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Observamos también la movilidad incontrolada de esas poblaciones, lo que las expone a la persecución. El trabajo
fija al colono a su tierra, al artesano a su tienda, o si no permite formas de movilidad legítimas, o que terminan por
serlo, como la del mercader.7 Pero quien no está fijado a su tarea generalmente circula, se desplaza, vaga en busca
de una oportunidad. Corre su suerte o su mala suerte. se encuentra "viviendo en todas partes", vale decir, en
ninguna, como dicen con frecuencia los procesos de vagabundeo, y esa caracterización a menudo basta para
condenarlo. O, si no, se establece de una manera más o menos provisoria en los espacios urbanos más degradados,
"cortes de los milagros' o baldíos adosados a las murallas, cuyas descripciones —promiscuidad, suciedad, violencia,
vicio— evocan ya esas cloacas donde se amontonarán los primeros proletarios de los comienzos de la
industrialización. El marginal rompió sus vínculos con su comunidad de origen. Es un desafiliado. Por eso su
condición difiere por completo de la del pobre que vive en el lugar, en su lugar, en la mediocridad de su estado.
Marginalidad no es pobreza. En la mayoría de los casos el pobre está integrado, su existencia no plantea problemas,
forma parte del orden del mundo. En cambio, el marginal es un extraño extranjero.
Por último, son las formas atípicas de las relaciones familiares y sociales inducidas por esos modos de vida las que
hacen de la marginalidad un espantajo, aunque también suscitan atracción. La inestabilidad de la vida afectiva,
sexual y social es una consecuencia de la imposibilidad de "establecerse". Escándalo de las uniones ilegítimas entre
los "bribones" y sus "libertinas", descripciones horrorizadas y fascinadas a la vez de las tabernas, lugares de paso y
de encuentro para todos los errantes, pinturas complacientes de formas de contrasociedades con su argot, su
jerarquía, sus formas propias de gobierno que reproducirían las estructuras de la sociedad ordinaria y que incluso en
ocasiones tiene un monarca a la cabeza:8 esas descripciones, en su sistematicidad, son seguramente exageradas.
Pero es concebible que esas poblaciones suprimidas de las formas de vida comunes hayan tendido a chapucear por
su cuenta formas diferentes de sociabilidad. También es concebible que la buena gente haya tendido a fantasear
esos modos de vida liberados de las coerciones del trabajo y de la moral. La marginalidad representa también la
aventura, el revés del sistema de las normas dominantes y una encarnación, a un precio muy caro, de la libertad en
una sociedad donde ésta tiene muy poco lugar.
MARGINALIDAD, EXCLUSIÓN Y VULNERABILIDAD SOCIAL
Evidentemente no se trata de corregir tales representaciones, que expresan los valores profundos de ese tipo de
sociedades, pero se puede, por lo menos en parte, de construirlas para deslindar las dinámicas sociales que expresan
y a la vez disimulan. La estigmatización de la marginalidad es general. Cubre con un manto de infamia una multitud
de situaciones heterogéneas. Pero bajo la diversidad de esos estados descrita en abundancia es posible encontrar las
lógicas sociales que alimentan semejante producción de posiciones marginales. Yo veo dos posiciones principales:
por un lado, la marginalidad es el efecto de procedimientos concertados de exclusión; por otra parte, y sobre todo,
estigmatiza a las capas de la población más vulnerables, que no pueden encontrar un lugar reconocido en este tipo
de organización social. Aunque estas dos dinámicas mezclan sus efectos, es esencial distinguirlas, porque son
heterogéneas tanto con respecto a sus condiciones de producción como al tipo de tratamiento del que podrían
depender.
La exclusión no es la marginación, aunque pueda conducir a ella. Para dar un mínimo de rigor a ese término hay que
tener en cuenta los procedimientos ritualizados que sancionan la exclusión. Son muy diversos, pero remiten a un
juicio pronunciado por una instancia oficial, que se apoya en reglamentos y que moviliza cuerpos constituidos.
Mencionemos, por ejemplo, una sociedad que practicó la exclusión a gran escala, la España del siglo de oro, en la
conjunción de la política de la nueva Inquisición que se establece a fines del siglo xv y de una monarquía católica
particularmente intolerante.9 Ella condujo a la expulsión de los judíos en 1492 y a la de los moriscos (musulmanes
convertidos pero sospechados de perseverar en su culto de origen de modo clandestino) en 1609. Pero los
renegados, los apóstatas, los luteranos, los discípulos de Erasmo, los adeptos a la brujería también padecieron la ira
de la Inquisición. El Santo Oficio sanciona también crímenes más "privados", como la bigamia o la sodomía.
Es evidente que España no tiene el monopolio de la exclusión, y que la Santa Inquisición no siempre es su brazo
armado. En toda Europa, sanciones crueles atacan a una multitud de comportamientos calificados de heréticos,
criminales o marginales; la heterodoxia religiosa acarrea condenas de herejes y hogueras de brujas; la criminalidad
de derecho común es muy a menudo castigada con la pena de muerte, incluso para los crímenes contra los bienes
cuando son cometidos por gente de baja condición. La exclusión se vincula también con desvíos de orden patológico
como la locura o, anteriormente, la lepra.
Así, la exclusión tomó formas muy diversas, erradicación total mediante la ejecución o expulsión de la comunidad,
encierro,ll atribución de marcas y de un estatuto especial que privan del derecho de ejercer ciertas funciones. Puede
ser provisional o definitiva, como en los casos de destierro o de envío a las galeras, por un tiempo o de por vida, pero
supone un acto de separación que se apoya en reglamentos y se ejecuta a través de rituales. Habría que acordarse
de esto hoy en día, ya que se hace un uso imprudente de la noción. La marginalidad no es la exclusión, aunque haya
marginales que puedan convertirse en excluidos, y excluidos o ex excluidos que se encuentren en el seno de las
poblaciones marginales.
Pero la dinámica esencial que alimenta la marginalidad es muy diferente. Comencemos por ilustrarla con un
ejemplo. Lazarillo de Tormes, héroe de la primera gran novela picaresca española, representa un prototipo de
marginal. Se trata de un joven de baja extracción, obligado a abandonar una familia disociada y sin recursos, que
vaga de ciudad en ciudad en la España de Carlos V en busca de un empleo, mendigando ocasionalmente e
inventando cada día una argucia para vencer el hambre que lo atenaza. El drama de Lazarillo es que no hay lugar
para el perfil sociológico que él encarna en el país que habita, en este caso la España del siglo de oro, dominada por
sacerdotes codiciosos y nobles que prefieren la ruina al ejercicio de la menor actividad productiva. Esta monarquía
de grandezas estereotipadas no puede ofrecerle más que empleos como criado que, por añadidura, no logran
alimentarlo. Industrioso y sagaz, él representa las potencialidades del cambio en una situación en la que el cambio es
imposible. Entonces juega en los márgenes, porque el margen es el único espacio donde puede desplegar sus
talentos. Finalmente, demasiado prudente para cometer delitos graves y demasiado inteligente para hacerse
condenar, Lazarillo se integrará a la perfección, probando de ese modo que la marginalidad no siempre es
irreversible. Pero su integración es la que puede promover una socuedad de ese tipo: se convierte en pregonero
gracias a la protección de un archipestre con cuya antigua criada y siempre actual amante se casa.
Se trata por cierto de una ficción, pero con admirable lucidez crítica, profundamente arraigada en la historia social
del siglo XVI español, y cuyos rasgos ideales típicos son corroborados por análisis más prosaicamente históricos o
sociológicos. Así, en sus trabajos, donde el análisis de la marginalidad constituye un eje central, Bronislaw Geremek
da un amplísimo lugar a los criminales y bribones que parecen instalados en una suerte de subcultura delincuente.
Pero comenta de este modo esos datos: "Más bien nos enfrentamos aquí con situaciones límite reveladoras del
carácter fluctuante de la división en el mundo del trabajo y en el mundo del crimen. La miseria, la desventura en la
vida o incluso la tentación de mejorar la situación material llevan a los artesanos, a los domésticos asalariados o a los
campesinos a robar"
Las franjas extremas de la marginalidad que caen en la exclusión, por lo
tanto, no representan un medio separado de las posiciones menos estigmatizadas, pero inestables, que tienen su
origen en la precariedad de las situaciones de trabajo y la fragilidad de las inscripciones sociales. Es ese continuo de
situaciones vulnerables compartidas por amplias capas populares lo que constituye el caldo de cultivo de la
marginalidad social.
Por mi parte, me esforcé por reconstruir el perfil sociológico de los vagabundos a partir de un material histórico
bastante amplio para el período que va del siglo XIV al XVIII. En la gran mayoría de los casos, el estado de vagabundo
es el desenlace de una trayectoria que comienza con una ruptura respecto de un primer arraigamiento territorial y
que prosigue con una serie de vagabundeos en busca de un trabajo, itinerario caótico marcado por tentativas de
instalación más o menos provisorias, y que a menudo concluyen con un arresto y una condena, ya que el
vagabundeo es un delito. Pero es un delito que amenaza a numerosas categorías de pobres. El proceso comienza
cuando los desdichados se ven obligados a abandonar su territorio para sobrevivir. Esta desafiliación impacta a la vez
a las capas pauperizadas de las poblaciones campesinas y a los pequeños oficios urbanos que no están protegidos
por las reglamentaciones corporativas.
TIPEAR PAGINAS 252 Y 253
Sin embargo, es ese proletariado el que conformará el núcleo de la clase obrera. Aunque su integración se haga en el
dolor y la subordinación, ya no se puede hablar entonces de marginalidad, porque es alrededor de la clase obrera
donde va a gravitar esencialmente la historia social durante un siglo. Pero en sus bordes deja un Lumpenproletariat
que sigue encarnando la vieja asociación de miseria, crimen y asocialidad.
Para percibir la especificidad de la situación actual, se podría partir de una proposición que parece ser atestiguada
por el análisis bosquejado más arriba: la reestructuración de una sociedad en el sentido de su modernización acarrea
una marginación de ciertos grupos sociales. Esto ocurrió durante la lenta transformación de la sociedad feudal, así
como en los comienzos de la industrialización. En la actualidad, desde hace unos veinte años, las reestructuraciones
industriales, la recomposición de la relación de trabajo, las reorganizaciones del aparato productivo para hacer
frente a una competencia internacional exacerbada, etc., acarrean efectos del mismo tipo. Más precisamente, se
observa un doble movimiento. Por un lado, una desestabilización, a través de la desocupación masiva y la
precarización creciente de las condiciones de trabajo, de grupos que habían estado totalmente integrados. Por otro
lado, una dificultad paulatina para entrar en relaciones reguladas de trabajo y para sacar partido de las formas de
socialización que le estaban asociadas. En particular es lo que ocurre con una parte importante de la juventud. El
ingenio, el hecho de acudir a varios tipos de recursos que en ocasiones son argucias (un poco de solidaridad familiar,
un poco de ayuda social, un poco de trabajo precario o en negro, y a veces un poco de tráfico o de delincuencia) se
convierten en necesidades para sobrevivir. ¿Hay que ver en esto una actualización de esas "fullerías" que siempre
estaban asociadas a los modos de vida de las antiguas categorías marginales? Algunos discursos sobre el desvío de la
ayuda social (los "falsos desocupados" o la "instalación en la cultura del Ingreso Mínimo de Inserción [RMI]") en
efecto retoman la eterna estigmatización de los "malos pobres". Sin embargo, no había "falsos desocupados" cuando
casi no había desocupados, es decir, cuando el desarrollo económico y la organización del trabajo garantizaban el
casi pleno empleo. No son los desocupados, verdaderos o falsos, los que escogieron las reestructuraciones
industriales y las reglas de la competencia internacional; así como no son los pequeños arrendatarios ingleses del
siglo XVI los que escogieron el sistema de los enclosures que convirtió a muchos de ellos en vagabundos
estigmatizados.
Digamos, pues, de una manera más objetiva, que asistimos una vez más al desarrollo de una "cultura de lo aleatorio"
y a la proliferación de "espacios
intermedios" en los cuales se experimentan modos de actividad desfasados respecto de las formas de
trabajo clásicas. Aquí, nuevos marginales "las pasan moradas", a veces zozobran en el desamparo o la delincuencia, y
en ocasiones también buscan alternativas a la sociedad salarial e innovan. ¿En qué condiciones la marginalidad,
estado frágil e inestable, pero a menudo también dinámico y movilizador, conduce a atolladeros (el vuelco en la
excluSión), permite formas de "ingenio" individual (como en el caso del Lazarillo de Tormes), o es un factor de
cambio social global (como lo fue la formación de la clase obrera a partir de las franjas desocializadas del
proletariado)?
Es imposible responder de una manera perentoria a estas cuestiones hoy
en día, pero ellas formulan uno de los desafíos esenciales de la situación actual. Así como una salida feliz de las
situaciones de indignidad social estigmatizadas en las sociedades preindustriales fue la constitución de un salariado
extendido, reconocido y protegido, una salida honorable de la crisis de la sociedad salarial podría manifestarse por lo
menos en parte en la posibilidad de construir nuevos modos de integración a partir de posiciones hoy calificadas de
marginales. Mientras que la degradación de las posiciones fundadas en un trabajo estable corrompe nuestro modelo
de sociedad, ¿puede esperarse que una producción de normas y de prácticas nuevas adquiera una consistencia
suficiente para salvar a los náufragos de la sociedad salarial? Hay nuevos marginales porque una franja importante
de la población flota entre el empleo y el no empleo, actividades institucionalizadas y formas diversas de ingenio que
pueden ir del trabajo en negro a la delincuencia. Pero también se desarrolló, como una tentativa de respuesta a esta
nueva coyuntura, toda una gama de intervenciones igualmente novedosas, políticas de inserción, política de la
ciudad, empresas de inserción a través de lo económico, etc. Hasta ahora dieron resultados limitados y ambiguos. Es
grande el riesgo de que en lugar de promover de este modo una verdadera integración que marque la salida de la
marginalidad se constituyan suertes de analogon: un analogon del trabajo en actividades degradadas, un analogon
de la comunidad en asociaciones circunstanciales, un analogon de la sociabilidad real haciendo ocupacionalismo
para todos aquellos que no están ubicados en marcos fijos... Estas prácticas se despliegan en una línea divisoria
frágil- No obstante, sostienen un desafío estratégico. De su éxito o su fracaso depende en parte la cuestión de saber
en qué medida el porvenir será vivible para una parte importante de la población que no llega ya a inscribirse en las
formas de integración construidas a partir del empleo regular.
Así, para bien o para mal, el porvenir de la marginalidad, como su pasado, interpela a la estructura social en su
conjunto. En ningún caso es posible reducir las relaciones de la integración y la marginalidad a una oposición entre
los in y los out. Como dice Georg Simmel, cuya figura del extranjero anticipa la temática de la marginalidad: "Aunque
sus lazos con el grupo no sean de naturaleza orgánica, el extranjero ya es miembro del grupo, y la cohesión del grupo
está determinada por la relación que éste mantiene con ese elemento". Es todavía más cierto cuando el marginal no
es un extranjero sino un miembro autóctono de la sociedad, y que lleva su marca.
XII. LA EXCLUSIÓN, UNA NOCIÓN TRAMPOSA
LA "EXCLUSIÓN" se impuso desde hace poco como una palabra comodín para declinar todas las variedades de la
miseria del mundo: el desocupado de larga duración, el joven de suburbio, el SDF (sin domicilio fijo), etc., son
"excluidos' . La explosión de este tema puede fecharse, por lo menos en el caso de Francia, hacia fines de 1992-
comienzos de 1993, e invade entonces los medios y el discurso político. En octubre de 1992 se franquea el umbral
psicológico de los tres millones de desocupados, y antes de las elecciones de marzo de 1993 se discute el balance de
los gobiernos socialistas, poco gloriosos en materia social. La cuestión de la exclusión se convierte entonces en la
"cuestión social" por excelencia. Y desde entonces la onda expansiva no se ha aplacado. Ante todo diré las razones
que deberían llevar a dar muestras de una gran reserva en el uso de este término, e incluso la mayoría de las veces
a... excluirlo, vale decir, a reemplazarlo siempre por una noción más apropiada para nombrar y analizar los riesgos y
las fracturas sociales actuales. Pero habrá que decir también de qué es síntoma el uso irreflexivo de esta palabra, o
sea, qué oculta y traduce a la vez del estado actual de la cuestión social. Por último, me esforzaré por deslindar las
características de la exclusión propiamente dicha, que debería permitir un uso controlado de la noción.
1. La primera razón para desconfiar de la "exclusión" es la heterogeneidad de sus usos. Ella nombra una multitud de
situaciones diferentes borrando la especificidad de cada una. En otras palabras, la "exclusión" no es una noción
analítica. No permite llevar a cabo investigaciones precisas de los contenidos que pretende abarcar. Comparemos,
por ejemplo, dos situaciones llamadas de 'exclusión". Una es la de un desocupado de larga duración descrito por
Olivier Schwartz en su obra sobre los obreros del norte de Francia. l Ese viejo obrero pierde su trabajo y se repliega
en la esfera doméstica. Se queda en su casa mirando la televisión, de la que por otra parte se convirtió en fino
conocedor. No está desprovisto de todo: lleva una vida tranquila, posee un departamento más bien cómodo, goza de
la presencia constante de una mujer sacrificada que parece adaptarse a la situación... Se ha construido así un
"mundo interior". Al mismo tiempo, vive esa situación con vergüenza. Las cortinas del departamento están corridas y
no se atreve a salir de su casa. Su existencia es tan "privada" que está privada también de todo sentido y de todo
proyecto.
Los jóvenes del suburbio descritos por François Dubet en La Galère, por el contrario, viven en completa exterioridad.
La esfera de lo privado les parece completamente ajena. Su existencia está hecha de iniciativas abortadas y de
vagabundeos que siempre vuelven a comenzar. No están aislados, sino que multiplican los encuentros efímeros y los
contactos esporádicos. En un sentido tienen más relaciones que el pequeño burgués perfectamente integrado que
va de su chalet al trabajo y viceversa. No obstante, el activismo de esos jóvenes no desemboca en nada. Su recorrido
lleva a cabo una suerte de nomadismo inmóvil traducido por una expresión de su vocabulario que pone de
manifiesto realmente esa agitación sin objeto: "rascarse el ombligo". "Rascarse el ombligo" es vagar por la superficie
de las cosas, ocuparse en no hacer nada, desplazarse sin ir a ninguna parte.
Son dos ejemplos de "excluidos", pero se los podría multiplicar. ¿Qué tienen en común? Uno trabajó y fue
socializado por el trabajo; el otro nunca conoció un empleo regular, sus coerciones y solidaridades. El desocupado de
larga duración se sofoca bajo el peso de una vida puramente privada, el joven inactivo lleva su existencia donde
sopla el viento. Uno es acechado por la depresión y tal vez por el suicidio; el otro, por la delincuencia, la toxicomanía
y tal vez la prisión y el sida. No tienen ni la misma trayectoria, ni la misma vivencia, ni la misma relación con el
mundo, ni el mismo porvenir. Acaso sea posible, si uno está absolutamente interesado en eso, llamarlos "excluidos",
pero ¿qué se gana así en comprensión? Hablar en términos de exclusión es trasplantar una calificación puramente
negativa que nombra la falta sin decir en qué consiste, ni de dónde proviene. La sociología de la exclusión procede a
la manera de la vieja teología negativa que se cansó de decir lo que Dios no era: Dios no es ni una Persona, ni una
Sustancia, ni el Creador, ni una criatura, ni esto, ni aquello. Dios no es nada que se pueda decir, y ese discurso se
esfuma en la noche de la indeterminación. Al fin y al cabo, esos pensadores de la falta concluyeron que más valía
callarse, y la teología negativa preparó el terreno del ateísmo, donde el pensamiento de la ausencia valía por la
ausencia del objeto de pensamiento. Esto podría ocurrir con el discurso sobre la exclusión: a fuerza de repetir la
letanía de la falta, se oculta la necesidad de analizar de qué está hecha la falta. Y esto tiene una razón de fondo: los
rasgos constitutivos esenciales de las situaciones de "exclusión " no se encuentran en esas mismas situaciones.
2. En efecto —y ésta es la segunda razón, y sin duda la principal, para desconfiar de esta noción—, hablar de
exclusión conduce a dar autonomía a situaciones límite que no adquieren sentido salvo que se las reubique en un
proceso. La exclusión, en verdad, se da por el estado de todos aquellos que se encuentran ubicados fuera de los
circuitos vitales de los intercambios sociales. En rigor, esta señalización puede valer como una primera referencia
a los problemas que se debe analizar, pero habría que añadir de inmediato que esos "estados" no tienen sentido en
sí mismos. Son el desenlace de trayectorias diferentes de las que conservan la huella. En efecto, no se nace excluido,
no siempre se fue excluido, o bien se trata de casos específicos muy particulares. Tal vez la noción de exclusión
puede convenir para caracterizar en forma aproximativa a las poblaciones de que se ocupa ATD Cuarto Mundo, por
lo menos para creer en la descripción que da esta asociación: personas que siempre estuvieron al margen de la
sociedad, que nunca entraron en los circuitos habituales del trabajo y de la sociabilidad ordinaria, que viven entre sí
y se reproducen generación tras generación, etc. Pero más allá de que esta pintura sustancialista del "pueblo de los
pobres" es sin duda exagerada, deja afuera las características más específicas de la "exclusión" contemporánea, que
remiten a lo que a partir de 1984 empezó a llamarse "nueva pobreza". No se trata ya de una pobreza residual, de
alguna manera intemporal, sino de una nueva realidad que solicita nuevos análisis, porque representa lo que implica
hoy la coyuntura social.
En la mayoría de los casos, la "exclusión" nombra situaciones que traducen una degradación respecto de una
posición anterior. Por ejemplo, la situación vulnerable de quien vive de un trabajo precario u ocupa un alojamiento
del que puede ser echado si no logra pagar el alquiler. A menudo incluso aquel que hoy está en peligro podía parecer
perfectamente integrado gracias a un trabajo estable y a una buena calificación profesional, pero un despido por
cuestiones económicas le hizo perder esas protecciones. Así, puede distinguirse, metafóricamente por lo menos,
"zonas" diferentes de la vida social según la relación con el trabajo sea más o menos segura y la inscripción en redes
de sociabilidad, más o menos sólida. Los "excluidos" poblarían la zona más periférica, caracterizada por una relación
perdida con el trabajo y por el aislamiento social. Pero el punto esencial que hay que recalcar es que hoy es
imposible trazar fronteras firmes entre esas zonas. Sujetos integrados se han vuelto particularmente vulnerables en
virtud de la precarización de las relaciones de trabajo, y otros vulnerables se vuelcan todos los días a la denominada
"exclusión". Pero hay que ver en esto un efecto de procesos que atraviesan el conjunto de la sociedad y se originan
en el centro y no en la periferia de la vida social. Por ejemplo, en la decisión de la empresa de jugar a fondo la carta
de la flexibilidad, o en la elección del capital financiero de invertir en otra parte.
Acaso se diga que aquí se trata de "factores de exclusión". Pero la tarea de la sociología consiste precisamente en
analizar esos "factores" que preceden a la exclusión para medir los riesgos de fractura social: ver cómo funciona hoy
la empresa, cómo se deshacen las solidaridades y se deterioran las protecciones que garantizaban la inclusión en la
sociedad... Cómo se inscriben las situaciones límite en un continuo de posiciones que interpelan la cohesión del
conjunto de la sociedad. En la mayoría de los casos el "excluido" es de hecho un desafiliado cuya trayectoria está
hecha de una serie de desconexiones con respecto a estados de equilibrio anteriores más o menos estables, o
inestables.
3. Así, el hecho de focalizar la atención en la exclusión corre el riesgo de funcionar como una trampa, tanto
para la reflexión como para la acción. Para la reflexión, acabamos de decirlo: se economiza la necesidad de
interrogarse sobre las dinámicas sociales globales que son responsables de los desequilibrios actuales; a lo sumo se
describen estados de desposesión, haciendo a un lado los procesos que los generan; se procede a realizar análisis
sectoriales, renunciando a la ambición de reencuadrarlos a partir de los desafíos actuales de la sociedad. Es posible
que hoy haya in y out, pero no habitan universos separados. Para hablar con propiedad, nunca hay en una sociedad
situaciones fuera de lo social. Es importante reconstruir el continuo de las posiciones que vinculan los in y los out, y
recuperar la lógica a partir de la cual los in producen out.
Pero por lo que respecta a la acción, al dominio práctico de los factores de disociación social, la fijación sobre la
exclusión funciona también como una trampa; trampa en la que por otra parte cayeron los gobiernos socialistas en
su gestión de la crisis, lo que pagaron políticamente muy caro. A partir de comienzos de los años ochenta, en efecto,
vemos desarrollarse, en paralelo, un doble discurso. Uno rehabilita a la empresa, canta los méritos de la
competitividad y de la eficacia a cualquier precio. El otro se inclina sobre la suerte de los "excluidos" y afirma la
necesidad de tratarlos con mansedumbre.
Por un lado, la celebración del mercado, con su sistema propio de coerciones; por el otro, un esfuerzo para cubrir las
situaciones de desamparo extremo que resultan de ese funcionamiento despiadado. Pero todo ocurre como si el
discurso sobre la exclusión hubiese representado el suplemento espiritual asociado a una política que aceptaba la
hegemonía de las leyes económicas y los dictados del capital financiero. Sin duda no es fácil (es Io menos que se
puede decir) conciliar las exigencias de la competitividad y de la competencia, por un lado, y el mantenimiento de un
mínimo de protecciones y de garantías, por el otro, para que el éxito de unos no se pague con la invalidación de los
otros (para que los in no produzcan out). Pero la dificultad de la tarea no ahorra la exigencia de tratar de dominar
esa relación entre lógica económica y cohesión social antes de que desemboque en situaciones de ruptura
representadas por la "exclusión". A la inversa, limitar lo esencial de las nuevas intervenciones sociales instaladas
desde hace una veintena de años (las políticas llamadas de "inserción") a las situaciones ya degradadas implica una
renuncia a intervenir de un modo preventivo para contener la vulnerabilidad masiva y mantener la integración
social.
4. Entendamos bien que este análisis no es unâ crítica de las políticas de inserción en cuanto tales. Estas
presentan el mérito indiscutible de no resignarse al abandono definitivo de las nuevas poblaciones que la crisis ha
colocado en una situación de inutilidad social. Respecto de la asistencia tradicional, presentan hasta el mérito de
continuar con esa nueva clientela un trabajo cuyo objetivo sigue siendo su reintegración a la sociedad. Pero como
desde hace más de veinte años que comenzaron a desplegar esos esfuerzos, progresivamente se impone una
comprobación. En un primer momento, esas políticas se pensaron como estrategias limitadas en el tiempo, para
ayudar a pasar el mal trance de la crisis, en espera de la recuperación y el establecimiento de regulaciones mejor
adaptadas al nuevo orden económico. Una de las personas que más contribuyeron en la elaboración de esas
políticas, Bertrand Schwartz, afirma con vigor: "No somos tan ingenuos como para creer que pequeños equipos
locales, incluso numerosos, son por sí solos aptos para resolver los problemas profesionales, culturales y sociales de
los jóvenes". Las acciones de inserción son esencialmente operaciones de nivelación para preparar días mejores.
Pero las evaluaciones que se pueden hacer hoy de estas políticas muestran que estas situaciones se instalaron y que
lo provisorio se convirtió en un régimen de crucero. En la mayoría de los casos se puede aplicar a las prácticasde
inserción esta apreciación expresada para el Salario Mínimo de Inserción (RMI): "El RMI es una bocanada de oxígeno
que mejora ligeramente las condiciones de vida de los beneficiarios, sin poder transformarlas permite que los
beneficiarios vivan mejor allí donde se encuentran ". 4 Una vez más, no se trata de despreciar la importancia de esas
"bocanadas de oxígeno" que a centenares de miles de personas les permiten "vivir mejor". Pero hay que darle
importancia a la comprobación de que una mayoría de beneficiarios del RMI, como de jóvenes a los que se dirigen
las políticas territoriales, permanecen "allí donde se encuentran", vale decir, en la zona de la vida social
caracterizada por un déficit respecto del trabajo y de la integración social. Desde hace una veintena de años esta
zona no dejó de aumentar porque es incesantemente alimentada por una dinámica general de precarización que
deshace los estatutos garantizados. La suerte de los "excluidos", en cuanto a lo esencial, se juega antes de que
caigan. Si previamente no se hace nada, la "lucha contra la exclusión" corre el riesgo de limitarse a un Servicio de
Ayuda Médica de Urgencia (SAMU) social, vale decir, a intervenir a medida que van apareciendo para tratar de
reparar las desgarraduras del tejido social. Estas empresas no son inútiles, pero atenerse a ellas implica una renuncia
a intervenir sobre los procesos que producen dichas situaciones.
5. El pensamiento de la exclusión y la "lucha contra la exclusión" corresponden así, finalmente, a un tipo clásico de
selección de la acción social: delimitar zonas de intervención que pueden dar lugar a actividades de reparación.
Semejante construcción puede comprenderse. Parece más realista atenerse a problemas para los cuales la acción
social puede movilizar recursos propios. Toda la tradición de la ayuda social, por lo demás, va en ese sentido. Esta se
desplegó caracterizando "poblaciones seleccionadas" a partir de un déficit específico. Así se cristalizaron categorías
cada vez más numerosas de poblaciones que dependen de un régimen especial: inválidos, disminuidos, ancianos
"económicamente débiles", niños en dificultades, familias monoparentales, etc. La referencia a los "excluidos"
podría aparecer así como la apertura de un nuevo segmento, más amplio y más indeterminado sin duda, pero que
también dependería de una intervención especializada. 5 Al categorizar y aislar poblaciones en problemas, uno se
brinda los medios de una cobertura específica y cuidadosamente enfocada, al tiempo que economiza acciones más
ambiciosas, pero también más costosas, y no ya indeterminadas, y para las cuales no se dispone de tecnologías
profesionales propias.
Al tratarse de las nuevas poblaciones que hoy padecen de un déficit de integración, como los desocupados de larga
duración o los jóvenes mal escolarizados en busca de empleo, la extensión de este proceder presenta sin embargo
un grave peligro. Conduce a desconocer el perfil propio de esos nuevos públicos y su diferencia irreductible respecto
del de la clientela clásica de la acción social. Esta clientela se caracterizaba por un déficit personal que la volvía
inepta para seguir el régimen común (disminución, desequilibrio psicológico, "inadaptación social"...). Pero la
mayoría de las nuevas poblaciones en problemas no está compuesta por inválidos, deficientes o "casos sociales". La
prueba es que hace veinte años esas personas que hoy solicitan una atención particular se habrían integrado por sí
mismas al orden del trabajo y habrían llevado a cabo una vida ordinaria. De hecho, fueron invalidadas por la
coyuntura: lo que las marginó fue la transformación reciente de las reglas del juego social y económico. Su
tratamiento, en consecuencia, no depende de una intervención especializada para "reparar" o "tratar" una
incapacidad personal, salvo que se considere que el conjunto de los jóvenes con deficiencias de integración son
delincuentes o enfermos, o que todos los desocupados lo son en virtud de una tara individual, tesis raramente
defendida hoy en esa forma extrema, ni siquiera por las ideologías más conservadoras. Más bien son aquellos que
Jacques Donzelot llama "normales inútiles" y que yo califico de 'supernumerarios". Su drama radica en que las
nuevas exigencias de la competitividad y la competencia, la reducción de las oportunidades de empleo, hacen que
en adelante no haya más espacio para todo el mundo en la sociedad donde nos resignamos a vivir. Pero enfrentar
esta coyuntura para cambiarla exigiría medidas de una amplitud diferente de aquellas que, por útiles que sean,
inspiran el tratamiento social de la desocupación o la inserción de poblaciones ya invalidadas por la situación
económica y social.
6. Ahora podemos comprender por qué, a pesar de su inconsistencia teórica, la noción de exclusión recoge un
consenso tan amplio. Las medidas tomadas para luchar contra la exclusión hacen las veces de políticas sociales más
generales, con objetivos preventivos y no solamente reparadores, que tendrían la meta de controlar antes los
factores de disociación social. Esta tentación de desplazar el tratamiento social sobre los márgenes no es nueva.
Corresponde a una suerte de principio de economía al que se le puede encontrar justificaciones: parece más fácil y
realista intervenir sobre los efectos más visibles de una disfunción social que controlar el proceso que la
desencadena, porque la cobertura de esos efectos puede efectuarse de un modo técnico, mientras que el manejo
del proceso exige un tratamiento político. Vi con claridad la fuerza de este principio cuando trataba de comprender
la significación del tratamiento reservado a la mendicidad y al vagabundeo antes de la Revolución Industrial.
Durante varios siglos, una parte considerable de las preocupaciones de los responsables de la gestión de los riesgos
de disociación social se cristalizó en el objetivo de los dos grupos representados entonces por los mendigos y los
vagabundos. Para ellos se desplegó una batería extraordinariamente variada de medidas, la mayoría de las veces de
inspiración represiva. Pero si se restituye la realidad sociológica del mendigo válido o del vagabundo, se percibe que,
por lo general, no representan más que el caso extremo de una vulnerabilidad masiva que afecta a amplias capas
populares. En particular, la mayoría de los asalariados de entonces son condenados a una precariedad permanente y
a una inseguridad constante en ausencia de un mercado organizado del trabajo. Los más vulnerables entre esos
vulnerables se vuelcan a la mendicidad y el vagabundeo, y se convierten en el blanco de lo que en la época hacía las
veces de políticas sociales.
La estigmatización del vagabundo y el mendigo válido aparece así como un compromiso entre la necesidad de hacer
frente a las turbulencias sociales y la imposibilidad de tratarlas en profundidad, puesto que semejante tratamiento
exigiría una transformación completa de las relaciones de trabajo. A falta de eso, la represión del vagabundeo
permite hacer frente a los trastornos ocasionados por la franja más desafiliada del "populacho". También puede
tener una función disuasiva más amplia al lanzar una amenaza sobre masas pobres que no están separadas de esa
franja extrema, como dice un autor de la época, "más que por un hilo".] 0 Así, el tratamiento del vagabundeo expresa
y disimula a la vez la existencia de una vulnerabilidad masiva en la sociedad del Antiguo Régimen. Hace las veces de
política social y de política del trabajo, porque "otra política" en estos ámbitos tendría un costo exorbitante, como lo
demostrará el transcurso de la historia. En efecto, la promoción del libre acceso al trabajo y la apertura del mercado
laboral pondrán fin a la problemática del vagabundeo en la sociedad preindustrial. Pero para lograrlo hará falta una
revolución, la revolución industrial y política que estremecerá a Europa a fines del siglo xvlll.
No digo que haría falta una revolución para poner fin a la problemática de la exclusión. Pero sí que, como en otros
episodios históricos, es el mismo desplazamiento del centro a la periferia lo que se produce cuando hoy en día se
reduce la cuestión social a la cuestión de la exclusión. De este modo, uno se atiene a los efectos más visibles de la
"crisis", cuando en realidad uno no se enfrenta a una crisis puntual, sino a un proceso general de desestabilización
de la condición salarial. Es el deterioro de las protecciones que progresivamente habían sido vinculadas con el
trabajo lo que da cuenta del ascenso de la vulnerabilidad masiva y, al final del recorrido, de la "exclusión' .
Por consiguiente, podría ser que el principio de economía que conduce a privilegiar las intervenciones sectoriales
resulte en última instancia particularmente costoso; más costoso incluso, a pesar de las apariencias, que políticas
preventivas más amplias y más difíciles de ejecutar. La capacidad que tuvo el Antiguo Régimen para tratar el síntoma
más que la causa, reduciendo Io esencial de la cuestión social a una cuestión policial a través de la represión del
vagabundeo, finalmente tuvo un costo exorbitante: el libre acceso al trabajo no pudo imponerse sino al precio de
una perturbación revolucionaria del conjunto de las relaciones sociales. ll Hoy sería posible que la cohesión de
conjunto de la sociedad fuera puesta en entredicho por el quietismo que presidió hasta ahora el tratamiento de la
cuestión social que privilegia la temática de la exclusión. Este escoge intervenir en los márgenes, olvidando que,
como dice un viejo proverbio chino, "por la cabeza se pudre el pez".
Precisamente en el corazón de la condición salarial aparecen las fisuras responsables de la "exclusión"; es ante todo
en las regulaciones del trabajo y de los sistemas de protección vinculados con el trabajo donde habría que intervenir
para "luchar contra la exclusión".
7. En consecuencia, se impone un poco más de rigor en los usos del término 'exclusión". Si evidentemente no se
trata de proscribirlo por completo, hay que preguntarse en qué condiciones su empleo es legítimo. Como ocurre con
frecuencia, aquí el recurso a la historia es esclarecedor. Ayuda a deslindar cierta cantidad de rasgos constitutivos de
la noción que permitirán decidir si es oportuno o no aplicarlo a tal o cual situación contemporánea.
Si se puede dudar de que hoy estemos en una sociedad de exclusión, indiscutiblemente existieron sociedades de
exclusión. Las sociedades "holísticas' como diría Louis Dumont, caracterizadas por la perennidad de los estatutos y la
sacralización de la tradición, funcionan en la exclusión: los "intocables", por ejemplo, son con seguridad excluidos. 12
De igual modo, las sociedades esclavistas descansan en la exclusión porque mantienen en una posición de alteridad
total, de ausencia completa de derechos y de reconocimiento social, a la parte trabajadora de su población. Más
cerca de nosotros, la Europa preindustrial presenta formas indiscutibles de exclusión.
Expulsión o inmolación de los herejes, hogueras de brujas, ejecución de los criminales de "derecho común" (incluso
con mucha frecuencia para los crímenes contra los bienes), destierro o pena de galeras para los vagabundos y los
sediciosos, represión de los desvíos sexuales como la bigamia o la sodomía, e incluso casos que hoy serían calificados
de patológicos, como la lepra o la locura. toda la gama de los procedimientos de exclusión se muestra en este
espacio europeo entre los siglos XIV y xv111. Sin hacer una enumeración completa, es posible distinguir un conjunto
de rasgos estructurales que la caracterizan.
Bajo la heterogeneidad de las prácticas se deslindan tres subconjuntos principales. FI primero realiza la supresión
completa de la comunidad, ya sea bajo la forma de la exclusión, como ocurrió con los judíos o los moriscos
españoles, pero también para las diferentes categorías de desterrados, o por la ejecución de los herejes, los
criminales y los sediciosos. El genocidio representará la forma postrera de esta política de exclusión por erradicación
total. 14 Otro conjunto de prácticas de exclusión consiste en construir espacios cerrados recortados de la comunidad
en el mismo seno de la comunidad: guetos, "malaterías" para los leprosos, 'asilos" para los locos, prisiones para los
criminales. 15 Por último, tercera modalidad esencial de exclusión, a algunas categorías de la población se les impone
un estatuto especial que les permite coexistir en la comunidad, pero que los priva de ciertos derechos y de la
participación en ciertas actividades sociales. Era la situación de los judíos en Francia en vísperas de la Revolución
Francesa, como será durante la colonización la de los indígenas, que representan una categoría de subciudadanos
regidos por un código especial (estatuto que no debe confundirse sin embargo con el apartheid, que remite al
segundo caso particular). Las diferentes formas de sufragio censitario o la privación del derecho de voto para la
mujer realizan una exclusión de este tipo en el plano político.
Bajo estas modalidades muy diversas, la exclusión, por lo tanto, presenta rasgos comunes. Impone una condición
específica que descansa en reglamentos, moviliza aparatos especializados y se lleva a cabo a través de rituales. El
caso de una de las más antiguas formas de exclusión en la Europa cristiana, la de los leprosos, lo ilustra a la
perfección. El presunto enfermo padecía primero un examen, y si era reconocido como leproso participaba en una
ceremonia religiosa, la "separación", muy bien nombrada puesto que de algún modo daba solemnemente al
enfermo su licencia de la sociedad. En ocasiones podía salir de la malatería, pero con la condición de recordar su
estatuto de excluido haciendo sonar las tablillas de san Lázaro.
Así, la exclusión no es ni arbitraria ni accidental. Depende de un orden de razones proclamadas. Uno se atrevería a
decir que es "justificada", si con esto se entiende que tiene su base en juicios y pasa por procedimientos cuya
legitimidad es atestiguada y reconocida. Un hereje, por ejemplo, no es quemado injustamente, sino porque la
herejía atenta contra el "buen orden de la sociedad cristiana" 19 Hasta la orden real, que a fines del Antiguo Régimen
será considerada como el súmmum de la arbitrariedad, descansa en un conjunto estricto de reglas 20 y en última
instancia expresa el fundamento mismo del orden jurídico según el cual "toda justicia viene del rey" .
Ya sea total o parcial, definitiva o provisoria, la exclusión, en el sentido propio de la palabra, es así siempre el
desenlace de procedimientos oficiales y representa un verdadero estatuto. Es una forma de discriminación negativa
que obedece a estrictas reglas de construcción.
8. Hoy en día, el hecho de tomar en serio estos criterios debería permitir que se controlen los usos legítimos del
término "exclusión". De ello resulta inmediatamente que la mayoría de las situaciones así calificadas en los discursos
mediático y político, pero también sociológico, dependen de otra lógica. La mayoría de las veces se trata de esa
vulnerabilidad creada por la degradación de las relaciones de trabajo y de las protecciones que le estaban
vinculadas, digamos, para abreviar, por la crisis de la sociedad salarial. Podemos entonces hablar de "precarización",
de "vulnerabilización", de "marginación", pero no de "exclusión". O en todo caso se da a la palabra un sentido
metafórico para significar que algunas categorías de la población ya están privadas de facto de la participación en
cierta cantidad de bienes sociales y amenazadas de caer en una situación todavía más degradada. Pero es una
metáfora peligrosa en la medida en que cond uce a confundir dos lógicas heterogéneas. Una, la de la excluSión,
procede por discriminaciones oficiales. La otra consiste en procesos de desestabilización, como la degradación de las
condiciones de trabajo o la fragilización de los soportes de la sociabilidad.
Afirmar la necesidad de hacer semejante distinción no implica ni que esas situaciones de marginación y exclusión no
sean graves en sí mismas, ni que la exclusión no æpresente en la actualidad una amenaza. Son graves en sí mismas
porque, como ya se dijo, alimentan una desestabilización general de la sociedad. Observamos así la multiplicación de
categorías de la población que sufren de un déficit de integración respecto del trabajo, el alojamiento, la educación,
la cultura, etc., y de las que puede decirse que están amenazadas de exclusión. Estos procesos de marginación
pueden entonces desembocar en la exclusión propiamente dicha, vale decir, en un tratamiento explícitamente
discriminatorio de dichas poblaciones. La tripartición que hemos bosquejado precedentemente de las principales
formas de exclusión puede ayudar a sopesar esos riesgos.
La modalidad más radical de la exclusión, la erradicación total, parece imposible, salvo una degradación absoluta
pero difícilmente encarable de la situación política y social. En efecto, no está bien visto que una sociedad que haya
conservado un mínimo de referencias democráticas pueda suprimir lisa y llanamente a sus "inútiles al mundo" o a
sus indeseables, como a menudo ocurrió antaño.
En cambio, la exclusión del segundo tipo, el relegamiento en espacios
especiales, aparece como mucho menos improbable. En el momento en que escribo estas líneas, una voz
particularmente autorizada, porque es la del ministro a cargo "de la integración y la lucha contra la exclusión' , acaba
de encarar el "extrañamiento" de ciertos menores y propone "desplazar" a "familias indeseables" . ¿Para ponerlos
dónde?
Como quiera que sea, Francia no conoce todavía guetos propiamente dichos, es decir, encierro completo de ciertas
categorías de la población condenadas a desarrollar una subcultura específica sobre una base territorial, como el
underclass estadounidense. 24 No obstante, esta situación es muy frágil. Radica en la posibilidad de mantener en los
sitios más desfavorecidos un conjunto de servicios que garanticen un tratamiento más o menos homogéneo de toda
la población. También radica en el despliegue de esfuerzos especiales para reducir las discapacidades específicas de
esos sitios en una lógica de discriminación positiva, por ejemplo, la denominada "política de la ciudad". Pero las
evaluaciones de esas políticas territoriales (véase más arriba, punto 4), muestran hasta qué punto sus resultados son
frágiles. El riesgo de una fractura total es todavía acentuado por la emergencia de reivindicaciones identitarias sobre
una base étnica. Riesgo de una conjunción entre la dimisión del Estado (incluso la aparición en su seno de
orientaciones abiertamente represivas) y la afirmación de identidades culturales construidas sobre el rechazo de la
participación en la sociedad global, y que consagraría la existencia de grupos aislados urbanos recortados por
completo del régimen común de los intercambios sociales. 25
Pero la tercera figura de la exclusión por la atribución de un estatuto especial a determinadas categorías de la
población es sin duda la amenaza principal en la coyuntura actual. Ella radica en la ambigüedad profunda de las
políticas de discriminación positiva. Pueden nombrarse así las tentativas para compensar las desventajas que
padecen algunas categorías sociales en materia de acceso al trabajo, al alojamiento, a la educación, a la cultura, etc.
Al comienzo estas políticas (política de la ciudad, zonas de educación prioritaria, ingreso mínimo de inserción,
políticas de formación para facilitar el acceso al empleo, etc.) no son discutibles puesto que apuntan a garantizar un
suplemento a los que menos tienen para acercarlos al régimen común. Pero la observación sociológica más
elemental muestra que la discriminación positiva se convierte con facilidad en discriminación negativa. Esto ocurre
con el RMI, un dispositivo original concebido para poner a flote a poblaciones en dificultad debido a ''la situación de
la economía y el empleo", como dice el artículo 1 de la ley de 1988, y cuya atribución está en vías de convertirse en
una marca infamante. Desde ese punto de vista es particularmente inquietante oír al propio ministro de la
República, que propone desplazar a las familias indeseables, recuperar los muy viejos acentos que siempre
estigmatizaron a los malos pobres y condenar la "verdadera contrasociedad del RMI", 'cultura de inactividad" .
Blaming the victim: realmente aquí se trata, en efecto, de un discurso de exclusión. Vemos que es estrecho el
margen entre medidas específicas que apuntan a ayudar a los grupos en dificultad y su instalación en sistemas de
categorización que les atribuyen un estatuto de ciudadanos de segunda, hasta. de "excluidos' .
El riesgo de la exclusión, por lo tanto, no es una fantasía, pero tratar de conjurarlo exige vigilancia. Esta vigilancia
podría jugar sobre tres registros. En primer lugar, no gritar que viene el lobo cada dos por tres denominando
'exclusión" a cualquier disfuncionamiento social, sino distinguir con cuidado los procesos de exclusión del conjunto
de los componentes que hoy constituyen la cuestión social en su globalidad. En segundo lugar, al tratarse de la
intervención sobre las poblaciones más vulnerables, esforzarse en que las medidas de discriminación positiva que sin
duda es indispensable adoptar con respecto a ellas no se degraden en un estatuto de excepción. Esta tarea
extremadamente difícil plantea la cuestión de la eficacia de las políticas de inserción, porque es sobre el éxito de las
prácticas de inserción donde se juega la posibilidad de las poblaciones con más dificultades de reintegrarse al
régimen común. En tercer lugar (véase más arriba, puntos 2 y 3), recordar que la "lucha contra la exclusión" se lleva
a cabo también, y sobre todo, bajo el modo preventivo, vale decir, esforzándose por intervenir antes sobre los
factores de desregulación de la sociedad salarial, en el corazón mismo de los procesos de la
producción y la distribución de las riquezas sociales.
XIII. POR QUÉ LA CLASE OBRERA PERDIÓ LA PARTIDA
EL TíTULO DE ESTA COLABORACIÓN puede parecer provocativo. Pero mi intención de ninguna manera lo es. Su
objetivo es proponer una línea de análisis para comprender la relativa desaparición del lugar y el papel que
desempeñó la clase obrera a partir del análisis sociohistórico de las transformaciones internas del salariado. Todo el
mundo, o casi todo el mundo, estará de acuerdo con la siguiente comprobación: la clase obrera no ocupa ya la
posición de centralidad que tenía en la historia social desde hace más de un siglo. De mediados del siglo XIX a
mediados del xx aproximadamente, los principales desafíos políticos y sociales, en Francia y en el resto de la Europa
occidental, habían gravitado alrededor del lugar que debía ocupar esta clase en la sociedad a partir de la posibilidad
que implicaba, o que parecía implicar, de promover una transformación completa del orden social. Este diagnóstico
era compartido por aquellos que exaltaban esa posibilidad —es la opción revolucionaria, por otra parte susceptible
de diversas variantes— y por aquellos que la temían como la amenaza suprema y hacían todo lo posible para
conjurar el riesgo de subversión que implicaba. Así, la cuestión social era prioritariamente la cultura obrera. Esto
significa que lo esencial de la conflictividad social descansaba en el enfrentamiento de dos bloques antagónicos cuya
formulación más radical la dio Marx, pero que repercutían en los diferentes niveles de la lucha social y política:
¿conservación o subversión del orden social? ¿Reforma o revolución?
Ya sea que uno se regocije o Io lamente (algunos se inclinan por lo primero; otros, por lo segundo), en la actualidad
ya no estamos en el marco de esta problemática. La clase obrera no aparece ya como portadora de una alternativa
global de organización social. Lo cual no significa que ya no existe, ni que ha dejado de tener importancia social y
política, y habrá que discutir acerca de su tipo de existencia y de los papeles que hoy desempeña. Esta comprobación
sólo significa —lo cual no es poco— que padeció un retroceso social y político decisivo que desactivó la
potencialidad subversiva que implicaba, o que parecía implicar.
¿Por qué? Evidentemente hay múltiples razones que pueden contribuir a la comprensión de semejante cambio, y no
tengo la pretensión de desplegarlas todas. Sólo trazaré un atisbo de explicación, que no es el único posible, pero que
me parece muy esclarecedor. La clase obrera, por lo menos en Francia y en el siglo xx, no fue vencida en el marco de
un enfrentamiento político directo, como en el caso, por ejemplo, de los obreros parisinos en 1848. Mi proposición
es que fue socavada, soslayada, desbordada por una transformación sociológica profunda de la estructura del
salariado. Fue de este modo desposeída, "rebasada", si me atrevo a decir, por la generalización y la diversificación
del salariado y por la promoción de categorías salariales que la relegaron a una posición subordinada, y ya no
central, en la configuración del salariado.
Me gustaría mostrar —o más bien, en los límites de esta colaboración, sugerir— que esta desposesión pasó por dos
etapas principales. La primera marca lo que se podría llamar el pasaje de la sociedad industrial a la sociedad salarial.
La segunda, en la cual nos encontramos hoy, es el efecto de la conmoción de esta sociedad salarial, cuyas
consecuencias empezaron a hacerse sentir a partir de mediados de los años setenta. De modo que una de las
maneras de interrogarse sobre el punto en que hoy se encuentra la clase obrera, su consistencia, su impacto social y
político, sería restituirla en la historia del salariado, y en particular, hoy en día, tomar seriamente en cuenta las
transformaciones más recientes que se produjeron en la organización del trabajo.
LA SUBORDINACIÓN DEL SALARIADO OBRERO
Por consiguiente, partamos de la época en que, en la sociedad industrial, la clase obrera parece representar un
bloque portador de una alternativa global de organización de la sociedad. Podría tomarse como punto de referencia
el año 1936, momento en que esa clase obrera aparece en Francia consciente de su fuerza, dotada de una ideología
que le es propia y apoyada en sus propios aparatos, partidos y sindicatos. Al mismo tiempo, permanece socialmente
subordinada, privada de las principales posiciones que dan acceso a la riqueza, al prestigio y al poder, precisamente
cuando se plantea como la principal productora de la riqueza social. Este es el contexto de la lucha de clases,
portador de la esperanza, o del temor, de que todo podría cambiar, y que aquellos que son desposeídos del fruto de
su trabajo podrían invertir el proceso e instalarse al mando de la sociedad.
Esta representación de la clase obrera se apoya en la composición sociológica del salariado de la época. El salariado
obrero representa entonces el 60% del total, y cerca del 75% si se añade a los obreros agrícolas. El salariado no
obrero, por lo tanto, es claramente minoritario, y está compuesto sobre todo de pequeños empleados cuyo estatuto
es modesto, apenas superior al de los obreros. El salariado obrero, por lo tanto, constituye el gran bloque del
salariado, a partir del cual la categoría general de trabajador salariado es pensada y representada. Por cierto, no es
del todo homogéneo, ni sociológica ni ideológicamente, y por otra parte es sabido que jamás lo fue. Pero reúne lo
esencial de las fuerzas productivas de la sociedad moderna en una formación social que aún está industrializada a
medias, ya que en los años treinta el salariado representa apenas la mitad de la población activa.
Si ahora tomamos la situación en 1975, cuantitativamente, el número de los obreros no cambió mucho y hasta
mostró un leve aumento. Pero cualitativamente se produjo una transformación decisiva en la estructura del
salariado. El salariado obrero perdió su hegemonía y fue alcanzado por el desarrollo espectacular de categorías de
"profesiones intermedias" y de ejecutivos medios y superiores, vale decir, estratos profesionales cuyos ingreso y
posición son superiores a los del salariado obrero. Estas categorías, para retomar una palabra que Luc Boltanski
aplicó primero a los ejecutivos, desempeñan en adelante un papel de atractor para el conjunto del salariado. En este
sentido decía que la clase obrera fue "rebasada". Independientemente incluso de las transformaciones internas
ocurridas en su seno —y que a todas luces habría que analizar más de cerca—, fue superada y resultó dominadapor
un salariado de más alta gama. El salariado obrero —a su vez desplegado en diferentes categorías—, en lugar de
ocupar el centro, se encuentra en la parte inferior de la escala cada vez más diferenciada del salariado, sobre todo a
partir del momento en que el salariado agrícola, cuya posición era inferior a la suya, prácticamente desapareció.
Esta es la estructura de la sociedad salarial: un continuo diferenciado de posiciones relacionadas por las
características comunes de la condición salarial, en particular el derecho del trabajo y de la protección social. Pero
este continuo permanece muy estratificado y muy poco igualitario. Este modelo de la sociedad salarial, en
consecuencia, no acarrea una homogeneización social. Tampoco implica una sociedad apaciguada, el fin de la
conflictividad social. Pero impone una redistribución de esta conflictividad que no está ya cristalizada en torno de
dos bloques antagónicos, obreros y burgueses, trabajo y capital. Se redistribuye en la escala del salariado y se juega
en buena parte a través de la competencia entre los diferentes estratos salariales. De ahí la forma que adopta la
negociación entre los "interlocutores sociales". Negociación conflictiva, podría decirse, a través de la cual cada
categoría reivindica la "distribución de las ganancias" del crecimiento, piensa que nunca obtiene lo suficiente, pero
también puede pensar que en el futuro obtendrá más. Y en efecto se comprueba que durante este período posterior
al fin de la Segunda Guerra Mundial cada categoría socioprofesional vio que su suerte mejoraba, al mismo tiempo
que las disparidades entre las categorías permanecían casi sin cambios.
La cuestión sociopolítica esencial que se plantea en este contexto ya no es la de la revolución, sino la de una
redistribución más equitativa de la riqueza social, o de la reducción de las desigualdades. No es tampoco la del
cambio del lugar que ocupa la clase obrera en cuanto tal en la sociedad, sino más bien la de la mejora de la condición
salarial en general y de la clase obrera en particular. Para resumir este desplazamiento, podría decirse que la clase
obrera dejó de servir de referente hegemónico para la lucha política y a la vez para el análisis sociológico de la
sociedad. La gama de las posiciones salariales que la sustituyó es más amplia, más diferenciada, menos dividida
ideológica, política y socialmente, aunque no esté armoniosamente unificada.
En esta forma, este análisis es muy simplificador. Habría que especificar y matizar cierta cantidad de puntos. En
particular sobre la cronología. Tratándose de un proceso, es difícil fechar el momento del cambio. Esta
generalizacióndiferenciación del salariado que sobrepasa el salariado obrero se bosqueja en los años treinta, se
refuerza tras la Segunda Guerra Mundial y comienza a imponerse en los años sesenta (un signo fuerte de esto es el
debate de entonces sobre la "nueva clase obrera"). Pero incluso después de que, desde un punto de vista
sociológico, la clase obrera perdió su hegemonía en el salariado, la referencia a un nzesianismo obrero pudo
conservarse en el plano político y en las luchas sociales, sustentado en particular por el Partido Comunista y la
Confederación General del Trabajo (CGT). Es acaso, paradójicamente, alrededor de 1968 cuando se vuelve visible la
pérdida de centralidad de la clase obrera. Paradójicamente, porque Mayo del 68 marcó la "mayor huelga" del
movimiento social, y se lograron algunas reivindicaciones concernientes en primer lugar a los obreros, como el
aumento sustancial del SMIC. Pero sin embargo no es posible hablar de una victoria de la clase obrera en cuanto tal.
Mayo del 68 más bien realizó un aggiornanzcnto de la sociedad salarial o, si se prefiere, una etapa importante en el
proceso de modernización de la sociedad francesa en la cual la clase obrera no fue ni el desencadenante (es sabido
que fueron los estudiantes los que tuvieron ese papel), ni e] actor privilegiado, ni el beneficiario principal. Respecto
de la tensión entre reformismo y revolución que desde hacía más de un siglo atravesaba la historia social (y el propio
movimiento obrero), el fin de los años sesenta parece marcar la victoria del primero. Esta victoria significa que la
clase obrera puede seguir obteniendo beneficios de los cambios sociales, que parecen empeñados en la vía del
progreso social, pero ha dejado de ser el centro de gravedad de ese proceso histórico.
LA FRAGMENTACIÓN DE LA CLASE OBRERA
Si yo hubiera intentado este análisis a fines de los años sesenta o comienzos de los setenta, me hubiera contentado
con esto. O más bien, hubiese invitado a que nos interrogáramos sobre el lugar que podría ocupar la clase obrera en
una sociedad que parecía empeñada en una transformación de tipo socialdemócrata: cierta reducción de las
desigualdades, una consolidación del derecho del trabajo y de la protección social, un refuerzo del papel de la
negociación social, una representación más democrática de la importancia de los diferentes "interlocutores
sociales", etc. En este contexto, ¿habría conservado la clase obrera cierta unidad y cierta especificidad? ¿O bien se
habría fundido en una suerte de gran clase media, tal como soñaban en los años sesenta algunos ideólogos del fin de
la lucha de claseecomo Jean Fourastié y un poco más tarde Henri Mendras? Me parece que las cosas no eran tan
sencillas, y que cierta reducción de las desigualdades y de las injusticias no significa necesariamente una
homogeneización de las condiciones de existencia y una unificación de los modos de vida.
Pero de todas maneras hoy ya no se plantea el problema en esos términos. A partir de mediados de los años setenta
(desde lo que se llama "crisis", pero que es mucho más que un episodio transitorio) se produjo una bifurcación en los
procesos de transformación de la sociedad salarial. La trayectoria ascendente de la consolidación del salariado se ha
quebrado, cuestionando la asociación creciente del trabajo y de las protecciones que el progreso social parecía
promover. La consecuencia de esto, me parece, es un agravamiento muy profundo de la pérdida de posición de la
clase obrera que se había iniciado durante el pasaje de la sociedad industrial a la sociedad salarial.
En efecto, si el desarrollo de la sociedad salarial implicaba necesariamente la pérdida de la centralidad del salariado
obrero en la estructura social, esta subordinación sin embargo no acarreaba una degradación de la posición de
TIPEAR 278 Y 279
profundo de la noción misma de "clase" en el hecho de que acarrea una descolectivización de las condiciones de
trabajo y de los modos de organización de los trabajadores.
En efecto, la concepción clásica de la clase obrera descansa en última instancia en la existencia de colectivos obreros
arraigados en cierta comunidad de condiciones y cierta comunidad de intereses. Siempre se supo (y Marx fue el
primero en ser consciente de ello) que esa identidad nunca fue totalmente realizada, y que la clase obrera nunca
representó una unidad absoluta, ni desde el punto de vista de sus condiciones de existencia ni desde el punto de
vista ideológico o político. No obstante, no se puede hablar de "clase" sin plantear cierta preponderancia de lo
colectivo sobre lo individual.
Hoy es preciso examinar esta preponderancia. El mundo obrero (suponiendo que haya existido como "mundo", en
todo caso existía así sobre la base y en la medida de esta preponderancia de lo colectivo) ¿no está socavado por un
proceso de individualización que disuelve sus capacidades de existir como colectivo? No sólo como un colectivo
global (la Clase obrera con una C mayúscula), sino incluso como un conglomerado de colectivos correspondiente a
diferentes formas de condiciones relativamente homogéneas que pueden unificarse en objetivos comunes (una gran
huelga, una "avanzada social" importante, siempre correspondieron a una cristalización de colectivos particulares en
un colectivo más amplio). Ahora bien, las transformaciones más recientes de la organización del trabajo no se
traducen sólo en la desocupación masiva y la precariedad creciente de las condiciones de trabajo. Ellas transforman
también en profundidad las relaciones con el trabajo. En un mercado de trabajo cada vez más competitivo, los
asalariados son sometidos a presiones muy fuertes para que sean móviles, adaptables, flexibles. Bajo la amenaza de
la desocupación (y sin duda también porque muchos, de grado o por fuerza, abrazan la ideología empresarial que
exalta la ductilidad y el espíritu de iniciativa), son puestos en competencia y conducidos a jugar ese juego. Se asiste
así a un desarrollo de la competencia entre iguales, vale decir, entre trabajadores de la misma posición. 4 Éstos son
llevados a jugar su diferencia, más que a apoyarse en lo que tienen en común. Hay así una correspondencia profunda
entre lo que Ulrich Beck llama la "desestandarización del trabajo " y el recurso a estrategias individuales, más que a
estrategias colectivas, para enfrentar esas situaciones nuevas. Por un lado, el mundo del trabajo se fragmenta con el
desarrollo de la tercerización, la multiplicación de las formas 'atípicas" de empleo, el trabajo parcial, el trabajo
temporario, las formas nuevas de trabajo "independiente", etc. Faltan entonces los puntos de apoyo para la
organización y la acción colectivas cuyo modelo fue representado por la gran empresa. La consecuencia de estos
cambios "objetivos" es que el trabajador como persona es remitido cada vez más a sí mismo, y es llamado a
movilizarse él mismo para tratar de hacer frente a tales situaciones. Al parecer, cuanto más precarias son las
condiciones de trabajo, tanto más los trabajadores están obligados a arreglárselas, a hacer pequeños trabajos, a
tratar de salir a flote mal que bien. En estas condiciones, ¿se puede hablar de "clases" de individuos, o de individuos
atomizados, de alguna manera condenados a ser individuos, individuos por falta de pertenencia a colectivos?
Podemos evocar aquí las condiciones del arrendamiento de la fuerza de trabajo a comienzos de la industrialización,
analizadas entre otros por Marx. El trabajador era también tratado como un individuo "libre" y sin protecciones, y es
sabido cuánto le costó esto. Se había liberado de las formas negativas de la libertad de ser un individuo que no es
más que un individuo, inscribiéndose precisamente en colectivos, colectivos de trabajo, colectivos sindicales,
regulaciones colectivas del derecho del trabajo y de la protección social. ¿Qué ocurre con el individuo, y qué puede
hacer, cuando está desencastrado de los colectivos protectores? La historia de la clase obrera muestra que los
individuos trabajadores pudieron acceder a cierta independencia sobre la base de organizaciones colectivas y de su
inscripción en colectivos. El análisis de la reestructuración actual de las relaciones muestra que el que domina las
recomposiciones en curso es un proceso inverso.
La descolectivización actual de las relaciones de trabajo representa así un nuevo orden susceptible de cuestionar la
propia noción de clase tal como se construyó históricamente. Ella desestabiliza las formas clásicas de organización
del trabajo que habían suministrado las bases de la unificación de los trabajadores y de su capacidad de resistencia,
incluso cuando a menudo eran formas muy costosas y muy "alienantes", como en el caso de la organización
tayloriana del trabajo. Pero la fragmentación de esas formas colectivas corre el riesgo de incrementar la
subordinación y profundizar la desigualdad de las condiciones de trabajo y de vida de las categorías populares. El
revés de la descolectivización del trabajo, es en efecto su reindividualización, que remite al trabajador la
responsabilidad principal de asumir por sí mismo los avatares de su trayectoria profesional. Ahora bien, los
diferentes grupos sociales están desigualmente equipados para hacer frente a esas nuevas exigencias. Los menos
calificados, aquellos que más carecen de "capitales", no sólo económicos, sino también culturales y sociales, son
también aquellos que más padecen cuando un modelo de individualización de las relaciones de trabajo reemplaza
un modelo de colectivización. Los menos calificados, los más precarios de los trabajadores, son también aquellos que
parecen más desprovistos de los recursos necesarios para estructurar colectivos emancipadores.
Estas palabras parecerán tal vez exageradamente pesimistas. No se excluye que nuevas formas de organización
puedan responder a esas formas nuevas de desestructuración de los antiguos colectivos. Sin duda alguna, es incluso
el desafío principal que hay que enfrentar hoy en día: volver a colectivizar situaciones que se desarrollan cada vez
más bajo la forma de una individualización desregulada. Por otra parte, es el desafío que propuso la historia social y
que permitió la constitución del salariado obrero como clase a partir de la situación atomizada del proletariado de
los comienzos de la industrialización. En consecuencia, no es a priori imposible que un desafío homólogo pueda hoy
ser aceptado. Pero ¿cómo, en qué condiciones, movilizando qué recursos y con qué posibilidades de éxito?
Como no soy profeta, me cuidaré de responder estas preguntas. Pero pienso que, como quiera que sea, las
posibilidades de promover un porvenir mejor deben partir de un diagnóstico sin complacencia sobre el presente.
Éste nos muestra que la unidad relativa de la clase obrera se ha deshecho; que su desestructuración permite
aumentar en sus márgenes un flujo creciente de trabajadores o ex trabajadores abandonados a sí mismos, cuya
situación recuerda a la de los primeros proletarios; que la dinámica más poderosa del capitalismo contemporáneo,
relevada por la ideología neoliberal, trabaja en la desestructuración de los sistemas de regulaciones colectivas que
habían estabilizado la condición salarial, y que los contrapoderes necesarios para contener esos factores de
individualización negativa, y que sólo pueden ser colectivos, todavía no han sido encontrados.
POSDATA
Desde que este artículo fue escrito en 1999, un nuevo elemento, que era menos visible, o por lo menos que no me
había parecido tan importante en ese momento, debe ser añadido al debate. Es cierto que la clase obrera sin duda
nunca existió como un conjunto completamente unificado y que la conciencia de clase en el sentido pleno que le dio
Marx fue más sustentada por una vanguardia politizada que por la totalidad de los obreros. Pero también es cierto
que, más acá de la esfera política, existen o existían valores populares ampliamente compartidos, atracciones y
rechazos comunes que estructuran una suerte de visión popular del mundo. En particular, la famosa distinción
propuesta por Richard Hoggart entre "ellos" y "nosotros" a partir de su análisis de la clase obrera inglesa de los años
cincuenta aparece como una buena clave que permite descifrar una cantidad de reacciones propias de las clases
populares "Ellos" son los burgueses, los poderosos que "nos" dominan. Están muy por encima de "nosotros" y es
prudente desconfiar de ellos, no creer demasiado en los buenos sentimientos que ostentan porque no nos
comprenden, nos desprecian y sobre todo tratan de instrumentalizarnos. En cambio "nosotros' somos trabajadores
de poca monta, nos cuesta llegar a fin de mes y no tenemos con frecuencia tiempo para soñar. Pero eso no significa
que seamos zombis; somos duros en el trabajo, entregados a nuestra familia y a nuestros amigos, tenemos nuestras
maneras de divertirnos y de ser felices juntos y nuestras formas de solidaridad. Despreciamos a aquellos de nosotros
que imitan a los poderosos, pero nos gustaría mucho ser un poco respetados por lo que somos.
Olivier Schwartz —y la observación podría tener un gran alcance— expresa que esta dicotomía está sin duda en vías
de deshacerse. El cambio no se hace tanto desde arriba. En las clases populares, aunque se vote por la derecha, no
es por amor y la desconfianza persiste. Es bien sabido que no tenemos mucho en común con gente que cena en
Fouquet's, frecuenta a los multimillonarios del planeta y se toma vacaciones en yates o en hoteles de lujo. Ésa es la
historia de "ellos", que nunca será la nuestra. "Ellos" siguen planeando por encima de "nosotros". En cambio, una
división se produce a nivel de ese "nosotros' Como trabajadores, "nosotros ' permanecemos fieles a nuestros
valores, orgullosos de ganarnos la vida, y no tenemos la costumbre de quejarnos. Pero ahora hay "ellos" que están
por debajo de "nosotros". Son aquellos que no trabajan, y realmente es porque no quierentrabajar. Viven a nuestras
expensas, son parásitos. "Ellos" son ahora también una buena parte de los desocupados y los inmigrantes, los
beneficiarios de la ayuda social, los jóvenes que no quieren integrarse y forman parte de la chusma. "Ellos"
representan una amenaza. Son holgazanes y de vez en cuando violentos, y sin embargo son mejor tratados que
"nosotros". Tienen plata sin trabajar, no pagan impuestos, y por poco los jueces no los felicitan cuando cometen
delitos. "Tenemos aquí —dice Olivier Schwartz— un tipo de conciencia popular que es muy diferente del esquema
dicotómico, porque se ha vuelto a la vez contra los de más arriba y contra los de más abajo. "
Esta actitud no es compartida por el conjunto de las clases populares, pero es popular y puede traer graves
consecuencias. Por un lado, torna todavía más problemática, es lo menos que se puede decir, la constitución o la
reconstitución de colectivos en el seno de las poblaciones desfavorecidas. Por el otro, mantiene formas de negación
del otro y de racismo que, por otra parte, no recaen exclusivamente sobre los inmigrantes o las poblaciones
"surgidas de la inmigración". El racismo es una reacción de "pequeños blancos" que inferiorizan al prójimo (en
Estados Unidos tras la Guerra de Secesión los negros, que eran más desfavorecidos que los blancos pobres, pero que
habían ganado la libertad, fueron sus víctimas). Pero el resentimiento del "pequeño blanco" también puede dirigirse
hacia otros blancos que uno empequeñece, desprecia y a la vez envidia, a los que uno adjudica ventajas que no se
tienen y que ellos no merecieron (el subsidio de desempleo, el RMI, la ayuda social, el acceso al alojamiento social, y
hasta los subsidios familiares, porque es bien sabido que "ellos" tienen hijos para no trabajar.. .).
Hay aqui un amplio campo abierto a la demagogia política, y el Frente Nacional no tiene la exclusividad de su
explotación. Sería urgente que la reflexión política, sobre todo cuando es reivindicada por la izquierda, se tome en
serio esta cuestión. Ella radica sobre todo en el hecho de que una parte de las capas populares tiene la sensación de
que no se hace nada por ellas y que los "ellos" de arriba y los "ellos" de abajo prosperan a sus expensas. No son las
capas más pobres, aquellas que se desconectaron, las que reaccionan así, sino aquellas que siguen trabajando,
siguen esforzándose por llevar una vida 'respetable", pero que se sienten frágiles y amenazadas para conservar lo
poco que les queda. ¿Qué políticas habría que llevar a cabo para que esos medios populares que difieren a la vez de
las clases medias y de las categorías más desafiliadas de la población no tengan la sensación a veces de ser
abandonadas y otras de pagar por todo el mundo? El resentimiento no es un bello sentimiento, y puede tener
efectos devastadores. Sin embargo, no basta con estigmatizar y despreciar a aquellos que Io expresan, como se
tendió a hacer al asimilar, por ejemplo, a los electores de Jean-Marie Le Pen con lisos y llanos aprendices de
fascistas. También hay que tratar de comprender las raíces del resentimiento para combatirlo de otro modo que
pronunciando anatemas. En gran medida descansa en el déficit que padecen algunas categorías populares que no se
inscriben ya en la dinámica de la modernidad. Déficit de recursos materiales, sin duda, pero también de
reconocimiento social.
Uno de los efectos de las transformaciones ocurridas desde hace unos treinta años que sin duda no fue lo bastante
subrayado es que, a la hora de la europeización y de la mundialización, muchas categorías populares se viven como
marginadas en la nueva organización del mundo que se establece y sobre la cual no tienen ningún asidero, y de la
que no sacan ningún beneficio, sino lo contrario. Tienen la sensación de no tener casi porvenir, pero también de que
no mucha gente en la clase política y entre las "elites" (los "ellos" de arriba) se preocupa realmente de esto. En este
sentido la clase obrera, como decía, "perdió la partida", en comparación con lo que era y con lo que representaba en
el corazón de la sociedad industrial, cuando llevaba en ella, y también fuera de ella, para sus "compañeros de ruta",
la esperanza de una organización alternativa de la sociedad (Jean-PauI Sartre compartía esa opinión). No obstante,
es una situación peligrosa y un poco injusta, ya que hay que estar de acuerdo en que si la clase obrera no existe ya
como clase en el sentido que le dio el marxismo, los elementos que la componían no desaparecieron, y siguen
estando todavía en el orden del tercio de la población francesa. Esta parte de la nación no podría vivir impunemente
en el descrédito, máxime cuando, si perdió, no desmereció. En todo caso, la existencia de una clase obrera poderosa
fue un elemento decisivo en el proceso de modernización de la sociedad francesa y un interlocutor mayor para el
desarrollo económico y social de las democracias occidentales.