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Cuentos completos
La piedra negra.
The black stone, Robert E. Howard (1906-1936)
La primera vez que leí algo sobre esta cuestión fue en el extraño libro de Von
Junzt, aquel extravagante alemán que vivió tan singularmente y murió en
circunstancias misteriosas y terribles. Quiso la suerte que cayese en mis manos su
obra Cultos sin nombre, llamada también el Libro Negro, en su edición original
publicada en Dusseldorf en 1839, poco antes de que al autor le sorprendiese su
terrible destino. Los bibliógrafos suelen conocer los Cultos sin nombre a través
de la edición barata y mal traducida que publicó Bridewell en Londres, en el año
1845, o de la edición cuidadosamente expurgada que sacó a la luz la Golden
Goblin Press de Nueva York en 1909. Pero el volumen con el que yo me tropecé
era uno de los ejemplares alemanes de la edición completa, encuadernado con
pesadas cubiertas de piel y cierres de hierro herrumbroso. Dudo que haya más de
media docena de estos ejemplares en todo el mundo hoy en día; primero, porque
no se imprimieron muchos, y además, porque cuando corrió la voz de cómo
había encontrado la muerte su autor, muchos de los que poseían el libro lo
quemaron asustados.
Von Junzt (1795-1840) pasó toda su vida buceando en temas prohibidos. Viajó
por todo el mundo, consiguió ingresar en innumerables sociedades secretas y
llegó a leer un sinfín de libros y manuscritos esotéricos. En los densos capítulos
del Libro Negro, que oscilan entre una sobrecogedora claridad de exposición y la
oscuridad más ambigua, hay detalles y alusiones que helarían la sangre del
hombre más equilibrado. Leer lo que Von Junzt se atrevió a poner en letra de
molde, suscita conjeturas inquietantes sobre lo que no se atrevió a decir. ¿De qué
tenebrosas cuestiones, por ejemplo, trataban aquellas páginas, escritas con
apretada letra, del manuscrito en que trabajaba infatigablemente pocos meses
antes de morir, y que se encontró destrozado y esparcido por el suelo de su
habitación cerrada con llave, donde Von Junzt fue hallado muerto con señales de
garras en el cuello? Eso nunca se sabrá, porque el amigo más allegado del autor,
el francés Alexis Landeau, después de una noche de recomponer los fragmentos
y leer el contenido, lo quemó y se cortó el cuello con una navaja de afeitar.
Eso fue todo lo que saqué en claro de Dornly, pero mi interés había aumentado
muchísimo al presentir que en torno a esa piedra había algo claramente siniestro.
La idea de una antigüedad tenebrosa, las repetidas alusiones a acontecimientos
monstruosos en la noche del 24 de junio, despertaron algún instinto dormido de
mi ser, de la misma forma que se siente, más que se oye, la corriente de algún
oscuro río subterráneo en la noche. Y de pronto me di cuenta de que existía una
relación entre esta Piedra y cierto poema fantástico y terrible escrito por el poeta
loco Justin Geoffrey: El pueblo del monolito. Las indagaciones que realicé me
confirmaron que, en efecto, Geoffrey había escrito este poema durante un viaje a
Hungría; por consiguiente, no cabía duda de que el monolito a que se refería en
sus versos extraños era la misma Piedra Negra. Leyendo nuevamente sus estrofas
sentí una vez más las extrañas y confusas agitaciones de los mandatos del
subconsciente que había observado la primera vez que tuve conocimiento de la
Piedra.
Había estado pensando qué sitio elegir para pasar unas cortas vacaciones, hasta
que me decidí. Fui a Stregoicavar. Un tren anticuado me llevó a Temesvar hasta
una distancia todavía respetable de mi punto de destino; luego, en tres días de
viaje en un coche traqueteante, llegué al pueblecito, situado en un fértil valle
encajonado entre montañas cubiertas de abetos. El viaje transcurrió sin
incidencias. Durante el primer día, pasamos por el viejo campo de batalla de
Schomvaal, donde un bravo caballero polaco-húngaro, el conde Boris Vladinoff,
había presentado una valerosa e inútil resistencia frente a las victoriosas huestes
de Solimán el Magnífico, cuando, en 1526, el Gran Turco se lanzó a la invasión
de la Europa oriental. El cochero me señaló un gran túmulo de piedras
desmoronadas en una colina próxima, bajo el cual descansaban, según dijo, los
huesos del valeroso conde. Recordé entonces un pasaje de las Guerras turcas, de
Larson: «Después de la escaramuza (en la que el conde había rechazado la
vanguardia de los turcos con un reducido ejército), el conde permaneció al pie de
la muralla del viejo castillo de la colina para disponer el orden de sus fuerzas. Un
ayudante le trajo una cajita lacada que había encontrado en el cuerpo del famoso
escriba e historiógrafo Selim Bahadur, caído en la refriega. El conde extrajo de
ella un rollo de pergamino y comenzó a leer. No bien terminó las primeras líneas,
palideció intensamente y, sin pronunciar una palabra, metió el documento en la
caja y la ocultó bajo su capa. En ese preciso momento abría fuego un cañón
turco, y los proyectiles dieron contra el viejo castillo ante el espanto de los
húngaros, que vieron derrumbarse las murallas sobre el esforzado conde. Sin
caudillo, el valeroso ejército se desbarató, y en los años de guerra asoladora que
siguieron, no llegaron a recuperarse los restos mortales del noble caballero. Hoy,
los naturales del país muestran un inmenso montón de ruinas cerca de
Schomvaal, bajo las cuales, según dicen, todavía descansa lo que los siglos hayan
respetado del conde Boris Vladinoff.»
—Hace diez años, llegó otro americano. Estuvo pocos días en el pueblo —dijo el
dueño de la taberna donde me había hospedado—. Era un muchacho bastante
raro —murmuró para sí—; un poeta, me parece.
Comprendí que debía referirse a Justin Geoffrey.
—Sí, era poeta —contesté—; y escribió un poema sobre un paraje próximo a
este mismo pueblo.
—¿De veras? —mi patrón se sintió interesado—. Entonces, si todos los grandes
poetas son raros en su manera de hablar y de comportarse, él debe haber
alcanzado gran fama, porque las cosas que hacía y sus conversaciones eran lo más
extraño que he visto en ningún hombre.
—Eso les ocurre a casi todos los artistas —observé—. La mayor parte de su
mérito se le ha reconocido después de muerto.
—¿Ha muerto, entonces?
—Murió gritando en un manicomio hace cinco años.
—Lástima, lástima —suspiró con simpatía—. Pobre muchacho... Miró
demasiado la Piedra Negra.
Me dio un vuelco el corazón. No obstante, disimulé mi enorme interés y dije
como por casualidad:
—He oído algo sobre esa Piedra Negra. Creo que está por aquí cerca, ¿no?
—Más cerca de lo que la gente cristiana desea —contestó—. ¡Mire!
Me condujo a una ventana enrejada y me señaló las laderas, pobladas de abetos,
de las acogedoras montañas azules.
—Allá, al otro lado de la gran cara desnuda de ese risco tan saliente que ve usted,
ahí se levanta esa piedra maldita. ¡Ojalá se convirtiese en polvo, y el polvo se lo
llevara el Danubio hasta lo más profundo del océano! Una vez, los hombres
quisieron destruirla, pero todo el que levantaba el pico o el martillo contra ella
moría de una manera espantosa. Ahora la rehuyen.
—¿Qué maldición hay sobre ella? —pregunté interesado.
—El demonio, el demonio que la está rondando siempre —contestó con un
estremecimiento—. En mi niñez conocí a un hombre que subió de allá abajo y se
reía de nuestras tradiciones... Tuvo la temeridad de visitar la Piedra en la noche
del 24 de junio, y al amanecer entró de nuevo en el pueblo como borracho,
enajenado, sin habla. Algo le había destrozado el cerebro y le había sellado los
labios, pues hasta el momento de su muerte, que ocurrió poco después, tan sólo
abrió la boca para proferir blasfemias o babear una jerigonza incomprensible.
Luego supe que los habitantes de Stregoicavar no son descendientes de los que
vivieron allí antes de la invasión turca de 1526. Los victoriosos musulmanes no
dejaron con vida a ningún ser humano —ni en el pueblo ni en sus contornos—
cuando atravesaron el territorio. Los hombres, las mujeres y los niños fueron
exterminados en un rojo holocausto, dejando una vasta extensión del país
silenciosa y desierta. Los actuales habitantes de Stregoicavar descienden de los
duros colonizadores que llegaron de las tierras bajas y reconstruyeron el pueblo
en ruinas, una vez que los turcos fueron expulsados. Mi patrón no habló con
ningún resentimiento de la matanza de los primitivos habitantes. Me enteré de
que sus antecesores de las tierras bajas miraban a los montañeses incluso con más
odio y aversión que a los propios turcos. Habló con vaguedad respecto a las
causas de esta enemistad, pero dijo que los anteriores vecinos de Stregoicavar
tenían la costumbre de hacer furtivas excursiones a las tierras bajas, robando
muchachas y niños. Además, contó que no eran exactamente de la misma sangre
que su pueblo; el vigoroso y original tronco eslavo-magiar se había mezclado,
cruzándose con la degradada raza aborigen hasta fundirse en la descendencia y
dar lugar a una infame amalgama. Él no tenía la más ligera idea de quiénes fueron
esos aborígenes; únicamente sostenía que eran «paganos», y que habitaban en las
montañas desde tiempo inmemorial, antes de la llegada de los pueblos
conquistadores.
Di poca importancia a esta historia. En ella no veía más que una leyenda
semejante a las que dieron origen la fusión de las tribus celtas y los aborígenes
mediterráneos de las montañas de Escocia, y las razas mestizas resultantes que,
como los pictos, tanta importancia tienen en las leyendas escocesas. El tiempo
produce un curioso efecto de perspectiva en el folklore. Los relatos de los pictos
se entremezclaron con ciertas leyendas sobre una raza mongólica anterior, hasta
el punto de que, con el tiempo, se llegó a atribuir a los pictos los repulsivos
caracteres del achaparrado hombre primitivo, cuya individualidad fue absorbida
por las leyendas pictas, perdiéndose en ellas. Del mismo modo, pensaba yo,
podría seguirse la pista de los supuestos rasgos inhumanos de los primeros
pobladores de Stregoicavar hasta sus orígenes en los más viejos y gastados mitos
de los pueblos invasores, los mongoles y los hunos. A la mañana siguiente de mi
llegada pedí instrucciones a mi patrón —que por cierto me las dio de muy mala
gana—, y me puse en camino, en busca de la Piedra Negra. Después de una
caminata de varias horas cuesta arriba, por entre los abetos de las laderas, llegué a
la cara abrupta de la escarpa que sobresalía poderosamente del costado de la
montaña. De allí ascendía un estrecho sendero que la coronaba. Subí por él, y
desde arriba contemplé el tranquilo valle de Stregoicavar, que parecía dormitar
protegido a uno y otro lado por las grandes montañas azules. Entre la escarpa
donde estaba yo y el pueblo no se veían cabañas ni signo alguno de vida humana.
Había bastantes granjas diseminadas por el valle, pero todas estaban situadas al
otro lado de Stregoicavar. El pueblo mismo parecía huir de los ásperos riscos que
ocultaban la Piedra Negra.
La cima de las escarpas formaba una especie de meseta cubierta de denso bosque.
Caminé por la espesura y en seguida llegué a un claro muy grande, y en el centro
de ese claro se alzaba un descarnado monolito de piedra negra. Era de sección
octogonal, y tendría unos cuatro o cinco metros de altura y medio metro
aproximadamente de diámetro. Se veía bien que había sido perfectamente
pulimentado en su tiempo, pero ahora la superficie de la piedra mostraba
numerosas mellas, como si se hubiesen llevado a cabo salvajes esfuerzos por
demolerla. Pero los picos apenas habían conseguido desconcharla y mutilar los
caracteres que la ornaban en espiral hasta arriba, en torno al fuste. Hasta una
altura de dos metros y medio o poco más, las inscripciones estaban casi
totalmente destruidas, de tal manera que resultaba muy difícil averiguar sus
características. Más arriba se veían mucho mejor conservadas, y yo me las arreglé
para trepar por la columna y examinarlas de cerca. Todas estaban deterioradas en
mayor o menor grado, pero era evidente que no pertenecían a ninguna lengua
que yo pudiera recordar en ese momento sobre la faz de la Tierra. Lo que más
llegaba a parecérseles, de todo cuanto había visto en mi vida, eran unos toscos
garabatos trazados sobre cierta roca gigantesca, extrañamente simétrica, de un
valle perdido del Yucatán. Recuerdo que, al señalarle aquellos trazos, a mi
compañero, que era arqueólogo, él sostuvo que eran efecto natural de la erosión,
o el inútil garabateo de un indio. Yo le expuse mi teoría de que la roca era
realmente la base de una columna desaparecida, pero él se limitó a reír, y me dijo
que reparase en las dimensiones que suponía; de haberse levantado allí una
columna de acuerdo con las normas ordinarias de las proporciones
arquitectónicas, habría tenido lo menos trescientos metros de altura. Pero no me
dejó convencido.
No quiero decir que los caracteres grabados sobre la Piedra Negra fuesen
semejantes a los de la descomunal roca del Yucatán, sino que me los sugerían. En
cuanto a la materia del monolito, también me desconcertó. La piedra que habían
empleado para tallarla era de un color negro y tenía un brillo mate; y su
superficie, allí donde no había sido raspada o desconchada, producía un curioso
efecto de semitransparencia. Pasé en aquel lugar la mayor parte de la mañana y
regresé perplejo. La Piedra no me sugería ninguna relación con ningún otro
monumento del mundo. Era como si el monolito hubiese sido erigido por manos
extrañas en una edad remota y ajena a la humanidad. Regresé al pueblo. De
ninguna manera había disminuido mi interés. Ahora que había visto aquella
piedra tan singular, sentía mucho más apremiante el deseo de investigar el asunto
con mayor amplitud e intentar descubrir por qué extrañas manos y con qué
extraño propósito fue levantada la Piedra Negra, en lejanos tiempos. Busqué al
sobrino del tabernero y le pregunté sobre sus sueños, pero estuvo muy confuso,
aun cuando hizo lo posible por complacerme. No le importaba hablar de ellos,
pero era incapaz de describirlos con la más mínima claridad. Aunque tenía
siempre los mismos sueños, ya a pesar de que se le presentaban espantosamente
vividos, no le dejaban huellas claras en la conciencia. Los recordaba como un
caos de pesadilla en las que inmensos remolinos de fuego arrojaban tremendas
llamaradas y retumbaba incesantemente un tambor. Sólo recordaba con claridad
que una noche había visto en sueños la Piedra Negra, no en la falda de la
montaña, sino rematando la cima de un castillo negro y gigantesco.
En cuanto al resto de los vecinos, observé que no les gustaba hablar de la Piedra,
excepto al maestro, hombre de una instrucción sorprendente, que había pasado
mucho más tiempo fuera que cualquier otro de sus convecinos. Se interesó
muchísimo en lo que le conté sobre las observaciones de Von Junzt relativas a la
Piedra Negra, y manifestó vivamente que estaba de acuerdo con el autor alemán
en cuanto a la edad que atribuía al monolito. Estaba convencido de que alguna
vez existió en las proximidades una sociedad satánica, y que posiblemente todos
los antiguos vecinos habían sido miembros de ese culto a la fertilidad que
amenazó con socavar la civilización europea y dio origen a tantas historias de
brujería. Citó el mismo nombre del pueblo para probar su punto de vista.
Originalmente no se llamaba Stregoicavar, dijo; de acuerdo con las leyendas, los
que fundaron el pueblo lo llamaron Xuthltan, que era el primitivo nombre del
lugar sobre el que asentaron sus casas, hace ya muchos siglos. Este hecho me
produjo otra vez un indescriptible sentimiento de desazón. El nombre bárbaro
no me sugería relación alguna con las razas escitas, eslavas o mongolas a las que
deberían haber pertenecido los habitantes de estas montañas.
Los magiares y los eslavos de las tierras bajas creían sin duda que los primitivos
habitantes del pueblo eran miembros de un culto maléfico como se demostraba,
a juicio del maestro, por el nombre que dieron al pueblo y que se mantuvo aun
después de ser aniquilados los antiguos pobladores por los turcos y haberlo
reconstruido una raza más pura. No creía él que fueran los iniciados en ese culto
quienes erigieron el monolito, aunque opinaba que lo emplearon como centro de
sus actividades; y, basándose en vagas leyendas que se venían transmitiendo
desde antes de la invasión turca, expuso una teoría según la cual los degenerados
pobladores antiguos lo habían usado como una especie de altar sobre el cual
ofrecieron sacrificios humanos, empleando como víctimas a las muchachas y a
los niños robados a los propios antepasados de los actuales pobladores, que a la
sazón vivían en las tierras bajas. Desestimaba el mito de los horripilantes sucesos
de la noche del 24 de junio, así como la leyenda de una deidad extraña que el
pueblo hechicero invocaba por medio de rituales cantos salvajes, de flagelaciones
y de sadismo, como se decía. No había visitado la Piedra en la noche del 24 de
junio, según confesó, pero no le daría miedo hacerlo; lo que había existido o lo
que allí sucedió en otro tiempo, fuera lo que fuese, se había sumido en la niebla
del tiempo y del olvido. La Piedra Negra había perdido su significado salvo el de
ser el nexo de unión con un pasado muerto y polvoriento.
Hacía cosa de una semana que estaba yo en Stregoicavar cuando, una noche, al
volver de una visita al maestro, me quedé impresionado de pronto al recordar
que... ¡estábamos a 24 de junio! Era, pues, la noche en que, según las leyendas,
sucedían cosas misteriosas en relación con la Piedra Negra. En vez de meterme
en la taberna, crucé el pueblo a buen paso. Stregoicavar estaba en silencio; los
vecinos solían retirarse temprano. No vi a nadie en mi camino. Me interné por
entre los abetos que ocultaban las faldas de las montañas en una susurrante
oscuridad. Una gran luna plateada parecía suspendida encima del valle,
inundando los peñascos y pendientes con una luz inquietante y perfilando negras
sombras en el suelo. No soplaba aire entre los abetos, y, no obstante, se oía
elevarse un murmullo fantasmal y misterioso. Mi fantasía evocaba quimeras.
Seguramente en una noche como ésta, hacía siglos, volaban por el valle las brujas
desnudas, a horcajadas sobre sus escobas, perseguidas por sus burlescos
demonios familiares. Encaminé mis pasos hacia las escarpas. Me sentía algo
inquieto al notar que la engañosa luz de la luna les prestaba un aspecto artificioso
que no había notado antes: bajo aquella luz fantástica, habían perdido su
apariencia de escarpas naturales para convertirse en ruinas de gigantescas
murallas que sobresalían de la ladera.
Esforzándome por apartar de mí esta ilusión extraña, subí hasta la meseta y dudé
un momento antes de sumergirme en la tremenda oscuridad de los bosques. Una
especie de tensión mortal se cernía sobre las sombras, como si un monstruo
invisible contuviera su aliento para no ahuyentar a su presa. Deseché este
sentimiento —perfectamente natural, considerando el carácter imponente del
lugar y su infame reputación— y me abrí paso a través del bosque,
experimentando la desagradable sensación de que me seguían. Tuve que
detenerme una vez, seguro de que algo vacilante y pegajoso me había rozado la
cara en la oscuridad. Salí al claro y vi el alto monolito alzando su silueta desnuda
sobre la hierba. En la linde del bosque, en dirección a la escarpa, había una piedra
que formaba como una especie de asiento natural. Me senté en ella, pensando
que probablemente fue allí donde el poeta loco Justin Geoffrey había escrito su
fantástico El pueblo del monolito. El tabernero pensaba que era la Piedra lo que
había ocasionado la locura de Geoffrey, pero la semilla de la locura estaba
sembrada en el cerebro del poeta mucho antes de haber visitado Stregoicavar.
Eché una mirada al reloj. Eran casi las doce. Me recosté en espera de cualquier
manifestación espectral que pudiese aparecer. Comenzaba a levantarse una brisa
suave entre las ramas de los abetos y su música me recordaba la de unas gaitas
invisibles y lánguidas susurrando una melodía pavorosa y maligna. La monotonía
del sonido y mi mirada invariablemente fija en el monolito me produjeron una
especie de autohipnosis; me estaba quedando amodorrado. Luché contra esta
sensación, pero el sueño pudo conmigo. El monolito parecía ladearse, danzar
extrañamente, retorcerse. Entonces me dormí. Abrí los ojos y traté de
levantarme, pero no me fue posible; parecía como si una mano helada me
agarrara sin que yo pudiera hacer nada. Un frío terror se apoderó de mí. El claro
del bosque ya no estaba desierto. Se veía atestado de una silenciosa multitud de
gentes extrañas. Mis ojos dilatados repararon en los raros y bárbaros detalles de
sus atuendos. Mi entendimiento me decía que eran remotísimos, olvidados
incluso en esta tierra atrasada. «Seguramente —pensé—, son gentes del pueblo
que han venido aquí para celebrar algún cónclave grotesco.» Pero otra mirada me
hizo comprender que aquellas gentes no eran de Stregoicavar. Eran más bajos de
estatura, más rechonchos, tenían la frente más deprimida, la cara más ancha y
abotargada. Algunos poseían rasgos eslavos y magiares, pero dichos rasgos se
veían degradados por la mezcla con alguna raza extranjera más baja que no me
era posible clasificar. Muchos de ellos vestían con pieles de bestias feroces, y todo
su aspecto, tanto el de los hombres como el de las mujeres, era de una brutal
sensualidad. Aquellas gentes me horrorizaban y me repugnaban, aunque no me
prestasen atención alguna. Habían formado un inmenso semicírculo delante del
monolito. Empezaron una especie de cántico extendiendo los brazos al unísono y
balanceando sus cuerpos rítmicamente de cintura para arriba. Todos los ojos
estaban fijos en la cúspide de la Piedra, a la que parecían estar invocando. Pero lo
más extraño de todo era el tono apagado de sus voces; a menos de cincuenta
metros de donde yo estaba, centenares de hombres y mujeres levantaban sus
voces en una melodía salvaje y, sin embargo, aquellas voces me llegaban como un
murmullo débil, confuso, como si viniera de muy lejos, a través del espacio... o
del tiempo.
Delante del monolito había como un brasero, del que se elevaban vaharadas de
un humo amarillo, repugnante, nauseabundo, que se enroscaba en torno al
monumento formando una extraña espiral, como una serpiente inmensa y
borrosa. A un lado de este brasero yacían dos figuras: una muchacha
completamente desnuda, atada de pies y manos, y un niño que tendría tan sólo
unos meses. Al otro lado, se acuclillaba una vieja hechicera con un extraño
tambor en su regazo. Tocaba con las manos abiertas, con golpes pausados y
leves; pero yo no la oía. El ritmo de los cuerpos balanceantes empezó a adquirir
mayor rapidez. Entonces saltó una mujer desnuda al espacio que quedaba libre
entre la multitud y el monolito; llameaban sus ojos, su larga cabellera flotaba
alborotada mientras danzaba vertiginosamente sobre la punta de sus pies, dando
vueltas por todo el espacio libre, hasta que cayó prosternada ante la Piedra y allí
quedó inmóvil. Inmediatamente, la siguió una figura fantástica, un hombre
vestido tan solo con una piel de macho cabrío colgando de la cintura, y cuyas
facciones estaban ocultas por una máscara fabricada con una enorme cabeza de
lobo, de tal manera que daba la impresión de un ser monstruoso, pesadillesco,
mezcla horrible de elementos humanos y bestiales. Sostenía en la mano un haz de
varas de abeto, atado por los extremos más gruesos. La luz de la luna brillaba en
una pesada cadena de oro que llevaba enlazada en el cuello. Prendida a esta
cadena, llevaba otra de cuyo extremo debería haber colgado algún objeto que, sin
embargo, faltaba.
La multitud agitaba los brazos con violencia y redoblaba sus gritos, mientras esa
grotesca criatura galopaba por el espacio abierto dando saltos y cabriolas. Se
acercó a la mujer que yacía al pie del monolito y comenzó a azotarla con las
varas; entonces ella se levantó de un salto y se entregó a la danza más salvaje e
increíble que había visto en mi vida. Su atormentador bailó con ella manteniendo
el mismo ritmo, colocándose a su altura en cada giro y cada salto, al tiempo que
descargaba despiadados golpes sobre su cuerpo desnudo. Y a cada golpe que le
daba, gritaba una palabra extraña; y así una y otra vez, y toda la gente le coreaba.
Podía verles mover los labios. Ahora el débil murmullo de sus voces se fundió y
se hizo un solo grito, distante y lejano, repetido continuamente en un éxtasis
frenético. Pero no logré entender lo que gritaban. Los danzantes giraban en
vertiginosas vueltas, mientras los espectadores, de pie todavía en sus sitios,
seguían el ritmo de la danza con el balanceo de sus cuerpos y los brazos
entrelazados. La locura aumentaba en los ojos de la mujer que cumplía aquel rito
violento, y se reflejaba en la mirada de los demás. Se hizo más salvaje y
extravagante el frenético girar de aquella danza enloquecedora... Se convirtió en
un cuadro bestial y obsceno, en tanto que la vieja hechicera aullaba y batía el
tambor como una enajenada, y las varas componían una canción demoníaca.
La sangre corría por los miembros de la danzante, pero ella parecía no sentir la
flagelación sino como un acicate para continuar el salvajismo de sus movimientos
desenfrenados. Al saltar en medio del humo amarillento que empezaba a
extender sus tenues tentáculos para abrazar a las dos figuras danzantes, se hundió
en aquella niebla hedionda y desapareció de la vista. Volvió a surgir otra vez,
seguida inmediatamente de aquel individuo bestial que la flagelaba, y prorrumpió
en un indescriptible furor de movimientos enloquecedores hasta que, en el colmo
del delirio, cayó de pronto sobre la yerba, temblando y jadeando, completamente
vencida por el frenético esfuerzo. Siguió la flagelación con inalterable violencia, y
ella comenzó a arrastrarse boca abajo hacia el monolito. El sacerdote —por
llamarle así— continuó azotando su cuerpo indefenso con todas sus fuerzas,
mientras ella se retorcía dejando un pegajoso rastro de sangre sobre la tierra
pisoteada. Llegó por fin al monolito, y boqueando, sin resuello, le echó sus
brazos en torno y cubrió la fría piedra de besos feroces, como en una adoración
delirante y profana. El grotesco sacerdote saltaba en el aire; había arrojado las
varas salpicadas de sangre. Los adoradores comenzaron a aullar y a echar espuma
por la boca, y de pronto se volvieron unos contra otros y se atacaron con uñas y
dientes, desgarrándose las vestiduras y la carne en una ciega pasión de bestialidad.
El sacerdote se acercó al pequeñuelo que lloraba desconsolado, lo levantó con su
largo brazo y, gritando una vez más ese Nombre, lo hizo girar en el aire y lo
estrelló contra el monolito, en cuya superficie quedó una mancha espantosa.
Muerto de terror, vi cómo abría en canal el cuerpecillo con sus dedos brutales y
arrojaba sobre la columna la sangre que recogía en el hueco de sus manos. Luego
tiró el cuerpo rojo y desgarrado al brasero, extinguiendo las llamas y el humo en
una lluvia de chispas, en tanto que detrás los brutos enloquecidos aullaban una y
otra vez ese Nombre. Después, de repente, todo el mundo cayó prosternado sin
dejar de retorcerse, al tiempo que el sacerdote extendía sus manos con gesto
amplio y triunfal. Abrí la boca y quise gritar horrorizado, pero únicamente pude
articular un ruido seco. ¡Un animal enorme, monstruoso, como un sapo, se
hallaba agazapado encima del monolito!
Abrí los ojos sobre una claridad lechosa. Todos los acontecimientos de la noche
me vinieron de golpe a la memoria y me levanté de un salto. Entonces miré a mi
alrededor con asombro. El monolito se alzaba, descarnado y mudo, sobre la
hierba ondulante, verde, intacta, bajo la brisa matinal. Atravesé el claro con paso
rápido. Aquí habían saltado y brincado tantas veces que la hierba debería haber
desaparecido; y aquí la mujer del ritual se arrastró en su doloroso camino hacia la
Piedra, derramando su sangre sobre la tierra. Sin embargo, ni una sola gota de
sangre se veía en el césped intacto. Miré, temblando de horror, la cara del
monolito contra la que el brutal sacerdote estampó a la criatura robada..., pero no
había ninguna mancha, nada. ¡Un sueño! Había sido una espantosa pesadilla... o
qué sé yo... Me encogí de hombros. ¡Qué intensa claridad para ser un sueño!
Regresé tranquilamente al pueblo y entré en la posada sin ser visto. Una vez allí,
me senté a meditar sobre los acontecimientos de la noche. Cada vez me sentía
más inclinado a descartar la teoría de un sueño. Era evidente que lo que había
visto era una ilusión inconsistente. Pero estaba convencido de que aquello era la
sombra, el reflejo de un acto espantoso perpetrado realmente en tiempos lejanos.
Pero ¿cómo podía saberse? ¿Qué pruebas podrían confirmar que había sido una
visión de una asamblea de espectros, más que una mera pesadilla forjada por mi
propio cerebro?
Como una respuesta a este mar de dudas, me vino un nombre a la cabeza: ¡Selim
Bahadur! Según la leyenda, este hombre que había sido tanto soldado como
cronista, mandó el cuerpo de ejército de Solimán que había devastado
Stregoicavar. Parecía lógico; y si era así, había marchado directamente de este
lugar arrasado al sangriento campo de Schomvaal y a su destino final. No pude
contener una exclamación de sorpresa: aquel manuscrito que encontraron en el
cuerpo del turco y que hizo temblar al conde Boris... ¿no podría contener alguna
indicación de lo que los conquistadores turcos habían encontrado en
Stregoicavar? ¿Qué otra cosa pudo hacer temblar los nervios de hierro del
poderoso guerrero? Y, puesto que los restos mortales del conde no fueron
rescatados jamás, ¿qué duda cabía de que el estuche de laca y su misterioso
contenido permanecían aún bajo las ruinas que cubrían a Boris Vladinoff? Me
puse a recoger mis cosas con agitada precipitación. Tres días más tarde me
encontraba en una aldea a pocos kilómetros del viejo campo de batalla. Cuando
salió la luna, ya estaba yo trabajando febrilmente en el gran túmulo de piedras
demoronadas que coronaba la colina. Fue un trabajo agotador... Pensándolo
ahora, no comprendo cómo pude llevar a cabo esa tarea; y no obstante, trabajé
sin descanso desde la salida de la luna hasta que empezó a clarear el día.
Justamente estaba yo apartando las últimas piedras, cuando el sol asomó por el
horizonte. Allí estaba todo lo que había quedado del conde Boris Vladinoff —
unos pocos fragmentos de huesos—, y entre ellos, totalmente aplastado, el
estuche cuya superficie de laca había preservado el contenido a través de los
siglos.
Lo recogí con ansiedad y, después de apilar unas piedras sobre aquellos huesos,
me marché precipitadamente. No deseaba que me descubriese ningún viajero
suspicaz en aquella acción aparentemente profanadora. De nuevo en mi cuarto
de la taberna, abrí el estuche y encontré el pergamino relativamente intacto. Y
había algo más: un objeto pequeño y aplastado, envuelto en un trozo de seda.
Estaba ansioso por descifrar los secretos de aquellas hojas amarillentas, pero no
podía más de cansancio. Apenas había dormido desde que saliera de Stregoicavar,
y los terribles esfuerzos de la noche anterior acabaron de vencerme. A pesar de
mi excitación, no tuve más remedio que echarme un poco, pero ya no me
desperté hasta que empezaba a anochecer. Cené rápidamente y después, a la luz
de una vela, me senté a leer los limpios caracteres turcos que cubrían el
pergamino. Representaba un trabajo penoso para mí, porque mis nociones de
turco no son ni mucho menos profundas, y el estilo arcaico del texto me
desorientaba. Pero luchando afanosamente, conseguí descifrar una palabra aquí,
otra allá, encontrar sentido en alguna frase, y una vaga impresión de horror me
oprimió el corazón. Me apliqué con todas mis fuerzas a la tarea de traducir, y
cuando el relato se hizo claro y asequible, la sangre se me heló en las venas, se me
pusieron los pelos de punta, y hasta la lengua se me endureció. Todas las cosas
externas participaron de la espantosa locura de aquel manuscrito infernal; incluso
los ruidos de los insectos nocturnos y de los animales del bosque adquirieron
forma de murmullos horribles y pisadas furtivas de seres espantosos, y los
quejidos del viento en la noche se tornaron en la risa obscena y perversa de las
fuerzas del mal que dominan el espíritu de los hombres.
Al fin, cuando la claridad gris se filtraba ya entre las rejas de la ventana, dejé a un
lado el manuscrito. La cosa envuelta en el trapo de seda estaba allí. Alargué la
mano y la desenvolví. Me quedé petrificado, porque comprendí que, aun
poniendo en duda la veracidad de lo que decía el manuscrito, aquello era la
prueba de que todo había sido real. Volví a meter esos dos objetos repulsivos en
el estuche, y no descansé ni probé bocado hasta que no lo arrojé, lastrándolo con
una piedra, a lo más profundo de la corriente del Danubio, el cual —quiera Dios
que así sea— se lo llevaría al Infierno, de donde debió salir lo que llevaba dentro.
No fue un sueño lo que tuve la noche del 24 de junio en los montes de
Stregoicavar. De haber presenciado el horrible ceremonial, Justin Geoffrey, que
sólo estuvo allí a la luz del sol y después siguió su camino, habría enloquecido
mucho antes. Por lo que a mí respecta, no sé cómo no llegué a perder el juicio.
No... no fue un sueño... Yo había presenciado el rito inmundo de unos
adoradores desaparecidos hace siglos, surgidos del Infierno para celebrar sus
ceremonias como lo hicieran en otro tiempo; yo vi a unos espectros postrarse
ante otro espectro. Porque hace tiempo que el Infierno reclamó a ese dios
horrendo. Hace muchos, muchísimos años, habitó entre las montañas como
reliquia viva de una edad ya extinguida; pero sus garras asquerosas ya no atrapan
a los espíritus de los seres humanos de este mundo, y su reino es un reino
muerto, poblado tan sólo por los fantasmas de aquellos que le sirvieron en vida.
Por qué alquimia perversa, por qué impío sortilegio se abren las Puertas del
Infierno en esa noche pavorosa, no lo sé, pero mis propios ojos lo han visto. Yo
sé que no vieron a ningún ser viviente aquella noche, pues en el manuscrito que
redactó la cuidadosa mano de Selim Bahadur se explica detalladamente lo que él y
sus compañeros de armas descubrieron en el valle de Stregoicavar. Y leí, descritas
con todo detalle, las abominables obscenidades que la tortura arrancaba de los
labios de los aullantes adoradores; y también leí lo que contaba sobre cierta
caverna perdida, tenebrosa, en lo alto de las montañas, donde los turcos,
horrorizados, habían encerrado a un ser monstruoso, hinchado, viscoso como un
sapo, dándole muerte con el fuego y el acero antiguo, bendecido siglos antes por
Mahoma, y mediante conjuros que ya eran viejos cuando Arabia era joven. Y aun
así, la mano firme del anciano Selim temblaba al evocar el cataclismo, las
sacudidas de tierra, los aullidos agónicos de aquella monstruosidad, que no murió
sola, pues hizo perecer consigo —en forma que Selim no quiso o no pudo
describir— a diez de los hombres encargados de darle muerte.
¡Una llave! ¡Ah, la Piedra es una Llave, símbolo de un horror olvidado! Ese
horror se ha diluido en el limbo del que surgió como una pesadilla durante el
nebuloso amanecer de la Tierra. Pero ¿qué hay de las otras posibilidades
diabólicas que insinúa Von Junzt...? ¿De quién era esa mano monstruosa que
estranguló su vida? Desde que leí el manuscrito de Selim Bahadur, ya no he
albergado ninguna duda sobre la Piedra Negra. No ha sido siempre el hombre
señor de la Tierra... Pero ¿lo es ahora?
Era de talla mediana, pero había algo en él que trascendía la simple masa física...,
cierta vitalidad feroz e innata, sólo comparable a la de un lobo o una pantera, y
que resultaba evidente en cada línea de su cuerpo flexible y compacto, en su
áspera cabellera lisa y sus labios delgados, en el aspecto aquilino de su cabeza
sobre el cuello fibroso, los hombros anchos y cuadrados, el pecho amplio, las
caderas esbeltas, los pies estrechos. Construido con la salvaje economía de una
pantera, era una imagen de potencialidades dinámicas, contenidas con un férreo
autocontrol. A sus pies se acurrucaba alguien de parecido color de tez..., pero allí
terminaba el parecido. El otro era un gigante mal desarrollado, de miembros
nudosos y cuerpo tosco, frente huidiza y una expresión de ferocidad embotada,
ahora claramente mezclada con miedo. Si el hombre de la cruz se parecía, en
cierto modo tribal, al que Titus Sulla llamaba «invitado», mucho más se parecía al
contrahecho gigante agazapado.
—Ya ves, emisario de la tierra de los pictos, con qué celeridad castiga Roma al
transgresor.
—Lo veo —respondió el picio, con voz enronquecida por la amenaza y llena de
ira dominada—; veo que el subdito de un rey extranjero es tratado como si fuera
un esclavo romano.
—Ha sido juzgado y condenado por un tribunal carente de prejuicios —replicó
Sulla.
—¡Cierto! ¡Y el acusador era romano, los testigos romanos y el juez romano!
¿Cometió un crimen? En un instante de furia golpeó a un mercader romano que
le engañó, le estafó y le robó, y a la injuria añadió el insulto..., ¡cieno, y un golpe!
¿Acaso su rey es sólo un perro, para que Roma crucifique a sus subditos a
capricho, condenados por tribunales romanos? ¿Es su rey demasiado débil o
estúpido para hacer justicia, si fuera informado y se presentaran cargos contra el
ofensor?
—Bien —dijo Sulla cínicamente—, tú mismo puedes informar a Bran Mak
Morn. Roma, amigo mío, no rinde cuentas de sus acciones a reyes bárbaros.
Cuando los salvajes nos visitan, que actúen con discreción o que sufran las
consecuencias.
El picto cerró sus mandíbulas de hierro con un chasquido que le dijo a Sulla que
seguir acosándole no provocaría más réplicas. El romano hizo un gesto a los
verdugos. Uno de ellos cogió un clavo y, colocándolo sobre la gruesa muñeca de
la víctima, golpeó pesadamente. La punta de hierro se hundió profundamente en
la carne, aplastándose contra los huesos. Los labios del hombre en la cruz se
retorcieron, pero de ellos no escapó gemido alguno. Como un lobo atrapado
lucha contra su jaula, la víctima atada se contorsionó y luchó instintivamente. Las
venas se hincharon en sus sienes, el sudor perló su estrecha frente, los músculos
en sus bra2os y piernas se retorcieron y anudaron. Los martillos cayeron con
golpes inexorables, introduciendo las crueles puntas más y más hondo, a través
de muñecas y tobillos; la sangre fluyó en un río negro sobre las manos que
sostenían los clavos, manchando la madera de la cruz, y se oyó claramente el
astillarse de los huesos. Pero el que así sufría no profirió exclamación alguna,
aunque sus labios ennegrecidos se retorcieron hasta dejar visibles las encías, y su
enmarañada cabeza se contorsionaba involuntariamente de un lado a otro. El
hombre llamado Partha Mac Othna permaneció inmóvil como una estatua de
hierro, los ojos ardiendo en un rostro inescrutable, su cuerpo entero tan duro
como el hierro a causa de la tensión de su control. A sus pies se acurrucaba su
deforme criado, con los brazos aferrados a las rodillas de su amo. Los brazos
apretaban como si fueran de acero, y el hombre musitaba incesantemente algo
parecido a una invocación.
Cayó el último golpe; se cortaron las cuerdas de brazos y piernas, de modo que el
hombre colgara soportado sólo por los clavos. Había dejado de luchar, ya que
sólo conseguía retorcer los clavos en sus tremendas heridas. Sus brillantes ojos
negros, aún despejados, no habían abandonado el rostro del hombre llamado
Partha Mac Othna; en ellos quedaba una sombra desesperada de fe. Los soldados
alzaron la cruz y colocaron su punta en un agujero preparado al efecto,
apisonando la tierra a su alrededor para mantenerla erguida. El picto colgó de la
cruz, suspendido por los clavos en su carne, pero ningún sonido escapó de sus
labios. Sus ojos se aferraban aún al rostro sombrío del emisario, pero la sombra
de la esperanza se desvanecía.
—¡Vivirá durante días! —dijo alegremente Sulla—. ¡Estos pictos son más duros
de matar que gatos! Mantendré una guardia de diez soldados vigilando día y
noche para que nadie le baje antes de que muera. ¡Eh, Valerius, en honor de
nuestro estimado vecino, el rey Bran Mak Morn, dale una copa de vino!
Un joven oficial se adelantó con una carcajada, sosteniendo una copa rebosante,
y poniéndose de puntillas, la alzó hasta los labios resquebrajados del
atormentado. Una roja ola de odio inextinguible ardió en los negros ojos;
volviendo de lado la cabeza para no tocar siquiera la copa, escupió de lleno en los
ojos del joven romano. Con una maldición, Valerius lanzó la copa al suelo y,
antes de que nadie pudiera detenerle, sacó la espada y la hundió en el cuerpo del
hombre. Sulla se levantó con una imperiosa exclamación de ira; el hombre
llamado Partha Mac Othna se había sobresaltado violentamente, pero se mordió
los labios y no dijo nada. Valerius parecía un tanto sorprendido de sí mismo
mientras limpiaba abatido su espada. El acto había sido instintivo, ocasionado
por el insulto al orgullo romano, la única cosa que no podía soportarse.
El emisario meneó la cabeza, con los ojos clavados en la flaccida forma que
colgaba de la cruz manchada de negro. No replicó nada. Sulla sonrió
sarcasticamente y luego se levantó y se fue, seguido por su secretario, que llevaba
ceremoniosamente el asiento dorado, y por los estólidos soldados con los que
caminaba Valerius, la cabeza gacha. El hombre llamado Partha Mac Othna se
envolvió los hombros con un gran pliegue de su capa y se detuvo un momento
para contemplar la tétrica cruz con su carga, oscuramente recortada contra el
cielo carmesí, donde se amontonaban ya las nubes de la noche. Luego se alejó,
seguido por su silencioso criado. En una recámara de Eboracum, el hombre
llamado Partha Mac Othna se paseaba como un tigre enjaulado. Sus pies calzados
con sandalias no producían sonido alguno sobre las losas de mármol.
—¡Grom! —Se volvió hacia el contrahecho criado—. Bien sé por qué aferrabas
tan fuertemente mis rodillas..., por qué musitabas pidiendo la ayuda de la Mujer-
Luna... Temías que perdiera mi autocontrol y llevara a cabo algún loco intento de
socorrer al pobre desgraciado. Por los dioses, creo que es lo que deseaba el perro
romano... Sus perros de presa acorazados me vigilaban estrechamente, lo sé, y sus
cebos eran más duros de soportar que de ordinario.
«¡Dioses negros y blancos, oscuridad y luz! —Agitó sus puños cerrados sobre su
cabeza en el negro vendaval de su pasión—. ¡Que haya tenido que permanecer
quieto y ver a un hombre de los míos clavado en una cruz romana, sin justicia y
sin más juicio que aquella farsa! ¡Negros dioses de R'lyeh, hasta a vosotros os
invocaría para la ruina y destrucción de esos carniceros! Juro por los
Innombrables que los hombres morirán aullando por eso, y que Roma chillara
como una mujer que en la oscuridad pisa una víbora!
—El te conocía, amo —dijo Grom. El otro dejó caer la cabeza y se cubrió los
ojos con un gesto de intenso dolor.
—Sus ojos me perseguirán cuando muera. Sí, me conocía, y casi hasta el final leí
en sus ojos la esperanza de que podría ayudarle. Dioses y diablos, ¿matará Roma
a mi gente bajo mis propios ojos? ¡Entonces no soy un rey sino un perro!
—¡No tan alto, por todos los dioses! —exclamó Grom, aterrado—. Si esos
romanos sospecharan que eres Bran Mak Morn, te clavarían en una cruz al lado
de esa otra.
—Lo sabrán pronto —respondió lúgubremente el rey—• Demasiado tiempo he
permanecido aquí disfrazado como emisario, espiando a mis enemigos. Han
creído jugar conmigo, estos romanos, enmascarando su desprecio y burla bajo
sátiras corteses. Roma es cortés con los embajadores bárbaros, nos dan hermosas
casas para habitar, nos ofrecen esclavos, apaciguan nuestras ansias con mujeres y
oro, vino y juegos, pero todo el tiempo se ríen de nosotros; su misma cortesía es
un insulto, y a veces, como hoy, su desprecio olvida toda contención. He
penetrado sus celadas..., he permanecido imperturbablemente sereno y me he
tragado sus estudiados insultos. Pero esto..., ¡por los diablos del Infierno, esto se
halla más allá de la resistencia humana! Mi pueblo me observa; si les fallo, si le
fallo siquiera a uno, hasta al más miserable de los míos, ¿quién les ayudará?
¿Hacia quién se volverán? ¡Por los dioses, responderé a las mofas de esos perros
romanos con la negra lanza y el cortante acero!
—¿Y el jefe con las plumas? —Grom se refería al gobernador, y su voz gutural
vibraba con la sed de sangre—. ¿Muere? De la nada hizo surgir una hoja de
acero. Bran frunció el ceño.
—Es más fácil decirlo que hacerlo. Muere..., pero ¿cómo puedo llegar a él? De
día tiene a sus guardias germanos a la espalda; de noche permanecen en su puerta
y ventanas. Tiene muchos enemigos, tanto romanos como bárbaros. Muchos
britanos le cortarían alegremente el cuello.
Grom aferró las vestiduras de Bran, tartamudeando al romperse los lazos de su
inarticulada naturaleza bajo una feroz ansiedad.
—¡Déjame ir, amo! Mi vida no vale nada. ¡Le mataré en medio de sus guerreros!
Bran sonrió con fiereza y dio una palmada en el hombro del contrahecho gigante
con tal fuerza que habría derribado a un hombre más débil.
—¡Grom, toma el corcel rojo y cabalga al norte! ¡No dejes crecer la hierba bajo
los cascos del corcel! ¡Cabalga hasta Cor-mac na Connacht y dile que barra la
frontera con la espada y la antorcha! Que sus feroces gaélicos se harten de
carnicería. Tras un tiempo estaré con él. Pero durante cieno tiempo tengo
asuntos en el oeste.
Levantando la tapa de un pesado cofre reforzado con hierro, Bran extrajo una
pesada bolsira de cuero que puso en las manos del guerrero.
—Cuando todas las llaves fallen en una puerta —dijo—, prueba una llave de oro.
¡Vete ahora!
—Espera hasta que se oculte la luna —musitó con aspereza—. Entonces tomaré
el camino hasta... ¡el Infierno! Pero antes de marchar tengo que pagar una deuda.
Con un gruñido hacia el friso marmóreo y las columnas estriadas, como símbolos
de Roma, se dejó caer en un diván, del que hacía tiempo había arrancado
impacientemente los cojines y las telas de seda, demasiado suaves para su duro
cuerpo. El odio y la negra pasión de la venganza hervían en él, pero se durmió al
instante. La primera lección que había aprendido en su dura y amarga vida era
dormir en cualquier momento que pudiera, como un lobo que roba sueño al
tiempo mientras caza. Generalmente su dormir era tan ligero y carente de sueños
como el de la pantera, pero aquella noche fue de otro modo. Se hundió en las
algodonosas profundidades grises del sueño y en un reino intemporal y nebuloso
de sombras halló la alta y delgada figura del viejo Gonar, el de la blanca barba, el
sacerdote de la luna, el gran consejero del rey. Bran permaneció boquiabierto,
pues el rostro de Gonar era blanco como la nieve recién caída y se estremecía de
dolor. Bien podía sorprenderse Bran, pues en todos los años de su vida nunca
antes había visto a Gonar el Sabio mostrar signo alguno de miedo.
—-Ja! ¡No existe arma alguna que yo no usara contra Roma! Tengo la espalda
contra la pared. Por la sangre de los demonios, ¿acaso Roma ha luchado limpio?
¡Bah! Soy un rey bárbaro con un manto de piel de lobo y una corona de hierro,
luchando con mi puñado de arcos y picas rotas contra la reina del mundo. ¿Qué
tengo? ¡Las colinas de brezos, las chozas de caña, las lanzas de mis hombres con
cabeza de chorlito! Y combato a Roma..., con sus legiones acorazadas, sus anchas
y fértiles llanuras y ricos mares..., sus montañas, sus ríos y sus ciudades
resplandecientes..., su riqueza, su acero, su oro, su dominio y su ira. La combatiré
con el acero y el fuego..., con la sutileza y la traición..., con la espina en el pie, la
víbora en el sendero, el veneno en la copa, la daga en la oscuridad... Sí—su voz se
hundió sombríamente—, ¡y con los gusanos de la Tierra!
—¡Pero es una locura! —exclamó Gonar—. ¡Perecerás intentando lo que planeas!
¡Bajarás al Infierno y no volverás! ¿Qué será entonces de tu pueblo?
—Si no puedo servirles, es mejor que muera —gruñó el rey.
—Pero no puedes llegar a las criaturas que buscas —gritó Gonar—. Han vivido
alejadas durante siglos incontables. No hay puerta alguna por la que puedas llegar
a ellas. Mucho ha que cortaron los lazos que las unían al mundo que conocemos.
—Hace mucho —respondió Bran sombríamente— me dijiste que nada en el
universo estaba separado de la corriente de la Vida..., una sentencia cuya verdad a
menudo me ha parecido evidente. Ninguna raza, ninguna forma de vida deja de
hallarse estrechamente unida, de algún modo, al resto de la Vida y del mundo. En
algún lugar hay un débil eslabón conectando a esos que yo busco con el mundo
que conozco. En algún lugar hay una Puerta. Y en algún lugar de los desolados
pantanos del oeste la encontraré.
El horror más absoluto inundó los ojos de Gonar, que retrocedió gritando:
—¡Ay! ¡Ay! ¡Ay de Pictdom! ¡Ay del rey nonato! ¡Ay, negra pena para los hijos del
hombre!
Bran tocó la faltriquera en su cinto, cargada con el oro acuñado que llevaba el
sello de Roma. Había venido a Eboracum fingiéndose emisario de Pictdom, para
actuar como espía. Pero, siendo un bárbaro, no había sido capaz de interpretar su
papel con tranquila dignidad y distante formalidad. Guardaba un recuerdo
tumultuoso de festines salvajes donde el vino fluía de fuentes; de mujeres
romanas de blancos senos que, hartas de amantes civilizados, contemplaban con
agrado a un bárbaro viril; de juegos de gladiadores; y de otros juegos donde los
dados chasqueaban y rodaban y altas pilas de oro cambiaban de manos. Había
bebido mucho y jugado temerariamente, al modo de los bárbaros, y había tenido
una notable racha de suerte, debida posiblemente a la indiferencia con que
ganaba o perdía. Para el picto el oro era como polvo que fluía entre los dedos. En
su tierra no era necesario. Pero había aprendido su poder dentro de las fronteras
de la civilización. Casi bajo la sombra del muro noroeste, vio alzarse ante él la
gran torre de guardia que estaba conectada con el muro exterior, al que
sobrepasaba. Una esquina de la fortaleza semejante a un castillo, más alejada del
muro, servía como prisión. "ran dejó su caballo en un oscuro callejón, con las
riendas colga^do en el suelo, y se adentró como un lobo al acecho entre las
sombras de la fortaleza.
—¡Pssssst! —decía una voz desde la ventana. ¿Por qué tanto secreto? Mal podía
ser un enemigo, pero... ¿por qué iba a ser un amigo? Valerius se levantó y cruzó
su celda, acercándose a la ventana. En el exterior todo estaba medio a oscuras
bajo la luz de las estrellas, y no pudo distinguir sino una forma sombría junto a la
ventana.
—¿Quién eres?
Se acercó más a los barrotes, forzando sus ojos en la penumbra. Su respuesta fue
un rugido de risa lobuna y un largo destello metálico bajo las estrellas. Valerius se
apartó tambaleándose de la ventana y se derrumbó al suelo, agarrándose el cuello,
emitiendo un horrible gorgoteo al intentar chillar. La sangre se derramaba entre
sus dedos, formando alrededor de su cuerpo convulso un charco que reflejaba la
tenue luz de las estrellas con un tono apagado y rojizo. Bran se deslizó en el
exterior como una sombra, sin detenerse a mirar en la celda. Un minuto más y los
guardias aparecerían por la esquina siguiendo su rutina regular. Oía ya el paso
mesurado de sus pies calzados de hierro. Antes de que se hicieran visibles se
había desvanecido, y los guardias pasaron caminando impasibles ante las ventanas
de la celda sin imaginar el cadáver que yacía en el suelo dentro de ella. Bran
cabalgó hasta la puerta pequeña del muro occidental, sin que le interpelara la
soñolienta guardia. ¿Qué invasión extranjera podía temerse en Eboracum?
Además, algunos bandidos bien organizados y ladrones de mujeres hacían
provechoso para los centinelas el no ser demasiado vigilantes. Sin embargo, el
solitario guardia de la puerta occidental —sus compañeros yacían borrachos en
un burdel cercano— levantó su lanza y le masculló un alto a Bran y que se
identificara. El picto se le acercó silenciosamente a caballo. Enmascarado en la
oscura capa, le pareció al romano tenue y confuso, y sólo fue consciente del
resplandor de sus fríos ojos en la penumbra. Pero Bran alzó la mano a la luz de
las estrellas y el soldado percibió el resplandor del oro; en la otra mano vio brillar
un largo puñal. El soldado entendió, y no vaciló entre la elección de ser
sobornado con oro o luchar a muerte con aquel jinete desconocido que
aparentemente era un bárbaro de alguna especie. Con un gruñido bajó su lanza y
abrió la puerta. Bran la cruzó al galope, arrojando un puñado de monedas al
romano. Cayeron a sus pies en una lluvia dorada, tintineando contra las losas. Se
agachó lleno de apresurada codicia a cogerlas y Bran Mak Morn cabalgó hacia el
oeste como un espectro volando en la noche.
Bran Mak Morn llegó a los sombríos pantanos del oeste. Un viento frío soplaba a
través de la oscura desolación, y unas cuantas garzas aleteaban pesadamente en el
cielo gris. Los largos juncos y la hierba del pantano ondulaban como un
quebrado oleaje, y entre la desolación de las tierras baldías algunos lagos
inmóviles reflejaban la luz apagada. Aquí y allá se alzaban montecillos
curiosamente regulares por encima del nivel general, y contra el sombrío cielo
Bran vio una lúgubre hilera de monolitos... Menhires. ¿Qué manos sin nombre
los habían levantado? Como una tenue raya azul hacia el oeste se divisaban las
colinas que, más allá del horizonte, se convertían en las agrestes montañas de
Gales, donde moraban aún salvajes tribus célticas..., feroces hombres de ojos
azules que no conocían el yugo de Roma. Una hilera de torres de vigilancia
fuertemente guarnecidas les mantenía a raya. Incluso ahora, muy lejos en los
páramos, Bran distinguió la inexpugnable fortaleza que los hombres llamaban la
Torre de Trajano. Aquellas extensiones desnudas parecían la triste culminación
de la desolación, pero no carecían totalmente de vida humana. Bran encontró a
los silenciosos hombres de los pantanos, reticentes, oscuros de ojos y cabellera,
hablando una lengua extrañamente mezclada cuyos elementos, largo tiempo
revueltos, habían olvidado sus originales fuentes separadas. Bran reconoció en
esa gente cierto parentesco consigo mismo, pero les contempló con el desprecio
del patricio de sangre pura hacia los hombres fruto del mestizaje.
No era que la gente común de Caledonia fuera totalmente de sangre pura; sus
cuerpos rechonchos y miembros macizos provenían de una primitiva raza
teutónica que se había abierto paso hasta la punta norte de la isla incluso antes de
que la conquista celta de Inglaterra fuera completada, y había sido absorbida por
los pictos. Pero los jefes del pueblo de Bran habían guardado su sangre de
impurezas extranjeras desde los albores del tiempo, y él en persona era un picto
de puro linaje de la Vieja Raza. Pero estos hombres de los pantanos, arrollados
repetidamente por los conquistadores britanos, gaélicos y romanos, habían
asimilado sangre de cada uno de ellos, y en el proceso casi habían olvidado su
lengua y linaje originales. Pues Bran provenía de una raza muy vieja, que se había
extendido sobre la Europa occidental en un vasto Imperio Oscuro, antes de la
llegada de los arios, cuando los antepasados de los celtas, los helenos y los
germanos eran un solo pueblo original, antes de los días en que las tribus se
dividieron y emigraron hacia el oeste. Sólo en Caledonia, rumiaba Bran, había
resistido su pueblo la inundación de la conquista aria. Había oído hablar de un
pueblo picto llamado vascos, que en los barrancos de los Pirineos se llamaba a sí
mismo raza invicta; pero sabía que habían pagado tributo durante siglos a los
antepasados de los gaélicos, antes de que esos conquistadores célticos
abandonaran su reino montañoso y pusieran vela hacia Irlanda. Sólo los pictos de
Caledonia habían permanecido libres, y se habían dispersado en pequeñas tribus
enemistadas... El era el primer rey reconocido en quinientos años..., el principio
de una nueva dinastía... No, la resurrección de una vieja dinastía bajo un nuevo
nombre. Entre los mismos dientes de Roma soñaba con un imperio.
Vagó por los pantanos, buscando una Puerta. Nada dijo de su búsqueda a los
habitantes de los pantanos, de ojos oscuros. Le dieron noticias que iban de boca
en boca..., la historia de una guerra en el norte, el ruido de las gaitas de guerra a lo
largo del Muro azotado por los vientos, de ruegos de reunión en los brezales, de
llamas y humo, de rapiña y de espadas gaélicas saciándose en el mar escarlata de
la masacre. Las águilas de las legiones se movían hacia el norte, y la vieja ruta
resonaba bajo el paso mesurado de los pies calzados de hierro. Y Bran, en los
pantanos del oeste, rió complacido. En Eboracum, Titus Sulla mandó en secreto
que se buscara al emisario picto con nombre gaélico que había estado bajo
sospecha, y que se había esfumado la noche en que el joven Valerius fue hallado
muerto en su celda con el cuello abierto. Sulla sentía que la repentina llamarada
de la guerra en el Muro estaba estrechamente conectada con su ejecución de un
criminal picto condenado, y puso a trabajar a su red de espías, aunque estaba
seguro de que Partha Mac Othna se hallaba en aquellos momentos muy lejos de
su alcance. Se preparó a marchar de Eboracum, pero no acompañó a la
considerable fuerza de legionarios que mandó al norte. Sulla era un hombre
valiente, pero cada hombre tiene su propio temor oculto, y el de Sulla era
Cormac na Connacht, el príncipe de negra cabellera de los gaélicos, que había
jurado arrancarle el corazón al gobernador y comérselo crudo. Así que Sulla
cabalgó con su omnipresente cuerpo de guardia hacia el oeste, donde se hallaba la
Torre de Trajano, en unión de su belicoso comandante, Caius Camillus, al que
nada alegraba más que tomar el sitio de su superior cuando las rojas olas de la
guerra se estrellaban a los pies del Muro. Una política sinuosa, pero el legado de
Roma rara vez visitaba aquella isla lejana, y con su riqueza e intrigas, Titus Sulla
era el mayor poder de Inglaterra.
Ella se enderezó de golpe, y una tinaja cayó de sus manos para hacerse añicos en
el suelo.
—¡Golpea y te condenarás, mi lobo del norte! ¿Acaso crees que mi vida es tan
dulce como para que me aferré a ella, igual que el recién nacido al pecho?
—¿Qué es para mí ese metal oxidado? ¡Guárdalo para alguna romana de blancos
senos que jugará a traicionar por ti!
—¡Dime un precio!—la urgió él—.La cabeza de un enemigo...
—Por la sangre de mis venas, con su herencia de odio antiguo, ¿quién es mi
enemigo sino tú?
Rió y, saltando, le golpeó como una gata. Pero su daga se hizo pedazos en la cota
de malla bajo la capa, y él la rechazó con un despectivo giro de la muñeca que la
arrojó sobre el lecho cubierto de hierba. Tendida allí, ella se rió de él nuevamente.
—¡Te diré el precio, lobo mío, y puede que en días venideros maldigas la
armadura que rompió la daga de Aria! —Se levantó y se le acercó, aferrando
ferozmente la capa de Bran con sus manos inquietantemente largas—. ¡Te lo
diré, Bran el Negro, rey de Caledonia! ¡Oh, sí, te conocí cuando llegaste a mi
choza con tu negra cabellera y tus fríos ojos! Te conduciré a las puertas del
Infierno si lo deseas..., ¡y el precio será los besos de un rey! ¿Qué ha sido de mi
vida, destrozada y amarga?... Los hombres me aborrecen y me temen. ¡No he
conocido el amor de los hombres, el abrazo de un brazo fornido, el aguijón de
los besos de hombre, yo, Ada, la mujer-bestia de los páramos! ¿Qué he conocido
salvo el solitario viento de los pantanos, el horrendo fuego de los fríos
crepúsculos, el susurrar de las hierbas de los pantanos?... Los rostros que me
hacen guiños en las aguas de las lagunas, la pisada de la noche..., cosas en las
tinieblas, el destello de ojos rojizos, el horrible murmullo de criaturas
innombrables en la noche... ¡Al menos, soy medio humana! ¿Acaso no he
conocido la pena, el ansia y el dolor sollozante, y el terrible desgarro de la
soledad? Dámelos, rey..., dame tus besos feroces y tu doloroso abrazo de
bárbaro. Luego, en los largos años venideros, no llegaré a roer mi corazón en la
vana envidia de las mujeres de blancos senos, pues tendré un recuerdo del que
pocas pueden alardear... ¡Los besos de un rey! ¡Una noche de amor, oh rey, y te
guiaré a las puertas del Infierno!
—Cumple tu parte del trato —dijo ásperamente—. Busco un eslabón entre los
mundos, y lo he hallado en ti. Busco lo único que es sagrado para Ellos. Será la
Llave que abra la Puerta que yace invisible entre Ellos y yo. Dime cómo puedo
alcanzarla.
—Lo haré. —Los rojos labios sonrieron de un modo terrible—. Ve al montículo
que los hombres llaman el Túmulo de Dagón. Aparta la piedra que bloquea la
entrada y desciende al interior de la bóveda. El suelo de la cámara está hecho de
siete grandes piedras, seis agrupadas alrededor de la séptima. Levanta la piedra
del centro... ¡y lo verás!
—¿Encontraré la Piedra Negra? —preguntó él.
—El Túmulo de Dagón es la puerta a la Piedra Negra —respondió ella—, si osas
seguir el Camino.
—¿Estará bien guardado el Símbolo? Inconscientemente, aflojó la hoja en su
vaina. Los rojos labios se curvaron burlonamente.
—Si encuentras a alguien en el Camino, morirás como ningún mortal ha muerto
en muchos siglos. La Piedra no está guardada como los hombres guardan sus
tesoros. ¿Por qué iban a guardar lo que ningún hombre ha buscado jamás?
Quizás Ellos estarán cerca, quizá no. Es un riesgo que debes correr, si deseas la
Piedra. ¡Cuidado, rey de Pictdom! Recuerda que fue tu gente quien, hace tanto
tiempo, cortó la hebra que les unía a la vida humana. Entonces eran casi
humanos... Cubrían la tierra y conocían la luz del sol. Ahora se han apartado. No
conocen la luz del sol y rehuyen la de la luna. Odian incluso a las estrellas. Muy,
muy lejos se han apartado quienes en tiempos pudieron ser hombres, salvo por
las lanzas de sus antepasados.
El cielo estaba cubierto de una neblina grisácea, a través de la cual el sol brillaba
amarillo y frío, cuando Bran llegó al Túmulo de Dagón, una colina redondeada
cubierta de una hierba rala y de apariencia curiosamente fungoide. Al este del
montículo aparecía la entrada de un túnel de piedra toscamente construido, que
evidentemente penetraba hasta la tumba. Bran aferró los bordes afilados y puso a
prueba toda su fuerza. La piedra aguantó. Sacó la espada y metió la hoja entre el
borde de la abertura y la piedra que la bloqueaba. Usando la espada como
palanca, trabajó cuidadosamente y consiguió aflojar la gran piedra y apartarla a un
lado. Un repugnante olor a matadero surgió de la abertura, y la tenue luz del sol
pareció no tanto iluminar la cavernosa entrada como ser contaminada por la
rancia oscuridad que se aferraba a ella. Espada en mano, dispuesto a no sabía
qué, Bran tanteó su camino en el túnel, que era largo y estrecho, construido con
Piedras fuertemente unidas, y demasiado bajo para permanecer de pie. O sus ojos
se acostumbraron de algún modo a las tinieblas, o la oscuridad, después de todo,
era en cierto modo lluminada por la luz del sol que se filtraba a través de la
entrada. De cualquier modo, llegó a una cámara baja y redondeada y logró
distinguir su contorno general, en forma de cúpula. Allí, sin duda, habían
reposado en tiempos antiguos los huesos de aquel por el que se habían unido las
piedras de la tumba y se había amontonado sobre ellas la tierra; pero ahora de
esos huesos no quedaba vestigio alguno en el suelo de piedra. Inclinándose muy
cerca y forzando los ojos, Bran distinguió la extraña y sorprendentemente regular
forma de aquel suelo: seis losas bien cortadas agrupadas alrededor de una séptima
piedra de seis lados.
El túnel se estrechó hasta que Bran encontró bastante difícil recorrerlo. Se tendió
de espaldas y se impulsó con las manos, los pies por delante. Sabía pese a todo
que se hundía más y más en las mismas entrañas de la Tierra; no osaba imaginar a
cuánta profundidad se hallaba. Entonces, más adelante, un tenue fuego fatuo tino
la negrura abismal. Sonrió salvajemente, sin alegría alguna. Si Aquellos a los que
buscaba caían de pronto sobre él, ¿cómo podría luchar en aquel estrecho pozo?
Pero había abandonado todo miedo personal cuando inició su búsqueda infernal.
Siguió arrastrándose, sin pensar en nada salvo en su objetivo. Por fin llegó a un
vasto espacio donde pudo ponerse en pie. No podía ver el techo, pero tuvo una
impresión de enormidad mareante. La oscuridad reinaba en todas direcciones, y
detrás de él pudo ver la entrada al pozo del que acababa de salir..., un pozo de
negrura en la oscuridad. Y frente a él, una extraña y horrenda radiación brillaba
alrededor de un austero altar hecho de cráneos humanos. No pudo determinar la
fuente de esa luz, pero en el altar reposaba un objeto lúgubre y negro como la
noche..., ¡la Piedra Negra! Bran no perdió tiempo dando gracias porque los
guardianes de la horrenda reliquia no se hallaran en las proximidades. Cogió la
Piedra y, aterrándola bajo su brazo izquierdo, se arrastró nuevamente hacia el
pozo. Cuando un hombre le da la espalda al peligro, su pegajosa amenaza acecha
con mayor horror que cuando avanza de frente hacia él. Así, Bran, arrastrándose
de regreso por el ensombrecido pozo con su espantoso trofeo, sintió la oscuridad
caer sobre él y deslizarse a sus espaldas, sonriendo con colmillos goteantes. Un
sudor pegajoso perló su carne, y se apresuró hasta el límite de sus fuerzas,
tendiendo el oído hacia cualquier sonido sigiloso que delatara a formas
repugnantes pisándole los talones. Se estremeció convulsivamente a su pesar, y el
vello de su nuca se erizó como si a su espalda soplara un viento frío.
Llegó a la inmóvil y profunda laguna llamada Laguna de Dagón tras cruzar los
altos cañaverales que la ocultaban. Ni la más leve ondulación estremecía la fría
agua azul para delatar al horrible monstruo que según la leyenda habitaba en las
profundidades. Bran examinó atentamente el silencioso paisaje. No vio señal
alguna de vida, humana o inhumana. Buscó los instintos de su alma salvaje para
saber si algún ojo invisible clavaba su mirada letal sobre él, y no halló ninguna
respuesta. Estaba tan solo como si fuera el último hombre de la Tierra.
Desenvolvió rápidamente la Piedra Negra y, mientras descansaba en sus manos
como una masa sólida y taciturna de oscuridad, se abstuvo de intentar descifrar el
secreto de su material o examinar los crípticos caracteres tallados en ella.
Sopesándola en sus manos y calculando la distancia, la arrojó bien lejos, de modo
que cayese casi exactamente en mitad del lago. Un chapoteo apagado, y las aguas
se cerraron sobre ella. Hubo un instante de reflejos centelleantes en el seno del
lago; luego la superficie azul se extendió de nuevo plácida y lisa. La mujer-bestia
se volvió con celeridad cuando Bran se acercó a su puerta. Sus ojos oblicuos se
agrandaron.
—No he planeado tanto y me he afanado de tal modo para caer presa de las
garras de esa carroña. Si Ellos me atacan por la noche, nunca sabrán qué ha sido
de su ídolo..., o lo que sea para Ellos. Hablaría con Ellos.
—¿Te atreves a venir conmigo y encontrarte con Ellos en la noche? —preguntó
ella.
—¡Por el trueno de los dioses! —gruñó él—. ¿Quién eres tú para preguntarme si
me atrevo? Condúceme a Ellos y deja que esta noche intente conseguir una
venganza. La hora de la retribución se aproxima. En el día de hoy veo yelmos
plateados y escudos brillantes relucir en los pantanos... El nuevo comandante ha
llegado a la Torre de Trajano, y Caius Camillus ha marchado hacia el Muro.
Esa noche el rey fue a la oscura desolación de los páramos con la silenciosa
mujer-bestia. La noche era negra y quieta como si la Tierra yaciera bajo un sopor
antiguo. Las estrellas parpadeaban borrosas, meros puntos rojos luchando a
través de las calladas tinieblas. Su brillo era más débil que el resplandor en los
ojos de la mujer que se deslizaba junto al rey. Extrañas ideas sacudían a Bran,
vagas, titánicas, primigenias. Esa noche se agitaban en su alma lazos ancestrales
con aquellos pantanos soñolientos, y le turbaban con las formas fantasmales,
veladas por los eones, de sueños monstruosos. La vasta edad de su raza le
agobiaba; donde ahora caminaba él como forajido y extraño, habían reinado en
viejos tiempos reyes de ojos oscuros del mismo linaje que él. Al lado de su gente,
los invasores celtas y romanos eran como extraños para aquella vieja isla. Pero
también su raza había sido invasora, y había una faza más vieja que la suya..., una
raza cuyos inicios se perdían escondidos entre el oscuro olvido de la antigüedad.
Ante ellos se alzaba una hilera de pequeñas colinas, que orinaban la extremidad
más oriental de las extensas cordilleras que en la lejanía se alzaban finalmente en
las montañas de Gales. La mujer tomó un camino que podría haber sido un
sendero de ovejas y se detuvo ante una gran caverna que parecía bostezar
negramente.
—¡Una puerta hacia aquellos a los que buscas, oh rey! —Su carcajada resonó
llena de odio en las tinieblas—. ¿Osas entrar?
Ella le indicó el fondo de la caverna y se apoyó contra el áspero muro, como por
casualidad. Pero los agudos ojos del rey captaron el movimiento de su mano
apretando fuertemente un saliente. Retrocedió de un salto al abrirse de pronto un
pozo negro y redondo a sus pies. De nuevo la risa de la mujer le hirió como un
afilado cuchillo plateado. Acercó la antorcha a la abertura y otra vez vio peldaños
desgastados que conducían hacia abajo.
—No necesitan esos peldaños —dijo Atia—. En tiempos los necesitaron, antes
de que tu gente les arrojara a la oscuridad. Pero tú los necesitarás.
Puso la antorcha en un hueco encima del pozo; arrojaba una tenue luz rojiza a la
oscuridad inferior. Le señaló el pozo y Bran aflojó la espada y entró en él.
Mientras bajaba, penetrando en el misterio de la oscuridad, la luz por encima de
él se desvaneció, y pensó por un instante que Arla había vuelto a cubrir la
abertura. Luego se dio cuenta de que ella descendía tras él. El descenso no fue
largo. De pronto Bran sintió que sus pies tocaban suelo sólido. Ada se descolgó a
su lado y permaneció dentro del tenue círculo de luz. Bran no podía ver los
límites del lugar al que había llegado.
—Muchas cuevas en estas colinas —dijo Ada, cuya voz sonaba baja y
extrañamente frágil en aquella vastedad— no son sino puertas a cuevas más
grandes que se hallan debajo, al igual que las palabras y los actos de un hombre
son sólo pequeñas indicaciones de las oscuras cavernas de turbio pensamiento
que se hallan detrás y debajo de ellos.
—Saben que tienes la Piedra, oh rey —dijo Atia, y aunque él sabía que la mujer
tenía miedo, aunque sentía sus esfuerzos físicos para controlar sus miembros
temblorosos, no había estremecimiento alguno de miedo en su voz—. Te hallas
en peligro mortal; conocen tu estirpe de antiguo... Recuerdan los días en que sus
antepasados eran hombres... No puedo salvarte; ambos moriremos como ningún
humano ha muerto en diez siglos. Habíales, si quieres; pueden entender tu
lenguaje, aunque puede que tú no entiendas el suyo. Pero no servirá de nada...
Eres un ser humano... y un picto.
—¡Te tienen miedo, oh rey! Por los negros secretos de R'lyeh, ¿quién eres tú que
hasta el propio Infierno tiembla ante ti? No tu acero, sino la desnuda ferocidad
de tu alma ha creado un miedo desusado en sus extrañas mentes. Comprarán la
Piedra Negra a cualquier precio.
—Bien. —Bran enfundó sus armas—. Han de prometerme no molestarte a causa
de la ayuda que me has prestado. —Su voz era como el ronroneo de un tigre de
caza—. Y entregaran en mis manos a Titus Sulla, gobernador de Eboracum,
ahora al mando de la Torre de Trajano. Eso Ellos pueden hacerlo... Cómo, no lo
sé. Pero sé que en los viejos días, cuando tu pueblo guerreaba con estos Hijos de
la Noche, los infantes desaparecían de chozas vigiladas y nadie veía ir o venir a
los ladrones. ¿Entienden?
De nuevo se alzaron los tenues y espantosos sonidos, y Bran, que no temía su ira,
se estremeció ante sus voces.
Bran asintió y, dándose la vuelta, trepó la escalera con Atia siguiéndole de cerca.
Una vez en la cima se volvió y miró abajo nuevamente. Hasta donde podía ver
flotaba un destellante océano de ojos amarillos vueltos hacia arriba. Pero los
poseedores de aquellos ojos se mantenían cuidadosamente más allá del tenue
círculo de luz de la antorcha, y nada pudo ver de sus cuerpos. Su lenguaje
apagado y siseante ascendió hasta él, y se estremeció mientras su imaginación
visualizaba, no una multitud de criaturas bípedas, sino un enjambre, una revuelta
miríada de serpientes, contemplándole con sus ojos brillantes que no
pestañeaban. Se izó a la caverna superior y Ada puso de nuevo en su lugar la
piedra que cerraba la entrada. Encajó en el pozo con increíble precisión; Bran fue
incapaz de discernir grieta alguna en el suelo aparentemente sólido de la caverna.
Ada hizo un gesto para apagar la antorcha, pero el rey la detuvo.
—Mantenía así hasta que estemos fuera de la cueva —gruñó—. Podríamos pisar
una víbora en la oscuridad.
Nadó más aprisa, sin atemorizarse pero lleno de cautela. Sus pies tocaron el
fondo y salió caminando a la orilla. Mirando atrás vio las aguas remolinear y
calmarse. Sacudió la cabeza, lanzando un juramento. Había descartado la vieja
leyenda que hacía de la Laguna de Dagón la morada de un innombrable
monstruo acuático, pero ahora tenía la sensación de que había escapado por los
pelos. Los mitos desgastados por el tiempo de la vieja Tierra cobraban forma y
vida ante sus ojos. Bran no podía imaginar qué forma primigenia acechaba bajo la
superficie de aquella laguna traicionera, pero sintió que, después de todo, los
hombres de los pantanos tenían razón al evitar el lugar. Bran se vistió, montó el
corcel negro y cabalgó a través de los pantanos, bajo el desolado resplandor
escarlata que sigue al crepúsculo, con la Piedra Negra envuelta en su capa. No
cabalgó hacia su choza, sino hacia el oeste, en dirección a la Torre de Trajano y el
Anillo de Dagón. Mientras cubría los kilómetros que le separaban de ellos, las
rojas estrellas se apagaron con un parpadeo. La medianoche pasó sobre él; llegó
la noche sin luna y Bran siguió cabalgando. Su corazón ardía por encontrarse con
Tifus Sulla. Ada se había deleitado imaginando al romano retorciéndose bajo la
tortura, pero no había tal idea en la mente del picto. El gobernador tendría su
oportunidad con las armas...; con la propia espada de Bran se enfrentaría a la
daga del rey picto, y viviría o moriría según lo que hiciera. Y aunque Sulla era
famoso como espadachín en codas las provincias, Bran no albergaba duda alguna
sobre el desenlace.
Algún instinto le urgía a cabalgar hacia la Torre. Sabía que se hallaba cerca; salvo
por la espesa oscuridad, habría podido ver claramente su severo perfil coronando
como un colmillo el horizonte. Incluso ahora debería ser capaz de distinguirlo
tenuemente. Una premonición oscura y estremecedora le sacudió, y espoleó el
corcel hasta ponerlo al galope. De pronto Bran se tambaleó en su silla como por
un impacto físico, tan asombrosa era la sorpresa de lo que vio. ¡La inexpugnable
Torre de Trajano ya no existía! La mirada asombrada de Bran descansó en un
gigantesco montón de ruinas..., de piedra despedazada y granito desmoronado,
del que surgían los extremos astillados de vigas rotas. En un rincón del amasijo
una torre se alzaba del montón de cascotes, y se inclinaba ebriamente como si sus
cimientos hubieran sido medio cortados. Bran desmontó y caminó hacia delante,
aturdido por el asombro. La hondonada estaba llena en algunos lugares de
piedras caídas y pedazos marrones del muro de mortero. La Cruzó y se adentró
en las ruinas. Donde sólo unas pocas horas antes las losas habían resonado bajo
el paso marcial de pies calzados de hierro, y los muros con el entrechocar de
escudos y el aliento de las trompetas tocadas vigorosamente, reinaba ahora un
silencio horripilante.
Casi bajo los pies de Bran, una forma rota se retorció y gimió. El rey se agachó
sobre el legionario, que yacía en un pegajoso charco rojo creado por su propia
sangre. Una sola mirada le mostró al picto que el hombre, espantosamente
aplastado y roto, se estaba muriendo. Alzándole la ensangrentada cabeza, Bran
aplicó su cantimplora a los labios convertidos en pulpa, y el romano, de modo
instintivo, bebió largamente, tragando a través de sus dientes rotos. A la tenue luz
de las estrellas Bran vio girar los ojos vidriosos.
Había dejado de respirar antes de que Bran pudiera cumplir lo pedido. El picto se
levantó, limpiándose mecánicamente las manos. Se apresuró a alejarse, y mientras
galopaba por los pantanos oscurecidos, el peso de la maldita Piedra Negra bajo
su capa era como el de una sucia pesadilla sobre el pecho de un mortal. Mientras
se acercaba al Anillo, vio en su interior un brillo fantasmal, de tal modo que las
severas piedras se delineaban como las costillas de un esqueleto en el que arde un
fuego fatuo. El corcel resopló y se encabritó cuando Bran lo ató a uno de los
menhires. Llevando la Piedra penetró en el horrible círculo, y vio a Atia de pie
junto al altar, con una mano en la cadera, su cuerpo sinuoso ondulando a la
manera de una serpiente. Todo el altar brillaba con una luz fantasmal, y Bran
supo que alguien, probablemente Atia, lo había frotado con fósforo de alguna
ciénaga o pantano. Se adelantó y, apañando su capa de la Piedra, arrojó el objeto
maldito sobre el altar.
—He cumplido mi parte del pacto —gruñó.
—Y Ellos la suya—replicó ella—. ¡Mira... ahí vienen! Se volvió de golpe, y su
mano aferró instintivamente la espada. Fuera del Anillo el gran corcel relinchó
salvajemente y se encabritó. El viento nocturno gimió a través de la hierba
ondulante, y un aborrecible y suave siseo se mezcló con él. Entre los menhires se
derramó una oscura marea de sombras, caótica e inestable. El Anillo se llenó de
ojos centelleantes que flotaban sobre el tenue y engañoso círculo de luz arrojado
por el altar fosforescente. En algún lugar de la oscuridad una voz humana gemía
y tartamudeaba incoherentemente. Bran se ten-só', las sombras del horror
arañaban su alma.
Forzó la vista, intentando distinguir las formas de los que le rodeaban. Pero sólo
distinguió hinchadas masas de sombra que crecían, se convulsionaban y retorcían
con una consistencia casi líquida.
—Había pensado dar este golpe como venganza —dijo sombríamente—. Lo doy
por compasión... Vale Caesar!
El acero relampagueó bajo la extraña luz y la cabeza de Sulla rodó hasta los pies
del altar resplandeciente, donde quedó mirando hacia el cielo ensombrecido.
—¡Sí, tomad vuestra maldita Piedra! —rugió, cogiéndola del altar y lanzándola
entre las sombras con tal salvajismo que los huesos se quebraron bajo su
impacto.
—¡Rey de Pictdom! —gritó—. ¡Rey de los idiotas! ¿Palideces ante tal nadería?
¡Quédate y deja que te enseñe los auténticos frutos de los pozos! Ja, ja, ja! ¡Corre,
estúpido, corre! Pero estás manchado... ¡Les has invocado y ellos lo recordarán!
¡Y en su día volverán de nuevo a ti!
Otros, aparte de mí, habían notado tal rasgo, tan inusual en un hombre de pura
descendencia anglosajona. Los mitos usuales adscribiendo sus ojos rasgados a
cierta influencia prenatal habían sido rebatidos, y recuerdo que el profesor
Hendrik Booler señaló una vez que Ketrick era indudablemente un atavismo,
representando una reversión del tipo a cierto borroso y distante antepasado de
sangre mongola... una especie de rara regresión, ya que nadie de su familia
mostraba tales rasgos.
Pero Ketrick procede de la rama galesa de los Cetric de Sussex, y su linaje está
inscrito en el Libro de los Pares. Allí puede leerse la línea de sus antepasados que
se extiende sin ninguna interrupción hasta los días de Canuto. Ni la más ligera
señal de mezcla mongoloide aparece en la genealogía y, ¿cómo podía darse tal
mezcla en la vieja Inglaterra sajona? Pues Ketrick es la forma moderna de Cedric,
y aunque esa rama huyó a Gales antes de la invasión de los daneses, sus
herederos varones se casaron tozudamente con familias inglesas de las marcas
fronterizas, y sigue siendo un puro linaje de los poderoso Cedric de Sussex... casi
sajón puro. En cuanto al hombre mismo, este defecto de sus ojos, si puede
llamársele defecto, es su única anormalidad, excepto un ligero y ocasional
tartamudeo. Posee un elevado intelecto y es un buen compañero excepto por una
ligera tendencia al distanciamiento y una bastante profunda indiferencia que
puede servir para enmascarar una naturaleza que sea extremadamente sensible.
-La ficción fuera de lo común parece mezclarse con obras sobre brujería, vudú y
magia negra. Cierto; los historiadores y las crónicas son a menudo aburridas; pero
nunca los tejedores de historias... los maestros, quiero decir. Un sacrificio vudú
puede ser descrito de modo tan aburrido como para quitarle toda la fantasía y
dejarlo meramente en un sórdido crimen. Admitiré que pocos escritores de
ficción alcanzan las auténticas cimas del horror... la mayor parte de su obra es
demasiado concreta, poseyendo un exceso de dimensiones y forma terrestre.
Pero en relatos como La caída de la Casa de Usher, de Poe, el Sello Negro, de
Machen y La llamada de Cthulhu de Lovecraft -los tres genios del cuento de
horror, a mi entender- el lector es arrastrado a los oscuros reinos exteriores de la
imaginación.
-Pero mirad ahí -continuó-, ahí, aprisionado entre esa pesadilla de Huysman y El
castillo de Otranto, de Walpole... los Cultos Innombrables de Von Junzt. ¡Ahí
hay un libro para tenerte despierto por la noche!
-Lo he leído -dijo Taverel-, y estoy convencido de que ese hombre está loco. Su
obra es como la conversación de un maníaco... discurre con asombrosa claridad
durante cierto tiempo, luego se sumerge de pronto en vaguedades y balbuceos
inconexos.
-¿Pensaste alguna vez que es quizás su misma cordura la que le hace escribir de
ese modo? ¿Que acaso no se atreve a poner sobre el papel todo lo que sabe?
¿Que acaso sus vagas suposiciones son indicios oscuros y misteriosos, claves del
rompecabezas, para aquellos que saben?
-¡Paparruchas! -dijo Kirowan-. ¿Pretendes insinuar que alguno de los cultos de
pesadilla a los que se refiere Von Junzt han sobrevivido hasta la fecha actual... si
es que existieron alguna vez salvo en el cerebro obsesionado de un poeta y
filósofo lunático?
-No sólo él usaba los significados ocultos -respondió Conrad-. Si examinas varias
obras de ciertos grandes poetas puedes hallar dobles sentidos. Los hombres han
dado con secretos cósmicos en el pasado y han revelado indicios de ellos al
mundo en palabras crípticas. ¿Recuerdas las alusiones de Von Juntz a una «ciudad
en medio de la desolación»? ¿Qué piensas del párrafo de Flecker?:
¡No pases por allí! Dicen los hombres que en pétreos desiertos florece aún una
rosa. Pero que no hay escarlata en su pétalo... y de cuyo corazón no fluye
perfume alguno.
Los hombres pueden encontrar por azar cosas secretas, pero Von Juntz llegó a
profundizar en misterios prohibidos. Por ejemplo, era uno de los pocos hombres
que podían leer el Necronomicon en la traducción griega original. Teveral se
encogió de hombros y el profesor Kirowan no replicó directamente, aunque
resopló y chupó furiosamente su pipa; pues él, al igual que Conrad, había
estudiado la versión latina del libro y había encontrado allí cosas que ni siquiera
un científico de sangre fría podía responder o refutar.
-Cuando era joven y me abría paso a traves de cierta universidad, tenía por
compañero de cuarto a un muchacho tan pobre y ambicioso como yo. Si te dijera
su nombre, te asombrarías. Aunque provenía de un viejo linaje escocés de
Galloway, era obviamente de tipo no-ario. Esto lo digo con la mayor discreción,
entendedme. Pero mi compañero de cuarto hablaba en sueños. Empecé a
escuchar y recompuse sus balbuceos dispersos. Y en lo que murmuraba oí por
primera vez el viejo culto aludido por Von Juntz; del rey que rige el Imperio
Oscuro, el cual revivía un imperio más viejo y oscuro aún que se remontaba a la
Edad de Piedra; y de la gran caverna sin nombre donde se halla el Hombre
Oscuro... la imagen de Bran Mak Morn, tallada según su semejanza por la mano
de un maestro mientras el gran rey aún vivía, y a la cual cada adorador de Bran
peregrina una vez en su vida. Sí, ese culto vive hoy en los descendientes del
pueblo de Bran... una corriente silenciosa y desconocida que afluye al gran
océano de la vida, esperando que la imagen de piedra del gran Bran aliente y se
mueva con una vida repentina, y salga de la gran caverna para reconstruir su
imperio perdido.
-¿Y quiénes eran el pueblo de ese imperio? –preguntó Ketrick.
-Pictos -respondió Taverel-, indudablemente el pueblo conocido después como
los pictos salvajes de Galloway era predominantemente celta... una mezcla de
elementos gaélicos, címricos, aborígenes y posiblemente teutónicos. Si tomaron
su nombre de la raza más antigua o le prestaron su propio nombre a esa raza, es
una cuestión que resta por decidir. Pero cuando Von Junzt habla de pictos, se
refiere específicamente a los pueblos pequeños y morenos de sangre
mediterránea, comedores de ajo, que trajeron la cultura neolítica a Inglaterra. Los
primeros pobladores de ese país, de hecho, que hicieron surgir los cuentos de
duendes y espíritus de la tierra.
-No puedo estar de acuerdo con esa última aseveración -dijo Conrad . Esas
leyendas confieren a sus personajes la deformidad y la inhumanidad de su
apariencia. No había nada en los pictos para suscitar tal horror y repulsión en los
pueblos arios. Creo que los mediterráneos fueron precedidos por un tipo
mongoloide, muy bajo en la escala de la evolución, de donde tales historias...
-Muy cierto -interrumpió Kirowan-, pero me cuesta pensar que precedieron a los
pictos, como les llamas, en Inglaterra. Encontramos leyendas de trolls y enanos
en todo el continente, y me inclino a pensar que tanto el pueblo ario como el
mediterráneo trajeron esas historias con ellos del continente. Esos primeros
mongoloides debían ser de un aspecto extremadamente inhumano.
-Al menos -dijo Conrad-, aquí hay un mazo de pedernal que un minero halló en
las colinas galesas y me entregó, que nunca ha sido totalmente explicado.
Obviamente no es de fabricación neolítica ordinaria. Ved lo pequeño que es
comparado a la mayoría de herramientas de tal edad; casi como el juguete de un
niño; y con todo es sorprendentemente pesado y sin duda podía propinarse con
él un golpe mortífero. Yo mismo le encajé el mango y os sorprendería saber lo
difícil que fue tallarlo con la forma y el equilibrio correspondientes a la cabeza.
Contemplamos el objeto. Estaba bien hecho, pulido en algún modo como los
otros restos del neolítico que había visto pero, como decía Conrad, era
extrañamente diferente. Su pequeño tamaño producía una rara inquietud, pues en
ningún modo tenía la apariencia de un juguete. Era tan siniestro en lo que sugería
como una daga de sacrificio azteca. Conrad había moldeado el mango de roble
con rara habilidad, y al tallarlo para encajarlo en la cabeza, se las había arreglado
para darle la misma apariencia antinatural que tenía el propio mazo. Incluso había
copiado el modo de trabajar de los tiempos primigenios, fijando la cabeza a la
hendidura del mango con tiras de cuero.
-¡A fe mía! -dijo Taverel a la vez que lanzaba un torpe golpe a un antagonista
imaginario y estuvo a punto de romper un costoso jarrón Shang-. El equilibrio de
esta cosa se halla totalmente descentrado; tendría que reajustar toda la mecánica
de mi estabilidad y equilibrio para manejarlo.
-Déjame verlo -dijo Ketrick mientras tomaba el objeto y lo examinaba,
intentando arrancarle el secreto de su adecuado manejo.
Vi una carnicería. Cinco hombres yacían ahí... al menos, lo que había sido cinco
hombres. Cuando percibí las abominables mutilaciones, sentí que se me
enfermaba el alma. Y alrededor de ellos se apiñaban las... cosas. En cierto modo
eran humanas, aunque no las consideré tales. Eran bajas y fornidas, con anchas
cabezas demasiado grandes para sus flacos cuerpos. Su cabellera era enmarañada
y lacia, sus rostros anchos y cuadrados, con narices chatas, ojos horriblemente
sesgados, una delgada apertura por boca y orejas puntiagudas. Llevaban pieles de
animal, como yo, pero esas pieles estaban trabajadas toscamente. Portaban arcos
pequeños y flechas con punta de pedernal, cuchillos de pedernal y garrotes. Y
conversaban en un lenguaje tan horrible como ellos, un lenguaje siseante y
reptilesco que me llenó de temor y repugnancia.
Oh, les odié mientras estaba allí tendido; mi cerebro ardía con una furia al rojo
blanco. Y recordé. Habíamos ido a cazar, seis jóvenes del Pueblo de la Espada, y
nos habíamos adentrado en el lúgubre bosque que nuestra gente solía rehuir.
Cansados de la caza, nos habíamos parado a descansar; se me había dado el
primer turno de guardia, pues en esos días no había sueño sin centinela. La
vergüenza y la revulsión sacudieron todo mi ser. Me había dormido... había
traicionado a mis camaradas. Y ahora yacían degollados y mutilados... asesinados
mientras dormían, por una carroña que jamás se habría atrevido a enfrentárseles
en igualdad de términos. Yo, Aryara, había traicionado su confianza.
Pero no deseaba huir para regresar a mi gente. ¿Debía volver acaso humillado
con mi relato de infamia y desgracia? ¿Tenía que oír las palabras despectivas que
mi tribu me arrojaría, ver a las muchachas señalarme con los dedos
despreciativos, el joven que se había dormido y había traicionado a sus camaradas
a los cuchillos de la carroña? Los ojos me escocían de lágrimas y un lento odio se
acumulaba en mi pecho y mi cerebro. Nunca llevaría la espada que señalaba al
guerrero. Nunca triunfaría sobre dignos enemigos y moriría gloriosamente bajo
las flechas de los pictos o las hachas del Pueblo del Lobo o el Pueblo del Río.
Descendería a la muerte vencido por una chusma nauseabunda, a la que los
pictos habían arrojado hacía largo tiempo a sus madrigueras del bosque como
ratas.
Y una rabia enloquecida me aferró y secó mis lágrimas, dejando en su lugar una
frenética llamarada de ira. Si tales reptiles iban a causar mi caída, yo haría que
fuera largo tiempo recordada... si tales bestias tenían memoria. Moviéndome con
cautela, me deslicé hasta que mi mano estuvo en el mango de mi hacha; entonces
invoqué a Il-marinen y salté como un tigre. Y, al igual que salta un tigre, me hallé
entre mis enemigos y aplasté un cráneo achatado como un hombre aplasta la
cabeza de una serpiente. Un súbito y salvaje clamor de miedo se alzó de mis
víctimas y por un instante me rodearon, acuchillando e hiriendo. Un cuchillo
desgarró mi pecho pero no le presté atención. Una niebla roja ondulaba ante mis
ojos, y mi cuerpo y miembros se movían en perfecto acuerdo con mi cerebro de
combatiente. Gruñendo, golpeando y lanzando tajos, era como un tigre entre
reptiles. En un instante abandonaron y huyeron, dejándome en pie sobre una
media docena de cuerpos achaparrados. Pero no me hallaba saciado.
Le pisaba los talones al más alto, cuya cabeza me llegaría quizás al hombro, y que
parecía ser su jefe. Huía hacia una especie de pasillo, lanzando gritos agudos
como un monstruoso lagarto, y cuando me hallaba casi tocando su espalda se
hundió como una serpiente entre los arbustos. Pero yo era demasiado rápido
para él, le arrastré hacia afuera y terminé sangrientamente con él. A través de los
arbustos vi el camino que luchaba por alcanzar... un sendero que entraba y salía
de los árboles, casi demasiado estrecho para permitir que lo atravesara un
hombre de talla normal. Corté la horrenda cabeza de mi víctima y, llevándola en
mi mano izquierda y con mi roja hacha en la derecha tomé el sendero de
serpientes. Mientras caminaba rápidamente por el sendero y la sangre manchaba
mis pies a cada zancada brotando de la yugular cortada de mi enemigo, pensé en
aquellos a los que acosaba.
Los pictos eran distintos de nosotros en aspecto general, siendo más pequeños de
talla y oscuros de cabellera, ojos y piel, en tanto que nosotros éramos altos y
fuertes, con cabello amarillo y ojos claros. Pero, pese a todo eso, eran de nuestra
misma especie. Estos Hijos de la Noche no nos parecían humanos, con sus
cuernos deformes y enanos, piel amarillenta y rostros horrendos. Sí... eran
reptiles... carroña. Y mi cerebro estaba a punto de reventar de rabia cuando
pensaba que era esa la carroña con la que iba a saciar mi hacha y perecer. ¡Bah!
No hay gloria en matar serpientes o morir de su mordedura. Toda esa rabia y
feroz disgusto se volvieron contra los objetos de mi odio, y con la vieja niebla
roja ondulando ante mí juré por todos los dioses que conocía que desencadenaría
sobre ellos tan sangrienta carnicería antes de morir como para dejar un temible
recuerdo en las mentes de los supervivientes. Mi pueblo no me rendiría honores,
en tal desprecio tenían a los Hijos. Pero esos Hijos que dejara vivos me
recordarían y se estremecerían. Así juré, aferrando salvajemente mi hacha, que era
de bronce, encajada en una hendidura del mango de roble y asegurada con tiras
de cuero crudo.
La vida huía rápidamente; a través del siseo y el aullar de los Hijos podía oír la
voz de Il-marinen. Y con todo volví a levantarme tozudamente, a través de un
auténtico torbellino de garrotes y lanzas. Ya no podía ver a mis enemigos, ni
siquiera en una neblina rojiza. Pero podía sentir sus golpes y sabía que se
lanzaban sobre mí. Planté bien los pies, agarré el resbaladizo mango de mi hacha
con ambas manos e invocando una vez más a I1-marinen, alcé el hacha y propiné
un último y terrorífico golpe. Y debí morir de pie, pues no hubo sensación de
caída; incluso mientras sabía, con un último escalofrío de salvajismo, que mataba,
incluso mientras sentía el astillarse de los cráneos bajo mi hacha, la oscuridad
llegó con el olvido. Volví en mí repentinamente. Estaba medio acostado en un
gran sillón y Conrad derramaba agua sobre mí. Me dolía la cabeza y un hilillo de
sangre se había medio secado en mi rostro. Kirowan, Taverel y Clemants se
inclinaban a mi alrededor, ansiosamente, mientras Ketrick permanecía ante mí,
sosteniendo aún el mazo, su rostro expresando una cortés inquietud que no
mostraban sus ojos. Y ante la visión de esos ojos malditos una roja locura se alzó
en mi interior.
-Ya está -decía Conrad-, os dije que volvería en sí de un momento a otro; sólo un
arañazo. Ha soportado cosas peores. Ahora todo va bien, ¿verdad, O’Donnel?
En respuesta les aparté violentatnente, y con un solo y apagado gruñido de odio
me lancé sobre Ketrick. Cogido totalmente por sorpresa no tuvo oportunidad de
defenderse. Mis manos se cerraron en su garganta y nos estrellamos los dos en un
diván, convirtiéndolo en ruinas. Los otros lanzaron gritos de sorpresa y horror y
saltaron para separarnos... o, más bien, para arrancarme a mi víctima, pues ya los
ojos oblicuos de Ketrick empezaban a saltarle de las órbitas.
Una feroz ira casi me hizo olvidar que aquellos hombres eran mis amigos,
hombres de mi propia tribu, y les maldije a ellos y a su ceguera, cuando
finalmente lograron separar mis dedos que estrangulaban la garganta de Ketrick.
Se levantó tosiendo y exploró las marcas azules que habían dejado mis dedos,
mientras yo maldecía rabioso, casi derrotando los esfuerzos combinados de los
cuatro por sujetarme.
Así desvarié y me debatí y Conrad le musitó a Ketrick por encima del hombro:
-¡Sal, deprisa! ¡Está fuera de control! ¡Se ha desquiciado la mente! Aléjate de él.
Ahora contemplo las viejas colinas soñadoras, las montañas y los profundos
bosques más allá, y medito. De algún modo el golpe de ese viejo y maldito mazo
me hizo retroceder de pronto a otra era y otra vida. Cuando Aryara no conocía
ninguna otra vida. No era un sueño, era un trozo extraviado de realidad donde
yo, John O’Donnel, viví y morí una vez. Y de regreso al cual fui arrebatado a
través de los vacíos del tiempo y el espacio por un golpe dado al azar. El tiempo
y las eras son engranajes que no encajan, que chirrían y no son conscientes el uno
del otro. Ocasionalmente -¡oh, muy raramente!- los engranajes encalan; las piezas
del juego se unen momentáneamente con un chasquido y proporcionan a los
hombres borrosos vislumbres más allá del velo de esta ceguera cotidiana que
llamamos realidad.
Soy John O'Donnel y fui Aryara, quién tuvo sueños de gloria guerrera y de caza y
festín y que murió sobre el rojo montón de sus víctimas en alguna era perdida.
Pero, ¿en cuál y dónde? Puedo responderos a lo último. Las montañas y los ríos
cambian sus contornos; los paisajes se alteran; pero las llanuras son lo que menos
cambia. Las miro ahora y las recuerdo, no sólo con los ojos de John O'Donnel,
sino con los de Aryara. Han cambiado muy poco. Sólo el gran bosque se ha
encogido y empequeñecido y en muchos, muchos sitios se ha desvanecido
completamente. Pero aquí, en estas mismas llanuras, Aryara vivió, peleó y amó y
en el bosque lejano murió. Kirowan se equivocaba. Los pequeños y feroces
pictos morenos no fueron los primeros hombres de las Islas. Hubo otros seres
antes que ellos... sí, los Hijos de la Noche. Leyendas... cierto, los Hijos no nos
eran desconocidos cuando llegamos a lo que ahora es la isla de Inglaterra. Les
habíamos encontrado antes, eras antes. Ya teníamos nuestros mitos sobre ellos.
Pero les encontramos en Inglaterra. Y tampoco los pictos les habían exterminado
totalmente.
Y tampoco, como muchos creen, nos habían precedido los pictos en tantos
siglos. Les empujamos ante nosotros al llegar, en esa larga migración desde el
este. Yo, Aryara, conocí ancianos que habían marchado en ese viaje que duró un
siglo; que habían sido llevados en los brazos de mujeres de amarilla cabellera
sobre incontables kilómetros de bosque y planicie, y que de jóvenes habían
marchado en la vanguardia de los invasores. En cuanto a la era... eso no puedo
decirlo. Pero yo, Aryara, era con seguridad un ario y mi gente lo era... miembros
de una de las mil migraciones desconocidas y nunca recordadas que esparcieron
tribus de cabello amarillo y ojos azules por todo el mundo. Los celtas no fueron
los primeros en venir a Europa occidental. Yo, Aryara, era de la misma sangre y
aspecto que los hombres que saquearon Roma, pero la mía era una rama mucho
más vieja. Del lenguaje que hablo, no queda ningún eco en la mente consciente
de John O'Donnel, pero sabía que la lengua de Aryara era al céltico antiguo lo
que éste es al gaélico moderno.
¡Il-marinen! Recuerdo al dios que invoqué, el viejo, viejo dios que trabajaba los
metales... el bronce, entonces. Pues Il-marinen era uno de los dioses base de los
arios de quien crecieron muchos dioses; y era Wieland y Vulcano en las edades de
hierro. Pero para Aryara era Il-marinen.
Con todo, este hecho es bien conocido: los arios se deterioran rápidamente en las
vidas sedentarias y pacíficas. Su existencia adecuada es la nómada; cuando se
establecen en una existencia agrícola, preparan el cambio de su caída; y cuando se
encierran a si mismos con los muros de la ciudad, sellan su condena. Cierto, yo,
Aryara, recuerdo los relatos de los viejos... cómo los Hijos de la Espada, en esa
larga migración, encontraron aldeas de gente de piel blanca y cabellera amarilla
que habían emigrado al oeste siglos antes y habían dejado la vida de vagabundeo
para morar entre el pueblo moreno que comía ajo y ganarse el sustento del suelo.
Y los viejos cuentan lo blandos y débiles que eran, y cuán fácilmente caían ante
las hojas broncíneas del Pueblo de la Espada.
Mirad... ¿acaso la historia entera de los Hijos de Aryan no está inscrita en esas
líneas? Mirad... cuán rápidamente siguió el persa al medo; griego, persa, romano,
griego; y germano al romano. Sí, y el nórdico siguió a las tribus germánicas
cuando se hubieron vuelto débiles después de un siglo o más de paz y ociosidad,
y les robaron lo que ellos habían robado en el sur.
Pero dejadme hablar de Ketrick. ¡Ja!... la sola mención de su nombre hace que se
erice el vello de mi nuca. Una reversión de tipo... pero no al tipo de algún limpio
chino o mongol de tiempos recientes. Los daneses expulsaron a sus antepasados
a las colinas de Gales; y allí, ¡en qué siglo medieval y en qué sucio modo se
deslizó ese maldito tinte aborigen en la limpia sangre sajona de la línea celta, para
yacer tanto tiempo dormido! El celta galés nunca se apareó con los Hijos más de
lo que hicieron los pictos. Pero debieron quedar sobrevivientes... carroña
acechando en esas lúgubres colinas, que habían superado su tiempo y su era. En
los días de Aryara apenas eran humanos. ¿Qué debió hacer un millar de años de
retroceso con esa simiente?
¿Qué abominable forma se deslizó en el castillo Ketrick una noche olvidada, o se
alzó de la oscuridad para aferrar alguna mujer del linaje, arrastrándola a las
colinas?
La mente se aparta de tal imagen. Pero esto sé: debieron quedar sobrevivientes de
esa abominable era de reptiles cuando los Ketrick fueron a Gales. Quizás aún
queden. Pero este sustituto, este engendro de la oscuridad, este horror que lleva
el noble nombre de Ketrick, sobre él se halla la marca de la serpiente, y no habrá
descanso para mí hasta que sea destruido. Ahora que le conozco por lo que es,
contamina el aire limpio y deja el fango de la serpiente sobre la verde tierra. El
sonido de su voz siseante y tartamuda me llena de un horror que me eriza la piel
y la visión de sus ojos rasgados me inspira la locura.
Pues vengo de una raza real, y un ser tal es un continuo insulto y una amenaza,
como una serpiente debajo del pie. La mía es una raza regia, aunque ahora se
haya degradado y caiga en la decadencia por la mezcla continua con razas
conquistadas. Las oleadas de sangre ajena han teñido de negro mi pelo y han
oscurecido mi piel, pero aún tengo la estatura señorial y los ojos azules de un rey
ario. Y como mis antepasados... como yo, Aryara, destruí a la canalla que se
retorcía bajo nuestros talones, así yo, John O'Donnel, exterminaré a esa criatura
reptilesca, el monstruo surgido de la mancha de serpiente que tanto tiempo
durmió sin ser detectado en limpias venas sajonas, el vestigio que las cosas-
serpiente dejaron para macular a los Hijos de Aryan. Dicen que el golpe recibido
afectó mi mente; sé que no hizo sino abrirme los ojos. Mi antiguo enemigo
camina a menudo en solitario por los páramos, atraído, aunque quizá lo ignore,
por impulsos ancestrales. Y en uno de esos paseos solitarios le encontraré, y
cuando le encuentre romperé su sucio cuello con mis manos al igual que yo,
Aryara, rompí los cuellos de las sucias criaturas nocturnas hace mucho, mucho
tiempo.
El motivo de su llegada fue aclarado al instante: quería mi ayuda para obtener una
copia de la primera edición de los Cultos Sin Nombre de von Junzt, la conocida
como Libro Negro… ciertamente no por su color sino por su prohibido
contenido. También habría podido pedirme la traducción original griega del
Necronomicon: habría sido igualmente inútil. Aunque después de mi llegada del
Yucatán hubiera dedicado todo mi tiempo a coleccionar libros, ni siquiera había
pasado por mi mente que el volumen editado en Dusseldorf aún pudiera estar en
circulación.
—¡Yo he visto aquel templo! He estado frente al altar. He visto la entrada sellada
de la cámara en la que los indígenas dicen que reposa la momia del sacerdote. Es
un templo curioso, tan diferente de las ruinas indias prehistóricas como lo es de
los modernos edificios latinoamericanos. Los indios del contorno insisten en
declarar no tener ninguna relación con aquel lugar y afirman que el pueblo que
construyó el templo era de una raza distinta de la suya, y que ya estaba allí cuando
sus antepasados se instalaron en la región. Yo creo que es la reliquia de una
civilización perdida hace muchísimo tiempo y que comenzó a decaer milenios
antes de la llegada de !os españoles. Me habría gustado penetrar en la cámara
sellada, pero no tuve tiempo y además me faltaban los útiles necesarios. Tenía
prisa en alcanzar la costa, porque me había herido accidentalmente con la pistola,
de un tiro en el pié, y llegué casualmente a aquel lugar.
»A lo que sé, sólo otro hombre blanco ha visitado el Templo del Sapo, aparte de
von Juntz y de mi mismo, el viajero español Juan González, que exploró
parcialmente la región en 1793. En sus informes mencionó brevemente un
curioso lugar sagrado que difería de la mayor parte de las ruinas indias halladas, y
refirió, en términos escépticos, una leyenda difundida entre los indígenas, según
la cual, “algo insólito” se escondía bajo el templo. Estoy seguro que se refería al
Templo del Sapo. Mañana partiré a Centroamérica. Quédese con el libro: ya no lo
necesito. Este vez iré equipado con lo conveniente, e intentaré encontrar lo que
está escondido en aquel templo, aunque sea a costa de demolerlo. ¡No puede ser
otra cosa que una enorme cantidad de oro! Los españoles no llegaron a
apropiárselo porque cuando llegaron a aquella región el Templo del Sapo estaba
abandonado y ellos buscaban indios vivos para poder quitarles el oro, por medio
de la tortura, y no momias de razas perdidas. Pero yo obtendré aquel tesoro.
Diciendo esto, Tussmann se fue. Yo me senté y abrí el libro por la página que él
había dejado de leer y así permanecí hasta medianoche, arrobado por las curiosas
revelaciones de von Juntz, increíbles y, a veces, extremadamente vagas. De esta
forma aprendí sobre el Templo del Sapo cosas que me inquietaron, a tal punto de
inducirme, la mañana siguiente, a intentar avisar e Tussmann, para simplemente
descubrir que ya se había marchado. Pasaron muchos meses, después de los
cueles recibí una carta suya en la que me invitaba a pasar algunos días con él en
su propiedad de Sussex. Me pidió también que llevara conmigo el Libro Negro.
—¿Qué son estos caracteres grabados sobre la cadena? —inquirí con curiosidad.
—Lo ignoro —replicó Tussmann—. Había pensado que quizás usted lo sabría,
pero encuentro una extraña similitud entre estos signos y ciertos jeroglíficos,
parcialmente borrados, de un monolito conocido como la Piedra Negra que se
encuentra en las montañas de Hungría. De cualquier modo no he podido
descifrarlo.
—Cuénteme de su viaje —le invité, y frente a nuestros whiskys con soda.
comenzó a hablar, si bien con una extraña repugnancia.
—Volví a encontrar el templo sin mucha dificultad, a pesar de que se encuentra
en una región solitaria y poco frecuentada. El templo está construido contra una
pared de pura roca en un valle desierto y desconocido, tanto en los mapas como
para los exploradores. No me arriesgaré a estimar su antigüedad, pero aquel
edificio está hecho con una clase especialmente dura de basalto, como no he
visto jamás otra igual. y la extrema erosión debida a la intemperie hace pensar en
una edad increíble. Muchas de las columnas que forman la fachada se hallan en
ruinas y sus muñones se elevan del basamento consumido por el tiempo, como
los dientes partidos de una bruja. Las paredes externas están en ruinas, pero las
interiores y les columnas que sostienen lo que queda del techo parecen lo
bastante sólidas como para durar otros mil años, así como los muros de la cámara
interior.
»La cámara principal es una espaciosa pieza circular, cuyo pavimento está
compuesto por grandes bloques de piedra. En el centro se encuentra el altar,
nada más que un bloque muy grueso, del mismo material, redondo y
extrañamente esculpido, Inmediatamente detrás del altar, excavada en la pared de
roca que forma el muro posterior de la sala, se encuentra la cámara sellada en
donde yace la momia del último sacerdote del templo. Me introduje en la cripta
sin excesiva dificultad y encontré la momia, exactamente como se narra en el
Libro Negro. A pesar de que el estado de conservación era verdaderamente
notable, fui incapaz de clasificarla. Las facciones apergaminadas y el contorno
general del cráneo sugerían una cierta semejanza con poblaciones degradadas y
bastardas del Bajo Egipto y estoy seguro de que el sacerdote pertenece a una raza
más próxima al tronco caucásico que al amerindio. Pero aparte de esto, no Puedo
afirmar nada con seguridad. No obstante, la joya estaba allí y la cadena pendía del
cuello disecado.
Fue a partir de este momento que el relato de Tussmann se hizo tan inconexo,
que tuve dificultad en seguirle y me pregunté si el sol tropical no habría hecho
mella en su mente. Con la ayuda de la joya había abierto una Puerta secreta en el
altar: no me reveló ningún particular sobre esta operación y me asaltó el
pensamiento de que él mismo no había aprendido totalmente el funcionamiento
de la joya-llave. Pero la apertura de la Puerta secreta había tenido un efecto
altamente negativo sobre le banda de truhanes que estaban a su servicio.
Inmediatamente, habían rehusado seguirlo en la negra abertura que se abría
frente a él y que había aparecido como por milagro cuando la gema había tocado
el altar. Entonces, Tussmann había entrado sólo, con la pistola y una linterna
eléctrica, encontrando una estrecha escalinata de piedra que, aparentemente, se
hundía hasta les entrañas de la tierra. La había seguido y finalmente había llegado
a un amplio corredor, cuyas amenazadoras tinieblas casi engullían su sutil rayo de
luz. Después de haber contado esto. Tussmann llegó, con sorprendente
repugnancia al momento en que vió un sapo que había sentido saltar delante de
él, apenas más allá del abanico de luz, durante todo el tiempo que había
permanecido bajo tierra.
—No había oro, no había piedras preciosas… nada —dudó— nada que pudiera
llevarme.
De nuevo, la narración se hizo vaga, pero comprendí que había dejado el templo
casi a la carrera, sin hacer posteriores tentativas de encontrar el pretendido
tesoro. En un primer momento había pensado llevar la momia consigo, para
donarla a un museo, pero cuando salió de esa sima no había conseguido
encontrarla y creyó que sus hombres, temiendo encontrarse con tamaño
compañero en todo el viaje hacia la costa, la habían escondido
supersticiosamente en cualquier pozo o caverna.
—Y así —concluyó—. Estoy de nuevo en Inglaterra, no más rico que cuando me
fui.
—Pero tiene la joya, recuérdelo. Ciertamente es de gran valor.
La miró sin satisfacción, también con una especie de feroz y obsesiva avidez.
Sacudí la cabeza:
Pasó lentamente las pesadas páginas, moviendo los labios mientras leía. A veces,
sacudía la cabeza como si algo lo turbara y noté que se detenía largamente en un
determinado pasaje.
Tussmann había dicho que no había leído lo suficiente la primera vez que había
visto el libro: interrogándome sobre esta frase enigmática, encontré el párrafo o
sobre el que se había entretenido largamente, que había sido subrayado con el
trazo de una de sus uñas. Me pareció, sin embargo, otra de las muchas
ambigüedades de von Juntz, porque simplemente declaraba que el dios de un
templo es el tesoro de dicho templo. Después, la horrenda implicación que
contenía la alusión se me reveló de improviso y un sudor frío perló mi frente. ¡La
Llave del Tesoro! ¡Y el tesoro del templo era el dios del templo! Y ¡Las cosas que
duermen pueden despertarse cuando se abre la puerta de su prisión! Contraje los
pies, nervioso por aquella insoportable idea, pero en aquel preciso momento, la
quietud fue destrozada por el rumor de algo que se quebrantaba, y el grito de
muerte de un ser humano explotó en mis oídos.
Yar Alí deslizó cuidadosamente su mirada a lo largo del cañón azul de su Lee
Enfield, se encomendó a Alá y atravesó con una bala el cerebro de uno de
aquellos jinetes.
—¡Allaho akbar! —El gran afgano gritó de alegría, al tiempo que agitaba su arma
por encima de la cabeza—. ¡Dios es grande! Por Alá, sahib, acabo de enviar al
infierno a otro de esos perros.
Yar Alí se levantó y gritó insultándolos y burlándose de ellos. Uno de los jinetes
se dio la vuelta y disparó. La bala levantó la arena a unos treinta pies del agujero.
—Disparan como traidores —dijo Yar Alí con complaciente autoestima—. Por
Alá, ¿vio cómo ese cerdo se revolvió en la silla en cuanto asomé la cabeza?
¡Vamos, sahib, corramos tras ellos y acabemos con ellos!
Sin prestar atención a esta insensata y violenta propuesta —sabía que era una de
las reacciones propias de la naturaleza afgana— Steve se levantó, se sacudió el
polvo de sus ropas, miró hacia los jinetes, que ahora no eran más que pequeñas
manchas blancas en el horizonte, y dijo pensativo:
—Esos tipos cabalgan como si tramasen algo, no como gente que huye del
combate.
—Ya —corroboró Yar Alí sin pensárselo, y sin ver ninguna inconsistencia entre
esta actitud de ahora y su anterior sugerencia sedienta de sangre—, seguramente
buscan reencontrarse con algunos camaradas más, son bandidos que no dejan su
presa fácilmente. Haríamos bien yéndonos de aquí rápidamente, sahib Steve.
Volverán, puede que en unas horas, o tal vez en unos días, todo depende de lo
lejos que esté el oasis de su tribu, pero volverán. Quieren nuestras armas y
nuestras vidas.
—A mí me quedan tres.
Los asaltantes que habían abatido fueron despojados de las armas y de cualquier
cosa de valor por sus propios compañeros. No tenía ningún sentido registrar los
cuerpos en busca de más munición. Steve cogió su cantimplora y la sacudió. No
quedaba demasiada agua. Sabía perfectamente que Yar Alí tenía sólo un poco
más que él, a pesar de que el gran afridi, criado en una tierra árida y estéril, estaba
acostumbrado a este clima y necesitaba menos agua que el americano. Y eso que
Steve era, desde el punto de vista del hombre blanco, fuerte y resistente como un
lobo. Mientras inclinaba la cantimplora y bebía un poco, Steve repasó
mentalmente la sucesión de circunstancias que los habían conducido hasta esta
situación. Viajeros sin rumbo fijo, soldados de fortuna unidos por la casualidad y
por una admiración mutua, él y Yar Alí habían vagado desde la India hasta el
Turquestán y Persia. Formaban una curiosa y sorprendente pareja, pero con unas
grandes posibilidades. Guiados por su incansable e innata necesidad de viajar, el
único objetivo para el cual se habían conjurado, y en ocasiones hasta llegaron a
creérselo, era hacerse con algún tesoro tan desconocido como impreciso, una
especie de olla llena de oro al final de un arco iris que todavía no se había
formado.
Fueron varios días de viaje muy duro, espoleando a los animales y racionando el
agua y la comida. Cuando penetraron profundamente en el desierto, se
encontraron con una cegadora tormenta de arena durante la cual perdieron los
camellos. Después de esto vinieron larguísimas millas de andar dando tumbos a
través de las arenas, expuestos a un sol que quemaba todo lo que tocaba y
subsistiendo gracias a la cada vez más exigua agua que les quedaba en las
cantimploras y a la comida que Yar Alí guardaba en una pequeña bolsa. Ya ni se
les pasaba por la cabeza encontrar la mítica ciudad. Continuaron a ciegas, con la
esperanza de dar con un manantial por casualidad; sabían que detrás de ellos no
había ningún oasis que pudiesen alcanzar a pie. Era una opción desesperada, pero
era la única que tenían. Fue entonces cuando se les echó encima un grupo de
guerreros ataviados de blanco. Confundiéndose con el horizonte del desierto y
desde una trinchera poco profunda y excavada con prisas, los dos aventureros
intercambiaron disparos con aquellos jinetes salvajes que consiguieron rodearlos
en muy pocos minutos. Las balas de los beduinos saltaban a través de su
improvisada fortificación, echándoles arena en los ojos y rozando partes de sus
ropas, pero por suerte ninguna les dio. Ése fue el único poco de suerte que
tuvieron, pensó Clarney mientras se veía a sí mismo como un loco estúpido. ¡Era
todo tan descabellado! ¡Pensar que dos hombres podían desafiar al desierto y
sobrevivir, y encima arrancarle de su profundísimo seno los secretos del tiempo!
¡Y esa loca historia del esqueleto que agarra con la mano una fabulosa joya en
medio de una ciudad muerta, basura! ¡Vaya mierda! Debía de estar
completamente loco para darle crédito a una cosa así, decidió el americano con la
lucidez que da el sufrimiento y el peligro.
—Bueno, viejo, —dijo Steve levantando su rifle— vámonos. Es puro azar ver si
moriremos de sed o bien decapitados por los hermanos del desierto. En cualquier
caso, aquí no hacemos nada.
—Dios proveerá —confirmó Yar Alí alegremente—. El sol se está ocultando.
Pronto tendremos encima el frío de la noche. Tal vez aún encontremos agua,
sahib. Mire, el terreno cambia hacia el sur.
Clarney miró protegiéndose los ojos de los últimos rayos del sol. Más allá de una
llanura, una explanada inerte de varias millas de ancho, la tierra aparecía más
escarpada y se evidenciaban unas colinas desiguales y rotas. El americano se echó
el rifle al hombro y suspiró.
—Vamos hacia allá; de todas maneras no somos más que comida para los buitres.
—Hubo un tiempo en que esta tierra fue un oasis —comentó Yar Alí—. Sólo
Alá sabe cuántos siglos hace que la arena se apoderó de ella, de la misma manera
que se ha apoderado de muchas ciudades del Turquestán.
Se movían de un lado para otro como cuerpos sin vida en un oscuro paisaje de
muerte. La luna se había tornado roja y siniestra mientras se ocultaba en el
horizonte, y las sombras de la oscuridad se asentaron en el desierto antes de que
llegasen a algún lugar desde donde pudiesen ver qué había más allá de aquella
zona tan accidentada. Ahora incluso los pies del afgano empezaban arrastrarse
por el camino, y Steve se mantenía en pie sólo gracias a una indomable fuerza de
voluntad. Finalmente, consiguieron llegar hasta una especie de cresta desde
donde la tierra empezaba a descender en dirección sur.
Con esta optimista observación, Clarney se dejó caer redondo en la arena. Sin
embargo, Yar Alí se quedó de pie, inclinándose hacia adelante, escrutando con
los ojos la oscuridad que sustituía el horizonte en que brillaban las estrellas por
impenetrables agujeros de sombras.
—Hay algo en el horizonte, allá, hacia el sur —murmuró con dificultad—. ¿Una
colina? No sabría decirlo, pero estoy seguro de que hay algo.
—Ya estás viendo espejismos —dijo Steve irritado—. Acuéstate y duerme.
Y, diciendo esto, Steve cayó en poder del sueño. Le despertó el sol que le daba en
los ojos. Se incorporó bostezando, y su primera sensación fue la de sed. Cogió la
cantimplora y se humedeció los labios; sólo le quedaba un trago. Yar Alí todavía
dormía. Los ojos de Steve inspeccionaron el horizonte en dirección al sur y, de
repente, se levantó de un brinco. Empezó a golpear al afgano, que aún estaba
reclinado.
—Eh, despierta Alí. Es cierto, no veías visiones. Ahí está tu colina y también otra
que parece muy extraña.
El afridi se despertó de una manera salvaje: instantánea y con todos sus sentidos,
con la mano saltando hacia su largo cuchillo como si estuviese ante el enemigo.
Dirigió la mirada hacia lo que señalaban los dedos de Steve y se le agrandaron los
ojos.
—¡Por Alá y por Alá! —exclamó—. ¡Hemos llegado a la tierra de los espíritus!
¡No es ninguna montaña, es la ciudad de piedra rodeada por las arenas del
desierto!
Steve saltó locamente a sus pies. Al tiempo que miraba fijamente y con
respiración violenta, un grito salvaje se escapó de sus labios. A sus pies, la
pendiente desde la cresta donde estaban descendía hasta una amplia llanura de
arena que se extendía hacia el sur, y, lejos, a través de las arenas, hacia donde
llegaba la vista, la «colina» tomaba forma lentamente, como un espejismo que
crecía de las arenas ondulantes. Vio grandes muros desiguales, murallas
imponentes; parecía que todo junto se arrastrase por la arena como una criatura
con vida, ondulante por la parte superior de los muros, vacilante en la estructura
global. Desde luego, no era sorprendente que a primera vista pareciese una
colina.
Yar Alí movió la cabeza vacilando y musitó algo acerca de espíritus malignos,
pero siguió adelante. La visión de los restos de la ciudad se había llevado de la
cabeza de Steve la sed y el hambre, e incluso la fatiga, que unas pocas horas de
sueño no habían podido reparar del todo. Andaba con dificultad pero
ansiosamente, sin preocuparse por el calor que iba en aumento, los ojos le
brillaban con la lujuria del explorador. En estos momentos se daba cuenta de que
no era sólo la codicia por la fabulosa gema lo que había inducido a Steve Clarney
a arriesgar su vida en esa naturaleza salvaje y cruel, sino que en el fondo de su
alma acechaba ese viejo e innato sentimiento del hombre blanco: la necesidad de
buscar y explorar los rincones más escondidos del mundo, y esa necesidad había
sido despertada de un profundo sueño por todas aquellas viejas historias. A
medida que cruzaban la vasta llanura que separaba aquel terreno escarpado de la
ciudad, veían cómo las murallas rotas iban adoptando una forma más clara, como
si estuviesen creciendo en el cielo de la mañana. La ciudad parecía construida a
base de enormes bloques de piedra negra, pero era imposible saber cuál había
sido la altura inicial de los muros, ya que la arena se había amontonado desde la
base hasta una altura considerable. En algunas partes los muros se habían
derribado y la arena los cubría completamente.
El sol alcanzó su cénit y la sed irrumpió con fuerza a pesar del entusiasmo, pero
Steve controló intensamente su sufrimiento. Tenía los labios resecos e hinchados,
pero no tomaría el último trago hasta que no hubiesen alcanzado la ciudad en
ruinas. Yar Alí se mojó los labios con el contenido de su cantimplora y quiso
compartir lo poco que le quedaba con su amigo. Steve negó con la cabeza y
siguió andando. Fue durante el terrible calor del mediodía en el desierto cuando
alcanzaron las ruinas, y, atravesando el derruido muro por un agujero bastante
grande, pudieron fijar su vista en la ciudad muerta. La arena había bloqueado las
viejas calles y había dado una forma fantástica a aquellas enormes columnas, que
quedaban tumbadas y medio ocultas. Estaba todo tan destrozado y tan cubierto
de arena que los dos exploradores apenas pudieron identificar un poco del plano
original de la ciudad. La ciudad ahora no era más que una inmensidad de
montones de arena y de piedras que se caían a trozos sobre las que flotaba, como
una nube invisible, un aura de inexpresable antigüedad. Justo delante de ellos
discurría una avenida ancha cuya configuración no había conseguido borrar la
destructiva fuerza ni de la arena ni del viento. A cada uno de los lados del amplio
camino había alineadas unas columnas enormes, no especialmente altas, incluso
teniendo en cuenta la arena que no dejaba ver la base, pero increíblemente
anchas. Encima de cada columna había una figura esculpida en la fuerte piedra;
eran imágenes sombrías y enormes, mitad humana y mitad bestia, que
contribuían así a la irracionalidad que flotaba en toda la ciudad. Steve profirió un
grito de sorpresa.
—¡Los toros alados de Nínive! ¡Los toros con cabeza de hombre! ¡Por todos los
santos, Alí, aquellas viejas historias eran ciertas! ¡La leyenda entera es cierta!
Debieron de venir aquí cuando los babilonios destruyeron Asiria, ya que todo
esto es idéntico a las imágenes que he visto, reconstruye escenas de la vieja
Nínive ¡Mira allí!
Señaló el inmenso edificio que estaba al otro extremo de la calle ancha. Era un
edifico colosal, muy sólido, cuyas columnas y paredes, hechas con resistentes
bloques de piedra negra, habían resistido contra la arena y el viento, contra el
paso del tiempo. Aquel ondulante y destructivo mar de arena que se había
adueñado de la ciudad se extendía por sus bases, penetrando por puertas y
pasillos, pero hubiesen sido necesarios miles de años para inundar toda la
estructura.
Con esta mueca irónica Clarney agotó su cantimplora al tiempo que Yar Alí hizo
lo propio. Se habían jugado su último as, el resto quedaba a la merced de Alá.
Mientras caminaban por aquella avenida, Yar Alí, que jamás había temblado ante
un enemigo humano, miraba a derecha e izquierda nerviosamente, como si
esperase descubrir un rostro fantástico y con cuernos espiándole desde detrás de
una columna. El mismo Steve sentía la inquietante antigüedad de aquel sitio y
temía encontrarse con un inminente ataque a cargo de cuádrigas de bronce que
corrían por las calles desiertas, u oír de repente el amenazante son de trompetas
de guerra. Se dio cuenta de que el silencio de las ciudades muertas era mucho más
intenso que el silencio del desierto. Finalmente, llegaron a las puertas del gran
templo. Hileras de columnas inmensas flanqueaban la amplia entrada, llena de
arena que llegaba hasta los tobillos, desde donde pendían grandes marcos de
bronce que en algún tiempo albergaron fuertes puertas cuya cuidada madera se
había podrido hacía siglos. Entraron en un gran salón en penumbra que tenía un
sombrío techo de piedra sostenido por columnas que parecían los troncos de un
bosque. El efecto de toda la construcción era de un esplendor enmudecedor y de
tal magnitud que parecía un templo construido por gigantes para albergar a los
dioses más sombríos y enigmáticos.
Yar Alí caminaba temeroso, como si fuese a despertar a los dioses que estaban
dormidos, y Steve, a pesar de estar libre de las supersticiones del afridi, sentía
como si la impenetrable majestuosidad de aquel sitio le abrazase el alma con sus
oscuras manos. No había resto de ninguna huella en el polvo que reposaba en el
suelo; había pasado más de medio siglo desde que aquel turco huyese de aquellos
salones despavorido, como si se lo llevasen los demonios. Respecto a los
beduinos, era fácil ver por qué esos supersticiosos hijos del desierto evitaban esta
ciudad encantada, y realmente estaba encantada, pero no por fantasmas, sino,
probablemente, por las sombras del esplendor perdido. A medida que avanzaban
a través de la arena del salón, que parecía no tener fin, Steve se planteó muchas
preguntas. ¿Como pudieron aquellos fugitivos de la ira de unos rebeldes
violentísimos construir esta ciudad? ¿Cómo cruzaron el país de sus propios
enemigos (ya que Babilonia está entre Asiria y el desierto arábigo)? De hecho, no
tenían otro sitio donde ir: al oeste está Siria y el mar, y el norte y el este estaba
ocupado por los «peligrosos medas», aquellos terribles arios cuya ayuda fortaleció
el brazo de Babilonia en el momento de pulverizar a su enemigo. Posiblemente,
pensó Steve, Kara-Shehr —o como se llamase en aquellos tiempos remotos— se
construyó como una ciudad fronteriza antes de la caída del imperio asirio. ¿Con
qué propósito huirían los supervivientes de aquella destrucción? En cualquier
caso, era posible que Kara-Shehr hubiese sobrevivido a Nínive unos cuantos
siglos. Era una ciudad extraña, sin duda, como un ermitaño, apartada del resto
del mundo.
Seguramente, como dijo Yar Alí, hubo un tiempo en que esta tierra era un país
fértil, regado por oasis y manantiales; y en la zona accidentada que habían
cruzado la noche anterior habría habido canteras que proporcionaron la piedra
necesaria para construir la ciudad. ¿Qué causó entonces la decadencia de la
ciudad? ¿Fue el avance de la arena del desierto y el agotamiento de los
manantiales lo que indujo a la gente abandonarla? ¿O ya era Kara-Shehr una
ciudad silenciosa antes de que la arena superara las murallas? La ruina de la
ciudad, ¿fue provocada por el exterior o se debió a causas internas? ¿Fue una
guerra civil lo que diezmó a sus habitantes o, por el contrario, fueron
exterminados por un poderoso enemigo procedente del desierto? Clarney movió
la cabeza en un gesto lleno de perplejidad y preocupación. Las respuestas a todas
estas preguntas se perdían en el laberinto de tiempos inmemoriales.
—¡Allaho akbar!
Los dos aventureros cruzaron una puerta estrecha que se abría al final del salón,
justo al lado del ídolo, y que conducía hacia una serie de habitaciones amplias,
sombrías y llenas de polvo, y conectadas entre sí por pasillos flanqueados de
columnas. Avanzaron por ellos envueltos en una luz gris, fantasmagórica, y
llegaron a una escalera ancha cuyos enormes escalones de piedra ascendían y se
perdían en la oscuridad. En este momento, Yar Alí se detuvo.
Los dos compañeros empezaron a subir las escaleras. A cada paso, los pies se les
hundían en el polvo acumulado a lo largo de los siglos. Fueron subiendo y
subiendo hasta una altura tal que el suelo se perdía en una oscuridad incierta.
—Nos dirigimos a ciegas hacia nuestro destino fatal, sahib —musitó Yar Alí—.
¡Allah il Allah, y Mahoma es su profeta! Siento la presencia de un mal dormido
durante mucho tiempo y presiento que nunca volveré a oír cómo silba el viento
en el Khyber Pass.
—¡Espere! —exclamó—. ¡No la toque todavía, sahib! Sobre las cosas antiguas
siempre recae una maldición, y seguro que ésta es tres veces maldita. ¿Por qué si
no ha permanecido intacta durante siglos, aquí, en una tierra de ladrones? No es
bueno tocar las posesiones de los muertos.
—¡Bah! —bufó el americano—, ¡Supersticiones! Los beduinos estaban asustados
a causa de las historias que les contaban sus antepasados. Teniendo como tienen
el desierto por morada, sistemáticamente recelan de las ciudades, aunque no hay
duda de que ésta tenía una mala reputación ya en sus mejores tiempos. Ademas,
nadie excepto los beduinos habían visto antes este sitio, aparte de aquel turco,
que probablemente estaba medio loco como consecuencia del sufrimiento.
—Estos huesos pueden ser los del rey del que hablaba la leyenda, el aire seco del
desierto conserva este tipo de cosas indefinidamente, pero lo dudo. Pueden ser
de un asirio o, más probablemente, de un árabe, algún pobre diablo que se hizo
con la gema y después murió en el trono por alguna u otra razón.
—¡Mírelo, sahib! —susurró—. ¿Qué es? Una gema como ésta no puede haber
sido tallada por manos mortales. Mire cómo palpita ... ¡como el corazón de una
cobra!
A Steve se le erizó el pelo. Sabía que Yar Alí era un auténtico veterano en estas
cosas, y que no era presa de un temor estúpido o un pánico absurdo. Recordaba
muy bien los incidentes a los que había aludido el afgano, igual que recordaba
otras ocasiones en las que el instinto telepático de Yar Alí le había advertido del
peligro antes de poderlo ver u oír.
El afgano movió la cabeza, tenía los ojos llenos de una luz misteriosa y extraña
mientras escuchaba en la oscuridad las sugerencias ocultas de su subconsciente.
—No lo sé, sé que está cerca y que es muy viejo y muy peligroso, creo —De
repente se detuvo y se giró, el brilló de sus ojos desapareció y fue sustituido por
una mirada intensa de temor y de recelo, como la de un lobo—. ¡Escuche,
escuche, sahib! —dijo atropelladamente— ¡Los espíritus están subiendo por la
escalera!
Steve se quedó inmóvil cuando oyó que unas pisadas sigilosas sobre la piedra se
acercaban.
Las viejas paredes resonaron con un coro de gritos salvajes al tiempo que una
horda de siluetas feroces se extendía por toda la sala. Durante unos segundos de
asombro y de locura Steve creyó realmente que estaban siendo atacados por
guerreros reencarnados procedentes de un tiempo olvidado. Pero el alevoso
zumbido de una bala que le pasó rozando y el desagradable olor de la pólvora le
indicaron que sus enemigos eran suficientemente materiales. Steve maldijo su
suerte; amparados en una seguridad imaginaria, habían caído como ratas en la
trampa en que ahora les tenían los árabes. Incluso después de que el americano
tirase de rabia su rifle, Yar Alí, apoyando el suyo en las caderas, disparó
rápidamente y con un efecto letal a aquellas dianas, arrojó con fuerza su rifle
vacío sobre la horda que le acosaba y bajó las escaleras como un huracán, con su
cuchillo del Khyber de tres pies brillando en su fuerte mano. En su gusto por la
batalla se percibía un cierto alivio al darse cuenta de que sus enemigos eran
humanos. Una bala le quitó el turbante de la cabeza, pero un árabe cayó partido
en dos ante el primer y demoledor golpe de ese hombre de las montañas.
—Bien, sahib —dijo, y Steve se dio cuenta entonces de que no era un beduino,¾
¿no te acuerdas de mí?
Steve amenazó:
—No nos hubieseis cogido tan fácilmente si no fuese porque pensábamos que
ningún beduino se atrevería a penetrar en Kara-Shehr.
Nureddin se mostró de acuerdo:
—Pero yo no soy un beduino. He viajado lejos y he visto muchas tierras y
muchas razas diferentes, y también he leído muchos libros. Sé perfectamente que
el temor es humo, que los muertos son muertos, y que los djinn, los fantasmas y
las maldiciones son brumas que se van con el viento. Es precisamente a causa de
las historias acerca de la piedra colorada por lo que he venido hasta este desierto
perdido. Pero me ha llevado meses pesuadir a mis hombres para que me
acompañasen hasta aquí.
—¡Pero finalmente estoy aquí! Y tu presencia es una sorpresa deliciosa. Sin duda,
ya habrás adivinado por qué te he atrapado con vida; tengo planeado un
entretenimiento bastante elaborado para ti y para ese pathan salvaje. Ahora
cogeré el Fuego de Asurbanipal y nos iremos.
Se giró y se dirigió hacia el trono, pero uno de sus hombres, un gigante con barba
y con un solo ojo, exclamó:
—¡Detente, señor! ¡Un mal muy antiguo reinó en este lugar antes de los días de
Mahoma! El djinn aúlla por estas salas cuando el viento sopla, y muchos hombras
han visto fantasmas bailando en las murallas bajo la luz de la luna. Ningún mortal
ha desafiado a esta ciudad durante miles de años excepto uno, hace unos
cincuenta años, que huyó desesperado. Has venido desde El Yemen y no
conoces la vieja maldición que pesa sobre esta ciudad depravada y sobre esa
piedra maléfica, que late como el corazón rojo de Satán. Te hemos seguido hasta
aquí en contra de nuestros principios porque has demostrado ser un hombre
fuerte y porque dices que tienes un conjuro contra todos los seres malignos.
Dijiste que sólo querías echarle un vistazo a esta piedra preciosa, pero ahora nos
hemos dado cuenta de que tu intención no es otra que la de quedártela. ¡No
ofendas al djinn!
—¡No, Nureddin, no ofendas al djinn! —repitieron a coro el resto de beduinos.
Los rufianes que siempre habían sido fieles al sheik se mantenían en un grupo
compacto, aparte del de los beduinos, y no dijeron nada; envilecidos por los
crímenes y otras acciones nada piadosas, eran menos sensibles a las
supersticiones que los hombres del desierto, que habían escuchado durante siglos
la temible historia de la ciudad maldita. Steve, a pesar de que odiaba a Nureddin
con todo el veneno que podía destilar su alma, se dio cuenta del magnetismo de
ese hombre, una capacidad de liderazgo innata que le había permitido imponerse
a los temores y tradiciones de muchos años.
—La maldición recae sobre los infieles que irrumpen en la ciudad —respondió
Nureddin—, no en los creyentes. Fijaos, en esta habitación hemos vencido a
nuestros enemigos Kafar!
Uno de aquellos halcones del desierto que lucía una barba blanca negó con la
cabeza.
»Pero la desgracia se cernió sobre todo el reino y la gente empezó a decir que era
a causa de la maldición del djinn. Entonces el sultán, asustado, le ordenó a
Xuthltan que cogiese la gema y la devolviese a la caverna de donde la había
robado, antes de que se produjesen males todavía peores. Pero no era intención
del mago deshacerse de la gema en la que había podido leer los extraordinarios
secretos de la época pre-Adamita, por lo que huyó a la ciudad rebelde de Kara-
Shehr, donde pronto estalló una guerra civil y los hombres lucharon los unos
contra los otros para hacerse con la gema. En ese momento el rey de la ciudad,
anhelando apoderarse de la piedra, atrapó al mago y lo torturó hasta la muerte. Y
fue en esta misma habitación donde vio cómo moría, el rey se sentó en el trono
con la gema en su mano, como se había sentado antes, como se ha sentado a lo
largo de los siglos, ¡como está sentado precisamente ahora!»
El árabe señaló con el dedo la masa de huesos que ocupaba el trono de mármol y
los bravos hombres del desierto retrocedieron atemorizados; incluso a algunos de
los secuaces más fieles a Nureddin se les heló el aliento, pero el sheik se mantuvo
imperturbable.
Nureddin siguió hablando, pero en cuanto vio aquellos rostros tan obstinados se
dio cuenta de la inutilidad de todos sus razonamientos. Entonces cambió su
actitud radicalmente.
—Yo soy quien manda aquí —dijo con voz firme mientras dejaba caer la mano
sobre la funda de su pistola—. ¡No me he esforzado tanto ni he asesinado por
esta gema como para ahora echarme atrás por culpa de unos temores sin ningún
fundamento! ¡Quedaos todos ahí! ¡Si alguno intenta detenerme, su cabeza
peligrará!
Los miró fijamente, con un brillo amenazador en los ojos, y todos recularon,
impresionados por el poder de su carácter despiadado. Se acercó con paso firme
a los escalones de mármol. Los árabes mantuvieron el aliento, acercándose poco
a poco hacia la puerta; Yar Alí, que por fin había recuperado el conocimiento,
emitió un gemido de impotencia; «¡Dios!», pensó Steve, «¡Qué escena más
extraña!». Dos prisioneros atados sobre el suelo lleno de polvo, unos guerreros
salvajes agrupados entre sí y sosteniendo sus armas, el olor agrio de la sangre y de
la pólvora quemada todavía flotando en el aire, cuerpos que yacen envueltos en
sangre, con el cerebro y las entrañas esparcidos por el suelo; y, sobre el pedestal,
el terrible sheik ajeno a todo excepto al maligno brillo carmesí que surgía de entre
los dedos del esqueleto que descansaba en el trono de mármol.
Un alarido de terror rompió aquel tenso silencio. Sin previo aviso, la sólida pared
se abrió y de su interior surgió un tentáculo que golpeó y envolvió el cuerpo del
sheik, igual que una pitón aprisiona a sus víctimas, y lo sacudió y arrastró hasta la
oscuridad. Entonces, la pared se tornó lisa y sólida de nuevo; lo único que se oyó
fue un grito agudo que se iba apagando y heló la sangre de todos los que lo
percibieron. Aullando sonidos ininteligibles, los árabes salieron en estampida,
formando una masa alborozada que luchaba contra la puerta de salida,
rompiéndola y bajando después alocadamente por las enormes escaleras. Steve y
Yar Alí permanecieron allí sin ninguna ayuda, oyendo en la lejanía el frenético
clamor de los que huían y mirando horrorizados a aquella siniestra pared. El
griterío dejó paso en poco rato a un silencio aún más terrorífico. Manteniendo el
aliento, oyeron de repente un sonido que les heló la sangre en las venas: el ruido
de algo metálico o de una piedra que se deslizaba suavemente por una ranura. En
ese instante la puerta oculta empezó a abrirse y Steve vio un brillo entre la
oscuridad que podría haber sido el brillo de unos ojos monstruosos. Steve cerró
sus propios ojos; no se atrevía a mirar cualquiera que fuese el horror que surgiese
de esa repulsiva negrura. Sabía que hay tensiones que el cerebro humano no
puede resistir, y todos los instintos primitivos del alma le imploraban que todo
esto fuese una pesadilla y una locura. Sintió cómo Yar Alí también cerraba los
ojos y cómo los dos yacían en el suelo como dos hombres muertos.
Cuánto tiempo permaneció ahí inconsciente, Steve nunca lo sabrá, pero no pudo
ser demasiado, ya que un susurro de Yar Alí le hizo volver en sí:
—Túmbese de lado, sahib, moviéndome un poco alcanzaré sus ataduras con mis
dientes.
Steve sintió cómo los fuertes dientes del afgano roían sus ligaduras, y mientras
permanecía con la cara contra el polvo del suelo notó que el hombro herido se le
despertaba con unas punzadas inaguantables —se había olvidado de él por
completo hasta entonces— y empezó a reunir todos los componentes de su
consciencia, que hasta entonces vagaban desordenados por su mente. ¿Hasta
dónde, se preguntaba asombrado, habían llegado las pesadillas del delirio,
originadas en el sufrimiento y en la sed que quemaban la garganta? El combate
con los árabes había sido real —las ataduras y las heridas lo demostraban— pero
la terrible muerte del sheik —aquella cosa que surgió del agujero negro de la
pared— probablemente había sido fruto del delirio. Nureddin debía de haber
caído por un pozo u otro tipo de agujero.
Steve notó que ya tenía las manos libres y se alzó, sentándose en el suelo.
Revolvió sus ropas en busca de una navaja que había pasado inadvertida a los
árabes. No miró hacia arriba ni al resto de la habitación mientras cortaba las
cuerdas que le inmovilizaban las piernas, y después liberó a Yar Alí moviéndose
con gran dificultad, ya que su hombro izquierdo estaba rígido y era totalmente
inútil.
—¿Dónde están los beduinos? —preguntó mientras el afgano estaba a sus pies
levantándose—.
—Alá, sahib —susurró Yar Alí—, ¿está usted loco? ¿Acaso lo ha olvidado?
¡Vayámonos rápido, antes de que el djinn regrese!
—Fue una pesadilla —murmuró Steve—. ¡Mira! ¡La joya está de nuevo en el
trono!
Su voz se apagó de repente. Allí estaba otra vez aquel palpitante resplandor en el
viejo trono, reflejándose en el mismo polvoriento esqueleto, cuyos dedos de
hueso sostenían de nuevo el Fuego de Asurbanipal. Pero a los pies del trono
yacía un objeto que nunca antes había estado allí: era la cabeza de Nureddin El
Mekru, que había sido cortada de su cuerpo y vanamente alzaba los ojos hacia la
luz gris que se filtraba a través del techo de piedra. Los labios descoloridos se
contraían dejando ver los dientes en una mueca horrible, y los ojos reflejaban un
horror insoportable. En la gruesa capa de polvo y arena que cubría el suelo, había
tres huellas diferentes: las del propio sheik hasta el sitio donde rodó la joya y topó
con la pared, y, encima de ellas, dos grupos más de pisadas, unas yendo hacia el
trono y otras regresando hacia la pared, grandes, sin una forma definida, como
anchas y lisas, con dedos o garras enormes; no eran ni de hombre ni de animal.
Steve recordó la huida de aquella sala como una pesadilla impetuosa, durante la
cual él y su compañero bajaron disparados por una escalera sin fin que parecía un
agujero gris de temor, corrieron a ciegas a través de polvorientas y silenciosas
habitaciones, pasaron por delante del ídolo que reinaba amenazador en el salón
más grande y fueron a dar de lleno con la resplandeciente luz del sol del desierto,
donde cayeron extenuados intentando recuperar el aliento.
—¡Vámonos de aquí! —dijo sin abrir casi la boca—. ¡Vámonos de aquí rápido!
Como muertos vivientes fueron dando tumbos hasta los caballos, los soltaron y
subieron a las sillas como pudieron.
—Nos dirigiremos hacia las montañas —dijo Steve, y Yar Alí asintió
vivamente—. Es posible que los necesitemos antes de alcanzar la costa.
A pesar de que sus desquiciados nervios pedían a gritos el agua que sonaba en las
cantimploras sujetas a las sillas, espolearon las monturas y, balanceándose en la
silla, cabalgaron raudos a lo largo de las calles llenas de arena de Kara-Shehr,
entre los palacios en ruinas y las columnas que se caían a trozos, cruzaron las
destrozadas murallas y se adentraron en el desierto. Ni una sola vez echaron la
vista atrás hacia aquella masa oscura que albergaba viejos horrores, y ni siquiera
hablaron una palabra hasta que las ruinas se desvanecieron en la distancia. Fue
entonces, y sólo entonces, cuando aminoraron y satisficieron su sed.
—¿Usted dijo, sahib, dijo algo acerca, acerca de ver una cosa? ¿Qué es lo que vio,
en nombre de Alá?
Steve no respondió hasta que los dos camaradas hubieron saltado de nuevo a las
sillas de los caballos y reanudado su largo viaje hacia la costa, que tenían grandes
posibilidades de alcanzar, dado que ahora disponían de caballos, comida, agua y
armas.
—Yo sí que miré —dijo el americano con voz triste—. Y ojalá no lo hubiese
hecho; sé que soñaré con ello durante toda mi vida. Sólo eché una breve ojeada; y
no podría describírtelo de la manera que un hombre describiría una cosa de este
mundo. Espero que Dios me ayude; no era una cosa terrenal, ni tampoco
imaginable. Hay que saber que el hombre no es el primer habitante de la tierra;
hay seres que ya estaban aquí antes de su llegada, y ahora aparecen como
supervivientes de épocas antiguas y desconocidas. Es posible que mundos de
dimensiones que nos son extrañas permanezcan aún hoy imperceptibles en este
universo material. En el pasado, los brujos invocaban a demonios que estaban
dormidos y los controlaban con ayuda de la magia. No es descabellado suponer
que un mago asirio invocase a uno de estos demonios primitivos y lo atrajese
hasta la tierra para vengarle y para custodiar algo que, sin duda, procede del
mismo infierno. Intentaré explicarte lo que pude entrever, y después no volveré a
hablar de ello jamás. Era gigantesco, negro y siniestro; era una monstruosidad
deforme y desgarbada que caminaba erguida como un hombre, pero que parecía
más bien un sapo, y que además tenía alas y tentáculos. Sólo lo vi de espaldas; si
lo hubiese visto de frente, si le hubiese visto la cara, no me cabe ninguna duda de
que hubiese enloquecido por completo. El viejo árabe tenía razón; ¡que Dios nos
proteja, era el monstruo que Xuthltan trajo de las remotas y oscuras cavernas de
la tierra para custodiar el Fuego de Asurbanipal!
El pueblo de la oscuridad
Fui a la Cueva de Dagón para matar a Richard Brent. Bajé por las oscuras
avenidas que formaban los árboles enormes, y mi humor reflejaba la primitiva
lobreguez del escenario. La llegada a la Cueva de Dagón siempre es oscura, pues
las inmensas ramas y las frondosas hojas eclipsan el sol, y lo sombrío de mi
propia alma hacía que las sombras pareciesen aún más ominosas y tétricas de lo
normal.
No muy lejos, oí el lento batir de las olas contra los altos acantilados, pero el mar
mismo quedaba fuera de la vista, oculto por el espeso bosque de robles. La
oscuridad y la penumbra de mi entorno atenazaron mi alma ensombrecida
mientras pasaba bajo las antiguas ramas, salía a un estrecho claro y veía la boca de
la antigua cueva delante de mí. Me detuve, examinando el exterior de la cueva y el
oscuro límite de los robles silenciosos.
¡El hombre al que odiaba no había llegado antes que yo! Estaba a tiempo de
cumplir con mis macabras intenciones. Durante un instante me faltó decisión, y
después, en una oleada me invadió la fragancia de Eleanor Bland, la visión de una
ondulada cabellera dorada y unos profundos ojos azules, cambiantes y místicos
como el mar. Apreté las manos hasta que los nudillos se me pusieron blancos, e
instintivamente toqué el curvo y achatado revólver cuyo bulto pesaba en el
bolsillo de mi abrigo.
Y, sin embargo, sabía que nunca había visto una cueva como ésta, cuyo aspecto
uniforme había dado origen a mitos que afirmaban que no era una cueva natural,
sino que había sido excavada en la piedra sólida en eras pretéritas por las
diminutas manos del misterioso Pueblo Pequeño, los seres prehistóricos de las
leyendas británicas. Todo el paisaje campestre estaba lleno de antiguo folklore.
El túnel estaba oscuro, pero no tan oscuro como para que no distinguiera los
vagos y medio desfigurados contornos de grabados misteriosos sobre las paredes
de piedra. Me aventuré a encender mi linterna eléctrica y examinarlos más de
cerca. A pesar de lo débilmente que se distinguían, me sentí repelido por su
carácter anormal y repugnante. Seguramente ningún hombre hecho a partir del
molde humano tal y como lo conocemos pudo garabatear aquellas grotescas
obscenidades.
El Pueblo Pequeño… Me pregunté si los antropólogos tenían razón en su teoría
de una achaparrada raza aborigen mongola, tan retrasada en la escala evolutiva
que apenas era humana, pero poseedora de su propia y repugnante cultura.
Habían desaparecido antes de las razas invasoras, decía la teoría, dando lugar a la
base de todas las leyendas arias de trolls, elfos, enanos y brujas. Habitantes de
cuevas desde el principio, estos aborígenes se habían retirado cada vez más hacia
las cavernas de las colinas, antes de la llegada de los conquistadores,
desapareciendo al fin por completo, aunque las fantasías del folklore imaginaban
que sus descendientes todavía habitaban en las simas perdidas bajo las colinas,
abominables supervivientes de una era agotada.
Apagué la antorcha y atravesé el túnel, para salir a una especie de entrada que
parecía demasiado simétrica para haber sido obra de la naturaleza. Me encontré
contemplando una inmensa y sombría caverna, y una vez más me estremecí con
un extraño sentimiento de familiaridad. Un corto tramo de escalones descendía
desde el túnel hasta el piso de la cueva; escalones diminutos, demasiado pequeños
para pies humanos normales, labrados en la piedra sólida. Sus bordes estaban
muy desgastados, como si hubieran sido usados durante eras. Inicié el descenso y
mi pie resbaló súbitamente. Supe instintivamente lo que venía a continuación
(todo formaba parte de aquella extraña sensación de familiaridad), pero no pude
sujetarme. Caí de cabeza por los escalones y golpeé el piso de piedra con un
impacto que anuló mis sentidos…
Entonces vi un objeto tirado a mis pies, y me incliné para recogerlo. Era una
pesada espada de hierro, cuya ancha hoja tenía manchas oscuras. Mis dedos se
ajustaron instintivamente alrededor de su empuñadura con la familiaridad que da
el uso. Entonces recordé repentinamente y me reí al pensar que una caída de
cabeza pudiera dejarme a mí, Conan de los saqueadores, tan completamente
atontado. Sí, ahora lo recordaba todo. Había sido un asalto contra los britanos,
cuyas costas atacábamos continuamente con antorchas y espadas, desde la isla
llamada Eire-ann. Aquel día, nosotros los gaélicos de pelo negro, habíamos caído
repentinamente sobre una aldea costera con nuestros barcos largos y bajos, y en
el huracán de la batalla subsiguiente, los britanos por fin habían cedido en su
tozuda resistencia y se habían retirado todos, guerreros, mujeres y niños, hacia las
profundas sombras de los robledales, donde raras veces nos atrevíamos a
seguirles.
Pero yo los había seguido, pues había una chica entre mis enemigos a la cual
deseaba con ardiente pasión, una esbelta, delgada y joven criatura de ondulados
cabellos dorados y profundos ojos grises, cambiantes y místicos como el mar. Su
nombre era Tamera, como bien sabía yo, pues había comercio entre las razas de
la misma manera que guerra, y había estado en las aldeas de los britanos como
pacífico visitante, en las escasas épocas de tregua.
—¡Corre hacia el bosque, Tamera! —gritó, y saltó sobre mí como salta una
pantera, su hacha de bronce girando como una rueda metálica. Y después sonó el
clamor de la refriega y el jadeo profundo del combate.
El britano era tan alto como yo, pero era esbelto mientras que yo era grueso. La
ventaja del puro poder muscular era mía, y pronto se encontró a la defensiva,
luchando desesperadamente por rechazar mis fuertes golpes con su hacha.
Golpeando su guardia como un herrero golpea un yunque, le presioné
implacablemente, empujándole con una fuerza irresistible. Su pecho se hinchó, su
respiración se convirtió en un jadear ahogado, su sangre goteó de la cabellera, del
pecho y de los muslos, donde mi hoja silbante había cortado la piel, y casi había
tocado fondo. Mientras redoblaba mis golpes y él se inclinaba y cedía bajo ellos
como un arbolito en una tormenta, oí a la muchacha gritar.
—¡Eso no! —boqueó—. ¡Prefiero una muerte limpia! ¡En nombre de Il-Marenin,
muchacha, corre hacia el bosque y sálvate tú!
Con un grito enloquecido que invocaba a todos mis hoscos dioses gaélicos, salté
imprudentemente tras ellos, sin pensar que el britano podía acechar junto a la
entrada para abrirme los sesos en cuanto irrumpiese. Pero un rápido vistazo me
mostró la cámara vacía y un jirón blancuzco desapareciendo a través de una
oscura entrada en la pared negra.
La furia hacía que casi echara espuma por la boca, y la visión de una delgada
figura blanca en las profundas sombras tras el guerrero me provocó un estado
frenético. Ataqué salvaje pero cautelosamente, arremetiendo con odio contra mi
enemigo, y retirándome ante sus golpes. Quería provocar que se lanzase en una
acometida abierta, evitarla y atravesarle antes de que pudiera recuperar el
equilibrio. En terreno abierto podía vencerle por la fuerza bruta y con golpes
poderosos, pero aquí sólo podía usar la punta de la espada, y eso poniéndome en
situación de desventaja; yo siempre prefería el Pilo. Pero yo era tozudo; si no
podía alcanzarle con un golpe definitivo, tampoco podían él ni la muchacha
escapar de mí mientras le mantuviera encerrado en el túnel.
Debió de ser la comprensión de este hecho lo que provocó que la muchacha
interviniese, pues dijo algo a Vertorix sobre buscar algún camino de salida, y
aunque él gritó ferozmente prohibiéndole que se aventurase en la oscuridad, ella
se dio la vuelta y corrió veloz por el túnel hasta desaparecer en la penumbra. Mi
ira creció espantosamente y casi conseguí que me abriera la cabeza, en mi
impaciencia por derribar a mi enemigo antes de que ella encontrara un medio
para su huida.
Mientras iba corriendo, observé con indiferencia que las paredes del túnel
estaban garabateadas con dibujos monstruosos, y comprendí repentina y
escalofriantemente que ésta debía de ser la temida Cueva de los Hijos de la
Noche, cuyos relatos habían cruzado el estrecho mar para resonar horriblemente
en los oídos de los gaélicos. El miedo que sentía hacia mí debía de haber afectado
mucho a Tamera, para obligarla a introducirse en la cueva evitada por su pueblo,
donde se decía que acechaban los supervivientes de aquella execrable raza que
habitó la región antes de la llegada de los pictos y los britanos, y que había huido
de ellos hacia las cuevas desconocidas de las colinas.
Me detuve inseguro, con todos los temores sobrenaturales que son herencia de
los gaélicos elevándose en mi alma primitiva. Podía darme la vuelta y salir de
estos malditos laberintos, hacia la clara luz del sol y hasta el claro mar azul donde
mis camaradas, sin duda, me aguardaban impacientes tras la fuga de los britanos.
¿Por qué iba a arriesgar mi vida en esta espeluznante madriguera de ratas? Me
devoraba la curiosidad por saber qué clase de seres moraban en la cueva, y
quiénes eran los llamados por los britanos Hijos de la Noche, pero fue el amor
por la muchacha de pelo dorado lo que me impulsó a avanzar por aquel túnel
oscuro; pues la amaba a mi manera, y quería ser amable con ella, y llevármela a mi
guarida en la isla.
Caminé lentamente por el pasillo, con la espada lista. No tenía ni idea de qué
clase de criaturas eran los Hijos de la Noche, pero las historias de los britanos les
habían investido de una naturaleza claramente inhumana.
Pero apenas le eché un vistazo de pasada. Había dos figuras atadas con correas de
cuero sobre el resplandeciente altar negro. Una era Tamera; la otra era Vertorix,
manchado de sangre y despeinado. Su hacha de bronce, cubierta de sangre seca,
estaba junto al altar. Y delante de la piedra resplandeciente se agazapaba el
Horror.
Erguido, no podía tener más de metro y medio de altura. Su cuerpo era escuálido
y deforme, su cabeza desproporcionadamente grande. Un pelo lacio y revuelto
caía sobre su cara inhumana de gordos labios retorcidos que descubrían fauces
amarillas, narices anchas y aplastadas y grandes y amarillentos ojos rasgados.
Sabía que la criatura debía de ser capaz de ver en la oscuridad tan bien como un
gato. Siglos de acechar por las oscuras cuevas habían proporcionado a su raza
atributos inhumanos y terribles. Pero el rasgo más repulsivo era su piel:
escamosa, amarilla y moteada, como el pellejo de una serpiente. Un taparrabos
hecho de auténtica piel de serpiente ceñía sus esbeltos lomos, y sus manos
afiladas aferraban una lanza con punta de piedra y un siniestro mazo de sílex
pulimentado.
Mientras salía del pasadizo, el horror junto al altar levantó la cabeza y me miró de
lleno. Al mismo tiempo que se levantaba, yo salté y él se desmoronó, entre
chorros de sangre, al partir mi pesada espada su corazón de reptil. Pero mientras
moría, emitió un repugnante chillido que reverberó hasta lo más hondo del
pasadizo. Con prisa desesperada, corté las ligaduras de Vertorix y le arrastré hasta
ponerlo en pie. Luego me volví hacia Tamera, que en aquellas circunstancias
desesperadas no se apartó de mí, sino que me miró con ojos suplicantes y
dilatados por el terror. Vertorix no perdió el tiempo con palabras,
comprendiendo que el azar nos había convertido en aliados. Agarró su hacha
mientras yo liberaba a la muchacha.
—Salvaos vosotros si podéis —rugí—. Yo plantaré cara aquí. Ellos pueden ver
en la oscuridad y yo no. Aquí al menos sí puedo verlos. ¡Marchaos!
—De poco nos sirve ser cazados como ratas hasta el exterminio. No hay salida.
Enfrentémonos a nuestro destino como hombres.
—Adoramos a dioses distintos, saqueador —dijo—, pero todos los dioses aman
a los hombres valientes. Puede que volvamos a encontrarnos, más allá de la
Oscuridad.
Me giré mientras una repugnante horda inundaba el túnel y surgía a la luz pálida,
una pesadilla veloz de pelo revuelto, labios salpicados de espuma y ojos
incandescentes. Profiriendo mi grito de guerra, salté a recibirlos y mi pesada
espada cantó y una cabeza giró sonriente sobre sus hombros bajo un arco de
sangre. Cayeron sobre mí como una oleada y la fiebre guerrera de mi raza me
dominó. Luché como lucha una bestia enloquecida, y con cada golpe atravesé
carne y hueso, y la sangre salpicaba como una lluvia carmesí.
Así que retrocedimos, peleando cada palmo del camino. Las alimañas luchaban
como diablos sedientos de sangre, gateando sobre los cadáveres de los muertos
entre chillidos y mandobles. Los dos derramábamos sangre con cada paso, hasta
que alcanzamos la boca del pasadizo, por donde nos había precedido Tamera.
Por la luz pálida que se filtraba desde algún lugar de lo alto, era evidente que no
estaba a demasiada profundidad, y esperaba encontrarme pronto con alguna otra
escalera. Pero cuando lo hice, me detuve sumido en la más negra desesperación;
en lugar de subir, descendía. En algún lugar muy por debajo de mí, oí débilmente
los aullidos de la manada, y bajé, sumergiéndome en la más absoluta oscuridad.
Por último, llegué hasta un nivel nuevo, y seguí avanzando a ciegas. Había
abandonado toda esperanza de huida, y sólo deseaba encontrar a Tamera y morir
con ella, si es que ella y su enamorado no habían encontrado un camino de salida.
El estruendo del agua corriente sonaba ahora sobre mi cabeza, y el túnel estaba
legamoso y lóbrego. Gotas de humedad caían sobre mi cabeza y supe que estaba
pasando bajo el río.
Al otro lado del río vi otra grieta en la pared del acantilado que estaba enfrente de
mí, con una cornisa similar a aquella en la que estaba yo, pero más larga. En
tiempos pretéritos, no me cabía duda, alguna clase de puente primitivo
comunicaba las dos cornisas, posiblemente antes de que el túnel fuera excavado
bajo el lecho del río. Mientras miraba, dos figuras surgieron en aquella otra
cornisa; una de ellas cubierta de cuchilladas y de polvo, cojeando, aferrada a un
hacha sucia de sangre; la otra delgada, blanca y femenina.
Los Hijos dudaron un instante, mientras los dos britanos se enfrentaban a ellos, y
luego con una carcajada Vertorix arrojó su hacha al río torrencial, y volviéndose,
agarró a Tamera con un último abrazo. Juntos dieron un salto y, todavía
abrazados el uno al otro, cayeron hasta golpear las aguas espumeantes y
embravecidas que parecían saltar para recibirlos, y desaparecieron. El río salvaje
continuó agitándose como un monstruo ciego e irracional, su estruendo
reverberando a través de los acantilados.
Eché un vistazo alrededor de la oscura cámara, hasta la entrada del túnel por el
cual Vertorix había seguido a la muchacha. Pero miré en vano, viendo sólo el
muro desnudo y liso de la cueva. Crucé la cámara, encendí mi linterna eléctrica,
milagrosamente intacta tras mi caída, y palpé la pared.
¡Ja! ¡Me sobresalté como si hubiera recibido una descarga eléctrica! Exactamente
donde la entrada debía haber estado, mis dedos detectaron una diferencia de
materiales, una sección que era más áspera que el resto de la pared. Estaba
convencido de que era una obra de artesanía relativamente moderna; el túnel
había sido tapiado.
Entré en el túnel por el que habíamos huido, proyectando un rayo de luz por
delante, y vi la franja de luz grisácea que llegaba desde lo alto, igual que en aquella
otra era perdida. Aquí el britano y yo, Conan, habíamos plantado cara. Aparté
mis ojos de la antigua hendidura en lo alto del techo abovedado, y busqué la
escalera. Allí estaba, medio oculta por un ángulo de la pared.
Del pasadizo salí al tortuoso pasillo, que, como recordaba de antes, estaba más
iluminado. Aquí, surgiendo de las sombras, una cosa había saltado sobre mi
espalda mientras mis acompañantes seguían corriendo, ignorantes. ¡Qué hombre
tan brutal tenía que haber sido Conan, para seguir avanzando después de recibir
heridas tan salvajes! Sí, en aquella época todos los hombres eran de hierro.
Llegué al sitio donde el túnel se dividía, y al igual que antes tomé la bifurcación
izquierda y salí al pasadizo que descendía. Bajé por él, atento al rugido del río,
pero no lo oí. Una vez más la oscuridad se cerró sobre el pasadizo, de manera
que me vi obligado a recurrir a mi linterna eléctrica de nuevo, si no quería perder
pie y precipitarme a la muerte. ¡Oh, yo, John O’Brien, no tengo un caminar tan
seguro como el que tenía yo, Conan el saqueador; no, ni tampoco soy tan
felinamente poderoso y veloz!
Pronto llegué al húmedo nivel inferior, y volví a sentir la lobreguez que denotaba
mi posición bajo el lecho del río, pero seguía sin poder oír el ruido del agua. Supe
con toda seguridad que si antaño había existido algún río poderoso que hubiera
pasado rugiendo hasta desembocar en el mar en aquellos días antiguos, hoy en
día ya no había ninguna masa de agua entre las colinas. Me detuve, echando un
vistazo con mi linterna. Estaba en un inmenso túnel, no muy alto, pero sí ancho.
Otros túneles más pequeños salían de él y me maravillé al ver aquella red que
aparentemente recorría las colinas.
Sí, la superficie de la tierra cambia; los ríos crecen o menguan, las montañas se
levantan y se desmoronan, los lagos se secan, los continentes se alteran; pero bajo
la tierra la obra de manos perdidas y misteriosas dormitaba a salvo del paso del
Tiempo. Su obra, sí, pero ¿y las manos que habían erigido esa obra? ¿Acaso ellas
también acechaban bajo el seno de las colinas?
No sé cuánto tiempo permaneció allí, perdido en oscuras especulaciones, pero
mientras miraba hacia la otra cornisa, erosionada y ruinosa, me retiré hacia la
entrada que tenía detrás con un movimiento súbito. Dos figuras salieron a la
cornisa y tragué saliva al ver que eran Richard Brent y Eleanor Bland. Recordé
por qué había venido a la cueva y mi mano buscó instintivamente el revólver en
mi bolsillo. No me veían. Pero yo sí podía verlos, y oírlos claramente también, ya
que ningún río rugía ahora entre las cornisas.
—Sí, y John también —contestó ella—. Pero tú no eras Richard Brent y John no
era John O’Brien. No, y yo tampoco era Eleanor Bland. ¡Oh!, es tan borroso y
tan remoto que no puedo describirlo en absoluto. Es turbio y brumoso y terrible.
Los vi volverse hacia la hendidura, sus brazos alrededor el uno del otro, y
entonces oí a Tamera, quiero decir a Eleanor, chillar, y vi cómo ambos
retrocedían. De la hendidura salió retorciéndose un horror, una cosa repugnante
e indescriptible que parpadeó bajo la clara luz del sol. Sí, lo conocía de antaño,
era un vestigio de una era olvidada, que salía contorsionando su horrible figura de
la oscuridad de la tierra y del pacto perdido para reclamar lo suyo.
Vi lo que tres mil años de regresión pueden hacer a una raza que ya era
repugnante al principio, y me estremecí. Supe instintivamente que en todo el
mundo era el único de su especie, un monstruo que se había resistido a morir,
sólo Dios sabe durante cuántos siglos, revolcándose en el fango de sus lóbregas
madrigueras subterráneas. Antes de que los Hijos desaparecieran, la raza debió de
perder toda apariencia humana, ya que vivían la vida de los reptiles. Esta cosa era
más parecida a una serpiente gigante que a otra cosa, pero tenía piernas abortadas
y brazos serpentinos con garras en forma de garfio. Se arrastraba sobre su
vientre, retrayendo sus labios moteados para dejar a la vista colmillos como
agujas, que tuve la impresión de que goteaban veneno. Siseó al levantar su
espeluznante cabeza sobre un cuello horriblemente largo, mientras sus rasgados
ojos amarillos resplandecían con todo el horror que se engendra en las
madrigueras negras ocultas bajo la tierra.
Supe que esos ojos habían centelleado mirándome desde la abertura del túnel
oscuro en la escalera. Por alguna razón, la criatura se había alejado de mí,
posiblemente porque temía mi luz, y era lógico pensar que era el último que
quedaba en las cuevas, o de lo contrario me habrían tendido una trampa en la
oscuridad. De no ser por él, los túneles podían recorrerse con seguridad.
El monstruo se irguió y Brent, con frío coraje, saltó para enfrentarse a él con las
manos desnudas. Apuntando rápidamente, efectué un disparo. El tiro reverberó
como el chasquido de la muerte entre los inmensos acantilados, y el Horror, con
un grito repugnantemente humano, se tambaleó de forma salvaje, se balanceó y
cayó de cabeza, retorciéndose y contorsionándose como una pitón herida, para
desplomarse desde la cornisa inclinada y caer en picado hasta las piedras que le
aguardaban abajo.
La cosa con pezuñas
Saliendo del jardín de la casa de los Ash, crucé varias parcelas libres cubiertas de
hierba crecida y maleza y llegué a la última casa del otro lado de la calle, un
edificio ruinoso construido sobre un terreno irregular y que había sido ocupado
recientemente, aunque sin restaurarlo, por un tal Stark, un oriental solitario y
retraído. Mirando la vieja casa destartalada alzándose entre grandes robles y
retirada unos cien metros aproximadamente de la calle, se me ocurrió que el
señor Stark podría quizás arrojar algo de luz a este misterio.
—Buenos días, señor Stark —dije—, lamento molestarle. Soy Michael Strang.
Vivo en la última casa al otro lado de la calle. Tan sólo pasé para preguntarle si
había visto un gato maltés grande recientemente.
Su mirada me intimidó.
—¿Y qué le hace pensar que yo podría saber algo sobre ese gato? —preguntó
con voz profunda.
Estaba bastante intrigado por conocer más acerca de mi vecino, así que acepté su
invitación, y me guió hasta un estudio con olor a tabaco y a piel de libros.
Curioseé los volúmenes de unas estanterías que llegaban hasta el techo, pero no
tuve ocasión de examinar sus títulos, ya que mi anfitrión resultó ser
sorprendentemente locuaz. Parecía feliz por mi presencia, y yo sabía que tenía
pocas o ninguna visita. Me pareció un hombre de una enorme cultura, un
conversador elegante y un solícito anfitrión. Sacó whisky y soda de un armario
con puertas de lo que parecía plata maciza, y mientras bebíamos hablamos de
distintos temas desde perspectivas sumamente interesantes. Al saber por uno de
sus comentarios al azar que yo estaba profundamente interesado en las
investigaciones antropológicas del catedrático Hendryk Brooler, comentó el tema
ampliamente y matizó alguno de los puntos en los que yo vacilaba.
Fascinado por la evidente erudición del hombre, pasó casi una hora antes de que
pudiera marcharme, aunque me sentí extremadamente culpable al pensar en la
pobre Marjory, que esperaba noticias del desaparecido Bozo. Me dispuse a irme,
prometiéndole volver pronto, y mientras salía por la puerta principal se me
ocurrió que después de todo no había averiguado nada en absoluto sobre mi
anfitrión. El había mantenido cuidadosamente la conversación en términos
impersonales. También concluí que, aunque no supiese nada de Bozo, la
presencia de un gato en la casa podría serle de utilidad. En varias ocasiones pude
oír mientras charlábamos el trasiego de algo que se movía en el piso de arriba,
aunque, pensándolo mejor, el ruido no se asemejaba especialmente al
movimiento de roedores. Había sonado más como un pequeño ternero o
corderillo, u otro tipo de cría de animal de pezuña, trotando en el piso de arriba.
Tras una exploración exhaustiva del vecindario que no reveló rastro alguno del
desaparecido Bozo, regresé apesadumbrado junto a Marjory, llevando conmigo
para consolarla un bulldog de andares de pato, con patas combas y cara de
gárgola, y con un corazón tan fiel como jamás haya latido en el pecho de un can.
Marjory lloró por la desaparición del gato y bautizó a su nuevo vasallo con el
nombre de Bozo en homenaje a la mascota desaparecida, y la dejé retozando con
él en el jardín como si tuviera diez años en lugar de veinte.
—Alguien intentó llevarse a Bozo ayer noche, Michael —dijo ella, con sus
oscuros y profundos ojos sombríos de inquietud e indignación—. Seguro que se
trata de la horrible bestia que ha estado llevándose las mascotas de la gente…
Me dio los detalles y parecía que Bozo había resultado demasiado difícil de
manejar para el misterioso merodeador. La familia oyó un repentino alboroto en
la noche: el bullicio de una pelea salvaje, mezclado con el enloquecedor rugido
del perro. Salieron todos hacia allá y llegaron hasta la caseta de Bozo, pero
demasiado tarde para atrapar al visitante, del que pudieron oír con toda claridad
sus pasos alejándose. El perro tiraba de la cadena, con los ojos brillantes y el pelo
erizado, enfrentándose al desafío con un ladrido profundo. Pero ni rastro del
atacante. Evidentemente había desistido y había escapado escalando el alto muro
del jardín. Supongo que el incidente debió de hacer a Bozo aún más desconfiado
de los extraños, porque tan sólo unas horas después, a la mañana siguiente, tuve
que rescatar al señor Stark de él. Como he dicho, la casa de Stark era la última al
otro lado de la calle. De hecho, era la última casa de toda la calle, ya que se alzaba
a unos trescientos metros de distancia en la esquina más alejada del amplio
terreno de césped y árboles. En la esquina opuesta que daba a la calle frente al
hogar de los Ash, se alzaba un bosquecillo de pequeños árboles en una de las
parcelas libres que separaba las tierras de Stark de las de los Ash. Mientras
cruzaba este bosquecillo de camino a casa de los Ash, oí un repentino alboroto…
la voz de un hombre pidiendo ayuda a gritos y el fiero gruñido de un perro.
Lanzándome a través del follaje vi un perro enorme que saltaba hacia una figura
que colgaba de las ramas más bajas de uno de los árboles. Se trataba de Bozo, y el
hombre no era otro que el señor Stark, quien, a pesar de su invalidez, había
logrado escalar el árbol justo fuera del alcance de las fauces del perro.
Horrorizado y atónito, me abalancé al rescate, aparté a Bozo de su víctima
potencial con cierta dificultad y lo envié malhumorado hacia casa. Me apresuré
para ayudar al señor Stark a bajarse del árbol, que nada más tocar el suelo se
desplomó.
Sin embargo, no encontré ninguna herida en su cuerpo, y él, entre jadeos y sin
aliento, me aseguró que estaba bastante bien excepto por la conmoción y el
cansancio. Me dijo que estaba descansando a la sombra del bosquecillo, ya que se
encontraba agotado por la larga caminata que había dado alrededor de su
hacienda, cuando de repente el perro apareció y le atacó. Me disculpé
profusamente por Bozo, y le aseguré que no volvería a pasar. Le ayudé a llegar
hasta su estudio, donde se tumbó en un diván y bebió un whisky con soda que yo
mismo le preparé con los ingredientes del armario lacado. Fue muy comprensivo
con lo sucedido, me aseguró que nadie había salido herido y atribuyó el ataque al
hecho de que él era un extraño para el perro.
Fue una semana más tarde cuando tuvo lugar el primero de los espeluznantes
misterios. De nuevo fue una desaparición sin explicación alguna, pero en esta
ocasión no se trataba de un gato o un perro. Era un niño de tres años que había
sido visto por última vez jugando en una parcela cerca de su propio patio justo
antes de la puesta de sol, y a quien ningún mortal había vuelto a ver. No es
necesario decir que la alarma se extendió por toda la ciudad. Algunos habían
creído ver un significado malévolo tras la desaparición de los animales, y ahora
esto apuntaba indiscutiblemente a una mano siniestra que actuaba en la
oscuridad.
La policía hizo una batida por la ciudad y el campo, pero no se encontró ni rastro
del niño desaparecido, y antes de que pasaran quince días, cuatro más habían
desaparecido en distintas partes de la ciudad. Sus familias no recibieron ninguna
misiva exigiendo un rescate, ni había el menor indicio de algún enemigo oculto
con ansias de venganza. El silencio simplemente abrió sus fauces y engulló a las
víctimas cerrándose de nuevo inmutable. Los ciudadanos histéricos suplicaron
ayuda a las autoridades civiles en vano, ya que éstas habían hecho todo lo que
estaba en sus manos y se veían tan impotentes ante la situación como ellos.
Se habló de pedir al gobernador que enviara soldados para patrullar la ciudad, y
los hombres comenzaron a ir armados y a regresar a toda prisa con sus familias
mucho antes de la caída de la noche.
En uno de los parques más retirados a las afueras de la ciudad, los dos jóvenes
miembros de una pareja que disfrutaba de una sesión de arrumacos y besos, se
quedaron petrificados al escuchar un horrible grito procedente de un oscuro
grupo de árboles, y sin atreverse a moverse siquiera, pudieron ver salir una figura
encorvada y tenebrosa que transportaba a sus espaldas el inconfundible bulto del
cuerpo de un hombre. La horrible visión se desvaneció entre los árboles, y los
jóvenes, enloquecidos por el terror, corrieron hacia su automóvil y condujeron a
toda velocidad en pos de las luces de la ciudad. Relataron temblorosos lo
sucedido al jefe de policía y enseguida un cordón de patrulleros recorrió todo el
parque. Pero ya era demasiado tarde; el desconocido asesino había logrado
escapar. En el bosquecillo se encontró un viejo y humilde sombrero, arrugado y
manchado de sangre, y uno de los agentes lo reconoció como el sombrero que
llevaba un vagabundo que había recogido el día anterior y que más tarde había
sido liberado. El desgraciado debía de estar durmiendo en el parque cuando
encontró su terrible destino.
Fue poco después de que anocheciera cuando sonó el teléfono. Era Stark.
No había suministro eléctrico en la casa, pero varias velas grandes sobre la mesa
alumbraban lo suficiente. Me incliné ante el armario lacado y comencé a forcejear
con la puerta. Ya he mencionado la placa de plata de la que parecía estar hecha
dicha puerta. Mientras intentaba abrirla observé la placa, tan pulida que reflejaba
objetos como si fuera un espejo. Y de repente se me heló la sangre en las venas.
Por encima de mi hombro vi reflejado el rostro de John Stark, desconocido y
horriblemente distorsionado. Sostenía una maza en una mano, que alzó mientras
se acercaba a mí con sigilo. Me levanté bruscamente, girándome para mirarle de
frente. Su semblante era más inescrutable que nunca, a excepción del gesto de
ligera sorpresa ante mi repentino movimiento. Me alargó el mazo.
Lo tomé sin pronunciar ni una sola palabra, manteniendo la mirada fija en él, y,
propinando un golpe terrorífico, literalmente reventé la puerta del armario. Sus
ojos se abrieron con expresión de asombro y durante unos instantes nos miramos
sin hablar. Había una tensión eléctrica en el aire y, sobre mi cabeza, volví a oír
pisotones de pezuñas. Y un extraño escalofrío, como un terror desconocido, me
embargó… ¡y es que podría haber jurado que lo que se movía por las estancias
del piso de arriba no debía de ser más pequeño que un caballo!
Lancé el mazo a un lado, me giré sin decir ni una palabra y salí a toda prisa de la
casa; tampoco respiré totalmente tranquilo hasta que llegué a mi propia
biblioteca. Allí me senté para reflexionar; mi mente era un caótico remolino. ¿Me
había comportado como un estúpido? ¿No había sido esa expresión de malignas
intenciones en el rostro de John Stark cuando se acercaba sigilosamente a mí una
mera distorsión del reflejo? ¿Me había gastado una mala pasada mi imaginación?
O, y aquí oscuros miedos me susurraban en lo más profundo de mi cerebro,
¿había sido ese reflejo en la placa de plata lo que me había salvado la vida? ¿Era
John Stark un demente? Me estremecí ante un terrible pensamiento. ¿Era él el
responsable de los deleznables crímenes recientes? La hipótesis no se sostenía.
¿Qué motivos podría tener un refinado y viejo erudito para secuestrar niños y
asesinar vagabundos? De nuevo mis temores me susurraron que podría haber un
motivo… me susurraron escalofriantes suposiciones acerca de un siniestro
laboratorio en el que un científico demente llevaba a cabo terribles experimentos
con especímenes humanos.
Luego me reí de mí mismo. Incluso suponiendo que John Stark fuera un loco, los
crímenes recientes precisaban de unas condiciones físicas fuera del alcance del
lisiado. Sólo un hombre con una fuerza y una agilidad sobrehumanas podría
llevarse sin ruido a robustos niños o transportar sobre los hombros el cadáver de
un hombre muerto. Ciertamente, ningún lisiado podría hacerlo, y me
correspondía entonces volver a casa de Stark y disculparme por mi estúpido
comportamiento… Y en ese preciso instante un súbito pensamiento me golpeó
como un jarro de agua helada… algo que en el momento en que se produjo había
causado una fuerte impresión en mi subconsciente, pero que no había registrado
conscientemente… y es que cuando me giré para encarar a John Stark frente al
armario lacado, él estaba de pie totalmente erguido, sin su muleta.
Levanté el teléfono y llamé a casa de los Ash. La señora Ash respondió y le pedí
que me pusiera con Marjory.
Su voz me llegaba desde el otro lado de la línea matizada con cierta ansiedad.
—Pero, Michael, ¡Marjory lleva fuera desde hace más de una hora! La oí
hablando por teléfono y luego me dijo que tú habías quedado con ella junto al
bosquecillo que hace esquina con el jardín del señor Stark, para ir a dar una
vuelta. Me pareció extraño que no vinieses tú a casa, como sueles hacer, y no me
gustó la idea de que ella saliera sola, pero supuse que tú estarías al corriente… ya
sabes, Michael, siempre hemos depositado tanta fe en ti… así que la dejé
marchar. ¿Tú no crees que… algo… algo…?
—¡Oh, no! —reí, pero mi risa sonaba hueca y tenía la garganta seca—. No ha
pasado nada, señora Ash. La llevaré de regreso a casa inmediatamente.
La saqué de la vaina donde había permanecido durante más de cien años y el frío
acero azul brilló inmaculado bajo la luz. Luego acompañé al perro, que seguía
gruñendo, y nos adentramos ambos en la noche. Corría vacilante, pero muy
rápido, y me resultó difícil seguirle el paso. Iba en la dirección que mi intuición
me decía que iría… hacia la casa de John Stark.
Nos acercamos a la esquina de los terrenos de Stark, agarré a Bozo por el collar y
lo retuve cuando intentó salir corriendo hacia el muro derruido. No me hizo falta
saber más. John Stark era el demonio encarnado que había extendido la nube de
terror sobre la ciudad. Entonces comprendí su plan… una llamada telefónica
atrayendo a su víctima. Yo había caído en su trampa, pero el azar intervino a
tiempo. De modo que eligió a la chica… no debía de ser muy difícil imitar mi
voz. Maníaco homicida o sabio loco, fuera lo que fuese, sabía que en algún
rincón de aquella lúgubre casa estaba Marjory, cautiva o cadáver. Y no iba a
permitir que Stark tuviera la ocasión de abatirme a disparos si iba a por él a pecho
descubierto. Una negra ira se apoderó de mí, estimulando la pericia que
normalmente la pasión extrema aumenta. Iba a entrar en aquella casa e iba a
separar la cabeza de John Stark de su cuerpo con la espada que en tiempos
pasados había cercenado los cuellos de sarracenos, piratas y traidores.
No estaba muy familiarizado con la casa, pero creía que la puerta daba a un
cuarto trastero. Estaba cerrado por dentro. Introduje la punta de la espada entre
la puerta y el vano e hice palanca, con cautela pero con fuerza. Era imposible que
la antigua hoja de la espada se rompiese, forjada mediante olvidadas técnicas, y si
empujaba con todas mis fuerzas, que no eran pocas, tendría que ceder. Se trataba
de una cerradura vieja. Con un crujido y un estallido que pareció horriblemente
ruidoso en medio de tanta quietud, la puerta cedió.
Marjory estaba amordazada y tenía las manos atadas a la espalda. Una pequeña
cadena alrededor de su delgada cintura la sujetaba a una pesada argolla en la
pared, pero la llave estaba en el cerrojo. La liberé en unos segundos y la abracé
convulsivamente, temblando febrilmente. Sus oscuros ojos abiertos miraron a los
míos sin verme, con una expresión de horror que me conmocionó el alma y heló
mi sangre con un extraño y siniestro presentimiento.
Alcé la cabeza de un respingo, y Bozo, con los pelos erizados, se encogió con una
mirada de profundo terror en los ojos. Sobre nuestras cabezas sonaba el pesado
andar de unas pezuñas. Pero ahora los pisotones eran gigantescos… elefantinos.
Toda la casa temblaba con su impacto. Una mano helada me recorrió la espalda.
»”Y allí en el suelo, delante de mí, yacía aquel ser gimiente, chillón y desnudo
procedente del Abismo; y cuando vi su naturaleza, incluso yo empalidecí y casi
me falló la voluntad.
»”A1 principio no era más grande que un sapo. Pero lo alimenté cuidadosamente,
sabiendo que sólo se desarrollaría con sangre fresca. En un primer momento lo
alimenté con moscas y arañas, insectos a los que drenaba la sangre, entre otras
cosas. Creció poco a poco, al principio… pero creció. Entonces aumenté su
dieta. Le proporcioné ratones… ratas… conejos; luego gatos. Finalmente ya ni
un perro adulto era suficiente comida para aquella Cosa.
»”Esta noche tu amante escapó por los pelos del destino que ahora ha recaído
sobre ti. No tengo nada en contra de Michael Strang. La necesidad es un cruel
tirano. No voy a disfrutar ofreciéndote vivo al monstruo, mientras te retuerces de
horror. Pero no tengo elección. Para salvarme yo, debo continuar saciándolo con
sangre humana, no quiero ser su presa. Quizás te preguntes por qué no destruyo
aquello que creé. Es una pregunta que me hago a mí mismo. No me atrevo a
intentarlo. Y dudo que manos humanas puedan acabar con ese monstruo. Mi
mente ya no me pertenece. Yo, que en un tiempo fui el amo, me he convertido
en un humilde esclavo que le proporciona alimento. Su terrible inteligencia no
humana me ha arrebatado la fuerza de voluntad y me ha esclavizado. Ocurra lo
que ocurra, ¡debo seguir alimentándolo!
»En ese momento, Stark pegó un respingo cuando la casa tembló por los
impactos de unos pesados pasos en algún lugar del piso de arriba. Empalideció.
«¡Se ha despertado y tiene hambre! —susurró—. Iré a atenderle… ¡A decirle que
es demasiado pronto para ser alimentado!». Tomó la vela que ardía sobre la mesa
y subió a toda prisa las escaleras… —Marjory hundió su rostro entre las manos y
un temblor sacudió su esbelta figura—. Se oyó un grito espeluznante —
sollozó—, y luego el silencio, a excepción de un abominable sonido de desgarros
y crujidos, ¡y el retumbar de los pisotones de las terribles pezuñas! Me quedé aquí
tendida durante lo que me pareció un siglo. Entonces oí a un perro gimiendo y
arañando en la puerta que da al exterior y supe que Bozo se había recuperado y
me había seguido hasta aquí, pero no podía llamarlo, y se marchó… y me quedé
aquí sola… escuchando… escuchando…
—¡No, no, Michael! ¡Oh, Dios mío, no sabes lo que dices! Es algo terrible, que
no pertenece a este planeta… ¡un espantoso ser del espacio exterior! Las armas
humanas no pueden abatirlo. No… No, hazlo por mí, Michael, ¡no sacrifiques tu
vida!
Sacudí la cabeza.
—Pero ¿qué puedes hacer con tu endeble arma? —gimió ella retorciéndose las
manos.
Todo el espacio del piso superior consistía en una sola estancia, ahora débilmente
iluminada por la luz de la luna que se colaba a través de ventanas protegidas con
robustos barrotes. El lugar era vasto y espectral, con columnas de luz de luna y
océanos flotantes de sombras. Y entonces un grito involuntario e inhumano
explotó en mis secos labios.
Apartando los ojos de aquella terrorífica cabeza para conservar la cordura, fui
consciente de otro horror, intolerable por sus inconfundibles implicaciones.
Entre las gigantescas pezuñas yacían los fragmentos desmembrados y
desgarrados de un cuerpo humano, y una columna de luz de luna alumbraba la
cabeza decapitada con una mirada de terror congelada… la cabeza de John Stark.
El miedo puede llegar a ser de tal intensidad que termina por derrotarse a sí
mismo. En ese momento me quedé petrificado, y en medio de la confusión y con
la horrible criatura avanzando pesadamente hacia mí, mi miedo fue sustituido por
una ráfaga roja de furia desatada. Alzando la espada, me abalancé hacia el
monstruo y la hoja silbante cercenó la mitad de sus tentáculos, que cayeron al
suelo retorciéndose como serpientes.
Con un espeluznante y agudo alarido, el monstruo saltó a gran altura por encima
de mi cabeza y cayó con terrible fuerza. El impacto de aquellas aterradoras
pezuñas me destrozó el brazo en alto como si fuera una cerilla y me lanzó al
suelo. Y, con un estremecedor rugido triunfal, el monstruo saltó desplomándose
de nuevo sobre mí en una siniestra danza de la muerte que hizo que todo el
edificio crujiera y se balanceara sobre sus cimientos. De alguna manera, en esta
ocasión logré esquivarlo girando a un lado, y escapé por los pelos de aquellas
atronadoras pezuñas, que de otro modo me hubieran convertido en pulpa roja.
Rodando hacia un lado, me puse en pie con un único pensamiento en la mente: al
haber sido atraído desde el amorfo vacío y haberse materializado en sustancia
concreta, el demonio era vulnerable a las armas materiales. Con la mano sana
empuñé la espada que había sido bendecida desde tiempos inmemoriales, la alcé
contra los poderes de la oscuridad y una oleada roja de ansia bélica se apoderó de
mí. El monstruo se volvió pesadamente hacia mí y, bramando con un grito de
guerra, salté volteando la enorme espada en el aire, acompañándola con la fuerza
de todos los músculos de mi poderoso cuerpo en acción. Y, atravesando
directamente la inestable masa viscosa, lo cercené en dos, de forma que el
horrible torso cayó a un lado y las gigantescas piernas al otro.
Al pie de las escaleras tropecé con un bulto blando, y un gemido familiar me trajo
de regreso de los laberintos del terror inefable en los que había entrado. Marjory
no me había obedecido; había regresado a aquella casa del horror. Estaba tendida
inconsciente a mis pies, y Bozo permanecía lealmente a su lado. Sí, señores, no
tengo ninguna duda de que si yo hubiera perdido la siniestra batalla, Bozo habría
sacrificado su vida para salvar a su dueña cuando el monstruo bajara
arrastrándose por las escaleras. Con un sollozo de terror recogí a Marjory,
abrazando su cuerpo inerte contra el mío; pero entonces Bozo se encogió y
gruñó, mirando hacia arriba, a las escaleras iluminadas por la luna. Y por esas
escaleras vi el negro y brillante líquido derramándose lentamente.
Huí de esa casa como si huyera del Infierno, pero me detuve en el viejo trastero
el tiempo suficiente para pasar rápidamente la mano sobre la superficie de la
mesa donde antes había encontrado las velas. Había varias cerillas quemadas y
esparcidas por la mesa, pero encontré una sin usar. La encendí a toda prisa y la
lancé a una pila de papeles polvorientos que había junto a la pared. La madera
estaba vieja y seca; prendió rápidamente y ardió con fiereza. Y mientras la
observaba arder, junto a Marjory y Bozo, tan sólo yo supe lo que la gente que en
ese momento se despertaba en la ciudad no podía ni tan siquiera sospechar: que
el horror que había flotado por la ciudad y el campo se desvanecía entre aquellas
llamas… y deseé fervientemente que fuera para siempre.
El oso negro muerde
La noche caía sobre el río como una sombría amenaza, preñada de condenación.
Me agazapé tras los arbustos y me estremecí en silencio. En algún lugar, en el
interior de la gran casa oscura que había frente a mí, un gong sonó débilmente…
una vez. Aquel gong había sonado hasta ocho veces desde me ocultara allí, al caer
la noche. Había ido contando las notas, de un modo mecánico. Observé sombrío
la gran masa oscura de la mansión. Se trataba de la Casa del misterio… la morada
del misterioso Yotai Yun, el príncipe mercader chino… y qué siniestros negocios
se cocían entre aquellos muros, era algo que ningún hombre blanco sabía. Bill
Lannon se lo había preguntado —antaño había pertenecido al Servicio Secreto
Británico, y, al resultarle fácil volver a sus antiguos hábitos, había realizado
investigaciones por su cuenta—. Me había hablado vagamente acerca de los
turbios sucesos que tenían lugar tras las paredes de la casa de Yotai Yun… nos
había confiado sus descubrimientos a Eric Brand y a mí, hablándonos de
misteriosos movimientos, planes insidiosos, y de un terrible Monje Encapuchado
perteneciente a algún oscuro culto, que prometía un imperio amarillo…
Bill Lannon era mi amigo. Y por tal motivo me encontraba ahora, agazapado
entre los arbustos, pasada la medianoche, vigilando la casa de Yotai Yun, que se
alzaba más allá de las afueras de Hankow. Me pregunté qué habría descubierto
Bill Lannon antes de que le asesinaran y le arrojaran a los peces… ¿sería acaso
piratería, asesinatos, o sedición a gran escala lo que se llevaba a cabo en aquella
oscura mansión? Todo el mundo sabía que el tal Yotai Yun realizaba turbios
negocios y trataba con gente del río, de reputación más que dudosa… pero nadie
había sido capaz de probar que hubiera hecho nada ilegal.
Entré, y cerré la puerta detrás de mí. En frente mía, al otro lado de la sala, divisé
una escalera de piedra que ascendía, y, a los pies de la escalera, una puerta
pequeña. Había empezado a subir las escaleras, cuando escuché un súbito
murmullo de voces por encima de mí, y la puerta a la que llegaba la escalera
comenzó a abrirse. Rápidamente, descendí de un salto las escaleras, y me
abalancé sobre la puertecilla. Se abrió sin problemas, y me deslicé por ella en
menos de un segundo. Alguien bajaba por las escaleras, y escuché el rítmico
gorjeo de una conversación en Oriental.
No tenía ni idea de a qué clase de lugar había ido a parar. Estaba tan oscuro
como boca de lobo. Mientras caminaba con pasos cortos, esperando caer en
algún pozo o recibir en cualquier momento un cuchillo en la espalda, me
pregunté qué diría Eric Brand si, al día siguiente, encontraban mi cadáver
flotando en el río Yangtzé. Él mismo le había vaticinado tal fin a Bill Lannon,
advirtiéndole, con esos modales cínicos que le eran habituales, que evitara
mezclarse en los asuntos de los Orientales. Aunque a Lannon le gustaba, a mi
nunca me gustó Eric Brand, y nunca le había hecho la menor confidencia; a mi
juicio, ese habitual de los clubs, tan sofisticado como superficial, tenía una actitud
hacia la vida demasiado desvergonzada. Su actitud hacia los valores humanos
difería enteramente de la mía; pretendía aparentar que despreciaba todos los
esfuerzos, ambiciones y emociones humanas. Bien, yo no soy más que un rudo
marino, desconozco por completo los modales sofisticados, y mi única cultura es
el ojo por ojo y diente por diente. Y por tal motivo había estado acechando esa
noche a Yotai Yun, en medio de la niebla y el silencio.
Proseguí mi avance hasta encontrar una puerta, que deduje debía encontrarse
aproximadamente en el lugar opuesto al sitio por el que había entrado. Tenía una
cerradura, pero estaba por el interior y la manipulé con facilidad, de modo que no
tardé en cruzar el umbral, saliendo a un estrecho pasillo. Una especie de luz
difusa se filtraba por alguna parte, e imaginé qué tipo de lugar era aquel… uno de
esos pasadizos secretos que discurrían paralelos a una pared… China estaba
plagada de ellos, al igual que todo Oriente, pues los Amos de las casas tenían la
costumbre de espiar a menudo a sus criados. Caminé hasta percibir el murmullo
de una conversación al otro lado del corredor, y me detuve, buscando la mirilla
que sabía que debía estar por allí. La encontré si problema, y miré por ella.
Pude observar una cámara enorme, lujosamente decorada, cuyas paredes estaban
cubiertas por tapices de terciopelo con bordados de dragones, dioses y demonios,
y que se hallaba iluminada por lámparas de metal, que arrojaban sobre la escena
una espectral luz dorada. Sentados sobre cojines de seda y delicados divanes,
vislumbré un grupo extraño y heterogéneo… mercaderes respetables y oficiales
del gobierno, sentados codo con codo con toda clase de rufianes de la peor
calaña, que mostraban las trazas de ser unos auténticos rebanadores de
pescuezos. Reconocí al pirata ribeño que me había precedido por el túnel, y me di
cuenta del motivo de la entrada secreta. A través de ese túnel entraban proscritos
y criminales que, en caso de entrar abiertamente en la Casa del Dragón, atraerían
serias sospechas sobre la mansión. Entre unos y otros, debía de haber unas
cuarenta personas, todos ellos orientales… principalmente chinos, aunque llegué
a observar algunos euroasiáticos y malayos. Todos estaban sentados, y
observaban un trono situado en el otro extremo de la estancia. En dicho trono se
sentaba Yotai Yun, erguido, burlón, con el rostro de un halcón, y, junto a él,
había una figura alta, cubierta con una túnica negra, y cuyos rasgos permanecían
ocultos por un capuchón negro… ¡El Lama Encapuchado! Entonces, no era un
mito, sino una salvaje realidad. Le observé atentamente; desde la capucha ardían
dos ojos magnéticos y penetrantes. Exudaba maldad, como si poseyera un aura
corrupta. Me estremecí involuntariamente. En ese instante, el Encapuchado se
puso en pie revelando su impresionante estatura, y comenzó a hablar. La
audiencia contuvo el aliento para no perderse ni una sola de sus palabras. Cuando
escuché las blasfemias que anunciaba en un perfecto chino, me sacudió un
escalofrío de extrema repugnancia. ¡Predicaba la Revolución, la rapiña y la guerra
sangrienta! ¡La muerte para todos los diablos extranjeros, y para todos los chinos
que se interpusieran en su camino!
Aquel sujeto era el profeta de una religión antigua y malvada, aún peor que el
culto al diablo, que la mayoría de los hombres blancos no soñaban ni que
existiera. Era antigua, malvadamente antigua, y durante mucho tiempo había
acechado en las negras montañas de Oriente. Genghis Khan se había inclinado
ante sus sacerdotes, al igual que Tamerlán, y, siglos antes que ellos, el mismo
Atila. Ahora, aquel terrible culto, que había dormido durante miles de años en los
páramos de Mongolia, parecía despertar, sacudía sus corrompidos miembros y
comenzaba a buscar nuevas víctimas; estaba extendiendo sus tentáculos, para
estrujar el corazón de la mismísima China.
La rebelión fracasaría, por supuesto. Las naciones del mundo enviarían a sus
ejércitos para proteger a sus ciudadanos y sus intereses. La revuelta sería
aplastada en medio de una sangrienta carnicería, y Yotai Yun y el Monje Negro
perderían la cabeza en lo más alto de la Torre de Pekín. Pero antes de que eso
sucediera, muchos perderían la vida. No solo chinos, sino también occidentales.
Solo en pensar en la pérdida de tantas vidas y propiedades me hizo sentir
enfermo.
¡Me quedé helado, pues yo sabía bien quién era ese espía! Los orientales se
levantaron apresuradamente y se marcharon sin añadir nada más. En
relativamente poco tiempo, la sala quedó vacía, excepto por Yotai Yun, el Lama,
—que permanecía inmóvil como si fuera una estatua negra—, y los sirvientes,
que esperaban instrucciones.
—Tú —dijo, concentrando todo su veneno…— me has fallado. Tú, a quién elegí
para esta difícil tarea debido a tu antiguo coraje y sagacidad. ¡Me arrepiento de
haberlo hecho!
—¡Un fallo es suficiente, perro! —dijo Yotai Yun con voz átona—. ¡Te despido
de mi servicio!
El sirviente cayó sin emitir el menor sonido, con la frente chorreando sangre.
Yotai Yun batió las palmas, y dos enormes coolies entraron en la estancia. A un
gesto de su amo, levantaron el cadáver y se lo llevaron sin el menor esfuerzo.
—Has sido muy persuasivo, amigo mío —decía Yotai Yun—. Tus palabras
emborrachan a los hombres, y les enloquecen. Casi me convences a mí de que tu
loco plan tendrá éxito.
—No debemos retrasarnos demasiado —gruñó Yotai Yun—. Las garras del
gobierno empiezan a cerrarse sobre mí… las siento, aunque no pueda verlas. Las
autoridades cuentan con demasiados espías… mis negocios se han vuelto
demasiado importantes como para poder mantenerlos en la sombra. Como
suelen decir los yanquis: «si me atreviera, haría un mutis»… pero jamás podría
abandonar Hankow sin ser arrestado y retenido como sospechoso. Ya sospechan
demasiado de mis negocios de protección y tráfico de armas… de modo que si
intentara huir, sus sospechas cristalizarían. De no ser así, jamás me habrías
persuadido tan fácilmente para que me uniera a ti.
—El peligro es para mí el aliento de la vida —respondió el impostor con una risa
salvaje—. He perdido todas mis ilusiones; sin la emoción del riesgo y la aventura,
perecería de aburrimiento. No… no le tengo miedo a ningún Chino adorador del
diablo. Tan solo un hombre habría de preocuparnos; un hombre que debe de ser
quitado de en medio… John O’Donnel el Negro.
—Ese hombre es como un gran Oso Negro, fiero e implacable. Pero carece de
recursos. ¿Por qué temerle?
—No le tengo miedo, pero posee los recursos del oso que le da su apodo, y la
feroz paciencia de la bestia. No olvidará, y su mente es de esas de ideas fijas…
una vez que se ponga sobre la pista, la seguirá hasta su amargo final, contra
viento y mareas. Ese estúpido de Lannon era su amigo; y Lannon le contó lo
bastante como para hacerle sospechar que tú, al menos, tuviste algo que ver en la
muerte de su camarada. Te digo que debemos matar a John El Negro, o si no, él
encontrará la manera de matarnos a los dos. De hecho, me sorprendería mucho
si no fuera él el «espía» que ha logrado entrar esta noche en la Casa del Dragón.
Apreté los puños desde mi punto de observación, rojo de rabia; pero, incluso en
mi ira, me hallaba lo bastante alerta como para escuchar un repentino sonido
sigiloso que provenía de detrás de mí. Aquello fue suficiente para salvarme la
vida. Me di la vuelta de repente, justo a tiempo de ver, en medio de la penumbra,
cómo una hoja centelleante se alzaba sobre mí, empuñada por una mano amarilla;
y, tras aquella mano, había un rostro amarillo; de ojos rasgados, contorsionado en
una máscara de pura maldad.
Al levantar la vista, me encontré con los cañones de dos pistolas. Tras levantar
lentamente las manos por encima de la cabeza, me puse en pie mareado, mirando
a mis captores con unos ojos que ardían bajo mis espesas cejas. El odio me latía
en el alma de un modo terrible, y una marea roja cubrió mi mirada mientras
observaba a los hombres que habían asesinado a Bill Lannon; tan solo el recordar
que también yo llevaba una pistola oculta bajo el hombro izquierdo evitó que me
lanzara sobre ellos para, armados como estaban, masacrarlos con mis propias
manos.
—Por Buda —murmuró Yotai Yun, con sus ojos rasgados abiertos como
platos—. ¡Después de todo tenemos aquí al mismísimo Oso Negro! Tenías
razón, Señor Lama.
El Lama rió sardónicamente.
—Puede que aún no, pero está a punto de concluir —respondió el Lama,
mientras Yotai Yun daba una palmada—. Aún nos queda una daga que clavar en
la espalda, y un nuevo cadáver que arrojar al río… ¡Y después, el gran Oso Negro
no volverá a morder!
Entraron siete u ocho grandes chinos… hombres de rostros duros y ojos crueles,
que empuñaban mazas y dagas. Yotai Yun señaló hacia mí con la cabeza.
Se acercaron a mí, y yo retrocedí lentamente, con las manos aún levantadas. Yotai
Yun y el Lama aún me apuntaban con sus armas, y los sirvientes empezaron a
formar una especie de semicírculo a mi alrededor, empujándome hacia una puerta
que daba al exterior. Supuse que pretendían masacrarme en alguna otra parte de
la casa. Retrocedí lentamente hacia la puerta, y con un vistazo de reojo descubrí
que estaba abierta. El Lama y Yotai Yun se hallaban uno junto al otro. Yotai Yun
se reía de mí. Un chino enorme me agarró con rudeza de la parte frontal de mi
camisa, amenazándome con un cuchillo que llevaba en la otra mano. Entonces,
me moví como un relámpago.
Los dos hombres habían llegado ya a la otra puerta, cuando emergí de entre los
tapices y gruñí:
—Tranquilo, amigo mío —dijo con voz conciliadora—. Somos amigos… ¿No
me reconoces?
—Oh, eres tú, Kang Yao —dije mareado—. Perdona… tengo sangre en los ojos;
deja que me siente.
—Un solo hombre puede echar por tierra todo un imperio a punto de nacer —
susurró—. Nos reímos del Oso Negro… pero el Oso Negro nos ha mordido a
ambos… y… su venganza… ha terminado… con los sueños… de un imperio…
—Este de aquí —Kang Yao señaló a un hombre con ropas de criado; se trataba
del guardián del túnel, que llevaba sobre la frente una gruesa venda manchada de
sangre—. Yotai Yun le disparó —dijo Kang Yao—, Y ordenó que le arrojaran al
río. Pero la bala tan solo le había producido una herida superficial, sin llegar a
penetrar en el cráneo, y la inmersión en el agua le revivió. Llegó hasta la orilla,
sediento de venganza contra su cruel Señor, y acudió rápidamente a la policía,
farfullando un relato de complots y sedición, que apuntaba directamente a la Casa
del Dragón. Cuando estábamos fuera, escuchamos los disparos, y nos abrimos
paso a toda velocidad. Pero ¿quién es ese que yace allí, con el atuendo de un
Lama mongol?
ROBERT E. HOWARD
Kull se sobresaltó.
—¡Eh! ¿Qué significa eso?
—¿Lo ignoras?
—¡Ciertamente! Esas palabras me son desconocidas. ¿Qué lengua es esa? nunca
la he oído... y, sin embargo, ¡por Valka! Me parece...
—Sí —fue el único comentario del picto. Con la mirada, recorrió la habitación, el
gabinete de trabajo de Kull. A excepción de algunas mesas, un diván o dos y las
inmensas estanterías atestadas de rollos de pergamino, la habitación estaba
desnuda en comparación con las otras salas del palacio, tan ricamente
amuebladas y decoradas.
—Dime, rey, ¿quién guarda la puerta?
—Dieciocho de mis Asesinos Rojos. Pero, ¿cómo has conseguido deslizarte por
los jardines y escalar los muros de palacio?
Brule refunfuñó despectivamente.
—Los guardianes valusios son búfalos ciegos. Podría arrebatarles a sus hijas ante
sus mismas narices. Me deslicé entre sus filas y ni me vieron ni me oyeron. En
cuanto a las murallas... podría escalarlas aunque no hubiera enredaderas. Yo
cazaba tigres en las playas brumosas cuando las brisas del este barrían las brumas
marinas, trepando por las abruptas paredes de la montaña, en pleno mar
occidental. Pero ya basta... Toca el brazalete.
El picto extendió el brazo y, al ver que Kull, aun sorprendido, le obedecía,
suspiró aliviado.
—Bien. Ahora has de quitarte tus ropas reales; vas a contemplar esta noche
misterios que ningún atlante ha so-ñado jamás.
Brule vestía únicamente un taparrabos, atravesado por una corta espada curvada.
—¿Quién eres tú para darme órdenes? —preguntó Kull, ligeramente irritado.
—¿No te pidió Ka-nu que obedecieras todas mis instrucciones? —preguntó el
picto bruscamente. Le centelleaban los ojos—. No alimento ningún aprecio por
tu compañía, señor, pero, de momento, he expulsado de mi mente cualquier
resquicio de odio. Haz tú lo mismo. Ahora, ven conmigo.
Desplazándose sin ruido, atravesó la habitación, enca-minándose hacia la puerta.
Una mirilla practicada en ella permitía ver el corredor sin ser visto, y el picto le
ordenó a Kull que mirase.
—¿Qué ves?
—Nada. Sólo a los dieciocho guardias.
El picto agachó la cabeza e hizo a Kull seña de que le siguiera a través de la
habitación. Ante un panel del muro opuesto Brule se detuvo y tanteó en él unos
instantes. Lue-go, con un movimiento rápido, dio un paso hacia atrás sacando la
espada. Kull lanzó una exclamación al ver que el panel se abría silenciosamente,
revelando un pasadizo levemente iluminado.
—¡Un pasadizo secreto! —juró Kull en voz baja—. ¡Ig-noraba su existencia!
¡Valka! ¡Alguien pagará por esto!
—¡Silencio! —silbó el picto.
Brule estaba inmóvil, como si fuera una estatua de bronce, tensando hasta el
menor de sus músculos, esperando algún sonido; algo en su actitud hizo que a
Kull se le erizasen los pelos de la nuca, no de miedo, sino como consecuencia de
algún extraño presentimiento. Luego, invitándole a seguirle con un gesto, Brule
franqueó el secreto umbral que quedó abierto a sus espaldas. El corredor estaba
desnudo, pero el suelo no estaba recubierto de polvo, como hubiera sido el caso
de ser un corredor que llevase mucho tiempo sin utilizarse. Una luz difusa y
grisácea se filtraba desde alguna fuente ignorada. Siguiendo el pasadizo, Kull
pudo ver puertas invisibles desde el otro lado de la pared, pero que resultaban
fácilmente perceptibles desde el corre-dor.
—El palacio está cuajado de pasajes secretos —murmu-ró Kull.
—Sí. Rey, día y noche, por multitud de miradas, eres vigilado.
El rey estaba impresionado por las maneras de Brule. El picto avanzaba
lentamente, en guardia, medio encogido, con la espada baja y apuntando frente a
él. Cuando habla-ba, lo hacía entre murmullos y echaba rápidas miradas hacia
uno y otro lado.
El corredor dio un giro súbito y Brule atisbo cauta-mente al otro lado.
—¡Mira! —susurró—. ¡Pero no lo olvides! Ni una palabra... ni un ruido... ¡tu vida
depende de ello!
Kull miró prudentemente. El corredor se convertía en una hilera de peldaños
nada más pasar el recodo. Y Kull retrocedió, horrorizado. Al final de los
escalones yacían los dieciocho Asesinos Rojos que habían estado de guardia
aquella misma noche ante el gabinete de trabajo del rey. Sólo la mano de Brule
apretando su brazo poderoso y el feroz susurro del picto por encima de su
hombro impidieron que Kull se lanzara escaleras abajo.
—¡Silencio, Kull! ¡Silencio, en nombre de Valka! —silbó el picto—. Estos
corredores están desiertos sólo de momento, pero, para poder mostrártelos he
tenido que arriesgarme mucho... así creerás lo que tengo que decirte. Volvamos a
tu gabinete. —Y empezó a deshacer lo andado, seguido de Kull, cuya mente
estaba dominada por la mayor de las confusiones.
—¡Traición! —murmuró el rey, cuyos ojos de color gris acero brillaban
fríamente—. ¡Es una infamia! Apenas puedo creerlo. ¡Esos hombres montaban
guardia hace apenas unos minutos!
Cuando llegaron al gabinete, Brule cerró el panel cuidadosamente y le hizo un
gesto a Kull para que mirase de nuevo por la mirilla de la puerta. Kull lanzó una
dura exclamación, pues, en el pasillo, los dieciocho Asesinos Rojos, ¿aún
montaban guardia!
—¡Sí! —La respuesta de Brule apenas fue audible; en los ojos brillantes del picto
había una extraña expresión;
Kull tenia el ceño fruncido y la frente arrugada como si estuviera esforzándose en
descifrar la impenetrable cara del picto. Y, entonces, los labios de Brule,
moviéndose apenas, pronunciaron las siguientes palabras—: ¡La serpiente que
habla!
—•Cállate! —susurró Kull, poniendo la mano sobre la nuca de Brule—. ¡Es la
muerte para quienes pronuncien ese
nombre maldito!
Los resueltos ojos del picto le miraron firmemente.
—Mira nuevamente, rey Kull. Puede que hayan relevado a la guardia.
—No, son los mismos hombres. Por Valka, es brujería... ¡me estoy volviendo
loco! Hace menos de ocho minutos mis propios ojos han visto a esos hombres.
Sin embargo, ¡están todavía montando guardia al otro lado de la
puerta!
Brule retrocedió, apartándose de la entrada, y Kull le imitó maquinalmente.
—Kull, ¿qué sabes acerca de las tradiciones de la raza de la que eres el rey?
—Mucho... y, pese a eso, muy poco. Valusia es un reino tan antiguo...
—En efecto. —Los ojos de Brule brillaron extrañamente—, Sólo somos
bárbaros... niños, si nos comparamos con los Siete Imperios. Incluso ellos
ignoran sus orígenes. Ni la memoria de los hombres, ni las crónicas de los
historiadores se remontan tan lejos en el pasado como para poder decirnos en
qué momento salieron del océano los primeros hombres y construyeron junto a
la orilla del mar sus primeras ciudades. Pero, Kull, ¡los hombres no siempre han
sido gobernados por hombres!
El rey se sobresaltó, sus miradas se cruzaron.
—Sí, es cierto. Recuerdo una leyenda de mi pueblo...
—¡Y del mío! —le interrumpió Brule—. Todo eso pasó antes de que nuestras
islas se aliaran con Valusia. Sí, bajo el reinado de Diente de León, séptimo jefe
guerrero de los pictos, hace ya tantos años que ningún hombre recuerda cuántos
han sido. Procedentes de las islas donde se pone el sol, atravesamos los mares,
bordeamos las orillas de Atlántida y fondeamos en las playas de Valusia,
borrachos de incendio y matanza. Sí, las amplias playas blancas se estre-mecieron
al oír el estrépito de las armas mientras las llamas de los castillos incendiados
transformaban la noche en día.
Y el rey, el rey de Valusia, murió aquel día lejano en las rojas arenas de aquellas
playas... —Su voz se apagó; se mi-raron y, luego, ambos agacharon la cabeza.
—Valusia es un reino muy antiguo —murmuró Kull—. ¡Las tierras de Atlántida y
Mu no eran más que islas en medio del mar cuando Valusia era joven!
Las tapicerías crujieron ligeramente y Kull se sintió súbitamente como un bebé
desnudo enfrentado al impenetrable saber de un pasado misterioso. Se sintió
invadido nuevamente por un sentimiento de irrealidad. Por su alma se deslizaron
furtivamente espectros de formas imprecisas y gigantescas, criaturas monstruosas
que bisbiseaban innombrablemente. Comprendió que Brule estaba siendo
dominado por los mismos pensamientos. Los ojos del picto miraron fijamente la
cara de Kull con una feroz determinación. Sus miradas se cruzaron. Kull tuvo un
sentimiento de cáli-da camaradería hacia aquel hombre que pertenecía a una tribu
enemiga. Como leopardos rivales rodeados por los ca-zadores, combatiendo uno
al lado del otro, aquellos dos salvajes hicieron causa común para luchar contra las
fuerzas inhumanas de los eones revolucionados.
Brule precedió nuevamente a Kull hasta la puerta secreta. Silenciosamente, la
franquearon y silenciosamente avanzaron por el mal iluminado pasadizo en
dirección opuesta a la que habían seguido anteriormente. Poco más tarde, el picto
se detenía y se acercaba a una de las puertas secretas, invitando a Kull a junto con
él por la mirilla que había en ella.
—Esta puerta da a una escalera poco utilizada que conduce a un corredor que
pasa ante la puerta del gabinete.
Observaron y, poco después, subiendo silenciosamente la escalera, apareció una
forma silenciosa.
—¡Tu! ¡Mi propio consejero! —exclamó Kull—. ¡Acechando en la noche con un
puñal en la mano! ¿Qué significa todo esto, Brule?
—¡La muerte! ¡Y la más abyecta de las perfidias! —silbó Brule—. No... —dijo
cuando vio que Kull se disponía a abrir violentamente la puerta para lanzarse al
corredor—.
Estaremos perdidos si le haces cara... al bajar las escaleras, hay otros muchos al
acecho. ¡Ven!
Avanzando rápidamente, desfilaron como flechas por el pasadizo, en sentido
inverso. Franqueando de nuevo la puerta secreta, Brule, adelantándose a Kull, la
cerró cuidadosamente a sus espaldas y atravesó la sala hasta una abertura que
daba a una habitación raramente utilizada. Levantó las colgaduras con un
esfuerzo sombrío y, arrastrando a Kull a su lado, se ocultaron tras ellas. Pasaron
varios minutos lentamente. Kull escuchaba cómo la ligera brisa agitaba los
cortinajes de las ventanas en la otra habitación, con la impresión de que se trataba
de los murmullos de los fantasmas. Poco después, franqueando la puerta
furtivamente, apareció Tu, el primer consejero del rey. Evidentemente, antes
había estado en el gabinete de trabajo y, constatando que estaba vacío, buscaba a
su víctima allí donde tenía más posibilidades de encontrarla.
Avanzaba blandiendo la daga, en silencio. Se detuvo durante un instante,
inspeccionando con la mirada la habitación aparentemente desierta, débilmente
iluminada por una única vela. Luego avanzó de nuevo, prudente, a ojos vista muy
sorprendido por la ausencia del rey. Estaba ante el escondrijo del monarca... y...
—¡Mátalo! —silbó el picto.
Con un salto poderoso, Kull se precipitó en la habitación. Tu se volvió con
rapidez, pero la velocidad cegadora y azotante del ataque del rey era como un
tigre abalanzándose sobre su presa y no le dio ninguna oportunidad para
defenderse o contraatacar. El acero de la espada centelleó en la penumbra y
golpeó contra el hueso mientras Tu caía de espaldas. La espada de Kull sobresalía
entre los omópla-tos del consejero.
Kull se inclinó sobre él, mostrando los dientes con un rictus homicida, las
espesas cejas fruncidas sobre unos ojos que parecían ser hielo grisáceo de los más
fríos mares. Luego soltó el pomo de la espada y reculó desconcertado, dominado
por el vértigo, como si sintiera que la mano de la muerte se posaba sobre su
espina dorsal.
Bajo la horrorizada mirada de Kull, la cara de Tu se convertía en algo difuminado
e irreal; los rasgos parecían licuarse y fundirse de un modo imposible. La cara no
tardó en ser una máscara de bruma que se disipaba, que desaparecía para ser
reemplazada por ¡la monstruosa cabeza de una serpiente!
—¡Valka! —exclamó Kull con el sudor perlándole la frente. Repitió—: ¡Valka!
Brule se inclinó hacia él; sus rasgos eran impasibles. Pero sus ojos brillantes
reflejaban parte del horror de Kull.
—Recupera la espada, rey —dijo—. Nuestro trabajo aún no ha terminado.
Kull plantó dudoso la mano en la empuñadura de la espada. Se le puso la piel de
gallina al apoyar el pie en el horror que yacía en el suelo y, al abrirse la terrible
boca, bruscamente, movida por un último reflejo muscular, retrocedió, dominado
por la náusea. Luego, furioso consigo mismo, arrancó la espada violentamente y
examinó con atención a la criatura abominable que había conocido con el
nombre de Tu, su primer consejero. Con la única excep-ción de la reptilesca
cabeza, aquella cosa era una réplica exacta de un hombre.
—¡Un hombre... con cabeza de serpiente! —murmuró Kull—. En ese caso, ¿es
un sacerdote del dios-serpiente?
—Sí. Tu duerme, sin preocuparse de nada. Estos demo-nios pueden tomar
cualquier forma que deseen. O, más bien, pueden, por medio de un
encantamiento mágico o al-go parecido, tejer alrededor de sus rostros una red
encantada, como si un actor se pusiera una máscara, para pare-cerse a aquellos
que desean suplantar.
—Así que las antiguas leyendas eran ciertas —meditó el rey—, las viejas y
terribles historias que un hombre apenas se atreve a susurrar, por miedo a la
muerte, por temor a ser acusado de blasfemo, no son cuentos que no te dejan
dormir. ¡Valka! ¡Creía... pensaba... todo esto parece tan irreal! ¡Oh! Los guardias
que hay detrás de la puerta...
—También ellos son hombres-serpiente. ¡Espera! ¿Qué quieres hacer?
—Matarlos —dijo Kull entre dientes.
—En ese caso, golpea a los jefes, porque si no, no ser-virá de nada —dijo
Brule—. Al otro lado de la puerta esperan dieciocho, y quizá haya otra veintena
acechando en los corredores. Escúchame, oh, rey: Ka-nu ha tenido conocimiento
del complot. Sus espías se han introducido en la más secreta de las fortalezas de
los sacerdotes-serpiente, donde estaban discutiendo sobre la trampa que
preparaban. Hace ya mucho tiempo que Ka-nu descubrió los pasadizos secretos
del palacio y, siguiendo sus órdenes, yo mismo los estudié. He venido aquí, en
mitad de la noche, para ayudarte, para que no mueras como otros reyes de
Valusia murieron. He venido yo solo porque más hombres hubieran despertado
sospechas. Sólo yo podía deslizarme en el pala-cio sin ser visto. Ahora, ya estás al
corriente del complot. Los hombres-serpiente están de guardia ante tu puerta y
ese, bajo los rasgos de Tu, podía ir y venir a su antojo por el palacio; al amanecer,
si los sacerdotes hubieran fracasado, los verdaderos guardianes habrían vuelto a
sus puestos, sin acordarse de nada, sin preocuparse; si los sacerdotes hubieran
triunfado, habrían sido acusados de traición. Quédate aquí mientras me libro de
esta carroña.
Diciendo aquellas palabras, el picto se echó sobre los hombros a la innombrable
criatura y desapareció con ella por una puerta secreta. Kull se quedó solo,
embargado por una viva emoción. ¿Cuántos servidores de la poderosa serpiente
acechaban en su reino? ¿Cómo podía distinguir a los verdaderos de los falsos?
¿Cuántos de sus consejeros, de sus generales, de todos aquellos en quienes
confiaba, eran verdaderamente hombres? Podía estar seguro de... ¿de quién?
El panel secreto se abrió hacia el interior y Brule lo atravesó.
—Lo has hecho deprisa.
—Sí. —El guerrero avanzó, mirando el suelo—. Hay sangre en la alfombra. Mira.
Kull se inclinó; con el rabillo del ojo vio una mancha en movimiento, un brillo
acerado. Como un arco que se destensa, se alzó violentamente, golpeando hacia
arriba. El guerrero se derrumbó mientras su espada golpeaba contra el suelo
sonoramente. Incluso en aquel instante, Kull reflexionó sombríamente en lo
sorprendente que resultaba que aquel traidor hubiera encontrado la muerte de un
tajo fulminante, hacia lo alto, utilizado tan a menudo por su propia raza. Pero,
mientras Brule resbalaba de la espada para caer sobre el suelo, su cara empezó a
difuminarse y licuarse y, ante Kull, reteniendo el aliento, erizándosele los pelillos
de la nuca, los rasgos humanos se disiparon y fueron reemplazados por las
mandíbulas de una gran serpiente, unas mandíbulas que se abrían y cerraban
abominablemente bajo unos ojos pequeños y globulosos, venenosos incluso en la
muerte.
—¡Así que Brule también era un sacerdote-serpiente! —exclamó el rey—. ¡Valka!
¡Su plan era ingenioso; contaba con tomarme por sorpresa! En ese caso, Ka-nu,
¿es verdaderamente un hombre? ¿Fue realmente con Ka-nu con quien hablé en
los jardines? ¡Valka todopoderoso! —Se le puso la piel de gallina al contemplar
aquella posibilidad—. Los habitantes de Valusia, ¿son hombres... o bien todos
ellos son serpientes?
Indeciso, inmóvil, notó, casi con indiferencia, que la criatura llamada Brule no
llevaba el brazalete del dragón. Un ruido le hizo volverse ágilmente. Brule
acababa de aparecer por la puerta secreta.
—¡No lo hagas! —En el brazo alzado para detener la amenazante espada del rey,
brillaba el brazalete del dragón—. ¡Valka! —El picto se inmovilizó. No tardó en
curvar los labios con una mueca cruel—. ¡Por los dioses del mar! Estos demonios
son increíblemente audaces. Este debía estar rondando por los corredores.
Cuando me vio pasar, llevando a hombros el cadáver del otro, ha debido tomar
mi apariencia. También debo hacerle desaparecer.
—Un instante. —La voz de Kull contenía una amenaza mortal—. ¡Esta noche ya
han sido dos los hombres que se han convertido en serpientes ante mis propios
ojos! ¿Cómo puedo saber que eres verdaderamente un hombre?
Brule soltó una carcajada.
—Por dos razones, rey Kull. Ningún hombre-serpiente llevaría esto —le mostró
el brazalete del dragón—, ni podría pronunciar estas palabras —y, de nuevo, Kull
escuchó la extraña frase—: ¡Ka nama kaa lajerama!
—¡Ka nama kaa lajerama! —repitió Kull mecánicamente—. Pero, ¡en nombre de
Valka!, ¿dónde he escuchado antes esas palabras? No es la primera vez y... sin
embargo... sin embargo...
—Sí, las recuerdas, Kull —dijo Brule—. Esas palabras te hacer recobrar un
recuerdo olvidado hacia ya mucho tiempo en los pasadizos de tu memoria;
aunque nunca las hayas oído pronunciar en esta vida, estuvieron tan
profundamente grabadas en la mente del hombre durante las eras pasadas que
nunca se borrarán, siempre permanecerán en tu espíritu como misteriosos
recuerdos de tu memoria, aunque te reencarnes dentro de un millón de años. Esa
frase es el vestigio de eones siniestros y sangrientos, cuando, hace ya un
incalculable número de siglos, esa frase era el salvoconducto de la raza de los
hombres que luchaba contra las terribles criaturas del Antiguo Universo. Pues, de
todas las criaturas, sólo el hombre puede pronunciar esas palabras... ya que su
boca y sus mandíbulas son diferentes. Su significado se ha olvidado, pero las
palabras prevalecen.
—Así es —dijo Kull—. Recuerdo las leyendas... ¡Valka! —Se calló súbitamente,
con la mirada fija, pues, como si una puerta misteriosa se abriera de par en par y
silenciosamente sobre sus goznes, perspectivas brumosas e insondables se
descubrían por entre los secretos recovecos de su mente. Y, por un instante, tuvo
la impresión de estar mirando hacia atrás, a través de las inmensidades de sus
vidas que se renovaban sin cesar. Veía a través de las pálidas brumas espectrales
las formas confusas de los siglos muertos animándose para vivir nuevamente. Los
hombres lucha-ban con monstruos odiosos en un planeta que albergaba te-rrores
sin nombre. Sobre un fondo grisáceo, incesantemente cambiante, se desplazaban
extrañas formas de pesadilla, visiones de demencia y miedo; y el hombre, la
complacencia de los dioses, el buscador ciego y estúpido, salido del polvo para
volver al polvo, siguiendo el camino largo y sangriento de su destino, ignorando
las causas, bestial titubeante, como un niño grande de instintos sanguinarios,
sintiendo en el fondo de sí mismo, en algún oculto lugar, una centella del fuego
de los dioses... Kull se pasó una mano por la frente, totalmente turbado; aquella
visiones fugitivas y brutales de los abismos de su memoria le sorprendían
siempre.
—Han desaparecido —dijo Brule, como si pudiera leer en su espíritu—. Las
arpías, los hombres-murciélago, las criaturas aladas, el pueblo de los lobos, los
demonios, los duendes... todos, salvo los seres como este que yace a nuestros
pies y un pequeño número de hombres-lobo. Larga y cruel fue la guerra,
arrastrada durante siglos sangrientos, desde que los primeros hombres, saliendo
del limo de la era simiesca, se alzaron contra los que entonces gobernaban el
mundo. Y, finalmente, la humanidad triunfó, hace ya tanto tiempo que sólo los
escombros de las leyendas permiten que aquellos tiempos remotos lleguen hasta
nosotros atravesando los siglos. El pueblo-serpiente fue el último en desaparecer;
sin embargo, los hombres triunfaron también sobre ellos. Se ocultaron en las
regiones desérticas del mundo, donde se acoplaron con verdaderas serpientes
hasta el día en que, dicen los sabios, por una horrible venganza, desaparecieron
completamente. Pero esas criaturas volvieron, hábilmente disfrazadas, cuando los
hombres se ablandaron y sus cos-tumbres degeneraron olvidando las guerras
antiguas. ¡Oh, fue una guerra secreta y cruel! Entre los hombres de la Joven
Tierra se deslizaron furtivamente los monstruos te-rribles del Antiguo Planeta,
protegidos por el saber y sus temibles misterios, tomando todas las formas y
apariencias, cometiendo en secreto actos horribles. Ningún hombre sabía quién
era verdaderamente un hombre ni qué apariencia real tendría. Ningún hombre
podía confiar en otro hombre. Sin embargo, sirviéndose de la astucia, idearon
medios para distinguir a los verdaderos de los falsos. Los hombres to-maron por
símbolo y emblema el dragón volante, el dinosaurio alado, un monstruo de las
eras pasadas que había sido el más terrible adversario de la serpiente. Y los
hombres se sirvieron de las palabras que he pronunciado ante ti como símbolo y
señal; porque, como te he dicho, sólo un hombre auténtico puede pronunciarlas.
Así triunfó la humanidad. Pero los demonios, después de años de negligen-cia y
olvido, volvieron... pues el hombre es como un simio, y sólo es capaz de recordar
lo que tiene siempre a la vista. Regresaron con la apariencia de sacerdotes y,
como los hombres, por su lujuria y deseo de poder, ya no creían en las viejas
religiones y los antiguos cultos, los hombres-serpiente, bajo el pretexto de un
culto nuevo y auténtico, edificaron una religión monstruosa basada en la
adoración del dios-serpiente. Tan grande es su poder que significa la muerte para
aquel que repite las antiguas leyendas del pueblo-serpiente. Y las gentes vuelven a
postrarse ante el dios-serpiente, aunque sea revestido de una nueva forma; y,
como locos ciegos, no ven la relación entre ese poder y aquel al que los hombres
dieron fin, hace ya tantos eones. Los hombres-serpiente se contentan con ejercer
su influencia como sacerdotes... y, sin embargo... —se interrumpió.
—Continúa. —A Kull se le erizaba el cabello por algu-na inexplicable razón.
—Los reyes han reinado en Valusia como verdaderos hombres —susurró el
picto—. Sin embargo, si han muerto en el campo de batalla, lo han hecho como
serpientes... co-mo aquel que cayó atravesado por la lanza de Diente de León,
sobre las rojas arenas, cuando los isleños asaltamos los Siete Imperios. ¿Cómo es
eso posible, rey Kull? ¡Aquellos reyes habían nacido de mujeres y habían vivido
como hombres! Y la verdad era que... los verdaderos reyes mu-rieron asesinados
en secreto... Como tú habrías sido asesinado esta misma noche... y los sacerdotes
de la Serpiente te habrían suplantado, reinando también con el aspecto de
hombres.
Kull juró entre dientes.
—Sí. Habría sido así. Es un hecho conocido que el que a un sacerdote-serpiente
no vive lo bastante como para poder vanagloriarse por ello. Viven en el mayor
secreto.
—La política es un asunto complejo y monstruoso en el seno de los Siete
Imperios —prosiguió Brule—. Hay verdaderos hombres que saben que entre
ellos se deslizan los es-pías de la Serpiente y los hombres que están aliados con la
Serpiente, como el barón Kaanuub de Blaal, y, sin embargo, ningún hombre
intenta desenmascarar a los sospechosos por miedo a que su venganza se abata
sobre él. Ningún hombre confía en su vecino y los verdaderos hombres de
estado no se atreven a hablar entre ellos de algo que ocupa el pensamiento de
todos. Si pudieran estar seguros, si un hombre-serpiente o un complot pudiera
ser desenmascarado ante todos ellos, el poderío de la Serpiente se desmoronaría
en pedazos sin tardanza, pues todos se aliarían y harían causa común para cazar a
los traidores. Sólo Ka-nu posee la audacia y el valor necesarios para luchar contra
ellos;
pero, incluso Ka-nu, no tiene más que un conocimiento parcial del complot,
aunque suficiente para decirme lo que se estaba tramando... lo que iba a pasar
hasta este momento. Hasta ahora, he estado prevenido; pero, a partir de este
momento, debemos fiarnos de nuestra suerte y habilidad. De momento, creo que
estamos seguros; los hombres-serpiente del otro lado de la puerta no se atreverán
a dejar su puesto por miedo a que hombres verdaderos se presenten
imprevistamente. Pero mañana intentarán otra cosa, puedes estar seguro. Lo que
harán, nadie puede decirlo, ni siquiera Ka-nu; debemos seguir juntos, rey Kull,
hasta que hayamos vencido o muerto. Ahora, acompáñame mientras llevo este
cadáver hasta el escondrijo donde se encuentra la otra criatura.
Kull siguió al picto con su siniestro fardo. Franquearon el panel secreto y se
sumergieron en el oscuro corredor. Sus pies no hacían el menor ruido, pues los
dos hombres estaban acostumbrados a cazar silenciosamente. Se deslizaron como
fantasmas a través de la luz espectral. Kull se preguntaba hasta qué punto los
corredores estaban desiertos, esperando hallar a cada recodo alguna horrible apa-
rición. De nuevo le asaltaron las dudas; ¿no le conduciría aquel picto hacia una
emboscada? Dejó un espacio entre él y Brule, con la espada apuntando hacia la
desnuda espalda del picto. Brule sería el primero en morir si le llevaba a una
trampa. Pero si el picto era consciente de las sospechas del rey, no lo demostró.
Avanzaba con paso seguro. No tardaron en llegar a una habitación que no se
utilizaba desde hacía mucho tiempo, cuyo suelo estaba recubierto de polvo y en
la que los cortinajes se pudrían lentamente coleando cargados de tristeza. Brule
apartó los tapices y camufló tras ellos el cadáver.
Cuando se disponían a deshacer el camino andado, Brule se inmovilizó, con tanta
brusquedad que rozó inadvertidamente la muerte. Los nervios de Kull estaban a
flor de piel.
—Algo avanza por el corredor —silbó el lancero—. Ka-nu me había dicho que
estos pasajes secretos estarían vacíos; sin embargo...
Sacando la espada, se abismó por el pasadizo. Kull le siguió, en guardia.
En el corredor apareció una luz extraña e indistinta, avanzando hacia ellos. Con
los nervios a punto de ceder, esperaron, apoyando la espalda contra la pared del
corre-dor; qué era, lo ignoraban; pero Kull, escuchando el oprimido jadeo de
Brule, comprobó la lealtad del guerrero picto.
La luz se convirtió en una forma de indefinidos contornos. Era una silueta
vagamente humana, pero brumosa e incierta, tan diáfana como una voluta de
bruma. Se iba haciendo más tangible a medida que se aproximaba, sin llegar a ser
nunca completamente sólida. Una cara apareció ante ellos, dos grandes ojos
luminosos, que parecían contener todas las torturas inflingidas durante un millón
de siglos. Aquella cara de rasgos flácidos y erosionados por el tiempo no
expresaba ninguna amenaza, sólo una gran tristeza... y aquella cara... aquella cara...
—¡Dioses todopoderosos! —sopló Kull al tiempo que "na mano helada le
aprisionaba el alma—. Eallal, rey de Valusia... ¡Eallal, muerto hace ya mil años!
Brule se adosó al muro tanto como pudo. sus ojos es-trechos centellearon,
dilatados por el más puro horror; la espada le temblaba entre los dedos, sin
fuerza por primera vez desde el comienzo de aquella noche fantástica. Envarado
y arrogante, Kull mantenían su arma instintivamente dispuesta, aunque fuera algo
que sabía inútil; tenía la piel de gallina, el cabello erizado; y, no obstante, seguía
siendo el rey de reyes, dispuesto a desafiar tanto los poderes de los muertos como
los de los vivos.
El fantasma pasó ante ellos, sin prestarles ninguna atención. Kull se pegó a la
pared mientras les adelantaba, sintiendo un soplo helado, como una brisa
procedente de las nieves árticas. La forma continuó avanzando, con pasos lentos
y silenciosos, como si las cadenas de las eras infinitas entorpecieran aquellos pies
indistintos. Luego, en un recodo del pasadizo, la forma desapareció.
—jValka! —murmuró el picto, limpiándose las gotas de sudor frío que le
perlaban la frente—. No era un hombre... ¡sino un fantasma!
—Sí. —Kull, estupefacto, sacudió la cabeza—. ¿No has reconocido su cara? Era
Ealllal, el que reinó en Valusia hacía un millar de años, el mismo que fue
descubierto cobardemente asesinado en el salón del trono... la Sala Maldita, como
se llama ahora. ¿No has visto nunca la estatua que hay en la Galería de los Reyes?
—Es cierto. Ahora recuerdo la historia. ¡Por todos los dioses! Kull, ese es otro
signo del terrible poder de los sacerdotes-serpiente. Ese rey fue asesinado por el
pueblo-serpiente; ¡su alma es esclava de ese innoble culto y debe rendirle pleitesía
por toda la eternidad! Los sabios siempre han afirmado que si un hombre muere
a manos de un hombre-serpiente, su fantasma se convertirá en su esclavo.
Un escalofrío recorrió la inmensa osamenta de Kull.
—¡Valka! ¡qué terrible suerte! Escucha... —Cerró los dedos sobre el musculoso
brazo de Brule con una presa de acero—. ¡Escucha! Si soy mortalmente herido
por alguno de esos monstruos abyectos, jura que me atravesarás el pecho con tu
espada para no someter mi alma a su esclavitud.
—Lo juro —respondió Brule, cuyos feroces ojos se ilu-minaron—. Y haz tú lo
mismo conmigo, Kull.
Se estrecharon la mano derecha, sellando silenciosamente su siniestro convenio.
4. LAS MASCARAS
—¡Es demencial! ¿Acaso soy yo Kull? Del que está en el estrado o de mí mismo...
¿cuál es en verdad el verdadero Kull? ¿Seré una sombra... una quimera?
La mano de Brule, apretándole el hombro y sacudiéndole violentamente, le hizo
recobrar el sentido.
—¡En nombre de Valka, no seas estúpido! ¿Cómo puedes sorprenderte después
de todo lo que hemos visto? ¿No comprendes que esos son verdaderos hombres,
embrujados por un hombre-serpiente que ha tomado tu apariencia, como los
otros tomaron la de tus consejeros? A esta hora deberías estar muerto y el
monstruo que ves reinaría en tu lugar sin que sospechasen nada quienes se
inclinan ante él. Salta y mata rápidamente, pues, si no, estamos perdidos. Los
Asesinos Rojos, verdaderos hombres, están cerca de él, y sólo tú eres capaz de
llegar hasta él y matarle. ¡Actúa sin más tardanza!
Kull consiguió sobreponerse a la turbación que le invadía y echó la cabeza hacia
atrás, con aquel movimiento de desafío que le era característico. Inspiró larga y
hondamente, como un nadador antes de sumergirse en el mar; luego, apartando
bruscamente las colgaduras, se lanzó hacia el estrado y lo alcanzó con un único
salto poderoso. Brule había dicho la verdad. Cerca del hombre-serpiente se en-
contraban los Asesinos Rojos, combatientes entrenados para golpear tan
rápidamente como el leopardo; cualquiera que no hubiese sido Kull habría
muerto antes de poder llegar hasta el usurpador. Pero al ver a Kull, idéntico al
hombre que se hallaba cerca de ellos sobre el podio, los Asesinos Rojos se
quedaron clavados en sus puestos, absortos... sólo un instante, pero lo suficiente
para el rey bárbaro. El que se encontraba sobre el estrado quiso desenvainar la
espada, mas, justo cuando sus dedos se cerraban sobre el pomo, la hoja de Kull
se hundió en su cuerpo, sobresaliéndole entre las vértebras. La criatura que los
consejeros habían tomado por el rey se derrumbó hacia adelante. Cayó a los pies
de la tarima y se quedó tendida en el suelo, inmóvil.
—¡Esperad! —Kull levantó una mano y la voz real detuvo en seco el impulso de
los guardianes que se abalanza han sobre él. Y, mientras se detenían turbados,
Kull señaló con el dedo a la criatura que yacía a sus plantas... la criatura cuyo
rostro se disipaba para ser reemplazado por la monstruosa cabeza de una
serpiente. Retrocedieron atemorizados y, mientras Brule entraba por una de las
puertas, Ka-nu lo hizo por otra.
Estrecharon las ensangrentadas manos del rey y fue Ka-nu quien primero habló.
—Hombres de Valusia, vuestros ojos no os han equivo-cado y tenéis toda la
razón. Este es el verdadero Kull, el rey más grande que haya conocido Valusia. El
poder de la Serpiente se ha despedazado y sois hombres verdaderos. Rey Kull,
¿alguna orden?
—Recoged esta basura —dijo el rey. Los hombres de la guardia se apoderaron de
la muerta criatura—. Ahora, se-guidme —dijo el rey; y, precediéndoles, les
condujo hasta la Cámara Maldita. Brule, echando una inquieta mirada a su
monarca, le ofreció el sostén de su brazo, pero Kull lo rechazó.
La distancia le pareció infinita al rey cubierto de sangre, pero, por fin, llegó hasta
el umbral de la puerta y rió duramente al escuchar las horrorizadas exclamaciones
de sus consejeros.
Siguiendo sus órdenes, los guardias arrojaron el cadáver que habían transportado
al interior de la cámara, junto con los demás, y, haciendo un signo a todo el
mundo para que se retirase, Kull dejó el último la cámara, cerrando la puerta a
sus espaldas.
Se tambaleó, mareado. Las caras se volvieron hacia él, lívidas y llenas de
preguntas. Luego giraron y se confundieron en una bruma espectral. Sintió que la
sangre de sus heridas le corría por el cuerpo y comprendió que lo que tenía que
hacer había de hacerlo entonces o nunca.
La espada siseó al salir de la funda.
—Brule, ¿estás a mi lado?
——¡Sí! —La cara de Brule le miraba a través de la niebla. Estaba junto a él, pero
la voz del lancero resonaba en sus oídos como si estuviera a leguas y eones de
distancia.