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10/04/2016 - 1:30 Clarín.

com Opinión

Vocaciones

La vida discurre entre cierta posibilidad de apropiarnos de nosotros mismos y la presión social por
conformarnos en el sujeto que se pretende que uno sea. Aquello que Foucault describió magistralmente
como el sujeto sujetado, o sea aquel que se cree autónomo y que por ello no puede vislumbrar que esas
leyes que cree haber creado son siempre creaciones previas. Aquel cuyo interés individual es
conformado por intereses de otros. Si el sujeto está sujeto, el problema es doble, ya que no solo se
trataría de la sujeción, sino además de la cuestión de la normalización: no hay tal vez demarcación más
funcional para todo orden que la vara que delimita lo normal de lo anormal. ¿Alguien le sugeriría a un
hijo que en pos de su futuro se convierta en alguien anormal? ¿Hay elecciones vocacionales que nos
arrojarían al mundo de la anormalidad? ¿Hay carreras normales y anormales? ¿O la anomalía se
produciría en el caso extraño de elegir no optar por ninguna elección, cuando el mandato social exige la
necesidad de decidirse entre un sinfín de posibilidades que el mercado institucional de carreras ofrece?

Primera anomalía: no se puede no estudiar. Claro que “estudiar” se piensa aquí como el ingreso en
cualquiera de los dispositivos de educación superior, excluyéndose de este modo toda otra implicación
del verbo que no se asocie a la obtención final de un título formal. ¿Pero se agota todo estudio en las
opciones que brindan las instituciones? No es fácil definir qué significa estudiar. ¿Tiene que ver con la
existencial, contingente y humana búsqueda de sentido, o tiene que ver más bien con encajar en
algunos de los roles con los que el orden concibe el desarrollo laboral de cualquier ciudadano para que
una sociedad funcione? Agamben asocia etimológicamente el estudio a un golpe que nos deja
estupefactos y nos saca de nosotros mismos en un ejercicio sin fin, y por ello el estudio es interminable.
Tal vez se trate del mismo esquema problemático que pone en tensión al amor con el matrimonio, o a la
justicia con el derecho, o a la pregunta por si hay algo más con las religiones institucionales. Podríamos
incluso ampliarla a una ya tradicional disputa entre la vocación y la profesión: ¿las instituciones
representan o encorsetan? Primera sugerencia a un hijo: la tensión no se resuelve sino que se viven sus
oscilaciones. No se puede no estudiar, pero el deseo de sentido excede las opciones que se nos
presentan.

Segunda anomalía: no hay mucha opción al error en la elección. Como se instala la idea de que en la
elección vocacional entra en juego la identidad, entonces se supone que un joven al término de la
secundaria está definiendo su futuro. La presión social explota en ese tramo de la vida: alguien que no
sabe qué estudiar es rápidamente derivado al régimen de tratamientos vocacionales que estarían
denotando una potencial crisis de identidad. Como si la identidad no fuese en sí misma un estado de
crisis permanente. Hay una -como mínimo- cuestionable identificación entre la elección de una carrera y
una concepción de la identidad asociada al ser como algo definitivo: lo que estudio define lo que soy. O
sea, soy lo que estudio. De allí, una nueva sugerencia a un hijo: se es muchas cosas. O como pensaba
Nietzsche, el yo es un campo de batalla entre diferentes fragmentos en conflicto. Lo único importante es
que ninguna de las tantas perspectivas se imponga como única.

Tercera anomalía: no se pueden disociar tanto la vocación y la profesión. Es que si así fuera, deberíamos
aceptarnos en la más traumática esquizofrenia cultural: no se puede tener tan claro que uno no se
dedica a lo que se supone que uno quiere. Pero una vez más; uno puede hacer muchas cosas al mismo
tiempo: el tema es cómo. La mirada más conservadora busca sostener que las profesiones existentes
expresan la totalidad de vocaciones. La mirada más revolucionaria sigue convencida de que el día
después de la revolución toda vocación encontrará su cauce profesional. Pero en el medio tenemos que
sugerirle una carrera a un hijo: hacé lo que quieras, lo único anormal es hacer algo en lo que no se cree.

Darío Sztajnszrajber es docente y divulgador de la filosofía

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