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Señor Jesús, Juez universal, ante quien debemos dar cuenta de nuestras obras
en esta vida y en la otra, danos la gracia para no pecar y ten misericordia de las
almas del purgatorio, miembros de tu Cuerpo místico, muertos ya en tu gracia.
Acepta y aplica los sobreabundantes padecimientos tuyos, los de tu Madre Dolorosa
y los de todos los santos, como expiación de sus pecados, y llévalos pronto a gozar
de tu compañía.
Glorioso Patriarca San José, intercede juntamente con tu Esposa ante tu Hijo por
las almas del purgatorio.
Nos cuenta la Biblia que Judas Macabeo y sus compañeros, que vivieron un siglo y medio
antes de la venida de Jesucristo, lucharon valerosamente frente a los que los perseguían por
causa de su fe y costumbres piadosas. Algunos de ellos cayeron en la defensa por estos
valores. Al retirar los cadáveres, sus compañeros descubrieron que habían guardado objetos
preciosos, ofrecidos a los dioses, y joyas que adornaban los templos paganos. A este pecado,
atribuyeron los compañeros vivos su muerte en la batalla. En realidad, no habían sido del todo
fieles a Dios. Pero no habían caído en la idolatría, sino en la codicia. Su pecado no los apartaba
definitivamente de Dios; era un pecado expiable. Judas y sus compañeros creían en la
resurrección, y por eso hicieron una colecta para que se ofreciera en Jerusalén un sacrificio por
los pecados de los caídos.
El libro de los Macabeos alaba la conducta de Judas, que ofrece sufragios por los
compañeros difuntos. El motivo que lo impulsa a actuar así es la fe en la resurrección: «Si no
hubiera esperado la resurrección..., habría sido inútil y ridículo rezar por los muertos».
Este pasaje de la Biblia nos sitúa en los albores de la oración por los difuntos. Y, más
concretamente, de la oración bíblica por los que, muriendo en el Señor, por falta de una
completa purificación, no pueden gozar plenamente de su felicidad. El texto al que nos
referimos es testimonio fehaciente de la vivencia de la «comunión de los santos».
La Iglesia de hoy, como lo hizo desde los primeros siglos, ora por los difuntos. De este
modo, expresa su fe en que éstos viven más allá de la muerte. Luego, pone en práctica su
convicción en la comunión de los santos. La oración, limosnas y sacrificios de los que
peregrinamos en este mundo tienen un efecto saludable para quienes se purifican en la otra
vida. De este modo, se hace concreta y eficaz la comunión que reina en todo el Cuerpo místico
de Cristo.
En este clima ha de entenderse la piedad y oración por los difuntos. Para la Iglesia y los
cristianos, sigue siendo «una idea piadosa y santa rezar por los difuntos para que sean
liberados del pecado».
Este actuar de la Iglesia, ofreciendo sufragios y sobre todo la Santa Misa en favor de los
difuntos, da testimonio de su fe en el purgatorio, como el estado en que se encuentran quienes
aún no están en disposición de gozar cara a cara de Dios. Pero éstos tienen la plena certeza de
que, una vez acrisolados, Dios será su descanso y felicidad.
«Señor, si hubieras estado aquí, no habría muerto mi hermano. Pero aún ahora sé que todo
lo que pidas a Dios, Dios te lo concederá». En estas palabras de la hermana de Lázaro se
expresan los dos sentimientos que nos embargan ante la muerte de nuestros hermanos
difuntos: dolor por la separación de un ser querido y, a la vez, esperanza firme de que se trata
efectivamente de una separación, pero no de una pérdida. La vida humana, y de esto somos
muy conscientes cuando se trata de la muerte de alguien a quien amamos, es demasiado
valiosa para desaparecer sin dejar rastro. Los cristianos creemos que la muerte no es término,
sino tránsito; no es ruptura, sino transformación. Creemos además que, cuando nuestra
existencia temporal llega al límite extremo de sus posibilidades, en ese límite se encuentra no
con el vacío de la nada, sino con las manos del Dios vivo, que acoge esa realidad entregada y
convierte esa muerte en semilla de resurrección.
Pablo decía a sus fieles de Tesalónica, que lloraban por la muerte de sus seres queridos:
«No os aflijáis como los hombres sin esperanza». El Apóstol no prohíbe a sus cristianos la
tristeza; pero les advierte que la suya no tiene por qué ser una tristeza desesperada. A la
separación sucederá el reencuentro, en un plazo más o menos próximo, pero en todo caso
seguro y ya a salvo de toda contingencia. El cristiano, como Cristo, no muere para quedar
muerto, sino para resucitar; no entrega la vida a fondo perdido; la devuelve a su Creador y en
él alcanza esa plenitud de ser y de sentido que es la vida verdadera y que llamamos vida
eterna. Porque, notémoslo bien, no hay dos vidas, ésta y la otra; lo que se suele designar como
«la otra vida» no es, en realidad, sino ésta plenificada, la que había comenzado con el bautismo
y la fe («quien cree posee la vida eterna», dice Jesús) y que ahora se consuma en la comunión
inmediata con el ser mismo de Dios.
Hermanas, hermanos y amigos todos: El Señor nos ha convocado aquí para orar juntos por
nuestros hermanos difuntos, que descansan en el Señor. Es una celebración de despedida y
también de encuentro. La despedida la experimentamos los que quedamos en la tierra, y el
encuentro lo celebran nuestros hermanos y hermanas, a quienes decimos «hasta pronto».
Hay tres creencias que estimulan nuestra fe en la esperanza de los que estamos llamados a
morir:
1ª. Jesús es la salvación del mundo: En él está la respuesta a los afanes, trabajos, penas,
sufrimientos y proyectos para todo el que muere. La muerte es la firma real de que somos
limitados y de que no estamos hechos, sin embargo, para una vida caduca, sino eterna y sin
fin.
2ª. Jesús es la vida de los hombres: Parece, a veces, como si todo se acabara con la muerte
de un ser querido; pero, para los cristianos, es todo lo contrario. La muerte en Cristo es la
plenitud de vida para el creyente. Con la muerte se acaban los interrogantes, las dudas, las
limitaciones y comienza la verdadera vida en totalidad, que es «Cristo resucitado» en la persona
del hermano o de la hermana a quien despedimos con dolor humano y explicable.
3ª. Jesús es la resurrección de los que mueren: No podemos imaginarnos cómo seremos y
viviremos más allá de la muerte. Pero lo cierto es que Cristo nos ha precedido como grano de
trigo sepultado en el Gólgota y se ha convertido en cosecha eterna de resurrección. Y aquí está
nuestra meta y aliciente: luchar, compartir, sembrar y sembrarnos evangélicamente en el surco
de cada día. El resto lo hace el Señor, sin regateos y con toda generosidad.
La muerte de un ser querido siempre produce dolor. Pero el sufrimiento humano se puede
transformar en gozo cristiano a la luz de la resurrección del Señor. «Aunque la certeza de morir
nos entristece, nos consuela la promesa de la futura inmortalidad», -rezamos en las Misas de
difuntos-. Porque creemos y esperamos en la resurrección del Señor y en nuestra propia
resurrección, por eso, precisamente, nos hemos congregado aquí, como asamblea santa, para
rezar por el alma de nuestros hermanos y hermanas difuntos.
Nuestra reunión es, ante todo, una afirmación de la fe que profesamos. El corazón del misterio
cristiano está en una sola palabra: «Resucitó». Jesús ha resucitado de entre los muertos. De lo
contrario, nuestra fe sería vana. Como muy bien nos dice san Agustín: «La fe de los cristianos
es la resurrección del Señor». Que Jesús haya muerto, todos lo creen; incluso los paganos. Es
más, sus mismos enemigos estaban completamente persuadidos de ello. Que Cristo haya
resucitado, sólo lo creen los cristianos, y no se es verdadero cristiano sin creerlo. Pero hay algo
más, como nos enseña san Pablo: “Cristo ha resucitado como primicia de todos los creyentes”.
Por eso, su resurrección es la prenda segura de nuestra propia resurrección.
La esperanza, además, suscita la oración y el amor fraterno. Nuestra presencia aquí tiene
también como finalidad ejercer la caridad. Rezar por los difuntos es un acto de caridad cristiana.
La Iglesia, a lo largo de los siglos, siempre ha pedido oraciones por los difuntos. Los sacrificios y
las plegarias que por ellos hagamos tienen un valor expiatorio, es decir, pueden purificarlos de
sus pecados. Ésta es la enseñanza de ]a Iglesia, que arranca de las mismas Sagradas
Escrituras. La Iglesia confiesa, asimismo, la comunión de los santos. Todos los que creemos en
Cristo formamos un solo cuerpo. Entre todos existe una solidaridad y una comunión. De este
misterio arranca nuestra oración.
La Eucaristía que celebramos es misterio de comunión. Comunión con Cristo, que nos une a
la vez con el Padre y con todos los hermanos. La Eucaristía es, además, la prenda de la futura
resurrección. Pidamos, pues, al Señor resucitado que acoja en su gloria a nuestros hermanos
difuntos.
La Iglesia de los peregrinos desde los primeros tiempos del cristianismo tuvo perfecto
conocimiento de la comunión de todo el Cuerpo Místico de Jesucristo, y as¡ conservó con gran
piedad el recuerdo de los difuntos, y ofreció sufragios por ellos, "porque santo y saludable es el
pensamiento de orar por los difuntos para que queden libres de sus pecados" –como dice la
Escritura-.
Siempre creyó la Iglesia que los apóstoles y mártires de Cristo, por haber dado un
supremo testimonio de fe y de amor con el derramamiento de su sangre, nos están
íntimamente unidos; a ellos, junto con la Bienaventurada Virgen María y los santos ángeles,
profesó peculiar veneración e imploró piadosamente el auxilio de su intercesión.
A éstos, luego se unieron también aquellos otros que habían imitado más de cerca la
virginidad y la pobreza de Cristo, y, en fin, otros, cuyo preclaro ejercicio de virtudes cristianas y
cuyos divinos carismas los hacían recomendables a la piadosa devoción e imitación de los fieles.
Al mirar la vida de quienes siguieron fielmente a Cristo, nuevos motivos nos impulsan
a buscar la Ciudad futura, y al mismo tiempo aprendemos cual es el camino seguro conforme al
propio estado y condición de cada uno, que nos conduzca a la perfecta unión con Cristo, o sea
a la santidad.
Oremos: ¡Señor y Dios omnipotente! Te suplicamos por la preciosa sangre que salió
del costado de tu Santísimo Hijo, en presencia y con grandísimo dolor de su
Santísima Madre, saques las almas del Purgatorio, en particular las que hayan sido
más devotas de esta gran Señora, para que cuanto antes vayan a la Gloria para
alabarte en ella, y a ellas en Ti, por todos los siglos de los siglos. Amén.
6. Padrenuestro, Ave María y Gloria [1 vez] ¡Viva Jesús Sacramentado!
Porque todos los que son de Cristo y tienen su Espíritu crecen juntos y en El se unen
entre s¡, formando una sola Iglesia. As¡ pues la unión de los peregrinos con los hermanos que
durmieron en la paz de Cristo, de ninguna manera se interrumpe; antes bien, según la
constante fe de la Iglesia, se fortalece con la comunicación de los bienes espirituales.
Por lo mismo que los bienaventurados están más íntimamente unidos a Cristo,
consolidan más eficazmente a toda la Iglesia en la santidad, ennoblecen el culto que ella misma
ofrece a Dios en la tierra y contribuyen de múltiples maneras a su más dilatada edificación.
Porque ellos llegaron ya a la patria y gozan "de la presencia del Señor"; por El, con El
y en El no cesan de interceder por nosotros ante el Padre, presentando por medio del único
Mediador de Dios y de los hombres, Cristo Jesús, los méritos que en la tierra alcanzaron;
sirviendo al Señor en todas las cosas y completando en su propia carne, en favor del Cuerpo de
Cristo que es la Iglesia lo que falta a las tribulaciones de Cristo. Su fraterna solicitud ayuda,
pues, mucho a nuestra debilidad.
Oremos: ¡Dios de inefable bondad y cuya misericordia es infinita! Dígnate oír las
súplicas que, con humildad y confianza, te dirigimos en favor de las almas que están
en el Purgatorio más abandonadas, a fin de que puedan ir a bendecirte eternamente
en el cielo. Por Jesucristo nuestro Señor. Amén.
El máximo enigma de la vida humana es la muerte. El hombre sufre con el dolor y con la
disolución progresiva del cuerpo. Pero su máximo tormento es el temor por la desaparición
perpetua. Juzga con instinto certero cuando se resiste a aceptar la perspectiva de la ruina total
y del adiós definitivo. La semilla de eternidad que en s¡ lleva, por ser irreductible a la sola
materia, se levanta contra la muerte. Todos los esfuerzos de la técnica moderna, por muy útiles
que sea, no pueden calmar esta ansiedad del hombre: la prórroga de la longevidad que hoy
proporciona la biología no puede satisfacer ese deseo del mas allá que surge ineluctablemente
del corazón humano.
Para todo hombre que reflexione, la fe, apoyada en sólidos argumentos, responde
satisfactoriamente al interrogante angustioso sobre el destino futuro del hombre y al mismo
tiempo ofrece la posibilidad de una comunión con nuestros mismos queridos hermanos,
arrebatados por la muerte, dándonos la esperanza de que poseen ya en Dios la vida verdadera.
Oremos: ¡Dios que con tanto amor aceptaste el cruento sacrificio, que en el ara de la
Cruz te ofreció el Divino Jesús, para satisfacer por nuestras enormes ingratitudes!
Te suplicamos que oigas benigno las oraciones que tus humildes siervos te dirigen
en favor de las almas que el Sagrado Corazón de Jesús desea que más pronto salgan
del Purgatorio. Por Jesucristo nuestro Señor. Amén.
Sacerdote: -Dales, Señor, el descanso eterno y brille para ellos la luz eterna
R.-Cuando vengas a juzgar al mundo
Sacerdote: Oremos: Te rogamos, Señor, que absuelvas las almas de tus siervos
difuntos de todo vínculo de pecado, para que vivan en la gloria de la resurrección,
entre tus santos y elegidos. Por Jesucristo nuestro Señor. Amén
Sacerdote: -Sus almas y las almas de todos los fieles difuntos, por la misericordia de
Dios, descansen en paz.
R.-Amén