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VI.

EN NOMBRE DEL ESTADO SOCIAL


EL PAPEL SOCIAL DEL ESTADO, que se llamará "Estado social" antes que "Estado de bienestar" por razones que irán
apareciendo, será encarado aquí en una perspectiva que se podría calificar de durkheimiana, en el sentido de que
hace de la integración del individuo en el colectivo una preocupación central. ¿Cuáles son las responsabilidades del
Estado, qué papeles desempeña, con qué dificultades tropieza como garante de la cohesión social? El Estado social
es una respuesta, por otra parte, tardía, a una muy vieja pregunta que de hecho se formula en toda sociedad y que
en su forma más general podría plantearse así: ¿qué significa "estar protegido", por qué canales los individuos que
pertenecen a una comunidad pueden aprovechar recursos mínimos para garantizar su existencia cuando tienen
necesidades y no pueden hacer frente por sí mismos a la situación?
¿Quién les procura entonces esas garantías mínimas contra los riesgos de la existencia social, ya se trate de
dificultades de orden individual como la enfermedad, el accidente o la invalidez, o bien de desgracias ampliamente
compartidas, como antaño las epidemias o la hambruna y hoy en día la desocupación masiva? El Estado social es una
de las instancias susceptibles de intervenir para hacer frente a esas situaciones, para conjurar en suma los riesgos de
desconexión, de ruptura del lazo social, de desafiliación que implican. En esta función de garante de la cohesión
social, por otra parte, no se contentó con responder de una manera puntual a las situaciones críticas. Manifestó su
más alta ambición esforzándose por prevenir los riesgos de disociación social mediante el despliegue de las
regulaciones generales inscriptas en la legislación (derecho social y protección social).
Forma parte así del plan de gubernamentalidad de las sociedades modernas, y en su forma máxima sostuvo la
ambición de securizar el presente y a la vez garantizar el porvenir.
Si se acepta este tipo de posicionamiento del Estado social o, si se prefiere, esos prerrequisitos que legitiman su
importancia, de ello se desprende cierta cantidad de consecuencias en cuanto al método que se debe aplicar para
analizarlo y en cuanto a la explicitación de los principales papeles que asume y de las dificultades con las que
tropieza para llevarlos a cabo en la actualidad, cuando las funciones que ha asumido son una vez más puestas en
entredicho.
UN ABORDAJE COMPARATIVO EN EL ESPACIO Y EN EL TIEMPO
Esta posición del problema exige en primer lugar un abordaje histórico y comparativo, porque si se retoma la
cuestión general, '¿Qué es estar protegido?" , de inmediato se ve que implica respuestas que difieren según las
configuraciones nacionales y también según las épocas históricas. Para esquematizar, existe un orden de
protecciones que se pueden llamar "protecciones vecinales", que son asumidas por el entorno social inmediato, por
ejemplo, por la familia o la vecindad, y que economizan la intervención de instancias especializadas, y a fortiori la
intervención del Estado. En este sentido se puede defender la tesis de que hay sociedades sin social, vale decir,
sociedades sin instancias especializadas de cobertura, y por tanto, sociedades donde el Estado, aunque exista —no
es necesario pronunciarse aquí sobre la existencia o no de sociedades sin Estado—, no interviene como un agente
protector, ya que la asistencia de las personas o grupos en dificultad se deja en manos de lo que hoy se llamaría la
sociedad civil.
El Estado social es así una construcción histórica cuya emergencia se puede señalar, así como también mostrar en
qué condiciones se impone su presencia. Pero incluso en las sociedades donde existe, no siempre tiene la misma
fuerza, ni las mismas estructuras. Así, se podría delimitar un primer agrupamiento de Estados nación en el área
geográfica de la Europa occidental que, gracias a su posición hegemónica en la economía-mundo, fueron los
primeros en desarrollar políticas sociales enérgicas hasta asumir en el modo público de un régimen de seguridad
social generalizado lo esencial de la protección de sus conciudadanos. En otras áreas geográficas, como por ejemplo
América Latina, el Estado social es un interlocutor menos activo en el juego de las protecciones. Por cierto, allí
existen instituciones públicas y legislaciones sociales especializadas. Pero son de implantación más reciente y tienen
estructuras más frágiles, a menudo carecen de medios y corren el riesgo de ser desmanteladas por políticas
ultraliberales de reducción de los gastos públicos y de privatización de los servicios sociales. En este contexto, las
"protecciones vecinales" siguen realizando de un modo informal una parte esencial de la cobertura de las personas
desprovistas. Es lo que ocurre incluso en países como Argentina, por ejemplo, que en los años sesenta parecía
alcanzar a los países del "primer mundo" en materia de protección social y cuya situación se degradó
dramáticamente. A fortiori en otras regiones, como algunos países del continente africano, se puede dudar incluso
de la existencia de los primeros lineamientos de un Estado social.
Estas perspectivas dan paso a dos tipos de análisis; históricos, para deslindar las condiciones de emergencia y las
transformaciones de esos papeles protectores desempeñados por el Estado social, y comparativos, para desplegar
las diferentes formas que adoptaron esas estrategias del Estado social (variantes institucionales, variantes
legislativas, diferencias en los tipos de protecciones privilegiadas) en función de especificidades
PÚBLICO / PRIVADO
Este abordaje histórico y comparativo de las protecciones que dependen del Estado social también exige que se los
diferencie de los otros tipos de protecciones, como las vecinales evocadas más arriba, pero también las que brindan
instituciones y agentes especializados en la gestión de los grupos en dificultad que no son financiados por el Estado.
Esquemáticamente hablando, se trata de la diferencia entre lo público y lo privado, pero no es fácil manejar esta
distinción con rigor. Por ejemplo, en las sociedades preindustriales europeas, es sabido que la Iglesia desempeñó un
papel esencial en la administración de las ayudas y la asistencia. La Iglesia no es el Estado, pero tampoco es
exactamente lo "privado". Los religiosos fueron en cierto modo los primeros administradores de lo social y a menudo
pretendieron dividirse entre el servicio de Dios y el servicio de los pobres. En otros términos, la Iglesia era poseedora
de una suerte de mandato para hacerse cargo de una parte de los problemas de la asistencia en nombre de la
colectividad. Paralelamente a la Iglesia, existían también en el Occidente cristiano cofradías asociadas a las
corporaciones de artesanos, obras dispensadas por señores y notables, para quienes la cobertura de sus
dependientes no era tanto una iniciativa "privada" y facultativa como un deber ligado a su posición social. En
consecuencia, existieron instancias de regulaciones e incluso de obligaciones que no dependían directamente del
Estado, sino que estaban asociadas al lugar ocupado en las estructuras jerarquizadas de ese tipo de sociedades que
Louis Dumont calificó de "holísticas". En este marco, el ejercicio de las protecciones es un efecto directo de la
posición de los grupos dominantes. Lo que justifica el predominio de un grupo social es también el hecho de que
debe ejercer una función protectora con respecto a la gente que tiene a su cargo.
¿Cómo se diferencia, pero también cómo se articula, la acción de esos diversos agentes con el papel del Estado
desde el momento en que éste también está presente en el paisaje?] Se trata de cuestiones difíciles y que no tienen
solamente un interés histórico. Así, la articulación entre asistencia "pública" y asistencia 'privada" de inspiración
religiosa fue un desafío esencial de las políticas sociales de la Tercera República en un contexto de luchas
anticlericales. Pero es todavía una cuestión totalmente vigente en la actualidad, donde se asiste al desarro110 de lo
que se podría llamar una neofilantropía, ilustrada, por ejemplo, por el charity business, el papel del abate Pierre o de
los Comedores del Corazón. Y mucho más ampliamente, existe una nebulosa de instituciones, en general de origen
privado pero que hacen las veces de públicas en el sentido de que asumen las mismas tareas que los servicios
públicos, además de que sus prestaciones, por lo menos en parte, son alimentadas a menudo por fondos públicos
(instituciones bajo contra to). ¿Cuáles son sus relaciones con las instituciones públicas, hablando con propiedad, y las
políticas sociales del Estado? ¿Cuál es, por ejemplo, el peso y el papel de las múltiples asociaciones del tipo ATD
Cuarto Mundo en la definición y la puesta en marcha de las políticas asistenciales y de las políticas de lucha contra la
pobreza y la exclusión? Lo menos que se puede decir es que se trata de cuestiones muy complejas y que no están
completamente elucidadas. De igual modo, en el ámbito internacional, el papel y la función de las ONG, el lugar que
ocupan respecto de las instancias nacionales en los países donde ejercen sus actividades, merecen análisis
profundizados.
VÁLIDOS/ INVÁLIDOS
Esta complejidad institucional está reforzada por la diversidad de las poblaciones cubiertas, en cuyo seno hay que
hacer una distinción esencial que a menudo es subestimada. Los públicos que son los objetivos o los beneficiarios de
las intervenciones sociales dependen de un tratamiento muy diferente según la relación que mantienen con el
trabajo. Un primer agrupamiento, que por otra parte comprende diversas variedades, está compuesto por todos
aquellos que, al no poder trabajar por una razón considerada legítima, son eximidos de la obligación de hacerlo.
Entran en la categoría de la disminución, o de la invalidez, o de la deficiencia física o psíquica. Puede tratarse
también de niños demasiado jóvenes para trabajar pero privados de sostenes familiares, o de personas demasiado
ancianas para hacerlo, o incluso de esas 'viudas cargadas de niños" de las que regularmente se deja constancia en la
literatura sobre la asistencia. Si estas poblaciones están desprovistas de recursos, la necesidad de cubrirlos se
justifica y de hecho se ha impuesto muy pronto, mucho antes de la construcción del Estado social. Estas prácticas
constituyen lo que se puede llamar lo social asistencial, que por cierto siempre planteó problemas de
financiamiento, de medios y de organización, pero que no plantea problemas de principio desde el momento en que
esa incapacidad para trabajar es reconocida. Por otra parte, de ahí proviene una inmensa casuística de la que está
plagada la historia de la asistencia para definir esos criterios, para saber por dónde pasa la línea divisoria entre los
"buenos pobres" que merecen la asistencia y los "malos pobres" que intentan ser asistidos cuando deberían trabajar.
Para aquel que es reconocido como incapaz de trabajar por buenas razones se abre el campo de la cobertura
asistencial. Antes del Estado social, luego en forma paralela a él, esta asistencia pudo y puede ser prodigada por una
gran variedad de actores laicos o religiosos, en general implantados localmente (véase más arriba la distinción
público/ privado). Estas formas de asistencia pudieron ser prodigadas bajo formas mediocres e incluso en ocasiones
indignas, pero no dejaron de existir en todas partes.
Muy diferente es la cuestión planteada por el indigente que puede trabajar y que no trabaja, o que trabaja en forma
insuficiente o en condiciones demasiado malas como para garantizar él mismo su subsistencia. No depende
directamente de Io social asistencial ya que se supone que debe trabajar y puede hacerlo, y va a ser mucho más
difícil de encontrar un modo de tratamiento aplicable en su caso. Es con respecto a este problema que el papel del
Estado va a resultar verdaderamente específico e irreemplazable, pero es también ese papel el que más tardará en
imponerse. Para caracterizarlo con claridad hay que distinguir firmemente la problemática de las ayudas y la
problemática de la protección del trabajador.
La problemática de las ayudas concierne en esencia a las poblaciones incapaces de trabajar, mientras que la cuestión
de la indigencia válida y del trabajador privado de recursos suficientes para satisfacer sus necesidades y las de su
familia se plantea a partir de la organización del trabajo. No es que haya existido alguna interferencia entre esas dos
esferas. Indigentes válidos pudieron llegar a deslizarse en el sector de la asistencia que no estaba hecho para ellos
(véase toda la literatura sobre el mal pobre simulador, que finge invalidez para pedir compasión). Trabajadores en la
necesidad y "merecedores" y sus familias también pudieron beneficiarse con las ayudas de la Iglesia, con la
mansedumbre de los filántropos o con la ayuda puntual de las oficinas de beneficencia (las municipalidades
representaron ese papel, incluso para los desocupados, hasta los años cincuenta). Pero estas ayudas no tenían un
carácter obligatorio, no eran permanentes y no estaban garantizadas por el Estado. Por añadidura, la mayoría de las
veces eran insignificantes frente a una demanda masiva ilustrada, por ejemplo, por la enorme cantidad de
vagabundos y de mendigos válidos en la sociedad preindustrial, o el pauperismo masivo que caracteriza los inicios de
la industrialización en el siglo XIX.
Sin embargo, es en favor de las poblaciones incapaces de trabajar —y que no representan el meollo de la cuestión
social porque están fuera de los circuitos de intercambios productivos— donde el Estado social intervino primero y
más fácilmente garantizando un "derecho a la ayuda".
Planteado como "una deuda sagrada de la nación para con ciudadanos desdichados" por la Convención en 1793, es
abandonado hasta fines del siglo XIX, retomado luego y puesto en práctica por la Tercera República, que legisla en
favor de los enfermos indigentes, los inválidos y los ancianos menesterosos. Pero para depender del derecho a la
ayuda siempre hay que estar desprovisto de recursos (la "obligación alimentaria" subsiste para las familias) y ser
incapaz de trabajar. Así, si ese estatuto del derecho vinculado con la ayuda dista de ser desdeñable, sin embargo no
hace sino sancionar y tornar obligatorias prácticas asistenciales desarrolladas desde hace largo tiempo por diferentes
instancias anteriormente mencionadas que luego seguirán acompañando la acción estatal. Este social asistencial se
profesionalizará y se tecnificará de manera progresiva. Será rebautizado "ayuda social", luego "trabajo social". Pero
por Io menos hasta una fecha muy reciente dejó fuera de su campo a aquellos cuya capacidad de trabajar estaba
intacta.
EL ESTADO Y EL MUNDO DEL TRABAJO
Es en el otro plano, el de la indigencia válida y la miseria trabajadora, donde el Estado tocó su partitura más
interesante, la más específica y la más original, la más tardía también. Hubo que inventar algo muy diferente de la
asistencia y mucho más difícil de fundar: protecciones vinculadas con el trabajo. El desafío que había que enfrentar
era enorme, porque tocar el trabajo era correr el riesgo de interferir con la esfera económica. La asistencia tiene
muchas recaídas económicas porque tiene un costo, pero casi no interfiere con las relaciones de producción,
justamente porque atañe a aquellos que no trabajan y, por lo tanto, no participan en la producción de la riqueza
social. En cambio, inmiscuirse en el orden del trabajo plantea problemas mucho más sensibles, de manera que
durante largo tiempo hubo una suerte de interdicción estatal mantenida por el liberalismo respecto de las
cuestiones del trabajo, una interdicción de la intervención estatal salvo para garantizar la "libertad" del trabajo y la
salvaguardia de la propiedad. Este lugar que dejó vacante el Estado fue ocupado en el siglo XIX por lo que se podría
llamar una política sin Estado inspirada por la filantropía de los notables, el cristianismo social y el paternalismo
patronal. El objetivo es moralizar a las clases populares, y en particular el proletariado industrial, sin inmiscuirse en
las relaciones de trabajo. Hasta que se imponga esta ideología (a grandes rasgos a fines del siglo XIX), lo "social" es
una relación que se juega entre dominantes y dominados a través del ejercicio de un patronazgo de los primeros
sobre los segundos, de una tutela en ocasiones condescendiente, en otras más autoritaria, en la que el Estado se
mantiene fuera de juego. En este sentido lo social permanece en el orden de la beneficencia, es la moral
institucionalizada, que efectivamente se dota de instituciones (cajas de seguros, cajas de ahorro, mutuales, etc.),
pero que obedecen al principio del voluntariado y no de la obligación. El "Estado minimalista", tan del gusto de los
liberales, no puede intervenir sino desde el exterior para mantener el orden social y salvaguardar la propiedad, lo
que en modo alguno implica que sea permisivo, como bien lo demostró en junio de 1848 0 durante la represión de la
Comuna de París. Pero, para hablar con propiedad, se mantiene rigurosamente fuera de las relaciones de trabajo.
Sólo se puede hablar de un Estado social, o de un papel social específicamente ejercido por el Estado, cuando éste se
plantea como un tercero entre el paternalismo filantrópico y las "clases desgraciadas" o las "clases infortunadas",
como se dice en el siglo XIX. Esto evidentemente no significa que el Estado es un árbitro imparcial, sino que comenzó
a jugar una carta que le es propia. En Francia, ese papel propio del Estado social comienza a emerger en la transición
de los siglos XIX y xx. A manera de ejemplo, esta declaración de Alexandre Millerand, el primer socialista que ocupó
un puesto ministerial (pero "socialista independiente", vale decir, que rompió con las opciones revolucionarias del
movimiento obrero, y uno de los primeros representantes de una orientación reformista que progresivamente
adquirirá consistencia):
Hay un interés de primer orden en instituir entre los patrones y las colectividades de los obreros relaciones
continuadas que permitan intercambiar a tiempo las explicaciones necesarias y regular cierto tipo de dificultades.
Tales prácticas no pueden sino ayudar a aclimatar las nuevas costumbres que uno querría que estuvieran en uso. Al
introducirlas, el gobierno de la República permanece fiel a su papel de pacificación y de árbitro.
Esta declaración de 1900 puede parecer tímida, y por otra parte, los colectivos obreros que apuntaba a instituir sólo
verán la luz del día mucho más tarde bajo la forma de los comités de empresa. No obstante, formula el principio de
una responsabilidad específica del Estado en "su papel de pacificación y de árbitro", vale decir, en cuanto
responsable en última instancia de la cohesión social, o del interés general. Es muy comprensible que semejante
política tropiece con oposiciones decididas, que por otra parte provengan de todos los sectores del tablero social y
político, conservadores, liberales, pero también marxistas y sindicalistas de acción directa que quieren promover una
alternativa radical al orden burgués. Sin embargo, es esta opción "centrista", o reformista, la que se impondrá a
través de largos y difíciles progresos en la forma de un Estado social dotado de poderes extendidos y que ejercerá su
influencia máxima en el marco de lo que se llamó el "compromiso social" de los años setenta.
GARANTIZAR EL TRABAJO
Este desarrollo del Estado social fue posibilitado por la conjunción de dos series de factores, sociológicos y
tecnológicos. La gran transformación sociológica que se impone a lo largo del siglo XIX es el desarrollo del salariado y
su instalación en el corazón de la sociedad industrial. El desafío de estabilizarlo se impone cada vez con más
insistencia, sin perjuicio de ver cómo se generalizan los factores de desorden que implicaba el pauperismo de
comienzos de siglo. ¿Cómo vencer la precariedad constante de una mayoría de trabajadores que viven al día? La
historia social muestra cómo ese salariado poco a poco pudo consolidarse porque fue lastrado de protecciones. Los
asalariados, que en cuanto a lo esencial son asalariados obreros, dejan entonces de "plantarse en medio de la
sociedad occidental sin estar establecidos en ella", como decía Auguste Comte de los trabajadores de los comienzos
de la industrialización. El Estado fue un actor esencial de esta consolidación del salariado al garantizar el sistema de
regulaciones legislativas y jurídicas gracias a las cuales el trabajo escapa a las meras leyes del mercado. El salario ya
no es solamente una retribución puntual de una tarea, el asalariado tiene derechos. El estatuto del empleo
enmarcado por el derecho del trabajo y que da lugar a las protecciones sociales garantizadas por el Estado se ha
convertido en el basamento de una seguridad social extendida.
El Estado pudo desempeñar ese papel movilizando una segunda serie de factores, nuevos procedimientos y
tecnologías de intervención y de regulación. Se trata del desarrollo de la tecnología de la seguridad. Al respecto
puede hablarse de la invención de un nuevo modo de regulación. La seguridad obligatoria, en particular, fue un
extraordinario medio para asociar trabajo y protecciones sin inmiscuirse en las relaciones de producción. Gracias a la
seguridad, los trabajadores están protegidos contra los principales riesgos sociales (el accidente, la enfermedad, la
vejez insolvente), y el Estado es el garante de esas protecciones. El Estado social interviene como reductor de la
inseguridad (por eso, la expresión"Estado de bienestar" es particularmente inadecuada, al dar a entender que será
ante todo un proveedor de ayuda según la lógica de la asistencia). No interviene en los procesos de producción, pero
reduce la arbitrariedad de las relaciones empleadores/ empleados al desarrollar el derecho del trabajo, mientras
asegura al trabajador contra el infortunio y le garantiza un mínimo de recursos cuando es incapaz de satisfacer por sí
mismo sus necesidades a causa de enfermedad, accidente o vejez. La lev sobre las jubilaciones obreras y campesinas
votada en 1910 ilustra la modestia de esas realizaciones —desde un punto de vista práctico— y a la vez la
importancia decisiva del cambio de régimen de las protecciones. El monto de esas jubilaciones era irrisorio y la
mayoría de los trabajadores morían antes de la edad que les hubiera permitido aprovecharlas (65 años). No
obstante, estaban cubiertos por un derecho social verdadero que les garantizaba de manera incondicional un
mínimo de seguridad en situaciones en las que corrían el riesgo de caer en la indigencia total. A partir de 1884,
Alfred Fouillée formula claramente las ambiciones de ese nuevo modo de intervención del Estado:
El Estado, sin violar la justicia y en nombre de la misma justicia, puede exigir de los trabajadores un mínimo
de previsión y de garantías para el porvenir, porque esas garantías del capital humano que son como un
mínimo de propiedad esencial para todo ciudadano realmente libre e igual a los otros, son cada vez más
necesarias para evitar la formación de una clase de proletarios fatalmente condenada a la servidumbre o a la
rebelión.
Bien vemos, a través de este texto, cómo se articula un nuevo papel del Estado (y es el núcleo del Estado social el
que puede y debe intervenir en nombre de la justicia y el que transgrede el tabú del liberalismo, que rechaza toda
intervención pública en materia social) y el modo de intervención de ese mismo Estado, o en todo caso un modo
privilegiado: debe promover el seguro obligatorio, obligar a los trabajadores a asegurarse contra los riesgos sociales,
lo que les dará una seguridad para el porvenir en vez de vivir a merced del menor avatar de la existencia. El producto
de esta operación también es especificado: proporciona "como un mínimo de propiedad", o un equivalente de la
propiedad, que garantiza al trabajador un mínimo de independencia, o de recursos necesarios, para no depender de
otro, gozar de cierta libertad, ser un ciudadano como los demás. Por último, la finalidad política de la operación
también es claramente exhibida: se trata de conjurar el riesgo de subversión que implica un proletariado o una clase
obrera no estabilizada y que no tendría "nada que perder salvo sus cadenas", como había dicho Karl Marx.
Ese es el programa que va a constituir el eje principal de las leyes sociales de la Tercera República e, incluso más allá
de éstas, el núcleo del desarrollo de ese Estado social que, como hemos visto, actúa fundamentalmente como un
reductor de inseguridad que garantiza un mínimo de protecciones a aquellos que se encuentran en la inseguridad
social permanente. Luego de la Segunda Guerra Mundial, ese régimen de protecciones se despliega en toda su
amplitud. Con la seguridad social se extiende a casi toda la población. La posibilidad de esta generalización descansa
en la generalización del propio salariado, que no sólo se vuelve hegemónico en el seno de la población activa (86%
en 1975), sino que incluso extiende su régimen de regulaciones protectoras al conjunto de la sociedad convertida en
"salarial". El Estado franquea incluso el tabú del no intervencionismo en materia económica, puesto que una política
de inspiración keynesiana Io conduce a manejar y a relanzar la economía para promover una circularidad entre lo
económico y lo social. Por el compromiso social que culmina a comienzos de los años setenta, ese Estado social
parece en adelante lo bastante poderoso para oponer a las fuerzas del mercado la exigencia de una protección social
extendida de los trabajadores, e incluso del conjunto de la población, que en adelante se beneficia con un régimen
de protecciones construido ante todo a partir del trabajo.
Se ha producido así bajo la égida del Estado un ascenso poderoso de las protecciones. A comienzos del siglo xx y aún
hasta antes de la Segunda Guerra Mundial, los seguros obligatorios concernían exclusivamente a las de 1946 "que
implica una generalización de la seguridad social" afirma: "Todo francés que resida en el territorio de la Francia
metropolitana se beneficia [...] con las legislaciones sobre la seguridad social". En la misma lógica, Pierre Laroque,
que fue el gran ejecutor de la implantación de la seguridad social en Francia, declaraba en 1948 que la protección
social es "la garantía dada a cada hombre de que en toda circunstancia podrá asegurar en condiciones satisfactorias
su subsistencia y la de las personas a su cargo" .Éste es el núcleo de Io que en ocasiones se denomina "modelo social
francés", que va a desplegarse a lo largo de los treinta años que siguen a la Segunda Guerra Mundial hasta mediados
de los años setenta. El seguro social se ha convertido en la seguridad social. * Protecciones garantizadas por el
Estado, primero limitadas a los asalariados amenazados de caer en la indigencia, llegaron a "cubrir" de manera
progresiva al conjunto de los asalariados, pero también al conjunto de los trabajadores y sus familias, y finalmente a
casi toda la población. Cuando culmina esta dinámica de expanSión de las protecciones, a mediados de los años
setenta, el Estado social está en el centro de Io que se pudo llamar una "sociedad de la seguridad" 7 no sólo en
Francia, por otra parte, sino también, con variantes nacionales significativas, en los principales países de Europa
occidental.
DESARROLLAR LOS SERVICIOS PÚBLICOS
Una implicación paralela del Estado en un papel social se produjo también a través del desarrollo de los servicios
públicos, que un jurista ligado al movimiento solidario que inspiró la política social de la Tercera República, Léon
Duguit, definió de este modo: "Toda actividad cuya ejecución debe estar asegurada, regulada por los gobernantes,
porque la ejecución de dicha actividad es indispensable para el desarrollo de la interdependencia social y porque ella
es de tal naturaleza que no puede ser realizada por completo sino por intermedio de la fuerza gubernamental" .
Esta idea de la "interdependencia social" es esencial. Es una transcripción de la "solidaridad orgánica" de Durkheim
al expresar la necesidad, en una sociedad moderna, de mantener un lazo de reciprocidad entre los ciudadanos para
que, contra los riesgos de disociación social, sigan "haciendo sociedad" en el sentido fuerte de la palabra, siendo
interdependientes unos de otros y formando lo que en términos políticos se llama una "nación", y en términos
sociológicqs, la "cohesión social". Y es la "fuerza gubernamental' el Estado, la que construye los medios de esta
interdependencia poniendo bienes y servicios comunes a disposición de todos. Así, un papel esencial del Estado
moderno es convertirse en agente de una distribución concertada de servicios en nombre del interés general. Esto
es necesario porque las empresas privadas —justamente porque persiguen intereses privados— no pueden asumir
suficientemente esta función. Paul Brousse, el líder de los socialistas "posibilistas", que renunciaron a la revolución
para promover la reforma, tiene una fórmula que traduce con exactitud ese papel esencial que le corresponde al
Estado a través del desarrollo de los servicios públicos: "El Estado es el conjunto de los servicios públicos ya
constituidos' .
Esta concepción del servicio público desembocará luego de la Segunda Guerra Mundial, en el marco de una
economía dirigida de inspiración keynesiana, en la nacionalización de ciertas empresas. La idea es que los poderes
públicos también deben administrar ciertas unidades de producción, porque los bienes que ellas producen
presentan un interés colectivo cuya gestión no puede ser dejada en manos de la iniciativa privada. No se trata
exactamente de una transferencia de propiedad, sino de una transferencia de autoridad. Es la autoridad del Estado
la que debe gobernar la producción de los bienes que sirven al interés general. ll
Sin lugar a dudas, no es el Estado social stricto sensu el que pone en su lugar un sistema eficaz de servicios públicos y
procede a nacionalizar empresas. No obstante, el Estado desempeña aquí un papel profundamente social,
complementario del que asume al promover una seguridad social extendida. La seguridad social asegura la
protección de los individuos a partir del trabajo. Los servicios públicos les dan acceso a bienes y a servicios colectivos
que no obedecen a la lógica del mercado. Yo sugeriré que estos son los dos polos de una acción estatal cuyo objetivo
es fundar una ciudadanía social. Si esta noción de ciudadanía social tiene un sentido preciso me parece que es ése.
La propiedad privada no es el único fundamento de la ciudadanía. El no propietario también tiene derechos y
seguros sociales. Participa en prestaciones y servicios colectivos cuyo garante es el Estado, y que funcionan así como
análogos de la propiedad privada para los no propietarios. Se puede recordar que entre las prioridades de los
servicios públicos figura la educación, y que la escuela "laica, gratuita y obligatoria" sin duda fue, al menos en el nivel
de la enseñanza primaria, el gran éxito social de la Tercera República.
DECRECIMIENTO DEL ESTADO DE CRECIMIENTO
Así, la ambición del Estado social es o era proporcionar al conjunto de la población, de una manera incondicional,
protecciones extendidas y al mismo tiempo abrir un amplio acceso a bienes y servicios caracterizados por su utilidad
colectiva. Esa ambición parecía realizable, llevada por la dinámica del desarrollo económico y social posterior a la
Segunda Guerra Mundial. No obstante, hay que cuidarse de idealizar retroactivamente ese período cuya calificación
de "Treinta Gloriosos" es muy discutible, habida cuenta de las violencias y las injusticias con que estuvo tejida
también esa historia (las guerras coloniales, la situación todavía desastrosa de los trabajadores inmigrantes y de una
proporción significativa de las clases populares, la persistencia de un "cuarto mundo" que no entró en la dinámica
del progreso, las desigualdades todavía masivas en relación con el acceso a la educación y a la cultura, la violencia en
acción en algunas instituciones como los hospitales psiquiátricos y las prisiones, e incluso en empresas). Sin
embargo, se podía pensar que estaba en vías de imponerse un modelo de gobernanza de tipo socialdemócrata. Por
cierto, la política francesa nunca se inscribió de manera explícita en la tradición socialdemócrata, y la orientación del
gaullismo, por ejemplo, no era especialmente 'progresista". No obstante, la sinergia entre el crecimiento económico
y el desarrollo social piloteado por el Estado en Francia tras la Segunda Guerra Mundial es realmente de ese tipo. En
una economía que sigue siendo capitalista, actúa sobre los salarios, los precios, el crédito, fomenta los recursos de
un país, decide la implantación de grandes sitios industriales (Fos-sur-Mer) o turísticos (Languedoc-RoussiIlon),
planifica el crecimiento, desarrolla los servicios públicos. Lleva a cabo una política social para sacar a flote la
economía cuando ésta se desploma. Podría hablarse de un "Estado de crecimiento" para calificar, como analizó
entre otros Claus Offe, ese "conjunto multifuncional y heterogéneo de instituciones políticas y administrativas cuyo
objetivo es gestionar las estructuras de socialización de la economía capitalista' Estas múltiples intervenciones del
Estado superan su papel propiamente social, pero están estrechamente conectadas con éste. Y en este conjunto las
instituciones del trabajo ocupan una posición esencial. Son ellas las que estructuran el estatuto del empleo y dan a
los asalariados una posición estratégica en esa formación social que fue llamada con justa razón la "sociedad
salarial". En una sociedad capitalista el lugar del mercado es evidentemente central. Pero por la mediación del
Estado se construyó otro principio de centralidad alrededor del trabajo. El equilibrio relativo alcanzado así entre
trabajo y mercado bajo la forma del compromiso social del capitalismo industrial pudo ser considerado viable, sobre
todo cuando, si bien era todavía frágil, parecía inscripto en la trayectoria ascendente de la sociedad salarial y en
general se pensaba que sólo podía consolidarse.
No obstante, ya instalado o todavía frágil, ese equilibrio fue golpeado por una transformación profunda de las
maneras de producir e intercambiar que marca el pasaje a un nuevo régimen del capitalismo. Aquí sólo indicaremos
cómo este cambio de régimen desquició los tres principales pilares sobre los cuales descansaban los sistemas de
regulación del capitalismo industrial, a saber, la relativa autonomía del Estado social mismo, la consistencia del
estatuto del empleo, y la fuerza y la extensión de los servicios públicos.
Sobre el primer punto hay que recalcar que esas realizaciones del Estado social cuyo alcance acabamos de subrayar
se construyeron en un marco nacional. El "Estado de crecimiento" es un Estado nación, y si puede sostener así el
desarrollo económico y social es porque dispone de cierta autonomía, o por lo menos de un amplio margen de
maniobra sobre el doble plan económico y social. Esta capacidad, por otra parte, es reservada a un número limitado
de Estados nación de Europa occidental que ocupan una posición privilegiada en la economía-mundo. Ellos son su
centro, sus conocimientos y sus tecnologías son las más avanzadas, y sus recursos son inconmensurablemente más
importantes, sobre todo cuando los extraen en parte de otros lugares del mundo a través de una economía de
intercambios desiguales en la cual son hegemónicos. Estos Estados podían deslindar así los medios necesarios para
poner en marcha políticas sociales ambiciosas de amplitud homóloga y que permanecían compatibles con la
competencia a la que se entregaban tanto en el plano económico como comercial.
Este modelo cambió profundamente con la construcción europea, y sobre todo con la mundialización, que instauran
una competencia generalizada a escala planetaria. Las regiones periféricas permanecen subordinadas, pero ofrecen
oportunidades que pueden afectar las economías de las naciones más poderosas. Por ejemplo, al poner a su
disposición una mano de obra a bajo costo, desestabilizan los mercados de trabajo nacionales de los países más
desarrollados. Así, los Estados nación pierden mucho del dominio que tenían sobre los parámetros de su desarrollo
económico y social. Para seguir siendo competitivos hay que evitar la desventaja del costo demasiado elevado de los
gastos sociales, y el salario y las ventajas ligadas a él se convierten en las principales "variables de ajuste" que hay
que rever a la baja. Por otra parte, no es solamente una cuestión de costo. Una política social es también el conjunto
de los dispositivos jurídico administrativos que pueden obstaculizar la competitividad en un contexto de
competencia exacerbada porque imponen límites al libre juego de esa competencia. Esto ocurre, y sin duda
principalmente, con el estatuto del empleo.
Ya hemos subrayado que sobre los estatutos del empleo se habían cristalizado las principales garantías
reglamentarias y legales que alejaron el trabajo del reino de la mercancía, como ocurría en la forma del contrato de
arrendamiento de la fuerza de trabajo, cuando el intercambio empleador/ empleado era una mera transacción
comercial. Pero evidentemente esto significa que, para beneficiarse de esas protecciones, el trabajador debe tener
un empleo (no estar en el no empleo), uno estable que le asegure las garantías completas del estatuto del empleo
en materia de derecho del trabajo y de protección social. Puede comprenderse así que la desocupación masiva, la
precarización de las relaciones de trabajo y su degradación a través de la multiplicación de actividades por debajo
del empleo no son solamente peripecias enojosas que afectan el mercado de trabajo. La ausencia de empleo y la
degradación del estatuto del empleo socavan y corren el riesgo de arruinar el principal pilar a partir del cual el
Estado social desplegaba su papel protector. Mientras que el estatuto del empleo constituía el parapeto contra la
mercantilización del trabajo, su cuestionamiento abre el camino a su remercantilización. Si ya no puede apoyarse en
el estatuto del empleo, el Estado social pierde la posibilidad de realizar su ambición de imponer al mercado
regulaciones bastante fuertes para garantizar la seguridad del conjunto de los trabajadores.
El estatuto del empleo no es el único basamento sobre el que descansa la construcción del Estado social. Acabamos
de observar la importancia de los servicios públicos para garantizar la preponderancia del interés general sobre los
intereses privados. Pero también aquí se observa un cuestionamiento de esa vocación del servicio público de
garantizar, como decía Léon Duguit, "la ejecución de esa actividad indispensable para la realización y el desarrollo de
la interdependencia social". No se trata solamente de la privatización de empresas que fueron nacionalizadas,
porque no es en sí escandaloso ubicar en el mercado la producción de bienes que tienen en forma directa y exclusiva
un valor mercantil, como por ejemplo la construcción de automóviles. Pero en la lógica de privatización que hoy
prevalece, la cuestión fundamental es saber si hay bienes que no son comercializables, vale decir, cuya naturaleza es
tal que no hay que ubicarlos en el mercado, aunque sean vendibles y rentables. El ejemplo de la Gran Bretaña de
Margaret Thatcher o de la Argentina de Carlos Menem puede ayudarnos a evaluar esos riesgos, aunque no estemos
hoy en esa situación en Francia. El valor de un bien social no se reduce al beneficio comercial que es posible extraer
de él, y sólo el poder público puede ser el garante del interés general. Pero hoy es discutido en nombre de la puesta
en competencia entre los servicios, del mismo modo en que se ponen en competencia las mercancías. Ahora bien, la
progresión de la lógica de la mercantilización sólo puede hacerse reduciendo otro tanto el predominio de la
jurisdicción pública en la medida en que ésta se somete a criterios distintos de la búsqueda de la ganancia.
Este proceso parece seriamente comprometido. Si llegara hasta el final, sería la revancha de la propiedad privada
sobre la propiedad social. La propiedad social nunca suprimió la propiedad privada. Por el contrario, ella había
representado una alternativa al colectivismo. Pero había puesto fin a su hegemonía garantizando la seguridad de los
no propietarios y preservando para ellos bienes y servicios que no obedecen a la lógica mercantil. Hoy en día, la
figura del propietario vuelve al primer plano, pero bajo formas muy nuevas. No es ya el propietario terrateniente
que prevalecía antes de la industrialización. Tampoco el rentista cuyo patrimonio lo eximía de trabajar al tiempo que
le daba respetabilidad social. Ni siquiera el capitalista del período de la industrialización. La figura dominante de la
propiedad se ha vuelto la de un capital financiero que ya no está vinculado con una persona ni con un territorio, la
de los flujos financieros en busca de inversiones que maximicen la ganancia por la ganancia.
El Estado social había logrado que el expansionismo económico no fuera un fin en sí mismo imponiéndole límites por
medio de reglamentaciones, leyes y derechos que marcan la preponderancia del interés general sobre los intereses
particulares. Si abandonara esta función, lo que volvería a plantearse sin duda sería la cuestión de la posibilidad
misma de "constituir una sociedad". ¿Cómo podrían defenderse los derechos mínimos y las protecciones necesarias
para el ejercicio de la ciudadanía social si no fuera en nombre del Estado?
Dos DESAFÍOS PARA EL ESTADO SOCIAL
Sin embargo, hay que reconocer lo dificultosa que es la tarea de tener que defender esa necesidad de un Estado
social dotado de amplias prerrogativas. Hoy son numerosos aquellos que denuncian un desajuste creciente entre la
estructura del Estado social clásico y la configuración de la sociedad contemporánea. El Estado social en su apogeo
operó como el colectivo de los colectivos. Se apoyaba en las formas de organización colectiva del capitalismo
industrial y procedía a su vez por regulaciones generales: generalidad de los riesgos cubiertos, generalidad de las
poblaciones involucradas y generalidad de los procedimientos movilizados, en su mayoría referidos a la seguridad. La
exposición de los motivos de la ordenanza del 4 de octubre de 1945, que promueve el pasaje de los seguros sociales
a la seguridad social enuncia estos principios con una claridad meridiana:
La seguridad social apela al acondicionamiento de una vasta organización nacional de ayuda mutua
obligatoria que no puede alcanzar su plena eficiencia a menos que presente un carácter de gran generalidad,
tanto por lo que respecta a las personas que engloba como a los riesgos que cubre. El objetivo final por
alcanzar es la realización de un plan que cubra al conjunto de la población del país contra el conjunto de los
factores de inseguridad.
Así, el derecho a las prestaciones tiene una vocación universalista y es ofrecido de manera incondicional.
Caricaturizando un poco se podría decir que ese Estado social procede como un banquero que otorga el derecho de
crédito a 'derechohabientes" que están en derecho de exigir sus prestaciones.
Este modus operandi pudo ser considerado relativamente indoloro en un período de fuerte crecimiento y casi pleno
empleo. En la actualidad está desestabilizado, primero porque su financiamiento está socavado en la base, ya que la
desocupación masiva y la precariedad de las relaciones de trabajo obliteran la posibilidad de alimentarlo con las
cotizaciones salariales. Pero no es solamente un problema financiero. La misma estructura del sistema, su vocación
universalista, está profundamente cuestionada. En efecto, un número creciente de trabajadores ya no están
inscriptos en las estructuras estables del empleo sobre las cuales descansaban sus protecciones. Hay así "zonas
grises" de la vida social que se extienden y que ya no están en contacto con el funcionamiento del Estado social
clásico. Nuestra sociedad se ha vuelto cada vez más heterogénea, está atravesada por dinámicas de
descolectivización o de reindividualización que hacen que la singularidad de las situaciones y la especificidad de las
trayectorias personales en adelante adopten un lugar primordial. Si el Estado social procede mediante regulaciones
generales y formula derechos con vocación universalista, ¿cómo podría cubrir semejante nebulosa de situaciones
nuevas?
Estas transformaciones llevaron al primer plano otro problema que era mucho menos agudo durante el período del
"Estado de crecimiento". Este Estado entregaba prestaciones con cierta automaticidad y aseguraba derechos de
crédito incondicionalmente exigibles. Así, el beneficiario de un seguro no tenía otro deber que pagar su cuota e ir a
cobrar su cheque, el resto era un asunto del funcionamiento burocrático. El propio derecho a la ayuda, atribuido a
aquellos que no estaban asegurados por su trabajo, en principio también era entregado de forma incondicional a
quienes cumplían con las condiciones para obtenerlo.
Esta situación no planteaba demasiados problemas porque, al tratarse de trabajadores, no era posible, salvo con
mala fe, acusarlos de complacerse en una cultura de la asistencia: alguien que trabajó toda su vida activa y que pagó
efectivamente sus cuotas puede tener derecho a la jubilación de una manera incondicional, no tiene que negociarla
o "merecerla". Por Io que respecta a los beneficiarios del derecho a la ayuda, se trataba en cuanto a lo esencial de
categorías muy limitadas de la población incapaz de trabajar, y tampoco suscitaba cuestiones demasiado espinosas
el hecho de que su derecho a ser socorridos (que, por otra parte, se verificaba cuidadosamente que correspondiera
realmente a su situación) tuviera un carácter incondicional: se trataba de contingentes muy limitados y que podían
ser socorridos sin suscitar objeciones de principio, puesto que estaban eximidos de la obligación de trabajar (véase
más arriba la distinción válidos/ inválidos).
Si esta situación cambia cuantitativa y a la vez cualitativamente, es un caso muy diferente. Cuantitativamente,
porque en la actualidad hay un número creciente dc personas que están fuera del trabajo, y que en principio son
aptos para trabajar. Con mucha frecuencia en el mercado de trabajo ya no hay esa relación directa entre la oferta y
la demanda de empleo que caracterizaba las situaciones de casi pleno empleo. En otros términos, uno puede
demandar empleo y esperar el empleo porque falta (desocupación), pero también porque no está lo bastante
formado o motivado para ocupar los empleos que estarían disponibles. Se permanece por debajo del empleo al
tiempo que se tiene en principio la posibilidad y el deber de trabajar. Es toda una zona en expansión de la vida social
que se puede caracterizar así y que comprende a jóvenes que jamás trabajaron, desocupados que no están tan
motivados para aceptar cualquier trabajo, trabajadores que alternan trabajos precarios y períodos de inactividad y
que pueden estar tentados a bajar los brazos para recuperar un poco el aliento, mujeres que no saben muy bien si
prefieren quedarse en casa o intentar la aventura del trabajo, etc. ¿En qué medida hay que socorrer a este tipo de
personas que requieren asistencia porque no satisfacen completamente sus necesidades pero que no están eximidos
de la obligación de trabajar? Ayudarlos incondicionalmente, se dirá, es mantenerlos en una pereza culpable. El
Estado social, si es demasiado generoso, desmotiva a aquellos que tienen el deber de trabajar y crea poblaciones de
asistidos.
Es así como, desde comienzos de los años ochenta, se multiplicaron las críticas al Estado social alrededor de esa
doble cuestión. Su funcionamiento burocrático sería cada vez más inadaptado en una "sociedad de los individuos"
caracterizados por la singularidad creciente de su situación. El Estado social ya no puede contentarse con tratar en
masa a categorías homogéneas de la población. Paralelamente, ya no debe seguir operando como un distribuidor
automático de subsidios. La incondicionalidad de sus prestaciones desmoviliza a los beneficiarios y los mantiene en
una cultura de la dependencia. Así, el Estado social está ubicado frente a una doble exhortación: reorganizar sus
modos de intervención para acercarlos a las necesidades de los usuarios en la situación específica en que se
encuentran (imperativo de proximidad) e implicar a los beneficiarios para responsabilizarlos y hacerlos cooperar con
los servicios que se les dispensa (imperativo de participación de los usuarios).
¿UN ESTADO SOCIAL ACTIVO?
Desde ya, el Estado social está empeñado en esta doble empresa. Por cierto, no faltan las críticas unilaterales al
Estado que denuncian su índole monolítica y petrificada, que Io haría intrínsecamente incapaz de adaptarse a la
complejidad de la sociedad contemporánea. Pero son la expresión de una posición ultraliberal que, a través de esas
críticas, cuestiona la existencia misma de un Estado social a partir del presupuesto de que toda forma de regulación
pública no puede sino hacer sombra al libre despliegue del mercado. Es un prejuicio ideológico, ya que en la realidad
de sus intervenciones, el Estado no es solamente un monstruo frío condenado por naturaleza a la abstracción de un
funcionamiento burocrático, como lo prueban las nuevas políticas que se esfuerza por instalar. Pero no sólo hay que
estar atento a los efectos positivos sino también a las insuficiencias y en ocasiones a los fracasos de estas nuevas
estrategias del Estado social. Se busca un nuevo modo de gubernamentalidad del Estado alrededor de lo que se
puede denominar un "Estado social activo", que corresponde a la exigencia para el poder público de responder a los
desafíos de la situación actual. Pero también se querría insistir en el hecho de que esa reorganización de los modos
de intervención del Estado es necesaria y a la vez profundamente ambigua.
El acercamiento entre el Estado y aquello que administra se inscribe ante todo en el marco general de la
descentralización que concierne al conjunto de los servicios del Estado (primeras leyes de descentralización en 1982,
"acta 2" de la descentralización en 2002). No es una pequeña reforma en un país como Francia, cuyas tradiciones de
hipercentralismo de los poderes se remontan al Antiguo Régimen. En el campo social la descentralización
administrativa transfiere a los poderes locales, y en particular a los consejos generales, una parte importante de las
prerrogativas correspondientes a las administraciones centrales. Esta territorialización de la acción pública se
acentúa con la puesta en marcha de políticas incitativas y políticas de inserción desarrolladas también desde
comienzo de los años ochenta. Ellas apuntan a hacer del territorio local (el barrio, la comuna, la aglomeración, la
"región", la ciudad) el espacio donde no sólo se aplican las políticas sociales sino también donde éstas se negocian y
se elaboran, por lo menos en parte. Dispositivos como el desarrollo social de los barrios, los comités de prevención
de la delincuencia, las zonas de educación prioritaria, las misiones locales para la inserción de los jóvenes, lanzadas a
comienzos de los años ochenta y que desembocaron en la política de la ciudad en 1990, presentan interlocutores
locales que, sobre la base de proyectos que ellos elaboraron, colaboran tratando de implicar a usuarios de los
servicios.
Estas operaciones elaboran una nueva relación entre lo central y lo local. La autoridad central puede impulsar
algunas iniciativas, controlar su ejecución y financiarlas parcialmente. Pero no se inscriben en el organigrama
jerárquico de las administraciones centrales en virtud del cual el nivel local aplica las directivas del centro. Ellas son
horizontales e implican la copresencia de varios tipos de interlocutores, administradores públicos, representantes
locales, profesionales de lo social, representantes de asociaciones y de usuarios... Asociación, transversalidad y, por
supuesto, localización precisa de esas operaciones: el territorio local es encarado como el lugar estratégico que
contiene los principales parámetros de la acción. Es un organigrama de poder muy diferente del que caracteriza a las
administraciones centralizadas. Se pudo hablar de un Estado animador para designar esas nuevas estrategias del
poder público. Si están lejos de cubrir el conjunto de la jurisdicción estatal, no obstante representan una
desconexión significativa respecto de los estereotipos vigentes sobre la posición dominante del Estado que lo haría
incapaz de representar la proximidad en el nivel local.
Se observa una segunda desconexión respecto del funcionamiento del Estado social clásico. Si éste tratara en masa
categorías homogéneas de individuos y les brindara automáticamente prestaciones colectivas, convenimos en lo
sucesivo en que debería singularizar su acción para intervenir sobre el propio individuo. Esta estrategia pasa por la
responsabilidad de los beneficiarios de las prestaciones públicas y exige su participación en los procedimientos
que los conciernen. En última instancia, un Estado social activo debería activar las capacidades del propio individuo
para hacerlo capaz de enfrentar los avatares de la existencia social.
Se puede interpretar de esta manera el imperativo hoy comúnmente compartido de "activar los gastos pasivos" del
Estado social. Se trata de poner fin a la distribución automática de prestaciones que se consumen de forma pasiva
como si se tratara de derechos incondicionales. Por el contrario, toda prestación propuesta y todo servicio ofrecido
deberían dar lugar a una contraprestación por parte de los beneficiarios. Éstos deben ser activamente parte
interesada en los servicios que se les ofrece. Esta lógica de la contraprestación modifica en profundidad el campo de
las intervenciones sociales. Ella pretende reemplazar la "lógica de la ventanilla", según la cual el otorgamiento de
una ayuda se hace automáticamente a partir del momento en que el beneficiario entra en la categoría general de
derechohabiente. Es así como las nociones de contrato y de proyecto adquirieron un lugar central en la acción social.
Ellas significan que el individuo que depende de una acción pública debe ser un colaborador activo para garantizar su
propia rehabilitación.
Como en las políticas incitativas desplegadas sobre el territorio, el Estado social también demuestra aquí que no está
condenado a funcionar como una - máquina para indemnizar poblaciones sobre la base de un tratamiento
burocrático. Trata de responder al desafío de la proximidad volviendo a territorializar la acción pública y al desafío de
la consideración de la especificidad de los individuos tratando de convertirlos en interlocutores en los dispositivos
que pone en marcha. No obstante, esas innovaciones implican al mismo tiempo la posibilidad de deslizamientos
peligrosos- Por eso hablé de ambigüedad en el sentido fuerte de la palabra. Estas tentativas responden a la
necesidad de - reorganizar la acción pública en la coyuntura contemporánea, donde efectiva mente hay que tener en
cuenta la especificidad de las situaciones locales y la singularidad de las configuraciones individuales. En este
sentido, ellas responden a una necesidad. Pero también implican el riesgo de que el Estado se deshaga así de
responsabilidades que le son propias. Desplazamiento o desasimiento del Estado, hay que plantear esta cuestión
cada vez cuando juega el juego de la proximidad o el de la implicación de los usuarios.
Como ante todo se trata de la territorialización de la acción pública, la proximidad no es un bien en sí. El
debilitamiento de las regulaciones centrales conduce a una forma de autogestión local de los problemas, pero que
puede llevar a una autogestión de la escasez y de la ausencia de ambición, porque lo local es también la disparidad
de los recursos económicos y de las orientaciones políticas, el peso más o menos grande de notables locales que se
organizan alrededor de la defensa de intereses particulares en lugar de preocuparse por el interés general. El riesgo
es tanto mayor en el sector social cuanto que los públicos involucrados están en general constituidos de personas en
dificultades cuya posición social es baja y tienen poca legitimidad en el marco de una relación de fuerzas local. Puede
ser tentador olvidarlos, o tratarlos con una parsimonia exagerada, por debajo de los estándares de la protección
social nacional. La descentralización y el desarrollo de las políticas incitativas con seguridad modificaron
profundamente las relaciones entre los diferentes tipos de interlocutores, administrativos, políticos, profesionales,
representantes de la sociedad civil, que son parte interesada en la acción social. Pero los problemas del reparto de
las responsabilidades y de la jerarquía de las legitimidades no están por ello resueltos, ni pueden resolverse
mediante una apología ingenua del localismo. El papel de lo local es esencial porque es en ese nivel donde se
corporizan, se encarnan en el sentido fuerte de la palabra, las políticas públicas. Pero ellas son también de la
incumbencia de la ley, que debe imponerse en el nivel local, y en ocasiones contra el localismo. Jean-Michel
Belorgey, presidente de la comisión de asuntos sociales de la Asamblea nacional en el momento de la transferencia
de las competencias en materia de ayuda social y de salud, expresaba de este modo una exigencia, pero tal vez
también un temor: "Los ejecutivos centralizados deberán ejercer sus competencias en el marco de la ley [...]. La ley
conservará el poder de encuadrar el ejercicio de esas competencias". En efecto, la ley es el parapeto que el Estado
social puede oponer a los riesgos de renuncia que implican las tentaciones del localismo. Hablar en nombre del
Estado social es hablar en nombre de la ley como recurso en última instancia.
El hecho de exigir al individuo una posición de corresponsable de prestaciones a las que debería tener derecho
constituye otro riesgo de derrape en la reorganización de las políticas sociales. La exigencia de la contraprestación
funciona entonces según una lógica mercantil del toma y daca, aunque el beneficiario del servicio no tenga gran cosa
para dar. Deberá entonces entregarse en cuerpo y alma para establecer una seudorreciprocidad en una relación que
es de entrada asimétrica. En efecto, es pedir mucho a aquellos que tienen poco exigirles que cumplan un contrato o
monten un proyecto para cambiar su vida, cuando viven al día en la precariedad. Es correr el riesgo de que fracasen.
Así, la voluntad de responsabilizar al usuario a cualquier preciopuede conducir a considerarlo responsable de la
situación y a culpabilizarlo
- antes que ayudarlo a que salga de apuros. En consecuencia, hay que recordar que un servicio social no es un
servicio mercantil, y que lo que distingue esos dos registros es la incondicionalidad del derecho a ser socorrido,
aunque el beneficiario no esté en condiciones de devolver el servicio. De hecho, es recordar que el usuario del
servicio es también un ciudadano, y que la ciudadanía social, como vimos, está en el corazón de los sistemas de
protección cuyo garante es el Estado social.
El Estado social está hoy en entredicho, y es cierto que no es posible defender stricto sensu la configuración que
adoptó en el contexto del desarroll0 del capitalismo industrial. Pero las innumerables críticas que le fueron dirigidas
desde hace más de veinte años encubren posiciones diferentes, y hasta - opuestas. En efecto, no es una diferencia
menor abogar por un menos Estado o un mejor Estado. La primera posición descansa en la concepción liberal de la -
responsabilidad, según la cual la dignidad del hombre radica en el hecho de asumirse y asegurarse a sí mismo. En
esta perspectiva, la presencia del Estado social, en el mejor de los casos, es un mal menor. Sus regulaciones siempre
son percibidas como coercitivas, obstaculizan el libre despliegue de tas des del individuo tanto como la dinámica del
mercado. Si su intervención resulta necesaria, es sólo en relación con aquellos incapaces de responsabilizarse y de
asegurarse a sí mismos, y que por eso son incapaces. Emile Cheysson, al polemizar con el proyecto de asegurar a
todos los trabajadores bajo la garantía del Estado, se expresa con cierta brutalidad, pero su oposición tiene el mérito
de llevar al extremo la lógica liberal. Es preciso, dice, "distinguir claramente a los hombres en pie y a los hombres
caídos". Los "hombres en pie' no necesitan al Estado, ellos son responsables de sí mismos y son capaces de
asegurarse a sí mismos. Los "hombres caídos", por su parte, "requieren la tutela de las ayudas" porque son incapaces
de conducir ellos mismos su vida. Por lo tanto, el Estado les otorgará una red de protecciones. Con o sin la
formulación de Cheysson, es la justificación liberal, minimalista, de un recurso a la asistencia a la que debería
limitarse la intervención del Estado. El llamado a un mejor Estado, por el contrario, descansa en una concepción
exigente de la solidaridad. Parte de la convicción de que, para corregir la fórmula de Cheysson, un "hombre en pie"
no se mantiene en pie solo. Para aquellos que no se apoyan en la propiedad privada, es la propiedad social
construida como un sistema de solidaridades colectivas bajo la egida del estado la que protege. Esta perspectiva, es
ingenuo oponer al individuo y el Estado. Un nivel elevado de protecciones sociales libero al individuo –una mayoría
de individuos- de las coerciones de necesidad y de las carencias de protecciones cercanas prodigiadas por las
comunidades concretas, de la vecindad, de la familia, que se vuelven cada vez mas insuficientes cuando la sociedad
se industrializa y se urbaniza. En adelante, el individuo puede ser independiente porque tiene derechos. El estado
social no es solo un edificio de regulaciones abstractas sustentadas por burocracias estatales. También esta en el
corazón del individuo moderno en la medida en que este es un sujeto de derecho. Hablar en nombre del estado
social es reconocer el papel que tuvo y que debería seguir desempeñado el estado en la construcción de la
ciudadanía social.
EL TRABAJO SOCIAL EN EL DEVENIR DEL ESTADO SOCIAL
El estado social y el trabajo social tienen ya una larga historia común. En la actualidad es imposible anticipar con
precisión cual será el porvenir es siempre en parte imprevisible. En cambio, es posible tratar de reubicar sus
relaciones en una trayectoria que ya conoció varias peripecias. Parto de la hipótesis de que existen correspondencias
bastante estrechas entre el desarrollo del estado social y el del trabajo social. No se trata de relaciones de
determinación mecánica, sino de participación en una dinámica común. Al proceso de desarrollo del estado social
corresponde en esta perspectiva el proceso de desarrollo del trabajo social. Y cuando la primera dinámica está
ausente, la segunda padece el contragolpe y se ve obligada a su vez a modificarse.
¿Cómo validar esta hipótesis? Para simplificar un poco, distinguiré dos grandes periodos. El primer, de fines de la
segunda guerra mundial a mediados de los años setenta, se caracteriza por un desarrollo espectacular de las
estructuras del estado social y a la vez por una promoción masiva del trabajo social. La entrada propuesta para dar
cuenta de esta expansión simultanea es que el trabajo social que llamaremos clásico se inscribe en el plano de la
expansión del estado social. Representa un sector específico, con sus tipos de prácticas, sus instituciones propias, sus
profesionales y los públicos sobre los que trabaja, pero que se inscriben en el proyecto de realización del progreso
social que sustenta el estado social.
El segundo período se extiende de mediados de los años setenta hasta hoy. La trayectoria ascendente de la
expansión del Estado social y de la concepción del progreso social que le está asociada comienza a agarrotarse y
luego, al parecer, a deshacerse. Sin poder evidentemente analizar en detalle esa "gran transformación" que implica
múltiples dimensiones, quisiera mostrar que lo que se cuestiona es un modelo de integración, una manera de "hacer
sociedad" con los semejantes, por la cual todos o casi todos tendrían un lugar estable. Y en la medida en que el
trabajo social clásico era parte activa de este modelo de integración, está profundamente afectado por esta crisis". Si
es cierto, como intentaremos mostrar, que el trabajo social clásico funcionaba como un auxiliar de integración que
apuntaba a reintegrar o por lo menos a acercar a la integración a públicos mantenidos a distancia de la dinámica del
progreso social, ¿qué ocurre si no sólo la reintegración se vuelve mucho" más difícil (por ejemplo, con la
desocupación masiva), sino que uno comienza a interrogarse sobre lo que realmente puede significar estar integrado
en un mundo cada vez más móvil, alea torio, en el cual el porvenir estaría marcado por el sello de la incertidumbre?
Así, el trabajo social contemporáneo estaría ubicado frente a nuevos desafíos. Desafíos que lo afectan desde el
interior y que cuestionan el tipo de profesionalidad que desarrollaba y el tipo de objetivos que perseguía. Pero
también desafíos que lo sacuden desde afuera en virtud de transformaciones societales que no domina, pero que el
Estado tampoco parece dominar. Por que esta incertidumbre creciente sobre lo que significa estar integrado y sobre
los medios para lograrlo también cuestionan la función del Estado social clásico concebido como la piedra angular de
los procesos de integración.
Ese será el hilo conductor de este texto, el cual no pretende poner de manifiesto en detalle el conjunto de las
relaciones entre trabajo social y Estado social. Su intención es mostrar la solidaridad que une —tanto en los
momentos de conquista como en su cuestionamiento— esas dos maneras de administrar lo social; una en el nivel
del Estado, voluntad de gobernanza general , de la sociedad; la otra, en el nivel de un conjunto prácticas
profesionales cuya vocación es hacerse cargo de las fracciones de la población que escapan a las regulaciones
generales del Estado.
EL ASCENSO PODEROSO DEL ESTADO EN EL TRABAJO SOCIAL
Es sabido que el período posterior a la Segunda dos de los años setenta estuvo caracterizado por modernización
considerable de la sociedad francesa que asociaba desarrollo económico y desarrollo social. Se podría llamar "Estado
de crecimiento" a la figura del Estado que preside esas transformaciones. 2 Hay que entender con esto un Estado que
domina los principales parámetros de su desarrollo económico (políticas de reactivación de inspiración keynesiana,
planificación, elección de los ámbitos privilegiados de inversión, intervenciones sobre el crédito, los precios, los
salarios.. .). Pero esta política económica va a la par de una política social: generalización de los seguros sociales,
desarrollo del derecho del trabajo y de las convenciones colectivas, consolidación de una condición salarial que
permanece fuertemente jerarquizada pero cuyos miembros en su totalidad, desde el trabajador con Salario Mínimo
Interprofesional Garantizado (SMIG) hasta el ejecutivo superior, deberían gozar de los mismos derechos sociales
fundamentales. El Estado social (razón por la cual más vale evitar la denominación "Estado de bienestar") no es un
simple distribuidor de subsidios (de hecho, dejó que subsistieran fuertes desigualdades). Es sobre todo la piedra
angular de una política de lucha contra la miseria y los riesgos sociales en virtud de la cual cada uno debería estar
liberado de la necesidad y dotado de recursos y de los derechos mínimos para poder garantizar su independencia
social.
No obstante, el progreso social es un proceso de largo aliento, y no todos los habitantes del Estado entran en él en
un mismo nivel. De hecho, esas protecciones del Estado fueron garantizadas primero a los trabajadores, a los
asalariados y a sus derechohabientes. Todavía hay pobres, en particular gente mayor que no puede ya trabajar y que
no está "cubierta" por la jubilación. Existe también lo que pronto se llamará el "cuarto mundo", un conjunto
heterogéneo de individuos y grupos que jamás entraron en la dinámica de la constitución de la sociedad salarial.
Existen, por último (pero estas diferentes categorías pueden en parte superponerse), todos aquellos a los que una
situación sociofamiliar desastrosa o una deficiencia personal mantienen alejados del circuito ordinario de los
intercambios sociales y de la participación en el trabajo productivo.
Así, el manejo del progreso social por parte del Estado deja que subsista un lado oscuro un poco vergonzoso. El
mandato del trabajo social va a ser ocuparse de esas poblaciones que, por diversas razones, están en los márgenes
de una sociedad en pleno desarrollo económico y social. Forma parte así de los dispositivos del Estado social. Es un
auxiliar, vinculado con la cobertura de poblaciones específicas a las que debe pasar al menos algo del papel
protector y emancipador que adquiere en adelante el Estado moderno. Tratemos de validar rápidamente esta
interpretación. El trabajo social se liberó muy progresiva y difícilmente de una larga tradición de asistencia y
filantropía de origen en esencia privado y religioso. La afirmación de su carácter público y el desarrollo de una
tecnicidad profesional cada vez más refinada fueron los dos incentivos principales de esa liberación. Si tomamos el
fin de la Segunda Guerra Mundial como un período de inflexión en este proceso de emancipación del trabajo social,
podemos seguir ese doble refuerzo del papel del Estado y del profesionalismo.
Por el lado de una cobertura creciente por parte del poder público, desde la ordenanza de 1945 sobre la
delincuencia infantil hasta las dos leyes de junio de 1975 en favor de las personas disminuidas y sobre las
instituciones sanitarias y sociales, se sucede una larga serie de medidas a través de las cuales el sector público afirma
su papel de controlador, coordinador, regulador o pro motor con respecto al conjunto de las instituciones. Hay que
reubicar así el desarrollo del trabajo social en el marco de una ambiciosa política de asistencia o, más bien, como hay
que llamarlo desde 1953, de ayuda social. Esta expreSión un poco vaga designa, como dice Bernard Lory, "una
función colectiva cuyo objetivo es la mejora de la vida social". En última instancia, esta función podría pues concernir
al conjunto de las relaciones sociales para facilitar la adaptación de los individuos a las reglas de la vida común. Pero
es difícil ver bien de qué modo un objetivo tan ambicioso podría ser puesto en marcha mediante prácticas
específicas. De hecho, hay que hacer una distinción propuesta en la misma época por otros dos grandes portavoces
del desarrollo delas políticas sociales, Jacques Fournier y Nicole Questiaux: "Normalmente, cada uno debería tener
su lugar en las relaciones sociales, y si no lo logra nece -sita un intermediario. Este intermediario le propone un
servicio individual de reparaciones y de contacto con las instituciones".Es una caracterización bastante fina de la
especificidad de los servicios.sociales en el seno de las políticas de promoción de lo social llevadas a cabo por el
Estado. Cada uno debería estar provisto de los medios para "tener su lugar" en la sociedad moderna. Pero algunos
no pueden realizar por sí mismos esta adaptación. Entonces necesitan una ayuda (social) específica. Los servicios
sociales y el trabajo social representan esa estructura de "intermediarios" en la puesta en marcha de las políticas de
promoción de Io social. Tienen - un papel de "reparación" o de pasadores, deben desarrollar una tecnicidad
particular para dar o restituir su lugar a aquellos que no lo encuentran por sí mismos. Al mismo tiempo, la modalidad
de la intervención es precisada. Se trata de proponer un servicio individual "de reparación y de contacto con las
instituciones". Paradoja del trabajo social: claramente le atribuyen un papel - colectivo y político, ya que su finalidad
es ayudar a promover la integración social de los individuos. Pero el medio para cumplir este mandato es proponer
un servicio individual. Esta paradoja está cargada de consecuencias y pesa sobre toda la historia del trabajo social. 6
Así, el trabajo social va a desarrollarse a través de una selección cada vez más precisa de la población que cubre, a la
que corresponde una diversificación creciente de las especializaciones profesionales. No obstante, hay una
estructura común bajo esas especialidades. Ellas constituyen variantes de la relación de ayuda, o de la relación de
servicio, concebida como una relación personalizada entre un profesional dotado de una competencia y un cliente, o
un usuario, que tiene un problema que no puede resolver por sí mismo. Es lo que Erving Goffman llama esquema de
reparación, que no hay que entender de una manera reductora o peyorativa. Significa que se trata de remediar una
disfunción, de intentar colmar una falta, empleando una relación de tipo técnico-psicológica que representaría un
desplazamiento de la relación clínica (véase el papel desempeñado por el case work en la historia del trabajo social).
En segundo plano del trabajo social, formando su idea reguladora, hay un modelo de integración social que se podría
calificar de durkheimiano. Una sociedad está integrada si está constituida por grupos estables cuyos miembros
mantienen relaciones de interdependencia. A la inversa, el mal social es lo que Durkheim llama "anomia", la
existencia de individuos separados de sus grupos de pertenencia o incapaces de inscribirse en ellos. El trabajo social
es un "trabajo sobre otro " (por eso la relación es central este trabajo) para ayudar a individuos "anómicos", por
diversas razones, a subsanar su déficit de integración, es decir, promover su reintegración o su reinserción en
colectivos estables: el medio laboral, la familia, relaciones estructuradas de vecindad.
Hay así una correspondencia entre una concepción de la sociedad como un conjunto estable, sin duda en
movimiento pero sustentado por una dinámica de progreso económico y social continuo, y el trabajo social
concebido como un dispositivo de recuperación. Un dispositivo en el sentido que le da Michel Foucault:
un conjunto de instituciones, profesionales, técnicos y reglamentaciones cuyo objetivo es reducir la distancia que
separa a algunas poblaciones de una dinámica de progreso social que atraviesa al conjunto de la sociedad. Este
dispositivo ocupa así un lugar muy específico en el seno de otros dispositivos desarrollados en paralelo por el Estado
social, como el dispositivo de seguridad o el del derecho del trabajo para las poblaciones ya integradas.
Esta interpretación, que podría parecer optimista o hagiográfica de las funciones del trabajo social, es
paradójicamente confirmada por las críticas que le dirigieron sus enemigos. Es sabido que, durante el período
posterior a1968, el trabajo social fue violentamente impugnado por su papel "normalizador". Con el apoyo del
Estado burgués, del que es un instrumento, apuntaría a erradicar todas las formas de desviación y de diferencia
inscribiéndolas por la fuerza en cuadros administrativos reductores para imponerles un retorno al orden moral y al
trabajo alienado. La popularidad de estas críticas del "control social" parece hoy sorprendente, puesto que más bien
se le podría reprochar al trabajo social su incapacidad para realizar esa integración. Pero esta versión crítica es de
hecho lo contrario de la versión positiva que hace del trabajo social una empresa de rehabilitación de los individuos
con miras a su integración en la sociedad.
LA INTEGRACIÓN REPROBLEMATIZADA
Semejante configuración fue profundamente sacudida a partir de lo que a comienza a llamarse "crisis" a principios
de los años setenta. Pero de manera progresiva esta crisis resultó no ser sólo un conjunto de perturbaciones
pasajeras. Más bien se trata de una transformación profunda de la economía y de los modos de regulación social que
se corresponde sin duda con la salida del capitalismo industrial. A todas luces no se intenta aquí hacer un balance de
conjunto de semejante transformación. En la lógica de este texto, me atendré a indicar cómo afecta al modelo de
integración que quería promover el Estado social en el período precedente y también cómo, por contragolpe, va a
contra corriente del trabajo social "clásico'.
En la sociedad salarial cuya expansión se interrumpe a mediados de los años setenta, la integración se hacía
esencialmente gracias a la inscripción de - los individuos en colectivos estructurados: colectivos de trabajo, con
sindicatos poderosos y una organización colectiva de la vida social, pero también regulaciones colectivas del derecho
del trabajo y de la protección social. Así los individuos están ubicados en condiciones estables y se benefician con
derechos sociales extendidos porque participan de esas formas de regulación (por eso aquellos que no pueden
aprovechar de manera directa esas coberturas colectivas necesitan una individualizada que los ayude a subsanar ese
déficit, y éste es el mandato del trabajo social "clásico"). Ahora bien, uno de los efectos principales de las
transformaciones ocurridas desde hace ya más de un cuarto de siglo es, a mi juicio, una amplia descolectivización, o
reindividualización, de esas regulaciones que se habían instalado en la edad de oro del capitalismo industrial y cuyo
principal ejecutor y garante era el Estado social. Eso es Io que ocurre en primer lugar en el mundo del trabajo.
Incluso más allá de la desocupación masiva y de la precarización de las relaciones de trabajo, uno se percata cada vez
más de que el conjunto de dichas relaciones se recompone alrededor de exigencias incrementadas de
competitividad, de competencia, de personalización de las tareas, de adaptación al cambio, de movilidad... que
malogran la homogeneidad de las grandes categorías profesionales con las que se vinculan las condiciones colectivas
de la integración. El individuo trabajador está cada vez más abandonado a sí mismo para hacer frente a las
transformaciones en curso y administrar su propia carrera. Algunos salen airosos y aprovechan esta nueva coyuntura
para maximizar sus posibilidades. Son los ganadores de la hegemonía creciente del mercado. Pero otros pagan esas
nuevas exigencias con una pérdida de categoría y, en última instancia, con una completa invalidación. Hay que
añadir también que si el mundo del trabajo es sin duda el epicentro de esa dinámica de reindividualización, afecta a
la mayoría de las instituciones, y también se habla de "crisis' de la escuela, de la familia, de las organizaciones
sindicales y políticas, de las Iglesias tradicionales, etcétera.
Nos contentaremos aquí con subrayar las incidencias que esas transformaciones pueden tener sobre el modelo de
integración establecido por el Estado social. Por un lado, la integración es por cierto más difícil hoy de lo que era
hace treinta años, en virtud de la desocupación masiva. Pero más profundamente, hay que preguntarse si no es el
modelo mismo de la integración el que está cambiando. Como hemos mencionado, esta integración se realizaba a
través de la inscripción de los individuos en estructuras sociales estables. Pero ¿qué es hoy una estructura social
estable, cuando se asiste a una movilidad generalizada de las estructuras y a la vez de los individuos que
supuestamente deben integrarse a ellas? Y ¿cuál puede ser el papel del Estado social si pierde su poder de garante
de estructuras estables y de protecciones generales? Veremos que estas preguntas también interpelan al trabajo
social.
NUEVOS PÚBLICOS, NUEVOS ABORDAJES
Hay por lo menos concomitancia entre las transformaciones societales que acabamos de resumir y los cambios que
afectaron el trabajo social. El factor más decisivo es la llegada al campo del trabajo social, o a su periferia, de nuevos
tipos de población cuyo perfil difiere sustancialmente de la clientela del trabajo social clásico. Este cambio se
encuentra en relación directa con el agravamiento de la "crisis" económica y social. Es ante todo, a partir de fines de
los años setenta, la aparición de la temática de la precariedad. La precariedad es un riesgo social que afecta a
poblaciones diferentes de aquellas que padecen de un déficit personal. Como algunas familias populares estudiadas
por Agnés Pitrou, se puede "caer" en la dependencia a causa de una situación social frágil. Este tema es reemplazado
por el de la "nueva pobreza' que tendrá una gran audiencia mediática hacia 1984. Hay "nuevos pobres' —diferentes
de los pobres del tipo "cuarto mundo"— porque hay un número creciente que se desconectan de las posiciones —en
particular en el trabajo— que podían asegurar su integración. Corresponden a aquellos que propuse llamar los
"náufragos de la sociedad salarial" o los "supernumerarios", cuya principal discapacidad es no encontrar un lugar
estable en la nueva organización de la sociedad. Comprenden a la vez a aquellos que perdieron protecciones
anteriores, como los desocupados de larga duración, y aquellos que no logran encontrar un trabajo, como los
jóvenes en busca de empleo que "sudan la gota gorda'.
Justamente en La Galère,* François Dubet dio uno de los primeros análisis profundos de ese perfil de poblaciones.
Vemos bien hasta qué punto difiere en gran medida de aquel del trabajo social clásico. Su déficit de integración no
radica tanto en una deficiencia que podría remitirse a ellas mismas sino en un conjunto de obstáculos que les
impiden encontrar un lugar reconocido en nuestra sociedad. Si tienen sin duda "problemas personales" —diría como
todo el mundo—, si en ocasiones son un poco toxicómanos, incluso a veces un poco delincuentes, imprevisibles y
violentos ocasionalmente, sin embargo, no son ni toxicómanos consumados, ni delincuentes de tiempo completo, ni
trastornados, y a la vez pueden ser en ocasiones un poco de todo eso. En consecuencia, no pueden entrar en la
lógica que ha constituido el trabajo social en profesionalidad, no se someten a esa "relación de servicio" que pone en
presencia a un profesional competente y a un individuo que padece de una disminución o una deficiencia
caracterizadas. Si se resiste a la tentación de criminalizarlos o patologizarlos, el trabajo social clásico carece de
recursos ante esas situaciones.
Sin duda, éstas no siempre son absolutamente nuevas (por ejemplo, los equipos de prevención siempre tuvieron que
enfrentarse con situaciones de este tipo). Pero en adelante son masivas, implican categorías sociales enteras
víctimas del fracaso escolar, la desocupación y el subempleo, que aparecen como los excluidos de la construcción de
Europa o de la mundialización. Y el Estado social, privado de los medios que tenía en el "Estado de crecimiento' no
parece ya en condiciones de intervenir de una manera eficaz sobre esas situaciones.
La tentativa de respuesta a esa nueva coyuntura -esquematizada aquí con demasiada rapidez— fue la recomposición
de las intervenciones sociales bajo el doble registro de la inserción y de la territorialización.
La inserción es la categoría emblemática de las nuevas políticas sociales instaladas a partir de comienzos de los años
ochenta. 16 Ésta difiere del trabajo de reinserción operado sobre un modo especializado que se destina a diferentes
categorías seleccionadas de población fuera del trabajo (trabajo social "clásico"). De manera progresiva también se
percibirá que difiere igualmente a menudo de la integración concebida como una reinscripción completa en el
mundo del trabajo y de los intercambios sociales ordinarios. La inserción pretendía ser un pasaje o una transición,
una forma original de acompañamiento de los nuevos grupos en déficit de integración, que deben desembocar en el
retorno al trabajo y la resolución de los problemas de la vida cotidiana. Pero progresivamente se dieron cuenta de
que se trataba con mucha frecuencia de una "transición duradera", para retomar la expresión de un informe de
evaluación del Ingreso Mínimo de Inserción (RMI), una "bocanada de oxígeno que mejora ligeramente las
condiciones de vida de los beneficiarios, sin poder transformarlas". Curioso estado, en verdad, el de individuos que
no están realmente abandonados, de quienes se siguen ocupando al desarrollar con
ellos y para ellos una amplia gama de actividades a menudo ingeniosas y originales, pero que a menudo fracasan en
convertirlos en miembros con derecho propio de la sociedad. Entonces se corre el riesgo de instalarlos en la
inserción social sin llegar a la inserción profesional. Es concebible que estas situaciones interpelen en profundidad las
finalidades del trabajo social.
La territorialización de las intervenciones sociales es el otro gran vector de su recomposición actual.18 Por otra
parte, está estrechamente asociada al primero, ya que es la modalidad general de la puesta en marcha de las
políticas de inserción y demuestra con claridad que esas transformaciones cuestionan también profundamente la
estructura del Estado social. Mientras que en el período precedente se había impuesto como el ejecutor de las
políticas sociales y aseguraba su coherencia, las intervenciones sociales en adelante aparecen fragmentadas y cada
vez más dependientes no sólo de una gestión local sino también de una responsabilidad del territorio para la
concepción y la elaboración de los programas sociales. Las políticas territorializadas no son políticas generales que se
aplican en todo el territorio nacional. Tampoco dependen de la responsabilidad de una sola administración estatal;
son 'transversales" y comprometen la participación de un conjunto de actores locales que pertenecen a diferen tes
administraciones, a las instancias políticas locales y a la sociedad civil (asociación). El papel desempeñado por el
Estado resulta así profundamente transformado. El Estado propone directivas generales y corresponde a las
instancias locales hacerse cargo de ellas y elaborar proyectos que movilicen a los interlocutores en el terreno. Las
colectividades locales resultan así políticamente responsables de la realización de los programas sociales.
¿Cómo interpretar esta transformación del papel del Estado? ¿Se trata, como a menudo se dice, de un retiro, incluso
de una renuncia a sus ambiciones de promotor de lo social, que lo conduce a descargar sus responsabilidades sobre
instancias locales? Esta interpretación parece hoy unilateral, o en todo caso prematura. Por ejemplo, en el marco de
la política de la ciudad, son los representantes del aparato estatal, los "subprefectos en la ciudad", los que intentan
coordinar la acción de los diferentes interlocutores sobre el terreno; la inserción en la forma que adoptó con el RMI
puede ser considerada un "imperativo nacional" impuesto por vía legislativa sobre el conjunto del territorio; el
Estado conserva sus prerrogativas sobre numerosas prestaciones de la ayuda social, como la ayuda a las personas
disminuidas o sin domicilio fijo, se hace cargo de la salud mental y de la lucha contra la toxicomanía, etc. Más que
hablar de un ocaso ineluctable del Estado social, podría plantearse la hipótesis de una reorganización de sus
modalidades de intervención para la cual la recomposición actual de las intervenciones sociales hace las veces de
terreno de experimentación. Así, a partir de las estrategias puestas en marcha por la política de la ciudad, Jacques
Donzelot y Philippe Estèbe apelan a un "Estado animador" cuya función principal sería movilizar los recursos de la
sociedad para garantizar su cohesión. Pierre Rosanvallon ve en el desarrollo de las prácticas de inserción el medio
para cambiar "el Estado pasivo de bienestar" en Estado activo gracias a la reorganización del poder público en el
ámbito local y a la implicación directa de los diferentes actores en el terreno, incluidos los usuarios de los servicios.
Se dibuja así una nueva filosofía de las misiones del Estado social. En lugar de ser el ejecutor de la integración social
de todos los ciudadanos a través de las regulaciones generales y de los derechos homogéneos con vocación
universal, se implicaría cada vez más en operaciones seleccionadas, localizadas, apelando a la participación activa de
los diferentes interlocutores sociales y de los propios usuarios.
¿Es ésa, el "devenir del Estado social”, la lógica profunda de su recomposición para los años venideros? Me parece
que hay que responder con prudencia y cuidarse del profetismo. Acabamos de deslindar una línea de transformación
del Estado. Pero la situación actual es extremadamente compleja, atravesada de tensiones contradictorias. Si se
tratara de hacer un diagnóstico de conjunto sobre el devenir del Estado social, no habría que olvidar sobre todo que
el campo de las intervenciones sociales aquí explorado no constituye más que una parte, relativamente pequeña, del
conjunto de las protecciones asumidas por el Estado social. La protección social en Francia está aún ampliamente
cubierta por dispositivos de seguridad montados y financiados a partir del trabajo. Que este edificio esté hoy
fragilizado y amenazado (véanse las reformas en curso del régimen de las jubilaciones y del seguro por enfermedad)
no debe hacer olvidar que aún es poderoso, y que la seguridad social "cubre" todavía a la gran mayoría de la
población. Complicando aún más la dificultad de anticipar el devenir del Estado social, habría que tener en cuenta el
hecho, esencial, de que la construcción de Europa y la mundialización plantean desafíos considerables a los sistemas
de protección construidos en un marco nacional.
EL USUARIO COMO CLIENTE Y EL USUARIO COMO CIUDADANO
Como no podemos tener en cuenta aquí todos estos desafíos, nos contentaremos con tratar de mostrar la sinergia
que relaciona las transformaciones societales profundas acaecidas desde hace un cuarto de siglo, por lo menos
algunas de las reorientaciones actuales de los modos de acción del Estado social, y las incertidumbres que hoy
prevalecen en el campo de las intervenciones sociales.
La salida del capitalismo industrial acarreó una descolectivización, una individualización y en última instancia una
movilidad generalizada de la sociedad que hemos evocado rápidamente. Esta dinámica malogra las estructuras
organizativas del Estado social que se habían construido a través de los sistemas de regulaciones colectivas (derecho
del trabajo, derechos sociales, protecciones de seguridad con vocación universalista). El Estado intenta adaptarse al
cambio y a la sincronización de las situaciones sobre las cuales está llamado a intervenir. Pretende ser "activo",
flexible, se hace "pequeño", vuelve a descender hacia Io local para ser más eficaz y más dúctil. Se trata de un gran
desafío que podría expresarse de la siguiente manera: ¿cómo el Estado, instancia del colectivo por excelencia y
representante del interés general, puede estar localizado y desplegarse a través de los modos de acción que se
ajustan a poblaciones específicas ubicadas en situaciones particulares?
Las intervenciones sociales heredan, si así se puede decir, esas dificultades, y las reflejan en su práctica. Es sabido
que las nociones de "contrato" y de proyecto" se han convertido en el período reciente en las palabras clave de la
acción social, así como "activación de los gastos pasivos" es el leitmotiv de las reformas en curso en el campo social.
Se trataría de romper con una distribución automática e impersonal de las prestaciones sociales para tener en
cuenta la singularidad de los usuarios y trabajar con ellos en su rehabilitación. Es la lógica de la contraprestación
ajustada a una situación particular, que se opone a una lógica de la ventanilla dirigida a categorías abstractas de
beneficiarios o derechohabientes. El objetivo de la intervención social sería en adelante construir recorridos
individuales con la participación de los usuarios.
No se discute que esta evolución tenga aspectos positivos. Ella marca un progreso respecto de las tentaciones
burocráticas y tecnocráticas que a menudo se le reprochaban al trabajo social (aunque este reproche se puede
relativizar, ya que el trabajo social siempre quiso ser una forma de "trabajo sobre el otro", descansando en el
intercambio relacional). Estas nuevas aperturas aumentan también a la vez la complejidad y la riqueza de las
intervenciones sociales. Hay que demostrar inventiva y disponibilidad constante para "acompañar" realmente a un
individuo en los meandros de su trayectoria v encontrar con él la respuesta a su necesidad específica.
No obstante, esas orientaciones conllevan una ambigüedad profunda. La movilización del individuo es una empresa
muy costosa y muy aleatoria cuando no es apoyada por soportes colectivos. Esto se comprueba en el campo de la
organización actual del trabajo, donde un número creciente de trabajadores no hacen pie porque se exige de ellos
desempeños —adaptabilidad, movilidad, responsabilidad... — sin que les sean dados los medios para asumirlos. La
obligación de conducirse como un individuo, de manejar uno mismo su vida en un mundo social desestabilizado, se
vuelve entonces contra él y lo invalida socialmente. Para los grupos en dificultad, el riesgo es todavía mayor. Pedirle,
por ejemplo, a alguien que no tiene trabajo y se encuentra en una situación familiar y social muy difícil que
reconstruya un proyecto de existencia, ¿no es exigir demasiado de él? Observar que, si recurren a ello, es porque no
tienen por sí mismos los recursos suficientes para salir de su situación no es precisamente demostrar desprecio hacia
la mayoría de los usuarios de los servicios sociales. Tratarlos como personas es ciertamente positivo, pero con la
condición de saber que se trata de personas frágiles, vulnerables, a menudo en situación de desamparo, y que por
tanto tienen necesidad de soportes externos.
En mi opinión, aquí reside el meollo de la paradoja, por no decir de la contradicción, que tienen que enfrentar los
intervinientes sociales. Ya señalamos en el caso del trabajo social clásico que éste tiene un mandato social y político:
promover la integración social de sus beneficiarios, pero la realiza transponiéndola bajo la forma de un problema
soportado por individuos y trabajando en su economía personal. Esta tensión entre una finalidad sociopolítica y un
modo de tratamiento psicorrelacional se ve agravada hoy en la medida en que, como se recalcó, la mayoría de los
nuevos usuarios tienen necesidad de un servicio porque están en una situación social insostenible, más que por el
hecho de sufrir de un déficit personal. ¿Cómo no contentarse con convertir un déficit de integración en problemática
individual? Las intervenciones sociales están amenazadas por la preponderancia de lo que François Dubet llama la
norma de internalidad: la propensión a buscar en el propio individuo tanto las razones que dan cuenta de la
situación en que se encuentra como los recursos que hay que movilizar para que pueda arreglárselas. Sin lugar a
dudas, es una manera de responsabilizarlo, pero también se corre el gran riesgo de culpabilizarlo al imputarle la
responsabilidad de su situación, precisamente cuando ésta remite a dinámicas sociales y económicas de las que no
es responsable.
La mayoría de los intervinientes sociales son conscientes de esta contradicción que se encuentra en el corazón de su
práctica. Ellos se niegan a psicologizar la desocupación o a criminalizar todos los comportamientos que no están de
acuerdo con las normas. Tratan de no dejarse encerrar en la "norma de internalidad". La localización de las
intervenciones sobre un territorio, el llamado a la asociación, la puesta en marcha de programas que conciernen al
conjunto de un barrio, incluso de una ciudad, la multiplicación de los referentes de la intervención social, etc., son
otras tantas tentativas para anular una relación cara a cara centrada en un individuo. En otras palabras, son más
tentativas para apoyarse en colectivos. En efecto, es la reinscripción en colectivos lo que constituye el mejor
remedio para individuos desestabilizados cuyo drama la mayoría de las veces es precisamente estar desconectado
de sistemas de pertenencias y de protecciones colectivas, o no poder inscribirse en ellas. La referencia al colectivo
constituye el antídoto necesario a las dinámicas de individualización, tanto en el campo de las intervenciones
sociales como en otros.
Es aquí donde se impone la presencia del Estado. Lo local abandonado a sí mismo expresa una relación de fuerzas en
un territorio particular entre los intereses de los interlocutores. El tipo de grupos que dependen de los servicios
sociales —desocupados de larga duración, familias desestructuradas, jóvenes que las pasan moradas, beneficiarios
del RMI y desafiliados de todo tipo— no tienen en sí mismos, y es la característica de su situación, los medios para
tener gravitación en una relación de fuerzas local. Para sacarlos de una dependencia de asistidos, su cobertura debe
ser hecha en nombre de un interés que supere los intereses particulares e imponga que sean reconocidos como
miembros con derecho propio de la comunidad. Se puede llamar "poder público" a esta representación del interés
general que debería garantizar a todos los ciudadanos las condiciones mínimas de independencia social en nombre
del mantenimiento de la cohesión de la sociedad. También debe estar presente en el terreno, en el ámbito local. Ella
es la que debe dinamizar el trabajo social entendido como una empresa de reintegración de las personas en
dificultades.
Sin duda tenemos demasiada tendencia, sobre todo en Francia, a pensar esa referencia al interés general bajo la
forma exclusiva de un Estado nación centralizado. El hecho de que se despliegue muy cerca delos desafíos locales,
allí donde se hace o se deshace concretamente la integración social, puede representar un progreso. En ese sentido
las transformaciones del Estado social para hacerse más dúctil, más activo, de alguna manera flexible, para
imponerse lo más cerca posible de las situaciones particulares, son positivas. Pero con la condición de que esa
reorganización del poder público sobre un territorio particular no traiga aparejado su debilitamiento. Para abrir
juicio sobre esto, en mi opinión, hay un criterio simple. Las intervenciones sociales deben seguir llevándose a cabo, y
deberían hacerse cada vez más en el porvenir, como el ejercicio de un derecho. En efecto, es la referencia al derecho
lo que puede garantizar que el tratamiento de un individuo en dificultades implique también hacerse cargo de una
persona, o de un ciudadano. Decíamos al comienzo que el trabajo social moderno surgió de la tradición de la
asistencia filantrópica y religiosa al afirmarse como portador de una obligación de hacerse cargo de las personas en
déficit de integración. Es en este sentido que su destino fue ligado al del Estado social, ya que era parte activa de su
papel emancipador y protector. Correría el riesgo de regresar hacia formas de neofilantropía o de neopaterna]ismo
si fuera dejado a la discreción de configuraciones locales que expresen relaciones de fuerza locales, políticas o
institucionales. Pero hay que recordar que el público que depende de las intervenciones sociales no está solamente
constituido por desdichados a los que se concede una ayuda en un modo más o menos facultativo apelando a
especialistas, los intervinientes sociales encargados de ese servicio. Este público también está compuesto por sujetos
de derecho, que tienen derecho a un tratamiento que se esfuerce por restaurar su ciudadanía social. El mandato de
los intervinientes sociales es entonces convertirse en los auxiliares de esta restauración, y que sea el Estado, incluso
"localizado", el garante del carácter obligatorio de este servicio. Precisamente con esa condición el devenir del
trabajo social y el del Estado social podrían ser considerados como un progreso de ambos. Pero vemos también que
basta con enunciar esa condición para darse cuenta de que la realización de este progreso es muy incierta. Por eso
hay que defenderla con vigor. Es posible saludar las transformaciones actuales de las intervenciones sociales en el
sentido de la consideración del arraigamiento local, de la singularidad de la trayectoria y de la especificidad de la
problemática de cada usuario. Pero con la condición de no olvidar que ese interlocutor no es simplemente un cliente
con el que se negocia, toma y daca, en el marco de un intercambio mercantil. Es también el usuario de un servicio
público que tiene derechos como ciudadano.
VIII. ¿QUÉ SIGNIFICA ESTAR PROTEGIDO? LA DIMENSIÓN SOCIOANTROPOLÓGICA DE LA PROTECCIÓN SOCIAL
LA PROTECCIÓN SOCIAL parece hoy colocada frente a un dilema. ¿Hay que defender una concepción de las
protecciones con un enfoque universalista, que garantice al conjunto de los miembros de una sociedad una
cobertura social general, una seguridad social en el sentido fuerte de la palabra? ¿O bien la protección social debe
seleccionar a sus beneficiarios para dedicarse a hacerse cargo de los individuos y de los grupos que experimentan
dificultades particulares, lo que la conduciría, en última instancia, a centrarse en "los más desprotegidos"? En otros
términos, la protección social ¿consiste en dar a todos las condiciones de acceso a la ciudadanía social o en
garantizar una base mínima de recursos para evitar la decadencia completa de las categorías más desfavorecidas de
la población?
Ante todo evocaremos la dinámica que parece conducir hacia la segunda rama de esta alternativa. En efecto, parece
que hoy en Francia, pero también en la mayoría de los países de Europa occidental, se asiste a una transformación
de los sistemas de protección social en el sentido de una limitación de su jurisdicción. Las prestaciones son cada vez
más concebidas bajo condiciones de recursos a públicos que deben experimentar dificultades particulares para ser
socorridos. Esta instrumentalización asistencialista de la protección social, sin embargo, no da más que una
respuesta muy restrictiva a la pregunta "¿Qué significa estar protegido?". Esta tiene una dimensión
socioantropológica que va mucho más allá de su componente asistencial. Por dimensión socioantropológica de la
protección social entendemos aquí el basamento de recursos y derechos que proporciona al individuo moderno y
que le permitió convertirse en un miembro de la sociedad con derecho propio. La necesidad de estar protegido tiene
raíces profundas en la condición del hombre moderno. En la medida en que la sociedad, para retomar la expresión
de Norbert Elias, se vuelve cada vez más una "sociedad de los individuos' también tiene cada vez más necesidad de
protecciones para que sus miembros sigan estando ligados por relaciones de interdependencia. En el sentido fuerte
de la palabra, la protección social representa una condición sine qua non para "hacer sociedad" con los semejantes.
Esa es por lo menos la posición que querríamos presentar aquí para alimentar el debate sobre el sentido de la
protección social y el alcance de sus transformaciones actuales.
¿UN AGGIORNAMENTO DE LA PROTECCIÓN SOCIAL?
Sin embargo, no hay que subestimar la fuerza de una argumentación contraria que expresa que vamos hacia una
concepción cada vez más restrictiva de la protección social. Ella descansa en una interpretación de las
transformaciones acaecidas desde hace unos treinta años en este campo. Es sabido que una concepción
particularmente ambiciosa de la protección social se había impuesto en Europa occidental, sobre todo durante el
período posterior a la Segunda Guerra Mundial. Para atenerse aquí al caso de Francia, allí se había llegado a 'cubrir"
a la gran mayoría de la población contra los principales riesgos sociales. En este contexto se pudo hablar con sobrada
razón de "sociedad de seguros" Para los promotores de la seguridad social, las medidas particularistas de
protección de tipo asistencial tenían un carácter residual. Debían ser reabsorbidas tendencialmente por la dinámica
de la sociedad salarial. Pero desde mediados de los años setenta se asiste, por el contrario, a la multiplicación de las
medidas seleccionadas sobre poblaciones particulares. Fuera del ingreso mínimo de inserción, existen en Francia
ocho mínimos sociales. * Pero a eso hay que añadir la multitud de medidas que se apilaron en el marco de las
políticas de inserción, de la política de la ciudad, del tratamiento social de la desocupación, de la lucha contra la
pobreza y la exclusión, etcétera.
Por cierto, esta orientación es todavía cuantitativamente minoritaria, puesto que los gastos que corresponden a esas
prestaciones están en el orden del 12% del conjunto de los gastos de la protección social, y atañen poco más o
menos a la misma proporción de la población. Pero se hallan en progresión constante, y la interpretación que
propone Bruno Palier de esta evolución es perfectamente convincente. No hubo un cambio brusco del régimen de
las protecciones, sino que se asiste a un deslizamiento progresivo de un modelo generalista de protecciones
fundadas en la seguridad y vinculadas con el trabajo hacia un modelo minimalista del que podría decirse que
procede por sustracción: concierne a todos aquellos que no pueden entrar en el régimen de la
seguridad, en general porque permanecen fuera del trabajo.
Puede leerse esta evolución como una dualización de la protección social entre un componente de seguros
reservado a la población activa y sus derechohabientes y un componente de tipo asistencial que depende de los
gastos llamados de "solidaridad", otorgados de acuerdo con los recursos disponibles a diferentes categorías de
grupos reconocidos en la necesidad. E incluso esta oposición es demasiado sencilla. Al mismo tiempo se observa un
deterioro del papel de los seguros a través de las reformas de los regímenes de jubilación y de seguro de
enfermedad que tienden a restringir las prestaciones garantizadas por la seguridad social, y aquellos que quisieran
seguros más extendidos (retiros complementarios, seguro de vida, mutuales complementarias y seguros privados
para los gastos de salud...) deberían financiarlos ellos mismos.
La tendencia de fondo que parece sustentar estas transformaciones es la de una individualización de las
protecciones. La concepción originaria de la seguridad social era, primero, combatir la inseguridad social y la pobreza
protegiendo colectivamente a los trabajadores contra los avatares de la existencia; luego, progresivamente, al
conjunto de los ciudadanos. Sobre la base de su cotización, se beneficiaban con prestaciones homogéneas que valían
como un derecho incondicional y garantizado por el Estado. Si ese núcleo de protección permanece, se restringe.
Estar protegido hoy depende cada vez más de situaciones particulares: carecer de recursos, estar sin trabajo,
pertenecer a una familia disociada o especialmente desfavorecida, vivir en espacios urbanos degradados... sin contar
las diferentes formas de disminución y de deficiencias que dependen del derecho a la ayuda. Según esta lógica, dice
Bruno Palier, "el Estado de bienestar debe sobre todo ser residual: las prestaciones de seguro nacional deben ser
muy bajas y los mínimos sociales o prestaciones bajo condición de recursos deben constituir la principal forma de
intervención. El Estado supuestamente no interviene sino en última instancia'
Hay que añadir que ese Estado social debe dejar de ser "pasivo", en el sentido en que aseguraría una garantía de
ingresos distribuidos en forma automática, y los beneficiarios no tendrían otro deber más que ir a cobrar su cheque.
La consigna de la "activación de los gastos pasivos" se convirtió en el leitmotiv de las reformas de la intervención
social en todos los campos; apela a la movilización de los individuos. Cada vez más, las prestaciones sociales deben
tener un carácter incitativo y exigen una contraprestación por parte de los beneficiarios. La protección social se
acerca de esta manera a una lógica de mercado: toma y daca. Por ejemplo, tener que tomar un seguro
complementario para garantizarse una mejor cobertura de salud; o incluso, para aquellos que carecen de recursos,
"arriesgar el pellejo" creando un proyecto o realizando un contrato como contrapartida de la prestación. Mientras
que, como subraya Gosta Esping-Andersen, la protección social tuvo (y tiene todavía en su dimensión de seguros)
una función esencial de desmercantilización,5 las prestaciones sociales tienden cada vez más a ser apareadas con
intercambios de tipo mercantil, ya sea de manera directa (apelando a operadores privados para obtener servicios
complementarios), o exigiendo un esfuerzo del beneficiario como intercambio por la prestación concedida (véanse
las condiciones impuestas para seguir beneficiándose del subsidio de desempleo o de mínimos sociales como el
Ingreso Mínimo de Inserción [RMI]). Se instala así la idea de que la protección social no es "gratuita", que debe
pagarse o merecerse. No hay derechos sin deberes, lo que en el ámbito social se traduce en la exigencia de proveer
una contraprestación.
Esta individualización de las protecciones parece expresar un movimiento de fondo que atraviesa el conjunto de la
sociedad. Las protecciones sociales que se habían constituido como modos de regulaciones colectivas que
correspondían a las formas de organización colectiva del capitalismo industrial son tomadas a contracorriente por las
nuevas maneras de producir e intercambiar, que exigen la implicación personal de los operadores, la movilidad de
las trayectorias profesionales y la reactividad a los cambios. Mientras que en los cuadros del capitalismo industrial es
el colectivo el que protege, o protegía, se asiste cada vez más a una descolectivización o a una reindividualización de
la organización del trabajo, pero también de los programas institucionales que encuadraban a los individuos y los
socializaban a las normas colectivas. Es el sentido contemporáneo que se puede dar al hecho de que somos cada vez
más una "sociedad de los individuos". La individualización de las protecciones traduce en su nivel esta movilidad de
la sociedad. Si, por tanto, deben existir protecciones, es el individuo el que debe ser protegido. Pero no todos los
individuos deberían tener la necesidad de ser protegidos. El individuo responsable se protege a sí mismo, asume los
riesgos que toma y se construye movilizando sus propios recursos. Dos promotores particularmente decididos de
esta nueva ideología, François Ewald y Denis Kessler, Io dicen con claridad, hasta con cierto cinismo: "El objetivo no
es poner en otros el máximo de riesgos, sino, a la inversa, que cada uno pueda asumir un máximo de riesgos puesto
que está ahí, desde tiempos inmemoriales, el principio de la dignidad del hombre" 8 La función de la protección social
se reduce a partir de entonces a suplir las carencias de la existencia personal y social de los individuos que van en
contra de esa exigencia de autonomía.
Por lo tanto, esta lógica conduce en verdad a una concepción minimalista de la protección social. Es tanto más
necesario tomarla en serio cuanto que, a través de las especificidades nacionales, está presente en el conjunto de los
países desarrollados. Los discursos de inspiración liberal que predican una recentralización de las protecciones en los
más desprotegidos y una reducción drástica del papel del Estado social se apoyan en esta promoción de los valores
individualistas. Ella parece imponerse a partir del momento en que la movilización general de los recursos de los
individuos es requerida para mantener la competitividad en una economía globalizada sometida a la competencia de
todos contra todos. Entonces, aparecen políticas sociales ambiciosas como obstáculos en virtud de su costo,
considerado exorbitante, y sobre todo de las coerciones que imponen a la competitividad de las empresas.
Sin embargo, uno querría interpelar esas evidencias, o esas seudoevidencias. Podría ser que la coyuntura más
contemporánea exija no menores sino ntayores protecciones. Tal vez sea paradójico, pero precisamente porque
estamos cada vez más en una sociedad de individuos necesitamos cada vez más protecciones; porque, para existir
positivamente como individuo, éste necesita soportes protectores. De hecho, es sobre una visión corta de la historia
social y sobre una concepción ingenua del individuo que descansa la idea de que éste gana su independencia social
liberándose de las protecciones. Una historia de las protecciones reinscripta en la larga duración, por el contrario,
muestra la omnipresencia de la necesidad de protección en la génesis de la modernidad y deslinda la relación
dialéctica que unió al individuo y el Estado a través de esta génesis.
LA REHABILITACIÓN DE LOS NO PROPIETARIOS
La crítica de inspiración liberal de la protección social descansa en una visión limitada de la historia social. Subraya la
excepcionalidad del período que siguió al fin de la Segunda Guerra Mundial (los "Treinta Gloriosos"), durante el cual
un crecimiento económico fuerte y el dominio que tenían los Estados nación de los principales parámetros de su
desarrollo permitieron la realización simultánea de programas económicos y sociales ambiciosos. Este paréntesis
feliz hoy está cerrado. No sólo el crecimiento está a media asta, sino que la europeización y la mundialización
rubrican la decadencia de los Estados nación que habían sido los realizadores de una protección social generalizada.
Es tiempo de demostrar realismo y someter las políticas sociales al imperativo categórico de no frenar el libre
despliegue de la competencia en un mercado globalizado.
Es cierto que la coyuntura posterior a la Segunda Guerra Mundial había permitido la elaboración de un "compromiso
social" muy específico y globalmente ventajoso para las dos partes, entre los intereses del mercado (garantizar la
productividad y la competitividad de las empresas) y los intereses del mundo del trabajo (garantizar la seguridad y la
protección de los trabajadores). También es cierto que las transformaciones acaecidas desde este período
correspondiente al apogeo del desarrollo del capitalismo industrial son, por lo menos en gran parte, irreversibles. No
se dará marcha atrás, por ejemplo, sobre las transformaciones tecnológicas en curso, ni sobre el nuevo orden que
gobierna los intercambios en una economía globalizada. Hay que tomar debida nota y aceptar que no se puede
conservar tal y como estaba la forma de los sistemas de protecciones que se habían impuesto en la sociedad salarial.
Pero es falso asimilar la exigencia de disponer de protecciones fuertes con la defensa de la configuración que esas
protecciones habían adoptado durante los Treinta Gloriosos. Una historia de las transformaciones de las
protecciones llevada a cabo sobre la larga duración, por el contrario, muestra que el individuo moderno nunca pudo
abstenerse de protecciones. Es la naturaleza de las protecciones Io que cambió, y lo que sin duda deberá cambiar en
el porvenir, lo cual no significa que el individuo pueda abstenerse de protecciones.
Primer episodio de esta historia de las protecciones a escala de [a construcción de la modernidad: la protección por
la propiedad. Cuando el individuo moderno se separa (o es separado) de las regulaciones tradicionales de
dependencia e interdependencia que al mismo tiempo le garantizaban protecciones, necesita absolutamente la
propiedad para existir con un mínimo de consistencia. ll John Locke, desde fines del siglo XVII, fue sin duda el primer
testigo particularmente lúcido de esta exigencia en el momento de la emergencia de la modernidad. Él define al
individuo por la propiedad de sí mismo, que es indisociable de la propiedad de su trabajo y de sus bienes: "El hombre
es dueño de sí mismo y propietario de su propia persona y de las acciones y el trabajo de esta persona". 12 No es
posible ser dueño de sí mismo salvo que se tenga la posibilidad de apoyarse en los recursos que brinda la propiedad.
Es tan evidente desde el punto de vista de todos aquellos que se proponen refundar la sociedad sobre el valor del
individuo que el derecho de propiedad figura en la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano con el
rango de "derecho inalienable y sagrado". Es la propiedad la que protege en el sentido de que el propietario puede
hacer frente a los avatares de la existencia, a lo que más tarde se llamará "riesgos sociales", la enfermedad, el
accidente, Esas incapacidades debidas a la edad... Pero, más profundamente, es la propiedad la que asegura la
independencia socia], la que hace que uno ya no sea el "hombre" de alguien, como decía el antiguo derecho feuda],
en la dependencia de otro o de la necesidad. Por eso hasta los actores más avanzados del período revolucionario
(con excepción de Gracchus Babeuf), Robespierre, Saint-Just, los sans-culottes parisinos, preconizaron el acceso a la
propiedad como condición de la ciudadanía: el pequeño campesino propietario de su parcela, el artesano de su
tienda, libres e independientes, participarán con derecho propio en la República y, en caso de necesidad, la
defenderán con las armas en la mano. Puede comprenderse así que en el período más "caliente" de la revolución la
Convención votara, por unanimidad, una ley que castiga con la muerte a "cualquiera que proponga o intente
establecer leyes agrarias o cualesquiera otras leyes o medidas subversivas de propiedades territoriales, comerciales
o industriales' Esta posición, que en ese momento no es reaccionaria sino "progresista" , está justificada por la
situación de la "clase no propietaria" —la expresión no es de Marx sino de un contemporáneo de la Revolución
todos aquellos que, al no tener nada más que la fuerza de sus brazos para sobrevivir, no son nada
socialmente hablando. El abate Sieyès, el principal inspirador de la Declaración de los derechos del hombre y del
ciudadano, al afirmar con brillantez la supremacía del individuo, califica a estos hombres de "instrumentos bípedos
sin libertad ni moralidad que sólo poseen manos que ganan poco y un alma absorta". Pero de este modo no hace
sino expresar la manera en que son percibidos y tratados los pequeños trabajadores de la época, "esos desdichados
destinados a los trabajos penosos, productores del goce de otro y que apenas reciben con qué sustentar su cuerpo
doliente y lleno de necesidades". Esos miserables no son individuos en el sentido que figura en la Declaración de los
derechos del hombre y del ciudadano. Por otra parte, tres días después de la proclamación de esta declaración, la
Asamblea nacional dictaba una ley que privaba del derecho de voto a todos los ciudadanos que no pagaban un
impuesto al menos igual a tres jornadas de trabajo, lo que excluía a un tercio de los hombres en edad de votar.
Esta condición será también, con pocas diferencias, la de los proletarios de los comienzos de la industrialización.
"Nuevos bárbaros" que "inspiran más el asco que la piedad", "clases laboriosas-clases peligrosas". Se podrían evocar
aquí las innumerables pinturas del pauperismo que estigmatizan un perfil de individuo moderno dotado de los
atributos negativos de una subhumanidad: la imprevisión, la inmoralidad, el vicio, la peligrosidad... En realidad se
trata de individuos, pero justamente no son más que individuos, sin recursos, sin soportes, sin protecciones,
condenados a vivir al día. La mirada de los observadores sociales los pone al descubierto, y sin duda los caricaturiza
un poco. Pero personas como Villermé, Buret, Tocqueville, Villeneuve-Bargemont, Parent-Duchâtel, etc. (y también
Marx y Engels), no eran ni ignorantes ni meros ideólogos cegados por un racismo de clase. Eran más bien sociólogos
bastante buenos y precoces: habían visto bien a qué conduce a menudo el hecho de ser un individuo si no se
dispone del soporte de la propiedad para garantizar su independencia y su dignidad.
La modernidad liberal que se impuso a lo largo del siglo XIX, por lo tanto, promovió una concepción
extraordinariamente restrictiva del individuo. El orden social descansa en las relaciones contractuales entre
individuos libres e iguales. Pero no todos los individuos son libres e iguales, lo que también significa que no todos los
individuos forman parte del cuerpo político. El cuerpo político tiene la función de preservar la libertad y la
independencia de los individuos, vale decir, garantizar su persona y sus bienes. John Locke, considerado con sobrada
razón el padre del liberalismo, había mostrado también aquí una lucidez casi profética: "El fin esencial que persiguen
los hombres para fundar una república y someterse a un gobierno es la preservación de su propiedad" Esta
construcción de Io que Peter Wagner llama, con una expreSión feliz, "modernidad liberal restringida "16 dejó fuera a
una mayoría de trabajadores que componen la "clase no propietaria" (esta exclusión es todavía más radical si se
tiene en cuenta, fuera del área de la civilización occidental, la población del resto del planeta: el salvaje, el indígena,
el colonizado son todavía menos individuos que el proletario).
Estos miserables salieron de su desamparo al lograr protecciones fuertes que cumplieron para ellos la función que
tenía la propiedad privada para los propietarios: una propiedad para la seguridad. La constitución de lo que se puede
llamar, retomando una intuición de Henri Hatzfeld, una propiedad social, les suministró ese apoyo. Ella les dio los
soportes necesarios para que accedan a la independencia social adquiriendo la categoría de individuos con derecho
propio. Sobre la base de esos derechos sociales, primero vinculados con el trabajo, se puede hablar de una
verdadera generalización, o democratización, de la ciudadanía.
Es el sentido fuerte que se le puede dar a la protección social. Ella es la condición de base de la ciudadanía social.
Vemos que concierne o que debería concernir a todo el mundo, porque es también la condición de base de la
pertenencia a una sociedad democrática. Una democracia moderna no implica la igualdad estricta de las condiciones
sociales porque es, y seguirá siendo, fuertemente estratificada. En cambio, exige la fuerza de las protecciones. Emile
Durkheim, que fue tan sensible a la diferenciación social a partir de la dinámica de la división del trabajo, vio con
claridad que la contrapartida necesaria de esa comprobación era la exigencia de una solidaridad "orgánica" entre los
distintos componentes de la sociedad: "¿Cómo es posible que, al tiempo que se vuelve más autónomo, el individuo
dependa más estrechamente de la sociedad? ¿Cómo puede ser a la vez más personal y más solidario?"
Esta posibilidad no está dada de entrada. Fue construida a través de la constitución de la propiedad social, vale decir,
de una protección social extendida al conjunto de los miembros de la sociedad. Los derechos sociales "aseguran" a
los individuos contra los principales riesgos (la enfermedad, el accidente, la vejez insolvente...) que amenazan con
desconectarlos del curso ordinario de los intercambios sociales. Ellos dan de derecho, como ilustra el derecho a la
jubilación, los recursos de base necesarios para que un individuo pueda seguir construyendo relaciones de
interdependencia (y no solamente de dependencia) con sus conciudadanos. Como expresa con fuerza Alfred
Fouillée, "esas garantías de capital humano son como un mínimo de propiedad necesaria para todo ciudadano
realmente libre e igual a los otros ". Sin duda Fouillée exagera un poco al decir que esa propiedad social hace al no
propietario "realmente igual a los otros". Pero expresa maravillosamente bien la naturaleza y la función de ese
soporte, "como un mínimo de propiedad", análogo de la propiedad privada para garantizar la seguridad y la
independencia. Aunque no sea realmente "igual a los otros" en todos los planos, el trabajador es por lo menos
propietario de derechos y protecciones que lo integran a la sociedad.
La protección social entendida en el sentido fuerte de la palabra es así la condición de base para fundar una
"sociedad de semejantes" 20 Una sociedad de semejantes es una sociedad en la que todos los miembros, sin ser
iguales en todos los aspectos, dispondrían por lo menos de una base de recursos y de derechos suficientes para
"hacer sociedad" con sus semejantes —lo que justamente los hace semejantes al resto—, una sociedad de la que
nadie estaría excluido. Es una caracterización sociológica bastante buena de lo que en política se denomina
democracia.
El hecho de que esta concepción se haya elaborado y haya comenzado a aplicarse en Francia a partir de un grupo de
pensadores cercanos a la Tercera República (el solidarismo) no debe conducir a reducirla a una construcción
francofrancesa tributaria de una situación histórica particular. De hecho, ella se desplegará en toda su amplitud en
un marco muy diferente, en particular durante el período posterior a la Segunda Guerra Mundial, durante la cual
esta concepción ambiciosa de la protección social se impondrá de manera cada vez más sistemática. Y no solamente
en Francia. Podría mostrarse que construcciones homólogas (equivalentes en cuanto a su amplitud, pero diferentes
en función de las especificidades nacionales) se implantaron en los principales países de Europa occidental.
Fundamentalmente se trata, para retomar las expresiones de Peter Wagner, del pasaje de la "modernidad liberal
restringida" a la "modernidad organizada". La modernidad restringida limitaba la posibilidad de ser un individuo con
derecho propio (responsable e independiente) a aquellos que disponían del soporte de la propiedad privada. La
modernidad organizada promueve la generalización de esa capacidad de ser un individuo construyendo una
ciudadanía social sobre la base de la extensión de la propiedad social. La rehabilitación de la "clase no propietaria" es
también la asunción de una verdadera sociedad de individuos a escala nacional, con la excepción de cierta cantidad
de individuos y de grupos minoritarios que escapan a esa dinámica de expansión de la propiedad social, como el
'cuarto mundo" y algunas categorías de individuos a los que una deficiencia torna incapaces de integrarse al
mercado de trabajo. Dependen entonces de la vertiente asistencial, minimalista, de la protección social. Pero en
general en la época se piensa que esencialmente se trata de poblaciones residuales que serán reabsorbidas por el
desarrollo del progreso económico y social.
Contrariamente a una representación ingenua del individuo sustentada por cierto discurso liberal, no hay por Io
tanto antagonismo entre la exigencia de ser plenamente un individuo y la existencia de regulaciones sociales fuertes
cuyo principal ejecutor y garante es el Estado social. Por el contrario, cuanto más se está en una "sociedad de los
individuos", vale decir, una sociedad que debe incluir a un máximo de miembros dotados de los atributos positivos
de la individualidad moderna, tanto más se debería estar en una sociedad que garantice las protecciones de la
propiedad social. La historia social muestra que esas protecciones no son un lujo que habría permitido una
coyuntura histórica excepcionalmente favorable (los Treinta Gloriosos, por ejemplo). Más bien son una condición
esencial que había permitido una gobernanza de la modernidad en el sentido de la promoción de una sociedad de
semejantes, o de una democracia.
UNA ELECCION DE SOCIEDAD
Es sabido que este edificio empezó resquebrajarse bajo el efecto de la "gran transformación" que se inició a
comienzos de los años setenta. Podría hablarse al respecto de una tendencia a la privatización de la propiedad social
o a la mercantilización de las protecciones. Pero si realmente ocurría eso, no se trataría solamente del cierre de un
episodio particular de la historia de las protecciones. Sería la detención de un proceso de larga duración que asoció
el hecho de poder existir como un individuo con derecho propio (un ciudadano social) y el de disponer de una base
estable de protecciones.
No obstante, hay que mirar esta eventualidad de frente. El aggiornamento actual de la protección social va en
verdad, como se ha mencionado, en el sentido de la reducción de su jurisdicción y de la selección de sus
beneficiarios. Tampoco hay que olvidar que esta evolución está sustentada por dinámicas económicas y sociales
poderosas que amenazan con desembocar en una concepción muy diferente de la "sociedad de los individuos": una
sociedad en la cual los individuos estarían librados a ellos mismos, entregados a la competencia de todos contra
todos y divididos entre los ganadores y los perdedores de las transformaciones en curso. Lo contrario de una
sociedad de semejantes. En esta coyuntura, ¿es posible mantener una concepción de la protección social con
vocación universalista que debería garantizar todos los soportes de base de la ciudadanía social?
Ante todo, aclaremos que defender una estructura fuerte de la protección social no equivale en absoluto a
preconizar una concepción sobredimensionada de las protecciones. El Estado social no tiene que ser un Estado de
bienestar que se propondría redistribuir a todos y en todas las direcciones un maná de subsidios y hacerse cargo de
todas las desgracias del mundo, y de todo el mundo. (Por otra parte, cada vez que se emplea esta expresión habría
que recordar que el término "Estado de bienestar" fue inventado por los detracto res liberales de la intervención del
Estado, que denunciaban sus supuestos excesos de generosidad precisamente cuando —fines del siglo '(1x— casi no
existía.) El Estado social debe ser esencialmente un Estado protector, entendido como la exigencia de garantizar,
efectivamente a todos y bajo la forma de un derecho, el mínimo de recursos y de reconocimiento necesario para
participar con todas sus ventajas y derechos en la sociedad. Se podría definir así una seguridad social mínima
garantizada, al igual que se habla en el caso del trabajo de un salario mínimo garantizado. Consistiría en cierta
cantidad de derechos, como el derecho a ser cuidado cuando se está enfermo (el derecho a la salud), el derecho a
ocupar un espacio propio (el derecho al alojamiento), el derecho a prestaciones decentes cuando no se puede
trabajar más (el derecho a la jubilación o a la pensión en caso de incapacidad física o psíquica), o si uno se encuentra
en situación de interrupción de trabajo (desocupación, períodos de alternancia entre dos empleos, de reciclaje, etc.),
el derecho también a una verdadera formación extendida en el tiempo, que es cada vez más indispensable para
hacer frente a los cambios. Esta lista no es exhaustiva (así, hay que plantear la cuestión de los niños cuando faltan las
protecciones familiares, de las mujeres fuera del mercado de trabajo, de las personas dependientes...). Pero tal
enumeración, sin embargo, no sería ilimitada. Una pequeña decena de derechos sin duda serían necesarios y
suficientes para formar el armazón de la ciudadanía social. Se sabe que la protección social tiene un costo. En
consecuencia, es necesario arbitrar entre una propensión irresponsable a incrementar los gastos públicos y la
exigencia de garantizar lo indispensable en materia de protecciones (por eso hablé de seguridad social mínima
garantizada). No hay nada exorbitante en exigir, por lo menos en países como los de Europa occidental, que son lo
contrario de sociedades pobres, ese mínimo de protecciones necesario para asegurar a todos las condiciones de su
pertenencia con derecho propio a la sociedad.
No obstante, es necesario tener en cuenta la exigencia de movilidad, que, como hemos dicho, está en el corazón de
las transformaciones económicas y sociales actuales, y acarrearía cambios irreversibles respecto de la situación en la
cual se había construido la protección social en el momento del apogeo de la sociedad salarial. La cuestión no es
mantener esos sistemas de protecciones tal y como estaban, sino saber si en la coyuntura actual es posible
reorganizarlos conservando su fuerza. ¿Cómo conciliar movilidad y protecciones? ¿Cómo defender la
incondicionalidad de la referencia al derecho en un mundo cambiante donde los colectivos se deshacen y donde las
situaciones son cada vez más particularizadas e individualizadas?
Habría que distinguir aquí entre la incondicionalidad de un derecho y las condiciones de su realización. Por ejemplo,
asegurar mediante el derecho las situaciones de trabajo y las trayectorias profesionales no es (ya no es)
necesariamente encerrar esa protección en el marco del empleo vitalicio. Que el empleo deba ser flexible es una
exigencia imposible de soslayar, por lo menos en una enorme cantidad de situaciones. Pero la seguridad podría
consistir en vincular derechos con esas situaciones de movilidad, con los períodos de alternancia entre dos empleos,
con las transiciones en el mercado de trabajo. "Dar un estatuto al trabajador móvil" como dice Alain Supiot. No es
una receta, es más bien una tarea. Pero se buscan respuestas, y en apariencia comienzan a encontrarse, para tratar
de hacer frente a ese inmenso desafío: asociar nuevas seguridades y nuevas protecciones con las dinámicas de
individualización que atraviesan nuestra sociedad (véase la noción de seguridad social profesional actualmente en
discusión en varias instancias sindicales y políticas, y que sin duda habría que poner en relación con la de seguridad
social mínima garantizada que ya he mencionado).
Ya se trate de poblaciones alejadas del mercado de trabajo de manera provisoria o duradera o de aquellas que
resultan amenazadas por la precariedad, la necesidad de asegurar protecciones consistentes para ellas requiere una
presencia fuerte del Estado social, principal proveedor y principal garante de las protecciones sociales. Esta
afirmación corre el riesgo de ir a contracorriente; a tal punto están extendidos los diagnósticos sobre el
debilitamiento de los poderes de ese Estado social, cuando no anticipan su ineludible desaparición. No retomaremos
aquí el debate complejo que consistiría en saber si, a partir de la indiscutible comprobación de las dificultades con
que tropieza hoy el Estado social para realizar las misiones que tenía en una sociedad salarial en expansión, lo que
está en entredicho es principalmente su debilitamiento o su reorganización. Pero querríamos subrayar la necesidad
de la presencia de semejante Estado en cuanto regulador de una sociedad de individuos.
Puesto que bosquejamos aquí una historia de las protecciones en la larga duración, hay que volver otra vez al
momento en que emerge la posibilidad de una sociedad moderna de individuos que ya no encajarían en las redes
tradicionales de dependencia e interdependencia de las sociedades preindustriales. Thomas Hobbes realizó una
pintura espantosa de lo que sería una sociedad de individuos sin Estado, lo que él llama el estado de naturaleza.
Se trata de sus muy conocidas descripciones de una lucha de todos contra todos donde vence el más fuerte. En
efecto, el individuo mismo no dispone de un principio de regulación de sus pulsiones o sus intereses. Si el hombre
corre el riesgo de ser "un lobo para el hombre, no es tanto porque lo habite una maldad fundamental propia de la
naturaleza humana, sino que es más bien la consecuencia última de un estado completo de desregulación social
debido a la ausencia de derecho y de leyes. Crawford B. Macpherson mostró que Hobbes había podido encontrar en
la sociedad inglesa de su tiempo —la primera sociedad moderna en la cual las dinámicas competitivas del
capitalismo mercantil ya están fuertemente implantadas— los elementos que alimentan esa interpretación de una
sociedad entregada al conflicto de los intereses y a la violencia de las pasiones. Y también en el espectáculo de la
guerra civil inglesa y de las guerras de religión sobre el continente, que marcan el quiebre de un principio central de
regulación, político o religioso. La jungla del estado de naturaleza es en suma la metáfora de una sociedad sin
Estado.
Los análisis de Thomas Hobbes sin duda no fueron tomados lo suficientemente en serio a causa de la concepción
espantosa del Estado (el Leviatán) que construyó sobre el modelo del absolutismo real que veía instalarse bajo sus
ojos. Es cierto que el Estado de Hobbes es un Estado absoluto que presenta una figura repulsiva del poder. Pero es
también el único garante de la paz civil, del desarrollo de las artes, del comercio y la industria. A la sombra del
Leviatán, los individuos son sometidos políticamente, pero son libres en sus prácticas privadas y en sus prácticas
sociales(hasta tienen la libre elección de sus creencias religiosas, lo que es propiamente revolucionario en la época).
Gracias al Estado, pueden ser individuos. La existencia de los individuos en cuanto seres capaces de conducir su vida
en su marco regulado y protegido supone la existencia de un Estado.
Claro está que no defiendo el absolutismo Estado moderno será la lenta construcción del Leviatán. La historia del de
un Estado de derecho, por otra parte, a través de muchos avatares y recaídas en la arbitrariedad. Y también, durante
mucho tiempo, con enormes límites en su jurisdicción, como hemos visto a propósito de la "modernidad liberal
restringida". El Estado de Hobbes es el Estado social. Ese tipo de Estado se injertará mucho más tarde el Estado de
derecho, y justamente a través del desarrollo de la protección social. Es ese acoplamiento Estado de derecho-Estado
social lo que puede garantizar la libertad y la independencia del individuo. El primero garantiza la seguridad de los
bienes y de las personas; el segundo, la seguridad social. Si es cierto que la cuestión de la inseguridad se ha vuelto
hoy una preocupación dominante, eso significa que el Estado está en dificultades para llevar a cabo esa doble
misión. Pero mientras que existe un amplio consenso para defender las prerrogativas del Estado de derecho, el
Estado social es fuertemente impugnado. Se trata de una inconsecuencia. No se puede vivir en una sociedad de
individuos protegida, donde los individuos puedan coexistir con sus conciudadanos, si es entregada a la inseguridad
civil, pero tampoco si está socavada por la inseguridad social. El Estado, en su doble figura de Estado de derecho y de
Estado social, es por tanto muy necesario para regular una sociedad de individuos que sea también una sociedad de
semejantes.
Se confirma así que las dinámicas de individualización que atraviesan nuestra sociedad exigirían no menores, sino
nzayores protecciones sin perjuicio de resignarse a la división que existía antes de la constitución de la propiedad
social entre los individuos integrados sobre la base de la propiedad privada y de los "individuos por defecto",
privados de los soportes necesarios para seguir haciendo sociedad con sus semejantes. Estos individuos por defecto
son aquellos que se desconectaron de las protecciones de la propiedad social o no logran inscribirse en ella. Hay que
recalcar la contradicción en que se encuentran. La exhortación a ser un individuo se ha convertido en nuestra
sociedad en un imperativo categórico sustentado por la ideología liberal dominante: ser autónomo y responsable,
demostrar iniciativa, asumir uno mismo los riesgos. Pero, según esta lógica, se hace pesar sobre todos los individuos,
incluso sobre aquellos que no tienen los recursos objetivos para enfrentarla, esa exigencia de conducirse como
sujetos independientes. En el campo de las intervenciones sociales, se trata de la tendencia general a la
individualización
de las protecciones y a la activación de los gastos pasivos que ya recalcamos.
Pero esta situación es profundamente paradójica. Si un individuo debe recurrir a la ayuda social es precisamente
porque no tiene los medios para arre tampoco glárselas solo. A partir de allí, tratarlo en paridad respecto de aquellos
que dissobre - ponen de las condiciones de su independencia tiene que ver con una aplicación perversa del principio
de igualdad. So pretexto de movilizar, uno se ve conducido a condenarlo y a hacerlo cargar con la responsabilidad de
sus fracasos. Pero ¿cómo no fracasaría la mayoría de las veces si es abandonado a sí mismo? - La apelación
generalizada a responsabilizar al individuo conduce así a culpar a todos aquellos a quienes se exige demasiado
porque carecen de las condiciones de base para garantizar su independencia. La reactivación actual de la muy - vieja
figura del "mal pobre" aparece así como un efecto paradójico de la pro pensión más moderna a exaltar el valor del
individuo. Equivale a censurar a la víctima- Son los beneficiarios del RMI a quienes se acusa de vivir a expensas del
dinero público, o los desocupados de quienes se sospecha que no quieren tra bajar (los famosos "desocupados
voluntarios").
Estos deslizamientos nos muestran que si el individuo es con justa razón el valor de referencia en nuestro tipo de
sociedad, la exaltación deshistorizada y descontextualizada de sus virtudes —como si existiera una substancia del
individuo dotado, "desde tiempo inmemorial" sin duda, como dicen Ewald y Kessler, de todas las facultades
necesarias para conducirse como sujeto inde y pendiente— corre el riesgo de transformarse en desprecio del
individuo. El individuo no es dado sino construido, y la historia social muestra sin lugar a dudas que esta construcción
de un individuo moderno independiente fue ampliamente posibilitada por la generalización de la protección social.
Es en este sentido que puede realmente hablarse de una dimensión socioantropológica de la protección social.
¿Será conservada esta construcción? En otras palabras, una protección social extendida al conjunto de la población
¿podría ser preservada o reorganizada en la nueva coyuntura? Esto dista de ser una evidencia si sigue desplegándose
esa lógica que, según se ha deslindado, otorga a la protección social una función residual. Sin duda, nadie puede
decir que la tendencia a la reducción de las protecciones no seguirá imponiéndose; a tal punto son fuertes las
dinámicas que la animan y que la inscriben tan fuertemente en la ideología dominante. No obstante, hay que tomar
conciencia de Io que está en juego detrás de esas dos concepciones de la protección social, la maximalista (aunque
se enuncie en términos de derechos mínimos) y la minimalista. Espero haber mostrado que una concepción exigente
de la protección social estuvo orgánicamente ligada a la promoción de una democracia de tipo occidental. Su
deconstrucción correría el riesgo de contentarse con la deconstrucción de ese modelo de sociedad. El desafío de ese
conflicto de las interpretaciones sobre las funciones de la protección social, por lo tanto, es realmente una elección
respecto de la manera de vivir en sociedad: en una sociedad de semejantes o en una formación social que correría el
riesgo de asemejarse a la que describió Thomas Hobbes, antes de que las protecciones sólidas cambiaran el estado
de naturaleza por el Estado de derecho social. Pero como ya no estamos en el siglo XVII, sin duda no toleraríamos
que el hombre sea solamente un lobo para el hombre (sobre todo cuando esto podría resultar peligroso). En
consecuencia, no sería el fin de toda protección, sino la conservación y acaso la expansión de un delgado hilo de
recursos para "los más desprovistos". Pero la fantástica regresión histórica que se operaría de este modo debe
incitarnos a mirar dos veces antes de resignarnos a ese debilitamiento de las protecciones sociales.
IX. ¿REFORMISMO LIBERAL O REFORMISMO DE IZQUIERDA
SIN DUDA no se prestó la suficiente atención a una inversión reciente del sentido de la palabra "reforma". El
reformismo fue primero una posición de izquierda sustentada por las corrientes del socialismo que rechazan la
opción revolucionaria, aceptan el mercado y la dinámica económica del capitalismo, pero como contrapartida
quieren imponer compensaciones fuertes en términos de seguridad y de protección de los trabajadores.
Globalmente, a través de muchas vicisitudes, esta orientación había terminado por imponerse contra el
ultraliberalismo y el radicalismo revolucionario. Ella está en el corazón de lo que se llamó el compromiso social del
capitalismo industrial. A comienzos de los años setenta, una amplia gama de "conquistas sociales" garantizadas por
el Estado había llegado a sancionar una seguridad social extendida a la gran mayoría de la población de la mayor
parte de los países de Europa occidental. El progreso social acompaña un desarrollo económico que se adapta a
cierta redistribución de las riquezas para financiar objetivos sociales.
Es a partir de este éxito al menos relativo de un reformismo de inspiración socialdemócrata que puede producirse
una inversión del sentido de la palabra "reforma". Con la disminución de la velocidad del crecimiento, el ascenso de
la desocupación y de la precarización del empleo, estos sistemas de protección son cada vez más costosos y cada vez
más difíciles de financiar. Más profundamente, la idea sigue su camino, sobre todo a partir de los años ochenta,
cuando esas regulaciones sociales constituyen obstáculos para el libre despliegue de una dinámica económica
obligada a jugar a fondo la competencia y la competitividad máximas en una economía cada vez más globalizada. En
adelante hay que liberar el mercado atacando los sistemas de regulaciones no mercantiles vinculados con el régimen
del empleo (derecho del trabajo y protección social). En consecuencia se necesitan reformas, pero se las podría
calificar de contrarreformas en relación con el espíritu de las reformas anteriores, porque apuntan a deconstruir el
edificio de los derechos sociales y a rebajar el papel del Estado social, que es su elemento clave. FI reformismo
histórico se ha construido imponiendo derechos, modos de solidaridad colectiva, formas legales y generales de
protección. En adelante, existe un reformismo de inspiración liberal, que también se podría llamar un "liberalismo de
derecha", que se despliega en nombre de la voluntad de restaurar la iniciativa individual contra las coerciones
impuestas por las reglamentaciones jurídicas garantizadas por un Estado social que se vuelve cada vez más
omnipresente.
En este contexto, el estatuto de las "conquistas sociales" se convirtió en un tema común del debate político. La
necesidad de reducirlas y, en última instancia, derogarlas para recuperar el sentido de la responsabilidad individual
con el objeto de liberar la dinámica económica, está en el corazón del credo neoliberal. A la inversa, el deber de
defenderlas como las únicas muraIlas frente al salvajismo del mercado caracteriza a la izquierda radical. Pero para
deslindar los presupuestos de semejante oposición y para tratar de superarla, hay que interrogarse sobre el
contenido exacto que implica esta referencia a las "conquistas sociales" y sobre la manera en que hoy funciona. Hay
una orquestación liberal de esta temática de las "conquistas sociales" que hace de su crítica una máquina de guerra
dirigida contra las protecciones vinculadas con el trabajo en ha sociedad salarial. Ella querría hacer creer que esas
conquistas, asimiladas a privilegios, son las verdaderas responsables de la instalación de la desocupación, de la
precariedad y de la "exclusión".
Nos gustaría mostrar que semejante construcción descansa en paralogismos, pues presenta una versión sesgada de
la exigencia de reforma que es efectivamente insoslayable en la actualidad. Hay que desmontar esos contrasentidos
para abrir un espacio a partir del cual podría desplegarse un nuevo reformismo de izquierda. Este recuperaría el
desafío que enarboló el reformismo bajo el capitalismo industrial de aceptar la presencia del mercado, pero con la
condición de que existan también contrapartidas no mercantiles (derechos y una legislación social) que garanticen la
protección de los trabajadores y la cohesión de la sociedad.
Evidentemente, no pretendemos presentar aquí un programa de semejante reformismo. Pero es posible puntualizar
aquello que lo caracteriza frente y contra el despliegue del reformismo liberal, que representa como su contrario.
Estos dos reformismos tienen en común la voluntad de hacer frente a la nueva situación que se ha impuesto con la
salida del capitalismo industrial. Uno y otro se confrontan con la crisis de las protecciones desencadenada por el
pasaje al nuevo régimen del capitalismo en el cual hemos entrado. Pero las respuestas que proponen son opuestas.
UN DESPLAZAMIENTO DE LA CONFLICTIVIDAD SOCIAL
Comencemos en primer lugar entonces por desmontar los paralogismos sobre los cuales descansa el reformismo
liberal a través de la crítica sesgada que hace de las "conquistas sociales". Es a partir de comienzos de los años
ochenta que la temática de la oposición entre un sector protegido y un sector expuesto de la sociedad francesa
empezó a gozar de un alto rendimiento simbólico. Lo testimonia, por ejemplo, el extraordinario éxito de la obra de
François de Closets, iSiempre más!, cuya denuncia de los "ámbitos privilegiados" se tradujo en más de un millón de
ventas en librería en algunos meses.] Se podría pensar que se trata de una remake vulgarizada del marxismo, puesto
que todos los desafíos sociales gravitan alrededor del antagonismo entre los que trabajan realmente sin extraer
todos los beneficios y aquellos cuya comodidad se sostiene en el esfuerzo de los primeros. Sin embargo, en
oposición al marxismo, los privilegiados ya no son principalmente los ricos y los explotadores. A menudo se trata de
categorías sociales bastante modestas, y hasta procedentes de lo que no hace mucho se llamaba el "pueblo". Pero
ellas confiscaron ventajas exorbitantes y nada es más urgente que poner fin a esas rentas de situación que hacen de
nuestra sociedad una sociedad bloqueada. Así, resultan ubicados en el mismo plano "ricos herederos, opulentos
notarios, grandes cerealeros" y, "más modestamente, los asalariados de los bancos, de Electricité de France o de
grandes empresas
No obstante, desde hace algunos años se observa un desplazamiento a primera vista bastante curioso en los puntos
seleccionados. A comienzos de los años ochenta, la ofensiva contra las situaciones adquiridas se lleva a cabo en
nombre del espíritu de empresa: las principales víctimas de las coerciones impuestas al mercado son aquellos que
están inscriptos en una dinámica de enriquecimiento y que querrían que ésta careciera de frenos. Desde entonces, la
situación social se ha degradado y la "exclusión" se ha convertido en la nueva noción político-mediática de moda. De
una manera un poco paradójica, las víctimas de las transformaciones socioeconómicas en curso van entonces a
reemplazar a los yuppies como beneficiarios principales de la indulgencia de los que critican fuertemente los
privilegios. La rigidez de las regulaciones del trabajo y el costo insoportable del financiamiento de las prestaciones
sociales TIPEAR PAGINA 210
que supuestamente trabajaban menos y recibían del Estado una multitud de ventajas. Se sentían desposeídos y
volvían su agresividad contra aquellos que consideraban privilegiados de la modernización de la sociedad. En un
período de desocupación y de precarización de las condiciones de empleo, la misma postura es el caldo de cultivo
para el desarrollo del lepenismo, del que hay que admitir en realidad que se arraiga principalmente en las categorías
populares invalidadas por las transformaciones en curso del aparato productivo. En paralelo a la explotación política
del tema de la inmigración, acusada de sacarle el pan de la boca a los franceses de vieja estirpe, la orquestación de la
lucha contra las "conquistas sociales", consideradas responsables de la desgracia de los más desprotegidos,
despierta en el hombre el resentimiento que dormita en las categorías sociales en decadencia. Al mismo tiempo
declara inocentes a los verdaderos tomadores de decisiones y a los principales beneficiarios de las transformaciones
en curso- El enemigo principal es el vecino, el prójimo que dispone de lo que nosotros no tenemos y de lo que él nos
desposeyó.
CONQUISTAS Y ÁMBITOS PRIVILEGIADOS
Para tratar de deconstruir una ideología, primero hay que restituir lo que encubre, y sobre todo lo que disimula, la
terminología que la recubre. O sea, en este caso, las nociones de "conquistas sociales" y de "excluidos" o de
"exclusión".
Por lo tanto, ¿qué son realmente esas "conquistas" que el egoísmo de los pudientes querría perpetuar en
detrimento de los más desdichados? No es posible satisfacerse con amalgamas que denuncian como otros tantos
"ámbitos privilegiados" situaciones completamente heterogéneas, algunas de las cuales son efectivamente muy
poco defendibles.¿Cuáles son las ventajas que dependen del derecho y cuáles las que dependen de la costumbre?
Entre estas últimas, ¿cuáles son aquellas que remiten a tradiciones ya obsoletas y cuáles pueden ser todavía
justificables en la actualidad? Como no podemos entrar aquí en el detalle de esos análisis, iremos a lo esencial: el
núcleo de las "conquistas sociales", que por otra parte fueron más a menudo conquistadas que otorgadas, es el
conjunto de las medidas que, desde el siglo XIX, promovieron una relativa desmercantilización de las relaciones de
trabajo. A saber, en cuanto a lo esencial, el derecho del trabajo y la protección social. Por ejemplo, la relación pura
de trabajo, sin "conquistas sociales", es la del proletariado a comienzos de la industrialización. Un autor de la
primera mitad del siglo XIX caracterizó a la perfección el nuevo registro de las situaciones de empleo que predicaba
entonces la modernidad liberal a través de la imposición del contrato de alqui1er de la fuerza de trabajo: "El obrero
da su trabajo, el patrón paga el salario convenido, a esto se reducen sus obligaciones recíprocas. A partir del
momento en que él [el patrón] deja de necesitar sus brazos [los del obrero], lo despide y al obrero le corresponde
salir de apuros" Aquí tenemos realmente una situación paradigmática de pura relación de mercado.
Nos abstendremos de volver a decir como consecuencia de qué largas y tumultuosas peripecias el trabajo salió de
esta situación —de hecho, convirtiéndose en un empleo al que está asociado un estatuto—. Al final de este proceso,
el salario deja de ser la retribución puntual de una tarea, y las obligaciones con respecto al empleo no se reducen a
satisfacer una prestación de trabajo en función de meros criterios mercantiles. Esto es Io que se llama "salario
indirecto", la parte del precio del trabajo que sirve para pagar la protección del trabajador. En forma paralela, se
asistió al desarrollo de un derecho del trabajo que redujo por lo menos en cierto modo la arbitrariedad patronal
(reglamentación de los despidos, convenciones colectivas, sustitución de las intimaciones de aquellos que Marx
llamaba con un poco de maldad "los Licurgos de fábricas' por arbitrajes jurídicos).
Ciertamente nadie, ni siquiera el más intrépido de los liberales, va a pedir de la noche a la mañana la supresión del
derecho del trabajo y de la protección social. Pero a través de la denuncia de las "conquistas sociales" Io que se lleva
a cabo es una ofensiva contra esas dimensiones estatutarias de la condición del asalariado, en la medida en que
obstaculizan el despliegue de un capitalismo salvaje. ¿Hasta dónde llegará esta ofensiva? Es una cuestión de
relaciones de fuerza, de prudencia política y sin duda también de inteligencia estratégica, porque no está probado
que una completa falta de reglamentación del trabajo sea en todas partes y siempre productiva y rentable. Pero esta
desregulación se encuentra en verdad en el horizonte, o, si se prefiere, el ideal asintomático de las reformas liberales
para remercantilizar el trabajo en nombre únicamente de los imperativos de la rentabilidad y la competitividad de
las empresas. Una de las primeras expresiones inequívocas de esta posición sustentada con vigor por el
empresariado es sin duda la de Yvon Gattaz, al declarar en 1983 a la Asamblea general del Consejo Nacional del
Empresariado Francés (CNPF), del que por entonces era vicepresidente, que 1983 sería el año de la lucha por la
flexibilidad. Sin ninguna duda, la flexibilidad corresponde también a exigencias tecnológicas y económicas que hay
que tener en cuenta- Pero el hecho es que la necesidad de promoverla fue pensada por el empresariado contra las
"coerciones introducidas por la legislación", coerciones legislativas, vale decir, según la opinión de una alta autoridad
patronal, las leyes sociales y los derechos sociales. Queda claro entonces que las "conquistas sociales" no son
solamente privilegios abusivos. Son ante todo aquello por lo cual en la sociedad salarial el trabajo adquirió, bajo la
forma del empleo protegido, un régimen de derecho. Y si en esta perspectiva se trata de reformar ese sistema, a Io
que hay que proceder es al desmantelamiento de un régimen de derecho.
LA EXCLUSIÓN, UNA NOCIÓN PANTALLA
Por lo tanto, aquí tenemos designados, según el reformismo liberal, los principales responsables de las disfunciones
actuales: las "conquistas sociales", de hecho los derechos sociales, y sus defensores. ¿Cuáles son sus principales
víctimas? Los "excluidos". La recodificación mediante esta noción de un conjunto heterogéneo de situaciones
dramáticas acaecidas desde el desencadenamiento de la "crisis" tuvo por efecto edulcorar su gravedad y a la
vez desconocer la dinámica real de las transformaciones en curso. El responsable directo en este caso del uso
sobredimensionado de ese término no es tanto el liberalismocomo una tradición surgida de la filantropía y el
catolicismo social, habituada a ocuparse de la suerte de los desdichados y preocupada por ayudarlos, pero sin
interrogarse demasiado sobre los procesos que los llevaron a eso. El excluido" es el heredero del pobre concebido
como el que soporta lo esencial de la miseria del mundo y debe movilizar también lo esencial de sus esfuerzos para
remediarla. En el corazón de esta representación hay una concepción sustancialista de la pobreza que apela, si uno
es caritativo, a medidas de asistencia, pero se prohíbe cuestionar la dinámica económica que hace que una parte de
la población no participe en la distribución de la riqueza común, a tal punto que puede encontrarse completamente
desprovista.
No insistiré aquí en la pobreza teórica de esa noción de exclusión que abarca situaciones tan heterogéneas que no
permite analizar ninguna. Pero sobre todo, desde un punto de vista práctico y político, presenta el inmenso
inconveniente (o, según el punto de vista, el gran mérito) de fijar las intervenciones necesarias para remediar esas
situaciones en los márgenes de la sociedad, allí donde fracasan un número creciente de personas que fueron
invalidadas por la coyuntura económica y social. Es evidente que de ningún modo cuestiono la necesidad de ayudar a
esas poblaciones. Pero la preocupación que se debe tener por esas existencias quebradas no prohíbe denunciar los
efectos perversos del desplazamiento que consiste en situar Io esencial de una problemática de conjunto —lo que
hoy en día se puede llamar "cuestión social " — sobre la cuestión de la exclusión y la suerte de los excluidos. Porque
de algún lado vienen esos excluidos. Una gran mayoría es producto de la degradación de la situación económica y
social. Ejemplos de excluidos, o de los que así se denominan: el desocupado de larga duración o el joven que no
logra integrarse en los circuitos productivos. Pero realmente es antes de su situación actual donde se juega su
suerte. Y es también antes donde deberían producirse lo esencial de las intervenciones realmente preocupadas por
'luchar contra la exclusión", sin perjuicio de que aumente de manera incesante la oleada de los excluidos. Pero este
desplazamiento de la cuestión interpela la política de las empresas, los efectos de una aplicación salvaje de la
flexibilidad, las carencias del derecho del trabajo para encuadrar las nuevas relaciones de empleo más movedizas y
frágiles, etc. También hace lo propio con el sentido de las políticas que se sucedieron desde hace veinte años para
enfrentar la 'crisis" y que se dirigieron preferentemente a los márgenes, sobre las situaciones ya degradadas
(aunque sea de una manera relativamente masiva, véase el denominado "tratamiento social de la
desocupación"). Focalizarse en la exclusión es resignarse a tratar de reparar ciertos desgarrones del tejido social sin
tener en cuenta aquello que lo desgarra.
Así, la asociación de la impugnación de las "conquistas sociales" y del interés dirigido principalmente a los
"excluidos", aunque remita a tradiciones diferentes, se inscribe a la perfección en el credo liberal. Dicha asociación
coloca a la vez el origen de las disfunciones sociales y las intervenciones prácticas y políticas desplegadas para
remediarlas en terrenos que desresponsabilizan el mercado, la empresa, la elección que se hizo de la rentabilidad y
de la competitividad a cualquier precio, incluso al precio de la cohesión social. El mantenimiento de los derechos
sociales se haría en detrimento de los excluidos si fuera cierto que las ventajas que procuran son las principales
responsables de la invalidación de los marginados de las transformaciones actuales. Pero Io cierto es más bien lo
contrario. Precisamente porque las protecciones y los derechos que constituyen el núcleo de las "conquistas
sociales" se deterioran, un número cada vez mayor de gente pierde pie y queda a la intemperie. Más que
"excluidos", yo propongo que se los llame "perdedores" o "vencidos" en situaciones de competencia sin reglas, lo
que remite a una tradición de pensamiento y de acción muy diferente. Perdieron la guerra económica, fallaron en el
desafío planteado por las transformaciones recientes del aparato productivo en gran parte porque estaban mal
equipados para hacerles frente, y también porque fueron insuficientemente ayudados y acompañados para lograrlo,
habida cuenta de la brutalidad con que esas transformaciones fueron y siguen siendo conducidas. Y si no hay
perdedores sin ganadores (y viceversa), estos últimos no fueron, en el curso de los últimos veinte años, los
asalariados protegidos, cuya situación a lo sumo se mantuvo e incluso más bien se degradó. Los grandes
beneficiarios, los ganadores de las transformaciones se ubican a todas luces, si se me permite utilizar un viejo
lenguaje, del lado de los intereses del capital, y en particular del capital financiero internacional, más que del de los
intereses del trabajo, e incluso de los sectores protegidos del empleo.
EL CONTINUO DE LAS SITUACIONES DE TRABAJO
Para marcar las responsabilidades de la situación actual y encarar las posibilidades de hacerle frente, hay que
cambiar, por lo tanto, de paradigma y reposicionar el núcleo de la cuestión social actual mostrando que los
asalariados todavía provistos de "conquistas sociales", pero cuyas garantías están amenazadas, y aquellos que están
desprovistos no sólo de "conquistas" sino incluso de trabajo y de reconocimiento social, se inscriben en un continuo
de posiciones sociales en vías de desregulación. En el seno de este continuo ciertamente se pueden distinguir de
manera metafórica "zonas" caracterizadas por situaciones más o menos estables. Hay todavía sectores protegidos,
ocupados por asalariados con estatuto con sus "conquistas". También hay sectores vulnerables, marcados por el
trabajo precario, las alternancias de períodos de actividad y de desocupación. Hay, por último, sectores cuyos
integrantes están privados de casi todo, de trabajo, de consideración y de ingresos estables, si no fuera por un
delgado hilo de prestaciones sociales (desocupados de larga duración, beneficiarios del Ingreso Mínimo de Inserción
[RMI], jóvenes que deambulan de pasantía en pasantía o de "trabajito" en "trabajito"). Pero el punto importante es
que, si uno se ubica en una perspectiva dinámica, es imposible trazar fronteras estancas entre esas "zonas". Los
estables fueron desestabilizados. En particular es el caso de una parte de la clase obrera que estaba integrada en los
marcos del capitalismo industria]. La zona de vulnerabilidad también está atravesada por tensiones contradictorias.
Entre los precarios, algunos "salen del paso" accediendo al empleo duradero. Pero otros se instalan en situaciones
frágiles y vuelven a aprender a vivir "a salto de mata", como se decía antaño. Otros, por último, se vuelcan a
situaciones extremas de privación.
Existen estadísticas abundantes que permiten analizar las numerosas variables —el nivel de calificación, el sexo, el
origen social, la edad, el sector de actividad, la fuente de empleo frecuentada, etc.— que pesan sobre esas
trayectorias. Hablar de un continuo, por lo tanto, no implica suponer que la sociedad en la que vivimos sea
uniforme, ni que los diferentes grupos sociales estén igualmente afectados por sus turbulencias. Es todo Io contrario.
Por ejemplo (pero no voy a multiplicar los datos estadísticos, porque van todos en el mismo sentido), los ejecutivos
tienen cinco veces menos "chances" de convertirse en desocupados que los obreros no calificados, y si están
desocupados permanecen en esa situación en promedio tres veces menos tiempo. Pero el hecho es que también hay
ejecutivos desocupados, representantes de las clases medias que pueden encontrarse desclasificados e incluso
reducidos a la gran pobreza, y jóvenes dotados de altos diplomas que corren el riesgo de las nuevas formas de
pauperización. Del mismo modo, es cierto que el contrato de duración indeterminada, hegemónico a comienzos de
los años setenta, todavía hoy sigue siendo ampliamente mayoritario: "solamente' alrededor del 12 0/0 de los
contratos de trabajo revisten formas "atípicas" (contratos de duración determinada, temporarios, tiempo parcial,
etc.). Pero si se razona en términos de flujo, la perspectiva se invierte: el 70% de los nuevos empleos utilizan hoy
esos tipos de contratos, que son también las causas más frecuentes de entrada en la desocupación (cerca de la
mitad de los desocupados trabajaban antes bajo contratos de duración determinada). A mediano plazo, esto
significa que la inestabilidad del empleo está en vías de reemplazar a la estabilidad del empleo como régimen
dominante de la organización del trabajo. Este es el punto nodal de la coyuntura actual, que todo análisis de las
transformaciones en curso debe tener en cuenta de modo imperativo. Ella invalida la dicotomía construida por la
ideología liberal entre un sector protegido de privilegiados y un mundo de precarios y excluidos.
El riesgo más nuevo, y también el más grave, aparecido desde hace unos veinte años es, entonces, lo que podría
llamarse el riesgo precariedad, que incluiría el riesgo desocupación para aquellos que ya trabajaron, el riesgo para
los jóvenes de no poder encontrar un empleo y el riesgo de la degradación de la situación de empleo con sus
consecuencias en todos los registros de la existencia social y personal de los individuos así amenazados. Esto tiene
efectos profundos, pero también complejos, sobre el conjunto de la estructura social. Por un lado, podría decirse
que ese riesgo frente a la precariedad se ha convertido en eh principal factor contemporáneo de desigualdad y que
acentúa aun las desigualdades entre las diferentes categorías socioprofesionales en una sociedad estratificada como
la nuestra, ya que afecta de manera diferente a los distintos grupos. Pero al mismo tiempo, como subrayan Jean-
Paul Fitoussi y Pierre Rosanvallon, ese tipo de riesgo introduce fuertes disparidades en el seno de cada categoría
socioprofesional. ll La trayectoria social de un obrero calificado y protegido será completamente distinta de la de un
obrero igualmente calificado pero que atraviesa períodos de desocupación, y a fortiori si se encuentra desocupado
desde hace largo tiempo. Lo mismo sucede en el caso de un representante de las "profesiones intermediarias" o de
un ejecutivo. En un sentido incluso se podría decir, lo que sería cierto sólo parcialmente pero representaría un
parámetro esencial de la situación actual, que hay más puntos comunes entre un ejecutivo, un empleado y un
obrero más o menos seguros de su porvenir de los que hay, en el seno de cada una de esas categorías, entre los
individuos cuya posición es estable y aquellos que están socavados por el riesgo precariedad.
UN RÉGIMEN GENERAL DEL EMPLEO
Este nuevo orden exige un tipo de análisis de la crisis actual, y también la búsqueda de nuevas respuestas, de los que
carecen por completo las simplificaciones en términos de crítica de las "conquistas sociales ' y de denuncia de la
'exclusión". Es cierto que, para un corte instantáneo producido hoy en la sociedad francesa, las protecciones
conquistadas en el período anterior hasta comienzos de los años setenta perpetúan ventajas que sancionan
desigualdades profundas entre diferentes tipos de asalariados, y entre trabajadores y desocupados. Pero al mismo
tiempo, en una perspectiva dinámica, la amenaza de la degradación del estatuto atraviesa la mayoría de las
situaciones de empleo y todos los días gana terreno. Un principio de fragilizacion afecta a amplias franjas de la
sociedad. Instala la inseguridad y la incertidumbre hasta en los sectores que se creían sólidamente protegidos. Todo
ocurre como si cada uno se sintiera embarcado en la misma galera, o por Io menos temiera formar parte de esa
tropa. Esto es Io que muestran todas las encuestas de opinión: más de la mitad de los franceses le tiene miedo a la
"exclusión", más numerosos todavía son aquellos que la temen para sus hijos, tanto más numerosos cuanto más
jóvenes son, y, si ellos mismos salieron del mal paso, ya no creen que sus hijos tengan un porvenir mejor, etc. Ésta es
sin duda la "gran transformación" que afectó a la conciencia colectiva desde hace unos veinte años. En lugar de la
posibilidad de desarrollar estrategias promocionales y transgeneracionales y de dominar el porvenir porque el
presente parecía estabilizado, para una cantidad creciente de gente el futuro está hoy marcado con el sello de Io
aleatorio.
En consecuencia, lo que se plantea en verdad es la cuestion del régimen general del trabajo. Una vez más, ¿el trabajo
no debe ser más que una mercancía, y el trabajador debe someterse (ser sometido), cueste lo que cueste, a todas las
exigencias del mercado? ¿O el trabajo y el trabajador deben estar dotados de un estatuto? Hay, por cierto, estatutos
y estatutos, y el del sector privado es diferente del de los funcionarios y los agentes del servicio público. Pero es
realmente la cultura del estatuto en general la que se plantea, y lo mismo sucede en el sector privado, vale decir, la
cuestión de trabajador.
La respuesta del reformismo liberal a esta pregunta no carece de coherencia, aunque descanse en un análisis
truncado de la situación social. Ella apuesta a la flexibilidad máxima para abarcar las exigencias del mercado, sin
perjuicio de tratar de controlar los efectos más socialmente destructivos de esta política sobre los márgenes
(tratamiento social de la desocupación, lucha contra la exclusión, etc., y aquí diversas variantes son posibles, de las
más compasivas a las más cínicas). Pero el problema es que si se persevera en esta senda se desemboca en un
modelo imprevisible de organización o de desorganización social que, para hablar con propiedad, no tiene
precedentes históricos. Cuando el mercado "autorregulado", como decía Karl Polanyi, trató de imponerse a
comienzos de la industrialización, el costo social fue considerable, como lo muestran las descripciones del
pauperismo a comienzos del siglo XIX. Pero esos efectos permanecieron relativamente circunscriptos en una
sociedad que aún tenía fuertes soportes rurales y disponía de sólidas redes de solidaridad informal. Hoy en día, esos
recursos están, si no completamente agotados, por lo menos singularmente debilitados, y las protecciones
construidas a partir de los estatutos vinculados primero con la condición salarial se convirtieron en los
constituyentes determinantes para mantener la cohesión social. Abandonarlos es correr el riesgo de desembocar en
una situación de anomia generalizada de la que no se puede anticipar concretamente la forma que adoptaría, puesto
que carece de precedentes, sin perjuicio de decir que sin duda representaría la peor opción: ya no una sociedad de
mercado como la nuestra, sino una sociedad convertida en mercado, atravesada de punta a punta por sus
imperativos.
A la inversa, el reformismo de izquierda debe defender, en nombre del interés general, y no de la conservación de
ventajas que ya son arcaicas, la existencia de derechos sociales. Las "conquistas sociales" pueden y deben ser
defendidas si instauran un régimen general del empleo, y más allá del empleo, un régimen general de organización
social, único capaz de encuadrar una anarquía del mercado generadora de disociación social. En este sentido podría
decirse que luchar contra la degradación de los estatutos del empleo es luchar para que todos conserven un estatuto
o accedan a él, y también luchar por los 'excluidos", puesto que esto significa combatir los procesos de desregulación
que los producen.
LAS POSICIONES FRENTE AL MERCADO
No obstante, si se quiere evitar la demagogia, hay que añadir que esa defensa de las "conquistas sociales" no puede
hacerse bajo la forma de la defensa del statu quo. La defensa no corporativista de las conquistas no puede
justificarse sino en nombre de su universalismo: ellas son necesarias precisamente porque constituyen la condición
del mantenimiento de la cohesión social en general. El desarrollo de sectores de la vida social entregados a la
precariedad, y en última instancia a la anomia, se contradice con esta exigencia. Pero nos vemos confrontados con
una dificultad temible. Un régimen general del empleo pudo construirse en la sociedad salarial en una situación
cercana al pleno empleo, en un marco político donde el Estado nación controlaba los principales parámetros de la
economía y donde los "interlocutores sociales" podían negociar compromisos porque era posible encontrar puntos
de equilibrio entre las exigencias de competitividad de las empresas y los intereses del mundo del trabajo. Desde
entonces, el mercado se desbocó. Una nueva dinámica económica gobernada por la hegemonía del capitalismo
financiero internacional va a contracorriente de las regulaciones que habían logrado imponerse bajo el capitalismo
industrial. Esta base protectora ya no puede ser mantenida como tal. A partir de entonces la cuestión de fondo es:
¿qué se puede hacer si se toma realmente en serio el nuevo estado del mercado? Hoy son las posiciones con
respecto al mercado las que dividen las principales orientaciones políticas.
El reformismo liberal le da al mercado un lugar máximo, y hasta podría decirse que fue constituido para darle todo el
lugar y suprimir todos los obstáculos para su libre despliegue. De esta manera, comporta la amenaza de que, en
nombre de un porvenir liberado de las coerciones jurídicas, de las reglamentaciones y de las burocracias estatales, se
vuelva a las formas más antiguas de la miseria trabajadora y de la inseguridad social. La actitud de la izquierda con
respecto al mercado es más ambigua. En su seno existe un amplio consenso para criticar su hegemonía y sus efectos
socialmente destructores cuando funciona como un mercado "autorregulado", es decir, cuando es abandonado a sus
propias reglas. Pero esta unanimidad de superficie abarca dos posiciones muy diferentes. Una (que ya era la de
Polanyi) critica los excesos del mercado cuando funciona sin frenos, mientras que la otra impugna la existencia
misma del mercado, en todo caso bajo las formas que adoptó con el capitalismo. La primera opción caracteriza al
reformismo, mientras que la segunda predica la revolución. El debate no es nuevo puesto que durante más de un
siglo desgarró al movimiento obrero. Pero ¿qué ocurre hoy? Sobre este punto hay que tomar una posición clara,
aunque afirmarlo implique correr un riesgo cuando uno reivindica a la izquierda. El reformismo pudo pasar por una
posición de repliegue tímido, incluso una traición a los ideales de emancipación (los "sociotraidores"), cuando una
alternativa revolucionaria que pasaba por la abolición del salariado y la inversión completa de las relaciones de
producción parecía creíble (y lo era tanto por las diferentes obediencias revolucionarias como por todos aquellos
que temían la revolución y se oponían a ella, y para los cuales su conjura era el corazón de la cuestión social). Pero si
esta eventualidad de una revolución radical y global ya no es creíble —y ¿para quién lo es realmente hoy, más allá de
posturas verbales?—, es posible que la opción revolucionaria se haya convertido en la posición de repliegue para
evitar la cuestión fundamental: ¿cómo convivir con el mercado mientras se sigue haciendo sociedad con los
semejantes, cómo hacer que coexistan la presencia insistente del mercado y la cohesión social?
En efecto, el mercado no sólo está presente hoy, y no nos pregunta nuestra opinión para descargarse con todo su
peso, sino que probablemente lo estará también en el porvenir previsible porque es un componente esencial de la
modernidad. Hay que atreverse a afirmar que la existencia del mercado es insoslayable en nuestra sociedad. La
doble centralidad del trabajo y del mercado caracterizó la modernidad desde su advenimiento. Adam Smith fue un
testigo particularmente lúcido: "El valor de un producto cualquiera para quien lo posee [...] es igual a la cantidad de
trabajo que ese producto le permite comprar u ordenar. El trabajo, por consiguiente, es la medida real del valor de
intercambio de todas las mercancías" 14 Así, el trabajo funda el valor de los bienes, pero éstos no valen sino cuando
son intercambiados, lo que equivale a decir que el trabajo necesita pasar por el mercado para ser socialmente útil. El
trabajo se divide, se especializa cada vez más, pero así impone cada vez más la necesidad del intercambio mercantil
para que se reconozca su valor. El trabajo está en el corazón de la producción de las riquezas, pero no existe
socialmente sino a través del mercado.
Por eso la generalización del mercado y la generalización del trabajo van a la par e instauran un nuevo modelo de
sociedad, la sociedad moderna, caracterizada por la preponderancia de la "relación con las cosas" sobre la 'relación
con los hombres", para retomar una distinción cargada de sentido propuesta por Louis Dumont. Las sociedades
premodernas están estructuradas por estatutos jerarquizados que sancionan y reproducen la dependencia de los
individuos (las "relaciones con los hombres"). La sociedad moderna se involucra en la "relación con las cosas" a
través de la producción, la circulación y el consumo de los bienes que tienen un valor mercantil. El individuo
moderno también tiene su existencia y su lugar en la sociedad a partir de su papel de productor de bienes mediante
su trabajo y de sus intercambios en el mercado. En consecuencia, el mercado tiene una función profundamente
progresista. Su desarrollo es contemporáneo a los de la racionalidad científica, la laicidad, las libertades públicas y la
democracia. Libera de las tutelas domésticas y de las sujeciones locales, de las relaciones de coerción que a menudo
caracterizan la "relación con los hombres". Hay que atreverse a decir que la supresión del mercado correría el riesgo
de pagarse con una formidable regresión histórica, por el retorno a formas tradicionales de Gemeinschaft regidas
por despiadadas "relaciones con los hombres" del tipo de lo que Marx llamaba con su cruel ironía "el mundo
encantado de las relaciones feudales". Por otra parte, cuando en la época moderna algunas sociedades quisieron
liberarse del mercado, como los países del "socialismo real", la preponderancia de la "relación con los hombres",
representada por la supremacía del aparato político del partido, sofocó a la sociedad civil y engendró el
totalitarismo.
No se trata de hacer una apología del mercado. Habría que ser singularmente ingenuo para olvidar que la dinámica
económica puede producir desposesión y dependencia, y que ella también está en el origen de relaciones de
subordinación y de explotación entre los hombres que pueden ser tan despiadadas, o más aun, como las coerciones
tradicionales de los estatutos jerárquicos. Pero ése es precisamente el meollo de la cuestión. Si no se puede pensar
seriamente el presente e incluso el porvenir de la civilización sin una presencia fuerte del mercado, ¿cómo hacer
para que conserve las potencialidades liberadoras que tuvo en la historia, o por lo menos para que no se convierta
en una jungla económica en la cual los propios hombres están entregados al yugo de una competencia despiadada
gobernada por la delirante búsqueda de la ganancia por la ganancia?
Es el inmenso problema que tiene que enfrentar un reformismo de izquierda. Está en su tradición histórica mirar de
frente la existencia del mercado, criticar su funcionamiento sin rechazarlo, aunque más no fuera porque es
imposible. Pero esta tarea es particularmente difícil en la actualidad porque, con respecto a aquello en lo que se
había convertido a fines del capitalismo industrial, el mercado es cada vez más agresivo, más salvaje, menos
controlable en una economía globalizada. La primera regla para proseguir esta reflexión sería no equivocarse de
capitalismo, y no contentarse con reproducir como tales los dispositivos que pudieron haber sido eficaces para
regular el capitalismo industrial, pero que en la actualidad son desbordados por el nuevo régimen del mercado. La
segunda exigencia sería entonces promover reformas de esos dispositivos para ajustarlos a la situación actual.
¿Cómo domesticar un mercado cada vez más poderoso y anárquico, conciliar las intervenciones del Estado social con
la globalización de los intercambios, aceptar cierta flexibilidad y una puesta en movilidad del mundo del trabajo que
no sean sinónimos de precariedad y de pérdida de estatuto? ¿Cómo, a diferencia del reformismo liberal, permanecer
intransigente con respecto a la referencia al derecho y al papel del poder público como último garante de la
cohesión social, defender la legitimidad de los derechos adquiridos/ conquistados sin por ello fijarlos en el
conservadurismo de las situaciones adquiridas?
Los términos de un nuevo compromiso entre el funcionamiento actual del mercado y la exigencia de encuadrarlo
para preservar o restaurar las seguridades y las protecciones del trabajo quedan ampliamente por elaborar, y
cuando se lo haga, serán todavía más difíciles de imponer. Pero la dificultad de la tarea muestra por lo menos que el
reformismo no es hoy una posición minimalista que se resigna a convertir el desorden del mercado en el orden de
las cosas y se contente con proponer acondicionamientos marginales para reparar algunos daños. Por el contrario, el
reformismo lleva la carga máxima de voluntarismo político, e incluso el grano de utopía que hoy es posible defender
teniendo en cuenta el principio de realidad. Si es cierto que la versión más resplandeciente y heroica de la crítica del
capitalismo, la alternativa revolucionaria, se retiró de nuestra historia, por lo menos en el presente y en un porvenir
previsible, un reformismo decidido representa hoy la orientación más avanzada si no se renuncia a la voluntad de
luchar por una sociedad más justa. Y si las posibilidades de que éste prevalezca sobre el reformismo liberal distan de
estar garantizadas, su objetivo por lo menos es claro: llegar a articular en un marco social vivible para todos esos dos
pilares de la modernidad que fueron y que siguen siendo el mercado y el trabajo.
LOS CAMINOS DE LA DESAFILIACIÓN
X. LA NOVELA DE LA DESAFILIACIÓN: A PROPÓSITO DE TRISTAN E ISOLDA
"SEÑORES, ¿les gustaría oír un bello cuento de amor y de muerte? Es acerca de Tristán e Isolda, la reina. Escuchen
cómo se amaron con gran dicha, con gran duelo, después murieron un mismo día, él por ella, ella por él.'
En la medida de lo posible, me gustaría no sobreinterpretar una vez más este mito, cuya fascinación acompaña a Io
largo de los siglos la nostalgia de los amores perdidos, para que sea leído, o releído, como una historia de vida. El
desarrollo de la novela se deja entonces percibir como una sucesión de acontecimientos que ponen en escena otras
tantas rupturas irremediables -con respecto a una organización de la existencia encastrada en las formas dominantes
de la sociabilidad y gobernada por las reglas de la reproducción y del intercambio que rigen el comercio social y
sexual en una sociedad determinada.
Tristán e Isolda, o la novela de la desafiliación: este cuento todavía nos habla, porque cada época revive a su manera
la tragedia de una modalidad de la alianza que sólo puede realizarse en la muerte. Pero esa historia la inventaron
Tristán e Isolda, o por lo menos la vivieron en una forma límite que sigue siendo el paradigma de un amor cuyo
carácter absoluto se alimenta de su imposibilidad de abrazar las coerciones del siglo. La muerte de Tristán e Isolda es
también una muerte social: lo social que se venga por haber sido sistemáticamente negado, y que retorna bajo la
forma del poder de aniquilar.
El mito de Tristán e Isolda se hunde en el viejo fondo de las leyendas célticas. Pero sólo disponemos de versiones
más tardías a través de varios poemas de trovadores franceses y anglo-normandos del siglo XII conservados en
forma incompleta, a los que luego se añadieron diversos fragmentos, hasta el siglo XVI. 2 La matriz del mito, tal como
la conocemos, fue elaborada pues en el contexto de la sociedad feudal entonces en su apogeo, y representa la
vertiente occidental de la poesía de los trovadores de la lengua de oc. No es posible reconstituir las características
primitivas de la leyenda reinterpretada para un público noble en los marcos y según las convenciones de escritura de
ese medio específico.
Pero no encararé aquí el problema de las fuentes, ni me entregaré a ninguna tentativa de organización del texto o de
crítica histórica. Tomo como materiales los acontecimientos que "ocurren" a Tristán e Isolda y, para catalo los, me
refiero principalmente a la reconstrucción publicada en 1900 por Joseph Bédier, Le Roman de Tristan et Iseut. Este
texto, sorprendente por la fidelidad de su estilo al espíritu de la poesía medieval, reúne y agrupa según un orden
cronológico los principales episodios de la historia tomados del corpus del siglo XII. René Louis (Tristan et Iseut) se
dedicó más recientemente a empresa del mismo tipo, pero poniendo más el acento en las reminiscencias arcaicas
del poema, mientras que el estilo y la construcción de Bédier apuntan a reproducir la tonalidad propia de la
elaboración del siglo XII.
La comparación de las dos empresas ilustra la coherencia del corpus fáctico que constituye la trama de la historia.
Existe un amplio consenso sobre la existencia de cierta cantidad de momentos clave que estructuran el desarrollo
del mito, del nacimiento desdichado de Tristán a la muerte de los amantes.
Evidentemente, se comprueban también divergencias, cuyo estudio remitiría a un análisis profundo de las diferentes
versiones disponibles. Pero las diferencias recaen principalmente en la interpretación de esas secuencias. Por
ejemplo, en la mayoría de los relatos, los amantes beben por error el filtro que estaba destinado a sellar la
unión de Isolda y de su esposo legítimo, el rey Marc. Pero también se puede defender una versión minoritaria según
la cual - Isolda conocía la naturaleza del "vino con hierbas" y, con la complicidad de - su sirvienta, sedujo a Tristán. 4
La diferencia no es menor. Sin embargo, no cuestiona el "hecho" de que el brebaje haya sido bebido sobre una nave,
cuan - do Tristán traía de Irlanda a Isolda, a la que había ido a conquistar para que despose al rey Marc.
En consecuencia, me parece legítimo tomar la historia de Tristán e Isolgar da como una secuencia finita de
acontecimientos significativos, lo que por otra - parte es fiel a su carácter de "novela", para interrogarme sobre la
razón de su copresencia en un mismo conjunto. ¿Qué tienen en común todos esos "acontecimientos" cuya sucesión
conduce de manera progresiva a sellar la una suerte de los amantes en un destino que condena a muerte su amor?
En lugar de interpretarlos a partir de un marco de referencia exterior, me gustaría mostrar que en el interior del mito
ponen en escena, en forma de cuadros parciales, una misma situación de ruptura- Cada vez que Tristán e Isolda son
representados, es para jugar una secuencia de un mismo papel, el de la anulación de la sociedad y de la historia. El
mito como totalidad significa tiva es el despliegue del conjunto de los efectos de esa anulación hasta su último
desenlace: la muerte.
Por lo tanto, mi hipótesis es que la historia de vida de Tristán e Isolda - presenta otras tantas secuencias de una
misma experiencia de ruptura de un compromiso social que yo llamo desafiliación, vale decir, la desconexión
respecto de las regulaciones a través de las cuales la vida social se reproduce y se renueva. Moisés flotando en el
Nilo en un canasto de mimbre y recogido. La mayoría de los fragmentos de los poemas franceses fueron publicados
por Francis- por la hija de Faraón es un desafiliado, así como Jesucristo, que no era el hijo de su padre José. Pero uno
y otro, a partir de ese desvío, inventaron algo inaudito, un Reino que no es de este mundo. Ubicados fuera del juego
sucesiones socialmente reguladas, concibieron una figura totalmente distinta de la organización de esos
intercambios, una manera completamente nueva de representar el parentesco, de realizar alianzas y habitar el
mundo.
Esto ocurriría con la historia de Tristán e Isolda: el encuentro de dos seres totalmente desafiliados cuyo fruto es la
invención de una forma específica de la relación entre los sexos, el amor trágico y absoluto. Su vida es un
arrancamiento perpetuo con relación a todas las territorializaciones familiares, sociales, geográficas, y esta ruptura
siempre reiterada es la condición de posibilidad de la emergencia de un nuevo tipo de alianza entre masculino y
femenino. El carácter absoluto de esta relación radicaría así en que ella se origina en el abandono de todas las
pertenencias y la desconexión respecto de todas las regulaciones que tejen, en un momento
determinado, una red definida de coerciones en las cuales se inscribe la unión del hombre y la mujer, donde la
aceptación de ese principio de realidad da a la relación amorosa su función social y su legitimidad moral. A la inversa,
un amor como el de Tristán e Isolda construido sobre esas negaciones no puede realizarse sino en la muerte, última
y única territorialización disponible. Sólo al final de su desplazamiento, cuando estén acostados en la misma tierra y
la misma paz, un zarzal se arraigará en sus cuerpos y los enlazará en una eternidad en adelante sin historia.
Hagamos, pues, un comentario de "lo que les sucedió" a Tristán e Isolda. Nos esforzaremos por retener al máximo
las interpretaciones externas para describir una estructura de retiro del mundo que es al mismo tiempo la matriz
constitutiva del amor absoluto.
Es indispensable recapitular rápidamente el desarrollo de los principales episodios de la novela para marcar la
omnipresencia de esta desterritorialización de los héroes.
Según los fragmentos conservados y reacondicionados por Joseph Bédier, Tristán nace huérfano. Cuando viene al
mundo, su padre ya ha muerto, traicionado por un señor rival que se adueñó de sus tierras, y su madre sucumbe de
inmediato, bautizándolo Tristán porque "también vino a la tierra por tristeza". El huérfano es recogido por el casero
de su padre, Rohalt. No obstante, por temor a que sea muerto por el usurpador, el fiel servidor lo hace pasar por su
propio hijo. Así, Tristán es educado bajo un falso nombre, no obstante lo cual recibe la educación de un noble de alto
rango. De adolescente es capturado por mercaderes que lo llevan hacia Noruega. Pero se levanta una tempestad y
sus raptores se ven obligados a abandonarlo cerca de una costa. Tristán desembarca pues por azar en Cornualles,
cerca del rey Marc, su tío, donde se presenta bajo una falsa identidad. Sin embargo es acogido favorablemente y el
rey Marc, seducido por sus virtudes, empieza a amarlo cada vez más. Tres años más tarde, no obstante, Rohalt, el
casero que lo educó, viene a buscarlo y lo hace reconocer. Tristán vuelve a Bretaña, mata al asesino de su padre y
reconquista sus tierras. Pero de inmediato las deja a su padre nutricio y a su descendencia, y vuelve a Cornualles al
servicio del rey Marc.
Al poner el acento en otros elementos del corpus, René Louis da una versión un poco diferente del nacimiento y la
infancia de Tristán: es concebido antes del matrimonio de sus padres, su madre muere al darlo a luz, pero su padre
muere cuando él tiene 15 años. Parte voluntariamente a Cornualles para ponerse bajo la protección del rey Marc. 0
Pero la misma estructura de desafiliación se despliega de manera diferente en esta segunda versión: sus mismos
padres transgredieron el orden de las alianzas antes de su nacimiento, él nace también en la desdicha, se vuelve
huérfano y extranjero en sus tierras, es educado fuera del marco familiar, llega igualmente a Cornualles disimulando
su filiación, se hace reconocer por sus eminentes cualidades, pero bajo otra identidad, etcétera.
Esta observación es válida para continuar. Evidentemente sería en vano buscar una "verdadera" versión de la
historia de Tristán e Isolda. Los diferentes fragmentos disponibles articulan ingredientes ora idénticos, ora
diferentes, pero congruentes en el hecho de que remiten a ese mismo vector organizativo, a saber, la línea de
ruptura de la desafiliación.
Por consiguiente, retomemos el hilo conductor de Joseph Bédier para resumir la continuación de la historia de vida.
Tristán, convertido en un valiente al servicio del rey Marc, mata al gigante Morhold, un emisario del rey de Irlanda
que llega a Cornualles cada cuatro años para recaudar un tributo de jóvenes y muchachas. Herido en combate,
Tristán vaga siete días y siete noches en una barca sin remos ni y las corrientes lo llevan hacia Irlanda, donde Isolda,
la hija del rey, lo cura sin saber quién es. En peligro, porque es el homicida del tío de Isolda, huye antes de ser
reconocido y vuelve a Cornualles, donde el rey Marc quiere adoptarlo y legarle su reino. Pero él le hace la
contrapropuesta de partir a conquistar a Isolda para Marc.
De retorno en Irlanda, mata a un dragón que aterrorizaba la comarca y el rey se ve obligado a concederle a Isolda. En
el momento de llevarla para que Marc la despose es cuando los dos jóvenes beben el filtro. Se sienten atraídos de
una manera irresistible y consuman el acto amoroso fuera del matrimonio y antes de los esponsales de Isolda y de
Marc, que no obstante tienen lugar apenas llegan a Cornualles. Comienzan los amores clandestinos cuyas peripecias
no deslucirían un vodevil burgués. Finalmente son descubiertos, condenados, logran escaparse y se refugian dos
años en el bosque de Morois. Tratan entonces de separarse y de volver a una vida normal. Isolda regresa junto al rey
Marc, su marido, y Tristán reanuda sus vagabundeos: el país de Gales, Frisia, Alemania, España, Bretaña... Acumula
las hazañas, pero siempre al servicio de otro, y nunca se establece. Es entonces atormentado por la necesidad de
Isolda, y habrá todavía hallazgos furtivos y encuentros bajo disfraces y nombres prestados, hasta el episodio final:
Tristán, herido de muerte, hace buscar a Isolda, que inmediatamente se hace a la mar para reunirse con él. Pero
Tristán, engañado por su mujer legítima, la segunda Isolda a quien entretanto desposó, no lo sabe y muere
creyéndose abandonado. Isolda desembarca demasiado tarde y muere a su vez de desesperación, abrazada al
cadáver de su amante.
Había que reiterar los principales episodios de la historia de Tristán e Isolda para mostrar la sorprendente sucesión
de rupturas que la acompasan: ese amor es construido, en cada ocasión, sobre una negación o un vacío de
pertenencias. Estas escansiones no son avatares de la relación entre los dos amantes, que, por el contrario, atraviesa
esos episodios y los une hasta en la muerte. Se trata más bien de una repetición de desconexiones con respecto al
principio social de realidad. Todos los episodios clave de la novela subrayan esa no inscripción en las reglas de la
filiación y la reproducción, así como en las relaciones sociales convenidas entre los sexos. Tristán está instalado de
entrada, se puede decir, en esa extraterritorialidad por su nacimiento como huérfano, la desposesión de su dominio
y la ocultación de su nombre. Sin embargo, no es en modo alguno un transgresor de la ley social. Por el contrario, es
un noble irreprochable cuyas proezas físicas y virtudes morales saturan los valores de excelencia vinculados con su
rango, lo contrario de un caballero felón, cuya figura, por otra parte, frecuenta toda la literatura caballeresca, y la
propia novela.
En consecuencia, Tristán no es un marginal; está marginado de su trayectoria. No es un desclasado, es un
desafiliado. Conserva todos los atributos de su condición, pero no la realiza, y no se puede relacionar lo que está en
el principio de esta vacuidad con una tara personal o una falta moral. Es una persona desplazada, no devaluada,
fracasada o en quiebra, sino en segundo plano. A pesar de la inmoralidad objetiva de su conducta, su relación con la
ley moral y social no es de oposición, ni siquiera de indiferencia. Está suspendido sobre ella, porque está fuera de las
realidades que rigen las leyes: fuera de la propiedad, de la sucesión, del linaje, es decir, de todo cuanto regula a la
vez el intercambio de los bienes y las personas.
Así, pasea a través de sus vagabundeos la forma vacía de la realización social, sin poder encarnarla jamás en ninguna
parte.
¿Porque no puede hacerlo o porque no quiere? Una de las fortalezas de la novela es no abrir juicio sobre esta
cuestión, que invitaría a hacer la psicología de Tristán. En última instancia, la lógica del relato lleva el trabajo de la
desafiliación más allá o más acá de lo que podría depender de la voluntad. A menudo en la novela, sin duda, Tristán,
en particular en su juventud, padece su situación de desafiliado. Pero en tres oportunidades por lo menos se le
ofrece la reafiliación, y tres veces Tristán la rechaza.
La primera vez es cuando, joven caballero armado por Marc, vuelve a Bretaña, provoca y mata al rival y homicida de
su padre, y reconquista sus tierras. Las peripecias desgraciadas de su juventud son borradas, al menos en lo que
implicaban objetivamente, y el vencedor podría reinscribirse en su rango y cualidades. Pero en ese momento retoma
su bastón de peregrino, o más bien la barca de sus vagabundeos, y Bédier le atribuye este discurso:
Mandó por sus condes y barones y les habló de esta guisa: "Señores de Loonois, he reconquistado esta comarca y
vengado al rey Rivalen con la ayuda de Dios y la vuestra. Así, he devuelto su derecho a mi padre. Pero dos hombres,
Rohalt y el rey Marc de Cornualles, sostuvieron al huérfano y al niño errante y también debo llamarlos padres; de
similar manera, ¿no debo devolverles su derecho a éstos? Ahora bien, un hombre digno tiene dos cosas propias: su
tierra y su cuerpo. Por lo tanto, al aquí presente Rohalt abandonaré mi tierra: Padre, vos la tendréis, y vuestro hijo la
tendrá después de vos. Al rey Marc abandonaré mi cuerpo; dejaré esta comarca, aunque me sea grata, e iré a servir
a mi señor Marc en Cornualles"
Aquí, como en otras partes, se puede "edipizar" si se lo desea (y de hecho la relación entre Tristán y Marc es de una
extraordinaria complejidad, algunos dirían perversidad). Pero yo me atengo al "hecho", que el escriba expresa así:
"Todos los barones lo alabaron con lágrimas y Tristán, llevando consigo únicamente a Gordeval, zarpó hacia la tierra
del rey Marc'.
Tras ese retorno a Cornualles, se presenta una segunda oportunidad para Tristán de reinscribirse con derecho propio
en una filiación. Marc, a quien se le vuelve cada vez más indispensable, quiere adoptarlo y legarle sus tierras a su
muerte. La decisión real tropieza evidentemente con la hostilidad de los barones, que ven o fingen ver en Tristán a
un intrigante. Éste quiere probar que su amor por el rey es desinteresado y toma un riesgo inaudito: volverá a
Irlanda, donde lo odian por haber matado a Morhold, y llevará a Isolda ante Marc, o bien no volverá a aparecer en su
corte. Así Tristán anula la posibilidad de prolongar el linaje de Marc, puesto que, en principio, Isolda habría debido
dar un heredero al rey.
En realidad, a pesar de su doble relación completamente carnal con Tristán y Marc, Isolda jamás tendrá niños. La
estructura del mito del amor absoluto como reciprocidad exclusiva de la relación entre el hombre y la mujer lo
impone. Isolda puede ser la compañera de esta aventura única porque también ella entra en la lógica de la
desafiliación en el momento del episodio del filtro. Hasta entonces hija sometida de un rey, que normalmente sería
conquistada para otro rey según las reglas del intercambio de las mujeres, su destino patina cuando la alianza se
desplaza sobre Tristán. Sin lugar a dudas, ella de todos modos se convierte en la esposa de un rey, pero permanece
esencialmente ligada a un hombre fuera de regla. La alianza legítima es una cáscara vacía que no dará frutos, y
Tristán encontró un alter ego que va lanzar otra vez la dinámica de su desafiliación.
La situación recíproca se encuentra del lado de Tristán, o más bien Tristán la construye, y ésta es la tercera peripecia
en la que marca de una manera clara, aunque paradójica, el rompimiento de su compromiso respecto de toda
pertenencia sociofamiliar. Guerreando en Bretaña, libera el castillo del rey de Carhaix asediado por un rival y lo
restablece en su soberanía. A cambio, el rey le propone que se case con su hija, Isolda de las blancas manos. Tristán,
sin noticias de Isolda la Rubia, creyéndose olvidado, acepta. Aquí tenemos pues a Tristán, noble señor, casado con la
hija de un rey, esta vez incluso conquistada según las reglas del intercambio de las mujeres para un hombre de su
rango, y ahora en su propio nombre. No obstante, la noche de bodas, cuando se desviste, cae a tierra y resuena el
anillo que le dio la primera Isolda como prenda de amor eterno. Bruscamente la situación se invierte, la posibilidad
de la inscripción del deseo en la realidad cotidiana es desvitalizada por la reactivación de la fidelidad a la relación
socialmente imposible que une a los antiguos amantes. Tristán inventa un pretexto y se niega a consumar la unión.
Este matrimonio de conveniencia aniquila desde adentro la función social de la conyugalidad. Tristán no es excluido
del matrimonio, se niega a hacerlo efectivo según la lógica de la filiación.
Isolda de las blancas manos, despechada, se vengará. Es ella la que anunciará a Tristán moribundo que el barco que
trae a Isolda la Rubia lleva una vela negra, lo que acarrea la muerte de los dos amantes. Así, el matrimonio legítimo
mató la unión ilegítima, pero el amor está del lado de la ilegitimidad.
Al parecer esta secuencia, como los amores adúlteros de Tristán e Isolda la Rubia, remite al leitmotiv de la literatura
cortés que, como es sabido, no concibe el "amor fino" sino fuera del matrimonio. La estructura del mito de Tristán e
Isolda es sin embargo muy diferente. Por un lado, el amor de Tristán y la primera Isolda se anuda y se consuma
carnalmente antes del matrimonio de ésta. Su relación, por lo tanto, no se instala a partir del juego de la "cortesía"
entre un pretendiente célibe y una mujer casada de alto rango. Por otra parte, el matrimonio de Tristán con la
segunda Isolda prohíbe convertirla en un miembro de ese grupo de jóvenes nobles célibes excluidos de manera
momentánea o definitiva del sistema de las alianzas, de los cuales Georges Duby mostró que las estrategias eróticas,
bajo los arabescos complicados de la cortesía", ratificaban las relaciones sociales dominantes entre los sexos
invirtiéndolos en una escena lúdica.
Tristán no es un menor de la familia dejado en la periferia del comercio regulado de las relaciones entre los sexos y a
la espera de inscribirse en él. La distancia que mantiene el mito del amor absoluto con la estructura del
matrimonio es más radical que la de la erótica de los trovadores, que consiste en establecer una suerte de división
del trabajo entre las uniones prosaicas con finalidad social y uniones poéticas y lúdicas a través de las cuales se
realizaría, carnalmente o no, una forma superior de amor. La relación de Tristán con las estructuras del matrimonio
no es un juego "cortés" con las reglas de la unión legítima, sino una anulación de esas reglas. Lo que se impugna —
así sea en el matrimonio mismo, con la segunda Isolda— es la filiación, la transmisión del nombre y de los bienes.
Es una interpretación reductora ver en la historia de Tristán e Isolda, como Denis de Rougemont, una ilustración del
"gran mito europeo del adulterio" La actitud con respecto al matrimonio, o al adulterio, no es aquí más que una
manifestación particular, pero no fundadora, de la postura de desafiliación radical que constituye el núcleo del mito.
Tristán e Isolda están fuera del matrimonio como están fuera de las reglas de toda inscripción social: no tienen nada
que transmitir y nada que reproducir, más allá de su amor recíproco.
Todo ocurre como si ellos hubiesen comprendido que solamente les incumbía vivir hasta la muerte la tragedia de
una unión que no podía descansar sino sobre ella misma, en la relación en espejo de dos seres sin pertenencias.
Así, la estructura del amor de Tristán e Isolda se comprende a partir de la desterritorialización que lo constituye
originariamente. Los dos amantes deshabitaron el mundo. A partir de entonces, su amor está condenado a ser
absoluto por sí mismo, porque no tiene ningún soporte posible en la vida social. No regula sucesiones o divisiones de
tierras, no se inscribe en estrategias matrimoniales o sociales, no trasciende en una descendencia. Nada lo limita,
nada lo relativiza, nada lo prolonga. No puede vivirse sino como una experiencia total encerrada en sí misma, porque
no tiene ni punto de apoyo ni desenlaces fuera del marco en que se autocircunscribe. Esto se expresa
maravillosamente en el episodio del filtro: el "vino con hierbas" simboliza el arrebato que arranca a los dos
protagonistas todas sus pertenencias anteriores para ponerlos, solos y desnudos, uno frente al otro. Pero hay que
añadir que si ese transporte fuera del tiempo y del espacio puede tener lugar, si por lo tanto la magia opera, es
porque ya son seres de ninguna parte, o por lo menos Tristán lo es. La magia del filtro aparece así como una fantasía
culturalmente determinada para significar la extraterritorialidad de ese amor.
De ello resulta que esta forma de amor evidentemente no puede realizarse sino en la muerte. Es irrealizable fuera de
la muerte porque este amor está completamente desprendido de las ataduras de la vida. A partir de entonces,
¿dónde y cómo podría vivirse? No puede expresarse —infiltrarse, debería decirse— sino en la clandestinidad, so
capa del disimulo y de la mentira. De ahí, la importancia de los juegos de roles indignos y de los disfraces viles:
Tristán loco, Tristán leproso, Tristán peregrino miserable, etc. Todos esos engaños son sin embargo contradictorios
con la posición del hombre de honor por excelencia que al mismo tiempo él encarna, como eran también paradójicas
y literalmente insostenibles las situaciones vodevilescas que los amantes debían estar preparados para encontrar en
la corte del rey Marc. Pero mientras están en la vida, en el engaño y el desconocimiento de facto. Siempre en una
situación inestable su relación, respecto de un principio social de realidad que daría peso y seriedad a su relación,
solamente pueden vivir el afecto que los agita como una comedia a su relación, solamente pueden vivir el afecto que
los agita como una comedia que se dispone a terminar mal. La mas profunda autenticidad del sentimiento se
disfraza necesariamente, jugándose en el modo de la duplicidad, porque … tipear pagina 238 y 239

miento de las diferencias objetivas (igualdad) y el encuentro fascinado de la alteridad-complementariedad completa


del masculino y el femenino reducida a ella misma (pasión).
Esta reciprocidad —que no es producto del amor cortés— es profundamente sorprendente habida cuenta de la
configuración dominante de las relaciones entre los sexos en la sociedad medieval. Sin duda, un análisis más
detallado de la novela deslindaría diferencias de tonalidad, y hasta alternancias de intensidad, en la manera en que
los dos amantes viven su relación después de que deciden alejarse uno del otro, al salir del bosque de Morois. Estas
disparidades se explican por la diferencia de sus situaciones tras la separación: Isolda, al quedarse en la corte del rey
Marc, lleva en apariencia una vida de reina mimada y amada, mientras que Tristán prosigue sus vagabundeos, y a
veces duda de Isolda, hasta que acepta casarse con otra mujer. Pero esas diferencias jamás se inscriben en la
trayectoria de los amantes hasta alterar la reciprocidad de su relación: ellos las remiten de inmediato a la categoría
de contingencias. Así, Tristán repudia el matrimonio antes de haberlo consumado. En cuanto a Isolda, fiel a su
juramento, dejará su prisión dorada para volver a pesar de todo una última vez hacia Tristán, para unirse
definitivamente a él en la muerte.
Precisamente por estar fundada en el juramento, la alianza de Tristán e Isolda es y sigue siendo estrictamente
igualitaria. Los amantes intercambiaron el anillo y el juramento al separarse tras el episodio del bosque de Morois,
en el momento en que toman conciencia de que, en cierto modo, van a tener que transigir con el mundo, aceptar la
duración, la separación, la diferencia en la gestión de la cotidianeidad (lo que coincide significativamente en la
mayoría de las versiones de la novela con el momento en que el filtro deja de ejercer su efecto). Pero el juramento
conjura de inmediato la amenaza que representaría la aceptación del principio de realidad. Él funda la alianza fuera
de todos los intercambios de servicios y de todos los comercios, fuera de la esfera de las transac-
ciones contractuales. Todo contrato, e igualmente el contrato de matrimonio, inscribe una unión en la duración
dándole a regular intereses y a abrazar estrategias. Sometido a la temporalidad, es revocable si las condiciones que
pone en relación se transforman. El contrato no escapa a la contingencia sino sometiéndose a la razón social. La
alianza, por el contrario, no inscribe una relación en la sociedad y en la historia, la arranca a la temporalidad y la
desprende de todo cuanto puede ocurrir aquí y ahora, en otra parte y mañana, y hasta el fin. Pero al afirmar por el
juramento que se elige a ella misma en su intemporalidad en detrimento de cualquier otro fin, la alianza traza su
camino hacia la muerte. Así puede comprenderse que, gracias al juramento, "el amor es más fuerte que la muerte"
—pero con la condición de agregar que efectivamente es preciso que la muerte concurra a la cita como la última
garante de la validez de este pacto único—. El amor absoluto no es absoluto sino cuando la muerte probó que
estaba muy por encima y más allá de todo, vale decir, también de la vida.
Pero incluso si fuera cierto que el descubrimiento de la reciprocidad total entre los sexos se hizo a través de una
historia que pone en escena el desprendimiento máximo con respecto a las determinaciones sociales e históricas, sin
embargo no se podría inferir que la sociedad es ajena a ese juego que parece excluirla. El rechazo de lo social tiene
condiciones sociales de posibilidad y recibe una sanción social.
Por un lado, en efecto, esta suspensión de las reglas del juego social es posibilitada por el hecho de que Tristán e
Isolda están en situación de endogamia social. Hijo e hija de la alta nobleza, su condición es homóloga. Pero es
igualmente eminente, puesto que ocupan la cumbre de la pirámide social. La diferenciación o la distinción no
pueden actuar ni entre ellos ni para ellos con respecto a una posición superior (Io que ofrece un esquema para
comprender la desenvoltura con la que Tristán, colocado en una situación de reafiliación posible, la rechaza: jamás
se trataría de otra cosa que de un retorno a un statu quo ante).
¿Significa esto que Tristán e Isolda pueden hacer "como si" esos determinantes sociales casi no pesaran ya que,
privilegiados, los viven sobre todo bajo la forma de la libertad que ellos les dan? Sería una extrapolación unilateral y
reductora porque, simultáneamente, por su situación de desafiliación, los dos amantes se encuentran desplazados
por completo respecto de su rango (pero no retrogradados): efectivamente, no habitan un lugar cuyas prerrogativas
formales sin embargo conservan. Tristán e Isolda se encuentran así ubicados en el corazón de un dispositivo
específico que va a funcionar como una trampa mortal. Por un lado, toda la pesada maquinaria de la sociedad feudal
es conservada pero, al mismo tiempo, es para ellos desvitalizada, puesta en estado de flotación. Se ven así atrapados
en un double bind [doble vínculo] entre un estado de sobresaturación por los valores sociales y un estado cero de
existencia de lo social. La muerte es la única salida para esta manera contradictoria de no estar en ninguna parte. Es
la sanción de esa negación de lo social sin embargo omnipresente.
Sin duda es justo recalcar, como lo hizo con vigor Denis de Rougemont, que la temática de la asociación del amor y
de la muerte obsesiona al Occidente cristiano. También podría mostrarse, de una manera más sociohistórica de la
que él intentó, que la inversión total de la relación del hombre y la mujer casi siempre se conquistó en contra de los
marcos del matrimonio y de lo que la unión legítima regula socialmente: bienes, hijos, sucesiones, capital simbólico y
cultural. Pero todavía habría que distinguir, en el seno de una gama de situaciones que van de lo trágico a lo
melodramático, figuras específicas. El mito de Tristán e Isolda representa una de ellas, y la más radical. Porque allí la
desafiliación es llevada al extremo, y es compartida por los dos protagonistas, el amor toma la característica absoluta
de no descansar absolutamente sino sobre sí mismo.
Lo probaría a contrario la diferencia de estructura entre ese mito del amor absoluto y otras grandes historias de
pasión que asocian el amor y la muerte, como Romeo y Julieta, Manón Lescaut o La dama de las camelias.
En la obra de Shakespeare, la tragedia del amor imposible es producida por el antagonismo irreductible de dos
familias en competencia en el mismo nivel de la estratificación social. Dentro de una oposición de clanes llevados a la
paridad, pero donde cada uno afirma la preponderancia absoluta de su filiación y sus valores, Romeo y Julieta no
pueden liberar un espacio común para su unión. Mueren también por no poder territorializarse, pero no son
desafiliados. Es, por el contrario, la fuerza, unida a la imposibilidad de reconciliación de sus linajes, lo que hace de la
muerte el único destino de su amor. Romeo y Julieta mueren porque están sobreafiliados, pero según dos filiaciones
incompatibles.
Manón Lescaut y La dama de las camelias ilustran la dramaturgia, vuelta más trivial, del riesgo de la desclasificación
social, uno de cuyos paradigmas está representado por la unión del hijo de familia con la cortesana o la mujer
galante. En la novela del abate Prévost, como en la de Alexandre Dumas hijo, las familias, y sobre todo los padres,
desempeñan un papel fundamental (los padres por línea masculina se entiende, porque las familias de las cortesanas
nada podrían perder). Son ellos los que defienden la dignidad de un rango y de una respetabilidad social que la
mujer, salvo que se inscriba en una estrategia matrimonia], no puede sino amenazar. La índole dramática de la
pasión es aquí el efecto de una hybris del corazón o de los sentidos incompatible con la razón social. Esos hijos
dominados al menos tanto por su padre como por su amante corren el riesgo de una decadencia que sería el efecto
de un olvido de las exigencias de la sociedad en provecho de impulsos afectivos irracionales. Pero la desclasificación
no es la desafiliación. Si tampoco hay territorio para esos amores es porque el principio de realidad de la
estratificación social es a la vez despiadado y finalmente respetado. Por eso la muerte está también en la cita pero,
podría decirse, a medias. Basta con extirpar el elemento de pasión irracional representado por la mujer que no
puede desposarse para que se restaure el orden del mundo. Tras la muerte de la amada, Des Grieux y André Duval
cuentan llorando su novela de amor, que de hecho es la tragedia de su amante muerta, sin duda alguna antes de
volver a instalarse en su trayectoria social. Su propia historia es la de su extravío pasajero.
Por eso la filiación actual de Tristán e Isolda es igualmente específica. Romeo y Julieta se vuelve a jugar hoy en Amor
sin barreras y La dama de las camelias, en los múltiples dramas o melodramas de la ruptura ocasionada por la
disparidad de las condiciones sociales o de la diferencia de edad entre los amantes. Almas en subasta está llena de
amores decepcionados o traicionados. Pero Tristán e Isolda reviven en personajes de otro tipo, que no tienen nada
que perder o que ganar porque nada tienen que preservar. Sin duda, ya casi no hay grandes señores y nobles damas
para jugar a este todo o nada trágico, pero siguen existiendo desafiliados, como los adolescentes en ruptura o los
héroes de novelas negras que viven pasiones sin salida. La novela de Tristán e Isolda, en la actualidad, es acaso la
historia de los personajes de Sin aliento o de esos filmes clase B lamentables y a la vez trágicos cuyo héroe es un
truhán que acaba de escapar de prisión y encuentra a una criada perdida en un bar. Se aman absolutamente, si se
aman, porque, ¿cómo podrían amarse de otro modo cuando no tienen ni pasado ni porvenir, ni dinero, ni hijos, ni
situación, ni esperanzas? Son como Tristán e Isolda ante el vértigo del encuentro en un cara a cara sin regulaciones
colectivas ni soportes negociables. Sin embargo, también como en el caso de Tristán e Isolda, Io social ausente es al
mismo tiempo un social omnipresente que va a aniquilarlos porque no pueden mediatizarlo. Los policías llegan y
tiran.
Antes de ir a combatir con Urgan el Velludo, un gigante que causaba estragos en las tierras del duque de Gales,
Tristán dice: "El bien sólo llega a un país por las aventuras" El bien y posiblemente también el mal. Pero para bien o
para mal, la aventura de las aventuras, toda la novela de Tristán e Isolda lo atestigua, es la desafiliación. Ella es la
piedra filosofal que, a fuerza de rupturas en la trama de la existencia, transmuta el comercio de los sexos en amor
absoluto, la historia de vida en destino, los acontecimientos prosaicos en tragedia y, finalmente, la vida mundana en
muerte social.
XI. LOS MARGINALES EN LA HISTORIA
LA MARGINALIDAD SOCIAL es particularmente difícil de circunscribir. El margen es frontera. Pero ¿cuáles son las
fronteras de grupos de identidad incierta, colocados en las orillas del cuerpo social sin participar plenamente en él
pero sin estar tampoco completamente separados puesto que circulan en sus intersticios? No se puede percibir el
campo de la marginalidad en ausencia de una teoría, explícita o implícita, de la integración. Digamos, pues, que una
formación social está hecha de la interconexión de posiciones más o menos garantizadas. Los individuos y los grupos
inscriptos en las redes productoras de la riqueza y el reconocimiento social están "integrados". Estarían "excluidos" o
desafiliados aquellos que no participasen de ninguna manera en esos intercambios regulados. Pero entre esos dos
tipos de situaciones existe una gama de posiciones intermedias más o menos estables. Caracterizar la marginalidad
es situarla en el seno de ese espacio social, alejada del centro de los valores dominantes, pero sin embargo ligada a
ellos ya que lo marginal lleva el signo invertido de la norma que no cumple. Marca una distancia. ¿Cuáles son las
condiciones, los modos de existencia y los papeles representados por tales posiciones "a distancia" en una sociedad?
En primer lugar trataré de establecer ese posicionamiento a partir de la manera en que fue concebida la
marginalidad en Europa antes de la revolución industrial y política de fines del siglo xvlll. Será la ocasión para
ejemplificar una representación de la marginalidad particularmente estigmatizada en un tipo de sociedad
caracterizada por la permanencia de las categorías, la rigidez de las jerarquías y la dificultad de hacer lugar a la
movilidad y al cambio. Pero también habrá que preguntarse en qué medida esa estigmatización de la diferencia se
reorganiza y se recompone en una sociedad como la nuestra, que pretende obedecer a principios muy diferentes,
"democráticos". Los marginales siempre suscitaron reacciones mezcladas de rechazo y de fascinación. Sin embargo,
no resaltaré lo pintoresco de esas situaciones, sino que más bien me esforzaré por deconstruir su singularidad para
deslindar los lazos que vincu
Tipear 246 y 247
UN UNIVERSO ESTIGMATIZADO

Observamos también la movilidad incontrolada de esas poblaciones, lo que las expone a la persecución. El trabajo
fija al colono a su tierra, al artesano a su tienda, o si no permite formas de movilidad legítimas, o que terminan por
serlo, como la del mercader.7 Pero quien no está fijado a su tarea generalmente circula, se desplaza, vaga en busca
de una oportunidad. Corre su suerte o su mala suerte. se encuentra "viviendo en todas partes", vale decir, en
ninguna, como dicen con frecuencia los procesos de vagabundeo, y esa caracterización a menudo basta para
condenarlo. O, si no, se establece de una manera más o menos provisoria en los espacios urbanos más degradados,
"cortes de los milagros' o baldíos adosados a las murallas, cuyas descripciones —promiscuidad, suciedad, violencia,
vicio— evocan ya esas cloacas donde se amontonarán los primeros proletarios de los comienzos de la
industrialización. El marginal rompió sus vínculos con su comunidad de origen. Es un desafiliado. Por eso su
condición difiere por completo de la del pobre que vive en el lugar, en su lugar, en la mediocridad de su estado.
Marginalidad no es pobreza. En la mayoría de los casos el pobre está integrado, su existencia no plantea problemas,
forma parte del orden del mundo. En cambio, el marginal es un extraño extranjero.
Por último, son las formas atípicas de las relaciones familiares y sociales inducidas por esos modos de vida las que
hacen de la marginalidad un espantajo, aunque también suscitan atracción. La inestabilidad de la vida afectiva,
sexual y social es una consecuencia de la imposibilidad de "establecerse". Escándalo de las uniones ilegítimas entre
los "bribones" y sus "libertinas", descripciones horrorizadas y fascinadas a la vez de las tabernas, lugares de paso y
de encuentro para todos los errantes, pinturas complacientes de formas de contrasociedades con su argot, su
jerarquía, sus formas propias de gobierno que reproducirían las estructuras de la sociedad ordinaria y que incluso en
ocasiones tiene un monarca a la cabeza:8 esas descripciones, en su sistematicidad, son seguramente exageradas.
Pero es concebible que esas poblaciones suprimidas de las formas de vida comunes hayan tendido a chapucear por
su cuenta formas diferentes de sociabilidad. También es concebible que la buena gente haya tendido a fantasear
esos modos de vida liberados de las coerciones del trabajo y de la moral. La marginalidad representa también la
aventura, el revés del sistema de las normas dominantes y una encarnación, a un precio muy caro, de la libertad en
una sociedad donde ésta tiene muy poco lugar.
MARGINALIDAD, EXCLUSIÓN Y VULNERABILIDAD SOCIAL
Evidentemente no se trata de corregir tales representaciones, que expresan los valores profundos de ese tipo de
sociedades, pero se puede, por lo menos en parte, de construirlas para deslindar las dinámicas sociales que expresan
y a la vez disimulan. La estigmatización de la marginalidad es general. Cubre con un manto de infamia una multitud
de situaciones heterogéneas. Pero bajo la diversidad de esos estados descrita en abundancia es posible encontrar las
lógicas sociales que alimentan semejante producción de posiciones marginales. Yo veo dos posiciones principales:
por un lado, la marginalidad es el efecto de procedimientos concertados de exclusión; por otra parte, y sobre todo,
estigmatiza a las capas de la población más vulnerables, que no pueden encontrar un lugar reconocido en este tipo
de organización social. Aunque estas dos dinámicas mezclan sus efectos, es esencial distinguirlas, porque son
heterogéneas tanto con respecto a sus condiciones de producción como al tipo de tratamiento del que podrían
depender.
La exclusión no es la marginación, aunque pueda conducir a ella. Para dar un mínimo de rigor a ese término hay que
tener en cuenta los procedimientos ritualizados que sancionan la exclusión. Son muy diversos, pero remiten a un
juicio pronunciado por una instancia oficial, que se apoya en reglamentos y que moviliza cuerpos constituidos.
Mencionemos, por ejemplo, una sociedad que practicó la exclusión a gran escala, la España del siglo de oro, en la
conjunción de la política de la nueva Inquisición que se establece a fines del siglo xv y de una monarquía católica
particularmente intolerante.9 Ella condujo a la expulsión de los judíos en 1492 y a la de los moriscos (musulmanes
convertidos pero sospechados de perseverar en su culto de origen de modo clandestino) en 1609. Pero los
renegados, los apóstatas, los luteranos, los discípulos de Erasmo, los adeptos a la brujería también padecieron la ira
de la Inquisición. El Santo Oficio sanciona también crímenes más "privados", como la bigamia o la sodomía.
Es evidente que España no tiene el monopolio de la exclusión, y que la Santa Inquisición no siempre es su brazo
armado. En toda Europa, sanciones crueles atacan a una multitud de comportamientos calificados de heréticos,
criminales o marginales; la heterodoxia religiosa acarrea condenas de herejes y hogueras de brujas; la criminalidad
de derecho común es muy a menudo castigada con la pena de muerte, incluso para los crímenes contra los bienes
cuando son cometidos por gente de baja condición. La exclusión se vincula también con desvíos de orden patológico
como la locura o, anteriormente, la lepra.
Así, la exclusión tomó formas muy diversas, erradicación total mediante la ejecución o expulsión de la comunidad,
encierro,ll atribución de marcas y de un estatuto especial que privan del derecho de ejercer ciertas funciones. Puede
ser provisional o definitiva, como en los casos de destierro o de envío a las galeras, por un tiempo o de por vida, pero
supone un acto de separación que se apoya en reglamentos y se ejecuta a través de rituales. Habría que acordarse
de esto hoy en día, ya que se hace un uso imprudente de la noción. La marginalidad no es la exclusión, aunque haya
marginales que puedan convertirse en excluidos, y excluidos o ex excluidos que se encuentren en el seno de las
poblaciones marginales.
Pero la dinámica esencial que alimenta la marginalidad es muy diferente. Comencemos por ilustrarla con un
ejemplo. Lazarillo de Tormes, héroe de la primera gran novela picaresca española, representa un prototipo de
marginal. Se trata de un joven de baja extracción, obligado a abandonar una familia disociada y sin recursos, que
vaga de ciudad en ciudad en la España de Carlos V en busca de un empleo, mendigando ocasionalmente e
inventando cada día una argucia para vencer el hambre que lo atenaza. El drama de Lazarillo es que no hay lugar
para el perfil sociológico que él encarna en el país que habita, en este caso la España del siglo de oro, dominada por
sacerdotes codiciosos y nobles que prefieren la ruina al ejercicio de la menor actividad productiva. Esta monarquía
de grandezas estereotipadas no puede ofrecerle más que empleos como criado que, por añadidura, no logran
alimentarlo. Industrioso y sagaz, él representa las potencialidades del cambio en una situación en la que el cambio es
imposible. Entonces juega en los márgenes, porque el margen es el único espacio donde puede desplegar sus
talentos. Finalmente, demasiado prudente para cometer delitos graves y demasiado inteligente para hacerse
condenar, Lazarillo se integrará a la perfección, probando de ese modo que la marginalidad no siempre es
irreversible. Pero su integración es la que puede promover una socuedad de ese tipo: se convierte en pregonero
gracias a la protección de un archipestre con cuya antigua criada y siempre actual amante se casa.
Se trata por cierto de una ficción, pero con admirable lucidez crítica, profundamente arraigada en la historia social
del siglo XVI español, y cuyos rasgos ideales típicos son corroborados por análisis más prosaicamente históricos o
sociológicos. Así, en sus trabajos, donde el análisis de la marginalidad constituye un eje central, Bronislaw Geremek
da un amplísimo lugar a los criminales y bribones que parecen instalados en una suerte de subcultura delincuente.
Pero comenta de este modo esos datos: "Más bien nos enfrentamos aquí con situaciones límite reveladoras del
carácter fluctuante de la división en el mundo del trabajo y en el mundo del crimen. La miseria, la desventura en la
vida o incluso la tentación de mejorar la situación material llevan a los artesanos, a los domésticos asalariados o a los
campesinos a robar"
Las franjas extremas de la marginalidad que caen en la exclusión, por lo
tanto, no representan un medio separado de las posiciones menos estigmatizadas, pero inestables, que tienen su
origen en la precariedad de las situaciones de trabajo y la fragilidad de las inscripciones sociales. Es ese continuo de
situaciones vulnerables compartidas por amplias capas populares lo que constituye el caldo de cultivo de la
marginalidad social.
Por mi parte, me esforcé por reconstruir el perfil sociológico de los vagabundos a partir de un material histórico
bastante amplio para el período que va del siglo XIV al XVIII. En la gran mayoría de los casos, el estado de vagabundo
es el desenlace de una trayectoria que comienza con una ruptura respecto de un primer arraigamiento territorial y
que prosigue con una serie de vagabundeos en busca de un trabajo, itinerario caótico marcado por tentativas de
instalación más o menos provisorias, y que a menudo concluyen con un arresto y una condena, ya que el
vagabundeo es un delito. Pero es un delito que amenaza a numerosas categorías de pobres. El proceso comienza
cuando los desdichados se ven obligados a abandonar su territorio para sobrevivir. Esta desafiliación impacta a la vez
a las capas pauperizadas de las poblaciones campesinas y a los pequeños oficios urbanos que no están protegidos
por las reglamentaciones corporativas.
TIPEAR PAGINAS 252 Y 253

MARGINALIDAD Y CAMBIO SOCIAL

Sin embargo, es ese proletariado el que conformará el núcleo de la clase obrera. Aunque su integración se haga en el
dolor y la subordinación, ya no se puede hablar entonces de marginalidad, porque es alrededor de la clase obrera
donde va a gravitar esencialmente la historia social durante un siglo. Pero en sus bordes deja un Lumpenproletariat
que sigue encarnando la vieja asociación de miseria, crimen y asocialidad.
Para percibir la especificidad de la situación actual, se podría partir de una proposición que parece ser atestiguada
por el análisis bosquejado más arriba: la reestructuración de una sociedad en el sentido de su modernización acarrea
una marginación de ciertos grupos sociales. Esto ocurrió durante la lenta transformación de la sociedad feudal, así
como en los comienzos de la industrialización. En la actualidad, desde hace unos veinte años, las reestructuraciones
industriales, la recomposición de la relación de trabajo, las reorganizaciones del aparato productivo para hacer
frente a una competencia internacional exacerbada, etc., acarrean efectos del mismo tipo. Más precisamente, se
observa un doble movimiento. Por un lado, una desestabilización, a través de la desocupación masiva y la
precarización creciente de las condiciones de trabajo, de grupos que habían estado totalmente integrados. Por otro
lado, una dificultad paulatina para entrar en relaciones reguladas de trabajo y para sacar partido de las formas de
socialización que le estaban asociadas. En particular es lo que ocurre con una parte importante de la juventud. El
ingenio, el hecho de acudir a varios tipos de recursos que en ocasiones son argucias (un poco de solidaridad familiar,
un poco de ayuda social, un poco de trabajo precario o en negro, y a veces un poco de tráfico o de delincuencia) se
convierten en necesidades para sobrevivir. ¿Hay que ver en esto una actualización de esas "fullerías" que siempre
estaban asociadas a los modos de vida de las antiguas categorías marginales? Algunos discursos sobre el desvío de la
ayuda social (los "falsos desocupados" o la "instalación en la cultura del Ingreso Mínimo de Inserción [RMI]") en
efecto retoman la eterna estigmatización de los "malos pobres". Sin embargo, no había "falsos desocupados" cuando
casi no había desocupados, es decir, cuando el desarrollo económico y la organización del trabajo garantizaban el
casi pleno empleo. No son los desocupados, verdaderos o falsos, los que escogieron las reestructuraciones
industriales y las reglas de la competencia internacional; así como no son los pequeños arrendatarios ingleses del
siglo XVI los que escogieron el sistema de los enclosures que convirtió a muchos de ellos en vagabundos
estigmatizados.
Digamos, pues, de una manera más objetiva, que asistimos una vez más al desarrollo de una "cultura de lo aleatorio"
y a la proliferación de "espacios
intermedios" en los cuales se experimentan modos de actividad desfasados respecto de las formas de
trabajo clásicas. Aquí, nuevos marginales "las pasan moradas", a veces zozobran en el desamparo o la delincuencia, y
en ocasiones también buscan alternativas a la sociedad salarial e innovan. ¿En qué condiciones la marginalidad,
estado frágil e inestable, pero a menudo también dinámico y movilizador, conduce a atolladeros (el vuelco en la
excluSión), permite formas de "ingenio" individual (como en el caso del Lazarillo de Tormes), o es un factor de
cambio social global (como lo fue la formación de la clase obrera a partir de las franjas desocializadas del
proletariado)?
Es imposible responder de una manera perentoria a estas cuestiones hoy
en día, pero ellas formulan uno de los desafíos esenciales de la situación actual. Así como una salida feliz de las
situaciones de indignidad social estigmatizadas en las sociedades preindustriales fue la constitución de un salariado
extendido, reconocido y protegido, una salida honorable de la crisis de la sociedad salarial podría manifestarse por lo
menos en parte en la posibilidad de construir nuevos modos de integración a partir de posiciones hoy calificadas de
marginales. Mientras que la degradación de las posiciones fundadas en un trabajo estable corrompe nuestro modelo
de sociedad, ¿puede esperarse que una producción de normas y de prácticas nuevas adquiera una consistencia
suficiente para salvar a los náufragos de la sociedad salarial? Hay nuevos marginales porque una franja importante
de la población flota entre el empleo y el no empleo, actividades institucionalizadas y formas diversas de ingenio que
pueden ir del trabajo en negro a la delincuencia. Pero también se desarrolló, como una tentativa de respuesta a esta
nueva coyuntura, toda una gama de intervenciones igualmente novedosas, políticas de inserción, política de la
ciudad, empresas de inserción a través de lo económico, etc. Hasta ahora dieron resultados limitados y ambiguos. Es
grande el riesgo de que en lugar de promover de este modo una verdadera integración que marque la salida de la
marginalidad se constituyan suertes de analogon: un analogon del trabajo en actividades degradadas, un analogon
de la comunidad en asociaciones circunstanciales, un analogon de la sociabilidad real haciendo ocupacionalismo
para todos aquellos que no están ubicados en marcos fijos... Estas prácticas se despliegan en una línea divisoria
frágil- No obstante, sostienen un desafío estratégico. De su éxito o su fracaso depende en parte la cuestión de saber
en qué medida el porvenir será vivible para una parte importante de la población que no llega ya a inscribirse en las
formas de integración construidas a partir del empleo regular.
Así, para bien o para mal, el porvenir de la marginalidad, como su pasado, interpela a la estructura social en su
conjunto. En ningún caso es posible reducir las relaciones de la integración y la marginalidad a una oposición entre
los in y los out. Como dice Georg Simmel, cuya figura del extranjero anticipa la temática de la marginalidad: "Aunque
sus lazos con el grupo no sean de naturaleza orgánica, el extranjero ya es miembro del grupo, y la cohesión del grupo
está determinada por la relación que éste mantiene con ese elemento". Es todavía más cierto cuando el marginal no
es un extranjero sino un miembro autóctono de la sociedad, y que lleva su marca.
XII. LA EXCLUSIÓN, UNA NOCIÓN TRAMPOSA
LA "EXCLUSIÓN" se impuso desde hace poco como una palabra comodín para declinar todas las variedades de la
miseria del mundo: el desocupado de larga duración, el joven de suburbio, el SDF (sin domicilio fijo), etc., son
"excluidos' . La explosión de este tema puede fecharse, por lo menos en el caso de Francia, hacia fines de 1992-
comienzos de 1993, e invade entonces los medios y el discurso político. En octubre de 1992 se franquea el umbral
psicológico de los tres millones de desocupados, y antes de las elecciones de marzo de 1993 se discute el balance de
los gobiernos socialistas, poco gloriosos en materia social. La cuestión de la exclusión se convierte entonces en la
"cuestión social" por excelencia. Y desde entonces la onda expansiva no se ha aplacado. Ante todo diré las razones
que deberían llevar a dar muestras de una gran reserva en el uso de este término, e incluso la mayoría de las veces
a... excluirlo, vale decir, a reemplazarlo siempre por una noción más apropiada para nombrar y analizar los riesgos y
las fracturas sociales actuales. Pero habrá que decir también de qué es síntoma el uso irreflexivo de esta palabra, o
sea, qué oculta y traduce a la vez del estado actual de la cuestión social. Por último, me esforzaré por deslindar las
características de la exclusión propiamente dicha, que debería permitir un uso controlado de la noción.
1. La primera razón para desconfiar de la "exclusión" es la heterogeneidad de sus usos. Ella nombra una multitud de
situaciones diferentes borrando la especificidad de cada una. En otras palabras, la "exclusión" no es una noción
analítica. No permite llevar a cabo investigaciones precisas de los contenidos que pretende abarcar. Comparemos,
por ejemplo, dos situaciones llamadas de 'exclusión". Una es la de un desocupado de larga duración descrito por
Olivier Schwartz en su obra sobre los obreros del norte de Francia. l Ese viejo obrero pierde su trabajo y se repliega
en la esfera doméstica. Se queda en su casa mirando la televisión, de la que por otra parte se convirtió en fino
conocedor. No está desprovisto de todo: lleva una vida tranquila, posee un departamento más bien cómodo, goza de
la presencia constante de una mujer sacrificada que parece adaptarse a la situación... Se ha construido así un
"mundo interior". Al mismo tiempo, vive esa situación con vergüenza. Las cortinas del departamento están corridas y
no se atreve a salir de su casa. Su existencia es tan "privada" que está privada también de todo sentido y de todo
proyecto.
Los jóvenes del suburbio descritos por François Dubet en La Galère, por el contrario, viven en completa exterioridad.
La esfera de lo privado les parece completamente ajena. Su existencia está hecha de iniciativas abortadas y de
vagabundeos que siempre vuelven a comenzar. No están aislados, sino que multiplican los encuentros efímeros y los
contactos esporádicos. En un sentido tienen más relaciones que el pequeño burgués perfectamente integrado que
va de su chalet al trabajo y viceversa. No obstante, el activismo de esos jóvenes no desemboca en nada. Su recorrido
lleva a cabo una suerte de nomadismo inmóvil traducido por una expresión de su vocabulario que pone de
manifiesto realmente esa agitación sin objeto: "rascarse el ombligo". "Rascarse el ombligo" es vagar por la superficie
de las cosas, ocuparse en no hacer nada, desplazarse sin ir a ninguna parte.
Son dos ejemplos de "excluidos", pero se los podría multiplicar. ¿Qué tienen en común? Uno trabajó y fue
socializado por el trabajo; el otro nunca conoció un empleo regular, sus coerciones y solidaridades. El desocupado de
larga duración se sofoca bajo el peso de una vida puramente privada, el joven inactivo lleva su existencia donde
sopla el viento. Uno es acechado por la depresión y tal vez por el suicidio; el otro, por la delincuencia, la toxicomanía
y tal vez la prisión y el sida. No tienen ni la misma trayectoria, ni la misma vivencia, ni la misma relación con el
mundo, ni el mismo porvenir. Acaso sea posible, si uno está absolutamente interesado en eso, llamarlos "excluidos",
pero ¿qué se gana así en comprensión? Hablar en términos de exclusión es trasplantar una calificación puramente
negativa que nombra la falta sin decir en qué consiste, ni de dónde proviene. La sociología de la exclusión procede a
la manera de la vieja teología negativa que se cansó de decir lo que Dios no era: Dios no es ni una Persona, ni una
Sustancia, ni el Creador, ni una criatura, ni esto, ni aquello. Dios no es nada que se pueda decir, y ese discurso se
esfuma en la noche de la indeterminación. Al fin y al cabo, esos pensadores de la falta concluyeron que más valía
callarse, y la teología negativa preparó el terreno del ateísmo, donde el pensamiento de la ausencia valía por la
ausencia del objeto de pensamiento. Esto podría ocurrir con el discurso sobre la exclusión: a fuerza de repetir la
letanía de la falta, se oculta la necesidad de analizar de qué está hecha la falta. Y esto tiene una razón de fondo: los
rasgos constitutivos esenciales de las situaciones de "exclusión " no se encuentran en esas mismas situaciones.
2. En efecto —y ésta es la segunda razón, y sin duda la principal, para desconfiar de esta noción—, hablar de
exclusión conduce a dar autonomía a situaciones límite que no adquieren sentido salvo que se las reubique en un
proceso. La exclusión, en verdad, se da por el estado de todos aquellos que se encuentran ubicados fuera de los
circuitos vitales de los intercambios sociales. En rigor, esta señalización puede valer como una primera referencia
a los problemas que se debe analizar, pero habría que añadir de inmediato que esos "estados" no tienen sentido en
sí mismos. Son el desenlace de trayectorias diferentes de las que conservan la huella. En efecto, no se nace excluido,
no siempre se fue excluido, o bien se trata de casos específicos muy particulares. Tal vez la noción de exclusión
puede convenir para caracterizar en forma aproximativa a las poblaciones de que se ocupa ATD Cuarto Mundo, por
lo menos para creer en la descripción que da esta asociación: personas que siempre estuvieron al margen de la
sociedad, que nunca entraron en los circuitos habituales del trabajo y de la sociabilidad ordinaria, que viven entre sí
y se reproducen generación tras generación, etc. Pero más allá de que esta pintura sustancialista del "pueblo de los
pobres" es sin duda exagerada, deja afuera las características más específicas de la "exclusión" contemporánea, que
remiten a lo que a partir de 1984 empezó a llamarse "nueva pobreza". No se trata ya de una pobreza residual, de
alguna manera intemporal, sino de una nueva realidad que solicita nuevos análisis, porque representa lo que implica
hoy la coyuntura social.
En la mayoría de los casos, la "exclusión" nombra situaciones que traducen una degradación respecto de una
posición anterior. Por ejemplo, la situación vulnerable de quien vive de un trabajo precario u ocupa un alojamiento
del que puede ser echado si no logra pagar el alquiler. A menudo incluso aquel que hoy está en peligro podía parecer
perfectamente integrado gracias a un trabajo estable y a una buena calificación profesional, pero un despido por
cuestiones económicas le hizo perder esas protecciones. Así, puede distinguirse, metafóricamente por lo menos,
"zonas" diferentes de la vida social según la relación con el trabajo sea más o menos segura y la inscripción en redes
de sociabilidad, más o menos sólida. Los "excluidos" poblarían la zona más periférica, caracterizada por una relación
perdida con el trabajo y por el aislamiento social. Pero el punto esencial que hay que recalcar es que hoy es
imposible trazar fronteras firmes entre esas zonas. Sujetos integrados se han vuelto particularmente vulnerables en
virtud de la precarización de las relaciones de trabajo, y otros vulnerables se vuelcan todos los días a la denominada
"exclusión". Pero hay que ver en esto un efecto de procesos que atraviesan el conjunto de la sociedad y se originan
en el centro y no en la periferia de la vida social. Por ejemplo, en la decisión de la empresa de jugar a fondo la carta
de la flexibilidad, o en la elección del capital financiero de invertir en otra parte.
Acaso se diga que aquí se trata de "factores de exclusión". Pero la tarea de la sociología consiste precisamente en
analizar esos "factores" que preceden a la exclusión para medir los riesgos de fractura social: ver cómo funciona hoy
la empresa, cómo se deshacen las solidaridades y se deterioran las protecciones que garantizaban la inclusión en la
sociedad... Cómo se inscriben las situaciones límite en un continuo de posiciones que interpelan la cohesión del
conjunto de la sociedad. En la mayoría de los casos el "excluido" es de hecho un desafiliado cuya trayectoria está
hecha de una serie de desconexiones con respecto a estados de equilibrio anteriores más o menos estables, o
inestables.
3. Así, el hecho de focalizar la atención en la exclusión corre el riesgo de funcionar como una trampa, tanto
para la reflexión como para la acción. Para la reflexión, acabamos de decirlo: se economiza la necesidad de
interrogarse sobre las dinámicas sociales globales que son responsables de los desequilibrios actuales; a lo sumo se
describen estados de desposesión, haciendo a un lado los procesos que los generan; se procede a realizar análisis
sectoriales, renunciando a la ambición de reencuadrarlos a partir de los desafíos actuales de la sociedad. Es posible
que hoy haya in y out, pero no habitan universos separados. Para hablar con propiedad, nunca hay en una sociedad
situaciones fuera de lo social. Es importante reconstruir el continuo de las posiciones que vinculan los in y los out, y
recuperar la lógica a partir de la cual los in producen out.
Pero por lo que respecta a la acción, al dominio práctico de los factores de disociación social, la fijación sobre la
exclusión funciona también como una trampa; trampa en la que por otra parte cayeron los gobiernos socialistas en
su gestión de la crisis, lo que pagaron políticamente muy caro. A partir de comienzos de los años ochenta, en efecto,
vemos desarrollarse, en paralelo, un doble discurso. Uno rehabilita a la empresa, canta los méritos de la
competitividad y de la eficacia a cualquier precio. El otro se inclina sobre la suerte de los "excluidos" y afirma la
necesidad de tratarlos con mansedumbre.
Por un lado, la celebración del mercado, con su sistema propio de coerciones; por el otro, un esfuerzo para cubrir las
situaciones de desamparo extremo que resultan de ese funcionamiento despiadado. Pero todo ocurre como si el
discurso sobre la exclusión hubiese representado el suplemento espiritual asociado a una política que aceptaba la
hegemonía de las leyes económicas y los dictados del capital financiero. Sin duda no es fácil (es Io menos que se
puede decir) conciliar las exigencias de la competitividad y de la competencia, por un lado, y el mantenimiento de un
mínimo de protecciones y de garantías, por el otro, para que el éxito de unos no se pague con la invalidación de los
otros (para que los in no produzcan out). Pero la dificultad de la tarea no ahorra la exigencia de tratar de dominar
esa relación entre lógica económica y cohesión social antes de que desemboque en situaciones de ruptura
representadas por la "exclusión". A la inversa, limitar lo esencial de las nuevas intervenciones sociales instaladas
desde hace una veintena de años (las políticas llamadas de "inserción") a las situaciones ya degradadas implica una
renuncia a intervenir de un modo preventivo para contener la vulnerabilidad masiva y mantener la integración
social.
4. Entendamos bien que este análisis no es unâ crítica de las políticas de inserción en cuanto tales. Estas
presentan el mérito indiscutible de no resignarse al abandono definitivo de las nuevas poblaciones que la crisis ha
colocado en una situación de inutilidad social. Respecto de la asistencia tradicional, presentan hasta el mérito de
continuar con esa nueva clientela un trabajo cuyo objetivo sigue siendo su reintegración a la sociedad. Pero como
desde hace más de veinte años que comenzaron a desplegar esos esfuerzos, progresivamente se impone una
comprobación. En un primer momento, esas políticas se pensaron como estrategias limitadas en el tiempo, para
ayudar a pasar el mal trance de la crisis, en espera de la recuperación y el establecimiento de regulaciones mejor
adaptadas al nuevo orden económico. Una de las personas que más contribuyeron en la elaboración de esas
políticas, Bertrand Schwartz, afirma con vigor: "No somos tan ingenuos como para creer que pequeños equipos
locales, incluso numerosos, son por sí solos aptos para resolver los problemas profesionales, culturales y sociales de
los jóvenes". Las acciones de inserción son esencialmente operaciones de nivelación para preparar días mejores.
Pero las evaluaciones que se pueden hacer hoy de estas políticas muestran que estas situaciones se instalaron y que
lo provisorio se convirtió en un régimen de crucero. En la mayoría de los casos se puede aplicar a las prácticasde
inserción esta apreciación expresada para el Salario Mínimo de Inserción (RMI): "El RMI es una bocanada de oxígeno
que mejora ligeramente las condiciones de vida de los beneficiarios, sin poder transformarlas permite que los
beneficiarios vivan mejor allí donde se encuentran ". 4 Una vez más, no se trata de despreciar la importancia de esas
"bocanadas de oxígeno" que a centenares de miles de personas les permiten "vivir mejor". Pero hay que darle
importancia a la comprobación de que una mayoría de beneficiarios del RMI, como de jóvenes a los que se dirigen
las políticas territoriales, permanecen "allí donde se encuentran", vale decir, en la zona de la vida social
caracterizada por un déficit respecto del trabajo y de la integración social. Desde hace una veintena de años esta
zona no dejó de aumentar porque es incesantemente alimentada por una dinámica general de precarización que
deshace los estatutos garantizados. La suerte de los "excluidos", en cuanto a lo esencial, se juega antes de que
caigan. Si previamente no se hace nada, la "lucha contra la exclusión" corre el riesgo de limitarse a un Servicio de
Ayuda Médica de Urgencia (SAMU) social, vale decir, a intervenir a medida que van apareciendo para tratar de
reparar las desgarraduras del tejido social. Estas empresas no son inútiles, pero atenerse a ellas implica una renuncia
a intervenir sobre los procesos que producen dichas situaciones.
5. El pensamiento de la exclusión y la "lucha contra la exclusión" corresponden así, finalmente, a un tipo clásico de
selección de la acción social: delimitar zonas de intervención que pueden dar lugar a actividades de reparación.
Semejante construcción puede comprenderse. Parece más realista atenerse a problemas para los cuales la acción
social puede movilizar recursos propios. Toda la tradición de la ayuda social, por lo demás, va en ese sentido. Esta se
desplegó caracterizando "poblaciones seleccionadas" a partir de un déficit específico. Así se cristalizaron categorías
cada vez más numerosas de poblaciones que dependen de un régimen especial: inválidos, disminuidos, ancianos
"económicamente débiles", niños en dificultades, familias monoparentales, etc. La referencia a los "excluidos"
podría aparecer así como la apertura de un nuevo segmento, más amplio y más indeterminado sin duda, pero que
también dependería de una intervención especializada. 5 Al categorizar y aislar poblaciones en problemas, uno se
brinda los medios de una cobertura específica y cuidadosamente enfocada, al tiempo que economiza acciones más
ambiciosas, pero también más costosas, y no ya indeterminadas, y para las cuales no se dispone de tecnologías
profesionales propias.
Al tratarse de las nuevas poblaciones que hoy padecen de un déficit de integración, como los desocupados de larga
duración o los jóvenes mal escolarizados en busca de empleo, la extensión de este proceder presenta sin embargo
un grave peligro. Conduce a desconocer el perfil propio de esos nuevos públicos y su diferencia irreductible respecto
del de la clientela clásica de la acción social. Esta clientela se caracterizaba por un déficit personal que la volvía
inepta para seguir el régimen común (disminución, desequilibrio psicológico, "inadaptación social"...). Pero la
mayoría de las nuevas poblaciones en problemas no está compuesta por inválidos, deficientes o "casos sociales". La
prueba es que hace veinte años esas personas que hoy solicitan una atención particular se habrían integrado por sí
mismas al orden del trabajo y habrían llevado a cabo una vida ordinaria. De hecho, fueron invalidadas por la
coyuntura: lo que las marginó fue la transformación reciente de las reglas del juego social y económico. Su
tratamiento, en consecuencia, no depende de una intervención especializada para "reparar" o "tratar" una
incapacidad personal, salvo que se considere que el conjunto de los jóvenes con deficiencias de integración son
delincuentes o enfermos, o que todos los desocupados lo son en virtud de una tara individual, tesis raramente
defendida hoy en esa forma extrema, ni siquiera por las ideologías más conservadoras. Más bien son aquellos que
Jacques Donzelot llama "normales inútiles" y que yo califico de 'supernumerarios". Su drama radica en que las
nuevas exigencias de la competitividad y la competencia, la reducción de las oportunidades de empleo, hacen que
en adelante no haya más espacio para todo el mundo en la sociedad donde nos resignamos a vivir. Pero enfrentar
esta coyuntura para cambiarla exigiría medidas de una amplitud diferente de aquellas que, por útiles que sean,
inspiran el tratamiento social de la desocupación o la inserción de poblaciones ya invalidadas por la situación
económica y social.
6. Ahora podemos comprender por qué, a pesar de su inconsistencia teórica, la noción de exclusión recoge un
consenso tan amplio. Las medidas tomadas para luchar contra la exclusión hacen las veces de políticas sociales más
generales, con objetivos preventivos y no solamente reparadores, que tendrían la meta de controlar antes los
factores de disociación social. Esta tentación de desplazar el tratamiento social sobre los márgenes no es nueva.
Corresponde a una suerte de principio de economía al que se le puede encontrar justificaciones: parece más fácil y
realista intervenir sobre los efectos más visibles de una disfunción social que controlar el proceso que la
desencadena, porque la cobertura de esos efectos puede efectuarse de un modo técnico, mientras que el manejo
del proceso exige un tratamiento político. Vi con claridad la fuerza de este principio cuando trataba de comprender
la significación del tratamiento reservado a la mendicidad y al vagabundeo antes de la Revolución Industrial.
Durante varios siglos, una parte considerable de las preocupaciones de los responsables de la gestión de los riesgos
de disociación social se cristalizó en el objetivo de los dos grupos representados entonces por los mendigos y los
vagabundos. Para ellos se desplegó una batería extraordinariamente variada de medidas, la mayoría de las veces de
inspiración represiva. Pero si se restituye la realidad sociológica del mendigo válido o del vagabundo, se percibe que,
por lo general, no representan más que el caso extremo de una vulnerabilidad masiva que afecta a amplias capas
populares. En particular, la mayoría de los asalariados de entonces son condenados a una precariedad permanente y
a una inseguridad constante en ausencia de un mercado organizado del trabajo. Los más vulnerables entre esos
vulnerables se vuelcan a la mendicidad y el vagabundeo, y se convierten en el blanco de lo que en la época hacía las
veces de políticas sociales.
La estigmatización del vagabundo y el mendigo válido aparece así como un compromiso entre la necesidad de hacer
frente a las turbulencias sociales y la imposibilidad de tratarlas en profundidad, puesto que semejante tratamiento
exigiría una transformación completa de las relaciones de trabajo. A falta de eso, la represión del vagabundeo
permite hacer frente a los trastornos ocasionados por la franja más desafiliada del "populacho". También puede
tener una función disuasiva más amplia al lanzar una amenaza sobre masas pobres que no están separadas de esa
franja extrema, como dice un autor de la época, "más que por un hilo".] 0 Así, el tratamiento del vagabundeo expresa
y disimula a la vez la existencia de una vulnerabilidad masiva en la sociedad del Antiguo Régimen. Hace las veces de
política social y de política del trabajo, porque "otra política" en estos ámbitos tendría un costo exorbitante, como lo
demostrará el transcurso de la historia. En efecto, la promoción del libre acceso al trabajo y la apertura del mercado
laboral pondrán fin a la problemática del vagabundeo en la sociedad preindustrial. Pero para lograrlo hará falta una
revolución, la revolución industrial y política que estremecerá a Europa a fines del siglo xvlll.
No digo que haría falta una revolución para poner fin a la problemática de la exclusión. Pero sí que, como en otros
episodios históricos, es el mismo desplazamiento del centro a la periferia lo que se produce cuando hoy en día se
reduce la cuestión social a la cuestión de la exclusión. De este modo, uno se atiene a los efectos más visibles de la
"crisis", cuando en realidad uno no se enfrenta a una crisis puntual, sino a un proceso general de desestabilización
de la condición salarial. Es el deterioro de las protecciones que progresivamente habían sido vinculadas con el
trabajo lo que da cuenta del ascenso de la vulnerabilidad masiva y, al final del recorrido, de la "exclusión' .
Por consiguiente, podría ser que el principio de economía que conduce a privilegiar las intervenciones sectoriales
resulte en última instancia particularmente costoso; más costoso incluso, a pesar de las apariencias, que políticas
preventivas más amplias y más difíciles de ejecutar. La capacidad que tuvo el Antiguo Régimen para tratar el síntoma
más que la causa, reduciendo Io esencial de la cuestión social a una cuestión policial a través de la represión del
vagabundeo, finalmente tuvo un costo exorbitante: el libre acceso al trabajo no pudo imponerse sino al precio de
una perturbación revolucionaria del conjunto de las relaciones sociales. ll Hoy sería posible que la cohesión de
conjunto de la sociedad fuera puesta en entredicho por el quietismo que presidió hasta ahora el tratamiento de la
cuestión social que privilegia la temática de la exclusión. Este escoge intervenir en los márgenes, olvidando que,
como dice un viejo proverbio chino, "por la cabeza se pudre el pez".
Precisamente en el corazón de la condición salarial aparecen las fisuras responsables de la "exclusión"; es ante todo
en las regulaciones del trabajo y de los sistemas de protección vinculados con el trabajo donde habría que intervenir
para "luchar contra la exclusión".
7. En consecuencia, se impone un poco más de rigor en los usos del término 'exclusión". Si evidentemente no se
trata de proscribirlo por completo, hay que preguntarse en qué condiciones su empleo es legítimo. Como ocurre con
frecuencia, aquí el recurso a la historia es esclarecedor. Ayuda a deslindar cierta cantidad de rasgos constitutivos de
la noción que permitirán decidir si es oportuno o no aplicarlo a tal o cual situación contemporánea.
Si se puede dudar de que hoy estemos en una sociedad de exclusión, indiscutiblemente existieron sociedades de
exclusión. Las sociedades "holísticas' como diría Louis Dumont, caracterizadas por la perennidad de los estatutos y la
sacralización de la tradición, funcionan en la exclusión: los "intocables", por ejemplo, son con seguridad excluidos. 12
De igual modo, las sociedades esclavistas descansan en la exclusión porque mantienen en una posición de alteridad
total, de ausencia completa de derechos y de reconocimiento social, a la parte trabajadora de su población. Más
cerca de nosotros, la Europa preindustrial presenta formas indiscutibles de exclusión.
Expulsión o inmolación de los herejes, hogueras de brujas, ejecución de los criminales de "derecho común" (incluso
con mucha frecuencia para los crímenes contra los bienes), destierro o pena de galeras para los vagabundos y los
sediciosos, represión de los desvíos sexuales como la bigamia o la sodomía, e incluso casos que hoy serían calificados
de patológicos, como la lepra o la locura. toda la gama de los procedimientos de exclusión se muestra en este
espacio europeo entre los siglos XIV y xv111. Sin hacer una enumeración completa, es posible distinguir un conjunto
de rasgos estructurales que la caracterizan.
Bajo la heterogeneidad de las prácticas se deslindan tres subconjuntos principales. FI primero realiza la supresión
completa de la comunidad, ya sea bajo la forma de la exclusión, como ocurrió con los judíos o los moriscos
españoles, pero también para las diferentes categorías de desterrados, o por la ejecución de los herejes, los
criminales y los sediciosos. El genocidio representará la forma postrera de esta política de exclusión por erradicación
total. 14 Otro conjunto de prácticas de exclusión consiste en construir espacios cerrados recortados de la comunidad
en el mismo seno de la comunidad: guetos, "malaterías" para los leprosos, 'asilos" para los locos, prisiones para los
criminales. 15 Por último, tercera modalidad esencial de exclusión, a algunas categorías de la población se les impone
un estatuto especial que les permite coexistir en la comunidad, pero que los priva de ciertos derechos y de la
participación en ciertas actividades sociales. Era la situación de los judíos en Francia en vísperas de la Revolución
Francesa, como será durante la colonización la de los indígenas, que representan una categoría de subciudadanos
regidos por un código especial (estatuto que no debe confundirse sin embargo con el apartheid, que remite al
segundo caso particular). Las diferentes formas de sufragio censitario o la privación del derecho de voto para la
mujer realizan una exclusión de este tipo en el plano político.
Bajo estas modalidades muy diversas, la exclusión, por lo tanto, presenta rasgos comunes. Impone una condición
específica que descansa en reglamentos, moviliza aparatos especializados y se lleva a cabo a través de rituales. El
caso de una de las más antiguas formas de exclusión en la Europa cristiana, la de los leprosos, lo ilustra a la
perfección. El presunto enfermo padecía primero un examen, y si era reconocido como leproso participaba en una
ceremonia religiosa, la "separación", muy bien nombrada puesto que de algún modo daba solemnemente al
enfermo su licencia de la sociedad. En ocasiones podía salir de la malatería, pero con la condición de recordar su
estatuto de excluido haciendo sonar las tablillas de san Lázaro.
Así, la exclusión no es ni arbitraria ni accidental. Depende de un orden de razones proclamadas. Uno se atrevería a
decir que es "justificada", si con esto se entiende que tiene su base en juicios y pasa por procedimientos cuya
legitimidad es atestiguada y reconocida. Un hereje, por ejemplo, no es quemado injustamente, sino porque la
herejía atenta contra el "buen orden de la sociedad cristiana" 19 Hasta la orden real, que a fines del Antiguo Régimen
será considerada como el súmmum de la arbitrariedad, descansa en un conjunto estricto de reglas 20 y en última
instancia expresa el fundamento mismo del orden jurídico según el cual "toda justicia viene del rey" .
Ya sea total o parcial, definitiva o provisoria, la exclusión, en el sentido propio de la palabra, es así siempre el
desenlace de procedimientos oficiales y representa un verdadero estatuto. Es una forma de discriminación negativa
que obedece a estrictas reglas de construcción.
8. Hoy en día, el hecho de tomar en serio estos criterios debería permitir que se controlen los usos legítimos del
término "exclusión". De ello resulta inmediatamente que la mayoría de las situaciones así calificadas en los discursos
mediático y político, pero también sociológico, dependen de otra lógica. La mayoría de las veces se trata de esa
vulnerabilidad creada por la degradación de las relaciones de trabajo y de las protecciones que le estaban
vinculadas, digamos, para abreviar, por la crisis de la sociedad salarial. Podemos entonces hablar de "precarización",
de "vulnerabilización", de "marginación", pero no de "exclusión". O en todo caso se da a la palabra un sentido
metafórico para significar que algunas categorías de la población ya están privadas de facto de la participación en
cierta cantidad de bienes sociales y amenazadas de caer en una situación todavía más degradada. Pero es una
metáfora peligrosa en la medida en que cond uce a confundir dos lógicas heterogéneas. Una, la de la excluSión,
procede por discriminaciones oficiales. La otra consiste en procesos de desestabilización, como la degradación de las
condiciones de trabajo o la fragilización de los soportes de la sociabilidad.
Afirmar la necesidad de hacer semejante distinción no implica ni que esas situaciones de marginación y exclusión no
sean graves en sí mismas, ni que la exclusión no æpresente en la actualidad una amenaza. Son graves en sí mismas
porque, como ya se dijo, alimentan una desestabilización general de la sociedad. Observamos así la multiplicación de
categorías de la población que sufren de un déficit de integración respecto del trabajo, el alojamiento, la educación,
la cultura, etc., y de las que puede decirse que están amenazadas de exclusión. Estos procesos de marginación
pueden entonces desembocar en la exclusión propiamente dicha, vale decir, en un tratamiento explícitamente
discriminatorio de dichas poblaciones. La tripartición que hemos bosquejado precedentemente de las principales
formas de exclusión puede ayudar a sopesar esos riesgos.
La modalidad más radical de la exclusión, la erradicación total, parece imposible, salvo una degradación absoluta
pero difícilmente encarable de la situación política y social. En efecto, no está bien visto que una sociedad que haya
conservado un mínimo de referencias democráticas pueda suprimir lisa y llanamente a sus "inútiles al mundo" o a
sus indeseables, como a menudo ocurrió antaño.
En cambio, la exclusión del segundo tipo, el relegamiento en espacios
especiales, aparece como mucho menos improbable. En el momento en que escribo estas líneas, una voz
particularmente autorizada, porque es la del ministro a cargo "de la integración y la lucha contra la exclusión' , acaba
de encarar el "extrañamiento" de ciertos menores y propone "desplazar" a "familias indeseables" . ¿Para ponerlos
dónde?
Como quiera que sea, Francia no conoce todavía guetos propiamente dichos, es decir, encierro completo de ciertas
categorías de la población condenadas a desarrollar una subcultura específica sobre una base territorial, como el
underclass estadounidense. 24 No obstante, esta situación es muy frágil. Radica en la posibilidad de mantener en los
sitios más desfavorecidos un conjunto de servicios que garanticen un tratamiento más o menos homogéneo de toda
la población. También radica en el despliegue de esfuerzos especiales para reducir las discapacidades específicas de
esos sitios en una lógica de discriminación positiva, por ejemplo, la denominada "política de la ciudad". Pero las
evaluaciones de esas políticas territoriales (véase más arriba, punto 4), muestran hasta qué punto sus resultados son
frágiles. El riesgo de una fractura total es todavía acentuado por la emergencia de reivindicaciones identitarias sobre
una base étnica. Riesgo de una conjunción entre la dimisión del Estado (incluso la aparición en su seno de
orientaciones abiertamente represivas) y la afirmación de identidades culturales construidas sobre el rechazo de la
participación en la sociedad global, y que consagraría la existencia de grupos aislados urbanos recortados por
completo del régimen común de los intercambios sociales. 25
Pero la tercera figura de la exclusión por la atribución de un estatuto especial a determinadas categorías de la
población es sin duda la amenaza principal en la coyuntura actual. Ella radica en la ambigüedad profunda de las
políticas de discriminación positiva. Pueden nombrarse así las tentativas para compensar las desventajas que
padecen algunas categorías sociales en materia de acceso al trabajo, al alojamiento, a la educación, a la cultura, etc.
Al comienzo estas políticas (política de la ciudad, zonas de educación prioritaria, ingreso mínimo de inserción,
políticas de formación para facilitar el acceso al empleo, etc.) no son discutibles puesto que apuntan a garantizar un
suplemento a los que menos tienen para acercarlos al régimen común. Pero la observación sociológica más
elemental muestra que la discriminación positiva se convierte con facilidad en discriminación negativa. Esto ocurre
con el RMI, un dispositivo original concebido para poner a flote a poblaciones en dificultad debido a ''la situación de
la economía y el empleo", como dice el artículo 1 de la ley de 1988, y cuya atribución está en vías de convertirse en
una marca infamante. Desde ese punto de vista es particularmente inquietante oír al propio ministro de la
República, que propone desplazar a las familias indeseables, recuperar los muy viejos acentos que siempre
estigmatizaron a los malos pobres y condenar la "verdadera contrasociedad del RMI", 'cultura de inactividad" .
Blaming the victim: realmente aquí se trata, en efecto, de un discurso de exclusión. Vemos que es estrecho el
margen entre medidas específicas que apuntan a ayudar a los grupos en dificultad y su instalación en sistemas de
categorización que les atribuyen un estatuto de ciudadanos de segunda, hasta. de "excluidos' .
El riesgo de la exclusión, por lo tanto, no es una fantasía, pero tratar de conjurarlo exige vigilancia. Esta vigilancia
podría jugar sobre tres registros. En primer lugar, no gritar que viene el lobo cada dos por tres denominando
'exclusión" a cualquier disfuncionamiento social, sino distinguir con cuidado los procesos de exclusión del conjunto
de los componentes que hoy constituyen la cuestión social en su globalidad. En segundo lugar, al tratarse de la
intervención sobre las poblaciones más vulnerables, esforzarse en que las medidas de discriminación positiva que sin
duda es indispensable adoptar con respecto a ellas no se degraden en un estatuto de excepción. Esta tarea
extremadamente difícil plantea la cuestión de la eficacia de las políticas de inserción, porque es sobre el éxito de las
prácticas de inserción donde se juega la posibilidad de las poblaciones con más dificultades de reintegrarse al
régimen común. En tercer lugar (véase más arriba, puntos 2 y 3), recordar que la "lucha contra la exclusión" se lleva
a cabo también, y sobre todo, bajo el modo preventivo, vale decir, esforzándose por intervenir antes sobre los
factores de desregulación de la sociedad salarial, en el corazón mismo de los procesos de la
producción y la distribución de las riquezas sociales.
XIII. POR QUÉ LA CLASE OBRERA PERDIÓ LA PARTIDA
EL TíTULO DE ESTA COLABORACIÓN puede parecer provocativo. Pero mi intención de ninguna manera lo es. Su
objetivo es proponer una línea de análisis para comprender la relativa desaparición del lugar y el papel que
desempeñó la clase obrera a partir del análisis sociohistórico de las transformaciones internas del salariado. Todo el
mundo, o casi todo el mundo, estará de acuerdo con la siguiente comprobación: la clase obrera no ocupa ya la
posición de centralidad que tenía en la historia social desde hace más de un siglo. De mediados del siglo XIX a
mediados del xx aproximadamente, los principales desafíos políticos y sociales, en Francia y en el resto de la Europa
occidental, habían gravitado alrededor del lugar que debía ocupar esta clase en la sociedad a partir de la posibilidad
que implicaba, o que parecía implicar, de promover una transformación completa del orden social. Este diagnóstico
era compartido por aquellos que exaltaban esa posibilidad —es la opción revolucionaria, por otra parte susceptible
de diversas variantes— y por aquellos que la temían como la amenaza suprema y hacían todo lo posible para
conjurar el riesgo de subversión que implicaba. Así, la cuestión social era prioritariamente la cultura obrera. Esto
significa que lo esencial de la conflictividad social descansaba en el enfrentamiento de dos bloques antagónicos cuya
formulación más radical la dio Marx, pero que repercutían en los diferentes niveles de la lucha social y política:
¿conservación o subversión del orden social? ¿Reforma o revolución?
Ya sea que uno se regocije o Io lamente (algunos se inclinan por lo primero; otros, por lo segundo), en la actualidad
ya no estamos en el marco de esta problemática. La clase obrera no aparece ya como portadora de una alternativa
global de organización social. Lo cual no significa que ya no existe, ni que ha dejado de tener importancia social y
política, y habrá que discutir acerca de su tipo de existencia y de los papeles que hoy desempeña. Esta comprobación
sólo significa —lo cual no es poco— que padeció un retroceso social y político decisivo que desactivó la
potencialidad subversiva que implicaba, o que parecía implicar.
¿Por qué? Evidentemente hay múltiples razones que pueden contribuir a la comprensión de semejante cambio, y no
tengo la pretensión de desplegarlas todas. Sólo trazaré un atisbo de explicación, que no es el único posible, pero que
me parece muy esclarecedor. La clase obrera, por lo menos en Francia y en el siglo xx, no fue vencida en el marco de
un enfrentamiento político directo, como en el caso, por ejemplo, de los obreros parisinos en 1848. Mi proposición
es que fue socavada, soslayada, desbordada por una transformación sociológica profunda de la estructura del
salariado. Fue de este modo desposeída, "rebasada", si me atrevo a decir, por la generalización y la diversificación
del salariado y por la promoción de categorías salariales que la relegaron a una posición subordinada, y ya no
central, en la configuración del salariado.
Me gustaría mostrar —o más bien, en los límites de esta colaboración, sugerir— que esta desposesión pasó por dos
etapas principales. La primera marca lo que se podría llamar el pasaje de la sociedad industrial a la sociedad salarial.
La segunda, en la cual nos encontramos hoy, es el efecto de la conmoción de esta sociedad salarial, cuyas
consecuencias empezaron a hacerse sentir a partir de mediados de los años setenta. De modo que una de las
maneras de interrogarse sobre el punto en que hoy se encuentra la clase obrera, su consistencia, su impacto social y
político, sería restituirla en la historia del salariado, y en particular, hoy en día, tomar seriamente en cuenta las
transformaciones más recientes que se produjeron en la organización del trabajo.
LA SUBORDINACIÓN DEL SALARIADO OBRERO
Por consiguiente, partamos de la época en que, en la sociedad industrial, la clase obrera parece representar un
bloque portador de una alternativa global de organización de la sociedad. Podría tomarse como punto de referencia
el año 1936, momento en que esa clase obrera aparece en Francia consciente de su fuerza, dotada de una ideología
que le es propia y apoyada en sus propios aparatos, partidos y sindicatos. Al mismo tiempo, permanece socialmente
subordinada, privada de las principales posiciones que dan acceso a la riqueza, al prestigio y al poder, precisamente
cuando se plantea como la principal productora de la riqueza social. Este es el contexto de la lucha de clases,
portador de la esperanza, o del temor, de que todo podría cambiar, y que aquellos que son desposeídos del fruto de
su trabajo podrían invertir el proceso e instalarse al mando de la sociedad.
Esta representación de la clase obrera se apoya en la composición sociológica del salariado de la época. El salariado
obrero representa entonces el 60% del total, y cerca del 75% si se añade a los obreros agrícolas. El salariado no
obrero, por lo tanto, es claramente minoritario, y está compuesto sobre todo de pequeños empleados cuyo estatuto
es modesto, apenas superior al de los obreros. El salariado obrero, por lo tanto, constituye el gran bloque del
salariado, a partir del cual la categoría general de trabajador salariado es pensada y representada. Por cierto, no es
del todo homogéneo, ni sociológica ni ideológicamente, y por otra parte es sabido que jamás lo fue. Pero reúne lo
esencial de las fuerzas productivas de la sociedad moderna en una formación social que aún está industrializada a
medias, ya que en los años treinta el salariado representa apenas la mitad de la población activa.
Si ahora tomamos la situación en 1975, cuantitativamente, el número de los obreros no cambió mucho y hasta
mostró un leve aumento. Pero cualitativamente se produjo una transformación decisiva en la estructura del
salariado. El salariado obrero perdió su hegemonía y fue alcanzado por el desarrollo espectacular de categorías de
"profesiones intermedias" y de ejecutivos medios y superiores, vale decir, estratos profesionales cuyos ingreso y
posición son superiores a los del salariado obrero. Estas categorías, para retomar una palabra que Luc Boltanski
aplicó primero a los ejecutivos, desempeñan en adelante un papel de atractor para el conjunto del salariado. En este
sentido decía que la clase obrera fue "rebasada". Independientemente incluso de las transformaciones internas
ocurridas en su seno —y que a todas luces habría que analizar más de cerca—, fue superada y resultó dominadapor
un salariado de más alta gama. El salariado obrero —a su vez desplegado en diferentes categorías—, en lugar de
ocupar el centro, se encuentra en la parte inferior de la escala cada vez más diferenciada del salariado, sobre todo a
partir del momento en que el salariado agrícola, cuya posición era inferior a la suya, prácticamente desapareció.
Esta es la estructura de la sociedad salarial: un continuo diferenciado de posiciones relacionadas por las
características comunes de la condición salarial, en particular el derecho del trabajo y de la protección social. Pero
este continuo permanece muy estratificado y muy poco igualitario. Este modelo de la sociedad salarial, en
consecuencia, no acarrea una homogeneización social. Tampoco implica una sociedad apaciguada, el fin de la
conflictividad social. Pero impone una redistribución de esta conflictividad que no está ya cristalizada en torno de
dos bloques antagónicos, obreros y burgueses, trabajo y capital. Se redistribuye en la escala del salariado y se juega
en buena parte a través de la competencia entre los diferentes estratos salariales. De ahí la forma que adopta la
negociación entre los "interlocutores sociales". Negociación conflictiva, podría decirse, a través de la cual cada
categoría reivindica la "distribución de las ganancias" del crecimiento, piensa que nunca obtiene lo suficiente, pero
también puede pensar que en el futuro obtendrá más. Y en efecto se comprueba que durante este período posterior
al fin de la Segunda Guerra Mundial cada categoría socioprofesional vio que su suerte mejoraba, al mismo tiempo
que las disparidades entre las categorías permanecían casi sin cambios.
La cuestión sociopolítica esencial que se plantea en este contexto ya no es la de la revolución, sino la de una
redistribución más equitativa de la riqueza social, o de la reducción de las desigualdades. No es tampoco la del
cambio del lugar que ocupa la clase obrera en cuanto tal en la sociedad, sino más bien la de la mejora de la condición
salarial en general y de la clase obrera en particular. Para resumir este desplazamiento, podría decirse que la clase
obrera dejó de servir de referente hegemónico para la lucha política y a la vez para el análisis sociológico de la
sociedad. La gama de las posiciones salariales que la sustituyó es más amplia, más diferenciada, menos dividida
ideológica, política y socialmente, aunque no esté armoniosamente unificada.
En esta forma, este análisis es muy simplificador. Habría que especificar y matizar cierta cantidad de puntos. En
particular sobre la cronología. Tratándose de un proceso, es difícil fechar el momento del cambio. Esta
generalizacióndiferenciación del salariado que sobrepasa el salariado obrero se bosqueja en los años treinta, se
refuerza tras la Segunda Guerra Mundial y comienza a imponerse en los años sesenta (un signo fuerte de esto es el
debate de entonces sobre la "nueva clase obrera"). Pero incluso después de que, desde un punto de vista
sociológico, la clase obrera perdió su hegemonía en el salariado, la referencia a un nzesianismo obrero pudo
conservarse en el plano político y en las luchas sociales, sustentado en particular por el Partido Comunista y la
Confederación General del Trabajo (CGT). Es acaso, paradójicamente, alrededor de 1968 cuando se vuelve visible la
pérdida de centralidad de la clase obrera. Paradójicamente, porque Mayo del 68 marcó la "mayor huelga" del
movimiento social, y se lograron algunas reivindicaciones concernientes en primer lugar a los obreros, como el
aumento sustancial del SMIC. Pero sin embargo no es posible hablar de una victoria de la clase obrera en cuanto tal.
Mayo del 68 más bien realizó un aggiornanzcnto de la sociedad salarial o, si se prefiere, una etapa importante en el
proceso de modernización de la sociedad francesa en la cual la clase obrera no fue ni el desencadenante (es sabido
que fueron los estudiantes los que tuvieron ese papel), ni e] actor privilegiado, ni el beneficiario principal. Respecto
de la tensión entre reformismo y revolución que desde hacía más de un siglo atravesaba la historia social (y el propio
movimiento obrero), el fin de los años sesenta parece marcar la victoria del primero. Esta victoria significa que la
clase obrera puede seguir obteniendo beneficios de los cambios sociales, que parecen empeñados en la vía del
progreso social, pero ha dejado de ser el centro de gravedad de ese proceso histórico.
LA FRAGMENTACIÓN DE LA CLASE OBRERA
Si yo hubiera intentado este análisis a fines de los años sesenta o comienzos de los setenta, me hubiera contentado
con esto. O más bien, hubiese invitado a que nos interrogáramos sobre el lugar que podría ocupar la clase obrera en
una sociedad que parecía empeñada en una transformación de tipo socialdemócrata: cierta reducción de las
desigualdades, una consolidación del derecho del trabajo y de la protección social, un refuerzo del papel de la
negociación social, una representación más democrática de la importancia de los diferentes "interlocutores
sociales", etc. En este contexto, ¿habría conservado la clase obrera cierta unidad y cierta especificidad? ¿O bien se
habría fundido en una suerte de gran clase media, tal como soñaban en los años sesenta algunos ideólogos del fin de
la lucha de claseecomo Jean Fourastié y un poco más tarde Henri Mendras? Me parece que las cosas no eran tan
sencillas, y que cierta reducción de las desigualdades y de las injusticias no significa necesariamente una
homogeneización de las condiciones de existencia y una unificación de los modos de vida.
Pero de todas maneras hoy ya no se plantea el problema en esos términos. A partir de mediados de los años setenta
(desde lo que se llama "crisis", pero que es mucho más que un episodio transitorio) se produjo una bifurcación en los
procesos de transformación de la sociedad salarial. La trayectoria ascendente de la consolidación del salariado se ha
quebrado, cuestionando la asociación creciente del trabajo y de las protecciones que el progreso social parecía
promover. La consecuencia de esto, me parece, es un agravamiento muy profundo de la pérdida de posición de la
clase obrera que se había iniciado durante el pasaje de la sociedad industrial a la sociedad salarial.
En efecto, si el desarrollo de la sociedad salarial implicaba necesariamente la pérdida de la centralidad del salariado
obrero en la estructura social, esta subordinación sin embargo no acarreaba una degradación de la posición de
TIPEAR 278 Y 279

profundo de la noción misma de "clase" en el hecho de que acarrea una descolectivización de las condiciones de
trabajo y de los modos de organización de los trabajadores.
En efecto, la concepción clásica de la clase obrera descansa en última instancia en la existencia de colectivos obreros
arraigados en cierta comunidad de condiciones y cierta comunidad de intereses. Siempre se supo (y Marx fue el
primero en ser consciente de ello) que esa identidad nunca fue totalmente realizada, y que la clase obrera nunca
representó una unidad absoluta, ni desde el punto de vista de sus condiciones de existencia ni desde el punto de
vista ideológico o político. No obstante, no se puede hablar de "clase" sin plantear cierta preponderancia de lo
colectivo sobre lo individual.
Hoy es preciso examinar esta preponderancia. El mundo obrero (suponiendo que haya existido como "mundo", en
todo caso existía así sobre la base y en la medida de esta preponderancia de lo colectivo) ¿no está socavado por un
proceso de individualización que disuelve sus capacidades de existir como colectivo? No sólo como un colectivo
global (la Clase obrera con una C mayúscula), sino incluso como un conglomerado de colectivos correspondiente a
diferentes formas de condiciones relativamente homogéneas que pueden unificarse en objetivos comunes (una gran
huelga, una "avanzada social" importante, siempre correspondieron a una cristalización de colectivos particulares en
un colectivo más amplio). Ahora bien, las transformaciones más recientes de la organización del trabajo no se
traducen sólo en la desocupación masiva y la precariedad creciente de las condiciones de trabajo. Ellas transforman
también en profundidad las relaciones con el trabajo. En un mercado de trabajo cada vez más competitivo, los
asalariados son sometidos a presiones muy fuertes para que sean móviles, adaptables, flexibles. Bajo la amenaza de
la desocupación (y sin duda también porque muchos, de grado o por fuerza, abrazan la ideología empresarial que
exalta la ductilidad y el espíritu de iniciativa), son puestos en competencia y conducidos a jugar ese juego. Se asiste
así a un desarrollo de la competencia entre iguales, vale decir, entre trabajadores de la misma posición. 4 Éstos son
llevados a jugar su diferencia, más que a apoyarse en lo que tienen en común. Hay así una correspondencia profunda
entre lo que Ulrich Beck llama la "desestandarización del trabajo " y el recurso a estrategias individuales, más que a
estrategias colectivas, para enfrentar esas situaciones nuevas. Por un lado, el mundo del trabajo se fragmenta con el
desarrollo de la tercerización, la multiplicación de las formas 'atípicas" de empleo, el trabajo parcial, el trabajo
temporario, las formas nuevas de trabajo "independiente", etc. Faltan entonces los puntos de apoyo para la
organización y la acción colectivas cuyo modelo fue representado por la gran empresa. La consecuencia de estos
cambios "objetivos" es que el trabajador como persona es remitido cada vez más a sí mismo, y es llamado a
movilizarse él mismo para tratar de hacer frente a tales situaciones. Al parecer, cuanto más precarias son las
condiciones de trabajo, tanto más los trabajadores están obligados a arreglárselas, a hacer pequeños trabajos, a
tratar de salir a flote mal que bien. En estas condiciones, ¿se puede hablar de "clases" de individuos, o de individuos
atomizados, de alguna manera condenados a ser individuos, individuos por falta de pertenencia a colectivos?
Podemos evocar aquí las condiciones del arrendamiento de la fuerza de trabajo a comienzos de la industrialización,
analizadas entre otros por Marx. El trabajador era también tratado como un individuo "libre" y sin protecciones, y es
sabido cuánto le costó esto. Se había liberado de las formas negativas de la libertad de ser un individuo que no es
más que un individuo, inscribiéndose precisamente en colectivos, colectivos de trabajo, colectivos sindicales,
regulaciones colectivas del derecho del trabajo y de la protección social. ¿Qué ocurre con el individuo, y qué puede
hacer, cuando está desencastrado de los colectivos protectores? La historia de la clase obrera muestra que los
individuos trabajadores pudieron acceder a cierta independencia sobre la base de organizaciones colectivas y de su
inscripción en colectivos. El análisis de la reestructuración actual de las relaciones muestra que el que domina las
recomposiciones en curso es un proceso inverso.
La descolectivización actual de las relaciones de trabajo representa así un nuevo orden susceptible de cuestionar la
propia noción de clase tal como se construyó históricamente. Ella desestabiliza las formas clásicas de organización
del trabajo que habían suministrado las bases de la unificación de los trabajadores y de su capacidad de resistencia,
incluso cuando a menudo eran formas muy costosas y muy "alienantes", como en el caso de la organización
tayloriana del trabajo. Pero la fragmentación de esas formas colectivas corre el riesgo de incrementar la
subordinación y profundizar la desigualdad de las condiciones de trabajo y de vida de las categorías populares. El
revés de la descolectivización del trabajo, es en efecto su reindividualización, que remite al trabajador la
responsabilidad principal de asumir por sí mismo los avatares de su trayectoria profesional. Ahora bien, los
diferentes grupos sociales están desigualmente equipados para hacer frente a esas nuevas exigencias. Los menos
calificados, aquellos que más carecen de "capitales", no sólo económicos, sino también culturales y sociales, son
también aquellos que más padecen cuando un modelo de individualización de las relaciones de trabajo reemplaza
un modelo de colectivización. Los menos calificados, los más precarios de los trabajadores, son también aquellos que
parecen más desprovistos de los recursos necesarios para estructurar colectivos emancipadores.
Estas palabras parecerán tal vez exageradamente pesimistas. No se excluye que nuevas formas de organización
puedan responder a esas formas nuevas de desestructuración de los antiguos colectivos. Sin duda alguna, es incluso
el desafío principal que hay que enfrentar hoy en día: volver a colectivizar situaciones que se desarrollan cada vez
más bajo la forma de una individualización desregulada. Por otra parte, es el desafío que propuso la historia social y
que permitió la constitución del salariado obrero como clase a partir de la situación atomizada del proletariado de
los comienzos de la industrialización. En consecuencia, no es a priori imposible que un desafío homólogo pueda hoy
ser aceptado. Pero ¿cómo, en qué condiciones, movilizando qué recursos y con qué posibilidades de éxito?
Como no soy profeta, me cuidaré de responder estas preguntas. Pero pienso que, como quiera que sea, las
posibilidades de promover un porvenir mejor deben partir de un diagnóstico sin complacencia sobre el presente.
Éste nos muestra que la unidad relativa de la clase obrera se ha deshecho; que su desestructuración permite
aumentar en sus márgenes un flujo creciente de trabajadores o ex trabajadores abandonados a sí mismos, cuya
situación recuerda a la de los primeros proletarios; que la dinámica más poderosa del capitalismo contemporáneo,
relevada por la ideología neoliberal, trabaja en la desestructuración de los sistemas de regulaciones colectivas que
habían estabilizado la condición salarial, y que los contrapoderes necesarios para contener esos factores de
individualización negativa, y que sólo pueden ser colectivos, todavía no han sido encontrados.
POSDATA
Desde que este artículo fue escrito en 1999, un nuevo elemento, que era menos visible, o por lo menos que no me
había parecido tan importante en ese momento, debe ser añadido al debate. Es cierto que la clase obrera sin duda
nunca existió como un conjunto completamente unificado y que la conciencia de clase en el sentido pleno que le dio
Marx fue más sustentada por una vanguardia politizada que por la totalidad de los obreros. Pero también es cierto
que, más acá de la esfera política, existen o existían valores populares ampliamente compartidos, atracciones y
rechazos comunes que estructuran una suerte de visión popular del mundo. En particular, la famosa distinción
propuesta por Richard Hoggart entre "ellos" y "nosotros" a partir de su análisis de la clase obrera inglesa de los años
cincuenta aparece como una buena clave que permite descifrar una cantidad de reacciones propias de las clases
populares "Ellos" son los burgueses, los poderosos que "nos" dominan. Están muy por encima de "nosotros" y es
prudente desconfiar de ellos, no creer demasiado en los buenos sentimientos que ostentan porque no nos
comprenden, nos desprecian y sobre todo tratan de instrumentalizarnos. En cambio "nosotros' somos trabajadores
de poca monta, nos cuesta llegar a fin de mes y no tenemos con frecuencia tiempo para soñar. Pero eso no significa
que seamos zombis; somos duros en el trabajo, entregados a nuestra familia y a nuestros amigos, tenemos nuestras
maneras de divertirnos y de ser felices juntos y nuestras formas de solidaridad. Despreciamos a aquellos de nosotros
que imitan a los poderosos, pero nos gustaría mucho ser un poco respetados por lo que somos.
Olivier Schwartz —y la observación podría tener un gran alcance— expresa que esta dicotomía está sin duda en vías
de deshacerse. El cambio no se hace tanto desde arriba. En las clases populares, aunque se vote por la derecha, no
es por amor y la desconfianza persiste. Es bien sabido que no tenemos mucho en común con gente que cena en
Fouquet's, frecuenta a los multimillonarios del planeta y se toma vacaciones en yates o en hoteles de lujo. Ésa es la
historia de "ellos", que nunca será la nuestra. "Ellos" siguen planeando por encima de "nosotros". En cambio, una
división se produce a nivel de ese "nosotros' Como trabajadores, "nosotros ' permanecemos fieles a nuestros
valores, orgullosos de ganarnos la vida, y no tenemos la costumbre de quejarnos. Pero ahora hay "ellos" que están
por debajo de "nosotros". Son aquellos que no trabajan, y realmente es porque no quierentrabajar. Viven a nuestras
expensas, son parásitos. "Ellos" son ahora también una buena parte de los desocupados y los inmigrantes, los
beneficiarios de la ayuda social, los jóvenes que no quieren integrarse y forman parte de la chusma. "Ellos"
representan una amenaza. Son holgazanes y de vez en cuando violentos, y sin embargo son mejor tratados que
"nosotros". Tienen plata sin trabajar, no pagan impuestos, y por poco los jueces no los felicitan cuando cometen
delitos. "Tenemos aquí —dice Olivier Schwartz— un tipo de conciencia popular que es muy diferente del esquema
dicotómico, porque se ha vuelto a la vez contra los de más arriba y contra los de más abajo. "
Esta actitud no es compartida por el conjunto de las clases populares, pero es popular y puede traer graves
consecuencias. Por un lado, torna todavía más problemática, es lo menos que se puede decir, la constitución o la
reconstitución de colectivos en el seno de las poblaciones desfavorecidas. Por el otro, mantiene formas de negación
del otro y de racismo que, por otra parte, no recaen exclusivamente sobre los inmigrantes o las poblaciones
"surgidas de la inmigración". El racismo es una reacción de "pequeños blancos" que inferiorizan al prójimo (en
Estados Unidos tras la Guerra de Secesión los negros, que eran más desfavorecidos que los blancos pobres, pero que
habían ganado la libertad, fueron sus víctimas). Pero el resentimiento del "pequeño blanco" también puede dirigirse
hacia otros blancos que uno empequeñece, desprecia y a la vez envidia, a los que uno adjudica ventajas que no se
tienen y que ellos no merecieron (el subsidio de desempleo, el RMI, la ayuda social, el acceso al alojamiento social, y
hasta los subsidios familiares, porque es bien sabido que "ellos" tienen hijos para no trabajar.. .).
Hay aqui un amplio campo abierto a la demagogia política, y el Frente Nacional no tiene la exclusividad de su
explotación. Sería urgente que la reflexión política, sobre todo cuando es reivindicada por la izquierda, se tome en
serio esta cuestión. Ella radica sobre todo en el hecho de que una parte de las capas populares tiene la sensación de
que no se hace nada por ellas y que los "ellos" de arriba y los "ellos" de abajo prosperan a sus expensas. No son las
capas más pobres, aquellas que se desconectaron, las que reaccionan así, sino aquellas que siguen trabajando,
siguen esforzándose por llevar una vida 'respetable", pero que se sienten frágiles y amenazadas para conservar lo
poco que les queda. ¿Qué políticas habría que llevar a cabo para que esos medios populares que difieren a la vez de
las clases medias y de las categorías más desafiliadas de la población no tengan la sensación a veces de ser
abandonadas y otras de pagar por todo el mundo? El resentimiento no es un bello sentimiento, y puede tener
efectos devastadores. Sin embargo, no basta con estigmatizar y despreciar a aquellos que Io expresan, como se
tendió a hacer al asimilar, por ejemplo, a los electores de Jean-Marie Le Pen con lisos y llanos aprendices de
fascistas. También hay que tratar de comprender las raíces del resentimiento para combatirlo de otro modo que
pronunciando anatemas. En gran medida descansa en el déficit que padecen algunas categorías populares que no se
inscriben ya en la dinámica de la modernidad. Déficit de recursos materiales, sin duda, pero también de
reconocimiento social.
Uno de los efectos de las transformaciones ocurridas desde hace unos treinta años que sin duda no fue lo bastante
subrayado es que, a la hora de la europeización y de la mundialización, muchas categorías populares se viven como
marginadas en la nueva organización del mundo que se establece y sobre la cual no tienen ningún asidero, y de la
que no sacan ningún beneficio, sino lo contrario. Tienen la sensación de no tener casi porvenir, pero también de que
no mucha gente en la clase política y entre las "elites" (los "ellos" de arriba) se preocupa realmente de esto. En este
sentido la clase obrera, como decía, "perdió la partida", en comparación con lo que era y con lo que representaba en
el corazón de la sociedad industrial, cuando llevaba en ella, y también fuera de ella, para sus "compañeros de ruta",
la esperanza de una organización alternativa de la sociedad (Jean-PauI Sartre compartía esa opinión). No obstante,
es una situación peligrosa y un poco injusta, ya que hay que estar de acuerdo en que si la clase obrera no existe ya
como clase en el sentido que le dio el marxismo, los elementos que la componían no desaparecieron, y siguen
estando todavía en el orden del tercio de la población francesa. Esta parte de la nación no podría vivir impunemente
en el descrédito, máxime cuando, si perdió, no desmereció. En todo caso, la existencia de una clase obrera poderosa
fue un elemento decisivo en el proceso de modernización de la sociedad francesa y un interlocutor mayor para el
desarrollo económico y social de las democracias occidentales.

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