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ELMERCURIO.

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BICENTENARIO. Biografía del filósofo:
Kant: encerrado en Königsberg

Domingo 26 de diciembre de 2004

En el bicentenario de la muerte del filósofo Immanuel Kant (1724-1804), de


ineludible contribución al pensamiento moderno, se comenta la reciente
biografía del estudioso Manfred Kuehn.

SIMON BLACKBURN

Hay una escena en la película Superman III en la que Lorelei Ambrosía, ese
rubio bombón, está leyendo secretamente la Crítica de la razón pura. "¿Pero
cómo puede sostener que las categorías puras no tienen sentido objetivo en la
lógica trascendental? ¿Qué ocurre con la unidad sintética?", chilla ella antes de
esconder apresuradamente el libro y retomar alguna tontería frívola cuando
entra su jefe gángster. La elección del libro por parte del director fue perfecta:
ninguna otra obra podría ser, al mismo tiempo, tan improbable y tan
reconocible para el público como ésa. Uno podría tomar quizá a Bertrand
Russell durante unas vacaciones playeras (alguna vez lo hice), pero nunca a
Kant. Entre paréntesis, si bien Lorelei no domina del todo la jerga, su pregunta
es, efectivamente, una buena pregunta.

Kant no sólo es famoso por la oscuridad y dificultad, sino que también por
haber vivido probablemente la, para un biógrafo, menos atractiva de las vidas
imaginables. La suya la pasó casi enteramente dentro de los pocos kilómetros
de la desolada ciudad costera de Königsberg, o Kaliningrado, en el noreste de
Prusia. Nunca viajó. En toda su vida nunca vio una montaña, ni escuchó una
orquesta decente. Nunca se casó. Una vez conoció a una "bella y bien
educada viuda procedente de algún otro lugar", pero para cuando Kant había
calculado ingresos y gastos, ella se había casado con alguna otra persona.
También le gustó otra muchacha, una de Westfalia, pero él aún estaba
considerando hacerle una proposición matrimonial cuando ella cruzó la frontera
fuera de Prusia. Casi con certeza no tuvo relaciones sexuales y es de esperar,
por su tranquilidad espiritual, que así haya sido, dado que sostuvo que el sexo
fuera del matrimonio deshonraba al género humano y en verdad "exponía a la
humanidad al peligro de equipararse a las bestias". La vida de Kant, como la de
un monje, fue regular hasta la caricatura: la conocida historia según la cual los
lugareños podían ajustar sus relojes con ocasión de su caminata vespertina
tiene, al menos, cierta veracidad en base a ello. La Universidad de Königsberg
fue su monasterio. No hubo heroísmos: cuando se peleó en 1794 con los
censores teológicos designados por Federico Guillermo II, se sometió y
prometió no hacerlo de nuevo. Kant enseñó, escribió, declinó y murió como un
cauteloso hombre de universidad.
No sólo lo externo es poco atractivo, sino que ello parece expresar
perfectamente al hombre íntimo. Kant era pequeño, controlado y achacoso.
Estaba preocupado por el estado de sus intestinos y parece haber dedicado
mucha atención totalmente pública a lo que Hamann llamó sus "evacuaciones a
posteriori". Encontraba difícil reír. Las virtudes prusianas de disciplina,
eficiencia, austeridad, trabajo arduo y obediencia están canonizadas en su vida
y escritos. Sorprendentemente, en todo caso, parece no haber sido un
prusiano, sino un inglés llamado Green quien atrajo al joven Kant a estos
rigurosos senderos. Fue Green, un comerciante y amigo cercano, quien inculcó
en Kant las bondades de vivir según reglas o máximas inflexibles, y antes de
Kant era por las actividades de Green que los lugareños ajustaban sus relojes.

En esta detallada y fascinante biografía, el distinguido estudioso alemán


Manfred Kuehn se esfuerza por convencernos de que el Kant insensible y
legalista es principalmente un mito. Según Kuehn, ni Kant ni su ciudad
fronteriza son ni la mitad de fríos de lo que la imagen convencional los
describe. Königsberg fue la primera capital de Prusia. Una ciudad cosmopolita,
en la cual hombres de negocios rusos e ingleses se codeaban con académicos
y nobles prusianos. Kuehn presenta una larga lista de académicos y teólogos,
comerciantes y pequeños terratenientes, cuyas vidas giraron en torno a la
universidad. Su Kant estaba en el centro de una rica vida social e intelectual.

No sólo Königsberg era una especie de Atenas del Báltico, sino que este Kant
no es el frío autómata de la leyenda. En su juventud jugó billar lo
suficientemente bien como para ser una suerte de estafador, y cuando sus
víctimas rehusaban jugar con él, se cambiaba a las cartas como una fuente
suplementaria de ingresos. Con su creciente respetabilidad, todo esto tuvo que
cesar, pero Kant no fue inmune a la tentación, incluso una vez que había
adoptado una de sus acorazadas reglas o máximas de conducta. De esta
manera, emulando a Green, se dio a sí mismo la regla de sólo una pipa de
tabaco por día, pero sus amigos notaron que a medida que pasaban los años la
pipa se fue haciendo más grande. Parece haber sido un entusiasta invitado y
anfitrión, rara vez cenando solo, dado a hablar de chismes y política más que
de asuntos intelectuales, y nada reacio a una cantidad moderada de vino.

Inevitablemente, para alguien de un severo entorno pietista, toda esta


disipación motivó una más bien seria búsqueda espiritual. En las tempranas
Lecciones de ética, la glotonería recibe una especial censura -es, de nuevo,
algo bestial-; en su más humanista y tardía Metafísica de las costumbres aún
nos dice que atiborrarse de comida incapacita a una persona "para acciones
que requiriesen usar sus facultades con habilidad y determinación". Es obvio
que colocarse en un estado semejante viola los deberes de uno para consigo
mismo. Afortunadamente, no todo está completamente perdido: "Aunque un
banquete es una invitación formal al exceso tanto en el comer como en el
beber, hay algo en él que tiende a un fin moral; a saber, a mantener juntos a
muchos hombres y durante largo rato para que se comuniquen entre sí; pero
cuando la cantidad (...) sólo permite una escasa comunicación... la reunión
contradice aquel fin... ¿Hasta dónde llega el derecho moral a prestar oído a
estas invitaciones a la intemperancia?".
Con una pregunta así zumbando en su mente difícilmente se esperaría que
Kant haya sido el alma de la fiesta. Sin embargo, "la broma, el ingenio y el
capricho estaban siempre a punto", enfureciendo -el verbo es de Kuehn- al
joven Herder, quien se apuraba en agregar: "pero siempre en el momento
adecuado para provocar la risa de todos", estragando algo el efecto.

Kant habría quedado como una figura definitivamente menor en la historia de la


filosofía si no fuera por una década de pensamiento y otra de publicaciones. En
1770, dictó su Disertación inaugural. Allí, por primera vez, se divisaron algunas
famosas doctrinas de la "filosofía crítica". Kant insiste en una serie de nítidas
divisiones. Separa conceptos e intuiciones, o intelecto y sensación. Separa las
"cosas en sí mismas" de las "cosas como son para nosotros", o, en otras
palabras, distingue lo nouménico de lo fenoménico. Considera espacio y tiempo
como las formas de nuestra sensibilidad, impuestas sobre el mundo nouménico
como una condición de nuestra experiencia del mismo. Pero también deja lugar
para una auténtica "metafísica" o ciencia del mundo como es en sí, conocible
mediante los puros principios del entendimiento.

Hay un defecto fatal escondido en todo esto. La llave hacia la metafísica


debería ser la causalidad: porque lo nouménico causa el mundo tal como lo
percibimos es que es un posible objeto de conocimiento. Treinta años antes,
Hume ya había cerrado el camino a todo conocimiento puramente racional de
qué es causa de qué. En Prusia, Hertz y Hamann pronto llamaron la atención
de Kant hacia la crítica de Hume al razonamiento especulativo sobre la
causalidad: ella misma tenía que ser considerada como obra de la mente, o
una forma de la sensibilidad. Kant habría de decir más tarde que fue Hume
quien "primero interrumpió mis sueños dogmáticos". Y le tomó una década
alcanzar una solución al problema que Hume le había dejado.

El resultado fue de 856 páginas: La crítica de la razón pura, publicada en 1781.


La doctrina central de la Crítica es la interdependencia entre conocimiento
intelectual y experiencia: "Los pensamientos sin contenido están vacíos, las
intuiciones sin conceptos están ciegas". Se requiere tanto la aptitud conceptual
como su aplicación en la experiencia para generar un pensamiento inteligible.
Se sigue de ello que la metafísica pura que había imaginado previamente,
razonando más allá de los límites de la experiencia, podría no haber sido más
que una ilusión.

Por otra parte, el razonamiento a priori o de sillón es posible, pero no sobre el


mundo como es en sí. Únicamente le incumbe el mundo como se nos aparece.
Cuando intentamos razonar más allá de esto, queriendo saber sobre la
naturaleza del alma, o del mundo como un todo, o de la existencia de Dios, la
razón cae en contradicción y su ejercicio está condenado a fracasar. Como
indica su nombre, la Crítica es fundamentalmente una obra escéptica, y es así
como fue considerada por sus contemporáneos. Kant llegó a ser conocido
como el Alleszermalmer o demoledor y como el crítico de la teología racional y
de la metafísica.

En el mundo contemporáneo, observa Kuehn, Kant es considerado más


comúnmente como un adversario del escepticismo, más interesado en el
campo de acción de nuestro conocimiento que en sus límites. Tales son las
revoluciones de la interpretación filosófica. Pero si bien este lado positivo
existe, es sólo parte del cuadro, ya que para el propio Kant el punto central de
la filosofía crítica se encontraba por completo en otra parte, a saber, en sus
implicancias religiosas y morales. A lo largo de las décadas de 1780 y 1790,
Kant escribió las obras sobre temas morales y religiosos que se colocan al lado
de la Crítica como su gran legado a la filosofía. Fundamentación de la
metafísica de las costumbres apareció en 1784; para 1790 había dos Críticas
más, así como un libro que exponía su sistema de una forma más accesible
(Prolegómenos a toda metafísica futura).

Filosofía moral

Aun cuando la vida de Kant estuvo salpicada con arranques de jovialidad, es


difícil decir lo mismo de su filosofía moral, inflexible e intoxicada de normas. La
psicología moral de Kant es una en la que el deber está siempre en guerra con
la inclinación natural, ciega y servil, la que siempre es una especie de amor
propio. Las emociones y los deseos son el enemigo. Sólo se anotan puntos
morales cuando el deber vence sobre aquéllos, y sólo por ser el deber. De
hecho, al menos en la mayoría de sus escritos morales, mientras menos uno se
preocupe de otras cosas y de otras personas, mejor. La dicha, para Kant, es
igualada con la completa independencia de cualquier inclinación y necesidad,
incluyendo los sentimientos de compasión y simpatía para con los otros. Pero
dado que en cuanto seres humanos somos lo bastante desafortunados como
para no tener esta libertad, debemos estar alertas para reprimir nuestros
sentimientos. Únicamente cuando así lo hacemos ganamos crédito moral.

Tampoco una vida conforme al deber es un lecho de rosas. Como todo


estudiante aprende, para Kant el deber de la veracidad alcanza a tener que
decirle a un demente provisto con un hacha dónde están durmiendo tus hijos
(si pregunta y pide respuesta). No hay sitio para escabullirse. No se puede
sostener, por ejemplo, que el hombre del hacha no tiene derecho a la verdad.
Eso sólo significa que no se comete una injusticia contra él al mentirle. Pero,
aun así, se inflige un daño a la humanidad, y se viola un sagrado mandamiento
de la razón. En realidad, es muy fácil dañar a la humanidad de acuerdo con
Kant, no sólo mediante las bestialidades de la glotonería y el sexo descarriado,
sino en asuntos más de principios, como la rebelión contra un gobierno, lo que
también daña a la humanidad, no importa lo injusto, arbitrario, usurpador o
sencillamente malvado que pueda ser ese gobierno. Puede ser tan
desconsolador cumplir el deber, que estamos compelidos a postular una vida
después de la muerte donde la felicidad y la rectitud recuperen sus puestos.
Aunque la filosofía crítica destruye totalmente cualquier proyecto de teología
racional, a nuestras necesidades les corresponde meterse y llenar el vacío. No
se nos permite mentir, pero sí esta muestra de ensoñación.

De manera sorprendente, a pesar de tales rígidas doctrinas, no cabe duda de


que Kant es el más influyente filósofo moral y político de los tiempos modernos.
En la actualidad probablemente tiene más, y más activos, defensores entre los
filósofos morales y políticos profesionales que nunca antes. En parte, él es un
contrapunto al "utilitarismo", igualado por muchos a una temible ingeniería
social que coloca al individuo constantemente al servicio de lo colectivo. Mejor
aun, Kant enfoca la atención lejos de cualquier necesidad educativa demasiado
exigente. De acuerdo con la tradición griega, la virtud es excepcional y requiere
un cultivo y práctica de lo más cuidadoso. Además, para los griegos la
democracia requiere ciudadanos virtuosos. Para Kant, en cambio, las personas
tienen la posibilidad de la autonomía, o libertad, y, ante todo, merecen, así
como así, respeto. Ellas no tienen que trabajar para ganárselo. Y no importa
cuán lerdas o estúpidas puedan ser, el republicanismo democrático es la forma
de gobierno correcta.

Kuehn muestra en detalle cómo se desarrollaron estos puntos de vista. Como


en la filosofía crítica, hubo aquí una revolución en el pensamiento de Kant. Él
creció aceptando los puntos de vista éticos de Frances Hutchenson, el gran
filósofo moral escocés del siglo dieciocho, quien fundaba la moralidad en un
"sentido moral" o un sentimiento de imparcial benevolencia hacia la humanidad.
Al parecer, Kant fue desengañado de este planteamiento al leer a Rousseau.

El problema con la benevolencia, llegó a sentir Kant, es que ella apela a


nuestros sentimientos. Pero Kant quiere un orden moral en el cual no
acabemos ocupándonos nosotros de los demás. Antes bien, tenemos un deber
con ellos: su igual dignidad exige nuestro respeto y "lo que debidamente me
pertenece no debe concedérseme como algo que supliqué". El problema con la
benevolencia privada, así como con la caridad pública, es que quienes son
objeto de ella son tratados como miserables, como mendigos, y esto es una
manera de negarse a reconocer sus derechos. Se disimula nuestra propia
injusticia. El mendigo ha de ser sumiso y agradecido; el benefactor es amable y
generoso. Pero una persona con derechos no necesita ser ni sumiso ni
agradecido, y la persona que respeta aquellos derechos no está haciendo más
que atender una exigencia, lo que no es ni amable ni generoso, sino obligado.

Hay algo sublime aquí, algo que atraerá a cualquiera que busque legitimar un
orden político y social liberal. Se afirma que, en efecto, existe algo así como
una manera racional de vivir, y hay un deber de respetarla y buscarla. Este
deber no es algo que inventemos, o encontremos por casualidad y nos obligue,
como una tarea impuesta por nuestra propia voluntad o por la de alguien más.
Es, más bien, algo racionalmente coercitivo. Su autoridad es notoria para
cualquier agente racional. Y es, precisamente por esto -a diferencia de
nuestras inclinaciones-, categórico e ineludible. Las máximas de
comportamiento que apelan a nuestro bienestar solamente nos aconsejan, pero
la ley de la moralidad, nos ordena.

De esta manera, Kant asegura proporcionar el modelo o forma para una


política ilustrada, universal y liberal. Si el sistema funciona, no hay problemas
de escepticismo, nihilismo o relativismo. Si nuestros principios están a la altura,
no hay necesidad de temer que nuestra creencia favorita sea arbitraria o
intolerante, o que estemos imponiendo nuestros pareceres, sin un fundamento
racional, a otros sobre quienes tenemos poder. No es de extrañarse, entonces,
que los filósofos políticos y morales deseen que el sistema funcione. Los
filósofos, por consiguiente, no son sólo burguesas, egoístas y tímidas criaturas
de un determinado tiempo y lugar, que esperan vanamente imponer sus
criterios liberales sobre otras personas. Ellos están en la vanguardia,
articulando las exigencias que, por la propia estructura de la razón, deben ser
acatadas por todo el mundo. Quizá Kant, a causa de su entorno protestante
pietista, equivocase ligeramente esas exigencias. Pero queda la esperanza de
poder moderar algo de su absolutismo, mientras se conserva la esencia de su
propuesta. Esto implica exaltar los pasajes en los que Kant parece un poco
menos severo de lo usual. Significa también hacer algún injerto, tratando de
acarrear, por decirlo así, un poco de Königsberg hacia Edimburgo o Atenas.
Ésta es una empresa importante en los departamentos de filosofía desde
Cambridge hasta Los Angeles. Hay Kants aristotélicos, humeanos e incluso
Kants existencialistas parisinos. Un rasgo sorpresivo, en este contexto, del libro
de Kuehn es que mientras Kant mismo es presentado como un vividor, su
tardía Metafísica de las costumbres, fuente principal de los movimientos
humanistas, es considerada decepcionante: "Refleja el carácter de compilación
de viejas notas de clase que realmente es".

Kant, hoy

Las manifestaciones contemporáneas del kantismo tienden a operar a través


de nociones como "qué exigen las personas razonables unas de otras", o, en
otras palabras, en términos de aproximaciones "contractualistas" y
"procedimentales" a los fundamentos de la sociedad y la moralidad. El
manantial fue la obra señera de John Rawls Teoría de la justicia, de 1970, y ha
sido el Harvard de Rawls la oficina central del movimiento de "regreso a Kant"
en la filosofía política liberal. Pero, a decir verdad, es una pregunta seria la de
hasta qué punto los adornos kantianos de las obras de Rawls y las de sus
seguidores son innecesarios.

Aunque no todos queremos volver a él, ninguno de nosotros puede librarse de


Kant. Él inventó la metáfora orientadora del pensamiento contemporáneo y, en
realidad, la de todo pensamiento posterior a su tiempo. Ésta es su "revolución
copernicana", la de que el mundo como lo conocemos es al menos en parte
una creación de los expedientes conceptuales y lingüísticos que nosotros le
aportamos. Kant articuló los principios directrices del pensamiento político
liberal. Puede no haber visto nunca una pintura decente, pero escribió la obra
más interesante sobre estética en la filosofía occidental desde Aristóteles.
Russell consideraba que Leibniz era el más grande ejemplo de intelecto puro
que el mundo haya conocido. Russell (quien podía escribir bien) estaba
naturalmente prejuiciado contra Kant (quien no podía escribir tan bien). Pero
éste, seguramente, es el único otro posible contendor por aquellos laureles.

Sobre estética

La tercera Crítica de Kant es frecuentemente interpretada como un tratado de


estética. Y efectivamente se ocupa de problemas estéticos. Pero no sólo de
ellos, como precisa Kuehn (p. 481): "Kant también se ocupa en esta obra del
problema de la unidad de su propio sistema, del problema general de la
aparente finalidad de la naturaleza, de los problemas que plantea la pretendida
necesidad de aplicar conceptos teleológicos en biología y de algunas
cuestiones teológicas". De esta obra hay una nueva traducción como Crítica del
discernimiento, en edición de Roberto R. Aramayo y Salvador Mas (A.
Machado Libros, Madrid, 2003). Previamente existían las traducciones de
Manuel García Morente como Crítica del juicio (1914) y la del chileno Pablo
Oyarzún como Crítica de la Facultad de Juzgar (Monte Ávila, Caracas, 1991).

FICHA

Manfred Kuehn "Kant"

Traducción de Carmen García-Trevijano.

Editorial Acento, Madrid, 2003, 704 páginas.

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