje. Esteban era corredor de seguros y había asegurado a su
hermana en una gruesa suma a su favor,; en cuanto a Pablo, trabajaba de veterinario , pero estaba descalificado por la
Justicia e inhabilitado para ejercer su profesión, convicto de haber dopado caballos. Para no morirse de hambre ingresó
en la industria lechera, se ocupaba de los análisis.
Tales eran los hermanos de la señora Stevens. En cuanto a ésta, había enviudado tres veces. El día del “suicidio”
cumplió 68 años; pero era una mujer extraordinariamente conservada, gruesa, robusta, enérgica, con el cabello
totalmente renegrido. Podía aspirar a casarse una cuarta vez y manejaba su casa alegremente y con puño duro.
Aficionada a los placeres de la mesa, su despensa estaba provista de vinos y comestibles, y no cabe duda de que sin
aquel “accidente” la viuda hubiera vivido cien años. Suponer que una mujer de ese carácter era capaz de suicidarse, es
desconocer la naturaleza humana. Su muerte beneficiaba a cada uno de los tres hermanos con doscientos treinta mil
pesos.
La criada de la muerta era una mujer casi estúpida, y utilizada por aquélla en las labores groseras de la casa.
Ahora estaba prácticamente aterrorizada al verse engranada en un procedimiento judicial.
El cadáver fue descubierto por el portero y la sirvienta a las siete de la mañana, hora en que ésta, no pudiendo
abrir la puerta porque las hojas estaban aseguradas por dentro con cadenas de acero, llamó en su auxilio al encargado
de la casa. A las once de la mañana, como creo haber dicho anteriormente, estaban en nuestro poder los informes del
laboratorio de análisis, a las tres de la tarde abandonaba yo la habitación que quedaba detenida la sirvienta, con una idea
brincando en el magín: ¿y si alguien había entrado en el departamento de la viuda rompiendo un vidrio de la ventana y
colocando otro después que volcó el veneno en el vaso? Era una fantasía de novela policial, pero convenía verificar la
hipótesis.
Salí decepcionado del departamento. Mi conjetura era absolutamente disparatada: la masilla solidificada no
revelaba mudanza alguna.
Eché a caminar sin prisa. El “suicidio” de la señora Stevens me preocupaba (diré una enormidad) no
policialmente, sino deportivamente. Yo estaba en presencia de un asesino sagacísimo, posiblemente uno de los tres
hermanos que había utilizado un recurso simple y complicado, pero imposible de presumir en la nitidez de aquel vacío.
Absorbido en mis cavilaciones, entré en un café, y tan identificado estaba en mis conjeturas, que yo, que nunca
bebo bebidas alcohólicas, automáticamente pedí un whisky. ¿Cuánto tiempo permaneció el whisky servido frente a mis
ojos? No lo sé; pero de pronto mis ojos vieron el vaso de whisky, la garrafa de agua y un plato con trozos de hielo.
Atónito quedé mirando el conjunto aquel. De pronto una idea alumbró mi curiosidad, llamé al camarero, le pagué la
bebida que no había tomado, subí apresuradamente a un automóvil y me dirigí a la casa de la sirvienta. Una hipótesis
daba grandes saltos en mi cerebro. Entré en la habitación donde estaba detenida, me senté frente a ella y le dije:
- Míreme bien y fíjese en lo que me va a contestar: la señora Stevens, ¿tomaba el whisky con hielo o sin hielo?
-Con hielo, señor.
-¿Dónde compraba el hielo?
- No lo compraba, señor. En casa había una heladera pequeña que lo fabricaba en pancitos. - Y la criada casi iluminada
prosiguió, a pesar de su estupidez.-
-Ahora que me acuerdo, la heladera, hasta ayer, que vino el señor Pablo, estaba descompuesta. Él se encargó de
arreglarla en un momento.
Una hora después nos encontrábamos en el departamento de la suicida el químico de nuestra oficina de análisis,
el técnico retiró el agua que se encontraba en el depósito congelador de la heladera y varios pancitos de hielo. El
químico inició la operación destinada a revelar la presencia del tóxico, y a los pocos minutos pudo manifestarnos:
- El agua está envenenada y los panes de este hielo están fabricados con agua envenenada.
Nos miramos jubilosamente. El misterio estaba desentrañado.
Ahora era un juego reconstruir el crimen. El doctor Pablo, al reparar el fusible de la heladera (defecto que
localizó el técnico) arrojó en el depósito congelador una cantidad de cianuro disuelto. Después, ignorante de lo que
aguardaba, la señora Stevens preparó un whisky; del depósito retiró un pancito de hielo (lo cual explicaba que el palto
con hielo disuelto se encontrara sobre la mesa), el cual, al desleírse en el alcohol, lo envenenó poderosamente debido
a su alta concentración. Sin imaginarse que la muerte la aguardaba en su vicio, la señora Stevens se puso a leer el
periódico, hasta que juzgando el whisky suficientemente enfriado, bebió un sorbo. Los efectos no se hicieron esperar.
No quedaba sino ir en busca del veterinario. Inútilmente lo aguardamos en su casa. Ignoraban dónde se
encontraba. Del laboratorio donde trabajaba nos informaron que llegaría a las diez de la noche.
A las once, yo, mi superior y el juez nos presentamos en el laboratorio de la Erpa. El doctor Pablo, en cuanto
nos vio comparecer en grupo, levantó el brazo como si quisiera anatemizar nuestras investigaciones, abrió la boca y se
desplomó inerte junto a la mesa de mármol. Lo había muerto de un síncope. En su armario se encontraba un frasco de
veneno. Fue el asesino más ingenioso que conocí.
RESPONDA LAS SIGUIENTES PREGUNTAS EN SU CUADERNO.
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1. La señora Stevens tenía tres hermanos. Menciona sus nombres y la coartada que cada uno tenía.
2. ¿Qué dato entregado por el narrador imposibilita que el caso de la señora Stevens se explique mediante la hipótesis del
suicidio?
3. ¿Dónde se encontró el, finalmente, el veneno con que la señora Stevens fue asesinada?
4. ¿Quién fue el asesino de la señora Stevens? Mencione su nombre y qué ocurrió con él.
5. ¿Por qué el suicidio de la señora Stevens no era una hipótesis creíble para el detective? Apoya tu respuesta con un fragmento
de la lectura.
6. ¿Qué motivos tuvo el detective para proseguir la investigación del caso de la señora Stevens? Explica tu interpretación.
7. ¿Qué influencia tiene la sirvienta en desarrollo de los acontecimientos? Explica.
8. ¿Con qué intención el asesino quería deshacerse de la señora Stevens? Menciona a partir de qué dato infieres tu respuesta.
9. ¿Después de qué hora se habría suicidado la señora Stevens? ¿Por qué?
10. Describe a la señora Stevens. ¿Por qué no aparece como posible suicida según el narrador? ¿Qué detalle convence al
detective de que se trata de un asesinato?
11. Menciona las distintas hipótesis sobre el crimen que formula el detective y que resultan equivocadas. ¿Por qué las descartó?
12. ¿En qué momento pensó la hipótesis que le permitió resolver el misterio?
13. Opina. ¿Qué relación tiene esta historia con el refrán “Las apariencias engañan”?
14. Además del detective, los otros elementos esenciales del relato policial son:
-un crimen o delito cuyo autor se desconoce.
-un conjunto de pistas que le permiten al detective descubrir al culpable.
-la explicación del crimen, que suele aparecer al final, en la que se relata de qué manera se identificó al culpable y cuáles fueron
los indicios que permitieron hacerlo.
-el o los sospechosos
-las coartadas o explicaciones que dan los sospechosos
-el móvil o motivo por el cual se produce el crimen
-la pesquisa o investigación
-las pruebas que condenan al culpable
-la víctima del delito
a) Identifica, en el cuento de Arlt, cada uno de los elementos esenciales del cuento policial. Extrae ejemplos del texto y anotalos.
15. ¿Qué tipo de narrador hay en “Un crimen casi perfecto”. Justifica tu respuesta con fragmentos del texto.
16. Explica con tus palabras la última oración del cuento

EL ALMOHADÓN DE PLUMAS
(Cuentos de amor, de locura y de muerte, (1917)
Horacio Quiroga
(1879-1937)
Su luna de miel fue un largo escalofrío. Rubia, angelical y tímida, el carácter duro de su marido heló sus soñadas
niñerías de novia. Lo quería mucho, sin embargo, a veces con un ligero estremecimiento cuando volviendo de noche
juntos por la calle, echaba una furtiva mirada a la alta estatura de Jordán, mudo desde hacía una hora. Él, por su parte,
la amaba profundamente, sin darlo a conocer.
Durante tres meses —se habían casado en abril— vivieron una dicha especial. Sin duda hubiera ella deseado
menos severidad en ese rígido cielo de amor, más expansiva e incauta ternura; pero el impasible semblante de su marido
la contenía siempre.
La casa en que vivían influía un poco en sus estremecimientos. La blancura del patio silencioso —frisos, columnas
y estatuas de mármol— producía una otoñal impresión de palacio encantado. Dentro, el brillo glacial del estuco, sin el
más leve rasguño en las altas paredes, afirmaba aquella sensación de desapacible frío. Al cruzar de una pieza a otra, los
pasos hallaban eco en toda la casa, como si un largo abandono hubiera sensibilizado su resonancia.
En ese extraño nido de amor, Alicia pasó todo el otoño. No obstante, había concluido por echar un velo sobre
sus antiguos sueños, y aún vivía dormida en la casa hostil, sin querer pensar en nada hasta que llegaba su marido.
No es raro que adelgazara. Tuvo un ligero ataque de influenza que se arrastró insidiosamente días y días; Alicia
no se reponía nunca. Al fin una tarde pudo salir al jardín apoyada en el brazo de él. Miraba indiferente a uno y otro
lado. De pronto Jordán, con honda ternura, le pasó la mano por la cabeza, y Alicia rompió en seguida en sollozos,
echándole los brazos al cuello. Lloró largamente todo su espanto callado, redoblando el llanto a la menor tentativa de
caricia. Luego los sollozos fueron retardándose, y aún quedó largo rato escondida en su cuello, sin moverse ni decir
una palabra.
Fue ese el último día que Alicia estuvo levantada. Al día siguiente amaneció desvanecida. El médico de Jordán la
examinó con suma atención, ordenándole calma y descanso absolutos.
—No sé —le dijo a Jordán en la puerta de calle, con la voz todavía baja—. Tiene una gran debilidad que no me
explico, y sin vómitos, nada.. . Si mañana se despierta como hoy, llámeme enseguida.
Al otro día Alicia seguía peor. Hubo consulta. Constatóse una anemia de marcha agudísima, completamente
inexplicable. Alicia no tuvo más desmayos, pero se iba visiblemente a la muerte. Todo el día el dormitorio estaba con
las luces prendidas y en pleno silencio. Pasábanse horas sin oír el menor ruido. Alicia dormitaba. Jordán vivía casi en la
sala, también con toda la luz encendida. Paseábase sin cesar de un extremo a otro, con incansable obstinación. La
alfombra ahogaba sus pesos. A ratos entraba en el dormitorio y proseguía su mudo vaivén a lo largo de la cama, mirando
a su mujer cada vez que caminaba en su dirección.
Pronto Alicia comenzó a tener alucinaciones, confusas y flotantes al principio, y que descendieron luego a ras del
suelo. La joven, con los ojos desmesuradamente abiertos, no hacía sino mirar la alfombra a uno y otro lado del respaldo
de la cama. Una noche se quedó de repente mirando fijamente. Al rato abrió la boca para gritar, y sus narices y labios
se perlaron de sudor.
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—¡Jordán! ¡Jordán! —clamó, rígida de espanto, sin dejar de mirar la alfombra.
Jordán corrió al dormitorio, y al verlo aparecer Alicia dio un alarido de horror.
—¡Soy yo, Alicia, soy yo!
Alicia lo miró con extravió, miró la alfombra, volvió a mirarlo, y después de largo rato de estupefacta
confrontación, se serenó. Sonrió y tomó entre las suyas la mano de su marido, acariciándola temblando.
Entre sus alucinaciones más porfiadas, hubo un antropoide, apoyado en la alfombra sobre los dedos, que tenía
fijos en ella los ojos.
Los médicos volvieron inútilmente. Había allí delante de ellos una vida que se acababa, desangrándose día a día,
hora a hora, sin saber absolutamente cómo. En la última consulta Alicia yacía en estupor mientras ellos la pulsaban,
pasándose de uno a otro la muñeca inerte. La observaron largo rato en silencio y siguieron al comedor.
—Pst... —se encogió de hombros desalentado su médico—. Es un caso serio... poco hay que hacer...
—¡Sólo eso me faltaba! —resopló Jordán. Y tamborileó bruscamente sobre la mesa.
Alicia fue extinguiéndose en su delirio de anemia, agravado de tarde, pero que remitía siempre en las primeras
horas. Durante el día no avanzaba su enfermedad, pero cada mañana amanecía lívida, en síncope casi. Parecía que
únicamente de noche se le fuera la vida en nuevas alas de sangre. Tenía siempre al despertar la sensación de estar
desplomada en la cama con un millón de kilos encima. Desde el tercer día este hundimiento no la abandonó más.
Apenas podía mover la cabeza. No quiso que le tocaran la cama, ni aún que le arreglaran el almohadón. Sus terrores
crepusculares avanzaron en forma de monstruos que se arrastraban hasta la cama y trepaban dificultosamente por la
colcha.
Perdió luego el conocimiento. Los dos días finales deliró sin cesar a media voz. Las luces continuaban
fúnebremente encendidas en el dormitorio y la sala. En el silencio agónico de la casa, no se oía más que el delirio
monótono que salía de la cama, y el rumor ahogado de los eternos pasos de Jordán.
Murió, por fin. La sirvienta, que entró después a deshacer la cama, sola ya, miró un rato extrañada el almohadón.
—¡Señor! —llamó a Jordán en voz baja—. En el almohadón hay manchas que parecen de sangre.
Jordán se acercó rápidamente Y se dobló a su vez. Efectivamente, sobre la funda, a ambos lados del hueco que
había dejado la cabeza de Alicia, se veían manchitas oscuras.
—Parecen picaduras —murmuró la sirvienta después de un rato de inmóvil observación.
—Levántelo a la luz —le dijo Jordán.
La sirvienta lo levantó, pero enseguida lo dejó caer, y se quedó mirando a aquél, lívida y temblando. Sin saber por
qué, Jordán sintió que los cabellos se le erizaban.
—¿Qué hay? —murmuró con la voz ronca.
—Pesa mucho —articuló la sirvienta, sin dejar de temblar.
Jordán lo levantó; pesaba extraordinariamente. Salieron con él, y sobre la mesa del comedor Jordán cortó funda
y envoltura de un tajo. Las plumas superiores volaron, y la sirvienta dio un grito de horror con toda la boca abierta,
llevándose las manos crispadas a los bandos: —sobre el fondo, entre las plumas, moviendo lentamente las patas velludas,
había un animal monstruoso, una bola viviente y viscosa. Estaba tan hinchado que apenas se le pronunciaba la boca.
Noche a noche, desde que Alicia había caído en cama, había aplicado sigilosamente su boca —su trompa, mejor
dicho— a las sienes de aquélla, chupándole la sangre. La picadura era casi imperceptible. La remoción diaria del
almohadón había impedido sin dada su desarrollo, pero desde que la joven no pudo moverse, la succión fue vertiginosa.
En cinco días, en cinco noches, había vaciado a Alicia.
Estos parásitos de las aves, diminutos en el medio habitual, llegan a adquirir en ciertas condiciones proporciones
enormes. La sangre humana parece serles particularmente favorable, y no es raro hallarlos en los almohadones de
pluma.

RESPONDA LAS SIGUIENTES PREGUNTAS EN SU CUADERNO.


1. ¿Dónde ocurren los acontecimientos del cuento?
2. ¿Qué características posee ese lugar? Fundamenta con citas textuales.
3. ¿Qué emociones o estados de ánimo de los personajes se mencionan en el relato? Incluye citas textuales.
4. Subraya las acciones o emociones que revelan el estado de ánimo de la sirvienta tras la muerte de Alicia.
5. ¿Cuál es el problema que enfrentan los personajes del cuento?
6. Describe cómo enfrenta el conflicto los siguientes personajes:
a) Alicia
b) Jordán
7. Explica cómo se resuelve el conflicto.
8. ¿Crees que Alicia sabía de la criatura que la amenazaba? Fundamenta tu respuesta.
9. ¿Piensas que la rigidez y seriedad de Jordán influyeron en el desenlace de la historia? Argumenta.
10. ¿Cómo imaginas que reaccionó Jordán al descubrir al insecto? ¿Por qué?
11. ¿Podría haberse evitado el final trágico de la protagonista? Plantea una hipótesis y fundamenta a partir del texto.

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