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La Iglesia está en crisis. A Dios gracias —no sin largas circunlocuciones— hoy la sentencia es doctrina común.

Confirmado, es oficial: no es primavera, es invierno, hay crisis.

Bien. Es la mitad del partido ganado: dejar los eufemismos, las idílicas borracheras de entusiasmo infundado
sosteniendo “el Relato”, defendiendo “el modelo” que ya demostró sobradamente su fracaso. Rotundo fracaso.

Madre está enferma. Y ya hace varias lunas. Entramos así en una nueva etapa procesal mucho menos confusa
que la del dictamen patológico, pero de todos modos, oscura y confusa. La pregunta del millón ya no es
¿estamos bien o estamos mal?, pues el mal está a la vista; la pregunta ha virado a un perplejo ¿y cuál es la
enfermedad?

La sintomatología es tan brutalmente variada que es lógico que se tejan incontables hipótesis clínicas. La cosa
no es sencilla: no es tan simple como diferenciar fiebre de foco infeccioso. Pues muchas de las manifestaciones
del mal que aqueja tiene una entidad causal y no meramente manifestativa: además de la fiebre, de las más
variopintas equimosis, los sarpullidos, inflamaciones y demás expresiones externas, lo cierto es que son muchos
los órganos en disfunción. ¿Qué padece Doctor? ¿Muchos males, un solo mal, qué es?

La realidad eclesial está a la vista. Sólo algún trasnochado setentista se empecina en negarlo y creerle al
fantaseoso Indec. Pero por lo general, la media del creyente sensato ya no reniega de la realidad: iglesias
vacías, conventos vacíos, congregaciones enteras en extinción, seminarios cerrados… ¿Será una crisis moral?
Pues es evidente que parte de la disfunción orgánica tiene que ver con una lightización de las exigencias
evangélicas: todo ha pasado a ser menos drástico y definido y toda duda de conducta naufraga en el
nauseabundo caldo del masomenismo relativista. Como un Estado que procurara la reactivación de su
economía con planes y subsidios, se bajó el dintel de exigencia moral… pero con eso no se compra a nadie, o
mejor dicho: los que engañados compraron, al rato se aburrieron y huyeron.

¿Será que la crisis es moral pero no ya en razón de lo que se enseña que esté bien o esté mal, sino más
rasamente por lo que se hace impunemente? Pues está a la vista lo mal que nos portamos los supuestos
“referentes” de la Fe católica…

¿O será más bien una crisis doctrinal? Porque está claro que no es un cura o dos, sino cleros enteros —y no
pocos obispos incluso— los que han puesto en entredicho verdades sempiternas de nuestra Fe. Y que lo del
infierno vayasabersiestanasí, y que los evangelios vayasaberquiénlosescribió, y que el fin del mundo es un
disparate maya… Cada cual toma y deja a su arbitrio, como un comprador de supermercado va cargando en su
changuito algunas ofertas de góndola y dejando otras… Como una Multinacional nos ha quedado una suerte de
Multireligión donde no se trata de un sano “pluralismo”, un sinfónico y armónico coro de diversas voces
matizando una única verdad. In dubium libertas, gritan, no sin avisar que lo que está en duda, ante todo, es
saber qué es susceptible de ser dudado…

No: ya no es siquiera como en un partido político normal que admite sectores, inflexiones diferentes, líneas
alternativas, como las tiene toda doctrina. Más bien nos parecemos al peronismo, donde cabe un poco de todo y
a gusto de cada cual. No hay protocolo de franquicia: cualquier cura abre su puesto de ventas, cuelga el cartel
de “católico” y cocina las minutas a su modo.
—¿Por qué no voy a poder —vociferaba un vehemente comerciante de Tupungato— poner el cartel de
McDonalds en la puerta y hacer las hamburguesas como me parece a mí, sin ridículas semillas de sésamo?
—Podés hacerlas y venderlas como te parezca —intenté persuadirlo—, lo inviable es el cartel, nada más. ¿Por
qué querés el cartel?
Pero el comerciante, ni lerdo ni perezoso, apuró su retruco: —¿Y quién define qué es hamburguesa McDonlads
y qué no? ¿Quién define si la semilla de sésamo es esencial o accidental?
—McDonlads mismo —simplifiqué yo.
—McDonalds somos todos —sentenció dando por terminado el diálogo, y yo este prosaico ejemplo.
Cualquiera se siente en el derecho de ser católico sin creer del todo en lo que sostiene el Credo católico y con
derecho hasta de ser líder, jefe, referente de un catolicismo hecho a su medida y antojo.
¿Será que la crisis es litúrgica? Aquí hay una pista importante, recientemente descubierta. Pues se solía insistir
en que, más allá de los evidentes y elocuentes desmanes y disparates litúrgicos, todo esto sí debería admitir el
nombre de “síntoma externo”, pues el culto público es como la epidermis del cuerpo eclesial… La Iglesia
empezó a patinar en su forma de celebrar, PORQUE estaba enferma, se decía. Pero este análisis admite un giro
copernicano: si la lex credendi brota de la lex orandi, hay que atreverse a sospechar al menos que pueda estar
enferma PORQUE celebra mal.

Pues bien, en medio de todas estas voces, mientras la Madre moribunda sigue entubada en terapia intensiva, el
Jefe del Hospital corta en seco el interminable debate de la junta médica, se pone de pie y sentencia con voz
firme: la crisis es de Fe.
La homilía del Papa Benedicto en la apertura del Año de la Fe ha sido apodíctica: basta de vueltas, basta de
rodeos: la crisis es de Fe.

Bien. Pero la Fe sigue siendo un terreno amplio. ¿Fe en qué? ¿Qué artículo del Credo se nos cayó de la
estantería? Parte de la respuesta habría de pasar por el hecho de que se trata más de la Fe como virtud
teologal, como acto y hábito del sujeto creyente, que como objeto creído. No obstante, en sana teología, todos
sabemos que ambos asuntos están más ligados de lo que podría parecer. Pues es el objeto creído el que
performa la posibilidad del sujeto para adherir. Por tanto, la pelota vuelve al Credo… y uno puede observar que
todos los artículos están —cual más, cual menos— dañados, entumecidos unos, macilentos otros, raquíticos
todos…

En esta Navidad, que alcanza su cumbre en la Fiesta de Epifanía, yo hago público mi humilde diagnóstico: la
falla, la fisura, se da aquí, al pie del pesebre. Los Magos llegan al pesebre y “postrándose lo adoraron”. Y
nosotros, que también llegamos al pesebre, y realmente creemos que allí yace nuestro Señor Jesús… no
logramos ni postrarnos ni adorarlo.
Afilando un poco más la diagnosis, habría que sentenciarlo así: la crisis es de Fe en la divinidad de Cristo.
Más de uno, sobre todo si está metido hasta los tuétanos tratando de drenar líquidos, de desinflamar, de bajar
fiebres, de hiperventilar, podrá fruncir el seño con cara de “dejáte de macanas, de teorizar tanto y vení a dar una
mano con los paleativos. ¡Qué diantres tendrá que ver un asunto tan académico con esta septicemia
generalizada! ¡Mirá si el cura ese va a haber colgado todo y huido con la monja por la divinidad de Cristo!”

Pero no. Quien lo piensa un poco más podrá al menos aceptar que la hipótesis no es tan descabellada. Que la
causa última, la raíz más honda, se distancie del efecto inmediato, es ley en cualquier orden de cosas.

Pensemos este un-poco-más, juntos.

Parecería que no, que no está el vórtice de la crisis en la divinidad de Cristo, pues si uno hace un sondeo en
toda la vasta grey cristiana —transversando todos los estados de vida incluso—, preguntando si Jesús es o no
es el Hijo del Dios Vivo, el índice de respuestas negativas difícilmente supere el 1 %.

El problema, como anota Casona, es que los árboles mueren de pie. Y las certezas, las convicciones y sus
formulaciones, también. Que uno haga una afirmación puede no necesariamente estar significando lo que en
verdad ha de significar. Y con este último renglón nos metemos, ahora sí, en el vórtice de la tormenta: ¿qué
significa que Cristo es el Hijo del Dios vivo?
Un primer corrimiento puede darse con esto de que es Hijo de Dios. Pues también nosotros lo somos; perdiendo
de vista que lo somos por una locura divina de otorgarnos la filiación adoptiva, sin terminar de entender ni por
qué esto sea locura ni la distancia infinita que separa la filiación natural de la adoptiva. El mismo encuestador
podría sondear cuántos católicos no creen, por ejemplo, que todos los hombres por derecho natural son hijos de
Dios… lo que es un disparate supino.
Pero dejemos este corrimiento. Y asumamos que Hijo de Dios dice Dios de Dios, Luz de Luz, engendrado,
consustancial al Padre. Bien. Lo que hará falta entonces es detenerse un instante —o varios más— para pensar
qué significa ser Dios. Sabemos quién es Dios: Cristo; pero de poco sirve si no sabemos qué es ser Dios.

Un poco con la inteligencia, otro poco con la imaginación y otro tanto con el sentido común, debemos gastar
unas monedas interiores en este asunto: ¿qué es ser Dios? Es no ser nada, absolutamente nada de lo creado,
pues es justamente su contrario. Es la única realidad que escapa a absolutamente todo lo pensable e
imaginable, a todo lo existente. Porque está por afuera de esa totalidad, abarcándola, envolviéndola,
sosteniéndola, haciéndola ser. No sólo mi persona, el bombear de mi corazón, la sinapsis de mi neurona, sino la
de todos los hombres, y el funcionar biológico de todos los animales, y el rotar del planeta sobre su eje y en
torno al sol, y éste flotando en medio de la Vía Láctea… y esforzando nuestra tullida imaginación (tan urgida de
ejercicios de elongación) debo imaginarme más y más y más: nidos de galaxias, ramilletes de galaxias, cada
una de las cuales suele tener 1012 estrellas, el inmenso espacio intergaláctico, con sus gases y nebulosas y
cúmulos… y todo eso, posando sobre la Mano de este Hacedor que lo hizo todo y lo sostiene todo pensándolo
todo... sin “piloto automático”: ni un solo protón o neutrón interactúan entre sí, sin que Dios lo decida.

A ese mundo visible hay que sumar el otro, exponencialmente más vasto que el primero: y es el creado mundo
invisible, de tronos dominaciones y potestades…

Bien. Cuando nuestra diminuta cabecita logra otear un poco las anchuras reales de Dios, no sin avisarse con
realismo que “eso” que logró dimensionar está todavía a años luz de la dimensión real del asunto… pues
entonces sí: esa idea de Dios, empuñada cual un cable pelado de alta tensión, es la que hay que acercar al
Pesebre, y atreverse a que toque el otro cable: el inerme y diminuto Niño envuelto en pañales. Si hay fogonazo,
vamos bien. Si no pasa nada: algo falló.

Y esa es la crisis: que falla; que no hay ni fogonazo, ni chispazo ni cosquilleo siquiera. Y entonces hay que
revisar la carga voltaica y ver por dónde se dio la fuga de corriente. Posiblemente lo que haya ocurrido sea que
la divinidad que le atribuimos al Niño Jesús sea: o bien una divinidad devaluada (más en la línea de un
semidios) o más factible aún, que consideremos que Aquel que “era” de condición divina se anonadó a sí
mismo, despojándose de su condición divina, para asumir la condición de esclavo a semejanza nuestra. Un
modo astringido y descontextuado de entender el himno paulino (Flp 2). Y que por tanto, el niño que llora en
Belén procede de Dios, fue Dios y hasta tiene algo de Dios… pero en todo caso lo tiene “desactivado”. Una
encarnación donde Dios-Hijo dejara colgado en el perchero del palier de la Trinidad su condición divina para
lanzarse kenóticamente, sin su divinidad, al seno de María.

Y no: no dice eso nuestra Fe. Sin disminuir en nada su condición de Dios es que asume la naturaleza humana.
Lo que significa redondamente que el que llora en el establo palestino es el mismo que sostiene las galaxias. Y
no sólo es “el mismo” sino que ambas realidades las ejerce al unísono, desde un mismo y único sujeto de
identidad. Ese “yo” es amamantado por la Virgen María mientras crea al mundo en un acto continuo, personal,
libre, inteligente. Ese inofensivo “mientras” es el que —si todo está a punto— ha de provocar el fogonazo.

Ese Niño es Dios. Es “el Niño Dios” como se decía… hasta que se dejó de decir.

Esta verdad es tan inadecuada, tan escandalosa, tan descabellada, tan impensable… que se entiende que la
sensibilidad humana tienda a buscarle una “solución” que devuelva la calma y la cordura. No cabe todo el agua
del Océano en un dedal. No cabe la Vía Láctea en una cajita de fósforos… pero cabe el Dios Creador de
océanos y galaxias bajo la piel de un bebé recién nacido.

Cuando esta Paradoja vuelve a tensarse, la Fe recobra —lentamente— su tono muscular. Ni puede un cristiano
reposar en la idea de un Dios etéreo, Más-allá-de-todo, ni menos aún en un “pobre Jesucito” que sólo me
interpele en su indigencia a hacer un poco de acción social. Hay que acercar ambos cables y aguantar el
estrépito de una Verdad que hace saltar todas las térmicas y disyuntores de la cordura y sensatez. Y cuando
eso ocurre, ocurre lo de los Magos: miran al Niño y ven a Dios. Y por eso, postrándose lo adoran.

Pero volvamos ahora a la crisis, con diagnóstico y tratamiento indicados. Hay algo curioso y promisorio: dado
que este punto es genuino vórtice, auténtico epicentro de toda la infección, en la exacta medida en que se va
curando, por círculos concéntricos va amainando la edematización y poco a poco el organismo entero recobra
sus parámetros normales. No precisa cada zona afectada un tratamiento local; en absoluto. La salud —como el
bien— es difusiva y es el estado normal del creyente. Removido el obstáculo, todo tenderá solo a recobrar su
brío.

Si es Dios, puede exigir lo que quiera. Si es Dios, no necesita de alambicados intérpretes. Si es Dios, por más
amor y ternura que despierte, a la vez sobrecoge, conmociona, da vértigo. Si es Dios, es de temer. Si es Dios lo
merece todo. Si es Dios, mi rodilla sola me pide a gritos ser clavada en tierra: no por cumplir una rúbrica, sino
por efecto mismo del impacto derribante.
Por eso, cuando alguien pide —por poner algún ejemplo— que se explique más y mejor cómo comulgar, o cómo
estar vestido en Misa o qué actitud física adoptar para confesarse, uno bien podría retrucar: no hace falta
abundar en todo eso; alcanza con explicar que es Dios, que es Dios, que es Dios. Todo lo demás, se acomoda
solo, por puro sentido común. No hace falta agregar más nada. Como si, por insólita causa, el Papa Benedicto
nos citara a su despacho, no haría falta que alguien nos avisara que evitemos ir de bermudas. O al comparecer
ante un juez —con potestad para condenarnos a muerte—, al pedirle clemencia, difícilmente lo haríamos muy
cruzados de brazos. Por eso: no hace falta ajustar la rúbrica; hace falta ajustar la identidad de Aquel ante Quien
estamos. Lo demás, es añadidura.

Por eso los Reyes Magos, al postrarse en adoración ante el divino Niño, nos recuerdan la enfermedad, nos
señalan la salud y nos regalan el remedio.

Mientras el “relato” insista en que los Magos, si es que existieron, en el mejor de los casos “le rindieron
homenaje”, seguiremos mal. En la medida que el Jefe de la junta médica insista: “homenaje un cuerno:
postrándose lo adoraron”, seguirá habiendo esperanza.

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