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Una vez más ha ocurrido otro trágico tiroteo en Estados Unidos y una vez más los videojuegos han sido
culpados por figuras políticas del país. Sin titubear y sin dudar, a vista de Trump y otros políticos, han sido
los videojuegos el único culpable de “fomentar la glorificación de la violencia” en la sociedad
estadounidense.
Para algunas personas es fácil culpar a los videojuegos y señalar sus defectos, pero se les hace difícil ver el
lado bueno que estos tienen y todos los beneficios que traen. Desde crear lazos de amistad y trabajo en
equipo, hasta crear un medio y plataforma donde personas pueden crear historias y experiencias únicas para
el disfrute de otros.
Los videojuegos son un mundo maravilloso que no debe ser estigmatizado por actos de violencia sin relación
alguna.
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Alguna vez, Lope de Vega y Miguel de Cervantes fueron amigos. Incluso se admiraron mutuamente. Pero
solo al principio. Antes de la peor traición que un escritor puede cometer contra otro. Cervantes tenía un
carácter muy diferente al de su amigo. Lope arrollaba con su personalidad; Cervantes, aunque 15 años
mayor, se mostraba más bien reservado. Lope brillaba en los salones de los nobles; Cervantes pasaba
penurias económicas. Lope era la gran estrella del teatro popular, se lucía en todos los géneros literarios y
escribía decenas de piezas simultáneamente, incluso apócrifas. Cervantes, obligado por la necesidad de
trabajo, pasaba largas temporadas sin escribir una línea, y se daba por satisfecho con colocar alguna de sus
comedias en la cartelera de su anfitrión.
En el fondo, ambos escritores encarnan el gran conflicto esencial del arte moderno: romanticismo o
mercado, expresar el mundo interior o satisfacer al público. A pesar de todo, esos personajes tan dispares
hicieron amistad. Vivieron mucho tiempo en el mismo barrio y se cruzaban con frecuencia. Intercambiaron
públicas manifestaciones de aprecio: Cervantes en La Galatea, Lope en La Arcadia.
Contra lo que cabría esperar, no se interpuso entre los dos amigos una mujer. Ni un poderoso rey. Ni sus
diferentes concepciones del arte. Quien acabó con su conexión fue un personaje mucho más temible,
invencible y feroz: un tal Don Quijote de la Mancha.
El Quijote convirtió a su autor, casi a sus 60 años, en un escritor famoso. Se sucedieron ediciones y
traducciones. Sin embargo, las penurias de Cervantes no acabarían. Ninguna de sus siguientes obras
alcanzaría el triunfo de su gran libro. Cansado de intentarlo, decidió volver a lo seguro: en 1615, publicó
la Segunda parte del ingenioso caballero Don Quijote de la Mancha. Para su desgracia, meses antes, un
plagiario bajo el seudónimo de Alonso Fernández de Avellaneda publicó su propio segundo tomo del Quijote,
una novela con los mismos personajes, cruelmente diseñada para robarse por la mano todo el éxito
comercial de la nueva entrega.
En su edición del Quijote apócrifo, Luis Gómez Canseco apunta varios indicios que señalan a Lope como autor
de la traición. Por ejemplo, el prólogo, donde Avellaneda se deshacía en referencias al dramaturgo, y se
presentaba a sí mismo con sus características: ministro del Santo Oficio y autor de comedias. De paso,
manifestaba contra Cervantes el más absoluto desprecio. Lo llamaba viejo y manco. Lo acusaba de hallarse
“tan falto de amigos” que nadie quería prologar sus libros. Y recomendaba al lector solo un título
cervantino: La Galatea, donde se halla el elogio a… Lope de Vega. Sospechosamente, además, no existían
muchos autores capaces de escribir a la velocidad suficiente para adelantar la edición de un libro ajeno. Ni
con experiencia en escribir imitando a otros.
Como era de esperar, aunque no pudo identificar a su autor, Cervantes reaccionó al plagio con furia. Y tuvo
tiempo de volcar su ira en la verdadera segunda parte. Lo fascinante es que no se ocupó de defenderse
personalmente. Para hacerlo, mandó al mismísimo Quijote.
En la trama, el loco de Cervantes habla del libro impostor, que circula entre los personajes a la par que el
original. Una y otra vez se esmera en reivindicarse a sí mismo como el “verdadero”, y critica el estilo del
apócrifo. Sancho protesta porque el plagiario lo ha retratado como un bobalicón. Y los dos, como su enemigo
ha ido a Zaragoza, desprecian en su viaje esa ciudad y continúan directamente a Barcelona.
Casi sin quererlo, por venganza y no por voluntad literaria, este escritor acababa de romper los límites entre
realidad y ficción. El manco atravesaba los umbrales de la realidad, inventando la novela moderna. Fuese
quien fuese Avellaneda, al final su envidia solo sirvió para convertir a Cervantes en un autor universal.
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El consenso que despierta la calidad literaria de Ribeyro, el hecho de ser permanentemente referido como
un autor imprescindible de la literatura hispanoamericana, y el haberse convertido, al menos en nuestro
país, en autor de culto –además de recurrente motivo de tesis, relecturas y celebraciones–, justifica la
pregunta: ¿por qué Ribeyro no llegó a ser impactado por el estallido del boom latinoamericano?
La respuesta está en su apuesta literaria personal, muy contraria a la tendencia de aquel momento. El boom
fue básicamente un movimiento de novelistas y Ribeyro fue sobre todo autor de cuentos. Es verdad, escribió
tres novelas –Crónica de San Gabriel, Los geniecillos dominicales y Cambio de guardia (1976)– pero ninguna
persiguió o alcanzó la épica ni la monumentalidad totalizante que caracterizó a las obras más destacadas de
ese periodo; además, recién fueron publicadas en 1983, de modo que su visibilidad editorial fue tardía.
Por otra parte, el talante de Ribeyro no calzaba con la personalidad, en muchos casos arrolladora, de los
autores más renombrados de aquel movimiento. Ribeyro era discreto, tímido, de perfil bajo, le costaba la
idea de integrar colectivos, interactuar en festines editoriales, conceder entrevistas en demasía. Lo suyo eran
las excursiones, las pascanas, la afición a ciertos deportes, el tiempo compartido con la familia, los amigos
del barrio, el vino y el cigarro.
Al igual que otros escritores del boom, Ribeyro viajó a Europa muy joven, a los 23 años. Antes de llegar a
París, su verdadero horizonte intelectual, recaló en España. Como consta en sus diarios, de la capital
española le llama la atención que “no haya casas para vivir, solo edificios como los de la avenida Wilson”.
Más tarde, en 1955, vuelve a España. Esa segunda estancia, sin embargo, no será todo lo gratificante que
esperaba: sus viejos camaradas han partido, los trabajos que creía poder conseguir no se concretan y apenas
logra hospedarse en una pensión de la calle Santa Clara (“una covacha miserable”). Las miserias pasadas
aquel verano quedaron plasmadas en ese espléndido cuento que es “Los españoles”.
Ningún lector mínimamente sensible debería perderse la maravillosa experiencia de convivir unos días con
la prosa de Ribeyro, es decir, con su mirada del mundo. La solvencia y la verdad asoman en cada página, y
uno sale de esa lectura modificado, enriquecido, con el entusiasmo ansioso de quien no sabe que acaba de
adquirir un nuevo vicio. Uno incurable.
CISNEROS, Renato: ¿Por qué Julio Ramón Ribeyro es el mayor cuentista peruano del siglo XX?
Adaptado de https://elcomercio.pe
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Cada vez que los chicos mayores del colegio le gritaban al ‘Negro’ Zurita “¡vamos pa’Chincha, familia!”, las
carcajadas se multiplicaban de inmediato. Teníamos 12 años. No entendíamos el significado de aquellas
palabras (ni siquiera sabíamos dónde quedaba Chincha), pero nos resultaba evidente que la frase, por el
tono con que se pronunciaba, buscaba herir a Zurita. Advertíamos el dolor, pero nos burlábamos igual. Por
esos años nadie cuestionaba, al menos no directamente, la ridiculización de la piel del otro. Ocurría todo el
tiempo, no solo en el colegio, también en el barrio, el club, la televisión, en cualquier parte, y se manifestaba
a través de prejuicios, comparaciones, apodos o esos humillantes “chistes de negros” que se oían en
programas cómicos.
Crecimos normalizando el racismo hacia la gente morena y hemos tardado demasiado tiempo en reconocer
lo vergonzante de aquellas prácticas; prácticas que por cierto persisten, pero que felizmente ya no se
reproducen con semejante impunidad, o al menos no pasan tan desapercibidas. Hoy contamos con mayor
vigilancia social a través de asociaciones privadas y observatorios estatales dedicados a detectar actos
racistas, pero además se hacen esfuerzos por sancionar el racismo y la discriminación. Por ejemplo, desde
enero de este año se encuentra en mesa de partes del Congreso un proyecto de ley elaborado por el
Ministerio de Cultura que pretende incorporar al Código Penal el delito de “incitación al odio racial”.
Se ha tenido que llegar al extremo de buscar sanciones, pues el racismo, puntualmente el ejercido contra
afrodescendientes, persiste a pesar de las muchas, encomiables iniciativas para reivindicar a ese grupo y
denunciar su vulnerabilidad. No olvidemos que desde el 2006 cada 4 de junio se celebra el Día de la Cultura
Afroperuana (de hecho, todo el mes de junio está dedicado a reivindicar los derechos de esa minoría); y
desde el 2016, a través de un decreto supremo, se puso en marcha el primer plan de desarrollo para la
comunidad afroperuana (hablamos del 3,6% de la población, según el Censo Nacional 2017). A eso se suman
las constantes campañas de sensibilización donde se nos habla de personajes –Susana Baca, Jefferson Farfán,
etcétera– que han logrado conquistar el imaginario popular.
CISNEROS, Renato: ¿Qué tan propia sentimos la cultura afroperuana?
Adaptado de https://elcomercio.pe
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Rüdiger Safranski dice que “Nietzsche es el filósofo más leído del mundo”. Su importancia no cesa. Tampoco
en España, donde ahora coinciden en las librerías tres biografías, además de un ambicioso estudio sobre su
pensamiento.
Justamente sobre este ultimo podemos decir que es distinto de cualquier biografía. Es el denso libro del
filósofo, musicólogo y germanista francés Dorian Astor. Es un agudo y complejo texto, intrincado y paradójico
a menudo, apto sólo para lectores que conozcan el ideario de Nietzsche. Sus ideas constituyen la base en la
que se sustenta Astor para reflexionar y discutir sobre la actualidad intelectual e ideológica en Occidente.
Como acérrimo degustador y defensor del polémico filósofo, Astor quiere pensar desde este las “zozobras”
o “indigencias”, las “angustias” en las que —según él— se debate nuestro presente. Sostiene, por ejemplo,
que con Nietzsche es posible repensar la educación, tan tambaleante y cuestionada en Europa. El autor de
Ecce Homo tuvo como modelos a imitar de por vida a los grandes filósofos “preplatónicos”; Heráclito o
Empédocles — entre otros— fueron para él ejemplos humanos admirables —“hombres tallados en un solo
bloque de piedra”, los llamó—. Y tuvo como “educador” a Schopenhauer, a quien consideraba “un maestro
de Alemania”. Educar en el sentido nietzscheano, afirma Astor, sería proponer como modelos para la
juventud los ejemplos de los grandes hombres del pasado, sus acciones poderosas y sus pensamientos; y
enseñar a los jóvenes virtudes como la valentía y la responsabilidad de los propios actos en tanto en cuanto
las más altas y dignas de elección.
Entre otros muchos asuntos, Astor trata de política. A Nietzsche se le ha usado para jalear a fascistas y
anarquistas; con sentencias fuera de contexto es fácil cortar un traje nietz-scheano a la medida de cada
ideología. Pero con sus luces y sombras, muchas de las ideas “políticas” que defendió o esbozó serían hoy
practicables y deseables: véase su teoría del “buen europeo” o su antinacionalismo. Astor lo explica con
pasión en este libro tan osado sobre un filósofo de lo más intempestivo.