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viene (VII)
Adriano Erriguel 14 de mayo de 2019
Hace cuatro décadas podían leerse en el país vecino carteles con este
mensaje: “Cierran nuestras fábricas, Invierten en el extranjero,
¡Fabriquemos francés!” La bandera nacional francesa aparecía junto al
logo del Partido Comunista.
Hace casi cuatro décadas, en una carta abierta al rector de la mezquita
de París, un político francés escribía: “hay que parar la inmigración, si no
queremos enviar más trabajadores al paro. Quiero precisarlo bien: hay
que parar la inmigración oficial y la clandestina”. Firmaba George
Marchais, Secretario General del Partido Comunista de Francia.
Los comunistas franceses estaban por aquél entonces a favor
delproteccionismo y en contra de la inmigración. Dos actitudes que años
después se convertirían en tabúes para toda la izquierda, desde la más
moderada hasta la más extrema. Y no sólo para la izquierda. El centro y
la derecha comulgan hoy en las mismas
amalgamas: proteccionismo=nacionalismo= años 1930 =guerra;
y antiiinmigracionismo= racismo=fascismo=Auschwitz. Un consenso
básico que engloba a todo ese arco ideológico que, a lo largo de estos
textos, venimos identificando como neoliberalismo.
El neoliberalismo reposa sobre un nudo de equívocos. No se trata de una
vuelta al liberalismo clásico, ni de la restauración de un capitalismo “puro”
tras el paréntesis keynesiano. Más allá de todo eso, el neoliberalismo
engloba una realidad bastante más amplia. Admite versiones de derechas
y de izquierdas. Se conjuga en el plano económico y en el plano cultural.
Coopta a sus enemigos y los convierte en aliados. No es un credo político,
ni un programa monolítico, ni una doctrina de contornos precisos. El
neoliberalismo es un hecho social total que estructura la acción de los
gobernantes y la vida cotidiana de los gobernados, y ello a todos los
niveles posibles: económicos, políticos, culturales, antropológicos,
etcétera.
El viraje de la izquierda en materia de proteccionismo e inmigración
simboliza su ingreso en el marco mental del neoliberalismo. No son los
únicos virajes que la han acompañado en ese tránsito, pero sí son dos de
los más representativos. La izquierda participa plenamente en la agenda
neoliberal y cuando protesta contra ella sólo está haciendo oposición
controlada.
El populismo “malo” – o sea, el de derecha– irrumpe en este escenario
como un elefante en cacharrería. Desde el momento en que la izquierda
ha abandonado el socialismo y las clases trabajadoras han sido preteridas
por las minorías, la sociabilidad natural del pueblo – todo eso que George
Orwell denominaba la “decencia ordinaria” – encuentra sus cauces de
expresión en otras formas políticas. Frente a la remodelación neoliberal
de las sociedades, el instinto de autodefensa del pueblo se expresa en
forma de populismo.
El ejemplo más claro es el de Francia. El eclipse del partido comunista en
los años 1980 coincidió con la expansión del Frente Nacional. En una
soterrada metamorfosis de la lucha de clases el populismo de derecha se
convirtió en el refugio frente al neoliberalismo.[1]
Populismo versus neoliberalismo
¿Pueblo-nación o pueblo-clase?
La dificultad de pensar la nación es el mayor lastre del populismo de
izquierda. ¿Son la nación y el pueblo dos realidades contrapuestas?
La idea de “pueblo-nación” ha sido tradicionalmente favorecida por la
derecha, y la de “pueblo-clase” ha sido tradicionalmente favorecida por la
izquierda. Sin embargo, optar por sólo una de estas opciones implica
cercenar el concepto de pueblo. No hay oposición, sino unidad dialéctica
entre el “pueblo político” (la nación) y el “pueblo social” (la clase social).
Ambos enfoques son complementarios. La nación aporta un “plus” al
pueblo: es el pueblo que toma conciencia de sí mismo – de su valor
político y cultural – y por eso se despliega en nación.[13] El enfoque de
clase, por su parte, identifica al pueblo con una base popular que se
atribuye a sí misma la representación completa de la nación (es el
conocido esquema del abate Sieyès en la revolución francesa). Ahora
bien, el neoliberalismo ha venido a trastocar todo esto.
El neoliberalismo y sus auxiliares filosóficos –el posmodernismo y la
deconstrucción– han venido a desmontar las ideas de nación y de clase
social, a las que denuncian como “esencialismos” que anulan al individuo
y niegan la movilidad social. Según ese razonamiento, quien dice
“nación” dice necesariamente nación homogénea (en el sentido racial,
religioso, etcétera) y quien dice “clase social” pretende encerrar a los
individuos en un compartimento estanco. Al compás de esta crítica – y
empujados por la religión popperiana de la “sociedad abierta” – la
izquierda abandona al pueblo-clase y la derecha abandona al pueblo-
nación. Al final todos confluyen en la visión contractualista de la sociedad:
el pueblo como adición de “ciudadanos” unificados desde el exterior por
el derecho y el Estado. Frente a esta concepción ultra-liberal reacciona el
auténtico populismo.
El populismo es un grito de protesta contra la negación de la sociabilidad
humana. La sociabilidad humana se basa no en la homogeneidad, sino en
la similitud o la semejanza. No hay relación social duradera con alguien
que es demasiado diferente a nosotros, con alguien con quien no tenemos
nada en común. Un pueblo no se puede construir por la simple imposición
de un conjunto de leyes. Por eso el pueblo y la nación son indisociables.
La nación aporta una profundidad histórica de la que carece el pueblo. La
nación es expresión de la lealtad hacia los muertos y hacia los no nacidos,
del vínculo entre las generaciones precedentes y las generaciones
venideras. Pero el liberalismo, en su visión contractualista del pueblo,
ignora estas realidades y se sitúa contra las dinámicas elementales de la
sociabilidad humana.
“El liberalismo – señala Vincent Coussedière – se sitúa en una aporía: no
es un derecho común el que funda la similitud del pueblo, sino que es una
cierta similitud del pueblo la que funda el derecho común (...) ¿Cómo las
gentes que no tienen nada en común y que no se aprecian entre sí podrían
proyectarse en una voluntad común? ¿Cómo las gentes que no son
sociables entre sí podrían obedecer a leyes comunes y a un destino
común?”.[14] No es extraño por tanto que el problema de la inmigración
– el problema del deterioro de la sociabilidad humana– haya sido el gran
detonante del populismo en Europa y América. No basta con firmar un
contrato para formar parte de un pueblo. No se pueden comprar los
valores y la bandera. Un país no es una sociedad anónima. Un país no es
una “marca”.[15]
El pueblo y la nación son dos conceptos incómodos para el (neo)
liberalismo, que no admite más soberanía que la individual ni más vínculo
que el del contrato. Por eso, el (neo) liberalismo cultural –es decir, la
izquierda posmoderna– trata de diluir la semejanza interna del pueblo
imponiendo el dogma de la diversidad. Por mucho que insista cierta
derecha miope, no hay nada de “marxista cultural” en todo eso. Las
facultades de humanidades no son más que la sección “investigación +
desarrollo” del neoliberalismo. Los “estudios culturales” y los coros y
danzas LGTBIQ no hacen más que camuflar la desigualdad bajo el manto
de la diversidad. Es curioso que esta “teoría crítica” que no cesa de
denunciar los “esencialismos”, no tenga ningún reparo en “esencializar”
todas las minorías y en absolutizar todas las diferencias. Se denuncia
como “excluyente” o “xenófobo” el vínculo de los autóctonos a su similitud
propia, mientras que se ensalza como algo sublime el vínculo de los
inmigrantes a la similitud de sus pueblos de origen. Se sustituye la
xenofobia por la xenofilia, y ésta se acompaña de un desprecio por lo
propio que se hace acreedor de la acuñación de un nuevo término:
la endofobia.
Pero los gurús universitarios continúan impertérritos: la nación y el pueblo
no son conceptos “científicos” y hay que “problematizarlos”. Pero allí
donde ellos ven ambigüedades la gente corriente lo ve claro, y no tiene
dificultad para reconocer a los suyos. Tal vez el problema lo tengan los
gurús universitarios. Tal vez sea a ellos a quienes hay que
“problematizar”. En eso consiste el auténtico populismo: en la rebelión de
la gente corriente que, a pesar de los expertos, ve las cosas claras y ya
no aguanta que, por ese motivo, le digan que carece de cultura o que no
es suficientemente inteligente.
El tabú de la inmigración
[1] Esta interpretación del Frente Nacional en clave lucha de clases fue
planteada, por primera vez, por el filósofo Marcel Gauchet en un artículo
aparecido en 1990 en la revista Le Débat: “Les mauvaises surprises
d´une oubliée: la lutte de classes” (Marcel Gauchet, La démocratie contre
elle-même. Gallimard 2002, pp. 207-228).
Conviene tener presente que, desde sus orígenes, el Partido Comunista
francés había hecho gala de su carácter nacional y patriótico (de hecho,
su dirigente Maurice Thorez acudía a los mítines ataviado de fajín con la
bandera tricolor). Los comunistas franceses se presentaban como los
sucesores de los patrióticos jacobinos (Robespierre) mientras que los
“fascistas” serían los sucesores de los aristócratas emigrados, vinculados
a la reacción extranjera. Desde los años 1930 los comunistas franceses
reintrodujeron el lenguaje populista de los jacobinos (los “pequeños”
frente a “los grandes”), un lenguaje que sería recuperado por el Frente
Nacional a finales del siglo XX.
[2] Como ejemplo de este razonamiento tramposo podemos señalar al
sociólogo Eric Fassin, quien en su libro Populismo de izquierdas y
neoliberalismo (Editorial Herder 2018) realiza una amalgama entre
Thatcher, Reagan, Trump, Orban o Erdogan: todos serían, según él,
neoliberales y populistas. Cándido truco con el que la izquierda emerge
así pura e incontaminada de cualquier asociación neoliberal.
[3] Pierre Dardot/Christian Laval, La nouvelle raison du monde. Essai sur
la societé néoliberale. La Découverte 2009, p. 13.
[4] Fernando Escalante Gonzalbo, Historia mínima del neoliberalismo, El
Colegio de México-Turner. 2016, p. 166.
[5] Maxime Ouellet, La révolution culturelle du capital. Le capitalisme
cybernetique dans la societé globale de l´information. Écosociété 2016,
pp. 270 y 145
[6] Fernando Escalante Gonzalbo, Historia mínima del neoliberalismo, El
Colegio de México-Turner. 2016, p. 188
[7] John Gray, Falso amanecer. Los engaños del capitalismo global.
Paidós 2000, pp. 53-55.
[8] En su obra ¿Por qué los pobres votan a la derecha? el periodista
norteamericano Thomas Frank escribe: “es el mundo de los negocios el
que, desde los estudios de televisión y siempre en el tono histérico de la
insurrección cultural, se dirige a nosotros provocando a las gentes
simples, humillando a los creyentes, corrompiendo las instituciones y
vilipendiando el patriarcado. Es a causa de la nueva economía y de su
culto por la novedad y la creatividad, que los banqueros se gargarizan por
ser “revolucionarios” y los corredores de bolsa nos pretenden hacer creer
que la especulación con las acciones es un arma inconformista que nos
hace entrar en el milenio rock´n´rol. Thomas Frank, Pourquoi les pauvres
votent à droite? Agone 2008, p- 184. Citado por Jean-Claude Michéa
en La doublé pensée. Retour sur la question libérale. Flammarion 2008,
pp. 64-65.
[9] En este sentido, el interesante artículo de Ricardo Calleja Rovira
“Conservadurismo metafísico y liberalismo”, en www.redfloridablanca.es.
[10] Vincent Coussedière, Éloge du populisme. Elya Éditions 2012, p. 61.
[11] En su obra Populismo, el veto de los pueblos, Jorge Verstrynge
señala que: “todos los populismos son nacional-populismos. Sobraría,
pues, la distinción entre populismo y nacional-populismo. Pero la moda
obliga…” El profesor de la Complutense incurre aquí en un wishful
thinking. Lo cierto es que no todos los populismos son nacional-
populismos. En su encarnación europea, el populismo de izquierdas es
políticamente correcto, inmigracionista y contrario al “nacional-
populismo”, al que identifica con el fascismo (Jorge
Verstrynge, Populismo, el veto de los pueblos). El Viejo Topo 2017, p. 91.
Un caso diferente es el de América latina, donde la posmodernidad no
está asentada y los populismos de izquierdas – muy teñidos de
indigenismo – asumen un discurso patriótico.
[12] Recogido por Eric Conan en Marianne del 22.09.2016. Citado por
Jorge Verstrynge en:Populismo, el veto de los pueblos, p. 89.
[13] Ésta es la definición de G. Leibholzt en “Pueblo, Nación y Estado” en
Revista de Estudios Políticos nº 21. Madrid 1952. Citado por Joaquín
Blanco Ande en: El Estado, la Nación, el Pueblo y la Patria. Editorial San
Martín 1985, p. 243.
[14] Vincent Coussedière, Éloge du populisme. Elya Éditions 2012, pp. 56
y 52. A los efectos de cernir la relación orgánica entre Pueblo y Nación, el
autor recurre al sociólogo Gabriel Tarde y a su clásica exposición sobre
“Las leyes de la imitación”, como sustrato común a uno y otra. Para Tarde
el Pueblo es un grupo social, y no tiene otra existencia que la de los
individuos en relación social a través la imitación. La Nación, por su parte,
es un tipo social: la forma sedimentada de las múltiples imitaciones-
innovaciones del pueblo. La Nación es la creación continua de un pueblo
vivo, que imita y desarrolla la acción de las generaciones pasadas. No es
la Nación la que determina las características del Pueblo, sino el pueblo el
que, por imitaciones e innovaciones sociales, produce las características
de la Nación. (Obra citada, pp. 57-58).
[15] En un despliegue de frenesí neoliberal, el Sr. Manuel Pizarro,
especialista económico del Partido Popular, defendía en febrero 2008 un
“contrato de integración” para los inmigrantes y declaraba que “los
inmigrantes tienen que comprar la bandera y el código de valores
compartidos del país al que llegan, como ya ocurre en Estados
Unidos”. www.libertaddigital.com 8.2.2008.
[16] Fernando Escalante Gonzalbo, Historia mínima del neoliberalismo, El
Colegio de México-Turner. 2016, p. 183.
[17] En su obra clásica La Gran Transformación (1945), el antropólogo
húngaro Karl Polanyi advertía que la difusión del mercado libre conduciría,
de forma paradójica, a una centralización sin precedentes de los poderes
estatales. Karl Polanyi, La Gran Transformación. Editorial Virus 2016.
[18] Laurent Obertone, La France interdite. La vérité sur
l´inmigration. Éditions Ring 2018, p. 11.