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BICENTENARIO. Biografía del filósofo:
Kant: encerrado en Königsberg
SIMON BLACKBURN
Hay una escena en la película Superman III en la que Lorelei Ambrosía, ese
rubio bombón, está leyendo secretamente la Crítica de la razón pura. "¿Pero
cómo puede sostener que las categorías puras no tienen sentido objetivo en la
lógica trascendental? ¿Qué ocurre con la unidad sintética?", chilla ella antes de
esconder apresuradamente el libro y retomar alguna tontería frívola cuando
entra su jefe gángster. La elección del libro por parte del director fue perfecta:
ninguna otra obra podría ser, al mismo tiempo, tan improbable y tan
reconocible para el público como ésa. Uno podría tomar quizá a Bertrand
Russell durante unas vacaciones playeras (alguna vez lo hice), pero nunca a
Kant. Entre paréntesis, si bien Lorelei no domina del todo la jerga, su pregunta
es, efectivamente, una buena pregunta.
Kant no sólo es famoso por la oscuridad y dificultad, sino que también por
haber vivido probablemente la, para un biógrafo, menos atractiva de las vidas
imaginables. La suya la pasó casi enteramente dentro de los pocos kilómetros
de la desolada ciudad costera de Königsberg, o Kaliningrado, en el noreste de
Prusia. Nunca viajó. En toda su vida nunca vio una montaña, ni escuchó una
orquesta decente. Nunca se casó. Una vez conoció a una "bella y bien
educada viuda procedente de algún otro lugar", pero para cuando Kant había
calculado ingresos y gastos, ella se había casado con alguna otra persona.
También le gustó otra muchacha, una de Westfalia, pero él aún estaba
considerando hacerle una proposición matrimonial cuando ella cruzó la frontera
fuera de Prusia. Casi con certeza no tuvo relaciones sexuales y es de esperar,
por su tranquilidad espiritual, que así haya sido, dado que sostuvo que el sexo
fuera del matrimonio deshonraba al género humano y en verdad "exponía a la
humanidad al peligro de equipararse a las bestias". La vida de Kant, como la de
un monje, fue regular hasta la caricatura: la conocida historia según la cual los
lugareños podían ajustar sus relojes con ocasión de su caminata vespertina
tiene, al menos, cierta veracidad en base a ello. La Universidad de Königsberg
fue su monasterio. No hubo heroísmos: cuando se peleó en 1794 con los
censores teológicos designados por Federico Guillermo II, se sometió y
prometió no hacerlo de nuevo. Kant enseñó, escribió, declinó y murió como un
cauteloso hombre de universidad.
No sólo lo externo es poco atractivo, sino que ello parece expresar
perfectamente al hombre íntimo. Kant era pequeño, controlado y achacoso.
Estaba preocupado por el estado de sus intestinos y parece haber dedicado
mucha atención totalmente pública a lo que Hamann llamó sus "evacuaciones a
posteriori". Encontraba difícil reír. Las virtudes prusianas de disciplina,
eficiencia, austeridad, trabajo arduo y obediencia están canonizadas en su vida
y escritos. Sorprendentemente, en todo caso, parece no haber sido un
prusiano, sino un inglés llamado Green quien atrajo al joven Kant a estos
rigurosos senderos. Fue Green, un comerciante y amigo cercano, quien inculcó
en Kant las bondades de vivir según reglas o máximas inflexibles, y antes de
Kant era por las actividades de Green que los lugareños ajustaban sus relojes.
No sólo Königsberg era una especie de Atenas del Báltico, sino que este Kant
no es el frío autómata de la leyenda. En su juventud jugó billar lo
suficientemente bien como para ser una suerte de estafador, y cuando sus
víctimas rehusaban jugar con él, se cambiaba a las cartas como una fuente
suplementaria de ingresos. Con su creciente respetabilidad, todo esto tuvo que
cesar, pero Kant no fue inmune a la tentación, incluso una vez que había
adoptado una de sus acorazadas reglas o máximas de conducta. De esta
manera, emulando a Green, se dio a sí mismo la regla de sólo una pipa de
tabaco por día, pero sus amigos notaron que a medida que pasaban los años la
pipa se fue haciendo más grande. Parece haber sido un entusiasta invitado y
anfitrión, rara vez cenando solo, dado a hablar de chismes y política más que
de asuntos intelectuales, y nada reacio a una cantidad moderada de vino.
Filosofía moral
Hay algo sublime aquí, algo que atraerá a cualquiera que busque legitimar un
orden político y social liberal. Se afirma que, en efecto, existe algo así como
una manera racional de vivir, y hay un deber de respetarla y buscarla. Este
deber no es algo que inventemos, o encontremos por casualidad y nos obligue,
como una tarea impuesta por nuestra propia voluntad o por la de alguien más.
Es, más bien, algo racionalmente coercitivo. Su autoridad es notoria para
cualquier agente racional. Y es, precisamente por esto -a diferencia de
nuestras inclinaciones-, categórico e ineludible. Las máximas de
comportamiento que apelan a nuestro bienestar solamente nos aconsejan, pero
la ley de la moralidad, nos ordena.
Kant, hoy
Sobre estética
FICHA