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0. INTRODUCCIÓN
La ciencia histórica la que basa sus contenidos en la narración de sucesos, sus causas y
consecuencias, que tiene como protagonistas a las civilizaciones que a lo largo de los
tiempos han desarrollado sus actividades en diferentes áreas del planeta, tuvo su
nacimiento en Grecia durante los siglos VI y V a. C. En aquel marco los primeros
cultivadores del género histórico fueron los logógrafos.
En los inicios del III milenio Egipto y Mesopotamia tenían una cultura en la que una parcela
muy importante estaba ocupada por la escritura que se plasmaba en muy diversos
materiales (papiro, cera, madera o piedra). En ese momento se puede precisar el
nacimiento de la Historia, entendida como narración de sucesos anteriores al momento en
el que tiene lugar su traslado al soporte que el autor utiliza para escribirlos, y también está
aquí el origen del género literario histórico-narrativo, pues resulta evidente que la
utilización del texto escrito permite superar las limitaciones de la tradición oral y posibilita
la perpetuación de los hechos que afectan a una comunidad determinada para que puedan
ser conocidos por las generaciones futuras de manera permanente.
Hacia el 2350 a. C. en las civilizaciones del Creciente Fértil ya tenemos ejemplos de esta
nueva línea cultural conformada por las denominadas Estelas y también los denominados
Textos de las Pirámides que figuran en las paredes interiores de estos monumentos
funerarios. En otras ocasiones son textos legales, como la famosa estela de basalto negro
de 2,5 metros de altura, hallados en Susa y es conocida por contener el Código de
Hammurabi.
Son más frecuentes las narraciones de carácter mitológico, muy arraigadas en las
tradiciones de la civilización a la que pertenecen, siendo un notable ejemplo el Relato de la
Creación (dios de Babilonia, Marduk combate y vence a un ejército de gigantes)
En esos ejemplos, el relato histórico no rebasa los límites propios del mismo y no va más
lejos, por lo que su utilización, como expone E. Moradiellos, parece haber sido
básicamente dual, en el sentido de servir, por una parte, como elemento de legitimación y
apología del poder real benefactor de la sociedad y, por otro, como sistema de datación
temporal de la práctica administrativa.
Son mayoría los autores que piensan que fue en Israel donde hizo su aparición la primera
obra histórica cuyos contenidos quedan muy lejos de las intervenciones de la divinidad en
el desarrollo de la narración. Nos referimos a la llamada Narrativa de la Sucesión (rebelión
de Absalón contra el rey David). Al mismo tiempo, en Grecia se desarrollaba un tipo muy
parecido de relato histórico cuya eclosión y auge tendrá lugar en los siglos VI y V a. C.
Pero no nos debemos dejar llevar por la suposición de que todo lo narrado sea verdadero,
ya que muchas veces hay lo que se denomina anacronismos, esto es, los sucesos que
ajustados a la más estricta realidad. Otras veces estos anacronismos permiten perfilar la
época en la que tuvo lugar la redacción del relato, caso, por ejemplo de Homero (La Iliada)
Las invasiones de los siglos IV y V provocaron el derrumbe definitivo del sector occidental
del Imperio Romano (Imperio de Occidente) certificado por la deposición del último
emperador Rómulo Augústulo por el hérulo Odoacro en el año 476. Las consecuencias que
en el terreno historiográfico tuvo en el final político del estado romano fueron enormes, ya
que se produjo una ruptura con todo lo anterior, y la Historia no constituyó una excepción
pues se encontró inmersa en el ámbito cristiano debido fundamentalmente a que los
cultivadores de este género pertenecían a la órbita eclesiástica y trasladaron a la Historia
sus concepciones del mundo y de la vida que respondían a los parámetros de la religión. La
Historia dejará de ser entendida como el resultado de una investigación secular, causal y
racionalista, para convertirse en una disciplina totalmente providencialista en la que la
sucesión de hechos no es más que la manifestación de la voluntad de Dios orientada a la
salvación del género humano y que se inicia en el mismo momento de la Creación.
A partir de ese momento los hechos y circunstancias del devenir histórico están, es cierto,
protagonizados por los hombres, pero se producen con la intervención de las fuerzas
sobrenaturales de la divinidad y del mal que trasladan su pugna al terreno humano y lo
convierten en su instrumento.
Durante la Edad Media el trabajo historiográfico presentará una fuerte carga teológica y
moralizante en la que la narración mostrará cada vez más el desarrollo de la voluntad de
Dios que ha de ser cumplida por los hombres, que, por otra parte, actúan bajo su
implacable mirada y serán premiados o castigados, ya en la tierra, según sus méritos. El
gran artífice de esa concepción histórico-teológica es, sin duda, San Agustín (354-430), el
primero en hacer un detenido estudio filosófico-teológico de la Historia tal y cómo quedó
expuesto en su gran obra La Ciudad de Dios (obra que tiene sus orígenes en el año 410,
cuando Roma fue asaltada y saqueada por los bárbaros de Alarico)
La construcción de la Historia Universal se realiza tomando como base dos grandes épocas.
La primera, que abarca desde la caída del hombre hasta el advenimiento de Cristo y la
segunda, desde la llegada de Cristo hasta el final de los tiempos. Desde el principio del
mundo mantienen una lucha constante dos ciudades: la ciudad de Dios y la ciudad del
Diablo, la celeste Jerusalén y la terrana Babilonia.
Pero ese modelo historiográfico no sería el único del Medievo, pues el nacimiento y
consolidación de las monarquías durante los primeros siglos medievales, posibilitó que, de
una manera paralela al mero relato cronístico mundial, naciera un nuevo género histórico
cuyo contenido era la narración de la propia historia de esos nuevos reinos, aunque la
construcción histórica seguía fiel a los parámetros de la Historia Universal continuando la
concepción cristiana y providencialista del devenir histórico, marco en el que se puede
incluir la Historia de los Godos de San Isidoro de Sevilla, la Historia de los Francos del
prelado Gregorio de Tours (530-594), casi la única fuente con la que contamos para el
conocimiento del primer periodo merovingio; también la Historia eclesiástica del pueblo
inglés, escrita por el monje Beda el Venerable (673-735), finalmente la Historia de los
Lombardos desde el siglo VI hasta el 744 del diácono Paulo (720-799), cuya estela sería
seguida por otras obras similares escritas con posterioridad en lengua vernácula como la
Crónica General de España, compuesta bajo la dirección e impulso del rey Alfonso X de
Castilla entre 1270 y 1280.
El siglo XIII es una etapa muy diferente a las anteriores caracterizada por el fortalecimiento
de las denominadas monarquías nacionales cuyo auge va paralelo al declive del Sacro
Imperio Romano Germánico. Ahora, la Francia de los Capeto llevada a su punto culminante
por Luis IX, la Inglaterra de los Plantagenet, representada por Enrique III y los estados
peninsulares más poderosos dirigidos por los castellanos Fernando III y Alfonso X y el
aragonés Jaime I, junto a las repúblicas italianas, se convierten en protagonistas de una
nueva evolución socio-política y económica que se produjo en el seno de las formaciones
humanas que alcanzará su desarrollo en las centurias siguientes de la mano de un
movimiento político-cultural conocida como Renacimiento, cuya génesis va muy ligada a la
expansión de la economía mercantil, tan magistralmente expuesta en el delicioso libro de
Le Goff, titulado Mercaderes y Banqueros en la Edad Media. Su consolidación definitiva
vendrá apoyada por la apertura de nuevos horizontes que traen los grandes
descubrimientos geográficos, la invención de la imprenta y otros adelantos técnicos, así
como la caída de Constantinopla (1453) en poder de los Turcos, con lo que desaparecía
definitivamente el Estado Romano y la cultura clásica buscaba su refugio en Occidente, su
ubicación natural en el ideal Imperio Romano defendido y mantenido por la Iglesia.
Todos esos factores redujeron enormemente el poder terrenal del Pontificado lo cual
produjo una reducción del control eclesiástico sobre el conjunto político e intelectual de
Europa y dejó paso al Humanismo, movimiento en el que la visión del mundo es contraria
al escolasticismo medieval, ya que ahora es el hombre el centro del mundo y todo gira en
torno a él.
La Historiografía realizada por los Jesuitas dirigidas por Jean Bolland, cuyo máximo
exponente es la edición de las Acta Sanctorum (1643), el mismo camino fue seguido por
los benedictinos de París de la congregación de Saint Maur, autores de unas biografías de
santos de la orden en 1668.
Desde 1681, la erudición critica, dotada con las reglas de análisis filológico, paleográfico,
diplomático, cronológico, numismático y sigilográfico, continuó con el análisis racionalista
del material histórico y abrió la senda para la transformación de la Historia en una
disciplina científica, la Ilustración. La Historia, en ese momento, pasó de ser un mero relato
a dotarse de sus elementos característicos de profundización en el estudio de hechos y
noticias que permitía perfilar y completar el relato original, así como esclarecer muchos
sucesos muy parcialmente narrados.
La Ilustración, movimiento cultural caracterizado por considerar que la razón humana era
el único criterio de conocimiento y autoridad, en el que se aplica ya el método científico
experimental practicado en el siglo XVII por Galileo y Newton, era fiel reflejo de las
grandes transformaciones históricas contemporáneas, tales como las grandes
colonizaciones europeas en Asia y Oceanía. La idea de los grandes filósofos de la
Ilustración como Kant, Leibniz o Voltaire que daría origen a la llamada Filosofía de la
Historia en la que el tiempo se concebía como vector y factor de evolución y progreso, fue
el cauce para que la cronología comenzase a ser vista como una concatenación de cambios
significativos e irreversibles en la esfera de la actividad humana, resultado de las
causalidades propiciadas en un momento determinado de la evolución del pasado. Se
llegaba de esta manera al desarrollo de la conciencia temporal de los humanistas, ya que
ahora el tiempo se convertía en un instrumento que, en la práctica historiográfica,
quedaba asimilado con la cronología y era el principio de toda medida, así como elemento
de clasificación insustituible, lo que hacía imposible e inaceptable cualquier rasgo acrónico
o falseado.
El nacimiento de las ciencias históricas fue resumido perfectamente por Voltaire cuando
indicaba que era necesario que los historiadores se lanzasen a la búsqueda de mayores
detalles. Un segundo paso fue dado por Montesquieu (1698-1755) que en su obra
Consideraciones sobre las causas de la grandeza y la decadencia de los romanos (1734)
desarrolló una nueva concepción de la Historia denominada Determinismo Histórico (la
evolución de un pueblo no es fruto del azar ni de la providencia), también fundamental su
obra El Espíritu de las Leyes (1748)
En las concepciones de E. Kant (1724-1804), J.T. Fichte (1672-1814) y F.G. Schelling (1775-
1854), el desarrollo de la Historia se presenta como un proceso necesario sujeto a
determinadas leyes, pero esta necesidad no la deducen de la Historia sino que la
descubren de principios ideales planteados a priori. De este modo, se llega a una visón
fatal y mística de la Historia que, como sucede en Fichte, carece de valor y sólo sirve para
ejemplificar la tesis anterior.
Dentro del idealismo alemán, J.G.F. Hegel (1770-1831) para él la Filosofía de la Historia no
es una pura y arbitraria abstracción sino una generalización teórica del proceso histórico
real. La comprensión de la Historia pasa por presentarla como un proceso único y regido
por leyes y cada época, en lo que tiene de irrepetible, constituye un momento necesario
para el desarrollo histórico de la humanidad, pero este proceso no es algo ciego e
irracional, sino que se trata de un progresivo ascenso en la conciencia de libertad que se
realiza a través de la actividad real de los hombres, impelidos a la satisfacción de una serie
de necesidades.
El siglo XIX se inicia con las grandes transformaciones políticas originadas a raíz de la
derrota de Napoleón y el nuevo orden que el Congreso de Viena establece en el
continente europeo, en el que Alemania comienza a tener un protagonismo cada vez
mayor hasta alcanzar su apogeo con Otto von Bismarck. En Francia y sobre todo en
Alemania, se desarrolló la moderna ciencia de la Historia resultante de la fusión de la
tradición histórico-literaria y de la erudición documental.
Los positivistas pretendieron situarse más allá del idealismo histórico alemán y del
materialismo histórico desarrollando la llamada teoría de los factores, consistente en el
intento de abstraer los diversos aspecto de la totalidad social, las distintas formas de la
actividad humana, y convertirlas en fuerzas independientes y autónomas de cuya
influencia e interacción resultaría el proceso histórico.
Sería por tanto el último estadio, el positivo, el que constituye el objetivo del
desarrollo de la Historia.
La estela de este último fue seguida por otro profesor de la Universidad de Berlín, L.
von Ranke (1795-1886), cuya influencia sobre el desarrollo de las ciencias históricas es
muy importante en Alemania y fuera de ella. Ranke practicó y defendió la búsqueda
exhaustiva de los documentos originales depositados en los Archivos, su verificación,
autentificación y cotejo mutuo, además de su empleo como base fundamental y, si era
posible, exclusiva de la narración histórica.
La moderna ciencia histórica presenta un valor enorme para las restantes disciplinas
humanísticas, pues a partir de entonces ya no había posibilidad de referirse al pasado
sin atender a los resultados de la investigación histórica positiva, por ello, tanto
Niebuhr como Ranke, pese a su nacionalismo y conservadurismo, se pueden
considerar predecesores de los historiadores actuales.
Los acontecimientos históricos que parecen, como decía Engels, “estar presididos por
el azar”, deben ser objeto de la Historia, que es la única que puede proporcionar un
cuadro concreto del desenvolvimiento total de esos hechos, sus causas y, sobre todo,
sus consecuencias reales.
El siglo XX se inicia bajo las mismas premisas historicistas del modelo rankeano alemán del
siglo pasado, pero era cada vez mayor el número de historiadores que ponían en tela de
juicio de validez de esa metodología empírico-positivista (objetivísimo y neutralidad) e
historicista con su pretensión de comprender lo único e irrepetible. El suizo J. Burckhardt
(1818-1897) rechazaba la metodología de su maestro Ranke y tomaba la idea de la Historia
de la Cultura con su obra La cultura del Renacimiento en Italia (1860). El estadounidense
F.J. Turner (1861-1932) seguía sus pasos y abría la joven historiografía norteamericana a la
influencia de otras ciencias sociales, ya que para él debían tenerse en cuenta todas las
esferas de la actividad del hombre.
Por otro lado, el filósofo W. Dilthey (1833-1911) en su obra Introducción a las ciencias del
espíritu (1883) había puesto en tela de juicio las pretensiones de Ranke referentes a que el
conocimiento histórico era tan científico como el logrado por las ciencias naturales y que
era posible neutralizar al historiador en el proceso de investigación y narración resultante.
Dilthey personificación del vitalismo historicista.
Al mismo tiempo que Dilthey realizaba su formulación historicista, la expansión del
movimiento obrero y socialista desde finales del siglo XIX por el mundo occidental fue
ampliando la influencia del marxismo sobre el conjunto de las ciencias humanas, de
manera que al poco tiempo los historiadores, participaran o no de sus concepciones de la
Historia, no eran ajenos a este movimiento, ya que la originalidad del sistema de Marx,
capaz de ofrecer una visión global y racional del curso efectivo de los procesos históricos,
las causas de las transformaciones en la estructura económica, el modo de conexión con
los conflictos sociales y políticos coetáneos y la manera en que todo quedaba reflejado en
el ámbito intelectual y cultural que queda condicionado por esos hechos, hacía que fuese
válido como un modelo interpretativo para iniciar la investigación en las ciencias humanas,
superando el caduco modelo descriptivo empírico-positivista de Ranke.
Una de las más claras influencias del marxismo en la historiografía se puede apreciar en
dos disciplinas históricas especializadas, nacidas en el amanecer del siglo XX: la Historia
Económica y la Historia Social. No es inexacto decir que en los estudios históricos
anteriores había una sección que atendiese a estos aspectos, pero es solamente en los
años finales del siglo XIX, con el desarrollo universal de las transformaciones capitalistas y
la difusión de las tesis marxistas en el campo de la cultura, como se puede apreciar en la
obra de A.J. Toynbee o G. Unwin, también en EE.UU. con autores como C. Beard, con su
aproximación a las ciencias sociales.
No serían los únicos, ya que en el contexto socio-político existente en los años finales del
siglo XIX y comienzos del XX cuando surgen las tesis que son el motor del movimiento
socialista (Owen, Fourier…) y marxista, es el más adecuado para que vayan tomando
cuerpo estas dos nuevas disciplinas a base del estudio de las organizaciones obreras, de las
condiciones de trabajo y del grupo socio-económico resultante del panorama industrial
tanto en las orbitas urbanas como rurales, tarea de autores como B. y S. Webb y B. y J.
Hammond y el francés G. Lefebvre
Tras la I Guerra Mundial tuvo lugar el nacimiento en Francia de una revista, fundada en
1929 por L. Febvre (1878-1956) y M. Bloch (1886-1944) denominada Annales d’Historie
Économique et Sociale (desde 1945 denominada Annales Economies, Sociétés,
Civilisations) cuya finalidad original era la de ofrecer una alternativa a la práctica
historiográfica dominante y rebasar el mero enfoque político-diplomático y militar. En
torno a esta revista se fueron aglutinando los integrantes de la Escuela de los Annales,
para quienes la renovación historiográfica se basaba en la gran expansión de las áreas
de trabajo así como en la aplicación de métodos de estudio e investigación utilizados
por otras disciplinas científicas, tales como el análisis sociológico y demográfico, el
trabajo de campo empleado en la Geografía, los métodos de la Etnología, Estadística…
Pero el autentico auge de la Escuela de los Annales se produjo pasada la II Guerra
Mundial, cuando F. Braudel (1902-1985) asumió la dirección de la revista tras la
muerte de L. Febvre (1956), momento en el que comenzó a expandirse el modo de
entender la Historia de estos autores dentro y fuera de Francia, abarcando no
solamente a la práctica totalidad de los países de Europa, sino también a los de
América Latina.
Esta nueva corriente consistía en que el historiador se acerca a la fuente cuyo estudio
exhaustivo realiza mediante el empleo total de un método cuantitativo, seguido de la
aplicación de unos modelos matemáticos teóricos y, finalmente, procede al
tratamiento informático de las enormes cantidades de datos estadísticos recogidos y
elaborados. Por ello, la cliometría se define más por el método que utiliza que por la
parcela histórica o material sobre la que se aplica. Esta corriente histórica ha suscitado
opiniones en contra, basadas en que el método cuantitativo aplicado
indiscriminadamente y sin valoraciones racionales da unos resultados muy poco fiables
y responden a la poca fiabilidad de la que adolecen las estadísticas históricas
existentes, así como los problemas insalvables que se presentan a la hora de verificar y
contrastar la enorme masa de datos informáticos empleados.
6. LA HISTORIA ACTUAL
Desde los años cincuenta, experimentó una notable renovación basada en la aplicación de
los métodos y modelos teóricos de las restantes ciencias sociales, lo que produjo
resultados brillantes muy distantes del mero relato cronístico. En esta línea, el ejemplo
más ilustrativo, es el de A.J. Mayer, entusiasta investigador de los prolegómenos de la I
Guerra Mundial.
Un fenómeno parecido afectó a la Historia cultural que, siguiendo el camino trazado por J.
Burckhardt, se definió con el historiador y filósofo holandés J. Huizinga (1872-1945), autor
de una deliciosa obra titulada El otoño de la Edad Media (1919).
7. BIBLIOGRAFÍA.